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PABLO OBISPO,

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS


JUNTAMENTE CON LOS PADRES
DEL SACROSANTO CONCILIO
PARA PERPETUA MEMORIA
Constitución Dogmática
"LUMEN GENTIUM"
Sobre la Iglesia

CAPITULO 1

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. INTRODUCCION

Luz de los Pueblos es Cristo. Por eso, este Sagrado Concilio, congregado bajo la acción
del Espíritu Santo, desea ardientemente que su claridad, que brilla sobre el rostro de
la Iglesia, ilumine a todos los hombres por medio del anuncio del Evangelio a toda
criatura (cf. Mc., 16, 15). Y como la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e
instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano,
insistiendo en el ejemplo de los Concilios anteriores, se propone declarar con mayor
precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal. Las
condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia,
para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente por toda clase de
relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad en Cristo.

2. LA VOLUNTAD DEL PADRE ETERNO SOBRE LA SALVACION UNIVERSAL

El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de


su sabiduría y de su bondad; decretó elevar a los hombres a la participación de su
vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles
siempre su ayuda, en atención a Cristo Redentor, "que es la imagen de Dios
invisible, primogénito de toda criatura" (Col., 1, 15). A todos los elegidos desde toda
la eternidad el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a ser conformes con
la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos"
(Rom., 8, 29). Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que
fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la
historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento[1], constituida en los
últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y que se
perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. Entonces, como se lee en los
2

Santos Padres, todos los justos descendientes de Adán, "desde Abel el justo hasta el
último elegido"[2], se congregarán junto al Padre en una Iglesia universal.

3. MISION Y OBRA DEL HIJO

Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en El antes de la creación
del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en El se complugo
restaurar todas las cosas (cf. Ef., 1, 4-5 y 10). Por eso Cristo, para cumplir la voluntad
del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y
efectuó la redención con su obediencia. La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el
misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y
expansión significada de nuevo por la sangre y el agua que manan del costado
abierto de Cristo crucificado (cf. Jn., 19, 34) y preanunciadas por las palabras de Cristo
alusivas a su muerte en la cruz: "Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a
mí" (Jn., 12, gr.). Cuantas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, "en el
cual nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolada" (1 Cor., 5, 7), se efectúa la obra de
nuestra redención. Al proprio tiempo en el sacramento del pan eucarístico se
representa y se reproduce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en
Cristo (cf. 1 Cor., 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo,
luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos.

4. EL ESPIRITU, SANTIFICADOR DE LA IGLESIA

Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra (cf. Jn., 17, 4) fue
enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que continuamente
santificara a la Iglesia, y de esta forma los creyentes pudieran acercarse por Cristo al
Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef., 2, 18). El es el Espíritu de la vida, o la fuente del
agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn., 4, 14; 7, 38-39), por quien vivifica el Padre a
todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf.
Rom., 8, 10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como
en un templo (1 Cor., 3, 16; 6, 19) y en ellos ora y da testimonio de la adopción de
hijos (cf. Gál., 4, 6; Rom., 8, 15-16 y 26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos
dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12, 4; Gál., 5,
22), a la que guía hacia toda verdad (cf. Jn., 16, 13) y unifica en comunión y
ministerio. Con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva
constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo[3]. Pues el
Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: "[exclamdown]Ven!" (cf. Apoc., 22, 17).

Así se manifiesta toda la Iglesia como "una muchedumbre reunida por la unidad
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"[4].

5. EL REINO DE DIOS

El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor


Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios
prometido muchos siglos antes en las Escrituraas: "Porque el tiempo se cumplió y se
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acercó el Reino de Dios" (Mc., 1, 15; cf. Mt., 4, 17). Ahora bien: este Reino brilla
delante de los hombres por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La
palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc., 4, 14); quienes
la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc., 12, 32) de Cristo, recibieron
el Reino: la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo
hasta el tiempo de la siega (cf. Mc., 4, 26-29). Los milagros, por su parte, prueban que
el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: "Si expulso los demonios por el poder de
Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Lc., 11, 20; cf. Mt., 12, 28).
Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Hijo del Hombre,
que vino "a servir, y a dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10, 45).

Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres,
apareció constituido como Señor, como Cristo y como Sacerdote para siempre (cf.
Hech., 2, 36; Heb., 5, 6; 7, 17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido
por el Padre (cf. Hech., 2, 33). Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su
Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de
abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo
en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este
Reino. Ella, en tanto, mientras va creciendo poco a poco anhela el Reino
consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey
en la gloria.

6. LAS VARIAS FIGURAS DE LA IGLESIA

Como en el Antiguo Testamento la revelación del Reino se propone muchas veces


bajo figuras, así ahora la íntima naturaleza de la Iglesia se nos manifiesta también
bajo diversas imágenes, tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la
construcción, de la familia y de los esponsales, que ya se vislumbran en los libros de
los profetas.

Porque la Iglesia es un "redil", cuya única y obligada puerta es Cristo (Jn., 10, 1-10). Es
también una grey, de la cual Dios mismo anunció que sería el Pastor (cf. Is., 40, 11;
Ez., 34, 11 y ss.) y cuyas ovejas, aunque aparezcan conducidas por pastores humanos,
son guiadas y nutridas constantemente por el mismo Cristo, buen Pastor y Jefe de
pastores (cf. Jn., 10, 11; 1 Ped., 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn., 10, 11-16).

La Iglesia es "campo de labranza" o arada de Dios (1 Cor., 3, 9). En este campo crece el
vetusto olivo, cuya santa raíz fueron los patriarcas, en el cual se efectuó y concluirá
la reconciliación de los Judíos y de los Gentiles (Rom., 11, 13-26). El celestial
Agricultor la plantó como viña elegida (Mat., 21, 33-43 par.: cf. Is., 5, 1 y ss.). La
verdadera vid es Cristo, que comunica la savia y la fecundidad a los sarmientos, es
decir, a nosotros, que permanecemos en El por medio de la Iglesia y sin el cual nada
podemos hacer (Jn., 15, 1-5).

Muchas veces también la Iglesia se llama "edificación" de Dios (1 Cor., 3, 9). El


mismo Señor se comparó a una piedra rechazada por los constructores, pero que fue
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puesta como piedra angular (Mt., 21, 42 par.; cf. Hech., 4, 11; 1 Pe., 2, 7; Salm., 117, 22).
Sobre aquel fundamento levantan los apóstoles la Iglesia (cf. 1 Cor., 3, 11) y de él
recibe firmeza y cohesión. A esta edificación se le dan diversos nombres: casa de
Dios, (1 Tim., 3, 15) en que habita su "familia", habitación de Dios en el Espíritu (Ef.,
2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Apoc., 21, 3) y sobre todo "templo" santo,
que los Santos Padres celebran representado con los santuarios de piedra, y en la
liturgia se compara justamente a la Ciudad santa, la nueva Jerusalén[5]. Porque de
ella formamos parte aquí en la tierra como piedras vivas (1 Pe., 2, 5). San Juan, en la
renovación final del mundo, contempla esta ciudad que baja del cielo, de junto a
Dios, ataviada como una esposa que se engalana para su esposo (Apoc., 21, 1 y s.).

La Iglesia, que es llamada también "la Jerusalén celestial" y "madre nuestra" (Gál., 4,
26; cf. Apoc., 12, 17), se representa como la inmaculada "esposa" del Cordero
inmaculado (Apoc., 19, 1; 21, 2 y 9; 22, 17), a la que Cristo "amó y se entregó por ella,
para santificarla" (Ef., 5, 26), a la que unió consigo con alianza indisoluble y sin cesar
la "alimenta y cuida" (Ef., 5, 29), y a la que, limpia de toda mancha, quiso unida a sí y
sujeta por el amor y la fidelidad (cf. Ef., 5, 24), a la que, por fin, enriqueció para
siempre con tesoros celestiales, para que podamos comprender la caridad de Dios y
de Cristo para con nosotros, que supera todo conocimiento (cf. Ef., 3, 19). Pero
mientras la Iglesia peregrina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Cor., 5, 6), se
considera como desterrada, de forma que busca y aspira a las cosas de arriba, donde
está Cristo sentado a la diestra de Dios, donde la vida de la Iglesia está escondida con
Cristo en Dios, hasta que se manifieste gloriosa con su Esposo (cf. Col., 3, 1-4).

7. LA IGLESIA, CUERPO MISTICO DE CRISTO

El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo


transformó en una nueva criatura (cf. Gál., 6, 15; 2 Cor., 5, 17), superando la muerte
con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes,
los constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu.

La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa
y realmente a Cristo paciente y glorificado por medio de los sacramentos[6]. Por el
bautismo nos configuramos con Cristo: "Porque también todos nosotros hemos sido
bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo" (1 Cor., 12, 13). Rito
sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de
Cristo: "Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su
muerte", mas si "hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte,
también lo seremos por la de su resurrección" (Rom., 6, 4-5). En la fracción del pan
eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una
comunión con El y entre nosotros mismos. Puesto que hay un solo pan, aunque
somos muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único
pan" (1 Cor., 10, 17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su Cuerpo
(cf. I Cor., 12, 27), "pero cada uno es miembro del otro" (Rom., 12, 5).
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Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos,
constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor., 12, 12). También en la
constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de funciones. Uno
mismo es el Espíritu, que distribuye sus diversos dones, para el bien de la Iglesia,
según su riqueza y la diversidad de las funciones (cf. 1 Cor., 12, 1-11). Entre todos
estos dones sobresale la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad subordina el
mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor., 14). Unificando el cuerpo, el
mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros,
produce y estimula la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro sufre, todos
los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente con él
todos los miembros (cf. 1 Cor., 12, 26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El fueron


creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del
cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, para que
tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col., 1, 15-18). El domina con la excelsa
grandeza de su poder los cielos y la tierra y con su eminente perfección y con su
acción colma de riquezas todo su cuerpo glorioso (cf. Ef., 1, 18-23)[7].

Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede
formado en ellos (cf. Gál., 4, 19). Por eso somos incorporados a los misterios de su
vida, conformes con El, muertos y resucitados juntamente con El, hasta que
reinemos con El (cf. Filp., 3, 21; 2 Tim., 2, 11; Ef., 2, 6; Col., 2, 12, etc.). Peregrinos
todavía sobre la tierra, siguiendo sus huellas en el sufrimiento o en la persecución,
nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser
con El glorificados (cf. Rom., 8, 17).

Por El "el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece
con crecimiento divino" (Col., 2, 19). El dispensa constantemente en su cuerpo, es
decir, en la Iglesia, los dones para las funciones con los que por virtud de El mismo
nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad
en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef., 4,
11-16).

Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef., 4, 23), nos concedió
participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de
tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser
comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o
el alma, en el cuerpo humano[8].

Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que
amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef., 5, 25-28); pero la Iglesia, por su
parte, está sujeta a su Cabeza (ibid., 23-24). "Porque en El habita corporalmente toda
la plenitud de la divinidad" (Col., 2, 9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su
cuerpo y su plenitud (cf. Ef., 1, 22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud
de Dios (cf. Ef., 3, 19).
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8. LA IGLESIA, VISIBLE Y ESPIRITUAL A UN TIEMPO

Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y


de caridad en este mundo como una trabazón visible y la sustenta
constantemente[9], y por ella comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad
dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la reunión visible y la
comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no
han de considerarse como dos cosas, porque forma una realidad completa,
constituida por un elemento humano y otro divino[10]. Por esta profunda analogía
se asimila al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve
al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma
semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para
el incremento del cuerpo (cf. Ef., 4, 16)[11].

Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y
apostólica[12], la que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro
para que la apacentara (Jn., 24, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su
difusión y gobierno (cf. Mt., 28, 18, etc.), y la erigió para siempre como "columna y
fundamento de la verdad" (I Tim., 3, 15).

Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la
Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión
con él[13], aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de
santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, inducen
hacia la unidad católica.

Mas como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución, así la


Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los
frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí
mismo, tomando la forma de siervo" (Filp., 2, 6) y por nosotros "se hizo pobre,
siendo rico" (2 Cor., 8, 9); así la Iglesia aunque en el cumplimiento de su misión
exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo,
sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo. Cristo fue
enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres, y levantar a los oprimidos" (Lc., 4,
18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19, 10); de manera semejante la
Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en
los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza
en aliviar sus necesidades, y pretende servir en ellos a Cristo. Pues mientras Cristo,
santo, inocente, inmaculado (Heb., 7, 26) no conoció el pecado (2 Cor., 5, 21), sino que
vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb., 2, 17), la Iglesia, recibiendo en su
propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación
constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.

La Iglesia "va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de
Dios"[14], anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga (cf. 1 Cor., 11,
7

26). Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con
caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas, y manifiesta
fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al
fin de los tiempos se descubra con todo esplendor.

CAPITULO II
EL PUEBLO DE DIOS

9. NUEVO PACTO Y NUEVO PUEBLO

En todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (cf.
Hech., 10, 35). Quiso, sin embargo, el Señor santificar y salvar a los hombres no
individualmente y aislados entre sí, sino constituir con ellos un pueblo que le
conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo
de Israel, con quien estableció un pacto, y a quien instruyó gradualmente,
manifestándosele a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia y
santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y símbolo del
nuevo pacto perfecto que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que
había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el
tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de
Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para
ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor me conocerán,
afirma el Señor" (Jer., 31, 31-34). Pacto nuevo que estableció Cristo, es decir, el
Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor., 11, 25), convocando un pueblo de entre
los judíos y los gentiles, que se fundiera en unidad, no según la carne, sino en el
Espíritu, y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo,
renacidos de un germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios
vivo (cf. 1 Ped., 1, 23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn., 3, 5-6),
constituyen por fin "un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un
pueblo de su patrimonio... que en un tiempo no era ni siquiera un pueblo y ahora es
pueblo de Dios" (1 Pe., 2, 9-10).

Ese pueblo mesiánico tiene por Cabeza de Cristo, "que fue entregado por nuestros
pecados y resucitó para nuestra salvación" (Rom., 4, 25), y habiendo conseguido un
nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por
condición la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el
Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el mandato del amor, como el
mismo Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 14). Tiene últimamente como fin la dilatación del
Reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por
El mismo al fin de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (cf. Col., 3,
4), y "la misma criatura será libertada de la servidumbre de la corrupción para
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participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom., 8, 21). Aquel pueblo
mesiánico, por tanto, aunque de momento no abrace a todos los hombres, y muchas
veces aparezca como una pequeña grey, es, sin embargo, el germen firmísimo de
unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano. Constituido por
Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es también como
instrumento suyo de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz
del mundo y sal de la tierra (cf. Mt., 5, 13-16).

Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrino del desierto, es llamado
alguna vez Iglesia de Dios (cf. 2 Esdr., 13, 1; cf. Núm., 20, 4; Deut., 23, 1 ss.), así el
nuevo Israel, que va avanzando en este mundo en busca de la ciudad futura y
permanente (cf. Heb., 13, 14) se llama también Iglesia de Cristo (cf. Mt., 16, 18),
porque El la adquirió con su sangre (cf. Hech., 20, 28), la llenó de su Espíritu y la
proveyó de medios aptos para una unión visible y social. La congregación de todos
los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y
de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios, para que sea para todos y
cada uno sacramento visible de esta unidad salvífica[15]. Rebasando todos los límites
de tiempos y de lugares, entra en la historia humana para extenderse a todas las
naciones. Caminando, pues, la Iglesia a través de peligros y de tribulaciones, de tal
forma se ve confortada por la fuerza de la gracia de Dios que el Señor le prometió,
que en la debilidad de la carne no pierde su fidelidad absoluta, sino que persevera
siendo digna esposa de su Señor, y no deja de renovarse a sí misma bajo la acción
del Espíritu Santo, hasta que por la cruz llegue a la luz sin ocaso.

10. EL SACERDOCIO COMUN

Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb., 5, 1-5), hizo de su
nuevo pueblo "reino y sacerdote para Dios, su Padre" (cf. Apoc., 1, 6; 5, 9-10). Pues los
bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la
regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las
obras del cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de
quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 Pe., 2, 4-10). Por ello todos los
discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabanza a Dios (cf. Hech., 2, 42,
47), han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rom., 12,
1), han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere han de dar
también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna (cf. 1 Pe., 3, 15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque


distinguiéndose esencial y no sólo gradualmente, se ordenan el uno al otro, pues
cada uno participa de forma peculiar del único sacerdocio de Cristo[16]. Porque el
sacerdote ministerial, en virtud de la sagrada potestad que posee, forma y dirige al
pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo,
ofreciéndolo a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, en cambio, en virtud de
su sacerdocio real, concurren a la oblación de la Eucaristía[17], y lo ejercen con la
recepción de los sacramentos, con la oración y acción de gracias, con el testimonio de
una vida santa, con la abnegación y caridad operante.
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11. EL EJERCICIO DEL SACERDOCIO COMUN EN LOS SACRAMENTOS

La condición sagrada y orgánicamente constituida de la comunidad sacerdotal se


actualiza tanto por los sacramentos como por las virtudes. Los fieles, incorporados a
la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión
cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de
los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia[18]. Por el
sacramento de la confirmación se vinculan más íntimamente a la Iglesia, se
enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo, y de esta forma se obligan
más estrechamente[19] a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como
verdaderos testigos de Cristo. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y culmen
de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente
con ella[20]; y así, tanto por la oblación como por la sagrada comunión, todos toman
parte activa en la acción litúrgica no indistintamente, sino cada uno según su
condición. Una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada,
manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios, aptamente significada y
maravillosamente producida por este augustísimo sacramento.

Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios


el perdón de las ofensas hechas a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a
la que, pecando, hirieron; y ella, con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda
en su conversión. Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los
sacerdotes, la Iglesia entera encomienda al Señor paciente y glorificado a los que
sufren para que los alivie y los salve (cf. Sant., 5, 14-16); más aún, los exhorta a que,
uniéndose libremente a la pasión y a la muerte de Cristo (Rom., 8, 17; Col., 1, 24; 2
Tim., 2, 11-12; 1 Pe., 4, 13), contribuyan al bien del Pueblo de Dios. Además, aquellos
que entre los fieles tienen el carácter del orden sagrado, quedan destinados en el
nombre de Cristo para apacentar la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios. Por
fin, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que
manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y
la Iglesia (Ef., 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la
procreación y educación de los hijos, y, de esta manera, tienen en su condición y
estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cf. 1 Cor., 7, 7)[21]. Pues de esta
unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la
sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el
bautismo en hijos de Dios, para perpetuar el pueblo de Dios en el decurso de los
tiempos. En esta como Iglesia doméstica los padres han de ser para con sus hijos los
primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su ejemplo, y han de
fomentar la vocación propia de cada uno y con especial cuidado la vocación sagrada.

Los fieles todos, de cualquier condición y estado que sean, fortalecidos por tantos y
tan poderosos medios, son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la
perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto.

