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, que lucha contra la fama como

protagonista de la última franquicia de superhéroes. Escándalo tras


escándalo, adicción sobre adicción, una ráfaga de paparazzi lo persigue
mientras lucha por vencer sus demonios.

. Todos los días, cuando va a trabajar, la rodean escabrosos tabloides,


cuyo rostro de un notorio chico malo la persigue desde sus portadas.

Un hombre y una mujer que viven vidas muy diferentes, pero no siempre
fue así. Una vez fueron un chico y una chica que se unieron por los cómics
y

Cuando Kennedy Garfield conoció a Jonathan Cunningham en la


preparatoria, ella supo que él tenía toda la apariencia de ser un héroe
trágico.

Ahora, años después, lo único que comparten es una hija, que no tiene ni
idea de que su padre interpreta a su superhéroe favorito. Pero Jonathan
está desesperado por enmendar sus errores,
Ploc. Ploc. Ploc.
La lluvia caía del cielo encapotado en ráfagas esporádicas, chaparrones
rápidos y maniáticos seguidos de momentos de nada. El hombre del clima del canal
seis había predicho un día tranquilo, pero la mujer sabía que no era así. Se
avecinaba una tormenta tumultuosa. No había forma de evitarla.
Bum. Bum. Bum.
Su corazón latía frenéticamente, la sangre corría por sus venas y se mezclaba
con la suficiente adrenalina como para que se le revolviera el estómago. Podría
haber estado preocupada por enfermar si hubiera quedado algo dentro de ella para
dar, pero no... estaba vacía. Enterrar a su madre le había quitado todo. Esto,
además, era demasiado para ella.
Pum. Pum. Pum.
Kennedy Garfield estaba de pie en el porche delantero de la casa blanca de
dos pisos, mirando al patio mientras los truenos sonaban en la distancia. Los
relámpagos iluminaban el oscuro cielo de la tarde, dándole a ella una mejor visión
de él. Su visitante no invitado estaba a sólo tres metros de distancia, vestido con
un traje de diseñador que costaba más de lo que ella ganaba en un año, pero, aun
así, se las arreglaba para parecer desechado. La corbata negra le colgaba del cuello,
la camisa empapada y pegada a su piel cenicienta.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó ella, incapaz de soportar su silencio o su
presencia. Con la misma rapidez con la que se desató la tormenta, ella necesitaba
que se alejara.
—Sabes por qué estoy aquí —dijo él en voz baja, con la voz temblorosa.
Incluso desde la distancia, ella podía ver que había estado bebiendo, con los ojos
inyectados en sangre y vidriosos.
—No deberías estar aquí —dijo ella—. Ahora no. No así.
Él no dijo nada durante un largo momento, mientras se pasaba los dedos por
su espeso pelo rubio oscuro, con las puntas rizadas por la humedad. Estaba
empapado, aunque la lluvia había disminuido hasta convertirse en un goteo
constante. Ella se preguntó cuánto tiempo él había estado de pie fuera antes de
que ella se diera cuenta de su presencia. Antes de que ella lo percibiera.
Imaginó que había pasado bastante tiempo con el estado en que él se
encontraba.
Pip. Pip. Pip.
El taxi amarillo estacionado en la acera hizo sonar su claxon, el conductor de
mediana edad se impacientaba. Kennedy casi se rio al verlo. Supuso que agarrar
un taxi habría sido algo indigno en aquellos días. Las limosinas y los coches de
ciudad, con chóferes y seguridad, eran más de su nivel.
O al menos eso había oído ella.
Él volteó a verlo, con un parpadeo de agresividad oculta en su rostro, antes
de volverse otra vez hacia ella. Su expresión se suavizó cuando sus ojos se
encontraron.
—Lo siento —dijo—. Me enteré de lo de tu mamá y sólo... quería estar aquí.
Crac. Crac. Crac.
Era el sonido de su corazón siendo destrozado una vez más.
—No debiste haber venido —dijo ella. Un asalto de lágrimas quemó sus ojos,
pero se negó a derramar una sola. No mientras él estuviera allí. No mientras él la
miraba. Tantos años después y él todavía se metía en su piel—. Lo sabes. Sólo
estás haciendo todo esto mucho más difícil.
—Lo sé, pero... —Él hizo una pausa, con sus ojos azules implorando—.
Esperaba poder... Quiero decir, me preguntaba si estaría bien si...
—No —dijo ella, sabiendo de inmediato lo que él estaba pidiendo, pero no
había manera de que sucediera, no en ese momento, y ciertamente no con la
condición en la que estaba. Él sabía que era mejor no pedir.
—Pero—
—Dije que no.
Él suspiró cuando el conductor tocó el claxon por segunda vez. Mirándola con
recelo, dio un paso atrás, y luego otro, antes de girar para irse sin decir ‘adiós’.
Ya se habían despedido lo suficiente como para durar toda la vida.
Pac. Pac. Pac.
Kennedy se puso rígida cuando unos pasos atravesaron la casa detrás de ella,
con una misión mientras se apresuraban en su dirección. La puerta principal se
abrió de golpe, y un pequeño tornado humano apareció a su lado, con un esponjoso
vestido negro y el pelo castaño recogido en coletas. A pesar de toda la oscuridad
que rodeaba a la niña, era todo moños y rayos de sol, inocencia y felicidad, y
Kennedy haría todo lo posible para mantenerla así. No necesitaba conocer más
devastación. Era demasiado joven para soportar ese tipo de dolor.
Demasiado joven para tener su corazón roto por Jonathan Cunningham.
—¿Quién era, mami? —preguntó la niña, observando el taxi mientras
desaparecía en la tormenta—. ¿Vinieron por el abuelo? ¿Eran los amigos de Nana?
—No era nadie por quien debas preocuparte, cariño —dijo Kennedy, mirando
un par de ojos azules centelleantes, algo que su dulce niña había heredado de él—
. El hombre sólo estaba un poco perdido, pero lo envié de vuelta a su camino.
KENNEDY

El pitido del escáner de la caja es monótono, un zumbido sordo que apenas oigo
ya, mientras se funde con Hold On de Wilson Philips que suena los altavoces. Las
mismas canciones, día tras día. El mismo pitido constante. El mismo todo.
Los mismos clientes entrando y saliendo de la tienda, comprando lo mismo
que han comprado antes.
Mi vida se ha convertido en un bucle predecible, una versión real de Hechizo
del Tiempo que no tengo intención de cambiar. Soy la personificación de un final
alternativo en el que Phil acepta que está atrapado escuchando Sonny & Cher cada
mañana hasta el fin de los tiempos.
Si me hubieran preguntado hace años si este sería mi futuro, me habría reído
en su cara. ¿Yo? ¿Kennedy Reagan Garfield? Estaba destinada a la grandeza.
Me habían puesto el nombre de un par de presidentes emblemáticos. Mi
madre, una liberal idealista, y mi padre, un conservador estricto, nunca estuvieron
de acuerdo en muchas cosas... excepto en mí. Nunca se pusieron de acuerdo sobre
la sanidad o los impuestos, pero ambos estaban convencidos de que su pequeño
bebé accidente sería alguien.
Y aquí estoy, alguien, sin duda. Asistente del gerente en la tienda de
comestibles Piggly Q, en una ciudad del norte de Nueva York, donde uno parpadea
y se pierde. Trece dólares la hora, más de cuarenta horas a la semana, con un
paquete completo de beneficios que incluye días de vacaciones (no pagadas).
No es que sea desagradecida. Me va mejor que a mucha gente. Tengo la renta
pagada todos los meses. No me han cortado la electricidad. ¡Incluso tengo un cable
demasiado caro! Pero en el fondo, sé que esta no es la clase de grandeza que mis
padres imaginaron para mí.
—¡Se necesita ayuda en la tres!
La voz aguda chilla por el altavoz, ahogando la música. Mi mirada recorre la
zona de las cajas registradoras, esperando que alguien más responda, pero nadie
lo hace. Siempre me toca a mí. Sacudiendo la cabeza, me acerco a la tercera, a la
joven rubia que lleva la antigua caja registradora y que está registrando las compras
de una mujer mayor.
La cajera, Bethany, me mira, haciendo un puchero dramático mientras me
pasa una lata de sopa de pollo con fideos por la cara.
—Sale a un dólar y cuarto, pero la señora McKleski dice que hay un cartel de
noventa y nueve centavos ahí detrás.
Son 1,25 dólares. Sé que lo es. Incluso la señora McKleski probablemente lo
sabe y sólo quiere armar un escándalo por algo. Pero sonrío y anulo el cobro,
dándoselo a la mujer con el descuento.
Me alejo para dejar que Bethany termine de cobrar la compra mientras la
señora McKleski pregunta:
—¿Cómo está tu padre?
No tengo que mirar para saber que se dirige a mí. Empiezo a ordenar el
estante de caramelos cerca de la caja registradora.
—Está aguantando.
—Pensé en hacerle una tarta —dice—. ¿Tiene una favorita? ¿De manzana?
¿De cereza? Pensé que podría ser de calabaza, o tal vez de nuez.
—Estoy segura de que le gustará cualquier cosa que haga —digo—, pero le
gusta más la tarta de crema de chocolate.
—Chocolate —murmura—. Debería haberlo sabido.
La radio pasa a la canción Stay de Lisa Loeb, y es entonces cuando decido
que he terminado con este día. Me dirijo a la esquina delantera de la tienda, donde
Marcus, el gerente, está en una oficina situada detrás del servicio de atención al
cliente. Marcus es alto y delgado, de piel morena y pelo negro que empieza a
mostrar signos de canas inminentes.
—Me voy a casa —le digo.
—¿Ahora? —Mira su reloj—. Es un poco temprano.
—Lo compensaré —le digo, marcando mi hora de salida
Marcus no discute. Sabe que soy buena para eso, y por eso me da indulgencia.
—En realidad, sé cómo puedes compensarlo —dice—. Necesito un turno
extra trabajado, si estás dispuesta a hacer doblete el viernes. Bethany pidió el día
libre pero no hay nadie para cubrirlo.
Quiero decir que no, porque odio manejar la caja registradora, pero soy
demasiado buena para eso. Los dos lo sabemos. Ni siquiera tengo que decir una
palabra.
—Hazme un favor —dice—. Pásate de camino a la salida y dile a Bethany que
aprobé su petición.
—Lo haré —digo, saliendo antes de que pueda pedirme algo más. Me paseo
por el pasillo de los cereales y agarro una caja de Lucky Charms de la estantería.
Bethany está en la caja registradora, hojeando una revista que ha tomado del
estante de al lado.
La miro y pongo los ojos en blanco.
Crónicas de Hollywood.
El epítome de la prensa sensacionalista de pacotilla.
Dejo mi cereal en la cinta transportadora y saco unos cuantos dólares.
Bethany cierra la revista y la deja en la zona de embolsado antes de llamarme.
—Marcus aprobó tu día libre —le digo.
Ella chilla.
—¿De verdad?
—Me dijo que te lo dijera.
—¡Oh, por Dios! —Mete el cereal en una bolsa de plástico blanca—. No pensé
que hubiera nadie para cubrir mi turno.
—Sí, bueno, siempre podría usar las horas extras.
Bethany vuelve a chillar y cruza el carril para agarrarme y apretarme en un
abrazo.
—¡Eres la mejor, Kennedy!
—¿Día especial? —Adivino cuando me alejo, le tiendo el dinero antes de que
pueda decirme el total, esperando que lo tome en lugar de volver a abrazarme. Está
empezando Ironic, de Alanis Morissette, y si no salgo pronto de aquí, voy a perder
la cordura.
—Sí... quiero decir... más o menos. —Se sonroja mientras me lanza una
mirada—. Es algo estúpido, en realidad. Hay una película que se supone que se va
a rodar en la ciudad. Mis amigas y yo esperamos ir y tal vez, ya sabes... ver qué
podemos ver.
Sonrío suavemente.
—No hay nada estúpido en eso.
—¿No lo crees?
—Por supuesto que no —digo—. Una vez fui a un set de cine.
Sus ojos se ensanchan.
—¿De verdad? ¿Tú?
La forma en que lo dice me hace reír, aunque probablemente debería sentirme
ofendida por su tono incrédulo. No es que sea una anciana estirada. No soy la
señora McKleski. Sólo soy unos años mayor que ella.
—Sí, de verdad.
—¿Qué película?
—Era una de esas comedias para adolescentes. Todos los títulos suenan igual.
—¿Quién salía en ella? ¿Alguien que pueda que conozca?
Quiere que se lo cuente todo. Me doy cuenta por el brillo curioso de sus ojos,
pero no tengo ningún deseo de entrar en esa historia.
—Fue hace tanto tiempo que realmente no puedo decirlo.
Bethany cuenta mi cambio y mis ojos se desvían hacia la revista que ha estado
leyendo mientras agarro la bolsa. De repente, se me congelan las entrañas, hielo
me recorre las venas y el frío me cala hasta los huesos. En la portada aparece un
rostro que conozco. Incluso con un sombrero negro y lentes de sol oscuros,
agachando la cabeza, es fácilmente reconocible.
Me arden las tripas, se retuercen y se enroscan y arg arg arg...
Está de pie junto a una mujer de pelo rubio platinado.
Mientras él se aleja de la cámara, ella está con ojos grandes, mirando
directamente a ella, con sus ojos verdes vivos en la foto. Cuero negro cubre su
figura de supermodelo, mientras que el labial rojo acentúa unos labios carnosos.
Su piel está muy bronceada, como si la mujer viviera en alguna playa.
Arg, me enferma.
Incluso yo tengo que admitir que es hermosa.
Debajo de la fotografía de la pareja hay un enorme pie de foto, escrito en
negrita:
LA BODA SECRETA DE JOHNNY Y SERENA

Mis ojos se detienen en esas palabras.


Creo que voy a vomitar.
—¿Lo puedes creer? —pregunta Bethany.
Mi mirada se eleva para encontrarse con la suya.
—¿Creer qué?
—Que Johnny Cunning y Serena Markson se casaron.
No sé qué decir. No sé qué creer. No sé por qué me importa. No sé por qué
se me aprieta el pecho ante la mera insinuación de que pudo haber una boda en
algún lugar, en algún momento, una boda en la que él era el novio, pero yo no
estaba presente. Me siento como una fan obsesionada y enamorada, convencida
de que el galán debía ser mío, pero no lo era.
—Creo que, en lo que respecta a Johnny Cunning, todo es posible.
—Sí, tienes razón —dice Bethany, recogiendo el tabloide mientras me dirijo
a la salida—. Realmente espero encontrarme con ellos este fin de semana.
Mis pasos vacilan.
—¿Ellos?
—Sí, ¿la película que se está rodando? Es la nueva de Breezeo.
Algo sucede dentro de mí cuando Bethany dice eso, algo que me hace perder
el aliento. Wow. Es una sensación aplastante, que me chupa el alma y que empieza
en lo más profundo de mi pecho, justo donde solía tener mi corazón. Ahora ha
desaparecido, encerrado en una caja fuerte reforzada con acero, cerrado con
candado y escondido donde nadie puede llegar sin mi bendición, el lugar donde
solía latir ahora no es más que un agujero negro que tira desesperadamente del
resto de mí, tratando de tragarme al oír esa palabra.
Breezeo.
—¿Todavía las hacen? —pregunto, intentando mantener la voz firme, pero
incluso yo puedo oír el cambio en mi tono. Patético.
—¡Por supuesto! —Bethany se ríe—. ¿Cómo no lo sabes? Creía que todo el
mundo lo sabía.
—En realidad no he prestado atención.
Más bien he evitado activamente, pero esa es otra larga historia.
—Pero las has visto, ¿verdad? —Bethany estrecha los ojos—. Por favor, dime
que al menos has visto las otras.
—He visto trozos —admito.
Ella levanta las manos dramáticamente, como si mi respuesta fuera absurda.
—Eso es... una locura. Dios mío, ¡tienes que verlas! Las historias son
increíbles... tan divertidas y simplemente... ¡no tengo palabras! Y Johnny Cunning,
ese hombre es un verdadero deleite para los ojos. Te estás perdiendo todo. Lo digo
en serio, ¡tienes que verlas!
—Lo tendré en cuenta.
—Bien —dice ella, sonriendo como si hubiera ganado algo—. La primera se
llama Transparent y la segunda es Shadow Dancer.
—¿Y la que están rodando ahora?
—Ghosted.1
Desvío la mirada cuando dice eso.
—Bueno, buena suerte este fin de semana —murmuro—. Espero que te vaya
bien.
Bethany dice algo más, pero no me quedo para oírlo, y llevo mis Lucky
Charms mientras salgo corriendo hacia el estacionamiento. Los charcos cubren el
asfalto, ya que ha llovido casi toda la mañana. Parece que siempre llueve en
momentos como éste. Esquivo el agua y me dirijo a mi coche.
Sólo hay unas pocas cuadras desde la tienda de comestibles hasta la casa de
mi padre. En este pequeño pueblo, sólo hay unas pocas cuadras para llegar a
cualquier sitio. Estaciono mi viejo Toyota en la entrada de su casa cuando los
frenos chirrían en la calle y un gran autobús escolar amarillo se detiene frente a la
casa. Sincronización perfecta. Las luces parpadean y la puerta se abre, con un
manojo de energía saliendo del autobús y corriendo hacia mí.
—¡Mami!
Sonrío mientras la contemplo, con el pelo alborotado a pesar de que se lo
recogí en una trenza esta mañana.

1
En inglés Ghosted es una persona a la que le ha dejado de hablar otra persona Está siendo ignorada.
—Hola, pequeña.
Mide un metro, pesa poco más de dieciocho kilos, el promedio para una niña
de cinco años, pero eso es lo único promedio en Maddie. Inteligente, compasiva,
creativa. Insiste en vestirse sola, lo que significa que nada combina, pero la niña
hace que funcione.
Todo lo que hago tiene que ver con ella, cualquier cosa que mantenga la
sonrisa en su cara, porque esa sonrisa es lo que me hace seguir adelante. Es la
razón por la que me levanto de la cama por la mañana. Esa sonrisa me dice que lo
estoy haciendo bien.
En un mundo lleno de tanto mal, es bueno saber que estoy haciendo algo bien.
Me rodea la cintura con sus brazos mientras el autobús se aleja. Oigo el golpe
de la puerta y veo a mi padre salir al porche.
—¡Abuelo! —dice Maddie emocionada, corriendo hacia él—. ¡Te hice algo!
Se quita la mochila, la deja caer sobre la madera vieja y rebusca en ella un
trozo de papel: un dibujo. Se lo entrega y él lo agarra con una mirada seria.
Frotando su barbilla con un poco de barba, entrecierra los ojos mientras lo estudia.
—Hmmm...
Maddie se pone delante de él en el porche, con los ojos muy abiertos. Reprimo
una carcajada. ¿Cuántas veces he visto esto? Su casa está empapelada con su arte.
La misma rutina, todas las veces. Ella espera ansiosamente su evaluación, nerviosa,
y sin falta, él siempre dice que es el mejor dibujo de ella que ha visto.
—Este —dice él, asintiendo—, es el mejor cachorro que he visto nunca.
Maddie se ríe.
—¡No es un cachorro!
—¿No lo es?
—Es una foca —dice ella, tirando de la parte superior del papel hacia abajo
para mirarlo—. ¿Ves? ¡Es todo gris y tiene una pelota!
—¡Oh, eso es lo que quería decir! Una foca bebé también se llama cachorro.
—Nah-ah.
—Sip.
Maddie me mira como árbitro.
—¿Mami?
—Se llaman cachorros —le digo.
Ella se voltea hacia él, sonriendo.
—¿Es un buen cachorro?
—El mejor —confirma él.
Lo abraza antes de agarrar el dibujo y correr al interior de la casa para
colgarlo.
Me uno a mi padre en el porche.
—Buena salvada.
—Dímelo a mí —dice, con los ojos estudiándome un momento—. Hoy saliste
temprano del trabajo.
—Sí, bueno... ha sido uno de esos días —le digo, uno de esos días en los que
el pasado vuelve con fuerza—. Además, mañana tengo que trabajar un doble, así
que me lo he ganado.
—Un doble. —Parece confundido—. ¿No tienes planes para mañana por la
noche?
—Sí. —Hago una pausa antes de corregirme—. Bueno, quiero decir que los
tenía.
Es tan raro que tenga tiempo para una vida social que ni siquiera lo consideré.
—Pero me vendría bien el dinero, y ya tengo una niñera de turno —digo,
dándole una palmada en la espalda a mi padre—. No puedo decir que no a eso.
Sacudiendo la cabeza, se sienta en una vieja mecedora del porche. Empieza a
lloviznar otra vez, el cielo se oscurece. Me apoyo en la barandilla, mirando hacia
fuera mientras Maddie vuelve a salir, saltando del porche.
A la niña le encantan las tormentas.
No recuerdo la última vez que jugué bajo la lluvia.
Eso es lo que pienso mientras la veo correr por el pequeño patio delantero,
chapoteando en los charcos y pisando el lodo.
¿Alguna vez me divertí tanto?
¿Alguna vez mi vida fue tan despreocupada?
No lo recuerdo.
Ojalá pudiera.
—Algo te está molestando —dice mi padre—. Es él, ¿verdad?
Me doy la vuelta y me apoyo en la barandilla de madera, cruzando los brazos
sobre el pecho mientras lo miro. Se balancea de un lado a otro, con una silla
idéntica a su lado, que está vacía. Mi madre solía sentarse allí con él todas las
mañanas, tomando café antes de que él saliera a trabajar.
La enterramos hace un año.
Han pasado doce largos meses, pero la herida sigue en carne viva, los
recuerdos de aquel día me corroen. También fue la última vez que lo vi, mientras
estaba aquí, en este porche. Si el titular que capté antes sirve de indicación, ha
tenido un año bastante interesante.
—¿Qué te hace pensar que tiene algo que ver con él? —pregunto, forzándome
a no reaccionar, como si no importara, pero no soy una actriz.
—Tienes esa mirada otra vez —dice mi padre—. Esa mirada vacía y perdida.
La he visto varias veces y siempre es él.
—Eso es ridículo.
—¿Lo es?
—Por supuesto. Estoy bien.
—No he dicho que no estés bien. Dije que parecías perdida, no que no
supieras el camino.
Me mira con recelo. No estoy segura de si tiene sentido mentir cuando la
verdad está escrita en mi cara.
Y la verdad es que me siento perdida.
—Encontré una historia en un tabloide —digo—. Decía que se había casado.
—¿Y te lo crees?
Me encojo de hombros.
—No lo sé. Realmente no importa, ¿verdad? Es su vida. Hará lo que quiera.
—¿Pero?
—Pero están filmando en la ciudad otra vez.
—¿Y te preocupa que aparezca? ¿Te preocupa que intente verla otra vez?
Mi padre hace un gesto junto a mí, hacia donde Maddie sigue corriendo bajo
la lluvia. Sonrío suavemente, mientras ella da vueltas, ajena a que es el tema de
conversación.
—¿O te preocupa que no lo haga? —continúa—. ¿Te preocupa que se haya
rendido y haya seguido adelante?
Tal vez, pienso, pero no lo digo. No sé qué posibilidad me preocupa más. Me
aterra que se introduzca a la fuerza en su vida y que le rompa el corazón con su
ruptura, como una vez rompió el mío. Pero, al mismo tiempo, la idea de que se
haya rendido me asusta igualmente, porque eso también le hará daño a ella algún
día.
La lluvia empieza a caer con más fuerza mientras reflexiono sobre esos
pensamientos. Maddie corre en círculos alrededor de los charcos, empapada. El
agua le salpica la cara como si fueran lágrimas, pero sonríe, tan feliz, ignorante de
mis temores.
—Debería ponerme en marcha —digo—. Antes de que la tormenta empeore.
—Vete, entonces —dice mi padre—, pero no creas que no me he dado cuenta
de que no contestaste a mi pregunta.
—Sí, bueno, ya sabes cómo es —murmuro, inclinándome para besar la mejilla
de mi padre antes de agarrar la mochila del porche—. ¡Maddie, es hora de ir a casa,
cariño!
Maddie corre hacia el coche, gritando:
—¡Adiós, abuelo!
—Adiós, chiquilla —dice él—. Hasta mañana.
Despidiéndome de mi padre, la sigo. Ella ya se ha abrochado el cinturón
cuando entro en el coche.
Mis ojos la buscan en el espejo retrovisor. Los mechones de su pelo oscuro le
caen en la cara. Intenta apartarlos, sus ojos azules me observan. Tiene una forma
de mirarte como si lo hiciera a través de ti, como si pudiera ver lo que sientes por
dentro, esas cosas que intentas que no se vean. A veces es desconcertante. Para
ser tan joven, es bastante intuitiva.
Por eso pongo una sonrisa en mi cara, pero me doy cuenta de que no se lo
cree.
Mi casa es un pequeño departamento de dos recámaras a unas cuantas
cuadras de aquí. No es mucho, pero es suficiente para nosotras, y es lo que me
puedo permitir, así que no oirán ninguna queja por mi parte. En cuanto abro la
puerta principal, Maddie se lanza por el departamento.
—¡Directo a la bañera! —grito, cerrando detrás de mí. Enciendo la luz del
pasillo mientras me dirijo al cuarto de baño, pasando por la recámara de Maddie y
viendo que está hurgando en su cómoda, buscando el pijama perfecto.
Es ferozmente independiente.
Algo que heredó de su padre.
—¡Estoy lista, estoy lista, estoy lista! —dice mientras corre hacia el baño
cuando abro el grifo. Metiéndose entre la bañera y yo, agarra la botella rosa de
burbujas y aprieta algunas bajo el grifo, riéndose, como siempre, cuando empiezan
a formarse—. Yo me encargo, mami.
Doy un paso atrás.
—¿Lo tienes tú?
—Ajá —dice, sin mirarme, fijándose en la bañera que se está llenando. Deja
la botella de burbujas en el suelo, cerca de sus pies, antes de girar los pomos y
cerrar el agua—. Lo tengo.
Como dije... independiente.
—Bueno, adelante entonces. Haz lo tuyo.
No cierro la puerta, pero le doy algo de margen, vigilándola desde fuera del
baño. La oigo chapotear, jugando con más agua, como si la lluvia no hubiera sido
suficiente. Aprovecho el tiempo para recoger la ropa, intentando distraerme, pero
es inútil.
Mi mente no deja de pensar en él.
Ordeno la ropa sucia de dos semanas en montones en el suelo de mi
recámara. Cada vez que me detengo, mis ojos se dirigen a mi clóset, atraídos por
la vieja caja raída del estante superior. No puedo verla desde aquí, pero sé que está
ahí.
Hace tiempo que no pienso en ella. No he tenido un motivo. La vida tiene una
forma de enterrar los recuerdos.
En mi caso, están enterrados bajo una montaña de otras chacharas en el
clóset.
Lucho contra ello, por un momento, pero el tirón es demasiado. Abandono la
ropa y me dirijo directamente al clóset, sacando la caja.
El cartón se rompe al tirar de él y se deshace en mis manos. Las cosas se
desparraman por el suelo. Un cuadro cae a mis pies.
La recojo con cuidado.
Es él.
Lleva el uniforme de su escuela... o todo lo que ha llevado. Sin suéter, sin
chaqueta y sin zapatos de vestir, por supuesto. Su camisa blanca abotonada está
desabrochada, con la corbata alrededor del cuello. Debajo lleva una camiseta negra
lisa. Tiene las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia un lado. Casi parece
un modelo, como si la foto perteneciera a una revista.
Se me hace un nudo en el pecho. Es asfixiante. Puedo sentir la rabia y la
tristeza que se están gestando dentro de mí, y que se hacen más fuertes a medida
que pasan los años. Los ojos me arden con lágrimas, y no quiero llorar, pero su
visión me hace retroceder.
—¡Todo listo!
Mi mirada se dirige a la puerta cuando la pequeña y alegre voz resuena en la
recámara. Agarro la foto con fuerza, sujetándola a mi espalda. Está vestida con un
pijama rojo, el pelo empapado en las puntas, unas burbujas alrededor de las orejas.
Lodo aún mancha su mejilla derecha.
—¿Todo listo? —pregunto, levantando las cejas—. ¿Te lavaste siquiera el
pelo?
—Nop.
Por supuesto que no lo hizo. No puede.
—¿Y qué hay de tu cara? —pregunto—. Empiezo a pensar que sólo has jugado
en las burbujas.
—¿Y qué? ¡Me voy a ensuciar más luego!
—¿Y? —Jadeo, actuando con horror—. No puedes quedarte sucia. ¡Mañana
tienes escuela!
Parece tan emocionada por la escuela como lo estaba yo cuando era niña.
Poniendo los ojos en blanco, se encoge de hombros, como si dijera: ¿Y eso qué
importa?
Antes de que pueda decir nada más, su atención se desplaza hacia el desorden
esparcido por el suelo, sus ojos se ensanchan mientras jadea.
—¡Breezeo!
Se lanza hacia delante y agarra el viejo cómic envuelto en una funda
protectora de plástico. Me congeló. No lo llamaría antiguo, ni vale más que unos
pocos dólares, pero no podría desprenderme de ese cómic.
Para mí, significaba demasiado.
—Mami, es Breezeo —dice, con la cara iluminada de emoción—. ¡Mira!
—Lo veo —le digo cuando me lo enseña.
—¿Podemos leerlo? ¿Por favor?
—Eh, claro —digo, moviendo una mano desde mi espalda para agarrar el
cómic de ella—. Pero primero, vuelve a la bañera.
Ella gime, haciendo una mueca.
—Vamos. —Asiento hacia la puerta—. Estaré allí en un minuto para lavarte
el pelo.
Se da la vuelta y vuelve a caminar hacia el baño. Espero a que se vaya para
dejar el cómic en el suelo y sacar la foto de mi espalda. La miro fijamente durante
un segundo, dejándome llevar por esas cosas una vez más, antes de hacerla bolita
y tirarla al suelo con todos los demás recuerdos.
Saco el celular, lo reviso y marco un número mientras avanzo por el pasillo,
escuchando cómo suena un par de veces antes de que se active el buzón de voz.
Es Andrew. No puedo atender el teléfono. Deja un mensaje y te llamaré.
Pip.
—Hola, Drew. Es, eh... Kennedy. Mira, voy a tener que cancelar lo de mañana
en la ncohe. Surgió algo, y bueno, ya sabes cómo es.
JONATHAN

