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Un hombre y una mujer que viven vidas muy diferentes, pero no siempre
fue así. Una vez fueron un chico y una chica que se unieron por los cómics
y
Ahora, años después, lo único que comparten es una hija, que no tiene ni
idea de que su padre interpreta a su superhéroe favorito. Pero Jonathan
está desesperado por enmendar sus errores,
Ploc. Ploc. Ploc.
La lluvia caía del cielo encapotado en ráfagas esporádicas, chaparrones
rápidos y maniáticos seguidos de momentos de nada. El hombre del clima del canal
seis había predicho un día tranquilo, pero la mujer sabía que no era así. Se
avecinaba una tormenta tumultuosa. No había forma de evitarla.
Bum. Bum. Bum.
Su corazón latía frenéticamente, la sangre corría por sus venas y se mezclaba
con la suficiente adrenalina como para que se le revolviera el estómago. Podría
haber estado preocupada por enfermar si hubiera quedado algo dentro de ella para
dar, pero no... estaba vacía. Enterrar a su madre le había quitado todo. Esto,
además, era demasiado para ella.
Pum. Pum. Pum.
Kennedy Garfield estaba de pie en el porche delantero de la casa blanca de
dos pisos, mirando al patio mientras los truenos sonaban en la distancia. Los
relámpagos iluminaban el oscuro cielo de la tarde, dándole a ella una mejor visión
de él. Su visitante no invitado estaba a sólo tres metros de distancia, vestido con
un traje de diseñador que costaba más de lo que ella ganaba en un año, pero, aun
así, se las arreglaba para parecer desechado. La corbata negra le colgaba del cuello,
la camisa empapada y pegada a su piel cenicienta.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó ella, incapaz de soportar su silencio o su
presencia. Con la misma rapidez con la que se desató la tormenta, ella necesitaba
que se alejara.
—Sabes por qué estoy aquí —dijo él en voz baja, con la voz temblorosa.
Incluso desde la distancia, ella podía ver que había estado bebiendo, con los ojos
inyectados en sangre y vidriosos.
—No deberías estar aquí —dijo ella—. Ahora no. No así.
Él no dijo nada durante un largo momento, mientras se pasaba los dedos por
su espeso pelo rubio oscuro, con las puntas rizadas por la humedad. Estaba
empapado, aunque la lluvia había disminuido hasta convertirse en un goteo
constante. Ella se preguntó cuánto tiempo él había estado de pie fuera antes de
que ella se diera cuenta de su presencia. Antes de que ella lo percibiera.
Imaginó que había pasado bastante tiempo con el estado en que él se
encontraba.
Pip. Pip. Pip.
El taxi amarillo estacionado en la acera hizo sonar su claxon, el conductor de
mediana edad se impacientaba. Kennedy casi se rio al verlo. Supuso que agarrar
un taxi habría sido algo indigno en aquellos días. Las limosinas y los coches de
ciudad, con chóferes y seguridad, eran más de su nivel.
O al menos eso había oído ella.
Él volteó a verlo, con un parpadeo de agresividad oculta en su rostro, antes
de volverse otra vez hacia ella. Su expresión se suavizó cuando sus ojos se
encontraron.
—Lo siento —dijo—. Me enteré de lo de tu mamá y sólo... quería estar aquí.
Crac. Crac. Crac.
Era el sonido de su corazón siendo destrozado una vez más.
—No debiste haber venido —dijo ella. Un asalto de lágrimas quemó sus ojos,
pero se negó a derramar una sola. No mientras él estuviera allí. No mientras él la
miraba. Tantos años después y él todavía se metía en su piel—. Lo sabes. Sólo
estás haciendo todo esto mucho más difícil.
—Lo sé, pero... —Él hizo una pausa, con sus ojos azules implorando—.
Esperaba poder... Quiero decir, me preguntaba si estaría bien si...
—No —dijo ella, sabiendo de inmediato lo que él estaba pidiendo, pero no
había manera de que sucediera, no en ese momento, y ciertamente no con la
condición en la que estaba. Él sabía que era mejor no pedir.
—Pero—
—Dije que no.
Él suspiró cuando el conductor tocó el claxon por segunda vez. Mirándola con
recelo, dio un paso atrás, y luego otro, antes de girar para irse sin decir ‘adiós’.
Ya se habían despedido lo suficiente como para durar toda la vida.
Pac. Pac. Pac.
Kennedy se puso rígida cuando unos pasos atravesaron la casa detrás de ella,
con una misión mientras se apresuraban en su dirección. La puerta principal se
abrió de golpe, y un pequeño tornado humano apareció a su lado, con un esponjoso
vestido negro y el pelo castaño recogido en coletas. A pesar de toda la oscuridad
que rodeaba a la niña, era todo moños y rayos de sol, inocencia y felicidad, y
Kennedy haría todo lo posible para mantenerla así. No necesitaba conocer más
devastación. Era demasiado joven para soportar ese tipo de dolor.
Demasiado joven para tener su corazón roto por Jonathan Cunningham.
—¿Quién era, mami? —preguntó la niña, observando el taxi mientras
desaparecía en la tormenta—. ¿Vinieron por el abuelo? ¿Eran los amigos de Nana?
—No era nadie por quien debas preocuparte, cariño —dijo Kennedy, mirando
un par de ojos azules centelleantes, algo que su dulce niña había heredado de él—
. El hombre sólo estaba un poco perdido, pero lo envié de vuelta a su camino.
KENNEDY
El pitido del escáner de la caja es monótono, un zumbido sordo que apenas oigo
ya, mientras se funde con Hold On de Wilson Philips que suena los altavoces. Las
mismas canciones, día tras día. El mismo pitido constante. El mismo todo.
Los mismos clientes entrando y saliendo de la tienda, comprando lo mismo
que han comprado antes.
Mi vida se ha convertido en un bucle predecible, una versión real de Hechizo
del Tiempo que no tengo intención de cambiar. Soy la personificación de un final
alternativo en el que Phil acepta que está atrapado escuchando Sonny & Cher cada
mañana hasta el fin de los tiempos.
Si me hubieran preguntado hace años si este sería mi futuro, me habría reído
en su cara. ¿Yo? ¿Kennedy Reagan Garfield? Estaba destinada a la grandeza.
Me habían puesto el nombre de un par de presidentes emblemáticos. Mi
madre, una liberal idealista, y mi padre, un conservador estricto, nunca estuvieron
de acuerdo en muchas cosas... excepto en mí. Nunca se pusieron de acuerdo sobre
la sanidad o los impuestos, pero ambos estaban convencidos de que su pequeño
bebé accidente sería alguien.
Y aquí estoy, alguien, sin duda. Asistente del gerente en la tienda de
comestibles Piggly Q, en una ciudad del norte de Nueva York, donde uno parpadea
y se pierde. Trece dólares la hora, más de cuarenta horas a la semana, con un
paquete completo de beneficios que incluye días de vacaciones (no pagadas).
No es que sea desagradecida. Me va mejor que a mucha gente. Tengo la renta
pagada todos los meses. No me han cortado la electricidad. ¡Incluso tengo un cable
demasiado caro! Pero en el fondo, sé que esta no es la clase de grandeza que mis
padres imaginaron para mí.
—¡Se necesita ayuda en la tres!
La voz aguda chilla por el altavoz, ahogando la música. Mi mirada recorre la
zona de las cajas registradoras, esperando que alguien más responda, pero nadie
lo hace. Siempre me toca a mí. Sacudiendo la cabeza, me acerco a la tercera, a la
joven rubia que lleva la antigua caja registradora y que está registrando las compras
de una mujer mayor.
La cajera, Bethany, me mira, haciendo un puchero dramático mientras me
pasa una lata de sopa de pollo con fideos por la cara.
—Sale a un dólar y cuarto, pero la señora McKleski dice que hay un cartel de
noventa y nueve centavos ahí detrás.
Son 1,25 dólares. Sé que lo es. Incluso la señora McKleski probablemente lo
sabe y sólo quiere armar un escándalo por algo. Pero sonrío y anulo el cobro,
dándoselo a la mujer con el descuento.
Me alejo para dejar que Bethany termine de cobrar la compra mientras la
señora McKleski pregunta:
—¿Cómo está tu padre?
No tengo que mirar para saber que se dirige a mí. Empiezo a ordenar el
estante de caramelos cerca de la caja registradora.
—Está aguantando.
—Pensé en hacerle una tarta —dice—. ¿Tiene una favorita? ¿De manzana?
¿De cereza? Pensé que podría ser de calabaza, o tal vez de nuez.
—Estoy segura de que le gustará cualquier cosa que haga —digo—, pero le
gusta más la tarta de crema de chocolate.
—Chocolate —murmura—. Debería haberlo sabido.
La radio pasa a la canción Stay de Lisa Loeb, y es entonces cuando decido
que he terminado con este día. Me dirijo a la esquina delantera de la tienda, donde
Marcus, el gerente, está en una oficina situada detrás del servicio de atención al
cliente. Marcus es alto y delgado, de piel morena y pelo negro que empieza a
mostrar signos de canas inminentes.
—Me voy a casa —le digo.
—¿Ahora? —Mira su reloj—. Es un poco temprano.
—Lo compensaré —le digo, marcando mi hora de salida
Marcus no discute. Sabe que soy buena para eso, y por eso me da indulgencia.
—En realidad, sé cómo puedes compensarlo —dice—. Necesito un turno
extra trabajado, si estás dispuesta a hacer doblete el viernes. Bethany pidió el día
libre pero no hay nadie para cubrirlo.
Quiero decir que no, porque odio manejar la caja registradora, pero soy
demasiado buena para eso. Los dos lo sabemos. Ni siquiera tengo que decir una
palabra.
—Hazme un favor —dice—. Pásate de camino a la salida y dile a Bethany que
aprobé su petición.
—Lo haré —digo, saliendo antes de que pueda pedirme algo más. Me paseo
por el pasillo de los cereales y agarro una caja de Lucky Charms de la estantería.
Bethany está en la caja registradora, hojeando una revista que ha tomado del
estante de al lado.
La miro y pongo los ojos en blanco.
Crónicas de Hollywood.
El epítome de la prensa sensacionalista de pacotilla.
Dejo mi cereal en la cinta transportadora y saco unos cuantos dólares.
Bethany cierra la revista y la deja en la zona de embolsado antes de llamarme.
—Marcus aprobó tu día libre —le digo.
Ella chilla.
—¿De verdad?
—Me dijo que te lo dijera.
—¡Oh, por Dios! —Mete el cereal en una bolsa de plástico blanca—. No pensé
que hubiera nadie para cubrir mi turno.
—Sí, bueno, siempre podría usar las horas extras.
Bethany vuelve a chillar y cruza el carril para agarrarme y apretarme en un
abrazo.
—¡Eres la mejor, Kennedy!
—¿Día especial? —Adivino cuando me alejo, le tiendo el dinero antes de que
pueda decirme el total, esperando que lo tome en lugar de volver a abrazarme. Está
empezando Ironic, de Alanis Morissette, y si no salgo pronto de aquí, voy a perder
la cordura.
—Sí... quiero decir... más o menos. —Se sonroja mientras me lanza una
mirada—. Es algo estúpido, en realidad. Hay una película que se supone que se va
a rodar en la ciudad. Mis amigas y yo esperamos ir y tal vez, ya sabes... ver qué
podemos ver.
Sonrío suavemente.
—No hay nada estúpido en eso.
—¿No lo crees?
—Por supuesto que no —digo—. Una vez fui a un set de cine.
Sus ojos se ensanchan.
—¿De verdad? ¿Tú?
La forma en que lo dice me hace reír, aunque probablemente debería sentirme
ofendida por su tono incrédulo. No es que sea una anciana estirada. No soy la
señora McKleski. Sólo soy unos años mayor que ella.
—Sí, de verdad.
—¿Qué película?
—Era una de esas comedias para adolescentes. Todos los títulos suenan igual.
—¿Quién salía en ella? ¿Alguien que pueda que conozca?
Quiere que se lo cuente todo. Me doy cuenta por el brillo curioso de sus ojos,
pero no tengo ningún deseo de entrar en esa historia.
—Fue hace tanto tiempo que realmente no puedo decirlo.
Bethany cuenta mi cambio y mis ojos se desvían hacia la revista que ha estado
leyendo mientras agarro la bolsa. De repente, se me congelan las entrañas, hielo
me recorre las venas y el frío me cala hasta los huesos. En la portada aparece un
rostro que conozco. Incluso con un sombrero negro y lentes de sol oscuros,
agachando la cabeza, es fácilmente reconocible.
Me arden las tripas, se retuercen y se enroscan y arg arg arg...
Está de pie junto a una mujer de pelo rubio platinado.
Mientras él se aleja de la cámara, ella está con ojos grandes, mirando
directamente a ella, con sus ojos verdes vivos en la foto. Cuero negro cubre su
figura de supermodelo, mientras que el labial rojo acentúa unos labios carnosos.
Su piel está muy bronceada, como si la mujer viviera en alguna playa.
Arg, me enferma.
Incluso yo tengo que admitir que es hermosa.
Debajo de la fotografía de la pareja hay un enorme pie de foto, escrito en
negrita:
LA BODA SECRETA DE JOHNNY Y SERENA
1
En inglés Ghosted es una persona a la que le ha dejado de hablar otra persona Está siendo ignorada.
—Hola, pequeña.
Mide un metro, pesa poco más de dieciocho kilos, el promedio para una niña
de cinco años, pero eso es lo único promedio en Maddie. Inteligente, compasiva,
creativa. Insiste en vestirse sola, lo que significa que nada combina, pero la niña
hace que funcione.
Todo lo que hago tiene que ver con ella, cualquier cosa que mantenga la
sonrisa en su cara, porque esa sonrisa es lo que me hace seguir adelante. Es la
razón por la que me levanto de la cama por la mañana. Esa sonrisa me dice que lo
estoy haciendo bien.
En un mundo lleno de tanto mal, es bueno saber que estoy haciendo algo bien.
Me rodea la cintura con sus brazos mientras el autobús se aleja. Oigo el golpe
de la puerta y veo a mi padre salir al porche.
—¡Abuelo! —dice Maddie emocionada, corriendo hacia él—. ¡Te hice algo!
Se quita la mochila, la deja caer sobre la madera vieja y rebusca en ella un
trozo de papel: un dibujo. Se lo entrega y él lo agarra con una mirada seria.
Frotando su barbilla con un poco de barba, entrecierra los ojos mientras lo estudia.
—Hmmm...
Maddie se pone delante de él en el porche, con los ojos muy abiertos. Reprimo
una carcajada. ¿Cuántas veces he visto esto? Su casa está empapelada con su arte.
La misma rutina, todas las veces. Ella espera ansiosamente su evaluación, nerviosa,
y sin falta, él siempre dice que es el mejor dibujo de ella que ha visto.
—Este —dice él, asintiendo—, es el mejor cachorro que he visto nunca.
Maddie se ríe.
—¡No es un cachorro!
—¿No lo es?
—Es una foca —dice ella, tirando de la parte superior del papel hacia abajo
para mirarlo—. ¿Ves? ¡Es todo gris y tiene una pelota!
—¡Oh, eso es lo que quería decir! Una foca bebé también se llama cachorro.
—Nah-ah.
—Sip.
Maddie me mira como árbitro.
—¿Mami?
—Se llaman cachorros —le digo.
Ella se voltea hacia él, sonriendo.
—¿Es un buen cachorro?
—El mejor —confirma él.
Lo abraza antes de agarrar el dibujo y correr al interior de la casa para
colgarlo.
Me uno a mi padre en el porche.
—Buena salvada.
—Dímelo a mí —dice, con los ojos estudiándome un momento—. Hoy saliste
temprano del trabajo.
—Sí, bueno... ha sido uno de esos días —le digo, uno de esos días en los que
el pasado vuelve con fuerza—. Además, mañana tengo que trabajar un doble, así
que me lo he ganado.
—Un doble. —Parece confundido—. ¿No tienes planes para mañana por la
noche?
—Sí. —Hago una pausa antes de corregirme—. Bueno, quiero decir que los
tenía.
Es tan raro que tenga tiempo para una vida social que ni siquiera lo consideré.
—Pero me vendría bien el dinero, y ya tengo una niñera de turno —digo,
dándole una palmada en la espalda a mi padre—. No puedo decir que no a eso.
Sacudiendo la cabeza, se sienta en una vieja mecedora del porche. Empieza a
lloviznar otra vez, el cielo se oscurece. Me apoyo en la barandilla, mirando hacia
fuera mientras Maddie vuelve a salir, saltando del porche.
A la niña le encantan las tormentas.
No recuerdo la última vez que jugué bajo la lluvia.
Eso es lo que pienso mientras la veo correr por el pequeño patio delantero,
chapoteando en los charcos y pisando el lodo.
¿Alguna vez me divertí tanto?
¿Alguna vez mi vida fue tan despreocupada?
No lo recuerdo.
Ojalá pudiera.
—Algo te está molestando —dice mi padre—. Es él, ¿verdad?
Me doy la vuelta y me apoyo en la barandilla de madera, cruzando los brazos
sobre el pecho mientras lo miro. Se balancea de un lado a otro, con una silla
idéntica a su lado, que está vacía. Mi madre solía sentarse allí con él todas las
mañanas, tomando café antes de que él saliera a trabajar.
La enterramos hace un año.
Han pasado doce largos meses, pero la herida sigue en carne viva, los
recuerdos de aquel día me corroen. También fue la última vez que lo vi, mientras
estaba aquí, en este porche. Si el titular que capté antes sirve de indicación, ha
tenido un año bastante interesante.
—¿Qué te hace pensar que tiene algo que ver con él? —pregunto, forzándome
a no reaccionar, como si no importara, pero no soy una actriz.
—Tienes esa mirada otra vez —dice mi padre—. Esa mirada vacía y perdida.
La he visto varias veces y siempre es él.
—Eso es ridículo.
—¿Lo es?
—Por supuesto. Estoy bien.
—No he dicho que no estés bien. Dije que parecías perdida, no que no
supieras el camino.
Me mira con recelo. No estoy segura de si tiene sentido mentir cuando la
verdad está escrita en mi cara.
Y la verdad es que me siento perdida.
—Encontré una historia en un tabloide —digo—. Decía que se había casado.
—¿Y te lo crees?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. Realmente no importa, ¿verdad? Es su vida. Hará lo que quiera.
—¿Pero?
—Pero están filmando en la ciudad otra vez.
—¿Y te preocupa que aparezca? ¿Te preocupa que intente verla otra vez?
Mi padre hace un gesto junto a mí, hacia donde Maddie sigue corriendo bajo
la lluvia. Sonrío suavemente, mientras ella da vueltas, ajena a que es el tema de
conversación.
—¿O te preocupa que no lo haga? —continúa—. ¿Te preocupa que se haya
rendido y haya seguido adelante?
Tal vez, pienso, pero no lo digo. No sé qué posibilidad me preocupa más. Me
aterra que se introduzca a la fuerza en su vida y que le rompa el corazón con su
ruptura, como una vez rompió el mío. Pero, al mismo tiempo, la idea de que se
haya rendido me asusta igualmente, porque eso también le hará daño a ella algún
día.
La lluvia empieza a caer con más fuerza mientras reflexiono sobre esos
pensamientos. Maddie corre en círculos alrededor de los charcos, empapada. El
agua le salpica la cara como si fueran lágrimas, pero sonríe, tan feliz, ignorante de
mis temores.
—Debería ponerme en marcha —digo—. Antes de que la tormenta empeore.
—Vete, entonces —dice mi padre—, pero no creas que no me he dado cuenta
de que no contestaste a mi pregunta.
—Sí, bueno, ya sabes cómo es —murmuro, inclinándome para besar la mejilla
de mi padre antes de agarrar la mochila del porche—. ¡Maddie, es hora de ir a casa,
cariño!
Maddie corre hacia el coche, gritando:
—¡Adiós, abuelo!
—Adiós, chiquilla —dice él—. Hasta mañana.
Despidiéndome de mi padre, la sigo. Ella ya se ha abrochado el cinturón
cuando entro en el coche.
Mis ojos la buscan en el espejo retrovisor. Los mechones de su pelo oscuro le
caen en la cara. Intenta apartarlos, sus ojos azules me observan. Tiene una forma
de mirarte como si lo hiciera a través de ti, como si pudiera ver lo que sientes por
dentro, esas cosas que intentas que no se vean. A veces es desconcertante. Para
ser tan joven, es bastante intuitiva.
Por eso pongo una sonrisa en mi cara, pero me doy cuenta de que no se lo
cree.
Mi casa es un pequeño departamento de dos recámaras a unas cuantas
cuadras de aquí. No es mucho, pero es suficiente para nosotras, y es lo que me
puedo permitir, así que no oirán ninguna queja por mi parte. En cuanto abro la
puerta principal, Maddie se lanza por el departamento.
—¡Directo a la bañera! —grito, cerrando detrás de mí. Enciendo la luz del
pasillo mientras me dirijo al cuarto de baño, pasando por la recámara de Maddie y
viendo que está hurgando en su cómoda, buscando el pijama perfecto.
Es ferozmente independiente.
Algo que heredó de su padre.
—¡Estoy lista, estoy lista, estoy lista! —dice mientras corre hacia el baño
cuando abro el grifo. Metiéndose entre la bañera y yo, agarra la botella rosa de
burbujas y aprieta algunas bajo el grifo, riéndose, como siempre, cuando empiezan
a formarse—. Yo me encargo, mami.
Doy un paso atrás.
—¿Lo tienes tú?
—Ajá —dice, sin mirarme, fijándose en la bañera que se está llenando. Deja
la botella de burbujas en el suelo, cerca de sus pies, antes de girar los pomos y
cerrar el agua—. Lo tengo.
Como dije... independiente.
—Bueno, adelante entonces. Haz lo tuyo.
No cierro la puerta, pero le doy algo de margen, vigilándola desde fuera del
baño. La oigo chapotear, jugando con más agua, como si la lluvia no hubiera sido
suficiente. Aprovecho el tiempo para recoger la ropa, intentando distraerme, pero
es inútil.
Mi mente no deja de pensar en él.
Ordeno la ropa sucia de dos semanas en montones en el suelo de mi
recámara. Cada vez que me detengo, mis ojos se dirigen a mi clóset, atraídos por
la vieja caja raída del estante superior. No puedo verla desde aquí, pero sé que está
ahí.
Hace tiempo que no pienso en ella. No he tenido un motivo. La vida tiene una
forma de enterrar los recuerdos.
En mi caso, están enterrados bajo una montaña de otras chacharas en el
clóset.
Lucho contra ello, por un momento, pero el tirón es demasiado. Abandono la
ropa y me dirijo directamente al clóset, sacando la caja.
El cartón se rompe al tirar de él y se deshace en mis manos. Las cosas se
desparraman por el suelo. Un cuadro cae a mis pies.
La recojo con cuidado.
Es él.
Lleva el uniforme de su escuela... o todo lo que ha llevado. Sin suéter, sin
chaqueta y sin zapatos de vestir, por supuesto. Su camisa blanca abotonada está
desabrochada, con la corbata alrededor del cuello. Debajo lleva una camiseta negra
lisa. Tiene las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia un lado. Casi parece
un modelo, como si la foto perteneciera a una revista.
Se me hace un nudo en el pecho. Es asfixiante. Puedo sentir la rabia y la
tristeza que se están gestando dentro de mí, y que se hacen más fuertes a medida
que pasan los años. Los ojos me arden con lágrimas, y no quiero llorar, pero su
visión me hace retroceder.
—¡Todo listo!
Mi mirada se dirige a la puerta cuando la pequeña y alegre voz resuena en la
recámara. Agarro la foto con fuerza, sujetándola a mi espalda. Está vestida con un
pijama rojo, el pelo empapado en las puntas, unas burbujas alrededor de las orejas.
Lodo aún mancha su mejilla derecha.
—¿Todo listo? —pregunto, levantando las cejas—. ¿Te lavaste siquiera el
pelo?
—Nop.
Por supuesto que no lo hizo. No puede.
—¿Y qué hay de tu cara? —pregunto—. Empiezo a pensar que sólo has jugado
en las burbujas.
—¿Y qué? ¡Me voy a ensuciar más luego!
—¿Y? —Jadeo, actuando con horror—. No puedes quedarte sucia. ¡Mañana
tienes escuela!
Parece tan emocionada por la escuela como lo estaba yo cuando era niña.
Poniendo los ojos en blanco, se encoge de hombros, como si dijera: ¿Y eso qué
importa?
Antes de que pueda decir nada más, su atención se desplaza hacia el desorden
esparcido por el suelo, sus ojos se ensanchan mientras jadea.
—¡Breezeo!
Se lanza hacia delante y agarra el viejo cómic envuelto en una funda
protectora de plástico. Me congeló. No lo llamaría antiguo, ni vale más que unos
pocos dólares, pero no podría desprenderme de ese cómic.
Para mí, significaba demasiado.
—Mami, es Breezeo —dice, con la cara iluminada de emoción—. ¡Mira!
—Lo veo —le digo cuando me lo enseña.
—¿Podemos leerlo? ¿Por favor?
—Eh, claro —digo, moviendo una mano desde mi espalda para agarrar el
cómic de ella—. Pero primero, vuelve a la bañera.
Ella gime, haciendo una mueca.
—Vamos. —Asiento hacia la puerta—. Estaré allí en un minuto para lavarte
el pelo.
Se da la vuelta y vuelve a caminar hacia el baño. Espero a que se vaya para
dejar el cómic en el suelo y sacar la foto de mi espalda. La miro fijamente durante
un segundo, dejándome llevar por esas cosas una vez más, antes de hacerla bolita
y tirarla al suelo con todos los demás recuerdos.
Saco el celular, lo reviso y marco un número mientras avanzo por el pasillo,
escuchando cómo suena un par de veces antes de que se active el buzón de voz.
Es Andrew. No puedo atender el teléfono. Deja un mensaje y te llamaré.
Pip.
—Hola, Drew. Es, eh... Kennedy. Mira, voy a tener que cancelar lo de mañana
en la ncohe. Surgió algo, y bueno, ya sabes cómo es.
JONATHAN
—Kennedy, oh, por Dios, ¡no vas a creer la noche que tuve! —Esas son las primeras
palabras que dice Bethany cuando entra en la tienda con veinte minutos de retraso
el sábado en la mañana, mientras escaneo las compras de alguien en su caja
registradora, haciendo su trabajo en lugar del mío. Pasé por allí en mi día libre para
terminar unos trámites para Marcus y lo único que quiero es volver a salir, pero no
hubo suerte.
—¿Qué pasó? —pregunto—. ¿Te colaste al set?
—No —dice—. Pero estuve cerca. Muy cerca. Incluso pude verlo con el traje.
—Qué genial —murmuro, aunque no me parece genial. No, hace que mi
estómago gorgotee, que mis entrañas se aprieten y hagan cosas horribles.
—Fue... guao. —Bethany suelta un chillido cuando termino de cobrar la
compra de la señora McKleski y tomo su dinero. La mujer compra aquí todos los
días. ¿La compra de hoy? Ingredientes para la tarta de crema de chocolate—.
¡Estuvimos todo el día de pie, pero valió pena! Serena salió a vernos. Fue tan
simpática, oh, por Dios... Esperaba que fuera súper mamona, ya sabes, porque la
gente habla, ¡pero se tomó fotos y estuvo bromeando!
—Qué genial —digo nuevamente, y una vez más, no lo siento así. Me siento
un poco mal del estómago por todo esto, por absurdo que sea—. Me alegro de que
ella hiciera que tu viaje valiera la pena.
—Oh, no fue ella, fue totalmente él —dice—. Encontramos a Johnny Cunning
saliendo de un bar más tarde. Realmente habló con nosotros. Oh, por Dios, fue más
amable de lo que esperaba, ¡ni que decir de ensueño!
Bethany me pone su teléfono en la cara, obligándome a mirar la pantalla, una
foto que tomó de los dos, con un bar barato al fondo. Me doy cuenta de que ha
intentado pasar desapercibido, pero sonríe para la cámara. No parece que esté
borracho, pero bueno... está en un bar.
—Me preguntó de dónde era —dice—, y se rio cuando le dije que aquí
cuentan historias sobre él. Quería saber qué dice la gente, así que le conté lo del
desnudo, ya sabes, en el parque. Conoces esa historia, ¿verdad?
—Vagamente —murmuro.
—¡Bueno, pues escucha esto! No sólo es cierto que lo detuvieron de verdad,
¡sino que dijo que había estado allí con una chica! ¿Puedes creerlo?
Le doy el cambio a la señora McKleski y le ofrezco una sonrisa cuando veo la
mirada cómplice en sus ojos. No dice nada, gracias a Dios, y se va. Hay algunas
personas en el pueblo para las que estas no son sólo historias... son recuerdos. Fue
sólo hace unos años, pero la vida sigue adelante. Bethany sería apenas una niña
cuando estas cosas sucedieron, no tiene la edad suficiente para saber nada sobre
el problemático hijo de un político. Ella sólo conoce al actor que llegó a ser, el que
no tiene nada que ver con su familia.
—Eso es genial —digo por tercera vez, y esta ocasión sé, sin duda, que no lo
digo en serio. No hay nada genial en lo que estoy sintiendo—. Ya llevas treinta
minutos de retraso, así que necesito que fiches.
Nerviosa, suelta una disculpa, pero me alejo sin escucharla. Busco un lugar
tranquilo para esconderme en el almacén del fondo, me siento en una caja y agacho
la cabeza, respirando profundamente para aliviar la agitación que se está gestando
en mi interior.
Demasiado cerca para la comodidad.
Hago algunas cosas, no muchas, antes de decirle a Marcus que me voy. Se ríe
y me hace un gesto para que me vaya.
—Bien, ni siquiera deberías estar aquí.
Me dirijo a la parte delantera de la tienda, donde Bethany está finalmente
trabajando en su caja registradora.
—Me alegro de que hayas tenido un buen viaje —le digo, de verdad—. Me
alegro de que no te haya decepcionado.
Con eso, me voy.
Conduzco a la casa de mi padre y estaciono el coche en su entrada. Está en
el sofá frente al televisor, acurrucado con mi hija medio dormida, y gimo cuando
me doy cuenta de lo que están viendo.
Breezeo: Transparent
—¿En serio? ¿Qué pasó con las caricaturas de los sábados por la mañana?
—Hace tiempo que eso no existe —dice mi padre—. Pero estaba esto, y ella
quería verlo.
Es la primera película. La he visto antes. Es imposible no haberla visto, ya que
el cable la pone en rotación regular estos días. Es donde aprende a adaptarse, una
enfermedad desencadena algo en su ADN que lo hace desvanecerse. Invisibilidad.
Se convierte en el viento. Se gana su nombre porque es como una suave brisa.
Sabes que está cerca, puedes sentirlo como un fantasma sobre tu piel, pero a menos
que se muestre ante ti, no puedes verlo, mirando a través de él como si no
estuviera. Lo sé, suena como una loca tontería de ciencia ficción, pero es más una
historia de madurez, más una historia de amor. Es sobre el desinterés, sobre
sacrificar tu propia felicidad por los demás, sobre estar ahí para ellos incluso
cuando no saben que estás cerca.
—Tienes el correo en la mesa de la cocina —dice mi padre antes de que
empiece a caer en espiral—. No olvides agarrarlo.
Al entrar en la cocina, agarro la pequeña pila de correo, en su mayor parte
restos de basura que nunca cambié de dirección después de mudarme hace años.
Lo reviso, tirando la basura, y me detengo cuando llego al último sobre. No es nada
raro. He visto docenas de ellos. Pero cada vez que aparece uno, me hace dudar,
mi mirada recorre la dirección del remitente, hasta el nombre.
Cunningham c/o Caldwell Talents
No abro el sobre, aunque solía hacerlo por curiosidad. Cada vez que había un
cheque dentro, las cantidades aumentaban constantemente.
—¿Vas a cobrar ese? —pregunta mi padre, entrando en la cocina detrás de
mí.
Le miro de reojo y lo tiro directamente al bote de basura.
—No necesito su dinero.
—Lo sé, pero lo que deberías hacer es guardar los cheques y cobrarlos todos
a la vez. Limpiar su cuenta. Luego vete a cabalgar hacia el atardecer en tu flamante
Ferrari.
—No quiero un Ferrari.
—Yo sí —dice él—. Podrías comprarme uno.
—Buen intento, pero no. Aunque tal vez pueda sacar lo suficiente de mi
próximo cheque para comprarte la versión de Hot Wheels. Oye, he conseguido
suficientes horas extras esta semana como para que puedas conseguir dos.
—Bueno, sabes, si no tiraras ese cheque, no necesitarías trabajar horas extras.
—No estoy interesado en tomar un pago.
—Eso no es lo que es.
—Seguro que es lo que parece —digo—. Ni siquiera se molesta en enviar los
cheques él mismo, ya sabes. Su representante lo hace todo. Es dinero para callar.
—Oh, dale un respiro.
—¿Que le dé un respiro? —Miro a mi padre con incredulidad—. Nunca te ha
caído bien.
—Pero es el padre de Madison.
Pongo los ojos en blanco. Probablemente sea infantil, pero si hay una razón
para poner los ojos en blanco, es este momento.
—Sí, bueno, alguien debería decírselo.
—Él lo sabe. Diablos, tienes el cheque ahí mismo para demostrarlo. Y lo sé,
lo sé, antes de que digas: pero los manda su representante, señalaré que se ha
presentado aquí unas cuantas veces para verla.
—Borracho —digo—. Estaba borracho todas las veces. La mitad de las veces
estaba tan viajado que dudo que recuerde haber venido. Lo siento, pero no reparto
trofeos de participación a los adictos que no se esfuerzan por desintoxicarse. Le
daré un respiro cuando me dé una razón.
Deja escapar un largo y dramático suspiro y no dice nada por un momento,
como si estuviera pensando en cómo replantear su argumento.
—Puedes cobrarlo, si quieres —digo, sacando el cheque de la basura y
poniéndolo sobre la mesa—. Quiero decir, todavía te debemos desde aquella vez.
—No se trata del dinero. Ni siquiera se trata de él.
—¿Entonces de qué se trata?
—Madison está creciendo, y tú...
—¿Qué pasa conmigo?
—Te estás rindiendo —dice—. Y si estás perdiendo la esperanza, bueno,
estamos jodidos, porque ambos no podemos odiar al tipo. Alguien tiene que
preocuparse por el bien de ella.
—Yo no lo odio —digo, mi estómago haciendo ese vuelco otra vez—. Sólo
estoy... cansada. Pronto cumplirá seis años. Y tengo que preguntarme, ¿en qué
momento lo estoy empeorando? Porque seis años es mucho tiempo para que ella
no sepa de él.
—Por eso aún necesitamos a tu madre cerca —dice—. Ella siempre fue la
optimista una vez.
—Sí, bueno, ¿qué diría mamá?
Hace un gesto hacia la sala de estar, donde todavía se reproduce la película
en el televisor.
—Ella diría que si esa es la única forma en que Madison tendrá la oportunidad
de conocer al tipo, que así sea. —No lo discuto. Nunca he estado segura de cómo
manejar todo esto. Maddie no ha hecho muchas preguntas, así que hasta ahora se
ha barrido bajo la alfombra, pero sé que eso no funcionará cuando crezca. No tengo
ni idea de cómo explicar nada de esto.
—Deberíamos irnos —digo, dejando de lado el tema. Le prometí que la
llevaría a la biblioteca hoy.
Volvemos a la sala de estar, donde Maddie está ahora muy despierta,
cautivada por la película mientras Breezeo hace su gran jugada y salva el día. Me
siento en el brazo del sofá junto a ella, mirando. Sigue siendo tan extraño, después
de todos estos años, ver esa cara familiar en la pantalla.
Jonathan Cunningham.
Johnny Cunning.
Seis libros. Esos son los que Maddie agarra en la biblioteca para llevar a casa.
Sin embargo, en cuanto entramos por la puerta, antes incluso de acomodarnos,
aparece frente a mí agarrando el cómic envuelto en plástico que se llevó de mi
recámara.
—¿Podemos leer Breezeo ahora, mami? Por favor...
—Claro —le digo, tomándolo—, pero no es toda la historia, cariño. Es sólo el
final.
El último número de la historia de Ghosted.
—Está bien —dice ella, subiéndose a mi regazo en el sofá—. Me gustan más
los finales.
Suspirando, saco el cómic de su funda protectora y lo abro. Empiezo a leer,
completando los espacios en blanco, narrando las imágenes. El cómic comienza
con la gran explosión del almacén, mientras Breezeo salva a su amante, Maryanne,
de la muerte.
¿Quién eres? pregunta después, de pie en la calle mientras el almacén arde,
sin poder verlo, pero puede sentirlo. No sabe quién es Breezeo. No sabe que es el
hombre al que entregó su corazón hace tanto tiempo: Elliot Embers. Ella cree que
él murió en Shadow Dancer por la enfermedad que lo ha estado convirtiendo en
nada, por lo que él ha pasado Ghosted en aislamiento. Por favor, muéstrate. Dime.
Necesito saberlo.
Él lo considera, de pie frente a ella. Sería muy fácil. Podría usar la energía que
le quedaba para mostrarse, pero hacerlo cambiaría todo. Cambiaría su percepción
de la realidad. Cambiaría sus recuerdos de él. Alteraría su historia de forma
irreparable, y conocer la verdad podría poner su vida en mayor peligro. Él no podía
hacerle eso. No podía destruir la vida que ella había construido por un solo
momento de reconocimiento sólo para tener que desaparecer otra vez.
Sería demasiado cruel, aparecer sólo para dejarla una vez más, cuando por fin
había tenido el valor de decirle adiós.
Así que se inclina más cerca, besando suavemente su boca. Es apenas un
soplo contra sus labios. Ella siente un cosquilleo, seguido de una brisa que agita su
cabello oscuro, y luego nada.
Él se va.
Se va y nunca mira atrás, dándole una vida de libertad, una vida en la que ella
puede vivir una existencia tranquila y ser feliz sin él. Él está destinado a hacer cosas
más grandes, y quedarse sería egoísta, así que por mucho que desee estar con ella
para siempre, tiene que dejarla ir, porque eso es lo que significa el amor.
Es amar a alguien lo suficiente como para dejarlo ir.
Mis ojos pican con lágrimas. Arg, esta maldita historia. Maddie mira el cómic.
Creo que esperaba un final feliz.
—¿Vuelve, mami? —pregunta.
—Bueno, supongo que es posible —digo—. Realmente no existe el 'final' en
los cómics. La gente vuelve todo el tiempo.
—Okay —dice, aceptando sin más mientras salta de mi regazo para agarrar
uno de los libros de la biblioteca—. ¡Este ahora!
JONATHAN
—Vamos a hacer un descanso —grita el primer subdirector, con una voz irritada—
. Vuelvan todos en veinte minutos. Markson, por favor, ¡arréglate!
—Lo intento —murmura Serena, apretando los ojos y agarrándose los lados
de la cabeza—. Sólo estoy un poco indispuesta.
Un poco indispuesta, mis huevos.
Durmió tal vez unas dos horas, llegando al hotel cerca de las cuatro de la
mañana. Lo sé, porque insistió en despertarme intentando meterse en la cama
conmigo, pero no me interesaba. Probablemente todavía esté algo borracha,
probablemente tenga tremendo bajón por la coca. Yo solía aparecer en el set así
cada mañana y apenas sobrevivía al rodaje. Me estaba matando. En el momento
en que Shadow Dancer terminó, Cliff me envió directamente a rehabilitación, me
puso en un programa.
No era mi primera vez en rehabilitación, ni mucho menos, pero fue la primera
vez que me quedé los noventa días completos. En todas las demás ocasiones, me
salí al mes y recaí antes de que Cliff se diera cuenta de que me había rendido. Pero
la sobriedad se apoderó de mí el año pasado y trabajé en el programa a medida
que la realidad se asentaba.
Y la realidad, resulta que es una perra para un adicto.
—Toma, bebe un poco de agua —le digo a Serena, entregándole una
botella—. Te ayudará a sentirte mejor.
—Lo que me ayudará es un levantón —murmura, dando un trago de agua
antes de mirarme—. No tienes nada, ¿verdad?
—Sabes que no.
Frunce el cejo y bebe más agua antes de alejarse. La multitud que nos rodea
parece más grande ahora. Si la gente no sabía que estábamos aquí ayer, hoy sí.
—La señora parece un poco irritada —dice Jazz, acercándose para secar el
sudor de mi frente—. ¿Se acabó la luna de miel, superestrella?
La miro fijamente. Se cree muy hábil, pero no podría ser más obvio lo que
está haciendo.
—Si te refieres a Serena, es que no se encuentra bien.
—Ajá —dice ella, no muy convencida, mientras yo doy un sorbo a una botella
de agua, sin querer meterme en los asuntos de Serena—. No está embarazada,
¿verdad? Serías un buen papi.
Me atraganto. Me atraganto en serio. El agua me entra por la tráquea y
empiezo a jadear, a perder el aliento, a ponerme de color. La gente se apresura a
intervenir, golpeando mi espalda y forzando mis manos hacia arriba, tratando de
meter aire en mis pulmones mientras toso violentamente.
Inhalando bruscamente, con el pecho en llamas, les hago un gesto para que
se vayan y miro a Jazz.
—Ni se te ocurra decir eso.
—¿Qué? —pregunta, haciéndose la inocente mientras se lleva las manos al
pecho—. Sólo era una pregunta.
—No está embarazada —digo—. No es posible.
Jazz se lo quita de encima con una risa, pero ahora me tiene agotado. Serías
un buen papi. Tengo el pecho apretado, me arde por dentro, y el nudo apenas se
afloja cuando tenemos que volver al set. Serena vuelve mucho más animada, con
las pupilas como putos platillos. Es obvio que está drogada, pero nadie dice nada.
Pero me doy cuenta de que Cliff la está observando.
Serena está ahora en el punto, muy despierta y sintiéndose hermosa, mientras
yo sigo cagándola, toma tras toma. Es un desastre. La película va a ser un maldito
desastre si no conseguimos controlarnos.
—Cunning, tu tiempo está mal —dice el AD—. ¿Qué hicieron ustedes dos,
cambiar de sitio?
—Me estoy recomponiendo —digo, estirándome—. Sólo necesito despejar
mi cabeza.
Serena se acerca y susurra:
—Tengo más si lo quieres.
¿Lo quiero? Claro que sí. Lo quiero todo el día, todos los días. Pero no lo
necesito, y seguro que no debería tenerlo, así que sacudo la cabeza.
—Ya no puedo hacer eso, Ser. Lo sabes. Y tú tampoco deberías hacerlo.
—Como sea. —Pone los ojos en blanco—. No eres mi jefe, lo sabes.
—Lo sé, pero soy—
—¡Silencio en el set! —grita una voz, cortando nuestra conversación—.
