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Las rutas de la seda

Article in National Geographic · January 2005

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Dolors Folch
University Pompeu Fabra
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Las rutas de la seda
Las fulgurantes franjas de azul lapislázuli engarzadas en el tocado de Tutankamon
no deberían evocar sólo las glorias del antiguo Egipto, sino también las de las rutas que,
desde tiempo inmemorial, proporcionaban a los grandes de este mundo el aura de
distinción necesaria para elevarse por encima de todos los demás. El lapislázuli de
Tutankamon venía, desde hacía siglos, de las remotas minas del Badakhshan en
Afganistán, a varios miles de kilómetros de la corte de los faraones; en esta misma
época, el incienso, procedente del sur de Arabia, se encaminaba ya, vía Petra, tanto
hacia las costas mediterráneas como hacia Asia Oriental; en torno al 1000 aC la épica
india Mahabharata menciona ya la cinamsuka, la seda de China; milenios antes, hacia el
4000 aC, el traslúcido jade, procedente de las montañas de Kunlun, en Asia Central, era
ya habitual en las tumbas de la cultura prehistórica de Dawenkou en la China del norte.
Esta primera telaraña de contactos pone de manifiesto el poder de la demanda ritual en
el mundo antiguo: evidencia también la existencia de unas rutas que sin duda se
activaron de forma sensible entorno al año 1000 por la generalización de los caballos en
la estepa y la domesticación de camellos y dromedarios, en el Próximo Oriente y Asia
Central respectivamente. Pero los intercambios a largas distancias no deberían oscurecer
lo más obvio: la mayoría de las transacciones eran de corta distancia y las motivaban
necesidades más cotidianas que los grandilocuentes impulsos de los muy ricos: pieles
por grano, ginseng por cerámica, cuero por metal, caballos por alfombras. Las
románticas rutas de la seda que cruzaban continentes de este a oeste se alimentaron
siempre de las rutas menores de la estepa, que organizaban y alimentaban los
intercambios entre norte y sur.
El elemento que proporcionaría un aumento dramático de los intercambios sería la
formación del primer gran imperio de nómadas montados de la estepa, el de los
xiongnu, en los grandes espacios de Mongolia. Y ello no sólo por los pueblos que
desplazaron, que fueron muchos, sino también por la reacción del recién creado imperio
chino de los Han. Hacerles la guerra era una solución: pero la superioridad de los
nómadas, tanto en caballos como en movilidad de jinetes, era obvia. Y tampoco los
confucianos, que empezaban a pesar ya de forma decisiva en la organización civil del
imperio, veían con buenos ojos las aventuras militares. La otra opción era comprarlos:
la política de regalos a gran escala que idearon los Han llenaría la estepa de princesas
chinas, metales y sedas. Una antigua balada, Las dieciocho canciones en una flauta
nómada evoca de forma inigualable la desgarradora vivencia de las jóvenes y refinadas
desposadas a los lejanos bárbaros. Aunque de China empezaron a salir muchos metales,
la mayoría manufacturados, nada puede compararse a las ingentes cantidades de seda
que iniciaron entonces su andadura por la estepa. Era un producto muy apreciado, por lo
que tenía de símbolo de status y por su suave textura, fresca en verano y cálida en
invierno. Además, permeable a todos los tintes, conservaba su luz en un mundo de ocres
y grises opacos. Pero lo que la lanzó de un confín a otro del continente fue algo más
prosaico: fueron sus medidas. La seda, utilizada en China como forma de pago para los
servidores del estado – a los que el emperador confería una determinada cantidad de
rollos de seda en pago a sus servicios – se fabricaba con medidas estándar: el largo y
ancho fijos de las piezas las convertía en valor de cambio, con el que se calculaba el
precio de caballos, medidas de grano e incluso princesas.