La limosina reduce la velocidad al acercarse a la Avenida Octava, el tráfico es


pesado a las siete de la mañana, justo al sur del amanecer, cuando el mundo se
dirige al trabajo. El viernes. Estoy seguro de que los desvíos no ayudan a la gente
a llegar a su destino, pero es Nueva York: deberían estar acostumbrados. Nunca
pasa un día sin que pase algo aquí. Los neoyorquinos son una de las personas más
adaptables del planeta, pero también una de las más sensatas. No tienen tiempo
para tonterías.
Y esta mañana, parece que estamos metidos de lleno en ellas.
La gente se agolpa en las calles cuando nos acercamos a las barricadas
metálicas. Supongo que es gente de fuera, porque los locales no suelen ser del tipo
de los que se preocupan cuando se filma en su territorio. Somos más una molestia
que otra cosa, bloqueando calles y cerrando vecindarios, perturbando vidas. Yo no
tengo nada que ver con eso —no elijo el lugar, sólo me presento cuando me lo
piden—, pero más de una vez me han echado la culpa. ¿Quién se cree que es ese
cabrón engreído que cierra una parte del centro de la ciudad en la hora pico?
—Se debe haber filtrado la noticia —dice la voz frívola desde el asiento frente
a mí, imperturbable como siempre. Clifford Caldwell, poderoso mánager de
talentos. Nada parece molestarle. Créanme, he puesto a prueba sus límites, así que
lo sé. No tener relaciones públicas es malo. Está tecleando en su querido
Blackberry, con la atención pegada a la pantalla, pero sé que está hablando de la
multitud que abarrota las calles.
—¿Tú crees? —murmuro, mirando por la ventana mientras pasamos a paso
de tortuga. A pesar de que el tintado es negro como el carbón, lo que hace
imposible que nadie vea el interior, mantengo la cabeza agachada, con una vieja
gorra negra bajada y el borde maltratado protegiendo mis ojos.
La producción se lleva a cabo con un nombre falso para mantener a la gente
alejada, para que los ojos curiosos no estropeen las cosas que puedan ver en el set,
pero alguien debe haber filtrado ya esa información para que tanta gente aparezca
aquí esta mañana.
—Hablaré con ellos para que refuercen la seguridad alrededor de ti —dice
Cliff—. A ver si podemos trabajar con el departamento de locación para agitar tu
agenda.
—No te molestes —digo—. Siempre irán unos pasos por delante.
Cliff se ríe en voz baja.
—Tu optimismo es asombroso.
—Dímelo a mí —dice una voz ágil desde el asiento de al lado—. Algo en esta
película lo convierte en un idiota malhumorado.
Miro a Serena mientras se despeina el pelo recién teñido, que ahora es
castaño, en lugar de su habitual rubio. Hay que meterse en el personaje. Percibo
su mirada, aunque lleve lentes de sol. Es una mirada muy dura. No está contenta
conmigo esta mañana. O cualquier mañana.
No es una persona madrugadora.
Frente a ella está sentada su asistente de toda la vida, Amanda, que nos ignora
a todos mientras se ocupa de filtrar el correo electrónico de Serena, como todas
las mañanas, eliminando cualquier cosa que pueda provocar una rabieta.
—¿Es cierto, Johnny? —pregunta Cliff—. Porque como tu mánager, quiero
que seas feliz, y como su mánager, es mi trabajo asegurarme de que sus
coprotagonistas no sean unos idiotas malhumorados.
—Estoy bien —digo—. Sólo ha sido una larga semana.
La barrera metálica se aparta cuando la limosina se acerca, y entramos en la
zona acuartelada, pasando por un muro de seguridad. Se produce un ligero
alboroto en el exterior, con algunos fans gritando, mientras la limosina se desliza
hacia un pequeño callejón y se detiene justo fuera de la vista. Cliff ayuda a Serena
a salir, tomando su mano, mientras yo dejo salir a Amanda antes de salir de la
limosina.
Serena no duda en salir del callejón y dirigirse a la multitud, con una sonrisa
repentina en la cara. Se oyen algunos gritos más, algunos chillidos mientras los fans
enloquecen.
Ya no hay que esconderse.
Lo dejo en sus manos. Le encanta ese papel y se lo come con ganas. El
protagonismo le sienta de maravilla: los fans que la adoran, la cámara. Serena
siempre estuvo destinada a ser una estrella.
¿Yo? Yo quería ser actor.
Me dirijo directamente a la hilera de remolques instalados a lo largo de la
parte trasera del callejón, que se extienden en el terreno de un enorme almacén.
Hoy la mayoría de las tomas son interiores, con algunas filmaciones en la calle
mientras coordinan un simulacro de explosión, según la hoja de instrucciones que
Cliff empuja hacia mí antes de desaparecer... en algún lugar.
Los sets son siempre un caos.
Me reciben con una sonrisa genuina en cuanto entro en el primer tráiler.
Peinado y Maquillaje. Jazz, con su cálida piel morena y sus brillantes labios rojos,
es una visión acogedora. No siempre es fácil encontrar una cara amable a estas
horas, ya que todo el mundo está concentrado en los negocios. Este tráiler es el
más concurrido, uno de los más grandes, con media docena de maquilladores
repartidos en puestos muy iluminados, pero me dirijo directamente a Jazz.
—Hola, superestrella —dice, palmeando el asiento de una silla frente a un
gran espejo, y me indica que me siente—. Parece que tengo mucho trabajo por
delante.
—Siempre lo tienes —digo, dejándome caer en la silla y quitándome la gorra,
dejándola a un lado antes de pasarme las manos por mi espeso pelo. El trabajo de
Jazz es hacerme ver bien, y eso no siempre es fácil, especialmente cuando he
estado durmiendo de la mierda durante más de una semana, con bolsas oscuras
bajo mis ojos inyectados en sangre.
Se pone a trabajar, haciendo lo que hace, parloteando sobre algo. Yo escucho
vagamente, mi mente se desvía hacia algunos malditos pensamientos peligrosos
que sigo teniendo. Pensamientos de una vida que podría haber tenido pero que tiré
por la borda como un puto idiota. Siempre me pasa cuando vuelvo a Nueva York,
una atracción magnética que es difícil de ignorar, pero hago todo lo que puedo
para resistirla.
Pero esta vez es aún más difícil.
Vuelvo a la realidad cuando Jazz dice:
—El otro día leí algo escandaloso.
—¿Uno de esos libros de látigos y cadenas pervertidos?
Se ríe.
—Esta vez no. No, tomé un ejemplar de Crónicas de Hollywood...
Gimo, cerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia atrás, cubriendo mi cara
con las manos cuando ella dice eso. Estoy jodiendo cualquier progreso que haya
hecho para que vuelva a parecer humano, pero prefiero arrancarme las bolas y
hacer malabares con ellas como un mono amaestrado antes que reconocer que esa
mierda de tabloide existe. Han sido la pesadilla de mi existencia durante
demasiado tiempo, insistiendo en poner mi cara en la portada todo el tiempo.
—¿Por qué me odias, Jazz? —murmuro—. Por favor, dime que no les diste tu
dinero a esos pendejos.
—¿Qué? Pff, claro que no —dice riendo, apartando mis manos de la cara para
volver al trabajo—. Dije que lo tomé, no que lo compré. Estaba en la cola de la
tienda.
—Sí, bueno, lo que sea que dijera, no quiero saberlo...
—Decía que tú y la señorita Markson se casaron.
Vuelvo a gemir.
—Acabo de decir que no quiero saberlo.
—Bueno, te lo dije de todos modos —dice ella—. Entonces, ¿qué piensas de
eso?
—Creo que no deberías malgastar tus neuronas en tabloides de pacotilla. Es
mejor que te dediques a los libros eróticos.
Me mira, pero deja de lado el tema. Sé lo que está preguntando. Está
insinuando, intentando que le cuente lo que ha pasado en mi vida desde que
rodamos la última película. Quiere saber si hay algo de verdad en esa historia, pero
no estoy de humor para entrar en ella.
Una vez terminado el maquillaje, paso al cabello, antes de despedirme de Jazz
y dirigirme al remolque de vestuario para ponerme el traje. Mi doble de acción está
allí, luciendo el traje azul claro y blanco.
Me pongo el mío... o, bueno, me meten en él como si estuvieran metiendo
una puta salchicha en su envoltorio, y el material muestra cada maldita ondulación,
por lo que pican y pinchan y pegan con cinta adhesiva. Malla, y cromo, y capas de
espuma foam, cubiertas de material flexible retocado hecho para parecer simple
spandex sin, ya saben, ser spandex.
Es tan incómodo como estás imaginando.
—Felicidades, amigo —dice mi doble, dándome una palmada en la espalda—
. ¡Oí que te casaste! Qué suertudo.
Hago una mueca.
—¿Quién te dijo eso?
—Jasmine.
Jazz.
Voy a estrangular a esa mujer.
Tardo casi treinta minutos en ponerme el traje, en hacer que mis partes se
vean bien y mis músculos estén acolchados, ya que no soy ni de lejos un
superhéroe fuerte. Cuando termino, salgo y me encuentro con Serena y su
asistante.
—Bueno, bueno, bueno —dice Serena, sonriendo, mientras me mira—. Me
alegro de verte otra vez con ese traje.
Me miro a mí mismo, estirándome para intentar aflojar el material.
—Me veo ridículo.
Se ríe.
—No. Deberías usarlo siempre. Hablo todo el día, todos los días, incluso por
la noche.
—Sigue soñando, Ser.
—Oh, lo haré.
Se desliza junto a mí, mordiéndose el labio inferior mientras me mira por
detrás. Es jodidamente vergonzoso. Casi me sonrojo, por ridículo que sea, viendo
cómo su asistente la lleva al vestuario para que no lleguemos tarde a empezar hoy.
—Oye —llamo—. Deberías saber que Jazz le está diciendo a todos—
—¿Que estamos casados? Lo sé. —Serena pone los ojos en blanco y se ríe—
. Al parecer, volvimos a salir en la portada de Crónicas.
—Sí, aparentemente —digo mientras ella entra en el tráiler, dirigiéndome al
set una vez que se ha ido.
Es un día largo. Toma tras toma tras toma. Estoy sudado por correr y cansado
de estar de pie, mi cabeza late por los estruendosos golpes y explosiones, la
pirotecnia que sacude el vecindario. A media tarde hay un fallo de seguridad, una
mujer pasa la barrera después de que las tomas se trasladen al exterior, pero la
atrapan.
Intento no pensar en ello. Intento no pensar en ninguno de ellos. Intento no
pensar en ella cuando siento que los ojos me miran, pero es difícil apartarla de mi
mente. Estamos rodando una secuencia en la que Maryanne, el amor de la vida de
Breezeo, ha sido secuestrada. Serena está atada con una bomba a punto de estallar,
y mi trabajo es salvarla de una muerte inminente.
Lo hago, y lo hago bien, volcando mi alma en cada momento. Se acerca el
final de la historia, aunque todavía estamos al principio del rodaje. Me cuesta todo,
porque los finales son difíciles. Los finales son jodidamente imposibles...
especialmente los finales que me recuerdan a una chica en la que me esfuerzo por
no pensar.
Respiro aliviado cuando terminamos el día, mis hombros se desploman
mientras me paso una mano por el pelo. Intento alejarme cuando Serena se lanza
sobre mí. El sol se está poniendo y la oscuridad se está extendiendo, pero el flash
de las cámaras ilumina la zona cuando ella salta a mis brazos.
—¡Eso fue increíble! —dice—. O sea... guao. ¡Te dejaste la piel, Johnny! ¡Me
hiciste creer cada palabra!
Me besa antes de que pueda responder, y los flashes de las cámaras se
disparan. Es sólo un beso, pero me imagino que algún paparazzi ganará mucho
dinero con esas fotos esta noche. Ya lo veo. Pie de foto: ¡Johnny se folla a Serena
delante de todos!
Ella se aparta cuando Cliff se acerca.
—Gran trabajo, los dos —dice, su voz carece de emoción, su mirada fija en
su Blackberry como de costumbre—. Van a seguir con el horario actual, así que
volverás aquí en la mañana, Johnny.
—Tú también, Serena —dice su asistente.
—Me parece estupendo. —Serena sonríe mientras se aleja, con su mirada
permaneciendo en mí—. Cámbiate, Johnny. ¡Vamos a celebrar!
—No se queden hasta muy tarde —dice Cliff—. ¡El coche los recogerá
mañana a las seis en punto!
Serena le hace una mueca, pero no discute, y se dirige a la multitud que se
queda para saludar a todos otra vez.
—Lo hiciste bien, idiota malhumorado —bromea Cliff, dándome una palmada
en la espalda—. Ve a quitarte el traje. Sé que tiene que ser incómodo.
Así lo hago, me pongo los jeans y la camiseta blanca lisa, y me pongo la gorra.
Una vez terminado el rodaje por esta noche, la seguridad se ha relajado y la
multitud se acerca al set... lo suficiente como para que algunos me rodeen cuando
salgo de la tráiler. Mierda.
Las cámaras brillan, un aluvión de preguntas me acribilla. Johnny, ¿me puedo
tomar una foto contigo? ¿Un autógrafo, Johnny? ¿Me das un abrazo? —Esas no me
molestan, y lo haría todo el maldito día si no fuera por los otros. Los buitres.
¿Cuánto tiempo llevan juntos tú y Serena? ¿Es cierto que se casaron? ¿Qué
hace tu padre estos días? ¿Lo has perdonado? ¿Lo has visto? ¿Cuándo fue la última
vez que fuiste a casa a visitarlo?
Odio las preguntas personales y nunca las respondo. Odio el
entrometimiento. Odio los rumores. Lo odio todo y por una buena razón: hay
demasiados esqueletos en mi clóset, demasiados secretos que he estado
ocultando. Demasiadas cosas que no puedo dejar que manchen un mundo tan puro
en el que ya no soy bienvenido.
Serena aparece a mi lado, lista para salir. Sonríe, jugando para las cámaras,
encantando a todos mientras responde lo que puede, contestando lo que yo no.

Cenamos en un exclusivo club privado del Upper Eastside. Serena, que


empezó su carrera como modelo aquí en Manhattan, parece conocer siempre a
todo el mundo donde va. Algunos de sus amigos se reúnen, ríen y charlan,
socialités y pendejos de fondos fiduciarios, compartiendo botellas de vino añejo y
haciendo algunas líneas.
Cocaína.
En cuanto el polvo blanco sale a la superficie, preparo mi excusa para ir. Esta
gente solía ser mi gente, también. Amigos. Pero Serena es la única que parece
preocupada por mi precipitada salida. Me agarra la mano, tratando de detenerme
cuando me pongo de pie, sus ojos verdes inquietantemente oscuros.
—¿Por favor? ¡Quédate! ¡Celebra! Ya nunca salimos así.
—Lo haría... sabes que lo haría... si pudiera —digo, dándole un empujoncito
en la barbilla mientras me mira fijamente—. No festejes demasiado, ¿okay?
Me voy antes de que intente detenerme otra vez, manteniendo la cabeza baja,
evitando el contacto visual. En lugar de agarrar la limosina que me espera y volver
directamente al hotel, camino unas cuantas cuadras y me cuelo en un pequeño bar.
Es tranquilo, no está muy concurrido a pesar de ser viernes por la noche. Encuentro
un taburete vacío en la esquina de la barra mientras el barman se acerca.
No tarda mucho, apenas unos segundos, en reconocerme, sus ojos se
ensanchan, pero no anuncia mi presencia.
—¿Qué puedo servirte? —pregunta, sin llamarme por mi nombre.
—Lo que haya de barril.
Me sirve una cerveza. No pregunto qué es. Me siento en silencio después de
que me la ponga delante, rodeando el vaso frío con las manos. La huelo. Es barata.
No es la mierda más barata, pero sigue siendo... barata. Se me hace agua la boca y
casi puedo saborear el líquido dorado, con un cosquilleo en la lengua mientras lo
miro fijamente.
—¿Pasa algo? —pregunta el barman después de unos minutos, señalando la
cerveza que no estoy bebiendo—. ¿Quieres algo diferente?
—No, está bien. Es que... hace tiempo que no bebo.
—¿Cuánto tiempo?
—Doce meses.
Ha pasado un largo año desde que toqué algo más fuerte. Estoy atascado
entre los pasos ocho y nueve de AA, entre admitir que he hecho daño a la gente y
compensar lo que he hecho. Verán, hay una trampa en esos pasos, una que nadie
menciona hasta que llegas allí. No es tan sencillo. Hay un poco de letra pequeña
en enmendar que dice: excepto cuando hacerlo causaría más daño.
—Sé que no es asunto mío —dice el barman—, pero doce meses es una racha
increíble. ¿Seguro que quieres arruinarla?
—No —admito—. No estoy seguro de muchas cosas estos días.
No espera a que diga nada más. Me arrebata la cerveza que tengo en la mano
y la sustituye por Coca.
El refresco. No la droga.
—Hace tiempo que no tomo una de estas también —le digo, pero no dudo en
dar un sorbo a esta bebida. Es el paraíso en un vaso de plástico. Sin embargo, los
refrescos son un infierno para el cuerpo, con las calorías vacías y la hinchazón. O
bueno, al menos eso es lo que dice la nutricionista que el estudio contrató para
asegurarse de que me mantengo en forma.
—¿Quieres hablar de ello? —pregunta el barman.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que sea que te hace casi romper una racha de doce meses de
sobriedad esta noche.
Sacudo la cabeza. Lo haría si pudiera. Me ha estado comiendo por dentro.
Pero lo que me preocupa no es algo de lo que pueda hablar, porque a diferencia de
la mayoría de lo que vende Crónicas de Hollywood, esto es un verdadero
escándalo.
—Te lo agradezco —digo, dando otro sorbo al refresco antes de levantarme.
Dejo unos cuantos dólares en señal de agradecimiento y me doy la vuelta para
irme antes de que tenga la tentación de desahogarme y contarle al tipo una historia
que podría hacerle ganar dinero a nivel de jubilación.
Utilizando mi teléfono, pido un coche y salgo del bar mientras me conecta
con un conductor. A tres minutos de distancia. En el momento en que el aire cálido
de la noche me saluda, algo más lo hace también: una pequeña multitud. Un par
de chicas, sólo adolescentes. Nadie da nunca suficiente crédito a las adolescentes.
Son inteligentes. Probablemente ni siquiera tienen la edad suficiente para pasar el
rato en un bar, pero han sabido seguirme la pista. Todavía no hay paparazzi, pero
no estarán lejos. Nunca lo están.
Las peticiones vuelan hacia mí. Autógrafos. Fotos. Abrazos. Esta vez me
detengo por ellos. Me sobran tres minutos. Lo menos que puedo hacer es devolver
a algunos de los fans que probablemente han estado buscándome todo el día.
Diablos, no sería nada sin ellos. Garabateo mi nombre con un marcador en
cualquier cosa que me pongan —fotos, camisetas, incluso un brazo— y me tomo
unas cuantas fotos, poniendo una sonrisa que haría que Cliff se sintiera orgulloso.
—¿Puedes firmar esto? ¿Por favor? —me pregunta una chica rubia, que me
empuja un DVD de la primera película de Breezeo—. ¿Y lo haces a nombre de
Bethany?
—Bethany —murmuro, anotando su nombre, ganándome un chillido cuando
lo digo en voz alta—. ¿Cómo estás esta noche?
—Increíble —dice, sonando como si lo dijera en serio—. Mis amigos y yo
condujimos hasta aquí para verte cuando supimos que estabas filmando.
—¿Sí? ¿Cómo se enteraron?
—Salió en todos los blogs de chismes —dice—. Incluso había un vídeo de
Serena hablando de ello.
Serena. No importa cuántas veces se le advierta, siempre se le va y dice cosas
que no debería.
—¿Así que condujeron hasta aquí? ¿Desde dónde?
—Bennett Landing —dice.
Mi estómago cae.
—¿Eres de Bennett Landing?
—Sip.
—Bonito lugar —miento, o tal vez no esté mintiendo, pero como todo se
vuelve borroso, seguro que lo parece—. He pasado por allí unas cuantas veces.
—¡Lo sé! —dice—. O bueno, quiero decir, he oído historias.
—Historias, ¿eh? ¿Qué tipo de historias?
—He oído que una vez te arrestaron por correr desnudo en el parque Landing.
Se sonroja al soltar esas palabras, mientras yo me río, de verdad. Hacía tiempo
que no lo hacía.
—Maldita sea, no creía que nadie supiera eso.
—Sí lo saben. Hablan de ello todo el tiempo. Dicen que te emborrachaste y te
fuiste de fiesta.
—No del todo —digo—. No me emborraché. Estaba con una chica.
Sus ojos se iluminan.
—¿De verdad?
—De verdad —digo—. Ella estaba escondida cuando apareció la policía. A la
mañana siguiente se retiraron los cargos, pero es bueno saber que mi momento de
exhibición indecente perdura en la infamia.
Se ríe. Yo me río. Es un momento agradable. Casi me olvido de mí mismo por
ello, dejando que mis pensamientos se deslicen hacia esa época, dejándome pensar
otra vez en ese mundo. La culpa me corroe por dentro. Me tomo una foto con
Bethany y firmo algunos autógrafos más antes de que aparezca mi coche para
llevarme. Las seis llegarán pronto, sin duda, y tengo la sensación de que no voy a
dormir mucho esta noche.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