¡Intentemos esto otra vez! ¡Dennos una buena esta vez!
Lo hacemos. Les damos una buena. Demonios, les damos unas cuantas. Pero
al caer la noche la mierda empieza a deteriorarse otra vez. A Serena se le acaba la
coca mientras a mí se me acaba la paciencia con su actitud.
—Arg, esto apesta —gruñe, despeinándose mientras se agarra la cabeza—.
Me siento de la mierda.
—A estas alturas eres más cocaína que mujer —digo, frustrado porque aún
no hemos terminado—. Me sorprende que ya puedas sentir algo.
—Eres un imbécil —espeta, empujándome.
—¡Oh, wow, wow! —Cliff se interpone entre nosotros mientras ella aprieta el
puño como si estuviera a punto de golpearme—. Esto no va a pasar. ¿Están
frustrados? Bien. Consigan una habitación y fóllense el uno con el otro. ¿Pero esto?
Oh, no, no, no... no va a pasar.
—Lo que hay que hacer es una desintoxicación —digo—. Un poco de
asesoramiento.
—Métete tu juicio por el culo, Johnny —dice Serena—. Sólo porque tú te
hayas vuelto un drogadicto completo no significa que el resto de nosotros también
lo hagamos. Yo estoy bien. Así que ¡por qué no te preocupas por la cagada que
eres y me dejas en paz!
Sale del set llorando y la sesión se pospone, oficialmente, porque Serena
Markson está indispuesta.
¿Extraoficialmente? Resulta que soy un pendejo antipático.
Me paso las manos por la cara.
—¿Podría empeorar este día?
—Nunca digas eso —dice Cliff—. Porque tan pronto como dices eso, se
pondrá peor.
—No creo que eso sea posible.
—Mira, dale tiempo para que se calme —dice—. Dale tiempo para que se le
baje. Volveremos mañana con la cabeza despejada.
Voy al vestuario, me quito el traje, agradecido de volver a estar en jeans y
camiseta. No me espero después de cambiarme, porque estoy malditamente
seguro de que no voy a volver al hotel en limosina con Serena, así que pido un
coche y me alejo de la multitud para encontrarme con él en la esquina, sin querer
esperar a que pase por el control de seguridad. Unos cuantos me alcanzan. Firmo
algunos autógrafos, pero rechazo las peticiones de fotos, ya que hay bastantes
cámaras apuntándome a la cara.
Odio a los putos paparazzi.
Estoy de pie en la esquina, esperando. El coche está a un minuto de distancia.
Me acribillan con preguntas personales que hago lo posible por ignorar, aunque me
dan ganas de darle un puñetazo a uno de ellos cuando me pregunta por mi padre.
—Que se joda —murmuro en voz baja.
—¿Qué dijiste? —pregunta el paparazzo.
—Dije que se joda.
Ah, eso va a ser una gran noticia.
Antes de que pueda decir nada más, se oyen chillidos cerca, un grupo de fans
se abalanzan sobre mí. Mierda. La gente se empuja, mientras la multitud se acerca
a mí, los fans tratan de pasar por encima de los pendejos con cámaras que siguen
ahogándolos con sus preguntas desconsideradas. Nadie está mirando lo que hacen,
y estoy perdiendo la calma. Rápido. Ni siquiera puedo encontrarme con mi maldito
coche en la calle sin este caos. Firmo algunas cosas más que me ponen en la cara
y trato de calmarme, pero estos pendejos hacen todo lo imaginable para
contrariarme.
Las imágenes valen más cuando pierdo mi temperamento.
El mismo tipo que preguntó por mi padre intenta acercarse, para conseguir
un mejor ángulo, aventando a una joven. Ella tropieza y yo la atrapo, agarrándola
del brazo. No puede tener más de trece o catorce años. Me encabrona.
—Apártate de una puta vez antes de que lastimes a alguien —digo,
empujando al tipo para conseguir algo de maldito espacio, pero parece
desencadenar el pánico en la multitud. Algunos intentan dispersarse, y esa joven
esquiva hacia delante, hacia la calle, porque no hay ningún otro sitio al que pueda
ir. Mierda. Ni siquiera mira. Luces se la tragan. Un claxon suena. Puedo ver el
horror en sus ojos.
La chica se congela.
No.
Es instintivo. Ni siquiera pienso. Se congela y mis pies se mueven. Salgo a la
calle y vuelvo a agarrar a la chica, empujándola hacia la acera. La chica cae entre
la multitud y pierde el equilibrio, pero no tengo oportunidad de asegurarme de que
no sea pisoteada. Me giro y el coche está justo ahí, con los neumáticos chirriando
y los frenos chirriando...
BAM.
Todo parece ir en cámara lenta. Mi cerebro no lo registra de inmediato. Los
flashes me rodean mientras salgo volando hacia atrás y entonces, puta madre,
dolor. Es como una descarga, todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo
gritan mientras me estrello contra el asfalto.
Oscuridad. Parpadeo, pero no puedo distinguir mucho. La gente grita a mi
alrededor. Mi cabeza late con fuerza. Sus palabras vibran dentro de mi cráneo y
quiero que todos cierren la puta boca. Luces y sirenas de policía, cámaras de
paparazzi que parpadean, gritos de pánico de alguien. Intento incorporarme, pero
algo caliente me recorre la cara, empapando mi camisa blanca.
Lo miro. Sangre.
La visión me marea. Guao. Mi visión se vuelve negra y entonces Cliff está ahí.
Lo oigo antes de verlo, oigo su voz gangosa antes de que su cara me salude.
—Tranquilo, Johnny. No te muevas. Tenemos ayuda en camino.
Se ve preocupado.
Yo no estaba preocupado.
No lo estaba... hasta que lo miré.
—¿Está bien? —pregunto, me duele el pecho.
—¿Quién? —pregunta.
—La chica —digo—. Estaba en la calle. Venía un coche. No sé. ¿Es ella...?
—Todos están bien —dice, mirando a su alrededor antes de girarse hacia
mí—. Están asustados, pero nadie más está sangrando. ¿Qué estabas pensando?
—Que la iba a atropellar un coche.
—¿Así que ocupaste su lugar? Jesús, Johnny, te estás tomando este asunto
de los superhéroes de forma demasiado personal.
Me río de eso. Me duele.
Cierro los ojos y aprieto los dientes.
¿Dónde está esa maldita ayuda?
Tienes suerte.
Eso es lo que me dijo el médico.
Es tu día de suerte.
Pero mientras estoy acostado en la cama blanca del hospital, en la tenue
habitación privada, rodeado de gente a la que no me importa mirar, con la
seguridad apostada en cada esquina mientras los teléfonos suenan y suenan y
jodidamente suenan, no me siento muy afortunado. Este día se ha vuelto
inimaginablemente peor.
Conmoción cerebral severa. Laceración en la sien. Muñeca derecha rota.
Costillas magulladas. Además de una serie de cortes y rasguños, hinchazón en
lugares que no están contentos con esta mierda, eso es todo lo que parece estar
mal conmigo.
Así que tal vez tenga suerte, pero las voces que me rodean ahora mismo no
lo creen.
Mi representante, un ejecutivo del estudio, el director de la película y un
montón de relaciones públicas se amontonan en la sala para discutir los detalles
de cómo manejar esta pesadilla. Mi abogado está aquí en alguna parte. Recuerdo
haberlo visto antes. Están preocupados por las demandas y las cotizaciones de los
seguros y por cómo va a afectar esto a la producción, pero yo estoy más
preocupado por esta sensación que fluye por mis venas en este momento. Joder.
Es la mitad de la noche, y mi cabeza está nadando, mi estómago mareado. Estoy
inquieto. Mis piernas siguen hormigueando y siento que empiezo a flotar fuera de
mi cuerpo.
La droga que me están inyectando es fuerte.
Demasiado fuerte. Me estoy adormeciendo.
Hace mucho tiempo que no sentía nada.
Pulso el botón de llamada una y otra vez hasta que la enfermera irrumpe,
abriéndose paso entre la multitud de trajes para llegar a la cama. Cliff se aleja de
los demás y se acerca.
—Sea lo que sea esto —digo, señalando las bolsas de suero—, necesito que
me lo quiten.
—¿La morfina? —pregunta la enfermera con confusión, poniendo su mano en
mi hombro—. Cariño, vas a querer eso. Vas a estar con dolor sin ella.
—Puedo soportar el dolor —digo—. No estoy tan seguro de las drogas.
Parece aún más confundida, así que Cliff interviene.
—El Sr. Cunning está en recuperación, así que todo lo que sea para sentirse
bien es problemático, si me entiendes.
—Oh, bueno, hablaré con el médico —dice ella—. Veremos qué podemos
hacer.
Cierro los ojos mientras se aleja apresurada. El remordimiento me golpea con
fuerza, una voz en mi mente me dice que le diga que ha cometido un error, pero
es el adicto que hay en mí el que grita, el patético hijo de puta que goza el
adormecimiento. Que goza el olvido. Pero maldita sea, la sensación es buena.
Tal vez lo disfrute sólo un rato.
Vuelvo a abrir los ojos cuando Cliff me da un codazo y sosteniendo su
Blackberry, y miro la pantalla y leo el titular de una noticia.
No sigo leyendo.
—Estarás de baja durante un tiempo —dice Cliff—. Reorganizarán los
rodajes, harán lo que puedan hacer sin ti. La producción espera retomar contigo
en algún momento antes del verano.
Verano. Apenas es primavera ahora.
—¿Qué se supone que debo hacer hasta entonces?
—No te preocupes por esta tontería de los superhéroes, para empezar.
Tómate unas vacaciones. Ve a sentarte en una playa en algún lugar rodeado de
mujeres hermosas. La cuestión es descansar. Relajarse. Recuperarse. ¿Cuándo fue
la última vez que te divertiste?
—Divertirme. —Lo considero—. ¿Saltar delante de un coche cuenta?
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD
No hay mucha diversión en Fulton Edge, a menos que tu idea de diversión sea la
política. Pero una vez a la semana, los viernes por la tarde, tienen reuniones de
clubes, que apestan un poco menos que estar sentado en las clases.
El club de teatro. Ahí es donde siempre vas. Se reúnen en el auditorio de la
escuela, apenas dos docenas de personas en una sala pensada para cientos.
La reunión ya ha empezado hoy cuando entras. No es que importe, ya que no
hacen más que discutir. Te quedas parado en el pasillo, mirándolos dispersos por
el escenario. El debate es sobre la producción de este año: Macbeth o Julio César.
Te apartas de ellos, a punto de marcharte, cuando ves a alguien que acecha
en el fondo del auditorio. Es ella. La chica nueva. No está prestando atención a la
reunión. En cambio, está leyendo.
Llevas unas semanas del año escolar, pero es la primera vez que ella aparece
en el auditorio. Curioso, te acercas y te deslizas en un asiento cercano, dejando el
que está vacío entre ustedes. Está leyendo un cómic. Eso te agarra por sorpresa.
Alrededor de Fulton Edge, uno espera ver ejemplares de Atlas Shrugged.
—No te he visto antes por aquí —dices—. ¿Hastings te reclutó para tener
suficiente gente para su paja anual de Shakespeare?
Ell se ríe, mirándote. Probablemente puedes contar con los dedos el número
de veces que has visto a la chica sonreír. La risa ha sido aún más rara. Ella aparece
todos los días, agacha la cabeza y hace lo que sea necesario, siempre la primera
que llega y la última que se va. Pero se nota que no es feliz, tal vez incluso más
infeliz que tú, cuando odias tanto estar aquí que, si hay una oportunidad para que
no estar aquí, la aprovechas y huyes.
Ya has faltado seis días a la escuela en poco más de un mes. Multan a tu padre
por tu absentismo escolar, pero por lo demás, te dejan pasar.
—He probado todos los demás —dice—. Soy pésima para el ajedrez. El
equipo de debate era un desastre, el club de lectura era leer algo escrito por un
fascista, y resulta que el 'club de escritura' es escribir cartas al Congreso, así que...
—Así que aquí estás.
—Aquí estoy —dice ella, sosteniendo su cómic—. Haciendo mi propio club.
—Ah, el buen y viejo club de 'al carajo los clubes' —dices—. Estoy tentado de
empezar ese cada año cuando estos idiotas empiezan a discutir.
—Eres bienvenido a unirte a mí —dice ella—. Puede que no sea muy
divertido, pero no puede ser peor, ¿verdad?
—No, no puede —dices, señalando el escenario—. Si todo esto de la
actuación no funciona, puede que te acepte. Siempre se necesita un plan
alternativo.
El Club de Teatro se decide por Julio César... por cuarto año consecutivo... y
la discusión se centra en quién se queda con el papel. Hastings, el autoproclamado
líder del club, insiste en ser César. Es el típico niño rico, el nieto de pelo oscuro y
ojos azules de un abogado Watergate. Quiere ser el héroe. Frunce el cejo cuando
algunos de los otros no están de acuerdo, en su lugar sugiriendo que tú lo hagas.
—Eres terriblemente popular entre el grupo de teatro —dice ella, haciendo
una pausa cuando Hastings te llama, “a lo mucho, un aficionado”—. Bueno, la
mayoría de ellos.
—Hice de César tres años seguidos —dices—. Además, soy el único aquí con
una página de IMDb.
Sus ojos se clavan en tu cara.
—¿Eres un actor de verdad?
—A lo mucho, un aficionado —bromeas—. He tenido algunos papeles
menores. Una vez interpreté a un niño muerto en La Ley y el Orden.
—Guao —dice ella—. Recuérdame que te pida un autógrafo más tarde.
Tú te ríes de su humorismo.
—Principalmente, he hecho teatro local. Empecé a tomar clases de
interpretación en cuanto tuve la edad suficiente. Aunque no he hecho nada
últimamente, a menos que esto cuente.
Las palabras parecen salir de tus labios, como si hablar con ella fuera algo
natural.
—Esto cuenta —dice ella.
—¿Cuenta? —preguntas, y lo dices en serio—. ¿Sigo siendo un actor si no
tengo público?
—¿Sigue siendo un escritor un escritor si nadie lee lo que ha escrito?
Lo consideras. La discusión en el escenario es cada vez más fuerte, casi hasta
el punto de llegar a los puños. Te divierte, por un lado, pero sobre todo te llena de
tristeza que esto sea lo que te espera. Tu arte se reduce a una pelea sobre quién es
el héroe en una producción de preparatoria. Tus sueños siempre fueron mucho
más grandes que eso.
—Debería intervenir —dices, poniéndote de pie—, antes de que alguien haga
algo estúpido y consiga que nos cierren.
—Bueno, si eso sucede, el club 'al carajo sus clubes' está aquí.
—Asegúrate de guardarme mi lugar —le dices a ella antes de subir al
escenario para decir—: Sabes, prefiero ser Brutus este año.
—¿Es así? —pregunta Hastings.
—Absolutamente —Le das un golpe en el centro del pecho con el dedo índice,
lo suficientemente fuerte como para que dé un paso atrás.
—Será un placer ser el que te derribe. —Los demás se reparten el resto de los
papeles. Han tardado tanto en tomar decisiones que hoy no hay tiempo para
conseguir los guiones. Pero lo tienen todo memorizado. Y también Hastings. Los
dos escupen líneas de ida y vuelta durante un rato, las cosas se calientan.
La chica permanece sentada en el fondo del auditorio, ya no está leyendo su
cómic. Observa cada uno de tus movimientos, absorbiendo cada sílaba. Hoy tienes
público, ya que actúas con todo tu corazón, y ella está cautivada.
Cuando termina el día, la gente se va, pero tú no tienes prisa. Caminas por el
pasillo hasta donde la chica sigue sentada. Ella te mira acercarse y dice:
—Si lo que acabo de presenciar es un indicio, puede que hayas sido el mejor
niño muerto que ha visto la Ley y el Orden.
Te sientas con ella, riendo. Ahora no hay espacio entre los dos.
—Era un argumento de 'los padres son monstruos a puerta cerrada'. Tenía un
puñado de líneas. Tenía cinco años.
—Guao —dice ella—. Cuando yo tenía cinco años, ni siquiera podía recordar
cómo deletrear mi propio nombre, y tú ya estabas memorizando diálogos.
—Ah, bueno, tengo buena memoria —dices—. Además, es más fácil cuando
las cosas son relacionables.
No explicas
Ella no te pregunta qué quieres decir con eso.
Ella está jugueteando con su cómic, hojeando las páginas. El silencio los
rodea, pero no es incómodo. Pero ella está nerviosa, nerviosa por estar sentada tan
cerca de ti.
—Entonces, ¿te gustan los cómics? —Le quitas uno de la mano—. Breezeo.
Breezeo: Ghosted
Número 4 de 5
—¿Lo has leído? —pregunta ella.
—Nunca he oído hablar de él —dices, hojeando la cosa—. Se ve culero.
Ella te devuelve el cómic.
—¡Cómo te atreves! Blasfemo.
—Okay, bien, me retracto. —Riendo, vuelves a agarrar el cómic. Ella lo suelta
de mala gana—. Entonces, ¿qué, es una especie de superhéroe?
—Algo así —dice ella—. Era un tipo normal, pero contrajo un virus
experimental que lo hace desaparecer.
—Como un fantasma —dices, mirando las fotos.
—Sí, así que está haciendo lo que puede para salvar a la chica que ama
mientras tiene la oportunidad.
—Eh, déjame adivinar: ¿encuentran una cura y viven felices para siempre?
—Todavía no ha terminado. Todavía queda un número más.
—¿Pero tienes los otros?
—Sí.
—Tráemelos —dices—. Déjame leerlos.
Ella te mira con horror.
—¿Por qué rayos iba a hacer eso?
—Porque estamos juntos en el club de ‘al carajo sus clubes’.
—No te uniste.
—Todavía podría hacerlo.
Ella pone los ojos en blanco mientras se levanta para irse. La acompañas a la
entrada de la escuela. Casi todo el mundo se ha ido, sólo queda un puñado de
estudiantes. Un Honda de color granate está estacionado en el lado derecho del
camino de entrada circular, un hombre se acerca al edificio.
Ella se tensa, sus pies deteniéndose, cuando se fija en él.
—¡Papá! Llegas temprano.
—Me imaginé que apreciarías no tener que estar aquí un viernes —dice el
hombre, sonriendo hasta que su mirada se desplaza hacia ti, de pie, terriblemente
cerca de su hija. Sus ojos se entrecierran mientras extiende la mano para
presentarse—. Michael Garfield.
—Jonathan —dices, estrechando su mano, dejándolo así, pero es una omisión
inútil.
—Cunningham —dice su papá—. Sé quién eres. Trabajo para tu padre. Pero
no sabía que conocías a mi hija. Ella no lo ha mencionado.
La desaprobación es evidente en cada sílaba de esas palabras. Tienes una
reputación con la gente que trabaja para tu padre, y no es buena.
—Sabías que venía aquí, papá —refunfuña, con la cara enrojecida por la
vergüenza que le produce esta cosa—. Es una escuela pequeña.
Tú no dices nada mientras ella arrastra a su padre. Está a punto de subir al
asiento del copiloto de su coche cuando te adelantas, llamándola.
—Oye, Garfield...
Se detiene y se gira hacia ti.
Su padre lanza dagas con los ojos desde el volante.
—Olvidaste esto —dices, levantando su cómic.
Ella lo agarra, pero tú no lo sueltas enseguida, dudando mientras dice:
—Por favor, no me llames así. Llámame cualquier cosa menos eso.
Sueltas tu agarre y ella te sonríe antes de subir al coche y marcharse,
llevándose su cómic.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Recoge sus cómics de Breezeo en cuanto
llega a casa. Los catorce números de las tres líneas argumentales —Transparent,
Shadow Dancer y Ghosted—. Se pasa el fin de semana releyéndolos, para que
estén frescos en su mente, así que cuando los lleva a la escuela para que te los
preste, se acuerde de cada línea.
KENNEDY
Los paparazzi están en todas partes. En los aeropuertos, en las tiendas, en las
puertas de las casas, en los pasillos de los hoteles y en los sets. Los atrapé subiendo
a los árboles para mirar por las ventanas y rebuscando en las bolsas de basura.
¿Para qué? ¿Quién sabe? Pero es una realidad para alguien como yo: siempre están
cerca, siempre vigilan, y nueve de cada diez veces son jodidamente malos.
Llevo veinticuatro horas en Bennett Landing. Es la primera vez en mucho
tiempo que paso un día entero sin ser emboscado. Pero cuando atravieso la puerta
de la posada Landing después de las diez de la noche, tengo la sensación intuitiva
de que hay ojos que me observan.
Al echar un vistazo al vestíbulo, veo a McKleski saliendo de la cocina. Su
expresión severa apunta hacia mí.
—Sr. Cunningham.
Asiento a modo de saludo, evitando hacer una cara cuando me llama así.
—Señora.
—Es tarde —dice—. ¿Ha cenado?
Sacudo la cabeza.
—Bueno, no esperes que yo cocine para ti —dice—. Si quieres comer,
preséntate a una hora decente.
—Sí, señora —digo en voz baja mientras ella se aleja para hacer lo que sea
que hace cuando no está atendiendo a los huéspedes, ya que soy el único.
Convencerla de que me dejara quedarme aquí había sido bastante difícil. Cuando
se dio cuenta de que iba a rentar toda la posada, por tiempo indefinido, lo que
significaba que no tendría a nadie más, estuvo a punto de echarme a la calle.
La única razón por la que no lo hizo fue porque me veo patético.
—Y no hagas ruido —gritó—. Me voy a la cama.
—Sí, señora —vuelvo a decir, caminando hacia la cocina. No enciendo la luz.
Hay suficiente luz de algunas lámparas de noche para que pueda ver por dónde
voy. No he comido mucho desde el accidente. Diablos, si soy sincero, no he tenido
apetito en años.
Al abrir la puerta del refrigerador, veo una pequeña bandeja en el estante
superior, que contiene unos cuantos sándwiches, cubiertos con papel de plástico.
Encima hay un trozo de papel con las palabras ‘de nada’ garabateadas.
Agarrando un sándwich, me dirijo al piso de arriba, dando una mordida
mientras voy, oyendo a McKleski gritar desde su habitación:
—¡Si tiras migajas en la alfombra, tú vas a aspirar!
—Sí, señora —murmuro mientras sacudo la cabeza, todavía masticando.
Nunca me he preocupado por cosas como el karma, pero tengo la maldita
sensación de que me está tocando una buena dosis de él.
Es de mañana.
El sol brilla.
La luz brillante se cuela por las persianas abiertas que cubren las ventanas,
atravesando las finas cortinas blancas y calentando la habitación. No he dormido
más que unos minutos aquí o allá, breves ráfagas que parecían meros segundos
mientras mis ojos se cerraban, antes de que la realidad me despertara otra vez: la
realidad de estar de vuelta en esta ciudad, la realidad de haberla visto otra vez.
Llaman a la puerta de la recámara, pero lo ignoro. Son poco menos de las
ocho de la mañana, demasiado temprano para ocuparme de cualquier pendejada
que haya en la agenda de hoy. Vuelven a llamar y la puerta se abre de golpe. Me
tapo los ojos con el brazo izquierdo y suelto un gemido cuando entra McKleski.
—Tienes una visita —dice.
—Nadie sabe que estoy aquí.
—Alguien lo sabe o no estaría aquí para verte, ¿eh?
Ella sale, dejando la puerta abierta. Me quedo en silencio un momento antes
de mover el brazo. Visita. Sólo una persona sabe que estoy en la ciudad.
Kennedy.
Poniéndome de pie, salgo tambaleándome de la habitación y me dirijo a la
planta baja. Está de pie en el vestíbulo, vestida con un uniforme de trabajo, con
aspecto nervioso. Levanta la vista cuando se da cuenta de que estoy aquí, con una
mirada que me hace sentir el pecho jodidamente pesado. La desconfianza brilla en
sus ojos, siempre cautelosos ahora, como si estuviera esperando.
Esperando a que la cague.
Esperando a que la lastime.
—Hola —digo, deteniéndome en el vestíbulo frente a ella—. No esperaba
volver a verte tan pronto.
—Sí, bueno, ya sabes —murmura, sin terminar su pensamiento, desviando la
mirada y mirando a mi alrededor, como si buscara algún tipo de salida.
—¿Quieres sentarte? —Le ofrezco, señalando la zona del estudio, seguro de
que a McKleski no le importará.
—No, no puedo quedarme. Sólo tengo algo que darte.
—Okay.
Se queda allí, callada por un momento, mordiéndose el interior de la mejilla
como solía hacer cuando éramos niños. Niños. Todavía pienso en nosotros de esa
manera a veces. O bueno, en mí, al menos. Ella creció demasiado rápido, ¿pero
yo? Nunca he dejado de ser ese estúpido joven de dieciocho años con poca moral
y grandes sueños.
Metiendo la mano en su bolsillo trasero, saca un sobre con crayón rojo
garabateado en el exterior.
Se me revuelve el estómago.
—¿Esto es...?
Asiente con la cabeza. Ni siquiera tengo que terminar la pregunta. Con
cuidado, extiende el sobre y dice con voz suave:
—Le dije que lo enviaríamos por correo, pero ya que estás aquí...
—Gracias —digo, mirando el sobre. Está dirigida a Breezeo—. ¿Ella...?
—No —dice ella, retomando lo que no me atrevo a terminar—. Ella no sabe
que eres su padre. Ella... eh, cree que los héroes son reales, no importa cuántas
veces le explique que son sólo personas, y te mira como si fueras uno de ellos. Es
demasiado joven para verte de otra manera. Por eso...
Deja de hablar. Sé a dónde va. Por eso es tan difícil para ella darme esa
oportunidad, porque si resulto ser cualquier cosa menos ese héroe, la va a
destrozar. Y sé que no lo dice en un sentido teatral. Nadie espera que me ponga el
traje y me vuelva jodidamente invisible. Pero tengo un historial tremendo cuando
se trata de decepcionar a la gente.
—Lo entiendo —digo—. Y sé que es mucho, pedir tu confianza...
—Pero esta vez no te vas a ir.
—No.
Me imagino que eso podría encabronarla, el hecho de que yo la presione, pero
deja escapar un profundo suspiro, su postura se relaja.
—Bueno, debería ir a trabajar. Sólo quería pasar a dejar eso.
—Oh, sí, okay.
Cuando se va, abro el sobre y saco el papel, mirándolo. Me hizo un dibujo.
Leo sus palabras y siento que se me aprieta el pecho, que me arden los ojos, pero,
maldita sea, sonrío como un tonto. No puedo evitarlo.
—Pareces el gato que atrapó al canario —dice McKleski, apareciendo en el
vestíbulo, escuchando a hurtadillas.
—Sí, ella dejó esto —digo, agitando el papel hacia ella—. Es de Madison.
—Ah, la pequeña Maddie —dice—. Una niña es un pequeño torbellino, pero
¿qué esperabas? Mira a sus padres.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD
Ella te da los cómics un miércoles por la tarde. Al salir de la escuela, estás de pie
en la puerta, esperando a que te recojan, cuando ella saca la gruesa pila de cómics
de su mochila. Lleva tres días llevándolos consigo y reuniendo el valor para
acercarse a ti.
Esta semana estás diferente. Ella lo nota. Estás más callado, retraído, pero de
alguna manera tu presencia se siente más grande que nunca. Hay ira en tus ojos y
tensión en tu mandíbula. Apenas la has mirado. Apenas miras a nadie.
Ella te acerca los cómics y tú los miras fijamente, confundido. Pasa un
momento antes de que caigas en cuenta. Murmuras: Gracias.
Y eso es todo.
Te vas un minuto después.
Al día siguiente no vienes a la escuela.
El viernes por la tarde, te presentas a la hora del almuerzo. Entras por la puerta
principal de la escuela, sin molestarte en registrarte en la oficina. Paseas por los
pasillos, evitando la cafetería, y te diriges a la biblioteca, donde está ella. Siempre
pasa la hora del almuerzo entre las altas pilas de libros, sin comer ni estar con otras
personas.
Está sentada sola en una larga mesa de madera, con la nariz metida en su
cuaderno. Te acercas a ella y le preguntas:
—¿Qué estás escribiendo?
Enseguida ella cierra el cuaderno de golpe y deja caer el bolígrafo encima. Te
mira fijamente, sin responder a la pregunta.
Dejas caer la pila de cómics sobre la mesa. Su atención se centra en ellos y
pregunta:
—¿Al menos leíste alguno?
—Los leí todos —dices, acercando la silla a su lado, pero no te sientas en ella.
No, en lugar de eso, te deslizas sobre la mesa y te sientas con los pies enfundados
en tenis sobre la silla. No llevas los zapatos negros que van con tu uniforme—. Eran
mejores de lo que esperaba. Como que me enoja tener que esperar a ver cómo
termina.
—Ahora sabes cómo me siento —dice ella, jugueteando con los cómics,
poniéndolos en orden—. Me sorprende que los hayas leído.
—Te dije que quería hacerlo.
—Pensé que sólo me estabas siguiendo la corriente.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque es lo que hacen todos —dice ella—. No sé si te has dado cuenta,
pero no encajo aquí. La gente no es mala, pero tampoco es amable. Sólo toleran
mi presencia.
—Bueno, no sé si tú te has dado cuenta —respondes—, pero yo tampoco soy
su persona favorita. Algunos me odian. La mayoría me ignora. Antes me seguían
la corriente, pero ahora... Diablos, mírame. Podría sentarme aquí así todo el día y
nadie diría una palabra, como si fuera invisible.
—Como Breezeo —dice ella—. Has desaparecido.
Tú asientes.
—Así es como se siente.
Ella sonríe.
—No sé si hace alguna diferencia, pero yo te veo.
Se hace el silencio entre los dos. No es incómodo. Casi se siente cómodo. Ella
empieza a juguetear con el bolígrafo encima de su cuaderno. Tú lo miras fijamente
durante un momento.
—¿No vas a decirme lo que estabas escribiendo?
Ella niega con la cabeza.
—Escribes en ese cuaderno todo el tiempo.
No es una pregunta, pero responde de todos modos.
—Casi todos los días.
—¿Qué, es un diario? Como un diario o algo así —preguntas, y sus mejillas se
vuelven rosas mientras baja la cabeza—. ¡Ja! Lo es, ¿no? ¿Has escrito algo sobre
mí?
Estiras tu mano por el cuaderno, pero ella lo jala. El color rosa de sus mejillas
se ha vuelto rojo.
—No es un diario. Es una historia.
—Una historia —dices—. ¿Qué tipo de historia?
—Del tipo que tú escribes —dice ella—. O, bueno, del tipo que yo hago.
Porque lo hago. Estoy escribiendo una historia.
La explicación le sale a trompicones.
Te ríes.
—Sí, pero ¿de qué tipo? ¿Drama? ¿Acción? ¿Misterio?
—Todo eso —dice ella—. Es un poco de todo.
—¿Incluye el romance?
Ella no responde, sino que lanza una pregunta.
—¿Por qué estás tan interesado?
—Porque lo estoy —dices—. ¿Preferirías que te siguiera la corriente?
—No.
Ella se apresura a responder.
Vuelve a sonrojarse.
Hay ruido fuera de la biblioteca. Los estudiantes deambulan por los pasillos.
La hora del almuerzo está llegando a su fin.
Te levantas de la mesa y te pones de pie. Mirando alrededor, suspiras
profundamente antes de que tus ojos se encuentren con los de ella.
—¿Quieres salir de aquí?
Su cejo se frunce.
—¿Salir de la biblioteca?
—No, me refiero a salir de este infierno —dices—. Mi coche está estacionado
fuera, si quieres irte.
Te mira como si creyera que estás bromeando, pero cuando sacas un juego
de llaves de tu bolsillo, se da cuenta de que hablas en serio.
—Las reuniones del club están empezando —dices—. No es que te vayas a
perder de algo. Además, ¿qué es la vida sin un poco de aventura? Puede que te
sirva de inspiración para tu historia. Lo llamaremos una excursión de ‘al carajo tus
clubes’.
Te alejas.
Ella vacila un momento, antes de agarrar sus cosas y seguirte, poniéndose a
tu lado. Sus ojos recorren el estacionamiento.
—No nos meteremos en problemas, ¿verdad?
—No prometo nada —dices.
A pesar de tu respuesta, ella no vacila.
Conduces un Porsche azul. No es tan llamativo como otros coches, pero es
suficiente para que ella se detenga.
—Guao.
Ella se inquieta al entrar en el coche.
Tú no pierdes el tiempo para salir.
Se dirigen a Albany y pasan por un autoservicio para almorzar. Le compras
un sándwich y una malteada de chocolate, aunque ella insiste en que no tienes que
hacerlo: ella no tiene dinero. Con la comida en la mano, te diriges a un teatro de la
ciudad. La conduces al interior, deslizándote por una puerta trasera.
Hay gente por todas partes.
Hay un ensayo general. Algunas miradas se dirigen hacia ti, algunas personas
te saludan al pasar. No es la primera vez que vienes aquí. Pero están confundidos
cuando la miran, como si tu presencia fuera algo que no pueden comprender. Ella
duda, así que la tomas de la mano y tiras de ella, soltándola una vez que se han
librado de la multitud.
Ella se queda mirando su mano mientras los dos toman asiento en el teatro
vacío. Comen, charlan y ven el ensayo. Un musical del Dr. Seuss. Ella da un sorbo
a su malteada, riéndose del Gato en el Sombrero que provoca el caos en el
escenario, y tú te pierdes tanto en el momento que el tiempo se escapa.
—Tenemos que irnos —le dices—. Son las tres.
Incluso con prisas, apenas logras volver a la escuela antes de que se acabe el
día. Estacionas el coche, pero no llegas muy lejos. Un administrador está al acecho.
Hastings los vio salir juntos y los delató.
—Cunningham. Garfield. —El hombre mira entre ustedes—. Mi oficina.
Ahora.
Veinte minutos después, los dos están sentados en esa oficina cuando
aparecen los dos padres. Entran juntos, ninguno de los dos sonríe mientras el
administrador les explica la situación.
Tu padre no dice nada. Se queda de pie, escuchando. Su padre, en cambio,
echa humo. Sus fosas nasales se encienden mientras grita:
—¿En qué diablos estabas pensando? ¿Saltarte clases? ¿Sabes lo que me
cuesta enviarte aquí? ¿Y cuántas veces tengo que decirte que nunca te subas a un
coche con un desconocido? ¿Estás loca?
Ella se mira las manos, mordiéndose la mejilla, sin responder a sus preguntas.
Tres días de castigo. Ese es el castigo.
Salen todos juntos.
Es repentino, de la nada, cuando la máscara de calma de tu padre se
desvanece. Justo delante de la escuela, no dice ni una palabra, pero te golpea en
el pecho con el puño. Es lo suficientemente fuerte como para que la chica lo oiga
desde unos metros delante de ti. Lo suficientemente fuerte como para que su padre
también lo oiga.
Ambos se giran para mirar.
El golpe te saca el aire de los pulmones. Luchas por recuperar el aliento,
agarrándote el pecho, pero no te sorprende en absoluto. Esto no es una casualidad.
—Vete directamente a casa —dice tu padre, con voz calmada, incluso cuando
se pone en tu cara—. Espero que sepas que esto no ha terminado. Nos ocuparemos
de ello más tarde.
Con eso, él se marcha.
Te quedas un momento, con la mirada puesta en ella, antes de irte.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Llora todo el camino a casa desde la escuela.
No llora porque se metió en problemas. No es por culpa o vergüenza. Sus lágrimas
no tienen nada que ver con ella misma. Llora por ti, por la mirada que vio en tu
cara cuando te fuiste. Hay ira en tus ojos otra vez y tensión en tu mandíbula, y
ahora ella sabe lo que significa.
KENNEDY
—¡Sorpresa!
Me agarran desprevenida cuando esa palabra suena detrás de mí,
sorprendentemente cerca en el pasillo. Me doy la vuelta, con los ojos muy abiertos,
y casi choco con un cuerpo que me acecha, que mide uno metro noventa y lleva
un traje negro recto, y que es la personificación de alto, oscuro y guapo.
—Wow.
—No te asusté, ¿o sí? —pregunta—. Parecía que estabas en tu propio mundo.
Casi no quería interrumpir.
—Oh, no, sólo estoy... sorprendida de verte —admito, mirándolo. Drew—.
¿Qué haces aquí?
—Vine a verte —dice—. No he sabido nada de ti desde que cancelaste
nuestra última cita. Intenté llamarte, pero supuse que estarías ocupada con el
trabajo, así que pensé en pasarme por aquí, tal vez invitarte a comer.
Frunzo el cejo.
—Acabo de tomar un descanso.
—Lástima —dice—. ¿Tal vez una cena?
—Tal vez —digo—. Veré si puedo conseguir a alguien que cuide a Maddie.
—O podrías traerla —sugiere, levantando las manos a la defensiva cuando
afilo la mirada—. O no.
—Estoy segura de que a mi padre no le importará —digo—. Si está ocupado,
sé que Meghan estará encantada de hacerlo.
—Meghan —dice, haciendo una mueca al mencionarla.
—Oh, no seas así. —Le doy un codazo, riendo—. Ella ha sido un salvavidas.
No sé qué haría sin ella.
—Yo sí —dice—. Sé lo que yo haría sin ella.
—Pórtate bien.
Da un saludo falso.
Drew es, bueno... ¿qué puedo decir de él? No es la persona más fácil a la cual
abrirse, pero una vez que lo conoces, puede ser encantador. Sarcástico, un poco
precipitado, pero inquebrantablemente decidido. Nos conocemos desde hace
años, pero no fue hasta hace poco, cuando me lo encontré mientras yo salía con
Meghan, que me abrí a la posibilidad de que algo pasara entre nosotros.
Tiene sentido, saben. Estoy ocupada. Él está ocupado. Es una de las pocas
personas a las que no me siento obligada a ocultar mis secretos.
Pero odia a mi mejor amiga, así que eso es un gran strike contra él, y el
sentimiento es mutuo, pero eso podría tener algo que ver con el hecho de que
Meghan es tan protectora como una armadura a prueba de balas.
—Te llamaré —le digo—, en cuanto lo sepa.
—Bien. —Se acerca y me da un empujoncito en la barbilla—. Nos vemos.
Espero a que se vaya para sacar mi teléfono y enviarle un mensaje de texto a
Megan rápidamente, ya que estoy trabajando.
Riendo, escribo:
Tardas más o menos ese tiempo en conducir hasta allí. Cuando llegas, ella
está sentada encima de una mesa de picnic, mirando el agua, el parque que bordea
la orilla del río Hudson. Es la primera vez que la ves sin el uniforme de la escuela,
tan acostumbrada a las faldas hasta la rodilla con las gruesas mallas.
Esta noche lleva pantalones de pijama.
Está oscuro donde está sentada, el brillo de la luz de la luna la rodea. Te
acercas, con las manos escondidas en la espalda.
—Tengo una sorpresa.
—¿Son las respuestas del examen de matemáticas del lunes? Porque si es así,
al menos vas a llegar a la tercera base por eso.
Te ríes, poniéndote delante de ella.
—¿Qué base es la tercera base?
—Estoy bastante segura de que es frotarse.
—Lástima —dices—. Me vendría bien una buena frotada, pero no, no es eso.
Aunque, siempre podrías copiar mis respuestas. Sólo marca algunas mal a
propósito, ya que podrían sospechar si obtienes una puntuación perfecta.
—Claro, ya que nunca fallas ninguna. —Ella pone los ojos en blanco—.
Entonces, si no son las respuestas, ¿qué es?
Saca las manos de la espalda. Es un cómic, metido en una funda de plástico.
Su expresión cambia al tomarlo.
Breezeo: Ghosted
Número 5 de 5
—¿Esto es...? Oh, por Dios, ¿es esto lo que dice que es?
—El último número de Breezeo.
—¿Pero cómo? —Sus ojos se encuentran con los tuyos—. ¡Aún no ha salido!
—Ah, bueno, conocí a una persona que conocía a una persona que conocía a
una persona —dices—. Ya sabes cómo es esto. Paga suficiente dinero y puedes
conseguir cualquier cosa.
—Debes haber odiado mucho la espera —dice ella—. Dios mío, Jonathan. De
verdad, no lo puedo creer. ¿Es bueno? ¿Lo has leído?
—No, no lo he leído. Lo compré para ti. Pensé que me lo prestarías más tarde,
si me porto bien contigo.
—¿Esto es para mí? —pregunta, sosteniéndolo contra su pecho—. ¿De
verdad, es mío?
—Sí —dices—. Es tuyo.
En cuanto se lo confirmas, se lanza hacia ti, dando un gran salto desde la mesa
de picnic hasta tus brazos. No te lo esperas y casi te tira al suelo. Consigues
mantenerte en pie mientras ella te envuelve, con las piernas alrededor de tu cintura
y los brazos alrededor de tu cuello.
Te besa.
Le devuelves el beso mientras das unos pasos para dejarla en la orilla de la
mesa de picnic, pero ella no te suelta. En todo caso, está más animada. Deja caer
el cómic sobre la mesa y te pasa los dedos por el pelo mientras se mece contra ti.
Tú gimes, presionando contra ella. Estás tan duro que ella puede sentirlo.
—Supongo que llegué a la tercera, después de todo.
—¿Eso? La sacaste del campo.
Te ríes contra sus labios, sin dejar de besarla.
—¿Sí? ¿Ya me estás dando un jonrón?
—Vale la pena —susurra ella—. Puedes deslizarte a casa cuando quieras. Es
todo tuyo.
Las metáforas de béisbol, sí, son estúpidas, pero el significado detrás de ellas
te excita. Te está dando luz verde para llegar hasta el final, y bueno, ¿qué
adolescente hormonado va a decir que no a esa invitación?
Tu mano se desliza por la parte delantera de sus pantalones y ella jadea,
echando la cabeza hacia atrás. Tu boca se dirige a su cuello mientras la enloqueces
con las yemas de los dedos, preguntando:
—¿Qué te gusta?
Ella balbucea.
—Yo, eh... no sé...
—¿Lo quieres así? —le preguntas, susurrándole al oído mientras ella se
restriega contra ti, haciendo su propia fricción, casi masturbándose. La ayudas,
frotando más fuerte donde lo necesita—. Podría doblarte sobre la mesa, darte por
detrás. O podríamos ir a mi coche, si quieres, tal vez hacer que me montes en el
asiento del copiloto. Dime cómo hacerte sentir bien.
Eres un hablador sucio. Hace que se sonroje.
—No lo sé —dice ella otra vez—. Yo, eh... yo nunca he...
—¿Quieres decir que nunca has...?
Ella sacude la cabeza.
—¿En serio? ¿Es tu primera vez?
Eso te agarra desprevenido. Pones en pausa lo que estás haciendo.
No te habías dado cuenta de que era virgen.
Ella gime, moviendo sus caderas.
—Oh Dios, no pares... por favor...
