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Popcak
Dioses rotos
Los siete anhelos
del corazón humano
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Título original: Broken Gods. Hope, Healing, and the seven longings of the human heart
Copyright © 2015 by Gregory K. Popcak, Ph. D. 2016 This translation published by arrangement with
Image, an imprint of the Crown Publishing Group, a division of Penguin Random House LLC
www.palabra.es
palabra@palabra.es
ISBN: 978-84-9061-558-4
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ÍNDICE
Agradecimientos
Bibliografía
Bibliografía adicional
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El Hijo Unigénito de Dios,
queriendo hacernos partícipes de su divinidad,
asumió nuestra naturaleza, para que,
habiéndose hecho hombre,
hiciera dioses a los hombres.
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1. MÁS DE LO QUE ERES CAPAZ
DE IMAGINAR
Imagínate que mañana te despiertas y descubres que por la noche te has convertido
milagrosamente en un dios: no en Dios –omnipresente, omnisciente, omnipotente–, sino
en un dios en el sentido clásico del término. Es decir, te despiertas y resulta que eres
perfecto e inmortal, y estás totalmente seguro de quién eres, adónde te diriges en esta
vida y cómo vas a llegar hasta allí. Puede que, de primeras, te parezca ridículo pensarlo,
pero permítete imaginar esa transformación milagrosa. ¿Cómo sería vivir sin miedo?
¿Cómo te sentirías estando absolutamente en paz contigo mismo y con los demás?
Figúrate lo que sería poder resolver –de una vez por todas– la tensión que existe ahora
mismo entre tus sentimientos, impulsos y deseos contradictorios. ¿Qué cambiaría en tu
vida si te hubieras convertido en esa persona materializada en lo divino?
Eso que acabas de imaginar es exactamente el destino que Dios te tiene reservado.
Lo cierto es que Dios pretende real y verdaderamente convertirte en un dios: un ser
perfecto, pleno, sanado y… sí, también inmortal. «Por tanto, si alguno está en Cristo, es
una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo» (2 Co 5, 17). Los cristianos
hablamos a menudo de «salvarnos»; y la verdad es que, más que de algo (es decir, del
pecado), somos salvados para algo: ¡para hacernos divinos!
Si esta idea parece una locura, y tal vez incluso blasfema, es solo porque estamos
acostumbrados a vernos como nos ve el mundo: rotos, luchando contra todo, fracasados
y frustrados. No obstante, cuando Dios te mira, brota en Él un amor eterno y sin límites,
y ve más allá de toda duda, de todo temor y de cuanto hay dentro de ti que consideras
vergonzoso y frágil. Cuando Dios te mira, ve algo más hermoso, más extraordinario y
más asombroso de lo que puedes hacerte idea. En palabras de san Juan Pablo II,
«nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; al contrario,
somos la suma del amor del Padre a nosotros y de nuestra capacidad real de llegar a ser
imagen de su Hijo» (san Juan Pablo II, 2002).
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Cuando Dios te mira, ve en ti el cumplimiento de toda esperanza, de todo sueño, de
todo deseo y toda potencialidad. En resumen: cuando Dios te mira, ve en ti a un dios.
En las páginas que siguen no solo descubrirás la increíble visión que Dios tiene de tu
vida: también acabarás comprendiendo que lo que menos te gusta de ti, las tentaciones
que te desgarran, los anhelos que te parecen imposibles de satisfacer, los deseos que
intentas reprimir, pueden –con la gracia de Dios– revelarte el camino hacia la nueva
creación que Él quiere hacer de ti. Y lo que es más importante: irás descubriendo cómo
transformar en el motor de tu perfección lo que hay en ti de más débil, más roto y más
vergonzoso.
«¡Sois dioses!»
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temor alguno, que tenga vida en abundancia en este mundo y que reine para siempre
junto a Él en el venidero.
La Sagrada Escritura nos revela esa increíble verdad de que Dios se hizo hombre
para que los hombres pudieran hacerse dioses. La segunda carta de Pedro (1, 4) afirma
que, por medio de la obra salvífica de Cristo, nos hacemos «partícipes de la naturaleza
divina». Por otra parte, fue el mismo Jesús quien dijo: «Sed vosotros perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Cuando leemos este pasaje, solemos
pensar que significa que «Jesús desea que seamos muy buenos»; no obstante, el
cristianismo ha enseñado siempre que el significado de este versículo va mucho más allá.
Jesús nos habla así cuando recuerda a los fariseos: «¿No está escrito en vuestra ley: “Yo
dije: Sois dioses”?» (Jn 10, 34, en que Cristo cita el versículo 6 del salmo 82). En Mero
cristianismo, C. S. Lewis aclara el maravilloso significado de este pasaje:
Tanto los primeros cristianos más destacados como los santos de la Iglesia primitiva
trataron por extenso el tema de la divinización. Los autores del Catecismo de la Iglesia
Católica recogen las reflexiones más famosas a este respecto cuando responden a la
pregunta «¿Por qué Dios se hizo hombre?».
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El Catecismo no se dedica a recoger al azar varias citas de unos cuantos lunáticos.
Estas frases proceden de algunas de las mentes más clarividentes de la historia de la
cristiandad, universalmente respetadas por católicos, ortodoxos y protestantes tanto por
sus conocimientos como por su santidad. Además, las pocas citas que aparecen en el
Catecismo no son más que un botón de muestra de un conjunto mucho más amplio de
citas similares que se remontan a los primeros tiempos del cristianismo, como las que
recogemos a continuación:
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SAN AGUSTÍN (354-420 d. C.),
Comentario al salmo 50.
¿Y a mí qué? ¿En qué me afecta todo esto? Desde luego, la idea es sugerente, pero
¿cambia en algo las cosas? Sería muy fácil despachar el tema de la divinización como un
simple concepto teológico pasado de moda. Pero es mucho más que eso. Cuando tantas
veces estamos tentados de pensar que nuestras vidas, esperanzas y sueños se
desmoronan a nuestro alrededor, la deificación es el plano que nos lleva a reconstruir
nuestras vidas desde los cimientos y convertirnos en todo lo que Dios ha querido desde
un principio que seamos: es el mapa del tesoro que nos ayuda a redescubrir la maravilla y
el prodigio que somos (cfr. Sal 139, 14). Entender la deificación nos permite dejar de
escapar a la carrera de nuestros pecados para dirigirnos a la carrera hacia Dios. Nos
permite convertirnos no solo en nuestro mejor yo, sino en mucho más. Si asumimos la
idea de que Dios desea hacernos dioses, perdemos el miedo y hallamos en nuestros
corazones la paz que este mundo no puede dar (cfr. Jn 14, 27). En ese camino
adquirimos la fuerza para resolver todos los problemas que llenan nuestros días con sus
pequeños e inacabables dramas y experimentar una unión radical y armoniosa con Dios y
con quienes comparten nuestra vida (cfr. Jn 17, 21). Y lo que es más importante: el plan
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de divinización que Dios nos tiene preparado nos permite frenar el vacío y el dolor
permanentes de nuestros corazones y emprender un camino de abundancia hacia la
auténtica satisfacción de todos nuestros deseos terrenales y celestiales (cfr. Jn 10, 10).
Por otra parte, la idea de la divinización ayuda a situar en el contexto adecuado esa
idea clave y esencial en el cristianismo de que estamos rotos y necesitados de salvación.
El conocido bloguero ateo Neil Carter subraya la importancia de esta idea en su artículo
«No estamos rotos» al referirse a su búsqueda infructuosa de un lenguaje común incluso
con los cristianos progresistas que coinciden con él en muchos temas sociales.
Entonces sugiero que los hombres no están rotos, que no son pecadores ni
carecen de algo esencial para alcanzar la plenitud; que son sencillamente lo que
son y que no «se espera» que sean otra cosa. Y entonces la conversación varía
de rumbo. Acabo de tocar lo que para ellos es una piedra angular, inamovible.
La idea de la condición esencialmente defectuosa del hombre es una cuestión
neurálgica y necesaria de su modo de pensar. Si a la fe cristiana le quitas la
deficiencia del hombre, le quitas su fundamento. Si no me crees, haz la
prueba. Insinúa que estamos bien como estamos: por supuesto que no somos
perfectos, que tenemos defectos y no somos infalibles; pero tampoco estamos
echados a perder, ni rotos, ni heridos, ni somos deficientes. Y verás qué pasa:
no lo admitirán. Eso no puedes quitárselo (Carter, 2014).
¿Divinidad o narcisismo?
Por asombrosa que sea la promesa divina de transformarnos en dioses, no cabe sino
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admitir que no podemos exigir esa divinidad ni generarla solos. La divinización es un don
que recibimos cuando corremos a abandonarnos en los brazos amorosos del Dios que
nos ha creado y que ansía completar su milagrosa obra en nosotros. Solo si reconocemos
esa verdad, podremos evitar confundir la promesa de divinización de Dios con el mero
engreimiento del New Age.
En este sentido, el teólogo Peter Kreeft señala tres aspectos que distinguen la idea de
la divinización cristiana de la pretendida humanidad cuasidivina del New Age: la piedad,
la moral objetiva y el culto (1988).
En segundo lugar, los cristianos reconocen una moral objetiva. Los seguidores del
New Age creen en muchas morales y en verdades múltiples. El razonamiento moral del
neopagano moderno es expresión de un politeísmo de «muchos dioses, muchos bienes,
muchas morales» (Kreeft, 1988). En el modelo de divinidad humana (o de humanidad
divina) del New Age, YO –y no Dios– soy el autor de mi propia verdad. Me autoconfiero
el derecho a pretender que soy capaz de hacer realidad lo que digo simplemente cerrando
los ojos y pidiendo que se cumpla mi deseo.
El cristiano, por el contrario, sabe que en el mundo existe un orden objetivo dispuesto
por Dios que sus hijos tienen el deber de acatar movidos no por una sumisión esclava a
leyes extrañas, sino con el fin de poder cumplir su extraordinario destino de convertirse
en dioses por la gracia de Dios. Nuestra capacidad de culminar esta asombrosa misión
depende en buena parte de nuestra participación activa en ese orden moral de autoría
divina, porque «no entrará nada profano» en el Reino de los cielos (Ap 21, 27).
El tercer aspecto que diferencia la noción cristiana de deificación de la del New Age
es que el neopagano moderno no rinde culto a nada que no sea él mismo. Da por sentada
su divinidad y exige que tú también la admitas, aunque no exista ninguna señal de ella ni
en su persona ni en su conducta. Cree que puede hacer lo que desee –incluso si te está
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infligiendo un daño a ti– porque es divino y dueño de su propio destino, y solo rinde
cuentas ante su propio sentimiento de autorrealización.
La llamada cristiana que recibimos todos a participar del proyecto divino de hacer
dioses de los hombres no es un ejercicio de narcisismo o de satisfacción de un deseo. No
sirve de carné gratuito para eludir la moral. Se trata de una invitación nacida del amor de
nuestro Padre celestial, dirigida a cada uno de nosotros y extensiva a toda la humanidad
gracias a la obra salvífica de Jesucristo. Es más: se trata de una invitación que Dios ha
estado haciendo extensiva a la humanidad desde el principio de los tiempos.
En los albores de la creación Dios tenía previstas grandes cosas para nosotros, pero la
trágica caída de nuestros primeros padres en el jardín del Edén provocó una desconexión
radical con Él y conllevó una profunda distorsión de nuestra humanidad. Aunque fuimos
creados a imagen de Dios, la caída hizo que los hombres apartáramos la vista del rostro
de Dios, impidiéndonos ver nuestro destino reflejado en sus ojos. Al separarse de Él,
nuestros primeros padres hicieron pedazos el espejo interior que les permitía reflejar su
imagen y alcanzar la plenitud de perfección de su naturaleza. Esa primera elección
catastrófica nos enseña que, al negar a Dios, nos negamos, en último término, a nosotros
y, por lo tanto, nos destruimos.
Así pues, la encarnación es el primer párrafo de la invitación que Dios dirige a toda la
humanidad anunciando su intención de transformarnos en dioses. No obstante, aunque
esa encarnación redime nuestra humanidad esencial, no puede salvar a cada persona en
particular a menos que esta responda a ella y colabore en el proceso de transformación.
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Toda invitación lleva consigo un S.R.C. (se ruega contestación) y Dios nos proporciona
un modo de contestar a su llamada. El bautismo constituye el segundo párrafo de la
invitación de Dios y el paso siguiente de nuestra transformación: es nuestro «sí» personal
a la íntima actuación de Dios en nuestras vidas. Imprime en nuestros corazones su sello
de familia (cfr. Ct 8, 6) y nos implica en el proceso de permitir que su gracia nos
transforme en los dioses que fuimos llamados a ser (cfr. Jn 3, 5). En el tercer párrafo de
la invitación, Dios nos prepara un banquete, la Eucaristía, y nos invita a convertirnos en
su carne y su sangre comiendo su verdadera carne y su verdadera sangre (cfr. Jn 6, 55):
el alimento que nos sostiene en nuestro viaje divino y sana esa desconexión radical entre
nosotros, Dios y el mundo.
A través de estos dones Dios pone en movimiento fuerzas poderosas que, además de
completarnos, nos hacen superiores a lo que jamás podríamos soñar llegar a ser con
nuestras escasas fuerzas. Gracias a esos inmensos dones de Dios, ya no nos define
nuestra debilidad, sino el desbordante amor de nuestro Padre celestial y el destino hechos
posibles por la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. En palabras de san Juan
XXIII, «consulta no a tus miedos, sino a tus esperanzas y tus sueños. No pienses en tus
frustraciones, sino en tu potencial sin explotar. Que no te inquiete lo que has intentado y
no has conseguido, sino lo que todavía puedes hacer» (Meconi, 2014).
Dios nos llama una y otra vez y, seamos o no conscientes de ello, una parte de
nuestro yo más profundo está programado para volver a Dios. Como una radiobaliza que
suena en la oscuridad, esa parte de nosotros no deja de recordarnos que aún no estamos
en el lugar al que pertenecemos y que debemos darnos prisa para encontrar el camino
que nos lleve de regreso a casa. Como dice san Agustín, «nuestro corazón está inquieto
hasta que descanse en ti, Dios mío». ¿Y cuál es esa radiobaliza? Nada menos que la
suma de nuestros deseos, que luchan ferozmente para librarse de las cadenas que
frustran sus ansias desesperadas de una realización plena.
El anhelo interior
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Todos anhelamos «más». Queremos más. Queremos tener más. Queremos ser más.
Sin embargo, muchos creemos que, cuando nos entregamos a esas fantasías de
abundancia, solo estamos mostrando nuestro egoísmo. Y más de uno, en algún
momento, disfrutará diciéndonos que la idea de estar llamados a algo más es un ejercicio
de ilusión narcisista.
Es cierto que muchas veces intentamos satisfacer ese anhelo de un modo que nunca
llegará a colmarnos. Pero eso no cambia el hecho de que esa ansia universal apunta a
algo que se halla fuera de nuestro alcance. Con demasiada frecuencia nuestra respuesta
consiste en silenciar nuestros deseos o rendirnos ante quienes intentan acallarlos.
Hay otra opción. Podemos aprender a escuchar qué es lo que esa ansia de algo más
nos está diciendo acerca de nuestro destino y del modo de lograrlo. No hay nada malo en
desear más. De hecho, Dios promete colmar ese anhelo: «Pon tu delicia en el Señor, y te
concederá los deseos de tu corazón» (Sal 37, 4). El ansia insaciable de nuestros
corazones –por equivocada que sea– es sumamente importante: está ahí para recordarnos
que Dios nos ha destinado a ser dioses y para movernos a emprender una vida que haga
posibles sus extraordinarios e increíbles planes. Todos y cada uno de nuestros deseos –
también nuestros deseos terrenales e incluso los que son ilícitos– existen para indicarnos
el camino de regreso a Dios. Por desgracia, muchas de las cosas que hacemos –tanto si
lo que pretendemos es alcanzar nuestro destino como aplacar un hambre imperiosa y
urgente– acaban rompiéndonos. Nuestra radiobaliza necesita una reparación. Su timbre
continúa sonando y repitiéndose en el fondo de nuestro ser, pero no siempre nos indica la
dirección correcta. La frustración lleva a mucha gente a intentar ignorar el sonido
insistente de esa baliza oculta en el fondo de sus deseos; otros se limitan a encaminarse
hacia donde esa baliza parece indicarles, sin cuestionarse nunca la dirección que están
tomando hasta que se encuentran cada vez más perdidos.
Pese a estos desafíos, aún podemos hallar nuestro camino de regreso a Dios y a
nuestro destino en Él. Estamos llamados a ser dioses, pero nuestra naturaleza caída nos
hace por el momento dioses rotos necesitados de una sanación profunda: una sanación
que hacen posible Dios y sus dones divinos, junto con nuestra lucha por dejar de vivir
atemorizados por nuestros deseos más profundos, esos siete anhelos divinos de cualquier
corazón humano. Cuando dirigimos esos anhelos hacia Dios, Él nos pone en el camino
de convertirnos en los dioses que quiso hacer de nosotros al crearnos: íntegros y sanados,
perfectos y llenos de paz, confiados, sin miedos y totalmente colmados.
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2. LOS SIETE ANHELOS DIVINOS
DEL CORAZÓN HUMANO
Mt 14, 27
Pasamos buena parte de nuestra vida consumidos por miedos de una u otra clase.
Quizá los peores sean los que nos apartan de nosotros mismos.
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nuestros deseos como un fin en sí mismos, sino a un modo nuevo de conocer mejor a
Dios y acercarnos más a Él. Directa o indirectamente, nuestros deseos giran enteramente
alrededor de Él.
El adicto
Los adictos tienen tendencia a pensar que el problema reside en la fuerza de sus
deseos. No obstante, bien entendidos y rectamente ordenados, los deseos más fuertes
son capaces de alimentar nuestra divinización. En realidad, el problema está en que, en
lugar de descubrir que ese deseo apunta a algo más grande, el adicto lo convierte en un
ídolo (Pargament, 2011). Puede que perseguir a esos ídolos –tanto si se trata de
adicciones químicas como de obsesiones habituales o de relaciones de codependencia–
imite el sentimiento de trascendencia que experimentamos en momentos verdaderamente
sagrados, pero esas compulsiones acaban provocando la desintegración y el conflicto en
lugar de la integración y la paz que nacen de lo auténtico (Pargament, 2011). El problema
de estos ídolos corrientes no es que sean fuentes de placer, sino que terminan no siendo
lo bastante placenteros.
Dios nos ha creado para que cualquiera de nuestros deseos apunte, en último
término, a nuestro anhelo esencial de una honda intimidad con Él. Por desgracia, en lugar
de perseguir el encuentro con lo sagrado que permanece oculto tras nuestros deseos
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terrenales, el adicto se instala en el placer del momento. Y, curiosamente, cuanto más
instalados estamos en él, más inestables nos sentimos. El resultado es una relación aún
más obsesiva con el ídolo. Acudimos una y otra vez al pozo cegado con la esperanza de
que esta vez saciaremos nuestra sed. En palabras del escritor y analista cultural Mark
Shea, «nunca se tiene bastante de lo que en realidad no se quiere» (2001).
El estoico
Los estoicos, por el contrario, viven temiendo y/o rechazando sus deseos. Tanto si
están consumidos por sus propias pasiones como si son víctimas del intento de servir de
objeto de los deseos de otro, intentan negar que los tienen y, en consecuencia, tienden al
resentimiento y la amargura. Son «pesimistas quejosos y desencantados con cara de
vinagre», como los describe el Papa Francisco en la Evangelii gaudium (La alegría del
Evangelio, 2013).
Todos podemos recordar alguna ocasión en que no hemos sido del todo honestos con
nuestras necesidades o en que nos ha amargado el intento de reprimir nuestros deseos.
No obstante, cuando esa actitud se convierte en un modo de vida, el estoicismo puede
generar un dolor terrible. Los estoicos suelen ser víctimas de lo que los psicólogos
denominan conflictos sagrados internos (Pargament, 2011). En otras palabras: cuando
dos bienes espirituales parecen chocar (por ejemplo, el deseo de una relación íntima
frente al deseo de libertad, o el deseo de satisfacción sexual frente al deseo de fidelidad),
los estoicos intentan reprimir e incluso eliminar el deseo que consideran más
problemático en lugar de aprender a satisfacer los dos de un modo legítimo.
Desgraciadamente, los deseos reprimidos vuelven a la carga para vengarse. Cuanto más
estoicos nos mostramos frente a nuestros deseos, más probable es que nos condenemos
a un ciclo constante de negación represiva, seguida de una autoindulgencia secreta que
acaba conduciendo a la desintegración del yo.
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postura que adoptan el adicto y el estoico conduce a la desintegración de la persona y a la
ausencia de una auténtica experiencia de Dios. Afortunadamente, existe una tercera vía:
la del místico.
El místico
Mucha gente se imagina al místico como alguien que está sentado en la cima de un
monte apartado de la humanidad, y que dedica todo su tiempo a pensamientos
profundos. Lo cierto es que todos los cristianos están llamados a ser místicos. En la
tradición cristiana el místico no es más que aquel que percibe a Dios en y detrás de cada
instante, que le descubre cerca de nosotros en las experiencias humanas más mundanas y
hasta en las más profanas. Para el místico, sus deseos son la puerta del cielo: sabe que
podemos alcanzar la verdadera plenitud entrando en contacto con esas realidades más
profundas hacia las que apuntan nuestros deseos.
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capaz de satisfacer mis ansias más profundas. Desde entonces no he vuelto a
ser el mismo. Lo curioso es que creo que me gusta más comer ahora que
antes. Sigo disfrutando saliendo a comer y probando recetas nuevas, pero las
comidas han adquirido una dimensión totalmente distinta. Ya no se trata solo
de placer: es algo más espiritual. ¿En qué sentido? Cuando abro el menú,
recuerdo que –como dice el salmo– Dios quiere «preparar una mesa ante mí»,
una mesa con todos sus dones y su gracia, y me siento urgido a detenerme un
momento para agradecer a Dios sus dones y decirle que le quiero. Y cuando
ayuno o me pongo a dieta (porque, como sabes, me encanta comer), el hambre
que siento no es solo algo que me hace sufrir: me recuerda que, por mucho que
Dios desee satisfacer todos mis anhelos y deseos, lo que más desea es darse.