Los Han se percataron de la difusión que estaba alcanzando la seda a finales del
siglo II aC, a raíz de una malograda expedición, cuando en el 138 aC el emperador Han
Wudi decidió enviar a Zhang Qian a buscar alianzas contra los xiongnu en la
retaguardia de éstos. La expedición de Zhang Qian fue un desastre militar y político,
pero el informe que trajo consigo alteró la historia de Euroasia: con él arranca lo que
siglos después recibiría el periodístico epíteto de ruta de la seda. A partir de entonces,
los Han impulsaron varias expediciones para consolidar las rutas recién descubiertas: si
bien un primer intento, que trataba de llegar a la India a partir del Sichuan, en el
sudoeste de China, terminó en fiasco, el camino hacia los preciados caballos del valle
del Ili en la Ferghana – los caballos celestiales que sudaban sangre - lo afianzó el mismo
Zhang Qian en el 119 aC, mientras los mercados en los que se intercambiaban sedas por
pieles y caballos jalonaban todo el recorrido de la Gran Muralla, y múltiples productos
chinos – identificables aún hoy por la etimología: alcanfor (cinaka), cuero (cinasi),
peras (cinarajaputra), melocotones (cinani) - se diseminaban por la India. En el siglo I
aC, la seda – que como producto, valor de cambio y tejido ritual fue siempre un
componente crucial de las nuevas rutas – había incidido ya en toda Asia Central: aunque
la tecnología para producirla seguiría estando celosamente guardada por China unos
cuantos siglos más, la seda en rama que exportaban los chinos sería utilizada por los
oasis del Turquestan para fabricar unas alfombras por las que la estepa generaba una
demanda inextinguible: sus yurtas estaban forradas de ellas. Los diseños de estas
alfombras son bien visibles en los remates de bóveda de las cuevas de Dunhuang, el
gran complejo budista que se abre a la entrada del desierto de Taklamakan.
A finales del siglo I aC la seda había saltado ya la barrera del Pamir y era de uso
frecuente en el imperio parto: allí la vieron por vez primera los ejércitos romanos,
durante la mal perdida batalla de Carrhae en el 53 aC: la visión de las brillantes y
multicolores banderolas que ondeaban entre los partos habría desconcertado al ejército
romano hasta la derrota. Pocos años después la seda entraba en Roma: Julio César
celebraría su triunfo con banderas de seda. A partir de entonces el Alto Imperio se
envolvería en seda, a pesar de las diatribas que sus prohombres – entre ellos Plinio y
Cicerón – le dedicarían: por ser demasiado cara – su importación drenaba las arcas
imperiales – y demasiado deshonesta – los talleres de Siria deshacían los pesados
brocados chinos para retejerlos como gasas. La enorme prosperidad alcanzada por el
punto terminal de las caravanas, Palmira, durante los tres primeros siglos de nuestra era,
proporciona una idea de la popularidad alcanzada por el suave tejido.
Para nosotros el vínculo con Roma es relevante: pero no podemos olvidar que no
sólo de seda se alimentaba la ruta. Por ella se canalizaba también la pimienta de la India
y las especies del sudeste asiático, el ámbar de Rusia, el lapislázuli de Afganistán, los
brillantes y esmeraldas de la India, el coral del Mediterráneo: todo ello alimentado por
las pequeñas transacciones con los nómadas locales que permitían sobrellevar las largas
etapas de las caravanas. Nadie hizo nunca el enorme trayecto que separaba Roma de
China: ni nadie intentó hacerlo porque nadie sabía de él. Habrá que esperar a los
mongoles para tener una percepción geográfica clara del continente euroasiático: Marco
Polo y sus contemporáneos no sólo serán los primeros en viajar por él, sino también los
primeros que podrán hacerlo. La inmensa mayoría de los viajes consistían en unas
cuantas jornadas – dos semanas, un mes – que unían puntos que se hallaban a unos
pocos centenares de kilómetros: los camellos bactrianos andaban unos 15 Km. diarios.
Estas etapas relativamente cortas daban un gran protagonismo al hilo de oasis que
jalona tanto el corredor de Gansu como los oasis del Taklamakan: en los primeros siglos
de nuestra era la ruta más utilizada era la del sur, bordeando los picos del Kunlun. Allí
florecieron Miran, Niya, y sobre todo Khotan, famoso por su jade, sus alfombras y sus
melones. La ruta del sur era también la más próxima a la India y al Hindukush: y de allí
vendría el nuevo impulso que proporcionaría a la ruta comercial primigenia un poderoso
contenido religioso.