Empiezas a frotar otra vez. Ella está cerca, tan cerca que sería cruel parar.
Sólo unos segundos más antes de que jadee, con un orgasmo que la atraviesa. No
te detienes hasta que se relaja otra vez, pero una vez que intentas apartarte, ella no
te deja.
—Quiero hacerlo —dice—. Sé que tú has hecho esto antes, y yo no, pero
quiero hacerlo... contigo.
—Tu primera vez no puede ser aquí —dices—. No puede ser doblada sobre
una maldita mesa de picnic.
—El coche, entonces.
—Tampoco va a ser eso —dices—. No conmigo. Tiene que ser en una cama.
La primera vez de nadie debería ser un rapidito de diez minutos en un parque.
—¿Cómo fue tu primera vez?
—Fue un puto rapidito en un parque —dices, y ella se ríe—. Así que sé de lo
que hablo. En mi caso duró como dos minutos, pero, aun así.
—Suena duro —dice ella, todavía riendo, pero su diversión se desvanece
cuando presiona las palmas de sus manos sobre tus mejillas. Te mira la cara a la
luz de la luna. El tenue comienzo de un hematoma pinta la línea de tu mandíbula
con tonos descoloridos. Pasa sus dedos ligeramente por ella—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dices, apartando sus manos—. No hay nada de qué
preocuparse.
—¿Sucede mucho?
—¿Qué?
—Sabes qué —dice ella—. Que te pegue tu padre.
Te ríes, pero no es un sonido feliz.
—Puedo cuidar de mí mismo. No soy un niño.
—Pero sigues siendo su hijo —dice ella—. Y sólo tienes diecisiete años.
Además, supongo que esto no es algo que acaba de empezar.
No dices nada de inmediato. No quieres hablar de ello. Sin embargo, ella no
va a soltarlo. Así que te sientas a su lado en la mesa de picnic y le dices:
—Mañana cumplo dieciocho años.
—¿En serio?
—Sí, y tienes razón —dices—. No es nuevo.
Así que se lo cuentas. Le cuentas que siempre ha sido duro contigo, porque
eras un niño de mamá. Tu madre había sido una aspirante a actriz, y por eso te
involucraste a tan temprana edad, pero a tu padre nunca le gustó. Se suponía que
ibas a seguir sus pasos. Era una fuente de disputa entre tus padres, y mientras tu
padre ascendía en las filas políticas, tu madre se alejaba de su sueño.
La primera vez que te pegó tenías doce años, pero no se convirtió en algo
habitual hasta un año después, cuando tu madre se tragó un frasco de pastillas y
no se despertó de la siesta. Tu padre culpó a su carrera de matarla, pero tú le
culpaste a él.
Por eso puedes responder a cualquier pregunta que te lancen en clase. Te lo
inculca cada vez que puede. Parece creer que puede sacarte a tu madre a golpes y
llenar el hueco que queda con más de él.
Ella se sienta a tu lado mientras hablas, con la cabeza apoyada en tu hombro.
Después, los dos están en silencio, antes de que ella diga que tiene que ir a casa.
Sus padres no saben que se salieron.
—Mañana en la noche —dice ella mientras agarra el cómic—. Si no tienes
nada mejor que hacer, ven a pasar el rato conmigo.
—¿A qué hora?
—A las ocho —dice ella—. En mi casa.
—Tu casa, ¿eh? Empiezo a pensar que te pueden gustar los problemas.
Ella sonríe mientras te besa, sólo un suave pico, antes de decir:
—Te veo mañana, Jonathan.
—Allí estaré —dices mientras ella se aleja.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Siempre ha sido un poco conspiradora, y en
este momento, está ideando un plan. Verás, sus padres van a salir de la ciudad
mañana en la noche. Se supone que ella va a ir, pero está empezando a sentir que
le va a dar algo. Cof. Cof
KENNEDY
Antes de que pueda dar un paso más, soy detenida de un jalón, una mano
agarrándome de la muñeca.
Me doy la vuelta, sorprendida, y lo miro. Jonathan. Seguimos en el parque,
no muy lejos de donde empezamos. Hay una mirada en su rostro golpeado. No sé
cómo interpretarla, no sé qué está pensando o cómo se siente.
Pero eso es lo que pasa con él.
Es un actor. Su talento es natural. Nunca ha tenido que trabajar mucho en ello.
Puede cambiar de humor en un momento, cambiar de escena en un instante, dar
un giro al guion sin que nadie se dé cuenta. Es difícil saber si sólo está interpretando
un personaje o si se puede confiar en que habla en serio.
—No —dice, su voz es baja pero contundente—. No hagas eso.
—¿Que no haga qué?
—No actúes como si no fueras suficiente para mí.
—No lo fui.
Sacude la cabeza, su expresión parpadea con algo más. ¿Ira? ¿Dolor?
¿Frustración?
—No sé cómo puedes decir eso, cómo puedes siquiera pensar eso.
—Porque es verdad —susurro, mirando hacia abajo, donde su mano rodea
mi muñeca. No me suelta—. No lo digo por ser rencorosa, pero es obvio que no fui
suficiente para ti.
—¿Cómo es obvio?
No puedo creer que pregunte eso, que pretenda no entender lo que quiero
decir. ¿Está fingiendo? No lo sé. Eso o ha pasado demasiado tiempo ignorando la
realidad.
—Querías mucho más de lo que tenías conmigo —digo—. No pude seguir el
ritmo. Lo intenté, pero no pude. Las desveladas, las fiestas, todos esos lugares y
caras diferentes... Me perdí en algún lugar en medio de todo, pero nunca te paraste
a mirar para asegurarte de que seguía contigo. Y luego con la bebida, las drogas...
las mujeres.
Hace una cara cuando digo eso.
—Nunca te engañé.
Me ha dicho eso antes, pero no es el punto. Bien por él por mantener sus
pantalones puestos, por mantener sus manos para sí mismo, pero, aun así, una y
otra vez, los eligió. Me dejó atrás, sola, en una ciudad donde sólo lo tenía a él, para
poder estar con ellos.
Actores. Modelos. Socialités.
Luché tanto por él y por su sueño. Renuncié a todo. Pero al final, él ni siquiera
me dio un minuto.
Un minuto era todo lo que pedía.
—No importa —dije—. Ya se acabó, de todos modos.
Me suelta la muñeca y empiezo a caminar otra vez. Él avanza a mi lado. Me
doy cuenta de que quiere argumentar su punto de vista, y de vez en cuando sus
labios se separan, como si hubiera encontrado las palabras que necesita para
convencerme, pero se detiene.
Cuando llegamos a mi edificio, me detengo en el estacionamiento, no muy
lejos de mi puerta.
—Gracias —murmuro, sin saber qué decir en este momento.
—Te equivocas —dice cuando me doy la vuelta, con la voz lo suficientemente
alta como para que la oiga. Debería haber sabido que no lo dejaría pasar.
Sacudo la cabeza.
—No me equivoco.
—Sí —vuelve a decir—. Y odio haberte hecho pensar lo contrario, Kennedy.
Se aleja. Lo veo irse, ignorando la pequeña parte de mí que no quiere que se
vaya.
Maddie ya está metida en la cama cuando entro, pero Meghan está en el sofá,
cambiando de canal tan rápido que no sé cómo puede saber lo que hay. Me mira y
se detiene al sentarse.
—Wow, te ves... —empieza, haciendo un gesto hacia mí.
—¿Me veo qué?
—No lo sé —dice—, pero te ves algo.
—Siento algo —murmuro, dejándome caer en el sofá junto a ella, dejando
caer sus zapatos en su regazo mientras subo los pies a la mesa de café. El vestido
se me ha subido casi hasta la cintura. Probablemente le estoy enseñando mi ropa
interior, pero no me importa. Qué noche.
—Oh, Dios, ¿fue tan malo? —pregunta, bajando la voz mientras se aprieta el
pecho—. ¿Es pequeño? ¿Tiene un pito de pinza con nariz de aguja? Oh, Dios, esto
es oro... por favor dime que Andrew tiene un meñique en los pantalones.
—No —digo riendo, haciendo una pausa antes de añadir—: Bueno, no lo sé.
Nunca lo he visto, pero dudo que sea así.
—¿Qué quieres decir con que nunca lo has visto?
—Quiero decir que nunca lo he visto. Nunca hemos... ya sabes.
—¿Qué? —Me mira con asombro—. ¿Han salido unas cuantas veces y ni
siquiera has jugado con él? ¿Qué demonios? Quiero decir, no te culpo, porque asco,
pero ¿por qué sigues yendo si no te las está metiendo? ¿Qué sentido tiene?
—Tal vez porque es simpático.
—¿Simpático? ¿Sabes quién más es simpático?
—Ni siquiera empieces.
—El señor Rogers —dice ella—. Quiere que seas su vecino. Bob Ross,
también es simpático. Te pintará una nubecita feliz. Diablos, ¿qué tal uno de los
Cleavers? ¿Por qué no salir con uno de ellos?
—Estoy segura de que están todos muertos.
—Sí, bueno, también lo está tu vagina a este paso.
Riendo, la empujo, casi empujándola del sofá.
—No lo está.
—Bien, como sea, así que Andrew es simpático. —Ella finge tener arcadas—
. Si no se desnudaron, ¿qué hicieron esta noche?
—Fuimos a cenar.
—Cenar —dice, mirándome—. Llevas cuatro horas fuera. ¿Cuánto comieron?
—¿Por qué haces tantas preguntas?
—Sólo me aseguro de que no te hayas escapado y hayas hecho algo estúpido,
como desnudarte con otra persona.
—Por supuesto que no —digo—. Mi vestido estuvo puesto toda la noche.
—Pero te escapaste, ¿no?
—No hice nada.
Ella ondea su dedo en la cara.
—Lo viste.
Culpable.
No tengo que decir nada. Ella lo sabe.
—Jesucristo, Kennedy...
—Lo sé, lo sé. Ni siquiera tienes que decirlo.
—Oh, pero lo haré —dice ella—. No voy a decirte qué hacer. Quiero decir,
quiero hacerlo. Quiero decirte que consigas una orden de alejamiento, pero no lo
haré. Sé que es su padre...
—También es tu hermano.
Me pone la mano en la cara, apartando mi cabeza.
—Arg, no me lo recuerdes.
De pie, se pone los zapatos, alisando las arrugas de su ropa.
—Puedes quedarte, sabes —le digo—. No tienes que salir corriendo.
—Lo sé —dice, jugueteando con mi pelo hasta que le doy un golpe en la
mano—. Pero el universo exige equilibrio. Tú no le diste esta noche, lo que significa
que depende de mí, así que me voy a cumplir con mi deber cívico.
—Ah, volver a ser joven.
Ella me enseña el dedo.
La verdad es que Meghan me gana por unos cuantos años. Está a punto de
cumplir los treinta y no está cerca de sentar la cabeza. Es tan despreocupada que
me hace sentir como una vieja.
—Te quiero —dice.
—Yo también, Meghan.
—¡Te quiero, manzana-frita con canela y azúcar! —grita mientras abre la
puerta principal, su voz se extiende por el departamento.
No espero que reciba respuesta, pero una voz somnolienta llama desde la
recámara:
—¡Te quiero!
Meghan me mira, tratando de parecer seria, señalando sus ojos antes de
señalarme a mí, advirtiéndome que estará mirando.
Antes de que pueda responder, se ha ido.
No conocía realmente a Meghan hasta que Maddie llegó al mundo. Habíamos
hablado algunas veces, nos veíamos de pasada, pero ella tenía una vida bastante
alejada de su hermano. Pero quería conocer a su sobrina, y después nos hicimos
cercanas.
Suspirando, apago la televisión y cierro con llave antes de ir a la cama. Me
quedo fuera de la recámara de Maddie, acechando en la puerta, con esos ojos
azules brillando hacia mí.
—Hola, cariño. ¿Te divertiste esta noche con tu tía Meghan?
Asiente con la cabeza.
—¿Te divertiste en tu cita?
—Claro —digo—. Estuvo bien.
—¿Dijo que estabas bonita con tu vestido?
—Eh, no. —Me miro a mí misma—. No creo que se haya dado cuenta.
—¿Por qué no?
—A veces la gente no se da cuenta de esas cosas.
—Yo sí —dice—. No creo que deban gustarte si no se fijan en los vestidos
bonitos. Porque tú puedes verlo, pero si no lo ven, entonces no miran. Y deberían
mirarte en las citas cuando eres bonita.
—Tienes razón —digo, es demasiado inteligente para su propio bien—. Es un
consejo muy bueno.
Sonríe cuando me acerco y me inclino para besar su frente.
—Duerme un poco —le digo—. Tal vez podamos hacer algo especial mañana.
—¡Patos! ¡Patos! ¡Patos! ¡Patos!
Sacudo la cabeza mientras Maddie arrebata las bolsas preenvasadas de col
rizada de la plataforma junto a la caja registradora, coreando con entusiasmo esa
palabra, sin dar apenas oportunidad a Bethany de escanearlas siquiera, y mucho
menos de meterlas en bolsas con el resto de nuestras cosas.
—¿Vas a ver a los patos hoy? —pregunta Bethany entre risas, tomando mi
dinero cuando pago.
—¡Sip! —dice Maddie—. ¡Picnic con los patos! ¿Verdad, mami?
—Verdad —digo, si es que los lonches con cajas de jugo cuentan como un
picnic, que me gusta pensar que sí.
Bethany frunce el cejo dramáticamente en dirección a Maddie.
—Chica afortunada. Estoy atrapada trabajando todo el día, a diferencia de tu
mamá, así que nada de alimentar a los patos para mí.
—Los patos comen todo el tiempo —le dice Maddie—. Todos los días,
además, ¡así que puedes alimentarlos cuando no estés trabajando!
—Sabes, tienes toda la razón —dice Bethany—. Tendré que recordarlo.
Maddie sonríe, satisfecha, mientras empieza a bailar como si estuviera
jugando a la rayuela, saltando de casilla en casilla en el suelo de cuadros.
Bethany cuenta mi cambio mientras cambia de tema, divagando sobre
horarios y días libres y bla, bla, bla... precisamente de todo lo que no quiero hablar,
pero le sigo la corriente antes de emprender la huida. Busco a Maddie y la veo en
la tapa de la caja, mirando exactamente lo que no debería ver.
Crónicas de Hollywood.
—Suficiente de eso —digo, presionando mi mano en su espalda, alejándola
de ella. No se resiste, y al instante agradezco que apenas esté aprendiendo a leer,
porque eso significa que no ha entendido ni la mitad de lo que vi en esa portada.
¡JOHNNY CUNNING IMPACTA CON REHABILITACIÓN!
¡El alcohol, las drogas y una adicción al sexo desgarran la vida de la estrella
de Breezeo!
¡Amigos preocupados de que esté llamando a las puertas de la muerte!
El parque está tranquilo a primera hora de la tarde, con algunas familias que se
dedican a sus propios asuntos. Nadie me presta atención cuando me acerco a las
mesas de picnic, con la gorra bajada y los lentes de sol puestos para evitar el
contacto visual.
He dado conferencias de prensa en directo y he caminado por alfombras
rojas, me he sentado a declarar con abogados muy poderosos que nunca han
dudado en destrozarme. Fui a rehabilitación una vez... dos veces... bueno, más bien
cinco veces, me senté en innumerables reuniones de AA y derramé mi alma con el
mejor maldito psiquiatra de la costa oeste. Audición tras audición, reuniones y
negociaciones, entrevistas en ruedas de prensa en las que los periodistas parecían
no entender lo que significaba ‘no hacer preguntas personales’. He estado rodeado
de gente importante en mi vida. Incluso conocí al presidente una vez.
Pero nunca, a través de todo eso, estuve tan nervioso como en este momento.
Me sudan las palmas de las manos. Me pica el brazo. Me duele la muñeca
como a un hijo de puta; la siento palpitar al ritmo de mi corazón.
Creo que voy a vomitar, pero me aguanto mientras me dirijo al agua, donde
Kennedy se queda con nuestra hija.
Me siento de la mierda, sí, pero nada se interpondrá en el camino de esto...
sea lo que sea. Aceptaré todo lo que pueda conseguir.
—¡Estás aquí!
La voz de Madison es fuerte, emocionada, mientras corre hacia mí, todavía
cargando bolsas de col rizada. Su pelo oscuro le cae en la cara, su trenza se
deshace. Se lo quita de un soplido, apartándolo de sus ojos, y me sonríe.
—Por supuesto —digo—. No podía perderme de ver a estos patos.
Me empuja una de las bolsas y casi me da un puñetazo con ella. Hago una
mueca de dolor cuando me golpea una costilla magullada. Me duele mucho, pero
no hago ningún ruido mientras ella dice—: Puedes darles de comer a ese, porque
yo tengo este.
Tomo la bolsa, dudando, antes de quitarme el cabestrillo del brazo. Se supone
que debo seguir llevándolo unos días más, pero a la mierda. No puedo hacerlo con
una sola mano. Lo arrojo a la hierba y veo cómo Madison abre su bolsa, partiéndola
por un lado y casi perdiendo toda su col rizada. Empieza a derramarse, y el instinto
entra. Mi mano sale y la agarro, haciendo una mueca otra vez mientras dolor
apuñala mi antebrazo.
—Cuidado.
—Yo puedo —dice ella, con naturalidad, aunque no puede, dejando un rastro
de coles a nuestro alrededor como Hansel y Gretel con migajas de pan. Ninguno
llegará a los patos al ritmo que llevamos.
—Toma —digo, luchando mientras abro la segunda bolsa—. Cambiemos.
Ella se encoge de hombros, como si no viera cuál es el problema, pero
intercambia las bolsas conmigo antes de dirigirse al agua.
—¡Vamos, te voy a enseñar!
La conocí hace menos de una hora y ya me está dando órdenes. La sigo hasta
la orilla del río, donde una familia de patos nada en el agua.
—¿Y tu mamá? —pregunto, sintiéndome culpable, como si estuviera
robándole la mañana a Kennedy.
—A mi mami no le gustan los patos. Dice que puedo darles de comer pero
tengo que mantenerlos aquí porque podrían comérsela.
Me río de eso, mi mirada busca a Kennedy mientras está sentada en una mesa
de picnic, observándonos.
—Supongo que algunas cosas nunca cambian.
—¿Como qué?
Miro a Madison.
—¿Eh?
—¿Qué cosas nunca cambian?
—La gente —digo—. O algunas personas, al menos. Tu mamá no ha
cambiado mucho.
Sigue siendo la mujer hermosa y sabia que siempre fue. Incluso a los diecisiete
años, cuando llegó a mi vida, se sentía mucho más enfocada que todos los demás,
pero sus peculiaridades siguen ahí.
—¿Conoces a mi mami? —pregunta Madison, frunciendo el cejo.
—Sí —digo—. Solíamos conocernos bien.
Madison parece reflexionar sobre eso mientras cierra el resto de la distancia
hasta el río, agarrando un puño de coles de su bolsa y lanzándolas por encima, al
agua. Los patos no dudan y se lanzan por ellas. Desaparece en un instante, y ella
lanza otro puñado mientras los patos llegan a la orilla del río, armando un alboroto.
—Cristo —digo cuando los patos nos rodean, intentando arrancarme la bolsa
de la mano mientras Madison se ríe, lanzando un puñado tras otro, sin inmutarse
lo más mínimo.
Presa del pánico, doy la vuelta a la bolsa y la tiro al suelo, dando unos pasos
atrás. Madison hace lo mismo, mirándome, espolvoreando su col rizada encima de
ellos.
—Tienes razón —digo—. Les gusta.
—Te lo dije —dice, apretando la bolsa hasta hacerla una bola mientras busca
un lugar donde ponerla.
La agarro.
—Puedo tirarla.
—Gracias, Breezeo.
Eso es todo lo que dice antes de salir corriendo, jugando mientras algunos
patos la siguen, aunque no tiene col rizada. Tomo mi cabestrillo y tiro las bolsas
vacías en un bote de basura antes de acercarme a Kennedy. Ella no me mira, no
dice una palabra, sorbiendo jugo mientras observa a Madison desde lejos.
—Loco —murmuro—. Es como si fuera una persona diminuta.
—Lo es —dice Kennedy—. ¿Esperabas algo diferente?
—No sé si esperaba algo. Yo sólo—
—Lo sé.
Me corta antes de que pueda terminar. ¿Lo sabe? Tal vez. Pero su voz es
aguda y me dice que no quiere hablar de ello, así que no termino la frase.
—Gracias por invitarme —digo—. Sé que esto no es fácil para ti.
—No importa cómo me sienta —dice ella—. Tú y yo terminamos hace
tiempo, Jonathan. Lo único que importa es Maddie.
La forma en que lo dice escuece.
—Bueno, aun así, gracias.
Ella asiente, susurrando:
—No hagas que me arrepienta.
Espero que no lo haga.
Madison se acerca corriendo, respirando con dificultad, agitando las manos a
su alrededor mientras balbucea algunas frases a medias. Kennedy agarra una caja
de jugo y mete un popote antes de dársela. La chica se lo acaba de un trago.
—¿Tienes tu traje? —pregunta de repente mientras aprieta la caja vacía,
aplastándola.
La pregunta me agarra desprevenido.
—¿Qué?
—Para Breezeo. ¿Tienes el traje o no?
—Eh, no —digo—. No está conmigo.
—¿Dónde está?
—En un tráiler de vestuario en algún lugar, me imagino. ¿Por qué?
Se encoge de hombros y le da la caja de jugo a su madre.
—¿Funciona? ¿Se vuelve invisible de verdad?
—No, es un disfraz normal.
—¿Y tú no te vuelves invisible?
—No —digo—. Yo también soy normal.
Ella frunce el cejo. Me siento como si le dijera al niño que Santa Claus no es
real.
—Pero eres un héroe —dice—. Lo vi en la televisión, así que tal vez no tengas
que desaparecer, así que puedes quedarte y no tienes que irte ahora.
Esas palabras son un puñetazo en el pecho. Parpadeo, no estoy seguro de si
lo dice en serio como suena, pero esta tarde me están dando una paliza verbal.
—El otro día leímos una parte de Ghosted —dice Kennedy—. No le gusta que
Breezeo se vaya al final.
La explicación no mejora mucho la situación. Suspirando, me siento en la
orilla de la mesa de picnic.
—Sí, siempre pensé que apestaba. Seguro que él pensó que era lo mejor, pero
me imaginé que le habrían dado un final feliz.
—Debería volver —dice Madison—. Así puede sanar y serán felices.
Ella está golpeando demasiado cerca de casa con esta mierda, y ni siquiera lo
sabe.
—Ja, tal vez tú deberías haber escrito la historia.
Los ojos de Madison se ensanchan, su cara se ilumina con una sonrisa. Su
expresión hace que mi maldito corazón se acelere. Es hermosa, esta niña, incluso
más hermosa de lo que yo podría haber soñado. Hay una chispa dentro de ella, una
que resuena dentro de mí, el tipo de chispa que no he sentido en mucho tiempo.
—¡Puedo hacerlo! —dice ella—. ¡Puedo arreglarlo!
Kennedy se ríe.
—Estoy segura de que puedes.
Madison se va otra vez, corriendo de un lado a otro. Me siento en silencio,
mirándola jugar. Pasan unos minutos hasta que suena mi teléfono en el bolsillo. Lo
saco. Cliff.
—¿Sí? —respondo frívolamente.
—¡Hola! —dice Cliff, sonando demasiado entusiasta—. ¿Cómo se siente
nuestro héroe esta tarde?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que quieras.
—Sólo revisando cómo lo llevas.
—En ese caso, estoy bien.
—Bien —dice—. ¿Menos malhumorado?
—Tal vez un poco.
—Bueno, cada poco cuenta.
Se ríe.
Cliff no se ríe.
—En fin, no tuve la oportunidad de ver cómo estabas después de que te
dieran el alta —dice—. ¿Ya estás de vuelta en Los Ángeles?
—No, decidí, ya sabes... quedarme por aquí.
—Quedarte —dice—. ¿Sigues aquí en la ciudad?
—Eh, cerca de ella.
No tarda en darse cuenta de lo que quiero decir.
—No lo hiciste. En serio, dime que no estás donde creo que estás ahora
mismo.
—Lo estoy.
Él resopla.
—Pasamos por esto cada vez que vas allí. Cada una de las veces.
Lo hacemos. Por lo general, quedo afectado después de aparecer en Bennett
Landing. Me iba de juerga y me emborrachaba y no paraba hasta que estaba tan
jodidamente adormecido que alguien podría haberme disparado y no lo habría
sentido. Y después de recomponerme, llegaría el sermón: estoy jugando con fuego,
es una pesadilla de relaciones públicas, imagina lo que pasará si se corre la voz...
Imagina si los paparazzi aparecen allí. Imagina que invaden su vida como lo
hacen con la tuya. Imagina que acechan a tu hija en la escuela. Imagina las historias
que publicarán sobre la niña que abandonaste. Imagina lo que te hará cuando te
llamen padre moroso.
—Está bien —digo—. Nadie sabe que estoy aquí.
—Se supone que lo debes tomar con calma.
—Deja de preocuparte. No voy a hacer ninguna tontería.
—Más vale que no —dice—. Serena está causando suficientes problemas
ahora mismo.
Suspiro, bajando la cabeza.
—¿Y ahora qué?
—Entró a rehabilitación.
No es lo que esperaba que dijera, pero no me sorprende.
—¿Fue voluntario?
—Claro —dice—, si consideras que todas esas veces que fuiste tú fueron
voluntarias.
Ni se acerca.
—Se me estaba yendo de las manos —dice—. Pensé que era un buen
momento para que recibiera ayuda.
—Bien —digo—. Espero que funcione.
—Tú y yo.
—Entonces, ¿eso es todo? ¿Nada más?
—No —dice—. ¿A menos que tengas algo que compartir?
Termino la llamada sin seguirle la corriente y me meto el teléfono en el
bolsillo, mirando a Madison. No me voy a salarme. Hoy ha sido un feliz accidente.
No estoy seguro de lo que pasará después.
—Déjame adivinar —dice Kennedy—. ¿Tu esposa?
—Te dije que no tengo ninguna.
—Apuesto a que también le dices a la gente que no tienes una hija, ¿eh?
Lanzo mis ojos a ella. La amargura gotea de cada una de esas palabras.
—Nadie pregunta nunca.
—Pero tampoco ofreces la información.
—Yo lo haría —digo—. Lo haré, si quieres. Llamaré ahora mismo a un
periodista y le daré la exclusiva. Pero que sepas que mañana en la mañana estarán
golpeando tu puerta. Se esconderán en los arbustos, treparán a los árboles, mirarán
por las ventanas, treparán para conseguir fotos. Las Crónicas de Hollywood te
tendrán en primera plana la semana que viene. ¿Es eso lo que quieres?
Ella no responde.
Por supuesto que no.
Es inevitable. Algún día lo descubrirán. Sólo espero que tengamos tiempo
para resolver las cosas antes de que eso ocurra, tiempo para conocer a mi hija y
ganarme la confianza de Kennedy antes de que los buitres se abalancen y traten
de joderlo todo.
—¡Maddie! —grita, poniéndose de pie—. ¡Tenemos que irnos, cariño!
—No lo hagas —digo enseguida—. Por favor, no se vayan.
—Tengo cosas que hacer —dice ella.
—Sólo veinte minutos más —le digo—. Diez minutos.
—Lo haría, pero...
Kennedy se detiene cuando Madison se acerca corriendo, con el pelo
alborotado.
—¿Tenemos que irnos, mami?
—Tenemos que ir a casa del abuelo, ¿recuerdas? Le dijimos que iríamos.
—¿Puede venir él también? —le pregunta Madison antes de girarse hacia
mí—. ¿Vendrás?
—¿A casa de tu abuelo?
—¡Sí! Al abuelo le gustarás, porque también ve Breezeo.
Kennedy se ríe en voz baja mientras recoge sus cosas.
—No creo que sea una buena idea —digo—. Tal vez en otra ocasión.
Parece decepcionada, haciendo un puchero. Quiero retractarme. Quiero
decirle que iré a cualquier sitio que ella quiera que vaya, incluso si eso significa
visitar a un hombre que una vez dijo que me cortaría los huevos si volvía a pisar su
casa. Me he presentado algunas veces desde entonces, nunca lo suficientemente
valiente como para entrar, pero lo haría por ella.
Me crecerían las bolas lo suficiente como para arriesgarme a que me las
quitara. Tris. Tras.
—Oh, ni siquiera intentes ponerle esos ojos de cachorro —dice Kennedy,
agarrando juguetonamente la barbilla de Madison, sus dedos apretando sus
mejillas regordetas—. Él es demasiado inteligente para caer en eso.
—¿Pero puede venir la próxima vez? —pregunta ella.
—Tal vez —dice Kennedy—. Ya veremos.
Abro la boca para despedirme, pero Madison se abalanza sobre mí antes de
que pueda hacerlo. Me rodea el cuello con los brazos y mi puto corazón duele
mientras la abrazo. Se acaba rápido, demasiado rápido, cuando se separa.
—¡Gracias, Breezeo!
—Jonathan —la corrige Kennedy.
—Jonathan —dice Madison—, pero también Breezeo.
—De nada, Maddie —digo—. Gracias por dejarme alimentar a los patos.
Kennedy agarra la mano de Madison y se queda allí un momento. Me doy
cuenta de que quiere decir algo. Sus labios se separan, pero lo único que sale es un
suspiro antes de marcharse.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD
El sábado en la noche, a las ocho y pocos minutos, entras con tu Porsche azul en
la entrada de la modesta casa de dos pisos.
La chica te recibe en el porche. Está descalza y lleva un sencillo vestido gris,
del tipo que parece una camiseta larga.
Sales al porche delante de ella. No sabes qué esperar. Tu mirada la recorre.
Es evidente que la estás observando, tus ojos se detienen en sus suaves piernas
desnudas.
—Así que mis padres no están en casa —dice—. Juré que no saldría de casa
mientras no estuvieran.
Está nerviosa mientras te dice eso, jugueteando con el dobladillo de su
vestido. Te distrae. Tus ojos se dirigen a él mientras la tela se levanta cada vez
más.
—¿Cuánto tiempo estarán fuera?
—Hasta mañana —dice ella—. Así que estoy sola, en casa, solo, toda la
noche... ¿qué haré con mi noche?
Te encuentras con su mirada. Sonríes.
No tienes que decir nada.
Ella te arrastra hacia la casa. Es atrevida, vuelve a dar el primer paso, te besa
nada más entrar. Sus labios expresan confianza, pero sus manos tiemblan. Tú las
agarras, sosteniéndolas, y le devuelves el beso.
—Feliz cumpleaños —susurra—. Tengo algo que enseñarte.
—No puedo esperar a verlo.
Te lleva arriba.
Te lleva a su recámara.
Está poco iluminada por una pequeña lámpara y parece la típica habitación
de una adolescente: desordenada, con muchos colores, con un edredón de flores.
Hay un póster de Breezeo: Ghosted en la pared sobre su cama. Hay una vela
encendida en un escritorio cercano. Huele a vainilla.
—¿Estás segura de esto? —preguntas cuando te besa otra vez, pero no hay
duda de que está segura—. Me imaginé que primero querrías ver una película o
algo así.
—¿Quieres?
—¿Quiero qué?
—¿Quieres ver una película? —pregunta ella, besando a lo largo de tu
mandíbula moreteada—. Quiero decir, supongo que podemos, si es lo que tú
quieres...
—Al carajo eso —dices mientras la llevas a la cama—. Lo que yo quiero es
descubrir lo que se siente estar dentro de ti.
Ella se sonroja y se ríe, y el sonido se transforma en gemidos cuando le besas
el cuello. No pierdes tiempo en quitarle el vestido, dejándola frente a ti en un tanga
negro de encaje con un sujetador a juego.
—Joder, eres preciosa, K —dices mientras tu mirada la recorre—. Tan
malditamente hermosa.
Ella pone los ojos en blanco.
—Lo digo en serio —dices, tirando de ella hacia la cama—. No lo dudes
nunca. Tú eres la reina, bebé... Yo sólo soy un plebeyo.
—¿Acabas de...? —Te mira fijamente mientras la empujas sobre su espalda y
te cierras sobre ella—. Oh, por Dios, en serio acabas de citarme a Breezeo.
—Juego previo —dices—. Además, es una buena frase.
Ella se queda sin palabras.
Te quitas la camiseta y te quitas los zapatos. Sólo tienes un condón guardado
en la cartera, sin pensar que llegarías tan lejos, y quién sabe cuántos años tiene,
pero ella está tomando la píldora, así que lo aceptas. No hay cómo parar ahora.
El resto de la ropa desaparece.
Te mueves lentamente, tu toque es suave, dándole tiempo para que se adapte.
Tus dedos están dentro de ella, y tu boca está sobre ella, mientras el orgasmo la
atraviesa. Vas con calma, mientras tomas su virginidad, empujando con cuidado y
haciendo una pausa. Ella confía en ti, se entrega a ti. No quieres hacerle daño.
La haces sentir bien.
Una y otra vez.
Te quedas toda la noche.
Se acerca el amanecer cuando por fin te vuelves a poner la ropa. Ella está
acostada, con la manta alrededor, mirando cómo te sientas en la orilla de la cama
para ponerte los zapatos.
Mientras te los atas, ella se incorpora y te rodea con sus brazos por detrás. Te
abraza, apoyando su cabeza en tu espalda. Se queda así durante unos minutos
antes de apartarse de ti.
—¡Rayos, casi olvido enseñarte esa cosa por tu cumpleaños!
—Pensé que esa cosa eras tú.
—¿Qué? No. —Se ríe, con la manta todavía enrollada alrededor de ella. Casi
se tropieza con ella mientras te arrastra escaleras abajo, obligándote a sentarte en
el sofá de la sala—. Siéntate.
Se sienta a tu lado y enciende la televisión. Piensas que tal vez está intentando
ver una película ahora, pero no, va a ver algo que ella grabó: La Ley & el Orden.
—No puede ser —dices cuando pulsa le da reproducir.
Es tu episodio.
—Lo pusieron hace unos días —te dice—. Por suerte, la televisión por cable
pone lo mismo una y otra vez, y lo topé en una repetición.
Te ríes y la rodeas con el brazo.
Los dos se sientan juntos y lo ven.
No sólo tus partes. Lo ven todo. Cuando termina, ella te mira y dice:
—No me importa lo que hagas en el futuro, incluso cuando seas la mayor
estrella de cine del mundo... el niño muerto en la Ley y Orden siempre será mi
papel favorito que has interpretado.
Te vas no mucho después de eso.
Son las siete de la mañana.
Y tú no lo sabes, ¿pero esa chica? Se da cuenta, mientras tu coche se aleja a
toda velocidad, de que se está enamorando desesperadamente de ti. Tiene el
cuerpo adolorido, le duele el pecho y el corazón le late con fuerza. No ha dormido
ni un momento, pero eso no importa ni un poco. Está en las nubes, y nada puede
bajarla de esta euforia, ni siquiera cuando un vecino entrometido le cuenta a su
padre todo sobre el Porsche azul que pasó la noche estacionado en la entrada de
su casa. Ni siquiera cuando él se da cuenta de los chupetes alrededor de su cuello
por tus frenéticos labios. Ni siquiera cuando te amenaza con quitarte la hombría y
le diga que está castigada por el resto de su vida. Porque la noche que esa chica
acaba de pasar contigo... Valió la pena.
KENNEDY
Lo que pasa es que no sé qué demonios estoy haciendo, pero lo hago, sea lo
que sea, mientras todavía tenga el valor.
Su respuesta no es tan rápida esta vez, un minuto, tal vez dos, antes de que
aparezca un mensaje.
Los sótanos de las iglesias no son mis lugares favoritos, ni mi idea de pasar un buen
rato. Tiendo a pensar en ellos como males necesarios, aunque Jack enloquecería
si me oyera decir eso. Son donde vamos a derramar nuestras almas, confesionarios
para los alcohólicos del mundo.
Reuniones. Jodidamente las odio.
Se supone que son seguras, anónimas, pero no siempre es así. La gente tiende
a reconocer mi cara, y bueno... lo siguiente que sabes es que se filtran las fotos y
se convierte en un lío.
Las sillas plegables de metal llenan el sótano de la Episcopal de Hatfield. Me
siento en un asiento del fondo, agradeciendo que no estén puestas en círculo para
poder estar solo. Lugar nuevo, caras nuevas, lo que significa que querrán escuchar
mi historia, pero no pienso hablar. Sólo necesito un recordatorio esta noche.
La gente se filtra, una docena de ellos, hombres y mujeres, nadie que
reconozca hasta él.
Puta madre.
Michael Garfield.
Se dirige directamente al frente. Desvío la mirada, manteniendo la cabeza
baja, la gorra puesta, pero es inútil. Se detiene frente a todos, los ojos se posan en
mí mientras llama al orden a la reunión.
Mierda.
—Bienvenidos. Me llamo Michael y soy alcohólico.
—Hola, Michael.
El coro de voces resuena en la sala, pero no digo nada, sentándome en
silencio y mirando mi regazo mientras él continúa.
—Llevo más de veinte años sobrio —dice antes de entrar en la perorata
habitual. He asistido a muchas reuniones de este tipo y siempre empiezan de la
misma manera: una introducción incoherente antes de que se abra el turno de
palabra para compartir. Como nadie parece tener ganas de hablar, sugiere—: ¿Por
qué no hablamos del perdón?
Me río en voz baja. Siento su mirada.
Ellos hablan. Yo escucho.
La reunión dura noventa minutos.
Parece más larga que los noventa días que pasé en rehabilitación.
Cuando termina, me quedo en mi asiento, dejando que todos los demás
salgan del sótano. Michael se dirige a la salida y sus pasos se detienen junto a mi
silla. Me mira por un momento, con una expresión dura, antes de alejarse sin decir
nada.
Cuando salgo de la iglesia ya se ha ido. Todos se han ido, el estacionamiento
está vacío. Estoy solo.
Saco mi teléfono para llamar a Jack, para decirle que fui a esa maldita reunión
como me pidió, y me doy cuenta de que tengo un correo de voz. Kennedy. Llamó
hace una hora.
Pulso el botón para escucharlo mientras me dirijo al estacionamiento, mis
pasos se tambalean cuando la voz se activa. No, no es Kennedy. Madison.
—Mi mami me dijo que podía llamarte porque cuando me desperté no
estabas. Me dijo que habías comido espaguetis, pero que tenías que irte. Y yo voy
a comer un poco ahora porque es mi favorito aparte de la pizza con queso. ¡Tal vez
podamos comer un poco mañana cuando no esté en la escuela! Podemos volver a
jugar si mi mami dice que está bien, pero deberías preguntar tú y no yo, porque es
una noche de escuela, pero puede que diga que sí si se le dices.
Kennedy se ríe en el fondo, diciendo:
—Puedo oírte.
—Oh-oh —susurra Madison—. Tengo que irme ya.
Sonriendo para mí mismo después de que cuelgue, abro mis mensajes de
texto y envío uno a Kennedy.
Antes de que pueda guardar el teléfono, veo que está escribiendo otra vez.
Sigue y sigue y sigue mientras estoy aquí, esperando, intentando no hacerme
ilusiones.
Parece un puto siglo antes de que llegue el mensaje.
Durante la Guerra de la Independencia, Aaron Burr tuvo una aventura ilícita con la
esposa de un oficial británico.
Le cuentas a la chica esa historia.
Crees que la hará sentir mejor.
Ella te pregunta quién es Aaron Burr.
Te ríes, porque no puedes entender cómo está sobreviviendo en Fulton Edge
cuando ni siquiera sabe el nombre del hombre que mató a Alexander Hamilton,
pero ella lo hace. Está sobreviviendo, tal vez incluso prosperando. Trabaja duro y
está aprobando. Mientras tanto, tú apenas prestas atención y sigues aprobando
todos los exámenes.
Pero ahora vas a clase. Todos los días.
Tal vez lo haces porque no quieres que te expulsen. Has llegado hasta aquí.
Más vale que lo hagas hasta el final. O tal vez te presentas para estar con ella.
Ambos están en camino de graduarse en un mes. Todo el año escolar casi se
ha ido en un abrir y cerrar de ojos. Lo pasaron casi todo a escondidas, con
conversaciones susurradas y encuentros secretos, viéndose bajo el manto de la
oscuridad sin que su padre lo supiera. Le prohibió que te viera. Le dijo que no
causarías nada más que problemas.
La cosa es que ella ya lo sabía.
Eso no fue suficiente para detenerla.
—Así que, Vassar, ¿eh? —preguntas, sentado a su lado en la mesa de picnic
del parque cerca de su casa. Es de noche, cerca de la medianoche, y acabas de
terminar un ensayo completo de Julio César. El club de teatro lo va a representar
dentro de tres semanas como parte de las festividades de graduación—. Artes
Liberales. Apuesto a que a tu papá le encanta eso.
—Sí, me miró de la misma manera que cuando se dio cuenta de que nos
estábamos acostando.
Hombre, no se lo había tomado nada bien. Una rabia total hasta el punto de
llevar sus quejas a su jefe. Pero su padre se encogió de hombros, diciendo que
había hecho cosas peores que llevarse una chica a la cama. No hace falta decir que
su papá ya no disfruta mucho de su trabajo.
Ella se ha comprometido a asistir a la universidad Vassar el próximo año.
Mientras tanto, tú no has decidido nada. Ni siquiera estás seguro de querer ir a la
universidad. Tienes sueños, pero no incluyen estudiar derecho en Princeton. Te
han aceptado de alguna manera. Ni siquiera lo solicitaste. Todo esto hiede a tu
padre.
—Felicidades —dices—. Es una gran escuela.
El futuro no es algo de lo que tú y ella hayan hablado mucho. Ni siquiera le
han puesto un título a esto que tienen. Sin promesas.
No prometes cosas. Nunca.
Pero el futuro se acerca rápidamente. Está a punto de ser el presente. Y lo
que sea que haya entre ustedes se va a ver afectado.
Te da un empujón con el hombro.
—¿Vendrás a verme?
—Seguro que apareceré de vez en cuando.
—Más te vale —dice—. Te voy a extrañar.
Se está emocionando, su voz se quiebra con esas palabras.
—Todavía tenemos unas semanas —dices, levantándote de la mesa de picnic
mientras agarras su mano y la pones de pie—. No desperdiciemos esta noche
preocupándonos por ello.
Dan un paseo juntos, tomados de la mano. Hay una posada cerca, más allá
del límite del parque. La maneja una mujer malhumorada de mediana edad, una
de las únicas personas con las que se han topado por las noches cuando se
encuentran aquí. La posada está a oscuras esta noche. Las sábanas cuelgan de un
tendedero, dejadas durante la noche.
Arrancas una.