Solo tengo que abrir mi corazón y pedirle: «Sáciame». Ahora tanto comer
como no comer me satisface más. Las dos cosas tienen un significado…
mayor.
A lo largo de los siglos los místicos cristianos han descubierto que la divinización
purifica nuestros deseos en tres etapas o por tres «vías» distintas. Primero, en la vía
purgativa, experimentamos una rehabilitación del deseo a medida que Dios nos va
enseñando a satisfacer saludablemente nuestros deseos terrenales. A continuación, en la
vía iluminativa, el significado del deseo se aclara al descubrir que Dios se acerca y
quiere revelarse a nosotros a través de nuestros anhelos. Por último, en la vía unitiva,
experimentamos la unión de nuestros anhelos y deseos con el corazón de Dios. En cada
etapa, tanto nuestros deseos torcidos como los medios equivocados que empleamos para
satisfacerlos sufren una transformación mientras nos vamos preparando para alcanzar la
plenitud definitiva de nuestro destino divino. En ese proceso aprendemos que Dios no es
enemigo de nuestros deseos, sino que quiere satisfacerlos hasta un punto que nunca
hubiéramos creído posible. Ansía colmar las necesidades más profundas de nuestro
corazón, incluso las que no conocemos.
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Pero ¿por dónde empezamos? Una vez aceptada la invitación de Dios a la theosis,
¿cómo emprender ese camino extraordinario que nos lleva a convertirnos en los dioses
que estamos destinados a ser?
A mucha gente le desespera esa lucha interminable contra su naturaleza caída. Pero
¿qué ocurre si te digo que la existencia de los siete pecados capitales es, más que un
motivo de desesperación, un signo de esperanza? En realidad, los siete pecados capitales
apuntan a los siete anhelos divinos de todo corazón humano: siete anhelos que Dios no
solo aprueba, sino que intenta satisfacer con creces.
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desean escapar del dolor.
Dios, por su parte, porque nos ama, quiere que deseemos el bien y sanarnos a través
de nuestros más hondos anhelos. Por eso nos da la gracia para colmar todos nuestros
deseos –incluidos los terrenales– de un modo dinámico que satisfaga a nuestro cuerpo, a
nuestra mente y a nuestro espíritu.
«Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo», respondió Jesús,
«pero el que bebe del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el
agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna».
«Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni tenga que venir hasta aquí
a sacarla», le dijo la mujer (Jn 4, 13-15).
A medida que avanza el relato, descubrimos que la mujer del pozo ha tenido cinco
maridos y ahora convive con su amante. Está claro que busca algo más y lucha por
encontrarlo. Sería muy fácil condenarla, pero eso significaría ignorar algo muy
importante: la fuerza de sus deseos es en realidad un gran recurso. Ella no es como
tantos que se dan por vencidos al creer que sus anhelos nunca se verán satisfechos, sino
que continúa buscando algo capaz de llenarla. Igual que esa samaritana de otra época,
todos nos presentamos sedientos ante Cristo, aunque no sabemos con certeza de qué
tenemos sed. Perseguimos la plenitud en la búsqueda del placer como un fin en sí
mismo, pero ningún placer logrará satisfacernos. Solo podremos descubrir esa agua viva
que aplaca nuestra sed si nos volvemos hacia Cristo, que nos enseña que, si nuestros
deseos de las cosas terrenales van unidos a su gracia, pueden servirnos de vehículo que
nos impulsa hacia la verdadera plenitud y hacia nuestro destino último.
Por eso –como afirmaba al principio de este capítulo–, los siete pecados capitales son
en realidad un signo de esperanza: pese a los intentos por taparlos, su misma presencia
revela la existencia de los siete anhelos divinos del corazón humano, es decir, nuestras
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profundas ansias, ocultas pero ineludibles, de abundancia, dignidad, justicia, paz,
confianza, bienestar y comunión. Estos siete anhelos divinos actúan con tanto poder en
ese impulso hacia la divinización que Satanás hace cuanto puede por mantenerlos
escondidos allí donde es menos probable que busquemos: detrás de lo que más odiamos
de nosotros mismos.
Desde hace siglos, la Iglesia nos ha ofrecido siempre siete virtudes como antídoto
contra los siete pecados capitales. La soberbia, por ejemplo, puede sanarse con la
humildad; la envidia, con la amabilidad; la ira, con la paciencia; la pereza, con la
diligencia; la avaricia, con la generosidad; la gula, con la templanza; y la lujuria, con la
castidad. Estos antídotos espirituales tradicionales se han ido consolidando con siglos de
práctica y reflexión. No obstante, cuando intentamos contrarrestar los siete pecados
capitales con estas virtudes, suelen plantearse tres problemas.
En primer lugar, la gente no entiende bien lo que exigen estas virtudes. Así, cuando
descubren que la paciencia es el antídoto contra la ira, muchos piensan que deben
sentirse culpables si experimentan el más mínimo enfado con quien les ha hecho un daño
terrible. De igual modo, cuando entienden que la humildad es el antídoto contra la
soberbia, creen que nunca deben hablar o pensar bien de sí mismos, ni alegrarse de sus
talentos y éxitos. Ninguna de estas dos ideas es verdad. Pese a nuestras mejores
intenciones, si no entendemos qué es lo que realmente nos piden las virtudes, nuestros
intentos de evitar errores graves pueden generar un problema diferente, aunque igual de
serio.
En segundo lugar, cuando la gente se entera de que estas virtudes son el antídoto
contra los siete pecados capitales, tiende a pensar que para «ser buenos» tenemos que
practicarlas todas. Una idea totalmente errónea. El cielo no es tanto para los buenos
como para los que buscan a Dios. Nuestra divinización reside en la solidez de nuestra
relación con Dios, y no en la «bondad» que logramos con nuestro propio esfuerzo.
Puede que la bondad sea uno de los signos visibles de esa relación (cfr. St 2, 17), pero no
siempre es así. Quizá somos buenos por motivos equivocados. Hay quien es bueno
porque teme no ser apreciado si no sigue las reglas; otros son buenos porque quieren
obtener algo de ti. Para el cristiano, la bondad no es un objetivo en y por sí mismo: es el
fruto de una relación con Cristo auténtica y viva. Por eso la amabilidad, el gozo, la paz,
la paciencia, la mansedumbre, la longanimidad, la fe, la bondad y la templanza son los
frutos del Espíritu y no sus raíces. La raíz o el fundamento de estas virtudes es nuestra
relación con Cristo. Si las buscamos por sí mismas sin consolidar esa relación, hasta las
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mayores virtudes se convierten en un «bronce que resuena o un golpear de platillos» (1
Co 13, 1).
En tercer lugar, para mucha gente «ser bueno» per se no suele ser un estímulo
demasiado poderoso. De hecho, nos encanta ser buenos y entregados para pensar que lo
somos. Es como si deseáramos lo bueno con menos consistencia que cualquier otro
placer que se nos ponga por delante. «Puedo resistirlo todo menos la tentación», dice la
célebre frase de Óscar Wilde. Cuanto mayor es nuestro empeño en enfrentarnos
directamente a nuestros pecados, más nos dejamos atrapar por ellos.
Descubrir los siete anhelos divinos del corazón humano nos proporciona un medio
para escapar de la trampa de «intentar ser bueno y fracasar». Si bien Jesús ha dicho que
su yugo es suave y su carga ligera (cfr. Mt 11, 30), lo que muchos experimentamos en
nuestra vida es justo lo contrario. Aunque las apariencias sean otras, Jesús no mentía: la
carga que nos pide que llevemos es ligera; lo que ocurre es que la llevamos de un modo
que nos destroza la espalda y echa a perder nuestro punto de equilibrio espiritual.
Las virtudes no son tanto un arma contra el pecado como un medio para hacer que el
pecado sufra un desgaste mediante la satisfacción de nuestros anhelos divinos. De hecho,
cuanta más energía dedicamos a identificar y colmar nuestros anhelos divinos
practicando las virtudes, menos sentimos la necesidad del pecado. Cuando dejamos de
luchar contra nuestra debilidad y nos limitamos a intentar sanarla saciando esos anhelos
queridos por Dios que quedan ocultos por nuestros pecados, dejamos de pelear contra
nosotros mismos y comenzamos a buscar aquí y ahora nuestra plenitud, junto con
nuestro destino último de convertirnos en dioses por la gracia de Dios.
Detengámonos un poco más a considerar de qué modo los siete pecados capitales, los
siete anhelos divinos y las siete virtudes están relacionados entre sí.
La soberbia
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para facilitar nuestra divinización; como algo que nos recuerda que la auténtica plenitud
solo se puede conseguir cuando nuestros corazones inquietos descansen en Él.
La soberbia desvirtúa ese anhelo de abundancia haciéndome creer que yo, y solo yo,
soy capaz de decidir qué significa lograr una vida plena, llena de sentido y provechosa.
Me dice que fijarme en cualquier otro que no sea yo mismo disminuye mi felicidad y mi
realización; me dice también que no debo poner mis dones al servicio de otros; y que,
para vivir mi versión de una vida abundante, debo emplear toda mi valía en distinguirme
de los demás.
Pese a todas las mentiras que la soberbia intenta vendernos, nuestro anhelo de
abundancia solo puede quedar satisfecho practicando la virtud de la humildad, que no
tiene nada que ver con pisotearnos o degradarnos a nosotros mismos, ni con negar
nuestros talentos y capacidades. En realidad, cultivar la humildad nos lleva a asumir que
debemos colaborar con Dios y con los demás si queremos vivir una vida abundante; nos
permite aprender de las lecciones divinas y de la experiencia ajena; y nos confiere el
poder de emplear nuestros méritos en bien de los que nos rodean, fortaleciendo nuestras
relaciones y permitiéndonos trabajar juntos para explotar todo nuestro potencial.
La envidia
La envidia es la distorsión del anhelo divino de dignidad, ese deseo de que nuestro
valor como persona reciba aprecio y reconocimiento. Todos queremos saber que
valemos algo, que merecemos estima y que poseemos una dignidad innata. De hecho –
como ha demostrado nuestro análisis de la llamada a la divinización–, Dios ansía
concedernos una dignidad muy superior a la que nadie sería capaz de imaginar. En esta
vida, el anhelo divino de dignidad nos ayuda a darnos cuenta de que somos un verdadero
regalo de Dios para el mundo (en el sentido más positivo de la expresión). Además,
facilita nuestra divinización estimulándonos a ser instrumentos más eficaces del amor y el
cariño de Dios.
26
la amabilidad. Cuando practicamos la amabilidad inspirada por la gracia, animamos a los
demás a florecer ante nuestros ojos. La amabilidad nos lleva a descubrir nuestra dignidad
permitiéndonos convertirnos en el medio gracias al cual los demás encuentran la suya.
La ira
La ira es la distorsión del anhelo divino de justicia: un anhelo que en esta vida nos
lleva a responder a las ofensas con eficacia y a restaurar el recto orden. Nuestro anhelo
de justicia es un don del cielo. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia», dice el Señor (Mt 5, 6). Este anhelo divino facilita nuestra divinización
haciéndonos salir de nosotros mismos y recordándonos que nos preocupemos por
quienes nos rodean.
La pereza
La pereza es la distorsión del anhelo divino de paz: un anhelo que nos lleva a vivir de
un modo más armonioso. En el Sermón de la Montaña, Jesús llama «bienaventurados» a
los que buscan la paz verdadera (cfr. Mt 5, 9). Nuestro deseo de paz es una necesidad
innata que procede de Dios. Cuando buscamos la paz facilitamos nuestra divinización, ya
que en ese proceso ganamos en sintonía con la voluntad de Dios. La pereza desvirtúa
nuestro anhelo divino de paz porque, influidos por ella, pensamos que el mejor modo de
lograrla es cerrar los ojos a los problemas que nos rodean, agachar la cabeza y evitar
cualquier posible conflicto, incluidos los que conllevan trabajar por la justicia, por nuestro
bien y el de los demás.
27
que trae la verdadera paz a nuestra vida. La diligencia (o fortaleza) manifiesta nuestro
compromiso a cooperar con la gracia de Dios para que se haga su voluntad en este
mundo –o, al menos, en nuestro pequeño rincón del mundo–. Si descubrimos sin
tardanza qué es lo que Dios quiere de nosotros y lo secundamos en nuestras vidas y en
nuestras relaciones, podremos comenzar a mitigar ese dolor del corazón que es el anhelo
divino de paz.
La avaricia
La gula
28
compuesto el hombre: el cuerpo, la mente y el espíritu. La gula desvirtúa el deseo divino
de integridad en dos sentidos.
En primer lugar, nos dice que saciarnos de comida y/o bebida es un buen sustituto de
una vida sana y equilibrada. Comer con ansia, atiborrarse de alcohol y drogas o utilizar
otras cosas para satisfacer nuestros sentidos supone un intento de anestesiarnos ante el
desorden y el caos de otros aspectos de nuestra vida. Nos convence de que
«obsequiarnos» o darnos gusto es lo mismo que proteger nuestra vida y a nosotros
mismos.
La gula puede desvirtuar también nuestro anhelo divino de bienestar cuando nos lleva
a alcanzar nuestra integridad obsesionándonos con la clase de alimentos que tomamos o
siendo especialmente exigentes con lo que comemos. Santo Tomás llama a esta segunda
clase de gula studiose: esa tendencia a ser excesivamente caprichosos o exquisitos con
los alimentos.
Alimentarse bien es importante, pero creer que cómo, cuánto y lo que consumimos
es capaz de salvarnos puede convertirse en un problema serio. El anhelo divino de
bienestar solo queda satisfecho practicando la virtud de la templanza, que es la capacidad
de buscar y utilizar todas las cosas –no solo la comida– de un modo saludable que
fomente la plenitud y el equilibrio que todos ansiamos.
La lujuria
29
dicen a sus hijos: «¡No tengas relaciones antes de casarte, o te vas a enterar!». Pero no
es así. En sentido amplio, practicar la castidad es procurar amar rectamente a cualquier
persona. La castidad nos permite querer a todas las personas con las que nos
relacionamos –y no solo a nuestra pareja– con el amor que merecen. En general, la
castidad es la virtud que nos impide ver en la gente un medio para lograr un fin, en lugar
de personas que tienen derecho a ser tratadas con cariño y respeto.
La tabla siguiente nos ofrece una vista rápida de la relación que existe entre los siete
anhelos divinos, los siete pecados capitales y sus siete virtudes contrarias.
Ver en nuestros deseos la expresión de los siete anhelos divinos nos permite descubrir
que sucumbir al pecado no es tan atractivo ni gratificante. De hecho, significa apartarse
de la verdadera satisfacción de nuestros deseos más profundos: unos deseos que apuntan
a las realidades eternas. Igualmente, comprender los siete anhelos divinos fortalece
nuestra noción del bien. No practicamos las siete virtudes solo para poder evitar los
azotes existenciales de una figura paterna trascendente: las practicamos para poder
encontrar, después de buscarla, la verdadera satisfacción de los siete anhelos divinos de
tal manera que alcancemos nuestro destino de convertirnos en dioses por la gracia de
Dios. Cualquier bien que se derive de ello no es el objeto, sino el fruto de ese esfuerzo, y
refleja mejor la acción de la gracia de Dios en nosotros que cualquier medalla que nos
colguemos en señal de nuestra búsqueda personal de una superioridad espiritual.
No te condeno
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Cuando Jesús le dijo a la mujer adúltera «tampoco yo te condeno» (Jn 8, 11), se
estaba dirigiendo a cada uno de nosotros. Hay demasiada gente para quien el camino
cristiano consiste en pasarse la vida entera intentando huir del dedo celestial, imponente y
amenazador de Dios: una serie de «prohibidos» que hay que evitar escrupulosamente si
se quiere tener la esperanza de pasar con éxito la inspección. Pero el camino cristiano no
es nada de eso. Como dice el papa Benedicto XVI, el cristianismo en general y el
catolicismo en particular debe ser algo más que «un cúmulo de prohibiciones» (Spiegel
Online International, 2006). El camino cristiano es una llamada a la plenitud; en él se
descubre que Dios nos habla a través de nuestros deseos y que los mismos anhelos que
tan a menudo suelen equivocarnos de senda pueden ser, con la ayuda de la gracia de
Dios, los motores que impulsen nuestra deificación. En palabras del papa Benedicto XVI,
31
3. LIBÉRATE DE LA LUCHA:
EL SECRETO DEL MÍSTICO
IMPERFECTO
En el capítulo anterior has descubierto cómo el intento de saciar los siete anhelos
divinos de tu corazón puede permitirte dejar de escapar del pecado para empezar a correr
hacia la abundancia y la deificación.
Aunque este nuevo enfoque es capaz de hacer nuestra vida espiritual infinitamente
menos gravosa, tendremos que seguir luchando. Habrá ocasiones en que tropecemos y
caigamos. La mayoría reaccionamos muy mal ante el fracaso, y más si este se produce
en el camino espiritual. Nos dejamos consumir por una culpa neurótica y por el odio a
nosotros mismos. Pensamos que, cuanto más severo sea el trato que nos dispensemos,
más en serio nos estaremos tomando nuestro crecimiento personal.
Ten una cosa clara: cuando caemos –como es inevitable que ocurra–, Dios no quiere
que nos culpemos. En ese caso, su único deseo es que dejemos a un lado nuestros
esfuerzos estériles y recurramos a los amorosos cuidados del Médico Divino para que
pueda consumar en nosotros la sanación que somos incapaces de lograr solos. Para
hacerlo, para liberarnos del odio a nosotros mismos y de nuestros juicios críticos, hemos
de adoptar la visión que tiene el místico de la imperfección.
La lucha y el místico
Recuerda que todos los cristianos estamos llamados a ser místicos, es decir, personas
capaces de descubrir la obra de Dios detrás de los acontecimientos mundanos –e incluso
profanos– de nuestra vida diaria. Antes nos hemos centrado en la particular relación que
32
establece el místico con sus deseos y en cómo todos nuestros deseos –incluidos nuestros
anhelos más oscuros– revelan algo acerca del amor infinito de Dios y de los increíbles
planes que nos tiene reservados.
Satanás no quiere que nos convirtamos en los dioses que Dios pretende que seamos.
Por eso –ya lo hemos dicho en el capítulo anterior–, su principal estrategia consiste en
encubrir totalmente el camino de deificación que revelan los siete anhelos divinos. La
otra manera de conspirar en contra de nuestro éxito es hacernos perder de vista la gracia
de Dios después de nuestras caídas. Confía en poder convencernos de que nos
quedemos tirados en el lodo de nuestra patética fragilidad y evitar que nos levantemos de
nuevo. ¡Entonces será Dios –si le dejas– quien te levantará!
Pedro fue capaz de caminar sobre las aguas mientras mantuvo fijos los ojos en
Cristo; pero, en cuanto miró hacia el viento y las olas, comenzó a hundirse (cfr. Mt 14,
28-31). Lo mismo nos ocurre a nosotros. Cuando caemos –cosa que es inevitable que
suceda–, tenemos que decidir entre quedarnos aborreciendo nuestros fallos y debilidades,
o bien volver la mirada hacia el rostro misericordioso de Dios y hallar la fuerza para
reírnos amablemente de nuestra fragilidad y alegrarnos de su misericordia desbordante y
llena de amor: Él cuenta con el poder del universo para sacarnos de la zanja que nos
hemos cavado nosotros mismos.
El místico sabe que no es nuestra bondad, sino lo profundo de nuestra relación con
Dios lo que nos empuja al camino de la deificación, y se da cuenta de que el fracaso es
una ocasión para encontrarse con la gracia. Así lo dice san Pablo en la segunda carta a
los corintios:
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Por eso, para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un
ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me envanezca. Por esto, rogué
tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: «Te basta mi gracia,
porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza». Por eso, con sumo gusto me
gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de
Cristo. Por lo cual me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las
necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy
débil, entonces soy fuerte (2 Co 12, 7-10).
Un poco antes, en la primera carta a la iglesia de Corinto, san Pablo alude con estas
palabras a lo que yo he llamado los siete anhelos divinos del corazón humano:
Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: él
iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones
del corazón; entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza debida
(1 Co 4, 5, la cursiva es mía).
La mayoría de la gente lee este pasaje y piensa que san Pablo está diciendo que Dios
saca a la luz las tinieblas de nuestro corazón, es decir, que está hablando de nuestro
pecado. Pero, si lo que hace es sacar a la luz nuestros pecados más escondidos, ¿por qué
nos va a alabar?
Dios no nos alaba porque revela nuestros pecados –que son obvios–, sino porque
revela los anhelos divinos que hay tras ellos y que sí son dignos de alabanza. En
definitiva, Pablo nos recuerda que nos alegremos del poder de Dios: Él recupera el tesoro
divino enterrado bajo nuestra fragilidad y nos ayuda a alcanzar la plenitud y la
divinización pese a nosotros mismos.
34
condenándose; no odiándose ni paralizado por la culpa, sino sabiendo que está recibiendo
una invitación a acercarse más a Dios para que Él pueda educar su corazón en el amor y
transformarlo de arriba abajo. Cuando renunciamos a nuestros patéticos esfuerzos por
transformarnos nosotros solos, descubrimos el poder que tiene Dios para hacerlo.
Entonces ¿por qué es tan difícil vencer nuestra lucha particular? ¿Cómo llegar a ese
punto en el que la lucha deja de atormentarnos y somos capaces de rendirnos al poder
transformador del amor de Dios? La respuesta práctica a ambas preguntas tiene un
origen sorprendente: la neurociencia.
La gracia y el cerebro
Por el contrario, el cerebro está más abierto al cambio cuando adquirimos la actitud
mental derivada de la presencia de cuatro cualidades –cuyas iniciales forman en inglés el
acrónimo COAL–: curiosidad (curiosity), apertura (openness), aceptación (acceptance)
y amor (love) (Siegel 2007; 2012).
