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ANTONIO MACHADO HOY

ANTONIO MACHADO HOY

ACTAS DEL CONGRESO INTERNACIONAL


CONMEMORATIVO DEL CINCUENTENARIO DE
LA MUERTE DE ANTONIO MACHADO

I
PONENCIAS
ANTECEDENTES FAMILIARES
PERSONALIDAD DE ANTONIO MACHADO
JUAN DE MAIRENA (Y OTROS APOCRIFOS)
TEMATICA MACHADIANA (ANALISIS DE LA OBRA)

ediciones—

ALFAR
Sevilla. 1990
ALFAR / UNIVERSIDAD, 50
Serie: “Investigación y ensayo”

Esta edición ha sido posible gracias a la ayuda


del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla y de la Fundación Machado.

Cubierta: Carlos de Córdoba

© Ediciones Alfar
Tajuña, 2 / 41008 Sevilla
I.S.B.N.: 84-86256-89-5 (obra completa)
.. 84-86256-90-9 (volumen I)
Depósito Legal: SE-544-1990
Fotocomposición: Fotolito - Sevilla
Imprime: J. de Hato - Sevilla
PROLOGO

Es posible que debiera comenzar este prólogo con una explicación de cuáles
fueron los motivos de la convocatoria del Congreso, qué se esperaba conseguir con
él y cuáles fueron los resultados. En una palabra, empezar con una justificación.
¿Pero acaso resulta preciso justificarse para hablar de la figura y la obra de Anto­
nio Machado? ¿No es suficiente el nombre y el libro del poeta para reunir a una
serie de españoles y de hispanistas o a los amantes de la poesía? Pero lo peculiar
de nuestra reunión es que no se trató de una tertulia de velador, de un encuentro
frente a la chimenea o de un coloquio de sencillos amigos. Era un congreso que,
desde el proyecto inicial del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, fue creciendo, gra­
cias al apoyo de la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía y, luego, del
Ministerio de Cultura, hasta un número de asistentes superior a los quinientos y
una amplia serie de actividades. Con la preocupación que la responsabilidad con
lleva iniciamos, pocos días antes de cumplirse los cincuenta años del fallecimiento
de Antonio Machado, las sesiones del Congreso Internacional, en Sevilla.
La figura de Antonio Machado, su ejemplar comportamiento humano, su
saber cómo y cuándo un intelectual debe bajar al ruedo del compromiso con la
actividad pública diaria, pudo entorpecer de algún modo la consideración de su
obra poética y, permítaseme la expresión, hacerlo "pasar de modas". Antonio
Machado supo, en 1915, declarar vencida su generación y apoyar a los jóvenes del
momento. En 1931, hacerse cargo por unas horas del gobierno de Segovia. para
evitar un vacío de poder. Durante la guerra civil, dirigirse a las masas y a los com­
batientes para alentarlos y defender lo que juzgaba justo. Y, en 1939, apagarse a
orillas del Mediterráneo francés, dando su último suspiro cuando el ejército derro­
tado daba sus armas.
Ese saber estar históricamente hizo de Antonio Machado un símbolo, y la
bondad de dicho símbolo (tan justo, tan emocionante, tan necesario) enturbió la
recepción de su obra al condicionar —en los menos despiertos— la lectura. Así, se
llegó a decir que ese ejemplo humano era lo importante y no su poesía. Por eso
dieron algunos en defender la producción poética de su hermano Manuel por
encima de la de Antonio, como si se tratase de ganar un concurso o de hacer com­
paraciones. Nosotros estudiamos a Antonio Machado, asimismo editamos una
antología de Manuel (preparada por el Prof. Richard Cardwell). El uno no tiene

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por qué tapar al otro. Esa antología, junto a otra de textos de Antonio Machado
Núñez y una edición facsimilar de una revista manuscrita de los campos de refugia­
dos españoles en el sur de Francia, a finales de la guerra civil, fueron las publica­
ciones del Congreso.
Sería, no sólo ridículo, sino pretencioso por mi parte, pretender en unas
líneas resumir el contenido de casi un centenar y medio de ponencias y comunica­
ciones. Sobre todo, vendría a ser imposible recoger, aquí y ahora, el contenido de
las discusiones, conversaciones de pasillo o café, reflexiones al pie de los naranjos
o descubrimientos bajo la luz de Sevilla. Todos sabemos que, además de la publi­
cación de las actas, lo importante de una reunión profesional como un congreso es
la inquietud que las distintas intervenciones suscitan y el intercambio de opiniones
y datos que realizan los asistentes. El lector podrá imaginarse la trascendencia de
lo que aquí se recoge. Por no citar sólo lo más valioso, que vendría a ser como
repetir los volúmenes que siguen a estas páginas, daré mi opinión personal, adqui­
rida desde la posición pretendidamente neutra y distante que, como Comisario
para la organización del Congreso y Secretario del mismo, intenté sostener.
Dos han sido las zonas en las que los participantes se han situado. En la pri­
mera se procuró ampliar el conocimiento de la obra de Antonio Machado a partir
de una tradición heredada de lectura. Así, se profundizó en el análisis, se aporta­
ron textos desconocidos, se mejoraron lecturas. Además, se estudió la pertenencia
de Antonio Machado a una familia liberal andaluza, entroncando su ideología en
aquellas raíces que elaboraron el pensamiento krausista, crearon los partidos
obreros, introdujeron el evolucionismo darwinista, posibilitaron el estudio de la
cultura popular, desde Agustín Durán (tío abuelo de los poetas y uno de los prime­
ros teóricos del Romanticismo) a Demófilo (pseudónimo de Antonio Machado
Alvarez, padre de Antonio y Manuel), y se ligaron a un nuevo concepto de la cul­
tura y el ser de España. Recordemos que, junto a Durán y a Machado Alvarez, el
tío abuelo de los poetas, José Alvarez Guerra (que se firmaba "L'n amigo del hom­
bre"). y el abuelo, Antonio Machado Núñez (ligado al Krausismo, a la introduc­
ción del darwinismo y a la Institución Libre de Enseñanza), son nombres señeros
de la historia liberal andaluza del siglo XIX. Sólo en esa tradición cobran sentido
palabras como las que inician una alocución de Antonio Machado por la radio
en 1938: Más de una vez he dicho, y nunca me cansaré de repetirlo, que mi ideario
político se ha limitado siempre a aceptar como legítimo solamente el Gobierno que
representa la voluntad del pueblo, libremente expresada. Declaración de fe demo­
crática que no hubieran firmado otros contemporáneos suyos, como Azorín o
Baroja, no surgidos de esa tradición liberal andaluza.
La segunda zona de acción de las aportaciones del Congreso ha sido la de
aquéllos que quisieron retomar el sentido profundo de un verso del poeta, cuya
cita ya resulta tópica: se hace camino al andar, para unirlo a otra definición tam­
bién muy repetida: la poesía como palabra en el tiempo. Así, si la vida es un
camino que se hace, es decir: una temporalidad, una sucesión de presentes que
aspiran a ser pasado. Y si la poesía sólo tiene sentido como manifestación históri­
ca, es preciso defender por encima de todo el concepto de temporalidad. Pero
temporalidad en la escritura y en la lectura. Dicho con palabras sencillas y para no
alargar este prólogo: un importante grupo de participantes optó por buscar, no
una lectura fijada canónicamente, casi religiosamente, de la poesía machadiana,

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sino aquélla que puede y debe hacerse desde el hoy. Porque cada generación vuel­
ve. no sólo a leer, sino a escribir a los poetas. Por eso pudimos decir que, en Sevi­
lla, entre el 14 y el 19 de febrero de 1989, a los cincuenta años de su muerte física,
engendramos a Antono Machado. El Antonio Machado que la generación actual
lee y entiende, aquel que vamos a ofrecer a nuestros hijos para que ellos vuelvan,
y ojalá sea así, a engendrarlo en su día. He aquí el valor que pudo tener este Con­
greso: resumen y proyección.
Es justo elogiar, desde el trabajo de profesional de la cultura, el esfuerzo de
un político, con importantes responsabilidades de gobierno, por no abandonar sus
preocupaciones literarias de siempre, por mantener un hábito de lectura, cuando
tantos justifican la no práctica lectora por “falta de tiempo". Para nosotros es
importante salir de la biblioteca, del despacho, del aula, para escuchar corno,
desde otra perspectiva, puede contemplarse la obra literaria. Por ello, agradeci­
mos y agradecemos la presencia, para clausurar el Congreso con una conferencia,
del Excmo. Sr. Vicepresidente del Gobierno. Don Alfonso Guerra.
Termino expresando, también, mi agradecimiento a todas las personas que
ayudaron a que el Congreso fuera posible y que estas Actas hayan llegado a publi­
carse. Al Excmo. Ayuntamiento de Sevilla y a su Teniente Alcalde Delegado de
Cultura, Don Bernardo Bueno, a la Junta de Andalucía y, en especial, al Director
General de Fomento y Promoción Cultural, Don Pedro Navarro, a las distintas
instituciones públicas y privadas, a los colaboradores en la organización y a todos
los Congresistas que fueron el año 1989. en Sevilla, una primavera anticipada.
El día de la inauguración les dijimos a los asistentes que habíamos preparado
el espacio y el modo para una nueva lectura de Antonio Machado, el Machado que
se leerá en la primera década del siglo XXI. Junto a la clásica carpeta de congresis­
ta. entregamos a cada uno una macetita sevillana, fabricada para la ocasión, y le
pedimos que plantara la flor. En la clausura pudimos agradecer que lo hubieran
hecho. Como dijo el poeta. Primavera puso en el aire / la gracia de sus chopos de
ribera. Y. también, Primavera larda / ¡pero es ían bella y dulce cuando llega!

Jorge Urmtia
Catedrático de la Universidad de Sevilla
Secretario de! Congreso
Comisario de ia junta de Andalucía
para los actos del Cincuentenario

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PONENCIAS
LA NUEVA RETORICA DE ANTONIO MACHADO

Víctor García de la Concha


Universidad de Salamanca

Remando contra corriente, hace más de un cuarto de siglo. Ricardo Gullón se


atrevía a preguntar si los dos mejores libros de prosa escritos en nuestro siglo y en
nuestra lengua no serían Españoles de tres mundos, de Juan Ramán Jiménez, y
Juan de Maicena, de Antonio Machado1. En el fondo, lo afirmaba: y a fe que para
ello se necesitaba entonces valor. Pocos meses antes, febrero de 1959, en Colliou-
re, junto a la tumba y al amor del recuerdo machadiano, se había congregado un
grupo de poetas con voluntad de afirmarse como generación y. por más que
alguno de ellos —pienso en Angel González— mantuviera, casi desde niño, devo­
ción al poeta de Moguer, y a pesar de que otro —hablo de J. A. Valente— alertara
de la vanidad del empeño, el teórico de cabecera —José M.a Castellet—, con la
transigencia, o la connivencia de los más, iba a decretar la liquidación del simbolis­
mo2. ¡Malos tiempos para Juan Ramón y —aquí me importaba llegar— no mejores
para Antonio Machado! No mejores, digo, porque al servicio de una función de
santo y seña de la resistencia literaria en el panorama cultural del franquismo se
estaba operando un reduccionismo de lectura de los escritos machadianos: sólo
poesía; en ella, sólo Campos de Castilla, y allí, sólo sustancia ideológico social.
Esto es: de la “palabra en el tiempo'’ sólo lo temporal en su aspecto puntual inme
diato, con olvido de la fecunda dimensión de trascendencia que la noción de
“tiempo” comporta en la metafísica poética de don Antonio.
Las cosas han cambiado. A la revalorización ele la primera etapa poética, hoy
generalmente reputada como la mejor, ha seguido la de su prosa. El empeño se
centra ahora en integrar los estudios de una y otra, superando cualquier dicotomía
de géneros y la idea de una sucesividad discontinua que el propio Machado, con
distanciamiento de autoironía, parecería sugerir: “Poeta ayer, hoy triste y pobre /
filósofo trasnochado, / tengo en monedas de cobre / el oro de ayer cambiado.” Si
tenemos en cuenta que esta estrofa, primera de “Coplas mundanas”3, data de
1907, comprenderemos la temprana vinculación establecida por el escritor entre su
poesía y su prosa, y entre am bas y su filosofía. En la reorientación crítica que
empieza a perfilarse en los años sesenta —estudios de Gullón, Macrí, Gutiérrez
Girardot, H. Laitenberger, etc. — se vio muy pronto que Juan de Mairena, porta­
voz y exponente supremo de la prosa machadiana, no era un personaje ocasional.
El propio autor había declarado en 1938 que, en realidad, era su “yo” filosófico,

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nacido en él junto con el escritor. Recordémoslo: “Modesto y sencillo, le placía
dialogar conmigo a solas, en la recogida intimidad de mi gabinete de trabajo y
comunicarme sus impresiones sobre todos los hechos. Aquellas impresiones, que
yo iba resumiendo día a día, constituían un breviario íntimo, no destinado en
modo alguno a la publicidad, hasta que un día..., un día saltaron desde mi despa­
cho a las columnas de un periódico...’’4. Nada tiene, pues, de extraño, que Macrí
adivine en las tempranas colaboraciones periodísticas de La caricatura huellas-pre­
sagio (permítaseme este mal “contrafactum” maireniano) de un Mairena non
nato3. El precedente no se contrae sólo al empleo de moldes formales —por ejem­
plo, los hipocorísticos que persistirán hasta el Mairena—, sino más en las raíces,
en la actitud de distanciamiento que, mediante el humor, permite adoptar una
perspectiva crítica relativizadora de los valores convencionales y desveladora de la
realidad que subyace a las primeras apariencias.
Gaetano Chiappini ha estudiado el itinerario apócrifo machadiano6 y certera­
mente comienza por encuadrarlo en las coordenadas epistemológicas que van del
relativismo de Pirandello al Rafael, “poeta desconocido”, autor del Teresa unamu-
niano, al Monsieur Teste de Valery, a los heterónimos de Pessoa, a las metamorfo­
sis de Kafka, a los personajes compuestos y poliédricos de Proust...: a la moderni­
dad, en suma. Es la gran obsesión de autoidentificación que fecunda en los
comienzos de siglo en España —justo en la época imaginariamente activa de Juan
de Mairena— tantas novelas de artistas, desde La Voluntad, de Martínez Ruiz, a
la tetralogia.de Pérez de Avala; la que perfila, también, tantos autorretratos de
poetas, desde el de Rubén —“Yo soy aquél que ayer, no más, decía...”— al del
propio don Antonio —“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla...”7— o
de su hermano Manuel —“Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron...” — .
Nada tiene de extraño que el espejo se convierta en núcleo o vector de muchos
poemas machadianos; constituye, en realidad, un “topos” de la Modernidad8,
semánticamente polivalente: es archivo de recuerdos, espacio de evasión, proyec­
ción de la figura que busca soledad, arcano del que emergen ensoñaciones y fan­
tasmas, presagios y adivinaciones... No es, por supuesto, el único soporte imagina­
tivo del desdoblamiento del yo en la doble dirección de su relación con el otro yo,
con los otros y lo otro: el huerto o jardín, los campos, el camino y, desde luego, el
sueño cumplen una función análoga propedéutica del apócrifo.
De lo que el apócrifo representa en la obra de don Antonio se ocupan otras
ponencias y comunicaciones de este Congreso. A nuestro propósito basta con esta­
blecer un punto de partida: el de que Juan de Mairena constituye la recapitulación
que se irisa en múltiples dimensiones. En primer lugar, una reflexión filosófica
sobre su poesía. No perdamos de vista que tanto su maestro Abel Martín como él
son presentados en el Cancionero apócrifo como “poeta y filósofo”, a lo que, en el
caso de Mairena, se añade —y conviene subrayarlo— “retórico o inventor de una
máquina de cantar”9. En la pág. 192 del apócrifo tratado maireniano Los siete
reversos, se leía: “Todo poeta supone una metafísica; acaso cada poema debiera
tener la suya —implícita — , claro está —nunca explícita—, y el poeta tiene el
deber de exponerla por separado, en conceptos claros.”10 Juan de Mairena supone
en esta línea una reformulación de la poesía en módulos dialogísticos socráticos y,
a la vez, una relectura y la recreación de ella en un tiempo siempre nuevo, lo que
equivale a proyectarla sobre el cambiante escenario histórico. Detengámonos un

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poco en esto. En su carta de 1928 a Giménez Caballero, que le había solicitado
una colaboración, dice clon Antonio: "Entre manos tengo mi tercer poeta apócri­
fo: Pedro de Zúñiga, poeta actual nacido en 1900 [... |. Abel Martín y Juan de Mai­
rena son dos poetas del siglo XIX que no existieron, pero que debieron existir, y
hubieran existido si la lírica española hubiera vivido su tiempo. Como nuestra
misión es hacer posible el surgimiento ele un nuevo poeta, hemos de crearle una
tradición de donde arranque y él pueda continuar. Además, esa nueva objetividad
a que hoy se endereza el arte, y que yo persigo hace veinte años, no puede consis­
tir en la lírica —ahora lo veo muy claro—, sino en la creación de nuevos poetas
— no poesías— que canten por sí mismos.'’11 Esto es, consciente del desfase de
nuestra poesía decimonónica respecto de la que generó la revolución de la Moder­
nidad en Europa, Machado, que por boca de Juan de Mairena recomendará más
tarde crear el “pasado apócrifo”12, reconstruye en Abel Martín y en Juan de Mai ­
rena la base de una poesía que trascienda el subjetivismo lírico en una síntesis inte-
gradora. Machado señala el inicio de Campos de Castilla como punto de partida de
la búsqueda, pero es después de la muerte de Leonor cuando se le agudiza la con ­
ciencia del “doble espejismo” de que se siente víctima13: el apócrifo aparecerá
entonces —las primeras referencias expresas son de 1914’4— como una vía libera­
dora13 que permite el deslizamiento, sincrónico o diacrónico, del yo al otro yo, del
yo a los otros y lo otro y viceversa.
Según esto, Juan de Mairena, que tamiza a Abel Martín y torna sobre el Can­
cionero apócrifo, representa la culminación, cierre y clave de un proceso unitario.
Y en tal sentido, forzando un poco la afirmación —con la pequeña dosis de énfasis
que Mairena aceptaba en el lenguaje oratorio de la escuela—, cabría decir que su
nacimiento resultaba, en la escritura nrachadiana. inevitable, y que, corno ya
apuntó Gutiérrez Girardot, una vez presupuesto su nacimiento, Juan de Mairena
no podía ser otra cosa que profesor de Retórica y, profesor como lo hace, a modo
de Sócrates popular16.
No me parece casual que Machado sitúe el fallecimiento de Abel Martín en
1898, una fecha emblemática en la conciencia de crisis finisecular. El mismo
Gutiérrez Girardot recuerda, muy oportuno, al propósito el cuadro que el poeta
pinta en “(Otro clima)”, composición que, iras la titulada “(Muerte de Abel Mar
tín)”, cierra el Cancionero apócrifo17. Al recuerdo de las galerías del alma, “tan
desnudas”, y del “canto de las viejas horas” que se apaga, sucede una serie de inte
erogantes: “¿Un mundo muere? ¿Nace un mundo? ¿En la marina panza del globo
hace / nueva nave su estela diamantina? / ¿Quillas al sol la vieja flota yace? / ¿Es
el mundo nacido del pecado, / el mundo del trabajo y la fatiga? / ¿Un mundo
nuevo para ser salvado / otra vez? ¡Otra vez! Que Dios lo diga.” En medio de esas
preguntas, se produce la visión: “Calló el poeta, el hombre solitario. / porque un
aire de cielo aterecido / le amortecía el fino estradivario. / Sangrábale el oído. /
Desde la cumbre vio el desierto llano / con sombras de gigantes con escudos, / y en
el verde fragor del océano / torsos de esclavos jadear desnudos/’ Poco antes, Mai­
rena había preguntado a su apócrifo colega Jorge Meneses sobre el porvenir de la
lírica y éste Je había contestado: “El polo individual del sentimiento, que está en
el corazón del hombre, empieza a no interesar, y cada día interesará menos. La
lírica moderna, desde el declive romántico hasta nuestros días [los del simbolis­
mo], es acaso un lujo, un tanto abusivo, del hombre manchesteriano, del indivi­

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dualismo burgués, basado en la propiedad privada [...] El corazón del poeta, tan
rico en sonoridades, es casi un insulto a la afonía cordial de la masa, esclavizada
por el trabajo mecánico.”18 Es el ruido de éste el que revienta el tímpano del poeta
solitario. Meneses termina postulando el nacimiento de nuevos poetas, “los canto­
res de una nueva centimentalidad”.
La acción de Juan de Mairena se contrae en su espacio temporal al ámbito
mismo de esa conciencia de crisis que surge en la transición entre dos siglos.
Expresión del alma de ese tiempo, un alma dividida, afinca un pie en cada siglo.
De ahí el continuo vaivén de su razonamiento. En un texto de Los Complementa­
rios mil veces citado, “Leibniz y Schopenhauer”, dice Antonio Machado en 1917:
“Nosotros hemos vivido el poema de Schopenhauer [ —-el mundo es todo él cegue­
ra, acefalía — ] con música de Wagner —y Nietzsche claqueur, primero, y luego
reventador— y envidiamos a nuestros abuelos que vivieron el poema de Leibniz
[—lo más elemental es el espíritu... un ojo que ve y aspira a ver más: la mónada
que se basta a sí misma, ojo, luz e imagen en una misma realidad integral—] con
música algo tardía de Mozart [...]. Pero, ¿no estamos en el siglo XX? ¿No se habla
ya de novecentismo? ¿No hay quien pretende ya pisar la tierra firme de un siglo
nuevo? Si esto fuera así —lo que yo ni afirmo ni niego— dos bellas perspectivas se
ofrecen a nuestra mirada. Una es el siglo que empieza y del cual aún no sabemos
todo lo que lleva en el vientre; otra, el siglo que se fue. y que ya podemos año­
rar.”19 He enfatizado intencionadamente la referencia al novecentismo: al fondo
está D’Ors sobre todo, pero también Ortega. Machado no se pronuncia, pero no
por caso sitúa la muerte de Juan de Mairena en 1909, cuando todavía no ha
entrado de lleno en escena esa generación novecentista.
Mairena, según confesión propia, mantiene hasta el final “su fe ochocentis­
ta”. Nos equivocaríamos, sin embargo, si creyéramos que por ello su mirada se
anega en el pasado. No. Lo esencial de esa fe es “escucharse a sí mismo”: “Tal vez,
aclara, porque los que vivimos en ese siglo tenemos una conciencia marcadamente
temporal de nuestro existir.” Es la conciencia misma de Le temps perdu “visto
como un pasado que no puede convertirse en futuro y que se pierde irremediable­
mente si no se recuerda”2". Su activación, la de esa conciencia, nos hace soñar lo
pasado para convertirlo en presente real y, a la inversa, proyecta lo real presente
a la categoría de ensueño, fundiendo así las dos perspectivas en un juego de espe­
jos. Si aceptamos la hipótesis avanzada por Laitenberger, de que Abel .Martín.
Juan de Mairena y Pedro de Zúñiga representan el intento de reconstruir sobre la
pauta bergsoniana tres momentos característicos de la evolución de la historia de
las ideas en los siglos XIX y XX. y de interpretar a la vez la propia obra macha-
diana en su polaridad entre subjetivismo (Abel Martín) y nueva objetividad (Pedro
de Zúñiga), Juan de Mairena, a quien Laitenberger asigna la función de tránsito,
vendría a cumplir en la práctica ese papel de clave en el ir y venir de la lanzadera
de un siglo a otro, de una a otra voz. del yo al otro yo, y a los otros y a lo otro que
a la vez son yo21. Por algo Machado calificó de expresión de Juan de Mairena
como “canto de frontera”: con la de Abel Martín, su maestro, ciertamente, pero
también con la solamente vislumbrada de Pedro de Zúñiga.
Ya queda dicho que la base teórica de los apócrifos se encuentra en el con­
cepto de la esencial heterogeneidad del ser, la incurable otredad que padece lo
uno. No es fácil remediarla. Abel Martín, siguiendo a Leibniz, consideraba el

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alma de cada hombre como “una mónada sin puertas ni ventanas, dicho líricamen­
te: una melodía que se canta y se escucha a sí misma, sorda e indiferente a otras
posibles melodías —¿iguales?, distintas?— que produzcan las otras almas”22. Aún
admitiendo esa dificultad de comunicación, o, más precisamente, porque la admi­
te, porque es conocedor de la incapacidad del lenguaje racional para establecerla,
Juan de Mairena va a intentar con la teoría y la práctica de su nueva Retórica,
abrir vías de interpelación. Son las que aquí pretendo esbozar.
Al hojear en 1936 un ejemplar de Juan de Mairena y observar la variedad de
temas, y el modo fragmentario y versátil de abordarlos, es posible que muchos lec­
tores pensaran que don Antonio había inventado el apócrifo para articular esas
glosas de tipo periodístico hechas al modo de Xenius o como Antixenius. Quisiera
recordar en este punto que la instantaneidad y el fragmentarismo son dos caracte­
rísticas típicas de la literatura de la modernidad en España: basta pensar en las
novelas azorinianas, en el glosario d’orsiano, en las estampas de Gabriel Miró, en
los cuadros y aforismos juanramonianos. En su poema necrológico a Abel Martín,
Juan de Mairena califica de “nueva ratio” su “logos variopinto”: “De tus logos
variopintos / nueva ratio, / queda el ancla en agua y viento, / buen cimiento / de tu
lírico palacio.”23 Esa “nueva ratio” es la de la Modernidad a la que aludo, susten­
tada no en la estructura de un pensamiento discursivo lógico, sino de un pensa­
miento poético que en el fluir heraclitiano — “agua y viento” — capta un instante y
lo irisa en los mil aspectos de la heterogeneidad de su ser. Tal instante puede ser
un elemento de pensamiento —y en el Juan de Mairena se adivinan datos del krau-
sismo, del neokantismo, de Bergson, de Heidegger...— o un elemento literario
—y allí están Proust, Clarín, el Modernismo, Valery, Huidobro y los poetas
puros... — pero todo eso, amén de otras muchas referencias coyunturales a la cul­
tura española del último cuarto del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, son sólo
punto de partida para un ejercicio que en sí mismo, en su propia naturaleza,
quiero decir, sobrepasa el interés de categorización de todos y cada uno de los ele­
mentos básicos. Dicho de otro modo, el Juan de Mairena no es sólo ni primaria­
mente la crónica filosófica decantada del proceso cultural español de la Moderni­
dad, ni es sólo ni primariamente la categorización filosófica del proceso creador de
A. Machado. Más allá de todo eso, como un avance en el mismo proceso creador
de don Antonio, constituye un ejercicio de iniciación del pueblo en la Retórica al
servicio de un propósito ético y social trascendente.
“A la ética por la estética”, dice Machado que decía Mairena adelantándose
a un ilustre paisano suyo, Juan Ramón Jiménez. Uno y otro, Machado y Juan
Ramón, lo habían aprendido en el krausismo24: Juan de Mairena va a la ética por
la estética y a ésta por una nueva Retórica. La vieja Retórica, la del pensamiento
pragmatista, burgués e individualista, conducía a la incomunicación y a la confron­
tación: “El solas ipse, dijo un día en clase de Mairena el oyente Joaquín García, es
un ‘fantasma de mala sombra’.” El lo afirmaba en sentido filosófico —“he de pen­
sarlo, explicaba, como un fantasma mío que puede a su vez convertirme en un fan­
tasma suyo” —, pero el maestro subrayaría de inmediato las consecuencias prácti­
cas que en el orden social se derivan (JM, XXXVIII; M, II, pág. 2.071). Descar­
tando esa Retórica del solipsismo, Mairena iba a decir enseña, más bien diría cons­
truye, la Retórica de la comunicación que corresponde a la heterogeneidad del
ser. Si admira a Shakespeare es porque ve en él un “creador de conciencias”

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(“Desde el mirador de la guerra”, IJMP, M II, pág. 2.464), es decir, un literato
capaz de excitar al poeta —mejor a los poetas— que cada uno de nosotros lleva
dentro: “¿Pensáis —añadía Mairena— que un hombre no puede llevar dentro
de sí más que un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que
uno” (“Desde el mirador de la guerra”, I, JMP, M, II, pág. 2.071). Pues bien,
la nueva Retórica debe encauzar todas esas voces heterogéneas.
Ahora bien, esos distintos poetas que un poeta lleva dentro de sí se activan
al contacto del otro y los otros: he ahí la razón de que Mairena tuviera que ser
por fuerza un profesor; sus discípulos, aun aquellos que asisten como oyentes,
son mucho más que oyentes: son sus heterogéneos, contribuyen con sus inter­
venciones, con su silencioso asentimiento, su titubeo o su discrepancia a la pro­
ducción del discurso Retórico — metarretórico diríamos, acaso, con mayor pre­
cisión—. A la luz de este planteamiento se comprende bien el alcance de aque­
lla afirmación del Mairena postumo: “El pensamiento es esencialmente amoro­
so” (“Desde el mirador de la guerra”, I, JMP, M. II, pág. 2.440). En efecto,
guiado por la palabra, producido por la palabra, el pensamiento nace en la
comunicación. De ahí que la clase de Mairena sea definida por él mismo, al
final de sus días, como una “clase sin cátedra, reunión de amigos más que otra
cosa” (“Sigue hablando Mairena a sus alumnos”, VI, JMP, M, II, pág 2.388), y
que su método y forma básica sea el diálogo, aprendido —son sus palabras —
“en dos gigantes dialogadores: Shakespeare, en Inglaterra, y Cervantes en
España”: “Es casi seguro —añade— que Don Quijote y Sancho no hacen cosa
más importante —aun para ellos mismos— a fin de cuentas, que conversar el
uno con el otro. Nada hay más seguro para Don Quijote que el alma ingenua,
curiosa e insaciable de su escudero. Nada hay más seguro para Sancho que el
alma de su señor. Pero aquí ya no se persiguen razones a través de la selva psí­
quica, ya no interesa tanto la homogeneidad de la lógica como la heterogenei­
dad de las conciencias. Entendámonos: la razón no huelga; es como cañamazo
sobre el cual bordan con hilos desiguales el caballero y el criado” (“Miscelánea
apócrifa. Habla Juan de Mairena a sus alumnos”, JMP, M, II, pág. 2.372).
Exactamente como ocurre en las clases o, lo que es igual, en las tertulias de
Mairena: el ejercicio de la Retórica del conversar —en el sentido etimológico
del término: verter juntos las voces para alumbrar un pensamiento común— es
de valor superior a los datos coyunturales sobre los cuales la conversación ver­
se. No quiere esto decir que Mairena busque formar puros “virtuosos de la inte­
ligencia”; la gimnástica intelectual podría admitirse, a lo más, como algo prope-
déutico y privado. Pero “la inteligencia —afirmaba— ha de servir siempre para
algo, aplicarse a alguien, aprovechar a alguien” (“Sobre otros aspectos de la
Escuela de Sabiduría”, JMP, XXXVI; M, I, pág. 2.060).
Con frecuencia quienes se refieren al estilo del Mairena, lo explican como
un artificio machadiano para unificar apuntes diversos, para dotar de viveza y
colorido a la exposición ideológica y para otorgar verosimilitud y espontanei­
dad a la tarea del filosofar. Todos esos valores son ciertos, pero creo que, desde
la perspectiva que acabo de fijar, se advierte que no son algo superpuesto ab
extrínseco, sino todo lo contrario, que la estructura y la forma brotan del plan­
teamiento básico de una obra filiada en las preocupaciones y esquemas de la
Modernidad.

18
A partir de este punto - con estas premisas— entremos en el aula de Maire-
na. Es oficialmente profesor de gimnasia, aunque paradógicamente desprecia el
ejercicio físico por sí mismo, como, según acabamos de ver, desprecia lo que
pudiera ser pura gimnástica intelectual, retórica vacua. Sus clases de Retórica son
gratuitas y voluntarias. Los alumnos, jóvenes casi niños, apenas bachilleres.
En el primer banco están colocados los más torpes y el maestro se dirige casi
siempre a ellos (JM, V; II, pág. 1.928). El maestro odia el ademán garboso — “el
ademán garboso nos ha perdido”— y, aplicando el consejo que él mismo da a los
alumnos, habla casi siempre con las manos en los bolsillos (JM, XXIX; M, II, pág.
2.024). No es, en modo alguno, viejo, pero teme que el cuerpo le va poniendo en
ridículo; le gustaría ser un viejo venerable, pero en cualquier caso procura alejarse
de la figura del “vejancón, el vejete o la sedicente persona seria, un personaje
cómico que suele empuñar la batuta en casi todas las orquestas” (JM, ibid). Huye
tanto de semejar persona seria o de tomarse demasiado en serio (JM, XXXVI; M, II,
pág. 2.058) como de parecer ingenioso (“Apuntes y recuerdos de Juan de Maire­
na”, JMP; M, II, pág. 2.329 y s.) porque es, como veremos, antibarroco; y no
quiere aspirar a “profesional de la gracia, porque no hay cosa que tanto amenace
y enfríe el ingenio como el creerse obligado a ser gracioso” (“Mairena postumo”,
JMP; M, pág. 2.403). Recordando a Sócrates, “que no quiso ser más que un ama­
ble conversador callejero”, a Platón, a Virgilio y a Dante, pero sobre todo a Cer­
vantes, estima, por encima de cualquier cosa, la modestia (JM, XII; M, II, pág.
1.955). De vez en cuando, por contagio del orador, a quien se exige no sólo que
piense lo que dice, sino que crea en la verdad de lo que piensa —lo que no es,
desde luego, el caso de Mairena—, se le escapa un cierto énfasis (JM, VIII; M, II,
pág. 1.940); pero la norma es en él la voz medida, ya que es “hombre de oído finí­
simo, de los que oyen —no ya sienten— crecer la hierba” (“Apuntes y recuerdos
de Juan de Mairena”, JMP; M, II, pág. 2.327). No descarta, sin embargo, utilizar
“de cuando en cuando frases impresionantes, de cuya inexactitud es él el primer
convencido, pero que a su juicio encierran una cierta verdad” (JM, XXII; M, II,
pág. 1.996 y “Saavedra Fajardo y la guerra total”, JMP; M. II, pág. 2.456).
Antierudito declarado (“Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mai­
rena y de su maestro Abel Martín”. JMP; M, II, pág. 2.311), porque la erudi­
ción fija —y, por ende, mata el pensamiento—, pero intensamente humanista y
latinista (JM, XLVI, M, pág. 2.107) a la par que folklórica —entendido el fol­
klore como cultura viva y creadora de un pueblo de quien habría mucho que
aprender (JM, XII, M, II, pág. 1.954), Mairena había pensado fundar una
Escuela Popular de Sabiduría, con dos cátedras fundamentales; como dos
cuchillos —dice— de una misma tijera, la de Sofística y la de Metafísica, que
consistiría en revelar al pueblo, “quiero decir —aclara— al hombre de nuestra
tierra, todo el radio de su posible actividad pensante [...] en enseñarle a repen­
sar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único
modo de empezar a creer en algo” (JM, XXXV; M, II, págs. 2.054-2.056). Su
objetivo era, desde luego, ambicioso; enseñar a contemplarlo todo —“a crear
la distancia en ese continuo abigarrado de que-somos parte...; a meditar sobre
lo contemplado y sobre las contemplaciones mismas; a renunciar a las tres cuar­
tas partes de las cosas que se consideran necesarias; a trabajar sin jactancia; a
amar la filosofía, y, sobre todo, a dudar de todo; a amar, en fin, al semejante y

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al diferente” (“Algunas ideas de Juan de Mairena sobre la guerra y la paz”, II,
JMP; M. II, págs. 2.346-2.349).
Pero como Retórico, lo que más le preocupaba era, naturalmente, formar “no
oradores, sino por el contrario [y adviértase la fuerza de esa contraposición: no ora­
dores sino por el contrario] — hombres que hablen bien siempre que tengan algo
que decir”, y a éstos les rogaba encarecidamente: “Que no se os muera la lengua
viva” (JM, XLII; M, II, pág. 2.088).
Detengámonos un poco en esta expresión: lengua viva. En seguida veremos
que Mairena la identificaba con la hablada, contraponiéndola a la escrita, entre
cuyos renglones el pálpito vital de la lengua se esclerotiza; comprobaremos tam­
bién la vinculación que establece entre lengua viva y lengua del pueblo o dichos en
los que la lengua del pueblo late fecunda, generando pensamiento. Pero ahora nos
conviene fijarnos de manera precisa en esta relación entre lengua viva y fecunda­
ción y alumbramiento del pensamiento.
Cuenta Juan de Mairena que su maestro Abel Martín decía: “Hay hombres
que van de la poética a la filosofía; otros van de la filosofía a la poética. Lo inevita­
ble es ir de lo uno a lo otro” (JM, XXIII, M, pág. 1.998). La Retórica que Mairena
pretende enseñar-construir (porque, en efecto, se va construyendo al ritmo del
diálogo, escolar popular socrático) está estrechamente vinculada a la producción
de un pensamiento poético, que, por contraposición al pensamiento homogeneiza-
dor de la lógica racional, “quiere ser creador [y para ello] no realiza ecuaciones,
sino diferencias esenciales”; tal pensamiento poético “sólo en contacto con lo otro
real o aparente [—es decir, en el diálogo vivo—] puede ser fecundo (JM, XIV, M, II,
pág. 1.963). Sólo por esa vía se puede descubrir, inventar lo real. La poesía, que,
por supuesto, no se identifica con el poema o el verso sino con la aplicación de esta
Retórica en una lengua viva, resulta así siempre, aun en los casos en que parezca
más amarga y negativa, “un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta,
porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con los
que mire” (JM, XXX; M, II, pág. 2.030).
En ese camino de ida y vuelta entre la filosofía y la poética, poetas y filósofos
pueden aprender mucho unos de otros, ya que, según Mairena, los grandes poetas
son metafísicos fracasados y los grandes filósofos poetas que creen en la realidad
de sus poemas. Por ejemplo, dice, “el escepticismo de los poetas puede servir de
estímulo a los filósofos, en tanto que éstos pueden brindar a aquéllos el arte de las
grandes metáforas [...] El río de Heráclito, la esfera de Parménides... ” (JM, XXII;
M, II, pág. 1.995). La paradoja salta a la vista: en efecto, lo normal sería que los
filósofos contagiaran escepticismo a los poetas y que éstos les devolvieran metáfo­
ras. Lo normal en la lógica racional, no en la de Mairena; porque él, como su
maestro Abel Martín, pertenece a la categoría de esos hombres que “no se duer­
men tranquilos sin averiguar que ignoraban profundamente algo que creían saber.
¡A igual A, decía mi maestro [Abel Martín] cuando el sueño eterno comenzaba a
enturbiarle los ojos. Y añadía, con voz que no sonaba ya en este mundo: ¡Ateme
usted esa mosca por el rabo!” (JM, VI; M, II, pág. 1.934). Comenzaba a dudar de
lo homogeneidad del ser: las cosas ¿son como son? El escepticismo que es el
comienzo de toda poesía, y por ende de toda sabiduría —lo que es igual a de toda
estética y de toda ética— no se reduce, por supuesto, a la actitud esnobista de estar
siempre de vuelta— “los [...] que están siempre de vuelta en todas las cosas, sen-

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tencia Mairena, son los que no han ido a ninguna parte” (Ibíd., pág. 1.932) . ni
al afán de negarlo todo, ya que “es, por el contrario, el único medio de defender
algunas cosas” (JM, VIII; M, II, pág. 1.945). Tampoco se identifica el escepti­
cismo metodológico maireniano con la duda metódica de Descartes, porque la
duda que Mairena practica y predica no es “a la manera de los filósofos, ni siquiera
de los escépticos propiamente dichos, sino la duda poética, que es duda humana,
de hombre solitario y descaminado, entre caminos” (JM, XII, “Sobre Demócrito
y sus átomos”; M, II, pág. 1.952).
Esta duda poética, que arranca de la concienca de la heterogeneidad de ser,
sólo puede ser producida por la lengua viva, que, sieguiendo las pautas de la nueva
Retórica, desarrolla Mairena en el diálogo socrático. Cuando sus alumnos llegan,
por libre, a él, él les dice: “Nosotros estamos aquí para desconfiar de todo lo que
se dice. Tal es el verdadero sentido de nuestra sofística” (“Sigue hablando Mai­
rena a sus alumnos (sobre la duda)”, JMP, M, II, págs. 2.320 y s.); “vosotros
sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia
de vuestras almas, arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sem-
bar inquietudes, como se ha dicho muy razonablemente, y yo diría, mejor a sem­
brar preocupaciones y prejuicios” (JM, XXXIX; M, II, pág. 2.075). Al poco —ense­
guida veremos cómo—, maestro y discípulos forman un grupo que él mismo cali­
fica de “enfants terribles de la lógica” (JM, XXXVIII; M, II, pág. 2.070), entusias­
tas forofos del gran Demócrito de Abdera, a quien se complacen en imaginar “en
el acto magnífico de desimaginar el huevo universal, sorbiéndole clara y yema,
hasta dejarlo vacío, para llenarlo luego de partículas imperceptibles en movi­
miento más o menos aborrascado...”, lo que Mairena calificaba de “acto poético
negativo, desrealizador, creador” (JM, XII (“Sobre Demócrito y sus átomos”); M,
II, págs. 1.952 y s.), añadiré en este punto sólo una cosa: porque es la lengua viva
la única que abre la brecha del escepticismo a la resonancia de las voces heterogé­
neas del ser de cada cosa, el discurso retórico maireniano —esto es: el que tejen
de palabra Juan de Mairena y sus alumnos o contertulios— es siempre un borra­
dor, como borrador lleno de tachones es su alma poética (JM, VI (“Proverbios y
consejos de Mairena)”; M. II, pág. 1.933). Nada trágico, porque Mairena enseña
también a sus alumnos a dudar del pensamiento propio cuando éste lleva a callejo­
nes sin salida, “que es indicaros —dice— la salida de esos callejones”. De ese
modo, en última instancia, el escepticismo se convierte en fuente de regocijo.
Situados en este punto, podemos comenzar a ver cómo esa lengua viva se hace
Literatura en la teoría y el ejercicio retórico mairenianos. Tal como he anticipado,
el maestro privilegia sobre todo una literatura que sea más hablada y menos escri­
ta; lamenta el que “cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque
no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita,
donde antes se había enterrado la palabra hablada”. Y dicta esta norma básica: “lo
importante es hablar bien: con viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por
añadidura” (JM, I (“Mairena en su clase de Retórica y Poética”); M, II, pág.
1.909). No me parece insignificante que, tras el paradójico dialoguillo de Agame­
nón y su porquero, sea éste el primer fragmento maireniano. Retornará incesante
a cada trecho del libro, como si fuera, como que es, uno de sus principales vectores
de fuerza: “Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es
hablar y decir a nuestro vecino lo que sentimos y pensamos. Escribir, en cambio,

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es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nues­
tro espíritu. Pero si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento
hablado” (JM, XLVIII; M, II, pág. 2.116). El texto no tiene desperdicio: ¿por qué
—podemos preguntarnos— escribir es un pecado contra la naturaleza del espíritu?
Simplemente porque el espíritu —su expresión, el pensamiento— vive y fluctúa
como el río de Heráclito; fijarlo en un escrito, es congelarlo. De ahí que la única
solución, la menos mala, sea, en puridad, escribir como taquígrafos del constante­
mente mudable pensamiento. Si a ello se añaden las exigencias específicas que
plantea la activación del principio de la heterogeneidad de ser, quiero decir, si se
trata de dar curso expresivo a las voces de “los otros yo”, la dificultad crece de
punto. Tanto, que Juan de Mairena, en una comedia apócrifa, La visita del duelo
(JM, XXVIII; M, II, págs. 2.019 y s), ensayó una nueva técnica para el diálogo,
consistente en una retahila de palabras, horra de signos de puntuación, del tipo de:
“Salud señora para encomendarla a Dios y qué buen ver tiene todavía esta seño­
ra.” La disposición de las palabras sigue, en ese ejemplo convencional, la fluctua­
ción del pensamiento en su doble vertiente de reflexión íntima y comunicación
externa.
En la base de las tres cualidades enunciadas de la lengua viva están la sencillez
y la claridad. Sobre ésta última es Mairena terminante: “La claridad debe ser vues­
tra más vehemente aspiración. El solo intento de sacar al sol vuestra propia tinie-
bla ya es plausible” (JM, XLIV; M, II, pág. 2.099). El precepto y su justificación
específica reflejan el doble motivo a que se vincula: la claridad es necesaria para la
comunicación, pero, incluso, antes de ello es imprescindible para entenderse el
propio yo entre la algarabía confusa con que en la obscuridad de la conciencia se
debaten las voces de las cosas. Por lo que hace a la sencillez, se ha hecho ya tópica
la ejemplificación de lo vituperado: “Los eventos consuetudinarios que acontecen
en la rua” (JM, I (“Mairena, en su clase de Retórica y Poética”); M, II, pág.
1.909). Es el preciosismo literario: el que Mairena llama “del mal Góngora” o de
D’Ors. Se concreta, ya en la amplificación supèrflua —caso de “los eventos con­
suetudinarios...” o del “Daréte el fruto sazonado del peral en la rama pondero­
sa”—, ya, en el polo opuesto, en la excesiva concisión, “Me dio cuatro naturales /
y en Chihuahua clarecí”, caso éste en el que Mairena denuncia la versión enigmá­
tica de lo que sencillamente significa: “el cacique de la comarca puso a mi servicio
cuatro indígenas que me dieron escolta y, acompañado de ellos, pude llegar feliz­
mente a Chihuahua, a la hora en que empezaba a clarear” (JM, XXXVII; M, II,
págs. 2.065 y s.). Sin dejar de plantear cuestiones histórico-literarias de interés
— del tipo de los presagios calderonianos que se detectan en Lope y los vestigios
lopescos que hay en Calderón — , Mairena, como es bien sabido, prefiere a Lope
“poeta de las ramas verdes” por encima de Calderón, “el de las virutas”. E
importa aquí la razón: éste es “un final magnífico, la catedral de estilo jesuítico del
barroco literario español”, mientras que Lope “es una puerta abierta al campo”, a
lo natural espontáneo; en el fondo, a lo popular (JM, M, II, págs. 1.929-1.931 y
“Mairena postumo”, JMP-, M, II, pág. 2.406).
He anticipado ya la conexión intencional de la lengua viva con el pueblo
“Siempre que advirtáis un tono seguro en mis palabras —precavía un día Mairena
y Machado lo iba a repetir en un discurso ante el TI Congreso Internacional de
Escritores Antifascistas’—, pensad que os estoy enseñando algo que creo haber

22
aprendido en el pueblo” (“Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mairena y
de su maestro Abel Martín”, JMP', M, II, págs. 2.315 y s.). Y esto vale también, y
primordialmente, para la lengua. Al recomendar a sus alumnos el modelo popu­
lar, razona Mairena: “Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de fol­
klore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervanes la
creación literaria más original de todos los tiempos” (JM, XI; M, II, pág. 1.949).
Conviene precisar en seguida que, como ya he apuntado, la idea que el maestro
tenía del folklore discrepaba mucho de la de los folkloristas de la época: a él no le
interesaba el folklore como estudio de reminiscencias de viejas culturas, de ele­
mentos muertos que arrastra inconscientemente el alma del pueblo en su lengua,
en sus prácticas, etc., sino el modo de hacer, hablar y vivir del pueblo de una épo­
ca. Incorporar en la lengua palabras o clisés del viejo folklore, constituía a su juicio
“una originalidad frívola y de pura costra”, tan vituperable como la preciosista:
era, en definitiva, según sus propias palabras, barbarie casticista, que no tiene
nada que ver con la dimensión abierta de lo popular hacia lo universal. El casti­
cismo se reduce a puro calco artificioso, mientras que el aprovechamiento del fol-
kore que Mairena preconiza apunta hacia el estímulo, la asimilación y la reelabo­
ración intelectual y cordial de la materia folklórica (JM, XII; M, II, pág. 1.954) en
un proceso que, en cierto modo, reproduce el que una palabra o un concepto sufre
hasta decantarse en lo popular preñado de vida. Baste sólo un ejemplo: “Para que
la palabra ‘entelequia’ —explica Mairena— signifique algo en castellano, ha sido
preciso que la empleen los que no saben griego ni la han leído en Aristóteles” (JM,
V; M, II, pág. 1.928). En efecto, lo que en éste significaba el hecho de poseer per­
fección o lo que tiene en sí la consumación como fin, ha pasado a indicar el “ser o
situación perfecta, que se imagina pero que no puede existir en la realidad”.
Ascendamos ahora al plano de los conceptos; Mairena no duda en reco­
mendar acudir a nuestro folklore o saber vivo en el alma del pueblo antes que a
nuestra tradición filosófica, la cual pudiera despistarnos. “Reparad —dice Mai­
rena a sus alumnos— en esta copla popular: ‘Quisiera verte y no verte, / qui­
siera hablarte y no hablarte; / quisiera encontrarte a solas / y no quisiera encon­
trarte.’ Continúa el maestro: Y vosotros preguntad: ¿En qué quedarnos? Y res
ponded: Pues en eso” (JML; M, II, pág. 2.120). Claro que él no se queda en
eso, porque, tirando del hilo de la copla y de otras coplas, llega en ese último
capítulo al ovillo de la necesidad de “continuar consecuentemente a ICant en
una cuarta Crítica, que sería la de la Pura creencia y que nos descubriría acaso
el carácter antinómico, no ya de la razón, sino de la fe, y a revelarnos el gran
problema del Sí y el No, como objetos, no de conocimiento, sino de creencia”
(Ibíd., pág. 2.123). Y así iba Juan de Mairena, en sus cavilaciones o en sus cla­
ses, partiendo de la sabiduría popular: recordemos, por ejemplo, las tres copli-
llas engarzadas sobre el juego conceptual de mentira y engaño que, de manera
significativa, agrupa en el cap. XII bajo el epígrafe de “Sobre los modos de
decir y pensar” (págs. 1.953 y s.); o aquella solearilla que él mismo califica de
antieleática, “Confiamos / en que no será verdad / nada de lo que pensamos”,
donde confiamos es una palabra-almohada, dice Mairena, que parece referirse
más a la creencia que al conocimiento, y que le permite la glosa en tres dimen­
siones filosóficas distintas (“Sobre algunas ideas de Juan de Mairena”, JMP',
M, II, pág. 2.324).

23
Nada tiene, pues, de extraño que, avanzando hacía el terreno específicamente
literario —no digo poético, porque en la teoría maireniana esa palabra de penetra­
ción metafísica es esencialmente poética— nada tiene de extraño, digo, que ter­
mine comparando ese folklore con aquella “fuente de Castalia” cercana a Delfos
a la que acudían poetas y literatos para beber sus aguas en busca de la inspiración:
“¡En el folklore reside —dice— más o menos encantada por Júpiter nuestar
musa!” A tanto llega su fe estética en la fuerza de lengua viva del folklore que,
parodiando en desmesura a D’Ors — “lo que no es tradición, es plagio” —, termina
por sentenciar: “En nuestra literatura, casi todo lo que no es folklore es pedante­
ría” (JM, XXII; M, II, pág. 1.996. Insistirá Machado en ello en su “Discurso en la
sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores”). Escrutando con
atención las específicas virtualidades expresivas de ese folklore, creo poder indivi­
duar, en el magisterio de Mairena, dos principales: la fuerza de la condensación y
la magia de la palabra. Uno de los mayores defectos, según Mairena, de la escri­
tura literaria de su época era el de la acumulación en ella de detalles insignificantes
e impertinentes; frente a eso, la lengua viva del pueblo poda lo accesorio de su
expresión y concentra la energía en los sustancial. Por lo que hace a la magia —“má­
gicos prodigiosos de la expresión por medio de las palabras” son, para Mairena,
los literatos (“Mairena postumo”, JMP, M, II, pág. 2.408) — , podemos fijarnos en
un ejemplo que él mismo propone, el de esta copla andaluza: “Si no has tiraíllo
piedras / poquillo te va faltando.” El diminutivo aplicado a la expresión verbal
crea un ámbito de afecto en el que se le dice a un prójimo: “Estás a punto de vol­
verte loco para incurrir en el mayor desmán de la locura, y acaso es tiempo todavía
de evitar la catástrofe.” Y anota Mairena: “El poeta pudo decir: Poco te falta para
volverte loco, que sería una expresión perfectamente lógica, intemporal, de la
misma idea”; pero el arte —añado yo— no ha de ser intemporal ni el pensamiento
poético se contrae a la lógica racional. Por eso, para insertar el diálogo en lo tem­
poral, en el presente que fluye, recurre el anónimo poeta popular a la expresión
temporal que alarga el presente mediante un gerundio precedido de un verbo de
movimiento: “Poquillo te va faltando”. Los preceptistas de la época repudiaban el
uso del gerundio, pero Mairena, nuevo Retórico, razona: “Desde un punto de
vista emotivo comprenderéis que no es lo mismo decir poco te falta que poco te va
faltando, porque en el primer caso se alude a un concepto y en el segundo a una
viva intuición.” (Recordemos que la esencia última de la estética maireniana era
ver; la poesía es un acto vidente.) Como ejercicio complementario de clase pide
Mairena ese día a sus alumnos que analicen la lira de San Juan de la Cruz: “Mil
gracias derramando...” (Ibíd.).
Cabe ahondar un poco más todavía en ese procedimiento retórico de trasposi­
ción de lo conceptual lógico intemporal a lo temporalizado vivo. Mairena no reco­
mienda, en modo alguno, para ello instalarse en la anécdota. Todo lo contrario;
piensa que el poeta —y por extensión el literato— debe “merced al olvido arrancar
las raíces de su espíritu, enterradas en el suelo de lo anecdótico y trivial, para ama­
rrarlas, más hondas, en el subsuelo o roca viva del sentimiento, el cual no es ya
evocador, sino [...] alumbrador de formas nuevas” (JM, VIII (“Mairena lee y
comenta versos de su maestro”); M, II, pág. 1.942). En ese “diálogo de un hombre
con su tiempo” que es la poesía, la tarea del poeta consiste en eternizar, sacándolo
fuera del tiempo (JM (“Sobre el tiempo poético”); M, II, pág. 1.946). Y esto es

24
aplicable, por supuesto, a cualquier experiencia de la vida cotidiana. Mairena
cuenta un día a sus amigos la experiencia de su maestro, Abel Martín, quien, tras
haber pasado tres días sin comer, se percata de lo tacil que es morirse y de que
morirse no tiene la importancia que se le atribuye. Pues bien, a partir de ahí y
mediante la manipulación retórica de la anécdota, la experiencia se convierte en
una videncia con repercusiones ético-sociales. En este caso el procedimiento utili­
zado es el recurso a la intertextualidad literaria: Abel Martín piensa —el razona­
miento se encuentra en el cap. XXXV (M, II, págs. 2.051 y s.)— que su experien­
cia acaso se deba al estoicismo que se atribuye a la raza andaluza (Séneca y, sobre
todo, la tradición oriental, el fondo); evoca a Hamlet — “es posible que por ser yo
un hombre grueso, como el príncipe Hamlet, no llegase a ver las orejas del
lobo” — ; contraevoca al Arcipreste — “Cosa es verdadera que el hombre se mueve
por el hambre” —, para terminar denunciando la falacia de la ecuación “un hom­
bre = un hambre” y, en consecuencia, el reduccionismo materialista. En otras
ocasiones el proceso se invierte: una reflexión generalizada y abstracta se con­
vierte en algo vivo mediante la inserción de un elemento lingüístico personaliza-
dor. Así ocurre, por ejemplo, en la copla de Enrique Paradas “El hombre, para ser
hombre, / necesita haber vivido, / haber dormido en la calle / y, a veces, no haber
comido” (Ibíd.). A Mairena no se le oculta que la copla es literariamente ramplo­
na, pero fija su atención en ese a veces, “tan desvergonzadamente prosaico”
—dice— y que, en cambio, le parece “la perla de la copla”, porque injerta de
golpe la vida concreta en la abstracción y consigue de ese modo una categoría viva.
La contemplación que Mairena se propone enseñar presupone la necesidad
de distanciamiento: “Toda visión —sentencia el maestro— requiere distancia, no
hay manera de ver las cosas sin salirse de ellas” (JM, XXVIII; M, II, pág 2.021).
Esta se logra principalmente por medio de dos grandes recursos retóricos, el
escepticismo y la ironía. Demócrito, el antiguo filósofo griego, enseñaba que “lo
dulce y lo amargo, lo caliente y lo frío, lo amarillo y lo verde, etc., no son más que
opiniones; sólo los átomos y el vacío son verdaderos”. Mairena dice a sus alumnos:
“Preciso es que tomemos posición... posición defensiva de gatos panza arriba ante
esa vieja concepción [...] Vamos a empezar dudando de la existencia de los áto­
mos ...” Y a partir de ahí es cuando propone realizar el acto poético negativo a que
antes me he referido, de desimaginar... (JM, XII; M, II, págs. 1.951-1.953). Me
importa aclarar que el dispositivo retórico escéptico no radica sólo en la adverten­
cia expresa sino, y sobre todo, en el tratamiento lingüístico de la materia respecto
de la cual hay que cobrar distancia. Habla, por ejemplo, un día del argumento
ontológico o prueba de la existencia de Dios y de cómo su cuestionamiento no es
razón suficiente para descreer; pues bien, antes de establecer el diálogo, prepara
el distanciamiento mediante frases del tipo de “Todo esto es tan de clavo pasado,
que hasta las señoras, como decía un ateneísta, pueden entenderlo”. O bien: “Un
Dios no existente sería un Dios que no llega a ser Dios. Y esto no se le ocurre ni
al que asó la manteca” (JM, XIV (“De otro discurso”); M, II, pág. 1.964). Lo
mismo sucede con el distanciamiento irónico: que se logra, quiero decir, mediante
recursos específicamente lingüísticos. Así, para crear distancia de contemplación
respecto del hecho de la mutación universal, comienza por utilizar un registro
culto que de repente se quiebra para chocar con otro coloquial: “Casi todo cam­
bia, amigos míos, y no digo todo a secas, por quitar rotundidad y absolutez a mis

25
afirmaciones, y, además, porque hay gran copia de hechos insignificantes como el
de haber nacido en viernes [—el que nace en viernes, es zahori, según un adagio
popular español—], por ejemplo, que los mismos dioses no podrían mudar. Son
éstos los hechos por cuya averiguación se pirran los eruditos...” “Atalaya. Desde
el mirador de la guerra”, VI (JMP-, M, II, pág. 2.465). La alusión inicial al princi­
pio heraclitiano —“todo cambia”— y la acumulacón de léxico de connotación
culta —rotundidad, absolutez — copia que subrayo por mi cuenta, va a chocar con
la evocación del dicho popular y con esa más que popular expresión, se pirran.
El espacio de distanciamiento para la contemplación, creado mediante el ini­
cial escepticismo o la ironía, mantiene su eficacia a lo largo del logos maireniano,
con el apoyo de salpicados toques de humor, los cuales, al mismo tiempo, aligeran
el discurso: “¿Qué hubiera perdido el doctor Laguna con pitorrearse un poco de
su Dioscórides Anazarbeo...? Pensaríamos de él como pensamos hoy: que fue un
sabio, para su tiempo, y hasta intentaríamos leerle alguna vez” (/M, IV; M, II,
pág. 1.925).
Todo esto que vengo esbozando apunta hacia una estructura básica de la
Retórica maireniana, de carácter dual contrastivo, que se manifiesta en muy varia­
das dimensiones. La concreción más elemental es la de la simple contraposición
sucesiva de facetas: “el sin embargo de Mairena era siempre la nota del bordón de
la guitarra de sus reflexiones” (JM, XXIII; M, II, pág. 2.001). Basta echar una
ojeada al libro para comprobar la frecuencia de este recurso de base estructural.
Pero son mucho más fecundos en esta línea los procedimientos contrastivos simul­
táneos. Ante todo, la paradoja como fuente de conocimiento. No es casual que
uno de los adjetivos preferidos de Mairena sea gedeónico, con el significado de
simpleza dicha en tono doctoral y que, a lo mejor, no es tan simple como parece.
Son tantas las paradojas registrables, que no merece la pena ejemplificar su uso;
sí, en cambio, señalar que Mairena las clasifica en dos grupos: la paradoja dogmá­
tica y rotunda —prototipo, la calderoniana: “porque el delito mayor / del hombre
es haber nacido”— y la paradoja popular, más graciosa y sutil, que ni siquiera
parece paradójica, la del gitano que ahorcaron en Ubeda, “sin otro delito —decía
él— que haber venío a este mundo” “Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena”
(JMP-, M, II, pág. 2.329). Junto a la paradoja, destacaría en este grupo de procedi­
mientos retóricos contrastivos la contraposición léxica, de uso no menos frecuente
— “En política, como en arte, los novedosos apedrean a los origínufes” (JM, III;
M, II, pág. 1.921)—, y el entrelazado de registros tonales de distinto nivel. “El
tono lo da la lengua”, sentencia Machado en uno de su “Proverbios”25. Acabo de
citar un ejemplo, el referido a la mutación universal, en que el contraste produce
un choque irónico. No me resisto a añadir otro en que el procedimiento sirve a la
fuerza expresionista. Mairena profetiza la guerra europea y dice: “Después de las
blasfemias de Nietzsche nada bueno puede augurarse a esta vieja Europa, de la
cual somos nosotros parte, aunque por fortuna, un tanto marginal, como si dijéra­
mos, un rabo todavía por desollar. El Cristo se nos va, entristecido y avergonzado.
Porque el bíblico semental humano brama, ebrio de orgullo generíaco, de fatuidad
zoológica. ¿No lo oís berrear? Terribles guerras se avecinan” (“Mairena profetiza
la guerra europea”, JM, XLVI; M, II, págs. 2.108 y s.). El símil “España-rabo de
Europa” y rabo, en concreto, por desollar, le era grato a Machado, que lo había
empleado ya en uno de los Proverbios y Cantares, el LXXXIII, compuesto en 191926.

26
Representa, de un lado, el desfase marginal de España que, al mismo tiempo,
“desprecia cuanto ignora”. Pero introduce aquí, a la vez, una línea de semántica
zoológica. El registro popular de la expresión choca, sin embargo, con el de la
frase siguiente -"el bíblico semental humano brama, ebrio de orgullo genesíaco,
de fatuidad zoológica” — , para rebrotar en ese “¿No lo oís berrear?”
Al hilo de este esbozo de análisis de los procedimientos retóricos que vengo
realizando, resulta fácil percibir su proyección de referencia al núcleo básico de la
heterogeneidad del ser. En esa línea de alumbramiento de una nueva visión de la
plural y cambiante realidad de las cosas desde una posición distanciada, en la
Retórica de Mairena me parecen fundamentales los procedimientos de deslexicali-
zación. Operan, en primer lugar y de manera preferente, con los lugares comunes.
Mairena los distingue cuidadosamente de las frases vulgares, que él recomienda
meditar con frecuencia “ya que —dice— suelen ser las más ricas de contenido.
Reparad en ésta tan cordial y benévola: ‘Me alegro de verte bueno’. Y en ésta de
carácter metafísico ‘¿A dónde vamos a parar? Y en estotra, tan ingenuamente
blasfematoria, ‘Por allí nos espere muchos años” (JM, XLII; M, II, pág. 2.088).
La fecundidad de sentido está ahí ligada al ahondamiento en el sentido literal o en
su proyección hacia ámbitos semánticos ideológicos. En esa misma línea cataloga
Mairena “esas anécdotas de la Historia perfectamente gedeónicas, como la del
nudo gordiano, el huevo de Colón" (JM, XLIII, M, II, pág. 2.094). Pero el caso
de los “lugares comunes” es diverso. Ante ellos —enseña Mairena— “debemos
estar muy prevenidos en favor y en contra. En favor, porque no conviene eliminar­
los sin antes haberlos penetrado hasta el fondo, de modo que estamos plenamente
convencidos de su vaciedad; en contra, porque [...] nuestra misión es singularizar­
los, ponerles el sello de nuestra individualidad, que es la manera de darles un
nuevo impulso para que sigan rodando” (JM, XV; M, II, pág. 1.967). Tomemos
uno. Se dice, por ejemplo: “Porque las canas siempre venerables...”; y Mairena,
deslexicalizando: “¡Alto! ¿son siempre, en efecto, venerables las canas? ¡Oh, no
siempre...! ¿Por qué el adjetivo venerable se aplica tan frecuentemente al sustan­
tivo canas? ¿Es que, por ventura, el número de ancianos venerables propiamente
dichos excede al de viejos sinvergüenzas cuyas canas de ningún modo deben vene­
rarse?” Mairena construye lo que él mismo bautiza como una “lógica nueva lla­
mada Logística por los que la inventaron y conocen, la cual exige una cuantifica-
ción de los predicados a que no estábamos habituados. Por ejemplo: Tas canas,
casi siempre venerables; las canas, algunas veces venerables; las canas, no siempre
despreciables; las canas, en un treinta y cinco por ciento venerables, etc., etc.’”
(JM, XIX; M, II, págs. 1.982 y s.). El espacio creador—creador de nuevas visio­
nes— que el procedimiento abre es enorme. Espigo un par de ejemplos: “abrigo
la esperanza”; y Mairena: “la verdad es que todos abrigamos alguna, temerosos de
que se nos hiele”; “la política no tiene entrañas” “claro —explica Mairena—. Una
política sin entrañas es, en efecto, la política hueca que suelen hacer los hom­
bres de malas tripas” (“Aciertos de la expresión inexacta” JM, XXXVII; M, II,
pág. 2.065).
Sobre la misma pauta de la deslexicalización proyecta Mairena la desmitifica-
ción de hechos y figuras; el objetivo es siempre el mismo, “perseguir la verdad de
las cosas y las personas, en la esperanza de poder deslustrarlas”. Recordemos el
ejercicio: un día se propone el maestro demostrar cómo los Diálogos de Platón

27
eran los manuscritos que robó Platón, “no precisamente a Sócrates, que acaso ni
sabía escribir, sino a Jantipa, su mujer...” Y aporta las siguientes razones: “El ver­
dadero nombre de Platón era el de Aristocles; pero los griegos de su tiempo, que
conocían de cerca la insignificancia del filósofo, y que, en otro caso, le hubieran
llamado Ceflalón, el Macrocéfalo, el Cabezota, le apodaron Platón, mote más ade­
cuado a un atleta del estadio o un cargador del muelle que a una lumbrera del pen­
samiento.” Además, Sócrates se largaba a la calle a conversar escapando de casa
porque estaba harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora... (“Erudi­
tos” JMI, V; M, II, págs. 1.929 y s.) La desmitificación salta a la vista; pero con­
viene reparar en el titulillo que lleva la evocación de ese ejercicio escolar de Maire-
na: (“Eruditos”). El amigo erudito, dice Mairena, llegó a tomar en serio aquel
atrevidísimo ejercicio y, aunque no le convencían del todo los argumentos —“Eso,
decía, habría que verlo más despacio” — , le agradaba el “propósito de matar dos
pájaros, es decir, dos águilas, de un tiro”. Tanto, que “hasta llegó a insinuar la
hipótesis de que la misma condena de Sócrates fuese también cosa de Jantipa, que
intrigó con los jueces para deshacerse de un hombree que no le servía para nada”.
Quien, en verdad, mata dos pájaros de un tiro es Mairena. Porque no sólo —ni,
me atrevo a decir, principalmente— deslustra a Platón o, para ser más exacto,
todo el mito histórico platónico, sino que lo que en definitiva queda deslustrado en
su discurso es el discurso erudito sobre el que la ironía actúa hasta esperpentizarlo
y que aparece negado a cualquier autocrítica en la actitud final del pintoresco eru­
dito; porque el bendito varón, impermeable a los procedimientos de la nueva
Retórica —incapaz de percibir la ironía desmitificadora—, termina por convertir
los escombros de ésta en base para una nueva investigación erudita. En esta línea
se sitúan muchos de los retratos que Mairena aprieta en las oposiciones definito-
rias: Voltaire, “aquel gran chuzón” (JM, VI; M, II, pág. 1.934), “Echegaray,
poeta ingeniero” (JM, X; M, II, pág. 1.946), la guerra europea, “el gran morrón
de la centuria” (JM, XVI; M, II, pág. 1.971), Pope, “un inglés que no se chupaba
el dedo” (JM, XXI, M, II, pág. 1.992), Goya, “el gran baturro erótico” (JM,
XLVI; M, II, pág. 2.107), la Biblia, “ese cajón de sastre de la sabiduría semítica”
(“Sigue hablando Mairena a sus alumnos”. Sobre una filosofía cristiana. JMP; M,
II, pág. 2.324.), Mussolini, “ese faquín endiosado” (“Notas inactuales a la manera
de Juan de Mairena”, JMP; M, II, pág. 2.436).
Llegamos ya al último capítulo de la nueva Retórica maireniana: el de la ima­
gen. En su artículo “Sobre las imágenes en la lírica” sienta Machado los principios
que Mairena hará suyos: l.°, que “las imágenes y metáforas son de buena ley
cuando se emplean para suplir la falta de nombres propios y de conceptos únicos
que requiere la expresión de lo intuitivo [objetivo de la retórica de Mairena], pero
nunca para revestir lo genérico y convencional”; 2.°, que “la imagen aparece por
un súbito incremento del caudal del sentir apasionado, y, una vez creada, es ella a
su vez creadora...”27. Bastante antes que Federico García Lorca redondeará aque­
lla tan difundida definición de poesía como el acto de “juntar dos palabras que
nunca se pensó que pudieran juntarse”, lo había dicho en la lámpara maravillosa
Valle Inclán28, quien, por lo demás, sólo adaptaba un enunciado de la poética de
la modernidad. Mairena piensa, como Valle, que realizar eso puede constituir
“una verdadera hazaña poética”. Lo refiere concretamente al empleo de adjetivos,
porque está convencido de que una adjetivación valiente constituye una fuente

28
fecunda de imágenes creadoras, de intuiciones. Véase el diálogo escolar con el
alumno Sr. Rodríguez sobre intuiciones y conceptos: “Que son vacíos los concep­
tos sin intuiciones, y ciegas las intuiciones sin los conceptos”; a partir de esos dos
calificativos — vacíos, ciegos— se desarrolla una serie de imágenes encadenadas:
“Es decir, que no hay manera de llenar un concepto sin la intuición ni de poner
ojos a la intuición sin encajarla en el concepto. Pero, unidas las intuiciones a los
conceptos, tenemos el conocimiento: una oquedad llena que es, al mismo tiempo,
una ceguedad vidente” (M, II, pág. 1.978).
La permanente obsesión de la Retórica de Mairena es que las imágenes pro­
duzcan comunicación. Resulta muy ilustrativo a este propósito aquel ejercicio
escolar de redactar un poema en octavillas sobre “El huevo pasado por agua”.
Fueron unos y otros aportando imágenes que pretendían transcribir líricamente la
operación culinaria: el infiernillo de alcohol con su llama azulada, la vasija de
metal... “Nos faltó, sin embargo —confiesa Mairena— la intuición central de
nuestro poema, de la cual deberíamos haber partido; falló nuestra simpatía por el
huevo, que habíamos olvidado porque no lo veíamos, y no supimos vivir por den­
tro, hacer nuestro el proceso de cocción” (JM, VII; M, II, pág. 1.937). Dicho de
otro modo, el lenguaje sólo comunica cuando transporta una intuición que ha bro­
tado no del puro intelecto, sino del bloque psíquico en su totalidad. Cuando es
éste el que discurre, fluye el pensamiento natural, al modo del río de Heráclito, y
genera lo que Mairena llama “lógica mágica” en la que “las conclusiones no pare­
cen congruentes con sus premisas porque no son ya sus hijas, sino, por decirlo así,
sus nietas. Es la lógica de aquel torero, Badila, al que, según Mairena, pregunta­
ron: “¿Con que el toro le ha roto a usted la clavícula, compadre?” Y él contesto:
‘Lo que me ha roto a mí es todo el verano’ (“Lógica de Badila”, JM, XXXVII; M,
II, págs. 2.066 y s.). Entre pregunta y respuesta, la imagen fluye de la omisión de
un término intermedio, canícula, sugerido fónicamente por clavícula.
Parece natural que postulando Mairena esa imagen psíquicamente fluyente y
no lógicamente varada en el río mostrara predilección, eórica y práctica, por la
alegoría. Por eso, y por el componente didáctico que la alegoría comporta. La
encontramos a veces expresa. Pienso, por ejemplo, en la que en el capítulo XLIII
teje sobre la importancia de las preguntas: “En la gran ruleta de los hechos es difí­
cil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las
razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas...”
(JM, XLIII; M, II, pág. 2.091). En ocasiones, en cambio, discurre la alegoría sote­
rrada, aflorando sólo, como el Guadiana, aquí y allá: el discurso parece entonces
en su superficie una mera disquisición teorizadora, pero esos núcleos alegóricos
expresos bastan para sobrecargarlo con una tensión psicológica que es la que sus­
tenta la comunicación personal. Poco antes de iniciar en el capítulo LX la conver­
sación sobre Heidegger —que es en sí mismo un modelo de alegoría didáctica — ,
al final del capítulo anterior se lamenta Mairena de que los filósofos de su tiempo
no gusten de acercarse al tema de la muerte, con lo que dan en reflexiones dema­
siado triviales. Y añade: “Al mismo tiempo, una filosofía que pretende saltarse el
gran barranco, o construir a su borde, tiene algo de artificial y pedante, de antisin­
cero...” (“Miscelánea apócrifa. Palabras de Juan de Mairena”, JMP; M, II, págs.
2.359 y s.). Entra entonces en escena Heidegger: “Un alemán llega hasta nosotros
[...] trayéndonos a la metafísica de la mano, para sentarla entre nosotros, hombres

29
de la calle más que de las aulas Y empieza a hablar del Sorge, que los france­
ses llaman soucí, y... “del fastidio a la angustia, pasando por la ‘imagen espantosa
de la muerte’ [de Lupercio Leonardo de ArgensolaJ: tal es el camino de perfección
que nos descubre Heidegger”. Y continúa la disquisición y..., de repente, de
nuevo el núcleo imaginativo primero: “La angustia de Heidegger aparece en el
extremo límite de la existencia vulgar, en el gran malecón, junto a la mar, cortado
a pico [el gran barranco], con una visión de la totalidad de nuestro existir...”
(“Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena”, JMP; M, II, págs. 2.361 y s.).
Llego con esto al final de mi intervención. En previsión de fáciles burlas - -de
las que podrían formulársele desde la sesuda perspectiva de los eruditos—, Mai­
rena calificaba sus clases de Retórica como “una especie de astracán filosófico”
(JM, XXV; M, II, págs. 2.008 y ss.). Pero, a renglón seguido, ratificaba su propia
posición: “La Retórica es una disciplina importantísima”; naturalmente la Retó­
rica de la “nueva ratio”, la que, enseñando a hablar bien, “nos lleva directamente
al pensamiento”, más exactamente, al libre pensamiento; “nosotros queremos ser
sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en
uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores”. Que
nadie lo reduzca a la anécdota. No se trata, en efecto, de criticar esto o aquello,
de soltar la espita contra los políticos o la Iglesia. No: se trata de liberar el pensa­
miento mismo para hacer de él un “pensar poético, heterogeneizante, inventor o
descubridor de lo real”.
No hace falta explicar la dimensión utópica de este objetivo y su enorme vir­
tualidad. Por boca de Juan de Mairena quería Machado convertir a sus lectores en
“catecúmenos del libre pensamiento”. Para ello bajó la voz, desarticuló el lenguaje
literario y lo flexibilizó hacia el diálogo como forma de comunión amorosa. Estaba
creando la, tal vez, mejor prosa española del siglo. Y... hablando “de todo menos
de aquello que suele entenderse por Retórica”.

30
NOTAS
1. “Introducción” a la ed. de J. R. J., Españoles de tres mundos, Madrid, Escelicer, 1960, pág. 9.
Vid. mi estudio “La prosa de Juan Ramón Jiménez: lírica y drama”, en Actas del Congreso Inter­
nacional Conmemorativo del Centenario de Juan Ramón Jiménez (1981), Huelva, Instituto de
Estudios Onubenses, 1983, vol. I, págs. 97-115.
2. Una detallada descripción de la reunión de los poetas que pronto iban a ser considerados como
integrantes de la llamada “Generación de los cincuenta” y un riguroso análisis de las teorías histó-
rico-literarias desarrolladas por José M.a CASTELLET en el estudio introductorio a la antología
Veinte años de poesía española (Barcelona, Seix Barral, 1960), pueden verse en Carme RIERA:
La Escuela de Barcelona, Barcelona, Anagrama, 1988, págs. 165-207.
3. Penúltimo poema —XCV— de la serie “Varia”, que cierra el libro Soledades, Galerías y Otros
Poemas. Sigo en mis citas textuales la edición crítica de Oreste Macrí, con la colaboración de
Gaetano Chiappini, Poesías y Prosas Completas, Madrid, Espasa-Calpe y Fundación Antonio
Machado, 1989; texto cit. en vol. I, pág. 490.
4. “Antonio Machado, el creador de Juan de Mairena, siente y evoca la pasión española” (8-10-
1938) (Macrí, II, pág. 2.279).
5. “Introducción” a la edición, I, págs. 78 y s. Las colaboraciones, en II, págs. 1.037-1.144.
6. “L’Itinerario apócrifo di Antonio Machado”, en La Collina, núms. 9-10, diciembre 1987, junio
1988, págs. 15-38.
7. Datado éste, por Rafael Ferreres, en 1903, señala Macrí su estrecho paralelismo con el rubeniano
de Cantos de vida y esperanza (I, nota al poema XCVII, pág. 877).
8. Todavía en 1908, Ramón Gómez de la Serna comienza en Morbideces la vivisección de su espíritu
juvenil diciendo: “Hace ya tiempo, una tarde en el Ateneo, me coloqué frente a un espejo y seña­
lando mi figura [...] —¿Ves a ese joven? [...]. Pues bien; ese no soy yo...”, Madrid, Imprenta “El
trabajo”, 1908, págs. 18 y s.
9. MACRI, I, págs. 670-695.
10. MACRI, I, pág. 706. El Cancionero apócrifo de Abel Martín se abre con estas palabras: “Diga­
mos algo de su filosofía, tal como aparece, más o menos explícita, en su obra poética, dejando
para otros el análisis sistemático de sus tratados puramente doctrinales...” (Ibíd., pág. 670).
11. MACRI, II, pág. 1.759.
12. “...lo pasado es materia de infinita plasticidad, apto para recibir las más variadas formas [...] os
aconsejo una incursión en vuestro pasado vivo [...] que vosotros debéis, con plena conciencia,
corregir, aumentar, depurar, someter a nueva estructura, hasta convertirlo en una verdadera
creación vuestra” (XXVIII) (Macrí, II, pág. 2.018); cf. su diatriba contra los tradicionalistas (III)
(Macrí, II, pág. 1.921) y vid. José Luis ABELLAN: “El concepto de apócrifo en la filosofía de
Antonio Machado: su interés para el historiador”, en Insula, núms. 506-507, Monográfico
extraordinario dedicado a Antonio Machado en el cincuentenario de su muerte, febrero-marzo,
1989, págs. 2 y s.
13. Vid. “Prólogo” a Campos de Castilla [1917] (Macrí, II, págs. 1.593 y s.).
14. En el cuaderno de Los Complementarios [1912-1924, con algunas adiciones de 1925 y 1926] apare­
cen los tres versos de “Abel Infanzón” (Macrí, II, pág. 1.157).
15. Un año más tarde, en un reexamen de las categorías kantianas de espacio y tiempo, concre­
tará la base categórica del apócrifo en el concepto de “la heterogeneidad del ser”: “Apuntes para
una nueva teoría del conocimiento” (1915) (Macrí, II, págs. 1.178-1.180).
16. Rafael GUTIERREZ GIRARDOT: Poesía y prosa en Antonio Machado, Madrid, Guadarrama,
1969. Sobre la dimensión de “Sócrates popular”, vid. Pedro CEREZO GALAN: “El socratismo
andaluz de Juan de Mairena y la experiencia del pensar”, en Insula, núms. 506-507, págs. 19 y s.
17. MACRI, I, págs. 736 y s.
18. “Diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses”, Cancionero apócrifo (Macrí, II, pág. 709.
19. MACRI, II, pág. 1.197.
20. “Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena”, Juan de Mairena, XVI. (Macrí, II, págs. 1.969-1971).
21. Hugo Laitenberger, Antonio Machado, Sein Versuch einer Selbsinterpretation in seinem apocryp-
hen Dichterphilosophen, Wiesbaden, Franz Steiner Verlág, 1972. Un resumen accesible y preci­
siones complementarias pueden verse en el artículo del mismo autor, “Los apócrifos de Machado:
consideraciones preliminares a una explicación coherente”, Insula, núms. 506-507, págs. 45 y s.

31
22. I (MACRI, II, pág. 1.913).
23. “Mairena a Martín, muerto”, Cancionero apócrifo, CLXVIII (Macrí, I, págs. 695 y s.).
24. Vid. Javier BLACO: La poética de Juan Ramón Jiménez. Desarrollo, contexto y sistema, Sala­
manca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1982, págs. 211-213.
En adelante incorporaré al texto las referencias bibliográficas en abreviaturas: Juan de Mairena
(JM), Juan de Mairena postumo (JMP); el número en romanos expresa el correspondiente en el
cuerpo del libro machadiano o, en su caso, el de la parte del artículo citado.
Las referencias a la ed. de Macrí (M) indican en romanos el número del volumen (I ó II) y en ará­
bigos, la página.
25. “El tono lo da la lengua, / ni más alto ni más bajo; / sólo acompáñate de ella”, “Proverbios y Can­
tares”, LXXVI (Macrí, I, pág. 641).
26. “¡Qué gracia! En la Hesperia triste, / promontorio occidental, / en este cansino rabo / de Europa,
por desollar, / y en una ciudad antigua, / chiquita como un dedal, / ¡el hombrecillo que fuma / y
piensa, y ríe al pensar: / cayeron las altas torres; / en un basurero están / la corona de Guillermo,
/ la testa de Nicolás!” Baeza, 1919. (Macrí, I, pág. 643).
27. Los Complementarios (Macrí, II, pág. 1.211).
28. Madrid: Col. Austral, 1960, págs. 42 y s.

32
LOS RETRATOS LITERARIOS DE ANTONIO MACHADO:
RETORICA Y SIGNIFICACION DE UN GENERO ESPAÑOL

José-Carlos Mainer
Universidad de Zaragoza

El objeto de las páginas que siguen es el acercamiento a una provincia estética


menor en la obra de Antonio Machado pero que, sin embargo, no creo exenta de
significado ideológico y de trascendencia civil. Me refiero a un manojo de poemas
que figuran en el marco de la revisión de Campos de Castilla efectuada en las Poe­
sías completas de 1917 y a un ramillete de sonetos (que incluye otras estrofas) que
halló su acomodo en Nuevas canciones. En el primer caso configura buena parte
de la sección “Elogios” y en el segundo se integra en “Glosando a Ronsard y otras
rimas”, por más que sea bien poca cosa hablar de disposiciones intencionadas en
la peculiar concepción que el poeta tenía de sus opera omnia. Su caso no es, por
cierto, el de Jorge Guillén que constituye pacientemente el edificio de Aire nuestro
desde que en 1919 tuvo la revelación de Cántico en una playa bretona, ni el de Luis
Cernuda al someter su biografía poética al dilema tensísimo de La realidad y el
deseo, ni el conjunto total de sus versos tiene el doble significado de “obra en mar­
cha” y dimensión totalizadora que tuvo el poetizar para su amigo Juan Ramón
Jiménez. Lo que Machado ofrece es una voluntad de agrupación que apenas da
otra muestra de existir sino los números romanos que encabezan las diferentes sec­
ciones y una complacencia en la miscelánea que es, por ejemplo, la que vertebra
tanto las iniciales Soledades como las tardías y dispersas Nuevas canciones... Pero
de esa particular concepción abierta de la dispositio quizá sea cosa de hablar otro
día (para reconocer siquiera la excepción del primer Campos de Castilla, el de
1912), porque ahora hemos de volver a nuestros “poemas con nombre” (hubiera
dicho Blas de Otero), híbridos entre el verso de circunstancias, la descripción de
una figura moral con propósito de una prosopografía y el pastiche literario de la
obra admirada: poemas que, como se decía, casi nunca alcanzan la excelencia pero
que incluyen títulos —pensemos en los versos dedicados a Azorín, a Giner de los
Ríos o a Juan Ramón— muy citados y reproducidos.
Nos consta, por otra parte, que su autor les otorgó alguna importancia. En
una carta dirigida a Juan Ramón Jiménez (y que Ricardo Gullón estima de 1913),
Machado le anuncia el envío de un poema dedicado a Azorín y le comunica que
piensa hacer también “una composición sobre tu obra para la sección ‘Elogios’ de
mi próximo libro”. La identificación de cuanto se cita no es difícil y puede servir­
nos para ratificar al paso la conjetura de Gullón: el poema enderezado a Azorín es

33
“Desde mi rincón”, que —luego se verá— se fecha en 1913 y es posterior a otro,
con el mismo motivo, de 1912, y que se compadece muy poco con las aprensiones
que Machado confidencia acerca de su tono violento; el libro que Juan Ramón
Jiménez tenía en el telar es Platero y yo, que se publicó en 1914 y que nuestro
poeta celebró con su poema “Mariposa de la sierra”. Pero más que estas datacio-
nes nos importa consignar que, a la fecha, Machado tenía clara voluntad de traba­
jar en una colección de poemas conmemorativos:

“Te mando esa composición para que veas la orientación que pienso
dar a esa sección. Trato en ella de colocarme en el punto inicial de
unas cuantas almas selectas y continuar en mí mismo esos varios
impulsos en un cauce común, hacia una mira ideal y lejana. Creo que
la conquista del porvenir sólo puede conseguirse con una suma de
cualidades. De otro modo, el número nos ahogará (...) Acaso
encuentres en esa composición alguna crudeza. Hay en mí cierto des­
garramiento inevitable e impurezas que mi espíritu arrastra cuando
se desborda y supercializa. No importa (...) Además, ese libro de
Azorín es tan intenso, tan cargado de alma, que ha removido mi espí­
ritu hondamente y su influjo no está, ni mucho menos, expresado en
esa composición.”1

El propósito queda muy patente en estas líneas: hay una comezón de dialogar
intertextualmente con otros escritores que le han impresionado profundamente y
esto en un momento de la vida del país que invita a la selección intelectual y, aña­
diríamos nosotros, en un tramo de su vida personal que está incubando nuevas y
más radicales actitudes. Efectivamente, lo que el panorama nacional de la cultura
ofrece no puede ser más incitante, en estos años en que remite la práctica literaria
modernista y parece avanzar un tono de reflexión inquieta, de paisajes nacionales
contemplados con unción pero también con exigencia moral y todo ello con el
fondo de expectativas de reforma política a las que no son ajenas ni las campañas
antimauristas de 1910 ni las esperanzas que suscitó el gobierno de Canalejas en el
verano de ese mismo año. Una relación de títulos destacados puede ser más con­
vincente que cualquier otra categorización: en 1912, Ramón Pérez de Ayala
publica La pata de la raposa, que es el título fundamental de la serie dedicada a
Alberto Díaz de Guzmán y el más significativo hito de su apartamiento del ideal
de vida modernista (bohemia, radical, imaginativa...) que ha de encontrar su
dimensión de aleccionamiento colectivo en la “novela de artistas” Troteras y dan-
zaderas, justo al año siguiente; de 1912 es El abuelo del rey, relato en el que
Gabriel Miró inicia una reflexión más crítica y social sobre sus habituales paisajes
físicos y humanos del Levante español; en 1912, también Azorín —y luego volveré
sobre el caso con mayor detalle— empieza, con Castilla y Lecturas españolas, su
fecundo diálogo impresionista con la literatura, la historia y la melancolía de un
país; en 1913, Unamuno vuelca su pasión fideísta en las páginas de Del sentimiento
trágico de la vida y Pío Baroja perfila un agudo aguafuerte del pasado decimonó­
nico en la serie de “Memorias de un hombre de acción”, que ha de seguirle ocu­
pando por una veintena de años; en 1914, Ortega concibe una duradera comunica­
ción con sus lectores, a título de profesor de Filosofía “in partibus infidelium”,
al publicar Meditaciones del Quijote, mientras que Juan Ramón Jiménez recoge,
bajo las especies externas de un libro infantil, sabias intuiciones de paisaje, obser­
vaciones de una cotidianeidad ya muy poco modernista y hasta una moderada pie­
dad por los humillados del mundo andaluz: trátase de Platero y yo. Pero también
los mejores cuadros segovianos de Ignacio Zuloaga, el despliegue de la música
nacionalista española (Falla aporta aquí títulos como las Siete canciones populares
españolas y las Noches en los jardines de España, escritos todos entre 1911 y 1915)
y los primeros frutos de la nueva ciencia española, acogida desde 1907 a los labora­
torios y los despachos de la memorable Junta para Ampliación de Estudios, tienen
fechas muy parecidas a las que se fijaban más arriba. Un horizonte de reflexión
moral, de inquisitiva curiosidad sobre la esencia viva de lo español, un propósito
de trabajo asiduo y ordenado, de solidaridad emocional y de reconstrucción del
espíritu parecen ser las consignas generales del momento. Arriba se decía que, a
propósito de Pérez de Ayala, de Ortega y de Maeztu, el lema colectivo quiere ser
la ruptura con la virulencia sentimental heredera del modernismo, pero también es
palmario que, en este recuento de fuerzas para la nueva España, la religiosidad
nacional de Unamuno (a la que Ortega no regatea discrepancias pero tampoco
elogios), la sensibilidad de Azorín (pese a sus inclinaciones mauristas), el desazo­
nante desgarro de Baroja (pese a su arbitrariedad) tienen una parte importante de
los efectivos y nadie piensa en repudiarlos, por mucho que vengan de un siglo que
“vencido sin gloria se alejaba” y por mucho que se columbre ya la arribada de “una
juventud más joven”, por decirlo en los lapidarios términos de Antonio Machado.
La cita de 1912-1914 es un empeño común de solidaridades y, si rompe con la prác­
tica estética y la rebeldía política del veterano modernismo, es para encontrar una
esperanza nueva en la reforma radical, en el esfuerzo institucional, en la sensibili­
dad revestida de inteligencia.
Machado gustó de trasponer todo aquello a una iconografía muy caracterís ­
tica y monumental: “España del cincel y de la maza”, “hombre ibero de la recia
mano / que tallará en el roble castellano”, “España que alborea / un hacha en la
mano vengadora”, “cíñete la espada rutilante / y lleva tu armadura, / el peto de
diamante / debajo de la blanca vestidura”, “la espada, ceñida a la cintura y con
santo rencor acicalada”, “en tu desdeño esculpes, como sobre un escudo, dos ojos
que avizoran y un ceño que medita”. Las ideas de vigilancia y reflexión, de violen­
cia y poderío, se encarnan en reiteradas visiones armadas y pétreas que tienen algo
de iconología masónica (¿se afilió Machado como tantos otros a una logia?) y
mucho del modernismo cívico que consagró Darío en los Cantos de vida y esperan­
za. Es evidente que fueron para su conciencia años trascendentes y que quiso con­
currir al proyecto colectivo de regeneración, entre otras cosas, con un reconoci­
miento expreso de deudas espirituales. Ya no solamente es esa sección de “Elo­
gios” en la que piensa al escribir a Juan Ramón Jiménez y que arriba he citado...
En el texto autobiográfico que dio a conocer el doctor Vega Díaz y que se desti­
naba a una antología que Juan Ramón pensaba confeccionar, Machado hace cons­
tar que, tras Campos de Castilla, tiene en preparación tres volúmenes: “Hombres
de España, Apuntes de paisaje y Cantares y proverbios, que irán saliendo sucesiva­
mente.”2 Recordemos que “Apuntes” se llama una sección de las Nuevas cancio­
nes de 1924 y que “Proverbios y cantares” es un título de ese mismo volumen; no
parece descabellado pensar que Hombres de España fuera una emancipación y

35
ampliación de los “Elogios”: las cartas de estas fechas —a Unamuno, a Ortega, a
Juan Ramón Jiménez— revelan una voluntad sin límites de admirar y también de
repudiar; de establecer, en fin, el balance de un tiempo de remoción intelectual
que le sacudía tras la profunda crisis personal que sucedió a la muerte de Leonor
Izquierdo.
Y es a propósito de este proyecto sobre el que estas páginas pretenden esbo­
zar sendas hipótesis de trabajo: una, concerniente a su pedigree poético dentro de
una tradición que remite al parnasianismo francés (y en el que Rubén Darío es un
elemento mediador de primer orden); otra, de mayor generalización y quizá más
amplio alcance, que intentará dar alguna luz sobre una coincidencia española en
este tipo de valoración literaria y humana confiada a la evocación personal (y a
menudo cómplice), al retrato intuitivo y amistoso, por medio del cual se entiende
y se afirma que la obra es cuestión de la persona. Lo que implica, a renglón segui­
do, una valoración muy sugestiva de la escritura ajena como reflejo de una particu­
lar forma de entenderse con el mundo y con el país: una imagen de la literatura
hecha de motivos morales y solidaridades íntimas que también se encuentra —y tal
quiero hacer ver— en las “caricaturas líricas” de Juan Ramón Jiménez, en las
“imágenes” de Rafael Alberti, en los “encuentros” de Vicente Aleixandre, en los
bellísimos poemas del Homenaje de Guillén, que cierran en “reunión de vidas” la
secuencia que han abierto, hacia Aire nuestro, Cántico y Clamor. Aunque tam­
poco acaba ahí la referencia: Gabriel Fauré, Gabriel Miró o Manuel de Falla han
sido pretextos líricos de Gerardo Diego; Blas de Otero ha podido antologar, bajo
el título Poesía con nombres una gavilla de versos porque “también en los poemas
puede ser eficaz que aparezca el nombre de alguien, que puedo ser yo mismo o el
vecino de enfrente, es un decir, o el de al lado”; Ildefonso Manuel Gil, por su
lado, reunió en De persona a persona poemas que son diálogo abierto, que solici­
tan comunicación, en tanto se refieren y dedican a otros escritores.
Vayamos, pues, por partes... La idea de poema-homenaje (poema donde la
apelación a otro escritor comporta un cierto frisson intertextual con la obra del
celebrado) viene en derechura de los modos parnasianos y en concreto de Paul
Verlaine, cuya influencia en Antonio Machado ya encareció —aunque en otros
órdenes— una monografía ejemplar de Rafael Ferrares3. Ya en Jadis et naguère,
colección de 1884, aparece una sección —al final mismo de Jadis-- con el título “A
la manière de plusieurs”, cuyo juego de dedicatorias intencionadas y de pastiches
— de Théodore de Banville, de François Coppée y quizá del propio Mallarmé —
que abren la parte más caduca de la poesía verlainiana: ese bavardage habilidoso
e irónico que acabará por imponerse al autor de los Romances sans paroles.
Amour, libro de 1888, contiene los sonetos —¡atención al molde estrófico elegido
porque de ahí vendrá una insistente tradición modernista entre nosotros! — que se
dedican a Léon Valade, Ernest Delehay, Emile Blémont, Charles de Sivry,
Emmanuel Chabrier, Edmond Thomas, Charles Morice, Maurice Duplessis,
Joséph Marie de Hérédia (en el centenario de Calderón de la Barca), Victor
Hugo, Bénoit-Joseph de Labre... Seis de tales composiciones —las de Delehay,
Blémont, Chabrier, Thomas, Morice y Du Plessis— se integraron en 1890 en
Dédicaces, volumen editado por suscripción y con el intento no rebozado de mejo­
rar las precarias finanzas del Pauvre Lélian, y allí encontraron acomodo junto a
nuevos poemas-pastiche que ahora implican a Huysmans, Mallarmé, Moréas,

36
Coppée, Tailhade, Villiers de l’Isle Adam y Léon Bloy: una vasta red de amigos y
rivales que sustenta la afirmación de un lenguaje estético triunfante —el de la sen­
sibilidad fin -du-siécle— y que, a la vez, apuntala una imaginación claudicante que
recurre (y esa fue la consigna parnasiana) a una literatura de segundo grado, al dis­
frute vicario de la cita implícita, al juego peligroso del palimpsesto cultural.
Decía más arriba que la vía intermedia es, sin lugar a dudas, Rubén Darío, que
también refugió algunas flaquezas de la inspiración en el acogedor rincón de los pasti­
ches. Ya la sección final de Azul... (edición guatemalteca de 1890) incluyó, justo al
lado de los sonetos “áureos” a Caupolicán, a Venus y al invierno, los seis “Medallo­
nes” labrados en sonetos alejandrinos: Leconte dé L’Isle, Catulle Méndes, Walt
Whitman, José Joaquín Palma, Parodi y Salvador Díaz Mirón. Las Prosas profanas
de 1901, donde tanto se acusa la inspiración cultural, el bazar modernista, ya ofrecen
el soneto “Al mestro Gonzalo de Berceo”, cuyo eco machadiano es tan conocido
como el original. Los Cantos de vida y esperanza incorporan el “Soneto autumnal al
Marqués de Bradomín” y El canto errante, otro soneto con pretexto también vallein-
clanesco, además de la conocida composición “Antonio Machado”, tan penetrante
por cierto. Más tarde, las abundantes colaboraciones poéticas en Mundial Magazine
nos traen todavía poemas en honor de Valle-Inclán, Augusto D’Halmar y Eugenio
Díaz Romero, entre otros. Su ejemplo fue fecundo... Y así, Salvador Rueda gastó
también algún brindis de tipo ditirámbico: La procesión de la Naturaleza, de 1908,
incluye un largo poema dedicado a Tomás Morales y las Poesías completas de 1911,
sendas composiciones a Manuel Bueno, Felipe Trigo y Gabriel Miró, entre otras de
ese jaez. Y conviene no olvidar que Manuel Machado, tras haber consignado en Ars
moriendi (1922) el final de un bohemio que sentaba la cabeza y la insistente concien­
cia de la acedía poética (“ha llenado la noche el alma mía, / y la sombra ha ahuyen­
tado la Poesía”), pasó a recoger bajo el rótulo común —y tan verlainiano — de Dedi­
catorias poemas de ocasión, epitafios y otros juegos, escritos a lo largo del período
1910-1922. Hay algunos memorables —aquel epitafio en coplas manriqueñas a la
mala memoria de Alejandro Sawa: “Jamás ninguno ha caído / con facha de vencedor
/ tan deshecho”— y otros que hacen retoñar el cinismo indolente del autor de El mal.
poema (así los dedicados a los tránsitos de José Nogales y de Julio Ruelas), pero el
tono vital es bajo, aun para un poeta tan dado a disfrazar su emoción con emociones
ajenas (recuérdese Museo, sin ir más lejos). No estará de más señalar que en un des­
tinatario, el poeta gallego Xavier Valcarce, se produce una coincidencia con su her­
mano Antonio: en el poema de éste —que prefacio la edición de Poemas de la prosa,
1913, de Valcarce—, el autor toma pretexto del libro para reflexionar con hondura
sobre dos problemas que le preocupaban a la fecha v que tenía fuertemente imbrica­
dos, la conciencia de su eclipse lírico (“se ha dormido la voz en mi garganta / y tiene
el corazón un salmo quedo”) y la necesidad de empeñarse en una acción intelectual
exigente, a la que invita al joven poeta en términos inequívocos (“y cíñete la espada
rutilante”); los versos de Manuel fueron en 1910 para el Romancero prosaico y ape­
nas esbozan una visión pesimista del mundo (“oscuro túnel, húmedo encierro / por
donde marcha a tientas nuestro pobre convoy”) que apenas pide “una mujer al lado,
en el hogar un leño... / y un libro que nos lleve desde la prosa al sueño”... La coinci­
dencia fortuita en los preliminares de dos volúmenes olvidados se transforma en un
pretexto para la psicología poética comparada pero en el que no merece la pena dete­
nerse mucho... por ahora, al menos.
Pero, al hablar de un abolengo parnasiano en los poemas de Antonio Macha­
do, no se debe olvidar que su redacción coincide con los años en que se afianza en
su pensamiento una militante hostilidad contra las consecuencias ideológicas del
siglo XIX: el idealismo kantiano, negador de la realidad objetiva, en el terreno de
la epistemología filosófica; el humanitarismo liberal, abstracto y palabrero, que
produce la injusticia social; la proclamación de la autonomía de lo artístico que
comienza con las soberbias románticas y desemboca, al fin, en el simbolismo de
Mallarmé, que reemplaza la realidad objetiva de las cosas por su fantasma. Con no
menor desdén habría de hablar de quienes apoyaban la poesía en un rimero de
imágenes y referentes suntuosos. Si en el nonato discurso de ingreso en la Real
Academia Española glosaba el lema de Verlaine, “la musique avant toute chose”
(primer verso de “L’Art Poétique” que viene en Jadis et naguère), indicando insi­
diosamente que la música era la de Wagner y la letra de Schopenhauer (El mundo
como voluntad y representación, imaginamos), en la conocida reseña de Imagen de
Gerardo Diego, habló descalificatoriamente de la “orfebrería parnasiana” y poco
antes de “aquel gran poeta y gran corruptor” que era Rubén Darío, mensajero ine­
vitable de tales usos literarios. Aquel repudio de los asideros fantasiosos de la ima­
ginación era su pleito personal cuando sentía -la cita es inevitable— el “oro de
ayer” cambiado en monedas de cobre y cuando los indicios simbolistas habituales
de su mundo —fuentes, caminos, polvo, crepúsculos... — tendían a transformarse
en grandes abstracciones sobre la realidad y la nada, lo íntimo y lo heterogéneo,
los yoes fundamentales y los túes esenciales: tiempos lóbregos que se exorcisaron
en la creación del perplejo Abel Martín y que depuraron sus turbiedades en las
páginas de Los complementarios segovianos.
Por eso conviene preguntarse por qué subsiste una práctica parnasiana —la
del poema-homenaje— cuando se preparan y anuncian serias reservas hacia el
patrón de tales creaciones. Y aquí es donde halla su lugar el otro aspecto de la
cuestión que enuncié más arriba: el poema-homenaje aparece cuando Machado
comienza a dotar de una conciencia política más exigente a sus pensamientos de
hombre “misterioso y silencioso”, cuando tal cosa —un proceso de radicalización
política y de búsqueda de una España distinta— halla, saliendo a su encuentro, los
propósitos solidarios de otros escritores. Por eso, como decía en la carta a Juan
Ramón Jiménez, halla que el mejor modo de prolongar la reflexión patriótica de
Campos de Castilla consiste en evocar “el punto inicial de unas cuantas almas
selectas y continuar en mí mismo esos varios impulsos en el cauce común hacia una
mira ideal y lejana”. Y este deseo se emparenta, a su vez, con un tenaz modo de
entendimiento español de la literatura: la obra como expresión de la temperatura
vital y totalizadora de un ser humano concreto, no como alquimia de una infinita
combinatoria de posibilidades estéticas. Creer, en fin, que la literatura es indivi­
dualidad humana, y, paralelamente, en una transmisión directa, intuitiva, corazo-
nal, del discurso artístico.
Los paralelos no faltan, como arriba se indicaba, y casi parecen constituir un
género aparte en las letras españolas contemporáneas. Hacia 1917, Juan Ramón
Jiménez —tan afín a Machado por el pedigree institucionista y tan distante en casi
todo lo demás— emprendió sus “caricaturas líricas” que años después compon­
drían Españoles de tres mundos: un vasto proyecto de fijar una galería de adema­
nes intelectuales y artísticos españoles desde una perspectiva personal donde

38
alterna la admiración cómplice y la ironía, la imaginación descriptiva que chispo­
rretea de metáforas y se disfraza de hipérboles al lado de la observación certera,
siempre con el fondo de una literatura —o un arte, o una creación científica— vis­
tas como emanación natural de la persona. No vaciló en describirlas como “pano­
rama de mi época” y definirlas en el marco de una estirpe quevedesca —y
maligna— pero con ánimo penetrativo y serio: “Las caricaturas están tratadas de
diverso modo, sencillo barroco, realista, alto, oblicuo, ladeado, caído, según el
modelo. Siempre he creído en la diversidad de la prosa como en la del verso.
Pienso que en la caricatura (lo pensó Quevedo) es donde mejor entra el barroquis­
mo, y soy barroco en muchas de ellas, repito, pero con el complemento constante
del derecho lírico: la caricatura lírica fue mi ilusión.” Y al poco, concluye: “A cada
uno he procurado caracterizarlo según su carácter, estilizando así mi humor, y
acaso el suyo.”4 Veremos que el humor, la burla benévola, el guiño chistoso, no
faltan tampoco en Antonio Machado, como si fueran consustanciales al género.
Humor es, en definitiva (y eso parecen recordar las palabras transcritas de Juan
Ramón Jiménez), una lexicalización del concepto que formuló la teoría galénica
de los humores, a cuyo equilibrio o desequilibrio debía el ser humano su carácter
predominante: humor es tendencia, y es exageración y manía, como es rasgo fácil­
mente proclive a la caricatura. Los elogios machadianos a Pérez de Ayala, Ortega,
Baroja y Unamuno, entre otros, no recatan ese componente humoresco, entre
otros diversos ingredientes.
Algo muy parecido sucede en Ramón Gómez de la Serna. Hacia 1916 ha
comenzado a componer las biografías breves —y llenas de imaginación— que
componen luego Efigies (1929), tras haber ocupado las páginas prológales de sen­
dos libros de Baudelaire, Nerval, Barbey d’Aurevilly, Villiers de l’Isle Adam y
John Ruskin. Pero la idea de retratar a sus contemporáneos surge en el exilio
bonaerense cuando el recuerdo personal se hace más punzante y cuando —cito del
prólogo de 1941 a los Retratos contemporáneos— “las biografías no son un ejem­
plo. Un ejemplo es lo abstracto. Son una convivencia”5. Cuando, en fin, el retra­
tista parte del supuesto de que “hablar de literato es precisamente hablar del hom
bre genuino, al que no distrae nada para ser el hombre y pone toda su atención en
lo humano”. Y, poco antes, ha afirmado el clima de solidaridad que, de consuno,
establecen la contemporaneidad y la vocación. “De este conjunto quiero que se
desprenda una anchurosa cordialidad, un tono confianzudo de amistad al vivir el
mismo tiempo, los mismos hechos históricos, el mismo figón de la calle recóndita.
Si he conseguido esto, he realizado ese ideal de promiscuidad literaria que se llama
bohemia, vida y fosa común.”6
Cierto que no pocas de las afirmaciones de este prefacio de Gómez de la
Serna caben dentro de una visión que podría denominarse “humanismo vanguar­
dista”, pero que no por eso carece de hondas raíces hispánicas. También la Imagen
primera de..., de Rafael Alberti, igualmente nacido de las nostalgias del destierro
(como sus Retornos de lo vivo lejano), insiste —y su título es bien elocuente al res­
pecto— en la fuerza de la imagen física, del recuerdo del autor, ante el que parece
subalterno el juicio de la obra. O mejor, la anécdota vivida, el relato ingenuo de
la visión primera, anuncia ya la opinión que la obra merece porque una y otra
cosas se unen por lazos solidísimos: Azorín, por ejemplo, es visto como “una espe­
cie de mendigo ciego, disimulada su desgracia tras unas gafas negras, eternamente

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sentado, gabardina fláccida colgada de los hombros, tranca aburrida entre las
manos, inmóvil en una de las estaciones del metro de Madrid”7 y no cuesta
demasiado implicar su descriptivismo, su estatismo contemplativo, en los adje­
tivos que se refieren a su atuendo. Más explícito todavía habría de ser Vicente
Aleixandre porque la prosa de Los encuentros gira, precisamente, en torno a
todo el ámbito semántico que suscita la palabra epónima y ni siquiera se piensa
que la evocada valga como un juicio literario (aunque el libro esté lleno de esti­
maciones afectivas de la literatura): “Las evocaciones, de tratamiento vario,
están todas intentadas a una luz temporal: arraigadas precisamente en un aquí
y ahora, cruce del encuentro, noble palabra que, con su rico sentido, también
significa hallazgo. Estas páginas, obviamente, no pertenecen al género crítica
literaria. Persona y obra alguna vez se acercan, y en el transitorio contacto la
primera se transparenta, con imantación de unidad, sobre la segunda. Muchas
veces, desde un fondo vivido, diría respirado, avanza, todavía solitario, un bul­
to. En ocasiones, una sombra cruza exenta.”8
De casi todo cuanto se ha apreciado en otros —humor, necesidad de la evo­
cación física, complicidad en el estilo adoptado— hay algo en Antonio Macha­
do. Y, sobre todo, una cuidadosa elección de los motivos en virtud de patentes
afinidades electivas que encuentran su fundamento en aquella conspiración de
los libros de 1912-1914 a que aludía páginas atrás. Prueba de ello es la nómina
de los destinatarios de los “Elogios” integrados en Campos de Castilla y que se
incluyen entre los números CXXXIX y CLII (la sección incorpora también los
famosos poemas “Una España joven”, CXLIV, “A España en paz”, CXLV, y
“Mis poetas”, CL, que tienen un discutible parentesco con el resto): no parece
casual que se abra con la silva arromanzada dedicada a Francisco Giner de los
Ríos, el fundador de aquella Institución Libre de Enseñanza a la que Machado
debía lo mejor de su abolengo intelectual, y que la cierren sendos poemas al
admirado Miguel de Unamuno y al amigo Juan Ramón Jiménez.
Pero ninguno de esos tres poemas son muy felices. Giner, “el viejo alegre de la
vida santa”, se evoca en una artificiosa sucesión del diálogo con la luz de alba y la voz
apostrofante del maestro, a la que sigue, como un eco, la del autor: esfuerzo inútil
por conferir un prestigio mágico, una andadura legendaria, a un poema que alterna
la iconología franciscanista —encina casta, tomillos, mariposas doradas— y aquella
otra de grandes volúmenes —yunques, campanas, talleres— que Machado reservaba
por entonces para sus visiones de la España del futuro y a cuyo eco masónico he alu­
dido más arriba. Unamuno y Juan Ramón Jiménez son, por su parte, destinatarios de
dos poemas nada nuevos. El que se dedica a las Arias tristes del moguereño es un pas­
tiche en cuartetas que debe tanto al mundo enfermizo del primer Juan Ramón cuanto
a los temas predilectos de Soledades (voz doliente, melancolía, primavera incipiente,
borbollar de fuente, eco de una canción infantil interrumpida, etc.). Más conocido,
el poema dedicado a Unamuno resulta una temprana prueba de la significación inte­
lectual del escritor, a medias entre el brío “sin miedo de la lengua que malsina”
de Don Quijote y el “ceño de la duda” de Hamlet, a lo que añade el volunta­
rismo religioso (“Dios y adelante el ánima española”) y, con más atrevimiento,
un apunte —quizá más suyo propio que unamuniano— de cristianismo tosltoya-
no. Me refiero a los últimos versos, tan menguados de eficacia estética como
llenos de intención polémica:

40
Y es tan bueno y mejor que fue Loyola:
sabe a Jesús y escupe al fariseo.

Pero la mayor densidad de intención política se concita, a mi juicio, en los


poemas dedicados a Azorín y Ortega y Gasset. Parece que la lectura de Castilla
produjo una honda impresión en Antonio Machado y fruto espontáneo de ella fue
un primer poema, el CXVII, que queda fuera de los ’‘Elogios”: son los pareados
alejandrinos que recuerdan la venta de Cidones, los dos viejecillos — Ruipérez y
Leonarda la Ruipérez— que la atienden, la marmita que borbolla y un atardecer
sobre la meseta (“tristes serrijones, / con ruinas de encinares y mellas de aluviones,
/ las lomas azuladas, las agrias barranqueras”) al que pertenecen los mejores ver­
sos de conjunto. Sobre él destaca, exenta, la figura cavilosa y enlutada de un joven
que escribe y que, tras mirar el fuego, se seca los ojos que han llorado... “¿Por qué
le hará llorar el son de la marmita, el ascua del hogar?” En él se cruza uno de los
típicos auto-ecos machadianos —podría ser el viajero que retorna en el primer
poema de las Soledades— y, de otro lado, el conseguido recuerdo de algunos pasos
azorinianos: sin salir del ámbito de Castilla, baste recordar al caballero de ojos
empañados en “Una ciudad y un balcón” o a cualquiera de los nostálgicos viajeros
de “La casa cerrada”. Aquella lectura emocional, sin embargo, iba a ser muy
pronto completada por otro poema que, aunque idéntico en título al primero,
“Desde mi rincón”, encierra una actitud muy diferente.
Algo había cambiado también su percepción del libro azorinianiano porque,
con fecha de 2 de mayo de 1913, escribía a Ortega y Gasset: “Siempre he sido muy
entusiasta de Azorín, aunque me defiendo de su influjo, algo morboso. Su obra
tiene un encanto indefinible. Este Azorín es un místico, alma ferviente, con luz de
fondo que adopta como disciplina —ignoro por qué extraña penitencia— un deter-
minismo cerrado. Surge de ahí una inefable melancolía, tan sutil que se apodera
del lector por toda suerte de caminos. Es una España encantada y encantadora
esta de Azorín. Mi simpatía por el pequeño filósofo y gran poeta de la tierra man-
chega es profunda, pero prefiero —por instinto de conservación— lecturas más
sanas, como las cosas de V. y de Unamuno.”9
Y la ocasión de manifestar esas reticencias llegó —precisamente de la mano
de Ortega y Juan Ramón Jiménez— con motivo del homenaje al escritor de Mono
var que aquel mismo noviembre habría de tributársele en Aranjuez. Las actas de
aquel singular y trascendente festejo se imprimieron en 1915 por la Residencia de
Estudiantes y permiten ver con bastante claridad los hilos secretos que urdían una
aparente reparación a Azorín, cuya candidatura había sido desdeñada en la Real
Academia Española, todo ello cuando el escritor acababa de dar forma a sus famo­
sos ensayos de ABC sobre “La generación de 1898” y cuando Ortega y sus amigos
andaban ensamblando la Liga para la Educación Política Española, nuevo hori­
zonte de un liberalismo progresista y social. Y, por supuesto, nacionalista. Leídas
a esa luz de inquietudes y desplazamientos ideológicos, las colaboraciones de la
Fiesta de Aranjuez conforman un retrato excepcional de la vida intelectual espa­
ñola de su tiempo y, amén de esto, de su pequeña picaresca interna. Azorín, el
resucitado para la literatura desde sus fervores .de ciervista, acaba de inventar al
“noventayocho” como un membrete de prestigio que le permite ocupar el deca­
nato moral de las letras españolas, además de establecer una línea de preocupado

41
patriotismo que le enlaza con el pasado... y con el futuro que ya asoma, sin parar
mientes en sus recientes intervenciones públicas. En su ofrecimiento, sin embargo,
Ortega le ha emplazado a ser escritor y solamente escritor, y hasta le ha vinculado
al siglo romántico; su amigo Pío Baroja, en tanto, no oculta el comprensivo repro­
che al escritor comprometido con la reacción maurista... ¿Y Antonio Machado?
Por boca de Juan Ramón Jiménez se leyeron los versos que arriba se mencionaban
y en los que no faltan los recuerdos emotivos del libro de Azorín —alusiones a
capítulos como “Las nubes”— y hasta para enlazar con el poema anterior la ima­
gen de “tu nombre triste del balcón, que veo / siempre añorar, la mano en la mejilla”.
Pero el poema tuvo dos redacciones porque el propio Machado (y tal mani­
festó en carta a Juan Ramón10) se asustó de la violencia radical con que había
escrito la primera. Precisamente aquel anónimo caballero del balcón que en la
redacción definitiva se evoca así:

(...) Azorín, yo creo


en el alma sutil de tu Castilla,
y en esa maravilla
de tu hombre triste del balcón (...)

en el texto que se leyó en Aranjuez ve mutada su preposición por un contundente


contra “tu hombre triste del balcón, etc.”, y su evocación se sigue de nueve violen­
tos versos que desaparecieron prontamente:

Malgrado de mi porte jacobino


y mi asco de las juntas apostólicas
y las damas católicas,
creo en la voluntad contra el destino.
A pesar de la turba milagrera
y sus mastines fieros
y de esa clerigalla vocinglera
— ¡corazoncitos de Jesús tan hueros! —
creo en tu Dios y el míoLl.

Pero si los versos desaparecieron, no lo hizo el talante radical y empeñoso


que, meses más tarde, pediría a Ortega un lugar en la Liga para la Educación Polí­
tica Española12 y que, desde su rincón baezano, tan representativo de aquella
España desazonante, escribiría a Unamuno las bellas cartas de 1915 donde, a vuel­
tas de su admiración por el poema al Cristo de Santa Clara de Palencia, van afir­
maciones tan contundentes como éstas: “Mucha hipocresía hay y una absoluta
falta de virilidad espiritual. Las señoras declaran que aquí todos somos católicos,
es decir, que todos somos señoras.”13
No ha de extrañarnos que Machado tuviera a Ortega por uno de los más signi­
ficativos héroes que “con el hacha y el fuego” estaban acudiendo al nacimiento de
una nueva España. Pero el correspondiente “Elogio” “Al joven meditador José
Ortega y Gasset” (que, con toda razón, Sánchez Barbudo moteja de “no muy bue­
no” y “algo oscuro”14) está velado de una cierta ironía. En apariencia, lo constitu­
yen los mismos elementos icónicos —cincel, martillo, piedra, montañas de Gua­

42
darrama y el azul de sus entrañas- que asistían al elogio de Giner de los Ríos y
que aquí vienen traídos, claro, por el recuerdo próximo de la “Meditación del
Escorial” del novel catedrático de metafísica de la Universidad Central, “dilecto
de Sofía”. Pero algo burlesco o zumbón socava sutilmente el conjunto: ¿cómo, si
no, entender esa anfibología de “masones te sirvan” a medias entre la acepción
que vale por albañiles y la que remite a los súbditos del Grande Oriente? O,
¿cómo no ver en la reconciliación del escorialense Felipe II y sus rebeldes vasallos
luteranos una patente desconfianza sobre la oportunidad de la entronización de
aquellas petulancias alemanas que Ortega proponía, y hasta una delicada adver­
tencia sobre su absolutismo filosófico (a lo que apuntaría el hecho de que el madri­
leño sea “meditador de otro Escorial sombrío”)? Pero, como ocurre en el mejor
Machado, estas reservas no empecen el entusiasmo por las mejores muestras de la
nueva sensibilidad. A ello se refiere, sin duda, la composición de “Mariposa de la
sierra”, en honor de Platero y yo: poema endeble y hasta poco émulo del libro
homenajeado, ya que su tono mágico tiene poco que ver con el idilio más bien
material que había sabido trenzar el poeta. La “lira franciscana” que se evoca al
final nos reconcilia, empero, con la habitual penetración machadiana en este tipo
de poemas.
Más arriba recordaba que lo más interesante del poema “A Xavier Valcar-
ce” es consignar que se trata de uno de los muchos donde Machado consignó su
temor —y su resignación— ante su definitiva esclerosis lírica. En rigor, toda la
poesía que había venido escribiendo era como una gran despedida de la poesía
como inocencia, como goce inmediato del mundo: al asumir que hacer poesía
era osar una imposibilidad (“coger los frutos de oro” cuando lo que se quiere
asir no es sino el reflejo de los pomos de verdad que suspende sobre el agua la
rama del limonero lánguido), Machado siempre afirmaría que un recuerdo vale
más que el poema que lo evoca, que un sentimiento de dignidad y sinceridad es
mejor que los versos que lo explican, o que la verdad es mejor que cualquiera
de sus metáforas. La “palabra en el tiempo” es, a su manera, una negación de
la poesía como ontología específica: una negación de la poesía, en suma... Con­
cluida la revisión de las Poesías completas, el Alachado que inicia sus cursos
segovianos en 1919 es un Machado que, tras haber arreglado su peculiar visión
del liberalismo al modo radical que ya le será propio, se apresta a romper con
toda forma de subjetividad y a reconocer a lo heterogéneo el derecho de ser por
sí mismo. La nueva conquista filosófica tiene estrecha relación con el reciente
examen de conciencia político y tal cosa se puede acreditar en el interesante
prefacio que coloca al frente de una nueva edición de Soledades, galerías y otros
poemas, que fecha en Toledo, a 12 de abril de 1919: “Nuevos discípulos de Pro-
tágoras militaban [se refiere a la fecha de las primeras Soledades: 1903] (niestzs-
cheanos, pragmatistas, humanistas, bergsonianos) contra toda labor construc­
tora, coherente, lógica. La ideología dominante era esencialmente subjetivista,
el arte se atomizaba (...) Yo amé con pasión y (...) hasta el empeño esa nueva
sofística (...) Pero amo mucho más la edad que se avecina y a los poetas que han
de surgir cuando una idea común apasione las almas. Cierto que la guerra no ha
creado ideas nuevas —no pueden las ideas brotar de los puños— pero, ¿quién
duda que el árbol humano comienza a renovarse por la raíz y de que una nueva
oleada de vida camina hacia la luz, hacia la conciencia?”13

43
Pero aquella nueva idea que aquí se evoca con tan patética unción iba a ser
poéticamente muda, y por eso no deja de ser revelador que las frases de este
prólogo hallen un eco literal en la segunda redacción del poema “Olivo del
camino” (que abre las Nuevas canciones de 1924), preclaro ejemplo de la inep­
cia lírica de un estro fundamentalmente filosófico. El mejor Machado que
ocupa el libro aludido es una suerte de “Machado postumo” que logra algún
excelente poema a despecho de su íntima convicción de haberse despedido defi­
nitivamente del encantamiento poético. Por eso, Nuevas canciones es como una
interesante y sugestiva feria de restos en los que se amortiguan los ecos de las
fórmulas anteriores: !a copla popular es más nostálgica, el poema iniciático es
más críptico, el proverbio más gris... Y en esa cita no podían faltar algunos nue­
vos “Elogios” que, en este caso, ganan en soltura artística y en aristas de ironía.
Los acoge la sección “Glosando a Ronsard y otras rimas”, que tiene composi­
ciones de muy diversa índole y lleva el número CLXIV de sus poesías; parece
significativo que esta sección comience con los sonetos a una desconocida que
le envió su retrato y concluya con la hermosa serie “Los sueños dialogados”, en
el mismo molde estrófico: ambas secuencias son una tensa reflexión sobre el
recuerdo y el olvido, el desdén de uno mismo y la esperanza de días mejores, el
cansancio de la propia identidad y la necesidad de certidumbre, que juegan
entre la referencia erótica y la referencia epistemológica con prodigiosa maes­
tría.
La serie se compone de cinco sonetos (cuyos destinatarios son Azorín, Bara­
ja, Eugenio D’Ors, Pérez de Ayala y Valle-Inclán) y otros cuatro poemas en
metros diversos que se refieren a Francisco Grandmontagne, Francisco Romero,
Julio Castro, Francisco A. de Icaza y Emiliano Barral y que son los menos convin­
centes del conjunto. Los versos dedicados al burgalés Grandmontagne, emigrante
en Argentina, novelista y articulista sobre ese tema, acompañaron a otros de Pérez
de Ayala con motivo de un homenaje rendido a su figura; la popularidad que ésta
pudo alcanzar se explica en un contexto todavía proclive a los regeneracionismos
y a las admiraciones más o menos nieztscheanas por los self-made-men. En su con­
texto, los más famosos versos de este poema de circunstancias — “En este remo­
lino de España, rompeolas / de las cuarenta y nueve provincias españolas / (Ma­
drid del cucañista, Madrid del pretendiente)”— deben relacionarse con aquel
“Madrid brillante, absurdo y hambriento” que Valle había sacado a la escena terri­
ble de Luces de bohemia, o con la crítica ferocísima del Poema truncado de
Madrid, que el canario “Alonso Quesada” había publicado (como el drama ante­
rior) en las páginas del semanario España (octubre y noviembre de 1920): corre a
la fecha toda una literatura de exigencias y esperpentos a propósito de aquel
poblachón manchego, villa y corte de las malandanzas de 1920. Por su parte, el
breve poema al escultor Emiliano Barral tiene el interés de ser otro encuentro
—como el de los sonetos iniciales de la sección “Glosando a Ronsard”— del escri­
tor consigo mismo, al verse objetivado en forma de retrato: tema que, de un modo
u otro, es recurrente en la poética del mejor Machado y que quizá un día halle un
experto psicocrítico que pondere lo que hay de metafísica, lo que hay de descon­
tento interior y lo que hay de narcisismo secreto en el caso. Con tono muy distinto
y a la muerte en la guerra del escultor Barral, estos versos reaparecieron en el libro
La guerra.

44
De los sonetos puede que el más ambicioso sea el dedicado a Valle-Inclán,
visto en forma de “Caronte de ojos de llama”, pero con “tu verde senectud de Dios
pagano”. Y esto porque la fuerza de la imagen recuerda, inevitablemente en este
poeta lleno de ecos de sí mismo, la fuerza de la segunda parte del “Fragmento de
pesadilla” (que transcribió con fecha de 12 de mayo de 1914 y que pasó a Los com­
plementarios) y de las composiciones “Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela” ,
atribuidas a Abel Martín. Pero la mejor muestra de habilidad corresponde a los
sonetos casi gemelos en disposición y encanto que retratan a Baroja, Azorín y
Pérez de Avala. En los tres hay una fuerte sugestión iconográfica que es paladina
en el último (“un pintor me lo retrata, / no en el lino, en el tiempo”) y algo menos
en el barojiano, donde, sin embargo, un par de versos (“atrás las manos enlazadas
lleva, / y hacia la tierra al pasear se inclina (...) / camino por desmonte o por rui­
na”) serían impensables sin el recuerdo del famoso aguafuerte de Ricardo Baroja.
En Azorín también precisa del asidero fisonómico —“doble faz, candor y hastío”,
“esa noble apariencia de hombre frío / que corrige la fiebre de la mano” —, aunque
la alusión pictórica no sea tan explícita; el poema respira todavía, como se ha visto
en lo poco que he citado, el clima de educada objeción admirativa de otros que
hemos recordado. Y “el diminuto pueblo en la llanura” al que se alude es, sin
duda, Riofrío de Avila: el muy hábil Azorín había dedicado en 1916 su bello libro
Un pueblecito: Riofrío de Avila (1916) “al querido y gran poeta Antonio Macha­
do”. Y con esa dedicatoria concluía una cuidadosa campaña de reconocimientos a
los protagonistas de la Fiesta de Aranjuez en 1913: un año después había dedicado
Los valores literarios a José Ortega y Gasset; al siguiente consagró Al margen de
los clásicos al “poeta predilecto” Juan Ramón Jiménez... Pero el interés por el
autor de Castilla no lo resta a las sagaces intuiciones de los otros dos poemas seña­
lados: nada más cercano al espíritu de Baroja que aquel “Dio, aunque tardío, el
siglo diecinueve / un ascua de su fuego al gran Baroja, / y otro siglo, al nacer, gue­
rra le mueve”; ningún mejor tributo a la novela y a la lírica de Ramón Pérez de
Avala que sintetizarlas en la mención del “pacífico sendero” y el “mar polisono-
ro”, hijas de un “gesto petulante / —un si es no es— de mayorazgo en corte; / de
bachelor en Oxford, o estudiante / en Salamanca”.
Con todo y la endeblez que es consustancial al poema de oportunidad, con
todo y la dificultad de convertir en líricos sentimientos y emociones propios de la
crítica de la cultura, estos versos machadianos y su intención nada oculta ayudan a
componer el friso de una aventura intelectual y son imprescindibles en la recompo­
sición de ese vasto diálogo de “almas selectas” que fue la historia literaria de su
tiempo. Estos poemas son fe de vida de un concepto público, pedagógico, moral
en puridad, de las letras españolas que no podía, ni debía, faltar en la circunstancia
de este cincuentenario.

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NOTAS
1. Antonio MACHADO: Prosas completas (ed. Oreste Macrí), Madrid, 1988, pág. 1.518. La pri­
mera transcripción de esta carta viene en el volumen preparado por Ricardo GULLON: Relacio­
nes entre Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, Pisa, 1964, págs. 46-47. Macrí enmienda la
fecha que conjetura Machado y pone 1912, lo que —por las razones que doy en el texto— no me
parece muy acertado.
2. Ibídem, pág. 1.521.
3. Verlaine y los modernistas españoles, Madrid, 1975, págs. 129-155 (sobre la influencia en Antonio
Machado).
4. Españoles de tres mundos (ed. Ricardo Guitón), Madrid, 1987, págs. 38-39.
5. Retratos completos, Madrid, 1961, pág. 261.
6. Ibídem, pág. 259.
7. Imagen primera de..., Madrid, 1975, pág. 123.
8. Los encuentros, Madrid, 1958, págs. 15-16.
9. Prosas completas, ed. cit., pág. 1.530. No menor interés tiene la de 20-7-1912 (ob. cit., págs.
1.514-1.517) por sus desenvueltos juicios sobre Baroja “a quien profeso profundísima simpatía",
en oposición a Juan Valera, cuya eutrapelia es “burla de mala sombra, algo así como lo que en su
tierra y la mía se llama asaúra ”.
10. “La composición que te envié sobre el libro de Azorín ha sido completamente remanid. He supri­
mido en ella algunas notas de mal gusto, trozos más declamados que sentidos, y cuando se publi­
que —en mi próximo libro Hombres de España- no la conoceré yo mismo (...) De esta composi­
ción quedará no más un título de admiración, no absolutamente incomprensiva, a una obra her­
mosa (...) Este Azorín hace una labor muy noble, muy fecunda, muy serena y no es cosa de
importunarle con notas estridentes”, Prosas completas, ed. cit., pág. 1.522.
11. Las modificaciones y su sentido, además de algunas observaciones muy pertinentes sobre los
“Elogios”, vienen consignadas en el artículo de Alonso ZAMORA VICENTE: “Apostillas a un
poema de Antonio Machado”, en Curso en Homenaje a Antonio Machado, Salamanca. 1975,
págs. 315-334.
12. “Carta a Manuel García Morente”, 21-10-1913, en II Prosas completas, ed. cit., págs. 1.545-
1.546.
13. Ibídem, pág. 1.536.
14. Los poemas de Antonio Machado, Barcelona, 1976, pág. 303.
15. Prosas completas, ed. cit.. pág. 1.603.
EL TEATRO DE LOS MACHADO, MEDIO SIGLO DESPUES

César Oliva
Universidad de Murcia

No es preciso repasar demasiadas historias o antologías de la literatura espa­


ñola para constatar el escaso interés que despierta la dramaturgia que Manuel y
Antonio Machado crearon desde 1926 a 19351. Yo mismo, en un reciente artículo
titulado 1898-1936: Ocaso de un siglo y amanecer de las vanguardias2, omito cual­
quier referencia a la producción de estos autores. Sin embargo, hemos de recono­
cer el significado que debió tener en su momento, y aún hoy, el que en apenas
siete años (de 1926 a 1932) estrenaran seis obras. Manuel H. Guerra (1966) señala
que los hermanos Machado, hacia 1895, ya habían escrito una serie de piezas para
consumo privado. Ambos trabajaron también en la refundición de varias comedias
del Siglo de Oro español, como El condenado por desconfiado, La niña de plata y
El perro del hortelano, y tradujeron —junto a Villaespesa— el Hernani, de Victor
Hugo. Tuñón de Lara (1961) dice que, en 1924, la dedicación al teatro era ya
manifiesta en dichos autores.
Estos datos suponen un breve prólogo informador, ya que lo que verdadera­
mente va a importar a la ponencia es la naturaleza de la producción dramática que
podemos deducir de sus propias obras, vista desde la distancia de medio siglo, así
como el establecimiento de una serie de parámetros que nos las referencien, con
respecto a la escena contemporánea. Y para ello habría que empezar por la precisa
cita de los estrenos de sus obras, circunstancia que señala el alto nivel de relación
que mantuvieron con las mejores compañías del momento. Demos un inicial y
somero repaso a nombres y fechas.
El primer estreno de los Machado es Desdichas de la fortuna o Julianillo Val-
cárcel, el 9 de febrero de 1926, en el Teatro de la Princesa de Madrid, y por la
Compañía María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, actriz aquella que da
nombre actual al citado Teatro de la Princesa. Un año después, Juan de Manara,
concretamente el 17 de marzo de 1927, y en el Teatro Reina Victoria. La compa­
ñía fue la de los prestigiosos Josefina Díaz Artigas y Santiago Artigas. El 22 de
octubre de 1928, en el Teatro del Centro, hoy Teatro Calderón, Lola Membrives
y Manuel Soto estrenan Las adelfas. La misma actriz, pero con Ricardo Puga,
es la responsable de presentar La Lola se va a los puertos, el 8 de noviembre de
1929, esta vez en el Teatro Fontalba. Menos de dos años tardan en volver a las car­
teleras madrileñas, porque el 24 de abril de 1931, recién inaugurada la II República,

47
Irene López Heredia y Mariano Asquerino estrenan La prima Fernanda, en el
Teatro Victoria. Finalmente, y en el Español, Margarita Xirgu y Alfonso Muñoz
llevan al escenario La Duquesa de Benamejí, el 26 de marzo de 1932. Después de
la muerte de Antonio, en 1941, y también en el Teatro Español, se presenta El
hombre que murió en la guerra, obra que en algún lugar aparece con la autoría
exclusiva de Manuel3, quizá por la fecha de estreno, aunque sabemos que su
redacción fue bastante anterior4. En 1944, Manuel estrenó El Pilar de la Victoria,
obra de su absoluta autoría.
Esta cita de estreno y compañías nos sirve para partir de una serie de conside­
raciones de indudable importancia:
1. Los Machado se inician en el teatro —o estrenan, que quizá no sea igual,
aunque sí defina la presencia de un autor en el panorama de la escena— tras haber
recorrido ambos una apreciable trayectoria en la poesía. Manuel y Antonio han
cumplido los 50 años. Nada tienen que aprender o cotejar. Sus ideas sobre el tea­
tro surgen a compás de su experiencia.
2. Son estrenados por las más ilustres figuras de la escena de su tiempo. El
historial no puede ser más meritorio: de María Guerrero, en plena y ya madura
vida artística, a Margarita Xirgu, cuando dirigía el Teatro Español y había con­
quistado Madrid, pasando por la Membrives, la Díaz Artigas y doña Irene López
Heredia. Trayectoria habitual para autores como Benavente o Marquina, pero
que hubieran querido para sí otros insignes dramaturgos del momento, como
Valle-Inclán.
3. Tampoco la crítica fue desfavorable que digamos. Díez-Canedo (1968)
dice, por ejemplo, que “los autores salieron al proscenio incontable número de
veces” (pág. 140), en Desdichas de la fortuna... o “los versos de Manuel y Antonio
Machado [...] tienen lo que sólo se puede concentrar en un vocablo de que se
abusa mucho: raza” (pág. 142), a propósito de Juan de Mañara, de la que dice
también que “el éxito fue clamoroso” (pág. 142). El público, pues, respondía asi­
mismo a la expectativa que levantaban los conocidos poetas. El propio Antonio
Machado rememoró el éxito de La Lola se va a los puertos.
Todas estas notas remiten a unos autores de prestigio, llegados al teatro en
plena madurez artística y conocidos del público lector, y que quizá experimentasen
la escena por el tradicional uso del poeta de hasta no triunfar en los teatros, no ser
del todo poeta. Sin embargo, y eso podría ser uno de los motivos de reflexión de
este Congreso, ¡qué poco significan los Machado en el panorama del teatro espa­
ñol del siglo XX, a tenor de los escasos estudios y referencias a su obra dramática,
e incluso de sus casi nulas reposiciones! Intentemos, pues, acercarnos a la entidad
dramática del teatro de los Machado, a partir de datos tan notables como su preté­
rita aceptación y su actual vejez, y del estudio concreto de su obra.

La atracción al teatro

Cualquier lector de la obra dramática machadiana puede descubrir la fascina­


ción que el mundo de la escena tiene para los hermanos. De la obra dramática, e
incluso de la no dramática, como prueba Juan de Mairena. La precisión en la
nomenclatura de la arquitectura teatral es ya el primer síntoma de gusto por el

48
medio (hablan de fondos, rompimientos, apartes...), pero mucho más lo serán las
continuas referencias al medio.

La Lola dice a José Luis:

... Poco tiempo,


porque los barcos no esperan,
tenemos para un adiós
sin lágrimas de comedia.
(Act. 3.°, Ese. VI.)

La prima Fernanda también indica a sus contertulios:

... Me alegra
encontrar aquí reunidos,
como al final de comedia,
a los mismos que hace pocos
meses llenaban aquella
sala de tu casa...
(Act. 3.°, Ese. XII.)

Y al propio Miguel de la Cruz se le ve la erudición cuando afirma: “Pues, en


lenguaje calderoniano, somos ya muchos los reos por duplicado del gran delito del
hombre” (Act. 4.°, Ese. I). También su amada Guadalupe despunta de aguda al
decir: “... Pero como no estamos en el teatro, no urge la boda” (Act. 4.°, Ese. V).
Son bastantes las referencias que establecen con el mundo del teatro, ora iró­
nicas, ora reales, pero ninguna de la importancia de las recogidas en Las adelfas.
Aquí, parece que los autores quisieran rememorarlo de continuo. El marido muer ­
to, Alberto, deja un “asunto de un drama por escribir”, en donde su esposa quiere
encontrar la clave de su posible suicidio. Nada más lejos de la realidad. A Araceli
no le gusta el argumento.

Salvador, guarde el boceto,


de este estúpido dramón.
Arguye poco respeto...
al arte de Calderón
tanta bufonada y tanto
mal gusto que hace reír
con los motivos del llanto.
(Act. 2.°, Ese. IV.)

Enseguida será más rotundo el personaje cuando dice: “Me apesta el pirande-
lismo” (ídem). Este autor, Pirandello, en plena modernidad —Seis personajes en
busca de autor se había estrenado en 1921 - - no por peor consideración macha-
diana dejaba de tener menor relevancia, pues de otra manera no se justifica que,
en la misma obra, sea citado otra vez, cuando Salvador se presenta (Act. l.°, Ese.
XIII) “recalcando mucho esta explicación de su personalidad”:

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Soy... el otro.

A lo que Araceli contesta:

Pirandelismo...

Pero no son éstas las únicas alusiones que hacen los Machado al teatro en Las
adelfas, ni Araceli la única que soporta esa carga intelectual. Rosalía, su contrin­
cante, mujer no definida con demasiadas simpatías (ella misma lo hace como “la
mala”), dice que

...Tirso asegura
que amor todo es coyuntura.

Carlos, el médico, intelectual absorto en el cientifismo de la época, también


dispone de su cita teatral oportuna. Deseoso de ofertar a Araceli un recambio para
su cariño, hace relación de sus posibles pretendientes parafraseando a Bretón de
los Herreros:

Pues otro elige, son tantos...


“Marcela o cuál de los cientos”.
¿Quién te vio que no te quiera,
Araceli?
(Act. 2.°, Ese. II.)

El que cualquier personaje tenga referencia teatral oportuna no deja de ser un


juego autoral que, no obstante, dice bastante de la consideración de sus personajes
dramáticos, como más adelante veremos. Araceli, además de ser receptora del
conflicto central de Las adelfas, es una tan inteligente demiurga que afirma:

... La vida
tiene también sus muñecos
de sorpresa, inopinados
y algo absurdos, aunque luego
—como en las comedias—, todo
se explica.
(Act. 2.°, Ese, II.)

Y más adelante:

Además, los caracteres


sostenidos son un hecho
en el teatro; en la vida
el asunto es más complejo.
(Act. 3.°, Ese. III.)

50
Razones que constatan la por otro lado lógica influencia, en ese momento,
de Unamuno y del propio Freud, a quien Carlos dedica no pocas citas al princi­
pio de la obra. La moda del padre de la psiquiatría, Sigmund Freud (1856-1939)
se manifiesta paralela a la influencia del rector de la Universidad salmantina,
que el mismo año del estreno de Desdichas de la fortuna..., dos antes de hacerlo
con Las adelfas, había escrito El otro, obra bien conocida de los Machado.

Los débitos al elemento poético

A poco que se conozca la producción teatral de los Machado se puede apre­


ciar una total integración en la dramaturgia de su tiempo. Más concretamente, en
las formas poéticas, ya en vías de extinción pero que contaba todavía con numero­
sos adeptos. Las obras de Eduardo Marquina, por ejemplo, triunfador de la
escena de los años veinte y treinta, es señal inequívoca de que todavía gustaba “oír
la comedia”. En el propio caso de García Lorca podemos constatar el paso de un
teatro poético a otro de matiz más realista, que necesitó de la prosa para acercarlo
al espectador y a su tiempo, aunque esa prosa estuviese cargada de poesía. El
astuto Benavente tuvo el mérito principal de hablarle de frente al público —no
entremos en cómo lo hacía— rompiendo con el último resto del clasicismo caduco
que Echegaray había aplicado, sin embargo, a temas contemporáneos. Los
Machado, poetas sobre todas las cosas, conocidos como tales, hicieron el teatro
poético que el espectador esperaba. No podía ser de otra forma. La única obra en
prosa tuvo que esperar otro momento para poder estrenarse con otra justificación
social. Pero ya en la penúltima de las estrenadas, La Duquesa de Benamelí, se
alterna el verso con la prosa, como indicio de un empezar a traspasar los límites de
la convención versal.
Y es que el elemento poético define el primer rasgo de dificultad expresiva
que hoy encontramos en sus obras. El teatro dejó de ser poema dramático some­
tido a determinadas normas de la retórica, para convertirse en instrumento de
aproximación al público ele cada época. Cuando los Machado estrenaban, Valle-
Inclán había dicho adiós a sus románticas veleidades modernistas, para abocar en
unos casi desconocidos y entonces irrepresentables esperpentos; Jacinto Grau pre­
sentado El señor de Pigmalión en París (1923), con dirección de Charles Dullin, y
García Lorca empezaba a experimentar con nuevas formas escénicas. Pero el
ejemplo de Villaespesa y Marquina enlazaba con la tradición del género poético,
e incluso un jovencísimo Pemán parecía jugar a ser el nuevo eslabón del mismo,
con el éxito de El divino impaciente, en 1933. Por allí hay que entender los referen­
tes ambientales de los hermanos Machado, y buena parte de sus intenciones estilís­
ticas. Y la dedicatoria “al creador de todo un teatro”, con que homenajean a
Benavente en la edición de Desdichas de la fortuna.junto a la citada ironía a que
someten a Pirandello en Las Adelfas5.
El elemento poético, por otra parte, para nada entorpece al técnico, ya que
los Machado redactan sus obras con cantidad de didascalias explícitas, que se
aproximan a las notas que los directores de escena aportan a sus montajes. Ya ten­
dremos ocasión para citar ejemplos varios al hilo de la ponencia.

51
La escritura escénica de los Machado

El teatro de los hermanos Machado fluctúa entre la medida tópica de los tres
actos y la extensión a cuatro, que sólo utilizan en la primera de sus comedias - -
Desdichas de la fortuna... — y en la única escrita totalmente en prosa, y quizá la
última, El hombre que murió en la guerra. Los autores aplican técnicas contempo­
ráneas de ofrecer la acción principal en tres o cuatro grandes secuencias, con la
idoneidad de elegir el espacio y el tiempo oportunos para su mejor seguimiento.
Sencillo procedimiento, y válido, siempre que no se fuerce a la acción a mante­
nerse en ese mismo espacio, cosa que caracteriza la comedia convencional, cuya
teatralidad está apoyada en el exclusivo uso de los límites del propio escenario. En
eso, la técnica benaventina es el modelo a seguir, como ellos mismos reconocen
con su “admiración sin límites” que confiesan en la dedicatoria de Desdichas de la
fortuna... Los Machado, sin apartarse demasiado de las normas del momento,
consiguen aciertos y errores en simétrica proporción. Veamos cómo lo hacen.
Desdichas de la fortuna o Jualianillo Valcárcel, el primero de sus estrenos, es
también la obra más versátil, escénicamente hablando. Cada uno de sus cuatro
actos tiene propio decorado, de manera que la acción —como sucedía en el teatro
del Siglo de Oro— busca su escenario natural. Sólo que restringiendo aquí los
espacios (a cuatro), y no repitiéndolos. Del despacho del Conde-Duque vamos a
la casa de Teodora, Palacio del Buen Retiro y, finalmente, al del Conde-Duque,
pero en Loeches. Entre el acto II y el III hay un considerable paso del tiempo. El
referente histórico del siglo XVII conduce a la obra por nostalgias áureas, como
son la presencia de algunas letrillas y canciones:

Agua te pide el sediento


y no se la has de negar;
lo que con ansia se pide
se otorga por caridad.
(Acto 2.°, Ese. II);

arcaísmos intencionados
...a reír cuando los vide...
(Act. 2.°, Ese. I),

y el uso exagerado casi de los apartes, y de las férreas divisiones por cuadros, den­
tro de los actos, a la manera de los dieciochistas; o patentes recuerdos del clasicismo.

CAPITAN.- Cerca de Venus y Adonis,


Sileno...
(Act. 2.°, Ese. VII.)

En Juan de Manara, los autores llevan la acción a su medida más habitual: dos
decorados para tres actos. Aquí, con un inteligente movimiento, cual es la repeti­
ción del espacio del acto l.° al 3.°, con lo que el vehemente Juan del “jardín de una
finca en los alrededores de Sevilla” regresa al mismo sitio, tras la aventura apasio­
nada de París (acto 2.°), pero con la melancolía del derrotado. Independiente­

52
mente de la convencionalidad de la acción —llena de tópicos escénicos, como per­
sonajes que entran antes de salir otro, para escuchar lo que dice (Beatriz oyendo,
tras la reja, el final de la escena VIII, Act. I.0)—, no podemos negar a los autores
el ingenio del uso del espacio / tiempo, que de alguna manera recuerda la magní­
fica teatralidad de Zorrilla, sacando cinco años de Sevilla a don Juan, entre la 1.a
y 2.a parte del drama. De manera que lo que empieza siendo un moderno ’‘rufián
dichoso” se convierte en el regreso del pecador, bloqueado en sus mecanismos
emocionales por culpa de unas tormentosas relaciones eróticas que, en contra del
personaje zorrillesco, no lo llevarán a la salvación.
La teatralidad de Las adelfas se ajusta a los cánones del momento: el escena­
rio como referente accional de primer orden, con la decisión añadida de llevar el
tercer acto al lugar de los hechos rememorados en los dos anteriores. Con ello, los
autores consiguen una explicación a su técnica dramática, que no sólo presenta el
espacio como lugar en donde contar acciones pretéritas, sino que lleva a él la solu­
ción del problema de la protagonista.
La Lola se va a los puertos se acerca más al tipo de comedia de acción, en
donde cada acto tiene su propio decorado. Sólo La Duquesa de BenamejíXn supe­
rará en dinamismo. Aquí el itinerario emocional de la protagonista va acompa­
ñado de su lugar geográfico correspondiente: desde el cortijo de don Diego vamos
con Lola al jardín de una venta sevillana, y, de allí, al hotel cara al mar, donde
embarcará la protagonista para alejarse de su realidad.
La prima Fernanda no necesita más de dos decorados para desarrollar, en sus
característicos tres actos, la dificultad de un amor de ida y vuelta, imposible a esas
alturas de las vidas de los personajes.
La Duquesa de Benamejí, como decíamos antes, la obra más dinámica de
estos autores, utiliza cuatro decorados para sus tres actos —partido el último en
dos cuadros — , y conduce la acción por medios más versátiles. También es el texto
más romántico de los Machado, y no sólo por la alternancia de la prosa y el verso,
sino también por la movilidad de la acción, con relación al espacio. De una sala de
palacio campestre, pasamos a paisaje de sierra, de allí a plaza de pueblo y, final­
mente, a la cárcel. Todo ello, con una excelente relación espacio / tiempo.
Si por último situamos a El hombre que murió en la guerra, nos volvemos a
encontrar con la ruptura estilística que supone un texto absolutamente en prosa,
sin que ello indique disonancia alguna con respecto a la teatralidad que habíamos
encontrado en las anteriores. En ese sentido, la fecha de redacción que da
Manuel, “en esa misma época” de 1928 —que bien pudo ser la de inicio de la
misma y primera versión—, se justifica escénicamente por el parecido del deco­
rado de Las adelfas, incluso por la cita explícita de Salvador y Araceli, protagonis­
tas de aquélla (Andrés recibe una carta de ellos, Ese. II, Act. l.°). Los cuatro
actos, pues, plantean un similar uso del decorado. El efecto de la prosa no deter­
mina ninguna novedad en el terreno más puramente escénico. Toda ella puede
transcurrir en el mismo lugar, y ello es debido a que las situaciones suelen estar
dictadas para que los personajes hablen, no para que actúen.
El conjunto de la producción escénica de los Machado da un más que acepta­
ble uso de los elementos escénicos tradicionales, destacando el oportuno acompa­
ñamiento que sus criaturas tienen del marco ambiental: Julianillo irá a morir al
palacio de su padre, de donde salió; lo mismo que Juan de Manara a los jardines

53
ahora tristes de su tío; Araceli va a buscar al lugar de autos su definitiva ruptura
con el pasado que la condiciona; a la Lola la acompañamos hasta su despedida de
España, donde deja algo más que un amor; como a Fernanda, una especie de Lola
de clase alta, que deberá regresar a Polonia, de donde salió, sólo para justificar su
comedia; Reyes muere cuando se disponía a salvar a su bandido amado, allí, en la
propia y mísera cárcel; finalmente, “el hombre que murió en la guerra” regresa a
casa, para morir definitivamente ante los suyos y transmutarse en otra personalidad.

Naturaleza de los personajes en el marco de la acción

El problema del teatro de los Machado, pues, no va a ser la conjugación de


los elementos escénicos, ni el manejo de los mismos. Las disonancias empiezan a
aparecer cuando entramos en el análisis de sus personajes y, sobre todo, en el
desarrollo accional que emprenden. Porque las criaturas machadianas carecen de
la autenticidad que el dispositivo teatral les prepara. Y no será por las continuas
referencias que los autores ofrecen en sus acotaciones sobre movimientos, adema­
nes, actitudes y hasta aspectos psicológicos a emplear por los actores. Recorde­
mos, entre otros muchos ejemplos destacables, este de Las Adelfas:
(... Araceli contesta con una ligera inclinación de cabeza y permanece de
espaldas al público viendo ir a Salvador. Al volver la cara hacia la sala es pre­
ciso que en ella se lea la impresión de alegría y simpatía que le ha producido
la presencia de aquel hombre extraño [...] Quizá sea ésta una pretensión exce­
siva de los autores. Tal vez no es posible expresar con el rostro sentimientos
tan complejos. Haga, sin embargo, la actriz un esfuerzo en este sentido.
Piense que ante la pantalla cinematográfica se vería obligada a esta expresión
muda. Ayúdese, además, si quiere, con el gesto. Una ojeada al espejo, un
movimiento de los labios que pronuncian un nombre, una palabra que no se
oye; un gesto instintivo de alegría. Todo ello con mucha sobriedad, mientras
cae el telón. Acto l.°, Esc. XIII.)

O este otro de La Lola se va a los puertos:

(... Por las respuestas de Don Diego a Rosario se comprende: primero,


que estaba muy lejos de sospechar la verdad; segundo, que se ve clara su plan­
cha; tercero, que, enamorado de Lola, va a reprochar a su sobrina su actitud,
pero, comprendiendo los celos de ésta y por disimilar los suyos, no lo hace;
cuarto, que la conducta real de su hijo defendiendo a Lola le molesta mucho
más que las torpezas o groserías que él le había supuesto, y quinto, que abraza
decididamente la causa de Rosario, que es también la suya... Act. 1Esc. XI.)

Los actores, pues, tienen sobradas referencias técnicas para su interpretación,


siguiendo tan sólo las indicaciones de los autores. Pero no es ese el problema. Los
Machado no pudieron remediar que las propias leyes de la dramaturgia operaran
en su contra. Y aquí nos introducimos en el engarce de personaje y acción, como
único medio para calibrar las conductas de aquellos en sus líneas arguméntales. El
amor es el principal vehículo activo de estos dramas. Sólo en El hombre que murió

54
en la guerra aparece un tema de interés superior, que desplaza desde el principio
la intriga entre Miguel y Guadalupe: el de la autenticidad de aquel Juan de Zúñiga
desaparecido, que viene a recobrarla a través de la máscara de Miguel de la Cruz,
que ni siquiera figura en el Dramatis Personae. El amor de Guadalupe es una
nadería al lado del conflicto citado. Pero el resto de obras se basa en la elección
del protagonista, o de la protagonista, entre dos amores que simbolizan dos actitu­
des frente a la vida. Julianillo ama a Leonor, debe casar con Juana, y muere por
aquélla. La pasional y vidriosa relación entre Juan de Mañara con Elvira no puede
ser impedida por la aparente pureza de Beatriz, que ni es doña Inés ni, por tanto,
puede remediar el infierno del galán. Araceli, años después de la muerte del mari­
do, se debate entre el fantasma de aquél y la realidad de Salvador, único hombre
que la puede “salvar”, según manifiesta el simbólico nombre. Lola no ama a don
Diego, que la adora, y sí a José Luis, con el que entra en conflicto permanente,
pero acabará con Heredia, su guitarrista, compañero que está en su justa medida
social. Fernanda ha vuelto a conseguir a Leonardo, pero sufre el acoso de muchos
otros; a su vez, Leonardo debe elegir, ya en plena madurez, entre una esposa a la
que no ama y Fernanda. Lorenzo Gallardo -nuevo nombre simbólico—, el ban­
dido, que ama y es correspondido por la Duquesa de Benamejí, no logrará ese
amor por obra de los celos de la gitana Rocío.
Este es el cuadro sintético de los ejes del deseo en la obra escénica machadia-
na. Las líneas del querer. Sólo que están obstaculizadas por acontecimientos —
como son celos o diferencias sociales— con tratamientos llenos de la más tópica
teatralidad, y ayudados por circunstancias —abnegación, fe, muerte— llevadas a
extremos tan heroicos como inútiles. En uno y otro lados sobresale un desmedido
ingenuismo que entorpece y ayuda a la vez la solución del conflicto.
Las historias de amor de los Machado recuerdan las primeras de Valle-Inclán,
también basadas en triángulos amorosos, amantes moribundos que enferman por
amor (Julianillo, Mañara) y mujeres con constancia inquebrantable (Lola, Fernan­
da, Reyes). Ellas, sobre todo, son seres, de tan perfectos, imposibles. Lola es una
estupenda imposibilidad. No es real. Su reino no es de este mundo. Y por eso
quizá se vaya a América. Héroes más conflictivos son ellos: Don Diego, José Luis
y Heredia. Su hermana mayor, Fernanda, reúne todos los atractivos que el hom
bre pudiera imaginar: seducción, belleza, bondad. Teniendo pretendientes que
son capaces de romper cualquier convención social, se va con el mismo misterio
casi que vino. En este sentido, hablar de Reyes, la Duquesa de Benamejí, es casi
ocioso. Desprecia al apuesto Carlos, marqués de Peñaflores, por el amor sobrena­
tural de un bandido, aunque, eso sí, de noble gesto y restaurador de injusticias.
Reyes, como el resto de sus colegas, cae en el más absoluto hermetismo y en una
total falta de flexibilidad. Como todos los seres machadianos, es inmutable. O
buenísimos, o marcados para toda su vida por desengaños, leyes o irreparables
equívocos. Por más que vea sufrir a sus padres, Juan de Zúñiga, convertido en
Miguel de la Cruz, no soltará prenda. La imposibilidad de amar de Lola la con­
duce a una especie de crueldad erótica con Heredia, al que aplasta si fuera necesa­
rio, en acción mucho más condenable que el simple amor. Julianillo y Juan de
Mañara engrosan la larga lista de muertos por amor en las tablas, lista en la que
bien podemos apuntar a Reyes, a pesar de ella, todo hay que decirlo. Y si ellos
mueren por amor, Araceli llega a él justamente por la muerte de su marido, al

55
tiempo que coloca su fama en el lugar que le corresponde. La Lola y Fernanda jue­
gan a resignarse, ya que la muerte no puede entrar en sus cálculos.
Como vemos, nuestro breve estudio nos ha llevado a una serie de aspectos de
la obra dramática de los Machado que presentan dispar naturaleza. Por una parte,
la esencia de una técnica escénica connatural con su época, poco imaginativa y ale­
jada de cualquier atisbo de experimentación, aunque nunca despojada de materia­
les útiles para la conformación del drama. Por otra, la inevitable caída en una serie
de trampas estilísticas, que refuerzan conductas pueriles en sus personajes, y que
pueblan de sensiblería lo que bien pudo ser genio popular. Son conflictos genera­
dos por las propias historias, por los personajes que las representan, pero también
por una trasnochada ambientación escénica. Quizá aquí tengamos algunas de las
causas de su difícil transposición, cincuenta años después, en elementos narrativos
que, en sí, no son ni mejores ni peores que eran los de sus contemporáneos.
En cualquier caso, considero que materia dramática ha salido al hilo de la
ponencia, que justifica cumplidamente la dedicación de este Congreso al teatro de
los hermanos Machado. Quedan en el ordenador muchos otros aspectos que mis
colegas, a no dudar, acometerán en sus trabajos, pero que no me resisto siquiera
a citar por el interés que en mí mismo merecen. Como son la importancia del per­
sonaje ausente (Alberto en Las adelfas, Juan de Zúñiga en El hombre que murió
en la guerra), curiosas referencias al mundo de la ciencia (el rotundo ataque de
Araceli a todo tipo de medicina, que recuerda las más tradicionales sátiras del
Siglo de Oro) y del arte (la definición de retrato, en pintura, que hace en Juan de
Manara), el papel introductor de los criados (que por cierto se llaman dos veces
Pablo, y una, Pedro), la estrecha relación con la poesía (a la que dedica una simpá­
tica reflexión en la Ese. IV, Act. l.° de La prima Fernanda), la autenticidad o no
del léxico popular (el más notorio sería el de La Lola se va a los puertos) y un largo
etcétera que abre las fronteras a la especulación de la menos considerada literatura
machadiana.
Consideraciones todas, éstas y aquéllas, que parecen penitencia bastante ante
el olvido consciente que propiné a tales autores en mi reciente panorama del tea­
tro español de principios de siglo, que al principio de esta ponencia citaba.

56
NOTAS
1. Quizá la más conocida Historia del Teatro Español del Siglo XX, la de Francisco Ruiz Ramón [Cá­
tedra, 1975, 2.a ed.], sea la de mayor información al respecto: “No es el teatro de los Machado ni
valioso como drama ni grande como poesía [...] ni innovaron ni renovaron, ni, manteniéndose den­
tro de una concepción tradicional de teatro, crearon una forma dramática valiosa en sí” (pág. 75).
2. En el volumen 2 de Escenarios de dos mundos, inventario teatral de Iberoamérica, Madrid, Centro
de Documentación Teatral, 1988.
3. García-Pelayo, R., lo dice en el Pequeño Larousse, París, 1987.
4. Ver, a este respecto, el artículo de Mariano de PACO: El teatro de los Machado y “Juan de Maire-
na" [1976], sobre todo la nota 27, pág. 472.
5. Ver las dos citas al autor italiano en Las adelfas, ambas mencionadas, en la Escena XIII del Acto
l.° y en la IV del Acto 2.°.

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BIBLIOGRAFIA MANEJADA
Además de los propios textos publicados en la Colección Austral de Espasa Calpe [La Duquesa
de Benamejí, La prima Fernanda y Juan de Manara (núm. 260, 1.a ed,, 1942); Las adelfas y El hombre
que murió en la guerra (núm. 706, 1.a ed., 1947); La Lola se va a los puertos y Desdichas de la fortuna
o Jualianillo Valcárcel (núm. 1.011, 1.a ed., 1951).],
E. DIEZ-CAÑEDO: Artículos de crítica teatral. El teatro español de 1914 a 1936, I. El Teatro Poé­
tico. Joaquín Mortiz, Méx'ico, 1968.
M. H. GUERRA: El teatro de Manuel y Antonio Machado, Madrid, Ed. Mediterráneo, 1966.
A. MACHADO: Los Complementarios (ed. de Manuel Alvar), Madrid, 1980.
M. de PACO: El teatro de los Machado y “Juan de Mairena" (Homenaje al Prof. Muñoz Cortés),
Murcia, 1976.
— Mañara, el don Juan de los Machado, en Montearabí, núm. 3, págs. 7 a 16.
M. PEREZ FERRERO: Vida de Antonio Machado y Manuel, Espasa-Calpe (Col. Austral, núm.
1.135), 1952.
F. RUIZ RAMON: Historia del Teatro Español. Siglo XX, Madrid, Ed. Cátedra, 1975, 2.a ed.
M. TUÑON DE LARA: Antonio Machado, poeta del pueblo, Barcelona, Ed. Nova Térra, 1961.
D. YNDURAIN: En el teatro de los Machacho (Homenaje a Machado, otoño, 1975), Salamanca,
Universidad de Salamanca, 1977.

58
TEMA Y MODULACIONES EN LA POESIA
DE ANTONIO MACHADO

Ricardo Senabre
Universidad de Salamanca

Cuando se cumple medio siglo de su muerte, los hechos demuestran que


resulta ya problemático hablar de Machado sin prejuicios. La crítica ha tejido en
torno a la obra del poeta sevillano una red tan espesa de glosas e interpretaciones
que dificulta cualquier intento de lectura ingenua, directa, desprovista de ideas
previas, de mediaciones entre texto y lector. Y acaso convenga una lectura así, que
recorra paralelamente el camino de la obra desde sus primeros brotes hasta su
plena sazón, en un desarrollo producido, claro está, antes que todas las interpreta­
ciones. La crítica ha delineado múltiples perfiles de Machado: el modernista, el
social, el neopopularista, el filosófico, el político... No estoy seguro de que todas
esas facetas sean defendibles por igual, y creo que ha llegado el momento de que,
enriquecidos por tan diversos enfoques, pero no necesariamente constreñidos por
ellos, abordemos la obra de Machado siguiendo el proceso de su paulatina confi ­
guración, caminando a la par, en vez de partir de una perspectiva globalizadora
que es la nuestra, pero no la que el poeta pudo tener.
Y lo primero con que tropezamos es el libro de Soledades, de 1903, parte del
cual desaparecerá luego, por voluntad del autor, en ediciones posteriores de su
obra, o sufrirá modificaciones. Sin embargo, hay que contar con lo que Soledades
era en 1903. Las podas, cambios y adiciones de Soledades, galerías y otros poemas
(1907) deben mucho a los consejos de Juan Ramón Jiménez; pero aún no hemos
llegado a ese momento. Además, las nuevas composiciones agregadas a la refundi­
ción de 1907 “no añadían nada sustancial a las primeras”, según palabras del pro­
pio Machado1. Con Soledades ha ocurrido algo curioso y perturbador: con pocas
excepciones, la crítica ha mirado hacia atrás, hacia los orígenes del libro y sus
modelos modernistas, hacia lo que en la obra hay de libresco y residual, en lugar
de considerarla como punto de partida y sistema de cimentación de la poesía
machadiana posterior. El tradicional desdén — teñido a veces de benevolencia cor­
tés— con que se mira un libro primerizo ha dificultado la observación de algunas
evidencias. Un primer libro es a menudo muy significativo —y más en el caso de
Machado, autor de una obra poética breve—, y esto es lo que me propongo mos­
trar. No me interesan ahora las huellas que aún se conservan de una estética ante­
rior, sino lo que en la obra hay de inaugural. Porque Soledades nos ofrece ya el

59
tema central de toda la poesía de Machado —diré más: el tema único— y muchas
de sus modulaciones expresivas2.
El libro está dividido en cuatro partes bien diferenciadas. Importa tener en
cuenta su ordenación, que desaparecerá en la refundición de 1907, a consecuencia
de las adiciones y supresiones de textos. La obra se cierra con tres poemas: “El
cadalso”, “La muerte” —luego suprimido— y la glosa a los versos de Manrique:
“Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir. ¡Gran can­
tar!”. Una serie, pues, decididamente mortuoria. Si examinamos el comienzo del
libro, el primer poema es el titulado “Tarde”, palabra que resultará luego casi
emblemática, por su altísima frecuencia, en la poesía de Machado3. Hay que anali­
zarla en los contextos en que ocurre, porque es en ellos donde se carga de sentido.
En este poema inicial, situado en una tarde “triste y soñolienta”, hay un parque
solitario cuyo muro —puesto que se trata de un parque cercado— tiene una hiedra
“negra y polvorienta”. Existe una “vieja cancela” de “hierro mohoso” que, al
cerrarse, “sonó en el silencio de la tarde muerta”. La aparición súbita de este adje­
tivo —en rigor, impropio, pero mantenido en las ediciones posteriores— no deja
de producirnos alguna inquietud, aunque el momento del día que se ha elegido y
todos los indicios sucesivos de vejez y desgaste parecían conducirnos casi obligada­
mente a esa noción4. En el interior del parque hay una fuente con agua que corre.
Pero este único elemento sonoro y vital está rodeado de mármol blanco, y todo
ello se encuentra encerrado en ese solitario recinto que puede ser un parque, pero
donde la mirada sólo se ha detenido en rasgos que parecen propios de un cemente­
rio. El sustrato básico de la composición es la noción de “muerte”, y ésta atrae a
su centro gravitatorio, como un imán poderosísimo, los demás motivos y los colo­
rea con un tinte mortuorio. Y hasta la “tarde” del título sufre la misma succión
hacia un campo significativo preciso en el código, todavía elemental, que el poeta
va forjándose.
No es éste un caso aislado. En el poema —luego suprimido— “La tarde en el
jardín” volvemos a encontrar un parque en sombra, cercado por una “tapia enne­
grecida” donde hay un “cipresal oscuro” y fuentes en las que “el agua duerme en
las marmóreas tazas”. Y hallamos más: “veredas silenciosas” donde “mil sueños
resucitan / de un ayer” y “anchas alamedas” en las que “los serios mármoles medi­
tan / inmóviles secretos verticales”. De nuevo nos enfrentamos a la visión mortuo­
ria del jardín cuyo único signo de vida —el agua de los surtidores— emite sólo,
como escribe el poeta, “un son doliente”. Hay otro brevísimo poema, verdadera
síntesis de los motivos fundamentales de Soledades, que dice así:

Las ascuas de un crepúsculo morado


detrás del negro cipresal humean...
En la glorieta en sombra está la fuente
con su alado y desnudo Amor de piedra,
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta.

Los versos, que suscitaron hace algunos años lecturas encontradas de Carlos
Bousoño y Rafael Ferreres5, son, a mi modo de ver, nítidos: el crepúsculo es el
momento de extinción del día; la leve metáfora “ascuas del crepúsculo” no es indi­

60
cación de color, sino que subraya la noción de acabamiento; el morado, como en
la lengua clásica, representa la congoja, y de ahí su utilización, que aún perdura,
en ciertas ceremonias litúrgicas; el cipresal —árbol funerario en la cultura medite­
rránea— es “negro”; la glorieta está “en sombra” (cuando Lorca hable más tarde
de la gitana que “Con la sombra en su cintura /... / sueña en su baranda”, la som­
bra tendrá el mismo significado mortuorio). La representación del amor es un
Cupido petrificado y mudo. Y el verso final —“reposa el agua muerta”— no sólo
funde las nociones “reposar” y “muerte”, sino que es heptasílabo —frente a los
endecasílabos anteriores— y muere justamente cuando aparece la palabra que
remata el poema: muerta.
¿Qué significa todo esto? Sin duda, que nos encontramos ante un tema domi­
nante en torno al cual se organiza una constelación de motivos que acaban por ser
expresiones analógicas del tema central, que en este caso es la muerte. He dicho
“tema dominante”, “tema central”. Seré más contundente: tema único. Los obje­
tos se insertan en el poema por su capacidad para simbolizar. En otra composición
luego desechada que lleva como título —una vez más— “La fuente”, el sujeto
lírico afirma, dirigiéndose al agua que fluye rodeada —también una vez más— de
una “marmórea taza”: “Cautivo en ti, mil tardes soñadoras / el símbolo adoré de
agua y de piedra”; y confiesa que no logra descifrar el “símbolo enigmático” del
agua y del mármol. Sea o no cierto, el uso de ambos elementos en este primer libro
no parece producto de una incomprensión. Con toda nitidez, el agua representa la
movilidad, la vida, mientras que el mármol que la rodea —asociado a menudo
implícitamente al mármol de las lápidas— es símbolo de la muerte. De ahí que el
poema que acabo de mencionar concluya con una apelación a la fuente de claro
significado:

Y en ti soñar y meditar querría,


libre ya del rencor y la tristeza,
hasta sentir, sobre la piedra fría,
que se cubre de musgo mi cabeza.

Esta fusión con la “piedra fría” e inerte, cuyo musgo acabará cubriendo también
al sujeto, constituye una imagen transparente del definitivo acabamiento. Las repre ­
sentaciones de lo petrificado y lo muerto nos asaltan a cada instante: la ilusión per ­
dida será un “roto sol en una alberca helada”, y lo mismo el amor, “sol yerto / ... /
que brilla y tiembla roto / sobre una fuente helada”*. La selección léxica produce aso­
ciaciones de inequívoco sentido, y casi no hay texto en que este sentido no sea mor­
tuorio. He aquí un caso, entre otros posibles; se trata del poema que comienza:

Sobre la tierra amarga


caminos tiene el sueño
laberínticos, sendas tortuosas,
parques en flor y en sombra y en silencio;
criptas hondas, escalas sobre,estrellas...

La repentina irrupción de esas “criptas hondas” tras la mención de los par­


ques “en sombra y en silencio” revela un núcleo significativo análogo al que ya

61
habíamos encontrado en otros poemas con jardines silenciosos y mármoles, tan
profundamente diversos de los jardines de Manuel Machado o del primer Juan
Ramón. Todo —o casi todo— adquiere en este libro auroral machadiano caracte­
res mortuorios. La muerte se erige en tema central, y lo demás se supedita a ella,
aun a costa de provocar una radical torsión de lo que sería esperable. Así, el sol de
un abril florido es testigo impasible de las muertes sucesivas de dos hermanas. En
otro lugar, el sujeto lírico se dirige a la bella esquiva presentándola como una
Parca convencional, “siempre / cerca de mí en negro manto / mal cubierto el des­
deñoso /gesto de tu rostro pálido". Y casi lo mismo acontece con la vida, personi­
ficada como una “virgen esquiva” que lleva una “aljaba negra", es decir, una ame­
naza de muerte cierta6. Las doce campanadas del reloj se oyen como otros tantos
“golpes de azada en tierra”, en el transcurso de una pesadilla durante la cual el
sujeto cree llegada su última hora. Los elementos imaginativos, e incluso muchas
acuñaciones verbales del Machado más conocido, se encuentran ya en este primer
libro: la tarde, el “ascua del crepúsculo”, el parque sombrío y rodeado por un
muro, el cipresal, el agua inmóvil... Todos ellos son rasgos bien conocidos, lo que
me evita un recorrido ejemplificador que ahora no sería hacedero. Pero la presen­
cia de estos ingredientes responde al hecho decisivo de que también se halla en
Soledades lo que será el tema permanente de toda la obra lírica de Machado: la
muerte. Naturalmente, un tema no es algo inmutable en todos sus caracteres; está
sometido a una evolución, a progresivos enriquecimientos y matizaciones. Sin
embargo, subsiste idéntico a sí mismo como tal tema, como base de sustentación y
—esto es lo decisivo— como filtro a través del cual se contempla el mundo.
No resulta extraño que en el espíritu introvertido del joven Machado se afin­
case desde muy pronto la idea de la muerte. Su infancia y su adolescencia están
jalonadas por muertes de seres cercanos: su hermana Cipriana, diez años menor
que él; su padre, Antonio Machado Alvarez, fallecido lejos de sus hijos y en peno­
sas circunstancias, en febrero de 18937; su abuelo, Antonio Machado y Núñez,
desaparecido dos años más tarde. A todo ello habría que añadir las noticias sobre
personas conocidas o allegadas que murieron durante la epidemia de cólera de
1885, cuando el futuro pqeta contaba diez años. No hay sólo, pues, estímulos lite­
rarios en la gestación del tema.
Si repasamos lo añadido a la edición refundida de 1907, ¿qué encontramos?
Un viajero de “sienes plateadas” que ha perdido ya su juventud y se halla en una
sala sombría mientras en el exterior “deshójanse las hojas otoñales / del parque
mustio y viejo”; unas “buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan, / y en
un día como tantos / descansan bajo la tierra”; un poema dedicado al entierro de
un amigo; el recuerdo de un aula presidida por una estampa de Caín y Abel; una
extraña “amada” inalcanzable, que se halla en una “negra caja” junto a una fosa,
mientras “en las sombrías torres / repican las campanas”. La obsesión mortuoria
llega hasta las metáforas y símiles: los cristales de los balcones tienen “reflejos
mortecinos, / como huesos blanquecinos / y borrosas calaveras”; y lo mismo se
repite en otro poema, donde “en los balcones / hay formas que parecen confusas
calaveras”; una casa enseña “su esqueleto de madera”. También la luna aparece
vista como “reluciente calavera”, o se habla de la “cripta del alma”. El ataúd, el
ocaso, la vejez, el sol moribundo, la imagen de la “otra orilla” brotan en propor­
ciones abrumadoras. Estos son hechos incontrovertibles. El joven Machado arti­

62
cula su obra primeriza en torno al tema vertebrador de la muerte, con formulacio­
nes expresivas procedentes, en su mayor parte, de códigos anteriores. Recuér­
dense estos versos:

Recuerdo que una tarde de soledad y hastío,


¡oh tarde como tantas!, el alma mía era,
bajo el azul monótono, un ancho y terso río
que ni tenía un pobre juncal en su ribera.

Aquí el alma, variante de la vida humana, se equipara al río, según la antigua


imagen del Eclesiastès acuñada en nuestra lengua por Jorge Manrique; y lo mismo
sucede en un verso como “donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera”.
Pero en otro poema que ya he citado parcialmente, se lee:

Daba el reloj las doce... y eran doce


golpes de azada en tierra...
...¡Mi hora! —grité—... el silencio
me respondió: No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.

Dormirás muchas horas todavía


sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.

Esa “otra ribera” es ya el otro mundo. El río ha dejado de representar la vida


humana para incorporar un sentido mitológico: el de frontera entre la vida y la
muerte. Y ambos valores se repiten una y otra vez en la poesía de Machado.
La originalidad de esta lírica no reside, por tanto, en los elementos imaginati­
vos seleccionados, sino en la cohesión que adquieren merced a un hilo significativo
que los ensarta y les proporciona un sentido que no es sólo el que se desprende del
significado léxico de las palabras. Escribe Machado en un conocido aforismo:

Da doble luz a tu verso:


para leído de frente
y al sesgo.

Y en un apunte en prosa: “Toda poesía es, en cierto modo, un palimpsesto.”8


Es decir, que por debajo de la lectura superficial hay otra que es preciso descubrir.
La lectura “de frente” sólo descifra el significado de las palabras, lo cual, en el
caso de Machado, es sencillo y, por ello, engañoso. Es preciso efectuar una lectura
“al sesgo” en busca del sentido del texto, que, como en los palimpsestos, se halla
oculto bajo la escritura visible. De este modo, el agua corriente o el agua estan­
cada no representan lo que el diccionario indica, ni el ciprés comparece por sus
características botánicas, ni adjetivos tan frecuentes en Machado como viejo, mar­
chito, mustio, yerto, roto, decrépito, sombrío, negro y algunos similares son utilizados

63
por otra razón que la de convertir las cosas a que se atribuyen en puros indicios del
correr de todo hacia un inevitable acabamiento. Casi nada es, en suma, lo que parece.
El traslado a Soria en 1907 supone un descubrimiento tardío de Castilla que
aproxima la mirada de Machado a las de Unamuno, Azorín o Baraja. El tema cen­
tral continúa siendo el mismo, aunque modulado con mayor variedad. Las prime­
ras contemplaciones hondas de Castilla traen el recuerdo de pasadas guerras9, de
un tiempo ya muerto que ha dejado sus huellas en esos “‘atónitos’ palurdos sin
danzas ni canciones / que aún van, abandonando el mortecino hogar, / como tus
largos ríos, Castilla, hacia la mar”, esto es, hacia una muerte inexorable, según la
conocida imagen. La pupila se fija en muros agrietados, en “decrépitas ciudades”,
en “rostros... enfermos”, en una “Castilla de la muerte”, como escribe el poeta,
que añade a continuación, recobrando una vez más el viejo símbolo:

¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?

La misma significación posee el mar en el celebérrimo verso: “Señor, ya esta­


mos solos mi corazón y el mar”. La muerte adquiere ahora tintes especialmente
dramáticos en más de una ocasión. En el poema “Un criminal” se habla del ex
seminarista parricida; el largo romance “La tierra de Alvargonzález” desarrolla un
asunto análogo; se recuerda en varios lugares la historia de Caín y Abel. El ciclo
de Campos de Castilla incluye, además, las composiciones dedicadas a la muerte
de don Francisco Giner de los Ríos y de Rubén Darío. Y hay un suceso vital en la
biografía de Machado que galvaniza el tema: la muerte de la jovencísima Leonor
en 1912, tres años después de su matrimonio. Nos movemos en el terreno de la
conjetura cuando intentamos calibrar el efecto que las muertes de familiares cerca­
nos produjeron en el Machado adolescente. En cambio, conocemos muy bien la
repercusión de la muerte de Leonor en el ánimo del poeta. A raíz de este suceso
penosísimo, con el que la vida parece haber imitado finalmente al arte, se com­
pleta en la poesía de Machado el tema recurrente de la muerte con el desarrollo
de otro, que parece sin duda su correlato natural: la resurrección.
Es ahora el momento de volver la vista atrás y advertir que esa muerte pre­
sente desde los primeros momentos no era sólo la extinción física de los seres, sino
la pérdida de algo que se ha poseído; por ejemplo, la niñez, como en unos versos
de Soledades, galerías y otros poemas:

Galerías del alma... ¡el alma niña!


Su clara luz risueña;
y la pequeña historia,
y la alegría de la vida nueva...
¡Ah, volver a nacer, y andar camino,
ya recobrada la perdida senda!
Y volver a sentir en nuestra mano
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre...

64
El recuerdo logra aquí recobrar, resucitar, la infancia perdida, muerta, y hasta
la figura de la madre se retrotrae al tiempo infantil en ese soñado contacto de la
mano. En otro poema del mismo libro, el sujeto presencia la súbita llegada de la
primavera, con sus ‘’verdes hojas” y las “saetas de oro” del sol, y concluye: “¡Yo
alcanzaré mi juventud un día!” ¿Puede volver la juventud perdida como retorna el
verdor a los campos? Vayamos más atrás todavía, a un poema de Soledades no
recogido posteriormente en el que se lee:

Yo no sé los salmos
de las hojas secas,
sino el sueño verde
de la amarga tierra.

Claro está que este “sueño verde” de la tierra es el de su resurrección prima­


veral. Se formula aquí ya, aunque de modo embrionario, no sólo el motivo de la
resurrección —todavía ahogado, apenas intuido bajo el peso del tema fúnebre — ,
sino también una de sus modulaciones expresivas, acaso la más característica del
Machado pleno: la primavera como símbolo de la resurrección, idea procedente
del himno homérico a Deméter, que Machado glosa en varias ocasiones.
Pero volvamos a Campos de Castilla. La contemplación de la primavera soriana
proporciona nuevos motivos —nuevas modulaciones— que se adhieren al tema cen­
tral y lo amplían sin desplazarlo. Los comentaristas señalan varios temas en la poesía
de Machado. Zubiría10, por ejemplo, destaca tres —el tiempo, el sueño y el amor—,
mientras que, antes que él, Serrano Poncela11 había distinguido algunos “grandes
temas existenciales”, como el tiempo, el tedio y la angustia, el sueño, la búsqueda de
Dios y, a modo de derivación, la presencia de la muerte. En no pocos casos se clasi­
fica como tema lo que es únicamente motivo, o, si se prefiere, modulación12. Dema­
siados temas, de cualquier modo, cuando no hay más que uno —la muerte— al que
todo se supedita. Conviene no confundir el tema con las imágenes que lo transmiten.
La muerte es un tema; la sombra, el agua, el mar, la vejez u otros motivos similares
son instrumentos, modulaciones al servicio del tema. Pues bien: la angustia temporal
se produce sólo a partir de la evidencia de la muerte, sin la cual no tendría sentido;
es^ por tanto, una ramificación del tema básico. El sueño es una manera de re-vivir o
resucitar lo muerto, por inexistente o por pasado, o bien se trata del desarrollo de la
muy conocida formulación que hace del sueño una “¡mago mortis”. En cuanto al
amor, sólo aparece en la poesía machadianp asociado a la angustia de la pérdida, y
esto vale tanto para las composiciones in morte de Leonor —y repárese en el hecho
significativo de que no existan, como sería lógico esperar, sus correspondientes poe­
mas in vita— como, por otras razones, para las dedicadas a Guiomar. El velo mortuo­
rio que cubre los poemas amorosos se manifiesta incluso en el rebrote de ciertas figu­
ras rítmicas. Del ex seminarista parricida se dice:

Fue su crimen atroz. Hartóse un día


de los textos profanos y divinos...

Un cuarto de siglo más tarde, la “madre” España vez cómo se ha levantado


contra ella uno de sus hijos —“otro Conde Don Julián”— y suplica:

65
Ten piedad del traidor. Parfle un día,
se engendró en el amor, es hijo mío...

Es evidente la semejanza rítmica entre “Fue su crimen atroz. Hartóse un día”


y “Ten piedad del traidor. Paríle un día”. La presencia de la muerte ha provocado
la reaparición de un esquema similar. Entre ambos textos, un soneto de “Los sue­
ños dialogados” que concluye evocando “el muro blanco y el ciprés erguido”
ofrece en los versos 5 y 6:

Nadie elige su amor. Llevóme un día


mi destino a los grises calvijares...

Es indudable que el trasfondo mortuorio de ese amor recordado ha hecho


aflorar la misma figura rítmica.
Por lo que se refiere al tema de Dios, es simplemente una metáfora, o, en los
años de convivencia con Leonor, el posible asidero con el que se sueña para resu­
citar una fe muerta, perdida. Hay en este terreno algo de retórica fácil, e incluso
modelos palpables. Recuérdense aquellos versos tantas veces entendidos como un
deseo frustrado de retornar a la fe:

Ayer soñé que veía


a Dios, y que a Dios hablaba,
y soñé que Dios me oía...
Después soñé que soñaba.

Esto era trasponer la primera parte de una seguidilla que Rodríguez Marín
había transcrito en sus Cantos populares españoles (número 5.089):

Soñé que me querías


la otra mañana,
y soñé al mismo tiempo
que lo soñaba.

Decía que en Campos de Castilla el tema central se enriquece con nuevas


modulaciones. Desaparecen los parques solitarios, las fuentes de mármol, los
cipresales. Desaparecen, pues, los motivos que han modulado el tema y surgen
otros menos librescos. Pero subsiste la imagen del agua fluyente —que ahora es la
concreta del Duero— y el espacio poético se puebla de chopos, olmos, violetas,
margaritas, caminos pedregosos, sierras calvas... Todo ello, ciertamente, perte­
nece al paisaje soriano, pero es absorbido de inmediato por el tema mortuorio,
crecientemente acompañado por la esperanza de la resurrección, cuyo vehículo
transmisor es la floración primaveral y sus indicios13. Vistos junto al río —expre­
sión de lo fluyente y perecedero—, los chopos pierden sus “hojas secas”, que se
precipitan a la corriente, uniéndose así al movimiento hacia la nada:

Estos chopos del río, que acompañan


con el sonido de sus hojas secas

66
el son del agua cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.

¿Qué son esas iniciales sino testimonios de amores muertos, pasados, meras varian ­
tes de los epitafios grabados en las lápidas sepulcrales? Pero los chopos, transmutados
inmediatamente en "‘álamos del amor” volverán a ser “liras / del viento perfumado en
primavera”. La primavera es, como el recuerdo o el sueño, el mecanismo que facilita la
resurrección, y, con ella, la esperanza. Abrumado por los progresos de la terrible enfer­
medad de Leonor, Machado sitúa al sujeto lírico ante un olmo seco, condenado a perecer:

Al olmo viejo, hendido por el rayo


y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.

Evidentemente, esto parece un milagro: del tronco herido de muerte brota la


vida por efecto de la primavera. Y la reflexión siguiente es casi inevitable:

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Ese otro milagro “es, claro está, la resurrección de Leonor”. El poema, que
recoge y trenza unos cuantos motivos de una “odelette” de Ronsard14, es, sin
embargo, algo radicalmente distinto, gracias a la subordinación de esos motivos a
un tema central que ordena su sentido. A partir de ahora, y con mayor razón que
en el tramo inicial de su obra —marcada también, no se olvide, por muertes fami­
liares— , la poesía de Machado será una suma de variaciones en torno al conflicto
entre la muerte cierta y obsesiva y la resurrección soñada1-'’. En el soneto “Prima­
veral” (1916), los indicios paisajísticos de la resurrección vernal convierten en algo
casi tangible el deseado retorno de la esposa muerta:

Nubes, sol, prado verde y caserío


en la loma, revueltos. Primavera
puso en el aire de este campo frío
la gracia de sus chopos de ribera.

Los caminos del valle van al río


y allí, junto del agua, amor espera.
¿Por ti se ha puesto el campo ese atavío
de joven, oh invisible compañera?

¿Y ese perfume del habar al viento?


¿Y esa primera blanca margarita?...
¿Tú me acompañas? En mi mano siento

67
doble latido; el corazón me grita,
que en las sienes me asorda el pensamiento:
eres tú quien florece y resucita.

En un poema de 1907 que he citado antes, el recuerdo hacía emerger la niñez


y la presencia de la madre con su mano cálida. Ahora, el recuerdo se produce
inducido por la contemplación del renacer del paisaje, y la mano que se siente latir
es la de la esposa muerta, que, como en el viejo mito de Perséfone, resucita en pri­
mavera. Ambos textos están situados en los extremos del decenio más profunda­
mente creador del poeta. Entre uno y otro puede comprobarse paso a paso cómo
el tema de la muerte —que continúa siendo nuclear— se ha ido enriqueciendo con
el de la resurrección, gracias a la reactivación de un mito griego —es decir, de un
ingrediente libresco16— y a una dolorosa experiencia vital, nada libresca ya, que
agudiza el carácter selectivo de la mirada del poeta y hace de los elementos del
nuevo paisaje castellano signos metafóricos asociados al tema. Y el escueto conte­
nido fúnebre, un tanto abstracto aún, de los primeros poemas se carga de un radi­
cal dramatismo, porque la resurrección soñada sólo es un deseo irracional, y la
muerte impone su dura realidad. Lo que la naturaleza ofrece no tiene su correlato
en la vida. Así ocurre con una de las cimas líricas de Machado: el poema “A José
María Palacio”, escrito como una carta desde Baeza17, de nuevo sobre el esquema
constructivo de un poema ajeno —en este caso de Carolina Coronado — , pero con
intención y resultados por completo divergentes. Lejos de los campos sorianos, el
sujeto pregunta si han aparecido ya los primeros signos primaverales: las hojas ver­
des en los chopos, las amapolas, las margaritas... Los elementos del paisaje evo­
cado van concentrando sentidos simbólicos ya incorporados al código de Macha­
do. Ante la pregunta “¿Tienen los viejos olmos / algunas hojas nuevas?”, es inevi­
table recordar el “olmo viejo, hendido por el rayo” y lo que éste significó en el
poema escrito el año anterior. La interrogación acerca de la presencia de “zarzas
florecidas / entre las grises peñas” implica que de los agudos espinos brota una
flor, y este motivo de la zarza florecida, asociado también en otras ocasiones al
recuerdo de Leonor —así, en el soneto “Cómo en el alto llano su figura” — , no
comparece sino por ser imagen de la deseada resurrección de la esposa, “flor”
blanca —pura— enterrada en el cementerio soriano del Espino. La evocación de
“los labriegos que siembran los tardíos / con las lluvias de abril” se asocia a la
misma línea de sentido, puesto que lo que “se entierra” en la sementera no que­
dará condenado al aniquilamiento, sino que surgirá de nuevo para beneficio de
quienes le han dedicado su fe y su trabajo. Todos los rasgos paisajísticos incorpora­
dos al poema van sometiéndose al tema mortuorio, hasta concluir con una pre­
gunta que, más que en otras ocasiones, requiere la lectura “al sesgo”:

Palacio, buen amigo,


¿tienen ya ruiseñores las riberas?

Si las ramas de los chopos que cubren las riberas del río se han poblado de rui­
señores, éstos han iniciado su tradicional diálogo amoroso de una orilla a otra (las
“blandas querellas” de la poesía de Garcilaso). Y súbitamente la noción implícita
del río que separa las riberas trae al texto, una vez más, el antiguo sentido mítico

68
de frontera entre la vida y la muerte. Así, el sujeto lírico pregunta por el diálogo
entre los ruiseñores de orilla a orilla porque, en el fondo, se pregunta —aunque
ocultándolo pudorosamente— si el milagro de la primavera no facilitará también
el diálogo con la esposa, situada en la otra "orilla” del tiempo. La convicción
inmediata de que tal comunicación es ya imposible conduce a la formulación de un
ruego dirigido al amigo:

Con los primeros lirios


y las primeras rosas de las huertas
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra.

La muerte hace imposible todo diálogo y sólo cabe la muda ofrenda de los
mensajes florales en el cementerio soriano, en el “alto Espino”.
Otros aspectos de la poesía de Machado pueden entenderse también a la luz
de este tema nuclear, e incluso caben en este ámbito las “impurezas” que Machado
reconocía en su obra, en una conocida carta a Juan Ramón Jiménez: su preocupa­
ción por una España decaída que debe renacer —es decir, resucitar—, como en
“El mañana efímero”; o por el español que comienza a vivir “entre una España
que muere / y otra España que bosteza”. No se halla ausente el tema ni siquiera
del libro Nuevas canciones (1924): a pesar del esfuerzo perceptible por hallar una
voz distinta, la obra, que se abre —muy significativamente— con una reelabora­
ción del mito de Deméter, posee un marcado tono elegiaco, donde los recuerdos
de una niñez lejana y las evocaciones explícitas de las “tierras altas” de Soria, y
hasta del cementerio del Espino, delatan que el poeta se mueve en la misma órbi­
ta. Y casi es ocioso señalar que el tema continúa presente en los poemas escritos
durante la guerra civil, donde la muerte y la destrucción reales se incorporan a los
versos y desarrollan, como contrapunto, doloridas y nostálgicas evocaciones de la
tierra soriana, esto es, del deseado renacer, en un afán por vivir de esperanzas
contra toda esperanza. La muerte es el único tema recurrente en la poesía de
Antonio Machado. Atraviesa todos sus libros, todas sus etapas, y a él hay que
remitir subtemas complementarios que sólo se relacionan entre sí por su relación
con el tema principal: el tiempo, el sueño, la resurrección. Lo mismo cabe decir
del cortejo de modulaciones o formulaciones expresivas que el terna suscita: el
agua —fluyente o estancada — , los ríos —o su variante los caminos—, el atarde­
cer, la sombra, las imágenes de lo viejo, de lo polvoriento y decrépito, los elemen­
tos vegetales, las estaciones del año, la historia de Caín y Abel y otros ingredientes
análogos que, agrupados en una órbita común, pierden su carácter denotativo y se
convierten en oscuros acordes que acompañan y sostienen la línea melódica princi­
pal del palimpsesto machadiano: una poesía de la muerte y de la finitud.

69
NOTAS
1. En el prólogo a Poesías completas, Madrid, 1917. Y en las palabras antepuestas a la segunda edi­
ción de Soledades, galerías y otros poemas (Madrid, 1919), señalaba que el libro, publicado en
1907, “era no más que una segunda edición, con adiciones poco especiales, del libro Soledades,
dado a la estampa en 1903”.
2. Esta afirmación, que luego será desarrollada y matizada, no equivale a la valoración tajante
expresada así por L. Cernuda: “En Soledades está lo mejor del poeta. Cosa curiosa: Machado
nace formado enteramente, y el paso del tiempo nada le añadirá, antes le quitará” (Estudios sobre
poesía española contemporánea, Madrid, Guadarrama, 1957, pág. 88).
3. Acerca de la “tarde” machadiana se han escrito poemas, se han aventurado interpretaciones y
hasta existen recuentos estadísticos, como el de Moreno Villa (Leyendo a..., México, 1944) y el
más minucioso de A. Rodríguez, L. Rodríguez y T. Ruiz Fábrega en Cuadernos Hispanoamerica­
nos, núms. 304-307, 1975-1976, pág. 690: ciento cuarenta repeticiones del vocablo registradas en
un total de 82 poemas. La proporción se incrementaría notablemente si se computaran también
algunas voces de sentido muy próximo, como crepúsculo, ocaso, declinar del día y otras análogas.
4. Con razón advirtió B. Sesé - - aunque llegando a otras conclusiones— que las palabras “en el
silencio de la tarde muerta” resuenan en la composición “como un tañido fúnebre” (Antonio
Machado, 1875-1939; Madrid, Gredos, 1980,1, pág. 141).
5. C. BOUSOÑO: Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos, 1952; R. FERRERES: Los lími­
tes del Modernismo, Madrid, Taurus, 1964.
6. Esto es, me parece, lo esencial en la prosopopeya, y no el revestimiento de Diana cazadora que
cree ver C. Bousoño en su Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos, 5.a ed., 1970, pág. 206.
7. Algunos biógrafos ofrecen, sin embargo, distintas versiones. L. de Luis (Antonio Machado, ejem­
plo y lección, Madrid, S.G.E.L., 1975, pág. 14) anota la fecha de 1892; J. M. Valverde (Antonio
Machado, Madrid, Siglo XXI, 1975, pág. 14) sitúa el hecho en 1895, y da la fecha de 1893 para la
muerte del abuelo de Antonio, fallecido en realidad en 1896.
8. Los complementarios (ed. M. Alvar, Madrid), Cátedra, 1980, pág. 156.
9. Lo que se corresponde con algunas imágenes subyacentes. Al comentar —a raíz de la aparición
de Campos de Castilla— un fragmento del poema “A orillas del Duero”, señalaba Ortega y Gas-
set, con agudeza, que en los versos aparecía “la tierra de Soria humanizada bajo la especie de un
guerrero con casco, escudo, arnés y ballesta, erguido en la barbacana” (O. C., 1, pág. 573).
10. La poesía de Antonio Machado, Madrid, Gredos, 3.a edic., 1966.
11. Antonio Machado. Su mundo y su obra, Buenos Aires, Losada, 1954, espec. cap. III.
12. Así en J. M. PEMAN: “El tema del limonero y la fuente en Antonio Machado”, en BRAE,
XXXII, 1952, págs. 171-191.
13. Véase acerca de esto, aunque con enfoques diversos, L. ROSALES: “Muerte y resurrección de
Antonio Machado” [1949] (en R. Guitón y A. W. Phillips (eds.)), en Antonio Machado. Madrid,
Taurus, 1973, págs. 391-431; R. SENABRE: “Amor y muerte en Antonio Machado. (El poema
a José María Palacio)”, en Cuadernos Hispanoamericanos, núms. 304-307, 1975-1976, págs. 944-
971; G. CORREA: “Una ‘lira inmensa’; el ritmo de la muerte y de la resurrección en la poesía de
Antonio Machado”, en J. Angeles (edit.J: Estudios sobre Antonio Machado, Barcelona, Ariel.
1977, págs. 123-162.
14. Cfr. L. CORTES VAZQUEZ: “Ronsard y Machado. Del ‘aubepin verdissant’ al ‘olmo seco’”,
en Strenae [...] al profesor M. García Blanco; Salamanca: Universidad, 1962, págs. 121-130.
15. Los ejemplos son abundantes, y algunos muy directos, como los poemas que comienzan “Dice la
esperanza; un día” (CXX), “Soñé que tú me llevabas” (CXXII) o “Al borrarse la nieve, se aleja­
ron” (CXXIV). Y no hay que olvidar las palabras de la conocida carta a Unamuno (Obras, ed.
A. de Albornoz-G. de Torre, pág. 917); “Mi mujer era una criatura angelical segada por la
muerte cruelmente [...] Hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he
de recobrar.”
16. En esta línea es preciso incluir la composición a la muerte de Rubén Darío, también de 1916,
donde se lee; “¿Te ha llevado Dionisos de su mano al infierno / y con las nuevas rosas triunfante
volverás?”
17. He analizado pormenorizadamente este importante texto en mi art. cit. supra, núm. 13.