A lo largo del agua, la colocas sobre la hierba. La acuestas encima. Sabes que
tendrán algo de privacidad aquí atrás, lejos del área de picnic. No quieres
desperdiciar más esta noche. Te quitas toda la ropa y te tomas tu tiempo para
acariciarla y saborearla antes de hacer el amor con ella.
Tú también la vas a extrañar
No se lo dices, no con palabras, pero ella lo sabe. Lo siente en cada beso. En
cada empuje de tus caderas. La haces reír mientras estás dentro de ella. Le dices
que es hermosa mientras gime debajo de ti.
Te quedas acostado después de terminar, todavía encima de ella,
recuperando el aliento mientras le besas el cuello. Tienes cuidado de no dejar más
marcas.
Se oye un susurro cerca, a lo largo del agua, sombras que se mueven en la
oscuridad. Sólo tienes la luz de la luna para ver. Sea lo que sea se está acercando...
acercando... acercando. Viene hacia ustedes.
La chica se da cuenta. Grita, el sonido penetrante rompe el silencio de la
noche, cuando la cosa en las sombras hace un ruido a su lado. CUA.
Te aparta de ella de un empujón. Te ríes demasiado para calmarla. Se aleja
chillando, arrancando la sábana de debajo de ti para envolverse en ella,
desparramando la ropa.
—Es sólo un pato —le dices, sentado desnudo en la hierba. Sigues riendo
cuando el pato se dirige hacia ella, graznando como un loco en reacción al ruido
que está haciendo.
—¿Un pato? —dice ella—. ¿Qué quiere? Dios mío, me está siguiendo. ¿Por
qué me sigue?
—Probablemente tenga hambre —dices.
—¿Parezco comida para patos? —pregunta ella, tratando de ahuyentarlo—.
Vete a casa, Lucas.
Te pones de pie y recoges la ropa, lanzándole la suya. El pato se aleja,
dirigiéndose al agua. Pero es demasiado tarde. Ella hizo demasiado ruido.
Vuelve a haber movimiento. Vienen más patos.
Se aleja corriendo, hacia la posada, llevando su ropa. Empiezas a seguirla
cuando una ráfaga de luz rompe la noche. Una linterna. Te quedas helado,
alarmado. Hay alguien ahí. La chica se esconde en el patio trasero de la posada,
pero dudas demasiado. La linterna te encuentra mientras una voz grita:
—¡Policía! ¡Muéstrame las manos!
Se te cae la ropa. Te quedas de pie, en toda tu gloria desnuda, y levantas las
manos delante de ti mientras se acerca un agente de policía. Te ordena que te
vistas antes de ponerte las esposas.
La chica empieza a salir de las sombras. La policía no sabe que está ahí. Pero
tú sí, y sacudes la cabeza, advirtiéndole que no lo haga.
La mujer que dirige la posada oyó ruidos afuera y llamó a la policía. Intrusos.
Ella está en su porche trasero, viendo cómo te arrestan.
Indecencia pública.
Y tú no lo sabes, pero esa chica... Corre todo el camino a casa envuelta en
nada más que esa sábana robada, su ropa abandonada. Su madre está despierta
cuando llega y la oye entrar. La mujer sabe desde hace meses que su hija se escapa
por la noche, pero nunca ha dicho nada al respecto. Una madre sabe. Sabe lo que
es amar al chico del que el mundo trata de alejarte. Su madre se quedaba despierta
por la noche, escuchando, para asegurarse de que ella volvía a casa, pero esta
mañana es diferente. La mujer lo percibe. La chica confiesa. Le dice que te
arrestaron. No te preocupes, dice su madre. Yo lo ayudaré.
KENNEDY
Me debato en cómo responder. ¿Sí? ¿No? ¿Sí? ¿No? Arg. Escribo una excusa
interminable antes de borrarla con un gruñido, y vuelvo a escribir más basura antes
de borrarla también. Escribo no, directo al grano, pero, arg, me siento culpable, así
que escribo claro y pulso enviar como una idiota.
En el momento en que dice Entregado debajo de la burbuja de texto, me dan
ganas de abofetearme. Ya muchos arrepentimientos.
—Arg, ¿qué te pasa? —Me pregunto, haciendo una mueca mientras empiezo
a teclear una excusa que me saque de esto.
Un carraspeo detrás de mí.
—No sabría por dónde empezar.
Esa voz, me agarra desprevenida, tan cerca que puedo sentir su cálido aliento
abanicando mi piel. Un escalofrío me recorre, mis manos tiemblan y me doy la
vuelta, perdiendo el control de mi teléfono. Se me cae, aterrizando boca abajo en
la dura baldosa de epoxi del pasillo. Hago una mueca cuando cae, pero no lo agarro
por él.
Jonathan.
Está justo ahí, de pie en el supermercado, con medio metro de espacio entre
nosotros, tan cerca que tengo que levantar la vista para encontrar sus ojos. Mi
corazón se detiene un instante, siendo un tonto traidor, antes de martillear en mi
pecho, golpeando agresivamente mi caja torácica como si mis entrañas estuvieran
declarando la guerra a mi cordura.
Jonathan agarra mi teléfono cuando hace ruido. Antes de que pueda
detenerlo, mira la pantalla y se congela. Algo brilla en sus ojos. Parece horrorizado.
Oh, Dios.
—Está roto, ¿verdad?
Parpadea.
—¿Eh?
—Mi teléfono.
—Oh, eh... no. —Sacudiéndose, me entrega el teléfono, con la pantalla aún
intacta—. Quienquiera que sea Andrew quiere una hora.
—Debería cancelar.
—No deberías hacer tal cosa. —La voz de Meghan es puntiaguda, no discutas
conmigo cuando dice eso—. Lo que deberías hacer es llevar al tipo a dar un paseo,
si sabes lo que estoy diciendo.
—Meghan...
—Hablo en serio —dice ella—. Sólo una vuelta rápida a la cuadra para ver
cómo corre, haz ronronear ese motor un rato.
—¿Desde cuándo eres pro-Drew?
—No lo soy. —Hace una cara de disgusto—. Soy pro-orgasmo, y sé que hace
mucho tiempo que no tienes uno.
Me río... hasta que una vocecita interviene preguntando:
—¿Qué es eso?
Maddie se sienta en la mesa de la cocina frente a Meghan, balanceando las
piernas mientras dibuja con todo su corazón en una hoja de papel.
—¿Qué es qué? —pregunto, apoyándome en la mesa de la cocina, mis brazos
cruzados sobre el pecho.
—Lo que dijo la tía Meghan —dice Maddie—. ¿Qué es el orga. eh...?
—Organismo —suelto, dándome cuenta de que está a punto de preguntarnos
qué es un orgasmo.
—Organismo —dice ella—. ¿Qué es eso?
—Es de la ciencia —dice Meghan—. Es lo que llaman un ser vivo, ya sabes,
cualquier cosa que esté viva.
—¿No tienes uno de esos? —pregunta Maddie, levantando la vista de su
dibujo, con las cejas levantadas—. ¿No desde hace mucho tiempo?
—Bueno, te tengo a ti —digo, deteniéndome al lado de su silla mientras
alboroto su cabello—. Eres lo más vivo que hay. No necesito nada más... ni siquiera
esos locos organismos de los que habla Meghan.
Maddie parece bastante satisfecha con esa respuesta mientras vuelve a
dibujar, mientras Meghan me lanza una mirada, medio apologética, medio patética.
Pongo los ojos en blanco, enseñándole el dedo fuera de la línea de visión de
Maddie.
—Supongo que debería vestirme.
—¡Algo sexy! —Me grita Meghan.
En lugar de eso, opto por algo sencillo: jeans ajustados, zapatos planos negros
y camisa negra. Me cepillo el pelo, dejando los mechones oscuros sueltos, y me
maquillo un poco. Ya está. Meghan frunce la nariz al verme, pero se guarda su
opinión.
—Mami, ¿puedes hacer mis estrellas? —pregunta Maddie, empujando su hoja
y su lápiz hacia mí.
—Claro que sí —digo. No estoy segura de qué es lo que está haciendo, pero
puedo distinguir la línea del horizonte con facilidad. Le he enseñado varias veces
la forma más fácil de dibujar estrellas (montaña, diagonal, transversal, conexión),
pero siempre me pide que se las haga yo, ya que es prácticamente lo único que sé
dibujar.
La puerta principal del departamento resuena con un golpe. Meghan suspira
mientras empuja su silla hacia atrás para ponerse de pie, y susurra al pasar junto a
mí:
—Parece que tu organismo está aquí.
—Ahora mismo voy —murmuro, terminando las estrellas antes de devolverle
el lápiz a Maddie—. Tengo que irme, cariño.
—¿A dónde?
—Afuera con mi amigo.
—¿Puedo ir esta vez?
—Esta noche no —le digo, frunciendo el cejo al ver la decepción en sus ojos—
. Pero algún día.
—¿Es tu amigo el que no vio que estabas bonita la vez pasada?
—Sí, el mismo.
Hace una mueca.
Casi me río.
Pero entonces oigo que llaman otra vez a la puerta, y la voz de Meghan
resuena por encima del sonido mientras dice:
—Jesús, aguanta un ra… oh, Dios mío. No.
Me tensa el cambio repentino de su tono, que pasa de ser frívolo a estar
sorprendido en media palabra.
—No... no... no —repite antes de decir—: Lárgate al carajo de aquí.
Miro fuera de la cocina, hacia la puerta principal, con el corazón desbocado.
Jonathan está de pie en el pequeño escalón frente a mi departamento, a pocos
metros de su hermana.
—Meghan —dice, saludándola con la cabeza.
En el momento en que dice su nombre, la sorpresa desaparece y es
reemplazada por la ira cuando sus ojos se entrecierran.
—No —dice ella, con toda naturalidad, cerrándole la puerta en las narices.
Maddie salta al oír el golpe.
—Meghan —gimo—. Por favor.
No necesito una escena, no una que tenga que intentar explicar. Meghan abre
la puerta de un tirón. Jonathan sigue de pie, sin moverse.
Maddie jadea al darse cuenta de su presencia y salta de su silla en la mesa,
tomando su dibujo mientras corre hacia la puerta—. ¡Jonathan!
—Hola —dice él, evitando mirar a su hermana, y sonriendo en cambio a
Maddie.
—¡Volviste! —Ella le empuja la hoja—. ¡Te estaba haciendo un dibujo!
—Guao —dice él, mirándolo—. Es increíble.
—No está terminado —dice ella, arrebatándoselo—, pero ahora sólo tengo
que hacer la gente, ¡porque mi mami dibujó las estrellas!
—Pues son unas estrellas estupendas —dice, encontrando mi mirada—.
Estoy seguro de que será perfecto.
—Te lo puedes quedar cuando esté hecho —le dice—. ¿Te vas a quedar?
Puedes jugar conmigo y con mi tía Meghan.
Meghan hace un ruido.
—Esta noche no —dice. Sólo vine a hablar un momento con tu mamá.
Maddie frunce el cejo y murmura un “okay” antes de alejarse.
Jonathan cierra los ojos y suelta un profundo suspiro. Me doy cuenta de que
quiere cambiar de opinión.
—Tal vez mañana —digo, interponiéndome en el camino de Maddie para que
deje de caminar. Le agarro la barbilla y le levanto la cabeza para que me mire—.
Es un poco tarde para jugar esta noche, de todos modos.
—Mañana. —Coincide Jonathan—. Estaré aquí.
Sus ojos se iluminan y la decepción desaparece.
—¡Nos vemos mañana! —le grita antes de rodearme con sus brazos—. Te
amo, mami.
—Yo también te amo —digo—, más que las paletas de hielo de plátano y la
pizza hawaiana.
—¿Más que las citas con tu amigo?
—Oh, pff, por supuesto. —Le aprieto juguetonamente las mejillas—. Más que
las citas con cualquiera.
Me inclino y le doy un beso rápido antes de que se vaya corriendo a su
recámara. En el momento en que sale de la habitación, en el momento en que está
fuera del alcance del oído, la voz de Meghan se interpone, un gruñido bajo mientras
dice:
—Será mejor que traigas tu culo aquí mañana, hermanito, porque si le
mentiste justo delante de mí, juro por Dios...
—Dije que estaré aquí —dice él, girándose para mirar a Meghan, con una
expresión dura—. No voy a mentirle.
—¡Oh! ¿Es eso cierto?
—Sí —dice.
—Bueno, ¡perdón! —Ella levanta las manos—. Estúpida yo, debería haberlo
sabido... Quiero decir, sólo les has mentido a todos los demás. Olvidé que eras el
papi del año.
—Ahora no es el momento para esto —refunfuño, acercándome y
poniéndome entre ellos—. Arreglen esto cuando no haya orejitas cerca.
Empujo a Jonathan lejos del departamento mientras salgo, cerrando la puerta
principal detrás de mí para darnos algo de privacidad. De lo contrario, Meghan
podría inclinarse a añadir su comentario, como si mi vida fuera un episodio de
Mystery Science Theater 3000.
—Perdón por esto —dice, señalando hacia el departamento—. Olvidé, bueno,
que tenías planes.
—No pasa nada —digo—. ¿De qué necesitabas hablar conmigo?
—Sólo... estaba pensando.
Está dudando. Retrasándolo. Me doy cuenta de que está nervioso por la forma
en que desvía la mirada.
—¿Sobre qué?
—Sobre algo que dijo esa chica en tu trabajo.
Se me frunce el cejo y tardo un momento en saber a quién se refiere.
—¿Bethany?
—¿Se llama así? —Se queda mirando al espacio y murmura—: Bethany.
—La conociste una vez —le digo—. Fue al set. Dijo que te había visto a la
salida de un bar.
Suelta una ligera carcajada.
—Ah, claro. Bethany. Me preguntó por aquella vez que me arrestaron.
Lo hizo. Me lo contó. Y todo lo que puedo pensar es lo increíblemente feliz
que estaría al saber que él se acordaba de ella.
—En fin —dice, ese nerviosismo volviendo a aparecer—. Bethany mencionó
que quería tiempo libre para poder ir a esa cosa.
—¿La convención?
—Sí, ya sabes, para la mierda de Breezeo, y estaba pensando, y me
preguntaba...
—¿Preguntando qué?
—¿Si tal vez podría llevar a Madison?
Tardo un momento en asimilar esas palabras, en asimilar lo que me está
pidiendo. Parpadeo, sin palabras, con una sensación de hundimiento en la boca del
estómago. No sé qué decir. No sé qué pensar. Una voz en el fondo de mi mente
grita, a la defensiva, aterrada por eso, pero mi corazón —mi estúpido, estúpido
corazón— se dispara al ver que él quiere hacer eso con ella.
—Yo, eh... —Sacudo la cabeza, tratando de aclarar mis pensamientos—.
Guao.
—Sé que estoy pidiendo mucho —dice—. Estoy pidiendo algo de confianza,
sólo un poco, y no te culpo si no me la das, pero sólo... te lo pido. ¿Puedo llevarla?
Abro la boca, aún sin saber qué decir, cuando un movimiento llama mi
atención segundos antes de que una voz me interrumpa.
—¿Interrumpo?
Las ocho y media en punto, supongo. Drew. No me giro, no le miro de
inmediato, pero Jonathan sí lo hace. Su espalda se endereza, los hombros se
cuadran, cada centímetro de él está rígido. Observo cómo su rostro se nubla de
confusión, esperando no ser reconocido, pero es instantáneo.
La confusión da paso a una especie de ira cruda, del tipo que se ha cocinado
a fuego lento durante años. Mira a Drew como si quisiera arrancarle el corazón,
arrancárselo del pecho y metérselo por la garganta.
La voz de Jonathan es tan mordaz como su mirada cuando dice:
—Hastings.
—Cunningham —dice Drew, sin inmutarse.
—¿Qué demonios estás haciendo? ¿Por qué estás aquí?
Drew me señala.
—Recogiéndola.
Lo veo, mientras Jonathan conecta los puntos, dándose cuenta de que él es
el plan que tengo esta noche. Andrew Hastings. Hace mucho tiempo que no oía a
alguien llamarlo sólo por su apellido.
Jonathan se gira hacia mí, con una expresión dura mientras intenta contener
su ira, pero le cuesta.
—¿Él? —pregunta Jonathan—. ¿Este es con quien sales? ¿Este es el tipo con
el que sales?
Empiezo a responder, pero no me deja.
—Increíble. —Jonathan sacude la cabeza—. ¿Cómo pudiste?
Esas palabras hacen subir mis defensas.
—¿Perdón?
—¿Forma parte de tu vida? ¿La vida de Madison? Dios, ¿le permites estar
cerca de ella? ¿En qué demonios estás pensando?
—No —digo, levantando las manos para detenerlo antes de que diga algo
más—. Ni siquiera vayas por ahí ahora.
—Deberías escuchar a la dama —dice Drew—, y ocuparte de tus asuntos.
—Este es mi puto asunto —dice Jonathan, dando un paso hacia Drew, todo
en él repentinamente lleno de agresividad—. Estamos hablando de mi hija. Mía. Y
no sé qué clase de mierda has hecho para meterte a la fuerza en sus vidas, pero
tampoco puedes tener a su madre. No puedes tener a ninguna de las dos. ¡No
puedes robarte mi puta vida!
—Basta —gruño, interponiéndome entre ellos.
Jonathan sacude la cabeza, furioso, con la mano izquierda cerrada en un
puño. No creo que vaya a golpear, ya que tiene la mano derecha enyesada, pero
sé que quiere hacerlo.
Y no ayuda nada cuando Drew se ríe. La diversión recubre su voz cuando
dice:
—No puedo robar lo que estaba suelto.
Eso enciende a Jonathan. Se acerca a Drew, pero me interpongo. Lo empujo,
con fuerza, haciéndolo retroceder.
—Sólo... vete, Jonathan. ¡Vete!
Me mira, con una expresión dura mientras dice:
—No puedo creerlo.
Se da la vuelta y se va, dejándome aquí de pie, echando humo.
Increíble.
¿No puede creerlo? ¿A mí? ¿Después de todo lo que él ha hecho? ¿Quiere
actuar como si yo fuera la que está mal?
—Veo que volvió a mostrar su cara —dice Drew—. ¿Cuánto tiempo lleva
aquí?
—Eh, dos semanas, tal vez —murmuro, viendo como Jonathan desaparece
en la noche.
—No lo has mencionado.
—No quería hablar de ello —digo—. Sigo sin querer.
—Me parece justo. —Drew me agarra el hombro, apretándolo suavemente—
. ¿Qué tal si nos vamos de aquí y nos olvidamos de lo que pasó?
—Me parece bien —murmuro, dedicándole una sonrisa, pero sé que es una
causa perdida. Olvidar esto no es posible. Siento que mi sangre hierve a fuego
lento. Quiero seguir a ese hombre hasta la oscuridad y darle un pedazo de mi
mente.
JONATHAN
En el auditorio de la Academia Fulton Edge hay un público reunido. Casi todos los
asientos están llenos. Estudiantes, familias, administradores, donantes. La chica se
sienta en un asiento del pasillo del fondo, con sus padres a su lado. Su padre no
había querido venir, culpando al precio de treinta dólares de las entradas, pero la
chica sabía que él quería evitarlo esta noche por otras razones. Por ti.
Sábado por la noche. La producción del Club de Teatro de Julio César. Hay
una vibra en el público. La gente se está inquietando. La obra debía comenzar hace
diez minutos. Hastings corre frenéticamente de un lado a otro, vestido con su
elaborado traje. Se apresuran a hacer un anuncio.
Ha habido un recambio de última hora.
El papel de Bruto ahora será interpretado por...
No por ti.
El Porsche azul está estacionado en el estacionamiento. Hay un lugar
reservado para tu padre. Aunque su asiento está vacío, la limosina llegó antes, lo
que significa que los dos están cerca, pero no aquí.
La chica se levanta de su asiento cuando empieza la obra. Su padre intenta
detenerla, pero su madre no lo deja, diciendo:
—Déjala ir, Michael.
Ella sale corriendo, en dirección al estacionamiento.
Está ahí fuera. Él también. Los dos están de pie frente a su coche, el equipo
de seguridad de su padre acechando mientras discuten.
La fecha límite para aceptar la admisión en Princeton era anoche, así que él
la aceptó en tu nombre.
Le dices que no vas a ir. Convertirte en él no es tu sueño. Te dice que bajes
la cabeza de las nubes, que es hora de ser el hombre que para el cual te crio.
Le dices que no te crio para ser un hombre. No te crio en absoluto. Tendría
que ser un padre para atribuirse el mérito, pero no lo es. No es más que un pendejo
egoísta que sólo se preocupa por su trabajo. Le dices que nunca serás como él.
Convertirte en él es tu peor puta pesadilla.
En el momento en que dices eso, él pierde la compostura. Se balancea. Te
golpea. Estás preparado para ello. Sabías que iba a llegar, pero no esperabas el
segundo golpe... ni el siguiente.
Él golpea, una y otra vez. Intentas bloquear los golpes, pero él no se detiene,
así que lo empujas. Eso te da un momento de respiro, pero no dura. Vuelve a
atacarte, así que reaccionas.
Golpeas. Le das un puñetazo en la boca.
Es la primera vez que le devuelves el golpe. Tu padre está aturdido,
tambaleándose. Lo golpeaste fuerte. El personal de seguridad se apresura a
sujetarte.
Tu padre tiene el labio roto. Se pasa la lengua por él. Estás sangrando, la
sangre sale de tu boca. Se pone delante de ti y te mira fijamente a los ojos mientras
te dice: “Sin mí nunca llegarías a nada. Un desperdicio de vida, igual que tu madre”.
Le escupes a la cara cuando dice eso.
Él parpadea, sacando un pañuelo para limpiarse la sangre. La chica, está
frente a la escuela, provocando una escena mientras le grita que se detenga. Su
padre mira hacia otro lado, como si estuviera a punto de irse, pero luego se vuelve.
PUM.
Te golpea otra vez, una última vez, un golpe justo en el pecho. El personal de
seguridad te suelta para acompañar a tu padre mientras te dice:
—Princeton es bonito, hijo. Te gustará.
No te quedas. La gente sale de la escuela. Julio César es un desastre sin su
Bruto. Así que subes a tu coche y te alejas a toda velocidad, sin querer estar allí.
No puedes enfrentarlos en este momento.
Conduces por ahí.
Conduces durante mucho tiempo.
Finalmente, terminas en Bennett Landing.
Son las tres de la mañana. Estás parado en la acera frente a la casa de la chica.
Estás borracho. No tan borracho. No tan borracho como para olvidar. No es
seguro de que eso sea posible cuando estás bebiendo champán directamente de la
botella. La tomaste de casa antes de ir a la obra. Pensaste que lo celebrarías con
ella esta noche, pero en lugar de eso, llegó a esto.
Ella sigue despierta. Te ve desde la ventana de su recámara.
Se escabulle hacia abajo y se desliza hacia afuera.
—Estás bebiendo —dice, mirando alrededor. Es la primera vez que te ve así—
. Por favor, dime que no estás conduciendo así.
—Mi coche está en el parque —dices—. Bebí allí.
—¿Sin mí?
Le acercas la botella de champán.
—Puedes tomar un poco.
Ella la toma, la vacía y tira la botella detrás de ella en la hierba.
—Quise decir que fuiste al parque sin mí.
—Necesitaba pensar —dices, mirando la botella desechada mientras te pasas
las manos por el pelo—. Ha sido un día duro.
—Lo sé. —Sus manos presionan suavemente tus mejillas mientras examina
tu cara—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dices, besándola, susurrando contra sus labios—. Sólo
necesitaba verte otra vez... necesitaba decirte... que yo, eh...
Te amo. Casi lo dice.
—Dime —dice ella.
—Me voy.
Su voz es tranquila.
Ella se aparta, parpadeando hacia ti.
—¿Qué?
—No podía irme sin despedirme —dices, acariciando su mejilla mientras
sonríes suavemente—. No quería desaparecer. Nunca me perdonarías por hacer
como Breezeo.
Le estás quitando importancia. Intentas hacerla sonreír. Intentas hacer que
este momento esté bien, pero ella tiene pánico por dentro. Le tiemblan las manos.
Inhala bruscamente. Las lágrimas llenan sus ojos.
—¿Qué quieres decir con que te vas?
Ella pregunta eso, pero sabe lo que quieres decir.
—No puedes irte —dice—. ¿A dónde irías? ¿Qué harías?
Le dices que te vas a California. O tal vez acabes en otro sitio. Todo lo que
sabes es que tienes que seguir tus sueños y tienes que hacerlo ahora. Es el
momento. Vas a ir a donde te lleve la vida, y por mucho que te duela el pecho al
pensar en dejarla, al pensar en pasar el día de mañana sin verla sonreír, al pensar
en no volver a tenerla en tus brazos, no puedes quedarte, ni siquiera un día más.
Porque cada día que te quedas sólo hace más difícil que te vayas, y llegado el día
de mañana puedes perder el valor. Acabarás en Princeton. Te convertirás en tu
padre.
Ella te mira fijamente mientras dices todo eso.
Empieza a llorar.
—No estoy lista para decir adiós.
Le limpias las lágrimas de las mejillas.
—¿Crees que alguna vez estarás lista?
No, no lo estará.
Se aferra a ti y te abraza con fuerza.
—Sé que tienes que irte... lo sé... y tienes que seguir tu corazón, pero ¿cómo
puedo seguir el mío si tú te vas? Te amo, Jonathan. Te amo demasiado.
La rodeas con tus brazos, abrazándola mientras llora. Siempre dando el
primer paso. Te amo. Pasa un largo momento antes de que digas:
—Ven conmigo, K.
Ella inhala bruscamente.
—¿Qué?
—Tienes una vida aquí. Tienes una familia. Joder, tienes exámenes finales el
lunes. Estás a punto de graduarte e ir a la universidad. Y yo probablemente estoy
a punto de joder toda mi vida, pero te amo.
Se aparta para mirarte.
—¿Me amas?
—Más que a nada —dices—. Más que el club de teatro y los ensayos de
vestuario y Julio César. Más que molestar a Hastings. Más que al maldito parque
al final de la calle. Demonios, incluso más de lo que amé golpear a mi padre. No
me quedé aquí tanto tiempo por nada de eso. Me quedé por ti. Y si amarte es
suficiente—
—Lo es —dice ella.
—Entonces ven —dices—. Escápate conmigo, bebé.
Tú no lo sabes, pero ¿esa chica? Mientras ella está allí, mirándote, viendo la
luz en tus ojos y sintiendo tanto amor en su corazón, habría hecho cualquier cosa
que le pidieras. Cualquier cosa. Habría escalado cualquier montaña y cavado
cualquier agujero. Habría mentido, engañado y robado. Esa chica te habría
prometido un por siempre. Mientras la ames, mientras te importe, es tuya. ¿Así que
ir al parque contigo y subirse a ese Porsche? La decisión más fácil que ha tomado.
KENNEDY
No hay respuesta.
Cuando dan las nueve y media, no puedo más. Marco el número de la escuela,
verifico con la recepcionista para asegurarme de que ha llegado, y me siento como
una tonta cuando me confirma que Maddie está en clase y ha llegado a tiempo esta
mañana. Cuelgo, refunfuñando para mis adentros cuando aparece un mensaje en
la pantalla. Jonathan.
Esas palabras casi me dejan sin aliento. Hace mucho tiempo que no me las
decía, tanto que el corazón me da un vuelco al recordarlas.
—Tu cara no está de acuerdo —dice Bethany, señalándome mientras meto el
teléfono en el bolsillo—. Estás toda sonrojada.
Pongo los ojos en blanco.
—No lo estoy.
—Lo que tú digas. —Se gira para irse—. Tienes el mismo aspecto que
probablemente tenía yo cuando conocí a Johnny Cunning.
Knightmare.
El archienemigo de Breezeo.
Donde Breezeo es la luz, un soplo de aire fresco, la agradable brisa en un
cálido día de verano, Knightmare es la tormenta que entra y se lo lleva todo. La
oscuridad, espesa y asfixiante, las sombras de las que no puedes escapar en la
noche de los callejones.
Cuero negro enmarcado con una armadura oscura, de la cabeza a los pies,
desde las botas de combate hasta la enorme capucha negra con una máscara de
metal que cubre parte del rostro, haciéndolo irreconocible.
Siempre me ha dado envidia el traje.
Es mejor que el maldito pseudo spandex, eso es seguro.
—Yo, eh, guao —Kennedy se para en la puerta de su departamento con una
mirada de asombro mientras sus ojos escudriñan el disfraz—. Eso es
simplemente... guao.
—Guao, ¿eh? —Miro hacia abajo—. ¿Es bueno o malo?
—Es sólo, eh, ya sabes...
—¿Guao? —Supongo.
Ella asiente, luchando contra una sonrisa.
—Guao. —Sonrío—. Es el original.
—¿En serio?
—Directamente de la segunda película —digo, tocando una placa pectoral
blindada con una mano cubierta de guantes sin dedos—. Bueno, excepto estos
guantes. Los de verdad no me cabían por el yeso, así que tuve que improvisar.
—Es, eh...
—¿Guao?
—Genial —dice ella, tocando el traje, con las yemas de los dedos rozando la
armadura—. Es un poco raro verte así, pero, aun así, es genial.
—Gracias —digo cuando se aparta para que entre en el departamento—. Los
convencí de que me lo prestaran. Aunque puede que no lo devuelva. Lo estoy
disfrutando.
—Deberías quedártelo —dice, sus ojos aún me escrutan mientras cierra la
puerta—. Es, eh...
—¿Genial?
—Guao. —Sonríe juguetonamente mientras se aleja—. Tengo que terminar
de prepararme para el trabajo. Maddie, ¡tienes una visita!
Un momento después de que Kennedy desaparece, Madison entra corriendo.
Se detiene en seco cuando me ve, con los ojos muy abiertos y la boca abierta.
—Wow.
Me quito la capucha y me subo la máscara. Su expresión cambia cuando ve
que soy yo y se le ilumina la cara. Corre hacia mí, chocando tan fuerte que tropiezo.
Me río cuando me abraza.
—Hola, niña linda.
Me mira.
—¿Crees que soy linda?
—¿Qué? Por supuesto. —Me arrodillo junto a ella, sonriendo mientras le
presiono un dedo en la punta de la nariz—. Te pareces a tu mamá.
—¿Crees que mi mami es bonita también?
—Creo que es la mujer más hermosa del mundo.
Su expresión cambia rápidamente cuando digo eso antes de que sus ojos se
amplíen.
—¿Más hermosísima que Maryanne?
Me inclino más cerca, susurrando, repitiendo sus palabras.
—Aún más hermosísima que Maryanne.
—Wow.
Sonriendo, le tiendo una bolsa.
—Te traje algo. Pensé que tal vez querrías ponértelo hoy.
Lo agarra, no duda en sacarlo todo, jadeando. Se deshace de la bolsa vacía
mientras corre hacia su recámara, casi chocando con Kennedy en el pasillo.
—Cuidado —dice Kennedy—. ¿A dónde vas corriendo?
—¡No hay tiempo, mami! Tengo que prepararme.
—Bueno, entonces. —Kennedy la mira fijamente hasta que desaparece, antes
de voltear hacia mí mientras se pasa los dedos por el pelo, recogiéndolo—. ¿Seguro
que puedes manejar esto?
—Trato con buitres de Crónicas de Hollywood —digo—. Puedo manejar lo
que sea que me lancen.
Kennedy no parece convencido.
—Oí que te acusaron de agresión hace dos años por darle un puñetazo a uno
de ellos.
—¿Dónde oíste eso?
—En la portada de Crónicas de Hollywood.
Sacudo la cabeza.
—Esos cargos fueron retirados.
—¿Porque eran inocentes?
—Más bien porque eran igual de culpables.
Kennedy pone los ojos en blanco, pero no tiene oportunidad de decir nada.
Unos pasos corren en nuestra dirección y una voz emocionada grita:
—¡Tarán!
Madison está de pie, sonriendo salvajemente, vestida con el pequeño atuendo
blanco y azul: un disfraz de Breezeo. Los sacan para Halloween, pero yo me las
arreglé para conseguir uno antes.
—¡Wow, mírate! —dice Kennedy, alisando el pelo de Madison—. El Breezeo
más bonito que he visto nunca.
—¡Jonathan también piensa que soy bonita! —dice, sonriendo a su madre—.
¡Me lo dijo!
—¿Lo hizo? —pregunta Kennedy—. Un hombre inteligente.
—Y tú también —dice ella—. Dice que eres la mujer más hermosísima de
todo el mundo.
Maldita sea. Me delató.
Kennedy parece tomada por sorpresa.
—Bueno, eso fue muy amable de su parte —dice Kennedy—. Tengo que irme.
Diviértete, ¿okay? Y pórtate bien.
—Lo haré.
Besa la parte superior de la cabeza de Madison.
—Te amo más que los sábados por la mañana.
—Yo también te amo —dice Madison—, más incluso que los disfraces y esas
otras cosas.
Madison me agarra la mano.
—La traeré de vuelta esta noche —digo—, con los dedos de las manos y de
los pies aún pegados.
Kennedy no me mira. Me doy cuenta de que está ansiosa, así que no me
entretengo y conduzco a Madison al exterior. El coche de la ciudad está parado en
el estacionamiento, el conductor apoyado en él mientras espera. Sonríe cuando
nos acercamos y abre la puerta trasera, pero Madison arrastra los pies.
—¿Es tu amigo? —pregunta, mirándome.
—¿Por qué?
—El abuelo dice que no hay que subirse a los coches con desconocidos.
—Oh, sí, lo conozco —digo—. Es seguro.
Sube al coche y le abrocho el cinturón de seguridad mientras me siento a su
lado. Cuando el coche se aleja, veo que Kennedy nos mira desde la puerta del
departamento.
Madison parlotea durante todo el trayecto hasta el centro de convenciones,
contando historias, y yo la escucho obedientemente. Cuando llegamos, ella rebosa
de entusiasmo, pero yo estoy en algún punto de tensión. Aunque me prometieron
discreción y acuerdos de confidencialidad como si fueran caramelos en un desfile,
sé que las cosas no siempre salen según lo previsto.
El coche nos lleva directamente a la entrada trasera, más allá de la multitud
que nos espera. Una mujer nos recibe en un garaje adjunto, una de las
coordinadoras del evento, junto con un pequeño grupo de seguridad. Sonríe
cuando salimos del coche.
—¡Serñor Cunning! Y la señorita...
Madison sonríe.
—¡Maddie!
—Señorita Maddie —dice la mujer—. Me siento muy honrada de que pueda
unirse a nosotros. Mi nombre es...
Bla. Bla. Bla.
Ella se lanza a la perorata. Es lo esperado. Siempre pasa. Escucho vagamente
mientras balbucea sobre la historia de la empresa, sus récords de participación,
sentando las bases para que yo firme en algo en el futuro. Madison se impacienta
y empieza a inquietarse, así que apuro a la mujer para que nos dé las pulseras de
entrada como a todos los demás y podamos mezclarnos con la multitud.
—Habrá seguridad por todas partes —dice—. Estarán vigilando, por
supuesto, pero si necesitan ayuda, no duden en pedirla.
La mujer se va, y el personal de seguridad nos lleva a un elevador privado,
directamente a la planta principal, y nos deja salir al interior del vestíbulo. La
multitud se agolpa, apresurándose para llegar a su destino.
Paneles. Trivias. Compras. Autógrafos. La sala está llena de puestos, de
cómics, de artistas, de escritores y actores y cosplayers... todo el asunto. Esta no
es mi primera convención, saben, pero usualmente soy para quien la gente hace
fila.
—Entonces, ¿qué quieres hacer? —Le pregunto a Madison—. Depende de ti.
Se aferra a mi mano, mirándolo todo con ojos muy abiertos.
—Todo.
Todo. Me río.
—Podemos hacerlo.
Empezamos de a poco, caminando, viendo lo que podemos ver. Maddie está
asombrada, mirando a todo el mundo disfrazado, y creo que podría estar
intimidada por la multitud, pero no tarda en acostumbrarse a las cosas. La alejo de
los autógrafos, ya que mucha de esa gente me conoce. Me arrastra de un puesto a
otro, de una mesa a otra, anunciando con entusiasmo todo lo que ve, sin detenerse
en ningún lugar lo suficiente como para que yo compre algo.
—Guao —dice, y se detiene ante uno de esos puestos, un recorte de cartón
de este servidor—. ¡Mira, papi! Eres tú.
Papi. Suceden cosas locas en mi pecho cuando me llama así. Es la primera
vez que la oigo decirlo. Parpadeo hacia ella, tan asombrado, tan enamorado, que
no es hasta que repite y la gente mira en su dirección que me doy cuenta de lo que
está diciendo.
—¡Papi, eres tú!
Mierda. La alejo de ella y me arrodillo frente a ella cuando me mira
confundida, como si no entendiera.
—Ese no soy yo hoy —le digo—. Soy Knightmare, ¿recuerdas?
Su cejo se frunce.
—¿Pero sigues siendo tú de verdad?
—Por supuesto, pero hoy tenemos disfraces para poder jugar a fingir —
digo—. Así que, técnicamente, hoy eres tú.
Su expresión se ilumina mientras se da la vuelta, mirando al stand.
—¿Puedo tenerme a mí?
—¿Puedes tenerte.. a ti?
Ella asiente con la cabeza, señalando el puesto.
—Oh, realmente quieres uno de esos.
—Ajá.
—Es un poco grande para llevarlo.
—¡Puedo llevarlo!
Sonrío ante la imagen mental de ella arrastrando una de esas malditas cosas
toda la tarde.
—Es como tres veces más grande que tú.
—Puedo hacerlo.
—No lo dudo —le digo—. ¿Qué tal si esperamos hasta el final del día, después
de hacer todo lo demás, y si todavía hay uno aquí, nos lo llevamos?
—Okay.
Eso fue mucho más fácil de lo que esperaba. Vuelvo a agarrar su mano
mientras miro fijamente el stand. Por favor, que se vendan esas putas cosas.
Madison me arrastra otra vez, de un lugar a otro, antes de que nos dirijamos
al otro lado del edificio donde se celebran los paneles. Madison adquiere un horario
y elige a dónde vamos. Cómics en el cine. El arte del Fan Art. Metáforas y Temas.
No estoy seguro de que ella sepa qué es la mitad de los temas. Demonios, no estoy
seguro de que pueda siquiera leer las palabras mientras escoge los paneles, pero
se sienta ansiosamente a través de ellos, eventualmente arrastrándome a una sala
con un cartel que dice Fandom Feud.
—No estoy seguro de este —le digo—. Creo que esperan una participación.
—¡Oh! ¿Significa eso que puedo jugar?
—¡Claro que sí! —dice una voz, una mujer que entra en la sala detrás de
nosotros, vestida como Maryanne—. Vamos a jugar al trivial de Breezeo.
—¡Esa soy yo hoy! —exclama Madison, agarrando su disfraz para mostrarlo.
La mujer se ríe.
—Apuesto a que eso significa que vas a saber todas las respuestas, ¿eh?
Madison asiente con la cabeza.
—Sí.
Los ojos de la mujer parpadean hacia mí, pero desvío la mirada y no digo
nada. Encontramos asientos hacia el fondo de la sala. Juegan unas cuantas rondas
de trivialidades, eligiendo jugadores para enfrentarse, antes de abrirlo a todo el
mundo y llamar a la gente del público.
—En los cómics, Maryanne es enfermera —dice el moderador—. ¿Qué hace
en las películas?
—¡Oh, oh, oh, yo, yo! —grita Madison, agitando las manos a lo loco,
intentando que la vean, pero el tipo que tiene delante es demasiado alto, así que se
sube a la silla, poniéndose de pie sobre ella—. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo sé!
Risas amortiguadas fluyen a nuestro alrededor cuando la gente se fija en ella.
—La pequeña Breezeo del fondo —dice el moderador, llamándola—. ¿Qué
hace Maryanne las películas?
Madison sonríe y grita:
—¡Nada!
Más risas.
—Lo acepto —dice el moderador—. Todavía está en la escuela. Ven a
recoger tu premio, pequeña Breezeo.
Madison salta, caminando orgullosa hacia el frente. La gente le tira unos ohh
y ahh, y ella sigue el juego. Resulta que lo que gana es una paleta. Al volver, la
empuja hacia mí.
La abro e intento devolvérsela, pero me pone cara de haberla cagado.
—¿Qué pasa?
—Tienes que probarla primero —dice.
—¿En serio?
—Eso es lo que hace mi mamá —dice—, por si es veneno, porque viene de
un desconocido.
—Oh. —La lamo antes de dársela—. ¿Así?
Ella asiente, metiéndosela en la boca.
Parpadeo un par de veces, observándola. Es una de las cosas más extrañas
que he hecho en mi vida, probar un dulce potencialmente venenoso.
La trivia termina después de unos minutos. Llevo a Madison entre la multitud,
fuera de la sala, recibiendo algunos cumplidos de la gente sobre lo adorable que
es.
Probablemente parezco un pendejo, asintiendo con la cabeza.
—¿Tienes hambre? —Le pregunto una vez que nos alejamos de la multitud—
. Seguro que hay algo por aquí que quieras comer.
—¡Hot dogs!
Hot dogs. Los encuentro fácilmente, pero la cola es larguísima. Esperamos
casi veinte minutos para comprar hot dogs y papitas, y maldita sea, ella quiere un
refresco, así que lo compro, pero no hay ningún sitio donde sentarse dentro, así
que nos dirigimos al exterior, a un pequeño anfiteatro.
Hay una multitud disfrazada de Knightmare. Están montando un espectáculo,
haciendo una especie de concurso de espadas.
—¿Qué están haciendo esa gente? —pregunta Madison antes de darle una
mordida a su hot dog.
—Parece un JREV —murmuro.
Me mira como si estuviera loco.
—¿Parece qué?
—JREV —digo—. Juego de rol en vivo.
—¡Oh, quiero jugar! ¿Puedo?
—Creo que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé —admito. Porque sólo eres un niña suena como una excusa de
mierda para negarle un poco de diversión imaginaria.
Se come el almuerzo mientras los caballeros luchan, se mete en el juego como
si estuviera viendo una película, e incluso elige un bando: el que tiene la armadura
azul, a diferencia de su oponente, que va todo de negro.
Recojo el programa y lo hojeo.
—Entonces, parece que tenemos que elegir: Las Consecuencias de los
Universos Alternativos o —Explorando el Headcanon.
—¿Qué significa eso?
—Creo que ambos tratan de la fan-ficción.
—¿Qué es eso?
—Cuando los fans inventan sus propias historias —digo, negando con la
cabeza. Nos sentamos en un panel que le explicó eso, pero estoy bastante seguro
de que pasó por encima de su cabeza—. ¿Podemos hacer eso? ¿Hacer el fan-
ficción?
—Pensé que ya lo estabas haciendo —digo—. Dijiste que ibas a arreglar el
final de Ghosted.
—Lo voy a hacer.
—Bueno, ahí lo tienes. Entonces, ¿a qué panel te referirías?