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algunos pueden plantear a la actitud COAL. En primer lugar: ¿no debemos sentirnos
culpables cuando hacemos algo mal? Y en segundo lugar: si lo que nos interesa es
nuestro crecimiento espiritual, ¿por qué ha de importarnos lo más mínimo el cerebro?
¿Descartamos la culpa?
Por supuesto que debemos sentirnos culpables cuando hacemos algo mal. Pero hay
dos clases de culpa. La primera es una corrección del Espíritu Santo llena de amor.
Cuando experimentamos la culpa divina, reconocemos que hemos cometido una ofensa,
pero al mismo tiempo el Espíritu Santo nos indica qué debemos hacer para intentar
solucionar el problema. Si la culpa es divina, la conciencia de nuestro delito va
inmediatamente seguida de la paz de saber que Dios nos ayudará a repararlo. El
sentimiento de quien experimenta esta clase de culpa es de consuelo, y no de condena:
«No te condeno» (Jn 8, 11).
La culpa neurótica, por el contrario, nos lleva a regodearnos en el error, sin ningún
plan y sin ninguna esperanza de mejorar las cosas. Para san Ignacio de Loyola, esta clase
de culpa neurótica es la «desolación»: una tentación del demonio que hace más difícil
nuestro acercamiento a Dios y nuestra transformación en aquello para lo que hemos sido
creados.
Por desgracia, después de rechazar esa experiencia de culpa que resulta dañina,
mucha gente cae en la aceptación –igual de absurda– de todas sus imperfecciones.
Piensan: «Vale: si sentirme miserable por mis fracasos no ha funcionado, ahora me
dedicaré a decirme a mí mismo lo estupendo que soy a pesar de ellos». Esto es lo que
suele pensar la gente cuando me refiero a adoptar una actitud de curiosidad, apertura,
aceptación y amor a uno mismo. Al principio creen que estoy hablando de adquirir la
conducta del adicto que nunca ha seguido un impulso que no le agrade. Evidentemente,
no es eso lo que pretendo decir. Enseguida hablaremos de ello.
La segunda objeción que se suele plantear a la idea de la actitud COAL es: «¿Y a mí
qué me importa el cerebro?». Al fin y al cabo, este es un libro de espiritualidad. La
respuesta es muy sencilla. En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II nos dice que la
contemplación orante del diseño del cuerpo puede enseñarnos mucho sobre el plan que
Dios tiene para nuestras vidas y nuestras relaciones: «El hecho de que la teología
comprenda también el cuerpo no debe maravillar ni sorprender a nadie consciente del
36
misterio y de la realidad de la Encarnación» (san Juan Pablo II, 2006).
Acuérdate de que el místico descubre la acción de Dios detrás de todos los aspectos
mundanos y profanos de la vida diaria. Desde esta perspectiva mística, la biología se ve
también como una teología. Hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios y las
huellas de sus dedos están impresas en todo nuestro diseño. Cuanto mejor entendemos
cómo nos ha hecho Él, más fácilmente desarrollamos enfoques holísticos para cooperar
con su gracia y poder guiar nuestros impulsos, instintos y deseos en lugar de luchar
contra ellos. Si san Francisco de Asís hubiera dispuesto de la información que vas a
conocer tú en las páginas siguientes, quizá no habría tenido necesidad de arrepentirse al
final de su vida de haber llamado a su cuerpo «hermano asno». Ya era tarde cuando
exclamó en su lecho de muerte: «Alégrate y perdóname, hermano cuerpo. Desde ahora
tendré más en cuenta tus gustos y deseos» (Wiseman, 2001).
Curiosidad
37
por el contrario, nos da a nosotros y a Dios con la puerta en las narices. No tenemos
nada que aprender: ya nos lo hemos dicho todo… y todo es malo.
Me hacía reproches y me decía que era un vago, que nadie podía contar
conmigo. Una vez, me estaba confesando y el sacerdote me hizo una pregunta
extraña: “¿Alguna vez te has preguntado qué intenta enseñarte Dios con tu
inclinación a evitar cualquier responsabilidad?”. En ese momento pensé que se
había vuelto loco. Le dije que no tenía ni idea. Él lo dejó correr y me dio la
absolución.
38
Después de ese rato de oración, me observé para saber cuándo se hacían
más intensos esos sentimientos. Y descubrí que era más perezoso si estaba
estresado o preocupado por algo. Entonces me bloqueaba. Comencé a estar
más atento y, en cuanto notaba que iba a bloquearme, me ponía a rezar y le
pedía a Dios su gracia para recordar que no tenía por qué rehuir el estrés, que
ya no era un niño y que el mundo no se me iba a derrumbar encima en
cualquier momento por sentirme desbordado. Las cosas no cambian de la
noche a la mañana, pero con el tiempo fui comprobando que Dios me libraba
de mi temor a la responsabilidad y al compromiso. Es curioso, pero hasta que
no dejé de luchar con mis fuerzas no fui capaz de superarlo. Dios no quería
que me enmendara por mí mismo. Quería que confiase en su amor y en su
misericordia, que dejara que mi lucha me acercase más a Él para que su amor
pudiera sanarme».
Jimmy cambió la actitud crítica por el espíritu de curiosidad, fue capaz de descubrir a
Dios actuando detrás de su fragilidad y recibió la clave para su transformación. Aunque
sabía que aún le quedaba mucho por hacer, sentía una esperanza que hasta entonces le
había parecido imposible. Su experiencia del amor y de la misericordia de Dios y de una
profunda unión con Él sustituyeron a la culpa y el autorreproche. En definitiva, cuando
ponemos en marcha nuestra curiosidad, somos capaces de plantearle a Dios las
preguntas para las que necesitamos respuesta y de descubrir lo que está intentando
decirnos. La curiosidad nos hace receptivos a lo que Dios pretende hacer en nosotros.
Apertura
Esta cerrazón la suelo encontrar muy a menudo entre mis clientes. Cuando brotan los
recuerdos o las ideas, se ponen una venda en los ojos. «¡Qué ridiculez!», dicen; o bien:
«¡Eso no tiene nada que ver!». Puede que tengan razón, pero la falta de disposición a
considerar la posibilidad de que Dios les esté revelando algo es una necedad. Antes de
descartar un recuerdo o una idea, al menos debemos llevarlos a la oración. Nuestra
39
mente no funciona al azar: responde a un orden; recuerda las cosas por alguna razón. Si
me vienen a la cabeza un pensamiento, una idea o un recuerdo mientras medito con
actitud orante sobre alguna de las luchas de mi vida, vale la pena pensar si existe cuando
menos una tenue conexión. Puede ser de ayuda continuar meditándolo en la oración
aunque al final acabemos descartándolo por irrelevante. Ser abiertos no nos exige aceptar
como palabra de Dios cualquier tontería que nos pase por la cabeza, pero sí admitir que
esa idea inicial puede ser algo más que lo que parece a simple vista. Nuestra apertura en
la oración proporciona a Dios la oportunidad de ampliar las imágenes que empiezan a
asomar a la luz de su gracia.
Aceptación
Amor
40
significa que nos comprometemos a buscar nuestro propio bien. La teología del cuerpo
de san Juan Pablo II enseña que el verdadero amor debe ser libre, total, fiel y fecundo
(2006). Aunque el papa habla en el contexto del amor entre el hombre y la mujer, creo
que estos términos pueden aplicarse también a un saludable amor a uno mismo. ¿Qué
significa quererse a uno mismo con un amor libre, total, fiel y fecundo? Veámoslo.
Esta es la actitud que debemos adoptar los que aspiramos a místicos al enfrentarnos a
los aspectos más oscuros de nosotros mismos y a nuestros esfuerzos frustrados por
sanar. En lugar de rendirnos al miedo, a la ira o a la condena, practicaremos la
curiosidad, la apertura, la aceptación y un amor libre, total, fiel y fecundo que nos
permitirá alegrarnos de nuestros fallos a causa de la misericordia y el amor
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inconmensurables de Dios y, a su vez, ser transformados por el poder de su infinita
gracia.
En las audiencias a san Juan Pablo II le gustaba decir: «¡Sed lo que sois!». ¿A qué se
refería? Sencillamente, a que debemos dedicar nuestra vida a convertirnos en los dioses
que Dios ve en nosotros cuando nos mira, en los dioses que estamos destinados a ser con
ayuda de su gracia.
Una vez planteado el sistema que nos permite situar en el contexto adecuado nuestros
deseos y nuestros intentos de satisfacerlos, estamos preparados para empezar –o más
bien para continuar– la obra de convertirnos en la persona divinizada que Dios nos dice
que podemos ser si confiamos en Él y le dejamos mostrarnos el camino. Lo que queda
de este libro explica de qué modo concreto colmar cada uno de esos anhelos divinos:
Confío en que, a medida que vayamos analizando estos sagrados y ocultos anhelos,
descubras que tus deseos te confieren el poder de cooperar al plan que tiene Dios de
transformarte con su gracia en todo lo que estás destinado a ser. Que Él te bendiga y te
sostenga en el camino.
42
[1] En inglés, «coal» significa «carbón» (N. de la T.).
43
4. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE ABUNDANCIA
Jn 10, 10
Cuando les pregunto a mis clientes qué esperan obtener de la terapia, la respuesta
más habitual es: «Solo quiero ser feliz».
El papa Benedicto XVI corroboraba así las palabras de su predecesor: «Dios quiere
que seamos siempre felices. Él nos conoce y nos ama. Si dejamos que el amor de Cristo
cambie nuestro corazón, entonces nosotros podremos cambiar el mundo. Ese es el
secreto de la auténtica felicidad» (Zenit, 2012).
44
El Papa Francisco, por su parte, concedió una entrevista en 2014 en la que ofrecía un
programa para ser felices compuesto de diez puntos que incluía –entre otras–
recomendaciones como la aceptación (descrita con detalle en el análisis de la actitud
COAL), la entrega a los demás y dedicar tiempo a la familia y a una serena reflexión
(Pentin, 2014). Y, por último –y lo más importante–, en el pasaje de la Escritura que
encabeza este capítulo Jesús manifiesta su deseo de enseñarnos el camino hacia la
abundancia.
Si Dios desea tanto nuestra felicidad, ¿por qué nos resulta tan difícil alcanzarla?
Quizá sea porque apuntamos al blanco equivocado.
La psicología enseña que hay dos clases de felicidad: la felicidad hedónica (dominada
por el placer) y la felicidad de plenitud (dominada por el significado) (Ryan y Deci,
2001). La felicidad dominada por el placer procede de la búsqueda del goce y de la
evitación de las situaciones estresantes. La felicidad de plenitud (conocida también
como la «auténtica felicidad») es una dicha derivada de vivir bien que colma el alma
(Seligman, 2002). La investigación demuestra que, si bien ambas clases de felicidad
pueden ser placenteras, la felicidad que busca el placer tiende a ser muy fugaz, efímera e
inestable, mientras que la felicidad de plenitud es constante, consistente y capaz de
aportar una profunda dicha interior pese a los vaivenes de la vida (Seligman, 2002). Lo
sorprendente es que la diferencia entre estos dos tipos de felicidad se halla en nuestra
propia carne.
45
2013). Los investigadores señalan que no son los genes los que influyen en el tipo de
felicidad que persiguen los participantes en el estudio, sino que el tipo de felicidad que
persiguen es la causa de una u otra respuesta genética.
En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II afirma que la contemplación orante del
modo en que está diseñado nuestro cuerpo nos lleva a descubrir cosas decisivas sobre el
proyecto de Dios de una vida y unas relaciones plenas. Él ha estructurado nuestro cuerpo
para que ansíe la abundancia con el fin de poder encontrar el camino hacia la plenitud y
la divinización a través de su amor. Es este anhelo humano de plenitud, universal,
programado e impreso en nuestra carne, lo que yo denomino anhelo divino de
abundancia, el primero de los siete anhelos divinos del corazón humano y el más
importante.
46
personas que buscan la intimidad procuran acercarse a los demás de algún modo
saludable que les permita experimentar las relaciones como un don. En su teología del
cuerpo, san Juan Pablo II nos recuerda que estamos llamados a crear «comunidades de
amor» en las que nosotros y los demás nos comprometamos mutuamente a trabajar por
el bien del otro. Quienes buscan la intimidad dan prioridad a una comunión más profunda
con las personas saludables que tratan y al establecimiento de vínculos que, a la larga,
puedan sanar las relaciones difíciles. La intimidad contribuye a nuestro sentimiento de
abundancia convirtiéndonos en parte de una comunidad en la que somos queridos,
estimados y apreciados como personas. El hombre es relacional por naturaleza. La
búsqueda de intimidad nos ayuda a asegurarnos de que nuestro yo relacional es todo lo
saludable que puede ser.
Por último, la virtud se refiere a nuestra capacidad de aceptar lo que nos depara la
vida y utilizarlo para ser personas mejores, más fuertes y saludables: ejemplos más
íntegros de todo lo que afirmamos defender y creer. La palabra «virtud» procede de los
términos latinos que significan «fortaleza» y «virilidad». La virtud es la cualidad que nos
permite asumir lo que la vida trae consigo, incluidos los desafíos, y preguntarnos:
«¿Cómo puedo responder a esto para obtener de ello un crecimiento y un bien?». La
virtud contribuye a nuestro sentimiento de abundancia haciéndonos ver que no existen ni
el fracaso ni la adversidad, sino que cualquier experiencia es una oportunidad más para
descubrir cómo vivir una vida plena y rica enraizada en la sabiduría y la fortaleza.
Tanto la tradición cristiana como la investigación psicológica nos demuestran que las
claves para experimentar la abundancia en cualquier nivel de nuestra persona –
emocional, espiritual e incluso físico– residen en elegir la búsqueda de la
47
significatividad, la intimidad y la virtud. Esa es la felicidad que quiere darte Dios, la
felicidad que anhelas en lo más hondo: esa felicidad auténtica e impresa en tu carne que
procede de vivir una vida más abundante (cfr. Jn 10, 10).
¡Yo solo!
No obstante, aun siendo conscientes de que la felicidad que ansía nuestro corazón se
logra sobre todo mediante la búsqueda de la abundancia, no deja de ser estimulante
descubrir y seguir los caminos que conducen a ella. ¿Dónde está el secreto? San Juan
Pablo II apuntaba la respuesta en la segunda parte de su cita acerca de la felicidad que he
mencionado en este mismo capítulo: «Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os
pide que confiéis en Él» (2002).
48
Cuando cedemos a la soberbia, adoptamos esa actitud de «si uno quiere ser feliz,
tiene que ocuparse de sí mismo». La soberbia nos lleva a confiar en nuestro poder, que
es limitado; por eso percibimos tantas veces que a nuestra vida le falta el significado que
debería tener. La soberbia nos dice que no necesitamos a Dios ni a los demás; por eso
carecemos de intimidad y nos sentimos solos. La soberbia nos dice que no tenemos
nada que aprender de la vida; por eso dejamos de desarrollar las virtudes que nos ayudan
a pasar por los vaivenes de la vida viendo en ellos los dones que realmente representan.
Así, en lugar de experimentar la abundancia que Dios quiere enseñarnos a experimentar,
nos vemos obligados a conformarnos con menos. Cuando vivimos sin significatividad,
sin intimidad y sin virtud, nuestra vida se hace más y más pequeña a medida que
nuestras decisiones nos van encerrando cada vez más en nosotros mismos, apartándonos
de los demás y frustrando nuestros intentos de autosatisfacernos.
49
Porque, igual que no sabe cómo emplearla,
tampoco sabe cómo defenderse de ella.
C. S. LEWIS
50
naturaleza comunitaria. Afirma que no tengo obligación de compartir mis talentos con los
demás ni nada que aprender de ellos, y que tampoco tengo necesidad de complicarme la
vida entablando relaciones estrechas con otros. La humildad, por el contrario, es la virtud
que me hace radicalmente receptivo a estar con los demás, a aprender de ellos y a
compartir mis talentos y a mí mismo. Lo cual se aplica también a cualidades como la
belleza, el éxito o el estatus que se consideran asociadas a la clase de soberbia conocida
como vanidad o vanagloria. Pecar de vanidad o de vanagloria no tiene nada que ver con
pecar porque vistes bien o porque te alegras de tus éxitos: consiste en que la apariencia o
los éxitos propios me llevan a sentirme superior a los demás, y no a usar esa apariencia
para facilitar una interacción social saludable o esos éxitos en beneficio de otros. También
en estos casos la soberbia es el pecado de decir «no serviré».
51
Una cosa es hablar de cómo la humildad puede hacer posible la abundancia, y otra
distinta aplicarlo en la vida real. Veamos dos ejemplos:
Jonathan vino a verme por primera vez porque su mujer amenazaba con
irse si no lo hacía él, pero desde entonces ha demostrado una participación
activa. «Estaba convencido de que todo lo que hacía lo hacía por ellos: el
trabajo, las horas extra, el llegar tarde… Me decía que incluso el tiempo que
dedicaba a mis aficiones me permitía estar más con ellos, pero la terapia me ha
abierto los ojos. Marianne me parecía una gruñona sin remedio, pero desde
que venimos a terapia he descubierto que, cuando me pedía que cambiara el
modo de invertir mi tiempo, no quería decirme que yo la estaba cagando o que
no era lo bastante bueno: en realidad me estaba diciendo que me quiere, que
me echa de menos y que quiere pasar más tiempo conmigo. Yo nunca lo había
visto así.
Paige sabe que no puede hacerlo todo sola. Es una madre que trabaja fuera
de casa y dispone de poco tiempo y pocas energías. Conoce a muchas madres
convencidas de que deben demostrar que pueden con todo. Ella también solía
pensar así, pero ha comprendido que no llega a todo y que no debe intentar
hacerlo. Cuenta con su marido y con sus hijos. Ha tenido que aprender a
apoyarse más en ellos.
52
querer que las cosas «se hagan así». Pero se ha dado cuenta de que su modo
de hacerlas no es el único y, cuando las hacen los demás, está aprendiendo a
agradecer la ayuda. «Me ha venido bien abrir mi corazón y dejar que los
demás me ayuden –dice–. A veces mi marido no cuida de la casa como yo,
pero también me ha enseñado algunos trucos. La verdad es que no le han
educado para ocuparse de la casa, así que siempre he subestimado sus
capacidades. Ahora veo que no tenía más que pedirle que me echara una
mano. Creo que estamos aprendiendo el uno del otro».
Quizá tú también hayas luchado contra tu inclinación a cerrar tus oídos y tu corazón
a los demás. Quizá tiendas a emplear tus talentos para tu propia gloria o a destacar tu
competencia, tus habilidades y tus dones, como si fueras mejor que los que te rodean.
Quizá te cueste reaccionar bien a las críticas, hablar de tus errores o escuchar a los
demás sin sentir amenazada tu felicidad. De ser así, el siguiente ejercicio puede ayudarte
a empezar a librarte de las ataduras de la soberbia y a abrazar la verdadera humildad que
te lleve a alcanzar la abundancia en esta vida y la divinización en la futura.
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
Renuncio a mi derecho a hallar mi propio camino para seguir el tuyo. Tú
53
me has hecho a tu imagen y semejanza. Padre, Hijo y Espíritu Santo, que
sois diferentes y os veneráis entre vosotros: ayudadme a seguir vuestro
ejemplo en mi vida. Ayudadme a recordar que nunca podré entenderme a mí
mismo ni encontrar la verdadera felicidad si me mantengo alejado de
vosotros y de los demás. Ayudadme a abrir mi corazón a las necesidades
ajenas. Ayudadme a ser receptivo a los problemas de los demás. Dadme
fuerzas para compartir mis dones con ellos. Concededme vuestra gracia para
admitir que os necesito y que solo así seré capaz de descubrir el camino
hacia la abundancia, la perfección y la vida eterna en vosotros. Conducidme
y guiadme. Vuestro soy. Amén.
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que abrirme a estar atento y a escuchar los
sentimientos y las opiniones de los demás constituye una amenaza?
¿Quién me ha enseñado esta respuesta?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de abundancia. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada
de Dios a cambiar y crecer».
Amor
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quiere que sea. Sé que puedo colmar mi profundo anhelo de abundancia si
respondo con humildad ante la gente y ante las circunstancias de mi vida.
En los momentos en que adopto una actitud defensiva o me siento
amenazado, ¿cómo podría responder con la sana humildad descrita en este
capítulo?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr estos objetivos?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor que Dios me tiene optando
por este camino de humildad cuando me tiente la soberbia».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de amor. Piensa en qué
momentos del día puede tentarte la soberbia e imagínate respondiendo con
humildad. Pide a Dios que te ayude a recordar que debes responder con amor
siempre que se ponga a prueba tu humildad.
Practicar la humildad
Plan de acción
En este capítulo hemos analizado la naturaleza del anhelo divino de abundancia, las
claves para lograrla, de qué manera desvirtúa ese anhelo la soberbia y, por último, cómo
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la verdadera humildad nos permite abrir nuestro corazón para aprender las lecciones que
Dios quiere enseñarnos a través de las experiencias de nuestra vida y la de los demás.
Como conclusión, querría recordarte una vez más, en palabras de san Juan Pablo II,
cuánto desea Dios tu plenitud y tu integridad: «El hombre ha sido creado para la
felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a
vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en Él».
Pido a Dios que llegues a conocer la felicidad que nace de la confianza en Cristo,
fuente de nuestra abundancia: lo que más desea es ayudarte a encontrar la plenitud en
esta vida por caminos que te conduzcan a tu divinización en la futura.
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5. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE DIGNIDAD
¡Si supieras cuánto vales a ojos de Dios! Párate un momento a pensar en las
personas que más quieres en este mundo. Piensa por qué las quieres, todo lo que tienen
que te hace feliz. ¿Saben de verdad cuánto amor reciben de ti? ¿No darías cualquier cosa
por que entendieran lo preciadas, lo valiosas e importantes que las consideras?