70
UNA DIALECTICA INCONCLUSA: ANTONIO MACHADO
Y LA CRISIS DEL LIBERALISMO ESPAÑOL

Carlos Serrano
Universidad de París-Sorbonne.
París IV

No creo inútil aclarar algo el tema que he venido a exponer y que puede resul­
tar un tanto enigmático a la vista del título que le he puesto. En realidad, al hablar
de la “crisis del liberalismo español”, me refiero al amplio movimiento de contesta­
ción —como hoy se le calificaría— del proceso de constitución, a lo largo del siglo
XIX, del sistema liberal, que viene a estrellarse contra el muro de la historia en ese
instante millar del año 1898. Pero, no obstante la referencia a esta última fecha, la
formulación que he adoptado significa que he rehuido de toda referencia al eno­
joso problema de una presunta “generación del 98” o de su problemática “supera­
ción” por la obra de Antonio Machado. Cierta historiografía literaria ha consa­
grado este término de “generación”... pero con ello ha producido, a mi entender,
más quebraderos de cabeza que resuelto problemas, al engendrar una verdadera
escolástica sobre la pertenencia o no pertenencia de cada cual a dicho grupo. De
hecho, formulado en términos más prosaicos, pero si acaso más acordes con el ver ­
dadero significado de los acontecimientos, la crisis finisecular por la que pasa
España puede —y yo diría que debe— considerarse más como una modalidad
española, esto es, dotada de tintes propios y rasgos particulares, de 1111a amplia
puesta en tela de juicio europea de los valores que habían dominado el siglo pasa
do, y no como una rareza, equiparable en casticismo al puchero, al queso man
chego o al cocido madrileño... En total: me parece que los acontecimientos trági­
cos de la historia española de finales de siglo dan un toque singular y sombrío a
una revisión de conceptos y doctrinas que, sin embargo, no le es propia y se da en
el mismo momento por todas partes en la Europa de aquellos mismos años. Y en
esa reevaluación crítica de lo que había sido el signo del siglo que concluía, no
cabe duda que el “liberalismo”, con todas las ambigüedades que este término
suponía, era el blanco de todas las ofensivas desarrolladas por los partidarios de un
“antiguo régimen” rezagado, así como por otro lado se veía discutido por las diver­
sas corrientes de un socialismo proteiforme, pero ya boyante en diversas naciones
del viejo continente. Por lo mismo, creo más correcto —esto es, más adecuado a
una justa apreciación de los hechos— el considerar a España, en esa coyuntura
como en otras, en tanto que parte integrante de Europa, aunque sea evidente­
mente una parte dotada de su identidad propia, y los debates que en ella se produ­
cen como otras tantas variantes de una problemática continental: con lo cual,

71
dicho sea de paso, creo rendir un debido homenaje a los escritores o pensadores
españoles, dejando de considerarlos tan sólo como autores “para andar por casa”,
según la graciosa expresión usada en alguna ocasión por el propio Machado1. Se
trata, pues, de enfocar la obra de este último en su relación con la crisis general
que atraviesa toda Europa y que desembocará en muy diversas tentativas de solu­
ciones históricas.
Anticipando algo de lo que quisiera exponer a continuación, me parece
lícito avanzar la hipótesis de que Antonio Machado vive plena pero contradic­
toriamente la crisis de la racionalidad que de cierto modo es la que le da su nota
definitoria a ese difícil cambio de siglo tras el cual Europa se ve abocada a sus
guerras colectivas y España a la suya particular; y que, por tanto, su obra tiene
que entenderse en una relación dolorosa con el cambio considerable que ame­
naza los cimientos del edificio intelectual construido por el siglo XIX.
No es imprescindible insistir ahora en la importancia que el racionalismo deci­
monónico desempeñó para Antonio Machado: como todos bien saben, lo había
mamado con la leche de sus primeros pasos intelectuales, en el seno de una familia
que formó parte de esa pequeña élite sevillana, de la que formaron también parte
hombres como Castro o Sales y Ferré y donde D. Antonio Machado y Núñez, rec­
tor de la Universidad sevillana, había sido, por su parte, amén de un gobernador
civil liberal para tiempos de revolución, uno de los ^-¡ncipales introductores del
darwinismo en España2. Por su parte, Antonio Machado y Alvarez, el padre del
poeta, consta como uno de los primeros antropólogos españoles, gracias a sus tra­
bajos sobre el folklore andaluz, del que fue acaso el primer recopilador riguroso y
en todo caso un analista de primer orden. Por fin, es de sobra conocida la devoción
nunca desmentida de Machado a la figura de Giner de los Ríos, al que conoció
desde su infancia.
Estos detalles, meramente anecdóticos y biográficos en sus apariencias,
cobran su verdadero alcance si se piensa que cierto optimismo “evolucionista”
del siglo pasado cifraba sus esperanzas en la trilogía que representaban Pro­
greso-Razón (o Ciencia)-Pueblo, en la que este Pueblo era a la vez objeto y
sujeto del deseado proceso de emancipación, y cuyos instrumentos parecían ser
los indicados por los otros dos términos. Antonio Machado recibirá tanto más
plenamente esta herencia familiar cuanto que él llega a su primera madurez
intelectual en un momento en que esa búsqueda redentora —según muchos
creen entonces— del Pueblo atraviesa una fase de gran aceptación en los
medios intelectuales españoles: los años postreros del siglo XIX son los que ven
a Unamuno hablar de una necesaria “demótica” y a Costa lanzarse a la explora­
ción de los más diversos usos y costumbres populares, con la pretensión de
sacar de semejantes materiales nada menos que los principios de una sana polí­
tica regeneradora. Añádase, por fin, el toque de una ilusión “armónica” here­
dada de Giner y del Institucionismo, y se tiene presente, en forma necesaria­
mente esquemática, la etopeya del joven Antonio. Pero precisamente es ese el
conjunto de valores y de perspectivas que, rápidamente, sufren los embates de
una evolución histórica en los que parecen irremediablemente amenazados: esa
herencia y su “puesta en crisis” me parecen constituir precisamente la materia
misma de toda la obra machadiana.

72
De la “Demofília” al “Cainismo”

No creo que sean precisas muchas y muy largas disquisiciones para dejar sentado
el irreductible apego de Antonio Machado a esa “demofília" — valga la palabra que,
heredada de su padre, el ilustre Demófilo, usó por lo menos una vez3— de que hace
gala en su obra. Las implicaciones de este apego al Pueblo —luego trataré de deter ­
minar más precisamente lo que por esta palabra se puede entender— y a las múltiples
modalidades de su cultura son extremadamente diversas, y están presentes en
muchos aspectos de sus escritos, desde los más formales hasta los más abstractamente
elaborados. No por nada, creo yo, llama por ejemplo Soledades su primer libro: en
su anfibología, este título entrecruza la noción temática del hastío y de la melancolía,
engendrados por la soledad y cantados en esos poemas, con la referencia a una posi­
ble forma, de origen popular precisamente, la “copla común de cuatro versos octosi­
lábicos romanceados”, como Demófilo definía la “soleá”4.
En términos geneyates, creo fácil rastrear en el conjunto poético de Machado
la huella de esta lírica de corte popular inserta en modalidades más cultas.
Machado aprenderá mucho de esta lírica popular, cuyo laconismo expresivo me
parece la fuente de que se nutre la veta aforística de tantas obras suyas, “cultas” si
se quiere en el propósito, pero formalmente marcadas por la mejor tradición del
Cante, como lo ilustra una cualquiera de las coplillas de Abel Martín, ésta por
ejemplo:

“Mis ojos en el espejo


son ojos ciegos que miran
los ojos con que los veo” [294],

Nunca dejará Machado de volver a esta inspiración tradicional, como bien lo


demuestran todavía los “Consejos, sentencias y donaires de Juan de Mairena y de
su maestro Abel Martín”, en que el ilustre apócrifo no vacila en poner como ejem­
plo a sus alumnos coplas populares andaluzas tan célebres como ésta:

“La pena y la que no es pena


todo es pena para mí:
ayer penaba por verte;
hoy peno porque te vi” [520],

Sería fácil, pero inútil, aquí, ir acumulando más referencias; sólo cabe añadir
que Machado no acudió sólo al caudal del Cante andaluz, sino que fue también en
busca de otras formas de la lírica popular, como son esas “canciones de mozas” del
alto Duero recogidas en Campos de Castilla [251], o, claro está, el tradicional
romance, tan fuertemente presente en el mismo volumen. Pero este acudir prácti­
camente constante a las formas populares no es ni mucho menos un mero recurso
externo o anecdótico: hasta se puede decir que responde más a un criterio de filo­
sofía que de pura estética.
Machado, en efecto, insiste en numerosas ocasiones sobre la importancia de
lo que él llama entonces el folklore, al que, instándoles a huir de todo “preciosismo”
literario, Juan de Mairena aconsejaba que acudiesen sus discípulos en estos términos:

73
“Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular,
y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más ori­
ginal de todos los tiempos’’ [383].
Contra la concepción de los “folkloristas de nuestros días”, sigue diciendo el
cronista de los hechos y dichos de Mairena, éste no creía que el folklore se redu­
jese a unas simples “reminiscencias de viejas culturas, de elementos muertos que
arrastra inconscientemente el alma del pueblo en su lengua, en sus prácticas, en
sus costumbres, etcétera”. Para el filósofo apócrifo, muy por lo contrario, el folklore
era un saber activo, la “cultura viva y creadora de un pueblo de quien había mucho
que aprender”, según exponía, llegando entonces hasta afirmar: “Es muy posible
que, entre nosotros, el saber universitario no pueda competir con el folklore, con el
saber popular. El pueblo sabe más y, sobre todo, mejor que nosotros” [387].
Más radical todavía, Mairena llegaba a afirmar —pero no sin que esta vez su
cronista apuntase que, si bien encerraba “una cierta verdad”, el propósito le pare­
cía excesivo— que “en nuestra literatura, casi todo lo que no es folklore es pedan­
tería” [421]. Pero es que en este mismo texto se explícita la concepción que la tal
palabra cobraba en la concepción maireniana: “En primer término [...] saber
popular, lo que el pueblo sabe, tal como lo sabe; lo que el pueblo piensa y siente,
tal como lo siente y piensa y así como lo expresa y plasma en la lengua que él, más
que nadie, ha contribuido a formar. En segundo lugar, todo trabajo consciente y
reflexivo sobre estos elementos, y su utilización más sabia y creadora” [421],
Como se ve, el folklore de que habla en estos textos Antonio Machado rebasa
ampliamente los límites que se suelen asignar a dicho término: en realidad, remite
a una concepción amplia de la cultura, y yo me atrevería a decir que de la sociedad
en su conjunto, en la que toda creación real tendría que provenir supuestamente
de ese “pueblo” esencial, genérico, convertido de este modo en el fundamento casi
único de la autenticidad profunda, y el garante de la verdadera legitimidad, tanto
estética como ética. Dicho de otro modo, en el debate en torno a lo que Machado
sigue llamando folklore por tradición, late la idea, nacida en lo más hondo del siglo
XIX, de que el núcleo fundacional de una cultura, y por ende de una nacionalidad,
es la sencilla robustez y la recia sabiduría del “pueblo”, frente a los refinamientos
alambicados de unos siempre sospechosos adoradores de Bellezas artificiosas.
El “pueblo”, pues, constituye el meollo de las doctrinas estéticas y sociales de
Antonio Machado desde un inicio, prácticamente desde el primer día, podría
decirse, y en eso por lo menos se merece plenamente ese calificado de “poeta del
pueblo” que le atribuye el título de un libro que le está dedicado3. Pero queda por
ver qué “pueblo” era ese al que tan insistentemente remitía ya de este modo en los
primeros años del siglo y en el que posteriormente seguía pensando al escribir sus
textos de la guerra civil, como el conocido trabajo “Sobre la defensa y la difusión
de la cultura”, en el que se reafirma en su convicción de que “casi todo lo grande
es [en España] obra del pueblo o para el pueblo” [659]. Y es legítima la pregunta
porque paralelamente a tan radical afirmación de la positividad esencial del “pue­
blo”, culminación de toda una serie de proclamaciones de idéntica índole, la obra
machadiana —y posiblemente también la vivencia personal— habían ido descu­
briendo un universo más turbio, evidente contrapunto, hosco y sombrío, a las
meridianas convicciones antes evocadas, y que culmina en la plasmación de esa
figura-símbolo, que creo absolutamente central en la obra machadiana, de Caín.

74
Obviamente, no es este el lugar para extenderse ampliamente sobre el libro
todo de Campos de Castilla, del que sólo quisiera evocar ahora un par de aspectos.
El primero se refiere al extraño vacío que parece caracterizar esos campos castella­
nos, transformados en paisajes severos poblados tan sólo de hieráticos árboles o
duras bellezas moribundas de piedras abandonadas. Desde luego, el campo
machadiano dista mucho de ser el lugar ameno de la bucólica tradicional (aludida
sin embargo, como de paso, en ese verso de “Campos de Soria” evocador de “el
sueño alegre de infantil Arcadia” [146]), o el instrumento de una labor productiva
y feliz: ajeno a un hipotético morador, parece más bien ser el marco de una angus­
tiada búsqueda sobre la que pesa la obsesión de la Nada. Y, si por acaso surge a
pesar de todo una figura humana, ésta tiene entonces la silueta trágica y violenta
de “Un criminal” [141] o de “Un loco” [139]: poesía “negra”, pues, como se dice
“pinturas negras”, que culmina evidentemente en el agrio romance de “La tierra
de Alvargonzález”. Y esta visión hostil del mundo rural, que vino a oscurecer aún
más si cabe la dolorosa experiencia biográfica de la muerte de la joven Leonor, no
es propia del universo castellano ni mera fantasía literaria, puesto que, ya de
regreso a Andalucía, Antonio Machado le pintaría Baeza a Unamuno, allá por
1913, como un pueblo cuya “población rural [estaba] encanallada por la Iglesia y
completamente huera” [914],
Frente a la proclamación ilusionada del valor intrínseco del “pueblo”, se va
configurando de este modo una segunda vertiente de la poesía machadiana, en la
que las “Tierras de España” ya no cobijan más que al “hombre de estos campos
que incendia los pinares” (como proclama el primer verso del poema), al “hombre
malo —veremos luego la importancia del calificativo— del campo y de la aldea”
que “abunda” en esas planicies por las cuales, según dice uno de los más famosos
versos machadianos [129], “cruza errante la sombra de Caín”.
No obstante la fuerza de esta imagen que da la tónica general del universo
machadiano del momento, el nombre mismo de Caín no es usado con excesiva fre­
cuencia por Antonio Machado: aparece de nuevo en la tercera estrofa de “La tie­
rra ele Alvargonzález” (“Mucha sangre de Caín...” [150]), en una de las breves
coplas de los “Proverbios y cantares” (“La envidia de la virtud / hizo a Caín crimi­
nal...” [199]): obviamente, vuelve a surgir, durante la guerra ya, en el soneto al
campo de Soria (“¿o es, otra vez, Caín, sobre el planeta...” [649]), en un contexto
que se prestaba singularmente a su evocación. Y poco más: salvo ese texto de pri­
mera importancia que es la carta que Machado le escribe a Miguel de Unamuno el
16 de enero de 1918, y en la que le comenta al ex rector de Salamanca su última
obra, ese Abel Sánchez en la que Machado cree encontrar precisamente la imagen
del “agrio y terrible Caín, más fuerte a mis ojos —escribe entonces— que el de
Byron, porque está sacado de las entrañas de nuestra raza, que son las nuestras y
habla nuestra lengua materna” [922],
Para Machado, Unamuno ha logrado desentrañar la esencia misma de Caín,
que es, dice, sinónimo de “envidia”, del “odio a nuestro prójimo por amor de
nosotros mismos”. Pero el personaje, o lo que representa, rebasa las fronteras de
lo individual para convertirse en un mal genérico, el “cainismo”, del que escribe
entonces: “El cainismo [...] pasa del individuio a la familia, a la casta, a la clase, y
hoy lo vemos extendido a las naciones, en ese sentimiento tan fuerte y tan vil que
se llama patriotismo” [924],

75
En este texto, Machado hace entonces de Caín algo así como el héroe por
antonomasia del universo “precristiano”, en el que sólo imperaría el afán “gene-
síaco”, esto es, el “amor del hombre a sí mismo y a su prole [...], que va de genera­
ción en generación, por línea directa, de padres a hijos, sin regresión apenas de los
hijos a los padres y sin fraternidad” [923], según sigue escribiendo Machado.

Caín frente a Abel

La “fraternidad”: este es el punto nodal de toda esta historia, en la que el


nombre de Caín excede evidentemente los límites de la mera función narrativa que
podría atribuírsele en un primer análisis, para alcanzar un valor altamente simbóli­
co. Y es que a su imagen de “numen” nefasto de las tierras españolas, parangón
del “hombre malo” de que se hablaba en “Tierras de España”, responde la de un
Abel realmente fraternal, “bueno con la bondad de un pastor”, según la expresión
con que lo designa Machado en esa misma carta a Unamuno, que concluye con
este verdadero grito de combate: “¡Guerra a Caín y viva el Cristo!” [925],
Esta búsqueda de Cristo, en su dimensión propiamente “fraternal”, es enton­
ces precisamente lo que Machado cree encontrar en el fondo de la mejor tradición
rusa, y lo que por tanto le lleva a una “rusofilia” compleja, extratemporánea
debajo de su aparente dimensión histórica. La literatura rusa, escribe Machado en
1922, “revela cuán profundamente ha penetrado el Evangelio en el alma rusa”6; y,
un poco más adelante en este mismo texto, añade Machado: “Se diría que el ruso
ha elegido un libro, el Evangelio, lo ha puesto sobre su corazón y con él, y sólo con
él, pretende atravesar la historia.”
Esta idea no abandonará ya nunca la mente del poeta sevillano. En su Juan
de Mairena, por ejemplo, vuelve sobre el tema, hablando de “la santa Rusia, cuyas
raíces espirituales son esencialmente evangélicas” [365]; y en el estudio “Sobre
una lírica comunista que pudiera venir de Rusia” reitera su convicción, afirmando
que “lo específicamente ruso era la interpretación exacta del sentido fraterno del
cristianismo, que es a su vez lo específicamente cristiano” [860], Las circunstancias
políticas no le harán modificar el enfoque, y todavía en 1937. en plena guerra por
lo tanto, Machado vuelve sobre este mismo tema con un importante trabajo, “Sobre
la Rusia actual”. Esta, la Rusia soviética ya, por lo tanto, “no es, como algunos
creen, un fenómeno meteórico e inexplicable [...] —empieza diciendo Machado —
; no es, como piensan otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico
de Carlos Marx; no es tampoco un engendro de la Revolución de Octubre, ni
mucho menos-ha salido —la Rusia actual— acabada y perfecta de la cabeza de
Lenin como Minerva de la cabeza de Júpiter”. Estas múltiples denegaciones no
tienen más función aquí que la de permitir la introducción de la definición positi­
va, resumida en una frase: “Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un
tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que tras­
pasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de
radio infinito” [668].
Como se puede ver, lo auténticamente “fraternal” que Machado encuentra en
el alma y la cultura rusas es el estricto reverso, expresado en términos casi idénti­
cos, del universo caínico tal como aparecía en las citas anteriores. Frente, pues, al

76
“cainismo”, surge una aspiración “abélica”, una apetencia del “buen hermano”,
que empalma para Machado con toda una corriente, literaria y ética, particular­
mente desarrollada en la Rusia finisecular, todo un cuerpo de doctrina si se quiere,
que Machado resumía en unas pocas palabras de su ya mencionada carta de enero
de 1918 a Unamuno: “El tolstoísmo salvará a Europa, si es que ésta tiene salva
ción” [924].
Acaso se pueda objetar que, escrita al final de la guerra mundial, pocos meses
después de la revolución soviética, esta frase esté demasiado lastrada por el peso
de circunstancias excepcionales para ser plenamente representativa. No obstante,
me parece que, más allá de un “tolstoísmo” de estricta observancia y de todo
género de consideraciones circunstanciales, la referencia rusa constituye un dato
permanente del pensamiento machadiano por lo que en ella encuentra de cristia­
nismo sin Iglesia y de espiritualidad vivida. El ejemplo ruso, de la Rusia literaria
se entiende, le proporciona un auténtico modelo de religiosidad en el que al Caín
meramemte “genesíaco” y materialmente humano, característico, dice Machado,
del Antiguo Testamento, respondería el Nuevo Testamento, creador de un amor
de orden espiritual extensivo a toda la humanidad de ser a ser, y no exclusivo del
clan o de la tribu, y del que vendría a ser profeta ese Abel crístico y bondadosa­
mente fraternal que esbozan los escritos machadianos. Pero este valor supremo de
la “fraternidad” así entendida, también en España — tierra, como se ha visto, que
suele ser de Caínes —, tiene su encarnación: no por nada el “Elogio” poético que
en 1915 le dedica Machado “A don Francisco Giner de los Ríos” en el momento
de su muerte, empieza con estos muy sentidos versos:

“Como se fue el maestro,


la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja” [214],

Y un poco más adelante en el poema, tras haber evocado la palabra clave del
mensaje gineriano —“sed buenos y no más, sed lo que he sido...” — , vuelve
Machado a usar de idéntica palabra:

“Partió el hermano de la luz del alba...”

Así, pues, la imagen de Giner asocia los dos términos decisivos, el de “bueno” y
el de “hermano”, en una configuración ejemplar, propiamente modélica, como
encarnación histórica de una posibilidad hispana. No sé yo hasta qué punto puede
haber desempeñado cierto papel en esta representación “fraternal” que Machado se
hace del bien su adhesión a la masonería, de que se hizo eco hace ya bastantes años
Joaquín Casalduero7. Como quiera que sea, y dejando de lado el dato estrictamente
biográfico, no me cabe duda de que Machado, jugando de cierto modo con el propio
nombre de su maestro — D. Francisco— evoca aquí una especie de “franciscanismo”
laico, en el que Giner sería algo así como wafraticello de los tiempos modernos, viva
imagen de ese cristianismo fraternal de que se ha hablado más arriba.
Esta búsqueda de la auténtica fraternidad y este rechazo del “cainismo”
ambiente conducen a Antonio Machado a la formulación de lo que he llamado la

77
“aspiración abélica”. Pero esta representación de sus simpatías y de sus repulsas a
través de las dos figuras bíblicas de Caín y de Abel bien podría traducirse a su vez
como la nostalgia de ese edén al que ambos personajes, hijos de Adán y Eva en la
leyenda y frutos de su caída, remiten inevitablemente. Dicho en otros términos: la
aspiración “abélica” de Machado me parece estar estrechamente vinculada al sen­
timiento de vivir un mundo degradado frente al cual se percibe como la añoranza
de un paraíso perdido o como un deseo de perfección futura, en doble contraste al
presente insatisfactorio. Y de estos desgarramientos es de donde surgiría entonces
el primer apócrifo, el muy famoso e ilustre Abel Martín.

De Abel a Abel Martín

Como no podía ser menos, el “Cancionero apócrifo-Abel Martín”, ha sido


muy comentado. Y, sin embargo, no me parece que, más allá de la evidente con­
cordia en las iniciales entre creador y criatura, la crítica haya prestado mucha aten­
ción al nombre mismo que Machado le pone al personaje central de su engendro.
No sé yo si el apellido supuesto, “Martín”, nace bajo la pluma de Machado sin más
propósito que el de ser absolutamente banal e indiferente, de designar por lo tanto
a uno cualquiera —como creo que es el caso del apellido “Sánchez” que Unamuno
le pone al protagonista epónimo de su novela—, a la par que le proporcionaba una
cómoda “M” inicial al poeta; o si, por lo contrario, hay que pensar en un signifi­
cado más o menos potencial, una referencia, que pudiera ser por ejemplo a San
Martín, el santo que comparte su abrigo con otro, cosa que podría estar a tono con
la sustancia de un libro que pretende explorar precisamente el sentido de la otre-
dad. Pero, sea lo que fuere con el apellido, del nombre “Abel” no puede pensarse
que sea inocente y fortuito, mero comodín destinado a ofrecer una “A” que
recuerde la de su propio nombre a D. Antonio; y menos aún habiéndose dado ya
el precedente del Abel Sánchez unamuniano, en el que el simbolismo de ese nom­
bre no se le había escapado al comentador8. En un poeta tan consciente de sus
recursos, y que ha meditado tanto en torno a las figuras opuestas y complementa­
rias de los dos hermanos bíblicos, escoger el nombre de Abel era de algún modo
querer significar algo, que tenía necesariamente que ver con el sentido mismo del
libro así titulado, como puesto, por ende, bajo la advocación del abelismo.
Para decirlo en pocas palabras, me parece efectivamente que toda esta parte
de la obra machadiana se organiza en torno a unos pocos conflictos, articulados
alrededor de las nociones de división y ruptura —esto es, pérdida de la armonía —
o complementariedad y conjunción como modo de restablecer esa misma armonía
dislocada.
Como es bien sabido, “fue el amor a la mujer el que llevo a Abel Martín a for­
mularse esta pregunta: ¿Cómo es posible el objeto erótico?” [296], A partir de esa
premisa, va organizando Machado el discurso martiniano, que conduce a la teoría
tan comentada de la “heterogeneidad del ser”, con su correlato del descubri­
miento del “otro”, ese “complementario” que ha pasado a ser término impuesto
para todo machadiano... Formulado de otro modo, la imagen de la “mujer” surge
aquí como encarnación —¡nunca tan bien dicho!— de una alteridad esencial en
relación con el sujeto que es ese Abel masculino, pero esta alteridad no es desar­

78
monía sino unión fértil. Lo que sí rechaza con vigor Abel Martín es la “homose­
xualidad”, entiéndase, en la lógica de la teoría “erótica” de Martín-Machado, la
busca de lo mismo en lo otro (pero Martín, se nos dice, acaso peque de “onanista”,
término que designaría aquí un repliegue sobre sí mismo, una tentación, pues, del
solus ipse), el ansia de homogeneidad por oposición a la heterogeneidad necesaria
del ser.
No voy a tratar de examinar los posibles fundamentos filosóficos a los que
remite el “Cancionero apócrifo”, cosa que, por lo demás, ya se ha hecho excelen­
temente, en particular por Antonio Sánchez Barbudo9. Sólo quisiera apuntar
ahora dos observaciones al respecto. La primera se refiere a la naturaleza misma
del símil amoroso que usa Machado para exponer la doctrina de su filósofo apócri­
fo. De hecho, el “amor” se opone aquí muy claramente a lo que sería un conoci­
miento racional: “Mas existe -según Abel Martín— una quinta forma de la obje­
tividad, mejor diremos una quinta pretensión a lo objetivo, que se da tan en las
fronteras del sujeto mismo, que parece referirse a un otro real, objetivo, no de
conocimiento, sino de amor.” Así escribe Machado, que, a renglón seguido, aña­
de: “Vengamos a las rimas eróticas de Abel Martín” [296].
No resulta muy difícil deducir de este encadenamiento discursivo la idea de
que las “rimas eróticas” son las que remiten a esa “quinta forma de la objetivi­
dad”. Abel Martín desarrolla, pues, su filosofía, que es aprehensión “amorosa”
del mundo; pero ese “amor” que, a pesar de ser calificado de “erótico”, es todo lo
contrario de la ambición “genesíaca” propia, según queda dicho, de Caín. Y esta
consideración aclara definitivamente, creo, el nombre mismo del filósofo apócrifo:
Abel Martín se llama Abel porque es el representante del “buen amor”, del amor
legítimo, de ese amor que es búsqueda y comunión con lo otro, con ese otro esen­
cialmente diferente y esencialmente próximo que, en definitiva, define la palabra
de “hermano”: el “erotismo” de Abel Martín se revela al fin y al cabo como la
forma suprema de la aspiración a la fraternidad universal machadiana. Pero este
universalismo mismo es ya sinónimo de conflicto.
En diferentes ocasiones. Machado ha desarrollado su concepción del dis­
curso poético y del sentimiento lírico, en tanto que productos no de un indivi­
duo, el Poeta inspirado romántico, sino de una forma de colectividad, del con ­
junto de esos “otros yo” de que habla en los “Problemas de la lírica”10, de “to­
dos” como lo propone Jorge Meneses para gran escándalo de Juan de Mairena,
en el “Diálogo” que ambos mantienen en el “Cancionero apócrifo” [324],
Desde luego, todo indica que, de seguir por esta senda, se volvería a llegar a la
cuestión del folklore y de la creación “popular”: la auténtica poesía, escribe en
efecto Meneses, tiene que surgir, por lo menos en parte, contra ese “lujo, un
tanto abusivo, del hombre manchesteriano, del individualismo burgués basado
en la propiedad privada” que representa la lírica al uso; pero este valor nuevo,
fundado sobre lo que comparten todos los hombres y no sobre lo que aísla y sin­
gulariza el corazón de uno solo de todos ellos, no significa para Machado la
desaparición del individuo, puesto que, como sigue explicando Meneses: “El
sentimiento ha de tener tanto de individual como de genérico porque aunque
no existe un corazón en general, que sienta por todos, sino que cada hombre
lleva el suyo y siente con él, todo sentimiento se orienta hacia los valores uni­
versales o que pretenden serlo” [324].

79
Esta tensión entre “yo” y colectividad seguirá siendo la preocupación de
Machado a lo largo de toda su obra, y sobre ella volverá más adelante, como por
ejemplo en el Juan de Mairena, en que se esfuerza por delimitar precisamente el
campo teórico en el que se mueve. “A las masas, que las parta un rayo”, proclama
Mairena, que prosigue: “Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos intere­
sa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre
individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias
de lugar y de tiempo” [471].
Desde luego, no dejan de recordar estas proclamaciones humanistas de Anto­
nio Machado otras muy vecinas de su propio padre11. Pero más que verosímiles
influencias de uno, el padre, sobre otro, el hijo, interesa ver que Machado escribe
desde una circunstancia histórica muy distinta, en el que el papel de las “masas”
precisamente se está convirtiendo en decisivo, para bien o para mal según se
quiera mirarlo. En todo caso, ya sea desde un punto de vista crítico —el del
Ortega de La Rebelión de las masas, por ejemplo —, ya sea desde un punto de vista
favorable —el de las corrientes revolucionarias, y singularmente las marxistas —,
esas “masas” están al orden del día, irrumpiendo dentro de la teoría de forma radi­
calmente nueva. La particularidad de Antonio Machado frente a este fenómeno
singular me parece ser la dualidad de actitud, en la que se conjugan aceptación y
rechazo. Frente a la tradición de un liberalismo rejuvenecido, y más aún, frente al
elitismo estético del arte “deshumanizado”, aboga clara y determinadamente a
favor de un replanteamiento de los postulados teóricos antiguos de ese “individua­
lismo burgués” que Meneses presenta como obsoleto; pero por otra parte no se
reconoce para nada en las construcciones teóricas de los partidarios de una revolu­
ción que él enfoca desde el mirador de su espiritualidad. Y no basta al respecto
afirmar que Machado es ajeno al marxismo —cosa que él ratifica desde luego en
plena guerra con su “Discurso a las juventudes socialistas unificadas” del l.° de
mayo de 1937 [690] — , sino que conviene hablar de un verdadero anti-marxismo
teórico —esta última palabra la emplea precisamente Machado en el mismo dis­
curso a las J.S.U. — que se expresa en diversas ocasiones y, por cierto, con tonali­
dades a veces algo desagradables. Así es como, extrañamente, escribe por ejemplo
en su Juan de Mairena: “Carlos Marx, señores —ya lo decía mi maestro—, fue un
judío alemán que interpretó a Hegel de una manera judaica, con su dialéctica
materialista y su visión usuraria del futuro. ¡Justicia para el innumerable rebaño de
los hombres; el mundo para apacentarlo! Con Marx, señores, la Europa apenas
cristianizada retrocede al Viejo testamento” [365].
Son varias más las citas que se pueden aducir, en el mismo sentido, como, más
adelante en la misma obra, esta otra: “El marxismo, señores, es una interpretación
judaica de la historia”, empieza escribiendo entonces Machado, en el tono zum­
bón de Mairena, para añadir lo que sigue: “El marxismo, sin embargo, ahorcará a
los banqueros y perseguirá a los judíos. ¿Para despistar?”; y concluye entonces:
“En el fondo, también es judaica la persecución a los judíos [...] [porque], ¿hay
nada más judaico que la ilusión de pertenecer a un rebaño privilegiado para perdu­
rar en el tiempo? ‘¡Aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro!’ Así habla el
espíritu mosaico a través de los siglos” [509].
No es ésta la ocasión de entrar en mayores disquisiciones acerca del anti­
marxismo y del anti-judaísmo (cultural desde luego, y no racial) de Machado;

80
baste por ahora señalar que, por el lenguaje mismo que emplea para calificarlos,
parece situarlos dentro del ámbito de lo “caínico”, esto es, del “mal amor”: de ahí
que frente a las realidades del marxismo oficial de la Unión Soviética de su época
—y sin repudiar los que se le antojan los éxitos de la revolución bolchevique—,
oponga ese rotundo “pero existe Rusia, la santa Rusia..de que he hablado ante­
riormente y que remite a esa Rusia en la que Machado encuentra los elementos de
una posible realización histórica de su aspiración “abélica” o evangélica.
El siglo XIX, con todo su lirismo y su alma “peleona” [359], se tomó “dema­
siado en serio el struggler-for-life darwiniano”, afirma Juan de Mairena; y en estas
palabras asoma sin duda la desconfianza machadiana frente al individualismo exa­
cerbado del siglo pasado, de que Nietzsche vendría a ser como el último y peli­
groso rebrote, según ha mostrado J. M. Valverde12. Pero, a su vez, Machado
rehúye de toda concepción que viniese a diluir a ese “individuo”, al “hombre”, al
“yo”: y ahí está la posible contradicción dinámica de toda la obra: el poeta sevi­
llano presiente la necesidad de una superación del “yo” decimonónico, pero, en el
mismo instante, la imposibilidad para él de lograrla positivamente. Dicho en otros
términos, sin duda más pedantes: Machado percibiría la disolución histórica del
sujeto — tan propia de la modernidad— pero sin lograr ninguna reconstrucción sus-
titutiva convincente (para él mismo); de ahí entonces derivaría su difícil compren­
sión de las obras de Proust o de Joyce que tanto desasosegaron a Juan Goytisolo;
y de ahí también podría venir, en parte por lo menos, esa expresión de su pensa­
miento, aforístico porque más ágil de este modo en el pasar de algo a su contrario,
sin el compromiso de una sistematización imposible, apócrifo porque siempre “fal­
so” o problemático, desdoblado y oblicuo. Esa conciencia crítica, tan profunda­
mente escéptica hasta en sus entusiasmos, es la que se expresa en la propuesta que
hace Abel Martín de elaborar “una nueva dialéctica, sin negaciones ni contrarios”,
una dialéctica que fuese “lírica o mágica” y que correspondiese a una “lógica del
cambio sustancial o devenir inmóvil” [310]. Juan de Mairena prolongará este pro­
pósito de su maestro, radicalizándolo aún más si cabe, al rechazar de pleno todo
“principio de contradicción” como fundamento de la nueva lógica, “porque — dice —
no hay cosa que sea lo contrario de lo que es. El ser carece de contrarios. Y donde
no hay contrario, no hay posible contradicción. Por nuestra lógica —prosigue Mai­
rena— vamos siempre de lo uno a lo otro, que no es su contrario, sino sencilla­
mente otra cosa” [430].
De ese sueño —utópico, digo yo— de un mundo sin contradicción nace el
“pensar poético” de Mairena, a la vez —dice él— “heterogeneizante” e “inventor
o descubridor de lo real”. A esa dialéctica sin negaciones, que yo llamo por lo
mismo inconclusa, se refiere por su parte Edward Baker en su libro reciente La
Lírica mecánica, y cree ver en los apócrifos la “negación crítica de un pasado invia­
ble y el intento de crear otro viable que nos dotara de la capacidad de recuperar el
porvenir.”13
En el último punto de lo que escribe aquí E. Baker discreparía yo parcialmen­
te, por cuanto me parece que el apócrifo, como discurso del escepticismo macha-
diano, es la expresión no sólo de un pasado fenecido, *sino que también de un
futuro improbable. Esta doble negación, a su vez, más que un pesimismo limitada­
mente castizo, vendría a ser, tanto en su visión retrospectiva como en su angustia
prospectiva, una de las múltiples modalidades de la crisis de conciencia del pensa­

81
miento europeo del primer tercio del presente siglo, que es la verdadera sustancia
de toda la obra de Antonio Machado. Lo que en ella se puede leer es la herencia
del siglo XIX, problematizada a través de esa dialéctica inconclusa de que he
hablado: pero cabe preguntarse: ¿existe una dialéctica que logre su término? Que­
da, en todo caso, como interrogación medular de la creación machadiana una
paradójica búsqueda de la libertad, que no hay que confundir con la del “liberalis­
mo”, puesto que, zumbón, escribía Mairena: “La libertad, señores, es un pro­
blema metafísico. Hay además, el liberalismo, una invención de los ingleses, gran
pueblo de marinos, boxeadores e ironistas” [359].

82
NOTAS
1. Antonio MACHADO: “Sobre la literatura rusa”, en Los Complementarios (ed. Manuel Alvar),
Madrid, Cátedra, 1987, pág. 89.
2. Es particularmente útil para el conocimiento de su figura y de su obra el pequeño volumen auto-
lógico, Antonio MACHADO Y NUÑEZ: Páginas escogidas (Estudio preliminar, Encarnación
Aguilar; selección, Jesús Corriente), Sevilla, Ayuntamiento, 1989.
3. Antonio MACHADO: “Carta a David Vigodsky”, en Obras (poesía y prosa) (ed. de Aurora de
Albornoz y Guillermo de Torre), Buenos Aires. 1964, pág. 670: “La demófilia es, entre nosotros,
un deber elementalísimo de gratitud”, escribe entonces Machado (s.f., pero ya durante la guerra
civil; subrayado mío, C. S.). En adelante todas las referencias de Machado remiten, salvo explici-
tación contraria, a esta edición, con la indicación de página al final de cada cita.
4. Cantes flamencos (recogidos y anotados por Antonio Machado y Alvarez Demófllo), Madrid, Ed.
Cultura hispánica, 1975, pág. 40.
5. Manuel TUÑON DE LARA: Antonio Machado, poeta del pueblo, Barcelona, Ed. Nova Térra,
1967.
6. A. MACHADO: “Sobre literatura rusa”, en Los Complementarios (ed. Manuel Alvar), Madrid,
Cátedra, 1987, pág. 93. Las referencias a esta obra se hacen de aquí en adelante por esta edición.
7. Joaquín CASALDUERO: “Machado, poeta institucionista y masón”, en La Torre (Puerto Rico),
Homenaje a Antonio Machado, año XII, núms. 45-46 (enero-junio, 1964, págs. 99-110). Casal-
duero no proporciona, sin embargo, la fecha de este acontecimiento, poco comentado por los
estudiosos de la obra machadiana. Es obligada, en esta óptica, la referencia a los “Recuerdos de
sueño, fiebre y duermevela” incluidos en el “Cancionero apócrifo” de Abel Martín, con su prime­
ros versos: “Esta maldita fiebre / que todo me lo enreda, / siempre diciendo: ¡claro! / Dormido
estás: despierta. / ¡Masón, masón!” [332].
8. Nótese que el nombre de “Abel” reaparece en otro lugar de la obra machadiana, ya que uno de
los “doce (que son trece) poetas que pudieron existir” se llama “Abel Infanzón”, Los Comple­
mentarios, ob. cit., pág. 231.
9. Antonio SANCHEZ BARBUDO: El pensamiento de Antonio Machado, Madrid, Guadarrama,
19743.
10. A. MACHADO: “Problemas de la lírica”, en Los Complementarios, ob. cit., pág. 96.
11. A. MACHADO Y ALVAREZ: “Post-scriptum”, en Cantes flamencos, ob. cit., pág. 298: “Para
mí hoy el pueblo como la humanidad no existen: existen hombres, en grado distinto de desenvol­
vimiento y de cultura, en períodos distintos de vida con relación a la vida total de los hombres... ”
12. José María VALVERDE: Antonio Machado, Madrid, Siglo XXI, 1975.
13. Edward BAKER: La lírica mecánica (En torno a la prosa de Antonio Machado), Madrid, Tan-
rus, 1986, pág. 72.

83
ANTONIO MACHADO Y LA CUESTION DEL NOMBRE

Bernard Sesé
Universidad de París

En abril de 1937, en La Voz de España, Antonio Machado escribía: “...la


República, que empezó siendo una noble experiencia española, es hoy España
misma. Y es el nombre de España, sin adjetivos, el que debemos destacar en este
14 de abril de 1937.”
El nombre “sin adjetivos”, el nombre solo, signo o emblema del ser o el alma...
Hablar de la cuestión del nombre en Antonio Machado es, de entrada, poner
en movimiento, en el espíritu, la significación y el poder sugestivo del nombre pro­
pio en general, de persona, de país, de lugar.
Relación entre la persona y su nombre, carácter significante no-significante
del nombre propio, importancia y sentido del Nombre divino en el lenguaje reli­
gioso: tales son algunos aspectos de la problemática del nombre propio que pue­
den informar la cuestión del nombre según Antonio Machado.
Cualquier nombre propio participa de esa virtud sagrada, más espiritual o
simbólica que estudian la teología, la filosofía, lingüística o el psicoanálisis.
El nombre hace vivir, o sobrevivir, a la persona. Permite también matarla. El
bautismo o la nominación, los ritos de males o embrujamiento revelan cómo
actúan en el nombre las fuerzas de vida y muerte.
En el nombre de Alvargonzález, por ejemplo, la tierra y persona se identifi­
can hasta tal punto que matar al uno es matar al otro: “ — Alvargonzález es el nom­
bre de su dueño?” — , le preguntó Machado al campesino que acaba de señalarle
“los campos malditos”.
—Alvargonzález —me respondió — fue un rico labrador; nadie lleva ese nom­
bre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se llamaba: Alvar­
gonzález, y tierras de Alvargonzález a los páramos que la rodean”.
El nombre de la amada desaparecida —en un poema de las Soledades ...de
1907— la resucita en el recuerdo:

El viento me ha traído
tu nombre en la mañana...

En Recuerdos (CXVI) de Campos de Castilla, el poeta se dirige a una ciudad


como a una persona:

85
Oh, Soria, cuando miro los frescos naranjales...

Un soneto de Nuevas Canciones entabla un diálogo con Don Ramón del


Valle-Inclán:

Yo era en mis sueños, don Ramón, viajero


del áspero camino...

En noviembre de 1936, el nombre de la capital de España tiene un valor sim­


bólico excepcional:

¡Madrid! ¡Madrid!, qué bien tu nombre suena,


rompeolas de todas las Españas...

La frecuencia y la fuerza de las resonancias poéticas de la nominación, tal es


el primer punto que quería recalcar.
La lectura onomástica de toda la obra (poesía y prosa) de Antonio Machado
recoge un material abundante (nombres de personas reales desde José María Pala­
cio hasta Federico de Onís; nombres procedentes de la Biblia, de la Mitología, de
la Historia, de la Literatura; nombres de los personajes apócrifos...; o bien topóni­
mos que desde la más pequeña aldea hasta el nombre de país esbozan una extensa
geografía...)
He tratado de ordenar e interpretar este material onomástico heterogéneo en
cuatro secciones:
I. Historia y reseña de los nombres apócrifos o reales de personas.
II. Los nombres poéticos en la vida y la obra de Antonio Machado.
III. Seudónimos y heterónimos en la literatura universal.
IV. Uso y función de algunos topónimos y antropónimos. Conclusión.

I. Historial y función de los nombres apócrifos

Entre 1912 y 1928 se produce en el espíritu de Antonio Machado lo que se


podría llamar una explosión onomástica.
El cuaderno de apuntes, titulado Los Complementarios empieza en el año
1912 y llega hasta el año 1925. (Utilizo desde luego las ediciones de Domingo
Ynduráin y de Manuel Alvar.)
Entre la página 105 R, titulada Cancionero apócrifo y la página 113 R, vienen
enumerados, como se sabe, una serie de poetas y de filósofos, todos inventados, a
veces con una corta biografía y una composición poética, otras veces con sólo los
títulos de sus obras, etc...
Es interesante observar que esta serie de nombres ficticios (desde Jorge
Menéndez hasta Froilán Meneses, pasando por Víctor Acucroni, José María
Torres, Manuel Cifuentes Fandanguillo, etcétera), se intercala entre apuntes, o
citas, donde se mencionan nombres bien reales: Fray Luis de León y Góngora por
una parte; por otra, el Greco, Miguel Angel y —un poco más lejos, Shakespeare—,
de quien copia Machado varios sonetos.

86
Este enlace entre nombres reales y nombres inventados constituye un aspecto
importante de la trama del Cancionero apócrifo del cuaderno de apuntes. Entre
Manuel Cifuentes Fandanguillo, del cual se dice: “Nació en Cádiz en 1876. Murió
en Sevilla en 1899 de un ataque de alcoholismo agudo” (del cual se citan unos doce
versos), por una parte, y por otra: “Abraham Macabeo de la Torre. Nació en
Osuna en 1824. De origen judío, etc...”, Machado, como se sabe, se incluye a sí
mismo.
Fusión y confusión de lo real y lo imaginado: tal parece ser la primera función
de estos juegos artificiales con los nombres. Estos cruces entre la experiencia y la
invención se repiten muchas veces en este primer Cancionero apócrifo. Desde la
primera nota biográfica, la de Jorge Menéndez, personas y personajes se entrecru­
zan en un juego de tejemaneje que aturde al lector: “La composición que se copia
(de Jorge Menéndez) fue enviada como anónimo a Francisco Villaespesa y se atri­
buyó a don Manuel Valcárcel. Su verdadero autor fue descubierto por Nilo
Fabra”.
De José María Torres se dice que fue un gran amigo de Manuel Sawa, cono­
cido personaje de la bohemia madrileña de fines del siglo XIX. De Antonio
Machado apócrifo se dice que “alguien le ha confundido con el célebre poeta del
mismo nombre, autor de Soledades, Campos de Castilla, etc...” Abraham Maca­
beo de la Torre fue “maestro de Rafael Cansinos y Asens”. Tiburcio Rodrigálva-
rez “fue amigo de Gustavo Adolfo Bécquer, de quien conservó siempre grato y
vivo recuerdo”. De Andrés Santallana, de quien se menciona expresamente que es
“apócrifo”, se cita la composición El milagro, la misma citada en las dos páginas
anteriores del cuaderno, atribuida al mismo Antonio Machado; pero estas dos
páginas están completamente tachadas (Domingo Ynduráin consiguió leer algunas
tachaduras).
Unas páginas antes de todos estos apuntes, Machado escribió en su cuaderno
esta frase: “Un cancionero del siglo XIX sin utilizar ninguna poesía auténtica”. La
serie de poetas apócrifos que aparecen después ilustran este proyecto. Fue preciso
darles nombre, individualidad, biografía, antes de atribuirles una obra.
“Los personajes (de una novela) no existen hasta cuando se les haya bautiza
do”, observa André Gide. “Antes de escribir un poema decía Mairena a sus
alumnos— conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo” (I. p. 188).
Tal es, me parece, la primera función de estos apócrifos de borrador prefigu­
ran el nacimiento de Abel Martín y de Juan de Mairena. Su nombre los hace existir.
El tema del doble es una constante del pensamiento de Machado:

Busca a tu complementario
que marcha siempre contigo
y suele ser tu contrario.
(Nuevas Canciones, p. 138).

Aquí, como en el cuaderno de apuntes, se distingue al verdadero yo del yo


apócrifo. El nacimiento de los personajes apócrifos corresponde al bautizo de este
“complementario”: un yo apócrifo plural. La nominación o el nombramiento da
paso al orden simbólico y social. Abel Martín o Juan de Mairena han hecho irrup­
ción en la realidad. Un filósofo como Javier Zubiri, quien considera que el pro­

87
parte de la realidad realidades no materiales, como los números, el espacio; tam­
bién admite entre las realidades las ficciones, como los acontecimientos o persona­
jes de una novela...
En el caso de Abel Martín, o de Juan de Mairena, el nombre ejerce su plena
función de personalización. Pero, al mismo tiempo, ejerce una función de desper­
sonalización para su creador en la medida en que el autor ortónimo desaparece
por completo, o se oculta parcialmente, detrás de sus personajes.
La palabra griega a pokruphos se aplica exactamente a lo que “se mantiene
oculto”. Aplicada al propio Machado, o bien a Martín, Mairena, etc..., me parece
esa denominación un acierto precisamente en la medida en que sugiere un juego
al escondite entre el nombre y su referente, que caracteriza muy bien la ambigüe­
dad del pensamiento de Machado, o dicho de otro modo, su antidogmatismo irre­
ductible...
“Larvatus prodeo”: Avanzo enmascarado. Esta expresión de Descarte desig­
nándose a sí mismo, simbolizando las estrategias de la razón aplicada al triunfo de
lo irracional, podría servir de lema a todos los apócrifos de Antonio Machado.
También hacen pensar, en su juego al escondite perpetuo, en esta frase de Nietzs-
che: Sólo se aproxima uno a la verdad con paso de paloma. Y también recuerdan
los apócrifos esta reflexión de su Creador: “Después de la verdad —decía—, nada
hay tan bello como la ficción” (JM , I, 190).
Cuando nace, en 1926, en La Revista de Occidente, Abel Martín “poeta y filó­
sofo”, se sitúa precisamente en la doble filiación de los poetas y de los filósofos
apócrifos del cuaderno de apuntes. Tal es otra virtud del nombre: permite la filia­
ción, la repetición, el desdoblamiento, el juego al escondite entre el autor y su
doble: “Presentado como” Poeta y filósofo. Nació en Sevilla (1840). Murió en
Madrid (1898), este primer heterónimo importante tiene las iniciales de su crea­
dor. Esta primera observación de Leopoldo de Luis ya destaca algo esencial: el
juego con el nombre.
Otra vez observamos aquí la relación entre el nombre patronímico ficticio y
el topónimo real. En esa nueva realidad que inaugura el nombre, Abel Martín y
Antonio Machado a veces se confunden hasta ser el uno y el otro el autor de una
obra con el mismo título: Los Complementarios, otras veces se distancian hasta ser
el uno comentarista del otro o bien hasta el punto que unos versos del mismo
Machado son citados (con ligera variante) por Abel:

Confiamos
en que no será verdad
nada de lo que pensamos.
(Véase A. Machado).

No quiero meterme en más detalles. Sólo quisiera señalar que este juego de
va y ven, esta dialéctica sin solución entre Antonio Machado y los apócrifos es lo
más característico de su relación: ser ellos y no ser yo, ser yo y no ser ellos, o bien
que ellos sean yo, o que ellos sean ellos...
Apócrifo, no apócrifo: ¿cuál es el verdadero nombre de quien habla, o, más
exactamente, en el nombre de quién estoy hablando? La cuestión del nombre, o si
se prefiere, la cuestión de la enunciación, tan claramente planteada desde la apari­

88
ción de Abel Martín, no es un problema pasajero circunstancial para Machado. Al
contrario, es un problema central. Puede ser que sea el problema capital de toda
su obra. Ser o no ser Abel Martín. Ser o no ser Antonio Machado. Cuestión meta­
física, que se planteó Machado hasta los últimos momentos de su vida, puesto que
en el papel que encontró su hermano José en el gabán de Antonio había tres ano­
taciones.
“La primera - escribe José Machado— reproducía las palabras con que
comienza el famoso monólogo de Hanilet: Ser o no ser...
Juan de Mairena aparece en 1928, en la segunda edición de las Poesías com­
pletas, o sea, dos años más tarde que Abel Martín, aunque es posible que la crea­
ción de los dos apócrifos fuese casi simultánea: “Juan de Mairena, poeta, filósofo,
retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla (1865). Murió en
Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte poéti­
ca, de una colección de poesías, Coplas mecánicas, y de un tratado de metafísica:
Los siete reversos.” La biografía de un personaje apócrifo, Vida de Abel Martín,
por un autor apócrifo acentúa la función desrealizadora del nombre propio que es,
como ya hemos visto, el papel principal del nombre ficticio.
En el espacio imaginario así abierto, Abel Martín y Juan de Mairena —estas
dos sombras chinescas— instauran algo esencial: la relación entre maestro y discí­
pulo. En este caso, la transmisión de espíritu a espíritu entre discípulo y maestro,
no carece de ambivalencia: “incomprensión, cierta malevolencia, sabotaje de las
ideas del maestro”: estos son algunos de los sentimientos negativos de Mairena
respecto a Martín, según el comentario que sigue al poema Mairena a Martín
muerto: “El sentimiento de piedad hacia el maestro parece enturbiarse con mezcla
de ironía, rayana en sarcasmo”.
Estas ambivalencias, que acrecientan la verosimilitud de las creaciones apó­
crifas, sostienen la dramaticidad del texto. El espacio dramático así abierto entre
los personajes, entre las conciencias, facilita el empleo de otro procedimiento
expresivo: la interpelación y el diálogo:

Maestro en tu lecho yaces


en paz con Ella o con El...
(¿Quién sabe de últimas paces,
don Abel?)

Entre maestro y discípulo se abre el espacio para que pueda surgir una verdad
que no pertenece ni al uno ni al otro, sino a todos. Abrir el campo al surgimiento
de la verdad: tal es otra función de los nombres apócrifos dialogando entre sí: fun­
ción eurística del nombre.
Esa interpelación de “don Abel” por parte de Mairena ilustra otro empleo
frecuente en la poesía de Machado: la inserción en el poema de un nombre propio
de persona, muchas veces como vocativo, otras veces como complemento. La rela­
ción denotativa (relación de la palabra al objeto) importa más en estos casos que
la significación (relación del significante al significado):

Esa tu filosofía
que llamas diletantesca

89
voltaria y funambulesca,
gran don Miguel, es la mía.
(“Poema de un día. Meditaciones rurales”, CXXVIII)

Función referencial y función poética coinciden también en la voz de la luz de


la mañana evocando a otro maestro:

Como se fue el maestro,


la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja...
(“A don Francisco Giner de los Ríos.”, CXXXIX).

Este empleo del nombre propio en la comunicación alocutiva o delocutiva es


un medio expresivo del cual no se aparta nunca Machado.

Valcarce, dulce amigo, si tuviera


la voz que tuve antaño...
(“A Xavier Valcarce”, CXLI).

Mariposa montés y campesina,


mariposa serrana
(•••)
Que Juan Ramón Jiménez
pulse por ti su lira franciscana.
(“Mariposa de la sierra”, CXLII).

Oh, tú Azorín, que de la mar de Ulises


viniste al ancho llano
en donde el gran Quijote, el buen Quijano
soñó con Esplandianes y Amadises,
buen Azorín por adopción manchego...
(“Desde mi rincón”, CXLIII).

En cuanto al vocativo inicial —Palacio, buen amigo...— y a todo el poema


que deriva de él como de un manantial —recuerdo tan sólo el magistral comenta­
rio que hizo de ellos Claudio Guzmán en su estudio Estilística del silencio...
Pero volvamos a Juan de Mairena, a quien hemos dejado después de la cita
del poema Mairena a Martín muerto. Entre este nombre inventado y otro nombre
inventado por él mismo, se establece —según una función ya destacada del nom­
bre ficticio —, un diálogo. De este diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses,
que pone en escena a dos heterónimos, es decir, a dos conciencias independientes,
sueltas, desligadas de su creador, quisiera sólo recordar la primera copla que pro­
duce el aristón poético o máquina de trovar, aparato inventado por Jorge Mene­
ses... “el substantivo nombre que entra en función (...) cito palabras del mismo
Meneses..., se coloca “en la relación más esencial con nombre y mujer. “He aquí
la copla que resuelve la esencial heterogeneidad del ser, gracias al nombre propio

90
empleado en su función de identificación pura, es decir, para distinguir e indivi­
dualizar entre todas a una persona:

Dicen que el hombre no es hombre


mientras no oye su nombre
de labios de una mujer.
Puede ser.

Entre identificación pura o pura significación (donde se esfuma el referente):


entre estos dos extremos oscilan el empleo y la función del nombre propio en la
obra de Antonio Machado.
A la “explosión onomástica” de los años 1912-1928 participa también el “ter­
cer poeta apócrifo: Pedro de Zúñiga”, citado por Machado en una carta del 15 de
marzo de 1928 a Giménez Caballero, publicada en La Gaceta Literaria y que no
pasó de ser mero proyecto. Participa sobre todo el nombre de Guiomar, cuya pri­
mera aparición en 1929, en la Revista de Occidente, la sitúa —según observa muy
bien José María Valverde— en una “perspectiva apócrifa”.
Pilar de Valderrama, a quien Machado conoció en marzo o abril de 1928 en
Segovia, entra así a formar parte, por su nuevo nombre, de la onomástica de sueño
de Antonio Machado. “Guiomar —escribe Jorge Guillén— es el nombre poético
de una mujer real transformada en una figura de creación, pero siempre con un
respaldo histórico”.
Pilar de Valderrama / Guiomar: significación / identificación: otra vez encon­
tramos aquí la problemática esencial del nombre propio según Antonio Machado.

II. Los nombres poéticos en la vida y la obra de Antonio Machado

Después de esta evocación de algunas funciones de los antropónimos reales o


fingidos, quisiera poner de manifiesto ahora la aflorescencia o multiplicación de
los nombres poéticos en la existencia y en el espíritu de Antonio Machado.
Podemos designar en la expresión “nombres poéticos” los nombres de los
poetas o filósofos apócrifos, a los cuales se añaden los de Jorge Meneses o de
Pedro de Zúñiga, los anónimos, como el grupo de los poetas del porvenir que
anunciaba Machado, en 1931, en la Antología de Gerardo Diego: “...los poetas
futuros de mi Antología, que daré a la estampa, cultivadores de una lírica, otra vez
inmergida en las mesmas aguas de la vida dicho sea con frase de la pobre Teresa
de Jesús...”
Nombres poéticos, también, el nombre de Guiomar, los desdoblamientos o
seudónimos, hasta el mismo nombre de Antonio Machado, en la medida en que
se le pone en el mismo plano que los apócrifos.
A todos estos nombres, con o sin “respaldo histórico”, según la expresión de
Jorge Guillén, con referencia irreal o desrealizada, se les puede considerar como
material homogéneo de la poética del nombre de persona según Antonio Machado.
El surgimiento efervescente de los nombres poéticos, sobre todo de los apó­
crifos del cuaderno Los Complementarios, se produce alrededor de los años 1923-
1928. El bullicio onomástico corresponde, poco más o menos, al período de agota­

91
miento de la inspiración lírica que revela Nuevas Canciones (1924), sugerido
muchos años antes en el poema “A XAVIER VALVARCE” (hacia 1913) de
Campos de Castilla.
El juego de máscaras, que permite la invención o la atribución de nombres
poéticos, se sugiere en esta estrofa de Proverbios y Cantares de Nuevas Canciones:

Autores, la escena acaba


con un dogma de teatro:
En el principio era la máscara (XLVII).

Juegos de máscaras. Juegos del doble tan obsesivos:

El ojo que ves no es


ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve (I).

Mas busca en tu espejo al otro,


al otro que va contigo (IV).

El nombre, para Machado, puede ser a la vez máscara e instrumento del des­
doblamiento de la conciencia.
El “nombre poético” borra la distancia y la diferencia entre la realidad y la fic­
ción. Mas aún: la ficción se hace realidad, y la realidad se hace ficción.
Pilar de Valderrama, en su libro de recuerdos titulado soberbiamente Sí, soy
Guiomar (publicado en 1981), explica el origen y las razones de este sobrenombre
que le había dado Machado. Ella escribe:
“Ahora tengo cariño a este nombre hasta el punto de que lo considero más
mío que el mío propio, porque él figura en esas tan bellas Canciones que casi pare­
cen un sueño... Y ya no sé si se hicieron para Guiomar; o si Guiomar nació de esas
Canciones.” (p. 88.)
Así se manifiesta, muy clara y sencillamente, cómo en el “nombre poético”,
realidad e ilusión convergen y se funden en este punto, fuera del tiempo y del
espacio, donde se dice —o trata de decirse — la verdad indecible. Puesto que tal es
en efecto la finalidad misma (o, mejor dicho, una de las finalidades) del “nombre
poético”: decir la verdad que no se puede decir:

¿Dijiste media verdad?


Dirán que mientes dos veces
si dices la otra mitad (XLIX).

¿Cuál es la verdad? ¿El río


que fluye y pasa
donde el barco y barquero
son también ondas del agua?
¿O este soñar del marino
siempre con ribera y ancla? (XCIII).

92
...“La vérité a figure de fiction”, decía Jacques Lacan.
En el ejemplo que acabo de citar se ve cómo la ficción irrumpe en la realidad,
toma el sitio de la realidad: Guiomar es más verdadera que Pilar de Valderrama,
Pilar de Valderrama hasta lo reivindica.
En otro caso notable, es lo inverso lo que se produce: la realidad viene a escri­
birse e instalarse en la ficción, para cobrar más realidad, para llegar a ser realidad
poética. Se trata del episodio muy conocido relatado en el cuaderno Los Complemen­
tarios. Machado evoca un recuerdo de niñez. Se pasea con su abuela en la plaza de la
Magdalena de Sevilla, chupando un trozo de caña dulce —un palodú, precisa Leo­
poldo de Luis (p. 19) — . La abuela rectifica el error y la ufanía de su nieto que cree
que su caña de azúcar es mayor que la de otro niño. Machado comenta: “Parece
imposible que este trivial suceso haya tenido tanta influencia en mi vida. Todo lo que
soy —bueno y malo—, cuanto hay en mí de reflexión y de fracaso, lo debo al
recuerdo de mi caña dulce”.
Esta anécdota se repite en el capítulo XLVI de Juan de Mairena (1936), con
esta indicación entre paréntesis: (Para la biografía de Mairena) (p. 334).
En el párrafo siguiente, el relato del primer encuentro —del “flechazo”, como
dice Antonio Fernández Ferrer— de los padres de Machado, se pone a cuenta de
Juan de Mairena. Aquí, otra vez, ficción y realidad se funden y confunden en la ver­
dad poética de los nombres.
Biografía y nombre no se corresponden. De la singularidad individual, el cambio
de nombre deja entrever el valor universal. La biografía se ha hecho fábula. Dicho
de otro modo, la ficción del nombre oculta lo infinito del individuo.
Este juego con los nombres, las máscaras, los dobles, se remonta a la juventud
de Antonio Machado.
Los primeros escritos de Antonio Machado, como se sabe, datan de 1893. Unas
veces solo, otras veces en colaboración con Manuel, escribe en la pequeña revista
titulada La Caricatura, dirigida por Enrique Paradas. Se debe a Aurora de Albornoz
el estudio atento de estos artículos en La Prehistoria de Antonio Machado (1961).
Antonio escribió en La Caricatura bajo el nombre de Cabellera. Manuel, bajo el
nombre de Polilla. Los dos hermanos utilizaban el seudónimo de Tablante de Rica
monte para firmar artículos escritos en colaboración. El primer artículo de Antonio
Machado-Cabellera, titulado Algo de todo. Afición taurina, lleva la fecha del 16 de
julio de 1893. El autor tiene dieciocho años.
En su libro Presencia de Unamuno en Antonio Machado, Aurora de Al­
bornoz recuerda que, más tarde, Antonio Machado publicó algún poema bajo
el nombre de César Lucanor, y añade: “Ello puede ser síntoma de timidez,
como puede serlo el firmar bajo el nombre del inventado Mairena” (p. 298,
nota 23).
El rechazo de la identidad personal es un tema metafísico y literario central
en Antonio Machado. Pero este juego al escondite consigo mismo, que permiten
el apodo o el mote, la careta o el disfraz, ¿no es la cosa más corriente entre los
niños como entre las personas mayores? ¿Quién no lo ha experimentado? ¿Quién
no sigue experimentándolo?
“Como no teníamos amigos de infancia, mi hermana y yo inventamos a dos
compañeros imaginarios, llamados no sé por qué razón Quilos y el Molino de
Viento. (Cuando por fin nos hartamos de ellos, le dijimos a nuestra madre que

93
habían muerto)”. Esto cuenta el gran virtuoso de los hombres que fue Jorge Bor-
ges en sus Ensayos de autobiografía.
Hacia 1880 (teniendo Manuel unos 14 años, y Antonio 13 años), solían ir al
teatro o divertirse con Ricardo Calvo, hijo del actor Rafael Calvo.
“Pronto se les unió —cuenta José Luis Cano— otro muchacho de su misma
edad, Antonio de Zayas, que se incorporó a sus juegos y aficiones. Antonio
Machado era el más bromista de los cuatro, y bautizó con nombres vascos al gru­
po: él era Vergara menor; Manuel, Vergara mayor; Calvo era Durango, y Zayas,
Elgóibar.”
De esa afición de Antonio Machado por el desdoblamiento de la personali­
dad, se puede ver sin duda una manifestación en su gusto precoz por el teatro.
Durante su adolescencia frecuenta con Manuel el Teatro Español, dirigido por
Rafael Calvo. El mismo quiere ser actor. Desempeña algunos papeles. Su afición
al teatro que le impulsará más tarde a ser, si no actor, por lo menos dramaturgo o
crítico de teatro, tiene sus raíces en esa necesidad de desdoblamiento. “Le gustaba
extraordinariamente el teatro y fue una afición que tuvo durante toda su vida”,
escribe José Machado (Ultimas Soledades..., p. 17). Eustaquio Barjau, por otra
parte, ha analizado “El tema del apócrifo en el teatro de los hermanos Machado”,
poniendo de manifiesto “el imperio de los sueños y de lo imaginado” sobre lo real,
del idealismo sobre el realismo... (p. 147). (Antonio Machado: teoríaypráctica del
apócrifo, p. 147).
Pero el tema del desdoblamiento, que sugiere el juego con los nombres, se
manifiesta, antes de la aparición de los apócrifos, en las primeras poesías de
Machado.
Se pueden, en efecto, considerar, como anunciadores de los nombres poéticos
todos estos interlocutores anónimos —la fuente (VI), la “tarde clara / casi de pri­
mavera” (VII), “el demonio de los sueños” (XVIII), el silencio que literalmente
habla (XXI), “el alba de la primavera” (XXXIV), la “noche amiga, amada vieja”
(XXXVII), otra vez “la tarde / de la primavera” (XLI), “la tarde de abril”
(XLIII), “el viento” (LXVIII), etc...
Todas estas figuras poéticas, sin nombre propio, tienen la misma función que
las figuras individualizadas por su nombre: expresar el desdoblamiento de la con­
ciencia y permitir que se entable un diálogo imaginario cuyo texto es escrito, en
realidad, por la misma mano.
Si tal enlace entre las figuras anónimas y las figuras con nombre es legítimo,
si todas pertenecen a la misma familia, si se pudiesen todas reunir en el mismo
árbol genealógico, entonces se puede admitir que la problemática que se presenta
a través del nombre propio de persona ocupa toda la obra escrita —en prosa o en
verso— y la de Antonio Machado.

III. Seudónimos y heterónimos en la literatura universal

“Echo de menos un libro en el que se planteen fundamentalmente los proble­


mas de la anonimía y de la seudonimia (en ambos casos, ocultación del nombre del
autor) en la literatura universal. Una mera asomada a ese campo revelaría ense­
guida su fantástica variedad y su apasionante interés.

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El Diccionario de seudónimos literarios españoles de P. P. Rogers y F. A.
Lapuente (Editorial Gredos, 1977), que cita esta observación hecha por Dámaso
Alonso, en uno de sus ensayos sobre Fray Luis de León, propone una lista de 28
razones que, a partir del Renacimiento, pueden motivar el uso del disfraz literario.
En este Diccionario se indican como seudónimos de Antonio Machado los
nombres siguientes: Cabellera, César Lucanor, Juan de Mairena, Abel Martín,
Tablante de Ricamonte.
Ya se ve que la misma apelación sirve aquí para designar usos muy distintos
del nombre falso. Guardemos esta apelación genérica para designar los nombres
ficticios o poéticos de Antonio Machado. Apócrifo, heterónimo, alter ego...: aun­
que los críticos emplean estas palabras como si fuesen equivalentes, habría que
matizar y diferenciar su sentido exacto.
Entre los contemporáneos de Antonio Machado, uno de los casos más nota­
bles es el de José Martínez Ruiz, que toma el nombre de uno de sus personajes:
Antonio Azorín (1903). Silvestre Paradox es un disfraz literario de Pío Baroja.
Eugenio d’Ors no sólo utilizó el seudónimo famoso de Xenius sino también otros:
El Guaita, Un Ingenio de la Corte, Pedro de Llerena, Octavi de Romeu, etc., José
Ortega y Gasset se llamó Rubín de Centoya. Entre varios nombres inventados,
Unanumo, tuvo la gracia de firmar Unusquisque, Tu amigo, Yo mismo. A propó­
sito del Problema de la identidad personal, Aurora de Albornoz escribe y demues­
tra que: “Es innegable que los personajes apócrifos, creadores de su propia obra,
aparecen mucho antes en la literatura de Unamuno que en la de Machado”. (La
presencia de Miguel de Unamuno en Antonio Machado, 1968, p. 278).
El licenciado Tomé Burguillos (Lope de Vega), Fígaro (Larra), El Curioso
parlante (Mesonero Romanos), Fernán Caballero (Cecilia Bóhl de Faber), son
algunos nombres famosos de la literatura espartóla. En la literatura francesa el
caso de Voltaire es famoso: utilizó más de doscientos seudónimos. De Guillaume
Apollinaire, Paúl Eluard, o —en casos más recientes—, de Céline, Marguerite
Yourcenar, Julien Gracq, no se recuerda siquiera, habitualmente, el verdadero
nombre...
Los casos son infinitos. Los seudónimos de Antonio Machado se sitúan pues
en una tradición múltiple y, sin duda, infinita. Aunque cada uso de seudonimia
tenga seguramente algo específico y profundamente original, no es inútil quizás
recordar por una parte aquella tradición, y por otra parte algunos precedentes
famosos para apreciar mejor la naturaleza y la función de los nombres inventados
por Antonio Machado.
Uno de los casos más notables es el de Kierkegaad (1813-1855). Después de
su tesis sobre El Concepto de ironía en relación constante con Sócrates (1841),
publicó sus siete primeros libros —que contienen lo esencial de su doctrina— bajo
nombres inventados: Víctor Eremita, Constantín Comtantius, Johannés de Silen-
tio, Virgilius Haufnensis, Hilarius Bogbinder, Johannés Climacus. Se han puesto
de manifiesto las relaciones sutiles que hay entre esos seudónimos y la vida de
Kierkegaard.
Estos seudónimos nombran las distintas caras de la singularidad que compone
una existencia singular. Los varios escritores que designan esos nombres represen­
tan diferentes concepciones de la vida que Kierkegaard llamaba “fases o etapas del
camino de la vida”.

95
Todos estos nombres, igualmente dignos de firmar “yo”, representan perso­
nalidades distintas. Cada uno de estos autores es un “alter ego” de Kierkegaard.
Antonio Machado está en esa filiación cuando decía, en octubre de 1938, contes­
tando a la pregunta:
—¿Podría decirnos algo de Juan de Mairena?
— ¿Juan de Mairena?... Sí... Es mi “yo” filosófico, que nació en épocas de mi
juventud. A Juan de Mairena, modesto y sencillo, le placía dialogar conmigo a
solas, en la recogida intimidad de mi gabinete de trabajo y comunicarme sus
impresiones sobre todos los hechos. (Monique Alonso, p. 290).
En la experiencia seudonímica hay como una expropiación de lo escrito y de
la escritura. En una especie de alucinación de la conciencia del autor, su obra le
resulta ajena. Kierkegaard lo explica muy bien en Postscriptum: “No hay, pues, en
los libros seudónimos, una sola palabra que sea propiamente mía o no tengo más
opinión a su propósito que la de una tercera persona, no tengo más conocimiento
de su significación que como lector, ni la menor relación privada con ellos...
puesto que mi relación con ellos es la unidad de un amanuense y, lo que no carece
de ironía, del autor, o de los autores...”
Claro que así, de la ironía del nombre se pasa a la ironía del re-nombre. {Unos
tienen la fama, y otros cardan la lana: en el caso del seudónimo, también vale el
refrán...).
De Jorge Luis Borges (1899) se ha dicho que había experimentado “la pasión
del nombre”.
Un estudio comparado de la cuestión del nombre según Antonio Machado y
de “la pasión del nombre” según Borges, podría resultar interesante. Una anéc­
dota contada por el propio Borges, en 1969, pero sólo publicada muy recientemen­
te, nos bastará hoy para aclarar un poco el tema:
“Lo que ocurrió con Bioy Casares es bastante extraño. Habíamos empezado
a escribir en colaboración, y nos pareció que firmar el libro “Adolfo Bioy Casares
y Jorge Luis Borges era un poco pedante, un poco incómodo. Entonces inventa­
mos un personaje que se llama Bustos Domecq, y un milagro se produjo: escribi­
mos pensando en Bustos Domecq. Y ya no es Bioy Casares quien escribe, ya no
soy yo quien escribo: es Bustos Domecq. Tiene su estilo, a veces gasta bromas que
no nos gustan, emplea un lenguaje que no es el nuestro, pero en todo caso existe.
Pero sólo existe cuando colaboramos, puesto que si Bioy Casares escribe solo, o si
yo escribo solo, entonces quizás sólo haya una línea, o dos, que recuerden de
manera lejana y tímida a Bustos Domecq”.
Esta anécdota —manifiesta muy bien la autonomía que cobra el seudo-autor
y la relación sutil que guarda con su inventor (en este caso un inventor doble: Bioy
Casares-Borges), relación que se esfuma con cada miembro de la pareja.
A la luz de este modelo de relación entre Bustos Domecq y sus inventores, se
puede observar que la relación entre Juan de Mairena y Antonio Machado va
desde el desdoblamiento más cumplido a que podía llegar Machado {“Juan de
Mairena es mi ‘yo’ filosófico”') hasta la coincidencia casi perfecta. Antonio Fernán­
dez Ferrer, en su cuidada edición de Juan de Mairena, observa muy bien que: “...
en las prosas de guerra, última etapa del mairenismo, el personaje se disuelve en
su creador, y, a menudo, nos resulta imposible trazar la línea de separación entre
ambos. —“¿Dice esto Antonio Machado, o es Juan de Mairena quien habla?”, se

96
pregunta significativamente José Orozco cuando Machado le señala, en una entre­
vista de 1937: “A los estudiantes os está reservado un gran papel en la revolución,
ya que toda revolución no es sino rebelión de menores” (Tomo I, p. 20).
“Príncipe de los heterónimos”: nadie, sin lugar a duda, podría disputarle este
título a Fernando Pessoa (1888-1935).
Cesare Segre, Manuel Alvar, Manuel Angel Vázquez Medel, otros muchos
críticos, han recordado el ejemplo de Fernando Pessoa a propósito de los apócrifos
machadianos.
No está probado, ni es nada probable —me parece, que Machado conociera
el nombre de Pessoa—. Mensagen, su única obra firmada con su nombre, se
publicó en 1934. En un estudio reciente, “Fernando Pessoa y la Generación del
27”, Pilar Vázquez Cuesta hace un repaso muy detallado de la fortuna —o mejor
dicho de la poca fortuna— de Pessoa en España antes del “boom” —como ella
dice— que empieza en 1980.
Eduardo Prado Coelho explica a propósito de Pessoa que: “El corazón mismo
de su aventura humana y literaria es su despersonalización en distintos persona­
jes... “Los primeros heterónimos los inventó Pessoa a los seis años...” y llegó a
producir “toda una literatura”.
No da tiempo desde luego para prolongar un estudio comparado entre los
heterónimos de Pessoa y los apócrifos de Machado. Sólo me contentaré con citar
la opinión de uno de los mejores especialistas actuales de Pessoa, José Augusto
Seabra: “... Pessoa se diferencia de los poetas que, al adoptar varios nombres ficti­
cios conservaron a través de ellos, una unidad de lenguaje. Es el caso, por ejem­
plo, del poeta español Antonio Machado —muchas veces citado a propósito de
Pessoa— y de sus “poetas apócrifos”, Abel Martín y Juan de Mairena. Nos parece
que si, a nivel de la concepción se pueden emparentar con los heterónimos de Pes­
soa, a nivel de la creación, no consiguen alcanzar la autonomía y la diferenciación
de lenguajes que hay entre Pessoa-Cairo-Reis-Campos. Como lo escribe Octavio
Paz, “Machado no está poseído por sus ficciones, no son creaciones que lo habi­
ten, le contradigan y le nieguen”.
Queden estas reflexiones como temas de discusión... Sólo quisiera añadir una
observación.
La invención de nombres nuevos con sus correspondientes personalidades me
parece íntimamente relacionada con la personalidad del inventor. No todas las
estructuras psíquicas tienen para eso la misma plasticidad, la misma disponibilidad
íntima.
La invención de los seudónimos, heterónimos o aprócrifos pone enjuego toda
la personalidad consciente e inconsciente del creador ortónimo. Esto también se
debe tener en cuenta cuando se trata de la cuestión del nombre. Nombre, luego
soy: cada uno de los escritores que acabo de evocar podría conjugar esta frase de
un modo diferente.
Pero al revés también: existen casos de multiplicidad de voces en un escritor
sin heteronimia. Es precisamente lo que declara, en una entrevista reciente con
Víctor García de la Concha, el poeta Pere GIMFERRER: “... mi vocación es ser
varios escritores simultáneos en verso, en prosa, en distintas tonalidades...
—En definitiva, de nuevo y siempre los espejos...
—Sí, sí; o lo de Pessoa, aunque sin heterónimos”.

97
En un excelente estudio reciente sobre Juan Ramón Jiménez, Crítica de la
razón estética (1988), Arturo del Villar, a propósito de la “escisión del yo juanra-
monianb” escribe:
“A Juan Ramón Jiménez le gustaba cambiar su nombre (...). Se apodó “El
Andaluz Universal”, “El Creador sin Escape”, “Jaime Luis Piquet”, “Josefito Figu­
raciones”, “El Niñodiós”, y también muy significativamente “El Cansado de su
Nombre”, o las curiosas iniciales “K.Q.X.”; además de las suyas propias, única
identificación que parece pensó poner en sus obras completas.
(...) Con la utilización de esos seudónimos aludía a circunstancias concretas
de su vida: su nacimiento como “Niñodiós”, su infancia como “Josefito Figuracio­
nes" , su afán de enraizarse en su pueblo sin limitarse intelectualmente a él como
“Andaluz Universal”, su anhelo de traducir la belleza a la escritura como “Creador
sin Escape”, y también el deseo de anonimato como “Cansado de su Nombre” o el
proyecto de un nombre nuevo o de unas iniciales.”
Y Arturo del Villar hace esta observación, muy acertada, que nos interesa
particularmente para la cuestión que examinamos:
“Este itinerario es absolutamente personal. No guarda relación con los hete-
rónimos que inventaron Antonio Machado o Fernando Pessoa como si fueran
otros poetas, ajenos a ellos incluso por su escritura. En Juan Ramón Jiménez no
existe más que un solo poeta, que es el “otro” del hombre. Rimbaud había descu­
bierto las motivaciones para huir de la personalidad cuando escribió: “Car je est
un autre”, con el que se mostraba a los demás para dejar de ser el poeta”, (p. 80-81).
La observación de Arturo del Villar podría servir de conclusión a esta parte:
en los casos de seudonimia o heteronimia -si la comparación aclara o justifica su
legitimidad— cada “itinerario es absolutamente personal”.

IV. Interpretaciones

A. Topónimos

La cuestión del nombre abarca también a los topónimos que constituyen, con
los antropónimos, el objeto de la onomástica.
En la época de Baeza (1912-1919), Machado hizo varios viajes por Andalu­
cía. “Varios poemas —observa Leopoldo de Luis— están firmados en Lora del
Río, en Venta de Cárdenas, en el Puerto de Santa María, en la Sevilla de su
cuna. En otros, los topónimos que fluyen a los versos revelan el itinerario”
(p. 82).
Siguiendo la sugerencia de Leopoldo de Luis, se podría precisar todo el itine­
rario existencial de Antonio Machado en el mapa esbozado por los nombres de
lugar esparcidos por toda su obra:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla... (XCVII).

Es la tierra de Soria árida y fría... (CXIII).

Oh, sí, conmigo vais, campos de Soria... (CXIII, IX).

98
... —¡pinos del amanecer
entre Almazán y Quintana!— (CXXVII).

¡Desde mi ventana,
campo de Baeza,
a la luna clara! (CLIV).

¡Oh, Guadalquivir.
Te vi en Cazorla nacer,
hoy, en Sanlúcar morir!

Oh, Puerto Real,


con tus casas blancas...
(Austral, p. 418).

Valencia de fecundas primaveras...


(Austral, p. 455).

Nombres de montañas (Guadarrama, sierra de Quesada, Moncayo, Urbión,


Montes de Cazorla, Aznaitín y Mágina, Sierra Morena, la Serranía de Burgos, el
Pirineo...).
Nombres de ríos (el Duero, el Guadalquivir, el Guadalaviar...).
Nombres de pueblos o de ciudades (Sevilla, Soria, Baeza, Segovia, Valencia,
Madrid, ...Argamasilla, Infantes, Esquivias, Valdepeñas, Puerto Real, Valen­
cia... Madrid, hasta París, Ginebra o Roma... Sin contar la evocación repetida,
casi obsesionante, de los nombres de Castilla y España, todos aquellos nombres
recuerdan que el poeta del tiempo y la historia es también el poeta del espacio y la
geografía.
Hasta odónimos, o nombre de calles, aparecen en su obra. Pero en este caso
se trata de topónimos utópicos, puesto que estos nombres son nombres de sueño,
o de pesadilla, que figuran en los Recuerdos de sueño, fiebre y duermivela de Abel
Martín: Calle del Recuerdo; Glorieta de la Blanca Sor; Puerta de la Luna; Calle del
Olvido; Travesía del Amor; Plazoleta del Desengaño Mayor; Calle Larga; Plaza
Donde Hila la Vieja; Calle de la Triste Alcuza; Petril del Valiente... En una copla
del Cancionero apócrifo se cita la calle de Válgame Dios... (Austral, p. 341).
Esta inscripción en la tierra, en el suelo, en el espacio de los topónimos reales,
es el signo inconfundible del realismo de la poesía de Antonio Machado.
También revela la “virtud profunda, esencial” que Jean Cassou encontraba en
Antonio Machado: “Un attachement de tout l’être à ce qui lui est inmédiat et avec
quoi il fait corps (...) A ce site particulier, à ce paysage fixe et déterminé, aux pen­
sées et aux prestiges qui s’y forment, à la source qu’il est et au temps qu’il condi­
tionne, aux heures, aux saisons, aux années qu’il engendre, cet homme demeure
intimement conjoint” (p. 95).
Por la calidad de la escritura poética en todos sus aspectos (tono, ritmo,
melodía, figuras fónicas, figuras semánticas, la sintaxis del poema, etc...),
todos estos topónimos reales están como transfigurados o revelados en su
dimensión espiritual.

99
La lingüística ha puesto de manifiesto la calidad poética inherente al nombre
propio debido a la vez a su inscripción, anterior al sentido, en la materia sonora
del lenguaje y a su aspecto no-significante. Esto es válido tanto para el topónimo
como para el antropónimo. “La oscilación estructural de la poesía - - escribe Fran­
çoise Armengaud—, se halla ejemplarmente condensada en el nombre propio: un
significante parece entregar una esencia singular sin dejar de imponerse en su
materialidad inmotivada”.
La reunión de las calidades sensibles del material sonoro, de la insistencia del
significante y de las connotaciones alusivas o afectivas les dan, por ejemplo, a las
letanías, o a las reiteraciones, de nombres propios una notable fuerza expresiva o
sugestiva:

¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!


¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía,
que puebla tus'sombrías soledades!

¡Castilla varonil, adusta tierra,


Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
(Orillas del Duero, CU)

La poesía Desde mi rincón (CXLIII) de Campos de Castilla (Al libro Castilla


del maestro “Azorín” con motivo del mismo), empieza por una larga letanía del
nombre de Castilla...
En esta línea de Antonio Machado, se pueden recordar aquí las escuetas y
potentes letanías de topónimos de la geografía poética que esboza Blas de Otero,
en Que trata de España (1964).
En el discurso cerrado del poema, el topónimo, reinterpretado de una manera
entusiástica, recobra el poder simbólico, o la potencia tutelar, que se esfuma en la
vida cotidiana. En las Canciones de tierras altas (CLVIII) de Nuevas Canciones, o
en los Apuntes para una geografía emotiva de España (CLXXI) de Un Cancionero
apócrifo, esa toponimia fervorosa es la clave de la poesía.
El hechizo por sí solo, o por su repetición en las anáforas, o en una simple lis­
ta, tiene el nombre propio, produce la poesía de las canciones infantiles, de las
nomenclaturas, hasta de la guía de teléfonos, cuando la lee un poeta como Pré-
vert, o de un simple catálogo hojeado por Borges. ¿Quién no es sensible a la virtud
poética de una sencilla guía de ferrocarriles que lanza la imaginación hacia “la mar
y el infinito” para decirlo con palabras de Machado evocando un viaje en tren...
(Canciones a Guiomar, CLXXIII, III).
Saboreado, o transfigurado, por un artista, un nombre de ciudad se exalta:
“... bastábame con pronunciar esos nombres: Balbec, Venecia, Florencia, en cuyo
interior acabé por acumular todos los deseos que me inspiraron los lugares que
designaban. Aunque fuera en primavera, el encontrarme en un libro con el nom­
bre de Balbec bastaba para darme apetencia del gótico normando y de las tempes­
tades; y aunque hiciera un día de tormenta, el nombre de Florencia o de Venecia

100
me entraba en deseos de sol, de lirios, del Palacio de los Dux y de Santa María de
las Flores (...). El nombre de Parma (...) se me aparecía compacto, liso, malva,
suave...” Cito estas reflexiones famosas de Proust, en la tercera parte de Por el
camino de Swann, titulada: Nombres de tierras: el nombre a partir de la admirable
traducción de Pedro Salinas (p. 381), publicada en 1920.
Proust hace una observación que parece enlazarlo con Machado, a propósito
de esos nombres de ciudades y de la imagen que sugieren: “... esa imagen ganó en
belleza, pero también se alejó mucho de lo que en realidad eran esas ciudades de
Normandía o de la Toscana...”
Del mismo modo, en el mundo poético de Antonio Machado, los dos versos,
por ejemplo, de Campos de Soria:

Soria fría, Soria pura


cabeza de Extremadura...

se han desprendido de la geografía o del escudo de la ciudad para llegar a ser pura
emoción, resonancia inefable, designando un lugar “anhelado por mi alma” —
según la expresión de Proust — , más que por los ojos.

B. Antropónimos

Volvamos a los antropónimos inventados por Antonio Machado. Gusto de la


broma. Afición al teatro. Pablo de Cobos ha insistido sobre esta práctica del
humor o de la mistificación que es un aspecto de la personalidad de Machado.
Pero la gracia, la broma más inocentes guardan siempre —como se sabe muy
bien desde el libro El chiste y su relación con el inconsciente de Freud (1905) —una
relación estrecha con la personalidad profunda—. No hay, pues, motivo alguno
para subestimar esta propensión al humor, a la burla, al chiste, en la creación de
los apócrifos y de sus nombres ficticios. También permiten al autor trasponer, o
sublimar, fuera de sí aquellas figuras de demonios del sueño, histrión, mimo,
juglar burlesco o bufón que se agitan como muñecos grotescos en las poesías, o en
las pesadillas, del poeta: nombrarlos es exorcisarlos.
Montaigne se ha burlado de la poca unicidad que nos proporciona la posesión
de nuestro nombre, y de la poca propiedad que tenemos de él. La proliferación de
nombres que recibe un individuo, desde el apodo, el diminutivo, el nombre “de
pila (Blas Antonio, “Leonarda la ventera / que llaman la Ruipérez”, “el loco del
pueblo, / de quien se dice: es Lucas, / Blas o Ginés, el tonto que tenemos”), hasta
el nombre con que “se va uno al otro mundo” (P.H.Stahl), o hacia la vida pública
(Guiomar de Castañeda Ayala Silva —mujer de Jorque Manrique—; Don Fran­
cisco Giner de los Ríos, Narciso Alonso Cortés...), pasando por el nombre secreto
que cualquiera puede dar o recibir, ¿cuál es el verdadero nombre? “Búsqueda
mítica —escribe Françoise Armengaud—, el verdadero nombre quizás no se
pueda hallar”.
Hallar su verdadera identidad, salvar y dar vida a todas las virtualidades de la
personalidad, desenmascarar el verdadero nombre bajo las máscaras de los nom­
bres falsos: tales son —posiblemente— algunas de las funciones de los nombres

101
apócrifos de Antonio Machado. Lo mismo que el alma que afronta al tiempo ine­
xorable, los apócrifos oponen a la destrucción y a la muerte el triunfo de su exis­
tencia inmortal, puesto que existen sin existir.
Esta ventaja del apócrifo o del heterónimo, de existir sin existir, de ser al
mismo tiempo real e irreal, me parece que Antonio Machado, todavía más que
Fernando Pessoa, ha llevado a su extremo esta lógica paradójica, cuando inventa
este personaje extraño que lleva el nombre sugestivo de Don Nadie. Hasta lleva la
ironía, hasta darle a este hombre invisible un nombre de pila: José María. “Nunca,
nada, nadie. Tres palabras terribles; sobre todo la última. (Nadie es la personifica­
ción de la nada). El hombre, sin embargo, se encara con ellas, y acaba perdiéndo­
les el miedo... Don Nadie! Don José María Nadie! El excelentísimo señor don
Nadie! Conviene que os habituéis —habla Mairena a sus discípulos— a pensar en
él y a imaginarlo. Como ejercicio poético no se me ocurre nada mejor. Hasta
mañana” (Juan de Mairena, I, p. 82).
Antonio Fernández Ferrer observa que “El tema de Don Nadie aparece en
numerosas ocasiones en las obras de los Machado, y cita dos ejemplos, uno de
Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel, y otro de La Lola se va a los puertos.
Juan de Mairena escribe el boceto de una comedia en tres actos titulada “Don
Nadie en la corte”. (Juan de Mairena, I, pp. 119-121). En este boceto Don Nadie
no tiene cara; el “Señor importante” que recibe su visita no tiene nombre. Ambos,
pues, personifican la nada, puesto que el nombre es el equivalente, en el lenguaje,
de la cara, lo mismo que la cara es el equivalente del nombre. Juan de Mairena,
también una biografía titulada: Don José María Nadie y su tiempo (p. 257).
Esta fascinación por Don Nadie está también actuando cuando se le ocurrió a
Antonio Machado —como lo dijo, en una entrevista, a Eduardo de Ontañón,
durante la Guerra Civil, en 1938 —escribir la “biografía del héroe anónino”: “Hay
que trabajar, ¡qué demonio! Y ahora me voy a poner con esa biografía del héroe
anónimo. Sí, sí. Una pequeña novelita de quince o veinte páginas. Ya estoy pen­
sando hasta cómo va a ser el personaje” (Monique Alonso, p. 292).
Héroes anónimos. Nombres gloriosos o egregios que celebra también durante
la guerra Antonio Machado. Me parece que, para él, entre los unos y los otros, no
hay aquí diferencia: lo que cuenta es la persona, el individuo que el nombre sólo
designa sin confundirse del todo con él.
Nornen ornen: el adagio latino (el nombre es el destino), sugiere creencias irra­
cionales siempre muy vigentes, actúa en la lógica del inconsciente.
Creando “otro yo”, creándome otro “yo” con otro nombre, me libero a la vez
de mi destino y de mi genealogía.
Pongamos un ejemplo: el nombre ficticio permite pasar del modelo al
ejemplo.
Nietzsche, Unamuno, Eugenio d’Ors, Ortega y Gasset, son los autores que
se citan como de más influencias sobre la prosa de Machado. Se puede decir que
si Antonio Machado toma a estos autores como modelos, para Juan de Mairena
son ejemplos. El nombre apócrifo permite el paso del modelo que encierra la
identificación al ejemplo que la abre. El modelo es algo parado, algo definitivo,
produce el plagio. El ejemplo es movimiento, libertad, invención; permite huir
del modelo para situarse en la corriente de la tradición, según la bella definición
que cita Machado de Eugenio d’Ors: Todo lo que no es tradición es plagio.

102
El modelo —consciente o inconsciente— puede ser uno mismo. Es decir, que
la creación de un nombre nuevo —con la correspondiente personalidad imagina­
ria— permite eludir, o sortear, la repetición”; o dicho de otro modo, facilita la
creación de un estilo y un pensamiento nuevos.
El nombre inventado libera también de la genealogía. Libera del nombre del
padre de quien he recibido mi nombre patronímico. El modelo, o la carga, de este
nombre, en el caso de Antonio Machado, es particularmente apremiante; no es
solo de su padre, Antonio Machado Alvarez, sino también de su abuelo, Antonio
Machado Núñez, de quien el poeta recibió su nombre de pila y su apellido.
A propósito de los nombres de Abel Martín y de Juan de Mairena que le sir­
ven a Machado —por lo menos en parte— para borrar o soslayar el nombre patro­
nímico, quisiera arriesgarme un momento sobre un terreno sicoanalítico.
Para decirlo rápidamente, demasiado brutalmente, la supresión del nombre del
padre equivale a suprimir, o a matar simbólicamente al padre, a negar la filiación.
En la elección de los dos nombres apócrifos, el deseo inconsciente de suprimir al
padre —núcleo como se sabe del complejo de Edipo— ha podido jugar un papel.
El parricidio es el tema principal de la Tierra de Alvargonzález. En la conversión del
relato en prosa en el poema se produjo algo curioso, como observa Leopoldo de Luis,
“porque los versos Mucha sangre de Caín / tiene la gente labriego procedentes de unas
frases en prosa, no se justifican del todo: los asesinos matan al padre, no al hermano. En
la narración sí hay fratricidio; en el romance, no. O a don Antonio se le olvidó ese deta­
lle, o no quiso renunciar a los dos octosílabos que le habían salido tan redondos”.
Se podrá añadir otra hipótesis: es que en el crimen de Caín contra Abel, actúa
en realidad siempre el complejo de Edipo: Caín mata a Abel porque es el hijo predi­
lecto del padre.
Este mismo complejo parece actuar en la invención de los nombres de los dos
apócrifos principales: Abel Martín y Juan de Mairena.
Estos dos nombres reúnen los nombres de los dos parricidios de la Tierra de
Alvargonzález: Juan y Martín.
Juan y Martín, cuyos nombres se distribuyen entre los dos apócrifos, matan al
padre.
Pero Abel y Mairena —cuyos nombres se entrecruzan también— lo resucitan;
o, dicho de otro modo, se reconcilian con el padre.
En efecto, Abel (de quien Miguel es el equivalente en el romance) es el hijo
predilecto con quien se establece o restablece la filiación (Tus manos hacen el fue­
go; / aunque el último naciste / tú eres en mi amor primero... ). Mairena, nombre
venido del folklore (Dondequiera vaya ! José de Mairena / lleva su guitarra...)
implica como un reconocimiento filial de Demófilo (el padre del poeta), primer
folklorista de España...
No quiero insistir. Sólo sugerir —si se admite la hipótesis que los nombres de los
dos apócrifos, cruzados entre sí, traducen simbólicamente a la vez el odio y el amor al
padre; el parricidio y la sublimación del odio: es decir, la resolución feliz de la filiación.

Conclusión

Quisiera terminar esta ponencia proponiendo algunas observaciones.

103
1. En Antonio Machado, desde la Abstracción personificada:

¡Oh Tiempo, oh Todavía


preñado de inminencias!,
tú me acompañas en la senda fría,
tejedor de esperanzas e impaciencias.
(“Ultimas lamentaciones de Abel Martín”, CLXIX).

hasta el nombre del país de pila más sencillo: Leonor, Francisco, Federico...; la
retórica del nombre propio ficticio o real es abundante y compleja. No se reduce
fácilmente a un pequeño número de sistemas explicativos simples. Además, habría
que situarla en la diacronía y la sincronía de la escritura del nombre propio en la
literatura española para mejor apreciar su originalidad.
2. Ya desde el ante-texto (l’avant-texte), el seudónimo o el nombre apócrifo
firma la ficción, y la aparición del autor ortónimo trata de borrar el carácter ficticio
de su propio discurso. Se ha dicho que el nombre era una careta que se quiere
hacer pasar por la misma cara. Martín y Mairena, para su creador, ¿son sólo más­
caras? ¿O bien, de su cara, el mejor reflejo?
3. En el texto mismo, la variedad de los nombres apócrifos, o sus inter-cone-
xiones con nombres reales, recalcan el carácter subversivo del texto, su desviación
respecto a las normas y usos del lenguaje socialmente admitido.
4. Así concebida la onomástica tiene una función heurística, en la medida en
que instaura una aprehensión aleatoria o problemática de la verdad, que no es
nunca la propiedad de una persona:
Confiemos
en que no será verdad
nada de lo que pensamos.
En este sentido, Don Nadie —como una figura de auto-sacramental— podría
ser una alegoría de la verdad, de lo verdadero, actor o actante presente-ausente,
visible-invisible, pura careta sin cara, puro nombre descarado...
5. Por otra parte, Antonio Machado lleva el nombre de persona real —y ya
no ficticio—, a un grado mayor de expresividad.
El poema El crimen fue en Granada, se organiza todo a partir de un nombre
de persona y de un nombre de lugar —Federico y Granada— cuyos ecos y repeti­
ciones componen como un tañido fúnebre.
Con la sola mención de Federico, el poeta lleva a su más alto punto lo que
Rolánd Barthes ha llamado “el poder de esencialización” del nombre (puesto que
no designa más que a un solo referente), y su “poder de cita o citación” (puesto que
se puede convocar a voluntad toda la esencia encerrada en el nombre al proferirlo).
No por los nombres, en este sentido, Antonio Machado no lo es tan sólo en
su obra poética, sino también en sus escritos patrióticos. En el nombre de los
héroes de la guerra, a la inversa de lo que se produce en los personajes apócrifos,
cara y careta no se distinguen, nombre y renombre coinciden.
El 18 de julio de 1938, Antonio Machado escribe un artículo en Nuestro Ejér­
cito sobre el Quinto Regimiento del 19 de julio, del cual se puede destacar este
párrafo que es como un himno al nombre:

104
... “El primer comandante en el Quinto Regimiento fue Enrique Castro;
siguióle —en el orden del tiempo— Enrique Lister; el comandante Carlos J. Con­
treras fue desde su fundación comisario político. Entre sus jefes figuran también
Modesto Guilloto, “El Campesino" (Valentín González), los hermanos Galán, los
coroneles Moñones, Heredia y Burillo; los tenientes coroneles Niño Nanetti y
Lópéz Tienda, muertos heroicamente; Gustavo Durán, Toral... Cito no más estos
nombres gloriosos, porque así cumple a esta breve noticia, prefacio de un trabajo
más extenso que me propongo hacer; pero deploro al citarlos no haber aprendido
a escribir en bronce”. (Cité par Monique Alonso, p. 350),
“Las nomo de personne dont le dire signific un visage — écrit Enmanuel Levi­
nas— (...) ne resistent la pas à la dissolution du sens et ne nous aident ils pas a par­
ta?” (Nomos Protes, p. g.
Escritos en bronce los nombres de los héroes ayudarían a luchar contra la
disolución del sentido que provoca toda guerra.
6. Hay otro nombre, en el cual Antonio Machado experimenta esta “magia
de los nombres” que desde Garcilaso cantor de Elisa, hasta Unamuno, cantor de
Teresa, han experimentado tantos poetas.
Es el nombre de Guiomar. Cuando lo utiliza como significante privilegiado del
discurso poético, Antonio Machado se sitúa en la tradición venida de Petrarca y del
canzionere que instalan el nombre de la Donna (o su sobrenombre poético) en el cen­
tro de los textos dedicados a ella. Este servicio onomástico se refleja en las Canciones
a Guiomar y las Otras Canciones a Guiomar. La tradición petrarquista, tan viva en
España, actúa aquí como modelo trans-textual. Guiomar —llamada diosa o dea en
los poemas como en las cartas— viene a ser como la divinidad epónima del amor. El
sistema de escritura poética, a la manera de la figura etymológica de la Edad Media
—se funda sobre la forma fónica o gráfica del nombre para imaginar caracteres o
situaciones—. El significante parece recobrar aquí su omnipotencia, como en este
soneto de las Poesías de guerra donde las rimas interiores y las modulaciones sintácti­
cas sirven para poner en movimiento los datos o las circunstancias del destino — mar
y mar— que irradian del nombre de Guiomar.

De mar a mar entre los dos la guerra,


más honda que la mar. En mi parterre,
miro a la mar que el horizonte cierra.
Tú, asomada, Guiomar a un finisterre...

miras hacia otro mar, la mar de España...

7. La gama onomástica, en Antonio Machado es amplia, diversa, matizada.


Su escritura poética se desarrolla muchas veces a partir de ciertos nombres
inventados o reales que se inscriben como signos eufónicos llamativos y repetidos:
nombres —claves que se cargan de una significación irreductible—,
— Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla.
— No ves, Leonor, los álamos del río.
— Soria, pura, entre montes de violeta.
— A ti Guiomar, esta nostalgia mía.
— Valencia de finas torres...

105
Por todo lo que expresa en su onomástica de sus amores, de sus admiraciones,
de su itinerario geográfico o espiritual, lo mismo que se le ha llamado “Poeta del
tiempo”, se le podía llamar a Antonio Machado “Poeta del nombre propio de per­
sona o de lugar”. La onomástica machadiana participa, en el caso de los apócrifos
o de los topónimos, del léxico de la fábula, y, en el caso de los nombres reales, de
la exaltación de la realidad.
En el nombre propio Yo, según Antonio Machado, se reconcilian las dos ten­
dencias opuestas que siempre se entrecruzan en su escritura: realismo e idealismo,
es decir: atención a los seres y a las cosas situadas, pero revelados en su esencia
por el nombre que les corresponde.
Función poética, función heurística, función metafísica, celebración del refe­
rente a través del objeto lexical, tales son en conclusión, a mi parecer, las cuatro
funciones principales del nombre según Antonio Machado, poeta de los nombres.

106
ANTONIO MACHADO, SIEMPRE

Francisco Ynduráin

Hablar de Antonio Machado, y en Sevilla, supone en mí una audacia que


linda en temeridad, agravada por las ciento treinta lecciones dictadas en esta
semana conmemorativa y por mi audiencia, ahora. Y no estoy en demanda del
tópico tan conocido de la captado benevolentiae —que desde ahora invoco — , sino
midiendo distancias. En fin, ustedes ganarán mucho más abriendo al azar cual­
quier libro de nuestro autor, recreándose con su lectura. Machado es un clásico en
el sentido más grave del término, autor con validez universal en tiempo y lugar:
Machado, siempre.
Adelantaré una opinión que hago mía antes de entrar en estas reflexiones
sobre nuestro poeta, que dejo en propuesta para referencia compartida o no: la
poesía es una expresión integral del hombre de cada tiempo. Todavía, antes de
entrar en mi análisis y exponer opiniones, juicios también, nunca dogmas, creo
obligado exponer mi tabla de valores como lector. Procuro conformar mi disponi­
bilidad receptiva a lo que me comunique el texto, halle o no respuesta conforme
con mis ideas, en busca de un enriquecimiento de mi mundo interior y en lo más
hondo de mi condición humana. Las que llamamos Humanidades, tuvieron un
calificativo más alto: Humaniores litterae, que debiera valernos como aspiración,
reservando nuestras preferencias para aquellos escritos que elevan nuestra mente,
nuestra sensibilidad y nuestra fantasía, haciéndonos partícipes de algo insospe­
chado hasta entonces. Apunto, sin más por el momento, a una afinidad —entre
otras— de Machado con un aspecto horaciano, la meta propuesta con sus escritos
situada en el “prodesse et delectare”.

Viniendo ya a un enfoque más próximo, la obra de un autor solicita inmedia­


tamente el discernir qué grado de compromiso y con qué autenticidad haya llevado
a cabo su escritura. El Arcipreste, el de Hita, dijo que la muerte de su tercera le
causó tal dolor que le “fizo ser rudo trovador”. Con más distancia, Góngora glosó
la letrilla: “Quiere amor en su fatiga / que se sienta y no se diga” / “Pero a mí más
me contenta / que se diga y no se sienta”. Otra posición, más complicada, es la del
gran poeta luso cuyo centenario se acaba de conmemorar: “O poeta é un fingidor
/ e finge tan veramente / que chega a crér que é dor / a dor que de veras sente.”

107
Machado se proyectó en dos personajes ficticios (¡y tan reales!): Abel Martín
y Juan de Mairena, y, esporádicamente, en otros varios poetas que pudieron haber
existido. Por la pluma de Mairena se expresó: “¿Pensáis que un hombre no puede
llevar dentro de sí más que un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase
más que uno.” Y al explicarse la obra de Proust: “No conviene olvidar tampoco
que nuestro espíritu contiene elementos para la construcción de muchas personali­
dades, todas ellas tan ricas, y coherentes y acabadas como aquélla —elegida o
impuesta— que se llama nuestro carácter. Lo que se suele entender por personali­
dad no es el supuesto personaje que a lo largo del tiempo parece llevar la voz can­
tante. Pero este personaje, ¿está a cargo siempre del mismo actor?” (en Los Com­
plementarios). Nos ha mejorado a Pessoa.
La originalidad de un escritor, de un poeta, ¿en qué consiste? Lo que tengan
de audaz, de inventivo, sus imágenes puede ser un criterio de valor; pero no lo es
menos aquél que atiende a la marca personal de lo que es del dominio común.
Obtener una distinta vibración que sea perceptible y nos identifique con el poeta,
prueba es de calidad auténtica con que sus lectores nos enriquecemos. Nuestro
poeta, pongo por ejemplo, evita imágenes obtenidas por metáforas rebuscadas y
se sirve de lo más habitual como cuando lugares de paso y andadura: caminos,
galerías, sendas, veredas, calles y callejas... valen para algo tan capital en el hom­
bre como su vivir en el tiempo, ruta también, ¿hacia qué destino? Recuerdo el fino
estudio de mi colega y amigo Emilio Orozco, “Antonio Machado en el camino.
Notas a un tema central en su poesía” (Universidad de Granada, 1962), con cuya
tesis vine a coincidir cuando ya tenía esbozado el tema en mis apuntes. Prevengo
con esto a muy probables coincidencias en la copiosa bibliografía sobre don Anto­
nio.
El cual tuvo muy perspicua consciencia de la comunidad de problemas y senti­
mientos, etc., en el hombre; así, cuando pone a cuenta de Juan de Mairena: “De­
bemos estar muy prevenidos en favor y en contra de los lugares comunes. En
favor, porque no conviene eliminarlos —dice — sin antes haberlos penetrado hasta
el fondo, de modo que estemos plenamente convencidos de su vaciedad; en con­
tra, porque, en efecto, nuestra misión es singularizarlos, ponerles el sello de nues­
tra individualidad, que es la manera de darles un nuevo impulso para que sigan
rodando... Hay mucho que andar, sin salir de los lugares comunes, antes que lle­
guemos a la expresión nueva y sorprendente” (ed. Madrid, 1936, pág. 94).
¿Cómo, pues, podremos captar ese grado de originalidad del mensaje común,
ya diferente? No me creo facultado para hacer proposiciones demostradas, para
llegar a discernir ese grado de singularidad relevante: allá cada cual con su juicio,
que será, como sucede siempre, resultado de una personalidad con el correspon­
diente sedimento de cultura literaria entre otros cultivos. Por si les vale, apunto lo
que percibo y entiendo en mi lectura. La imaginación machadiana es resultado de
experiencias no exclusivas ni singulares, sino propias de todo ser humano. Obtiene
así una respuesta en simpatía inmediata y directa. El mérito, lo valioso, reside en
algo que no puedo definir: en el encanto y en la gracia conseguidos con medios de
suma sencillez, sin alarde ni alharaca: lo que todos sentimos trasladado a voz pro­
pia. Aquí hemos dado, me parece, con una de las condiciones exigibles a la poesía
auténtica tanto en su forma como en su función. Veamos algunos casos. Se ha
notado en la retórica de nuestro poeta la reiteración de imágenes —aliquid stans

108
pro aliquod— y una de las más frecuentes, la busca de algo tan incitante como elu­
sivo y misterioso, de donde resultan andanzas por rutas metafóricas. Una vez más
— ¡y cuántas otras!— he de acudir a la elusiva gracia en su decir y ocasionalidad.
Sin necesidad de citar tantos poemas en que, como ya he dicho, el poeta recorre
andaduras con incierto destino, en la prosa de su no acabado “Discurso” para
ingresar en la RAE, se contempla como poeta “deambulando por sus más intrinca­
das callejuelas” en busca del lugar donde “cree encontrar su musa”. Porque “el
poeta explora la ciudad más o menos subterránea de sus sueños y aspira a la expre­
sión de lo inefable”. Son palabras suyas, a las que añado algunas más porque
ahora está ante lo oculto, adscrito a un término tomado del psicoanálisis, cuya
recepción no puedo precisar ni en tiempo ni en fuente: “El momento profundo de
la lírica que coincide con el culto un tanto supersticioso de lo subconsciente, dejó
algunas obras inmortales /... / el simbolismo francés”. Por Juan de Mairena dicta­
minó: “Lo subconsciente, sirte qua non de toda poesía.” Zonas más allá de la expe­
riencia vulgar ya le atrajeron tan temprano como en la “Introducción” a Galerías:
“El alma del poeta / se orienta hacia el misterio. / Sólo el poeta puede / mirar lo
que está lejos / dentro del alma, en turbio / y mago sol envuelto.”
Juan Ramón Jiménez no vio, o no quiso ver, los sentidos segundos que
sugiere el callejeo imaginante y se limita a lo anecdótico colorista local; así, en un
artículo en “El País” (Madrid, 1903), al dar cuenta y con elogio de la edición de
Soledades en ese año: “Las callejas sombrías y estrechas que sonrosan sus paredes
grises al crepúsculo y cortan sus muros sobre la gloria de oro de los ocasos lejanos,
las plazuelas cerradas, con hierba entre las piedras y viejos conventos, todo lo soli­
tario, lo umbrío, lo musgoso, se anima, en su tristeza castellana, con almas de un
país en bruma, y en las ventanas de esta España hay mejillas de rosa y cabellos de
lino y pechitos nacientes bajo el corpino claro; el tilo se adivina y la vidriera file­
teada de plomo se sueña.” El de Moguer se ha quedado en el umbral, sin penetrar
en lo íntimo. Sí, también Machado dijo lo de “enjauladitas hembras hispanas”,
pero no fue ese su tema de tono mayor.
Veamos ahora algo más de Soledades, título de su primer libro, que se repitió,
con algunas modificaciones, en 1907 y 1919. Hay palabras que han ido asumiendo
nuevos sentidos y connotaciones a lo largo de su historia, tanto en román paladino
como en el literario, donde se les han ido incorporando nuevos matices. Pasadme
lo elemental de que soledad resulta derivado de solo/a. Los clásicos latinos pusie­
ron una grave nota en la repetida exclamación: Vae solí! = ¡Ay del que está solo!
El poeta a ratos, Campoamor y Campoosorio, vio más triste todavía la soledad de
dos en compañía. Karl Vossler, en su erudito estudio que se tradujo al español, La
soledad en la poesía española (Madrid, Revista de Occidente, 1941), limitó su aná­
lisis al Siglo de Oro. Resulta de evidencia palmaria que en este término hay bas­
tante más que la simple nota de aislamiento personal, pues tenemos muchos textos
en los que soledad supone un sentimiento de tristeza y, tal vez, un anhelo por
alcanzar algo. Antonio de Villegas nos dejó su novela pastoril, entreverada de
prosa y versos e incluida en su Inventario (1565), con este título tan significativo:
“Ausencia y soledad de amor”. Una vieja copla me suena: “Soledad tengo de ti, /
tierra donde yo nací.”
El cautivo español en La española inglesa prefiere ser llevado a Inglaterra
antes que seguir en España sin su hija, raptada, porque en su patria no habría de

109
hallar “otra cosa que no sea ocasión de tristeza y soledades mías”. En la fase triste
de sus amores, Fernando, el doble de Lope de Vega, recita en La Dorotea: “A mis
soledades voy / de mis soledades vengo, / que para andar conmigo / me bastan mis
pensamientos.”
Hasta en el gran poeta que llevaba dentro Góngora - así lo vio Machado—
compensaría el nihilismo poético con que fuera descalificado su poema más ambi­
cioso, Soledades, de haber llevado a término el caudaloso propósito. No olvide­
mos que el héroe de las peregrinaciones por soledades de selvas y mares se nos
presentó “náufrago y desdeñado, sobre ausente”. Marca de fondo sentimental ine­
ludible.
Situación de abandono, de desamparo, con nostalgias tal vez, tiene la voz dos
sinónimos en nuestra literatura anterior: solitudo en Gómez Manrique; soledum-
bre, en Fray Hernando de Talavera, confesor de Isabel la Católica. Y no puedo
menos de recordar, con desventaja para nosotros, las saudade, soidades, suidade
portuguesas y gallegas, de tan frondosas ramas líricas y narrativas. En Machado,
todavía en Campos de Castilla, por ejemplo, en un poema, “Otro viaje”, nos dirá “so­
ledad, sequedad”, la misma que suena en otro texto del mismo libro, “En tren”.
El estar solo, voluntaria o coactivamente, puede conllevar diversas notas
sentimentales, de mucha más larga resonancia también. En la esfera de los sen­
timientos cabe la orgullosa autosuficiencia del egotista a ultranza, polo opuesto
al de quienes experimentan la soledad como carencia, menesterosidad de algo,
de lo otro, de compañía simplemente. Ahora bien, desde tal situación pueden
resultar y resultan reacciones de muy diferente entidad y valor: la más elemen­
tal, la de quien no sabe bastarse a sí mismo, o la que resulta de motivos suscita­
dos por problemas de más largo alcance. La soledad del hombre con mirada
trascendida le reduce a una situación trágica, por de pronto cuando considera
que vivimos “sin saber de dónde venimos, ni saber a dónde vamos”, recordando
a Rubén. Solos, más que en sociedad, ante el Destino, frente al Universo.
Aventuro que un pudor sentimental hizo a nuestro poeta dejar en referencia
indirecta lo más grave de su problema, no como algo singular del ser histórico
que fue, sino del Hombre, con mayúscula. Si se me permite una cita no necesa­
ria, pero que estimo congruente, recojo el texto de un crítico norteamericano,
que traduzco: “Es hora de cerrar los jardines de Occidente, y desde hoy un
artista será juzgado sólo por la resonancia de su soledad o la fuerza de su deses­
peración” (en Horizon, 1945, último núm.). Desde otro punto de vista, ahora
el de un psicólogo, el Dr. Pittaluga, se nos confirma la entidad radicalmente
humana de la soledad en la formación de la persona cuando ve en ese senti­
miento y “en su expresión cultural el mundo de los ascetas, de los místicos. No
es ciertamente inaccesible al hombre común. La personalidad se dibuja y se
consolida en la soledad... Se madura en la soledad, además, no sólo el pensa­
miento abstracto —relación del ser humano con el Universo, con el mundo tras­
cendente, con Dios—, sino en un tácito diálogo consigo mismo. De este diálogo
secreto surge, como en un espejo, ante nosotros, nuestra pesonalidad” (en
Temperamento, carácter y personalidad, FCE, México, 2.a ed., 1958). Una vez
más entiendo que la mirada del psicólogo ha venido a iluminar nuestra lectura
literaria. Y ahora se me implica el tema de la soledad con el de la busca, tan
presentes en el poeta. Otra confesión lírica de don Antonio:

110
“Yo no sé de leyendas de antigua alegría,
sino viejas historias de melancolía.”

Es con buenos sentimientos con los que se hace poesía mala, por los malos
poetas, por supuesto. Uno de esos sentimientos que, como todos, raras veces
figura exento y puro, y que ha tenido más resonancia en los poetas de cualquier
lugar o tiempo es el de la melancolía. No puedo seguir la trayectoria de un término
que ha ocupado a filósofos —ya a Aristóteles— y fisiólogos, así como su presencia
en tantos poetas y prosistas de nuestra civilización occidental, por de pronto, que
es la que me es menos desconocida. Según Marsilio Ficino, es precisamente la
melancolía lo que caracteriza a los hombres de letras, que están bajo la influencia
de Saturno (E. Asencio, Estudios portugueses, París, 1974, pág. 127). Dejando de
lado el aspecto fisiológico, el que resulta del predominio de la bilis negra o atrabi-
lis, no pocos poetas han atribuido a tal condición la base más idónea para la poe­
sía. Edgar Alian Poe, en su ensayo “The Philisophy of Composition”, busca el
tono para la más alta manifestación poética, y de todas las experiencias encuentra
que la tristeza (sadness) se revela como la más apropiada, y sigue: “Beauty of wha-
tever kind, in its supreme development, invariably excites the sensitive soul to
tears. Melancholy is thus the most legitímate of all poetical tones.” Carlyle, por su
parte, admiraba en los hombres del Norte la tendencia a la melancolía sin quejum­
bre, con mirada libre y profunda hasta los abismos del pensamiento. Así, resumo,
en su Sartor resartus. Para Benedetto, “el velo de melancolía tantas veces notado
en toda genuina poesía” supone por implicación “la visión del eterno drama
humano que alcanza el ideal sólo cuando vence la avidez vital” (en Letture dipoeti
Barí, 1948, ed., 1966, pág. 207), Y todavía en su tratado sobre Poesía ve la cara de
la Belleza con “un velo de mestizia”. Muchos años antes, nuestro gran lexicógrafo
Sebastián de Covarrubias nos dice en su Vocabulario (1611) y al tratar de la atrabi-
lis o melancolía, que se trata de tristeza, “pero no cualquier tristeza se puede lla­
mar melancolía en este rigor; aunque decimos estar uno melancólico quando está
triste y pensativo de alguna cosa que le da pesadumbre”. Y sigue con “melancoli
zarse”, “melancólico”, “triste y pensativo en común acepción”. Notemos la con­
junción de temple sentimental y actitud pensativa. Algo así veo en el Oxford
English Dictionary: “pensive sadness”. (Dejo aquí tema tan denso y ancho, remi­
tiendo al curioso lector a Kierkegaard, Estética y ética en la formación de la perso­
nalidad, Buenos Aires, 1955, p. 48. Y a Carlos Gurméndez, Teoría de los senti­
mientos, México, FCE que ilustra con el conocido grabado de Durero.

El simbolismo de Machado. En una de sus cartas a Unamuno, Machado no


admite la opinión de que el misterio sea un elemento estético, aunque Mallarmé
lo afirme al censurar a los parnasianos por la claridad de sus formas: “La belleza
no está en el misterio, sino en el deseo de penetrarlo. Pero este camino es muy
peligroso y puede llevarnos a un caos en nosotros mismos si no caemos en la vani­
dad de crear sistemáticamente brumas que, en realidad, no existen, no deben exis­
tir” (apud, Geoffrey Ribbans, “Unamuno and Antonio Machado”, Bull. ofHisp.
St. XXXIV, 1957). Notemos la prudencia y sentido autocrítico que evidencia el
texto. En cuanto a la cita de Mallarmé puede ser la tantas veces recordada: “Nommer

111
un objet, c’est supprimer les trois-quarts de la jouissance du poème qui est faite du
bonheur de déviner peu à peu: le suggérer, voilà le rêve... ou choisir un objet et
en dégager un état dâme, par un série de déchiffremens” (Puede verse con su exa­
men en J. Huret, Enquête Sur L’Evolution Littéraire, Paris, 1981, p. 60).
Esta orientación hacia lo misterioso sugerido, partiendo desde lo concreto y
observable por los sentidos, experiencias que en tantos otros resultan privadas de
resonancia, nos vale para una de las claves en la poesía del nuestro. Sus primeras
exploraciones del hombre y su mundo se le convierten en expresión lírica, acu­
diendo al símbolo, no de receta ni de escuela, sino directa y sencillamente, enfren­
tándose con lo misterioso que nos rodea, sugerido desde lo más inmediato y per­
ceptible por los sentidos. En uno de sus primeros poemas (1901).

Misterio de la fuente, en ti las horas


sus redes tejen de invisible hiedra;
cautivo en ti, mil tardes soñadoras
el símbolo adoré de agua y piedra.

Cada una de las cosas, ahora y tantas veces más, le revelan lo oculto con signi­
ficados que le valen y nos propone en trance lírico receptivo. El patio de su infan­
cia lo volveremos a evocar.
# íjC íjí

Poesía y filosofías. ¿De la poesía a la filosofía? Este parece haber sido el


rumbo que siguiera en su escritura. Si lamenta el haber cambiado en monedas de
cobre el oro de ayer, puede estar en contradicción con lo escrito para el Discurso
académico: “Si algo estudié con ahínco fue más de filosofía que de amena litera­
tura y confesaros he que, con excepción de algunos poetas, las bellas letras tam­
poco me apasionaron.” No puedo entrar en un resumen de su filosofía, que nos
dejó muy bien tratado mi colega y amigo Eugenio Frutos en su excelente estudio
Creación poética (Madrid, Porrúa, 1976, donde puede verse en la parte IV,
pp. 269-321). El profesor Frutos, poeta y filósofo también1.
Para Pedro Salinas, la raíz de la poesía en Machado está en la relación de lo
temporal con lo eterno y si se advierte una filosofía es algo como un fondo, como
la filigrana en el papel, y sigue: “No hay poeta de talla que no intente descifrarle
su cifra al Universo. La poesía es siempre respuesta al eterno preguntar” (en un
artículo, “Antonio Machado”, noviembre, 1932, luego en Literatura Española
Siglo XX, Madrid, 1970, 3.a ed.).
Abel Martín y Juan de Mairena, sus dos heterónimos, tuvieron la palabra
para ingeniosas elucubraciones sobre filosofemas, no sin sus ribetes de zumba en
ocasiones. De los más afamados filósofos, en una línea existencialista se ocupó, sin
olvidar uno de menor talla, Protágoras, por el cual tuvo una admiración que me
suena a coincidencia de problemas. El escepticismo del filósofo de Abdera (que
nos queda en los diálogos paltónicos, Protágoras y Teéteto y en el de “Sobre los
Dioses”) viene a reforzar el de Machado, si tenemos en cuenta que no se trata de
negación sistemática, sino de observar (eso significa skeptomai) y de reservas al
testimonio de los sentidos, con sus falacias, dejando al hombre la medida de las
cosas de las que son y de las que no.

112
Creo ver en Machado, más que en fórmula de tesis, en anhelo y aspiración
intuido, algo de lo que Platón dejó en su Politeia, la armonía de las esferas, que
recogió Cicerón en su tratado, “Somnium Scipionis”, atribuido al narrador, Er, el
Armenio: “Bajo las imágenes poéticas late un impulso a buscar y hallar orden y
armonía entre lo plural y cambiante.” Algo como lo de Nietzsche, “del kaos al
kosmos”. En fin, Bergson, Heidegger, Unamuno, y el ya mencionado Nietzsche,
son objeto de comentario y meditación frecuentes. Su filosofía no pasó de ingenio­
sidades aparentes que encubren problemas de máxima gravedad en lo que atañe
al hombre como ser-para-la muerte, con una dialéctica resumida en planteamien­
tos contradictorios. Y cierro el inciso.
* * *

Volviendo a la poesía, se me ofrece un motivo que considero central en pen­


samiento y visión lírica: el del tiempo. Por resumir en un solo enunciado lo que
tantas veces proclamara, recordaré su dictamen:

Ni mármol duro y eterno,


ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.

donde resume su ideal poético. En efecto, se trata de una cuestión medular en el


pensar y poetizar de Machado, el del sentido, del “sentimiento” —aclara él— del
paso del tiempo, de nuestro pasar hecho consciencia. Que haya encontrado en
Bergson pábulo en acuerdo con sus meditaciones sobre el tema, o que le hayan
sido confirmadas en Heidegger, parece evidente, pero sin que esto suponga descu­
brimiento ajeno de lo que fue experiencia propia. Tampoco deben excluirse pre­
suntos o presuntivos ecos de Quevedo (por el que no tuvo admiración expresa) y,
más seguros, de Jorge Manrique, ahora con testimonio explícito y reiterado. Me
limito a recordar primeros versos de sonetos de Quevedo:

“En fuga irrevocable huye la hora.”


“Vivir es caminar breve jornada.”
“Hoy no es ayer, mañana no ha llegado.”

Simplemente, la durée, el fluir irrestañable del tiempo, confiado a tres


momentos, antes y después, desde un lábil presente, lo encontramos reiterada­
mente en Machado, especialmente en esa poesía sentenciosa, en la línea de la gnó­
mica: “Hoy es siempre todavía” (a José Ortega y Gasset); “Hoy que será mañana,
/ del Ayer que es Todavía”
O: “Del romance castellano / no busques la sal castiza... Déjale lo que no pue­
des / quitarle: su melodía / de cantar que canta y cuenta / un ayer que es todavía.”
La incesante marcha del tiempo, de nuestras vidas, ríos que van a la mar del
morir, tan recordado por Machado, ha sido confiado en los versos que acabo de
citar a voces tan desprovistas de connotaciones previas como esos adverbios tem­
porales, cuyo sentido exacto lo adquieren adscritos a temporalidad expresada que
fija su disponibilidad. Otro vocablo, de parva entidad y de imprecisión significante
previa, el adverbio ya, adquiere un sentido cargado de sentimentaciones y, tal vez,

113
de problemas, por ejemplo, en el poema escrito en Baeza, ya viudo, a su amigo
José M.a Palacio (20-abril-1913):

“Palacio, buen amigo,


¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? ...
¿tienen ya ruiseñores las riberas?”

Y poco antes (abril, 1912): “Recuerdos”:

“ya verdearán los chopos en las márgenes del río.”

Leídos aisladamente estos pasajes pueden dejar una impresión de tiempo que
fluye y se renueva; pero si leemos de frente y al sesgo, con la doble luz que el poeta
pedía para su verso, el “ya” se tiñe de esperanza deseada, aunque reste la incerti­
dumbre en esos futuros hipotéticos, con suposición plausible, esperada: “habrá
cigüeñas”, “verdearán los chopos”. La densidad sugerida por la lengua poética de
Machado me parece que es uno de sus valores más relevantes, que piden máxima
atención si no nos hemos de privar de su mensaje último.
Si desde un tiempo vivido y cantado en sus poemas pasamos a otra considera­
ción del mismo concepto y experiencia en diferente actualidad, notaremos la
expresión de ese fluir con resultados de distintas andaduras en el verso. Una dis­
tinción elemental señalaron los teorizadores eslavos Jakobson y Pomorska (en ver­
sión francesa, Dialogues, París, Flammarion, 1980, pág. 75). Nuestro poeta y pro­
fesor, que también pasó por Soria, Gerardo Diego se valió de un término tomado
al lenguaje musical, “tempo”, para analizar la distinta andadura rítmica del verso:
agilidad, lentitud, tensión, sosiego, etc^ pueden tener figura en sonoridades oca­
sionales, tanto en verso como en la prosa, especialmente en la oratoria y en las
tablas. Sabemos que Machado se negó a recitar sus poemas, incluso renunciando
a ser grabado en el “Archivo” de la Palabra” que llevó a cabo Tomás Navarro
Tomás con las voces de Benavente, Unamuno, los Quintero, Baroja (¡ese “Elogio
sentimental del arcordeón!)... Durante la guerra civil, estando en Barcelona,
Navarro Tomás le convenció para grabar con su voz —la de Machado— dos poe­
mas: “Ya va subiendo la luna por el naranjal” y “El crimen fue en Granada”, que
su autor leyera con emocionado acento entre la multitud congregada en la Plaza
de Castelar, en Valencia. No pudo hacerse, a falta de materiales necesarios. Lo
cuenta el filólogo en un artículo publicado en la revista La Torre (Puerto Rico,
enero-junio, 1954).
Como resumen y cifra del tempo machadiano, del que me suena más habitual,
propongo el de andadura lentificada adscrito a un sosiego meditabundo. Nos dijo,
y no una sola vez, que su corazón era de “ritmo lento”. En su último Mairena
(1936), al analizar la experiencia del campo con resultados de calma y de sosiego
como la mejor lección para el poeta, advierte, “intuye ritmos” más lentos que el
flujo de su propia sangre, y allí obtiene la gran enseñanza... “Además, el campo le
obliga a sentir las distancias —no a medirlas— y a buscarles una expresión tempo­
ral, como, por ejemplo: ‘El día dormido / de cerro en cerro y sombra en sombra

114
yace’, que dice Góngora, el bueno, nada gongorino, el buen poeta que llevaba
dentro el gran pedante cordobés” (En la cuidada ed. de Juan de Mairena, a cargo
de Pablo de Barco, Madrid, AE, 1981, pág. 188). Góngora, aquí, ha creado el
tempo lento, durativo, que puede medirse en un laboratorio de fonética, o, senci­
llamente, recitándolo.
Volviendo al tempo machadiano, el ritmo de la frase, encabalgamiento de
versos, reiteraciones paralelísticas, incisos, puntos suspensivos, acentuación ver­
sal, son recursos de calculado efecto. El poeta se escuchaba con oído interior y
percibía matices de temporalidad hasta los más finos, como puede verse en sus
verbos, en los cuales tiempo y aspecto pueden jugar funciones muy acusadas. Sí,
“La rima verbal y pobre / y temporal es la rica”. Lo que ya no sabía es que nuestro
poeta hubiera tenido vocación de actor, algo que Gerardo Diego nos dice en el
mismo artículo antes mencionado (y no citado: ‘Tempo’ lento en A. M.”, CuH.
11-12-1949), y, puntualiza: “Le quedó de aquellos ensayos de juventud el gusto
por la declamación ampulosa, a la que le llevaba ciertamente su naturaleza mis­
ma”... Por dicha, esa inclinación enfática se contrarrestaba con la sencillez y la
humildad de sus ‘pocas palabras verdaderas’ y con la transparencia de un corazón
bellísimo” (págs. 27 / 2, art. cit.). Antes había citado el poeta más joven un verso
que hace consonancia temporal con el de Góngora, cuando Machado dijo:

El plomizo balón de la tormenta


de monte en monte rebotar se oía.

Que Machado tuvo avisada consciencia del tiempo experimentado se advierte


desde luego en su poesía, y con notas de observación crítica nos lo dirá más de una
vez, como cuando cifra la poesía como “palabra en el tiempo”. En carta a Juan
Ramón (1904?), comentándole sus Arias tristes, advierte cómo ha traído su autor
“dulzura de ritmo y delicadeza de armonías apagadas /.../a nuestras almas violen­
tas, ásperas y destartaladas, otra gama de sensaciones dulces y melancólicas.
Usted continúa a Bécquer, el primer renovador del ritmo interno de la poesía
española” (en R. Gullón, La Torre, Univ. de Puerto Rico, pp. 33-34).
Palabra en el tiempo, en su ritmo, o en su tempo, porque la poesía si, lo es,
debe, además de decir, hacer, crear, que eso significa poiein. Permitid que apoye
mi aserto, tan común, en un poema de don Antonio, que será la mejor prueba, y
para mostrar cómo nuestras dos experiencias básicas de tiempo y de espacio se
conjugan y funden verbalmente, sin definiciones, in actu: es en el poema XI de
Soledades donde se entrevera una copla popular —o como si lo fuese— con la
ensoñación suscitada en el poeta. Ya se supone que me refiero a “Yo voy soñando
caminos...” Más: “En el corazón tenía / la espina de una pasión...” Y llegamos a
lo que he propuesto de temporalidad espacializada, y espacio temporalizado:

“La tarde cayendo está.


Y todo el campo un momento
se queda mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

115
La tarde más se obscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.
Mi cantar vuelve a plañir...

Renuncio al análisis puntual de la gramática, incluso, que nos pide el texto,


no sin proclamar la evidencia: esa matización durativa de los tiempos verbales,
presentes y gerundios, el incoativo “oscurece”, con el final, “desaparece”, mien­
tras tiempo y espacio se nos han dado en ese camino que la mirada ha tenido que
seguir en ruta y duración del serpear y blanquear. Recordaré a Jakobson en el
estudio citado (junto con Pomorska), pues nos viene como anillo al dedo: “El
verso es lo más apto para hacernos vivir el tiempo verbal, tanto en los versos fol­
klóricos como en los literarios, porque unos y otros comportan simultáneamente
dos variedades lingüísticas del tiempo: el de la enunciación, y el tiempo enuncia­
do” (Ob. cit., pág. 75). Así se nos transmite el tiempo concreto y el abstracto. O
el cuándo y el cómo de la ocurrencia.

Machado y Sevilla

Cada uno tiene su historia, seres en el tiempo, con evolución interior y apa­
rente en lugares, medios y circunstancias sociales que nos hacen ir variando, reser­
vándonos un núcleo interior de entidad menos cambiante. La etapa castellana
—Soria, Segovia después— no eliminó las raíces de su infancia en Sevilla. En su
“Retrato”, poema que incluyó en Campos de Castilla (1912):

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla


y un huerto claro donde madura el limonero

Faltan ahora más datos objetivos, disparadero en otros poemas anteriores y


posteriores para meditaciones que le llevan desde la escena a planos de remontada
especulación. De la fuente en el patio le quedaron imágenes de la fluidez del surti­
dor y el reflejo de los frutos del limonero, todo dentro de un patio con huerto.
(¿Asociaremos un aspecto de la imagen al “hortus conclusus”, lugar ameno y pro­
picio para el amor, de tan larga tradición lírica, desde el “Cantar de los cantares”
hasta nuestros místicos?) No pienso en influencia, ni siquiera en grado de posibili­
dad, sino en algo más permanente y general: en identidad de respuestas ante estí­
mulos semejantes.
En qué consista y hasta qué punto el ambiente de su infancia haya dejado hue­
lla en su poesía resulta solicitación tan urgente como esquiva. Sin agotar testimo­
nios que me parecen válidos para el caso, recojo algunos. Pedro Salinas, que
alguna relación tuvo con Sevilla, recordando los versos, ¡tan graves!, “siempre
buscando a Dios entre la niebla”, y “el don preclaro de evocar los sueños”, pasa
seguidamente a “¡Qué sorprendente ver a un poeta andaluz, de esta tierra tan

116
injusta y vulgarmente adscrita a la jovialidad pintoresca y al cascabeleo, pronun­
ciar las palabras más graves, más serias y más melancólicas. Por Antonio Machado
y por Juan Ramón Jiménez sospechó Rodó la existencia de una Andalucía recón­
dita, tan distinta de la litografía del siglo XIX” (escrito en noviembre de 1933,
luego en Literatura Española Siglo XX, Madrid, AE, 1970). Puede que Salinas
aludiera a Los españoles pintados por sí mismos, de varias firmas (Madrid, Gaspar
y Roig, 1851), donde lo sevillano resulta poco favorecido.
Lo andaluz tiene una antigua caracterización en nuestras letras, empezando
por Juan Ruiz cuando ve lo exagerado del que toma senda por carrera. Para Gra-
cián, Sevilla es considerada como lugar “de los bellos decidores” (El Criticón,
parte 2.a, Crisi X). Ortega y Gasset, al dar cuenta del libro recién aparecido Cam­
pos de Castilla, notaba que “la cumplida sobriedad de los cantos y letrillas popula­
res le ha movido a simplificar más la textura de sus evocaciones, dispuesta ya a la
sencillez, a la transparencia y al vigor, por la condición de poeta, que, según con­
fiesa, va incitado por ‘un corazón de ritmo lento’” (en “Los versos de Antonio
Machado”, ahora en Austral, Mocedades). El profesor Angel del Río, desde la
distancia de su universidad, en New York, definía: “La influencia de su Andalucía
nativa es menos evidente pero no menos importante que la de Castilla. Se advierte
en su introspección melancólica, en la delicadeza de su sensibilidad y en la sustan­
cia popular de sus ‘cantares’, proverbios y rimas” (Así lo que traduzco del Dictio-
nary of Modern European Literature, Oxford, London, 1947). Por último, para no
abusar de citas que tantos de ustedes estarán supliendo, termino con la de otro
poeta sevillano, Luis Cernuda: “Del cantar, de la lírica andaluza anónima, brota
esa vena suya, grave, honda, sobria, que muchos equivocadamente han supuesto
castellana; del cantar andaluz proceden esos epigramas líricos, de gracia semio-
riental, tan característicos de Machado.” Relaciona esta poesía con la de Manri­
que, San Juan de la Cruz y Bécquer, “aunque la precisión sobria de aquéllos sea
taciturnidad en éste, y su pasión, ahora agotada, sea decepción y soledad” (en Crí­
tica, ensayos y evocaciones, Barcelona, 1970. Antes también, en Estudios de Lite­
ratura Contemporánea, Madrid, 1957).
Es cualidad de atribución tópica a lo sevillano, entre otras, la que se cifra en
donaires y gracia. Dos voces tan socorridas como necesitadas de precisión.
Machado me parece que dio en el blanco por boca de su doble, Juan de Mairena:
“La gracia es generalmente de tejas arriba”, y se pronuncia contra los profesiona­
les de la gracia, porque: “cuando lo sea de tejas abajo, está sometida a la sentencia
popular que encierra la solearilla andaluza: ‘Pa tener gracia / es menester reunir /
muchas circunstancias’. Ni se limita a un regionalismo estrecho, y otra vez, por
boca del mismo Mairena, dialogando con Tortólez en un café de Sevilla, descali­
fica como español y como andaluz a quien anteponga la condición de andalucista
a la de español’.
Elegancia contenida, sobriedad, una punta de guasa sin llegar a sátira, de cen­
sura agria, con humor delicado, nos lo brinda en “Llantos de las virtudes y coplas
por la muerte de don Guido” o también en “Este hombre del casino provinciano /
que vio a Carancha recibir un día...”, que inserta en “Del pasado efímero”. Con
más mordiente y con aplicación a lo hispano además: “La España de charanga y
pandereta / cerrado y sacristía, / devota de Frascuelo y de María... En “El mañana
efímero”.

117
Otra muestra de humor, ahora con fusión de grotesco y macabro, más la fan­
tasía del poeta, la tenemos en prosa y verso respectivamente: “Fragmento de pesa­
dilla” (Baeza, 3, mayo, 1914) y en “Recuerdos de sueño, fiebre y duermevela”
(Abel Martín, 1928). Humor, ironía, gracia, donaire, otras tantas notas de algo
que se nos presenta acompañado de subtonos tan variados que se necesita un aná­
lisis detenido para cada ocurrencia. ¿En qué consiste la calidad peculiar de Macha­
do? Yo advierto, como notas dominantes, comprensión, indulgencia, mirada tole­
rante por inteligencia y “jovialidad no exenta de ironía”, como él mismo calificó la
gracia madrileña, “cuya degradación es el chiste”. El chiste verbal, añado, juego
de palabras. Me suena la primera parte de su definición madrileña como algo afín
a lo sevillano, eso sin olvidar otra sonrisa, la que notó Nietzsche como “sonrisa
intelectual, signo de asombro ante las innumerables semejanzas que hay en la exis­
tencia” (en El viajero y su sombra, Madrid, La España Moderna, donde pudo
haber leído Machado más, bastante más, del filósofo alemán). Aquí hemos dado
otra vez con la veta filosófica del nuestro.
Volviendo a sus recuerdos infantiles, al patio del Palacio de las Dueñas,
morada de su familia en un apartamento, y “a la huella que en mi espíritu ha
dejado la interior arquitectura de ese viejo caserón”, el Dr. Vega Díaz nos ha sal­
vado un texto inédito del que tomo la frase citada que publicó en Papeles de son
Armadans (1965). En efecto, el escenario de su infancia se le hizo imagen con
sucesivas aplicaciones que nos valen a todos, aunque nos falte la misma experien­
cia germinal. En Galerías, VII:

El limonero lánguido suspende


una pálida rama polvorienta,
sobre el encanto de la fuente limpia
y allá en el fondo sueñan
los frutos de oro.

No poeta simbolista, de escuela o de grupo, sino, mejor, Intimista, como se tituló


en un supuesto Programa de Literatura Española. Metafísico, además, porque suele ir
desde la fisis, materia, a lo que está más allá, al misterio, no al enigma, que tiene solu­
ción unívoca. Todavía, en 1930, entre sus Viejas canciones, surge con brote memorioso:

“Esta luz de Sevilla... Es el palacio


donde nací, con su rumor de fuente.”

Evoca a su padre:

“Cuando sus ojos de mirar inquieto


ya escapan de su ayer a su mañana,
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!
piadosamente mi cabeza cana.”

Una vez más, poesía igual a palabra en el tiempo.


¿Quién no conserva recuerdos entrañables, entrañados, de la nebulosa infan­
cia, aunque no los haya hecho poesía? Schiller, en su tratado Poesía ingenua y

118
poesía sentimental, me ilustra con un juicio que me resulta oportuno: “El senti­
miento con que la naturaleza nos atrae está estrechamente ligado con la nostalgia
de los años de niñez y candor infantil. Nuestra niñez es la única naturaleza no
mutilada que encontramos en la humanidad culta: no es extraño, pues, que toda
huella de la naturaleza exterior nos retrotraiga a nuestra infancia” (ed. Buenos
Aires, pág. 60).
Confío a la memoria de cada cual tantos otros pasajes en los que nuestro
poeta evocó su infancia, incorporándola a nuevas experiencias. Me limito a com­
partir emotivamente su último verso, una vez más esas pocas palabras verdaderas
con las que cerró su transcurso de poeta y persona en el tiempo, cuando presentía
la inminente llegada de la que nunca faltará a la cita, Ella... Entonces, ante el
último misterio se la hacen presentes:

“Estos días azules / y este sol de la infancia.”

119
NOTAS
1. A Eugenio Frutos, Creación poética, Madrid, Porrúa Turanzas, 1976, el detallado IV, “Inserción
de la filosofía en la poesía”: “El primer Bergson en Antonio Machado”. B) “La esencial heteroge­
neidad del ser en A. M.” C) “La dialéctica de los sentimientos y de los conceptos en A. M.”, págs.
151-268. Más: “Problematización poética de la filosofía” y “Problematización filosófica de la poe­
sía”, pp. 269-321.

Nota final: Mi título, “Antonio Machado, siempre”, fue dictado por teléfono al pedirme la honrosa
invitación. Para mí es autor de cabecera, cuyos libros tengo siempre a mano para lectura sin más que
el placer obtenido. El cincuentenario, como el centenario de su nacimiento, ojalá nos lo traigan a más
extenso y más intenso conocimiento.

120
LAS VOCES APOCRIFAS DE ANTONIO MACHADO*

Domingo Ynduráin
Universidad Autónoma de Madrid

La poesía de Antonio Machado, en conjunto, puede verse como la historia de


un fracaso, la historia del proceso lírico en que se da cuenta de la imposibilidad de
alcanzar las huidizas ilusiones que se manifiestan en el fondo de la conciencia,
como atisbos, supuestas promesas y fugaces ilusiones sólo entrevistas. Esto es así
porque, en último término, el tesoro latente que Machado espera alcanzar no es
otra cosa que una creación de las capas más profundas de su conciencia, una fanta­
sía nacida en el ámbito del subconsciente donde el tiempo no existe, donde los
recuerdos anidan como vivencias, y donde toman cuerpo las frustraciones, los
deseos nunca realizados, las pulsiones y las invenciones fantasmáticas.
En este sentido, la producción poética que va de 1902, más o menos, a 1924
(fecha de su último libro de versos, Nuevas canciones) expone el proceso de análi­
sis que realiza Machado y que le lleva desde la confianza esperanzada hasta la luci­
dez del desengaño. Es un proceso, un cambio, que se puede rastrear en las varia­
ciones de sentido, o de valor, que sufren determinados temas o ideas recurrentes,
obsesivas1. Ahora bien; frente a esas modificaciones hay un esquema (que me
niego a llamar estructura profunda) que permanece, que se mantiene a lo largo de
la evolución señalada, y vertebra toda la producción machadiana, incluida la pro­
ducción en prosa, hasta 1939, e incluido el teatro. Y esto no tanto porque en el tea­
tro haya una multiplicidad de voces, esto es, de personajes, cuanto porque en el
teatro de los hermanos Machado el argumento es siempre el caso de un personaje
que vive otra vida, quiere vivirla o hubiera querido vivirla; es lo que le ocurre a
Mañara, Julianillo Valcárcel, la prima Fernanda y, sobre todo, al hombre que
murió en la guerra; en menor medida se produce en La duquesa de Benamejí, y
sólo como posibilidad no realizada se encuentra en La Lola2.
Este esquema puede aparecer de muy diferentes maneras, pero el esquema,
como tal, permanece desde el principio al fin, como veremos.
Eustaquio Barjau publicó en su día un artículo, “Juan de Mairena: teoría del
diálogo”, que continúa y amplía el tema tratado por él en un libro excelente, Teo­
ría y práctica del apócrifo; desde entonces hasta el reciente y valioso artículo de
Gaetano Chiappini, “L’Itinerario apócrifo di A. Machado”, el tema ha merecido
la atención de numerosos críticos que se han ocupado de los complementarios o
los apócrifos. Pero lo que ahora me interesa señalar aquí es que el diálogo y las

121
voces apócrifas no aparecen sólo desde Los Complementarios o Juan de Mairena,
pues ya en sus primeros poemas utiliza Machado el diálogo, y el diálogo apócrifo;
por ejemplo:

Dije a la noche: Amada mentirosa


tú sabes mi secreto;
tú has visto la honda gruta
donde fabrica su cristal mi sueño,
y sabes que mis lágrimas son mías,
y sabes mi dolor, mi dolor viejo.
— ¡Oh! Yo no sé, dijo la noche, amado,
yo no sé tu secreto,
aunque he visto vagar ese que dices
desolado fantasma, por tu sueño.
Yo me asomo a las almas cuando lloran
y escucho su hondo rezo,
humilde y solitario,
ese que llamas salmo verdadero;
pero en las hondas bóvedas del alma
no sé si el llanto es una voz o un eco.
Para escuchar tu queja de tus labios
yo te busqué en tu sueño,
y allí te vi vagando en un borroso
laberinto de espejos. (1902)

poema en el que se produce la intervención de dos interlocutores. En otras ocasio­


nes encontramos la interpelación directa del yo al tú o la formulación de una pre­
gunta que, sin embargo, no recibe la contestación que completaría formalmente el
diálogo. Lo que unifica las dos modalidades es la presencia de la primera y la
segunda personas gramaticales en relación con un verbo dicendi. Por ejemplo:

“No sé qué me dice tu copla riente


de ensueños lejanos, hermana la fuente.
Yo sé que tu claro cristal de alegría
ya supo del árbol la fruta bermeja

Yo sé que tus bellos espejos cantores


copiaron antiguos delirios de amores (1902)
Me dijo el agua clara que reía,
bajo el sol, sobre el mármol de la fuente:
si te inquieta el enigma del presente
aprende el son de la salmodia mía (1903)
¿Perfumarán aún mis rosas la alba frente
del hada de tu sueño adamantino?
Respondí a la mañana:
Sólo tienen cristal los sueños míos.
Yo conozco el hada de mis sueños;

122
ni sé si está mi corazón florido.
Pero si aguardas la mañana pura
que ha de romper el vaso cristalino
quizá el hada te dará tus rosas,
mi corazón tus lirios” (1902)3

O bien:

¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,


aquellos juncos tiernos,
lánguidos y amarillos
que hay en el cauce seco?...
¿Recuerdas la amapola
que calcinó el verano,
la amapola marchita,
negro crespón del campo?...
¿Te acuerdas del sol yerto
y humilde, en la mañana,
que brilla y tiembla roto
sobre una fuente helada?... (1902)

Como sabemos, las propuestas formuladas por los misteriosos y evanescentes


interlocutores son engaños: nada hay en realidad de lo que ofrecen; es algo que
queda muy claro en dos poemas, “Fue una clara tarde, triste y soñolienta” (VI-
1903) y “El limonero lánguido suspende” (VII-1903). Pero lo más significativo es
que los engañosos tesoros han sido fabricados por el poeta. Y los interlocutores,
también. El proceso que lleva a tomar conciencia de este hecho puede verse resu­
mido en un poema de 1907 (LXI):

Leyendo un claro día


mi bien amados versos,
he visto en el profundo
espejo de mis sueños
que una verdad divina
temblando está de miedo

Y el resultado resulta bastante claro y definido en LXXX:

Bajo ese almendro florido,


todo cargado de flor
—recordé—, yo he maldecido
mi juventud sin amor.
Hoy, en mitad de la vida,
me he parado a meditar...
¡Juventud nunca vivida,
quién te volviera a soñar!

123
en XXXIX:

¡Ay de nuestro ruiseñor


si en una noche serena
se cura del mal de amor
que llora y canta sin pena

o en LXXXIX:

Y podrás conocerte, recordando


del pasado soñar los turbios lienzos
en este día triste en que caminas
con los ojos abiertos.
De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños.

Se trataba, pues, de un desdoblamiento del yo, de unas voces apócrifas con


las que dialoga..., hasta que descubre la superchería. Superchería que es doble,
pues si, por un lado, afecta a las voces, por otro, afecta a las ofertas por ellas for­
muladas o insinuadas. Pero, ahora, en este momento de lucidez, cabe, sin embar­
go, preguntarse por la naturaleza del fenómeno descrito, por el mecanismo que
genera la aparición de voces y ofertas.
No cabe duda de la influencia que en este sentido (y en otros) ejerce Rubén
Darío sobre este primer Machado, hasta recordar estos textos:

Amada, la noche llega;


las ramas que se columpian
hablan de las hojas secas
y de las flores difuntas

En tanto los aires vuelan


y los aromas ondulan;
se inclinan las ramas trémulas
y parece que murmuran
algo de las hojas secas
y de las flores difuntas

(Rimas, 1887)

Una vez sentí el ansia


de una sed infinita.
Dije al hada amorosa:
—Quiero en el alma mía
tener la inspiración honda, profunda,

124
tener la inspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: — ¡Ven! con el acento.

(“Autumnal”, Azul, 1888)

y algunos, pocos, más6.


Por otra parte, notaremos que un esquema típico de la poesía de Machado en
esta época consiste en describir un momento de esplendor y plenitud (ocaso de
fuego, amanecer, juventud, amor, etc.) que parece al alcance de la mano, posible
pero todavía inalcanzado y que, incluso como expectativa, resulta fugaz, y este
momento resulta, inmediatamente después, reemplazado por lo cotidiano y vul­
gar. Es un instante de lucidez dorada en el que se revela que la vida podría ser de
otra manera, o podría haberlo sido. Baste recordar el conocidísimo “Yo voy
soñando caminos” o “Está en la sala familiar, sombría” (I)7, plenamente significa­
tivo en cuanto Machado plantea en el otro, en el hermano, la posibilidad que ha
experimentado en sí mismo, esto es, que la juventud nunca vivida cante ante su
puerta, aparezca como una pulsión fantasmática o como un sueño.
Si Machado ha descubierto que la introspección es inútil, puede pensar que
quizá en el otro, en lo ajeno, aparezcan esas realidades valiosas que no encontró
dentro de sí. Esta nueva posibilidad es la que se desarrolla en Campos de Castilla.
Pero, al mirar fuera, el poeta ve los mismos enigmas, los mismos contrastes y con­
tradicciones que veía en su interior: junto al noble labriego, aparece la sombra de
Caín; frente al mísero presente soriano, se revela heroico el tiempo pasado, per­
dido y, sin embargo, mágicamente presente y actuante como sueño y como virtua­
lidad o perspectiva; al invierno, le sucede la primavera... y la seca tierra es arreba­
tada por los ríos hacia los anchos mares. Hay que notar que todas estas manifesta­
ciones contrarias y aun contradictorias se refieren al mismo sujeto, son manifesta­
ciones de una realidad única. La paradoja se hace inevitable porque lo que define
la identidad de los Campos de Castilla es, precisamente, la naturaleza contradicto­
ria de su ser. Incluso cuando sólo se manifiesta una realidad, la otra no desapare­
ce, sino que permanece de una manera virtual o latente8. Es por esto por lo que,
ya en Campos de Castilla la paradoja se da con frecuencia. Véase, por ejemplo, la
composición titulada “Del pasado efímero”, en la que el “hombre del casino pro­
vinciano” se describe con los caracteres que de manera habitual se atribuyen a tra-
dicionalistas y conservadores; y, sin embargo, ese hombre

Bosteza de política banales


dicterios al gobierno reaccionario
y augura que vendrán los liberales
cual torna la cigüeña al campanario.

O bien el repentino cambio de perspectiva con que acaba “Un criminal” (“El
acusado es pálido y lampiño”, CVIII) o la inversión de los valores generalmente
admitidos en “Un loco” (CVI), etc. La paradoja directa se puede ver en formula­
ciones como: “nunca extrañaréis que un bruto / se descuerne por una idea”, por­
que, explica Machado en otros versos llenos de sentido:

125
El hombre es por natura la bestia paradójica,
un animal absurdo que necesita lógica.
Creó de la nada un mundo y, su obra terminada,
ya estoy en el secreto —se dijo —, todo es nada.

Tras estas precisiones, podemos volver a la cuestión planteada arriba, me


refiero al estudio del mecanismo que genera la aparición de las voces y ofertas en
Soledades. Sin duda, se trata de un diálogo entre el yo consciente (o no tan cons­
ciente) y las frustraciones y deseos del subconsciente personificados en voces apa­
rentemente ajenas. El conflicto se establece —como en los versos que acabo de
reproducir— entre lógica y voluntad, entre realidad y deseo. Si la conclusión a la
que llega el poeta (tanto en Soledades como en Campos de Castilla) es que voces
y ofertas son resultado de una falsificación, entonces toda una serie de creencias
pierden sentido: lo trascendente, los sistemas filosóficos, los dogmas, que tratan
de definir y atrapar la realidad de manera unívoca y definitiva. Es la llegada al
escepticismo radical: es imposible ir más allá de la viviencia inmediata; es imposi­
ble vivir una experiencia y saber, al mismo tiempo, si es realidad o sueño. Baste,
a este propósito, recordar la poesía que comienza “Era un niño que soñaba / un
caballo de cartón” u otras más filosóficas como “Hay dos modos de conciencia” o
“Sobre la limpia arena” (CXXXVII). Si la realidad pierde sentido y significación
por ese lado, también lo pierde por otro. No sólo el presente vivido, sueños y
recuerdos se desvanecen, sino que, incluso, cualquier posibilidad se reduce a la
nada confrontada con el destino final:

Algo importa
que en la vida mala y corta
que llevamos
libres o esclavos seamos;
mas, si vamos
a la mar,
lo mismo nos ha de dar.
(1913-CXXXVIII).

Y si en un momento determinado parece que algo se puede dejar hecho,


según lo que se lee en los textos que habitualmente se aducen para mostrar el “op­
timismo” de Machado (“pasar haciendo caminos / caminos sobre la mar”, 1913;
“todo el que camina, / como Jesús, sobre el mar”, 1909), lo cierto es que la poesía
en que se afirma “se hace camino al andar” acaba con estos desolados versos: “Ca­
minante, no hay camino, / sino estelas en el mar”, esto es, un rastro fugaz y pasajero.
Ahora bien, en esta situación y con esa perspectiva no queda nada fijo, indu­
dable, ni siquiera la negación. Por ello, Machado concuerda con Quevedo en
rechazar, por dogmática y absoluta, la conocida sentencia “sólo sé que no sé nada”
y sustituirla por otra formulación menos rotunda, más ambigua: “Confiemos / en
que no será verdad / nada de lo que pensamos” (1913), repetida en muchas ocasio­
nes con ligeras variantes9. A estas alturas, Machado acepta el relativismo y provi-
sionalidad de cualquier creencia o actividad humana: lo que importa es la viviencia
inmediata que de ellos tiene el hombre, aunque no pueda afirmar nada seguro

126
sobre ellas. Sin embargo, no se trata de una desvalorización de la vivencia, ya que
—por contraste o compensación— el momento presente, la vivencia inmediata, no
interpretada, adquiere enorme importancia, sobre todo la relación con el otro, con
el tú. Es esta última consideración la que da origen a la veta “humanista” o “so­
cial” de la obra machadiana; actitud que se manifiesta, por ejemplo, en versos tan
ramplones como estos:

¿Dices que nada se crea?


No te importe, con el barro
de la tierra, haz una copa
para que beba tu hermano

¿Dices que nada se crea?


Alfarero a tus cacharros.
Haz tu copa y no te importe
si no puedes hacer barro.

En cualquier caso, y sea esto como fuere, el tú no es tampoco una realidad


objetiva cuya existencia es independiente del yo pensante o sintiente; tampoco en
esto coincide Machado, ahora, con el materialismo marxista. Por otra parte, la
dialéctica yo-tú es enigmática en cuanto participa de la misma ambigüedad que los
interlocutores rechazados en Soledades. Véase, por ejemplo, este poema:

Yo noto, al paso que me torno viejo,


que en el inmenso espejo,
donde orgulloso me miraba un día,
era el azogue lo que yo ponía.
Al espejo del fondo de mi casa
una mano fatal
va rayando el azogue, y todo pasa
por él como la luz por el cristal.

No hará falta subrayar el valor simbólico del espejo, ni el sentido metafórico


del “fondo de mi casa”. En consecuencia, tenemos que, lo otro, la luz, surge en el
mismo lugar en que surgían los sueños y lo hacen a través del espejo, convertido
ahora en cristal que deja pasar la luz, y que al mismo tiempo que separa, aisla. La
confusión entre el yo y el tú es ahora, en Nuevas canciones, evidente, bascula entre
la asunción subjetiva y la alienación objetivada en el otro:

Mas busca en tu espejo al otro,


al otro que va contigo.

Dijo otra verdad:


busca al tú que nunca es tuyo
ni puede serlo jamás.

127
Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo,
y suele ser tu contrario.

Con el tú de mi canción
no te aludo, compañero;
ese tú soy yo.

No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial10.

Se diría que Machado se reconoce en el otro y se interesa en él porque al


mismo tiempo es y no es igual al yo. Se trataría, entonces, de otra paradoja seme­
jante a las que ya hemos visto. En efecto, si recordamos los versos de “El viajero”
(I), advertiremos que D. Antonio está suponiendo, proyectando en el hermano los
mismos problemas que le afectan a él.
Parece como si las voces ofrecieran, soñaran la juventud nunca vivida, las
posibilidades nunca realizadas, la vida y los sentimientos que podrían haber sido.
Ahora bien, voces y ofertas no son algo ajeno, objetivo , sino que son también
creaciones del yo: es su propia personalidad la que crea (y por tanto incluye) todas
las voces. De la misma manera que Castilla engloba pasado y presente, caínes y
abeles. Esa contradicción es constitutiva de la personalidad individual; por eso
puede Machado formular una paradoja lógica como De la esencial heterogeneidad
del ser.
Las ocasiones perdidas no son ilusiones ni fantasías absurdas, sino virtualida­
des no realizadas, pero posibles. Y la posibilidad efectivamente realizada no es
más que un accidente fruto de la casualidad y el azar o de la elección personal. Si
esto es así, entonces la peripecia vital del tú de cualquier otro hombre podría
haberla vivido el yo... y viceversa.
En consecuencia, el diálogo, la relación dialéctica, se establece siempre con lo
otro, pero no por ser lo ajeno, sino, precisamente, por ser una virtualidad del yo
que, es cierto, no se ha realizado o desarrollado, pero que es en cierto modo real
y existente en cuanto puede ser vivida mediante el sueño o la poesía11.
Todo lo descrito hasta ahora tiene su reflejo y contrapartida en la prosa de
Machado, prosa cuyo fondo está constituido por la dialéctica entre lo que es de
una manera pero podría, quizá, ser —o haber sido— de otra; concretamente, lo
contrario de lo que es (o parece que es), porque lo uno implica siempre lo otro.
Esto vale tanto para el pensamiento abstracto, lógico (vgr. las paradojas sobre la
regla y la excepción, el vestido y el desnudo, la libertad y la jaula), como para las
valoraciones de la realidad, por ejemplo: “El hecho —digámoslo de pasada— de
que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser fal­
so, es algo terrible, o consolador. Según se mire.”12 Y la inevitable conclusión o
punto de partida: “Nunca estoy más cerca de pensar una cosa que cuando he
escrito la contraria.”13
De esta forma, la realidad (o lo que sea, que da igual) puede manifestarse,
esto es, ser (o ser vivida, que es lo mismo) de maneras muy diferentes y aun con­

128
tradictorias: “Los sueños nos muestran de un modo claro cómo una misma emo­
ción puede engendrar cuadros distintos y expresarse con varias anécdotas. Estos
cuadros, que brotan de una misma emoción, pueden aparentemente ser tan dife­
rentes que el juicio superficial los afirme producidos por emociones opuestas.”14
Todo podría ser de otra forma porque el fondo de las cosas es inalcanzable, y la
apariencia, la anécdota, podría encubrir algo diferente... o igual. No hay conoci­
miento seguro, ni siquiera en las más perfectas y lógicas construcciones de la inte­
ligencia, pues, como dice Mairena, “los grandes filósofos son poetas que creen en
la realidad de sus poemas.”1’’ Afirmación que si, por una parte, niega realismo a la
filosofía, por otro la identifica con la poesía, esto es, con una manera de conoci­
miento superior a aquél, aunque no lógico.
Entre las confusiones que produce la apreciación de la realidad, el mayor mis­
terio es el hombre, pero no como categoría o esencia, sino como individuo:
“Cuando un hombre algo reflexivo [...] se mira por dentro, comprende la absoluta
imposibilidad de ser juzgado con mediano acierto por quienes lo miran por fuera,
que son todos los demás, y la imposibilidad en que él se encuentra de decir cosas
de provecho cuando pretende juzgar a su vecino.”16 Y esto es así porque el ser
humano está compuesto de capas o facetas que no dependen de un principio úni­
co, es una multiplicidad de personajes. En el Cancionero apócrifo aparece Juan de
Mairena, autor de un tratado de metafísica titulado Los siete reversos, y dice
Machado: “Los siete reversos es el tratado filosófico en que Mairena pretende
enseñarnos los siete caminos por donde puede el hombre llegar a comprender la
obra divina: la pura nada. Partiendo del pensamiento mágico de Abel Martín, de
la esencial heterogeneidad del ser, de la inmanente otredad del ser que se es, de la
sustancia única, quieta y en perpetuo movimiento conciencia integral o gran ojo...,
etc., es decir, del pensamiento poético”, donde se ve bien lo paradójico y contra­
dictorio de las formulaciones filosóficas que coinciden, por otra parte, con los títu­
los de las obras de los filósofos “que hubieran podido existir”, cada uno con su
metafísica diferente. Insiste también Machado en la identificación filosofía-poesía,
lo que hace enlazar esos doce filósofos que hubieran podido existir con los poetas
del “Cancionero apócrifo”, entre cuyos poetas se encuentra un tal Antonio
Machado, catedrático en Huesca...
Esta multiplicidad o desdoblamiento se ofrece en extensión, en horizontal,
pero se puede formular y entender de otra manera más (in)coherente: “Sostenía
Mairena que sus Coplas mecánicas no eran realmente suyas, sino de la Máquina de
Trovar de Jorge Meneses. Es decir, que Mairena había imaginado un poeta, el
cual, a su vez, había inventado un aparato cuyas eran las coplas que daba a la
estampa”; y parece superfluo advertir que Mairena es un personaje creado por
Machado, un apócrifo. Más claro: “Antes de escribir un poema —decía Mairena a
sus alumnos— conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo. Terminada nuestra
labor, podemos conservar el poeta con su poema, o prescindir del poeta —como
suele hacerse— y publicar el poema; o bien tirar el poema al cesto de los papeles
y quedarnos con el poeta, o por último, quedarnos sin ninguno de los dos, conser­
vando siempre al hombre imaginativo para nuestras experiencias poéticas.”17 Y
también: “Supongamos —decía Mairena— que Shakespeare, creador de tantos
personajes plenamente humanos, se hubiera entretenido en imaginar el poema
que cada uno de ellos pudo escribir en sus momentos de ocio, como si dijéramos,

129
en los entreactos de sus tragedias. Es evidente que el poema de Hamlet no se pare­
cería al de Macbeth; el de Romeo sería muy otro que el de Mercutio. Pero Shakes­
peare sería siempre el autor de esos poemas y el autor de los autores de estos poe­
mas. Pero, además, ¿pensáis —añadía Mairena— que un hombre no puede llevar
dentro de sí más que uno?”18 Y en la perspectiva histórica que gravita sobre cada
individuo, o que hace del individuo portavoz de la historia y de la sociedad: “Las
obras poéticas realmente bellas, decía mi maestro —habla Mairena a sus discípu­
los—, rara vez tienen un solo autor. Dicho de otro modo: son obras que se hacen
solas, a través de los siglos y de los poetas, a veces a pesar de los poetas mismos,
aunque siempre, naturalmente, en ellos...” (p. 436).
Esta complejidad del ser humano es lo que hace difícil entenderle desde fuera,
pero, al mismo tiempo, es lo que posibilita identificarse con él, comprenderle cor­
dialmente si se mira hacia dentro, lo cual lleva directamente a la tolerancia con el
otro, tolerancia que no es más que aceptación de los pecados o errores propios:
“La posición del satírico, del hombre que fustiga con acritud vicios o errores aje­
nos es, generalmente, poco simpática, por lo que hay en ella de falso, de incom­
prensivo, de provinciano. Consiste en ignorar, profundamente, que esos vicios o
errores que señalamos en nuestro vecino los hemos descubierto en nosotros mis­
mos...” (p. 424). Y, efectivamente, si es imposible decir cosas de provecho
“cuando pretende juzgar a su vecino”, es posible concordar con él cuando lo que
“señalamos en nuestro vecino” lo descubrimos en nuestro interior. Ahora bien, no
se trata sólo de que estén realmente dentro de nosotros, es que, en determinadas
circunstancias, virtualmente, podrían estar ahí, que es lo mismo que si ya estuvie­
ran: la ausencia de un comportamiento errado o delictivo sólo es fruto de la casua­
lidad y el azar, no de la naturaleza o esencia de determinados individuos. En este
párrafo, Machado lo expone y argumenta con toda claridad: “Si me preguntáis,
decía mi maestro —habla Mairena a sus alumnos— si soy yo capaz de suspender
el reloj o de robarle la cartera a mi prójimo, os contestaré: ‘Es una tentación que
hasta la fecha no me ha asaltado; pero, en circunstancias muy apretadas, y por una
vez, y sin que nadie lo supiera... ¡quién sabe!’ Así hablaba un hombre sincero, un
tanto cínico, como era mi maestro, y de quien nunca se supo que atentase contra
la propiedad ajena. Pero —lo que él decía—, ¿no soy hombre, y no es propio del
hombre el hábito más o menos frecuente de robar carteras y de suspender relo­
jes?” (p. 440)19.
La complementariedad y equivalencia de los seres humanos la expresa
Machado también en verso, por ejemplo en estas desangeladas coplas:

El ojo que ves no es


ojo porque tú lo veas,
es ojo porque te ve.

IV

Mas busca en tu espejo al otro


al otro que va contigo

130
VI

Ese tu narciso
ya no se ve en el espejo
porque es el espejo mismo

XL

Los ojos porque suspiras


sábelo bien,
los ojos en que te miras
son ojos porque te ven
(CLXI)

No hay por qué extrañarse, pues, cuando Machado afirma que hay cosas que
sabe Onán e ignora D. Juan. Pero, en cualquier caso, lo que importa es que este
planteamiento tiene como consecuencia difuminar los límites que separan el yo de
lo otro, de lo ajeno, el yo del tú. La tendencia a distanciar lo otro es una manera
errada de afirmar el yo y la realidad de las cosas; es una manera de asegurarse en
las creencias dogmáticas y absolutas; es un intento voluntarista destinado al fraca­
so: “De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la
razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe: tal
es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad=realidad,
como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo
mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer
en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana
que la fe racional, creía en lo otro, en ‘la esencial heterogeneidad del ser’, como si
dijéramos en la incurable otredad que parece lo uno” (p. 357).
Frente a esta identificación homogeneizadora, Machado se defiende en varios
frentes. Por una parte, escribe: “Por muchas vueltas que doy —decía Mairena—
no hallo manera de sumar individuos” (p. 353), lo que supone, además de un
rechazo del concepto de masa, la afirmación de la personalidad individual o, si se
prefiere, el rechazo del idealismo al mantener la existencia objetiva e indepen­
diente del otro, o de lo otro. Es una formulación ambigua, irónica y distanciada,
expone el problema: “Es evidente, decía mi maestro —cuando mi maestro decía
es evidente o no estaba seguro de lo que decía, o sospechaba que alguien pudiera
estarlo de la tesis contraria a la que él proponía—, que la razón humana milita
toda ella contra la riqueza y variedad del mundo; que busca ansiosamente un prin­
cipio unitario, un algo que lo explique todo, para quedarse con este algo y alige­
rarse del peso y confusión de todo lo demás. Y así tenemos, de un lado, la fe racio­
nal en lo que nunca es nada de cuanto se aparece, la fe en lo nunca visto, llámese
el ser, la esencia, la sustancia, la materia originaria, etc., y de otro, la gran banasta
de los papeles pintados en donde va cayendo el mundo de las apariencias, y, en él,
el mismo corazón del hombre. Y aunque el imán que explica el ímpetu de esta fe
racional sea-la pura nada, y la razón no acierte, ni por casualidad, con verdad
alguna que pueda aferrarse, es un portento digno de asombro esta fuerza de ani­
quilación, este poder desrealizante... Maravilla cuan milagrosa es la virtud de

131
nuestro pensamiento para penetrar en la enmarañada selva de lo sensible, como si
no hubiese tal selva, y pensar el hueco y lugar que esta selva ocupa [...]” (p. 449;
cfr. “Sobre el solipsismo”, pp. 479-481).
Algo semejante ocurre en las relaciones personales. Explica Barjau: “La
imposibilidad de encontrar la verdad de uno mismo en una personalidad única y
coherente, y la consiguiente necesidad de multiplicarse en apócrifos es lo que hace
que Antonio Machado conciba la obra literaria como una creación de segundo gra­
do. Esta no es una ‘proyección de nuestra personalidad’, sino una de nuestras per­
sonalidades posibles; [...] Recordemos el hormiguear de los apócrifos, esta sensa­
ción de incesante movilidad del espíritu que todo lector de la obra en prosa de
nuestro autor habrá experimentado ante muchas de sus páginas; maestros y discí­
pulos, apócrifos de primer grado y apócrifos de segundo grado, el salto continuo e
inevitable a lo complementario, la permanente disposición a comprenderlo todo, a
inventarlo todo, a ‘contener una pluralidad de espíritus’, a sentir ‘que l’on pourrait
être toute autre’, este torbellino de posibilidades de perspectivas, de mundos...
[...] Explica lo apócrifo como aquello que está construido por nuestro pensar y que
carece de fundamento, porque se apoya sobre supuestos indemostrables.”20 En
efecto, el resultado es la ironía y el relativismo. Las cosas son de una manera,
podrían ser de otra y, en definitiva, podrían pensarse de forma diferente. Y si lo
real no es algo definido y definitivo, esa realidad imaginada (que no soñada) es tan
real como otra cualquiera. De esta inestabilidad no se libra ni siquiera el pasado,
la historia: “sólo en sus momentos perezosos puede un poeta dedicarse a interpre­
tar los sueños y a rebuscar en ellos elementos que utilizar en sus poemas. La oni-
roscopia no ha producido hasta la fecha nada importante. Los poemas de nuestra
vigilia, aun los menos logrados, son más originales y más bellos y, a veces, más dis­
paratados que los de nuestros sueños. Os lo dice quien pasó muchos años de su
vida pensando lo contrario. Pero de sabios es mudar de consejo. Hay que tener los
ojos muy abiertos para ver las cosas como son; aun más abiertos para verlas mejo­
res de lo que son. Y os aconsejo la visión vigilante, porque nuestra misión es ver e
imaginar despiertos, y que no pidáis al sueño sino reposo” (pág. 394). A pesar de
lo que diga el autor, me parece que sus mejores poemas son los de la primera épo­
ca, los de Soledades, galerías y otros poemas; pero dejando esto, lo que me inte­
resa señalar es que si el sueño inventaba fantasías fingidas, ahora no es necesario
recurrir a él porque la realidad es suficientemente ambigua como para que pueda
percibirse de muy diferentes maneras sin que ninguna de ellas sea necesariamente
falsa: las posibilidades son tan numerosas, infinitas o indefinidas, que el relati­
vismo es la norma. No es necesario volverse hacia dentro, no hay una sola y única
verdad.

Se miente más de la cuenta


por falta de fantasía
también la verdad se inventa
(XLVI-CLXI)

o también, en clave aristotélica: “Si tenemos en cuenta la irreversibilidad ideal de


lo pasado y la plasticidad de lo futuro, no hay inconveniente en convertir la histo­
ria en novela, sin que, por ello, pierda la historia nada esencial, como espejo más

132
o menos limpio de la vida humana. Sólo así podemos sacudir la tiranía de lo anec­
dótico y de lo circunstancial. Creemos que no hay suficientes razones para aceptar
la fatalidad de lo pasado” (p. 603).
Las cosas, quizá, son así. Machado las acepta con tranquilidad a pesar de que
esa inestabilidad es causa de una fuerte tensión frente a la realidad y, sobre todo,
frente a los demás hombres... o mujeres, y de sus frustraciones. Me interesa un
texto en el que ese posibilismo, esa virtualidad, no acerca, sino que separa y pro­
voca la confusión y el desconocimiento: “De todas las mujeres que conocemos hay
una que pudiera pasar- a nuestro lado en pleno día sin que la reconozcamos, y no
por inadvertida, sino por enmascarada en su propia realidad. Y es posible que sea
esa mujer, aquélla de que estábamos profundamente enamorados. También es
posible que temblemos, un día, pensando: es ella, al ver una mujer que se acerca
a nosotros. Y que luego resulte que no es ella.
“Y es que la imagen que formamos de una mujer amada y, en general, de los
seres queridos, la imagen esencialmente emotiva, sentimental, suele ser muy
pobre en rasgos fisonómicos. Esta imagen, sin embargo, insuficiente para el reco­
nocimiento, puede adueñarse de nuestra memoria y modificar nuestro mundo
interior. Mi maestro, cuyas son estas palabras que anteceden, añadía que los ver­
daderos amantes se huyen como se buscan; porque la presencia pone entre ellos
un algo irreductible a la imagen erótica, y la ausencia, en cambio, puede reforzar
esta imagen con todo el bloque psíquico influido por ella” (p. 555)21.
El hombre se mueve, como en la primera época, entre voces apócrifas, las
suyas interiores y las de los otros. Esto, por una parte, lleva al relativismo de cual­
quier realidad y valoración, a comprender a los otros como si fueran realizaciones
virtuales de la propia realidad. Esta asunción de las variables se tiñe inevitable­
mente de una cierta nostalgia y melancolía: las vidas que podrían haber sido las
nuestras y no lo han sido, esto es, la variedad y riqueza de las posibilidades de las
que, sin embargo, sólo una se experimenta. Pero cualquiera que sea el camino que
se elija, o que se hubiere elegido, quedan todos los demás como alternativas no
aprovechadas, sólo intuidas, soñadas o imaginadas; y si la vivencia personal no es
el resultado de la fatalidad (llámese naturaleza, esencia o como se quiera), la elec­
ción implica siempre un rechazo y un riesgo. Una vez perdida la capacidad de
soñar voces y ofertas, de vivir en sueños otra juventud, por ejemplo, no queda sino
aceptar los hechos e inventar lúcidamente, esto es, racionalizar la situación,
creando los soportes necesarios para exponer las teorías correspondientes. Abel
Martín, maestro de Juan de Mairena, que, a su vez, es profesor de Joaquín García,
oyente, y de Rodríguez, etc. Por supuesto que ninguno de ellos puede llegar a ago­
tar el abanico de posibilidades que ofrece lo real, ni en cuanto personas ni como
pensadores de determinados sistemas u opiniones.
Hasta tal punto funciona el planteamiento de Machado que incluso en las más
difíciles y adversas circunstancias, puede librarse del dogmatismo absolutista.
Sirva de ejemplo este texto leído en la radio La Voz de España, reproducido por
La Vanguardia el 22 de noviembre de 1938: “Con todo ello, y convencido de la
ceguera, de los errores, de la injusticia de nuestros adversarios, de cuya índole fac­
ciosa no dudé un momento, confieso que nunca pude aborrecerlos: con todos sus
yerros, con todos sus pecados, eran españoles; y el lazo fraterno, hondamente fra­
terno de la patria común, no podía romperse ni con la más enconada guerra civil [...]

133
Reparad también en que ni siquiera he hablado de fascismo ni de marxismo. No
creo que haya nadie en España que diste más que yo del ideario fascista. Siempre
he creído, sin embargo, que, desde un punto de vista teórico, cabe ser fascista sin
por ello dejar de ser español.” No creo que se pueda encontrar un texto más ale­
jado de aquéllos que confían con fe inquebrantable en que se encuentran en pose­
sión de la verdad, y afirman que esa verdad es la única. Frente a ellos, Machado
no encuentra ninguna perspectiva privilegiada, pues cada una de ellas da cuenta de
una faceta y sólo la complementación de todas ellas podría totalizar la totalidad de
lo real, caso de que exista y tenga algún sentido sumar perspectivas.
Es un proceso en que se neutraliza la virtualidad y la posibilidad efectiva­
mente cumplida. Esto es así porque la existente no es más que una de las realida­
des posibles; tan posible como cualquier otra, y fruto, en la mayor parte de los
casos, de la casualidad y el azar, como diría Baraja. Así, pues, la vida efectiva­
mente vivida no constituye la personalidad, lo propio, sino que es tan ajena como
hubiera sido cualquier otra: la aceptación dogmática del yo, con sus opiniones,
creencias, ilusiones y deseos, como si fueran esencias garantizadoras de la supervi­
vencia personal, es algo tan alienador como cualquier otra cosa. Frente a ello, lo
humano sería asumir la variedad de perspectivas y posibilidades que se dan en los
otros como propias. Y no como un mal.

134
NOTAS
* Una versión de este artículo aparecerá en el Homenaje a Juan Manuel Rozas que organiza la Uni­
versidad de Extremadura.
1. Es lo que intenté en Ideas recurrentes en A. Machado, Madrid, 1975.
2. Ver “En el teatro de los Machado”, en Curso en Homenaje a A. Machado, Salamanca, 1975,
pp. 297-313.
3. Instituto de Bachillerato Cervantes, 1981, pp. 247-264, y Barcelona, Ariel, 1975.
4. La Collina, 9/10 (1988).
5. Cfr. XV, XXII, XXVI, LI, LXXIX, LXXX1V, CXXI, etc.
6. Por ejemplo: “... / Canción de despedida / fingen las fuentes turbias. / Si te place, amor mío, vol­
vamos a la ruta / que allá en la primavera / ambos, las manos juntas, / seguimos embriagados / de
amor y de ternura...” (Azul). Nota a la página 6. “La hembra del pavo real / estaba en el jardín
desnuda; / mi alma amorosa estaba muda / y habló la fuente de cristal /...” (1907). Acabo de citar,
arriba, “¡Ay de nuestro ruiseñor”, copla que, como otras coplas elegidas, recuerda también a
Darío: “¡Día de dolor / aquél en que vuela / para siempre el ángel / del primer amor!” (Abrojos)
“Y ¡ay de aquel que nunca ha sabido / lo que es amor!” (Poema del otoño, 1910)... Probable­
mente es recuerdo de Campoamor, lo mismo que: “¿Cómo decía usted, amigo mío? / ¿Que el
amor es un río? No es extraño”; “¿Que lloras? Lo comprendo” (Abrojos), etc.
7. En determinadas formulaciones también ese momento de esplendor y plenitud debe mucho a
Rubén Darío:

En la pálida tarde se hundía


el sol en su ocaso
con la faz rubicunda en un nimbo
de polvo dorado
(Azul)
El ave azul del sueño
sobre mi frente pasa;
tengo en mi corazón la primavera
y en mi cerebro el alba
(Azul)

incluso el proceso y el contraste:

La vida es dura. Amarga y pesa


¡Ya no hay princesas que cantar!

¡Mas es mía el Alba de oro!


(Cantos de vida y esperanza)

En cuanto a “Está en la sala familiar, sombría”, cfr.: “Tú, que estás la barba en la mano / medita­
bundo / ¿has dejado pasar, hermano / la flor del mundo? / Te lamentas de los ayeres/...” (Poema
del otoño).
Otras coincidencias pueden establecerse entre “Llegué a la pobre cabaña” (Rimas, VII) y “Abril
florecía (XXXVIII); “Cleopompo y Heliodeo, cuya filosofía” y “Hay dos modos de conciencia”
(XXXV) o “Sobre la limpia arena” (CXXXVII, II), “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo” y
“Desde la boca de un dragón caía” (1903); “Peregrino que vas buscando en vano” y “El rojo sol
de un sueño”, “Desnuda está la tierra del camino”, “Y ha de morir contigo”, “¿Será tu corazón
un arpa al viento”, etc.
8. La toma de conciencia, la conquista de la lucidez, no supone una ruptura con el pasado: el hom­
bre es también su historia. Por ello, se dice a sí mismo: “Y podrás conocerte recordando / del
pasado soñar los turbios lienzos, / en este día triste en que caminas / con los ojos abiertos.”
A partir de este momento, Machado sustituye el espejo, donde se miraba como un narciso, por la
preocupación por el otro, por lo que llama el tú esencial al que contempla como si fuera un espejo
porque reproduce la humanidad del observador y —quizá— su misma historia. Y si ya no puede

135
fabricar la materia de los sueños, procurará utilizarla en beneficio de los demás: aunque no sea
capaz de fabricar el barro, hará una copa para que beba su hermano. Es en esta época cuando
renuncia a las grandes invenciones mistificadoras, y se limita a la mayor de ellas: educar, por
medio de Mairena, a que los jóvenes sean ellos mismos, sin más máscaras ni disfraces que las
estrictamente necesarias, las propias, no las ajenas.
9. V. gr.: “Confiamos / en que no será verdad / nada de lo que pensamos. / Mejor diríamos: Espera­
mos, nos atrevemos a esperar, etc.” (Juan de Mairena, 1936, p. 512) (Obras, poesía y prosa,
pp. 579, 925; Hora de España, T. IV, p. 6; Desde el mirador de la guerra, p. 613, etc.).
10. A partir de este momento comienza la conceptualización y la creación de apócrifos. Apócrifos
que, en mi opinión, estaban en la obra de Antonio Machado desde 1898, eran esos interlocutores
de las primeras poesías: demonio de los sueños, noche amada, fuente risueña, etc. Si antes los
apócrifos se expresaban en sueños, como vivencias y experiencias posibles y contradictorias,
ahora lo hacen mediante conceptos, opiniones, paradojas. Es el caso de Abel Martín, quien dejó
una importante obra filosófica, obras de título contradictorio y paradójico (Las cinco formas de
la objetividad. De lo uno a lo otro. Lo universal cualitativo. De la esencial heterogeneidad del ser)
y una colección de poesías publicada en 1884 con el título de Las Complementarias.
11. Cfr.: “Todo amor es fantasía; / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante
y, más / la amada. No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás” (Nue­
vas Canciones). Recordar la prosa titulada “Mi caña dulce” y el comentario sobre el pintor Sola­
na: “Ese realismo de pesadilla que anima trapos, calaveras y maniquíes y amortigua los rostros
humanos, exaltando cuanto hay en ellos de terroso e inerte, es el sueño malo del arte español, tal
vez la visión complementaria de nuestra vigilia estética.”
12. Juan de Mairena, p. 145. Cfr.: “Cuando los gitanos tratan, / es la mentira inocente: / se mienten
y no se engañan” (Desde el mirador de la guerra, p. 613). Esta copla procede, probablemente, de
la observación de Cotarelo en la Colección de entremeses, loas, bailes, jácaras y mojigangas (Ma­
drid, 1911,1, p. ClIIb): “Unos gitanos, que son los que nunca engañan, pues todo el mundo sabe
que son ladrones y embusteros.”
Y recordar también: “El ceño de la incomprensión —decía Mairena, gran observador y fisono­
mista— es, muchas veces, el signo de la inteligencia, propio de quien piensa algo en contra de lo
que se le dice, que es, así siempre, la única manera de pensar algo” (p. 113).
13. Los Complementarios, p. 51.
14. Los complementarios (Segovia, 1920), p. 66.
15. Juan de Mairena, p. 140, Cfr. los “Fragmentos de fiebre, sueño y duermevela”.
16. Juan de Mairena, p. 442.
17. Juan de Mairena, pp. 323-324 y 419, respectivamente.
18. Juan de Mairena, p. 420. Habría que recordar a este propósito los ejercicios escolares: cartas y
discursos ficticios, razonamientos pro y contra; romanos y cartagineses; el decoro horaciano, etc.
Este planteamiento y preocupación tenían que desembocar, como así fue, en el teatro; ver nota 2.
19. Es un pensamiento de raíz senequista. Y cfr.: “La posición del satírico, del hombre que fustiga
con acritud vicio o errores ajenos, es, generalmente, poco simpática, por lo que hay en ella de fal­
so, de incomprensivo, de provinciano. Consiste en ignorar profundamente que estos vicios o erro­
res que señalamos en nuestro vecino los hemos descubierto en nosotros mismos, en desconocer el
proverbio a que antes aludíamos, y en olvidar, sobre todo, las palabras del Cristo, para conservar
el alegre ímpetu que apedrea a su prójimo...” (J. de Mairena, p. 148).
20. Op. cit., pp. 94 y 108.
21. Cfr.: “Dicen que el hombre / no es hombre / hasta que ha oído su nombre / de labios de una
mujer. / Puede ser.”

136
DISCURSO DE ALFONSO GUERRA EN LA CLAUSURA
DEL CONGRESO INTERNACIONAL CONMEMORATIVO
DEL CINCUENTENARIO DE LA MUERTE
DE ANTONIO MACHADO
Deseo felicitar al Ayuntamiento de Sevilla por la iniciativa de reunir en un
Congreso a importantes especialistas internacionales en la obra de Antonio
Machado, con motivo del Cincuentenario de la muerte de nuestro gran poeta. Ser
invitado a pronunciar unas palabras en la clausura del Congreso me suscita, lo con­
fieso, un doble sentimiento: por una parte, el más sincero agradecimiento a los
organizadores por haberme otorgado la confianza de intervenir en este acto, lo
que es para mí un honor; de otro, me crea una cierta inquietud dirigirme a un audi­
torio de tan especial cualificación en la obra de Antonio Machado, obra —y ello
incide en esa inquietud mía— que ha supuesto para mí algo muy íntimo, vital y
complejo. O tal vez, tal inquietud sea fiel reflejo de cierta modestia aprendida en
el maestro Juan de Mairena, quien, ya saben ustedes, aconsejó muchas veces a sus
discípulos ser siempre modestos, dándoles para ello buenas razones y concluyendo
en alguna ocasión con interrogantes no exentos de paradojas e ironías.
Mas, con este transfondo irónico de Mairena —una de las múltiples facetas
que siempre me asombra del quehacer creador de Machado —, puedo decirles, con
entera verdad, más allá de cualquier retórica, que la poesía y el pensamiento de
Antonio Machado han sido para mí, y siguen siendo, algo muy vital, muy entraña­
do, y que, como tal, produce necesidad de expresarlo y, a la par, precaución, y un
cierto pudor, en hacerlo. Sean pues benévolos en el escuchar, y vaya por adelan­
tado mi agradecimiento a todos ustedes por ello, y a cuantos han colaborado en
este Congreso, con su dedicación, su sensibilidad y su saber, quiero mostrarles mi
reconocimiento por acercarnos, por rememorarnos nuevamente y por darnos un
mejor y más claro conocimiento de quien fue maestro de la memoria y de un singu­
lar y luminoso conocimiento.
En la penuria de años oscuros, para mí como para tantos otros, el paulatino
descubrimiento de la compleja obra de Antonio Machado fue otorgándome una
peculiar escuela de aprendizaje (creo que Antonio Machado, Abel Martín, Juan
de Mairena, hicieron realidad, simplemente con su obra, su propugnada Escuela
Popular de saber superior). En tal escuela, de la voz del poeta, fui hallando múlti­
ples sentidos a mis interrogantes, pausadas explicaciones poéticas, es decir, crea­
doras de realidad, de libertad y de esperanza, en medio de una realidad muy poco
libre y un tanto desesperanzadora. Creía, y sigo creyendo sinceramente, en el

139
papel que Mairena otorga a sus discípulos, a sus lectores, a cualquier “tú”, a cual­
quier “otro”, que se adentre en su obra: “Ayudadme a comprender lo que os digo
y os lo explicaré más despacio”, pedía Machado. Y mi forma de ayudarle a com­
prenderse fue precisamente ésa, dejarle explicármelo más despacio, darle el
tiempo necesario, e ir aprendiendo que la grandeza mayor de Machado es realizar
lo que tan pocos poetas logran: crear, tanto y tan bien, una realidad poética, que
ella misma se entrega abierta para que el propio lector “poetice”, cree él a partir
de la obra su realidad, su destino, su libertad. Y es que toda la creación de Anto­
nio Machado es, sí, de una enorme pureza y transparencia, pero hay que andar a
través de ella con sumo cuidado, porque es de una sencillez esquiva, y en cualquier
caso exige de la participación del lector. Como señala Mairena:

Da doble luz a su verso


para leído de frente
y al sesgo.

Y necesariamente hay que recurrir en Machado a la mirada al sesgo, a la iro­


nía, a ese humor machadiano profundo, paradójico, de múltiples prolongaciones
que se entrecruzan con su melancolía (su sentir y pensar la ausencia), con su pie­
dad y su amor. Pues lo que con su humor realiza Machado es un adentrarse cada
vez más en una visión del mundo llena de contrastes, en la que se vuelve constan­
temente lo uno en lo otro, visión del mundo en la que lo que consideramos real se
pone del revés para ir encontrando verdades veladas, ocultas, deformadas por los
prejuicios. El humor de Machado relativiza siempre las aspiraciones absolutas,
desenmascara con la duda, con el apego al sentir de la fluencia del tiempo, con la
constante interrogación ante el mundo exterior y ante el propio yo.
Por eso, más allá de los tópicos y de las expresiones comunes tan al uso acerca
de Machado, más allá de la trivialización (que no hay que confundir con populari­
zación) de que han sido objeto unos cuantos versos del poeta, a mí me parece
importante recuperar, no sólo para los eruditos, sino para todos, una visión más
completa de esta obra, que no por ser esencialmente comunicativa y abierta, deja
de ser, por ello, menos compleja y honda.
Y es que la exigente búsqueda humana de Antonio Machado se fue dando en
una pluralidad de mundos en los que han ido confluyendo sus interrogantes estéti­
cos al par que sus preocupaciones éticas y políticas. No voy a elaborar aquí una
reflexión, o una crítica —porque no soy el más indicado para hacerlo— sobre los
complejos problemas que plantea la teoría estética de Antonio Machado (tan
explícita en alguno de sus prólogos a “Soledades” y “Campos de Castilla”, en los
“Problemas de la Lírica” de los Complementarios o en “Sobre las imágenes en la
lírica” y en tantos poemas y reflexiones de los Complementarios, de Abel Martín
y de Juan de Mairena, así como en otros varios escritos más circunstanciales). Pero
sí quiero recorrer con ustedes aun con brevedad lo que he ido vivenciando del
Machado poeta, del meditador, del pensador, de sus apócrifos, del Machado que
desde sus prontas y permanentes vinculaciones con la Institución Libre de Ense­
ñanza y los movimientos noventayochista y regeneracionista, avanza a posiciones
más abiertas y auténticamente populares; del Machado que fue, en su obra y en su
vida, todo un testimonio moral de buena hombría y de ciudadanía. Y todas esas

140
vertientes o manifestaciones de Antonio Machado me parecen - las he vivenciado
así— como hilos que configuran un solo ovillo, estaciones de una única vida, tan
auténtica, que tuvo la capacidad de, a través de la palabra, “hacerse” —y recalco
este hacerse— poesía, de ir reconstruyendo y creando una identidad que, en la
forma en que lo hizo, nos atañe a todos; a todos nos ofrece la posibilidad de ir
encontrando en su poesía, en su bien nombrar, en su bien rehacer el mundo, nues­
tro propio itinerario, la reconstrucción de nuestros temores, sueños y esperanzas,
nuestros, de nuestro pueblo. Y todo esto es lo que, creo, configura a D. Antonio
Machado como gran poeta, gran creador: ese otorgar en verso o en prosa, la más
íntima depuración de su sentir, de su vivir pleno, de su pensar, inserto siempre en
su tiempo, buscando razones (y buscándolas como hace todo gran poeta, en lo más
entrañado) y poniendo también la razón al servicio de lo más íntimo, de lo más
escondido, de lo más abandonado y dejado al margen; en definitiva, buscando su
identidad siempre a través de lo que configura a todo “yo”, en el tú, en lo “otro”,
en el “nosotros”. Así dirá Machado:

No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial.