—A las consecuencias de los cañones —dice. Empiezo a corregirla, pero no
me presta atención, de pie y animando—. ¡Vamos chico azul!
El chico azul, de hecho, pierde —si es que existe tal cosa como perder en lo
que están haciendo—. El tipo de negro hace una reverencia, celebrando, mientras
Madison abuchea fuertemente, llamando su atención.
—Tú, joven Breezeo —dice, todavía haciendo su papel mientras le apunta
con su espada—. ¿Tienes el descaro de abuchearme? ¿A mí, el villano Knightmare?
—Tú no eres el verdadero Knightmare —dice ella, con las manos en las
caderas—. ¡Mi papi lo es!
Me señala a mí, para que no haya confusión de quién está hablando. Mierda.
El hombre me mira con cara de asco.
—¿Él? ¡Ja! ¡No es el verdadero! Ni siquiera tiene los guantes.
Madison me mira las manos.
—¿Y? No siempre tiene que usarlos.
—Aceptable —dice el hombre—. Pero si tu padre es el verdadero
Knightmare, tal vez le gustaría bajar y reclamar su derecho.
Me señala con su espada.
Sacudo la cabeza. No va a pasar.
—Lo hará —dice Madison, contradiciéndome.
—Parece que tu padre no está de acuerdo —dice el hombre—. Supongo que
tiene miedo de ser expuesto como un fraude.
—¡No-oh! ¡No tiene miedo!
El hombre se ríe.
Madison se está calentando, y en serio, al carajo este tipo. Nunca envidiaría a
alguien su actuación, no exigiría que se salieran del personaje, pero que me parta
un rayo si voy a dejar que alguien me antagonice delante de mi hija. Muñeca rota
o no, voy a defender su honor.
—A la mierda. —Me pongo en pie, marchando directamente hacia él mientras
digo—: Que alguien me dé una espada.
Enseguida, media docena de tipos ofrecen las suyas. Agarro la que está más
cerca de mí, tratando de agarrarla bien con el yeso. Don Antagonista tiene el valor
de parecer preocupado, susurrando:
—Sabes que sólo estamos jugando aquí, ¿verdad?
—¿Lo estamos? —pregunto—. No estaba seguro.
Miren, voy a ser honesto. El rodaje de la mayor parte de la segunda película
fue un borrón, pero los preparativos, las interminables horas de entrenamiento para
las escenas de lucha, están arraigados en mí hasta el punto de que podría hacer
esto con los ojos cerrados. Así que, aunque probablemente moriría
espantosamente si viviera en los días de la corte del Rey Arturo, un puto JREV de
Knightmare no es nada.
—Siéntete libre de arrodillarte en cualquier momento —le digo—. Aceptaré
tu rendición.
Él resopla, esas palabras lo ponen en marcha. Da el primer golpe. Es débil,
fácil de bloquear. Dejo que lo intente un par de veces más, descubriendo su patrón,
antes de ponerlo a la defensiva, algo a lo que claramente no está acostumbrado.
PUM. PUM. PUM. Golpe tras golpe, voy tras él, siguiendo la misma rutina de
lucha de la película. Es como una danza coreografiada, que el tipo conoce, pero no
es lo suficientemente rápido en sus pies para detenerme. En cinco minutos, tal vez,
lo ataco... y se pone a sudar, con los ojos muy abiertos, como si empezara a pensar
que podría apuñalarlo. Resiste bien, lo suficiente como para que unos cuantos
golpes casi me hagan perder el control, la muñeca me arde, el dolor me sube por
el brazo, pero no me detengo hasta que se arrodilla.
Suelta la espada y se arrodilla, y oigo a Madison aplaudir y chillar mientras
corre hacia mí. Me rodea la cintura con sus brazos, abrazándome, y me río mientras
le entrego la espada a quien me la prestó.
—Hombre, eres bueno —dice el tipo con una carcajada mientras se pone en
pie, tendiendo la mano—. Me llamo Brad. ¿Tú eres...?
—Jonathan —dice Madison, respondiendo por mí—. ¡Oh, espera, hoy es
Knightmare!
—Bueno, Knightmare, si alguna vez decides unirte a una liga de JREV—
—Te lo agradezco, pero no es lo mío —murmuro, apartando a Madison.
—Podrías haberme engañado —dice el tipo.
Ignoro eso, guiando a Madison de vuelta al interior del centro de
convenciones.
—Entonces, ¿decidimos qué vamos a hacer ahora?
—¡Más lucha de espadas!
—Ah, me temo que eso tendrá que esperar a otro momento —digo—, pero
todavía hay otras formas de divertirse.
Más paneles. Algunas compras. Incluso otra partida de trivia. Se come el
helado y se mancha con él. Le compro la muñeca de Maryanne, para que no tenga
que seguir sustituyéndola con Barbie. Se acerca el anochecer cuando las cosas
empiezan a terminar. Me doy cuenta de que Madison se está quedando sin energía.
Ahora está callada y se aferra a mi mano.
—¿Estás lista para ir a casa? —Le pregunto—. Estoy seguro de que tu mamá
te debe estar extrañando.
Ella asiente con la cabeza.
Nos dirigimos hacia la salida, pero Madison vacila a mitad de camino, tirando
de mi mano.
—¡Espera! ¡Se nos olvidó!
—¿Olvidamos qué?
No contesta, sino que me arrastra directamente al stand con todos los
cartones.
—Quiero uno de Breezeo —declara, diciéndole a la vendedora, señalando el
cartón.
—Cuestan 30 dólares —dice la señora.
Suspirando, cuento el dinero en efectivo y se lo entrego antes de agarrar el
muñeco y llevarlo con nosotros.
Nos abrimos paso entre la multitud y salimos. Llevo a Madison a la esquina
del edificio y me quedo allí mientras envío un mensaje para que el coche nos recoja.
Está a un minuto más o menos, así que esperamos mientras la gente pasa.
Me quito la máscara de la cara cuando veo que se acerca el coche y doy un
paso hacia él cuando una voz llama:
—¿Johnny Cunning?
Me doy la vuelta, tenso, y veo a una mujer con su hijo pequeño, los dos
mirándome boquiabiertos.
—¡Dios mío, eres tú de verdad! —dice la mujer, agarrando al niño por los
hombros—. Mi hijo me dijo que eras, ya sabes, no paraba de decir que eras tú, pero
no lo creía.
Siempre son los niños.
Son intuitivos.
No importa cuánto te disfraces, los niños pueden sentirlo.
—¿Me puedes dar un autógrafo? —pregunta, mientras sostiene un cómic y
rebusca algo con lo que escribir—. ¿Por favor?
—Eh, claro —murmuro, tomando el marcador de ella y garabateando mi
nombre, con los ojos puestos en el chico. Parece tener la edad de Madison, con la
misma mirada de reverencia que ella tenía esta mañana. Él también lleva un disfraz
de Breezeo, pero el suyo es casero... se ha invertido mucho tiempo en él. Es
extraño, después de todo lo que he hecho, que los niños me miren como si fuera
un héroe.
—¿Quieres una foto, pequeño?
Asiente con entusiasmo, como si se hubiera quedado sin palabras, así que me
arrodillo a su lado, posando, dejando que su madre haga una foto rápida.
—Cuídate —le digo—. Asegúrate de estar siempre pendiente de tu madre.
Me pongo en pie, agarro a Madison de la mano y la conduzco al coche antes
de que alguien más me vea.
El viaje de vuelta a casa parece eterno. Está oscuro cuando llegamos y
Madison está profundamente dormida. Intento despertarla, pero no se mueve, así
que la saco del autoasiento y la llevo en brazos. Refunfuña, sin despertarse, con los
brazos alrededor de mi cuello. Arrastro la figura de cartón bajo el brazo mientras
me dirijo a la puerta principal, preparado para tocar, pero se abre antes de que
pueda hacerlo.
Kennedy está de pie en la puerta, parece aliviada de vernos, todavía con su
uniforme de trabajo. Se aparta para que pueda entrar.
Dejo caer la figura justo dentro del departamento. Kennedy lo mira fijamente
antes de lanzarme una mirada peculiar.
—Lo sé —murmuro—. Probablemente es lo último que quieres tener que
mirar, pero ella no se iría sin él.
Kennedy sacude la cabeza y cierra la puerta de entrada mientras dice:
—Puedes meterla en la cama, si quieres.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD
Mientras los estudiantes de la Academia Fulton Edge hacen sus exámenes finales,
tú conduces por Medio Oeste, de camino a California. La chica, sentada a tu lado,
en el asiento del copiloto de tu Porsche azul, escribe su corazón en su cuaderno.
Es una de las pocas cosas que trajo consigo.
Ella se deslizó hacia la casa mientras te ponías sobrio, llenando su mochila de
la escuela con ropa, empacando sus cómics Breezeo y tomando su celular antes de
escribir una nota a sus padres.
Mamá y papá,
Sé que se van a enojar cuando se den cuenta de que me fui, pero por favor no se
preocupen demasiado. Estoy bien. Estoy con Jonathan. Los amo a los dos,
Kennedy
No hace falta decir que, más de veinticuatro horas después, están muy
preocupados. Ella sólo tiene diecisiete años. Ya han llamado a la policía. Es
oficialmente una adolescente fugitiva. Su teléfono empezó a sonar poco después
de que te pusieras en marcha, bombardeándola con mensajes, rogándole que
volviera a casa.
El teléfono murió después de unas horas.
Se le olvidó traer su cargador.
¿Y tú? Tienes tu teléfono, con la carga casi completa. La única persona que te
ha llamado es tu hermana, para avisarte de que alguien ha filtrado las imágenes de
seguridad de la Academia Fulton Edge. Tu pelea con tu padre está en todas las
noticias, reproduciéndose en bucle. Es una pesadilla política, el Presidente
Cunningham agrediendo a su propio hijo. Están pidiendo su renuncia.
El tiempo sigue corriendo.
Los kilómetros que los separan de Nueva York siguen creciendo mientras
California se acerca. Te ofreces a regresar por ella. No quieres que se arrepienta.
Ella te dice que te calles y que sigas conduciendo hacia el oeste.
Unos días después, cruzan los límites de la ciudad de Los Ángeles. El día en
que deberían haberse graduado. Encuentran un pequeño hotel que le renta una
habitación a un joven de dieciocho años, sólo hasta que puedas instalarte
permanentemente en algún lugar.
—Salgamos —dices.
—¿A dónde? —pregunta ella.
—A algún sitio bonito. Ya estamos aquí. Lo conseguimos. Deberíamos
celebrarlo.
Así que haces eso. La sacas a pasear. Ella se pone vestido de graduación, el
que su madre le ayudó a elegir: sin mangas, azul real. Ella tiene que usar sus zapatos
planos de todos los días, porque olvidó empacar zapatos adicionales. Es simple.
Ella se siente tan sencilla.
Le dices que es la mujer más hermosa del mundo.
La cena es en un restaurante de lujo, de esos en los que las raciones son
pequeñas y la cuenta es enorme, pero la gente no se queja porque lo importante es
el ambiente. Después, los dos se dirigen al Boulevard Hollywood, para ver las
huellas de las manos inmortalizadas en el cemento antes de pasear por el Paseo de
la Fama, mirando las estrellas de las celebridades mientras se toman de la mano.
—Algún día estarás aquí —te dice ella, sonriendo, mientras te detienes y la
atraes hacia ti—. Tendrás tu nombre en una de estas estrellas.
—¿Sí? Crees que tengo tanto talento como... —Miras hacia abajo, a la estrella
más cercana junto a tus pies, leyendo el nombre en ella—... ¿La Rana René?
Ella se ríe.
—Bueno, ahora que lo pienso, no estoy tan segura. Quiero decir, Gonzo tal
vez, pero ¿René?
—Tal vez si me esfuerzo —dices.
—Tal vez. —Concuerda ella, y te besa.
Se besuquean, allí mismo, en el Boulevard Hollywood. Es un momento
hermoso. Nada puede arruinarlo, ni siquiera cuando un tipo vestido como Darth
Vader les dice enojado que se consigan una habitación.
—Tenemos una de esas —dices—. ¿Qué tal si vamos a hacer uso de ella?
—Pensé que nunca lo pedirías.
Le haces el amor, de forma intermitente, durante toda la noche. Ahora que
esas palabras están fuera, ahora que existen entre ustedes, parece que no puedes
dejar de decirlas.
Te amo. Te amo. Te amo.
Tu primera noche en California es una de las mejores de tu vida.
Tienes esperanzas en el futuro.
Al día siguiente, te cancelan todas las tarjetas de crédito.
Al día siguiente, tu cuenta bancaria está congelada.
Es un descenso rápido, de la esperanza al desaliento. No te sorprende que tu
padre te haya cortado la cuenta, pero te duele. Lo que tienes son unos cien dólares
en la cartera y un aviso de que debes desalojar el hotel en 72 horas. Lo que no
tienes es un trabajo. Vas a tener que hacer algo drástico.
Así que te vas a la mañana siguiente, antes del amanecer, para tratar de
resolver algo, y no vuelves hasta más tarde esa noche, bastante después de la
puesta de sol. Duermes unas horas antes de volver a la carga.
Pero esta vez terminas antes, sobre las tres de la tarde. La chica está sentada
en la cama del hotel, escribiendo en su cuaderno. Te saluda con una sonrisa.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntas, sentándote a su lado, sin esperar que
te responda. Se lo preguntas todo el tiempo y ella siempre te dice “una historia”.
Esta vez, sin embargo, dice:
—Nuestra historia.
—Nuestra historia —dices—. ¿Es eso lo que es?
—Más o menos —dice ella—. Es mi versión de nosotros.
—¿Puedo leer algo de ella?
Su bolígrafo se detiene. Duda. Con cuidado, vuelve al principio y te lo da.
—Sólo las primeras páginas.
Lees, completamente fascinado, pero no llegas muy lejos antes de tener una
queja que ventilar.
—Ves, eso es una pendejada. Esta línea de aquí. Dijiste que no había nada
especial en ti.
Ella le arrebata el cuaderno.
—En ella, no en mí.
—Pero ella es tú. Y te puedo asegurar que la primera vez que te vi, no estaba
pensando... —Agarras el cuaderno, y ella se niega a entregarlo, pero lo acercas lo
suficiente para leerlo—. Que eres una plebeya porque no todas las chicas pueden
ser de la realeza. Eso es una pendejada. Tú eres la reina, bebé.
Ella jala el cuaderno, lo cierra y lo tira fuera de tu alcance.
—Dije que es mi versión. Es ficticia.
—Deberías escribir mi versión.
—Que sería, ¿qué? ¿Treinta páginas de chistes de patos seguidas de un
montón de obscenidades?
—Chistes de patos —dices—. ¿O chistes de pitos?
—¿Conociéndote? Ambos.
—Divertido, pero no. Sería una historia de lucha que lleva al triunfo. —Te
pones de pie—. Vamos, ponte los zapatos. Vamos a dar un paseo. Te enseñaré.
—Me vas a enseñar.
A pesar de su tono incrédulo, te escucha y los dos caminan, recorriendo unas
cuantas cuadras. El barrio no es el mejor, pero no es demasiado peligroso. Tal vez
un poco deteriorado, pero es tranquilo.
Cuando llegan a un viejo edificio de dos pisos, blanco y azul, la llevas a la
parte trasera, a una pequeña escalera exterior. Sacas un llavero de tu bolsillo. Ella
te mira con confusión.
Aun así, te sigue por las escaleras y espera pacientemente a que abras una
puerta chirriante en la parte superior. Ella entra y mira el lugar vacío.
Es un departamento. Es pequeño. No hay otra forma de decirlo. La cocina y
la sala se funden en uno solo, junto a una única recámara lo suficientemente grande
como para albergar una cama. El cuarto de baño es como una caja, todo apretado.
El suelo es de madera vieja sin terminar, raspado y manchado. La pintura blanca
de las paredes está descarapelada, dejando manchas de color durazno en algunos
lugares. Sólo hay una ventana en todo el departamento, en la recámara, bloqueada
por un viejo aire acondicionado.
—Sé que no es mucho —dices—. Es una mierda, de hecho. Lo sé. Pero tengo
dieciocho años, no tengo trabajo ni crédito, así que es lo mejor que puedo manejar
en este momento.
—¿Es nuestro? —Ella te mira—. ¿Rentaste esto?
Dudas, como si tu boca no quisiera admitirlo, antes de asentir. Te tragas tu
orgullo.
—Es nuestro.
—Pero ¿podemos siquiera permitirnos un lugar? —pregunta ella—. ¿Cómo lo
pagaremos?
—Nos conseguí algo de dinero —le dices—. No durará para siempre, pero
debería ser suficiente para instalarnos.
—¿De dónde sacaste el dinero?
Dudas una vez más.
—Yo, eh... vendí mi coche.
Vendiste el Porsche azul. Trataste de pensar en otra forma, pero era lo único
de valor que tenías, que tú poseías. Así que lo vendiste, por menos de lo que valía,
pero si eres cuidadoso, es suficiente para cubrir los gastos de vida durante unos
meses.
—Este lugar es genial —dice ella, rodeándote con sus brazos—. Nuestro
primer departamento juntos.
—Y espero que sea el último —murmuras—. A partir de aquí sólo hay que
subir. En cuanto las cosas empiecen a salir bien, voy a construirte una casa.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Ella no necesita una casa. Ni siquiera necesita
un departamento. Habría dormido en el coche. No se habría quejado en absoluto.
No tenías que vendérselo, pero lo hiciste, y por muy agradecida que esté por ello,
ya se siente culpable. Está preocupada, y asustada, de que esto no sea una historia
de triunfo. Porque ella cree en ti. No estaría ahí si no lo hiciera. Pero el mundo no
siempre es amable con la gente buena. A veces se los come vivos.
KENNEDY
—¿Mami?
Eso es todo lo que hace falta para sacarme de un sueño profundo, esa única
palabra pronunciada cerca, la voz baja que me llama. Maddie. Abro los ojos y
parpadeo un par de veces, enfocándome. La habitación empieza a iluminarse, el
sol sale, un suave resplandor entra por la ventana y brilla a lo largo del suelo de
madera alrededor de la cama.
Creo que tal vez estaba oyendo cosas, porque ella no está delante de mí, y
empiezo a cerrar los ojos otra vez cuando oigo una suave risa. Entonces me doy
cuenta, las piezas se juntan mientras el pánico inunda mi sistema. Agarrando la
manta contra mi pecho desnudo, me incorporo bruscamente y me giro hacia el
otro lado, con los ojos muy abiertos.
Está de pie, justo al lado de la cama donde duerme su padre. En mi cama.
Rayos, está durmiendo en mi cama, sin llevar nada de ropa, con la manta encima.
Menos mal que está tapado, aunque eso no hace que todo esto sea mejor. Ella es
demasiado joven para saber qué es todo esto, pero tiene una gran imaginación, lo
que podría ser peligroso.
No quiero que se le metan ideas en la cabeza y piense que esto es más de lo
que es... sea lo que sea que es esto.
Le pica la mejilla antes de meterle el dedo en la oreja, y vuelve a reírse cuando
él refunfuña en sueños y se mueve, agitando la mano, tratando de rechazar la
intromisión.
—Madison —siseo, advirtiéndole. Retira la mano y me mira con esa expresión
de “oh, mierda”, sabiendo que ha sido atrapada—. ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—No parece nada.
Una sonrisa se dibuja en su cara.
Lo hace otra vez, metiendo el dedo en su oreja. Su cara se contorsiona con
fastidio mientras cambia de posición, gimiendo:
—Estoy intentando dormir, joder, Ser.
Maddie jadea, retirando la mano, mirándolo con sorpresa. Lo siento, esa
misma sensación se agita en mi interior, pero por razones muy diferentes. Ser.
Serena. Cree que es ella.
—¡Papi dice malas palabras!
En el momento en que ella dice eso, los ojos de Jonathan se abren de golpe.
Se incorpora tan rápido que me arranca la manta de encima. Jadeando, la agarro,
luchando por mantenerme cubierta, tirando de ella hacia mí y casi exponiéndolo
en el proceso. Me mira, con los ojos muy abiertos, asustado, susurrando:
—Oh, joder.
—¡Ves! —dice Maddie, acercándose y picándole el oído—. ¡Lo oí!
Él se ríe y le aparta la mano mientras se gira hacia ella.
—Lo siento, no sabía que había orejitas en la habitación.
Agarrando el lóbulo de su oreja, le da un tirón juguetón.
—Maddie, cariño, ¿por qué no vas a la cocina? —sugiero—. Estaré allí en un
segundo para prepararte el desayuno.
Ella sale de la habitación, y yo intento escabullirme de la cama, pero bueno,
puedo sentir los ojos de Jonathan, y mi ropa está demasiado lejos para alcanzarla.
Intenta tocarme, su mano en mi espalda, las yemas de los dedos rozando mi
columna vertebral. Me alejo de él, llevándome la manta, envolviéndola alrededor
de mi cuerpo desnudo mientras agarro algo de ropa.
—¿Kennedy? ¿Qué pasa?
—Maddie está esperando el desayuno —murmuro, yendo directamente al
baño. Cierro la puerta tras de mí, dejando escapar una larga exhalación mientras
me pongo la ropa, refunfuñando para mis adentros—. Estúpida, estúpida,
estúpida... ¿podrías ser más estúpida? Acostarte con ese estúpido después de todas
las estupideces que ha hecho... ¿qué te pasa?
Abriendo la puerta de golpe, casi choco con un cuerpo que bloquea la puerta
y que se queda en el pasillo. Ha tenido el sentido común de ponerse los pantalones
y todavía le está costando abrochárselos.
—Con permiso —murmuro, desviando la mirada, pero no se aparta de mi
camino.
Me agarra del brazo antes de que pueda pasar, con el cejo fruncido.
—¿Hice algo?
—No lo sé —murmuro—. ¿Lo hiciste?
Intento alejarme de él, pero se interpone en mi camino.
—Vamos, no seas así. Dime qué te pasa.
Dudo. Quiero hacer algún comentario sarcástico y marcharme enojada, hacer
una rabieta como una niña petulante porque me siento muy estúpida, pero yo no
soy así. Nunca he sido así. Así que da igual, es lo que es, así que lo digo, sin importar
lo estúpido que suene.
—La llamaste Ser.
—¿Qué?
—Ella te despertó, y pensaste que era Serena.
Me suelta el brazo mientras su expresión cambia a algo que parece de lástima,
y no me gusta.
Lo dejo ahí y me dirijo a la cocina, suspirando cuando veo una silla empujada
hacia la encimera, Maddie de pie sobre ella, rebuscando en los gabinetes.
—¿Qué crees que estás haciendo, pequeña?
—Buscando Lucky Charms —dice mientras la bajo y la pongo de pie.
—Me temo que se acabaron. —Agarro una caja de Cheerios—. ¿Qué tal
estos?
Pone cara de asco.
—¿Raisin Bran?
Otra cara.
—¿Qué tal un poco de requesón?
Ella finge vomitar.
—Eh, bueno, ¿qué tal—
—¿Qué tal si las llevo a desayunar? —sugiere Jonathan, entrando en la
cocina—. Panqueques, salchichas, huevos...
—¡Tocino! —declara Maddie.
—No sé —digo—. No estoy segura de que sea una buena idea, ya sabes, con
todo lo de ser tú.
—Ser yo —dice.
—Sí, lo más probable es que te reconozcan y luego tengas que explicar todo
esto y bueno, ya sabes, no estoy segura de que valga la pena por un desayuno.
—Pero podría ser tocino —se queja Maddie.
Jonathan vacila, pensándolo, mirando entre nosotras antes de decir:
—Conozco un sitio al que podemos ir.
—¡Tía Meghan!
Maddie sale corriendo hacia el departamento en cuanto estaciono el coche y
la dejo salir, dirigiéndose directamente hacia Meghan, que acecha en la puerta
principal.
—¡Hola, galleta de azúcar, remolino de nuez! —dice Meghan, tomando a
Maddie y haciéndola girar—. ¿Cómo está mi dulce sobrina, todavía en pijama,
aunque es mediodía?
La mirada de Meghan se desplaza hacia mí, suspicaz. Sí, es prácticamente la
caminata de la vergüenza, estilo familiar. Ni siquiera me he cepillado el pelo. No
me he bañado. El ADN de su hermano está por todas partes, dentro de mí, y
Meghan es el equivalente humano de un sabueso.
En cuanto me acerco a ella, lo sabe.
—¡Mi papi me llevó a la convención! —dice Maddie cuando Meghan la pone
sobre sus pies—. Y luego tuvimos una pijamada, pero él durmió con mi mami, ¡y
luego fuimos a comer tocino!
—¡Wow! —dice Meghan, lanzándome una mirada punzante mientras repite—
. Wow.
Abro la puerta principal. Maddie entra corriendo, dirigiéndose directamente
a su recámara, pero yo me quedo allí, sabiendo que Meghan está a punto de
acribillarme a preguntas.
—Tienes que estar bromeando —dice Meghan, deteniéndose en seco y
mirando el recorte de cartón de Breezeo que todavía está en mi sala de estar. Me
mira con incredulidad—. ¿En serio?
—No tengo nada que ver con eso.
—Está en tu departamento.
—Sí, bueno...
No tengo defensa.
—Increíble —dice Meghan, sacudiendo la cabeza—. ¿Una pijamada? ¿Estás...
guao, realmente estás haciendo esto con él otra vez?
—No, no lo estamos haciendo. Quiero decir, sólo estamos... no sé. —Suspiro,
pasándome las manos por la cara—. No sé lo que estoy haciendo.
—Está claro —dice ella, volviendo a mirar el recorte con la cara de su
hermano.
—Tengo que bañarme —digo—, ahora vuelvo.
—Sí, ve a hacerlo. A ver si te lo quitas de encima.
Demasiado tarde para eso, pienso, pero no me atrevo a decirlo. Ahora mismo
está dentro de mí, literalmente y en sentido figurado.
Me baño, me visto y, una vez que me siento humana otra vez, recojo algo de
ropa para llevarla al otro lado de la calle, a la lavandería, ya que mi lavadora sigue
estropeada. Meghan viene a veces los domingos y pasa tiempo con Maddie para
darme un respiro, unas horas para que pueda ponerme al día con las tareas
domésticas sin interrupciones.
Una vez que terminé de lavar la ropa, me dirijo a la tienda de comestibles y
me aprovisiono de comida, asegurándome de comprar Lucky Charms para
desayunar en las mañanas. Después, estoy ordenando mi recámara y guardando
la ropa cuando mi atención se dirige a la caja de cartón rota metida
apresuradamente en el clóset hace semanas. La saco otra vez, buscando entre los
recuerdos polvorientos, y agarro el viejo cuaderno de cinco asignaturas. La
cubierta negra y barata está descolorida después de todos estos años. Sólo puedo
distinguir ligeramente mis garabatos.
Lo hojeo. Doscientas páginas, notas universitarias, la mayoría de ellas llenas
de mis garabatos desordenados. El cuaderno parece más pesado de lo que debería,
pero sé que no es el papel lo que pesa, sino el recuerdo de todas esas palabras. El
cuaderno guarda un trozo de mi corazón, un trozo de mi alma, el trozo que le di
hace tiempo.
—Estás siendo un idiota —dice Meghan, apareciendo en la puerta detrás de
mí.
Me río para mis adentros.
—Lo sé.
JONATHAN
Él responde enseguida.
Dudo después de enviar eso antes de escribir otro.
Envío una retahíla de caras fruncidas, ya destrozada por la culpa, porque salir
con él es fácil y se ha portado muy bien, pero sé que solo causará problemas, y el
hecho de que mis sentimientos por él no hayan pasado de conocidos es una señal
de que no vale la pena añadir complicaciones. Me meto el teléfono en el bolsillo
para volver al trabajo, esperando que las próximas horas pasen más rápido, pero
no hay suerte. Cada segundo parece arrastrarse y arrastrarse y arrastrarse. Para
cuando llegan las tres, siento que llevo días en este lugar.
Al salir de la tienda, me encuentro con Bethany, que se queda junto a la caja
registradora, con la cara enterrada en la última edición de Crónicas de Hollywood.
No hay nada sobre Jonathan en la portada.
—¿Algo interesante?
Frunce el cejo y cierra el tabloide.
—Nada.
—Por cierto, le dije que le mandabas saludos. Devolvió el saludo.
Se ríe.
—Sí, claro.
Le regalo una sonrisa. Pobre chica. Se va a patear a sí misma.
—De todos modos, oí que tienes el fin de semana libre. ¿Grandes planes?
—Lo de siempre —dice encogiéndose de hombros.
—¿Lo de siempre, como llamar a las puertas de los departamentos a la una
de la madrugada en busca de Johnny Cunning?
—Más o menos. —Se sonroja otra vez—. Josh es un idiota.
—Bueno, buena suerte con eso —digo, y me voy antes de apiadarme de la
chica y empezar a soltar mis secretos.
Llego a la casa de mi padre al mismo tiempo que el autobús de Maddie,
encontrándome con ella en el patio delantero mientras mi padre se mece en su silla
en el porche.
—¡Abuelo! —dice Maddie, corriendo hacia él, buscando en su mochila para
sacar un dibujo—. ¡Te hice un dibujo!
—¡Vaya, mira eso! —dice él, sonriendo—. ¡Un dinosaurio!
Ella se ríe.
—¡No, no lo es, bobo! ¡Es un caimán!
—Ah, y es de lejos el mejor caimán que he visto nunca —dice él—.
¡Absolutamente perfecto!
Ella corre hacia dentro para colgarlo en algún sitio, como siempre. Yo me
quedo fuera, esperando a que vuelva a aparecer, mientras mi padre me mira
fijamente.
—Entonces —dice.
—Entonces —repito.
—¿Y cómo va todo?
—Bien —digo.
—Bien —repite.
Estamos en silencio un momento mientras nos miramos fijamente.
—Tienes correo otra vez —dice—. Está en la mesa de la cocina.
—Gracias.
—Por supuesto.
Me dirijo al interior, pasando al lado de Maddie cuando vuelve a salir
corriendo. agarro mi pila de correo, y lo clasifico. La mayoría es basura, como
siempre, y la tiro directamente a la basura, pero me detengo al llegar al último
sobre.
Cunningham c/o Talentos Caldwell
Lo miro fijamente un momento antes de doblarlo, meterlo en el bolsillo
trasero y salir a la calle, donde Maddie está sentada con mi padre, parloteando
sobre divertirse sin parar con su papi.
—¿Estás lista, cariño? —pregunto—. Tenemos que ir a casa.
—Okay, mami —dice, agarrando su mochila para sacarla del porche.
—Estaba pensando en hacer una comida al aire libre este fin de semana —
dice mi padre—. Nada grande, pero espero que puedas venir. No he visto mucho
a mis chicas últimamente.
—Claro —digo, abrazándolo—. Aquí estaremos, papá.
—¿Puede venir mi papi también? —pregunta Maddie, balanceando su
mochila mientras gira en círculos.
—Yo no... —empiezo, porque no estoy segura de eso, pero mi padre me corta.
—Por supuesto —dice—. Si tienes ganas de visitar.
Ay, Dios.
Nos dirigimos a casa, y en cuanto llegamos al departamento, Maddie irrumpe
dentro, gritando:
—¡Papi! Estás aquí.
Jonathan está en la cocina, llevando sólo un par de pantalones. La comida se
está cocinando en el horno. Lo oigo. Puedo olerla. Está friendo algo, y no se está
quemando, sea lo que sea. Es un paso más allá de cómo es la cena cuando la hago
yo.
—Lo estoy —dice, agitando la espátula hacia Maddie cuando ella se dirige
hacia él—. Me imaginé que tendrías hambre.
—¿Qué es? —pregunta ella, tratando de mirar.
—Pollo frito —dice él—. Tater-tots. Macarrones con queso.
Cierro la puerta principal, cerrando con llave, antes de ir a la cocina. Lo último
vino de una caja, pero, aun así, es impresionante. Ja.
—Empieza a hacer la tarea —digo, apartando a Maddie de la estufa—. Te
avisaremos cuando la comida esté lista.
Sale de la cocina, arrastrando su mochila.
—Así que la cena, ¿eh? —Miro por encima de su hombro mientras pincha el
pollo—. ¿Has frito alguna vez pollo?
—Nop —dice—, pero encontré una receta y pensé, ¿qué demonios? ¿Qué tan
difícil puede ser?
Bastante difícil, pienso, pero lo dejo pasar, subiéndome a la encimera para
sentarme sobre ella.
Saco el sobre que me dieron en casa de mi padre y juego con él, pasando las
yemas de los dedos por los bordes antes de trazar la escritura del remitente.
—¿Qué es eso? —pregunta Jonathan, agitando la espátula hacia él.
Me río secamente y se lo tiendo para que la vea.
Tarda un momento en reconocer lo que es. Me lo quita de la mano y tira la
espátula sobre la encimera para poder abrir el sobre. Al asomarse al interior, suelta
un silbido bajo, se abre paso entre mis piernas y golpea el sobre contra mi pecho
mientras dice:
—Si no lo conociera mejor, diría que es más que suficiente para justificar la
renuncia.
Lo es. Lo sé. Ni siquiera tengo que mirar.
—Bueno, si no te conociera mejor —digo—, diría que te estás regodeando de
cuánto dinero ganas ahora.
—¿Quién, yo? —dice, fingiendo inocencia.
—A nadie le gusta un fanfarrón, Cunningham. No es atractivo.
—¿Lo es? —Se inclina más cerca, ladeando la cabeza—. ¿Te apaga, Garfield,
oír hablar de mi éxito?
Pongo los ojos en blanco mientras alejo su cara.
—Arg.
Riendo, me agarra la mano y tira de ella hacia abajo, tirando de mí hacia él,
arrancándome del mostrador, pero su cuerpo me inmoviliza allí, pegada a él. Me
besa, burlonamente, una y otra vez, susurrando contra mis labios:
—Creo que estás en negación.
—No lo estoy —digo, quitándome el brazo de encima.
—Creo que te gusta. Creo que estás orgullosa.
—Y yo creo que estás lleno de ti mismo —digo, rodeando su cuello con mis
brazos, devolviéndole el beso. Profundo. Áspero. Apasionado. Pero no dura
mucho, sólo unos segundos, antes de que un fuerte jadeo sacuda la cocina.
Jonathan rompe el beso, apartándose, dejándome sin aliento.
Maddie está en la puerta, mirándonos, con los ojos muy abiertos y la
mandíbula floja.
—¿Besaste a mi mami?
—Eh, sí —dice él—. Lo hice.
—¿Ahora vas a llevarla a citas? —pregunta.
—Claro, si ella quiere —dice, lanzando sus ojos hacia mí antes de girarse
hacia ella y decir—: Quiero decir, ¿si está bien?
La cara de Maddie se abre con una amplia sonrisa.
—Okay, pero sólo si ves cuando se pone bonita, porque a veces la gente no
lo ve.
—Siempre está bonita —dice él.
—Pero tienes que decírselo, y tal vez darle flores también, porque la hace feliz
cuando lo hago —dice ella, pavoneándose hacia él y agarrando su mano, tratando
de sacarlo con ella fuera de la cocina.
—¿A dónde vamos? —pregunta él, frunciendo el cejo.
—A prepararnos, dah. No puedes tener una cita sin camisa.
Me río, saltando de la encimera.
—No vamos a salir esta noche, cariño. Papi está un poco ocupado ahora. Está
preparando la cena.
—Oh, mierda —dice, retirando su mano de la de Maddie mientras se dirige a
la estufa, apagando los quemadores y cambiando las sartenes de lugar, gimiendo.
—Espero que les guste el pollo extra crujiente.
—¡A mi sí! —dice Maddie—. Así es como lo hace mi mami.
JONATHAN
—La segunda enmienda existe por una razón —dice mi padre—. El derecho
del pueblo a tener y portar armas no debe ser infringido . Eso es lo que dice. No
tiene ningún ‘pero’, ni estipulaciones o calificaciones.
—Con el debido respeto, eso es una pendejada —dice Jonathan—. Nadie
quiere que un lunático ande por ahí con un AK-47. Eso no es lo que pretendían los
Padres Fundadores.
—¿Oh? ¿Significa eso que has hablado con ellos? Ilumíname: ¿qué dijo
Thomas Jefferson cuando le preguntaste? Porque odio tener que decírtelo, hijo,
pero ver Hamilton en Broadway no te convierte en un experto en sus intenciones.
—Es de sentido común —dice Jonathan—. Más vale prevenir que lamentar.
—Eso sí que es una pendejada —dice mi padre—. No puedes infringir un
derecho constitucional porque creas que alguien puede hacer algo.
Jonathan abre la boca para responder, pero me aclaro la garganta en voz alta,
interrumpiendo, llamando su atención. No sé cómo ha empezado, pero los dos
están sentados en la sala, discutiendo sobre política —el pasatiempo favorito de
mi padre— mientras Maddie duerme en el sofá.
—Aunque esta conversación es absolutamente fascinante —digo—. se está
haciendo tarde, así que ¿pueden acordar no estar de acuerdo?
Se miran fijamente.
Ninguno quiere ser el primero en conceder.
Tengo que decir que es agradable ver a los dos manteniendo una
conversación que no tiene nada que ver conmigo.
—Bla, bla, bla, nunca vamos a estar de acuerdo, pero respeto tu punto de
vista, aunque creo que eres un idiota —digo, haciendo un gesto entre ellos—. Ya
está, lo cubrí por los dos. Ya es hora de ir a casa.
Mi padre refunfuña, algo así como que le estoy arruinando la diversión,
mientras me inclino para abrazarlo. Ha caído la noche. Afuera está oscuro. Hemos
pasado todo el día aquí y estoy cansada.
Levanto a Maddie. Murmura en sueños, su cuerpo pesa mientras se apoya en
mí, con la cabeza en mi hombro. Jonathan se levanta y tiende la mano a mi padre.
—Señor Garfield.
Mi padre se queda mirando su mano extendida durante un momento antes
de hacerle un gesto de despedida, diciendo:
—Cunningham.
Esto es lo más parecido a una tregua que creo que estos tipos conseguirán. El
hecho de que Jonathan salga de aquí sin ser castrado es un progreso, y se toma el
gesto con calma, riéndose para sí mismo.
Nos vamos y me dirijo al coche, con pasos apresurados. Coloco a Maddie en
su asiento infantil y la abrocho cuando oigo una voz que nos llama demasiado
cerca.
—¿Quién es la niña, Johnny?
—Aléjate de nosotros —dice Jonathan, y yo levanto la vista, mi corazón se
acelera al ver a un tipo allí. El periodista.
Lleva el teléfono en la mano. Está grabando.
—Vamos, no seas así —dice el tipo, acercándose aún más—. Sólo estoy
haciendo mi trabajo.
—Retrocede. —Advierte Jonathan.
Cierro la puerta del coche. El tipo no retrocede. En cambio, empieza a
disparar preguntas rápidas, cada una peor que la anterior. ¿Quién es la mujer? ¿Es
su hija? ¿Has estado tirándotela? ¿Eh? ¿Cuánto tiempo llevas viéndola? ¿Cuánto
tiempo has estado engañando a Serena? Espera... ¿es tu hija? ¿La dejaste
embarazada, Johnny? ¿La dejaste embarazada y qué, le pagaste para que
mantuviera la boca cerrada? ¿Cuánto te costó? ¿Por qué lo hiciste? ¿No quieres que
nadie sepa de la bastarda?
Eso es.
Eso es todo lo que toma.
En el momento en que sale la última palabra, Jonathan estalla. Lo veo, su
expresión se endurece mientras la ira se apodera de él. Lanza, con yeso y todo,
golpeando al tipo en la cara, aturdiéndolo. Trastabillando, el tipo deja caer su
teléfono y Jonathan lo pisa.
—Te dije que retrocedieras —dice Jonathan, poniéndose en la cara del
reportero—. No te lo voy a volver a decir.
—¡Jonathan, para! —Corro hacia él cuando empuja al tipo, agarrándolo del
brazo para intentar arrastrarlo, pero se resiste—. Por favor, sólo... entra en el coche.
Retrocede unos pasos cuando el tipo le grita, algo así como que se va a llevar
su merecido, pero Jonathan no se inmuta.
—Aléjate de mí —dice—, y aléjate de mi puta familia.
—¡Te vas a arrepentir! —le grita el tipo—. ¡Lo tengo todo en vídeo!
Jonathan se aleja de mí y agarra el celular de la acera, cuya pantalla está ahora
rota. Sigue grabando. Jonathan pulsa el botón para detenerla, y creo que va a
borrar el vídeo, o tal vez a llevarse el teléfono, pero en lugar de eso, se lo lanza al
tipo.
El reportero intenta agarrarlo, pero se le escapa de las manos y cae a la acera
junto a sus pies.
—Que te jodan a ti y a tu vídeo —dice Jonathan—. Que no te vea por aquí
otra vez.
Se sube al coche. Me apresuro a ponerme al volante cuando el reportero
agarra su teléfono y dice:
—Sigue siendo el mismo Johnny Cunning de siempre.
Vuelvo a casa a toda velocidad, con los ojos fijos en el espejo retrovisor
durante todo el trayecto. Maddie sigue profundamente dormida. Se perdió todo.
Jonathan no dice nada, flexionando sus dedos dentro y fuera de un puño suelto
alrededor del yeso, haciendo muecas todo el tiempo.
Cuando llego al edificio de departamentos, apago el motor y miro a nuestro
alrededor, esperando una emboscada.
Algo me toca la pierna y doy un respingo.
La mano de Jonathan se apoya en mi muslo.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Creo que yo debería preguntarte eso a ti.
—Estoy bien.
—Tienes la mano herida.
—Ha estado herida.
—Pero, aun así, ese tipo... era un idiota.
—Estoy acostumbrado —dice, dudando antes de añadir—: tanto como una
persona puede acostumbrarse a eso. Pero dijo una mierda, y sé que no estás
acostumbrada.
—Estoy bien.
Asiente, pero no sé si me cree.
No sé si yo me creo.
Estoy temblando.
Su mano en mi muslo es firme.
—Deberíamos entrar —dice, señalando hacia el edificio—, por si aparece
alguien por aquí.
Esta vez él carga a Maddie, la lleva al departamento y directamente a su
recámara mientras yo cierro. Sacudida, me dirijo a la cocina, mirando en los
gabinetes y gimiendo antes de agarrar un vaso y llenarlo de agua del grifo, dando
un trago antes de murmurar para mí misma:
—Mataría por un poco de alcohol ahora mismo.
¿Por qué tuve que tirar ese whisky tan bueno?
Una ligera risa resuena detrás de mí.
—Conozco la sensación.
Jonathan está en la puerta.
Le dedico una sonrisa tímida.
—No debería haber dicho eso.
—No tienes que cuidar tus palabras. Soy un chico grande. Puedo manejarlo
—Hace una pausa, sacudiendo la cabeza mientras se acerca lentamente a mí—.