Jesús nos recuerda que cuanto sentimos hacia los que amamos, cuanto desearíamos
darles, nuestro Padre del cielo lo desea para nosotros multiplicado por cien (cfr. Mt 7,
11). A ojos de Dios, nuestro valor es inconmensurable. Nuestra dignidad no reside en lo
que hacemos, en nuestros logros ni en lo que somos capaces de hacer. Nuestra dignidad
reside en el amor de Dios por nosotros.
Analicemos la parábola de la perla de gran precio (cfr. Mt 13, 45-46) para ilustrar
cómo el plan de Dios de hacernos partícipes de su naturaleza divina es el don más
preciado que puede concedernos. En concreto, me gustaría que enfocáramos el relato
desde la perspectiva de Dios. Un mercader encuentra una perla perfecta que cuesta muy
cara y vende cuanto tiene para comprarla. Para Dios tú eres esa perla de gran precio. El
Verbo de Dios se despojó de sí mismo y se hizo hombre. Lo sacrificó todo para comprar
tu libertad y hacerte suyo. Jesucristo pagó el precio máximo en la cruz para que nunca
puedas dudar de lo mucho que te ama. En la Última Cena dijo a los apóstoles: «Nadie
tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Por si este supremo acto de amor en la cruz no fuera suficiente, Jesús nos explica
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claramente cuánto valemos a ojos de Dios diciéndonos que no tenemos nada que temer
ni de qué preocuparnos, pues nuestro Padre del cielo cuida de cada uno de nosotros y
atiende nuestras necesidades:
El mundo moderno tiene una idea sesgada de lo que confiere la dignidad a la persona.
Solemos pensar que nuestra dignidad va ligada a nuestros bienes, a nuestro estatus, a
nuestros éxitos o a nuestra posición social. No obstante, ninguna de estas cosas posee el
poder o la estabilidad suficientes para conferirnos la dignidad innata que todos tenemos a
ojos de Dios.
Un amigo mío cuida de su padre anciano que a duras penas puede valerse solo. Está
débil y enfermo, y le cuesta levantarse de la cama. Pero mi amigo le quiere. Le va a ver
a diario a la residencia. Apenas habla de los detalles de su enfermedad: se dedica a contar
al personal cosas de cuando su padre era joven, de sus aventuras de juventud y de la
clase de padre que ha sido. Mi amigo irradia el amor que le tiene. Gracias a su
dedicación, el personal trata a su padre con un poco más de respeto. No lo conocen; no
tienen ningún motivo para verlo bajo una luz diferente que al resto de los residentes.
Entonces ¿por qué pasan más tiempo con él y le hablan con más amabilidad? Porque es
querido.
Una niña recién nacida no puede hacer nada sola: ni bañarse, ni comer, ni vestirse; no
puede pagar facturas ni limpiar la casa. No obstante, los extraños la ven y comentan lo
preciosa que es. ¿Por qué? Porque es querida.
Nuestra dignidad y nuestro valor no nacen de lo que somos capaces de hacer, sino
que hunden sus raíces en el amor eterno y constante de Dios. Como recoge la cita que
encabeza este capítulo, cada persona es sagrada y digna de asombro debido al increíble
amor que Él nos tiene. Si nos fallara el amor de los demás, el suyo no nos fallará nunca
(cfr. 1 Cro 16, 34). Dios te quiere tanto que no solo te ha hecho a su imagen y
semejanza, sino que ha nacido, ha vivido, ha padecido, ha muerto y ha resucitado con el
fin de hacerte saber lo mucho que vales para Él. Y, por si fuera poco, te quiere tanto que
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desea hacer de ti un dios –un ser perfecto, inmortal e íntimamente unido a Él– para que
puedas pasar toda la eternidad siendo amado por Él.
San Juan Pablo II afirma que en el principio, antes de la caída, vivíamos una «unidad
original» que nos hacía íntimamente conscientes del amor de Dios por nosotros (2006).
Fuimos hechos para ser amados y conscientes de lo mucho que Él nos ama. Ese amor
nos permitía estar «desnudos y no sentir vergüenza» en su presencia (Gn 2, 25);
confiados en el amor imperecedero de Dios y en la dignidad innata que ese amor nos
confirió, no albergábamos ninguna duda acerca de nuestro valor o el de cualquier otra
persona. No teníamos nada que temer ni de lo que avergonzarnos en ningún aspecto de
nuestro ser físico, psicológico, emocional o espiritual.
Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora
de la brisa, el hombre y su mujer se ocultaron de la presencia del Señor Dios
entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde
estás?». Este contestó: «Oí tu voz en el jardín y tuve miedo, porque estaba
desnudo. Por eso me oculté» (Gn 3, 8-10).
San Juan Pablo II explica que el hecho de esconderse indica que, cuando entró en el
mundo el pecado (la elección de nuestro propio camino frente al plan de plenitud de Dios
para nosotros), nos separamos de Dios y sentimos el miedo y la vergüenza derivados de
encontrarnos solos, expuestos y vulnerables. Nos avergonzamos de lo poco que somos y
de todo lo que nos falta sin Dios. Estábamos completamente desnudos, pero Él nos
cubrió con su gracia. Desprovistos de ese manto de gracia, nos hallamos expuestos a los
elementos espirituales hasta el punto de quedar impotentes, temerosos y muy lejos de la
tarea que nos aguarda: lo que Sartre llamaba la náusea existencial. ¿Qué poder tiene un
átomo de carbono o de agua frente a la inmensidad del universo? Debemos recordar que
nuestra dignidad procede de la participación en esa divinidad de Dios que es nuestro
destino. Apartados del camino, nos damos cuenta de lo poco que somos nosotros solos
y, por primera vez, sentimos una carencia, nos vemos pequeños, defectuosos y
totalmente privados de dignidad.
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No obstante, la dignidad es tanto nuestro estado original como nuestro destino último.
Aunque la hayamos perdido, seguimos recordándola. Nuestra necesidad de ella arrastra a
nuestra alma, que ansía recuperarla. A lo largo de los siglos hemos seguido sintiendo esa
ansia como un anhelo divino de dignidad. Sabemos que merecemos más que esto; es
decir, intuimos que, de alguna manera, estamos destinados a ser más de lo que somos
ahora. Por grandes o por muchos que sean nuestros logros, percibimos que no hay nada
comparable a lo que estamos llamados a ser y hacer. Como dice el libro de Qohélet,
«¡vanidad de vanidades, todo es vanidad!» (Qo 1, 2).
Hubo una vez en que estuvimos unidos a Dios y su íntima presencia nos daba calor.
Nos hallábamos bajo su protección: nos hizo hijos e hijas suyos, nos marcó con su sello
y afirmó en nosotros el sentimiento de que con Él éramos capaces de cualquier cosa.
Después de perderlo todo, buscamos desesperadamente algo que nos proporcione una
vaga sensación, por efímera que sea, de nuestro valor y significado. Sabemos
intuitivamente que no podemos devolvernos nuestra dignidad divina; por eso intentamos
demostrar lo que valemos de un modo patético, el único del que creemos disponer:
siendo superiores a los demás o, al menos, «tan buenos como» ellos. Ese es el pecado de
envidia.
La envidia es pecado porque significa suponer que buscar las cosas de este mundo es
suficiente para satisfacer nuestro anhelo más profundo de divinidad. Recuerda que pecar
consiste en «conformarse con menos de lo que Dios quiere darnos». Intentar llenar el
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vacío de nuestra alma adquiriendo y logrando cosas que nunca llegan a satisfacer: no
porque seamos malas personas, avaras y codiciosas, o porque las cosas temporales que
deseamos sean necesariamente malas, sino porque en lo más profundo de nuestro ser
intuimos que no es eso lo que ansiamos realmente.
Naturalmente, no solo envidiamos las cosas materiales y temporales que vemos en las
tiendas o que divisamos detrás de la ventana del vecino. A veces lo que suscita nuestra
envidia puede parecer muy bueno e incluso noble.
«Si tengo que ir a una sola despedida de soltera más, creo que voy a
vomitar», decía Charlotte. Hace seis meses su novio la dejó por otra chica.
No hay respuestas fáciles para esa clase de dolor tan real y profundo que siente
Charlotte; pero, si no tiene cuidado, la envidia contra la que lucha solo acabará
hundiéndola cada vez más en él, hasta donde no puede llegar la gracia ni se puede hallar
la esperanza.
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esencial de nuestra humanidad. El estrés siempre es duro, y más duro aún seguir siendo
fiel en situaciones de estrés; pero, si nuestras relaciones de apoyo permanecen intactas,
por lo general salimos adelante. Satanás lo sabe y emplea todas sus mañas para dejarnos
solos. Si la soberbia nos lleva a vivir aislados y convencidos de que no necesitamos a
nadie, la envidia nos hace mantener a distancia a quienes podrían prestarnos apoyo. Dios
quiere que vivamos a salvo y en estrecha comunión con Él, mientras que Satanás desea
que nos quedemos solos para poder devorarnos. La envidia provoca en nosotros el
desprecio de la compañía de otros; nos incita a fijarnos en todos los dones que Dios les
ha concedido y, en lugar de inspirar en nosotros la esperanza de que su generosidad se
manifestará de algún modo y en igual medida en nuestra vida, nos sume en la
desesperanza haciéndonos creer que no valemos nada, porque no tenemos nada de lo
que tienen quienes nos rodean.
Todos los teólogos, filósofos y psicólogos han entendido siempre el amor como el
deseo y la búsqueda del bien del otro. La amabilidad puede considerarse con todo
derecho la hermana pequeña del amor: es el empeño en buscar pequeños modos de hacer
el bien a los demás; emplear lo que tenemos para facilitarles la vida y hacérsela más grata
mediante sencillos actos de generosidad. Con esa amabilidad tan sencilla volvemos la
espalda a todas las formas de envidia que socavan nuestra dignidad. Para ser amables,
primero tenemos que establecer un vínculo con el amor que Dios nos tiene: un amor que
nos recuerda nuestra dignidad. Ese vínculo hace nacer en nosotros el deseo de
restablecer el vínculo con los demás y promover su dignidad buscando modos sencillos
de cuidar de ellos. Cuantos más sean nuestros pequeños actos de amabilidad, más
capaces haremos a los demás de florecer por el mero hecho de estar en nuestra
presencia.
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Piensa unos instantes en esta última frase. ¿En qué consiste ser esa clase de persona
que hace posible que los demás florezcan solamente con entrar en la misma habitación?
A mí me llama la atención este superpoder particularmente asombroso, del que sin duda
no está falto el Papa Francisco. Cuando fue elegido papa, la popularidad de la Iglesia
católica alcanzaba –comprensiblemente– mínimos históricos. Al año de su elección, el
mundo estaba dispuesto a volver a prestar oído al catolicismo gracias a actos tan sencillos
–pero tan poderosos– como su llamada telefónica a una futura madre soltera con la
promesa de encargarse personalmente de bautizar al niño; su abrazo a un hombre
desfigurado por los tumores provocados por una neurofibromatosis; su indulgencia con el
niño autista que juega en medio del estrado durante la celebración de una audiencia al
Consejo Pontificio para la Familia; y el regalo a otro niño de un paseo en el papamóvil.
Gestos tan sencillos como estos y tantos otros no solo han transmitido la espontánea
cordialidad del Papa, sino su honda estima por la dignidad de los demás, con la que ha
reafirmado a su vez su propia dignidad y la de la Iglesia a la que representa.
El neurólogo Daniel Siegel señala que «la amabilidad es la integridad que se hace
visible» (2012). Su investigación, basada en imágenes funcionales del cerebro, demuestra
que la amabilidad es señal de un óptimo funcionamiento del mismo. El cerebro amable –
por llamarlo de alguna manera– presenta una mejor comunicación entre los hemisferios
izquierdo y derecho y el cerebro superior (córtex) e inferior (límbico), que nos dota de
niveles más elevados de percepción, conciencia y autocontrol. El óptimo funcionamiento
del cerebro humano a la hora de integrar la información del cuerpo, los pensamientos y
las relaciones, nos lleva a experimentar una sensación de armonía en nuestro interior y en
nuestras relaciones. Normalmente, esa armonía se manifiesta en la amabilidad hacia uno
mismo (materializada en la indulgencia con los propios errores y la cuidadosa atención a
nuestras necesidades personales físicas, emocionales y espirituales) y la amabilidad con
otros (materializada en gestos de afecto). Siegel afirma que, desde una perspectiva
neurológica, la amabilidad constituye uno de los mejores indicadores de nuestro óptimo
funcionamiento como personas biológicas, psicológicas y relacionales. Por otra parte, la
amabilidad no es solo una señal de que la persona funciona bien: de hecho, ser amable
puede ayudar a trasladar al cerebro de un estado de desregulación a otro de regulación.
Las personas deprimidas o ansiosas que buscan deliberadamente maneras sencillas de ser
amables con los demás no solo mejoran con ello su estado de ánimo subjetivo, sino
también el funcionamiento de su cerebro (Layous, Chancellor, Lyubomirsky et al., 2011).
Ser deliberadamente amable ayuda al cerebro a reajustarse después de una situación de
estrés y restablece en nosotros un cuerpo, una mente y una integración relacional
mejores.
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El vínculo de la amabilidad
El hombre lo miró atónito, sin dar crédito a lo que estaba oyendo. Mi amigo volvió a
preguntarle:
—Jack.
—Sí, claro.
—¿Cómo le gusta?
—Muy bien, Jack. Verá, la próxima vez que pase por aquí, le traeré un café con dos
de azúcar, ¿le parece?
—Eso está hecho. Con leche y dos de azúcar. ¡Cuídese! Nos vemos…
—Dios le bendiga.
Puede que la conversación no durara más de treinta segundos, pero ¡qué gran
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ejemplo me dio aquel amigo mío! En lugar de limitarse a soltarle a aquel indigente unos
cuantos dólares sin dejar de hablar conmigo sobre algún tema más interesante, dedicó un
momento a aquella persona sentada a sus pies, le preguntó su nombre y se interesó por
ella. Esa conversación totalmente intrascendente me pareció un detalle impresionante de
amabilidad. No solo me hizo ver con otros ojos a Jack, sino también a mi amigo. En ese
instante, la dignidad de Jack y la de mi amigo adquirieron una nueva dimensión: fue un
solo instante, pero de tanta trascendencia que engrandeció a los tres.
Ser amables nos ayuda a redescubrir dónde reside nuestra auténtica dignidad: en el
recuerdo del amor que Dios nos tiene para transmitírselo a otros.
«Quiero mucho a mis hijos y me sabe fatal decirlo, pero tenía envidia de
Tom cuando le veía marcharse a trabajar», dice Annie. «Me daba envidia que
comiera con sus colegas. Me daba envidia que se sintiera realizado. Me daba
envidia que trajera un sueldo a casa, porque eso daba más relevancia a lo que
hacía él que a lo que hacía yo. Todo me daba envidia. Sabía que Tom no
andaba por ahí divirtiéndose, pero yo estaba deseando tratar con adultos y
echaba muchísimo de menos ejercer mi grado en administración. Era como si
se me estuviese secando el cerebro.
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a hablar con la gente en Facebook. Cuando Tom volvía a casa, la tomaba con
él. No me porté nada bien.
Empecé procurando ser más amable con los niños a lo largo del día.
Intentaba participar en sus juegos en lugar de irritarme cuando se ponían a
jugar a mi alrededor. Me esforzaba en mirarles a los ojos cuando me hablaban
o en sentarme en el suelo y cogerlos en brazos si querían enseñarme algo. Le
preparaba a Tom los platos que más le gustaban y reservaba fuerzas para
hablar y estar con él, en lugar de colocarle a los niños en cuanto llegaba para
salir a pasear o darme un baño.
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modo en que le demuestro ese amor a mi familia. Me parece algo genial ahora
que me siento mucho más a gusto con la situación».
Annie ha descubierto otro de los secretos del Papa Francisco, quien en una ocasión
animó a los padres a «perder el tiempo con los hijos» (Wooden, 2013). El Papa cree que
una de las mejores maneras de ser amable con alguien –y especialmente con nuestros
hijos– consiste en dedicarle tiempo: limitarse a estar junto a él como si no existiera otro
lugar en el que estar ni adonde ir… aunque solo sean cinco minutos.
La amabilidad nos afianza. Hace que nuestra dignidad se asiente sobre lo que importa
y nos recuerda que nuestro destino consiste en ser un canal más eficaz del amor de Dios.
Ser amables facilita nuestra divinización porque nos permite gustar la felicidad de Dios
cuando infunde vida a la creación y deja que florezca en su presencia. La virtud de la
amabilidad sacia la sed divina de dignidad recordándonos que esta nace de nuestra
capacidad de reflejar el poder transformador de Dios hasta en los momentos más
insignificantes de la vida diaria.
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
Me cuesta mucho ver cómo los demás disfrutan de lo que yo deseo tener.
Te ruego, Señor, que colmes todos los deseos de mi corazón y me ayudes a
estar abierto a tu modo de satisfacer mis anhelos más profundos. Entretanto,
ayúdame a practicar la amabilidad. Ayúdame a arrancar de mí el dolor, la
frustración y la amargura, y a buscar activamente cómo ser una bendición
para los demás. Ayúdame a entender que no gano ni pierdo dignidad por lo
que hago: la gano dejándome amar por ti y compartiendo ese amor con los
demás. Te lo ruego en el nombre de Jesús. Amén.
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Mientras consideras los medios que te permitan satisfacer mejor el anhelo
divino de dignidad en tu vida, párate un momento a reflexionar en qué aspectos
la actitud COAL puede ser el combustible para los cambios que buscas.
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que lo que valgo depende de estar o no a la altura de
los demás?
¿Quién me ha enseñado a pensar así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de dignidad. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada de
Dios a cambiar y crecer».
Amor
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Practicar la humildad
Plan de acción
Dios quiere que sepas lo mucho que vales no por lo que tienes o por tus logros, sino
simplemente porque Él te ama. Cuando sientas que no llegas o que nunca llegarás a ser
bastante, recuerda que eso no tiene importancia. Resístete de todo corazón a la envidia
que sientes y acude a Dios. Pídele que te ayude a verte a ti mismo con sus ojos. Respira
su amor. Descansa en ese amor. Luego celebra que eres más querido que todas las
estrellas del universo, que todos los pájaros que vuelan y que todas las flores del campo
compartiendo ese amor con un pequeño detalle de amabilidad hacia quien también
necesita que le recuerden su auténtico valor. Sé esa persona que hace que los demás
florezcan por el mero hecho de hallarse en tu presencia.
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6. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE JUSTICIA
La vida no es una fiesta. Escuchar las noticias suele resultar casi siempre una
experiencia terrorífica. Y, en el plano personal, es difícil que transcurran las primeras
horas de la mañana sin enfrentarnos a alguna injusticia, por pequeña que sea. Los niños
han vuelto a dejar los juguetes en medio de la escalera. El marido o la mujer están
durmiendo y les irrita que el otro o la otra ande de aquí para allá arreglándose para ir a
trabajar. O puede que todavía sigas rumiando el comentario que te hizo tu hermana el fin
de semana pasado. No: las cosas no son como se supone que deberían ser.
La verdad es que siempre me han intrigado nuestras expectativas de que las cosas
sean diferentes o, en algún sentido, mejores de lo que son. ¿En qué se basan exactamente
esas expectativas? La perfección escapa a nuestra experiencia. ¿Nos ha ocurrido alguna
vez que las cosas sean exactamente como deberían? En los escasos días en que la
mayoría salen según lo previsto, ¿no nos parece algo así como un milagro? Aunque la
norma es el caos, da la impresión de que no es eso lo que esperamos. Por normal e
incluso natural que sea el desorden, jamás contamos con él. En contra de lo que se suele
pensar, y con tanta imperfección, tanto caos y… sí, tanto mal como llenan nuestros días,
¿no resulta raro que demos por hecho que el mundo debe funcionar mejor de lo que lo
hace? ¿A qué se debe ese extraño e improbable supuesto?
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La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad
de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es
llamada «la virtud de la religión». Para con los hombres, la justicia dispone a
respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la
armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común
(CCC, 1807).
La justicia es, en pocas palabras, el recto orden que existe entre las personas y el
mundo cuando todo y todos reciben lo que les es debido y se comportan como deben.
Como cualquier otro anhelo divino, nuestro anhelo divino de justicia –fundamento de
nuestra expectativa innata de que las cosas deberían funcionar infinitamente mejor de lo
que lo hacen– nos fue concedido al principio de la creación. Recuerda que la Unidad
Original es la situación que existía entre Dios y Adán y Eva antes de la caída. En ese
tiempo –nos recuerda san Juan Pablo II–, la vida, el universo y todo lo demás guardaban
un orden perfecto. Entre Dios y su creación había una total armonía. La vida era justa.
La gran injusticia
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las ofensas grandes o pequeñas y las demás injusticias. Cualquier dolor empeora la
distancia que existe en la relación entre la persona herida y Dios. Aunque la mayoría no
lo sepa, debajo de la superficie todos escondemos un pozo de angustia. Basta un golpe
inesperado que nos levante la costra para sacarnos de quicio. No es que el tráfico nos
haya hecho llegar tarde a la reunión: es que, por debajo de todo eso, la parte más
profunda de nuestra humanidad se siente desnuda sin Dios; y la impotencia de
encontrarnos total, absoluta y aterradoramente solos nos resulta abrumadoramente
exasperante.
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Muchos cristianos piensan que la ira consiste en el simple hecho de enfadarse ante
una ofensa o una injusticia. En mi ejercicio profesional me encuentro con gente
gravemente perjudicada por otra: personas con profundas heridas recibidas de padres
maltratadores, de esposos ligeros de cascos, de jefes y colegas injustos, de parientes
desaprensivos y amistades rotas, etc. Muchos de mis clientes continúan muy enfadados
por el profundo daño infligido, y eso les hace sentirse terriblemente culpables y
preguntarse si están cometiendo un pecado. Como me dijo uno de ellos, «puedo
perdonar, pero no olvidar; y, cuando recuerdo lo que me hicieron mis padres, me lleno de
indignación».
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acaba derivando inevitablemente en su infidelidad. Hasta el roce más
insignificante se convierte en «un motivo más para no confiar en ti».