12. EL SENTIDO DE LA FE Y DE LOS CARISMAS EN EL PUEBLO CRISTIANO


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El Pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo
su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el
sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Heb., 13,
15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del que es Santo (cf. 1 Jn., 2, 20
y 27) no puede fallar en su creencia, y ejerce ésta su peculiar propiedad mediante el
sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando "desde los Obispos hasta
los últimos fieles seglares"[22] manifiesta el asentimiento universal en las cosas de
fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene,
el Pueblo de Dios, bajo la dirección del sagrado magisterio, al que sigue fielmente,
recibe, no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1 Tes., 2,
13), se adhiere indefectiblemente a la fe confiada una vez a los santos (cf. Jud., 3),
penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la
vida.

Además, el mismo Espíritu Santo, no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios


por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que
"distribuyendo sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12, 11), reparte entre toda
clase de fieles, gracias incluso especiales, con las que los dispone y prepara para
realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y más amplia
y provechosa edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: "A cada uno se le
otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad" (1 Cor., 12, 7). Estos
carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho
de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos
con agradecimiento y consuelo. Los dones extraordinarios no hay que pedirlos
temerariamente, ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos de los trabajos
apostólicos; pero el juicio sobre su autenticidad y sobre su aplicación pertenece a los
que tienen autoridad en la Iglesia, a quienes sobre todo compete no apagar el
Espíritu, sino probarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes., 5, 12 y 19-21).

13. UNIVERSALIDAD Y CATOLICIDAD DEL UNICO PUEBLO DE DIOS

Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este
pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para
cumplir los designios de la voluntad de Dios, que creó en el principio una sola
naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que
estaban dispersos (cf. Jn., 11, 52). Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó
heredero universal (cf. Heb., 1, 2), para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote de todos,
Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al
Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y
cada uno de los creyentes principio de unión y de unidad en la doctrina de los
Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en la oración (cf. Hech., 2, 42,
gr.).

Así, pues, entre todas las gentes de la tierra está el Pueblo de Dios, porque de todas
recibe los ciudadanos de su Reino, no terreno, sino celestial. Pues todos los fieles
11

esparcidos por el haz de la tierra están en comunión con los demás en el Espíritu
Santo, y así "el que habita en Roma sabe que los indios son también sus
miembros"[23]. Pero como el Reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn., 18, 36), la
Iglesia, o Pueblo de Dios, introduciendo este Reino, no arrebata a ningún pueblo
ningún bien temporal, sino al contrario fomenta y recoge todas las cualidades,
riquezas y costumbres de los pueblos en cuanto son buenas, y recogiéndolas, las
purifica, las fortalece y las eleva. Pues sabe muy bien que debe recoger juntamente
con aquel Rey a quien fueron dadas en heredad todas las naciones y a cuya ciudad
llevan dones y ofrendas [c. Salm., 71 (72), 10; Is., 60, 4-7; Apoc., 21, 24]. Este carácter de
universalidad, que distingue al pueblo de Dios, es un don del mismo Señor por el
que la Iglesia católica tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad
entera con todos sus bienes bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu[24].

En virtud de esta catolicidad cada una de las partes presenta sus dones a las otras y a
toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con
todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad. De
donde resulta que el Pueblo de Dios no sólo congrega gentes de diversos pueblos,
sino que en sí mismo está integrado por diversos elementos. Porque hay diversidad
entre sus miembros, ya según las funciones, pues algunos desempeñan el ministerio
sagrado en bien de sus hermanos, ya según la condición y ordenación de vida, pues
otros muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más
estrecho, estimulan con su ejemplo a los hermanos. Así también, en la comunión
eclesiástica existen Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias,
permaneciendo íntegro el primado de la Cátedra de Pedro, que preside todo el
conjunto de la caridad[25], defiende las legítimas diferencias, y al mismo tiempo
procura que estas particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino incluso
cooperen a ella. De aquí dimanan finalmente entre las diversas partes de la Iglesia
los vínculos de íntima comunión de bienes espirituales, de operarios apostólicos y
de recursos económicos. En efecto, los miembros del Pueblo de Dios son llamados a
la comunicación de bienes, y a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas
palabras del apóstol: "El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los
otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe., 4, 10).

Todos los hombres son admitidos a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que
prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se
destinan tanto los fieles católicos como los otros cristianos, e incluso todos los
hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios.

14. LOS FIELES CATOLICOS

El sagrado Concilio dirige ante todo su atención a los fieles católicos. Enseña,
fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrinante es necesaria
para la salvación, pues Cristo es el único Mediador y el camino de salvación,
presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras
concretas la necesidad del bautismo (cf. Mt., 16, 16; Jn., 3, 5), confirmó a un tiempo la
necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como por una
12

puerta. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue
instituida por Jesucristo como necesaria, no quisieran entrar o permanecer en ella.

A la sociedad de la Iglesia se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu


de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de salvación
depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de la fe, de los
sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión a su organización visible
con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos. Sin
embargo, no alcanza la salvación, aunque esté incorporado a la Iglesia, quien, no
perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia "con el cuerpo", pero
no "con el corazón"[26]. No olviden, con todo, los hijos de la Iglesia que su excelsa
condición no deben atribuirla a sus propios méritos, sino a una gracia especial de
Cristo; y si no responden a ella con el pensamiento, las palabras y las obras, lejos de
salvarse, serán juzgados con mayor severidad[27].

Los catecúmenos que, por la moción del Espíritu Santo, solicitan con voluntad
expresa ser incorporados a la Iglesia, se unen a ella por este mismo deseo; y la Madre
Iglesia los abraza ya amorosa y solícitamente como suyos.

15. VINCULOS DE LA IGLESIA CON LOS CRISTIANOS NO CATOLICOS

La Iglesia se siente unida por varios vínculos con todos los que se honran con el
nombre de cristianos, por estar bautizados, aunque no profesan íntegramente la fe, o
no conservan la unidad de comunión bajo el Sucesor de Pedro[28]. Pues son muchos
los que veneran efectivamente las Sagradas Escrituras como norma de fe y de vida y
muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso, y
en el Hijo de Dios Salvador[29], están marcados con el bautismo, con el que se unen
a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o comunidades
eclesiales otros sacramentos. Muchos de ellos tienen Episcopado, celebran la sagrada
Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen Madre de Dios[30]. Hay que contar
también la comunión de oraciones y de otros beneficios espirituales; más aún: cierta
verdadera unión en el Espíritu Santo, puesto que también obra en ellos con su
virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la
fortaleza del martirio. De esta forma el Espíritu promueve en todos los discípulos de
Cristo el deseo y la acción para que todos se unan en paz, de la manera que Cristo
estableció en un rebaño y bajo un solo Pastor[31]. Para obtener eso la Madre Iglesia
no cesa de orar, de esperar y de trabajar, y exhorta a todos sus hijos a la santificación
y renovación, para que la imagen de Cristo resplandezca con mayores claridades
sobre el rostro de la Iglesia.

16. LOS NO CRISTIANOS

Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de
Dios por varios motivos[32]. En primer lugar ciertamente, aquel pueblo a quien se
confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom.,
9, 4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de sus padres; porque los dones
13

y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11, 28-29). Pero el designio de
salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están
en primer término los Musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham,
adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres
en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e
imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, el aliento y
todas las cosas (cf. Hech., 17, 25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se
salven (cf. 1 Tim., 2, 4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de
Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la
gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia,
pueden conseguir la salvación eterna[33]. La Divina Providencia no niega los
auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron
todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por
la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y
verdadero que entre ellos se da, como preparación al Evangelio[34], y dado por quien
ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida. Pero más
frecuentemente los hombres, engañados por el Maligno, se hicieron necios en sus
razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira, sirviendo a la criatura
en lugar del Creador (cf. Rom., 1, 21 y 25), o viviendo y muriendo sin Dios en este
mundo, están expuestos a una horrible desesperación. Por eso, para la gloria de Dios
y la salvación de todos éstos, la Iglesia, recordando el mandato del Señor: "Predicad
el Evangelio a toda criatura" (cf. Mc., 16, 16), promueve con toda solicitud las
misiones.

17. CARACTER MISIONERO DE LA IGLESIA

Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20, 21),
diciendo: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo
estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo" (Mt., 28, 18-20). Este
solemne mandato de Cristo, de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo heredó de
los Apóstoles con la misión de llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hech., 1, 8).
De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: "[exclamdown]Ay de mí si no
evangelizara!" (1 Cor., 9, 10), y por eso se preocupa incansablemente de enviar
evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas
continúen la obra evangelizadora. Porque se ve impulsada por el Espíritu Santo a
cooperar para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como
principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio mueve a los
oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la
servidumbre del error y los incorpora a Cristo, para que amándolo, crezcan hasta
quedar llenos de El. Con su obra consigue que todo lo bueno que halla depositado en
la mente y en el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de los pueblos,
no solamente no desaparezca, sino que se purifique y se eleve y se perfeccione para
la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los
discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia
posibilidad[35]. Pero, aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no
14

obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el
sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios, dichas por el profeta: "Desde
donde sale el sol hasta el poniente se extiende mi nombre grande entre las gentes, y
en todas partes se le ofrece una oblación pura" (Mal., 1, 11)[36]. Así, pues, ora y
trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo
de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos,
se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.

CAPITULO III
CONSTITUCION JERARQUICA DE LA IGLESIA Y PARTICULARMENTE EL
EPISCOPADO

18. "PROEMIO"

Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituye en su


Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los
ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de
que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la
dignidad cristiana, tiendan libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la
salvación.

Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara, a una con
él, que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles
como El mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn., 20, 21) y quiso que los
sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los
pastores en su Iglesia. Pero para que el Episcopado mismo fuese uno solo e indiviso,
puso al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, e instituyó en él el
principio visible y perpetuo fundamento[37] de la unidad de fe y de comunión. El
santo Concilio propone nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles esta
doctrina de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sacro primado del
Romano Pontífice y de su magisterio infalible, y prosiguiendo dentro de la misma
línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los
Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario
de Cristo[38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.

19. LA INSTITUCION DE LOS DOCE APOSTOLES

El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El
quiso, eligió a los doce para vivir con El y enviarlos después a predicar el Reino de
Dios (cf. Mc., 3, 13-19; Mt., 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc., 6, 13) los fundó a modo
de colegio, es decir, de grupo estable, y puso al frente de ellos, sacándolo de en medio
de ellos, a Pedro (cf. Jn., 21, 15-17). Los envió Cristo, primero a los hijos de Israel,
15

luego a todas las gentes (cf. Rom., 1, 16) para que, con la potestad que les entregaba,
hiciesen discípulos suyos a todos los pueblos, los santificasen y gobernasen (cf. Mt.,
28, 16-20; Mc., 16, 15; Lc., 24, 45-48; Jn., 20, 21-23) y así dilatasen la Iglesia y la
apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la
consumación de los siglos (cf. Mt., 28, 20). En esta misión fueron confirmados
plenamente el día de Pentecostés (cf. Hech., 2, 1-26), según la promesa del Señor:
"Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis
testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de
la tierra" (Hech., 1, 8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio
(cf. Mc., 16, 20), que los oyentes recibían por influjo del Espíritu Santo, reúnen la
Iglesia universal que el Señor fundó sobre los Apóstoles y edificó sobre el
bienaventurado Pedro, su cabeza, poniendo como piedra angular del edificio a Cristo
Jesús (cf. Apoc., 21, 14; Mt., 16, 18; Ef., 2, 20)[39].

20. LOS OBISPOS, SUCESORES DE LOS APOSTOLES

Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin de
los siglos (cf. Mt., 28, 20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es el
principio de la vida para la Iglesia en todo tiempo. Por lo cual los Apóstoles, en esta
sociedad jerárquicamente organizada, tuvieron cuidado de establecer sucesores.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio[40], sino que, a


fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, los
Apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores inmediatos el
encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada[41], encomendándoles
que atendieran a toda la grey en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto
para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hech., 20, 28). Establecieron, pues, tales
colaboradores y dejaron dispuesto que, a su vez, otros hombres probados, al morir
ellos, se hiciesen cargo del ministerio[42]. Entre los varios ministerios que ya desde
los primeros tiempos se ejercitan en la Iglesia, según testimonio de la tradición,
ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, constituidos en el Episcopado, por
una sucesión que surge desde el principio[43], conservan el vástago de la semilla
apostólica[44]. Así, según atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron
establecidos por los Apóstoles como Obispos y como sucesores suyos hasta nosotros,
se manifiesta[45] y se conserva la tradición apostólica en el mundo entero[46].

Así, pues, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos[47], recibieron el
ministerio de la comunidad presidiendo en nombre de Dios la grey[48] de la que son
pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad[49]. Y así como permanece el oficio concedido por Dios
singularmente a Pedro como a primero entre los Apóstoles, que debe ser
transmitido a sus sucesores, así también permanece el oficio de los Apóstoles de
apacentar la Iglesia que debe ser ejercitado continuamente por el orden sagrado de
los Obispos[50]. Enseña, pues, este sagrado Sínodo que los Obispos han sucedido por
institución divina en el lugar de los Apóstoles[51] como pastores de la Iglesia, y
16

quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al
que le envió (cf. Lc., 10, 16)[52].

21. EL EPISCOPADO COMO SACRAMENTO

Así, pues, en la persona de los Obispos, a quienes asisten los presbíteros, Jesucristo
Nuestro Señor está presente en medio de los fieles como Pontífice Supremo. Porque,
sentado a la diestra de Dios Padre, no está lejos de la congregación de sus
pontífices[53], sino que principalmente, a través de su excelso ministerio, predica la
palabra de Dios a todas las gentes y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los
creyentes y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Cor., 4, 15) va agregando nuevos
miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su
sabiduría y prudencia, orienta y guía al pueblo del Nuevo Testamento en su
peregrinación hacia la eterna felicidad. Estos pastores, elegidos para apacentar la grey
del Señor, son los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios
(cf. 1 Cor., 4, 1) y a ellos está encomendado el testimonio del Evangelio de la gracia de
Dios (cf. Rom., 15, 16; Hech., 20, 24) y el glorioso ministerio del Espíritu y de la
justicia (cf. 2 Cor., 3, 8-9).

Para realizar estos oficios tan altos, fueron los Apóstoles enriquecidos por Cristo con
la efusión especial del Espíritu Santo (cf. Hech., 1, 8; 2, 4; Jn., 20, 22-23) y ellos a su
vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores el don del
Espíritu (cf. 1 Tim., 4, 14; 2 Tim., 1, 6-7), que ha llegado hasta nosotros en la
consagración episcopal[54]. Este santo Sínodo enseña que con la consagración
episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, que por esto se llama en
la liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los Santos Padres "supremo sacerdocio"
o "cumbre del ministerio sagrado"[55]. Ahora bien: la consagración episcopal, junto
con el oficio de santificar, confiere también los de enseñar y regir, los cuales, sin
embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con
la Cabeza y miembros del Colegio. En efecto, según la tradición, que aparece sobre
todo en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de
Occidente, es cosa clara que con la imposición de las manos se confiere la gracia del
Espíritu Santo[56] y se imprime el sagrado carácter[57] de tal manera que los Obispos,
en forma eminente y visible, hagan las veces de Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y
obren en su nombre[58]. Es propio de los Obispos el admitir, por medio del
Sacramento del Orden, nuevos elegidos en el cuerpo episcopal.

22. EL COLEGIO DE LOS OBISPOS Y SU CABEZA

Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un
solo Colegio Apostólico, de semejante modo se unen entre sí el Romano Pontífice,
sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles. Ya la más antigua
disciplina, conforme a la cual los Obispos establecidos por todo el mundo
comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma con el vínculo de la unidad, de la
caridad y de la paz[59], como también los Concilios convocados[60] para resolver en
común las cosas más importantes[61], contrastándolas con el parecer de muchos[62],
17

manifiestan la naturaleza y forma colegial propia del orden episcopal. Forma que
claramente demuestran los Concilios ecuménicos que a lo largo de los siglos se han
celebrado. Esto mismo lo muestra también el uso, introducido de antiguo, de llamar
a varios Obispos a tomar parte en el rito de consagración cuando un nuevo elegido
ha de ser elevado al ministerio del sumo sacerdocio. Uno es constituido miembro
del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión
jerárquica con la Cabeza y miembros del Colegio.

El Colegio o cuerpo episcopal, por su parte, no tiene autoridad si no se considera


incluido el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, como Cabeza del mismo, quedando
siempre a salvo el poder primacial de éste tanto sobre los Pastores como sobre los
fieles. Porque el Pontífice Romano tiene, en virtud de su cargo de Vicario de Cristo y
Pastor de toda la Iglesia, potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que
puede siempre ejercer libremente. En cambio, el orden de los Obispos, que sucede en
el magisterio y en el régimen pastoral al Colegio apostólico, junto con su Cabeza, el
Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de la suprema y plena
potestad sobre la universal Iglesia[63], potestad que no puede ejercitarse sino con el
consentimiento del Romano Pontífice. El Señor puso tan sólo a Simón como roca y
portador de las llaves de la Iglesia (Mt., 16, 18-19) y le constituyó Pastor de toda su
grey (cf. Jn., 21, 15 y ss.); pero el oficio que dio a Pedro de atar y desatar, consta que lo
dio también al Colegio de los Apóstoles unido con su Cabeza (Mt., 18, 18; 28, 16-
20)[64]. Este Colegio expresa la variedad y universalidad del Pueblo de Dios en
cuanto está compuesto por muchos; y la unidad de la grey de Cristo, en cuanto está
agrupado bajo una sola cabeza. Dentro de este Colegio, los Obispos, respetando
fielmente el primado y principado de su Cabeza, gozan de potestad propia en bien no
sólo de sus propios fieles, sino incluso de toda la Iglesia, mientras el Espíritu Santo
robustece sin cesar su estructura orgánica y su concordia. La potestad suprema que
este Colegio posee sobre la Iglesia universal se ejercita de modo solemne en el
Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio Ecuménico que no sea aprobado, o al
menos aceptado como tal, por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano
Pontífice convocar estos Concilio Ecuménicos, presidirlos y confirmarlos[65]. Esta
misma potestad colegial puede ser ejercitada por los Obispos dispersos por el
mundo, a una con el Papa, con tal que la Cabeza del Colegio los llame a una acción
colegial, o por lo menos apruebe la acción unida de ellos o la acepte libremente para
que sea un verdadero acto colegial.

23. RELACIONES DE LOS OBISPOS DENTRO DEL COLEGIO

La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con
las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor
de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo visible de unidad[66] así de los
Obispos como de la multitud de los fieles. Del mismo modo, cada Obispo es el
principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia[67], formada a imagen
de la Iglesia universal; y en todas y de todas las Iglesias particulares queda integrada
la sola y única Iglesia católica[68]. Por esto cada Obispo representa a su Iglesia, tal
18

como todos ellos, a una con el Papa, representan toda la Iglesia en el vínculo de la
paz, del amor y de la unidad.

Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su
poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las
otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero, en cuanto miembros del Colegio
episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella
solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen[69], la
cual, si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo,
grandemente al progreso de la Iglesia universal. Todos los Obispos, en efecto, deben
promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común en toda la Iglesia,
instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo Místico de Cristo, principalmente
de los miembros pobres y de los que sufren o son perseguidos por la justicia (cf. Mt.,
5, 10), promover en fin, toda acción que sea común a la Iglesia, sobre todo en orden a
la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los
hombres. Por lo demás, es cosa clara que gobernando bien sus propias Iglesias como
porciones de la Iglesia universal, contribuyen en gran manera al bien de todo el
Cuerpo Místico, que es también el cuerpo de las Iglesias[70].