Y en “Problemas de la Lírica”, escribe: “El sentimiento no es una creación


del sujeto individual... Hay siempre en él una colaboración del “Tú”, es decir, de
otros sujetos... Mi sentimiento no es, en suma, exclusivamente mío, sino más bien
Nuestro. Sin salir de mí mismo, noto que en mi sentir vibran otros sentires y que
mi corazón canta siempre en coro... para expresar mi sentir tengo el lenguaje.
Pero el lenguaje es ya mucho menos mío que mi sentimiento. Por de pronto, he
tenido que adquirirlo, aprenderlo de los demás”.
La poesía es para Machado palabra en el tiempo y “cosa cordial”; es el tiempo
que fluye sentido en la propia carne, en la hora del reloj, en la tarde, en el agua, en
el recuerdo y la memoria. Es “la respuesta animada al contacto del mundo”, dice
Machado; animada, es decir, conciencia viva y vigilante (es la palabra clave para Mai
rena: “¡Vigilad!”) que no podría agotarse en la pretensión de solipsismo, sino que
encuentra sus raíces en lo que no es yo, en lo que me configura y a lo que tiendo, lo
que colabora con mi vivir, lo que es comunitario en su pleno sentido etimológico, lo
común, lo que otorga unidad e identidad. Por ello el quehacer literario de Machado
—ya desde Soledades, pero de forma muy evidente desde Campos de Castilla, hasta
las últimas horas del poeta— se me figura como una renovada voluntad poética y
meditadora sobre la fatiga de la existencia cotidiana, el tiempo, la amistad, el amor y
su ausencia, la comunidad generacional, la preocupación nacional, la esperanza del
futuro. Y en todo ello aparece como hilo conductor la convocatoria de los sueños,
como arquetipos y mitos, raíces de la memoria y de la conciencia colectiva: “De toda
la memoria —dice el poeta— sólo vale el don preclaro de evocar los sueños.” Evocar
el sueño es adentrarse en él, conocerlo poéticamente, saber qué requiere, y con la
sabiduría que él nos otorga, liberar, depurar los recuerdos en memoria pura, viva,
porque es la memoria que es expresión auténtica de su misma fuente. Es la metáfora
machadiana de acertar la mano con la herida, con su preciso lugar. Este seguir el
sueño y “Acertar la mano con la herida no montar en pelo una quimera.”

141
Es lo único que puede devolver a toda conciencia —personal y colectiva— a
su propia intimidad, a su auténtica realidad superando los desvarios, borrando las
quimeras, y esto es lo que únicamente puede dar paso a una liberación del destino,
a un rescate del tiempo.
En este contexto es en el que creo hay que situar las ideas del poeta sobre
España y lo popular. Y cuando digo ideas lo hago en el sentido en que Machado
pedía ideas a la poesía, es decir, nunca como puras categorías formales, como
esquemas lógicos, sino como directas intuiciones de la conciencia acerca del ser
que deviene, que fluye, de su propio existir, intuición que es precisamente la única
que puede dar lugar a un pensamiento poético, más allá del puro pensar lógico
que, al decir de Machado, puede ir llevando de calleja en calleja a un callejón sin
salida. Con ese pensar poético, intuitivo, Machado, heredero de los ideales de la
Institución Libre de Enseñanza y actor operante del espíritu crítico del 98, pre­
tende regenerar desde el interior la patria, esa raíz común de la sangre y del alma;
regeneración patria, por tanto, que es la única que puede garantizar la salvación,
la liberación, de lo íntimo del sujeto. Es lo que hace, por ejemplo, en Campos de
Castilla, donde sitúa a la patria, por una parte, en su sentido espacial, como la del
trozo del planeta asignado a un pueblo, y de otra en su sentido temporal, como el
desarrollo de una historia, de un argumento lleno de pasiones, de padeceres comu­
nes que hubieran de consumarse, para acabar de pasar. Así lo indican esos versos
espléndidos y terribles referidos a Castilla:

Son tierras para el águila, un trozo de planeta


por donde cruza errante la sombra de Caín.

Así España aparece en Machado como algo sustancial para el significado de


su quehacer poético, no como un esquema del pensamiento abstracto, sino como
sentimentalidad poética, como expresión colectiva de un hacerse, donde pasado y
porvenir —esos dos interrogantes incognocibles según Machado— se iluminan con
la figura siempre esperanzadora de un futuro abierto. Es lo que dicen los versos de
“El Dios ibero”.

¡Qué importa un día! Está el ayer alerto


al mañana, mañana al infinito,
hombres de España; ni el pasado ha muerto,
ni está el mañana —ni el ayer— escrito.

Así, el canto machadiano, en su lírica, en su pensar, explosivamente, diríamos,


en el plenilunio de sangre de la Tierra de Alvargonzález, cumple el nexo acogedor
entre lo que es puro destino —hado en el sentido griego, puro sometimiento a oscuras
fuerzas implacables— y la voluntad y el amor; pero voluntad y amor en Machado van
indisolublemente unidas a la inteligencia, a la razón que se ocupa de lo olvidado y
dejado a medias en su camino a la existencia, al ser. Ese es precisamente el sentido
del canto de Machado en la Tierra de Alvargonzález: un poner de manifiesto el sue­
ño, un recorrido simbólico por las terribles consecuencias de no dar cauces adecuados
a la “sombra de Caín”, para haciéndolo consciente ir encontrando las posibilidades de
liberarlo de la maldición histórica, y abrirlo a la reconciliación y la esperanza.

142
Creo que este recorrido por la entraña colectiva es elemento sustancial de la
plural escritura de Machado. Para él, sin el tú, lo otro, el prójimo, la colectividad,
el pueblo, no tiene sentido la obra literaria por no tener arraigo, por no tener fru­
to. Pura cucaña, todo lo embellecida que se quiera, pero poste al fin sin raíces, ni
ramas ni frutos. Por eso en su obra, yo diría que se da una esencial relación dialéc­
tica entre la soledad y el mundo exterior, el paisaje, los hombres, la comunidad en
que éstos hallan su savia, sus sueños y los propios motivos para despertar. Y es en
esa relación dialéctica en la que cobran pleno sentido dos elementos esenciales del
poetizar de Antonio Machado: su intimidad y su mismo afán de que esa intimidad
sea comunicable, valedera para otros hombres, la intencionalidad de que la poesía
sirva para cantar en coro o no sirva para nada, no sea sino futilidad narcisista: “Po­
ned atención —dice el poeta—. Un corazón solitario no es un corazón.” Y aún en
el dominio de la mente: “En mi soledad he visto cosas muy claras, que no son ver­
dad”. Frente a cierto estereotipo del Machado “solitario”, hay que matizar y sope­
sar lo que realmente significan en él la soledad y la intimidad, pues lejos de supo­
ner ningún solipsismo, abundan en la necesidad del diálogo, en la sentimentalidad
compartida, base de cualquier creación auténtica, no sólo poética en sentido
estricto, sino humana en general. Y éste es el sentido que en Machado tiene la ver­
dad, en cuanto que la ve como producto de una búsqueda colectiva, contraria a
cualquier dogmatismo, sustento de una auténtica tolerancia.
Por eso, en Machado, la poesía, su escritura varía, va haciéndose cada vez más
popular, yo diría que más densa en prolongaciones sutiles hacia las raíces de la autén­
tica tradición, al par que va despojándose, depurándose, y depurando esa misma tra­
dición, hacia una mayor clarificación, una mayor transparencia. A medida que la
poesía de Machado va fusionándose al pensamiento, o bifurcándose en él (siempre en
un pensamiento poético), no solamente no se hace ajeno a la vida más elemental y
primaria, sino que se acerca más a ese modelo originario reflexionando también más
sobre él, y como dice expresamente Mairena —en su discurso sobre Heidegger, bre­
ve, pero espléndido de saber, inteligencia y vivacidad— se aproxima a lo que Teresa
de Jesús llamaba las “mesmas vivas aguas de la vida”. Y esas vivas aguas de vida flu­
yen para Machado en lo popular, y son la fuente de valores éticos, de comportamien­
tos, de modos y estilos de vida en los que la razón estética, la poesía, el pensar poético
están inmersos. De ahí que la escritura para Machado, al venir animada por esos
valores populares y al buscar, a su vez, reanimar y ser conciencia viva revitalizante de
lo popular, ha de ser sencilla, directa, apegada al lenguaje hablado, utilizando la
metáfora sólo como parte de la exigencia de depuración del lenguaje. Así, la poesía
en Machado cumple a la perfección el cometido para el que parece fue creada por el
hombre: nombrar bien las cosas, el mundo, los hombres y sus interrogantes esencia­
les. En este sentido el acercamiento de Machado al lenguaje creador de mitos es gran­
de. Es la esencia de los mitos lo que vemos perfilarse en la precisión poética del nom­
brar machadiano. En su reflexión mesurada, fiel y respetuosa para con el lenguaje
comunitario de los mitos. Es lo que encontramos tantas veces en Abel Martín, Mai­
rena y en el poeta imaginado por Mairena, Jorge Meneses (apócrifo del apócrifo), el
inventor de la “máquina de trovar”, para quien el sentimiento ha de tener tanto de
individual como de genérico, porque aunque no existe un corazón en general que
sienta por todos, todo sentimiento, todo corazón, se orienta hacia valores universales
o que pretenden serlo.

143
De ahí la cada vez mayor incidencia de Machado en el folklore (esa gran dedi­
cación de su padre), en la cultura viva y creadora que es fuente y cauce de inter­
pretación vivenciada de la realidad de que dispone una comunidad. Esa es la razón
de la constante incidencia del poeta en cantares, coplas, romances, etc. Desde ese
arraigo y esa preocupación creo que han de entenderse las múltiples declaraciones
“populares” de Machado. Así, “la aristocracia española está en el pueblo, escri­
biendo para el pueblo se escribe para los mejores”, dirá él. Y la gran literatura, los
grandes creadores, precisamente han habitado, cultivado y recreado esa sabiduría
de la entraña popular: “Escribir para el pueblo —dice Mairena— es llamarse Cer­
vantes en España, Shakespeare en Inglaterra; Tolstoi en Rusia”, y yo añado aho­
ra, también Antonio Machado en España.
De este modo, acerca del tema tan traído y llevado los años 20 y 30, de la difu­
sión cultural, si elitista o popular, la respuesta de Machado habría de ser inequí­
voca (y digamos a este propósito que Machado fue plural y antidogmático, pero
nunca, ni en su vida ni en su obra, confuso ni equívoco; la precisión fue en él gra­
cia). Y esa respuesta inequívoca, precisa y clara, acerca de la difusión cultural,
halla su eje en su misma concepción de la cultura: ésta es esencialmente energía, y
lo propio de la energía es expandirse, difundirse. Así dirá ante el Congreso para la
defensa de la cultura: “Difundir y defender la cultura son una misma cosa: aumen­
tar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”. Es decir, toda crea­
ción, toda cultura, en el sentido de alta cultura, se nutre de la energía que la cul­
tura popular produce; por lo tanto la misión del arte, de la literatura, del propio
pensamiento, es expandir esa energía, reavivarla, reencenderla en su propio fue­
go. Toda auténtica creación cultural es, de algún modo, recreación, y por ello
mismo su labor fundamental consistirá, dice explícitamente Machado, en “desper­
tar las almas dormidas y acrecentar el número de los capaces de espiritualidad. Por
lo demás, la defensa de la cultura como privilegio de clase, implica, a mi juicio,
defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto y, más que de valores actuales,
defensa de prestigios caducados”.
Este sentir popular, esta reflexión acerca de ese sentimiento de lo colectivo,
es lo que va a orientar toda su concepción pedagógica y de los valores que han de
informar la educación. Valores presididos por una profunda crítica al liberalismo
y a su concepción del pueblo como “masa de la nación”. Y aquí la precisión, el
bien nombrar de Machado juega un papel fundamental a la hora de desvelar, de
desenmascarar diríamos, lo que subyace tras esa identificación del pueblo con la
masa. Esta, para Machado, no es sino la invención de la élite, es la muchedumbre,
el pueblo, vistos desde arriba. Y a su vez, también muestra clarividentemente
Machado la paradoja de que aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones
humanas —dice él—, “frente a sus más abominables explotadores, han recogido el
concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética y aún estética. Y esto
—concluye Machado— es francamente absurdo”. No se trata, pues, de educar a
las masas, sino al hombre, al hombre en todos los sentidos de la palabra: al ser
humano y al hombre individual, al hombre esencial y al empíricamente dado en
circunstancias de lugar y tiempo. Lo que Machado quiere es educar al pueblo con­
forme a su propia sabiduría popular, revelándole la riqueza de su folklore, desper­
tándole a su propia filosofía del sentido común, y ése es para él el verdadero sen­
tido de una educación superior abierta a todos: “Siempre que encontréis un tono

144
seguro en mis palabras —les dice Mairena a sus discípulos— pensad que os enseño
algo que creo haber aprendido del pueblo”.
Y es que anda convencido Antonio Machado de la esencial e insuperable dig­
nidad del ser humano. Para él, el valor más alto es el de ser hombre, hombre con­
creto, cuyo arraigo y vivencia en el seno de la comunidad no sólo no excluye su sin ­
gularidad humana, el ser siempe un tú, un otro inintercambiable, sino que precisa­
mente el auténtico sentido de la comunidad, a donde se ha de orientar para ser
verdadera comunidad humana es a esa posibilidad de desarrollos de sujetos libres,
distintos, capaces de establecer armónicas relaciones de diálogo entre sí. El ideal
del hombre “universal y eterno”, como dice Machado, no es una quimera, sino la
reconstrucción esencial de esa aspiración histórica, y que por ser una constante
tras las miserias y padeceres de la historia, la trasciende en esta metahistoria de la,
al parecer, irrenunciable lucha del hombre por su dignidad personal, concreta,
inalienable. “Nadie es más que nadie”, dice Machado haberlo aprendido de un
pastor soriano, todos tenemos derecho a que se nos trate por igual: es decir, a que
se reconozca nuestra íntima e irreductible diferencia, nuestra esencial heteroge­
neidad.
Y con ello creo que tocamos uno de los puntos nucleares, más prístinos de
Machado, de su concepción poética del mundo, de los seres, del ser, presidida
sin duda por el amor y la piedad. Para él, el ser, no sólo no es una sustancia
inmóvil (aquel monolítico y cerrado ser de Parménides) sino sustancia cambian­
te. En su peculiar y originalísima versión del fluir de Heráclito (sin duda
influido por Bergson), Machado ve, siente y piensa un mundo cambiante que
lejos de ser homogéneo, es sustancialmente heterogéneo y múltiple. Es lo que
él llama en su verso “las vivas aguas del ser”. Y no es en vano, ni es azar, que
en la formidable epifanía de los elementos que recorre toda su poesía, sean pre­
cisamente aquéllos que de forma bien sensible, nos muestran el fluir, el consu­
mirse y el volverse otra cosa, es decir, el agua y el fuego, los que adquieran
mayor relevancia. Y sirvan como ejemplo, creo que el más sintético de la poesía
machadiana, de la importancia de los elementos en ella, estos versos que
Machado atribuye a Abel Martín:

Tejidos sois de primavera, amantes,


de tierra y agua y viento y sol tejidos.

“Urge —dice Abel Martín— devolver al ser su rica, inagotable heterogenei­


dad”. Y en esa urgencia —que es enunciada así relativamente tarde, pero que está
operando desde el principio de la poesía de Machado —, va a poner éste todo su
sentimiento poético o más bien la más perfecta fusión del pensar y el sentir que se
da en Machado. Fusión precisamente dada en aquellos versos de Abel Martín en
los que busca realmente encender el pensamiento en el fuego del amor, versos que
son, en mi opinión, quizás, los más hondos del poeta y que figuran entre los más
decisivos de toda la lírica española.

Si un grano del pensar arder pudiera,


no en el amante, en el amor, sería
la más honda verdad lo que se viera.

145
No voy a realizar una, ni mínima siquiera, exégesis de estos versos, por res­
peto a ustedes que los sabrían hacer mucho mejor que yo. Unicamente, quiero
subrayar que para Abel Martín, “sin el amor o impulso hacia lo otro”, como dice
él mismo, es imposible la comprensión de un mundo tan vario, fluyente y cambian­
te; sólo a través de él, del amor, dice explícitamente Abel Martín, reconoce la con­
ciencia su limitación y se ve a sí misma, como tensión erótica, impulso hacia lo otro
inasequible. Sólo a través del amor, estaríamos tentados de afirmar con Abel Mar­
tín, de no ser porque Juan de Mairena y el propio Machado corrigieran ese aserto,
matizando que el mundo lo conocemos a través del amor como impulso, pero tam­
bién de la piedad como reconocimiento de lo otro, de lo otro que reconozco en mí
mismo y de lo que de mí mismo reconozco en lo otro.
Mas estamos hablando de Machado... y de Abel Martín, y de Juan de Maire­
na, y de Jorge Meneses, y podríamos haber hablado de sus iniciales pseudónimos
Cabellera y Tablante de Ricamonte (que compartió con su hermano Manuel,
como compartiría con él la escritura de su teatro conjunto y en el que ambos,
Antonio y Manuel, dieron pruebas de su ductilidad para hacerse otros) y nos
podríamos haber referido también a sus 17 poetas complementarios, entre los que
se incluye un tal Antonio Machado, nacido en Sevilla en 1875, que fue profesor en
Soria, Baeza, Segovia y Teruel y murió en Huesca en fecha todavía no precisada,
y al que alguno ha confundido con el célebre poeta del mismo nombre. ¿De quié­
nes, de qué multiplicidad de seres, casi multitud, hablamos? No es un juego retó­
rico esta pregunta mía que tantas veces me he hecho frente a la enorme compleji­
dad de esta cuestión del papel de los apócrifos, heterónimos y complementarios en
la obra de Antonio Machado. Complejidad y, a la vez, enorme transparencia,
como todo, en nuestro poeta. Pues, la cuestión atañe directamente a la coherencia
interna de su obra —coherencia esencialmente poética, vuelvo a repetir, hacedo­
ra, creadora, y es precisamene aquí donde más claramente muestra el poder crea­
dor de Antonio Machado. Si el mundo se ve desde esa poesía como sustantiva­
mente heterogéneo y múltiple, quien lo cuenta, lo canta y aún lo reflexiona ha de
ser también él heterogéneo y múltiple. Ha de salir de sí mismo, de su solipismo,
de un yo cerrado e inmóvil (como el ser de Parménides) y reconocerse en lo más
íntimo de sí como fluyente, transido por el tiempo que corre y transmuta, siendo
siempre otro, volcado desde el interior a un tú que le hace ser diálogo desde su
misma entraña. Este es el sentido de estos versos:

Mas busca en tu espejo al otro.


Al otro que va contigo. Busca tu complementario.

En ese caminar machadiano que es un ir reconociendo los caminos y encruci­


jadas que le habitan, e irse, sistemáticamente diríamos, despojando, destilándose
a sí mismo para irse quedando “casi desnudo”, Machado, no tan paradójicamente,
si bien se piensa, se hace ser otro, se prolonga a sí mismo en un diálogo cada vez
más animado, más entrañado y más inteligente. Uno de los impulsos vitales inne­
gables del hombre, según Machado, es su voluntad de salvarse, de mejorar, de ser
otro. En esto coincide con Unamuno —a quien tanto admiró y quiso, y por quien
tan admirado y querido fue— aunque tal vez sea éste el punto final de sus coinci­
dencias, pues, mientras que Unamuno agoniza heroicamente en vida por la salva­

146
ción del otro en sí mismo, Machado acaba volcando aquel impulso en la necesidad
real de salvar esencialmente lo otro. Y esa es, a mi entender, la operación que realiza
la poesía, la creación de Machado: el recrearse a sí mismo en un movimiento poético
constante hasta saltar las bardas del propio corral, del propio yo, e irse a ser otro, a
ser él mismo un tú. Desde el diálogo silencioso del alma consigo misma, que dijera
Platón, o dicho como Machado, desde el “converso con el hombre que siempre va
conmigo”, va a ir el poeta sacando de sí mismo los otros seres que le habitan, y les da
pensamiento y figura, tanto y tan realmente que Machado el bueno - como aquel
otro bueno, el Hidalgo Quijano —, acabará siendo más sí mismo, hallará su mayor
identidad en la identificación con sus otros, y sobre todo con ese con quien —conjun­
tamente con quien— Machado acabará por romper el espejo que vela la realidad, el
auténtico amor, la auténtica cordura: con Juan de Mairena. Y es que Mairena —el
paradójico, escéptico, pleno de humor, bondad e inteligencia— supone el más autén­
tico salto del Machado creador de sí mismo, salto mediante el que el poeta logra la
más precisa depuración de su humanismo. Con una de las más sutiles y penetrantes
ironías de toda la literatura española contemporánea, va a retomar Mairena el relevo
de Antonio Machado —y el de Abel Martín— y a plantear toda la problemática que
les había ocupado siempre, pero vista ahora desde una mayor perspicacia, gracia y
sabiduría. Así, al par que poetiza, recorre Mairena, los problemas metafísicos, reli­
giosos, políticos, sociales y estéticos, con una frescura y limpieza mental inusitadas en
España. Machado ya no podrá desprenderse de su otro, que tanto le ha hecho pro­
longarse y recrearse a sí mismo. De un Mairena apócrifo, se pasará al Mairena hipo­
tético, postumo, es decir, que Machado recurrirá a lo que Mairena hubiera dicho, si
hubiera vivido para conocer las múltiples situaciones que a Machado le salen al paso
y sobre las que escribe. Y cumple aquí el poeta su máxima ironía: casi se diría que se
ha hecho a sí mismo el otro de Mairena, D. Antonio Machado apócrifo de Mairena.
Y es que con éste logra Machado dar un nuevo perfil original a su “canto de fronte­
ra”, aquél que para el quehacer del poeta propugnase Abel Martín en el soneto “Al
Gran cero”:

Brinda poeta un canto de frontera


a la muerte, al silencio y al olvido.

Un canto de frontera, límite entre la poesía y el pensamiento, dándose en ese


pensamiento poético suficientemente ágil como para saltar del callejón sin salida a
lo que Machado metaforiza como “puerta al campo”, a ese, a su vez. límite en el
que el hombre se enfrenta, ya necesariamente solo, con las tres esenciales apari­
ciones de la Nada: la muerte, el silencio y el olvido.
Mas ese canto de frontera ya se había hecho historia, historia viva, fusión de
la poesía y el pensar con el acontecimiento histórico, con la esperanza de un
mañana alerto. Pues, más allá de la desesperanza que en el propio poeta produjo
la trágica resolución del conflicto español, más allá de la evidente constatación de
la derrota, del despojamiento total, Machado consume hasta los bordes el cáliz de
los sueños, con su pueblo, a fin de que el trágico padecer común acabara de pasar,
se transmutara en razón esperanzadora.
Camino del exilio, de la muerte, del mar —¿cuántos años se le han cumplido
ya a D. Antonio desde que prorrumpió en aquel lamento por la muerte de Leonor:

147
“Ya estamos solos mi corazón y el mar” — ; camino del mar, en medio de la
doliente multitud, menos masa que nunca, más dignamente hombres que nunca en
medio del despojo, la derrota, el más cruel dolor, ha de sentir Antonio Machado
esa fría respuesta de la nada, el cumplimiento de su mito de la tierra de Alvargon-
zález; ellos mismos, los que huían, eran ya la sombra errante de la sombra de
Caín. “El poeta —cuenta Waldo Frank— casi inválido en el seno del cuerpo dolo­
roso de su pueblo, sostenido por su madre...”; y, a su vez, Corpus Barga, relata
que en llegando ya a Collioure, un amigo hubo de llevar a su madre en brazos,
mientras la viejecita iba diciendo: “¿Llegaremos pronto a Sevilla?”. Y sí, iban a
llegar enseguida a Sevilla.. y al mar. Pues allí, en Collioure, hay un punto del arder
del pensar de Antonio Machado que parece devolvernos íntegra la gran sombra
florecida que es su poesía, y ese punto clave ha sido siempre para mí su último ver­
so, encontrado en uno de los bolsillos del gabán del poeta:

Estos días azules y este sol de la infancia.

Donde acaba el pobre río y la inmensa mar le espera, encuentra Machado, y


nos hace reencontrar a nosotros, el sentido de su memoria, que si es despojamien­
to, es también una recuperación, un rescate. Y para mí, ese último verso en el
límite, en la frontera (real y metafórica, de tantos modos), acaba iluminando toda
su obra. El ya inminentemente llamado al no ser se convoca a sí mismo, a su
memoria, a ser luz, a lo que había sido siempre, a lo que seguirá siendo siempre.
Antonio Machado no ha muerto, pues, su memoria seguirá ya siempre viva,
vigilante, ardiendo el grano del pensar que él aportó en el amor.

No, mi corazón no duerme,


está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio.

Muchas gracias.

148
ANTECEDENTES FAMILIARES
“DEMOFILO”, ANTONIO MACHADO Y LA POESIA POPULAR

Manuel Angel Vázquez Meclel - Angel Acosta Romero


Universidad de Sevilla

Convienen casi todos los estudios sobre la vida y la obra de Antonio Machado
en señalar la importancia de la “saga” familiar en la configuración de su universo
ideológico y literario, a la vez que se indica la escasa presencia que, en el volumen
total de esa “constelación” de influencias, tuvo su propio padre, Antonio
Machado Alvarez, “Demófilo” (Santiago de Compostela, 1848; Sevilla, 1885).
“La imagen del padre —nos dice José María Valverde (1975: 15), algún día, en la
poesía de Antonio, no será sino estampa en el tiempo perdido, sin contexto histó­
rico, ni expresión de herencia cultural”. Repárese en las últimas palabras ya que,
de haber sido así, Antonio Machado, en quien se rastrea la huella de su abuelo, de
su tío-abuelo Durán, etc., habría pasado por encima de una aportación nada des­
deñable, en especial, en el ámbito de lo antropológico. En las líneas que siguen
intentaremos demostrar que no sólo no fue así, sino que algunos componentes
estético-ideológicos son absorbidos con tanta naturalidad que apenas puede apre­
ciarse distancia, e incluso resulta difícil marcar la natural evolución, claramente
existente como consecuencia del cambio de contexto histórico.
Lo cierto es que no lo tuvo nada fácil “Demófilo”: eclipsado primero por la
poderosa personalidad y los vastos conocimientos de su padre, el gran Machado y
Núñez, y más tarde por sus hijos Manuel y Antonio, ha sido preciso el avance y la
consolidación de la más reciente investigación antropológica para restituir al lugar
que le corresponde a este Licenciado en Derecho y en Letras, gran folklorista y
fundador del El Folk-Lore Andaluz. Pero, precisamente por ello, interesados los
etnólogos y antropólogos en todo aquello que más tiene que ver con las costum­
bres populares, han traído a primer plano el ingente trabajo vertido en extraordi­
narias compilaciones como la Colección de Cantes flamencos (1881), Colección de
enigmas y adivinanzas (1883), los once volúmenes de la Biblioteca de tradiciones
populares (1883-1886) o el Calendario popular gallego (1884). Incluso cuando se
recuerdan sus Estudios sobre literatura popular (1884), se subraya mucho más el
adjetivo —lo popular— que la realidad sustantiva quejo soporta —esto es, la crea­
ción literaria.
Aun así, sería no poca veta literaria —la de lo popular— la que llega a los
Machado, constituyendo un auténtico pilar de su poesía, como, por otra parte
suele ocurrir con nuestros líricos mayores.

151
Pero hoy sabemos que la construcción de una historia literaria abierta a la
valoración de la importancia que poseen los factores de intertextualidad —y más
ampliamente, interdiscursividad —, debe reparar tanto en los hechos como en los
procesos interpretativos que nos los presentan. Eso se pretende a continuación,
sobre todo, a partir de una minuciosa lectura del pequeño volumen Poesía popular
/ Post-scriptum / a la obra / Cantos Populares Españoles / de F. R. Marín) / Por
Demófilo, impreso en los talleres de Francisco Alvarez, sitos en la calle Tetuán,
24, el año de 1883. Tras ofrecer un esquema fundamental de su contenido e impli­
caciones, pretendemos demostrar que la influencia de las ideas contenidas en esta
obrita fue marcadamente intensa tanto en la teoría como en la práctica poética de
Antonio Machado.
Finalmente, sobre el fondo de estas similitudes y filiaciones, analizaremos
algunos rasgos diferenciales que nos permitirán entender que el amor por lo popu­
lar en el poeta Antonio Machado, por su perspectiva más dinámica, se sitúa en un
nuevo contexto, en otra “sentimentalidad” (es término suyo) que la distancia de la
“demofilia” romántica del siglo XIX. Y que, en todo caso, la imagen más persis­
tente de lo popular en Antonio Machado es la de lo popular andaluz, pueblo del
que arranca en sus primeros escritos, precisamente sobre poesía popular, que le
sustenta desde su radical estoicismo y escepticismo, desde su agónica experiencia
de la temporalidad (y por ello de la muerte), y al que vuelve, en espíritu y palabra
al final de sus días y queda prendido en el tantas veces citado último verso: “Estos
días azules y este sol de la infancia”.

La poesía popular en Demófilo

Hay que situar el acercamiento de Antonio Machado Alvarez (“Demófilo”) a


la poesía popular sobre dos coordenadas más generales, que explican, en parte, su
preocupación (sin olvidar la herencia recibida de su madre, Cipriana Alvarez, de
su tío, Agustín Duran, y de su padre, Antonio Machado y Núñez):
— por un lado, su interés por todos los fenómenos de origen popular, germen
de la ciencia del “folklore”, que él ayudó decisivamente a implantar en España;
- por otro, el deseo de su época de descubrir mecanismos explicativos (cien­
tíficos) que abarcaran todos los ámbitos de la vida.
No tratamos así de desmitificar algo que, por otra parte, no ha sido todavía
suficientemente puesto de relieve (la importancia de Demófilo en los estudios
sobre literatura popular), sino de situar su labor en un marco más amplio. Parece
fuera de duda que fue el primero en dignificar los estudios sobre poesía popular,
desarrollando con rigor científico las aproximaciones superficiales de muchos
autores románticos. Por ello, en el apartado primero de su Post-Scriptum (1883),
Demófilo se autoexcluye de ese grupo de escritores pioneros haciendo un análisis
muy interesante de los trabajos realizados por estos antecesores suyos en la tarea
de recoger los poemas y cantares populares.
Reconoce que a Fernán Caballero, en su Colección de 1859, “se debe el haber
sido la primera que tuvo la osadía de recoger y levantar del suelo las primorosas
flores de los fértiles campos de la fantasía andaluza” (1883: 11); si bien es cierto
que a ello no le llevó en ningún caso un deseo de conocimiento profundo de la rea­

152
lidad popular, sino un sentimiento de paternalismo aristocrático. Por ello,
Machado no puede dejar escapar una muestra de su renovado anticlericalismo
(Brotherston: 1964), fruto de su herencia masónica, al señalar que “el sentimiento
católico... influyó no poco a la tarea de recolectora que le valió tanto renombre”
(1883:10).
De la misma manera, Antonio García Gutiérrez, en su Discurso de ingreso a
la Academia, “no sólo recogió del suelo, sino que levantó con su preciosa diserta ­
ción a las más altas esferas de la literatura erudita y semi-oficial los cantares...”; y
D. Emilio Lafuente Alcántara se decidió, por su parte, a “establecer ya en su Can ­
cionero un plan de clasificación” (1883: 13-14). Gracias a todos ellos, y a partir del
año 1865, se produjo un reconocimiento general del valor estético y literario de las
coplas populares andaluzas.
Y Demófilo ya había decidido asumir la labor de análisis de todo ese material
(recogido, eso sí, según criterios selectivos), ya que ni D.a Cecilia Bóhl de Faber,
ni el académico García Gutiérrez, ni Emilio Lafuente “se habían tomado el tra­
bajo de hacerlo” (1883: 14-15). Pero antes, intuyendo ya lo que sería más tarde un
requisito metodológico, se dedicó él mismo a la recogida indiscriminada (“fiel­
mente de los labios del pueblo”) de cuatro o cinco mil coplas, en las provincias de
Huelva, Cádiz y Sevilla. La ingente labor de estudio de estos registros quedó redu­
cida a una veintena escasa de artículos, publicados entre los años 1868 y 1870 en
Un obrero de la Civilización, revista fundada en Madrid por el mismo Machado y
Alvarez, y en la Revista de Literatura, Filosofía y Ciencias, nacida por iniciativa de
su padre, Machado y Núñez, en la Universidad de Sevilla; artículos de cuyo conte­
nido poco después quedaría arrepentido, porque según sus propias palabras no
pasaron de “apuntes” y estaban redactados con un “criterio detestable”.
Efectivamente, en el año 1872 se produce un inesperado silencio en la obra
del ya prolífico escritor; ese silencio, que se prolongará en lo que se refiere a temas
folklóricos hasta 1879, significaba un cambio radical de actitud y una nueva forma
de entender los recién inaugurados estudios de cultura popular. Brotherston
(1964) ha estudiado el desarrollo de la mentalidad de Demófilo ante la introduc­
ción en España de las nuevas teorías positivistas, entre las que no podía ser la
menos destacable la del evolucionista Darwin. Curiosamente es en esos mismos
años cuando Machado y Núñez está desarrollando y publicando sus trabajos sobre
el darvinismo (1989), lo que probablemente ejerció una influencia directa en su
hijo Antonio (Demófilo). El mismo en la Biblioteca de las tradiciones populares
(1884: X-XV) reconoce que la recogida exhaustiva de materiales es tan importante
que se constituye en la “característica” de la nueva era científica iniciada por Darwin”.
Se trató, en resumen, del paso de un período de curiosidad estética y literaria
a una etapa de descubrimiento de las posibilidades “científicas” que ofrecía el
material rescatado del pueblo: “... se desplegó ante nuestros ojos inmensos hori­
zontes de conocimientos, para nosotros hasta entonces ignorados” (1883: 20). Por
ello afirma que “no son ya... motivos puramente literarios y estéticos los que nos
mueven a este género de estudios, sino que en él hallan motivo de interesantísimas
investigaciones, tanto el literato como el psicólogo, tanto el estético como el histo­
riador, tanto el filólogo como el que aspira a conocer la biología y el desenvolvi­
miento de la civilización y del espíritu humano” (1883: 24). De ahí la insistencia de
que en los estudios folklóricos no se puede actuar con criterio selectivo o caprichoso,

153
“se recoge todo; lo que sé que es bueno y que es malo. Estamos todavía en la labor
primera: la de acoplar los materiales. Luego vendrá la ocasión de distinguirlos y
clasificarlos” (Montoto, 1930: 104).
Eso sí, en Demófilo “lo popular” es un “fenómeno” digno de ser estudiado, y
no tanto una manera de enfrentarse con el mundo, una auténtica base noética,
como parece entender muy bien su hijo Antonio. El acercamiento de Machado y
Alvarez es el de un erudito, pero el de un erudito que no se quedó sólo en la copla
como medio de conocimiento, sino que intuyó un modelo de belleza, punto de
partida de una línea de creación estética, que Antonio Machado Ruiz recogerá en
la mayor parte de su obra. Así como también, el poeta por excelencia de la “Gene­
ración del 98” (y no todos los intelectuales de ese grupo entendieron bien esta acti­
tud) retomará una teoría de regeneración nacional ya abierta por Demófilo y otros
krausistas: “el pueblo que desconoce su literatura”, que es en su contenido lo más
íntimo de su naturaleza y el testimonio más genuino de su historia interna, el pue­
blo que no tiene conciencia de sí ignora su historia, renuncia verdaderamente a su
autonomía literaria / .../El estudio de la literatura popular es camino de regenera­
ción” (Demófilo: 1884: 209-210).
Antonio Machado y Alvarez fue, como hemos dicho, uno de los pioneros en
la tarea de dignificación de los estudios de lo popular; y la primera prueba de su
intención, se produce al darle a la creación popular carácter literario, introducién­
dola en los límites establecidos por los géneros vigentes. Así, considera que la poe­
sía popular “es, con relación a la erudita épica, espontánea, desinteresada, y, por
lo tanto, menos artificiosa y expuesta a ser influida por condiciones de edad, sexo,
clima, etc.” (1883: 38-39). Con “épica” quiere decir que el hombre del pueblo que
poetiza no puede abstraerse de su realidad inmediata, y la refleja tal como la sien­
te. Por ello, lo popular es definitorio, caracterizador, específico, del grupo
humano en el que se crea. De algún modo, el poeta culto se desarraiga de su
entorno al capacitarse para crear según cánones más generales.
Demófilo justifica la inclusión de la poesía popular en el género épico afir­
mando que el poeta épico, como el popular, es objetivo y hace las veces de “espe­
jo” de la realidad. Pero esto, lejos de significar una neutralidad aparente o una
falta de compromiso humano individual, le lleva a concretar más su teoría. Por
ello, si en principio habla de “Juan del Pueblo”, como un ente representativo de
lo popular, después matiza esta concepción genérica, este arquetipo, para cen­
trarse en lo que de humano-individual encierra la poesía (“lo vario dentro de lo
uno”): “La copla es, dentro de límites convencionales, una poesía lírica dentro de
lo épico...” (1883: 39). Y ahí radica gran parte del valor de la creación popular: lo
que, en principio, es reflejo espontáneo de un sentimiento individual o de una cir­
cunstancia muy concreta se convierte, por lo humano, en símbolo de un pálpito
universal.
“Lo que engendra siempre la copla es un sentimiento” (1883: 39-40). Esto es
así, aunque, en muchos casos, ese sentimiento sea directamente generado por un
acontencimiento histórico pasado, o por un lugar geográfico concreto,. En este
caso se produce el contraste entre lo efímero del sentimiento y lo permanente de
la historia. Pero para Demófilo, las coplas clasificadas como “históricas” no tienen
verdadero interés, porque la historia interna de un pueblo queda reflejada en las
otras coplas, aquellas que reflejan lo cotidiano y lo inaudito dentro de lo cotidiano.

154
Esta reflexión enlaza claramente con el concepto de “intrahistoria” que defendió
y practicó Unamuno. Así, para los grandes acontecimientos históricos “hay otra
fuente de consulta mucho más interesante para el historiador: me refiero a nues­
tros romances; en ellos, que no en las coplas, pregones, ocurrencias y demás com­
posiciones, por lo breves, más fugitivas y menos duraderas, está, no lo que yo lla­
maría historia, sino la narración de los hechos de verdadera importancia nacional”
(1883:45).
En síntesis el concepto de poesía popular que se desprende de la larga exposi­
ción de Machado y Alvarez, queda delimitado por varias características que no por
obvias, en algún caso, pueden dejar de señalarse; así queda claro que, en la poesía
popular asistimos a la expresión de los afectos, sentimientos, deseos y aspiraciones
del pueblo. Y esa expresión es peculiar, es decir, tiene un estilo propio, marcado
por vocablos, modismos, giros, locuciones, sintaxis, contenidos... Ese estilo se
resume en el ideal de sencillez, tan caro a más de un poeta erudito. Porque “la poe­
sía de los hombres del pueblo expresa siempre una relación más directa entre el
objeto sentido y el sujeto que siente, que la poesía reflexiva, en la cual el que canta
es menos esclavo de las circunstancias exteriores y del impulso que lo solicita
(1883: 54). Además la poesía del pueblo es anónima, y cuando se dice anónima se
quiere decir que la obra del individuo es casi nula; la mayor parte se produce por
integración de elementos anteriores y ya repetidos, hoy diríamos, por un proceso
de intertextualidad. Por ello, otra de las características propias de la poesía popu­
lar es su indeterminación, más bien, su universalidad: para Demófilo, todas las
composiciones de origen popular se producen “por integración” (y no “por adi­
ción”), es decir, en un proceso de síntesis, tras una depuración histórica de fondo
y forma, que conduce al perfecto equilibrio de la copla. Ese equilibrio, esa capaci­
dad de sintetizar toda una filosofía y una interpretación de la vida en unos cuantos
versos de asombrosa sencillez, es lo que desazona y espanta al erudito.
El concepto de pueblo también sufre una intensa evolución en el pensamiento
machadiano. En un principio, y siguiendo el krausismo de Julián Sanz del Río,
“por el amor que me inspiró... /esa/ doctrina, verdaderamente redentora, con reía
ción al empobrecimiento de ciencia y de ideas en que se encontraba por entonces
el pensamiento español”, define al pueblo como la ‘'humanidad niña, espontánea,
franca, ruda, inartificiosa, dominada por el sentimiento, conservadora por el hábi­
to, artista por el exceso de fantasía y sin otra luz para regirse y gobernarse en todas
las acciones de su vida, que la razón natural y esos profundos conocimientos de
gramática parda, gramática de gramáticas, que enseñan la experiencia y el tiempo,
madre de verdades y fuente de ocasiones” (1883: 49). Pero su criterio ha cambiado
en esto, como en otras cosas, y ahora piensa en el pueblo, no como una abstrac­
ción, ni siquiera como una suma de seres semejantes, sino más bien como una
especie de factor común extraído de una infinitud de seres individuales e indivi­
dualizados: “para mí hoy el pueblo como la humanidad no existe; existen hom­
bres, en grados distintos de desenvolvimiento y de cultura... no es ya para mí el
pueblo, un ser impersonal y fantástico...” En efecto, el pueblo, por sus condicio­
namientos socioculturales está atrapado a una realidad que expresa de manera
directa, y “están más cerca de la niñez que los hombres reflexivos”.
Esta visión, desarrollada cumplidamente por Ortega, es claramente compar­
tida por nuestro poeta, no sin matices propios. Este compartir algunos principios

155
de análisis en relación con lo popular, con ser lo más importante, según tendremos
ocasión de exponer, no constituye el único nexo entre padre e hijo. Resulta, al
menos, curioso, encontrar coincidencias y parecidos extremos entre Antonio
Machado padre y Antonio Machado hijo. Así, el despiste y el descuido en la apa­
riencia personal han sido destacados rasgos de la personalidad del gran poeta sevi­
llano, ese “aliño indumentario” tan repetido. Pero su padre, Machado Alvarez,
parece que fue un digno antecesor de ese carácter; el propio Demófilo nos cuenta
que, estando en Madrid, cogió una gran pulmonía, tan preocupante que tuvo que
volver a Sevilla; y ello debido a que en el invierno no usó ropa de abrigo adecuada,
pensando que no la había traído cuando llegó en septiembre. Resultó que su dili­
gente madre la había colocado en el fondo del baúl, sin que el descuidado
Machado la hubiera visto.
El testimonio de Luis Montoto confirma esta misma visión de la idiosincrasia
de Demófilo: “Siempre extrañé el desembarazo y el desaliño de su persona. Suelta
la corbata, desabrochado el cuello de la camisa, subido el pantalón al extremo de
dejar al descubierto toda la bota, vestido de verano en invierno y arrastrando la
capa cuando se la colgaba de los hombros; despeinado siempre, pero limpio,
locuaz y exaltado, el desaliño de su persona contrastaba con lo pulido de su con­
versación y la finura de sus maneras y de su trato” (1930: 104-106). Leyendo este
testimonio no es extraño recordar otros muy parecidos sobre Antonio Machado
Ruiz. Aún más grave, y al mismo tiempo entrañable, parece la confesión del pro­
pio Demófilo cuando explica cómo puso su material de trabajo a disposición de
Rodríguez Marín: “La convicción de que a este generoso ardimiento acompaña­
ban las excepcionales dotes, no sólo de recolector inteligente, sino de ilustrado y
erudito comentarista... me impulsaron a poner a su disposición las coplas que con­
servaba, que no creo llegasen ni con mucho a la cifra de tres o cuatro mil, por
habérseme extraviado, cosa en mí no desusada, algunas de las colecciones parciales
que cuando me dediqué a esta tarea me remitieron” (1883: 22-23).
El despiste y el descuido en el vestir, el desaliño personal, parecen coincidir
de manera, más o menos normal, en padre e hijo (recordemos, sin embargo, que
Manuel Machado adopta unas actitudes vitales muy distintas); esta semejanza,
que podemos considerar como anecdótica o superficial, creemos que revelan algo
mucho más profundo que una simple herencia genética. Se trata de la valoración
por aquello que está más allá de lo puramente material y perceptible, y la despreo­
cupación (inconsciente o no) por esto último. Además la relajación y dejadez de
las “formas” coincide con una determinada filosofía del existir, propia de los
ambientes populares andaluces. Sin embargo, más allá de estas circunstancias
anecdóticas, pero que revelan incluso una cierta similitud de carácter, existen fac­
tores de proximidad ideológico-literaria que conviene tener en cuenta y que pasa­
mos a analizar.

“Demófilo” y Antonio Machado ante la imagen de la poesía y del pueblo

Sobre el fondo del esquema trazado acerca del concepto de Poesía Popular en
Demófilo, no nos será difícil reconocer las coincidencias —cuando no ‘filiaciones’, y
tal vez nunca mejor dicho— entre Antonio Machado Ruiz y su padre. No olvidemos

156
que una de las primeras colaboraciones de Antonio Machado fue, precisamente,
“Poetas Populares: Enrique Paradas” aparecida con el seudónimo “Cabellera” el
22 de octubre de 1893. En ella se reconoce a Paradas como el poeta popular por
excelencia entre los modernos: “No sólo en sus cantares brilla la agreste y ruda
virilidad de los cantares del pueblo, sencillez, su ingenuidad y franqueza, sino que
además se observa en ellos todas las deficiencias de que adolece la poesía popular,
el pesimismo exagerado, la hipérbole hinchada, las viciosas construcciones de len­
guaje” (1989: 1080). En él encuentra Machado, como expresión del temperamento
meridional, un juego no sólo de luces, sino de melancolía y tristeza, un escepti­
cismo y un juego desgarrado expresado a veces en el tono terrible de la “soleá”, la
caracterización de la realidad con pocos rasgos, pero gran precisión, y esa capaci­
dad de “metamorfosis” que le lleva de la desesperación al entusiasmo.
Sobre la influencia de Demófilo en las ideas de su hijo Antonio acerca del fol­
klore ya había señalado Carvalho Neto (1985: 73): “Basta superponer la obra de
uno sobre la del otro y se hallarán extrañas coincidencias. Nítidas enseñanzas del
padre-maestro, en el caso, puesto que no me atrevería a hablar de plagios cometi­
dos por el hijo”. Entre estas enseñanzas señala la concepción dinámica del folklore
como cultura viva y creadora; la integración del binomio pueblo-hombre y la con­
sideración del folklore como el poso de la historia de los pueblos, a la vez que se
reconoce al hombre como portador de esa historia introyectada. Y, sobre todo,
esa peculiar valoración de lo popular y el consiguiente amor derivado de ella.
Este último aspecto abre otra dimensión que adquiere especial importancia
en Antonio Machado por no tratarse sólo —como lo había sido en su padre— de
algo a la vez teórico y afectivo, sino que modula la propia creación machadiana: la
estimación de la poesía popular al lado de —y a veces por encima— de la lírica cul­
ta, y el trasunto de dicha influencia en la propia obra.
Tales parentescos de fondo alcanzan incluso a consideraciones discutibles en
ambos, como la actitud ante el arcaísmo, que por cierto afecta más a lo externo o
formal que a las funciones profundas de la construcción literaria, tal como se apre­
cia en “La tierra de Alvargonzález”, cuyo análisis desde la perspectiva de la Poé
tica de lo Imaginario de orientación junguiana revelaría no pocos aspectos hasta
ahora inadvertidos, y sólo explicables desde las estructuras antropológicas de lo
imaginario (Cf. G. Durand: 1979).
Sin embargo, pese a todas las coincidencias, no podemos dejar de valorar
algunos desarrollos de lo popular, propios de Antonio Machado Ruiz, que tal vez
constituyan la mejor medida para apreciar cierta progresión y algunos síntomas del
cambio de siglo. No es ninguna novedad afirmar que el concepto de lo popular en
Demófilo es netamente romántico —si entendemos el romanticismo en sentido
amplio—, aspecto de lo prometeico que pasa a nuestro poeta, pero que se corrige
en varias direcciones:
a) Mientras Demófilo considera la cultura popular como un legado que se
transmite y recibe, que debe conservarse y preservarse, Antonio Machado pone
mucho más énfasis en la necesidad de la transformación y reinterpretación de ese
poso que debe constituir nuestro sustrato. De ahí la preocupación por promover
un incremento de conocimientos en el pueblo para incrementar su sabiduría, más
que por preservar esta atávica sabiduría de la contaminación de nuevas formas cul­
turales. En cualquier caso, como afirma F. Grande (1977: 547), “el folklore no es

157
un aspecto lateral de su obra, ni una asignatura en un conjunto de procedimientos
expresivos, sino la más conmovida raíz de su concepción de la cultura y una cálida
argamasa en la elaboración subterránea de algunos de sus más memorables poemas”.
b) Demófilo ostenta casi siempre una valoración esteticista de lo popular y,
particularmente, de los elementos que podríamos llamar “integradores” y armoni-
zadores. Por eso piensa que el pueblo lima y perfecciona algunos versos cultos
cuando caen en sus manos. Antonio Machado, por el contrario, desea beber en
esa fuente de lo popular para nutrir con esos veneros su propia poesía, culta, y
reintegrarla (ello se ve más claro aún en Manuel) a la fluencia anónima de lo popu­
lar. Pero ello lo hace adoptando los factores- más aparentemente contradictorios
de lo popular: lo antitético y paradójico, el oxímoron, la ironía corrosiva, la metá­
fora distorsiva... Así, al llamar la atención sobre esta copla popular:

“Quisiera verte y no verte,


quisiera hablarte y no hablarte,
quisiera encontrarte a solas
y no quisiera encontrarte.”

indica: “Vosotros preguntad: ¿En qué quedamos? Y responded: Pues, en eso”


(1989: 2120). El “pues, en eso” es el lugar del sentido; el lugar en el que el emisor
(y los receptores) construyen el deseo como potencia de contradicción. Algo pro­
fundamente moderno.
c) Finalmente, como diferencia más acusada, frente al concepto etnológico
de lo popular que se aprecia casi exclusivamente en “Demófilo”, el concepto de lo
popular en Machado se va nutriendo de componentes e ingredientes ideológico-
sociales y, en sentido lato, políticos. Tal experiencia, es evidente, está mediada
por los acontecimientos de octubre del 17, por las insurrecciones obreras y, final­
mente, por todo el contexto de la guerra civil. Así, pues, al poso casi atávico de la
“Sabiduría Popular”, única forma de sabiduría superior, se une cierto componente
de defensa en una dinámica social enconada por la beligerancia económico-labo­
ral. Pero Machado no cede a la tentación de las simplificaciones, sino que retoma
y reivindica algunos factores, como el de lo nacional, el de la patria, que en un
contexto intemacionalista había quedado, al parecer, en manos -o en las men­
tes— de quienes actuaban de espaldas al auténtico pueblo. Por otra parte,
Machado tampoco cede a cierto concepto masivo de Pueblo, entendiéndolo, como
es bien sabido, como una constelación en la que cada individuo brilla con luz propia.
Quizás nada ilustre mejor la diferencia que creemos apreciar entre padre e
hijo, que estas palabras de Mairena: “El romanticismo —decía mi maestro— se
complica siempre con la creencia en una edad de oro que los elegiacos colocan en
el pasado, y los progresistas, en un futuro, más o menos remoto. Son dos formas
(la aristocrática y la popular) del romanticismo que unas veces se mezclan y con­
funden y otras alternan, según el humor de los tiempos. Por debajo de ellas está la
manera clásica de ser romántico, que es la nuestra, siempre interrogativa:
¿Adonde vamos a parar?” (1989: 2103). Creemos reconocer en Demófilo un caso
de simbiosis: romántico progresista, en la medida en que cree que el destino del
pueblo se encuentra en el futuro, pero elegiaco en el fondo, porque continua­
mente busca el paradigma de ese destino en el pasado. Antonio Machado hace

158
continua gala de esa “manera clásica de ser romántico”: alentando continuamente
la duda, abierto siempre hacia un destino acerca del cual en ocasiones no cabe con­
cluir. El tono ha cambiado. Y por ello Machado se queda con Shakespeare como
prototipo de poeta: en él parece que “lo moderno parece superar a lo antiguo”.

159
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160
LOS ORIGENES ARISTOCRATICOS PORTUGUESES
DE LOS MACHADO

“De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.


No se ganan, se heredan, elegancia y blasón...
Pero el lema de casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano sol.’’
(Manuel Machado: “Adelfos”)

Pablo del Barco


Universidad de Sevilla

En el más bello, en el más personal poema de Manuel Machado, nos confiesa


el autor la nobleza de su cuna, su elegancia natural. En el punto opuesto, Antonio
Machado se nos ofrece con singular desaliño indumentario. Cualquier revisión de
los antecedentes machadianos da un denso resultado de nobleza intelectual.
“Adelfos”, el poema de Manuel, representa por excelencia el voluntarioso vago
tono del decadentismo modernista, describe el alma noble del abúlico sensual
andaluz.
Por toda la teatralidad propia a este movimiento de no acción / acción litera
rio debemos, en principio, desconfiar de cualquier definición tan firme como la de
nuestro poeta, el mayor de los Machado, el heredero del apellido. Pero otras afir­
maciones posteriores nos obligan a desconfiar de la desconfianza, a tratar de saber
qué hay de verdad en la afirmación poético-nobiliaria que Manuel transmite en su
primer importante libro de poesía, Alma (Madrid, A. Marzo, 1902).

La aristocracia sindical de Manuel Machado

Aunque Manuel Machado desmiente su modernismo en poemas tan vigoro­


sos como “Castilla” (Alma), su primer libro definió un alma dispuesta a la vague­
dad y dejó en él para siempre ese gesto entre estilizado y malditisia que ni aún su
última ingloria poesía consiguió olvidar. El “alma” de Manuel se certifica en el
París de comienzos de siglo, en la vida bohemia que tan bien paladeó el poeta, a
la que quiso atraer, sin éxito, a su hermano Antonio.
Tras su primera estancia (marzo de 1899) volvió en repetidas ocasiones. Certi­
ficamos la de 1920 a través de unas crónicas que envió desde la capital francesa
para La Libertad, el diario que poco antes ayudara a crear con Luis de Oteyza,

161
Antonio de Lezama, Luis de Zulueta, Alejandro Pérez Lugín, Pedro de Répide,
Ricardo Marín... Estas crónicas de Machado, bajo el título global “Desde París”,
como enviado especial de la publicación, esperaban ser publicadas en un volumen,
con el título Crónicas de París. Así aparece recogido el material, en un sobre en el
que también se lee, escrito a mano y tachado, “Discurso de Antonio para la Aca­
demia”, en el Archivo Manuel Machado.
Las cinco crónicas de La Libertad aparecen en este conjunto de material
fechadas a mano y a lápiz en el margen:
• 4-5-0: “LaC.T.I.”
• 11-5-20: “Divagaciones de primavera.”
• 25-5-20: “La revolución de arriba.”
• 2-6-20: “Caída y exaltación de M. Paul Deschanel, presidente de la Re­
pública.”
• 20(?)-12-20: “En el aeroplano.”
Todas las crónicas van firmadas por M. de Montevelo (Marqués de Monteve-
lo), seudónimo que en esta ocasión utiliza Machado. El marqués escribe sobre
preocupaciones financieras de posguerra y sobre política sindical; curiosa fortuna
la de este aristócrata terminado en sindicalista teórico. Defiende la creación de la
C.
T.I. (Confederación del Trabajo Intelectual), influida por la Confederación
General de Trabajadores. Aquella tuvo ya su primer caso, según Machado: la fun­
dación de La Libertad en diciembre de 1919. Este nacimiento se sustentaba en la
salida de Machado y otros colaboradores de El Liberal, en la huelga de impresores
de 1919, por simpatía de éstos con los trabajadores contra la patronal. La consigna
del director, Miguel Moya, buen amigo de Machado: “¡Sindicalismo, nunca; sindi­
cación patronal, sí!”, se avenía poco con la defensa que Machado hacía de la unión
sindical, al tiempo que disminuía su fe en los partidos políticos y en la acción parla­
mentaria.
Pero, ¿quién era este Marqués de Montevelo que firmaba las crónicas? ¿Por
qué Manuel Machado se amparaba en su nombre? Pedro de Répide, compañero
en la redacción de La Libertad, nos lo descubre en una evocación literaria de
Machado: “Lira y guitarra” (Madrid, Domingo, enero de 1947): “Descendían de
un cierto Machado, marqués de Montevelo, de la corte lisboeta, y cuyos hijos emi­
graron de Portugal. Manolo me mostró un día las ejecutorias que poseía como pri­
mogénito de su generación. Pero no hacía mucho caso del linaje, puesto que en
una de sus comedias los ilustres hermanos sacaron un personaje cómico dándole el
nombre de conde de Montevelo.”
En verdad, ese duque de Montevelo, Enrique, es un señorito tarambana, per­
sonaje de escasa trascendencia en Las adelfas. Pero es significativa su aparición en
la obra de los Machado, sobre todo en el hecho de que Antonio, poco dado a
veleidades nobiliarias, aceptara la proximidad literaria de su antepasado. Y es
curioso también que este Montevelo literario y fútil en nada se pareciera al antepa­
sado de nuestros escritores, de harta y compleja vida de insatisfacciones.
En lo que sí coincidió el Montebelo original de la dinastía con los Machado fue
en su voluntad de escritor. Es, entre otras obras, autor de la Tercera parte del Guz-
mán de Alfarache, que, en su contabilidad de frustraciones, no tuvo la fortuna de
ver publicado. Félix Machado da Silva Castro e Vasconcelos, nacido el 1 de
noviembre de 1595 en Torre da Fonte (Portugal), fue hijo de Félix Machado

162
Manuel de Arauo de Sousa e Castro y de Margarita Machado Castro e Vasconce-
los. Los más datos que de él sabemos se deben a su preocupación de escribir una
Autobiografía, en manuscrito que hoy se encuentra en el archivo del Conde da
Figueira, y a través de su Memorial del Marqués de Montebelo (Madrid, 1642; Lis­
boa, 1730).
Tras las primeras lecciones a manos de un sacerdote, de las que obtuvo tan
escaso beneficio el primero como el último día, le trasladó el padre a Braga, al
colegio de los jesuítas, donde ya daba muestras, según propia confesión, “de felix
memoria y de claro ingenio”. A los catorce años, el padre, segundogénito de la
casa Tora, le llevó a Lisboa, donde mantenía un largo litigio con el rey por la juris­
dicción de sus tierras. Aprendió en la corte música, danza, equitación y, sobre
todo, pintura. A la vuelta a casa comienzan los enfrentamientos con su cuñado,
que le obligan al alejamiento y dan con él en Santiago de Compostela, donde estu­
diaría con devoción a los clásicos, especialmente Virgilio y Cicerón, a los que con­
fesaba conocer de memoria.
Clásicos y disipación enferman a Félix Machado, que sigue narrando su juven­
tud hasta el viaje de Felipe III a Portugal (Autobiografía). Entre 1621 y 1623 llegó
a la corte de Madrid, buscando alianzas matrimoniales que sirvieran en defensa de
sus derechos hereditarios, gravemente críticos incluso con su progenitor. Casó el 1
de noviembre de 1628 ó 1629 con doña Violante de Orozco, hija de don Rodrigo
de Orozco, Marqués de Mortara, y hermana de don Francisco de Orozco y de
Olías, capitán general de Cataluña. Hombre de corte pero de escasos ingresos,
Félix Machado fue nombrado en 1638 Marqués de Montebelo, aunque aún en
1642 reclamaba las mercedes reales por su nombramiento.
A partir de este momento la vida del Marqués de Montebelo transcurre entre
sus tierras del Norte de Portugal y la corte española. Así lo delatan sus cartas,
fechadas en Castro entre 1632 y 1638, en Madrid de 1650 a 1656, repletas de con­
flictos por cuestiones hereditarias y de desilusiones por dignidades y homenajes
que nunca llegaban. Justamente durante una de sus estancias en Madrid estalla la
lucha por la independencia en Portugal. La lealtad del Marqués de Montebelo a
Felipe IV tiene trágicas consecuencias económicas para él; pierde las rentas de sus
tierras y debe dedicarse a lecciones de pintura y al ejercicio del retrato para sobre­
vivir. Ni alegar su condición de lejano heredero de reyes españoles su 12 abuelo
estaba emparentado con D. Ramiro de León— (Memorial) le sirvió de mucho.
Se le acumularon las desgracias, a pesar de recibir un consuelo del rey de
3.000 reales en 1644; mueren muy jóvenes cinco de sus hijos. Al mayor, Francisco,
fallecido a los catorce años, le profesaba especial cariño. Su mujer se ve en la nece­
sidad de andar con muletas. El hijo menor, Antonio Manuel, de débil salud, le
impidió regresar a Lisboa. Murió el 4 de junio de 1662, tras una existencia infeliz
dedicada a la literatura (esencialmente en castellano) y a la pintura, entre Portugal
y España, con un breve paréntesis como embajador en Roma.

De poca fortuna publicista

Además de la autobiografía citada, fue el Marqués de Montebelo autor


de una

163
• Novela de Melano y Arminda, escrita a la edad de quince años, de la que
no hay restos en la actualidad (Memorial, I, 75).
También en un tomo de
• Poemas, entre ellos 72 octavas celebrando los amores de Ameno y Armin­
da, probablemente perdido (Memorial, I, 75).
Más importante, para extraer datos sobre su vida y genealogía, el citado
• Memorial del Marqués de Montebelo.
Otro volumen con el título
• Notas al Nobiliario de Don Pedro, Conde de Barcelos, hijo del rey Don Dionis
de Portugal, firmado por el Marqués de Montebelo, Félix Machado, Castro y Silva,
Señor de Entre Honre i Cadavo (sic), i los solares de Castro y Vasconcelos, i comenda­
dor de Coucieiro (sic) en la Orden de Christo. Traducido, castigado y con nuevas ilus­
traciones por Manuel de Faria i Sousa. En Madrid, por Alonso de Paredes, 1646.
(Este famoso camoenista, Faria e Sousa, fue amigo íntimo de Machado; vivió
seis años, hasta su muerte, en casa del Marqués de Montebelo.)
Escribió una Vida de Manuel Machado de Azevedo, Señor de las Casas de
Castro, Vasconcellos y Barroso, y de los solares dellas, y de las Tierras de Entre
Plomen y Cubado, villa de Amares, Comendador de Sousel, en la Orden de Auis,
firmada por “el Marqués de Montebelo, Félix Machado de Silva, Castro y Vascon­
celos, Comendador de San Juan de Concieiro, en la orden de Christo, su bisnieto
y sucesor de su casa”. Y añade en el comienzo: “Escriviase a don Francisco
Machado de Silva, su hijo, para que lo imitase, como imitó, hasta acabar la Filo-
sophia, en edad de catorce años y media, en la qual fue Dios servido de llevarle
para sí. Oy se da a la estampa para que estas dos vidas sirvan de dos espejos a don
Antonio Machado de Silva y Castro, último hermano de seis que tuvo. Impreso
con licencia por Pedro García de Paredes, año de 1660.”
Este Manuel Machado fue cuñado de Francisco Sa de Miranda e íntimo del
cardenal-infante Don Henrique.
No acaban aquí sus trabajos: en la Biblioteca Municipal de Oporto hay varios
manuscritos genealógicos, que él redactó para subsanar algunos equívocos y malas
informaciones sobre su familia.
Y aun por razones de familia, dejó escrita una obra histórica sobre la
• Conquista de Cataluña por el Marqués de Olias y Mortara, además de un
manuscrito bajo el título
• Enigmas morales y políticos, y otro didáctico:
• Criança de príncipes. Espeio de cavalleros. Exemplar de nobleza, según el
propio Marqués escribe en su autobiografía.
Finalmente, se le atribuye una obra sobre el sistema penitenciario, y un
• Teatro de política moral.
Concluyamos con la reseña de la obra que más interés nos produce hoy, la
• Tercera parte de Guzmán de Alfarache, redactada en castellano, en un
manuscrito que perteneció al Convento de Graça y que aparece en la Biblioteca
del Palacio de Ajuda, códice 46-VIII-46. 534 páginas componen el manuscrito
—publicado por primera vez en edición de Gerhard Moldenhauer, Revue Hispani-
que, tomo LXIX núm. 155, págs. 25-340; N. York, febrero de 1927 — , con un pro­
medio de 30 líneas por página y abundantes correcciones hechas sobre estrechas
cintas de papel que el autor pegó sobre el texto original.

164
Tiene de novedoso el texto la geografía que el personaje recorre desde Sevilla
hasta Santiago pasando por Lisboa —especialmente —, Almada, Santarem, Coim­
bra, Oporto, Braga, Barcelos. Vianna y Caminha. La novela, epígono de la pica­
resca, se mueve entre la nostalgia por la tierra portuguesa y una cierta mordacidad
tangible y explicada en el mal trato dado al autor, que él reintegra a veces en un
tratamiento no elogioso de los portugueses.
Eligió Félix Machado personajes populares en su novela picaresca, intercala
dos en episodios vivos que dan impresión de realidad. Pero también incluye en su
crítica ajusticias, médicos ignorantes, príncipes y clérigos. El sabor de lo popular,
la propia dedicatoria del libro a gente humilde, nos hacen de este noble alguacil un
defensor de la clase humilde, frente a los grandes señores, frente a los mecenas de
la época.

El laberinto de las coincidencias

Parecerá exagerado relacionar aquel Félix Machado, autor de picaresca, con


nuestros Manuel y Antonio en el exacto motivo del gusto por lo popular. Incluso
obligándonos a la relación con el padre, “Demófilo”, folklorista singular, también
preocupado por la didáctica aplicada a la infancia en aquel su Tilín (estudio sobre
el lenguaje de los niños), más conocido en Inglaterra a través de la Philological
Society. Pero hay muchos datos que abonan una cierta casualidad histérico-literaria.
Comencemos por los nombres; es más que rara coincidencia la del de Manuel
Machado, bisabuelo del autor de la Tercera parte del Guzmárt de Alfarache; la de
su hijo Antonio Machado, y aun la del de su hijo más amado, Francisco, nombre
del menor de los hermanos Machado Ruiz.
También es curiosa coincidencia la vocación pictórica de José Machado Ruiz
con la de Félix Machado, de quien Palomino afirmó ser un excelente pintor. En la
obra poética de Manuel Machado se constata una dedicación notable a la pintura.
Velázquez estaba entre sus favoritos; de Velázquez —quizá de uno de sus discípu­
los aventajados— era un retrato del Marqués de Montcbelo, en posesión hoy del
Conde da Figueira.
Convengamos que el hecho de haber nacido el padre de los Machado en San
tiago de Compostela, donde Félix Machado estudió, ciudad que dejó en él pro­
funda huella, y que el primer destino de Manuel Machado Ruiz fuera como biblio­
tecario en la Facultad de Filosofía de Santiago de Compostela, abonan esta serie
de datos en un conocimiento de hechos y datos en poder de la familia del autor de
Campos de Castilla.
Otros datos confirman la simpatía común entre los Machado portugueses y los
españoles por algunos escritores: Manuel y Antonio Machado mostraron interés
—más que capacidad genial— para el teatro. Manuel trató en algunas ocasiones
sobre el teatro y la poesía de Lope de Vega:
— “La niña de plata, de Lope de Vega, refundida por Cañizares. (Contribu­
ción al estudio de la censura de teatros en el s. XVIII)”, en Revista de Bibliotecas,
Archivos y Museos (RBAM), I, 1, Madrid, 1924, págs. 36-45.
— “Un códice precioso. Manuscrito autógrafo de Lope de Vega”, en
RBAM, I, 2, Madrid, 1924, págs. 208-221.

165
— “La égloga Antonia. Una obra inédita de Lope de Vega”, RBAM, I, 4,
Madrid, 1924, págs. 458-492.
— “La palabra vengada. Plan inédito de una comedia perdida de Lope de
Vega”, en RBAM, II, 6, Madrid, 1925, págs. 302-306.
— “Otra poesía inédita de Lope de Vega”, en RBAM, II, 7, Madrid, 1925,
págs. 431-433.
Y fue precisamente Lope de Vega una de las celebridades que elogió la figura
del Marqués, junto a otras que indica en su Memorial (I, 72). Escribió Lope: “Fé­
lix Machado, que la [=la casa] ilustra no tanto con el título de Marqués, como con
las artes propias de entendido y cortesano, que ama i exercita” (“Elogio al Comen­
dador”, en Lusiadas de Luis de Camoes, de Manuel de Faria i Sousa, Madrid,
Juan Sánchez, 1639).
¿Cómo no tuvo Machado afecto a la investigación que da luz a manuscritos,
que incluso trató de explicar una noble continuación del Quijote (“Felipe IV, con­
tinuador de Quijote.” Un curiosísimo manuscrito de la Biblioteca Nacional,
RBAM, V, 20, Madrid, 1928, págs. 365-380), la tentación de explicar la continua­
ción de obra tan significativa como el Guzmán por un antepasado suyo al que glo­
rifica usando su nombre?
Que Machado tenía noticia de las andanzas literarias de aquel Machado no
nos cabe duda. La Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos
había publicado la Historia de la Lengua y la Literatura Castellana de Julio Cejador
y Frauca (Madrid, 1916), y allí aparece consignado, brevemente, el escritor (tomo
V, pág. 180). Y también lo incluía Domingo García Peres en su Catálogo razonado
de los autores portugueses que escribieron en castellano, Madrid, 1890, págs. 345-47.
La inclusión literaria en Las adelfas por el “clan” teatral de los modernos
Machado no fue, sin duda, un homenaje a la figura del antepasado, pero sí una
manera de denotar su existencia.
En fin, y como dijeron en repetidas ocasiones Manuel y Antonio Machado,
“áteme usted estas moscas por el rabo”. Quedan aquí señalados sus orígenes aris­
tocráticos y su descendencia de Portugal. No era casual que Manuel y Antonio
salieran de la pila bautismal con los nombres de sus antepasados; la familia no
hacía sino seguir una tradición que, con un espacio de siglos, volvería a velar las
armas literarias. Manuel Machado, heredero y representante de los blasones fami­
liares, implicaba su biografía en aquella vaguedad tonal y emocional modernista;
era su vínculo de lucidez realista; quizá también la expresión de un decadentismo
de alta cuna que expresaba la profunda crisis con que nuestro país iniciaba el siglo.
Era, en definitiva, la mirada avizora de un noventaiochista agazapado aún en la
abulia de una de nuestras Españas.
Pablo del Barco
Sevilla, febrero de 1989

166
LA PERSONALIDAD Y LA OBRA CIENTIFICA
DE ANTONIO MACHADO NUÑEZ (1812=1896)

María Dolores Jiménez Aguilar


y Joaquín Agudelo Herrero
Academia Pre-Universitaria (Sevilla)

Don Antonio Machado Núñez es hoy día una figura prácticamente desconoci­
da, carente de estudios que nos permitan conocer su obra científica, así como su
pensamiento político. Una lectura detenida de lo poco que se ha escrito sobre su
persona nos hace entrever a una mente compleja que supo dedicarse a múltiples
campos del conocimiento. Su vida, para estudiarla, la dividiremos en cuatro perío­
dos, claramente distintos, y por último, en cuanto a las citas mantendremos la
ortografía de los originales.

Período de formación (1812-1848)

Don Antonio Machado Núñez nació en Cádiz en 1812, siendo su padre un


rico comerciante llamado Francisco Machado Rodríguez. Sobre su ciudad natal
nos dejará dicho, años más tarde, que es el lugar “donde reposan las cenizas de
nuestros padres y yace silencioso y apagado el hogar doméstico, centro un día del
amor y fraternidad de una familia querida y numerosa”1. Allí se crió, se educó y
pudo realizar sus primeras observaciones naturalistas de cuanto le rodeaba. Así
tenemos que al hablar sobre los aluviones marinos comenta que recuerda “haber
visto en —su— juventud y haber navegado por el caño de Herrera en la Isla de San
Fernando (Cádiz) su entrada estaba expedita para los buques de cabotaje; en la
actualidad está inutilizada: en los pequeños riachuelos del Trocadero (Puerto
Real) y en el río Arillo hasta Chiclana los botes navegaban atracando á los muelles
de estos pueblos que hoy han tenido que prolongarse y sólo en las altas mareas es
fácil llegar á su orilla”2. En otra ocasión, refiriéndose a los perros vagabundos,
afirma que, “antiguamente, en Cádiz, exterminaban a los perros, por temor á la
hidrofobia, de una manera violenta, y estos inteligentes animales esquivaban el
peligro, huyendo de la persecución nocturna que se les hacía, refugiándose
durante la noche en las afueras de la ciudad, en bandadas numerosas”3.
La situación económica familiar hará posible el que pueda consagrarse a estu­
diar primero en su ciudad natal y posteriormente en Francia. Así, en el curso aca­
démico de 1830-31, lo encontramos asistiendo, en calidad de alumno al curso diri­
gido por Manuel José de Porto4 “de Historia natural y especialmente de Botánica,

167
que -explicó— como catedrático de dicha asignatura en... el colegio de medicina
y cirugía”, según certificó el propio profesor. Más tarde, el 21-IV-1831, se gradúa
de Bachiller en Filosofía en el mismo colegio, siendo “aprobado por unanimidad”,
según certificó Rafael Alieran3. Posteriormente obtendrá el título de Doctor en
Medicina y Cirugía; compatibilizando estos estudios con un curso de Matemáticas
y otro de Química. El curso de Matemáticas fue impartido por Joaquín Riquelme6,
en 1836, “correspondientes al segundo año á saber la aplicación del algebra á la
Geometría, Trigonometría esférica, la teoría de curba y los elementos de los cálcu­
los diferencial e integral”. El curso de Química fue realizado en 1839-40 bajo la
dirección de Nicolás María Carmona'.
Una vez realizados todos estos estudios en su ciudad natal, marcha a Guate­
mala en 1841, donde vivía su hermano Manuel, residiendo en aquel país durante
un cierto tiempo. Allí pudo observar cómo estaban “los zaguanes de las casas
empedrados con huesos fósiles del género equus, á semejanza de lo que nosotros
hacemos en nuestro país con los guijarros”8. Esta nación dejará en su obra huellas,
tales como la referencia a la erupción del volcán de Cosigüina (Nicaragua) en
enero de 1835. Así, hablando del mismo, dirá que “el ruido subterráneo se pro­
pagó á muchas leguas de distancia: del estado de Guatemala salieron tropas á
reconocer las inmediaciones, creyendo fuese una invasión del ejército del Salvador
con quien estaban en guerra, y atribuyendo á descargas de artillería el fenómeno...
La columna de humo y cenizas se elevó á una altura inmensa... envolviéndolos en
densas tinieblas, cubriendo el suelo... con dos pies de cenizas, quemando... las
plantas que servían de pasto á los animales, produciendo la muerte de estos, y otra
multitud de calamidades de que se conservan aún memoria los que habitan aquel
país”9.
Más adelante, en 1881, Antonio Machado participa en el Congreso America­
nista celebrado en Madrid. Al poco tiempo, en una revista sevillana aparece un
comentario sobre el mismo. Allí leemos que “se resiente de la poca publicidad y
excitaciones que los promovedores de esta fiesta universal han dado... Así... mul­
titud de personas que conservan como recuerdo de la gloria de nuestros padres
multitud de objetos, de datos y antecedentes que con ellas se relacionan, han per­
manecido estrañas o indiferentes... agradecemos al Sr. Machado haya contribuido
siquiera sea modestamente con la remisión de algunos objetos dignos de ser estu­
diados”10. Junto a estas palabras de elogio, la revista publicaba un trabajo escrito
por Antonio Machado. En él se comenta que “en la costa del Océano Pacífico, y
á la distancia de cinco ó seis kilómetros de su orilla, en el departamento de Escuin-
tla (República de Guatemala), al abrir los cimientos de un pozo... se hallaron los
objetos que tenemos la honra de remitir... que son pequeños ídolos encontrados á
una profundidad de diez ó quince metros... hallados en el mismo lugar donde se
extrajeron los ídolos presentados y otros, en ellos, de tamaño natural: trozos
megalíticos, toscamente tallados”. Continúa luego haciéndose eco de que “en un
sitio, no lejos de la finca espresada e inmediato á un pequeño riachuelo que se
desagua en el Pacífico, se han hallado también señales y vestigios evidentes de
poblaciones antiquísimas”11, citando luego las ruinas del Palenque.
Sabemos que Antonio Machado recibía, tal vez con frecuencia, materiales
científicos de Guatemala. Así, en 1869, escribió: “No hace muchos días he reci­
bido de la ciudad de San José de Guatemala (América Central) una cabeza de

168
barro tan perfectamente fabricada y cocida que nada he visto semejante en la alfa­
rería de la era de bronce: tiene dos oberturas opuestas, que servirían sin duda de
silbato á aquellas primitivas razas: su construcción y regularidad denotan una
industria muy perfeccionada: ha sido hallada en unas ruinas, ocultas dos metros
bajo el suelo, sin que pueda dar algún indicio de su antigüedad’'12.
Por último, en 1882, volverá a publicar de nuevo la fábula “El león y el hom ­
bre”, habiéndolo antes dado a la luz en 187313. Allí, en esta ocasión y a diferencia
de la anterior, dejará constancia de que “el argumento de esta fábula no es nuevo;
recuerdo haber leído algo parecido hace muchos años, hallándome en América, en
la república de Guatemala”14.
Aprovechando su estancia en el Nuevo Mundo, viajó a San Salvador. Pode­
mos afirmar esto, tras leer su trabajo “De los terremotos ó temblores de tierra”.
Allí escribirá que había “habitado durante tres meses la capital de S. Salvador...
ciudad distante cuatro leguas del volcan de Isalco, pequeño pueblo á dos leguas
del mar del Sur, y los temblores de tierra eran tan frecuentes, que apenas se
pasaba día sin esperimentar alguna sacudida... Hace pocos años que la espresada
ciudad ha sido casi destruida por un temblor”13. Más adelante, al relacionar los
volcanes con los terremotos dice que “he observado yo mismo en las inmediacio­
nes de la ciudad de S. Salvador ruidos subterráneos que coincidían con las varia­
ciones atmosféricas, y mayor incremento en la actividad del volcan”. Por último,
nos indica que “inmediato al pueblo de S. Salvador —se encuentra— el volcan de
Agua, cuyo inmenso cráter estaba lleno de este líquido. Yo abandoné este país en
1841: posteriormente, la ciudad fue destruida... por un terremoto”10.
No olvidó tampoco visitar Cuba. Sin embargo, años después, tras plantearse
un debate científico en torno a la prehistoria americana, afirma que a pesar de
haber “vivido un corto tiempo en la Habana y navegado por aquellos mares, nues­
tros conocimientos de entonces no nos permitieron apreciar de una manera cientí­
fica los objetos que observamos”17.
De América viajó a París para completar sus estudios científicos en la Uni­
versidad de la Sorbona siendo discípulo de Orfila, Prevosí y Becquerel. Allí,
entrará en contacto con la cultura francesa asumiendo las ideas de los cataclis­
mos geológicos de Cuvier y también, por consiguiente, la generación espontá­
nea. Por tal motivo, son estas las primeras ideas naturalistas, lejanas, por
supuesto, del Evolucionismo, del Darwinismo y de las ¡deas geológicas de Lve-
11, 1 as que defenderá Antonio Machado en su primera época que ocupará hasta
los años sesenta. Posteriormente, abandonará la escuela científica francesa y
asumirá sin reservas la nueva escuela científica anglogermana. siendo uno de
los máximos defensores y propagadores de estas nuevas ideas como veremos
más adelante.
De regreso de Francia, lo encontramos en la ciudad de Sevilla asistiendo a la
clase de Lengua Griega, durante el curso 1842-43, de José de Oria18 “con puntua­
lidad, aplicación y aprovechamiento, durante el curso que empezó en el pasado
Octubre”, tal como certificó el propio profesor.
Al siguiente año se instala a vivir de nuevo en Cádiz, ya que “por Real orden
de diez y ocho de Junio de mil ochocientos cuarenta y cuatro fué nombrado Cate­
drático de la facultad de ciencias médicas de Cádiz... encargado de la enseñanza
de la asignatura segunda”.

169
En 1845 contrae matrimonio con la sevillana Cipriana Alvarez Durán y mar­
chan juntos a Santiago de Compostela, donde ocupará Antonio Machado, la cáte­
dra de Física en dicha Universidad, y allí, el 6-IV-1846, le nacerá su único hijo. Su
esposa sufrirá un parto doloroso que será el causante de su regreso, de nuevo, a
Sevilla, tras los cuarenta días reglamentarios que marcan la cuarentena.
En la ciudad hispalense, ha de esperar a la Real orden de 1846 para ser “nom­
brado catedrático de la asignatura de Historia natural de la facultad de Filosofía”,
tomando posesión el 24-XI-1846 y manteniéndose en este puesto hasta que marche
definitivamente, en 1883, a Madrid. Fue entonces cuando se planteará la obten­
ción del grado de Licenciado en Ciencias Naturales que lo conseguiría en 1854.
Por tal motivo, como requisito previo, se vio obligado a formar un Expediente
Académico, que hoy día se conserva en el Archivo Histórico Universitario19. Allí,
fue reuniendo las certificaciones de los estudios realizados a lo largo de toda su, ya
por entonces, larga carrera científica. Así nos encontramos con las siguientes certi­
ficaciones: la del curso de Lengua Griega impartido por José de Oria (15-VI-
1843); le sigue la del curso de Química dado por Nicolás María Carmona (15-1-
1847); la graduación de Bachiller en Filosofía (28-IX-1847); la de un curso de
Matemáticas explicado por Joaquín Riquelme (12-X-1847), y la de otro curso de
Historia Natural dictado por Manuel José de Porto (20-X-1847).

Período académico (1848-1868)

Hasta este momento hemos visto a Antonio Machado estudiando, viajando,


trabajando en distintas universidades y por último asentándose definitivamente en
Sevilla, desde donde va a proseguir sus estudios geológicos. Así, a la altura de
1848, se encuentra totalmente inserto en la vida cultural hispalense, siendo el fruto
inmediato de ello su ingreso en la Academia de Buenas Letras.
Durante este período, su actividad se orienta fundamentalmente hacia dos
vertientes. De una parte, prosigue su formación universitaria obteniendo primero
el grado de Licenciado y posteriormente el grado de Doctor, y, por otra parte,
ingresa, como antes hemos indicado, en la Academia de Buenas Letras, primero
como miembro supernumerario y posteriormente como numerario.
En cuanto a la actividad universitaria de aquel momento, debemos de indicar
que se regía por la Ley de 1845, la cual dificultaba el desarrollo normal de las ciencias
en España. Así, tenemos que “carecían las Universidades de los estudios de Historia
natural, Física, Química, Matemáticas y Geografía” e incluso “se hubiera perseguido
al naturalista que se atreviera á explicar las más ligeras nociones de Geología”20. En
estas circunstancias, la obra científica de Machado no podía ser muy aceptable.
El 12-IV-1848 ingresa, en calidad de supernumerario, en la Academia de
Buenas Letras de Sevilla, leyendo el trabajo “Caracteres diferenciales de los ani­
males y los vegetales”, asistiendo, a continuación, una vez por año, a las sesiones
académicas. Su obra dentro de esta institución es hoy día prácticamente descono­
cida salvo las breves notas dadas a la luz por Francisco Aguilar Piñal21. Un conoci­
miento exacto de los trabajos leídos en la Academia de Buenas Letras por Antonio
Machado nos permitiría conocer mejor este período, influido claramente por la
ciencia francesa y donde aún no había aceptado el evolucionismo.

170
En 1850 creó en la Universidad de Sevilla el Gabinete de Historia Natural,
mediante el cual pretendía difundir, primero, los conocimientos científicos, y
potenciar, después, las investigaciones. Constaba de tres partes: una dedicada a la
Botánica, otra a la Zoología y por último otra dedicada a la Geología. El Gabinete
llegó a ser, andando el tiempo, el centro aglutinador de los estudios naturales en
Sevilla y el lugar donde se formaron todos los investigadores de Andalucía. Desde
la Universidad de Sevilla, Machado comenzará a realizar diversas excursiones por
los alrededores de Sevilla, recogiendo materiales e información que pocos años
después le servirán para facilitarla a De Verneuill y Collomb, en 1852, que elabo­
raban el mapa geológico de España según recoge Ramón Coy Yll22.
En 1854, Machado se presentará a las pruebas para la obtención del grado de
Licenciado en Ciencias Naturales por la Universidad de Sevilla. Después de la pre­
sentación de unos documentos previos, sufría el 22-III-1854 el primer examen.
Constituían el Tribunal Antonio Colón, Miguel Colmeiro y Juan Campelo, quie­
nes le examinaron “durante una hora... preguntándole cada uno lo que estimó
conducente sobre las diversas asignaturas que comprende esta sección, habiendo
respondido el Graduado, según creyó más adecuado”, pudiendo pasar, por consi­
guiente, al siguiente ejercicio.
El segundo examen tuvo lugar el 17-V-1854. Tras sacar de un “saco que con­
tenía cien bolas numeradas tres de ellas”, eligió de entre éstas el tema “Del oxíge­
no, azox y aire atmosférico”. A continuación, Machado “fue conducido á una
pieza aislada del edificio donde debía permanecer incomunicado por espacio de
veinte y cuatro horas”. Al día siguiente, reunidos “en una de las salas de grados de
esta Universidad literaria” los componentes del Tribunal de examen, llamaron a
Machado, que “leyó el discurso... invirtiendo en su lectura cincuenta y ocho minu­
tos. Seguidamente los Jueces le hicieron durante una hora las objeciones que juz­
garon oportunas á las que contestó el Graduado, según creyó más adecuado”.
El tercer ejercicio lo realizó el 18-V-1854. Sorteado el tema, le tocó el titulado
“Fenómenos actuales y volcanes”. A continuación “fue conducido a una pieza ais­
lada de este edificio, donde debía de permanecer incomunicado bajo la vigilancia
del conserje por espacio de dos horas”. Transcurrido este tiempo “explicó de viva
voz ante —el Tribunal— el punto que había elegido, invirtiendo en su explicación
cincuenta minutos... —haciéndole— por espacio de media hora las objeciones que
estimaron necesarias... habiendo además descrito y clasificado varios objetos de
historia natural”.
Así, el 27-V-1854 recibió Machado “su grado de Licenciado en la sección de
Ciencias Naturales, habiendo prestado previamente los juramentos que exige el
Reglamento vigente”.
Completan este año de 1854 la publicación del “Catálogo de las aves observa­
das en algunas provincias de Andalucía” y el discurso inaugural del Curso Acadé­
mico de 1854-55, sobre “Las estrechas relaciones de los diferentes ramos del saber
humano”.
El día l-V-1857 tiene lugar, en la Academia de Buenas Letras, el ascenso a
miembro numerario de Antonio Machado, habiendo sido propuesto por Colmeiro
y pasando a ocupar, a continuación, el cargo de secretario de la sección de Historia
Natural. Desde este momento asiste con regularidad a los actos y juntas de la Aca­
demia, desplegando desde entonces una enorme actividad dirigida a difundir las

171
doctrinas naturalistas dentro de la Institución. De esta manera, según aparece en
las actas, en noviembre “comenzó a tratar con tanta elegancia y facilidad en el
decir como copia de erudición sagrada y profana”. En diciembre de 1857, por
orden de la Academia, revisa el libro fundamental de Colmeiro de “La Botánica y
los botánicos”.
En mayo de 1858 propone para académico al botánico Esteban Boutelou,
compañero suyo de la Universidad, quien leyó su discurso de recepción pública,
titulado “La agricultura andaluza y su historia desde los primitivos tiempos hasta
nuestros días”, el 23-X-1859. En el discurso23, Boutelou repasa la agricultura de
los romanos, godos, árabes y cristianos, la del Descubrimiento de América, la de
Carlos III y, por último, después de hacer un breve balance del reinado de Isabel
II, concluye con una exposición de proyectos para el futuro. Así, afirma que “sería
también muy conveniente tratar de reponer los montes”; crear prados artificiales
para mejorar la subsistencia y conservación de los ganados; aprovechar “las bue­
nas y abundantes aguas de los manantiales, arroyos y ríos” para el riego de los
campos; establecer, en Sevilla, el “jardín botánico de aclimatación, y jardín zooló­
gico que se piensa poner en el terreno de la antigua huerta de los Toribios”, y for­
mar “bancos agrícolas y compañías generales de seguros de cosechas”24.
A continuación vino el discurso de contestación de Antonio Machado, titu­
lado “Historia de la agricultura española”23. Volvió a hablar de la agricultura a tra­
vés del tiempo para concluir con la exposición de una serie de proyectos para el
futuro. Desde su punto de vista, según Machado, se debía de instruir “científica y
prácticamente á nuestros labradores y hacendados”; de establecer “bancos agríco­
las, pósitos y todo lo que pueda favorecer á los pequeños labradores”; de proteger
a las poblaciones rurales; y, por último, estudiar “geológicamente los terrrenos de
la Península aplicando los conocimientos de esta nueva ciencia al cultivo de las
plantas”23. Es precisamente al final del discurso donde encontramos la primera
declaración política en la que Machado, lejos de su posterior posición ideológica,
acepta el reinado de Isabel II “por las reformas políticas y económicas que ha rea­
lizado”26.
Ese mismo año, en noviembre, publica “De los Terremotos ó temblores de
tierra”27. En este trabajo hace referencia a la obra de Mr. de Hoff, escrita en 1841,
donde “se expresan todos los terremotos y erupciones volcánicas que desde los
tiempos históricos hasta el año 1832 han tenido lugar”; así como a las memorias de
Mr. Perrey. Un análisis de ellas permite observar según Machado-— que “des­
pués de Italia habrá sido la península Ibérica la más frecuentemente conmovida:
Francia, Alemania y Austria, por este orden que se expresa, vienen después... los
temblores de tierra son casi desconocidos en Rusia”28.
En cuanto a las causas que provocan los terremotos cita varias teorías. Así,
recoge la idea de Mr. Archiac, el cual “niega que las circunstancias atmosféricas
tengan influencia”, pero Machado consigna que “bajo una atmósfera sobrecargada
de vapores acuosos, apenas movida de ligeras ráfagas del SE se han verificado en
Sevilla en enero de 1856 y en noviembre de 1858, dos temblores de tierra”29.
En aquella época, la causa productora de los temblores de tierra no se había
aún encontrado. Así, para algunos, las erupciones volcánicas determinaban los
movimientos del suelo, de donde los fenómenos volcánicos y los terremotos esta­
rían íntimamente ligados; pero para otros, como Boussingault, notaba que los

172
terremotos más importantes de América no habían coincidido con ninguna erup­
ción volcánica bien comprobada, poniendo, por consiguiente, en entredicho la
teoría anterior. Concluye Antonio Machado afirmando que “la causa de los tem­
blores de tierra tiene su origen en las grandes profundidades del globo: sus efectos
son tanto menos sensibles cuanto mas distante está el punto donde obra: varia por
la naturaleza de las rocas que componen el terreno... y por último está relacionada
con fenómenos meteorológicos y eléctricos que no pueden explicarse de una
manera concluyente", y añadía que “los volcanes y los terremotos tienen un
mismo origen”311.
El otro trabajo, publicado en la misma revista y año, lleva por título “Varie­
dades de la especie humana”31. Allí expone Machado su idea de que la Antropolo­
gía no puede hacer grandes progresos mientras no abandone su actual camino. La
inteligencia coloca al hombre a una distancia inmensa de todos los seres vivientes,
por ello, afirma Machado, “no admitimos la idea de algunos antropologistas Ale­
manes, de que la especie humana séa el coronamiento... á nuestro parecer, el
hombre constituye por sí solo, un aparte, un grupo independiente, un reino aisla­
do”32. La definición que dio en este trabajo del hombre es la de “un ser bimano y
bípedo, que tiene constantemente una posición vertical... susceptible de civiliza­
ción, apto por la perfección de sus manos para fabricar lo que inventa con su inte­
ligencia, que puede expresar sus pensamientos por medio de la voz y la palabra y
elevarse á concepciones metafísicas”33. Todo ello hace que sea “indispensable for­
mar un estudio distinto, completamente separado, una ciencia nueva, que nos
lleve á la investigación profunda del reino hominal”34. Su estudio nos hace ver la
existencia de diversos tipos o variedades regionales.
Por último, por lo que respecta a 1859, publica su obra “Herpetologia hispa-
lensis seu catalogum methodicum reptilum et amphibiorum”.
En 1861, continuando su actividad en la Academia de Buenas Letras, lee una
memoria titulada “Homo Beticus, vel Vandalicus, vel Andalusicus”, que “tiene
por objeto tratar de la variedad andaluza de la especie humana”. Este trabajo, al
igual que el de ingreso en la Academia y el de 1859 sobre la especie humana,
estaba lejos de los postulados evolucionistas de Darwin. En ellos, Machado se
preocupa más por las diferencias entre los distintos reinos, propios de la escuela
francesa de Cuvier, que por las analogías de los mismos, típico de la corriente evo­
lucionista anglogermánica. Estamos, pues, ante su primera etapa, una etapa en la
cual Machado no ha aceptado aún las ideas darvinistas que más tarde, tras un pro­
fundo cambio radical de pensamiento, van a caracterizar toda su obra científica.
En esta línea de pensamiento debemos de situar la memoria, de 1862, “Sobre
los diversos modos de reproducción de los seres, examinando bajo todos sus aspec­
tos la debatida cuestión de si existe o no la generación espontánea”. Este tema era
de vital importancia para la ciencia del momento, como más adelante veremos.
Aquel mismo año aparece como colaborador en La Bética. Revista científica,
literaria, artística e industrial, sin que en ella, consultada por nosotros la colección
completa, aparezca ninguna publicación ni traducción firmada por él.
Continúa interesándose por el tema de la geología y el 26-VI-1863 sufre los
ejercicios del grado de Doctor obteniendo Sobresaliente. Para tal fin redactó su
tesis doctoral sobre el tema de “El origen y progreso de la Geología”, en la que
introduce las ideas geológicas de Lyell según afirma Ramón Coy Yll35. A partir de

173
este momento se produce un giro radical en su pensamiento científico, adoptando
las nuevas y, por entonces, revolucionarias ideas de Lyell, que serán, más tarde,
las que le lleven al evolucionismo de Darwin.
Ese mismo año, según el Catálogo del Museo de Ciencias Naturales de Sevi­
lla, se inician las donaciones y compras de minerales al mismo; procediendo la
mayoría de donaciones personales de Machado y de adquisiciones efectuadas en
Eloffe y Pissani de París.
Por último, redacta el trabajo titulado “Catalogus methodicus mammalium”
siendo firmado el 15-V-1863; sin embargo, su publicación se demoró, por causas
que desconocemos, y al darse a la luz, en 1869, Machado añadió al final del mis­
mo, en una nota a pie de página, que no había “querido variar en nada su redac­
ción por no haber hallado ninguna otra especie de las que están comprendidas en
el Catálogo”36. En este trabajo sigue el sistema de clasificación del doctor Schinz.
Comienza hablando del andaluz analizando las analogías físicas, las tendencias
morales uniformes, la manera de hablar, etc., deduciendo, de todas ellas, la exis­
tencia de un pueblo con un origen común. Destaca, más adelante, el típico modo
de mirar, la talla mediana, el color moreno de la piel, la alta longevidad y el espí­
ritu independiente de los andaluces. Señala que “en las familias distinguidas
—son— muy notables los dedos por su longitud, blancura y uñas sonrosadas”37.
Las enfermedades más frecuentes que causan la muerte, según Antonio Machado,
son las congestiones cerebrales, las pulmonías, las afecciones de vientre y los cata­
rros crónicos. En cuanto a la Elistoria del Pueblo Andaluz, comenta que “hemos
pasado por tantas invasiones, se ha mezclado nuestra sangre con la de pueblos tan
diversos, tan heterogéneos, que los cruzamientos no habrán dejado vestigios nin­
gunos de la semilla primitiva”38, añadiendo más adelante que al ser menor el
número de los invasores, el pueblo vencido absorbió en su organismo los caracte­
res físicos de aquellos”39.
Finaliza, indicando que “aun conservando profundamente grabados los carac­
teres indudables de su origen latino, hay en los habitantes de Andalucía, más que
en el resto de España, un tinte aparente, un parecido sensible, que ha sido el resul­
tado de la mezcla con el pueblo árabe..., los andaluces no pueden considerarse
hoy desligados de su parentesco con sus antiguos dominadores”40.
Por otra parte, la obra está repleta de noticias autobiográficas que muestran
el celo e interés de Machado por recoger los animales personalmente en el campo
anotando el medio en el cual vivían.
Así, al hablar de los monos de Gibraltar, se detiene a analizar la flora del
lugar remitiendo al importante herbolario de Cabrera y diciéndonos que “en la
época del año en que —visitó — estos lugares (Agosto), sobresalían entre las male­
zas la jara, retama, tomillo, cantueso, romero, lentisco, torvisca, algunos algarro­
bos é higueras bravias, ocultando muchas veces rasgaduras ó simas profundas que
se corresponden con las cuevas del peñasco”41. Afirma, hablando de los murciéla­
gos, haber “cogido algunos ejemplares en el Alcázar, en el baño de Doña María
de Padilla”42. Comentando las costumbres del erizo asegura que sale en el verano
y “sus bramidos en la época del celo se asemeja á los del buey” y que “tal circuns­
tancia, no indicada por ningún naturalista, es muy conocida de los hombres del
campo en Andalucía” y concluye afirmando: “Yo mismo he cogido varias veces
estos animales en el mes de Agosto, en las noches de luna, guiándome por sus bra­

174
midos”43. Al tratar del puerco espín, comenta que no ha podido hallarlo en Anda­
lucía, y que en Trujillo preguntó a muchas personas sobre su posible existencia en
Extremadura, obteniendo respuestas vagas, “comisionó a otras, encargándoles un
ejemplar á cualquier precio”44 y nada pudo conseguir. Por último, hablando de la
ballena, asegura haberlas observado por los mares de Huelva, “algunas veces
navegando por sus aguas; pero siempre á largas distancias y sin poder determi­
narlo bien”43.
También se pueden restablecer las relaciones mantenidas por el Gabinete de
Sevilla con otros centros y los ejemplares que éste poseía. Así, vemos que afirma
haber remitido un murciélago al Museo de Madrid y conservar en el Gabinete de
Historia Natural de Sevilla varios individuos que habitaban en los campanarios; y
al hablar de la rata albina que habita en las marismas de Utrera nos indica haber
mandado un ejemplar al Gabinete Zoológico de Madrid. Mediante estos intercam­
bios obtuvo un turón remitido desde Chiclana por el señor Juan José Elizalde y
otro de los cerros de la Mascareta, próximo a San Juan de Aznalfarache, aunque
pone en duda su existencia en Andalucía. En cuanto al Gabinete de Historia Natu­
ral de Sevilla, sabemos que poseía, por aquel entonces, dos antílopes nacidos en
Sevilla en los jardines del Palacio de San Telmo, cuyos padres habían sido traídos
de Africa por los Duques de Montpensier; el esqueleto de un delfín “hallado en la
costa de Rota, en punta Candor, adonde las olas le arrojarían, y pudo recogerse
completo”46, y el esqueleto de una ballena misticetus cogida en la costa de la
Higuerita.
En 1863, Machado recibe la visita de los geólogos ingleses Falconner y Busk,
quienes desde Inglaterra habían venido a investigar el Peñón de Gibraltar.
Llegamos así a octubre de 1866, mes en el cual “leyó un curioso artículo, en
el que se describen con gran exactitud y copia de datos varias cavernas de la penín­
sula” y alentando, desde la Academia, donde tuvo lugar el acto, a estudiar las
cavernas. Desde entonces su voz dejó de oírse en la Academia.
En 1867 tuvo lugar en París una Exposición Internacional en la cual fue presen ­
tada “una colección remitida por la Universidad de Sevilla, muchas ¡vezas de las
cuales fueron donadas y deben existir en el museo prehistórico de esa Corte”47.

Período revolucionario (1868-1874)

En septiembre de 1868 tiene lugar en España la Revolución Gloriosa, en la


cual, tras expulsar a la reina Isabel II, se entra en un período convulsivo de la his­
toria. En estos momentos se produce un cambio radical en la política y en la cultu­
ra, que provocan una inesperada e inaudita situación totalmente nueva. Antonio
Machado Núñez participará activamente en la Revolución, siendo miembro de la
Junta Revolucionaria de Sevilla y participando en la política activa al lado de Rivero.
En aquel contexto, su hijo Antonio Machado Alvarez viajó a Madrid, en sep­
tiembre, con la finalidad de concluir sus estudios; allí, en la capital de España,
aprovechando la agitación cultural y política del momento, fundará, con la ayuda
inestimable de Manuel Poley, la revista Un obrero de la civilización, en la cual
colaborarán, entre otros, Salmerón, Federico de Castro, Francisco Giner de los
Ríos y el propio Antonio Machado Núñez.

175
Sus actividades políticas, en este período, las cuales no analizaremos en pro­
fundidad por escapar de las pretensiones de este trabajo, le permitirán ser nom­
brado Rector de la Universidad Hispalense, tomando posesión el 30-X-1868;
poder presentarse a las Elecciones Constituyentes en 1869; ser nombrado, entre
1870-73, primero alcalde y posteriormente gobernador de Sevilla por mediación
de Rivero, dimitiendo del mismo tras la abdicación de Amadeo, y, por último,
ocupar el cargo de jefe del Partido Demócrata-Progresista en Sevilla.
Aquellos años fueron, para la cultura española, muy importantes, ya que
España se abrió totalmente a las corrientes ideológicas europeas, penetrando y
difundiéndose, por consiguiente, en ella, las ideas darvinistas por primera vez.
Así, en 1869, Machado Alvarez y Federico de Castro fundan la Revista Men­
sual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla en la Universidad, siendo esta
publicación el portavoz del movimiento krausista. En ella Machado Núñez publi­
cará los mejores trabajos científicos de toda su vida.
Comienza publicando en la revista su trabajo “Escursión geológica á Morón y
Conil”; en dicho trabajo analiza el terreno triásico en las provincias andaluzas de
Sevilla y Cádiz, ya que antes nadie había “hasta el presente..., sospechado su exis­
tencia en esta parte de la Península”48, a pesar de conocerse una célebre mina de
azufre en Conil, alguno de cuyos magníficos ejemplares adornan los museos de
Madrid y varios de Europa.
El siguiente publicado, “Sepultura de trogloditas en el Périgord”, aunque cor­
to, es interesante por lo que dice. Nos indica que en el Boletín de la Sociedad Ant-
hropológica de París encontró una noticia detallada sobre “una sepultura de Tro­
gloditas en el Périgord, acompañada de láminas, que representan los cráneos de
los antiguos habitantes de aquel país, al mismo tiempo que una multitud de anima­
les, cuyas especies han desaparecido completamente, tales como el león, el eturo-
chs, el buey almizclado, el spermophilo y otros muchos”49. Continúa señalando
que se han encontrado en los bordes de la Vezére numerosas estancias de cazado­
res exploradas por M. Ed. Lartet y H. Christv, dando a conocer su industria y
vida; pero no se había encontrado ningún resto humano. Sin embargo, ahora,
éstos aparecían en el Périgord y por tal motivo “el ilustrado Ministro de Instruc­
ción pública... comisionó al distinguido naturalista Mr. Louis Lartet, para que
comprobase la autenticidad de este descubrimiento”'’11. Finaliza Machado decla­
rando que debía el folleto del trabajo “á la benévola amistad con que nos favorece
éste eminente geólogo”31.
En la crónica “Congreso Internacional de Arqueología prehistórica”,
Machado Núñez hace referencia a la reunión de naturalistas italianos que tuvo
lugar en 1865 en Spezia y en la cual surgió la idea de fundar un Congreso Interna­
cional Paleo-Ethnológico itinerante. Las reuniones celebradas hasta aquella fecha
fueron, por orden, la de Neufchatel (Suiza) en 1866; la de París (Francia), en 1867,
que coincidió con la Exposición, y la de Norwich (Inglaterra), en 1868. En esta
última, su presidente, Sir John Lubbock, manifestó la posibilidad de establecer
una cronología positiva de los tiempos prehistóricos; se refería a la cronología de
las cuatro edades (piedra tallada, piedra pulimentada, bronce e hiero). A conti­
nuación, Machado analiza, una por una, las características de cada edad prehistórica.
Así, hablando de la Edad Paleolítica, mantiene que se manifiesta en Francia
e Inglaterra, caracterizándose por instrumentos bastos de piedra, groseramente

176
tallados, acompañados de numerosos restos de animales (mamut, rinoceronte
velludo, oso de las cavernas, caballo salvaje, glotón, buey almizclado, hipopó­
tamo, etc.). En cuanto a la presencia de esta edad en Sevilla, comenta que no
se han descubierto hasta ahora hachas e instrumentos del Paleolítico, teniendo
sólo noticias de algunos cuchillos de sílex encontrados en Posadas y Hornachue-
los al hacer el desmonte para la vía férrea; pero, en cambio, se han encontrado
algunos huesos y dientes de elefantes en Almodóvar del Río (Córdoba).
La Edad Neolítica, afirma que se manifiesta en Suiza y Dinamarca, carac­
terizándose por las piedras pulimentadas, los objetos de alfarería, la desapari­
ción del elefante, rinoceronte y rengífero, y la no utilización aún de los metales.
En las provincias de Sevilla y Extremadura abundan mucho, habiendo sido pre­
sentada a la Exposición de París multitud de hachas. El propio Machado poseía
una, “recogida en las inmediaciones de Zafra, tan perfectamente tallada, que
—creía— sea de las más perfectas que el trabajo grosero de aquellos tiempos
pudiera fabricar”32; más adelante, comenta que “la colección que he llegado á
reunir, algunas cogidas por mi mismo, permite indicar los sitios en que son más
frecuentes; es muy común hallarlas en las inmediaciones de Alanís, en el llano
Moreno, próximo a Cazalla, en la dehesa de S. Nicolás del Puerto, y en la sierra
del Cañuelo, en el Pedroso, de cuyos puntos se han recogido gran número. Des­
pués, en el término de Usagre, Don Benito, Rivera y Zafra, pueblos de la pro­
vincia de Badajoz, se han encontrado otras”33. Señala también que en las minas
de los Silos de Calañas (Huelva) se habían encontrado multitud de mazos de
diorita poco compacta que le habían sido remitidos por el Sr. Caray. La falta de
estudios hace que los objetos escaseen; entre los pocos trabajos publicados,
Machado resalta el de Mr. Louis Lartet de las cuevas de Torrecilla de Cameros,
en Castilla la Vieja, insertada en el Boletín Arqueológico de París (1864) y el
libro de Manuel de Góngora Martínez “Antigüedades prehistóricas de Andalu­
cía”, siendo este último criticado por olvidarse de la ciencia geológica, que era
la única que por sí sola podía proporcionarnos datos exactos sobre el período
prehistórico.
La siguiente edad es la del Bronce, no pudiéndose afirmar cuándo
comienza la misma. Sin embargo, Machado piensa que los instrumentos toscos
del bronce unidos a las hachas neolíticas prepararon el camino; con todo, la
Edad del Bronce debió marcar una era de transformación en sus costumbres.
Junto al bronce, encontramos otros materiales, tales como círculos de piedras
sepulcrales, túmulos, dólmenes, piedras megalíticas, escrituras jeroglíficas,
tejidos, sepulturas y poblaciones lacustres que nos definen la etapa. El libro
clave que estudia esta etapa, según Machado, era el de Lubbock titulado “El
hombre antes de la Historia”.
En Andalucía no se conocen minas de estaño, mientras que abundan las de
cobre; por tal motivo los objetos que encontró Machado eran sólo de cobre, sin
presentar ningún tipo de aleación con otro metal. Afirma que tras las invasio­
nes de los fenicios entra el Bronce en la historia de Andalucía. Los restos
encontrados de esta etapa eran unas sepulturas con enseres de cobre, en Cala­
ñas (Huelva) y en el Cerro de la Paloma de San Nicolás del Puerto (Sevilla); un
estilete, en Mairena del Alcor (Sevilla); martillos de piedra en las minas de
cobre de Cerro Muriano (Córdoba); cuñas, clavos e instrumentos de cobre en

177
las minas de Tharsis (Huelva); un dolmen en Morón (Sevilla); una inscripción tallada en
piedra en Córdoba, y troncos de madera de un posible hábitat lacustre, construcciones
subterráneas y objetos de alfarería junto a hachas de piedra en Cantillana (Sevilla).
Concluía el trabajo afirmando que la Edad del Hierro pertenecía a la historia
y que por tanto no debía de tratarla en este trabajo.
A continuación escribió el trabajo titulado “Apuntes Biográficos del célebre
naturalista gaditano D. José Celestino Mutis”. Comenzaba la biografía con las
siguientes palabras: “El patriótico pensamiento de reunir en la Sala de Claustro de
la Universidad de Sevilla los retratos de los hombres distinguidos en Ciencias y
Letras, que hayan hecho sus estudios en esta nobilísima Escuela, es debido al
docto humanista D. Antonio Martín Villa, Rector que ha sido durante muchos
años de este establecimiento”34. Prosigue indicando que se mandaron copiar los
retratos de algunas glorias nacionales, entre las que se encontraba Mutis. Este
naturalista gaditano del siglo XVIII estudió Medicina y obtuvo primero el grado
de Bachiller en Filosofía y posteriormente el de Licenciatura en la Universidad de
Sevilla; a continuación consiguió la Cátedra de Anatomía en Madrid, dedicándose
al estudio de las Matemáticas, Ciencias Naturales y Botánica durante el reinado de
Carlos III; y, por último, fue nombrado médico del Virrey de Nueva Granada (Pe­
dro Megia de la Cerda), dedicándose en América al estudio de la Naturaleza.
“Amigo íntimo del célebre Linneo, que le denominaba phytologorum americano-
rum princeps, fué nombrado miembro de la Academia de Ciencias de Stokolmo,
en cuyas actas deben radicar importantes trabajos”33. Además, cuando Humbolt y
Bonplant visitaron América en 1801, Mutis los acogió con respeto.
Posteriormente publicó la “Circular del Rector de la Universidad de Sevilla,
á los Decanos de las Facultades”, fechada el 30-XI-1869. En ella se hacía eco del
espíritu de intolerancia política y religiosa que se vivía en aquellos momentos. Se
explicaba la intransigencia política por el largo período constituyente, pero no veía
razón en la intransigencia religiosa. Finalizaba indicando que la Universidad de
Sevilla había sido modelo de orden y advertía que no toleraría que unos cuantos
rompiesen el admirable concierto de voluntades.
Finalizaba el año con la publicación del trabajo “Documentos prehistóricos.
Trabajos de arte y despojos humanos hallados en la caverna de Gibraltar”. En él,
Machado afirma que el estudio de la roca “puede arrojar alguna luz sobre el origen
de las razas autóctonas de la península ibérica”36. Indica quedos primeros estudios
sobre la geología y prehistoria de la zona fueron relizados por el Sr. Federico Brome,
gobernador militar de Gibraltar. Estos trabajos atrajeron a los geólogos Dr. Fal-
conner y Mr. Busk, quienes visitaron la roca personalmente en 1864, y de vuelta a
Inglaterra, añade Machado, le visitaron entrando “en relaciones científicas sobre
los descubrimientos que acababan de hacer”57 y dándole generosamente algunos
objetos procedentes de Gibraltar. Fruto de estos estudios, una vez fallecido ines­
peradamente el Dr. Falconner, Mr. Busk, en el Congreso de Norwich de 1866, ha
dado detalles interesantes de aquellos descubrimientos. Su nota estaba dividida en
dos partes, tratando la primera de la historia del hombre primitivo y de su indus­
tria, mientras que la segunda se ocupaba de los restos de los animales encontrados.
Antonio Machado, conocedor de primera mano de las conclusiones y amigo perso­
nal de los autores, pretendía dar a conocer pormenorizadamente el trabajo de Mr.
Busk, conocido geólogo inglés, pero dejó sin concluir el trabajo.

178
En 1870 publica “Apuntes para una memoria geognóstico-agrícola de la pro­
vincia de Sevilla”, continuada en 1872 y quedando inconclusa. Se trata de un estu­
dio donde analiza la situación geográfica, el clima, el sistema hidrográfico, la oro­
grafía, los diferentes tipos de rocas (silíceas, arcillosas, carbonatadas, sulfatadas,
metálicas, carbonosas, eruptivas), y describiendo los diversos terrenos o asociacio­
nes de rocas (primitivos, micaesquisto, siluriano, carbonífero).
Posteriormente hace una breve introducción al trabajo de Guillermo Mac
Pherson “La Cueva de la Mujer”, publicándose a continuación completo. En este
artículo, Machado señala que “en las láminas del folleto publicado por el Sr. Mac
Pherson está fotografiada una parte del cráneo del hombre de las cavernas, cuyo
original mismo he contemplado con asombro. Su semejanza es notable con el de
Neerdhesthal, y con los hallados en las cavernas de Gibraltar por el doctor Falcon-
ner y de Busk, indicando la igualdad de razas de toda Europa, unas mismas formas
cranianas, y, por consecuencia, facultades idénticas dependientes del desarrollo de
su cerebro”38. Y más adelante puntualiza “su semejanza con los encontrados en la
cueva lógrega de Torrecilla de Cameros, tan perfectamente descritos por Mr. de
Lartet”39.
Luego viene el trabajo, publicado íntegramente, de Mac Pherson, geólogo
gaditano. Comienza situando geográficamente el yacimiento en la Mesa del Baño
e indicando que la parte inferior no ha sido aún explorada; pasando a continuación
a reseñarnos los vestigios prehistóricos encontrados. Señala que en los campos cer­
canos había muchas hachas neolíticas, y al cavar en el centro de la cueva encontró
algunos pedazos de carbón vegetal. Recogió restos de vasijas similares a las de la
cueva de Genista (Gibraltar) y a la cueva de los Murciélagos de Albuñol, con
mayor variedad en tamaño, forma y asas; dibujos y adornos casi iguales; barro de
color negruzco, y una capa roja de almagra. Encontró, además, un pedazo de dio-
rita pulimentada sin poder precisar, por su estado de deterioro, si se trataba de un
hacha neolítica o de un canto rodado, no habiendo en las cercanías este tipo de
piedras. También observó ceniza en casi toda la fosa, huesos y dientes de diferen­
tes animales tales como buey, ciervo y aves mezclados con huesos humanos (un
frontal y parte de un parietal).
Deduce de todo lo que antecede que al no hallarse ninguna vasija entera no
puede tratarse, por consiguiente, de ofrendas; y, por tanto, nos encontramos ante
una morada y no un cementerio. Además, al estar los huesos largos rotos en sen­
tido longitudinal vemos cómo el hombre primitivo los empleaba para extraer de
ellos el tuétano.
El 22-XII-1870 tuvo lugar en Sevilla un eclipse total de sol, que se intentó
aprovechar para “fijar con la mayor exactitud posible el punto de los alrededores
de Sevilla, por dónde pasará el límite de la sombra”60; así, en parejas, se colocaron
los observadores junto a la orilla del río, ya que la trayectoria de la sombra lunar
se movería perpendicular al mismo, extendiéndose a lo largo de cuatro kilómetros
y ocupando el centro la Torre del Oro. Sin embargo, las nubes jugaron una mala
pasada impidiendo la observación. Machado pudo observar que “desde la Torre
del Oro se dominaba una vasta extensión de terreno envuelto en oscura sombra;
un tinte cadavérico se reflejó en los semblantes de las personas: la multitud bulli-
cosa, que se agitaba al principio por las calles y paseos inmediatos al río, sobre­
cogida al final del fenómeno de un estupor indefinible, quedó extática y muda:

179
á medida que la sombra invadía el espacio, los gritos, las voces y las palabras iban
cesando como si la respiración se extinguiera en las gargantas: el eclipse, aunque
pasajero, afectó hondamente á las gentes sencillas y personas ilustradas: el ánimo
de todos continuó luégo contristado”61.
Aquel mismo día, media hora antes de tener lugar en Sevilla el eclipse total,
moría en Madrid el poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, en una habitación
pequeña, rectangular y flanqueada por un alto balcón.
En 1871 publica el trabajo “Neveras ó ventisqueros”, en el que estudia las nie­
ves perpetuas que se producen en los neveros o ventisqueros y a las cuales consi­
dera rocas actuales. Las señales que tenemos del período glacial son cantos roda­
dos impulsados por las avalanchas que se sitúan en círculos concéntricos y laterales
al pie del glacial y que muestran hendiduras y rayas en su superficie provocadas
por un fuerte rozamiento. A continuación, Machado se pregunta por la causa pro­
ductora del frío intenso que origina los neveros. Comenta, en primer lugar, la teo­
ría de la traslación del eje planetario, a la que considera errónea por ir contra su
idea de que los fenómenos geológicos son constantes y tienen una misma intensi­
dad a lo largo del tiempo, y en segundo lugar, expone la teoría de Mr. J. Ahdemar
y Mr. F. Julien, que encuentra totalmente acertada, la cual ve en el movimiento
de precesión de los equinoccios la causa productora del glaciarismo.
El siguiente estudio, “Cuestión Prehistórica”, trata de una polémica científica
con Miguel Rodríguez Ferrer sobre el hallazgo de la mandíbula humana fósil,
antes que se encontrase la de Abbeville (Francia), de Caney de los Muertos en
Puerto Príncipe (Cuba). Machado se opone a que esa mandíbula sea realmente un
fósil por razones geológicas.
Es interesante la explicación que da de la dinámica de formación de este tipo
de terrenos. Se trata, nos dice, de un terreno moderno (histórico o cuaternario) el
que circunda la mayor parte de las Antillas, abundando “entre sus diferentes gru­
pos... el madrepórico, producto fisiológico de estos pequeños seres que... van
depositando sus envolturas ó secreciones calizas hasta muy cerca de la superficie
de las aguas, en que la luz los destruye y cesan de reproducirse”, apareciendo así
los arrecifes o cayos. Luego las corrientes y olas “depositan sobre ellos con lenti­
tud las moléculas que traen en suspensión, cubren la multitud con moluscos y de
infusorios y van aumentando sus capas y volumen hasta constituir verdaderas islas
que salen al exterior en las bajas mareas y llegan a superar el nivel de las altas: las
plantas marinas vienen después á germinar en estos arrecifes, y sus detritos forman
el suelo... la Rhizophora Mangle, Linn, nace en sus límites con el mar, avanza,
crece y se interna tierra adentro para constituir esa vegetación costera... conocida
con el nombre de manglares” en las Antillas62.
Allí declarará que “nuestro amigo D. Casiano de Prado fué el primero que se
ocupó en España en recolectar hachas de piedra pulimentadas; por su consejo se
hicieron continuas búsquedas en Extremadura y Sevilla, á donde se han recogido
colecciones que mis amigos y discípulos poseen muy numerosas”63, y más adelante
comenta, hablando de las hachas, que “mucho ántes que el Sr. Góngora, el Sr. D.
Casiano del Prado y yo las habíamos recogido en diferentes puntos de España”64.
El siguiente trabajo, “Ligera reseña geológica de la provincia de Huelva”,
trata de una zona cuya importancia minera, suelo, clima y situación geográfica
harán en el futuro que sea una zona próspera.

180
De nuevo, Machado vuelve a tratar del trabajo de Mac Pherson “De la Cueva
de la Mujer en Alhama”, tomándose la libertad de escribir una ligera reseña.
Habla de una sepultura, en un cerro distante un kilómetro de Alhama, cubierta
por dos grandes piedras y que contenía tres esqueletos humanos. Afirma haber
visto los huesos y el cráneo, que considera celtíberos o célticos; y concluye indi­
cando que Mac Pherson “ha enviado todos los objetos hallados al Congreso Inter
nacional de Antropología y Arqueología que se debió reunir el l.° de octubre en
Bolonia, a fin de que los sabios que allí concurran puedan estudiarlos y sacar de su
examen legítimas consecuencias”65.
El 4-X-1871 tuvo lugar el discurso inaugural de la Sociedad Antropológica de
Sevilla, el cual corrió a cargo de Machado, quien ocupaba la presidencia de la mis­
ma, y en el cual definió a la Antropología como una nueva ciencia en la que con­
fluyen la anatomía comparada, el conocimiento del hombre actual, las ciencias
médicas y, por último, el estudio de la evolución de los idiomas. Señala que, a par­
tir de 1850, las ciencias biológicas y geológicas han conocido un gran avance; así,
la vieja idea de Cuvier, de que el hombre surgió en la última revolución del globo,
hoy en día es insostenible, ya que “siguiendo el orden cronológico de la superposi­
ción de los fósiles, han hallado que nuestra especie aparece por primera vez al final
del período terciario”66.
En sus “Apuntes sobre la teoría de Darwin” comienza recordando cómo
desde nuestra infancia estábamos habituados a la teoría general de las creaciones
instantáneas o repentinas, pero que hoy día el conocimiento de las capas o estratos
que forman los terrenos demuestra todo lo contrario. Así, la materia orgánica
adquiere primero formas elementales o sencillas y luego lentamente va adqui­
riendo formas cada vez más complejas. La explicación a estos hechos la ha encon­
trado Darwin, quien fundamenta su teoría en dos principios: la selección natural y la
concurrencia vital. El primero de ellos, consiste en el poder que tiene la Naturaleza
para desechar lo malo y asegurar la conservación de lo bueno. El segundo trata de un
combate peipetuo por la subsistencia en el que vence siempre el mejor dotado.
A partir de este momento, Machado se convertirá en un apasionado divulga­
dor de las ideas evolucionistas en nuestro país, pudiéndose afirmar que fue él
quien las introdujo en España. Casi todos sus trabajos científicos, a partir de
entonces, estarán dedicados a dar a conocer las ideas de Darwin, Haeckel y Spen
cer; así comenzó la importante tarea de traducir las obras de estos científicos al
castellano y de propagar sus ideas a través de artículos.
En esta línea, publicó en 1872 el trabajo “Teoría de Darwin”, en el cual
Machado afirma que el combate por la existencia limita la fecundidad por medio
de la rivalidad entre los individuos de la misma o distinta especie y mediante las
adversas condiciones exteriores de vida; así sólo obtienen la victoria los que se dis­
tinguen por alguna propiedad particular de su cuerpo. Es este el motivo por el cual
“un puñado de semillas de diferentes trigos arrojadas al suelo, recogidas luego en
la madurez y resembradas durante algunos años, produce el predominio exclusivo
de una de ellas”67.
Otro dato curioso, que confirma la hipótesis, es el de que una especie que “es
vencida, jamás vuelve a aparecer, pues si se presentara no podría sostener la con­
currencia con las vencedoras”68, poniéndose esto de manifiesto con la flora y fau­
na, pertenecientes a la Era Secundaria, que actualmente existe en Australia.

181
Al final del año publica en la misma revista el trabajo “Darwinismo”. En él,
Machado nos muestra cómo ayudó, históricamente, la Geología para que la comu­
nidad científica aceptase el evolucionismo. En esta línea afirma: “Costumbre fatal
es aquella de discutir fuera del raciocinio... si los que pretenden limitar el tiempo
de las épocas geológicas pudieren demostrarnos por el estudio de los fenómenos
actuales el espesor que adquieren las capas de sedimento... accederíamos gustosos
a encerrar nuestra inteligencia en los límites de la fé”69. Por consiguiente, las ideas
geológicas de Lyell fueron las que desempeñaron un papel fundamental en la con­
firmación del evolucionismo. Machado, como un científico más de su época, siguió
esta línea de pensamiento al pasar de las ideas de los cataclismos de Cuvier al evo­
lucionismo.
Ese año asistió a la recepción de Joaquín Guichot como miembro de la Aca­
demia de Buenas Letras de Sevilla, y volvió a ocupar el cargo de Rector de la Uni­
versidad en los años 1872-74.
En 1873 publica la fábula- “El león y el hombre”, cuyo argumento lo había
recogido en Guatemala. También, en ese mismo año, de tan escasa actividad cien­
tífica, pronunció el “Discurso de Apertura del curso 1873-1874”. La conferencia
inaugural tuvo lugar en la iglesia de la Anunciación, lugar donde “reposan muchos
héroes y varones insignes que defendieron con noble, generoso y denodado
aliento la integridad de la patria”70; allí estaban las cenizas de Alfonso del Arco,
Perafán de Rivera, Ponce de León, Lorenzo Suárez de Figueroa, Benito Arias
Montano y Alberto Lista, entre otros. Machado afirma que “la enseñanza públi­
ca. .. debe influir en la vida de los pueblos para mejorar sus condiciones científicas,
extender la ilustración a todas las clases, reformando el estado moral de sus indivi­
duos”71. Sostiene que es indispensable levantar como nueva bandera de progreso
la instrucción pública, se debe de abandonar la idea de estudiar para obtener un
título productivo, e imitar el ejemplo de Alemania. Así, el naturalista Oken conci­
bió el proyecto de emancipar, por medio de la ciencia, a Alemania con la reunión
del Congreso de Leipsick en 1822. Por aquel entonces, “los germanos eran tributa­
rios y seguían como modelo las prescripciones científicas de la ilustración france­
sa... —pero— los congresos alemanes y el espíritu de sus universidades se emanci­
paron de aquella tutela”72; fue así como prepararon el ambiente en el cual se
aceptó el evolucionismo. De esta manera, frente a las ideas de Cuvier, que expli­
caban “por catástrofes y revoluciones intermitentes la desaparición de los seres
orgánicos, cuyos restos, petrificados o fósiles, se encuentran en los diferentes
estratos del suelo y son productos de nuevas creaciones”73, los germanos deduje­
ron, tras una detenida observación, que no existen pruebas de una total destruc­
ción, que hay tipos permanentes que han llegado hasta nuestros días, y lazos que
unen siempre las formas. Tras plantear esta conquista científica, Machado
comenta que éste es el camino que debemos imitar en España, pasando a conti­
nuación a criticar el plan de instrucción pública vigente por aquel tiempo.
Durante 1874, Machado, interesado “vivamente en dar a conocer en nuestra
patria la nueva doctrina evolucionista... —quiso— ofrecer muestras de los trabajos
de algunos sabios partidarios entusiastas de ella”74. Estas fueron las pretensiones
que le movieron para traducir, por aquel tiempo, la obra de Ernesto Haeckel
“Historia de la Creación de los seres organizados según las leyes naturales” y la de
Herbert Spencer “De la creación y de la evolución”.

182
En la primera de ellas, Machado daba a luz una serie de párrafos significativos
traducidos de la versión francesa de M. Letour. Comienza haciendo observar que
“mientras más se penetra en lo profundo de las capas geológicas... hay más senci­
llez, uniformidad e imperfección”7'’ en los seres; pero contra estos hechos la teoría
de los cataclismos de Cuvier continuaba vigente. La situación cambió, según nos
indica, cuando en 1830 Lyell dio a conocer su obra sobre los principios de Geolo ­
gía y posteriormente, en 1859, cuando Darwin publicó sus ideas sobre el evolucio­
nismo.
Luego continúa con las ideas de Haeckel en “Leves del desenvolvimiento ele
los grupos orgánicos y de los individuos”. En él, Machado expone la idea de que
las leyes de la evolución son las de Progreso y Divergencia. Entre las leyes de Pro­
greso tenemos la división del trabajo en cada una de las partes del cuerpo, la
reducción numérica de las partes semejantes, y la centralización de funciones y
órganos que convergen a un centro. Son leyes de Divergencia la aparición de órga­
nos atrofiados, organizados para una determinada función pero que no funcionan,
y la existencia de nuevos órganos de una parte no desenvuelta. Además de todas
estas ideas, comenta la teoría de Haeckel de que la ontogenia de un determinado
individuo es la repetición de la filogenia de la especie.
Por último, en el trabajo inconcluso “Introducción al estudio de la Historia
Natural”, Machado nos esboza una idea general de la constitución del Cosmos.
Así, comienza por hablarnos del sistema planetario para luego hacerlo consecuti­
vamente de la Tierra, la Luna y el Sol. Aquí llega a afirmar que “la Astronomía,
en su estado actual, es una de las mayores y más admirables conquistas alcanzadas
por la especie humana”76. Pero lo más importante de este trabajo, para nosotros,
estriba en las notas que proporciona en torno al origen histórico del sistema métri­
co, actualmente vigente.
Comienza indicando que en el siglo XVII, la Academia de Ciencias de París
encomendó a Richer hacer unas observaciones astronómicas en Cayena. Fue allí
donde comprobó que la velocidad de las oscilaciones de un mismo péndulo
aumentaba o disminuía con la intensidad de la gravedad; siendo la interpretación
de este fenómeno apoyado por Huyghens la base de la deducción del aplasta
miento de la Tierra en los Polos realizada por Newton. Sin embargo, al intentar
explicar Cassini el fenómeno mediante la teoría del alargamiento, se hizo necesa­
rio medir la Tierra. Por ello, en 1735, el gobierno francés, aconsejado por la Aca­
demia de Ciencias, envió al Perú a Godin Bouger y La Condamine, quienes, ayu­
dados por Jorge Juan y Antonio de Ulloa, midieron el arco del meridiano terrestre
en el Ecuador. Posteriormente, en 1735, Maupertius viaja a Laponia con la misma
finalidad, encontrando la confirmación del aplastamiento terrestre. Pero, a pesar
de los datos, fue necesario una nueva expedición, en 1790, para despejar todas las
dudas al respecto, realizada bajo la supervisión de Borda, Lagrange, Condorcet y
Monge.

Período de la restauración (1875-1896)

Durante estos años, Antonio Machado Núñez abandona casi toda la actividad
política y sus publicaciones científicas se verán considerablemente limitadas. Sin

183
embargo, en 1875 dará a luz el libro “Catálogo de los peces que habitan en las cos­
tas de Cádiz, Huelva y en el Guadalquivir” y volverá a publicar la “Historia de la
agricultura española”.
En esta nueva etapa surgirá en Sevilla una nueva revista, fundada en 1877,
continuadora, en cierta medida, de la anterior Revista mensual de Filosofía, Lite­
ratura y Ciencias de Sevilla, que llevaba el título de La Enciclopedia. Revista cien­
tífico-literaria, en la cual Machado dará a luz siete trabajos. En ella, en 1878, publi­
cará el estudio “Breve reseña de los terrenos cuaternario y terciario de la provincia
de Sevilla, donde se han encontrado varios molares de elefantes fósiles y el esque­
leto de un cetáceo”.
Ese mismo año tiene lugar la fundación de la Sociedad Protectora de los Ani­
males y las Plantas, la cual, en 1881, publicará un “Folleto con la Adición a las
Ordenanzas Municipales de Sevilla”, en donde se recogerá la labor desarrollada
por la misma, precedida por un prólogo de su miembro Antonio Machado.
En 1879 surge el partido progresista-democrático presidido por Cristino
Marios y al que desde el primer momento se vinculará Machado Núñez, vol­
viendo con ello, de nuevo, a la actividad política. Es entonces cuando, el 26-X-
1879, tiene lugar la inauguración del Ateneo Hispalense, en el cual Machado
ocupará el cargo de Secretario de la Sección de Ciencias Exactas, Físicas y
Naturales. Su labor desde esta naciente institución, excesivamente politizada
desde sus orígenes, fue muy importante. Así, en 1880, podemos leer en una
revista que “el próximo martes, 3 de febrero —comenzaría— el catedrático de
esta Universidad, Sr. D. Antonio Machado y Núñez, a explicar en el Ateneo
Hispalense una serie de Conferencias acerca de la Geología, que -tendría-
lugar cada quince días”77; y también, ese mismo año, formó parte de la Junta
Directiva del Ateneo Hispalense para conmemorar el centenario de la muerte
de Calderón de la Barca.
En 1880, traducirá la obra, en dos volúmenes, de Federico Schoedler, “El
libro de la Naturaleza”, que fue publicado en la Biblioteca Científico Literaria.
Además, publicó el trabajo “Concurrencia Vital”, donde estudiaba el tema de la
lucha por la supervivencia. En él, nos hace ver la unión tan estrecha que existe
entre los tres reinos de la naturaleza, nos indica cómo el reino vegetal sirve de ali­
mento a los animales herbívoros y éstos a los carnívoros, de qué forma el detritus
de las plantas favorece la proliferación de larvas, gérmenes y embriones, sirviendo
de alimento a las aves insectívoras, y el sentido que tiene el hecho de que la mitad
de las especies animales sean parásitas.
En el año 1881 vuelven a ser legales todos los partidos políticos en España.
Por tal motivo, Machado vuelve a dedicarse a la política activa. Es entonces cuan­
do, en el seno del partido progresista-democrático, se producirá, en agosto de
1881, una escisión entre la tendencia radical de Saulate y la benévola de Martos,
que conducirá, en breve plazo, al abandono del partido de Martos y a la creación
de uno nuevo que siendo republicano sentía repulsa por toda acción revoluciona­
ria. Este nuevo partido, dirigido por Martos, contará entre sus miembros a
Machado Núñez, quien firmará un Manifiesto en el que se analiza la situación polí­
tica y se defiende la república democrática, la Constitución de 1869, una descen­
tralización administrativa y económica, y se condena la autonomía tanto municipal
como provincial.

184
En aquella situación, Marios, en Madrid, inicia una campaña de captación
política entre los socios del Círculo Nacional de la Juventud, sociedad cultural que
organizaba cursos científicos y literarios, para formar el partido Izquierda Dinásti­
ca; mientras que en Sevilla Machado hacía lo mismo en el Ateneo Hispalense. Por­
tal motivo, surgirá en el mismo un enfrentamiento, entre Machado y Sales y
Ferrer, quien sostenía que el Ateneo no debía mezclarse en política, que condu­
cirá a la creación del Ateneo y Sociedad de Excursiones. Una vez producida la
ruptura, el órgano de expresión del centro cambia de nombre, pasándose a llamar
La Enciclopedia, periódico político, científico y literario.
Ese mismo año tiene lugar la constitución de la Sociedad del Folklore Andaluz
con la publicación del Acta fechada el 28-XI-1881 y firmada entre otros por
Machado Núñez. Al llegar a este punto cabe preguntarse por su posible actividad
como folklorista. El único papel que desempeñó Machado Núñez en el estudio del
folklore, además del ya mencionado, fue el de presidir el 22-III-1882 la primera
junta general de la Sociedad en el Salón de la Academia de Buenas Letras, y el
publicar un estudio inconcluso titulado “El Folk-lore del perro”. Nosotros hemos
consultado casi todas las revistas de aquel importante movimiento cultural no
encontrando en las mismas ninguna otra referencia; por tal motivo, estimamos que
no fue un folklorista y su papel tan sólo se limitó a dar, con el prestigio de su presen­
cia, un espaldarazo al movimiento.
El 12-1-1882, Antonio Machado es nombrado presidente honorario de la Socie­
dad Abolicionista de la Esclavitud, y en ese mismo año ocupa también el cargo de
presidente de la Junta Directiva del Comité Provincial del Partido Democrático-
Progresista de Sevilla.
En cuanto a sus artículos de carácter político debemos de destacar el titulado
“Causas influyentes en la actual crisis de Andalucía”. Ese mismo año, tras una
sesión celebrada por el comité provincial del partido, se acordó a propuesta de
Machado declarar, por unanimidad, órgano del partido a La Enciclopedia, cam­
biando al año siguiente su nombre por La Izquierda Liberal.
En 1883 marcha a Madrid, donde será Decano de la Facultad de Ciencias de
la Universidad Central. Murió en esta capital el año 1896.

185
NOTAS
1. “Apuntes Biográficos...”, vol. I, p. 129 (1869).
2. “Darwinismo”, vol. IV, p. 526 (1872).
3. “Catalogus...”, vol. I, p. 112 (1869).
4. Manuel José de Porto, doctor en Medicina y Cirugía, ex catedrático de Botánica en el Colegio de
Medicina y Cirugía de Cádiz y profesor de la Facultad de Medicina en la Universidad de Sevilla.
5. Rafael Alieran, doctor en Medicina y Cirugía, profesor agregado y secretario de la Facultad de
Medicina de la Universidad Literaria de Cádiz.
6. Joaquín Riquelme, catedrático de Matemáticas del Conservatorio Nacional de Cádiz, socio de
mérito de la Sociedad Económica gaditana y catedrático de Matemáticas en el Colegio de
Segunda Enseñanza de San Agustín, de Cádiz.
7. Nicolás María Carmona, doctor académico en la Facultad de Farmacia, catedrático de Química
del Conservatorio de Artes, Proto-farmacéutico municipal de Cádiz, Perito titular de la Junta y
Tribunal de Comercio, Socio de número de la Económica de Cádiz y de la de Lucena y Acadé­
mico de la de Medicina y Cirugía.
8. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, p. 227 (1871).
9. “De los terremotos...”, p. 32 (1859).
10. “Reflexiones”, p. 286 (6-IX-1881).
11. “Reflexiones”, p. 287 (6-IX-1881).
12. “Congreso Internacional...”, vol. I, pp. 282-283 (1869).
13. “El león y el hombre”, vol. V, pp. 414-422 (1873).
14. “El león y el hombre” (1882).
15. “De los terremotos...”, pp. 31-32 (1859).
16. “De los terremotos...”, pp. 33 (1859).
17. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, p. 223 (1871).
18. José de Oria, Presbítero, Rector y Catedrático de Lengua Griega en el Colegio Politécnico Sevi­
llano.
19. Archivo Histórico Universitario. Expediente para el Grado de Licencia en la Sección de Ciencias
Naturales de Antonio Machado Núñez (Legajo 120 núm. 26).
20. “Discurso...”, p. 21 (1873).
21. Francisco AGUILAR PIÑAL: “El abuelo de los Machado, en la Real Academia sevillana de
Buenas Letras”, en Temas sevillanos, pp. 161-164.
22. Ramón COY YLL: “Las colecciones mineralógicas del Museo de Ciencias Naturales de la Uni­
versidad de Sevilla”, en Boletín de la Sociedad Española de Mineralogía, 0, 1978, pp. 35-41.
23. “Discurso...” de Boutelou (1860).
24. “Discurso...” de Boutelou, pp. 17-19 (1860).
25. “Discurso...” de Machado, pp. 77-78 (1860).
26. “Discurso...” de Machado, p. 78 (1860).
27. “De los terremotos...” (1859).
28. “De los terremotos...”, p. 26 (1859).
29. “De los terremotos...”, p. 29 (1859).
30. “De los terremotos...”, p. 35 (1859).
31. “Variedad...” (1859).
32. “Variedad...”, p. 668 (1859).
33. “Variedad...”, p. 669 (1859).
34. “Variedad...”, p. 671 (1859).
35. Ramón COY YLL, p. 35.
36. “Catalogus...”, vol. I, p. 306 (1869). .
37. “Catalogus...”, vol. I, p. 68 (1869).
38. “Catalogus...”, vol. I, p. 73 (1869).
39. “Catalogus...”, vol. I, p. 74 (1869).
40. “Catalogus...”, vol. I, p. 105 (1869).
41. “Catalogus...”, vol. I, p. 107 (1869).
42. “Catalogus...”, vol. I, p. 108 (1869).
43. “Catalogus...”, vol. I, p. 109 (1869).

186
44. “Catalogus...”, vol. I, p. 193 (1869).
45. “Catalogus...”, vol. I, p. 306 (1869).
46. “Catalogus...”, vol. I, p. 306 (1869).
47. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, p. 70 (1871).
48. “Escursión...”, vol. I, p. 8 (1869).
49. “Sepultura...”, vol. I, pp. 28-29 (1869).
50. “Sepultura...”, vol. I, p. 29 (1869).
51. “Sepultura...”, vol. I, p. 29 (1869).
52. “Congreso Internacional...”, vol. I, p. 35 (1869).
53. “Congreso Internacional...”, vol. I, p. 36 (1869).
54. “Apuntes Biográficos...”, vol. I, p. 129 (1869).
55. “Apuntes Biográficos...”, vol. I, p. 130 (1869).
56. “Documentos Prehistóricos...”, vol, I, p. 368 (1869).
57. “Documentos Prehistóricos...”, vol, I, p. 368 (1869).
58. “La Cueva...”, vol. II, p. 347 (1870).
59. “La Cueva...”, vol. II, p. 348 (1870).
60. “Eclipse”, vol, II, p. 559 (1870).
61. “Eclipse”, vol, II, p. 562 (1870).
62. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, pp. 222-223 (1871).
63. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, p. 71 (1871).
64. “Cuestión Prehistórica”, vol. III, p. 233 (1871).
65. “De la cueva...”, vol. III, p. 319 (1871).
66. “Discurso...”, vol. III, p. 361 (1871).
67. “Teoría de Darwin”, vol. IV, p. 6 (1872).
68. “Teoría de Darwin”, vol. IV, pp. 6-7 (1872).
69. “Darwinismo”, vol. IV, p. 524, (1872).
70. “Discurso...”, p. 5 (1873).
71. “Discurso...”, p. 6 (1873).
72. “Discurso...”, p. 14 (1873).
73. “Discurso...”, p. 16 (1873).
74. “De la creación...”, vol. VI, p. 385 (1874).
75. “Historia de la creación...”, vol. VI, p. 118 (1874).
76. “Introducción...”, vol. VI, p. 485 (1874).
77. La Enciclopedia..., n.° 2, p. 64 (31-1-1880).

187
BIBLIOGRAFIA DE ANTONIO MACHADO NUNEZ
1848 “Caracteres diferenciales de los animales y los vegetales”, discurso de ingreso en la Academia
de Buenas Letras de Sevilla.
1854 “Catálogo de las aves observadas en algunas provincias de Andalucía.”
1857 “La Botánica y los botánicos”, de Colmeiro, revisado por orden de la Academia de Buenas
Letras de Sevilla.
1859 “De los terremotos o temblores de tierra”, en Revista de Ciencias, Literatura y Artes, vol, V,
pp. 25-37 (1859).
“Variedades de la especie humana”, en Revista de Ciencias, Literatura y Artes, vol. V, pp. 667-
681(1859).
“Herpetología hispalensis seu catalogum methodicum reptilium et amphibiorum.”
1860 “Discurso leído en su recepción pública, ante la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, el
día 23 de octubre de 1859, por D. Esteban Boutelou”, en la Revista de Ciencias, Literatura y
Artes, vol. VI, pp. 5-19 (1860).
“Discurso leído ante la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, en la recepción pública de
D. Esteban Boutelou, por el Académico de Número D. Antonio Machado Núñez”, en Revista
de Ciencias, Literatura y Artes, vol. VI, pp. 65-78 (1860).
1861 “Homo Beticus, vel Vandalicus, vel Andalusicus”, memoria leída en la Academia de Buenas
Letras de Sevilla.
1862 “Sobre los diversos modos de reproducción de los seres, examinando bajo todos sus aspectos la
debatida cuestión de si existe o no la generación espontánea”, memoria leída en la Academia de
Buenas Letras de Sevilla.
1866 “Las cavernas de la Península”, memoria leída en la Academia de Buenas Letras de Sevilla.
1869 “Escursión Geológica a Morón y Conil”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias
de Sevilla, vol. I, pp. 8-20 (1869).
“Sepultura de trogloditas en el Perigord”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias
de Sevilla, vol. I, pp. 28-29 (1869).
“Congreso Internacional de Arqueología”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Cien­
cias de Sevilla, vol. I, pp. 33-39; 281-287 (1869).
“Catalogus Methodicus Mammalium”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de
Sevilla, vol. I, pp. 65-74; 105-112; 180-184; 193-200; 225-230; 299-306 (1869).
“Apuntes Biográficos del célebre naturalista gaditano D. José Celestino Mutis”, en Revista
mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. I, pp. 129-133 (1869).
“Circular del Rector de la Universidad de Sevilla a los decanos de las Facultades”, en Revista
mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. I, pp. 287-288 (1869).
“Documentos Prehistóricos, trabajos de Arte y Despojos humanos hallados en las Cavernas de
Gibraltar”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. I, pp. 368-372
(1869) (se continuará).
1870 “Apuntes para una memoria geognóstico-agrícola de la provincia de Sevilla”, en Revista men­
sual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. II, pp. 3-9; 50-67; 169-178; 226-230 (1870)
(se continuará en 1872).
“La cueva de la mujer. Descripción de una caverna conteniendo restos prehistóricos, descu­
bierta en las inmediaciones de Alhama de Granada, por Guillermo Mac Pherson”, en Revista
mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. II, pp. 346-354 (1870).
“Eclipse”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. II, pp. 558-563 (1870).
1871 “Neveras o ventisqueros”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. III,
pp. 18-23; 113-120 (1871).
“Cuestión prehistórica”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. III,
pp. 66-73; 156-167; 221-234 (1871).
“Ligera reseña geológica de la provincia de Huelva”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura
y Ciencias de Sevilla, vol. III, pp. 249-262 (1871).
“De la cueva de la mujer en Alhama”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de
Sevilla, vol. III, pp. 315-319 (1871).
“Discurso Inaugural de la Sociedad Antropológica de Sevilla. La importancia, concepto y lími­
tes de la ciencia antropológica, Sesión del día 4-octubre-1871”, en Revista mensual de Filosofía,

188
Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. III, pp. 354-364 (1871).
“Apuntes sobre la teoría de Darwin”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de
Sevilla, vol. III, pp. 461-470 (1871).
1872 “Teoría de Darwin (combate por la existencia)”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y
Ciencias de Sevilla, vol. IV, pp. 3-8; 129-133 (1872).
“Apuntes para una memoria geognóstico-agrícola de la provincia de Sevilla”, en Revista men­
sual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. IV, pp. 179-185; 225-230; 267-275; 313-320
(1872) (continuación de 1870; se continuará).
“Darwinismo”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. í V. pp. 523-528 (1872).
1873 “El león y el hombre”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. V,
pp. 414-422 (1873).
“Algunas consideraciones sobre el porvenir científico de nuestra patria y las circunstancias que
impiden su verdadero progreso”, en el Discurso de Apertura del curso 1873-1874.
1874 “Historia de la creación de los seres organizados según las leyes naturales, por Ernesto Haeckel,
profesor de Zoología en la Universidad de Jena”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y
Ciencias de Sevilla, vol. VI, pp. 117-129 (1874) (se continuará).
“Leyes del desenvolvimiento de los grupos orgánicos y de los individuos. Filogenia y Ontoge­
nia”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, vol. VI, pp. 145-153; 193-
208; 241-249: 289-297; 337-342 (1874).
“De la creación y de la evolución, por Herbert Spencer”, en Revista mensual de Filosofía, Lite­
ratura y Ciencias de Sevilla, vol. VI, pp. 385-394; 433-441 (1874) (se continuará).
“Introducción al estudio de la Historia Natural”, en Revista mensual de Filosofía, Literatura y
Ciencias de Sevilla, vol. VI, pp. 481-489; 537-545 (1874) (se continuará).
1875 “Catálogo de los peces que habitan en las costas de Cádiz, Huelva y en el Guadalquivir.”
“Historia de la agricultura española”, discurso del Sr. D. Antonio Machado y Núñez en contes­
tación al del Sr. Boutelou.
1878 “Breve reseña de los terrenos cuaternario y terciario de la provincia de Sevilla, donde se han
encontrado varios molares de elefantes fósiles y el esqueleto de un cetáceo”, en La Enciclope­
dia. Revista científico-literaria, año II, núms. 35-36 (5-VI-1878 / 25-VI-1878) (se continuará),
pp. 274-277; 283-284.
1880 “Concurrencia vital”, en La Enciclopedia. Revista científico-literaria, año II, núms. 15-18. pp.
449-458; 481-484; 524-528; 548-553 (15-VIII-1880 / 30-VIII-1880 / 15-IX-1880 / 30-IX-1880).
“El libro de la Naturaleza. Elementos de Mineralogía, Geognosia y Geología”, de Federico
SCHOEDLER, en la Biblioteca científico literaria, vol. XXVI (traducción).
“El libro de la Naturaleza. Elementos de Zoología. Anatomía y Fisiología”, de Federico
SCHOEDLER, en la Biblioteca científico literaria, vol. XXX (traducción).
1881 “Reflexiones”, en La Enciclopedia, periódico político, científico-literario, núrn. 36, pp. 286-288
(6-IX-1881).
“Al partido Democrático-Progresista de Sevilla”, en La Enciclopedia, periódico político, cientí­
fico-literario, núm. 45, pp. 361-362 (11-XII-1881).
“Folleto con la Adición a las Ordenanzas Municipales de Sevilla, aprobada por el Excmo.
Ayuntamiento a propuesta de la Sociedad Protectora de los Animales y las Plantas; su historia­
do, reglas para su aplicación y varias observaciones y trabajos conducentes á la mayor propa­
ganda de la idea.”
1882 “El Folk-Lore Andaluz (circular)”, en La Enciclopedia, periódico político, científico-literario,
núm. 3, pp. 20-21 (19-1-1882).
“El león y el hombre”, en La Enciclopedia, periódico político, científico-literario, núms. 9-10 (1882).
“Causas influyentes en la actual crisis de Andalucía”, en La Enciclopedia, periódico político,
científico-literario, núms. 45; 47; 48; 1.209 (4-XII-1882 / 21-XII-1882 / 31-XII-1882 / 10-1-1883).
“El Folk-Lore del perro”, en El Folk-Lore Andaluz, pp. 24-29; 68-75 (1882) (se continuará).
“Estudios médico-topográficos de Sevilla, acompañados de un plano sanitario-demográfico y 70
cuadros estadísticos”, por Ph. HAUSER (prólogo de Antonio Machado Núñez).
1883 “Fray Juan Pérez de Marchena.”
1884 “Estudio sobre la teoría de Darwin. La lucha por la existencia y la asociación para la lucha”, por J. L.
LANESSAN (prólogo de Antonio Machado Núñez y traducción de Romualdo González Fragoso).
1885 “De los temblores de tierra”, en Revista de España (1885).

189
LA FAMILIA DE MACHADO
EN LA SEVILLA DE LA EPOCA

Daniel Pineda Novo

El apellido Machado, de ascendencia portuguesa y oriundo de la provincia de


Cádiz, y que ha llenado siglo y medio de la historia de España, está íntimamente
vinculado a la historia sociopolítica y cultural de Sevilla, desde que en 1845 se esta­
bleciese en ella el abuelo, el patriarca de la familia, el gaditano don Antonio
Machado y Núñez (1815-1896), pasando por su hijo, el malogrado folklorista
Antonio Machado y Alvarez (1846-1893) hasta los nietos, los profundos poetas
Manuel y Antonio Machado Ruiz, sin olvidarnos de José, pintor, nacido en 1879,
y Francisco, nacido ya en Madrid, en 1884, que también cultivó la poesía, constitu­
yendo, pues, los Machado, en su esencia, una auténtica dinastía o, mejor, una
auténtica familia de intelectuales, de fama universal, cada uno en las distintas face­
tas en que se distinguieron. .. ¿Dónde encontraremos, pues, una mayor aportación
que en la familia Machado al acervo cultural andaluz y español...?
A principios de 1843, rodeado de una aureola científica y dechado de integri­
dad humana, llega a Sevilla para tomar en ella carta de residencia y establecerse
como médico don Antonio Machado y Núñez, aunque, como afirma Salvador Cal­
derón, su discípulo y sustituto en la cátedra sevillana:

“más que los hospitales y los enfermos, preocupaban a Machado los


volcanes, los terremotos y la formación de las cordilleras; así es, que,
ansioso de comunicar a los demás el rico caudal de saber y de expe­
riencia que había aportado del último y fructuoso comercio de ideas
y aspiraciones con los más preclaros naturalistas de la capital de
Francia, inició por primera vez en nuestro país las conferencias cien­
tíficas en público”1.

Machado y Núñez se identifica pronto con la capital andaluza, pero al ser


nombrado catedrático de la Facultad de Ciencias Médicas en Cádiz, el 18 de junio
de 1844, traslada su residencia, por poco tiempo, a la hermosa ciudad gaditana, ya
que al siguiente curso es destinado a la Universidad de Santiago de Compostela...
Mas antes de marchar a su nuevo destino, Machado contrae esponsales,
seguido de matrimonio secreto, con dispensa de las canónicas amonestaciones, en
Sevilla, con doña Cipriana Alvarez de Durán, hija del escritor extremeño, avecin­

191
dado en Sevilla, don José Alvarez Guerra, y sobrina del patriarca literario de la
familia, don Agustín Durán, recolector de romances en los albores del Romanti­
cismo erudito español...
La novia, soltera, estaba empadronada en la sevillana collación de San
Miguel, mientras que el novio, también soltero, lo estaba en la parroquia de San
Lorenzo, cercana a La Cuesta de la Murga, en la ciudad de Cádiz2.
Marchan los recién casados a su nuevo destino, Santiago de Compostela, resi­
diendo en el número 33 de la Rúa Nueva3, donde el 6 de abril de 1846 nacerá su
único hijo, Antonio Machado y Alvarez4; mas, enferma doña Cipriana de cierta
gravedad, contando sólo el niño cuarenta días, regresan a Sevilla, atándose el cien­
tífico por doble y fortísimo nudo a esta ciudad que le encumbraría en la ciencia y
en la política y vería el breve éxito literario de su hijo y el gozoso nacimiento de
sus nietos...
Se instala la familia en la antigua calle de las Palmas, número 9 (hoy, de Jesús
del Gran Poder), y el 14 de noviembre de este mismo año obtiene la cátedra de
Historia Natural de la Universidad hispalense, donde, a pesar de los escasos
medios económicos, funda, en 1850 —el mismo año en que es nombrado Decano
de la Facultad de Filosofía su entrañable amigo don Federico de Castro — , el
Gabinete de Zoología, a más del de Química y Mineralogía, el Museo Antropoló­
gico y el Museo Arqueológico, siendo pionero de los estudios prehistóricos en
España3.
En 1855 colabora en la Revista de Ciencias, Literatura y Arte, dirigida por Fer­
nández Espino y Manuel Cañete , defendiendo en la cátedra las nuevas teorías del
transformismo darwiniano, y funda la prestigiosa Revista mensual de Filosofía,
Literatura y Ciencias (1869-1874), nacida de la Revolución del 68: con un carácter
eminentemente científico en pensamiento, creación y literatura, constituida como
portavoz de la filosofía liberal y la ciencia krausista, a más de ser palenque de difu­
sión de la teoría darwinista, como lo demuestran la serie de artículos que en ella
publicó.
Machado y Núñez fue una figura benéfica y popular en la Sevilla de la Revolu­
ción: catedrático de la Universidad y su Rector, en dos ocasiones, de 1868 a 1870
y de 1872 a 1874; alcalde interino de la ciudad y gobernador civil de su provincia,
donde era querido y respetado por todas las escalas de la sociedad... Lo mismo le
ocurrirá a su hijo Machado y Alvarez y a sus nietos...
Pero he de confesar abiertamente que me acerqué a la figura y a la obra de
Antonio Machado y Alvarez a través de sus hijos, especialmente, a través de
Antonio, que me apasiona hondamente, y fui descubriendo, a medida que le estu­
diaba, a quien me parece uno de los grandes humanistas, uno de los grandes hom­
bres del XIX que han dejado huella imborrable en nuestro siglo.
Antonio Machado y Alvarez popularizó en sus escritos el seudónimo de
Demófilo y alcanzó renombre, sobre todo, entre los flamencólogos, por sus colec­
ciones de Cantes Flamencos, tan divulgadas y utilizadas. Me atrajo poderosamente
de él su carácter idealista, demócrata y sincero —aunque, ciertamente, imbuido de
la bohemia del siglo —, a medida que me adentraba más en su mundo y en su obra,
especialmente gracias a la correspondencia inédita, que publicaremos, con su
amigo el poeta sevillano Luis Montoto y Rautenstrauch (1851-1929). La misma
dinámica de la investigación me obligó a la necesidad de escribir su biografía,

192
desconocida aún hoy, pues lo poco que sobre él se ha escrito está plagado de erro­
res... Fui advirtiendo, paralelamente, la importante proyección socio-cultural y
científica que Demófilo ejerció en la Sevilla y en la España de su tiempo, a pesar
del olvido - -y la indiferencia— en que le sumió la ciudad a su temprana muerte,
con la que murieron también su obra y su seudónimo —no su apellido—, para
resucitar venturosamente en nuestros días...
Machado y Alvarez, pionero, iniciador de los estudios folklóricos en nuestro
país, director y editor de revistas especializadas, fundador de El Folk-Lore Anda­
luz y El Folk-Lore Español, colaborador incansable en la prensa nacional y extran­
jera; defensor, en sus comienzos, de la filosofía krausista, de la mano de su amigo
y maestro don Federico de Castro, y después seguidor del positivismo de Hegel,
tuvo una corta vida, aunque fructífera, consumida en su dedicación a un noble
ideal: folklorizar —culturizar— a España y al mundo...
La prensa de la época es el mejor barómetro indicativo de esta importancia
y de la proyección internacional de su obra, desgraciadamente malograda a los
47 años.
Al analizar sus obras fundamentales nos propusimos la ambiciosa tarea de
investigar la proyección humana y científica de este sevillano crítico, no exento de
buen humor a pesar de las desgracias familiares y personales y de la impotencia
que sintió para ganar dinero, y del que hemos intentado desvelar sus facetas mora­
les, políticas e ideológicas... Porque Machado y Alvarez, por su escepticismo
nacional, bien podría ser un precursor de la Generación del 98, a la que pertenece­
rán sus hijos, pues en él y en su obra se palpan una honda preocupación social por
España y por desentrañar, haciendo Ciencia, el sentido del pueblo. Muchas de las
notas de su espíritu pasarán, caracterizándole, a su hijo Antonio6.
Su interés histórico y literario —su sentido positivista— por el Folk-Lore,
aparte de ser considerado como el primer flamencólogo español y un notable lin­
güista, son las bases de la influencia en estudiosos, contemporáneos y posteriores,
que se han dedicado al estudio de la Ciencia popular y el flamenco, como se palpa
en figuras de la talla —aparte de sus hijos, Manuel y Antonio—7, de Luis Monto-
to, Alejandro Guichot —Ponóphilo—, Rodríguez Marín — El Bachiller Francisco
de Osuna—, Juan Antonio de Torre y Salvador —Micrófilo—, Manuel Díaz Mar ­
tín, Hernández de Soto, Luis Romero y Espinosa, Siró García del Mazo o el malo­
grado Rafael Alvarez Sánchez Surga; entre los extranjeros a Teophilo Braga o
Giuseppe Pitré, entre otros; atrayéndose, además, en el estudio de la literatura del
pueblo, a los más destacados miembros de la Institución Libre de Enseñanza,
como Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón, Joaquín Costa, Federico de Castro y
Eugenio de Olavarría, que le ayudaron en sus actividades científicas de recolec­
ción y divulgación, a través de la propia Institución y de su Boletín, apreciándose
además su huella en destacadas personalidades contemporáneas como Gabriel
María Vergara Martín, Luis de Hoyos Sainz y su hija Nieves de Hoyos Sancho;
Santiago Montoto y Sedas, José Carlos de Luna, el argentino Anselmo González
Climent y el novecentista ideólogo Blas Infante...
Pero Machado y Alvarez no fue un ser excepcional: fue un hombre sencillo,
un modesto abogado sin pleitos, un incansable luchador —un tiempo, profesor
sustituto de don Federico de Castro en la Universidad de Sevilla, y otro, juez
pasante del distrito sevillano de San Vicente—, aunque sí, un padre excepcional,

193
y un intelectual puro y triste por las circunstancias de su vida... Censurado, incom­
prendido y, a veces, criticado por sus contemporáneos... Un republicano —con
sangre jacobina, como diría su hijo Antonio—, amante-enamorado de Sevilla,
que, según sus propias palabras, le había proporcionado “una mujer honrada y
buena” y unos hijos en los que cifraba su continuidad literaria...
También es interesante notar las influencias de sus mayores: la de su tío-
abuelo don Agustín Durán (1789-1862), romántico, conservador y nacionalista,
receptivo a las corrientes alemanas aunque defensor del teatro español frente a la
corriente francesa.
Fue don Agustín director de la Biblioteca Nacional, habiendo perdurado su
fama por haber sido el recolector del Romancero, que rehizo e imprimió como
Romancero General, en 1849, y en donde aprendieron a leer sus nietos Manuel,
Antonio, José, Joaquín y Francisco.
Y siguiendo el hilo familiar, aparece el abuelo materno, el escritor y filósofo
moralista José Alvarez Guerra, hacendado, natural de la villa extremeña de Zafra,
y uno de los cabecillas veteranos en las luchas contra Napoleón. Hombre liberal y
avanzado, utilizó en sus escritos el seudónimo literario de Un hombre del pueblo,
del que, tal vez, proceda el de Demófilo, que utilizará su nieto...
En 1823 emigró a Francia, regresando a España en 1826, en que le vemos
residiendo en Sevilla, al siguiente año, en la collación de San Bartolomé, don­
de nacerá su hija Cipriana. En 1836 se despide como jefe político de la provin­
cia de Soria, según podemos leer en el Boletín Constitucional de este año, y
en 1845, contando ya sesenta y siete años, está de nuevo en Sevilla como testigo
del casamiento secreto de su hija con el catedrático don Antonio Machado
y Núñez.
Entre sus obras destaca Unidad simbólica y Destino del Hombre en la Tierra,
o Filosofía de la Razón, por Un amigo del Hombre, obra dedicada a la infancia de
Isabel II8, y de la que se haría una segunda edición bilingüe —francés y español-
precisamente en Sevilla, y que es un antecedente de la filosofía krausista en Espa­
ña, como bien anota Pierre Jobit9. La problemática de don José Alvarez Guerra
—según Gil Novales—, “ — si prescindimos del estilo—, se parece extrañamente a
la de Abel Martín, aunque su machacona insistencia en la armonía más parece
krausista que leibniziana”10.
Otro tío-abuelo, por parte materna, fue el procer ganadero, rico hacendado,
vecino de Sevilla, en 1845, en la collación de Santiago, Luis María Durán, que se
hizo famoso en la Fiesta Nacional por los renombrados toros de Durán, origen de
una de las mayores vacadas naturales de España. Luis María —el mayor de los
Durán— fue además ebanista fino y artista-pintor, excelente copista de Murillo, y
tiene un título para la inmortalidad: el haber sido el creador de las populares case­
tas de la universal Feria de Abril de Sevilla, instalando en su Real la primera, en
abril de 1848, un ano después del nacimiento del festejo primaveral, el 5 de marzo
de 1847, creado por Real Orden de Isabel II... De él siguieron este original ejem­
plo las futuras generaciones de sevillanos.
Este tío-abuelo de Demófilo, “que se amaba a sí mismo más que a todas las
cosas”, según Manuel Machado —al que infundiría su sevillanismo—, aparece en
sus coloristas Estampas Sevillanas magistralmente dibujado en un retrato a pluma
por su sobrino-nieto11.

194
Poco sabemos de los abuelos maternos de Demófilo: don Rafael Ruiz y Pérez,
de ejercicio marinero, natural de Sevilla y residente en la calle de la Orilla del Río,
número 11 (actual Betis), en el populoso arrabal de Triana, y su esposa, doña Isa­
bel Hernández García, natural de Totana (Murcia), que muy raras veces, durante
su larga vida, atravesó el puente de hierro de Isabel II, que cruza el Guadalquivir,
para venir a Sevilla... Su propio nieto Manuel la evoca en aquella tarde de siesta
sevillana —en el mes de julio de 1896, contando el poeta veintidós años — , a su
regreso de la Universidad, tras la salida de un examen... Manuel volvía alegre,
orgulloso, a la casa de la abuela, en la calle de Vázquez de Leca número 4 —en la
que también vivía su tío Rafael Ruiz Hernández, médico y su tutor universita­
rio12—, y en aquel ambiente especial de Triana “con la fuente del patio, rodeada
de flores (que) parecía darme la bienvenida, parloteando gárrula como en una
comedia de los Quintero”, encuentra Manuel a la abuela “aquella buena señora
(que) no había pasado el puente arriba de una docena de veces —las más de ellas
en coche— durante toda su vida, y pensaba que para realizar a diario aquella
locura era preciso..., pues, eso es, no andar muy bien de la cabeza”13.
Más práctica y realista era la abuela paterna, doña Cipriana Alvarez de Durán
—distinguida señora como bien la califica Salvador Calderón — , nacida en Sevilla
el 16 de septiembre de 1827, y bautizada al siguiente día, en la parroquia de San
Bartolomé14. Era hija, como hemos dicho, del escritor extremeño don José Alva­
rez Guerra y de la madrileña doña Cipriana Durán de Vicente Yáñez, sobrina de
don Agustín Durán. La madre había cuidado su educación con todo esmero, algo
poco común, incluso entre las gentes más adineradas de la España de su época,
pues, aparte de las humanidades, la hizo estudiar música y pintura.
En su marido, don Antonio Machado y Núñez, como afirma Pérez Ferrero,
“había encontrado la dama al amigo y al esposo de aficiones exquisitas”15. Mujer
de espíritu cultivado y sensible y corazón de artista, va a ejercer una gran influen­
cia sobre su hijo, al que ayudará, incluso, económicamente, costeándole la edición
de la Biblioteca de las Tradiciones Populares.
Su amplia cultura —escritora y pintora— le llevará a colaborar, de manera
práctica y objetiva, en los estudios folklóricos impulsados por su hijo, y recogerá,
incluso, diversos temas populares en las provincias de Huelva y Badajoz, especial­
mente en Llerena, donde pasaba temporadas en casa de su hermana María Luisa,
y que publicará en la revista de El Folk-Lore Andaluz, en 1883; y al siguiente año
la vemos de nuevo colaborando con su hijo en la colección de Cuentos populares
españoles, que verán la luz en la Biblioteca de Tradiciones Populares Españolas.
En 1885 recogió, con todo detalle y fidelidad, una serie de Cuentos extreme­
ños, que utilizará su hijo... El mismo nos lo confirma en el tomo VI de la citada
Biblioteca...: “Inserto a continuación algunos materiales referentes a nombres de
sitios de localidades extremeñas recogidos por mi señora madre en una temporada
de seis meses —septiembre del año pasado a marzo del que corre— que pasó en
Llerena al lado de una hermana suya. Tan fructuosa fue esta temporada que los
materiales recogidos durante ella darán para un tomo de esta Biblioteca, sólo los
cuentos pasan de 50, y eso que mi madre limitó sus excursiones folklóricas a la
huerta que más adelante se, describe16, a otras dos huertas próximas a la pobla­
ción17, y a varias casas de las Ollerías, nombre de uno de los barrios bajos de Llere­
na, tomado de la industria a que sus habitantes se dedican. Las gentes de estas

195
casas y de las huertas llamábanla la señora, y se apresuraban todos a decirle
cuanto sabían. Los chiquillos, que también le enseñaban juegos y cuentecillos,
bautizáronla con el, para mí muy poético, nombre de la mujer de los cuentos.
Ajena por completo a toda pretensión literaria —continúa Demófilo hablando de su
madre — , pero dotada de una gran seriedad de carácter que le hacen granjearse el
respeto, el amor y la consideración de cuantos la conocen, los datos recogidos por
ella son, por su fidelidad, de absoluto crédito para cuantos se dedican a la nueva
Ciencia, conocida en Europa con el nombre de Folk-Lore.”18
Además —y según Alejandro Guichot y Sierra— recogió doña Cipriana mate­
riales de Culinaria popular extremeña y, llevada por su entrañable amor materno,
funda, por su iniciativa, junto con don Felipe Muriel y Gallardo, El Folk-Lore
local de Llerena (Badajoz), el 22 de abril de 188519.
Mujer dinámica y decidida —como se refleja a través de la corresponden­
cia epistolar entre su hijo y el poeta Luis Montoto —, cultivó asimismo la pin­
tura, siendo una profesional reconocida en su época como se puede apreciar en
la crítica a la Exposición de Pinturas celebrada en Sevilla en 1856, recogida en la
prensa:

“No son menos dignos de estimación los bellos países pintados, según
parece, al temple por la Sra. D.a Cipriana Alvarez de Machado; en
ambos se campea la gala de la imaginación y la dulzura y verdad de
colorido.”20

En otra Exposición sevillana muestra su obra junto a pintores de la importan­


cia de Valeriano y Joaquín Domínguez Bécquer, Gumersindo Díaz —los tres,
amigos de la familia—, José Romero, Francisco Escribano, José María Rodríguez
de Losada, Antonio Mensaque, Joaquín María Jiménez y R. Ausdell, elogiando el
crítico su obra:

“...Un paisaje de la señora doña Cipriana Alvarez de Machado.


Advertimos en esta obra gran ventaja sobre otras que hemos visto de
la misma señora en otras exposiciones. Débese, en nuestro juicio,
este notable adelanto al estudio de la naturaleza y del arte que se des­
cubren claramente en este lienzo. Pintado con fácil y esmerada
corrección y bello colorido, produce muy agradable efecto en el con­
junto...”21

Es curioso que, en reconocimiento de su labor pictórica, el 31 de marzo de


1862, la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, según se refleja en sus Actas,
agradece a su esposo, a pesar de no ser muy monárquico, el retrato de Isabel II,
“debido al diestro pincel de su señora esposa”22. También pintó un retrato de su
nieto Antonio, niño, reproducido hace algunos años en la biografía del poeta y
que conservó un cierto tiempo una sobrina de Leonor Izquierdo23.
Doña Cipriana, puede decirse, era el alma espiritual de la familia; ella mante­
nía el ascua del hogar tanto en Sevilla como en Madrid, con sus lecturas escogidas
—especialmente el Romancero, recopilado por su tío —, y con su amena y agrada­
ble conversación... Pérez Ferrero, con cierto lirismo, nos ofrece este retrato fami­

196
liar, durante su residencia sevillana en la Casa de las Dueñas número 3, donde
vivieron los Machado desde 1875, gracias a la generosidad del decimoquinto
Duque de Alba:

“...Suele reunirse la familia a cambiar sus diarias impresiones. Es el


rato de reposo que se concede. A veces acuden algunas amistades,
atraídas por el aliciente de escuchar a don Antonio Machado y Núñez
una impresión política, o para saber, de labios de Antonio Machado
y Alvarez, la noticia de una sabrosa y original lectura. Doña Cipriana
es una gran conversadora de admirable carácter lleno de simpatía.
Cuando ella habla la charla no decae.. ,”24

Y junto al limonero y la fuente, la tertulia se desarrollaba plácidamente, con


personas de espíritus tan cultivados y generosos... Y afirma Paulo de Carvalho-
Neto:

“¿No es admirable verla (a doña Cipriana) en plena actividad fol­


klorista, en 1885, acompañada por un marido folklorista y un hijo
también folklorista —éste en sus 39 años de edad— ante los ojos y
oídos de un nieto poeta? Qué profundas influencias folklóricas no
habrían de germinar, por esa época, en el espíritu de este niño de
diez años de edad, testigo de una familia que amaba al pueblo. Se
puede imaginar el cuadro, sabiéndose, como se sabe, cuán con­
tagiante es el entusiasmo natural de cuantos se dedican a inves­
tigaciones de campo... También valioso es el dato de Pérez Ferre-
ro al afirmar que doña Cipriana leía en alta voz, para sus nietos,
los romances recopilados por Duran. Del mismo modo —es de
suponerse — , les leería los cuentos populares recogidos por ella
misma.”25

Idéntica vida familiar e íntima que en Sevilla, llevaban los Machado en


Madrid, y doña Cipriana seguía siendo el centro espiritual de tan cultivado hogar.
Así lo confirma Pérez Ferrero:

“... La vida que la familia hace no difiere, en esencia, mucho de la de


Sevilla. Pero Manuel y Antonio empiezan a tener intervención.
Dirige la casa doña Cipriana Alvarez, que preside las veladas a la luz
del petróleo del quinqué, y que ahora, cuando no hay alguna visita,
se dedican a la lectura. Lee la misma dama, en voz alta, los romances
recopilados por su pariente don Agustín Duran, y a los muchachos
les entusiasman tanto estas composiciones que, por el día, procuran
hacerse con el libro para repasar las predilectas. Otras veces es el
padre quien toma a su cargo la lectura. Entonces la atención se
prende en el interés de la trama y en lo misterioso del lenguaje de las
Leyendas de Bécquer. O en las novelas de Dickens. O en los dramas
de Shakespeare, que Macpherson, su traductor al castellano, envía a
la casa conforme los va publicando.”26

197
No podemos olvidar a la esposa ejemplar y madre amante, doña Ana Ruiz
Hernández, de tez blanca y de cabellos rubios, de familia principal de Triana, que
animará y consolará al esposo en los momentos difíciles; que sufrirá, callada y
abnegadamente, junto a él, hasta que le ve morir en Sevilla... Y como madre
ejemplar, va a seguir, ocultamente, a su hijo Antonio, al que trataba con especial
cariño, acompañándole hasta su exilio francés de Collioure, donde muere el 25 de
febrero de 1939, tres días después que su amado hijo (ya hace también 50 años)...
Antonio Machado la recordará siempre, en sentidos versos, por su amor a las
macetas de albahaca y yerbabuena:

Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara,


casi de primavera,
tarde sin flores, cuando me traías
el buen perfume de la hierbabuena
y de la buena albahaca
que tenía mi madre en sus macetas...

Juan Ramón Jiménez —amigo fraternal de Antonio Machado — , en un


artículo publicado en 1925, en la revista madrileña Unidad, titulado sencilla­
mente Antonio Machado (1919), evoca la empobrecida vivienda de la calle de
Fuencarral número 148, donde se le quedó grabado un retrato juvenil del poe­
ta, jugando con su abuela..., mientras hace además una lírica alusión a la
madre:

“Vi en su casa al poniente, de la calle de Fuencarral, un cuadro de su


hermano José, donde Antonio juvenil, jugando a las cartas con su
abuela, se pierde, el naipe en la suspensa mano, la mirada partida en
los jazmines trianeros del balcón de su madre ingrávida, en una des­
centrada sonrisa transparente. Esta sonrisa es, entre las almenas de
sus dientes, como el eterno jaramago pasado de luz en lo alto de un
murallón a nuestro mar del sudoeste (El Puerto, Rota, Sanlúcar),
comido y ruinoso.”27

Clara, palpable es, pues, la influencia que sus abuelos y sus padres dejarán en
Manuel y Antonio Machado, especialmente en Antonio, que declara, orgulloso, la
herencia recibida de sus mayores:

“Estudié en la Institución Libre de Enseñanza y tuve por maestros a


Giner de los Ríos, Cossío y Salmerón, teniendo como condiscípulo a
Besteiro... No es difícil, por tanto, deducir que mi formación había
de ser liberal y republicana, que por otra parte había de coincidir con
la historia política de mis antepasados, ya que mi padre y mi abuelo
eran republicanos fervorosos.”28

En carta a su admirado Miguel de Unamuno, fechada en Baeza, el 16 de


enero de 1915, alude a sus tres más directos antepasados —el padre, el abuelo y el
bisabuelo — , al contraponer la Francia reaccionaria a la progresista:

198
“La otra Francia es de mi familia y aun de mi casa, es la de mi padre
y de mi abuelo y mi bisabuelo; que todos pasaron la frontera y ama­
ron la Francia de la libertad y el laicismo, la Francia religiosa del
affaire y de la separación de Roma, en nuestros días.”29

Hemos situado, pues, a Antonio Machado y Alvarez al hombre y al escri­


tor— en su época, en su familia y entre sus contemporáneos, para conocerle más
íntima, más personalmente, ya que, a través de él, podremos conocer la huella
honda y palpable que dejó en su hijo el inconmensurable poeta Antonio Machado.

199
NOTAS
1. Salvador CALDERON Y ARANA: “Antonio Machado y Núñez” (artículo necrológico), en el
diario El Porvenir, Año I, núm. 15.274, Sevilla, del miércoles 28 de julio de 1897, edición de
noche, pág. 1.
2. Archivo del Palacio Arzobispal de Sevilla. “Expediente matrimonial Secreto de Don Antonio
Machado, vecino de la ciudad de Cádiz, y de Doña Cipriana Alvarez, vecina de esta ciudad, en
la collación de San Miguel.” Expedientes Matrimoniales, año 1845. Letra A, núm. 1.
3. Esta céntrica calle de Santiago aún conserva su antiguo nombre.
4. Archivo Histórico Diocesano de Santiago de Compostela. Fondo: Parroquias de San Félix de
Solovio y Santa María Salomé. Libros Sacramentales, núm. 6, fol. 79 vlto.r °
5. Tenemos en prensa un estudio sobre Antonio Machado y Núñez, Político y Naturalista Andaluz.
6. “Numerosas notas del espíritu de Machado y Alvarez — afirma Gil Novales— pasaron a su hijo,
y no es la menor el gusto por las coplas populares y el tono sentencioso de buena parte de su lírica.
La experiencia intelectual de Machado y Alvarez y su lucha contra la beocia ambiente... resuena
en la visión noventayochesca de su hijo, lo mismo que sus sentimientos no sólo anticlericales, sino
anti-iglesia católica (a la par que profundamente cristianos).” Vid. su libro Antonio Machado,
Barcelona, “Testigos del siglo XX” núm. 16, 1970, págs. 19-20.
7. Vid. para la influencia de Demófilo en su hijo Antonio Machado el libro de Paulo de CAR-
VALHO-NETO: La infuencia del Folklore en Antonio Machado, Madrid, Ediciones Demófilo,
S. A., 1975, 118 págs.
8. José ALVAREZ GUERRA: Unidad Simbólica y Destino del Hombre en la Tierra, o Filosofía de
la Razón, por..., Madrid, Imprenta de don Marcelino Calero, 1837.
9. Pierre JOBIT: Les éducateurs de l’Espagne contemporaine. I: Les Krausistes, París, E. de Boc-
card, Ed. (Bibliothèque de L’Ecole des Hautes études hispaniques), 1936.
10. Alberto GIL NOVALES, Opus cit.
11. Manuel y Antonio MACHADO: Obras Completas, Madrid, Ed. Plenitud, 1973, págs. 265-267.
12. Rafael Ruiz Hernández, tío de los Machado, era médico; vivía en el antiguo barrio de San Loren­
zo, de Sevilla, en la calle de Martínez Montañés número 35. Rafael atenderá a su cuñado, Anto­
nio Machado y Alvarez, cuando en febrero de 1893 regresa a Sevilla, ya enfermo, desde Puerto
Rico.
13. M. y A. MACHADO: Obras Completas, ya citadas, págs. 282-284.
14. Archivo Parroquial de San Bartolomé, de Sevilla. Libro de Bautismos.
15. Miguel PEREZ FERRERO: Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, Colee. Austral, 1973.
16 y 17. Se refiere Demófilo a varias huertas, ya desaparecidas, en las proximidades de Llerena (Ba­
dajoz) .
18. A. MACHADO Y ALVAREZ: Biblioteca de Tradiciones Populares Españolas, T. VI, 1885.
19. Alejandro GUICHOT Y SIERRA: Noticia Histórica del Folklore, Sevilla, Hijos de G. Alvarez,
Impresores, 1922, pág. 190.
20 y 21. La Sevilla de... Machado y Alvarez, Selección y comentarios de Manuel Barrios, Sevilla,
Public, de la Caja Rural Provincial, 1981, págs. 33 y 66.
22. F. AGUILAR PIÑAL: “El abuelo de los Machado, en la Real Academia Sevillana de Buenas
Letras”, en ABC, de Sevilla, el sábado 13 de diciembre de 1969, pág. 61.
23. Este retrato, “Antonio Machado, de niño”, se conserva actualmente en la Hispanic Society of
América.
24. Miguel PEREZ FERRERO, op. cit., pág. 24.
25. P. de CARVALHO-NETO, op, cit., págs. 107-108.
26. M. PEREZ FERRERO, op. cit., págs. 29-30. Ampliamos estos detalles sobre la Casa de las Due­
ñas en el libro que tenemos en prensa sobre Antonio Machado y Alvarez, “Demófilo”. Vida y
Obra.
27. J. R. JIMENEZ: “Antonio Machado (1919)”, en Unidad, Madrid, 1925.
28. Entrevista al poeta en la prensa de la Guerra Civil, recogida en el libro de Monique ALONSO
Antonio Machado, Poeta en el exilio, Barcelona, Ed. Anthropos, 1985.
29. Fragmento de carta reproducida en la citada obra de A. Gil Novales, págs. 24-25.

200
CONTEXTUALIZACION HISTORICA
DEL PENSAMIENTO POETICO DE ANTONIO MACHADO

Manuel Angel Vázquez Medel


Universidad de Sevilla

No hay Poeta sin Poética, ni teoría (implícita o explícita) de la creación litera­


ria al margen de las coordenadas espacio-temporales en que se gesta. Si ello es
cierto en cualquier caso, tanto más lo será en el de Antonio Machado: “La poesía
es —decía Mairena— el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es
lo que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que
requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es
un pescador, no de peces, sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que
puedan vivir después de pescados” (1034). Antonio Machado no contaba (¿o tal
vez sí?) cuando escribía estas palabras, con la admirable y terrible tenacidad de los
filólogos, de los teóricos, críticos e historiadores de la literatura para matar, para
diseccionar (someter al cerne y al micro tomo, que diría Dámaso Alonso) esos
peces vivos que el poeta, más que pescar, ilumina con su conciencia en la fluencia
del tiempo y sitúa virtualmente en una imposible eternidad.
Mas si el poeta es capaz de establecer un diálogo con su tiempo y proyectarlo
fuera de él, ¿cómo será posible que ese diálogo se re-presente, poéticamente, en la
conciencia del lector sin entablar, a su vez, un diálogo con el tiempo nuevo desde
el que es leído? ¿Cómo debe esa eternidad, conquistada desde un tiempo históri­
co, penetrar en el kairós de la lectura y promover un nuevo movimiento hacia la
eternidad? Desde estas preguntas, entre otras, pretendo plantear esta reflexión.
Hoy sabemos —y este saber es en sí mismo una conquista— que cada época,
generación, grupo e incluso cada persona en cada momento construye, en el pro­
ceso de la comunicación literaria, el texto representado en la conciencia, que ven­
dría a ser, en sí mismo, la invariante de variables múltiples, por más que esa inva­
riante sea —en un hipotético estado puro— una virtualidad paradójicamente irrea­
lizable. Con todo, afrontar el proceso literario como “construcción” y no como
“dato” no supone renunciar a lugares de encuentro y de elaboración rigurosa, sino
explicitai' honestamente sus coordenadas.
Aún a los cincuenta años de su muerte y en el contexto epistemológico del fin
de milenio, abundan los metadiscursos del tipo: Antonio Machado, su producción
poética, su pensamiento, han sido deformados pór mediaciones éticas e ideológi­
cas. Ahora estamos en condiciones de comprender de verdad el significado y el
sentido de su actividad creadora.

201
Esta reflexión se propone, justamente lo contrario. Contestar esas supuestas
verdades que no suelen ser sino anclajes precarios en legitimidades —¿quién pro­
mulga la “lex”?— contestables. No hay comprensión sin mediación y, en todo
caso, podemos hablar de co-rrección de interpretaciones, precisamente, como un
proceso doblemente regido por el texto y por el interpretante. Nuestra realidad y
nuestra temporalidad imponen un horizonte comprensivo del cual no podemos
liberarnos y que, lejos de ser un mecanismo deformante (por el contrario es meca­
nismo conformante), es nuestra única posibilidad de aprehensión de sentido.
Lo más notable de ese horizonte comprensivo que limita y potencia a la vez
—como el aire el vuelo de la paloma kantiana— el sentido de todo proceso comu­
nicativo es, precisamente, la prioridad otorgada al comprender frente al ser y al
existir. Consecuencia de un radical desmontaje de fundamentaciones metafísicas y
de metarrelatos de legitimación que han abierto paso a la pluralidad y a la diferen­
cia (J. F. Lyotard, 1986).
En toda comprensión se produce la circularidad del prejuicio, de la precom­
prensión; la mediación del interpretante; la focalización desde un ángulo inédito
que, a su vez, será angularizado cuando se desplace el punto de vista. Esto supone,
en nuestro caso, aceptar una comprensión abierta de la creación machadiana; definir
nuestros juicios tanto por un objeto cuanto por el sujeto que lo emite; experimentar
el desplazamiento, la transformación de sujeto y objeto en el proceso comunicativo.
Este es el punto de partida de esta reflexión: la denuncia de una interpreta­
ción fragmentaria, pero que se pretende global, del pensamiento y la poesía de
Machado. Denuncia, no de la inevitable fragmentariedad de la contemplación,
sino de la pretensión de totalidad y de veracidad de las interpretaciones. Denun­
cia, también, de las distorsiones que resultan de someter a una pretendida sistemá­
tica y a un falso amarre de coherencia, sea el pensamiento, sea el sentimiento,
sean los recursos expresivos de Antonio Machado. Porque al diluir su radical con­
tradicción, al eliminar las aristas de la heteromorfa cristalización de su actividad
creadora, estamos destruyendo, precisamente, ese diálogo del hombre con su
tiempo. Esa capacidad de sentir y expresar la agonía de una época que, precisa­
mente, encierra embrionariamente las claves de nuestra propia comprensión histó­
rica. Estamos destruyendo, pues, su poesía.
Reivindico aquí un Machado fractal, un hombre desgarrado por contradiccio­
nes ni siquiera resueltas como tales contradicciones. Sostenidas en su realidad y en
su complementaria, en su contradictoria. “Nunca estoy más cerca de pensar una
cosa que cuando he escrito la contraria” (1193), nos dice en Los Complementarios.
Tal vez ese Machado sea un mero constructo de quien ahora habla. En cual­
quier caso, ni más ni menos que cualquier otro que quiera presentársenos.
Propugno, pues, frente a percepciones polarizadas —aunque sean acumulati­
vas—, frente a focalizaciones fijas o variables, de una pretendida coherencia ine­
xistente, una lectura (digo bien: una y no la) con voluntad abarcadora por conver­
gencia, focalización múltiple, de una creación tensa y contradictoria que nos
quema como el ascua en las manos.
Nuestro horizonte comprensivo nos permite hacerlo porque la denuncia del
impulso metafísico al que en cierto modo se asía aún Machado ha roto las fronte­
ras entre pensamiento y sentimiento, entre filosofía y poética, para crear un inters­
ticio en el que nos sentimos habitantes de la palabra, contenido y expresión.

202
Nadie nos pide que establezcamos el Machado-Verdad que deba guiar ya por
siempre la comprensión de su palabra, sino que explicitemos el Machado que
somos capaces de contemplar desde esta nuestra contingente atalaya.
Una atalaya que, con todo, nos permite una amplia visión. Aquella que pro­
porciona la intersección de poesía y pensamiento en un complejo proceso históri­
co. Un proceso histórico que alumbra y también hiere el ideal de la modernidad;
un proceso que conocemos como de crisis de la razón, en el que Antonio Machado
adquiere pleno sentido para el hombre de hoy.
Titulé inicialmente este trabajo “A. M. y la crisis de la razón”. Porque es, pie
cisamente, a la luz de tal proceso en el derrumbe de los ideales de la modernidad,
como se pone en juego su palabra poética. Tal vez no sea improcedente una breve
y necesariamente simplificadora referencia a este problema.
De signo contrario al proceso ilustrado de fundamentación racionalizadora
que se manifiesta con claridad a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, cono­
cemos como “crisis de la razón” una situación de encrucijada caracterizada por
una serie grave y compleja de problemas del pensamiento, de la actividad artística
y aun de la vida cotidiana. Esta situación, que promueve un cambio cualitativo en
el proceso de reflexión humana, aunque larvariamente manifestada en distintos
contextos históricos, tiene su punto de partida en Nietzsche y alcanza en nuestros
días su punto más álgido, en una suerte de “síndrome fin de milenio”. Husserl y su
discípulo Heidegger fueron, en vida de Machado, tal vez los filósofos que con
mayor precisión plantearon el problema. Dos pensadores que, como certeramente
se ha señalado en varias ocasiones, hacen mella, como Bergson o Scheler, en el
pensar y el hacer poético de Antonio Machado. Precisamente Husserl, en La crisis
de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental indica: “El escepticismo
respecto de la posibilidad de una metafísica, la quiebra de la creencia en una filo­
sofía universal como mentor del hombre moderno, significa precisamente la quie­
bra de la creencia en la ‘razón’ entendida al modo como los antiguos contraponían
la episteme a la doxa”.
Antonio Machado pertenece a esa generación que toma plena conciencia del
tiempo como componente interno de la existencia. Y esa conciencia lleva a la
angustia de la nada y a la proximidad de la muerte en la vida misma. Ya nos lo
decía Juan Ramón en su retrato: “Antonio Machado se dejó desde niño la muerte,
lo muerto, podre y quemasdá por todos los rincones de su alma y de su cuerpo.
Tuvo siempre tanto de muerto como de vivo, mitades fundidas en él por arte sen­
cillo”. Poeta de la muerte, es cierto. Pero no como anécdota personal, sino como
experiencia colectiva. Eso es lo que pretenden las páginas que siguen: iluminar el
hacer machadiano a partir del afloramiento de una nueva conciencia, así como
desde las conexiones entre Machado y Heidegger, pero también desde el naci­
miento de una “Nueva sentimentalidad”, en palabras del propio Machado (1044).

Un punto de inflexión en la imagen del hombre

Los casi sesenta y cuatro años que separan la vida de la muerte de Antonio
Machado fueron, sin lugar a dudas, un período de profundas transformaciones
económicas, sociales, científicas y culturales, que hicieron también cristalizar nue­

203
vas formas de pensamiento. Armand Baker (1985), habla incluso de una “nueva
conciencia” que reacciona y se configura ante la nueva situación. Este nuevo dis­
currir intentaba desterrar, para siempre, frente a la crisis del positivismo, el error
de la fundamentación metafísica; quería, además, instaurar unas coordenadas
dinámicas de ontologia hermenéutica cuyo horizonte sólo comenzamos a atisbar
con claridad en nuestros días.
En el campo más estrictamente científico y técnico, podemos citar (para
hacernos una somera idea de su marco vital), desde el año del nacimiento al de la
muerte de Machado (y sin ánimo de exhaustividad) la invención del teléfono
(1876), las teorías de Frege sobre los fundamentos de la aritmética (1884), el des­
cubrimiento de las ondas electromagnéticas (Hertz, 1888), de los rayos X (Roent­
gen, 1895), de la teoría de los electrones (Lorenz, 1895), del cinematógrafo (Lu-
miére, 1895), del radium (Curie, 1898), de la teoría cuántica (Planck, 1901) y de
la del reflejo condicionado (Pawlov, 1901); de la radiactividad (Rutherford, 1903),
de la relatividad (Einstein, 1905; general, en 1913), de la mecánica cuántica (Hei-
senberg, Bohr, Jordán, 1925), de la mecánica ondulatoria (De Broglie, 1929), de
la penicilina (Fleming, 1929), etc.
Machado pudo seguir, como testigo excepcional de su tiempo, la I Guerra
Mundial (1914-1918), la Revolución rusa (1917), la expansión económica de los
felices 20 (1924-1929), transcurridos en nuestro país bajo la dictadura del general
Primo de Rivera, y la subida de Hitler al poder (1933), amén de la Guerra Civil
española (1936-1939) que apuró hasta casi sus últimos días.
En este proceso de vertiginosa transformación, las aportaciones teóricas no
pudieron ser más importantes: recordemos que El capital aparecía sólo ocho años
antes de nacer Machado y que, desde su infancia a su madurez, se seguiría, algu­
nos de los más grandes textos, no sólo de la historia contemporánea, sino de toda
la Historia de la Humanidad. Y aunque no tuvo acceso directo, desde luego, a
todos ellos, la rememoración de algunos títulos ilustrará mejor que largas explica­
ciones su atmósfera cultural: la Introducción a las ciencias del espíritu de W. Dilt-
hey (1883), autor también de Los tipos de concepción del mundo (1911); Así habló
Zaratustra, de Nietzsche (1883); la encíclica de Rerum Novarum de León XIII
(1891), La interpretación de los sueños (Freud, 1900, trece años más tarde, Tótem
y Tabú y en 1916 Introducción al psicoanálisis), La evolución creadora (1907), de
Bergson, quien había publicado once años antes Materia y memoria. Otras obras
básicas son Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno (1913), La decadencia
de Occidente (Spengler, 1916), el Tractatus Logico-philosophicus (Wittgenstein,
1921), El tema de nuestro tiempo (Ortega y Gasset, 1923), Ser y tiempo (Heideg-
ger, 1927), El malestar en la cultura (Freud, 1930), La rebelión de las masas (1930),
La agonía del cristianismo (Unamuno, 1931)...
Machado no podía dejar de percibir tales cambios; no podía dejar de respon­
der a ellos; no podía sino dejar fragmentarse su ser, su existir, su sentir, arrojando
una resultante que no es el único vector de su existencia, sino aquél que percibi­
mos en juegos angulares desgarradores, en procesos de neutralización de direccio­
nes distintas, o de iguales direcciones y opuestos sentidos. Ese sentimiento de
zozobra, de inseguridad en cuanto a la meta final del hombre, tras el optimismo
decimonónico, se trasluce en sus palabras: “¿Hacia dónde caminamos?” Tal vez
sea ésta una pregunta que el hombre haya podido en toda época —digámoslo para

204
prevenir fáciles objeciones —, pero reconozcamos su valor de actualidad, de expre­
sión abreviada de un estado de conciencia que prepondera en nuestros días (1194).
En especial, el pensamiento de Machado, manifiesto en sus textos en prosa
Juan de Mairena, Los Complementarios, discursos, artículos, cartas, declaracio­
nes, fragmentos, etc., pero también en su verso, y de forma especial en el apéndice
a sus obras a partir de 1928 -De un cancionero apócrifo, todo él (prosa y verso)
interpretación mediadora— ha sufrido gravísimas distorsiones por parte de quie­
nes, como antes se dijo, han procedido a su sistematización. El pensamiento
mismo de Machado es un pensamiento fragmentario, cuyo núcleo e íntima natura­
leza quedan disueltos al someterlos a la sistematización que el propio Machado
pretende combatir y a la que es ajeno. Incluso si alguien aduce un texto en sentido
contrario, al alinearlo en ese juego especular no sólo no contravendría lo que digo,
sino que lo confirmaría. Esas mediaciones que pretenden hacer compatibles aspec­
tos antagónicos de su reflexión, con el vano intento de presentarnos un Machado
coherente, no se percatan de que, precisamente esa pretendida coherencia que
se exhibe como única verdad frente al error es lo que pone en cuestión en sus
escritos.

La crisis de la razón: el pragmatismo, ‘Filosofía


de mercaderes’

Mientras el pensamiento hermenéutico se afianzaba, situando en su centro


mismo la interpretación como existenciario e incorporando la apertura del hori­
zonte de comprensión a los procesos interpretativos, Machado pone en duda todo
fundamento y nos somete a la recursividad de la duda como único soporte de nues­
tra creencia. Se trata, pues, de una reivindicación de la doxa (opinión) y de lapistis
(creencia: y aquí se abre la ontoteología de Machado) frente a la episteme como
ideal fundamentador de la ciencia y sostenedor de la Verdad. Por tanto, también,
de la paradoxa (y por aquí se explica la importancia de las dinámicas contrapositi­
vas en los textos machadianos) frente a la orto doxia.
Pero hay algo que no podemos olvidar: al romper el nudo que amarraba el yo
subjetivo al mundo como imposición, sólo nos queda soportar la carga, en nuestra
cociencia, de la fractalidad del yo y el mundo.
Claro está que algo separa nuestro horizonte comprensivo del de Antonio
Machado: él puede vivir y vive la más radical crisis en la relación de sujeto, logos
y mundo, que ilumina una situación posterior, en la que aún nos encontramos: la
crisis de la crisis. Y de ahí su extraordinaria actualidad como sensor del proceso
cultural que nos ha generado. Machado está ya lejos del positivismo objetivista del
XIX: “Objetividad no es ya nada positivo; es, simplemente, el reverso borroso y
desteñido del ser. Sólo existen, realmente, conciencias individuales, conciencias
varias y únicas, integrales e inconmensurables entre sí” (1201).
Que Antonio Machado se siente en el ojo huracán de una profunda crisis de
la razón (quizá debiéramos precisar: de la razón racionalista) es algo que queda
patente en estas palabras suyas: “El racionalismo cartesiano tuvo, en las postrime­
rías del siglo XVIII, su conversión popular al absurdo en el culto de la diosa
Razón. Esta guerra europea es el fruto maduro de la superstición ochocentista.