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indulgencia.
Ser pacientes nos permite dar una respuesta meditada, adecuada, respetuosa y
proporcionada a una injusticia; nos permite distanciarnos de la ofensa, sopesar lo
ocurrido y discernir qué podemos hacer para repararla. La paciencia deja un espacio para
que maduren los intentos responsables de manejar una injusticia. Me ayuda a conservar
la paz a la hora de abordar la ofensa recibida, no porque las cosas no me importen, sino
porque sé que, cooperando con la gracia de Dios, puedo estar seguro de que mi esfuerzo
será recompensado con la solución –si no total, al menos parcial– del problema,
concediéndome un respiro mientras sigo trabajando en su resolución. Por último, cuando
ejercito la paciencia, permito que mi respuesta a las injusticias de este mundo sane al
mismo tiempo y en pequeña medida la Gran Injusticia que representa mi separación de
Dios. La práctica de esta paciencia reflexiva y deliberada (tan distinta de una resignación
absurda) me mueve a buscar refugio bajo las alas de Dios (cfr. Sal 17, 8) y deja que mi
corazón se ablande al calor de su protección para hacerse más moldeable en sus manos.
La paciencia no solo hace bien a nuestra alma, sino que es beneficiosa en todos los
aspectos de nuestra vida. Los psicólogos se refieren a esta virtud como la «gratificación
diferida»: la disposición a privarse de pequeños beneficios a corto plazo para obtener
otros mayores a largo plazo. El dinero que me queda después de pagar mis gastos puedo
invertirlo, por ejemplo, en un fin de semana en Las Vegas, o bien puedo ahorrarlo para la
universidad de mis hijos, para la casa de mis sueños o para un viaje más interesante.
Décadas de investigación demuestran que la capacidad de ser paciente –es decir, de
aplazar la gratificación– está directamente relacionada con el nivel de satisfacción que
una persona puede esperar de su vida y sus relaciones. En el experimento de Stanford de
principios de los 70, ofrecieron a varios niños de cuatro años comerse un bombón en ese
mismo momento, o bien esperar quince minutos y tomarse dos. Los estudios posteriores
a que se sometieron los sujetos del experimento demostraron diez años después que tanto
los profesores como los padres consideraban más competentes a los niños capaces de
esperar al segundo bombón; y veinte años más tarde estos obtuvieron una media de 210
puntos más en los exámenes de ingreso a la universidad. Nuestra capacidad de ser
pacientes ejerce una enorme influencia sobre nuestra salud, nuestro nivel de riqueza y
nuestro bienestar generales.
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Carl casi siempre se sentía atacado, criticado y menospreciado por los
demás, incluso cuando le aseguraban que no tenían intención de herirle.
Enseguida ponía fin a toda situación que le pareciese siquiera potencialmente
dañina.
«Por mi parte, daba igual si querían hacerme daño o no», decía Carl. «La
vida ya me había dado suficientes palos. No necesitaba más, vinieran de quien
vinieran o fuese cual fuese la razón».
«Estaba reparando algo cuando entró mi hijo Ben», recordaba Carl. «Le
pedí que me trajera una herramienta. Él me contestó que no podía y le paré en
seco. Me puse a gritarle que no estaba dispuesto a aguantar su vaguería ni su
falta de respeto y que moviera el culo. Ben se echó a llorar y entonces le dije
que, si no paraba, le iba a dar un verdadero motivo para llorar».
«Ahí estaba ella, sangrando por todas partes y gritándome, y lo único que
pensé fue: “¿Pero qué he hecho?”», dijo Carl.
Ese mismo día Carl llamó a un consejero y se puso a trabajar para lograr
una gestión eficaz de su ira. «Aprendí que no había por qué dejarse llevar por
las oleadas de sentimientos», dijo. «Siempre había pensado que, cuando me
enfadaba, no tenía más remedio que desahogarme. Mi consejero me ayudó a
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comprender que la ira es como una ola, que alcanza un pico y luego rompe. Si
eres capaz de esperar a que rompa la ola, ganas control y puedes responder de
un modo más reflexivo y respetuoso.
Ahora, cuando me hierve la sangre, cierro los ojos, me imagino esa ola y
procuro respirar. Una vez que llega a la orilla, me pregunto si debo hacer algo
para solucionar el problema o si solamente necesito desahogarme. Soy capaz
de dejar correr las cosas mucho mejor que antes y me siento bien. Cuando no
puedo hacerlo, consigo hablar de tal modo que los demás me escuchen. Nunca
dejaré de lamentar la época en que me dejaba llevar por la ira, pero agradezco
estar aprendiendo a ser más paciente. Me ayuda a ser mejor persona».
Carl y Sandee describen una situación doméstica muy corriente en que la ira puede
ejercer un poderoso impacto negativo, mientras que la paciencia tiene un efecto muy
saludable. Al principio del relato, Carl menciona uno de los principales errores que
cometen quienes luchan contra el pecado de ira: creen que la única alternativa para
manejarla consiste en tragarse la rabia. Muchos cristianos piensan que eso es lo que se
les pide, pero se equivocan. En su Regla pastoral, san Gregorio Magno aconseja: «El
callar siempre y a destiempo puede llevarnos (…) a que broten en la mente malos
pensamientos por querer guardarlos en un indiscreto silencio».
Como dice san Gregorio, la paciencia no nos exige tragarnos nuestras emociones,
sino que nos brinda la oportunidad de respirar el sereno aliento de Dios para que,
inspirados por la gracia, nuestro enfado pueda convertirse en la medicina con que tratar
la herida de una injusticia, y no en el veneno que la agrande.
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No es de extrañar que, cuando se hizo mayor, quisiera saber poco de ellos.
Varios años de terapia, una dirección espiritual y su feliz matrimonio con Frank
lograron sanar muchas de las heridas de su infancia, aunque seguía luchando
contra cierto sentimiento de inseguridad y una baja autoestima.
Con los años, a medida que se iba recuperando, Cecilia se permitió cierta
relación con sus padres. Una felicitación de Navidad. Una llamada. Una cena
en algún lugar público. «Pero nunca fueron capaces de reconocer lo que me
habían hecho», decía Cecilia. «Cuando intentaba sacar el tema, o bien lo
negaban, o bien se las arreglaban para echarme a mí la culpa. A veces me
hervía tanto la sangre que quería verlos muertos».
Cuando la madre de Cecilia falleció, a su padre –el más cruel de los dos– le
diagnosticaron un cáncer de colon. «Al principio me sorprendió alegrarme
tanto. Estaba deseando que supiera qué es lo que se siente cuando estás
asustado y solo y eres vulnerable, y quienes se supone que deberían cuidarte te
vuelven la espalda. Pero por entonces las cosas habían cambiado mucho.
Llevaba años intentando arreglar el caos que habían generado en mi interior. El
amor de Dios se había adueñado de mi vida y conocía mi auténtico valor: no
necesitaba a mi padre para constatar y confirmar lo que ya tenía por cierto.
Algunos me dicen que, si sus padres hubiesen sido como los míos, habrían
pasado de ellos, y que admiran mi paciencia. Pero por lo general yo no era
muy paciente.
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hombre murió y eso fue lo último que mi padre supo del suyo.
Tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar para ayudar a cubrir los
gastos. A los dieciséis años se instaló por su cuenta. Yo sabía que lo había
pasado mal, pero, cuando vine al mundo, mi padre ya era un próspero hombre
de negocios. Nunca conocí los detalles ni me interesaron demasiado. En
cualquier caso, nada justificaba lo que había hecho conmigo, pero al mismo
tiempo creo que comprendí que se había portado mucho mejor que su padre.
Hasta entonces mi padre me había parecido un perverso desalmado al que no
le importaba nada hacerme daño. Cuando le escuché, entendí que había
intentado portarse mejor conmigo. Jamás fue capaz de pedirme perdón, pero
quiso hacerme saber a su manera que había intentado hacerlo mejor.
En todo ese proceso nunca dejé de sentir que Dios actuaba con fuerza en
mi corazón. Es difícil ponerle palabras, pero a veces me resultaba tan agotador
estar allí con él que solía quedarme unos minutos en la capilla antes de ir a
verle. Pasar ese rato con mi Padre del cielo me recordaba que estaba a salvo y
que no tenía nada que temer de mi padre biológico. Aunque aún no lo he
superado del todo, sé que esa experiencia fue sanadora: no tal y como yo
esperaba, pero me hizo subir varios peldaños. Doy gracias a Dios por
brindarme la oportunidad de acercarme más a Él con todo esto. No sé si mi
padre estará en el cielo, pero al menos ahora puedo rezar para que así sea, y
quizá incluso me alegraré de volver a verle algún día».
79
Satisfacer el anhelo divino de justicia
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia», has dicho.
Bendíceme, Señor. Dame paciencia para poder responder dignamente a los
desaires y ofensas que sufra en esta vida. Haz que mi esfuerzo por restaurar
la justicia dé un fruto maduro. Concédeme, Señor, la justicia que busco, pero
recuérdame que la busque siempre sin limitarme a sanar la herida, sino
sanando también el quebrantado Cuerpo de Cristo. Te lo pido en nombre de
Jesucristo, a quien reconozco Señor de mi anhelo divino de justicia. Amén.
COAL: El combustible para el cambio
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que el mejor modo de responder a las ofensas
consiste en desahogar mi ira?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de justicia. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada de
Dios a cambiar y crecer».
Amor
80
respondiendo con paciencia a las ofensas y los conflictos a los que me
enfrento.
En los momentos en que me siento ofendido o enfadado, ¿cómo podría
ejercitar la paciencia cuando normalmente suelo dar rienda suelta a la ira?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor que Dios me tiene optando
por el camino de la paciencia y venciendo la tentación de la ira».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de amor. Imagina en qué
momentos del día puede tentarte la ira e imagínate respondiendo con paciencia.
Pide a Dios que te ayude a recordar que debes responder con amor siempre
que pongan a prueba tu paciencia.
Practicar la paciencia
Plan de acción
81
problemas (es decir, de una conducta saludable que aspire a la justicia) y del
cultivo de la paciencia que hemos tratado en este capítulo. ¿Qué otras ideas se
te ocurren? Puedes escribirlas aquí.
Si en vuestro interior clama el anhelo divino de justicia, sabed que no estáis solos en
la batalla. Dios os acompaña. De hecho, por medio de la cruz de Jesucristo, se ha alzado
con la victoria en todas vuestras batallas. Confiad en Él. Porque bienaventurados seáis
los que tenéis hambre y sed de justicia.
82
7. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE PAZ
T HOMAS MERTON
Paz. ¿Quién no desea que haya más paz en su vida? Nuestras vidas están llenas de
conflictos. Nuestros corazones se consumen en constantes batallas contra esa voz interior
que no deja de aguijonearnos una vez y otra…
Y, en medio de tanto caos, de tanto conflicto y tanto ruido, Jesús viene a traernos la
paz que todos anhelamos.
A muchos estas palabras de Cristo nos aportan un extraordinario consuelo, sin que
por ello nos resulte fácil creerlas. Dado que este mundo es todo menos pacífico, cuesta
mantener la esperanza de experimentar algún día en nuestra vida algo parecido a la paz.
No obstante, en el fondo de nuestro corazón existe una llamada a la paz, una llamada aún
más intensa cuanto más cerca nos hallamos de Dios.
83
La raíz de nuestro anhelo de paz
Igual que el anhelo divino de justicia, el anhelo divino de paz hunde sus raíces en la
memoria colectiva inconsciente de la Unidad Original entre Dios y la humanidad. Como
ya hemos señalado en estas páginas, la Unidad Original es un término acuñado por san
Juan Pablo II en su teología del cuerpo (2006) para referirse al estado de armonía
existente antes de la caída, cuando Dios, el hombre y la mujer se hallaban unidos entre sí
y el mundo entero funcionaba siguiendo el designio querido por Él.
Por mucho que deseemos la paz, con frecuencia ignoramos en qué consiste
exactamente. Si le preguntas a un centenar de personas qué quieren decir cuando rezan:
«¡Señor, dame la paz!», la mayoría te contestará que solo desean que las dejen en paz y
no tener que enfrentarse más con las tensiones y los dramas de este mundo. No obstante,
la verdadera paz no equivale a la evitación. Evitar problemas y peleas solo conduce, en el
mejor de los casos, a la tranquilidad, que puede entenderse simplemente como ausencia
de conflicto. Y, aunque la tranquilidad desempeña un papel importante, no es lo mismo
que la paz.
84
La paz es algo que cuesta, y a veces cuesta mucho. Exige decir lo que hay que decir,
perseguir la justicia, garantizar que las personas reciban un trato digno y respetuoso, y
asegurarme de que tanto mis necesidades como las tuyas coincidan de tal modo que
respeten nuestro bien común.
Aunque el anhelo divino de justicia y el de paz coinciden hasta cierto punto, existe
una diferencia esencial. El anhelo divino de justicia nos permite ser conscientes del
desorden que nos rodea y nos lleva a desear hacer algo para corregirlo. El anhelo divino
de paz, por su parte, nos confiere el poder para mantener nuestro esfuerzo, evaluar
nuestro progreso, rectificar el rumbo en caso necesario y desarrollar si es preciso
nuevas estrategias. Imagínate que quieres cruzar el mar para dirigirte a un territorio
lejano: el anhelo divino de justicia es el que hace que tu barco zarpe del puerto, mientras
que el anhelo divino de paz te mantiene en el rumbo correcto para llegar a tu destino e
impide que des media vuelta y regreses a casa cuando las cosas se tuercen.
Tal y como sugiere esta frase, aunque fuéramos capaces de resolver todos los
problemas de este mundo (incluidas las tensiones de nuestra propia vida), si no somos
capaces de lograr esa unidad interior que solo puede nacer de haber alcanzado la unión
con Dios, nuestro anhelo divino de paz seguirá quedando insatisfecho. La auténtica paz –
en especial la que proporciona nuestro intento de convertirnos en los dioses que estamos
destinados a ser– exige un compromiso y un esfuerzo sostenido: y es en este punto
donde las cosas empiezan a fallar.
85
SAN MAXIMILIANO KOLBE
David es una persona muy agradable. Cae bien a todo el mundo por su
carácter fácil y complaciente; cosa que, por desgracia, saca de quicio a su
mujer, Lizzie, porque David nunca opina de nada. Su frase preferida es:
«Como tú veas, cariño». Lilly suele bromear diciendo que mandará grabar esas
palabras en su tumba.
«Al principio pensaba que David solo intentaba ser generoso y atento»,
dice Lilly. «Pero hemos llegado a un punto en que da la impresión de que no le
importa nada. Da igual lo que le pregunte: desde “¿qué color prefieres para el
dormitorio?” hasta “¿a qué colegio crees que deben ir los niños?” o “¿tú qué
opinas?” –por no hablar de temas espinosos como las cuentas de la casa o su
madre–… Es totalmente alérgico al conflicto. Se queda impávido, como si le
resbalara. A veces tengo la impresión de haberme casado con un fantasma. La
verdad es que podía ser un poco menos “agradable” y poner algo más de
pasión e implicarse en nuestras vidas».
86
Katelin sabe que el director ha incluido en el plan a enfermos crónicos graves.
Aunque muchos de ellos sufren problemas serios, pueden vivir muchos años y
otros planes les procurarían una atención mejor. A Katelin le preocupa que el
director esté falseando los datos y quizá defraudando al seguro. Aun así, ha
decidido cerrar los ojos y no preguntar por qué han admitido a esos pacientes.
«Yo me ocupo de cuidar enfermos. Estoy aquí para ayudar a la gente, no para
buscarme follones», dice.
Sería muy fácil criticar a David y a Katelin si no fuera porque todos hemos sido
culpables de pecados de omisión parecidos. ¿Cuántas veces les damos la razón a los
demás con tal de tener la fiesta en paz? ¿Cuántas veces detectamos un problema en casa,
en el trabajo, en nuestra parroquia, en nuestra comunidad, y nos negamos a mover un
dedo para no meternos en líos? ¿Cuántas veces vemos sufrir a alguien cercano a
nosotros y cerramos los ojos porque estamos demasiado cansados para solucionar lo que
les duele? ¿Y por qué lo hacemos? ¿Porque «somos malos»? Creo que es demasiado
fácil llegar a esta conclusión y, en cualquier caso, no es del todo cierta. No cometemos
esos pecados de omisión porque queramos ser malos: los cometemos porque anhelamos
la paz –«la tranquilidad del orden»–; pero, como pensamos que esa paz o no es posible o
no merece un esfuerzo, nos quedamos de brazos cruzados.
87
llamada a la divinización porque nos impide preguntarle a Dios qué quiere que hagamos,
bien porque no nos importa nada su voluntad, bien porque nos da miedo lo que nos
puede responder si le preguntamos. Una cosa es decidir conscientemente dejar pasar algo
después de llevarlo a la oración, de un cuidadoso discernimiento y de una petición
responsable de consejo; y otra muy distinta, prescindir desde un principio de plantearse
nada para evitarse problemas.
88
convencerla y que se centrara en reconstruir la relación sobre aquello en lo que
Maddie estuviera dispuesta a ceder. Brenda siguió mi consejo y pasó varios
meses dedicando tiempo a su hija y adaptándose a lo que esta le proponía.
Comían juntas, iban juntas al cine y hablaban por teléfono. Aunque le hervía la
sangre, Brenda no sacaba el tema de la pareja de Maddie: se limitaba a pedirle
al Espíritu Santo que obrara a través de su testimonio y de la relación que
estaba cultivando. Dejó las cosas en manos de Dios y, cuando se sentía urgida
a sacar otra vez el tema, las volvía a abandonar en Él.
Al cabo de varios meses, Brenda vino a verme muy contenta: entre Maddie
y ella las cosas iban mucho mejor, y su hija se estaba planteando algunas
cuestiones de fe. Había empezado preguntándole sobre la Iglesia y sus
conversaciones despertaron su interés por la iniciación cristiana de adultos para
ella y para su novio. Brenda estaba feliz.
«Sé que queda mucho camino por recorrer», me dijo Brenda, «pero estoy
encantada de verla tan receptiva. Me alegro de que Dios haya arreglado así las
cosas y se haya servido de mi relación con Maddie para actuar en su vida».
Cuando Brenda vino a verme por primera vez, estaba dispuesta a renunciar a la
relación con su hija. Se sentía impotente. Pensaba que lo único que podía hacer era
cortar con ella y quedarse sola. Pero su decisión de vencer esa tentación obrando con
diligencia le permitió descubrir que su presencia era el don que podía ofrecerle a Maddie.
Al abrir su corazón y perseverar en la oración pese a la frustración que sentía, fue capaz
de servir de canal de la gracia en la vida de su hija. Al final, Maddie y su novio recibieron
la catequesis de iniciación cristiana y, por sugerencia del sacerdote, vivieron un tiempo
separados mientras se planteaban el matrimonio; hasta que decidieron casarse por la
Iglesia poco después de ser admitidos en ella.
Las cosas no siempre salen tan bien. No se trata de eso. El verdadero significado de
esta historia consiste en demostrar que, cuando vencemos la tentación de actuar como si
no pudiéramos hacer nada y obramos con diligencia, abrimos canales de gracia a través
de los cuales dejamos obrar al espíritu de Dios. Y, al hacerlo así, la transformación no
solo afecta a nuestro entorno, sino a nuestros corazones y a los de quienes nos rodean.
En la situación de Brenda no existía un conflicto abierto; pero también cuando se dan
conflictos abiertos estamos llamados a ser instrumentos diligentes de la gracia.
89
La diligencia para mantener el rumbo
«Hemos tenido una buena bronca», dijo Peter. «Me he pasado años
oyendo a Fiona decir que yo nunca opino de nada y que lo que quiere es una
pareja, y ahora ¡Dios me libre de decir algo! Hay que ver la que se monta…
Nunca está contenta con nada».
Peter reconoció que algo había de eso. «Los padres de Fiona discutían
constantemente», me dijo. «Nunca les vi tomar una decisión de común
acuerdo. Ahora que lo menciona, creo que a Fiona le gustaría que fuésemos
una pareja, pero me parece que tiene tan poca idea como yo sobre qué hacer.
Ninguno de los dos hemos crecido en una familia así».
90
capaces de aprender a utilizar la opinión del otro para afrontar cualquier reto
buscando soluciones nuevas y satisfactorias para ambos.
Cambiar no es fácil. Peter tenía toda la razón en enfadarse con Fiona por no ser
consecuente con lo que decía querer para su matrimonio. Desde un punto de vista
emocional, habría sido lógico que se diera por vencido. No obstante, gracias a su
compromiso con la diligencia, tanto él como Fiona han crecido en las virtudes que les
permitirán lograr un matrimonio mejor y más unido.
Diligencia y divinización
EJERCICIO
Oración
91
Señor Jesucristo:
Tú eres la fuente de esa paz que escapa a nuestra comprensión. Ayúdame,
Señor, a recordar que la verdadera paz solo se puede alcanzar buscando el
recto orden. Dame la diligencia necesaria para sacar el máximo partido a
mis dones y perseverar pese a los obstáculos y fracasos a los que me
enfrente. Ayúdame a recordar que me has llamado a ser tu presencia en el
mundo. Ayúdame a un compromiso más ardiente que me permita vivir una
vida más abundante en este mundo y en el venidero. Te lo pido por Jesucristo
nuestro Señor. Amén.
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que el mejor modo de «sobrevivir» es cruzarse de
brazos y asentir a todo?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de paz. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada de Dios
a cambiar y crecer».
Amor
92
con diligencia frente al desorden que me rodea.
¿Cómo mejorarían esta o aquella circunstancia concreta de mi vida si
obrara con más diligencia para restaurar el recto orden?
¿Qué obstáculos tendré que salvar para lograr este objetivo?
¿Qué ayuda, qué recursos y qué respaldo necesito para salvarlos?
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor que Dios me tiene optando
por el camino de la diligencia y venciendo la tentación de la pereza».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de amor. Piensa en qué
momentos del día puede tentarte la pereza e imagínate respondiendo con
diligencia. Pide a Dios que te ayude a recordar que debes responder con más
amor siempre que te sientas tentado a no hacer nada o a inhibirte de lo que
sucede delante de ti.