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los


Pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato imponiéndoles un
oficio común, según explicó ya el Papa Celestino a los Padres del Concilio de
Efeso[71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su
propio oficio, deben colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien
particularmente se ha encomendado el oficio de propagar la religión cristiana[72].
Deben, pues, con todas sus fuerzas proveer a las misiones no sólo de operarios para
la mies, sino también de socorros espirituales y materiales, ya sea directamente por
sí, ya sea excitando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren finalmente los
Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar una fraternal ayuda a
las otras Iglesias, sobre todo a las Iglesias vecinas y más pobres, dentro de esta
universal comunión de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que en diversas regiones las varias Iglesias fundadas
por los Apóstols y sus sucesores, con el correr de los tiempos se hayan reunido en
grupos orgánicamente unidos que, dentro de la unidad de fe y la única constitución
divina de la Iglesia, gozan de disciplina propia, de ritos litúrgicos propios y de un
propio patrimonio teológico y espiritual. Entre las cuales, concretamente las
antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras y con ellas
han quedado unidas hasta nuestros días por vínculos más estrechos de caridad tanto
en la vida sacramental como en la mutua observancia de derechos y deberes[73]. Esta
variedad de Iglesias locales, dirigida a la unidad muestra con mayor evidencia la
indivisa catolicidad de la Iglesia. Del mismo modo las Conferencias Episcopales hoy
en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el afecto colegial
tenga una aplicación concreta.

24. EL MINISTERIO DE LOS OBISPOS


19

Los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien
se ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las
gentes y de predicar el Evangelio a toda criatura, a fin de que todos los hombres
logren la salvación por medio de la fe, el bautismo y el cumplimiento de los
mandamientos (cfr. Mt., 28, 18; Mc., 16, 15-16; Hech., 26, 17 y s.). Para el desempeño
de esta misión, Cristo Señor prometió a sus Apóstoles el Espíritu Santo a quien
envió de hecho el día de Pentecostés desde el cielo para que, confortados con su
virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes y los pueblos
y los reyes (cf. Hech., 1, 8; 2, 1 y ss.; 9, 15). Este encargo que el Señor confió a los
pastores de su pueblo es un verdadero servicio y en la Sagrada Escritura se llama
muy significativamente "diaconía", o sea ministerio (cf. Hech., 1, 17 y 25; 21, 19;
Rom., 11, 13; 1 Tim., 1, 12).

La misión canónica de los Obispos puede hacerse ya sea por las legítimas costumbres
que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, ya se
por las leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, ya sea también
directamente por el mismo sucesor de Pedro: y ningún Obispo puede ser elevado a
tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión
apostólica[74].

25. EL OFICIO DE ENSEÑAR DE LOS OBISPOS

Entre los oficios principales de los Obispos sobresale la predicación del Evangelio[75].
Porque los Obispos son los heraldos de la fe que ganan nuevos discípulos para
Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y
ha de aplicarse a la vida, la ilustran con luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro
de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt., 13, 52), la hacen
fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tim.,
4, 1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben
ser respetados por todos como los testigos de la verdad divina y católica; los fieles,
por su parte, tienen obligación de aceptar y adherirse con religiosa sumisión del
espíritu al parecer de su Obispo en materias de fe y de costumbres cuando las expone
en nombre de Cristo. Esta religiosa sumisión de la voluntad y del entendimiento, de
modo particular se debe al magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando
no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio
supremo y con sinceridad se adhiera al parecer expresado por él según la mente y
voluntad que haya manifestado él mismo y que se descubre principalmente, ya sea
por la índole del documento, ya sea por la insistencia con que repite una misma
doctrina, ya sea también por las fórmulas empleadas.

Aunque cada uno de los prelados por sí no posea la prerrogativa de la infalibilidad,


sin embargo, si todos ellos, aun estando dispersos por el mundo, pero manteniendo
el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro, convienen en un mismo
parecer como maestros auténticos que exponen como definitiva una doctrina en las
cosas de fe y de costumbres, en ese caso enuncian infaliblemente la doctrina de
20

Cristo[76]. Pero esto se ve todavía más claramente cuando reunidos en Concilio


Ecuménico son los maestros y jueces de la fe y de la moral para la Iglesia universal, y
sus definiciones de fe deben aceptarse con sumisión[77].

Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define
la doctrina de la fe y de la moral, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la
divina Revelación que debe ser celosamente conservado y fielmente expuesto. Esta
infalibilidad compete al Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, en razón
de su oficio cuando proclama como definitiva la doctrina de la fe o de la moral[78]
en su calidad de supremo pastor y maestro de todos los fieles a quienes confirma en
la fe (cf. Lc., 22, 32). Por lo cual con razón se dice que sus definiciones por sí y no por
el consentimiento de la Iglesia son irreformables, puesto que han sido proclamadas
bajo la asistencia del Espíritu Santo prometida a él en San Pedro, y así no necesitan
de ninguna aprobación de otros ni admiten tampoco la apelación a ningún otro
tribunal. Porque en esos casos el Romano Pontífice no da una sentencia como
persona privada, sino que en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en
quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone
o defiende la doctrina de la fe católica[79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia
reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio
juntamente con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el
asenso de la Iglesia por la acción del Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda
de Cristo se conserva y progresa en la unidad de la fe[80].

Cuando el Romano Pontífice o con él el Cuerpo Episcopal definen una doctrina, lo


hacen siempre de acuerdo con la Revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse
todos, y que por escrito o por transmisión de la sucesión legítima de los Obispos y
sobre todo por el cuidado del mismo Pontífice Romano, se nos transmite íntegra y
en la Iglesia se conserva celosamente y se expone fielmente, gracias a la luz del
Espíritu de la verdad[81]. El Romano Pontífice y los Obispos, como lo requiere su
cargo y la importancia del asunto, celosamente trabajan con los medios
adecuados[82], a fin de que se estudie como se debe esta Revelación y se la proponga
apropiadamente, y no aceptan ninguna nueva revelación pública dentro del divino
depósito de la fe[83].

26. EL OFICIO DE SANTIFICAR DE LOS OBISPOS

El Obispo, revestido como está de la plenitud del sacramento del Orden, es "el
administrador de la gracia del supremo sacerdocio"[84] sobre todo en la Eucaristía,
que él mismo ofrece, ya sea por sí, ya sea por otros[85], y que hace vivir y crecer a la
Iglesia. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas
comunidades locales de los fieles que, unidas a sus pastores, reciben también el
nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento[86]. Ellas en sus sedes, son el Pueblo
nuevo, llamado por Dios con la virtud del Espíritu Santo y con plena convicción (cf.
1 Tes., 1, 5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo
y se celebra el misterio de la Cena del Señor "a fin de que por el cuerpo y la sangre
del Señor todos los hermanos de la comunidad queden estrechamente unidos"[87].
21

En todo altar, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo[88], se


manifiesta el símbolo de aquella caridad y "unidad del Cuerpo Místico, sin la cual no
puede haber salvación"[89]. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia
pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder
da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica[90]. Porque "la participación del
cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que
recibimos"[91].

Ahora bien: toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha


sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana
y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las
cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis.

Así, los Obispos orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y
abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de
la palabra comunican a los creyentes la fuerza de Dios para su salvación (cf. Rom., 1,
16) y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan
ellos con su autoridad[92], santifican a los fieles. Ellos regulan la administración del
bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de
Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las
sagradas órdenes y moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente
exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y
sobre todo en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus
súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal,
sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a
la vida eterna juntamente con la grey que se les ha confiado[93].

27. EL OFICIO DE REGIR DE LOS OBISPOS

Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les
han encomendado[94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos,
pero también con su autoridad y con su potestad sagrada que ejercitan únicamente
para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es
mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el
servidor (cf. Lc., 22, 26-27). Esta potestad que personalmente poseen en nombre de
Cristo, es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea
regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y
de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites. En virtud de esta
potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre
sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización
del apostolado.

A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y


cotidiano de sus ovejas y no deben ser tenidos como vicarios de los Romanos
Pontífices, ya que ostentan una potestad propia y son, con toda verdad, los Jefes del
pueblo que gobiernan[95]. Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad
22

suprema y universal, sino que al revés queda afirmada, robustecida y defendida[96],


puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que
Cristo Señor estableció en su Iglesia.

El Obispo, enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante
los ojos, el ejemplo del Buen Pastor que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt.,
20, 28; Mc., 10, 45) y a entregar su vida por sus ovejas (cf. Jn., 10, 11). Tomado de entre
los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de
los errados (cf. Heb., 5, 1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a
verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.
Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Heb., 13, 17), trabaje con
la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por
los que todavía no son de la única grey, a quienes debe tener por encomendados en
el Señor. Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a
evangelizar a todos (cf. Rom., 1, 14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad
apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos con su Obispo
como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que
todas las cosas se armonicen en la unidad[97] y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2
Cor., 4, 15).

28. LOS PRESBITEROS. SUS RELACIONES CON CRISTO, CON LOS OBISPOS, CON
EL PRESBITERIO Y CON EL PUEBLO CRISTIANO

Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn., 10, 36), ha hecho
participantes de su consagración y de su misión por medio de los Apóstoles a sus
sucesores, es decir, a los Obispos. Ellos han encomendado legítimamente el oficio de
su ministerio en diverso grado a diversos sujetos en la Iglesia[98]. Así el ministerio
eclesiástico de divina institución es ejercitado en diversas categorías por aquellos
que ya desde antiguo se llamaron Obispos, Presbíteros, Diáconos[99]. Los Presbíteros,
aunque no tienen el sumo grado del pontificado y en el ejercicio de su potestad
dependen de los Obispos, con todo están unidos con ellos en el honor del
sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del Orden[101], han sido consagrados
como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento[102], según la imagen de Cristo,
Sumo y Eterno Sacerdote (Heb., 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio, y
apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio
de su ministerio del oficio de Cristo, único Mediador (1 Tim., 2, 5), anuncian a todos
la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan sobre todo en el culto eucarístico
o comunión, en donde, representando la persona de Cristo[103] y proclamando su
Misterio, unen al sacrificio de su Cabeza, Cristo, las oraciones de los fieles (cf. 1 Cor.,
11, 26), representando y aplicando en el sacrificio de la Misa[104], hasta la venida del
Señor, el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo, que se ofrece a
sí mismo al Padre como hostia inmaculada (cf. Heb., 9, 1-28). Para con los fieles
arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la
reconciliación y del alivio y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los
fieles (cf. Heb., 5, 1-4). Ellos, ejercitando[105], en la medida de su autoridad, el oficio
de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una comunidad de
23

hermanos[106], animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el Espíritu, la


conducen hasta el Padre Dios. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad
(cf. Jn., 4, 24). Se afanan finalmente en la predicación y en la enseñanza (cf. 1 Tim., 5,
17), creyendo en aquello que leen cuando meditan en la ley del Señor, enseñando
aquello en que creen, imitando aquello que enseñan[107].

Los Presbíteros, como próvidos colaboradores[108] del orden episcopal, como ayuda e
instrumento suyo, llamados para servir al pueblo de Dios, forman, junto con su
Obispo, un presbiterio[109], dedicado a diversas funciones. En cada una de las
congregaciones locales de fieles, ellos hacen, por decirlo así, presente al Obispo con
quien están confiada y animosamente unidos y toman sobre sí una parte de la carga
y solicitud pastoral y la ejercitan en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del
Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos confiada, hacen
visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda a la edificación del
cuerpo total de Cristo (cf. Ef., 4, 12). Preocupados siempre por el bien de los hijos de
Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis y aun de toda la
Iglesia. Los Presbíteros, en virtud de esta participación en el sacerdocio y en la
misión, reconozcan al Obispo como verdadero padre y obedézcanle reverentemente.

El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes como hijos y amigos, tal como
Cristo a sus discípulos ya no los llama siervos, sino amigos (cf. Jn., 15, 15). Todos los
sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo
Episcopal por razón del Orden y del ministerio y sirven al bien de toda la Iglesia
según la vocación y la gracia de cada cual.

En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, los Presbíteros


todos se unen entre sí en íntima fraternidad que debe manifestarse en espontánea y
gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal,
en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.

Respecto de los fieles, a quienes con el bautismo y la doctrina han engendrado


espiritualmente (cf. 1 Cor., 4, 15; 1 Pe., 1, 23), tengan la solicitud de padres en Cristo.
Haciéndose de buena gana modelos de la grey (1 Pe., 5, 3) gobiernen y sirvan a su
comunidad local de tal manera que ésta merezca llamarse con el nombre que es gala
del pueblo de Dios único y total, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Cor., 1, 2; 2 Cor., 1, 1, y
passim). Acuérdense que con su conducta de todos los días y con su solicitud
muestran a fieles e infieles, a católicos y no católicos la imagen del verdadero
ministerio sacerdotal y pastoral y que deben, ante la faz de todos, dar el testimonio
de la verdad y de la vida y que como buenos pastores deben buscar también (cf. Lc.,
15, 4-7) a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, han abandonado, sin
embargo, la práctica de los sacramentos, e incluso la fe.

Como el mundo entero cada día más tiende a la unidad de organización civil,
económica y social, así conviene que cada vez más los sacerdotes, uniendo sus
esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten todo
24

conato de dispersión para que todo el género humano venga a la unidad de la


familia de Dios.

29. LOS DIACONOS

En el grado inferior de la jerarquía están los Diáconos que reciben la imposición de


manos no en orden al sacerdocio sino en orden al ministerio[110]. Así, confortados
con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al
Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio
propio del Diácono, según la autoridad competente se lo asignare, la administración
solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de
la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el Viático a los moribundos, leer la
Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración
de los fieles, administrar los sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios.
Dedicados a los oficios de caridad y administración, recuerden los Diáconos el aviso
de San Policarpo: "Misericordiosos, diligentes, procedan en su conducta conforme a
la verdad del Señor que se hizo servidor de todos"[111].

Teniendo en cuenta que estas funciones tan necesarias para la vida de la Iglesia,
según la disciplina actualmente vigente en la Iglesia latina, en muchas regiones
difícilmente se pueden desempeñar, se podrá restablecer en adelante el Diaconado
como grado propio y permanente en la jerarquía. Tocará a las distintas Conferencias
Episcopales el decidir, con la aprobación del Sumo Pontífice, si se cree oportuno y en
dónde, el establecer estos diáconos para la cura de las almas. Con el consentimiento
del Romano Pontífice este diaconado se podrá conferir a hombres de edad madura,
aunque estén casados, o también a jóvenes idóneos; pero para éstos debe mantenerse
firme la ley del celibato.

CAPITULO IV
LOS LAICOS

30. PECULIARIDAD

El Santo Sínodo, una vez declaradas las funciones de la Jerarquía, vuelve


gozosamente su espíritu hacia el estado de los fieles cristianos llamados laicos.
Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios, se dirige por igual a los laicos, religiosos y
clérigos; sin embargo, a los laicos, hombres y mujeres, en razón de su condición y
misión, les corresponden ciertas particularidades cuyos fundamentos, por las
especiales circunstancias de nuestro tiempo, hay que considerar más
profundamente.
25

Los sagrados Pastores conocen muy bien la importancia de la contribución de los


laicos al bien de toda la Iglesia. Pues saben que ellos no fueron constituidos por
Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia para con el
mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal
manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen
unánimemente a la obra común. Es necesario, por tanto, que todos "abrazados a la
verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra cabeza,
Cristo, de quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo
unen y nutren para la operación propia de cada miembro, crece y se perfecciona en la
caridad" (Ef. 4, 15-16).

31. QUE SE ENTIENDE POR LAICOS

Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los
miembros que han recibido un orden sagrado y los que viven en estado religioso
reconocido por la Iglesia, es decir, los fieles cristianos que, por estar incorporados a
Cristo mediante el bautismo, constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su
manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, según sus
posibilidades, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.

El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Los que recibieron el orden
sagrado, aunque algunas veces pueden ocuparse de asuntos seculares, incluso
ejerciendo una profesión secular, están ordenados principal y directamente al
sagrado ministerio, por razón de su vocación particular, en tanto que los religiosos,
por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser
transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos
pertenece por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según
Dios, los asuntos temporales. Viven en el siglo, es decir, en todas y cada una de las
actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar
y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios
a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que,
igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de
este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de
su vida, con su fe, su esperanza y caridad. A ellos, muy en especial, corresponde
iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente
vinculados, de tal manera, que se realicen continuamente según el espíritu de
Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y Redentor.

32. UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

La Iglesia santa, por voluntad divina, está ordenada y se rige con admirable
variedad. "Pues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y
todos los miembros no tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos,
somos un solo cuerpo en Cristo y todos miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 4-
5).
26

El pueblo elegido de Dios es uno: "Un Señor, una fe, un bautismo" (Ef., 4, 5); común
dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, gracia común de hijos,
común vocación a la perfección, una salvación, una esperanza y una indivisa
caridad. En Cristo y en la Iglesia no existe desigualdad alguna en razón de estirpe o
nacimiento, condición social o sexo, porque "no hay Judío ni Griego: no hay siervo o
libre: no hay varón ni mujer. Pues todos vosotros sois "uno" en Cristo Jesús" (Gál.,
3, 28; cf. Col., 3, 11).

Aunque no todos en la Iglesia van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y han alcanzado la misma fe por la justicia de Dios (cf. 2 Pe., 1,
1). Y si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los
demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores, sin embargo, se da
una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común
de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo. La diferencia que puso el
Señor entre los sagrados ministros y el resto del Pueblo de Dios, lleva consigo la
unión, puesto que los Pastores y los demás fieles están vinculados entre sí por unión
recíproca; los Pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, pónganse al
servicio los unos de los otros, y al de los demás fieles, y estos últimos, a su vez,
asocien su trabajo con el de los Pastores y doctores. De este modo, en la diversidad,
todos dan testimonio de la admirable unidad en el Cuerpo de Cristo: pues la misma
diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios,
porque "todas estas cosas son obra del único e idéntico Espíritu" (1 Cor., 12, 11).

Si, pues, los seglares, por dignación divina, tienen a Jesucristo por hermano, que
siendo Señor de todas las cosas, vino, sin embargo, a servir y no a ser servido (cf.
Mat., 20, 28), así también tienen por hermanos a quienes, constituidos en el sagrado
ministerio, enseñando, santificando y gobernando con la autoridad de Cristo,
apacientan la familia de Dios de tal modo que se cumpla por todos el mandato
nuevo de la caridad. A este respecto, dice hermosamente San Augustín: "Si me
aterra, el hecho de que soy para vosotros, eso mismo me consuela, porque estoy con
vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano. Aquél es el
nombre del cargo, éste el de la gracia; aquél, el del peligro; éste, el de la
salvación"[112].

33. EL APOSTOLADO DE LOS LAICOS

Los laicos congregados en el Pueblo de Dios y constituidos en un solo Cuerpo de


Cristo bajo una sola Cabeza cualesquiera que sean, están llamados, como miembros
vivos, a procurar el crecimiento de la Iglesia y su perenne santificación con todas sus
fuerzas, recibidas por beneficio del Creador y gracia del Redentor.

