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La pre-Iglesia.
En un sentido amplio, la Iglesia comenzó con el primer hombre, quien seguramente, ante la
revelación del misterio de la futura Redención por la Simiente de la Mujer (Gén. 3:15),
aceptó por fe al Que había de venir. No se puede perder de vista que cuantos fueron salvos
antes de la 1.ª Venida del Señor lo fueron por la fe, no por el cumplimiento de la Ley. De ahí
que, a lo largo del Nuevo Testamento, Abraham aparezca como el padre de los creyentes.
Romanos 3 y 4; Gál. 3 y Heb. 11 bastan para convencernos de este hecho que tanta luz
arroja sobre el tema del Bautismo. A esta pre-Iglesia o «congregación de los primogénitos
que están inscritos en los Cielos», se nos dice en Heb. 12:22-23 que hemos sido
acercados. Ellos son la «tan grande nube de testigos» que nos anima a correr «la carrera
que tenemos delante» (Heb. 12:1).
Pero, estrictamente hablando, la Iglesia de Cristo comenzó a formarse cuando dos de los
discípulos del Bautista dejaron a su maestro para seguir a Jesús (Jn. 1:37). La frase merece
ser ponderada: «Le oyeron hablar (a Juan) y siguieron a Jesús.» ¡Qué bien está expresado
aquí el correcto papel del ministerio cristiano, el cual, para ser bíblico, ha de formar siempre
un triángulo, en uno de cuyos ápices se sitúa el ministro del Evangelio, apuntando con una
mano al pecador que ante sí tiene, y con la otra al «Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo»! (Juan 1:29, 36). Sólo cuando el ministro mengua, puede Cristo crecer en la Iglesia
(Jn. 3:30).
Aquel pequeño grupo, del que se nos habla en Jn. 1:37-51, fue creciendo, siempre bajo la
iniciativa divina («Ven y sígueme»); primero hasta Doce (Luc. 6:13-16), en representación
de las doce tribus del pueblo escogido; después hasta otros 70 (Luc. 10:1 y ss.), en
representación de los 70 ancianos que Moisés se escogió de entre la congregación de
Israel. En el Aposento Alto encontramos ya 120 (12 x 10) discípulos. Quizás el número sea
simbólico, pues Pablo nos dice que el Señor resucitado «apareció a más de quinientos
hermanos a la vez» (1.ª Cor. 15:6).
La Venida del Espíritu Santo en Pentecostés había sido profetizada por Cristo (Marc. 1:8;
Jn. 7:39; 14:16-17; 16:7-13; Hech. 1:4, 8). Más aún, Jesús había asegurado que convenía
que El marchase para que el Espíritu descendiese (Jn. 16:7). El Espíritu había descendido
ya sobre los santos del Antiguo Testamento individualmente, así como con carismas
especiales sobre algunos individuos (profetas, sacerdotes, jueces), pero en Pentecostés
descendió sobre la Iglesia distributivamente (a todos y a cada uno de los creyentes) y
corporativamente (a la comunidad cristiana, como Cuerpo de Cristo), produciendo la
integración de los creyentes como comunidad viva de cristianos, con poder de testimonio y
de mutua edificación (Hechos 1:5; 11:15-16; 1.ª Cor. 12:13; Gál. 3:26-28). Como dice C. H.
Dodd:22 «Pentecostés marca la efusión definitiva del Espíritu Santo para la fundación de la
Iglesia y la regeneración de los creyentes. El Espíritu Santo es la prueba de que los nuevos
tiempos han comenzado.»
Los frutos no se hicieron esperar: aquellos tímidos e iletrados galileos se tornan valientes y
sabios testigos y, a través de ellos, el Espíritu lleva a cabo en un solo día, con la añadidura
de 3.000 personas a la Iglesia, lo que Jesús no había podido realizar durante más de tres
años (cf. Jn. 14:12).
La Iglesia comenzó con el primer hombre, quien seguramente, ante la revelación del
misterio de la futura Redención por la Simiente de la Mujer (Gén. 3:15), aceptó por fe al Que
había de venir.
No se puede perder de vista que cuantos fueron salvos antes de la 1.ª Venida del Señor lo
fueron por la fe, no por el cumplimiento de la Ley. De ahí que, a lo largo del Nuevo
Testamento, Abraham aparezca como el padre de los creyentes. Romanos 3 y 4; Gál. 3 y
Heb. 11.
A esta pre-Iglesia o «congregación de los primogénitos que están inscritos en los Cielos»,
se nos dice en Heb. 12:22-23 que hemos sido acercados. Ellos son la «tan grande nube de
testigos» que nos anima a correr «la carrera que tenemos delante» (Heb. 12:1).
La Venida del Espíritu Santo en Pentecostés había sido profetizada por Cristo (Marc. 1:8;
Jn. 7:39; 14:16-17; 16:7-13; Hech. 1:4, 8). Más aún, Jesús había asegurado que convenía
que El marchase para que el Espíritu descendiese (Jn. 16:7). El Espíritu había descendido
ya sobre los santos del Antiguo Testamento individualmente, así como con carismas
especiales sobre algunos individuos (profetas, sacerdotes, jueces), pero en Pentecostés
descendió sobre la Iglesia distributivamente (a todos y a cada uno de los creyentes) y
corporativamente (a la comunidad cristiana, como Cuerpo de Cristo), produciendo la
integración de los creyentes como comunidad viva de cristianos, con poder de testimonio y
de mutua edificación (Hechos 1:5; 11:15-16; 1.ª Cor. 12:13; Gál. 3:26-28). Como dice C. H.
Dodd: 22 «Pentecostés marca la efusión definitiva del Espíritu Santo para la fundación de la
Iglesia y la regeneración de los creyentes. El Espíritu Santo es la prueba de que los nuevos
tiempos han comenzado.»