Practicar la paz
Plan de acción
Cuando entres en una habitación, hazte esta pregunta: ¿Qué puedo hacer
para que, al salir de aquí, la situación que deje sea mejor que la que había?
Pregúntate todos los días: ¿Qué voy a hacer hoy para facilitarle la vida a
esa persona que conozco?
PERSEVERAR EN TU ESFUERZO
93
hacer algún pequeño esfuerzo por resolverlo.
Escribe una o dos frases recogiendo los obstáculos con los que te has
encontrado (dentro o fuera de ti mismo) cuando has abordado el problema.
Escribe una o dos frases sobre cómo puedes superar ese obstáculo (por
ejemplo, reuniendo más información, hablando con la persona que se
interpone, buscando más formación o ayuda profesional, etc.).
Escribe una frase que describa cuál es el paso que vas a dar mañana para
avanzar un poco más. Luego mira tu horario y ponte un recordatorio.
Como has podido comprobar a lo largo de este capítulo, el anhelo divino de paz no se
colma sentándose en una silla y quitándose un peso de encima. Solo lo puedes colmar, en
primer lugar, descubriendo en la oración cuáles son los cambios que Dios desea que se
obren en ti y a través de ti; y, en segundo lugar, esforzándote diligentemente por cambiar
para poder vivir una vida más plena en este mundo y en el venidero. Como decía san
Gerardo Mayela, «¿quién sino Dios puede darte la paz? ¿Cuándo ha sido capaz el mundo
de colmar el corazón?».
94
8. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE CONFIANZA
El Catecismo de la Iglesia Católica explica cuál era para Dios el sentido original del
95
trabajo, tan distinto de lo que muchos de nosotros experimentamos hoy en día:
La clase de trabajo que nuestros primeros padres llevaban a cabo en el Paraíso y del
que habla el Catecismo es aquel que nos permite sentirnos realizados al comprometernos
en actividades significativas que nos plantean retos y nos exigen lo mejor de nosotros,
ayudándonos a convertirnos en aquello para lo que fuimos creados: un trabajo que lleva
inherente la seguridad de que conviene a nuestra dignidad, de que cubrirá nuestras
necesidades, de que nuestro esfuerzo será recompensado y que no tenemos nada que
temer porque está bendecido por Dios, que colmará todos nuestros deseos.
Por eso os digo: no estéis preocupados por vuestra vida: qué vais a comer;
o por vuestro cuerpo: con qué os vais a vestir (…). Fijaos en los cuervos: no
siembran ni siegan; no tienen despensa ni granero, pero Dios los alimenta.
¡Cuánto más valéis vosotros que los pájaros! ¿Quién de vosotros por mucho
que cavile puede añadir un codo a su estatura? Si no podéis ni lo más pequeño,
¿por qué os preocupáis por las demás cosas? Contemplad los lirios, cómo
crecen; no se fatigan, ni hilan, y yo os digo que ni Salomón en toda su gloria
pudo vestirse como uno de ellos. Y, si a la hierba del campo, que hoy es y
mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¡cuánto más a vosotros, hombres
de poca fe! (Lc 12, 22-28).
Fíjate: Jesús emplea la palabra «fatiga» (Lc 12, 27), y no «trabajo». La palabra
«fatiga» la encontramos por primera vez en el Génesis (3, 17-19) después de la caída:
96
Por haber escuchado la voz de tu mujer y haber comido del árbol del que
te prohibí comer:
Tras la caída, una vez roto el delicado equilibrio entre Dios, el mundo y la
humanidad, el trabajo pasó a llamarse «fatiga». El pecado entró en el mundo y la
armonía característica de nuestras actividades dejó de existir. Nuestros esfuerzos ya no
producían el mismo fruto que antes. La fatiga es, en esencia, el trabajo despojado de
nuestra confianza en que las cosas que se nos pide que hagamos no son indignas, en que
nuestras necesidades quedarán cubiertas y en que nuestros esfuerzos serán
recompensados.
No obstante, aunque hemos perdido esa capacidad natural de confiar sin esfuerzo en
la Providencia divina, una parte de nuestro inconsciente colectivo recuerda y ansía el
regreso a nuestro estado original: ese estado en el que confiábamos y estábamos seguros
de que el trabajo que Dios nos pedía se hallaba a la altura de nuestra dignidad y de que, a
través de nuestro esfuerzo, nos daría cuanto necesitáramos. Esa ansia es el anhelo divino
de confianza.
97
su vida no depende de lo que posee.
Lc 12, 15
La avaricia es nuestra respuesta a ese miedo que contradice las promesas de Dios y
que Él está siempre dispuesto a hacernos perder. Distorsiona nuestro anhelo divino de
confianza depositando tantas cosas en nuestras manos que somos incapaces de estrechar
las de Dios. Nos grita que solo de nosotros depende nuestro propio cuidado usando de
cualquier medio al alcance; y, si eso significa sacrificar la dignidad, la salud, las relaciones
y nuestra humanidad, que así sea.
La avaricia nos dice que nunca podremos tener suficiente. La madre de un buen
amigo mío creció durante la Gran Depresión y solía contar cómo, de vuelta de la escuela,
solía encontrarse con algún grupo de vecinos desahuciados de sus casas, sentados en la
acera en medio de lo poco que les quedaba. Aunque ella salió relativamente indemne de
la Depresión gracias a que su padre era el conserje de un edificio de apartamentos, vivía
traumatizada por el recuerdo de aquellos amigos suyos desesperados y plantados en la
calle. Al final acabó siendo tan adicta al trabajo que nunca estaba en casa. Mi amigo
creció prácticamente solo, porque sus padres estaban demasiado ocupados escapando del
temor a la espada que sentían pender constantemente sobre sus cabezas pese a su vida
acomodada. Como dice mi amigo, «procuro estar agradecido por no haber deseado
nunca bienes materiales, pero a veces mi anhelo de haberme sentido querido puede más
que mi gratitud».
En realidad, se trata de un temor no del todo irracional. Las riquezas, sea cual sea su
monto, pueden desaparecer de un plumazo. La gente sufre. En el mundo hay mucha
necesidad. No obstante, la avaricia nos dice que somos capaces de evitarlo. No hace falta
98
confiar en Dios: basta con trabajar más, más y más; y, si trabajamos lo suficiente y
acumulamos todo lo que obtenemos con nuestro esfuerzo (mucho o poco), podremos
escapar nosotros solos del ángel exterminador.
¿Significa eso que ahorrar o ser bendecido económicamente es malo? Por supuesto
que no. La parábola del rico insensato lo deja muy claro (cfr. Lc 12, 13-21). Aquel
hombre no era insensato por felicitarse de que ese año la cosecha hubiese sido buena o
por querer guardar sus ahorros; ni siquiera por desear los frutos de su trabajo. Era
insensato porque creía que su buena suerte lo hacía tan autosuficiente que ya no tenía
que depender de Dios ni preocuparse del prójimo. Por eso Jesús concluye con el
versículo 21: «Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios». No nos
condenaremos por tener cosas: lo que nos condenará es creer que las cosas pueden ser
nuestra salvación.
En esta vida es muy poco lo que está sujeto a nuestra capacidad de control, e intentar
negarlo matándonos trabajando, excluyendo a los demás y aislándonos de ellos es, en el
mejor de los casos, una insensatez; y, en el peor, acaba destruyendo nuestro cuerpo y
nuestra alma.
Conozco al capellán de un hospital que trabaja con gente traumatizada por alguna
circunstancia de su vida. Tanto si se han visto sacudidos por una pérdida debida a un
accidente de tráfico o de avión, a las catástrofes de una tormenta o a un diagnóstico
terminal, una de sus principales luchas se orienta –dice– hacia la falta de sentimiento de
control.
«He descubierto que me ayuda pedir a estas personas que me hablen de la época de
su vida en que tenían realmente el control en sus manos. Por lo general empiezan
refiriéndose a alguna situación en la que las cosas les iban bien. Yo les escucho y después
les pregunto: “Pero ¿realmente tenías tú el control?”. No les queda otro remedio que
entender lo que quiero decir. Unas veces las cosas van bien y otras, mal. En realidad,
nosotros nunca las controlamos, y mucho menos cuando creemos hacerlo. Podemos
hacer cuanto esté en nuestras manos para que corran a nuestro favor, pero eso no
significa que las controlemos: nuestros esfuerzos pueden quedar sin fruto en un pestañeo.
Solo podemos poner nuestra confianza en la fidelidad de Dios. Si nos olvidamos de su
presencia y de su Providencia, lo demás solo es una ilusión».
99
control sobre cualquier cosa y en cualquier momento, pero creo que, si lo aceptamos,
puede resultar profundamente liberador. Cuando somos capaces de asumir que no
controlamos nada, quedamos libres para dejar de dedicar nuestras vidas a búsquedas
inútiles. Si no podemos controlar nada, ¿por qué no parar de dar bandazos y escuchar a
Dios, que lo controla todo? Si no controlamos nada, ¿qué tenemos que perder si dejamos
de seguir nuestra voluntad y le preguntamos a Él cuál es la suya? Si trabajar de una
forma enfermiza no es una garantía para prevenir los reveses, ¿por qué no trabajar de un
modo más humano que respete nuestra dignidad y proteja nuestras relaciones? Si no
podemos estar seguros de nuestra capacidad de conservarlo todo por mucho que
intentemos acumular, ¿por qué no compartir lo que tenemos con quienes pasan
necesidad?
La generosidad (o caridad) es el medio genuino para abordar esa ansia que es nuestro
anhelo divino de confianza. Muchos identifican la generosidad o la caridad con aquello
que hacemos por los demás. La mayoría –yo incluido– vivimos centrados sobre todo en
nosotros mismos. No nos gusta demasiado hacer nada que no consideremos un beneficio
directo para nosotros. Si bien es cierto que, superficialmente, la caridad tiene que ver con
los demás, la generosidad es en realidad un acto de valiente resistencia. Cuando somos
generosos con los demás con nuestros bienes, nuestro talento o nuestro tiempo, nos
estamos riendo en la cara de Satanás, que quiere convencernos de que nuestra entrega
acabará siendo nuestra perdición. Por eso santo Tomás de Aquino llama a la caridad
«forma, fundamento, raíz y alma de todas las virtudes»: porque ser caritativo nos
recuerda que Dios nos da todo lo que tenemos para que podamos emplearlo en bien de
los demás. Cuando llevamos a cabo estos actos desafiantes de caridad y generosidad, nos
quedamos mirando fijamente la pistola con que Satanás nos apunta a la cabeza: una
pistola cargada con balas de deseo, carencia, miedo y caos; y, en lugar de cubrirnos, nos
reímos de él y nos ponemos a bailar.
Hay pocas cosas tan valerosas como la caridad. Si te cabe alguna duda, piensa cómo
te sientes cuando ves pasar el cepillo en la iglesia. ¿Qué es más valiente que desafiar esa
inclinación natural a escarbar en tu cartera en busca del billete más pequeño, en lugar de
100
dar lo que realmente puedes dar, siempre que ello no te impida atender tus necesidades?
¿Te crees que no es Satanás contra quien luchamos mientras reunimos la cantidad más
escasa posible? No se me ocurre otra cosa que exija más valor que pelear contra el
demonio.
Lo que das a la Iglesia o a cualquier obra benéfica es una cuestión entre Dios y tú; es
decir, demos lo que demos, el motivo de que escatimemos lo más posible es la avaricia,
el temor de que, si no nos quedamos con todo lo que podemos, quizá no salgamos
adelante.
La generosidad es la virtud que nos desafía a superar ese miedo que nos atenaza. Por
otra parte, por mucho que los demás se beneficien de nuestros actos de caridad, los
principales beneficiarios somos nosotros. Un importante estudio de la Universidad de
British Columbia ha demostrado que, ante la disyuntiva de gastar dinero en nosotros o en
otros, quienes se portan con mayor generosidad con los demás son significativamente
más felices que quienes invierten la misma cantidad en ellos mismos (Dunn, Aknin y
Norton, 2014). Este estudio se fundamenta en una abundante literatura que constata que
dar a los demás aumenta considerablemente el sentimiento de bienestar y felicidad del
que da. De hecho, los autores del estudio de la UBC, en su resumen de las
investigaciones anteriores, señalan que la generosidad puede ser una clave del bienestar
universal; y destacan en concreto algunos estudios que demuestran que la generosidad es
beneficiosa para la actividad cerebral porque estimula los centros de recompensa del
cerebro y disminuye la producción del estrés químico, el cortisol (Harbaugh, Mayr y
Burghart, 2007; Dunn, Ashton-James, Hanson y Aknin, 2010); al tiempo que hace más
felices a personas de todo el mundo, ricas o pobres. Se trata de un hecho dotado del
máximo grado de comprobación que pueden ofrecer las ciencias sociales: cuanto más das
a los otros –en la medida de tus posibilidades–, más feliz eres. De hecho, aunque los
investigadores han descubierto que los que dan dinero son más felices que los que no dan
nada, quienes entregan su dinero y su tiempo son más felices aún que los que solo dan
dinero.
101
Ser generosos con nuestro dinero y nuestro tiempo ayuda a satisfacer nuestro anhelo
divino de confianza, ya que con ello demostramos que aceptamos nuestra falta de control
sobre la vida y nos asociamos al perfecto amor de Dios, que disipa el temor que nos lleva
a aferrarnos a todo solo «por si acaso». Abrazamos la llamada de Dios a ser tan
generosos con los demás como Él lo es con nosotros. Si los demás pueden contar con
nosotros pese a nuestra debilidad, nuestros miedos y nuestros defectos, ¿cuánto más
podremos contar nosotros con que Dios será generoso con su abundante tesoro en esta
vida y en la futura?
Generosidad y divinización
A medida que vamos volviéndonos más generosos con los demás y, al mismo tiempo,
reflejando la generosidad de Dios con nosotros, acabamos centrando nuestra atención en
la increíble generosidad con que obra al hacernos partícipes de su don más preciado: su
divinidad. ¡Quiere convertirnos en dioses! ¿Qué derecho tenemos a reclamar ese don?
¿Cómo podríamos ganárnoslo? Naturalmente, es imposible aspirar a la deificación por
nuestros propios medios; pero Dios, en su infinita generosidad, desea que lo logremos.
En segundo lugar, reflexionar acerca del don de la divinización nos recuerda hasta
qué punto desea Dios colmar nuestro anhelo divino de confianza. Es como si, sabiendo
lo que nos cuesta confiar en Él, nos dijera: «Mira, te pasas todo el día dándome la lata
con esas insignificancias que necesitas y, por mucho que yo te diga: “Toma”, sigues
dudando de mí. ¿Qué ocurre si te doy algo tan impensable, tan imposible, tan increíble
102
que, si lo consigues, no volverás a dudar de mí? ¿Te gustaría?». Y entonces nos coge de
la mano y empieza a transformarnos en dioses.
Esta es la razón de que quienes avanzan en su camino espiritual por las vías
iluminativa y unitiva sientan cada vez menos ansiedad y más confianza. Cuanto más
adelantados nos hallamos en esa senda espiritual que conduce a la divinización, más real
es la idea de la promesa de Dios de hacernos partícipes de su divinidad. Cuanto más
evidente nos resulta, más ridículo nos parece inquietarnos por cualquier otro objetivo o
deseo, porque todos palidecen a su lado. Solo somos capaces de hallar la plena
satisfacción de nuestro anhelo divino de confianza si nos acercamos a Dios y nos damos
cuenta de que no hay parte de Él que nos niegue. Él es nuestro y nosotros somos suyos.
Aceptando su generosidad en nuestro corazón y dejando que esta nos anime a ser con los
demás todo lo generosos que las circunstancias nos permitan, comenzamos a emprender
el camino que colma uno de los anhelos divinos más profundos del corazón humano: el
deseo de confianza, de dejarse llevar por Dios.
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
Con tu pasión, tu muerte y tu resurrección, me lo das todo y me permites
poder participar de tu naturaleza divina. Acepto tu don. Aduéñate cada día
más de mi corazón y haz que, como Tú, me entregue plenamente a los demás.
103
Que descubra cómo entregar más de mi tiempo, de mi presencia y de mis
bienes a aquellos con quienes convivo y a quienes trato cada día. Dame un
corazón que arda de generosidad para desterrar la ilusión de control sobre
mi vida y no confiar nada más que en ti. Tú eres todo para mí; a tu amorosa
protección confío mi trabajo, mis relaciones, mi bienestar y mi eternidad. Te
lo pido por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
COAL: el combustible para el cambio
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que tengo que «cuidar de mí mismo» y que el mejor
modo de hacerlo es trabajar sin medida o acumular lo que gano?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esta lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de confianza. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada
de Dios a cambiar y crecer».
Amor
104
Di: «Me amaré a mí mismo y aceptaré el amor que Dios me tiene optando
por el camino de la generosidad y venciendo la tentación de la avaricia».
Repasa cada mañana estas decisiones llenas de amor. Piensa en qué
momentos del día puede tentarte la avaricia e imagínate respondiendo con
generosidad. Pide a Dios que te ayude a recordar que debes responder con más
amor siempre que te sientas tentado a negarte a compartir tu tiempo o tus
bienes con los demás.
Practicar la generosidad
Plan de acción
105
otras personas con las que coincides cada día.
Repasa todos los días tus respuestas y pregúntate si has estado atento a las
oportunidades de hacerte más presente a las personas con quienes compartes
tu vida. Una vez logrados estos primeros objetivos, piensa en otros modos de
ser más generoso con tu tiempo y tu presencia con quienes tratas a lo largo del
día.
Pese al caos y las tempestades de esta vida, el anhelo divino de confianza nos
recuerda que lo imposible es posible. Podemos dejar de inquietarnos. Podemos dejar de
matarnos trabajando. Podemos dejar de acumular. Podemos permitirnos ser generosos
con nuestro tiempo, nuestra presencia y las cosas materiales que Dios nos ha dado. Y,
finalmente, podemos confiar en que Dios tiene planes asombrosos para nuestra vida y,
sobre todo, que quiere tomar lo más roto, lo más herido y despreciable de nosotros para
transformarlo y hacernos capaces de entregarnos a Él tan plena y totalmente como Él se
entrega a nosotros.
Abandónate en los brazos amorosos de Dios, que no desea otra cosa que atender tus
necesidades físicas, emocionales, relacionales y espirituales; que anhela llenar todos los
huecos de tu vida y, sobre todo, el espacio que existe entre su corazón y el tuyo. Que
cada vez que respires broten de ti las palabras de santa Faustina: «¡Jesús, en ti confío!».
Y siente la amorosa y generosa presencia de Dios, que llena tu vida y te transforma en la
imagen generosa de su propio rostro.
106
9. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE BIENESTAR
Eso me dijo un amigo mío el otro día cuando salía de su casa: un saludo sincero e
informal que expresaba su deseo de que me fueran bien las cosas hasta la siguiente
ocasión en que nuestros caminos volvieran a cruzarse.
Que las cosas nos vayan bien es algo que todos deseamos. Nadie quiere estar
enfermo o –por decirlo de alguna manera– «averiado». Todos aspiramos a una vida
saludable, feliz, plena y de relaciones significativas con los demás. Y hacemos cuanto
podemos por lograrla. Todos deseamos crecer.
Definición de bienestar
107
hemos referido en el capítulo 4 en nuestro análisis de la abundancia. El
hedonismo tiende a ser destructivo, mientras que el bienestar hedónico es
consecuencia de la búsqueda de placeres saludables. Si sabes cómo
divertirte de un modo saludable, si tienes sentido del humor y aficiones
estimulantes, si intentas de un modo consciente y deliberado disfrutar de
las sencillas alegrías de la vida diaria, puede decirse que posees un grado
saludable de bienestar hedónico.
Muy poca gente logra el bienestar en los cinco aspectos asociados al crecimiento; no
obstante, el grado de bienestar que goces en cada una de estas cinco categorías,
108
manteniendo el equilibrio, te da la idea de si estás creciendo.
Tal vez por eso –como sucede con los demás anhelos divinos–, una parte de nosotros
recuerda la plenitud que la humanidad experimentaba antes de la caída. En el capítulo
dedicado al anhelo divino de paz mencionaba la frase en que san Agustín afirma que la
paz es «la tranquilidad del orden». Antes de la caída, el mundo entero se hallaba en paz
consigo mismo y con Dios, porque todo conservaba el recto orden dispuesto por Él. No
obstante, no puede haber paz en el mundo si no la hay en nuestros corazones. ¿Quién de
nosotros es capaz de mantener un ánimo pacífico hacia los demás cuando le duele una
muela o está estresado? La paz exterior es fruto de la paz interior.
Por lo tanto, podemos hablar del bienestar como la paz interior derivada del equilibrio
entre las cinco dimensiones del yo que acabamos de citar. Como escribía Pablo VI en la
Populorum Progressio (1967), «el verdadero desarrollo humano (…) es el paso, para
cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida
más humanas». Podremos decir que hemos alcanzado el bienestar en la medida en que
toda nuestra persona se desarrolle adecuadamente y mantenga un equilibrio (Siegel,
2012; Pargament, 2011).
Pero no siempre fue así. Al principio existía la unidad entre Dios y el hombre, y
dentro del propio hombre. Nuestros primeros padres experimentaron ese bienestar, esa
vida perfectamente equilibrada resultado de la armonía interior y exterior. A través de los
109
siglos, esa dimensión de la Unidad Original nos interpela bajo la forma del anhelo divino
de bienestar, esa profunda ansia de plenitud y salud que todos experimentamos.
Los cristianos –aunque por razones totalmente distintas– siempre han visto en la gula
un grave problema. Tenemos en mucha estima a nuestro cuerpo: al fin y al cabo,
creemos en su resurrección. En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II habla de su
significado no solo biológico, sino teológico: «El cuerpo, y solo él, es capaz de hacer
visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir a la
realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su
signo» (2006).
