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18/12/22, 10:56 El día que mi mamá dejó de estar loca

El día que mi mamá dejó de estar loca


Cró­nica de un ins­tante de luci­dez en medio del derrumbe: una madre, un
hijo y el amor como una única cer­teza

LA NACION · 18 dic. 2022 · por damián nabot »

La mente de mi mamá se fue per­diendo de a poco. Pri­mero ocu­rrió en los actos esco­la­res de
mis hijos. Se extra­viaba por las calles y lle­gaba cuando ter­mi­na­ban. La última vez que viajó
sola había deam­bu­lado durante más de una hora sin encon­trar la escuela, hasta que se dio
por ven­cida y tomó un taxi. Mis hijos se rie­ron por la dis­trac­ción de la nonna. Yo pre­ferí
igno­rar aquel sonido que retumbó en mi inte­rior, como una pie­dra que se raja, el eco de un
derrumbe lejano que uno se resiste a escu­char.

Des­pués fue la comida. Las pas­tas ini­gua­la­bles deja­ron de exis­tir. Se le que­ma­ban las pre­-
pa­ra­cio­nes. Mez­claba mal los ingre­dien­tes, los mis­mos que había com­bi­nado sin medi­do­-
res y a la per­fec­ción toda la vida, de pronto caían en exceso o eran insí­pi­dos. Los aro­mas de
la sar­tén, el ajo con oliva, la salsa de toma­tes madu­ros, todo se des­ha­cía len­ta­mente en el
olvido de la casa.
Luego vino el fin del calen­da­rio. Había olvi­dado su edad, era inca­paz de decir en qué año
está­ba­mos. Tenía la cer­teza de su fecha de naci­miento, pero todo el resto se enma­ra­ñaba en
una bruma espesa, una nie­bla cada vez más omni­pre­sente que había comen­zado a cubrir su
vida, que des­di­bu­jaba los con­tor­nos. Repe­tía los mis­mos temas, una y otra vez, en cada
visita. Cada vez me resul­taba más difí­cil domi­nar el mal humor. ¿Por qué insis­tía? ¿Cómo
no enten­día? ¿Cuán­tas veces tenía que expli­carle las mis­mas cosas? Y debajo de mi anti­pa­-
tía se movía el duelo, la cer­teza de que había dejado de ser hijo, de que ya nadie me cui­da­-
ría. Era inca­paz de per­do­narla, solo lograba eno­jarme.
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18/12/22, 10:56 El día que mi mamá dejó de estar loca

Por último, apa­re­ció la can­ción. Maru­ze­lla. Mi mamá había dejado de pronto de ser una
anciana, can­taba con la voz de una nena en su idioma de la infan­cia, napo­li­tano. Stu core
mme faje sbat­tere. Me haces latir el cora­zón. Cchiù forte ‘e ll’onne. Más fuerte que las olas.
Quanno ‘o cielo è scuro. Cuando el cielo es oscuro. Primma me dice sí. Pri­mero me dices
que sí. E doce, doce, me faje murí. Y dul­ce­mente, dul­ce­mente, me haces morir. Maruz­ze­lla,
Maruzzé. La niña en el cuerpo de mi madre can­taba en napo­li­tano. Los oji­tos se le habían
per­dido, deam­bu­la­ban por los techos y las pare­des, por las hojas de los árbo­les del jar­dín.
Miraba seres y colo­res que noso­tros éra­mos inca­pa­ces de ver. Hablaba con mi papá, muerto
hace cua­renta años. Ponía su foto sepia en el regazo y se reían jun­tos. Mi mamá viva y mi
papá muerto. Y can­ta­ban, Maruz­ze­lla, Maruzzé.
Su cuerpo se des­truyó de a poco. Era cada vez más frá­gil. Tuvi­mos que inter­narla. Por unos
días la regre­sá­ba­mos a su casa y, al poco tiempo, de nuevo al sana­to­rio, a los tubos en el
cuerpo, al goteo del suero, a las horas inter­mi­na­bles en el pasi­llo mien­tras se ensa­ña­ban
aden­tro de la habi­ta­ción con el intento de fre­nar lo ine­vi­ta­ble. Pasaba a verla antes de ir al
dia­rio. Estaba ves­tida con un cami­so­lín y tenía la foto de mi papá entre las manos, sin sol­-
tarla un segundo. Mi mamá nunca olvidó mi nom­bre. El resto se había per­dido en la bruma.
Un día entré ala habi­ta­ción del sana­to­rio y encon­tré su mirada ines­pe­ra­da­mente pre­sente.
–Yo me volví loca– me dijo, con sus ojos cla­va­dos en los míos.
Su cor­dura me estre­me­ció. Era impo­si­ble. No sabía qué res­pon­der.
–Me volví loca, les causé un mon­tón de pro­ble­mas– repe­tía. Y pedía per­dón, una y otra
vez, para mí, para mis her­ma­nos. Por un ins­tante fue ate­rra­do­ra­mente cons­ciente. No
lograba enten­der cómo era posi­ble haber extra­viado su mente, veía pasar sus meses fina­-
les. Intenté tran­qui­li­zarla. La cor­dura duró unas horas y luego mi mamá se per­dió para
siem­pre. A los pocos días, murió.
Desde enton­ces, no puedo olvi­dar ese momento en que vol­vió. Sus ojos en los míos, su
inter­pe­la­ción: “me volví loca”. Esa con­cien­cia impo­si­ble. Una noche se lo conté a mi mujer.
Con esa inte­li­gen­cia intui­tiva, ella me res­pon­dió que mi mamá había pedido per­miso a su
mente para des­pe­dirse. Toda­vía escu­cho su can­ción… mar uze­lla,M ar uzzéy veo su mano
apre­tu­jando la foto de mi papá. E doce, doce, me faje murí. Dul­ce­mente me haces morir.
Posi­ble­mente le cante Maru­ze­lla a los hijos de mis hijos. No sé hasta cuándo. Tal vez hasta
que mi mente se pierda de a poco. ●*

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