Normalmente. Pasé mucha rehabilitación trabajando en eso. Las malas palabras no
tienen por qué llevar a las malas acciones. Supongo que sigo siendo un trabajo en
progreso.
—Todos lo somos.
—No estoy seguro de eso —dice, mirándome—. Pareces bastante puesta.
—¿Quién, yo? ¿Subgerente del Piggly Q?
—Tú no eres tu trabajo.
—Menos mal, porque no sé si voy a trabajar mucho más tiempo. Si
encontraron a mi padre, probablemente encontraron mi trabajo.
—Lo siento.
—No es tu culpa. Habría renunciado eventualmente. Sólo planeaba ser terca
un poco más.
Se ríe de eso, apoyándose en el mostrador a mi lado.
—Siempre fuiste la persona más testaruda que conocí.
—Sí, bueno, tú me decías quítate que ahí te voy en eso. Conocí a mi pareja
contigo.
—Una pareja hecha en el cielo.
—O en el infierno. Depende de a quién le preguntes.
—A ti —dice—. Te pregunto a ti.
—Yo diría que un poco de ambos, entonces. Éramos fuego y gasolina.
Ardimos en caliente durante mucho tiempo.
—Tiempo pasado.
—¿Qué?
—Dijiste eso en tiempo pasado.
—Supongo que estoy acostumbrada a hablar de nosotros de esa manera. —
Se hace el silencio.
Mis manos siguen temblando.
Juego con el vaso, sorbiendo el agua, tratando de asimilar lo que está
sucediendo.
—Puedo irme —dice en voz baja—. Entenderé si prefieres que no esté aquí.
—¿Por qué no querría que estuvieras aquí?
—No lo sé —dice—. Realmente no sé dónde está tu cabeza, Kennedy. A
veces creo que sí, pero otras veces...
Dejo el vaso en el suelo y le agarro la mano.
—¿Qué tal si te lo enseño?
—¿Enseñarme?
Asiento con la cabeza.
Lo llevo a la recámara.
Le empujo a la cama.
La ropa desaparece, esparcida por el suelo, mientras nuestros cuerpos se
enredan en las sábanas. Estoy encima de él, y él está dentro de mí, mis manos
presionando contra su pecho desnudo, sintiendo el calor de su piel.
¿El fuego? Sigue ardiendo.
Algo me dice que siempre lo hará, no importa quién intente apagarlo.
Cuando me despierto, unos pasos recorren el departamento. Es temprano.
Intento salir de la cama, pero Jonathan refunfuña y se aferra a mí.
Riendo, me desprendo de sus brazos y me pongo algo de ropa. Voy por la
mitad del pasillo cuando oigo un ruido en la cocina antes de que una vocecita diga:
—Oh-oh.
—¿Qué rayos? —digo, viendo a Maddie sentada en la encimera, sosteniendo
la caja de Lucky Charms, con un bol en el suelo—. ¿Qué estás haciendo?
—El desayuno —dice ella.
La bajo de la encimera y le quito la caja de cereal.
—¿Por qué no buscas unas caricaturas para ver? Te traeré algo de comer en
un momento.
—Okay, mami —dice, y se va saltando a la sala. Le sirvo un poco de cereal
con leche y me doy la vuelta para salir de la cocina cuando suena un golpe en el
departamento desde la puerta principal. Rayos.
Me da un vuelco el corazón.
Doy un paso hacia allí y me pongo en tensión cuando veo que Maddie abre la
puerta.
—¡Cariño, espera!
La abre de un tirón.
—Wow.
—Madison Jacqueline —siseo, empezando a acercarme a ella—. ¿Cuántas
veces tenemos que hablar de no abrir—
La puerta.
No logro decir esas palabras.
Me detengo en seco. Un agente de policía está ahí, en mi puerta, con el
uniforme completo. Wow es correcto.
—Eh, hola —digo—. ¿Puedo ayudarle, oficial?
—En realidad estoy buscando a alguien —dice el oficial, mirando a mi lado,
alrededor de mi departamento.
—¿A quién? —pregunto.
Una voz apretada se escucha detrás de mí.
—Ese soy yo. —Me doy la vuelta. Jonathan está de pie, todavía medio
dormido, sólo con pants.
—¿Tú? —Asiente con la cabeza.
Me giro hacia el oficial.
Él también asiente, confirmándolo.
Las cosas tardan un segundo en tener sentido. Cuando se entiende, le doy a
Maddie el bol de cereal.
—Lleva esto a tu habitación.
—Pero dijiste que no podíamos comer en nuestras habitaciones, porque las
habitaciones no son para eso.
—Estoy haciendo una excepción. Ve a jugar. —Agradezco que no se resista.
No quiero que vea lo que creo que está a punto de suceder aquí. Ni siquiera
yo quiero verlo, aunque no será mi primera vez.
—¿Le importa si me visto? —pregunta Jonathan, con voz despreocupada.
—Estoy seguro de que hay merodeadores.
—Adelante —dice el oficial—. Pero no tardes mucho.
Sólo tarda un minuto, tal vez dos, antes de volver, completamente vestido con
jeans y camiseta, chaqueta de cuero, zapatos puestos. Me quedo en shock mientras
Jonathan se acerca al oficial.
—¿Por qué es la orden? —pregunta—. ¿Asalto?
El oficial asiente.
—Y delito de daños.
Jonathan se da la vuelta y pone las manos en la espalda. Le colocan las
esposas, pero no parece molestarse por ello, ni parece sorprendido.
Me besa, apenas un roce en los labios, antes de decir:
—Volveré cuando pueda.
JONATHAN
Su respuesta es rápida.
Satisfecha, vuelvo al inventario, pero no dura mucho. Llegan las once y envío
otro mensaje.
No responde.
En cambio, suena el teléfono.
Me está llamando.
Lo contesto.
—¿Hola?
—¿No tienes otra cosa que hacer en lugar de jugar a las veinte preguntas
conmigo esta mañana?
Suspirando, me encaramo en uno de los cajones.
—A diferencia de ti, puedo hacer varias cosas a la vez.
—Se lavó los dientes —dice—. También se cepilló el pelo. Y se puso una
especie de traje de una sola pieza. ¿Un jumper? ¿Romper? ¿Azul, tal vez? Podría
haber sido negro.
—¿Y se acordó de su mochila?
—Por supuesto —dice riendo—. Incluso se puso zapatos antes de salir del
departamento.
—Lo siento, sé que estoy haciendo muchas preguntas, pero arg, siempre he
estado por las mañanas. Esta es la primera vez que no he estado allí para prepararle
el desayuno o atarle los zapatos.
—Ella estaba bien —dice—. Cuando la desperté, le dije que tenías que ir a
trabajar temprano, así que tenía a papi. Y estoy bastante seguro de que, cuando la
dejé, todavía tenía todos los dedos de las manos y de los pies.
—Gracias —digo—. Debería ir a trabajar ahora. Nos vemos en un rato.
Cuelgo y vuelvo al trabajo cuando llaman a la puerta. Se abre lentamente y
aparece Bethany, dudando justo en el exterior. Al principio no dice nada. Me mira
fijamente como lo hizo Marcus. Mirando, y mirando, y mirando...
—¿Necesitas algo? —pregunto.
Niega con la cabeza mientras el silencio sofocante de la oficina se abre paso.
—Sólo estaba...
—¿Sólo qué?
—Sólo... ¿es verdad? En serio, ¿estuvo en tu departamento?
—Sí.
Su expresión parpadea con dolor.
—¿Conoces a Johnny Cunning? ¿Y no me lo dijiste?
—Sí te dije —digo—. Incluso te dije que te mandó saludos el otro día.
—Estábamos bromeando. O yo creía que estabas bromeando. ¿Lo decías en
serio?
Me encojo de hombros mientras la culpa se instala, porque tal vez estoy
siendo injusta.
—Realmente te mandó saludos. Se acordó de ti.
Sus ojos se ensanchan y su rostro palidece.
—Dios mío, ¿en serio?
—De verdad —digo—. Y siento haberte hecho creer que era una broma, pero
sinceramente, ¿habrías creído alguna vez que lo conocía de verdad? No lo creo.
—Pero podrías, no sé, ¿traerlo por aquí? Oh, Dios mío, Kennedy, ¡habría
creído entonces!
—No podía.
—¿Por qué no?
—Mira, es complicado. Lo conozco desde hace mucho tiempo, desde que era
más joven que tú. Lo conocí incluso antes de que existiera un Johnny Cunning del
que hablar. Lo que tenemos... es complicado.
—¿Estuvieron...? Dios mío, ¿Tú y Johnny han, ya sabes? ¿Juntos?
—¿Hemos qué?
—Ya sabes... ¿lo hicieron?
Le dirijo una mirada incrédula.
—Sabes de dónde vienen los bebés, ¿verdad?
—Lo sé, pero como... oh, por Dios. ¿Es verdad? ¿Es su hija?
—Sí.
—Oh, por Dios.
—Bethany, te juro que si dices oh por dios una vez más.
—¡Lo siento! ¡Es que no puedo entender el hecho de que tengas un bebé con
el maldito Johnny Cunning! ¿Cómo es esto la vida real?
—Bueno, en realidad ya no es un bebé. Y como dije, fue hace mucho tiempo.
—¿Así que no han, ya sabes, desde que él está por aquí? ¿Los dos no han
estado... juntos?
No digo nada, porque realmente no quiero responder a eso, pero mi silencio
es suficiente para darle lo que quiere.
Ella jadea, con los ojos aún más abiertos mientras suelta un chillido y grita:
—¡Lo han hecho!
Hago una mueca.
Vuelve a chillar y entra en el almacén.
—¡De ninguna manera! Tienes que contarme todo. Necesito detalles.
Siento que se me calienta la cara.
—No me gusta besar y contar.
—¿Qué? ¡No! Tienes que hacerlo. No puedes decirme que te acuestas con
Johnny Cunning y no darme más. O sea, ¿cómo es él? ¿Qué tan grande es? ¿Cómo
es? Descríbelo.
Me río de eso.
—No lo voy a describir. Y es, bueno... no sé. No le falta, si eso es lo que
preguntas.
—¡Oh, por Dios!
Dejo pasar esa.
—Sólo... wow —dice ella—. Esto me está volando la cabeza. No me están
haciendo una broma, ¿verdad? Esto es real, ¿verdad?
—Sí.
Saco mi teléfono y dudo antes de abrir FaceTime y marcar el número de
Jonathan. Nunca lo he llamado por FaceTime, así que no estoy segura de que vaya
a contestar, pero al cabo de un momento agarra el teléfono y su cara aparece en la
pantalla delante de mí.
Todo lo que veo es piel: no lleva camisa. Tiene el pelo revuelto. Todavía no
se ha afeitado. En un segundo me doy cuenta de que está en mi cama.
—¿Es en serio? —digo enseguida—. ¿En serio estabas durmiendo?
—Lo estaba intentando —dice—. Pero alguien sigue interrumpiendo mi
siesta.
—Increíble. —Sacudo la cabeza, apartándome de la caja para pasearme hacia
una Bethany impactada. Sé que oyó su voz. Sé que la reconoce. Le empujo el
teléfono y se lo pongo en la mano mientras le digo:
—Diviértete con ese. Tal vez te lo describa.
Me escabullo fuera del almacén, oyendo su chillido.
—¡Oh, por Dios!
La tienda está llena para ser un lunes por la tarde. Tengo que recorrer los
pasillos para poder reponer existencias, pero la gente está por todas partes,
comprando.
O, bueno, fingiendo comprar.
Siento ojos siguiéndome.
La voz de Marcus llega por el altavoz, llamando:
—Subgerente al Servicio de Atención al Cliente.
Gimo. Soy la única subgerente que hay. Cuando llego a la parte delantera de
la tienda, mis pasos se detienen, mis ojos se dirigen a un hombre que está en el
mostrador de atención al cliente.
Clifford Caldwell.
Su rostro es uno que no he visto en mucho tiempo, un rostro que no me
importaría no volver a ver en mi vida. Cincuenta años, un poco guapo en el sentido
de Mad Men. Siempre me ha recordado a un ejecutivo publicitario de época. La
confianza rezuma de sus poros, y probablemente es merecida. Es bueno en lo que
hace. La industria lo trata como si fuera un dios, pero hace tiempo que me di cuenta
de que era el diablo disfrazado.
Clifford se apoya en el mostrador, esperando algo.
A mí, me doy cuenta.
—Sr. Caldwell —digo al acercarme—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Sonríe mientras me mira. Haciendo que mi piel se contraiga.
—Esperaba que pudiéramos hablar.
—Hablar —digo—. No estoy segura de que este sea el lugar adecuado para
eso.
—Pueden usar mi oficina —ofrece Marcus.
Nunca he querido estrangular a alguien tanto como a mi futuro ex jefe. Una
charla con Clifford no será una conversación sobre el tiempo. He estado temiendo
que apareciera, aunque sabía que era inevitable. Formar parte de la vida de
Jonathan significa que este hombre compite por el control, y eso es algo en lo que
he evitado pensar, porque no estoy segura de que sea algo que pueda aceptar. Ya
no. Toleré mucho hace años, viéndolo como un mal necesario de Hollywood, pero
las cosas son diferentes ahora.
—Después de ti —dice Clifford, señalando la oficina vacía. Suspiro tan fuerte
que probablemente todo el mundo en la tienda lo oye, y me cruzo de brazos
mientras entro en la oficina, sentándome en la silla detrás del escritorio.
Clifford cierra la puerta.
No se sienta.
En lugar de eso, se eleva sobre mí, observándome, como si me estuviera
midiendo, antes de poner un papel en el escritorio frente a mí.
—Fírmalo.
Acuerdo de confidencialidad.
—Ya firmé uno.
—Esta es una versión actualizada. Él era un 'don nadie' cuando firmaste. Las
expectativas son diferentes cuando se trata de una celebridad.
—¿Significa eso que el que firmé ya no es válido?
Sonríe escuetamente.
Lo tomo como un ‘sí’ contrariado.
—Debería haber actualizado el tuyo hace años, pero sinceramente no vi la
necesidad. No preveía que volvieras a ser un problema.
—Un problema... ¿es eso lo que soy?
—Tal vez complicación sea una palabra mejor para ti, porque sí, complicas
las cosas. Lo hiciste entonces, y lo haces aún más ahora. Así que firma, Srta.
Garfield. Acabemos con esto.
Leo el acuerdo, para ver qué es tan diferente. Ya no se trata de proteger su
privacidad y preservar su reputación. Ahora se trata de proteger su derecho a
monetizar la información.
Su nombre tiene valor. Su historia vale dinero. Los tabloides pagarían bastante
por ella. Dejó de ser una persona para convertirse en una marca, cambiando su
privacidad por notoriedad cuando vendió su alma al diablo.
Y este papelito dice que no puedo susurrar una palabra de lo que sé porque
hacerlo es como robar su propiedad y empeñarla como propia.
—¿Sabe él de esto? —pregunto, curiosa, porque no puedo entender que
Jonathan esté de acuerdo con que su existencia se equipare a una cosa, como si
fuera una marioneta para hacer dinero y no un ser humano.
—Está consciente —dice Clifford—. Su abogado ha hecho cumplir algunos en
su nombre.
Arbitraje, dice, lo que significa que no hay tribunal, sólo un juicio rápido, el
acuerdo mantenido en privado.
—Okay, pero ¿lo ha leído?
Clifford no contesta, sino que dice:
—Espero que sepas que esto no es personal.
—Por supuesto que lo es —digo—. Siempre ha sido personal. Si no, le habrías
hecho firmar uno a Serena Markson.
—Hago que todos los firmen.
—Bueno, de mucho sirvió eso, ¿eh? ¿Vas a llevarla al arbitraje por enviar a los
tabloides a la puerta de mi padre?
Me mira fijamente.
Puedo sentir su mirada.
Estoy cansada de que la gente se me quede mirando.
—¿Por qué estás tan segura de que es Serena? —pregunta—. ¿Podría ser
porque estás enfocada en culpar a la otra mujer?
—No hay ninguna otra mujer —digo, la forma en que lo parafraseó me
alborota las plumas, por así decirlo. Está tratando de meterse en mi piel, y arg, está
funcionando—. Me dijo que sólo eran amigos.
—¿Y qué son tú y él?
Abro la boca para responder, pero no tengo la menor idea de qué decir. Es el
padre de mi hija. Es el hombre que duerme a mi lado, que me hace el amor, que
jura que aún me ama, pero no estoy segura de qué es todo eso.
—Johnny tiene talento —dice Cliff, y mi silencio le incita a continuar con su
pequeño sermón—. Pero este negocio es despiadado, y se necesita algo más que
talento para salir adelante. Yo trabajo duro para mantenerlo en la cima. No va a
caer en el olvido bajo mi mirada. Así que, otra vez, no es nada personal. Hago lo
necesario para que no vuelva a ser un ‘don nadie’.
Hay tantas cosas que quiero decir ahora mismo. Saca un bolígrafo y me lo
tiende, pero lo ignoro. En lugar de eso, arrugo el papel y empujo la silla hacia atrás
para ponerme de pie, diciendo:
—La cuestión es, señor Caldwell, que Jonathan nunca ha sido un don nadie.
Mantengo lo que le dije hace años. Es demasiado bueno para usted.
Salgo de la oficina, dando unos pasos hacia la tienda antes de oír voces
fuertes. Al mirar las cajas registradoras, veo a Bethany.
Junto a ella está Serena Markson.
—Estupendo —murmuro.
Justo lo que necesito.
Las dos se toman selfies como si fueran amigas de toda la vida y Bethany se
deshace en elogios hacia ella mientras firma autógrafos. Clifford sale de la oficina
detrás de mí, se aclara la garganta y llama la atención de Serena.
—Cliff, ¿dónde has estado? —pregunta Serena, acercándose al mostrador de
atención al cliente.
—Ocupándome de un problema —dice él—. Ya podemos irnos.
Intento pasar por delante de ellos, intento rodearlos, sin querer nada más que
salir por la izquierda del escenario antes de que esto se ponga feo, pero Serena se
da cuenta de mi presencia.
—Kennedy —dice, leyendo mi gafete—. ¿La Kennedy? Te ves diferente.
—Diferente —digo, preguntándome qué quiere decir con eso, porque no
parece un cumplido.
—De la otra noche —dice—. Con Johnny, estabas toda arreglada, con un
vestido... Casi no me di cuenta de que eras tú. Siempre te ves tan diferente en tu
pequeño uniforme de trabajo.
Sí, definitivamente no es un cumplido.
Incluso en una tienda de comestibles, parece que está preparada para una
sesión de fotos, ni un pelo fuera de lugar.
—Sí, bueno, ya sabes cómo es —murmuro—. El mundo real y todo eso.
Sus ojos se entrecierran.
—Un placer, como siempre, señorita Garfield —dice Clifford antes de
presionar su mano en la espalda de Serena y darle un empujón—. Estoy seguro de
que nos veremos pronto.
—Estoy deseando que llegue el momento.
Cielos, voy a tener que ayudar a un montón de ancianas a cruzar la calle para
ganarme un poco de buen karma por esa gran mentira.
Serena me mira por encima del hombro mientras los dos salen de la tienda.
En cuanto salen, ella levanta las manos y empieza a despotricar. Veo a través de
las puertas de cristal cómo Clifford la obliga a entrar en un coche antes de que
pueda montar una escena.
Suspirando, me acerco a Bethany, que está tan emocionada que da saltos. En
cuanto estoy al alcance de su mano, me abraza.
—¡Oh, por Dios! Eres la mejor.
—¿Supongo que tuvieron una buena charla?
—¡La mejor! —Me devuelve el teléfono—. ¡Gracias a ti, pude hablar con mis
dos ídolos!
—Bueno, no estoy segura de que lo de Serena haya sido cosa mía.
—Pero cuando apareció el otro día, preguntó por ti, así que te doy todo el
crédito.
—¿El otro día? —Me golpea cuando pregunto, la noche en que se presentó
en mi departamento—. Espera, ¿estaba preguntando por mí?
—Sí, preguntó si alguien conocía a una mujer llamada Kennedy. Es curioso,
porque ella ni siquiera sabía que trabajabas aquí. Sólo sabía que eras de Bennett
Landing, y que la tienda era lo único que estaba abierto. Quería saber dónde podría
encontrarte, así que la envié a los departamentos. —Los ojos de Bethany se
ensanchan—. Espera, ¿no debería haber hecho eso? No sabía... no estaba segura...
estaba tan emocionada, y ella ni siquiera mencionó a Johnny, así que no me di
cuenta... oh, por Dios, ¿estás teniendo una aventura con su esposo?
Sacudo la cabeza, mi puño se aprieta alrededor del acuerdo de
confidencialidad hecho bola. No sé ni qué decir a nada de eso, así que me alejo.
Antes de que pueda meter el teléfono en el bolsillo, vibra con un mensaje.
Miro la pantalla.
Es de Jonathan.
Empiezo a escribir que ella perdió la cabeza cuando llega otro mensaje.
—¡Vamos, cariño! —grita Kennedy, mirando su reloj mientras está de pie junto a
la puerta principal—. ¡Hora de irnos! Tengo que ir a trabajar.
—Yo la llevaré —digo—, si quieres.
—No hace falta que lo hagas.
Madison viene trotando, arrastrando su mochila detrás de ella.
—¡Quiero que papi me lleve a la escuela otra vez! ¿Por favor?
Kennedy parpadea un par de veces y murmura:
—O tal vez sí.
—Yo me encargo —digo—. No hay problema.
Duda antes de dar un suspiro resignado cuando Madison me agarra la mano.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
Madison asiente.
—Sip.
—Es martes —dice Kennedy—. ¿Tienes algo para Mostrar y Explicar?
Otro asentimiento.
—Sip.
—¿Breezeo? —adivina Kennedy.
Una sonrisa esta vez.
—Sip.
—Por supuesto —murmura, inclinándose para besar a Madison en la frente—
. Que tengas un buen día. Te amo.
—Te amo, mami —dice Madison—. Más que incluso Mostrar y Explicar.
—Más que los hot dogs quemados de tu papi —dice Kennedy en tono de
broma, poniéndose de pie. Se inclina y me besa, quedándose ahí mientras sonríe
suavemente y susurra—: Te veré después del trabajo.
Se va entonces, saliendo por la puerta, mientras Madison tira de mi mano.
—Vamos, papi. Es hora de ir a la escuela.
Es difícil llevar a esta niña a la escuela por las mañanas. Hay un policía
estacionado delante del departamento. También habrá uno frente a la escuela.
Pero en el medio es donde las cosas son un poco imprecisas. Son sólo unas pocas
cuadras, pero en nuestra situación es como jugar un puto juego de Jumanji.
Tira los dados y espera que los chupasangres no salgan y te aplasten el culo.
Ayer tuvimos suerte, pero hoy, no tanta. A una cuadra de la escuela, alguien
me llama por mi nombre desde el otro lado de la calle y se acerca corriendo,
intentando que me detenga.
Le ignoro y sigo caminando.
—Papi, ese tipo te está hablando —dice Madison.
—Lo sé —le digo—. Finge que no está ahí.
—¿Como si fuera invisible? —pregunta—. ¿Como Breezeo?
—Exactamente así —digo—. No importa lo que diga o haga, actúa como si
no fuera más que aire.
—Puedo hacer eso —dice ella asintiendo—. Y ahora, como soy un copo de
nieve, ni siquiera tengo oídos. No oigo nada.
—Buena chica.
El tipo lo intenta. Jesús, vaya que lo intenta.
Más de una vez quiero arrancar y darle un puñetazo en la puta boca por lo
que dice delante de mi hija. ¿Estás bebiendo otra vez? ¿Sigues drogándote? ¿Por
qué agrediste a ese periodista? ¿Estás encabronado porque el mundo se enteró de
tu pequeño y sucio secreto? Linda niña, ¿por qué trataste de esconderla? ¿Te
avergüenzas de su madre o algo así?
Mis pasos se detienen frente a la escuela y miro a Madison.
—Entra.
Intento soltarle la mano, pero ella se resiste y me aprieta más, tirando.
—No, tú también tienes que venir.
—¿Tengo que entrar?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque sí —dice, tirando tan fuerte como puede, intentando que ceda. Le
doy la razón, la sigo dentro y dejo que me lleve a su clase.
—¿No debería firmar en la oficina o algo así? —pregunto—. ¿Mostrar una
identificación? No dejan a los adultos vagar por los pasillos, ¿verdad?
—No sé —dice encogiéndose de hombros.
—Bueno, eso lo aclara...
Me arrastra hacia el aula y se detiene justo en la puerta.
—¡Tarán!
La miro, confundido, mientras todos en el aula nos miran.
—¿Es el día de las profesiones o algo así?
—No, bobo —dice Madison—. ¡Mostrar y Explicar!
—¿Qué?
—Podemos traer una cosa favorita para poder enseñarla —dice,
explicándome el Mostar y Explicar, como si pensara que no lo estoy entendiendo—
. Pero nada demasiado caro, porque podría ser robado, pero no pagué nada por ti.
—¿Me trajiste a mí para el Mostrar y Explicar? —pregunto incrédulo—. Pensé
que habías traído a Breezeo.
En el momento en que lo digo, hace clic.
Yo soy el Breezeo que ha traído hoy.
—Dah —dice Madison—. Sra. Appleton, ¿puedo hacer mi Mostrar y Explicar
ahora? Porque no puedo guardarlo en mi mochila hasta el almuerzo.
La profesora no parece tener idea de qué decir, así que se limita a ondear su
mano a Madison, dándole permiso.
Madison me lleva al frente del aula cuando suena el timbre.
—Este es mi papi, pero no es sólo mi papi. También es Breezeo. ¡El verdadero
Breezeo!
Hay algunos ohhs y ahhs, pero un niño en la parte de atrás se burla.
—No se parece a Breezeo.
—Pues lo es —dice Madison antes de mirarme—. ¿Verdad, papi?
Hablando de incomodidad.
—Sí.
La profesora se aclara la garganta.
—Las preguntas vienen después, chicos. No durante la presentación.
Miro a la mujer con incredulidad.
—¿Preguntas? —Ella asiente, ligeramente divertida.
—Primero, obtuve a mi papi... no sé cuándo —dice Madison, frunciendo el
cejo mientras piensa en eso. Supongo que no encajo en el formato—. Cuando era
un bebé, creo, pero no lo supe hasta los cinco años. Y, creo que mi mami me lo
regaló.
La maestra se esfuerza por no reírse.
—Segundo, lo hicieron su mami y su papi, pero no los conozco —dice
Madison—. Y tercero, es una de mis cosas favoritas porque es mi papi. Y porque
es Breezeo. Así que gracias por escuchar y levanten la mano si tienen preguntas.
Demasiadas manos se alzan, incluida la de la ayudante que acecha en el fondo
del aula. Madison sonríe, burbujeando de emoción por ser el centro de atención.
—¿Me dan una silla? —pregunto—. Tengo la sensación de que voy a estar
aquí un rato.
Después de que mi culo se planta en un asiento, empiezan las preguntas. ¿Es
Breezeo realmente real? ¿Puede volverse invisible? ¿Cuándo se convirtió en
Breezeo? ¿Cómo es que no se parece a él? Madison responde lo mejor que puede,
pero yo intervengo de vez en cuando para aclarar que, de hecho, no soy un
superhéroe.
—¿Pero los superhéroes son reales? —pregunta un niño.
Madison me mira expectante, cediendo a mi experiencia en esa cuestión, pero
no tengo nada. No voy a matar la imaginación de una sala llena de niños de kínder
con esa realidad. Los paparazzi que me persiguen ya son bastante malos. ¿Madres
con antorchas? No, claro que no.
—Los héroes son ciertamente reales —dice la ayudante —. El Sr. Cunning
salvó hace poco a una joven de ser atropellada por un coche.
Ahí van los ohhs y los ahhs, un 'wow' o dos mezclados para una buena medida.
—No fue para tanto —digo mirándome la muñeca—. Sólo estaba allí cuando
pasó.
La Sra. Appleton interviene.
—Odio interrumpir esto, pero tenemos que empezar la lección de hoy.
Parece que soy el único que no está decepcionado por eso. La profesora me
da las gracias y Maddie me abraza, y yo salgo por la puerta y me dirijo al pasillo
antes de que la ayudante pueda llorar esta mañana.
Al salir, veo que el maldito tipo que nos ha seguido hasta aquí sigue al acecho.
Bajando la cabeza, paso junto a él mientras me pregunta:
—Johnny, ¿qué piensa tu esposa de todo esto?
—No tengo esposa.
—¿No tienes?
—Nop.
Me alejo, pero él no me sigue.
Supongo que su trabajo tampoco es tan divertido sin público.
Está utilizando mis palabras. Eso me dice todo lo que necesito saber, pero
respondo de todos modos, devolviéndole su propia definición.
Pero está claro que no lo está, así que pulso el botón para enviarle una
solicitud de FaceTime, porque la mierda de los mensajes de texto no sirve. Quiero
verla.
No acepta de inmediato. Parece que suena una eternidad antes de que
descuelgue, y su cara aparece en la pantalla, rodeada de sábanas, mantas y
almohadas.
—¿Estás en la cama? —pregunto, confundido—. Creía que estabas haciendo
un doble turno.
—Renuncié.
—Oh, guao.
—Sí —murmura, mirándome fijamente desde la pantalla. Incluso a través del
teléfono, la mirada que lanza es penetrante—. Parece que no soy el único que está
actualmente en una recámara.
—Habitación de hotel, técnicamente.
—Parece una de lujo. ¿Cuál es la ocasión?
—Tenía una cita con el médico. —Levanto la muñeca para que la vea—. Me
gradué a una férula.
—Bueno, me alegro por ti —dice, haciendo una pausa antes de añadir—: Sé
que sonó sarcástico, pero lo digo en serio. Me alegro por ti.
—Gracias —Bajo el brazo—. Entonces, ¿todo está bien?
—Todo está bien.
—No lo parece.
Se siente incómodo en este momento, como si algo se interpusiera entre
nosotros, alejándola lentamente de mí cuando he estado desesperado por
encontrar una manera de acercarla.
—Sólo estoy teniendo uno de esos días —dice.
—¿Del tipo en el que quieres un trago?
—Más bien del tipo en el que me cuestiono todo.
—Déjame adivinar: ¿dejaste tu trabajo sólo para volver a casa y ver que no
estaba, lo que te asustó, porque no te gusta la idea de depender de nadie, y mucho
menos de alguien tan malditamente poco fiable?
—Eso es una suposición bastante buena.
—Yo también lo pensé.
—Sólo creo que tal vez deberíamos haber empezado con algo más pequeño.
Darte un cactus para que te ocupes primero.
Me río.
—Jack habría apreciado eso. Me dijo que comprara una planta.
—Jack es tu consejero, ¿verdad?
—Sí.
—¿Lo conociste en una reunión?
—No, lo conocí en la rehabilitación. Teníamos estas sesiones de grupo, y
siempre me llamaba la atención por alguna tontería y me gritaba por perturbar el
ambiente. Estaba luchando después de salir, y lo busqué. Me recordó a ti.
Ella parece sorprendida.
—¿A mí?
—Sí, no se contuvo conmigo como los demás. A veces todavía me siento
como si estuviera atrapado en Fulton Edge, rodeado de todas esas sonrisas falsas,
toda esa gente perfecta en este puto mundo perfecto. Pero Jack no finge. Tú
tampoco lo hiciste nunca.
—Me gusta como suena este tipo. ¿Es guapo?
—No es tu tipo.
—¿Cómo lo sabes?
—No se parece en nada a mí.
Ella hace una mueca.
—¿Quién dice que me gustas?
—Yo digo —le digo—. Además, parece que tu coño también le gusto bastante
últimamente.
Pone los ojos en blanco con tanta fuerza que me río.
—Hablando de eso, ¿hemos tenido alguna vez sexo telefónico?
Ella intenta no sonreír, pero puedo ver la diversión en sus ojos.
—Me voy a ir ahora.
—Ah, vamos. Tócate para mí. —La pantalla se queda en negro.
Tiro el teléfono sobre la cama. Apenas pasa un minuto antes de que suene, y
sonrío para mis adentros.
Tal vez cambió de opinión.
Tal vez ella sólo no quería que yo viera.
Vuelvo a agarrar el teléfono para contestar, pero me congelo cuando veo el
nombre que me saluda. Serena.
Casi contesto sin mirar.
Dudando, pulso el botón para rechazar.
Paso los dedos por el borde del teléfono, algo me molesta, pero intento
apartarlo. Todavía no tengo noticias de Cliff. La noche va a ser larga.
Abriendo mis mensajes, envío uno a Kennedy.
Y otro después.
Y otro más.
Riendo, respondo.
No hay nada durante unos minutos. Me quedo mirando nuestro ida y vuelta
en silencio. Justo cuando estoy a punto de rendirme, llega una respuesta.
Los sueños no siempre son sólo sueños. A veces, se convierten en pesadillas con
los ojos bien abiertos, de esas en las que gritas, pero nadie te oye. No quieren
escuchar. Te ahogan.
La primera vez que esnifas coca es en un club de Los Ángeles. Es un regalo
de la modelo Markson. Se llama Serena. Es tu vigésimo primer cumpleaños.
Clifford organiza una fiesta en tu honor e invita al quién es quién de Hollywood,
pero la mujer que amas se queda en casa. Clifford dice que no tiene edad para
venir. El lugar de celebración es a partir de los veintiún años. Así que le dices que
no es nada especial, que sólo se trata de hacer contactos. Parte de tu trabajo es
hacer conexiones. Es “trabajo”.
Pero las fotos que salen en los tabloides no parecen que estés trabajando, no
cuando en la mayoría de ellas estás esnifando polvo de una mesa. Todo el séquito
de Clifford está allí. Las chicas te rodean. Pero algunas de ellas no tienen todavía
veintiún años. Algunas apenas son legales.
Te disculpas. Fue un error. Pides una segunda oportunidad. Pero sólo lo haces
después de que las pruebas salen a la luz. Y cuando empiezas a rodar tu segunda
película —otra comedia adolescente, en la que esta vez eres el protagonista— el
mundo se inclina un poco. Tu primera película aún no se ha estrenado y ya hay
rumores. El nuevo cliente de Clifford Caldwell podría ser alguien para tener en
cuenta. Recibes más consultas. Estás haciendo malabares con muchas cosas.
Pronto empieza la promoción. Necesitas un poco de estímulo.
Eso es lo que te dices a ti mismo. No hay daño en un pequeño impulso. Y te
lo crees, porque Dios, te hace sentir tan bien. Te hace sentir que puedes enfrentarte
al mundo. Llegas a casa por la noche, y esos ojos azules parpadeantes se han ido.
Ella se queda mirando un charco turbio y se desliza lentamente hacia el vacío, pero
tú sonríes y le dices que todo está bien donde tú estás. Ella se pregunta dónde está
eso y cómo ella puede llegar allí, porque no estás con ella. Estás desapareciendo.
Cuando te dice que está preocupada, le dices que la amas. Le dices que
dejarás de hacerlo, que lo harás, pero oh, Dios, si ella pudiera sentirlo.
Así que te vuelcas en ella. La haces sentir bien. Cuando estás dentro de ella,
cuando le haces el amor, ella cree realmente que puede enfrentarse a ese mundo
que se tambalea.
Pero el amor es tan fuerte como las personas que lo alimentan. ¿Y tú? Eres
Superman, pensando que la kriptonita te hace invencible.
¿Y la mujer que amas? Ella... no puede seguir fingiendo que nada de esto es
normal. No puede seguir escribiendo esto como si en algún momento la trama se
arreglara sola. No puede seguir actuando como si esta no fuera su historia.
Estás en un curso de colisión, Jonathan. Te estás lanzando hacia algo que
ninguno de nosotros puede ver en la oscuridad, pero sea lo que sea, va a doler.
Crees que tienes el control, que te estás elevando, pero estás en caída libre, y no
me oyes cuando intento advertirte.
Mientras escribo esto, estás a 5000 kilómetros de distancia. Estás en Nueva
York, tan cerca de casa... o donde solía estar tu hogar. Estás trabajando en otra
película. Todavía está oscuro aquí en Los Ángeles, pero el sol ya habrá salido
donde tú estás, otro día que amanece. Ayer fue nuestro tercer Aniversario de los
Sueños. Lo pasé aquí sin ti.
Ha sido un mal año. No hay forma de endulzarlo, no hay palabras bonitas que
pueda conjurar para convertirlo en algo dulce, no cuando estoy tan amargada. Tú
eres la oruga que entró en el capullo y emergió como una gloriosa mariposa, pero
yo soy el recordatorio de que las mariposas no permanecen mucho tiempo, a lo
sumo unas semanas antes de desaparecer.
No voy a perder el tiempo detallando todo. Querré cambiar demasiadas cosas
para que encajen con mi versión de ti, la que entró en aquella clase de Política
Americana hace casi cuatro años y me robó el corazón, pero ese tipo ya no está
aquí. ¿A dónde se ha ido? Se llevó mi corazón con él cuando se fue, pero voy a
necesitarlo de vuelta. Lo voy a necesitar para lo que viene, para intentar protegerlo,
para que no se rompa cuando esta nueva versión de ti toque fondo.
Porque está llegando, Jonathan. Tu sueño se ha convertido en mi pesadilla, y
te ruego que me dejes despertar.
No lo sabes, pero la mujer que amas... ¿Aquella por la que te quedaste en
Nueva York cuando aún era sólo una chica, a pesar de que estabas sufriendo, y
queriendo irte, pero te quedaste por amor? Esa mujer, ahora mismo, está haciendo
lo mismo por ti.
KENNEDY
—Voy a ir al trabajo.
Jonathan me mira de forma peculiar cuando digo eso, deteniéndose en la
puerta de la recámara mientras se pone la chaqueta.
—Al trabajo.
—Bueno, quiero decir, lo que solía ser mi trabajo —murmuro mientras doblo
los uniformes recién lavados. Esta mañana me desperté con una flamante lavadora
y secadora instaladas en el departamento, por cortesía del tipo que actualmente
me mira como si hubiera perdido la cabeza. Le dije que no era necesario que lo
hiciera, pero eran buenas, con sus botones y sonidos y ajustes, así que,
naturalmente, me pasé todo el día jugando con mis nuevos juguetes. Arg, me estoy
haciendo vieja—. Tengo que devolver estos uniformes.
—Puedo pasar a dejarlos —dice, mirando su reloj—. Tengo algo de tiempo
antes de recoger a Maddie de la escuela.
Se acerca a mí e intenta agarrar los uniformes, pero se los quito de un tirón,
agarrándolos de forma protectora.
—No.
Se ríe, levantando las manos.
—Bien, no lo haré.
—Es que... arg, hace mucho que no veo el mundo exterior. Estoy empezando
a olvidar lo que se siente con el sol.
—Estás siendo dramática.
—No lo soy.
—Han pasado dos días.
Tiene razón. Sólo han pasado unas cuarenta y ocho horas, pero estoy ansiosa
porque no hago nada.
—Aun así, puedo llevarlos yo mismo.
Jonathan intenta no reírse.
—Kennedy, bebé, creo que eres una adicta al trabajo.
—No lo soy.
—Hay reuniones para eso, sabes —dice, ignorando mi negación—. Ayuda a
canalizar tu energía en otra cosa: leer, tal vez escribir.
Pongo los ojos en blanco.
—Lo tendré en cuenta.
—Ven aquí —dice, acercándose a mí y tirando de mí hacia la puerta—.
Acompáñame fuera.
No me resisto, porque eso es exactamente lo que quiero hacer. Salir. Llevo
los uniformes, siguiéndolo por la puerta principal del departamento. Justo cuando
estoy a punto de preguntarle a dónde vamos, saca un juego de llaves del bolsillo
de su chaqueta y pulsa un botón, haciendo que algo pite, las luces parpadean en el
estacionamiento.
Miro más allá de él y casi tropiezo con mis propios pies cuando veo un
Porsche azul estacionado justo al lado de mi Toyota.
—Mierda.
Jonathan sonríe y me rodea con su brazo mientras me dirige hacia él.
—Debe ser una gran sorpresa si te hace maldecir.
—Es exactamente como tu antiguo coche.
—Bueno, es un poco más nuevo, pero sí... —Empuja las llaves hacia mí,
dejándolas caer encima de los uniformes—. Sabes conducir con cambios, ¿verdad?
—Yo... ¿qué? —Agarro las llaves cuando empiezan a caer—. Quiero decir,
puedo, pero no puedo conducir tu coche.
—¿Por qué no?
—¡Es un bendito Porsche! ¿Y si lo rayo? ¿Lo abollo? ¿Y si lo choco? ¡No puedo
arreglarlo!
Se ríe. Otra vez. Se ha reído mucho esta tarde.
—Rara vez conduzco, así que bien podrías usarlo tú. Si no, se quedará en un
garaje de la ciudad. Además, no te ofendas, pero no estoy seguro de cuánto tiempo
más va a seguir funcionando tu pedazo de chatarra.
Miro mi coche, frunciendo el cejo, antes de mirar a Jonathan. Tiene buenas
intenciones, sé que las tiene, y se lo agradezco. Pero me está preocupando con
esto.
—Esto es demasiado, Jonathan. Acabas de regalarme una lavadora y una
secadora esta mañana. Ahora me das las llaves de tu coche. Quiero decir, ¿qué es
lo siguiente?
—Un lavavajillas —dice—. Se supone que lo entregarán mañana por la
mañana.
Parpadeo.
—Sabes que no necesito cosas, ¿verdad?
—Lo sé —dice antes de empujarme hacia el coche—. Ahora ve, entrega tus
uniformes. Y asegúrate de bajar el techo, ya sabes, para que te dé el sol.
Vuelve a entrar y me deja allí.
Me quedo mirando el coche durante demasiado tiempo antes de rendirme.
No es mío, pero es un juguete nuevo, y es un poco difícil resistirse cuando me
invade un sentimiento de nostalgia. Me recuerda tanto a cuando nuestros sueños
aún eran hermosos.
Así que me pongo al volante y conduzco hasta la tienda. O bueno, paso por
delante de la tienda, dando varias vueltas a la cuadra, antes de reunir el valor para
estacionarme y entrar, dirigiéndome a la oficina principal.
—Kennedy. —La voz de Marcus es todo negocios mientras se sienta detrás
de su escritorio, saludándome tan pronto como entro—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Pasé por aquí para entregar mis uniformes —digo, levantando la pila de
ropa para mostrársela.
—Puedes ponerlos ahí —dice, haciendo un gesto hacia mí—. Gracias.
—Por supuesto —digo, dejándolos encima de una caja junto a la puerta. Me
quedo allí, observando cómo ordena el papeleo, sintiéndome culpable porque sé
que está haciendo mi trabajo—. ¿Necesitas algo más? —pregunta, levantando una
ceja mientras me mira.