Hacia el siglo II de nuestra era, el tráfico entre India y China estaba firmemente
establecido. Un poderoso imperio Kushan había surgido en las tierras de los yuezhi, en
el corazón del Hindukush, bien conectado con Persia, Roma y India: el tesoro de
Begram, que tantos avatares ha sufrido con la reciente guerra de Afganistán, es uno de
los repositorios más completos del cruce de culturas en la ruta de la seda. Hasta allí
llegaron los misioneros budistas, imbuidos ahora por las suaves y dúctiles doctrinas del
Mahayana, y dotados de una poderosa institución monástica que consolidaba sus
asentamientos y proporcionaba descanso a sus peregrinaciones. La llegada del budismo
conmovió a los dirigentes Kushan e impregnó el reino con una nueva estética,
helenística en sus formas y budista en su fondo: es el arte del Gandhara, una eclosión
artística de una originalidad inolvidable. Los monjes budistas, a los que la India – hindú
y brahmánica – veía con recelo, empezaron entonces a remontar el Hindukush, en
dirección contraria a la que había seguido Zhang Qian: los oasis del Taklamakan y el
corredor de Gansu se llenaron de monasterios excavados en las laderas, tachonados de
celdas donde meditar los monjes y de recintos donde descansar los viajeros. Monjes y
comerciantes fueron siempre a la par: a fin de cuentas el budismo, que había nacido en
las grandes rutas comerciales del Ganges, ofreció siempre a los mercaderes más
oportunidades de las que encontraban en las castas del brahmanismo. Las cuevas de
Dunhuang empezaron a excavarse en el 336 y a poco siguieron los grandes complejos
de Maijishan, Binglingsi, Kizil, Bezeklik. Los monasterios, como pasaría también en la
religión cristiana, no eran solo centros religiosos: utilizaban los donativos para roturar
campos, construir nuevos edificios o redecorar los antiguos, levantar hospitales,
practicar la medicina, construir puentes, perforar pozos junto a los caminos y letrinas en
los lugares de paso. En suma, los monasterios, que proporcionaban ocasión para
materializar los siete méritos de los budistas, fueron también poderosos centros de
acumulación de capital con el que subvenían a las necesidades de los viajeros.
En el siglo III caía el imperio Han, y poco después el imperio romano se sumía en
una crisis de la que saldría desfigurado: lejos de disminuir los contactos, estos
acontecimientos los acentuaron. China quedó desmembrada en porciones cada vez
menores: los reinos del Período de Desunión que se extiende de los siglos III al VI
necesitarán elementos de legitimación, en especial los del norte, de origen bárbaro. Los
Dieciséis Reinos de los Cinco Bárbaros buscarán uno tras otro el apoyo del
establishment budista, a menudo más estructurado que sus incipientes estados. A finales
del siglo IV, los Wei del Norte convertirán el budismo en una religión de estado y
erigirán en su honor las imponentes cuevas de Yungang y Longmen, mientras un tercio
de su capital, Luoyang, estaba ocupado por monasterios. A los intereses de los
poderosos se sumó la necesidad de los humildes, angustiados por un clima de perenne
incertidumbre política para la que las doctrinas autóctonas – confucianismo y taoísmo –
proporcionaban escaso sosiego. Se sumó también el interés de los intelectuales de los
estados más propiamente chinos del sur, que hallaban en el budismo una reflexión sobre
el vacío y la nada, y una aproximación a la teoría del conocimiento que les abría nuevos
horizontes. Es difícil saber qué hubiera sido del budismo de haberse encontrado con un
imperio sólidamente estructurado como había sido el de los Han: también el
cristianismo aprovechó la decadencia del mundo romano. Lo cierto es que cuando se
consolidó el imperio, con los Sui y los Tang a finales del siglo VI, el budismo había
arraigado ya profundamente en el mundo chino. Lo acompañaba un ingente esfuerzo de
traducción: el deseo de aumentar el corpus disponible y de acceder a los grandes centros
docentes budistas del norte de la India pondrá en marcha peregrinaciones formidables.
Faxian, en el siglo IV, recorrerá en solitario Asia Central y la India: su retorno, en un
barco de mercaderes, nos proporciona la primera indicación de las rutas marítimas que
estaban empezando a articularse entre la India, el Sudeste asiático y China. Pero el rey
de los peregrinos será sin duda Xuanzang, que recorrerá Asia Central y la India en un
viaje que quedará grabado para siempre en la memoria colectiva del pueblo chino.
Fueron viajes larguísimos – el de Faxian duró trece años (399-412) y el de Xuanzang
dieciséis (629-645) -, y ambos dejaron diarios pormenorizados de sus andanzas que se
convertirían en guías imprescindibles para todo el que quisiera aventurarse por las
tierras de Asia Oriental. El viaje de Xuanzang inspiraría además una de las novelas más
famosas del mundo chino, los Viajes del Rey Mono.