205
El siglo XIX, bajo sus dos modos ideológicos, romanticismo y positivismo, ha sido
esencialmente un siglo activista, pragmático. La razón se hace mística o agnóstica,
todo menos racional, y no vuelve a levantar cabeza. El culto de la razón crece
como un gran río, hasta salirse de madre” (1197). En ese desbordamiento encuen­
tra su más cumplida realización el pragmatismo, desarrollo del credo goethiano
“en el principio era la acción”, convertido ya en la filosofía de los mercaderes.
Hoy ningún crítico machadiano pone en duda el carácter vuelto hacia el siglo
XIX de su poesía, ni la radicalidad de un romanticismo activo y constructivo en la
solidaridad del yo y lo otro, ni su compromiso con un futuro truncado. Pero el
sesgo valorativo que adquiere en cada exegeta del pensamiento machadiano, la
formulación de cada modelo interpretativo modula esas formas de percepción car­
gadas de sanciones axiológicas.
No se me ocurre mejor imagen —Machado las consideraba ve­
hículos privilegiados para la exposición de pensamiento y sentimiento, auténtico
lugar de encuentro, espacio proyectado hacia lo uno y lo otro, de ahí su simbo­
lismo— para expresar esa mutabilidad, esa energía, esa actividad que divide pen­
samiento y sentimiento en Machado, que la de una ola.
Una ola que, a la vez que proyecta su cresta hacia adelante, sufre en su seno
la retroacción de las aguas que retroceden. Pero en ella la tensión hacia adelante
y el impulso hacia atrás no son sino dimensiones complementarias de un mismo
proceso. Si aceptamos la siempre sugestiva distinción de Mukarovskij entre base
poética, ideología y sistema filosófico.
Mukarovskij reconoce: “La palabra poética (...) está siempre orientada a la
significación no expresada directamente (...) y por medio de estas significaciones
no pronunciadas directamente es capaz de adquirir una relación concreta respecto
a las cosas que se encuentran al margen de un contexto significativo dado” (202)/
1938/. Heidegger dirá más adelante: “Todo gran poeta poetiza desde un único
poema. La grandeza se mide por la amplitud con que se afianza a este único
poema y por hasta qué punto es capaz de mantener puro en él su decir poético (...)
Puesto que el poema único permanece en el ámbito de lo no dicho, sólo podemos
dilucidar su lugar procurando indicarlo a partir de lo hablado en poemas particula­
res”. De este modo Heidegger propugna la reciprocidad que, entre poema y poeta
existe entre clarificación y dilucidación: la clarificación nos hace apreciar la luz que
del poema único transmiten los poemas particulares: a la inversa, esa iluminación
es la que permite la dilucidación del poema único.
Sin duda, todos estamos pensando en el último verso de Machado: “Estos
días azules y este sol de la infancia”. No se trata —al menos quiero creerlo así— ni
del primer verso de ningún poema ni del último de ningún otro concreto. Como
dijera García Bacca, “Un poema no es nunca uno de tantos poemas; ni un poema
cualquiera; basta con que un pretendido poema sea uno de tantos, un cualquiera,
para que no sea ya poético” (1989: 60). Por ello el verso final es la expresión
más rotunda y sobrecogedora de un poeta aproximado ya, casi tocando con los
dedos el lugar del poema único, apuntado pero no expresado en la palabra. Es
un poema, eso es cierto, del que forma parte todo el silencio sobrecogedor que
lo consagra. Tensión hacia el ámbito del encuentro en el que se consuma lo
inefable. Evidentemente, tras ese alejandrino sólo es posible el silencio defi­
nitivo.

206
Pero también el silencio es un espacio de significación y un ámbito de sentido.
Desde el silencio adviene al hombre la reflexión acerca de su propio ser, de su pro­
pia realidad. Y si la palabra poética es proyección hacia aquello que se resiste a ser
nombrado, lo es desde los espacios del silencio. Silencio y serenidad, adveni­
miento al lugar del ser son otros tantos aspectos que emparentan el pensamiento
de Machado y el de Heidegger.

Poesía y filosofía: Machado y Heidegger

Aún hoy no sabemos si Antonio Machado leyó directamente a Heidegger o si,


como piensa Julián Marías, su acceso al pensamiento del filósofo alemán se pro­
duce a través del manual Las tendencias actuales de la filosofía alemana de Geor-
ges Gurvitch, publicado en Madrid en 1931. En cualquier caso, creemos con Sán­
chez Barbudo (1974: 96-111) que hay temas e instituciones comunes a ambos y
que, incluso Machado se anticipa a Heidegger al expresar en la primera parte (fe­
chada en 1926) del apéndice de 1928 a sus Poesías completas (“Cancionero apócri­
fo”) lo esencial de su ontologia existenciaria, anticipándose, por tanto, un año a la
publicación de Sein und Zeit (1927). Está fuera de toda duda, como todo, que
comprendió plenamente el núcleo de su reflexión e intuyó el alcance de su pensa­
miento, a la vez que desde 1934, y con toda claridad desde 1937, el pensamiento
de Heidegger permite avanzar a Antonio Machado en alguna de las claves de su
poesía y de su reflexión: en especial, la muerte y el tiempo. Por cierto que
Machado ignora (o quiere ignorar) algunos aspectos del compromiso ideológico-
político de Heidegger. En efecto, nuestro poeta fecha en Valencia (12/1937-1/
1938), perdidas ya casi las esperanzas de la República y en plena efervescencia del
III Reich, las siguientes palabras: “Es Martín Heidegger, como el malogrado Max
Scheler, un alemán de primera clase, de los que, digámoslo de pasada, nada tienen
que ver, cualquiera que sea su posición política, que yo me complazco en ignorar,
con la Alemania de nuestros días, la aborrecible y aborrecida Alemania deXfiihrer
(sic)” (PP, 2365).
Esta comprensión y esta intuición, que Machado entiende aún más próxima a
los andaluces (“¿Es que somos algo heideggerianos sin saberlo?”, PP, 2363), se
producen por simpatía (es un compadecimiento) y por coincidencia, en el sentido
en que ambos son arrastrados en una caída de desfundamentación ontològica: “Yo
no sé bien - nos dice Machado— qué transcendencia puede alcanzar en el futuro
del mundo filosófico —si existe este futuro— la filosofía de Heidegger; pero no
puedo menos de pensar en Sócrates, y en la sentencia délfica, a que aludía el hijo
inmortal de la comadrona ante esta nueva —¿nueva?— filosofía, que a la pregunta
esencial de la metafísica: ¿qué es el ser?, responde: investigadlo en la existencia
humana; que ella sea vuestro punto de partida. Y para penetrar en el ser no hay
otro portillo que la existencia del hombre, el ser en el mundo y en el tiempo... Tal
es la nota profundamente lírica, que llevará a los poetas a la filosofía de Heideg­
ger, como las mariposas a la luz” (PP, 2366).
Que esta coincidencia (más que influencia) entre Heidegger y Machado no es
un accidente interpretativo, ni se sitúa en el nivel episódico y ocasional del rastreo
de fuentes es lo que me gustaría dejar patente. Porque lo que une a Machado y

207
Heidegger es, precisamente, la conciencia de su tiempo que es conciencia del tiempo
y de la crisis de la razón. Hasta el maestro de Friburgo nadie había denunciado el
error fundacional de la civilización occidental, que se consuma en la reducción onto­
lògica de la metafísica de Platón. A partir de ahora, sabemos que el centro no se
apoya en nada, y la nada ocupa un lugar central en la vida del hombre. El centro es
un desgarrón, y ese desgarrón se abre en la inquietud (Sorge) y más tarde en la angus­
tia, pasando por la imagen espantosa de la muerte: tal es el camino de perfección que
nos descubre Heidegger” (PP, 2362), pone Machado en boca de Mairena. La muerte.
Apareció el término clave, el concepto central, el desgarrón mismo: “No es, pues,
según Heidegger, la muerte un accidente ocurrido en nuestra existencia mundana, es
la existencia en sí misma en trance de alcanzar su propio acabamiento” (PP, 2364).
Decíamos que no tenemos la seguridad de una lectura directa de Ser y Tiempo
por parte de Machado; sí parece seguro que Heidegger no le leyó a él. De haber
sido así, hubiera encontrado otros asideros tan firmes como los de Hólderlin o
Trakl para emprender su camino al habla. “La angustia —nos dice Sesé (1980:
653) — , el vértigo de la nada, el pensamiento continuo de la muerte, tales son las
emociones que constituyen el precio de esta sensibilidad tan fina ante el paso del
tiempo”. Una sensibilidad que aúna al poeta sevillano y al pensador de Friburgo.
Nuestro poeta, como acertadamente indicó Sánchez Barbudo, se anticipa a
Heidegger, precisamente, en sus formulaciones sobre el ser y la nada, por más que
hay que reconocer que “después de 1934, después de haber leído a Heidegger,
Machado perfila y retoca su pensamiento, ajustándolo al de él y clarificándolo un
poco” (1974: 100). Cuando en el Juan de Mairena se nos dice que “Los poetas can­
tarán su asombro por las grandes hazañas metafísicas, por la mayor de todas, muy
especialmente, que piensa el ser fuera del tiempo, la esencia separada de la exis­
tencia”, Machado está, de hecho, culminando en sí esta tendencia; cuando se
afirma que los filósofos pensarán, como los poetas, en el fugit irreparabile tempus
y llegarán a una “metafísica existencialista, fundamentada en el tiempo”, pensaba
en Heidegger. En efecto, apostilla: “Así hablaba Mairena adelantándose al pensar
vagamente en un poeta a lo Paúl Valéry y en un filósofo a lo Martín Heidegger”.
Heidegger sobrevivió en varias décadas a Machado y fue, cada vez más, acen­
tuando esa tendencia prefigurada en el Juan de Mairena. Sin duda estas líneas de
Unterwegs zur Sprache, Camino al habla (1959) podrían haber sido suscritas por el
poeta sevillano: “El verdadero diálogo con el poema único del poeta es el diálogo
poético entre poetas. Pero también es posible, y a veces incluso necesario, un diálogo
entre pensamiento y poesía, pues a ambos les es propia una relación destacada, si bien
distinta, con el habla. / El diálogo entre pensamiento y poesía evoca la esencia del
habla para que los mortales puedan aprender de nuevo a habitar en el habla. / La
dilucidación del poema único es un diálogo del pensamiento con la poesía. Ni repre­
senta la visión del mundo de un poeta ni hace el inventario de su taller. Mas, una dilu­
cidación del poema único no podrá jamás sustituir a la audición de los poemas, ni
siquiera servirles de guía. La dilucidación pensante puede, a lo sumo, cuestionar más,
y en el mejor de los casos, puede hacer más pensativa la audición” (1959, 36-37).
No es momento para dilucidaciones, y es más que probable que mi palabra
haya proyectado, más que luz, alguna que otra oscuridad. Con todo, desearía que
en estas líneas se apreciara una invitación a la fusión de horizontes. En esa encru­
cijada en la que Antonio Machado despliega su menester poético, todo es tensión

208
hacia ese poema único hacia el que toda su obra -prosa y verso— apunta. Son
indicadores de ese lugar, la progresiva centralidad del sentimiento frente al racio­
cinio; la fractalidad del pensamiento; la tensión de lo individual vs. la otredad, la
solidaridad; el juego entre identidad y diferencia; la agónica sustentación de lo
contrario y aun lo contradictorio; la duda como principio fundamentador; la cons­
trucción del lenguaje como morada del ser...
Heidegger ha recordado que “En su origen, ‘lugar’ (Ort) significa la punta de
la lanza. En ella, todo converge hacia la punta. El lugar reúne hacia sí a lo
supremo y a lo extremo. Lo que reúne así penetra y atraviesa todo con su esencia.
El lugar, lo reunidor, recoge hacia sí y resguarda lo recogido, pero no como envol­
tura encerradora, sino de modo que transluce y translumina lo reunido, liberán­
dolo así a su ser propio”. Ese lugar, centro-desgarrón sin apoyatura, que se abre
en la angustia hacia la nada, cristaliza temáticamente en la muerte. A ella se supe­
ditan todos los demás motivos, sentimientos, procedimientos, recursos y símbolos
de Machado. El ser es un ser para la muerte. A Juan Ramón — ¡ay, otro poeta de
desgarrón, de angustia y de muerte, de conciencia, de búsqueda y de encuentro en
la mística de la palabra! — no le fallaba el olfato.
Si las bases y principios de interpretación del universo machadiano que acabo
de exponer son válidas en su propio marco, ello significa que, conviviendo con
otras interpretaciones, desde este horizonte, la palabra de Machado puede ser
habilitada o rehabilitada desde una nueva sensibilidad y, por tanto, pervivir no
arqueológicamente, sino teleológicamente. Avanzar gracias al impulso dinamiza-
dor que provoca la retracción del diálogo intertextual.
En cualquier caso, propongo esta recuperación de la palabra machadiana como
conciencia en este hoy que puede devolverle o simplemente conferirle temporali­
dad, sin la cual la poesía simplemente no existe. Recordemos que, según Machado

Hay dos modos de conciencia:


una es luz, y otra, paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú: ¿Cuál es mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar,
o esa maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?

Pues bien, aun a riesgo de que se me acuse de que el pez se me ha escapado


de las manos, he preferido acercarme a Machado desde la conciencia luz y propo­
nerles, ni más ni menos, un horizonte para una posible mirada.

209
REFERENCIAS
Las citas de A. Machado remiten al número de página correspondiente en la
ed. de M. y A. Machado, Obras Completas, 2.a ed., Madrid, Biblioteca Nueva, 1984, si bien las
referencias al Juan de Mairena postumo y otras prosas coetáneas se citan por el vol. IV de la ed.
de Oreste Macrí, Poesía y Prosa (PP), Madrid, Espasa Calpe, 1989.
ARANGUREN, J. L. (1989): “Actualidad de Antonio Machado, filósofo”, en Insula, 506/507,
págs. 9-10.
BAKER, A. F. (1985): El pensamiento religioso y filosófico de Antonio Machado, Sevilla. Serv. de
Publ. del Ayuntamiento.
CEREZO GALAN, P. (1989): “El socratismo andaluz de Juan de Mairena y la experiencia del pen­
sar”, en Insula, 506/507, págs. 19-21.
GARCIA BACCA, J. D. (1967): Invitación a filosofar según el espíritu y la letra de Antonio Machado,
Barcelona, Anthropos, 1984.
GARCIA BACCA, J. D. (1989): “Comentarios a la 'Esencia de la filosofía’”, en M. Heidegger (1936):
Hólderlin y la esencia de la poesía, Barcelona, Anthropos, 1989.
HEIDEGGER, M. (1959): De camino al habla, Barcelona, Odós, 1987.
DE LUIS, L. (1988): Antonio Machado, ejemplo y lección, Madrid, Fundación Banco Exterior.
LYOTARD, J. F. (1986): La condición postmoderna, Madrid, Cátedra.
MUKAROVSKY, J. (1975): Escritos de estética y semiótica del arte, Barcelona, Gustavo Gilí, 1977.
PHILLIPS, A. W. (1989): “Antonio Machado y Ortega: una temprana coincidencia estética e ideológi­
ca”, en Insula, 506/507, págs. 59-61.
SANCHEZ BARBUDO, A. (1974): El pensamiento de Antonio Machado, Madrid, Guadarrama.
SESE, B. (1980): Antonio Machado (1875-1939). El hombre. El poeta. El pensador, Madrid, Gredos,
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VALVERDE, J. M. (1975): Antonio Machado, Siglo XXI, Madrid, 1986, 5.a ed.
ZUBIRIA, R. DE (1955): La poesía de Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1981, 3.a ed.

210
ANTONIO MACHADO EN LA MEMORIA:
SOLEDADES Y EXILIO

Teresa Hernando Cano


Universidad de Córdoba

En principio, intentar hoy un acercamiento a la figura de Antonio Machado a


través de su biografía parece un acto superfluo, dada la profusión con que se ha
tratado el tema1. Sin embargo, lo hacemos desde la convicción de que la obra que
nos proponemos analizar es un pretexto parcial, pero necesario para completar la
comprensión de este gran hombre sevillanamente universal.
En 1940 concluía José Machado en su exilio de Chile una biografía sobre su
hermano Antonio, obra que él tituló Ultimas Soledades del poeta Antonio Macha­
do, y que no fue publicada en España hasta 1977. De sus limitaciones y también
de su clara intencionalidad nos habla el autor en la “Nota preliminar”: “Al no
haber escrito yo una sola línea, ni en prosa ni en verso (mi camino ha sido la pintu­
ra), me hace en este caso el héroe por fuerza. No obstante, me atrevo a hacerlo,
pensando que es casi un deber moral el que tengo, de que, al menos por mi parte,
se rinda culto que la verdad merece, al dar a conocer las últimas soledades del poe­
ta.”2 De esta forma, nos hallamos ante un escritor circunstancial y obligado por
consideraciones morales. Obviamente, estas características van a ser determinan­
tes respecto a la selección de los materiales y su estructuración, como también lo
será la que se desprende del subtítulo de la obra: “(Recuerdos de su hermano
José)”, que informa ya con claridad del mecanismo ordenador de la narración: la
memoria. Desde esta tríada condicionante — circunstancialidad, ética, recuerdo-
debemos abordar el estudio de esta peculiar biografía machadiana.
En primer lugar, el hecho de que no sea un hombre de letras el que escribe es
lo que da lugar a incorrecciones idiomáticas: uso caótico de los signos de puntua­
ción, en especial de las comas que aparecen innecesariamente en multitud de oca­
siones o bien sólo se consigna una para acotar el período suspendido (“Haré men­
ción también a la costumbre heredada acaso del abuelo paterno, de designar a
ciertas personas y cosas, de una manera pintoresca y a veces, al parecer arbitra­
rio”, p. 127); la acentuación errónea (“Solo”, adverbio, p. 89; ángel, p. 96; fé,
p. 99; fé, p. 100; vé, p. 114; pié, p. 119, listado que da idea de su frecuencia); las
incorrecciones sintácticas, muy abundantes (“Así fue que Antonio buscó a Dios
con Dios mismo y al que nunca pudieron convencer ni apologistas ni teólogos ni
predicadores”, p. 99), que incluso aparecen en la redacción de un epígrafe: “Su
afán a la perfección” (de “Algunos rasgos del carácter del poeta”); el empleo arbi-

213
trario de comillas (“Para ganar dinero decía: se venden garbanzos”, p. 74; pero:
“Antonio dijo en algunos momento de mal humor: “que la humanidad no valía, en
general, lo que había costado bautizarla”, p. 86) y de guiones (“Estas parecen
haber sido las normas de toda su vida espiritual —que a no haber mediado la gue­
rra— hubiera acaso alcanzado diez años más”, p. 190), e incluso faltas de ortogra­
fías (“rehacios”, p. 225). Evidentemente, estos rasgos formales ponen de mani­
fiesto la descuidadísima edición que se ha llevado a cabo, hecho que se ve corrobo­
rado por la omisión y/o confusión de fragmentos del texto en ocasiones tan funda­
mentales como la que se produce al inicio del 3.er capítulo, “Los tres amores del
poeta” y que recogemos exactamente, incluyendo su distribución tipográfica: “Si­
gue a este amor el que profesó a Leonor, su joven y casi en su obra, cuando con
tan emocionadas palabras nos dice:
El amor a la madre es también el primero que hace su aparición adolescente
esposa”, p. 177.
Mención especial, por ser ésta una cuestión particularmente dolorosa para el
poeta, merece el tema de las erratas: “Poetas varios”, por “poemas varios” (p. 93),
“el sueño tocaron” por “el suelo tocaron” (p. 87), “privisión de café” por “provi­
sión de café” (p. 241)... Para comprobar lo mucho que sufriría don Antonio si
pudiera tener en sus manos esta edición, invoquemos el testimonio de su hermano
José: “A continuación referiré una anécdota que demuestra, o trata de demostrar,
hasta qué punto vigilaba su obra una vez entregada a la imprenta. Me refiero
a su verdadero horror a las erratas. Era tal el disgusto que le producían éstas
en sus libros, que por encima de todo pedía siempre en sus ediciones todas las
pruebas que le fueran necesarias. Y no daba su aprobación hasta llegar a la ple­
na convicción de que estaban corregidas todas. Para conseguirlo, leía una y mil
veces las palabras, empezaba por abajo hasta llegar al primer rincón de la gale­
rada. Después lo hacía a la inversa. Aún así, no pudo algunas veces evitarlas”
(p. 121)3.
Igualmente, la convicción de José Machado de que no llevaba a cabo una obra
literaria, sino unas simples “anotaciones”, da cabida a expresiones coloquiales
(“tirar para arriba (...) tirar para abajo” (p. 102), “soportar la tabarra” (p. 105),
“orondos y emperejilados” (p. 106) que lo sitúan en el dominio de la lengua popu­
lar, de la que son claros exponentes las fórmulas refranescas (En Madrid sopla un
gris “que mata a un hombre y no apaga un candil”, p. 80). No obstante, simultá­
neamente, el autor hace gala también en ocasiones de un lenguaje elaborado,
índice de la cultura general que, sin duda, debía poseer.
Tratándose, como vemos, de un escritor “por fuerza” y motivado por el deseo
de esclarecer la figura de su hermano, parece evidente que su obra debe tener una
intención didáctica. El propio José —ya lo hemos consignado— emplea la expre­
sión “rendir culto”. Para que esto se logre, es decir, para que todos reconozcamos
la bondad del poeta, José debe arbitrar los mecanismos pertinentes. Surge así el
uso de la mayúscula: escribirá “Poeta” siempre que se refiera a Antonio, pero
también concede esta magnitud literal en ocasiones a Manuel (p.p. 81-91), Una-
muno (p. 144) y Leonor (p. 185). No lo hace, en cambio, con Rubén Darío, para
quien tiene ocasiones y elogios suficientes. Este uso tipográfico es ciertamente la
plasmación real del objetivo marcado, rendir culto, para lo que debe haber una
magnificación previa del objeto, casi una divinización4.
Desde esta posición de absoluta subjetividad y parcialidad del biógrafo no
podemos esperar que se realice una labor crítica rigurosa. No es, desde luego, lo
que pretende el autor. El ya se cura en salud cuando escribe: “Pero sobre esto...
“Doctores tiene la iglesia... que podrán desarrollar el tema de una manera más
alta” (p. 72). Esta última expresión ya nos da la clave de sus reducidas pretensio­
nes críticas. Para asegurarnos, leamos algunas aseveraciones del biógrafo: “Para
ser crítico ‘se ha menester’ que concurran muchísimas circunstancias (...) La pri­
mera parece que debería ser acercarse con franca simpatía y amor a la obra que se
trata de juzgar, que es la más certera manera de poder adentrarse en el espíritu del
autor. Y sobre todo tratar de captar la emoción y belleza que de ella se desprenda
(...) La crítica debería, antes que nada, señalar todo lo esencial y positivo que
puede encontrarse en todo sincero intento de arte” (p. 32).
Obviamente, para esta labor sí está capacitado José Machado, quien defiende
sin saberlo un tipo de crítica psicologista al referirse al “espíritu del autor”, ligada
todavía a la defensa de criterios de verdad como índice del valor de una obra lite­
raria. Pero una concepción semejante sin una especialización lingüístico-literaria
suficiente, motivada además por imperativos morales, desemboca en un análisis
crítico que podríamos denominar “impresionismo apologético”. Veamos un ejem­
plo: “La poesía se titula ‘En abril las aguas mil’. Paréceme muy difícil llegar a con­
seguir dar una impresión más grande de un chubasco que la que da este chaparrón
tan abrileño. Como siempre, ¡qué realismo en la descripción y qué hondura en la
sensación de este aguacero que, al caer tan de improviso, no deja tiempo a las
nubes para cubrir el cielo (...) La sensación total que esta poesía produce es la que
hace revivir aquélla ya tan lejana alegría infantil, que nos hacía cantar entusias­
mados, dirigiendo al cielo nuestras manos: ¡Que llueva, que llueva, la Virgen
de la Cueva...! ¡Qué acierto de compenetración con la naturaleza más grande!”
(p.p. 153-154).
Las citas podrían multiplicarse. Pero la que hemos elegido nos permite mos­
trar lo que, a nuestro juicio, es el rasgo relevante de esta biografía y lo que justifica
nuestra atención como estudiosos de Antonio Machado. Desde este poema José se
remonta a su infancia, porque estos datos están unidos en su recuerdo. Es, así, la
memoria —como señalábamos— el verdadero catalizador del proceso de escritu­
ra. El propio autor lo afirma: “En este trabajo he procurado transcribir estos ras­
gos y matices, en el orden en que los he ido recordando. No hay, por lo tanto, más
orden que este desorden en que han ido surgiendo en mi memoria. Por lo demás,
por tratarse de muy variadas apreciaciones y sobre muy diversos temas, hubiera
sido muy difícil hacerlo de otra manera” (p. 7). Creemos que esta opinión, que
condiciona la forma elegida por las características de los materiales, es solamente
una excusa. No hubiera sido muy difícil hacerlo de otra manera, bastaría con
haber introducido un orden temático o cronológico. Pero José Machado no lo ha
hecho porque ha primado su fidelidad a la forma de presentación del recuerdo. De
esta manera, la estructura de la obra biográfica no introduce divisiones desde un
criterio ordenador coherente. Es la que sigue:
— Nota preliminar: Ofrece datos cronológicos y de localización. Justifica su
escritura y expresa su deseo de que en las obras postumas de Manuel se encuentre
“algo escrito sobre Antonio”. Manifiesta una honda compenetración entre los tres
hermanos.

215
— Retrato: Reproduce exactamente la transcripción del poema autobiográ­
fico de Antonio.
Estos dos apartados ejercen una función introductoria. Pone sobre aviso al
lector del carácter de la obra y le brindan, desde un homenaje al poeta, la posibili­
dad de comparación entre unas palabras y otras, las primeras avaladas por ser un
testimonio propio y las segundas por basarse en un conocimiento directo y conti­
nuo del autor de Campos de Castilla. Al concluir la lectura, el lector tendrá la
impresión —al menos la tenemos nosotros— de que José ha concebido un ejercicio
descriptivo que se revela más fiel, por laudatorio, a la persona del poeta que sus
propios versos.
El verdadero cuerpo de esta obra está formado por los siguientes capítulos:
I: “Algunos rasgos del carácter del poeta”: Comienza con la exposición del
plan de la obra y continúa haciendo una breve genealogía, que se extiende hasta
su ingreso en la Institución Libre de Enseñanza. Incluye a continuación 54 epígra­
fes heterogéneos en extensión y temática. Para observar la ausencia de un criterio
ordenador convencional tomemos al azar una secuencia: “Sobre el juego” (menos
de 1 página), “Enemigo de la rutina” (ló página), “Posición de lujo” (1 página),
“Sobre su voluntad” (1 página), “Perdón pero no olvido” (5 líneas), “Rubén
Darío” (8 páginas), “Don Miguel de Unamuno” (3 páginas), “La sala familiar” (3
páginas), “De su amplia comprensión” (1 página) (p.p. 45-64)... Como puede
observarse, José Machado describe desde las condiciones materiales de la vida del
poeta hasta sus relaciones con los escritores coetáneos, pasando por opiniones
anecdóticas y rasgos de su carácter.
II: “En torno a su obra poética”: Expone la temática de este capítulo en un
párrafo en que pone de manifiesto otra de las características fundamentales de la
obra, la subjetividad: “La segunda parte de este trabajo va a ser un recorrido de
sus poesías completas, entresacando entre ellas las que en mí —perdón— despier­
tan el más alto sentimiento emocional” (pág. 143). Esta afirmación reitera que, de
esta forma, lejos de haberse suprimido la memoria como mecanismo desencade­
nante de la escritura, lo que se ha hecho en realidad es potenciarla, reconociendo
el enfoque subjetivo de la selección, ya que el anuncio de “el recorrido de sus poe­
sías completas” nos parece simplemente un ardid un tanto ingenuo con el que
intenta el autor justificar un cierto rigor científico. Que la temática elegida es fruto
de predilecciones personales nos lo indica la constitución de los epígrafes. Después
de sendas introducciones aparecen destacados nominalmente como apartados “La
lluvia” y “El sol” y “Las encinas” y “Los olivos”, distribución temática paralela y
antitética que logra destacar el amor del poeta por la naturaleza en sus diferentes
aspectos.
III: “Los tres amores del poeta”: Aquí se encuentra el error tipográfico que
indicamos anteriormente. Se ha eludido un fragmento que abarcaría el final de la
parte introductoria y el inicio del primer apartado, dedicado a la madre. Los dos
siguientes son los dedicados a Leonor y Guiomar, en los que José Machado man­
tiene lo que fue opinión generalizada en la crítica hasta 1950, año en que Concha
Espina publica las cartas de Antonio Machado a su último amor: Que éste sólo fue
una creación poética, que su única pasión fue siempre Leonor. Apunta el autor:
“Si he incorporado deliberadamente este amor de pura creación, es para que se
pueda apreciar la diferencia —a mi juicio esencial— con el amor tan fundamental­

216
mente humano y verdadero que profesó a su joven esposa. En él, su contenido
humano y espiritual se completan para alcanzar la cumbre, en la que resonará
eternamente el nombre de: ¡LEONOR!” (p. 185). Esta actitud, que, estamos
seguros, es fruto de una íntima convicción, redunda en el objetivo de enaltecer la
figura del poeta mediante la defensa de su integridad amorosa, resultado de man­
tenerse fiel al recuerdo de su esposa hasta el final de su vida. Este capítulo se com­
pleta con dos epígrafes más, “Sobre su biografía” y “Vida”, que carecen, como
vemos, de justificación estructural y que responde únicamente al deseo de José
Machado de considerar concluida la visión general de la figura de su hermano,
antes de adentrarse en el siguiente capítulo, que romperá con la ordenación caóti­
ca, por subjetiva, mantenida hasta ahora.
IV: “A la deriva”: Se inicia el relato precisando la fecha: Noviembre de
1936. Excepto el primer epígrafe, en el que el autor es nuevamente arrastrado por
sus recuerdos y describe el mobiliario de la habitación de Antonio, el resto de los
apartados (hasta 23) siguen un orden cronológico para narrar con detenimiento los
últimos años de la vida del poeta, que coinciden con el desarrollo de la Guerra
Civil española. El hecho de introducir como criterio el respeto por la linealidad
temporal muestra, a nuestro entender, la importancia que el autor concede a este
período, enfatizado por medio de una narración detallada, especialmente en lo
que se refiere a los dos primeros meses de 1939. No obstante, aunque se observa
un cambio cualitativo en el tratamiento del tema, José sigue dando cabida a la
infiltración de la memoria, que se traduce en la existencia de prolepsis y analepsis
cuando el recuerdo, al hilo de sus pensamientos, hace presente acontecimientos
y opiniones pasados o futuros respecto a lo que se está narrando: “Nada de ex­
traño tienen estas visiones tan certeras, en quien ya, en años muy anteriores a los
presentes —1913— auguró la dictadura española de 1923 y la España que surgió
el 1936” (p. 212).
Con este capítulo acaba la parte autógrafa de José Machado, pero no así la
obra, que concluye con un texto de Luis A. Santullano, amigo entrañable del
poeta y secretario de la Embajada española en París. Su testimonio, titulado
“Semblanza de Antonio Machado”, desarrolla una serie de aspectos de la persona­
lidad machadiana (“El Poeta”, “El Profesor”, “El periodista”, “El amigo”. “Sus
maestros”), en los que se deja guiar, como José, por sus recuerdos e impresiones,
y finaliza con el episodio de su muerte, en el que destaca la existencia de la última
carta escrita por el poeta y dirigida al propio Santullano, con lo que, además de
legitimar su intervención, contribuye a realzar la bondad integral de Machado:
“Otro fin de semana (...) Antonio dictaba a su hermano José una carta para mí
—la última carta del poeta— desde su lecho de casi agonizante, diciéndome enga­
ñosamente que su salud iba en alza y que esperaba verme pronto en París” (p.
255).
Después de esta descripción formal de la obra, pasaremos a analizar los datos
de interés que nos proporciona José Machado, datos que cobran un nivel máximo
cuando se refieren a la relación del poeta con la vida intelectual y los grupos litera­
rios de la época y a la incesante labor desarrollada durante la Guerra Civil en
apoyo de la causa republicana, período en el que el gran trabajador que fue
Machado parece crecerse en la adversidad, no sólo social y política, sino también
personal y física, ya que se encontraba seriamente enfermo desde su salida de
Madrid, según hace constar José5.
217
Para recuperar este período de la historia machadiana debemos tener en
cuenta de nuevo la configuración estructural de la obra, ya que, como indicamos,
la linealidad cronológica sólo se respeta en un capítulo de los cuatro escritos por
José Machado. En la necesidad de establecer algún criterio, sigamos las pautas
que nos marca el propio autor.
Examinemos, así, el primer apartado, “Algunos rasgos del carácter del poe­
ta”. El epígrafe núm. 4 se ocupa, como reza el título, de su amor al teatro. En él
se informa de su temprana aparición en las tablas en funciones de aficionados (ha­
cia 1900) y su posterior ingreso como meritorio en la compañía de María Guerre­
ro, así como de su asistencia a las representaciones de compañías francesas e italia­
nas, con lo que se hace evidente el conocimiento intenso y directo de la actividad
teatral de su época. Como manifestación anecdótica, pero interesante, del deseo
de profundizar en todos los aspectos del género dramático, incluida la representa­
ción, transcribimos estas palabras de José Machado: “Se pasaba las horas ante el
espejo haciendo gestos y contracciones con los músculos de la cara para conseguir
diversas expresiones, tomándose muy en serio —como todo lo suyo— el estudio
fisionómico. Se aplicó también al conocimiento de la anatomía para conocer, a
ciencia cierta, qué músculos había de contraer, para dar la sensación de los diver­
sos estados emotivos” (p.p. 23 y 24).
El epígrafe 6 continúa explicitando las aficiones artísticas de Antonio, esta
vez con referencia a la pintura. Por él sabemos de las frecuentes visitas del poeta
al Museo del Prado, visitas que se convirtieron en ciertas temporadas en un verda­
dero estudio de la pinacoteca y en las que pudo disfrutar contemplando la obra de
sus pintores favoritos: El Greco, Velázquez, Goya, quienes, según afirmaba, ense­
ñaban a ver los colores del mundo en que vivimos (p. 25). Con esta concepción,
Antonio Machado se sitúa próximo a la expresión modernista de la “poesía de la
cultura”6, en la que entre el poeta y la realidad se interpone un objeto artístico que
actúa como filtro, y es índice de la coincidencia íntima con la estética fin de siglo.
De esta forma, José Machado va perfilando la imagen de un hombre culto y
sensible, atento a las diversas manifestaciones del hecho artístico.
En el apartado 9 vuelve al tema del teatro, notificando su primer estreno.
Aunque ya desde el principio señala el profundo amor fraternal que unió siempre
a Antonio y Manuel, ahora se nos hace saber la coincidencia de sus concepciones
teatrales: “Esta compenetración ha sido tan perfecta que no siendo ellos mismos
nadie sabe lo que es de cada uno en sus obras teatrales. Y así muchas veces ha
sucedido que se le han atribuido frases y escenas a uno que eran del otro y vicever­
sa.”7 Narra José Machado con detenimiento los estrenos teatrales machadianos,
estableciendo un orden cronológico e incluyendo a veces anécdotas, como la oca­
sión casual de que se pusiera en escena Hemani, traducido por Manuel, Antonio
y Villaespesa, y la existencia de otra traducción —no sabemos si recuperada — ,
Los bandidos, de Schiller. Señala José que fue María Guerrero la que impulsó el
quehacer teatral de los hermanos, apoyados desde el principio por Benavente,
quien presentó su primera obra original, Desdichas de la fortuna o Julianillo Val-
cárcel, en 1926. Pero no renunciaron a las adaptaciones de obras ajenas. El perro
del hortelano, La niña de plata, La viuda de Valencia y Hay verdades que en
amor..., de Lope. El príncipe constante, de Calderón, y El condenado por descon­
fiado, de Tirso. Estos datos nos proporcionan la imagen de Antonio Machado

218
como la de un escritor estrechamente vinculado a la dramaturgia, no de forma tan­
gencial, como se ha considerado largo tiempo, ya que, si hemos de creer a José, su
primera traducción y adaptación, siempre en colaboración, se realiza en torno a
1905 y su última obra, E! hombre que murió en la guerra, fue estrenada postuma­
mente8.
En el epígrafe 28, dedicado a Rubén Darío, apenas se nos proporcionan noti­
cias de interés, aplicado José Machado en distanciar la estética machadiana de la
del poeta nicaragüense, no obstante hacer constar la amistad que les unió. Una
intención contraria anima el apartado siguiente, “Don Miguel de Unamuno”, en
el que el autor enfatiza la relación existente entre ellos9. Para ello transcribe frag­
mentos de una carta enviada por Machado a Unamuno, junto a un párrafo escrito
por este último a recibirla, en los que se muestra la concordancia en las opiniones
de ambos escritores respecto a la necesidad de “soñar despierto” y contribuir a una
vida útil para los demás. El retrato va completándose con una nueva perspectiva.
El Machado amante de la naturaleza no es sólo un contemplador, sino un hombre
comprometido en la tarea de mejorar la sociedad.
Pero la memoria le juega una mala pasada al autor. Después de relatar su
último encuentro, en que don Miguel le dice al poeta en vísperas de estallar la gue­
rra: “Hay una niebla tan espesa, que no se distingue nada”, José señala que la
noticia de la muerte del primero le llegó al segundo en el exilio10. Este dato es
absolutamente incorrecto, ya que, como es de sobra conocido, la muerte de Una­
muno se produjo en diciembre de 1936 y Antonio Machado no salió de España
hasta enero de 1939. Así, pues, el testimonio del hermano del poeta se nos revela
a la vez valioso, por el resultado de un conocimiento directo y estrecho (vivieron
juntos todo el tiempo que Antonio pasó en Madrid y desde que. en 1932, el poeta
sacó la cátedra en esta ciudad), pero también discutible para deducir de él datos
rigurosos por sus inexactitudes, cuando no errores, como éste, claramente mani­
fiestos. Tendremos, por tanto, que seguir sometiendo sus aseveraciones a control,
cotejándolas con las de testigos e investigadores, cuando el caso lo requiera.
El epígrafe “La sala familiar” se ocupa de notificar las asiduas reuniones, aca­
loradas y polémicas, que tenían lugar en casa de los Machado, donde se reunían,
según José y además de él mismo, Unamuno, Juan Ramón, Valle-Inclán, Maeztu
y Villaespesa y donde tramaban la creación de revistas literarias, entre ellas algu­
nas que vieron la luz como Electro (1901) y Revista Ibérica (1902). Eran los tiem­
pos, dice, de la fundación de la “Academia de la poesía”, concebida como un reto
a la oficial y cuyas sesiones preparatorias se realizaron también allí en medio de
fuertes discusiones y densas humaredas11.
Existen en la obra de José varias descripciones de la relación de Antonio
Machado con lo que ya entonces se llamó el grupo modernista, que ponen de
manifiesto el grado de integración del poeta en la vida y las teorías de estos jóve­
nes imbuidos entonces de un espíritu rebelde y renovador. El autor retoma el tema
de las actividades del grupo modernista en el epígrafe titulado “Una noche de
invierno12.” Sucedía, de nuevo, en el salón familiar. José Machado detalla lo que
se hacía en esas reuniones y cómo se hacía. Acababa Valle-Inclán la lectura de un
fragmento de la obra que entonces escribía: “Pasada esta lectura, todos volvieron
a adoptar las posiciones más usuales en que se ponían para continuar sus trabajos.
Antonio, siempre insatisfecho, se le veía leer y volver a leer lo que estaba escri-

219
hiendo. De cuando en cuando borraba algo y por encima escribía otra palabra y
luego... borraba otra vez (...) Villaespesa con la cara casi encima de sus cuartillas,
parecía que estaba escribiendo con sus ojos enrojecidos y miopes. De cuando en
cuando se animaba tanto que mojaba con redoblada fruición su pluma, en el tin­
tero una y otra vez. Manuel se cernía sobre el papel, pluma en mano, para caer
con la palabra única, definitiva del final de alguna composición” (p. 140).
Ya que, como vemos, el autor presta especial atención a la actividad artística
de la época y como, además, en la base de su deseo comunicativo está reflejar lo
que él llama una “biografía emocional”13, no podía dejar de consignar su afecto y
admiración por “el otro Poeta”, su hermano Manuel, al que, además de numero­
sas alusiones, dedica un extenso epígrafe. En él deja constancia de la profunda vin­
culación que había entre los dos escritores, basada en su lugar de nacimiento,
edad, educación y amor a la poesía. Se ocupa en comparar las dos estéticas, par­
tiendo de sus composiciones autobiográficas (“Retrato, de Antonio; “Adelfos”,
“Retrato” y “Nuevo autorretrato”, de Manuel), pero, como en todos sus intentos
críticos, deriva hacia el elogio y la paráfrasis, aportando rasgos comunes superfi­
ciales o ya conocidos, como son la desilusión de la vida bohemia, su altivez, su
preocupación por el tema de España (que en Manuel ejemplifica con los poemas
“Castilla” y “La fiesta nacional”) y por las esencias poéticas populares.
El capítulo II, “En torno a su obra poética”, proporciona también noticias de
interés. En primer lugar, datos ya conocidos pero importantes para calibrar la
filiación literaria inicial del poeta: primeras publicaciones (artículos y poemas),
junto a las de Manuel, en una revista satírica llamada “La Caricatura” en 1895;
poco después en Electra, bajo la dirección de Ramiro de Maeztu; luego en Revista
Ibérica, de Villaespesa; finalmente, en este primer período, Helios, en la que tanto
colaboró Juan Ramón Jiménez. Pero, en este caso, las palabras de José Machado
que resultan más útiles son aquellas en las que ofrece sus propios juicios literarios:
“En todas ellas empiezan a darse a conocer los nombres que en literatura encabe­
zan el Modernismo —en el buen sentido de la palabra— y que son recordados, casi
siempre, como la generación del 98” (p. 144). Es éste un párrafo clave para situar
la problemática de las dos estéticas coetáneas y hace ver que su presunta diferen­
ciación en cuanto a estilo y temática, en la que tanto se empeñó la crítica hasta la
década de los 50, es, desde luego, aparente y nace del desprestigio que desde el
comienzo motivó la nueva estética de Darío, precisamente por eso, por ser reno­
vadora y emblema de la ruptura. El ejemplo más claro está en Valle-Inclán, a
quien, para salvar su gran valía literaria, se ha incluido tradicionalmente en la
Generación del 98.
Para continuar analizando la dimensión intelectual de Antonio Machado,
debemos abordar el capítulo IV, “A la deriva”. Narra José Machado la visita de
Rafael Alberti y León Felipe, en noviembre de 1936, para convencer al poeta sevi­
llano de que debe abandonar Madrid, que ya está siendo bombardeado, y los des­
cribe como “amigos muy queridos y admirados por él” (p. 196), con lo que se pone
de manifiesto la existencia también de una relación estrecha con los escritores
jóvenes y, al mismo tiempo, la gran consideración que el gobierno de la República
sentía por Machado. El poeta abandona entonces, a su pesar, Madrid, consideran­
do, según José, “el imperativo moral (...) de poner a salvo a su anciana madre, a
sus hermanos y (...) a sus sobrinas” (p. 196).

220
Después de pasar unos días mal acomodados en la Casa de Cultura de Valen­
cia, llegan a Rocafort, una finca en la huerta, donde Antonio Machado reanudará
su trabajo con gran actividad, escribiendo, como siempre, hasta primeras horas de
la mañana, ahora “para atender al sin fin de peticiones que de todas partes le
hacían” (p. 200). Colabora, así, desde el primer número en Hora de España. Hay
en esta revista, en cuyo Consejo de Colaboración tomó parte el poeta junto a León
Felipe, J. Bergamín, Navarro Tomás, Alberti y Dámaso Alonso, entre otros, dos
artículos que quisiéramos reseñar, ya que nos parecen fundamentales para enten­
der la posición ideológica que mantuvo Machado, tan ligada en aquellos momen­
tos al quehacer literario. El primero es “Sobre la defensa y la difusión de la cultu­
ra” y se trata, como especifica el subtítulo, del discurso pronunciado en Valencia
en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Escritores, celebrado en
julio de 1937. Escribe Antonio Machado: “En los primeros meses de la guerra (...)
yo escribí estas palabras que pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en
la superioridad del pueblo sobre las clases privilegiadas.”14 Sobre esta aseveración
que define democracia como forma de poder de los que realmente están dotados
para él, los superiores, cuya encarnación la concreta en el pueblo, estructura el
poeta su discurso que, después de esta introducción, va a tener un nuevo marco
narrativo: “Voy a leeros palabras de Juan de Mairena, un profesor apócrifo o
hipotético, que proyectaba en nuestra patria una escuela Popular de Sabiduría
Superior.” Con esta forma de distanciamiento, adoptada por el poeta a partir de
1926, en cuanto a publicación, y que, según el testimonio de su hermano, pensaba
cultivar más extensamente13, expone Machado su concepto de la cultura como
“conciencia vigilante” que individualiza al hombre y le permite luchar para conse­
guir su realización plena, su “hombría integral”.
En el siguiente artículo que comentamos, éste de octubre de 1937, se vale de
nuevo de su heterónimo Mairena para darnos a conocer sus ideas sobre la guerra
y la paz, ideas que son fruto de una profunda reflexión sobre ambos conceptos,
articulados en torno a una duda “que no puede excluirse a sí misma” y que, por lo
tanto, impide todo dogmatismo a sus palabras, para concluir con la defensa de la
guerra exclusivamente por “causas justas”, adjetivo que se demora en precisar y
que incluye como factor fundamental la no agresión inicial16.
Sigue narrando José Machado datos heterogéneos sobre su actividad intelec­
tual: Participa en los cuadernos que, con el título “Madrid”, publicaba entonces la
Casa de la Cultura de Valencia: en La Vanguardia de Barcelona, de cuyos artícu­
los formó un libro titulado “La Guerra”, ilustrado por nuestro biógrafo pintor; es
visitado por “el gran hispanófilo ruso” Fedor Kelyn, quien le saluda como el mejor
poeta del mundo; escribe, para unos jóvenes que le visitan, el himno titulado
“Alerta”, del que se editaron ejemplares sueltos, además de publicarse en el suple­
mento literario del Servicio Español de Información17; e incluso pronuncia un
mitin en la plaza de Castelar de Valencia, violentando su carácter reservado y soli­
tario, por ser un acto “útil para la causa” (p. 203). Señala también algunos otros
viajes a la ciudad: Para comprar libros, que ya escaseaban; el ya mencionado para
asistir al Congreso Internacional de Escritores, y, por último, el realizado para
recibir, junto a Benavente, un homenaje sencillo. En abril de 1938 salen para Bar­
celona, donde se aloja en el hotel Majestic, lugar en el que Antonio conversaba a
menudo con “el gran poeta León Felipe, con su negrísima barba, acentuada por

221
algunas hebras de plata”, quien “le acompañó muchas veces en las largas escaleras
del hotel; ya no funcionaban los ascensores y se sentaban en los sofás de los des­
cansillos para seguir hablando” (p. 207). También mantiene amistad con el escri­
tor norteamericano Waldo Frank, quien se ocupó años después de la figura del
poeta en uno de sus libros. Por fin, pueden trasladarse a una casa, Torre Castañer,
y allí el poeta sigue trabajando incesantemente para revistas, periódicos y folletos
y continúa su serie de artículos para La Vanguardia, ahora con el título de “El
mirador de la guerra”. Señala José Machado su colaboración en periódicos mura­
les, “en uno de los cuales escribió de su puño y letra, al pie de un retrato dibujo
hecho por mí, del general Miaja un magnífico soneto, hoy desgraciadamente
extraviado por ahí” (p. 211); así como la gran tirada popular que se hizo del poema
“Alvargonzález” para que fuese leído en los frentes y sus lecturas de los últimos
días: El Quijote, Shakespeare, Tolstoi, Dovstoievsky, Dickens, Bécquer y Rubén
Darío.
Todas estas noticias se nos dan en la obra junto con la insistencia en la avan­
zada enfermedad del poeta y sus malas condiciones de vida, ya que la comida esca­
seaba y el frío se dejaba sentir con toda su plenitud ante la ausencia absoluta de
combustible. Tuvo, no obstante, sus ratos agradables, como aquellos domingos en
que le visitaba Navarro Tomás, pero el pesimismo le iba ganando: “No lo decía a
nadie salvo a sus más íntimos— que la guerra se perdería irremisiblemente. Esta
tristísima convicción le causó gran angustia, porque aunque no creía en modo
alguno en la inutilidad de los esfuerzos hechos por tan heroicas milicias, y espe­
raba que serían fecundísimos en un porvenir más o menos lejano, el presente lo
veía completamente perdido” (p.p. 211 y 212).
Y, en efecto, pronto hay que huir de nuevo. Después de un viaje realizado
entre bombardeos, llegan a una masía en el campo de Gerona. Aquí aparece por
primera vez en el relato de José Machado la figura de Corpus Barga, quien acom­
pañará a la familia Machado hasta Collioure. Tratando de deshacer entuertos,
Corpus ha publicado varios artículos periodísticos en los que narra lo ocurrido
estos últimos días. En este punto, debemos volver a hablar de la importancia de la
memoria como molde formal en que se inscribe la historia: Que los hechos vividos
por estos exiliados son unos concretos es una afirmación que posee el estatuto de
verdad; que estos hechos son recordados distintos, porque tratan de crear distintos
efectos en el lector, es lo que podemos comprobar comparando los textos de
ambos escritores. La noche pasada en la masía catalana es calificada por José
Machado como “demoníaca” (p. 223), adjetivo que especifican los siguientes
párrafos: “El Poeta, en esta noche de horrible pesadilla, parecía una verdadera
alma en pena entre aquella desasosegada multitud (...) Entumecido y agobiado
guardaba el más profundo silencio, viéndose rodeado de todas estas gentes que
como en una oleada de un baile infernal y en un postrer espasmo de movimiento,
recogían sus pobres bagajes de maletas, sacos y bultos de las más extrañas formas,
para seguir el triste camino del destierro. //Así pasaron esta última noche de
España el poeta con su madre y sus dos familiares, extenuados de cansancio y de
angustia” (p.p. 222-224).
Transcribamos, por contraste, la visión que da Corpus Barga: “Allí había un
buen golpe de profesores y estaba Antonio Machado con su madre, su hermano
José, el pintor, y la mujer de éste. Estaba sentado, bebiendo una taza de leche

222
condensada que no acababa de diluirse en el agua por más que él la removía con
la cucharilla antes de cada sorbo. En la masía no quedaba leche fresca ni se podía
obtener agua caliente. La guerra, cumpliendo con su deber, había acabado con
todo. Machado tenía su inseparable bastón entre las piernas. Nos pusimos a hablar
tranquilamente, como en un café madrileño de su época, y me hizo reír contando,
con la seriedad andaluza, casos y cosas de aquel Madrid (...) Ni mientras esperá­
bamos en la masía ni luego en la expedición, aquella misma noche y el día siguien­
te, habló de la guerra y de la situación en que nos encontrábamos, si no era provo­
cado por alguna pregunta, y contestaba brevemente y como de pasada, volviendo
a la conversación que llevaba sobre temas de la vida y de las letras.”18
Observemos las diferencias léxicas más apreciables entre una y otra narra­
ción:

JOSE MACHADO CORPUS BARGA

El Poeta Antonio Machado


Noche de horrible pesadilla
Parecía Estaba
Alma en pena Con su madre / sentado bebiendo
Aquella desasosegada multitud Golpe de profesores
Entumecido y agobiado Con el bastón entre las piernas
Guardaba el más profundo silencio Nos pusimos a hablar tranquilamente

No es el punto de vista el que genera estas contradicciones, ya que ambos


autores han sido testigos de los hechos, sino su intencionalidad inicial. José
Machado quiere que los lectores conozcan a su hermano como un hombre íntegro
y sufrido, para realzar lo que ya señalábamos al comienzo de nuestro estudio como
un condicionante de esta obra: su calidad moral. Y para ello recurre al patetismo
y a recursos del melodrama que despierten la vena sensible del lector y hagan que
se identifique con su causa. Por el contrarío, Corpus Barga sólo desea contar lo
que ve, o lo que recuerda que vio, pero, como escritor que sabe elaborar sus mate­
riales, no emite juicios, sino que presenta aseveraciones objetivas.
Veamos, para terminar, otros dos párrafos comparativos que narran la salida
de Cataluña hasta su llegada a Collioure. Escribe José Machado: “Con las lívidas
luces del amanecer se reanudó la marcha. El coche continuó devorando kilóme­
tros por el largo camino, pero tuvo que detenerse, algunas veces, ante la amenaza
constante de aviones (...) // El auto, al fin, se paró, pero sin haber llegado a la
famosa cadena, pasada la cual está Francia. Ya se hacía imposible seguir (...) //
Entonces todas las gentes salieron de los coches, de los camiones y se lanzaron a
pie por los bordes de la carretera, para terminar como se pudiese el largo trecho
que aún quedaba hasta la cadena. Las mujeres, los niños en revueltos grupos,
caminaban horrorizados y despavoridos. Todos se apresuraban enloquecidos en
revuelta maraña, empujados por el ansia de llegar (...) // Al pensar ya sólo en sal­
var a las personas, tuvimos que dejar en el coche, ya para siempre, los equipajes
en los que iban los libros y los últimos papeles del Poeta (...)// Antonio, siempre
resignado y silencioso, contemplaba a la madre con su fino y blanco pelo pegado a

223
las sienes por la lluvia, que se deslizaba por su bello rostro como un claro velo de
lágrimas. Y así, chorreando y empapados hasta los huesos, más que andar, eran
arrastrados y estrujados a empellones, por una multitud que, en forma de avalan­
cha, pugnaba a toda costa por ganar la frontera (...) // Allí el grupo de los compa­
ñeros de viaje se lanzó a pie para llegar a Cerbère. Gracias que un buen amigo que
disponía de auto, le prometió enviárselo apenas llegase a ese pueblo. Quedamos
esperándole. Al cabo volvió, pero tan cargado de bagajes, que sólo quedaba un
solo sitio al lado del chófer (...)// Emprendimos de nuevo la marcha hasta la esta­
ción de Cerbère (...) // Al fin se nos indicó un tren que estaba arrumbado en una
línea muerta en el fondo de la estación. // Cruzamos las vías, tropezando aquí y
allá, hasta llegar a alcanzar, con gran trabajo desde el suelo, los altísimos estribos
de un vagón, al que se consiguió subir. Y al cabo quedaron el Poeta y la madre
dentro de este tren en sombra, en cuyos asientos cayeron desfallecidos por la tan
larga y terrible odisea (...) // Así fue la entrada del Poeta español Antonio
Machado y su madre, con los que lo acompañábamos, en Francia. Gravemente
enfermos y sin un solo franco en el bolsillo” (p.p. 224-230).
Estas son, sin embargo, las palabras de Corpus Barga: “Casi un día entero
tardamos en automóvil de la masía gerundense a la frontera (...) Por caminos se
arrastraban millares de hombres, mujeres y niños de todas partes, algunos de
lejos, en toda clase de automóviles o carros, hasta en cañones (...) Y los caminos
no eran seguros, amenazaba la aviación, la costa no tenía defensas para impedir un
al parecer obligado desembarco (...)// Llegados sin embargo a la raya de Francia
(...) una fila de soldados franceses no permitía el paso de los vehículos. Estaba
cayendo la tarde, llovía y le dijimos a Antonio y a su madre que nos aguardaran.
Nos acercamos a la caseta donde se encontraba el comisario de policía francés (...)
Penetré yo en su despacho porque, como había vivido tanto en París, pude presen­
tar todavía mis papeles en regla. Le dije quién era Machado y le rogué que tuviese
junto a su buena chimenea de leña a Antonio y a su madre mientras yo y mis ami­
gos bajábamos a Cerbère (...) a buscar un carruaje cualquiera para trasladarnos.
El comisario me contestó que no necesitábamos molestarnos, pues irían en su
automóvil. Así ocurrió. Antonio Machado con su madre, su hermano y su cuñada,
pasó la noche en la estación de Cerbère, en un vagón de ferrocarril. Llevaba equi­
paje. No tenía moneda francesa. Al día siguiente tuvo moneda francesa y una
carta del ministro de Estado de la República española que le trajo de Perpiñán
Navarro Tomás, en la cual el ministro le tomaba a su cargo los gastos de él y su
familia.”19
En estos párrafos volvemos a encontrar diferencias sustanciales. Sin embargo,
ambos autores se esfuerzan en dejar constancia desde el principio de su búsqueda
de la verdad. Pero mientras a José Machado esta aspiración le conduce a acumular
materiales para lograr el enaltecimiento moral del personaje, mediante la catarsis
del sufrimiento, Corpus Barga quiere enmendar errores concretos, como las pala­
bras de Fernández Almagro que afirmaban que Antonio Machado había sido
abandonado y traicionado por los suyos20, o las de Juan Aparicio, quien aseguraba
que fue a parar a un campo de concentración21. Para ello, a Corpus sólo le queda
un camino: la objetividad, que implica siempre un distanciamiento de lo narrado.
Para concluir, debemos hacer un balance positivo de la contribución de José
Machado al esclarecimiento de la vida del poeta sevillano, siendo, no obstante,

224
conscientes de las limitaciones que el afecto incondicional por su hermano impri­
men a la obra. Son informaciones de interés algunas anécdotas, la descripción
detallista de sus relaciones con la vida literaria de la época y también de su activi­
dad intelectual en el período de guerra. Pero coincidimos con Corpus Barga en la
siguiente aseveración: “El porvenir literario de Antonio Machado se está
poniendo peligroso con todos los que le entronizan."22 Sería un gran error, a nues­
tro juicio, entronizar a un republicano cordial y populista.

225
NOTAS
1. Sólo como mera indicación, proponemos las de Miguel PEREZ FERRERO: Vida de Antonio
Machado y Manuel, Madrid, Espasa Calpe, 1973 (3.a ed.); R. GULLON y Alien W. PHILIPS:
Antonio Machado, Madrid, Taurus, 1979; José Luis CANO: Antonio Machado, Barcelona, Des-
tinolibro, 1982, y, para un aspecto parcial, la obra de Justina RUIZ CONDE: Antonio Machado
y Guiomar, Madrid, Insula, 1964.
2. José MACHADO: Ultimas soledades del poeta Antonio Machado, Madrid, Forma Ediciones,
1977.
3. Para que pueda comprobarse la veracidad de nuestras afirmaciones, no modificamos ni corregi­
mos en ningún caso la escritura del autor. Unicamente, para favorecer la lectura, sustituimos los
puntos y aparte por //.
4. Ejemplos de esta intención son los párrafos siguientes: “Vamos a consignar también otra gran condi­
ción que poseía: la de su gran paciencia, sólo comparable a la del santo Job’’ (p. 15): “El constante
reinar de Antonio en lo que iba escribiendo parece explicar el musitar que tantas veces agitaba sus
labios. En estos momentos, no le faltaba más que la aureola para parecer un santo rezando” (p. 74).
5. Véase la página 198 de la obra que analizamos.
6. Pedro SALINAS: Literatura española del siglo XX. Madrid, Alianza ed., 1983 (5.a ed.), p. 16.
7. Sin embargo, Miguel Angel BAAMONDE se ha atrevido a deslindar esta compenetración en su
obra La vocación teatral de los Machado, Madrid, Gredos, 1976.
8. Existe alguna contradicción entre los datos ofrecidos por José Machado y Miguel Angel Baamonde.
Respecto a las obras en que Antonio Machado trabajó como meritorio, Mar y cielo, de Guimerá,
mencionada por el hermano del poeta, se convierte en Tierra baja para Baamonde; y, además de La
calumnia por castigo, de Echegaray, citada por este último, señala José Machado En el seno de la
muerte. El primer estreno conjunto de los hermanos como traductores y adaptadores es para el autor
de nuestra biografía Hernani, que Baamonde considera precedida por El condenado por desconfiado.
9. Puede consultarse a este respecto el excelente estudio de Aurora de ALBORNOZ: La presencia
de Miguel de Unamuno en Antonio Machado, Madrid, Gredos, 1965.
10. “Le llegó al exilio la noticia de su muerte y nunca olvidaré el triste son de sus palabras al decirme
con el periódico en la mano: ’¡Ha muerto Unamuno!”’, p. 57.
11. Esta información de José Machado la recoge también José Luis Cano, op. cit., p.p. 80 y 81.
12. Idem, p. 59.
13. “Y así, burla burlando, voy añadiendo los datos de su verdadera biografía emocional, que en este ca­
so es la que más interesa y que tendré que tratar de seguir sacando de su obra imperecedera”, p. 16.
14. Tanto esta cita como la siguiente están tomadas del artículo de Antonio MACHADO: “Sobre la
defensa y difusión de la cultura”, en Hora de España, agosto, 1937.
15. “Recuerdo ahora que, al comentar en los últimos días de su vida los personajes creados por él
—Abel Martín y Juan de Mairena— me dijo que proyectaba para el futuro emprender obras en
que figurasen gran número de personajes que le permitiesen añadir múltiples y nuevas facetas a
su obra total 'porque hasta el momento Abel Martín y Juan de Mairena no eran más que los pri­
meros exponentes de esa idea’”, p. 173.
16. Antonio MACHADO: “Algunas ideas de Juan de Mairena sobre la guerra y la paz”, en Hora de
España, octubre, 1937.
17. Señala José Machado la pérdida de esta composición, aunque alega “la fundada esperanza de que
acaso algún día se puedan encontrar algunos ejemplares de los que deben andar por ahí disper­
sos” (p. 202).
18. Corpus BARGA: “Antonio Machado ante el destierro. Detalles inéditos de su salida de Es­
paña”, en La Nación, 29-VII-1956, recogido en Los pasos contados, IV, Madrid, Alianza ed.,
1979, p.p. 319-324.
19. Idem, p.p. 320-322.
20. Se trata, según menciona Corpus Barga, de un artículo de Fernández ALMAGRO titulado “An­
tonio Machado en París”, publicado en La Nación, que hasta ahora no hemos podido localizar.
21. Juan APARICIO defendía esta tesis en “Visitar a los muertos, maniobra”, en La Estafeta Litera­
ria, 26-11-1966.
22. Corpus BARGAS: “Los últimos días de Don Antonio Machado”, en La Estafeta Literaria,
núm. 343, 7-V-1966, recogido en Crónicas literarias, Madrid, Ed. Júcar, 1984.

226
IMPULSOS BATALLADORES

Leopoldo de Luis

Estoy persuadido de que la poesía de Antonio Machado posee una virtud con­
ciliadora, capaz de armonizar los sentimientos hacia una comprensión humana y
solidaria. Concilia al hombre con las cosas y lo reconcilia consigo mismo y con sus
semejantes. El talante machadiano responde a una tesitura de bondad humana
que viene sostenida por una ráfaga roussoniana de fe en el hombre. En el ensimis­
mamiento llega a descifrar el secreto de la filantropía (como dice en su memorable
poema) y, desde ese concepto decimonónico, un tanto abstracto y genérico, abre
la evolución de sus ideas y de su obra hacia una estimación del hombre concreto.
También es ya hasta lugar común hablar de la bondad de don Antonio, lo que
se infiere de aquel verso suyo en que lo dice. Pero se olvida, acaso más de la cuen­
ta, que ese verso, el cuarto de la tercera estrofa de “Retrato”, poema inicial de
Campos de Castilla, es una conclusión del enunciado expuesto en el primer verso
del serventesio:

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina

La alusión a la Revolución Francesa es obvia y comprensible dentro de la for­


mación liberal de Machado. Ahora bien, quizá el poeta percibió la connotación
agresiva (los jacobinos fueron izquierda radical) y la matizó en el siguiente verso,
comenzándolo con una conjunción adversativa para aclarar la serenidad que va a
distinguirle:

pero mi verso brota de manantial sereno.

Bien. El manantial es sereno y el poeta declara su bondad innata. Mas las


gotas de sangre siguen ahí, en sus venas. Por el torrente circulatorio van esas gotas
jacobinas, de ímpetu rebelde, que él mismo se encuentra.
Machado no es un poeta revolucionario en el sentido directo del término,
aunque puede serlo —lo es, creo yo — en cuanto a propiciar una revolución espiri­
tual que viene de la mano de la ética y de una conciencia libre. Así pues, una con­
tradicción íntima se manifiesta en este verso que no es único, que no se encuentra
aislado en su obra, sino que puede ser corroborado, por ejemplo, con el final

227
del poema “El mañana efímero” —uno de los que más testimonio dan de cierta
realidad española—, donde una “España de la rabia y de la idea” va a alborear

con un hacha en la mano vengadora.

Por supuesto, el mismo poema “Retrato” lo confirma de otra suerte, exal­


tando el valor de la acción guerrera, cuando confiesa el deseo de que su verso
sea recordado en la historia como algo activo y vencedor enérgico: como la
espada, famosa por la mano que la blandió —mano militar, claro— y no por el
oficio del artesano que la forjó. Podría producir sorpresa. ¿Cómo? ¿El hombre
pacifista, bondadoso, demócrata y liberal, estima más la misión violenta del sol­
dado que la mansa y paciente del trabajador? Algunos críticos han resuelto el
expediente que esta contradicción plantea echando mano de una fácil referen­
cia a la moda modernista. Pero eso es demasiado sencillo, porque, sin perjui­
cio de admitir esa huella que, como otras de igual estirpe, pervive en la obra
de Machado, la frecuencia con que aparece, en distintas épocas, hace pensar
en algo más profundo que la mera retórica de escuela. Temprano es el poema
XLII:

¡Fugitiva ilusión de ojos guerreros


que por las selvas pasas
a la hora del cénit: tiemble en mi pecho
el oro de tu aljaba!

Esos ojos guerreros que pasan por la selva deben de ser los de Diana, diosa
de los bosques y de la caza, armada de arco y flechas. No es una visión de armonía
y belleza la que el poema promueve, sino de fuerza triunfante.
Poco después, en el poema LXI, cuando se nos ha dicho que “el alma del
poeta se orienta hacia el misterio”, vemos que ese mismo poeta declara que

la nueva miel labramos


con los dolores viejos

y bajo el sol bruñimos


el fuerte arnés de hierro

sentimos una ola


de sangre en nuestro pecho

versos que mezclan la delicadeza melancólica con la pasión combativa. Pasión


combativa que quizá está asimismo escondida en la pregunta del poema LXXIX:

... ¿Québuscas,
poeta, en el ocaso?

que bien puede implicar una protesta contra la esterilidad de entregarse a una tris­
teza inmotivada, cual era la del modernismo más decadente.

228
Y, ¿qué decir del poema CXXXIII, “Los olivos’’? Ya Antonio Sánchez Bar­
budo, en su libro Los poemas de Antonio Machado (Lumen, Barcelona, 1967)
señaló este poema entre los más beligerantes de Machado, envuelto en un aire de
ánimo reformador, revolucionario en cuanto al deseo subyacente de transformar
unas situaciones sociales que se rechazan. Contra lo sórdido y sucio, contra la falsa
piedad, unos cañones que, al ser invocados, resultan amenazadores.
También a Xavier Valcarce (poema CXLI) le pide el poeta que ciña “la
espada rutilante” y que lleve su armadura para la “jornada guerrera y laboriosa”.
Como en el “Envío” para Azorín, en el poema CXLIII, “Desde mi rincón”, dice:

Para salvar la nueva epifanía


hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego.

La verdad es que “dentro del pecho llevaba un león” Antonio Machado,


según él mismo asegura en el poema CLV, “Hacia tierra baja”. No. No eran todos
esos rasgos meros regustos modernistas. Bien alejada del modernismo es la época
de la guerra civil, y nos dará otra notable muestra en una de las últimas piezas que
de su pluma salieron. Le faltaban escasamente siete meses para morir. Se trata del
soneto “A Líster, jefe de los ejércitos del Ebro”. Soneto que no estoy dispuesto a
dar - -como algunos quieren— por deleznable pieza de circunstancias, sino que me
parece un poema plena y auténticamente machadiano, según el minucioso análisis
que me permití hacer en otro lugar1. Se cierra con aquellos dos versos que, aunque
controvertidos, son, por cuanto vengo diciendo, profundamente sinceros:

Si mi pluma valiera tu pistola


de capitán, contento moriría.

He escrito alguna vez que estos versos son curiosamente coincidentes con la
dedicatoria que Baltasar Gracián coloca en la primera parte del El Criticón, diri­
gida al general Pablo de Parada: “Si mi pluma fuera tan bien cortada como la
espada de Vuestra Señoría...” Claro que sabemos que Gracián fue un luchador
entusiasta, que tomó parte como capellán muy activo en los ejércitos del marqués
de Leganés durante las guerras de Cataluña. Pero don Antonio no tenía, al menos
visiblemente, el entusiasmo castrense que demuestra Gracián. Sin embargo,
aparte de que no es infrecuente que el poeta cante al héroe militar, menester
resulta recordar el contexto en que el poema se escribe, coincidente con uno de los
momentos más relevantes para las armas republicanas durante la contienda civil.
Sabido es que la batalla del Ebro figura como una auténtica hazaña táctica y estra­
tégica, aunque fallase la logística y no se supiera explotar el éxito. Don Antonio
fue, en prosa, un asiduo exegeta de las acciones militares republicanas. Está
demostrado que el soneto se escribe en aquellos días de la batalla. El mes de junio
de 1938, la revista “Acero” del 5.° Cuerpo de Ejército, publica una carta: “El 5.°
Cuerpo de Ejército, a don Antonio Machado.” Líster mandaba aquel Cuerpo de
Ejército, dentro del Ejército del Ebro que mandaba Modesto. La misma revista,
algo después, publica el soneto, con el título: “Don Antonio Machado, al 5.°
Cuerpo de Ejército.” Se había publicado también el poema en la revista “Hora de

229
España”, número XVIII, correspondiente a junio de 1938. Esto puede ofrecer
alguna confusión, porque la batalla del Ebro no se da hasta el mes de julio. Pero
sabemos por declaración expresa de Sánchez Barbudo, secretario de la revista,
que aquel número tardó en salir dos meses, lo que lleva su aparición al mes de
agosto. Don Antonio pudo muy bien enviar su colaboración en julio. Entre la
carta de la revista “Acero” (16 de junio) y la batalla del Ebro (25 de julio) hay
poco más de un mes, plazo no excesivo para la respuesta del poeta. De la batalla
habló también en prosa Machado: un artículo en “La Vanguardia”, de Barcelona,
el 23 de octubre de 1938: “España ha sido, en verdad, consecuente consigo misma
cuando, bajo un diluvio de iniquidades, ha adelantado el pecho para pasar el
Ebro.”
Volvamos al meollo de la cuestión. El poema “Retrato”, el poema “El
mañana efímero” y todos los demás poemas citados, hasta el soneto a Líster, son
jalones de una misma tendencia, no casual, contradictoria, pero no incompatible
con el talante mayormente apreciable del poeta. En prosa, ese rasgo aflora bastan­
tes veces. Por ejemplo, en el prólogo al libro de su amigo Manuel Ayuso (1914),
al exaltar la importancia de la vida como fuente de la poesía, dirá: “Cuando se cie­
rre el ciclo de la barbarie erudita, se explicará a Garcilaso, y, sobre todo, al
inmenso Manrique, por sus vidas de soldados y no por las influencias literarias que
ambos padecieron.” Ya tenemos otra vez la sobrevaloración de la vida militar
(Manuel Hilario Ayuso: Helénicas. Prólogo de A. Machado).
La guerra, como tema poético, le pareció a don Antonio un aspecto humano
enriquecedor para los poetas jóvenes: “La guerra, a mi juicio, ha sido fecunda
para nuestros poetas jóvenes. Les ha dado un tema poético: lo que tal vez les fal­
taba para ser plenamente poetas [...] La guerra, como tema obligado, con su terri­
ble urgencia apasionante, va apartando a nuestros mejores poetas del fetichismo
de las imágenes” (Notas al margen. Servicio de Información. Valencia, 1937).
También es notorio el entusiasmo que despierta en Machado la figura de El
Empecinado: “Sí, no lo dudéis, el guerrillero de ayer, el más ilustre sin duda de
todos los guerrilleros de su tiempo, abrazaría hoy fraternalmente, con viril efu­
sión, a muchos capitanes no menos egregios de nuestros días” (Nuestros Ejércitos;
Valencia, abril, 1938). Y cuando prologa La corte de los milagros (Nuestro Pueblo,
Barcelona, 1938), se complace en subrayar que Valle-Inclán prefería la espada a
la pluma y que si llevaba en su ánimo “un capitán frustrado no era por su culpa”.
Numerosas páginas de “Desde el mirador de la guerra”, su colaboración en el
diario barcelonés “La Vanguardia” durante 1938, son no sólo un natural elogio del
Ejército, propio de la circunstancia, sino una justificación de la guerra ante la
monstruosidad de un estado de paz plagado de injusticias. Porque él había dicho
que no brotan ideas de los puños, acertada defensa del pacifismo, pero sabe com­
prender y quiere decir que “a la luz de las hogueras de la guerra, vemos más claras
algunas ideas”. Y así, en uno de esos artículos, leemos: “Acaso también veamos
claramente que no es la paz un ideal inasequible, pero que nunca lo alcanzaremos
si no aprendemos antes a guerrear por el amor y por la justicia.”
La verdad es que tampoco esto resulta nuevo en don Antonio, tampoco
puede atribuirse alegremente a mera circunstancia o a contagio del clima vivido en
tan excepcional coyuntura. En las cartas a Unamuno, el año 1915, había repu­
diado la neutralidad española porque es —dice— “repugnante muestra de nuestra

230
mezquindad y nuestra cominería”. Y añade: “Hemos tomado el espectáculo de la
guerra como si fuera una corrida de toros.”
La autenticidad de estos sentimientos es una constante en la obra machadiana
y resulta a veces conmovedora. Cuando el 18 de julio de 1938 publica en la revista
“Nuestro Ejército” un artículo sobre el Quinto Regimiento sinceramente, nos
emociona leerle que, al aludir a varios nombres militares, “deplora al citarlos no
haber aprendido a escribir en bronce”. Hay una nobleza y. al mismo tiempo, una
modestia, que me parecen ejemplares.
No serán necesarios más ejemplos para hacernos comprender que en la psico ­
logía machadiana había subyacente una tendencia que se inclinaba a la acción.
Con el hombre pacífico, con el hombre soñador, con el hombre meditabundo, con
el hombre bueno, incluso con el hombre escéptico, caminaba también un hombre
batallador, que llevaba en las venas algunas gotas de sangre jacobina, no sólo por
adherencias culturales o de formación ideológica, sino por temperamento, por
naturaleza. Esto es así, y no hay que darle más vueltas, porque nos lo dejó dicho
él mismo. El doctor Vega Díaz publicó en “Papeles de Son Armadans” el hallazgo
de unas notas autobiográficas pergeñadas por el poeta en 1913, en las cuales con­
fiesa: “Mi vida está más hecha de resignación que de rebeldía, pero de cuando en
cuando siento impulsos batalladores.”
En uno de esos momentos, por la misma época, escribió una carta a Juan
Ramón Jiménez: “Este régimen de iniquidad en que vivimos empieza a indig­
narme.” La sinceridad de sus declaraciones se refleja en su poesía: la resignación,
que llamaríamos más bien aceptación melancólica del mundo, viene dada por el
escepticismo crecido en su ánimo. La rebeldía tiene esporádicas apariciones. Todo
ello lo que hace es darnos la visión completa y honda de un hombre de psicología
compleja y contradictoria, precisamente por su profunda y auténtica humanidad.
Quizá se planteara don Antonio el problema de la insuficiencia de la palabra
poética. Su sentido ético y su humanismo le inclinarían al deseo de una obra
fecunda para los demás. La duda puede residir en si es más necesario o más útil el
poeta o el hombre de acción. Complicada materia, porque, ¿hasta qué punto no
es también acción el poema? ¿No actúa también el poeta con su obra? Pero,
¿cómo y hasta dónde actúa? La poesía va a instalarse en la conciencia de los lecto­
res, a través de la emoción. ¿Quiénes y cuántos son esos lectores? ¿Qué eficacia
podrá tener la acción conmovedora, quizá transformadora, de la poesía en las con­
ciencias? ¿Podrá ser una eficacia inmediata o a muy largo plazo? De individual,
¿llegará a eficacia colectiva? La poetisa árabe Favvda Tugan, nacida en Palestina
en 1914, cuenta en un hermoso poema que, al morir el comando palestino Mazin
Abu Gazala durante una batalla en la guerra árabe-israelí de 1967, dejó escrito en
su agenda este inquietante verso: “¿Protegeré a mi gente con palabras?” Ese es el
drama del intelectual de nuestro tiempo, que ve cundir en torno suyo la violencia
y duda de la eficacia de su pobre medio de acción: la palabra.
Don Antonio Machado, con sencillez y modestia, llega a pensar que su plu­
ma debería valer tanto como el arma de combate en una lucha por la libertad.
Don Antonio Machado sentía un profundo amor por España y por su pueblo.
Un atribulado amor, que late en toda su obra y muy singularmente en el pe­
queño haz de poemas últimos, escritos durante la guerra civil. Hizo por España
y por su pueblo más que muchos hombres de acción. Como dijo Galdós de don

231
Manuel José Quintana, que con sus versos hizo por el liberalismo más que la
espada de muchos, hay que decir de don Antonio Machado, cualquiera de cuyos
poemas vale más que todas las pistolas del mundo.
Pensemos en un Machado bueno, sí; pacífico, sí, y tolerante, en efecto. Pero
nada conformista ni cobarde, nada dispuesto a aceptar el mal y la injusticia sin pro­
testa y sin lucha. Por eso, aunque su poesía tenga a veces taciturnidad de solitario
y con frecuencia escepticismo, aunque esté puesta del lado de los humildes, posee
vigor y entraña una decidida creencia en la esperanza y en la libertad, conforme
dice claramente en un verso del poema dedicado a Azorín.

232
NOTAS
1. Antonio Machado, ejemplo y lección, Madrid, SGEL, 1975 (2.a edic. Fundación Banco Exterior,
1988).
ANTONIO MACHADO Y SU SED EDUCATIVA

Jacinto Luis Guereña

Planteamiento brevísimo

La comezón de vivir engendra, y con mayor o menor lucidez y voluntad, una


orientación hacia los demás, hacia la insoslayable y necesaria otredad. Esa come­
zón, ese tesón comunicativo, siempre existió en la doble fuente machadiana, en la
razón y en la sensibilidad, con fluyente presencia de lo lúcido y de lo voluntario.
Su larga trayectoria lo refleja con testimonialidad de evidencia: toda su vida al ser­
vicio de la mejora del hombre. O, mejor dicho, una actividad inagotable en enca­
minamiento hacia el pueblo, y lo mismo entre tormentas y desasosiegos que con
“estos días azules y este sol de la infancia”. No hubo solución de continuidad en
esa tozuda trayectoria del autor sevillano.
No es que fuese una constancia de pedagogo en fértiles cosechas. Al igual que
el campesino, el anhelo machadiano suponía pasión en el esfuerzo y fe en el resul­
tado. La sed suya tenía ese manantial: pensar más en los demás que en él mismo.
Esta generosidad es, ya, indicio seguro de querer educar.
Y acaso todo se fue estipulando en sus propias afirmaciones del vivir: en la
creación de poesía y literatura, en la profesión de la enseñanza que ocupó sus años
en titularidad de profesor, en las ambiciones de un régimen sociopolítico que
pudiese promover la formación del país con nivel humanístico adecuado y asi­
mismo socio-económico, en la ayuda personal para las Universidades Populares.
No hubo, pues, extrañeza, al sentirse esencialmente unido con el pueblo a lo
largo de la contienda de 1936-1939 como consecuencia del absurdo y destructor alza­
miento llamado “nacionalista” que los militares iniciaron el 19 de julio de 1936 para
desgracia de España. Esta firme adhesión del poeta y enseñante a la causa de la Se­
gunda República, tan injustamente asaltada por las armas, tuvo, como es sabido, un
corolario de tristeza: la muerte, al acompañar al pueblo momentáneamente vencido,
en su exilio. En tierra francesa, en el cementerio de Collioure, está su tumba.
La memoria de una lectura analítica de este recorrido de Antonio Machado
tiene que subrayar esos hechos indiscutibles, tiene que refrendar esa actividad
cuyo denominador común a lo largo de los años puede determinarse como exterio-
rización del motor-idea de los sentimientos de España, de que no hubiese más jus­
tificación de otros “mañanas efímeros” con lamentables enfrentamientos.

235
La vida y obra de Antonio Machado se resume en una palabra: caminar. Son
los caminos las herramientas de la existencia. Pero es caminar con sueños. Lle­
vando la esperanza en los latidos y en los razonamientos. Caminos hacia la luz
equilibradora de promesas y de horizontes. ¿No es el camino de lo educativo?
A eso le llamo la sed educativa, la sed cultural-educativa del poeta de Campos
de Castilla. Recordando que todo hombre tiene varias batallas que pelear, y la pri­
mera es la dignidad del hombre que trabaja y dialoga. Es radicalidad de existir fuera
de la soledad y atando muy fuerte los nudos. Es “Vivid, la vida sigue” (Cf. “A don
Francisco Giner de los Ríos”). El vivir se justifica al estar inmerso con todo y con
todos, es la raíz de la enseñanza y de la educación en amplia representatividad.
El porvenir es la acción decisiva del hombre, su obstinación, la confianza y no
la negación aunque el corazón se vea desazonado con frecuencia. ¿Es la rama
reverdecida que con “gracia” expone el olmo seco al borde de un camino? Recuér­
dese ese poema, fechado en Soria y en 1912, que concluye con sueños muy ilusio­
nados, confiantes, y acaso como síntesis educadora de la naturaleza:

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

Si activa es la savia pese a los oscuros empecinamientos del invierno, si siem­


pre puede soñarse con la aportación de oportunidad justa del tiempo, ¿no es asi­
mismo soñable y deseable que el hombre contribuya desde su interioridad a mejo­
rarse y a mejorar la realidad del mundo sin espejismos? Ese olmo seco es como el
pueblo abandonado, cuando la responsabilidad de quienes saben y poseen los
recursos del Poder es actuación (o debe serla) para suprimir ignorancias y entre­
gar, como milagro humano y muy terrestre, la savia de la cultura, ofrenda que la
educación recaba como tarea esencialísima.
¿Y cómo desdecirse, en la obra del poeta, aunando sentires analítico-críticos
tanto del 98 como del grupo generacional del 25-27, que puede considerarse muy
probable la voluntad antoniomachadiana de actualizar el cambio de vida tal como
ya lo había expuesto la voz de Rimbaud y amoldándola, ya en nuestros años de la
Segunda República española, a una hora histórica del país, acaso con ribetes de
aquella empresa literaria azoriniana precisamente titulada “Una hora de España”?
Los siglos se trasvasan, así, y las raíces populares del país se encauzaban hacia
otros derroteros, más históricamente justos y modernos, mediante la labor lenta y
decisiva de la enseñanza.
Una vez más, por dentro y por fuera de las palabras de la poesía, surge,
parece surgir, el papel indispensable y siempre urgente de la pedagogía. Es decir,
la apremiante realidad de lo esperanzado. Pero a sabiendas de que, en los surcos
de la vida, en sus latidos más hondos, hay que depositar la buena semilla, la más
apropiada a lo que era y significaba el pueblo de España.
Es, implacablemente, con el vocabulario indispensable de lograr caminos que
los pasos, al andar, van dibujando, van creando, lo que Antonio Machado quería.
Los entrelazados caminos que la noción de vivir y soñar asume, lo que parece
incluirse como homenaje muy hondo en unos versos que Tristán Tzara escribió
con aliento de búsqueda y de perseverancia:

236
Toda la tierra entre las tierras de Castilla
reposa en tu tierra con lentos secretos de amistades...
(“Para Antonio Machado”)

La amistad es factor principal de la situación educadora, hay que relacionar


sin falsedades y sin egoísmos lo que es caminar por España, en su geografía y en
su historia. Tal vez pueda admitirse que la sed antoniomachadiana se manifestaba
así, y lo mismo en tierras sorianas que en tierras ubedanas, Castilla y Andalucía
como autenticidad de símbolos del país, y lo mismo fue, más tarde, con total luci­
dez de la responsabilidad enseñante y también, socio-políticamente hablando, en
tierras segovianas y madrileñas, y luego en tierras valencianas y catalanas antes de
integrarse al dolor español, en febrero de 1939, con desmedida exaltación del
sufrimiento, en heridas de muerte del éxodo, ya en tierras galas, al otro lado
de la raya de los Pirineos, aunque casi oyéndose los sonidos de vida de Port-Bou
como le había ocurrido a Miguel de Unamuno, quien desde Hendaya escuchaba
con ansiedad, porque las oía, las campanadas de la iglesia de Fuenterrabía. La
educación, en esos casos, supone adentrarse aún más en la verdad luminosa de
un camino de salvación para todos, ahondando en exigentes modalidades de
enseñar aunque sea sacrificándose, y así fue el ejemplar camino pedagógico del
poeta.

Encaminamientos

Si de algo se le puede tildar es de lentitud, de una especie de modorra o de


pereza. No es espejo para contemplarse con energías duplicadas y siempre en ani­
mosa decisión de proseguir actuando. Es, más bien, casi lo contrario, como piedra
de asperón que suavemente se erosiona y se desmorona. No llegaba nunca ese
momento en lo antoniomachadiano, no se alcanzaba ese extremo, y, sin embargo,
aunque aplicándose a situaciones de “política”, se le ha calificado de adormilado,
de poco empuje: “Don Antonio pasó, en la política, al estado de durmiente, que
era el estado al que mejor se acomodaba su natural” (cf. “Antonio Machado
en Segovia”, Pablo de A. Cobos, Insula). No es que se echase a dormir, eso
sería necio pensarlo, pero se cansaba, era su estilo de ser y vivir, lo pausado,
lo sosegado y nunca lo aceleradamente nervioso. Sus sueños educativos de re­
generación social, su actuación en las aulas, nunca ostentarán prisas. Pero su
iniciación se manifestaba y se continuaba. A su ritmo, siempre despacio. Así,
podía ir lejos.
De esta lejanía, predecida por deseos y sueños estipulantes, se halla eco en la
palabra que el poeta concede a su representante en filosofía y moral, en Juan de
Mairena. Son frases como las siguientes, henchidas de observaciones que aconsejan
lo que hay que hacer en España: “En España no se dialoga porque nadie pregun­
ta..., preguntad siempre...” “...yo no olvido nunca que soy profesor de Retórica,
cuya misión es formar... hombres que hablen siempre que tengan algo bueno que
decir...” “El árbol de la cultura... no tiene más savia que nuestra propia sangre...”
“No pienso yo que la cultura y mucho menos la sabiduría haya de ser necesaria­
mente alegre y cosa de juego...”

237
No se expone una preceptiva, necesariamente, se indican normas que pueden
dar coherencia a las tareas metodológicas de educar. Sin prisas. Sin bromas y jue­
gos. La educación trata de formar hombres que sepan lo que hacen. Eso estipula
coordinación en la razón y en la voluntad. Es toda una ética como comporta­
miento y conducta junto a los demás. Y aquí se desemboca en otro de los focos
guiadores del poeta, en su deseo de acercamiento a la gente, y al dedicarse al
quehacer de la creatividad poemática, es el arraigo hondo y empujador de una bio-
poética que fusiona “el yo y el todos”. Creo que hay madurada reflexión de una
educación social para los españoles en las palabras de su texto de discurso de
entrada en la Academia de la Lengua. De sobra es sabido que nunca hubo este
acto, que nunca se leyó este discurso y que nunca se vio al poeta como académico
real y en carne y hueso. La guerra, el exilio, la muerte, y otras circunstancias lo
impidieron. Pero se puede leer y adherir a lo que en el borrador está escrito: “En
poesía, el mañana bien pudiera ser un retorno a la objetividad y a la fraternidad
por otro lado. Una nueva fe se ha iniciado ya... comienza el hombre nuevo a
desconfiar de aquella soledad que fue causa de su desesperación y motivo de su
orgullo...”
En tajante fórmula se expresa el diálogo, el rechazo de la soledad. ¿Y no
reside ahí la llama más iluminante y duradera de la vocación educadora?
Es aquel “salir afuera la luz del corazón” que A. Machado expresó al home­
najear a Gonzalo de Berceo en “Mis poetas”.
Es un caminar incesante, y aunque fuese lento, servía al poeta, le llevaba a su
propia identidad, le iba preparando para su arte y para su pensar. Cabe señalar
algunas etapas de significabilidad, y no puede eludirse que:
1) En su familia se le fue forjando con talante de comprensión y libertad y
acaso ya con aclaraciones filosóficas acerca de las heterogeneidades del hombre,
la vida como esquema siempre incompleto y que precisamente el vivir va comple­
tando entre sus muchas fluctuaciones. No sólo los ocho años sevillanos, sino los
siguientes al trasladarse su familia a Madrid, con itinerario que pasa por el abuelo
y el padre, allí se rezumaba amor a las tradiciones españolas, al folklorismo, a las
ideas liberales. Esa influencia familiar es innegable.
2) Orientación y ratificación de lo pedagógicamente libre y moderno es lo
que recibe en los seis años de educación madrileña, seis años como alumno de la
Institución Libre de Enseñanza, testimonialidad indeleble ya que muy hondo caló
la educación ética y cultural que con el sello de sus figuras simbólicas Francisco
Giner de los Ríos (como fundador) y Manuel Bartolomé Cossío (como director
continuador) allí se ofrecía sembrándose con dignidad y muy abierta sensibilidad.
Puede asegurarse que en la Institución Libre de Enseñanza existió el manantial
que dio a las ideas de moral republicana y al Gobierno de la Segunda República su
arraigado sentir y sus convicciones para colocar a España junto a Europa activa y
ya adelantada en sus caminos del siglo XX. Es natural que el alumno Antonio
Machado pudiese beber allí, en ese manantial, en esa fuente, las modalidades de
realidad y ensueño que serían sus convicciones más firmes, apegadas a su sinceri­
dad y valederas hasta su propia muerte.
3) También debe recalcarse la influencia que con estipulación de educación
recibiera de sus dos viajes a tierra gala, el primero en junio-octubre de 1899 (re­
cordándose que sus primeros conatos poéticos son de 1898) y ya en pareja con su

238
hermano Manuel. Y el segundo viaje durante la primavera de 1902 y que es
cuando se publican sus poesías por vez primera, en la revista madrileña “Electra”
(clara alusión a Benito Pérez Galdós y a su obra teatral que tan gran impacto
tuvo). Es Francia, entonces, taller de proposiciones y de discusiones con la lucha
entre la derecha y la izquierda, los ecos del importante debate que se forjó en
torno a Dreyfus y también ecos de la intervención de Zola y otros problemas
importantes. No todo le gustaba a Machado de aquella Francia, no era todo sim­
patía ni mucho menos, veía al país galo como cuna del exagerado nacionalismo y
denunciaba su “chauvinismo”, su desproporcionado orgullo en todos los ámbitos
intelectuales.
4) Otro dato que intervino en lo que sería andadura educativa suya surgió,
en 1906, al ser aconsejado por Francisco Giner de los Ríos para que se preparase
y opositara al título de profesor de lengua francesa. No es preciso acudir a su expe­
diente y anotar que hubo altibajos en este intento, ya que el poeta siguió el consejo
y ocupó puestos de enseñanza del francés en Soria, en Ubeda, en Segovia y ya con
el advenimiento de la Segunda República se le destinó como catedrático para el
curso 1931-1932 en uno de los nuevos Institutos de Enseñanza Media de la capital,
el “Calderón de la Barca”.
Hasta fijarse arraigadamente su camino de educación y diseminar su poesía
como palabra en el tiempo, los años dejarían sus huellas. Las vicisitudes de un
creador poético, nacido y envuelto y empujado por las olas y los vuelos de un
idioma concreto en su rugosidad y admirable en su plasticidad, y más al ser nom­
brado profesor de francés, le obligó a doblegar sus pasiones y sueños de lenguaje
en el poema tal vez subterráneamente enfrentado a la lengua francesa que es
senda de filosofía y de ejercicios conceptuales. ¿No habría en ese dilema de lengua
materna y de lengua leída (nunca “adquirida o poseída” por Machado) el brote
cultural de una metamorfosis que se haría semilla de educación y pedagogía?
No creo que hubiese una especial predisposición de vocación educadora en la
sensibilidad y en la inteligencia de Antonio Machado, pero su ensimismamiento,
la manera de ahondar en los barrancos oscuros del ser, siempre han sido orígenes
de lo filosófico. Y ese aspecto es, de por sí, encauzador. Como lo fue su relación
con el pensar de polémicas contradicciones de la interioridad que simbolizaba
Miguel de Unamuno. En las relaciones entre ambos escritores se planteó la germi­
nación del arte y de la creatividad. ¿No es puntal de metafísica educativa? Tem­
pranamente, en carta de 1903 a Unamuno, le escribe: “Empiezo a creer, aun a
riesgo de caer en paradojas que no son de mi agrado, que el artista debe amar la
vida y odiar el arte.” Junto a esta insólita apariencia de negación, añádase otra
carta al rector de Salamanca, escrita en 1904: “No debemos crearnos un mundo
aparte en que gozar fantástica y egoístamente de la contemplación de nosotros
mismos”, y por si eso fuera poco, añade con imperativa convicción: “No debemos
huir de la vida para forjarnos una vida mejor que sea estéril para los demás.” Esta
frase muy bien pudiera grabarse en la senda ético-educativa de lo antoniomacha-
diano, es la vida en su camino esperanzado para todos y, lógicamente, con la apor­
tación actuante y constante de cada cual.
Es un horizonte que hay que conquistar y proteger, el poeta no ansia su ínsula
con mayor o menor vanidad, rechaza el ombliguismo dictatorial y también la torre
de marfil, para adentrarse responsable y comprometidamente en el caos de la exis­

239
tencia humana, y sólo se justifica la meditación en soledad para acercarse más y
más a los demás, para estar con ellos, y es confianza que a todos convoca con her­
mosas promesas. Eso es su firme deseo, es luminosa verdad de la educación y de
la cultura y es lo que le dominará (y hasta asediándole y torturándole, con amor)
hasta el final de sus días. Siempre brotará el día azul y soleado de lo esperanzado.
Hay que preparar ese camino, y quiere (a su modo) compartir las situaciones de
los demás, incluyéndose a España como integradora filosofía de vida, quiere ofre­
cer su palabra fértil y razonadamente.
En su trayectoria de aclaración de sus intenciones, su propia poética de exis­
tencia se muestra en 1919, en el prefacio que escribe para la segunda edición de
Soledades, Galerías y otros poemas (Calpe): “... amo mucho más la edad que se
avecina y a los poetas que han de surgir cuando una tarea común apasione las
almas.”
Resulta evidente la presión de lo formativo, hay urgencia en educar, porque
lo noble y lo entusiasmante de una tarea común no se inventa, no surge así como
así, lo importante es decidirse y educar, poner manos a la obra y sentirse apasio­
nado con los lazos de la ilusión unitiva y justificativa de los esfuerzos que esa tarea
merece.
En el poeta se va robusteciendo cada vez más la idea central de su vida, y es
no alejarse del pueblo, de su esencialidad. Cree que siempre se aprende algo, y
que ser adulto no es arrinconarse y tumbarse a la bartola. En 1919, estando de pro­
fesor en Segovia, distribuye su tiempo y sus energías entre las clases del instituto
(su ganapán) y la tertulia (que la defiende viéndola como una “universidad libre”)
y la Universidad Popular (en cuya organización y clases colabora). Ya no hay, ni
habrá, dualidad entre las autonomías del yo y de los demás. Por ello, en 1922, en
el ambiente segoviano más o menos propicio, creó la “Liga Provincial de los Dere­
chos del Hombre” y fue con ayuda de amigos que luego se mostrarían republica­
nos auténticos, que ya lo eran entonces. No se olvide 1917 y la Revolución rusa
dando paso a la URSS. Machado se afanaba por la didáctica de artículos y también
en tareas al margen de la enseñanza propiamente dicha. La trayectoria antonioma-
chadiana se asemejaba al pensador y al periodista más que al profesor.
Los sueños, los malos sueños, las esperanzas, las malas esperanzas, ¿es posi­
ble que se conciban en el universo sensible antoniomachadiano? No hace falta
tener emociones con calentura o noches en duermevela. Lo importante es avanzar
por el camino que él se ha trazado, proseguirlo. Sin luces de sobresalto o de pesa­
dilla, y no obstante escribe: “Malos sueños he. / Me despertaré.” (Cf. “Revista de
Occidente”, 1926, versos que están en “De un cancionero apócrifo.)
Hablar con latidos de fuego, despierto el sentimiento, el poeta está despierto,
los malos sueños, ¿desaparecen?, y así es la interrogación suya acerca del soñar y
esperanzarse. El ambiente segoviano, su soledad más íntima, y acaso verse como
ceniza antes de ser verdaderamente fuego. Una mirada introspectiva hacia otras
presencias y otras distancias, el futuro del país quizá, y su surco con estela de poe­
sía comunicante y comunicada, la evasión de lo imaginario, el vuelo y con alas lige­
ras para no ser vencido como el pájaro poderoso de las estrofas de Baudelaire, es­
tar en la tierra sin dejar de volar, y mirar el paso del tiempo con más paciencia, con
mayor serenidad. Ah, que el mundo no sea sumirse en la fatal y total oscuridad,
que brille apasionadamente la vida de las hermosas parcelas de la interioridad:

240
con llama restallante de raíces,
fogata de frontera
que ilumina las hondas cicatrices
(Cf. “Muerte de Abel Martín”)

Se destaca cierto ingenuismo en las ondas expresivas y sonoras de la palabra


más suya. No se atreve aún a asumir una contemporaneidad ideológica de compro­
miso intelectual con y para la sociedad que en España le rodea, quiero decir que
podría rastrearse un cierto tufillo romántico en su obra y sin que actúe la valiente
claridad que se afana por dar mayor densidad al pensamiento y sin la búsqueda
correspondiente de que logre ser instrumento de pueblo en el Poder, eso, sólo se
alzará algo más tarde, no mucho después, pero después. Todo vibra con anhela­
ción, aunque con su estilo de lentitud y no muy metodizada su andadura de hom­
bre-poeta-enseñante .
La proximidad de la dictadura de Primo de Rivera puede darse como arran­
que en las decisiones antoniomachadianas. No es por resonancia socio-política,
solamente, sino porque ya ha analizado con fe y ahínco las causas de la pobreza
mental del país, su atraso que se observa en las horas de clase, la extrema sencillez
de los credos utópicos como alternativa de paisaje social. Todo contribuye a que
se haga tenaz la duda y verse en las orillas de los acontecimientos. ¿Lo podía,
como creador y como profesor? Según los textos de esos años, 1923-1926, se va
acentuando la preocupación suya en lo relativo a la formación y orientación del
pueblo español, ya no acepta que “España se vea remolcada hacia el porvenir” y
ése es el fondo cenagoso de convergencia inaceptable. Es lo que denuncia en “Los
Complementarios”, en 1922, y es que arde la guerra de Marruecos, y las manifes­
taciones de la Iglesia son tortísimas, y hay huelgas y conflictos, y no es brillante la
realidad financiera del país, y muy pronto se deportará a su amigo Unamuno, etc.
¿No es acicate de razones para perseverar en creencias, a veces algo difusas, de un
mundo mejor por dentro, desde dentro, creencias en valores de régimen legal y
democrático? Si le escribe a Unamuno (en 1927, y mientras está exiliado en tierra
gala para decir que “nadie piensa en el mañana”, es que antes (en 1922, cf. Los
Complementarios) ya dijo que “el pueblo desdichado de Europa aguarda atónito y
resignado a que le consuma la ruina definitiva” y también que “ya en el concepto
del mundo burgués hemos sustituido a Turquía... Todo lo sacrificaremos al triunfo
de Loyola” (cf. “La reacción”). Pero ¿por qué se extraña de la pasividad del
izquierdismo republicano español? (en ese mismo texto) “Nuestros hombres de la
izquierda no parecen inquietos.” ¿Y él mismo, qué hace? ¿Es que la nobleza de las
ideas, por muy justificadas que sean y se deseen, se extienden y se imponen cándi­
damente? De sobra se sabe que no, y hay que luchar tozudamente, siempre. Al
abrir los ojos y el entendimiento, senda que distinguía pese a todo al poeta, la
necesidad de cambios en España se le imponía. Tenía que alzarse la inquietud y
tenía que aumentar la rebeldía, eso lo tuvo patente la sensibilidad del poeta, y una
especie de prospectiva le situó, desde siempre, en el campo de los sueños republi­
canos. Por aquellos años se le encomendó enseñar asimismo la literatura, y unida
al francés, se formó el mantillo propicio para ello. Al fin y al cabo estaba más en
lo suyo y lo literario le servía más que la mismísima enseñanza. Aunque él, sin dar
consejos ni tener prentensiones de nada, sólo propagaba “enseñanzas” y entre

241
aforismos y sentencias siempre las expresó y a ello se aferraba. Las cosas en
España fueron volviéndose más radicales, y los finales de la década de los años 30
crearon una atmósfera de caldeamiento socio-político. Es natural que el poeta par­
ticipara. Y participó, con su sed educadora callada y subterránea, activamente. Al
intervenir en un acto político (teatro de Segovia, 14-2-1931) y tras haber ingresado
en la “Agrupación al servicio de la República”, y al elogiar la presencia allí de
Ortega y Gasset y de Rafael Pérez de Ayala y de G. Marañón, los definió como
revolucionarios y que se les debía saludar como hombres de orden, “del orden
nuevo”, en clarísima alusión al cambio de régimen monárquico en régimen repu­
blicano. Ese orden, básicamente soñado, le convenía perfectamente al ideal edu­
cador y humanista del poeta. Cuando el 14 de abril de 1931 izó, con sus compañe­
ros, la bandera tricolor republicana en el balcón de la Alcaldía segoviana, expuso
que aquel cambio era fruto de muchas horas de espera y de esfuerzos, horas, todas
ellas, “tejidas con el lino más puro de la esperanza”, siempre la luz encendida de
lo esperanzado, aquella circunstancia plenitud de paz y que supuso asombro en el
mundo; emoción y esperanza que completó así: “cuando la primavera traía a nues­
tra República de la mano, con las últimas flores de los almendros y las primeras
hojas de los chopos” (cf. “Hora de España”, n. 0 5, Valencia, 1937).
Hermosa fórmula, un régimen para España popular y democrática, la Repú­
blica tejida con lo más fino de las telas, con el lino de la pureza en total esperanza-
miento, y el poeta, allí en tierra castellana, explicándose así los almendros finales
en floración (porque de ser tierra mediterránea...) y las iniciales hojas de álamos
y chopos que en tierra segoviana contemplaba.
Ya queda dicho que en el curso 1931-32 se le nombró con destino en Madrid,
en el “Calderón de la Barca”. Y se le trasladó, allí, pero en 1935-36, al instituto
“Cervantes”.
En 1935 se produjo su adhesión al “Comité de Escritores por la Defensa de la
Cultura”. Y en 1936 (febrero) aprobó y dio su firma al Manifiesto de la Unión
Internacional de la Paz. Otros vientos corrían por Europa, y baste enunciar que en
Italia y en Alemania dominaban el fascismo y el nazismo, y luego en Francia y en
España surgían otras esperanzas con el Frente Popular como levadura de tantas y
tantas cosas.
¿Mientras tanto? En lo machadiano todo se arraigaba en hondura, y se incor­
poraba a muchas manifestaciones públicas en la prensa y en actos. Tal vez así
quiera desgajarse de la apatía, acaso así quiso apartarse de los fantasmas que son
los malos sueños, y se despertaba álgidamente su sed formadora de seres pensan­
tes y razonantes. Los malos sueños: su excesivo aislamiento, la falta de amor feme­
nino y que buscaba y pareció hallar en Guiomar, amor “literario” por lo menos, y
aquella desazón suya que le confina en lo desesperado. Por eso se vuelca cada vez
más en los latidos inquietos de España y entiende ayudar a mejorar al pueblo y a
propagar lo cultural, con interés creciente por lo socio-político y refrendada en
aquella magnífica idea educativa de la Universidad Popular para culminar en el
aupado entusiasmo, casi místico-lírico, de una terrenal y española Escuela Popular
de Sabiduría Superior. También hubo profundidad en lo que ya más cargado de
experiencia constituía el fondo de sus Nuevas Canciones (1924, y parte integrante
de Poesías completas en 1928 y 1933 y 1936). No es todo poesía excelsa ni mucho
menos, demasiada forma romanceada, pero la novedad es su estipulación personal

242
en estrofas de corte sentencional y epigráfico. Resalta el manantial de lo moral, su
gusto por aforismos, muy acorde con sus “comunicaciones ” al lector, dialogando,
exponiéndole sus modos de enfoque del vivir día tras día, sueño o desilusión tras
sueño o desilusión, reafirmándose en su sustancia socio-filosófica, y con el paisaje
laberíntico de España ante la mirada y la ternura.
Es ya la ocasión de sus “notas” o frases a modo de diario de la intimidad, su
colaboración en la prensa escrita de la época, son las Notas que bajo la responsabi­
lidad que el poeta otorga a su otro yo, a Juan de Mairena, inauguran en la conti­
nuación lo mejor de sus creencias y hostigaciones y preguntas y dudas. Sin lo sar­
cástico, aquellos artículos como periodismo crítico y educativo. Porque ¿no es
educar en su interpretación más callada y eficaz? Evóquese que en aquellos años
“republicanos” (y algo antes) la intelectualidad española removía el cansino
sosiego de las olas del país, eran pensadores que colaboraban en los periódicos
como medio urgente y activo de “formación” y la lectura era sumamente positiva,
enriquecedora. Es tarea que asumieron Unamuno, Ortega y Gasset, Azorín, Pío
Baroja, Pérez de Ayala, Corpus Barga, Antonio Machado, entre otros destacados
pensadores. Con estilo que no se alejaba de lo literario se ponía de manifiesto una tri­
logía eternamente humana y auténticamente indispensable y moderna, contemporá­
nea: lo ético, lo social, lo político. ¿Es como eco de la trilogía aportada en Francia por
la Revolución de 1789 y transmitida al mundo entero como luminoso programa?
Ahí sí que hubo vocación antoniomachadiana, se puso a hablar escribiendo y
a indicar posibles caminos y hasta vericuetos por la boca maireniana. Más asequi­
ble era el albedrío y también la claridad de la educación, su Mairena dialogaba al
mirar las cosas con su criterio de librepensador y todo ello en la más clarificadora
acepción de la palabra.
Gracias a la prensa, con notas y aforismos y rápidas pero penetrantes observa­
ciones, había aproximación al objetivo más importante, y es que el “oyente” (en
la clase) y el “leyente” (con el periódico) pudiesen ayudarse para pensar por sí
mismos. El alumno y el lector podían confundirse al oír y leer sin injerencias y
adoptar su propio encaminamiento en conocimiento de causa. ¿No se obtiene una
actitud eminentemente “educativa” y en fascinante oficio? Recorrer juntos en
posibilidad de concordancia, irse por el camino aunque cada cual razone a su estilo
y declare un interpretación independiente. Una educación que recoge aspiraciones
de la contemporaneidad ideológica.
Tal vez lo que le faltó al pensar y sentir del poeta fuera disponer de una buena
penetración psicológica. ¿Quién la posee íntegramente, con adecuada pedagogía?
Las razones, al fin y a la postre, sean las que sean y vengan de donde vengan, hay
que escucharlas en su totalidad, y es tarea de siempre. No hay crítica demoledora
al decirlo, y el poeta se contuvo en las lindes de lo muy sincero y muy soñado y, en
fin de cuentas, muy razonable. Educador modesto y sin vocación de enseñante,
resultando incluso cansinas sus clases. Pero educar gracias a los artículos y asi­
mismo con poemas y con prosa aforística era otra cosa: es una resultante muy apta
y conveniente para su idiosincrasia. Al poeta-hombre de soledad y de tristeza pre­
matura, ese tipo de educador le bastaba, se alojaba muy discretamente en sus apa­
cibles aspiraciones: amar y dialogar en el tiempo de la palabra, Educación, como
lírica artesanía de su alma, de su búsqueda de expresión solidaria y fraterna, aun­
que más bien silenciosa.

243
Se comprueba, entre la gente, una dejadez, un abandono, que raya con el
delirio más negativo. Una especie de corriente ignorada de las posibilidades exis­
tentes en el hombre y que como eco de una educación de orfandad y de olvido y
de sopor se alza en una frase del novelista Scott Fitzgerald: “Se debería empezar
por comprender que las cosas no van a cambiar y de que hay que estar dispuesto
para cambiarlas en todo momento.” Nada de caza de la idea regeneradora, sino la
puesta en marcha de los caminos de iniciación de una sociedad con esperanza y
nunca desprovista de memoria. A la sensibilidad antoniomachadiana le bastaba
darse cuenta de las realidades de su España, y la vida le servía de espejo reflejante
con exactitud, y a esas imágenes y reflejos él les daba su adhesión en lenguaje de
educador esperanzamiento, sus ansias socio-culturales de educación y formación.
Como apoyo de cuanto queda dicho en este trabajo, he aquí algunas oportunas
referencias, con las que ya hay en el texto como dije, formándose un abanico de
pluralidades que las refrendan, la voz del poeta y de sus otros yo, la voz de lo ideo­
lógico aunque diseminado y sin pretensión de que se recogiese en un manual de
educación; parece ensimismarse en que el mundo exterior tiene realidad si el hom­
bre la inventa y la transforma, igual que su concepto de amor insistente pese a
todo:

Todo amor es fantasía,


él inventa el año, el día,
la hora y su melodía,
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.
(Cf. “Canciones a Guiomar”)

El poeta piensa en España, en regenerarla, incluso aunque no tenga prueba


palpable y concreta del carácter de su régimen social-político-cultural, quizá her­
mosura de la idealización utópica, pero no lo fue aquella Segunda República año­
rada, y que él persigue como nube huidiza, y eso aunque, como el amor absoluto
y prometedor, no haya existido nunca. Por eso era preciso buscarla, inventarla, la
estampa de una España con pueblo más y mejor formado, y con su obra poética
siempre dispuesto a cambiar las cosas aunque en apariencia no se lograsen vencer,
aunque no se cambiasen y se conservaran sus estructuras enmohecidas y “loyolia-
nas” como dijo y yo señalé en el curso de este estudio. Con las potencias del sueño
despierto como bandera actúa, en hondura, la intuición del poeta, concediendo así
una inalterable duración a su sed formativa, lo intensamente soñado siempre es
eficaz y enseña, educa, es visión con la libertad en los latidos, educación a ratos
intransferible, el soñar despierto que nunca cesaba de acosarle desde la soledad:
Responde a mi pregunta: ¿con quién hablo? (cf. Nuevas canciones). Pero el
poeta oye, no se encamina hacia el vacío y la ceniza oscura, sueños que confluyen
con los de Unamuno, educación de la preocupación por España, y que es historia
y es pueblo y es individualidad, su temática más enjundiosa y constante. El hom­
bre y lo geográfico, recordándose a Lope de Vega en Fuenteovejuna y poeta de
dilección para Antonio, Machado quien, al nombrársele hijo predilecto de Soria,

244
escribe una carta de agradecimiento: “Nada me debe Soria... yo le debo el haber
aprendido en ella a sentir a Castilla, que es la manera más directa de sentir a Espa­
ña.” Se amplía el paisaje a lo humano y dice: “Todo lo que se defiende como privi­
legio es generalmente muerto.” “Que las masas entren en la cultura no creo que
sea la degradación de la cultura”, “No creo que el ambiente (el español) de hoy
sea de mayor incultura que el de hace 20 años, por ejemplo”, “La poesía jamás
podría tener un fin político, y en general el arte" (cf. entrevista en “El Sol”,
noviembre 1934, Madrid).
Lo utópico es lo específicamente fraterno, la semilla ética de vivir como digni­
dad del hombre, y todo se concentra en “Nadie es más que nadie, como se dice por
tierras de Castilla” (cf. “Notas” de Juan de Mairena).
Lo educativo en su frente de lucha contra la ignorancia y el orgullo y la sus­
ceptibilidad. ¿No es esplendorosa luz la ofrecida por el sueño igualitario de la fra­
ternidad? Una creencia que, sin rehusar el escepticismo, tampoco ceja en su
intento de descartar la dejadez y la pasividad. El poeta, sin proponérselo, apunta
normas para una educación activa y muy honda. Y sin ser muy generalizada, hay
una frase suya que lo recuerda, la luz y el espejo y la autenticidad: “Toda incom­
prensión es fecunda, siempre que vaya acompañada de un deseo de comprender”
y es porque “el hombre ama la verdad”, es lo que el poeta resalta siempre: “Nunca
un gran filósofo renegaría de la verdad, si, por azar, la oyese de labios de su barbe­
ro.” Lo verídico que tiene raíz en lo popular, y junto a esas notas mairenianas, la
idea se completa estipulando que un poeta (y un español) por el mero hecho de
serlo, lúcido y soñante muy despierto, “necesita saber cómo en España casi todo
lo grande es obra del pueblo o para el pueblo, como en España lo esencialmente
aristocrático es, en cierto modo, lo popular”, prolongándose en su vieja creencia:
“Estas palabras pretenden justificar mi fe democrática, mi creencia en la superiori
dad del pueblo sobre las clases privilegiadas”, y su visión se amplía, iluminándose
él mismo: “Deseoso de escribir para el pueblo, aprendía de él cuanto pude...
Escribir para el pueblo es, por de pronto, escribir para el hombre de nuestra raza,
de nuestra tierra, de nuestra habla... Y es mucho más... porque nos obliga a reba­
sar las fronteras de nuestra patria, es escribir también para los hombres de otras
razas, de otras tierras y de otras lenguas... Es el milagro de los genios de la pala
bra” (cf. “Hora de España”, julio 1937). Aquí restalla la magia de un ecumenismo
laico, la fe antoniomachadiana en ser síntesis del yo de su pueblo en comunión de
fraternidad universal, es la ciudadanía de nuestro mundo, una suprema dedicación
de la educación con pedagogía muy humana en enseñanza radical y esencialmente
activa. Poco importa el ritmo, aunque es deseable que se imponga, en ese caso que
es objetivo final, la celeridad educadora. El poeta cree que su modo de pensar
lleva implícito que “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto
que el valor de ser hombre” y entonces siente que no se acalla su venero de trans­
misión cultural, cree que “defender y difundir la cultura es una misma cosa:
aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”. Y hasta pro­
pone su método: “Despertando al dormido. Y mientras mayor sea el número de
despiertos...” Brota una trilogía de principios socio-filosóficos para educar: “En­
señad al que no sabe; despertad al dormido; llamad a la puerta de todos los cora­
zones, de todas las conciencias.” Se expresa su desdén hacia el señoritismo cul­
tural, y vuelve a las andadas, a la creencia que con pasión le lleva al crear más

245
arraigado en el terruño de España popular: “Existe un hombre del pueblo, que es,
en España, al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca
del hombre universal y eterno” (cf. “Hora de España”, agosto 1937). Es su
ofrenda a la cultura y que la educación de la fraternidad desparrama, vía educativa
de desnudez máxima, y en este texto se lee lo que pudiera ser depuración excelsa
de su confianza: La cultura ni proviene de energía que se degrada al propagar-
TéTni es caudal que se aminore al repartirse; su defensa, obra será de actividad
generosa que lleva implícitas las dos más hondas paradojas de la ética: sólo se
pierde lo que se guarda, sólo se salva lo que se da.”
En un friso antoniomachadiano podrían grabarse ecos de su sensible temblor
hacia el hombre y hacia el pueblo: la conciencia de su tesonera educación:

creo en la libertad y en la esperanza


y en una fe que nace...
(cf. “Elogios”, “Envío”, [a Azorín]
Tras el vivir y el soñar
está lo que más importa:
despertar.
(cf.: “Proverbios y cantares”, LUI)

246
ANTONIO MACHADO: UNA LECCION MAGISTRAL
DE ESPERANZA

Luis Miravalles
I. B. "‘Pinar de la Rubia’’
(Valladolid)

Introducción

En este siglo XX, donde parece que se ha olvidado la razón, donde el hombre
ha perdido la noble y alta voluntad de sufrir junto al deseo ferviente de querer
hacer algo por los demás, y donde se ha perdido sobre todo el entusiasmo, sólo
podremos buscar remedio echando mano de los maestros de la razón y del trabajo
desinteresado, uno de los cuales es nuestro inolvidable autor Antonio Machado,
que no practicó la vida social a la manera y uso en que otros suelen practicarla,
sino que prefirió proyectar la gran lección — tan necesaria hoy en día— de su vivir
en silencio y tenaz trabajo. En una de sus cartas a Juan Ramón Jiménez, escrita en
1903, nos dice: “Creo en Ud., creo en mi hermano, creo en cuantos hemos vuelto
la espalda al éxito, a la vanidad, a la pedantería, en cuantos trabajamos con núes
tro corazón.”
No aspiró a ningún honor, a ninguna popularidad:
“Huid de escenarios, pulpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis con­
tacto con el suelo, porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatu­
ra” (J.M.I. VI) ...y, paradójicamente, pocos autores habrán alcanzado tanta divul
gación como él.
Hoy, cuando más que nunca se suele pensar no en aquella profesión o en
aquella carrera donde se pueda ser más útil al prójimo, sino en la que se conquis­
tará más posición social económica; hoy. cuando se piensa antes en la casa lujosa,
en el automóvil del último modelo y en la vida brillante de sociedad; hoy, cuando
padecemos tremendamente ese mal tan contagioso de apetencia desmedida de
derechos frente a una debilidad enorme en el sentimiento del deber, es precisa­
mente cuando más necesitamos la presencia moral de este gran hombre, porque
cada generación busca ansiosamente, por instinto, lo que más necesita, y es purifi­
cada por aquellas personas que más la contradicen.
El mundo se ha vuelto sobremanera irreflexivo. Soñamos despiertos con un
golpe de suerte que nos ayude a remediar todos los males, olvidándonos de que la
virtud de nuestro éxito reside en el trabajo.
Muchos, deslumbrados por el elemento del poder, del bienestar, quieren sal­
tar por encima de todo aprendizaje riguroso. Esta ambición es tan sólo el deseo de

247
superar a los demás y de satisfacer la propia vanidad. Se quiere llegar a una cum­
bre, a destacar —lo más pronto posible —, pero no para ayudar y ser útil, sino para
disfrutar egoístamente de la vida sin ofrecer nada a cambio.
Nos falta, pues, humildad, sencillez, generosidad, bondad y sobre todo entu­
siasmo.
Si como dijo G. Marañón, “todo entusiasta es un hombre bueno”, es innega­
ble que uno de los mejores legados para nuestro angustiado e indiferente siglo es
la bondad, la humildad y el entusiasmo presentes en toda la biografía de nuestro
autor.

Su silencio y cavilar: rasgos esenciales de su carácter

No vamos a trazar ahora, paso a paso, minuciosamente, ni su vida ni su obra.


Aquí se trata, únicamente, de fijarse en aquellos aspectos singulares y significati­
vos de su personalidad, los rasgos que nos han dejado la huella perenne de su
magistral lección.
Tal vez lo que sabemos de las costumbres cotidianas de Antonio Machado
podría despacharse en unas pocas líneas. Todos los que le conocieron coinciden en
presentarle con análogos rasgos: de figura corpulenta y bonachona, destacando su
silencio y su cavilar como constantes de su carácter.
De sus costumbres personales quedan las impresiones que lo confirman:
Cuando no estaba sentado leyendo un libro, paseaba y paseaba, cavilando... “An­
tonio piensa, estudia, pasea”1, constantemente, sin descanso.
Ya nos podemos imaginar que tal personalidad no resultaba precisamente un
imán para las multitudes, lo que naturalmente jamás impidió que fuera suma­
mente cortés con cualquier demandante de su ayuda. Era consciente de que no era
lo que se dice un hombre de relaciones públicas, un hombre de mundo, dado que
siempre estaba absorto en sus libros y por lo tanto distraído.
Tal vez Machado recordaba bien lo que San Bernardo había dicho sobre las
clases de saber:
“Muchos desean el saber sólo por saber: eso es curiosidad. Otros, desean
saber para hacerse visibles, esto es vanidad. Hay quien desea la Ciencia para ven­
derla por dinero, honores o dignidad. Ello es comercio. Algunos desean la sabidu­
ría para salvarse a sí mismos. A esto se le llama prudencia. Otros aman la sabidu­
ría para entregarla y salvar a los demás.” Machado amaba el saber para entregarlo
a todos, con generosidad y desprendimiento.
Algunos podrían afirmar que Machado era lo que hoy entendemos por un
hombre con la mente “a pájaros”, y aburrido; sin embargo, no fue en manera
alguna un hombre vacío, sino profundo, siempre en estado permanente de pensar.
Cierto que para el que sólo aspira a vivir vegetativamente sin más aliciente, el
pensar sí es algo muy aburrido. Para el que la vida sólo consiste en producir y con­
sumir, poniendo su única meta en traducirlo todo materialmente a dinero, pensar
es cosa de ociosos.
Mas, ¿cómo se puede hacer comprender al hombre que gime por sus negocios o
sus rentas que lo primero que hay que hacer es enseñar a pensar a los pueblos? Y,
sin embargo, la historia del ser humano es un desarrollo, en definitiva, del pensar.

248
En épocas relajadas, críticas, es cuando el hombre, momentáneamente, se
vuelve irreflexivo y se deja llevar por el vértigo del consumo, del despilfarro. En
estos tiempos, el pensador está de más, es un “aguafiestas”, olvidándose de que el
pensar viene a ser el único instrumento eficaz que puede ayudar al hombre a inter­
pretar y digerir el laberinto cultural que la vorágine del progreso echa actualmente
sobre las espaldas de su mente casi neurótica a fuerza de tanta técnica y dinamismo.
Hay que comprender de una vez que el legado de Antonio Machado es algo
impagable, porque un rato de diversión se puede comprar, un préstamo se puede
devolver, una prenda se puede pagar; pero una orientación, un buen razona­
miento —y lo es el de todo auténtico maestro— no se compran, no son cotizables.
Por encima de su apariencia meramente externa, y más aún por encima de sus
silencios y distracciones, acaso hoy tan ajenos al modo de vivir del presente, nues­
tro autor sigue dándonos una lección de pensar y de auténtico vivir, en el sentido
más profundo.
¿Cómo puede ser tachado de distraído un autor que propone como norte de
sus preferencias la inteligencia crítica, la libertad y la esperanza?..., todo eso que
deberíamos tener tan presente los que nos dedicamos a la docencia, tanto alumnos
como profesores, precisamente por su permanente actualidad.
Si hubiera que resumir su peculiar forma de existir, su talante que diría Aran-
guren, bastarían tres palabras: bondad, modestia y trabajo. Y estos rasgos perma­
nentes son específicamente ginerianos, aprendidos cotidianamente al contacto con
la Institución Libre de Enseñanza, desde los ocho años, edad tal vez la más propi­
cia para cimentar los ideales de toda una vida, y constituir toda su futura perso­
nalidad.
Estos rasgos fueron tomados, sin duda alguna, del ejemplar maestro Giner de
los Ríos, cuya enseñanza nos resume en la copla

Despacito y buena letra:


el hacer las cosas bien
importa más que el hacerlas.
(CLXI. Proverbios y cantares XXIV)

Pero como no se trata —ya lo hemos dicho— del llevar a cabo una cronología
exhaustiva de sus hechos, sino de resaltar su peculiar manera de estar en el mun­
do, sólo nos fijaremos en aquellos testimonios más cercanos que nos ayuden a
completar su semblanza, de modo que podamos concluir con claridad meridiana
cuál ha sido su lección magistral.

Los testimonios más cercanos al poeta

En septiembre de 1907, obtenida la cátedra de Francés del Instituto de So­


ria, se hospedará hasta diciembre en la pensión de don Isidro Martínez Ruiz,
en la calle del Callado núm. 542. Don Antonio —dirá su patrón— era un hom-
brachón con alma de niño. Silencioso y retraído, pero hombre bondadoso y ex­
quisito.”
En Soria, durante cinco años, dará clases, paseará, leerá y escribirá sin tregua.

249
Tras la muerte de su joven esposa, Leonor, en agosto de 1912, pedirá el tras­
lado y pasará en Baeza seis años. Se acentúa su mutismo. Nos lo recordará así un
alumno de entonces: “Todavía le recuerdo, apoyado con sus dos manos en su
cayada, como tantas veces, llenos los ojos de lejanía: inmóvil, en la presencia
ausente de una estatua viva.”3
Machado escribe a Unamuno desde Baeza, en 1914: “Yo sigo en este pobla-
chón moruno, sin esperanzas de salir de él, es decir, resignado, aunque no satisfe­
cho. En los concursos saltan por encima de mí, aun aquellos que son más jóvenes
en el profesorado y no precisamente a causa de su juventud.”4.
Con ocasión de otro traslado, esta vez a Segovia, en 1919, Juan Ramón Jimé­
nez nos ha dejado una descripción singular de Machado: “Sólo veo que viene
dando la vuelta al torreón por la antigua, roja vereda yerbosa, difícilmente, como
si no quisiera pisarse las florecillas del cielo silvestre que se le deben venir cayendo
de la fantasía”... “Lo mismo que el ordenado músico patético, se pasea Antonio
Machado, ‘orillas de la mar’, por los trasmuros de sus ciudades terrosas (Soria,
Madrid, Baeza, Segovia), pesado, lento de un lado y altivo del otro, seguido con
un libro deshecho en la mano, ausente siempre de su tránsito monótono.”5
En Segovia vivirá desde 1919 hasta 1932 en una fría habitación de una pensión
modesta. La habitación está atiborrada de libros, periódicos y papeles. Pablo de
Andrés Cobos, un contertulio segoviano, nos cuenta cómo eran allí sus días: “Pa­
saba las mañanas en el Instituto; iba a la tertulia del café después de la comida;
daba frecuentes y a veces largos paseos por las afueras de la ciudad, y leía, leía, o
rumiaba poemas, en versos, o prosas, antes y después de la cena, en la soledad de
su alcoba, ‘celda de viajero’.”6
Sobre aquella celda de viajero, nos añade Mariano Grau, otro amigo segovia­
no: “Evoco su figura en aquella franciscana habitación, que los libros, periódicos
y papeles cubrían casi por entero; libros en las sillas, en la mesa, en el suelo, en la
cómoda, en los rincones, hasta en la misma cama. Libros cuyas hojas, en su mayor
parte, habían sido separadas con los dedos y ostentaban las barbas de la impacien­
cia en flecos desiguales.”7
A fines de 1931 marcha a un instituto de Madrid. Sentado en los rojos divanes
de los cafés escuchará, observará, leerá. Apenas habla; ha envejecido, fuma cons­
tantemente, pero sigue constante en su lección.
Evacuado de Madrid, en noviembre de 1936, irá Machado a vivir junto con
su anciana madre al pueblecito de Rocafort. Nos queda el recuerdo de su her­
mano José: “Se quedaba todas las noches ante su mesa de trabajo, y, como de
costumbre, rodeado de libros. Metido en su gabán desafiaba el frío escribiendo
hasta las primeras horas del amanecer, en que abría el gran ventanal para ver
la salida del sol. En estas largas noches invernales trabajaba, trabajaba sin ce­
sar..., se quedaba absorto y como mirando a una lejanía que no fuera ya de este
mundo... Entonces sólo su presencia corporal, podía hacer creer que se hallaba
allí... Tan enfrascado estaba en su pensamiento. ... Casi se podría decir que se le
veía pensar.”8
Hemos elegido tan sólo algunos pocos testimonios, porque reseñar todos los
que existen sería una repetición interminable de opiniones muy semejantes.
Reagrupando aquellos conceptos que de algún modo pueden considerarse
como sinónimos, prevalecen dos o tres rasgos: ausente (absorto, silencioso, inmó­

250
vil), bondadoso (alma de niño, todo corazón) e infatigable trabajador ajeno a toda
clase de comodidades, ambiciones y vanaglorias.
Antonio Machado ha sido, pues, eminentemente un ser “muy humano”. Esto
que aparentemente parece una mera perogrullada no es tal, porque cuando deci­
mos de un hombre que es muy humano, nos estamos refiriendo a todo lo que tiene
relación con los sentimientos más nobles y generosos, aludimos a la parte más
noble y elevada de la especie humana: el razonamiento, la exquisita bondad y el
trabajo constante.
Y aunque seamos optimistas a ultranza hemos de reconocer que estas cualida­
des no son tan frecuentes, como deseáramos, en el género humano.
Su muerte pasó casi inadvertida, como su vivir; pero no debemos permitir que
ese lento y silencioso caminar nos haga pasar desapercibidas esas palabras dichas
a sus jóvenes estudiantes, que ignorando —como casi siempre— la importancia de
su profesor, y tal vez, indiferentes al contenido de las palabras, se mofaban de su
atuendo, sin apenas oírle ni escucharle: “Vosotros sabéis que yo no pretendo ense­
ñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el
barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes.” (J. M. I,
pág. 190.) “De ningún modo quisiera yo educaros para señoritos, para hombres
que eludan el trabajo con que se gana el pan. Hemos llegado ya a una plena con­
ciencia de la dignidad esencial...; y de todo privilegio de clase pensamos que no
podrá sostenerse en lo futuro”... “Sabed que la patria no es una finca heredada de
vuestros abuelos..., es algo que se hace constantemente y se conserva sólo por la
cultura y el trabajo.” (J. M. II, p. 62.)
Don Antonio, el Bueno, le ha llamado Camilo José Cela, añadiendo: “porque
fueron muchos los aprendizajes que nos legó y uno, el de su franciscana humildad,
el que nos empecinamos en no querer entender.”
Pero el mundo actual considera la humildad como una debilidad, como una
flaqueza. El funcionalismo ha sustituido la civilización de tipo contemplativo, el
estudio, por una civilización de tipo industrial y activista. Hoy se exalta la acción
en las costumbres, la rapidez, lo práctico, en detrimento de la contemplación y de
la humildad, porque éstas se identifican con lo pasivo. Y es justamente lo contra­
rio, porque es una actividad superior, interiorizante, en la que el ser humano se
exalta en la dirección de lo más específicamente humano: la belleza, el ensueño,
la verdad, el bien y la ironía, mientras que la acción vierte al hombre hacia fuera
de sí mismo en lo material que con su energía transforma, pero en cuyo siervo se
convierte: “La gracia está en pararse a ver, a contemplar, a meditar, en consa­
grarse un poco a las actividades quietistas. Quiero decir con esto que no pretendo
educaros para hombres de acción, que son hombres de movimiento, porque estos
hombres abundan demasiado. El mundo occidental padece plétora de ellos”...
(J. M. II, p. 71.)
El activismo, por otra parte, tenso y violento de la civilización actual, debe su
origen y persistencia a la huida de sí mismo, de la que habla Pascal. Ahora nadie
se pregunta el porqué el hombre es hombre. Sería una pregunta casi sin sentido:
“El hombre moderno huye de sí mismo, hacia las plantas y las piedras, por odio a
su propia animalidad, que la ciudad exalta y corrompe” (J. M. I, p. 125).
La materia transformada por el hombre ha transformado completamente a su
vez en materia al hombre funcionalizado, hasta el punto de que sólo la perfección

251
material le parece deseable. De ahí que la actividad de pensar será eliminada en
provecho de la actividad de movimiento.
Este imperialismo funcional descoyunta así la naturaleza humana y es origen
de todas las decadencias. Sólo cabe una solución: la humildad. “Nuestra misión es
adelantarnos —decía Machado— por la inteligencia a devolver su dignidad de
hombre al animal humano.” (J. M. I, p. 171.)
Machado supo descubrir —con su forma de vivir— el mensaje más valioso para
el futuro - la necesidad de la modestia desde nuestras carencias de seres limitados.
Desde la actual mentalidad tecnológica y materialista, el hombre se olvida del
espíritu superior. Confiados en el poder de la ciencia, estamos rechazando la
última realidad, convencidos ciegamente de que todo puede hacerse y marchar sin
lo divino.
La pasión de vivir nos invade. Nos queremos quitar de encima la desesperación
a toda costa, la soledad, el silencio... y, sin embargo, caemos hoy más que nunca en
todo lo que deseamos evitar. Estamos ya en la era de inaugurar una nueva forma de
transformación dirigida por nosotros mismos. Pero debemos comprender que te­
nemos la misión de continuar un progreso de naturaleza espiritual, sin nihilismos.
Tengamos siempre esperanza, alguna esperanza. El hombre siempre ha nece­
sitado del mito para explicar su existencia y conocer su destino. Necesitamos,
como parte sustantiva de nuestra existencia real, la existencia del misterio.
Así lo comprendió Machado:

El alma del poeta


se orienta hacia el misterio.
Sólo el poeta puede
mirar lo que está lejos
dentro del alma, en turbio
y mago sol envuelto.
(Galerías LXI, O. C., p. 472)

En la vida de Machado no hay apenas acción épica: es un continuo ir de ciudad


en ciudad, con resignación, aunque no con satisfacción, como él mismo nos dice.
Leer y leer, escribir y escribir, pasear y pasear, esta es su vida. No hay más
remedio que ser redundante, pero es que, como nos insiste Giorgio Strehler (di­
rector del Piccolo teatro): “Hay cosas que deben ser dichas, por más que ya se
conozcan”, para que nunca olvidemos su magistral lección:

Si no nos dejó hazañas,


harto consuelo nos dejó
con su palabra de bien.

Análisis grafopsicológico de A. Machado9

(Sobre una carta a Guiomar.)


Aunque no podemos, por el momento, presentar un análisis grafopsicológico
pormenorizado y profundo de nuestro autor, puede resultar al menos complemen­

252
tario analizar aquellos rasgos de su escritura a través de los cuales verifiquemos
con claridad las cualidades que hemos considerado anteriormente.
Su escritura, bastante ligada, homogénea, simplificada (carente de adornos
superfluos), ancha y espaciada, tanto entre palabras como entre líneas, es propia
de autores que conjugan la intuición con la lógica, el ensueño con la realidad, y
que actúan sistemáticamente:

Entre el vivir y el soñar


está lo que más importa.
(S. XXXIV)

El predominio de su letra curva, con terminaciones abiertas y en arco, indican


bondad, dulzura de carácter y amplia generosidad.
Se observan asimismo algunos signos concretos muy significativos, como el
bucle de la “d”, claro indicio de su actividad creadora, llevada a cabo con firme
voluntad e independencia, dada la marcada, con potencia, y alta situación de la
barra en la “t”.
“No obstante parecer en muchas ocasiones hasta débil de carácter, era sólo
apariencia, pues en las cosas fundamentales nunca dejaba de hacer lo que se pro­
ponía. No fue jamás dominado por nada ni por nadie” (José Machado: “Ultimas
soledades del poeta Antonio Machado”, pág. 48).
La abundancia de hampas y sobre todo de jambas, partes salientes de la “p, j,
y”, confirman esos deseos de independencia, pero a la vez la inclinación por la vi­
da real, por la conciencia del deber. Se diría que frente al concepto en que se le ha
tenido de hombre absorto y ensimismado, en el fondo era plenamente consciente
de su entorno: “El corazón y la cabeza no se avienen, pero nosotros hemos de to­
mar partido. Yo me quedo con el piso de abajo.” (Los Complementarios, p. 180.)
La leve inclinación hacia la derecha, así como la ligera oscilación en la marcha
general de sus líneas y la alta situación y también hacia la derecha del punto en la
“i”, señalan su afectividad a lo más próximo, como lo revela, además, la menor
altura en el último tramo de la “m” y su firma muy cercana al texto y muy a la
derecha, signo evidente de extrema cordialidad, y a la vez de la necesidad de
afecto más cercano que social:

No es el yo fundamental
eso que busca el poeta,
sino el tú esencial .
(CLXI. Proverbios y Cantares XXXVI)

Sin embargo, su letra enlazada, y las vocales cerradas en general, indican


cierta prudencia y reserva en la comunicación de sus más íntimos sentimientos:

No extrañéis, dulces amigos,


que esté mi frente arrugada.
Yo vivo en paz con los hombres
y en guerra con mis entrañas.
(CXXXVI. Proverbios y Cantares XXIII)

253
NOTAS BIBLIOGRAFICAS
1. M. PEREZ FERRERO: Vida de Antonio Machado y Manuel, Madrid, 3.a ed., Espasa-Calpe
(Austral), 1973, p. 76.
2. Cuadernos para el Diálogo, Extra XLIX, nov. 1975, p. 9.
3. R. LAINEZ ALCALA: “Recuerdo de Antonio Machado en Baeza. 1914-1918”, en R. Guitón y
A. W. Phillips: Antonio Machado (serie “El escritor y la crítica”), Madrid, Taurus, 1973.
4. A. MACHADO: Los Complementarios y otras prosas postumas, B. Aires, Losada, 1957, p. 170.
5. J. R. JIMENEZ: Españoles de tres mundos (1914-1940), B. Aires, Losada. 1942.
5. P. de ANDRES COBOS: Antonio Machado en Segovía. Vida y obra, Madrid, Insula, 1973, p. 15.
7. M. GRAU: Homenaje a Antonio Machado, Segovia, Academia de H.a y Arte de San Quirce,
1968, y en Pablo de ANDRES COBOS, op. cit., p. 21.
8. J. MACHADO: Ultimas soledades del poeta Antonio Machado, Madrid, Forma Ediciones, S. A.,
1977,p. 73.
9. L. MIRAVALLES: Grafología Pedagógica, I. C. E. Universidad de Salamanca, 1986.
Las obras de A. MACHADO: Juan de Mairena I y II se refieren a las editadas por Losada,
B. Aires, 3.a ed., 1957; el resto siguen las Obras Completas, Espasa-Calpe, 1988.

254
JUAN DE MAIRENA
(Y OTROS APOCRIFOS)
LOS APOCRIFOS DE ANTONIO MACHADO
Y LOS HETERONIMOS DE FERNANDO PESSOA,
FRENTE A FRENTE

Rafael Bellón
I. B. de Ubeda

“¿Pensáis que un hombre no puede llevar dentro de sí más que un


poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno”.
(Antonio Machado. “Juan de Mairena”)

“El único prefacio a una obra es el cerebro de quien la lee”. (Fer­


nando Pessoa. “Esbozo de un prefacio para el cancionero de Alvaro
de Campos”).

Seguramente no hay género literario tan odioso (con haberlos que lo son
mucho) como éste de las ponencias y comunicaciones, la literatura acerca de la
literatura, que la mayoría de las veces anticipa la conversión en tumba de voz o
letra muerta de aquello que tal vez pudiera ser todavía palabra viva y genuino
conocimiento.
Pero puesto que los amables organizadores de este Congreso así lo piden,
heme aquí —también humilde profesor de un Instituto rural— dispuesto a ejercer
el duro oficio de la crítica literaria y el comentario de textos, con la esperanza de
que el tema elegido pueda resultar de algún interés o estímulo para alguien, al
menos por no haber tratado de ser simple resumen o mera repetición de lo ya pen­
sado y escrito por otros.
Pues hasta la fecha no conozco, en la ya inabarcable bibliografía que sobre
estos dos autores existe, un solo estudio monográfico que analice las posibles
semejanzas y diferencias entre la creación de los apócrifos de Antonio Machado y
los heterónimos de Fernando Pessoa1. Por eso me atrevo a intentarlo en la medida
de mis posibilidades y contribuir así al proceso de aproximación y explicación de
la teoría y práctica del apócrifo y de la heteronimia como estrategia literaria.

1. El origen de los apócrifos y la génesis de los heterónimos

Tanto los apócrifos de Machado como los heterónimos de Pessoa parecen ser
producto de una época y el resultado de un procedimiento literario que tiene sus

257
precedentes a principios del siglo pasado. Friedrich von Schlegel como teórico en
sus “Atenaums-Fragmente”, y Sëren Kierkegaard con sus pseudónimos filosóficos
“Climacus”, “Anti-Climacus”, “Constantine Constantins”, “Johannes de Silen-
tio”, “Vigilius Hanfriensis”, “Frater Taciturnus”, etc., suponen los comienzos de
la inspiración romántica de lo apócrifo y la heteronimia por su valoración de lo
relativo y del sujeto que tiene a la fragmentación y a la escisión. Schlegel dibuja el
movimiento de la ironía romántica como el resultado de un espíritu que en cierto
modo contenga en sí una pluralidad de espíritus y todo un sistema de personas2. Y
Kierkegaard se desdobla en varios autores por la necesidad, según afirma él mis­
mo, de mantenerse imparcial e impasible ante el desarrollo de su pensamiento dia­
léctico.
Partiendo de este concepto de pseudónimo (“Fernán Caballero”, “Clarín”,
“Azorín”, por citar sólo ejemplos de la literatura española) muchos escritores se
han ocultado bajo un nombre de circunstancias. Sin embargo, los apócrifos y hete-
rónimos resultan más complicados y necesitan en mi opinión de tres factores inex­
cusables para constituirse como tales: un nombre falso, una biografía imaginaria y,
sobre todo, un estilo propio.
Hasta su plasmación definitiva, en nuestro siglo otros autores de distintos paí­
ses y géneros literarios han sentido de una forma u otra esta necesidad de desple­
garse en diferentes personajes. Este es el caso del famoso dramaturgo italiano
Luigi Pirandello, de ciertas prosas del poeta francés Paul Valéry, de las novelas del
también francés —de origen norteamericano— Julien Green, o del argentino
Jorge Luis Borges, empedernido creador de ficciones apócrifas, y su compatriota
Adolfo Bioy Casares, de cuya amistad y empresa literaria en común nació Hono­
rio Bustos Domecq, creador de numerosos cuentos policíacos.
Pero también en la literatura portuguesa y española hay ejemplos cercanos
que seguramente influyeron sobre Pessoa y Machado. Los más ilustres son, sin
duda, José María Eça de Queirós y Miguel de Unamuno. El primero autor de “O
primo Basilio”, “Os Maias” y “A ilustre casa de Ramires” entre otras obras funda­
mentales de la literatura portuguesa, con “La correspondencia de Fradique Men-
des” (1900) llevó a cabo un primer claro intento fallido de heterónimo. Unamuno.
en quién el angustioso problema de la identidad personal da paso al de la persona­
lidad múltiple, se autoproyecta en personajes apócrifos que en ocasiones siguen
viviendo mucho después de finalizar el papel.
Uno de ellos es don Fulgencio Entrambosmares, que comenzó su vida como
personaje de “Amor y pedagogía” (1902) y que reaparece varias veces en distintos
ensayos de Unamuno como persona que habla por cuenta propia —en ocasiones,
con un grupo de alumnos— entre 1912 y 1915. A don Fulgencio se le atribuye el
ser autor de un “Tratado de cocotología” y de otro al parecer difícil libro: “Ars
Magna combinatoria”. Además, se da el hecho curioso de que alguna de las frases
que Unamuno pone en boca de Entrambosmares en 1902 las repetirá como suyas
en “Del sentimiento trágico de la vida” (1913).
Otros pre-apócrifos pueden ser Víctor Goti y Augusto Pérez, prologuista-per­
sonaje y protagonista agónico de “Niebla” (1914), “nivola” en que este último,
intenta escapar de su fin, rebelándose contra su propio autor3.
Por último, y por citar otro ejemplo muy diferente, Rafael, el poeta román­
tico de las rimas de “Teresa” (1924) —dos años antes de que apareciesen publi­

258
cados los primeros poemas de “Abel Martín” — que compone una poesía amorosa
muy otra que la de don Miguel.
La obra de Unamuno, posee, en efecto, múltiples intuiciones que han sido
desarrolladas después por otros. Esta puede ser otra de ellas. Pero así como no
cabe la menor duda de la influencia y presencia de Miguel de Unamuno en la poe­
sía y prosa de Antonio Machado, resulta muy discutible el grado de convenci­
miento que Fernando Pessoa pudiera tener del pensamiento del rector de Sala­
manca. aunque sí consta cierto interés y curiosidad de los inspiradores de la revista
“Orpheu” por el intelectual español que más y mejor ha escrito sobre el paisaje y
el talante del pueblo portugués4.
Sin embargo, parece obligado reconocer aquí que en la biblioteca de Pessoa
(al menos, la conservada tras su muerte) el apartado español es prácticamente ine­
xistente. La mayor parte de la docena de libros que lo componen fueron enviados,
con toda seguridad, por sus autores a través de alguna de las revistas en que cola­
boró o fue director.
Por ello se deduce que al igual que su poesía era totalmente ignorada en la
España de aquel entonces, tampoco Pessoa conoció a fondo la literatura española
contemporánea ni, por supuesto, la obra poética y filosófica de Machado. Lo que
a mi juicio hace aún más sugerentes e interesantes las coincidencias entre los dos
poetas. Pues no sólo inventan, cada uno por su parte, apócrifos y heterónimos,
sino que los hacen nacer y morir en fechas precisas y establecen entre ellos jerar­
quías y dependencias parecidas.
En este sentido está claro para Machado que Abel Martín, nacido en Sevilla
en 1840 y muerto en Madrid en 1898, fue el maestro indiscutible de Juan de Maire-
na, sevillano de 1865 que murió en 1909 en el pequeño y desconocido pueblo de
Casariego de Tapia. Abel Martín es un filósofo trágico que no nos habla directa­
mente. Se sabe su pensar por lo que Mairena nos dice que “decía”. Es, pues, un
apócrifo de un apócrifo, o apócrifo en segundo grado.
Su pensamiento metafísico es romántico, con un extraño, y a veces amargo,
erotismo. Su discípulo Juan de Mairena es un Sócrates andaluz. Fia de destruir
todas las creencias recibidas a través de la lógica y la retórica, para abrir caminos
y campo para nuevas creencias. Posee una mayor voluntad de diálogo y la práctica
con sus alumnos y con Jorge Meneses, superapócrifo inventor de una máquina
de trovar.
Por lo que respecta a Pessoa, nadie mejor que él para explicarnos esta interre­
lación, tal y como lo hace en su “Tabla bibliográfica”, publicada en el número die­
cisiete de la revista “Presenca”, de diciembre de 1928, página LCP: “Las obras hete-
rónimas de Fernando Pessoa están hechas hasta ahora, por tres nombres de perso­
nas: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos. Estas individualidades
deben ser consideradas como distintas de su autor. Forma cada una una especie de
drama; y todas ellas juntas forman otro drama. Alberto Caeiro, al que se consi­
dera nacido en 1889 y muerto en 1915, escribió poemas con una, y determinada,
orientación. Tuvo por discípulos —procedentes, como tales, de diversos aspectos
de esa orientación— a otros dos: Ricardo Reis, al que se considera nacido en 1887
y que separó de aquella obra estilizándolo, el lado intelectual y pagano; y Alvaro
de Campos, nacido en 1890, que separó de ella el lado, por decirlo así, emotivo,
al cual llamó “sensacionista”, y que —ligándolo a influencias diversas entre las que

259
predomina, aunque por debajo de la de Caeiro, la de Walt Whitman— produjo
diversas composiciones, en general de índole escandalosa e irritante, sobre todo
para Fernando Pessoa, que, a pesar de todo, no tiene más remedio que escribirlas
y publicarlas, por más que discuerde con ellas”.
AI inventar el discurso de Caeiro dice Pessoa que “apareció en mí mi maes­
tro”, un campesino que ha vivido siempre en contacto con la naturaleza. Reís es
un médico que mantiene una actitud deliberadamente cultural, heredero de la filo­
sofía grecolatina. Alvaro de Campos, un ingeniero naval que no se asienta sobre
ninguna base y profesa el sensacionismo, que “difiere de todas las actitudes litera­
rias en ser abierto y no restringido", en su vertiente más vanguardista y futurista.

2. La poética y la estética

En principio puede parecer puro juego literario esta estrategia de la heteroni-


mia y la creación de mundos apócrifos. Y ciertamente tiene algo de lúdico, sobre
todo si seguimos la afirmación freudiana de que lo contrario del juego no es la
seriedad, sino la realidad, porque la única forma de que el juego sea juego de veras
es jugándolo seriamente. Pero también exige un prodigioso esfuerzo de desperso­
nalización, como lo prueba la existencia de varios apócrifos y heterónimos meno­
res, más o menos frustrados, tanto en Machado como en Pessoa.
La teoría del lenguaje que sustenta tan especial modo lírico se fundamenta en
que al hablar el nuevo sujeto inventado se constituye como otro, habla el discurso
de otro, evolucionando desde el concepto de dialogismo hacia el de pluridiscursivi-
dad o cruce de discursos.
Como ejemplo de prototipo de esta poética puede servir el poema titulado
“ Autopsicografía”:

El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que hasta finge ser dolor
El dolor que en verdad siente.

Y quienes leen lo que escribe


En el dolor leído sienten
No los dos que el poeta vive
Más sólo aquel que no tienen.

Y así por las vías rueda


Y entretiene a la razón
El tren girando con cuerda
Que se llama corazón.6

Interesa subrayar ahora, aparte de la consideración que concluye el texto de


que la creación artística tiene su verdad propia, el triple sentido que se otorga aquí
a la estética heterónima: el del fingimiento, el de la dimensión lúdica y el del con­
tenido ideológico.

260
El mismo Pessoa dio una explicación de la génesis de sus heterónimos en una
carta al poeta Adolfo Casaís Monteiro, escrita en Lisboa el 13 de enero de 1935,
donde afirma que el origen mental de los heterónimos reside en su tendencia orgá­
nica y constante a la despersonalización y a la simulación: ’‘Desde niño tuve ten­
dencia a crear en torno a mí un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos
que nunca existieron. (No sé, bien entendido, si realmente no existieron o si soy
vo el que no existo. En estas cosas, como en todas, no debemos ser dogmáticos).
Desde que me conozco como aquello a lo que llamo yo. recuerdo haber definido
mentalmente la imagen, movimientos, carácter e historia de varias figuras irreales
que eran para mí tan visibles y más como las cosas de eso que llamamos, quizá
abusivamente, la vida real”.
Por su parte Machado encuentra en lo apócrifo algo que tiene que ver con la
búsqueda de la verdad; tal vez con el deber ser: “Cuando una cosa está mal, decía
mi maestro —habla Mairena a sus alumnos—, debemos esforzarnos por imaginar
en su lugar otra que esté bien, intentemos pensar algo que esté mejor. Y partir
siempre de lo imaginado, de lo supuesto, de lo apócrifo; nunca de lo real”, leemos
en el capítulo XXIII de “Juan de Mairena”7.
Pero en la creación de apócrifos y heterónimos parece haber igualmente un
intento de solucionar el problema psicológico que consistiría en que tanto
Machado como Pessoa, desde muy pronto, sintieron la necesidad de llevar dentro
de sí no una persona, sino varias; o, dicho de otro modo: la conciencia de su perso­
nalidad múltiple.
Y tanto Pessoa como Machado se desplegaron en una serie de personajes dis­
tintos: filósofos y poetas. Pero además, no sólo un filósofo, no sólo un poeta, sino
toda una larga lista de posibles filósofos y de posibles poetas. Y a través de estos
personajes complementarios, los dos intentan entender a fondo su yo, hecho no de
una, sino de múltiples piezas.
Una afinidad más entre Machado y Pessoa. y sus respectivas teorías poéticas,
estriba en el componente dramático de que ambos dotan a sus apócrifos y heteró­
nimos. No en vano, también practicaron los dos el género no exclusivamente lite­
rario del teatro.
En otra carta del 11 de diciembre de 1931, Pessoa escribía a Joáo Gaspar
Simóes: “El punto central de mi personalidad como artista es que soy un poeta
dramático, tengo continuamente en todo cuanto escribo la exaltación íntima del
poeta y la despersonalización del dramaturgo. Vuelo otro: eso es todo”.
Buen conocedor de la literatura inglesa, Pessoa comparó reiteradamente a sus
heterónimos con los personajes de Shakespeare, lo que le permitía mantener una
relación más estrecha con ellos. Sirva como ejemplo comparativo otra cita de la ya
aludida “Tabla bibliográfica” de la revista “Presenta”. “Lo que Fernando Pessoa
escribe pertenece a dos categorías de obras, que podemos llamar ortónimas y hete-
rónimas. No se puede decir que son autónimas y pseudónimas, porque realmente
no lo son. La obra pseudónima es del autor en persona, salvo el nombre que firma,
la heterónima es del autor fuera de su persona, es de una individualidad completa
fabricada por él, como lo serían las palabras de cualquier personaje de uno de sus
dramas”.
Machado publica una parecida reflexión: “Supongamos —decía Mairena —
que Shakespeare, creador de tantos personajes plenamente humanos, se hubiera

261
entretenido en imaginar el poema que cada uno de ellos pudo escribir en su
momentos de ocio, como si dijéramos, en los entreactos de sus tragedias. Es evi
dente que el poema de Hamlet no se parecía al de Macbeth; el de Romeo serí
muy otro que el de Mercutio”.8
Con el modelo eximio de Shakespeare se observa cómo la invención de perso­
najes e idearios es algo que forma parte de una especial manera de pensar. Y eso
no sólo porque esta concepción teatral presenta una lucha de caracteres, sino por­
que cada personaje se convierte a su vez en un escenario de conflictos.
En conclusión, puede afirmarse a mi juicio que estos procedimientos poéticos
se dan tanto en las “dramatis personae” de Machado como en el “drama em gen­
te” de Pessoa. Lo mismo que coinciden en algunas orientaciones generales comu­
nes, corno el interés por la filosofía, el excepticismo radical o la ironía universal.

3. La ironía y la filosofía

La ironía es precisamente lo más opuesto al exclusivismo de cualquier actitud


humana, puesto que consiste en la relativización interna de las propias creencias.
Pessoa y Machado la practicaron interpretando la pluralidad del hombre no dentro
de una tendencia globalizadora, sino como algo completamente relativizable,
colocada en un estrado y contemplada como una comedia.
Para Kierkegaard la ironía era la forma suprema de la libertad. Schlegel,
el gran teórico de la ironía romántica, la definió como la forma de la paradoja
y el movimiento incesante que sólo es posible en aquel que contenga todo un
sistema de personas. En Machado y Pessoa estas personas son los apócrifos y
heterónimos.
El método del humor y de la ironía tiene su propia estilística, basada en el
principio de que cuando una creencia se muestra valiosa, nos anima a ensayar la
contraria. Esta es la práctica complementaria que se encuentra a menudo en los
textos de Alvaro de Campos con relación a los de Ricardo Reís y el sentido último
del “sin embargo” de Juan de Mairena, que traduce la actitud del hombre que es
incapaz de prestar una adhesión total a nada, y del “es evidente” de Abel Martín,
que éste empleaba “cuando no estaba seguro de lo que decía, o sospechaba que
alguien pudiera estarlo de la tesis contraria a la que él proponía”9.
En este aspecto, el funcionamiento teórico de los apócrifos y heterónimos se
basa a mi juicio en el hecho de que si al dialogar uno de ellos es confirmado por el
otro, entonces siente de inmediato la influencia de su tesis. De tal modo que el
asentimiento del otro no se confirma de manera alguna, sino que por el contrario
le impulsa a pensar y manifestarse de forma diferente.
Ejemplos de ello pueden ser la controversia entre Alvaro de Campos y
Ricardo Reis acerca de la poesía o el diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Mene-
ses en torno al porvenir de la lírica. Mairena inventa un poeta, Meneses, para que
éste lleve la contraria a su propia estética, un poeta que trata de expresar, no su
tiempo vivido y personal, sino algo del tiempo de todos, de la experiencia común.
Incluso en el tema de Dios, que ensombreció el ser e hizo la nada según Abel Mar­
tín, hay mucho de burla de la constructividad dogmática y de la voluntad de sis­
tema propia de la razón identificadora. Así que la fantasía vence al tiempo y lo

262
recrea, modifica al pasado y lo convierte todo en apócrifo. Y es apócrifa hasta la
verdad. Se miente más de la cuenta, también la verdad se inventa:

Confiamos
en que no será verdad
nada de lo que pensamos10.

La ironía es una puesta en cuestión de la respetabilidad de lo que pasa por


objetivo y fiable, y una salida alegre de los posibles pensadores e imaginados. La
ironía universal posee, por tanto, esta doble función: por una parte, acoger ama­
blemente la pluralidad de todo lo humano: por otra, relativizarle. buscando en el
caso de los románticos algo mejor indefinidamente, puesto que para la ironía
romántica la realidad es infinita, el yo tiene igualmente una aspiración al infinito y
contiene en sí virtualidades infinitas.
De este contexto, un elemento que creo diferencia la actitud de Machado en
Juan de Mairena de la del propio Abel Martín, y mucho más aún, de la de los hete-
rónimos de Pessoa es el hecho de que no posea este punto de solemnidad, de con­
ciencia de encaminarse a lo absoluto, que procede de los románticos, sino que
derive hacia un socratismo andaluz en el que no hay método y sí una fuerte dosis
de escepticismo radical, muy particular de libre pensador.
Para mí la figura de Abel Martín está ya esbozada o sugerida en algunos poe­
mas de los primeros libros de Machado. Quizás sea la culminación de aquellos fan­
tasmas y quimeras que aparecen en las páginas de “Soledades” (1903) y llenan las
de “Soledades. Galerías. Otros poemas” (1907). Juan de Mairena, discípulo y bió­
grafo de Martín, más profesor de Retórica y Sofística que patético metafísico,
representa el esfuerzo por superar el solipsismo de su maestro. Pero el punto de
partida de este camino es, paradójicamente, el escepticismo; pero no un cscepti-
cismo dogmático, sino un escepticismo creador, qe tiene por propósito “enseñar a
repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de la propia duda, que es el
único modo de empezar a creer en algo”11.
La tesis común a Juan de Mairena y Abel Martín es, no obstante, la irnposíbi
lidad de hacer coincidir en el proceso de significación el ser y la verdad, imposibi­
lidad de la que surge la teoría de la heterogeneidad del ser y con la que se descubre
el tema de la diferencia.
Alberto Caeiro, el primer heterónimo de Pessoa, afirma por contra la identi ­
dad entre el ser y el parecer. Las cosas para él no tienen misterio ni significación,
son lo que son: “Las cosas no tienen sentido: tienen existencia. Las cosas son el
único sentido oculto de las cosas”. Pero sus propios discípulos, Ricardo Reís con
su neoclasicismo y Alvaro de Campos con su vanguardismo, refutan esta tesis y
desmienten a su maestro en este tema de la unidad entre el ser y el mundo, que
también postula la identidad entre ser y hablar, porque ellos son y hablan como
seres divididos, escindidos, de realidad y vida plural.
Sin embargo, la estética compartida, instrumentada y seguida por todos ellos
es el sensacionismo.
Su base es la sustitución del pensamiento por la sensación, no sólo como prin­
cipio de inspiración sino como medio de expresión. Procedente del nostálgico sau-
dosismo, acepta todas las corrientes literarias con la condición de no aceptar nin­

263
guna por separado y resulta sincrético por admitir ideas y creencias aparentemente
irreconocibles.
Caeiro, Campos y Reis, como Martín y Mairena, no son solamente personajes
que son poetas, sino poetas ficticios que son autores de obras verdaderas. Pero aparte
de los tres grandes heterónimos y su adjunto filósofo, el doctor Antonio Mora (racio­
nalista y clasicista, cercano a Reis por tanto), y además de personalidades literarias
como Bernardo Soares (a quien se atribuye definitivamente el “Libro del desasosie­
go”, más próximo a Campos) y el Barón de Teive o Vicente Guedes (que fue despo­
seído de su autoría), quizás convenga recordar a los menos conocidos pobladores del
famoso baúl de Pessoa: Alexander Search (pseudónimo de juventud del que quedan
poemas en inglés). Charles Search (hermano del anterior, destinado a firmar traduc­
ciones), Charles Anon (autor de algunas reflexiones filosóficas), Federico Reis (cu­
ñado de Ricardo y autor de unos textos teóricos sobre poesía), A. A. Cross (infatiga­
ble participante en los concursos de humor de los periódicos ingleses), Jean Seúl de
Méluret (destinado a escribir poemas en francés), Abilio Ferreira Quaresma (autor
de cuentos policíacos), Rafael Baldaya (sofista, astrólogo y pagano, que proyectaba
escribir un “Tratado de la negación”, y unos “Principios de metafísica esotérica”, que
quedaron en dos fragmentos en los que señala la forma de huida de los miedos
metafísicos y el camino verdadero de la doctrina del hermetismo), Thomas Grosse
(destinado, a lo que parece, a ser portavoz del mesianismo nacionalista de Pessoa)
y algunas figuras aún borrosas como Pantaleáo y Coelho Pacheco (figura episódica
y heterónimo ocasional del no publicado número tres de la revista “Orpheu”)12.
También en Machado, aparte de la creación de los personajes más conocidos,
Mairena y Martín, el profesor de Retórica y su maestro, incluso de Jorge Meneses,
inventor de la máquina de trovar, se advierte una verdadera generación de filóso­
fos y poetas apócrifos que merece la pena citar.
En las notas de “Los complementarios” encontramos una simple lista de “sus
filósofos que podrían existir, con seis metafísicas diferentes”: Ignacio Santaren:
“De lo universal cualitativo”, Homobono Alegre: “Leibniz, filósofo del porvenir”,
José Callejo y Nandin: “La inteligencia y la isla de Robinson”, Eugenio Mach:
“Las siete formas de la objetividad”, Miguel Zurumbí: “La heterogeneidad del
ser” y Antonio Espinosa y Mon: “De lo uno a lo otro”. Y de los años 1923-1925
data una curiosa y mínima antología de “doce poetas que pudieron existir”, a los
que fue añadiendo nuevos nombres hasta ser al final diecinueve: Jorge Menéndez,
Víctor Acucroni, José María Torres, Manuel Cifuentes Fandanguillo, Antonio
Machado (nacido en Sevilla en 1875, profesor en Soria, Baeza, Segovia y Teruel, y
muerto en Huesca en fecha todavía no precisada, a quien alguien ha confundido con
un célebre poeta del mismo nombre, autor de “Soledades”, “Campos de Castilla”,
etc.), Enrique Paradas, Alfonso Toras, Antonio Palomero, Abraham Macabeo de la
Torre, Lope Robledo, Tiburcio Rodrigálvarez, Pedro Carranza, Abel Infanzón,
Andrés Santallana, José Mantecón del Palacio, Froilán Meneses, Adrián Macizo,
Manuel Espejo y José Luis Fuentes. Este último, “poeta sanluqueño, místico y
borracho” dejó su credo poético en una soleá que es todo un programa estético:

Obscuro para que atiendan;


Claro como el agua, claro
para que nadie comprenda.13

264
La propia inclusión de Antonio Machado en sus apócrifos no me parece un
simple juego porque, al igual que Pessoa, se hizo personaje de sí mismo, heteró-
nimo de sí mismo. Aunque quizás pueda achacarse tanto a Machado como a Pes­
soa el que no mostraran desde el principio, sino cuando ya eran conocidos y respe­
tados escritores, todas las cartas de sus barajas apócrifas y heterónimas y, por
supuesto, las reglas del juego para el que habían sido inventadas. Acaso se deba
esto a que sus obras no son en absoluto cerradas, sino reflexiones abiertas que
ponen inevitablemente en marcha otras más nuevas y plurales, continuas invitacio­
nes a meditar, a despensar lo pensado, a dudar indefiniblemente en el campo de
lo pensable y a buscar los posibles complementarios.
De todas formas, Machado y Pessoa son más poetas estimulados por la filoso­
fía que filósofos dotados de facultades poéticas. Pero al comentar las semejanzas y
diferencias entre sus apócrifos y heterónimos se encuentra a mi juicio un intere­
sante tema interdisciplinar de literatura y filosofía, puesto que su poesía y prosa
contienen permanentes referencias a la tarea del pensar, con la que en sus flujos y
reflujos traman conversaciones asombrosas. Por eso, en este cincuentenario de la
muerte de Antonio Machado, cercano aún el centenario del nacimiento de Fer­
nando Pessoa, quizás el propósito de andar el camino iniciado con esta primera
aproximación entre sus apócrifos y heterónimos pueda ser tal vez, hoy todavía,
una forma aceptable de homenaje.

265
NOTAS
1. Tan sólo en el prólogo de Manuel Alvar a la edición de Poesías completas de Selecciones Austral
he encontrado unas líneas en las que se habla, entre otras cosas, del "casual azar del poeta espa­
ñol y portugués” y de “la independencia de ambos —y tan distintos— poetas”. (Antonio
MACHADO: Poesías completas', Madrid: Espasa-Calpe, 1975, pp. 53 y 54.
2. “Jetzt in diesem, jetzt in jenem Individuum sein Ei und sein Alies suelten und fínden und alie übri-
gen absinchtlich vergessen: das Kaun nur ein Geist, der gleichsuni cine Mehreit von Geistern und
ein ganzes Svstem von Personem in eich enthalt”. (Fr. SCHLEGEL: Atenaus-Fragmente, p. 121).
3. En una carta de Machado a Unamuno, fechada el 21 de marzo de 1915, dice que simpatiza con su
Augusto Pérez, “ente de ficción y acaso por ello mismo ente en realidad”.
La diferencia entre Unamuno y Machado parece consistir en que Unamuno inventa con frecuen­
cia otros yo para luchar con ellos —es decir, antagonistas— mientras que a los otros yo de
Machado debemos llamarlos más bien “complementarios”, como él les llanto. Dialogan unos con
otros, o con sus alumnos, pero no suelen luchar con su creador.
4. En la correspondencia entre Pessoa y Sá-Carneiro llegan a enviarse y comentar algunos artículos
periodísticos de Unamuno, según nos cuenta Angel CRESPO en La vida plural de Fernando Pes­
soa; Barcelona: Seix Barral, 1988. Por otra parte, José SARAMAGO, hacia el final de su magní­
fica novela El año de la muerte de Ricardo Reis; Barcelona: Seix Barral, 1985, imagina una larga
conversación entre este heterónimo y Fernando Pessoa sobre la actividad política de Unamuno.
5. Hay traducción al español en Fernando PESSOA: Sobre literatura y arte; Madrid: Alianza, 1985,
pp. 13 y 14.
6. Traducción de José Antonio Llardent, en Fernando PESSOA: Poesía; Madrid: Alianza, 1987,
p. 62.
7. Antonio MACHADO: Juan de Mairena; Madrid: Ed. Castalia, 1971, p. 136.
8. Recuérdese que Mercutio, en Romeo y Julieta, es un personaje que parece principalmente creado
para decir el maravilloso poema sobre la Reina Mab y los sueños. Cfr. Juan de Mairena (Ibíd.
p. 133).
9. Antonio MACHADO: Juan de Mairena; Madrid: Ed. Castalia, 1971, p. 173.
10. Fernando PESSOA: Sobre literatura y arte; Madrid: Alianza Ed., 1985, pp. 90-92. Y Antonio
MACHADO: Poesías completas; Madrid: Espasa-Calpe, 1975, pp. 318-326 y 339-344. respec­
tivamente.
11. En “Apuntes y recuerdos de Juan de Mairena” se lee: “Nunca os aconsejaré el escepticismo can­
sino y melancólico de quienes piensan estar de vuelta de todo. Es la posición más falsa y más inge­
nuamente dogmática que puede adoptarse” (“Hora de España”, n.° 6).
12. Información sobre cada uno de ellos puede verse en Teresa Rita LOPES: Fernando Pessoa et le
Drama Simbolista. Ileritage et creation; París: Fundación Gulbcnkian. 1977 y en A. BABUCCHI:
Fernando Pessoa, una sola multitudine; Milán: Adelphi, 1979.
13. Cfr. Los complementarios; Madrid: Cátedra, 1982, pp. 151 y 221-236 o Poesías Completas;
Madrid: Espasa-Calpe, 1975, pp. 402-409.

266
JUAN DE MAIRENA DURANTE LA GUERRA

francisco Caudet
Universidad Autónoma de Madrid

Juan de Mairena experimentó durante la guerra civil un proceso de adapta­


ción a las realidades del tiempo. Su pensamiento, que sin duda siguió estando bási­
camente muy en consonancia con el que había ido articulando durante los años
anteriores a julio de 19361, no fue inmune —pues siempre bebió “en las mesmas
vivas aguas de la vida”2—, al trauma de la contienda civil. El propio Mairena así
nos lo dio a entender en octubre de 1938: “Algunas veces os he dicho —así habla­
ría hoy Juan de Mairena a sus alumnos— que, en tiempos de guerra, es difícil pen­
sar; porque el pensamiento es esencialmente amoroso y no polémico. Mas tam­
poco dejé de advertiros que la guerra es, a veces, un gran avivador de conciencias
adormiladas y que aún los despiertos pueden encontrar en ella algunos motivos de
reflexión. Cierto que la guerra reduce el campo de nuestras razones, nos amputa vio­
lentamente todas aquellas en que se afincan nuestros adversarios; pero nos obliga a
ahondar en las nuestras, no sólo a pulirlas y aguzarlas para convertirlas en proyectiles
eficaces. De otro modo, ¿qué razón habría para que los llamados intelectuales
tuvieran una labor específicamente suya que realizar en tiempos de guerra?3”.
En las páginas que siguen, intentaré adentrarme en el análisis de lo que
supuso la guerra para el intelectual Juan de Mairena. Pero, dado que hay unos
límites de espacio, centraré mi atención en unos temas que son especialmente ilus­
trativos de ese efecto “avivador de la conciencia” que tiene toda guerra. De la
relación de temas que relaciono a continuación, los seis primeros remiten a las
prosas de Mairena publicadas en Hora de España entre 1937 y 1938; el tema siete,
gira en torno a unos artículos publicados desde mediados a finales de 1938 en La
Vanguardia de Barcelona. Distingo, por tanto, entre un Mairena autor de prosas
aparecidas en una revista de y para intelectuales, y un Mairena autor de artículos
periodísticos dirigidos a un público mayoritario.
1. Revolución.
2. Marxismo.
3. Rusia.
4. Clases sociales y lucha de clases.
5. Cultura popular.
6. Sobre una filosofía cristiana.
7. Artículos en la prensa.

267
1. Revolución.

En el primer texto que Mairena publicó en Hora de España, en enero de


1937, se ocupó de la revolución, aunque todavía metafóricamente, de manera obli­
cua. Con una imagen que ya había empleado Machado en otros escritos y que rea­
parecería en posteriores entregas en esa revista4 hacía referencia a lo inevitable de
los procesos históricos: “Nunca peguéis con lacre las hojas secas de los árboles
para fatigar al viento. Porque el viento no se fatiga, sino que se enfada, y se lleva
las hojas secas y las verdes.”
Advertía con estas palabras Mairena —sin duda denunciando los errores del
bando rebelde — , acerca de la inutilidad de apostar por las hojas secas, lo caduco,
pues el viento, es decir el tiempo —que aquí está desprovisto de la angustia exis-
tencial con la que solía asociarlo Machado, remite a los procesos históricos—, se
había de encargar de desvanecer las quimeras por detener lo inevitable, la revolu­
ción. La tozudez sólo podría servir para que se hubiera de sacrificar incluso lo ver­
de, lo que aún tiene vida, juventud, porvenir.
En agosto de 1937 (Hora de España núm. 8), recordando, como había hecho
en otras ocasiones antes de julio del 36, que la cultura no “se degrada al propagar­
se” ni “se aminora al repartirse”, pedía que nadie se asustase “si un vendaval de
cinismo, de elementalidad humana, sacude el árbol de la cultura y se lleva algo
más que sus hojas secas... Los árboles demasiado espesos necesitan perder algunas
de sus ramas, en beneficio de sus frutos. Y a falta de una poda sabia y consciente,
pudiera ser bueno el huracán”.
En febrero de 1937 (Hora de España núm. 2), había expresado su desacuerdo
con quienes propugnaban hacer la revolución “desde arriba”, lo que le parecía “un
eufemismo desorientador y descaminante”. Decía que a él, por contra, lo de “re­
volución desde abajo” le sonaba mejor. Y tras emplear el símil del árbol que “se
renueva por todas partes y, muy especialmente, por las raíces”, volvía a relacionar
con la vejez, o con una juventud vieja, la adscripción a ideologías del pasado, en
las que se persistía en ejercer el demonio de una minoría supuestamente selecta
sobre la mayoría. Lo cual equivalía, según él, a empecinarse en un tradicionalis­
mo, sobre el que ya había alertado en noviembre de 19343, consistente en negarse
a aceptar la historia como un proceso dialéctico. “Reparad en que esa revolución
desde arriba estuvo siempre a cargo de los viejos, por un lado, y de las juventudes
por otro (conservadoras, liberales, católicas, monárquicas, tradicionalistas, etc.),
a cargo de la vejez, en suma. Y acabará un día por una contrarrevolución desde
abajo, un plante popular, acompañado de una inevitable rebelión de menores.”
Pero, a pesar de todo, Mairena era un escéptico que necesitaba “creer en
algo”. En julio de 1937 (Hora de España núm. 7), afirmaba que “todos eremos en
algo y es este algo, a fin de cuentas, lo que pudiera explicar el sentido total de
nuestra conducta”. De este modo venía a decir que sus creencias estaban basadas
en la necesidad metafísica de llenar un vacío7 y, a la vez, definían su talante ético
y político. Y repasando las creencias en boga, definirá las suyas. Empezaba dicien­
do, primero, que los idealistas “creen en el espíritu como resorte decisivo,
supremo imán o primer impulso de la historia... La Biblia de estos hombres —no
siempre leída, como es destino ineluctable de todas las Biblia— abarca las metafí­
sicas poskantianas que culminan en Hegel... Frente a esta legión de románticos

268
milita la hueste de los que pudiéramos llamar, aunque no con mucha precisión,
realistas, de los que creen que la vida social y la historia se mueven por impulsos
ciegos (intereses económicos, apetitos materiales, etc.), con independencia de
toda espiritualidad. Es otra creencia enormemente generalizada, que ha llegado a
determinar corrientes populares, o, como bárbaramente se dice, movimientos de
masas humanas. La Biblia de estos hombres abarca, entre otras cosas, la filosofía
de la izquierda hegeliana —la línea que desciende de Hegel a Marx y a su compa­
dre Engels—, y a cuantos profesan, con más o menos restricciones, el llamado
materialismo histórico. Los unos y los otros
— idealistas y realistas— se mueven con sus creencias, siempre en compañía de sus
creencias. ¿Se mueven por ellas, como pensaba mi maestro Abel Martín? He aquí
lo que convendría averiguar”.
Y, a continuación, en una “Nota Bene”, explicaba cuáles eran sus creencias
personales, definiéndose como un decidido partidario de armonizar contrarios al
tiempo que abogaba por la norma ética, para él esencial, de rechazar el dogma­
tismo y el exclusivismo: “No faltan, ciertamente —dice Mairena—, quienes des­
pués de haber decretado la absoluta incapacidad de los factores reales para dar
sentido a la vida humana, y la no menos absoluta inania de las ideas para influir
dinámicamente en los factores reales, piensen que, unidos los unos a las otras, se
obtiene un resultado integral positivo para la marcha de la historia. Como si dijé­
ramos: el carro que un percherón no logra llevar a ninguna parte camina como
sobre rieles si, unido al percherón, se le unce la sombra de un hipógrifo. Son sínte­
sis a la alemana que nosotros, los pobres iberos, no acertaremos nunca a realizar.”
Lo de la “síntesis a la alemana”, ¿no sería una alusión reivindicativa de la filo­
sofía krausista a la que, como si se tratara de una de aquellas mencionadas ramas
verdes, también había hecho zozobrar el vendaval? Mairena fue, en todo momen­
to, un defensor a ultranza del armonismo krausista.
Por otra parte, aunque Mairena viera en estos escritos la revolución como
algo inevitable, siendo sobre todo un hombre de diálogo, amante de la concordia
y la paz, que estaba siempre en guardia contra la elocuencia y la retórica, contra
toda tendencia a dogmatizar y enfatizar, advertía aquí y allá de los peligros del
triunfalismo revolucionario, así como de los peligros inherentes a esos procesos.
Así lo hacía, por ejemplo, en este texto: “No olvidéis —le decía Abel Martín a
Mairena— que es tan fácil quitarle a un maestro la batuta, como difícil dirigir con
ella la quinta sinfonía de Beethoven”8. Pero Mairena, a pesar de esta advertencia,
que repite utilizando el símil de que “es más difícil andar en dos pies que caer en
cuatro”9, estaba en favor de lo inevitable y necesario, apostaba, en suma, por la
historia, por el futuro. Mas lo hacía pidiendo, por ser —como acabo de reseñar-
enemigo de todo exclusivismo, una síntesis, consistente en salvar del pasado cier­
tos valores espirituales que, aunque algunos los consideraban incompatibles con el
materialismo histórico eran, según él, complementarios de esa nueva filosofía de
la historia.
La guerra, sin embargo, se fue convirtiendo con el paso del tiempo en un
revulsivo para Mairena, y su inclinación a la prédica metafísica fue cediendo,
adoptando posicionamientos más realistas, más cercanos al materialismo históri­
co. En agosto de 1938 (Hora de España núm. 8), comentaba así la entrevista entre
Stalin y Well que se había publicado, en 1935, en ía revista Leviatán10: “Ambos

269
dicen estar de acuerdo en que el mundo capitalista se desmorona —allá ellos—
añadiría Juan de Mairena. Pero, aceptada la tesis, ¿cómo no admitir la implacable
lógica revolucionaria de Stalin? De aquello que se desmorona hay que esperarlo
todo menos su transformación; porque si fuera capaz de transformarse, claro está
que de ningún modo se desmoronaría. Sustituir, construir y ayudar a caer: tal es lo
esencialmente revolucionario para Stalin. La historia de todas las revoluciones le
da la razón ampliamente. Quiero decir que Stalin ha visto la historia con sus pro­
pios ojos11 y no es fácil que se le engañe. A Wells se la han contado, y no precisa­
mente los que la han hecho.
En cuanto a la dictadura del proletariado, ¿por qué nos asustan tanto las palabras?
Si el barco necesita nueva tripulación y nuevos capitanes, ¿por qué no reclutarlos
en el mundo del trabajo, cuando el del capital es —por definición aceptada— el de
las viejas ratas que corroen la nave?”
Y luego añadía esta apostilla: “La lógica sigue siempre del lado de Stalin. ¿La
lógica nada más? Yo no soy más que un aprendiz de sofística, en el mejor sentido
de la palabra.”12
Mairena parecía haberse dado cuenta de que el razonamiento lógico le estaba
conduciendo a unas conclusiones que como sofista, es decir, como librepensador
o fervoroso partidario de “fortalecer y agilizar nuestro pensar para aprender de él
mismo cuáles son sus posibilidades, cuáles sus limitaciones...”13, no debía llevar
hasta las últimas conclusiones. Marcaba unas fronteras entre la filosofía y la políti­
ca, entre la metafísica y la historia, entre pensar y actuar. Pretendía poner frenos
al compromiso intelectual, porque, en definitiva, temía que la revolución, llevada
a sus últimas consecuencias, pondría en peligro el libre ejercicio de su vocación de
sofista. ¿Acaso no se trataba de un prejuicio que entrañaba unas muy patentes
limitaciones ideológicas, reflejo, en suma, de su acendrado republicanismo bur­
gués e institucionista?

2. Marxismo.

El mismo patrón se repetía en sus análisis del marxismo. Era inevitable, como
cabía esperar de las opiniones de Mairena acerca de la revolución, que su posicio-
namiento respecto al marxismo había de experimentar una evolución después del
verano de 1936. Y, en efecto, así fue. En Hora de España, aunque con unos mati­
ces muy personales, dejando a salvo su condición de sofista, aceptó en lo esencial
la interpretación marxista de la historia. Pero, esos matices personales, una suerte
de heterodoxia maireniana, le conducían a identificar el marxismo con el cinismo,
con “la fe en la elementalidad como fuente de los valores humanos más verídi­
cos”14, o lo que venía a ser lo mismo, con el uso de la inteligencia para “devolver
su dignidad de hombre al animal humano”13. Mairena pretendía, de esta guisa,
conciliar —siempre estuvo obsesionado por el armonismo krausista— su vieja me­
tafísica de sofista y cínico con el materialismo. Así, pues, argumentaba Mairena:
“El cinismo actual milita contra Rousseau en cuanto se rebela contra la cultura
romántica, que había desmesurado a la razón por influjo del sentimiento y creado
lo que durante todo el siglo XIX hemos estado llamando ideales; y está con Rous­
seau, el inmortal ginebrino, en cuanto sigue siendo cinismo, es decir, fe en la ele-

270
mentalidad como fuente de los valores más verídicos. El cinismo actual se llama,
con mayor o menor precisión, interpretación materialista de la historia. ”lñ
Argumentaba a continuación que la obra de Marx debía considerarse como
una rama desprendida del árbol de Hegel, que conservaba la misma fe de éste “en
un proceso evolutivo de lo absoluto, y aun el esquema lógico del maestro, injertos
en otra fe cínica que hubiera aprobado el viejo Antístenes: no son factores ideales,
sino económicos, en última instancia, las necesidades de la animaba humana, los
agentes determinantes de la historia. El marxismo invadirá el mundo”1.
Este cinismo “nuevo” lo relacionaba con la “nueva” etapa histórica, que
ciertamente aceptaba como una realidad o factor determinante. Sin embargo,
a pesar de ello —en Mairena hacía siempre presencia la obsesión por no rom­
per completamente con el pasado — , reclamaba como “más auténtico” el cinis­
mo “que profesaron los griegos en el gimnasio de Cinosargos”, porque era “un
culto fanático a la veracidad, que no retrocede ante las amargas verdades del
hombre”. Y finalmente concluía que, por un lado, en una época de pragmatismo
hipócrita como la actual, “el cinismo es una reacción necesaria”, y que, por otro
lado, “el marxismo, por muy equivocado que esté, en cuanto pretende señalar
una verdad, en medio de un diluvio de mentiras, tiene un valor ético indiscu­
tible”18.
El marxismo, por consiguiente, era reducido a una forma de elementalidad,
de esencialidad humana. No pasaba de ser, en suma, una respuesta ética a una
situación histórica límite.

3. Rusia.

En “Sobre la Rmái actual”, aparecido en Hora de España, en septiembre


de 1937, consideraba Machado19 a Rusia, tomando a Moscú como su símbolo,
“el foco activo de la historia”. Había sustituido en esa función, nos dirá Machado,
a Londres. París, Berlín, Roma, convertidos ahora en “faros intermitentes, lu­
minarias mortecinas que todavía se trasmiten señales, pero que ya no alumbran
ni calientan, y que han perdido toda virtud de guías universales”. Arremetía,
con estas palabras, contra “la pobre idea que dan de sí mismas esas democra­
cias que fueron un día orgullo del mundo”. Ponía, por lo tanto, en el mismo saco
a un conjunto de países que habían convertido a la Sociedad de Naciones, una
“institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera, en orga­
nismo superfluo cuando no lamentable, y que sería la más regocijante ópera
bufa, si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contempo­
ránea”20.
Pero, con todo, fija especialmente su atención en las dictaduras del eje Roma-
Berlín, que soportan y exaltan a “esos dos hinchados dictadores que pretenden
asustar al mundo”. Y continúa diciendo: “Roma y Berlín son hoy los pedestales de
esas figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los imperios
llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La historia no
camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien
no vea el fracaso de esas dos deleznables políticas que hoy representan Roma y
Berlín.”21

271
Rusia, en cambio, tenía una fuerza incontrastable porque “aunque salude con
el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos
los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana, que
no tiene los límites en sus (sic) fronteras”. Admiraba, en fin, la política de sus
gobernantes, de Lenin y Stalin, porque habían hecho de la Rusia actual un país
totalmente consagrado “a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro
efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de justicia”23. En consecuen­
cia, saludaba y celebraba sin paliativos su gran revolución.
Pero dirá que todo esto, he aquí una vez más su personal interpretación de
la historia, ni se explica por “el pensamiento teutónico de Carlos Marx” ni tam­
poco es “un engendro de la Revolución de octubre, ni mucho menos ha salido
— la Rusia actual— acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva
de la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio nada de esto”23. Y basa sus juicios en
lecciones que más que en la historia había aprendido en la literatura. Se había
convertido así en un Well, a quien había criticado, como se recordará, porque
no había visto la historia “con sus propios ojos”24, razón por la que —no deja de
ser irónico— también él se había engañado o dejado engañar tan fácilmente.
Además, tal vez como a Wells, le asustaba, en definitiva, “todo trastorno polí­
tico y social”25. O acaso le traicionaba esa proclividad tan suya a la sofística.
Machado, como sea, había leído La guerra y la paz de Tolstoi, así como algunos
libros de Dostoievski, que le revelaron “un nuevo mundo”26. En esos autores des­
cubrió unas vidas humanas, que tanto “las más humildes como las más egregias,
parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud verdadera
por el total destino del hombre”. Así, pues, en consecuencia: “Sólo el ruso, a juz­
gar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténtica­
mente inquieto por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los
vínculos de la sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar,
como rebaño, en los tiempos. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un
tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que tras­
pasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de
radio infinito.”
Y, a partir de aquí, llegaba a la siguiente conclusión: “Roma contra Moscú,
se dice hoy; yo diría, mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germá­
nica y la latina, del cristianismo occidental contra el foco ruso del cristianismo
auténtico.”
Y, más adelante, insistía en hacer su propia y personal lectura de la revolu­
ción rusa: “Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga en el fondo y a
la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe
materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la historia.
Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del mundo, un
valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas
y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occiden­
tales. A nadie debe extrañar que Rusia ha pretendido utilizar el marxismo en su
mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia humana, de comunión
cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los problemas de índole económica
que necesariamente habían de salirse al paso. Tal vez sea este uno de los más gran­
des aciertos de sus gobernantes.”

272
Finalmente, resumía él mismo así su tesis sobre la revolución rusa: “Mi tesis
es ésta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho
más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y
está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia donde parece hablar a nuestro
corazón.”

4. Clases sociales y lucha de clases.

En Juan de Mairena II, aparece en repetidas ocasiones la categoría social del


“señorito”, pero el alcance sociológico de este concepto es relativizado al adscri­
bírsele unas características o actitudes morales, según las cuales este tipo humano
puede aparecer en cualquier clase social.
Llama “señoritos” a quienes “eluden el trabajo con que se gana el pan”, a
quienes disfrutan de ese “privilegio de clase”, que está llamado a desaparecer “en
el futuro”27. Ahora bien, para terminar con esa categoría social utiliza una argu­
mentación que elude la lucha de clases, pues se limita a simplemente expresar su
acuerdo con el principio de la “ética popular” según el cual el hombre “no lleva
sobre sí el valor más alto que el de ser hombre” y, por consiguiente, “el aventaja-
miento de un grupo social sobre otro carece de fundamento moral”28. Asimismo,
asegura que a esta conclusión ha llegado el pueblo, “antes que nuestros doctores”,
por medio de “la gran experiencia cristiana todavía en curso”29. El trabajo, que es
definido como una “necesidad ineluctible de nuestro destino”, que “lejos de enal­
tecer al hombre, le humilla, y aún pudiera degradarle”, se debe repartir por igual
entre todos “para que todos puedan disponer del tiempo preciso y la energía nece­
saria que requieren las actividades libres, ni superfluas ni parasitarias, merced a las
cuales el hombre aventaja a los otros primates”. De este modo, desaparecían,
supuestamente, los “señoritos”20.
En “La patria grande” vuelve al tema del “señorito”, que suele presumir de
tener el monopolio del concepto de patria, pero, sin embargo, “en los trances más
duros, los señoritos, la invocan y la venden”, mientras el pueblo “la compra con
su sangre y no la mienta siquiera”, y es que, en definitiva, “la patria... es. en Espa­
ña, un sentimiento esencialmente popular”21. Y aconseja Mairena: “Si algún día
tuvierais que tomar partido en una lucha de clases, no vaciléis en poneros del lado
del pueblo, que es el lado de España, aunque las banderas populares ostenten los
lemas más abstractos. Si el pueblo canta la marsellesa, la canta en español; si algún
día grita: ¡Viva Rusia!, pensad que la Rusia de ese grito del pueblo, si es en guerra
civil, puede ser mucho más española que la España de sus adversarios.”32
En su “Carta a David Vigodsky” insistía en la misma idea: “En España lo
mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha
asombrado al mundo, a mí me comueve, pero no me sorprende... En España, no
hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre
nosotros un deber elementalísimo de gratitud.”33
La sentimentalidad, el latido cordial y emotivo, la solidaridad con el pueblo,
era absoluta y ejemplar. Pero el análisis sociológico quedaba en un segundo plano,
cuando no se esfumaba, lo que en general solía ocurrir. Algo que, entre otros posi­
bles ejemplos, se deduce de su opinión acerca del arte proletario: “Para mí —decía

273
Mairena— no hay problema. Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero
decir que todo artista trabaja para la prole de Adán. Lo difícil sería crear un arte
para señoritos, que no ha existido jamás.”34
De forma epigramática resolvía uno de los temas más candentes del debate
cultural de los años 20 y 30. Además, se servía del equívoco semántico para desi-
deologizar el término proletario.
Por otra parte, Mairena, más que la palabra “proletario”, que tenía para él
una connotación demasiado política y sociológica, prefería utilizar la palabra
“pueblo”, más genérica y ambigua. Muy del 98, mostraba así la muy marcada
tendencia en su generación, lo que era “un residuo del romático Volksgeist”,
“a hablar —como dice Cerezo Galán— de psicología de los pueblos o de caracte­
rología nacional, como cuño de una determinada personalidad histórica. De este
modo, se encubren las raíces sociales del problema en vez de ofrecer una tipología
de clases sociales, con sus diferencias específicas (económicas, culturales, etc.), se
presenta como destino psicológico o como constante temperamental. Incluso el
enfrentamiento crítico con esta “alma castiza”, al modo como lo hizo Unamuno,
fija aún más, de alguna manera, los caracteres del estereotipo. A esta reducción se
suma una segunda: la centración en el hombre castellano, como prototipo hispá­
nico, por el papel agresivo y unificador que ha jugado Castilla en la historia de
España”33.
En agosto de 1937 (Hora de España núm. 8), en “Los milicianos de 1936”,
tras recordar los versos de Jorge Manrique:

Después de puesta su vida


tantas veces por su ley
al tablero...

decía que “todos estos milicianos parecen capitanes, tanto es el noble señorío de
sus rostros”. El juego conceptual, una manera entre tantas de desideologizar el
discurso político, le llevaba ahora a valorar el concepto de “señorío” por encima
del de “señorito”. Luego tendría la ocurrencia, en ese mismo escrito, de que no
hay “señoritos”, sino “señoritismo”. Caía en el barroquismo del que tanto había
renegado.
Con todo, también en “Los milicianos de 1936”, comentaba que en Madrid
había desaparecido el señorito, lo había borrado “la tragedia humana..., el hom­
bre”. ¿Cabía reducir a la categoría de “tragedia” una guerra de clases como la del
36? Además, ¿a qué clases sociales representaban los nacionalistas y qué intereses
defendían? Mairena hace de todo ello abstracción. Y así, claro, cuando ensaya una
defición del “señoritismo”, simplemente dirá que se trata de “una forma, entre
varias, de hombría degradada, un estilo peculiar de no ser hombre, que puede
observarse a veces en individuos de diversas clases sociales, y que nada tiene que
ver con los cuellos planchados, las corbatas o el lustro de las botas”36.
Ahora, por lo tanto, ya no se trata de simplemente haber eludido un enfoque
sociológico, sino que, de manera expresa, se excluye ese enfoque, desmarcándose
el filósofo apócrifo de toda consideración sociológica. Al “señorito” se le ha des-
clasado, nos hallamos en el nebuloso limbo de las actitudes individuales, que nada
tienen que ver, repito, con las clases sociales.

274
Mairena insiste en “Los milicianos de 1936”, en definir el “señoritismo” con
los mismos criterios arriba apuntados. El “señoritismo” no es tanto un fenómeno
de “superficie: siglos de clase, hábitos e indumentos... ”, como simplemente una
actitud que tiene que valorarse según criterios, no de clase, claro, sino “religiosos
y humanos”. Sus orígenes, ya que no sociales, se encuentran “en la educación
jesuítica, profundamente anticristiana y —digámoslo con orgullo— perfectamente
antiespañola... El señoritismo se complace en ignorar —jesuíticamente— la insu­
perable dignidad del hombre”.
El pueblo, en cambio —según los ya mencionados criterios de “caracterología
nacional” — , tiene un sentimiento cristiano, es profundamente patriota y cree en
la dignidad del hombre, el “cimiento más firme de la ética popular". Esas virtudes
del pueblo español quedan reflejadas, solidificadas, en el adagio popular castella­
no: “Nadie es más que nadie”, que compendia su ya en otras ocasiones expresada
máxima filosófica de que “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valoi-
más alto que el de ser hombre”. Y añade la coletilla: “Así habla Castilla, un pue­
blo de señores, que siempre ha despreciado al señorito”. A las señaladas reduccio­
nes se sumaba, finalmente —como recuerda Cerezo Galán— ésta: la “centración
en el hombre castellano, como prototipo hispánico, por el papel agresivo y unifica­
dor que ha jugado Castilla en la historia de España”37.
Idénticos criterios historicistas animan sus juicios sobre el Cid, figura señera
de la mitología hispana, que también con criterios no menos historicistas, instru-
mentalizaron los nacionalistas para sus fines partidistas. Los yernos del Cid, decía,
“acompañan hoy a los ejércitos facciosos y les aconsejan hazañas tan lamentables
como aquella “del robledo de Corpes”38. Y, además, aseguraba, “la sombra de
Rodrigo acompaña a nuestros milicianos y... en el Juicio de Dios que hoy, como
entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán otra vez los mejores. O habrá
que faltarle el respeto a la misma divinidad”39.
Pero en unos fragmentos añadidos a continuación de “Los milicianos de
1936”, da un giro espectacular. Se ocupa en ellos del tema de las masas, sobre el
que se había detenido ya en Juan de Mairena f10 y después de refutar que se pueda
escribir, como algunos pretendían, para las masas, dice: “Existe un hombre del
pueblo, que es, en España al menos, el hombre elemental y fundamental y el que
está más cerca del hombre universal eterno. El hombre masa no existe; las masas
humanas son una invención de la burguesía, una degradación de las muchedum
bres de hombres, basada en una descualificación del hombre que pretende dejarle
reducido a aquello que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico:
la propiedad de poder ser medido con relación a unidad de volumen. Desconfiad
del tópico “masas humanas”. Muchas gentes de buena fe, nuestros mejores ami­
gos, lo emplean hoy, sin reparar en que el tópico proviene del campo enemigo: de
la burguesía capitalista que explota al hombre y necesita degradarlo; algo también
de la Iglesia, órgano de poder, que más de una vez se ha proclamado instituto
supremo para la salvación de las masas. Mucho cuidado, a las masas no las salva
nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo!”
Apuntaba, por fin, una concepción de la sociedad en la que la división de cla­
ses conducía al dominio de la burguesía sobre el proletariado, al que se pretendía
enajenar y cosificar. Por otra parte, también en sintonía con análisis cercanos al
marxismo, entendía que la burguesía, con la anuencia de la Iglesia, utilizaba al

275
fascismo como un mecanismo de autodefensa y dominio de una etapa histórica en
que el capitalismo sufría una grave crisis. El fascismo era, en suma, una manifesta­
ción de la crisis del capitalismo41.
Cabe afirmar, por lo tanto, que Mairena había dado, en este texto de julio de
1937, un salto cualitativo respecto a sus anteriores elucubraciones en torno a las
clases sociales y a la lucha de clases.