A pocos minutos de los límites de la ciudad de Albany se encuentra una


preparatoria privada de élite.
Academia Fulton Edge.
Fulton Edge tiene la distinción de haber enseñado a más funcionarios del
gobierno que cualquier otra escuela en la nación, un honor que llevan con orgullo,
evidente en el hecho de que se muestra en todas partes. En serio. En todas partes.
Incluso hay una antiestética pancarta colgada en el pasillo principal. Preparatoria
para la universidad, con énfasis en las ciencias políticas, es el lugar perfecto para
que un congresista de alto perfil envíe a su hijo adolescente rebelde —un hecho
que conoces bien, teniendo en cuenta que así es como acabaste aquí, ahogándote
en un pozo negro de uniformes azules y blancos por cuarto año consecutivo.
Las clases ya han empezado, el primer día de tu último año, pero vas de un
lado a otro, sin prisa por llegar a tu destino: Política Americana. No hay que
confundirla con Política Comparada, por supuesto, que tendrás al final de la tarde,
para finalizar las tan excitantes asignaturas de Literatura (Literatura Política de
Entreguerras) y Matemáticas (Métodos Matemáticos en Ciencias Políticas). Lo
único que se mantiene en tu horario es Educación Física, probablemente porque
no se han dado cuenta de cómo incorporar al gobierno.
Con quince minutos de retraso, abres la puerta del aula y entras,
interrumpiendo al profesor que ya está enfrascado en una clase. Tus pasos se
detienen durante una fracción de segundo, como si tus pies no pudieran soportar
seguir adelante, antes de cerrar la puerta y comprometerte a estar aquí. Eres una
violación del código de vestimenta andante y parlante, con tu corbata suelta, tu
camisa blanca abotonada sin fajar, un poco de caos en medio de la perfección
fabricada, echando por tierra toda la estética de la preparatoria política.
—Sr. Cunningham —dice el profesor, dirigiéndole una mirada entrecerrada—
. Es un placer que nos honre con su presencia esta mañana.
—El placer es todo mío —dices tú, con la voz cargada de sarcasmo, mientras
te diriges al fondo del aula, al único pupitre vacío—. Habría aparecido antes, pero,
pues... no me interesaba estar aquí.
Hay un revuelo incómodo, un carraspeo, una larga pausa en la que nadie
habla, mientras te acomodas en tu asiento. No sólo desvirtúas la estética, sino que
alteras toda su imagen. Les hace sentirse incómodos.
—Como iba diciendo —dice el profesor—. Los Padres Fundadores...
El hombre habla. Habla mucho. Tú mueves tu silla sobre sus patas traseras.
Tu mirada recorre el aula, observando a tus compañeros, caras que conoces bien
pero que no te importa mirar, hasta que miras a tu derecha, al pupitre de al lado, y
la ves.
Una cara que nunca habías visto antes.
Es sólo una chica, no tiene nada de especial. El pelo castaño le cae hasta la
mitad de la espalda, suelto. Su piel no está bañada por el sol como la de las otras
chicas de aquí. Sólo hay tres de ellas en todo el doceavo curso, tres de una clase
de treinta. Apenas una décima parte de la población del último curso es femenina.
Tal vez por eso te quedas mirando, por eso no puedes apartar los ojos. Las
chicas son como los unicornios en este lugar, incluso las más comunes. No pueden
ser todas de la realeza.
O tal vez hay otra razón.
Tal vez sea algo más lo que la distingue.
Su mirada, no es fácil de ignorar, aunque la chica lo intenta. Su piel se enchina
como si la estuvieras tocando. Un escalofrío recorre su columna vertebral. Está
inquieta, jugueteando con un bolígrafo barato de tinta negra encima de un
cuaderno en el que aún no ha escrito.
Nerviosa, suelta el bolígrafo y cierra las manos en un puño mientras las mete
debajo del escritorio. Tu mirada se levanta, ojos azules se encuentran con los suyos
por un momento antes de que ella mire hacia otro lado, actuando como si estuviera
prestando mucha atención a la lección, pero a nadie le importa tanto la formación
del primer gabinete.
La clase se alarga durante una eternidad. El profesor empieza a hacer
preguntas y casi todos levantan la mano. Ella mantiene la suya escondida bajo el
pupitre, mientras que tú sigues meciendo tu silla sin importarte nada.
A pesar de no ser voluntario, el profesor te llama. Una y otra vez.
Cunningham. Tú recitas las respuestas, bastante aburrido de todo ello. Los demás
tropiezan, pero tú ni siquiera tienes que hacer una pausa. Te lo sabes todo. Se siente
un poco como un acto de circo, como un león saltando a través de aros.
Si te tocan demasiado, haciéndote actuar, ¿podrías empezar a arrancar
cabezas? Hmm...
Cuando la clase termina, todos recogen sus cosas. Dejas caer tu silla,
haciendo un fuerte chillido, mientras te pones en pie. No trajiste nada contigo. No
hay libros. Ni papel. Ni siquiera un lápiz. Te paras entre los pupitres, acercándote
a la chica nueva.
—Me gusta tu esmalte de uñas —dices, con voz juguetona, mientras ella
agarra su cuaderno aún intacto.
Ella levanta la vista y te mira a los ojos. Te divierte, es el primer indicio de
algo más allá del aburrimiento. Su mirada se desplaza hacia sus uñas, hacia el
esmalte azul brillante descarapelado que las recubre.
Te alejas.
—Sé puntual mañana, Cunningham —te dice el profesor.
Ni siquiera lo miras cuando dices:
—No prometo nada.
El día se alarga y se alarga. Te duermes durante la mayor parte de Literatura
y no haces ni un solo problema de Matemáticas. La asignatura de Política
Comparada es repetitiva, ya que vuelves a responder a las preguntas. La chica se
sienta cerca de ti en todas las clases, lo suficientemente cerca como para que tu
atención se desvíe hacia ella cada vez que hay una pausa. La observas mientras se
inquieta. La observas mientras se esfuerza. La observas mientras tantea las
respuestas erróneas. Los demás también la observan, susurrando entre ellos, como
si trataran de entender cómo una plebeya se coló en su corte, pero tú la observas
como si fuera la cosa menos aburrida que has encontrado.
Cuando llega Educación Física al final del día, estás más interesado. Es una
carrera sin sentido, vuelta tras vuelta, y eres rápido, tan rápido que molesta a los
demás. No les gusta que seas mejor que ellos. Además de arruinar su imagen, haces
mella en su autoestima.
Cuando termina la clase, todos se dirigen a los vestuarios. Estás empapado
de sudor, pero no te molestas en cambiarte, y te quedas fuera cuando la chica sale,
pero apenas da un paso antes de que la voz de un administrador llame.
—Garfield.
Se detiene, volteándose para mirar al hombre que acecha en el pasillo.
—¿Señor?
—Sé que eres nueva en la escuela —dice él—. ¿Has tenido la oportunidad de
leer el manual?
—Sí, señor —dice ella.
—Entonces sabes que estás violando la política de la escuela —dice él—. Las
uñas deben ser naturales, lo que significa sin esmalte. Rectifique eso para mañana.
Él se marcha.
Ella se mira las uñas.
Tú te ríes.
Tú, que llevas todo el día infringiendo esa política sin que nadie diga una
palabra al respecto.
Hay un pequeño estacionamiento al lado de la escuela para los alumnos que
conducen, pero tú te diriges a la parte delantera, a un camino circular para recoger
a los alumnos. Ella también va por ahí, se queda en la parte de atrás de la multitud,
se sienta en el suelo y se apoya en el edificio, sacando su cuaderno.
Lo abre y empieza a escribir.
Un sedán negro tras otro se abre paso, y la multitud se va reduciendo. Al cabo
de media hora, sólo queda un puñado de niños.
Después de cuarenta y cinco minutos, sólo quedan tú y ella.
Te paseas de un lado a otro, con la mirada fija en ella.
—Supongo que no soy el único varado.
—Mi padre trabaja hasta las cuatro —dice ella, dejando de escribir para
levantar la vista—. Debería llegar pronto.
—Sí, bueno, mi padre es un pendejo —dices—. Disfruta haciéndome sufrir.
—¿Por qué no conduces?
—Podría preguntarte lo mismo.
—No tengo coche.
—Yo sí —dices—, pero mi padre es un pendejo. Cree que, si tengo mi coche,
me saltaré las clases.
—¿Lo harías?
—Sí.
Ella se ríe, y tú le regalas una sonrisa, mientras un coche negro se acerca a la
escuela: una limosina.
—Así que, Garfield, ¿eh? —dices—. ¿Como el gato?
—Más bien como el antiguo presidente.
—¿Tienes un nombre que lo acompañe?
—Kennedy.
Le diriges una mirada muy extraña.
—Estás bromeando.
—Mi segundo nombre es Reagan, ya sabes, para cerrar el círculo.
—Ah, hombre, eso es jodidamente duro. Y yo que pensaba que lo tenía mal
siendo un Cunningham.
—¿Como el actual Presidente de la Cámara?
—También conocido como el pendejo que se llevó las llaves de mi auto —
dices—. Puedes llamarme Jonathan.
—Jonathan.
Sonríes cuando ella dice tu nombre.
La limosina se detiene y la miras, dudando, como si tal vez una parte de ti no
quisiera dejarla sola allí.
O tal vez tu reticencia tiene más que ver con quien te espera.
El portavoz Grant Cunningham.
La ventanilla trasera se baja y ahí está el hombre, con la atención puesta en
algo que tiene en las manos mientras dice:
—Entra en el coche, John. Tengo cosas que hacer.
Su voz no transmite ni un ápice de calidez. Ni siquiera te mira.
Vuelves a mirar a la chica antes de subir a la limosina, mientras ella vuelve a
su cuaderno.
Y tú no lo sabes, pero esa chica... ¿La que se quedó sola afuera de la escuela?
Está sentada escribiendo sobre ti. Tienes toda la apariencia de ser un héroe trágico
moderno, y ella nunca se había sentido tan obligada a explorar la historia de
alguien... aunque eso sea un poco espeluznante, arg.
KENNEDY

—Kennedy, oh, por Dios, ¡no vas a creer la noche que tuve! —Esas son las primeras
palabras que dice Bethany cuando entra en la tienda con veinte minutos de retraso
el sábado en la mañana, mientras escaneo las compras de alguien en su caja
registradora, haciendo su trabajo en lugar del mío. Pasé por allí en mi día libre para
terminar unos trámites para Marcus y lo único que quiero es volver a salir, pero no
hubo suerte.
—¿Qué pasó? —pregunto—. ¿Te colaste al set?
—No —dice—. Pero estuve cerca. Muy cerca. Incluso pude verlo con el traje.
—Qué genial —murmuro, aunque no me parece genial. No, hace que mi
estómago gorgotee, que mis entrañas se aprieten y hagan cosas horribles.
—Fue... guao. —Bethany suelta un chillido cuando termino de cobrar la
compra de la señora McKleski y tomo su dinero. La mujer compra aquí todos los
días. ¿La compra de hoy? Ingredientes para la tarta de crema de chocolate—.
¡Estuvimos todo el día de pie, pero valió pena! Serena salió a vernos. Fue tan
simpática, oh, por Dios... Esperaba que fuera súper mamona, ya sabes, porque la
gente habla, ¡pero se tomó fotos y estuvo bromeando!
—Qué genial —digo nuevamente, y una vez más, no lo siento así. Me siento
un poco mal del estómago por todo esto, por absurdo que sea—. Me alegro de que
ella hiciera que tu viaje valiera la pena.
—Oh, no fue ella, fue totalmente él —dice—. Encontramos a Johnny Cunning
saliendo de un bar más tarde. Realmente habló con nosotros. Oh, por Dios, fue más
amable de lo que esperaba, ¡ni que decir de ensueño!
Bethany me pone su teléfono en la cara, obligándome a mirar la pantalla, una
foto que tomó de los dos, con un bar barato al fondo. Me doy cuenta de que ha
intentado pasar desapercibido, pero sonríe para la cámara. No parece que esté
borracho, pero bueno... está en un bar.
—Me preguntó de dónde era —dice—, y se rio cuando le dije que aquí
cuentan historias sobre él. Quería saber qué dice la gente, así que le conté lo del
desnudo, ya sabes, en el parque. Conoces esa historia, ¿verdad?
—Vagamente —murmuro.
—¡Bueno, pues escucha esto! No sólo es cierto que lo detuvieron de verdad,
¡sino que dijo que había estado allí con una chica! ¿Puedes creerlo?
Le doy el cambio a la señora McKleski y le ofrezco una sonrisa cuando veo la
mirada cómplice en sus ojos. No dice nada, gracias a Dios, y se va. Hay algunas
personas en el pueblo para las que estas no son sólo historias... son recuerdos. Fue
sólo hace unos años, pero la vida sigue adelante. Bethany sería apenas una niña
cuando estas cosas sucedieron, no tiene la edad suficiente para saber nada sobre
el problemático hijo de un político. Ella sólo conoce al actor que llegó a ser, el que
no tiene nada que ver con su familia.
—Eso es genial —digo por tercera vez, y esta ocasión sé, sin duda, que no lo
digo en serio. No hay nada genial en lo que estoy sintiendo—. Ya llevas treinta
minutos de retraso, así que necesito que fiches.
Nerviosa, suelta una disculpa, pero me alejo sin escucharla. Busco un lugar
tranquilo para esconderme en el almacén del fondo, me siento en una caja y agacho
la cabeza, respirando profundamente para aliviar la agitación que se está gestando
en mi interior.
Demasiado cerca para la comodidad.
Hago algunas cosas, no muchas, antes de decirle a Marcus que me voy. Se ríe
y me hace un gesto para que me vaya.
—Bien, ni siquiera deberías estar aquí.
Me dirijo a la parte delantera de la tienda, donde Bethany está finalmente
trabajando en su caja registradora.
—Me alegro de que hayas tenido un buen viaje —le digo, de verdad—. Me
alegro de que no te haya decepcionado.
Con eso, me voy.
Conduzco a la casa de mi padre y estaciono el coche en su entrada. Está en
el sofá frente al televisor, acurrucado con mi hija medio dormida, y gimo cuando
me doy cuenta de lo que están viendo.
Breezeo: Transparent
—¿En serio? ¿Qué pasó con las caricaturas de los sábados por la mañana?
—Hace tiempo que eso no existe —dice mi padre—. Pero estaba esto, y ella
quería verlo.
Es la primera película. La he visto antes. Es imposible no haberla visto, ya que
el cable la pone en rotación regular estos días. Es donde aprende a adaptarse, una
enfermedad desencadena algo en su ADN que lo hace desvanecerse. Invisibilidad.
Se convierte en el viento. Se gana su nombre porque es como una suave brisa.
Sabes que está cerca, puedes sentirlo como un fantasma sobre tu piel, pero a menos
que se muestre ante ti, no puedes verlo, mirando a través de él como si no
estuviera. Lo sé, suena como una loca tontería de ciencia ficción, pero es más una
historia de madurez, más una historia de amor. Es sobre el desinterés, sobre
sacrificar tu propia felicidad por los demás, sobre estar ahí para ellos incluso
cuando no saben que estás cerca.
—Tienes el correo en la mesa de la cocina —dice mi padre antes de que
empiece a caer en espiral—. No olvides agarrarlo.
Al entrar en la cocina, agarro la pequeña pila de correo, en su mayor parte
restos de basura que nunca cambié de dirección después de mudarme hace años.
Lo reviso, tirando la basura, y me detengo cuando llego al último sobre. No es nada
raro. He visto docenas de ellos. Pero cada vez que aparece uno, me hace dudar,
mi mirada recorre la dirección del remitente, hasta el nombre.
Cunningham c/o Caldwell Talents
No abro el sobre, aunque solía hacerlo por curiosidad. Cada vez que había un
cheque dentro, las cantidades aumentaban constantemente.
—¿Vas a cobrar ese? —pregunta mi padre, entrando en la cocina detrás de
mí.
Le miro de reojo y lo tiro directamente al bote de basura.
—No necesito su dinero.
—Lo sé, pero lo que deberías hacer es guardar los cheques y cobrarlos todos
a la vez. Limpiar su cuenta. Luego vete a cabalgar hacia el atardecer en tu flamante
Ferrari.
—No quiero un Ferrari.
—Yo sí —dice él—. Podrías comprarme uno.
—Buen intento, pero no. Aunque tal vez pueda sacar lo suficiente de mi
próximo cheque para comprarte la versión de Hot Wheels. Oye, he conseguido
suficientes horas extras esta semana como para que puedas conseguir dos.
—Bueno, sabes, si no tiraras ese cheque, no necesitarías trabajar horas extras.
—No estoy interesado en tomar un pago.
—Eso no es lo que es.
—Seguro que es lo que parece —digo—. Ni siquiera se molesta en enviar los
cheques él mismo, ya sabes. Su representante lo hace todo. Es dinero para callar.
—Oh, dale un respiro.
—¿Que le dé un respiro? —Miro a mi padre con incredulidad—. Nunca te ha
caído bien.
—Pero es el padre de Madison.
Pongo los ojos en blanco. Probablemente sea infantil, pero si hay una razón
para poner los ojos en blanco, es este momento.
—Sí, bueno, alguien debería decírselo.
—Él lo sabe. Diablos, tienes el cheque ahí mismo para demostrarlo. Y lo sé,
lo sé, antes de que digas: pero los manda su representante, señalaré que se ha
presentado aquí unas cuantas veces para verla.
—Borracho —digo—. Estaba borracho todas las veces. La mitad de las veces
estaba tan viajado que dudo que recuerde haber venido. Lo siento, pero no reparto
trofeos de participación a los adictos que no se esfuerzan por desintoxicarse. Le
daré un respiro cuando me dé una razón.
Deja escapar un largo y dramático suspiro y no dice nada por un momento,
como si estuviera pensando en cómo replantear su argumento.
—Puedes cobrarlo, si quieres —digo, sacando el cheque de la basura y
poniéndolo sobre la mesa—. Quiero decir, todavía te debemos desde aquella vez.
—No se trata del dinero. Ni siquiera se trata de él.
—¿Entonces de qué se trata?
—Madison está creciendo, y tú...
—¿Qué pasa conmigo?
—Te estás rindiendo —dice—. Y si estás perdiendo la esperanza, bueno,
estamos jodidos, porque ambos no podemos odiar al tipo. Alguien tiene que
preocuparse por el bien de ella.
—Yo no lo odio —digo, mi estómago haciendo ese vuelco otra vez—. Sólo
estoy... cansada. Pronto cumplirá seis años. Y tengo que preguntarme, ¿en qué
momento lo estoy empeorando? Porque seis años es mucho tiempo para que ella
no sepa de él.
—Por eso aún necesitamos a tu madre cerca —dice—. Ella siempre fue la
optimista una vez.
—Sí, bueno, ¿qué diría mamá?
Hace un gesto hacia la sala de estar, donde todavía se reproduce la película
en el televisor.
—Ella diría que si esa es la única forma en que Madison tendrá la oportunidad
de conocer al tipo, que así sea. —No lo discuto. Nunca he estado segura de cómo
manejar todo esto. Maddie no ha hecho muchas preguntas, así que hasta ahora se
ha barrido bajo la alfombra, pero sé que eso no funcionará cuando crezca. No tengo
ni idea de cómo explicar nada de esto.
—Deberíamos irnos —digo, dejando de lado el tema. Le prometí que la
llevaría a la biblioteca hoy.
Volvemos a la sala de estar, donde Maddie está ahora muy despierta,
cautivada por la película mientras Breezeo hace su gran jugada y salva el día. Me
siento en el brazo del sofá junto a ella, mirando. Sigue siendo tan extraño, después
de todos estos años, ver esa cara familiar en la pantalla.
Jonathan Cunningham.
Johnny Cunning.

Seis libros. Esos son los que Maddie agarra en la biblioteca para llevar a casa.
Sin embargo, en cuanto entramos por la puerta, antes incluso de acomodarnos,
aparece frente a mí agarrando el cómic envuelto en plástico que se llevó de mi
recámara.
—¿Podemos leer Breezeo ahora, mami? Por favor...
—Claro —le digo, tomándolo—, pero no es toda la historia, cariño. Es sólo el
final.
El último número de la historia de Ghosted.
—Está bien —dice ella, subiéndose a mi regazo en el sofá—. Me gustan más
los finales.
Suspirando, saco el cómic de su funda protectora y lo abro. Empiezo a leer,
completando los espacios en blanco, narrando las imágenes. El cómic comienza
con la gran explosión del almacén, mientras Breezeo salva a su amante, Maryanne,
de la muerte.
¿Quién eres? pregunta después, de pie en la calle mientras el almacén arde,
sin poder verlo, pero puede sentirlo. No sabe quién es Breezeo. No sabe que es el
hombre al que entregó su corazón hace tanto tiempo: Elliot Embers. Ella cree que
él murió en Shadow Dancer por la enfermedad que lo ha estado convirtiendo en
nada, por lo que él ha pasado Ghosted en aislamiento. Por favor, muéstrate. Dime.
Necesito saberlo.
Él lo considera, de pie frente a ella. Sería muy fácil. Podría usar la energía que
le quedaba para mostrarse, pero hacerlo cambiaría todo. Cambiaría su percepción
de la realidad. Cambiaría sus recuerdos de él. Alteraría su historia de forma
irreparable, y conocer la verdad podría poner su vida en mayor peligro. Él no podía
hacerle eso. No podía destruir la vida que ella había construido por un solo
momento de reconocimiento sólo para tener que desaparecer otra vez.
Sería demasiado cruel, aparecer sólo para dejarla una vez más, cuando por fin
había tenido el valor de decirle adiós.
Así que se inclina más cerca, besando suavemente su boca. Es apenas un
soplo contra sus labios. Ella siente un cosquilleo, seguido de una brisa que agita su
cabello oscuro, y luego nada.
Él se va.
Se va y nunca mira atrás, dándole una vida de libertad, una vida en la que ella
puede vivir una existencia tranquila y ser feliz sin él. Él está destinado a hacer cosas
más grandes, y quedarse sería egoísta, así que por mucho que desee estar con ella
para siempre, tiene que dejarla ir, porque eso es lo que significa el amor.
Es amar a alguien lo suficiente como para dejarlo ir.
Mis ojos pican con lágrimas. Arg, esta maldita historia. Maddie mira el cómic.
Creo que esperaba un final feliz.
—¿Vuelve, mami? —pregunta.
—Bueno, supongo que es posible —digo—. Realmente no existe el 'final' en
los cómics. La gente vuelve todo el tiempo.
—Okay —dice, aceptando sin más mientras salta de mi regazo para agarrar
uno de los libros de la biblioteca—. ¡Este ahora!
JONATHAN

—Vamos a hacer un descanso —grita el primer subdirector, con una voz irritada—
. Vuelvan todos en veinte minutos. Markson, por favor, ¡arréglate!
—Lo intento —murmura Serena, apretando los ojos y agarrándose los lados
de la cabeza—. Sólo estoy un poco indispuesta.
Un poco indispuesta, mis huevos.
Durmió tal vez unas dos horas, llegando al hotel cerca de las cuatro de la
mañana. Lo sé, porque insistió en despertarme intentando meterse en la cama
conmigo, pero no me interesaba. Probablemente todavía esté algo borracha,
probablemente tenga tremendo bajón por la coca. Yo solía aparecer en el set así
cada mañana y apenas sobrevivía al rodaje. Me estaba matando. En el momento
en que Shadow Dancer terminó, Cliff me envió directamente a rehabilitación, me
puso en un programa.
No era mi primera vez en rehabilitación, ni mucho menos, pero fue la primera
vez que me quedé los noventa días completos. En todas las demás ocasiones, me
salí al mes y recaí antes de que Cliff se diera cuenta de que me había rendido. Pero
la sobriedad se apoderó de mí el año pasado y trabajé en el programa a medida
que la realidad se asentaba.
Y la realidad, resulta que es una perra para un adicto.
—Toma, bebe un poco de agua —le digo a Serena, entregándole una
botella—. Te ayudará a sentirte mejor.
—Lo que me ayudará es un levantón —murmura, dando un trago de agua
antes de mirarme—. No tienes nada, ¿verdad?
—Sabes que no.
Frunce el cejo y bebe más agua antes de alejarse. La multitud que nos rodea
parece más grande ahora. Si la gente no sabía que estábamos aquí ayer, hoy sí.
—La señora parece un poco irritada —dice Jazz, acercándose para secar el
sudor de mi frente—. ¿Se acabó la luna de miel, superestrella?
La miro fijamente. Se cree muy hábil, pero no podría ser más obvio lo que
está haciendo.
—Si te refieres a Serena, es que no se encuentra bien.
—Ajá —dice ella, no muy convencida, mientras yo doy un sorbo a una botella
de agua, sin querer meterme en los asuntos de Serena—. No está embarazada,
¿verdad? Serías un buen papi.
Me atraganto. Me atraganto en serio. El agua me entra por la tráquea y
empiezo a jadear, a perder el aliento, a ponerme de color. La gente se apresura a
intervenir, golpeando mi espalda y forzando mis manos hacia arriba, tratando de
meter aire en mis pulmones mientras toso violentamente.
Inhalando bruscamente, con el pecho en llamas, les hago un gesto para que
se vayan y miro a Jazz.
—Ni se te ocurra decir eso.
—¿Qué? —pregunta, haciéndose la inocente mientras se lleva las manos al
pecho—. Sólo era una pregunta.
—No está embarazada —digo—. No es posible.
Jazz se lo quita de encima con una risa, pero ahora me tiene agotado. Serías
un buen papi. Tengo el pecho apretado, me arde por dentro, y el nudo apenas se
afloja cuando tenemos que volver al set. Serena vuelve mucho más animada, con
las pupilas como putos platillos. Es obvio que está drogada, pero nadie dice nada.
Pero me doy cuenta de que Cliff la está observando.
Serena está ahora en el punto, muy despierta y sintiéndose hermosa, mientras
yo sigo cagándola, toma tras toma. Es un desastre. La película va a ser un maldito
desastre si no conseguimos controlarnos.
—Cunning, tu tiempo está mal —dice el AD—. ¿Qué hicieron ustedes dos,
cambiar de sitio?
—Me estoy recomponiendo —digo, estirándome—. Sólo necesito despejar
mi cabeza.
Serena se acerca y susurra:
—Tengo más si lo quieres.
¿Lo quiero? Claro que sí. Lo quiero todo el día, todos los días. Pero no lo
necesito, y seguro que no debería tenerlo, así que sacudo la cabeza.
—Ya no puedo hacer eso, Ser. Lo sabes. Y tú tampoco deberías hacerlo.
—Como sea. —Pone los ojos en blanco—. No eres mi jefe, lo sabes.
—Lo sé, pero soy—
—¡Silencio en el set! —grita una voz, cortando nuestra conversación—.
¡Intentemos esto otra vez! ¡Dennos una buena esta vez!
Lo hacemos. Les damos una buena. Demonios, les damos unas cuantas. Pero
al caer la noche la mierda empieza a deteriorarse otra vez. A Serena se le acaba la
coca mientras a mí se me acaba la paciencia con su actitud.
—Arg, esto apesta —gruñe, despeinándose mientras se agarra la cabeza—.
Me siento de la mierda.
—A estas alturas eres más cocaína que mujer —digo, frustrado porque aún
no hemos terminado—. Me sorprende que ya puedas sentir algo.
—Eres un imbécil —espeta, empujándome.
—¡Oh, wow, wow! —Cliff se interpone entre nosotros mientras ella aprieta el
puño como si estuviera a punto de golpearme—. Esto no va a pasar. ¿Están
frustrados? Bien. Consigan una habitación y fóllense el uno con el otro. ¿Pero esto?
Oh, no, no, no... no va a pasar.
—Lo que hay que hacer es una desintoxicación —digo—. Un poco de
asesoramiento.
—Métete tu juicio por el culo, Johnny —dice Serena—. Sólo porque tú te
hayas vuelto un drogadicto completo no significa que el resto de nosotros también
lo hagamos. Yo estoy bien. Así que ¡por qué no te preocupas por la cagada que
eres y me dejas en paz!
Sale del set llorando y la sesión se pospone, oficialmente, porque Serena
Markson está indispuesta.
¿Extraoficialmente? Resulta que soy un pendejo antipático.
Me paso las manos por la cara.
—¿Podría empeorar este día?
—Nunca digas eso —dice Cliff—. Porque tan pronto como dices eso, se
pondrá peor.
—No creo que eso sea posible.
—Mira, dale tiempo para que se calme —dice—. Dale tiempo para que se le
baje. Volveremos mañana con la cabeza despejada.
Voy al vestuario, me quito el traje, agradecido de volver a estar en jeans y
camiseta. No me espero después de cambiarme, porque estoy malditamente
seguro de que no voy a volver al hotel en limosina con Serena, así que pido un
coche y me alejo de la multitud para encontrarme con él en la esquina, sin querer
esperar a que pase por el control de seguridad. Unos cuantos me alcanzan. Firmo
algunos autógrafos, pero rechazo las peticiones de fotos, ya que hay bastantes
cámaras apuntándome a la cara.
Odio a los putos paparazzi.
Estoy de pie en la esquina, esperando. El coche está a un minuto de distancia.
Me acribillan con preguntas personales que hago lo posible por ignorar, aunque me
dan ganas de darle un puñetazo a uno de ellos cuando me pregunta por mi padre.
—Que se joda —murmuro en voz baja.
—¿Qué dijiste? —pregunta el paparazzo.
—Dije que se joda.
Ah, eso va a ser una gran noticia.
Antes de que pueda decir nada más, se oyen chillidos cerca, un grupo de fans
se abalanzan sobre mí. Mierda. La gente se empuja, mientras la multitud se acerca
a mí, los fans tratan de pasar por encima de los pendejos con cámaras que siguen
ahogándolos con sus preguntas desconsideradas. Nadie está mirando lo que hacen,
y estoy perdiendo la calma. Rápido. Ni siquiera puedo encontrarme con mi maldito
coche en la calle sin este caos. Firmo algunas cosas más que me ponen en la cara
y trato de calmarme, pero estos pendejos hacen todo lo imaginable para
contrariarme.
Las imágenes valen más cuando pierdo mi temperamento.
El mismo tipo que preguntó por mi padre intenta acercarse, para conseguir
un mejor ángulo, aventando a una joven. Ella tropieza y yo la atrapo, agarrándola
del brazo. No puede tener más de trece o catorce años. Me encabrona.
—Apártate de una puta vez antes de que lastimes a alguien —digo,
empujando al tipo para conseguir algo de maldito espacio, pero parece
desencadenar el pánico en la multitud. Algunos intentan dispersarse, y esa joven
esquiva hacia delante, hacia la calle, porque no hay ningún otro sitio al que pueda
ir. Mierda. Ni siquiera mira. Luces se la tragan. Un claxon suena. Puedo ver el
horror en sus ojos.
La chica se congela.
No.
Es instintivo. Ni siquiera pienso. Se congela y mis pies se mueven. Salgo a la
calle y vuelvo a agarrar a la chica, empujándola hacia la acera. La chica cae entre
la multitud y pierde el equilibrio, pero no tengo oportunidad de asegurarme de que
no sea pisoteada. Me giro y el coche está justo ahí, con los neumáticos chirriando
y los frenos chirriando...
BAM.
Todo parece ir en cámara lenta. Mi cerebro no lo registra de inmediato. Los
flashes me rodean mientras salgo volando hacia atrás y entonces, puta madre,
dolor. Es como una descarga, todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo
gritan mientras me estrello contra el asfalto.
Oscuridad. Parpadeo, pero no puedo distinguir mucho. La gente grita a mi
alrededor. Mi cabeza late con fuerza. Sus palabras vibran dentro de mi cráneo y
quiero que todos cierren la puta boca. Luces y sirenas de policía, cámaras de
paparazzi que parpadean, gritos de pánico de alguien. Intento incorporarme, pero
algo caliente me recorre la cara, empapando mi camisa blanca.
Lo miro. Sangre.
La visión me marea. Guao. Mi visión se vuelve negra y entonces Cliff está ahí.
Lo oigo antes de verlo, oigo su voz gangosa antes de que su cara me salude.
—Tranquilo, Johnny. No te muevas. Tenemos ayuda en camino.
Se ve preocupado.
Yo no estaba preocupado.
No lo estaba... hasta que lo miré.
—¿Está bien? —pregunto, me duele el pecho.
—¿Quién? —pregunta.
—La chica —digo—. Estaba en la calle. Venía un coche. No sé. ¿Es ella...?
—Todos están bien —dice, mirando a su alrededor antes de girarse hacia
mí—. Están asustados, pero nadie más está sangrando. ¿Qué estabas pensando?
—Que la iba a atropellar un coche.
—¿Así que ocupaste su lugar? Jesús, Johnny, te estás tomando este asunto
de los superhéroes de forma demasiado personal.
Me río de eso. Me duele.
Cierro los ojos y aprieto los dientes.
¿Dónde está esa maldita ayuda?