La gula y la consciencia
Sería muy fácil afirmar que la gula es el «pecado» de disfrutar comiendo: algo que no
le «suena» a nadie mínimamente conocedor de la cultura católica. Como dice
abiertamente el poema del historiador y escritor Hillaire Belloc,
110
Benedicamus Domino!
Recuerda que el pecado consiste en aceptar menos de lo que Dios desea darnos (es
decir, «la ausencia de bien»). Todos estos santos señalan que la comida, e incluso
disfrutar de ella, puede ser algo bueno. Sin embargo, muchos comemos por la misma
razón que George Mallory escaló el Everest: «¡Porque estaba ahí!». Por desgracia, los
resultados son menos admirables.
Comer de manera irreflexiva, igual que meros animales, niega en su esencia nuestra
humanidad. Puesto que nuestro destino está en trascender nuestra humanidad y
convertirnos en dioses por la gracia de Dios, optamos por algo muy inferior si
rechazamos a un tiempo nuestra herencia divina y nuestra humanidad esencial viendo en
la comida lo que ve un animal y comiendo solamente porque tenemos ganas de hacerlo.
Pero tampoco es esta la cuestión de fondo. Como seres humanos, somos capaces de
entender que muchas veces nuestra hambre consiste en algo más que en una necesidad
de comer. Los expertos en nutrición saben que la causa principal de nuestra relación poco
saludable con la comida es el apetito emocional: el intento de satisfacer un hambre
111
emocional, psicológica, relacional o espiritual haciendo uso de la comida y la bebida
(Geliebter y Aversa, 2003).
Cuando las relaciones con la gente que tratamos, o nuestras elecciones, o nuestra
manera de trabajar, de pensar e incluso de rezar (o de no rezar) no son saludables,
sentimos una insatisfacción que nos hace tener hambre del bienestar que nos falta. Pero,
si no nos detenemos a pensar qué es lo que nos mueve, es fácil confundir esa hambre
más profunda con el simple deseo de comer y beber. Adoptando como lema el del adicto
–el de que uno nunca tiene suficiente de lo que en realidad no desea–, confiamos en que
nuestra próxima visita a la nevera o al bar colme el ansia de todo nuestro ser. Cuando
interpretamos esa ansia como hambre, no nos equivocamos; pero no es un hambre de
alimentos ni de alcohol. Es el hambre de satisfacer el anhelo divino de bienestar, el deseo
de vivir una vida equilibrada para mayor gloria de Dios: una vida atenta a nuestro
bienestar físico, emocional, relacional y espiritual. «¡La gloria de Dios es el hombre
vivo!», decía san Ireneo. Si vivimos de un modo que aspira al auténtico bienestar,
nuestras vidas se convierten en una obra de arte: esculturas vivas que glorifican al
escultor demostrando que, dejándonos manejar por el cincel de la gracia, todos los
aspectos de nuestra vida son capaces de desarrollar la milagrosa armonía que Dios quiso
para nosotros desde el principio de los tiempos.
El exceso
112
llegaba a casa, se pasaba la tarde comiendo de pura ansiedad. También le contó
que, desde que había engordado tanto, su vida sexual se había reducido a nada;
y que, aunque se imaginaba que debería sentirse culpable, en el fondo era un
alivio, porque nunca había disfrutado del sexo con él. El pastor le dijo que Dios
se estaba valiendo de sus problemas con el peso para animarla a abordar sus
problemas matrimoniales, y que debía buscar consejo para sanar su relación.
Ella le agradeció su apoyo, pero todavía no ha dado el paso. «No sé si saldría
bien», dijo. «Mi marido y yo llevamos años así. No es probable que él vaya a
cambiar y yo, sinceramente, creo que no tengo energías para intentarlo.
Además, los consejeros matrimoniales son caros. No le veo sentido».
Entretanto, su peso se sigue disparando y, con él, los problemas de salud que
conlleva.
Kirk se quedó sin trabajo hace seis meses. Desde entonces no ha vuelto
por la iglesia. En realidad, ha dejado de hacer un montón de cosas. Le
avergüenza estar en el paro. No soporta que su mujer, que es enfermera
anestesista, se vaya a trabajar. Por mucho que ella le diga que está encantada
de poner de su parte, solo consigue deprimirle más. Quiere a sus hijos, pero el
papel de papá ama de casa le resulta humillante. Cuando los niños están en el
colegio, en lugar de ocuparse de la casa o enviar currículums, se dedica a
navegar por Internet y a jugar con la videoconsola. Si su mujer le pregunta
cómo va el tema de buscar trabajo, se enfada y se pone a la defensiva. La
mayoría de las noches, una vez que ella ya está en casa y acuesta a los niños,
Kirk se mete en el cuarto de estar a ver la tele y a beber cerveza hasta que se
queda dormido. Asegura que no tiene problemas con la bebida: solo bebe para
relajarse. Es el único momento del día en que siente algo de dignidad. A él no
le parece un problema.
113
¿No nos sentimos todos tentados de recurrir a la comida o a la bebida si hay algo que
va mal en nuestra vida? Cuando estamos en crisis, la gula por exceso nos lleva a
aferrarnos a la puerta de la nevera o a la copa de vino en lugar de cogernos de la mano
de Dios con la esperanza de que nos guíe por el camino hacia nuestro destino. Pero,
además, la gula distorsiona nuestro anhelo divino de bienestar de un modo que,
curiosamente, toma la dirección opuesta.
La exquisitez
Hay una viñeta fantástica en la que Jesús, después de multiplicar los panes y los
peces, se dispone a dar de comer a la multitud. La gente que aparece en la viñeta, en
lugar de agradecérselo, está diciendo: «¡Es que yo soy vegano!», «¿el pan lleva gluten?»
o «¿ese pescado ha pasado el control del mercurio?».
Las personas tan preocupadas por lo que comen no hacen nada malo y tienen muy
buena intención. Pero, sin darse cuenta, caen en el mismo error que los que comen en
exceso. En lugar de analizar cuál es el posible desequilibrio de su vida causante de los
problemas que intentan solucionar, buscan un subterfugio que calme su dolor. Su
búsqueda de ese remedio secreto para la salud los convierte en esclavos de la misma idea
de quienes pecan por exceso: la de que pueden lograr la salvación a través del cuerpo.
114
prácticamente en una religión. Estas personas bienintencionadas pueden pasarse horas
meditando en esos templos que reciben el nombre de tiendas de comida sana y
suplementos alimenticios. Se enfrascan con ánimo religioso en lecturas sacras, analizando
pormenorizadamente libros y publicaciones sobre la salud. Siguen a especialistas y gurús
de dudosas credenciales que predican el evangelio de una vida larga y de la salud y la
felicidad a través de las privaciones. Refiriéndose a este fenómeno, el célebre predicador
Robert Barron comentaba que, en su opinión, todos los puritanos, llevados por su fe en
una renuncia radical, se han convertido en editores de revistas de comida sana y ejercicio
físico (Barron, 2007).
El problema está en que todas esas privaciones –por irónico que parezca– constituyen
también un exceso. No solo pueden hacer que acabemos ignorando los verdaderos
problemas que requieren nuestra atención, sino que llegan a constituir serios obstáculos
para las relaciones: muchos dejan de frecuentar otras casas por temor a lo que puedan
sentirse tentados a comer; o, si van a algún restaurante, torturan a la pobre camarera y al
personal de cocina y reclaman una exagerada atención con una lista interminable de
necesidades especiales. A veces este culto al cuerpo causa perjuicios aún mayores a las
relaciones, como en el caso de Jillian Michaels, gurú de la salud y el ejercicio físico, que
afirmó que nunca se quedaría embarazada porque «no puedo hacerle eso a mi cuerpo»
(Huffington Post, 2010). Nuestra fascinación por el aspecto externo nos ha convertido en
un país cuyos habitantes están tan dedicados al culto al cuerpo que se han olvidado de
que Dios quiere que el cuerpo humano sea un signo visible del amor que las criaturas
estamos llamadas a ser y dar.
115
Su matrimonio también era un desastre. Era tan especial para las comidas
que su mujer dejó de cocinar para él. Rara vez comía con su familia: prefería
prepararse sus propios platos o salir a algún restaurante con comida apta para
él, por lo que solía llegar a casa cuando los niños ya estaban acostados.
Además se estaba preparando para un maratón y los fines de semana dedicaba
mucho tiempo a entrenar. Todo lo cual le impedía estar con sus hijos. Su mujer
se quejaba a menudo de ser una madre soltera y los niños se resentían de su
ausencia.
Francis está lleno de buenas intenciones. Torturado por la ansiedad que domina su
vida, solo busca algo que la aplaque; pero, aunque la dieta y el ejercicio pueden jugar un
papel muy importante para aliviar la ansiedad, lo único que consigue es trasladar su estilo
de pensamiento y conducta ansiosa a algo sobre lo que tiene un control absoluto: su
116
modo de comer y hacer ejercicio. En lugar de gestionar los múltiples problemas y
preocupaciones profesionales, relacionales y emocionales que están socavando su
bienestar, busca la salvación a través del cuerpo, creándose aún más problemas.
Por importante que sea cuidarlo, nuestro cuerpo no puede salvarnos. Centrarse
exclusivamente en él –bien por el placer que se busca en el exceso, bien por el
sentimiento de control que se adquiere a través de la renuncia– no puede producir un
sentimiento de bienestar si ignoramos otros aspectos importantes de nuestra vida.
Entonces, ¿cuál es la respuesta?
117
lugar de consumir irreflexivamente alimentos y bebida, o de buscar irreflexivamente
soluciones físicas a cualquier problema, nos permite pararnos, pensar y descubrir qué
aspecto de nuestra vida está necesitado de equilibrio, de tal manera que no nos ocupemos
solo del hambre de alimentos, sino también del hambre de sentido, de objetivos, de una
relación saludable con Dios y con los demás y de la paz espiritual.
118
permite no limitarnos a sobrevivir y poder crecer.
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
Te entrego cada una de las partes de mi vida. Te entrego mi salud, mis
relaciones, mi trabajo, mi búsqueda de significado y mi deseo de placer.
Enséñame a vivir una vida equilibrada para que cada elección que haga te
alabe y te glorifique a ti. Enséñame a vivir la templanza en todo y a permitir
que tu gracia desarrolle en todas sus capacidades cada parte de mí, de modo
que, con ayuda de esa gracia, algún día alcance la perfección y merezca
cumplir mi destino de participar de tu naturaleza divina. Te lo pido en
nombre de Jesucristo, Señor de cada parte de mi vida. Amén.
Curiosidad y apertura
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido que la comida (o el modo de relacionarme con la
comida) es mi principal medio de satisfacción?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esa lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
ACEPTACIÓN
119
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de bienestar. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada de
Dios a cambiar y crecer».
AMOR
Practicar la templanza
Plan de acción
120
porción de cada alimento. O, si te sirves tú mismo, coge una cantidad
razonable que quepa en la cuchara o el tenedor y luego, antes de servírtelo en
el plato, devuelve un poco a la fuente.
Come más despacio. Deja los cubiertos entre un bocado y otro. Mastica
concienzudamente. Traga y espera un segundo antes de volver a coger los
cubiertos. Recuerda lo que has aprendido en el capítulo de la ira: frenarte
aumenta tu autocontrol.
El ayuno es una antigua práctica muy importante. Prívate de vez en cuando
de una comida y entrega el dinero que te habría costado a una labor benéfica
de tu elección.
En los evangelios Jesús recibe varias veces el nombre de «rabbí» o «maestro». Deja
que Dios te enseñe a vivir equilibradamente y vaya sanando poco a poco tu tendencia a
convertir tu relación con la comida en el principal modo de lograr el confort o el control
sobre tu vida (bien en función de cuánto consumes, bien en función de tu preocupación
por lo que consumes). Si aspiras a un modo de vida más moderado, permitirás que Dios
perfeccione cada parte de ti y te guíe hacia la perfecta unión con Él. Descubrirás el
secreto para crecer, es decir, para desarrollar cada aspecto de ti mismo y practicar la
templanza de modo que esos aspectos de tu bienestar funcionen con un equilibrio feliz y
armonioso.
121
122
10. SATISFACER EL ANHELO DIVINO
DE COMUNIÓN
Jn 17, 20-21
En nuestro fuero más interno, ansiamos la unión con los demás. Anhelamos conocer
y ser conocidos, ser queridos, ser capaces de entregarnos libremente y de recibir al otro
sin reservas. Entre nuestros deseos más profundos está el de ser amado. Pese a las
enfermedades y la pobreza de que fue testigo, santa Teresa de Calcuta (madre Teresa)
afirmaba: «La soledad y el sentimiento de no ser querido es la pobreza más terrible». En
esta profunda ansia de unión reside el anhelo divino de comunión.
123
amor solo puede apuntar a la profunda intimidad que esperamos alcanzar en presencia de
Dios participando de la comunión de los santos.
Este deseo de comunión no es meramente psicológico, sino que forma parte integral
de lo que significa ser humano también en el plano biológico y espiritual. En su teología
del cuerpo, san Juan Pablo II enseña que, por lo que se refiere a los hombres, no existe
el individuo como tal. Por naturaleza, todos existimos en comunión con otros humanos.
De hecho, nuestra biología expresa esa necesidad de un modo radical.
En su teología del cuerpo, san Juan Pablo II afirma que Dios creó nuestros cuerpos
con una necesidad específica de comunión, de modo que nuestra propia naturaleza
humana pueda orientarnos hacia la comunión celestial a la que estamos destinados.
Recuerda las palabras de Dios en los albores de la creación: «No es bueno que el hombre
124
esté solo» (Gn 2, 18). Los seres humanos empleamos un vocabulario compuesto por
palabras y gestos; en el caso de Dios, la creación es el vocabulario divino. Dios habla y
las cosas cobran existencia. Con las palabras «no es bueno que el hombre esté solo»,
Dios expresa una necesidad de comunión impresa en nuestra biología –en nuestra
estructura genética– para que, por alejados de Él que caminemos, siempre haya alguna
parte de nosotros que se oriente inevitablemente de vuelta hacia Él. Podemos negarnos a
escuchar la llamada de Dios a la comunión, pero nunca dejaremos de sentir esa urgencia.
Por extraño que resulte, san Agustín y la neurociencia cognitiva parecen coincidir acerca
de nuestra búsqueda innata de la unión con Dios. Si Agustín nos recuerda que el corazón
humano está inquieto hasta que descanse en Dios, los científicos que estudian el
funcionamiento más oculto del cerebro humano «son cada vez más conscientes de que
en los procesos de pensamiento humanos puede estar tan profundamente arraigada una
visión metafísica que es imposible eliminarla» (Vittachi, 2014). En el principio de los
tiempos, fuimos creados para vivir en comunión, y todavía hoy, pese a la caída, lo más
profundo de nosotros se orienta hacia nuestro destino: una eternidad vivida en comunión
con Dios y con los santos en el banquete de bodas celestial.
125
El deseo mutuo del hombre y la mujer es un signo del anhelo del corazón de Dios de
hacerse uno con nosotros (cfr. Ef 5, 32). Naturalmente, Dios no tiene sexo porque no
tiene cuerpo. Pero es nupcial en el sentido de que desea una unión amorosa y creativa
con nosotros. Anhela darse plenamente a nosotros y recibirnos plenamente. En la oración
de la Vigilia Pascual conocida como Exultet, cantamos que «el cielo se une con la tierra»
en la cruz cuando Jesucristo se entrega libre, total, fiel y fecundamente a la humanidad
en un acto supremo de amor desinteresado.
Los cristianos creen que, cuando un hombre y una mujer se donan el uno al otro en
el matrimonio, se convierten en un icono de esa unión celestial. En otras palabras: en el
matrimonio los esposos se convierten en signos físicos del amor libre, total, fiel y
fecundo que Dios les tiene. Si los esposos se aman así en todos los aspectos de su
relación, incluida la vida sexual, gustan en parte el inmenso don de amor que Dios les
tiene reservado en la comunión celestial que sustituirá al matrimonio. Cuando Jesús dice
que en el cielo no se casarán ni ellas ni ellos (cfr. Mc 12, 25), no está desaprobando el
amor conyugal, sino haciéndonos ver que en la comunión de los santos
experimentaremos la plenitud de la unión nupcial (sin unión sexual) con Dios y con toda
la humanidad, de la que el hombre y la mujer solo son capaces de saborear una muestra.
El pecado mortal de lujuria es una distorsión del anhelo divino de comunión. Satanás
sabe que el deseo de comunión se halla tan arraigado en nosotros que no es capaz de
arrancarlo; de ahí que lo desvirtúe, haciéndonos creer que el mero contacto físico lo
colmará.
Causa asombro comprobar hasta qué punto nuestra cultura rinde culto a la lujuria.
Algunas estimaciones hablan de un gasto anual de 16.000 millones de dólares en
126
pornografía. Y, aparte de ofrecerle el sacrificio de nuestro dinero, le ofrecemos también
el de nuestro tiempo. Según un reportaje de ABC News, el uso de la pornografía cuesta a
los empleadores 11.000 millones de dólares anuales debido al descenso de la
productividad. Sería lógico pensar que, con tanto gasto de tiempo y dinero, nuestra
lujuria quedará saciada; pero la verdad es que jamás tenemos suficiente de lo que no
deseamos. Y nadie desea la lujuria.
Muchos piensan que los cristianos –y los católicos en especial– se oponen a la lujuria
porque odian el sexo, cuando en realidad lo que hacen los católicos es reconocer el poder
espiritual del sexo. Como señala Benedicto XVI, un sentido saludable del eros (es decir,
la unión en un amor santo) permite al hombre y a la mujer «elevarse en éxtasis hacia
Dios» (2005). La Iglesia enseña que el matrimonio no es tanto el sacramento de lavar los
platos juntos como el de la sexualidad. Los sacramentos se sirven de una «materia»
física para comunicar la gracia de Dios. En el bautismo, la materia del sacramento que
obra el nacimiento de un nuevo hijo espiritual de Dios es el agua. La Eucaristía emplea la
materia del pan y el vino para convertirnos en el cuerpo y la sangre de Dios. El
matrimonio se sirve del sexo como materia del sacramento para reorientarnos hacia la
Unidad Original entre el hombre, la mujer y Dios, y el sexo es un signo físico de la
pasión con que Dios nos ama a cada uno. En contra de la opinión general, el cristianismo
–y más aún el cristianismo católico– dista mucho de ser una religión sexofóbica.
Entonces ¿por qué nos postramos ante la lujuria? San Juan Pablo II tenía razón
cuando decía que lo contrario al amor no es el odio, sino el uso. Cuando amamos a
alguien, procuramos ayudarle a ser aún más la persona que es; cuando usamos a alguien,
lo cosificamos, lo reducimos a un instrumento puesto a nuestro servicio. El verdadero
amor, expresado a través de lo que me gusta llamar el «sexo santo» (Popcak, 2007),
además de proporcionar placer, afirma nuestra humanidad. Nos ayuda a superar la
vergüenza y a abrazar una vulnerabilidad saludable, trae nuevas vidas al mundo, hace de
dos personas una sola y es fuente de salud y bienestar. La lujuria, por el contrario, al
tratar a uno mismo y al otro como objetos, socava nuestra humanidad, genera vergüenza
y miedo a la vulnerabilidad, teme y desprecia las nuevas vidas, aleja a las personas
primero de sí mismas y luego de los demás, y provoca muertes y enfermedades. El
pecado de lujuria consiste esencialmente en tratar a las personas como objetos; y a
nosotros, sencillamente, no nos han diseñado para eso.
Cuando se utiliza algo con un fin distinto de aquel para el que ha sido diseñado, se
rompe. Un tostador, por ejemplo, no es un buen martillo, y es probable que no vuelva a
127
tostar si intentamos clavar algo con él en la pared. Del mismo modo, los seres humanos,
creados para el amor, se quiebran y les cuesta mucho dar y recibir verdadero amor y
sentirse en comunión cuando han usado a otros o a sí mismos para satisfacer la lujuria.
Un estudio de la Universidad Estatal de California publicado en el Journal of Sex
Research demuestra que las personas con relaciones sexuales ocasionales ofrecen un
sentimiento de bienestar menor e índices más elevados de ansiedad y depresión que
aquellas que no las practican (Bersamin, Zamboanga, Schwartz et al., 2014). Algunos
investigadores de la Universidad de Virginia, por su parte, han descubierto que los
matrimonios que han tenido numerosas parejas sexuales antes de casarse presentan una
menor satisfacción conyugal que quienes han tenido pocas o han llegado vírgenes al
matrimonio (Rhoades y Stanley, 2014).
Decía santo Tomás de Aquino que la separación del cuerpo del alma es un hecho
contra naturaleza. La lujuria es un pecado mortal porque, al igual que la muerte, separa
de un modo antinatural el cuerpo del alma en nuestras relaciones con los demás. Si el
anhelo divino de comunión nos invita a dar todo lo que exige de nosotros cada relación
concreta con el fin de darnos a conocer realmente al otro, la lujuria nos hace ser tacaños
y entregar solo lo necesario para poder crearnos la ilusión de que conocemos y somos
conocidos por el otro. Y, desgraciadamente, las ilusiones nunca satisfacen.
Los terapeutas que tratan problemas de conducta sexual derivados de la lujuria saben
que quienes pelean contra ella suelen ver frustrados sus intentos de crear un vínculo
íntimo y profundo con los demás. Cuanto más se lucha contra la lujuria, más se tiende a
luchar para comunicar de un modo eficaz las propias necesidades y emociones, para ser
competente en la negociación y en la resolución de problemas y para ser saludablemente
vulnerable a los demás. Solo cuando se abordan estos problemas subyacentes –
problemas que influyen directamente (y no por casualidad) en la capacidad de la persona
de satisfacer su anhelo divino de comunión con los demás– pueden librarse de sus
compulsiones quienes pelean contra la lujuria.
Tom lleva diez años casado. Es un buen marido para Maryann y muy
cariñoso con sus tres hijos. Colabora con la parroquia y le gusta ayudar al
párroco en todos los proyectos que puede. De ahí la desolación de su mujer
cuando una noche se lo encontró masturbándose delante del ordenador.