El apostolado de los laicos es la participación en la misma misión salvífica de la


Iglesia y a él todos están destinados por el mismo Señor en razón del bautismo y de
la confirmación. Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se
comunica y se nutre aquella caridad hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma
de todo apostolado. Los laicos, sin embargo, están llamados, particularmente, a hacer
27

presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella no puede ser
sal de la tierra si no es a través de ellos[113]. Así, pues, todo laico, por los mismos
dones que le han sido conferidos, se convierte en testigo y al mismo tiempo en
instrumento vivo de la misión de la misma Iglesia "en la medida del don de Cristo"
(Ef., 4, 7).

Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los fieles, los laicos
pueden también ser llamados de diversos modos a una cooperación más inmediata
con el apostolado de la Jerarquía[114], como aquellos hombres y mujeres que
ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho para el Señor (cf.
Filp., 4, 3; Rom. 16, 3 s.). Por lo demás, son aptos para que la Jerarquía les confíe el
ejercicio de determinados cargos eclesiásticos, ordenados a un fin espiritual.

Así, pues, incumbe a todos los laicos colaborar en la hermosa empresa de que el
divino designio de salvación alcance más y más a todos los hombres de todos los
tiempos y de toda la tierra. Abraseles, pues, camino por doquier para que, a la
medida de sus fuerzas y de las necesidades de los tiempos, participen también ellos,
celosamente, en la obra salvadora de la Iglesia.

34. CONSAGRACION DEL MUNDO

Cristo Jesús, Supremo y eterno sacerdote, deseando continuar su testimonio y su


servicio por medio también de los laicos, los vivifica con su Espíritu e
ininterrumpidamente los impulsa a toda obra buena y perfecta.

Pero a aquellos a quienes asocia íntimamente a su vida y misión, también les hace
partícipes de su oficio sacerdotal, en orden al ejercicio del culto espiritual, para gloria
de Dios y salvación de los hombres. Por eso los laicos, ya que están consagrados a
Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, tienen una vocación admirable y son
instruidos para que en ellos se produzcan cada vez más abundantes los frutos del
Espíritu. Pues todas sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y
familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el
Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten
en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe., 2, 5), que en la
celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen
piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, en cuanto adoradores, obrando
santamente en todo lugar, consagran a Dios el mundo mismo.

35. EL TESTIMONIO DE SU VIDA

Cristo, Profeta grande, que con el testimonio de su vida y con la virtud de su palabra
proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena
manifestación de la gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre
y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por eso constituye
testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Hech., 2, 17-
18; Apoc., 19, 10), para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana,
28

familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa, cuando fuertes en la fe


y la esperanza, aprovechan el tiempo presente (cf. Ef., 5, 16; Col., 4, 5) y esperan con
paciencia la gloria futura (cf. Rom., 8, 25). Pero que no escondan esta esperanza en la
interioridad del alma, sino manifiéstenla con una continua conversión y lucha
"contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos"
(Ef., 6, 12) incluso a través de las estructuras de la vida secular.

Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el
apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Apoc., 21, 1),
así los laicos se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf.
Hebr., 11, 1), si asocian, sin desmayo, a la vida de fe, la profesión de la fe. Esta
evangelización, es decir, el mensaje de Cristo pregonado con el testimonio de la vida
y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de
que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.

En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un
especial sacramento, es decir, el estado de vida matrimonial y familiar. Allí se da un
ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos donde la religión
cristiana penetra toda la institución de la vida y la transforma más cada día. Allí los
cónyuges tienen su propia vocación para que sean el uno para el otro y para sus
hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto
tanto las presentes virtudes del Reino de Dios, como la esperanza de la vida
bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, acusa al mundo de pecado e
ilumina a los que buscan la verdad.

Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y
deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque
si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos
en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de
sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo
apostólico, es preciso, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento
del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por
conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios
el don de la sabiduría.

36. EN LAS ESTRUCTURAS HUMANAS

Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso exaltado por el Padre (cf. Filp., 2, 8-
9), entró en la gloria de su reino; a El están sometidas todas las cosas hasta que El se
someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todas las
cosas (cf. 1 Cor., 15, 27-28). Tal potestad la comunicó a sus discípulos para que
quedasen constituidos en una libertad regia y con su abnegación y vida santa
vencieran en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom., 6, 12), más aún, sirviendo a
Cristo también en los demás, condujeran en humildad y paciencia a sus hermanos
hasta aquel Rey, a quien servir es reinar. Porque el Señor desea dilatar su Reino
también por mediación de los fieles laicos; un reino de verdad y de vida, un reino de
29

santidad y de gracia, un reino de justicia, de amor y de paz[115], en el cual la misma


criatura quedará libre de la servidumbre de la corrupción para pasar a participar de la
gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rom., 8, 21). Grande, realmente, es la
promesa y grande el mandato que se da a los discípulos: "Todas las cosas son
vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor., 3, 23).

Deben, pues, los fieles conocer la naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y
su ordenación a la gloria de Dios, y además deben ayudarse entre sí, también
mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el
mundo se informe del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la
justicia, la caridad y la paz. En el cumplimiento de este deber en el ámbito universal,
corresponde a los laicos el puesto principal. Procuren, pues, seriamente, por su
competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la
gracia de Cristo, contribuir eficazmente a que los bienes creados se desarrollen al
servicio absolutamente de todos los hombres, y se distribuyan mejor entre ellos,
según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo
humano, la técnica y la cultura civil, y en su medida, conduzcan al progreso
universal en la libertad cristiana y humana. Así Cristo, a través de los miembros de
la Iglesia, iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana.

Además, los seglares han de procurar, uniendo también sus fuerzas, sanear las
instituciones y las condiciones del mundo, si en algún caso incitan al pecado, de
modo que todas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan, más bien que
impidan, la práctica de las virtudes. Obrando así informarán de sentido moral la
cultura y las obras humanas. De esta manera se dispone mejor el campo del mundo
para la siembra de la divina palabra, y a la vez se abren más las puertas de la Iglesia
por las que ha de entrar en el mundo el mensaje de la paz.

En razón de la misma economía de la salvación, los fieles han de aprender


diligentemente a distinguir entre los derechos y obligaciones que les corresponden
por su pertenencia a la Iglesia y aquellos otros que les competen como miembros de
la sociedad humana. Procuren armonizarlos entre sí, recordando que, en cualquier
asunto temporal, deben guiarse por la conciencia cristiana, ya que ninguna actividad
humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios. En
nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esta distinción y
esta armonía brillen con suma claridad en el comportamiento de los fieles para que
la misión de la Iglesia pueda responder mejor a las circunstancias particulares del
mundo de hoy. Porque, así como se debe reconocer que la ciudad terrena, dedicada
justamente a las preocupaciones temporales, se rige por principios propios, del
mismo modo se rechaza con toda razón la infausta doctrina que intenta construir la
sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca o destruye la libertad
religiosa de los ciudadanos[116].

37. RELACIONES CON LA JERARQUIA


30

Los seglares, como todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con
abundancia[117] de los sagrados Pastores, de entre los bienes espirituales de la Iglesia,
ante todo, los auxilios de la palabra de Dios y de los sacramentos; y manifiéstenles,
con aquella libertad y confianza propia de hijos de Dios y de hermanos en Cristo, sus
necesidades y sus deseos. En la medida de la ciencia, de la competencia y del prestigio
que poseen, tienen el derecho, y en algún caso la obligación, de manifestar su
parecer[118] sobre aquellas cosas que dicen relación al bien de la Iglesia. Hágase esto,
si las circunstancias lo requieren, mediante las instituciones establecidas al efecto por
la Iglesia, y siempre con veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad
hacia aquellos que, por razón de su oficio sagrado, representan a Cristo.

Procuren los seglares, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con
su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el gozoso camino de la
libertad de los hijos de Dios, aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que
los sagrados Pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia
actuando de maestros y de gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones
a sus Prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta
de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no gimiendo (cf. Heb., 13, 17).

Los sagrados Pastores, por su parte, reconozcan y promuevan la dignidad y la


responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes
consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia y déjenles
libertad y campo de acción, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente,
asuman tareas propias. Consideren atentamente en Cristo, con afecto paterno[119],
las iniciativas, las peticiones y los deseos propuestos por los laicos. Y reconozcan
cumplidamente los Pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la
sociedad temporal.

De este trato familiar entre Laicos y Pastores se deben esperar muchos bienes para la
Iglesia; porque así se robustece en los seglares el sentido de su propia
responsabilidad, se fomenta el entusiasmo y se asocian con mayor facilidad las
fuerzas de los fieles a la obra de los Pastores. Pues estos últimos, ayudados por la
experiencia de los laicos, pueden juzgar más exacta y acertadamente lo mismo los
asuntos espirituales que los temporales, de suerte que la Iglesia entera, fortalecida
por todos sus miembros, pueda cumplir con mayor eficacia su misión en favor de la
vida del mundo.

38. COMO EL ALMA EN EL CUERPO

Cada seglar debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida de Nuestro
Señor Jesucristo y señal del Dios vivo. Todos unidos y cada uno por su parte, deben
alimentar al mundo con frutos espirituales (cf. Gál., 5, 22) e infundirle aquel espíritu
del que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos, a quienes el Señor, en el
Evangelio, proclamó bienaventurados (cf. Mt., 5, 3-9). En una palabra, "lo que es el
alma en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo"[120].
31

CAPITULO V
UNIVERSAL VOCACION
A LA SANTIDAD EN LA IGLESIA

39. LLAMAMIENTO A LA SANTIDAD

La Iglesia, cuyo misterio expone este Sagrado Concilio, goza en la opinión de todos
de una indefectible santidad, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el
Espíritu llamamos "el sólo Santo"[121], amó a la Iglesia como a su esposa,
entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef., 5, 25-26), la unió a Sí como
su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios.
Por eso todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la Jerarquía, ya sean dirigidos por ella,
son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: "Porque ésta es la voluntad
de Dios, vuestra santificación" (1 Tes., 4, 3; Ef., 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se
manifiesta incesantemente y se debe manifestar en los frutos de gracia que el
Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de múltiples modos en todos
aquellos que, con edificación de los demás, tienden en su propio estado de vida a la
perfección de la caridad; pero aparece de modo particular en la práctica de los que
comúnmente llamamos consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que por
impulso del Espíritu Santo muchos cristianos abrazan, tanto en forma privada como
en una condición o estado admitido por la Iglesia, da en el mundo, y conviene que
lo dé, un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad.

40. EL DIVINO MAESTRO Y MODELO DE TODA PERFECCION

El Señor Jesús, divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó la santidad de


vida, de la que El es autor y consumador, a todos y cada uno de sus discípulos, de
cualquier condición que fuesen: "Sed pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
Celestial es perfecto" (Mt., 5, 48)[122]. Ha enviado a todos el Espíritu Santo, que los
mueva interiormente, para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma,
con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc., 12, 30) y para que se amen unos a
otros como Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados y
justificados en Jesucristo, no por sus propios méritos, sino por designio y gracia de
El, por el bautismo de la fe han sido hechos hijos de Dios y partícipes de la divina
naturaleza, y, por lo mismo, santos; deben, por consiguiente, conservar y
perfeccionar en su vida, con la ayuda de Dios, esa santidad que recibieron. Les
amonesta el Apóstol a que vivan "como conviene a los santos" (Ef., 5, 3) y que
"como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia,
benignidad, humildad, modestia, paciencia" (Col., 3, 12) y produzcan como fruto del
Espíritu la santidad (cf. Gál., 5, 22; Rom., 6, 22). Pero como todos tropezamos en
32

muchas cosas (cf. Sant., 3, 2), tenemos continua necesidad de la gracia de Dios y
hemos de orar todos los días: "Perdónanos nuestras deudas" (Mt., 6, 12)[123].

Es evidente, por tanto, para todos, que todos los fieles, de cualquier estado o grado,
son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad[124]; con
esta santidad se promueve, aun en la sociedad terrena, un nivel de vida más
humano. Para alcanzar esa perfección, los fieles, según la diversa medida de los
dones recibidos de Cristo, deberán esforzarse para que, siguiendo sus huellas y
haciéndose conformes a su imagen, obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se
entreguen con toda generosidad a la gloria de Dios y al servicio del prójimo. Así la
santidad del Pueblo de Dios producirá frutos abundantes, como brillantemente lo
demuestra en la historia de la Iglesia la vida de tantos Santos.

41. LA SANTIDAD EN LOS DIVERSOS ESTADOS

Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los
que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a
Dios Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado de la cruz,
para merecer la participación de su gloria. Cada uno según los propios dones y las
gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que excita
la esperanza y obra por la caridad.

Es menester, en primer lugar, que los Pastores del rebaño de Cristo cumplan con su
deber ministerial, santamente y con generosidad, con humildad y fortaleza, según la
imagen del Sumo y Eterno sacerdote, Pastor y Obispo de nuestras almas; cumplido
así su deber, será para ellos mismos un magnífico medio de santificación. Escogidos
para la plenitud del sacerdocio reciben la gracia sacramental, para que orando,
ofreciendo el Sacrificio y predicando, con todas las formas de solicitud y servicio
episcopal, ejerciten un perfecto oficio de caridad pastoral[125], no tengan miedo a dar
su vida por sus ovejas y haciéndose modelo del rebaño (Cfr. 1 Pe., 5, 3) inciten
también con su ejemplo a la Iglesia a una santidad cada día mayor.

Los Sacerdotes, a semejanza del orden de los Obispos, cuya corona espiritual
forman[126], participando de la gracia del oficio de éstos por Cristo, eterno y único
Mediador, crezcan en el amor de Dios y del prójimo por el ejercicio cotidiano de su
deber, conserven el vínculo de la comunión sacerdotal, abunden en toda clase de
bienes espirituales y den a todos un testimonio vivo de Dios[127], emulando a
aquellos sacerdotes que en el transcurso de los siglos nos dejaron muchas veces, con
un servicio humilde y escondido, preclaro ejemplo de santidad, y cuya alabanza se
difunde por la Iglesia de Dios. Ofrezcan, como es su deber, sus oraciones y sacrificios
por su pueblo y por todo el Pueblo de Dios, reconociendo lo que hacen e imitando lo
que tratan[128]. Así, en vez de encontrar un obstáculo en sus preocupaciones
apostólicas, peligros y aflicciones, sírvanse más bien de todo ello para elevarse a más
alta santidad, alimentando y fomentando su actividad de la abundancia de la
contemplación, para consuelo de toda la Iglesia de Dios. Todos los sacerdotes, y en
particular los que por el título peculiar de su ordenación se llaman sacerdotes
33

diocesanos, recuerden cuánto contribuirá a su santificación la fiel unión y la


generosa cooperación con su propio Obispo.

Son también participantes de la misión y de la gracia del Supremo Sacerdote, de una


manera particular los ministros de orden inferior, en primer lugar los Diáconos, los
cuales, al dedicarse a los misterios de Cristo y de la Iglesia[129], deben conservarse
inmunes de todo vicio y agradar a Dios y ser ejemplo de todo lo bueno ante los
hombres (cf. 1 Tim., 3, 8-10; 12-13). Los clérigos, que llamados por Dios y separados
para tener parte con El, se preparan para los deberes de los ministros bajo la
vigilancia de los pastores, están obligados a ir adaptando su manera de pensar y
sentir a tan preclara elección, asiduos en la oración, fervorosos en la caridad,
solícitos para todo lo que es verdadero, justo y de buen nombre, realizando todo para
gloria y honor de Dios. A los cuales todavía se añaden aquellos seglares, escogidos
por Dios, que, entregados totalmente a las tareas apostólicas, son llamados por el
Obispo y trabajan en el campo del Señor con mucho fruto[130].

Conviene que los cónyuges y padres cristianos, siguiendo su propio camino, se


ayuden mutuamente con constante amor a mantenerse en la gracia durante toda la
vida, y eduquen en la doctrina cristiana y en las virtudes evangélicas a la prole
recibida amorosamente del Señor. De esta manera ofrecen al mundo el ejemplo de
un incansable y generoso amor, edifican la fraternidad de la caridad y se presentan
como testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y
participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo
por ella[131]. Un ejemplo análogo lo dan de otro modo los que, en estado de viudez
o de celibato, pueden contribuir no poco a la santidad y actividad de la Iglesia. Y por
su lado, los que viven entregados a un trabajo con frecuencia duro, deben
perfeccionarse a sí mismos con las obras humanas, ayudar a sus conciudadanos y
hacer progresar la sociedad entera y la creación hacia un estado mejor, pero también
con caridad operante, gozosos por la esperanza y llevando los unos las cargas de los
otros, imitar a Cristo, cuyas manos se ejercitaron en el trabajo, y que continúa
trabajando por la salvación de todos en unión con el Padre, y con su mismo trabajo
cotidiano subir a una mayor santidad, incluso apostólica.

Sepan también que están unidos de una manera especial con Cristo en sus dolores
por la salvación del mundo todos los que se ven oprimidos por la pobreza, la
debilidad, la enfermedad y otros muchos sufrimientos, o padecen persecución por la
justicia; el Señor en su Evangelio los llamó bienaventurados, "El Señor... de toda
gracia, que nos llamó a su eterna gloria en Cristo Jesús, después de sufrir un poco,
nos perfeccionará El mismo, nos confirmará y nos consolidará" (1 Pe., 5, 10).

Por consiguiente, todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio
o de circunstancias, y precisamente por medio de todas esas cosas se podrán
santificar más cada día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre Celestial,
y con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, en el mismo
servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo.
34

42. LOS CONSEJOS EVANGELICOS

"Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en El"


(1 Jn., 4, 16). Y Dios difundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que se nos ha dado (cfr. Rom., 5, 5). Por consiguiente, el don principal y más
necesario es la caridad con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo
por El. Pero a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y
fructifique, debe cada uno de los fieles oir de buena gana la palabra de Dios y cumplir
con obras su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los
sacramentos, sobre todo en el de la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y
aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un
fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la
caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (Col. 3, 14; Rom., 13, 10),
regula todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin[132]. De
ahí que el amor hacia Dios y hacia el prójimo sea la característica distintiva del
verdadero discípulo de Cristo.

Así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por
nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por El y por sus
hermanos (cf. 1 Jn., 3, 16; Jn., 15, 13). Pues bien: ya desde los primeros tiempos
algunos cristianos fueron llamados y lo serán siempre, a dar este máximo
testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores.
El martirio, por consiguiente, con el que el discípulo se asemeja al Maestro, que
aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma con El en el
derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como un supremo don y
la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, todos sin embargo deben
estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino
de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

La santidad de la Iglesia se fomenta también de una manera especial en los


múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio para que los observen sus
discípulos[133], entre los que descuella el precioso don de la gracia divina, que el
Padre da a algunos (cf. Mat., 19, 11; 1 Cor., 7, 7), para que más fácilmente sin dividir el
corazón (cf. 1 Cor., 7, 32-34) se entreguen a Dios solo en la virginidad o en el
celibato[134]. Esta perfecta continencia por el reino de los cielos siempre ha sido
tenida por la Iglesia en grandísimo honor como señal y estímulo de la caridad y
como un manantial extraordinario de espiritual fecundidad en el mundo.