Tienes suerte.
Eso es lo que me dijo el médico.
Es tu día de suerte.
Pero mientras estoy acostado en la cama blanca del hospital, en la tenue
habitación privada, rodeado de gente a la que no me importa mirar, con la
seguridad apostada en cada esquina mientras los teléfonos suenan y suenan y
jodidamente suenan, no me siento muy afortunado. Este día se ha vuelto
inimaginablemente peor.
Conmoción cerebral severa. Laceración en la sien. Muñeca derecha rota.
Costillas magulladas. Además de una serie de cortes y rasguños, hinchazón en
lugares que no están contentos con esta mierda, eso es todo lo que parece estar
mal conmigo.
Así que tal vez tenga suerte, pero las voces que me rodean ahora mismo no
lo creen.
Mi representante, un ejecutivo del estudio, el director de la película y un
montón de relaciones públicas se amontonan en la sala para discutir los detalles
de cómo manejar esta pesadilla. Mi abogado está aquí en alguna parte. Recuerdo
haberlo visto antes. Están preocupados por las demandas y las cotizaciones de los
seguros y por cómo va a afectar esto a la producción, pero yo estoy más
preocupado por esta sensación que fluye por mis venas en este momento. Joder.
Es la mitad de la noche, y mi cabeza está nadando, mi estómago mareado. Estoy
inquieto. Mis piernas siguen hormigueando y siento que empiezo a flotar fuera de
mi cuerpo.
La droga que me están inyectando es fuerte.
Demasiado fuerte. Me estoy adormeciendo.
Hace mucho tiempo que no sentía nada.
Pulso el botón de llamada una y otra vez hasta que la enfermera irrumpe,
abriéndose paso entre la multitud de trajes para llegar a la cama. Cliff se aleja de
los demás y se acerca.
—Sea lo que sea esto —digo, señalando las bolsas de suero—, necesito que
me lo quiten.
—¿La morfina? —pregunta la enfermera con confusión, poniendo su mano en
mi hombro—. Cariño, vas a querer eso. Vas a estar con dolor sin ella.
—Puedo soportar el dolor —digo—. No estoy tan seguro de las drogas.
Parece aún más confundida, así que Cliff interviene.
—El Sr. Cunning está en recuperación, así que todo lo que sea para sentirse
bien es problemático, si me entiendes.
—Oh, bueno, hablaré con el médico —dice ella—. Veremos qué podemos
hacer.
Cierro los ojos mientras se aleja apresurada. El remordimiento me golpea con
fuerza, una voz en mi mente me dice que le diga que ha cometido un error, pero
es el adicto que hay en mí el que grita, el patético hijo de puta que goza el
adormecimiento. Que goza el olvido. Pero maldita sea, la sensación es buena.
Tal vez lo disfrute sólo un rato.
Vuelvo a abrir los ojos cuando Cliff me da un codazo y sosteniendo su
Blackberry, y miro la pantalla y leo el titular de una noticia.

Cuando la ficción se une a la realidad


Un actor de superhéroe salva a una chica

No sigo leyendo.
—Estarás de baja durante un tiempo —dice Cliff—. Reorganizarán los
rodajes, harán lo que puedan hacer sin ti. La producción espera retomar contigo
en algún momento antes del verano.
Verano. Apenas es primavera ahora.
—¿Qué se supone que debo hacer hasta entonces?
—No te preocupes por esta tontería de los superhéroes, para empezar.
Tómate unas vacaciones. Ve a sentarte en una playa en algún lugar rodeado de
mujeres hermosas. La cuestión es descansar. Relajarse. Recuperarse. ¿Cuándo fue
la última vez que te divertiste?
—Divertirme. —Lo considero—. ¿Saltar delante de un coche cuenta?
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

No hay mucha diversión en Fulton Edge, a menos que tu idea de diversión sea la
política. Pero una vez a la semana, los viernes por la tarde, tienen reuniones de
clubes, que apestan un poco menos que estar sentado en las clases.
El club de teatro. Ahí es donde siempre vas. Se reúnen en el auditorio de la
escuela, apenas dos docenas de personas en una sala pensada para cientos.
La reunión ya ha empezado hoy cuando entras. No es que importe, ya que no
hacen más que discutir. Te quedas parado en el pasillo, mirándolos dispersos por
el escenario. El debate es sobre la producción de este año: Macbeth o Julio César.
Te apartas de ellos, a punto de marcharte, cuando ves a alguien que acecha
en el fondo del auditorio. Es ella. La chica nueva. No está prestando atención a la
reunión. En cambio, está leyendo.
Llevas unas semanas del año escolar, pero es la primera vez que ella aparece
en el auditorio. Curioso, te acercas y te deslizas en un asiento cercano, dejando el
que está vacío entre ustedes. Está leyendo un cómic. Eso te agarra por sorpresa.
Alrededor de Fulton Edge, uno espera ver ejemplares de Atlas Shrugged.
—No te he visto antes por aquí —dices—. ¿Hastings te reclutó para tener
suficiente gente para su paja anual de Shakespeare?
Ell se ríe, mirándote. Probablemente puedes contar con los dedos el número
de veces que has visto a la chica sonreír. La risa ha sido aún más rara. Ella aparece
todos los días, agacha la cabeza y hace lo que sea necesario, siempre la primera
que llega y la última que se va. Pero se nota que no es feliz, tal vez incluso más
infeliz que tú, cuando odias tanto estar aquí que, si hay una oportunidad para que
no estar aquí, la aprovechas y huyes.
Ya has faltado seis días a la escuela en poco más de un mes. Multan a tu padre
por tu absentismo escolar, pero por lo demás, te dejan pasar.
—He probado todos los demás —dice—. Soy pésima para el ajedrez. El
equipo de debate era un desastre, el club de lectura era leer algo escrito por un
fascista, y resulta que el 'club de escritura' es escribir cartas al Congreso, así que...
—Así que aquí estás.
—Aquí estoy —dice ella, sosteniendo su cómic—. Haciendo mi propio club.
—Ah, el buen y viejo club de 'al carajo los clubes' —dices—. Estoy tentado de
empezar ese cada año cuando estos idiotas empiezan a discutir.
—Eres bienvenido a unirte a mí —dice ella—. Puede que no sea muy
divertido, pero no puede ser peor, ¿verdad?
—No, no puede —dices, señalando el escenario—. Si todo esto de la
actuación no funciona, puede que te acepte. Siempre se necesita un plan
alternativo.
El Club de Teatro se decide por Julio César... por cuarto año consecutivo... y
la discusión se centra en quién se queda con el papel. Hastings, el autoproclamado
líder del club, insiste en ser César. Es el típico niño rico, el nieto de pelo oscuro y
ojos azules de un abogado Watergate. Quiere ser el héroe. Frunce el cejo cuando
algunos de los otros no están de acuerdo, en su lugar sugiriendo que tú lo hagas.
—Eres terriblemente popular entre el grupo de teatro —dice ella, haciendo
una pausa cuando Hastings te llama, “a lo mucho, un aficionado”—. Bueno, la
mayoría de ellos.
—Hice de César tres años seguidos —dices—. Además, soy el único aquí con
una página de IMDb.
Sus ojos se clavan en tu cara.
—¿Eres un actor de verdad?
—A lo mucho, un aficionado —bromeas—. He tenido algunos papeles
menores. Una vez interpreté a un niño muerto en La Ley y el Orden.
—Guao —dice ella—. Recuérdame que te pida un autógrafo más tarde.
Tú te ríes de su humorismo.
—Principalmente, he hecho teatro local. Empecé a tomar clases de
interpretación en cuanto tuve la edad suficiente. Aunque no he hecho nada
últimamente, a menos que esto cuente.
Las palabras parecen salir de tus labios, como si hablar con ella fuera algo
natural.
—Esto cuenta —dice ella.
—¿Cuenta? —preguntas, y lo dices en serio—. ¿Sigo siendo un actor si no
tengo público?
—¿Sigue siendo un escritor un escritor si nadie lee lo que ha escrito?
Lo consideras. La discusión en el escenario es cada vez más fuerte, casi hasta
el punto de llegar a los puños. Te divierte, por un lado, pero sobre todo te llena de
tristeza que esto sea lo que te espera. Tu arte se reduce a una pelea sobre quién es
el héroe en una producción de preparatoria. Tus sueños siempre fueron mucho
más grandes que eso.
—Debería intervenir —dices, poniéndote de pie—, antes de que alguien haga
algo estúpido y consiga que nos cierren.
—Bueno, si eso sucede, el club 'al carajo sus clubes' está aquí.
—Asegúrate de guardarme mi lugar —le dices a ella antes de subir al
escenario para decir—: Sabes, prefiero ser Brutus este año.
—¿Es así? —pregunta Hastings.
—Absolutamente —Le das un golpe en el centro del pecho con el dedo índice,
lo suficientemente fuerte como para que dé un paso atrás.
—Será un placer ser el que te derribe. —Los demás se reparten el resto de los
papeles. Han tardado tanto en tomar decisiones que hoy no hay tiempo para
conseguir los guiones. Pero lo tienen todo memorizado. Y también Hastings. Los
dos escupen líneas de ida y vuelta durante un rato, las cosas se calientan.
La chica permanece sentada en el fondo del auditorio, ya no está leyendo su
cómic. Observa cada uno de tus movimientos, absorbiendo cada sílaba. Hoy tienes
público, ya que actúas con todo tu corazón, y ella está cautivada.
Cuando termina el día, la gente se va, pero tú no tienes prisa. Caminas por el
pasillo hasta donde la chica sigue sentada. Ella te mira acercarse y dice:
—Si lo que acabo de presenciar es un indicio, puede que hayas sido el mejor
niño muerto que ha visto la Ley y el Orden.
Te sientas con ella, riendo. Ahora no hay espacio entre los dos.
—Era un argumento de 'los padres son monstruos a puerta cerrada'. Tenía un
puñado de líneas. Tenía cinco años.
—Guao —dice ella—. Cuando yo tenía cinco años, ni siquiera podía recordar
cómo deletrear mi propio nombre, y tú ya estabas memorizando diálogos.
—Ah, bueno, tengo buena memoria —dices—. Además, es más fácil cuando
las cosas son relacionables.
No explicas
Ella no te pregunta qué quieres decir con eso.
Ella está jugueteando con su cómic, hojeando las páginas. El silencio los
rodea, pero no es incómodo. Pero ella está nerviosa, nerviosa por estar sentada tan
cerca de ti.
—Entonces, ¿te gustan los cómics? —Le quitas uno de la mano—. Breezeo.
Breezeo: Ghosted
Número 4 de 5
—¿Lo has leído? —pregunta ella.
—Nunca he oído hablar de él —dices, hojeando la cosa—. Se ve culero.
Ella te devuelve el cómic.
—¡Cómo te atreves! Blasfemo.
—Okay, bien, me retracto. —Riendo, vuelves a agarrar el cómic. Ella lo suelta
de mala gana—. Entonces, ¿qué, es una especie de superhéroe?
—Algo así —dice ella—. Era un tipo normal, pero contrajo un virus
experimental que lo hace desaparecer.
—Como un fantasma —dices, mirando las fotos.
—Sí, así que está haciendo lo que puede para salvar a la chica que ama
mientras tiene la oportunidad.
—Eh, déjame adivinar: ¿encuentran una cura y viven felices para siempre?
—Todavía no ha terminado. Todavía queda un número más.
—¿Pero tienes los otros?
—Sí.
—Tráemelos —dices—. Déjame leerlos.
Ella te mira con horror.
—¿Por qué rayos iba a hacer eso?
—Porque estamos juntos en el club de ‘al carajo sus clubes’.
—No te uniste.
—Todavía podría hacerlo.
Ella pone los ojos en blanco mientras se levanta para irse. La acompañas a la
entrada de la escuela. Casi todo el mundo se ha ido, sólo queda un puñado de
estudiantes. Un Honda de color granate está estacionado en el lado derecho del
camino de entrada circular, un hombre se acerca al edificio.
Ella se tensa, sus pies deteniéndose, cuando se fija en él.
—¡Papá! Llegas temprano.
—Me imaginé que apreciarías no tener que estar aquí un viernes —dice el
hombre, sonriendo hasta que su mirada se desplaza hacia ti, de pie, terriblemente
cerca de su hija. Sus ojos se entrecierran mientras extiende la mano para
presentarse—. Michael Garfield.
—Jonathan —dices, estrechando su mano, dejándolo así, pero es una omisión
inútil.
—Cunningham —dice su papá—. Sé quién eres. Trabajo para tu padre. Pero
no sabía que conocías a mi hija. Ella no lo ha mencionado.
La desaprobación es evidente en cada sílaba de esas palabras. Tienes una
reputación con la gente que trabaja para tu padre, y no es buena.
—Sabías que venía aquí, papá —refunfuña, con la cara enrojecida por la
vergüenza que le produce esta cosa—. Es una escuela pequeña.
Tú no dices nada mientras ella arrastra a su padre. Está a punto de subir al
asiento del copiloto de su coche cuando te adelantas, llamándola.
—Oye, Garfield...
Se detiene y se gira hacia ti.
Su padre lanza dagas con los ojos desde el volante.
—Olvidaste esto —dices, levantando su cómic.
Ella lo agarra, pero tú no lo sueltas enseguida, dudando mientras dice:
—Por favor, no me llames así. Llámame cualquier cosa menos eso.
Sueltas tu agarre y ella te sonríe antes de subir al coche y marcharse,
llevándose su cómic.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Recoge sus cómics de Breezeo en cuanto
llega a casa. Los catorce números de las tres líneas argumentales —Transparent,
Shadow Dancer y Ghosted—. Se pasa el fin de semana releyéndolos, para que
estén frescos en su mente, así que cuando los lleva a la escuela para que te los
preste, se acuerde de cada línea.
KENNEDY

En noticias del entretenimiento, la estrella de Breezeo, Johnny Cunning, tuvo un


accidente anoche en Manhattan...
Estoy a medio camino de la cocina cuando esas palabras me golpean, mis
pasos se detienen. Me doy la vuelta y miro el televisor del otro lado de la sala,
pensando que debo de haberlas oído mal, pero no... ahí está, con imágenes de
archivo reproducidas desde alguna alfombra roja, su cara sonriente en la pantalla,
con los ojos inyectados en sangre mirándome fijamente.
El actor de veintiocho años fue atropellado por un coche cerca del set de su
última película. Testigos dicen que Cunning se metió en el tráfico durante un
altercado con los paparazzi.
Me acerco al televisor cuando la imagen de la pantalla cambia y se reproduce
un vídeo de las secuelas. Lo primero que veo es la sangre que corre por su cara.
Pero está alerta. Está vivo. El alivio que inunda mi cuerpo casi me hace doblar las
rodillas.
Un portavoz del actor dice que actualmente está estable y con buen ánimo.
El rodaje de la película se ha suspendido temporalmente mientras Cunning se cura
de sus heridas.
—¿Mami?
En cuanto oigo la voz de Maddie, aprieto el botón para apagar el televisor,
esperando que no lo haya visto. Me volteo hacia ella y mis esperanzas se
desvanecen enseguida. Oh, rayos. Luce impactada.
—¿Sí, cariño?
—¿Breezeo está bien?
—Claro —digo, regalándole una sonrisa—. Tuvo un pequeño accidente, pero
se pondrá bien.
—¿Quieres decir como cuando está enfermo?
—Algo así —digo.
Su expresión cambia al pensar en eso, su cara se ilumina.
—¡Puedo hacerle una tarjeta!
—Eh, sí, puedes —digo, sin dejar de sonreír—. Seguro que podemos
encontrar una dirección a la que enviarla.
Su agencia acepta el correo de los fans para él. Estoy bastante segura de que
él no lo abre personalmente, así que no hay nada malo en enviar algo, si eso la hace
sentir mejor.
Maddie se va corriendo a su recámara para ponerse a trabajar en algo de arte
mientras yo me pongo a preparar la cena, encendiendo mi vieja laptop pedazo de
basura mientras se cocina una pizza congelada. Por primera vez en más de un año,
escribo su seudónimo en la barra de búsqueda.
Respiro profundamente cuando aparecen los resultados. Fotos y fotos —
wow, cuántas fotos— junto con un vídeo del accidente. Mi corazón se desploma
mientras lo miro fijamente. Pulso play y lo veo. Treinta segundos. Contengo la
respiración, esperando lo peor de él: que se tambalee en el tráfico sin tener en
cuenta su vida, tal vez. Pero en lugar de eso, lo veo empujar a un hombre,
diciéndole que se aparte cuando una chica queda atrapada entre ellos. La chica se
mete en la carretera, y sus reflejos son rápidos, tan rápidos, que la agarra y la
empuja otra vez a la acera antes de—
Haciendo una mueca, cierro de golpe la laptop en el momento en que el coche
lo golpea. Salvó a la chica de ser atropellada.
Me quedo sentada en silencio, aturdida. Mi nariz empieza a moverse, el olor
de algo quemado me hace cosquillas en las fosas nasales. Pasa un momento —
demasiado largo— antes de que mis ojos empiecen a arder y me dé cuenta. La
cena.
Corro hacia el horno, lo apago y abro la puerta. El detector de humo empieza
a sonar y yo hago una mueca, abanicando el humo. La pizza está carbonizada.
—Mami, ¿qué está apestoso? —pregunta Maddie, entrando en la cocina con
una pila de papeles y su caja de crayones, con la nariz arrugada.
—Tuve un pequeño percance —digo, mirando la pizza quemada—. Tal vez
pidamos una pizza a domicilio.
—¡Y pollos! —declara, subiéndose a una silla de la mesa—. ¡Y los panes
también!
—Pizza, alitas y pan de ajo: entendido.
Tomo el teléfono y llamo a la pizzería más cercana, pidiendo todo el combo.
No puedo permitirme el lujo de derrochar, pero qué más da, ¿no?
Después de colgar, me siento con ella, mirando su hoja mientras dibuja a
Breezeo. Es buena. Tiene talento. Podría ser una artista. Podría ser lo que quisiera.
Lo sé, porque no es sólo mi hija.
Su sangre corre por sus venas también.
Él era el soñador. El hacedor. El creyente.
Cuando no estaba drogado, cuando no estaba borracho, cuando no estaba tan
arruinado, veía algo en él, algo que veo cuando miro a Maddie. Los dos tienen la
misma alma, viven con el mismo corazón.
Y eso me asusta mucho.
—Mami, ¿cómo está enfermo Breezeo? ¿Dónde le duele?
—No estoy segura —digo—. En todo el cuerpo, tal vez. Johnny, ya sabes, el
tipo real que hace de Breezeo, se lastimó con un coche cuando estaba ayudando a
una chica.
—¿Pero se pondrá mejor?
Ella me mira, sus ojos cautelosos.
Está preocupada por su héroe.
He intentado explicarle la diferencia entre la realidad y las películas, para
prepararla, por si acaso, pero no estoy segura de que lo entienda.
—Se pondrá mejor —le digo—. No te preocupes, cariño.