5. Por una cultura popular.

Consecuente con estas últimas conclusiones, Mairena fue profundizando en


una concepción de la cultura al servicio del hombre. A la cultura la convertía en
un instrumento más para liberar al hombre de la enajenación y cosificación a la
que secularmente había estado sometido. Las palabras hombre o pueblo, que
empleaba también muy a menudo, no eran ahora abstracciones caracterológico-
psicologizantes, sino que definían categorías sociales: hombre y/o pueblo eran
quienes no pertenecían a las clases dominantes. Es decir, una parte de la prole de
Adán, aquella que no tenía un dominio sobre los medios de producción. La crítica
de la cultura, así como sus opiniones sobre la poesía, giró en torno a estos princi­
pios: “Muchos de los problemas de más difícil solución que plantea la poesía
futura —la continuación de un arte eterno en nuevas circunstancias de lugar y de
tiempo— y el fracaso de algunas tentativas bien intencionadas provienen, en par­
te, de esto: escribir para las masas no es escribir para nadie, menos que nada para
el hombre actual, para esos millones de conciencias humanas, esparcidas por el
mundo entero, y que luchan —como en España— heroica y denodadamente por
destruir cuantos obstáculos se oponen a su hombría integral, por conquistar los
medios que les permitan incorporarse a ella. Si os dirigís a las masas, el hombre,
el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá
las espaldas.”42
En Juan de Mairena II, continuó, en fin, desarrollando sus ya conocidas opi­
niones sobre la cultura, debatiéndose contra quienes tenían de ella una visión eli­
tista y monopolista. Insiste nuevamente, en ese mismo texto, Mairena: “La cultu­
ra, vista desde fuera, como la ven quienes nunca contribuyeron a crearla, puede
aparecer corno un caudal en numerario o mercancías, el cual, repartido entre
muchos, entre los más, no es suficiente para enriquecer a nadie. La difusión de la
cultura sería, para los que así piensan, un despilfarro o dilapidación de la cultura,
realmente lamentable. Esto es muy lógico.”
Y a continuación añadía el siguiente comentario, que representa una variante
respecto a sus anteriores opiniones sobre el tema: “Pero es extraño que sean, a
veces, los antimarxistas, que combaten la interpretación materialista de la historia,
quienes expongan una concepción tan espesamente materialista de la difusión
cultural.”43
Para Mairena, por contra, como veía la cultura desde dentro, es decir, “desde
el hombre mismo”, “difundir y defender la cultura” venía a ser la misma cosa:
“Aumentar en el mundo el humano tesoro de la conciencia vigilante. ¿Cómo?
Despertando al dormido”44. Y, claro, a cuantos más se despertase, mejor. Echa
uno de menos, sin embargo, que no explicara con más detalle en qué consistía lo

276
de “conciencia vigilante” y lo de “despertar al dormido”. Lástima que no concre­
tase más, que no fuera más específico. Acaso su formación institucionista, su idea­
lismo humanitario, su siempre latente neocristianismo, habían configurado un
léxico básicamente espiritualista que restringía o no estaba acorde con la ideología
del materialismo dialéctico, con la que, a pesar de todo, iba progresivamente sin­
tonizando.
La ambigüedad del discurso de Mairena, en resumidas cuentas, se explica
porque parecía incapaz de abrazar —arriba doy algunas razones— una ideología
fundamentalmente positivista: el materialismo dialéctico, aun cuando se había
producido un acercamiento a tal ideología, y, por otra parte, porque esa incapaci­
dad imposibilitaba el abandono de un léxico —como se ha visto también arriba—
esencialmente espiritualista. Mairena pretendía fundir una ideología del futuro en
una lengua del pasado; unir el cinismo nuevo con el credo viejo; hacer compatible
el materialismo dialéctico con el espiritualismo cristiano. Equilibrios difíciles,
sin duda, que definen su obsesivo y quimérico utopismo armónico de raigambre
krausista.
Un último ejemplo. Refiriéndose a la Escuela Popular de Sabiduría Superior,
con un inequívoco resabio institucionista, decía Mairena que en esa Escuela “ha­
bría pocos alumnos, lo que no supondría un daño para la Escuela; pero serían
muchos, en cambio, los enemigos de ella, los que pretendieran cerrarla”43.
Sin embargo, su lenguaje se distanciaba del lenguaje institucionista, cuando
dejaba de pensar como tal. Algo que resulta evidente, en ese mismo escrito, al
caracterizar con estas palabras a los enemigos de dicha Escuela: “todos aquellos
para quienes la cultura es, no sólo un instrumento de poder sobre las cosas, sino
también, y muy especialmente, de dominio sobre los hombres”46.

6. Sobre una filosofía cristiana

Mairena fue articulando un discurso neocristiano que utilizó, en determina­


dos momentos, como su alternativa —sobre este extremo me he detenido más
arriba—, al materialismo histórico. En ese discurso se hilvanaba una visión espiri
tualista de la existencia humana, en la que tenían primacía los valores fraterno
humanos por encima de los de sangre, casta o clases33. Se trataba de un lenguaje
fundamentalmente espiritualista y moralizante. En marzo de 1937 (Hora de
España núm. 3), hablando de la divinidad de Cristo, concluía —lo que no deja de
ser sorprendente si pensamos que es un texto escrito en medio del fragor de la gue­
rra— que la gran aportación del cristianismo a la historia de la humanidad radi­
caba en la superación de la concepción aristotélica del hombre: “Nosotros partiría­
mos de una investigación de lo esencialmente cristiano en el alma del pueblo,
quiero decir, en la conciencia del hombre, impregnada de cristianismo. Porque el
cristianismo ha sido una de las grandes experiencias humanas, tan completa y de
fondo que, merced a ella, el soon politikón, de Aristóteles, se ha convertido en un
ente cristiano que viene a ser, aproximadamente, el hombre occidental.”
En la “Carta a David Vigodsky” se expresaba Machado en términos parecidos
cuando decía que la enorme corriente de simpatía que había en España hacia Ru­
sia “no se explica totalmente por las circunstancias históricas en que se produce,

277
como una coincidencia en Carlos Marx y en la experiencia comunista, que es hoy
el gran hecho mundial. No. Por debajo y por encima y a través del marxismo,
España ama a Rusia, se siente atraída por el alma rusa. Lo tengo dicho hace ya
más de quince años, en una fiesta que celebramos en Segovia, para recaudar fon­
dos que enviar a los niños rusos. ‘Rusia y España, se encontrarán un día como dos
pueblos hondamente cristianos, cuando los dos sacudan el yugo de la Iglesia que
los separa’”47.
Recordando su primera lectura de El adolescente, de Dostoievski, comentaba
que se decía allí que “llegará un día en que los hombres vivan sin Dios”, con lo que
se logrará finalmente que los hombres se sientan solidarios. Llegado ese momen­
to, “se abrazarán más estrecha y amorosamente que nunca, se darán la mano con
emoción insólita, comprendiendo que, en lo sucesivo, serán ya los unos para los
otros. La idea y el sentimiento de la inmortalidad serán suplidos por el sentimiento
fraterno del amor. Claramente se ve cómo Dostoievski es un alma tan impregnada
de Cristianismo, que ni en los días de mayor orfandad y más negro ateísmo que él
imagina, puede concebir la ausencia del sentimiento específicamente cristiano”48.
Para Machado el alma rusa había sabido captar “lo específicamente cristiano
-.el sentido fraterno del amor, emancipado de los vínculos de sangre — ” y es eso
lo que encuentra, según él, tanto eco en “el alma española”, que más por Cervantes
que por Calderón había sido definida como “humana y universalmente cristiana”49.
Pero, a finales de 1938, este discurso espiritualista, este aferrarse pertinaz y
voluntariosamente a una concepción antimaterialista del mundo, entra en crisis. Y
Mairena, en el último escrito aparecido en Hora de España, en noviembre de
1938’° recordaba estas dos coplas. Una de Don Juan Tenorio:

Llamé al cielo y no me oyó;


y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, no yo.

Y la otra de El zapatero y el Rey:

Vamos a apurar mi estrella,


sin fe, pero con valor;
que lo que en suerte me falta
me sobra de corazón.

En ambas coplas, cuyos contenidos se complementan, dejaba constancia Mai­


rena de que el cielo era responsable de lo que estaba ocurriendo en España y que,
si bien había Dios abandonado a los españoles a su suerte, éstos continuarían
luchando con lo único que les quedaba, su corazón, su hombría de bien. El dis­
curso espiritualista había fallado y el poeta, como el pueblo con el que él se sentía
solidario, experimentaban la soledad y a la vez la rebeldía. Tras ajustar cuentas
con la divinidad —así lo requería “la lógica de los hechos” — , el discurso maire -
niano habría de, como veremos en el siguiente apartado, radicalizarse. Pero, en
estos textos del núm. 23 de Hora de España ya había dado muestras muy evidentes
de esa ruptura. El último escrito de Hora de España terminaba así: “Llegaremos a

278
una verdadera metafísica del orgullo —decía Juan de Mairena a sus alumnos— el
día de nuestra máxima modestia, cuando hayamos averiguado el carácter faltusco,
la esencial insuficiencia del existir humano, y aspiraremos a Dios para rendirle
estrecha cuenta de nuestra conducta y a pedirle cuenta, no menos estrecha, de
la suya.”

7. Artículos en la prensa.

Mairena, a partir de mediados de 1938, empujado por una situación histórica


límite, fue radicalizando su discurso. El desarrollo de la guerra civil había empe­
zado a mostrar con toda su crudeza que los intereses de clase, el militarismo, las
componendas internacionales, etc., estaban conduciendo a la trágica derrota de
las esperanzas republicanas. Así las cosas, los acontecimientos se explicaban por
unos factores materialistas, que ponían en evidencia la futilidad y obsolescencia de
su afición a las elucubraciones metafísico-espiritualistas. Mairena, un antipositi­
vista convencido, había caído en la cuenta, por fin, de que tenía que explicarse la
realidad con criterios del materialismo histórico. El léxico hasta entonces
empleado le resultaba inoperante. A la ruptura con el Dios que le había abando­
nado —como se ha visto al final del apartado anterior —, seguía ahora una ruptura
con un léxico que ya no servía para expresar la nueva filosofía. Pero, de todos
modos, esa ruptura no se produjo en términos absolutos. Entre otros motivos,
porque Mairena, como hicieron antes y después de él otros muchos, fue un aban­
derado, hasta el final de sus días, del pensamiento utópico.
En el artículo “Mairena postumo. Algunas consideraciones sobre la política
conservadora de las grandes potencias”, publicado en La Vanguardia el 13 de abril
de 1938, después de debatir acerca del sentido de la paz y de la guerra, utiliza un
léxico, como “falacia burguesa”, que es sintomático del referido cambio: “No siga
mos, amigos míos. Porque no conviene abusar de la retórica. El abuso de la retó
rica consiste en predicar superfinamente al convencido. Dejémoslo aquí. Algún
día os demostraré —o pretenderé demostraros— que la paz a ultranza es una fala
cia burguesa, hija del miedo, del egoísmo y de la estupidez. Ella no evitará la gue­
rra grande: hará que ésta sea más grave cuando llegue, porque habrá despojado a
los contendientes de todos los motivos generosos para guerrear, y la guerra entre
hombres se convertirá en lucha de fieras. Acaso también veamos claramente que
no es la paz un ideal inasequible, pero que nunca lo alcanzaremos si no aprende­
mos antes a guerrear por el amor y la justicia. Y toda la demás política es... polí­
tica conservadora”.
Y en “Mairena postumo. Desde el mirador de la guerra”, publicado en La
Vanguardia el 3 de mayo de 1938, pone este ejemplo para hacer comprender la
paradoja de que, en ciertas situaciones históricas, podía ser para muchos hombres
un mal menor: “En los países más prósperos —no hablo de España—, grandes
potencias financieras, comerciales, fabriles, etc., hay millones de obreros sin tra­
bajo que mueren literalmente de hambre o arrastran una existencia tan mísera
como las pensiones que les asignan sus gobiernos... Mas si la guerra estalla, esos
mismos hombres tendrán muy pronto pan, carne, vino y hasta café y tabaco... El
mero hecho de que haya trabajadores parados en la paz, que encuentran, a cambio

279
de sus vidas —claro está— trabajo y sustento en la guerra, en el fondo de las trin­
cheras, en el manejo de los cañones, y en la producción a destajo de máquinas des­
tructoras y gases homicidas, es un tema de reflexión para los pacifistas. Porque
esto quiere decir que toda la actividad creadora de la paz tenía —vista a grandes
rasgos— una finalidad guerrera, y acumulaba recursos cuantiosísimos e insospe­
chados para poderse permitir el lujo terrible de la guerra, infecunda, destructora,
etc., etc.”
Y, a continuación, se detiene en el caso de una nación “pobre y honrada”
como España: “En ella unos cuantos hombres de buena fe, nada extremistas, nada
revolucionarios, tuvieron la insólita ocurrencia, en las esferas del gobierno, de
gobernar con un sentido del porvenir, aceptando, sinceramente, como bases de
sus programas políticos, un mínimum de las más justas aspiraciones populares,
entre otras la usuaria pretensión de que el pan y la cultura estuvieran un poco al
alcance del pueblo. Se pretendía gobernar no sólo en el sentido de la justicia, sino
en provecho de la mayoría de nuestros indígenas. Inmediatamente vimos que la
paz era el feudo de los injustos, de los crueles y de los menos. Y sucedió lo que
todos sabemos: primero, la calumnia insidiosa y el odio implacable a aquellos hon­
rados políticos, después la rebelión hipócrita de los militares, luego la rebelión
descarnada, la traición y la venta de la patria de todos para salvar los intereses de
unos cuantos.”
Pues bien, una vez dicho esto, hace un análisis de la guerra de España en
el que, dejando de lado consideraciones metafísico-moralizantes, toma en con­
sideración “la lógica de los hechos”, lógica que permite comprender el prota­
gonismo que tuvieron unos concretos factores objetivos, de geopolítica interna­
cional, en la guerra civil: “España es una pieza en el tablero para la bélica par­
tida, sin gran importancia por sí misma, importantísima, no obstante, por el lu­
gar que ocupa... Los españoles pensamos ingenuamente que la España propia­
mente dicha, no la que se vendía y se entregaba a la codicia extranjera, ten­
dría de su parte a esos dos grandes imperios, puesto que los altos intereses de
éstos coincidían en los hispánicos. No fue así. La lógica de los hechos fue otra...
El patriotismo verdadero de esas dos grandes democracias, que es el del pue­
blo, está decididamente con nosotros; pero quienes disponen aún de los des­
tinos nacionales están en contra nuestra... Ellos, los acaparadores del poder y
la riqueza, los dueños de una paz que quisieran conservar á outrance, han con­
cedido demasiado a sus adversarios para que sus pueblos no lo adviertan, y hoy
están a dos pasos de ser dentro de casa motejados de traidores. El juego, por
lo demás, es harto burdo para engañar un solo momento a quienes lo veían desde
fuera. Ya es voz unánime de la conciencia universal que el pacto de no inter­
vención en España constituye una de las iniquidades más grandes que registra
la historia.”
En “Desde el mirador de la guerra”, publicado en La Vanguardia el 2 de junio
de 1938, hace los siguientes comentarios muy en la línea de los anteriores: “Parece
evidente que la política conservadora de Inglaterra y, en cierto modo, la francesa
que le es tributaria y por ella conducida a remolque, es una política de clase, en
pugna con la totalidad de los intereses nacionales, los de ambos imperios (el inglés
y el francés), pero que, no obstante, se presenta ante el mundo y ante sus pueblos
respectivos como política nacional...

280
...Indecisos los Gobiernos conservadores entre dos pavuras y dos imanes, germa­
nismo y comunismo, su línea de conducta política es una resultante, no menos
indecisa y temblorosa, de su posición de clase, ya que no personal. En ella decide,
a última hora, la simpatía por la posición socialmente defensiva, su honda fascisto-
filia, el poderoso atractivo que ejercen los “totalitarios” sobre las conciencias bur­
guesas..., pero hay algo que Inglaterra y Francia no podrán ser nunca: amigos de
la Alemania hitleriana y de la Italia de Mussolini, sin antes vomitar hasta la última
miga del festín de Versalles y, lo que es más grave, sin renunciar a gran parte de
sus vastos dominios coloniales. De modo que la contradictoria conducta conserva­
dora, que Agnell señala y pretende explicar, arguye en sus mantenedores una
torpe visión del porvenir y una absoluta incapacidad política. Porque ellos, los
políticos conservadores, deben saber que la Alemania del fiihrer y la Italia del
Duce son la hostilidad misma contra Inglaterra y Francia, y que sin duda el eje
Roma-Berlín y el mismo Berlín y la misma Roma, en cuanto focos de ambición
imperial, no tienen otra razón de existencia que su aspiración al aniquilamiento de
sus rivales.”
En “Desde el mirador de la guerra. Para el Congreso de la paz”, publicado en
La Vanguardia el 23 de julio de 1938, hay que resaltar, aparte el contenido del tex­
to, el que fuera rectificando su léxico, empleando términos como “realismo” o
“atributos humanos”, que se le antojan ahora más apropiados que los en otro
momento tan socorridos “cinismo” o “atributos divinos”: “Sé muy bien lo que
digo, aunque acaso no acierte a expresarlo con entera justeza. Una enorme oleada
de cinismo o, si os place, mejor, de realismo, nos arrastra a todos. La labor domi­
nante de la cultura occidental
—sin excluir ni a su ciencia, ni a su arte, ni a su metafísica— tiende a despojar al
hombre de todos sus atributos divinos... ¡Perdón! Cuando digo divinos quiero
decir humanos, aquellos por los cuales el hombre excede o se diferencia de otros
grupos zoológicos enteramente sometidos a sus fatalidades orgánicas. Y en esta
corriente tan esencialmente batalladora, que es la guerra misma, ¿cómo pensar
que la guerra, ni aún la totalitaria, puede ser enfrentada? Sin la tendencia de sen
tido contrario, a saber: la amorosa, la ascética, la contemplativa, la espiritual, de
la cual sacamos toda nuestra retórica, y muy pocas de nuestras realidades afecti­
vas, es muy difícil que lleguemos a intentarlo siquiera."
Es evidente que Mairena no era partidario de una concepción marxista de la
revolución, como se desprende de las palabras finales de esta cita, pero con todo,
había empezado a comprender qué clases sociales y qué intereses imposibilitaban
la realización de las “realidades afectivas” por las que entendía él merecía luchar.
Y en esto sí había una coincidencia con el materialismo histórico.
En “Atalaya. Desde el mirador de la contienda”, publicado en La Vanguar­
dia el 9 de agosto de 1938, había empezado a cuestionar el concepto de demo­
cracia occidental. Mairena llegaba así al extremo de plantearse la necesidad de
adecuar el léxico a la realidad. La realidad, o la “lógica de los hechos”, cobra­
ba protagonismo por encima de abstracciones y elucubraciones idealizantes. La
lógica se imponía sobre la sentimentalidad, aunque no por ello abdicara Mai­
rena a ciertas realidades “afectivas”, pues éstas, en suma, acaso le habían lle­
vado inevitablemente a ver las cosas como son: “De la política inglesa —sin ex­
cluir a la conservadora— se ha dicho siempre que es una política democrática...

281
Es extraño, sin embargo, que se siga diciendo todavía, cuando de esa política apa­
rece totalmente eliminado el demos, es decir, las diecinueve vigésimas partes de la
total Albión. Si encontráis alguna exageración en mis palabras, pensad que yo
incluyo en ese demos eliminado a una gran parte de la burguesía, puesto que tam­
bién se dice, sin bordear demasiado la contradictio in adiecto, que hay democracias
burguesas o burguesías democráticas. En suma, como decía Mairena, que las cosas
pasan y se mudan mucho antes que las palabras con que las designamos.”
El pensamiento maireniano había dado un salto cualitativo. Lo de las cosas y
las palabras dentro de la “lógica de los hechos”, acercaba a Mairena a muchas
páginas de La ideología alemana. Porque su nueva conciencia, superada la etapa
espiritualista, había ido surgiendo —en la frase final de la anterior cita parece ser
consciente de ello—, de las actividades y relaciones materiales. Como habían
escrito Marx y Engels: “La producción de la conciencia, las ideas y las concepcio­
nes queda en principio, directa e íntimamente ligada con la actividad material y las
relaciones materiales de los hombres; éste es el lenguaje de la vida real.”31

282
NOTAS
1. Manuel Tuñón de Lata afirma que no hay ruptura esencial entre el Machado de antes de la guerra
y el de durante la guerra. Cfr. M. TUÑON DE LARA: “La posición de Antonio Machado”, en
Los escritores y la guerra de España (ed. M. Hanrez); Barcelona: Monte Avila, 1977, p.p. 186-196.
2. Machado repitió varias veces esta frase de Santa Teresa. Cfr. A. MACHADO: “Poética” (1931),
en Obras completas (ed. A. de Albornoz y G. de Torre): Buenos Aires: Losada, 1973, p. 54.
3. “Mairena postumo. Desde el mirador de la guerra”: en La Vanguardia, 6 de octubre de 1938.
4. En Nuevas canciones:
Por dar al viento trabajo,
cosía con hilo doble
las hojas secas del árbol.
Y en “Sobre el cinismo. Antístenes, Rousseau, Lenin”; en Servicio Español de Información,
Valencia, 23 de junio de 1937:
También la cultura —habla Juan de Mairena a sus discípulos— necesita ser podada, en beneficio
de sus frutos, como los árboles demasiado frondosos. Y a falta de una poda consciente y sabia,
bueno es el huracán. Muchas veces ha sido, muchas veces será a través de la historia, sacudido el
árbol de la cultura por un fuerte vendaval de cinismo; quiero decir de elementalidad humana. No
hay' que preocuparse, amigos míos: la historia procede por vendavales, y en declive de muchas
civilizaciones sopla en cinismo con demasiada frecuencia. ¿Es el árbol mismo de la cultura lo que
peligra? No lo creo. Muchas hojas secas se lleva ese viento y, de paso, algunas ramas, no todas
superfluas. Mas cuanto el árbol pierde en la espesura de su ramaje puede ganarlo en el vigor de
su savia, en la hondura de sus raíces, a última hora en la sazón de sus frutos. Primero. Que si la
historia es, como el tiempo, irreversible, no hay manera de restaurar lo pasado.
5. En Juan de Mairena I; en Obras completas; op. cit., p. 391, decía Mairena:
A los tradicionalistas convendría recordarles lo que tantas veces se ha dicho contra ellos:
Primero: Que si la historia es, como el tiempo, irreversible, no hay manera de restaurar lo pasado.
Segundo: Que si hay algo en la historia fuera del tiempo, valores eternos, eso, que no ha pasado,
tampoco puede restaurarse.
Tercero: Que si aquellos polvos trajeron estos lodos, no se puede condenar el presente y absolver
el pasado.
Cuarto: Que si tornásemos a aquellos polvos volveríamos a estos lodos.
Quinto: Que todo reaccionarismo consecuente termina en la caverna o en una edad de oro, en la
cual sólo, y a medias, creía Juan Jacobo Rousseau.
6. Hora de España núm. 2, febrero de 1937.
7. Necesidad que le llevó, filosóficamente, a superar el monismo de Leibnitz y a desarrollar su teoría
sobre la “esencial heterogeneidad del ser”. Cfr. A. SANCHEZ BARBUDO: El pensamiento de
Antonio Machado; Madrid: Guadarrama, 1974, p.p. 11-23. Esta necesidad explica asimismo la
nota de 1917 a Soledades, en la que explicaba la superación de la estética modernista: “Pensaba
yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un com­
plejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo
pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mun­
do”. Y también la nota del mismo año a Campos de Castilla: “Y pensé que la misión del poeta era
inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no
obstante, por sí mismas”. Su concepción de la política y de la sociedad parten, en su origen, igual­
mente de esa necesidad.
8. Hora de España núm. 1, enero de 1937.
9. Ibid.
10. Cfr. “Una conversación entre Stalin y Wells”; en Leviatán núm. 9, enero de 1935, y “Comentarios
a la conversación Stalin-Wells”; en Leviatán núm.. 10, febrero de 1935.
11. También Mairena aprenderá, durante la guerra de la historia vivida.
12. En la “Poética” de 1931 (cfr. nota 2), decía Machado: “El pensamiento lógico, que se adueña de
las ideas y capta lo esencial, es una actividad destemporalizadora. Pensar lógicamente es abolir el
tiempo, suponer que no existe, crear un movimiento ajeno al cambio, discurrir entre razones
inmutables”. Pero, en 1938, cfr. el apartado “Artículos en la prensa”, la “lógica de los hechos” se
impondrá en Mairena-Machado.

283
13. “Atalaya. Desde el mirador de la guerra”; en La Vanguardia, 9 de agosto de 1937.
14. Hora de España núm. 7, julio de 1937.
15. Juan de Mairena I; en Obras completas, op. cit., p. 515.
16. Hora de España núm. 7, julio de 1937.
17. Ibid.
18. Ibid.
19. Aunque me he propuesto limitarme a textos apócrifos, hago la excepción de referirme a dos escri­
tos firmados por Machado: “Carta a David Vigodsky” y “Sobre la Rusia actual”. Complementan
el pensamiento de Mairena.
20. “Sobre la Rusia actual”: en Hora de España núm. 9, septiembre de 1937.
21. Ibid.
22. Ibid.
23. Ibid.
24. Hora de España núm. 20, agosto de 1938. Cfr. las notas 10 y 11.
25. Ibid.
26. Esta cita y las que siguen en este apartado remiten a “Sobre la Rusia actual”; en Hora de España
núm. 9, septiembre de 1937.
27. Hora de España núm. 1, enero de 1937.
28. Ibid.
29. Ibid.
30. Ibid.
31. Hora de España núm. 3, marzo de 1937.
32. Ibid.
33. “Carta a David Vigodsky”; en Hora de España núm. 4, abril de 1937.
34. Hora de España núm. 1, enero de 1937. En Alardo PRATS: “Conversaciones con el insigne poeta
don Antonio Machado”; en El Sol, 9 de noviembre de 1934, había hecho estas afirmaciones: “En
el plano de la política creo que el poeta jamás ha hecho nada; cuanto más, como Dante, la ha
reflejado de un modo indirecto. La poesía jamás podrá tener un fin político y, en general, el arte.
No puede haber un arte proletario ni un arte fascista”.
35. P. CEREZO GALAN: Palabra en el tiempo. Poesía y filosofía en Antonio Machado; Madrid:
Gredos, 1975, p.p. 531-532.
36. “Los milicianos de 1936; en Hora de España núm. 8. agosto de 1937.
37. CEREZO GALAN, p. 532.
38. “Los milicianos de 1936”.
39. Ibid.
40. En Juan de Mairena I, el individuo aparece como una categoría superior a lo social. Mairena no
nos define al individuo, pero insiste en que “lo es todo” y que frente a él la sociedad es sólo una
“supèrflua suma de individuos”, supèrflua porque, “por muchas vueltas que le doy -decía Mai­
rena— no hallo manera de sumar individuos” (Cfr. Juan de Mairena I; en Obras completas,
op. cit., p. 384. No hay que entender esta defensa a ultranza del individuo como un posiciona-
miento necesariamente contrario a la sociedad, sino, más bien, como un punto de partida ineludi­
ble para construir las bases de una futura sociedad en la que el individuo, liberado de las enajena­
ciones que le acechan, se habría de convertir en un auténtico protagonista social. Pero para ello
era premisa necesaria el que le fuera factible potenciar y desarrollar todas y cada una de sus facul­
tades y capacidades. Mairena temía que el ser humano fuera a perder su esencialidad si sacrifi­
caba la individualidad. Lo cual explica que prestara tanta atención al peligro de la masificación, a
la degradación del hombre-masa, en el que veía la negación de la esencialidad individual. En “So­
bre aspectos de la Escuela de Sabiduría”, puntualizaba (Cfr. Juan de Mairena I; en Obras comple­
tas, op. cit., p. 515:
“Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos
dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la pala­
bra; al hombre ingere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado
en circusntancias de lugar y tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la natura­
leza. Pero el hombre masa no existe para nosotros.”
41. Cfr. N. POULANTZAS: Fascismo y dictadura. La III Internacional frente al fascismo; Madrid:
Siglo XXI, 1970.

284
42. Hora de España núm. 8, agosto de 1937.
43. Hora de España núm. 2, febrero de 1937.
44. Ibid.
45. Ibid.
46. Ibid.
47. “Carta a David Vigodsky”; en Hora de España núm. 4, abril de 1937.
48. Ibid.
49. Ibid.
50. El núm. 23 de Hora de España, noviembre de 1938, iba a salir con unos meses de retraso. Fue
destruido por las tropas del general Varela cuando, en enero de 1939, entraron en Barcelona.
51. C. MARX y F. ENGELS: La ideología alemana; México: Biblioteca Marx-Engels, 1974, p. 36.

285
HACIA UNA CARACTERIZACION DEL EMPLEO
DE LOS REFRANES EN “JUAN DE MAIRENA”

Manuel Galeote
Universidad de Granada

1. La prosa de Juan de Mairena. Su valor literario y filosófico.

Juan de Mairena, creación literaria en prosa de don Antonio Machado, es un


texto fragmentario, plurisignificativo y de difícil caracterización genérica, sobre el
que los críticos han emitido juicios de muy diverso valor1. A nosotros nos interesa
la obra porque su autor reflexiona sobre la distancia entre el código literario y la
lengua hablada, sobre la literatura oral, sobre la necesidad de escribir para el pue­
blo y sobre el concepto de folklore, al tiempo que se engastan en su prosa los re­
franes, dichos populares y proverbios de nuestra lengua2: “Deseoso de escribir
para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho menos, claro está, de lo que él
sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de nuestra raza, de nues­
tra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acabamos nunca de
conocer”3.
Su génesis, reflejada en la propia estructura del texto, hay que situarla no en
el proyecto de expresar una filosofía original, sino un “pensamiento literario”’’:
reflejar el afán demoledor de la lógica en la misma estructura del libro, descoyun­
tando las piezas, escribiendo en técnica de fragmentos6. El libro rompe los límites
entre los géneros literarios y sustituye la lógica racional, impresionista7; la disper­
sión que subrayan los apócrifos se origina en “el implícito sistema de ideas”, en la
concepción de la literatura como “fragmento de fragmentos”8.
La dinámica interna del texto, su distanciamiento con respecto del autor y del
lector (el profesor Juan de Mairena habla a los alumnos en el aula imaginaria de
su Escuela Superior de Sabiduría Popular), conseguida mediante recursos expresi­
vos muy diversos ha sido puesta de relieve en abundantes ocasiones9. Machado
escribe una prosa original, aforística y sentenciosa, con “expresiones pintorescas,
insólitas, chuscas incluso”10, que contribuyen, en nuestra opinión, a afianzar la dis­
tancia señalada y el desdoblamiento producido a partir de la misma escritura. El
lector es consciente en todo momento que tiene entre sus manos una creación lite­
raria, fruto de un proceso de “codificación”, que se hace ostensible en los comen­
tarios y acotaciones de los textos apócrifos11. Tras la máscara retórica de la natura­
lidad, de la espontaneidad, se oculta una “sencillez difícil”, una actitud lúdica, un
juego de espejos, un entrecruzamiento de planos12.

287
En definitiva: ambigüedad, agilidad expresiva, ironía, reiteración temática,
falsas referencias a libros, expresiones paradójicas, lenguaje cotidiano, diálogos
ficticios y recurso del apócrifo, proponen un desafío del lector, una invitación a
abandonar su pasividad y sustituirla por una actitud participativa y creadora en la
lectura13.
“Juan de Mairena” es un poeta apócrifo nacido de la concepción de “la obra
literaria como una creación de segundo grado”14. La invención de poetas, maes­
tros y discípulos, apócrifos, podríamos considerarla como “vía oblicua” para la dis­
cusión y exposición de la variedad temática que preocupa a Machado, para distan­
ciar al lector del texto y para unificar estructuralmente lo que de otra manera
serían apuntes dispersos13.

2. Tradición y folklore en Juan de Mairena: los refranes y dichos populares.

Es necesario encuadrar esta obra dentro de la importante y rica tradición his-


tórico-literaria española en la que se dio cabida al lenguaje popular y paremioló-
gico (dichos, refranes, proverbios y otras expresiones análogas) desde la Edad
Media16: el Marqués de Santillana, los cancioneros medievales, las obras didácti­
cas y moralizadoras en prosa, La Celestina y los libros de caballería, hasta en El
Quijote17, verdadera sarta de refranes en boca del escudero, principalmente. En la
ilustración, como ha señalado nuestro maestro, el prof. Dr. José Mondéjar, direc­
tor de la escuela de Historia de la Lengua Española y Dialectología de la Universi­
dad de Granada, autores como Gaspar Fernández y Avila 18 y otros, recogieron en
sus creaciones el habla pastoril y popular andaluza, con una intención social de
indicar el origen y la extracción de clase de sus personajes: en el siglo XIX, en
cambio, la motivación ideológica del costumbrismo -que describre los usos popu­
lares y recoge el lenguaje paremiológico del pueblo— era la defensa de la “senci­
llez”, de los valores y virtudes nacionales frente a todo lo extranjero19.
El folklore ejerce en Machado lo que se ha llamado “una influencia ideológi­
ca”20, puesto que aprovecha e intercala la sabiduría popular de los refranes y de
otros elementos porque valora y defiende el concepto de “pueblo”, para quien
pretende escribir. Su moderna y avanzada concepción folklórica, debió estar favo­
recida por el ambiente familiar (su padre, principalmente; las colecciones de
libros, coplas, leyendas, cuentos y refranes de que disponía en su propia casa)21.
Las opiniones sobre los elementos folklóricos, sobre los dichos populares y sobre
la necesidad de emplearlos en la literatura se prodigan en Juan de Mairena. Es
necesario, considera Machado-Mairena, que la literatura deje de ser “cada día
menos hablada” y no se escriba en una prosa fría, sino con viveza, gracia, ironía y
lógica (I, p. 76), huyendo del preciosismo (I, 126); es necesario que se ahonde en
las frases hechas (I, 311), “sin cuya consideración y estudio no hay buena Retóri­
ca” (I, 329), y aún en la prosa didáctica, escrita en serio, “una chispita de ironía
nunca está de más” (I, 94).
Mairena, deseoso de escribir para el pueblo, como Shakespeare o Cervantes,
“aprendiz, a su modo, de saber popular” (II, 19), folklorista, quiso escribir en una
lengua viva, la española, en la que se vive y piensa, con una secular tradición lite­
raria, “el barro santo de donde sacó Miguel de Cervantes la creación literaria más

288
original de todos los tiempos” (I, 126). Por folklore entendía el apócrifo Juan de
Mairena “saber popular, lo que el pueblo sabe, tal como lo sabe; lo que el pueblo
piensa y siente, tal como lo siente y piensa, y así como lo expresa y plasma en
la lengua que él más que nadie ha contribuido a formar” (I, 193)22. También con­
sidera necesario el estudio de las expresiones interjectivas de la lengua: “Pala­
brotas, tacos y reniegos” (I, 139). No puede extrañarnos, por tanto, que un poeta
como Shakespeare, creador de una “obra viva, tan... incorrecta”, con “expre­
siones oblicuas”, elipsis, y tamaña abundancia de léxico, sea admirado por Mai­
rena (1,330).
Por otra parte, respecto de Miguel de Cervantes se nos dice lo siguiente: “Un
Refranero del Quijote, por ejemplo, aun acompañado de un estudio, más o menos
clasificativo, de toda la paremiografía cervantina, nos diría muy poco de la función
de los refranes en la obra inmortal. Recordad lo que tantas veces os he dicho: es
el pescador quien menos sabe de los peces, después del pescadero, que sabe
menos todavía. No. Lo que los cervantistas nos dirán algún día, con relación a
estos elementos foIklóricos del Quijote, es algo parecido a esto:
Hasta qué punto Cervantes los hace suyos; cómo los vive; cómo piensa y siente
con ellos; cómo los utiliza y maneja; cómo los crea, a su vez, y cuántas veces son
ellos molde del pensar cervantino. Por qué ese complejo de experiencia y juicio,
de sentencia y gracia, que es el refrán, domina en Cervantes sobre el concepto
escueto o revestido de artificio retórico. Cómo distribuye los refranes en esas con­
ciencias complementarias de Don Quijote y Sancho. Cuándo en ellos habla la tie­
rra, cuándo la raza, cuándo el hombre, cuándo la lengua misma. Cuál es su valor
sentencioso y su valor crítico y su valor dialéctico” (I, 193-194).
La cita maireniana, aunque extensa, es muy valiosa y sugestiva, porque nos
abre el camino para indagar en el refranero y en su uso literario, dentro de la
misma obra donde Machado emplea los refranes y simultáneamente reflexiona
sobre ellos.

2.1. La terminología

El primer problema y más urgente que se nos plantea está referido a la termi­
nología: ¿cómo se define el refrán?; la necesidad de deslindar refrán, proverbio,
sentencia, máxima y otros términos cercanos23. Para contribuir a una mayor clari­
dad terminológica y conceptual, E. Coseriu propuso el término “discurso repeti­
do”, que abarca todos estos elementos paremiológicos que tradicionalmente están
fijados como “expresión”, “giro”, “frase” o “locución” y cuyas unidades son como
las citas textuales, trozos de discurso que se introducen como tales en otro discur­
so24. Lázaro Carretel- prefiere denominar estas manifestaciones folklóricas del dis­
curso repetido como “lenguaje literal”23: secuencias mostrencas que se insertan en
la cadena con entonación autónoma, que tienen forma fija y cuyo uso adecuado
depende de circunstancias pragmáticas26.
Fernández-Sevilla, tras un examen de las heterogéneas opiniones vertidas en
estudios precedentes sobre la cuestión constata “de una parte, la gran imprecisión
terminológica y conceptual y de otra la gran complejidad, su asedio, pues se resiste
a ser cercado por medio de una definición relativamente simple”27.

289
Don Antonio Machado no se inhibe ante el problema terminológico y ade­
lanta — por boca de Juan de Mairena— una definición válida, aunque no estricta­
mente lingüística de “refrán”: “Complejo de experiencia y juicio, de sentencia y
gracia”, lo cual nos parece un gesto digno de elogio, máxime cuando no es infre­
cuente que los propios lingüistas adopten la actitud de no efectuar delimitaciones
conceptuales, apoyándose en el conocimiento idiomático y más o menos intuitivo,
por parte del lector al respecto28. Por medio del refrán “habla la tierra, la raza, el
hombre, la lengua”: tienen los refranes valor sentencioso, crítico y dialéctico y
además “suelen tener sus contrarios” (II, 201).
De manera que Machado se detiene en considerar un aspecto
— a nuestro parecer— muy importante y poco estudiado, sobre el que convendría
profundizar: muchos de los refranes suelen tener sus opuestos, v.g.:

1 “A quien madruga, Dios le ayuda ”, pero


2 “No por mucho madrugar amanece más temprano. ”
1 “Siento que no haiga Dios..., porque eso de que todo en este mun­
do se tenga de ‘cae’ siempre ‘d’arriba abajo’”... (I, 291);
pero
2 “Bendito sea Dios, que hace que el sol sarga siempre por el Le­
vante” (I, 291).
1 “En abril, aguas mil”, pero
2 “Todas caben en un barril. ”

Este hecho contribuye a relativizar la verdad de su contenido, si bien es cierto


que “No hay refrán que no sea verdadero”, aún “habiendo tantos refranes como
panes”. Por ello, es posible que nuestro interlocutor traiga a colación un refrán
cuya verdad ponga en contradicción la de otro anterior, empleado en el dicurso.
A pesar de todo, esta virtualidad del refrán no es algo intrínseco, sino determi­
nado por factores externos, bien ideológicos, bien filosóficos, o de otro tipo, que
actuaron en su nacimiento.
Desde los orígenes de la lengua española y de las lenguas clásicas ha habido “ex­
presiones paremiológicas” y “dichos” anónimos, populares e hijos de la experiencia29,
cuya característica esencial es, como señalaba S. de Covarrubias, que se refieren “de
unos en otros” (s. v. refrán) y andan “de boca en boca de todos” (s. v. adagio)30.
Martínez Kleiser, para quien los refranes no gozan de la estimación merecida por
haberse forjado en los talleres de autor con tan escaso crédito —el pueblo — , los
considera organismos tan perfectos —se diría—, que tienen un cuerpo y un alma31.
María Josefa Canellada no define el refrán, pero encuentra como rasgos
característicos —al menos de los refranes que emplea el Marqués de Santillana—:
a) que es “sentencioso”, b) “breve”, c) encierra “un juicio bimembre” y d) tiene
“rima o aliteración”32. La definición de Mairena, que coincide en parte con las
notas de esta autora, incide básicamente en su contenido: carácter sentencioso,
humorístico y de verdad indiscutible; pero obvia la brevedad, su expresión fija, su
ritmo, su objetivo de perdurar intacto en la colectividad “cocreadora” y sus carac­
teres formales, tales como la supervivencia de restos lingüísticos de la diacronía en
la sincronía o su carácter “no estructurable” (los elementos no admiten la conmu­
tación y significan en bloque)33.

290
Sea como fuere, antes de proseguir con el análisis, creemos necesario por
nuestra parte afrontar la complejidad terminológica —sin ánimo de agotar el pro­
blema— y exponer nuestros argumentos, siquiera de una forma somera. Como
quiera que la unidad, por excelencia, de la paremiología es el refrán, nos ocupare­
mos de él en las páginas siguientes.
Nuestra definición tiene en cuenta los siguientes aspectos del refrán:
a) Se trata de expresiones fijadas tradicionalmente, invariables y aisladas;
buena prueba de lo cual es que están siendo desechadas y cayendo inexorable
mente en el olvido, al tiempo que tampoco se crean, por así decirlo, refranes nue
vos34. Los que aún viven, están llamados a desaparecer, sin que por ello, nuestro
vehículo de comunicación, el español, se resienta o sufra pérdida y "quebranto”3'’.
En ellos pueden sobrenadar restos de la diacronía, arcaísmos, estructuras morfo-
sintácticas desusadas, etc.
b) Anónimas, “que andan de boca en boca” —decía Covarrubias—, y no se
les conoce autor. En todo caso, los refranes pueden admitir calificativos regiona­
les: andaluces, extremeños, etc.36.
c) Su significación es de carácter empírico, moral y agudo. Expresan verda­
des indiscutibles, extraídas de la observación experimental y contienen una impor­
tante dosis de ingenio y de agudeza, que se acrecienta cuando el hablante sabe
emplear oportunamente el refrán en el diálogo o en el discurso.
d) Para que haya refrán es requisito indispensable la designación metafóri­
ca, su uso no literal. Se puede estar de acuerdo, eremos, en que las siguientes
expresiones:
A. Mi niño no se chupa el dedo cuando se acuesta;
B. Mi niño no se chupa el dedo;
son diferentes sustancialmente, porque la primera está usada en sentido literal y
no contiene un refrán, aunque ya Correas traiga ‘“Chuparse los dedos'. Por: ser
bobo, mentecato; que los tales los chupan” (pág. 753); por el contrario, en B hay
un uso figurado de la expresión y, en consecuencia, hay refrán.
e) Por último, no creemos que sean rasgos inherentes y distintivos del refrán
la rima, determinadas figuras fónicas (aliteración, paronomasias, etc.) o determi ­
nado esquema rítmico, si bien contribuyen a facilitar su memorización, repetición
y pervivencia37.
f) Conviene distinguir el refrán de la frase hecha, que carece de contenido
sentencioso y se intercala en el habla de forma invariable, en estrecha relación con
las locuciones y modismos38.

2.2. Notas sobre los refranes en la prosa de Mairena.

Como puede apreciarse, el pensamiento de Machado-Mairena, suscita dis­


cusiones de gran interés en el terreno de la paremiología: un estudio de los
refranes no puede reducirse a una lista alfabética o ideológica, sino que es
necesario analizar el uso literario del discurso repetido, su función lingüística,
los factores pragmáticos que intervienen39, una tipología de los dichos40 y, por
último, definir “los grados de idiomaticidad” o de empleo figurado, meta­
fórico41.

291
Los refranes que hemos espigado en Juan de Mairena (vid. apartado III) exce­
den el medio centenar, empleados generalmente de forma figurada y cuya presen­
cia se justifica dentro del proyecto poético en que se privilegian los elementos fol­
klóricos y paremiológicos, para escribir una prosa aforística, cargada de ambigüe­
dad, ironía y humor42, que provoque actitudes opuestas en el lector y lo desafíe;
enmarcado todo el proceso, en una tradición literaria e histórica, que en Machado
se inicia con la poesía proverbial, se continúa en De un Cancionero Apócrifo y cul­
mina en Juan de Mairena “ejercicio de ironía universal” y saturación del humo­
rismo machadiano, vertebrada, como se ha dicho, en una larga sarta de refranes,
que podemos agrupar en cinco apartados temáticos o conceptos ideológicos43:
1. Refranes de la naturaleza: 30, 40, 46.
Agrícolas 1.
Meteorología 23.
Tiempo (cronológico) 17, 48.
2. Refranes que tratan de la
condición humana:
Apariencias 35.
Aprendizaje 15,24,29.
Carácter 41.
Cobardía 12.
Conducta 5, 6, 7, 8,18, 20, 31, 36, 41, 42, 45, 47, 49, 51, 52.
Confusión 14.
Necedad 10,16,25,33.
Sabiduría 26, 44.
Trabajo 2,3,37,43,50,53.
3. Refranes religiosos: 4, 13. 28.
4. Refranes de juegos: 9.
5. Refranes que establecen
comparaciones: 11,19,22,27,32,38,39.
Este medio centenar de refranes que emplea Machado en su obra Juan de
Mairena, algunos de los cuales se repiten (por ej. los números 13, 16 y 36), es de
una gran variedad; los más numerosos se refieren a la conducta humana y al traba­
jo, o establecen comparaciones.
Los refranes están puestos en boca de Juan de Mairena, en su mayoría (80%
de los casos), excepto una docena, que emplean el narrador, Tortólez, un boxea­
dor, un joven alumno y Martínez. El apócrifo profesor de Retórica, enseña a sus
alumnos en la imaginaria Escuela Superior de Sabiduría Popular la importancia
del folklore, del refranero, de las frases hechas y de los lugares comunes en la
Retórica. Es necesario recurrir a estos elementos populares para agilizar la prosa
y darle un toque de humorismo.
Hemos visto que Machado define el refrán, pero usa otros términos en litigio
con éste: “frase epigramática popular”, “expresión vulgar”, “dicho español”, “di­
cho popular”, “proverbio”, “proverbio popular” y “adagio”. Pero aún en el título,
se encuentra “sentencia”: Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuer­
dos de un profesor apócrifo. Esta escasa claridad terminológica que se observa en
Machado no puede extrañarnos, como ya se ha indicado, previamente.

292
Analizada la distribución de estos refranes, cuyo total asciende a cincuenta y
tres, en un recuento provisional, sin incluir las repeticiones, se comprueba que
Machado los ha situado en posiciones muy marcadas y determinantes: inicial y
final de fragmento. Esto ocurre en el 65% de los casos de aparición de refranes,
mientras que en el interior, con mayor o menor tendencia hacia las posiciones
indicadas, dada la relativa brevedad de los fragmentos, el refrán aparece en un
20 ó 25% de las ocurrencias.
De estos hechos deducimos que el refrán, es un elemento de alto rendimiento
funcional de la prosa maireniana, por cuanto está ampliamente representado (53
unidades), se sitúa en posiciones claves, marcadas del discurso y, en consecuencia,
influye sobre el contexto, lo determina; es el germen o núcleo temático que da ori­
gen a los fragmentos44. El refrán sirve para iniciar la reflexión o para zanjar el
asunto, dejándolo en múltiples ocasiones, pendiente de un hilo, en el aire, espe­
rando la sonrisa del lector, porque Machado no pretende dogmatizar, sino plan­
tear discusiones, provocar al lector, producir una obra abierta, plurisignificativa,
con una gran carga de ironía, humor y ambigüedad; donde tengan cabida los ele­
mentos del código oral, de la lengua hablada, del folklore: refranes, sentencias, e
incluso dialectalismos o andalucismos.
Lo normal es que Machado no altere los refranes, excepto en la medida que
la flexión de los elementos lo requiere. Si es que ello ocurre, es el narrador quien
tiene autoridad para hacerlo, para invertir los términos: “No faltó quien...
tomando el hexámetro por las hojas...”45.
No obstante, en un par de casos, Mairena pone en duda la certeza del refrán:
“Genio y figura hasta la sepultura. Yo diría mejor: “Hasta los infiernos”; “Nunca
toméis el rábano por las hojas... si es que... no está en las hojas el natural asidero
del rábano”46. En otras ocasiones, el refrán no está expreso, sino sobreentendido;
Mairena alude a él (números 24 y 28).
Muchos de estos refranes están documentados en compilaciones paremiográ •
ficas como la de Gonzalo de Correas, Rodríguez Marín, Martínez Kleiser, San
chez Egea47, y demuestran ser patrimonio folklórico de ese pueblo para el que
escribe don Antonio Machado, en la única lengua viva y rica de tradición literaria
que dominaba, la española.

3. A modo de repertorio provisional48

1. “Pensaba mi maestro, en sus años románticos, o... ‘de alma perdida en un


melonar’...” (I, 117).
2. “El poeta tiene su metafísica para andar por casa...” (I, 240).
3. “Y si dudáis de vuestro existir, apagad e idos” (I, 137).
4. “Ah, entonces se armaría la de Dios es Cristo” (I, 89).
5. “... un ascua verdadera, que todavía podemos aplicar a nuestra sardina”
(II, 147).
6. “Nunca para el bien es tarde” (II, 221).
7. porque sabemos qué males queremos espantar con nuestros cantos”
(I, 322).
8. “... más tarde o más temprano, hay que dar la cara” (I, 92).

293
9. “Si algún día España tuviera que jugarse la última carta... ” (II, 114).
10. “No penséis que cuanto se escribe sobre Homero o Cervantes es para daros
a roer cebolla, corno vulgarmente se dice...” (I, 138). “Hubo un inglés que
quiso dar a roer cebolla, como vulgarmente se dice, a un compatriota
suyo...” (II, 211).
11. “Todo esto es tan de clavo pasado, que hasta las señoras... pueden entender­
lo” (I, 146).
12. “... recordad el dicho español: de cobardes no se ha escrito nada” (II, 115).
13. “Por eso hav tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”
(L 77). .
“La lógica es —añadía mi maestro— la gran rueda de molino con que co­
mulga la Humanidad entera a través de los siglos” (I, 302).
“Diríais de ellos... que pretendían hacernos comulgar con ruedas de moli­
no...” (II, 181).
14. “Que no conviene confundir la crítica con las malas tripas” (I, 95)49.
15. “Es cosa triste... que todo magisterio sea, a última hora, cría de cuervos, que
vengan un día a sacarnos los ojos” (I, 167).
16. “Los períodos más fecundos de la historia son aquellos en que los modestos
no se chupan el dedo” (I, 134). “Pope, un inglés que no se chupaba el dedo”
(I, 186).
“...sospecho que no hemos de chuparnos el dedo” (II, 102).
“Mairena [escuchó la observación]..., pensando que no siempre la malicia se
chupa el dedo” (II, 125).
“No es, pues, Wells hombre que se chupe el dedo, y... que guste de perder
su tiempo” (II, 132).
17. “...porque... aún hay más días que longanizas, etc., etc.” (II, 99).
18. “Diríais de ellos [gobernantes]... que eran hipócritas, dotados de una ino­
cente hipocresía de gato escondido con el rabo fuera” (II, 181).
19. “Preciso es que tomemos posición... defensiva, digo yo, de gatos panza
arriba ante esta vieja concepción...” (I, 131).
20. “Genio y figura hasta la sepultura. Yo diría mejor: ’Hasta los infiernos'”
(1,343).
21. “También es posible que... vo no llegase a ver las orejas del lobo...
(I, 264).
22. “Su maestro de usted, querido Mairena, debía estar más loco que una gavia”
(I, 254).
23. “Desde los tiempos de Saavedra Fajardo... hasta nuestros días, ha llovido
mucho y no siempre agua” (II, 202).
24. “¿Y qué especie de maestro Ciruela es éste...?” (I, 348).
“Reparad en cómo yo, que tengo mucho —bien lo reconozco— de maestro
Ciruela...” (II, 13O)50.
25. “Y esto no se le ocurre ni al que asó la manteca” (I, 147).
26. “Siempre está usted descubriendo mediterráneos, amigo Mairena” (II, 15).
27. “Ah, miel sobre hojuelas!” (I, 89).
28. “Lo más parecido... es el milagro de Mahoma con la montaña” (I, 319).
29. “Y añadía [mi maestro], con voz que no sonaba ya en este mundo: ¡Ateme
usted esa mosca por el rabo!” (I, 107).

294
30. “‘Siento que no haiga Dios’... porque eso de que todo en este mundo se
tenga de ‘caé’ siempre ‘d'arriba abajo"'... (I, 291).
31. “De ese modo nadáis y guardáis la ropa..." (I. 161).
32. “Recordad el proverbio de Castilla: ‘Nadie es más que nadie"’ (I, 103).
'“Nadie es más que nadie’, reza un adagio de Castilla’’ (II, 59).
33. “‘Hombre necio habla recio', dice un proverbio popular" (II, 33).
34. “... lo cierto es que Maicena fue un hombre de oído finísimo, de los que oyen
— no ya sienten— crecer la hierba" (II, 34).
35. “El amor a la verdad es el más noble de todos los amores. Sin embargo, no
es oro en él todo lo que reluce" (I, 100).
36. “Pero le agradaba nuestro propósito de matar dos pájaros, es decir, dos águi­
las, de un tiro” (I, 100).
“De este modo procuraba Maicena matar dos pájaros —acaso tres— de un
tiro” (II, 117).
37. “Dewey no vacilará en contestarnos que Johnson es pan comido" (II, 26).
38. “... es más difícil andar en dos pies que caer en cuatro” (II, 14).
39. “Y a falta de una poda consciente y sabia, bueno es el huracán" (II, 163).
40. “Porque, ¿quién pone puertas al campo, querido maestro?..." (II, 125).
41. “Era Mairena... hombre, en el fondo, de malísimas pulgas” (I, 163).
42. “Nunca toméis el rábano por las hojas, si es que, como parece deducirse del
dicho popular, no está en las hojas el natural asidero del rábano” (I, 202).
“... no faltó quien... tomando el hexámetro por las hojas, cantase al árbol
verde...” (I, 136).
43. “... nada bueno puede augurarse a esta vieja Europa, de la cual somos noso­
tros parte, aunque, por fortuna, un tanto marginal, como si dijéramos, su
rabo todavía por desollar” (I, 337).
44. “Pero de sabios es mudar de consejo” (I, 144 y 292).
45. “Con este razonamiento... —decía Mairena— pensamos salíamos la muerte
a la torera...” (I, 199).
“... me pareció siempre una ocurrencia maravillosa para saltarse a la torera y
dejar intacto el problema del conocimiento" (I, 318).
“¿Y qué pedagogía será la nuestra, si nos salíamos a la torera a ese par de
maestros?" (II, 131).
46. “Bendito sea Dios, que hace que el sol sarga siempre por el Levante" (subra
y ado en el original) (I, 291).
47. “Siempre se sale usted por la tangente” (I, 251).
48. “Pero mucho más [me ha preocupado] ese dicho español: ‘Dar tiempo al
tiempo’” (II, 16).
49. “Entre veras y burlas se lo dije un día...” (II, 153).
50. “Aquí ya no hay contradicción, sino lo que suele llamarse círculo vicioso o
viaje para el cual hacen falta alforjas” (II, 71).
51. “Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son ¡os que no
han ido nunca a ninguna parte” (I, 103).
52. “... porque, en último término, añade muy poco a la virtud la carencia de
vicios” (I, 225).
53. “Zapatero, a tu zapato, os dirán” (I, 325).

295
NOTAS
1. Giovanni CARAVAGGI: “Sulla genesi degli “apocrifi” di Antonio Machado”: en Studi e pro-
blemi di critica testuale, Bolonia, 10 (1975), p. 183; A. FERNANDEZ FERRER: “Introducción”
de Juan de Mairena”; Madrid: Cátedra, 1986, pp. 49-50.
2. Vid. R. GUTIERREZ-GIRARDOT: Poesía y prosa en Antonio Machado; Madrid: Guadarra­
ma, 1969, pp. 132, 146, 161. 162: Paulo de CARVALHO-NETO: “La influencia del folklore en
Antonio Machado”; en Cuadernos Hispanoamericanos, 304-307, I (1975-76), pp. 302-357; y José
luís ABELLAN: “Antonio Machado: La teoría de lo apócrifo y su radicalización ideológica”; en
Diwán, 11 (1981). pp. 57-74.
3. A. MACHADO: Juan de Mairena (ed. citada), II, 18.
4. Para un análisis de las múltiples “lecturas” de los textos machadianos, que han ignorado el carác­
ter histórico de su práctica poética, que “su lógica interna (poética) corresponde a la lógica
interna de una ideología... de clase (histórica)”, J. C. RODRIGUEZ: “Machado en el espejo”;
en La norma literaria”; Granada: Exenta. Diputación Provincial, 1986, pp. 215-233.
5. J. MARIAS: “La experiencia de la vida en Antonio Machado”; en BRAE, LV, 1975, p. 233. En
la p. 229 leemos: “Los que han buscado la filosofía de Antonio Machado han vuelto con un botín
más bien pobre; y, sobre todo, ambiguo: su saber filosófico no era tanto como se dice”. Eustaquio
BARJAU: Antonio Machado: teoría y práctica del apócrifo; Barcelona: Ariel, 1975, empieza su
libro con la siguiente afirmación; “Llamar a Antonio Machado “filósofo” es algo que no puede
hacerse si no es colocando cuidadosamente esta palabra entre comillas...”
6. Carlos BECEIRO: “Una frase del “Juan de Mairena” (Problemas e interpretación de un libro de
Antonio Machado)”; en Insula, 158 (1960), p. 15.
7. Vid. Enrique ANDERSON IMBERT: “El picaro Juan de Mairena” (1939); en Ricardo
GULLON y A. W. PHILLIPS: Antonio Machado; Madrid: Taurus, 1973, pp. 371 y 373; Rai­
mundo LIDA: “Elogio de Mairena” (1948); en Ibídem, p. 367; C. BECEIRO, op. cit., p. 13; R.
GUTIERREZ-GIRARDOT, op. cit., pp. 80, 85 y 95 (para la interpretación estereoscópica de
los retazos en prosa de “Mairena”); Bernard SESE: Antonio Machado (1875-1939). El hombre.
El poeta. El pensador; Gredos: Madrid, 1980, pp. 670-671, para la explicación del “aspecto des­
hilvanado, descosido de los escritos en prosa” por impulso del escepticismo del autor, y J. M.
VALVERDE: Antonio Machado; Madrid: Siglo XXI, 1983, pp. 201-208.
8. Raimundo LIDA, op. cit., p. 373, y A. FERNANDEZ FERRER: “Introducción”, op. cit., p. 25.
9. “La ironía, la ambigüedad, el arte del diálogo y de la exposición didáctica, una forma espontánea
de ir y venir de un tema a otro, un tono de sinceridad, una impresión de gravedad, a veces incluso
de ímpetu apasionado, caracterizan los comentarios de Mairena. Señalemos, sin embargo, que el
humor nunca falta en ellos por completo”, B. SESE, op. cit., p. 630.
10. Ibídem, 632.
11. A. CARREÑO: “Antonio Machado o la poética de la “otredad”; en Cuadernos Hispanoamerica­
nos...: 304-307. I (1975-76), p. 533. Vid además, A. FERNANDEZ FERRER, op. cit., pp. 28-29.
12. Vid. R. LIDA, op. cit., pp. 365-366; G. CARAVAGGI, op. cit., p. 185. y J. C. RODRIGUEZ,
op. cit., p. 230: ”... Una nueva retórica que se disfraza sin embargo bajo la imagen de... un len­
guaje diario y “cotidianamente comunicativo”. Contradicciones en bloque a partir de aquí...”
13. Cfr. GUTIERREZ-GIRARDOT, op. cit., pp. 131-132; G. CARAVAGGI, op. cit., p. 204, y A.
FERNANDEZ FERRER, op. cit., p. 41; B. SESE, op. cit., p. 737 llama la atención sobre la sor­
prendente coherencia y continuidad de las reflexiones y notas machadianas, desde sus primeros
escritos.
14. BARJAU, op. cit., p. 94. Este autor distingue apócrifos de primer y segundo grado, p. 107. Para
él “lo apócrifo” es “un resorte profundo de la personalidad y de la obra” del autor que sufre “una
hipertrofia de la vida mental”, p. 112.
15. B. SESE, op. cit., p. 601. Cfr. Virgilio TITONE: Machado e García Lorca; Napoli: Giannini edi­
tare, 1967, p. 16; J. L. ABELLAN, op. cit., 63-72; y R. BARCE: “La Escuela de Sabiduría de
Juan de Mairena”; en Cuadernos Hispanoamericanos, 304-307, II, 1975-76, pp. 845-855.
16. Vid. F. LAZARO CARRETER: “Literatura y folklore: Los refranes”; en Estudios de Lingüísti­
ca; Barcelona: Ed. Crítica, 1981, pp. 206-217, (en adelante LAZARO, “Folklore”); M. FRENK
ALATORRE: “Refranes cantados y cantares proverbializados”; en NRFH XV, 1, 2, 1961,
pp. 155-168.

296
17. Vid. M. I. LOPEZ BASCUÑANA: “Cultismos, arcaísmos, elementos populares y lenguaje pare-
ntiológico en la obra del Marqués de Santillana”: en Anuario de Filología, 3, 1977, pp. 279-313;
M. MORREALE: “Sentencias y refranes en los diálogos de Alfonso Valdés”; en Revista de Lite­
ratura, 12, 1957, pp. 3-14; Jules PICCUS: “Refranes y frases proverbiales en el Libro del Cava-
llero Zifar”; en NRFH XVIII, 1, 2 (1965-66), pp. 1-9; M. JOLY: “Aspectos del refrán en Mateo
Alemán y Cervantes”; en NRFHXX, 1, 1971, pp. 95-106; Faustino DIAZ NISO: “Voces extra­
poéticas y frases hechas en los sonetos amorosos de Quevedo”; en Actas I CIHLE, II, pp- 1.131-
1.137, Madrid: Arco / Libro, 1988.
18. Gaspar FERNANDEZ Y AVILA: La Infancia de Jesu-Christo (con “estudio, edición crítica,
notas y vocabulario”, por Francisco TORRES MONTES); Publicaciones de la Cátedra de Histo­
ria de la Lengua Española. Universidad de Granada, 1987.
19. J. MONDEJAR: “En los orígenes de la dialectología andaluza. II. Etapa precientífica”; en Estu­
dios románicos dedicados al profesor Andrés Soria Ortega, Granada: Universidad de Granada,
1985, I, pp. 193-220, especialmente, pp. 194-195.
20. Paulo CARVALHO-NETO, op. cit. pp. 306-319. Vid además, Julia UCEDA: “Aproximaciones
a una estética de Antonio Machado (Las Andalucías)”; en Cuadernos Hispanoamericanos, 304-
307, I (1975-76), pp. 508-526.
21. Vid. CARVALHO-NETO, op. cit., pp. 328-357. y J. M. VALVERDE, op. cit., pp. 7-15, y J.
MACHADO: Ultimas soledades del poeta Antonio Machado, Soria; 1971, p. 14.
22. En este punto don Antonio Machado va demasiado lejos, quizá, porque la lengua no es nunca
un producto de clase, sino de toda la sociedad en su conjunto, J. MONDEJAR: “Naturaleza y
status social de las hablas andaluzas”; en Lenguas peninsulares y proyección hispánica (Coord.
M. ALVAR); Madrid: Fundación F. Ebbert, ICI, 1986, pp. 143-149 y otras, sobre todo las pági­
nas 147-149.
23. Vid. Julio FERNANDEZ-SEVILLA: “Consideraciones lexicológicas y lexicográficas sobre el
Refranero”; en Estudios románicos dedicados al Prof. A. Soria Ortega, I, 89-99, Granada: Uni­
versidad de Granada, 1985 (en adelante cit. F-SEVILLA, “Refranero”); también del mismo
autor, “Paramiología y lexicografía. Algunas precisiones terminológicas y conceptuales”; en
Philologica Hispaniensia in honorem M. Alvar; Madrid: Gredos, 1985, II, pp. 191-203 (en ade­
lante cit. F-SEVILLA, “Paramiología”); y el reciente trabajo de Pedro PEIRA, “Notas sobre la
lengua de los refranes”; en Homenaje a A. Zamora Vicente; Madrid: Castalia, 1988, pp. 481-489.
24. Vid. R. COSERIU: “Introducción al estudio estructural del léxico” [1964], en Principios de
Semántica Estructural; Madrid: Gredos, 1981, pp. 87-142, pp. 113-118.
25. LAZARO: “Folklore”, p. 208.
26. F. LAZARO CARRETER: “La lengua de los refranes. ¿Espontaneidad o artificio?” [1979]. en
op. cit., pp. 219-221 (en adelante, LAZARO, “Lengua”).
27. F-SEVILLA, “Paremiología”, p. 197. En las pp. siguientes establece oposiciones entre refrán y
proverbio, y precisa sus relaciones con las principales unidades paremiológicas, sentencia, máxi­
ma, aforismo y apotegma.
28. Cfr., entre otros, E. COTARELO: “Semántica Española. Refrán”; en BRAEIV (1917), pp. 242-
259; LAZARO: “Lengua” [1979], p. 222, nota 7; J. FERNANDEZ-SEVILLA: “Presentadores
de refranes en el texto de La Celestina”, en Serta Philologica... F. LAZARO CARRETER;
Madrid: 1983, I. pp. 209-218 (en adelante. F-SEVILLA, “Presentadores”); J. FERNANDEZ-
SEVILLA: “La creación y repetición en la lengua de La Celestina”; en Actas del II Simposio In­
ternacional de la Lengua Española; Las Palmas: Ediciones del Cabildo Insular, 1984, pp. 155-200,
p. 158, nota 7 (en adelante F-SEVILLA, “Creación 5' repetición”).
29. Vid. E. COTARELO, op. cit., para nombres castellanos antiguos; José María SBARBI: El refra­
nero general español [1874]; Madrid: Atlas, 1980, tomo X, 178-179 hace una clasificación en refra­
nes generales y particulares. Pedro SALINAS: Aprecio y defensa del lenguaje; Puerto Rico:
Colección UPREX de la Universidad de Puerto Rico, 1979: “Y [el pueblo] se ha creado su poesía,,
su refranero, su cancionero. Porque necesita sentir y saber y, ya que no tiene acceso a Séneca o a
un Petrarca, se crea él su lírica en los cantares, su filosofía en los refranes”, p. 107.
30. S. COVARRUBIAS: Tesoro de la lengua castellana o española (ed. de Martín de Riquer); Barce­
lona: Alta Fulla, 1987.
31. Luis MARTINEZ KLEISER: Refranero general ideológico español [1953]; Madrid: Hernando,
1982, p. XVII.

297
32. M. J. CANELLADA: “Para una tipología del refrán”; en Homenaje a José Manuel Blecua;
Madrid: Gredos, 1983, pp. 123-134, especialmente pp. 125-127; J. GELLA ITURRIAGA: “Da­
tos para una teoría de los dichos”, “Homenaje a Vicente García de Diego”; en NRFH XXXIII
(1977), pp. 119-128, y F-SEVILLA, “Paremiología”, pp. 195-199.
33. Cfr. LAZARO: “Refranes”, p. 213; “Lengua”, pp. 219-227, y E. COSERIU, op. cit., pp. 113-
114. No nos parece muy acertada la tesis de Fernández-Sevilla de considerar “originalidad” la
“modificación” e incluso “desarticulación e inversión de los términos” del refrán, por parte de F.
de Rojas en La Celestina, y menos aún que esta creación/repetición sea una clave de su arte, F-
SEVILLA, “Creación y repetición”, pp. 158, 166-167, 175-181.
34. Vid. MARTINEZ KLEISER, op. cit., XXVII. Las formas antiguas del refrán “subsisten como
piezas lingüísticas de museo”.
35. LAZARO: “Folklore”, pp. 213-214.
36. F-SEVILLA: “Paremiología”, p. 199.
37. Cfr. COTARELO, op. cit., pp. 254-256; FRENE. ALATORRE, Op. cit., pp. 155-168, y la
reciente obra de A. CARRILLO ALONSO: La huella del Romancero y del Refranero en la
lírica del flamenco; Granada: Los libros de Altisidora, Editorial Don Quijote, 1988, 2.a parte,
pp. 119-136.
38. Martínez Kleiser sigue a Casares cuando considera que las frases proverbiales son sillares sueltos
de refranes en uso, op. cit., p. XIV.
39. Cfr. la opinión de T. CARRERAS y A. PANYELLA: “Sobre las paremias, métodos de recolec­
ción, interpretación y valoración, disperción y variantes”; en VIICILR. Actas y Memorias, II, pp.
877-886, Barcelona: Universidad de Barcelona, 1955, p. 878.
40. Vid. GELLA ITURRIAGA, op. cit., pp. 119-128.
41. Vid. MARTINEZ KLEISER, op. cit., XXII, y P. PEREIRA, op. cit., p. 488.
42. Vid. P. de A. COBOS, Humorismo de Antonio Machado en sus apócrifos; Madrid: Ancos, 1970,
pp. 32-46. Cfr. DIAZNISO, op. cit., p. 1.137, y JOLY, op. cit., p. 104.
43. Cfr. MARTINEZ KLEISER, op. cit., pp. XXII-XXIII.
44. Cfr. PEIRA, op. cit., p. 483.
45. Cfr. F. -SEVILLA, “Creación y repetición”, p. 157.
46. CORREAS, p. 506, trae “tomar el rrábano por las hoxas. Las kosas al rreves”.
47. G. de CORREAS: Vocabulario de refranes y frases proverbiales [1627], texte établi, annoté et
présente par Louis COMBET, Bibliothéque de l’Ecole des Hautes Etudes Hispaniques, Bor-
deaux, 1967; José SANCHEZ EGEA: El Libro de los Refranes de la Temperie; Madrid: Instituto
Nacional de Meteorología, 1985.
48. Los refranes se ordenan por “palabras clave”.
49. “No conviene confundir la velocidad con el tocino.”
50. “Como el maestro Ciruela, que no sabía leer y puso escuela.”

298
LA PROSA POLIFONICA:
¿MACHADO, ABEL MARTIN, JUAN DE MAIRENA?

Martina Guzmán Pinedo


Amelia Marta Royo
Universidad Nacional de Salta (Argentina)

“Entre manos tengo mi tercer poeta apócrifo: Pedro de Zúñiga,


poeta actual nacido en 1900. Acaso encuentre en la ideología de este
poeta motivos de simpatía. Abel Martín y Juan de Mairena son dos
poetas del siglo XIX que no existieron, pero que debieron existir, y
hubieran existido si la lírica española hubiera vivido su tiempo.
Como nuestra misión es hacer posible el surgimiento de un nuevo
poeta, hemos de crearle una tradición de donde arranque y él pueda
continuar. Además esa nueva objetividad a que hoy se endereza el
arte, y que yo percibo hace veinte años, no puede consistir en la lírica
— ahora lo veo muy claro — , sino en la creación de nuevos poetas —
no nuevas poesías —, que canten por sí mismos.”
Antonio Machado (Antología de su Prosa)

A partir de la lectura de la prosa de Antonio Machado surge una caracterís­


tica recurrente que consiste en la presentación de autores cuya existencia es pro ­
ducto de la inventiva del escritor. Abel Martín y Juan de Mairena constituyen enti­
dades respaldadas por una obra a la que, supuestamente, dan vida voces y pensa­
mientos desplegados a través de un discurso que les es propio.
Teniendo en cuenta que Antonio Machado autor elige para desarrollar su
prosa filosófico-poética, un mecanismo tan particular como es el de poner su teo­
ría en boca de dos poetas apócrifos, es nuestra intención delimitar el grado de
independencia que estos discursos adquieren.
Para ello hemos tenido en cuenta las características de “discurso citado”,
“enunciado referido” y parodia de crítica.
Si sostenemos la idea de que todo discurso es cita de discurso y que su produc­
ción transgrede las prácticas lingüísticas sociales, habrá que preguntarse qué moti­
vaciones tiene un autor para enmascarar su escritura.
En el caso de Machado advertimos que interviene la ficción, como en cual­
quier creación literaria, en tanto su pensamiento cobra vida merced a la carnadura
de seres que sitúa en un tiempo y en un espacio —“Abel Martín, poeta y filósofo.
Nació en Sevilla (1840). Murió en Madrid (1898)”, reza el paratexto del cancio­
nero apócrifo — , —“Juan de Mairena, poeta, filósofo (...) Nació en Sevilla (1865).
Murió en Casariego de Tapia (1909)”, datos que encabezan dicho cancionero.

299
Entendemos por discurso citado aquél que explícita o implícitamente, con­
tiene textos previos (Reyes, 1984:42), de lo que se trata es de precisar el grado de
pertenencia de los argumentos teórico-filosóficos a Machado, si para exponerlos
necesita de otras voces.
En el intento de delimitar las voces en la prosa contenida en el Cancionero
Apócrifo de Abel Martín descubrimos un enunciador que parece equivalente al
autor, éste pone el discurso en boca de un locutor que habla desde la primera per­
sona plural. El nous protagónico alude y cita permanentemente a A. Martín,
dueño del pensamiento citado.
Si el enunciador es el autor, Antonio Machado nos presenta críticamente la
obra de Martín —Cancionero—, la calificación de apócrifo encubre, a su vez, un
enunciador que no es más que el yo desdoblado puesto en obra mediante varias
formas de cita.
El texto presenta marcas del locutor “colectivo” que se refiere a un individuo,
determinado por verbo de habla intructor de cita entre comillas1. El discurso es,
además, temáticamente comprometido con la cuestión de las voces —de subjetivi-
zación del sujeto. “La cuarta forma de la objetividad corresponde al mundo que
representan otros sujetos vitales. ‘Este —dice Abel Martín— aparece, en verdad,
englobado en el mundo de mi representación; pero dentro de él, se le reconoce
por una vibración propia, por voces que pretendo distinguir de la mía. Estos dos
mundos que tendemos a unificar en una representación homogénea, el niño los
diferencia muy bien, aún antes de poseer el lenguaje (...)”’ (Antonio Machado,
1975:13).
Esta combinación de enunciado referido, discurso directo y discurso indirec­
to, no implica la existencia de varios locutores. Muy por el contrario, estamos en
presencia de el locutor disimulado por un sujeto múltiple —nous2.
En la prosa de Machado el virtual distanciamiento entre el enunciador y el
enunciado estaría dado por los procedimientos utilizados para referir la exposición
de un sujeto diferente, en efecto en las citas aparece mayor carga de términos axio-
lógicos que en las emisiones del sujeto enunciador principal. “La amada —dice
Abel Martín— acompaña antes que aparezca o se oponga como objeto de amor;
es, en cierto modo, una con el amante, no al término, como en los místicos, del
proceso erótico, sino en su principio.” (Antonio Machado, 1975:14).
El valor de las comillas y otros rasgos suprasegmentales se vuelve ambiguo en
Machado, pues estos recursos apuntan, a veces, al significado y otras al significan­
te. El uso del estilo directo pone de relieve algunos aspectos del contenido total:
subjetividad, erotismo, otredad.
Desde el punto de vista teórico un enunciado referido hace decir lo que el
anunciador quiere, pues basta recortar partes del discurso total para descontextua-
lizarlo y, en consecuencia, orientar su funcionamiento dentro de un nuevo sistema
de significaciones.
En nuestro caso no disponemos del discurso original de A. Martín, sino que
lo conocemos a través de enunciados referidos o discurso citante del locutor perso­
nificado en nous.
Otro tanto ocurre con la exposición de la Poética de Juan de Mairena de­
trás de quien actúan los mismos procedimientos para desarrollar distintos con­
tenidos.

300
Según Graciela Reyes la crítica literaria es una manera de mostrar, en ciertas
ocasiones premeditadamente, el plagio, la parodia o sátira y hasta el homenaje,
amén de la finalidad que le es propia (1984:47).
Lo que se desprende de la lectura de El "‘arte poética” de Juan de Mairena es
que se genera en la crítica al barroco, acto en el cual asoma la ironía ya anticipada
por el locutor3 cuando busca establecer la relación intertextual entre Mairena y
Martín (el poema “Mairena a Martín, muerto” funciona como gozne entre uno y
otro personaje apócrifo involucrando al receptor que, por momentos, se mimetiza
con el polo de la enunciación).
De las posibilidades mencionadas quizá sea la parodia la que más se asimila a
la prosa de Machado. “La crítica reconstruye, manipula, cita y recita (...) dise­
ñando una red de intertextualidades posibles, plausibles, deseables para poner el
texto estudiado en relación con otros y simultáneamente en relación con su
comentario (que influye en el texto analizado, puesto que puede alterar sus lectu­
ras).” (Reyes, 1984:47).
Decimos parodia porque el texto incurre en el recurso de la cita y del comen­
tario con total solvencia, ya se trate de textos reales o inventados produciendo la
ilusión del reconocimiento de un discurso que sabemos inexistente porque no
ignoramos que Mairena no existió.
La mención de rasgos de la escritura de Manrique, Calderón o Góngora con­
vive con las alusiones a Abel Martín y genera una intertextualidad, por momentos
intratextualidad, que no remite sino a los vericuetos de un enunciado irónico.
“Mairena, sin embargo, no las confunde sino que las ataca en su raíz común [se
refiere a las corrientes culterana y conceptista]. Fiel a su maestro Abel Martín,
Mairena no ve en las formas literarias sino contornos más o menos momentáneos
de una materia en perpetuo cambio, y sostiene que es esta materia, este conteni­
do, lo que, en primer término, conviene analizar.” (Machado, 1975:43).
El recurso de la citación en Machado constituye un caso atípico de intertex­
tualidad — aunque no absolutamente original cuando pensamos en Cervantes o
Borges, por ejemplo— ésta conlleva una particular polifonía de cuyo sentido daré
mos cuenta a riesgo de confundirnos en el entramado de voces.
Al centrarnos en el modo de disfraces del locutor con que adviene la polifo­
nía, el efecto en el lector es de una poliaudición sujeta a los distintos lectores. Es
sabido que la intertextualidad no depende tanto de la intención del autor cuanto
del reconocimiento del lector, es así que la polifonía de Machado tiene un tras­
fondo de ironía en la que subyace una esencia de persuación.
Ahora bien, ¿a dónde apunta la voluntad irónica del enunciado de Mairena y
cuál es nuestra percepción de la misma? A juicio de Graciela Reyes, la síntesis
entre intención y captación de la ironía dará como resultado la suma de sentidos
de la escritura (1984:156ss.).
El mismo Mairena sostiene que “el tono dogmático suele ocultar la debilidad
de nuestras convicciones” (Zubiría, 1969:139), acaso esas palabras sirvan de asi­
dero a la escritura de Machado que apela a la polifonía como recurso, por cuanto
ésta le permite desarrollar tanto la crítica como la reflexión acerca de la literatura,
sin comprometerse directamente.
Una lectura atenta a las posiciones actuales respecto del análisis del dis­
curso no desconoce que “sin discurso previo cualquier discurso es incomprensible”

301
(Reyes: 1984:44), tal vez ésta sea la justificación de la prosa poético-filosófica de
Machado, pues la alusión a una fingida poética lo eximió de desplegar extensa y
coherentemente la propia.
Tanto el enmascaramiento y la simulación como la connivencia tienen un efecto
que apunta a superar el desajuste entre la emisión y el resultado, son maneras indirec­
tas del decir que revelarían cierta inseguridad o modestia en las afirmaciones. Todos
estos procedimientos textuales ponen distancia entre locutor y enunciado porque no
hay una asunción plena por parte del sujeto emisor. Visto desde la perspectiva del re­
ceptor, también la lectura es sensible a esa distancia en la que el enunciador se replie­
ga para dar paso a un discurso que se enajena por la interposición de “otras voces”.
Si bien Ramón de Zubiría sostiene que Machado quiso dejar marcadas las
fronteras de su actividad poética, creando para ello como figuraciones del alter
ego a Abel Martín y a Juan de Mairena (1965:25), a modo de conclusiones noso­
tros creemos poder afirmar que este desdoblamiento adquiere otro sentido.
¿Por qué se enmascara o se desdobla? En primer lugar este enmascaramiento,
consciente o inconscientemente, pudo haber tenido intención Iúdica. Otra posibili­
dad visible desde nuestra perspectiva de lectura, es que, en algunas ocasiones, el
autor pudo haberse sujetado a convenciones sociales de la época, como en el caso
del erotismo.
En cuanto a la labor crítica hemos visto que por medio de la ironía, el autor
aventura juicios valorativos referidos, no sólo a la historia literaria española, sino
a cuestiones teóricas, sobre todo de la lírica. Tal actitud podría explicarse por la
falta de sistematicidad de su pensamiento que hace de su poética la más valiosa en
tanto responde más a la intuición sensible que a la lógica.
Aurora Albornoz apunta que entre la poética y la poesía del sevillano hay una
perfecta concordancia, le atribuye un notable acuerdo entre la intuición y la razón
(1976:13).
El que quizás no tenía clara conciencia de su acierto era el poeta y, en conse­
cuencia, disfrazaba su pensamiento con ironía.
Respecto del quehacer filosófico de Machado, creemos que al exponerlo por
medio de un discurso referido: “Todo poeta —dice Juan de Mairena— supone una
metafísica; acaso cada poeta debiera tener la suya —implícita, claro está, nunca
explícita — , y el poeta tiene el deber de exponerla, por separado, en conceptos cla­
ros. La posibilidad de hacerlo distingue al verdadero poeta del mero señorito que
compone versos.” Antonio Machado, 1976:148.
pone de manifiesto el alto concepto que tiene de sí mismo, aunque quien “habla”
sea una de sus máscaras. Evidentemente los calificativos — verdadero poeta, mero
señorito— implican un supuesto axiológico que lo involucra, pero carece de osadía
para asumir la auto valoración.
Como ya lo adelantáramos, creemos que el grado de independencia que adquie­
ren los discursos de Abel Martín y Juan de Mairena es relativo e ilusorio. A pesar de
utilizarse el estilo directo que podría provocar un efecto de autenticidad de lo
dicho, simpre hay subordinación a la voluntad del enunciador: Antonio Machado.
Reafirmamos, entonces, que la prosa machadiana es polifónica porque, mer­
ced a la poliaudición, nos parece percibir más de una voz, pero ese efecto se
revierte al transparentar un solo locutor que proyecta su discurso citando otros
para no arriesgar su postura en un tiempo no preparado para entenderlo.

302
NOTAS
1. El texto transita del estilo directo al indirecto sin que se adviertan más rasgos difercnciadores que
las marcas tradicionales. Las comillas, sin embargo, han cobrado otra importancia a la luz de las
teorías actuales. “Las comillas no son lacres que garanticen la integridad del texto trasladado, son
solamente señales de aislamiento, el escalón hacia otro nivel del texto, la marca de transposición
discursiva y. por lo tanto, también de ficción” (Reyes. 1984: 39).
2. Se trata de un locutor que está en el mundo al que hace referencia, participando activamente en
él, aunque sin asumir el rol protagónico, sino funcionando como una memoria de lo que vio y supo,
sin ponerse en evidencia. Hablar desde el plural puede indicar que se trata de varias voces, con lo
cual se desvanece la identidad del enunciador. Lo vago del nosotros sustituye la precisión del yo,
se evade así el compromiso de asumir lo dicho (Vargas Llosa, 1975: 214).
3. Tomamos el concepto de locutor de O. Ducrot para quien “el enunciador es al locutor lo que el
personaje es al autor” (...). “El correlato del locutor es el narrador que Genette opone al autor de
la misma manera que yo opongo el locutor al sujeto hablante empírico, es decir, al productor efec­
tivo del enunciado” (1986: 211).
4. Por su parte, Kerbrat afirma que quien habla en un texto puede transferir el enunciado a otros
enunciantes, mediando para ellos ciertos usos de las comillas (1986: 208 ss.).

303
BIBLIOGRAFIA
Aurora de Albornoz: “Notas preliminares” a Antología de Antonio Machado-, Madrid: Adicusa, 1976.
Oswald Ducrot: El decir y lo dicho; Bs. As.: Paidós, 1986.
C Kerbrat y Orecchione: La enunciación de la subjetividad en el lenguaje; Bs. As.: Hacliette, 1986.
Antonio Machado: Antología de su prosa; Madrid: Adicusa, 1976.
— Abel Martín. Cancionero de Juan de Mairena; Bs. As.: Losada, 1975.
Dominique MaingueneaU: Introducción a los métodos de análisis del discurso; Bs. As.: Hachette,
1980.
Graciela Reyes: Polifonía Textual; Madrid: Gredos, 1984.
Mario Vargas Llosa: La orgía perpetua; Barcelona: Seix Baral. 1975.
Ramón de Zubiria: La poesía de Antonio Machado; Madrid: Gredos, 1969.

304
ANTONIO MACHADO, APOCRIFO DE ANTONIO MACHADO

Pilar Moralecla
Universidad de Córdoba

“¿Pensáis que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poe­


ta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno.”
(Juan de Matrería, cap. XXIII)

Así hablaba Juan de Mairena a sus alumnos, y así sentía íntimamente Antonio
Machado, que lo creó para que lo dijera; para que el apócrifo Mairena justificara
la existencia de todos los apócrifos machadianos. Y es que, tanto Mairena, como
Martín, como —en menor medida— el resto de los heterónimos, encarnan el “tú”
complementario al que canta Machado (Con el tú de mi canción / no te aludo,
compañero; / ese tú soy yo); ese “tú” que —como precisó tan atinadamente
Ricardo Gullón— no es “el imposible yo fundamental” del proverbio, sino “la
alternativa o las alternativas germinantes en el corazón”1.
Semejantes, pero distintos de los heterónimos de Pessoa, o del unamuniano
Rafael, creador de Teresa, los apócrifos de Machado nacen también, como ellos,
de la necesidad de dialogar consigo mismo que siente su creador, de su íntimo con­
vencimiento de que el “yo” es múltiple. Así lo señala Octavio Paz cuando, al refle­
xionar sobre este fenómeno en Pessoa, afirma: “El yo no es uno; el yo, si acaso,
tiene realidad, es plural. Cuando digo yo, digo tú, nosotros, ellos. Ese es el privile ­
gio y la condenación del hombre”2. Y aún más, al señalar cómo Reis y Campos
dijeron lo que. quizá Pessoa nunca habría dicho, asegura: “Al contradecirlo, lo
expresaron; al expresarlo, lo obligaron a inventarse. Escribimos para ser lo que
somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso, nos buscamos a
nosotros mismos. Y si tenemos la suerte de encontrarnos —señal de creación —
descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él, insepara­
ble, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo.”3
Bien es cierto que ni Martín, ni Mairena, ni, mucho menos, los otros apócri­
fos “menores”, contradicen a Machado4 como Reis o Campos a Pessoa; pero tam­
bién lo expresan. Y doblemente: primero, porque su propia existencia apócrifa
evidencia el problema machadiano de la personalidad múltiple, la asumida idea
del “otro” —o los “otros” — complementario; y, en segundo lugar, porque a través
de ellos y de sus obras puede exponer —en prosa y en verso, en burlas y en veras,
pero siempre de una manera distanciada— su concepto de la nueva objetividad,

305
entendida como la combinación de diversas subjetividades, tal y como el propio
Machado la definió expresamente en la carta a Giménez Caballero, en la que men­
cionaba la creación del apócrifo Pedro de Zúñiga: “Además, esa nueva objetivi­
dad a que hoy se endereza el arte, y que yo persigo hace veinte años, no puede
consistir en la lírica — ahora lo veo muy claro —, sino en la creación de nuevos poe­
tas — no nuevas poesías — , que canten por sí mismos.”
También Juan de Mairena les decía a sus alumnos que, antes de escribir un
poema “conviene imaginar el poeta capaz de escribirlo”. Y añadía: “Terminada
nuestra labor, podemos conservar el poeta con su poema, o prescindir del poeta
— como suele hacerse— y publicar el poema; o bien tirar el poema al cesto de los
papeles y quedarnos con el poeta, o, por último, quedarnos sin ninguno de los dos,
conservando siempre al hombre imaginativo para nuevas experiencias poéticas.”
(JM, cap. XXII).
Pues bien, como si se tratara del más aplicado y convencido de esos alumnos,
Antonio Machado, convertido en apócrifo discípulo, explora y experimenta en su
propia obra todas las posibilidades apuntadas por el apócrifo maestro Mairena; y
lo hace, además, en todos los grados de utilización posibles.
En el grado más alto de la primera posibilidad están, por supuesto, Mairena
y su maestro Abel Martín, quienes son conservados no sólo con un poema, sino
con toda una obra en prosa y en verso, en la que se entremezclan metafísica, poe­
sía y teoría literaria, como si, al igual que los filósofos del Tlon borgiano —creado
muchos años después de su muerte— Martín y Mairena juzgaran que la metafísica
es una rama de la literatura. Y además, esta conjunción de filosofía y poesía evi­
dencia lo que, para Aurora de Albornoz, es un hecho fundamental: que Machado,
Mairena y Martín se complementan. “Son el poeta lírico — Antonio Machado—,
el filósofo —Mairena— y el filósofo-poeta —Martín — , Tres facetas de una perso­
nalidad que, a pesar de saberse múltiple, siente su identidad: se sabe Machado no
sólo creador de poesía y filosofía, sino también de poetas y filósofos”3.
A bastante distancia encontramos a Jorge Meneses, imaginado por Mairena,
no como el poeta capaz de crear un determinado poema, sino toda una “máquina
de trovar”. Y más lejos aún, ese grupo de poetas antologados bajo el doble epí­
grafe “Cancionero Apócrifo / Doce poetas que pudieron existir”, y de los que sólo
se da el nombre, algún rasgo biográfico y uno o —en el mejor de los casos— dos
poemas. Pero, sobre estos apócrifos de personalidad apenas esbozada y de obra
tan parca, habremos de volver más adelante.
En cuanto a “prescindir del poeta y publicar el poema”, no hay más que releer
Nuevas Canciones, y, sobre todo, algunos de los “Proverbios y Cantares”, para ver
cuánto de Abel Martín y de Juan de Mairena se trasluce en sus versos6. Por otra
parte, también en este punto podríamos pensar, con Aurora de Albornoz, que
“posiblemente había muchos Machados más”, y “que ‘los otros’ —poetas y filóso­
fos— nacen y existen durante mucho tiempo, sin que Machado sepa qué hacer con
ellos. Sabe, acaso, que los tiene dentro; pero se firman ‘Antonio Machado’ aun
después de tener existencia propia esos ‘otros’7.
En cambio, Pedro de Zúñiga podría ser el exponente máximo de la tercera
posibilidad apuntada por Mairena (“tirar el poema al cesto de los papeles y que­
darnos con el poeta”). Bien es cierto que no sabemos si en alguno de los cuadernos
manuscritos que se perdieron en el patético viaje de don Antonio hacia el exilio y

306
la muerte, había algún poema de Zúñiga, o si, por el contrario, abandonó la idea
de un complementario adscrito a esa “nueva poesía” que él mismo confesaba no
comprender8. En cualquier caso, lo que nos queda es un poeta sin poema.
Y, en lo que se refiere al último precepto maireniano (conservar siempre “al
hombre imaginativo para nuevas experiencias poéticas”), es —ni más ni menos-
una paráfrasis de otro precepto —esta vez de Machado— que presenta distintas
formulaciones en los “Proverbios y Cantares” de Nuevas Canciones:

Mas busca en tu espejo al otro,


al otro que va contigo.

Es, en definitiva, asumir una actitud receptiva que admita y necesite la exis­
tencia complementaria del “otro”, o de los “otros”.
Y es que, pese a lo que afirma en su poema “Retrato”, Machado no escucha
“solamente, entre las voces, una”; o asume esas voces como propias, o recurre a
los heterónimos para expresar por su boca —es decir, desde fuera de su persona —
su profunda conciencia de la heterogeneidad del ser9. Porque, como ha entendido
muy bien Vázquez Medel, el argumento de la heteronimia “es el de la propia exis­
tencia, la vida misma entendida como ansia de pluralidad, como tendencia agónica
a experimentar desde otras premisas y alcanzar otras conclusiones. Por eso, la
heteronimia, praxis, teoría e instrumento crítico, es también —y sobre todo —
juego”10.
Un juego, sí; pero un juego muy serio, en el que lo lúdico y, en alguna oca­
sión, lo humorístico, contribuyen al efecto distanciador que marca la buscada plu­
ralidad. Y, por ello, cuanto más tiene de juego, más serio nos parece. Y quizás sea
en este sentido, de juego serio, como mejor podamos interpretar la inclusión de un
apócrifo llamado Antonio Machado entre los quince poetas11 que —desmintiendo
el subtítulo— integran el “Cancionero Apócrifo” de los “Doce poetas que pudie­
ron existir”. Porque, ¿qué mayor juego que el de introducir un apócrifo homó­
nimo entre tantos heterónimos? Pero este juego no es una simple broma. Al con­
trario. La transcendencia de este “otro” Machado ha sido puesta de relieve por
Ricardo Gullón, al señalar que se trata de “un ente semejante al yo ex-futuro
unamuniano, es decir, al compuesto por dos partes disímiles: una de vida real­
mente vivida y otra de vida que pudo ser vivida y no lo fue”12. Y eso es, en efecto,
lo que hace presumir la sucinta biografía: “Nació en Sevilla en 1875. Fue pro­
fesor en Soria, Baeza, Segovia y Teruel. Murió en Huesca en fecha todavía no pre­
cisada.”13
Y como apostilla final, el elemento distanciador mediante un comentario
humorístico que añade juego al juego: “Alguien lo ha confundido con el célebre
poeta del mismo nombre, autor de Soledades, Campos de Castilla, etc.”
Este “otro” Machado, que siguió al auténtico “por las destartaladas aulas de
Soria, Baeza y Segovia, pero en algún momento se desprendió de él”14, es el único
poeta de la antología cuya obra está representada, no por uno, sino por dos poe­
mas: una alborada y un soneto. Es, de todos modos, una representación bien par­
ca, pero quizá pueda resultar significativa; no tanto por los dos poemas en sí, como
por sus sucesivas reelaboraciones y por las conexiones que nos permitan esta­
blecer.

307
La alborada desarrolla el tema tradicional de las campanas del amanecer, y
aparece de forma recurrente en el manuscrito13, puesto que, además de la compo­
sición atribuida a Antonio Machado apócrifo —que es la más extensa16— y de las
fuentes tradicionales —transcritas asimismo en el cuaderno—, hay otras versiones
sin atribución expresa y que, por tanto, podemos adjudicar al Machado real, e
incluso, otra, muy breve, que está explícitamente adjudicada a Abel Martín. De
este modo, los dos poetas apócrifos —el homónimo apenas esbozado a través de
cuatro datos biográficos y dos poemas, y el heterónimo de personalidad definida
por su propia obra y por la de su discípulo Mairena— aparecen relacionados, entre
sí y con su creador, por lazos intertextuales.
El soneto también presenta distintas reelaboraciones, algunas con variantes
muy notorias, como veremos; pero, además, sugiere otro tipo de problema. Así,
mientras que la fecha del Cancionero de los “Doce poetas que pudieron existir”
puede fijarse en 192317, el soneto, que está encabezado por la indicación “De
Antonio Machado (Apócrifo)”, lleva al margen, de arriba a abajo de la página,
una nota que dice: “Cuarentena de años”. Esto hace presumir que la fecha de la
primera redacción deba situarse más atrás, en el período de Baeza, y más concre­
tamente —como indica Leopoldo de Luis18—, entre los años 1915 y 1920. La idea
no es tan peregrina como en un principio podría parecer, ya que —aunque, en este
caso, no se señala nada al respecto—, en el manuscrito aparece, pocas hojas antes
(lOOv), una composición original titulada “Adiós”, seguida de esta aclaración:
“(Escrita en Baeza en 1915 = No publicada. Copiada en 1923)”, por lo que podría
deducirse, por analogía, que también el soneto pudo haber sido copiado por
Machado en el cuaderno varios años después de haberlo creado.
Pero aún hay más, de aceptar ese supuesto —y sin excluir la posibilidad de
que la atribución al apócrifo no apareciera explícitamente en la primera redac­
ción— también podría llevarse a esos años la aparición, en el pensamiento de
Machado, de la idea del apócrifo homónimo, y, en consecuencia, la posible —y,
aún probable— influencia unamuniana en la creción de los apócrifos machadianos
no podría circunscribirse, en este caso concreto, a Rafael, el personaje creador de
Teresa19. En cualquier caso, la idea del apócrifo homónimo es persistente en
Machado, ya que, cuando Abel Martín cita la soleá “Confiamos / en que no será
verdad / nada de lo que pensamos”, anota debajo: “(Véase Antonio Machado apó­
crifo)”, y así aparece publicado tanto en la Revista de Occidente (1926), como en
la segunda edición de las Poesías Completas (1928), aunque la palabra “apócrifo”
desaparezca en las ediciones posteriores.
Por otra parte, esta posible nueva datación del poema situaría al soneto de
Machado apócrifo entre —o, al lado de— los más tempranos del Antonio
Machado auténtico; sonetos que, de todos modos, son bastante tardíos, puesto
que, prácticamente, no aparecen hasta Nuevas canciones. Pero, además, la fecha
inicial de las propuestas, esto es, 1915 —que es la que coincide aritméticamente
con los cuarenta años de ambos Antonios Machado20— lo acerca, cronológica­
mente, a una de sus “Notas sobre la poesía”, publicada en 1914, donde expresa
una opinión claramente desfavorable sobre el uso de este esquema estrófico por
los poetas del siglo XX, nota que, en el manuscrito de Los complementarios, apa­
rece tras la transcripción de un soneto de Dante (3v): “Va el soneto desde lo esco­
lástico a lo barroco. De Dante a Góngora, pasando por Ronsard. No es composi­
ción moderna, a pesar de Heredia. La emoción del soneto se ha perdido. Queda
sólo su esqueleto, demasiado sólido y pesado, para la forma lírica actual. Todavía
se encuentran algunos buenos sonetos en los poetas portugueses. En España son
bellísimos los de Manuel Machado. Rubén Darío no hizo ninguno digno de mención.
No hay sonetos románticos.”21
Como todos sabemos, el soneto de Machado apócrifo pasa, reelaborado, a las
Nuevas Canciones del Machado auténtico, en la segunda edición de las Poesías
completas (1928), aunque ya antes (1925), se había publicado en Alfar. Las dos
versiones presentan bastantes variantes:

DOCE POETAS QUE PUDIERON EXISTIR

“Nunca un amor sin venda ni aventura;


huye del triste amor, de amor pacato
que espera del amor prenda segura
sin locura de amor ¡el insensato!
Ese que el pecho esquiva al niño ciego,
y blasfema del fuego de la vida,
quiere ceniza que le guarde el fuego
de una brasa pensada y no encendida.
Y ceniza hallará, no de su llama,
cuando descubra el torpe desvarío
que pedía sin flor fruto de la rama.
Con negra llave el aposento frío
de su cuarto abrirá ¡Oh! desierta cama
y turbio espejo ¡Oh, corazón vacío!”

NUEVAS CANCIONES

“Huye del triste amor, amor pacato,


sin peligro, sin venda ni aventura,
que espera del amor prenda segura,
porque en amor locura es lo sensato.
Ese que el pecho esquiva al niño ciego
y blasfemó del fuego de la vida,
de una brasa pensada y no encendida,
quiere ceniza que le guarde el fuego.
Y ceniza hallará, no de su llama,
cuando descubra el torpe desvarío
que pedía, sin flor, fruto en la rama.
Con negra llave el aposento frío
de su tiempo abrirá. ¡Desierta cama,
y turbio espejo y corazón vacío!”

Las variantes que introduce la última versión consiguen, por un lado, acomo­
dar la rima de los cuartetos al esquema regular clásico22, y, por otro, mejorar sen­

309
siblemente el valor poético del soneto inicial23, por lo que, como ya se ha señalado
por la crítica, el primero puede ser tomado como borrador del último, idea que
viene corroborada, además, por la existencia de una versión intermedia, aunque
más próxima ya a la publicada en Nuevas Canciones, que aparece en la hoja 163r
del manuscrito de Los complementarios, amén de otro borrador, tachado en gran
parte, y del que sólo quedan completos los dos primeros versos (126r).
Pero eso no es todo. Machado retoma la idea que se desarrolla en los dos
cuartetos de ambas versiones, es decir, la defensa del amor apasionado frente al
excesivamente prudente, y la reelaborada en la Escena VIII del Acto I de la obra
dramática Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel —escrita, en colaboración
con su hermano Manuel, en 1925, y estrenada y publicada al año siguiente— con
una formulación muy similar, ya que, prácticamente, no introduce otros cambios
que los exigidos para su adecuación al diálogo dramático en versos octosílabos

JUANA Que os place amor de aventura.


JULIAN Antes que el amor pacato
que aspira a prenda segura.
JUANA El loco amor.
JULIAN La locura
es en amor lo sensato.
JUANA Luego el prudente...
JULIAN No ama
por prudencia, que es temor
de abrasarse en pura llama;
que no da fruto la rama
cuando se hiela la flor.
Nunca la cordura entiende
de amor que de veras arde,
porque ese fuego no prende
dentro de pecho cobarde.

Bernard Sesé, que ha señalado la coincidencia entre el soneto de Nuevas can­


ciones y la obra dramática, pero sin mencionar el antecedente apócrifo, pone tam­
bién de relieve cómo el término “fuego”, con el contenido semántico de “pasión
amorosa” no es demasiado frecuente en la poesía de Antonio Machado24, y, sin
embargo, aquí se mantiene con ese sentido en todas las formulaciones señaladas.
Y, en este punto, nos encontramos con otra coincidencia, ahora parcial: la rima
entre “niño ciego” y “fuego” se da en todas las versiones del soneto —incluso en
la intermedia—, aunque no en la obra dramática; como tampoco aparece —al
menos en lo que hemos podido comprobar— en ninguno de los poemas posterio­
res del Antonio Machado real. Pero, en cambio, esa rima es la primera —y por
ello, la más destacada— del poema CLXX, titulado “Siesta” e incluido en cuarto
lugar en De un cancionero apócrifo. Y, teniendo en cuenta que esta composición
data de 1933 no deja de resultar, cuando menos, curioso, que reaparezca la rima
al cabo de tantos años de publicada la versión definitiva del soneto.
Bien es verdad que como elemento de relación intertextual es muy leve, le­
vísimo, puesto que no hay nada más —ni el tema, ni el tono, ni el léxico, ni la

310
estrofa, ni el ámbito semántico..., nada que permita establecer ninguna otra
relación que lo corrobore y lo potencie. Pero, por mínima que sea. la intertextua-
lidad entre los dos poemas existe, y puede ser interpretada como una marca de
identificación entre aquel Machado apócrifo, autor de la primera versión del soné
to, y este otro autor anónimo.
Porque, desde luego, el poema no está atribuido explícitamente, pese a lo
cual, Valverde lo considera como “posterior versión poética” del texto en el que
se explícita la maireniana ciencia del no ser, como una síntesis de la metafísica de
Juan de Mairena en cuanto derivada de la de su maestro”25. Conviene hacer hinca
pié en esta última observación del crítico, porque, efectivamente, aunque el tema
y algunos versos concretos de “Siesta” (“honremos al Señor / —la negra estampa
de su mano buena— / que ha dictado el silencio en el clamor. / Al Dios de la dis­
tancia y de la ausencia”; “honremos al Señor que hizo la Nada”) remiten clara­
mente a estos versos mairenianos:

Dijo Dios: brote la nada.


Y alzó la mano derecha,
hasta ocultar su mirada.
Y quedó la Nada hecha.

En ellos, Mairena estaba “glosando a Martín”, es decir, si bien en “Siesta” se


reelabora el pensamiento metafísico de los dos apócrifos mayores, no debe ser
necesariamente atribuido a Mairena, puesto que lo que tiene de él es, precisamen­
te, lo que éste tiene de Martín, al cual —por otra parte— no le puede ser adjudi­
cada la autoría, dado que el poema está encabezado por el epígrafe “A la muerte
de Abel Martín”. Por supuesto, también cabe pensar en la autoría del Antonio
Machado real, pero, en ese caso, se rompería la coherencia “apócrifa” del Can
cionero.
Creemos, por tanto, que esta tenue relación intertextual que hemos señalado
puede sumarse a las aducidas por Oreste Macrí como prueba de ese “estrechísimo
vínculo e intercambio entre los apócrifos, especialmente entre Antonio Machado
y Abel Martín, directamente o a través de Juan de Mairena”. vínculo que —entre
otros, como el empleo del rótulo “A la manera de...”— es uno de los elementos
en los que se basa la tesis macriana, según la cual, el autor de los seis poemas no
atribuidos ni a Martín ni a Mairena, dentro de los que componen De un cancionero
apócrifo, es el mismo Antonio Machado apócrifo del Cancionero de los “Doce
poetas que pudieron existir”26. Cabe señalar, además, que las relaciones que
señala Macrí en su estudio están establecidas, sobre todo, entre textos de Martín,
de Mairena y del Machado real (“il vero Machado” de las cartas a Guiomar),
mientras que ésta que aportamos aquí relaciona un texto del Machado apócrifo
con uno de aquéllos cuya atribución se pretende probar.
En cualquier caso, la tesis de Macrí —apenas desarrollada por otros críticos,
pero nunca refutada— coincide en lo esencial con otra mucho más compartida
según la cual Antonio Machado, el auténtico, se va volviendo apócrifo de sí mismo
en estas últimas composiciones del ciclo. Así, en las “Canciones a Guiomar” y,
sobre todo, en “Otras canciones a Guiomar” se observa cómo, por muy real que
fuera el amor que las inspiró, en los poemas que tratamos, ese amor está teñido de

311
irrealidad. José M.a Valverde, que es uno de los críticos que ha puesto de relieve
“lo mucho de apócrifo que tuvo el amor a Guiomar”, cita unos párrafos del borra­
dor que don Antonio ya había preparado para su discurso de ingreso en la Acade­
mia Española en los que parece estar justificando implícitamente el tálente apó­
crifo de unas y otras Canciones: “¿Quién habrá que desdeñe el amor, aunque le
llegue cuando el sueño perdurable comienza a enturbiarle los ojos? Es que, en ver­
dad, lo que no estaba ya en el campo de nuestras esperanzas, si por azar nos apare­
ce, no logra convencernos de su realidad.”
Y el crítico concluye que “por muy apasionadamente que amara Antonio
Machado a ‘Guiomar’, nunca llegó a estar convencido de la realidad de ese amor,
ni de ella, porque cada vez estaba menos convencido de su propia realidad, y todo
lo que escribía tenía que quedar en manos de sus apócrifos”27. Tenemos así un
Machado apócrifo —y eso, aun cuando no se tratara del mismo que se recoge en
la antología—, una Guiomar apócrifa y un amor también apócrifo; porque, en
definitiva:

“Todo amor es fantasía,


él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más
la amada. No prueba nada
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.”

En cuanto al resto de los poemas del ciclo —y no sólo los que están escritos
“a la manera de...” — , permiten imaginar a un Machado imbuido de la enseñanza
y de las ideas de Martín y de Mairena. Es decir, volvemos a encontrarnos con un
Machado que —como señalaba Macrí— “si sente discepolo apócrifo dei suoi apo-
crifi maestri”, un Machado “perfettamente cosciente dell’esistenza di tale apócrifo
di se stesso, ma no senti la neccessitá di formularlo esplicitamente per non ecce-
dere del gioco, pur serio e trágico”28.
Vemos así que, aún más que la heteronimia, la homonimia apócrifa puede ser
un juego serio y que, cuanto más tenga de juego, más serio y trágico puede llegar
a ser. En 1963, cuarenta años después de la creación del Cancionero apócrifo de
los “Doce poetas que pudieron existir”, Max Aub, otro autor español que murió
en el exilio —y que, curiosamente, tiene las mismas iniciales que Antonio Macha­
do, pero en orden inverso — , publica en Méjico su Antología traducida. Se trata,
en realidad, de una antología apócrifa, ya que la inmensa mayoría de los poetas, y
absolutamente todos los poemas son creación del pretendido antologo. El
esquema que Aub sigue para confeccionar este nuevo cancionero apócrifo es exac­
tamente el mismo que había utilizado Machado: Nombre del poeta, algunos rasgos
biográficos —a veces, sumamente escuetos29— y uno o dos poemas. Pero, en vez
de incluir catorce o quince poetas, los antologados por Max Aub son —nada
menos— sesenta y nueve, número excesivo incluso para una antología “de ver­
dad” y que denota en el autor-antólogo una tendencia hacia la desmesura caricatu­
resca. Algunos de estos poetas presentan rasgos comunes con los machadianos;
así, un tal Wilfred Poucas —del que se recogen cinco poemas de numeración no

312
correlativa: XII, XVII, XVI11, XXVI yXXX—, “fue amigo de Selma Lagerlof”,
lo mismo que Tiburcio Rodrigálvez, de los “Doce...” lo había sido de Gustavo
Adolfo Bécquer; de algún otro se apunta su afición a la bebida, aunque ninguno
llega a morir de un ataque de alcoholismo agudo como Manuel Cifuentes Fandan-
guillo... Pero esas coincidencias no son significativas, ya que, entre sesenta y
nueve biografías, por sucintas que sean, lo difícil sería no incluir algún rasgo que
presente paralelismo con los que Machado dio a sus criaturas-poetas. Lo significa­
tivo es que, como Machado, Max Aub incluye un apócrifo homónimo entre los
antologados, y añade una humorística nota intertextual que lo hermana al
Machado apócrifo:

MAX AUB

“Nació en París, en 1903. Aunque sale su nombre con cierta periodicidad sospe­
chosa en libros y revistas, no se sabe dónde está. Lo único que consta es que escri­
bió muchas películas mexicanas carentes de interés. Nadie le conoce. Sus fotogra­
fías son evidentes trucos. Nada tiene que ver con su homónimo Leandro Fernán­
dez de Moratín.”

Evidentemente, la última frase es una parodia de aquélla en la que Machado


señalaba “Algunos lo han confundido con el célebre poeta...”, pero no una paro­
dia ofensiva para don Antonio, ya que, con ella, de quien se burla Aub es de sí
mismo. Son numerosos los testimonios que prueban cuánta estima sentía Max
Aub por Machado, como hombre y como poeta. El, tan subjetivo siempre y tan
parco en elogios a los demás, no los escatimó nunca en este caso30. Es más, otro
de los poetas apócrifos de la Antología traducida, Luis Romana, es autor del
siguiente poema:

A ANTONIO MACHADO

No sé qué pensarás de tantos poemas


como te escriben
porque moriste en Collioure,
siendo gran poeta español;
no porque sean buenos o malos,
sino porque, tal vez,
en tu enorme bondad,
te sabrán mal
por tu hermano Manuel.. ,31.

Juego serio en ambos casos, pero con distinto sentido: Con su apócrifo,
Machado abre campo de expresión a su “yo ex-futuro”; con el suyo, Max Aub,
quizás para hacerse perdonar su pertinaz insistencia en la labor poética —para
la que se consideraba poco dotado—, intenta diluirse en la niebla de lo ine­
xistente.

313
NOTAS
1. “Sombras de Antonio Machado”; en Insula, núms. 212-213, jul-ag. 1964, p, 7.
2. “Refutación de Alberto Caeiro”; en ABC (ed. de Madrid), 29 de enero de 1989, p. 3.
3. “Pessoa, entre otros”, Suplemento “Cien años de Pessoa”; en ABC (ed. de Madrid, 13 de junio
de 1988, p. 65.
4. Aunque el doblemente apócrifo Jorge Meneses sí discute con Mairena —y hasta le llama cursi —,
no por ello podemos deducir que contradiga a Machado, ya que la discusión entre los dos apócri­
fos, a manera de diálogo socrático, hace salir a la luz lo que se podría entender por el pensamiento
machadiano, sin que ninguno de ellos se erija en su portavoz exclusivo. En cambio, el nonato
Pedro de Zúniga sí hubiera podido contradecir a su creador, puesto que, en la carta dirigida a
Giménez Caballero el 15 de marzo de 1928, Machado sitúa implícitamente a su proyectado apó­
crifo en la órbita de los poetas del 27, al llamarlo “poeta actual”. Y es bien sabido que, pese a sus
alabanzas a Guillen y a Salinas, y pese a la concesión del Premio Nacional a Alberti, Machado no
comulgaba, en general, ni con lo que llamaba “poesía pura” ni con los que motejaba de “poetas
actuales”.
5. La presencia de Miguel de Unamu.no en Antonio Machado; Madrid: Credos, 1968, p. 309.
6. Publicados por primera vez en 1923, en la Revista de Occidente. Entre ellos, además de los que
pasan literalmente desde De un cancionero apócrifo, hay algunos otros que denotan el “aire” de
ambos apócrifos.
7. Obra cit., p. 309.
8. Vid., entre otros, Guillermo de TORRE: “Antonio Machado y sus poetas apócrifos”; en Insula,
núm. 126, mayo de 1957, pp. 1 y 2.
9. Recordemos que, en Los complementarios, aparece con ese título un ensayo de Antonio
Machado fechado muy tempranamente (Baeza, 4 de diciembre de 1915), mientras que en “Abel
Martín” (publicado en 1926, en la Revista de Occidente, antes de ser incluido en De un cancionero
apócrifo), uno de los cuatros tratados filosóficos cuya autoría se le adjudica se titula “De la esen­
cial heterogeneidad del ser”.
10. Fernando Pessoa: Identidad y diferencia; Sevilla: Galaxia, 1988, p. 32.
11. La fijación del número de estos poetas ha presentado diversos problemas que intentaremos resu­
mir: En la edición española de Oreste Macrí (A. MACHADO: Poesías Completas; Madrid:
Espasa Calpe, Fundación Antonio Machado, 1988, pp. 808-817) se incluyen 16 poetas; pero, en
nota, se aclara: “El último poeta apócrifo. José Luis Fuentes 16 lo hemos sacado de 207r.... del
estudio ‘Sobre el libro Colección del poeta andaluz José Moreno Villa’, año 1925” (ed. cit., II
Prosas Completas, p. 1.004). Es decir, aunque Fuentes es también un poeta apócrifo, no había
sido incluido por Machado en su Cancionero de los “Doce poetas que pudieron existir”, sino
citado en otro texto del cuaderno, dos años más tarde.
Con un criterio todavía más amplio, Manuel Alvar, en su edición de Los complementarios (Ma­
drid: Cátedra, 1980), acoge 19 poetas, dado que —además de José Luis Fuentes— incluye a Enri­
que Paradas, Alfonso Toras y Antonio Palomino; pero ninguno de ellos está calificado como
“apócrifo” en el manuscrito (121r y 122r), y además, tal como ha indicado Domingo Ynduráin, el
primero y el tercero son escritores reales (Vid. las notas correspondientes en su edición crítica de
Los complementarios; Madrid: Taurus, 1971).
Para mayor confusión, hay algunas ediciones que incluyen sólo 14 poetas (por ej.: Poesías Com­
pletas; Madrid: Espasa Calpe (Col. Austral), 1.a ed. 1940, 14.a ed. 1973; o Poesías Completas;
Espasa Calpe (Selecciones Austral), 1.a ed. 1975, 11.a ed. 1985. El equívoco pude derivar de una
errata existente en la 2.a ed. italiana de Poesie di Antonio Machado (ed. a cura di Oreste Macrí:
Milano: Lerici, 1961, p. 1.058), donde se pasa de Antonio Machado (núm. 5) a Lope Robledo
(núm. 7), por omisión de Abraham Macabeo de la Torre. Dichas ediciones corrigen la numera­
ción de Macrí, pero no subsanan la omisión, pese a que la 3.a ed. italiana de Macrí (1969) sí está
correcta.
12. Art. y p. cit.
13. En algunas ediciones, aparece como fecha de nacimiento 1895. Como en el caso señalado en la
nota 11, la confusión parece derivar de la 2.a ed. de Poesie... (obra cit., p. 1.056). Tras la publica­
ción del facsímil de Los complementarios (ed. crítica de D. Ynduráin, cit., p. 134), resulta ya
indudable la total coincidencia de edad entre Antonio Machado apócrifo y Antonio Machado

314
real, y así lo refleja Oreste Macrí en su ed. española (cit., tomo 1, p. 809 y tomo II, p. 1.270). De
este modo, sí se cumplen las condiciones para la existencia del “yo ex-futuro”, puesto que hay
“una parte de vida realmente vivida”.
14. Ricardo GULLON, art. cit.
15. Un certero acercamiento a esta cuestión en Jorge GUILLEN: “El apócrifo Antonio Machado”:
en José Angeles (ed.), Estudios sobre Antonio Machado; Barcelona: Ariel, 1977, pp. 223-225.
Vid. también e¡ cotejo de variantes en la ed. española de O. Macrí (cit., tomo I, pp. 1.003-1.004).
16. Incluso el poema atribuido al Machado apócrifo presenta variantes en las distintas ediciones.
Transcribimos el texto tal como aparece en la ed. de D. Ynduráin. cit., tomo II, p. 134, y en la
española de Macrí, cit. tomo I, p. 810:

A la hora del rocío


sonando están.
las campanitas del alba,
¡tin tan, tin tan!

Como lágrimas de plomo


en mi oído dan,
y en tu sueño, niña, como
copos de nieve serán.

Tin tan, tin tan. ¡Quién oyera


las campanitas del alba
sentado a tu cabecera!

Tin tan, tin tan,


las campanitas del alba
sonando están.

17. Así, José M.a Valverde apunta “hacia 1923” (“Introducción a Nuevas canciones y De un cancio­
nero apócrifo; Madrid: Castalia, 1971, p. 44), y según Aurora de Albornoz, fueron creados “hacia
1923 ó 1924” (obra cit., p. 297). En el cuaderno manuscrito no aparecen fechados, ¡tero la data-
ción anterior (100v) es de 1923, y la posterior —inmediatamente después del soneto (127v) —
reza: “13 de septiembre 1923” (ed. española de Macrí, cit.m tomo II, pp. 1.266 y 1.289).
18. Antonio Machado. Ejemplo y lección; Madrid: SGEL, 1975, p. 112. A propósito de esta misma
indicación cronológica, el crítico señala que “cabe aventurar la sospecha de que. entre 1915 y
1920, Machado rondó por algún proyecto de abandonar su viudedad. Un matrimonio de conve­
niencia, cuya perspectiva le hizo reaccionar a tiempo. De ahí nacería entonces este soneto: Nunca
un amor... CLXXXIV”. Y, en efecto, lo que conocemos de la vida de Machado en Baeza pa­
rece corroborarlo, puesto que. en la recordada tertulia de la rebotica de Almazán (“Se platica /
al fondo de una botica”), los contertulios aconsejaban frecuentemente a don Antonio que re­
hiciese su vida por medio de un nuevo matrimonio. (Vid. entre otros testimonios, José M.a MO-
REIRO: “Baeza de don Antonio", en A. Chicharro Chamorro (ed.), Antonio Machado y Baeza
a través de la crítica; Baeza: Aula Antonio Machado, Universidad de Verano, 1983, pp. 82-83).
A. Sánchez Barbudo, que también ha reflexionado sobre el posible destinatario de este poema,
considera que “no debe ser él ese a quien habla, ya que él no esquivó nunca el "niño ciego’ ni
renegó del ‘fuego de la vida’. Piensa, pues, quizá, en otra persona: o, más bien, en todos aquellos
que fríos, prudentes, buscan en el amor ‘prenda segura' (...) a los que, de puro prudentes, se que­
dan solos”. Pero, tras algunas consideraciones, admite: “Machado, pues, en este soneto, piensa
en otros, habla de otros; pero, a la vez, conscientemente o no, piensa en sí mismo, sintiendo
su soledad, su falta de amor” (Vid. Los poemas de Antonio Machado; Barcelona: Lumen,
41 ed. 1981, pp. 342-343.
19. Cfr. A. de ALBORNOZ, obra cit., p. 297.
20. Bien es cierto que la expresión “cuarentena de años”, permite abarcar toda la década. Pero,
en la práctica, no parece aplicable a los últimos años, cuando lo que se ronda es “la cin­
cuentena” .

315
21. Se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos núm. 19, 1914, p. 23. Tomamos la referencia de R.
de ZUBIRIA: La poesía de Antonio Machado; Madrid: Gredos, 3.a ed. 1973, p. 184. En cambio,
transcribimos el texto de la ed. española de Macrí (obra cit., tomo II, p. 1.153), ya que Zubiría
sólo hace una cita parcial.
22. Vid. L. de LUIS, obra cú., p. 112.
23. Vid. J. GUILLEN, art. cit., pp. 222-223. Por su parte, Sánchez Barbudo lo analiza como tal
soneto de Nuevas canciones, sin relacionarlo con la versión del apócrifo (obra cit., pp. 341-343).
24. Antonio Machado (1875-1939); Madrid: Gredos, 1980, II, pp. 422-433. Sin embargo, sí aparece
alguna vez en poemas de Mairena y Martín (por ej., el soneto “Rosa de fuego’', de este último).
25. “Introducción”, cit., pp. 74-76 y 92.
26. Vid. Tomo I de la ed. esp. cit., especialmente pp. 83 y ss.
27. “Introducción”, cit., p. 88.
28. Poesie..., 2.a edi., cit., p. 85.
29. Antología traducida; Barcelona: Seix Barral, 2.a ed., 1972.
30. Vid. su valoración de Machado en el, tan apasionado y subjetivo, Manual de Historia de la Litera­
tura Española; Madrid: Akal, 1974.
31. Obra y ed. cits., p. 155.

316
LAS IDEAS LITERARIAS EN EL JUAN DE MAIRENA
PERIODISTICO (1934-1936)

Manuel José Ramos Ortega


Universidad de Cádiz

Introducción

La primera salida a la calle de Juan de Mairena tiene lugar, como sabemos,


dentro de la edición de las obras completas en 1928. Anteriormente, en 1926, bajo
el título De un cancionero apócrifo, Antonio Machado nos había dado a conocer
la figura de Abel Martín, poeta y filósofo sevillano, maestro, a su vez, de Juan de
Mairena. El texto sobre Abel Matin, publicado en la Revista de Occidente, acaba
con este comentario: “De la historia anecdótica de Abel Martín nos ocuparemos
otro día, cuando estudiemos la obra de su biógrafo, discípulo y contradictor, el
poeta Juan de Mairena”1
El Cancionero efectivamente se continuó en la edición de las Poesías Comple­
tas de 1928. En una nota biográfica se dice lo siguiente: “Juan de Mairena, poeta,
filósofo, retórico e inventor de una Máquina de Cantar. Nació en Sevilla. Murió
en Casariego de Tapia (1909). Es autor de una Vida de Abel Martín, de un Arte
poética, de una colección de poesías: Coplas mecánicas, y de un tratado de metafí­
sica: Los siete recursos”2
No voy a ocuparme, sin embargo, de la figura del primer Mairena, sino de la
del segundo o también llamado: “Mairena periodístico”3. Me parece que es ya en
esta segunda aparición cuando se nos muestra un personaje con más entidad,
madurez y autonomía. Se le denomina periodístico por adoptar, a partir del año
1934, la Prensa como vehículo de su propia creación. Primero en el Diario de
Madrid y luego en El Sol fueron apareciendo sus colaboraciones. Posteriormente,
en el año 1936, aparecieron editadas en libro por Espasa-Calpe, bajo el título
de Juan de Mairena (Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor
apócrifo)4.
Todavía habría una tercera etapa para Juan de Mairena. En efecto, en enero
de 1937, en la revista Hora de España, reanuda sus apuntes. Esta tercera y última
salida de Mairena se caracteriza por el tono más ensayístico y más militantemente
político. Pero éste es ya un aspecto que escapa a mis intereses por ahora.
En otro orden de cosas, hay razones más que suficientes para creer que
Machado intentó, con el recurso del apócrifo, una manera de encubrir al verda­
dero personaje que ocultaba el seudónimo de Guiomar. En efecto, el hecho de

317
que Guiomar aparezca en la edición de las Nuevas Canciones, entre Abel Martin
y Juan de Mairena justificaría la conjetura de que Machado inventó a los otros per­
sonajes para dar a sus poemas amorosos dedicados a Guiomar, un carácter tan fic­
ticio como el de los poetas filósofos que enmarcan estas canciones.
Hemos seleccionado para nuestro trabajo, en la edición crítica de José M.a Val-
verde, las siguientes voces, referidas siempre al campo semántico de lo literario o
simplemente literatura: barroco, Bécquer, Berceo, Calderón, Cervantes, crítica,
Espronceda, Góngora, D. Juan, Fray Luis de León, Jorge Manrique, Moratín,
novela, Noventa y ocho, Sancho Panza, poesía, lenguaje poético, tiempo poético,
prosa, Quevedo, Quijote, realismo, romanticismo, suprarealismo, Unamuno,
Valle Inclán, Lope de Vega, Francisco Villaespesa.
Como voces literarias hay más, pero yo he seleccionado sólo las que tenían
relación con la literatura española. Esto por supuesto no implica ningún senti­
miento de xenofobia por mi parte, sino que he preferido acotar el campo de mi
estudio en aras de una mayor brevedad y rigurosidad. No obstante, refléjese, aun­
que sólo sea como breve apunte, el interés que tendrían también otros términos de
la literatura clásica grecolatina o europea: Balzac, Baudelaire, Cicerón, Cliten-
mestra, Corneille, D’Alembert, Dante, Diderot, Goethe, Hamlet, Homero, Víc­
tor Hugo, Ifigenia, Lafontaine, Molière, Musset, Proust, Racine, Rousseau, Sche-
lling, Shakespeare, Stendhal, Valéry, Virgilio, Voltaire.
Por supuesto, y esto ya es una obviedad que se extrae del propio título del tra­
bajo, he eliminado otras voces que no sean las propias literarias. Es decir, que éste
no es un trabajo sobre el Mairena filosófico, o el político o el religioso. Aspectos
que han merecido estudios mucho más amplios y documentados que el mío.
Pero vamos a lo nuestro. Con las voces seleccionadas para mi trabajo, creo
que se pueden hacer los siguientes apartados o subdivisiones que agrupamos así:
— Autores: Bécquer, Espronceda, Lope de Vega, Moratín, Unamuno,
Valle-Inclán, Villaespesa.
— Epocas y generaciones literarias: barroco, con sus autores más representa­
tivos (Cervantes y el Quijote, Lope de Vega; Tirso de Molina, Calderón, Góngora
y el gongorismo); romanticismo, realismo, “98”, suprarrealismo.
— Géneros: poesía/prosa.
— Obras: poetas, tiempo poético, lenguaje poético, Manuales de literatura,
mito de D. Juan, la crítica.
Llegado a este punto conviene ya entrar a desbrozar el pensamiento teórico
expuesto por Juan de Mairena como profesor de Retórica apócrifo y publicado en
Madrid por primera vez, como volumen, en 1936.

1. Autores

En primer lugar nos detendremos en lo que he denominado subapartado de


autores. En este lugar hay una especial inclinación de Juan de Mairena hacia los
autores barrocos que, como es natural, trataremos en el espacio reservado a épo­
cas y generaciones. Hecha esta salvedad cabe hablar, pues, de otros autores no
pertenecientes a la época barroca. Por orden cronológico estos son: Moratín,
Espronceda, Bécquer, Unamuno, Valle y Francisco Villaespesa.

318
Respecto a D. Leandro Fernández de Moratín le merece mayor crédito como
autor que como crítico a juzgar por el párrafo siguiente: “El buen don Leandro,
autor de piezas estimables, llevaba dentro un crítico tan inepto para juzgar las
comedias como don Eleuterio Crispín de Andorra para escribirlas” (J. M., 131)
De todas maneras es normal que Juan de Mairena manifieste una repulsa
general a los autores —tanto dramaturgos como poetas— del siglo XVIII, si tene­
mos en cuenta, como veremos más adelante, su profesado amor por los autores del
barroco. Buena prueba de esto que estamos diciendo es que es ésta prácticamente
la única mención a un autor del siglo XVIII español.
Pasando al siglo siguiente, hay dos poetas de su preferencia: Espronceda y el
sevillano Gustavo Adolfo Bécquer.
De Espronceda destaca, sobre todo, El estudiante de Salamanca, de la que
dice es su obra maestra. “Su Don Félix de Montemar es la síntesis, o, mejor, la
almendra españolísima de todos los don Juanes. Después del poema de Espron­
ceda hay una bella página donjuanesca en Baudelaire, que Espronceda hubiera
podido adoptar sin escrúpulo” (J. M., 155).
Un aspecto que parece llamar la atención de Mairena es la capacidad de
cinismo del autor extremeño. Gracias a esta inspiración cínica, según Mairena, es
la poesía española todavía creadora. Pensamos que el cinismo es también la fuente
de inspiración de un autor como Baudelaire, otro gran maldito de la literatura, y,
no sin relación causa-efecto, otro gran cultivador del mito del don Juan: “Quand
Don Juan descendit vers l’onde souterraine...”
El otro gran autor del siglo XIX es Bécquer. Bécquer es sin duda el poeta
español del siglo XIX que más profundamente ha influido en la lírica moderna his­
pánica. Influencia que se ejerce ininterrumpidamente a través de las distintas
generaciones poéticas de nuestra literatura contemporánea: Modernismo; Juan
Ramón Jiménez; Antonio Machado; Generación del 27 (especialmente impor­
tante en el caso de Luis Cernuda); generaciones de posguerra, hasta nuestros días,
en donde ha recobrado especial relieve la lectura de su poética y también de su
obra en prosa. Mairena no regatea precisamente los elogios para su paisano al que
llama “ángel de la verdadera poesía”. Lo que más llama la atención, no obstante,
en la poesía de Bécquer es la imposibilidad de reducirla a esquemas fríos y aprio
císticos. La lírica del sevillano se escapa a todo control y a toda lógica. Su maravi ­
llosa y permanente actualidad estriba en la capacidad de improvisación, de asom­
bro, de magia y de transporte permanente a regiones supranaturales. Su palabra
poética es —como siempre destaca el heterónimo machadiano— tiempo, pero esta
vez, habida cuenta de las barreras lógicas, tiempo psíquico: “La poesía de Bécquer
— sigue hablando Mairena a sus alumnos — , tan clara y transparente, donde todo
parece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la
lógica. Es palabra en el tiempo, el tiempo psíquico irreversible, en el cual nada se
infiere ni se deduce” (J. M., 239).
De don Miguel de Unamuno —ya metidos en época contemporánea—, Mairena
destaca, sobre todo, su espíritu de modernización y puesta a punto de la vieja maqui­
naria desengrasada durante siglos de bostezo: “He aquí el gran español que muchos
esperábamos. ¿Un sabio? Sin duda [...] pero sobre todo, el poeta relojero que viene
a dar cuerda a muchos relojes —quiero decir a muchas almas— parados en horas muy
distintas y a ponerlos en hora por el meridiano de su pueblo y de su raza” (J. M., 208)

319
Al leer este párrafo no he podido por menos recordar los versos “Del pasado
efímero”:

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,


sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido.

y, como contrapunto de esta imagen de español indolente y huero, ésta otra de “El
mañana efímero”:

Mas otra España nace.


La España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza (O. C., 272).

A don Miguel, el joven rector de la Universidad salmantina, dedica Antonio


Machado su Elogio por el libro Vida de Don Quijote y Sancho'.

Este donquijotesco
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco,
lleva el arnés grotesco
y el irrisorio casco
del buen manchego, Don Miguel camina,
jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro a su locura
sin miedo de la lengua que malsina:

A un pueblo de arrieros,
lechuzos y tahores y logreros
dicta lecciones de caballería,
y el alma desalmada de su raza,
que bajo el golpe de su férrea maza
aún duerme, puede que despierte un día.

Quiere enseñar el ceño de la duda


antes de que cabalgue, al caballero;
cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda
cerca del corazón la hoja de acero.

Tiene el aliento de una estirpe fuerte


que soñó más allá de sus hogares,
y que el oro buscó tres de los mares.
El señala la gloria tras la muerte.
Quiere ser fundador, y dice: Creo;
Dios y adelante el ánima española...
Y es tan bueno y mejor que fue Loyola:
sabe a Jesús y escupe al fariseo.

320
De otro autor del 98 coetáneo suyo, Valle-Inclán, admira Mairena, sobre
todo, su postura frente a la muerte: su estoicismo y su espíritu laico en un clima,
como el compostelano, tan hostil a toda veleidad heterodoxa: A pesar de lo cual,
“Valle-Inclán, el santo inventor de Bradomín, se debía a la verdad antes que a los
inventos de su fantasía” (J. M., 232).
Otra cualidad que resalta es, curiosamente, su capacidad de inventar a un per­
sonaje que, a su vez el mismo caso de Mairena — , inventa otro personaje. “En
cuanto el autor de estos libros, que, más que Valle-Inclán, mismo, fue una inven­
ción del propio Valle-Inclán, lo encontraremos también en las páginas de estos
libros” (J. M., 231).
A Francisco Villaespesa, como autor modernista, le dedica unos breves
comentarios que parecen más bien producto del pago a una antigua deuda de
amistad que el reconocimiento a la obra del autor alpujarreño. A este respecto
habría que recordar el papel protagonista que jugó Villaespesa como divulgador
—vulgarizador y aun adulterador para otros— del modernismo en España. El pro­
pio autor almeriense situó a Antonio Machado, en la dedicatoria de El alto de los
bohemios (1899-1900), y poco tiempo después retrató a los dos hermanos, al des­
cribir el ambiente de la “Maison Dorée”, en su ciclo Los cafés de Madrid (recogido
en caracol marino, 1918):

Es hora de beber... Manuel Machado,


con elegancias de banderillero,
apura un vaso de jerez dorado,
mientras Gómez Carrillo,
aspecto y corazón de mosquetero,
voluptuosamente
apura, en la ilusión de un cigarrillo,
toda el alma fragante del Oriente.
A su lado, indolente,
sobre el verde diván arrellanado,
está Antonio Machado,
y con su rictus grave, adusto y serio,
de padre mercenario,
devora en un diario
líricos ditirambos a la Imperio,
la gitana ideal, que cuando avanza
agitando en el aire su melena
de tempestad, parece que en la escena
es el alma española la que danza.

Como todo el mundo sabe, a principios de siglo, la casa de Villaespesa fue el


primer cuartel general del modernismo en Madrid. Antonio Machado colaboró en
La revista ibérica (1902) de Villaespesa. Aunque el autor sevillano se distanció
pronto del poeta de Laujar y buena prueba de ello es el comentario que le dedica
en el Juan de Mairena sobre la prematura y presunta muerte poética del autor
almeriense: “Y esto ha sido F. Villaespesa, un joven hasta su muerte acaecida

321
hace ya algunos años5; un verdadero poeta. De su obra hablaremos más largamen­
te: de sus poemas y de sus poetas (J. M., 260).
Está claro que Mairena se sacude muy hábilmente la responsabilidad de
hablar largamente de Villaespesa.

2. Epocas y generaciones literarias

En el apartado que hemos denominado “Epocas y generaciones literarias”,


ocupa un lugar preferente el dedicado al período del barroco. No tanto en lo que
se refiere a una teoría general sobre el barroco que no existe y que hubiera sido
una osadía suponer en un autor que prefiere la literatura hablada a la escrita, sino
en la relación de determinadas preferencias de autores y obras de nuestra edad de
oro. No obstante, lo barroco tiene para Mairena una clara delimitación frente a lo
clásico que se manifiesta en el uso del adjetivo clásico: “Lo clásico —habla Mai­
rena a sus alumnos— es el empleo del sustantivo, acompañado de un adjetivo defi­
nidor. Así, Homero llama hueca a la nave, con lo cual se acerca más a una defini­
ción que a una descripción de la nave [...] lo barroco no añade nada a lo clásico,
pero perturba su equilibrio, exaltando la importancia del adjetivo definidor hasta
hacerle asumir la propia función del sustantivo” (J. M., 63).
Pasando a los autores del barroco español y, concretamente, de entre la
pareja Lope-Calderón, Mairena decanta su preferencia hacia el autor madrileño:
“Yo os aconsejo que leáis a Lope antes que a Calderón. Porque Calderón es un
final, un final magnífico, la Catedral de estilo jesuíta del barroco literario español.
Lope es una puerta abierta al campo, a un campo donde todavía hay mucho que
espigar, muchas flores que recoger” (J. M., 187).
Sobre estos dos grandes autores áureos se levantan las piedras angulares de
nuestra literatura clásica. Ellos son, a su vez, los desencadenantes inconscientes de
la gran falla existente al finalizar el siglo XVIII: “Comprenderéis cómo una gran
literatura tiene derecho a descansar, y os explicaréis el gran barranco poético del
siglo XVIII, lo específicamente español de este barroco” (J. M., 188).
Con todo, de entre nuestros autores barrocos, Mairena se inclina de una
forma descarada por Cervantes y su Quijote. Ambos a la misma altura. Sin que se
sepa a ciencia cierta quién ha creado a quién. De Cervantes y El Quijote le gusta
todo: la gracia, la ironía, el humor cervantino. El talante humano y abierto a todas
las corrientes de pensamiento. La sabiduría, el acierto en la elección de los temas,
la reelaboración de una materia aparentemente muerta para la literatura. El pre­
coz adelanto que supone el habernos legado la primera novela moderna. El aca­
rreo fácil de lo tradicional, con el uso coherente e integrado en su obra del mate­
rial folklórico proveniente de nuestro refranero. De Cervantes, en suma, lo
aplaude todo.
Otro juicio bien distinto le merece Góngora y, sobre todo, el gongorismo.
Aquí Mairena es —pensamos— poco original, al dejarse guiar en exceso por la
imagen que nos ofreció, en el siglo pasado, Menéndez Pelayo del poeta cordobés.
De todas maneras Góngora no le parece peor que el gongorismo al que verdadera­
mente ataca en este comentario a todas luces injusto: “Aunque el gongorismo sea
una estupidez, Góngora era un poeta; porque hay en su obra, en toda su obra,

322
ráfagas de verdadera poesía. Con estas ráfagas por metro habéis de medirle”
(J. M.,254)
No olvidemos que, en esto, Mairena se nos muestra fiel representante de un
siglo -el XIX— que no entendió a Góngora. Producto de una crítica que era inca­
paz de unir las distancias que habían creado los dos Góngoras: el bueno y el malo;
el claro y el oscuro; el autor de letrillas y romances y el del Polifemo y Las Soleda­
des. Quien así escribe se está manifestando en una época en que se está recupe­
rando al genial poeta cordobés, por los autores más jóvenes de la última promo­
ción literaria. Y que ya se ha manifestado —me refiero a Mairena— tan en contra
de Mallarmé como de la poesía pura, según se ve claramente en este texto: “Juan
de Mairena, no alcanzó el reciente debate sobre ‘la poesía pura’, en el cine no fue
D’Alembert, sino M. de la Palisse [el Perogrullo hispánico], quien dijo la última
palabra: ‘Poesía pura es lo que resta después de quitar a la poesía todas sus impu­
rezas’” (J. M., 85-86).
Respecto a otras épocas de nuestra literatura, Mairena no muestra el más
absoluto interés por el siglo XVIII. Y las razones ya han sido aducidas cuando
hablábamos del barroco. Así es que nuestro profesor apócrifo da un gran salto
hasta sumergirse en el Romanticismo, del que apenas dice nada brillante si no es
la importancia que concede a dos autores de este período — Espronceda y Béc-
quer—, que ya hemos puesto de manifiesto en el apartado correspondiente. Tam­
poco el realismo le merece mayor comentario, a no ser el mostrar su inconformi­
dad con el llamado teatro moderno que, en aquellos años, era precisamente el rea­
lista. No le parece de recibo que los personajes dramáticos del teatro realista no
manifiesten sus deseos e inquietudes en voz alta, aun estando solos en escena.
Como no le parecería normal el que la escena teatral no estuviese abierta por uno
de sus lados al espectador. El gran pecado de la literatura realista, en suma, es
haber errado en el concepto de la verosimilitud poética. Con sólo verosimilitud no
hay literatura.
Respecto a la llamada generación del 98, ya hemos hecho referencia a los
autores, como Valle-Inclán y Unamuno, a los que dedica comentarios elogiosos,
como no eran menos de esperar, tratándose de compañeros de promoción.
Resalta, sobre manera, el absoluto silencio sobre el grupo de poetas que se
reúnen en torno al centenario de Góngora y que festejan esta efemérides en el
Ateneo sevillano. Sin duda comentarios como los que hemos citado respecto a
Góngora o este otro sobre los poetas suprarrealistas —“De los suprarrealistas
hubiera dicho Juan de Mairena: Todavía no han comprendido esas muías de noria
que no hay noria sin agua” (J. M., 26)— contribuyeron a abrir aún más brecha en
la distancia generacional entre Machado y los del 27, ya de por sí importante. Y
eso que, en un principio, los autores del 27 aprenden en Machado, como también
en Unamuno, el uso de la imaginación: “la verdadera realidad de las cosas no es
la cosa misma, sino lo que pensamos, imaginamos o soñamos de la cosa”6. Pero
Machado estaba muy próximo cronológicamente y sabido es que en literatura se
respeta a los abuelos más que a los padres. Posiblemente, el asesinato no se pro­
dujo pero sí el alejamiento mutuo y hasta la indiferencia. También tenemos testi­
monio de lo contrario como en el cariñoso fragmento de la Arboleda perdida
de Rafael Alberti, en el que el poeta gaditano recuerda su imagen priméra de
Antonio Machado.

323
3. Los géneros

El problema de los géneros, de la distinción entre la poesía y la prosa, no es


tal en Juan de Mairena. El profesor apócrifo empieza por superar los límites entre
ambas categorías. La suspensión de la tradicional dicotomía se fundamenta en el
hecho de que para él tanto lo que se escribe en verso como en prosa son poesía
cuando expresan la subjetividad.
Históricamente la superación de los límites entre poesía y prosa que realiza el
siglo XVIII con D’Alembert a la cabeza, se rompe en el XIX, en Francia, con la
introducción del poema en prosa o la prosa artística. Mairena está muy lejos de
esta última corriente o estilo artístico, al abogar siempre por una poesía como
expresión lo más cercana posible al lenguaje hablado: “ — Señor Pérez, salga usted
a la pizarra y escriba: ‘los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa’ [...]
— Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. El alumno, después de meditar
escribe: ‘Lo que pasa en la calle’ Mairena. No está mal’” (J. M., 41.)

4. Otras voces

Entre las voces que pueden ser clasificadas bajo el epígrafe de varias u otras,
hemos destacado las de mayor relevancia para una comprensión de lo literario en
el Juan de Mairena. Así destaco el uso o definición del poeta en relación con la
temporalidad. Poeta, poesía, tiempo son una misma cosa: “Sin el tiempo, esa
invención de Satanás, sin ese que llamó mi maestro ‘engendro de Luzbel en su caí­
da’, el mundo perdería la angustia de la espera y el consuelo de la esperanza. Y el
diablo ya no tendría nada que hacer. Y los poetas tampoco.” (J. M., 143.)
La poesía como “palabra en el tiempo”, como en otro lugar la define, no es
solamente la expresión del acontencer de una convivencia, que al fin y al cabo
también es tiempo, sino también palabra como hija de su tiempo: “La poesía es —
decía Mairena— el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo. Eso es lo
que el poeta pretende eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que
requiere mucho tiempo, casi todo el tiempo de que el poeta dispone.” (J. M., 80.)
Sabido es que la fecha de la supuesta muerte de Juan de Mairena es la del año
1909; en rigor podría haber leído la obra del filósofo francés Bergson. Recuérdase
que Antonio Machado asistió a las lecciones del profesor francés entre 1910-1911.
Pero esto escapa de nuestros propósitos.
Me queda finalmente por concretar algunas voces aisladas como “Crítica”,
“Manuales de literatura” o “el mito de don Juan”. Muy poco respeto merecen a
Mairena nuestros críticos, a los que dedica frases de este calibre: “Entre nosotros
[...] la crítica o reflexión juiciosa sobre la obra realizada es algo tan pobre, tan
desorientado y descaminante que apenas si nos queda más norte que el público.”
(J. M., 13.) “De la crítica [...] más vale no hablar. Y es que entre nosotros lo ende­
ble es el juicio, tal vez porque lo sano y viril es, como vio Cervantes, la locura.”
Otro tanto juicio le merecen —es decir ningún respeto— los manuales de
nuestra historia literaria. En este caso la ausencia justifica la deficiencia: “Juan de
Mairena lamentaba la falta de un buen manual de literatura española. Según él,
no lo había en su tiempo [...] Yo [...] deploro que no se haya escrito ese manual

324
porque nadie haya sido capaz de escribirlo. La verdad es que nos faltan ideas gene­
rales sobre nuestra literatura. Si la tuviéramos, tendríamos también buenos
manuales de literatura y podríamos, además, prescindir de ellos.” (J. M., 84-85.)
Respecto al último tema del que vamos a ocuparnos, el mito de don Juan, dis­
trae a Mairena durante más de una página. Su especial vinculación a lo hispánico
le atrae y su ambigüedad y prepotencia erótica le intrigan, aunque no le importu­
nan. Parece que simpatiza con él, aunque le interesa más la esencia del personaje,
su definición como hombre que su anécdota.
Termino, pues, con este bello apunte de introspección psicológica en la atrac­
ción sexual que ejerce el don Juan sobre la mujer: “La envidia erótica encontraría
cierto alivio si lograse demostrar, muy especialmente a las mujeres, que el Don
Juan, el afortunado, era precisamente un invertido... La paradoja, siempre tenta­
dora, es en este caso inaceptable. El más leve conato de desviación sexual destruye
lo esencial donjuanesco: su orientación constante hacia la mujer. Entre sus detrac­
tores femeninos no falta quien le acuse de narcisismo. La mujer, siempre menos­
preciada por don Juan, piensa que don Juan se prefiere a sí mismo, se enamora,
como Narciso, de su propia imagen. Pero esto es un espejismo del celo femenino,
que proyecta en Don Juan el culto a Don Juan, propio de la mujer.
No. Don Juan, a quien viste de prisa su criado, no pierde su tiempo en el
espejo. Naufragan en él, como el hijo de Liriopea ¡qué destino!” (J. M., 83.)

Valoración final

En el momento en que surge la prosa de Machado, primeros años de nuestro


siglo, el referente casi único era la prosa Orteguiana. Pero en su camino, como
bien dice José María Valverde en el prólogo a la citada edición, “hacia una prosa
más hablada y más modesta, más irónica y más abierta al diálogo [...] sin duda
ayudaron a Antonio Machado otros escritores”' , que aun sin catalogar de forma
exhaustiva, podemos decir que fueron Eugenio d’Ors. Nietzsche y, quizá. Valéry.
Sobre la influencia de “Xenius” en la prosa del Mairena nos dice Valverde:
“cuando se lee el Juan de Mairena en los periódicos donde fue apareciendo, es
imposible no recordar que, en aquellos años, en otros periódicos que entonces
parecían de la ‘acera de enfrente’ pero que hoy apenas nos resultan más ligera­
mente ‘de derechas’, estaba Eugenio d’Ors en su incansable e inútil ejercicio de
salón imaginario”. Y apuntilla: “La radical diferencia en la orientación definitiva
de ambos escritores no mengua su afinidad en el uso del lenguaje y en el sentido
de la convivencia que, a nuestro entender, es una de las raíces del estilo del Mai­
rena periodístico”8.
Respecto a las influencias del filósofo alemán, Antonio Machado no había
aceptado la ideología de Nietzsche, pero esto no excluye la aceptación de su
influencia, al menos, en su aspecto expresivo. Lo cual no es nada extraño si pensa­
mos que D. Antonio Machado, durante aquellos años, leía mucho a Nietzsche.
Un influjo al parecer más claro, según José M.a Valverde, “pero no tan com­
probado en su influjo efectivo sobre Mairena”, lo tenemos en ciertas prosas de

4 Nota del editor: Narciso.

325
Valéry: Monsieur Teste, Mauvaises pensées et autres... “Pero —reconoce Val-
verde— no todos los textos de estas recopilaciones se publicaron a tiempo de que
Antonio Machado pudiera leerlos”. Aunque, nos aclara: “Las presentes alusiones
machadianas a Valéry parecen referirse casi siempre a su obra poética”9.
La valoración que me merece la prosa del Mairena es la de una literatura bien
hecha, sabia, irónica y directa. El libro de este profesor apócrifo ha sabido crear
un nuevo y original lenguaje literario que podrá ser, a medida que avancen los
añas, nuevo cauce expresivo para nuevas ideas sobre nuestra cultura.

326
NOTAS
1. Citado por José María VALVERDE: Antonio Machado; Madrid: Siglo XXI Editores. 1975.
p. 189.
2. Antonio MACHADO: Poesías Completas (edición de Manuel Alvar): Madrid: Austral, Decimo­
tercera edición, 1988, p. 353.
3. Terminología acuñada por José María VALVERDE, op. cit., pp. 275 y ss.
4. Para mi trabajo he utilizado la edición de José María VALVERDE, Madrid: Castalia. 1985. que
sigue rigurosamente la primera edición. Mis citas del texto seguirán siempre esta edición, con las
siglas J.(uan) M.(aireña) y el número de página entre paréntesis.
5. Villaespesa muere en 1936, poco después de publicarse este volumen.
6. Joaquín GONZALEZ MUELA y Juan Manuel ROZAS: La generación poética de 1927. Estudio
y Antología; Madrid: Alcalá, 2.a edición. 1974, p. 13.
7. Ed. cit., p. 18.
8. Ibíd., pp. 19-21.
9. Ibíd., p. 23.

327
LAS RAMAS VERDES Y LAS VIRUTAS;
SENTIDO Y FUNCIONAMIENTO DE LA ANTINOMIA
LOPE / CALDERON EN EL PENSAMIENTO LITERARIO
DE JUAN DE MAIRENA

Enrique J. Rodríguez Baltanás


I. B. “Cristóbal de Monroy” (Sevilla)

La preocupación por la teoría, crítica e historia de la literatura española está


en el origen mismo de Juan de Mairena. Cuando, en entrevista publicada en El
Heraldo de Madrid el 19 de marzo de 1936, un anónimo periodista pregunta a
Machado sobre el origen de su apócrifo personaje, el poeta responde: “Hace
mucho tiempo yo escribí unas notas. Data la cosa de cuando me acumularon la
cátedra de Literatura del Instituto de Segovia. Me di cuenta entonces de que aquí
carecíamos de un manual que expusiese las ideas elementales de nuestra literatu­
ra, dándose el caso de llegar a ser más fácil a un profesor español enseñar cual­
quier literatura extranjera que la propia... Entonces empecé a escribir las notas de
Juan de Mairena... ”
La cita precedente, si bien no nos basta para explicar del todo la aparición del
imaginario profesor —que responde a causas más hondas y variadas— sí logra en
cambio poner de relieve la importancia del pensamiento literario que Machado
estaba necesitando expresar y formular a través de su Juan de Mairena, profesor
precisamente de Literatura.
Es verdad, no obstante, que, como se ha señalado2, la reflexión filosófica
ocupa un espacio más extenso en la obra machadiana que el de la crítica literaria
o la teoría poética. Pero esto no implica que esta última actividad o preocupación
esté ausente, ni mucho menos, en el autor de Campos de Castilla. Tanto por su
condición de escritor como por su ocasional dedicación como profesor en los Insti­
tutos de Baeza y Segovia, en donde impartió cursos de Literatura Española,
Machado debió interesarse fatalmente no sólo por lo que escribían sus contempo­
ráneos, sino por la tradición literaria, española y universal, en la que él mismo se
insertaba. “Machado —escribe Alfredo Carballo Picazo— sintió inquietud por los
valores literarios de su tiempo y de otros tiempos; procuró conocerlos; meditó
sobre ellos. Basta abrir Juan de Mairena o leer sus Reflexiones sobre la lírica o sus
comentarios sobre Unamuno, Ortega y Gasset para comprobarlo”3. Sabemos ade­
más que denunció la escandalosa falta que había en su tiempo de un libro de histo­
ria de la literatura española escrito por españoles, y percibió con notable acuidad
la causa —carencia de “ideas generales sobre nuestra literatura”— de esta inexis­
tencia: “Juan de Mairena lamentaba la falta de un buen manual de literatura espa­
ñola. Según él, no lo había en su tiempo. Alguien le dijo: ‘¿También usted necesita

329
un librito?’ Yo —contestó Mairena— deploro que no se haya escrito ese manual
porque nadie haya sido capaz de escribirlo. La verdad es que nos faltan ideas gene­
rales sobre nuestra literatura. Si las tuviéramos, tendríamos también buenos
manuales de literatura y podríamos, además, prescindir de ellos. No sé si habrá
usted comprendido... Probablemente, no’”4.
Esto no quiere decir que Machado mismo pensase en acometer tal empre­
sa. Las anotaciones que con el título de “Cuadernos de Literatura” redactó el
poeta durante su estancia en Baeza no constituyen, según demostró Alfredo
Carballo Picazo3 y corroboró Guillermo de Torre6, más que un parcial resumen
del manual de Jaime Fitzmaurice-Kelly Historia de la literatura española desde
los orígenes hasta 1900 (Madrid, Victoriano Suárez, 1913). Las reflexiones
de Machado sobre literatura española tienen, pues, carácter esporádico y asis­
temático en cuanto a su expresión, pero no carecen de una firmeza y de una
coherencia que se aprecia a poco que se profundiza. En esta ocasión quisié­
ramos detenernos en un aspecto de estas reflexiones, concretamente las que
se refieren a la caracterización por oposición de nuestros dos mayores drama­
turgos del Siglo de Oro, Félix Lope de Vega y Carpió y Pedro Calderón de la
Barca.
La comparación y contraposición entre nuestros dos mayores ingenios dramá­
ticos del Siglo de Oro, Lope de Vega y Pedro Calderón, constituye uno de los tópi­
cos más consolidados de la historiografía literaria al uso7. Puede constatarse que
ciertos asomos de rivalidad entre ambos aparecen ya en vida de los propios drama­
turgos, cuando un Lope cansado y viejo, que no ha conseguido materializar sus
aspiraciones de poeta áulico y que, con gran sorpresa, ve silbar alguna de sus
comedias, asiste al ascenso meteórico del joven Calderón, tanto en los corrales
madrileños como en Palacio8. Pero lo fundamental es que, a partir de que se dis­
pone de una mínima aproximación de carácter científico a nuestro teatro clásico,
es decir, desde mediados del siglo XIX, se comienza a considerar a Lope de Vega
y a Calderón de la Barca no sólo como las dos cumbres máximas de la numerosa
cordillera, sino como dos polos o hitos evolutivos —orto y ocaso— y dos maneras,
estilos y aun épocas —Renacimiento, Barroco— distintas. Esta contraposición
funciona también en el pensamiento literario de Juan de Mairena —como han
notado de paso algunos estudiosos de Machado9—, aunque de una forma particu­
lar, como hemos de ver en seguida.
Hay que empezar, primero de todo, por desmentir la injustificada y sorpren­
dente afirmación de algún crítico de que Lope y Calderón eran poco gratos al poe­
ta. Machado gustaba muy de veras del talento dramático y poético de Lope, como
demuestran varios testimonios10 y el hecho de que, en colaboración con su her­
mano Manuel y con J. López Fernández, adaptase para la escena tres obras del
Fénix (La niña de plata, Hay verdades que en amor y El perro del hortelano). Por
otro lado, el texto de Juan de Mairena está sembrado de versos de Lope, muestra
inequívoca de la devoción y dedicación lectora de que era objeto el autor de las
Rimas sacras por parte del poeta sevillano. Además, en Los Complementarios,
Machado copia versos o fragmentos de las siguientes obras de Lope: El gran
Duque de Moscovia, Las flores de don Juan, Las almenas de Toro, El conde Fer­
nán González, Los prados de León, El Hamete de Toledo, La noche de San Juan,
El amante agradecido, Lo cierto por lo dudoso11.

330
En el caso de Calderón (del que también adaptó su comedia El príncipe cons­
tante), hay que hablar de interés, admiración y respeto, aunque no de gusto con­
cordante o afinidad electiva12. Pero lo que resulta patente es el interés de Machado
por el teatro clásico español, que demuestra conocer muy bien. Por lo demás, si el
folklorismo del poeta tiene arraigo en el precedente familiar de su padre, Antonio
Machado y Alvarez, “Demófilo”, también el gusto por el teatro áureo encuentra
precedente en uno de los ancestros de Antonio, el tío de su abuela Cipriana Alva­
rez Durán, Agustín Duran, autor —a más de un celebérrimo Romancero— de un
no menos famoso Discurso sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la
decadencia del teatro antiguo español (1828), así como de varios estudios sobre
Lope de Vega y Tirso de Molina.
Por lo que toca a Lope y Calderón, el desencadenante de la reflexión machadia-
na que los opone es la cuestión del barroquismo. Sabido es que el autor de Soledades
detestaba el barroco como estilo literario y como especie artística13. Donde más clara­
mente formuló estas reservas fue en el escrito titulado El “Arte poética” de Juan de
Maicena. Allí adujo contra el barroco literario español las siguientes siete objeciones:
1. Gran pobreza de intuición: “Las imágenes del barroco expresan, disfra­
zan o decoran conceptos pero no contienen intuiciones”.
2. Culto de lo artificioso y desdeño de lo natural.
3. Carencia de temporalidad: “En análisis del verso barroco, señala Mai-
rena la preponderancia del sustantivo y su adjetivo definidor sobre las formas tem­
porales del verbo; el empleo de la rima con carácter más ornamental que melódico
y el total olvido de su valor mnemónico”.
4. Culto a “lo difícil artificial” e ignorancia de las dificultades reales.
5. Culto a la expresión indirecta, perifrástica.
6. Carencia de gracia: “Pero hay algo a que el barroco ha de renunciar, pues
ni la mera apariencia le es dado contrahacer: la calidad de lo gracioso, que sólo se
produce cuando el arte, de puro maestro, llega al olvido de sí mismo, y a hacerse
perdonar su necesario apartamiento de la naturaleza”.
7. Culto supersticioso a lo aristocrático14.
Esta recriminación teórica y genérica del barroco se viene a concretar en unos
cuantos nombres en un texto de Los Complementarios: “Para conocer el barroco
literario español, no hay que olvidar el tránsito de la intuición al concepto, que en
pocos años se opera en nuestros poetas. Por si algún día se hace en España lo que
el admirable Clarín llamaba crítica interna, dejemos apuntado esto: con San Juan
de la Cruz, Fray Luis y Lope de Vega, estamos en clima espiritual que no es el del
Gongora culterano, el de Quevedo y el de Calderón”13.
Oposición de climas espirituales que, en otra anotación de Los Complementa­
rios, se concreta todavía más ciñéndose a Lope y Calderón, que así resultan empa­
rejados y opuestos16:

“[LOPE Y CALDERON]

Leyendo a Lope Leyendo a Calderón


Descríbanse a los alumnos las emociones de ambas lecturas.
El prado verde. La ciudad barroca”17

331
Este tipo de contraposición escueta, sin matices ni atenuaciones, y en la que
Calderón se lleva la parte negativa en cuanto representante del arte barroco, tan
denostado por Machado, se traslada al más elaborado —pero no más sistemá­
tico— pensamiento del Juan de Mairena de 1936:

“(Sobre el barroco literario)

El cielo estaba más negro


que un portugués embozado,

dice Lope de Vega, en su Viuda Valenciana, de una noche sin luna y anubarrada.

Tantos papeles azules


que adornan letras doradas,

dice Calderón de la Barca, aludiendo al cielo estrellado.


Reparad en lo pronto que se amojama un estilo y en la insuperable gracia de
Lope18”.
Pero estos perfiles de tan duras y recortadas aristas van cediendo, poco a
poco, a opiniones algo más matizadas, aunque la oposición básica se mantenga en
sus términos esenciales. Así, por ejemplo, páginas adelante de su Juan de Mairena
escribe el poeta: “Si definiéramos a Lope y a Calderón, no por lo que tienen, sino
por lo que tienen de sobra, diríamos que Lope es el poeta de las ramas verdes; Cal­
derón, el de las virutas. Yo os aconsejo que leáis a Lope antes que a Calderón.
Porque Calderón es un final, un final magnífico, la catedral de estilo jesuita del
barroco literario español. Lope es una puerta abierta al campo, a un campo donde
todavía hay mucho que espigar, muchas flores que recoger. Cuando hayáis leído
unas cien comedias de estos dos portentos de nuestra dramática, comprenderéis
cómo una gran literatura tiene derecho a descansar, y os explicaréis el gran
barranco poético del siglo XVII, lo específicamente español de este barranco.
Comprenderéis, además, lo mucho que hay en Lope de Calderón anticipado, y
cuánto en Calderón de Lope rezagado y aún vivo, sin reparar en los argumentos
de las comedias. Y otras cosas más que no suelen saber los eruditos”19.
Como vemos, ya aquí Machado se guarda mucho de despachar a Calderón
con una simple indicación sobre su estilo amojamado, y la caracterización por opo­
sición binaría (prado verde frente a ciudad barroca, ramas verdes frente a virutas)
se matiza que es en cuanto al exceso, no en cuanto a la totalidad. Lope y Calderón
se sitúan al inicio y al final, respectivamente, de un proceso evolutivo que, como
era de esperar, termina en decadencia y muerte. Calderón es, pues, un final, pero
“un final magnífico, la catedral de estilo jesuita del barroco literario español”.
Lope, iniciador mañanero, es todavía “una puerta abierta al campo”. Quedan
claros los gustos y preferencias de Machado, pero sin la bastedad del juicio ex
abrupto.
Esta línea de progresiva matización —que no alteración— en los juicios cul­
minará en una nota del Juan de Mairena de los años de la guerra civil, publicada
en el número de Hora de España correspondiente a octubre de 1938. En dicho
artículo, Machado reitera su visión de Calderón como catedral jesuita y barroca,

332
como final y decadencia, pero con algunos rasgos novedosos en cuanto al aprecio
machadiano: “Del barroco literario español —decía Juan de Mairena a sus alum­
nos- - la catedral, de puro estilo jesuíta, la encontraréis, acaso, en el teatro de don
Pedro Calderón de la Barca, del Calderón más calderoniano, que no es, a mi jui­
cio. tanto el continuador de Lope como un arquitecto definitivo en nuestras letras
doradas. Cuanto hay en él de final se pone de resalto, tal vez excesivo, por el gran
barranco que, tras de su teatro, aparece en nuestras letras, un ancho foso sin
puente levadizo. Corno obra de teatro nada hay, acaso, más sólido en nuestras
letras que una comedia de Calderón: por ejemplo: El Príncipe constante, que —
digámoslo de paso — , no se representa en España desde los tiempos de Isidoro
Maiquez. Es en ella donde ese gran poeta de arreboles, de arreboles donde nada
amanece, pinta y dibuja con brillo más esplendoroso y trazos más firmes las llamas
de una declinante españolidad. Un gran incendio de teatro, ciertamente, pero en
el cual —como dijo un coplero— se oculta un ascua verdadera, que todavía pode­
mos aplicar a nuestra sardina”20.
Las novedades aparecen en el tono admirativo con que rodea las reservas y
apostillas críticas a Calderón: “arquitecto definitivo de nuestras letras doradas”
pero muy distinto del Lope admirado por Machado y del que apenas si se le puede
considerar continuador; “gran poeta de arreboles”, pero “de arreboles donde
nada amanece”; lo que “con brillo más esplendoroso y trazos más firmes” pinta no
es otra cosas que “las llamas de una declinante españolidad”. También podría
decirse al revés: lo nuevo consiste en que los reparos machadianos a Calderón se
intentan diluir, difuminar o, cuando menos, compensar con elogios. Aunque esos
elogios estén envenenados, pues Calderón aparece a través de ellos como el gran
poeta... de la decadencia21. No obstante, es perceptible la voluntad de Machado
por “rescatar” a Calderón porque, si bien es un falso incendio, “un gran incendio
de teatro”, en él “se oculta un ascua verdadera, que todavía podernos aplicar a
nuestra sardina” ¿A qué sardina?, podemos preguntarnos, pretende Machado
arrimar el ascua de Calderón. ¿A la sardina de su propia estética?
Hora es ya de decir que la dicotomía Lope/Calderón, cuya reiteración obser­
vamos en la prosa de Juan de Mairena, obedece, no sólo o no tanto a una preocu­
pación por la reevaluación crítica de un pasado literario (desde luego, en absoluto
por comezón erudita o filológica), sino, sobre todo, a la proyección de la polémica
estética y poética en la que se debate Machado con sus coetáneos y contemporá­
neos: con los jóvenes poetas del 27 que siguen a Juan Ramón Jiménez, con la poe­
sía “pura” y la vanguardia que se sitúa en las antípodas de sus concepciones poéti­
cas. Calderón —el polo negativo de la oposición — no es sólo el dramaturgo barro­
co, al igual que Góngora no es sólo el poeta culterano. Son algo más, son símbolos
o espantajos que se agitan por bandos contrarios en una lucha que responde a
preocupaciones y motivos surgidos de la más rabiosa actualidad22. Las objeciones
de Machado al barroco no son sólo enunciados atinentes a un momento pasado de
la historia literaria, sino veladas —o no tan veladas— críticas a poetas y voceros
estéticos del momento23.
Machado ve con alarma cómo en las dos primeras décadas de nuestro siglo los
vientos soplan en dirección distinta e incluso hostil a su posición: “La estética por
él aborrecida —escribe Fernando Lázaro Carreter—, la poesía que no parece
empapada en alma, que juega y no gime, conceptual y metafórica más que llena

333
y melancólica, está triunfando. Los jóvenes poetas admiran a Machado pero no lo
siguen. Ortega y Gasset lo elogia pero diagnostica en La deshumanización del arte
que el viento histórico mueve veletas muy distintas a las suyas”24. Lo que hace
Machado es atacar directamente, con nombres y apellidos, como en su nunca leído
y nunca concluso Discurso de ingreso en la Academia, unas veces; otras, recurrir
a la indirecta reflexión sobre Góngora, Calderón, Lope o los reparos contra el
barroco literario español, como en El “Arte poética ” de Juan de Mairena; otras en
fin, dejando ver la identificación e íntima relación que él veía entre la poesía del
día y la del denostado barroco, como cuando acusa a la lírica de Juan Ramón de
ser “cada vez más barroca, es decir, más conceptual y al par menos intuitiva”25.
En definitiva: Lope y Calderón asumen en el pensamiento de Mairena / Macha­
do el papel de polos positivo y negativo, respectivamente, de una teoría de la praxis
poética. Las notas que atraen dichos polos de la antinomia poética son las siguientes:

Lope Calderón
prado verde ciudad barroca
lozanía de estilo estilo amojamado
poeta de las ramas verdes poeta de las virutas
puerta abierta al campo catedral de estilo jesuíta
lo popular lo artificioso
intuición concepto

El funcionamiento de esta oposición es coherente con la ideología estética y


sociopolítica de Antonio Machado. Su “folklorismo” institucionista y familiar
naturalmente evolucionado hacia una postura populista26; la naturaleza misma de
este populismo, de base agraria27; el anclaje decimonónico de la poética machadia-
na28, por último, son motivos conducentes al claro y rotundo aprecio de Lope y
correlativo desdeño por el simple “dinamismo de teatro” —según expresión de
Juan de Mairena29— que Calderón “representa mejor que nadie”. El agrarismo
populista de Machado está presente en otra anotación de Juan de Mairena,
cuando éste evoca con manifiesta nostalgia “la emoción campesina, la esencial­
mente geórgica, de tierra que se labra [...] la de nuestro gran Lope de Vega”30.
Así, pues, no es de extrañar que sea Lope quien se lleve la palma de los gustos
de Machado y no Calderón, por todas las razones ya indicadas. Es verdad que
algún crítico se ha referido a “la extraña mezcla de admiración y animadversión
que Antonio Machado sentía hacia Calderón”31. Pero esta admiración es la que se
puede sentir ante algo “bien hecho” desde el punto de vista formal, algo que
puede ser lo sumo de su tendencia histórica y artística, pero que no se comparte ni
se goza; al revés, se rechaza y se condena. Cuando Machado/Mairena llaman a
Calderón “la catedral de estilo jesuita del barroco literario español”, cualquier
conocedor de la silueta espiritual del poeta de Campos de Castilla — “Hay en mis
venas gotas de sangre jacobina”, dirá en su “Retrato”— sabe lo que este “aparen­
te” elogio contiene de velada pero firme repulsión. Por otro lado, Machado reco­
nocía y diferenciaba el talento poético de los creadores del estilo y manera que cul­
tivaban o seguían: “Claro es — añade Mairena en previsión de fáciles objeciones—
que el talento poético de Góngora y el soberbio ingenio de Gracián o Calderón
son tan patentes como la inanidad estética del culteranismo y conceptismo”32.

334
Desde el principio hasta el final, la coherencia de la estimativa literaria
machadiana permanece inmóvil. Lope, el sencillo y natural, el intuitivo y popular,
frente a Calderón artificioso, el del “insuperable barroquismo retórico”, ¿no era,
de algún modo, una forma de oponer, por personas interpuestas, la poesía senti­
mental de Machado frente a la fría estética de la poesía pura de las vanguardias?
Sin duda, y aquí comprobamos que, una vez más la historia se escribe desde el pre­
sente, con las preocupaciones del presente, buscando las lecciones que para el pre ­
sente se deriven. Machado no era un historiador objetivo, sino que estaba expre­
sando sus propias creencias y valores; pero lo que gustadores y lectores privilegia ­
dos como Juan de Mairena “ven” en los textos clásicos de nuestra literatura dice
mucho sobre lo que estos textos “son” en realidad. La oposición Lope/Calderón
que vemos funcionar en el sistema de estimativa literaria del apócrifo profesor de
literatura Juan de Mairena tal vez no sea del todo exacta; tal vez, por lo tajante de
sus perfiles, resulte demasiado injusta. Pero es una intuición, un relámpago inte­
lectual cuya iluminación —proyectada sobre nuestros dos grandes dramaturgos y
sobre el propio Machado— no podemos dejar de tener en cuenta.

335
NOTAS
1. Tomo la cita de Bernard SESE: Antonio Machado (1875-1939). El hombre. El poeta. El pensa­
dor; Madrid: Gredos, 1980, 2 vols., p. 594. De la inexistencia de ese manual se quejaba asimismo
Azorín, en 1922, en el prólogo de su libro De Granada a Castelar: “...No tenemos tampoco
ningún manual de historia de la literatura española. Hay algunos extranjeros; alguno de esos
extranjeros no está traducido. Pero no existe ninguno hecho por españoles, sentido con sensibili­
dad española” (Cito por la edición de Madrid, Espasa-Calpe, 1958, 3.a edición, col. Austral,
núm. 475, pp. 13-14). Machado, por su parte, en coherencia con lo declarado en esta entrevista,
volverá a la carga sobre el tema en el texto del Juan de Mairena (cfr. infra el texto correspon­
diente a la n. 4).
2. Cfr. Guillermo de TORRE: “Teorías literarias de Antonio Machado”; en Antonio Machado
(Ricardo Guitón y Alien W. Phillips. eds.); Madrid: Taurus, col. “El escritor y la crítica”, 1973,
pp. 227-228.
3. “El ‘Cuaderno de Literatura’, de Antonio Machado”; en Revista de Literatura, XIX, núms. 37-38,
enero-junio de 1961. p. 93.
4. Juan de Mairena, I (ed. de Antonio Fernández Ferrer); Madrid: Cátedra, 1986. Todas las citas de
Juan de Mairena las tomo de esta edición.
5. Art. cit., pp. 99-102.
6. Art. cit., pp. 230-233.
7. Para una sintética exposición de las diferencias entre el proceder artístico de Lope y el de Calde­
rón, véase, por ejemplo, entre otros muchos que pudieran citarse, el resumen de Angel del RIO:
Historia de la literatura española; Barcelona: Bruguera, 1982, vol. 1, pp. 667-673. Para la evolu­
ción de la crítica al respecto puede aún consultarse con provecho Q. PEREZ: “Lope de Vega y
Calderón. Fases de su rehabilitación literaria”; en Razón y Fe, septiembre, 1935, pp. 31-47.
8. Vid. J. M. ROZAS: Lope de Vega y Felipe IV en el “ciclo de senectute”; Badajoz / Cáceres: Uni­
versidad de Extremadura, 1982.
9. Cfr. Manuel TUÑON DE LARA: Antonio Machado, poeta del pueblo; Barcelona: Laia, 1976,
p. 253, y Bernard SESE, op. cit., vol. 2, p. 625.
10. Miguel PEREZ FERRERO, por ejemplo, en su Vida de Antonio Machado y Manuel; Madrid,
1924, escribe, al relatar una visita de Cossío a la tertulia de Machado: “José María de Cossío ter­
mina de costumbre su permanencia en la tertulia recordando y recitando algunos versos. Mas no
lo hace de improviso, sino que encauza la conversación para que ello sea oportuno, y su interven­
ción como recitador es. desde luego, grata a todos los presentes. Como sabe que a Antonio
Machado le es particularmente dilecto Lope, ni que decir tiene que saca intencionadamente a cola­
ción algunas de sus poesías” (pp. 198-199, los subrayados son míos).
11. Vid. M. ALVAR: “Antonio Machado y la lírica de tipo popular”; en Homenaje a Machado. Reu­
nión de Málaga, 1975; Málaga: Diputación Provincial, 1980. pp. 149-170. Alvar- demuestra la
familiaridad de A. Machado con los textos dramáticos de Lope a través de las ediciones de la Aca­
demia (vid. en especial, p. 167).
12. Vid. sobre esto infía nota 25.
13. Cfr. Jaime SILES: “Machado y el barroco antiguo y nuevo: estudio de materiales y cálculo de
resistencias”; en Insula. Revista de Letras y Ciencias Humanas núms. 506-507, febrero-marzo de
1989, número monográfico extraordinario dedicado a Antonio Machado en el cincuentenario de
su muerte, pp. 75-77.
14. Cfr. Poesías completas (prol. de M. Alvar); Madrid: Espasa-Calpe (Colección “Selecciones Aus­
tral”), 1980 (6.a), pp. 329-337. “Resulta archievidente -anota E. Baker— que estas ideas, más
que una crítica de los poetas españoles del Seiscientos, son un ataque a los jóvenes defensores de
aquellos poetas y a su celebración en 1927 del tercer centenario de la muerte de Góngora” (Ed-
ward BAKER: La lira mecánica. En torno a la prosa de Antonio Machado; Madrid: Taurus, 1986,
pág. 66).
15. Cito por la edición de M. Alvar, Madrid: Cátedra (col. “Letras Hispánicas”), 1982, pp. 85-86.
16. El conjunto de antinomias que forman el pensamiento de Machado expresado en sus apócrifos ha
sido subrayado por Edward Baker, op. cit., pp. 15-33.
17. Ibíd., p. 172.
18. Juan de Mairena, I, ed. cit., p. 99.

336
19. Ibíd., pp. 256-257.
20 Ibíd., t. II, pp. 146-147. El coplero es el mismo Machado: “El pensamiento barroco / pinta
virutas de fuego, / hincha y complica el decoro”. (Nuevas Canciones, “Proverbios y cantares”,
Lxxxvni).
21. Sobre el estilo “voltario”, circular y paradójico del pensamiento de Mairena, y sus repercusiones
estilísticas, cfr. A. Fernández Ferrer, Introducción a su ed. cit., t. I, p. 43.
22. Un crítico y profesor del 27, D. Angel Valbuena Prat, escribe por la época estas significativas
palabras: “En el arte en general estamos en el momento de la rehabilitación del barroco. No se
explica, en 1927, cómo la vuelta a Góngora, típica de su centenario, en la lírica, no ha traído aún,
de modo pleno, la vuelta a la dramática de Calderón El barroco es. en cierto modo, arte
puro, mientras que el romanticismo representa la máxima humanización”. (En P. CALDERON
DE LA BARCA: Autos sacramentales (ed. prol. y notas de A.V.P.); Madrid: Espasa Calpe. 1967
—5.a ed., la primera es de 1926-27—, I, pp. XII-XIII, col. “Clásicos Castellanos” núms. 69 y 74).
Y en el mismo lugar, más adelante, es aún más explícito: “El siglo XIX tuvo que traer la vuelta a
Lope, pues la apoteosis de Calderón era una consecuencia del espíritu del siglo XVIII (Por ejem­
plo, en Goethe, y aun en el clasicismo, dentro de Ja etapa romántica, de Shelley). Cuando los
románticos como los Schlegel admiraban a Calderón, lo hacían por obras que estaban más cerca
del teatro de Lope de Vega. El siglo esfumante, romántico e impresionista tuvo que rehabilitar a
Lope. Hoy —siglo XX—, en nombre del arte puro, del nuevo clasicismo y aun del simbolismo —
frente al naturalismo — , hemos vuelto todos, consciente o inconscientemente, a Calderón”(Ibíd.,
II, p. XLV). Repárese en la reiteración por dos veces de sintagma “arte nuevo” y su contraposi­
ción a “humanización” y “romanticismo”.
23. Cfr. I. SILES: “Machado y el barroco...”, cit. supra,
24. F. LAZARO CARRETER: “El último Machado”, en VV. AA. Homenaje a Antonio Machado;
Salamanca: Universidad, 1977, p. 125.
25. Los complementarios, ed. cit., p. 277.
26. Cfr. José Carlos MAINER: “Antonio Machado: del Institucionismo al Populismo”; en Homenaje
a Antonio Machado; Salamanca, citado, pp. 165-178.
TI. A. Fernández Ferrer señala que el populismo machadiano “se refiere fundamentalmente a un
modelo agrario-artesano de sociedad” (cfr. su ed. cit., p. 47).
28. Según A. Fernández Ferrer. “el lastre decimonónico pesaba demasiado frente al embate de las
vanguardias literarias, a las que Machado miró siempre, no sin ciertas contradicciones, por
encima del hombro” (Ibíd., p. 23).
29. Ibíd., I, p. 135.
30. Ibíd., I, p. 218.
31. Alberto NAVARRO GONZALEZ: “Antonio Machado y Calderón de la Barca”: en Homenaje
a Antonio Machado: Salamanca, citado, pp. 196-212.
32. El “arte poética” de Juan de Mairena; en Antonio MACHADO: Poesías completas, ed. citada,
p. 333.

337
JUAN DE MAIRENA, MAESTRO EN IRONIA

Sagrario Ruiz Baños


Universidad de Murcia

Es la ironía una auténtica potencia del intelecto, facultad esencialmente


humana que ofrece la posibilidad del hallazgo de un auténtico arte moral que per­
mite al hombre encontrar protagóricamente su propia medida en relación a las
cosas y, sobre todo, a sus otros. Porque si el inicio de la ironía como tal facultad
tuvo lugar bajo el signo de una indudable vocación filosófica, no es menos cierto
que su problemática como actitud remite a la duda continua sobre uno mismo y a
la consideración de una posible y “esencial heterogeneidad del ser”: la ironía de
Antonio Machado, sensible cantor del Duero y evocador de una esencial Palabra
en el tiempo, poeta de Castilla y de un “mundo mago”, se presenta necesaria­
mente en su obra vinculada a un consciente proceso de heteronimia o. si se prefie­
re, a una lúcida conciencia de la fundamental “otredad” que caracteriza al hombre
reflexivo y crítico.
No resulta extraño que su “Juan de Mairena” sea fruto tardío: la madurez iró­
nica llega incluso a crear una interesante y compleja personalidad, cuya situación
en un espacio y un tiempo concretos hubiera propiciado un auténtico personaje
novelesco. Mairena, como señaló Aurora de Albornoz, “es un ente perfectamente
desarrollado, un filósofo ‘sui generis’ que da una obra completa, que habla por su
cuenta —y habla sin cesar—, que dialoga con sus alumnos e intercambia con ellos
ideas sobre todo lo divino y lo humano”1, y, sin embargo, en su doble condición
de filósofo y poeta (otredad o alteridad de Machado), se manifestó literariamente,
no mediante el cauce novelesco2, sino a través del más ajustado a su esencia como
heterónimo: el aforismo, cuyo origen schopenhaueriano y sobre todo nietzschea-
no, ha sido señalado por Gonzalo Sobejano como deuda del gran poeta español
con el filósofo alemán en su monumental “Nietzsche en España”3, reivindicando
al tiempo el carácter que la obra machadiana presenta, no como ensayo, enten­
dido sistemáticamente en el sentido tradicional de la denominación genérica, sino
como “repertorio de aforismos y fragmentos”: “Los hay largos, de varias páginas
—señala Sobejano—, y breves: un dicho, una sentencia, un corto diálogo imagina­
do. Las preocupaciones son varias y fluctuantes: moral, psicología, enseñanza,
arte y poesía, política, filosofía (...) ‘Así hablaba Juan de Mairena’”4.
La cercanía a la progenie del Zaratustra de Nietzsche es evidentísima, pero
convendría insistir en otros aspectos que incidirían, desde un punto de vista temá­

339
tico y estructural, en la consideración de Juan de Mairena, heterónimo de Antonio
Machado, como un auténtico “maestro de ironía”, vinculando una vocación y unos
ecos filosóficos al esencial acto irónico de la alteridad o la duda casi metódica
acerca de la unicidad del ser. Otro genial creador de heterónimos, el poeta y pen­
sador portugués Fernando Pessoa, aunó ya ambos aspectos al afirmar categórica­
mente que “desconocerse conscientemente es emplear activamente la ironía”3,
aludiendo a la alteridad esencial y a un modelo de conocimiento, el más clásico y
canónico: el modelo socrático en su peculiar método mayéutico y fundamental­
mente irónico.
El eco de Sócrates, el maestro griego, se convierte en huella imborrable tras
la lectura de las palabras de Juan de Mairena a sus alumnos: “...de mí sólo apren­
deréis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mis­
mos”6. La ironía se manifiesta, en este caso concreto, como una velada adverten­
cia del riesgo que supone el compromiso del hombre con el auténtico conoci­
miento reflexivo: la duda y la interrogación sistemática, la aceptación de la igno­
rancia esencial del ser como auténtico inicio del ejercicio irónico que puede llegar
a ser aniquilante..., así Sócrates, quien, como recuerda Platón en su “Defensa”7,
llevó al extremo su originaria duda hasta convertirla en detonante de la falsa sabi­
duría de los jactanciosos, quienes condenaron al sabio “ignorante” por considerar
altamente peligroso el juego de su ironía demoledora. Lo que nunca sospecharon
los jueces del maestro griego es que la irónica sonrisa socrática encerraba la des­
confianza más sincera hacia el propio juicio y el primer ensayo histórico del relati­
vismo del juicio humano que tan hermosos frutos habría de dar en la historia del
pensamiento.
La figura de Sócrates se adivina tras cada una de las “sentencias, donaires y
apuntes del profesor apócrifo”, Mairena, quien, desde un escepticismo radical,
lleva la ironía hasta su modulación infinita, creando a su vez a un “maestro apócri­
fo”, Abel Martín, con el que se abre una cadena dialógica: Martín, Mairena y los
discípulos de éste, uno de los cuales. Rodríguez, podría ser considerado hipotéti­
camente como el narrador o más bien el compilador de los dichos del apócrifo per­
sonaje en su hipotética ficcionalización novelada. Juan de Mairena crea a su maes­
tro, Abel Martín, y crea asimismo a sus discípulos en el intento extremadamente
irónico de recrear una muy “sui generís” dialéctica de raigambre clásica sustentada
en la forma “diálogo” como expresión de una vocación filosófica e incluso pedagó­
gica. Lo que ocurre es que, en manos de Machado, la forma “diálogo” queda tam­
bién dibujada, pero velada a través de los dichos de Mairena, como una referen­
cia, casi un homenaje en su radical fragmentarismo a los diálogos de Platón que
legaron a la posteridad la figura de su maestro. El aforismo es, pues, en la obra
machadiana, tan sólo la forma aparente de un sustrato dialógico que quiere poner
de manifiesto la modernización, aligerada del peso dialéctico pero nunca de sus
contenidos de enseñanza, del género clásico. Yo abogaría, pues, por la considera­
ción de “Juan de Mairena” como diálogo genérico, voluntaria y aforísticamente
fragmentado, que libera a la ironía de su posible lastre dialéctico para propiciar
una acción más profunda y ética. La brevedad y concisión del aforismo ofrece a la
ironía una peculiar retórica que se manifiesta en la voluntaria suspensión de la
palabra, en el silencio cómplice que se alía con ella para provocar sorpresas y así
desvelar prejuicios en un intento pedagógico de enseñanza profundamente liberal.

340
Tratándose de una gran obra de madurez del genial escritor sevillano, toda la
sabiduría de Antonio Machado queda alquitarada y, expresada mediante la pala­
bra abierta del maestro Mairena, ironizada sobre sí misma en un sutil y complejo
juego polifónico invertido: las más diversas ramas del saber fluyen y se manifiestan
a través de su voz reflexiva y dialogante. Sus discípulos —sus lectores — convierten
su enseñanza en irónico aprendizaje de apertura al mundo de las ideas, los senti­
mientos y la cultura. Mairena convierte la irónica palabra y su recepción en un
complicado mecanismo que, paradójicamente, abre los entendimientos y hace
compartir una especial “vida” en torno a la materia intelectual: la vida fragmenta
ria que, irónicamente, podríamos rastrear en una posible, y en consecuencia vero
símil, biografía poética de la alteridad esencial de Antonio Machado anunciada ya
desde su propia voz lírica (recordemos los versos de su “Autorretrato ”: “converso
con el hombre / que siempre va conmigo”), y complicada ahora desde la sutileza,
desde la reflexividad crítica y liberal, en la acepción más hermosa del término, que
implica un juicio equilibrado y dubitante en su equilibrio, ya que la razón lleva
entoñada en su propia raíz la duda esencial.
La complejidad del apócrifo Juan de Mairena, absolutamente irónica, es el
dibujo de un perfil que, desdibujando consciente y fragmentariamente sus contor­
nos, se ofrece como materia biográfico-novelesca de la imposible ficción del inte­
lecto. Un ejemplo ilustrativo lo ofrecería el fragmento X en el que escuchamos al
escéptico Mairena sembrar la posibilidad de la duda en las creencias más arraiga­
das y desaparecer a la vez tras el mutismo irónico que impone el fragmentado diá­
logo: En el marco narrativo figurado —el maestro, sus discípulos— se nos depara
el aforismo como comprensión auténtica de la apertura irónica a todas las posibili­
dades, único tributo posible que ofrecerse pueda amorosamente a la verdad, por­
que, como el mismo maestro apócrifo declara, “el amor a la verdad es el más noble
de todos los amores”, fustigando al paso a los eruditos unilaterales que no admiten
la duda como método, ese “primum philosophari” que reivindica Mairena para
“toda persona bien nacida”.
El impulso pedagógico, pretendidamente aleccionador y en extremo auge-
rente y original, crea un mínimo marco de ficcionalidad situacional: una cátedra y
un catedrático que imparte doctrina a sus discípulos, una muy especial academia
platónica en que el maestro habla y pregunta a la manera de Sócrates, quien evo
cado por Jenofonte en sus “Recuerdos”, planteaba “cuestiones con que a modo de
tormento refutaba a fuerza de preguntas a los que todo creen saberlo”8, sancio­
nando la actitud característica del pensamiento “educativo”: la ironía como
método de búsqueda, de análisis, y de final hallazgo de verdades relativas. En esta
tesitura socrática habla Juan de Mairena a sus alumnos, defendiendo la duda
escéptica como método irónico en la auténtica reflexión crítica: “El escepticismo
que, lejos de ser, como muchos creen, un afán de negarlo todo, es, por el contra­
rio, el único medio de defender algunas cosas...”9.
Este es el talante que Juan de Mairena quiere imponer en su Escuela Popular
de Sabiduría Superior, de la que se ha de desterrar cualquier atisbo de “tono dog­
mático” que, en palabras del maestro “suele Ocultar la debilidad de nuestras con­
vicciones”10. Mairena reivindica la necesidad de un hombre especial, fustigando
irónicamente la “superhombría” nietzscheana opuesta a la ética esencial del Só­
crates y el Cristo: “Y volvamos a la Escuela de Sabiduría. Para ello necesitamos

341
—sigue hablando Mairena— un hombre extraordinario, algo más que un buen ejem­
plar de nuestra especie; pero de ningún modo un maestro a la manera de Zaratustra,
cuya insolencia eticobiológica nosotros no podríamos soportar más de ocho días.
Nuestro hombre estaría en la línea tradicional protagoricosocráticoplatónica, y tam­
bién, convergentemente, en la cristiana. Porque de nuestra Escuela no habría de salir
tampoco una nueva escolástica (...) (que defiende y abriga) un dogma, con su tabú
correspondiente, sino todo lo contrario. Nuestro hombre no tendría nada de sacer­
dote, ni de sacrificador, ni de catequista, como sus alumnos nada de sectarios, ni
de feligreses, ni siquiera de catecúmenos. Respetaríamos el aforismo délfico (...).
Porque la finalidad de nuestra escuela (...) consistiría en revelar al pueblo, quiero
decir, al hombre de nuestra tierra, todo el radio de su posible actividad pensante,
toda la enorme zona de su espíritu que puede ser iluminada y, consiguientemente,
oscurecida; en enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de
su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo”11.
Y respecto al método ejercido por Mairena de una forma práctica, baste
recordar el muy machadiano fragmento X, dividido en tres momentos distintos de
la docencia del maestro que reflejan las tres esenciales preocupaciones vitales e
intelectuales de Antonio Machado: el tiempo y la reflexión sobre sus paradojas
eternidad-vivencia (“eternidad concebida como un tiempo vivo”), el pensamiento
y la palabra en la sutil dialéctica que las enlaza y la idea de un Dios sentido a la vez
como existencia e inexistencia. Los tres temas o melodías del poeta Machado que­
dan irónicamente complicadas en el contrapunto reflexivo y crítico, al par que
paradójico, del heterónimo Mairena, maestro en ironía: “Para decir bien hay que
pensar bien, y para pensar bien conviene elegir temas muy esenciales, que logren
por sí mismos captar nuestra atención, estimular nuestros esfuerzos, conmover­
nos, apasionarnos y hasta sorprendernos. Conviene, además, no distinguir dema­
siado entre la Retórica y la Sofística, entre la Sofística y la Filosofía, entre la Filo­
sofía y el pensar reflexivo a propósito de lo humano y de lo divino.
— Hoy traemos, señores, la lección 28, que es la primera que dedicamos a la
oratoria sagrada. Hoy vamos a hablar de Dios. ¿Os agrada el tema?
Muestras de asentimiento en la clase.
— Que se pongan en pie todos los que crean en El.
Toda la clase se levanta aunque no toda con el mismo ímpetu.
— ¡Bravo! Muy bien. Hasta mañana, señores.
. 9 .9
— 6- •■•ó-

— Que pueden ustedes retirarse.


— ¿Y qué traemos mañana?
— La lección 29: ‘De la posible inexistencia de Dios’”12.
Supongamos por un momento el estupor de algún discípulo ante la última
frase del maestro socrático... y supongamos asimismo un “Ultimo donaire de Juan
de Mairena”: “Critón, si ya mataste el gallo, al menos no deshonres su linaje y no
afrentes al dios... Adorna tu cabeza con sus plumas. Pero antes sé fiel a ti mismo
y conócete. Cercena tu lengua para siempre y que tu demonio no ofenda más a
Esculapio. Yo, por mi parte, en mi última hora, sentí la desoladora piedad de su
grandeza. Me fue concedida la eterna ironía, aquella por la cual los maestros des­
hacen la torpe obra de sus peores discípulos.”

342
NOTAS

1. Aurora de ALBORNOZ: La presencia de Miguel de Unamuno en Antonio Machado; Madrid:


Gredos, 1968, pp. 304-305.
2. La crítica ha señalado esta particularidad maireniana. A este respecto Carlos Blanco Aguinaga
“ve a Mairena como un verdadero personaje novelesco, más logrado que ninguno de los de las
novelas de Unamuno, que no llegan jamás a separarse del todo de su creador, quizá por ser siem­
pre ex futuros Unamunos”. (Citado por Aurora de Albornoz, supra, p. 304, nota 34.)
3. Gonzalo SOBEJANO: Nietzsche en España; Madrid: Gredos, 1967. “...Antonio Machado formó
un repertorio de aforismos y fragmentos cuyo último modelo serían "Parerga und Paralipomena’.
de Schopenhauer, y obras de Nietzsche como 'Der Wanderer und sein Schatten’ y ‘Gótzen Dam-
merung’. (Cita en p. 426.)
4. Gonzalo SOBEJANO: Ibídem. El mismo crítico ha insistido en la vinculación entre la alteridad
y el temperamento irónico y reflexivo que ofrecería en síntesis un perfil “novelesco” del maestro
Mairena: “...el poeta auténtico, el hombre bueno, el sentidor, el santo de la emoción creadora,
canta por sí mismo, como Antonio Machado, pero cuando se siente urgido por la crítica, y la iro­
nía, cuando la reflexión sobre el mundo prevalece sobre la poetización del mundo, entonces recu­
rre a personajes supuestos: Abel Martín, maestro de Juan de Mairena, y Juan de Mairena, maes­
tro de invisibles alumnos”.
5. Fernando PESSOA: Poesía; Madrid: Alianza tres, 1984, pp. 20-21.
6. Antonio MACHADO: Juan de Mairena; Madrid: Austral, 1973, p. 32.
7. PLATON: Defensa de Sócrates, en Obras completas; Madrid: Aguilar, 1979, pp. 201-218. Sócra­
tes mismo enuncia el origen de su duda sistemática e irónica en el intento de descifrar el oráculo
de la Pitonisa de Delfos: “Pues bien: al oír aquello, pensé de esta manera: ¿Qué quiere decir el
dios? ¿Qué significa su enigma? Yo no tengo conciencia en modo alguno de ser sabio. ¿Qué
quiere decir, pues, al sostener que yo soy el más sabio de los hombres?” (Cita en p. 204.)
8. JENOFONTE: Recuerdos de Sócrates; Madrid: Alianza Editorial, 1967. Cita en p. 48 (Libro I.
Capítulo IV.)
9. Antonio MACHADO: Juan de Mairena. Opus cit., p. 54.
10. Ibídem, p. 228.
11. Ibídem, p. 167.
12. Ibídem, pp. 47-48.