La Iglesia considera también la amonestación del Apóstol, quien, animando a los


fieles a la práctica de la caridad, les exhorta a que "tengan los mismos sentimientos
que tuvo Cristo Jesús", que "se anonadó a sí mismo tomano naturaleza de esclavo...
hecho obediente hasta la muerte" (Filp., 2, 7-8), y que por nosotros "se hizo pobre,
siendo rico" (2 Cor., 8, 9). Y puesto que es necesario que los discípulos den siempre
testimonio de la imitaión de esta humildad y caridad de Cristo, se alegra la Madre
Iglesia de encontrar en su seno a muchos hombres y mujeres que siguen más de
cerca el anonadamiento del Salvador y lo ponen en más clara evidencia, aceptando
35

la pobreza con la libertad de los hijos de Dios y renunciando a su propia voluntad.


Ellos en efecto, se someten al hombre por Dios en materia de perfección, más allá de
lo que están obligados por el precepto, para asemejarse más a Cristo obediente[135].

Están, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar la santidad
y la perfección de su propio estado. Vigilen, pues, todos por ordenar rectamente sus
afectos, no sea que en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas
en oposición al espíritu de pobreza, encuentren un obstáculo que les aparte de la
búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol: "Los que usan de este
mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan" (cf. 1
Cor., 7, 31, gr.)[136].

CAPITULO VI
DE LOS RELIGIOSOS

43. CASTIDAD, POBREZA Y OBEDIENCIA

Los consejos evangélicos de la castidad consagrada a Dios, la pobreza y la obediencia,


puesto que están fundados en las palabras y ejemplos del Señor y recomendados por
los Apóstoles, por los Padres, doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que
la Iglesia recibió del Señor, y que con su gracia conserva perpetuamente. La
autoridad de la Iglesia, regida por el Espíritu Santo, se preocupó de interpretar esos
consejos, de regular su práctica y de determinar también las formas estables de
vivirlos. De ahí ha resultado que han ido creciendo, a la manera de un árbol que, de
una semilla divina, se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor, formas
diversas de vida solitaria y vida en común en gran variedad de familias que se
desarrollan, ya para provecho de sus propios miembros, ya para el bien de todo el
Cuerpo de Cristo[137]. Y es que esas familias ofrecen a sus miembros todas las
condiciones para una mayor estabilidad en su modo de vida, una doctrina
experimentada para conseguir la perfección, una comunión fraterna en la milicia de
Cristo y una libertad fortalecida por la obediencia, de tal modo que puedan guardar
fielmente y cumplir con seguridad su profesión religiosa, avanzando en el camino
de la caridad con espíritu gozoso[138].

Un estado así, en la divina y jerárquica Constitución de la Iglesia, no es un estado


intermedio entre la condición del clero y la condición seglar, sino que de ésta y de
aquélla se sienten llamados por Dios algunos fieles al goce de un don particular en la
vida de la Iglesia para contribuir, cada uno a su modo, en su misión salvífica[139].

44. DISTINTIVO ESPECIAL


36

Por los votos, o por otros sagrados vínculos análogos a los votos por su naturaleza,
con los cuales se obliga el fiel cristiano a la práctica de los tres consejos evangélicos
antes citados, se entrega totalmente al servicio de Dios sumamente amado, de tal
forma que queda destinado con un nuevo título al servicio y gloria de Dios. Ya por
el bautismo había muerto al pecado y se había consagrado a Dios: ahora, para
conseguir un fruto más abundante de la gracia bautismal, trata de liberarse, por la
profesión de los consejos evangélicos en la Iglesia, de los impedimentos que podrían
apartarle del fervor de la caridad y de la perfección del culto divino, y se consagra
más íntimamente al divino servicio[140]. Esta consagración será tanto más perfecta
cuanto por vínculos más firmes y más estables se represente mejor a Cristo, unido
con vínculo indisoluble a su Esposa, la Iglesia.

Y como los consejos evangélicos tienen la virtud de unir con la Iglesia y con su
misterio de una manera especial a quienes los practican, por la caridad a la que
conducen[141], es menester que su vida espiritual se consagre al bien de toda la
Iglesia. De ahí nace el deber de trabajar según las fuerzas y según el género de la
propia vocación, sea con la oración, sea con la actividad laboriosa, por implantar o
robustecer en las almas el Reino de Cristo y dilatarlo por todo el mundo. De ahí
también que la Iglesia proteja y favorezca la índole propia de los diversos institutos
religiosos.

Por consiguiente, la profesión de los consejos evangélicos aparece como un


distintivo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a
cumplir sin desfallecimiento los deberes de la vocación cristiana. Porque, al no tener
el Pueblo de Dios una ciudadanía permanente en este mundo, -sino que busca la
futura- el estado religioso, al dejar más libres a sus seguidores frente a los cuidados
terrenos, manifiesta mejor a todos los creyentes los bienes celestiales -presentes
incluso en esta vida-, da un testimonio de la vida nueva y eterna conseguida por la
redención de Cristo y preanuncia la resurrección futura y la gloria del Reino
celestial. Y ese mismo estado imita más de cerca y representa perpetuamente en la
Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para
cumplir la voluntad del Padre, y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran
seguirle. Finalmente, pone a la vista de todos, de una manera peculiar, la elevación
del Reino de Dios sobre todo lo terreno y sus grandes exigencias; demuestra también
a todos los hombres la maravillosa grandeza de la virtud de un Cristo que reina y el
infinito poder del Espíritu Santo que obra maravillas en su Iglesia.

Por consiguiente, un estado cuya esencia está en la profesión de los consejos


evangélicos, aunque no pertenezca a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece,
sin embargo, de una manera indiscutible a su vida y a su santidad.

45. REGLAS Y CONSTITUCIONES

Siendo un deber de la jerarquía eclesiástica el apacentar al Pueblo de Dios y


conducirlo a los pastos mejores (cf. Ezeq., 34, 14), toca también a ella dirigir con la
sabiduría de sus leyes la práctica de los consejos evangélicos, con los que se fomenta
37

de un modo singular la perfección de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo[142]. La


misura jerarquía siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las
reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, y las aprueba auténticamente
después de ordenarlas, y además está presente con su autoridad vigilante y
protectora en el desarrollo de los institutos, erigidos por todas partes para la
edificación del Cuerpo de Cristo, a fin de que crezcan y florezcan según el espíritu de
sus fundadores.

El Sumo Pontífice, por razón de su primado sobre toda la Iglesia, para proveer mejor
a las necesidades de toda la grey del Señor, puede eximir de la jurisdicción de los
Ordinarios de lugar y someter a su sola autoridad a cualquier Instituto de perfección
y a cada uno de sus miembros[143]. Y por la misma razón pueden ser éstos dejados o
confiados a la autoridad patriarcal propia. Los miembros de estos institutos, en el
cumplimiento de sus deberes para con la Iglesia, según la forma peculiar de su
Instituto, deben prestar a los Obispos la debida reverencia y obediencia según las
leyes canónicas, por su autoridad pastoral en las Iglesias particulares y por la
necesaria unidad y concordia en el trabajo apostólico[144].

La Iglesia, no sólo eleva con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de un


estado canónico, sino que la presenta en la misma acción litúrgica como un estado
consagrado a Dios. Ya que la misma Iglesia, con la autoridad recibida de Dios, recibe
los votos de los profesos, les obtiene del Señor, con la oración pública, los auxilios y
la gracia divina, les encomienda a Dios, y les imparte una bendición espiritual,
asociando su oblación al sacrificio eucarístico.

46. PURIFICACION DEL ALMA

Pongan, pues, especial solicitud los religiosos en que, por ellos, la Iglesia muestre
mejor cada día a fieles e infieles, a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el
monte, ya sea anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y
heridos, convirtiendo los pecadores a una vida más virtuosa, bendiciendo a los
niños, haciendo el bien a todos, siempre obediente a la voluntad del Padre que le
envió[145].

Tengan por fin todos bien entendido que la profesión de los consejos evangélicos,
aunque lleva consigo la renuncia de bienes que indudablemente son de mucho
valor, sin embargo, no es un impedimento para el verdadero progreso de la persona
humana, sino que, por su misma naturaleza, lo favorece grandemente. Porque los
consejos evangélicos, aceptados voluntariamente según la vocación personal de
cada uno, contribuyen no poco a la purificación del corazón y a la libertad espiritual,
excitan continuamente el fervor de la caridad y, sobre todo, como se demuestra con
el ejemplo de tantos santos fundadores, son capaces de asemejar más la vida del
hombre cristiano a la vida virginal y pobre que para sí escogió Cristo Nuestro Señor
y abrazó su Madre, la Virgen. Ni piense nadie que los religiosos, por su
consagración, se hacen extraños a la Humanidad o inútiles para la ciudad terrena.
Porque, aunque en algunos casos no asisten directamente a los prójimos, los tienen,
38

sin embargo, presentes, de un modo más profundo, en las entrañas de Cristo, y


cooperan con ellos espiritualmente para que la edificación de la ciudad terrena se
funde siempre en Dios y se dirija a El, "no sea que trabajen en vano los que la
edifican"[146].

Por eso este Sagrado Sínodo confirma y alaba a los hombres y mujeres, hermanos y
hermanas que, en los monasterios, en las escuelas y hospitales o en las misiones,
honran a la Esposa de Cristo con la constante y humilde fidelidad en su
consagración y ofrecen a todos los hombres generosamente los más variados
servicios.

47. PERSEVERANCIA

Esmérese por consiguiente todo el que haya sido llamado a la profesión de estos
consejos, por perseverar y destacarse en la vocación a la que ha sido llamado por
Dios, para que más abunde la santidad en la Iglesia y para mayor gloria de la
Trinidad, una e indivisible, que en Cristo y por Cristo es la fuente y origen de toda
santidad.

CAPITULO VII
INDOLE ESCATOLOGICA
DE LA IGLESIA PEREGRINANTE
Y SU UNION CON LA IGLESIA CELESTIAL

48. INDOLE ESCATOLOGICA DE NUESTRA VOCACION EN LA IGLESIA

La Iglesia, a la que todos somos llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia de
Dios, conseguimos la santidad, no será llevada a su plena perfección sino "cuando
llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas" (Hech., 3, 21) y cuando, con el
género humano, también el Universo entero, que está íntimamente unido con el
hombre y por él alcanza su fin, sea perfectamente renovado (cf. Ef., 1, 10; Col., 1, 20; 2
Pe., 3, 10-13).

Y ciertamente Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los
hombres (cf. Jn., 12, 32 gr.); resucitando de entre los muertos (cf. Rom., 6, 9) envió a
su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por El constituyó a su Cuerpo, que es la
Iglesia, como Sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del
Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella
unirlos a Sí más estrechamente, y alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre
hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que
esperamos, comienza ya en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y
39

continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del


sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes
futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y
labramos nuestra salvación (cf. Filp., 2, 12).

El fin de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1 Cor., 10, 11) y la
renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en
cierto modo en el siglo presente, ya que la Iglesia aun en la tierra se reviste de una
verdadera, si bien imperfecta santidad. Sin embargo, mientras no haya nuevos cielos
y nueva tierra, en los que tenga su morada la santidad (cf. 2 Pe., 3, 13), la Iglesia
peregrinante, en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva
consigo la imagen de este mundo que pasa, y Ella misma vive entre las criaturas que
gimen entre dolores de parto hasta el presente, en espera de la manifestación de los
hijos de Dios (cf. Rom., 8, 22 y 19).

Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el sello del Espíritu Santo, "que es
prenda de nuestra herencia" (Ef., 1, 14), somos llamados hijos de Dios y lo somos de
verdad (cf. 1 Jn., 3, 1); pero todavía no hemos aparecido con Cristo en aquella gloria
(cf. Col., 3, 4) en la que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf.
1 Jn., 3, 2). Por tanto, "mientras habitamos en este cuerpo, vivimos en el desierto,
lejos del Señor" (2 Cor., 5, 6), y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
en nuestro interior (cf. Rom., 8, 23) y ansiamos estar con Cristo (cf. Filp., 1, 23). Ese
mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por
nosotros (cf. 2 Cor., 5, 15). Por eso ponemos toda nuestra voluntad en agradar al
Señor en todo (cf. 2 Cor., 5, 9), y nos revestimos de la armadura de Dios para
permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y poder resistir en el día malo
(cf. Ef., 6, 11-13). Y como no sabemos ni el día ni la hora, debemos vigilar
constantemente, como nos avisa el Señor, para que, terminado el curso único de
nuestra vida terrena (cf. Heb., 9, 27), si queremos entrar con El a las nupcias,
merezcamos ser contados entre los escogidos (cf. Mt., 25, 31-46); no sea que como
aquellos siervos malos y perezosos (cf. Mt., 25, 26) seamos arrojados al fuego eterno
(cf. Mt., 25, 41), a las tinieblas exteriores en donde "habrá llanto y rechinar de
dientes" (Mt., 22, 13 y 25, 30). En efecto, antes de reinar con Cristo glorioso, todos
debemos comparecer "ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada cual según las
obras buenas o malas que hizo en su vida mortal" (2 Cor., 5, 10); y al fin del mundo
"saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida, los que obraron el mal,
para la resurrección de condenación" (Jn., 5, 29; cf. Mt., 25, 46). Teniendo, pues, por
cierto, que "los padecimientos de esta vida presente son nada en comparación con la
gloria futura que se ha de revelar en nosotros" (Rom., 8, 18; cf. 2 Tim., 2, 11-12), con
fe firme, esperamos el cumplimiento de "la esperanza bienaventurada y la llegada
de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tit., 2, 13), quien
"transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo" (Filp.,
3, 21) y vendrá "para ser glorificado en sus santos y para ser la admiración de todos
los que han tenido fe" (2 Tes., 1, 10).

49. COMUNION DE LA IGLESIA CELESTIAL CON LA IGLESIA PEREGRINANTE


40

Así, pues, hasta que el Señor venga revestido de majestad y acompañado de todos
sus ángeles (cf. Mt., 25, 31) y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas
(cf. 1 Cor., 15, 26-27), algunos entre sus discípulos peregrinan en la tierra, otros, ya
difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados contemplando claramente al
mismo Dios, Uno y Trino, tal cual es[147]; mas todos, aunque en grado y formas
distintas, estamos unidos en fraterna caridad y cantamos un mismo himno de gloria
a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo y tienen su Espíritu, forman una
sola Iglesia y con El están mutuamente unidos (cf. Ef., 4, 16). Así que la unión de los
peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna
manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se fortalece con
la comunicación de los bienes espirituales[148]. Por lo mismo que los
bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más
eficazmente a toda la Iglesia en la santidad, ennoblecen el culto que Ella misma
ofrece a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada
edificación (cf. 1 Cor., 12, 12-27)[149] por nosotros ante el Padre[150], presentando por
medio del único Mediador de Dios y de los hombres, Cristo Jesús (1 Tim., 2, 5), los
méritos que en la tierra alcanzaron, sirviendo al Señor en todas las cosas y
completando en su propia carne, en favor del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, lo
que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col., 1, 24)[151]. Su fraterna solicitud ayuda,
pues, mucho a nuestra debilidad.

50. RELACIONES DE LA IGLESIA PEREGRINANTE CON LA IGLESIA CELESTIAL

La Iglesia de los viadores desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto
conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo y así
conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos[152] y ofreció también sufragios
por ellos, "porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para
que queden libres de sus pecados" (2 Mac., 12, 46). Siempre creyó la Iglesia que los
apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de
amor con el derramamiento de su sangre, nos están más íntimamente unidos: a
ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, los veneró con
peculiar afecto[153] e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión. A éstos
luego se unieron también aquellos otros que habían imitado[154] más de cerca la
virginidad y la pobreza de Cristo y en fin otros, cuyo preclaro ejercicio de virtudes
cristianas[155] y cuyos divinos carismas hacían recomendables a la piadosa devoción
e imitación de los fieles[156].

En efecto, al mirar la vida de quienes siguieron fielmente a Cristo, nuevos motivos


nos impulsan a buscar la Ciudad futura (cf. Heb., 13, 14 y 11, 10) y al mismo tiempo,
en medio de las cosas mudables de este mundo, se nos muestra el camino más
seguro, conforme al propio estado y condición de cada uno por donde podremos
llegar a la perfecta unión con Cristo, o sea, a la santidad[157]. Dios manifiesta a los
hombres en forma viva su presencia y su rostro, en la vida de aquellos que, siendo
hombres como nosotros, con mayor perfección se transforman en la imagen de
Cristo (cf. 2 Cor., 3, 18). En ellos El mismo es quien nos habla y nos ofrece un signo
41

de ese Reino suyo[158] hacia el cual somos poderosamente atraídos, con tan gran
nube de testigos en torno (cf. Heb., 12, 1) y con tan gran testimonio de la verdad del
Evangelio.

Pero no sólo veneramos la memoria de los santos del cielo por el ejemplo que nos
dan, sino aún más para que la unión de la Iglesia en el Espíritu quede corroborada
por el ejercicio de la caridad fraterna (cf. Ef., 4, 1-6). Porque así como la comunión
cristiana entre los viadores nos conduce más cerca de Cristo, así el consorcio con los
santos nos une con Cristo, de quien dimana como de Fuente y Cabeza toda la gracia y
la vida del mismo Pueblo de Dios[159]. Conviene, pues, en sumo grado, que
amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también nuestros y
eximios bienhechores; rindamos a Dios las debidas gracias por ellos[160],
"invoquémoslos humildemente y, para impetrar de Dios beneficios por medio de su
Hijo Jesucristo, único Redentor y Salvador nuestro, acudamos a sus oraciones,
ayuda y auxilios"[161]. En verdad, todo genuino testimonio de amor ofrecido por
nosotros a los bienaventurados, por su misma naturaleza, se dirige y termina en
Cristo, que es la "corona de todos los Santos"[162] y por El a Dios, que es admirable
en sus Santos y en ellos es glorificado[163].

Pero nuestra más alta forma de unión con la Iglesia celestial se realiza especialmente
cuando en la sagrada liturgia, en la cual "la virtud del Espíritu Santo obra sobre
nosotros por los signos sacramentales", celebramos juntos con fraterna alegría la
alabanza de la Divina Majestad[164], y todos los redimidos por la Sangre de Cristo de
toda tribu, lengua, pueblo y nación (cf. Apoc., 5, 9), congregados en una misma
Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al
celebrar, pues, el Sacrificio Eucarístico, es cuando mejor nos unimos al culto de la
Iglesia celestial en una misma comunión y veneración de la memoria de la gloriosa
Virgen María, en primer lugar, y del bienaventurado José y de los bienaventurados
Apóstoles, de los Mártires y de todos los Santos[165].