—No —digo, dudando—. Bueno, quería decirte que lo siento.
—¿Lo sientes tanto como para querer recuperar tu trabajo?
—No del todo.
Se ríe, volviendo al papeleo.
—Tenía que intentarlo.
—De todos modos —digo—. Gracias por arriesgarte conmigo cuando lo
hiciste.
Salgo de la oficina, sin querer que las cosas se pongan demasiado
sentimentales. La tienda está bastante concurrida, algo habitual para un viernes.
Me dirijo a la salida cuando el repartidor cambia las revistas junto a las cajas
registradoras. Instintivamente, mis ojos se dirigen a ellas, atraídos por una en
concreto: Crónicas de Hollywood. Mis pasos se detienen mientras inhalo
bruscamente. Siento como si me hubieran dado un puñetazo.
Agarro el primer ejemplar. El mundo que me rodea trata de inclinarse. Mi
corazón late con fuerza. Mientras el pánico inunda mi sistema, mis manos
empiezan a temblar.
Me doy la vuelta y salgo de la tienda, llevándolo conmigo mientras conduzco
directamente a casa. El departamento está tranquilo. Jonathan está acompañando
a Maddie a casa desde la escuela, así que estoy sola por el momento.
Voy directamente a mi recámara.
Me siento en la cama y miro la primera página del periódico.
En la parte superior, hay una foto de nosotros: yo, Jonathan y nuestra hija.
Nuestros rostros aparecen en la portada de Crónicas de Hollywood. Es inevitable,
lo sé. Él vive su vida bajo un reflector abrasador. Inevitablemente nos vemos
arrastradas a ello.
Y es extraño, pero él se ve feliz.
Es una de las únicas veces que han publicado una foto suya sonriendo.
Pero debajo de ella se cuenta una historia diferente.
Hay una foto de él en un bar, el pie de foto dice que fue hace unos días. Está
de pie junto a Serena, y ella le ofrece su bebida.
Lo hojeo y encuentro más fotos. Más de nosotros. Más de ellos. Cerca de la
medianoche del lunes, el día de su cita. Dice que se encontraron en un hotel de la
ciudad, cuando horas antes, él rompió por fin su silencio sobre su relación mientras
acompañaba a su hija a la escuela.
Cierro el tabloide y lo tiro a un lado.
Pasan unos minutos antes de que oiga la puerta principal, la risa de Maddie
filtrándose. Corre por el departamento, hacia el pasillo, gritando:
—¡Hola, mami! ¡Adiós, mami! —Antes de desaparecer en su recámara.
Jonathan llega a la recámara y pregunta:
—¿Cómo te fue en la tienda?
Le miro en silencio un momento antes de decir:
—Fue más o menos como pensaba.
—¿Bien? ¿Mal?
Me encojo de hombros.
Su cejo se frunce cuando se acerca y se da cuenta de que hay un tabloide
sobre la cama. Lo agarra, gime y se sienta a mi lado.
—¿Compraste esta mierda?
—No, simplemente lo agarre.
—Lo agarraste.
—Sí.
Sus ojos escanean la portada antes de hojearla, yendo directamente al
artículo. Lo hojea, frunciendo el cejo, antes de tirarlo a un lado.
—¿Desde cuándo robas en las tiendas?
—No lo hago —digo—. Fue un error.
—Un error —dice—. He cometido una buena cantidad de ellos.
—¿Cometiste alguno últimamente?
—Tal vez algunos.
—¿Cómo?
—Bueno, para empezar, ese artículo que acabo de leer.
—¿Qué parte fue el error?
—La parte en la que desperdicié neuronas leyéndolo —dice—. Para que
conste, no bebí esa noche. Sé que se ve mal, pero estaba esperando mi coche y ella
estaba allí por casualidad. No hay nada entre nosotros, que es lo que le dije a ese
pendejo cuando reclamó que rompiera mi silencio.
—Es bueno saberlo.
Extendiendo el brazo, Jonathan toma mis manos, colocando las suyas sobre
las mías. Me doy cuenta de que me estoy removiendo.
—No hagas eso —dice—. Por favor. No vuelvas a dudar de mí por algo que
publican.
—Es sólo, ya sabes... las fotos.
—Es una instantánea de una fracción de segundo —dice—. Cualquier cosa
puede quedar mal si se saca de contexto. Y lo harán, cada vez que puedan.
—Lo sé.
—Pero volviendo al tema. Otro error es gastar un ápice de energía en
entretener sus pendejadas cuando hay cosas mucho mejores que podríamos hacer.
Cierro los ojos cuando me empuja hacia la cama. Su boca se encuentra con la
mía y me besa, lenguas fusionándose. Sus manos vagan, acariciando mi costado,
una de ellas deslizándose por debajo de mi camisa. Me toca un pecho, lo aprieta y
se desliza por debajo del sujetador. Gimo cuando las yemas de sus dedos rozan el
pezón, provocando chispas en mi cuerpo, pero vuelve a desaparecer y se va hacia
el sur.
Las yemas de sus dedos recorren mi estómago antes de deslizarse por la
cintura de mis pantalones. Respiro con fuerza cuando empieza a frotarme, a
acariciarme a través del suave algodón de mi ropa interior. El calor me recorre. Un
cosquilleo me consume. Un simple roce de este hombre hace arder mi mundo.
—Oh, Dios —susurro, arqueando la espalda mientras sus dedos hacen su
magia, chispas fluyen por mi columna vertebral. Ya me estoy acercando. Puedo
sentir cómo se acumula, cómo se aprieta en mis entrañas. Me muerdo el labio para
no hacer demasiado ruido.
Tan cerca...
Tan cerca...
Oh, Dios, tan...
—¡Papi!
La voz de Maddie grita por el pasillo mientras los pasos se dirigen hacia
nosotros. De inmediato, Jonathan se aparta, poniéndose de pie.
—¿Qué?
Ella irrumpe mientras me obligo a sentarme, todavía respirando con
dificultad. Siento que se me calienta la cara. Estoy temblando, duele... apretando
los muslos para intentar que pare.
—¡Estoy lista para hacer algunas líneas! —dice, sonriendo, otra vez con su
disfraz de Breezeo.
Jonathan se ríe.
—Lista para repesar líneas, querrás decir.
Su cejo se frunce.
—Eso es lo que he dicho.
—No, dijiste... —Se interrumpe—. No importa.
—¿Van a volver a repasar líneas? —Miro entre ellos mientras Jonathan va a
la mochila de la que vive y empieza a rebuscar en ella—. Eso les llevará, ¿qué...
cinco minutos? ¿Diez? —Intento calibrar cuánto tiempo me va a dejar colgada.
Jonathan saca una gruesa pila de papeles, agitándolos hacia mí.
—Probablemente un poco más que eso.
El guion de Breezeo. Ghosted.
—Wow —digo, estirándome por él, pero Jonathan lo retira de un tirón, lejos
de mi alcance.
—Sin tocar —dice antes de entregárselo a Maddie—. Es material altamente
secreto.
—¿Qué? —Le frunzo el cejo—. ¿Cómo es que ella puede leerlo?
—Porque soy Breezeo, dah —dice ella antes de salir corriendo con el guion,
sin dejarme acercarme a él.
—Sí —dice Jonathan, inclinándose para besarme, sólo un roce en mis
labios—. Dah.
Intenta moverse, pero yo no he terminado con él, y lo tiro encima de mí.
Riendo, me besa un poco más, esta vez de verdad, y se presiona contra mí.
Está duro.
—¿Es eso lo que quieres, bebé?
Bebé. Oírlo llamarme así me hace estremecer en sus brazos.
—Oh, Dios, sí...
—¡Papi! —grita Maddie desde la sala—. ¡Deprisa!
—Lástima —dice Jonathan, mordiéndome el labio inferior antes de retirarse.
Lo miro fijamente mientras se dirige a la puerta.
—Hijo de...
—¿Perra?
Se ríe.
—Esto es cruel —digo—. ¡Castigo cruel e inusual!
—¡No te enojes, mami! —grita Maddie al otro lado del departamento—. Tal
vez papi te lo dé más tarde.
Se refiere al guion, lo sé, pero maldita sea, me sonrojo cuando Jonathan me
mira desde el pasillo, enarcando una ceja.
—Tal vez papi lo haga.
Le muestro el dedo medio.
Se ríe otra vez.
Estoy agitada, sin duda, y algunas partes de mí todavía duelen, pero cuando
oigo la emoción de Maddie cuando empiezan a leer, me invade una sensación de
paz.
No puedo evitar sonreír.
Es todo lo que he deseado durante años.
Al levantarme, voy a la cocina y preparo la cena. Cuando está terminada, se
toman un descanso. Los tres comemos juntos en la mesa. Después, vuelven a
meterse en ello y yo me dirijo a mi recámara.
Recogiendo el ejemplar desechado de Crónicas de Hollywood, arranco una
foto de la portada, aquella en la que Jonathan está sonriendo. El resto de la revista
lo tiro a la basura. Saco mi caja rota de viejos recuerdos y meto la foto. Por muy
extraño que parezca conservarla, es nuestra primera foto real juntos como familia.
Domingo en la noche.
El sol se está poniendo fuera.
Cada segundo que pasa me aprieta más el pecho, me pesan más los hombros
porque el peso del mundo exterior se me echa encima. Jonathan tiene que irse
pronto.
No se lo ha dicho.
Maddie no tiene ni idea.
Está sentada en la mesa de la cocina, rodeada de lápices de colores, haciendo
una tarjeta para su tía Meghan: mañana es su cumpleaños. Balanceando las piernas,
tararea para sí misma, ajena al momento.
—Mami, ¿cuántos años va a cumplir mi tía Meghan? —pregunta, mientras yo
estoy de pie junto al fregadero lavando los platos... fregando el mismo vaso desde
hace diez minutos.
—Treinta —digo.
—Wow —dice Maddie antes de murmurar—: Eso es mucho.
Me doy la vuelta y la fulmino con la mirada por eso. No estoy muy lejos de
los treinta. Pero no digo nada, porque mis ojos ven a Jonathan entrando en la
cocina con su mochila.
Maddie levanta la vista al oír sus pasos. Sus piernas dejan de balancearse.
Parpadea con confusión antes de preguntar:
—¿Nos vamos?
Él no responde de inmediato. Se congela, así que ella me mira, como si
confiara en que yo le voy a decir ya que él no lo hace.
—No, cariño, no nos vamos —digo, queriendo hacerle entrar en razón,
porque el silencio no va a servir de nada—. Pero tu papi sí.
—¿Papi qué? —pregunta, y sé que ya sabe la respuesta, porque agarra su lápiz
de colores con tanta fuerza que se rompe.
—Voy a trabajar —dice él, que finalmente interviene—. Tengo que terminar
de hacer la película, así que tengo que irme un tiempo.
—¿Cuánto es un tiempo? —pregunta ella—. ¿Hasta mañana?
—Más tiempo que eso —dice él.
—¿Pasado mañana? —pregunta ella—. ¿Volverás ese día?
—Eh, no —dice él—. Tomará como un mes.
—¿Un mes? —Ella jadea y mira hacia mí cuando pregunta—: ¿Cuántos días
son?
—Unos treinta —digo.
Lo veo, el pánico que fluye por ella. Son muchos días para una niña tan
pequeña. Sacude frenéticamente la cabeza, arrojando el lápiz al suelo.
—¡No, son demasiados! ¡No quiero que hagas eso!
—Lo siento —dice Jonathan, pero lo siento no es lo que ella quiere oír, así
que no hace más que alterarla más.
Se levanta de la silla y se pone en pie, sacude la cabeza otra vez mientras se
precipita hacia él, agarrando su mochila. Le da un fuerte tirón, intentando
arrancársela de la mano.
—¡No, no te vayas! Quiero que te quedes.
—Sé que sí —dice él—, yo también quiero quedarme, pero tengo que ser
Breezeo, ¿recuerdas?
—¡No me importa! —dice ella, clavando los talones, tirando de la bolsa con
tanta fuerza que él afloja su agarre, cediendo. Ella casi se cae, pero él la atrapa. La
bolsa cae al suelo y ella intenta apartarla de una patada. No se mueve, así que la
empuja, queriendo poner distancia entre él y esa bolsa—. ¡No tienes que ser
Breezeo! Puedes ser sólo mi papi, ¡y todo irá bien! Va a ser el cumpleaños de mi tía
Meghan, y puedes acompañarme a la escuela, y tenemos que hacer líneas juntos
para que pueda practicar, ¡porque voy a ser un copo de nieve! ¿Y cómo voy a ser
un copo de nieve si no te quedas?
Su voz se quiebra mientras las lágrimas llenan sus ojos. Sigue empujando
contra él, intentando que se mueva, pero él no cede.
Se pone furiosa.
Suspirando, él se inclina hasta su nivel y le agarra suavemente los brazos
cuando ella intenta apartar su cara de la suya con rabia.
Tengo tantas ganas de intervenir. Quiero agarrarla, abrazarla y hacer que todo
desaparezca, pero no puedo. Así que me mantengo de pie contra el mostrador,
intentando mantener la compostura, porque el hecho de que me desmorone no va
a ayudar a nadie en este momento.
—Puedes seguir siendo un copo de nieve —dice—. Vas a ser el mejor copo
de nieve de la historia.
—¿Pero cómo lo sabrás? —pregunta ella, con las primeras lágrimas
empezando a caer—. ¿Todavía vendrás a ver?
—Por supuesto —dice él—. No me lo perdería por nada del mundo.
—¿Me lo prometes?
Inhalo bruscamente, pero él no pierde el ritmo.
—Lo prometo —susurra, limpiando sus mejillas—. Volveré por ello. Es que,
ahora mismo, la película necesita que yo sea Breezeo.
—Pero yo necesito que seas mi papi —dice ella.
—Seguiré siendo tu papi, incluso cuando sea Breezeo.
—¡No, no lo serás! —grita ella—. ¡Te vas a ir, y entonces ya no estarás aquí,
y será como antes!
—No será como antes —le dice él.
—¡Lo será! ¡Entonces no querías ser mi papi y ahora no quieres volver a serlo!
Quieres irte y ya no vas a vivir aquí, porque tienes todas tus cosas y te vas a ir y no
vas a estar aquí para decirle a mami que es bonita, ¡así que ahora no podrá amarte
nunca!
Guao. Lo suelta todo en un suspiro frenético antes de empujarlo y salir
corriendo, con la puerta de su recámara dando un portazo.
Un silencio estrangulado recorre la habitación en su ausencia antes de que
Jonathan se levante lentamente y diga:
—Probablemente me lo merezco.
Frunciendo el cejo, me alejo del mostrador y lo detengo antes de que pueda
ir tras ella.
—Déjame hablar con ella.
Me dirijo a su recámara y me detengo a tocar la puerta.
—¿Quién es? —grita.
Ahora quiere saber quién llama antes de contestar.
—Es mami.
—¿Mami qué? —murmura.
Me río para mis adentros, enderezando mi expresión antes de abrir la puerta,
diciendo:
—La única mami que tienes.
—Sólo una mami —murmura—, y sin papi ahora.
Me acerco y me siento a su lado en la orilla de la cama.
—¿Es eso lo que realmente piensas?
Se encoge de hombros.
—Mira, sé que no quieres que se vaya, porque lo vas a extrañar, pero sabes
lo especial que es Breezeo. Y sé que no es justo para ti, y que realmente apesta,
porque por fin pudiste tenerlo como papi y ahora tiene que irse, pero puedes
escribirle, y llamarle, y hacerle todos los dibujos que quieras.
Mueve las piernas, con los ojos en los pies.
—No es lo mismo.
—Lo sé, pero prometió que volvería —digo, poniéndome de pie—. ¿Quieres
venir a despedirte de él? ¿Tal vez desearle suerte?
Ella niega con la cabeza.
La dejo allí, en su habitación, dejando la puerta abierta cuando salgo.
Jonathan se queda en la sala, con su bolsa en la mano. Frunce el cejo cuando me
ve. No me lo tomo como algo personal.
—¿Está bien? —pregunta.
—Estará bien —le digo—. No te preocupes.
Mira su reloj y suspira.
—Tengo que ponerme en marcha. El coche está aquí para recogerme.
—Okay —susurro mientras se inclina y me besa—. Cuídate. Y sé inteligente.
No bebas. Nada de drogas. Nada de saltar delante de coches en movimiento.
—Sí que sabes quitarle la diversión a las cosas —bromea—. Nos vemos
cuando pueda.
Abre la puerta de entrada para salir, y apenas da un paso por el umbral cuando
la voz de Maddie chilla en el departamento, fuerte y frenética.
—¡Espera, papi! ¡Espera! ¡No te vayas todavía!
Él se detiene, y ella pasa corriendo junto a mí, casi arrollándome mientras se
precipita hacia él, agarrando el cuaderno en el que dibuja.
Lo empuja hacia él, golpeándolo en el pecho.
—Olvidaste llevarte esto.
Él lo agarra.
—¿Qué es?
—Las fan-ficciones que hice para ti —dice ella—. ¿Te acuerdas? Lo arreglé.
Si vas a ser Breezeo ahora, deberías tenerlo, porque es mejor.
Él sonríe.
—Gracias.
Ella asiente, y duda, los dos se miran incómodamente, antes de que ella se
lance sobre él, abrazándolo.
—Te amo, papi. Más que a todas las películas de Breezeo.
—Y yo te amo —dice él, devolviéndole el abrazo—. Más que a todo en el
mundo.
JONATHAN
—¡Hola, papi!
La cara sonriente de Madison ocupa toda la pantalla de mi teléfono. Supongo
que la estrategia autoimpuesta de “hacerlo esperar” ha sido abandonada, teniendo
en cuenta que me está llamando por FaceTime a las siete y media de la mañana.
—Buenos días, preciosa —le digo—. ¿Te estás preparando para la escuela?
Ella asiente, agitando el teléfono mientras lo hace.
—Ya tengo toda la ropa puesta, y mi mami me dijo que teníamos unos
minutos, porque tengo la mochila preparada desde temprano.
—¿Así que decidiste llamar?
—Ajá, para recordarte y que no se te olvidara.
—¿Olvidar qué?
—A mí, dah.
—No tienes que preocuparte por eso, pero me alegra que llamaras. Te
extraño.
—Te extraño —dice ella—. ¡Adivina qué! Ayer era el cumpleaños de mi tía
Meghan y mi mami le compró cupcakes, pero mi tía Meghan no se comió ninguno,
porque dice que el pastel no le gustan sus muslos, pero no sé por qué. Así que
podemos comérnoslos todos, y guardé uno para ti, pero mi mami dice que no
estará bueno en treinta días, así que me lo comí.
—Te los comiste.
Ella asiente.
—Para desayunar.
Me río, porque no tengo ni idea de qué decir a eso.
Sus ojos se entrecierran, como si no supiera qué me hace tanta gracia.
De fondo, oigo a Kennedy gritar, algo sobre que es martes.
—Oh-oh —dice Madison, con la cara llena de pánico segundos antes de dejar
caer el teléfono al suelo y salir corriendo.
Me quedo mirando la vista del techo.
—¿Madison? ¡Madison! ¡Vuelve a tomar el teléfono!
Llaman a la puerta de mi tráiler detrás de mí. Se abre sin invitación. Cliff entra,
mirándome incrédulo. Estoy sentado con los pies apoyados, relajado.
—Vestuario está esperando —dice—. Deberías estar en el traje.
—Diles que estaré allí en un minuto.
—Sabes, tal vez si contrataras un asistente personal...
Él termina esa frase, diciendo algo, pero no le pongo atención, porque
Madison vuelve.
—Lo siento, papi. Se me olvidó que era martes y tenía que ir por algo de
Mostrar y Explicar.
—No pasa nada —le digo—. ¿Qué elegiste?
—¡Adivina!
—¿Breezeo?
—¡No! —Saca su muñeca Maryanne para enseñármela—. ¡Tarán!
—Wow, algo nuevo, ¿eh?
—Sip —dice.
—¿Qué te hizo cambiar?
—No quería que mi mami estuviera triste porque tú te habías ido, así que por
ahora tiene a mi Breezeo. ¡Está en su cama, durmiendo la siesta!
—Guao —digo, intentando no reírme del hecho de que esté durmiendo con
una versión diminuta de mí en mi ausencia—. Eso fue lindo de tu parte.
Kennedy grita otra vez en el fondo, preguntando a Madison si ha visto su
teléfono.
—Oh-oh. Tengo que irme.
Cuelga.
Sacudo la cabeza, dándome cuenta de que Kennedy probablemente ni
siquiera sabe que ella me llamó.
Al levantarme para ir al vestuario, veo que Cliff sigue acechando.
Mira su reloj.
—Tienes que estar en el set en quince minutos.
Mierda. Voy a llegar tarde.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD
Está lloviendo.
Aquí no llueve mucho, no más que la normal, pero siempre parece querer
llover en los peores momentos. Es como si el cielo tuviera una línea directa con
mis emociones. Cuando las cosas se tuercen dentro de mí, el mundo empieza a
resquebrajarse y el cielo se desprende.
Esta mañana estaba lloviendo a cántaros cuando me desperté, pero ahora, a
primera hora de la tarde, apenas cae un goteo. La lluvia ha disminuido lo suficiente
como para que Maddie chapotee en los charcos de lodo del jardín delantero de mi
padre, mientras yo me siento en una silla del porche. Mi padre está a mi lado,
meciéndose constantemente.
—Pareces perdida otra vez —dice—. Como si no supieras si vas o vienes.
Le dirijo una mirada.
—Tengo una sensación de déjà vu, papá.
—Tú y yo, hija —dice—. Parece que cada pocos meses pasamos por esto. Él
aparece, y luego se va, y tú te quedas atrás para hacer el duelo.
—Esta vez es diferente.
—¿Lo es?
—Va a volver.
—¿No lo hizo siempre?
—Sí, pero...
—Pero es diferente —dice—. Sin embargo, no lo es.
Suspiro, exasperada, lo que sólo sirve para hacerlo reír.
—Quería que nos fuéramos con él.
Mi padre parece sorprendido.
—Entonces, ¿por qué estás sentada aquí?
Parpadeo hacia él.
—¿No eres el mismo que se puso furioso la última vez que me fui con él?
—¿Y no eres la misma chica a la que no le importaba lo que pensaran los
demás?
—Sólo tenía diecisiete años. No sabía lo que estaba haciendo.
—Por eso me puse como una fiera.
Me doy la vuelta, mirando a Maddie. Está cubierta de lodo y sonríe. No parece
perdida en absoluto. Parece que sabe exactamente a dónde pertenece.
Me gustaría tener su capacidad de recuperación.
Ojalá las palabras de Jonathan fueran suficientes para calmar mis miedos.
Ha estado fuera durante dos semanas.
Ya estamos a mitad de mes. Dos semanas más y se supone que habrá
terminado. Ahora están en Europa, y la diferencia horaria lo hace difícil. Las
llamadas son esporádicas, mensajes de voz de treinta segundos dándole las buenas
noches a Maddie o diciéndole “te amo”. Me despierto con mensajes de texto, y
para cuando contesto, él está demasiado ocupado para leerlos.
—No puedo vivir mi vida en sus términos —digo.
—Y él no puede vivir su vida según los tuyos —dice mi padre—. Por eso
existe el compromiso. Tu madre y yo rara vez estábamos de acuerdo en algo. Era
una cuestión de dar y recibir. A veces se gana, a veces se pierde, y se sigue jugando.
Maddie corre hacia nosotros, apartando su pelo de la cara. Salta al porche,
dejando lodo tras de ella, y al instante, sin pensarlo dos veces, se lanza sobre mí.
Me quedo boquiabierta. Está empapada, el abrazo me enloda.
Riéndose, sale corriendo otra vez, gritando:
—¡Te atrapé!
—Pequeña... —Me levanto de un salto y ella chilla mientras la persigo hasta
el porche. Ella espera que me detenga allí, pero salgo corriendo al patio. El suelo
está resbaladizo, y resbalo, y—... ¡Ah!
Mis pies se salen de debajo de mí, y caigo, pero no antes de agarrar a Maddie,
llevándola conmigo. Los dos aterrizamos en la hierba, aturdidas, cubiertas de lodo.
Mi padre se ríe desde el porche.
—Te atrapé —digo, incorporándome y picando a Maddie en el costado
cuando se pone en pie. Ella salta sobre mí, tratando de abordarme, mientras mi
bolsillo vibra. Estoy confundida hasta que oigo el timbre amortiguado.
—Oh, espera, ¡tregua!
Levanto una mano para detener a Maddie mientras agarro mi teléfono. Ella
me da apenas cinco segundos para mirar la pantalla antes de intentar derribarme,
el tiempo suficiente para ver su nombre en FaceTime. Jonathan.
—¡Espera! ¡Es tu papi! —digo, pero llego demasiado tarde, porque la chica se
abalanza sobre mí con tanta fuerza que el teléfono sale volando, aterrizando en la
hierba mojada.
Maddie agarra el teléfono cuando se queda en silencio. Con los ojos muy
abiertos, lo empuja hacia mí.
—Arréglalo, mami.
—¿Está roto? —pregunto, pulsando botones, agradecida de que aún funcione.
Abriendo FaceTime, le devuelvo la llamada. Suena y suena y suena y mi corazón
canta cuando descuelga.
Está en una cama en una habitación oscura, con aspecto de estar medio
dormido. Su cejo se frunce.
—¿Qué estás haciendo? ¿Luchitas en el lodo?
—Yo, eh... sip.
Se ríe, una risa somnolienta.
El sonido hace cosas en mi interior.
—¡Hola, papi! —dice Maddie, saltando sobre mi espalda, ahorcándome
mientras me rodea el cuello con sus brazos—. ¿Estás durmiendo la siesta?
—Algo así —dice—. Un poco triste porque me estoy perdiendo toda la
diversión.
—¿Breezeo no está siendo divertido? —pregunta Maddie, arrebatando el
teléfono de mi mano para hacerse cargo.
—Es mucho trabajo —dice—. Ni de lejos es tan divertido como parece serlo
para ti.
—No te preocupes, podemos divertirnos cuando regreses a casa —dice
Maddie—. ¡Podemos jugar bajo la lluvia y tú y mi mami pueden luchar!
—¿Lo prometes?
—Sip.
—Bien —dice—. ¿Puedes volver a poner a tu mamá? No puedo hablar mucho
tiempo.
—Okay —dice, entregándome el teléfono y gritando—: ¡Adiós!
Se va, corriendo hacia el porche, mientras yo miro a Jonathan.
—Te preguntaría cómo estás —dice—., pero creo que verte ahora mismo
probablemente lo resume.
—¿Qué, soy un desastre?
Se ríe.
—Sin comentarios.
—Sí, bueno, tú te ves...
—¿De la mierda? Así lo siento. Días largos y seguimos atrasados. Voy a estar
apenas terminando para llegar a tiempo.
A tiempo.
Mi mirada parpadea hacia Maddie antes de volver a Jonathan, que parece
increíblemente nervioso.
—¿Cómo de cerca?
—Depende —dice—. ¿Cuándo es la obra exactamente?
—A las tres de la tarde del dos de junio.
Duda.
—Acabamos esa mañana en Nueva Jersey.
Mi corazón cae hasta los dedos de mis pies.
—Estaré allí —dice—. No te preocupes.
—Es un poco difícil no preocuparse.
—Lo haré. Le prometí que lo haría. Sólo quería que lo supieras, en caso de
que...
—¿En caso de que no lo lograras?
—En caso de que tuviera que romper algunas leyes.
Me río de eso.
—Te perdonaré.
Me mira fijamente, como si quisiera decir algo más pero no estuviera seguro
de las palabras.
—¿Estás bien? —pregunto—. Pareces raro.
—Sólo estoy cansado —dice—. Los días parecen meses sin ti.
Esas palabras, resuenan en una parte profunda de mí, una parte que se siente
mucho más vieja y mucho más fría de lo que debería.
—Conozco la sensación.
—Estoy en París ahora mismo —dice—. Hace tres días estaba en Ámsterdam.
He estado en todo el mundo, pero el único lugar en el que realmente quiero estar
es Bennett Landing.
—Odias Bennett Landing.
—Es donde tú estás. Donde está Madison.
—Estaremos aquí —digo—. Y nos veremos a las tres en punto del dos de
junio.
—Lo harán. —Sonríe—. Tengo que intentar dormir un poco. Tengo que ir al
set en unas horas.
—Okay —le digo—. Que duermas bien.
—Te amo —dice, y pulsa el botón para terminar la llamada, la pantalla se
queda en negro mientras las palabras se quedan en la punta de mi lengua como
respuesta. Te amo.
Hoy se cumplen diez años desde la noche en que nos escapamos. Nuestro
décimo Aniversario de los Sueños. No lo mencionó. No sé si lo recuerda, pero yo
nunca lo olvidaré. Al elegirlo, cambié todo mi mundo, y al mirar a mi niña cubierta
de lodo, sé que no me arrepentiré ni un solo momento.
Sólo quedan unas cuantas páginas en blanco en la parte posterior de mi viejo
cuaderno maltratado. Después de que Maddie naciera, la narración cambió. Ya no
era una historia sobre un chico descarado con estrellas en los ojos y una chica
enamorada con el corazón en la manga, ya no había un ‘tú’ y un ‘ella’ de los que
hablar. La línea argumental se fracturó. Ese chico y esa chica seguían existiendo
en el mundo, y de vez en cuando sus historias se cruzaban, pero sus mundos eran
demasiado diferentes.
Se convirtió en la historia de un hombre errante, uno cuyo sueño lo estaba
matando.
Se convirtió en la historia de una mujer con el corazón roto, que encontró su
propósito.
Ambas historias siguieron siendo documentadas, pero no como antes. Una de
ellas aparecía en las portadas de la prensa sensacionalista, mientras que la otra se
garabateaba en libros de bebés.
Siempre pensé que la primera historia estaba terminada, la original, y tal vez
lo esté. Tal vez esto es sólo un epílogo, o tal vez es una secuela.
Paso la mano por la cubierta del cuaderno maltratado. Maddie está dormida,
acostada a mi lado en el sofá. Breezeo está reproduciéndose tranquilamente en la
pantalla del televisor, todavía en ese bucle interminable.
Llaman a la puerta del departamento. Dejo a un lado el cuaderno. Es tarde,
cerca de las diez de la noche. Al mirar por la mirilla, veo a alguien de pie: un chico
de mi edad, con el pelo rubio desgreñado, que lleva jeans y una camiseta negra de
Call of Duty. Lleva algo en la mano, parece nervioso y está murmurando para sí
mismo.
Vuelve a llamar, así que abro la puerta un poco, lo justo para saludarlo.
—¿Puedo ayudarte?
—Sí, estoy buscando a Kennedy.
—Esa soy yo.
Su cejo se frunce. Me mira de arriba a abajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio —digo—. ¿Y tú eres...?
Estoy a dos segundos de cerrarle la puerta en la cara, porque me mira como
si fuera imposible que yo sea quien busca. Llevo un pijama, el pelo recogido en un
moño desordenado, todavía húmedo por el largo baño caliente que me di para
quitarme el lodo.
Sacude la cabeza.
—Conozco a tu novio, o como quieras llamarlo. Me llamo Jack.
—Jack —digo, y sé que mi expresión debe reflejar la suya—. ¿En serio?
—Supongo que ha oído hablar de mí.
—Te ha mencionado —digo—. Por la forma en que hablaba, supongo que no
esperaba que parecieras tan normal.
—Me llama troll, ¿verdad? Ese puto imbécil inmerecido...
Me río, abriendo más la puerta.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti, Jack?
Sostiene algo: una caja de regalo.
—Sólo le hago un favor al pendejo para dejar esto.
Lo tomo, sorprendida.
—¿Esto es de Jonathan?
—Jonathan —dice riendo—. Nunca oí a nadie llamarlo así. Pero sí, Jonathan
me pidió que te lo hiciera llegar, dijo que era importante que fuera hoy. Lo habría
enviado por correo, pero está ocupado haciendo otra secuela de mierda... mis
palabras ahí, no las suyas... y no confiaba en nadie más, así que aquí estoy.
—Guo, ¿viniste hasta aquí por él? ¿Te pagó la gasolina, al menos?
—Mejor que eso: me contrató.
—¿De verdad?
—Dijo que necesitaba a alguien que le aligerara la carga y le quitara a la gente
de encima. Le dije que no iba a chupársela a nadie por él, pero que, si me pagaba
lo suficiente, no tenía ningún problema en ser su chico de los recados y gritarle
cuando se supone que tiene que estar en algún sitio —dice—. ¿Y a quién quiero
engañar, por la obscena cantidad que me ofreció? Probablemente se la chuparía a
alguien.
Un asistente personal. Guao. No tengo ni idea de cómo van a trabajar los dos
juntos, pero ya puedo decir que va a ser interesante.
—Bueno, gracias. Te lo agradezco.
Me da un saludo.
—Claro. Que tengas una buena noche.
—Tú también —digo, cerrando la puerta mientras él se va. Vuelvo a cerrar
antes de abrir la caja y encontrar un cuaderno de espiral dentro. Es sencillo, de tipo
universitario, con tapa azul y un bolígrafo de gel azul brillante encima. No debe
haberle costado más de un dólar. Cuando lo saco de la caja, una nota se desliza
desde la parte delantera del cuaderno, cayendo al suelo junto a mis pies. La recojo
para leerla.
Hace diez años, te escapaste conmigo para que pudiera seguir mi sueño.
Es hora de que sigas el tuyo. Dondequiera que te lleve, allí estaré.
Feliz Aniversario de los Sueños.
Jonathan
—Amor en el extranjero.
Retiro el brazo de mis ojos cansados para mirar hacia la puerta de mi tráiler,
donde Jazz está de pie, sosteniendo lo que garantizo es la última edición de
Crónicas de Hollywood, leyéndola.
—No quiero oírlo —murmuro, tapándome los ojos otra vez, intentando
bloquear el mundo y robar un poco de paz, pero eso es pedir un milagro. Tengo
una pausa de dos horas en medio del rodaje, nuestro primer día de vuelta en suelo
americano, y tengo el peor caso de jet lag. Se siente como resaca, esa sensación
de ‘día después de una borrachera de cocaína’ en la que odio al puto mundo y a
todos los que están en él, yo incluido.
—No hay nada como la Ciudad del Amor para reavivar el fuego entre antiguos
amantes —dice Jazz, ignorándome mientras sigue leyendo—. Fuentes en el set de
París de Breezeo: Ghosted nos dicen que las cosas se están calentando otra vez
entre Johnny Cunning y Serena Markson.
Si por “calentarse” quieren decir que me pone tan jodidamente furioso que
podría escupir fuego, tendrían razón en eso. Estar cerca de ella ha sido intolerable.
—La pareja ha sido vista junta algunas veces recientemente —dice Jazz—. Se
rumorea que Serena ha decidido perdonar a Johnny por sus indiscreciones
después de que él le rogara otra oportunidad.
Riendo secamente, me siento. Ni siquiera voy a entretenerme con una
respuesta a esa pendejada.
—Jazz, sin rencores, pero ¿puedes... irte a la mierda?
—Lo que tú digas, don gruñón. —Ella hojea el artículo mientras dice—: Me
pregunto quién podría ser su fuente en el set.
—Sabes que inventan cosas, ¿verdad? —Me pongo en pie de un empujón y
me dirijo al pequeño refrigerador para encontrar algo con cafeína—. O alguien
inventa mierda y media y se la da.
—Sí, pero alguien toma las fotos —dice—. Muy segura de que no son
inventadas.
Agua embotellada. Agua vitaminada. Algún tipo de jugo de lujo. Sin cafeína.
Suspirando, agarro algo de granada antioxidante antes de dirigirme a Jazz.
—¿Hay fotos?
—Por supuesto —dice, levantando el papel para enseñármelo: un despliegue
completo de fotos del set—. Demasiado para un set cerrado. La llamada viene de
dentro de la casa.
Se ríe de su propio chiste, pero a mí no me hace ninguna gracia...
probablemente porque es mi vida la que están intentando destruir. Podría ser
cualquier persona, pero los que trabajan en la producción suelen valorar demasiado
su trabajo como para arriesgarlo.
Además, hay un montón de suciedad legítima con la que podrían venderme,
no esta mierda de relación fabricada.
Abro el jugo, le doy un sorbo y me dan arcadas, escupiéndolo otra vez.
—Esto es asqueroso. ¿Dónde está toda la puta cafeína?
—El Sr. Caldwell pidió que la removieran —dice, cerrando el tabloide—. Algo
sobre que está organizando tu vida.
Suspiro, tirando el jugo a la basura antes de pasarme las manos por la cara.
—Necesito un nuevo representante.
Jazz se ríe, pero se corta cuando la puerta del tráiler se abre de golpe y entra
Cliff. Jazz se excusa y sale rápidamente.
Cliff la ve salir corriendo por la puerta y pregunta:
—¿Pasa algo entre ustedes dos?
Me dejo caer en el sofá.
—Tengo novia.
—¿La tienes? ¿Lo hiciste oficial?
—No he hablado de ello. No estoy seguro de que importe. El amor no conoce
los títulos.
Parpadea mirándome.
—¿Acabas de citar a Breezeo?
Me encojo de hombros.
—En fin —dice, sacando un papel—. Tengo que repasar algunas cosas
contigo, ya que tienes tiempo. La producción termina dentro de dos días, y
querremos mantener el impulso.
Cuando me entrega el papel, lo escudriño. Un calendario provisional que ha
coordinado con mi agente. Reuniones. Audiciones. Ofertas. Por no hablar de las
semanas enteras bloqueadas por las relaciones públicas para la promoción. Vuelvo
a echar un vistazo a la parte superior y sacudo la cabeza cuando veo la fecha.
—No puedo hacerlo.
2 de junio a las 4 de la tarde
—¿Perdón? —dice Cliff.
—No puedo hacer la primera reunión.
—¿Por qué no?
—Mi hija está en una obra de teatro.
—Una obra de teatro.
—Sí —digo—. Le prometí que estaría allí, así que me voy en cuanto
terminemos.
Cliff me mira fijamente.
—¿Algún otro conflicto que debamos conocer? ¿Tal vez alguna reunión de la
PTO que tengamos que evitar? ¿Capitulación de excursiones? ¿Disney sobre Hielo,
tal vez?
Su voz suena tan condescendiente que me dan ganas de echarlo de mi puto
tráiler, pero como tengo un tráiler gracias a su duro trabajo, probablemente no sea
una buena idea.
—Te mantendré informado —digo, bajando el papel.
—Te lo agradecería —dice antes de salir, cerrando la puerta con más fuerza
de lo habitual.
Suspirando, bajo la cabeza y cierro los ojos, agotado. Exasperado. Apenas
tengo un minuto de paz antes de que Jazz asome la cabeza.
—¿Todo despejado?
—Sí —murmuro—. Se ha ido.
Entra en el tráiler con una lata de Red Bull.
—Te traje un regalo.
—Podría besarte por eso —digo, agarrando la lata, abriendo la tapa y dando
un trago.
—Preferiría que no lo hicieras —dice ella—. He leído todo sobre los lugares
donde han estado esos labios.
El único reloj del pequeño departamento de una recámara brilla con el color azul
del viejo microondas que hay en la encimera de la cocina. Los números son
borrosos, y a menudo pierde el tiempo, unos minutos de vez en cuando, como si a
veces se olvidara de seguir contando.
Cuando me voy, marca las 18:07. (Sí, yo. Esta parte de la historia es toda mía.
No se puede negar.) No estoy segura de qué hora es realmente, pero han pasado
unas doce horas desde que dijiste esas amargas palabras. Tardé medio día en
reunir el valor para salir, sabiendo que una vez que lo hiciera, no volvería. Pasé la
mayor parte de esas horas mirando la puerta, esperando a que se abriera, a que
volvieras a entrar, a que me dijeras que no lo decías en serio.
Arranco un trozo de papel de la parte trasera de mi cuaderno y miro fijamente
las líneas en blanco, líneas que debían contener mucho más de nuestra historia.
Adiós.
Eso es todo lo que escribo. Hay un millón de cosas que quiero escribir, pero
guardo esas palabras bajo llave. Dejo la nota en la encimera de la cocina, junto al
microondas. Sólo agarro unas pocas cosas, metiendo algo de ropa y recuerdos en
la mochila, antes de ir a la estación de tren. Necesito tiempo para pensar.
Tres días después, llego a Nueva York, ya no soy la chica de diecisiete años
enamorada que se escapó con un chico hace tantos años. Ahora soy una mujer de
veintiún años con el corazón roto, que no sabe a dónde llamar hogar.
El taxi me deja en la acera frente a la casa blanca de dos pisos de Bennett
Landing. Le pago al conductor hasta el último centavo que tengo en el bolsillo.
Estoy mareada y agotada, y quiero llorar, pero las lágrimas no caen.
Pero está cayendo nieve. El mundo exterior está helado. Mi chaqueta es fina
y estoy temblando. El sol aún brillaba en California.
Cuando el taxi se aleja, la puerta principal de la casa se abre. Mi padre sale al
porche y se queda en silencio. No está sorprendido. Sabía que iba a venir.
—¿Kennedy? ¿Eres tú? —Mi madre sale corriendo de la casa y me abraza—.
¡No puedo creer que estés aquí!
Su emoción me hace sentir mareada. La niebla cubre mi visión.
Me arrastra al interior de la casa, pasando por delante de mi padre, que sigue
sin decir nada, pero sus ojos dicen lo suficiente. Mi madre quiere charlar. Yo sólo
quiero dejar de sentir que estoy a punto de desmayarme.
—¿Puedo acostarme en algún sitio?
—Por supuesto, cariño —dice—. Ya sabes dónde está tu habitación.
Mi habitación está tal y como la dejé, excepto que la cama está recién hecha.
Me esperaban, y no sólo en un nivel de “volverás arrastrándote algún día”. Alguien
les avisó.
Me meto debajo de las sábanas, me las pongo por encima de la cabeza,
tratando de encontrar algo de calor otra vez. No quiero pensar en quién debe ser
ese “alguien”.
Pasan otros tres días. No me muevo a menos que sea necesario. Estoy
enferma y débil, y mi madre sigue viendo cómo estoy, trayendo botellas de agua y
obligándome a comer galletas, alisándome el pelo y diciéndome que todo estará
bien, haciendo todas esas cosas que una madre hace por su hijo. Y la amo, y sé que
lo hace porque me ama, pero quiero gritarle, porque ¿cómo es posible amar a
alguien tan incondicionalmente? ¿Cómo puede mirarme y sonreír y estar tan feliz
de que esté aquí, de que exista, cuando tiene todas las razones del mundo para
estar enojada por los problemas que he causado? Todas las noches de insomnio
que soportó, todo el estrés y la preocupación...
—¿De cuánto tiempo estás? —pregunta la tercera noche cuando me
encuentra hecha bola en el suelo del baño. Su voz es suave y se sienta a mi lado.