—Es que... no puedo creerlo —dice Bethany, de pie a mi lado en el pasillo


mientras reabastezco la comida enlatada. Se apoya en la estantería, con la nariz
metida en la última edición de Crónicas de Hollywood. Toda la revista está
dedicada a Jonathan.
Una historia tras otra, especulaciones y teorías. Drogas. Alcohol. Tal vez se
sentía suicida. No tengo interés en leer ninguna de esas tonterías, pero Bethany
insiste en soltar todos los detalles mientras está en su descanso para comer.
—Sabes, se supone que debes pagar por eso antes de leerlo —le digo—. Esto
no es una biblioteca.
Pone los ojos en blanco y pasa la página.
—Suenas como mi madre cuando dices eso.
Hago una mueca.
—No soy tan vieja.
—Lo pareces.
—Como sea —murmuro—. Sólo digo...
—Estás diciendo que te aguantas o te callas. —Cierra la revista mientras finge
vomitar—. Ya he leído todo lo que puedo soportar, de todos modos. ¿Quién
compra esta basura?
Ella lo hace, creo. La he visto comprando ejemplares.
Se queda callada un momento mientras trabajo antes de preguntar:
—No te crees nada de eso, ¿verdad?
—¿Creer qué?
—Nada de esto —dice, agitando el papel.
—Creo que mi opinión no importa realmente.
—Pero en lo que respecta a Johnny Cunning, todo es posible, ¿cierto?
Lanzo la mirada hacia ella cuando me lanza mis propias palabras.
—Cierto.
Ella frunce el cejo, derrotada, y vuelve a su registro.
Termino lo que estoy haciendo, tratando de apartar todo eso de mi mente.
Cuando dan las tres, marco mi hora de salida, tomo algunos comestibles y me dirijo
a la caja. Tengo que volver aquí en una hora para hacer el inventario, lo que me da
el tiempo justo para ver a Maddie después de la escuela e instalarla en casa de mi
padre. Pago y estoy a punto de irme cuando veo la revista Crónicas de Hollywood
metido al lado de la caja registradora de Bethany, lo que significa que ella la
compró.
—Mira, conociste a Johnny Cunning, ¿verdad? —pregunto—. ¿Y fue amable
contigo?
—Sí.
—Entonces eso es todo lo que importa, ¿no? No importa lo que diga esa
basura sobre que él es horrible, tú te sentiste diferente. No permitas que un tipo
sentado detrás de una computadora que inventa historias sensacionalistas cambie
lo que tú crees.
Ella sonríe.
No me entretengo.
Hago una mueca, sinceramente.
Para empeorar el momento, en la radio del supermercado empieza a sonar
Believe, de Cher, y creo que esa es mi señal para irme. La banda sonora de mi vida
necesita una actualización seria. Me subo al coche y me dirijo a la casa de mi padre,
entrando en su casa cuando llega el autobús de la escuela. Mi padre está sentado
en el porche, en su mecedora, mientras observa el vecindario.
—¡Ah, ahí está mi niña! —dice, poniéndose de pie con los brazos abiertos.
Maddie corre hacia él para abrazarlo, arrastrando su mochila por el suelo.
—¡Adivina qué, abuelo! —dice, sin darle tiempo a adivinar antes de
continuar—. ¡Vi que Breezeo se enfermó en un accidente, así que mi mami me dijo
que puedo hacerle un dibujo!
Los ojos de mi padre se ensanchan mientras me lanza una mirada.
—Le dije que buscaríamos una dirección y se lo enviaríamos por correo —
explico—. Ya sabes, como el correo de los fans.
—Tiene sentido.
—¿Quieres dibujar uno, abuelo? —pregunta Maddie—. Apuesto a que el mío
sería mejor, pero tú también puedes intentarlo.
Él frunce el cejo al verla.
—¿Qué te hace pensar que el tuyo sería mejor?
—Porque soy la mejor dibujando —dice ella—. Tú también eres bueno, pero
mami no sabe dibujar.
—Oye —digo a la defensiva—. Puedo dibujar estrellas muy geniales.
Maddie pone los ojos en blanco, asegurándose de que lo vea, y anuncia:
—¡Eso no cuenta! —Antes de entrar.
—Ya oíste a la niña —dice mi padre, sonriendo y dándome un codazo cuando
me reúno con él en el porche—. Tus estrellas no cuentan, muchacha.
Después de acomodar a Maddie, con los sándwiches hechos para ella y mi
padre mientras se acurrucan en la mesa de la cocina con papel y crayones, y una
tarta de crema de chocolate recién hecha sobre la encimera (no crean que no me
di cuenta), le doy un beso en la parte superior de la cabeza.
—Tengo que volver al trabajo, cariño. Te veré esta noche.
Empieza a lloviznar cuando salgo. ¿Qué pasa con la lluvia últimamente? Saco
las llaves y salgo del porche cuando percibo movimiento. Me giro en dirección a
mi coche y mis pasos se detienen bruscamente.
El corazón cae justo en mis pies y se me hace un nudo en el estómago. Pierdo
el aliento en ese instante, sorprendida al ver la cara conocida. Oh, Dios. Todo en
mí dice corre... corre... corre... aléjate mientras tengas la oportunidad... pero no
puedo ni moverme.
Lleva unos jeans y una camiseta negra, una gorra en la cabeza. Lleva una
chaqueta de cuero negra sobre los hombros y el brazo derecho metido en un
cabestrillo. Su piel está maltratada y moreteada, pero es él.
Jonathan Cunningham.
Lleva lentes de sol, así que no puedo ver sus ojos, pero puedo sentir su mirada
arañando mi piel. No habla, parece tan tenso en este momento como me siento yo.
Mis adentros están apretados. Me duele el pecho al inhalar bruscamente.
—Hola —dice tras un momento de tenso silencio, esa simple palabra es
suficiente para marearme.
—¿Qué quieres? —pregunto, escatimando un saludo, mi tono es más duro de
lo que pretendo.
—Sólo pensé... —Mira más allá de mí, hacia la casa—. Pensé que tal vez—
—No —digo, esa palabra sale volando de mis labios.
Él suspira, su pecho sube y baja mientras baja la cabeza.
—¿Podemos al menos hablar?
—Quieres hablar.
—Sólo una conversación —dice—. Eso es todo lo que pido. Sólo un minuto
de tu tiempo.
—Para hablar.
—Sí.
Una gran parte de mí quiere volver a decir que no. La amargura que ha
arraigado en lo más profundo de mí anhela cerrarle el paso. Pero no puedo, por
mucho que crea que quiero... no puedo decir que no sin al menos escucharlo.
Porque esto no se trata de mí, a pesar de lo personal que se siente. Se trata de esa
niña que está dentro de la casa, derramando su alma en un dibujo para un hombre
que todavía cree que es un héroe.
—¿Por favor? —pregunta, animado por mi silencio, por el hecho de que aún
no le he dicho que se vaya—. Compadécete de un tipo golpeado.
—¿Quieres mi compasión?
—Quiero cualquier cosa que estés dispuesta a ofrecerme.
—Mira, no puedo hacer esto ahora mismo —digo, saliendo del porche y
saliendo a la calzada—. Voy a llegar tarde.
—Entonces después —dice—. O mañana. O al día siguiente. Cuando tú
decidas. Cuando te venga bien. Estaré allí.
Estaré allí. ¿Cuántas veces he anhelado escuchar esas palabras? Ni siquiera sé
si las dice en serio.
Me acerco lentamente y me detengo junto a mi coche, unos cuantos metros
separándonos.
—Salgo del trabajo esta noche a las nueve. Si tienes algo que decirme, puedes
decirlo entonces, pero por ahora...
Da un paso atrás, asintiendo.
—Necesitas que me vaya.
—Por favor.
Me deslizo junto a él, subiendo al asiento del conductor de mi coche,
observando por el espejo retrovisor cómo vacila antes de alejarse. Se va a pie, sus
pasos son lentos. No sé de dónde viene. No sé a dónde va. No sé qué espera de
mí.
No sé por qué mi corazón se acelera.
No sé por qué tengo ganas de llorar.
Conduzco hasta el trabajo después de que se ha ido y llego unos minutos
tarde, pero nadie dice nada al respecto. Estoy perdida en mi cabeza, distraída,
preguntándome qué estará haciendo y qué podría estar planeando decir. No estoy
segura de que existan palabras que puedan mejorar todo esto, pero hay algunas
que podrían empeorar las cosas.
—¡Kennedy!
Me sobresalto y me giro hacia el sonido de la voz de Bethany en la puerta del
almacén. —¿Qué?
—Llevo aquí hablando contigo como cinco minutos y ni siquiera estabas
escuchando. —Se ríe—. En fin, sólo quería darte las buenas noches.
—¿Te vas temprano esta noche?
—Más bien tarde.
—Creía que salías a las nueve.
—Sí —dice, mirando su teléfono cuando empieza a sonar—. Bueno, mi
transporte está aquí, así que estoy fuera.
Confundida, miro el reloj. Son casi las nueve y media. Perdí la noción del
tiempo. Dejando todo a un lado, ficho mi hora de salida, evitando la conversación
con Marcus. Tengo que volver a casa de mi padre antes de que aparezca Jonathan.
A mitad de camino hacia mi coche, mis pasos vacilan cuando lo veo. Ya está
aquí. Jonathan está encaramado al capó de mi coche en el oscuro estacionamiento,
con la cabeza baja y la gorra ocultando su rostro.
Todavía no me ha visto. Me acerco, estudiándolo. Si quieres ver los
verdaderos colores de alguien, echa un vistazo a quién es cuando cree que está
solo.
Está inquieto, parece que no puede quedarse quieto. Nervioso, creo. Ansioso.
O tal vez sólo está drogado. Estoy casi delante de él cuando por fin se da cuenta.
Se tensa y se levanta.
Esta vez no lleva lentes de sol, pero está evitando mi mirada.
—¿Cómo sabes dónde trabajo?
Sus ojos bajan, como si estuviera mirando mi pecho, así que miro hacia abajo
y pongo los ojos en blanco. Uniforme de trabajo. Dah. Soy un anuncio andante de
Piggly Q.
—Probablemente no debería haberme presentado aquí, pero me preocupaba
que intentaras evitarme —admite—. Que me hubieras engañado.
—¿Así que no ibas a darme la oportunidad?
Se ríe torpemente.
—Supongo que puedes decir eso.
—Sí, bueno, esa no soy yo. Te dije que podíamos hablar, así que aquí estoy.
—Te lo agradezco —dice, todavía inquieto, con la atención puesta en el
estacionamiento—. Yo... realmente no pensé que llegaría tan lejos. Me imaginé que
me bloquearías de inmediato, que me echarías de la ciudad con el rabo entre las
patas como todas las veces.
—No hagas eso —digo mientras cruzo los brazos sobre el pecho—. No actúes
como si yo fuera la mala del cuento.
—No, tienes razón, no quería... —Suspira y se queda sin palabras, frotándose
la nuca con la mano izquierda. El silencio se hace entre nosotros por un momento.
Es tan silencioso que puedo oír el grillar de los grillos en la distancia—. ¿Crees que
podríamos ir a algún sitio? ¿Sentarnos un rato en un lugar más privado?
—Mírame —digo, ignorando su pregunta, porque aún no ha establecido
contacto visual conmigo—. Necesito que me mires, Jonathan.
No lo hace.
En su lugar, se vuelve a sentar en el capó de mi coche, murmurando:
—Jonathan. Hace mucho tiempo que nadie me llama así.
—Oh, cierto —digo, desbloqueando la puerta del conductor, porque no tengo
ganas de quedarme aquí y jugar con él—. Johnny Cunning. Casi olvido que ahora
eres ese.
—Sigo siendo la misma persona —dice en voz baja.
—¿Y quién es exactamente? —pregunto—. ¿Estamos hablando del hijo del
portavoz Cunningham? ¿El soñador, el creyente, el que nunca dejó que nada lo
frenara? O tal vez estamos hablando del alcohólico. Ya sabes, el cocainómano.
—Ya no hago eso.
—¿Por qué debería creerte?
—Porque es la verdad. —Su mano izquierda se desliza hacia su bolsillo para
sacar algo. Refleja las luces del estacionamiento cuando lo levanta: una moneda de
bronce brillante, no mucho más grande que una moneda de 25 centavos.
Una ficha de sobriedad.
No sé qué decir. Todo vuelve a quedar en silencio. Mis dedos rozan los suyos
cuando se la quito. Es de metal sólido, con un triángulo grabado en la cara, el
número romano I en el centro y ‘recuperación’ escrito en la parte inferior.
Un año de sobriedad.
—La gente te vio salir de un bar la semana pasada.
—Eso no significa que haya bebido. Quería hacerlo, pero no lo hice. No lo
haré. —Hace una pausa, su voz es más tranquila cuando dice—: No puedo.
Quiero creerle.
Me gustaría poder hacerlo.
Hace tiempo creía todo lo que salía de los labios de este hombre, pero es
difícil dar peso a sus palabras después de lo que hemos pasado.
—¿Entonces por qué no me miras? —pregunto—. Dices eso, quieres que lo
crea, pero ni siquiera me miras a los ojos.
—Porque he jodido las cosas contigo —dice—. ¿Sabes lo difícil que es
enfrentarte ahora mismo? Sé que nada puede borrar lo que he hecho, pero necesito
que sepas cuánto lo siento.
Lo siento.
No es la primera vez que se disculpa. Lo hace cada vez. Pero entonces estaba
hecho un desastre, siempre, y no estoy segura de que lo esté ahora, porque el chip
de la sobriedad pesa en mi mano, pero sus ojos siguen sin encontrarse con los
míos.
—Perdón por la forma en que te hice daño —dice—. Perdón por todo lo que
hice que nos llevó a este punto. Y lo entiendo, sabes, si me odias. No te culparía en
absoluto. Pero sólo necesito decirte... necesito que sepas... que incluso cuando
estaba completamente jodido, nunca dejé de amarte.
Esas palabras, arrancan el aire de mis pulmones. Aprieto las manos en puños,
la moneda de bronce se clava en la palma.
—No espero que te creas eso. —Se levanta de mi coche, sus ojos finalmente
se encuentran con los míos, y son de un azul brillante y tan claros, pero sólo dura
unos segundos antes de que su mirada vuelva al suelo—. Pero esa no es la cuestión.
La cuestión es que no soy perfecto, pero hago lo mejor que puedo. No sé una
mierda sobre ser padre, pero espero que me des la oportunidad de intentarlo.
Mañana... el día siguiente... algún día... cuando sea, estaré allí.
Comienza a alejarse con eso, como si hubiera dicho todo lo que podía y no
tuviera nada más que ofrecer.
—Jonathan —llamo—. Tu ficha.
—Quédatela.
—¿Qué?
—Sé cómo lo estoy haciendo. No necesito que una ficha me lo diga, pero tal
vez tú sí, así que quédatela.
Miro fijamente la moneda a la luz de la lámpara. No sé qué pensar. No sé qué
decir. No sé a dónde va ni cuánto tiempo piensa quedarse.
Por el momento, no sé casi nada, excepto que está aquí, delante de mí,
diciéndome todo lo que he anhelado oír durante mucho, mucho tiempo, y que lo
estoy dejando marchar como si todo eso no significara nada.
—Jonathan —llamo otra vez.
Se detiene y me mira por encima del hombro.
—Yo... me alegro de que estés bien —digo—. Vi lo del accidente, lo que
hiciste, ayudando a esa chica, y sólo... me alegro de que estés bien.
Sonríe ligeramente, una sonrisa familiar, una que está llena de mucha tristeza.
—Voy a quedarme por aquí un tiempo, a pasar desapercibido en la ciudad.
Me hospedaré en la posada Landing.
—¿La casa de la señora McKleski? —pregunto—. ¿Te la rentó?
Se le escapa una ligera risa.
—No estaba entusiasmada, pero necesitaba un lugar privado. Tuve que
convencerla y pagar una gran fianza para que aceptara.
—Apuesto a que sí —digo, imaginando la cara que debió poner la mujer
cuando él se presentó, buscando un santuario.
—Entonces, ahí es donde estaré —dice—. Si me buscas.
No espera una respuesta, se aleja cojeando. Hay un poco más de un kilómetro
desde donde trabajo hasta donde va. Los recuerdos de la voz de mi madre me
atormentan, el ángel en mi hombro, diciéndome que debería haberle ofrecido
llevarlo, pero en lugar de eso, escucho al diablo, que suena muy parecido a mi
padre cuando dice: Nunca te subas a un coche con un extraño.
Todavía no estoy segura de quién es en este momento.

Maddie está dormida cuando llego a casa de mi padre, acostada de espaldas


en el sofá. Mi padre está sentado en la mesa de la cocina, tomando una taza de
café descafeinado. Levanta la vista cuando entro y me sigue con la mirada hasta
que me dejo caer en una silla frente a él.
Hay crayones y hojas esparcidos por la mesa, un sobre en el centro de todo,
dirigido a Breezeo en rojo brillante. La dirección del remitente dice Maddie en la
casa de mi abuelo. No está sellado, pero sé que lo ha intentado, con un sello torcido
en la esquina, al revés.
Recojo el sobre y saco el papel doblado de forma descuidada, mirándolo. Es
una tarjeta de felicitación, con las palabras escritas en mayúsculas en la parte
superior y un dibujo de Breezeo con el cejo fruncido debajo. Se dibujó a su lado,
sonriendo, entregándole lo que parece un ramo de flores amarillas, con un breve
mensaje escrito debajo.
Vi que te enfermaste en un accidente. ¡Deberías sanarte! Y deberías volver
porque mi mami dice que nadie se va siempre. Te hará feliz y a mí también. Con
amor, Maddie
Suspirando, vuelvo a doblar el papel, metiéndolo y dejo el sobre sobre la
mesa. Mi padre me observa, aún sorbiendo su café. Se nota que me está esperando.
Probablemente se pasó toda la tarde ayudándole a hacer eso, diciéndole cómo se
escriben todas las palabras.
—Jonathan apareció esta noche —digo—. Quería hablar.
—¿Y tú?
Busco en mi bolsillo la moneda que me dio y se la deslizo por la mesa a mi
padre. La agarra y suelta un silbido bajo, con una mirada peculiar en su cara
mientras se levanta. Orgullo. Eso no debería sorprenderme. No debería
sorprenderme nada de esto, pero lo hace.
Atraviesa la cocina y deja su taza de café en el fregadero antes de apoyarse
en la encimera, mirando la moneda. No muy lejos de donde está, un juego de llaves
cuelga de un gancho, con una moneda similar pegada a ellas, convertida en llavero.
Veinte años de sobriedad.
Mi padre pasó los primeros años de mi vida luchando contra el alcohol. Sólo
tengo vagos recuerdos de esa época. Se desintoxicó antes de que fuera demasiado
tarde para ser padre, siempre dijo, y sé que en eso está pensando ahora.
—Pareces perdida otra vez, niña —dice mientras empiezo a limpiar el
desorden de la mesa, metiendo los crayones otra vez en la caja.
—Lo siento —admito.
No me ofrece ningún consejo. Nunca he sido buena para escucharlo. Si
hubiera seguido su consejo hace años, nunca habría acabado en esta situación.
Pero no me arrepiento, a pesar de todo, y él lo sabe. Independientemente de lo
que haya pasado, Maddie ha salido adelante, y vale la pena cada momento de
dolor.
—Todos hacemos lo que tenemos que hacer —dice mi padre, dejando la
moneda en la mesa frente a mí—. Me voy a la cama.
—Gracias —digo—, por cuidar a Maddie.
—Cuando quieras —dice—. Mis niñas son mi todo. No lo tendría de otra
manera.
JONATHAN

Los paparazzi están en todas partes. En los aeropuertos, en las tiendas, en las
puertas de las casas, en los pasillos de los hoteles y en los sets. Los atrapé subiendo
a los árboles para mirar por las ventanas y rebuscando en las bolsas de basura.
¿Para qué? ¿Quién sabe? Pero es una realidad para alguien como yo: siempre están
cerca, siempre vigilan, y nueve de cada diez veces son jodidamente malos.
Llevo veinticuatro horas en Bennett Landing. Es la primera vez en mucho
tiempo que paso un día entero sin ser emboscado. Pero cuando atravieso la puerta
de la posada Landing después de las diez de la noche, tengo la sensación intuitiva
de que hay ojos que me observan.
Al echar un vistazo al vestíbulo, veo a McKleski saliendo de la cocina. Su
expresión severa apunta hacia mí.
—Sr. Cunningham.
Asiento a modo de saludo, evitando hacer una cara cuando me llama así.
—Señora.
—Es tarde —dice—. ¿Ha cenado?
Sacudo la cabeza.
—Bueno, no esperes que yo cocine para ti —dice—. Si quieres comer,
preséntate a una hora decente.
—Sí, señora —digo en voz baja mientras ella se aleja para hacer lo que sea
que hace cuando no está atendiendo a los huéspedes, ya que soy el único.
Convencerla de que me dejara quedarme aquí había sido bastante difícil. Cuando
se dio cuenta de que iba a rentar toda la posada, por tiempo indefinido, lo que
significaba que no tendría a nadie más, estuvo a punto de echarme a la calle.
La única razón por la que no lo hizo fue porque me veo patético.
—Y no hagas ruido —gritó—. Me voy a la cama.
—Sí, señora —vuelvo a decir, caminando hacia la cocina. No enciendo la luz.
Hay suficiente luz de algunas lámparas de noche para que pueda ver por dónde
voy. No he comido mucho desde el accidente. Diablos, si soy sincero, no he tenido
apetito en años.
Al abrir la puerta del refrigerador, veo una pequeña bandeja en el estante
superior, que contiene unos cuantos sándwiches, cubiertos con papel de plástico.
Encima hay un trozo de papel con las palabras ‘de nada’ garabateadas.
Agarrando un sándwich, me dirijo al piso de arriba, dando una mordida
mientras voy, oyendo a McKleski gritar desde su habitación:
—¡Si tiras migajas en la alfombra, tú vas a aspirar!
—Sí, señora —murmuro mientras sacudo la cabeza, todavía masticando.
Nunca me he preocupado por cosas como el karma, pero tengo la maldita
sensación de que me está tocando una buena dosis de él.

Es de mañana.
El sol brilla.
La luz brillante se cuela por las persianas abiertas que cubren las ventanas,
atravesando las finas cortinas blancas y calentando la habitación. No he dormido
más que unos minutos aquí o allá, breves ráfagas que parecían meros segundos
mientras mis ojos se cerraban, antes de que la realidad me despertara otra vez: la
realidad de estar de vuelta en esta ciudad, la realidad de haberla visto otra vez.
Llaman a la puerta de la recámara, pero lo ignoro. Son poco menos de las
ocho de la mañana, demasiado temprano para ocuparme de cualquier pendejada
que haya en la agenda de hoy. Vuelven a llamar y la puerta se abre de golpe. Me
tapo los ojos con el brazo izquierdo y suelto un gemido cuando entra McKleski.
—Tienes una visita —dice.
—Nadie sabe que estoy aquí.
—Alguien lo sabe o no estaría aquí para verte, ¿eh?
Ella sale, dejando la puerta abierta. Me quedo en silencio un momento antes
de mover el brazo. Visita. Sólo una persona sabe que estoy en la ciudad.
Kennedy.
Poniéndome de pie, salgo tambaleándome de la habitación y me dirijo a la
planta baja. Está de pie en el vestíbulo, vestida con un uniforme de trabajo, con
aspecto nervioso. Levanta la vista cuando se da cuenta de que estoy aquí, con una
mirada que me hace sentir el pecho jodidamente pesado. La desconfianza brilla en
sus ojos, siempre cautelosos ahora, como si estuviera esperando.
Esperando a que la cague.
Esperando a que la lastime.
—Hola —digo, deteniéndome en el vestíbulo frente a ella—. No esperaba
volver a verte tan pronto.
—Sí, bueno, ya sabes —murmura, sin terminar su pensamiento, desviando la
mirada y mirando a mi alrededor, como si buscara algún tipo de salida.
—¿Quieres sentarte? —Le ofrezco, señalando la zona del estudio, seguro de
que a McKleski no le importará.
—No, no puedo quedarme. Sólo tengo algo que darte.
—Okay.
Se queda allí, callada por un momento, mordiéndose el interior de la mejilla
como solía hacer cuando éramos niños. Niños. Todavía pienso en nosotros de esa
manera a veces. O bueno, en mí, al menos. Ella creció demasiado rápido, ¿pero
yo? Nunca he dejado de ser ese estúpido joven de dieciocho años con poca moral
y grandes sueños.
Metiendo la mano en su bolsillo trasero, saca un sobre con crayón rojo
garabateado en el exterior.
Se me revuelve el estómago.
—¿Esto es...?
Asiente con la cabeza. Ni siquiera tengo que terminar la pregunta. Con
cuidado, extiende el sobre y dice con voz suave:
—Le dije que lo enviaríamos por correo, pero ya que estás aquí...
—Gracias —digo, mirando el sobre. Está dirigida a Breezeo—. ¿Ella...?
—No —dice ella, retomando lo que no me atrevo a terminar—. Ella no sabe
que eres su padre. Ella... eh, cree que los héroes son reales, no importa cuántas
veces le explique que son sólo personas, y te mira como si fueras uno de ellos. Es
demasiado joven para verte de otra manera. Por eso...
Deja de hablar. Sé a dónde va. Por eso es tan difícil para ella darme esa
oportunidad, porque si resulto ser cualquier cosa menos ese héroe, la va a
destrozar. Y sé que no lo dice en un sentido teatral. Nadie espera que me ponga el
traje y me vuelva jodidamente invisible. Pero tengo un historial tremendo cuando
se trata de decepcionar a la gente.
—Lo entiendo —digo—. Y sé que es mucho, pedir tu confianza...
—Pero esta vez no te vas a ir.
—No.
Me imagino que eso podría encabronarla, el hecho de que yo la presione, pero
deja escapar un profundo suspiro, su postura se relaja.
—Bueno, debería ir a trabajar. Sólo quería pasar a dejar eso.
—Oh, sí, okay.
Cuando se va, abro el sobre y saco el papel, mirándolo. Me hizo un dibujo.
Leo sus palabras y siento que se me aprieta el pecho, que me arden los ojos, pero,
maldita sea, sonrío como un tonto. No puedo evitarlo.
—Pareces el gato que atrapó al canario —dice McKleski, apareciendo en el
vestíbulo, escuchando a hurtadillas.
—Sí, ella dejó esto —digo, agitando el papel hacia ella—. Es de Madison.
—Ah, la pequeña Maddie —dice—. Una niña es un pequeño torbellino, pero
¿qué esperabas? Mira a sus padres.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Ella te da los cómics un miércoles por la tarde. Al salir de la escuela, estás de pie
en la puerta, esperando a que te recojan, cuando ella saca la gruesa pila de cómics
de su mochila. Lleva tres días llevándolos consigo y reuniendo el valor para
acercarse a ti.
Esta semana estás diferente. Ella lo nota. Estás más callado, retraído, pero de
alguna manera tu presencia se siente más grande que nunca. Hay ira en tus ojos y
tensión en tu mandíbula. Apenas la has mirado. Apenas miras a nadie.
Ella te acerca los cómics y tú los miras fijamente, confundido. Pasa un
momento antes de que caigas en cuenta. Murmuras: Gracias.
Y eso es todo.
Te vas un minuto después.
Al día siguiente no vienes a la escuela.
El viernes por la tarde, te presentas a la hora del almuerzo. Entras por la puerta
principal de la escuela, sin molestarte en registrarte en la oficina. Paseas por los
pasillos, evitando la cafetería, y te diriges a la biblioteca, donde está ella. Siempre
pasa la hora del almuerzo entre las altas pilas de libros, sin comer ni estar con otras
personas.
Está sentada sola en una larga mesa de madera, con la nariz metida en su
cuaderno. Te acercas a ella y le preguntas:
—¿Qué estás escribiendo?
Enseguida ella cierra el cuaderno de golpe y deja caer el bolígrafo encima. Te
mira fijamente, sin responder a la pregunta.
Dejas caer la pila de cómics sobre la mesa. Su atención se centra en ellos y
pregunta:
—¿Al menos leíste alguno?
—Los leí todos —dices, acercando la silla a su lado, pero no te sientas en ella.
No, en lugar de eso, te deslizas sobre la mesa y te sientas con los pies enfundados
en tenis sobre la silla. No llevas los zapatos negros que van con tu uniforme—. Eran
mejores de lo que esperaba. Como que me enoja tener que esperar a ver cómo
termina.
—Ahora sabes cómo me siento —dice ella, jugueteando con los cómics,
poniéndolos en orden—. Me sorprende que los hayas leído.
—Te dije que quería hacerlo.
—Pensé que sólo me estabas siguiendo la corriente.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque es lo que hacen todos —dice ella—. No sé si te has dado cuenta,
pero no encajo aquí. La gente no es mala, pero tampoco es amable. Sólo toleran
mi presencia.
—Bueno, no sé si tú te has dado cuenta —respondes—, pero yo tampoco soy
su persona favorita. Algunos me odian. La mayoría me ignora. Antes me seguían
la corriente, pero ahora... Diablos, mírame. Podría sentarme aquí así todo el día y
nadie diría una palabra, como si fuera invisible.
—Como Breezeo —dice ella—. Has desaparecido.
Tú asientes.
—Así es como se siente.
Ella sonríe.
—No sé si hace alguna diferencia, pero yo te veo.
Se hace el silencio entre los dos. No es incómodo. Casi se siente cómodo. Ella
empieza a juguetear con el bolígrafo encima de su cuaderno. Tú lo miras fijamente
durante un momento.
—¿No vas a decirme lo que estabas escribiendo?
Ella niega con la cabeza.
—Escribes en ese cuaderno todo el tiempo.
No es una pregunta, pero responde de todos modos.
—Casi todos los días.
—¿Qué, es un diario? Como un diario o algo así —preguntas, y sus mejillas se
vuelven rosas mientras baja la cabeza—. ¡Ja! Lo es, ¿no? ¿Has escrito algo sobre
mí?
Estiras tu mano por el cuaderno, pero ella lo jala. El color rosa de sus mejillas
se ha vuelto rojo.
—No es un diario. Es una historia.
—Una historia —dices—. ¿Qué tipo de historia?
—Del tipo que tú escribes —dice ella—. O, bueno, del tipo que yo hago.
Porque lo hago. Estoy escribiendo una historia.
La explicación le sale a trompicones.
Te ríes.
—Sí, pero ¿de qué tipo? ¿Drama? ¿Acción? ¿Misterio?
—Todo eso —dice ella—. Es un poco de todo.
—¿Incluye el romance?
Ella no responde, sino que lanza una pregunta.
—¿Por qué estás tan interesado?
—Porque lo estoy —dices—. ¿Preferirías que te siguiera la corriente?
—No.
Ella se apresura a responder.
Vuelve a sonrojarse.
Hay ruido fuera de la biblioteca. Los estudiantes deambulan por los pasillos.
La hora del almuerzo está llegando a su fin.
Te levantas de la mesa y te pones de pie. Mirando alrededor, suspiras
profundamente antes de que tus ojos se encuentren con los de ella.
—¿Quieres salir de aquí?
Su cejo se frunce.
—¿Salir de la biblioteca?
—No, me refiero a salir de este infierno —dices—. Mi coche está estacionado
fuera, si quieres irte.
Te mira como si creyera que estás bromeando, pero cuando sacas un juego
de llaves de tu bolsillo, se da cuenta de que hablas en serio.
—Las reuniones del club están empezando —dices—. No es que te vayas a
perder de algo. Además, ¿qué es la vida sin un poco de aventura? Puede que te
sirva de inspiración para tu historia. Lo llamaremos una excursión de ‘al carajo tus
clubes’.
Te alejas.
Ella vacila un momento, antes de agarrar sus cosas y seguirte, poniéndose a
tu lado. Sus ojos recorren el estacionamiento.
—No nos meteremos en problemas, ¿verdad?
—No prometo nada —dices.
A pesar de tu respuesta, ella no vacila.
Conduces un Porsche azul. No es tan llamativo como otros coches, pero es
suficiente para que ella se detenga.
—Guao.
Ella se inquieta al entrar en el coche.
Tú no pierdes el tiempo para salir.
Se dirigen a Albany y pasan por un autoservicio para almorzar. Le compras
un sándwich y una malteada de chocolate, aunque ella insiste en que no tienes que
hacerlo: ella no tiene dinero. Con la comida en la mano, te diriges a un teatro de la
ciudad. La conduces al interior, deslizándote por una puerta trasera.
Hay gente por todas partes.
Hay un ensayo general. Algunas miradas se dirigen hacia ti, algunas personas
te saludan al pasar. No es la primera vez que vienes aquí. Pero están confundidos
cuando la miran, como si tu presencia fuera algo que no pueden comprender. Ella
duda, así que la tomas de la mano y tiras de ella, soltándola una vez que se han
librado de la multitud.
Ella se queda mirando su mano mientras los dos toman asiento en el teatro
vacío. Comen, charlan y ven el ensayo. Un musical del Dr. Seuss. Ella da un sorbo
a su malteada, riéndose del Gato en el Sombrero que provoca el caos en el
escenario, y tú te pierdes tanto en el momento que el tiempo se escapa.
—Tenemos que irnos —le dices—. Son las tres.
Incluso con prisas, apenas logras volver a la escuela antes de que se acabe el
día. Estacionas el coche, pero no llegas muy lejos. Un administrador está al acecho.
Hastings los vio salir juntos y los delató.
—Cunningham. Garfield. —El hombre mira entre ustedes—. Mi oficina.
Ahora.
Veinte minutos después, los dos están sentados en esa oficina cuando
aparecen los dos padres. Entran juntos, ninguno de los dos sonríe mientras el
administrador les explica la situación.
Tu padre no dice nada. Se queda de pie, escuchando. Su padre, en cambio,
echa humo. Sus fosas nasales se encienden mientras grita:
—¿En qué diablos estabas pensando? ¿Saltarte clases? ¿Sabes lo que me
cuesta enviarte aquí? ¿Y cuántas veces tengo que decirte que nunca te subas a un
coche con un desconocido? ¿Estás loca?
Ella se mira las manos, mordiéndose la mejilla, sin responder a sus preguntas.
Tres días de castigo. Ese es el castigo.
Salen todos juntos.
Es repentino, de la nada, cuando la máscara de calma de tu padre se
desvanece. Justo delante de la escuela, no dice ni una palabra, pero te golpea en
el pecho con el puño. Es lo suficientemente fuerte como para que la chica lo oiga
desde unos metros delante de ti. Lo suficientemente fuerte como para que su padre
también lo oiga.
Ambos se giran para mirar.
El golpe te saca el aire de los pulmones. Luchas por recuperar el aliento,
agarrándote el pecho, pero no te sorprende en absoluto. Esto no es una casualidad.
—Vete directamente a casa —dice tu padre, con voz calmada, incluso cuando
se pone en tu cara—. Espero que sepas que esto no ha terminado. Nos ocuparemos
de ello más tarde.
Con eso, él se marcha.
Te quedas un momento, con la mirada puesta en ella, antes de irte.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Llora todo el camino a casa desde la escuela.
No llora porque se metió en problemas. No es por culpa o vergüenza. Sus lágrimas
no tienen nada que ver con ella misma. Llora por ti, por la mirada que vio en tu
cara cuando te fuiste. Hay ira en tus ojos otra vez y tensión en tu mandíbula, y
ahora ella sabe lo que significa.
KENNEDY

—¡Sorpresa!
Me agarran desprevenida cuando esa palabra suena detrás de mí,
sorprendentemente cerca en el pasillo. Me doy la vuelta, con los ojos muy abiertos,
y casi choco con un cuerpo que me acecha, que mide uno metro noventa y lleva
un traje negro recto, y que es la personificación de alto, oscuro y guapo.
—Wow.
—No te asusté, ¿o sí? —pregunta—. Parecía que estabas en tu propio mundo.
Casi no quería interrumpir.
—Oh, no, sólo estoy... sorprendida de verte —admito, mirándolo. Drew—.
¿Qué haces aquí?
—Vine a verte —dice—. No he sabido nada de ti desde que cancelaste
nuestra última cita. Intenté llamarte, pero supuse que estarías ocupada con el
trabajo, así que pensé en pasarme por aquí, tal vez invitarte a comer.
Frunzo el cejo.
—Acabo de tomar un descanso.
—Lástima —dice—. ¿Tal vez una cena?
—Tal vez —digo—. Veré si puedo conseguir a alguien que cuide a Maddie.
—O podrías traerla —sugiere, levantando las manos a la defensiva cuando
afilo la mirada—. O no.
—Estoy segura de que a mi padre no le importará —digo—. Si está ocupado,
sé que Meghan estará encantada de hacerlo.
—Meghan —dice, haciendo una mueca al mencionarla.
—Oh, no seas así. —Le doy un codazo, riendo—. Ella ha sido un salvavidas.
No sé qué haría sin ella.
—Yo sí —dice—. Sé lo que yo haría sin ella.
—Pórtate bien.
Da un saludo falso.
Drew es, bueno... ¿qué puedo decir de él? No es la persona más fácil a la cual
abrirse, pero una vez que lo conoces, puede ser encantador. Sarcástico, un poco
precipitado, pero inquebrantablemente decidido. Nos conocemos desde hace
años, pero no fue hasta hace poco, cuando me lo encontré mientras yo salía con
Meghan, que me abrí a la posibilidad de que algo pasara entre nosotros.
Tiene sentido, saben. Estoy ocupada. Él está ocupado. Es una de las pocas
personas a las que no me siento obligada a ocultar mis secretos.
Pero odia a mi mejor amiga, así que eso es un gran strike contra él, y el
sentimiento es mutuo, pero eso podría tener algo que ver con el hecho de que
Meghan es tan protectora como una armadura a prueba de balas.
—Te llamaré —le digo—, en cuanto lo sepa.
—Bien. —Se acerca y me da un empujoncito en la barbilla—. Nos vemos.
Espero a que se vaya para sacar mi teléfono y enviarle un mensaje de texto a
Megan rápidamente, ya que estoy trabajando.