51. EL CONCILIO ESTABLECE DISPOSICIONES PASTORALES

Este Sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros antepasados
acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que están en la gloria celestial o
aún están purificándose después de la muerte; y de nuevo propone los decretos de
los sagrados Concilios Niceno II[166], Florentino[167] y Tridentino[168]. Junto con
esto, por su solicitud pastoral, exhorta a todos aquellos a quienes corresponde, a que
traten de apartar o corregir cualesquiera abusos, excesos o defectos que acaso en
diversos sitios se hubieren introducido y restauren todo conforme a la mejor
alabanza de Cristo y de Dios. Enseñen, pues, a los fieles que el auténtico culto a los
santos no consiste tanto en la multiplicidad de los actos exteriores, cuanto en la
intensidad de un amor práctico, por el cual para mayor bien nuestro y de la Iglesia,
buscamos en los santos "el ejemplo de su vida, la participación de su intimidad y la
ayuda de su intercesión"[169]. Explíquenles por otro lado que nuestro trato con los
bienaventurados, si se considera en la plena luz de la fe, lejos de atenuar el culto
42

latréutico debido a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, más bien lo enriquece
ampliamente[170].

Porque todos los que somos hijos de Dios y constituimos una familia en Cristo (cf.
Heb., 3, 6), al unirnos en una mutua caridad y en una misma alabanza de la
santísima Trinidad, correspondemos a la íntima vocación de la Iglesia y
participamos con gusto anticipado de la liturgia de la gloria perfecta del cielo[171].
Porque cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos,
la claridad de Dios iluminará la Ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (cf.
Apoc., 21, 24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suprema felicidad del
amor, adorará a Dios y "al Cordero que fue inmolado" (Apoc., 5, 12), aclamando
todos a una voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero: la alabanza, el honor
y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos" (Apoc., 5, 13-14).

CAPITULO VIII
LA BIENAVENTURADA
VIRGEN MARIA, MADRE DE DIOS,
EN EL MISTERIO DE CRISTO
Y DE LA IGLESIA

I. "PROEMIO"

52. LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARIA EN EL MISTERIO DE CRISTO

El benignísimo y sapientísimo Dios, queriendo llevar a término la redención del


mundo, "cuando llegó el fin de los tiempos, envió a su Hijo hecho de Mujer... para
que recibiésemos la adopción de hijos" (Gál., 4, 4-5). "El cual por nosotros, los
hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del
Espíritu Santo de María Virgen"[172]. Este misterio divino de salvación se nos
revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo y en ella
los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben
también venerar la memoria "en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María,
Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo"[173].

53. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y LA IGLESIA

En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios
en su corazón y en su cuerpo y trajo la Vida al mundo, es reconocida y honrada
como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en
atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble
vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa y dignidad de ser la Madre de
43

Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con
un don de gracia tan eximia, antecede, con mucho, a todas las criaturas celestiales y
terrenas. Al mismo tiempo está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres
que necesitan ser salvados; más aún: es verdaderamente madre de los miembros (de
Cristo)... por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que
son miembros de aquella Cabeza"[174]. Por eso también es saludada como miembro
sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo
eminentísimos en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el
Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.

54. INTENCION DEL CONCILIO

Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el


Divino Redentor realiza la salvación, quiere explicar cuidadosamente tanto la
función de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y
del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de
Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los fieles, sin que tenga
la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las
cuestiones no aclaradas totalmente por el estudio de los teólogos. Conservan, pues,
su derecho las sentencias que se proponen libremente en las escuelas católicas sobre
Aquella que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo, el lugar más alto y el más
cercano a nosotros[175].

II. OFICIO DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN


EN LA ECONOMIA DE LA SALVACION

55. LA MADRE DEL MESIAS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición,


muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la
economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del
Antiguo Testamento describen la historia de la salvación, en la cual se prepara, paso
a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como
son leídos en la Iglesia y son entendidos a la luz de una ulterior y más plena
revelación, cada vez con mayor claridad iluminan la figura de la mujer Madre del
Redentor. Ella misma, es esbozada bajo esta luz profeticamente en la promesa de
victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres, caídos en pecado (cf.
Gén., 3, 15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo
nombre será Emanuel (Cf. Is., 7, 14; Miq., 5, 2-3; Mt., 1, 22-23). Ella misma sobresale
entre los humildes y pobres del Señor, que de El con confianza esperan y reciben la
salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se
cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva Economía, cuando el Hijo
de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado
mediante los misterios de su carne.
44

56. MARIA EN LA ANUNCIACION

El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de


parte de la madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte,
así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de
Jesús, que dio al mundo la Vida misma que renueva todas las cosas, y que fue
enriquecida por Dios con dones correspondientes a tan gran oficio. Por eso no es
extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios la toda
santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y
hecha una nueva criatura[176]. Enriquecida desde el primer instante de su
concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es
saludada por el ángel por mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc., 1, 28), y
ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según
tu palabra" (Lc., 1, 38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue
hecha Madre de Jesús y abrazando la voluntad salvífica de Dios, con generoso
corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma,
cual esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo bajo El y con El,
por la gracia de Dios omnipotente, al misterio de la Redención. Con razón, pues, los
Santos Padres consideran a María, no como un mero instrumento pasivo en las
manos de Dios, sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y
obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, "obedeciendo fue causa de su
salvación propia y de la de todo el género humano"[177]. Por eso no pocos Padres
antiguos en su predicación, gustosamente afirman con él: "El nudo de la
desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que ató la virgen
Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe"[178]; y comparándola
con Eva, llaman a María "Madre de los vivientes"[179], y afirman con mucha
frecuencia: "la muerte vino por Eva, por María la vida"[180].

57. LA BIENAVENTURADA VIRGEN Y EL NIÑO JESUS

La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el


momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término,
cuando María se dirige presurosa a visitar a Isabel, es saludada por ella como
bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida y el precursor saltó de
gozo (cf. Lc., 1, 41-43) en el seno de su madre; y en la Natividad, cuando la Madre de
Dios, llena de alegría muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que
lejos de disminuir consagró su integridad virginal[181]. Y cuando, ofrecido el rescate
de los pobres, lo presentó al Señor, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba
que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la
Madre, para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc., 2,
34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el
templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su
respuesta. Pero su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas
(cf. Lc., 2, 41-51).

58. LA BIENAVENTURADA VIRGEN EN EL MINISTERIO PUBLICO DE JESUS


45

En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente: ya al principio


durante las bodas de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su
intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn., 2, 1-11). En el
decurso de la predicación de su Hijo acogió las palabras con las que (cf. Lc., 2, 19 y 51),
elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre,
proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios, como ella
lo hacía fielmente (cf. Mc., 3, 35 par.; Lc., 11, 27-28). Así también la Bienaventurada
Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn., 19,
25), sufrió profundamente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su
sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima concebida por Ella
misma, y finalmente, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús
moribundo en la Cruz, con estas palabras: "[exclamdown]Mujer, he ahí a tu hijo!"
(cf. Jn., 19, 26-27)[182].

59. LA BIENAVENTURADA VIRGEN DESPUES DE LA ASCENSION

Queriendo Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación


humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles
antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las
mujeres y María, la Madre de Jesús, y los hermanos de El" (Hech., 1, 14), y a María
implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, el cual ya la había cubierto con
su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada
inmune de toda mancha de culpa original[183], terminado el curso de su vida
terrena, en alma y en cuerpo fue asunta a la gloria celestial[184] y enaltecida por el
Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo,
Señor de los que dominan (Apoc., 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte[185].

III. LA BIENAVENTURADA VIRGEN


Y LA IGLESIA
60. MARIA, ESCLAVA DEL SEÑOR, EN LA OBRA DE LA REDENCION Y DE LA
SANTIFICACION

Uno solo es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: "Porque uno es Dios y
uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a
Sí mismo como precio de rescate por todos" (I Tim., 2, 5-6). Pero la función maternal
de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única
mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo
salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres, no nace de ninguna
necesidad, sino del divino beneplácito y brota de la superabundancia de los méritos
de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca
46

toda su eficacia, y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes


con Cristo.

61. MATERNIDAD ESPIRITUAL

La Bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de


Dios junto con la Encarnación del Verbo divino por designio de la Divina
Providencia, fue en la tierra la benéfica Madre del Divino Redentor y en forma
singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del
Señor.

Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al


Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del
todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la
restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre
en el orden de la gracia.

62. MEDIADORA

Y esta maternidad de María perdura si cesar en la economía de la gracia, desde el


momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin
vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos.
Pues una vez asunta a los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa
alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación[186]. Por
su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten
entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la
patria feliz. Por eso, la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los
títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora[187]. Lo cual, sin embargo, se
entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo,
único Mediador[188].

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado, nuestro
Redentor; pero así como del sacerdocio de Cristo participan de varias maneras, tanto
los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde
realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del
Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que
participa de la fuente única.

La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado, lo experimenta


continuamente y lo recomienda al amor de los fieles, para que, apoyados en esta
protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.

63. MARIA, COMO VIRGEN Y MADRE, TIPO DE LA IGLESIA

La Bienaventurada Virgen, por el don y el oficio de la maternidad divina, con que


está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también
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íntimamente a la Iglesia. La Madre de Dios es tipo de la Iglesia, como ya enseñaba


San Ambrosio; a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con
Cristo[189]. Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es llamada
madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma
eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre[190]; pues creyendo y
obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer
varón, por obra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, prestando fe sin sombra de
duda, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien
Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom., 8, 29); a saber:
los fieles, a cuya generación y educación coopera con materno amor.

64. FECUNDIDAD DE LA VIRGEN Y DE LA IGLESIA

Ahora bien: la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y


cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es madre, por la palabra
de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para
la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de
Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fidelidad
prometida al Esposo e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu
Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera
caridad[191].

65. VIRTUDES DE MARIA QUE HAN DE SER IMITADAS POR LA IGLESIA

Mientras que la Iglesia en la Beatísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se


presenta sin mancha ni arruga, (cf. Ef., 5, 27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan
en crecer en la santidad venciendo el pecado: y por eso levantan sus ojos hacia
María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes.
La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del
Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el altísimo
misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que
habiendo participado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera
une en sí y refleja las más grandes verdades de la fe, al ser predicada y honrada, atrae
a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre. La Iglesia, a
su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso Modelo,
progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y siguiendo
en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica con
razón la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu
Santo y nacido de la Virgen precisamente, para que por la Iglesia nazca y crezca
también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel
afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión
apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.

IV. CULTO DE LA BIENAVENTURADA


48

VIRGEN EN LA IGLESIA
66. NATURALEZA Y FUNDAMENTO DEL CULTO

María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue exaltada por encima de
todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que
tomó parte en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la
Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es
honrada con el título de "Madre de Dios", a cuyo amparo los fieles en todos sus
peligros y necesidades acuden con sus súplicas[192]. Especialmente desde el Concilio
de Efeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la
veneración y el amor, en la invocación e imitación, según las palabras proféticas de
ella misma: "Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en
mí cosas grandes el Poderoso" (Lc., 1, 48). Este culto, tal como existió siempre en la
Iglesia aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que
se da al Verbo Encarnado lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, y lo promueve
poderosamente. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la
Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina sana y ortodoxa, según las
condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles,
hacen que mientras se honra a la Madre, el Hijo, en quien fueron creadas todas las
cosas (cf. Col., 1, 15-16) y en quien "tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud"
(Col., 1, 19), sea debidamente conocido, amado, glorificado y sean cumplidos sus
mandamientos.

67. ESPIRITU DE LA PREDICACION Y DEL CULTO

El Sacrosanto Sínodo enseña deliberadamente esta doctrina católica y exhorta al


mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto,
sobre todo litúrgico, hacia la Bienaventurada Virgen, como también estimen mucho
las prácticas y ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados en el curso de los siglos
por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos
pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la
Bienaventurada Virgen y de los santos[193]. Asimismo exhorta encarecidamente a
los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado
tanto de toda falsa exageración como también de una excesiva estrechez de espíritu,
al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios[194]. Cultivando el estudio de
la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y doctores y de las liturgias de la Iglesia,
bajo la dirección del Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la
Bienaventurada Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad,
santidad y piedad. Aparten con diligencia todo aquello que, sea de palabra, sea de
obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de
la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, por su parte, los fieles que la
verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana
credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la
excelencia de la Madre de Dios y nos excita a un amor filial hacia nuestra Madre y a
la imitación de sus virtudes.
49

V. MARIA, SIGNO DE ESPERANZA


CIERTA Y CONSUELO PARA EL
PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE
68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los
cielos en cuerpo y alma, es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser
consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf.
2 Pe., 3, 10), brilla ante el pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza
segura y de consuelo.

69. Ofrece gran gozo y consuelo a este Sacrosanto Sínodo el hecho de que tampoco
falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del
Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales, que van a una con nosotros
por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de
Dios[195]. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de
los hombres, para que Ella, que estuvo presente a las primeras oraciones de la Iglesia,
ensalzada ahora en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles, en la
comunión de todos los santos, interceda también ante su Hijo para que las familias
de todos los pueblos, tanto los que se honran con el nombre cristiano, como los que
aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un
solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e individua Trinidad.

Todas y cada una de las cosas establecidas en esta Constitución dogmática fueron del
agrado de los Padres. Y Nos, con la potestad Apostólica conferida por Cristo,
juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos,
decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean
promulgados para gloria de Dios.

Roma, en San Pedro, día 21 de Noviembre de 1964.

Yo PAULO, Obispo de la Iglesia Católica

Siguen las firmas de los Padres

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DE LAS ACTAS DEL SACROSANTO


CONCILIO ECUMENICO VATICANO II
NOTIFICACIONES
HECHAS POR EL EXCMO.
SECRETARIO GENERAL DEL S. CONCILIO
50

EN LA CONGREGACION GENERAL 103,


EL DIA 16 DE NOV. DE 1964
Se ha preguntado cuál deba ser la calificación teológica de la doctrina expuesta en el
Esquema sobre la Iglesia que se somete a votación.

La Comisión doctrinal ha respondido a la pregunta, al examinar los Modos que se


refieren al capítulo tercero del Esquema sobre la Iglesia, con estas palabras:

"Como consta de por sí, el texto del Concilio se ha de interpretar siempre según las
reglas generales conocidas por todos".

Con esta ocasión la Comisión Doctrinal remite a su Declaración del 6 de marzo de


1964, cuyo texto transcribimos:

"Teniendo en cuenta el uso conciliar y el fin pastoral del presente Concilio, este
Santo Sínodo define como doctrina que debe ser tenida por la Iglesia solamente
aquellas cosas de fe y costumbres que él haya declarado manifiestamente como tales.

Las demás cosas que propone el S. Sínodo, puesto que son doctrina del Supremo
Magisterio de la Iglesia, deben ser aceptadas y abrazadas por todos y cada uno de los
fieles según la mente del mismo S. Sínodo, la cual se conoce, bien sea por la materia
tratada, bien por el tenor de la expresión, según las normas de interpretación
teológica".

***

Se comunica además a los Padres por mandato de la Autoridad Superior una nota
explicativa previa de los Modos sobre el capítulo tercero del Esquema sobre la Iglesia.
La doctrina en este capítulo, se debe entender según la mente y los términos de esta
nota.

NOTA EXPLICATIVA PREVIA

"La Comisión ha decidido poner al frente de la discusión de los Modos las siguientes
observaciones generales:

1a. El Colegio no se entiende en un sentido estrictamente jurídico, es decir, de una


asamblea de iguales que confieran su propio poder a quien los preside, sino de una
asamblea estable, cuya estructura y autoridad deben deducirse de la Revelación. Por
este motivo, en la respuesta al Modo 12 se dice explícitamente de los Doce que el
Señor los constituyó "a modo de colegio, es decir, de grupo estable". Cf. también
Modo 53, c. c. Por la misma razón se aplican también con frecuencia al Colegio de los
Obispos las palabras "Orden" o "Cuerpo". El paralelismo entre Pedro y los demás
Apóstoles, por una parte, y el Sumo Pontífice y los Obispos, por otra, no implica la
51

transmisión de la potestad extraordinaria de los Apóstoles a sus sucesores, ni, como


es evidente, la igualdad entre la Cabeza y los miembros del Colegio, sino solamente
proporcionalidad entre la primera relación (Pedro-Apóstoles) y la segunda (Papa-
Obispos). Por lo que la Comisión determinó escribir en el n. 22 no del "mismo" sino
por "semejante" modo. Cf. Modo, 57.

2a. El carácter de miembro del Colegio se adquiere por la consagración episcopal y


por la comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio. Cf., n. 22 *** 1
al fin.

En la consagración se da una participación ontológica de los oficios sagrados, como


consta, sin duda alguna, por la Tradición, aun la litúrgica. Intencionadamente se
emplea la palabra "oficios" y no la palabra "potestades", porque esta última podría
entenderse de la potestad expedita para el ejercicio. Para que se tenga tal potestad
expedita, debe añadirse determinación jurídica o canónica por la autoridad
jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión de un
oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de acuerdo con las
normas aprobadas por la suprema autoridad. Esta norma ulterior está requerida por
la propia naturaleza de la cosa, ya que se trata de oficios que deben ejercerse por
muchos sujetos, que cooperan jerárquicamente por voluntad de Cristo. Es evidente
que esta "comunión" en la vida de la Iglesia fue aplicada, según las circunstancias de
cada época, antes que quedase como codificada en el derecho.

Por eso, de forma explícita se afirma que se requiere la comunión jerárquica con la
Cabeza y miembros de la Iglesia. La comunión es una noción que fue tenida en gran
honor en la Iglesia antigua (como hoy también sucede sobre todo en el Oriente). Su
sentido no es un vago afecto, sino una realidad orgánica, que exige forma jurídica y
al mismo tiempo está animada por la caridad. Por lo que la Comisión determinó,
casi con unánime consentimiento, que había de escribirse "en la jerárquica
comunión". Cf. Mod., 40, y también lo que se dice de la misión canónica, n. 24, pág.
67, líneas 17-24.

Los documentos de los Sumos Pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de


los Obispos deben interpretarse en el sentido de esta necesaria determinación de
potestades.

3a. Del Colegio, que no se da sin su Cabeza, se dice: "Que es sujeto también de la
suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal". Necesariamente hay que
admitir esta afirmación para no poder en peligro la plenitud de potestad del
Romano Pontífice. Porque el Colegio comprende siempre y de forma necesaria su
propia Cabeza, la cual conserva en el seno del Colegio íntegramente su función de
Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal. En otras palabras, la distinción no
se da entre el Romano Pontífice y los Obispos colectivamente considerados, sino
entre el Romano Pontífice separadamente y el Romano Pontífice junto con los
Obispos. Por ser el Sumo Pontífice la Cabeza del Colegio, él por sí solo puede realizar
ciertos actos que de ningún modo competen a los Obispos; por ejemplo, convocar y
52

dirigir al Colegio, aprobar las normas de acción, etc. Cf. Mod., 81. Pertenece al juicio
del Sumo Pontífice, a quien está confiado el cuidado de todo el rebaño de Cristo,
determinar, según las necesidades de la Iglesia, que varían con el decurso del
tiempo, el modo que convenga tener en la realización de dicho cuidado, ya sea un
modo personal o un modo colegial. El Romano Pontífice, en el ordenar, promover,
aprobar el ejercicio colegial, mirando al bien de la Iglesia, procede según su propia
discreción.

