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¿A QUIÉN AYUDA LA AUTOAYUDA?

Mario Jursich
Facebook. Enero 31 de 2024.

Conozco bien lo que pregonan los libros de autoayuda. Por esa razón escribí, siete años atrás, una columna en la revista Arcadia para responder a
la pregunta que ahora parece inquietar a tanto intelectual colombiano:

A los libros de autoayuda podemos endilgarles multitud de males —prosa desangelada, cursilería, falsedades a granel—,
pero ninguno tan pernicioso como la difusión sistemática, a lo largo y ancho del mundo, de un embeleco llamado
pensamiento positivo. Contra lo que suele creerse, el pensamiento positivo no es una noción neutra y amable, con la cual
todos estamos más o menos de acuerdo, sino una ideología.

Un juicio así puede sonar exagerado; en últimas, la base doctrinal de lo que propone gente como Chopra o Coelho se
reduce a una premisa tan simple que parece un despropósito describirla en términos tan rotundos. Coelho sintetizó ese
principio cuando escribió en El alquimista que «si quieres algo, todo el universo conspira para que realices tu deseo».
Expresado sin tanta rimbombancia, lo que sus palabras significan es que, así no sepamos cómo, los pensamientos tienen
incidencia directa sobre el mundo real. Basta que yo quiera que el mundo me sonría para que el mundo me sonría.

En la actualidad esta premisa se ha convertido en un artículo de fe. Media humanidad está convencida de que los
pensamientos negativos producen resultados negativos, mientras que los positivos se materializan en forma de éxito,
dinero y salud. De ahí que valga la pena invertir tiempo y dinero en ser optimistas, ya sea mediante las lecturas adecuadas,
la asistencia a cursos de «reprogramación neurolingüística» —según parece, la mala vibra es más tozuda que un clavo— o
el simple y sencillo trabajo de concentrarse en lo que uno desea.

Probablemente sea esta apabullante aceptación la que impide ver que el pensamiento positivo no sólo mantiene una
relación simbiótica con el capitalismo más turbio —el de los pastores evangélicos, para quienes «Dios quiere que
prosperes»—, sino que es en sí mismo un instrumento magnífico para ocultar lo incómodo.
En caso de que alguien dude de mis palabras le sugiero fijarse en dos campañas publicitarias muy recientes, una del Grupo
Aval para promocionar un seguro en caso de cáncer, y otra del World Business Forum para hacerle propaganda a la visita
del futbolista Carles Puyol.

En la primera, aunque parezca inverosímil, nunca se habla de cobertura médica; todo se reduce a proclamar los beneficios
que trae el cáncer. Mientras saltan en paracaídas y hacen rafting, varias mujeres miran a la cámara y nos cuentan,
orgullosísimas, que el «cáncer es un premio» y «te enseña a vivir» o que «es un maestro» y «nos vuelve infinitamente
creativos».

Lo de menos es que esos discursos produzcan un efecto involuntariamente cómico. Si el cáncer fuera en efecto «una
bendición», todos saldríamos corriendo a que nos inocularan células cancerosas vivas. Lo que subleva es que repitan casi
calcadas las frases de The Gift of Cancer: A Call to Awakening, el libro que dio inicio a una larga serie de supercherías
médicas, a una no menos extensa lista de infundios religiosos —por ejemplo, que «el cáncer es tu conexión con la
divinidad»— y a la creencia horripilante de que uno sólo descubre qué cosas son importantes en la vida cuando se
enferma de manera grave.

El caso de Carles Puyol es más o menos el mismo, aunque con otra lógica. Como Puyol fue el líder del Barcelona Fútbol
Club, se asume que tiene suficientes pergaminos para moler un tema tan trillado como «El capitán y su equipo: valores y
atributos de un gran líder».

Dale Carnegie, uno de los padres del pensamiento positivo, popularizó en los años treinta del siglo pasado la idea de que
gestionar una empresa era, en esencia, lo mismo que dirigir un club deportivo. La clave del asunto estaba en motivar a los
empleados como si fueran jugadores. (A él se debe la expresión «lecciones desde la cancha».) Es posible que entonces la
analogía tuviera algún sentido, pero en el entorno actual de empresas hipertecnológicas resulta una solemne pamplina.

Lo mismo cabe decir de su convicción según la cual «incluso en ámbitos tan técnicos como el de la ingeniería, un 15 %
del éxito económico se puede atribuir a los conocimientos profesionales, y el otro 85 % a la destreza en ingeniería
humana». Con esa receta, una compañía actual sólo está abocada al fracaso. ¿No será que el modesto desempeño de las
empresas nacionales, su prácticamente nula contribución a la ciencia y la tecnología es producto de que dos generaciones
de directivos se la hayan pasado leyendo libros de autoayuda y creyéndose cosas como que «hay que vivir en permanente
estado beta»?

Cuando uno averigua por el costo de la póliza del Banco Aval, descubre que cuesta cerca de treinta millones de pesos. De
la misma forma, cuando telefonea al call center del World Business Forum se entera de que ir a las conferencias del
excapitán del Barça vale once millones de pesos. ¿Queda claro, pues, a quién ayuda realmente la autoayuda?

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