La burbuja se levanta y su respuesta llega.

Riendo, escribo:

Antes de volver a meterme el teléfono en el bolsillo, sin molestarme en


mirarlo cuando vibra con un mensaje, sabiendo que será un torrente de emojis
descontentos con algunas maldiciones escogidas, ya saben, para enfatizar.
Llaman a la puerta del departamento, pero antes de que pueda responder, la
puerta se abre de golpe y entra Meghan. Mide casi un metro ochenta con sus
brillantes tacones rojos, que no concuerdan con el gris del traje que lleva, como si
no estuviera segura de si va a trabajar o a una fiesta. Así es Meghan. Labios rojos
brillantes y pelo rubio perfectamente desordenado, del tipo que parece que no le
importa, pero sé que se ha pasado una hora en el baño para conseguirlo.
Sus ojos azules se estrechan, apuntando hacia mí. Se esfuerza por parecer
enojada, pero no lo consigue, y enseguida hace una mueca.
—¿De verdad? ¿Andrew?
—Podría ser peor —digo.
—También podría ser mejor —replica—. No sería difícil, sabes. Pocas
personas son peores que Andrew.
Antes de que pueda discutir, Maddie sale corriendo de su recámara.
—¡Tía Meghan!
—Hola, pan de calabaza —dice, levantando a Maddie y haciéndola girar en
círculos mientras le da besos por toda la cara—. ¿Cómo está mi chaparrita favorita
hoy?
Maddie se ríe, tratando de evitar los besos.
—¿Adivina qué, tía Meghan?
—¿Qué? —pregunta mientras deja de girar, ahora balanceándose. Mareada.
—Breezeo tuvo un accidente, así que le hice una tarjeta y mami dice que se
¡la dio!
—¿Es eso cierto? —pregunta Meghan, levantando las cejas mientras me mira,
dejando a Maddie otra vez en el suelo—. Mami se la dio a Breezeo, ¿verdad?
—Sip. —Maddie se gira hacia mí—. ¿Verdad, mami?
—Verdad —digo, regalándole una sonrisa, sabiendo que voy a tener que
explicarle en unos segundos, así que es mejor que salga de aquí—. ¿Por qué no vas
a hacerle un dibujo a Meghan? Estoy segura de que le encantará uno. No querrías
que se pusiera celosa.
Después de que Maddie sale corriendo, me dirijo a la cocina, Meghan corre
detrás de mí.
—¿Vas a soltarlo o tengo que llamar a un fiscal especial?
—Creo que ella lo resumió muy bien —digo, rebuscando en el refrigerador y
los gabinetes, sacando cosas para preparar una cena rápida—. Ella le hizo un
dibujo. Se lo di.
—¿Cómo?
Le corto la mirada y continúo con lo que estoy haciendo.
—Hijo de puta —gruñe, dejándose caer en una silla de la mesa de la cocina—
. Apareció otra vez, ¿no es así? Tuvo los huevos de mostrar su cara.
—Dijo que quería hablar.
—¿Así que hablaste con él?
—Sí.
Meghan se cubre la cara con las manos.
—Tienes razón. Podría ser peor. Podría ser mucho peor, así que vete y
disfruta de tu noche. Porque comparado con eso, Andrew es perfecto.
—Yo no diría todo eso —murmuro.
Ella sacude la cabeza, mirándome con recelo mientras precaliento el horno.
—¿Qué estás haciendo?
—Preparando algo para la cena.
—¿Por qué? ¿No tienes una cita?
—Sí, pero Maddie aún no ha comido, y Drew no llegará hasta dentro de una
hora, así que...
—Así que eso te da el tiempo suficiente para prepararte —dice ella—. Puedo
encargarme de la cena, no es gran cosa.
—¿Estás segura?
—Segurísima —dice—. Ve a ponerte algo que haga que él quiera desvirgarte,
ya sabes, si te gusta todo eso. Aj.
Riendo, me dirijo a mi recámara para cambiarme, poniéndome un par de
jeans y una blusa rosa antes de quitármela. Arg. Me cambio tres veces antes de
decidirme por unos leggins negros y una túnica púrpura, y vuelvo a la cocina para
ver a Meghan.
—¿Qué te parece esto?
Me echa una mirada antes de decir:
—A no ser que te lleve a Planeta Fitness a hacer pilates, para mí es un no.
Poniendo los ojos en blanco, vuelvo a la recámara para intentarlo otra vez,
poniéndome unos caquis acampanados y un top floreado.
En cuanto Meghan me ve, hace una mueca.
—¿Viajando en el tiempo hasta Woodstock?
—Qué chistosa —murmuro, y vuelvo a mi recámara para ponerme unos jeans
ajustados y un top negro.
—Ahora ni siquiera lo estás intentando. —Meghan me fulmina con la
mirada—. ¿No tienes todavía ese vestido? Ya sabes, ese negro con encaje.
—Esto no es la gran cosa, Meghan. Me va a llevar a cenar.
—Sí, bueno, si te pones el vestido negro, puede que acabes siendo el postre.
La miro fijamente durante un momento antes de encogerme de hombros.
¿Qué rayos? Me dirijo a la recámara y saco el vestido del fondo del clóset, sin
pensarlo demasiado antes de ponérmelo. Me paso los dedos por el pelo, dejando
que haga lo que quiera, y estoy en el baño maquillándome un poco cuando Maddie
aparece en la puerta.
—Te ves bonitas, mami.
—Gracias, cariño —digo, mirándola en el reflejo del espejo mientras ella me
observa, con expresión de curiosidad. Le doy una palmadita a la encimera junto al
lavabo, invitándola a acompañarme, y ella se sube a ella mientras yo agarro un
tubo de brillo de labios con sabor a fresa. Frunce los labios y le pongo un poco,
sonriendo mientras lo hago—. Sabes que te amo, ¿verdad, niña linda? Te amo más
que a todo. Más que a los árboles, los pájaros y el cielo. Más que a la pizza de
pepperoni y a las novelas Harlequin.
—¿Qué es una novela harlequit?
—Nada que necesites saber durante mucho, mucho tiempo —digo, guardando el
brillo de labios—. Sólo tienes que saber que no las quiero ni de lejos tanto como a
ti.
Ella balancea sus pies, sonriendo.
—Yo también te amo.
—¿Más que el helado de chocolate y los sábados por la mañana?
—Ajá —dice ella—. ¡Más que los colores y el dinero!
—De ninguna manera.
—Y las bebidas Yoo-Hoo y los juguetes de Happy Meal.
—¡Wow!
—¡Y aún más que Breezeo!
Con los ojos muy abiertos, la miro. Eso es un compromiso serio viniendo de
mi chica amante de los superhéroes.
—Sabes, puedes querernos igual.
—Nah-ah —dice ella, negando con la cabeza—. Eres mi mami, así que te amo
más.
Le pongo el dedo índice en la punta de la nariz.
—Bueno, te lo agradezco, pero recuerda que no pasa nada si alguna vez lo
haces.
La bajo de la encimera, la pongo de pie y miro la hora: faltan cinco minutos
para las seis.
—Tengo que irme pronto, cariño.
—¿Puedo ir?
—Esta noche no —le digo—, pero tal vez la próxima vez. En vez de eso,
podrás pasar el rato con la tía Meghan.
Hace un puchero, y la vista de su expresión me da ganas de llamar a Drew y
cancelarlo, porque me jode hacer algo que la haga parecer tan decepcionada. Pero
se recupera y me abraza antes de salir corriendo.
Llego a la cocina justo cuando llaman a la puerta. Las siete en punto. Sigo
descalza.
—Toma —dice Meghan, quitándose los zapatos en mi dirección—. Nada dice
fóllame como los tacones de aguja rojos.
Me los pongo y casi tropiezo al correr hacia la puerta. La abro de un tirón
cuando él vuelve a llamar a la puerta, y me encuentro cara a cara con Drew, todavía
con el traje negro de antes.
—Hola —digo—, llegas justo a tiempo.
—Siempre lo hago —dice, ofreciéndome el más leve indicio de una sonrisa
antes de mirar por encima de mi hombro hacia el departamento—. Hola, Meghan.
Me alegro de verte.
Su voz es cortante cuando responde:
—Andrew.
—¿Estás lista? —pregunta, volviendo a mirarme—. Pensé que podríamos
probar ese nuevo sitio mexicano de Poargkeepsie.
—¿Chipotle? —Meghan llama—. Ese sitio no es nuevo, pero no me importaría
en absoluto que me trajeras un burrito bowl.
Su cara parpadea de fastidio.
—Me refiero al restaurante en Main.
—Ah, el que tiene todas las margaritas —dice ella riendo—. Ya sabes lo que
dicen del tequila...
Empujo a Drew más afuera, uniéndome a él, gritando adiós a Meghan antes
de que pueda decir algo sobre desnudarse. Drew empieza a alejarse, mirando por
encima de su hombro para asegurarse de que le sigo.
—¿Quieres que conduzca yo? —Le ofrezco.
Se ríe de eso. Sí, se ríe.
—Creo que puedo manejarlo.
Drew conduce un flamante Audi, negro brillante con cuero impoluto. En los
altavoces suena rock indie tranquilo mientras él llena el silencio, hablando de
trabajo. Terminó una estadía en algún sitio y lo contrataron para... hacer algo.
No lo sé. No estoy escuchando realmente.
Algo relacionado con la política y el derecho.
No es un viaje tan largo al otro lado del río. El restaurante está lleno, pero
conseguimos una mesa sin tener que esperar. Drew me retira la silla y la vuelve a
empujar cuando me siento, como un caballero. Me río cuando pienso en ello.
—¿Qué es tan gracioso? —pregunta, sentándose frente a mí.
—Sólo recordar lo imbécil que eras cuando nos conocimos.
—No era tan malo, ¿verdad?
—Nunca me hablaste.
El barman se acerca y yo pido agua, mientras Drew pide una cerveza.
Una vez que el barman se aleja, Drew dice:
—Estoy seguro de que tú tampoco me hablaste.
—Porque eras un imbécil.
Se ríe.
Luego empieza a hablar otra vez.
Hago todo lo posible por prestar atención, interviniendo en todos los lugares
adecuados. Conozco la conversación como la palma de mi mano. Política.
Eso facilita las cosas, pero Drew ya es fácil. Las cosas son sencillas con él.
Familiar. Es fácil, y es amable, y sigo pensando que es guapo, pero más allá de eso,
nada.
Ningún cosquilleo. No hay mariposas. No hay sonrisas tontas.
No me hace sentir como si estuviera en una espiral.
Comemos.
Drew bebe.
Yo me quedo con el agua.
—Vamos, salgamos de aquí —dice después de pagar la cuenta, rechazando
mi dinero cuando me ofrezco a pagar mi parte. Gracias a Dios, porque no podía
permitírmelo.
Me agarra de la mano y yo lo dejo. Me lleva al estacionamiento y no me
resisto. Pero en el momento en que intenta meterme en el coche, me resisto. No
diría que está borracho, pero ha estado bebiendo, y eso nunca será algo a lo que
me arriesgue.
—Es tarde —miento, apenas son las nueve. Puedo agarrar un taxi a casa y
ahorrarte el viaje.
Parece confundido, sin saber cómo reaccionar. Sé que esperaba algo más de
esta noche, y yo podría seguirle la corriente, pero...
—Vete a casa —le digo—, pero conduce con cuidado. No te perdonaré nunca
si haces que tu coche se estampe con un árbol.
—¿Estás segura de esto? —pregunta, con cara de conflicto—. Puedo llevarte
a casa.
—Segura. —Me inclino hacia él y le doy un beso, el pico más pequeño—. No
te preocupes por mí. Estaré bien.
JONATHAN

—¿Cómo te hace sentir eso?


La pregunta del millón, que he escuchado innumerables veces este último
año. Me preguntan cosas exasperantes, día tras día, noche tras noche, pero nada
se me mete en la piel como esa.
—¿Cómo crees tú que me hace sentir?
—La desviación no ayuda a nadie, sabes —dice—. Es un mecanismo de
defensa que nos impide reconocer nuestros problemas.
—No me psicoanalices, Jack —digo—. Si quisiera que me psicoanalizaran,
ahora mismo estaría hablando con mi puto psiquiatra de verdad.
—Sí, okay, te sientes de la mierda —dice—. Menos que la mierda. Eres
mierda de perro en la suela de un zapato que se raspa en un bordillo porque nadie
quiere tener nada que ver con la mierda en su zapato.
—Básicamente.
—Eso es apesta.
Me río por la forma desenojada en que lo dice.
—Recuérdame otra vez por qué te llamé.
—Porque ahora mismo darías tu huevo izquierdo por un trago y necesitas que
alguien te llame la atención por tus pendejadas.
Suspirando, me paso la mano izquierda por la cara.
Qué razón tiene...
Es una noche tranquila en Bennett Landing. La mayoría de las noches parecen
serlo. El sol se pone y la ciudad se oscurece, y me quedo con nada más que mis
pensamientos, que es un lugar muy peligroso para estar. La última vez que me sentí
tan aislado fue en rehabilitación, cuando luchaba por desintoxicarme. Me gusta
pensar que he dado grandes pasos desde entonces, pero algunas noches me ponen
a prueba.
Llevo una hora dando vueltas fuera, paseando hacia el paseo marítimo, por el
parque Landing, al lado de la posada, soltando mis secretos a través del teléfono a
un imbécil que los resume como ‘apesta’.
—Todos tenemos malas noches, hombre. Lo sabes —dice Jack—. Intenta
recordar por qué estás ahí. Beber seguro que no te ayudará a enmendarlo.
Tiene razón. Por supuesto que la tiene.
Pero Dios mío, daría mi huevo izquierdo por ahogarme en una botella de
whisky ahora mismo.
—Lo intento —digo, caminando, levantando la vista cuando llego a la
pequeña zona de picnic. Mis pasos se detienen cuando veo movimiento, alguien
sentado encima de una de las mesas de picnic, mirando al agua.
Parpadeo, vislumbrando su rostro a la luz de la luna mientras Jack empieza a
divagar, diciéndome que vaya a buscar una reunión.
No esperaba que nadie estuviera aquí a estas horas, pero desde luego no ella.
—¿Kennedy?
Se gira hacia mí.
No parece tan sorprendida como esperaba, sus ojos se mantienen en guardia
mientras me observan, pero su postura es relajada, así que supongo que eso es
algo.
—¿Me estás escuchando, Cunning? —pregunta Jack—. ¿O estoy perdiendo
el tiempo?
—Te escucho —le digo—. Veré lo que puedo hacer.
—Bien —dice—. Sé que no es fácil, confiar en la gente, pero creo que te
ayudará.
—Sí —murmuro—. Mira, tengo que irme.
—¿Estás seguro? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Llámame si necesitas algo.
—Lo haré.
Termino la llamada. Kennedy me observa, pero aún no ha dicho nada, así que
no estoy seguro de si debo quedarme. No estoy seguro de por qué está aquí o qué
está haciendo, si es que está sola. No veo a nadie más, pero eso no significa que
no esté esperando a que aparezca alguien.
—Déjame adivinar —dice después de un momento—. ¿Tu mánager?
—No. —Me meto el teléfono en el bolsillo—. Mi consejero.
—Eso está bien... creo. —Hace una pausa antes de añadir—: No sé muy bien
qué decir a eso.
—Es lo que es. —Me acerco unos pasos más, midiendo su reacción—. Es un
buen tipo. No me trata como si fuera una estrella, lo cual agradezco. De hecho,
cree que mis películas son una mierda.
Se ríe de eso, se ríe de verdad.
—Lo siento, no quiero reírme de ti, pero bueno, eso es algo gracioso —dice—
. Quiero decir, tienes que admitir que pueden ser un poco tontas a veces.
—Tontas.
—En realidad sólo he visto el primer Breezeo, pero vamos, ¿algunos de los
diálogos que han añadido? Creo que me pasa algo en los ojos porque no puedo
dejar de mirarte. ¿Qué clase de basura cursi?
—Sí, esa fue bastante mala.
—¿Y qué fue lo que le dijo Maryanne en el hospital, cuando él se enfermó por
primera vez y buscaban la cura?
—Nuestro amor te hará mejorar.
—¡Eso! —Ella pone los ojos en blanco—. Porque es lo más poderoso del
mundo.
—Esa me gustó —admito, arriesgándome y subiendo a la mesa de picnic,
sentándome a su lado. Hay algo de espacio entre nosotros, así que no nos estamos
tocando, pero ella está tan cerca que puedo sentir su calor y oler una pizca de su
perfume—. Su amor no lo salvó, pero lo hizo mejor persona.
—No importa —dice ella—. Estaba acostado en una cama de hospital, creía
que se estaba muriendo, ¿y eso es lo que dice ella?
Sonrío ante el tono cínico de su voz, dejándole la razón. Tiene un punto. Se
hace el silencio. Está mirando el agua, con los brazos rodeando su pecho como si
se estuviera conteniendo. Está temblando, así que tal vez tenga frío, o puede que
esté temblando porque yo estoy aquí. No lo sé.
—¿Quieres que me vaya? —pregunto.
Ella no contesta, sus ojos miran al suelo delante de nosotros. No es un ‘no’,
pero tampoco es un ‘sí’. Sé que debería dejarla en paz, no arriesgarme a empujarla
demasiado lejos, demasiado rápido, pero la he extrañado jodidamente mucho
estos últimos años. No merezco su tiempo, en lo más mínimo, pero estoy tan
desesperado por recuperar alguna parte de esta mujer que le robaré cada segundo
que pueda conseguir.
—¿Qué estás haciendo aquí, de todos modos? —pregunta en voz baja—.
Realmente no tienes una buena racha estando en este parque después del
anochecer.
—Contigo, nada menos.
Ella sonríe ante eso.
—Sólo necesitaba un poco de aire —digo—. No podía seguir sentado en esa
casa, mirando esas paredes, con esa mujer siempre ahí. Necesitaba tomar un
descanso. Es tarde, así que me imaginé que estaría solo aquí fuera.
—Lo siento por eso...
—No te disculpes conmigo —digo, sacudiendo la cabeza—. Entonces,
¿todavía pasas por aquí?
—A veces —dice—. Aunque no suele ser por la noche. A Maddie le gusta este
lugar, le gusta jugar en los columpios, pasar el rato junto al río.
Maddie.
Ya van dos veces en un día que me habla de ella, dos veces que menciona a
nuestra hija. Intento no hacerme ilusiones, pero después de años de darme de cara
contra la pared, siento que por fin puedo ir en la dirección correcta.
—¿Así que le gusta el agua? Creo recordar que la odiabas.
—Nunca la odié —dice—. Es que no me gustan los bichos.
—Y los patos.
—Y los patos. —Concuerda con un escalofrío—. Lo cual es curioso, porque a
Maddie le encantan. Le encanta venir aquí y alimentar a los patos cada vez que
puede. Siempre le preocupa que no coman lo suficiente. Ella es, eh...
—Suena perfecta.
—Sí —susurra—, lo es.
No sé qué decir, tengo miedo de presionarla, así que sólo me siento aquí, mis
ojos la escudriñan en la oscuridad. Lleva un vestido negro corto, un par de tacones
rojos tirados en el suelo junto a la mesa de picnic.
—Te ves bien—le digo.
Ella se mira a sí misma, haciendo una mueca.
—Tuve una cita.
—Una cita.
Esa palabra es un golpe en el pecho.
No soy tonto. Sé que probablemente siguió adelante, y sería el peor hipócrita
si me molestara por eso después de algunas de las mierdas que hice estos últimos
años en un intento de adormecer mis sentimientos por ella. Ella tiene toda una vida
fuera de mí, sin mí, un mundo que construyó para sí misma donde yo ni siquiera
existo, y no la culpo por ello. Ni un poco. No es que yo pudiera esperar que se
sentara a esperar. Nunca se lo pedí. Nunca le di una razón. No sólo he sido un
padre de mierda; también fue un novio terrible.
Pero, aun así, hay una llamarada de celos que arde en mis entrañas, mi
vergüenza la apaga como gasolina en un incendio.
—¿Ahora haces mucho eso? —pregunto—. ¿Tener citas?
Ella me mira con ojos de odio.
—No tanto como pareces hacer tú.
Touché.
—Has tenido, qué... ¿seis, siete novias? Demonios, dicen que incluso tienes
una esposa ahora.
—Dicen, ¿verdad?
—Sí.
—Dime que no lees esa mierda, Kennedy. Dime que no crees realmente...
—No sé qué creer —dice—. No es que importe. Tu vida, es tuya. Harás lo que
sea que quieras hacer. Lo dejaste claro hace mucho tiempo. ¿Pero Maddie? Ella es
lo que importa. Y no puedo tenerte cerca de ella si...
—No voy a lastimarla —digo cuando se calla—. Sé que eso es lo que temes.
—Sí, bueno, tampoco pensé que me lastimarías, pero en el momento en que
me convertí en un inconveniente...
Quiero decirle que ahora es diferente. Quiero decirle que he aprendido la
lección, que he crecido. Quiero decirle que no volveré a cometer los mismos
errores. Quiero decirle que nunca ha sido un inconveniente . Quiero decirle un
montón de cosas, pero nada de eso hará la diferencia. Son sólo palabras, y he dicho
muchas palabras a lo largo de los años, incluyendo algunas que la han herido.
—Estoy aquí —digo—. Estoy sobrio. Y para que conste, no estoy casado. No
sé de dónde sacaron esa historia, pero no hubo ninguna boda. La mayoría de lo
que publican es una mierda.
—No importa.
—Sí importa —alego—. Nunca me vas a dejar ver a Madison si ese es el tipo
de hombre en el que crees que me convertí, si crees que la mierda que dicen de mí
es real. Quiero decir, ni siquiera sé cómo es ella ahora. Podría cruzarme con mi hija
en la calle y ni siquiera la reconocería. Y eso es culpa mía. Pero la mierda que
publican, ¿si eso es lo que me espera? Estoy jodido.
Cerrando los ojos, me paso una mano por el pelo, agarrando los mechones
mientras suelto una larga exhalación. Ella no dice nada, y después de un momento
vuelvo a abrir los ojos, viendo el brillo de su celular iluminando su cara.
Empiezo a decir algo, a decirle que dejaré de molestarla esta noche, cuando
sus ojos se encuentran con los míos. Me tiende el teléfono. Mi mirada se dirige a
la pantalla.
Mi corazón casi se detiene.
Es una foto de una niña con grandes ojos azules, pelo oscuro y mejillas
regordetas, que muestra la sonrisa más brillante que he visto nunca. Está posando,
con las manos en las caderas y la cabeza inclinada hacia un lado. Es la viva imagen
de su madre, joder, pero esos ojos son todos míos.
—Se parece a ti —digo.
—Sí, bueno, actúa como tú.
Sonrío y agarro su teléfono.
—Hay algunas fotos más ahí —dice—, si quieres verlas.
—¿Segura?
Ella asiente.
Unas cuantas más resulta ser una subestimación. Me parece que son cientos
mientras las ojeo. Me da un breve vistazo al tiempo que perdí: cumpleaños,
vacaciones, el primer día de escuela. Un libro de recuerdos que nunca tendré, lo
que podría haber sido, lo que debería haber sido, el tiempo que habría tenido si no
hubiera estado tan jodido. Ella se ve feliz. Ellas se ven felices, las dos.
Paso a otra foto y me detengo, tropezando con otra cara familiar.
Meghan.
—¿Ves a Meghan? —pregunto, sorprendido, aunque no debería estarlo. Si
hay alguien que ha estado ahí a lo largo de los años, con una lealtad inquebrantable,
esa es Meghan.
—Todo el tiempo —dice—. Ahora mismo está de niñera.
—¿Meghan de niñera? ¿Seguro que la niña sigue viva?
Se ríe y agarra otra vez el teléfono, pulsando un botón para que la pantalla se
oscurezca.
—Te diré que tu hermana es genial con los niños.
—Mi hermana —murmuro—. Que no te oiga que la llamas así.
Mi hermana. Otra enmienda que tengo que hacer.
Ella no lo hará fácil.
—En una escala del uno al diez —digo—, ¿cuán encabronada dirías que está
todavía?
—¿Del uno al diez? Yo diría que está en un setenta y tres.
Hago una mueca.
—Me imagino.
—En fin, debería irme —dice, levantándose de la mesa de picnic—. Necesito
llegar a casa antes de que sea demasiado tarde.
—¿Manejaste? —pregunto, dándome cuenta de que no he visto ningún coche
por aquí.
—Me pasaron a dejar. Pensé en ir andando. —Vacila, mirándome, como si no
estuviera segura de querer continuar—. Tengo un departamento.
—Oh.
Oh. Eso es todo lo que digo, como un puto idiota, mientras ella agarra los
zapatos del suelo, sin molestarse en ponérselos. Se aleja unos pasos, descalza, con
los ojos todavía cautelosos.
—¿Puedo caminar contigo? —pregunto.
—Puedo llegar sola.
—No lo dudo, pero... —Dudo—. ¿Te importa? Me gustaría caminar contigo.
No quiero ser un pendejo misógino, pero...
—Está bien —dice ella—. Pero no tienes que hacerlo.
—Lo sé.
Estamos dando vueltas al hecho de que quiero hacerlo, de que ella me está
haciendo el favor aquí y no al revés, pero asiente para que le acompañe, así que
me pongo de pie y caigo a su lado.
—Así que, este consejero tuyo —dice mientras empezamos a caminar.
—Jack.
—Jack —repite—. Debe ser un gran tipo si te ha mantenido limpio.
—Yo no diría que me ha mantenido limpio. Ayuda, pero no es la razón por la
que estoy sobrio. Eres tú.
—¿Yo?
—Y Madison —digo—. Esto. Eso es lo que me ha mantenido limpio.
Se queda callada, con la cara torcida por la concentración, como si estuviera
considerando mis palabras, pero no parece creérselo. Después de un momento,
sus pasos se detienen. Ni siquiera hemos salido del parque y ya se ha detenido.
—¿Qué lo hizó? —pregunta.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué hace que esta vez sea diferente?
—Yo, eh...
—La mayoría de las historias que publican sobre ti pueden ser mentiras, pero
sé que has estado en rehabilitación unas cuantas veces, sé que han hecho
intervenciones y te han desintoxicado, pero has vuelto a ello. Y nosotros estuvimos
aquí. Hemos estado aquí. Eso no ha cambiado, ¿entonces qué lo hizo?
—No lo sé —admito—. La última vez que vine aquí... el año pasado... cuando
tu mamá murió, quise estar ahí para ti, pero aparecí borracho y sabía que estabas
de duelo, y me miraste como...
—¿Cómo qué?
—Como si nada te hubiera dolido tanto como que yo estuviera allí —digo—.
Hasta entonces, sólo veía tu rabia, pero ese día vi tu miedo, como si tuvieras miedo
de cuánto más dolor te iba a causar, cuando yo no quería otra cosa que mejorar
todo.
Comienza a caminar otra vez, su voz es tranquila cuando dice:
—Ojalá pudiera creerte.
—Sí —murmuro—. Yo también.
—Pero me alegra —dice—. Sea lo que sea, me alegro de que estés sobrio, y
espero que sigas así. Por el bien de Maddie, sí, porque se merece conocer a su
papá, pero también por el tuyo. Sé que nunca fui suficiente para ti, Jonathan, pero
espero que encuentres algo que lo sea.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Volviste club de teatro.