4a. El Sumo Pontífice, como Pastor Supremo de la Iglesia, puede ejercer libremente
su potestad en todo tiempo, como lo exige su propio ministerio. El Colegio, sin
embargo, aunque existe siempre, no por ello actúa en forma permanente con una
acción estrictamente colegial, como consta por la Tradición de la Iglesia. Con otras
palabras, no siempre se halla "en plenitud de ejercicio"; más aún, sólo actúa a
intervalos con actividad estrictamente colegial, y sólo "con el consentimiento de su
Cabeza". Se dice "con el consentimiento de su Cabeza" para que no se piense en una
dependencia de algún extraño, por así decirlo; el término "consentimiento" evoca,
por el contrario, la comunión entre la Cabeza y los miembros, e implica la necesidad
del acto que compete propiamente a la Cabeza. Esto se afirma explícitamente, y se
explica allí al fin. La fórmula negativa "sólo" comprende todos los casos, por lo que
es evidente que las normas aprobadas por la suprema Autoridad deben observarse
siempre. Cf. Mod. 84.

En todo ello aparece claro que se trata de la unión de los Obispos con su Cabeza y
nunca de la acción de los Obispos independientemente del Papa. En este caso, al
faltar la acción de la Cabeza, los Obispos no pueden actuar como Colegio, como lo
prueba la misma noción de "Colegio". Esta comunión jerárquica de todos los
Obispos con el Sumo Pontífice está reconocida solemnemente sin duda alguna en la
Tradición.

***

N.B. Sin la comunión jerárquica no puede ejercerse el oficio sacramental-


ontológico, el cual debe distinguirse del aspecto canónico-jurídico. La Comisión
juzgó, sin embargo, que no debía entrar en las cuestiones de licitud y validez, las
cuales quedan a la discusión de los teólogos, especialmente en lo que toca a la
potestad que de hecho se ejerce entre los Orientales separados y sobre cuya
explicación existen varias sentencias".

PERICLES FELICI

Arzobispo tit. de Samosata

Secretario General

del S. Concilio Ecuménico Vaticano II


53

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[1] Cf. S. Cipriano, Epist. 64, 4; PL 3, 1.017. CSEL (Hartel) III B. p. 720 S. Hilario Pict., In Mt., 23, 6: PL
9, 1.047. S. Agustín, passim. S. Cirilo Alej., Glaph. in Gen. 2, 10: PG 69, 110 A.

[2] Cf. S. Gregorio M., Hom. in Evang., 19, 1: PL 76 1.154 B. S. Agustín, Serm., 341, 9, 11: PL 39, 1.499 s. S.
Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 11: PG 96, 1.357.

[3] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 24, 1; PG 7, 966. Harvey, 2, 131: ed. Sagnard. Sources Chr., p. 398.

[4] S. Cipriano, De Orat. Dom., 23: PL 4, 553. Hartel, III A. p. 285. S. Agustín, Serm., 71, 20, 53: PL 38, 463
s. S. Juan Damasceno, Adv. Iconocl., 12: PG 96, 1.358 D.

[5] Cf. Orígenes. In Mt., 16, 21: PG 13, 1.443 C: Tertuliano Adv. Mar., 3, 7: PL 2, 357 C: CSEL 47, 3, p. 386.
Cf. Sacramentarium Gregorianum: PL 76, 160 B. Vel. C. Mohlberg, Liber Sacramentorum romanae
ecclesiae. Roma, 1960, p. 111 XC: "Deus qui ex omni coaptatione sanctorum aeternum tibi condis
habitaculum...". Himno Urbis Ierusalem beata en el Breviario monástico, y Caelestis urbs Ierusalem en
el Breviario Romano.

[6] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 62, a. 5, ad 1.

[7] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), p. 208.

[8] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Divinum illud, 9 mayo 1897: AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII, Litt.
Encycl. Mystici Corporis, l. c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807), S. Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1.232, y en
otros sitios. S. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3: PG 62, 72. Dídimo Alej., Trin., 2, 1: PG 39, 449 s. Sto.
Tomás, In Col., 1, 18, lect. 5; ed. Marietti, II, número 46: "Así como se constituye un solo cuerpo por la
unidad del alma, así la Iglesia por la unidad del Espíritu...".

[9] León XIII, Litt. Encycl. Sapientiae christianae, 10 jun. 1890: ASS 22 (1889-90), p. 392. Id. Epist.
Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), pp. 710 y 724 ss Pío XII, Litt. Encycl. Mystici
Corporis, l. c., pp. 199-200.

[10] Cf. Pío XII. Litt. Encycl. Mystici Corporis, l. c., página 221 ss. Id. Litt. Encycl. Humani generis, 12
agos. 1950: AAS 42 (1950), p. 571.

[11] León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitum, l. c. p. 713.

[12] Cf. Symbolum Apostolicum: Denz., 6-9 (10-13): Symb. Nic. - Const.: Denz., 86 (41): coll. Prof. fidei
Trid.: Denz., 994 et 999 (1862 et 1868).

[13] Se llama "Santa (católica apostólica) Romana Iglesia": en Prof. fidei Trid., 1, c., et Conc. Vat. I.
Ses. III. Const. dogm. de fide cath.: Denz., 1782 (3001).

[14] S. Agustín, Civ. Dei., XVIII, 51, 2: PL 41, 614.

[15] Cf. S. Cipriano, Epist., 69, 6: PL 3, 1.142 B. Hartel, 3 B, p. 754; "Sacramento inseparable de unidad".

[16] Cf. Pío XII, Aloc. Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954), p. 669. Litt. Encycl. Mediator
Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), p. 555.
54

[17] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928), pp. 171 s. Pio XII,
Aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956), p. 714.

[18] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a. 2.

[19] Cf. Cirilo de Jer., Catech., 17, de Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic Cabasilas, De vita
in Christo, libro III, "de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3
et q. 72, a. 1 et 5.

[20] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), sobre todo, pp. 552 s.

[21] 1 Cor., 7, 7: "Cada uno recibe del Señor su propio don: uno de una manera y otro de otra". Cf. S.
Agustín, De Dono Persev., 14, 37: PL 45, 1.015 siguientes: "No sólo la continencia es un don de Dios, sino
también la castidad de los casados".

[22] Cf. S. Agustín. De Praed. Sanct., 14, 27: PL 44, 980.

[23] Cf. Juan Crisóstomo, In Io., Hom., 65, 1: PG 59, 361.

[24] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 16, 6, III, 22, 1-3: PG 7, 925 C, 926 A et 958 A. Harvey, 2, 87 et 120-123.
Sagnard. Ed. Sources Chrét., pp. 290-202 et 372 ss.

[25] Cf. S. Ignacio, M., Ad Rom., Praef.: Ed. Funk, I página 252.

[26] Cf. S. Agustín, Bapt. c. Donat., V. 28, 39: PL 43, 197: "Es claro que cuando a propósito de la Iglesia se
habla de "dentro" y "fuera" esto se refiere no al cuerpo sino al corazón". Cf. ib., III, 19, 26: col. 152; V. 18,
24: col. 189: In Io. Tr. 61, 2: PL 35, 1800, y con frecuencia en otras partes.

[27] Cf. Lc., 12, 48: "A todo aquel a quien se le dio mucho, mucho se le pedirá". Cf. también Mt., 5, 19-20:
7, 21-22; 25, 41-46; Sant., 2, 14.

[28] Cf. León XIII, Epist. Apost., Praeclara gratulationis, 20 jun. 1894: ASS 26 (1893-94), p. 707.

[29] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-1896), p. 738. Epist. Encycl.
Caritatis studium, 25 jul. 1898: ASS 31 (1898-1899), p. 11. Pío XII Mensaje radiof. Nell'alba, 24 dic. 1941:
AAS 34 (1942), p. 21.

[30] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum Orientalium, 8 sept. 1928: AAS 20 (1928), p. 287. Pío XII, Litt. Encycl.
Orientalis Ecclesiae, 9 abr. 1944: AAS 36 (1944), p. 137.

[31] Cf. Instr. S. S. C. S. Oficio, 20 dic. 1949: AAS 42 (1950), p. 142.

[32] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 8, a. 3, ad 1.

[33] Cf. Epist., S. S. C. S. Oficio al Arzobispo de Boston: Denz., 3.869-72.

[34] Cf. Eusebio de Cesar., Praeparatio Evangelica, 1, 1: PG 21, 28 AB.

[35] Cf. Benedicto XV, Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), p. 440, sobre todo, pp. 451 ss. Pío XI,
Encycl. Rerum Ecclesiae: AAS 18 (1926), pp. 68-69: Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS
49 (1957), pp. 236-237.
55

[36] Cf. Didaché, 14; ed. Funk, I, p. 32. S. Justino Dial., 41: PG 6, 564. S. Ireneo, Adv. Haer., IV, 17, 5: PG
7, 1.023. Harvey, 2, pp. 199 s. Conc. Trid. Ses. 22, cap. I. Denz. 939 (1742).

[37] Cf. Conc. Vat. I. Ses. IV. Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).

[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz., 694 (1.307), et Con. Vat. I, Const. Dogm. Pastor
aeternus: Denz., 1826 (3.059).

[39] Cf. Liber sacramentorum. S. Gregorio. Praefacio in Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S.
Thomae: PL 78, 50, 51 et 152 S. Hiliario, In Ps., 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, página 286. S. Jerónimo, Adv.
Iovin, 1, 26: PL 23, 247 A. S. Agustín, In Ps., 86, 4: PL 37, 1.103. S. Gregorio, M., Mor. in Iob., XXVIII V: PL
76, 455-456. Primasio, Comm. in Apoc., V: PL 68. 924 C. Pascasio, In Mt., L. VIII, capítulo 16: PL 120, 561
C. Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888), p. 321.

[40] Cf. Hech., 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; I Tes., 5, 12-13; Filp., 1, 1.

[41] Cf. Hech., 20, 25-27; 2 Tim., 4, 6 s., coll. c. 1 Tim., 5, 22; 2 Tim., 2, 2. Tit. 1, 5; S. Clem. Rom., Ad Cor.,
44, 3; edición Funk, I, p. 156.

[42] S. Clem. Rom., Ad Cor., 44, 2; ed. Funk, I, pp. 154 s.

[43] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 52 s. S. Ignacio, M., passim.

[44] Cf. Tertul., Praescr. Haer., 32: PL 2, 53.

[45] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 3, 1: PG 7, 848 A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".

[46] Cf. S. Ireneo, Adv. Haer., III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV,
26, 2; col. 1.053; Harvey, 2, 236, además IV, 33, 8; col. 1.077; Harvey, 2, 262.

[47] S. Ign. M., Philad., Praef.; ed. Funk, I, p. 264.

[48] S. Ign. M., Philad., 1, 1; Magn., 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 et 234.

[49] S. Clem. Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2; Ed. Funk, I, 152, 156, 172. S. Ign., M., Philad., 2; Smyrn., 8;
Mag., 3; Trall., 7; ed. Funk, I. pp. 266, 282, 232, 246 s., ec.; S. Justino, Apocalypsis, 1, 65; PG 6, 428; S.
Cipriano, Epist., passim.

[50] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Satis cognitun, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.

[51] Cf. Conc. Trid., Sess. 23, Decr. de sacr. Ordinis, capítulo 4; Denz, 960 (1768); Conc. Vat. I. Sess. 4,
Const. Dogm., 1, De Ecclesia Christi, cap. 3; Denz., 1828 (3.061). Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis,
29 jun. 1943: AAS 35 (1943), páginas 209 et 212. Cod. Iur. Can., C. 329, *** 1.

[52] Cf. León XIII, Epist. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888), pp. 321 s.

[53] S. León, M., Serm., 5, 3: PL 54, 154.

[54] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 3, cita las palabras de 2 Tim., 1, 6-7, para demostrar que el Orden es
verdadero sacramento: Denz., 959 (1766).

[55] In Trad. Apost., 3, ed. Botte, Sources Chr., pp. 27-30. Al Obispo se le atribuye "el primado del
sacerdocio" Cf. Sacramentarium Leonianum, ed. C. Mohlberg, Sacramentarium Veronense, Romae, 1955,
p. 119: "ad summi sacerdotii ministerium... Comple in sacerdotibus tuis mysterii summam"... Lo mismo,
56

Liber Sacramentorum Romanae Ecclesiae, Romae, 1960, pp. 121-122: "Tribuas eis. Domine, cathedram
episcopalem ad regendam Ecclesiam tuam et plebem universam". Cf. PL 78, 224.

[56] Trad. Apost., 2, ed. Botte, p. 27.

[57] Conc. Trid., Sess. 23, cap. 4, enseña que el sacramento del Orden imprime carácter indeleble: Denz.,
960 (1767). Cf. Juan XXIII, Aloc. Iubilate Deo, 8 mayo 1960: AAS 52 (1960), p. 4; Paulo VI, Homilía en
Bas. Vaticana, 20 octubre 1963: AAS 55 (1963), p. 1.014.

[58] S. Cipriano, Epist., 63, 14: PL 4, 386; Hartel, III B, p. 713: "Sacerdos vice Christi vere fungitur". Juan
Crisóstomo, In II Tim., Hom., 2, 4: PG 62, 612: Sacerdos est "symbolon" Christi. S. Ambrosio, In Ps., 38,
25-26: PL 14, 1.051-52; CSEL, 64, 203-204. Ambrosiaster, In I Tim., 5, 19: PL 17, 479 C et In Eph., 4, 11-12;
col. 387 C. Theodoro Mops., Hom. Catech., XV, 21 et 24; ed. Tonneau, pp. 497 et 503. Hesychius Hieros.,
In Lev., L. 2, 9, 23: PG 93, 894 B.

[59] Cf. Eusebio, Hist. Eccl., V, 24, 10: GCS II, 1, p. 495; edición Bardy. Sources Chr., II, p. 69. Dionisio
según Eusebio, ib. VII, 5, 2: GCS II, 2, p. 638 s.; Bardy, II, pp. 168 s.

[60] Cf. sobre los antiguos Concilios, Eusebio, Hist. Eccl., V, 23-24: GCS II, 1, pp. 488 ss.; Bardy, II, pp. 66
ss. et passim. Conc. Niceno. Can., 5; Conc. Oec. Decr., p. 7.

[61] Tertuliano, De Ieiunio, 13: PL 2, 972 B; CSEL 20, página 292, lin. 13-16.

[62] S. Cipriano, Epist., 56, 3; Hartel, III B, p. 649; Bayard, p. 154.

[63] Cf. Relación oficial Zinelli, en el Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.109 C.

[64] Cf. Conc. Vat. I. Esquema Const. dogm. II, de Ecclesia Christi, c. 4: Mansi, 53, 310. Cf. relación
Kleutgen sobre el Esquema reformado: Mansi, 53, 321 B-322 B y la declaración Zinelli: Mansi, 52, 1.110
A. cfr. también S. León M., Serm., 4, 3: PL 54, 151 A.

[65] Cf. Cod. Iur. Can., can. 277.

[66] Cf. Conc. Vat. I. Const. Dogm. Pastor aeternus: Denz., 1821 (3.050 s.).

[67] Cf. S. Cipriano, Epist., 66, 8: Hartel, III, 2 p. 733: "El Obispo en la Iglesia y la Iglesia en el Obispo".

[68] Cf. S. Cipriano, Epist., 55, 24: Hartel, p. 642, lin. 13: "Una Iglesia en todo el mundo constituida por
muchos miembros". Epist., 36, 4: Hartel, p. 575, lin. 20-21.

[69] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957), p. 237.

[70] Cf. S. Hilario Pict., In Ps., 14, 3: PL 9, 206: CSEL, 22, página 86. S. Gregorio M., Moral, IV, 7, 12: PL
75, 643 C. Ps. Basilio, In Is., 15, 296: PG 30, 637 C.

[71] S. Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Efeso: PL 50, 505 AB; Schwartz, Acta Conc. Oec., I, 1, 1, p. 22. Cf.
Benedicto XV. Epist. Apost. Maximum illud: AAS 11 (1919), página 440. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum
Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1963), p. 69, Pío XII, Litt. Encycl. Fidei Donum, I, c.

[72] León XIII, Litt. Encycl. Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13 (1880), p. 154. Cf. Cod. ur. Can., c. 1.327;
c. 1.350 *** 2.
57

[73] Acerca de los derechos de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alejandría y Antioquía,
y can. 7 de Jerusalén: Conc. Oec. Decr., p. 8 Conc. Later: IV, año 1215. Constit. V: De dignitate
Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr. Flor.: ibid. p. 504.

[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can. 216-314: sobre los Patriarcas, can. 324-339: sobre los Arzobispos
mayores, can. 362-391: sobre otros dignatarios: especialmente el can. 238, *** 3; 216; 240; 251; 255: sobre
los Obispos que deben ser nombrados por los Patriarcas.

[75] Cf. Conc. Trid., Decr. de reform., Ses. V, c. 2, n. 9 et Ses. XXIV, can. 4; Conc. Oec., Decr., pp. 645 et
739.

[76] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Dei Filius, 3, Denz. 1712 (3.011). Cr. nota añadida al Esquema I de
Eccl. (tomada de S. Rob. Bellarm.): Mansi, 51, 579 C: además el Esquema reformado Const. II de Ecclesia
Christi, con el comentario de Kleutgen: Mansi, 53, 313 AB, Pío IX Epist. Tuas libenter: Denz., 1638
(2.879).

[77] Cf. Cod. Iur. Can., c. 1.322-1.323.

[78] Cf. Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus: Denz., 1839 (3.074).

[79] Cf. explicación Gasser in Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1.213 AC.

[80] Gasser, ib.: Mansi, 1214 A.

[81] Gasser, ib.: Mansi, 1215 CD, 1216-1217 A.

[82] Gasser, ib.: Mansi, 1213.

[83] Conc. Vat. I. Const. dogm. Pastor Aeternus, 4: Denz. 1836 (3.070).

[84] Oración de la consagración episcopal en rito bizantino: Euchologion to mega Roma, 1873, p. 139.

[85] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.

[86] Cf. Hech. 8, 1; 14, 22-23; 20, 17, et passim.

[87] Oración mozárabe: PL 96, 759 B.

[88] Cf. S. Ignacio, M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.

[89] Sto. Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3.

[90] Cf. S. Agustín. C. Faustum, 12, 20; PL 42, 265: Serm., 57, 7: PL 38, 389, etc.

[91] S. León M., Serm., 63, 7: PL 54, 357 D.

[92] Traditio Apostolica de Hipólito 2-3; ed. Botte, pp. 26-30.

[93] Véase el texto del examen al principio de la consagración episcopal y la oración al final de la Misa
de consagración después del Te Deum.

[94] Benedicto XIV. Br. Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, *** 1: Bullarium Benedicti XIV, t. IV, Romae, 1758.
21: "El Obispo representa la persona de Cristo, y desempeña su oficio" Pío XII Litt. Encycl. Mystici
Corporis, l. c., p. 21 "cada uno apacienta y gobierna en nombre de Cristo el rebaño a él encomendado".
58

[95] León XIII. Epist. Encycl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28 (1895-96), p. 732. Idem Epist. Officio
sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 29 (1887), p. 264. Pío IX. Carta Apost. a los Obispos de Alemania, 12
marzo 1875 y Aloc. Consist. 15 marzo 1875: Denz., 3112-3117 solamente en la nueva edición.