Pero el budismo no fue el único motor de la ruta de la seda en estos primeros
siglos de la edad media: por las rutas del norte llegó en el siglo IV un nuevo grupo, el de
los sogdianos. Estos comerciantes, que dominaron las pistas caravaneras entre los siglos
IV y VIII, procedían de ciudades mercantiles independientes aparecidas en lo que hoy
en día es Uzbekistán: Samarcanda, Bujara, Tashkent, eran algunas de ellas. Una
actividad incansable parece presidir los avatares de estos mercaderes, procedentes de los
confines del mundo persa y omnipresentes durante estos siglos en las rutas que
conectaban China y Bizancio. De sus bolsas salió la seda que envolvería a Bizancio y a
la Santa Madre Iglesia que allí se consolidaba: de seda eran los mantos de la nutrida
corte de Justiniano y Teodora en Rávena, y de seda serían siempre más las casullas,
birretes y estolas sacerdotales. De sus alforjas salieron también las preciadas monedas
bizantinas que tan en boga estarían en los enterramientos Tang: cuando el comercio
sogdiano decreció y, con él, el suministro de monedas, lucrativos negocios de
falsificadores chinos siguieron proporcionando a los alegados unas preciadas y falsas
monedas con que cubrir los ojos del difunto. De Bizancio, y de la Persia colindante,
llegó también otro colectivo que ocuparía un lugar destacado en las rutas: el de los
nestorianos, una herejía cristiana, muy vinculada al mundo de los negocios bizantinos,
que al ser expulsada por la ortodoxia de Constantinopla se replegaría hacia Persia
siguiendo los movimientos de las caravanas en que viajaban sus fieles. Cultos, con
conocimientos médicos y capacidad de gestión administrativa, los nestorianos no
limitarán sus esfuerzos al mundo de los negocios y de la religión: no tardarán en
convertirse en consejeros de los múltiples imperios nómadas de Asia Central. Allí los
encontrarán todos los viajeros medievales europeos, hasta que la caída de los mongoles,
con los que colaboraron de forma estrecha, los arrastre también a ellos.
Con la dinastía Tang, las rutas de la seda alcanzaron su máximo esplendor. Medio
turcos, los Tang mantenían relaciones estrechas con la estepa, asegurándose con ello un
formidable suministro de los preciados caballos de Ferghana: en las caballerizas reales
llegarán a haber 700.000 ejemplares. Cosmopolitas, los Tang tenían también excelentes
relaciones con la Persia Sasánida, de donde les llegaba tanto el cristal – que los chinos
nunca fabricaron, quizás porque la finura de la porcelana lo desincentivaba -, como el
azul cobalto que recubría de un color inusitado los interiores de las cuevas monásticas:
gracias a Persia, la ruta de la seda se teñirá de azul, desde el manto de Justiniano hasta
los ángeles de Dunhuang. Fue en estos siglos, entre el VII y el X cuando el volumen y
la calidad de las mercancías que circulaban por la ruta de la seda alcanzó su cenit y
cuando la ruta transmitió también otro tipo de riquezas: el papel llegó por ella. La
irrupción del Islam en este mundo provocó sólo una interrupción momentánea: árabes y
persas no tardarán en reanudar el lento caminar de las caravanas. A esta época
pertenecen también los grandes repositorios donde se concentraron las ingentes riquezas
de la ruta: el de las decenas de miles de objetos de seda del califa abbasida Harun al
Rashid (789-809), y el de Sosho-in, almacenado en el templo Todaiji en el Japón, que
concentró en el siglo VIII productos de todos los rincones del continente euroasiático,
traídos por las misiones diplomáticas japonesas que en estos siglos visitaban China
regularmente.
Sin embargo, los días gloriosos de la ruta de la seda estaban tocando a su fin. Tras
la dinastía Tang, China no tardaría en desmembrarse de nuevo: mientras el norte
quedaba de nuevo en manos de los bárbaros, la China empequeñecida del sur conocía
un crecimiento económico sin precedentes que la situaba al borde mismo de una
revolución capitalista: pero su extraordinario desarrollo comercial se orientaba esta vez
hacia el mar. En el noroeste, los tangut, emparentados con los tibetanos, establecieron la
dinastía Xixia, que vivía en gran parte de los beneficios que obtenía de las caravanas de
la ruta: Gengis Khan acabaría con ellos. Con los mongoles, la ruta de la seda conoció
su último momento de esplendor: fue en gran parte para controlar sus tráficos que
Gengis Khan conquistó media Asia. La Pax Mongolica permitió desplazamientos
inauditos hasta entonces: en los siglos XIII y XIV Carpini, Rubruck, Marco Polo y
Pordenone se contarían entre los que cubrieron el largo viaje, que Rabban Sauma, un
monje nestoriano chino que visitaría Roma, Paris y Londres, realizaría en sentido
contrario. Pero éstos son sólo los nombres que nos ha legado la historia: por aquel
entonces había ya decenas de miles de viajeros árabes que llegaban a China por mar.
En Cantón tenían barrio propio con mezquita: su presencia apunta ya al declive de las
rutas terrestres. Para el comercio internacional empezaba una nueva era cuyo
protagonista sería el mar.

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