Llevas un mes de vuelta.
Esta es la cuarta semana consecutiva que te presentas y participas. Julio César
te aburre, pero es mejor que nada. Un adicto acepta cualquier llegue que pueda
recibir. Además, te resulta terapéutico convertirte en otra persona durante un rato.
Tal vez por eso te gusta tanto actuar. Tal vez estás cansado de ser tú mismo.
La chica sigue sentada en el auditorio cada semana. A veces, escribe. Sobre
todo, mira. Cuando no te mira a ti, te encuentras mirándola a ella. Sus miradas se
cruzan de vez en cuando en el centro, y ella siempre sonríe. Siempre.
En algún momento, en el último mes, las cosas cambiaron. Los dos se hicieron
cercanos. Ella te besó por primera vez la semana pasada. En la biblioteca, durante
el almuerzo, se inclinó y lo hizo, dando el primer paso. Fue inesperado.
Desde entonces, le has robado besos todos los días.
Bueno, excepto hoy.
Tienes un mal día.
Te equivocas en algunas líneas. Estás distraído. Has tenido esa mirada toda
la tarde, como si no estuvieras del todo bien.
—Cristo, Cunningham, enfócate —dice Hastings, pasándose las manos por la
cara—. Si no puedes soportar ser Bruto—
—Vete a la mierda. —Lo cortas—. No actúes como si fueras perfecto.
—No cometo errores de novato —dice Hastings—. Tal vez si no estuvieras
tan preocupado por intentar tirarte a la chica nueva, podrías—
PUM.
Le haces callar a mitad de la frase con un puñetazo en la cara, tu puño conecta
con fuerza, casi haciéndole caer de pie. Se tambalea, aturdido, mientras te diriges
a él otra vez, agarrando el cuello de su camisa de uniforme y tirando de él hacia ti.
—Cierra la puta boca.
La gente se interpone entre los dos, obligándolos a separarse. Hastings sale
furioso, gritando:
—¡No puedo con él!
El club de teatro se detiene.
Te quedas ahí un momento, con los puños apretados a tu lado, calmándote.
Flexionas las manos, aflojándolas mientras te acercas a la chica. Ella te observa en
silencio, con una expresión de cautela.
Te sientas cerca de ella. Hoy hay un asiento vacío entre ustedes. Es la primera
vez que no te sientas a su lado en semanas. Le das espacio.
Hastings no tarda en volver, pero no está solo. El administrador entra detrás
de él. El hombre se dirige a ti, con expresión severa.
—Cunningham, dame una buena razón por la que no deba expulsarte.
—Porque mi padre te da mucho dinero.
—¿Eso es lo que tienes que decir?
—¿No es una buena razón?
—¡Golpeaste a un compañero!
—Sólo estábamos actuando —dices—. Yo soy Bruto. Él es César. Es de
esperarse.
—Bruto lo apuñala. No lanza puñetazos.
—Estaba improvisando.
La chica se ríe cuando dices eso. Intenta contenerse, pero el sonido sale, y el
administrador lo oye, su atención se desplaza hacia ella.
—Mira, no volverá a pasar —dices, atrayendo otra vez la atención hacia ti—.
La próxima vez, lo apuñalaré y acabaré con él.
—Más vale que te comportes —dice el administrador, señalándote con el
dedo a la cara—. Un incidente más y te vas para siempre. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Y ten por seguro que tu padre se enterará de esto. —La atención del
administrador vuelve a centrarse en la chica—. Garfield, ¿un consejo? Si quieres
tener éxito aquí, búscate un nuevo amigo, alguien con sus prioridades bajo
control... alguien más parecido a Hastings.
Hastings se para en el pasillo, frotándose la mandíbula. A pesar del hecho de
que se va a tener moretes, está sonriendo. Regodeándose.
—Porque Cunningham no te causará más que problemas —continúa el
administrador—. Y tú puedes hacerlo mejor.
El hombre se aleja. Hastings le sigue. Tiene miedo de estar cerca de ti sin
respaldo. Los dos tienen una larga rivalidad, como Batman y el Joker... o Breezeo
y Knightmare.
Pero ¿cuál eres tú?
¿El héroe?
La chica sacude la cabeza y garabatea en el frente de su cuaderno.
—Eso fue muy grosero de su parte.
—Sí, bueno, es verdad —dices tú.
—¿Lo es?
—Ya te metí en problemas una vez —le recuerdas—. Puedo garantizar que
no será la última vez que pase.
—¿Eh, y qué hay de la otra parte? —pregunta ella—. ¿Eso también es cierto?
—¿Qué parte?
—La parte en la que podrías estar tratando de desnudar a la chica nueva.
Sólo la miras. Ella sigue haciendo garabatos.
—Porque si lo estás haciendo —dice—, lo estás haciendo bastante mal.
Quiero decir, aún no lo has intentado, así que...
Evita mirarte, con las mejillas rosadas. Sus garabatos son más bien garabatos
distraídos, cualquier cosa para distraerse. Se muerde la mejilla.
Te acercas y cubres su mano con la tuya, deteniéndola antes de que el
bolígrafo haga un agujero en el cuaderno. Ella te mira con ansiedad.
No dices nada de inmediato, sosteniendo su mirada, antes de inclinarte,
acortando la distancia, y la besas. Es suave, y dulce, y es ahí mismo, delante de
todo el Club de Teatro, pero no te importa quién lo vea.
—¿Quieres que salgamos? —preguntas, con voz tranquila—. ¿Pasar algún
tiempo juntos fuera de este infierno?
Ella asiente.
—¿Qué tal este fin de semana?
Arrancando un papel de la parte de atrás de su cuaderno, garabatea su
número de teléfono para que la llames después de la escuela.
Pero no lo haces, no de inmediato. Tu vida se convierte en un caos esa tarde.
Ni siquiera tienes una oportunidad. Tu padre se enfrenta a ti por el incidente en la
escuela, y cuando finalmente te alejas de él, tienes algo importante que hacer.
Pero más tarde, esa misma noche, mucho después de que se ponga el sol, le
envías un mensaje de texto, preguntándole si hay alguna posibilidad de verla ahora
mismo. Le dices que es importante. Es tan tarde que es posible que ya esté en la
cama, pero a los pocos minutos recibes un mensaje con la ubicación de un parque
cercano a su casa.

Puedo verte en treinta minutos.

Tardas más o menos ese tiempo en conducir hasta allí. Cuando llegas, ella
está sentada encima de una mesa de picnic, mirando el agua, el parque que bordea
la orilla del río Hudson. Es la primera vez que la ves sin el uniforme de la escuela,
tan acostumbrada a las faldas hasta la rodilla con las gruesas mallas.
Esta noche lleva pantalones de pijama.
Está oscuro donde está sentada, el brillo de la luz de la luna la rodea. Te
acercas, con las manos escondidas en la espalda.
—Tengo una sorpresa.
—¿Son las respuestas del examen de matemáticas del lunes? Porque si es así,
al menos vas a llegar a la tercera base por eso.
Te ríes, poniéndote delante de ella.
—¿Qué base es la tercera base?
—Estoy bastante segura de que es frotarse.
—Lástima —dices—. Me vendría bien una buena frotada, pero no, no es eso.
Aunque, siempre podrías copiar mis respuestas. Sólo marca algunas mal a
propósito, ya que podrían sospechar si obtienes una puntuación perfecta.
—Claro, ya que nunca fallas ninguna. —Ella pone los ojos en blanco—.
Entonces, si no son las respuestas, ¿qué es?
Saca las manos de la espalda. Es un cómic, metido en una funda de plástico.
Su expresión cambia al tomarlo.

Breezeo: Ghosted
Número 5 de 5

—¿Esto es...? Oh, por Dios, ¿es esto lo que dice que es?
—El último número de Breezeo.
—¿Pero cómo? —Sus ojos se encuentran con los tuyos—. ¡Aún no ha salido!
—Ah, bueno, conocí a una persona que conocía a una persona que conocía a
una persona —dices—. Ya sabes cómo es esto. Paga suficiente dinero y puedes
conseguir cualquier cosa.
—Debes haber odiado mucho la espera —dice ella—. Dios mío, Jonathan. De
verdad, no lo puedo creer. ¿Es bueno? ¿Lo has leído?
—No, no lo he leído. Lo compré para ti. Pensé que me lo prestarías más tarde,
si me porto bien contigo.
—¿Esto es para mí? —pregunta, sosteniéndolo contra su pecho—. ¿De
verdad, es mío?
—Sí —dices—. Es tuyo.
En cuanto se lo confirmas, se lanza hacia ti, dando un gran salto desde la mesa
de picnic hasta tus brazos. No te lo esperas y casi te tira al suelo. Consigues
mantenerte en pie mientras ella te envuelve, con las piernas alrededor de tu cintura
y los brazos alrededor de tu cuello.
Te besa.
Le devuelves el beso mientras das unos pasos para dejarla en la orilla de la
mesa de picnic, pero ella no te suelta. En todo caso, está más animada. Deja caer
el cómic sobre la mesa y te pasa los dedos por el pelo mientras se mece contra ti.
Tú gimes, presionando contra ella. Estás tan duro que ella puede sentirlo.
—Supongo que llegué a la tercera, después de todo.
—¿Eso? La sacaste del campo.
Te ríes contra sus labios, sin dejar de besarla.
—¿Sí? ¿Ya me estás dando un jonrón?
—Vale la pena —susurra ella—. Puedes deslizarte a casa cuando quieras. Es
todo tuyo.
Las metáforas de béisbol, sí, son estúpidas, pero el significado detrás de ellas
te excita. Te está dando luz verde para llegar hasta el final, y bueno, ¿qué
adolescente hormonado va a decir que no a esa invitación?
Tu mano se desliza por la parte delantera de sus pantalones y ella jadea,
echando la cabeza hacia atrás. Tu boca se dirige a su cuello mientras la enloqueces
con las yemas de los dedos, preguntando:
—¿Qué te gusta?
Ella balbucea.
—Yo, eh... no sé...
—¿Lo quieres así? —le preguntas, susurrándole al oído mientras ella se
restriega contra ti, haciendo su propia fricción, casi masturbándose. La ayudas,
frotando más fuerte donde lo necesita—. Podría doblarte sobre la mesa, darte por
detrás. O podríamos ir a mi coche, si quieres, tal vez hacer que me montes en el
asiento del copiloto. Dime cómo hacerte sentir bien.
Eres un hablador sucio. Hace que se sonroje.
—No lo sé —dice ella otra vez—. Yo, eh... yo nunca he...
—¿Quieres decir que nunca has...?
Ella sacude la cabeza.
—¿En serio? ¿Es tu primera vez?
Eso te agarra desprevenido. Pones en pausa lo que estás haciendo.
No te habías dado cuenta de que era virgen.
Ella gime, moviendo sus caderas.
—Oh Dios, no pares... por favor...
Empiezas a frotar otra vez. Ella está cerca, tan cerca que sería cruel parar.
Sólo unos segundos más antes de que jadee, con un orgasmo que la atraviesa. No
te detienes hasta que se relaja otra vez, pero una vez que intentas apartarte, ella no
te deja.
—Quiero hacerlo —dice—. Sé que tú has hecho esto antes, y yo no, pero
quiero hacerlo... contigo.
—Tu primera vez no puede ser aquí —dices—. No puede ser doblada sobre
una maldita mesa de picnic.
—El coche, entonces.
—Tampoco va a ser eso —dices—. No conmigo. Tiene que ser en una cama.
La primera vez de nadie debería ser un rapidito de diez minutos en un parque.
—¿Cómo fue tu primera vez?
—Fue un puto rapidito en un parque —dices, y ella se ríe—. Así que sé de lo
que hablo. En mi caso duró como dos minutos, pero, aun así.
—Suena duro —dice ella, todavía riendo, pero su diversión se desvanece
cuando presiona las palmas de sus manos sobre tus mejillas. Te mira la cara a la
luz de la luna. El tenue comienzo de un hematoma pinta la línea de tu mandíbula
con tonos descoloridos. Pasa sus dedos ligeramente por ella—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dices, apartando sus manos—. No hay nada de qué
preocuparse.
—¿Sucede mucho?
—¿Qué?
—Sabes qué —dice ella—. Que te pegue tu padre.
Te ríes, pero no es un sonido feliz.
—Puedo cuidar de mí mismo. No soy un niño.
—Pero sigues siendo su hijo —dice ella—. Y sólo tienes diecisiete años.
Además, supongo que esto no es algo que acaba de empezar.
No dices nada de inmediato. No quieres hablar de ello. Sin embargo, ella no
va a soltarlo. Así que te sientas a su lado en la mesa de picnic y le dices:
—Mañana cumplo dieciocho años.
—¿En serio?
—Sí, y tienes razón —dices—. No es nuevo.
Así que se lo cuentas. Le cuentas que siempre ha sido duro contigo, porque
eras un niño de mamá. Tu madre había sido una aspirante a actriz, y por eso te
involucraste a tan temprana edad, pero a tu padre nunca le gustó. Se suponía que
ibas a seguir sus pasos. Era una fuente de disputa entre tus padres, y mientras tu
padre ascendía en las filas políticas, tu madre se alejaba de su sueño.
La primera vez que te pegó tenías doce años, pero no se convirtió en algo
habitual hasta un año después, cuando tu madre se tragó un frasco de pastillas y
no se despertó de la siesta. Tu padre culpó a su carrera de matarla, pero tú le
culpaste a él.
Por eso puedes responder a cualquier pregunta que te lancen en clase. Te lo
inculca cada vez que puede. Parece creer que puede sacarte a tu madre a golpes y
llenar el hueco que queda con más de él.
Ella se sienta a tu lado mientras hablas, con la cabeza apoyada en tu hombro.
Después, los dos están en silencio, antes de que ella diga que tiene que ir a casa.
Sus padres no saben que se salieron.
—Mañana en la noche —dice ella mientras agarra el cómic—. Si no tienes
nada mejor que hacer, ven a pasar el rato conmigo.
—¿A qué hora?
—A las ocho —dice ella—. En mi casa.
—Tu casa, ¿eh? Empiezo a pensar que te pueden gustar los problemas.
Ella sonríe mientras te besa, sólo un suave pico, antes de decir:
—Te veo mañana, Jonathan.
—Allí estaré —dices mientras ella se aleja.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Siempre ha sido un poco conspiradora, y en
este momento, está ideando un plan. Verás, sus padres van a salir de la ciudad
mañana en la noche. Se supone que ella va a ir, pero está empezando a sentir que
le va a dar algo. Cof. Cof
KENNEDY

Antes de que pueda dar un paso más, soy detenida de un jalón, una mano
agarrándome de la muñeca.
Me doy la vuelta, sorprendida, y lo miro. Jonathan. Seguimos en el parque,
no muy lejos de donde empezamos. Hay una mirada en su rostro golpeado. No sé
cómo interpretarla, no sé qué está pensando o cómo se siente.
Pero eso es lo que pasa con él.
Es un actor. Su talento es natural. Nunca ha tenido que trabajar mucho en ello.
Puede cambiar de humor en un momento, cambiar de escena en un instante, dar
un giro al guion sin que nadie se dé cuenta. Es difícil saber si sólo está interpretando
un personaje o si se puede confiar en que habla en serio.
—No —dice, su voz es baja pero contundente—. No hagas eso.
—¿Que no haga qué?
—No actúes como si no fueras suficiente para mí.
—No lo fui.
Sacude la cabeza, su expresión parpadea con algo más. ¿Ira? ¿Dolor?
¿Frustración?
—No sé cómo puedes decir eso, cómo puedes siquiera pensar eso.
—Porque es verdad —susurro, mirando hacia abajo, donde su mano rodea
mi muñeca. No me suelta—. No lo digo por ser rencorosa, pero es obvio que no fui
suficiente para ti.
—¿Cómo es obvio?
No puedo creer que pregunte eso, que pretenda no entender lo que quiero
decir. ¿Está fingiendo? No lo sé. Eso o ha pasado demasiado tiempo ignorando la
realidad.
—Querías mucho más de lo que tenías conmigo —digo—. No pude seguir el
ritmo. Lo intenté, pero no pude. Las desveladas, las fiestas, todos esos lugares y
caras diferentes... Me perdí en algún lugar en medio de todo, pero nunca te paraste
a mirar para asegurarte de que seguía contigo. Y luego con la bebida, las drogas...
las mujeres.
Hace una cara cuando digo eso.
—Nunca te engañé.
Me ha dicho eso antes, pero no es el punto. Bien por él por mantener sus
pantalones puestos, por mantener sus manos para sí mismo, pero, aun así, una y
otra vez, los eligió. Me dejó atrás, sola, en una ciudad donde sólo lo tenía a él, para
poder estar con ellos.
Actores. Modelos. Socialités.
Luché tanto por él y por su sueño. Renuncié a todo. Pero al final, él ni siquiera
me dio un minuto.
Un minuto era todo lo que pedía.
—No importa —dije—. Ya se acabó, de todos modos.
Me suelta la muñeca y empiezo a caminar otra vez. Él avanza a mi lado. Me
doy cuenta de que quiere argumentar su punto de vista, y de vez en cuando sus
labios se separan, como si hubiera encontrado las palabras que necesita para
convencerme, pero se detiene.
Cuando llegamos a mi edificio, me detengo en el estacionamiento, no muy
lejos de mi puerta.
—Gracias —murmuro, sin saber qué decir en este momento.
—Te equivocas —dice cuando me doy la vuelta, con la voz lo suficientemente
alta como para que la oiga. Debería haber sabido que no lo dejaría pasar.
Sacudo la cabeza.
—No me equivoco.
—Sí —vuelve a decir—. Y odio haberte hecho pensar lo contrario, Kennedy.
Se aleja. Lo veo irse, ignorando la pequeña parte de mí que no quiere que se
vaya.
Maddie ya está metida en la cama cuando entro, pero Meghan está en el sofá,
cambiando de canal tan rápido que no sé cómo puede saber lo que hay. Me mira y
se detiene al sentarse.
—Wow, te ves... —empieza, haciendo un gesto hacia mí.
—¿Me veo qué?
—No lo sé —dice—, pero te ves algo.
—Siento algo —murmuro, dejándome caer en el sofá junto a ella, dejando
caer sus zapatos en su regazo mientras subo los pies a la mesa de café. El vestido
se me ha subido casi hasta la cintura. Probablemente le estoy enseñando mi ropa
interior, pero no me importa. Qué noche.
—Oh, Dios, ¿fue tan malo? —pregunta, bajando la voz mientras se aprieta el
pecho—. ¿Es pequeño? ¿Tiene un pito de pinza con nariz de aguja? Oh, Dios, esto
es oro... por favor dime que Andrew tiene un meñique en los pantalones.
—No —digo riendo, haciendo una pausa antes de añadir—: Bueno, no lo sé.
Nunca lo he visto, pero dudo que sea así.
—¿Qué quieres decir con que nunca lo has visto?
—Quiero decir que nunca lo he visto. Nunca hemos... ya sabes.
—¿Qué? —Me mira con asombro—. ¿Han salido unas cuantas veces y ni
siquiera has jugado con él? ¿Qué demonios? Quiero decir, no te culpo, porque asco,
pero ¿por qué sigues yendo si no te las está metiendo? ¿Qué sentido tiene?
—Tal vez porque es simpático.
—¿Simpático? ¿Sabes quién más es simpático?
—Ni siquiera empieces.
—El señor Rogers —dice ella—. Quiere que seas su vecino. Bob Ross,
también es simpático. Te pintará una nubecita feliz. Diablos, ¿qué tal uno de los
Cleavers? ¿Por qué no salir con uno de ellos?
—Estoy segura de que están todos muertos.
—Sí, bueno, también lo está tu vagina a este paso.
Riendo, la empujo, casi empujándola del sofá.
—No lo está.
—Bien, como sea, así que Andrew es simpático. —Ella finge tener arcadas—
. Si no se desnudaron, ¿qué hicieron esta noche?
—Fuimos a cenar.
—Cenar —dice, mirándome—. Llevas cuatro horas fuera. ¿Cuánto comieron?
—¿Por qué haces tantas preguntas?
—Sólo me aseguro de que no te hayas escapado y hayas hecho algo estúpido,
como desnudarte con otra persona.
—Por supuesto que no —digo—. Mi vestido estuvo puesto toda la noche.
—Pero te escapaste, ¿no?
—No hice nada.
Ella ondea su dedo en la cara.
—Lo viste.
Culpable.
No tengo que decir nada. Ella lo sabe.
—Jesucristo, Kennedy...
—Lo sé, lo sé. Ni siquiera tienes que decirlo.
—Oh, pero lo haré —dice ella—. No voy a decirte qué hacer. Quiero decir,
quiero hacerlo. Quiero decirte que consigas una orden de alejamiento, pero no lo
haré. Sé que es su padre...
—También es tu hermano.
Me pone la mano en la cara, apartando mi cabeza.
—Arg, no me lo recuerdes.
De pie, se pone los zapatos, alisando las arrugas de su ropa.
—Puedes quedarte, sabes —le digo—. No tienes que salir corriendo.
—Lo sé —dice, jugueteando con mi pelo hasta que le doy un golpe en la
mano—. Pero el universo exige equilibrio. Tú no le diste esta noche, lo que significa
que depende de mí, así que me voy a cumplir con mi deber cívico.
—Ah, volver a ser joven.
Ella me enseña el dedo.
La verdad es que Meghan me gana por unos cuantos años. Está a punto de
cumplir los treinta y no está cerca de sentar la cabeza. Es tan despreocupada que
me hace sentir como una vieja.
—Te quiero —dice.
—Yo también, Meghan.
—¡Te quiero, manzana-frita con canela y azúcar! —grita mientras abre la
puerta principal, su voz se extiende por el departamento.
No espero que reciba respuesta, pero una voz somnolienta llama desde la
recámara:
—¡Te quiero!
Meghan me mira, tratando de parecer seria, señalando sus ojos antes de
señalarme a mí, advirtiéndome que estará mirando.
Antes de que pueda responder, se ha ido.
No conocía realmente a Meghan hasta que Maddie llegó al mundo. Habíamos
hablado algunas veces, nos veíamos de pasada, pero ella tenía una vida bastante
alejada de su hermano. Pero quería conocer a su sobrina, y después nos hicimos
cercanas.
Suspirando, apago la televisión y cierro con llave antes de ir a la cama. Me
quedo fuera de la recámara de Maddie, acechando en la puerta, con esos ojos
azules brillando hacia mí.
—Hola, cariño. ¿Te divertiste esta noche con tu tía Meghan?
Asiente con la cabeza.
—¿Te divertiste en tu cita?
—Claro —digo—. Estuvo bien.
—¿Dijo que estabas bonita con tu vestido?
—Eh, no. —Me miro a mí misma—. No creo que se haya dado cuenta.
—¿Por qué no?
—A veces la gente no se da cuenta de esas cosas.
—Yo sí —dice—. No creo que deban gustarte si no se fijan en los vestidos
bonitos. Porque tú puedes verlo, pero si no lo ven, entonces no miran. Y deberían
mirarte en las citas cuando eres bonita.
—Tienes razón —digo, es demasiado inteligente para su propio bien—. Es un
consejo muy bueno.
Sonríe cuando me acerco y me inclino para besar su frente.
—Duerme un poco —le digo—. Tal vez podamos hacer algo especial mañana.
—¡Patos! ¡Patos! ¡Patos! ¡Patos!
Sacudo la cabeza mientras Maddie arrebata las bolsas preenvasadas de col
rizada de la plataforma junto a la caja registradora, coreando con entusiasmo esa
palabra, sin dar apenas oportunidad a Bethany de escanearlas siquiera, y mucho
menos de meterlas en bolsas con el resto de nuestras cosas.
—¿Vas a ver a los patos hoy? —pregunta Bethany entre risas, tomando mi
dinero cuando pago.
—¡Sip! —dice Maddie—. ¡Picnic con los patos! ¿Verdad, mami?
—Verdad —digo, si es que los lonches con cajas de jugo cuentan como un
picnic, que me gusta pensar que sí.
Bethany frunce el cejo dramáticamente en dirección a Maddie.
—Chica afortunada. Estoy atrapada trabajando todo el día, a diferencia de tu
mamá, así que nada de alimentar a los patos para mí.
—Los patos comen todo el tiempo —le dice Maddie—. Todos los días,
además, ¡así que puedes alimentarlos cuando no estés trabajando!
—Sabes, tienes toda la razón —dice Bethany—. Tendré que recordarlo.
Maddie sonríe, satisfecha, mientras empieza a bailar como si estuviera
jugando a la rayuela, saltando de casilla en casilla en el suelo de cuadros.
Bethany cuenta mi cambio mientras cambia de tema, divagando sobre
horarios y días libres y bla, bla, bla... precisamente de todo lo que no quiero hablar,
pero le sigo la corriente antes de emprender la huida. Busco a Maddie y la veo en
la tapa de la caja, mirando exactamente lo que no debería ver.
Crónicas de Hollywood.
—Suficiente de eso —digo, presionando mi mano en su espalda, alejándola
de ella. No se resiste, y al instante agradezco que apenas esté aprendiendo a leer,
porque eso significa que no ha entendido ni la mitad de lo que vi en esa portada.
¡JOHNNY CUNNING IMPACTA CON REHABILITACIÓN!
¡El alcohol, las drogas y una adicción al sexo desgarran la vida de la estrella
de Breezeo!
¡Amigos preocupados de que esté llamando a las puertas de la muerte!