343
LAS “MISIONES PARADOJICAS” DE ANTONIO MACHADO:
JUAN DE MAIRENA (1936)

James Whiston
Universidad de Dublín (Irlanda)

El año 1931, además de ser fecha sonada en la historia de España, lo es tam­


bién en vida de Antonio Machado, marcando su regreso a Madrid y a la vida de
familia, de trabajo y de la cultura de la ciudad capital. El primer año de la Segunda
República ve la luz también de una iniciativa del Gobierno de la República, las lla­
madas Misiones Pedagógicas, destinadas a promover la extensión de la cultura de
la literatura, del drama, de la pintura y de la música a los pueblos más remotos y
olvidados del país. De esa iniciativa escribe Francisco Caudet que las Misiones
“era labor de divulgación cultural y de concienciación cívica que no tiene en nues­
tra Historia parangón”1. Sabemos que Antonio Machado era vocal del Patronato
formado por el Gobierno para dirigir las Misiones2. Con la aportación de artistas
e intelectuales como Alejandro Casona, Pedro Salinas, Manuel Bartolomé Cossío
y Machado mismo se ve fácilmente que las Misiones constituían una poderosa
fuerza en pro de la extensión de la cultura artística en los años de preguerra. For­
madas muy pocas semanas después de la creación de la República, las Misiones
Pedagógicas disfrutaron de la suma no despreciable de 2,5 millones de pesetas
como presupuesto total entre 1931 y 1935. Es posible que el título de Misiones
Pedagógicas podría haberse escogido con miras al hecho de que el ramo de Ins­
trucción Pública del Gobierno era el patrón efectivo del programa, y que quizás
para justificar el desembolso del presupuesto anual se tuviese que incluir en el
título alguna palabra relacionada con la pedagogía. Pero el elemento pedagógico,
en el sentido estricto de la palabra, no figuraba dentro del programa de las Misio­
nes Pedagógicas. Las mismas palabras con que los misioneros (así se llamaban) se
introducían al público de los pueblos donde llevaban el conocimiento de la cultura,
hacían referencia específica al hecho de que a los habitantes del pueblo no se les
iba a pedir que se volviesen a la escuela (o que se fuesen por primera vez). Las
Misiones nada tenían que ver con la escuela formal, más que para pedir prestado
el edificio de la escuela para sus exposiciones de arte, o como depositario de los
libros que se regalaban al pueblo. La misión era (citando del discurso introducto­
rio al pueblo, aconsejado por el presidente del Patronato, M. B. Cossío) “una
escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágri­
mas, donde no se pondrá a nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novi­
llos”4. La idea controladora de las Misiones Pedagógicas se relacionaba más con la

345
extensión del tipo de cultura de que se disfrutaba en las grandes ciudades de
España que con cualquier iniciativa pedagógica, como, por ejemplo, la enseñanza
de la escritura o de la lectura.
Manuel Tuñón de Lara nos ha asegurado que Antonio Machado ’‘colabora
asiduamente”3 en el trabajo del Patronato de las Misiones. Que yo sepa, no se ha
comprobado la exactitud de esta observación en cuanto a cualquier ayuda especí­
fica que prestara don Antonio al trabajo de las Misiones. No hay duda de que en
términos generales las ideas de Antonio Machado se coinciden con el trayecto
ideológico de una extensión cultural por la cual toda la población tuviese acceso a
la obra de los grandes pensadores y artistas de los siglos. Su profesor Juan de Mai-
rena, claro que con aguda ironía contra cualquier noción cultural exclusivista,
habla de “los pobres desheredados de la cultura [que] tengan la usuaria ambición
de educarse y la insolencia de procurar los medios para conseguirlo”6. La obra
Juan de Mairena fue la que más le preocupaba a Machado durante aquellos años
de preguerra, y entre aquélla y el concepto de las Misiones Pedagógicas hay varios
lazos de semejanza. Machado empezó a publicar su Juan de Mairena en forma
periodística a finales de 1934, y este mismo hecho de su publicación en periódico
madrileño —lo que Manuel Tuñón de Lara llama “las páginas sencillas, y hasta si
se quiere, plebeyas de la prensa diaria”7— sugiere que Machado quería dirigirse a
un público muchísimo más grande de aquel que podría responder a un volumen
literario.
La trama ficticia de Juan de Mairena (publicada en libro en 1936) —el profe­
sor que da clases a sus alumnos— le permite a Machado que exponga sus ideas de
una manera propicia para llegar a un amplio público, no necesariamente devoto de
la literatura. Interesa notar en la obra el empleo repetido de la fórmula “Habla
Mairena a sus alumnos”, lo cual podría responder a la necesidad de presentar al
profesor ante cada posible nuevo grupo de lectores del periódico, o simplemente
recordarlo a los lectores establecidos. Pero también podría ser un recurso para
recordarle al propio don Antonio que debía darnos el fruto de sus meditaciones
como buen profesor, es decir, bien digerido pero con toda la frescura de una ensa­
lada, o como el poeta mismo nos lo explica, como pescador de pescados vivos. A
manera de irónica disculpa Machado nos dice a principios de V que “Juan de Mai­
rena hacía advertencias demasiado elementales a sus alumnos. No olvidemos que
éstos eran muy jóvenes, casi niños, apenas bachilleres; que Mairena colocaba en
el primer banco de su clase a los más torpes, y que casi siempre se dirigía a ellos”
(pág. 33). De la fórmula “Habla Mairena a sus alumnos” también se habría ser­
vido Machado para acordarse con frecuencia de la meta estilística más importante
en estas páginas: el empleo constante de las formas de la palabra hablada, formas
que se prestan a un impacto retórico muy directo y a una asimilación fácil del
contenido de la obra, y por consiguiente la máxima extensión de las ideas que se
presentan.
La actitud pedagógica de Mairena también facilita lo que se podría llamar la
técnica y temática de la accesibilidad en el texto. La escena de clase descrita en
XXVI merece un comentario en este respecto. Tanto los alumnos oficialmente
matriculados como los que asisten en calidad de libres u oyentes reciben la aten­
ción cortés del maestro. En esta escena vemos su actitud familiar y benévola, a pe­
sar de que esta vez tenga que “atajar severamente la algazara burlona” (pág. 164)

346
de los estudiantes que se han reído de un cambio de palabras excesivamente cortés
entre Mairena y un oyente. Mairena corrige a los alumnos llamándoles ‘•amigos
míos”, y les habla, no de pie sobre la tarima magisterial, sino sentado familiar­
mente sobre la mesa, hasta el punto de que en la clase, nos dice, ‘‘muchas veces
charlamos como buenos amigos”. Como en las Misiones Pedagógicas, aquí tam­
poco hay libros de matrícula. Y merece subrayar otra vez la frase reiterada “Habla
Mairena a sus alumnos”: Mairena ni declama ni grita. Estamos muy lejos del
ambiente cerrado, monótono y petrificado de aquella escena de clase del Recuerdo
infantil (V de Soledades. Galerías. Otros poemas) en que

Con timbre sonoro y hueco


truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y así como la de las Misiones Pedagógicas, la escuela de Mairena es “una


escuela sin lágrimas”. Mairena trata a los estudiantes con un respeto puntilloso,
dándoles el título de “señores”. La misma benevolencia de Mairena es a modo de
una invitación de Machado para que entremos en la casa de la cultura sin miedo a
una autoridad “enjuta y seca”. Si las Misiones Pedagógicas representaban un
intento de democratización de la cultura, también hay a lo largo de Juan de Mai­
rena una veta democrática por la que Machado intenta establecer una “conviven­
cia” (pág. 41) familiar entre su texto y el lector. Y Machado llega a veces hasta el
punto de invertir el orden de la autoridad, haciendo que su maestro confiese fran­
camente sus limitaciones a sus propios estudiantes pidiéndoles “ese mínimo de res­
peto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas”
(ibíd.). Es difícil dejar pasar en silencio el empleo tan machadiano de la frase “ese
mínimo de respeto”: Mairena, tan escrupuloso indagador de la verdad, sólo a
duras penas pide respeto por sí, el menos posible, y no para una autoridad jerár
quica, sino en beneficio de mantener vivo el diálogo entre él y sus alumnos. A la
vez que el profesor se confiesa de esta manera, Ies aconseja a sus estudiantes:
“Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto
con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura”
(pág. 40). La leve sonrisa que encierra esta observación apunta hacia el sentido de
humor que corre por la obra, o por lo menos “una chispita de ironía" (pág. 28),
cosa que Mairena aconseja para todo autor de prosa, tanto científica como litera­
ria, pues entonces, “hasta intentaríamos leerle alguna vez” (ibíd.).
Al no tener textos de curso, Mairena aconseja que “conviene elegir temas
muy esenciales que logren por sí mismos captar nuestra atención, estimular nues­
tros esfuerzos, conmovernos, apasionarnos y hasta sorprendernos” (pág. 62). Es
decir, que los temas preferidos por Mairena son, como él los llama, “creencias últi­
mas” (pág. 247), los grandes temas del pensamiento humano. Esta preocupación
de Mairena por escoger temas que son por sí mismos de innegable importancia
(nuestra conciencia, el diálogo, la libertad, la muerte) es de por sí otro intento de
extender las fronteras de la cultura. Entre estos “temas muy esenciales” de Juan
de Mairena merece notar la crítica hecha por Mairena del concepto tradicional
de la infinidad, basándose en el propósito tan ingenioso como sencillo de que

347
La serie par es la mitad de la serie total
de los números. La serie impar es la otra
mitad.
Pero la serie par y la serie impar
son-ambas-infinitas.

La serie total de los números es también


infinita. ¿Será entonces doblemente
infinita que la serie par y que la serie
impar? (pág. 27).

Tenemos aquí una muestra muy gráfica de la posibilidad de relacionarse con


el pensamiento filosófico, sin necesidad de meterse en terminología abstrusa o
enrevesada: es un arte al alcance de todos. También la anécdota del encuentro de
Abel Martín y el viejo sereno, en apariencia sencilla y hasta trivial, cobra un signi­
ficado importante con respecto a la democratización de la cultura. El hombre
explica a Martín que se mantiene caliente en las noches de mucho frío acurrucán­
dose, con el farol entre las piernas. Martín contesta: “Es usted un verdadero filó­
sofo”, a lo que añade el sereno: “La vida enseña mucho” (pág. 321). Los temas
esenciales, pues, en Juan de Mairena caen muy dentro del mismo espíritu de acce­
sibilidad a la cultura predicada por las Misiones Pedagógicas. Y la frase “temas
muy esenciales” puede entenderse también como intento de ampliar el acceso a la
cultura, porque lo esencial quita lo accidental, lo que depende de la moda o de una
época dada, del nacimiento o de la educación de la persona.
La presencia, pues, de estos “temas muy esenciales” en Juan de Mairena
(1936) cae muy dentro del mismo espíritu de accesibilidad a la cultura predi­
cada por los misioneros al empezar su misión cultural. La forma misma de la
obra, con 422 fragmentos, muchos de ellos piezas muy cortas de sabor aforístico,
no fatiga la capacidad mental de una persona con poca instrucción formal. Así
como Don Quijote puede leerse de un modo simple, como novela de aventuras
para niños, también Juan de Mairena tiene un doble fondo de posible lectura, sen­
cilla o laberínticamente compleja. El famoso primer trozo, por ejemplo, sobre el
Agamenón y su porquero puede entenderse sencillamente como el triunfo del
espíritu nativamente escéptico del campesino sobre el de su señor, de nombre
exótico, o como comentario epistemológico sobre un “tema muy esencial”. Y a
propósito de Don Quijote, es significativo que Machado vea en los protagonis­
tas de la obra no al hidalgo y su escudero, es decir, no de un modo jerárquico,
sino como “dos conciencias [...] complementarias, que caminan y que dialogan”
(pág. 211). El instinto democrático de Machado surge por todo el relato de Juan
de Mairena. A pesar de criticar a Demócrito por su filosofía atómica tan austera,
no pierde la oportunidad de cantar sus alabanzas “por lo bien que suena su nom­
bre” (pág. 72), es decir, por parecerse a la palabra “democrático”. El deseo de
Mairena de fundar una Escuela Popular de Sabiduría Superior cae, por supuesto,
dentro del mismo espíritu ideológico de las Misiones Pedagógicas. También inte­
resa recordar que en Juan de Mairena Machado dirigió palabras de homenaje calu­
rosas y respetuosas al fundador de las Misiones, M. B. Cossío, en la ocasión de su
muerte (pág. 225-6).

348
Como ha demostrado Francisco Cauclet, las Misiones Pedagógicas fueron víc­
timas de la creciente tensión que se apoderaba del país a partir de 19348. Y aquí
quizá cabe una hipótesis sobre la decisión de Machado de publicar sus apuntes
mairenianos hacia finales de dicho año. Esta decisión, ¿tendría alguna relación
con el hecho de que por esas fechas la iniciativa de las Misiones empezaba a perder
su ímpetu inicial? Bien podría ser que estas piezas del profesor apócrifo actuasen
en cierto modo como prolongación de una idea muy cara a don Antonio la
extensión de la cultura —, pero que veía desde su asiento como vocal del Patronato
de las Misiones cómo éstas iban peligrándose por divisiones ideológicas, tanto en
las Cortes que les suministraban como en los pueblos que les recibían9. Cuando
recordamos las palabras de Machado sobre la publicación de Juan de Mairena: que
sus apuntes, siendo un “breviario íntimo (...) un día saltaron desde mi despacho
a las columnas de un periódico”10, es como una decisión enérgica de comprome­
terse públicamente en pro de una cultura al alcance de todos. El verbo “saltar”
es del todo apto para el incansable hablador, protagonista de la obra, y también
para el vigor de la prosa machadiana en el texto: el chorro de palabras, el bom­
bardeo del lector con observaciones, análisis, crítica, paradojas, aforismos, pre­
guntas e imperativos. Durante el año y medio de su publicación en periódico
(noviemnbre de 1934 a fines de junio de 1936)11, y a pesar de su vertiginosa va­
riedad, la obra no da ninguna muestra de cansancio, y termina por “agitarse en­
tre creencias contradictorias” (pág. 341) de la misma manera que empezaba en
la primera sección, con la famosa diferencia de opinión entre Agamenón y su
porquero.
Parece que Machado mismo se da cuenta de su propio remozamiento lite­
rario cuando Mairena habla de la vejez como sigue: “No siempre el tiempo que
plenamente vivimos coincide con nuestra juventud. Lo corriente es que va­
yamos de jóvenes a viejos [...], pero lo contrario no es demasiado insólito”
(pág. 286). Debe admitirse también que no todo es fiesta en Juan de Mairena
(1936), y que hay momentos de duda, porque es un texto con fuerte sentido de
autocrítica. Así, Mairena avisa a sus alumnos que “para los tiempos que vienen,
no soy yo el maestro que debéis elegir” (pág. 42). Pero, con todo, no es estrafa­
lario sugerir que Juan de Mairena, representando un nuevo y enérgico impulso
creativo, se compromete con las ideas misioneras de aquellos años de la Re ­
pública. Porque, como observa Mairena a sus alumnos en XXXII, “de algún
modo hemos de acusar en nuestras clases los tiempos de barullo y algarabía
en que vivimos” (pág. 210). Antonio Fernández Ferrer ve en la producción
periodística de Machado (incluso Juan de Mairena) “una clara intención de
‘educación cívica"'12. Mairena mismo ciertamente tiene sus puntos y ribetes de
“misionero”: es autor de dos sermones (los llamados “sermón de Rute” y “ser­
món de Chipiona”) y sus alumnos a veces son conocidos por el nombre de “dis­
cípulos”.
Así, pues, las meditaciones de Antonio Machado sobre la extensión de la cul­
tura recibieron un ímpetu vigoroso con la República. Pero, abriendo un pequeño
paréntesis literario-histórico, podemos ver en su obra aún antes de 1907 la presen­
cia de esta preocupación cultural, en un poema significativo que escribió por esas
fechas. Me refiero al pequeño cantar en cuatro versos, LVII de Soledades. Gale­
rías. Otros poemas:

349
Moneda que está en la mano
quizá se deba guardar;
la monedita del alma
se pierde si no se da.

Es una forma tan popular, con el empleo de una imagen sencilla y corriente,
que se podría recitar a un niño. Claro que lo sencillo no quita lo profundo, y ade­
más de ser una meditación en miniatura sobre el enigma de las relaciones huma­
nas, es un poema marcadamente ideológico y hasta diría político, por su misma
sencillez de forma y fondo: aquí Machado está abriendo las puertas de la cultura a
todos. Esta preocupación del poeta de extender el acceso a la cultura, vista en el
poemita citado, es una constante a lo largo de su larga colección Campos de Casti­
lla. Allí se extienden las fronteras de la cultura, donde en muchos poemas la cul­
tura poética y la agricultura de Soria y Baeza se encuentran y se fructifican mutua­
mente en las “meditaciones rurales” del “fantástico labrador” Antonio Machado.
Así, tras haber examinado la forma esencialmente democrática de Juan de Maire­
na, conviene recordar que no es ninguna situación reciente en la obra de Macha­
do, por estar bien enraizada en las escrituras del poeta, con alguna que tiene ante­
cedentes previos al año 1907.
Pero hay en el texto de Juan de Mairena una lógica y una autenticidad que le
llevan a Machado a sobrepasar la ideología de las Misiones Pedagógicas (en
cuanto que éstas fueron programa de extensión cultural)12. Todo el texto de Juan
de Mairena —la crítica de Aristóteles y de Kant, la crítica de lo que Machado veía
como el pragmatismo escolástico de la Iglesia católica— proclama la fe de
Machado en la hegemonía platónica de las ideas. Machado resume esta apasio­
nada creencia en las palabras de Mairena: “Nuestro pensar pretende ser pensar de
lo infinito” (pág. 157). Esta creencia se juntó con otra fe que le llevaba a un senti­
miento progresivamente más profundo de solidaridad con el pueblo. Este senti­
miento, nacido en Soria y bautizado en Baeza, fue confirmado durante la Repú­
blica y la Guerra Civil. Así, cuando Machado define la cultura en una pieza de
Juan de Mairena de 1937 como “el humano tesoro de conciencia vigilante”13, estas
dos creencias se reúnen, encuadrando la definición en la dirección de las ideas y
siguiendo su convicción, también puesta en boca de Mairena: “La verdad es que
las ideas no deben ser de nadie” (pág. 114).
Antes de ver detalladamente hacia adonde le llevaba esta convicción y para
entender cómo se divergía Machado del programa de las Misiones Pedagógicas,
merece la pena detenernos a examinar algunos empleos de la palabra “misión” en
Juan de Mairena (1936). Se emplea siete veces, en un texto cuya forma es suficien­
temente laberíntica como para interesar que se apunte como hilo que nos oriente
a través de sus más de 400 fragmentos. Y ha parecido de gran utilidad aislar la
palabra misión, no sólo por alguna posible relación con las Misiones Pedagógicas,
sino que por su misma índole y sentido es una palabra importante para darnos una
idea directa de la trayectoria temática de Juan de Mairena. De las siete apariencias
hemos escogido las cuatro en que Mairena habla de su propio ideal para la ense­
ñanza y la cultura. La primera donde se introduce está en la sección XIV. El
párrafo entero lee: “Hay que tener los ojos muy abiertos para ver las cosas como
son; aún más abiertos para verlas otras de lo que son; más abiertos todavía para

350
verlas mejores de lo que son. Yo os aconsejo la visión vigilante, porque vues­
tra misión es ver e imaginar despiertos, y que no pidáis al sueño sino reposo-’
(pág. 87).
El consejo de Mairena es una llamada de alerta: manteneos vigilante durante
cada segundo de vuestro vivir despierto. El hecho de que sea profesor es accesorio
en gran parte a su verdadera “misión”, que es la de aminar a sus oyentes a abrir
mucho los ojos, abrirlos más, a tener la visión vigilante, a imaginar despiertos. Y la
misión pedagógica de Mairena va mucho más allá de las Misiones Pedagógicas. Lo
que Mairena enseña a sus alumnos no es un programa pedagógico ni cultural en el
sentido comúnmente aceptado de estas palabras, sino que les enseña un modo de
actuar y de vivir. Y como los imperativos que el poeta nos dirige en su poemita
Pascua de Resurrección —mirad, buscad, celebrad, gozad— también en este
párrafo maireniano los consejos e imperativos superan los programas pedagógicos.
A Machado no le interesan primariamente los materiales de la cultura. Como ha
observado acertadamente Francisco J. Díaz de Castro de la sala de clase de Maire­
na: “La única base de la enseñanza, el único material escolar es la palabra habla­
da”14, a lo que podríamos añadir que los únicos métodos de aprendizaje aconseja­
dos son “ver e imaginar”. Mairena, pues, prescinde de todo el aparato corriente
de la pedagogía y de la cultura al entrar en su clase: sin tarima, sin libros, sin dra­
mas ni pinturas ni aprendizaje de poesías; “ligero de equipaje”, como el mismo
Machado se ha autorretratado.
Si hay método pedagógico en el proceder de Mairena en clase lo vemos en el
próximo empleo de la palabra misión en el texto. Mairena habla de vez en cuando
de los lugares comunes, las frases hechas, las perogrulladas y aconseja a sus alum­
nos que estudien lo que aquellas frases tengan de sabiduría, “porque, en efecto,
nuestra misión es singularizarlos [los lugares comunes], ponerles el sello de nues­
tra individualidad, que es la manera de darles un nuevo impulso para que sigan
rodando” (pág. 94). Estamos aquí a una distancia muy grande de las Misiones
Pedagógicas de M. B. Cossío, porque en esta cita maireniana la definición de la
cultura se ha ampliado enormemente: el asesoramiento de cualquier dicho o lugar
común es una aportación al aumento de la cultura. Mairena emplea otra vez la
palabra misión en un sentido amplio, hablando de su querida Escuela Popular de
Sabiduría Superior, y de su “aspecto más profundamente didáctico” (pág. 238):
“Nuestra misión es adelantarnos por la inteligencia a devolver su dignidad de hom­
bre al animal humano” (ibid). Todo en Juan de Mairena revuelve en torno a una
sencillez básica: aquí, el uso de la inteligencia, el derecho a la dignidad. Estas
ideas tienen mucho más que ver con una manera de ser que con cualquier actitud
netamente pedagógica o cultural. El último empleo de la palabra misión a que
quiero referirme ocurre cuando Mairena habla de su trabajo como profesor de
Retórica, y comenta sus esperanzas didácticas para los estudiantes que asisten a
sus cursos: “Yo no olvido, señores, que soy un profesor de Retórica, cuya misión
no es formar oradores, sino por el contrario, hombres que hablen bien siempre
que tengan algo que decir” (pág. 310). Es un consejo que intenta abarcar todo un
modo de pensar, y también un consejo que está muy dentro de las posibilidades de
todo ciudadano: “Tener algo que decir”, lo que ofrece a toda persona nacida a
la luz de la razón y de la imaginación la potencia de contribuir a la cultura de
los siglos.

351
Si “las ideas no deben ser de nadie”, viene a cuento aquí el recurso a lo apó­
crifo en Juan de Mairena. A pesar de la ironía perspectivista que Machado permite
surgir por el modo abiertamente ficticio de la obra, en esta obra lo apócrifo no es
una evasión de la responsabilidad autorial, sino que es otra herramienta para
democratizar la cultura. Por la estrategia apócrifa, Machado quita el elemento
individualista de la creación cultural y lo reemplaza por una autoridad colectiva.
Al reconocer la grandeza individual de un Cervantes o de un Shakespeare,
Machado la atenúa, indicando la deuda de estos escritores al pueblo o al país en
que nacieron y trabajaron. Mairena pregunta: “¿Es Shakespeare inglés o es Ingla­
terra shakesperiana?” (pág. 311), y de Cervantes dice: “Sin la asimilación y el
dominio de una lengua madura de ciencia y conciencia popular, ni la obra inmortal
[Don Quijote] ni nada equivalente pudo escribirse” (pág. 141). El empleo de lo
apócrifo con respecto a Juan de Mairena y Abel Martín responde a este sentido
machadiano del significado colectivo de toda obra bien hecha: Machado difunde
la autoría de su obra entre varios personajes, reconociendo, como dice Mairena,
citando a Abel Martín, que “las obras poéticas realmente bellas [...] rara vez
tienen un solo autor” (pág. 171). Y termina recomendando a sus “discípulos”
—como esta vez Machado los llama—: “Guardad en la memoria estas palabras,
que mi maestro confesaba haber oído a su abuelo, el cual, a su vez, creía haberlas
leído en alguna parte”. El anverso de este ejemplo delicadamente irónico de lo
apócrifo ocurre cuando Machado trata del papel de los especialistas en materia
cultural. No puede haber aumento de la cultura, nos dice Mairena, a través de la
obra de dichos especialistas: lo que se aumenta “abrumadoramente [es] el volu­
men de la conciencia de la propia ignorancia” (pág. 185), porque casi siempre es
otro el que sabe de algún tema o problema. El especialismo intelectual, visto así,
es una versión cultural de los extremos de la propiedad privada. Recordando las
palabras de Machado de 1919, sobre su visión de la vida cultural como “una tarea
común [que] apasione las almas”13 nos damos cuenta de lo arraigado que estaba el
instinto democrático en su espíritu.
Sería inconcebible, pues, que Machado se opusiera al trabajo de las Misiones
Pedagógicas: la misma estancia de los misioneros en aquellos pueblos aislados era
testimonio elocuente de una solidaridad con ellos y un reconocimiento de su digni­
dad innata. Basta ver una de las fotografías incluidas en el trabajo de Germán
Somolinos sobre las Misiones para ver la esmera presentación, la escrupulosa
atención de los misioneros a que su museo de pintura en el pueblo visitado fuese
del más digno y ameno posible16. Pero Machado se sentía demasiado adeudado al
pueblo como para creer que él podría traerles mucho. Sin duda su estancia en
Soria volvió a despertar una simpatía hacia la vida del campo, nacida quizá por vez
primera en sus excursiones institucionalistas madrileñas, pero reiterada en Juan de
Mairena, donde el profesor habla de “despertar en el niño el amor a la naturaleza”
(pág. 85). Para Mairena había en el mismo campo un programa completo de estu­
dios y de recreación, porque el campo da ejercicio, excita la curiosidad y el afán
científico, y uno puede matricularse en esta escuela campesina para toda la vida.
También las palabras mairenianas de alabanza del campo en XXVII son de inte­
rés, con respecto a su aspecto ampliamente pedagógico o más bien filosófico:
“Tampoco hemos de olvidar la lección del campo para nuestro amor propio. Es en
la soledad campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos” (pág. 174).

352
Los sentimientos de Machado hacia el “pueblo que [...] compuso”17 los
romances antiguos le impelían a buscar en él sus propias fuentes de cultura y a uti­
lizarlas en su obra, sobre todo en Juan de Mairena. En un párrafo importante de
Juan de Mairena, Machado habla de la aportación del pueblo a la cultura. Allí
Machado nos cuenta que “Mairena vivía en una gran población andaluza, com­
puesta de una burguesía algo beocia, de una aristocracia demasiado rural y de un
pueblo inteligente, fino, sensible, de artesanos que saben su oficio y para quienes
el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que el
hacerlas” (pág. 74). La opinión de Mairena, hablando de su situación social parti­
cular, y desde su posición de profesor, es que “el pueblo sabe más, y, sobre todo,
mejor que nosotros. El hombre que sabe hacer algo de un modo perfecto —un
zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo— no es nunca un trabajador incons­
ciente, que ajusta su labor a viejas fórmulas y recetas, sino un artista que pone
toda su alma en cada momento de su trabajo” (págs. 74-5). Para Mairena, pues, el
artesano que sabe perfectamente su oficio es un artista “de quien había mucho que
aprender, para poder luego enseñar bien a las clases adineradas”. Aunque se
podría plantear que la actitud de Mairena proviene aquí de una situación determi­
nada, sin posible generalización, Machado saca las consecuencias de estas palabras
de adhesión al pueblo como auténtico creador de la cultura. Para Machado el pue­
blo no sólo tiene derecho a entrar en la gran casa de la cultura, sino que está den­
tro ya por su propia virtud, porque, según dice Mairena, “[el pueblo] sabe muy
bien lo poco que nosotros leemos” (pág. 233)18. Por eso, sugiere Machado —y
aquí viene a cuento el título “misiones paradójicas” de este trabajo— la verdadera
tarea de los tiempos es averiguar en qué manera podemos nosotros los educados,
los llamados guardianes de la cultura, aprender de la cultura del pueblo. Visto
desde esta perspectiva, Juan de Mairena es un esfuerzo por superar las “viejas fór­
mulas y recetas” de una cultura convencional “hecha a desgana” (pág. 75) y crear
una nueva cultura.
Para esta nueva cultura ni siquiera tiene uno que entender un concepto o
expresarse lógicamente. En Juan de Mairena (1936) hay una scccioncita dedicada
a “aciertos de la expresión inexacta” (pág. 251), y para los principios de su pro­
grama de estudios de una “nueva lógica” Mairena recomienda el examen de “las
deducciones incorrectas, los razonamientos defectuosos, los ilogismos populares,
las confusiones verbales de los borrachos y deficientes mentales, etc.” (pág. 160)
para sacar las complejas riquezas que encierran. La cultura de Machado/Mairena
no cultiva una especialidad de las respuestas, sino una que, como dice Mairena de
Sócrates y Cristo, sabe preguntar y aguardar las respuestas (pág. 98). Y así acon­
seja Mairena a sus alumnos: que pregunten siempre, sin preocuparse demasiado
que sus preguntas estén arregladas a una lógica corriente. Porque “toda incom­
prensión es fecunda [...] siempre que vaya acompañada de un deseo de compren­
der” (pág. 295). Para Mairena la grandeza de la historia del pensamiento filosófico
es que haya sido “capaz de fecundar a través del tiempo la heroica y tenaz incom­
prensión de los hombres” (pág. 294). Y aconseja a sus alumnos que rechacen “la
usuaria pretensión de no equivocaros” (pág. 155). En su Escuela Popular de Sabi­
duría Superior, Mairena pondrá entre los más importantes investigadores científi­
cos “al hombre ingenuo, capaz de plantearse espontáneamente los problemas más
esenciales” (pág. 241), lo que es, como hemos visto, el propio modo de obrar de

353
Mairena. Tampoco hace falta en la Escuela Popular la necesidad de haber cur­
sado estudios históricos antes de ingresar. Se nota a lo largo de Juan de Mai­
rena que Machado no se preocupa por situar ninguno de los muchos autores
comentados dentro de un determinado ambiente histórico, “porque somos filó­
sofos”, dice Mairena, “hombres de reflexión que buscan razones en los hechos”
(pág. 245). Por consiguiente, dichos estudios están abiertos a toda persona que
quiere aportar una “conciencia vigilante” a los problemas por estudiar. El pro­
grama del curso actual de Mairena incluye el examen de lugares comunes, pero­
grulladas, frases hechas y refranes, es decir, el tesoro acumulado de dichos que
valen la pena que se estudien por su riqueza conceptual, los refranes del pueblo
sobre todo: “Ese complejo de experiencia y juicio, de sentencia y gracia, que es el
refrán” (pág. 142).
A lo largo del texto de Juan de Mairena (1936), Machado demuestra su deuda
cultural al pueblo de una manera ya muy suya, por haberlo hecho desde las coplas
de Soledades. Galerías. Otros poemas y los Proverbios y cantares de Campos de
Castilla y Nuevas canciones. Juan de Mairena (1936) es como un gran refranero o
colección de formas aforísticas, tributo de Machado al pueblo que los ha inspira­
do. Aquí viene una lista pequeña de este tesoro de la forma refranera, sólo algu­
nos ejemplos de los muchos que pululan en el texto. Entre estas “formas sencillas
y populares” (pág. 50) hechas por Machado a base de la forma del refrán hay las
siguientes:

No conviene confundir la crítica con las malas tripas.


Para decir bien hay que pensar bien.
El amor a la verdad es el más noble de todos los amores.
Vivir es devorar tiempo.
Toda visión requiere distancia.
Sin leyenda no se pasa a la historia.
No hay vivir sin ver.
Lo inevitable es ir de lo uno a lo otro.
El hambre no se engaña más que comiendo.
El que no habla a un hombre, no habla al hombre,
el que no habla al hombre no habla a nadie.

Aun en esta muy pequeña muestra de la forma refranera de Juan de Mairena


(1936) puede entenderse bien que Machado se sintiera demasiado adeudado al
pueblo como para creer que él estaba en una posición de enseñarle, si no fuera
para mostrarles el tesoro de cultura que el pueblo ya había creado en sus refranes.
(Recordemos el predilecto de Machado, “nadie es más que nadie”, que había oído
de labios de un pastor soriano)19. Sacando las consecuencias de esta deuda cultural
para con el pueblo, la definición que hizo Machado de la cultura —“el humano
tesoro de conciencia vigilante” por fuerza tenía que abrazar al pueblo, promotor
de la cultura popular. Machado, sumergido en la cultura española, siempre más
popular que cultista o vanguardista, se debía mucho al pueblo y a la cultura popu­
lar de España. El resultado es que Juan de Mairena (1936), aunque hasta cierto
punto dentro del mismo espíritu ideológico de las Misiones Pedagógicas, comparte
sólo a medias este espíritu. “Las formas sencillas y populares” de Juan de Mairena

354
notadas en este trabajo no sólo están ahí para extender la cultura literaria a un
público más amplio, sino que estas mismas formas son un homenaje hecho por
Machado al valor artístico del pueblo y la expresión de su propia deuda de artista
y pensador al pueblo español que le había inspirado sus mejores obras.

355
NOTAS
1. Francisco CAUDET: “Las Misiones Pedagógicas: 1931-1935”; en Cuadernos Hispanoamerica­
nos, 453, 1988, pp. 93-108. La cita es de la p. 93.
2. Véase Eleanor KRANE PAUCKER: “Cinco años de misiones”; en Revista de Occidente, abril,
1981, pp. 233-68, para la composición completa del Patronato (p. 261).
3. F. CAUDET: “Las Misiones...”, p. 106.
4. C'ta recogida por John CRISPIN: “Antonio Sánchez Barbudo, misionero pedagógico”; en
Homenaje a Antonio Sánchez Barbudo (ed. Benito Brancaforte, Edward R. Mulvihill y Roberto
G. Sánchez); Madison University of Wisconsin, 1981, pp. 9-22. La cita es de la p. 9.
5. Manuel TUÑON DE LARA: Antonio Machado, poeta del pueblo; Barcelona: Nova Térra, 1967,
p. 236.
6. Juan de Mairena; Madrid: Espasa Calpe, 1936. Los números de las páginas en citas sucesivas se
referirán a esta edición —primera edición en libro de la obra— y se pondrán en el texto.
7. M. TUÑON DE LARA: Antonio Machado..., p. 235.
8. F. CAUDET: “Las Misiones...”, pp. 105-6. Véase también el testimonio de Antonio Sánchez
Barbudo en J. CRISPIN: “Antonio Sánchez Barbudo...”, p. 22.
9. Citado en M. TUÑON DE LARA: Antonio Machado..., p. 239.
10. La edición de Antonio Fernández Ferrer, Juan de Mairena, II (Madrid: Cátedra, 1986), da una
relación completa de todo lo concerniente a la publicación en periódico de Juan de Mairena, en
las pp. 231-6 de dicha edición.
11. Antonio Fernández Ferrer, ed. Juan de Mairena, I (Madrid: Cátedra, 1986), p. 20.
12. F. CAUDET: “Las Misiones...”, pp. 102-5 (citando palabras de la Memoria de 1935 del Patrona­
to) demuestra que a su vez las Misiones Pedagógicas hacia finales de octubre de 1934 proponía
una ampliación de su programa, para abarcar el conocimiento de “aquellas ideas, aquellos proble­
mas y aquellos conflictos que agitan el mundo en todos los órdenes del pensar y todos los fines de
la vida”. ¿Quién sabe si el mismo Machado fuese una influencia importante sobre esta nueva
dirección de las Misiones Pedagógicas? Es del todo probable, dado su interés en la cultura como
modo de ver y vivir.
13. Véase A. Fernández Ferrer, Juan de Mairena, II, p. 62.
14. Francisco J. DIAZ DE CASTRO: El último Antonio Machado (“Juan de Mairena” y el ideal
pedagógico machadiano); Palma de Mallorca: Universitat de Palma de Mallorca, 1984, p. 72.
(Hay pizarra en la clase de Mairena, pero casi nunca se utiliza, y entonces sólo para hacer resaltar
la importancia de la palabra hablada.)
15. Son palabras del prólogo a lo que el poeta llama su “segunda edición de Soledades. Galerías.
Otros poemas.
16. Germán SOMOLINOS D’ARDOIS: “Las Misiones Pedagógicas de España (1931-1936)”; en
Cuadernos Americanos, sept.-oct., 1953, pp. 206-24. La fotografía a que me refiero se titula “Ins­
talación del Museo en una escuela”.
17. Son palabras del prólogo a su Campos de Castilla.
18. En una entrevista dada en abril de 1936 (citada por A. Fernández Ferrer, Juan de Mairena, I,
p. 344), Machado se queja de lo poco que se lee en España, y dice: “¡Aquí nadie lee a nadie! [...]
¡Hay que leer más!”.
19. Véase el texto Soria, en Antonio Machado. Antología de su prosa, I, Cultura y sociedad (ed. por
Aurora de Albornoz); Madrid: Edicusa, 1976, pp. 55-7.

356
TEMATICA MACHADIANA
(ANALISIS DE LA OBRA EN GENERAL)
LA INDUMENTARIA EN LA POESIA DE ANTONIO MACHADO
Una aproximación al tema en Soledades. Galerías. Otros poemas

Celina Alegre
E. U. Magisterio (Lérida)

Es ya una leyenda la escasa importancia que Antonio Machado concedía a su


propio atuendo, hasta el punto que podríamos decir que, si la elegancia de su her­
mano Manuel era “buscada —rebuscada—”1, el desaliño indumentario de Anto­
nio (del que hace ostentación con el “ya conocéis” de su famoso “Retrato”) tam­
poco se nos figura natural, sino verosímil. El envoltorio más verosímil para un
carácter antibyroniano, más ermitaño que bandolero, caminante-peregrino antes
que viajero-aventurero; para un carácter que, al contrario de Baudelaire, siente
ternura por los vegetales y desdén por el maquillaje; y que, en la ciudad, se aparta
del espectáculo de las gentes que la habitan para buscar la autenticidad en las pla­
zas solitarias y desiertas calles de sus versos, “en esas galerías, / sin fondo, del
recuerdo, / donde las pobres gentes / colgaron cual trofeo / el traje de una fiesta /
apolillado y viejo”2. Pero la dejadez indumentaria de Machado no inspira compa­
sión, sino un interés morboso que siempre se ve frustado, porque sus trajes viejos,
raídos, manchados, son como la manifestación de una historia inaccesible que lle­
vara puesta impecablemente siempre y que impidiera a quien se cruza con él decir
¡pobre hombre! Da la impresión de que Antonio Machado, aunque afirme lo con­
trario (“con mi dinero pago el traje que me cubre”), no comprara sus trajes: que
fueran ellos quienes se instalaran en el poeta (haciéndose apropiados a él), como
se adueñan de nosotros las arrugas o las canas que no queremos disimular, diseña­
dos y confeccionados por su propia intimidad con el fin de hacer verosímil su sin­
gularidad vital y poética. Un Antonio Machado vestido llamativamente, un Anto­
nio Machado dandy, o que vistiera simplemente con discreta corrección se habría
“visto” de otra forma y hubiese tenido que relacionarse distintamente con sus ami­
gos, con las mujeres, con la poesía... Estaría en condiciones de adquirir otro per­
sonaje, otro proceder, otra sentimentalidad. Y eso a Machado no le interesó, por­
que, tan atento al río de Heráclito como a su amado Duero y “más autoinspectivo
que observador”, se dejó impresionar más por sus personajes interiores, incluidos
sus heterónimos, por supuesto, y entre ellos un Abel Martín “que fue extremada­
mente erótico” y “muy mujeriego”, el anverso de aquel Antonio Machado que en
el “Retrato” proclama: “Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido”.
El protagonista de SGOP parece concederse el don de apartar la realidad, las
referencias a la vida cotidiana, y esa actitud se aprecia en el tipo de alusiones a

359
la indumentaria que hay en el libro. Reparemos, en primer lugar, en lo genérico
e intemporal de la “veste” que en varias ocasiones aparece. El mismo sustan­
tivo ‘veste’, tan de jerga poética, ya nos previene acerca del carácter simbó­
lico (nunca irónico) y emblemático que adquirirá en Machado. Es una prenda
etérea, que no viste a persona humana alguna, más tejida con hilos de presagios
que con hilos materiales. En el poema X la veste es blanca y pertenece a la pri­
mavera:

...Primavera
viene - su veste blanca
flota en el aire de la plaza muerta—

En el XII, una veste blanca y pura flota en el aire como atributo de esa
Amada (tal vez muerta) imposible a los ojos o a los sentidos, pero que sí capta el
corazón:

Amada, el aura dice


tu pura veste blanca...
No te verán mis ojos;
¡mi corazón te aguarda!

En el XLII, donde se describe el renacer de la naturaleza en primavera co­


mo correlato del estado de ánimo de la voz poética, surge la veste, en este caso
alada, vistiendo a una “Fugitiva ilusión de ojos guerreros” que es la mitológica
Diana:

En tus labios florece la alegría


de los campos en flor; tu veste alada
aroman las primeras velloritas,
las violetas perfuman tus sandalias.

En el poema LXIV la veste adquiere su más cordial e íntimo significado como


presagio del bien, de la esperanza:

Desde el umbral de un sueño me llamaron...


Era la buena voz, la voz querida.
— Dime: ¿vendrás conmigo a ver el alma?...
Llegó a mi corazón una caricia.
— Contigo siempre... Y avancé en mi sueño
por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga.

Por último, detengámonos a considerar la función de la veste en el cono­


cido poema “Introducción” (LXI) de “Galerías”, y que se relaciona con otras
alusiones a la indumentaria de que Machado se sirve en SGOP para formular
su poética:

360
En esas galerías,
sin fondo, del recuerdo,
donde las pobres gentes
colgaron cual trofeo
el traje de una fiesta
apolillado y viejo,
allí el poeta sabe
el laborar eterno
mirar de las abejas
doradas de los sueños.
Poetas, con el alma
atenta al hondo cielo,
en la cruel batalla
o en el tranquilo huerto,
la nueva miel labramos
con los dolores viejos,
la veste blanca y pura
pacientemente hacemos,
y bajo el sol bruñimos
el fuerte arnés de hierro.

El poeta, a través del sueño, debe convertir los dolores, los trajes apolillados y
arruinados, en vida, en “veste blanca y pura”. Allí donde la gente cuelga la vida como
si fuera un traje viejo que ya nunca podrá volver a usar, el poeta encuentra la materia
para su alquimia, para su paciente trabajo de bruñirse fuerte arnés de hierro que,
ya como el oro, como la poesía, no pueda ser destruido por la herrumbre y el tiem­
po. También el “albo lino” del poema XLI adquiere un significado paralelo al
anterior, pues se insiste en que el dolor no debe convertirse en traje de luto, como
sería natural, sino que el mismo cuidado, los mismos hilos, la misma paciencia
debe ponerse al fabricar el traje de dolor que al fabricar el traje de la fiesta:

Que el mismo albo lino


que te viste, sea
tu traje de duelo,
tu traje de fiesta.

El sentido de la simbologia apuntada se completa en el poema LXXXVI,


donde el poeta desespera porque siente que se le está acabando ese laborar aliado
del sueño, que transformaba el dolor en blancura:

Eran ayer mis dolores


como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras.
¡De cuántas flores amargas
he sacado blanca cera!
¡Oh tiempo en que mis pesares
trabajaban como abejas!

361
La misma amarga constatación se proclama en el poema LXIX:

Hoy buscarás en vano


a tu dolor consuelo.
Lleváronse tus hadas
el lino de tus sueños.

Todo ese juego simbólico es posible gracias a la inconcreción de la palabra


‘veste’, una referencia tan genérica a la indumentaria que elimina incluso la
imagen visual que el uso corriente de la palabra ‘vestido’ puede sugerir. La
veste no es ninguna prenda determinada (un chal, por ejemplo, aunque se car­
gara con los mismos símbolos, difícilmente podría funcionar con la misma lim­
pieza), sólo esa inconcreción puede “vestir” (y valga la paradoja) a la indefini­
ble posesión que persigue el personaje, plasmada en el conjunto de presencias
(primavera, amada inaccesible, protección amorosa, poesía...) que la veste
representa en el poema.
Algo parecido ocurre con las varias túnicas que recorren el libro, pues,
aun siendo la túnica una prenda que sí conlleva imagen visual de una deter­
minada hechura, queda por completo fuera del tiempo histórico del poeta:
no era vestimenta usual de las gentes, ni la reivindicaban las modas de la épo­
ca (sí, quizá, las poéticas). Consecuentemente, en SGOP las túnicas no tie­
nen cuerpo debajo. Visten ilusiones, no a hombres o mujeres. Vemos así que
a la túnica del poema VII se le da el carácter de posible manifestación de
una ilusión que el protagonista suele situar en la infancia, una vez ha sido
capaz de apartar todo lo accesorio para poder sentir de veras el fantasma
de la insatisfacción. A esa búsqueda en el corazón de lo sagrado personal
aluden también otros poemas sirviéndose del símbolo de la túnica (el XXV o
el XXVI, por ejemplo), pero los siguientes versos del VII son suficientemente
explícitos:

...y estoy solo, en el patio silencioso,


buscando una ilusión cándida y vieja:
alguna sombra sobre el blanco muro,
algún recuerdo, en el pretil de piedra
de la fuente dormido, o, en el aire,
algún vagar de túnica ligera.

Otra de las alusiones significativas a la indumentaria la encontramos en


dos poemas de “Del camino”3, el XXVII y el XXIX. En el primero de ellos,
la sandalia, atributo del peregrino a quien habla la voz poética, es símbolo
de una determinada actitud ante la vida. La pieza es un toque de atención a
un peregrino que avanza incansable hacia una lejana meta, sin detenerse en
los más mínimos placeres o refrigerios que le ofrece el camino, para adver­
tirle de que la tierra de sus sueños está cerca; y que la andadura de su vida,
su sandalia, que es su tiempo, no está destinada a consumirse en parajes de
hastío:

362
Mas no es tu fiesta el Ultramar lejano,
sino la ermita junto al manso río;
no tu sandalia el soñoliento llano
pisará, ni la arena del hastío.
Muy cerca está, romero,
la térra verde y santa y florecida
de tus sueños; muy cerca, peregrino
que desdeñas la sombra del sendero
y el agua del mesón en tu camino.

Distinta se nos presenta la situación en el otro contexto (el poema XXIX)


donde juega el mismo papel simbólico la sandalia. Aquí la voz poética (que ahora
pertenece al peregrino o caminante) se dirige a la extraña figura femenina que se
pasea por SGOP. Hacia la virgen fatal van formuladas todas las dudas que tiene
acerca de lo que ella representa en su vida, acompañadas de una sola certidumbre,
que aún cobra mayor relevancia de presupuesto vital, en medio de las dudas: la
fidelidad a ella mientras le quede tiempo y camino por vivir:

Arde en tus ojos un misterio, virgen


esquiva y compañera.
No sé si es odio o es amor la lumbre
inagotable de tu aljaba negra.
Conmigo irás mientras proyecte sombra
mi cuerpo y quede a mi sandalia arena.
— ¿Eres la sed o el agua en mi camino?
Dime, virgen esquiva y compañera.

Un vínculo complementario advertimos entre veste y túnica y la sandalia.


Mientras que las vestes y túnicas son atributos de lo buscado (autenticidad, ilusión
no corrompida, poesía), la sandalia caracteriza al buscador, es el tiempo implicado
en esa búsqueda, el que está hecho de sueño y transforma al tiempo del reloj. El
Machado de SGOP no pretende dar cuenta de los pasos de sus zapatos (dónde
han estado, adonde le llevan cotidianamente, con quién se cruzan), la andadura
cotidiana es sustituida en el libro por la de ese personaje poético que, simbólica­
mente calzado, mide unos pasos que sólo transcurren por galerías y laberintos
interiores.
Otras prendas pertenecientes a la realidad vestimentaria de la época, los man­
tos y las capas, no aparecen usadas con la importante proyección metafórica de las
anteriores, pero aun así, las alcanza el hálito simbólico que envuelve a toda la
indumentaria presente en el libro, pues los personajes a quienes visten, los mendi­
gos de los poemas XXVI y XXXI y el viejecillo del XCVI, son muy suceptibles de
simbolización, y todavía más la enigmática figura femenina del poema XVI,
semioculta bajo un “negro manto”.
Los únicos personajes del libro en cuya descripción se alude a la indumen­
taria y que no se prestan a una inmediata simbolización son el viejo y distin­
guido señor del poema LXXXI, y el maestro, también viejo, de “Recuerdo in­
fantil”:

363
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Dos retratros que nos muestran un contraste absoluto: la elegancia del


anciano enlevitado que lleva su seca mano a la perla que brilla en su corbata, en
un paseo por el parque, frente al desaliño del viejo maestro que aún tiene que bre­
gar, con un libro en la mano, ante los colegiales y las lecciones de monotonía.
Machado, al retratar en el poema al maestro de su recuerdo, estaba muy probable­
mente anticipándose al recuerdo que sus propios alumnos iban a conservar de su
imagen: si no viejo, mal vestido. Vestido de Antonio Machado.
Para Baudelaire, el artista debe extraer lo eterno de lo transitorio, por ejem­
plo de la moda; y Baudelaire critica a los pintores, escultores y poetas de su tiempo
que visten a sus personajes anacrónicamente, con ropas de la antigüedad. En
Machado, “la poesía es la palabra esencial en el tiempo”, y ya se sabe que para él
Manrique es uno de los pocos poetas “temporales” de nuestra lírica. Para ejempli­
ficarlo, comenta la introducción de una famosa estrofa de las Coplas de elementos
muy determinados, señalados de manera inconfundible y que, por tanto, llevan
consigo la vibración del tiempo en que existieron:

¿Qué se hicieron las damas,


sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel danzar,
aquellas ropas chapadas
que traían?

No obstante, en SGOP Machado sigue otra dirección, más acorde con sus
necesidades del momento. Como ya hemos dicho, él busca elementos lo suficien­
temente imprecisos como para reflejar con fidelidad la peregrinación anímica de
su personaje. La problemática amorosa, las rupturas de la edad, la nostalgia de la
niñez, están, en SGOP, envueltas en una bruma que las proyecta más hacia el
eterno drama de la pérdida humana que hacia una temporalidad concreta. El pro­
tagonista de SGOP existe, sobre todo, en función de ese drama, y de ahí que, sin
contradecir a Manrique ni estar demasiado de acuerdo con Baudelaire, Machado
se sirva de esos elementos que, como la veste, poseen la inconcreción suficiente
como para no fijar el acento temporal en ellos mismos, sino en la búsqueda que
simbolizan.
La indumentaria en SGOP se utiliza más en sentido metafísico que físico, en
una calculada persecución de sugerencias que alcanza incluso la clarificación del

364
sentido de la actividad poética. A partir de Campos de Castilla desaparece en
general el uso simbólico de la indumentaria: ya no hay vestes ni túnicas6. Basta
contrastar, por ejemplo, el sentido anímico que posee el “mal vestido y triste” del
poema LXXII con la casi sarcástica ironía del “ya conocéis mi torpe aliño indu­
mentario”, de “Retrato”, para ir sumando diferencias. Creo que son detalles que
merecen atención porque ayudan a caracterizar el cambio poético que, paralelo al
biográfico, se produjo en Antonio Machado cuando la amada etérea e ideal de
SGOP se encarnó en Leonor.

365
NOTAS
1. Véase “Retrato” en El mal poema, de Antonio Machado.
2. Del poema “Introducción” (LXI). Antonio Machado: Poesías completas, (edición de Manuel
Alvar); Madrid: Espasa Calpe, Selecciones Austral, 1975. En adelante, siempre que citamos al
poeta damos los números que encabezan a los poemas en la presente edición.
3. Rafael CANSINOS-ASSENS: La novela de un literato, 1; Madrid: Alianza (Alianza Tres), 1982,
p. 81.
4. Véase “Autorretrato”, de Francisco Villaespesa, en Pedro Gimferrer: Antología de la poesía
modernista', Barcelona: Barral Editores, 1969, p. 168.
5. También en el poema XLII y en “Nevermore”, n.° CXCIII.
6. A excepción del poema CXLI, titulado “A Xavier Valcarce”, donde la voz que habla adopta un
subido tono “poético”, en una suerte de guiño de complicidad con su interlocutor.

366
LOS ANIMALES EN ANTONIO MACHADO

Manuel Ariza
Universidad de Sevilla

Son muchos los símbolos machadianos, son muchas las recurrencias poéticas,
estudiadas por los especialistas1, pero —que yo sepa— ninguno ha investigado el
tema de los animales en nuestro autor, salvo Gerardo Diego en un artículo perio­
dístico2; sólo de pasada hay referencias en diversos estudios, como veremos. Bien
es verdad que no es tema-símbolo principal de Machado si lo comparamos con los
conocidos del tiempo, el agua, el mar, el camino, el sueño, etc., pero no por ello
deja, evidentemente, de tener una cierta importancia2*3'5.
Ya de entrada puede sorprender saber que Machado emplea unas 60 denomi­
naciones de animales a lo largo de su obra, a las que hay que añadir siete nombres
genéricos —aves, peces, etcétera—. No es pequeña la cifra, sobre todo cuando en
ocasiones se ha señalado que el léxico de nuestro autor no es muy rico, o, si se pre­
fiere, que es muy repetitivo.
Antes de entrar en el estudio pormenorizado diremos que los animales que
más veces aparecen en Machado son la cigüeña y el ruiseñor en 15 ocasiones,
seguido de la abeja (12 veces), el merino (7), el agidla, la amariposa y el toro (6),
y el buitre, caballo, cuervo, golondrina, lobo, oveja y el pájaro (4). Siguiendo
con las cifras —que no dejan de ser significativas—, la clase animal más inten­
samente citada es la de los pájaros. Fijémonos que de las 14 palabras mencio­
nadas, siete —la mitad— pertenecen a esta clase de vertebrados. El porcentaje
aumenta si incluimos otros animales alados como la mariposa o la abeja. Pense­
mos que de las 70 denominaciones, 28 son pájaros y ocho insectos alados, más del
50%. Siguen los mamíferos domésticos —15 lexemas —, y ya a mucha distancia los
rumiantes no domésticos —4—, los carnívoros salvajes —3— y los insectos sin alas
—2—; hay además un animal prehistórico —el mamut— y uno mitológico —el
pegaso —.
Sólo en dos ocasiones hay un poema dedicado a un animal: el primero se
titula Las moscas:

Vosotras, las familiares


inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares
me evocáis todas las cosas.

367
¡Oh, viejas moscas voraces
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
raídas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
— que todo es volar—, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,
de siempre... Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el libróte cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequefiitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.

Es animal que no vuelve a aparecer3bls. Es interesante notar que es la primera


vez que se citan dos animales que después serán frecuentes: la abeja y la mariposa.
La segunda composición pertenece al libro Elogios y es un poema dedicado a
Juan Ramón Jiménez por su libro “Platero y yo”; se titula Mariposa de la sierra4:

¿No eres tú, mariposa


el alma de estas sierras solitarias,
de sus barrancos hondos,
y de sus cumbres agrias?
Para que tú nacieras,
con su varita mágica

368
a las tormentas de la piedra, un día,
mandó callar un hada,
y encadenó los montes
para que tú volaras.
Anaranjada y negra,
morenita y dorada,
mariposa montés, sobre el romero
plegadas las alillas o, voltarias,
jugando con el sol, o sobre un rayo
de sol crucificadas.
¡Mariposa montés y campesina,
mariposa serrana,
nadie ha pintado tu color; tú vives
tu color y tus alas
en el aire, en el sol, sobre el romero,
tan libre, tan salada!...
Que Juan Ramón Jiménez
pulse por ti su lira franciscana.

Puede resultar extraña esta referencia a la mariposa en dedicación al poeta de


Moguer, pero no lo es si pensamos que es animal que se repite constantemente en los
últimos poemas de “Platero y yo”, lo que sin duda se le quedó grabado a Machado4b,s.
Los dos poemas citados coinciden en que el poeta se dirige en segunda persona
a los animales. Pero - repito este hecho es excepcional. Lo normal es que los ani­
males sólo sean un elemento más de un ámbito o ambiente descriptivo. En la compo­
sición citada la mariposa podía ser “anaranjada, negra, morena o dorada”, Machado
suele decir que es dorada, salvo en el poema “La muerte del niño herido”6 en el que
el niño moribundo tiene pesadillas y ve “mariposas negras y moradas”. El color
-como es sabido— conforma el mensaje, connota al sustantivo al que acompaña. Si
en el poema a Juan Ramón la serie cromática sólo era el exponente de una variedad
o, mejor, pluralidad de colores, en los demás poemas, configura, acompaña, confor­
ma, matiza. La mariposa será dotada porque es animal que suele aparecer como uno
de los elementos descriptivos de la primavera o de un paisaje idílico, como sucede en

Su corazón ' repose


bajo una encina casta,
en tierras de tomillos, donde juegan
mariposas doradas...8

Fijémonos en la clara diferencia existente entre el niño moribundo que sueña


con mariposas negras y moradas (clara metáfora por un avión de guerra), con el
sueño de un niño sin asomo de muerte en “Iris de la noche”:

Duerme el niño y, todavía,


ve el campo verde que pasa,
y arbolillos soleados
y mariposas doradas9.

369
Sueño y primavera con sinónimo de esperanza o de una alegría tenida o
deseada es lo que vemos en el poema CXXIV de “Campos de Castilla”:

y piensa el alma en una mariposa,


atlas del mundo, y sueña
con el ciruelo en flor y el campo verde10.

Por el contrario, cuando la mariposa es la metáfora del dolor, es negra:

Eran ayer mis dolores


como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras10018.

Otro insecto alado, la abeja —que, recordemos, es uno de los animales con
mayor índice de aparición—, presenta casi las mismas notas que la mariposa: suele
decir Machado que son doradas:

Colmenero es mi amante
y, en su abejar,
abejicas de oro
vienen y van11.

y es elemento conformador de la descripción de la primavera:

Ya están las zarzas floridas


y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas12.

Pero, como podemos apreciar en el ejemplo anterior, la nota absoluta­


mente predominante en las abejas es la laboriosidad, tópico conocido; los
verbos libar, trabajar, fabricar, etc., acompañan las acciones de estos anima­
litos13 .

De cuántas flores amargas


he sacado blanca cera
¡Oh tiempo en que mis pesares
trabajan como abejas14.

Como sucedía con la mariposa, también la abeja puede estar relacionada con
lo onírico:

Allí el poeta sabe


el laborar eterno
mirar de las doradas
abejas de los sueños15.

370
Como ha señalado Zubiríabb,s, la abeja y, más concretamente, la miel puede
referirse simbólicamente a la poesía.

Pájaros

Decíamos que los animales con mayor índice de frecuencia eran la cigüeña y
el ruiseñor. Tanto ellos como las demás aves migratorias —y como sucedía con la
mariposa y la abeja— le sirven al poeta como elementos configuradores del tiem­
po: su llegada es indicio de la primavera, su ida, de la venida del invierno. Eso
sucederá también con la tópica golondrina:

Las últimas golondrinas,


que no emprendieron la marcha,
morirán16.

o con el vencejo. La cigüeña es vista siempre en relación con el campanario o la


torre donde anida; sus patas son consideradas garabatos en varias ocasiones:

La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y disforme, ¡tan disparatada!,
sobre el campanario17.

Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas


y escriben en las torres sus blancos garabatos18.

como expresión del otoño

Es una tarde de otoño.


En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores:
enmudeció la cigarra.
Las últimas golondrinas,
que no emprendieron la marcha,
morirán, y las cigüeñas
con sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron19.

Vemos en este fragmento una acumulación de elementos animalísticos —


algunos ya estudiados— para expresar el otoño. Es este procedimiento muy fre­
cuente en Machado, a veces combinado con elementos vegetales, como en el
poema XLV de Canciones:

El sueño bajo el sol que aturde y ciega


tórrido sueño en la hora de arrebol;

371
1

el río luminoso el aire surca;


esplende la montaña;
la tarde es polvo y sol.
El sibilante caracol del viento
ronco dormita en el remoto alcor;
emerge el sueño ingrave en la palmera,
luego se enciende en el naranjo en flor.
La estúpida cigüeña
su garabato escribe en el sopor
del molino parado; el toro abate
sobre la hierba la testuz feroz.
La verde, quieta espuma del ramaje
efunde sobre el blanco paredón,
lejano, inerte, del jardín sombrío,
dormido bajo el cielo fanfarrón10.

Dos rasgos hay que destacar: el primero es que la cigüeña es calificada de “es­
túpida”, lo que, en principio, resulta chocante, pues nunca tiene connotaciones
peyorativas —el otro adjetivo que le acompaña es el epíteto “blanca” —. A nuestro
entender se trata de un cultismo semántico con el significado de “quieta, parada”,
valor que podía tener stupidus en latín. El segundo rasgo hace referencia al ya
citado garabato; de las varias acepciones que la palabra puede tener, el verbo
escribir21 nos indica que se trata de la acepción 5 del DRAE: “rasgo irregular
hecho con la pluma”.
Otra ave migratoria es el ruiseñor, y, como tal, puede expresar referencias
temporales:

En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores22.

pero lo normal es que sea su canto el motivo de referencia, como es tópico.

En los árboles del huerto


hay un ruiseñor;
canta de noche y de día,
canta a la luna y al sol23.

hasta el punto de ser considerado símbolo por antonomasia de lo sublime:

Todo huele a jazmín


ruiseñor de los olores24.

claro es, si el ruiseñor es en sí canto, armonía, no es de extrañar que se pueda con­


vertir en símbolo del poeta:

porque aprendiz he sido de ruiseñor un día25.

372
o refiriéndose a Rubén Darío

Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares26.

o a Narciso Alonso Cortés

que en tu árbol viejo suene el canto adolescente


del ruiseñor eterno la dulce melodía2' .

Los córvidos, siguiendo la tradición popular y literaria, presentan notas nega­


tivas. El más empleado es el cuervo —cuatro apariciones, todas en Campos de
Castilla—:
(parameras sorianas) “por donde busca el cuervo / su infecto expoliarlo”28.
Estas notas negativas explican que se aplique a un criminal:

El joven cuervo la clemencia espera29.

También en Campos de Castilla se encuentran los dos ejemplos de corneja; en


ambos lo que se destaca es su graznido en la noche:

y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas30.

Dos son las rapaces mencionadas por Machado: el águila y el buitre. Como
sucedía con los córvidos, casi todos los ejemplos se dan en Campos de Castilla31.
Frente a las notas negativas que tiene el ave carroñera en el sentir de las gentes,
Machado sólo destaca su hábitat en zonas altas; de ahí que en varias ocasiones se
citen a las dos rapaces:

Montañas de violeta
y grisientos breñales,
la tierra que ama el santo y el poeta,
los buitres y las águilas caudales32.

La paloma la encontramos tres veces: una en Del camino y otra en Otros poe­
mas. En el primer poema hay un recuerdo del símbolo cristiano de la paloma:

Al grave acorde lento de música y aroma,


la sola y vieja y noble razón de mi rezar
levantará su vuelo suave de paloma,
y la palabra blanca se elevará al altar33.

en los otros dos casos la paloma es uno de los elementos descriptivos de un paisaje,
sin más importancia34.
El único pájaro exótico es el papagayo. Su aparición es tópica como acompa­
ñante de un capitán de barco en Nuevas canciones, y explicable por ser pájaro “ha­
blador” en:
Y te enviaré mi canción,
‘Se canta lo que se pierde’,
con un papagayo verde
que la diga en tu balcón34bls.

Mamíferos no domésticos

No son muy empleados el ciervo, el corzo y el jabalí, y sólo como elementos


descriptivos de un paisaje:

Agua clara donde beben


las águilas de la sierra,
donde el jabalí del monte
y el ciervo y el corzo abrevan35.

En cuatro ocasiones se cita al lobo, generalmente destacando su aullido:

El alma aúlla al horizonte pálido


como loba famélica36.

Páramo que cruza el lobo


aullando a la luna clara37.

El archilexema alimaña es usado como metáfora del tiempo:

Vencer al tiempo quiere, ¡Al tiempo! ¿Hay un seguro donde afincar


la lucha? ¿Quién lanzará el venablo que cace esa alimaña?38.

Animales Domésticos

Los animales de tracción y transporte como el caballo o el asno presentan casi


las mismas notas que cada término tiene en el habla. Ninguna importancia tendría
el caballo a no ser por el conocido poema Parábolas. El mítico caballo alado,
Pegaso, es empleado como sinónimo de caballito de feria:

Pegasos, lindos pegasos,


caballitos de madera.

Yo conocí siendo niño,


la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta39.

Aún cuando la muía es, en el lenguaje corriente, símbolo de la testarudez, no


ocurre así en la poesía machadiana, en donde presenta notas positivas o, al menos,
compasivas, acentuadas por el adjetivo vieja:

374
cuando caminan, cabalgan
a lomos de muía vieja40

suelen ser adjetivadas como “pardas”:

cabalgan en pardas muías41.

y lo mismo sucede con los borriquillos:

los viajeros que cabalgan


en pardos borriquillos42.

La notación peyorativa puede venir dada por el vocablo, como sucede con pen­
co, que, en las dos ocasiones en que aparece, se acentúa por el adjetivo matalón:

El carricoche lento
al paso de dos pencos matalones43.

Los rumiantes bóvidos, el buey y el toro —nunca aparece la vaca—, suelen


emplearse desde Campos de Castilla con motivos descriptivos: el buey arando:

Dos lentos bueyes aran


en un alcor, cuando el otoño empieza44.

y lo mismo cabe decir del toro, por regla general:

Un prado en el que el negro toro


reposa, y la oveja pace.

de ahí que, como vernos en el texto citado, vaya muchas veces acompañado de
ovejas. Suele ir con el epíteto negro. Sólo en dos ocasiones la imagen del toro se
aparta de esta visión bucólica: En el “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte
de don Guido” se habla del toro de lidia:

¿Tu amor a los alamares


y a la seda y a los oros,
y a la sangre de los toros43.

La otra es más interesante. Se encuentra en Abel Martín, en la primera com­


posición del Cancionero apócrifo:

Dormir es cosa vieja,


y el toro de la noche
bufando está a la puerta46

metáfora que recuerda la lorquiana del Romancero gitano:

El toro de la reyerta
se sube por las paredes47

375
Como decíamos antes, la oveja y el merino sólo son empleados como elemen­
tos configuradores del paisaje. Aparecen por primera vez en Campos de Castilla.
Los perros suelen ser también elementos descriptivos que acompañan al hom­
bre en la caza —lebreles o galgos—, cuidan del ganado —mastines—. Lo único
que merece destacar es que en dos ocasiones la imagen canina está referida al
poeta:

Como perro olvidado que no tiene


huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino (...)
así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla48.

Hoy, con la primavera,


soñé que un fino cuerpo me seguía
cual dócil sombra. Era
mi cuerpo juvenil, el que subía
de tres en tres peldaños la escalera.
—Hola, galgo de ayer. (Su luz de acuario
trocaba el hondo espejo
por agria luz sobre un rincón de osario)49.

Las comparación y la metáfora son lo suficientemente claras como para que


no nos detengamos en ellas.

Invertebrados

La cigarra y el grillo son evocados por su usual y tópico canto:

Sonaba la sempiterna tijera


de la cigarra cantora30.

Canta, canta, canta


junto a su tomate
el grillo en su jaula31.

Este último es empleado metafóricamente en Campos de Castilla:

Desdeño las romanzas de los tenores huecos


y el coro de los grillos que cantan a la luna52

Los demás invertebrados presentan connotaciones negativas; la hormiga, la


araña o el gusano son animales que aparecen en expresiones de lo muerto, de lo
caduco, de lo abandonado; incluso cuando se trata de un gusano de seda:

376
Eran ayer mis dolores
como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras'3.

Ultimos escritos

He querido hacer un apartado especial de sus últimas obras por cuanto que en
ellas aparecen animales que nunca antes son citados, junto a algunos de los más
constantes —como la mariposa, el ruiseñor o la cigüeña—. Es el caso del faisán:

Por ti la mar ensaya olas y espumas,


y el iris, sobre el monte, otros colores,
y el faisán de la aurora canto y plumas,
y el búho de Minerva ojos mayores.
Por ti, ¡oh Guimar!...34.

El mismo sintagma en Los Complementarios:

Escuchad,señora,
los campaniles del alba,
los faisanes de la aurora33.

Esta gallinácea exótica supone un ennoblecimiento léxico por cuanto en su


obra anterior, cuando tenía que referirse al amanecer, empleaba —con la misma
construcción sintáctica— al gallo. En el último verso del elogio a Azorín:

¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?


Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora36.

La simbologia del nuevo día es clara3', frente al faisán, que no presenta nin­
guna imagen metafórica.
Dos veces aparece en estas obras el delfín, mamífero marino, mientras que
con anterioridad sólo había citado el archilexema peces38.
Para acabar citaremos el poema VIII de “Otras canciones a Guiomar”:

Abre el rosal de la carroña horrible


su olvido en flor, y extraña mariposa,
jalde y carmín, de vuelo imprevisible,
salir se ve del fondo de una fosa.
Con el terror de víbora encelada,
junto al lagarto frío,
con el absorto sapo en la azulada

377
libélula que vuela sobre el río,
con los montes de plomo y de ceniza,
sobre los rubios agros
que el sol de mayo hechiza,
se ha abierto un abanico de milagros
—el ángel del poema lo ha querido—
en la mano creadora del olvido...'’9.

en donde vemos nuevos animales —lagarto, libélula, sapo, víbora—, nunca antes
empleados, con una fuerte connotación negativa propiciada por su acumulación,
junto a uno muy frecuente en nuestro autor: la mariposa; pero, aún así, extraña y,
claro es, metafórica.

Conclusión

En el único párrafo —que yo conozca— sobre los animales, dice Carlos


Beceiro: Entre los animales señorean las aves rapaces de altura, águilas o buitres,
a las que se añaden cuervos, grajos, cornejas y vencejos: en los campanarios aso­
man a veces las cigüeñas y en las alamedas del río cantan los ruiseñores; grillos,
cigarras, abejas hacen sonoro el campo; mariposas, hormigas, arañas... El pasto­
reo juntan en el redil, la majada o la vacada a los rebaños de ovejas, o el ganado
de toros y bueyes. En la caza, contra el jabalí, el ciervo, el corzo, el lobo se azuzan
los canes, galgos, perros o mastines, lebreles... Los viajeros, como cabalgaduras,
disponen de caballos y jamelgos; borricos, pollinos y borriquillos; muías...60.

Con matizaciones61, podemos suscribir las palabras de nuestro colega y amigo


Carlos Beceiro. Efectivamente, los animales machadianos son elementos general­
mente tópicos que subrayan tópicamente el tiempo y el paisaje, o aspectos de
ellos; lo que no quita para que en contadas ocasiones puedan presentar notaciones
metafóricas atípicas, es decir: originales, como cuando habla Machado de las mari­
posas negras, del ruiseñor (= poeta), del toro de la noche, del galgo (= juventud),
o, no digamos, del famoso poema del caballo de cartón.
Finalmente, hemos señalado que en sus últimos escritos aparecen animales
insólitos en su anterior producción poética.

378
NOTAS
1. Tantos que no los voy a nombrar.
2. "Golondrinas y cigüeñas”; ABC, 19 de febrero de 1975, p. 1.
2 bis. Como dice Carlos BECEIRO: “La incidencia del mundo animal es muy inferior, aunque
característica”; en Antonio Machado, poeta de Castilla; Valladolid, 1984, p. 89.
3. Cito por la edición de Poesías completas; Madrid, 1940 (1966), la cita en pp. 52-53.
3 bis. Hablan de este poema, entre otros, R. ZUBIRIA: La poesía de Antonio Machado; Madrid,
pp. 45-47; D. YNDURAIN: Ideas recurrentes en Antonio Machado; Madrid, 1975, p. 72.
4. P. 169-170. Vid. también A. SANCHEZ BARBUDO: Los poemas de Antonio Machado; Barce­
lona, 1969,p. 304.
4 bis. En la edición de M. P. Predmore (París, 1978) hay mariposas en las pp. 102, 112, 142, 172,
212, 235, 236, 237 y 238.
5. Pp. 167 y 192.
6. P. 297.
7. Se refiere a Giner de los Ríos, muerto.
8. Elogios, p. 167.
9. Nuevas canciones, p. 192.
10. P. 134.
10 bis. Galerías, p. 71.
11. Nuevas canciones, p. 196.
12. Campos de Castilla, p. 114.
13. Pp. 53, 60, 61, 71, 114, 136, 166
14. Galerías, p. 79.
15. Galerías, p. 61. Zubiría (ob. cit., p. 166) habla de este poema: “La mariposa, en otra metáfora,
es vista por Machado como un diminuto atlas del mundo, al relacionar, por el elemento común
multicolor, las alas del insecto y las páginas del atlas”.
15 bis. La relación miel = poesía fue señalada por Zubiría, ob. cit. pp. 150-151, y por R. Gullón:
Espacios poéticos de Antonio Machado; Madrid, 1987, p. 31.
16. Campos de Castilla, 124 (cuatro apariciones). Zubiría (ob. cit., p. 92). se refiere a la golondrina
cuando habla del “sueño de las cosas”.
17. Galerías, p. 67.
18. Campos de Castilla, p. 94.
19. Campos de Castilla, p. 124.
20. Pp. 50-51.
21. También en Campos de Castilla, p. 94.

“¡Esta gran placentería


de ruiseñores que cantan!...
Ninguna voz es la mía”

Y sigue: “La gracia de esos ruiseñores —solía decir— consiste en que ellos cantan sus amores, y
de ningún modo los nuestros”. Sigo la edición de J. M.a Valverde, Madrid, 1978, p. 99.
26. Elogios, p. 176.
27. Elogios, p. 178.
28. P. 130.
29. P. 91.
30. P. 96; el otro ejemplo en la p. 80.
31. Salvo un ejemplo en Canciones, en donde curiosamente no se destaca el tema de las tierras altas
(p. 49), y otro en el Cancionero apócrifo, p. 267.
32. P. 90.
33. P. 37.
34. Juan de Mairena, p. 70 de la edición de Valverde, citada en la nota 25. Otros pájaros como la
lechuza (p. 184), la alondra (p. 49), la gaviota (pp. 50 y 164), etc., no presentan notas distintas a
las descriptivas que hemos señalado.
34 bis. Otras canciones a Guiomar, 280, y Juan de Mairena, p. 76.

379
35. Campos de Castilla, p. 129.
36. Galerías, p. 69. Hablan de esta comparación C. BOUSOÑO: Teoría de la expresión poética;
I, Madrid, 1970, p. 260; A. Sánchez Barbudo, ob. cit., p. 54.
37. Campos de Castilla, p. 125. Las citas de leones no tienen especial relevancia; se encuentran en las
pp. 79, 186 y 286.
38. Elogios, p. 177.
39. P. 74.
40. Soledades, p. 24. Para la muía en relación con la noria, vid R. Lapesa: “Sobre algunos símbolos
en la poesía de Antonio Machado”; en Poetas y prosistas de ayer y de hoy; Madrid, p. 269.
41. Campos de Castilla, p. 115.
42. Campos de Castilla, p. 95.
43. Campos de Castilla, p. 148, y lo mismo en la p. 160; “el ómnibus que arrastran dos pencos ma­
talones”.
44. Campos de Castilla, p. 95.
45. Campos de Castilla, p. 150.
46. P. 270.
47. Vid F. García Lorca, Obras completas; Madrid, 1953 (1972), p. 429. Relación ya señalada por
Zubiría, ob. cit., p. 166.
48. Galerías, p. 68.
49. Ultimas canciones, p. 266. Lo cita R. Lapesa en “Las ‘últimas lamentaciones’ y la ‘Muerte de
Abel Martín' de Antonio Machado”; en Poetas, cit., p. 304. Vid. también A. Sánchez Barbudo,
ob. cit., pp. 79-80.
50. Soledades, p. 32.
51. Nuevas canciones, p. 200.
52. P. 77.
53. Galerías, p. 71.
54. Canciones a Guiomar, p. 277.
55. P. 285.
56. P. 172.
57. Y lo mismo en el otro ejemplo del sintagma en el Cancionero apócrifo, p. 272.
58. En las pp. 159, 164, 248 y 268.
59. P. 281. Vid R. GULLON: Una poética para Antonio Machado; Madrid, 1970, pp. 250-253.
60. Ob. cit., pp. 90-91.
61. Por cuanto el jabalí, el ciervo o el lobo no hacen referencia a la caza, como quiere el profesor
Beceiro.

380
ANTONIO MACHADO, LA INSTITUCIÓN
Y EL IDEALISMO FINISECULAR

Richard A. Cardwell
Inglaterra

Varios críticos han señalado un supuesto cambio en la orientación poética de


Machado después de la aparición de Soledades en 1902, fechada 1903. Se ha inter­
pretado la correspondencia con Unamuno como punto de partida, en el que
rechazó el elemento decorativo modernista —mejor parnasiano y parisino— y la
influencia de Darío para dedicarse a lo que describía Ribbans como ‘un nuevo con­
cepto de la poesía como actitud espiritual constante, idealista y comunal, en con­
traste con la confección de dogmas e imágenes brillantes que representan el
modernismo”. Tal declaración es a la vez, un producto y reafirmación del punto
de vista del que representa Soledades el aspecto modernista machadiano, que
luego abandonó, para preocuparse con los temas del supuesto noventa y ocho.
A mi ver, esta actitud, o mejor, interpretación de lo que fue el modernismo en
1902-1904 es incorrecta como veremos más adelante. Este ensayo forma otro esla­
bón en una serie de ensayos en los que quisiera poner en tela de juicio la noción
tradicional y todavía muy aceptada del enfrentismo2. También trata de poner al
poeta Antonio Machado en su contexto correcto de la intelectualidad finisecular.
Si examinamos Soledades en contraste con la versión aumentada de 1907,
Soledades, galerías y otros poemas, notamos que de los 42 poemas originales
Machado solamente descartó 13, los más de calidad inferior o demasiado ricos en
ecos de la poesía francesa o rubendariana, quizás modernista, que representaban
Ninfeas y La copa de rey de Thule de Jiménez y Villaespesa. Pero Machado no se
vio solo en abandonar este tipo de poesía exótico-parnasiano decadente finisecu­
lar. Para el año de 1902, Jiménez había empezado a cultivar un nuevo estilo de
tono menor muy semejante a los mejores poemas de tono simbolista de Soledades.
También cultivaba Juan Ramón el romance con ecos de los poetas místicos espa­
ñoles, es decir, cultivaba un nuevo tradicionalismo. Alma de Manuel Machado
también tiene muchos ecos de la tradición del cante hondo3. Aun Azorín y Una­
muno experimentaron un cambio notable en la forma narrativa en el momento
finisecular; el primero entre Paz en la guerra (1897) y Amor y pedagogía (1902),
también con un creciente interés en el arte popular: De mi país (1903) y Recuerdos
de niñez y mocedad (1908); el segundo entre la fase anarquista y Diario de un
enfermo (1901). En este contexto, el supuesto cambio de Antonio Machado dista
mucho de ser único. Es indudable que la influencia de Unamuno fue importante,

381
pero este hecho no debe de permitirnos pasar por alto otras pautas intelectuales de
la época de las cuales formaba Unamuno solamente parte.
Una influencia señalada fue el maestro poético reconocido por todos los poe­
tas, Rubén Darío. El nicaragüense había formulado en Los raros (1896) un punto
de vista que supo combinar un romanticismo victorhuguesco con otras vetas
románticas derivadas de Shelley, Carlyle y los alemanes. Para Darío el poeta fue
un vate espiritual e hiperestético a la par que fue el medio para una regeneración
moral. Habló Darío de un ‘ideal de moral absoluta, ...de santidad, si posible es
decir, del sacerdocio, o misión de la belleza’. Este tema de la lucha del artista por
la resurrección del espíritu, por la creación de un sacerdocio de artistas dedicados
al ideal del arte y a un arte del ideal, encontró terreno fértil entre escritores como
Juan Ramón y Machado que habían recibido algo del mesianismo krausista y su
creencia fundamental en el poder del arte y el refinamiento estético para fomentar
el Bien. El elemento estético, con fuertes rasgos teológicos, es lo que la crítica ha
denominado ‘modernismo’, pero como ya he manifestado4, quedan en grado igual
una dimensión humanística y ética que se expresó en la ‘ética y ética estética’ de
Juan Ramón.
También en Helios, revista en la cual se integró Machado, la ideología del
grupo expresaba la misma mezcla de mesianismo: ‘Se opone a la guerra, una
fuerza negativa, que conduce sólo a la muerte, y propugna las fuerzas positivas de
la educación y la cultura’3. En fecha tan tardía como 1936, momento de crisis en el
cual todos los escritores de Helios y Alma española volvieron a sus sendas ideológi­
cas juveniles, hizo hincapié Azorín en el elemento moral y humanístico del krau-
sismo antes que su mensaje filosófico: ‘El krausismo, a nuestro entender, no es
una filosofía sino una moral, y en eso estaba su fuerza considerable. Se podría
decir, sin ribetes de paradoja que son los últimos erasmistas españoles’6. Así que
el idealismo de Giner recibió un fuerte énfasis estético sin perder el elemento ético
de su ejemplo como vemos en lo que escribió Machado en la muerte de don Fran-
ciso Giner7. Según Machado, lo importante de la enseñanza institucionista que él
mismo recibió fue el desarrollo de la sinceridad para consigo mismo, vivir lo que
se siente y piensa, y ‘poner mañana el sello de vuestra alma en vuestra obra’. Tam­
bién, que la docencia es espiritual y lenta, ‘como una semilla que ha de germinar
y florecer y madurar en las almas’, una imagen bien común en los artículos de
Giner y aun en Unamuno (especialmente Nicodemo el fariseo de 1899). Rechazó
Giner ‘lo aparatoso, lo decorativo... que acompaña a las cosas del espíritu’; su
ejemplo mesiánico no fue ‘contemplativo y extático, sino laborioso y activo’s.
Aquí tenemos ecos de lo que ya había escrito Machado en sus cartas a Una­
muno, así que aquí y allí vemos la influencia de Giner y sus muchas afirmaciones
sobre los medios necesarios para ‘hacer hombres’, ‘hombres bien equilibrados, de
temperamento ideal, de amor a las grandes cosas’9. Pero el ejemplo de estos hom­
bres no ha de imponerse desde arriba como producto de ‘condiciones históricas’,
sino que ‘los movimientos ideales’ han de elaborarse ‘en un sistema de conceptos
y fórmulas más o menos complejas, de lo que él descubre en las profundidades del
espíritu del tiempo, donde no todos aciertan a ver claro, lo cual sólo cabe alcanzar
mediante una preparación que podría decirse profesional y laboriosa’ (II, 6). Len­
to, escuchando las pautas de algo latente debajo de la historia, algo, sugiero, como
el espíritu intrahistórico unamuniano. El punto de partida es prepararse espiritual­

382
mente para reconocer las profundidades, hacerse uno la vida el ejemplo vivo,
según Sanz del Río y Darío, de ‘este sacerdocio espiritual’. ‘Elevado a este sacer­
docio espiritual... será nuestro primer deber enseñar la verdad, propagarla y vivir
enteramente para ella... Debéis honrar vuestra enseñanza con el testimonio de
vuestra conducta y defenderla como la religión de vuestro estado’10. Decía Giner,
‘será nuestro primer deber enseñar la verdad, propagarla y vivir enteramente para
ella’ dado que ‘esta acción, que podría decirse de fuera a dentro, es la única
mediante la cual puede estimular un individuo la reforma interior ele otros... la
elevación de las almas ... [en] una dirección amplia y verdaderamente universal’
(II, 8). Empezaría tal regeneración necesariamente con el ejemplo de unos pocos:
‘Es ley que todo despertamiento se inicie siempre en una minoría; y tal vez a la
hora en que estamos... esa vida ideal es monopolio de una pequeña aristarquía, en
medio de una inmensa demagogia de vientre’ (XVII, 150). ‘Las minorías —y todos
cuantos quisiéramos remover la educación nacional somos una minoría aún y lo
seremos largo tiempo— no tienen por único deber investigar, censurar, ensayar,
propagar; no sólo han de ser perseverantes, incorruptibles y enérgicas, sino sufri­
das, mesuradas e indulgentes’ (XII, 23). No estamos lejos de la ‘inmensa minoría’
y ‘los mejores’ de Jiménez y Ortega. Para Giner, el hombre nuevo, por la lenta
acción de su conducta, revelará por su especial perspicacia un sentido interno o
espíritu yacente, que hecho real en su vida y obra, fomentará una paralela regene­
ración espiritual en sus prójimos; ‘entre en plena posesión de sí mismo y entre tam­
bién en el concierto del mundo’ (E, 108). Al mismo tiempo este plan idealista
tenía su veta socio-política y pedagógica ya que expresaba una actitud gradualista
hacia una posible regeneración social mediante la conversión del individuo quien,
a su vez, irá a convertir a sus prójimos por su ejemplo arraigado en su propia per­
sona tanto como en el espíritu yacente. Así abriría este grupo minoritario un
camino alternativo frente a las posibilidades tradicionales de la burguesía restaura­
dora, rechazando los líderes consagrados para crear una nueva élite de hombres
plenos, en los cuales está latente ‘ese espíritu educador que remueve, como la fe.
los montes, y que lleva en sus senos, quizá cual ningún otro, el porvenir del indivi­
duo y de la patria (E. 115). ‘Nuestro objetivo’, diría Giner en otra ocasión, ‘en el
mundo no debe ser gobernar mejor, ni ser mejor gobernados, sino simplemente
ser mejores ...Todo lo demás nos será dado por añadidura’11. Aquí rozamos con el
elemento evolucionista al cual volveremos más tarde.
A la par que se desarrolló este plan idealista y mesiánico, Giner con Unamu-
no, entre un coro de intelectuales — Ganivet, Azorín, Bark, Ortega, etc. — , pidie­
ron un sistema educativo apropiado12, tema que iría a ser obsesionante en
Machado como se revela en el ensayo sobre Contra aquesto y aquello (1913), en
Juan de Mairena y los artículos antes y durante la Guerra Civil como, por ejemplo,
‘Sobre la defensa y la difusión de la cultura’ (Valencia, 1936). Lo que destaca aquí,
es que la obsesión para una reforma pedagógica y, así, moral, fue muy diseminada
y aun entre escritores menores como el autollamado modernista, Ernesto Bark (y
quizás estamos rozando con una definición más exacta de esta palabra tan discuti­
da). En sus libros se halla la misma concepción regeneracionista espiritual. Entre
los escritos reveladores de Bark resaltan los temas ya comentados, especialmente
el papel que hace falta desempeñar una minoría pensante. Y promociona Bark un
tipo de santa bohemia, es decir, una élite de pensadores y artistas como único

383
medio de fomentar un hondo cambio. El estudio de filosofía e ideas es imprescin­
dible: ¡Ah, hay que ser filósofo, hay que abarcar los eternos problemas de la
humanidad!... Los artistas deben ser pensadores si quieren crear obras inmorta­
les13. Y más. Según Bark —y esta idea se halla profundamente arraigada en casi
todos los jóvenes artistas finiseculares, incluso los torremarfileños como Darío y
Jiménez— el poder regenerador del arte en combinación con un interés profundo
en las ideas más acuciantes existenciales y metafísicas puede ejercer una influencia
mucho más poderosa que los imperios y el militarismo europeos o que el capita­
lismo anglo-americano. Son los artistas que ofrecen una visión más profunda y la
posibilidad de un cambio social revolucionario porque saben penetrar en el fondo
de las cosas: Unos cuantos sabios, verdaderos sabios, maestros de verdad, guardan
más a la patria que algunos batallones. Poetas y pensadores preludiaron y prepara­
ron la unidad italiana y alemana (pág. 78).
Uno de estos sabios fue Miguel de Unamuno.
Lo interesante, dentro de este contexto intelectual es que el profesor salman­
tino asumió el mismo tono oracular, especialmente cuando sobrepone el elemento
espiritual a las normas políticas convencionales. Así escribía en 1898: ‘El deber de
los intelectuales y de las clases directoras estriba ahora, más que en el empeño de
modelar al pueblo bajo éste o el otro plan, casi siempre jacobino, en estudiarle por
dentro, tratando de descubrir las raíces de su espíritu14. Entre 1896 y el momento
de 1900-1905 que examinamos, encontramos un idealismo parecido y la misma
concepción del artista como redentor revelando o auscultando un espíritu latente
debajo de la cultura burguesa que ignora las necesidades espirituales del pueblo.
También amonesta a la juventud que se examinen y que fomenten su alma para
adivinar el espíritu latente. En ‘La vida es sueño’ de 1896, ‘¡Adentro!’ de 1898, ‘La
fe de 1900’, ‘Viejos y jóvenes’ de 1902 vuelve Unamuno a repetir y glosar el idea­
lismo que ya hemos analizado. Me parece que Machado debe de haber leído estas
palabras de ‘¡Adentro!’: “Tu vida es ante tu propia conciencia la revelación conti­
nua, en el tiempo, de tu eternidad, el desarrollo de su símbolo, vas descubriéndote
conforme obras. Avanza pues, en las honduras de tu espíritu y descubrirás cada
día nuevos horizontes” (1898: III, 420).
Y cuando escribe Unamuno que el genio es, en efecto, el que en pura perso­
nalidad se impersonaliza, el que llega a ser voz de un pueblo, el que acierta a decir
lo que piensan todos sin haber acertado a decir los que lo piensan y, más tarde aña­
de, “Hay en cada uno de nosotros cabos sueltos espirituales, rincones del alma,
...Llevamos todos ideas y sentimientos potenciales que sólo pasarán de la potencia
al acto si llega el que nos lo despierte... Hay por debajo del mundo visible... otro
mundo invisible y silencioso en que reposamos, otro mundo de que no se habla...
La libertad está en el misterio” (1906: III, 1.027 y 1.032), vamos escuchando lo
que dirá el propio Machado, y lo que ya estaba proponiendo Giner de los Ríos.
Así que esperaba el profesor salmantino ‘una verdadera juventud [que]... se
vuelva con amor a estudiar el pueblo... Aviva... con los jóvenes ideales... el espí­
ritu colectivo.... que duerme esperando un redentor’ (1895: III, 303). En estas
oraciones sentenciosas combina Unamuno elementos deterministas, la veta plató­
nica del simbolismo y la fe romántica en los vates. También, y quizás en mayor
grado que Giner, desea Unamuno fomentar en sus prójimos su propio desasosiego
espiritual, quiere ‘despertar conciencias’ para que acreciente ‘no en el progreso

384
de las ideas, no, sino en el crecimiento de las almas’ (1900: III, 425). También,
como luego escribirá a Gómez Carrillo, la nueva vitalidad se relaciona estrecha­
mente con el ‘número de almas escogidas, torturadas por estas profundas y eternas
torturas’ (1898: V, 244). Por eso ensalzará Unamuno este aspecto en poetas como
Manuel Machado y José Asunción Silva a pesar de su supuesto ‘anti-modernismo’
que, como veremos, fue en realidad ‘anti-esteticismo’.
Paralelamente entre 1900 y 1903, Jiménez supo combinar el mesianismo esté­
tico de Darío con el idealismo krausista matizado por el idealismo socialista de
Timoteo Orbe. Como Unamuno, lamenta Juan Ramón los efectos nocivos del
materialismo y la falta de ideales en su reseña de Rejas de oro de Orbe en 190013.
Empieza su reseña del drama ensalzando ‘la poderosa y grata fuerza moral que me
obliga a hablar’. Retrata la ‘sociedad soez, rastrera’ corrupta y materialista y pro­
pone que son los artistas como Orbe y él mismo que pueden redimirla. “¡Ay!, las
almas grandes que se bañan en los lagos azules del Ideal, que viven en una vida de
ensueños, debieron derramar en torno suyo un suavísimo perfume, aun cuando
fuese sólo una sutil emanación de la embriagadora e inmortal fragancia que encie­
rran en su puro cáliz de nobleza...”
Si bien el tono es romántico, modernista en el sentido estético y elitista, tam­
bién hace eco de lo que ya hemos examinado. Para Juan Ramón la ‘juventud inte­
lectual española’, con su visión del ‘amor sublime’ (voz que se encuentra en casi
todos los artistas finiseculares) y una ‘dulcísima vida de ensueños’, puede redimir
a la sociedad a la cual le falta idealismo. En 1902, con ecos de Giner, afirma que
‘había que soñar a la poesía como una ‘acción’, como una fuerza espiritual que
anhelando ser más, desenvolviéndose en sí misma, creara con su propia esencia
una nueva vida... una vida de amor y piedad’. También, haciendo eco de los ‘ca­
bos sueltos’ unamunianos, habla de unas ‘almas grandes que harían una cadena
espiritual de arte y de independencia’16. En el mismo artículo, que reseña una obra
de Manuel de Palacios Olmedo, prefiere comentar ‘su alma’ antes que sus versos
porque su visión de la Belleza se forma ‘dentro de la vida". Jiménez parece sugerir
que Olmedo no crea la Belleza sino más bien cumple ‘la facultad... de hacer efec­
tivo algo esencial en el tiempo’. Creo, continuó Juan Ramón, 'que hay que olvi­
darse de la vida y hacer la poesía de ella con el recuerdo de lo inevitablemente vivi­
do, o con la adivinación ... ese misterio escondido’. Los ecos de la filosofía y esté­
tica krausistas son obvios y mucho más en la crítica de Valle de lágrimas de Rafael
Leyda de 1903: ‘Hoy, más que nunca, tenemos una juventud que quiere trabajar,
y que trabaja, y que va hacia adelante, y que empieza a imponerse en todas partes’
(LPr, 250).
Aquí tenemos un testimonio ‘prima facie’ para suponer que en el grupo que
se reunía alrededor de Helios todos los jóvenes y sus mentores —Unamuno,
Giner, etc.,— habían elaborado un idealismo común que se puede denominar ‘fi­
nisecular’ , quizás ‘modernista’. Cuando Juan Ramón decía a Darío que ‘vamos a
hacer una revista que sea alimento espiritual’17 y, al contestar, Darío nos indicaba
que el modernismo de Helios significaba mucho más que un esteticismo torremar-
fileño18, no es nada extraordinario que Machado escribiera a Jiménez que preferi­
ría publicar en Helios: ‘¿y por qué no? ¿Acaso no es allí donde elaboramos el arte
de mañana? ¿No es la única revista que mantiene la juventud y el amor a la belle­
za?’ (III, 1.458). Otro ‘hermano’ de Helios constató que son los artistas los únicos

385
en revelar el Misterio, que son, como los ‘pararrayos celestes’ de Darío, recepto­
res de una iluminación oculta al mismo tiempo este hecho no es egoísta ni mucho
menos torremarfileño, es completamente altruista: ‘como ciertos contemplativos
de Oriente lejano, sienten y oran por los que no saben orar y sentir’19. Para Azo­
rín, redactor de Alma Española, revista hermana de Helios, ‘el arte es el principal
factor de la revolución’ y les amonestó a sus amigos: ‘Contribuid con vuestro arte
a la creación de una patria nueva’20. Para Machado, en el mismo año de 1904, ‘es
necesario que antes triunfe la estética’ (III, 1.473). Por lo visto, para todos estos
artistas se arraigó la idea de que podían hacer una regeneración espiritual personal
tanto como nacional (nunca social ni mucho menos política)21 por medio del arte y
simultáneamente, por la exploración de sus propios sentimientos, especialmente
sus ‘inquietudes y profundas y eternas torturas’; también por la exploración del
‘mundo silencioso’, el ‘espíritu colectivo’ del pueblo y la realidad en que viven. Es
decir, exactamente como dirá Machado en su Poética de 1931: ‘Inquietud, angus­
tia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, con signos
del tiempo, y al par, revelaciones del ser en la conciencia humana.’
Pero, ¿cómo es que la poesía de Soledades y su versión aumentada, o de Arias
tristes, o los trabajos de Azorín, Martínez Sierra o demás gente de Helios puedan
expresar este idealismo? La crítica en general se ha contentado en destacar el
torremarfileñismo estético enfrentado con la intelectualidad del noventaiocho.
Varios estudios recientes e importantes han subrayado lo sofisticado que fue el
simbolismo español (especialmente el simbolismo machadiano) y han analizado
las reacciones estéticas y personales frente al sentido general de desasosiego meta-
físico de la época finisecular22. Varios estudios míos han ligado a Juan Ramón con
el idealismo krausista y el programa de reforma intelectual de Ortega23. Estos han
señalado también lo similares que fueron las estructuras estéticas que emplearon
este grupo finisecular (supuesto modernistas y noventaiochistas) para expresar su
visión del mundo24.
Ahora propongo explicar lo que, superficialmente, parece no tener ninguna
relación ni conexión entre sí: es decir, entre el mundo simbolista que quiere inves­
tigar el mundo interior imaginativo de los sueños y memorias, un arte por lo visto
escapista o torremarfileño y, un idealismo que concibe al arte y al artista como
medios de regeneración espiritual. El necesario eslabón se expresa en un artículo
que escribió Azorín en 1904. En ‘Arte y utilidad’ escribe que “este arte inutilitario
e incorruptible tiene una utilidad única, excepcional, maravillosa, suprema: por­
que él hace que nos sintamos todos los hombres unos, solidarios, amorosos, ante
estas sensaciones extraordinarias de belleza, que sólo nosotros sobre la tierra
somos capaces de sentir y gozar; y porque él, que es producto de la fina sensibili­
dad de unos pocos, ha afinado la sensibilidad de las masas y ha preparado así una
nueva conciencia social25.”
Y ya había expresado Azorín el mismo criterio con énfasis más bien institucio-
nista en 1898 en Soledades: ‘No basta con ser sabios; es preciso ser buenos. El
artista que piensa noblemente y no vive como piensa, no es artista completo. No
hay vida pública ni vida privada, no hay más que vida honesta’ (I, 181). Aquí
vemos los inicios del tema de la ‘ética-estética’ tan fomentado por Jiménez.
El arte refinado simbolista con el idealismo gineriano puede efectuar, por lo
visto, una regeneración. Pero, en el mismo número de Alma Española en el cual

386
escribió Azorín, apareció otro artículo con el título bien revelador de “Nueva
generación” 26de Martínez Sierra. Allí podemos encontrar otro enlace en nuestro
argumento. Hablando de los artistas jóvenes dice, ‘de esta tristeza que es senti­
miento deprimente y enervador, saben sacar aliento para el trabajo y hacen su
labor incansables'. Como Unamuno, que ensalzó el elemento angustiado en
Manuel Machado y José Asunción Silva, por lo que parece Martínez Sierra y el
joven grupo de Helios habían empezado a sacar algo positivo de su propio dolor
metafísico, de sus ‘profundas y eternas torturas'. Y sigue: “¿Labor inútil? ¿Activi­
dad estéril? Bondadosamente hay quienes Ies amonesta ¡Trabajad por la vida! Yo
sé que para ellos la vida es la belleza, y que son sus versos y sus prosas la única
razón de su vivir. Y sé también que no es su esfuerzo inútil: en todo pueblo son los
ideales de belleza sustentados por unos pocos, el granito de sal que asegura la per­
sistencia de la civilización”
Notemos aquí, como en el artículo de Juan Ramón, los muchos ecos de Una­
muno con el inevitable énfasis del grupo sobre el valor de la Belleza y el Arte en
la regeneración espiritual. También la metáfora de la semilla que ya había
empleado Unamuno y empleará Machado en su ensayo sobre la muerte de Giner
y Juan Ramón en su símbolo del perejil silvestre, cuya semilla romperá la roca.
Cuando pasamos a Antonio Machado vemos muy pronto que el poeta sevi­
llano también compartía el mismo idealismo, idealismo, como hemos visto, que
combinaba una serie de elementos finiseculares: el concepto del vate romántico y
dariano, el artista hipersensible que pueda expresar la Belleza, el Ideal que ha adi­
vinado en las galerías de su mente y en sus sueños, reformulando la filosofía neo-
platónica del mundo atemporal e ideal más allá de la realidad con el concepto
determinista que Unamuno, Giner y muchos otros de entre los jóvenes tomaron
prestados del idealismo alemán e Hipólito Taine, concepto que sostenía que
debajo de los hechos cotidianos corría un fluir o una fuerza céntrica y eterna, espí­
ritu creado por las fuerzas deterministas y causales. Doy, como ejemplo, una evo­
cación de Unamuno.
Para el año 1909 parece que Unamuno había formulado una creencia en un
núcleo que se revela no sólo científicamente (núcleo determinista) sino también
estéticamente, por medio de la contemplación (núcleo simbolista-místico). Habla,
en este año, de ‘el sentimiento estético de la naturaleza' (I, 592-93) lo que, signifi­
cativamente, describe como ‘moderno... de origen romántico’. En 1911 propuso
que el hombre no es solamente determinado físicamente por el medio ambiente,
condicionado causalmente, sino que a la par sus propias percepciones y la manera
de recordarlas (aun recrearlas), sus memorias, también se formaron imborrable­
mente. Este modo de formación físico-psicológico para Unamuno le ofreció un
ancladero, ‘un tuétano que está hecho con las serenas y nobles visiones de la niñez
lejana’ (1911: I, 626). Pero la imagen (forma, núcleo, fuerza o espíritu) precede a
la palabra o al habla. Así que cuando describe la Torre de Monterrey busca no lo
aparentemente real, el monumento anclado en el tiempo, sino ‘lo duradero.’ Y se
encuentra éste en el ‘alma del alma, en lo que está más dentro del alma misma...,
al cimiento de las almas todas’ (1916:1, 795). Para expresar este concepto paradó­
jico e inexpresable, dice, ‘he aquí todo el secreto del Arte.’ Aquí vemos un puente
entre la veta simbolista finisecular, de que todo el universo se erige sobre o con
una base de estructuras yacentes, forma dentro de forma, núcleo estético, ‘imagen’

387
o ‘símbolo’, forma que es núcleo divino y moral y el núcleo determinista de una
‘roca viva’. No busca Unamuno la Torre real y temporal, ‘no ésta que tengo ante
los ojos al salir de casa’, sino ‘mi torre la que llevo en el cristal de la mente como
una visión que, espejada en un lago, al cristalizar éste, quédase por encantada
magia en él para siempre, esta mi torre me dice que quien se dice queda para siem­
pre también’ (797). El juego sobre ‘queda’ como permanencia y silencio, la palaba
o voz ‘ausente’ que ‘queda’ como símbolo de lo que es inexpresable, las implícitas
estructuras cristalinas (de la mente y también de las ‘formas enchufadas las unas
en las otras’), y la creencia en el poder de la palabra (‘magia’) para reificar o esen-
cializar, hacer actual, quizá salvar, todo esto parece sugerir que el aspecto krau-
sista ético-estético, el elemento determinista de un espíritu o fondo céntrico, y la
concepción simbolista de la palabra como imagen o marco de presentes ausencias
se han combinado para crear una afirmación típicamente finisecular, quizás ‘mo­
dernista.’ Como ya había escrito en En torno al casticismo (1895): “¡Formas
enchufadas unas en otras, formas de formas de estas formas en proceso inacabable
es el mundo de las ciencias, en que se busca lo cuantitativo de que brotan las cua­
lidades! Pero si dentro de las formas se halla la cantidad, dentro de ésta hay una
cualidad, lo intracuantitativo, el quid divinum. Todo tiene entrañas, todo tiene un
dentro, incluso la ciencia. Las formas que venios fuera tienen un dentro como lo
tenemos nosotros, y así como no sólo nos conocemos, sino que nos somos, ellas son.
...A través del amor llegamos a las cosas con nuestro ser propio, no con la mente
tan sólo, las hacemos prójimos, y de aquí brota el arte, arte que vive en todo, hasta
en la ciencia, porque en el conocimiento mismo brota del ser de que es forma
la mente, porque no hay luz, por fría que parezca, que no lleve chispa de calor.”
(III, 180-81)
Se puede explicar el descartar de varios poemas de Soledades en términos de
un rechazo del esteticismo de Darío cuya estética, nos dice Machado en el prólogo
a la edición de 1917, nunca aceptó: “Yo también admiraba al autor de Prosas pro­
fanas, el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos
reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero pretendí —y
reparad en que no me jacto de éxitos sino de propósitos— seguir camino bien dis­
tinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni
el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del
espíritu: lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice,
con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aún pensaba que
el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distin­
guiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro,
vislumbrar los ideales cordiales, los universales del sentimiento.”
Y si nos revela que ‘No fue mi libro (Soledades) la realización sistemática de
este propósito; mas tal era mi estética de entonces’, tenemos que tomar lo que nos
dice en serio, especialmente cuando sus frases hacen eco al contexto intelectual y
espiritual que vamos examinando. El énfasis sobre espíritu, sobre ‘contacto con el
mundo’, la relación entre ‘voz íntima y voz viva’, la búsqueda interior para ‘ideales
cordiales y universales’ parece hacer eco con los temas generacionales que acabo
de subrayar. A la vez testimonia la reorientación de su pensamiento hacia el idea­
lismo que vamos analizando. Por eso, ahora nos hace falta examinar sus cartas y
ensayos en aquel momento trascendental entre 1900 y 1905.

388
Empiezo con los escritos en prosa, con una carta de 1903 a Juan Ramón,
donde afirma que está ‘dispuesto a que esa obra [Arias tristes] se critique y a ente­
rar a las gentes de muchas cosas que no saben’ (III, 1.458). Es decir, los poetas
deben enseñar al pueblo que se halla inmerso en una vida inauténtica para traerle
a la ‘luz’, a la ‘conciencia’ del nuevo ideal. Pero, ¿qué es lo que no saben? Conti­
núa Machado con ecos de Azorin y Unamuno entre varios: 'He de hacer algo sin­
cero lleno de verdad y de amor, no un bombo ridículo ni una crítica de ratón’, y
termina ensalzando lo ‘admirable’ y el ‘alma’ de Arias tristes y afirmando su creen­
cia en lo que hacen Jiménez, su hermano Manuel y él mismo en rechazar el ‘éxi­
to..., la vanidad..., la pedantería. Es necesario afrontar una gran guerra’, conti­
núa, ‘contra la innoble chusma nutrida de la bazofia ambiente. Pero hay que
luchar sabiendo que los fuertes somos nosotros'... yo protesto... ¿Y V.?... V,
■protesta como yo'. No es nada más que una afirmación de fe intensa. Pero al leer
los libros de los dos poetas, aun incluso los de Manuel, no se ve una ‘protesta’ en
el sentido corriente de la palabra y especialmente por el año 1903 cuando tenía
esta palabra fuertes resonancias revolucionarias. Pero si leemos la reseña de Arias
tristes quizá podemos entender las pautas idealistas machadianas (y generaciona­
les). Otra vez tenemos ecos del valor del ‘sentimiento deprimente’ en fomentar
nuevas actitudes, también cómo la minoría puede ‘trabajar por la vida y despertar
conciencias’. Así que puede aprobar el ‘algo de atormentado y doloroso... en este
libro.’ Y sigue ensalzando ‘Una sensibilidad fina y vibrante, acaso llega a lastimar
al alma, antes de despertarla’ (III, 1.469). La poesía de Jiménez produce una ‘tre­
pidación más honda... que llega a embriagar el alma. Representa una nebulosa
esperanza de algo que ha de vivirse un día.’ Es decir, Machado hace eco de lo que
ya había dicho Juan Ramón en Rejas de oro respecto al poder regenerador del arte
para fomentar el amor sublime y una dulcísima vida de ensueños. No representa su
reseña, como han afirmado muchos críticos, una censura, un rechazo del 'moder­
nismo' en el sentido que elaboramos aquí. Y aunque Machado hace reparos al ele­
mento introspectivo del poeta moguereño cuando él da más énfasis al contacto con
la realidad — ‘¿no seríamos capaces de soñar con los ojos abiertos en la vida activa,
en la vida militante?' (III, 1.470)— notamos aquí y a lo largo de los escritos de
Machado (y especialmente en el prólogo a las Páginas escogidas y de Campos de
Castilla de 1917) que Machado encontraba muy difícil equilibrar el ahondarse eri
el mundo imaginativo de los sueños y memorias en busca de su propio ser y la
busca por medio de su propio arte por un núcleo, un 'algo', o un ‘otro’ que repre
senta ‘los ideales cordiales... universales' o el 'fondo eterno’ del cual ha hablado
Unamuno. Esta cuestión de la sinceridad de su tarea y los peligros de una labor
que puede ser un autoengaño en vez de un encuentro como un núcleo vital, iría a
ser para Machado, como para Unamuno, un tema obsesionante. El problema se
arraigó a su afirmación 'que una poesía que aspire a conmover a todos ha de ser
muy íntima. Lo más hondo es lo más universal. Pero mientras nuestra alma no se
despierte para elevarse, será en vano que ahondemos en nosotros mismos’ (III,
1.470). No buscar efectos artificiales, ni fantasías, sino descubrir su ser íntimo que
a su vez le revelará el fondo que será núcleo y base para la regeneración personal
y colectiva. Vuelve Machado a este tema en otro artículo de 1905, y hace falta ana­
lizar lo que escribe para que le entendamos en el contexto que vamos examinando.
Comentando la Vida de don Quijote y Sancho, dice: “[De Unamuno] sus bellos

389
sermones... son... palabras vivificadoras... que exhortan a una interna renova­
ción. Y fuerza es confesar que algo, aunque poco, se adelanta. Existe hoy más tra­
jín espiritual, buen deseo de saber, de enseñar, de trabajar, que en la época ante­
rior a nuestros desastres definitivos. Injusticia sería negar la labor que realiza la
juventud: todos, aunque por diversos caminos, vamos en busca de mejor vida. Los
gestos de protesta, de rebeldía, de iconoclasticismo, de injusticia si queréis, que
tanto asustan y escandalizan a unos cuantos pobres de espíritu, ¿qué son en el fon­
do, sino ese noble deseo de renovación?” (III, 1.480).
Y más interesante, en el contexto de su propia ‘protesta’, sigue Machado: “Y
los gestos de compunción, de tristeza, de melancolía, y las palabras plañideras y
elegiacas de la juventud más lírica, ¿qué son sino expresión del mismo descontento
y ansia de nueva vida? Las diferencias son sólo de procedimiento” (III, 1.481).
Aquí, como otros del grupo Helios, afirma el valor de sus propias dudas espi­
rituales en la lucha para el ideal soñado. Y, más tarde, en 1936, volverá Machado
a este tema para unirlo con el tema del poeta hipersensible, que sepa explicar las
estructuras interiores y yacentes, y para emplear el término unamuniano vidente
que ya había empleado el profesor salmantino en En torno al casticismo (1895: III,
187). Dijo Machado: “Pensaba mi maestro que la poesía, aun la más amarga y
negativa, era siempre un acto vidente, de afirmación de una realidad absoluta,
porque el poeta cree siempre en lo que ve, cualesquiera que sean los ojos con que
mire” (IV, 2.045).
Y vuelve al tema introspectivo que hemos comentado: “Toda labor individual
tiende —en el arte, al menos— a hacerse más intensa, cada cual se busca a sí mis­
mo, y pretende labrar su propio terrón espiritual. No ha de ser infecunda esta épo­
ca, muchos creen. Ya por observación de cuanto nos rodea, ya por labor intros­
pectiva se marcha poco a poco a conocer la psicología de este pueblo, tan profun­
damente ignorante de sí mismo” (III: 1.481).
En esta afirmación repite sustancialmente lo que ya había escrito sobre Arias
tristes: “Pero esa inquietud, que es en el fondo toda la tristeza de poeta, encuentra
siempre un aura que la envuelve en aromas, y esas Arias tristes tienen ante todo la
virtud de la sinceridad, el encanto de la verdad que ignora a sí misma, y la sublime
poesía de algo convaleciente que mira ya hacia la luz, hacia la juventud y hacia la
alegría de algo tal vez, que ha de elevarse a Dios. ¡Hermoso libro de juventud en
sueños!” (III, 1.471).
Luego, en 1912, le enviaría a Juan Ramón el poema dedicado al libro Castilla
de Azorín y agregaría: “Intento en ella de colocarme en el punto inicial de unas
cuantas almas selectas y continuar en mí mismo esos varios impulsos en un cauce
común, hacia una mira ideal y lejana. Creo que la conquista del porvenir sólo
puede conseguirse por una suma de cualidades. De otro modo el mundo nos aho­
gará. Si no formamos una sola corriente vital e impetuosa, la inercia española
triunfará” (III, 1.518).
Esta afirmación sugiere que no veía Machado ninguna diferencia entre el arte
de Juan Ramón, Azorín, Unamuno ni el suyo, ni tampoco entre el arte de 1903 o
de 1912.
Al analizar el elemento estético y sentimental al examinar cómo el arte inti-
mista puede fomentar una renovación espiritual se nota siempre referencias conti­
nuas a un elemento ‘hondo o íntimo, un cauce’, un ‘algo’ que parece inconsciente.

390
En una carta de 1903 (¿?) dice Juan Ramón: ‘No es la forma externa lo que a mí
me preocupa, sino la estructura interna’ (III, 1.460). Se refiere naturalmente a su
rechazo de lo artificial y la búsqueda por un núcleo de tipo neoplatónico simbolis­
ta. Pero este tema se ha hecho un tópico por estas fechas como vemos en una carta
de Machado de la cual cita Unamuno27. Hablan los dos de lo caduca de la vida cul­
tural de París en contraste con la vida fuerte española. Pero es, según Machado,
una vida especial: ‘la vida, que se ignora a sí misma, corre más verdaderamente y
espontánea, y tiene mayor encanto para el arte.’ Por lo que contesta Unamuno
podemos comprender lo que significa esta afirmación machadiana especialmente
cuando el profesor salmantino le amonesta que ‘seamos también nosotros como
por dentro somos, buscando nuestro fondo permanente, y deslatinizándonos tam­
bién hasta encontrar los entresijos ibéricos, morunos, berberiscos o los que fue­
ren.’ Sólo el artista, libre de el ‘arte por el arte’ y el caduco clasicismo burgués,
puede poner ‘a descubierto las entrañas de la vida’, le revela Unamuno, y libre,
debe descubrir ‘un fondo’ que se arraiga con el pueblo, en la realidad, en lo que
rechaza el academicismo como de poca importancia. Sólo merece atención la cul­
tura de ‘cafés, mercados, plazas, ferias y tabernas de lugarejos.’ Es, como ha seña­
lado Ramsden28, una interpretación de la cultura condicionada por la influencia
sobre Unamuno de las ciencias deterministas que se nota primero en En torno al
casticismo de 1895. Allí habla Unamuno de un ‘núcleo castizo’ y ‘un espíritu colec­
tivo’ que se revelan en todas las manifestaciones de la vida de una nación y que se
revelan más claramente en el carácter de la cultura de la gente del pueblo, humilde
e inalterable y en sus artefactos. El pueblo, según Unamuno, ‘tiene un alma viva
y en ella el alma de sus antepasados, adormecida tal vez, soterrada bajo capas
sobrepuestas, pero viva siempre’ (1895: III, 217). Propone nada más que rasgos
fundamentales y persistentes eslabonados causalmente a condiciones físicas tam­
bién fundamentales y persistentes. Historia, instituciones y especialmente la cul­
tura se revelan como documentos "psicológicos.’ Para Unamuno, como Taine
antes, la voluntad humana tenía dos capas, la primera superficial y consciente y la
otra profunda e inconsciente, la ‘roca viva’ que determina el carácter de una
nación y que servirá como base para la necesaria regeneración futura. Así es nece­
sario que el ‘médico espiritual’ o ‘el vidente’ estudie su propia conciencia y tam­
bién la capa intrahistórica para hacer las recomendaciones necesarias. Unamuno
debe de haber leído la carta de Machado en este contexto porque le amonesta así:
‘Recorra, pues, la virgen selva española, y rasgue su costra y busque debajo de la
sobrehaz calicostrada el agua que allí corre, agua del manantial soterraño.’ Un año
más tarde, en 1904, en ‘Almas de jóvenes’, vuelve a comentar otra carta de
Machado para desarrollar otros aspectos de su tema intrahistórico y determinista.
Allí, como Giner, le insta a auscultar su ser y la realidad para desterrar el alma,
para guiar así a sus prójimos: ‘Una de las cosas honradas que hay que hacer en
España..., donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la
esperanza en el genio... y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento’
(III, 723). Y continúa rechazando la idea de un personalismo estéril: ‘Es la suce­
sión de genios, la mutua fecundación de sus labores, lo que hace las grandes épo­
cas de un pueblo [...]. Un genio, a la vez que es producto de un grupo de talentos,
que le fomentan y maduran, es quien puede reunirlos y multiplicarlos’ (III, 726).
Por eso fue necesario que escribiera Machado que el ‘artista debe amar la vida y

391
odiar el arte’, arte burgués, arte del establecimiento restaurador caduco aún, el
arte por el arte que elaboraba Darío por estas fechas. Y cuando le escribe
Machado que ve la ‘poesía como un yunque de constante actividad espiritual, no
como un taller de fórmulas dogmáticas revestidas de imágenes más o menos bri­
llantes’ (III, 731) y que hay que ‘soñar despierto’ vemos que ha decidido empren­
der la tarea ya concebida dentro de la Institución, en los artículos de Unamuno y
en el grupo Helios. La poesía, cree (como Giner, Jiménez y Unamuno) es una
‘acción’ que a la par que se le revelará al poeta, en su propio e íntimo ser, su pro­
pio destino, también le revelará el ‘espíritu colectivo’ que el pueblo humilde igno­
ra. El resultado es que el verdadero poeta por la meditación interna y exterior
hallará su propia personalidad, fomentará ideales en otros y le explicará al pueblo
su propio destino conforme con el ‘alma’ o ‘espíritu’ colectivos. ‘Soñado despier­
to’, o como dice en otra parte en 1905, ‘ya por observación de cuanto nos rodea,
ya por labor introspectiva se marcha poco a poco a conocer la psicología de este
pueblo, tan profundamente ignorante de sí mismo’ llegará a ser ‘el poeta de maña­
na’ unamuniano (III, 1.481). Vuelve al mismo tema en 1917 en el prólogo a Sole­
dades cuando rechaza la estética de Darío para ensalzar el elemento poético en
términos de ‘una honda palpitación del espíritu; lo que pone al alma... con voz
propia, en respuesta animada al contacto del mundo.’ Y aún pensaba, continúa,
‘que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distin­
guiendo la voz viva de los ecos muertos; que puede también, mirando hacia den­
tro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales de sentimiento’ (III, 1.593). Fue
esto, según Machado, su estética de entonces, de 1903 y ahora podemos entender
lo que significan estas palabras, mezcla de las estéticas simbolistas, las ciencias
deterministas y el idealismo finisecular fomentado por Giner, Unamuno y el grupo
Helios. La ‘voz viva’ es el espíritu colectivo, intrahistórico, los ‘ecos muertos’, la
historia de las venerandas tradiciones caducas de la Restauración. Mirando dentro
en su ser hipersensible a la vez que auscultando la realidad puede combinar los dos
en una visión y afirmación de núcleo castizo, las ‘ideas cordiales... universales.’
Para evitar los peligros de ‘mirar afuera’ o los de ‘mirar adentro’ que analiza en el
prólogo a Campos de Castilla (II, 1.593-94), para evitar el acuciante y eterno pro­
blema de su autenticidad y sinceridad como poeta, tema destacado en Soledades
de 1907, propone recrear la psicología o carácter nacional en su propia poesía
angustiada ya que piensa que ‘la misión del poeta [es] inventar nuevos poemas de
lo eterno humano’ escritos en romance, y romance no en el sentido tradicional,
una confección arcaica reproducida en época moderna, ni poemas emanados de
las heroicas gestas, ‘sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se canta­
ron’ (III, 1.594). Es esto una glosa sobre el célebre tema intrahistórico de Una­
muno elaborado en ‘La crisis del patriotismo’ de 1896: “Es una de las concepcio­
nes más erróneas la de estimar como los más legítimos productos históricos las
grandes nacionalidades, bajo un rey y una bandera. Debajo de esa historia de
sucesos fugaces, historia bullanguera, hay otra profunda historia de hechos perma­
nentes, historia silenciosa, la de los pobres labriegos que un día y otro, sin descan­
so, se levantan antes que el sol a labrar sus tierras y un día y otro son víctimas de
las exacciones autoritarias. Se les saquea el fruto de su trabajo y se les lleva los
hijos a matar a quienes ningún daño les han hecho, ni en nada les dificultan su per­
feccionamiento. Los cuatro bulliciosos que meten ruido en la historia de los suce­

392
sos no dejan oír el silencio de la historia de los hechos. Es seguro que si pudiése­
mos volver a la época de las grandes batallas de los pueblos y vivir en el campo de
las conquistas se nos aparecerían éstas muy otras de corno nos las muestran los
libros. Hay en el Océano islas asentadas sobre una inmensa vegetación de madré-
poras, que hunden sus raíces en lo profundo de los abismos invisibles. Una tormenta
puede devastar la isla, hasta hacerla desaparecer, pero volverá a surgir gracias a su
basamento. Así en la vida social se asienta la historia sobre la labor silenciosa y
lenta de las oscuras madréporas sociales enterradas en los abismos" (III, 456).
Como ha demostrado Ramsden (págs. 119-122) este tema fue muy común por
estos años y repetido por Baroja, Azorín, Salaverría y otros. Todos, como Una­
muno, pensaron que ‘hemos atendido más a los sucesos históricos que pasan y se
pierden, que a los hechos subhistóricos, que permanecen y van estratificándose en
profundas capas’ (1898: III, 661-2). Más tarde, según Mairena, ‘hemos de acudir a
nuestro folklore, o saber vivo en el alma del pueblo, más que a nuestra tradición
filosófica que pudiera despistarnos’ (IV. 2047). Según estos escritores —incluso
Jiménez— se ha prestado demasiada atención a las ‘glorias castizas’ de la historia
mientras que se debe escuchar al pueblo anónimo. Por eso Unamuno le comentó
a Machado que prestara atención a ‘todo lo que se dice y charla en cafés, merca­
dos, plazas, ferias y tabernas de lugarejos’, que recorriera ‘la virgen selva españo­
la, y [rasgara] su costra y [buscara] debajo de la sobrehaz calicostrada el agua que
allí corre’ y que huyera ‘del arte por el arte.’ Hace falta que busque lo humilde, lo
anónimo, lo íntimo de las vidas cotidianas del pueblo ordinario. El estudio de
Ramsden y un ensayo mío29 han demostrado cómo desarrolló Machado este tema
en Campos de Castilla y el profundo efecto que hicieron estos temas generaciona­
les sobre la literatura finisecular.
Pero la obsesión con el pueblo y su cultura como encarnación y producto del
‘alma colectiva’ iría a persistir hasta la madurez intelectual de Machado como
veremos en los ensayos por los años de la pre-guerra. En Juan de Mairena, postu­
mo, escribió: “Escribir para el pueblo —decía mi maestro— ¡qué más quisiera yo!
Deseoso de escribir para el pueblo, aprendí de él cuanto pude, mucho más, claro
está, de lo que él sabe. Escribir para el pueblo es escribir para el hombre de núes
tra raza, de nuestra tierra, de nuestra habla, tres cosas inagotables que no acaba­
mos nunca de conocer" (1937: IV, 2.315-16).
Y, más temprano, en 1913. haciendo alusión a los ‘médicos espirituales’ y los
‘videntes’, escribió: “Pero no basta enviar maestros: es preciso enviar también
investigadores del alma campesina, hombres que vayan no sólo a enseñar, sino a
aprender" (1913: III, 1.527).
Aquí se ve el efecto simbiótico: el poeta revelando el ‘alma’ al mismo tiempo
que él se hace ‘el poeta de mañana.’
En 1936, exactamente como Juan Ramón (ver notas 2 y 4), se enfrentó Machado
a la crisis y la explicó en términos del idealismo que hemos examinado. Al leer a
‘Sobre la defensa y la difusión de la cultura y Los milicianos de 1936’, vemos desarro­
llado el mismo tema entre ‘pueblo’ y ‘espíritu pleno’ en términos de ‘aristocracia’ y
‘democracia’ o ‘popular’. Como Juan Ramón en los ensayos y discursos de estos años,
recogidos en El trabajo gustoso (México, 1961), y como Azorín y Unamuno (entre
muchos) antes, destaca Machado el tema de que ‘lo esencial humano se encuentra
con la mayor pureza y el más acusado relieve en el alma popular’ (IV, 2.201).

393
Y quizás, en el contexto estético de Helios y el idealismo krausista de Juan
Ramón no fuera pura coincidencia que dedicara Machado su ‘La tierra de Alvar-
gonzález’ al poeta moguereño. Y exactamente como sus contemporáneos finisecu­
lares —y rechazo yo aquí completamente cualquier argumento enfrentista entre
supuestos modernistas o noventaiochistas— Machado reaccionó fuertemente en
contra de la creciente industrialización en las grandes ciudades y prefirió, como
Azorín, Juan Ramón, Unamuno, y otros30 vagar por los pueblos de provincia (So­
ria, Baeza, Segovia) porque allí se le reveló el ‘fondo permanente’, el ‘alma’ del
pueblo que le ofrecía la llave a una posible regeneración espiritual. Y cuando
escribe en 1919, combinando su odio a la civilización moderna, tan nociva al espí­
ritu, con una referencia mítica, que el progreso moderno no puede restaurar la
vida, es decir, una restauración socio-política, vemos que la pauta que ofrece es
nada más que la combinación de los elementos que hemos analizado: simbolismo,
determinismo, idealismo, un núcleo eterno hecho de y yacente en la realidad y el
tiempo. Mediante el mito (recurso siempre ensalzado por Mairena) de Deméter y
Demophóon revela Machado que de lo vivo, lo transitorio, lo mortal, se puede
hacer algo universal, eterno, inmortal. Empleando el mito en el cual Deméter res­
cata al hijo de Keleo, Demophóon, de las miserias de la mortalidad y de la vida
temporal sugiere Machado que el arte burgués restaurador es otro Demophóon. Y
continúa razonando que el idealismo de la juventud española, de los modernistas
en el sentido propio de esta palabra, puede hacer un milagro, como lo hizo Demé­
ter; es decir, meter al arte en el fuego, purificarla y destruir todo lo que no es eter­
no. Dice Machado: ‘Sólo lo eterno, lo que nunca dejó de ser, será otra vez revela­
do, y la fuente homérica volverá a fluir. Deméter, de la hoz de oro, tomará en sus
brazos —como el día antiguo al hijo de Keleo— al vástago tardío de la agotada
burguesía y, tras criarle a sus pechos, le envolverá otra vez en la llama divina’
(1919: III, 1.603-04). Se amonesta y les amonesta a sus ‘hermanos’ de Helios que
busquen el ‘fondo’ artístico homérico, la fuente primordial de nuestra cultura y,
así, la de España; busca Machado el alma cultural española.
Pero si se ve a las claras el compuesto idealismo finisecular en Campos: el elemento
simbolista31, el elemento determinista señalado por Ramsden y yo, y el elemento ins-
titucionista —intelectual que concibe al artista como ‘médico espiritual, vidente, alma
grande’32, etc. — es mucho más difícil ver el idealismo expresado en las cartas a Juan
Ramón y a Miguel de Unamuno para los años 1903-1905 en Soledades y su versión
aumentada. Y ahora nos toca considerar brevemente este problema y como se
expresó la ‘protesta’ que comentó en su carta al poeta moguereño en sus versos.
En primer lugar, hace falta destacar de nuevo el modo de ver finisecular
frente a su desilusión y sus dudas metafísicas. En varios trabajos míos he sugerido
que este grupo supo cambiar la angustia vital en un estado especial de la'mente,
en una actitud decadente, aún masoquista, donde el dolor se convierte en un modo
de ser exquisitamente expresado y vivido. El dolor se hace una postura que desvía
la atención más allá del sufrimiento, la convierte en una forma de arte misma.
Cito, como ejemplo, a Jiménez:

Es que el alma florece cuando anhela martirios,


cuando amante y rendida se somete al dolor
(‘Inefable’, Rimas [1902]

394
o

¡Sólo el llanto tranquilo de los fúnebres cirios


inunda mi alma triste de inefable emoción...!
¡Sólo en los ojos muertos, sombreados de lirios,
encuentra compañía mi amargo corazón!
(‘Sombría’ [1900?], poema no publicado)

La poesía de Soledades se ve menos decadente, menos románticamente explí­


cita, más recogida como lo fue la del propio Juan Ramón para el año 1904. Pero
quedan huellas de la experiencia parisina y decadente:

Tú has dicho el secreto


que en mi alma reza:
yo odio la alegría
por odio a la pena.
(XLI [1901?]

Plañir de campanas, lejanas, llorosas,


suave de rosas aromado aliento...
(XLIII [1902?]

No obstante, para los dos poetas andaluces, como para su mentor salmantino,
el dolor se concibió como algo valioso, algo que sería una ‘agitación de espíritus,
despertar conciencias.’ Así lo comentó Machado en un poema de 1905 dedicado a
Unamuno:

¡Quiere enseñar el ceño de la duda,


antes de que cabalgue, al caballero;
cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda
cerca del corazón la hoja de acero!

Y, en otro poema publicado en Electro (I, 3, 30-III-1901), ‘Siempre que sale


el alma’..., y, luego en Soledades, vemos que también Machado tenía la idea de
que desde el elemento negativo de sus dudas se puede crear algo positivo y valio­
so. Allí sugiere que el hastío de sus sueños, ‘agrio hierro’, puede cambiarse por la
acción forjadora del propio poeta en ‘oro’33. Lo que hace falta, como decía a Una­
muno en el poema ‘Luz’ (Alma Española, II, 16, 21-11-1904), es distinguir entre
emociones confeccionadas a la manera posromántica, simbolista y decadente (‘el
histrión, un mimo / de mojigangas huecas’) y el verdadero sentir poético que se
arraiga en el fondo de su ser, este aspecto que quisieran descubrir y fomentar la
gente de la Institución, Unamuno y el grupo Helios. Es la cuestión de sinceridad
que siempre le perturbaba a Machado tanto como a Juan Ramón, Unamuno y
demás artistas finiseculares. Pero ‘en tu alma de verdad, poeta, / sean puro cristal
risas y lágrimas; / sea tu corazón, arca de amores, / vaso florido, sombra perfumada.’

395
Es éste el alma, el poeta que quisieran ser los poetas finiseculares, los verdaderos
modernistas. No querían encontrar solamente un núcleo personal, lo que llamó
Machado en ‘Introducción’, LXI (1907), ‘una verdad divina’, un núcleo que pue­
den nombrar en su poesía por la palabra simbólica, ‘una flor que quiere / echar su
aroma al viento’, sino a la vez, querían auscultar el misterio, porque ‘sólo el poeta
puede / mirar lo que está lejos / dentro del alma.’ De la materia de su alma (‘su
dolor, amor y sentimientos finos’ y su visión del mundo en derredor pueden con­
vertirse estos artistas en cruzados evangelistas o mensajeros, (‘con veste blanca y
pura y fuerte arnés de guerra’), para la redención espiritual individual y colectiva.
Al revés: ‘El alma que no sueña, / el enemigo espejo, / proyecta nuestra imagen /
con un perfil grotesco’. El poeta introspectivo dedicado a crear ‘figurillas de exqui­
sita labor’, contemplando sólo su ser imaginativo, nunca puede expresar la ‘ver­
dad.’ El que también exprese ‘el fondo’ o ‘alma’ de la humanidad a la par que
expresa su propia ‘alma’ creada por su amor y su trabajo, sí que proyectará una
imagen valiosa y verdadera. Así rechaza, en el momento de crearlo, el moder­
nismo en el sentido que tradicionalmente se ha concebido, modernismo estético,
torremarfileño, para ofrecer, como lo ofrecieron Unamuno y el ‘modernismo’ que
yo trato de definir y analizar en este ensayo. Y cuando, en este poema, nos dice
que ‘la nueva miel labramos / con los dolores viejos’ (haciendo eco de un poema
en la primera Soledades y Helios, I, I, vii (1903) y los versos: ‘y el solo amado
enjambre de mis sueños,! que labra miel al corazón sombrío’) vemos que el dolor
está convirtiéndose en algo de gran valor, en vitalidad espiritual para ‘despertar
conciencias, para hacer hombres.’ Dirá Mairena más tarde: ‘La inseguridad, la
incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que afe­
rrarse a ellas... La inseguridad es nuestra madre; nuestra musa es la desconfianza.
Si damos en poetas es porque, convencidos de esto, pensamos que hay algo que va
con nosotros digno de cantarse’ (IV, 2.096).
Pero, al hablar constantemente de su ‘hastío’ y su dolor, también está refirién­
dose a algo fuera de su propio ‘ser’, o ‘fondo del alma.’ Refiere a otro ‘fondo’, el
‘fondo’ de la tradición popular en la cual se crió. Y aquí volvemos de nuevo a la
influencia muy difundida del planteamiento evolucionista y determinista frente a
la civilización y el problema nacional que se elaboró en los ensayos de Giner, Una­
muno y los intelectuales finiseculares. Exactamente como Unamuno había descu­
bierto ‘la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, el
fondo que se encuentra en la vida intrahistórica, silenciosa y continua’ del ‘pueblo
que nos sustenta a todos’ antes que en ‘libros y papeles y monumentos y piedras’,
es decir, el contraste unamuniano entre intrahistoria e historia en En torno al casti­
cismo, yo quisiera sugerir que los poemas de las dos ediciones de Soledades y la
poesía de su primera época también revelan el mismo contraste. Y no es de sor­
prender que se hallen las huellas de este idealismo determinista en su obra. Era
natural que Machado se hubiera empapado de este clima intelectual. Hijo de
Antonio Machado y Alvarez, folklorista y antropólogo, nieto del determinista y
científico Machado y Núñez y de la folklorista Cipriana Alvarez de Machado, muy
influido por el romancero de su tío-abuelo Agustín Duran, Antonio Machado se
crió en una atmósfera propicia para que se formara su cosmovisión dentro de este
contexto34. Y no hace falta pasar por alto la intervención en Sevilla en los debates
de la época de su adolescencia del profesor salmantino, ni la correspondencia ni

396
las visitas y contactos entre la familia Machado y Giner de los Ríos. Y ni que decir
tiene que encontraron estos pensadores el "espíritu’ o ‘alma colectiva’ en la poesía
popular, producto del pueblo también condicionado causalmente por las fuerzas
deterministas.
Escuchemos al padre de Antonio Machado: “¿Queréis conocer la historia de
un pueblo? Ved sus romances. ¿Aspiráis a saber de lo que es capaz? Estudiad sus
cantares’’.3’
Y también a Unamuno: “La honda vida de los pueblos, su vida íntima, antes
hay que ir a buscarla en las leyendas que a los cronicones... ¡El mito! El mito es
mil veces más verdadero que el personaje histórico, y no pocas, cuando se forma
ya aquél en vida de éste, le guía, le domina, le dirige” (1896: VII, 482-83).
Varios críticos, incluso un interesante artículo reciente36, han señalado la
influencia de la poesía popular en Machado. Encuentro convincentes los argumen­
tos del profesor Predmore cuando subraya el elemento político y socialista de los
ecos del cante hondo y copla popular como ‘el drama personal del viajero de
Machado y el drama colectivo de su pueblo andaluz’: como muestra que el popula-
rismo y la compromisión corren paralelamente. Sin embargo, quisiera enfocar los
poemas de la época temprana en el presente contexto intelectual para subrayar el
elemento idealista y espiritualista de la ‘protesta’ machadiana sin disminuir la
fuerza de los argumentos del estudioso norteamericano.
Empiezo con el poema III, publicado en Renacimiento en 1907: ‘La plaza y los
naranjos encendidos’. Sugiere Ribbans que es esta poesía ‘una reminiscencia
infantil’ (pág. 67) de Sevilla. Es posible que el poeta esté recreando una memoria
(u olvido) simbolista para rescatar algo esencial del pasado y preservarlo en el
poema atemporal. Sin embargo, a la vez, y en el presente contexto, es probable
que esta experiencia cotidiana y diaria, tan humilde y anónima, revele para
Machado un ‘fondo intrahistórico', que el poeta está adivinando debajo del inexo­
rable fluir temporal, un sentido de continuidad, sentido expresado por la algazara
de sus voces nuevas, acto repetido y repetido a través de los años y, así, espejo al
‘fondo eterno'. 'La alegría infantil’ es la capa presente debajo de la cual corre la
revelación del espíritu colectivo del pueblo. ‘¡Y algo nuestro de ayer, que todavía
/ vemos vagar por estas calles!.’ Esta visión del pueblo humilde nos recuerda una
de las evocaciones de Azorín y las Andanzas de Unamuno3' . Como los dos, amaba
Machado (tanto como Mairena) ‘las viejas ciudades españolas, cuyas calles desier­
tas gustaba de recorrer’ (IV, 2110). Como Azorín, a Machado también le intere­
saba la gente humilde, marginada, de ilusiones fracasadas. Los hombres que
encontró Azorín en La ruta de don Quijote (1905), los encontró Machado en la
forma de los mendigos (XXXI y XXXVIII) y otra gente humilde y anónima en sus
poesías. Y no hace falta pasar por alto lo que ya había escrito Antonio Machado y
Alvarez en su Colección de cantes flamencos (Sevilla, 1881): “Los niños conservan
inconscientemente en sus juegos el recuerdo de lo que fue, y poniendo su memoria
y su poderoso instinto de imitación al servicio de estas aparentes bagatelas, perpe­
túan los testimonios de monumentos realmente primitivos en la humanidad,
mediante los cuales el historiador y el prehistórico enriquecen su ciencia. La poe­
sía infantil... es, bajo este concepto, interesantísima” (Pág. 14.)
Si bien da énfasis al aspecto antropológico, también se ve el elemento
intrahistórico tanto como las estructuras mentales simbolistas que comentamos en

397
este análisis. Y el elemento intrahistórico unamuniano se ve a las claras en lo que
escribió el hijo en un párrafo, quizás evocando Segóvia, en Los complementarios,
con muchos paralelos entre los ensayos de Azorín y las Andanzas de Unamuno:
“En estas viejas ciudades de Castilla, abrumadas por la tradición, con una catedral
gótica y veinte iglesias románicas, donde apenas encontráis un rincón sin leyenda
ni una casa sin escudo, lo bello es siempre y no obstante - ; ¡oh, poetas, hermanos
míos!— lo vivo actual, lo que no está escrito ni ha de escribirse nunca en piedra:
desde los niños que juegan en las calles —niños del pueblo, dos veces infantiles—
y las golondrinas que vuelan en torno de las torres, hasta las hierbas de las plazas
y los musgos de los tejados.”
El poema II expresa también, quizá con un acento marcado krausista, el
mismo tema. Llevó el título de ‘Romance’ en su versión primera (Renacimiento, I,
1907), señalando así el elemento tradicional y popular. Allí contrasta, por medio
del prisma de su propia melancolía, la mala gente, que no saben vivir plenamente
en el sentido elaborado por Giner y la Institución, y el pueblo anónimo que son la
encarnación temporal del espíritu colectivo eterno. Como decía Maeztu en 1898,
‘rascando un poco la agrietada superficie social, se encuentra siempre el pueblo
sano y fuerte, fecundo y vigoroso.’38 Según Ramsden, fue un tema generacional.
Y es esta gente que ensalza Machado: ‘Son buenas gentes que viven, / laboran,
pasan y sueñan, / y en un día como tantos / descansan bajo la tierra’. Y en el poema
XIX hace un contraste entre sus afinidades artísticas parisinas y una aguadora. El
afán artístico se ve reflejado en la pantalla de un jardín finisecular y versallesco; es
un jardín simbólico, un paisaje del alma ya que no es ‘el agua [que] sueña’, es el
poeta. La segunda, ‘la linda doncella / que el cántaro llenas / de agua transparente’
(en contraste con ‘la fuente verdinosa... el agua muda’ del jardín simbólico, la
mente del poeta), se comporta con suma naturalidad. Machado se revela implícita­
mente pensativo, ensimismado, aun narcisista; ella, por contraste, vive humilde,
despreocupada, plenamente:

Tú, al verme, no llevas


a los negros bucles
de tu cabellera,
distraídamente,
la mano morena,
ni, luego, en el limpio
cristal te contemplas...

Tú miras al aire
de la tarde bella,
mientras de agua clara
el cántaro llenas.

La doncella sabe vivir en pleno contacto con la naturaleza, con la realidad, lo


que —como afirmó en varias cartas por los años 1903-1905— también lo quería
hacer Machado. Este ideal, más bien krausista, de vivir plenamente, también lo
enseñó el padre de Antonio Machado: “El pueblo es la tierra sobre la cual crece
la planta..., el animal..., el llamado homo sapiens... y el verdadero hombre, ser

398
hoy en formación, que redimiendo a aquellos en lo posible, va arrancando a la
Naturaleza esos secretos, sólo a los sabios confiados, únicos que pueden romper
las innumerables cadenas que hoy nos esclavizan.”39
También podemos señalar otra influencia intelectual obrando sobre las
concepciones machadianas, especialmente más tarde en sus ensayos sobre edu­
cación y cultura y en su constante actividad - en Soria, Baeza y Segovia— para
fomentar el desarrollo espiritual y cultural de sus prójimos. Hace falta leer a
Unamuno comentando los orígenes de la poesítr popular. Para Unamuno la
copla popular es una síntesis de una colectividad expresada en un órgano indivi ­
dual, ‘el poeta’: “Es el individuo más pueblo, el que mejor resuma el espíritu de
las muchedumbres, el que hace en sí pensamiento individual y concreto los
vagos anhelos sociales, el que satisface a la materia poética popular, que, como
toda materia, apetece forma. Es el hombre que por recoger en sí más el alma
popular más personal aparece, el pueblo hecho hombre para encarnar sus ima­
ginaciones poéticas. Los grandes genios de la literatura han informado materia
poética difusa en la tradición del pueblo.” (1896: VII, 481)
Y formuló Machado este tema paradójico de esta forma: ‘existe un hombre
del pueblo, un hombre elemental y fundamental’, que está cerca ‘del hombre
universal y eterno’ y que no se confunde con las ‘masas humanas’ (1937: IV,
2.273). Por los mismos años veremos a Juan Ramón Jiménez afirmando el
mismo tema del artista como redentor porque está más cerca del pueblo y, así,
puede redimir al mismo tiempo su propio ser y la colectividad40. Al evocar la
persona de la doncella también vemos un acto auto-crítico, tema que también
comenta en su reseña de Arias tristes: ‘Se nos ha llamado egoístas y soñolientos.
Sobre esto he meditado mucho y siempre me he dicho: si tuvieran razón...
debiéramos confesarlo y corregirnos’ (III, 1.470). Este poema rechaza ‘las con
lecciones’ y ‘figurillas’ como expresión de su ‘alma’ para imitar al ‘alma’ de la
‘linda doncella’, alma ’plena' gineriana y parte del ‘alma popular’ unamuniana.
Son estos dos aspectos que discute Machado en el poema XXVII de 1902
cuando contrasta la vida decadente-simbolista en la cual vive arrinconado el
poeta (como voyeur mientras experimenta ‘la penumbra de un sueño en nuestro
vaso’, saboreando sus obsesiones introspectivas) y un sentido opuesto y repen­
tino de que le queda, más adentro, un algo que le acuerda que existe una reali­
dad (o muerte) —‘la carne es tierra’ — , un ‘fondo’ en el cual está arraigado él
mismo y que también está arraigado en la tierra. Y, dentro de casi todos estos
poemas, como han señalado Carvalho-Neto y Urbano, encontraremos eco tras
eco de los cantos populares. Así que podemos trazar una línea directa desde la
Sevilla intelectual de su juventud, por la Institución madrileña y el círculo artís­
tico de Helios hasta el momento de la guerra civil cuando ensalza la cultura y
poesía populares y al pueblo joven.
Y desde estas fechas de 1900-1905 en adelante hasta los años de la pregue­
rra de 1934-1936, podemos trazar la continuación de las preocupaciones que
vamos comentando. Juan de Maireña vuelve siempre sobre este tema para con­
trastar el planteamiento histórico y burgués expresado en ‘el andaluz de pande­
reta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y
de lo que truena’ (haciendo eco de lo que decía Jiménez en 190141), con el arte
que habían desarrollado los intelectuales. También se enfrentan estas senten-

399
cias en contra del arte por el arte, la cultivación del arte en sí. ‘Preciosismo y casti­
cismo frente al saber popular y el deber primordial de poner en la materia que
labréis el doble cuño de nuestra inteligencia y de nuestro corazón’: “Huid del pre­
ciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís
en lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ese fue el barro
santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiem­
pos. No olvidéis, sin embargo, que el preciosismo que persigue una originalidad
frívola y de pura costra, pudiera tener razón contra vosotros cuando no cumplís el
deber primordial de poner en la materia que labráis el doble cuño de vuestra inte­
ligencia y de vuestro corazón. Y tendrá más razón todavía si os zambullís en la bar­
barie casticista, que pretende hacer algo por la mera renuncia a la cultura univer­
sal.” (1934: IV, 1.949)
En este eco de lo que avisaba Unamuno en Vida y arte de 1903 (‘rasgue su
costra’ con ‘de pura costra’) vemos cómo la idea se arraigó a través de tres décadas
de intenso idealismo. Durante la época de 1900-1905 que vamos comentando, y
antes en Sevilla, sabemos de la biografía de Pérez Ferrero42 que estudió Machado
el cante y que era asiduo a los cafés flamencos de Madrid. Así que cuando Mairena
aconsejó a sus alumnos que cuidaran ‘vuestro folklore y ahondad en él cuanto
podáis’ (IV, 1954) y ensalzó la literatura rusa porque también expresaba el espíritu
colectivo del pueblo, cuando contrastó las confecciones populares del arte burgués
con la honda penetración debajo de las capas históricas en busca del manantial del
alma de su país, vemos a las claras que todavía por los años 1930-1938 el pensa­
miento machadiano estaba condicionado por las pautas intelectuales unamunianas
y ginerianas: “Mairena tenía una idea del folklore que no era la de los folkloristas
de nuestros días. Para él no era el folklore un estudio de las reminiscencias de vie­
jas culturas, de elementos muertos que arrastra inconscientemente el alma del
pueblo en su lengua, en sus prácticas, en sus costumbres, etc. Mairena vivía en una
gran población andaluza, compuesta de una burguesía algo beocia, de una aristo­
cracia demasiado rural y de un pueblo inteligente, fino, sensible, de artesanos que
saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista,
mucho más importante que el hacerlas. Cuando alguien se lamentaba del poco
arraigo y escaso ambiente que tenía allí la Universidad, Mairena, que había estu­
diado en ella y le guardaba respeto y cariño, solía decir: “Mucho me temo que la
causa de eso sea más profunda de lo que se cree. Es muy posible que, entre noso­
tros, el saber universitario no pueda competir con el folklore, con el saber popular.
El pueblo sabe más y, sobre todo, mejor que nosotros. El hombre que sabe hacer
algo de un modo perfecto —un zapato, un sombrero, una guitarra, un ladrillo—
no es nunca un trabajador inconsciente que ajusta su labor a viejas fórmulas y rece­
tas, sino un artista, que pone toda su alma en cada momento de su trabajo. A este
hombre no es fácil engañarle con cosas mal sabidas o hechas a desgana.” Pensaba
Mairena que el folklore era cultura viva y creadora de un pueblo de quien había
mucho que aprender, para poder luego enseñar bien a las clases adineradas.”
(IV: 1954)
Así vemos que el ‘vidente’ unamuniano poco a poco iría a ser sólo un instru­
mento para expresar el fondo intrahistórico del pueblo, el verdadero guía del des­
tino de una nación. También escuchamos los ecos de la idea de Giner de que el
trabajo inconsciente del artista o menesteroso pueda ‘hacer hombres plenos’.

400
Es el mismo fenómeno que llamaría Juan Ramón por los mismos años, ‘el trabajo
gustoso’43. Una relectura cuidadosa de afirmaciones de este tipo nos revelará el
verdadero sentido de las sentencias mairenianas y cuán hondamente estaba
inmerso Antonio Machado en la intelectualidad finisecular, mejor ‘modernista’.
Es esto el idealismo de Helios, de la generación finisecular. Es esto lo que
emprendió Machado en su arte poética, es esto también lo que anhelaron hacer
sus mentores y sus amigos, los intelectuales del fin de siglo. Así podemos ver a
Machado en un contexto finisecular, ‘modernista’; así también podemos admirar
cómo salió por un camino idealista para hacer de los demás y de sí mismo ‘hom­
bres’ o ‘genios’, ‘poetas de mañana’, según las concepciones de sus dos grandes
maestros, Giner y Unamuno. Así también tenemos que volver a leer Soledades
para reconocer que representa sólo el primer paso en una vida dedicada a sus pró­
jimos, paso que llegará a su culminación en la defensa de la República democrática
hasta su muerte que conmemoramos en febrero de 1989.

401
NOTAS
1. G. W. RIBBANS: “Unamuno and Antonio Machado”; en Bulletin of Hispanic Studies, XXXIV
1957, p. 19. Ver también su edición, prólogo y notas de Soledades, galerías y otros poemas; Barce­
lona: Labor, 1975.
2. “Modernismo frente a noventaiocho: The Case of Juan Ramón Jiménez (1899-1909); en Estudios
sobre Juan Ramón Jiménez, Puerto Rico: Universidad de Mayagüez, 1981, pp. 119-141: “Myths
A ncient and Modern: Modernismo frente a noventa y ocho ”; en Essays in Honour of Robert Brian
Tate from his Colleacpies and Pupils (ed. R. A. Cardwell), Universidad de Nottingham, 1984,
pp. 329-50; “Antonio Machado: ¿modernista, noventa y ochista o poeta finisecular?”: en Insula,
506-507, 1989. pp. 16-18, etc.
3. Ver mi introducción a Manuel Machado, Antología, Servicios de Publicaciones del Excmo. Ayun­
tamiento de Sevilla, 1989.
4. Ver mi Juan Ramón Jiménez: The Modernist Apprenticeship (1895-1900); Berlín: Colloquium
Verlag, 1977; “Juan Ramón Jiménez, ¿noventa y ochista?”; en Cuadernos Hispanoamericanos,
núms. 376-78, 1981, pp. 336-355, y “The Universal Andalusian”, “The Zealous Andalusian” and
“The Andalusian Elegy”; en Studies in Twentieth Century Literature, VII, 1983, pp. 201-224 y mi
introducción a Platero y yo; Madrid: Espasa-Calpe, 1989.
5. Citado en P. O’RIORDAN: ‘Helios’, revista del modernismo”; en Abaco, 4, 1970, p. 81.
6. AZORIN: “D. Julián Sanz del Río"; en Dicho y hecho; Madrid: 1957, pp. 109-110. en adelan­
te citaré por las Obras Completas; Madrid: Aguilar, 1959-61, por tomo y página. Ver también
M. DE UNAMUNO: “Pocos movimientos espirituales han sido más fecundos y beneficiosos en
España que el que provocó y fomentó aquel bienhadado krausismo” (1903); en Obras Completas;
Madrid: Afrodisio Aguado, 1958, III, p. 592. Siempre se cita de esta edición por tomo y página.
7. “Don Francisco Giner de los Ríos” (1915) y “A don Francisco Giner de los Ríos”, poema de 1915,
en Poesía y prosa (edición crítica de O. Macrí); Madrid: Clásicos Castellanos, 1988, III, 1.575-77
y II, 587-88. Siempre se cita de esta edición por tomo y página.
8. Se encuentran comentarios semejantes en el estudio de J. PIJOAN: Mi don Francisco Giner
(1906-1910); Madrid: Espasa-Calpe, 1932.
9. F. GINER DE LOS RIOS: Ensayos (edición de J. López-Morillas): Madrid: Alianza Editorial,
1969, p. 116. Cito de esta edición por E. También cito de las Obras Completas; Madrid: 1916-1936
por tomo y página.
10. J. SANZ DEL RIO: “Discursos pronunciados en la Universidad Central... en la solemne inaugu­
ración del año académico de 1857 a 1858”; en Ideal de la humanidad para la vida (2.a ed.);
Madrid: 1871, pp. 344-345.
11. Citado en Pijoán, op. cit., p. 23.
12. Para un estudio panorámico ver M.a Dolores GOMEZ MOLLEDA: Los reformadores de la
España contemporánea; Madrid: 1966 y Unamuno “agitador de espíritus” y Giner de los Ríos;
Universidad de Salamanca. 1976.
13. E. BARK: El modernismo; Madrid, 1901, pp. 78.
14. Esta afirmación del artículo “De regeneración. En lo justo” de 1898 llegará a ser mesiánico para
el año de 1903 cuando escribía confidencialmente a Pedro de Mágica el día 2 de diciembre “Desde
hace algún tiempo, desde que pasé cierta honda crisis de conciencia, se va afirmando en mí una
profundísima persuasión de que soy instrumento en manos de Dios para contribuir a la renova­
ción espiritual de España”, citado en Cartas inéditas de Miguel de Unamuno; Santiago de Chile:
Editorial Rodas, 1965, p. 207.
15. En Libros de prosa; Madrid: Aguilar, 1969, pp. 214-220. Siempre cito por LPr.
16. “Apuntes”; en Madrid Cómico: Año XII, núms. 24, 14-VI-1902.
17. Ver D. F. FOGELQUIST: The Literary Collaboration and the Personal Correspondence of
Rubén Darío and Juan Ramón Jiménez; Florida: Coral Gables, 1956, p. 13.
18. Ver G. PALAU DE NEMES: Vida y obra de Juan Ramón Jiménez; Madrid: 1957, p. 92.
19. Viriato DIAZ-PEREZ: “Teosofía y ocultismo”; en Helios; XII, 1904, pp. 73-74. Ver también a
otro colaborador de Helios, M. Díaz-Rodríguez, quien afirmó que es únicamente el poeta que
puede adivinar la esencia dentro de las cosas: “En realidad, no es el médico..., el sabio, sino el
poeta o el artista quien sabe el alma de las cosas. Cuanto más alto el poeta o el artista, es tanto
mayor la fuerza de adivinación con que él penetra el alma de los seres y aún el alma de las cosas

402
en apariencia inanimadas”, Camino de perfección y otros ensayos; París: 1910, p. 138. Aquí se
nota el énfasis sobre la hipersensibilidad del poeta ensalzado en los ensayos de Jiménez y Darío.
Azorín tanto como el propio Machado ensalzaban la "delicadeza” y el “alma” de Juan Ramón en
sus sendas reseñas de Arias tristes en Renacimiento y El País.
?0. AZORIN: Alma Española, 9, 24-1-1904. p. 12.
21. Según Luis Aristaquain, la gente de la Institución no supo enfrentarse al problema de España con
soluciones concretas, ya que sus perspectivas adolecían siempre de idealismo: “El krausista. preo­
cupado de la reforma del hombre y de las instituciones políticas y sociales, nunca se interesó pri­
mordialmente por el gran problema de España: por la reforma de nuestra economía, por la revo­
lución industrial y agrícola del “país”, Pensamiento español contemporáneo; Buenos Aires: Losa­
da, 1963, p. 38. Vemos la misma ascendencia de la cuestión ética e idealista sobre la reforma con­
creta en una afirmación de Unamuno del 28 de mayo de 1893 en otra carta a Mágica donde ofrece
una definición extraordinaria del socialismo de aquel entonces: “El socialismo es ante todo una
gran reforma moral y religiosa, más que económica, es todo un nuevo ideal sustituido al de los
pacíficos y dañinos burgueses, ocupados en futilezas y entretenimientos de ociosos”, Cartas inédi­
tas, p. 178.
22. Ver, entre varios, el estudio de J. M? AGUIRRE: Antonio Machado, poeta simbolista; Madrid:
Taurus, 1973, y varios míos: “Cómo se escribe un poema simbolista: el caso de Antonio Macha­
do”; en Actas del Congreso Internacional sobre el modernismo español e hispanoamericano y sus
raíces andaluzas y cordobesas; Excma. Diputación Provincial: Córdoba, 1987, 321-26; “Symbolist
Solipcism: Musing on Mirrors and Myths”: en Language and Literature: Theory and Practice A
Tribute to Walter Grauberg; Universidad de Nottingham. 1989, pp. 84-100. En cuanto a lo que la
crisis metafísica se refiere, ver mi “Darío and El arte puro: The Enigma of Life and the Beguile-
ment of Art”; en Bulletin of Hispanic Studies, XLVII, 1970, pp. 37-51, y “Los ‘borradores silves­
tres’ cimientos de la obra definitiva de Juan Ramón Jiménez” (ed. A. Albornoz); en Juan Ramón
Jiménez; Madrid: Taurus, 1981, pp. 85-94. Ver también D. L. SHAW: “■Modernismo: A Contri­
bution to the Debate”; en Bulletin of Hispanic Studies, XLIV, 1967, pp. 195-202 y La generación
del 98; Madrid: Cátedra, 1977, y H. RAMSDEN: “The Spanish ‘Generation of 1898’”; cn Bulle­
tin of the John Rylands Library; Manchester, 57, I, 1974-1975, pp. 167-95.
23. Ver nota 4 y “Juan Ramón, Ortega y los intelectuales”: en Hispanic Review, 53, 1985, pp. 329-59.
24. Ver mi “Beyond the Mirror and the Lamp: Symbolist Frames and Spaces”; en Romance Quartely,
36, 1989, pp. 267-282.
25. AZORIN: Alma Española, 9, 3-1-1904, p. 4.
26. G. MARTINEZ SIERRA: Alma Española. 9. 3-II-1904. p. 4.
27. M. DE UNAMUNO: “Miguel de Unamuno: Vida y arte”; en Helios, I, II, num. VIII, 1903,
pp. 46-50, reproducido por G. W. RIBBANS en “Unamuno y Antonio Viachado”: en Bulletin of
Hispanic Studies, XXXIV, 1957, pp. 10-13.
28. H. RAMSDEN: The 1898 Movement in Spain; Manchester University Press, 1974.
29. RAMSDEN: The 1898 Movement y el estudio mío “Myths Ancien and Modern...”, citado en la
nota 2.
30. Ver RAMSDEN: The 1989 Movement, L. LITVAK: Transformación industrial en la literatura
española, 1895-1905, Madrid, 1976.
31. Ver mi artículo en Insula, citado en la nota 2.
32. Para los años 1912 y 1913 vemos que Machado se sintió en estado de crisis frente al problema de
España. Como decía a Jiménez en 1912, “a veces me apasiona el problema de nuestra patria y
quisiera... Pero no se puede hacer nada inmediato y directo”. Confesó sus dudas profundas en la
misma carta, como las confiesan los puntos suspensivos y reveló que estuvo a punto de pegarse
un tiro al perder a su mujer, pero el éxito de Campos le salvó. Y aquí vemos el elemento minori­
tario y mesiánico: “El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad ¡bien lo sabe Dios!, sino por­
que pensé, que si había en mí una fuerza útil no tenía derecho a aniquilarla. Hoy quiero trabajar
humildemente, es cierto, pero con eficacia, con verdad. Hay que defender a la España que surge”
(III, 1.519). También, en 1913, en una nota autobiográfica para una proyectada antología de
Azorín, escribe: “Pero creo que se debe luchar por el porvenir y crear una fe que no tenemos”
frente a “la falta de virilidad espiritual”, citado en Ribbans, op. cit., p. 270. Aunque le falta el
egocentrismo unamuniano tenemos que aceptar que compartieron la misma fe mesiánica.
33. Reproducido en Ribbans, p. 234.

403
34. Para un estudio más amplio, ver P. de CARVALHO-NETO: La influencia del folklore en Anto­
nio Machado; Madrid: Ediciones Demófilo, 1975; M. URBANO: El cante jondo en Antonio
Machado; Córdoba: Ediciones Demófilo, 1982, y Antonio MACHADO Y NUÑEZ: Páginas
escogidas (estudio preliminar de E. Aguilar, selección de J. Corriente), Servicios de Publicacio­
nes del Exento. Ayuntamiento de Sevilla, 1989.
35. Antonio MACHADO Y ALVAREZ: “Introducción al estudio de las canciones populares”; en
Estudio sobre literatura popular; I, Madrid, 1884, p. 6.
36. Ver nota 34 y M. P. PREDMORE: “La herencia andaluza en las Soledades de Antonio Macha­
do"; en Insula, 506-507, 1989, pp. 61-64.
37. Ver la introducción de H. Ramsden a Azorín: La ruta de don Quijote; Manchester University
Press, 1966, y mi “Modernismo frente a noventaiocho: El caso de las Andanzas de Unamuno”; en
Anales de la literatura española; Alicante, 8, 1989.
38. R. DE MAEZTU: Obras; Madrid: Rialp, 1967, II, p. 126.
39. A. MACHADO Y ALVAREZ: “Cuentos populares españoles”; en Biblioteca de las tradiciones
populares españolas; I, Madrid: Fernando Fe, 1984, pp. X-XI.
40. Ver mis artículos sobre Jiménez y el 98 y Jiménez y Ortega citados en las notas 2, 4 y 23.
41. Ver la correspondencia entre Juan Ramón y José Sánchez Rodríguez reproducido en A. SAN­
CHEZ TRIGUEROS: Cartas de Juan Ramón Jiménez al poeta malagueño José Sánchez Rodrí­
guez; Granada, 1984 y mi comentario sobre el tema en “Sobre la discriminación de los modernis­
mos y el supuesto liderazgo de Rubén Darío”, de próxima aparición en las Actas del Congreso
Internacional sobre Rubén Darío y el Modernismo, Granada, y mi estudio sobre Manuel Machado
citado en la nota 3.
42. M. PEREZ FERRERO: Vida de Antonio Machado y Manuel; Madrid, 1947.
43. Ver El trabajo gustoso (Conferencias), México, 1961, y mi artículo sobre Jiménez y el 98, citado
en la nota 4.

404
UNA CARTA INEDITA DE ANTONIO MACHADO

Sabina de la Cruz

Esta carta que Antonio Machado escribió dos meses antes de salir hacia el
exilio y tres antes de su muerte, es rigurosamente inédita. Fue encontrada en
febrero de 1939, recién ocupada Barcelona por las tropas de Franco1, entre los
papeles dispersos de una torre-palacio del barrio de Bonanova, después de ser
abandonado por sus últimos ocupantes2.
Está manuscrita en papel de cartas tamaño cuartilla, con pluma metálica y en
tinta azul ya desvaída. La grafía del texto revela tinta, pluma y mano distintas a las
de la firma. Es bien conocido por los machadianos que en los últimos meses de la
vida de Machado, era su hermano José quien manuscribía muchos de los artículos
y cartas de Antonio, al no disponer de máquina de escribir en aquellas circunstan­
cias de guerra3.
El texto de esta carta está manuscrito por José y la firma es la de Antonio. El
contenido demuestra, sin duda alguna, lo que la firma testifica, no sólo por algu­
nas peculiaridades de estilo4, ni por la alusión al regalo de tabaco, acaso el único
vicio del poeta5, sino por las referencias a otros trabajos que en aquellas fechas
había realizado para la radio o para el periódico La Vanguardia de Barcelona6.
Pero, sobre todo, es el tema del escritor combatiente que predomina en esta carta
lo que la identifica como machadiana. Durante los tres años de guerra, Machado
luchó con su pluma como en el frente se luchaba con las armas, por “la buena
causa de la República”. Escribió diariamente artículos (para Hora de España y
para diversos periódicos, sobre todo La Vanguardia, desde su llegada a Barcelo­
na) , colaboró con el Servicio Español de Información, firmó manifiestos y dirigió
numerosas cartas a los amigos, a los soldados. En todos sus escritos se manifiestan
los mismos sentimientos que en esta carta, la lúcida mirada con que supo descubrir
los peligros internos o la verdad de la traición europea en las contradictorias y
oscuras declaraciones de los políticos franceses e ingleses.
Esta carta es, por consiguiente, uno más entre sus escritos de guerra, pero
cobra especial importancia por estar dirigida a “Fermín Mendieta”, seudónimo
periodístico del político socialista Julián de Zugazagoitia, en aquellos momentos
Secretario General del Ministerio de Defensa y colaborador directo del Presidente
del Gobierno, al haber asumido éste la cartera de Defensa en la reorganización del
nuevo Gabinete7. La personalidad de Zugazagoitia transcendía los límites polí­

405
ticos. Era, antes que nada, escritor y viejo periodista, redactor de El Liberal, en
Bilbao, colaborador de La lucha de clases y director de El Socialista.
Al trasladarse el Gobierno a Barcelona a finales de octubre de 1937, La Van­
guardia fue convertida en el portavoz de Negrín y la firma de “Fermín Mendieta”
aparece regularmente en sus páginas. Estos son los “bellos artículos, tan bien
intencionados como oportunos”, a que alude la carta de Machado, dirigida a un
“querido amigo”, escritor como él, pero además con suficiente poder político
tanto en el Ministerio como en el periódico, para intervenir con eficacia en el “sa­
botage” (“evidente”, dice sin rodeos) de sus artículos. La mención de una “quinta
columna” que operara desde dentro de los propios talleres del portavoz oficial,
muestra la situación de acoso a que estaba sometida Barcelona en aquel 22 de
noviembre de 1938, fecha que encabeza la carta.
Hacía ya ocho meses que los Machado vivían en Barcelona8. El Gobierno les
instaló en una mansión del barrio de Bonanova, Torre Castanyer, número 21 del
Paseo de San Gervasio (como puede observarse, es la dirección consignada al final
de la carta) y en esta torre-palacio del siglo XIX permanecerán hasta su salida
hacia el exilio el 22 de enero de 1939. “Amplia casa, mejor, palacio abandonado,
en que vivía rodeado por un viejo jardín romántico”9.
Hay numerosos testimonios de la vida del poeta en Barcelona, desde entrevis­
tas para periódicos (por ejemplo el publicado por La Voz de Madrid el 8 de octu­
bre de 1838) hasta los relatos de sus amigos escritores (entre otros, José Bergamín
o Ilya Ehrenburg). Cada testigo destaca una faceta de Machado y del ambiente en
que vivía. Hay, empero, coincidencias que, por serlo, aportan datos ciertos de
aquellos últimos meses: las tertulias en Torre Castanyer con la presencia de inte­
lectuales amigos como Tomás Navarro o Corpus Barga y las veladas musicales de
los domingos, el maestro Torner al piano desarrollando temas del folklore recogi­
dos por toda España, prolongando así la tradición de aquella familia “acostum­
brada a la conversación, al buen decir cultivado desde los tiempos de las tertulias
que presidía Doña Cipriana en casa de los abuelos”10 y que persistieron en el
domicilio de la calle General Arrando 4, de Madrid, alrededor de la madre del
poeta y de la familia de José. También ahora, por las estancias de Torre Castan­
yer, hay una “anciana y venerable dama que se desliza quedamente, en silencio,
con la ingravidez de un pájaro. Entran unas chicuelas, alegres y revoltosas”11 y
Antonio Machado sigue siendo un hombre noble, sencillo y cordial.
Pero ha vivido demasiadas amargas experiencias, y a sus 63 años está ya muy
trabajado por la enfermedad y por las tristezas de una guerra que él vive total y
trágicamente comprometido. De este noviembre de 1938 poseemos una minuciosa
descripción, apoyada por las últimas fotografías que se conservan12: “Don Anto­
nio está flaco, macilento. Tiene el rostro descarnado, amarillento, anguloso. Está
casi calvo, una pobre calva de maestro de escuela. Usa unas gafas que le comen la
faz chupada, marchita (...) ¡Cómo ha envejecido!... Don Antonio Machado con su
voz mate, grave, nos preguntaba tristemente: —¿No cree Vd. que todo está perdi­
do?—. Contestábamos tristemente: —Sí, don Antonio: todo está perdido.”
También José confirma que para entonces hasta el animoso Machado temía,
aunque no lo dijera “a nadie —salvo a sus íntimos— que la guerra se perdería irre­
misiblemente. Esta tristísima convicción le causó gran angustia, porque no creía
en modo alguno en la inutilidad de los esfuerzos hechos por tan heroicas milicias,

406
y esperaba que serían fecundísimas en un porvenir más o menos lejano, el presente
lo veía completamente perdido”13.
No hay ninguna duda que Machado conocía bien cómo andaba la suerte de su
España, incluso en lo más oculto, esa “quinta columna” que se infiltraba en todos
los organismos sociales y minaba los esfuerzos de la retaguardia, colaborando efi ­
cazmente con el ejercito franquista, ya a punto de dar la embestida final a la Bar­
celona republicana. Y, sin embargo, desde el mes de abril en que llegó a Barcelo­
na, habían ido alternándose etapas de inminente desastre y de justas esperanzas.
En marzo, la ciudad había quedado sin servicios públicos y sin industria al apode­
rarse los nacionalistas de las centrales eléctricas del Pirineo que servían la energía
eléctrica a Cataluña14. Pero en abril, el Dr. Negrín consigue de Blum que se abra
la frontera con Francia y hay un corto alivio con la entrada de gasolina, armas y
alimentos. Muy corto, puesto que a finales de mayo vuelve a cerrarse13 y desde el
verano el hambre se adueña de la ciudad, sin posible alivio, por el bloqueo que
Franco impuso a los buques que llevaban alimentos a los puertos republicanos.
Las secuelas son terribles, tanto porque originan la obsesión única y angustiosa de
encontrar algo de comer, como por las enfermedades provocadas por insuficiencia
alimenticia16.
Añádase a este cuadro la acción de las bombas. Barcelona y otras grandes ciu­
dades fueron bombardeadas como táctica de guerra para desmoralizar a la pobla­
ción civil17. Machado, al agradecer el regalo de tabaco, hace un quiebro de humor
amargo en su carta: “Me llega como llovido del cielo, de donde, dicho sea de paso,
no siempre han de caer bombas”.
El verano de 1938 se abre con una recuperación del prestigio de la República
española en el ámbito internacional. En mayo, el Jefe del Gobierno, Negrín, defi­
nió en un programa de “trece puntos” la actitud de la República, proclamando la
adhesión a la Sociedad de Naciones y la política de paz del país. También la mar­
cha de la guerra ha experimentado un cambio favorable: el 24 de julio comienza la
batalla del Ebro, en una acción perfectamente preparada y ejecutada, pues aun­
que la ofensiva queda paralizada el 1 de agosto, el ejército republicano defendió
heroicamente sus posiciones hasta diciembre.
La política internacional inclina la balanza hacia el gobierno republicano
durante ese mes de agosto, incluso personalidades conservadoras como Wiston
Churchill se declaran favorables a la República española18. Enfrente de las demo ­
cracias, Hitler, que ya se había anexionado Austria, presiona a Checoslovaquia
para que entregue a Alemania las zonas fronterizas de los Sudetes. Ni la media­
ción de Inglaterra, respetuosa con Hitler pero que no desea la guerra, es suficiente
para detenerle y en la última semana de septiembre la contienda parece inevitable.
Los suministros alemanes a la España nacionalista se cortan de inmediato, y ante
la opinión internacional que se prepara para resistir, la Alemania belicista, los
republicanos españoles son ya unos primeros combatientes por la democracia. En
ese momento se jugó la gran partida, a espaldas de España, pero determinante
para ella: el Pacto de Munich firmado por los jefes de gobierno de Inglaterra,
Francia, Italia y Alemania (Rusia no fue consultada) forzaron a los checos a doble­
garse ante Hitler. La guerra mundial se había evitado, de momento, y Alemania,
ya con las manos libres, envió en noviembre numerosos suministros a Franco,
previa la firma de un tratado que les daba participación mayoritaria en las más

407
importantes minas españolas. Bien pertrechado su ejército, Franco pudo lanzar en
diciembre la ofensiva final en el frente del Este. Inútil fue el gesto de la República
aceptando la salida de los brigadistas que habían combatido junto a los milicianos
españoles19.
El 22 de noviembre, fecha en que se escribe esta carta, la suerte de España
estaba decidida (y también la de Europa, demorada tan sólo hasta el 1 de septiem­
bre de 1939). Antonio Machado no duda en señalar a los culpables: “Mr. Cham-
berlain y lord Halifax, y cuantos hacen en Inglaterra una política de clase, que pre­
tenden vender por política de Estado (...), cuantos siguen en Francia, más o
menos a remolque, una política semejante a la inglesa, cualquiera que sea su filia­
ción política (...) Ellos saben muy bien que su gran pecado no ha sido en Praga, ni
en Munich, sino en París y en Londres: se llama el Comité de No Intervención en
España. Porque, evidentemente, es en España donde debieron de intervenir hace
ya más de dos años para impedir que España fuera invadida por los más implaca­
bles enemigos de Francia (...) Y es ahora cuando para tranquilidad de todos ha
dicho Chamberlain que ni Hitler ni Mussolini tienen la menor ambición en Espa­
ña, ni siquiera de perturbar el equilibrio mediterráneo. Lo afirma Chamberlain y,
digámoslo con ironía shakesperiana,

Chamberlain is an honourable man.

Los sinceros amigos de Francia y de Inglaterra —más amigos aún, claro está,
de nuestra España—, vemos con más repugnancia que terror que la suprema ini­
quidad contra nosotros se proyecta en todas las cancillerías donde el fascio se
alberga y, por ende, también en las de Londres y París. De los cuatro fingidos no
intervencionistas, los dos invasores de nuestra patria se quitarán pronto la careta,
que ya les sofoca. Las máscaras eran inútiles por demasiado transparentes. Los
otros dos procurarán conservarlas, no por miedo a nosotros, sino a sus propias
conciencias, quiero decir a sus propios pueblos, a quienes vienen engañando. Son
estos pueblos mismos los que han de arrancárselas”.
Como decía José, Machado no se engaña a sí mismo, por intensos que sean
sus deseos, y prevé la acaso ya inevitable pérdida de la guerra, pero si la España
republicana cae “su deber es caer con dignidad, resistir hasta el fin, porque sólo así
sería indefectible su resurgimiento futuro. Y, por de pronto, España piensa en la
victoria, porque está segura de merecerla”20. Es el escritor combatiente el que así
escribe, así lucha.
“A medida que el tiempo avanza, el problema se agudiza, no para nosotros,
sino para todos. En verdad, nosotros lo hemos sacado de puntos para reducirlo a
sus propios términos”21. Machado vislumbra el futuro europeo, del que la guerra
española no ha sido sino un preámbulo, como una guerra sin honor para Francia e
Inglaterra, culpables de la claudicación de Checoslovaquia, de la pérdida de Espa­
ña. “Cuesta trabajo pensar que nadie, de buena fe, pueda en Inglaterra y en Fran­
cia amparar esta política (...) En las esferas del Gobierno y de la plutocracia anglo­
sajona imperante reina el terror a un despertar verdadero de la conciencia de los
pueblos (...) Cierto que en Inglaterra y Francia han sonado ya voces acusadoras
que suponen conciencias vigilantes”, si estas voces no se escucharan “Inglaterra
y Francia habrían perdido no sólo sus posiciones estratégicas para la inevitable

408
contienda futura, sino su razón de ser en la historia. Ni dignidad ni precio; ni
honra ni provecho. Les quedaría una fuerza disminuida y degradada y una retórica
manida, sin valor ideal, que no podrá convencer a nadie. Porque entre el deshonor
y la guerra -recordemos las palabras de Churchill— habrían elegido el deshonor
y tendrían la guerra”22.
El no llegó a vivir esta realidad descrita con tal clarividencia, pero sí los pue­
blos invadidos y bombardeados de ambas naciones.
Machado en la Barcelona de los últimos meses de la guerra civil y los prelimi­
nares de la guerra europea: este es el contexto espacio-temporal en que se inscribe
y se escribe el texto inédito que aquí se presenta. Esta carta, por el lugar y el tiem­
po, por su contenido y su destinatario, es una carta de guerra, la carta de un repu­
blicano de siempre que sigue aún luchando, contra toda esperanza, por la “buena
causa de la República”, “al lado del gobierno y, por descontado, al lado del pue­
blo, del pueblo casi inerme que era, no obstante su carencia de máquinas guerre­
ras, el legítimo ejército de España”23. Ese pueblo que eligió libremente un 14 de
abril el gobierno que deseaba, y cuya bandera izó Antonio Machado, con otros
ilustres vecinos, en el balcón del Ayuntamiento de Segovia.

409
NOTAS
1. Barcelona cae el 26 de enero.
2. En esta torre fueron alojados oficiales del ejército nacionalista. Uno de ellos, amigo de Blas de
Otero, se la envió y, muchos años después, me la confió para que la publicara. Cumplo hoy este
deseo, en el cincuentenario de la muerte de Antonio Machado. No es posible identificar al palacio
en que fue encontrada la carta, pero teniendo en cuenta que iba dirigida al Secretario General de
Defensa y que este Ministerio estaba instalado también en la Bonanova, puede pensarse que se
trata de la misma torre. (Agradezco a don José Prat este dato.)
3. En carta a Juan José Domenchina (Valencia, 21 de junio de 1937) dice Machado: “Como no
tengo máquina, le mando una copia con la mejor letra de mi hermano Pepe, clara y espaciada”
vid. Monique ALONSO: Antonio Machado. Poeta en el exilio; Barcelona: Anthropos, 1985,
p. 221. Seguiremos utilizando los textos machadianos recogidos en este libro, imprescindible para
conocer al Machado de la guerra civil). En la obra citada (pp. 320-325) se inserta fotografía del
manuscrito de un artículo de Antonio Machado publicado en Nuestro Ejército, 2-3 (mayo-junio,
1938). Como en esta carta, el texto tiene letra de José, mientras que el título, correcciones, firma
y fecha son de Antonio. Cuando mostramos la carta a las sobrinas Leonor y Mercedes Machado
confirmaron que era la letra de su tío José. Posteriormente, Eulalia, hija de José, me comunicó
que el poeta nunca consintió que nadie copiara sus escritos excepto este fiel y querido hermano,
que dos días después de la muerte de Antonio, confesara en carta a Tomás Navarro: “Usted sabe
muy bien la compenetración, hasta la identidad, que nos unía a través de una vida fraterna —
siempre estuvimos juntos— que sólo la muerte podía romper” (M. Alonso, o.c., p. 514). José
Machado ilustró la edición de La Guerra de su hermano Antonio (Madrid: Espasa-Calpe, 1937)
y a él le debemos el relato de los momentos finales del poeta (Ultimas soledades del poeta Antonio
Machado; Madrid, Forma, 1977).
4. En “Glosario de los 13 fines de la guerra”, artículo publicado en La Vanguardia el 13 de noviem­
bre de 1938 (pocos días antes de escribir la carta que comentamos), dice: “Reparemos en el con­
tenido de este párrafo esencialísimo sin pretender completarlo, porque su análisis completo
requiere muy hondas meditaciones, que exceden en mucho a nuestra capacidad de reflexión” (M.
Alonso, o.c., p. 413). Comparémoslo con este párrafo de la carta: “Mil gracias por sus benévolas
palabras, que exceden en mucho a mis merecimientos”. Obsérvese también la costumbre de escribir
galicismos en su original forma francesa: “La guerra, como chantage —hubiera dicho Juan de Mai-
rena en nuestros días” (“Desde el mirador de la guerra. Miscelánea apócrifa”, La Vanguardia, 25 de
septiembre de 1938, en M. Alonso, o.c., p. 386) y en la carta: “Si pudiéramos evitar el sabotage".
5. Hasta su médico y la propia familia tuvieron que transigir con el inveterado fumador. Bien lo
sabían cuantos visitaban a Machado, y cuantos le querían, que el mejor regalo era un paquete de
tabaco negro: “ — ¿Tienes tabaco picado, Castro? —¿Para qué? —Quería que fuéramos a ver a
Antonio Machado... Al viejo le gusta el tabaco negro y picado... Y hacer sus propios cigarros con
mucha calma” (E. Castro Delgado: Hombres made in Moscú; Barcelona: Luis de Caralt, 1963,
p. 617. Hasta los soldados le envían tabaco recogido entre sus escasas raciones. Machado lo agra­
dece, emocionado, en carta a Enrique Líster: “Querido amigo: Recibo su carta y su espléndido
regalo. Con toda el alma agradecido a sus hombres” (en Memorias de un luchador, de Enrique
Líster, tomado de M. Alonso, o.c., p. 456).
6. Las colaboraciones de Machado en La Vanguardia desde abril de 1938 en que llega a Barcelona,
son numerosísimas. Los “trabajos que escribí para ser radiados” son la alocución “A todos los
españoles”, radica en la emisión “Voz de España”, que se emitía diariamente en Barcelona. Se
recogió en La Vanguardia el día 22 de noviembre “con gran aditamento de erratas, confusiones
de líneas, etc.”, como dice Machado en esta carta escrita nada más leer el artículo. La indignación
del escritor muy cuidadoso que era Antonio Machado ante las erratas de imprenta se une a la sos­
pecha de que sus artículos fueran saboteados desde los mismos talleres tipográficos del periódico.
En conversación con la investigadora Monique Alonso, que ha examinado minuciosamente todos
los escritos de Machado en los años de la guerra, me dice que las modificaciones introducidas
venían de tal modo arregladas que era imposible detectarlas si no se conocían los originales. Esto
hace pensar que no iba descaminado el poeta al solicitar la atención del Director del periódico (en
noviembre de 1938 lo era Fernando Vázquez Ocaña), ante una posible actuación de elementos
antirrepublicanos dentro de La Vanguardia.

410
7. Julián de Zugazagoitia Mendieta nació en Bilbao y murió en Madrid, fusilado por las autoridades
nacionalistas en 1940. De profesión periodista, había sido diputado socialista en las Cortes Cons­
tituyentes de 1931 y en las del 36, en 1937 Ministro de Gobernación en el primer Gobierno
Negrín. Amigo personal tanto de Prieto como de Negrín, actuó de mediador entre ambos en el
enfrentamiento que llevó a la dimisión de Prieto y formación de un nuevo Gobierno en abril de
1938. “Por sus años de experiencia como escritor y un largo conocimiento íntimo de los círculos
socialistas y republicanos, logró dar un relato más equilibrado de la política de la zona republi­
cana que muchos escritores posteriores”, dice el historiador Gabriel Jackson {La República Espa­
ñola y la guerra civil; Princenton: Princenton University Press. 1956. La versión española que uti­
lizó fue impresa en México en 1967, p. 343, nota 21). No sólo fueron los conocimientos políticos
de Zugazagoitia los que hacen de él un veraz escritor, sino la honradez personal que todos le reco­
nocen, incluso cuando tuvo una cartera tan comprometida como la de Gobernación (vid. María
Carmen García-Nieto y Javier M. Donézar; La guerra de España, 1936-1939, vol. X, Madrid:
Guadiana, 1974, pp. 22 y sig., y la O. C. de Jackson, p. 330). Buen novelista de relatos cortos de
ambiente bilbaíno, escribió también la biografía de destacados socialistas como Pablo Iglesias o
Tomás Meabe (prólogo Las fábulas del errabundo, de este último, en la edición de Madrid:
Leviatán, 1931) o la de un militante obrero (Una vida anónima: un obrero), pero es la obra histó­
rica de Zugazagoitia la que le ha dado una justa fama. Se publicó la primera edición en Buenos
Aires (Ediciones de La Vanguardia, 1940) con el título Historia de la Guerra Española, reeditada
como Guerra y vicisitudes de los españoles en París (Librairie Espagnole, 1968), con presentación
de Roberto Mesa y en Barcelona (Crítica, 1977), con prólogo de Francisco Bustelo. En la presen­
tación de R. Mesa se unen los nombres de Zugazagoitia y de Fermín Mendieta (“se mantuvo en
las páginas de La Vanguardia de Barcelona con el seudónimo de Fermín Mendieta”, p. 7). Usó
este seudónimo que recogía su segundo apellido, durante los años en que formó parte del
Gobierno y, más tarde, en los artículos que publicó en la revista Norte en los años 1939 y 1940 que
permaneció exiliado en Francia. Fue detenido en París después del armisticio (1940) y entregado
por la Gestapo a la policía española, condenado a muerte y ejecutado el mismo año. (Agradezco
la colaboración de cuantas personas he tenido que consultar para obtener estos datos, en especial
el periodista de La Vanguardia. Lluis Permanyer, y el poeta Joaquín Horta, Irene Falcón y el
Centro de Documentación del Partido Socialista Obrero Español en su sede de Madrid, así como
la familia Machado y Monique Alonso.
8. En Valencia había vivido la familia completa, pero Joaquín y Francisco, con sus familias, se
habían trasladado antes a Barcelona, siguiendo al Gobierno en octubre del 37. A comienzos de
abril de 1938 acompañan a Antonio su madre, doña Ana Ruiz, José y su esposa Matea y sus tres
hijas, aún muy niñas, que poco tiempo después de su llegada a Barcelona, y ante el peligro de los
bombardeos, salen en una de las expediciones de niños españoles hacia la Unión Soviética. José
y Matea ya no se seraparán de Antonio y de la madre hasta la muerte de estos.
9. Testimonio de José Bergantín recogido en M. Alonso, O. C., p. 285. También está allí el de Uva
Ehremburg, p. 287.
10. Vid. Sabina DE LA CRUZ y José PAULINO A YUSO: Los Machado y su tiempo: Madrid: Fun­
dación Española Antonio Machado, 1987, p. 103. Acerca de los escritos realizados en estos años
en Valencia y Barcelona es muy interesante consutar Antonio Machado. Ejemplo y lección, de
Leopoldo de Luis (Madrid: Fundación Banco Exterior, 1988, pp. 146 y 147).
11. Entrevista concedida a Voz de Madrid, 13 (8 octubre 1938) y recogida en M. Alonso, O. C.,
p. 291.
12. Testimonio de Luis Capdevilla, en M. Alonso, O. C., 278.
13. José MACHADO: Ultimas soledades (obra citada en nuetra nota 3) p. 145.
14. Gabriel Jackson, O. C., pp. 341 y 371-372
15. Ibídem, pp. 376-377.
16. Ib., p. 372. Jackson recoge el testimonio de A. Pedro Pons: Enfermedades por insuficiencia ali­
menticia observadas en Barcelona durante la guerrra (Barcelona: 1940). El Dr. Pons era profesor
de medicina clínica en la Universidad de Barcelona.
17. Jackson, O. C., pp. 341 y 372. Aunque la prensa nacionalista negara a menudo estas incursiones
ante la crítica de los organismos internacionales, a finales de diciembre, tanto en el diario falan­
gista Arriba-España como en el republicano Fragua Social, se dan en primera plana sendas noti­
cias: “La aviación nacional bombardeó el domingo con más intensidad el puerto de Barcelona”,

411
“Impotente para vencer la bravura indomable de nuestros soldados en el frente del este, el invasor rea­
lizó ayer el más monstruoso y terrible bombardeo contra la ciudad de Barcelona. En cuatro ocasiones
los aviones del crimen lanzaron sobre la población explosivos de gran potencia, precisando, en dos de
las incursiones, como objetivo el centro de la ciudad. Han sido recogidos 26 muertos y 80 heridos.”
(1 de enero de 1939).
18. G. Jackson, O. C., p. 381.
19. Ibídem, p. 384. Las Brigadas Internacionales desfilaron por Barcelona el 15 de noviembre. El 16
salieron también de España 10.000 veteranos italianos.
20. “Desde el mirador de la guerra”, La Vanguardia, 10 de noviembre de 1938. En M. Alonso,
O. C., pp. 488-411.
21. La Vanguardia ,7 diciembre 1938. Ibídem, p. 433.
22. La Vanguardia, 6 de enero de 1939. Ib., p. 436-38.
23. Carta dirigida por Machado a María Luisa Carnelli recogida por M. Alonso, O. C., p. 455.

412
Transcripción de la carta

[Cuartilla. A pluma metálica, con tinta azul.]

Barcelona 22-11-38

Sr. Dn. Fermín Mendieta


Mi querido amigo:

Recibí su amable carta. Mil gracias por sus benévolas palabras, que
exceden en mucho a mis merecimientos. Mil gracias también por su espléndido
regalo de tabaco, que me llega como llovido del cielo, de donde, dicho sea de
paso, no siempre han de caer bombas.
Leo con gran interés sus bellos artículos, tan bien intencionados como oportu­
nos, y deploro que sea Vd. también víctima de los descuidos a que esa imprenta
quisiera habituarnos.
Yo le ruego que llame la atención de nuestro querido Director, por si la
quinta columna no se ha adueñado todavía de las cajas tipográficas.
Los trabajos que escribí para ser radiados y que, probablemente, venían ya
plagados de incorrecciones de las máquinas del Ministerio, se han publicado con
gran aditamento de erratas, confusiones de líneas, etc. Como se trata de trabajos
consagrados a la buena [al dorso] causa de la República, me atrevo a molestar la
atención de los buenos amigos, por si pudiéramos evitar el sabotage, más o menos
consciente, pero indudable de mis artículos.
El más cordial saludo de su agradecido buen amigo y devoto lector

Antonio Machado

S. C. “Torre Castañer”, Paseo de San Gervasio, 21.

413
LA NOCION CROMATICA EN LA OBRA POETICA
DE ANTONIO Y MANUEL MACHADO

María del Mar Espejo Muriel


Universidad de Granada

1. Introducción

La obra poética de Antonio y Manuel Machado se encuentra impregnada de


numerosas nociones cromáticas interesantes por su variedad y distribución1.
Para proceder a su estudio tenemos que resolver algunos problemas previos.
Problemas que, en su mayor parte, se han visto resueltos, tras largas y frecuentes
conversaciones con mi maestro, el profesor Dr. D. José Mondéjar Cumpián,
director de mi memoria de licenciatura2 y, actualmente, de la tesis doctoral.
Los puntos que debemos dilucidar en el presente trabajo son los siguientes: a)
qué designaciones van a ser las seleccionadas; b) qué tipo de investigación vamos
a llevar a cabo; c) cómo se va a proceder a la clasificación del material obtenido.
Las respuestas son las siguientes:
a) En primer lugar he de decir que me voy a limitar al estudio de sólo aque­
llas denominaciones que expresen color, excluyendo las referidas a las que denotan
ausencia de color: blanco y negro. En consecuencia, nos centraremos por un lado, en
aquellas que conforman, en física, la descomposición de la luz blanca del espectro
solar, y, por otro, en aquellos colores que resulten de la mezcla de alguno de los cita­
dos3. Se trata en este caso de los nombres de color “intermedios” o de “transición”4.
b) La investigación que vamos a llevar a cabo es estrictamente lingüística.
Con ello queremos decir que no atenderemos a fenómenos en los que el color se
utiliza como valoración emocional.
Por el contrario, atenderemos a problemas lingüísticos pertenecientes al
campo de la lexicología o morfosintaxis, de unidades tales como adjetivos, sustan­
tivos y verbos. Por consiguiente, serán objeto de nuestro interés, aspectos relacio­
nados con la sinonimia, derivación y composición, cultismos, entre otros.
Nos ha parecido útil proceder a la comparación entre la expresión lingüística
empleada por uno y otro autor, con el fin de dilucidar el funcionamiento de nues­
tra lengua en la poesía de los hermanos Machado.
c) Según la naturaleza de los formantes, el material será dividido en estruc­
turas simples y estructuras complejas. Las estructuras simples están formadas por
lexías del tipo rojo, carmín, rojizo, etc. Las complejas presentan en su formación
dos nombres unidos, incluso por relación sintagmática: verdiamarillo, verde claro,
rojo vivo, amarillo calabaza, etcétera.

415
2. Estructuras simples

Desde el punto de vista semántico, los nombres de color que presentan una
estructura simple se reparten de dos modos, según se refieren al color como
noción abstracta o concreta. Es decir, por una parte tenemos aquellas lexías que
sólo indican un color determinado (“palabras”): rojo, carmesí, grana; por otra,
incluimos en nuestro estudio aquellas que aluden a una realidad concreta (“térmi­
nos”) : moreno, ‘persona que tiene la piel con un tono más oscuro que los de raza
blanca’5.
El estudio lingüístico de las “palabras” ha de ser estrictamente semántico, y
como tal, seguiremos las pautas de la semántica estructural desarrollada por E.
Coseriu6.
En relación con los “términos” de color, éstos se distribuirán conforme a la
naturaleza a la que aludan: animal, vegetal, mineral, etc. Ej.: castaño designa la
‘persona que tiene el cabello de color de la castaña’ (DRAE s. v.).
Tanto en el apartado de las “palabras” como de los “términos”, trataremos de
establecer las relaciones sinonímicas pertinentes, la idiosincrasia de los motivado-
res, o de las fuentes de creación de las formas lingüísticas —como veremos más
adelante—, aspectos morfológicos, etc.

2.1. Nombres de color en sentido abstracto (palabras).

Las denominaciones de color se han agrupado en relación con el campo cro­


mático al que pertenecen. Así, pues, los campos conformados se refieren o bien a
colores “primarios” o “puros”, o a los llamados “intermedios”, resultantes de la
combinación de varias tinturas7.
Los colores “primarios” son rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y
violado. Los nombres de color “intermedios” que configuran nuestro trabajo vie­
nen dados por el gris, marrón y rosa.
La investigación que vamos a llevar a cabo comprende dos aspectos: a) un
análisis comparativo entre las lexías empleadas por uno y otro autor, en cada
campo cromático; b) el estudio semántico de cada color.
a) Análisis comparativo. Distinguiremos las denominaciones comunes a los
hermanos Machado, de las empleadas exclusivamente por cada uno de ellos.
— Campo del color rojo. Se produce una diferencia considerable entre
ambos; mientras A. M. emplea un total de 22 variantes, M. M. utiliza aproximada­
mente la mitad12.
Denominaciones comunes: bermejo, carmín, colorado, colorar, grana, púrpu­
ra, rojizo, rojo.
A. M.: cobrizas, corinto, ígneo, purpurino, enrojecer, encendido, escarlata.
M. M.: arrebol, arrebolar, purpúreas.
— Campo del color anaranjado. Sólo está presente en la obra poética de A.
M. bajo la voz anaranjado.
— Campo del color amarillo.
Denominaciones comunes: amarillear, amarillo, áureo, rubio, dorado, dorar,
oro, pálido, palidez.