[96] Conc. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, 3; Denz., 1828 (3.061). Cf. Relación Zinelli: Mansi, 52,
1114 D.

[97] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 6, 1: ed. Funk, I, página 218; y el Martyrium Polycarpi, 12, 2: lb, p. 328.

[98] Cf. S. Ignacio, M., Ad Ephes., 5, 1: ed. Funk, 1, p. 216.

[99] Cf. Conc. Trid., Ses. 23, De sacr. Ordinis, cap. 2: Denz., 958 (1765), y can. 6: Denz., 966 (1776).

[100] Cf. Inocencio, I. Epist. ad Decentum: PL 20, 554 A: Mansi, 3, 1029: Denz., 98 (215): "Los presbíteros,
aunque son sacerdotes de segundo grado (respecto a los diáconos), no tienen sin embargo la plenitud del
pontificado". S. Cipriano, Epist., 61, 3: ed. Hartel, p. 696.

[101] Cf. Conc. Trid., 1, c., Denz., 956-968 (1763-1778), y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío
XII, Const. Apost. Sacramentum Ordinis: Denz., 2301 (3.857-61).

[102] Cf. Inocencio, I, 1, c., c. S. Gregorio Naz., Apol., II, 22: PG 35, 432 B. Ps. Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG
3, 372 D.

[103] Cf. Conc. Trid., Ses. 22; Denz., 940 (1743). Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39
(1947), p. 553. Denz., 2300 (3.850).

[104] Cf. Conc. Trid., Ses. 22: Denz., 938 (1.739-40). Concilio Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, n. 7 y
n. 47.

[105] Cf. Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei, l. c. en el n. 67.

[106] Cf. S. Cipriano, Epist., 11, 3: PL 4, 242 B: Hartel, II 2, p. 497.

[107] Ordo consecrationis sacerdotalis, en la imposición de los ornamentos.

[108] Ordo consecrationis sacerdotalis, en el prefacio.

[109] Cf. S. Ignacio, M., Philad, 4: ed. Funk, I, p. 266 S. Cornelio, I en S. Cipriano, Epist., 48, 2: Hartel,
III, 2. p. 610.

[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae, III, 2: ed. Funk, Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant., 37-
41: Mansi, 3, 954.

[111] S. Policarpo, Ad Phil., 5, 2: ed. Funk, I, p. 300: Se dice de Cristo "que se ha hecho servidor, diácono,
de todos". Cf. S. Clemente Rom., Ad. Cor., 15, 1: ib., p. 32 S. Ignacio, M., Trall., 2, 3: ib., p. 242.
Constitutiones Apostolorum, 8. 28, 4: Funk. Didascalia, I, p. 530.

[112] S. Agustín, Serm., 340, 1: PL 38, 1483.

[113] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Quadragesimo anno, 15 mayo 1931: AAS 23 (1931), p. 221 s. Pío XII, Aloc.
De quelle consolation, 14 oct. 1951: AAS 43 (1951), p. 790 s.
59

[114] Cf. Pío XII. Aloc. Six ans se sont écoulés, 5 oct. 1957: AAS 49 (1957), p. 927. Acerca del "mandato" y
misión canónica, cf. Decreto De Apostolada laicorum, cap. IV, n. 16, con las notas 12 y 15.

[115] Del Prefacio de la fiesta de Cristo Rey.

[116] Cf. León XIII, Epist. Encycl. Immortale Dei, 1 nov. 1885, AAS 18 (1885), p. 166 ss. Idem. Litt. Encycl.
Sapientiae christianae, 10 enero 1890: ASS 22 (1889-90), p. 397 ss. Pío XII. Aloc. Alla vostra filiale, 23
marzo 1958: AAS 50 (1958), p. 220: "el legítimo sano laicismo del Estado".

[117] Cod. Iur. Can., can. 682.

[118] Cf. Pío XII, Aloc. De quelle consolation, 1, c., p. 789: "En las batallas decisivas, es muchas veces del
frente, de donde salen las más felices iniciativas...". Idem, Aloc. L'importance de la prese catholique,
17 febr. 1950: AAS 42 (1950), página 256.

[119] Cf. I Tes., 5, 19 et 1 Jn., 4, 1.

[120] Epist. ad Diognetum, 6: ed. Funk, I, p. 400. Cf. S. Juan Crisóstomo, In Mt. Hom., 46 (47), 2: PG 58, 478,
sobre la levadura en la masa.

[121] Misal Romano, Gloria in excelsis. Cf. Lc., 1, 35; Mc., 1, 24; Lc., 4, 34; Jn., 6, 69 (ho hagios tou Theou);
Hech. 3, 14; 4, 27 y 30; Heb., 7, 26; I Jn., 2, 20; Apoc., 3, 7.

[122] Cf. Orígenes, comm. Rom., 7, 7: PG 14, 1.122 B. Ps. - Macario, De Oratione, 11: PG 34, 861 AB. Sto.
Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 3.

[123] Cf. S. Agustín, Retract., II, 18: PL 32, 637 s. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS
35 (1943), p. 225.

[124] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Rerum omnium, 26 enero 1923: AAS 15 (1923), p. 50 y pp. 59-60. Litt. Encycl.
Casti Connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930), p. 548. Pío XII, Const. Apost. Provida Mater, 2 febr. 1947;
AAS 39 (1947), p. 117, Aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), pp. 27-28. Aloc. Nel darvi, 1 jul.
1956: AAS 48 (1956), p. 574 s.

[125] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 5 et 6. De perf. vitae spir., c. 18 Orígenes, In Is. Hom.,
6, 1: PG 13, 239.

[126] Cf. S. Ignacio M., Magn., 13, 1: ed. Funk, I. p. 240.

[127] Cf. S. Pío X, Exhort., Haerent animo, 4 agos. 1908: AAS 41 (1908), p. 560 s. Cod. Iur Can., can. 124.
Pío XI. Litt. Encycl. Ad catholici sacerdotii, 20 dic. 1935: AAS 28 (1936), p. 22 s.

[128] Ordo consecrationis Sacerdotalis, en la Exhortación inicial.

[129] Cf. S. Ignacio M., Trall., 2, 3: ed. Funk, I, p. 244.

[130] Cf. Pío XII, Aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50 (1958), p. 36.

[131] Pío XI, Litt. Encycl. Casti Connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930), p. 548 s. Cf. S. Juan Crisóstomo, In
Ephes. Hom., 20, 2: PG 62, 136 ss.

[132] Cf. S. Agustín, Enchir., 121, 32: PL 40, 288. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a. 1. Pío XII,
Exhort. Apost. Menti nostrae, 23 sept. 1950: AAS 42 (1950), p. 660.
60

[133] Sobre los Consejos en general, cf. Orígenes. Comm. Rom., X. 14: PG 14, 1.275 B. S. Agustín, De S.
Virginitate, 15, 15: PL 40, 403. Sto. Tomás, Summa Theol., I-II, q. 100, a. 2 C (al fin); II-II, q. 44, a. 4, ad
3.

[134] Sobre la excelencia de la sagrada virginidad, cf. Tertuliano, Exhort. Cast. 10: PL 2, 925 C. S.
Cipriano, Hab. Virg., 3 et 22: PL 4, 443 B et 461 A. s. S. Atanasio, De Virg.: PG 28, 252 ss. S. Juan
Crisóstomo, De Virg. G PG 48, 533 ss.

[135] Los testimonios principales de la S. Escritura y de los Padres acerca de la pobreza espiritual y la
obediencia se recogen en las páginas 152-153 de la Relación.

[136] Acerca de la práctica efectiva de los consejos que no se imponen a todos, Cfr. S. Juan Crisóstomo In
Mt. Hom., 7, 7: PG 57, 8 s. S. Ambrosio, De Viduis, 4, 23: PL 16, 241 s.

[137] Cf. Rosweyde, Vitae Patrum, Amberes, 1628, Apophtegmata Patrum: PG 65. Paladio, Historia
Lausiaca: PG 34, 991 ss.: ed. C. Butier, Cambridge, 1898 (1904). Pío XI, Const. Apost. Umbratilem, 8 jul.
1924: AAS 16 (1924), pp. 386-387. Pío XII, Aloc. Nous sommes heureux, 11 abr. 1958: AAS 50 (1958), p.
283.

[138] Paulo VI, Aloc. Magno gaudio, 23 mayo 1964: AAS 56 (1964), p. 566.

[139] Cf. Cod. Der. Can., c. 487 y 488. 4o. Pío XII. Aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), p. 27 s. Pío
XII. Const. Apost. Provida Mater, 2 febr. 1947: AAS 39 (1947), páginas 120 ss.

[140] Paulo VI, 1, c., p. 567.

[141] Cf. Sto. Tomás, Summa Theol., II-II, q. 184, a 3 y q. 188. a. 2. S. Buenaventura, Opusc. XI. Apologia
Pauperum, c. 3, 3: ed. Obras, Quaracchi, t. 8, 1898, p. 245 a.

[142] Cf. Conc. Vat. I. Esquema De Ecclesia Christi, cap. XV, et Anot., 48: Mansi, 51, 549 s. et 619 s. León
XII, Epist. Au milieu des consolations, 23 dic. 1900: AAS 33 (1900-01), página 361. Pío XII. Const. Apost.
Provida Mater, 1, c., páginas 114 s.

[143] Cf. León XIII, Const. Romanos Pontífices, 8 mayo 1881: AAS 13 (1880-81), p. 483. Pío XII, Aloc.
Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951), pp. 28 s.

[144] Cf. Pío XII, Aloc. Annus sacer, 1, c., p. 28. Pío XII, Const. Apost. Sedes Sapientiae, 21 mayo 1956:
AAS 48 (1956), pág. 355. Paulo VI, 1. c., pp. 570-571.

[145] Cf. Pío XII, Litt. Encycl., Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), pp. 214 s.

[146] Cf. Pío XII, Aloc. Annus sacer, 1, c., p. 30. Aloc. Sous la maternelle protection, 9 dic. 1957: AAS 50
(1958), páginas 39 s.

[147] Conc. de Florencia. Decretum pro Graecis: Denz., 693 (1305).

[148] Además de los documentos más antiguos que prohiben cualquier forma de evocación de los espíritus
ya desde Alejandro IV (27 septiembre 1258), cf. Encycl. S. S. C. S. Oficio, De magnetismi abusu, 4 agos.
1856: AAS (1865), pp. 177-178. Denz., 1653-1654 (2823-2825); respuesta S. S. C. S. Oficio, 23 abr. 1917:
AAS 9 (1917), p. 268. Denz., 2182 (3642).

[149] Véase una exposición sintética de esta doctrina paulina en: Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis:
AAS 35 (1943), página 200 y passim.
61

[150] Cf., i. a., S. Agustín, Enarr. in Ps., 85, 24: PL 37, 1099. S. Jerónimo, Liber contra Vigilantium, 6: PL
23, 344. Sto. Tomás, In 4m Sent., d 45, q. 3, a. 2. S. Buenaventura, In 4m Sent., d. 45, a. 3. q. 2, etc.

[151] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 245.

[152] Cf. Muchísimas inscripciones en las Catacumbas romanas.

[153] Cf. Gelasio I, Decretal De libris recipiendis, 3: PL 59, 160. Denz., 165 (353).

[154] Cf. S. Metodio, Symposion, VII, 3: GCS (Bonwetsch), p. 74.

[155] Cf. Benedicto XV, Decretum approbationis virtutum in Causa beatificationis et canonizationis
Servi Dei Ioannis Nepomuceni Neumann: AAS 14 (1922), p. 23; muchas alocuciones de Pío XII sobre los
Santos: Inviti all'eroismo. Discorsi... t. I-III Roma 1941-1942, passim; Pío XII, Discorsi e
Radiomessaggi, t. 10, 1949, pp. 37-43.

[156] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS 39 (1947), p. 581.

[157] Cf. Heb., 13, 7; Eccli., 44-50; Hebr., 11, 3-40. Cf. también Pío XII. Litt. Encycl. Mediator Dei: AAS
39 (1947), pp. 582-583.

[158] Cf. Conc. Vaticano I, Const. De fide catholica, cap. 3. Denz., 1794 (3013).

[159] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 216.

[160] En cuanto a la gratitud para con los Santos, cf. E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres,
I. Berlin, 1925, nn. 2008, 2382 y passim.

[161] Conc. Tridentino Ses. 25. De invocatione... Sanctorum: Denz, 984 (1821).

[162] Brevario Romano. Invitatorium in festo Sanctorum Omnium.

[163] Cf. v. g., II Tes., 1, 10.

[164] Conc. Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, cap. 5, número 104.

[165] Canon de la Misa Romana.

[166] Conc. Niceno II, Act. VII: Denz., 302 (600).

[167] Conc. Florentino, Decretum pro Graecis: Denz., 693 (1304).

[168] Conc. Tridentino, Ses. 25, De invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum et sacris imaginibus:
Denz. 984-988 (1821-1824); Ses. 25, Decretum de Purgatorio: Denz., 983 (1820); Ses. can. 30: Denz., 840
(1580).

[169] Del Prefacio, concedido a algunas diócesis.

[170] Cf. S. Pedro Canisio, Catechismus Maior seu Summa Doctrinae christianae, cap. III (ed. crit. F.
Streicher), Pars I, pp. 15-16, n. 44 y pp. 100-101, n. 49.

[171] Cf. Conc. Vaticano II, Const. De Sacra Liturgia, capítulo I, n. 8.


62

[172] Credo en la Misa Romana: Símbolo Constantinopolitano: Mansi, 3, 566. Cf. Conc. de Efeso, ib. 4,
1130 (además ib., 2, 665 et 4, 1071); Conc. de Calcedonia, ib. 7, 111-116; Conc. Constantinopolitano II, ib.
9, 375-396.

[173] Canon de la Misa Romana.

[174] S. Augustín, De S. Virginitate, 6: PL 40, 399.

[175] Cf. Paulo Pp. VI, Allocutio in Concilio, die 4 dic. 1963: AAS 56 (1964), p. 37.

[176] Cf. S. Germán Const., Hom. in Annunt. Deiparae: PG 98, 328 A; In Dorm., 2: col. 357. Anastasio
Antioq., Serm., 2. de Annunt., 2: PG 89, 1377 AB; Serm., 3, 2: col. 1388 Andrés Cret., Can. in B. V. Nat., 4:
PG 97, 1321 B. In B. V. Nat., 1: col. 812 A. Hom. in dorm., 1: col. 1.068 C. S. Sofronio, Or. 2 in Annunt., 18:
PG 87 (3), 3237 BD.

[177] S. Ireneo, Ad. Haer., III, 22, 4: PG 7, 959 A; Harvey, 2, 123.

[178] S. Ireneo, ibidem; Harvey, 2, 124.

[179] S. Epifanio, Haer., 78, 18: PG 42, 728 CD-729 AB.

[180] S. Jerónimo, Epist., 22, 21: PL 22, 408. Cf. S. Agustín, Serm., 51, 2, 3: PL 38, 335; Serm., 232, 2: col.
1.108. S. Cirilo de Jer., Catech., 12, 15: PG 33, 741 AB. S. Juan Crisóstomo, In Ps., 44, 7: PG 55, 193. S. Juan
Damasceno, Hom., 2 in dorm., B. M. V., 3: PG 96, 728.

[181] Cf. Conc. Lateranense, del año 649, Can. 3: Mansi, 10, 1.151. S. León M., Epist. ad Flav.: PL 54, 759,
Conc. Calcedonense: Mansi, 7, 462 S. Ambrosio, De instit. virg.: PL 16, 320.

[182] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), pp. 247-248.

[183] Cf. Pío IX, Bulla Ineffabilis, 8 dic. 1854: Acta Pii IX, 1, I, p. 616; Denz., 1641 (2803).

[184] Cf. Pío XII, Const. Apost. Munificentissimus, 1 nov. 1950: AAS 42 (1950); Denz., (3903). Cf. Juan
Damasceno, Enc. in dorm. Dei genitricis. Hom., 2 et 3: PG 96, 722-762, en especial col. 728 B. S. Germán
Constantinop., In S. Dei gen. dorm. Serm., 1: PG 98 (3), 340-348; Serm., 3: col. 362. S. Modesto de
Jerusalén, In dorm. SS. Deiparae: PG 86 (2); 3277-3311.

[185] Cf. Pío XII, Litt. Encycl. Ad coeli Reginam, 11 oct. 1954: AAS 46 (1954), pp. 633-636; Denz., 3.913 s.
Cf. S. Andrés Cret., Hom. 3 in dorm. SS. Deiparae: PG 97, 1090-1109, S. Juan Damasceno, De fide orth.,
IV, 14: PG 03, 1153-1168.

[186] Cf. Kleutgen, texto corregido De mysterio Verbi incarnati, cap. IV: Mansi, 53, 290. Cf. S. Andrés
Cret., In nat. Mariae, sermo 4: PG 97. 865 A. S. Germán Constantinop., In ann. Deiparae: PG 98, 322 BC. In
dorm. Deiparae, III: col. 362 D. S. Juan Damasceno, In dorm. B. V. Mariae, 1: PG 96, 712 BC-713 A.

[187] Cf. León XIII, Litt. Encycl. Adiutricem populi, 5 sept. 1895: AAS 15 (1895-96), p. 303. S. Pío X, Litt.
Encycl. Ad diem illum, 2 febr. 1904: Acta, I, p. 154; Denz., 1978 a (3370). Pío XI, Litt. Encycl.
Miserentissimus, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928), p. 178. Pío XII, Nuntius Radioph., 13 mayo 1946: AAS 38
(1964), p. 266.

[188] S. Ambrosio, Epist., 63: PL 16, 1218.

[189] S. Ambrosio, Expos. Lc., II, 7: PL 15, 1555.


63

[190] Cf. Ps. - Pedro Dam., Serm. 63: PL 144, 861 AB. Godofredo de S. Víctor, In nat. B. M., Ms. París,
Mazarine, 1002 fol. 109 r. Gerhohus Reich. De gloria et honore Filii hominis, 10: PL 194, 1105 AB.

[191] S. Ambrosio, l. c. et Expos. Lc. X, 24-25: PL 15, 1810. S. Agustín, In Io. Tr., 13, 12: PL 35, 1499. Cf.
Serm. 191, 2, 3: PL 38, 1010, etc. Cf. también Ven. Beda, In Lc. Expos. I, cap. 2: PL 92, 330. Isaac de Stella,
Serm. 31: PL 194, 1863 A.

[192] "Sub tuum praesidium".

[193] Conc. de Nicea II, año 187: Mansi, 13, 378-179; Denz., 302 (600-601). Conc. Trident., Ses. 25; Mansi,
33, 171-172.

[194] Cf. Pío XII, Nuntius radioph., 24 oct. 1954: AAS 46 (1954), p. 679. Litt. Encycl. Ad coeli Reginam. 11
oct. 1954: AAS 46 (1954), p. 637.

[195] Cf. Pío XI, Litt. Encycl. Ecclesiam Dei, 12 nov. 1923: AAS 15 (1923), p. 581. Pío XII, Litt. Encycl.
Fulgens corona, 8 sept. 1953: AAS 45 (1953), pp. 590-591.

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