Sólo la miro.
Ella sonríe suavemente.
—Una madre lo sabe.
—No estoy segura.
—¿Quieres hablar de ello?
Abro la boca para decir que no, porque hablar es lo último que quiero hacer.
Pero la negación muere en mis labios y sale como un sollozo, y una vez que
empieza, no puedo parar. Me atrae hacia ella y recuesto mi cabeza en su regazo
mientras lloro. Y las palabras brotan de mí junto con las lágrimas, toda la lucha y
las peleas, las mentiras y las promesas rotas, el resentimiento que creció cuando él
fue arrastrado por el huracán y me dejó atrás para luchar contra la tormenta.
—Ha estado llamando aquí —dice—. Borracho. Tu padre respondió a la
primera llamada. Quería saber si teníamos noticias tuyas. Dijo que llegó a casa y
no estabas, así que pensó que podrías venir aquí. Y siguió llamando, pero tu padre
no volvió a contestar hasta esta noche... cuando le dijo que, si sabía lo que le
convenía, dejaría de hacerlo.
—Lo siento —susurro.
—No tienes que disculparte por nada —dice—. Sé lo que se siente. Tu padre
es el mejor hombre que conozco, pero era un terrible borracho. Eso cambia a la
gente, y no excusa nada, pero significa que hay esperanza. Pueden mejorar, pero
uno no puedes cambiarlos. Ellos tienen que querer cambiar.
—Él no quiere.
—Tal vez no —dice ella—. O tal vez todavía no. A tu papá le costó un tiempo.
Pero no importaba lo que él hiciera, yo sabía que tenía que cuidar de mí misma... y
de mi hija. Y no tengo duda de que tú harás lo mismo, porque eres mi hija.
Me siento mejor al escuchar eso. No del todo, claro, porque la vida da miedo
y mi corazón sigue roto y el chico del que me enamoré ya no está, pero lo suficiente
como para levantarme y seguir adelante.
Pasan los días. Una semana. Un mes.
Llega un nuevo año.
Reúno el valor para ir al médico. Todavía estoy en el primer trimestre. Mi
padre y yo no hemos hablado mucho, pero sabe que estoy embarazada. Lo llama
“mal de amores”.
Más días.
Consigo un trabajo en el supermercado, y lo odio, pero me dan muchas horas,
y necesito dinero.
Más semanas.
Se me empieza a notar. Me miro en el espejo, me froto la barriga, noto el
bulto. Es extraño. Ahora mismo hay una vida creciendo dentro de mí.
El médico me dice que es una niña.
Tienes una hija, Jonathan, y ni siquiera lo sabes. Siento el aleteo mientras se
mueve, y mi corazón se dispara. Sigo teniendo miedo, mucho miedo, pero cuando
la siento, esta abrumadora sensación de amor fluye a través de mí, y sonrío.
Estoy sonriendo otra vez.
Es como si finalmente hubiera descubierto el sentido de todo esto, el
propósito de nuestra historia: es ella.
Más meses.
El mundo se descongela. Llega la primavera.
Tengo seis meses y estoy sentada en el porche, en una de las mecedoras,
abrigada para evitar el frío, cuando apareces tú. El coche negro de la ciudad se
acerca lentamente a la acera frente a la casa, y ahí estás. Mi madre tiene que
impedir que mi padre salga furioso de la casa.
De lejos pareces tú, pero al acercarte, veo que los ojos están mal. Es
temprano, el sol apenas está en el cielo, y aún estás despierto desde la noche
anterior. Te encuentras en una zona gris entre la borrachera y la resaca, lo
suficientemente coherente como para mantenerte erguido, pero de ninguna
manera sobrio.
Pero sigues tan guapo como siempre. Llevas un traje y la corbata suelta, un
destello del rebelde adolescente que recuerdo.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntas, deteniéndote cerca del
porche, y casi me río de tu elección de palabras, porque eso es lo que yo también
pedí.
No digo nada, mirándote fijamente.
—Lo siento —dices, con la voz entrecortada—. Lo siento mucho, bebé.
Algo que nunca sabrás es que, en ese mismo momento, mientras dices esas
palabras, te perdono. Ni siquiera sé lo que sientes, pero te perdono todo. Pero no
te lo digo porque no lo hago por ti.
Lo hago por ella.
Sigo mirando fijamente.
Hablas un poco más, sin parar de hablar de lo equivocado que estabas y de lo
mucho que me extrañas y de que no has tenido una noche de sueño decente, de lo
duro que es no tenerme al volver a casa, y lo único que puedo pensar mientras
escucho tus palabras es lo mucho que tienes que madurar, Jonathan, porque cada
frase que sale de tus labios contiene ‘yo’ o ‘mi’, pero tú ya no puedes ser el centro
del universo.
No de este universo.
—¿Entonces es verdad? —preguntas—. ¿Estás embarazada?
Desvío la mirada y asiento con la cabeza, porque mereces saberlo, pero ya no
encuentro las palabras que necesito para decírtelo.
—Me doy cuenta —dices—. Estás radiante. Estás tan hermosa.
Te devuelvo la mirada cuando dices eso.
—Vuelve a mí —dices—. Necesito otra oportunidad, sólo una más. No
podemos dejar que termine así. Vamos a tener un bebé, y ni siquiera sé... ¿es un
niño? ¿Una niña? ¿Cuándo nacerá? No sé nada, pero quiero saberlo. Así que ven
conmigo. Por favor. Ahora estoy ganando dinero y puedo cuidar de ti.
Si alguien está leyendo esto, y no sé si alguien lo hará, este es el momento en
el que los perderé, en el que despotricarán de ese estúpido personaje que estropea
la historia. Y lo entiendo, porque gran parte de mí anhela que seas mi final feliz,
pero no puedo disculparme por hacer lo correcto.
Me empujo de la mecedora y salgo del porche. Tu mirada se dirige
directamente a mi estómago, al igual que tus manos. No te detengo, aunque siento
que mi pecho se hunde. Tus ojos se iluminan, y sé —Dios, lo sé— que serás un
gran padre, uno de los mejores, y que amarás a esta niña con toda tu alma.
Pero eso no puede suceder hasta que estés listo.
—Te amo —susurro, tres palabras que no has dicho, mientras pongo mi mano
sobre la tuya en mi estómago—. Más que a todo... excepto a ella.
Te encuentras con mi mirada.
—¿Es una niña?
Asiento con la cabeza, y dudo, antes de besarte, demorándome, dejándote
tener este momento, y si te soy sincera, también para mí.
Necesito este momento para armarme de valor.
Y cuando lo hago, me retiro y digo:
—Necesito que te vayas.
Me miras, aturdido.
—Necesito que te vayas y no vuelvas hasta que te mejores —digo—. Te
pido... no, te ruego... no vuelvas así otra vez. Ella va a necesitar un padre, uno de
verdad, alguien que la ame más que a todo. No hay lugar en nuestras vidas para un
adicto. Así que, por favor... vete, Jonathan.
Me meto, porque no puedo quedarme a mirarlo, pasando por delante de mi
padre. Me siento en el sofá. Me siento y me siento y me siento. Mi padre sigue ahí
afuera, mirando. Y una hora después, dice:
—Por fin se fue.
Tardaste una hora.
Después de que te has ido, mi madre dice:
—Estoy orgullosa de ti. Sé que debe haber sido difícil.
—Me sorprende que el hijo de puta respetara sus deseos —dice mi padre—.
Nunca respetó los míos cuando le dije que se alejara de mi hija.
—Michael —advierte mi madre—. Ahora no es el momento.
Él levanta las manos.
—No me sorprende que me haya hecho caso —continúa ella—. Es un buen
tipo.
Mi padre deja escapar una sonora carcajada.
—Lo es —dice mi mamá—. Sólo es un adicto, y tu hija fue su primer subidón.
Ese chico se habría metido en el tráfico si ella le hubiera dicho que lo necesitaba.
Mi padre me mira.
—Te pagaré cincuenta dólares para que lo hagas.
—¡Michael!
—Caramba, okay, no me arranques la cabeza, mujer —dice, apretándome el
hombro mientras dice—: También te daré asistencia de niñero gratis.
Mi madre se ríe.
—Ya te toca ser niñero gratis, abue.
Hace una mueca y murmura:
—Voy a necesitar un apodo mejor.
Antes de que mi padre pueda alejarse, le pregunto:
—¿Qué te hizo mejorar?
Suspira.
—Lo hiciste tú, hija.
—¿Yo?
—Arruiné tu cumpleaños —dice—. Olvidé que era tu cumpleaños. Llegué a
casa borracho, me comí tu pastel antes de que pudieras hacerlo, me desmayé en
el sofá y me oriné. Tu madre se estalló e intentó matarme por ello.
—No lo intenté —dice mi mamá—. Lo que tu padre omite es que esa mañana
lo eché de casa, pero no respetó mis deseos de estar ausente.
—En mi defensa, me emborraché y olvidé que no debía estar allí.
—¿Cómo es eso una defensa?
—Supongo que no lo es.
—En fin, lo amenacé para que no lo olvidara otra vez.
—Me desperté contigo vertiendo licor sobre mí —dice—. ¡Luego sacaste
fósforos y amenazaste con prenderme fuego!
—Exactamente —dice ella—. Amenacé.
Recuerdo vagamente lo del pastel, pero no recuerdo eso.
—¿Así que mamá te asustó hasta la sobriedad?
—Oh, no, por muy aterradora que ella pueda ser, no fue eso —dice—.
Después de que ella dejó los fósforos, me disculpé contigo. Te dije que lo sentía, y
tú dijiste...
Se calla, así que mi mamá interviene.
—Le dijiste que no te importaba que él lo sintiera porque ya no era tu papá,
decidiste que no querías un papá porque todo lo que hacían eran cosas que
lamentar, así que podía irse.
—Sólo tenías cinco años —dice él—. No estabas enojada. Simplemente
estabas harta.
—¿Eso lo hizo? ¿Pero que casi te prendan fuego no lo hizo?
—Tu madre intentó matarme porque me amaba y quería recuperar a su
marido —dice él, ignorándola cuando ella vuelve a decir que no lo intentó—. Tú
decidiste que ya no me querías. Yo era como un juguete roto que nunca te gustó,
así que te pareció bien que tu madre lo tirara. Te amaba, pero nunca te había dado
una razón para amarme. Tenía que hacer un cambio.
—Que Jonathan también hará —dice mi madre.
—Ya veremos —dice mi papá—. Pero oye, si no lo hace no tendremos que
volver a verlo, así que todos ganamos.
—Te juro, Michael, que debería haber encendido ese fósforo.
Los dos están bromeando. Es agradable, verlos felices, sabiendo que han
sobrevivido a todo lo que les han lanzado. No puedo imaginar una vida en la que
no seamos una familia.
Me froto la barriga, sintiendo esos suaves empujones cuando el bebé se
mueve.
Los seis meses se convierten en siete y luego llegan los ocho. Trabajo, como
y duermo. Lavar, enjuagar y repetir. Antes de darme cuenta, llega el verano. Estoy
embarazada de nueve meses, y esos suaves empujones se convierten en patadas
giratorias.
Se me rompe la fuente la mañana de la fecha prevista para el parto, justo a
tiempo, pero todavía me parece demasiado pronto. No estoy ni mucho menos lista.
Tengo una cuna y pañales y todas las cosas que ella necesitará, pero aún no sé
cómo ser una mamá.
Y estoy aterrorizada. Nunca he estado tan asustada en mi vida. Mi madre está
a mi lado, y mi padre está en la sala de espera, y tu hermana aparece, porque está
emocionada por ser tía, pero tú no estás aquí, y yo sabía que no estarías. Me lo
decía cada día. Pero mientras el dolor me destroza, y la gente me grita que puje,
puje, puje, no hay nadie en el mundo a quien necesite más.
No puedo hacerlo sin ti.
No puedo.
No puedo.
No puedo.
Pero entonces ella está aquí, y está gritando, y yo estoy llorando, y en el
momento en que me la entregan, el mundo se inclina otra vez. Y eso es todo. Sé a
ciencia cierta que amaré a este pequeño y hermoso ser por el resto de mi vida.
Hasta mi último aliento, lucharé por mantenerla feliz, por proteger su corazón para
que no se rompa, porque es la mayor creación que jamás haya existido, y nosotros
la hicimos.
Nace a las 6:07 de la tarde. Exactamente. Nació el 4 de julio. Me dicen que
viniste al hospital a la mañana siguiente, cuando el sol aún salía. Nuestra pequeña
estaba en la guardería, y yo estaba durmiendo mientras tenía la oportunidad. Fuiste
directamente a verla, mirando a través del cristal mientras dormía.
Preguntaste por la firma de su certificado de nacimiento, sobre ponerte como
padre, pero te dijeron que lo corroboraras conmigo. Así que viniste a mi habitación,
o eso me dijeron, porque nunca te vi. La puerta estaba abierta, y te quedaste en la
entrada durante un buen rato, viéndome dormir, antes de marcharte.
Te fuiste sin cargar a tu hija.
Te fuiste antes de saber su nombre.
Así que no lo sabes, pero esa niña... ¿Esa hermosa pequeña envuelta en rosa
en la guardería? Se llama Madison Jacqueline Garfield, y algún día la conocerás.
Algún día, te llamará papi. Y cuando eso pase, te robará el corazón y tendrás la
oportunidad que pediste. Pero tienes que estar listo, Jonathan, porque ella está
aquí, y está esperando. No la hagas esperar demasiado antes de encontrar tu
camino a casa.
KENNEDY
Miro el reloj por décima vez en los últimos cinco minutos y suelto un profundo
suspiro mientras me muevo en la silla. Dentro de tres minutos, serán las tres.
—No va a venir —dice Meghan.
Está sentada a mi derecha, un asiento vacío entre nosotras, reservado para
un Jonathan notablemente ausente. Le he llamado una docena de veces en la
última media hora, pero todo lo que consigo es su buzón de voz genérico. El
número que usted marcó no está disponible.
Le he dejado varios mensajes, diciéndole que más vale que se dé prisa, pero
no he oído nada.
—Estará aquí —digo—. Lo prometió.
—Más vale que venga —dice mi padre desde su asiento a mi izquierda—. Si
el muchacho sabe lo que es bueno para él.
Se oye un resoplido detrás de mí, una voz familiar que murmura:
—Si contamos con que Cunningham use su cerebro, probablemente nos
decepcionará.
Me doy la vuelta y veo a la señora McKleski sentada allí, tejiendo... sí, está
tejiendo. Ni siquiera estoy segura de por qué está aquí. Es una presentación
extraescolar del jardín de infancia. Mi mirada recorre el pequeño auditorio,
sorprendida por la cantidad de gente que ha venido a ver a un puñado de niños
pequeños hacer una obra de teatro sobre el tiempo.
Vuelvo a mirar a la Sra. McKleski y le pregunto:
—¿Qué hace usted aquí?
—Tu padre me invitó —dice ella.
Miro a mi padre, que se encoge de hombros.
—Es el gran día de mi nieta. Quería que la gente lo supiera.
—¿A cuánta gente invitaste?
—A medio pueblo —responde por él la señora McKleski.
Sacudiendo la cabeza, miro la hora. 2:59.
Vuelvo a llamar a Jonathan. Buzón de voz.
La maestra sale por el borde del escenario, frente al gran telón, en el momento
en que cambia la hora, dando las tres.
Suspirando, cuelgo sin dejar un mensaje y guardo el teléfono. No puedo hacer
nada más. Oigo a los niños moviéndose detrás del telón, colocándose en su sitio,
y lo único que puedo pensar es en lo mal que se va a poner Maddie cuando se dé
cuenta de que aún no ha llegado.
Se abre el telón y empieza la obra.
Maddie está de pie en el fondo del escenario, con su traje blanco de pies a
cabeza, con un tutú esponjoso y copos de nieve de cartón recortados atados a su
espalda como si fueran alas.
Sonríe entusiasmada, saludándonos, pero no tarda en darse cuenta de que el
asiento está claramente desocupado. Mi padre la está grabando, y debería decirle
que pare, porque no estoy segura de que su primer corazón roto sea algo que
ninguno de nosotros quiera revivir, pero no consigo que esas palabras se formen.
No me atrevo a decirlo.
No me atrevo a creerlo.
A pesar de todo, sigo creyendo en él.
Maddie está de pie, ya no sonríe, y su mirada recorre todos los rostros del
auditorio. Está ansiosa, y cada vez que mira hacia mí, veo que se pone un poco
más triste. Uno a uno, los niños se dan un paso al frente para pronunciar sus líneas.
Cuando le llega el turno a Maddie, no se mueve.
Hay un silencio incómodo.
La profesora le da un empujoncito a Maddie y le susurra algo. Maddie da unos
pasos hacia delante, frunciendo el cejo. Otra larga pausa.
Me mira.
Quiero arrancarla del escenario y abrazarla, hacer que todo esto desaparezca,
pero en lugar de eso, le doy una sonrisa, esperando que tal vez la ayude.
Ella me devuelve la sonrisa.
Justo cuando está a punto de hablar, abriendo la boca, se oye un fuerte ruido
en el fondo del auditorio, la puerta se abre de golpe. Maddie mira, sus ojos se
ensanchan mientras grita:
—¡Papi!
Los murmullos fluyen por el auditorio. La gente se mueve en sus asientos.
Maddie baja corriendo del escenario y se dirige al pasillo central tan rápido como
le permiten sus piernas.
Me doy la vuelta, más que alarmada por el hecho de que esté huyendo, y me
congeló cuando lo veo. Oh, por Dios.
Jonathan está de pie, vestido de pies a cabeza con el traje de Breezeo. Da
unos pasos hacia delante y levanta a Maddie. Ella lo abraza, mientras él la lleva de
vuelta al pasillo, ignorando las miradas que todos le lanzan. Confusión. Conmoción.
Incredulidad. Hay algunas risas, algo de emoción, incluso un poco de molestia por
la interrupción. ¿Yo? Estoy tratando de no llorar en este momento.
Jonathan deposita a Maddie otra vez en el escenario antes de que su mirada
encuentre la mía. Se desliza en la silla junto a mí, susurrando:
—Perdón por llegar tarde.
—¡Oigan, chicos! —Maddie anuncia, saltando a su línea—. ¿Qué tiene seis
brazos y no se parece a nada en todo el mundo?
Un coro de niños detrás de ella dice:
—¡Un copo de nieve!
—¡Ese soy yo! —dice Maddie—. Estoy cayendo y cayendo y cayendo.
¿Adónde voy?
—Al suelo —dicen los niños.
Ella se aleja, ocupando su lugar en el fondo, la obra continúa como si la
interrupción no hubiera pasado. Maddie ya no presta atención a la obra, sino que
mira fijamente a su padre, inquieta, sonriente, como si estuviera esperando a que
terminara.
La profesora le da un empujón. Tiene que dar la última línea de la obra.
Maddie camina hacia el frente y veo que se queda en blanco. Olvidó su línea. Pasa
un segundo, y luego otro, antes de encogerse de hombros.
—Tengo una línea aquí, pero no sé —dice—. Así que voy a improvisar como
dice mi papi.
La gente que nos rodea se ríe.
Jonathan sacude la cabeza.
Se supone que los niños deben ponerse en fila y hacer una reverencia
mientras el público aplaude, pero tienen que hacerlo sin Maddie, porque vuelve a
salir corriendo del escenario. Jonathan se levanta y la atrapa cuando salta por un
lado, sin molestarse en usar los escalones esta vez.
Mi padre deja de grabar entonces, sacudiendo la cabeza.
—Nunca hay un momento aburrido con esa niña.
—¡Sabía que vendrías, papi! —dice Maddie cuando la pone en el piso—.
¿Actué bien?
—La mejor —dice él—. Siento haberme perdido el principio.
—No pasa nada. —Ella se encoge de hombros—. No necesitabas ver a otras
personas, de todos modos.
La obra llega oficialmente a su fin cuando los niños bajan del escenario y se
reúnen con sus familias entre el público. Es un caos entonces, como era de esperar,
ya que la gente se arremolina alrededor de Jonathan.
Mi padre agarra la mano de Maddie, apartándola del centro.
—Lo hiciste muy bien, hija. Estoy orgulloso de ti.
—¿Lo grabaste? —pregunta ella.
—¡Por supuesto!
—¿Puedo verlo? —pregunta, dando un salto—. ¡Quiero verlo!
Él le entrega su teléfono para que pueda ver el vídeo, mientras la dirige hacia
la salida. Meghan y yo vamos justo detrás. Jonathan se queda un momento más
antes de seguir, firmando algunos autógrafos por el camino, antes de separarse de
la multitud una vez que estamos fuera.
—Cunningham —dice mi padre—. Me alegro de verte.
—Yo también, señor —dice—. Me alegro de estar aquí.
Es todo tan cordial. Eso no es de ellos.
Pero tengo que preguntarme, mientras se dan la mano y mi padre se despide
de nosotros antes de irse, si tal vez me equivoco en eso. Tal vez sea de ellos ahora,
el abuelo cariñoso y el padre que intenta ser mejor, ya no son adversarios en una
pesadilla política convertida en personal.
Sus historias también han cambiado.
Nos dirigimos al estacionamiento. Estacionado delante del Porsche azul, ni
siquiera en un lugar adecuado, hay una vieja camioneta maltratada, con un tipo
conocido sentado en el capó. Jack.
—¿Lo conseguiste? —pregunta Jack, comiendo una pequeña bolsa de
papitas.
—Justo a tiempo —dice Jonathan, alisando el pelo de Maddie—. Estaba a
punto de entregar sus líneas cuando llegué corriendo.
—Qué buena onda —dice Jack, mirando a Maddie—. Así que tú eres la niña,
¿eh? He oído hablar mucho de ti.
—¿Quién eres? —pregunta ella, devolviéndole la mirada.
—Me llamo Jack —dice él, tendiendo su bolsa de papitas hacia ella,
ofreciéndole una—. ¿Una papita?
Ella se queda mirando la bolsa durante un segundo antes de mirar a Jonathan
y susurrarle:
—¿Es un extraño? Porque entonces tienes que comerte una por si es veneno.
—Están a salvo —dice Jonathan—. Jack es un amigo.
Maddie agarra una papita y le sonríe.
—¿Son mejores amigos?
Jack hace una cara de protesta.
—Yo no iría tan lejos.
—Disculpa, lo siento —interviene Meghan, señalando a su hermano—. Odio
interrumpir lo que sea que es esto, pero ¿por qué demonios llevas puesto eso? Me
está dando cosa. O sea... es raro.
Jack la mira con asombro, como si acabara de darse cuenta de su presencia.
Extiende su bolsa hacia ella.
—¿Una papita?
Meghan le mira, frunciendo el cejo, y creo que está a punto de herir sus
sentimientos, pero en lugar de eso mete la mano, saca una sola papita y se la mete
en la boca.
—Acabamos tarde —explica Jonathan—. No tuve tiempo de ir al vestuario.
Demonios, ni siquiera agarré mi teléfono de mi tráiler.
—Así que por eso no contestaste cuando te llamé —digo—. Pensé que me
estabas evitando.
Jonathan me rodea con el brazo y me atrae hacia él. Me da un beso en la
cabeza y me susurra:
—Nunca.
—Literalmente salió corriendo del set —dice Jack con una carcajada—. La
mierda más rara que he visto nunca, un tipo en una lycra ajustada siendo
perseguido por un hombre enojado con traje. Era tan ridículo, como una escena
sacada directamente de una de las estúpidas películas de Breezeo.
—¡Oye! —dice Maddie, entrecerrando los ojos hacia él—. ¡No digas eso!
¡Breezeo no es estúpido!
—Díselo —dice Jonathan, dándole un empujón.
—Culpa mía —dice Jack, tendiendo la bolsa otra vez, como una ofrenda de
paz—. ¿Más papitas?
Maddie no lo duda, arrebatando un puñado entero, tantos que algunas caen
al suelo. Jack la mira con asombro antes de echar un vistazo a la bolsa,
sosteniéndola boca abajo. Está vacía.
—No te mereces ninguna —le dice ella—. Sólo si te gusta Breezeo puedes
tener algunas.
—Ah, eso es una falta —dice él—. ¿Cuenta que me gusten los cómics?
Ella lo considera antes de entregarle una sola papita rota.
Él se la come, mientras Meghan lo mira fijamente, con una mirada peculiar.
—Entonces, Jack, ¿cómo es que conoces a mi hermano? No eras su
distribuidor de coca, ¿verdad?
Los ojos de Jack se ensanchan par mientras la mira.
—¿Tu hermano?
—Es mi tía Meghan —le dice Maddie, terminando el resto de las papas.
—Meghan Cunningham —dice Meghan, extendiendo la mano mientras se
presenta—. Mi hermano no reclama nuestra familia, así que no me sorprende que
no me haya mencionado.
Jack toma su mano.
—Oh, sí te ha mencionado. Sólo que se le olvidó decirme que eras tan
malditamente hermosa.
Meghan parpadea, sorprendida, y sus mejillas se vuelven rosas cuando él le
besa el dorso de la mano. Dios mío, se está sonrojando.
—Pues, eh, gracias —dice, retirando la mano.
—Y yo no era su distribuidor —dice Jack—. Aunque, quienquiera que haya
sido, probablemente sea asquerosamente rico ahora, así que como que desearía
serlo. Pero no, ayudo a mantener sobrio al imbécil, lo cual es un trabajo ingrato.
—Te lo agradezco siempre —dice Jonathan.
Jack ondea su mano.
—Como sea, viejo.
—Así que eres un entrenador de sobriedad —dice Meghan.
—Más bien un becario —le dice—. No me pagan por ello. Aunque debería.
Quiero decir, ¿alguna vez has tenido que lidiar con el tipo?
Jonathan se ríe.
—Sabes que estoy aquí, ¿verdad?
—Imposible no verte —dice Jack—. Contigo vestido como si fuera la Comic-
Con.
Meghan se ríe, como si encontrara eso hilarante.
—Bueno, esto ha sido la bomba, pero debería irme. Maddie, mi pan de plátano
con canela y strudel, estuviste brillante. Gracias por invitarme. Los veré más tarde.
—Se gira, mirando a Jack—. Fue un placer. Espero verte por aquí.
—Puedes contar con ello —dice Jack mientras ella comienza a alejarse. La
observa un momento antes de voltear hacia Jonathan, levantando una ceja
mientras asiente hacia Meghan—. ¿Podría ser esa mi recompensa?
—Ni siquiera lo pienses —dice Jonathan.
—No voy a pensar en ello —dice Jack, saltando del capó del coche—.
Simplemente voy a ir tras ello.
—Buena suerte —digo, mientras Jonathan refunfuña, mirando a Jack
mientras corre para alcanzar a Meghan.
—¿Qué está haciendo? —pregunta Maddie, mirándome.
—Creo que va a invitar a salir a tu tía Meghan.
Sus ojos se ensanchan.
—¿Como una cita?
—Sip —digo.
—¡Oh, dile que es bonita! —grita Maddie, dando saltos—. ¡Y lleva flores!
¿Verdad, papi?
—Verdad —dice Jonathan, aunque no parece tan entusiasmado con la idea
como Maddie.
—¿Por qué no los dejamos y nos vamos a casa? —Sugiero.
—A casa —dice Jonathan—. Suena bien.
El cuaderno azul nuevo está sobre la mesa de café, el bolígrafo de gel encima,
la tinta casi agotada porque lo he usado mucho.
Jonathan se detiene frente a él en la sala.
—Veo que recibiste mi regalo.
—Por supuesto —digo, rodeándolo con mis brazos por detrás, apoyando mi
cabeza en su espalda—. Gracias.
—De nada —dice, tirando de mí para abrazarme.
Me abraza y siento que me derrito en sus brazos, que el calor me engulle.
Podría acostumbrarme a ello.
Acostumbrarme a tenerlo cerca.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? —pregunto, temiendo su posible
respuesta de que estar aquí es temporal. No trajo nada, ni ropa, ni siquiera su
teléfono. Por lo que sé, sólo está de paso.
—Te lo dije antes de irme —dice—. Estoy aquí todo el tiempo que me
quieran.
—Esa no es una respuesta real, Jonathan.
—¿Por qué no lo es?
—Porque te he querido desde que tenía diecisiete años. Decir eso es como
prometer para siempre. Necesito una respuesta real.
Se queda callado un momento, apoyando su cabeza sobre la mía antes de
preguntar:
—¿Qué tiene de malo lo de por siempre?
—Nada —digo—, siempre y cuando lo digas en serio.
—¿Me creerías si te lo prometiera?
—Sí —susurro—. Por eso necesito que no lo hagas.
Suspira y afloja un poco su abrazo para mirarme. Sus ojos escudriñan mi
rostro mientras una leve sonrisa roza sus labios.
—Puede que hoy haya destruido mi carrera.
Parpadeo.
—¿Qué?
—Es una larga historia —dice—, pero no puedo seguir haciéndolo.
—Pero ese es tu sueño.
—Los sueños cambian —dice—. La forma en que estaba viviendo... Era
miserable. Quiero recuperar mi vida, y la voy a recuperar, porque he perdido
demasiado tiempo. Nunca dejaré de actuar. Es lo que soy. Pero no es todo lo que
soy. Soy un padre, y quiero ser el hombre que pensaste que sería. Sería mucho más
feliz haciendo teatro comunitario, si se diera el caso, mientras pudiera volver a casa
contigo, que siendo Johnny Cunning sin ti. Así que, si quieres un por siempre,
maldita sea, estaré allí.
Mi corazón, martillea con fuerza en mi pecho, golpeando viciosamente mi caja
torácica. Quiero decir tantas cosas, pero no sé ni por dónde empezar. Culpa.
Miedo. Emoción. Todo un enjambre de mariposas revolotea en mi estómago.
—Por siempre.
Él asiente, susurrando:
—Lo prometo.
—¡Tarán! —El grito emocionado de Maddie rompe el momento cuando entra
corriendo en la habitación, vestida con su disfraz de Breezeo. Llevamos diez
minutos en casa y ya abandonó el disfraz de copo de nieve—. ¡Mira, papi! ¡Somos
iguales!
Jonathan se ríe.
—Lo somos.
—Vamos —dice ella, agarrando su mano y tirando de ella, alejándolo de mí—
. ¡Podemos jugar, porque ahora estás en casa!
Jonathan me lanza una mirada conflictiva.
—Ve. —Le hago un gesto para que se vaya—. Ve a divertirte sin mí.
Logra darme un beso rápido antes de que Maddie lo arrastre a su recámara.
Juegan durante horas, parando sólo para agarrar unos sándwiches para la cena.
Ya ha anochecido cuando Jonathan vuelve a aparecer, acorralándome en la
cocina. Me abraza por detrás y me besa el cuello. Tarareo mientras me recorre un
cosquilleo por la espalda.
—¿Ya terminaste de jugar a Breezeo?
—Apenas estoy empezando —dice, dándome la vuelta para estar de cara a
él—. Maddie está dormida, así que creo que te toca a ti divertirte un poco.
Recuerdo que una vez te prometí que haría todo lo posible para que algún día me
vieras con este disfraz.
Mi cara se calienta.
—¿Te acuerdas de eso?
—Por supuesto —dice—. Es la única razón por la que me presenté a la
audición.
—Me dijiste que tu representante te convenció de no hacerlo.
—Lo hizo, pero dije a la mierda. Me dijo que no tenía ninguna posibilidad,
pero tú creíste en mí, así que fui por ello, y mírame ahora.
Apenas me atrevo a mirarlo. Es imposible de asimilar. Es como si mi fantasía
más salvaje convergiera con la realidad y mi cerebro no pudiera soportarlo. ¿Cómo
puede ser esto real? Paso las manos por su amplio pecho, sintiendo el material
resbaladizo.
—¿Puedes quedarte con esto?
—Se supone que no —dice—. Incluso podrían llamar a la policía porque lo
tomé.
—Hmm, entonces probablemente deberíamos hacer un buen uso de él
mientras podamos, ¿eh?
—Probablemente deberíamos. —Concuerda.
Chillo cuando me agarra y me levanta. Enrollo las piernas alrededor de su
cintura y me aferro a él mientras se tambalea hacia la recámara. Casi me deja caer
dos veces, el material es tan resbaladizo que casi pierdo el control, y me río cuando
caemos en la cama, él aterrizando justo encima de mí.
Me besa, con su boca explorando ansiosamente mientras me quita la ropa,
con sus manos tocando y acariciando cada centímetro de mi cuerpo. Sus dedos
exploran, convirtiéndome en un desastre de retorcimientos con sólo unas pocas
caricias.
—Vas a tener que bajar la cremallera del traje —dice—. No puedo hacerlo yo
mismo.
—Hmm, ¿entonces lo que dices es que, si me niego, no tendrás más remedio
que dejarlo puesto?
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Entonces, ¿por qué iba a ayudarte?
—Porque no puedo follarte con el traje puesto —dice—, y tengo la extraña
sensación de que realmente quieres ser follada ahora mismo.
Esas palabras hacen que mi cuerpo arda, y un cosquilleo me envuelve en cada
centímetro de mi piel. Estiro mis manos detrás de él, tirando de la cremallera y
bajándola todo lo que puedo.
Se desviste y yo lo observo, intentando no reírme. Le cuesta casi diez minutos
de lucha antes de volver a subir a la cama.
—Como que maté el ambiente, ¿eh? —pregunta riendo—. Destruí más de una
década de fantasías en sólo unos minutos.
—Eso requiere cierta habilidad —digo—. Pero tal vez, si te portas bien
conmigo, te perdonaré.
—Puedo hacer eso —murmura contra mis labios, encima de mí, dentro de mí,
empujando muy lentamente. Me hace el amor, dándome todo lo que tiene, sin prisa
por terminar.
Durante toda la noche, una y otra vez, me lleva al límite, dejándome hecha un
lío pegajoso y tembloroso. La luz del día ya intenta asomarse, el cielo exterior
empieza a aclararse. Yazco aquí, mirando al techo. Mis músculos ya no quieren
trabajar.
Jonathan sigue en ello, con fuerza, con sus labios recorriendo mi estómago,
bajando y bajando y bajando, mientras me acaricia la parte interior de mi muslo, el
ligero toque hace que algunas partes de mí se estremezcan. No sé cómo lo hace.
Justo cuando creo que he terminado, cuando creo que no puedo aguantar más.
—Oh, Dios.
Su boca está sobre mí, su cara enterrada entre mis muslos. Me agarro a su
pelo, moviendo mis caderas, incapaz de quedarme quieta. Un minuto, tal vez dos,
antes de que me haga ver las estrellas. Aprieto los ojos, gritando mientras el placer
fluye a través de mí en oleadas.
Cuando vuelvo a relajarme, respirando con dificultad, me besa la cara interna
del muslo antes de morderme suavemente. Riendo, lo alejo de un manotazo
mientras cierro los muslos. Ni siquiera tengo energía para oponer una verdadera
resistencia.
—Definitivamente estás perdonado —susurro—. Eso fue... wow.
Riendo, se desploma sobre la cama.
—Gracias a Dios, porque estoy agotado.
—Yo también —digo—. Ni siquiera creo que pueda llegar a la regadera.
—Yo tampoco. Diablos, ni siquiera tengo ropa que pueda ponerme. No puedo
llamar a Jack para que traiga mis cosas ya que no tengo mi teléfono.
—Hmm, bueno, sé una forma en la que podrías ponerte en contacto con él —
digo, agarrando mi teléfono de la mesita de noche—. Llamaré a tu hermana.
Antes de que pueda siquiera intentar hacer la llamada, Jonathan me arrebata
el teléfono de la mano y lo lanza detrás de él, tirándolo justo al suelo.
—No quiero ni pensar en que esté en algún lugar con mi hermana a estas
horas. Prefiero quedarme desnudo.
Me río, acurrucándome contra él, presionando un ligero beso en su pecho.
—Te amo, Jonathan.
—Yo también te amo. —Me rodea con sus brazos antes de susurrar—. Eres
la reina, bebé.
Clic. Clic. Clic.
El incesante destello de los focos era brillante y cegador mientras las cámaras
se disparaban en rápida sucesión, tomando docenas de fotografías cada pocos
segundos, inmortalizando el momento. Cientos —tal vez miles— de fans se
alineaban en las barricadas metálicas a lo largo de la calle frente al famoso teatro
de Hollywood. La gente acampó durante días, desesperada por formar parte de
ella, desesperada por estar allí en la alfombra roja del Breezeo.
Bum. Bum. Bum.
Los erráticos latidos del corazón de Jonathan retumbaban y resonaban en sus
oídos. Había hecho suficientes eventos a lo largo de los años que esto debería haber
sido una brisa, pero se encontraba nervioso. No por él mismo, no... por ella. La niña
que se aferraba con fuerza a su mano, con un bonito vestido rosa que su madre
había elegido. Era su primera vez en Hollywood, la primera vez que se involucraba
en esa parte de su vida.
Él no quería que ella se sintiera abrumada.
—¡Johnny! ¡Johnny! ¡Por aquí! —La gente gritaba alrededor de ellos, tratando
de llamar su atención—. ¡Aquí! ¡A la izquierda! ¡A la derecha! ¡Johnny, espera! ¡Para
ahí mismo! ¡Mira hacia arriba!
Se detuvieron para posar para más fotos después de caminar unos metros, y
Jonathan se agachó hasta su nivel, dándole una sonrisa mientras las cámaras
seguían disparando.
—¿Estás bien? —susurró.
Ella asintió, sonriendo, con sus ojos azules brillando bajo las luces.
—Estoy siendo un copo de nieve otra vez, así que no puedo oír a nadie.
—Buena chica —dijo él—. Sigue sonriendo.
Jonathan se inclinó hacia ella, besándola en la mejilla, mientras un coro de
ooh y aah los rodeaba. Ella se había robado el protagonismo desde el momento en
que salieron de la limosina, acaparando la atención de todo el mundo, esa preciosa
niña con estrellas en los ojos.
Clic. Clic. Clic.
Siguieron caminando por la alfombra, posando, antes de que los
manipuladores los dirigieran hacia los medios de comunicación. Entrevistas. Esta
era la parte que él más odiaba: verse obligado a responder a preguntas, algunas de
ellas incómodas.
—Damas y caballeros, el hombre que estaban esperando, la estrella de la
noche: ¡Johnny Cunning! —La menuda reportera rubia sonrió deslumbrantemente
cuando él subió a la plataforma circular para unirse a ella en la transmisión en
vivo—. ¿Cómo te va esta noche, Johnny?
—De maravilla —dijo él—. Feliz de estar aquí.
—Bueno, debo decir que te ves realmente increíble —declaró la reportera—.
Tienes un brillo en ti, y, mi palabra, ¿podría tener algo que ver con esta preciosa
niña que está contigo?
—Sin duda —dijo él—. Soy el hombre más afortunado del mundo esta noche.
Preguntas. Tantas preguntas.
Respondió a todo lo que pudo.
—Ahora, antes de que te vayas, sabes que tenemos que preguntar —dice la
reportera—. Esta mañana se anunció el relanzamiento de los cómics de Breezeo.
¿Hay alguna posibilidad de que te volvamos a ver metido en el traje para otra
película?
Él sonríe.
—Ahora mismo, sólo estoy intentando disfrutar de mi familia, pero desde
luego no voy a descartar nada.
Una y otra vez, las preguntas fluyeron, algunas personales, pero la mayoría
no. Pasó de reportero en reportero, una docena de ellos en total.
Tap. Tap. Tap.
Jonathan bajó la mirada cuando Madison le dio un golpecito en la pierna para
llamar su atención después de que hubieran despejado la sección de prensa. A
continuación, firmaría autógrafos para los fans, y luego se dirigirían al interior del
teatro para ver Ghosted.
—Papi, mira, es Maryanne.
Se giró, mirando en la dirección en que estaba su hija, y vio a Serena Markson
posando con su pareja, el nuevo chico de moda de Hollywood, Gerard Jackson.
Clifford Caldwell estaba cerca de ellos, observando. Jonathan había cortado
oficialmente los lazos con ese hombre unas semanas antes, en el momento en que
su contrato le dio una oportunidad, y había firmado con otra persona, alguien que
entendía que su familia tenía prioridad.
Jonathan se dio la vuelta, firmando esos autógrafos, charlando y dejando que
le sacaran unas cuantas fotos rápidas, antes de guiar a Madison por la alfombra
hasta la entrada del teatro.
Clac. Clac. Clac.
Los zapatos de vestir de Madison repiqueteaban por el suelo de mármol
mientras se acercaban a un grupo reunido en el vestíbulo, el sonido anunció su
llegada. Su equipo de personas, todas ellas nuevas —nueva dirección, nuevas
relaciones públicas, incluso un nuevo abogado—. Él conservó a su agente y seguía
teniendo a Jack, pero todo lo demás requería un borrón y cuenta nueva.
Demasiadas cosas habían sido manchadas por Clifford Caldwell.
El hombre también había intentado manchar a la mujer que amaba. Jonathan
se enteró de eso mientras leía una historia de hace mucho tiempo garabateada en
un viejo cuaderno de espiral. Leyó cada palabra, por muy doloroso que fuera. Todo
lo que no había sabido... lo sabía ahora.
Kennedy estaba entre el grupo, con un sencillo vestido negro. El diamante de
su dedo anular izquierdo brillaba bajo las luces del teatro mientras jugaba
distraídamente con él.
Estaba nerviosa... demasiado nerviosa para caminar por la alfombra roja.
Se le revolvía el estómago cuando pensaba en ello.
Jonathan había vendido su mansión en Los Ángeles y había construido una
casa en Bennett Landing, al final de la carretera de la posada Landing, lo que los
convertía en vecinos de McKleski. Le había propuesto matrimonio en un impulso,
aunque ya tenía el anillo desde hace tiempo, y para su sorpresa, ella había dicho
que sí sin siquiera tener que pensarlo. Por un momento él se preocupó de que
fueran demasiado rápido, pero se dio cuenta de que no importaba.
Ya había perdido demasiado tiempo.
No iba a perder ni un segundo más.
Tic. Tic. Tic.
—¿Podemos hablar un minuto? —preguntó Kennedy cuando se deslizó entre
la multitud junto a ella. La gente entraba constantemente en el teatro. Tenían que
encontrar pronto sus asientos.
—Por supuesto —dijo él, rodeando su cintura con el brazo para atraerla hacia
él, levantando la mano libre para decirle a su nuevo representante que esperara
cuando el hombre estuvo a punto de interrumpirlos—. ¿Hay algo malo?
—No hay nada malo —dijo ella, sonriendo, con un brillo en sus mejillas
sonrojadas. Y antes de que ella pudiera abrir la boca otra vez, antes de que pudiera
decir las palabras, él ya lo sabía, pero aun así no dejó de impactarlo hasta la médula
cuando ella susurró—: Estoy embarazada.
Ghosted by J.M. Darhower | Goodreads