416
A. M.: amarillecer, amarillento, jalde.
M. M.: palidecer, blonda, trigueña.
— Campo del color verde.
Denominaciones comunes: glauco, verde, verdor.
A. M.: Enverdecido, verdear, verdecido, verdín, verdinoso, verdoso.
M. M.: verdecer, verdura.
— Campos del color azul.
Denominaciones comunes: azul, azulado.
A. M.: azulear, indio, tornasol.
M. M.: celeste.
— Campo del color añil.
A. M.: añil, índico, lila.
M. M.: turquí.
- Campo del color violado.
Denominaciones comunes: cárdeno, violado.
A. M.: violeta, violado.
M. M.: lívida, lividez.
- Campo del color gris:
Denominaciones comunes: gris, plomizo, grisiento, ceniciento.
A. M.: acero.
— Campo del color marrón.
Denominaciones comunes: parda.
A. M.: tostado, moreno.
— Campo del color rosa.
Denominaciones comunes: rosa, rosada.
A. M.: sonrosada.
Conclusiones: Se emplean los mismos campos cromáticos, con la excepción
del color “anaranjado”, que se encuentra presente sólo en la obra de A. M.
Se recogen más denominaciones comunes a ambos —supone un total de 31
formas — , que las utilizadas exclusivamente por alguno de ellos. Respecto del
léxico privativo, observamos que en A. M. se recoge el doble (31 variantes) del
registrado en M. M. (13).
b) Pasamos ahora a desarrollar la estructuración semántica de estos nom
bres de color.
Tenemos un campo semántico por cada campo de color. En cada campo cro­
mático distinguimos tres tonalidades comprendidas desde la considerada “nor­
mal”, hasta la tonalidad “mínima” y “superior”.
Cada tonalidad se divide en dos zonas: una central, llamada también de “esta­
tismo” o “estática”, y otra marginal, llamada “dinamismo” o “dinámica”.
La zona “estática” comprende en el caso del rojo, los rasgos de ‘mostrar o
poseer el color rojo’, para la tonalidad “normal”; ‘poseer o mostrar rojo claro’ o
‘rojo pálido’, cuando afecta a la tonalidad “mínima”; y ‘poseer o mostrar el color
rojo oscuro’, para la tonalidad superior.
La zona “dinámica” se subdivide en “acercamiento” y “alejamiento”. Veamos
cómo se comporta en cada tonalidad.
El “acercamiento” de la tonalidad normal viene dado por ‘pintar, teñir,
ponerse de color rojo’; en la tonalidad mínima, ‘tirar a rojo’, ‘ser algo rojo’, ‘mos-

417
trar el color que tira a rojo’, y, respecto de la tonalidad superior, ‘pintar, poner,
dar de color rojo oscuro’, ‘tirar a rojo oscuro’.
El “alejamiento” de la tonalidad normal comprende los mismos rasgos an­
teriores, más el contacto con otros colores. Ej.: corinto ‘rojo oscuro que tira a
violeta’9.
Conviene añadir que para la extracción de los contenidos semánticos de los
lexemas, hemos atendido con preferencia a los ofrecidos por la última edición del
Diccionario de la Lengua Española (DRAE), año 1984, publicada por la Real
Academia. Si bien, en algunos casos se han visto alterados por la casuística presen­
tada en la obra de dichos poetas10.
Una vez asentados los criterios sobre los que hemos elaborado los campos
semánticos, pasamos al desarrollo de los mismos.
— Campo del color rojo.
Tonalidad normal. A) Los rasgos que configuran la zona “estática” son ‘rojo’,
‘rojo encendido’, ‘rojo muy subido’, ‘rojo poco subido’; todos ellos pertenecientes
a los lexemas respectivos: grana, colorado, rojo, arrebol / carmín / encendido,
ígneo / escarlata. B) Zona “dinámica”. B-l) “Acercamientos”: ‘dar o poner de
color colorado’, enrojecer, arrebolar; B-2) “Alejamiento”: ‘rojo subido que tira a
violado’, púrpura, purpurino, purpúrea: ‘rojo pardo’: cobrizas.
Tonalidad superior. A) Zona “dinámica”. A-l) “Alejamiento”: ‘rojo oscuro
que tira a violáceo’, corinto.
Tonalidad inferior. A) Zona “estática”: ‘rojo claro’, bermejo, rojizo. B)
Zona “finámica”. B-l) “Acercamiento”: ‘tirar a rojo’, rojizo, colorar.
Campo del color anaranjado.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘color naranja’, anaranjado.
— Campo del color amarillo.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘amarillo’, amarillo, áureo, dorado, oro,
rubio, blonda, trigueña. El rasgo ‘amarillo subido’ sólo se localiza en jalde. B) “Di­
namismo”. B-l) “Acercamiento”: ’pone1’ de amarillo’, dorar, amarillear.
Tonalidad mínima. A) “Estatismo”: ‘amarillo claro’, pálido, palidez. B) “Di­
namismo”. B-l) “Acercamiento”: ‘tirar a amarillo’, ‘ir tomando color de amari­
llo’ , amarillear, amarillenta, palidecer.
- Campo del color verde.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘verde’, ‘mostrar color verde’, ‘cubierto
de verde’, ‘verde vivo’, estos rasgos corresponden a los siguientes lexemas: verde,
verdor, verdura / verdear / verdecido / verdor, verdura. B) “Dinamismo”. B-l)
“Acercamiento”: ‘cobrar nuevo verdor’, reverdecer, verdecer.
Tonalidad mínima. A) “Estatismo”: ‘verde claro’, verdín, glauco. B) “Dina­
mismo”. B-l) “Acercamiento”: ‘tirar a verde’, verdear, verdinoso, verdoso.
— Campo del color azul.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘azul’, ‘mostrar color azul’, azul, azu­
lado, indio, azulear. B) “Dinamismo”. B-l) “Alejamiento”: ‘azul violáceo’, tor­
nasol.
Tonalidad mínima. A) “Estatismo”: ‘azul claro’, celeste. B) “Dinamismo”.
B-l) “Acercamiento”: ‘que tira a azul’, azulado, azulear.
— Campo del color añil.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘color añil’, indigo, añil, turquí.

418
Tonalidad mínima. A) “Estatismo”: ‘añil claro’, lila.
- - Campo del color violeta.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘color violado’, violeta, violado, morado.
Tonalidad mínima. A) “Dinamismo”. A-l) “Acercamiento”: ‘que tira a viola­
do’. lívido, cárdeno.
— Campo del color gris.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘color gris', gris, acero11. B) “Dinamis­
mo”. B-l) “Alejamiento”: ‘gris que tira a azul', plomizo.
Tonalidad mínima. A) “Estatismo”: ‘gris claro', ceniciento. B) “Dinamis­
mo”. B-l) “Acercamiento”: ‘ir tomando una cosa color gris’, grisiento.
— Campo del color marrón.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘color marrón’, pardo.
— Campo del color rosa.
Tonalidad normal. A) “Estatismo”: ‘rosa’, rosa, rosado. B) “Dinamismo”.
B-l) “Acercamiento”: ‘dar color de rosa’, sonrosada.

2.2. Nombres concretos de color (términos).

Los términos se reparten en función del reino de la naturaleza a que hagan


referencia. En la obra poética de A. Machado, los términos aluden exclusiva­
mente al grupo de los “seres humanos”, sin embargo, en la obra de M. Machado
las denominaciones se reparten además de este grupo, en otro conjunto definido
como “otros dominios”.
La referencia al “género humano”, se distribuye de diversas formas: términos
que califican el color del cabello o barba, el de los ojos, o el del rostro.
a) Los nombres pertenecientes a la pigmentación pilífera son escasos.
Variante común: rubio.
A. M.: castaño.
b) Coloración del rostro.
Forma común: colorado, pálido.
A. M.: coloradito.
M. M.: ruboroso, rubor.
c) Términos aplicados al cromatismo de los ojos.
Sólo está presente en la obra de M. M., bajo el lexema garzo ‘de ojos azules’.
Conclusión. Las variantes registradas son escasas, aunque significativas por lo
que concierne a aspectos relacionados con la sinonimia. Colorado, rubor, ruboro­
so, forman el conjunto sinonímico de ‘encendimiento del rostro’.

2.3. Los motivadores

Las denominaciones de los términos y palabras están motivadas, generalmente,


por aspectos relacionados con la naturaleza: animales, vegetales, minerales u otros.
Los “adjetivos de relación”12 o “motivadores”, son aquellos agentes del
mundo real que inspiran al hablante un matiz cromático, el cual será acogido para
el establecimiento o transformación semántica de diversas unidades significativas.

419
a) Motivadores correspondientes al reino animal.
Salvo la variante pardo, que pertenece al color marrón, el resto forma parte
del color rojo. Las denominaciones son bermejo, carmín y grana, por la sustancia
rojiza que se obtiene de la cochinilla; y, púrpura, purpurino y purpúreas, debido
al tinte que segrega dicho molusco.
El motivador de pardo, lo constituye el mamífero llamado “leopardo”.
b) Motivadores del reino vegetal.
Es el grupo más numeroso en cuanto a denominaciones se refiere. Los hay de
diversas clases.
Frutos: castaño (de castaña); anaranjado (de naranja); morado (de mora); tri­
gueño (de trigo).
Flores: rosa, rosada, sonrosada, añil, lila, violeta, violado, cárdeno (del car­
do); índigo, indio (planta añil).
Hierbas y plantas: verdín, verdor, verdura.
Ajustándonos al campo cromático que indiquen los motivadores, el color que
más variante posee es el añil (6 formas), seguido por el rosa y verde (con 3), y, por
último, el marrón, anaranjado y amarillo con un solo significante.
c) Motivadores del reino mineral.
Los motivadores pueden tener naturaleza mineral o metálica.
Mineral: turquí.
Metales: cobrizas (de cobre); plomizo (de plomo); áureo, oro, dorado y dorar
(de oro); acero.
La agrupación de las mismas por colores, es variada y no presenta ninguna
particularidad especial.
d) Motivadores correspondientes a “otros dominios de la realidad”.
Celeste (de cielo); ceniciento (de ceniza); ígneo (de fuego); ahumado (de
humo); corinto (de Corinto, zona geográfica).
Conclusiones. El campo que presenta más motivadores se asocia con el reino
vegetal, seguido por el animal, mineral y otros dominios.
El color que recibe más motivación viene dado por el rojo y añil, con un total
de 9 variantes, seguidos del amarillo, con 5; gris, con 4; rosa y verde, con 3; y,
marrón, celeste y pardo, con una forma.

2.4. Cuestiones de carácter morfológico.

La expresión lingüística del color se realiza de diversos modos. Los mé­


todos utilizados con más frecuencia son los concernientes a la derivación y com­
posición.
a) Prefijación.
A la base adjetiva naranjado ‘de color naranja’, se le ha añadido el prefijo a—
< lat. AD. Prefijo que, desde el punto de vista semántico, no ha supuesto modifi­
cación alguna respecto de su base adjetiva.
b) Sufijación.
Ha resultado ser el modo más frecuente de derivación. Mostraremos a conti­
nuación las variantes empleadas: —ado, —ear, —ecer, —ento, —iento, —eña, —ez,
— ido, —ín, —ito, —izo, —or, —oso, —ura; más la combinación Ino + —oso.

420
— Sufijo —ado. Procede del lat. - -ATUM, ha creado adjetivos sobre una
base sust. (viola, mora) o adj. (azul). Los adj. resultantes denotan posesión de la
cosa designada por el nombre primitivo: azulado, violado, morado13.
La vocal final (—a) del lexema desaparece cuando se une al morfema: violado
(viola); morado (mora).
Cuando el lexema termina en consonante, ésta no sufre alteración alguna, se
une directamente al suf.: azulado (azul).
— Sufijo — ear. Su antecedente hay que tomarlo del lat. popular - IDÍÁRE14.
Las formas verbales resultantes proceden de bases adjetivas referentes al
color: verdear, amrillear, azulear.
El suf. se añade directamente a la base cuando éste termina en consonante:
azulear (azul). Cuando termina en vocal ésta se asimila a la del morfema: verdear
(verde), amarillear (amarillo).
Desde el punto de vista semántico, este suf. comporta un significado que
indica ‘movimiento’: ‘mostrar, dar, tirar a dicho color’.
— Sufijo —ecer. Ha creado sobre base adj. verbos con carácter incoativo; por
lo que a nosotros nos afecta, podemos decir que los matices recogidos son ‘dar,
poner de un color determinado’13.
La casuística nos dice que este morfema se asimila a la vocal final del lexema
básico: verdecer (verde), amarillecer (amarillo), palidecer (pálido).
— Sufijo —ento, —lento. Procede del lat. —ÉNTO. Ha dado lugar a adjeti­
vos tomados sobre una base sustantiva: ceniciento (ceniza), y adjetiva: grisiento
(gris), amarillento (amarillo).
Indistintamente de cómo termine el lexema básico, se añade la variante dip­
tongada del morfema. En el caso de amarillento la vocal i de —lento ha sido absor­
bida por la consonante precedente ZZ'6.
Tanto en grisiento como en amarillento, se designa un color rebajado en su
tonalidad. En el caso de ceniciento, el suf. alude a una propiedad que ya se
encuentra presente en su base.
— Sufijo —eña < lat. —INEO, —A. Como rasgo conspicuo de su naturaleza,
ha creado un adj. sobre una base sust.17. Cuando esta base termina en vocal, ésta
se pierde al quedar en contacto con dicho morfema. Semánticamente, denota pro
piedad de una cualidad del sust. del que procede: trigueña (trigo).
— Sufijo —ez, < lat. —ITÍE. Ha formado un sust. derivado de un adj.. cuya
base léxica queda unida al morfema tras producirse la asimilación vocálica: palidez
(pálido).
En cuanto al contenido significativo, este morfema señala la pertenencia a su
primitivo.
- Sufijo —ido. Forma los participios pasivos de los verbos de la segunda y
tercera conjugación. Viene a representar el ‘resultado de la acción que muestre el
verbo’: encendido (encender), verdecido (verdecer), enverdecido (enverdecer).
— Sufijo — ín. Supone una apócope de —ino. Ha formado el derivado no­
minal verdín sobre una base adj. Tiene una significación diminutiva, por cuan­
to se trata del ‘primer color verde de las plantas’, el que aún no ha llegado a
su sazón.
El suf. se añade directamente a la base, ocasionando la pérdida de la vocal del
nombre primitivo: verdín (verde).

421
— Sufijo — ito < lat. —ÍTTU. Sufijo añadido a una base adjetiva y que ha
dado lugar a otro adjetivo.
La base lexemática ha perdido su vocal final —o al juntarse con el morfema
derivativo: coloradito (colorado).
Nos encontramos ante un caso en que el suf. —ito no tiene una significación
diminutiva; como bien señala A. Zuloaga, se trataría de una ‘ponderación del
color’ que funciona de la misma manera que pared blanquita, pared ‘más blanca”8.
— Sufijo — izo < lat. —ICIO. Se ha añadido a una base adj. rojizo (rojo), y
a dos sust.: plomizo, cobrizo (plomo, cobre). En el primer caso, el matiz que
aporta al nuevo significado consiste en señalar la aproximación a la idea expresada
por el primitivo: ‘que tira a rojo’19. En el segundo caso, denota posesión de la cosa
designada por la base: ‘de color del plomo’ y ‘color del cobre’.
En estos casos la vocal final de la base se asimila a la del morfema.
— Sufijo — or < lat. —OR. Forma sust. derivado de adjetivo. Esta desinen­
cia al quedar unida al lexema que termina en vocal, ha producido una asimilación
de vocales: verdor (verde).
En lo que afecta al significado, observamos que, en este caso, se intensifica el
matiz portador del lexema básico: verdor ‘verde vivo’.
— Sufijo — oso < lat. OSO. Ha creado un adj. procedente de otro adj. La
vocal final del lexema se ha asimilado al unirse con la del morfema.
Este suf. marca la disminución tonal del color: verdoso ‘que tira a verde’.
— Sufijo — ura. Proviene de los lat. formados con los suf. —TURA, —SURA.
Muchos de estos nombres tienen su correspondiente en — or, no sólo desde el
punto de vista morfológico, sino también semántico: verdura-verdor: ‘verde vivo’.
Desinencia que ha conformado una estructura nominal procedente de una
adjetival.
— Registramos una forma combinada de dos suf. —ino + —oso. Morfemas
que se añaden a una base adj., cuyo contenido será modificado en el sentido de
que se indicará una progresiva relajación del color (Vid. ut supra): verdinoso.
c) Formas parasintéticas. La denominación que tenemos viene dada por un
verbo creado sobre una base adj. Enrojecer surge de la combinación del pref. en —
y del su. — ecer.
El pref. en— < lat. IN, me inclino a pensar que aporte a la base rojo, la idea de
‘introducirse en el color’; rasgo que se verá intensificado por el siguiente morfema
incoativo —ecer, dando lugar todo ello al contenido ‘dar, poner de color rojo’.

3. Estructuras complejas

El adjetivo o nombre de color generalmente califica al sustantivo que acom­


paña, ej. pelo rubio. El “determinante” rubio indica el matiz cromático que debe
tener el “determinado” o “atributo” peló1®. Estas unidades ya han sido estudiadas
en el capítulo anterior referido a las estructuras simples.
Ahora bien, este “determinante” puede ser “simple”, es decir, presentarse
con un nombre unido al que califica, como ocurre en el ej. anterior; o bien, puede
aparecer con dos nombres, es decir, puede presentarse como “determinante com­
puesto”. En esta situación es cuando hablaremos de “estructuras complejas”.

422
La complejidad de este tipo de estructuras, ya queda manifiesta cuando
observamos el entramado conjunto terminológico que existe para referirse a estas
composiciones: “compuestos descriptivos”21, “adjetivos invariables”, “nombres
especificativos”, “nombres calificativos”, “aposiciones”, “compuesto ocasional”,
“epíteto no concertado”, etc.22.
Las combinaciones que estas estructuras contraen en el sintagma dan lugar a
un comportamiento distinto: puede resultar una sola denominación compuesta,
verdiamarillo, verdinegro; o, puede dar lugar a la combinación de dos formas léxi­
cas unidas por relación sintagmática: azul celeste, amarillo calabaza. En ambas
situaciones, la misión de uno de los componentes es la de actuar como adjetivo que
cualifica al otro componente: calabaza califica a amarillo.
Veremos a continuación el funcionamiento de las “estructuras complejas”.

3.1. Nombres compuestos cuyo resultado sea una sola denominación.

El léxico presenta una estructura variada: “sust. + adj. de color”, “adj. de co­
lor + adj. de color”, “adj. de color + adj. con un sentido cromático poco definido”.
a) Sustantivo + adjetivo de color. Esta estructura sólo aparece en A. M. con
las denominaciones siguientes: pelirrojo, barbitaheño.
La vocal final del primer elemento desaparece tras unirse con la vocal —i—,
b) Adjetivo de color + adjetivo de color. Viene a ser la estructura más
empleada. Contamos con tres variantes: aurirrosado (A. M. y M.M.), verdinegro
(M. M.), verdioscuro (A. M.).
Tanto en verdinegro como en verdioscuro, se ha perdido la vocal final del adj.
verde, al crearse un elemento vocálico que une a ambas partes.
En cuanto al significado, creemos que sus contenidos llegan a ser semejantes:

“La verdinegra sombra/de tus hiedras”


(M.M., “El jardín gris”, pág. 5, l.íl 14).

“.../que el verdinegro robledal esponja /”


(M.M., “Santiago de Compostela”, pág. 216, 1.a).

“Ni tu verdiobscura fronda/ni tu flor verdiamarilla”


(A. M. “Las encinas”, pág. 404)

Aurirrosado contituye la composición del adj. áureo ‘de color de oro’, y de ro­
sado ‘de color de rosa’, llegando a conformar el significado de ‘rosado amarillento’.
c) Adjetivo de color + adjetivo de color poco definido.
A. M. nos ilustra con una sola variante: verdiflorido, el adj. florido no nos
indica con claridad el colorido al que se refiere, puede ser semejar a ‘coloreado’.
Conclusiones. La característica común a estas formas viene dada por el ele­
mento de unión — i~. Elemento que ha sido objeto de algunas interpretaciones;
de todas ellas, nos parece más acertada la propuesta del Dr. Mondéjar, quien basa
su explicación en virtud de procesos de asimilación y disimilación del tipo cola alba
< colj-alba < collalba23.

423
3.2. Nombres compuestos cuyo resultado sea el de dos unidades combinadas
por relación sintagmática.

. Uno de los elementos que forman el "‘determinante” puede venir dado por un
sustantivo o adjetivo. Las variantes que conforman nuestro estudio son las siguien­
tes: “sustantivo + sustantivo”, “adjetivo de color + adjetivo que implique lumino­
sidad”, “adjetivo de color + cuantificador”, “adjetivo de color + adjetivo de
color”, “adjetivo de color + sustantivo”.

a) “Sustantivo + sustantivo”.
En estos casos, el segundo sustantivo suele ir precedido por la preposición
“de”, y, en ocasiones, a esta preposición le suele acompañar un artículo definido:
del, de los24.
Todas las formas extraídas de la obra poética de los hermanos Machado,pre­
sentan el determinante complejo: sust. color + sustantivo.
En esta construcción puede ocurrir a) que el determinante no posea unos
colores definidos, o b) que especifique claramente el color al que se alude.
Del primer aspecto, las variantes registradas son: color de agua y aguardiente
(M. M.)2’, color pierna y de ninfa emocionada (M.M.), “pastores de color de los
caminos” (A. M.)26.
Puede llamar la atención el hecho de haber incluido color pierna en este apar­
tado, pero creo que el autor elude la preposición “de” para evitar una reiteración
innecesaria, que queda puesta de manifiesto con la presencia de la conjunción
copulativa “y”.
Respecto de la segunda situación, las formas requisadas son color del lirio
(M.M.), color de caramelo (A. M.). Observamos que los matices cromáticos vie­
nen determinados por sustantivos, que actúan como elementos “motivadores” de
una realidad: vegetal, o perteneciente a otros dominios. El color del lirio se refie­
re, como todos sabemos, al color morado que tiene esta flor. La denominación
color de caramelo, resalta una parcela del contenido de caramelo, que es la cuali­
dad cromática de esta sustancia cuando se ha convertido en almíbar.

b) “Adjetivo de color + adjetivo que implica luminosidad”.


La luminosidad se configura en torno a los matices ‘claro’ frente a ‘oscuro’, y
‘vivo’ frente a ‘apagado’.
La primera oposición, ‘claro-oscuro’, está presente tanto en la obra de A. M.
como en la de M. M. Teniendo en cuenta que “claro” indica degradación de cual­
quier tonalidad, hemos creído oportuno incluir otras designaciones cuyo conte­
nido es semejante: pálido. Veremos a continuación las oposiciones semánticas
efectuadas:
claro azul (M. M.)-uzuZ oscuro (M. M.); claro verde (A. M.)-verde oscuro (A..
M.); pálido oro (A. M.).
La oposición ‘vivo-apagado’ está basada en términos de intensidad:
vivo carmín (M. M.)-verde mustio (A. M.).
Podemos incluir dentro del rasgo que indica ‘viveza’, denominaciones tales
como, cálido, o incendiado:
cálidos carmines (M. M.), rojos (cabellos) incendiados (A. M.).

424
Para terminar, apuntaremos un hecho significativo por parte de M. M., radica
en la presentación del sintagma violento rojo. En dicha combinación el elemento
cromático rojo se ve reforzado por el adj. violento, empleado de forma metafórica,
consiguiendo la intensificación del color al que acompaña.

c) “Adjetivos de color + cuantificador”.


Sólo ofrecemos una muestra: casi azules (A. M.). Cuantificador que tiene la
misión de aballar la tonalidad cromática azul.

d) “Adjetivo de color + adjetivo de color”.


La combinación “adj. de color + adj. de color”, puede servir para indicar cual
es el matiz que predomina, en el caso de que uno de los adj. indique el resultado
de una mixtura cromática también se puede emplear para diluir la intensidad cro­
mática; y por último, puede mostrar el acercamiento a otro color distinto del que
se califica.
— En los casos en los que se diluye la intensidad, el adj. portador de tal con­
tenido tiene la libertad de presentarse antepuesto o postpuesto al color primordial:
azul celeste (A. M.), cárdeno (cielo) violeta (A. M.). En el primer ej., celeste es el
que desvanece la tonalidad y va postpuesto a la forma azul. Mientras que en el
segundo ej., sucede lo contrario, al color violeta se le antepone el adj. cárdeno que
comporta la claridad tonal. Ya señaló A. Meunier la ambigüedad de este último
ejemplo, al poder calificar el adj. cárdeno tanto al sust. cielo como a violeta27.
En ocasiones, la combinación llega a ser reiterativa a la hora de expresar el
desvanecimiento de la tonalidad: tibio azul celeste (A. M.). En este caso, A. M.
recurre a dos adj. que conllevan la relajación cromática: tibio, celeste. Aunque se
puede pensar que azul celeste se ha convertido en una forma lexicalizada. Esta­
mos, pues, ante un fenómeno conocido con el nombre de “redundancia de to­
nalidad”28.
- Otra de las funciones que cumple esta estructura “adj. de color + adj. de
color”, es la de destacar el color que mayor porcentaje de pintura entra en su com­
posición. Tal es el caso de añil rojo (A. M.). Am7 es el color primordial, y rojo es
el que indica el predominio de este color sobre los otros que conforman el añil
(mezcla de rojo y azul).
En este tipo de construcción, “adj. de color + adj. de color”, el adj. que cali­
fica al color primordial señala la proximidad con otros matices cromáticos. La
“proximidad” la entendemos en relación con el orden que mantienen los colores
en la descomposición de la luz blanca del espectro visible: rojo, anaranjado, amari­
llo, verde, azul, añil y violado.
Esto ocurre con arrebol purpurino (A. M.) y con rubio verde (A. M.). En la
primera variante, arrebol es el portador del contenido ‘rojo’, y purpurino indica la
proximidad del rojo al violeta.
En la segunda variante, entendemos que verde es el color primordial al que se
le une rubio, matizando este último la proximidad del verde hacia el amarillo.
En ambos casos, se pone de manifiesto él contacto entre un color y el continuo
respectivo: el rojo con el violado, y el verde con el amarillo. En consecuencia, pode­
mos afirmar que existe una correspondencia entre los matices cromáticos extraídos
de la realidad y la organización lingüística que nuestra lengua ha desarrollado.

425
e) En último lugar, hablaremos de la combinación “Adjetivo de color + sus­
tantivo”.
Esta estructura admite la presencia de la preposición “de”, antepuesta al sust.
En este sentido cabe citar las siguientes variantes: (tierra) pardo de ceniza (A. M.),
y rubio color de las llamas (el fruto maduro) (A. M.).
En ambos casos, los sust. hacen referencia a un aspecto de la realidad, de la
que el autor sustrae sólo una parcela significativa, en particular, la referente a la
cualidad cromática. Por consiguiente, pardo de ceniza, viene a ser ‘pardo grisá­
ceo’, y rubio de las llamas, ‘rubio encendido’ o ‘rubio rojizo’.
Este tipo de construcción admite la alternativa de presentarse sin la preposi­
ción “de”. Las formas que registramos son amarillo calabaza (A. M.), y rubio sol
(A. M.)29.
Los sust. sol y calabaza son los que sirven para señalar la coloración de los
adj. que los preceden. De manera que, el sust. sol intensifica el color rubio, y cala­
baza aporta a amarillo los matices anaranjados que la caracterizan.

Conclusiones

Los campos cromáticos que más número de variantes léxicas presentan, tanto
para A. M. como para M. M., son el rojo, seguido del amarillo y verde30.
Los motivadores pertenecen en su mayoría al reino vegetal.
Los cultismos escasean, sólo se localizan grana, púrpura, áureo, pálido, ígneo,
purpúrea, lívido, violento, cálido. Como dato curioso hago notar la presencia de
una forma arcaica: amarillea (M. M.).
Respecto de las estructuras complejas, comprobamos que se cumple la afir­
mación de F. García Lozano, la frecuente tendencia a colocarse en primer lugar
sust. bisílabos, cuando dos nombres se unen dando lugar a una sola denominación:
pelirrojo31.
En relación con aquellas estructuras complejas formadas por dos elementos
que dan lugar a dos unidades significativas distintas, hay que decir que predomina
la estructura “adjetivo de color + adjetivo de color”.

426
NOTAS
1. Para la obra poética de A. Machado, he utilizado la publicación de O. MACRI: Poesie di Antonio
Machado. Studi introduttiví, testo criticamente riveduto, traduzione, note al testo, commento,
bibliografía; Milano: Lerici editori. 1969, 3.a edición. En relación con M. Machado, véase Obras
completas de Manuel y Antonio Machado; Madrid: Plenitud, 1962.
2. Estudio semántico-estructural de los nombres de los colores básicos del español, defendida en la
Universidad de Granada en septiembre de 1984 (de próxima publicación).
3. Incluiremos aquellos nombres de color que en su composición contengan parte de blanco y negro,
en tanto que repercuta en la tonalidad del color al que se refiera convirtiéndola en “clara” u “os­
cura” .
4. Vid. D. DUMITRESCU: “Sobre la terminología cromática en la poesía de la generación del 27”;
Actas del V Congreso Internacional de Hispanistas; Universidad de Bordeaux III, Instituto de
Estudios Ibéricos e Iberoamericanos, I, 1977, p. 346.
5. Las palabras recubren relaciones significativas que se establecen entre “los significados de los sig­
nos lingüísticos”; por el contrario, las terminologías o los términos desarrollan relaciones “entre
los signos lingüísticos y los objetos, es decir, son relaciones de designación”. Vid. E. COSERIU.
Principios de semántica estructural; Madrid: Gredos, 1977, p. 119.
6. Seguiremos las enseñanzas del prof. E. Coseriu, teniendo en cuenta que incluimos las estructuras
paradigmáticas primarias y secundarias, Ibídem.
7. D. DUMITRESCU, op. cit.
8. A partir de este momento siempre emplearé las abreviaturas A. M. para aludir a Antonio Macha­
do, y, M. M., para Manuel Machado.
9. Para el establecimiento del campo semántico nos han sido de gran utilidad los trabajos ofrecidos
por A. M. KRISTOL: Color. Les langues romanes devant le phénoméne de la couleur; Zurich:
Franke Berne, 1978. B. MAZZONI, M. GROSSMANN: “Análisi semantico-strutturale del ter-
mini di colore in italiano”; Actas, I, Québec, 1976, pp. 343-348. C. ARIAS: Los adjetivos de color
en la prosa de los Tratadistas de agricultura (Estudio de Semántica Estructural), resumen de tesis
doctoral; Granada: Universidad, 1983. L. PEREZ: “La determinación adjetiva del color en Pru­
dencio”; en Estudios de Filología Latina en Honor de la profesora Carmen Villanueva Rico; Gra­
nada: Universidad, 1980, pp. 129-145.
10. Hay casos en los que la Academia no los registra como nombres de color, sin embargo, los tene­
mos recogidos como tales: “de un pálido sol” (M. M., Sinfonía Gallega, p. 164, la 12), "pálidos
limones” (A. M.), “pálida rama” (A. M.), “tornasoles de carmín y acero" (A. M.). En las ocasio­
nes en que la Academia los define de forma ambigua: ígneo 'color del fuego'; rubio blondo ‘rubio,
rojizo’; trigueño ‘color del trigo, entre moreno y rubio’, hemos optado por la significación más
pertinente según el contexto en que aparecen, esto es: ‘rojo muy subido’ para la primera denomi­
nación, y, ‘amarillo’, para las siguientes. En la gama de los añiles se percibe cierta confusión por
parte de la Academia: añil ‘azul oscuro con visos cobrizos’; violado ‘color morado claro parecido
al de la violeta’; morado ‘color entre carmín y azul’. En efecto, se trata de una combinación cro­
mática entre el rojo y el azul, pero no debemos interpretar el contenido ‘azul oscuro’, presente en
añil, tal y como lo desarrollamos en nuestra investigación: 'azul con mezcla de negro’.
11. Sólo una vez tenemos recogida esta denominación con sentido cromático: “son tornasoles de car­
mín y acero, llanos plomizos...” (A. M. Campos de Soria, p. 430, la 2). Al respecto, J. M. DIEZ
BORQUE opina que “la estructura nombre + nombre, viene exigida por el contenido de acera­
do. Acerado indica tanto lo que es parecido al acero como lo punzante”, aunque en este caso
acero se presenta como nombre de color: “Consideraciones en torno al color en ‘Campos de Cas­
tilla’. A. Machado”; Celtiberia 19 (1969), pp. 257-284.
12. Terminología empleada por J. Skultéty: “Los sustantivos cromáticos en aposición”; en Actas del
XIV Congresso Internazionale di Lingüistica e Filología Romanza. III; Napoli: Gaetano Mac-
chiardi, 1978, p. 605. H. Obregón también utiliza la forma “motivación” en “Las denominaciones
de colores y el enriquecimiento léxico”; Boletín de Filología de la Universidad de Chile 29 (1979),
pp. 201-216.
13. J. ALEMNEY: “De la derivación y composición”; Boletín de la Real Academia Española IV
(1917), pp. 571-573.
14. M. ALVAR y B. POTTIER: Morfología histórica del español; Madrid: Gredos, 1983, p. 398.

427
15. M. ALVAR y B. POTTIER, op. cit., p. 398.
16. J. ALEMANY, op. cit., Boletín de la Real Academia Española V (1918), p. 171.
17. J. ALEMANY, op. cit., p. 172. Sobre el origen del sufijo -eño puede consultarse el artículo de
Y. MALKIEL: “The Latín Base of the Spanich Suffix -eño”: Anuario Journal of Philologie 65
(1944), pp. 372-381.
18. A. ZULOAGA: ‘‘La función del diminutivo en español”: Boletín del Instituto Caro y Cuervo
XXX (1970), p. 37.
19. J. ALEMANY, op. cit., p. 476.
20. H. OBREGON: '‘Las denominaciones de colores y el enriquecimiento léxico”; Boletín de Filolo­
gía de la Universidad de Chile 29 (1978), p. 207.
21. J. M. GONZALEZ CALVO: “Sobre un tipo de construcción en la adjetivación de color”; Espa­
ñol Actual 31 (1976), p. 56.
22. J. SKULTETY: “Los sustantivos cromáticos en aposición”; Actas XIV Congresso internazionale
di Lingüistica e Filología Romanza; Napoli: Gaetano Macchiardi, 1979, III, pp. 605-611.
23. J. MONDEJAR: “Algunos nombres rumanos de la aguzanieves a la luz de la geografía lingüísti­
ca”; Vox Románica 38; 1979, pp. 55-73. La polémica gira en torno al valor de esta vocal -i-,
A. Manteca opina que “no se trata de una mera vocal de unión, considera que la vocal se ha mor-
fologizado, como es habitual en los cambios fonéticos”, A. MANTECA: “Sintaxis del compues­
to”; Lingüística Española Actual IX/2 (1987), p. 339. Respecto de lo cual, el profesor Dr. Mondé -
jar opina, verbalmente, que todo cambio fonético no conlleva de forma habitual un cambio mor­
fológico, buena prueba es el cambio fonético-histórico acaecido en nuestra lengua: el ensordeci­
miento de las sibilantes sonoras en español moderno. Otros, interpretan esta vocal -i- como un
morfema de enlace, con la única función de mostrar el engranaje de las partes componentes,
F. GARCIA LOZANO: “Los compuestos de sustantivo + adjetivo de tipo pelirrojo''; Ibero
Romanía 8 (1978), p. 84. En cuanto a su origen histórico, F. García Lozano se muestra a favor de
una adopción del tipo latino BARBIRASUS, ORIPUTIDUS, Ibídem.
24. H. Obregón estima que en el modelo “sustantivo + sustantivo”, el “determinante” está consti­
tuido por un solo elemento que actúa como nombre adjetivado, H. OBREGON, op. cit., p. 209.
Nosotros en cambio, pensamos que, en la obra poética de los hermanos Machado, el “determi­
nante” no es simple sino compuesto, porque viene a calificar a un “determinado” que perma­
nece junto al “determinante”. Ej.: “y un cordobés color de caramelo, / pulido y torneado”.
(A. M., La tierra de Alvargonzález, p. 534, 1.a 11). El “determinante” color de caramelo concede
un matiz cromático al “determinado” cordobés.
25. En las encuestas que ha llevado a cabo la Dra. E. Martinell, sólo se registra una vez el empleo de
la denominación agua como nombre de color. Vid. E. MARTINELL: “Los nombres de color”;
Anuario de Filología 5 (1979), p. 273.
26. “... pastores de color de los caminos" (A. M., Desde mi rincón, p. 604, 1.a 20). ”... con su cara
de embarazada. / color de agua y aguardiente", (M.M., La canción del alba, p. 84, 1.a 2). “... un
sombrero bucólico, con bridas / color pierna de ninfa emocionada” (M. M., GAVARNI, p. 111,
1.a 24).
27. A. MEUNIER: “Quelques remarques sur les adjectifs de couleur”; Anuales de l’Université de
Totdousse; le Mirail, 5 (1975), pp. 37-62. E. MARTINELL, “Los nombres de color”; Anuario de
Filología 5 (1979), p. 313.
28. E. Martinell, en estudio “Los nombres de color”, op. cit., pp. 267-322, distingue tres tipos de
redundancia: de tonalidad, de luminosidad y de la combinación entre una y otra. De estos tres
tipos, nuestro caso se encuentra en el de “redundancia de tonalidad”, es decir, en la misma situa­
ción que el modelo que se recoge en claro pálido.
29. Esta variante amarillo calabaza tiene una frecuencia considerable en las encuestas que lleva a
cabo E. MARTINELL en su estudio “Los nombres de color”, op. cit., pp. 267-322.
30. El predominio del color rojo se cumple también en un estudio que J. SKULTETY ha realizado:
“Los sustantivos cromáticos en aposición”; XIV Congresso Internazionale di Lingüistica e Filolo­
gía Romanza; Napoli, III, 1979, pp. 605-611.
31. F. GARCIA LOZANO, op. cit., pp. 82-89.

428
LA HUMILDE TIERRA SORIANA EN ANTONIO MACHADO
2.a PARTE: ITINERARIO POR LA POESIA SORIANA
DE ANTONIO MACHADO

Miguel Angel García López

Releyendo unos viejos artículos, y entre otros el de Oreste Macrí, que publicó
en la revista “Cuadernos para el Diálogo” número extra XLIX de noviembre de
1975, me pareció curioso su título: “La épica humana de Campos de Castilla”,
sobre todo lo de “época” y lo de “humana”.
No sé exactamente muy bien por qué siempre que sale a relucir la palabra épi­
ca, aunque todos sabemos que es narrar, la asociamos a bélico, a guerrero, a
heroico y esto es lo que le ha ocurrido a Soria: “mística y guerrera”. Frente a un
pasado glorioso y mítico de la legendaria Numancia y de sus Doce Linajes Tronca­
les, hasta la “francesada” del siglo anterior, grandeza y miseria, se han repartido
desigualmente.
Cuando llega Machado a Soria, la ciudad no tendría mucho más de siete mil
habitantes y el ferrocarril Torralba-Soria se había inaugurado quince años antes,
según nos recuerda en su artículo Heliodoro Carpintero1, que a su vez lo toma del
Anuario-Guía de Soria y su provincia, año I, 1909. Soria era una tierra humilde
que quería renacer y progresar del abandono en que había caído. No era tarea
fácil. Aunque los cronistas de la época se esfuerzan en referir el progreso de la ciu­
dad hablando del Casino de Numancia, de las obras del ensanche, de los cafés y
de sus tertulias, de la prensa, de los comentarios de la “vista” en la Audiencia2 y
de las confiterías. Antonio Machado no se fija casi nada en ello, lo único que le
inspira su poesía es esencialmente la tierra de Soria: sus paisajes, sus costumbres y
sus gentes:

¡Oh sí! Conmigo vais, campos de Soria, /.../


me habéis llegado al alma,
¿o acaso estábais en el fondo de ella?
¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!
“Campos de Soria” (CXIII, IX)3

Es la tierra, el campo soriano lo que le atrae; no la ciudad de la que llega a decir:

429
¡Muerta ciudad de señores,
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos
de galgos flacos y agudos.
“Campos de Soria” (CXIII, VI)

ni su vida provinciana. Le atrae lo antiheroico, lo sencillo, lo humilde. Lo que es


humilde y sencillo como él.
La otra palabra que me llamaba la atención del título de
O. Macrí: “épica humana". Ciertamente todo ello lo pasa por el filtro de su huma­
nismo casi franciscano de amor a las cosas más sencillas y humildes.
Con Machado vamos a caminar por estas tierras, pues como afirma el profe­
sor Emilio Orozco4: “...la visión del paisaje que recoge Machado es siempre la
visión del que va caminando /.../ Todo ello visto en una contemplación repetida,
insistente, como algo que arranca de la visión cotidiana del que pasa y vuelve
a pasar, del que llega a ver las cosas incorporadas a su vivir y no como algo oca­
sional” .
Para emprender este camino, nada mejor que hacerlo desde el interior de
Soria, bien es verdad que no son abundantes las referencias a la ciudad, el poema
“El hospicio” (C) nos sirve para detectar el abandono reinante, casi de miseria y
de pobreza de la capital y de sus convecinos, así nos dice:

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,


el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas /... /
Sórdido edificio
de grietados muros y sucios paredones
es un rincón de sombra eterna.

Más desangelado no puede ser el edificio, con todo, le sirve de atalaya para
ver lo que hay más allá de la ciudad en esos tristes días del mes de enero ilumina­
dos por algunos rayos de sol:

Mientras el sol de enero su débil luz envía


su triste luz velada sobre los campos yertos!... /
a un ventanero asoman al declinar el día /.../
a contemplar los montes azules de la sierra
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa... 1

Aunque aquí destaca la caída de la nieve, los campos yertos y sin vida, y la
frialdad de la tierra, hasta el punto que lo recalca en los dos últimos versos. Es
igualmente significativo que tal visión se produce al atardecer o “declinar del día”
—en sus propias palabras—, uno de los momentos melancólicos más deseado
siempre por el poeta ya desde su primer libro, teñido de crepuscular modernismo.

430
Sin embargo, no todo en Campos de Castilla tiene esa melancolía, esa amar­
gura y ese desasosiego, pues en otros poemas deja un resquicio a la esperanza y
retrocediendo en las estaciones, desde el frío e invernal enero al otoño, en el
poema titulado “Un loco” (CVI) igualmente situado en la tarde leemos:

Es una tarde mustia y desabrida


de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos, /.../
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronado de agrios serrijones. /.../
Tras la tierra esquelética y sequiza
—rojo de herrumbre y pardo de ceniza —
hay un sueño de lirio en lontananza.

Desde la misma tarde a la que califica de “mustia” y “desabrida” está en con­


sonancia con una “tierra estéril y raída”, con la “árida llanura”, los “álamos mar­
chitos”, los “sombríos estepares”, las “colinas con malezas”, las “ruinas de los vie­
jos encinares”, “coronando los agrios serrijones”; es este un paisaje aterrador en
el que la nota negativa la ponen los adjetivos: estéril, raída, marchitos, sombríos y
agrios. Visto así, la humildad se ha convertido en auténtica pobreza, pero no es de
extrañar, pues la naturaleza muere para luego resucitar en la primavera, cosa que
leemos en los últimos versos del mismo poema: “Tierra esquelética” y “ceniza”, es
decir, muerta. Tras ella, con una espléndida metáfora se vislumbra la esperanza:
“Un sueño de lirio”, que primero será nieve y si hacemos caso al refrán: “Año de
nieves, año de bienes”, luego se convertirá en agua, que vivificará esa tierra en pri ­
mavera. Son varios los poemas en donde se habla del campo soriano al comenzar
la primavera desde la primera parte de “Campos de Soria” (CXIII):

Es la tierra de Soria árida y fría.


Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
unas diminutas margaritas blancas.
La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo; /.../

Hasta esos versos iniciales de “Orillas del Duero” (CU):

¡Primavera soriana, Primavera


humilde, como el sueño de un bendito, /.../

431
En donde la primavera adquiere el valor de un ser humano, primero como
algo cíclico y luego como algo densamente humano: humilde y beatífico.
El agua es la vida y la fuente de ingresos en una sociedad agrícola y ganadera
como la soriana, Antonio Machado lo sabe y por eso se pone en su lugar:

Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas


y escriben en las torres sus blancos garabatos
como esmeraldas lucen los musgos de las peñas.
Entre los robles muerden
los negros toros la menuda hierba,
y el pastor que apacienta los merinos
su pardo sayo en la montaña deja.
“Pascua de Resurrección” (CXII)

Mediante signos naturales nos habla de la llegada de la primavera: “Las cigüe­


ñas” en sus nidos, los “musgos” lucen “como esmeraldas”, la “menuda hierba”
recién nacida que mordisquean los toros y los merinos, el “pastor que deja su
pardo sayo” porque ya no hace tanto frío.
Si aquí hay referencia a la ganadería; en este otro, a la agricultura con estos
cuatro hermosos versos:

Lloviendo está en los habares


y en las pardas sementeras;
hay sol en los encinares,
charcos por las carreteras.
“En abril, las aguas mil” (CV)

En donde, como un labriego más ve con buenos ojos esa lluvia que cae sobre los
florecientes habares y el sol que hará crecer las plantas, indicios de buena cosecha.
Junto a la lluvia, los ríos o por mejor decir el Río, el río Duero, por donde no
sólo Castilla corre hacia la mar, sino que a su paso produce fertilidad en las resecas
tierras, como otros ríos que surcan la estepa soriana, y presentan esos espléndidos
valles: remanso de sosiego, hermosura y verdor en estas tierras áridas, agrestes y
yermas, así lo vemos en “Orillas del Duero” (CII):

El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares,
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río
que surca de Castilla el yermo frío.
Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas, I...I

432
Los árboles y los bosques son otro rasgo de este paisaje soriano que de hacer
un uso racional podría dar algún beneficio a las gentes que allí viven. Por eso se
queja Antonio Machado:

Mientras que llenándoos va


el hacha de calvijares
¿nadie cantaros sabrá
encinares?

De todos los árboles se acuerda Machado: hayas, chopos, olivos, robles,


pinos y, sobre todo, de las encinas, a quienes dedica el poema CIII, erigiéndolas
en símbolo permanente de la tierra y de las gentes sorianas en su capacidad de
sufrimiento y de aguante, de su dureza y sobriedad, de su majestuosidad y de su
humildad, de su bondad y de su sencillez:

El campo mismo se hizo


árbol en ti, parda encina.
Ya bajo el sol que calcina,
ya contra el hielo invernizo,
el bochorno y la borrasca,
el agosto y el enero,
los copos de la nevasca,
los hilos del aguacero,
siempre firme, siempre igual,
impasible, casta y buena, /.../
mas sois el campo y el lar
y la sombra tutelar
de los buenos aldeanos
que visten parda estameña,
y que cortan vuestra leña
con sus manos.

Y junto a la encina, los álamos, los olmos y los chopos de las riberas, donde
el caminante encuentra refugio en el paseo y descanso para la vista en una tarde
otoñal cualquiera:

He vuelto a ver los álamos dorados,


álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas, /.../
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuándo el viento sopla.
“Campos de Soria” (CXIII, parte VIII)

Elementos imprescindibles en este cuadro son los montes pelados y las tierras
sin cultivar, que para el poeta poseen su encanto, especialmente en los atardeceres

433
en que se unen en una misma contemplación el “santo”, eremita y místico, y el
“poeta” que aman la humildad de tal tierra, apta sólo para águilas y buitres:

...una tarde dorada está dormida.


Montañas de violeta
y grisientos breñales,5
la tierra que ama el santo y el poeta,
los buitres y las águilas caudales.
“Fantasía iconográfica” (CVII)

O esta otra tarjeta postal poética de Soria y su contorno, en una conocida des­
cripción impresionista recogida en la séptima parte de “Campos de Soria” (CXIII):

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, oscuros encinares
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río.

Descendiendo de las colinas plateadas y entre ariscos pedregales, esta tierra


que parece idónea sólo para buitres y águilas, también ofrece humildes praderas,
con lo que se hace posible la existencia de una de las fuentes tradicionales de
recursos sorianos: la ganadería. Ganadería no estabulada, sino expansiva y trans­
humante, pues cuando el calor o el frío aprietan han de buscar otros lugares para
apacentar a sus merinos y a sus toros. No puede, por tanto, faltar en esta visión del
paisaje esa breve referencia a la tierra agreste salpicada de alguna “humilde prade­
ra” donde “pacen negros toros”, que sin ser productiva permite la existencia de la
ganadería, como recuerda en el poema “Amanecer de otoño” (CIX):

Una larga carretera


entre grises peñascales,
y alguna humilde pradera
donde pacen negros toros, zarzas, malezas, jarales.

Y, por último, las tierras labrantías donde los humildes labriegos sorianos
encuentran a trancas y barrancas el cotidiano vivir, que de ser abundante la cose­
cha dará alegría, y de ser escasa dará hambre, pero que mientras la alegre prima­
vera ofrece aún intacta la esperanza, estas tierras tienen un no sé qué de “infantil
Arcadia”, Para cada uno de ellos toda su posesión se reduce a unas pocas fincas de
secano y regadío, un pequeño huertecillo, unas pocas colmenas y los prados para
el ganado, así lo leemos en la segunda parte de “Campos de Soria” (CXIII):

Las tierras labrantías,


como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos

434
de verde oscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil Arcadia.

Esta sociedad soriana que nos presenta Antonio Machado es rural y agria, y
ya se sabe que en todo está supeditada a un destino azaroso, que el poeta simbo­
liza en una deidad: “El dios íbero”, al que clama en esas imprecaciones y apostro­
fes del poema CI:

¡Señor, señor: en la voltaria rueda


del año he visto mi simiente echada,
corriendo igual abur que la moneda
del jugador en el azar sembrada! /... /

o en esta, donde reconoce y teme su poder:

¡Señor, por quien arranco el pan con pena,


sé tu poder, conozco mi cadena!
¡Oh dueño de la nube del estío
que la campiña arrasa,
del seco otoño, del helar tardío,
y del bochorno que la mies abrasa!

o en estos versos, en que ve su parcialidad para con ricos y con pobres:

... que al rico das favores y pereza


y al pobre su fatiga y su esperanza!

A esos pobres son a los que se refiere en aquella parte cuarta de “Campos de
Soria”, donde llegado el tiempo de la siembra, para el otoño. Un hombre y una
mujer: un matrimonio, porque no hay otras manos que las suyas, realizan esa
tarea:

Dos lentos bueyes aran


en un alcor, cuando el otoño empieza
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla. /.../

Pobreza, que también se trasluce en esos hogares, que como en el caso del
mesón, para el invierno, por todo confort hay: “Leña que humea” y “una olla que
borbollonea”:

435
La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
“Campos de Soria” (CXIII, parte V)

Llegados a este punto no sólo hay que mirar al paisaje o a la tierra, sino tam­
bién al hombre que los habita. El poeta, que tan íntimamente siente a Soria, le
enerva que el atraso moral y material, y la pobreza sean la causa de los dos grandes
males que aquejan a sus gentes: la envidia y el cainismo. Pues los que poseen mu­
cho quieren tener más, y los que poseen poco desean lo ajeno, aunque sea del pro­
pio hermano, como ocurre en la “Tierra de Alvargonzález” (CXIV, parte III, 3):

Muda sangre de Caín


tiene la gente labriega
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea. /.../

Y el otro asunto, no moral, sino social que atenaza a estas gentes, carentes de
lo más elemental y del que se hace eco Machado es la emigración. Es una de las
dos actitudes que adoptan los desheredados: el conformismo quietista o la valentía
de viajar a otros lugares con la ilusión de mejorar en su situación y poder vivir,
estas dos actitudes aparecen en el romance de “La Tierra de Alvargonzález”,
cuando los dos hijos mayores se quedan y el menor decide irse de la casa paterna;
tal vez no por necesidad, sino más bien por aventura, para volver muy al contrario
de lo que le sucediera al hijo “pródigo”, esto es, cargado de riquezas, que suscitará
la envidia de sus hermanos y precipitará el trágico desenlace final:

(El menor) ... fue más allá de los mares


y hoy torna indiano opulento.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, el viajero, IV)

He dejado para el final “La Tierra de Alvargonzález”, porque viene a ser un


compendio de todo lo que hemos expuesto hasta aquí sobre la tierra soriana y sus
gentes, desde visiones generales, como éstas:

¡Oh, tierra de Alvargonzález,


en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!
Páramo que cruza el lobo
aullando a la luna clara
de bosque a bosque, baldíos
llenos de piedras rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas.

436
¡Oh pobres campos malditos
pobres campos de mi patria!
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, la casa: II)

Cardos, lampazos y abrojos,


avena loca y cizaña
llenan la tierra maldita
tenaz a pico y a escarda.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, la tierra: II)

Hasta los itinerarios de Soria tan cuidadosamente pateados por Machado, de


los que conoce sus más recónditos rincones. Si en ios poemas que comentamos en
páginas atrás hay alguna referencia topográfica concreta, es muy rara; sin embar­
go, en este romance las referencias con sus topónimos correspondientes son nume­
rosísimas. Sirva de ejemplo el camino que siguen los hermanos, cuando van a bus­
car el ganado:

...de Salduero a Covaleda


cabalgan en pardas muías,
bajo el pinar de Vinuesa.
Van en busca del ganado
con que volver a su aldea...
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, Otros días: III)

Desde Salduero el camino


va al hilo de la ribera;
a ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva... /.../
Cuanto hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo,
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés a Vinuesa.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, Otros días; V)

Los pinares, el huerto y el ganado por sí solos no dan de comer, se necesitan


manos que talen, caven y ordeñen, por eso en una sociedad primitiva, agrícola y
ganadera el nacimiento de los hijos se recibe con alborozo y esperanza. Así lo
recoge el poeta al comienzo de “La tierra de Alvargonzález”, donde a los hijos se
los destina a la hacienda para acrecentar el bienestar y la riqueza con su trabajo, o
a la Iglesia bien como contribución espiritual, bien para proporcionarles una salida
cuando el campo y la huerta no dan para más:

Naciéronle tres varones,


que en el campo son riqueza
y ya crecidos, los puso,

437
uno a cultivar la huerta,
otro a cuidar los merinos,
y dio el menor a la Iglesia.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, I, 2.a)

Sin embargo, el trágico fin de Alvargonzález asesinado por sus dos hijos, lle­
vados de la codicia y de la envidia, hace prometer una riqueza que al principio
dará sus frutos; pero con el tiempo debido, tal vez, a la maldición que sobre ellos
pesa, les acarreará miseria y pobreza. Estos breves apuntes así lo recogen, primero
la riqueza:

Los hijos de Alvargonzález


ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y mil ovejas.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, Aquella tarde, VI)

y luego, la pobreza de los campos:

Así a un año de abundancia


siguió un año de pobreza.
En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta,
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, El castigo, I y II)

y de la casa:

Un fuego casi extinguido,


y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.
No tienen leña ni sueño.
“La tierra de alvargonzález” (CXIV, El castigo, III)

Utiliza aquí la misma imagen que antes, la misma impresión, que segura­
mente él vio en repetidas ocasiones y que es la visión del desamparo y de la po­
breza:

438
Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherillos de barro
que a dos familias sustentan.
“La tierra de Alvargonzález” (CXIV, La casa, I)

Ya para terminar, nada mejor que esa despedida y reconciliación que hace en
la última parte de “Campos de Soria” (CXIII, 9):

¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria,


tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita
me habéis llegado al alma,
¿o acaso estábais en el fondo de ella?
¡Gente del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!

O esta otra, de aquel poema que dedica al maestro Azorín por la publicación
de su libro Castilla y que Antonio Machado escribe desde el recuerdo entrañable,
donde quiere hablar de toda Castilla, pero inevitablemente le sale Soria, la tierra
soriana:

¡Castilla de los páramos sombríos,


Castilla de los negros encinares!
Labriegos transmarinos y pastores
trashumantes —arados y merinos—,
labriegos con talante de señores,
pastores del color de los caminos.
Castilla de grasientos peñascales,
pelados serrijones,
barbechos y trigales
malezas y cambrones.
Castilla azafranada y polvorienta,
sin monte de arreboles purpurinos,
Castilla visionaria y soñolienta
de llanuras, viñedos y molinos.
“Desde mi rincón” (CXLIII)

Esta es la humilde tierra de Soria, “tierras pobres, tierras tristes, tan tristes que
tienen alma”.

439
NOTAS
1. Heliodoro CARPINTERO: “Soria, en la vida y la obra de Machado”; en Rev. Escorial, T, XII
Madrid, julio de 1943, p. 111 y ss.
2. Recordemos la referencia a la Audiencia en el poema “Campos de Soria” (CXIII, VI): “La cam­
pana de la Audiencia...” y en el poema “Un criminal” (CVIII).
3. Cito los poemas, siguiendo Poesías Completas; Madrid: Espasa-Calpe (Colección Austral núm,
149), 1971.
4. Emilio OROZCO DIAZ: Paisaje y sentimiento de la naturaleza en la poesía española; Madrid:
Eds. del Centro, 1974, pp. 209 y 217.
5. Breñal: Tierra quebrada entre peñas y poblada de maleza.

440
ANTONIO MACHADO Y LA ATENCION AL NIÑO
EN LA GUERRA CIVIL

Jaime García Padrino


E. U. Profesorado E.G.B. “Pablo Montesino”

Los sucesivos números de El Complementario, boletín informativo de este


Congreso Internacional, nos han informado de los objetivos y de las intenciones
fundamentales para la convocatoria que nos ha reunido aquí y ahora. Por ello, al
iniciar la presentación de mi trabajo, quiero recordar unas palabras de Leopoldo
de Luis, ofrecidas en el número 2 de esa publicación y con las que invocaba este
principio: “Toda gran obra literaria posee la cualidad de poder ser estudiada y
comprendida desde distintos ángulos de visión por las diferentes generaciones, a
lo largo del tiempo.”
Con palabras ahora del profesor Senabre, el número siguiente de El Comple­
mentario resaltaba el carácter ya clásico de la poesía de Antonio Machado, abierta
a “nuevas posibilidades de lectura”, y cuyo carácter perdurable ha sido acrecen­
tado por el propio paso del tiempo.
He querido citar las razones expuestas por Leopoldo de Luis y por el profesor
Senabre, pues creo, deben de pesar en el ánimo de cualquier intento de investiga­
ción o de crítica, centrado en la obra y en la vida de Antonio Machado. De ahí que
nuestra comunicación pretenda sólo añadir unas precisiones cronológicas y un
breve comentario crítico sobre unos textos menores en la amplia producción
machadiana, que nos han atraído por un rasgo particular: el haber sido dedicados
por el poeta, de intención, al niño en el período difícil de la guerra civil.
Los poemas que presentamos a continuación han sido ya ofrecidos antes, al
menos, en tres publicaciones de las que hemos podido tener noticia hasta ahora.
La primera de ellas, la antología Antonio Machado para niños (Madrid, De la
Torre, 1982), preparada por Francisco Caudet, recogía cuatro poemillas, tomados
de “una emisión de tarjetas postales para niños de familias republicanas”. Salvo la
mención citada, no se hace ninguna otra precisión cronológica ni se puntualizan las
circunstancias de esas creaciones. Creemos que tal ausencia de notas podría estar
condicionada por el propio carácter de la recopilación, publicada en la meritoria
colección “Alba y Mayo”, donde sus distintos volúmenes responden al deseo de
acercar a los lectores más jóvenes las grandes figuras de la poesía escrita en cas­
tellano.
También hemos encontrado aquellas composiciones de Machado, escritas
durante su estancia en Valencia, ya iniciada la guerra civil, en el magnífico volu­

441
men titulado Valencia a Machado (Valencia, Generalitat Valenciana, 1984). Con
esa edición se rendía homenaje al poeta, desde el recuerdo de los meses vividos
entonces en la capital de la retaguardia republicana. Bajo el epígrafe de “tarjetas
postales infantiles”, aparecían entre los escritos de Machado en aquellos años, seis
textos breves —cuatro poemillas de una sola estrofa y dos sentencias o máximas —,
pero sin ninguna otra referencia o nota explicativa relacionada con la aparición o
el origen de tales tarjetas, o sobre las razones que impulsaron a Machado para esa
colaboración.
La tercera y la más reciente es la edición de Obras completas, realizada por
Oreste Macrí (Madrid, Espasa Calpe, 1989), conocida una vez redactada esta
comunicación. En ella se mencionan también estas tarjetas como iniciativa del
Ministerio de Comunicaciones y se ofrecen los seis textos que se indicarán a conti­
nuación.
Sin negar, además, otras posibilidades para comentarios o ediciones anterio­
res de estos poemas, con las noticias que ofrecemos ahora tratamos de mostrar la
relación de esas composiciones con el frecuente tema machadiano de la infancia y
con algunas de sus ideas sobre la educación y los valores instructivos. Pero, al
mismo tiempo, nos interesa resaltarlas como una contribución particular del autor
en la labor desarrollada por el gobierno de la II República Española, en favor de
los niños refugiados lejos del frente bélico.
Gracias a nuestro trabajo investigador, centrado en la literatura infantil en
la España contemporánea, encontramos, hace algún tiempo, la noticia de la
aparición de unas tarjetas postales infantiles. La fuente es un reportaje perio­
dístico, firmado por José Fernández Caireles, y que vio la luz en la revista Cró­
nica, n.° 376, de 24 de enero de 1937. El autor del reportaje informaba de la ini­
ciativa del gobierno republicano, de sus propósitos y de los detalles de la con­
fección y de la edición de las tarjetas. Gracias a esa fiable fuente, hoy pode­
mos conocer la imagen gráfica de las postales, y los rasgos propios de esos
textos, enmarcados en la obra poética de Machado en aquel período, “el más
plácido desde el estallido bélico, a la vez que (el) de mayor intensidad en su
producción”1.
En la información citada, el periodista resaltaba el interés del gobierno por
apoyar una iniciativa de su Ministerio de Comunicaciones, destinada a facilitar a
los pequeños refugiados en la retaguardia unos medios para comunicarse, a través
del correo, con sus familias. Ese primer propósito utilitario resultó enriquecido
con la idea de que tales tarjetas, vehículos frecuentes en la organización postal, se
complementasen con una confección cuidada, y convertirlas así en auténticas
obras de arte con una doble misión: “Ser un motivo de agrado para los pequeñue-
los y una eficiente obra pedagógica”.
La emisión postal constó de seis modelos diferente de tarjetas. Cada una de
ellas ofrecía un dibujo a tricromía —lamento no poder ofrecer ninguna reproduc­
ción de aquellos originales— y una inscripción que el articulista atribuía, en su
conjunto, al “gran poeta Antonio Machado”. Fernández Caireles completaba
su información con un comentario de los textos y de la simbología que animaba
a las ilustraciones, además de mencionar la edición de 100.000 ejemplares, “con
destino a las Residencias, Guarderías, Colonias”, que alojaban a los niños re­
fugiados.

442
No quiero dejar de citar, por su interéss, el párrafo final de aquel artículo de
Crónica, que Fernández Caireles aprovechaba para una explícita declaración de la
postura que animaba en aquellos días las acciones del gobierno de la República,
encaminadas a la atención y a la educación de aquella infancia que vivía las con -
sencuencias de la guerra civil: “Por su significación, es como si con la creación de
esta tarjeta infantil, anhelase el Gobierno de la República acercarse al niño con
ideas de paz y amor, y proporcionarle -al mismo tiempo que el medio de comuni­
cación gratuita con sus padres ausentes— un motivo de solaz y de eficacia do­
cente. Y así, los niños refugiados en la retaguardia tienen un motivo más para
sentirse amparados por la autoridad legítima de España, que, en su constante
preocupación por las criaturas, cumple fielmente —y por el impulso humano de su
propia esencia liberal— una misión de ternura tutelar con relación a la infancia
desvalida.”
Fácil es, pues, de entender la colaboración prestada por Machado en esa ini­
ciativa gubernamental. No sólo se revela como consecuencia clara de su toma de
partido, en favor de los ideales defendidos por la República, sino como una coinci­
dencia personal con un claro impulso, de esencia liberal, en favor de una eficaz
tutela para aquella infancia.
Entremos ahora en el análisis, más detallado, de esas seis tarjetas y de los tex­
tos atribuidos a Machado. Las ilustraciones, del mismo modo que los textos impre­
sos en el anverso de las tarjetas —conocidas gracias a las fotografías de Luis Vidal
publicadas en Crónica—, no aparecían firmadas. Según la información citada, las
imágenes eran creaciones del Sindicato Unico de Profesiones Liberales (C.N.T.,
A.I.T.), y cumplían con dignidad y eficacia su papel de refuerzo o plasmación
gráfica de las leyendas incluidas. Debido, sin duda, a la condicionada relación
entre texto e imagen, los textos de dos de tales tarjetas, presentados como má­
ximas o sentencias —“Respeto y amor a la vejez”, “Cada niño es un hogar / respe­
tadlo” —, dan la impresión de ser meros lemas para las correspondientes ilustracio­
nes, aunque se relacionen con el gusto machadiano por el pensamiento breve y
sentencioso.
Los textos de las restantes tarjetas, cuatro poeniillas breves, participan de un
notorio carácter instructivo. Por la fecha del artículo de Fernández Caireles,
habrían sido compuestos hacia diciembre de 1936, en los primeros días de la lle­
gada a Valencia y la instalación posterior del poeta y su familia en Rocafort.
Machado iniciaba entonces su colaboración con la Casa de Cultura. Eran los días
de sus paseos con Blanco, el Director del Museo Pedagógico de Madrid. Días en
los que conoció las prisas y el desorden de entonces en las calles valencianas2.
Calles y plazas “llenas de anuncios”, como precisaba José Machado Ruiz3, y que
participarían del espíritu impulsor de las iniciativas propagandísticas de la Repú­
blica, entre las que debe incluirse la correspondiente a las tarjetas infantiles aquí
comentadas.
Fue una época en la que Machado “trabajaba sin cesar para atender al sin fin
de peticiones que de todas partes le hacían”, en palabras también de su hermano
José. Con estas pinceladas descriptivas, basadas en los recuerdos de quienes cono­
cieron la vida del poeta en aquellos meses valencianos, creemos apuntado el
ambiente que le animó a contribuir, de intención, con sus versos a la instrucción y
al recreo de la infancia refugiada4.

443
El mismo argumento justifica el tono de los versos de Machado que sirvieron
como lemas de las imágenes de aquellas tarjetas. Así, en los asuntos tratados
Machado mezclaba los valores de la instrucción, del estudio o de la limpieza cor­
poral, con la imagen del niño como redención de la Humanidad, o la contraposi­
ción del estímulo del trabajo productivo, o la búsqueda de unos ideales, frente al
mero aprovecharse del esfuerzo ajeno, o el amargor de las penas.
Las formas versificadas eran las frecuentes en la poesía machadiana de carác­
ter sentencioso. Una copla de aire popular, en versos hexasílabos, servía de vehí­
culo para el mensaje de corte más utilitario: una llamada de atención sobre las
mejores condiciones sanitarias entre los niños recogidos en los centros asistencia-
íes y educativos:

Pequeñín que lloras


porque te lavan:
tu mejor amigo
sea el agua clara.

La instrucción, y no sólo esos cuidados primarios, aparecía tratada en otra de


esas coplas. Ahora con versos octosílabos y un aire más forzado o carente de la
ligereza apreciable en la anterior, Machado planteaba un claro símbolo de los
valores del estudio, donde recurría al tópico del árbol de la Ciencia. Y sobre éste,
como el niño de la imagen, parecían cabalgar también los recuerdos del poeta
como alumno institucionista y los ideales de Juan de Mairena en favor de una cul­
tura popular5:

Ved al niño encaramado


en el árbol de la Ciencia;
entre sus piernas, la rama;
el fruto, entre ceja y ceja.

El afán regeneracionista aparecía plasmado en otra de aquellas imágenes. En


ella, un niño de limpia mirada “en sus ojos nuevos”, como símbolo explícito de
una pureza natural, intrínseca a la infancia. Y en los versos machadianos, la
defensa de los valores infantiles, como camino para una Humanidad redimida de
los males de un “mundo viejo” —trabajo y fatiga—, unas realidades susceptibles
de ser mejoradas o regeneradas para darles, de ese modo, una condición más
humana:

Siempre el mundo viejo


—trabajo y fatíga­
lo salva el niño con sus ojos nuevos.

Para aligerar el carácter conceptuoso, alegórico, de ese poema, Machado


recurrió a un terceto quebrado, playera o soleariya6, que ya había utilizado con
numerosas variantes, ahora en una combinación de dos versos hexasílabos y un
endecasílabo, que Navarro Tomás señala entre los esquemas utilizados por
Machado en su Cancionero apócrifo.

444
Los textos creados por el poeta para la iniciativa postal del Ministerio de
Comunicaciones se completaban con un cuarto poema:

Si vino la primavera,
volad a las flores, como las abejas;
volad a las flores, niños;
no chupéis cera.

De nuevo el recurso a la copla, donde combina dos octosílabos con un dode­


casílabo y un pentasílabo (8-, 12a, 8-, 5a), cuyo resultado es una estructura un
tanto forzada, quizá por el hecho de ser, en realidad, una variante ampliada del
terceto incluido con el n.° XVI, en “Proverbios y cantares”, dentro de su libro
Nuevas Canciones1.

Si vino la primavera,
volad a las flores,
no chupéis cera.

La ampliación afecta al segundo verso, que de ser hexasílabo, duplica su lon­


gitud, con el añadido de una comparación explícita —“como las abejas” — , ade­
más de un verso nuevo, “volad a las flores, niños”, adición también reveladora del
propósito que animaba a Machado en aquella empresa propagandística. Así, el
vocativo declaraba el carácter infantil de los destinatarios y con la repetición de
“volad a las flores” reforzaba el carácter de su mensaje instructivo.
De tal forma, al contraponer la imagen de ese tercer verso, añadido a la pri­
mera canción, con el último —“no chupéis cera” — , el efecto resultaba desafortu­
nado, por la inadecuada combinación del verbo con el sustantivo objeto directo.
La imagen de la miel y de las abejas ya había sido presentada por Machado en
otros poemas, como el numerado como LXXXVI, de Soíedadess:

Eran ayer mis dolores


como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras.
¡De cuántas flores amargas
he sacado blanca sera!
¡Oh tiempo en que mis pesares
trabajaban como abejas! (...)

O en el XXV, de Proverbios y cantares

Las abejas de las flores


sacan miel, y melodía
del amor, los ruiseñores;
Dante y yo —perdón, señores—,
trocamos —perdón, Lucía—,
el amor en Teología.

445
En la que abre el apartado de “Canciones”

Junto a la sierra florida


bulle el ancho mar.
El panel de mis abejas
tiene granitos de sal.

incluido en el libro titulado Nuevas canciones. Y otro ejemplo más de esas imáge­
nes lo encontramos en las “Canciones del Alto Duero”

Colmenero es mi amante,
y en su abejar,
abejicas de oro
vienen y van.
De tu colmena,
colmenero del alma,
yo colmenera.

La idea del poemilla incluido en la tarjeta postal que aquí mostramos está,
pues, emparentada con la defensa de los valores más elevados, presente en el n.°
LXVII, también de “Proverbios y cantes”: “Abejas, cantores, / no a la miel, sino
a las flores”.
No hemos querido caer en una pretensión desmesurada de sobrevalorar estos
poemillas. Tampoco el querer evidenciar una inmerecida falta de atención crítica.
Sobre todo, cuando en este Congreso Internacional voces bien autorizadas tratan
de mostrar toda la riqueza de los aspectos y de los valores de la obra de Machado.
Sólo deseábamos explicar algunos detalles, minúsculos si se quiere, pero que pre­
sentan una especial connotación cuando fueron justificados dentro del conjunto de
iniciativas de la II República de España en favor de una infancia que hubo de
sufrir las terribles consecuencias de aquel enfrentamiento.
Iniciativas que no sólo atendieron a las cuidados materiales para la indispen­
sable subsistencia e higiene, sino a la instrucción innovadora y a la cultura para
aquellos pequeños. Iniciativas que respondían a la naturaleza del combate entre
dos modelos ideológicos opuestos. De ahí la necesidad de un aprovechamiento de
todas las posibilidades disponibles en el aparato estatal, y, al mismo tiempo, el
desarrollo de los recursos necesarios ante la distorsión de las condiciones de vida
que había impuesto el propio desarrollo de la guerra.
A la atención de los niños evacuados del frente, la República consagró unos
esfuerzos que han justificado el poder hablar de una “gigantesca labor”9, tanto por
los medios materiales utilizados como por la decidida entrega de maestros, peda­
gogos y artistas para no descuidar la formación de aquellos escolares.
Además, las circunstancias de aquel momento excepcional ofrecían un marco
bien propicio para acometer una completa renovación y actualización pedagógica,
acorde con la revolución defendida en aquella propuesta ideológica.
Como demuestra la iniciativa que hemos comentado, buena parte de aquellos
servicios asistenciales de la República estuvo centralizada en Valencia. En esta
ciudad debemos situar también las colecciones de cuentos infantiles, creados por

446
Antonio Robles e ilustrados por Piti Bartolozzi, entre los distintos volúmenes
publicados por la editorial Estrella. Desde allí también, Elena Fortún envió distin­
tos artículos a la revista Crónica —en la que seguían apareciendo sus “Cuentos
para niños” — , sobre la vida de la retaguardia y la asistencia dedicada al niño.
Otro ejemplo de aquellas realizaciones culturales fue la inauguración de una
Caseta-Biblioteca Infantil en un parque de la capital levantina, creada por la Fede­
ración Nacional de Pioneros para los niños valencianos y los evacuados de otras
zonas. En la biblioteca, con forma de “una monumental pelota de diversos colo­
res”, junto a los volúmenes para la lectura de sus visitantes, existía un teatrillo
de guiñol y con sus actividades se desarrollaba un concepto renovador enton­
ces de este tipo de servicios, y en cuyo funcionamiento intervenían los propios
chiquillos10.
No queremos apartarnos del tema central de esta comunicación. La contribu­
ción de Machado a la labor asistencial de aquella infancia. Fue una más. Pero que
completa la actitud del poeta, militante decidido en ese momento, en favor de la
defensa del mundo infantil, como integrante de la más amplia realidad de la cul­
tura del pueblo. Y así, tal como declaraba Machado en esos días a través de sus
artículos, asumió la misión del intelectual en favor de la defensa de los valores
espirituales, en este caso del niño. Y esto es lo que hemos pretendido corroborar,
ante todo, en nuetro comentario sobre aquellas modestas tarjetas postales in­
fantiles.

447
NOTAS
1. Jesús HUGUET/PEREZ CONTEL: “Prólogo”; en AA.W: Valencia a Machado-, Valencia:
Generalitat Valencia, 1984, p. 12.
2. Ibídem, p. 13.
3. José MACHADO RUIZ: “Ultimas soledades”, en Ibídem, p. 22.
4. Antonio SANCHEZ BARBUDO (Los poemas de Antonio Machado; Barcelona: Lumen, 2a ed.,
1969) indica que en Rocafort escribió todas las poesías de la época de la guerra y explica cómo él
mismo recogía algunos de los artículos escritos por Machado. Sin embargo, no hace ninguna refe­
rencia a los textos para estas tarjetas postales infantiles.
José Ma VALVERDE: Antonio Machado; Madrid: Siglo XXI, 1975, pp. 16-20.
6. Tomás NAVARRO TOMAS: “La versificación de Antonio Machado”; en Los poetas en sus ver­
sos: desde Jorge Manrique a García Lorca; Barcelona: Ariel, 1973, p. 251.
7. Antonio MACHADO: Poesías completas; Madrid: Espasa Calpe, 1940 (11a ed., 1966), p. 199.
8. Los siguientes poemas están citados según la edición descrita en la nota anterior.
9. Manuel TUÑON DE LARA: “La cultura durante la guerra civil”: en La Guerra Civil. 17. La
Cultura; Madrid: Grupo 16, p. 34.
10. Vicente VIDAL CORELLA: “La Caseta-Biblioteca Infantil, inaugurada por la Federación
Nacional de Pioneros...”, en Crónica, n° 403, 1 agosto 1937.

448
EL TEMA DEL VIAJE EN LA POESIA DE ANTONIO MACHADO

Jacques Issorel
Universidad de Perpignam (Francia)

El tema del viaje en la obra poética de Antonio Machado nos sale al encuen­
tro nada más abrir sus obras completas. El primer poema se titula, en efecto, El
viajero. Otros ocho se refieren al mismo tema y, detalle digno de ser notado, per­
tenecen a los tres grandes libros publicados por el poeta.
Amén de El viajero incluido en Soledades, Galerías y otros poemas (1903-
1919), estos poemas son: “He andado muchos caminos’’ — también del libro Sole­
dades...—, En tren, Recuerdos, Otro viaje (Campos de Castilla, 1912-1917), Iris de
la noche, El viaje, En tren. Flor de verbasco (Nuevas Canciones, 1924) y la canción
III de las Canciones a Guiomar (1929-1933)1.
(Observamos, pues, que el viaje es una constante en la obra de Machado. Está
presente en ella desde el principio hasta el final, y presente no sólo en su obra,
sino, y sobre todo, en su vida. Machado, tan avaro en confidencias personales en
sus notas autobiográficas, lo es menos cuando se trata de recordar a sus lectores
los viajes realizados: “De Madrid a París a los veinticuatro años [...] De Madrid a
París (1902) [...] De 1903 a 1910, diversos viajes por España: Granada, Córdoba,
tierras de Soria, las fuentes del Duero, ciudades de Castilla, Valencia, Aragón.
De Soria a París (1910) [...] /
De 1912 a 1919, desde Baeza a las fuentes del Guadalquivir y a casi todas las ciuda­
des de Andalucía.
Desde 1919 paso la mitad de mi tiempo en Segovia y en Madrid la otra mitad,
aproximadamente. Mis últimas excursiones han sido a Avila, León, Palencia y
Barcelona (1928).”2
Estas notas, escritas en 1931, abarcan veintinueve años de la vida de Antonio
Machado (1902-1931) y corresponden a su época de mayor actividad intelectual.
En el otoño del 31, el profesor Machado es trasladado de Segovia a Madrid (Insti­
tuto Calderón de la Barca) y durante cinco años lleva una vida casi exclusivamente
sedentaria. Pero, en noviembre de 1936, ya cercado Madrid por las tropas fran­
quistas, llega “el día del último viaje”... Largo viaje... de Madrid a Valencia, pri­
mero, de Valencia a Barcelona, después (marzo 1938), de Barcelona a Collioure,
por fin (enero 1939). De forma que, excepto el período madrileño ya señalado
(1931-36), Machado no cesa de viajar y peregrinar por tierras españolas y, en tres
ocasiones (1899, 1902, 1910), hasta París.

449
Pero, ¿qué tipo de viajero es Machado? Si exceptuamos el viaje de novios con
Leonor en 1909 (Zaragoza, Pamplona, Irún, Fuenterrabía) y el viaje a París de trá­
gico desenláce con la misma Leonor (1911), vemos que es nuestro poeta un viajero
solitario “Voy / conmigo a solas viajando”3. Conviene matizar esta observación se­
ñalando que se trata de una soledad física, pues para Machado el viaje no significa
retraimiento. Al contrario, y de manera muy sutil, en la soledad del viaje, se siente
ligado a otros seres, conocidos o desconocidos, como precisaremos más adelante.
En el primer tercio de nuestro siglo, el medio casi único de viajar es el ferroca­
rril y es así como viaja Machado. Este período es también el del progresivo triunfo
de la máquina y de la tecnología. Los artistas, aunque no todos, no permanecen al
margen de este movimiento y, como señala acertadamente Juan Cano Ballesta,
“los años 1917-1928 son los de máxima floración del culto a la técnica en el campo
de la poesía lírica y la novela. Amplios sectores de las letras se convierten en fervo­
roso cántico a la revolución industrial. Se entonan himnos a la velocidad y a los
grandes inventos: aviones, trasatlánticos, cine, teléfono, radio”4.
Como viajero y como poeta, Machado no sigue este movimiento. Ni los ade­
lantos técnicos, ni la velocidad, ni el lujo, ni siquiera el confort le interesan. Se
muestra tozudamente ajeno a todos estos aspectos exteriores del viaje. Para él, lo
esencial no está ahí y nos da a entender que la riqueza que conlleva el viaje se halla
en las regiones profundas del ser. A contracorriente, pues, de modas y euforias
tecnicistas, proclama que él viaja “siempre sobre la madera / de [su] vagón de ter­
cera”3. En cuanto a su equipaje se resume a poca cosa: “un viejo saco de cuero”6.
Este desinterés por el aspecto mecánico del viaje y esta actitud casi provoca­
tiva de indiferencia frente al progreso, se manifiestan de manera más neta aún al
metaforizar Machado al ferrocarril.
En varias ocasiones, pertenecientes a épocas distintas de su producción, hace
del tren, y especialmente de la locomotora, un animal fantástico.

El tren camina y camina,


y la máquina resuella,
y tose con tos ferina.1

El animal férreo cobra, a veces, una forma menos inquietante, convirtién­


dose en:

el jamelgo que montamos.


¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!8

La imagen más lograda desde este punto de vista es la del tren devorando,
cual monstruo insaciable, los rieles y el paisaje:

Corre el tren
por sus brillantes rieles
devorando matorrales,
alcaceles,
terraplenes, pedregales.9

450
“Entre montes de almagre y peñas grises
el tren devora su raíl de acero.’”0

Y la locomotora
resuella, silba, humea
y su riel metálico devora.11

El tren devora y devora


día y riel.12

En estas cuatro ocurrencias, pertenecientes una vez más a períodos diversos de


la creación machadiana, culmina la visión del poeta respecto al tren. Emana de ellas
una fuerza grandiosa, una potencia irrepresible. El tren, siempre hambriento y devo­
rador, se adueña sin tregua ni descanso del riel y del paisaje, se nutre de ellos, los asi­
mila. Una vez instalada en nuestra mente, la imagen de este ogro metálico y mecá­
nico prosigue su camino sin que nada pueda detenerla. Nos embriaga y nos exalta.
A esa masa de hierro que es el tren se empeña Machado en darle, si no un
alma, por lo menos una palpitación, una vibración fisiológica que hacen de ella
más que un objeto: un ser híbrido capaz de herir nuestra sensibilidad.
Por muy original que sea, esta visión a-histórica, casi prehistórica, del tren no
constituye lo esencial en cuanto al enfoque machadiano del viaje. El interés que
ofrece el viaje se sitúa para él en un plano más hondo e íntimo.
¿Por qué viaja el poeta Antonio Machado?
Aunque parezca perogrullada, el primer interés que para Machado ofrece el
viaje es... el viaje mismo. Le agrada estar, por cierto número de horas, sentado en un
tren y no carece de sensualidad esta sencilla y breve confesión: “Voy bien”13. A este
poeta y pensador tan atento al tema del transcurso temporal le seduce ese momento
excepcional en que está entre dos puntos —la partida y la llegada— sin estar en nin­
guno. El viaje viene a ser para él el medio de detener el tiempo. De ahí que en un
mismo poema nos hable de “este placer de alejarse” y añada unos versos más abajo:
“lo molesto es la llegada” 14. En otro poema hasta escribe: “el horror de llegar”1'.
El viaje es, un tiempo y, a la vez, un lugar en el que Machado se instala cómo­
do, un lugar propicio a la actividad sentimental e intelectual. Por eso, no deja de
precisar dos veces en un mismo poema:

Yo nunca duermo en el tren16.

Demasiado valioso es para él el tiempo del viaje para que se malgaste dur­
miendo. Al contrario, el viaje es corno un momento único que aprovecha nuestro
poeta para dedicarse a cuatro de sus grandes aficiones que son otros tantos teínas
mayores de su poesía: contemplar paisajes, observar hombres, soñar y recordar.

Contemplar paisajes

Machado se muestra particularmente sensible a la sucesión de paisajes que


brinda el viaje en tren. “El campo vuea” escribe en Otro viaje, y en este mismo
poema acude otra imagen para evocar el desfilar del paisaje ante sus ojos:

451
Tras la turbia ventanilla
pasa la devanadera
del campo de primavera17
La embriaguez que siente al contemplar el incesante pasar del paisaje caste­
llano la traduce con una sugestiva enumeración:
[...] matorrales
alcaceles,
terraplenes, pedregales,
olivares, caseríos,
praderas y cardizales,
montes y valles sombríos18
El paisaje andaluz, en Recuerdos, y el paisaje accidentado de la Sierra de
Guadarrama, en En tren. Flor de Verbasco, también hacen vibrar al paisajista via­
jero. Cuando deja de mirar el paisaje por la ventanilla, Machado mira delante de
sí y observa a sus compañeros de viaje.

Observar hombres

La aparición de los compañeros de viaje en el poema corresponde a un recogi­


miento, una interiorización. Por ello, entre las personas presentes en el departa­
mento y la mirada del poeta se interpone un prisma: su estado de ánimo. Los ve
tales y como son y, al mismo tiempo, tal y como él está. Es significativo a este res­
pecto el retrato de la monjita:
¡Frente a mí va una monjita
tan bonita!
Tiene esa expresión serena
que a la pena
da una esperanza infinita.
Y yo pienso: ¡Tú eres buena;
porque diste tus amores
a Jesús porque no quieres
ser madre de pecadores.
Mas tú eres
maternal,
bendita entre las mujeres,
madrecita virginal.
Algo en tu rostro es divino
bajo tus cofias de lino.
Tus mejillas
—esas rosas amarillas—
fueron rosadas, y, luego,
ardió en tus entrañas fuego:
y hoy, esposa de la Cruz,
ya eres luz, y sólo luz...19

452
Al poeta enamorado que es, y que piensa en la niña amada (“la niña que yo
quiero’’), le aparece la monja guapa, serena, virginal. ¿Habrá otros viajeros en el
departamento? Tal vez sí, pero no se fija en ellos. Su alegría es tal que sólo ve a la
“madrecita virginal” de “rostro [...] divino”.
Contrasta esta visión con la de un poema paralelo a En tren: Otro viaje20. Ha
muerto Leonor. El poeta nota la presencia de una “mano fría” que le aprieta el
corazón y, otra vez, se establece una correspondencia entre lo que siente Machado
y lo que ve:

En frente de mí, un señor


sobre su manta dormido,
un fraile y un cazador
—el perro a sus pies tendido—21.

En vez de una mujer joven y bonita, descubre a tres personajes callados e


indiferentes con los que no puede establecerse ninguna comunicación y que le
hacen sentir más hondamente su soledad.
La misma observación podemos hacer a propósito del poema Iris de la noche.
El poeta, cuyo pensamiento está puesto en Soria, capta dolorosamente la angustia
de la madre —tal vez viuda ella también— y se le antoja “trágico” el viajero que
habla solo:

La madre, ceño sombrío,


entre un ayer y un mañana,
ve unas ascuas mortecinas
y una hornilla con arañas.
Hay un trágico viajero,
que debe ver cosas raras,
y habla solo y, cuando mira,
nos borra con la mirada22

No sólo se dedica a observar el poeta viajero. A veces, deja el mundo exterior


y se recoge en sí mismo.

Soñar

El pensamiento toma entonces el relevo de los ojos:

El tren, el caminar,
siempre nos hace soñar.23

Soñar, o pensar —que a menudo en Machado es muy tenue la frontera que


separa estas dos actividades del espíritu—, puede ser, como la observación de los
viajeros, una ocupación grata y dolorosa.
Tras los dos versos que acabamos de citar, el poema sigue así:

453
Y casi, casi olvidamos
el jamelgo que montamos.
¡Oh, el pollino
que sabe bien el camino!
¿Dónde estamos?
¿Dónde todos nos bajamos?24

Le proporciona el viaje una especie de embriaguez, hasta el punto de perder


la noción del espacio y la del tiempo (“¿Dónde estamos?”). Esta sensación deli­
ciosa alimenta la fantasía. El pensamiento del poeta retoza libre, gozoso, y tanto
que surgen como a destiempo preguntas inesperadas, sabrosamente ingenuas:

Mas hoy, mientras camina


el tren, en el saber de tus pastores
pienso no más y —perdonad, doctores—
rememoro la vieja medicina.
¿Ya no se cuecen flores de verbasco?
¿No hay milagro de hierba montesina?
¿No brota el agua santa del peñasco?25

Otras veces, el soñar cobra más gravedad y desemboca en reflexiones meta­


físicas:

Y tú, Señor, por quien todos


vemos y que ves las almas,
dinos si todos, un día,
hemos de verte la cara.26

El viaje, por fin, al eliminar todas las trabas y solicitaciones de la vida coti­
diana, crea en torno al poeta un espacio de libertad que acuden a ocupar los re­
cuerdos.

Recordar

El recuerdo de Guiomar surge con ímpetu, llegando a convertirse el viaje del


poeta solitario en el viaje mágico de los amantes. En torno a “una diosa y su aman­
te”27, se hace cada vez más densa la oscuridad hasta que penetran, como en un rito
iniciático, en un túnel del que salen liberados, libres. El viaje viene a ser una mar­
cha fantástica hacia el amor ideal, un amor ingrávido, sin límites, fuera del alcance
de todo:

Conmigo vienes, Guiomar;


nos sorbe la serranía.

El tren se esconde y resuena


dentro de un monte gigante,

454
Campos yermos, cielo alto.
Tras los montes de basalto
ya es la mar y el infinito.
Junto vamos; libres somos.
Aunque el Dios, como en el cuento
fiero rey, cabalgue a lomos
del mejor corcel del viento,
aunque nos jura, violento,
su venganza,
aunque ensille el pensamiento,
libre amor, nadie lo alcanza.28

Sólo el amor es capaz de suscitar recuerdos que embarguen hasta este punto
el espíritu del viajero. En otras ocasiones, es la contemplación del paisaje —los
campos de Jaén o el valle del Guadalquivir — la que trae al poeta la imagen de otro
paisaje, el de los altos llanos barridos por el cierzo29.
La visión de un simple objeto —el “viejo saco de cuero” — o la aguda percep­
ción de un ambiente de nocturna angustia, en Iris de la noche, suscitan ellas tam­
bién el recuerdo. Cualquiera que sea la causa que lo provoque, el recuerdo cobra
siempre una existencia real. Renace vibrante, denso, concreto, con sus colores,
formas y movimiento. El viaje, dijimos más arriba, es tiempo detenido. Vemos
ahora que a este tiempo del viaje se superpone otro, el tiempo recobrado del
recuerdo, formando los dos un extraordinario presente que compendia la riqueza
vital del pasado y del presente.
En el n.° 3 de El Complementario, Ricardo Senabre escribe: “No podemos
[...] contemplar los álamos del Duero, las tierras de Soria, los jardines recoletos,
las fuentes sombrías, el patio con naranjos como lo hicieron un siglo atrás quienes
aún no podían conocer a Machado. Ni podemos sentir el amor, la tristeza o la solé
dad de igual modo que ellos, porque, como siempre hace todo gran poeta.
Machado ha impregnado nuestra sensibilidad y ha modificado nuestra retina, enri­
queciendo así nuestra percepción del mundo, ahora más amplia y solidaria. Tam­
bién por eso es perdurable la obra de Machado.”

A estas excelentes líneas se puede añadir, a manera de conclusión, que “des­


pués de leer a Machado”, tampoco podemos viajar como antes. El conjunto de sus
poemas dedicados al viaje, a sus viajes, viene a constituir un auténtico arte del
buen viajar. En él nos enseña que el viaje es un tiempo y un lugar únicos, un fin en
sí, un medio embriagador para encontrarse cada uno consigo mismo.

455
NOTAS
1. Véase también la estrofa V del poema Galerías (Nuevas Canciones).
2. En Gerardo DIEGO: Poesía española. Antología 1915-1931; Madrid: Signo, 1932. Véase id, Poe­
sía española contemporánea (1901-1934) (7.a ed.); Madrid: Taurus, 1974, p. 148. Véase también
Bernards SESE: Antonio Machado. El hombre. El poeta. El pensador; Madrid: Gredos, 1980
p. 218.
3. Otro viaje; en Poesías completas (Prólogo de Manuel Alvar); Madrid: Espasa Calpe, 12a ed.
1987, p. 202. Todas nuestras citas remiten a esta edición.
4. Juan CANO BALLESTA: Literatura y tecnología. Las letras españolas ante la revolución indus­
trial (1900-1933); Madrid: Orígenes, 1931, pp. 15-16.
5. En tren, p. 152.
6. Otro viaje, p. 200.
7. En tren, p. 153. También: “Jadeante / marcha el tren” (Otro viaje, p. 200). “La locomotora /
resuella, silba, humea” (El tren. Flor de verbasco, p. 293).
8. En tren, p. 152.
9. Otro viaje, p. 200.
10. Galerías, V, p. 258.
11. En tren. Flor de verbasco, p. 293.
12. Canciones a Guiomar, III, p. 356.
13. En tren, p. 152.
14. Ibíd.
15. Coplas elegiacas, p. 101.
16. En tren, p. 152. Y, tres versos más arriba: “[En el tren] no / acostumbro a dormir yo”.
17. Otro viaje, p. 200.
18. Ibíd.
19. En tren, p. 152.
20. Los poemas En tren y Otro viaje se presentan como dos versiones paralelas del mismo tema: el
viaje en tren. Están construidos según el mismo esquema, aunque bifurcan en dos ocasiones:
situación: el tren
el paisaje
los compañeros
, ., f fantasía
la evasión l
l recuerdo
exaltación
la vuelta a la realidad
tristeza, soledad
21. Otro viaje, p. 200.
22. Iris de la noche, p. 262.
23. En tren, p. 152.
24. Ibíd.
25. En tren. Flor de verbasco, p. 293.
26. Iris de la noche, p. 293.
27. Canciones a Guiomar, III, p. 356.
28. Ibíd.
29. “Barriendo el cierzo helado tu campo empedernido”, Recuerdos, p. 192.

456
la MUJER EN MACHADO: DE LEONOR A GUIOMAR

Rosario León Alonso

¿Tu verdad?, No. La verdad,


y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela

A partir de estos versos y de la mano del poeta, intentaremos adentrarnos en


la verdad del sentimiento y en la verdad de la razón en los poemas amorosos de
Antonio Machado. A través de los textos literarios elegidos, iremos a la búsqueda
de una mayor comprensión de la esencia última machadiana, intentando adap­
tar la relación amorosa del poeta incluso a los diferentes códigos expresivos que
vayan haciéndose necesarios a lo largo de la exposición. Leonor y Guiomar harán
de escoplo y martillo en nuestra tarea de esculpir el auténtico misterio del cora­
zón del poeta y Ana Ruiz, su madre, será la silenciosa gubia que perfíle los con­
tornos de unos amores siempre truncados y nunca realizados en un hombre que
muy pronto tomó conciencia de su vivir/morir “casi desnudo, como los hijos de
la mar".
Nuestro itinerario amoroso comienza en un lugar, Soria; en un tiempo, 1907;
con un nombre, Leonor. Sin embargo, antes de esta primera parada a orillas del
Duero, hemos de recordar el estado de euforia y vitalidad que alumbra las galerías
del alma del poeta en sus años de juventud, cuando, lejos aún de que “la aguda
espina dorada" lo hiriera de muerte, escribiera versos de tanta belleza como “Ano­
che cuando dormía” en los que se nos habla de un sueño diurno, de una fantasía
vivida a caballo entre la realidad y el ensimismamiento. Se trata, pues, de un
estado de ensoñación que culmina en la íntima y última fusión de su alma con el
alma Universal: ... “que era Dios lo que tenía / dentro de mi corazón”... Perfecta
es la conjunción entre el espacio interior y el exterior, ya que dentro de su “cora­
zón” es donde se dan cita “el manantial de nueva vida”, “las doradas abejas”, “el
ardiente sol” y, en definitiva, todos los elementos sensoriales del mundo ajeno al
del YO poético. Machado empatiza —y simpatiza— con lo de afuera en un claro
proceso de interiorización. Estamos ante un hombre lleno de deseos de vivir, de
afanes de juventud y de proyectos de futuro; deseos, afanes y proyectos que
pronto se focalizan en una niña soriana, de escaso nivel cultural y casi nulas expe­
riencias vitales.

457
Mucho tardó Machado en reconocerse en el espejo del amor, y al preguntarse
en sus solitarios paseos, camino de la Ermita de San Saturio, cóma se llegó a ena­
morar de Leonor, él mismo se responde con su pluma: “Nadie elige su amor. Lle­
vóme un día / mi destino a los grises calvajares”... Ante el encuentro con la mujer,
parte Machado de una llamada del amor totalmente gratuita, fortuita y, en princi­
pio, sólo producto del destino.
Es tal el ánimo feliz de D. Antonio a raíz de su boda que basta con recordar
versos de tan lozana frescura como “Tus ojos me recuerdan las noches de verano’'
o “He vuelto a ver los álamos dorados”. Pero pronto la fortuna le juega una mala
pasada, en forma de vómito de sangre, al flamante matrimonio. Machado, desde
los primeros síntomas de la enfermedad, toma conciencia de la realidad y en la
explanada del espino, en aquel momento cruel de lucha contra la muerte, en unos
escalofriantes y trágicos versos le grita su dolor “al olmo viejo, hendido por el
rayo”. Todos los compases de placidez y de encantamiento se tornan ahora en un
patético quebranto, en un desgarrador alarido de esperanza dirigido al árbol
podrido y agonizante al que “con las lluvias de Abril y el sol de Mayo” le han
reverdecido algunas hojas. Machado, por las riberas del río castellano, pasea su
dolor a la espera de “otro milagro de la primavera”, del milagro que nunca llegará
a producirse. Magnífico es el procedimiento estructural según el cual los versos
finales sirven de resorte —y de soporte— autobiográfico frente a las descripciones
que, en forma de diálogo con el olmo moribundo, dan cuerpo al poema. Esta
forma de poetizar se repite en no pocas composiciones de Campos de Castilla.
Valga como ejemplo el poema Caminos en el que, tras el elemento descriptivo del
paisajes y espacios abiertos, se introyecta el dolor desde la queja interior: ... “Ay!
ya no puedo caminar con ella”.
Tan honda es su emoción que ni siquiera aparece el nombre de la niña-muerta
y es que cuando el amor se despoja de todo lo que no es “él” para proyectarse en
el “otro”, la elipsis cobra mayor fuerza y los silencios se hacen más expresivos que
las palabras. Machado en su ciclo de poemas a Leonor, ya alejado del plano de la
presencia e inmerso en la distancia, la lejanía y la ausencia, pone en marcha el
mecanismo de la imaginación para conservar lo intuitivo sin que la razón lo entur­
bie. Al saberse insuficiente para bastarse a sí mismo, comprende que era la com­
pañía de la amada la que rompía su limitación humana, su propia finitud.
Aunque la configuración formal se geste mediante realidades corpóreas y tan­
gibles, por encima de todo logra conservar la idea esencial, la vibración de su ena­
morado sentir. Sentir que seguramente no hubiera sido susceptible de un trasvase
al lenguaje de la prosa, porque, en el tránsito, hubiese perdido su capacidad de
expresar su interioridad poética.
Por eso, hecha ya la muerte realidad en su vida, huye de Soria y escribe a José
María Palacio aquella tierna y agria composición en la que llamándole “buen ami­
go” le envía desde Baeza su grito imperativo: ... “con los primeros lirios / y las pri­
meras rosas de las huertas / en una tarde azul, sube al Espino, / al alto Espino
donde está su tierra”. De nuevo la amada es aludida sin ser nombrada. Es el pose­
sivo “su” el que actúa como elemento diferenciador. “Su tierra” es la tierra de ella
—y solamente de ella— para el enamorado corazón del poeta.
Ese uso de la forma pronominal lo vemos confirmado, una vez más, en aquel
otro verso: “Soñé que tú me llevabas / por una blanca vereda”... Este poema,

458
además, es uno de los poquísimos en los que se alude a algún rasgo físico de Leo­
nor: . •. “Sentí tu mano en la mía, / tu mano de compañera, / tu voz de niña en mi
oído / como una campana nueva”. Es curioso observar que de la Leonor física -
que ya no es porque ya no existe— Machado sólo evoca e invoca su mano y su voz
a los que. incluso, califica de infantiles y compañeros. Anoto este dato porque,
como luego veremos, el proceso con Guiomar correrá por cauces mucho más car­
gados de sensualidad. En el caso de Leonor no nos queda ni una imagen poética
referida a sus rasgos físicos individualizadores, lo cual hace suponer que estamos
ante una idealización del amor que, al quebrarse tras la muerte, se convierte en
sublime espiritualización, en un dulce lamentar y un dolorido sentir. No encontra­
mos ni una sola huella de amor pasional. Como diría Antonio Fernández-Ferrer
“sólo trémula ternura, suave y celestial compañía y casi hasta una cierta vena sacra-
liz,adora”. Duró tan poco aquella relación y era tan niña la amada cuando se apagó
su vida, que todo nos hace pensar en un amor paterno-filial más que un amor con
componentes eróticos y sensuales; en un amor no consumado por miedo a hacer
terreno y fugaz algo que escapa de las fronteras de lo cotidiano para refugiarse en
el paraíso de lo espiritual. Ensimismado en la contemplación de la amada muerta,
el poeta mira al cielo y su espíritu estalla en unos inmortales versos transidos del
más puro lirismo y de una emoción incontenida.
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solo mi corazón y el mar.
El uso del verbo “arrancar” en el sentido de desposesión de una parte esencial
del YO ontológico, nos sitúa frente a una actitud de rebeldía y de reproche que
contrasta —sin asperezas— con la ternura del verbo siguiente: “querer” en su
acepción de amar. El primero y el último verso están unidos por lo que el Profesor
López Estrada llama “analogía de estructura formal”. El hombre, desprovisto de
amor por voluntad divina, se deja sacar de raíz sus más íntimas raíces tanto del
ayer (manifestado en formas verbales de pasado: arrancaste o quería) corno del
hoy (expresado en formas de presente: oye o estamos). Si ser poeta es “existenciar
las palabras y existenciarse en palabras”, Machado desde esa dialéctica consigue
en estos cuatro versos el efecto buscado. El “¡o” del primer verso es todo un sím­
bolo de universalidad porque al elegirse el género neutro —y no el femenino— se
pretende elevar a categoría universal al ser amado, poniéndolo a salvo de cual­
quier connotación práctica y plástica que pudiera empobrecer su dimensión más
sublime. No se avergüenza Machado de su dolor varonil y lo canta con el corazón
en la pluma. Por eso, será sobre su angustia de hombre sobre la que se eleve la
esperanza del poeta que, desinteresado de la persona real que quedó en el Espino,
sólo se preocupa por conseguir la creación imperecedera: la del “hoy es siempre
todavía”. El amor a la muchachita soriana está marcado por el sello del pudor y, a
través de los poemas, se manifiesta en un íntimo recato, en un sentido tan verdad
y tan sincero que sólo es posible el cobijo en lá inmensidad del mar ya que, dicho
en palabras de su hermano José, “es en el eterno fluir del agua donde se cimenta
con más fuerza y permanencia la poesía machadiana. De ahí que se queden solos ‘su
corazón y el mar’”.

459
En un itinerario amoroso de Soria a Segovia, en su paso del ser al existir,
Machado hace un alto en el camino, en Baeza, en la búsqueda del comprender.
Será en tierras andaluzas donde el poeta deje paso al filósofo, inmerso en un
mundo de permanentes reflexiones vitales que no dejan lugar ni al reposo ni al
sosiego. En Baeza cambiará la modulación de su voz poética tras una profunda cri­
sis de sentimiento y razón. Justina Ruiz Conde la glosa muy bien con estas pala­
bras: ...“Machado siente dudas sobre su labor anterior. Se siente un hombre
venido al mundo para andar de puntillas, siente su sumisión a todo, su desánimo,
su hastío, la monotonía de su vida, la repetición de sus sentimientos siempre tris­
tes. Cree que ya ha agotado su lirismo... Es el derrumbamiento moral del poeta.
Hasta el recuerdo de Leonor le parece que se va esfumando en la lejanía”...
En este aspecto, convenimos con Angel Marco fbáñez en que la imagen de
Leonor va perdiendo poco a poco nitidez y va dando paso a otra imagen ideal que
será ya para siempre como una evocación, como un sueño, como una creación.
Para justificar esto recordemos aquellos versos de Nuevas Canciones en los que el
poeta se pregunta: “Mas pasado el primer aniversario, / ¿cómo eran —preguntó—,
pardos o negros, / sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?. / ¿Cómo eran, ¡Santo Dios!,
que no me acuerdo?... ” Esta nueva situación vital, expresada con valiente franque­
za, da paso a una lucha interior en el viudo: la lucha entre el olvido y el recuerdo.
Machado no se plantea buscar las palabras sino encontrarlas a través del sen­
timiento amoroso, que al concretarse y concentrarse hacia dentro, dibuja el perfil
de su propia expresión literaria, manifestada inequívocamente en su sombrío y
apagado estado de ánimo.
Buena prueba de ello serán los últimos versos del poema titulado Otro Viaje:
... “Soledad. / Sequedad. / Tan pobre me estoy quedando, / que ya ni siquiera estoy
/ conmigo, ni sé si voy / conmigo a solas viajando”. Desde una óptica meramente
estilística es importante resaltar el final porque el uso de los gerundios y la repeti­
ción del ablativo conmigo hacen que el lector llegue a confundir el traqueteo del
tren con el desconsuelo del poeta. El viaje, pues, está hábilmente utilizado para
señalar la transición en ese itinerario amoroso que, desde Soria a Segovia, tendrá
su pausa en Baeza.
Si toda la serie de poemas dedicados a Leonor se conjuntan y compenetran en
las coordenadas del sentimiento intimista y de la técnica más depurada, si el amor
a Leonor llega por la vía de la ternura, de lo espiritual y de lo sublime, el sentir
amoroso en la figura de Guiomar se desplaza hacia lo intelectual, transmutándose
en volcánica pasión. El amor a Guiomar será un amor después del Amor. Guio-
mar es el equívoco de la “media verdad” machadiana. Aparecen su Martín y su
Mairena y de la mano de ellos, nuestro cantor de Castilla se vuelve más mordaz,
más bronco y pesimista, más agrio y escéptico, menos tierno, apacible y sentimen­
tal, y ello, entre otras razones, por las distintas edades —tanto física como menta­
les— en que acaecen los dos amores. Este de ahora es crepuscular fuera de tiempo
y, una vez más, imposible porque, aunque en los primeros momentos el poeta es
complacido y correspondido por su amada, pronto ésta, atada a sus convicciones
religiosas, morales y socio-culturales, comprende que la infidelidad conyugal no
tiene cabida en sus parámetros vitales por muy espinoso y conflictivo que pudiera
resultar su matrimonio. Es necesario resaltar aquí que Machado y la dama madri­
leña están unidos, además, por una común inquietud intelectual; Pilar Valderrama

460
había escrito, entre otras obras, Huerto Cerrado y Esencias y Antonio Machado
refiriéndose a esta última dice que la lírica en ella vertida “es también apasionada,
fervientemente vital, llama que aspira a poca luz, pero que arde y quema”; así
como con Leonor nos era difícil imaginarnos una puesta a punto de intereses
comunes fuera del ámbito de lo estrictamente personal, con Guiomar el entendi-
mento brota tanto por la senda de la reflexión como por la de la atracción.
Machado siente por entre sus venas toda la erótica de un amor carnal, todo el
deseo de dar rienda suelta a sus instintos más primarios. Y es que, a raíz de la
muerte de Leonor, le habíamos negado al corazón del poeta su derecho al amor,
aislándolo de su realidad circundante y reduciéndolo a pura poesía, sin tener en
cuenta que las aguas de la pasión necesitaban un cauce real por el que fluir. Es
aquí donde, a nuestro juicio, radica la clave de lo que podríamos llamar el mito
machadiano. Machado encerrado en el ser sí mismo y ante la carencia total de
compañía, siente la necesidad de proyectarse y compartirse de nuevo, incluso a
pesar de tener conciencia de que la compañía humana es en parte compañía de
soledades.
El gran cambio que se produce en Machado es que su amor a Leonor era una
mezcla de corazón y dolor, mientras que en el de Guiomar se mezclan corazón y
razón. Tal vez por eso, la única luz que alumbra su vida, la poética, necesite de
una apoyatura física. De ahí sus versos: ...“Guiomar, Guiomar, / mírame en ti cas­
tigado: / reo de haberte creado / ya no te puedo olvidar”, puesto que —como dice
su hermano José— “Pilar Valderrama sólo fue el pedestal sobre el que se elevó la
Guiomar creada”. Machado hace un desdoblamiento de esa mujer: la real, Pilar y
la diosa-musa en la que se recrea. De esta forma Guiomar se convierte en una rea­
lidad anímica necesaria para el poeta. Bien explícito es Don Antonio en una de sus
cartas a Pilar en la que le dice que “la diferencia entre la mujer y la diosa es que la
mujer se propone atraer y la diosa le basta ser para dominar”... Por tanto, Pilar
Valderrama, como mujer, será el motor de la incontenible vehemencia del hom­
bre-Antonio, mientras que la diosa implica toda una idea de conformidad con un
amor simplemente invocado y venerado.
Toda la correspondencia, en general, es sencilla, pausada y coloquial. A veces
se pierde en el lamento de lo proscrito: en ocasiones se ahoga en la frustración del
imposible; otras (las menos), se declara esperanzadora y siempre va guiada por la
brújula del humor. Las cartas no están escritas por el poeta, el pensador o el filóso­
fo, sino por un hombre enamorado —y esta vez enamorado pasional y apasionada­
mente— . En ellas se habla de un “tercer mundo” que tal vez no sea sino una bella
idealidad poética. El mismo Machado le escribe a su dama “hoy te escribo en mi
celda de viajero, a la hora de una cita imaginaria”. Estas palabras quedan rubrica­
das por unos versos en los que se afirma: “Todo amor es fantasía; / él inventa el
año, el día / la hora y su melodía”... para terminar: ... “No prueba nada / contra el
amor que la amada / no haya existido jamás”.
Este tercer mundo lo explica muy bien José María Moreiro al diferenciarlo
sustancialmente de los otros dos. El primero sería el de la realidad circundante. En
Segovia, en 1928 se produce el auténtico flechazo. Pilar se enamora y se deja ena­
morar, tal vez arrebatada por la gran crisis interna que le atormenta. El segundo
es el mundo del ensueño. Ya hemos dicho que Pilar, como mujer casada, no puede
aceptar el amor que se le ofrece. Es la época de Guiomar hecha carne en La Lola

461
se va a los puertos, esa Lola de la que Heredia desea “cjue todo el mundo la quiera
/ y no quiera ser de nadie”. Ese “todo el mundo” y ese “nadie” suenan en la guita­
rra de Heredia y rasgueos de celos en el corazón del Heredia-Machado. A este res­
pecto, el poeta en otra carta a Pilar le confiesa que la idea de sublimar a la Lola
había sido cosa suya, que se le ocurrió pensando en su diosa.
Pilar Valderrama es la mujer-pasión y el eros machadiano aflora a través de
sus versos: “Besar tus labios y apresar tus senos”. O en aquellos otros no menos
contundentes y gráficos: ...“Y en la tersa arena, cerca de la mar / tu carne rosa y
morena, / súbitamente Guiomar”. Las manifestaciones eróticas y los deseos carna­
les continúan en el mismo poema agudizándose: ... “en el nácar frío l de tu zarcillo
en mi boca / Guiomar, y en el escalofrío / de una amanecida loca”... ¿Podría pen­
sarse, con un minino de sensibilidad poética, que Machado se dirigiera así a su
dúctil e inocente niña soriana? Evidentemente no. Esa diferencia en el trata­
miento —incluso formal— hacia la mujer amada nos proporciona una nueva clave
de entendimiento.
El “tercer mundo” sería aquel en el que nos sentimos más vivientes que en el
sueño pero menos que en la realidad. El poeta, viejo, solo, solitario, triste y
desamparado, sin ganas de evocar el camino más que desde la senda fría del
recuerdo escribe: “Sé que habrás de llorarme cuando muera /para olvidarme”... y
finaliza con una desvelada pesadilla a modo de despedida: “Por un adiós, Guio-
mar, enjuto y serio”. ¿Cómo se explican estos versos, esta diferencia entre “el
amor y la amada nunca existente” (según palabras de Moreiro) sino en el contexto
ideal de ese tercer mundo en el que han florecido estos amores tardíos? Pero ese
amor, definitivamente roto, lejano, irrecuperable, se hace de nuevo poesía en una
composición que no por breve deja de ser profunda: “Yte enviaré mi canción: / se
canta lo que se pierde / con un papagayo verde / que la diga en tu balcón”. Los tres
mundos quedan latentes en la despedida de una carta en la que el poeta le dice a
Pilar: “El infinito abrazo de tu loco en los tres mundos, en respuesta al tuyo, en el
tercero”.
Incluso en la forma elegida para cantar a una y otra mujer, Machado quiere
marcar fronteras: la joven Leonor tiene rima, métrica y ritmo mientras que la
madura Guiomar navega también por entre las aguas de la prosa. Leonor es puro
verso, lírica y poesía. Guiomar es esa otra contradicción de la vida a la que llama­
mos “pasión”. Leonor vive poco, pero sobrevive en el tiempo. Dicho a lo Maire-
na, con Leonor fue más larga la postdata que la carta y sin embargo, con Guiomar
el proceso nuevamente se produce a la inversa.
A nuestro juicio, ha sido la Historia misma la que ha sublimado y engrande­
cido la imagen de Leonor, tal vez por la necesidad vital del ser humano de mirarse
en la cara del espejo que más dista de su propia contingencia. En cambio, la figura
de Guiomar, aún en la hipótesis de que se trate de una ficción literaria, al ser más
real y más completa como mujer y al estar más próxima a una experiencia cotidia­
na, adolece de toda suerte de sublimaciones y de pedestales.
La dialéctica del “amor a la mujer” queda expresada en términos de oposicio­
nes excluyentes: idealismo y realismo siempre en pugna. Podría decirse que en el
caso de Leonor, Machado se manifiesta más como un enamorado del Amor que
de la Mujer mientras que en el caso de Guiomar se ama antes a la Mujer que al
Amor. Por eso y para concluir, pensamos que en ninguno de los dos encuentros

462
con el ser amado se llega a una experiencia completa de la relación amorosa. En
el corazón de Machado, Leonor permanece, Guiomar aparece y, entre ambas, con
un eco vivo y vital de eterna resonancia estará siempre “el latido de la mano bue­
na” de su madre, esa madre desde cuyos brazos vio el poeta un día “la bella luz del
mundo en flor” y al lado de la cual empezó su último viaje tras dos palabras de des­
pedida: “Adiós, madre”. De esta forma sencilla y digna, como lo fuera él en vida,
se hicieron realidad sus versos de juventud:

...La tarde más se oscurece;


Y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece...

463
BIBLIOGRAFIA
1. C. ESPINA: De A. Machado a su grande y secreto amor; Madrid: Lifesa.
2. A. Fernandez Ferrer-. A. Machdo: “Campos de Castilla”; Barcelona: Laia, 1982.
3. A. Machado: Obras Completas; Buenos Aires: Losada, 1964.
4. J. Machado: Ultimas soledades del poeta Antonio Machado; Soria, 1971.
6. A. Marco Ibañez.- Machado, Soria y Leonor; Soria, 1975.
7. I. M. Moreiro: Guiomar, un amor imposible de Machado; Madrid: Espasa-Ca!pe, 1982.
8. J. Ruiz Conde: Antonio Machado y Guiomar; Madrid: Insula, 1964.
9. P. Valderrama: Si, soy Guiomar; Barcelona: Plaza y Janés, 1981.
10. D. YnduraíN: Ideas recurrentes en Antonio Machado; Madrid: Turner, 1975.

464
LA “CIUDAD MUERTA” EN LA POESIA
DE ANTONIO MACHADO

Miguel Angel Lozano Marco


Universidad de Alicante

Resulta evidente, para quien se acerque a la obra poética de Antonio Macha­


do, la escasa presencia de la ciudad y de motivos urbanos en sus versos; incluso se
podría afirmar que esta parquedad en la utilización del espacio urbano es una de
sus características peculiares. En una carta dirigida a Ortega y Gasset, fechada en
un año tan central en su biografía como lo es el de 1912, confesaba su desvío por
la corte y su escaso interés por lo que en tal ambiente sucede: “A mí me atrae la
vida rural, la vida trágica del campo y del villorrio; creo que de este modo estoy
más en contacto con la realidad española. Además esto me inspira algo; aquello [la
ciudad], nada”1. Once años antes, en la primera versión del poema “La fuente”,
dejaba constancia de su poca simpatía por la urbe: “En las horas más áridas y tris­
tes / y luminosas dejo / la estúpida ciudad, y el parque viejo / de opulento ramaje /
me brinda sus veredas solitarias”2. Estos textos aluden a dos preocupaciones esen ­
ciales propias de dos momentos en su biografía: el interés por el mundo interior y
el interés por la realidad nacional, y señalan, por sus fechas —1901 y 1912 — , los
límites temporales entre los que nos vamos a mover. Porque la ciudad, postergada
en la lírica de Machado, tiene una mayor presencia entre esos años, sobre todo en
los poemas recogidos en Soledades. Goderías. Otros poemas (1907) y en el primer
Campos de Castilla (1912), y cuando aparece lo hace siempre manifestando los ras­
gos propios del “topos” simbolista de la “ciudad muerta”.
/Fue Georges Rodenbach quien, desde el París finisecular, crea y difunde el
arquetipo de la ciudad muerta en novelas, poemas y en un par de obras teatrales3:
Brujas es la ciudad evocada desde la distancia —pues el escritor belga residirá en
París a partir de 1887, hasta su temprana muerte en 1898—, y desde una actitud
ensoñadora; es la protagonista omnipresente en Bruges-la Morte— ante todo, pero
también su presencia es esencial en los poemas de La jeunesse blanche (1886) Le
règne du silence (1891) Vies encloses (1896) y Le miroir du ciel natal (1898), o en
las novelas Le carillonneur (1897) y L’Art en exil (1899). Hans Hinterhauser, en un
fundamental trabajo, señala que “Rodenbach desató con su ‘Brujas muerta’ una
moda literaria de gran extensión4, y estudia el empleo del motivo de la ciudad
muerta al servicio de metáforas psicológicas. Que la influencia del escritor belga
fue dilatada y profunda, aunque poco llamativa en apariencia, es algo admitido
por la crítica5; su estímulo se acusa en diversos escritores, entre los que se cuentan,

465
según estimación de Christian Berg, Barrés, d’Annunzio, Mauclair, Régnier
Fogazzaro, Mann, Hellens, Verhaeren, Rilke, Zweig, Moretti, Vivien y muchos
otros6. Hinterhâuser incluye los nombres de Baroja y Azorin entre los recreadores
del mito, al dar a Toledo la forma literaria que permite incorporarla a la nómina
de las ciudades crespusculares por las que la vida pasó ya definitivamente.
La vieja ciudad de provincias, de brillante pasado y presente mortecino, se
convirtió en un potente símbolo poético capaz de sugerir complejos sentimientos.
En el capítulo X de Bruges-la-Mort Rodenbach transformó la conocida fórmula de
Amiel “un paisaje es un estado de alma” en “Toute cité est un état d’âme”8. Brujas
es la expresión de una renuncia a la vida y la expansión del “yo” que la habita; es
la “soror dolorosa” de Hugues y el lugar en que se pierde la sensación de vivir.
También es la hermana y semejante del “yo” poético en Le règne du silence. Tanto
en la prosa —poética— de sus novelas como en los alejandrinos de sus libros poé­
ticos la ciudad se nos muestra evocada al modo impresionista: nunca descrita en
sus detalles, sino que se nos manifiesta en la sensación de su ambiente. Hay, eso
sí, una serie de elementos que se repiten hasta la monotonía y que se convierten
en las imágenes reconocibles como constitutivas de la ciudad muerta: el ambiente
crepuscular —Hugues pasea siempre al atardecer—, o nocturno; las calles desier­
tas, transitadas a veces por beguinas, sacerdotes o viejas con mantos negros; los
viejos edificios, con reflejos del sol poniente en las vidrieras de las ventanas; los
rostros inciertos que se adivinan tras los cristales, o los rostros de los enfermos aso­
mados a las ventanas; las iglesias, los viejos palacios, y, completando el ambiente,
el sonido de las campanas. Ambientes mortecinos por los que deambula el prota­
gonista, identificado con ellos.
En España, al igual.que en el resto de Europa, no es difícil encontrar mues­
tras de la influencia de Rodenbach, que si no es muy llamativa, tampoco es escasa,
en el tratamiento de ambientes urbanos. Además de su evidente presencia en Azo-
rín y en Baroja, ya citada, esa ambientación sugestionó al mismo don Miguel de
Unamuno, quien en un paseo por Santiago de Compostela dice acordarse de “Bru­
jas la muerta y de tantas otras muertas ciudades, y pensaba en amores furtivos, en
tragedias ocultas, en dramas de misterio entre amantes de negro bajo la negrura
lluviosa de la ciudad”9. También en Por tierras de Portugal y España, al evocar
“Avila de los Caballeros” desde la lectura de La gloria de don Ramiro evoca Bru­
jas la Muerta y cita a Rodenbach (quien, a su vez, influyó en ciertos ambientes
urbanos de la novela de Larreta”10. Por otro lado, una ambientación de ciudad
muerta —crepúsculo, calle solitaria, tapias de un convento, campanadas de la
Colegiata...— es el ámbito y el correlato de los mortecinos amores de Ricardo y
Liduvina, protagonistas de Una historia de amor11', la misma presencia del espacio
que encontramos en algún poema de Poesías (“El ciprés y la niña”) o de Rosario
de sonetos líricos (“En la calleja”).
■ > ^En la revista Helios, en la que Antonio Machado publica una veintena de
composiciones, Rodenbach está presente ya desde el primer número; allí aparece
la traducción de “Campanas del domingo”12, firmada por Catulo, seudónimo en el
que reconocemos a Pérez de Ayala; el autor de La paz del sendero vuelve a citar
al poeta belga, de quien muesta marcadas influencias, en el poema “Almas paralí­
ticas”13. Juan Ramón Jiménez también lo cita a propósito de Amado Ñervo, otro
escritor influido por el poeta de Brujas14. En los primeros libros de Enrique de Mesa,

466
de prosa poético-descriptiva, aparecen claras muestras de la herencia rodenba-
chiana: “Las tristezas del domingo”, en Flor pagana^, o “Buitrago la muerta” y
“De las ciudades viejas”, incluidas en Andanzas serranas16. También Enrique
Díez-Canedo presenta vinculaciones con estos motivos literarios en composiciones
como “Paseo provinciano”, o “Avila”, de su libro Versos de las horas17. En gene­
ral, el tipo de ambientación que procede del poeta de Brujas tiñe las obras de
buena parte de los escritores agrupados por Cansinos-Assens bajo el rótulo de
“Los cantores de la provincia”; según este crítico, el “poema de la ciudad al estilo
de Brujas la Muerta” viene a sustituir a esa literatura costumbrista que pretendía
mostrar “lo típico y lo folklórico”, persiguiendo “algo más sustancial e íntimo, más
perenne y eterno”18. Andrés González Blanco reitera el mortecino encanto pro­
vinciano en sus Poemas de provincia, o en las novelas cortas ambientadas en Espi-
cópolis. En el mismo Gabriel Miró se perciben ecos de Rodenbach en La novela
de mi amigo, Nómada o en Niño y grande19’, y no deja de ser curioso encontrar en
las memorias de Eugenio Noel una confesada admiración por el autor de El reino
del silencio20.
, /Ño se suele relacionar a Machado con el escritor belga, lo que es muy explica­
ble: sólo J. M. Aguirre lo hace, estableciendo vinculaciones entre sus maneras de
ahondar “en la realidad psicológica de la emoción”21, citando versos de Le règne
du silence y Les vies encloses, y aún más, en la utilización del motivo de las venta­
nas como “representación plástica de un ansiado escape al mundo exterior, en el
caminar del viajero por su alma”22. Recientemente, el profesor Ricardo Gullón
identifica la “ciudad muerta” como uno de los cuatro símbolos básicos del primer
período de Antonio Machado —el simbolista—, junto con el parque viejo, las
galerías del alma y las colmenas del sueño, y sitúa tal símbolo en la estela de
Rodenbach. Otros destacados estudiosos han tratado sobre el tema de la ciudad en
Machado, pero sin asociarlo claramente con el “topos” simbolista: el profesor
Azcárate realizó un ameno recorrido por la ciudad medieval (“Antonio Machado
y la ciudad medieval”23); Domingo Ynduráin estudia “los aspectos que serán fun­
cionales en el poema de Machado” analizando las veinticinco poesías que en Sole­
dades. Galerías. Otros poemas contienen la palabra “ciudad” o alguno de sus for­
mantes”24; y Gustavo Pérez Firmat vincula ciertos poemas, de entre los que aquí
consideramos, con el tema de las ruinas, de raigambre romántica23.
La ciudad muerta es el ámbito de la soledad: el espacio adecuado para dar
forma poética al sentimiento aludido desde el título del libro: pocas imágenes
transmiten la sensación dolorosa de la soledad con más fuerza que aquellas que
reducen al silencio y al abandono los ámbitos de la habitual convivencia, y los
dotan de un ambiente de ensueño o pesadilla. La ciudad es la extensión del “yo”
del poeta, la “soror dolorosa” que acompaña y cobija al protagonista de Brujas la
Muerta, y a los personajes que deambulan por similares espacios creados por la
imaginación poética: y también la constatación de que la muerte lo invade todo,
tanto al hombre como a su creación.
Si nos acercamos a los poemas de ambiente urbano recogidos en Soledades
(1907), tendremos que utilizar como punto de partida las consideraciones de
Ricardo Gullón; se trata, según el crítico, de “espacios simbólicos [...] en que lo
sólido cede su parte a lo espectral: ámbitos del sueño, de la alucinación, del deli­
rio, donde lo imposible no existe”26. En este sentido, lo más evidente, en el libro
de 1907, es el conjunto de cuatro poemas semejantes, en los que repite idénticos
motivos con la monotonía propia de la herencia rodenbachiana: son, según la
numeración de las Poesías completas, el X, XV, LIV y XCIV; estos tres últimos,
fechados y publicados en 1907, presentaban, en su primera versión, títulos alusivos
a su condición de realidad soñada: son, sucesivamente, “En sueños”, “Los sueños
malos” y “Pesadilla”. Reiteran el ambiente crepuscular, la plaza o la calle en som­
bra y desierta, los caserones cerrados, los ecos —o reflejos— mortecinos del sol en
las vidrieras, y el silencio, en el que destacan los pasos del protagonista (XV), unas
campanas lejanas (LIV) o el agua que brota en la mármorea taza de una fuente
(XCIV); son espacios en los que se adivina la presencia de la muerte, que puede
acechar detrás de las vidrieras en esas “formas que parecen confusas calaveras”
(XCIV) o en los “reflejos mortecinos, / como huesos blanquecinos / y borrosas
calaveras.” (LIV). Diferente es el XV; allí el “equívoco reflejo” del sol que muere
en el vidrio del mirador dibuja el “óvalo rosado de un rostro conocido”. Lo inquie­
tante del desenlace de este poema, como el del poema LIV, nos remite al mundo
de las sugerencias, pero encaminándonos hacia el territorio de la muerte. Carlos
Bousoño, que lo utiliza como ejemplo de composición no anecdótica27, nos sugiere
la posibilidad de la muerte de esa muchacha. Rafael Lapesa, en un interesante
artículo, identifica ese rostro que el poeta “cree ver un momento cuando el sol del
ocaso ilumina el mirador” con el de la amada muerta del poema XII: “Referido a
la amada muerta —dice el crítico—, el poema cobra sentido perfecto”28. Sería,
desde nuestra estimación, un paso más en la vinculación rodenbachiana de la ciu­
dad con la amada muerta; una perfecta utilización del “topos” simbolista para evo­
car estados de ánimos y complejas sugerencias.
El poema X presenta diferentes características, aun perteneciendo al mismo
grupo: es anterior en el tiempo, pues fue publicado en 1903 en Helios, con el título
“El poeta encuentra esta nota en su carta”29. Evoca, según Sánchez Barbudo, una
actitud de “timidez, orgullo, vergüenza” ante algo similar que pasó30: la figura de
una muchacha se vislumbra empañada tras el cristal de la ventana. Hay un con­
traste entre el ambiente de la ciudad muerta y el presentimiento de la Primavera;
el espacio es sombrío: “desierta plaza”, “laberinto de callejas”, “paredón sombrío
/ de una ruinosa iglesia”, tapias de un huerto con cipreses y palmeras, y, por últi­
mo, la plaza queda definida como “plaza muerta”; el amor y la Primavera habitan
los ámbitos de la muerte, o de lo mortecino y declinante: hay algo que brota en
medio de algo que muere. Luis Cernuda vio en este poema un entronque con la
tradición becqueriana: “Todo ahí, lenguaje, ritmo, visión, procede de Bécquer”31,
apreciación muy justa, aunque no señala explícitamente la fuente. No es nada difí­
cil identificarla, pues se trata, sin duda, de las rimas XLV y LXX: en ambas apa­
rece el mismo sintagma, “la desierta plaza”, y ciertos edificios ruinosos: el arco
con un blasón emblemático (XLV), y el huerto con ciprés tras las tapias y la iglesia
en sombras (LXX). Se nos muestra con más evidencia en esta composición algo
que también se produce en las otras y que es revelador de la trayectoria de la pos­
tura de Machado tal y como la presenta Angel González32; estos poemas vienen a
ser un ejemplo del cómo el autor de Soledades asume el simbolismo y de cómo, al
mismo tiempo, reacciona contra él acudiendo a la tradición romántica, que le sirve
de punto de apoyo, vinculándose aquí a Bécquer. Antonio Machado participa de
los espacios simbólicos, cuyo origen está en Rodenbach, pero estiliza los motivos

468
al retomar a Bécquer: se sitúa en la estela dejada por el poeta de Brujas,
empleando procedimientos del romanticismo bccqueriano.
Similares características presenta el poema LXXII: ámbito de la muerte con
acento de las Rimas. El poeta, caminando por la calle vieja, se detiene ante las rui
ñas de la casa “donde habitaba ella”, iluminadas por la la luna que vierte “su clara
luz en sueños”: imágenes de un amor irrecuperable en las que las ruinas subrayan
la soledad del “yo” que contempla y con cuyo aspecto, ‘"mal vestido y triste”, se
relacionan; figura fantasmal como el “alma en pena” que pasea por la plaza en
sombra del poema XCIV, o el “fantasma irrisorio”, que “a la revuelta de una calle
en sombra” aparece besando un nardo, en el XXX; figuras en consonancia con el
espacio que habitan, y al que dan sentido.
Diferente es el poema III, que fue publicado en el primer número de Renaci­
miento (marzo 1907) con el título “Apuntes”. Poema conciso, de apretada expresi­
vidad y complejas alusiones, se basa en el contraste —al igual que el X— entre la
alegría, el bullicio y el color vivo frente a la muerte, el silencio y la sombra. Con­
tiene, entre sus versos, dos de sencilla emotividad que presentan con prodigiosa
fuerza el tema: “Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas”. En la
plaza en sombra destaca el color encendido de las naranjas, los “frutos redondos y
risueños”, imagen visual que se completa con la auditiva, “la algazara de sus voces
nuevas”, más la sensación de vida, de movimiento en ese “tumulto de pequeños
colegiales” a la salida de la escuela; contemplando esta escena percibe “algo nues­
tro de ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas.” En la ciudad muer­
ta, o hay un lugar para la esperanza33, o lo que se contempla es la alegría incons­
ciente de quienes llenan el ámbito sombrío con sus “voces nuevas”. Es evidente
que el poeta recuerda su ayer desde “ese día triste en que caminas / con los ojos
abiertos”; el presente siempre aparece como triste, pero puedes llegar a conocerte
recordando, soñando “los turbios lienzos” del pasado, en los que son fundamenta­
les las sensaciones de la infancia: el alma niña está en las ''galerías del alma”, y allí
se encuentra el sentimiento fundamental: “la alegría de la vida nueva”. Esa alegría
de la vida recién estrenada es la que evoca el poeta en la contemplación del con
traste “plaza en sombra / voces nuevas”, la que reconoce en su pasado —por per
manecer aún dentro de él— y la que le consuela en el presente. Más que un poema
de esperanza es, tal vez, un poema de consuelo. Pero esa alegría, evocada y pre­
sente, habita en el espacio fatal de la ciudad muerta.
Exceptuando alusiones a balcones o sonidos de campanas —asociados a la
muerte — , no encontramos más elementos urbanos en el libro de 1907 que puedan
ser incluidos en esta línea temática, pues la presencia de calles y callejas en el
poema LII, “Fantasía de una noche de abril”, carece de significado simbólico; es
una mera decoración teatral para una peripecia “novelesca”, o para un diverti­
mento modernista.
El primer Campos de Castilla (1912) nos presenta una nueva recreación del
“topos” de la ciudad muerta. Ricardo Gullón lo dice concisamente: “Reaparece la
ciudad muerta, esta vez con nombre”34. Los espacios urbanos, creados en el libro
anterior para dar expresión a estados de ánimo y construidos desde la ensoñación,
proceden aquí de una ciudad provinciana recorrida por el poeta, real, pero trasla­
dada al poema con procedimientos similares y con similares resultados; aunque
hay otra diferencia esencial: Soria es una ciudad muerta —así la califica explícita­

469
mente—, pero no es el ámbito para la alusión a unos amores imprecisos, o para
vislumbrar allí una extraña presencia de la muerte; es la misma ciudad la que se
poetiza: ella es el objeto poético, o mejor dicho, las sensaciones que el poeta expe­
rimenta en esa ciudad. Leopoldo de Luis ha definido con certera precisión aquello
en lo que consiste el cambio de un libro a otro: es “una simple mutación de térmi­
nos: en lugar de darnos con el paisaje fe de su alma, nos da con su alma fe del pai­
saje”33 (entendiendo, en nuestro caso, el paisaje como paisaje urbano). Al fondo
de esto se encuentra la opinión azoriniana sobre Campos de Castilla: “La caracte­
rística de Machado —dice el escritor alicantino—, la que marca y define su obra,
es la objetivización del poeta en el paisaje que describe”; y más abajo explica: “Pai­
saje y sentimientos —modalidad psicológica— son una misma cosa; el poeta se
traslada al objeto descrito, y en la manera de describirlo nos da su propio espíri­
tu”36. El texto es bastante conocido, pero hay que acudir a él porque esta defini­
ción del arte de Machado puede aplicarse al suyo propio. Hay una cercanía, en
esta época, entre ambas estéticas personales, lo que ha sido señalado en ocasiones:
Rafael Ferreres y Segundo Serrano Poncela se ocuparon de ello afirmando la
influencia de Azorín sobre el poeta sevillano37. Por otro lado, la profunda impre­
sión que produjo a este último la lectura de Castilla delata la afinidad de sensibili­
dad: “Este libro de Azorín tan intenso, tan cargado de alma ha removido mi espí­
ritu hondamente y su influjo no está, ni mucho menos, expresado [sic] en esa com­
posición”38. El tono con que está escrita la carta, y los términos en ella empleados,
no dejan lugar a dudas sobre la fascinación que producía en Machado el arte de
Azorín.
Pues bien, Azorín venía reelaborando de manera original, desde principios de
siglo, el “topos” de la ciudad muerta. Hinterhauser lo cita —ya lo dijimos— como
un heredero de la visión urbana creada por Rodenbach. Toledo es una ciudad
muerta en Diario de un enfermo y La voluntad, y ambiente similares encontramos
en casi todos sus libros —y en muchos de sus artículos periodísticos o crónicas-
desde comienzos de siglo hasta Castilla (1912), y aún después. Pero ante la ciudad
muerta adopta Azorín dos actitudes: la estrictamente rodenbachiana, de tipo dolo­
roso, en la creación de ambientes deprimentes y sombríos, y la más puramente
azoriniana que consiste en el hallazgo de una sugestión placentera, en un volup­
tuoso disfrute en el ambiente de una ciudad periclitada y silenciosa, en la descrip­
ción del encanto sugestivo y del placer melancólico que experimenta el escritor en
tales ambientes; en resumen, en la identifación cordial del “yo” que aparece en el
texto con el espacio descrito: la pequeña y vieja ciudad, una calle al atardecer, una
plaza en sombra, el sonido de las campanas, las ancianas resignadas... El alma de
estos lugares es lo que —dice el escritor— se le revela en tales momentos (otra
cosa es la actitud crítica que en ciertos textos adopta, pero eso no corresponde a
un trabajo como el presente, notablemente parcial). Estas dos líneas las enconta­
mos reunidas en el libro España. Hombres y paisajes, publicado en 1909, pero
cuyos textos han venido apareciendo, principalmente en las páginas de Blanco y
Negro, desde 1904; es el libro que llena el espacio comprendido de ciudades y pai­
sajes. Capítulos como “El apañador” o “El melcochero” presentan ambientes
mortecinos y deprimentes; otros como “Horas en León” u “Horas en Córdoba”
nos trasmiten sensaciones voluptuosas o sugestivas. En el centro del libro se
encuentra el capítulo “La poesía de Castilla”, evocación lírica de la Castilla litera­

470
ria que surge tras la lectura de versos de los “poetas novísimos’’, entre los que se
encuentra Machado39. Castilla es el ámbito, por excelencia, de las ciudades muer­
tas. Rafael Cansinos-Assens, en el capítulo “Los castellanistas”, escribe de los que
tratan sobre este tema: “Es una labor inspirada en la atracción que las ciudades
muertas ejercen sobre nosotros los habitantes de estas ciudades demasiado vivas
_¿no ha cantado Rodenbach a Brujas la muerta?— [...] Castilla interesa como
cuna y sepulcro de la raza [...] Los pensadores como Unamuno y Azorín investí-
gan en estas ciudades muertas los misterios de la psicología castellana; los poetas
como Enrique de Mesa y Machado buscan en ellas el ambiente apropiado para sus
ensueños y éxtasis’’40.
. i Machado poetiza Soria desde la identificación cordial con el lugar; se com­
place en la “agria melancolía / de la ciudad decrépita’’. La ciudad aparece por pri­
mera vez en el libro desde la distancia: “El sol va declinando. De la ciudad lejana
/ me llega un armonioso tañido de campana / —ya irán a su rosario las enlutadas
viejas — .” La escena evocada nos remite al epílogo de España. Hombres y paisa­
jes-, en él evoca Azorín esta hora, el atardecer, en una pequeña ciudad, las campa­
nas convocando al rosario y las viejas que acuden a la iglesia. Pero esta escena
también se encuentra en Rodenbach, principalmente en el poema “Las mujeres
con manto” del libro Le miroir du ciel natal (1898), de manera que en este detalle
podríamos seguir la línea Rodenbach-Azorín-Machado; pero el punto de referen­
cia para Machado es Azorín, no el poeta belga. Se podría concluir, pues, que si en
el libro anterior Machado, instalado en el simbolismo, lo modifica acudiendo a
Bécquer, en este libro, superado el simbolismo desde sus mismas bases, se acerca,
en parte, a Azorín.
Podemos ejemplificar algo de lo apuntado acudiendo al poema CXI, “Noche
de verano”, una de las tres composiciones del primer Campos de Castilla en que
aparecen motivos urbanos:

Es una hermosa noche de verano.


Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo a la anchurosa plaza.
En el amplio rectángulo desierto,
bancos de piedra, evónimos y acacias
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cénit, la luna, y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.

El poema es similar a los que hemos visto en Soledades. Galerías. Otros poe­
mas, pero con notables diferencias en la actitud ante el espacio descrito. El califi­
cativo de “hermosa” aplicado a la noche transforma, desde el primer verso, lo que
era inquietante ambiente de pesadilla en grata sensación. La ciudad parece desha­
bitada, pero los balcones están abiertos insinuando una vida interior. La plaza es
la típica de un pueblo, con la misma vegetación que Azorín sitúa en los jardines

471
municipales de pueblos castellanos —véase “Jardines de Castilla”41 — , y el espacio
horizontal presente se completa con el vertical, ascendiente, por la alusión a la
luna, que ilumina el ámbito, y al reloj de la torre, con su esfera iluminada, que
acompaña al protagonista: presencias que destacan en el ambiente oscuro y quie­
to. El “yo” que aparece paseando “solo, como un fantasma” nos remite a los otros
poemas de Soledades: es el constante solitario, pero lo fantasmal es, acaso, ese
“yo”, no el grato ambiente que lo envuelve, lo que elimina patetismo. Como antes
apuntábamos, Machado reitera motivos, pero los dota de un nuevo sentido. Es una
sensación de acogedor ambiente lo que se impone en esta nueva visión de la ciudad
muerta; una visión cercana a la que encontramos en las creaciones azorinianas.
La pieza central en estos poemas urbanos es la parte V de “Campos de Soria”
(CXIII), texto en el que, bajo el lema de la ciudad, se acumulan elementos visua­
les —objetivos— caracterizados por su vejez y sordidez. La ciudad es, en su con­
junto, el “castillo arruinado”, las “murallas roídas”, las “casas denegridas”, los
“portales con escudos”, los “famélicos galgos”, lasCsórdidas callejas”, las cornejas
que graznan en la medianoche... Síntesis de la vieja ciudad castellana que acumula
lo ruinoso y en la que falta el hombre: la vida animada en esta ciudad muerta pare­
cen ser los “famélicos galgos” o las nocturnas cornejas, pues de los linajes hidalgos
no quedan muestras visibles. Es una “muerta ciudad de señores”, el lugar por
donde hace ya tiempo que pasó la vida. Sin embargo, como en el poema anterior,
de todo este conjunto de vida vencida por la edad surge una singular belleza; la
campana es una nota viva en la quietud de la noche: no dobla, sino que marca una
hora y la luna embellece el conjunto —“¡tan bella! bajo la luna”— de la muerta
ciudad. También como el poema anterior, la actitud es de afecto hacia el lugar,
una muestra de esa “tristeza que es amor” que Machado confiesa sentir por Soria.
El tercer poema presenta diferentes características. El hospicio, como el hos­
pital y otros lugares semejantes, ámbitos del dolor y de la muerte, aparecen con
frecuencia en la lírica finisecular. El mismo Rodenbach era considerado “el cantor
[...] de la calma dramática de los hospitales y la ternura desgarrante de los hospi­
cios de las ciudades menesterosas”42, situándose así en la temática del dolor como
ausencia y definición de toda vida humana, derivada de la filosofía de Schopen­
hauer, quien influyó, evidentemente, en el poeta de Brujas43. “El hospicio” (C) se
incluye, pues, en la línea sombría y dolorosa, no en la sugestiva, en el tratamiento
de motivos urbanos. Este singular poema ha sido considerado desde puntos de
vista opuestos: en un lugar se afirma que el poeta muestra bien “el sentido de la
observación, la preocupación por el detalle [...] Se diría que es un ojo de dibujante
el que reproduce la imagen del viejo caserón”44; en otro lugar leemos que es “des­
criptivo tan sólo en apariencia”, y se alude a la “impresión que el edificio produ­
ce”45. De esta segunda opinión participa quien esto escribe, porque, tal vez, “El
hospicio” se sitúa, más que cualquier otro poema del autor, en la línea del “princi­
pio poético” elaborado por Edgar Allan Poe: puede apreciarse aquí esa “filosofía
de la composición” según la cual se han de disponer todos los elementos del poema
en función del efecto que se quiere conseguir: un efecto de tristeza dolorosa. Sabe­
mos que Machado conocía el texto en el que Poe explica la composición de “The
Raven”, traducido por Baudelaire, de tanta trascendencia en la lírica posterior;
también es muy conocido el párrafo de 1931 en el que nuestro poeta afirma que la
poesía moderna “arranca, en parte, al menos, de Edgar Poe”46. Georges Rodenbach

472
estuvo influido por el escritor americano, pues el asunto novelesco de Bruges-la-
Morte parece proceder del relato “Ligeia”, y no habría que olvidar el poema sobre
la grandiosa ciudad de la Muerte. “El hospicio” se instala, pues, en el ámbito de
la ciudad muerta, que puede ser Soria o cualquier otra; es un rincón sombrío de
esa ciudad. El poema, compuesto por cuatro serventesios de alejandrinos - la
estrofa preferida por Rodenbach — se puede dividir en dos partes: la descripción
exterior (1.a) y la presencia de los rostros humanos (2.a). En la primera parte se
reitera lo sombrío y ruinoso: “Viejo hospicio”, “caserón ruinoso”, “ennegrecidas
tejas”, “noches de invierno”, “antigua fortaleza”, “sórdido edificio”, “grietados
muros y sucios paredones”; esta acumulación de adjetivos que aluden a lo pericli­
tado se resume en la imagen con la que se cierra esta primera parte: el “viejo hos­
picio” es “un rincón de sombra eterna”, habitado externamente por las aves que
señalan los cambios de las estaciones (vencejos, cornejas). Todo aquí está puesto
al servicio de ese efecto de sombría tristeza sin esperanza. En la segunda parte
aparece, como contraste, una débil luz de atardecer de enero, y los rostros “páli­
dos, atónitos y enfermos” que se asoman a contemplar el desolado paisaje exterior
—como en los poemas de Rodenbach; “Los enfermos en las ventanas”, por ejem­
plo— ; lo que contemplan es una imagen alusiva a su muerte: la “nieve silenciosa”
que cae “como sobre una fosa”, cubriendo “la fría tierra”. Lo sombrío y sórdido
del edificio —ampliación y correlato de los seres arruinados que lo habitan— se
opone a la débil luz y a la blancura de la nieve, pero en este contraste no se alude
a la esperanza, sino a la muerte como único y cierto horizonte. Es el poema de la
desesperanza resignada, y todo aquí se dispone de manera que se tienda hacia este
efecto: la caducidad, la enfermedad, la muerte, la resignación callada, y el dolo­
roso abandono. Si antes aludíamos a la cercanía con Az.orín, aquí la podemos
encontrar de nuevo en el tema, pues precisamente la resignación “ante lo inevita­
ble” — la muerte, el dolor... — es el tema y el leitmotiv de España, el libro de 1909.
Con este poema terminamos nuestro recorrido por el grupo, exiguo pero
complejo, de composiciones en las que la presencia del espacio urbano manifiesta
esas características por las que pueden ser adscritas a una peculiar visión literaria
de la ciudad, surgida en el seno del simbolismo, que conocemos con el nombre de
“la ciudad muerta”. El reconocimiento de esta línea en la poesía de Antonio
Machado nos permite situarlo en un determinado contexto en cuyo seno podemos
percibir con más claridad lo original de su aportación.

473
NOTAS
1. Carta fechada del 9 de julio de 1912, recogida por José Lilis CANO: “Tres cartas inéditas de
Machado a Ortega”; en Revista de Occidente, tercera época, núms. 5-6 (marzo-abril, 1976), pp. 30-31.
2. Esta primera versión fue publicada en la revista Electra, 30 de marzo de 1901; al ser incorporado
a Soledades (1903) se suprimieron, entre otros, estos versos. Todos los poemas de Antonio
Machado que aparezcan en este trabajo serán citados según el texto y la ordenación de sus Poesías
completas (edición de Manuel Alvar); Madrid: Espasa-Calpe (Col. “Austral”), 1988; el poema
“La fuente”, con sus variantes y los versos de esa primera versión, ocupa las pp. 392-394.
3. Sus piezas teatrales, de importancia secundaria en la difusión de su obra, son Le Voile (1894) y
Le Mirage (1898), y ambas se relacionan con Bruges-la-Morte, y con el ambiente general, y repe­
titivo, de su obra literaria. Para su visión general sobre este escritor y su creación es muy útil el
libro de Claude DE GREVE: Georges Rodenbach; Bruxelles: Editions Labor, 1987.
4. Hans HINTERHÀUSER: “Ciudades muertas”: en Fin de siglo. Figuras y mitos', Madrid: Taurus,
1980, pp. 41-66.
5. L. MARQUEZE-POLIEY: Le mouvement décadent en France', París: P.U.F., 1986; en la p. 72
se puede leer que la influencia que Rodenbach ejerció sobre toda una generación de poetas fue
“feutrée mais profonde”.
6. Christian BERG, estudio que acompaña a su edición de Georges Rodenbach: Bruges-la-Morte',
Bruxelles: Editios Labor, 1986, pp. 107-138.
7. Vide loc. cit.. pp. 53-55.
8. Bruges-la-Morte, ed. cit., p. 75.
9. “Santiago de Compostela”; en Andanzas y visiones españolas, Obras completas', Madrid: Esceli-
cer, 1976,1,p. 379.
10. “Avila de los Caballeros”: en Por tierras de Portugal y España, O. C., I, p. 277.
11. Trato este aspecto en “Unamuno: Una historia de amor y Del sentimiento trágico de la vida", reco­
gido en mi libro La literatura como intensidad', Alicante: Publicaciones de la Caja de Ahorros Pro­
vincial, 1988, pp. 33-42.
12. Helios, I (abril de 1903), p. 80. Este poema pertenece al libro Le règne du silence.
13. Helios, X (enero de 1904), pp. 58-64; la mención expresa del nombre de Rodenbach puede leerse
en la p. 62.
14. Helios, VII (octubre de 1903), pp. 364-369.
15. Enrique DE MESA: Flor pagana'. Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1905.
16. Andanzas serranas (por Somosierra y Guadarrama)'. Madrid: Bioblioteca Renacimiento, 1910.
17. Enrique DIEZ-CANEDO: Versos de las horas'. Madrid, 1906.
18. Rafael CANSINOS-ASSENS: “Los cantores de la provincia”; en La nueva literatura, //. Las
escuelas; Madrid: Ed. Pérez, 1925, pp. 225-244.
19. Señalo ciertos rasgos en el estudio introductorio a mi edición de Gabriel MIRO Novelas cortas;
Alicante: Instituto de Estudios “Juan Gil-Albert” —Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, 1966.
20. Eugenio NOEL: Diario íntimo. I, Madrid: Taurus, 1962; en p. 153 escribe: “Una tarde en Brujas
estaba estático contemplando los canales. Caía la tarde y el sol sangraba su derrota sobre las vie­
jas casas de la poética ciudad flamenca. Los transeúntes eran escasos y sus pasos resonaban sobre
las aceras como ecos de cosas pretéritas. Los que pasaban tenían algo de fantasmas. En los cana­
les llenos de sombra albeaban las manchas claras de los cisnes... Las notas de armonio decían mís­
ticas cosas de Bach, expandiéndose por el cielo de la ciudad. A esa hora crepuscular, en Brujas,
hay que ser muy incrédulo para no sentir la tentación de arrodillarse... Acodado en un puente,
mirando absorto las aguas, vi en la penumbra a un hombre de ancho sombrero claro, capa espa­
ñola, esmirriado y feo con unos grandes bigotes descuidados. El hombre soñaba sobre el canal
mientras el sol se iba y poblaban el espacio las más místicas notas de los canillones. El hombre
soñaba viendo deslizarse las manchas blancas de los cisnes por el agua llena de sombras de los
canales. Y aquel hombre era Georges Rodenbach. El divino poeta de Brujas la muerta, libro que
hacía furor por entonces.”
21. J. M. AGUIRRE: Antonio Machado, poeta simbolista; Madrid: Taurus, 1973, pp. 115-119.
22. fbíd. pp. 311-316.
23. Recogido en el libro Curso en Homenaje a Antonio Machado; Universidad de Salamanca, 1975,
pp. 29-52.

474
24. “La ciudad”; en Ideas recurrentes en Antonio Machado-, Madrid: Eds. Turner, 1975, pp. 128-146.
25. “Antonio Machado and the Poetry of Ruins”: en Híspante Review, vol. 56, núm. 1 (1988), pp. 1-16.
26. Ricardo GULLON: Espacios poéticos de Antonio Machado; Madrid: Fundación Juan March/
Cátedra. 1987, p. 15.
27. Teoría de la expresión poética, I, Madrid: Gredos, 1970, pp. 244-247.
28. Rafael LAPESA: “Amor y muerte en tres poemas de Antonio Machado (1900-1907)”: de De
Ayala a Avala; Madrid: Istmo, 1988, pp. 273-279.
29. Helios IV (julio, 1903), p. 400.
30. Antonio SANCHEZ BARBUDO: Los poemas de Antonio Machado. Los temas. El sentimiento
y la expresión; Barcelona: Ed. Lumen, 1981 (4.a), p. 63.
31. Luis CERNUDA: “Antonio Machado”: en Estudios sobre poesía española contemporánea;
Madrid: Ed. Guadarrama, 1970. p. 89.
32. “Antonio Machado y la tradición romántica”, cap. II de su libro Antonio Machado; Barcelona:
Eds. Jilear, 1986, pp. 65-90.
33. Ricardo GULLON. op. cit., p. 20: “La instalación de la alegría cu el rincón apagado, incita a la
esperanza: estos niños traerán vida desde la algazara y el juego”.
34. Ibíd.,p.52.
35. Leopoldo DE LUIS: Antonio Machado. Ejemplo y lección; Madrid: S.G.E.L., S. A., 1975, p. 206.
36. Azorín, “El paisaje en la poesía”; en Clásicos y modernos, Obras completas; Madrid: Aguilar.
1975, I, pp. 1.069-1.072.
37. Segundo SERRANO PONCELA: Antonio Machado. Su mundo y su obra; Buenos Aires, 1954,
p. 37. Rafael FERRERES: “El castellanismo de Antonio Machado: Azorín''; en Papeles de Son
Armadans, t. LXVIIL n ° CCII (enero, 1973), pp. 5-26, y el prólogo a su ed. de Campos de Cas­
tilla; Madrid: Taitrus, 1977 (2.a).
38. Carta a Juan Ramón Jiménez, recogida por Ricardo GULLON en Relaciones entre Antonio
Machado y Juan Ramón Jiménez; Universitá di Pisa, p. 47.
39. Azorín llamaba “escritores novísimos” o “poetas novísimos” al grupo que entra “en la vida litera­
ria después de la generación que se inicia en 1897” (ABC, 28 de junio, 1912). Los poetas novísi­
mos. son, según Azorín “Antonio Machado, Villaespesa, Enrique de Mesa, Díez-Canedo, Buga-
llal. García Morales, etc." (“Dos generaciones”; en Estética y política literarias, Obras completas;
Madrid: Aguilar, IX, 1963 (2.a), pp. 1.136-1.140). En otros lugares incluye entre los “novísimos”
a Juan Ramón Jiménez y a Ramón Pérez de Ayala.
40. Rafael CANSINOS-ASSENS. op. cit., pp. 145-157.
41. En Lecturas españolas, O. C., I, pp. 927-929. Antonio Machado elogió este libro en una reseña
crítica y reprodujo a continuación el capítulo “Jardines de Castilla" en el periódico de Soria Por­
venir Castellano (22 de julio de 1912): vide el art. de José TUDELA: “Textos olvidados de Anto­
nio Machado”; en Insula, núm. 279 (febrero, 1970), pp. 1 y 12.
42. Luis GUARNER y Miguel Alejandro RIVES, introducción a Rodenbach (Antología); Barcelo­
na: Ed. Cervantes, 1930, p. 16.
43. Schopenhauer aparece citado en su novela L'Art en exil (1899), a quien se recurre para explicar
el sentido de la vida. Vide asimismo el art. de Christian BERG, “Le lorgnon de Schopeahauer.
Les symbolistes belges et les impostures du réel (Rodenbach et Maeterlinck)”, Cahiers de lAsso­
ciation internationale des études françaises, n.° 34 (mai, 1982), pp. 119-135.
44. Bernard SESE: Antonio Machado (1875-1939). El hombre. El poeta. El pensador, I; Madrid: Ed.
Gredos, 1980, p. 238.
45. Antonio SANCFIEZ BARBUDO, op. cit, pp. 187-188.
46. “Poética” escrita en 1931 para la antología Poesía española contemporánea de Gerardo Diego.
Sobre la influencia de Poe sobre Machado vide Carlos CLAVERIA: “Notas sobre la poética de
Antonio Machado” en Cinco estudios de literatura española contemporánea; Salamanca, 1945,
pp. 92-118, y T. LABRADOR GUTIERREZ: “Presencia de Edgard Alian Poe en Antonio
Machado”; Archivo Hispalense, 57.157 (1974), pp. 87-119.

475
SOBRE “LA GUERRA” DE ANTONIO MACHADO

Jaume Poní
Universidad de Barcelona
Facultad de Letras de Lérida

No se comprende muy bien por qué La guerra (1936-37)1, último libro publi­
cado en vida de Antonio Machado, no ha sido incluido hasta hoy como libro unita­
rio dentro de las diversas ediciones de la obra completa machadiana. Lo más fácil
es achacar el “lapsus libri” a que los diversos artículos y poemas que componen el
mencionado volumen —siete en total, fechado entre agosto de 1936 (Madrid) —
aparecieron con anterioridad en periódicos y revistas durante los dos primeros
años de la guerra civil, forzando a los editores a fagocitar dichos textos —y por
extensión la idea unitaria de libro— en beneficio de antologías fragmentarias o del
doble marco genérico de la prosa y la poesía del período 1936-1939. Justificación
insuficiente, habida cuenta, como apunta Aurora de Albornoz, que “también fue­
ron artículos periodísticos cada uno de los capítulos que en 1936 se convirtieron en
el primer libro en prosa de Antonio Machado: Juan de Mairena. Sentencias, donai­
res, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo2. Tampoco parecen justificables
los prejuicios que otorgan al volumen un carácter misceláneo o antológico. Por­
que, por encima de cualquier actitud disolutoria respecto a la entidad global de La
guerra, está —supuesto ineludible— la voluntad de su autor, Antonio Machado,
de constituir un libro con características propias. Hacia esta idea restitutiva de La
guerra como conjunto unitario se encamina el objeto de nuestro estudio.
La guerra se abre con “Los milicianos de 1936” y se cierra con el “Discurso a
las Juventudes Socialistas Unificadas”, dos textos en prosa cuyas características no
son ajenas a la estructura unitaria del libro. El primero afronta la esencial compos­
tura del héroe anónimo desde el vestigio activo del rostro de los milicianos; el
segundo, colocado por Machado a modo de cierre en clave del volumen, quiere ser
un desideratum porvenirista dirigido a la juventud que, a “la altura de las circuns­
tancias”, vela por la defensa de esa España amenazada por la vuelta al pasado más
oscuro de nuestra historia. En este doble concierto reflexivo, inicio y final de una
andadura ahondada por otras dos prosas intermedias —“Apuntes” en boca de
Juan de Mairena, y “Carta a David Vigodsky”— se sustenta la voluntad unitaria
de La guerra. Tres muestras líricas, una totalmente en verso —“El crimen fue en
Granada (A Federico García Lorca)” — , y las otras dos en verso y prosa —“Al
escultor Emiliano Barrai” y “Meditación del día” —, completan la herida temporal
de una de las preocupaciones fundamentales del último libro de Machado: la

477
muerte como inminencia y como transcendencia, como signo y como símbolo del
“ser-en-libertad” para la muerte. En esta íntima doblez, que aúna a un mismo
tiempo lo terrenal y lo metafísico, La guerra compone un friso indisoluble. Lo
corrobora asimismo ese mesurado arte del contrapunto con que Machado ordena
las siete partes del volumen, alternando sucesivamente las voces líricas o elegiacas
del verso con la inflexible voz meditativa de su prosa.
Ninguno de los textos mencionados se sustrae, total o parcialmente, a las
líneas temáticas3 que prefiguran la intencionalidad socio-política del libro: a) la
muerte: como vestigio próximo y como “quiddidad” metafísica; b) la juventud:
meditación que combina la paradoja entre lo físico y lo espiritual, proclamando la
confianza de Machado en la España joven de la República; c) el pueblo, no la
masa: clave antiorteguiana de la ética y la cultura popular, del alma y la esencia
españolas; d) el compromiso del intelectual en la causa del pueblo: antítesis de esa
mentalidad abstencionista que es estar “au dessus de la melée”; y f) la dignidad del
hombre: defensa democrática del gobierno legítimo de la República y de las clases
trabajadoras ante la tradición interior y exterior.
Los tres poemas inscritos en La guerra son otros tantos espejos donde el poeta
proyecta su figura entre melancólica y desasosegada. La “agria melancolía” —
como dice el poema “Al escultor Emiliano Barral” (1922) rescatado exprofeso de
Nuevas canciones para acompañar la nota que recuerda al amigo caído en el
frente— interioriza la “soñada grandeza, que es lo español”4. El busto en piedra
que Barral hiciera del poeta, nos retrotrae al sueño perenne, cabado en roca dura,
que arraiga en la intrahistoria del pueblo y en el destino individual3. Un sueño
que, a lo largo de toda la guerra, ya no podrá sustraerse al imperativo de las cir­
cunstancias. En este desasosiego, el “pensar auténtico” privará por encima de la
impronta estética. No es extraño, pues, a tenor de tal coyuntura, que un año des­
pués de escribir “El crimen fue en Granada” Machado encuentre en aquellos ver­
sos “la expresión estéticamente poco elaborada de un pensar auténtico, y además,
por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía, un sentimiento de
amarga queja, que implica una acusación a Granada”, símbolo onomástico de esos
reductos ciudadanos españoles entontecidos “por su aislamiento y por la influencia
de su aristocracia degradada y ociosa, de su burguesía irremediablemente provin­
ciana” (“Carta a David Vigodsky”).II.

II. En “Los milicianos de 1936”, Machado repara en la condición humana


de la muerte. Los rostros de los milicianos se le aparecen como el eco de los
estigmas de la guerra. Es el signo de una donación que se desindividualiza para
hacerse sujeto y objeto de la fraternidad humana. La muerte —dirá Octavio Paz
a este respecto— “nos realiza cuando, lejos de morir nuestra muerte, morimos
con otros, por otros y para otros”6. El “noble señorío” del rostro de los milicia­
nos es el trasunto simbólico de lo que Machado señalará en “Apuntes”, y ahora
con voz heideggeriana y al hilo de Juan de Mairena, como “ser consagrado a la
muerte (Seinzum Todej”. Tanto es así que, “vistos a la luz de la metafísica hei­
deggeriana es fácil advertir en estos rostros una expresión de angustia, domi­
nada por una decisión suprema, el signo de resignación y triunfo de aquella
libertad para la muerte (Freiheit zum Tode) a la que alude el ilustre filósofo de
Friburgo”.

478
En oposición a la grandeza del miliciano, a ese señorío encarnado en la causa
del pueblo y en su condición moral frente a la muerte, se yergue la figura del seño­
rito y el postular reaccionario del señoritismo. Dicha dicotomía, señorío!señoritis­
mo, de presencia obsesiva en los escritos de guerra de Machado, es motivo de
reflexión primordial de “Los milicianos de 1936” y “Carta a David Vigodsky”. El
señorito representa la fisonomía del interés individual y de clase, la "hombría
degradada” versus “la causa del hombre universal”. Lo caracteriológico del señori­
tismo —sentencia Machado en “Los milicianos de 1936”— “es una enfermedad
epidérmica, cuyo origen puede encontrarse, acaso, en la educación jesuítica, pro­
fundamente anticristiana y —digámoslo con orgullo— perfectamente antiespaño­
la. Porque el señoritismo lleva implícita una estimativa errónea y servil, que ante­
pone los hechos sociales más de superficie — signos de clases, hábitos e indumenta­
ria— a los valores propiamente dichos, religiosos y humanos”. Nótese que la con­
cepción machadiana del “señoritismo”, eminentemente antiburguesa, no es sino la
vertiente contrapuesta de su “ética de lo popular”, acuñada en lo social en el ada­
gio castellano de “nadie es más que nadie”. A un lado, el del señorío, sitúa
Machado el emblema histórico y personal del Cid; en el otro, impelida por la
cobardía, la vanidad y la venganza —lacras que colacionan la catadura moral de
los facciosos rebeldes — , la “aristocracia encanallada” de los Infantes de Carrión.
Por encima de este sistema de fuerzas contrapuestas, el poeta mantiene incólume
la confianza en el triunfo de los mejores. Es un inflexible término moral cuya
razón ética no tiene para Machado almoneda de cambio posible: “... en el juicio
de Dios que hoy, como entonces, tiene lugar a orillas del Tajo, triunfarán los
mejores. O habrá que faltarle el respeto —exclama Machado con orgullo nietzs-
chiano— a la mismísima divinidad” (“Los milicianos de 1936”). A despecho de la
muerte física, el significado espiritual de la muerte como expiación fraterna
adquiere en La guerra una clara dimensión simbólica. Se trata de un acto de amor
que consuma un eros pánico, total. Lo es todo menos un eros pasivo. Dios y frater­
nidad humana coinciden en la fudamental enseañanza de Cristo. No cree en Dios
quien no ama en alteridad. “He aquí —dirá Mairena— el objeto erótico, trascen­
dente, la idea cordial que funda, para siempre, la fraternidad humana” . Su acción
arranca como en la muerte de Unamuno (“Apuntes”, “Carta a David Vigodsky”),
de una radical nota antisenequista, antiestoica8. Frente a la resignación a la fatali­
dad de morirse, está la dignidad del hombre, del miliciano que sabe “mirar a la
muerte cara a cara”, o del inocente, como Lorca (“El crimen fue en Granada”),
que expía el desafuero de la venganza9.III.

III. En las páginas de La guerra queda asimismo patente esa dualidad exis-
tencial que, en términos literarios, tanto preocupa a Machado a lo largo de los últi­
mos años de su vida: nos referimos al proceso humanizador que la contienda tuvo
en la visión del escritor. Ya ha sido notado más arriba que la clave ética reside para
Machado en que el intelectual no puede (ni debe) mantenerse “au dessus de la
melée”10. De la misma manera, política y arte poética, aun no siendo intercambía­
les o sustituibles, pueden ser perfectamente compatibles. Las prosas de La guerra
pueden pasar por un buen ejemplo de ello. “Documento no es arte”11 —precisa
Machado—, o como nos recuerda el Mairena de 1936: “Vosotros debéis hacer
política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, natu-

479
raímente, contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que la hagáis a cara des­
cubierta; en el peor caso con máscara política, sin disfraz de otra cosa; por ejem­
plo: de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a
degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política, y a enturbiar
la política de tal suerte que ya no podamos entendernos”12. En el mismo sentido,
la opción machadiana aboga en La guerra por el trueque de espectador en actor
político. A veces, impelida por las circunstancias —advierte en carta a Juan José
Domenchina—, “la verdad se come al arte”13. Tal disyuntiva queda perfectamente
ilustrada por el poema “Meditación del día”, fechado en Valencia (febrero de
1937). Ahí, toda la primera parte del poema se ciñe al estro contemplativo del pai­
saje y las resonancias impresionistas de la huerta valenciana. Sin embargo, el dis­
curso poético, de ciertos tonos crepusculares, viene a quebrarse bruscamente en su
mitad, conmovida la voz por los ecos de la guerra14. La confrontación es evidente:
el “ver” se posa mansamente en la tarde apacible, hasta que el “pensamiento de la
guerra” —especialmente la meditación sobre la España traicionada, tema central
del texto en prosa que se encabalga al poema— devuelve a la realidad el ánima
contemplativa. Espectador y actor, ver y pensar confluyen así en comunión solida­
ria, a la manera de ese amor a la naturaleza de raigambre institucionista, krausista,
donde— como sugiere Manuel Alvar— metafísica y ética trascienden para fun­
dirse en “lo inmutable y lo temporal, lo accidental y lo absoluto:13:

Frente a la palma de fuego


que deja el sol que se va,
en la tarde silenciosa
y en este jardín de paz,
mientras Valencia florida
se bebe al Guadalquivir
— Valencia de finas torres,
en el lírico cielo de Ausias March,
trocando su río en rosas
antes que llegue al mar—,
pienso en la guerra. La guerra
viene como un huracán
por los páramos del Alto Duero
por- las llanuras del pan llevar,
desde la fértil Extremadura
a estos jardines de limonar,
desde los grises cielos astures
y las marismas de luz y sal.
Pienso en España vendida toda
de río a río, de monte a monte, de mar a mar.

Como es fácil colegir de lo dicho hasta aquí, no son ajenas a este plano media-
tivo —y más concretamente al compromiso del intelectual— las continuadas obje­
ciones de Machado a la joven poesía española, en términos refractarios a la van­
guardia y al poetizar neobarroco. Aunque los antecedente más inmediatos de esta
postura se remontan a sus ensayos de Los complementarios sobre la poesía de

480
José Moreno Villa y Vicente Huidobro, y culminan en un texto de 1925, “Refle­
xiones sobre la lírica”’5, no hay que olvidar que ya en 1904, en un artículo publi­
cado en El País, Machado tomaba posición frente al “subjetivismo soñador y
romántico”17 del Juan Ramón Jiménez de Arias tristes. “Afortunadamente —decía
ahí con hiriente ironía — , Juan Ramón Jiménez no sabe lo que es tristeza”. Y agre­
gaba: “Porque yo no puedo aceptar que el poeta sea un hombre estéril que huya
de la vida para forjarse quiméricamente una idea mejor en que gozar de la contem­
plación de sí mismo. Y he añadido: ¿no seríamos capaces de soñar con los ojos
abiertos en la vida activa, en la vida militante?”18. La actitud del poeta es la misma
que, treinta y cinco años más tarde, se ha trasvasado, desde el mirador de la gue­
rra, a los versos valencianos de “Meditación del día”: ver y pensar, soñar con los
ojos abiertos, devienen un mismo quehacer activo y militante; o como subraya
José M. Valverde contrastando el dictum de la edición inicial de Campos de Casti­
lla (1912), la visión del poeta se desdobla en dos orientaciones, a la larga destina­
das a entrar en compleja interacción dialéctica: la contemplación del paisje —ya
no sólo como proyección de un estado de ánimo personal, sino también como
expresión de una realidad nacional e histórica—, y la reflexión teórica sobre la
vida, la muerte, la humanidad, la poesía y otros grandes temas”19.

IV. Una de las preocupaciones fundamentales de La guerra, contrapartida de la


entidad que en el libro tiene el tema de la muerte, se coliga al destino de la juven­
tud española. Tampoco aquí —véase la “Carta a David Vigodsky” y el “Discurso
a las Juventudes Socialistas Unificadas” — el ya cansado poeta se mantiene al mar­
gen de su designio ético20. Aunque su carta al hispanista soviético David Vigodsky,
escrita en Rocafor (20 de febrero de 1937), refleja las secuelas de un estado físico
más bien perentorio, salud y juventud de espíritu superan con creces al Machado
“viejo y enfermo”, a ese español que se resiste a la “ruina fisiológica”. Lo que le
mantiene vivo es la plena confianza en la “España joven y sana” que lucha “al lado
del pueblo”. Machado pone en guardia a las Juventudes Socialistas Unificadas de
los peligros que le acechan: el señoritismo, la indisciplina, la vejez prematura de
las “juventudes viejas”. Su grito de alerta se dirige en una doble dirección: es tanto
una prevención del caos anarquista, como una condena de la acomodaticia y
mansa disciplina de la vejez. Sin duda el poeta no olvida algunos ejemplos perso­
nales de su generación, dejándose arrebatar por actitudes facciosas. De ahí su
invocación última: ser joven es mantener fiel a la temporalidad nacida de la causa
popular, sometiendo el sacrifico individual “a las normas colectivas que el ideal
impone”.
La meditación sobre la “juventud” constituye una recursiva en el Machado
último. No cabe duda que la inmediatez de la guerra otorga a la meditación un
carácter prioritariamente existencial, en clara prevención de posibles falacias his-
toricistas o estéticas. Puesto que que está reclamando el poeta a los jóvenes es una
actitud preventiva respeto a lo que él denomina “la plasticidad del pasado”, “uno
de los muchos ardides a que recurre la vana rebelión del hombre contra la irrever­
sibilidad del tiempo”21, contra el tugit irreparabile tempus. A la luz de este
supuesto exclusivo, se agranda aun más la firme voluntad del Machado copartícipe
de la guerra, y el tema de la “juventud” se nos aparece como personificación ética
del “yo” machadiano en tres dramatis personae-, protagonista, deuteragonista y

481
antagonista; triple señuelo crítico de un pensamiento que hace del sujeto de con­
vicción individual el constante tamiz del objeto de dimensión colectiva22. Tal acti­
tud será siempre equilibradamente escéptica, contrapesada, desde el presente en
el pasado y en el futuro. Contra el prestigio desmesurado del pasado —advierte el
Mariena de “Apuntes” a sus alumnos— “hemos de estar en guardia y esgrimir
todas las armas de nuestro escepticismo (...) Y no menos en guardia hemos de
colocarnos contra el futurismo radical, tan reductible al absurdo como el futurismo
extremado”.

V. Detengámonos en ese quehacer del hombre “en guardia”, tantas y tantas


veces reclamado por Machado a lo largo de los textos en prosa de La guerra.
Observaremos que su urdimbre se genera desde la misma intrahistoria del pueblo:
“el hombre lleva la historia —cuando la lleva— dentro de sí: ella se revela como
deseo y esperanza, como temor, a veces, mas siempre complicada con el futuro.
Un pueblo es una muchedumbre de hombres que tienen, desean y esperan aproxi­
madamente las mismas cosas” (“Apuntes”). El reiterado “señorío de lo popular”
no es otra cosa que la raíz del alma del pueblo: identidad basada en la causa de la
libertad y la justicia, de la cultura y el trabajo. En definitiva, se es pueblo, no
masa23, como tan a menudo sugerirá Mairena al amparo de su Escuela Popular de
Sabiduría Superior. “Existe un hombre del pueblo —dice Machado— que es, en
España, al menos, el hombre elemental y fundamental, y el que está más cerca del
hombre universal y eterno. El hombre masa no existe; las masas humanas son una
invención de la burguesía, una degradación de las muchedumbres de hombres
basada en una descalificación del hombre, que pretende dejarle reducido a aquello
que el hombre tiene de común con los objetos del mundo físico: la propiedad de
poder ser medio con relación a unidad volumen”24. En estas coordenadas reposa
su idea anticasticista del folklore, y también el arraigo humanizador —nada abs­
tracto por cierto— del concepto machadiano de patria, ya que “no es patria —nos
recuerda— el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra”23. La comunicación cor­
dial entre hombre y patria se desliga así de su carácter contingencia! y adquiere cri­
terios fraternales y humanizadores.
En este campo ideológico, el socialismo —como se hace patente en su “Dis­
curso a las Juventudes Socialistas” — representa para Machado “la gran experien­
cia de nuestros días”, en cuanto “supone una manera de convivencia humana,
basada en el trabajo, en la igualdad de los medios concedidos a todos para realizar­
lo, y en la abolición de los privilegios de clase”. Dicha opción, sin embargo, no
impide el desapego machadiano respecto a lo que él considera “la idea central del
marxismo”: “el factor económico” como supuesto “esencial de la vida humana” y
“gran motor de la historia”. Porque lo que en realidad anhela Machado —anhelo
plausible en la “Carta a David Vigodsky”— es el marco universal de un socialismo
larvado en el cristianismo evangélico. Cristo, hombre entre los hombres, se con­
vierte en ejemplar ofrenda amorosa que abraza conyunturalmente, como ya postu­
lara en “Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia” (1934)26, los desti­
nos del alma rusa y el alma española. Lo esencial para Machado es el mensaje fra­
ternal del amor, a despecho del poder terrenal de la Iglesia Católica y de la idea y
el sentimiento de inmortalidad. Un mensaje que en la cristología machadiana tiene
indudable carácter heterodoxo, por cuanto a Cristo no se le considera hijo de Dios,

482
sino que se hace hijo de Dios en la tierra por la pura consumación de su amor. El
ejemplo proviene de la figura crística del Nuevo Testamento. Jerarquía, pues, que
Jejos de proceder a divinis21, instaurada en la demiurgia del poder divino, se eleva
a los cielos como acto ganancial del hombre entre los hombres. La idea abstracta
de Dios es substuida por el sentido fraternal del amor. En este punto instaura
Machado el hermanamiento, trascendido en lo evangélico, de las almas rusa y espa­
ñola: “Como maestra del cristianismo —precisa en la “Carta a David Vigodsky”—,
el alma rusa, que ha sabido captar lo específicamente cristiano —en sentido del
amor emancipado de los vínculos de la sangre—, encontrará un eco profundo en
el alma española, no en la calderoniana, barroca y eclesiástica, sino en la cervanti­
na, la de nuestro generoso hiclago Don Quijote, que es, a mi juicio, la genuina-
mente popular, nada católica, en el sentido sectario de la palabra, sino humana y
universalmente cristiana”28

VI. Visto a la luz claroscura de la guerra, en la que se yuxtaponen lo ético, lo


religioso, lo social y lo político, no cabe duda que el último libro de Machado redi-
mensiona el compromiso del intelectual. Para Machado no hay otra razón inmediata
que la eticidad nacida de la causa justa del pueblo: Constitución, República y
gobierno de la legalidad. La dignidad del hombre machadiano pasa por su fidelidad
republicana, antimonárquica, para encastarse en un ideario humanista que abraza
nacionalismo progresista, cristianismo evangélico y compromiso social, como salva­
guarda ante la traición interna y externa. Estos y no otros son los valores del pueblo.
De ahí que La guerra enraice su mensaje —como nos recuerda en “Los milicianos de
1936”— en la cultura popular como “humano tesoro de conciencia vigilante”.
En adecuado perfil con esta “conciencia vigilante”, el estilo de la prosa, emi­
nentemente documental y didáctica —recordemos de nuevo: “documento no es
arte” — combina en La guerra la meditación y la exposición filosófica tan caracte­
rística en Machado. Siempre, sin embargo, la nota humanística, el correlato social,
superan la indudable vena del profesor escéptico. Machado no evita el reclamo de
la en aquellos momentos necesaria confianza en el futuro, aunque su compostura
esté lejos del optimismo desmesurado o triunfalista. Sutil y fluido en el pensar dia­
logante al estilo de su querido Juan de Maicena, se nos mostrará decididamente
virulento cuando se trata de condenar a los enemigos de la patria. El resultado de
esta unidad de “palabra en el tiempo” es un libro que ya María Zambrano, desde
las páginas de Hora de España (diciembre de 1937), saludaba en su día como
“ofrenda de un poeta a su pueblo”29; “ofrenda —precisará Aurora de Albornoz
treinta y ocho años más tarde— que va, desde la exaltación del hombre anónimo,
hasta el compromiso con el presente y con el futuro —claramente manifestado en
las páginas finales del ‘Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas’ — pasando
por la meditación sobre la vida y sobre la muerte; sobre la historia; sobre algunos
muertos queridos: Lorca, Unamuno, Barral”. En esta encrucijada, “la muerte es
la gran presencia de La guerra, por eso se asoma a todas las páginas del libro. A
todas excepto a las finales (...): en ellas, la esperanza en el futuro de una juventud
“realmente joven”, “abierta a todas las posibilidades del porvenir” es, en cierta
forma, una afirmación de la vida sobre la muerte”30.
Que La guerra, como libro unitario e indiviso, sea restituida al corpus macha­
diano, parece un obligado acto de justicia para con Machado y, por supuesto, sus

483
“obras completas”. Desde ese vínculo único que es el libro La guerra, no pocos
aspectos del pensamiento del Machado último adquieren su real dimensión totali­
zadora. No se puede dispersar o deshacer lo que su autor conjugó con tanto esme­
ro. De lo contrario, “La guerra, con su enorme carga emocional y simbólica”, con­
tinuará “siendo un libro desconocido para la inmensa mayoría de los lectores de
Antonio Machado”31.

484
NOTAS
1. Antonio MACHADO: La guerra (1936-1937); Madrid: Espasa-Calpe, 1937 (115 páginas). De
tipografía muy cuidada, el libro va ilustrado con 48 dibujos de José Machado, hermano del poeta:
42 retratos —el general Miaja, Federico García Lorca. Emiliano Banal y 39 milicianos anóni­
mos— y seis paisajes de Rocafort. Los textos incluidos en La guerra, y por este orden, son los
siguientes:
— “Los milicianos de 1936” (Madrid, agosto de 1936), pp. 7-21. Fue publicado en Hora de Espo­
lia; VIII, Valencia, agosto de 1937, con el título de “¡Madrid!”, apareció en Servicio Español de
Información núm. 280, 7 de noviembre de 1937, incorporado asimismo a “Sobre la difusión de la
cultura”, discurso leído por Machado en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas
(Valencia, julio de 1937).
— “El crimen fue en Granada”, pp. 25-29. Escrito a los pocos días de la muerte del poeta grana­
dino, se publicó en Ayuda (17 de octubre de 1936), El Liberal (Murcia, 23 de octubre de 1936) y
en el volumen colectivo Homenaje al poeta García Lorca contra su muerte (ed. Emilio Prados);
Valencia-Barcelona: Ediciones Españolas. 1937. El poema fue leído por Machado en Valencia,
con motivo de la inauguración de la Plaza Emilio Castelar. el 10 de diciembre de 1936.
— “Apuntes”, pp. 33-43. Meditaciones de Juan de Mairena aparecidas, con el título de “Notas
de actualidad”; en Madrid: Cuadernos de la Casa de la Cultura, núm. 1, febrero de 1937.
— “Meditación del día” (Valencia, febrero de 1937), pp. 47-55. Se publicó por primera vez en La
guerra. Reúne un poema del mismo título y una prosa que se encabalga sobre el motivo con el que
termina el poema: “España vendida a la codicia extranjera”.
— “Carta a David Vigodsky” (Valencia, 20 de febrero de 1937), pp. 59-85. Publicado anterior­
mente en Horas de España, núm. 4, abril de 1937.
— “Al escultor Emiliano Barral” (Madrid, 1936), pp. 89-91. Recoge el poema del mismo título,
escrito en 1922 (Madrid), e incluido en Nuevas canciones (1924). seguido de unas breves y emo­
cionadas palabras en memoria del amigo caído en el frente de Madrid, el escultor segoviano Emi­
liano Barral.
— “Discurso a las Juventudes Socialistas Unificadas” (Valencia, 1 de mayo de 1937), pp. 95-112.
La lectura del discurso tuvo lugar en Valencia, en el local de las Juventudes Socialistas Unifica­
das, el 1 de mayo de 1937 (Cf., Aurora de ALBORNOZ: “Antonio Machado. Un miliciano
más... (entre otras cosas)”: La Calle, núm. 56, 17 de abril de 1979, p. 42: ítem, Monique ALON­
SO: Antonio Machado. Poeta en el exilio; Barcelona: Anthropos, 1985, pp. 54-57). Se confunden
Bernard SESE: Antonio Machado, 1875-1939; Madrid: Gredos. vol. II, 1980. p. 819. y Julio
RODRIGUEZ PUERTOLAS y Gerardo PEREZ HERRERO: La guerra. Escritos: 1936-1939;
Madrid: Emiliano Escolar, 1983, pp. 392-393, al situar el lugar de lectura, a tenor de un testimo­
nio gráfico, en la valenciana plaza de Emilio Castelar. puesto que lo que allí leyó Machado fue
“El crimen fue en Granada”, en acto celebrado el 10 de diciembre de 1936, a las cuatro y media
de la tarde. Intervinieron, junto a Machado, según testimonio de José Moreno Villa, León Felipe,
que leyó un romance, y el ministro de Instrucción Pública (Cf. Monique ALONSO, op. cit., p, 57).
2. Aurora DE ALBORNOZ: “El libro último de Antono Machado”; en Informaciones de las Artes
y las Letras; Madrid, 24 de julio de 1975. En idéntico sentido se manifiesta Gonzalo SANTONJA:
“El último libro"; en Historia 16, núm. 11, Madrid, marzo de 1977; ibídem. “Las últimas soleda­
des de Antonio Machado”; en El País, Madrid, 10 de enero de 1982.
3. Vid., A. SANCHEZ BARBUDO: “Machado en los años de la guerra civil”; en Estudios sobre
Antonio Machado (ed. José Angeles); Barcelona: Ariel, 1977, pp. 280-296: Bernard SESE, op.
cit., vol. II, pp. 807-873.
4. Vid., A. SANCHEZ BARBUDO, op. cit., pp. 807-873.
5. Sobre el simbolismo de la piedra en Antonio Machado, véase Angel GONZALEZ: Aproximacio­
nes a Antonio Machado; México: Universidad Autónoma de México, 1982, pp. 51 y ss.
6. Octavio PAZ: “Antonio Machado”; en Antonio Machado (ed. Ricardo Guitón y Alien W. Phi-
lips); Madrid: Taurus, 1973, p. 62.
7. Vid., A. SANCHEZ BARBUDO: “Ideas filosóficas de Antonio Machado”; en Antonio
Machado (ed. Ricardo Guitón y Alien W. Philips), pp. 189 y ss.
8. Las palabras dedicadas a Unamuno proceden de “Apuntes” y son reproducidas íntegramente
por Machado en su “Carta a David Vigodsky”. Sobre las influencias entre Unamuno y Machado,

485
vid. Aurora DE ALBORNOZ: Influencia de Miguel de Unamuno en Antonio Machado; Madrid'
Gredos, 1968.
9. Para un comentario crítico del poema, vid. Leopoldo DE LUIS: Antonio Machado. Ejemplo y
lección; Madrid: Fundación Banco Exterior, 1988, pp. 211-213; item, B. SESE, op. cit., vol [[
pp. 847-851.
10. Sobre el estar “au dessus de la melée”, vid.: J. RODRIGUEZ PUERTOLAS y G. PEREZ
HERRERO, op. cit., p. 394.
11. Ibídem, p. 23.
12. Antonio MACHADO: Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor
apócrifo (1936) (ed. José M. Valverde); Madrid: Castalia, 1972, p. 109.
13. A. MACHADO: “Carta a José Domenchina”; en La guerra. Escritos: 1936-1939 (ed. J. Rodrí­
guez Puértolas y G. Pérez Herrrero), p. 333.
14. Cf. B. SESE, op. cit., vol. II, p. 852.
15. A. MACHADO: Poesías completas (ed. Manuel Alvar); Madrid: Espasa-Calpe, 1988 (13.a ed.),
p. 28.
16. Cf. José M. VALVERDE: Antonio Machado; Madrid: Siglo XXI, 1975, pp. 178-179.
17. Ibídem, p. 74.
18. Ibídem, p. 74.
19. Ibídem, p. 93.
20. El tema de la “juventud’’ es parte esencial de La guerra y de los escritos machadianos del período
1936-1939: “Declaración al diario madrileño Ahora" (14 de enero de 1937; “Sigue hablando Juan
de Mairena a sus alumnos” (2 de febrero de 1937); “A los estudiantes” (1 de mayo de 1937); “El
influjo de la guerra sobre la poesía joven española” (junio de 1938); “La miseria de la juventud”
(junio de 1938). Cf., Antonio MACHADO: La guerra. Escritos: 1936-1939 (ed. J. Rodríguez
Puértolas y G. Pérez Herrero), pp. 387 y ss.
22. Ibídem, p. 44.
23. Vid., José M. VALVERDE: “Masa, no: pueblo”; en La Calle, núm. 56, 17 de abril de 1979;
Manuel ALVAR (ed.), op. cit., p. 26; José Ramón RIPOLL: “El poeta y la sabiduría popular”;
en Hacia el socialismo, núm. 1, enero de 1979; Manuel TUÑON DE LARA; Antonio Machado,
poeta del pueblo; Barcelona: Laia, 1981 (4.a ed.).
24. Cit. Manuel ALVAR (ed.), op. cit., p. 26.
25. Antonio MACHADO: La guerra. Escritos: 1936-1939 (ed. J. Rodríguez Puértolas y G. Pérez
Herrero), p. 34.
26. Antonio MACHADO: “Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia”; en Octubre, VI,
abril de 1934.
27. Vid. Armand F. BAKER: El pensamiento religioso V filosófico de Antonio Machado; Sevilla: Ser­
vicio de Publicaciones del Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1985.
28. La oposición Cervantes/Calderón es claro correlato de la dicotomía machadiana señorío/señoritis-
mo. De otro lado, las resonancias evangélicas del libro La guerra son muchas y variadas. Así, en
la prosa “Meditación del día”, se trasladan a la visión alegórica del binomio Cristo/Judas, trasunto
de la traición de los militares rebeldes españoles: “¿Por qué esos militares rebeldes volvieron con­
tra el pueblo las mismas armas que el pueblo había puesto en sus manos para la defensa de la
nación? ¿Por qué, no contentos con esto, abrieron las fronteras y los puertos de España a los
anhelos imperialistas de las potencias extranjeras? Yo os contestaría: en primer lugar, por los
treinta dineros de Judas, quiero decir por las míseras ventajas que obtendrían ellos, los pobres
traidores de España, en el caso de una plena victoria de las armas de Italia y Alemania en nuestro
suelo” (Antonio MACHADO: La guerra. Escritos: 1936-1939 (ed. J. Rodríguez Puértolas y
G. Pérez Herrero), p. 90.
29. María ZAMBRANO: “La guerra de Antonio Machado”; en Hora de España, XII, Madrid,
diciembre de 1937, pp. 164-170.
30. Aurora DE ALBORNOZ: “El libro último de Antonio Machado”; en Informaciones de las Artes
y las Letras; Madrid, 24 de julio de 1975.
31. Gonzalo SANTONJA: “Las últimas soledades de Antonio Machado”; en El País, Madrid, 10 de
enero de 1982.

486
LA VISION DE SEVILLA EN LA OBRA
DE ANTONIO MACHADO: ¿HACIA UNA TEORIA
APOCRIFA DE LA CIUDAD?

Rogelio Reyes Cano


Universidad de Sevilla

Que Sevilla forma parte en alto grado de la sustancia poética de Antonio


Machado es una realidad del todo obvia. El hecho no escapó a la perspicacia de
persona tan sutil como Juan Ramón Jiménez que dijo que, a pesar de su larga
andadura castellana, siempre quedaba en él la “veladura” de Sevilla1. En efecto,
más allá de aquellos famosos versos de Los sueños dialogados — “Mi corazón está
donde ha nacido, / no a la vida, al amor, cerca del Duero... — , tantas veces recor­
dados como declaración explícita, si no de repudio de Sevilla sí de desanclaje sen­
timental, más allá, digo, de ese desahogo lírico, Sevilla tiene en la obra de don
Antonio una sustantividad y un peso muy grandes. Nadie —y esto Machado lo
sabía muy bien— puede librarse nunca de sus recuerdos infantiles, de sus particu­
lares mitos ligados al espacio y al tiempo que se viven de niño. Ya lo decía su admi­
rado Unamuno: “No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor de alma los recuer­
dos de su niñez”. A flor de alma, es decir, en la primera capa de la íntima persona­
lidad, puestos a aflorar al menor estímulo. Estos anclajes infantiles van retomando
cuerpo y volumen, acrecentándose a medida que se anda la vida. Y siempre se ter­
mina, inevitablemente, como nuestro poeta, con un papel arrugado en el bolsillo
del viejo gabán en el que se han escrito los últimos, los definitivos versos: “Estos
días azules y este sol de la infancia”. Por eso he dicho que Sevilla nutre de sustan­
cia poética a Machado y le proporciona una peculiar mitología con la que exterio­
rizar su mundo, con la que contar los desahogos románticos e intimistas de sus dos
primeros libros. La ciudad —el palacio nativo con sus fuentes, sus limoneros y sus
mirtos; las plazoletas vacías de mujeres; las tardes veraniegas; el cante hondo; las
primeras experiencias de la vida escolar...— todo eso que constituye el sustrato
vital y poético de Soledades es una realidad incontestable y suficientemente anali­
zada por la crítica. Con su peculiar tendencia a desdoblarse, Machado se definió a
sí mismo en cierta ocasión como “un coplero sevillano que vaga hoy por las tierras
de Soria”2. Y Sevilla, sobre todo su peculiar topografía3, sus jardines, su luz y su
aire, rebrotarán por entre los versos de Campos de Castilla, de Nuevas canciones
o ya en el último trance de la vida, con un pie en el definitivo mar de la muerte.
Pero no es esto lo que ahora me interesa. No se trata de rebuscar unas vez
más lo que hay de sustancia poética sevillana en la obra de Machado, sino de pre­
guntarnos hasta qué punto es posible encontrar en ella explicaciones directas de la

487
ciudad, juicios y declaraciones expresas. En otras palabras: ¿Hasta qué punto nos
dejó una “teoría” de Sevilla? La pregunta no es en modo alguno gratuita, pues con
ella quiero significar si el poeta se suma o no —y en todo caso en qué medida— a
ese verdadero módulo retórico de las visiones o “teorías” de las ciudades que por
entonces había tomado forma y era cultivado por no pocos autores contemporá­
neos. Desde que Ganivet escribiera su Granada la bella puede decirse que varió
notablemente la forma de mirar a las ciudades desde la literatura, alejándose de
las visiones pintorescas o historicistas del Romanticismo decimonónico. A comien­
zos del XX la ciudad pasa a convertirse en personaje literario dotado de un “espí­
ritu” y de una condición sobre los que la literatura podían elucubrar, teorizar, en
suma. Partiendo del interés noventaiochista por los lugares —tan patente en el
caso de Azorín— llegaremos a las reflexiones de Ortega y D’Ors sobre regiones y
ciudades. En ese sentido, Sevilla será una vez más, como ya lo fuera en el Roman­
ticismo, un lugar de privilegio, pues sobre ella caerán numerosas “filosofías” o
“teorías” expresadas en clave literaria. Citemos algunos ejemplos: Sevilla y el
andalucismo, de José María Salaverría; Divagando por la ciudad de la gracia
(1914), de José María Izquierdo; La ciudad (1921), del gran periodista Manuel
Chaves Nogales, por citar sólo a autores a los que Machado pudo leer. Sabemos
que al menos el de Izquierdo lo había leído, pues reconoce que “no ha dado en él
la medida de su talento”4. El mismo Manuel Machado publicó ya en los años 40
unas Estampas sevillanas en las que aspira a recoger no el estereotipo sevillano
casticista —al que por cierto plasmó en no pocas ocasiones—, sino a lo que él des­
cribe como “algo más hondo del alma sevillana, algo de eso que está de un modo
inconsciente, pero revelador, en los ojos, en el ademán, en el gesto de aquellos
hombres y de aquellas mujeres”3. Y en la órbita de Izquierdo y Chaves Nogales se
insertarán más tarde algunas entrañables elegías sevillanas que intentan desvelar,
desde la literatura, las claves de la personalidad de la ciudad. Ahí está, por ejem­
plo, la Sevilla del buen recuerdo (1970), de Rafael Laffón, varios libros de Joaquín
Romero Murube y si apuramos un poco las cosas, el mismo Ocnos de Cernuda,
sutil evocación de una ciudad definitivamente perdida. Teorías fragmentarias
sobre la ciudad habían sido, con anterioridad a todo esto, las finas semblanzas de
Sevilla que hizo Rubén en Tierras solares (1904) y sobre todo Azorín en sus artícu­
los de la Andalucía trágica (1905). El interés de este último se centrará sobre todo
en los tipos humanos y en el marco ambiental de Sevilla, como referencias exter­
nas de una filosofía vital donde la elegancia, la gallardía y el donaire forman parte
de un vitalismo aristocrático que el escritor percibe lúcidamente en la calle, en
toda la profunda ligereza de la ciudad meridional.
Todos estos textos que he mencionado traen una nota nueva en contraste con
los escritos decimonónicos: la ciudad se ha convertido en un símbolo de una forma
de ser y de sentir la vida, de toda una conducta existencial. Por ello se resalta lo
positivo y lo negativo, huyendo, como quería Chaves Nogales, de la visión casti­
cista y panderetesca.
Pues bien, ¿en qué medida Antonio Machado refleja en su obra una visión de
este signo? ¿Cómo encara, si es que lo hace, esa realidad humana llamada Sevilla?
¿En qué medida participa de esa moda literaria de las “teorías” de la ciudad? Y
finalmente, más allá del fondo de sus poesías, ¿cuál es la presencia explícita de su
lugar nativo en el resto de su obra?