Aunque Maryann se había acostado pronto, se levantó para beber agua y se le
ocurrió pasar a ver a Tom, que le había dicho que tenía trabajo pendiente. Y se
lo encontró delante del ordenador.
128
Maryann se puso furiosa y le obligó a enseñarle el historial de navegación y
las demás páginas que había visitado. Después de estar discutiendo hasta altas
horas de la noche, Tom confesó que –igual que muchos hombres– veía
pornografía desde la adolescencia. Aunque siempre había pensado que su
afición al porno acabaría cuando se casara, el deseo era cada vez más fuerte.
Había llegado a un punto en que eran más los días que se masturbaba que los
que no. No sabía por qué. Estaba avergonzado. Tom le dijo a Maryann que
solía confesarse y que, después de cada confesión, era capaz de abstenerse
algunos días, pero el deseo volvía siempre para vengarse. Intentó convencer a
Maryann de que no quería hacerlo y de que no era culpa suya, pero ella estaba
desolada.
Me pidió que hiciera dos cosas que me han ayudado muchísimo. En primer
lugar, me dijo que, cuando me sintiera tentado de ver porno o de masturbarme,
129
recordara que lo que en realidad estaba deseando era crear un vínculo con otra
persona. De hecho, me explicó que por eso solía sentirme tan triste después de
masturbarme: deseaba ese vínculo y no podía conseguirlo a través del porno.
Me aconsejó que, en lugar de dejarme arrastrar por las ganas de ver porno,
pensara en algún detalle de servicio que pudiera tener con los demás o en algún
otro modo de crear vínculos con otros. Me ayudó a confeccionar una lista de
posibles cosas que hacer en casa o en la oficina.
Tom descubrió que estaba manteniendo a raya a los demás negándose a compartir
sus necesidades. Su deseo reprimido de un contacto real le llevó a buscar al menos una
ilusión de intimidad a través de Internet y de una vida imaginaria. Hay numerosas formas
de aislarse y proteger el corazón, y muchas de ellas tienden a empujarnos hacia el acto
sexual como un modo de llenar el vacío que deja ese deseo innato insatisfecho de vivir
en unión con los demás.
Mucha gente piensa que solo los hombres sienten este intenso deseo sexual, pero no
es así. Recuerda que, en sentido amplio, la lujuria consiste en intentar usar a otra
persona, en tratarla como un objeto que existe para tu propio placer.
130
A Annette nunca le ha costado encontrar novio. Además de ser muy
atractiva, tiene un carácter alegre y extrovertido que atrae a la gente, y en
especial a los hombres.
«Me dijo que sabía que no había sido un descuido», contaba Annette;
«que habíamos salido juntos un montón de veces y siempre pasaba lo mismo;
y que, si yo quería, me pagaba encantado una copa e incluso la cena, pero solo
si prometía devolverle el dinero. Me dijo que no le gustaba nada que utilizara a
los chicos para sentirme bien conmigo misma; que pensaba que yo era mejor
persona y que no le gustaba que le utilizaran ni iba a permitir que le usara a él.
Annette tuvo que vérselas con una dura realidad: usaba su sexualidad de un modo
interesado; se había reducido a sí misma a un objeto de deseo y a los hombres, a un
objeto de satisfacción personal. Por eso se negaba a crear una relación con los demás
que le permitiera ser valorada como persona y, a su vez, tratar a los hombres como
131
personas.
Nunca podremos estar tan unidos a otra persona como para satisfacer plenamente
nuestro anhelo de comunión. Por estrecha que sea nuestra relación, siempre ansiamos
estar más cerca. Nadie será nunca suficiente para hacernos sentir completos del todo; y
es que nuestras relaciones humanas solo pueden apuntar a esa única y suprema relación
que acabará colmándonos plenamente: nuestra relación con Dios.
«Castidad». ¡Qué palabra tan horrorosa! O, al menos, con qué reputación tan
horrorosa… Mucha gente la identifica con reprimirse, pero no es ese en absoluto el
sentido católico de la castidad. Para la Iglesia, la castidad significa la integridad –no la
degradación– de la persona. El Catecismo de la Iglesia Católica dice:
Menudo trabalenguas. Con menos palabras, podríamos decir que el anhelo divino de
comunión me invita a dar de mi yo completo cuanto conviene para que el otro me
132
conozca de verdad (y viceversa) en cualquier relación. La castidad es la virtud o la
capacidad que me permite amar plenamente en el momento correcto y del modo correcto
a la persona correcta, y que ordena todas mis relaciones.
Puede que te preguntes: «Pero ¿cómo va a ordenar la castidad todas mis relaciones?
No todas son sexuales». Por supuesto que lo son. Aunque no toda relación es sexual en
el sentido de que no todas conllevan una relación genital, sí lo es –en el sentido más
amplio del término– porque cualquiera de ellas implica compartirse con otro y generar –o
crear– algo superior a uno mismo y que sobrevive potencialmente al yo (por ejemplo, la
amistad; o, en el caso del matrimonio, los hijos).
Cada vez que me comparto con otra persona, incluso de un modo platónico, estoy
siendo sexual, porque compartirme a mí mismo crea unidad y capacidad de generación.
Si tengo contigo un detalle de servicio, tú te sientes más cerca de mí. Esa cercanía genera
una amistad más intensa que está por encima de ti y de mí, y que quizá sobreviva en los
relatos que cuenten lo buenos amigos que éramos.
Los cristianos están llamados a vivir un amor pleno en todo momento. La castidad es
la virtud que nos ayuda a identificar qué significa eso en cada situación. Nos ayuda a
ordenar todas nuestras relaciones. Nos dice cuánto o cuánto no compartir con nuestros
colegas para ser buenos amigos, pero no eso que llaman «esposo de oficina» (esa
persona de tu trabajo que está más cerca de ti que tu propio cónyuge). La castidad es la
virtud que nos impide mentir y decirle a otro «¡unidos para siempre!» con el cuerpo, y
con nuestra vida «disfruto estando contigo de vez en cuando». Nos invita a expresar
mejor nuestra sexualidad cuando compartimos físicamente nuestra intimidad en nuestro
cuarto con nuestra pareja; pero también nos impide lanzarnos sobre ella en medio del
supermercado, donde el amor más pleno consiste en coger la leche mientras el otro coge
la lechuga. La castidad es la virtud que nos ayuda a asegurarnos de mantener los límites
correctos y adecuados y de ser, al mismo tiempo, todo lo generosos que debemos ser en
las relaciones más íntimas; y, finalmente, permite que los otros nos conozcan –y que
nosotros conozcamos a los otros– tan a fondo como conviene a la clase de relación que
mantenemos con ellos y al contexto en el que nos hallamos.
Castidad y divinización
133
tener nunca suficiente en su constante demanda de algo más que aquello que el otro sería
capaz de dar en este o en otro universo. La castidad impide que tal cosa suceda
recordándonos que la comunión suprema es nuestra relación con Dios, y que nuestro
corazón no estará en paz a menos que –o hasta que– logremos la unión con Él. Esa
relación con Dios no menoscaba en nada nuestras relaciones terrenales: simplemente nos
ayuda a tener unas expectativas realistas de lo que podemos obtener de ellas. Gracias a la
castidad nos aseguramos de reservar para Dios ese agujero de nuestro corazón que tiene
su forma.
EJERCICIO
Oración
Señor Jesucristo:
Ayúdame a colmar mi anhelo de comunión; mi hondo deseo de conocer al
otro y de ser conocido por él y, en último término, de conocerte íntimamente
a ti y de que Tú, Señor, me conozcas. ¡Cuántas veces estoy tentado de
conformarme con la ilusión de comunión! Enséñame el camino para lograr
un verdadero vínculo. Cuando me tiente la lujuria, recuérdame cuál es mi
verdadero anhelo y dame coraje para buscar vínculos auténticos con quienes
me rodean. Dame la castidad que me haga capaz de amar plenamente y de
ser plenamente amado en todos los aspectos de mi vida.
Te lo pido en nombre de Jesucristo, Señor de cada parte de mi vida.
Amén.
Curiosidad y apertura
134
Pregúntate:
¿Dónde he aprendido a ver en los demás un medio para satisfacer mi deseo
de placer?
¿Quién me ha enseñado a responder así?
¿Qué circunstancias han impreso en mí esa lección?
¿Deseo seguir permitiendo que esas experiencias controlen mi vida?
No te juzgues ni te recrimines. Recibe las respuestas con un espíritu de
apertura y de gracia.
Aceptación
Piensa: «Estas son las experiencias que han forjado mi lucha por satisfacer
mi anhelo divino de comunión. Acepto mi pasado igual que acepto la llamada
de Dios a cambiar y crecer».
Amor
135
Practicar la castidad
Plan de acción
Recuerda la oración de Jesús para que todos sean uno entre ellos y con Él. El deseo
más profundo de Dios es satisfacer tu anhelo de comunión. Si en el pasado te has dejado
tentar por la lujuria, espero que seas capaz de comprender que lo que realmente deseas
es un vínculo de corazón a corazón con Dios y con los demás. Aunque no estés seguro
de cómo lograrlo o no lo creas posible, entrega a Dios ese deseo y pídele que te enseñe
cómo colmar ese anhelo.
Cuando dejes de conformarte con vínculos que solo son una ilusión, Dios hará sitio
en tu corazón para una verdadera comunión. Te colmará hasta rebosar y tu dicha será
plena (cfr. Rm 15, 12).
136
11. CERCA DE LA DIVINIDAD:
LA ESCALA DEL AMOR DIVINO
El místico español san Juan de la Cruz comparaba el proceso de divinización con una
escala que el amante apoya bajo la ventana de su amada la noche de su fuga; y le ponía
el nombre de «escala de amor divino».
Aunque subir esa escala exige un gran esfuerzo, no es tarea que se lleve a cabo a
regañadientes. El plan no consiste en pintar la fachada de la casa, sino en fugarse con la
amada. Con cada peldaño que subimos nos enamoramos más y más profundamente de
Dios, que es nuestro principio, nuestro medio y nuestro fin. Con cada peldaño que
subimos nos sorprendemos un poco más de la maravilla que es nuestro Dios, nos
asombran un poco más las increíbles obras que realiza en nuestras vidas, muchas veces
sin que nos demos cuenta. Enamorarse de Dios es como enamorarse del hombre o la
mujer de nuestros sueños, pero mil veces mejor. El enamoramiento no tiene nada de
aburrido o gravoso: es una fuente de fascinación, exploración, transformación y alegría
infinitas. Nuestra unión con Dios, culmen de la divinización, no es solo un proyecto de
mejora personal, ni un deber que cumplir, ni un trabajo que llevar a cabo, sino una
participación gozosa en la mayor historia de amor jamás contada.
Más arriba –en la vía iluminativa–, avanzamos con mayor confianza empleando
unos peldaños más sólidos, construidos con los anhelos divinos del corazón humano. En
esta segunda etapa dejamos de percibir nuestros deseos como una distracción y les
damos una orientación totalmente distinta que nos permite centrarnos únicamente en
137
acercarnos a Dios y cumplir su misión en nuestra vida. Cuanto más perfecta es nuestra
respuesta a cada uno de esos siete anhelos divinos, más próximos nos hallamos no solo a
nuestro verdadero yo, sino al mismo Dios. A medida que vamos subiendo la escala del
amor divino, el sentimiento de mayor abundancia, dignidad, justicia, paz, confianza,
bienestar y comunión que recibimos como dones que proceden de Dios nos lleva a
experimentar una participación más profunda en la vida de Dios.
Ya cerca del final de la escala de san Juan de la Cruz, entramos en la vía unitiva y en
las últimas etapas de nuestra transformación divina, hasta que por fin estamos preparados
para caer en los brazos de nuestro prometido, el Dios a quien santa Catalina de Siena
llamaba ese «loco de amor».
De pronto nos parece oír una voz procedente de ese fuego que nos invita a
acercarnos más, a entrar en él. Con una claridad libre de cualquier duda, comprendemos
que no es un fuego corriente, pero aun así nos asusta. ¿Confiamos en esa voz que nos
dice que avancemos? ¿Nos atrevemos a intentar lo imposible? Si fuera de ese fuego
sentimos calor, sabemos que dentro de él el calor es mucho mayor. La luz que desprende
e ilumina la habitación no es comparable al resplandor que contienen las llamas. Y ese
fuego nos llama a introducirnos en ellas. Ya no nos basta el calor que desprende: ahora
queremos llenarnos de él.
Cuanto más nos consume el fuego, más ansiosos estamos de fundirnos totalmente en
él. Contemplamos la obra que Dios está haciendo en nosotros y ansiamos que la
complete. Sentimos la gozosa agonía de miles de niños la víspera de Navidad, colmados
de una urgente anticipación por los maravillosos dones que traerá consigo la mañana. Los
138
mayores placeres que nos puede proporcionar esta vida no son nada al lado de la dicha
que sabemos próxima y que no acaba de llegar. Pasamos por la agonía y el éxtasis que
aguardan a la noche oscura del alma, ese momento en que lo único que somos capaces
de hacer es anhelar el instante final del abandono total, en el que cualquier sueño de este
mundo no es más que una distracción, una pálida sombra del espléndido amanecer que
se acerca y en el que se nos ha concedido el privilegio de participar.
Por fin somos una llama encendida. Eternos, resplandecientes y perfectos, nos
consumen las llamas, que no nos destruyen, sino que nos glorifican. Seguimos siendo
única e irrepetiblemente nosotros, y cada vez más. A través de nosotros el fuego se
revela al mundo de un modo aún más deslumbrante y llama a otros hacia él en un ciclo
de luz, calor y belleza más y más amplio.
Esas llamas a que me refiero son la gracia, la misma vida divina de Dios, que primero
nos caldea, luego nos enciende y acaba por consumirnos, arrastrándonos hacia Él.
Cuanto más avanzamos en el camino de la theosis, más participamos de la naturaleza
divina de Dios. El fuego de su amor ya no solo nos da calor, ya no solo arde dentro de
nosotros: se convierte en nosotros; o quizá sea más correcto decir que somos nosotros
quienes nos convertimos en él al penetrar en la ardiente pasión del corazón de Dios.
¡Cuánto nos ama Dios! Estas palabras tan sencillas suenan trilladas, pero ¡qué infinita
verdad contienen! El amor de Dios es tan intenso, tan poderoso, tan profundo, que suele
ser más fácil ignorarlo pasivamente que intentar comprenderlo activamente.
Pero Dios sí puede. Y lo hace. Eso es la gracia, la vida de Dios en nosotros. Cuando
nos da su gracia, es como si se arrancara del pecho el corazón –que late de amor, de
pasión y de dicha– para colocarlo en el nuestro, para que nos llenemos de todo lo que
siente por nosotros y contemplemos las maravillas que ve al mirarnos con sus ojos de
enamorado.
139
En las visiones de santa Margarita María Alacoque, el Señor tomaba su corazón en
sus manos y se lo tendía a la santa en señal de su amor y pasión; y ella le oía decir:
«Toma el corazón que tanto ha amado a la humanidad». Dios te quiere tanto que desea
poner su Sagrado Corazón en tu pecho para dejarte sentir el latido constante de su amor
que te llena hasta lo más hondo de tu ser.
un cervatillo.
140
¡Levántate, ven, amada mía,
En este libro hemos examinado los siete anhelos divinos de tu corazón: los anhelos de
abundancia, dignidad, justicia, paz, confianza, bienestar y comunión. Cada uno de esos
anhelos es en realidad una invitación de Dios a unirte a Él en el altar del banquete de
bodas eterno. A través de esos anhelos, Dios se arrodilla ante nosotros y, en lugar de un
anillo, nos ofrece su Sagrado Corazón. Te propone sanarte y mostrarte cómo vivir en su
amor por toda la eternidad. Te pregunta si le harías el honor de permitirle colmar tus
deseos más profundos para que nunca más vuelvas a querer otra cosa, para que puedas
descubrir cómo amarte como Él te ama.
Como consejero matrimonial, a las parejas les recuerdo que no decimos «sí» una
sola vez: tenemos mil ocasiones de decirlo cada día. De hecho, todos los días tenemos
también mil ocasiones de decir «no» a nuestro cónyuge. Si amo a mi mujer, si le doy un
trato digno y respetuoso, si busco pequeños modos de hacerle la vida más fácil y más
grata, le digo «sí». Si me encierro tanto en mi pequeño mundo que dejo de atenderla, si
no la respeto ni la honro, si no cuento con ella, le digo «no».
En el camino espiritual ocurre lo mismo. Cuando día tras día sentimos el dolor que
acompaña a cada uno de los siete anhelos divinos del fondo de nuestro corazón,
podemos decir «sí» o «no» a la invitación de Dios a dejarnos amar por Él por toda la
eternidad. Cada vez que respondemos a nuestros anhelos divinos de un modo coherente
con las virtudes, le elegimos a Él. Le decimos «sí». Y, cada vez que elegimos lo
contrario, le decimos «no», y una parte de nosotros se marchita.
141
fragilidad y de la vergüenza hay algo hermoso, algo divino, y lo ha sacrificado todo para
mostrarte tu belleza, y cuánta más belleza puedes alcanzar si, simplemente, colocas su
corazón junto al tuyo.
142
NOTA DEL AUTOR
En este libro has descubierto los grandes proyectos que tiene Dios para tu vida,
seguramente muy superiores a lo que jamás te habrías atrevido a imaginar.
Aunque tu vida contiene una importante promesa, alcanzarla puede suponer un reto.
En el camino solemos encontrar muchos obstáculos. Si luchas por poner en práctica las
ideas de este libro o te cuesta hallar la paz, la alegría y el amor de Dios en algún aspecto
de tu vida o de tus relaciones, me gustaría invitarte a contactar con el Pastoral Solutions
Institute para conocer nuestro servicio católico de asesoramiento a distancia (en inglés).
Tuyo en Cristo,
143
AGRADECIMIENTOS
¡Qué honor poder escribir y publicar sobre unos temas que significan tanto para mí!
Cuando te conceden ese honor, se impone el deber de dar las gracias. Lo que sigue es mi
pobre intento de cumplir con ese deber lo más exhaustivamente posible.
En primer lugar, me gustaría dar las gracias a mis lectores: a los de mis libros
anteriores y a los de este más reciente. Sin vuestro perseverante interés, esta obra no
habría sido posible. Me conmueve hondamente que hayáis descubierto en mi trabajo algo
de valor y os agradezco vuestro apoyo durante estos años. Espero que lo que hayáis
leído aquí justifique una relación larga e ininterrumpida.
Mi más profundo agradecimiento, por supuesto, a quienes han hecho posible este
libro. Ante todo, a Michael Aquilina, desde siempre mi héroe y mi mentor. Gracias por tu
contribución a la hora de proponer este título y por tus amables palabras entre bastidores.
Mil gracias también a mi editor, Gary Jansen: primero, por tu interés inicial en la idea;
segundo, por no perder los estribos (al menos delante de mí) cuando entregué un
manuscrito casi dos veces más largo de lo esperado; y, por último, por darle a este libro
su forma actual, mucho más manejable y mucho más atractiva –así lo espero al menos–.
Por supuesto, le debo mucho también a Maggie Carr, mi intrépida correctora, que se
enfrentó a la jungla de palabras que le envié y la domó para que otros pudieran
aventurarse en ella sin perderse.
Me gustaría además dar las gracias a mi coro de lectores y críticos, que me han
ayudado a desarrollar y dar forma a mis ideas. Gracias, Dr. Kevin Miller, por tus
inestimables críticas, sobre todo acerca de los capítulos iniciales. Si me las he arreglado
para no decir ninguna herejía a lo largo de las cien primeras páginas, se lo debo
prácticamente todo a él –tanto si está o no dispuesto a reconocerlo públicamente–.
Gracias, Dave McClow, mi colega en el Pastoral Solutions Institute, por tu interés y tu
disposición a ayudarme con la investigación que contiene este libro. Las citas y los
recursos de apoyo que has encontrado han sido de inmensa ayuda. ¡Dios bendiga tu
casa! Gracias también a mi hijo, mi mejor amigo y mi crítico más eficaz, Jacob Popcak:
este proyecto no habría llegado a tan buen término sin tus comentarios críticos tanto al
tono como al contenido. Aparte de las espléndidas y perspicaces observaciones que has
aportado, el tráiler sobre el libro que has filmado y editado es excelente. No puedo estar
más orgulloso de ser tu padre. Muchas gracias también a mi mujer, Lisa. No cabe duda
144
de que tu decisiva contribución y tu apoyo incondicional –sobre todo a lo largo de esas
pocas e infaustas semanas llenas de quejas en que tuve que hallar el modo de reducir a la
mitad el manuscrito– te han encaminado por la senda más rápida hacia la divinización.
Desde luego, no soy digno de atarte las sandalias, pero gracias de todos modos por
permitírmelo. Gracias también a mis preciosas hijas, Rachael y Liliana, que me han
ayudado a recordar qué es lo más importante y cuyo cariño me anima a seguir adelante
cada día. Por último, gracias a vosotros, mamá y papá («brille sobre él la Luz Eterna»),
que me mostrasteis cómo amar a Dios de un modo íntimo y personal, y me enseñasteis a
dar los primeros pasos por ese camino. Vosotros sois los únicos culpables de todo esto y
ahora ya no podéis hacer nada. Queda dicho.
145
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152
Índice
1. Más de lo que eres capaz de imaginar 6
2. Los siete anhelos divinos del corazón humano 17
3. Libérate de la lucha: el secreto del místico imperfecto 32
4. Satisfacer el anhelo divino de abundancia 44
5. Satisfacer el anhelo divino de dignidad 57
6. Satisfacer el anhelo divino de justicia 70
7. Satisfacer el anhelo divino de paz 83
8. Satisfacer el anhelo divino de confianza 95
9. Satisfacer el anhelo divino de bienestar 107
10. Satisfacer el anhelo divino de comunión 123
11. Cerca de la divinidad: la escala del amor divino 137
Nota del autor 143
Agradecimientos 144
Bibliografía 146
Bibliografía adicional 152
153