488
En toda la extensión de la obra machadiana sólo hay dos textos en los que el
poeta explícita de modo relativamente demorado sus juicios sobre Sevilla. Y no
deja de ser sintomático que ambos pertenezcan a la voz o a la pluma de dos de sus
personajes apócrifos: Abel Infanzón y Juan de Mairena. Esto no parece casual y
tal vez encubra la intención machadiana de distanciarse en el juicio, de velarlo
desde un segundo plano tímido y respetuoso a la vez, alejándose en todo caso de
las afirmaciones rotundas hechas en primera persona. El juego de los apócrifos,
que tanto y tan bien reflejó su concepción relativista del mundo, se aplica igual­
mente a esa realidad llamada Sevilla, que en la conciencia de Machado ofrece muy
variados registros. De los dos textos aludidos, el primero pertenece al cuaderno de
Los complementarios y está firmado por Abel Infanzón. Dice así:

¡Oh maravilla!
Sevilla sin sevillanos,
¡la gran Sevilla!6.

Estos tres versos, fechados en 1914, se glosan más tarde, seguramente por los
años veinte, en el mismo cuaderno:

¡Oh maravilla!
Sevilla sin sevillanos,
¡la gran Sevilla!

Dadme mi Sevilla vieja


donde se dormía el tiempo,
en palacios con jardines,
bajo un azul de convento.

Salud, oh sonrisa clara


del sol en el limonero
de mi rincón de Sevilla,
¡oh alegre como un pandero,
luna redonda y beata,
sobre el tapial de mi huerto!

Sevilla y su verde orilla,


sin toreros ni gitanos,
Sevilla sin sevillanos,
¡oh maravilla!7.

He aquí la gran paradoja: “Sevilla sin sevillanos”. Diría más: la gran humora­
da, pues como una humorada paradójica, a la manera unamuniana, hay que ver a
esa Sevilla que, al ser desposeída de sus habitantes (sobre todo de sus tipos casti­
zos: toreros y gitanos) se convertirá en la Sevilla exclusiva de Machado, la que él
conserva en la conciencia como una esperanza: la Sevilla de sus días infantiles
transmutada ya en mito poético dentro del libro Soledades, la del sol y el cielo
intemporales, la del tiempo sin tiempo, que se “dormía” en el “hortus” eterno del

489
poeta. Esta Sevilla no es de verdad sino que pertenece a la ensoñación poética y
cumple la función de paraíso perdido para siempre, el irrecuperable paraíso de la
niñez obsesivamente alimentado hasta el final. Tal vez a alguien pueda sorprender
que un motivo tan esencial como el del edén perdido lo encare Machado desde la
vertiente de la humorada, con la aparente levedad de esas “sentencias”, “donai­
res” o simplemente “apuntes” del profesor o del poeta apócrifo. Pero no sorpren­
derá al lector familiarizado con su obra, que sabe que tras los ligeros esguinces de
su Abel Martín, de su Mairena o de sus poetas apócrifos de pintorescos nombres
se esconde su pensamiento más esencial. En el poema que ahora nos ocupa la
humorada se acentúa deliberadamente tras la rima fácil: “maravilla” con “Sevilla”
y con “orilla”. El ripio intensifica el juego verbal y la broma. No nos extrañe: los
malos poetas, los copleros —y Machado asume aquí esa función— rimaban —y
siguen rimando todavía hoy— “Sevilla” con “maravilla” y con “mantilla” y con
“manzanilla”, faltaría más. Con el ripio del estribillo, Machado le hace un guiño
irónico al lector y deja la sustancia del tema para la parte nuclear del poema, que
de nuevo vuelve a cerrarse con la humorada. Esta se prolonga también en la perso­
nalidad del poeta apócrifo autor del texto, en este caso Abel Infanzón, el único
sevillano de su lista de Los complementarios8. Es un sevillano —también lo eran
Mairena y Abel Martín— quien se permite la ironía sobre su propia ciudad. Pero
tras la deformación de la Sevilla castiza de gitanos y toreros está la Sevilla “vieja”,
una ciudad “fuera del mapa y del calendario” —como dijera Machado en su cono­
cida anécdota de la caña de azúcar9. En su descripción están ya explicitadas las dos
referencias del último poema de Collioure: el azul de convento (¡cuántos conven­
tos en el entorno sevillano del poeta niño!) y el sol. Esa Sevilla irrecuperable no
admite el parangón con ninguna otra Sevilla, y mucho menos con la castiza y pin­
toresca. Por eso el poema no me parece tanto una crítica a esos últimos aspectos
cuanto la expresión lírica de un espacio sentimental y de la conciencia. Interpre­
tarlo sensu strictu sólo como un alegato anticasticista es empobrecerlo, reducirlo a
su significado más superficial.
Y, sin embargo, ese alegato existe en el texto y refleja, qué duda cabe, una
buena parte del mejor pensamiento machadiano, reacio a esa moda del flamen-
quismo que la literatura decimonónica había acumulado sobre la ciudad. Y no sólo
los románticos, sino hasta los modernistas coetáneos de don Antonio, entre ellos
Francisco Villaespesa, que había escrito un libro con el pintoresco título de Pande­
retas sevillanas, o Salvador Rueda, con su obra Granada y Sevilla. La mentalidad
regeneracionista de Machado y su españolismo castellanista no admitía ni los
regionalismos extremados (conocidas son sus críticas a las pretensiones catalanis­
tas) ni los pintoresquismos castizos. De ahí sus críticas al flamenquismo y al tauri-
nismo (que no al toreo, sobre el que escribió páginas admirables y de certera com­
prensión del fenómeno). Y de los andaluces andalucistas dijo cosas como éstas:
“De aquellos que se dicen ser gallegos, catalanes, vascos, extremeños, castellanos,
etc., antes que españoles, desconfiad siempre. Suelen ser españoles incompletos,
insuficientes, de quienes nada grande puede esperarse.
—Según eso, amigo Mairena —habla Tortólez en un café de Sevilla—, un andaluz
andalucista será también un español de segunda clase.
—En efecto —respondió Mairena—: un español de segunda clase y un andaluz de
tercera.”10

490
El texto es muy interesante y contrastarlo ahora con el andalucismo militante
de los años veinte —en torno a la personalidad de Blas Infante— nos sacaría del
tema. Baste recordar que nunca fue Machado muy amigo de aceptar los tópicos
sobre Andalucía y los andaluces y siempre negó, por ejemplo, que fuésemos real­
mente imaginativos11.
La visión de Sevilla como paradigma negativo del flamenquismo y del tauri-
nismo se desarrolla en términos más discursivos y reflexivos en un enjundioso
pasaje del Juan de Mairena, quizá el único de toda la obra machadiana en el que
de verdad se sustancia un juicio moral y sociológico de la ciudad. Me refiero al
texto en el que Machado y el propio Mairena al alimón hacen converger sus puntos
de vista sobre lo que podríamos llamar la “verdadera” Sevilla. Frente al folklo-
rismo distorsionador, el verdadero folklore. Y frente al casticismo gitano y tauri­
no, la sabiduría del pueblo, protagonista auténtico de la vida sevillana. El texto,
sin duda certerísimo, dice así: “Mairena tenía una idea del folklore que no era la
de los folkloristas de nuestros días. Para él no era el folklore un estudio de las
reminiscencias de viejas culturas, de elementos muertos que arrastra inconsciente­
mente el alma del pueblo en su lengua, en sus prácticas, en sus costumbres, etc.
Mairena vivía en una gran población andaluza, compuesta de una burguesía algo
beocia, de una aristocracia demasiado rural y de un pueblo inteligente, fino, sensi­
ble, de artesanos que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es,
como para el artista, mucho más importante que el hacerlas. Cuando alguien se
lamentaba del poco arraigo y escaso ambiente que tenía allí la Universidad, Maire­
na, que había estudiado en ella y la guardaba respeto y cariño, solía decir: “Mucho
me temo que la causa de esto sea más profunda de lo que se cree. Es muy posible
que, entre nosotros, el saber universitario no pueda competir con el folklore, con
el saber popular. El pueblo sabe más, y sobre todo, mejor que nosotros. El hom­
bre que sabe hacer algo de un modo perfecto —un zapato, un sombrero, una gui­
tarra, un ladrillo— no es nunca un trabajador inconsciente, que ajusta su labor a
viejas fórmulas y recetas, sino un artista que pone toda su alma en cada momento
de su trabajo. A este hombre no es fácil engañarle con cosas mal sabidas o hechas
a desganas”. Pensaba Mairena que el folklore era cultura viva y creadora de un
pueblo de quien había mucho que aprender, para poder luego enseñar bien a las
clases adineradas.”12
El texto de Machado es enjundioso donde los haya. En él se expresan dos
ideas entrelazadas: por una parte, una radiografía social de Sevilla, presentada
bajo la perífrasis de una “gran población andaluza” donde Mairena vivía y había
estudiado. Por otra, un concepto vital y operante del folklore entendido como
valor opuesto a toda arqueología. Las dos ideas se relacionan entre sí, pues expli­
can la inversión de valores que se da en la ciudad; es decir, las clases dominantes
(aristocracia rural y burguesía beocia) contrastan paradójicamente con la única
clase auténticamente culta: el pueblo fino e inteligente que hace bien su obra y que
por ello, más que trabajar roza los lindes del arte. Trabajador y artista, he ahí una
distinción muy sevillana, sustanciada en un dicho popular que los aficionados a los
toros conocen bien: “Desde Despeñaperros para arriba se trabaja; desde Despe-
ñaperros para abajo se torea”, es decir, se hace arte con el toro. No es justa del
todo la expresión, pero me interesa ahora traerla a colación sólo por la dicotomía
arte/trabajo, que en Machado está superada con la síntesis de que trabajar bien es

491
ser ya un artista pues “el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”. Ese
“despacito y buena letra” no es sino una condensación de la idea del pueblo como
verdadera aristocracia que tanto había recalcado Juan Ramón Jiménez a cuenta
del “trabajo gustoso” en el que se complacen los artesanos moguereños, el “jardi­
nero sevillano”, el “regante granadino” o el “mecánico malagueño”13. La vieja
idea goethiana de la obra bien hecha, que se convierte en un lema de la generación
del 14, está aquí formulada por Machado a cuenta del folklore como cultura viva
y creadora y no como simple transmisión de interés arqueológico. Mucho tuvo que
ver en esto su padre Demófilo que, al igual que Juan de Mairena, vivía en Sevilla
y conocía bien, por él mismo y por su padre Machado y Núñez, el estado de su uni­
versidad.
Tras esa radiografía social de la ciudad —tan sintéticamente esbozada— y tras
la idea del folklore como fuerza activa hay que ver a Machado Alvarez con el dis­
fraz de Mairena. Como ha señalado Paulo de Carvalho-Neto, existe “un efectivo
eslabón espiritual entre padre e hijo, patente en numerosas coincidencias textua­
les”14, en especial en la idea de Demófilo de que en toda manifestación folklórica
existen dos elementos: uno estático o tradicional y otro dinámico o viviente que
asegura el discurrir de la historia como una cadena entre el pasado y el presente.
A pesar de lo que se dice en el texto, esta idea era ya muy común entre los
folkloristas de la época de Machado (no tanto, quizá, en la de Mairena) y también
podemos verla en Unamuno, para quien el pueblo es el protagonista de la verda­
dera historia, es decir, de la intrahistoria. Machado está convencido de este aserto,
que se convierte para él en una verdadera idea recurrente, sobre todo en el Maire­
na, donde aflora una y otra vez.
Sevilla es, por lo tanto, para él, un pueblo de finos artesanos que dan leccio­
nes de sensibilidad a las clases dirigentes. El diagnóstico, en términos generales,
me parece bastante exacto de lo que pasaba en su tiempo. La estructura social de
la Sevilla decimonónica y de buena parte del siglo actual descansaba sobre una
aristocracia fuertemente ruralizada y una burguesía exigua, de escaso interés por
la cultura. Sin duda por ello la Universidad contaba muy poco en el tejido social.
Por contra, el saber y el hacer populares siempre han tenido en esta ciudad —y en
general en Andalucía— una distinción y una finura muy elevadas.
Quiero cerrar esta comunicación con un tercer texto machadiano que tiene
como protagonista de fondo a Sevilla, aunque no sea tan explícito como los dos
que hemos visto hasta ahora. Me refiero a sus conocidas coplas por la muerte de
don Guido13. No me interesa ahora subrayar lo que éstas tienen de elegía bufa, de
auténtico contrafactum de la elegía seria, y sí lo que suponen en particular de ridi-
culización del señoritismo como paradigma negativo de la vida española. El “seño­
río” en sentido negativo es otra nota más de la España “inferior” y su formaliza-
ción poética se tiñe en Machado de actitudes, atuendos y en general de notas anda­
luzas, aunque, como el mismo autor nos dijo en otras ocasiones, el espécimen no
sea exclusivo de Andalucía. El señorito rural de su Del pasado efímero ofrecía ya
las notas de taurinismo, de afición al bandolerismo, de su traje corto andaluz y
sombrero cordobés, etc. Frente a ese señorito del agro, don Guido es un perfecto
modelo del señorito urbano andaluz con notas específicamente sevillanas, pues
Machado ha escogido a Sevilla como espacio paradigmático de este tipo social. En
ese sentido, el texto del don Guido traza una auténtica sociología negativa del

492
señorito sevillano: jugador, arruinado, aficionado a toros y a caballos y con un sen­
tido de la religiosidad (“gran pagano”...) externo, interesado y versátil. Otra nota
es su donjuanismo, en lo que, según recuerda Aurora de Albornoz, coincide con
el cuadro que del señorito trazara Unamuno16.
Lo que más puede interesar en relación con el tema de Sevilla es la falsa reli­
giosidad de don Guido, pues hay un fondo de Semana Santa que también aparece
en el poema sobre la saeta17. En este último texto hay toda una declaración explí­
cita de la distancia entre la fe machadiana y la de sus “mayores”, entre el Jesús del
madero y el suyo. No hace ahora al caso recordar lo que ya sabemos de sobra
sobre la religiosidad del poeta. Sí constatar que ese poema se publicó por primera
vez en 1914, en Mundial Magazine, e iba dentro de un conjunto titulado Semana
Santa en Sevilla, en el que también su hermano Manuel, con un acento ideológico
muy distinto,18 había incluido su texto Sevillana. La escena de Semana Santa del
poema La saeta está, pues, recreada sobre un fondo sevillano, a pesar de algunas
inexactitudes que a mi juicio reflejan el despegue sentimental de Machado. La
mayor es, sin duda, la de describir el Cristo de los gitanos como un crucificado,
cuando la imagen sevillana de esa advocación es, como bien sabemos, un nazareno
con la cruz a cuestas que desde 1880 recibe culto en la parroquia de San Román,
muy próxima, por cierto, al palacio de las Dueñas en que vivió el poeta. Pero no
importa tanto todo esto cuanto el dato esencial de que nunca Machado se sintió
identificado con esos aspectos de la religiosidad sevillana, por otra parte de tanto
arraigo en ese mismo pueblo sensible y refinado que él elogiara en el Mairena. Es
posible que, junto a la distancia ideológica que le impedía conectar con esa religio­
sidad, influyeran otras notas sevillanas con las que él nunca se sintió identificado,
entre ellas el marcado barroquismo de la ciudad. Y ya sabemos de las fobias anti­
barrocas de don Antonio. Eso es lo que quiere decir cuando escribe: “¡Qué lejos
estamos, en el alma de Bécquer, de esa terrible máquina de silogismos que fun­
ciona bajo la espesa y enmarañada imaginería de aquellos ilustres barrocos de su
tierra! ¿Un sevillano Bécquer? Sí; pero a la manera de Velâzquez, enjaulador,
encantador del tiempo”19. Una vez más, pues, y a cuenta de Bécquer, la evocación
de una Sevilla verdadera que se opone no sólo a la castiza de gitanos y toreros,
sino a la barroca y alambicada que él también repudia. Es posible que en esta
incomprensión de lo barroco haya que buscar alguna clave del rechazo macha-
diano de la Semana Santa de su ciudad natal.
Pero el tiempo no permite seguir indagando en esta cuestión y por otra parte
queda suficientemente clara la actitud de Machado ante la religiosidad popular
sevillana. Con esto concluyo esta breve incursión en la Sevilla del poeta. No puede
decirse que Machado trazara, como hicieran José María Izquierdo o Chaves Noga­
les, una “teoría” demorada sobre la ciudad. Tampoco que la eludiera. Lo que sí
hizo fue dejarnos estos apuntes fragmentarios que, hilvanados, constituyen una
visión suficientemente explícita, aunque, eso sí, expresados bajo la máscara del
apócrifo. De ellos se deduce la existencia en la conciencia de Machado de una
Sevilla ambivalente, cargada de recuerdos positivos y a la par de apreciaciones crí­
ticas. Por una parte, una Sevilla poética, evocada como paraíso intemporal. Por
otra, una Sevilla real que concita discrepancias con su visión del mundo y su ideo­
logía social. Si no construye una “filosofía” expresa sobre la ciudad, al menos
esboza una gavilla de datos que tal vez le hubieran permitido trazarla algún día.

493
Ese esbozo de teoría está diseñado recurriendo sobre todo a los juicios apócri­
fos de Abel Infanzón y Juan de Mairena, como soslayando un pronunciamiento
directo e inequívoco. Todo muy propio de Machado, quien sin duda debió mante­
ner con su ciudad natal no diría yo una relación de amor / odio a la manera del
resentido Cernuda (en nuestro poeta no hay resentimiento), pero sí de afirmación
/ negación. Frente al se villanismo inequívoco y siempre declarado de su hermano
Manuel, que acepta la ciudad en su totalidad, Antonio, a juzgar por los textos ana­
lizados, parece ver en la personalidad de Sevilla una ambivalencia que el juego de
los apócrifos recoge muy bien. A la ciudad infantil convertida en sustancia de vida
y poesía opone la Sevilla castiza y pintoresca, que le desagrada, y la Sevilla barro-
quizante que disuena de sus convicciones estéticas. Frente a los toreros, a los gita­
nos y a la religiosidad paganizante, la Sevilla vieja con el tiempo dormido en el
paraíso azul de su eterno huerto de Dueñas20.

494
NOTAS
1. Tomo la cita de Ricardo GULLON: Conversaciones con Juan Ramón Jiménez; Madrid: Tanrus,
1958, p. 71.
2. En Consejos, sentencias y donaires de Juan de Maicena y de su maestro Abe! Martín; en Antonio
MACHADO: Obras. Poesía y prosa (ed. de Aurora de Albornoz y Guillermo de Torre); Buenos
Aires, Losada. 1964, p. 539.
3. Véase a este respecto J. COLEANTES DE TERAN: “Las ciudades muertas. Hacia una topogra­
fía urbana en la poesía de Antonio Machado'’: en Archivo Hispalense núms. 147-52 (1968),
pp. 109-119.
4. En Los complementarios (ed. crítica de Domingo Ynduráin); Madrid: Taurus, 1972, II, p. 23.
5. Manuel y Antonio MACHADO: Obras completas; Madrid: Plenitud, 1973, pp. 253-254.
6. Los complementarios, ed. cit., II, p. 22.
7. Ibid.,p. 136.
8. Salvo, claro está, un Antonio Machado, nacido en Sevilla en 1875 y muerto en Huesca, que es el
mismo poeta desdoblado.
9. Los complementarios, ed. cit., II, pp. 33-34.
10. Consejos, sentencias y donaires..., ed. cit. de Obras. Poesía y prosa, p. 542.
11. “La fantasía andaluza es única en el mundo. No sirve para reproducir ni para crear; es algo que
tiende a deslumbrar y a aturdir; es una alarma moruna, combinada con fuegos de artificio y que
termina siempre con un golpe al candil para llevarse algo” (Gentes de mi tierra, ed. cit. de Obras.
Poesía y prosa, p. 791).
12. Juan de Maicena (Ed. de José María Valverde), Madrid, Castalia, 1972, pp. 89-90.
13. Juan Ramón JIMENEZ: El trabajo gustoso (conferencias). (Selección y prólogo de Francisco
Garfias), México, Aguilar, 1961, pp. 17-34.
14. En La influencia del folklore en Antonio Machado, Madrid, Ediciones Demófilo, 1975, p. 83.
15. “Llanto por las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”, en la ed. cit,. de Obras. Poesía y
prosa, pp. 192-194.
16. La presencia de Miguel de Vnamuno en Antonio Machado; Madrid: Gredos, 1968, pp. 196-204.
17. “La saeta”, ed. cit. de Obras. Poesía y prosa, p. 188.
18. La acusación de paganismo que Antonio Machado hace en el Don Guido a la Semana Santa de
Sevilla contrasta fuertemente con las palabras que muchos años después escribirá su hermano
Manuel: “¿Cómo es Sevilla en Semana Santa? Alguien ha querido ver un sentido pagano en el
fervor de Sevilla por sus imágenes santas. Error grosero. Los paganos desconocieron el amor tal
como lo hemos entendido y sentido, hasta en sus mayores deliquios y delirios, los cristianos. El
amor es cristiano, y Sevilla toda en estos días es amor...” (Estampas sevillanas, ed. cit. de Obras
completas de Manuel y Antonio Machado, p. 292).
19. Juan de Maicena, ed. cit., p. 240.
20. Durante la guerra civil, en su refugio valenciano, el poeta añora una vez más su ciudad natal y
expresa la preocupación por su próximo futuro, en ciara alusión al desenlace político de la con­
tienda:

Mi Sevilla infantil ¡tan sevillana!


¡cuál muerde el tiempo tu memoria en vano!
¡Tan nuestra! Aviva tu recuerdo, hermano.
No sabemos de quién va a ser mañana.

Todo el soneto al que esos versos pertenecen evoca insistentemente la escenografía infantil de
azules, soles y fuentes.

495
LAS SOLEDADES DEL ESPLIN

Pere Rovira
Estudio General de Lérida
Universidad de Barcelona

En Soledades. Galerías y otros poemas1, el personaje que camina por laberin­


tos de callejas, plazas en sombra y parques otoñales no es un paseante. No le
mueve la curiosidad ávida de “hombre de la multitud’’, no busca caras, gestos, sen­
saciones. Se diría que no quiere ver a nadie, que al andar por la ciudad, deambula
por dentro de sí mismo. ¿Qué ciudad es ésta, por otra parte? Más parece un fan­
tasmagórico recinto soñado, de itinerarios obsesivos bajo duros crepúsculos o la
fúnebre luz de las ventanas, con el pobre consuelo de la soledad vegetal. No es una
ciudad, es el escenario del hastío. En él se mueve el personaje, poseído por una
presencia abrumadora. SGOP es la historia de la transformación y asunción de esa
presencia. Una crónica del agotamiento de la juventud.
Hay una misteriosa figura femenina en las páginas del libro, y resulta difícil,
quizá porque no debe hacerse, perfilarla claramente. ¿Es la velada silueta “plácida
y risueña” del poema X la misma “ella” del poema LXXII, la habitante de “la casa
tan querida”, en ruinas ya? ¿“La cita de un amor amargo” del poema XXX, tiene
que ver con el decepcionante encuentro (“ — No eras tú a quien yo buscaba”) que
narra el poema LIV? ¿Quién es la “amada” ausente (“No te verán mis ojos: / ¡mi
corazón te aguarda!”) del poema XII? ¿Se trata de la visión que, en el poema XV,
hace exclamar al personaje: “¿Es ella? / No puede ser... Camina...”? ¿Cómo inter ­
pretar, en fin, esa “virgen esquiva y compañera” ya místicamente transfigurada?
En principio, algo queda claro en esta suma de apariciones: la oscilación entre un
amor imposible y una amada muerta. Es significativo, además, que la mayor con­
creción descriptiva se aplique a una Diana perfectamente reconocible:

¡Fugitiva ilusión de ojos guerreros,


que por las selvas pasas
a la hora de cénit: tiemble en mi pecho
el oro de tu aljaba!

Yo he seguido tus pasos en el viejo bosque,


arrebatados tras la corza rápida,
y los ágiles músculos rosados
de tus piernas silvestres entre verdes ramas. (Pág. 146).

497
El detallismo con que Machado pinta a la diosa contrasta con la visión
borrosa y fugaz de la amada que encontramos, por ejemplo, en los poemas X y
XV, siempre difuminada tras los cristales, tan domésticamente inasequible
Diana, con su paradójica condición de virgen protectora de la fecundidad, es la
canalización de la obsesión, la representación, en su ambigüedad, de una pre­
sencia cada vez más ajena al exterior, más encerrada en el alma del protagonista
del libro. Esa interiorización se percibe ya en la conocida pregunta del poema
XXIX: “¿Eres la sed o el agua en mi camino?”; de modo parecido, Diana, en
su forma lunar, se superpone en el poema XVI a la “esquiva belleza” que aflije
al personaje:

Siempre fugitiva y siempre


cerca de mí, en negro manto
mal cubierto el desdeñoso
gesto de tu rostro pálido. (Pág. 107)

SGOP, pese a la constante aparición de lo femenino, no es un poemario de


amor, o, al menos, no lo es en el sentido convencional de la expresión. El con­
junto está dominado por el ensimismamiento, por la filtración hacia la soledad
de un egoísmo que tiene que reconocer sus propios límites porque no halla
donde volcarse. Se trata del romántico duelo entre la experiencia y la inocen­
cia, pero aquí lo que afila las aristas del amor y del odio a uno mismo no es la
pérdida de una edad estragada por el exceso, sino, al contrario, la angustia de
lo no vivido. Es la diferencia que hay entre SGOP y esa otra despedida de la
juventud que es El mal poema, de Manuel Machado. En ambas colecciones
existe el obligado rechazo de un personaje y el acta de defunción de un poeta
(recuérdese el “Prólogo-epílogo” o “Ultima”, de Manuel, y los poemas
LXXXVI o XCV, de Antonio), pero desde perspectivas distintas: el protago­
nista de El mal poema es un hombre hastiado por la saturación: el de SGOP, un
hombre hastiado por la carencia:

Bajo ese almendro florido,


todo cargado de flor,
-recordé--, yo he maldecido
mi juventud sin amor.

Hoy, en mitad de la vida,


me he parado a meditar...
¡Juventud nunca vivida,
quién te volviera a soñar! (pág. 207)

Se comprende, pues, el forzoso desplazamiemto del tú femenino hacia el


yo del personaje. La muchacha inasequible, la virgen protectora y esquiva, la
amada ausente se convierten en distintas figuraciones de la verdadera amante
perdida: la juventud. El personaje poético se perfila desde ese desdoblamiento.
Por eso carece casi por completo de interlocutores, o, mejor dicho, éstos surgen
del soliloquio: el alba, la tarde, la noche, voces y personajes soñados, ella en sus

498
diferentes disfraces, pero siempre ajena, la juventud, por supuesto, todos son el
apoyo de la interrogación, y los límites del círculo, la propia identidad tambalean­
te, en que puede operar el poeta.
Uno de los interlocutores atrae especialmente la atención, la amada muerta
del poema XII:

Los golpes del martillo


dicen la negra caja;
y el sitio de la fosa,
los golpes de la azada...
No te verán mis ojos;
¡Mi corazón te aguarda! (pág. ÍOI).

Este poema tiene un precedente ineludible, cuya consideración puede ejem­


plificar la manera de proceder de Machado. Me refiero a “The raven”, de Edgar
Poe, presente también en varias piezas más del libro. Es conocida la admiración
que Machado sentía por Poe, y han insistido en ella críticos como Geoffrey Ribbans,
quien, por cierto, en el prólogo a la edición que utilizó, afirma con la mayor tran­
quilidad que “The raven” es un poema “en realidad muy flojo”. No opinaba igual
Antonio Machado, como puede verse en la poética que escribió en 1931 para la
Antología de Gerardo Diego, y como se ve, sobre todo, en las páginas de SGOP.
Hablar de “El cuervo” implica hacerlo de la “Filosofía de la composición”, donde
Poe describe, exagerando bastante, la calculada génesis de su obra. “La melanco­
lía es el más legítimo de los tonos poéticos”, afirma sarcásticamente, y añade:
“¿De todos los temas melancólicos, cuál, según la opinión universal, lo es más que
cualquier otro? Respuesta obvia: la muerte (...) En consecuencia, la muerte de
una mujer bella es sin duda, el tema más poético del mundo —y también sin duda
alguna, los labios más adecuados para expresar ese tema son los del amante que se
ha visto privado de su amada”2. Poco tiempo después, al escribir “Ulalume” y
“Annabel Lee”, Poe, para su desdicha, ya no tuvo que imaginar ese papel. Desco­
nozco hasta qué punto lo imaginó Machado en el poema XII. y no quiero entrar
en la burla macabra que ese entramado de referencias acabaría también siendo
para él. Lo que resulta indudable es que el Antonio Machado de SGOP compartía
la opinión de Poe acerca de la calidad del tono melancólico, que es el de la mayo­
ría de los poemas del libro. También está claro que en el poema XII el estribillo
ejerce una función comparable a la del “nevermore” de “El cuervo”, y que, desde
el punto de vista de la anécdota, la pieza puede interpretarse como el desenlace de
la tragedia amorosa juvenil que se insinúa en diversos momentos de SGOP. Pero
lo que más importa es ver cómo desde el vacío creado por el poema XI se modela
la identidad del personaje poético. Igual que el protagonista de “El cuervo”,
queda prisionero de una sombra que no es la amada perdida, sino el ave siniestra
del “¡nunca más!”. En este desesperado sentimiento de la temporalidad radica la
pérdida de la inocencia del personaje, la culpa de ya no poder sentir la vida más
que como muerte. Desde tal perspectiva, se entienden el desplazamiento hacia la
intimidad y el desdoblamiento a que me refería antes: la culpa y la inocencia
soñada son las dos caras de la interlocutora del personaje poético, una verdosa sole­
dad que, a veces, en las claridades del sueño, cambia su mueca en sonrisa maternal.

499
Esa dualidad se percibe en los poemas LXIII y LXIV. En el primero (un pro­
bable precedente de Sobre los ángeles, de Rafael Alberti), domina una atmósfera
infernal, de pesadilla (“el demonio de mi sueño”, “sangrientas llamas”, “las tum­
bas y los muertos”, y el personaje es apresado (hay huellas del mito de Don Juan)
por una “férrea mano” que le arrastra:

—Vendrás conmigo.... —y avancé en mi sueño,


cegado por la roja luminaria.
Y en la cripta sentí sonar cadenas,
y rebullir de fieras enjauladas. (Pág. 182)

Pero si en este poema se narra el viaje del condenado a la cripta infernal del
alma, en el siguiente sucede lo contrario: es “la buena voz” quien le llama, y su
sonido es como una caricia a la que el personaje se abandona:

—Contigo siempre... Y avancé en mi sueño


por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga. (Pág. 183).

En esa voz y en esa mano adivinamos la protectora figura de la madre. En el


poema LXXXVII, significativamente titulado “Renacimiento”, se evoca la misma
situación, pero sin la inmediatez de la presencia que el sueño le daba:

Galerías del alma... ¡El alma niña!


Su clara luz risueña;
y la pequeña historia,
y la alegría nueva...

¡Ah, volver a nacer, y andar camino,


ya recobrada la perdida senda!

Y volver a sentir en nuestra mano,


aquel latido de la mano buena
de nuestra madre... Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva. (Pág. 209).

Pese a lo vivido de la evocación, se ve que estos versos giran en torno a la


insuficiencia del recuerdo, que lo que se formula en ellos es la imposibilidad, en
“nunca más” que tan sólo el sueño puede vencer, porque sólo el sueño derriba la
barrera temporal. Es la misma situación que vuelve a darse en estos conocidos ver­
sos de Campos de Castilla:

¿No ves, Leonor, los álamos del río


. con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.

500
Por estos caminos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo3.

Al decir “dame tu mano”, al querer devolver al mundo la presencia soñada, el per ­


sonaje se queda solo: como un nuevo Orfeo, pierde a su Eurídice al volverse hacia ella.
El recuerdo es dolor, sólo el sueño trae, aunque sea fugazmente, el paraíso; por eso:

De toda la memoria, sólo vale


el don preclaro de evocar los sueños. (Pág. 212).

Hay en estos dos versos un radical rechazo de la realidad, que empieza, obvia­
mente, por el rechazo de uno mismo. El personaje no sólo odia el presente, sino
también regresar el pasado con el recuerdo: sólo en sueños se puede sentir la
mano, y sólo merece la pena recordar esa sensación soñada, la única que devuelve
vida desde el fondo de tiempo muerto de la memoria. Por eso, en el siguiente poe­
ma, de Campos de Castilla, el poeta no evoca un paseo con la amada, sino la
impresión de verdad de un paseo soñado:

Soñé que tú me llevabas


por una blanca vereda,

Sentí tu mano en la mía,


tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,

¡Eran tu voz y tu mano,


en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!4

Es muy significativo que Machado, a) tener que enfrentarse a un “nevermore"


ya nada literario, se proteja con la misma actitud poética con que se enfrentó a la
crisis de su juventud. Desde luego, a uno le sigue sorprendiendo la torpeza con
que la obra de Machado fue manipulada para convertirla en emblema de atolon­
drados y dudosos realismos.
En la poesía española contemporánea, pocos rechazos hay de la realidad tan
contundentes como el de SGOP, y escasos protagonistas poéticos que lleguen a
estar tan hastiados (“hastío” es una de las palabras más frecuentes en el libro) por
la realidad de sí mismos. Recordemos, por ejemplo, el “Arte poética” de 1904:

Y en toda el alma hay una sola fiesta,


tú lo sabrás; Amor, sombra florida,
sueño de aroma, y luego... nada: andrajos,
rencor, filosofía.

501
Roto en tu espejo tu mejor idilio,
y vuelto ya de espaldas a la vida,
ha de ser tu oración de la mañana:
¡Oh, para ser ahorcado, hermoso día! (Pág. 256).

(El primer poema de SGOP, “El viajero”, es un adecuado prólogo a esa lúgu­
bre visión del final de la juventud. Al hermano aventajado, de “sienes plateadas”
y “gris mechón”, que ha aprendido ya que ningún viaje puede vencer al tiempo,
creo que no hace falta buscarle ninguna explicación anecdóticamente biográfica:
todos llegamos a ser algún día nuestro hermano mayor, el que regresa cansado de
la vida. Como su título parece sugerir, ese poema tiene que ver con “El viaje”, de
Baudelaire./Hay en las dos obras una superposición de perspectivas muy parecida:
el sueño infantil proyectándose hacia un futuro que el personaje conoce ya.
Machado lleva el tema a un contexto familiar, el irónicamente inevitable lugar de
regreso del aventurero, y sustituye la crispación bodeleriana por una voz casi susu­
rrante, pero la desoladada conclusión de Baudelaire está presente en el retrato de
su viajero:

Amer savoir, celui qu’o tire du voyage!


Le monde, monotone et petit, aujourd’hui,
Hier, demain, toujours, nous fait voir notre image:
Un oasis d’horreur dans un désert d’ennuiP

Bodeleriana es también la fúnebre presencia del reloj en poemas como el XXI


y el LVI; en éste, igual que en el XIV o el XLIII, sorprendemos al personaje en la
intimidad de su cuarto, acorralado por el tedio. Penetra una música por la venta­
na, que es como el eco burlón de la hora que acaba de sonar. Es la una de la
madrugada, y no muy lejos, insultando a la soledad, hay ojos que se miran, risas,
baile... Basta esa suposición, insinuada por el desenlace del poema, para suscitar
en el personaje el asco del suicida:

Y yo sentí el estupor
del alma cuando bosteza
el corazón, la cabeza,
y... morirse es lo mejor. (Pág. 170).

Alguien bastante sabio dijo que quien se pierde en la pasión pierde menos que
quien pierde la pasión. Sin embargo, algo permanece tras el bostezo: el dolor.
Pero si ayer fue indicio de vida, ya lo es de muerte. Un dolor frío, incapaz de ir
más allá de sí mismo, enfrenta al personaje a su peor imagen, la del muerto que
está en pie, por decirlo con la fórmula de Bécquer. El punto final de la crisis lo
marca ese dolor estéril, que incapacita al personaje para la actividad poética:

Eran ayer mis dolores


como gusanos de seda
que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras. (Pág. 208).

■502
Si el protagonista de SGOP detesta la realidad, es, sobre todo, porque no
quiere escamotearse nada de la realidad de sí mismo. En los momentos decisivos
del libro, no hay evasión alguna, sino la más completa interdependencia de la
experiencia humana y literaria, por eso la definitiva constatación de la debilidad
de la vida se produce precisamente ante el poema: los dolores que ayer eran gusa­
nos de seda, hoy son mariposas negras; las abejas que extraían miel de la amargura
ya no trabajan. El poeta de SGOP no va a convertirse en una ilusoria tabla de salva­
ción, no será el creador de escenografías donde convertir en comedia el drama de la
excesiva intimidad, porque para él la poesía no puede ser sucedáneo del sueño:

Y podrás conocerte, recordando


del pasado soñar los turbios lienzos,
en este día triste en que caminas
con los ojos abiertos. (Pág. 212).

El hombre (que se conoce, cuyos ojos están ya abiertos) ha sido expulsado del
paraíso, y el poeta sale con él. ¿Hacia dónde? En el desenlace de esa crisis, no se
trata, como a veces se ha sugerido, de un inicio de conversión de Machado al rea­
lismo (ya hemos visto que su personaje siempre ha tenido en cuenta a la realidad,
¿cómo, de otro modo, podría detestarla?), sino de reconocimiento de que la iden­
tidad poética se ha venido abajo. El personaje no puede soñar, no sabe ya conver­
tir en vitalidad el dolor:

Poeta ayer, hoy triste y pobre


filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado. (Pág. 220).

Ahí, en esa fidelidad a la experiencia, está el giro decisivo del libro. El retrato
queda completo cuando se asume la imposibilidad de poetizar.
En la crítica a Arias tristes, de Juan Ramón Jiménez, que Machado escribió en
1904, decía: “Una poesía que aspire a conmover a todos ha de ser muy íntima. Lo
más hondo es lo más universal. Pero mientras nuestra alma no se despierte para
elevarse, será en vano que ahondemos en nosotros mismos. No lograremos hacer
nada que nos satisfaga. Seremos confeccionadores de sensaciones narcóticas, con
las cuales muchos gustarán de embriagarse; tallaremos tal vez figurillas de exqui­
sita labor (...) Pero, ¿no incurriremos en la vanidad de erigir en virtud nuestra pro­
pia miseria?”6. La actitud humana y poética que encontramos en SGOP es una res­
puesta a esta trampa. Machado censura en Arias tristes, y en una corriente de la
que él mismo ha participado, el divorcio vida/poesía (“ese libro es la vida que el
poeta no ha vivido, expresada en las formas y gestos que el poeta ama”), y aunque
reconozca la sinceridad adolescente de la obra (“el encanto de la verdad que se
ignora a sí misma”), subraya sin titubeos el. peligro de una poesía envuelta en las
brumas de la perpetua adolescencia. Naturalmente, no es preciso dar a esas obser­
vaciones un sentido exaltado. Pese a que Machado cita el ejemplo de Espronceda,
y pese a la nostalgia del vividor que pueda haber en tal ejemplo, el acento no lo
pone en el gesto byroniano, sino en la búsqueda de la vida y en el repudio de la

503
suplantación poética. Es decir, en la autenticidad. Es obvio que mal podrá conce­
der el poema los favores que los días niegan; prentenderlo, no es más que un con­
suelo dudoso que encubre una amargura más degradante que la miseria de la exis­
tencia, porque excluye el coraje de enfrentarse a ella. Contra ese lloriqueo de
salón iba la copla:

¡Ay de la melancolía
que llorando se consuela,
y de la melomanía
de un corazón de zarzuela! (Pág. 141).

Expresar la desesperación por una pérdida, por la muerte de uno mismo que
revela la edad, no implica solidarizarse con ella hasta la abyección o la memez; en
la poesía, como en la vida, los ángeles caídos suelen envejecer pronto y mal. El
protagonista de SGOP supo preferir el doloroso riesgo del silencio a la charlatane­
ría zarzuelera. Esa lúcida apuesta por la entereza moral marcaría su destino de
hombre y de poeta.

504
NOTAS
1. Uso de la edición de Geoffrey Ribbans. Madrid: Cátedra, 1983. Las citas de los poemas van acom­
pañadas del número de la página en que figuran en esta edición.
2. Edgar A. POE: El corb i altres poemes. Filoso fia de la composició. Versió catalana de Xavier Ben-
guerel. Edició bilingüe. P. 40. Barcelona: Edicions del Malí, 1982.
3. Antonio MACHADO: Poesías completas', Madrid: Austral, 1966 (Undécima edición), p. 133.
4. Poesías completas; pp. 133-134.
5. Charles BAUDELAIRE: Les fleurs du mai et autre poémes; París: Garnier, 1964, p. 154.
6. Ricardo GULLON: El modernismo visto por los modernistas; Barcelona: Labor, 1980, p. 333.

505
D. ANTONIO MACHADO Y LA MALDICION EN POESIA

Manuel Ruiz, Amez.cua


I.B. de Baeza (Jaén)

Se engendra en el pecado,
se vive en el dolor. ¡Dios está lejos!1
A.M.

El culto de latría ha sido siempre mal compañero a la hora de enjuiciar la


tarea de un creador en sus criaturas. En el caso de Machado ha dado lugar a un
error grave, pero, por desgracia para los que lo han practicado, pasajero. A saber:
la persistencia de una o unas ideas sobre el mundo en detrimento de otras muchas,
también enriquecedoras. No ha sido ajeno a esto el poder, quien, desde abajo o
desde arriba (su distancia del conocimiento es la misma, adopte, la postura de
nuestro complejo y grandioso D. Antonio.
A Machado se le ha llamado de todo, desde “santo laico”2. Poeta japonés y
otras lindezas por el estilo, hasta “poeta erótico”3. Lo cual tiene tomate. Y es que
D. Antonio se la ha querido hacer a toda costa un ser “edificante” como hombre
y como poeta. Y algunos hasta lo han conseguido del todo.
En este país, la mayoría de los críticos e historiadores de la Literatura se limi­
tan siempre, como mucho, a marcar los sucesos literarios en las curvas de la histo
ria nacional. Son cronológicos y “edificantes”, algunas veces hasta para la historia
de la nación. Faltan estudios comparativos que ayuden a comprender la poesía con
ese aire de intemporalidad mítica de que han sabido dotarla los grandes poetas. Ni
falta hace decir que D. Antonio Machado es uno de ellos. Pero ha tenido la mala
suerte de caer en manos de aquellos que aman tanto la luz, que las sombras no sólo
les espantan, sino que las consideran —“humanamente hablando”4— negativas.
Sobre este asunto, Nietzsche dejó escrito que no hay nada más paralizante para el
Arte que el optimismo3. Otros (ahora no recuerdo quienes) han ido más lejos y
han llegado a decir que en la historia lo imperecedero es la bajeza: todo lo terrenal
es débil e inseguro. Afortunadamente, hay pensadores que se han ocupado de que
la historia de la humanidad pueda ser una tragedia o una farsa. El hombre es un
ser de y en crisis. La poesía más genuina de la historia de los últimos siglos es la de
la nada6.
Algunos conceptos del marxismo de secano imperantes en la incultura de
nuestro desvalido país durante demasiado tiempo han dejado a algunas mentes tan
maltrechas para pensar como para reaccionar. Y no hablemos ya de los que ingi­
rieron el brebaje contrario: esos sí que se fabricaron un Machado que ni a la medida.

507
Del hoy, prefiero no hablar. Por fortuna para todos, “...ni el pasado ha muerto /
ni está el mañana —ni el ayer— escrito”7.
Pero “entremos más adentro en la esperanza”8.
La poesía de D. Antonio Machado, aun no siendo sin ella nada, y siendo por
ella todo lo que es, trasciende por completo la esfera estética. Hay autores en los
que aún más poderosa que su forma es la intención espiritual de la que surge.
Goethe escribió una vez esta frase: “Para hacer algo hay que ser algo”9. Lo que
sorprende en el caso de Machado es que siendo un escritor con un “lenguaje de
hueso trágico”, como diría Unamuno10, en donde a veces puede estar “confusa la
historia”, pero está más que “clara la pena”11, ésta haya sido “blanqueada” de tan­
tas y tan variadas maneras. No deja de ser cierto el hecho de que él mismo supo
también “blanquear” muy sagazmente todo su universo trágico. Por los versos de
D. Antonio deambulan constantemente la monotonía y el cansancio, el fracaso
ante “el otro”, la imposibilidad de la comunicación, el deseo permanentemente
insatisfecho, el hastío de la existencia, un nihilismo atroz, el amor como quimera
y desolación, la omnipresencia de la muerte, los miedos ancestrales, la preocupa­
ción metafísica y hasta “la imposibilidad de reconocerse en la intimidad subjetiva
del sueño”12. En muchas ocasiones, la realidad es tan degradante que resulta ser,
por lo menos, tres veces peor que éste.
Pero hay más. En Machado observamos ese “impulso cainista latente en el
corazón humano”13 que destruye a los mismos asesinos covirtiéndolos de verdugos
en víctimas y viceversa.
En un hombre “desterrado de la sociedad y desterrado de sí mismo porque ha
perdido a los demás”14 como Machado, no queda más remedio que plantearse el
problema del mal y la maldición que pesan sobre la existencia humana, aun a
sabiendas de que nunca penetraremos su secreto del todo, de que quedará algo
irreductible como en toda gran poesía. Sólo nos queda exponer datos, esbozar
cosas que quedarán inacabadas para que otros lectores continúen la tarea en soli­
tario. En toda gran poesía, por mucho que clarifiquemos siempre resultará una
claridad leprosa. Esto no es obstáculo para que nos demos cuenta de que en
Machado el sufrimiento, el problema del mal es visto en su integridad, y contem­
plado cara a cara, es el centro de la existencia y revela la verdad que nadie puede
soportar desnuda: el hombre no es dueño de su destino y está en manos de poderes
que actúan sin tomarlo en cuenta. Pero la existencia como maldición es también
una afirmación profunda del mundo. “Los más grandes productos del espíritu tie­
nen un transfondo terrible y maligno”15. Cuanto más espíritu, mayor dolor”, reza
el Eclesiastés. D. Antonio Machado se enfrentó al rostro enorme y siniestro del
mal como todos los grandes poetas. En él se hace realidad aquella sentencia
memorable de Georges Bataille: “La Poesía es lo esencial o no es nada”16.
D. Antonio Machado no es un poeta maldito en el uso más generalizado del
término, entre otras cosas porque a esa frase “le sobra lo de maldito”17 para evitar
la redundancia. En los poemas de Machado, la maldición pesa como una losa terri­
ble y temible.' No fue maldito al uso de Verlaine, no causó sensación a ningún pre­
cio, no saboreó el ser un proscrito, constató la degradación pero su libertad no la
ejerció contra ella hasta el límite de la transgresión. No se pareció en casi nada a
los malditos, ni fue lord, ni diabólico. Pero las marcas de Caín son muy variadas.
Tuvo perdido siempre su derecho de ciudadanía, el exterior y el interior, a pesar

508
de su agarradero social último. Su compañía más constante fue ese sufrimiento
profundo que sólo está reservado a los solitarios. Evitó la ruptura abierta, porque
era ya, de antemano, “una figura herida”18. Pagó con la miseria, el sacrificio y la
muerte. Su soledad fue tan espantosa como la de Villon o Baudelaire, llevadera
eso sí (lo cual es doble carga) “con la desolación del hombre bueno”19. No le inte­
resó el mal por el mal, pero lo constató continuamente en la realidad, “porque la
verdadera vida está ausente”20.
Aunque “melifica su acritud con el Arte”21 el mal y la maldición funcionan en
Machado. Todos los poetas auténticos se consideran herederos de una tradición.
Desde la Biblia hasta hoy mismo”, la poesía como experiencia moral o la moral
como experiencia poética no han podido descristianizarse”22. Desde el punto de
vista que nos ocupa, Caín y Job serían lo más alto de cuanto se ha escrito sobre el
mal y la maldición en el mundo, ya que tocan el problema que ha traído locos a
todos los que en el mundo han sido. Nos dice Borges23 que Max Brod, analizando
el Libro de Job, llega a la conclusión de que el mundo estaría regido por un enig­
ma, por una voluntad irracional. La misma que en “La Tierra de Alvargonzález”
clava los dientes en su propia carne sin saber que se hiere a sí misma, la que hace
iguales, en virtud de ese enigma, a víctimas y a verdugos. En “La Tierra de Alvar­
gonzález” el pecado es un mal que la palabra no crea, sino que revela, y cuya des­
gracia consuma. Desde este punto de vista, la maldición es ya un juicio. Lo que
arrastra al hombre a su pecado, lo arrastra también a su maldición; en lugar de la
presencia divina se produce el exilio de Dios y de su gloria; en lugar de la vida y
sus valores, la muerte.
El problema del mal como el del nihilismo en general es todavía uno de los
problemas de conocimiento menos explorados que existen, no obstante ser una
cuestión que afecta de un modo muy fundamental a la comprensión de la existen­
cia humana. Es un tema difícil, un asunto ele antropología límite y sólo se puede
abordar bordeándolo. Es muy duro concebir la existencia humana como maldi­
ción. Se supone una idea religiosa y teísta de por medio; más aún, de un teísmo
personalista —bíblico sobre todo— como creo que está presente en gran parte de
los versos machadianos. Entre el mal, la maldición y el pecado hay una serie de
interrelaciones demasiado estrechas.
En Machado podemos constatar el problema del mal de un modo amplio, de
tal suerte que los males particulares son presentados como especies de un mal
general, unas veces metafísico y otras moral. La sustancia más determinante del
mal en Soledades es la pobreza más absoluta del ser y opera dinámicamente como
privación o carencia absoluta. En los grandes momentos de Campos de Castilla, y
desde el ángulo religioso-moral, el mal está visto corno una manifestación del
pecado; “Se engendra en el pecado / se vive en el dolor. Dios está lejos.”24 En los
versos machadianos hay abundancia de valores negativos morales por doquier;
desde la hipocresía (“El hombre sólo es rico en hipocresía”)23 a la crueldad,
pasando por la vulgaridad, la mediocridad, el vicio o la perversidad hay una
amplia franja donde elegir. Algo huele a condenación eterna, incluso existen
momentos en que la única redención posible es la auto-disolución de la misma
existencia. Ahí tenemos, para corroborar lo que digo, los tan traídos y llevados
poemas de la etapa baezana. Junto a la lectura que se ha hecho de ellos en la que
se habla de “superación del 98”26, “poeta del pueblo” y demás, existe otra muy dis-
tinta, más radicalente nihilista: un Machado en el que “las sombras se agigantan”
incluso por el camino de lo social.
Todos los temas machadianos en los que se concreta la maldición de la exis­
tencia encuentran su revelación en el sinsentido, en ese “claro y amplio hastío”
que puebla todas sus Soledades. En este libro la vida está vista como una monoto­
nía eterna sobre la cual se eleva lo imperecedero bajo apariencias distintas (el
tedio, el hastío, la monotonía, la maldita “juventud sin amor”). En todas sus fór­
mulas, la vida es de un vacío espantoso. Y si esto no es concebir la existencia
humana como maldición, que venga Luzbel y lo vea.
Machado posee una profunda autoconciencia de aislamiento en el universo,
lo cual le lleva a formular un tipo de maldición no sólo cósmica, con desdén divino
incluido, sino también histórica, sobre todo en Campos de Castilla, donde el hom­
bre trabaja, sufre y yerra “en páramos malditos” y “la Laguna Negra es como la
maldad de los hombres que no tiene fondo”. La Naturaleza de esas “tierras maldi­
tas” en esos “campos malditos” ya no le sirve a Machado ni como consuelo, cosa
que sí sucede en otros momentos de su obra poética. Es más, incluso su final refu­
gio social (sin poner en duda en ningún momento su honda y ejemplar militancia
republicana) no deja de ser un refugio pasajero para quien, como él, se siente exi­
liado perpetuo. Léase al respecto la carta correspondiente a Guiomar26, y nos
daremos cuenta de que Machado nunca “cerró los oídos al murmullo insistente de
su conciencia”27.
Volviendo a los poemas de la etapa baezana, el tiempo que Machado nos
pinta aquí no está vivido ni como abstracción, ni como realidad humana, no es ese
tiempo que “sobre las frentes cava los surcos de la idea”28, sino que es la negación
del pensamiento y de todo lo humano válido: es la existencia como agujero negro
del tiempo, bajo la forma suprema de un aburrimiento más poderoso que la misma
vida. En todos estos versos, “la carne es triste y el espíritu villano”. Y si esto no es
maldición de la vida, que venga Dios y lo vea.
Y es que existen muchos y variados motivos para opinar que la vida en la obra
de D. Antonio Machado, aquí, allá y acullá, está vista como una maldición eterna,
no sólo porque “la verdad sea inaprensible e inalcanzable y al hombre, ciego para
esa verdad, se le pase la vida dándole vueltas a la noria del pensamiento”29. No
sólo por eso, sino también porque “los cangilones del pensamiento, son aquellos
que de cada inmersión o zambullida al fondo, vuelven vacíos, llenos de sombra”30.
No sólo por eso, sino también por mucho más: porque existe un desdén divino que
los exégetas religiosos de Machado han sabido muy sagazmente orillar. Dios no
sólo “está lejos”31, sino que es, incluso, el creador de la nada como dice por su
boca Abel Martín32.
En fin, ¿qué es la maldición de la vida, sino el infierno que ella misma repre­
senta, cuando lo representa? Una manera trágica de preguntar y de responder.
Quiero acabar mi intervención dejando claro que mi único objetivo es el de
“sembrar preocupaciones” como dice Juan de Mairena33. No sé quién dijo aquello
de que “la más noble tarea es la tentativa de conocer mejor algo”. Tentativa que
nos sumerge en ese “laberinto de espejos” machadiano de que cada cual sale como
puede y/o como quiere.
D. Antonio Machado pertenece a esa raza de escritores que poseen un calle­
jón sin salida, propio, alumbrado y conducido por una lucidez extrema. Su poesía

510
es una afirmación trágica de la existencia, porque el mundo (viejo asunto) no está
creado a la medida del hombre. D. Antonio Machado es dueño de un mundo en
el que el valor, a veces coincide con eso que se ha llamado el bien y a veces no. No
olvidemos nunca que el auténtico valor poético se sitúa, las más de las veces, más
allá del bien y del mal.
Para quienes crean que esta intervención mía tiene un tono demasiado pesi­
mista, trágico, nihilista, negativo o comoquiera llamársele, me queda un consuelo.
Y es aquella frase que Federico oyó de labios del cantaor jerezano Manuel Torre:
“Todo lo que tiene soníos negros, tiene duende”. Y D. Antonio Machado no es
para menos. Y además, ¿Quién que Es, no es Maldito?

511
PARALEIPOMENA
1. Antonio MACHADO: Poesías Completas; Madrid; Selecciones Austral, 1979.
2. Felipe PEDRAZA y Milagros RODRIGUEZ: Manual de Literatura Española, VIII; tallada (Na­
varra), Cénit Ediciones, 1974.
3. Alvaro SALVADOR: '“Homenaje a Machado”: Diputación de Málaga, 1980.
4. Blas DE OTERO: Ancla; Madrid, Visor, 1974.
5. NIETZCHE: El origen de la tragedia; Madrid: Austral, 1970.
6. Walter MUSCHG: H.“ Trágica de la Literatura; F. C. E. México, 1948.
7. Antonio MACHADO, op. cit.
8. S. Juan de la CRUZ: Cántico Espiritual; Madrid: Clásicos Castellanos, 1968.
9. GOETHE: Vida y Poesía; México F. C. E., 1970.
10. UNAMUNO: Del sentimiento trágico...; Madrid: Austral, 1971.
11. A. MACHADO, op, cit.
12. Felipe PEDRAZA y Milagros RODRIGUEZ, op. cit.
13. Bernard SESE: Antonio Machado. El hombre, el pensador, el poeta; Madrid: Gredos, 1980.
14. Octavio PAZ, en Antonio MACHADO: El escritor y la crítica; Taurus, 1979.
15. NIETZCHE, op. cit.
16. George BATALLE: La Literatura y el Mal; Taurus, 1987.
17. Los cantos de Maldoror, Isidore Ducasse, ediciones de M. Serrat; Madrid: Cátedra, 1988.
18. Antonio CARVAJAL: “Una figura herida”; en Insula, febrero de 1989.
19. Antonio CARVAJAL, op. cit.
20. Arthur RIMBAUD: Poesías; Río Nuevo, 1972.
21. Rubén DARIO: Poesías Completas; Madrid: Aguilar, 1983.
22. BERGSON: L’Evolution Créatrice; París, 12.a ed., 1913.
23. El Libro de Job (traducido por Fray Luis de León); Madrid: Biblioteca Personal de Borges, 1988.
24. Antonio MACHADO, op. cit.
25. Antonio MACHADO, op. cit.
26. Antonio MACHADO, op., cit., pág. 938.
27. Juan LOPEZ MORILLAS: “Intelectuales y Espirituales”; en Revista de Occidente, Madrid, 1961.
28. A. MACHADO, op. cit.
29. Ramón de ZUBIRIA: La poesía de Antonio Machado; Madrid: Gredos, 1976, p. 565.
30. Ibíd.
31. Antonio MACHADO, op. cit.
32. Ibíd.
33. Antonio MACHADO: Juan de Mairena; Madrid; Alianza, 1981.

512
EL TEMA DEL CAMINO EN LA POESIA
DE ANTONIO MACHADO

Concepción Torres López


I. B. “Pedro Antonio de Alarcón”. Guadix (Granada)

Cuando se realiza el estudio de la obra de una personalidad conocida, suele


plantearse el problema de repetir algo ya dicho o de añadir pocas novedades. Esto
se acrecienta en la figura de Antonio Machado, pues supone enfrentarse con una
bibliografía muy extensa acerca de su persona y de sus poemas; sin embargo,
acaba resultando una labor fructífera porque la veta poética de don Antonio nos
proporciona elementos y sensaciones de gran valor y riqueza literarios. Así, frente
a todo lo que se ha publicado sobre su vida, los temas de su poesía o su pensamien­
to, siguen apareciendo en el mercado numerosas obras que vienen a precisar,
ahondar o aportar datos a las ya existentes.
Y esto, en parte, ha ocurrido con el tema que voy a tratar en la comunicación:
el significado de la palabra camino en la poesía de Machado. Se ha escrito sobre el
tema intentando descifrar lo que la mayoría de los críticos consideran un símbolo
importante en la obra del autor y quizá uno de los más utilizados sin olvidar “la
tarde”, “la fuente”, “el sueño” y otros muchos.
Es mi propósito, a la vista de estos antecedentes, intentar sistematizar dicho
símbolo de manera clara y lo más objetiva posible.
El punto de partida convendría situarlo en una pregunta: ¿Es siempre un
símbolo el camino en Antonio Machado? O mejor, ¿le da el mismo trata­
miento?
Bousoño, en su obra ya clásica El irracionalismo poético. (El símbolo), Cre­
dos, Madrid, 1977, al hablar del simbolismo como la técnica expresiva más revolu­
cionaria de la poesía moderna, dice que “consiste en la utilización de palabras que
nos emocionan, no o no sólo en cuanto portadoras de conceptos, sino en cuanto
portadoras de asociaciones irreflexivas con otros conceptos que son los que real­
mente conllevan emoción”.
Según esto, lo fundamental del símbolo sería la ilusión. El símbolo sugiere,
evoca, no hay otra manera mejor que la simbólica para expresar un estado emocio­
nal, es decir, con el empleo de la sugestión mediante un correlato objetivo, una
fórmula. Y así llegamos al conocido “símbolo bisémico”: un término simbólico
bisémico nos aportará un significado irracional connotativo, pero, al mismo tiem­
po, nos dará otro significado denotativo, de forma que una realidad objetiva evo­
que algo subjetivo.

513
La utilización de este símbolo es la clave de la poesía de Machado. Tanto es
así que la objetivización llega a enmascarar la asociación irracional, de ahí la
impresión de sencillez y claridad que produce la obra del poeta al lector profano
que se acerca a ella. Casi podría afirmarse que en algunos momentos el símbolo
deja de ser tal símbolo o, por lo menos, en el pleno sentido de la palabra y aparece
ante el lector la realidad objetiva.
Por otra parte, no podemos olvidar que Machado, al igual que nosotros, es
heredero de un sistema de símbolos que se van repitiendo. Su mérito radica en
asumirlos y dotarlos de nuevas emociones y sugerencias.
Hagamos un breve repaso por algunos de los antecedentes simbólicos del
camino, los más conocidos por nosotros. Habría que remontarse a los autores de
la Biblia. En el Antiguo Testamento la vida del hombre se presenta como una
marcha, un camino hacia Dios y con Dios; Abraham recibe la orden de ponerse en
camino iniciándose así una peregrinación en busca de la “tierra prometida” que
tiene como protagonista al pueblo de Israel y que va a ser el hilo conductor de toda
la obra1. Asimismo, el Nuevo Testamento trasladará la peregrinación a la vida del
hombre, que se presenta caminando hacia Dios.
La Edad Media, de acuerdo con la ideología feudal, introduce el tema en las
obras literarias y en las actitudes humanas: la vida en la tierra es un camino que
lleva a la vida eterna, somos peregrinos, viajeros. Berceo, a la cabeza de los gran­
des poetas españoles, dirá:

Yo, maestro Goncalvo de Verdeo nomnado,


yendo en romería caecí en un prado2.

Más tarde, Jorge Manrique, cerrando la Edad Media y en los albores del
Renacimiento, escribe estos conocidos versos:

Este mundo es el camino


para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nacemos
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.3

También en el Renacimiento encontramos elementos relacionados con lo


visto hasta ahora; los escritores místicos andarán tres vías para llegar a la unión
plena: el alma sale de noche a recorrer su camino. Y así lo dirá San Juan:

En una noche oscura,


con ansias, en amores inflamada,

514
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada4.

El mito por excelencia de nuestra literatura, Don Quijote, entregará su vida


a caminar, haciéndose caballero andante, pues “le pareció convenible y necesario,
así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse
caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las
aventuras...'’5.
Los románticos encontraron que el mundo es una realidad cambiante, en choque
continuo con sus sentimientos; de ahíla búsqueda incesante de ese camino que inten­
tan recorrer para conseguir formas de vida satisfactorias, siempre inalcanzables. Bas­
ten estos versos de Espronceda dedicados a Teresa cuando ésta muere:

Y tú feliz, que hallaste en la muerte


sombra a que descansar en tu camino,
cuando llegabas mísera a perderte,
y era llorar tu único destino;
cuando en tu frente la implacable suerte
¡grabada de los reprobos el sino...!
¡Feliz! la muerte te arrancó del suelo,
y otra vez ángel te volviste al cielo6.

Y llegamos a la Generación del 98. Todos sus componentes sentían un gusto


especial por viajar, por hacer caminos de España buscando la historia pasada.
Igualmente, de la Institución Libre de Enseñanza heredaron directa o indirecta­
mente el valor del paseo y de las excursiones, como elemento educativo.
En estas fuentes bebe Antonio Machado. El mismo señala que su principal
afición, junto a la lectura, es pasear. Y así lo vemos a lo largo de su vida: pasean­
do, caminando, viajando.
Nacido en Sevilla, estudiará en Madrid. Viajará a París varias veces; ocupará
la cátedra de francés en Soria; tras la muerte de Leonor marcha a Baeza y de
Baeza a Segovia. Ya en Madrid y tras correr su estancia peligro con motivo de la
guerra, marcha a Barcelona para morir en Collioure, en el exilio. Por tanto, su
propia trayectoria nos ilustra el tema y el símbolo objeto de estas líneas.
Parte de los antecedentes que hemos escogido como muestra son admirados
por Machado y elogiados en su obra:

El primero es Gonzalo de Berceo llamado,


Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino,
que yendo en romería acaeció en un prado,...7.

Nuestras vidas son los ríos,


que van a dar a la mar,
que es el morir. ¡Gran cantar!
Entre los poetas míos
tiene Manrique un altar8.

515
...por esta tierra, lejos del mar y la montaña,
el ancho reverbero del claro sol de España,
anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día9.

Y también a los propios poetas del 98 les dedica un lugar en su obra:

...Don Miguel camina,


jinete de quimérica montura,...”10.

En Londres o Madrid, Ginebra o Roma,


ha sorprendido, ingenuo paseante,
el mismo taedium vitae en vario idioma,
en múltiple careta igual semblante11.

Puede observarse que Machado no sólo se centra en poetas que son símbolos,
de alguna manera, del camino, sino que además los menciona caminando: Berceo
es “poeta-peregrino”, don Quijote “anduvo” por la Mancha, Don Miguel “cami­
na” y Baraja es “ingenuo paseante”.
Centrándonos en el término en sí, la palabra camino y sus derivados apare­
cen continuamente en su obra, a veces incluso, de forma reiterativa. Basta
señalar que en el conjunto de poemas recogidos en la última edición de Espasa-
Calpe, el sustantivo mencionado se incluye en ciento doce ocasiones12, a las que
debemos añadir el uso del verbo caminar cuyas cuarenta y dos apariciones se
reparten entre trece formas de presente de indicativo13, doce de infinito14, siete
de imperfecto13, cinco de gerundio16, tres de pretérito perfecto absoluto11' y dos
de imperativo18.
Por otro lado, el derivado caminante se encuentra en doce ocasiones19 y sólo
una vez se cita caminitos, caminata y la forma italiana camin20.
Por último debemos indicar que hay otros muchos términos sinónimos o que
aluden a ese tema; es el caso de palabras como vereda, sendero, andar, peregrino,
viajero, etc., de los que vamos a prescindir pero que suelen aportar rasgos nuevos
y significativos.
Partiendo de este material ofrecemos a continuación un análisis significativo
de dicho elemento, de camino y derivados; para ello seguiremos una distribución
gradativa, es decir, según la intensidad simbólica que aporte el término, a través
del estudio de algunos poemas.
°
l. En primer lugar, nos encontramos con la palabra camino en sentido
material y casi plenamente objetivo, sin intensas connotaciones, como “tierra
hollada por donde se transita habitualmente” según DRAE.
Se trata de casos en los que es muy difícil ver un sentido simbólico, pues el
poeta incluye estos términos dentro de un conjunto de elementos descriptivos.
Suelen aparecer cuando Machado analiza las tierras de España, su paisaje y sus
gentes, y entre los diversos aspectos de la geografía están los caminos. Veamos
unos ejemplos.
En el poema “Orillas del Duero” (de Soledades) se describe la llegada de la
primavera en Soria, bajo la contemplación del Duero, y junto con este río, el
campo florido y la cigüeña, están los

516
¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera,
espuma de la montaña
ante la azul lejanía,
sol del día, claro día!
¡Hermosa tierra de España!21.

Igual ocurre más adelante en “Campos de Soria”. Aquí, en estas tierras sorianas
de las que vamos a ir empapándonos, y que “van” con el poeta, encontraremos:

Es el campo undulado, y los caminos


ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos22.

y más adelante:

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, oscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río...23.

Se trata de caminos concretos, conocidos y, por eso, se nos muestran dentro de un


paisaje, teniendo elementos que le son inherentes: los árboles, el mesón, los pastores...:

El viento frío azota los chopos del camino24.

Guitarra del mesón de los caminos2'.

pastores del color de los caminos26.

y el famoso olmo seco:

no será cual los álamos cantores


que guardan el camino y la ribera2 .

Machado se ha recreado por estos senderos que son castellanos, pero igual­
mente aparecerán los de Andalucía, cuyas tierras, al ser descritas, nos mostrarán
no chopos, sino olivos, pero también serán elementos del camino:

“Olivar, por cien caminos


tus olivitas irán
caminando a cien molinos28.

En definitiva, estamos ante caminos materiales, blancos en muchas ocasiones,


caminos del paisaje por los que ha pasado contemplando encinas, ríos, chopos

517
o álamos y que responden a características regionales muy determinadas: Castilla
o Andalucía.
Relacionado con este valor descriptivo se emplea el término camino aplicado
a elementos inanimados, por lo que adquiere un uso metafórico, de personifica­
ción:

La tormenta camina lejos en la nube torva29.

Hacia un ocaso ardiente


caminaba el sol de estío30.

El tren camina y cantina31.

Son, por tanto, ejemplos que incluyen el caminar sin especiales valores con-
notativos salvo la traslación que supone el aplicarse a elementos no animados.
°
2. Sin embargo, este sentido primero del término que hemos analizado es
muy puntual y no demasiado prolijo.
Si seguimos adelante y damos un paso más, vamos a encontrar un camino dis­
tinto: el de la existencia. ¿Cómo es esa existencia?
En primer lugar, vemos que el hombre está destinado a vivir o, lo que es
lo mismo, a caminar, de ahí que nuestro poeta se reconozca a sí mismo cami­
nando y reconozca a los demás también caminando. Recordemos que así ve a
Unamuno:

.. .Don Miguel camina,


jinete de quimérica montura,
metiendo espuela de oro a su locura32.

y de él mismo dirá:

He andado muchos caminos,


he abierto muchas veredas,
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas33.

Pero, en seguida, vienen las dificultades. No encontramos el camino hecho,


cada persona hace el suyo propio, que es irrepetible. Por tanto, se necesita un
constante esfuerzo y una continua lucha. Estamos dentro de la filosofía existen­
cial: el hombre no tiene una esencia dada, sino que se va creando su diario existir.
Ser, vivir, no es adaptarse a un modelo nuevo, sino crear, viviendo, el propio
modelo vital, único, irrepetible.
En nosotros están resonando esos famosísimos versos de don Antonio:

Caminante son tus huellas


el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar34.

518
Y como la existencia es irrepetible y única, al mismo tiempo que se camina,
tras nosotros va borrándose el camino:

AI andar se hace camino,


y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar3’.

Dentro de esta línea también se puede incluir el poema XI de Soledades:

Yo voy soñando caminos


de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adonde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
—La tarde cayendo está—.
“En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.”
Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.

En un primer acercamiento observamos la descripción real de un camino al


atardecer, pero al mismo tiempo hay un sentido oculto que se produce por la com­
binación de sentimientos y paisajes. Machado, como en otras ocasiones, se ha ser­
vido de la naturaleza pero le ha aplicado su visión interior para que haya adecua­
ción entre la realidad y el estado anímico del poeta. Aguirre en su obra Antonio
Machado, poeta simbolista, lo explica así: “...el paisaje no es manipulado para
ajustarlo al estado del alma del poeta; es tal estado de alma el que determina la
visión del paisaje. Los simbolistas deben tener un cierto sentido de la realidad,
pero nada más equivocado que denominarles ‘poetas de la naturaleza’. Su visión
es interior”36.
En definitiva, tenemos un significado denotativo y otro connotativo, un claro
ejemplo de símbolo bisémico.
°
3. Y, ¿para qué caminamos?, o mejor, ¿qué sentido tiene ese ir constante­
mente caminando? Se camina porque se va buscando una vida que tenga aquello

519
que nos falta y que anhelamos, pues sentimos la ausencia de algo que considera­
mos fundamental. O, por lo menos, así lo piensa Machado:

Me dijo una tarde


de la primavera:
si buscas caminos
en flor en la tierra,
mata tus palabras
y oye tu alma vieja37.

Hemos avanzado de nuevo en ese camino de nuestro poeta; estamos ante un


camino que es búsqueda y Machado irá buscando la juventud y el amor, quizá un
amor inalcanzable, pero deseado e imprescindible:

¿Por qué, decidme, hacia los altos llanos


huye mi corazón de esta ribera,
y en tierra labradora y marinera
suspiro por los yermos castellanos?38.

Pero ocurre que el poeta descuida esta búsqueda, o mejor, no encuentra lo


que busca, no halla ese amor, aunque sigue esperando:

Me dijo un alba de la primavera:


Yo florecí en tu corazón sombrío
ha muchos años, caminante viejo
que no cortas las flores del camino.
Tu corazón de sombra, ¿acaso guarda
el viejo aroma de mis viejos libros?
¿Perfuman aún mis rosas la alba frente
del hada de tu sueño adamantino?
Respondí a la mañana:
Sólo tienen cristal los sueños míos.
Yo no conozco el hada de mis sueños;
ni sé si está mi corazón florido.
Pero si aguardas la mañana pura
que ha de romper el vaso cristalino,
quizá el hada te dará tus rosas,
mi corazón tus lirios39.

Y aún es más ilustrativo el siguiente ejemplo:

Tras de tanto camino es la primera


vez que miro brotar la primavera,
dije, y después, declamatoriamente:
— ¡Cuán tarde ya para la dicha mía! —
Y luego, al caminar, como quien siente
alas de otra ilusión: —Y todavía
¡Yo alcanzaré mi juventud un día!40.

520
El poeta se da cuenta de que ha llegado la primavera, después de que esto
haya ocurrido muchas veces. Es como si hubiera perdido el tiempo o no hubiera
sabido darse cuenta de las cosas. Pero, al seguir viviendo, contempla una posibili­
dad: no todo está perdido, la juventud, el amor pueden alcanzarse un día.
En contrapartida ocurre que en varias ocasiones el poeta se cansa de caminar,
se desespera. El camino es duro y doloroso y lo es, sobre todo, porque hay un ele­
mento que lucha contra la existencia: el paso del tiempo, implacable y monótono.
Este es el peor enemigo, que impide caminar con ilusión y con esperanza. El
tiempo fluye en vano y la búsqueda es infructuosa, la espera estéril, el camino está
acompañado por el tiempo:

Del reloj arrinconado,


que en la penumbra clarea,
el tictac acompasado
odiosamente golpea.

Dice la monotonía
del agua clara al caer:
un día es como otro día;
hoy es lo mismo que ayer4’.

Y ante este paso del tiempo, el poeta se siente envejecer; la juventud pasa y
de ello se lamenta:

Poeta ayer, hoy triste y pobre


filósofo trasnochado
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.
Sin placer y sin fortuna,
pasó como una quimera
mi juventud, la primera...
la sola, no hay más que una:
la de dentro es la de fuera42.

Como consecuencia aparecen el cansancio y la tristeza, teniendo como fondo


la soledad. Esta idea la veremos en muchos poemas:

Yo caminaba cansado
sintiendo la angustia que hace el corazón pesado43.

¡Amargo caminar, porque el camino


pesa en el corazón!44.

Ante esta experiencia de fracaso, siempre buscando sin hallar, con el impera­
tivo del tiempo y lo imposible, Antonio Machado llega a presentársenos como un
ejemplo que no debemos seguir; por eso invita a los demás a aprovechar el tiempo
y la juventud y a amar. Veamos el siguiente soneto:

521
“Tejidos sois de primavera, amantes,
de tierra y agua y viento y sol tejidos.
La sierra en vuestros pechos jadeantes,
en los ojos los campos florecidos,

pasead vuestra mutua primavera,


y aun bebed sin temor la dulce leche
que os brinda hoy la lúbrica pantera,
antes que, torva, en el camino aceche.

Caminad, cuando el eje del planeta


se vence hacia el solsticio de verano,
verde el almendro y mustia la violeta,

cerca la sed y el hontanar cercano,


hacia la tarde del amor, completa,
con la rosa de fuego en vuestra mano45.

Puede ocurrir, incluso, que ante el dolor y el cansancio, el poeta, que va cami­
nando, se pierda y no sepa por dónde ni adonde va:

Como perro olvidado que no tiene


huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío...46.

°4. Pero no se queda aquí el camino, ni la existencia, ni la búsqueda del


amor. Hay otro elemento que se muestra débilmente, se asoma a los versos de
Machado de manera trágica. ¿Hasta dónde llega el camino? ¿Dónde termina? O
con palabras del poeta, “¿A dónde el camino irá?” Va a la muerte, a la nada, y la
imagen, el símbolo que elige Machado para expresarlo es el del mar:

“Donde acaba el pobre río la inmensa mar nos espera”47.

Se entra así en una dinámica desesperante, obsesiva, que saldrá a la luz conti­
nuamente. Al morir Leonor —símbolo de la búsqueda del amor que era objeto del
camino— el poeta exclamará:

Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.


Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar48.

Y la muerte borra cualquier camino, o mejor, con la muerte se termina el


camino, es el “anticamino”:

522
Morir... ¿Caer como gota
de mar en el mar inmenso?
¿O ser lo que nunca he sido:
uno, sin sombra y sin sueño,
un solitario que avanza
sin camino y sin espejo?49.

Es más, la muerte llega a hacerse compañera de camino; de ahí una vez más
la desesperación del caminante:

Arde en tus ojos un misterio, virgen


esquiva y compañera.
No sé si es odio o es amor la lumbre
inagotable de tu aljaba negra.
Conmigo irás mientras proyecte sombra
mi cuerpo y quede a mi sandalia arena.
— ¿Eres la sed o el agua en mi camino?
Dime, virgen esquiva y compañera50.

°
5. Ante esta situación —hemos llegado al final del camino— existe una
última posibilidad: buscar caminos en otro sitio. Y, efectivamente, Machado los va
a buscar en los sueños, en las famosas “galerías de su alma”. La única forma de
superar la amargura de vivir es entregarse al sueño. No debemos olvidar, no obs­
tante, que el sueño se realiza en estado de vigilia porque se identifica con la intui­
ción. Se trata de una salida a la desesperación de la existencia:

Sobre la tierra amarga,


caminos tiene el sueño
laberínticos, sendas tortuosas,
parques en flor y en sombra y en silencio;
criptas hondas, escalas sobre estrellas;
retablos de esperanzas y recuerdos.
Figurillas que pasan y sonríen
—juguetes melancólicos de viejo—;
imágenes amigas,
a la vuelta florida del sendero,
y quimeras rosadas
que hacen camino... lejos31.

El sueño también permite fundir realidades, y, en cierto modo, luchar contra


el tiempo porque a través del sueño se puede retroceder hacia el pasado, recrearse
en el presente o adelantarse hacia el futuro. Veamos algunos ejemplos:
Referido al pasado:

Galerías del alma... ¡El alma niña!


Su clara luz risueña;
y la pequeña historia,

523
y la alegría de la vida nueva...
¡Ah, volver a nacer, y andar camino,
ya recobrada la perdida senda!
y volver a sentir en nuestra mano
aquel latido de la mano buena
de nuestra madre... Y caminar en sueños
por amor de la mano que nos lleva02.

Referido al presente:

Allá en las tierras altas,


por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños..?3.

Y referido al futuro:

Yo voy soñando caminos


de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos
las polvorientas encinas!..
¿Adonde el camino irá?04.

Se trata, en resumen, del sueño como una alternativa al camino de la existencia.


Hasta aquí llega nuestra andadura a través del camino machadiano: empeza­
mos contemplando los distintos caminos materiales de las tierras de Castilla y
Andalucía insertos en paisajes geográficos muy concretos, con árboles, ríos, meso­
nes; continuamos por un camino distinto, existencial, que se hace día a día y lleno
de dificultades; después encontramos el sentido del continuo caminar: la búsqueda
de un anhelo, del amor, teniendo como fondo el paso del tiempo; pero este
camino nos llevó hacia un final obsesivo: hacia el mar-muerte-nada, y, por último,
encontramos una alternativa: caminar en sueños.
Sirvan como conclusión los versos que encabezan el poema dedicado a Fede­
rico García Lorca, a quien ve caminando hacia la muerte:

“Se le vio, caminando entre fusiles,

Se le vio caminar solo con Ella

Se le vio caminar..

524
NOTAS
1. Vid. Gn. 12, 1-9.
2. Vid. Gonzalo DE BERCEO: El libro de los Milagros de Nuestra Señora; Publicaciones del
Departamento de Historia de la Lengua Española, Universidad de Granada, 1986, p. 53.
3. Vid. Jorge MANRIQUE: Poesía (Edición de Jesús M. Alda Tesan): Madrid: Ed. Cátedra, 1979
(Quinta edición). “Coplas por la muerte de su padre”, p. 146.
4. San Juan DE LA CRUZ: Poesía (Edición de Domingo Ynduráin): Madrid: Ed. Cátedra, 1913.
“En una noche oscura”.
5. Vid. Miguel DE CERVANTES: Don Quijote de la Mancha; Madrid: Ed. Cátedra (Letras Hispá­
nicas, vol. I, sexta edición). 1984, cap. I.
6. Vid. José DE ESPRONCEDA: El estudiante de Salamanca. El diablo mundo: edición de Roberí
Marrast, 2.a edición, Madrid: Ed. Clásicos Castalia, 1985, p. 233.
7. Campos de Castilla, CL “Mis poetas”. Esta y las siguientes citas de la obra de Machado están
tomadas de Antonio Machado. Poesías Completas, edición de Manuel. Madrid: Ed. Espasa-Cal-
pe, colección Austral. Decimotercera edición, 1988.
8. Humorismos, fantasías, apuntes, LVIII “Glosa”.
9. Campos de Castilla, CXXXIV “La mujer mancliega”.
10. Elogio, CLI “A don Miguel de Unatnuno”.
11. Nuevas Canciones, CLXIV “Glosando a Ronsard y otras rimas”. “Pío Batoja”.
12. Son los que llevan los números: II, IX, XI, XIII, XXII. XXIII, XXVII. XXIX, XXXIV, XXXIX,
XLI, L, LII, LXXVII. LXXIX, LXXX, LXXXIII, LXXXIV, LXXXVII, XCVIII, XCIX, CI,
CVI, CX, CXIII, CXV, CXVI, CXVII, CXVIII, CXXVI, CXXXII, CXXXIV, CXXXVI,
CXLIII, CXLV, CXLVL CXLIX, CLIII, CLIV, CLV, CLXI, CLXII, CLXIV, CLXV, CLXVI,
CLXVII, CLXIX, CLXXV. CLXXVI, I s, III s, XIV s, XVI s, XX s, XXXIII s, L s, LVI s, LXII
s, LXXXVI s, LXXXVII s. Téngase en cuenta que puede repetirse en un mismo poema.
13. Vid. los poemas: II, XXIII, XXXVI, LXXXIX. CX, CXXVII. CXXXVI, CXLVI, CLI, CLXIV
y XXVII s.
14. Vid. los poemas: L. LXXIX. LXXXVII, CX, CXVIII, CXXXVI, CLXVI, CLXX, CLXXII,
CLXXV y LXXXIV s.
15. Vid. los poemas: XIII, CXIV, CLXXV y V s.
16. Vid. los poemas: LXXII. CIX. CXXI, CXXXII y LXXXIV s.
17. Vid. los poemas: CXIII y V s.
18. Vid los poemas: XV y CLXVII.
19. Vid los poemas: XXXIV. LXXXIII. XCIX, CII, CXIII. CXXXVI. CXLIX, CLXIV y III s.
20. Vid. respectivamente CXVIII, CLXIV y CLXVII.
21. Soledades, IX “Orillas del Duero”.
22. Campos de Castilla, CXIII “Campos de Soria”.
2.3. Campos de Castilla, CXIII “Campos de Soria”.
24. Campos de Castilla, CXVII “Al maestro Azorín por su libro ■Castilla”'.
25. Galerías, LXXXIII.
26. Elogios, CXLIII “Desde mi rincón”.
27. Campos de Castilla, CXN “A un olmo seco".
28. Campos de Castilla, CXXXII “Los olivos”.
29. Soledades, XXIII.
30. Soledades, XIII.
31. Campos de Castilla, CX.
32. Elogios, CLI “A don Miguel de Unamuno”.
33. Soledades, II.
34. Campos de Castilla, CXXXVI “Proverbios y cantares XXIX”.
35. Campos de Castilla, CXXXVI “Proverbios y cantares XXIX”.
36. Vid. J. M. AGUIRRE: Antonio Machado, poeta simbolista; Madrid: Taurus (2.a edición), 1982.
37. Vid. Canciones, XLI.
38. Vid. Nuevas Canciones, CLXIV “Glosando a Ronsard y otras rimas”: “Los sueños dialogados II”.
39. Vid. Del camino, XXXIV.
40. Vid. Humorismos, fantasías, apuntes, L. “Acaso”.

525
41. Vid. Campos de Castilla, CXXVIII “Poema de un día”.
42. Varia, XCV “Coplas mundanas”.
43. Soledades, XIII.
44. Galerías, LXXIX “Desnuda está la tierra”.
45. De un cancionero apócrifo, “Rosa de fuego”.
46. Galerías, LXXVII.
47. Soledades, XIII.
48. Campos de Castilla, CXIX.
49. Campos de Castilla, CXXXVI “Proverbios y cantares XLV”.
50. Del camino, XXIX.
51. Del camino, XXII.
52. Galerías, LXXXVII “Renacimiento”.
53. Campos de Castilla, CXXI.
54. Soledades, XI.
55. Poesías de guerra, LXXXIV s. “El crimen fue en Granada: A Federico García Lorca”.

526
BIBLIOGRAFIA
J. María AGUIRRE: Antonio Machado, poeta simbolista; Madrid: Taurus (2.a edición), 1982.
J. Luis CANO: Antonio Machado; Barcelona, 1975.
A. DOMINGUEZ REY: Antonio Machado; Madrid, 1979.
M. D. GOMEZ MOLLEDA: Guerra de ideas y lucha social en Machado; Madrid, 1977.
R. GULLON: Una poética para A. Machado; Madrid; Credos, 1970.
R. GULLON-ALLEN W. PHILLIPS: Antonio Machado; Madrid; Taurus, 1973.
R. GUTIERREZ GIRARDOT: Poesía y prosa en Antonio Machado; Guadarrama, 1969.
Leopoldo DE LUIS: Antonio Machado, ejemplo y lección; Madrid, 1975.
E. OROZCO DIAZ: Paisaje y sentimiento de la Naturaleza en la poesía española; Madrid; Ediciones
del Centro, 1974; en concreto, el artículo titulado “Antonio Machado en el camino”.
Frank PINO: El simbolismo en la poesía de A. Machado; Valencia: Estudios de Hispanófila, 1976.
A. SANCHEZ BARBUDO: Los poemas de Antonio Machado; Barcelona: Lumen, 1967.
S. SERRANO PONCELA: Antonio Machado, su mundo y su obra; Buenos Aires: Losada, 1954.
B. SESE: Antonio Machado (1875-1939); 2 vol. Gredos.
J. María VALVERDE: Antonio Machado; Madrid, 1975.
Concha ZARDOYA: Poesía española del siglo XX; Gredos.
R. DE ZUBIRIA: La poesía de Antonio Machado; Gredos.

527
REVISTAS
„J Cuadernos hispanoamericanos núms. 11 y 12, año 1949.
Cuadernos hispanoamericanos núms. 303-307, años 1975-76, sobre todo los siguientes artículos:
— R. LAPES A: “Sobre algunos símbolos en la poesía de Antonio Machado”.
— A. GONZALEZ: “Identidad de contrarios en la poesía de Antonio Machado”.
— L. ROSALES: “Un antecedente de ‘yo voy soñando caminos'”.
Estafeta Literaria, año 1966, el artículo de CORPUS BARGA: “Los últimos días de don Antonio
Machado”.
Insula: Núm. 413, año 1981. Núms. 400-401, año 1980. Núm. 170, año 1961: A. ALBORNOZ: “Un
poema desconocido de Antonio Machado”.
La Torre, año 1964, Homenaje a A. Machado.
Revista Hispánica Moderna, año 1969, Tomo XV, el artículo de PRADAL RODRIGUEZ: “Antonio
Machado, vida y obra”.
Papeles de Son Armadans:
— Luis F. VIVANCO: “Retrato en el tiempo”, T. II, núm. VI, año 1956.
— R. GULLON: “Mágicos lagos de Antonio Machado”, T. XXIV, núm. LXX, año 1962.
— Rafael FERRERES: “El castellanismo de Antonio Machado: Azorín”, T. LXVIII, núm. CCII,
año 1973.
— S. DE LA NUEZ: “Amor y ausencia en los poemas de Antonio Machado” T. LXXXIII, núm.
CCXLIX, año 1976.
— A. GONZALEZ-A. RODRIGUEZ: “La elegía como forma poética en Antonio Machado”, T.
LXXXVII, núm. CCLIX, año 1977.
— A. MARTINEZ BLASCO: “Notas a los ‘apuntes’” de Antonio Machado, T. LXXXVII, núm.
CCLIX, año 1977.

528
LAS SUBSERIES LEXICAS ADJETIVAS DEL
‘BLANCO’ (‘CLARO’) Y ‘NEGRO’ (‘OBSCURO’) EN LA POESIA
DE ANTONIO MACHADO. ESTUDIO SEMANTICO

Francisco Torres Montes

1. Pretendemos estudiar en este trabajo los distintos adjetivos que designan


el ‘blanco’ (‘claro’) y el ‘negro’ (‘obscuro’) en la poesía de Antonio Machado1.
Sabemos que en el habla -aunque ya adoptado por la norma— ‘blanco’ y ‘negro’
no se perciben como unidades de valor cromático2, sino que se oponen a ‘color’ en
una oposición privativa: ‘presencia de color’ / ‘ausencia de color’, como términos
no marcados. Sin embargo, nosotros consideraremos el blanco y el negro junto a
los términos que se incluyen en sus respectivas esferas como unidades de color.
Como acabamos de anunciar, hemos recogido de la lírica machadiana todas
las lexías que giran alrededor del ‘blanco’ y del ‘negro’, no sólo aquéllas que los
designan de manera absoluta (blanco, alba, negro, etc.), sino también las que lo
hacen de modo aproximado —entre las que hemos incluido las expresiones léxicas
de los dominios de lo ‘claro’ y lo ’obscuro’ — siempre y cuando designen el ‘blanco’
o el ‘negro’ en mayor o menor grado de saturación3; de modo que cualquiera de
estos términos aparezca en el habla poética de Machado como variantes combina
torias de las subseries ‘blanco’ y ‘negro’ respectivamente. Un problema que se nos
ha planteado ha sido establecer en el continuum ‘color’ los límites entre las esferas
del ‘blanco’ y del ‘negro’, y la de los respectivos siguientes colores (la del ‘gris’ y la
del ‘pardo-marrón’). Sabiendo que cualquier división que se haga es arbitraria res
pecto al plano extralingüístico4, nosotros hemos procurado atender, por un lado,
a la estructura de la lengua, ayudados en muchos casos de los diccionarios, y por
otro hemos tenido sobre todo en cuenta el contexto en que los lexemas aparecen
insertos.
2. Si para el estudio de las subseries léxicas hemos seguido la línea estructu­
ralista de Coseriu y su escuela, hemos de decir —sin embargo— desde el principio
que nos hemos apartado del sabio lingüista en algunos de los presupuestos de su
doctrina: así nosotros hemos recogido para el estudio tanto las estructuras paradig­
máticas primarias como las secundarias; hemos atendido, también, para la deter­
minación de los semas de cada unidad a las estructuras sintagmáticas o solidarida­
des léxicas, del mismo modo —al ser conscientes del carácter fuertemente simbó­
lico que tiene la poesía de Antonio Machado5— hemos distinguido al hacer el estu­
dio de cada lexema entre invariante y variante semántica, siguiendo la terminolo­
gía de Trujillo6, o sea, lo que son significados de lengua o valores constantes,

529
frente a aquellas acepciones o matices que dependen del contexto o de la situa­
ción. Y delimitando uno y otro campo - el de los valores permanentes y el de los
accidentales— no hemos querido descartar estas variantes contextúales, puesto
que de lo contrario —creemos— se realizaría una interpretación parcial del texto
lírico machadiano. Por eso en el estudio de cada uno de los lexemas que en
Machado designan el ‘blanco’ (‘claro’) y el ‘negro’ (‘obscuro’) atendemos al valor
o valores que estos términos tienen en su habla poética, aunque estos usos se apar­
ten del sistema.
Establecemos, por tanto, un primer apartado de estudio léxico en el que se
estudian las unidades que designan el ‘blanco’ para pasar, a continuación, a reali­
zar el estudio funcional; inmediatamente después hacemos lo mismo con los adje­
tivos que están en la esfera del ‘negro’.

I. Subserie de unidades adjetivas que poseen el sema ‘blanco’ (‘claro’)7

Encontramos en la poesía de Machado los siguientes adjetivos que designan


el ‘blanco’ (‘claro’): albo, argentado, argénteo, argentino, blanco, blanquecino,
cano, canoso, claro, encalado, nevado y plateado.
Organizamos esta subserie léxica atendiendo, en primer lugar, a la dimensión
o eje semántico “indicación concreta de color” que nos llevará a una primera clasi­
ficación u oposición: “unidades que designan el color blanco de ‘modo aproxima­
do' (blanquecino, cano, etc.) frente a unidades que designan el color de ‘modo no
aproximado’, o sea, absoluto, (blanco, albo).
Dentro de la serie marcada —“indicación aproximada de color”— aprecia­
mos, a su vez, distintas articulaciones: lexías que indican “aproximación de un
modo directo” y lexías que indican “aproximación de un modo indirecto” (por
comparación con el color del referente); del mismo modo, atendiendo a la tonali­
dad, señalaremos la “intensidad” y “brillo” de cada lexema: por último, recoge­
mos de cada unidad su valor “dinámico” o “estático” que nos indica respectiva­
mente “que se aproxima o se aleja del color estudiado” o, por el contrario, que
está “cerca o próximo a ese color”8.

1. Unidades que contienen el sema ‘blanco’ “sin aproximación”


(de un modo absoluto)

1.1. ALBO', adjetivo de color; designa el color blanco en un grado de inten­


sidad mayor o máxima, posee un “estilema” —rasgo estilístico elevado— (DRAE
s. v., ‘blanco’, generalmente en poesía) lo que hace que funcione como variante
expresiva de blanco9', es empleado por Machado con valor cromático con el cla-
sema para no animado (tejidos); incidiendo sobre sustantivos con el rasgo “más
humano” experimenta un desplazamiento en el significado en donde predomina el
valor afectivo-valorativo (simbólico) sobre el color. Respecto a la distribución de
esta forma con el sustantivo presenta todas las posibilidades, sin que ello afecte al
significado: A-S (albo lino, alba frente), S-A (los árabes albos), o en posición de
atributo S-VC-A (tu hermana ... es alba).

530
1.1.1. Albo ‘color blanco’ + (intensidad máxima).
Que el mismo albo lino / que te vista, sea / tu traje de duelo. / tu traje de fiesta.
/ (294, 7; XLI)10

1.1.2. Albo (con variante de significado) con acepciones afectivo valorativas


como ‘puro’, ‘hermoso’, ‘joven', etc.
“Tu hermana es clara y débil / como los juncos lánguidos, / como los sauces
tristes, / como los linos glaucos. Tu hermana es un lucero / en el azul lejano... / y
es alba y aura fría / sobre los pobres álamos / que en las orillas tiemblan / del río
humilde y manso.” / (292, 3, XL).
“¿Perfuman aún mis rosas la alba frente / del hada de tu sueño adamantivo.”
(276, 19, XXXIV).
“Los gayos, lascivos decires mejores, / los árabes albos nocturnos soñares, /
las coplas mundanas, los salmos talares, / poned en mis labios: / y yo una sombra
también del amor.” (318, 16, LII).
No obstante, el significado cromático y la valoración afectiva pueden neutrali­
zarse.

1.2. BLANCO', adjetivo de color; designa en Machado el ‘blanco’ desde la


intensidad máxima a la mínima (‘claro’). Como en el caso de albo presenta, ade­
más, una variante de significado imputable a la influencia del contexto —en la que
el valor cromático queda subordinado a distintos matices valorativos-afectivos—;
sin embargo, también en blanco pueden neutralizarse los valores cromáticos y
afectivos positivos11.
Cuando blanco tiene el significado de color ‘blanco' (‘claro') incide sobre las
siguientes clases léxicas: para “animado” (“humano” [referido exclusivamente al
cabello], “animal”, “vegetal”), para “no animado” (“concreto”). En cuanto a su
distribución predomina la estructura A-S (59%) sobre S-A (41%). como habría de
esperar en posición antepuesta apunta a la esencialidad del sustantivo y no tiene,
por tanto, un valor restrictivo, aunque no faltan casos en posición pospuesta en los
que se mantiene aquel valor (blancas margaritas-margaritas blancas).
Es frecuente encontrar el término blanco polarizado en un texto con el negro■
obscuro para realizar sus valores expresivos12:
“sobre la negra túnica, su mano / era una rosa blanca." (268. 14, XXVI).
“¡Sólo tu figura / como una centella blanca / en mi noche obscura'.’' (916, 2,
CLXXIV).
“Y sobre el lienzo blanco o la pizarra obscura / se pinta, en blanco o en negro,
la cifra o la figura.” (1.020, 11, PS, XXVIII).
“¡Los blancos muros, los cipreses negros'." (540. 25, CXXXII).
En la lexía blanco con valor cromático tenemos que distinguir dos tonalida­
des: a) una con el significado ‘blanco’ con la intensidad mayor o máxima; b) otra
que no designa propiamente el ‘blanco’, sino a aquellos referentes que son más
claros que los de su especie (cfr. DRAEs. v. y 2.a. Dícese de las cosas que sin ser
blancas tienen color más claro que otras de su misma especie).

1.2.1. Blanco: intensidad máxima.


Con el clasema: “humano” (referido siempre al ‘cabello’):

531
“El hombre que ha entrado tiene / el rostro del padre muerto. / Un halo de
luz dorada / orla sus blancos cabellos.” (468, 23, CXIV)
Otro ejemplo se encuentra en 488, 14, CXIV. Cfr. la variante de expresión
que en otro texto emplea Machado: “cabeza cana” (vid. más adelante).
“Animal”:
“Era una tarde de un jardín umbrío, / donde blancas palomas arrullaban / un
sueño inerte, en el ramaje frío.” (948, 20, PS, X).
Aparecen también en : blancas merinas (928, 31, CLXXV) ;mariposilla
blanca (1.042, 6, PS, XL); blanca cigüeña (350, 17, LXXVI); blanca paloma
(266, 3, XX); rebaños blancos (496, 10, CXVI); caballito blanco (584, 18,
CXXXVII).
“Vegetal”:
“Una clara tarde / la mayor lloraba, / entre los jazmines / y las rosas blancas,
/ y ante el blanco lino / que en su rueca hilaba.” (284, 17, XXXVIII).
Otros casos: blanca flor (672, 8, CLIX, pássim); flor blanca (240, 19, IX);
blancas flores (946, 6, PS, VIII); blancas margaritas (432, 22, CXIII y 512, 15,
CXXVI); margarita blanca (428, 1, CXIII); jarales blancos (748, 22, CLXIV);
blancos jazmines (314, 22 y 23, LII, pássim); blanco lino (284, 17, XXXVIII),
blanca lis (1.108, 12, PS, LI), almendros blancos (292, 24, XL); ramito blanco
(292, 32, XL).
— “Animado”, + “concreto”:
a un ventanuco asoman, al declinar el día / algunos rostros pálidos, atónitos y
enfermos, / a contemplar los montes azules de la sierra; / o, de los cielos blancos,
como sobre una fosa, / caer la blanca nieve sobre la fría tierra,” (314, 23, C)

“Con tejidos”:
Blanco lino (284, 18, XXXVIII); blanco velo (284, 26, XXXVIII); veste
blanca (242, 13, X; 244, 19, XII; 332, 24, LXI); blanca vestidura (602, 5, CXLI);
pañuelo blanco (498, 29, CXVII); lienzo blanco (1.020, 11, PS, XXVII); manteles
blancos (J52, 24, CLXVI); velas blancas (1.100, 7, PS, LI); blanca vela (590, 3.
CXXXVII).
Con vías de comunicación13: blancas sendas (378, 2, XCVI); blanco sendero
(278, 17, XXXVI); camino blanco (240, 21, IX); caminitos blancos (502, 3,
CXVIII); blanca vereda (504, 16, CXXII).
Con construcciones, dependencias de la casa y materiales: blanco muro (414,
21, CVII); muro blanco (370, 12, XCI); muros blancos (666, 12, CLVIII); blanco
muro (236, 3, VII); fuste blanco (898, 22, CLXXII); blancas paredes (340, 20,
LXVI y 324, 3, LII); paredes blancas (536, 20, CLXVIII); blanco paredón (302,
15, XLV); blanca aldea (550, 18, CXXXIV); casona blanca (550, 31, CXXXIV);
cortijos blancos (642,11, CLIV); casas blancas (1.030, 6, PSXXXIII); blanco már­
mol (232, 9, VI); blanca hospedería (1.672, 21, CLIX); blanca ventana (318, 6,
LII); blanca piedra (886, 3, CLXX); arena blanca (424, 11, CXI); blanca arena
(1.022, 1, PS, XXVII).
Con cuerpos del firmamento (al ‘blanco’ normalmente se añaden los semas
‘con luz’ y ‘con brillo’): centella blanca (654, 7, CXVI, pássim); blanca luna (650,
15, CLV, y 672, 21, CLIX, pássim); luna blanca (298, 7, XLIII, pássim); blancas
estrellas (256, 21, XVIII).
Con otros referentes: nubes blancas (666, 24, CLVIII); nubarrones blancos
(514, 18, CXXVII); sierra blanca (660, 4, CLVIII), blancos torbellinos de nieve
(430, 24, CXIII); blanco remolino (498,14, CXVII); polvo blanco (258, 25, XIX):
blanca nieve (660, 8, CLVIII, pássim); blanca harina (638, 15, CLIII); blanca
neblina (486, 8, CXIV); blanco humo (1.026, 7, PS, XXXI): copos blancos (998,
16, PS, XXIII).

1.2.2. Blanco', ‘claro’


No es fácil delimitar cuándo blanco está dando una tonalidad cromática de
cuándo tiene exclusivamente un valor simbólico, en muchos casos ambos valores
se amalgaman como en este texto:
“En Jerez de la Frontera, tormenta de vino blanco."
(1.070, 22, PS, XLVII)
Otros: blancas abejas (670, 13, CLIX y 1.066, 2, PS, XLVI); vino blanco
(1.070, 22, PS, XLVII); osamenta blanca (480, 25, CXIV); tierra blanca (656, 20,
CLVI); blanca cera (328, 16, LIX, pássim).

1.2.3. Blanco: con variantes de significado. Como ya se ha dicho, blanco


pierde su valor cromático para adquirir otros semas que en ocasiones son difíciles
de precisar, pues entramos aquí en el campo simbólico. Todos responden a una
apreciación valorativa afectiva positiva (‘puro’, ‘bello’, ‘verdadero’, ‘alegre’...)14.
“¿Lamentará la juventud perdida? / Lejos quedó —la pobre loba— muerta. /
La blanca juventud nunca vivida / teme, que ha de cantar bajo su puerta.”
(222, 19,1)
“la sola y vieja y noble razón de mi rezar / levantará mi vuelo süave de palo­
ma, / y la palabra blanca se elevará al altar.”
(262, 4, XX)
Otros casos:
Con el rasgo más humano: blanca virgen (254, 16, XVIII), blanca niña (1.082,
7, PS, XLVII), blanco soñar (314, 15, LII).
Con el rasgo más abstracto: aleluyas blancas (670, 7, CLIX); blanca quimera
(314, 25, LII y 960, 15, PS, XIV); primavera blanca (318, 11, LII); blanca arrebo­
lera (1.018. 15, PS, XXVI).

2. Unidades léxicas adjetivas que poseen el sema ‘blanco’ “con aproximación”

2.1. ARGENTADO^: adjetivo; indica el color ‘próximo al blanco’, no lo


hace directamente, sino a través del color de la plata (vid. DRAE, s. v.), tiene,
además, el sema ‘con brillo’, reforzado en el ejemplo que nos da Machado por el
adjetivo rebruñidos', posee el rasgo estilístico elevado; va con el clasema “no ani­
mado” (empleado exclusivamente para la luna', cfr. luna blanca, luna clara). Es
variante combinatoria de argéntea.

“Olivares coloridos / de una tarde anaranjada; / olivares rebruñidos / bajo la luna


argentada.”
(538, 10, CXXXII)

533
2.2. ARGENTEO', adjetivo; es una variante combinatoria de argentada,
como ya se ha señalado, tiene, por tanto, los mismos semas ‘blanco como la plata’;
‘con brillo’, se usa con el mismo referente.

“Sobre la clara estrella del ocaso / la argéntea luna brilla.”


(962, 16, PS, XV)

2.3. ARGENTINO', adjetivo; es también variante combinatoria de argen­


tada y argéntea, aunque parece que en el habla de Machado hay un desplaza­
miento del color hacia la ‘luminosidad’ o ‘brillantez’ semas que aparecen en la base
de este lexema (vid. DRAE, s. v.).

“Tras mucho devorar / caminos de mar profundo,/ vio las estrellas brillar / sobre la
panza del mundo./ Arribando a un estuario, / dio en la argentina Babel.”
(738, 27, CLXIV)

2.4. BLANQUECINO', adjetivo; ‘que tira o se aproxima al blanco’ (vid.


DRAE s. v.). Junto al significado color presenta esta voz en la poesía de
Machado un valor transitorio —desplazamiento de significado— con referente
inmaterial; en este caso va antepuesto al sustantivo (A-S), en los demás casos,
cuando indica color, va pospuesto (S-A). Tiene siempre una apreciación valo-
rativa negativa.

2.4.1. Blanquecino: ‘que tira a blanco’.

“Animado” (“vegetales”):
“Un musgo amarillento / le manchaba la corteza blanquecina / al tronco carcomido
y polvoriento.”
(492, 21, CXV)

—“Animado”:
“El aire parece que duerme encantado / en la fúlgida niebla de sol blanquecino.”
(300, 21, XLIV)

“A un lado, el viejo paredón sombrío /(...) a otro lado la tapia blanquecina."


(242, 5, X)

“De balcones y ventanas / se iluminan las vidrieras, / con reflejos mortecinos, /


como huesos blanquecinos / y borrosas calaveras.”
(320, 24, LIV)

2.4.2. Blanquecino: con variante de significado (‘débil’).

“Sobre la negra caja se rompían / los pesados terrones polvorientos... I El aire se


llevaba / de la honda fosa el blanquecino aliento.”
(228, 20, IV)

534
2.5. CANO: adjetivo; expresa en Machado el blanco con distinta intensi­
dad, desde la mínima (blanco-claro) hasta la normal. Con referentes humanos es
aplicado exclusivamente al “cabello” y lleva consigo el sema ’vejez’; es empleado
con “vegetal” y “metal”, tiene en estos casos una apreciación valorativa negativa.
El DRAE s. v., 3.a con la acepción cromática, la da como poética y con una inten­
sidad máxima: “blanco, de color de la nieve”.

“Humano” (referido exclusivamente al ‘cabello’):


“ya escapan de su ayer a su mañana; / ya miran en el tiempo, ¡padre mío! / piado
sámente mi cabeza cana.”
(770, 22, CLXV)
“Vegetal”:
“Viejos [pinos] cubiertos de blanca lepra, / musgos y liqúenes canos / que el grueso
tronco rodean,”
(456, 25, CXIV)
“Animado” (metal): ‘claro’
“¡Oh anhelada plata rubia, / tú humillas al oro cano.”
(1.094. 3, PS, XXXVIII)
“Oro cano te doy, no plata rubia.”
(1.094, 1, PS, XXXVIII)
“Plata rubia, en leve lluvia, es temporal de oro cano.”
(1.094, 5, PS,XXXVIII)

2.6. CANOSO: Adjetivo, ‘que tira a blanco’; tiene el rasgo distribucional


para la barba ‘con numerosas canas’, lleva el sema ‘vejez’. El DRAE no da en esta
voz la cualidad cromática, sólo alude a ‘la abundancia de canas’.

“Oh fin de una aristocracia! / la barba canosa y lacia / sobre el pecho;"


(548, 2, CXXXIÍ1)

2.7. CLARO: Adjetivo; esta voz tiene una primera acepción no cromática
‘con luz o bañado de luz' (DRAE y DUDE s. v.); no entra, por tanto, en la esfera
del ‘blanco’. No obstante, claro recoge otro valor aplicado al ‘color que tiene una
mayor mezcla o proporción del blanco’. En la lírica machadiana aparece con estas
acepciones más un valor transitorio que, como en los casos de los términos albo y
blanco, le viene dado por el contexto y tiene múltiples matices, todos con valor
afectivo positivo16.
Aun con el valor cromático (cfr. senda clara-blancas sendas) no pierde el
sema ‘con luz’ (luna clara, claras, estrellas; cfr. luna blanca, blancas estrellas).
Aparece claro polarizado con negro (obscuro):

“Sus ríos hondos, sus marinas claras, I bajo la negra encina.”


(1.026, 6, PS, LVIII)

“Ya son claros ya sombríos, los dispersos caseríos.”


(410, 15, CV)

535
Amarga luz a mi rincón obscuro /(...) espero la clara tarde.
(956, 4, PS, XIII)

En otras ocasiones alterna en el mismo polo combinado con blanco, albo:

"‘Corva la luna, blanca (...) sobre la clara estrella.”


(952, 14, PS, X)

“Tu hermana es clara y débil / (...) Tu hermana (...) es alba."


(213, 3, XL)

Respecto a su distribución abundan más los casos en que aparece pospuesto


al sustantivo (55%), con un valor especificativo, que antepuesto (45%).

2.7.1. Claro: ‘color con mayor mezcla o proporción del blanco’.

“Más esos claros chopos de ribera / — ¡cual vence mi sonrisa un duro ceño! — / me
tornan a un jardín de primavevera.”
(1.018, 11, PS, XXVI)

Otros ejemplos con el clasema vegetal: alamedas claras (950, 20, PS, X), cla­
ros bosques (320, 6, LUI).

2.7.2. Claro: donde predomina el rasgo ‘luminosidad’ (‘con luz’).


“—Animado”:
Con cuerpos del firmamento: clara luna (108, 7, CLXXIII y 1.066, 7, PS,
XLVI); luna clara (480, 21, CXIV; 640, 26, CLIV; pássim); clara estrella (398, 2,
CII; 952, 14, PS,X. pássim); estrella clara (348, 18, LXXIII); estrella tan clara
(316, 4, LII); claros luceros (964, 7, PS, XVI); claro sol (382, 28, XCVIII; 536, 11,
CXXXII; pássim); clara noche (338, 1, LXV); claro día (222, 3,1, pássim); clara
tarde (230, 2, VI; 234, 4, VII, pássim); clara luz (366, 5, LXXXV).
Con el clasema más concreto: senda clara (556, 6, CXXXIX; 898, 19, CLX-
XII; pássim); claros caseríos (410, 15, CV), claras plazoletas (258, 13, XIX); joya
clara (920, 17, CLXXIV).

2.7.3. Claro aparece con otras acepciones ‘transparente’, ‘limpio’ (vid.


DRAE) que aquí no recogemos.

2.7.4. Claro: con variante de significado con una valoración afectiva positiva
con valores como ‘con esperanza’, ‘alegre’, ‘puro’, etc. (Cfr. albo y blanco').
“Humano”:
Tu hermana es clara (290, 24, XL); claro mundo de Homero (1.046, 17, PS,
XL); risa clara (938, 22, PS, III); clara risa (972, 5, PS, XXII).
— “Animado”:
Clara cantiga de plata (316,22, LII); domingo claro (426,10, CXII); clara his­
toria (612, 28, CXLVIII); clara despedida (1.052, 20, PS, XLV); claro verso (754,10,

536
CXII); clara historia (612, 28, CXLVIII); clara despedida (1.052, 20, PS, XLV);
claro verso (754, 10, CLXIV); en alguna ocasión aparece en construcción lexicali-
zada: clara pena (238, 17, VIII; pássim).
Como ya se apuntó para albo y blanco en ocasiones aparece neutralizado el
valor afectivo con la designación del color.

2.8. ENCALADO: Adjetivo; procedente del p. p. de encalar. No estamos


seguros si este lexema alude al ‘color’ o ‘haber sido cubierto de cal'; el DRAE no
recoge la acepción cromática de esta voz. El valor de ‘color blanco’ procede indi­
rectamente del color de la cal', sólo aparece en una ocasión incidiendo sobre muros
pospuesto al sustantivo. Cfr. muros blancos, tapia blanquecina, paredes blancas,
etc. , en donde encalado aparece como variante con distinta gradación con blanco
y blanquecino referido a la subclase léxica ‘paredes’.

“Fuera la luna platea / cúpulas, torres, tejados; / dentro, mi sombra pasea / por los
muros encalados." (658, 10, CLVII)

Donde vemos que encalados se polariza con sombra.

2.9. NEVADO: Adjetivo; color ‘blanco’; nevado tiene el significado de


‘blanco como la nieve’ que en Machado ha sufrido un desplazamiento en la tonali­
dad al ser referido a la piel de una dama; lleva además el sema ‘con frescor’. Su
distribución es S-A.

“Una mañana tibia sonreía / en su carne nevada / dulce a los besos suaves.” (946,
4, PS, VII)

2.10. PLATEADO: Adjetivo; alude al brillo y color ‘blanco’ semejante a la


plata” (DRAE); junto a la tonalidad ‘cercano al blanco’ se combina, a veces, con
la del ‘gris’. Con el referente más humano, dirigido a los cabellos, Machado lo
emplea como una variante expresiva de cano o canoso al llevar esta forma el rasgo
estilístico elevado. Incide tanto sobre sustantivos con el rasgo animado como no
animado. Presenta siempre la distribución S-A.
Animado:
Hoy tiene ya las sienes plateadas (222, 5,1).
■ No animado:

“Sobre la clara estrella del ocaso / como un alfanje, /plateada brilla la luna.” (690,
21, PS, XV).
“y, silenciosamente, lejanos pasajeros, / (...) cruzan el largo puente, y bajo las
arcadas / de piedra ensombrecerse las aguas plateadas del Duero.” (384, 4,
XCVIII)

Aparece, además, en: río plateado (968, 8, PS, XX); troncos plateados (456,
21, CXIV); lomas plateadas (430, 3, CXIII); colinas plateadas (434, 25, CXIII).

537
3. Estudio funcional

3.1. Dentro de la subserie léxica que Machado emplea en su poesía para la


apreciación coloreada del ‘blanco’ (‘claro’) podemos establecer, en primer lugar
una oposición privativa entre aquellas unidades que designan el ‘blanco’ “sin apro­
ximación”, o sea, de manera absoluta, frente a aquéllas que lo designan “con apro­
ximación”:

argentado, argénteo, argen­


tino, blanquecino, cano, ca­
{ Albo, blanco } -
noso, claro, encalado, neva­
do, plateado.

3.2. En la serie no marcada, albo se opone a blanco en que la primera forma


contiene un estilema elevado, o sea, actúa como “variante expresiva” de la segun­
da. Albo presenta, además, una apreciación valorativa afectiva positiva, y si esta
distinción se neutraliza con blanco no desaparece, por ello, su potencialidad
expresiva.

3.3. Dentro de la serie marcada, los lexemas que contienen el color ‘blanco’
“con aproximación”, hallamos una primera oposición (privativa) entre las unida­
des que designan este color “de un modo directo” y las que lo designan “de un
modo no directo”, o sea, a través de la comparación con el color del referente del
que se forma el adjetivo (plateado-, ‘blanco como la plata’)

blanquecino, ] / í argentado, argénteo, argén- )

{ cano, canoso > +

claro j
/

I
\ tino, encalado, nevado, pía-

( teado J
>

3.4. En la primera serie de esta última oposición habremos de establecer


una nueva oposición privativa entre los términos que expresan el color de manera
“estática” (‘algo blanco’, ‘cercano al blanco’) NI los que lo expresan de modo no
estático, o sea, “dinámico”:

{ claro, cano } + / { blanquecino, canoso } —

La sección no estática lleva consigo el contenido de apreciación valorativa


negativa y el lexema canoso está especializado para la subclase léxica ‘humano’
con el rasgo distribucional para los ‘cabellos’ o ‘la barba’. En la “estática” claro
lleva el sema de “luminosidad” que no tiene cano.

3.5. En la sección de unidades que designan el color blanco de un “modo


indirecto”, hay que señalar la aparición de una nuva oposición privativa entre las
lexías que llevan además el sema ‘con brillo’ de aquéllas que no lo llevan.

538
argentado,

{ argénteo,
argentino,
plateado

La primera serie está formada por variantes combinatorias con el contenido


común 'blanco como la plata’, en donde las tres primeras se diferencian de pla­
teado por llevar un estilema elevado.
La segunda sección: el lexema nevado tiene una apreciación valorativa afec­
tiva frente a encalado, que lleva el clasema 'para paredes’.

II. Subserie de unidades adjetivas que poseen el sema “negro” (‘obscuro’).

Los adjetivos que hemos recogido en la poesía de Machado para significar el


’negro’, en mayor o menor intensidad, son los siguientes: atezado, bruno, denegri­
do, enlutado, ennegrecido, ensombrecido, fosco, moreno, morenito, negro, negruz­
co, obscuro, quemado, requemado, sombrío y tostado. Como en el caso de los
adjetivos que designan el ‘blanco’ (‘claro’) establecemos aquí dos zonas: una cen­
tral, que designa el ‘negro’ “sin aproximación”, y otra periférica, que lo designa
“con aproximación”.

1. Unidades que contienen el sema ‘negro’ “sin aproximación”

1.1. NEGRO: adjetivo; designa en Machado el ‘negro’ con distinta intensi­


dad, desde la máxima a la normal. Presenta —como en el caso de blanco— una
variante de significado no cromático debida a la influencia del contexto, en cuyo
caso tiene distintos semas, todos con una valoración afectiva negativa; aunque no
faltan los lexemas en que quedan neutralizados los valores cromático y afectivo,
siempre que no pertenezcan a la subclase léxica + abstracto, en cuyo caso no pue­
den llevar el sema de color.
Predomina la estructura A-S (67.5%) en la distribución con el nombre sobre
el que incide; por lo que el adjetivo tiene mayoritariamente un carácter explicati ­
vo, pues aún hay casos en los que pospuesto mantiene este valor (brinca un cuervo
negro).
Como ya se apuntó al estudiar la subserie léxica del ‘blanco’, es frecuente
hallar el lexema negro polarizado en una antonimia con aquel color, cuyo con­
traste produce, además del correspondiente efecto estilístico, diversas connotacio­
nes. Además de los ejemplos allí citados veamos otros nuevos:

“Mas las hadas hilanderas, / entre vedijas blancas / y vellones de oro, han puesto /
un mechón de negra lana.”
(442, 17, CXIV)

“Era un árbol cantor, negro y de plata ! bajo el misterio de la luna bella,”


(954, 7, PS, XI)

539
Encontramos, también, textos en los que negro alterna con otros lexemas de
su misma subserie polar, que sirven para darnos distintas tonalidades o gradacio­
nes del ‘negro’ o para intensificar el color:

“Castilla de los páramos sombríos, / Castilla de los negros encinares.”


(604, 16, CXLIII)

“Era un hombre alto y robusto, / con ojos grandes y negros / llenos de melancolía;
/ la tez de color moreno, ” (466, 20, CXIV)

“Mal dice el negro atavío, / negro manto, y negra toca /con el carmín en la boca.”
(1.032, 10, PS, XXXV)

Veamos a continuación los distintos valores que presenta la voz negro en la


lírica machadiana; empezamos con el significado de color:

1.1.1. Negro', con intensidad máxima, indica la saturación de lo obscuro.


Incide sobre los siguientes clasemas o subclases léxicas:

“Humano” (referido al ‘cabello’ o a los ‘ojos’):


“Tú, al verme, no llevas / a los negros bucles / de tu cabellera, / distraídamente, /
la mano morena,”
(260, 4, XIX)

“El demonio de mis sueños / ríe con sus labios rojos, / sus negros y vivos ojos, / sus
dientes finos y pequeños.”
(594, 6, CXXXVIII)

Otros casos son: cabellos negros (336, 8, LXV), ojos grandes y negros (466,
20, CXIV).

“Animal”:
“Entre los robles muerden / los negros toros la menuda hierba, / y el pastor que
apacienta los merinos / su pardo sayo en la montaña deja” (426, 17, CXII)

Además: águila negra (776, 12, CLXVI); mariposa negra (750, 27, CLXIV);
negra mariposa (602, 20, CXLII); negro abejorro (340, 14, LXVI); negro abeja­
rrón (1.052,15, PS, XLII); gato negro (1.092, 3, PS, XXXIX); negro toro (738, 6,
CLXIV), cuervo de negras alas (442, 21, CXIV); cuervo negro (986, 23, PS,
XXIV); pájaros negros (652, 15, CLVI); negras testas (430, 9, CXIII).
“Animado” (+ concreto):
Con tejidos o prendas de vestir (normalmente llevan connotaciones valorati-
vas afectivas negativas):

“Ni la pequeñita / risueña y rosada, / ni la hermana triste / silenciosa y pálida, / ni


la negra túnica, / ni la toca blanca...”
(286, 12, XXXVIII)
También están: negra túnica (272, 4, XXIX, pássim); negra toca (1.032, 11,
PS, XXXV); negra capa (464, 8, CXIV; 1.082, 11, PS, XLVII); negra lana (42,17,
CXIV, pássim); negro atavío (1.032, 10, PS, XXXIV); negro manto (252, 12, XVI,
pássim); negro crespón (276, 8, XXXIII); negro traje (466, 13, CXIV).
Con otros referentes concretos tenemos:
negra barca (742, 13, CLXIV); negra barcaza (902, 5, CLXXII), negra nave
(1.050, 8, PS, XLI). (cfr. en sus correspondientes textos la connotación negativa
que el adjetivo negra da sobre estos nombres de embarcaciones); aljaba negra
(272, 4, XXIX; negra campana (444, 20, CXIV, pássim): negra llave (772, 80,
CLXV, pássim; negra tapa del ataúd (1.080, 1, PS, XLVII); negro rosario (984,
22, PS, XXIII); negro ábaco (474, 28, CXIV, pássim); negro esqueleto de madera
(348, 5, LXXXII); gafas más negras (1.036, 11, PS, XXXVI).

1.1.2. NEGRO: ‘obscuro’; aquí negro pierde su intensidad máxima y actúa


como variante combinatoria de obscuro (cfr. blanco: ‘claro’).

“¿Qué tienes tú, negra encina / campesina, / con tus ramas sin color / en el campo
sin verdor;” (402, 33, CIII)

Con el clasema: Vegetal”:


negra encina (758, 19 , CLXIV, pássim); encina negra (642, 12, CLXIV);
encinilla negra (892, 20, CLXXII); negros encinares (386, 21, XCIX, pássim);
negro encinar (678, 2, CLIX); cipreses negros (540, 25, CXXXII); negro cipresal
(274, 14, XXXII y 320, 12, LUI) ; árbol negro (954, 7, PS, XI); hiedra negra (230,
23, VI); hoja negra (356, 20, LXXX, pássim).
Con el clasema: “Animado”:
Con líquidos tenemos: agua negra (670, 1, CLIX); negra ola (948, 5, PS,
VIII); negra laguna (900, 24, CLXXII).
Con otros referentes: sombra negra (224, 18, II); negras sombras (424, 11,
CXI); nube negra (888, 2, CLXXI, pássim); cielo negro (292, 14, XL); negras
noches (290, 17, XL); negro rincón (352, 8, LXXVI).

1.2.3. Negro: con variante de significado; de forma transitoria el adjetivo negro


pierde el significado de color para desviarse hacia una apreciación valorativa negativa
entre cuyos semas están, entre otros1'funesto’, ‘triste’, ‘desgraciado’, 'avieso'.

“¿Conoces los invisibles / hiladores de los sueños? / Son dos: la verde esperanza /
y el tordo miedo. / Apuesta tienen de quien / hile más ligero, / ella, su copo dora­
do, / él, su copo negro."
(708, 8, CLXI)

“Muda en el techo, quieta, ¿dormida? / la negra nota de angustia está, / y en la pra­


dera verdiflorida / de un sueño niño volando va ..
(356, 20, LXVI)

“En el desnudo álamo, / las graves chovas, quietas y en silencio, / cual negras, frías
notas escritas en la punta de febrero.”
(652, 20, CLVI)

541
Lo normal es que en estos casos negro aparezca incidiendo sobre referentes
abstractos: negra vanidad (256, 17, XVIII); negra tacha (728, 21, CLXIV).

2. Unidades que contienen el sema ‘negro’ “con aproximación”

2.1. ATEZADO: adjetivo, indica el color ‘negro’, pero referido a la piel del
hombre tiene el significado de ‘tostada y obscurecida’ (vid. DRAE s. v.).
Machado la emplea una sola vez con este segundo valor.

“En sueños vio a sus padres —labradores / de mediano caudal / iluminados del
hogar de los rojos resplandores, / los campesinos rostros ateinzados.”
(406, 23, CVIII)

2.2. BRUNO: adjetivo; expresa el ‘negro u obscuro’ con una intensidad


superior; en Machado se aplica a la aceituna madura o que empieza a estar en su
sazón; aparece en una sola ocasión precediendo al sustantivo (A-S), posee esta voz
un estilema elevado:

“en el huerto el higo mieles, / cuelga la oronda pera en los perales, / hay en las
vides rubios moscateles, / (...) Ya irá de glauca a bruna, por llano, loma, alcor y
serranía, / de los verdes olivos la aceituna.”
(640, 2, CLIII)

2.3. DENEGRIDO: adjetivo (del p. p. de denegrir): ‘de color que tira a


negro’ (vid. DRAE y DUDE, s. v.). Tiene en Machado el significado de color y,
como en el caso de negro, sufre una traslación semántica cuando incide sobre un
sustantivo abstracto: en ambos casos lleva una apreciación vaiorativa negativa.
Cuando expresa color se emplea con referente no animados (especializado en
Machado en la clase léxica “para paredes”), funcionando, por tanto, como
variante combinatoria de ennegrecido.
“[Soria] con su castillo guerrero arruinado... / y sus murallas roídas y sus casas
denegridas." (432, 28, CXIII).

2.3.1. Con cambio de significado. Incide sobre un sustantivo abstracto, y


lleva los semas ‘funesto’, ‘triste’, e incluso marca la ponderación del significado del
nombre al que califica:

“El bando de cuervos enroquece / en la busca de su pena denegrida"


(768, 3, CLXV)

2.4. ENLUTADO: adjetivo, del p. p. de enlutar; indica el ‘negro’ de forma


indirecta, a través del color de las ropas o vestidos de luto. No recoge el DRAE la
acepción cromática, si nosotros incluimos aquí este lexema es porque, al incidir
sobre un sustantivo del rasgo ‘vestimenta’ (ropones enlutados), creemos que alude
directamente al color y secundariamente a otros valores connotativos. Machado
emplea esta voz tanto en función sustantiva (El enlutado (...) medita ensimismado)
como adjetiva, siempre expresando el color de las prendas de vestir. Presenta,
además, una valoración afectiva negativa; por ello junto al color 'negro’ hay que
añadir semas contextúales como ‘con aflicción’, ‘con tristeza’.
Frente al reo, los jueces en sus viejos / ropones enlutados; / (418, 5, CVIII)
El segundo texto no expresa claramente el valor cromático:

De la ciudad lejana se llega un armonioso tañido de campanas


ya irán a su rosario las enlutadas viejas.
(386, 13, XCVIII)

2.5. ENNEGRECIDO: adjetivo, del p. p. de ennegrecer, indica el color ‘ne­


gro’ con una intensidad media (DRAE y DVDE, s. v. ennegrecer teñir de negro
una cosa’, 2.a ‘obscurecer’). Es empleado en la poesía de Machado para designar
el color ‘próximo al negro’ en el exterior de las viviendas (‘muros’ y ‘tejados’). Es
variante combinatoria de denegrido, y como esta voz lleva una apreciación valora-
tiva afectiva negativa. Se presenta tanto en posición antepuesta como pospuesta al
sustantivo.

“el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas / en donde los vencejos anidan en verano
/ y graznan en las noches de invierno las cornejas.”
(390, 2, C)

“Larga es la noche y el frío / arrecia. Un candil humea / en el muro ennegrecido."


(462, 8, CXIV)

En otro texto, ennegrecida va con el referente tapia (950, 10, PS,X).

2.6. ENSOMBRECIDO: adjetivo, del p. p. de ensombrecer. El desplaza­


miento que se produce en este verbo desde ‘cubrir de sombra’ a ‘obscurecer’ no
pertenece al habla de Machado sino que está normalizado, y en pintura aparece
ensombrecer, como un tecnicismo, ‘obscurecer’ (vid. DRAE y DVDE, s. v.).
Actúa en la lírica machadiana como variante de sombrío y obscuro, aunque este
último lexema no lleva siempre, como los otros dos. una valoración afectiva nega­
tiva18. Ensombrecido designa un color ‘próximo al negro", ‘obscuro’, e incide sobre
el sustantivo agua (cfr. agua ensombrecida, negra agua, sombría agua), y campo.
En los demás casos (aire y planeta) hay un desplazamiento del color por la valora­
ción negativa.

“Los campos se oscurecen. / Hacia el camino blanco está el mesón abierto / al


campo ensombrecido y el pedregal desierto.”
(386, 18, XCVIII)

Obsérvese cómo el blanco del camino “actúa de polo opuesto en el color frente
a ensombrecido y oscurecen". En el ejemplo siguiente lo hará la plateada luna:

“Sobre la clara estrella del ocaso / como un alfanje, plateada, brilla / la luna en el
crepúsculo de rosa / y en el fondo del agua ensombrecida." (960, 23, PS, XV).
2.7. FOSCO', adjetivo; ‘de color obscuro que tira a negro’ (vid. DRAE y
DVDE, s. v.). Es un cultismo que mantiene el significado de su étimon FUSCUS
‘oscuro’, ‘pardo oscuro’; la forma patrimonial hosco ‘arisco’ ha sufrido un despla­
zamiento del significado, quizá a través de una metáfora (vid. DCECH, s. v. Hos­
co). En los textos de Machado en donde esta forma aparece lleva, junto a la nota
de color, también una valoración afectiva negativa. Los dos casos que aparecen
van precediendo al sustantivo (A-S), en un caso aplicado al mar y en el otro al bri­
llo de los ojos (a través de lumbre):

“El acusado es pálido y lampiño. / Arde en sus ojos una fosca lumbre / que
repugna a su máscara de niño.”
(416, 2, CVIII).

“El rojo bergantín es un fantasma / que el viento agita y mece el mar rizado, el
fosco mar rizado de olas grises.”
(940, 2, PS,IV).

En este segundo texto, junto al posible significado de ‘oscuro’, para fosco parece
que predomina la valoración negativa.

2.8. MORENO: adjetivo; ‘obscuro, cercano al negro’ (DRAE s. v. ‘apli­


qúese al color obscuro que tira a negro’). Habremos de distinguir en el uso de esta
voz en Machado una gama de tonalidades que van desde el ‘obscuro’ de intensidad
normal al ‘obscuro-claro’ cuando está aplicada a la tez de las personas, hecho que
está normalizado (vid. DRAE s. v.); en este último caso lleva, además, una apre­
ciación valorativa afectiva positiva, que es la que prevalece cuando incide sobre
sustantivos abstractos. Respecto a su distribución con el sustantivo domina la
estructura S-A (10 casos) frente a A-S (3 casos).
Como unidad léxica de color que pertenece a la esfera del ‘negro’ se polariza
con los de la del ‘blanco’ en diferentes textos:

“La madre de la bella Proserpina / trocó en moreno grano, / para el sabroso pan
de blanca harina,”
(638, 14, CLIII)

“ — nunca olvidéis la hipérbole del vándalo— / y un mundo cada día, pan moreno /
sobre manteles blancos,”
(752, 23, CLXIVIII)

En otros textos moreno aparece combinado con otros lexemas de la misma


esfera, lo que da una gradación de tonalidades:

“tú, al verme, no llevas ¡ a los negros bucles / de tu cabellera, / distraídamente, / la


mano morena,” (260, 7, XIX)

2.8.1. Moreno: ‘obscuro-claro’ con el rasgo distribucional “para la piel de


personas”.
“Era un hombre alto y robusto / con ojos grandes y negros / llenos de melancolía;
/ la tez de color moreno,"
(446, 2, CXIV)

Otros ejemplos son: mano morena (260, 7, XIX); morena carne (290, 20,
XL); carne morena (116,6, CLXXIV); tez morena (996, 20, PS, XXIII); brazos
morenos (650, 6, CLV); músculos morenos (650, 6, CLXXIII); Inés, como el pan,
morena (1.076, 4, PS, XLVII).

2.8.2. Moreno', ‘obscuro’ intensidad normal.


Vid. los textos citados más arriba “moreno grano” y “pan moreno"', este
último sintagma aparece también en: 396, 12, CU y 990, 12, PS, XXIII.

2.8.3. Moreno: con cambio de significado y con nombre abstracto, tiene una
valoración afectiva positiva:

“De tu morena gracia / de tu soñar gitano / de tu mirar de sombra / quiero llenar


mi vaso.” (292, 9, XL).

2.9. MORENITO: Adjetivo derivado de moreno. Sobre el valor de su base


léxica: negro-claro, intensifica a través del sufijo la apreciación afectiva positiva.
Aparece en una sola ocasión aplicado a mariposa en combinación con otros lexe-
mas de color:

“Anaranjada y negra, / morenita y dorada / mariposa montés” (602, 21, CLXII)

2.10. NEGRUZCO: adjetivo: ’que se aproxima al negro’. Aparece una vez


en femenino plural aplicado a encinas (subclases “vegetal”), con la distribución A-S;
lleva junto a la designación del color una apreciación valorativa afectiva negativa.

“Los últimos arreboles coronaban las colinas / manchadas de olivos grises y de


negruzcas encinas.”
(248, 9, XIII)

Cfr. la gradación descendente que en distintos textos presenta Machado:


negra encina, oscuras encinas; negruzcas encinas.

2.11. OBSCURO: adjetivo; ‘próximo al negro’. De su primera acepción ‘sin


o con poca luz’ se llega al significado de color por la saturación de lo obscuro
(DRAE s. v., 2.a, “dícese del color que se acerca al negro”); por eso —aún desig­
nando color— en los casos recogidos— no pierde esta voz el sema específico ‘sin
luz’ o ‘con poca luz’ (vid. lo dicho para claro, voz antónima a obscuro). Se com­
bina en la lírica de Machado con sustantivos concretos sobre los que presenta una
gama de tonalidades que van desde la superior (que intensifica el ‘negro’, cfr. piza­
rra obscura) a una intensidad mínima: ‘negro-claro’, por ejemplo con las subclases
léxicas: “vegetales” y “líquidos”; cuando incide sobre sustantivos de la subclase
“interiores de estancias o habitaciones”, más que el color designa ‘la falta de luz’19.

545
Con referentes abstractos —y en algunos casos concretos— se desplaza en su signi­
ficado, permaneciendo en este último caso una apreciación valorativa afectiva
negativa, que secundariamente lleva con todos los valores anteriores. Esta voz es
variante combinatoria con los lexemas ENSOMBRECIDO y SOMBRIO, tam­
bién del léxico machadiano. Su distribución respecto del sustantivo se encuentra
en forma equilibrada, once casos en posición antepuesta y doce pospuesta.
La forma obscuro aparece en textos con otros lexemas del polo opuesto:

“¡Solo tu figura, / como una centella blanca, / en mi noche obscura 1”


(916, 3, CLXXIV)

“Angosta la calle, revuelta y morena, / de blancas paredes y obscuras ven­


tanas.”
(314, 3, LII)

En otras ocasiones alterna con otros lexemas del mismo polo:

“Frente al reo, los jueces en sus viejos/ ropones enlutados; / y una hilera de obscu­
ros entrecejos y de plebeyos rostros:”
(418, 6, CVIII)

2.11.1. Obscuro: ‘intensifica el negro’:

Era una noche húmeda, obscura, cerrada.


(490, 12, CXIV)

“[Muéstrame] la pizarra obscura / donde se escribe el pensamiento humano.”


(864, 3, CLXVIII)

2.11.2 Obscuro: ‘negro-claro’:

“Vegetal”:
“¡Colinas plateadas, / grises alcores, cárdenas roquedas / (...) obscuros encinares,
/ ariscos pedregales, calvas sierras,”
(434,17, CXIII)

Otros ejemplos son: obscura maleza (400,l,CIII); ramas obscuras (246,22,XIII);


pinar obscuro (986,10,PS,XXIII); ciprés obscuro (400,22,011).

“—Animado”:
“Líquidos”: obscuro manantial (924,20,CLXXV).

“Para interiores de estancias” (vid. lo apuntado más arriba)20: obscura sala


(286,17,XXXVIII); obscura galería (946,17,PS,V,III); salón obscuro (654,11,CLVI,
pássim); obscuro rincón (248,3,XIII); rincón obscuro (956,2,PS,XII); obscura estan­
cia (316,8,LII); obscuras ventanas (314,3,LII).
Otras subclases: colinas obscuras (382,24,XCVIII).

546
2.11.3. Obscuro: con cambio de significado, siempre con semas de valoración
negativa:

“El acusado es pálido y lampiño /(...) Conserva del obscuro seminario / el talante
modesto y la costumbre / de mirar a la tierra (...)” (416,5 ,CVIII).

Más casos de desplazamiento: ambiente obscuro (414,23,CVII): aire obscuro


(664,23,CLVIII) y el citado más arriba; obscuros entrecejos. Como ya se ha dicho,
en este lexema es frecuente ver cómo se neutralizan el significado del color y el
valor afectivo negativo.

2.12. QUEMADO: adjetivo del p.p. de quemar. Es empleado por


Machado para designar color en dos grados de intensidad: para la piel indica el
‘moreno subido’; para vegetales: ‘próximo al negro’ (DRAE, s,v, ‘dícese del
color subido y oscuro’). En los dos casos que se presenta va pospuesto; y hay
que señalar que junto a la tonalidad específica lleva consigo una apreciación
valorativa negativa.
Con el rasgo “+humano” (referido a la piel):
La tez morena, algo quemada, y el rostro enjuto (996,20,PS,XXIII).

Para “vegetales”:
“En laderas y en alcores, / en ribazos y cañadas, / el verde nuevo y la hierba, / aún
del estío quemada, ”
(480,l,CXIV).

2.13. REQUEMADO: adjetivo; tiene el valor de ‘ponerse negro o negruz­


co’, con una tonalidad más intensa que quemado por la función del prefijo re—. En
el texto donde aparece, aunque incide sobre el sustantivo espigas, alude al color de
la piel a través de la comparación. No lleva connotación negativa y va pospuesto
al sustantivo:

“Tus ojos me recuerdan / las noches de verano. / Y tu morena carne, los trigos
requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos.”
(290,21 ,XL).

2.14. SOMBRIO: adjetivo; ‘próximo al negro’. Este lexema, que el DRAE


no recoge con acepción cromática, actúa en la lírica de Machado como variante
combinatoria de oscuro (cfr. obscuro encinar —encinar sombrío, obscura estan­
cia— sombría estancia), aunque la voz que aquí reseñamos lleva una mayor carga
connotativa de valoración afectiva negativa, que en el caso de referentes abstrac­
tos con el rasgo humano desaparece la referencia al color y permanecen los semas
valorativos negativos (hay textos en los que sombrío tiene el significado ‘con som­
bra’ —a los que aquí no atenderemos— y llevan consigo una valoración positiva).
La distribución del adjetivo pospuesta (S-A) es absolutamente mayoritaria
(90,5%) frente a la antepuesta A-S (9,5%).
Como otros lexemas de la esfera ‘negro’ se combina contrastando con la del
‘blanco’:

547
“A un lado, el viejo paredón sombrío l de una ruinosa iglesia; / a otro, la tapia
blanquecina / de un huerto de cipreses y palmeras”
(242,3,X)

“La verde, quieta espuma del ramaje / efunde sobre el blanco paredón, / lejano,
inerte, del jardín / sombrío. ”
(302,16,XLV).

También aparece en textos de su misma esfera (vid. NEGRO):

El cipresal sombrío lejos negrea (724,17,CLXII)

2.14.1. Sombrío: ‘negro-claro’.

“Vegetal”:

Tenemos: páramos sombríos (498,23,CXVII; 604,16,CXLIII), encinar som­


brío (406,10,CIII), árbol sombrío (634,6,CLII), cipresal sombrío (724,17,CLXII),
sombríos estepares (412,4,CVI).

Con otras subclases léxicas: para no animado.


“Líquidos”:

Están: mar sombría (600,13,CXLI), cfr. negra ola; agua sombría


(248,19,XIII) cfr. agua negra y manantial obscuro.
Para interiores de estancias (vid. lo dicho para esta subclase de lexemas, s.v.
OBSCURO): cuarto sombrío (322,9,LV), corredor sombrío (636,19,CLIII); som­
brío hueco (724,17,CLXII); sala sombría (222,1,1).
Para construcciones y poblaciones: (con este valor funciona como variante
combinatoria de DENEGRIDO y ENNEGRECIDO): paredón sombrío
(242,3,X), sombríos caseríos (410,15,CV); sombrías torres (246,2,XII).

2.14.2. Sombrío: con cambio de significado.


Es frecuente hallar en textos poéticos de Machado el desplazamiento de som­
brío para adquirir distintos semas todos con valoración afectiva negativa: ‘melan­
cólico’, ‘triste’, ‘pesimista’, ‘avieso’, ‘tétrico’, etc.; adquiere este valor tanto para
referentes humanos como no humanos. Veamos algunos casos del primer tipo:
alegría sombría (300,2,XLIII); sombrías soledades (396,21,CII); corazón sombrío
(302,16,XXXIV); frentes sombrías (538,29,CXXXII); etc. Del segundo; aire som­
brío (352,7,LXXVI) y flor sombría (948,18,PS,XIX).
Como se ha dicho para otros lexemas que están en la gama del ‘negro’ es fre­
cuente ver neutralizado en más de una ocasión el significado de color y la valora­
ción afectiva negativa.

2.15. TOSTADO: adjetivo; del p.p. de tostar, ‘dícese del color subido y obs­
curo’ (DRAE s.v.). Machado lo emplea en la poesía una sola vez con el sustantivo
suelo al que va a pospuesto y con una valoración afectiva negativa.

548
“Por esta Mancha —prados, viñedos y molinos— / que su igual del cielo iguala sus
caminos, / de cepas arrugadas en el tostado suelo / y mustios pastos como raído ter­
ciopelo;” (550,13,CXXXIV).

3. Estudio funcional

3.1. La subserie léxica del ’negro’ en la lírica machadiana presenta una


estructura semejante a la del ‘blanco’. Se establece en primer lugar una oposición
privativa entre los términos que expresan el negro directamente “sin aproxima
ción” y aquéllos que lo designan “con aproximación” (zona periférica).

atezado, bruno, enlutado,


ennegrecido, ensombrecido,
{ negro } fosco, moreno, morenito, ne­
gruzco, oscuro, quemado, re­
quemado, sombrío, tostado.

La subserie marcada está formada por los lexemas que señalan al negro “con
aproximación”; cuya procedencia se basa: L°) en la modificación o derivación del
lexema de la estructura primaria negro (ennegrecido, denegrido, negruzco), 2.°) en
la variación del contenido ‘sin luz’, ‘oscurecido’, que le permite a Machado actua­
lizar en el habla los matices cercanos al negro (ensombrecido, fosco, oscuro, som­
brío), 3.°) en la composición sémica de sus rasgos pertinentes donde está el sema
‘obscuro, próximo al negro’ (atezado, moreno, morenito, tostado, quemado,
requemado y enlutado).

3.2. Entre estos lexemas establecemos, por tanto, una primera oposición
privativa entre aquellos objetivos que, además de llevar la tonalidad ‘próximo al
negro u oscuro’, tienen el sema ‘sin luz’ frente a las unidades que no lo llevan.

Ensombreci­ atezado, denegrido, enlutado,


do, fosco, ennegrecido, moreno, negruz­
oscuro, co, quemado, requemado,
sombrío tostado.

3.3. Por otro lado, hallamos una nueva oposición entre los términos que en
el habla de Machado inciden sobre referentes con el rasgo “humano” y los que no
lo tienen:

denegrido, enlutado, enne­


atezado,
grecido, ensombrecido, fos­
moreno, > +
co, negruzco, requemado,
quemado
sombrío, tostado

3.4. Dentro de la subserie primera, referida a la piel de las personas, tiene


una valoración afectiva positiva el lexema moreno y una valoración negativa atezado.
En la segunda subserie sólo tiene valoración positiva morenita, que en el habla
poética de Machado sólo se emplea con el sustantivo mariposa, el resto de los lexe-
mas tienen una connotación valorativa negativa.

3.5. En la última subserie, hay que señalar la oposición entre la sección que
señala la aproximación al negro de manera estática frente aquellos que lo hacen de
forma dinámica (‘que tira o que pierde el negro’):

negruzco,
denegrido r enlutado, ensombrecido, fos-
ennegrecido t co, sombrío, tostado.
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SUBSERIE ADJETIVA DEL ‘BLANCO’ (‘CLARO’) EN ANTONIO MACHADO

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552
SUBSERIE LÉXICA DEL ‘BLANCO’ (‘CLARO’) SUBSERIE LÉXICA DEL ‘NEGRO’ (‘OBSCURO’)

LEXEMAS N.°de % LEXEMAS N.°de %


veces veces

Albo 4 1,75 Atezado 1 0,57


Argentado 1 0,45 Bruno 1 0,57
Argénteo 1 0,45 Denegrido 2 1,13
Argentino 1 0,45 Enlutado 2 1,13
Blanco 155 68, 6 Ennegrecido 3 1,70
Blanquecino 3 0,8 Ensombrecido 5 2, 8
Cano 6 2,45 Fosco 1 0,57
Claro 45 20 Morenito 1 0,57
Encalado 1 0,45 Negro 88 50,12
Nevado 1 0,45 Negruzco 1 0,57
Plateado 6 2,6 Obscuro 23 13, 0
Requemado 2 1,13
Quemado 1 0,57
Sombrío 32 18,70
Tostado 1 0,57

TOTAL 226 110% TOTAL 175 100%

553
NOTAS
1. Se ha venido repitiendo, en distintos estudios de la obra de Machado, la importancia que el color
tiene en su poesía; sin embargo —que nosotros conozcamos — , aparte de notas sueltas en estu­
dios más amplios o con otra dirección, sólo existe un trabajo sobre el color en Campos de Castilla
de Diez Borque (“Consideraciones en torno al color en “Campos de Castill” - Antonio Machado”
en Celtiberia, XIX núm. 38, 1969) muy alejado de nuestros presupuestos.
2. Son frecuentes la oposición de sintagmas: “televisión en color” / “televisión en blanco y negro”,
“película en color” / “película en blanco y negro”, etc.
3. La voz claro además del significado 'con luz’, luminoso’ —que casi nunca pierde al hablar de
color “puede llevar el de ‘color próximo al blanco’” (DUDE s.v. 4.a “dícese del color que se
acerca al negro, y del que se contrapone otro más claro de la misma clase”; DUDE s.v. 2.a “Se
aplica al color que tiende al negro más que otros”).
4. La fragmentación del espectro cromático vaíra de una lengua a otra y aun dentro de la misma len­
gua en distintas sincronías. Existen monografías y estudios en los que se estudia las denominacio­
nes del color en las distintas lenguas románticas: A. M. KRISTOL: Color. Les langues romanes
devant le phénoméne de la couletir, Berne, 1978; R. M. DUNCAN: “Color Words in Medieval
Spanish”, in Studies in Honor of Lloyd A. Kasten; Madison Hispanic Seminary of Medieval Stu-
dies, 1975, 53-71; Malmberg (La Lengua y el hombre', Madrid, Itsmo, 1966, pp. 91 y ss.) estudia
los nombres de color en español, galés, francés, danés y sueco; C. BLAYLOCK, “Aproximacio­
nes de colores: un problema de morfología derivacional”, in XIII Congrés Intem. de Linguist. y
Filologie Romanes-, Quebec, Actas I, 1976, pp. 343-348.
5. “La poesía machadiana es esencialmente simbólica”, dice R. GULLOM (Una poética para Anto­
nio Machado', Madrid: Gredos, 1970, p. 261). Son numerosísimos los trabajos que estudian los
símbolos en su lírica, en notas sucesivas iremos citando algunos.
6. R. TRUJILLO: Elementos de Semántica Lingüística; Madrid: 1976, p. 83.
7. En la estructuración de este trabajo seguimos, en líneas generales, la metodología aplicada en
Los objetivos de color en la prosa de los tratadistas de agricultura. (Estudio de Semántica Estructu­
ral) de M. C. ARIAS ABELLAN, resumen de tesis doctoral, Granada, 1983.
8. Tomamos prestado estos términos, aunque con algunas variantes significativas, de M. M.
ESPEJO MURIEL, “Estudio semántico de los nombres del color verde en español (siglos XVIII-
XIX) a través del DRAE”; en Actas del ¡Congreso Internacional de Historia de la Lengua Espa­
ñola.
La diferencia entre las variantes expresivas no es discreta sino estilística, estas variantes dependen en
gran medida del contexto y de necesidades de expresión: vid. Trujillo, R., Elementos de Semántica
(op. cit.) pp. 187-8.
10. Citamos siguiendo la ed. de Oreste MACRI Poesie di Antonio Machado. Studi introductivi, testo
criticamente ridevuto, traduzione, note al testo, commento, bibliografía. I edizione completa, a
cura di...; Milano, 3.a ed., 1970. En números romanos aparece el número del poema que recoge
la numeración de Obras Completas que Machado publicó en Espasa Calpe, Madrid, 1936; cuando
delante de este número aparece la sigla PS, alude a las “Poesías Sueltas” no recogidas por
Machado en la citada ed. Por último, las otras cifras indican respectivamente la página y la línea
donde se encuentra la cita. Hemos manejado también A. FINZI, F. ROSELLI y A. ZAMPO-
LLI: Concordancias y frecuencias de uso en el léxico poético de Antonio Machado, Cattedra di
Lingüística dell’Universitá di Pisa, s.a.
11. Hallamos un solo texto en el que blanco tiene una valoración afectiva negativa, con un sema
próximo a ‘enfermo’: “los de troncos plateados / cuyas frondas azulean, / pinos jóvenes; los
viejos; / cubiertos de blanca lepra, / musgos y líquines canos / que el grueso tronco rodean” /
(456, 24, CXIV).
12. Vid. el concepto de estructura bipolar que R. TRUJILLO, El campo semántico de la valoración
intelectual en español. Las Palmas, 1970, pp. 67 y ss., expone en donde blancolnegro los considera
como dos polos antonímicos. Machado frecuenta esta “técnica del contraste” “para vigorizar y
dar relieve a una evocación” (vid. J. L. CANO: “El símbolo de la primavera en la poesía de Anto­
nio Machado”; en Cuadernos Hispanoamericanos, números 304-307 (1975-76), Madrid, p. 702);
vid. además, la polaridad en la combinación de adjetivos de color con el sustantivo en DIEZ
BORQUE, op. cit., pp. 269 y 275.

554
13. El carácter simbólico del ‘camino’ como ‘vida humana’ ha sido estudiado por E. OROZCO,
“Antonio Machado en el camino. Nota a un tema central en su poesía”, en Paisaje y senti­
miento de la naturaleza en la poesía española; Madrid, 1968; vid. también R. LAPESA, “Sobre
algunos símbolos en la poesía de Machado”, en Cuadernos Hispanoamericanos, CII, números
304-307, (pp. 386-430).
14. El blanco para Diez Borque, op. cit., es símbolo de ‘soledad’, también tiene para el valor de ‘inse­
guridad’, “pero es a la vez expresión de lo flotante, irreal, e inmaculado del alma del poeta lírico”,
p. 281.
15. Las voces argentada y plateado las estudia Diez Borque en el trabajo citado, p. 260. en la gama de
los “grises” y entre ambos términos señala, además de la diferencia expresiva, el rasgo “con bri­
llo” de argentada.
16. El adjetivo claro es uno de los que más valores tiene, es un término que “pertenece, sin duda, al
dialecto machadiano”, dice M. P. Palomo, que estudia sus significados contextúales, “Estudio
preliminar” en A. Machado: Poesía; Madrid. Narcea, 1971, pp. 67 y ss.
17. La valoración afectiva del ‘blanco’ y el ‘negro’ está ya en latín, vid. J. ANDRE: Etude sur les ter­
mes de la couleur dans la langue latine; París, 1949, pp. 36-8. y L. PEREZ GOMEZ. “La determi­
nación adjetiva del color en Prudencio”; en Estudio de Filología Latina en honor de la profesora
Carmen Villanueva Rico; Granada, 1980, pp. 129-145.
18. Vid. en R. LAPESA, op. cit., pp. 407 y ss., las connotaciones de “sombra”.
19. Machado también emplea oscuro pospuesto a un color para coantraponerlo a otro más claro de su
misma clase (vid. DRAE s.v.): “Los trozos de verde oscuro en que el merino pasta” (428,11, CLVI).
20. Se puede ver una interpretación simbólica de las “galerías” y espacios interiores en la poesía de
Machado en R. GULLON: Las secretas galerías de Antonio Machado; Madrid, 1958; otros estu­
dios que también recogen estos símbolos son: J. M. AGUIRRE: Antonio Machado, poeta simbo­
lista; Madrid, 1973, y M. P. PALOMO, op. cit., pp. 77 y ss.

555
LA NORIA DE ANTONIO MACHADO

José María Vaz de Soto


I. B. “Martínez Montañés.” (Sevilla)

Con este mismo título he dado hace poco una conferencia en un centro cultu­
ral de esta ciudad. Vuelvo a servirme de él y de algunos conceptos allí vertidos,
pero me dirigo ahora a unos oyentes especializados y pretendo agotar un poco el
tema.
El tema no es otro que el que enuncia el título: la noria de Antonio Machado.
Sabido es que nuestro poeta tenía una noria, como tenía una fuente, y tenía un
camino, y tenía una tarde que todavía resuenan en sus versos, casi siempre con
acentos hondos y misteriosos. La noria contaba con la ventaja —sobre el río o el
camino, por ejemplo— de que era más pequeña y la podía llevar en el bolsillo de
la chaqueta como la petaca y el encendedor. La verdad es que la sacaba sólo muy
de tarde en tarde y —nunca mejor dicho— solía hacerlo por la tarde, la hora de
los símbolos, la hora simbólica por excelencia para aquel gran melancólico que fue
Antonio Machado.
A veces, mientras escribía, cuando la sacudía un poco con descuido para
hacerla girar en algún lugar del poema, se salpicaba las solapas de la chaqueta, del
mismo modo que, según cuentan, se ponía otras veces perdido con la ceniza del
cigarro. En ocasiones, se limitaba a echar mano de su cuadernillo o de alguna hoja
suelta, cuando paseaba por el campo al ponerse el sol, y, aunque no la llevara con­
sigo ni hubiera noria por los alrededores, anotaba por ejemplo:

en una huerta sombría


giraban los cangilones de la noria soñolienta,

y ya estaba todo dicho.


La noria, el poemita así titulado, al que voy a referirme
principalmente en esta intervención, aparece ya en la pri­
mera edición de Soledades (en 1902, aunque con fecha de
1903, como hoy sabemos). En la edición corregida y aumen­
tada, con título ya alargado y todavía punteado (Soledades.
Galerías. Otros poemas) de 1907, ha sufrido una pequeña
modificación: el verso 10 (“del cristal que sueña”) ha sido
sabiamente sustituido por el que hoy leemos (“que en el

557
agua suena”). En esta segunda edición, el poema se dividía en dos partes numera­
das, división suprimida a partir de Poesías Completas, en 1917.
De este primer libro de Antonio Machado cabría decir que está constituido,
sobre todo, por unos pocos temas o unos cuantos símbolos; estos últimos maneja­
dos con profunda originalidad. Los temas: el paso del tiempo en cuya corriente
nos deslizamos, la muerte, el misterio del mundo, el desaliento del vivir, la nostal­
gia, los sueños... Los símbolos: la tarde, el camino, las galerías, el agua que fluye
en sus diversas manifestaciones... Casi todos ellos, símbolos de su visión del mun­
do, de su visión del hombre en el mundo, esto es, de la vida y de la muerte tal
como las ve Machado.
Se ha señalado también con frecuencia que la tarde, la fuente, el camino son
en sus versos significantes con referencias “reales”, pero que fácilmente adquieren
connotaciones simbólicas. Quizá a esto sea a lo que alude el propio poeta cuando,
mucho más tarde, a la hora de la reflexión poética a posteriori, escribe:

Da doble luz a tu verso:


para leído de frente
y al sesgo.

Y es a esto mismo a lo que apunta Carlos Buosoño cuando dice de algunos de


estos símbolos machadianos que son bisémicos, o sea, que al mismo tiempo tienen
un significado real y otro simbólico.1
Pongamos un ejemplo por nuestra cuenta: En el poema que empieza “Yo voy
soñando caminos / de la tarde... ”, el camino es sin duda un camino real (el poeta
va paseando por el campo al declinar el día), pero al mismo tiempo, o, al menos,
a cierta altura del poema (a partir, sobre todo, del verso 5.°: “¿Adonde el camino
irá?”), ese camino alcanza dimensiones simbólicas. Es decir, ese camino que no se
sabe adonde va mientras cae la noche, sin dejar de ser un camino del campo, es
también el camino de la vida (el anochecer sugiere, pues, la idea de la muerte).
Pero no siempre es así. Quiero decir, que no siempre el símbolo es bisémico
en sus otros dos libros poéticos, Campos de Castilla y Nuevas Canciones.
Así, para no apartarnos, en nuestro ejemplo, del tema del camino y el cami­
nante, podemos aducir un poema superconocido (superconocido por obra y gracia
de un juglar de nuestros días) y uno de cuyos versos (“se hace camino al andar”)
da ya apuro citar de tan manoseado. Pertenece el poema a Campos de Castilla y
dice así:

Caminante, son tus huellas


el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante, no hay camino,
sino estelas en la mar.

558
Evidentemente, el poeta no se refiere aquí a un camino real con una dimen­
sión simbólica, sino que nos habla de la vida del hombre sirviéndose de símbolo o
sistema de símbolos: el caminante, las huellas, la senda, las estelas, la mar...). Es
decir, el camino es aquí un símbolo y nada más que un símbolo: un símbolo mono-
sémico, para Carlos Bousoño2.
Rafael Lapesa, pasando revista al símbolo del camino de la obra de Machado,
dice con relación al poemita que acabamos de citar: “Desde 1909 Machado ve la
existencia de los hombres como algo inconsistente y efímero, que desaparece sin
dejar rastro duradero. No caminamos sobre tierra estable, sino sobre el abismo de
la nada, y nuestros derroteros son obra del acaso; no tenemos ante nosotros ruta
marcada, ni podemos volver a la ya recorrida. Nuestras vidas sólo trazan estelas
pasajeras, tan delebles como los intentos de hallar sentido a nuestra existencia”. Y
concluye poco después: “La imagen del camino como símbolo del vivir humano
tiene, pues, constante vigencia en toda la obra de Machado, aunque entre 1909 y
1917 alterne con la imagen de la estela, que le parece más exacta”.3 Como ven
ustedes, puede hablarse de exactitud y puede darse una interpretación también
muy exacta de esta otra clase de símbolos, lo que seguramente no cabría en el caso
de los símbolos bisémicos.
Espero que basten estos ejemplos a modo de prólogo, o prologuillo, para ocu­
parnos a continación de uno de los más interesantes símbolos machadianos (bisé-
mico unas veces, monosémico otras): el símbolo de la noria.
La noria aparece de vez en cuando, no demasiado, en Soledades. Galerías y
otros poemas. Si no he contando mal, sólo en cuatro ocasiones.
Como símbolo bisémico, la encontramos en el largo poema XIII (sin título),
que empieza:

Hacia un ocaso radiante


caminaba el sol de estío,
y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante,
tras de los álamos verdes de las márgenes del río.

Más adelante leemos los ya citados versos:

En una huerta sombría


giraban los cangilones de la noria soñolienta

Y el poema concluye mientras la noria sigue dando vueltas y vueltas en nues­


tro corazón acongojado:

Giraban los cangilones de la noria soñolienta.


Bajo las ramas oscuras caer el agua se oía.

(Este poema está construido —y no es el .único caso en la obra de Antonio


Machado— sobre la marcha o en el recuerdo de un paseo por el camino en el que
el poeta va meditando y anotando lo que ve. El camino por el que transita es,
pues, sólo real; en cambio, el río y la noria son símbolos bisémicos.)

559
Distinto es el caso del poema LX, también de Soledades, pero añadido al
libro muchos años más tarde, en la primera edición de Poesías Completas
(1917). (Según Sánchez Barbudo pudo ser escrito en 1907 o poco después)4.
Empieza así:

¿Mi corazón se ha dormido?


Colmenares de mis sueños,
¿ya no labráis? ¿Está seca
la noria del pensamiento,
los cangilones vacíos,
girando, de sombra llenos?

Aquí, parece evidente la noria funciona más bien como símbolo monosémico
y ocasional, metáfora del pensamiento sin inspiración.
Lo mismo puede decirse del poema LXXXVI, en el que el agua de noria se
contrapone (como tristeza buena) al agua de torrente (imagen de la amargura o la
angustia “que arranca el limo a la tierra”):

¡Oh tiempo en que mis dolores


tenían lágrimas buenas,
y eran como agua de noria
que va regando una huerta!
Hoy son agua de torrente
que arranca el limo a la tierra.

He hablado antes de cuatro ocasiones en que la noria aparece como símbolo


o metáfora en Soledades. La cuarta es, claro está, el poema así titulado. Se trata
de un breve romancillo en hexasílabos, con rima llana en e-a, que por su tema y
estructura justifica tal vez la antigua división en dos partes, aunque creemos que
Machado hizo bien en suprimirla. Dice así:

La tarde caía
triste y polvorienta.
El agua cantaba
su copla pebleya
5 en los cangilones
de la noria lenta.
Soñaba la muía.
¡pobre muía vieja!,
al compás de sombra
10 que en el agua suena.
la tarde caía
triste y polvorienta.
Yo no sé qué noble,
divino poeta,

560
15 unió a la amargura
de la eterna rueda
la dulce armonía
del agua que sueña,
y vendó tus ojos,
20 ¡pobre muía vieja!...
Mas sé que fue un noble,
divino poeta,
corazón maduro
de sombra y de ciencia.

En este sencillo poema (sencillo para ser leído y sentido) la noria funciona a
todas luces como símbolo bisémico; es decir, se trata de una noria de las de verdad
—y en funcionamiento— que al mismo tiempo expresa simbólicamente la visión
de la vida de Machado.
Este símbolo de la noria está a su vez envuelto, por así decirlo, en otro sím­
bolo —el de la tarde— mucho más usual en el autor de Soledades, como ha sido
señalado, entre otros, por Manuel Alvar (en el prólogo a la nueva edición de Poe­
sías Completas en la colección Austral), para el que “tarde” es la palabra-clave
sobre la que gira el mundo lírico del primer Machado3. Alfredo y Luz Rodríguez
y Tomás Ruiz Fábrega han llegado a contar hasta 140 repeticiones de la palabra en
82 poemas de Antonio Machado, y recuerdan cómo ya Moreno Villa confirmó,
mediante el recuento sistemático de palabras, que “tarde” era el vocablo predilec­
to, el más repetido del repertorio lingüístico del poeta6. Sin necesidad de recuen­
tos, podríamos añadir por nuestra parte que tarde es también el símbolo bisémico
preferido en la poesía de Antonio Machado, quizá porque como muerte del día o
consumación del día no sólo expresa tiempo, sino que añade a la idea de tiempo la
idea de fin.
La tarde nos introduce así desde el comienzo —en éste como en tantos otros
poemas de Soledades— en una especie de clima simbólico, de melancolía existen-
cial, que propicia o potencia el simbolismo de los demás elementos: agua, noria,
muía, cangilones, etc. Por su parte el verbo caer y los adjetivos triste y polvorienta
subrayan, por el procedimiento de la reiteración o superlativización explicada por
Bousoño, esa atmósfera melancólica.7 La tarde o el atardecer, por sí solos,- sugie­
ren casi siempre, en este primer Machado de Soledades, ya lo hemos dicho, la idea
de acabamiento o muerte. Acompañada en este caso por los “signos de sugestión”
cae, triste y polvorienta, esas connotaciones de la palabra “tarde” se hacen aún más
intensas y evidentes. Porque “los signos de sugestión —y cito un vez más a Carlos
Bousoño— se nos manifiestan, asimismo, como símbolos, aunque se trata de símbo­
los sumamente tenues, cuya eficacia depende de su encadenamiento en un sistema.8
Así que, si la noria es la vida, si la muía de la noria representa la situación del
hombre en el mundo, la tarde está cayendo sobre ella es la muerte inevitable, la
nada que se acerca.
Ocupémonos ahora de la noria propiamente dicha, esto es, del resto del poe­
ma. Consideremos, para mayor claridad, los dos planos del símbolo bisémico: el
real y el simbólico o metafórico. (Advierto que llamo plano real a lo que es al
mismo tiempo, como queda dicho, realidad y sugerencia (la noria), y llamo plano

561
simbólico a lo encubierto, connotado o sugerido (la vida), al contrario de lo que
hace Carlos Bousoño en su Teoría de la expresión poética'). Cada elemento del
plano real —sustituyeme o plano evocado para Bousoño— sugiere, pues, otro u
otros elementos del plano simbólico o metafóroico —sustituido o plano real para
Bousoño—9. (Téngase, en todo caso, bien presente en lo que diré a continuación
que no estamos ante una alegoría a la manera medieval y que, por tanto, las
correspondencias que voy a señalar no pretenden ser otra cosa que mera indica­
ción para mejor entendernos.)

Plano real Plano simbólico

Canto del agua Paso del tiempo


La muía de la noria El ser humano en el mundo
Sueños de la muía Sueños, esperanzas del hombre
Compás de sombra Pensamientos de muerte, la idea
de la muerte asociada al senti­
miento o emoción del tiempo
La eterna rueda Lo que la vida tiene de repetición,
lo clínico, las estaciones del
año, los días de la semana, la
monotonía de la vida...
La armonía del agua que sueña Los dulces sueños humanos, las
cosas bellas de la vida
Ojos vendados de la muía Ignorancia del hombre acerca de su
condición
El “poeta”, el inventor de la El creador de la vida, el que puso
noria, el que puso allí a la muía al hombre en el mundo, Dios

Prescindimos por el instante de algunos elementos del final del poema, por­
que su análisis no iba a resultarnos tan fácil y porque en ellos está, a mi modo de
ver, la clave del texto y el objetivo último de este comentario.
Detengámonos primero un poco en la visión que Machado nos da de la noria,
en la que vemos o entrevemos la visión que tenía de la existencia. Esta visión es
sin duda pesimista, por no decir trágica, en cuanto a la condición y al destino del
hombre (la muía del poema). Pero en ella se mezclan dos elementos en cierto
modo antitéticos: lo que la vida tiene de repetición (la rueda) y lo que tiene de pér­
dida definitiva (el agua que fluye). Podrían, muy humildemente, equivaler a sím­
bolos tan grandiosos como el río de Heráclito, por un lado, y el eterno retorno de
Nietzsche por otro. En la noria machadiana, en la visión de la vida, están presen­
tes ambos elementos: la rueda (que, por cierto, son dos: la vertical, quizá la rueda
de los días o cangilones, y la horizontal, sin duda la rueda del trabajo de esa mula-
Sísifo con la que Machado representa al hombre) y el fluir del agua (que tal vez
tenga también su bisemia en el plano exclusivamente simbólico: el paso del tiem­
po, por una parte, y lo que pueda sugerirnos la palabra “armonía”, o “dulce armo­
nía”, por otra: digamos la hermosura de la naturaleza, las cosas bellas, buenas y
nobles de la vida).

562
Ahora bien, ¿quién enganchó la muía a la rueda y vendó sus ojos para que
ignorara su destino de dar vueltas y más vueltas por el lendel interminable? ¿Y
quién puso al hombre en el mundo en la misma situación de ser que trabaja y sue­
ña, digámoslo así, y que tampoco sabe de dónde viene ni adonde va? A la primera
pregunta hemos respondido: el constructor o inventor de la noria. Y a la segunda:
el creador de la vida, Dios.
Pero, puesto que estamos hablando de Dios, quizá convenga hacer aquí un
pequeño inciso, antes de pasar a comentar los últimos versos del poema, para pre ­
guntarnos por el carácter religioso o no de Machado. Ha habido distintas opinio­
nes al respecto: la de Pedro Lain, la de Aranguren, la de Sánchez Barbudo, etc.
La mía es que Machado tenía el anhelo de Dios, pero nunca llegó a creer en Él.
Creía, por el contrario, en la nada, y estaba intelectualmente convencido de que
la nada era el “más allá” de la existencia humana. Era un ateo religioso, si se me
permite la expresión. “Todas las palabras de Machado, en lo que a religión se
refiere —dice Sánchez Barbudo, con quien coincido fundamentalmente en este
punto—, van a dar a lo mismo: a la nostalgia de una fe que no tenía”10.
Así, pues, si al comentar este texto hablamos de Dios es un poco por comodi­
dad, ya que en último término Dios no sería para Antonio Machado en ningún
caso (o no lo es, al menos, en la metafísica de sus apócrifos Abel Martín y Juan de
Mairena) el creador del mundo. Recordemos sus propias palabras: “Mi maestro —
habla siempre Mairena a sus alumnos— escribió un poema filosófico... cuyo pri­
mer canto, titulado “El Caos”, era lo más inteligible de toda la obra. Allí venía a
decir en sustancia, que Dios no podía ser el creador del mundo [soy yo quien subra­
ya], puesto que el mundo es un aspecto de la misma divinidad; que la verdadera
creación fue la Nada”. Sánchez Barbudo apostilla: “Asegurar que la obra de Dios
es la nada no es sino un modo de negar la clásica concepción cristiana, según la
cual Dios creó al mundo extrayéndolo de la nada”11.
Pues bien, vamos ya con la interpretación de nuestro poema. La dificultad la
plantean, si cabe decirlo así, los dos últimos versos.
Este “poeta”, que el autor del poema dice que no conoce, pero del que sí
conoce algunas características (“que fue un noble, divino poeta”), en el plano real
sería, pues (irónicamente), el constructor o inventor de la noria, aunque el texto
—en su bisemia— se vence aquí quizá hacia el lado simbólico (en el que el “divino
poeta” alude a Dios). El Creador habría así colocado al hombre en esa situación
de muía vieja con los ojos vendados... Aunque lo que en definitiva dice Machado
es que no sabe quién fue (vv. 13-20), para, a continuación, reafirmarse en que “fue
un noble, divino poeta”. Noble y divino, subrayamos: estos dos adjetivos encajan
de alguna manera en el plano simbólico y pueden, en efecto, ser atributos de Dios
(lo de “noble”, menos; lo de “divino”, obviamente, más, pues sería pura tautolo­
gía). Tal vez con mayor dificultad, ambos adjetivos pueden encajar también en el
plano real y ser asimismo aplicados (con cierta ironía, claro está) a ese hombre, inge­
nioso sin duda —aunque poco poeta, me lo temo mucho—, que inventó la noria.
Pero, ¿y los dos últimos versos? Ese “corazón maduro / de sombra y de cien­
cia”, ¿quién es realmente?
Antes podríamos preguntarnos:
°
l. ¿En qué sentido se puede decir de Dios que es un “cora zón maduro de
sombra y de ciencia”?

563
°
2. ¿En qué sentido se puede decir eso mismo (sin ironía) del constructor,
inventor o creador de la noria?
A mi modo de ver, en ningún sentido y de ninguna manera puede eso decirse
ni del uno ni del otro, y esa es precisamente la razón por la que andamos buscando
un tercer personaje al que verdaderamente convengan esos términos.
La clave ya anunciada es, si no me equivoco, la siguiente: entre el plano que
hemos venido llamando real y el que hemos venido llamando simbólico, entra en
juego un tercer plano, digamos, intermedio, al cual, si no temiésemos pecar de
pedantería, podríamos llamar metasimbólico, del mismo modo que los lingüistas
llaman metalingüística a la función del lenguaje que consiste en hablar acerca del
lenguaje. Y en este tercer plano asoma claramente la oreja un tercer personaje,
también intermedio entre Dios y el inventor de la noria: el poeta propiamente
dicho, el inventor del símbolo en cuestión.
En efecto, este “corazón de sombra y de ciencia”, frase que hemos convenido
en que no puede aplicarse ni al inventor de la noria ni al creador del mundo, con­
viene muy bien, por el contrario, y sin la menor ironía, al inventor del símbolo, al
poeta que vio en la noria el mejor símbolo de la vida humana —como pequeño río
heraclitano y humilde rueda nietzscheana—, el que vio en la muía que da vueltas
y vueltas con los ojos vendados la mejor representación del hombre y de su condición.
De éste sí que podemos decir que era:

1. ° Un corazón (del mismo modo que se trata de un “poeta” y no de un filó­


sofo, es con el corazón, y no con la razón, con lo que se intuye esa verdad íntima).
2. ° Maduro (para llegar a esa intuición ha de mediar una larga experiencia
vital: una maduración).
3. ° De sombra (porque si el hombre es como una muía que da vueltas sin
fin..., si nos hemos dado cuenta de eso, somos sabios, pero nuestro saber es un
saber sombrío).
4. ° Y de ciencia (lo acabamos de decir: saber sombrío: por tanto, saber, sabi­
duría, ciencia).
Todo lo cual prueba de paso, por si había alguna duda, que el autor de Sole­
dades era perfectamente consciente de que la noria del poema, la que él se encon­
traba por el campo o llevaba en el bolsillo, era al mismo tiempo una noria simbóli­
ca. Es más, sin que falten precedentes de todo tipo en cuanto a ver en este arte­
facto un símbolo de la vida, casi podríamos concluir por nuestra cuenta que este
“poeta”, este “corazón maduro de sombra y de ciencia”, no es otro que el mismo
Antonio Machado, autor del poema La noria y de libro Soledades. Al menos, él,
como pocos, nos ha hecho ver así la vida en sus versos, como una noria sin fin, en
la que sólo la “armonía del agua que sueña” nos consuela de la “eterna rueda” del
tiempo que nos liquida.
NOTAS
1. Carlos BOUSOÑO: Teoría de la expresión poética', pp. 127-153. Véase la bibliografía final de mi
trabajo.
2. Ibíd.
3. Rafael LAPESA: “Sobre algunos símbolos en la poesía de Antonio Machado"; pp. 406-407.
4. Antonio SANCHEZ BARBUDO: Los poemas de Antonio Machado, p. 144.
5. Manuel ALVAR: “Introducción”; en Poesías Completas de Antonio Machado, p. 15.
6. “El uso de ‘tarde’ en la poesía de Antonio Machado", p. 690.
7. Bousoño, op. cit., pp. 135-136.
8. Ibíd., p. 136.
9. Ibíd., pp. 66-71.
10. Sánchez Barbudo, "Ideas filosóficas de Antonio Machado”, p, 198.
11. Ibíd., p. 204.

565
BIBLIOGRAFIA
Carlos BOUSOÑO: Teoría de la expresión poética; Tercera edición aumentadda. Biblioteca Románica
Hispánica. Madrid: Editorial Gredos, 1962.
Rafael LAPESA: “Sobre algunos símbolos en la poesía de Antonio Machado”; en “Cuadernos Hispa­
noamericanos”, núms. 304-307, octubre-diciembre 1975 y enero 1976, tomo I, pp. 386-431.
Antonio MACHADO: Poesías Completas; Edición e “Introducción” de Manuel Alvar. Colección
Austral, A 33. Madrid: Espasa-Calpe, 1988.
Alfredo RODRIGUEZ, Luz RODRIGUEZ y Tomás RUIZ FABREGA: “El uso de ‘tarde’ en la poesía
de Antonio Machado”; en “Cuadernos Hispanoamericanos”, núms. citados, tomo II, pp. 690-697.
Antonio SANCHEZ BARBUDO: Los poemas de Antonio Machado. Barcelona: cuarta edición. Edi­
torial Lumen, 1981.
Antonio SANCHEZ BARBUDO: “Las ideas filosóficas de Antonio Machado”; en Antonio Machado.
El escritor y la crítica. Edición de Ricardo Gullón y Alien Philips. Madrid: Taurus Ediciones,
1979, pp. 189-225.

566
LA POESÍA DE ANTONIO MACHADO Y LA GUERRA CIVIL

Krinka Viclakovic Petrov


Instituto de Literatura de Belgrado (Yugoslavia)

Antonio Machado es el ejemplo de un escritor cuyo compromiso intelectual y


político está expresado en las obras —prosas, poemas, artículos, discursos— escri­
tos durante la Guerra Civil. En algunas de ellas, su actitud está expresada de
manera explícita. En otras, especialmente sus poemas, está codificada en los ele­
mentos poéticos del texto.
Los poemas escritos por Machado durante la guerra suelen basarse en
sucesos y experiencias reales, algunos de los cuales ya llevaban un signo político
antes de ser elaborados poéticamente. Pasando de la vida real al sistema litera­
rio del poema, estos sucesos y experiencias se transformaban en signos poéticos
que mantenían vínculos con circunstancias concretas y al mismo tiempo las
transcendían. Los poemas de guerra plantean el estudio de este proceso de
transformación igual que la interpretación de su resultado. En esta ocasión me
limitaré a un número reducido de poemas, prestando atención especial a El cri ­
men fue en Granada, el poema que ocupa un puesto central en la poesía de
Machado escrita en el curso de la guerra.
A continuación ofrezco un comentario de este poema, una de las varias lectu ­
ras posibles1.
Este poema consiste en tres partes.

1. En la primera parte los motivos dominantes son visuales.


El poema se abre con las palabras se le vio', después se mencionan las estrellas,
la madrugada, la luz, los verdugos que cierran los ojos y que no osan mirar la cara
de la víctima. Estos elementos se reparten en dos grupos que forman una oposi­
ción. Por una parte están los elementos de la naturaleza representados por la luz
que deja ver el asesinato del poeta, que ocurre justamente cuando el día está por
nacer; el sintagma del verso inicial —se le vio— es deliberadamente impersonal,
así que los testigos del crimen no parecen ser hombres sino elementos de la natura­
leza. Por otra parte están los verdugos, reducidos metonímicamente a fusiles (Se
le vio, caminando entre fusiles), una multitud de armas impersonales, instrumentos
de muerte; más adelante vuelve a mencionarse esta multitud impersonal, el pelo­
tón de verdugos con ojos que no ven ni osan mirar. El segundo grupo se define por
su ceguera o sea falta de luz.

567
Otro elemento vital es el espacio: la calle larga (que sugiere movimiento, el
traslado al lugar donde ocurre la muerte) y el campo frío / aún con las estrellas, de
la madrugada (el poeta crea la impresión de un espacio total que se extiende de la
tierra al cielo).
El verso en el cual los verdugos dicen ni Dios te salva contiene una alusión
bíblica2, que tiende a subrayar la inocencia de la víctima.
Entonces ocurre la muerte como un instante de movimientos simultáneos y
opuestos: el chorro de cálida y roja sangre (la sangre en la frente) y el metal frío y
gris que entra en el cuerpo (el plomo en las entrañas)3. En los últimos versos se
establece un paralelismo entre el plomo-el crimen y en las entrañas-en Granada,
con lo cual se introduce la relación él-ella (Federico-Granada). La personificación
de Granada anuncia otra personificación que ocurre en la segunda parte.
2. La estructura de la segunda parte se basa en la relación él-ella (el poeta-la
muerte). El verso inicial —que enlaza las tres partes del poema— repite el imper­
sonal se le vio, pero sustituye caminando entre fusiles con caminar sólo con ella. A
diferencia de la primera parte, donde se describe un suceso real, aquí se trata de
un encuentro imaginado y simbólico. También a diferencia de la primera parte,
aquí los elementos dominantes no son visuales, sino auditivos: Los martillos, los
yunques, el golpe de las secas manos. Mientras que en la primera parte el poeta
está mudo, aquí Federico habla a la muerte (se introduce el discurso directo, el
monólogo). El sonido de los martillos y yunques —como en algunos poemas de
García Lorca4— intensifican la impresión de lo dramático y de algo intangible,
anunciando la muerte. Pero el monólogo del poeta deja la impresión de una suave
plenitud y tranquilidad. Todo lo que ocurre en la segunda parte es invisible, intan­
gible, es algo que pasa por los aires de Granada.
Machado establece aquí una importante relación intertextual: con la Canción
de la muerte pequeña de García Lorca:

Prado mortal de lunas


y sangre bajo tierra.
Prado de sangre vieja.

Luz de ayer y mañana.


Cielo mortal de hierba,
luz y noche de arena.

Me encontré con la muerte


Prado mortal de tierra
Una muerte pequeña

El perro en el tejado.
Sola mi mano izquierda
atravesaba montes sin fin
de flores secas.

Catedral de ceniza.
Luz y noche de arena.
Una muerte pequeña.
Una muerte y yo un hombre.
Un hombre sólo y ella
una muerte pequeña.

Prado mortal de luna.


La nieve gime y tiembla
por detrás de la puerta.

Un hombre ¿y qué? Lo dicho.


Un hombre sólo y ella.
Prado, amor, luz y arena.5

El lugar donde ocurre el encuentro en el poema de García Lorca es el prado


mortal de lunas... cielo mortal de hierba mientras que en Machado es el “campo
frío aún con estrellas;” en García Lorca es el encuentro entre un hombre sólo y
ella, mientras que en Machado es Federico “sólo con Ella”; en García Lorca la
mano atraviesa montes de flores secas, mientras que en Machado se mencionan las
“secas palmas”; en García Lorca la luz es de ayer y mañana mientras que en
Machado es “hoy como ayer”. El encuentro de Federico con la muerte en el
poema de Machado es un encuentro ya imaginado y poetizado por García Lorca
en la Canción de la muerte pequeña. Pero el diálogo poético entre Machado y
Lorca se establece a propósito de la muerte real de Federico, el hombre que ya
lleva plomo en sus entrañas. La impresión producida de esta manera es que la
muerte pasa de la poesía a la realidad para volver otra vez a la poesía. Es como un
ciclo: verbo-realidad-verbo. Por otra parte, se contrastan dos aspectos de la muer­
te: el asesinato de Federico por un pelotón de verdugos y el encuentro del poeta
con la muerte en el cual éste le ofrece la carne que ella no tiene, los ojos que le fal­
tan, los cabellos, los rojos labios. Le está ofreciendo un “cuerpo” que se materia­
liza sólo en el lenguaje, el verbo, la poesía. Los versos en los cuales el poeta se
dirige a la muerte diciendo te cantaré... los rojos labios donde te besaban se refie­
ren a una combinación de motivos muy difundida en la lírica tradicional y también
presente en la poesía de Lorca. Es la combinación bodas-funerales. La muerte está
personificada y aparece en forma de mujer; el encuentro con esa mujer (... gitana,
muerte mía...) también tiene que ver con el “cuerpo” que ella no tiene y los ojos
que le faltan. Pero a diferencia del cuerpo en la primera parte (el que lleva plomo
en sus entrañas), el “cuerpo” aquí es inmaterial. Todos los procedimientos poéti­
cos que crean la impresión de lo inmaterial en la segunda parte son muy importan­
tes, ya que sugieren la idea de la resurrección. Por eso se subrayan los elementos
auditivos: la voz, los sonidos, el eco.
3. En la tercera parte, el verso inicial vuelve a repetir: Se le vio caminar... Compa­
rado con los versos iniciales de la primera parte, este parece deliberadamente trunco
y al mismo tiempo tiene el efecto de abrir un espacio indefinido y un tiempo ilimitado.
Los versos que siguen representan un cambio brusco de perspectiva: el asesi­
nato de Federico (primera parte) y el encuentro del poeta con la muerte (segunda
parte) son hechos acabados que ahora dan lugar a un llanto. El verso labrad un
túmulo al poeta de piedra y sueño asocia la calidad dura de la piedra con lo inmate­
rial del sueño.

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La fuente y el agua que aparecen aquí son motivo muy difundidos en la lírica
en general, pero en el caso particular de Machado tienen una importancia especial
(en su primer libro, por ejemplo, el motivo más recurrente es el agua; fuentes,
arroyos, ríos). Además, en este poema el agua tiene el doble papel de llorar al
muerto y también de denunciar el crimen. En este punto Machado vuelve a esta­
blecer el vínculo con la literatura folklórica ya que se trata de un motivo típico de
los cuentos de tradición oral. En los cuentos son los elementos de la naturaleza —
el agua, las estrellas, los árboles— que aparecen como testigos de los crímenes.
Así los árboles, por ejemplo, “hablan” o “cantan” descubriendo la verdad de tal y
cual suceso. Y en los cuentos, el crimen siempre es castigado y la justicia restable­
cida. El empleo de este motivo folklórico es muy interesante ya que viene combi­
nado —en este caso— con el uso del agua como símbolo de poesía.
Las partes primera y segunda de este poema se refieren a procesos simultá­
neos y contrastados. La primera parte utiliza únicamente el discurso indirecto
característico de un testigo o narrador impersonal que describe el suceso por fuera
(de allí la importancia de elementos visuales); la víctima se describe en tercera per­
sona) (él) y se queda muda. En la segunda parte, él pasa a ser yo; Federico habla
y Machado introduce el discurso directo (monólogo); los elementos auditivos
subrayan la impresión de lo inmaterial. Mientras que en la primera parte la muerte
aparece como un final que anula la vida, en la segunda parte es más bien un
comienzo dirigido hacia el futuro. Es como si entre la primera y segunda parte se
efectuara un paso de este mundo (real) a otro (inmaterial) que existe como puro
verbo, como palabra. Así se establece un ciclo: la muerte poetizada por Lorca (el
verbo), la muerte como suceso real (verbo hecho carne), la muerte poetizada por
Machado a través de un diálogo con Lorca (verbo).
Este procedimiento junto con las alusiones bíblicas, las relaciones intertextua­
les y los elementos folklóricos muestran que El crimen fue en Granada no es un
poema de poética simplificada. En términos generales este poema se presenta
como una elegía que contiene una fuerte denuncia moral. Ambas características
aparecen en otros poemas escritos por Machado durante la guerra.
En algunos, la guerra está definida ante todo como un proceso anti-natural,
como una violación del orden natural del mundo. En el soneto Recordando a
Guiomar, lo natural es el amor identificado con la flor. La oposición está expre­
sada en los versos: “la flor imposible de la rama / que ha sentido del hacha el corte
frío.” El hacha se impone a la flor. Pero en otro soneto titulado La primavera,
donde encontramos la misma oposición pero más generalizada (naturaleza-gue­
rra), el rabel florido de la primavera se impone al alarido de las sirenas de guerra.
Mientras el primer soneto suena como una lamentación, el tono del segundo suena
como un elogio a la naturaleza.
En otros poemas domina la denuncia moral. En El poeta recuerda las tierras
de Soria, Machado utiliza dos referencias bíblicas. La primera es al Génesis, se
establece con la mención de Caín y tiene el efecto de encajar los sucesos de aquí y
ahora en el modelo arquetípico del fratricidio. La segunda referencia es al Evange­
lio y está directamente asociada con una categoría ética: la traición. Así la víctima
—España— se presenta como una síntesis de ambos personajes bíblicos (el her­
mano asesinado y el Cristo sacrificado). En el poema Meditación del día aparece
una denuncia moral parecida.
El último poema que quiero tratar es el dedicado a Enrique Lister y lo quiero
relacionar con el poema dedicado a Lorca. Un elemento interesante del poema a
Lister son los últimos versos que rezan: “Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán,
contento moriría”. Aquí Machado recuerda al poeta revolucionario ruso Maya­
kovsky —cuando dijo: “¡Que mi pluma conste en la lista de armas!”— y en reali­
dad está tocando el problema fundamental planteado en la poesía en épocas histó­
ricas profundamente conflictivas (tiempos de guerra o revolución). A diferencia
del rotundo imperativo de Mayakovsky, Machado utiliza una formulación condi­
cional, expresando un deseo más que una convicción. Cuando se trata del valor de
la pluma, hay que subrayar que la Guerra Civil Española es probablemente el con­
flicto bélico que más resonancia ha tenido entre los escritores e intelectuales —
españoles igual que extranjeros. En mi país —Yugoslavia— y también en otros, la
defensa de la República fue identificada con la defensa de la cultura frente a la
fuerza brutal del fascismo. Y parece que el apoyo de los poetas extranjeros a la
República sobrepasó en importancia el apoyo en armas y soldados.
Volviendo a Machado, me parece que la respuesta más auténtica —en el sen­
tido poético— al problema de la poesía comprometida la dio Machado en su
poema El crimen fue en Granada. No hay ninguna duda que Machado el hombre
dio una verdadera lección ética de responsabilidad al aceptar su compromiso inte­
lectual hasta sus últimas consecuencias. Estas últimas consecuencias tocan la poe­
sía. ¿Pero cómo definía la poesía Machado el poeta? “La poesía es —decía
Machado— el diálogo del hombre con su tiempo. Eso es lo que el poeta pretende
eternizar, sacándolo fuera del tiempo, labor difícil y que requiere mucho tiempo,
casi todo el tiempo de que el poeta dispone. El poeta es un pescador, no de peces,
sino de pescados vivos; entendámonos: de peces que puedan vivir después de pes­
cados”.
Durante la guerra, algunos poetas salieron a la calle y su poesía también. Se
desarrolló un fenómeno extraordinario: el romancero de la Guerra Civil. Esa poe­
sía es interesante desde el punto de vista histórico y teórico. ¿Pero cuántas obras
han seguido su vida poética después de haber pasado las circunstancias históricas
en las cuales surgieron? Son pocas. El crimen fue en Granada es una de ellas.

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NOTAS
1. Mónica ALONSO: Antonio Machado. Poeta en el exilio; Anthropos, 1985, pp. 29-31.
2. A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar... Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere... (S.
Mateo, 27: 42, 43).
3. En un poema escrito posteriormente (7 noviembre 1936) y dedicado a Madrid, Machado repite la
misma imagen: Tu sonríes con plomo en las entrañas.
4. Como en el poema “El emplazado” (Y los martillos cantaban / sobre los yunques sonámbulos),
F. GARCIA LORCA: Romancero Gitano (ed. M. Hernández); Alianza Editorial, 1981, pp. 83-85.
5. F. GARCIA LORCA: Obras completas (ed. A. del Hoyo); Aguilar, 1960, p. 538.

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ÍNDICE DEL TOMO I

PRÓLOGO, por Jorge Urrutia ........................................................................ 7

PONENCIAS ...................................................................................................... 11
Víctor García de la Concha: “La nueva retórica de Antonio Machado”.. 13
José Carlos Mainer: “Los retratos literarios de Antonio Machado:
retórica y significación de un género español” ................. 33
César Oliva: “El teatro de los Machado, medio siglo después” ........... 47
Ricardo Senabre: “Tema y modulaciones en la poesía de
Antonio Machado” ..................................................................................... 59
Carlos Serrano: “Una dialéctica inconclusa: Antonio Machado
y la crisis del liberalismo español” ............................... 71
Bernard Sesé: “Antonio Machado y la cuestión del nombre” ............... 85
Francisco Ynduráin: “Antonio Machado, siempre” .............................. 107
Domingo Ynduráin: “Las voces apócrifas de Antonio Machado” ....... 121
Discurso de Alfonso Guerra en la Clausura del Congreso ............. 137

ANTECEDENTES FAMILIARES ................. 149


Angel Acosta / Manuel A. Vázquez: “Demófilo, Antonio Machado
y la poesía popular” .................................................................................... 151
Pablo del Barco: “Los orígenes aristocráticos portugueses de
los Machado” .............................................................................................. 161
María Dolores Jiménez / Joaquín Agudelo Herrero: “La personalidad
y la obra científica de Antonio Machado Núñez (1812-1896)” ............. 167
Daniel Pineda Novo: “La familia de Machado en la Sevilla de la época” 191
Manuel A. Vázquez Medel: “Contextualización histórica del
pensamiento poético de Antonio Machado” .............................................. 201

PERSONALIDAD DE ANTONIO MACHADO ........................................ 211


Teresa Hernando Cano: “Antonio Machado en la memoria:
Soledades y exilio” ...................................................................................... 213
Leopoldo de Luis: “Impulsos batalladores” ............................................ 227
Jacinto Luis Guereña: “Antonio Machado y su sed educativa” ........... 235
Luis Miravalles: “Antonio Machado: una lección magistral
de esperanza” ........................................... 247
JUAN DE MAIRENA (Y OTROS APOCRIFOS) ..................................... 255
Rafael Bellón: “Los apócrifos de Antonio Machado y los heterónimos
de Fernando Pessoa frente a frente” ........................................................ 257
Francisco Caudet: “Juan de Mairena durante la guerra” ....................... 267
Manuel Galeote: “Hacia una caracterización del empleo de los refranes
en Juan de Mairena” ................................... 287
Martina Guzmán / Amelia Marta Royo: “La prosa polifónica:
¿Machado, Abel Martín, Juan de Mairena?” .......................... 299
Pilar Moraleda: “Antonio Machado, apócrifo de Antonio Machado” . 305
Manuel J. Ramos Ortega: “Las ideas literarias en el
Juan de Mairena periodístico (1934-1936)” ................................... 317
Enrique J. Rodríguez Baltanás: “Las ramas verdes y las virutas:
sentido y funcionamiento de la antinomia Lope/Calderón en el
pensamiento literario de Juan de Mairena ” ............................................. 329
Sagrario Ruiz Baños: “Juan de Mairena, maestro en ironía” ............... 339
James Whiston: “Las Misiones Pedagógicas de Antonio Machado: Juan
de Mairena (1936)” ..................................................................................... 345

TEMÁTICA MACHADIANA (Análisis de la obra) ................................... 356


Celina Alegre: “La indumentaria en la poesía de Antonio Machado” . 359
Manuel Ariza: “Los animales en Antonio Machado” ............................ 367
Richard A. Cardwell: “Antonio Machado, la institución y el idealismo
finisecular” ................................................................................................... 381
Sabina de la Cruz: “Una carta inédita de Antonio Machado” ......... 405
María del Mar Espejo: “La noción cromática en la obra poética de
Antonio y Manuel Machado” .................................................................... 415
Miguel A. García López: “La humilde tierra soriana en
Antonio Machado” ....................................... 429
Jaime García Padrino: “Antonio Machado y la atención al niño en la
guerra civil” ................................................................................................. 441
—> Jacques Issorel: “El tema del viaje en la poesía de Antonio Machado”... 449
Rosario León Alonso: “La mujer en Machado: de Leonor a Guiomar”.. 457
- ’ Miguel A. Lozano Marco: “La «Ciudad Muerta» en la poesía de
Antonio Machado” ..................................................................................... 465
Jaume Pont: “Sobre «La Guerra» de Antonio Machado” .................... 477
Rogelio Reyes Cano: “La visión de Sevilla en la obra de Antonio
Machado: ¿Hacia una teoría apócrifa de la ciudad?” ............................ 487
y Pere Rovira: “Las Soledades del Splin” .................................................. 497
Manuel Ruiz Amezcua: “D. Antonio Machado y la maldición en poesía”... 507
Concepción Torres López: “El tema del camino en la poesía
de Antonio Machado” ................................................................................ 513
Francisco Torres Montes: “Las subseries léxicas adjetivas del ‘blanco’
(‘claro’) y ‘negro’ (‘obscuro’) en la poesía de Antonio Machado.
Estudio semántico ...................................................................................... 529
José María Vaz de Soto: “La novia de Antonio Machado” ................... 557
Krinka Vidakovic Petrov: “La poesía de Antonio Machado y la
guerra civil” ................................................................................................. 567

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