La conduzco fuera de la tienda, llevando nuestras cosas de picnic mientras


ella arrastra las bolsas de col rizada. Estoy sacando las llaves del coche del bolsillo,
tratando de vigilarla, cuando ella clava los talones y deja caer una de las bolsas.
Casi la piso, oyéndola mientras susurra:
—Breezeo.
—Lo sé, cariño —murmuro, agarrando la bolsa de col rizada, a punto de
devolvérsela cuando se aparta de mí.
—Breezeo —dice otra vez, un poco más fuerte esta vez, desapareciendo de
mi lado en un parpadeo. Corriendo.
—¡Madison! —grito, lanzándome tras ella—. ¡Detente!
Maddie no se detiene, pero yo sí. Está a apenas tres metros, dirigiéndose a
alguien que se acerca a la tienda de comestibles. Ella se acerca corriendo,
bloqueando el camino mientras lo repite.
—¡Breezeo!
Oh, Dios.
Oh, no.
No, no, no...
Breezeo.
Jonathan está de pie, parpadeando hacia abajo viéndola, la confusión
nublando su rostro. No estoy segura de cómo lo reconoció, con la barba
cubriéndole la mandíbula, todavía todo golpeado. Parece una versión maltratada
del actor, no del personaje.
Se me aprieta el pecho mientras contengo la respiración. Él no la reconoce de
inmediato, pero me doy cuenta en el momento en que lo hace. Hay un parpadeo
de conmoción que no puede disimular antes de que su expresión se enderece.
Puede que esté entrando en pánico, pero no lo demuestra, no que yo pueda ver.
Aun así, no dice nada.
La mira fijamente en silencio.
He imaginado este momento tantas veces, de tantas maneras diferentes,
ninguna de las cuales estoy remotamente preparada, pero nunca fue así. No tengo
ni idea de cómo él va a reaccionar, ni de lo que hará. Está tan fuera de mi control
que sólo quiero agarrarla y salir corriendo.
Los ojos de Jonathan se encuentran con los míos, ampliándose, suplicantes.
Ahí está el pánico. Con cuidado, doy un paso hacia ellos.
—¿Breezeo? —Maddie vuelve a decir, poniéndose justo delante de él,
atrayendo su atención hacia ella. Ella suena vacilante ahora, conflictuada por la
forma en que él está actuando, un hecho que parece estimularlo a actuar.
—Hola —dice mientras se arrodilla, a la altura de sus ojos—. No lo digas muy
alto. La gente podría oírlo.
—Mami dice que te llevó mi dibujo —dice emocionada, susurrando—. ¿Lo
viste?
Él sonríe ligeramente.
—Lo vi.
Apenas puedo oír su voz. La mira fijamente como si estuviera memorizando
su cara, como si temiera que ésta sea la única vez que la vea.
—¿Te gustó? —pregunta—. ¿Te hizo sentir mejor?
—Me encantó —dice él—. Y me hizo sentir mucho mejor. Gracias.
—¡De nada, Breezeo!
Su mirada se encuentra con la mía. Enarca una ceja. Está esperando que haga
algo, pero ¿qué?
—Maddie, cariño, ya hemos hablado de esto —le digo—. Él no es realmente
Breezeo, ¿recuerdas?
—Ya lo sé. —Pone los ojos en blanco de forma dramática, como si yo
estuviera loca—. Es Johnny, como en la televisión y en los periódicos y demás,
pero sigue siendo Breezeo también, ¿no?
—Sí... creo.
—A mí me parece bien —dice él, tendiéndole la mano izquierda—. Pero me
llamo Jonathan. Es un placer conocerte.
Ella le agarra la mano, estrechándola con fuerza.
—Mi mami me llama Maddie. ¡Tú también puedes llamarme Maddie!
—Maddie —repite.
Es un momento dulce... o bueno, debería ser dulce. Se me llenan los ojos de
lágrimas y pestañeo, y se me hace un nudo en la garganta, pero no quiero confundir
a Maddie con mi reacción.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto en voz baja cuando Jonathan se
vuelve a levantar.
—McKleski me envió a buscar leche —dice—. Me dijo que fuera útil.
—Sí, eh... —Miro hacia la tienda—. No vas a querer hacer eso. La cajera que
está trabajando, bueno, es un poco fan de Breezeo.
—¡Yo también! —dice Maddie.
Agarro el hombro de Maddie, tirando de ella hacia mí.
—Sí, pero tú, pequeña, sabes guardar un secreto.
—Sí —dice, sonriendo ampliamente mientras me mira—. Como aquella vez
que me contaste ese secreto de que no te gustaba—
Ni siquiera sé a dónde quiere llegar, pero no la dejo terminar y le tapo la boca
con la mano para amortiguar sus palabras, siseando:
—Secreto, ¿recuerdas?
Jonathan se ríe.
—Bueno, entonces. Supongo que hoy no habrá leche para McKleski.
Maddie me quita la mano de la boca, demasiado emocionada para quedarse
callada.
—¡Puedo conseguirle leche!
—No, yo, eh... —Rayos—. Yo puedo hacerlo. Sólo me llevará un segundo.
Sólo... — Rayos—. Eh... —¿Cómo me metí en esto?—. Sólo espera aquí. ¿Crees
que puedes...? —Rayos. Rayos. Rayos. Hago un gesto entre él y Maddie—. ¿Sólo
un segundo?
Sus ojos se ensanchan cuando se da cuenta de lo que le estoy pidiendo, como
si no pudiera creer lo que ha oído, lo cual es gracioso, porque yo no puedo creer
que haya salido de mis propios labios. ¿En serio le he pedido que la cuide por mí?
—Claro —dice vacilante, como si esperara que cambiara de opinión, y quiero,
pero no puedo, no cuando ya lo he dicho—. Si estás segura.
Asiento con la cabeza.
—Ahora mismo vuelvo.
Trato de mantener la calma, de no hacer saltar las alarmas, mis pasos son
decididos mientras me dirijo otra vez a la tienda. Me dirijo a la parte de atrás,
agarrando un galón de leche, antes de dirigirme a la caja registradora con él, con
el corazón acelerado todo el tiempo. No puedo creer que esté haciendo esto. No
puedo creer que acabo de hacer eso. La dejé con él, la dejé allí, con él, así de fácil.
Podría llevársela. Podría huir. Para lo que sé, ese fue su plan todo el tiempo. Tal
vez ni siquiera necesita leche.
—¿Olvidaste algo? —pregunta Bethany cuando pongo la leche frente a ella.
—Sí —murmuro—. Estúpida yo.
Lo cobra, pago y agarro el galón de leche antes de que pueda hacerme
conversación.
Al salir de la tienda, exhalo temblorosamente y veo que siguen juntos. Maddie
habla sin parar, mientras él le sonríe como si estuviera hipnotizado.
Su sonrisa se atenúa un poco cuando me acerco. Casi parece decepcionado
de que haya vuelto. Trato de disimularlo mientras le doy la leche, pero se me hace
un nudo en el estómago.
—Gracias —dice—. Maddie me estaba contando todo sobre los patos.
—¿Sí? —La miro—. Probablemente deberíamos ir allí.
—¡Le dije que compramos coles! —dice, apretando las bolsas—. Él dice que
es una locura, ¡porque comen pan! Pero él es el loco, porque el pan es malo para
los patos, ¡pero no cree que se coman la col rizada!
—Bueno, entonces —digo cuando hace una pausa para tomar aire—.
Supongo que no sabe mucho sobre patos.
—Supongo que no. —Coincide él, quedándose allí como si no quisiera irse.
—¡Debería venir! —declara Maddie, mirándolo con ojos muy abiertos—.
¡Puede alimentar a los patos!
—No estoy segura de eso, cariño —digo.
—¿Por qué no? —pregunta ella.
¿Por qué no? Es una buena pregunta, para la que no tengo respuesta; al
menos, ninguna que ella entienda.
—Estoy segura de que está ocupado.
—¿Demasiado ocupado para los patos? —pregunta incrédula, mirándolo con
incredulidad—. ¿No quieres darles de comer conmigo?
Estoy arruinada. Ya está. Lo sé al instante. La forma en que preguntó eso, la
forma en que lo parafraseó... No hay manera de que él pueda decir que no.
Murmura algo, sin responder a su pregunta, y me mira en busca de ayuda. Es
extraño verlo tan vulnerable. Se está ahogando ahora mismo.
—Estaremos en el parque —le digo—. Si quieres pasarte después de dejar la
leche.
—¿Estás segura?
Me pregunta, pero Maddie responde.
—Dah.
Él se ríe.
—Bueno, entonces, supongo que nos veremos.
Después de un momento de vacilación, un momento de mirar a Maddie otra
vez, finalmente se va. Maddie lo observa hasta que se pierde de vista. Se gira hacia
mí y sonríe.
—Mami, es Breezeo. ¡Está aquí!
Tiene estrellas en los ojos, mi niña soñadora, y yo le devuelvo la sonrisa,
aunque me aterra que todo esto vaya a aplastarla inevitablemente. Está aquí, y lo
está intentando, pero ¿cuánto tiempo puede durar? ¿Cuánto tiempo hasta que
vuelva a salir de la ciudad y regrese a su vida, dejando todo atrás? ¿Cuánto tiempo
hasta que mi niña enamorada se convierta también en un inconveniente para él?
JONATHAN

El parque está tranquilo a primera hora de la tarde, con algunas familias que se
dedican a sus propios asuntos. Nadie me presta atención cuando me acerco a las
mesas de picnic, con la gorra bajada y los lentes de sol puestos para evitar el
contacto visual.
He dado conferencias de prensa en directo y he caminado por alfombras
rojas, me he sentado a declarar con abogados muy poderosos que nunca han
dudado en destrozarme. Fui a rehabilitación una vez... dos veces... bueno, más bien
cinco veces, me senté en innumerables reuniones de AA y derramé mi alma con el
mejor maldito psiquiatra de la costa oeste. Audición tras audición, reuniones y
negociaciones, entrevistas en ruedas de prensa en las que los periodistas parecían
no entender lo que significaba ‘no hacer preguntas personales’. He estado rodeado
de gente importante en mi vida. Incluso conocí al presidente una vez.
Pero nunca, a través de todo eso, estuve tan nervioso como en este momento.
Me sudan las palmas de las manos. Me pica el brazo. Me duele la muñeca
como a un hijo de puta; la siento palpitar al ritmo de mi corazón.
Creo que voy a vomitar, pero me aguanto mientras me dirijo al agua, donde
Kennedy se queda con nuestra hija.
Me siento de la mierda, sí, pero nada se interpondrá en el camino de esto...
sea lo que sea. Aceptaré todo lo que pueda conseguir.
—¡Estás aquí!
La voz de Madison es fuerte, emocionada, mientras corre hacia mí, todavía
cargando bolsas de col rizada. Su pelo oscuro le cae en la cara, su trenza se
deshace. Se lo quita de un soplido, apartándolo de sus ojos, y me sonríe.
—Por supuesto —digo—. No podía perderme de ver a estos patos.
Me empuja una de las bolsas y casi me da un puñetazo con ella. Hago una
mueca de dolor cuando me golpea una costilla magullada. Me duele mucho, pero
no hago ningún ruido mientras ella dice—: Puedes darles de comer a ese, porque
yo tengo este.
Tomo la bolsa, dudando, antes de quitarme el cabestrillo del brazo. Se supone
que debo seguir llevándolo unos días más, pero a la mierda. No puedo hacerlo con
una sola mano. Lo arrojo a la hierba y veo cómo Madison abre su bolsa, partiéndola
por un lado y casi perdiendo toda su col rizada. Empieza a derramarse, y el instinto
entra. Mi mano sale y la agarro, haciendo una mueca otra vez mientras dolor
apuñala mi antebrazo.
—Cuidado.
—Yo puedo —dice ella, con naturalidad, aunque no puede, dejando un rastro
de coles a nuestro alrededor como Hansel y Gretel con migajas de pan. Ninguno
llegará a los patos al ritmo que llevamos.
—Toma —digo, luchando mientras abro la segunda bolsa—. Cambiemos.
Ella se encoge de hombros, como si no viera cuál es el problema, pero
intercambia las bolsas conmigo antes de dirigirse al agua.
—¡Vamos, te voy a enseñar!
La conocí hace menos de una hora y ya me está dando órdenes. La sigo hasta
la orilla del río, donde una familia de patos nada en el agua.
—¿Y tu mamá? —pregunto, sintiéndome culpable, como si estuviera
robándole la mañana a Kennedy.
—A mi mami no le gustan los patos. Dice que puedo darles de comer pero
tengo que mantenerlos aquí porque podrían comérsela.
Me río de eso, mi mirada busca a Kennedy mientras está sentada en una mesa
de picnic, observándonos.
—Supongo que algunas cosas nunca cambian.
—¿Como qué?
Miro a Madison.
—¿Eh?
—¿Qué cosas nunca cambian?
—La gente —digo—. O algunas personas, al menos. Tu mamá no ha
cambiado mucho.
Sigue siendo la mujer hermosa y sabia que siempre fue. Incluso a los diecisiete
años, cuando llegó a mi vida, se sentía mucho más enfocada que todos los demás,
pero sus peculiaridades siguen ahí.
—¿Conoces a mi mami? —pregunta Madison, frunciendo el cejo.
—Sí —digo—. Solíamos conocernos bien.
Madison parece reflexionar sobre eso mientras cierra el resto de la distancia
hasta el río, agarrando un puño de coles de su bolsa y lanzándolas por encima, al
agua. Los patos no dudan y se lanzan por ellas. Desaparece en un instante, y ella
lanza otro puñado mientras los patos llegan a la orilla del río, armando un alboroto.
—Cristo —digo cuando los patos nos rodean, intentando arrancarme la bolsa
de la mano mientras Madison se ríe, lanzando un puñado tras otro, sin inmutarse
lo más mínimo.
Presa del pánico, doy la vuelta a la bolsa y la tiro al suelo, dando unos pasos
atrás. Madison hace lo mismo, mirándome, espolvoreando su col rizada encima de
ellos.
—Tienes razón —digo—. Les gusta.
—Te lo dije —dice, apretando la bolsa hasta hacerla una bola mientras busca
un lugar donde ponerla.
La agarro.
—Puedo tirarla.
—Gracias, Breezeo.
Eso es todo lo que dice antes de salir corriendo, jugando mientras algunos
patos la siguen, aunque no tiene col rizada. Tomo mi cabestrillo y tiro las bolsas
vacías en un bote de basura antes de acercarme a Kennedy. Ella no me mira, no
dice una palabra, sorbiendo jugo mientras observa a Madison desde lejos.
—Loco —murmuro—. Es como si fuera una persona diminuta.
—Lo es —dice Kennedy—. ¿Esperabas algo diferente?
—No sé si esperaba algo. Yo sólo—
—Lo sé.
Me corta antes de que pueda terminar. ¿Lo sabe? Tal vez. Pero su voz es
aguda y me dice que no quiere hablar de ello, así que no termino la frase.
—Gracias por invitarme —digo—. Sé que esto no es fácil para ti.
—No importa cómo me sienta —dice ella—. Tú y yo terminamos hace
tiempo, Jonathan. Lo único que importa es Maddie.
La forma en que lo dice escuece.
—Bueno, aun así, gracias.
Ella asiente, susurrando:
—No hagas que me arrepienta.
Espero que no lo haga.
Madison se acerca corriendo, respirando con dificultad, agitando las manos a
su alrededor mientras balbucea algunas frases a medias. Kennedy agarra una caja
de jugo y mete un popote antes de dársela. La chica se lo acaba de un trago.
—¿Tienes tu traje? —pregunta de repente mientras aprieta la caja vacía,
aplastándola.
La pregunta me agarra desprevenido.
—¿Qué?
—Para Breezeo. ¿Tienes el traje o no?
—Eh, no —digo—. No está conmigo.
—¿Dónde está?
—En un tráiler de vestuario en algún lugar, me imagino. ¿Por qué?
Se encoge de hombros y le da la caja de jugo a su madre.
—¿Funciona? ¿Se vuelve invisible de verdad?
—No, es un disfraz normal.
—¿Y tú no te vuelves invisible?
—No —digo—. Yo también soy normal.
Ella frunce el cejo. Me siento como si le dijera al niño que Santa Claus no es
real.
—Pero eres un héroe —dice—. Lo vi en la televisión, así que tal vez no tengas
que desaparecer, así que puedes quedarte y no tienes que irte ahora.
Esas palabras son un puñetazo en el pecho. Parpadeo, no estoy seguro de si
lo dice en serio como suena, pero esta tarde me están dando una paliza verbal.
—El otro día leímos una parte de Ghosted —dice Kennedy—. No le gusta que
Breezeo se vaya al final.
La explicación no mejora mucho la situación. Suspirando, me siento en la
orilla de la mesa de picnic.
—Sí, siempre pensé que apestaba. Seguro que él pensó que era lo mejor, pero
me imaginé que le habrían dado un final feliz.
—Debería volver —dice Madison—. Así puede sanar y serán felices.
Ella está golpeando demasiado cerca de casa con esta mierda, y ni siquiera lo
sabe.
—Ja, tal vez tú deberías haber escrito la historia.
Los ojos de Madison se ensanchan, su cara se ilumina con una sonrisa. Su
expresión hace que mi maldito corazón se acelere. Es hermosa, esta niña, incluso
más hermosa de lo que yo podría haber soñado. Hay una chispa dentro de ella, una
que resuena dentro de mí, el tipo de chispa que no he sentido en mucho tiempo.
—¡Puedo hacerlo! —dice ella—. ¡Puedo arreglarlo!
Kennedy se ríe.
—Estoy segura de que puedes.
Madison se va otra vez, corriendo de un lado a otro. Me siento en silencio,
mirándola jugar. Pasan unos minutos hasta que suena mi teléfono en el bolsillo. Lo
saco. Cliff.
—¿Sí? —respondo frívolamente.
—¡Hola! —dice Cliff, sonando demasiado entusiasta—. ¿Cómo se siente
nuestro héroe esta tarde?
—Depende.
—¿De qué?
—De lo que quieras.
—Sólo revisando cómo lo llevas.
—En ese caso, estoy bien.
—Bien —dice—. ¿Menos malhumorado?
—Tal vez un poco.
—Bueno, cada poco cuenta.
Se ríe.
Cliff no se ríe.
—En fin, no tuve la oportunidad de ver cómo estabas después de que te
dieran el alta —dice—. ¿Ya estás de vuelta en Los Ángeles?
—No, decidí, ya sabes... quedarme por aquí.
—Quedarte —dice—. ¿Sigues aquí en la ciudad?
—Eh, cerca de ella.
No tarda en darse cuenta de lo que quiero decir.
—No lo hiciste. En serio, dime que no estás donde creo que estás ahora
mismo.
—Lo estoy.
Él resopla.
—Pasamos por esto cada vez que vas allí. Cada una de las veces.
Lo hacemos. Por lo general, quedo afectado después de aparecer en Bennett
Landing. Me iba de juerga y me emborrachaba y no paraba hasta que estaba tan
jodidamente adormecido que alguien podría haberme disparado y no lo habría
sentido. Y después de recomponerme, llegaría el sermón: estoy jugando con fuego,
es una pesadilla de relaciones públicas, imagina lo que pasará si se corre la voz...
Imagina si los paparazzi aparecen allí. Imagina que invaden su vida como lo
hacen con la tuya. Imagina que acechan a tu hija en la escuela. Imagina las historias
que publicarán sobre la niña que abandonaste. Imagina lo que te hará cuando te
llamen padre moroso.
—Está bien —digo—. Nadie sabe que estoy aquí.
—Se supone que lo debes tomar con calma.
—Deja de preocuparte. No voy a hacer ninguna tontería.
—Más vale que no —dice—. Serena está causando suficientes problemas
ahora mismo.
Suspiro, bajando la cabeza.
—¿Y ahora qué?
—Entró a rehabilitación.
No es lo que esperaba que dijera, pero no me sorprende.
—¿Fue voluntario?
—Claro —dice—, si consideras que todas esas veces que fuiste tú fueron
voluntarias.
Ni se acerca.
—Se me estaba yendo de las manos —dice—. Pensé que era un buen
momento para que recibiera ayuda.
—Bien —digo—. Espero que funcione.
—Tú y yo.
—Entonces, ¿eso es todo? ¿Nada más?
—No —dice—. ¿A menos que tengas algo que compartir?
Termino la llamada sin seguirle la corriente y me meto el teléfono en el
bolsillo, mirando a Madison. No me voy a salarme. Hoy ha sido un feliz accidente.
No estoy seguro de lo que pasará después.
—Déjame adivinar —dice Kennedy—. ¿Tu esposa?
—Te dije que no tengo ninguna.
—Apuesto a que también le dices a la gente que no tienes una hija, ¿eh?
Lanzo mis ojos a ella. La amargura gotea de cada una de esas palabras.
—Nadie pregunta nunca.
—Pero tampoco ofreces la información.
—Yo lo haría —digo—. Lo haré, si quieres. Llamaré ahora mismo a un
periodista y le daré la exclusiva. Pero que sepas que mañana en la mañana estarán
golpeando tu puerta. Se esconderán en los arbustos, treparán a los árboles, mirarán
por las ventanas, treparán para conseguir fotos. Las Crónicas de Hollywood te
tendrán en primera plana la semana que viene. ¿Es eso lo que quieres?
Ella no responde.
Por supuesto que no.
Es inevitable. Algún día lo descubrirán. Sólo espero que tengamos tiempo
para resolver las cosas antes de que eso ocurra, tiempo para conocer a mi hija y
ganarme la confianza de Kennedy antes de que los buitres se abalancen y traten
de joderlo todo.
—¡Maddie! —grita, poniéndose de pie—. ¡Tenemos que irnos, cariño!
—No lo hagas —digo enseguida—. Por favor, no se vayan.
—Tengo cosas que hacer —dice ella.
—Sólo veinte minutos más —le digo—. Diez minutos.
—Lo haría, pero...
Kennedy se detiene cuando Madison se acerca corriendo, con el pelo
alborotado.
—¿Tenemos que irnos, mami?
—Tenemos que ir a casa del abuelo, ¿recuerdas? Le dijimos que iríamos.
—¿Puede venir él también? —le pregunta Madison antes de girarse hacia
mí—. ¿Vendrás?
—¿A casa de tu abuelo?
—¡Sí! Al abuelo le gustarás, porque también ve Breezeo.
Kennedy se ríe en voz baja mientras recoge sus cosas.
—No creo que sea una buena idea —digo—. Tal vez en otra ocasión.
Parece decepcionada, haciendo un puchero. Quiero retractarme. Quiero
decirle que iré a cualquier sitio que ella quiera que vaya, incluso si eso significa
visitar a un hombre que una vez dijo que me cortaría los huevos si volvía a pisar su
casa. Me he presentado algunas veces desde entonces, nunca lo suficientemente
valiente como para entrar, pero lo haría por ella.
Me crecerían las bolas lo suficiente como para arriesgarme a que me las
quitara. Tris. Tras.
—Oh, ni siquiera intentes ponerle esos ojos de cachorro —dice Kennedy,
agarrando juguetonamente la barbilla de Madison, sus dedos apretando sus
mejillas regordetas—. Él es demasiado inteligente para caer en eso.
—¿Pero puede venir la próxima vez? —pregunta ella.
—Tal vez —dice Kennedy—. Ya veremos.
Abro la boca para despedirme, pero Madison se abalanza sobre mí antes de
que pueda hacerlo. Me rodea el cuello con los brazos y mi puto corazón duele
mientras la abrazo. Se acaba rápido, demasiado rápido, cuando se separa.
—¡Gracias, Breezeo!
—Jonathan —la corrige Kennedy.
—Jonathan —dice Madison—, pero también Breezeo.
—De nada, Maddie —digo—. Gracias por dejarme alimentar a los patos.
Kennedy agarra la mano de Madison y se queda allí un momento. Me doy
cuenta de que quiere decir algo. Sus labios se separan, pero lo único que sale es un
suspiro antes de marcharse.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

El sábado en la noche, a las ocho y pocos minutos, entras con tu Porsche azul en
la entrada de la modesta casa de dos pisos.
La chica te recibe en el porche. Está descalza y lleva un sencillo vestido gris,
del tipo que parece una camiseta larga.
Sales al porche delante de ella. No sabes qué esperar. Tu mirada la recorre.
Es evidente que la estás observando, tus ojos se detienen en sus suaves piernas
desnudas.
—Así que mis padres no están en casa —dice—. Juré que no saldría de casa
mientras no estuvieran.
Está nerviosa mientras te dice eso, jugueteando con el dobladillo de su
vestido. Te distrae. Tus ojos se dirigen a él mientras la tela se levanta cada vez
más.
—¿Cuánto tiempo estarán fuera?
—Hasta mañana —dice ella—. Así que estoy sola, en casa, solo, toda la
noche... ¿qué haré con mi noche?
Te encuentras con su mirada. Sonríes.
No tienes que decir nada.
Ella te arrastra hacia la casa. Es atrevida, vuelve a dar el primer paso, te besa
nada más entrar. Sus labios expresan confianza, pero sus manos tiemblan. Tú las
agarras, sosteniéndolas, y le devuelves el beso.
—Feliz cumpleaños —susurra—. Tengo algo que enseñarte.
—No puedo esperar a verlo.
Te lleva arriba.
Te lleva a su recámara.
Está poco iluminada por una pequeña lámpara y parece la típica habitación
de una adolescente: desordenada, con muchos colores, con un edredón de flores.
Hay un póster de Breezeo: Ghosted en la pared sobre su cama. Hay una vela
encendida en un escritorio cercano. Huele a vainilla.
—¿Estás segura de esto? —preguntas cuando te besa otra vez, pero no hay
duda de que está segura—. Me imaginé que primero querrías ver una película o
algo así.
—¿Quieres?
—¿Quiero qué?
—¿Quieres ver una película? —pregunta ella, besando a lo largo de tu
mandíbula moreteada—. Quiero decir, supongo que podemos, si es lo que tú
quieres...
—Al carajo eso —dices mientras la llevas a la cama—. Lo que yo quiero es
descubrir lo que se siente estar dentro de ti.
Ella se sonroja y se ríe, y el sonido se transforma en gemidos cuando le besas
el cuello. No pierdes tiempo en quitarle el vestido, dejándola frente a ti en un tanga
negro de encaje con un sujetador a juego.
—Joder, eres preciosa, K —dices mientras tu mirada la recorre—. Tan
malditamente hermosa.
Ella pone los ojos en blanco.
—Lo digo en serio —dices, tirando de ella hacia la cama—. No lo dudes
nunca. Tú eres la reina, bebé... Yo sólo soy un plebeyo.
—¿Acabas de...? —Te mira fijamente mientras la empujas sobre su espalda y
te cierras sobre ella—. Oh, por Dios, en serio acabas de citarme a Breezeo.
—Juego previo —dices—. Además, es una buena frase.
Ella se queda sin palabras.
Te quitas la camiseta y te quitas los zapatos. Sólo tienes un condón guardado
en la cartera, sin pensar que llegarías tan lejos, y quién sabe cuántos años tiene,
pero ella está tomando la píldora, así que lo aceptas. No hay cómo parar ahora.
El resto de la ropa desaparece.
Te mueves lentamente, tu toque es suave, dándole tiempo para que se adapte.
Tus dedos están dentro de ella, y tu boca está sobre ella, mientras el orgasmo la
atraviesa. Vas con calma, mientras tomas su virginidad, empujando con cuidado y
haciendo una pausa. Ella confía en ti, se entrega a ti. No quieres hacerle daño.
La haces sentir bien.
Una y otra vez.
Te quedas toda la noche.
Se acerca el amanecer cuando por fin te vuelves a poner la ropa. Ella está
acostada, con la manta alrededor, mirando cómo te sientas en la orilla de la cama
para ponerte los zapatos.
Mientras te los atas, ella se incorpora y te rodea con sus brazos por detrás. Te
abraza, apoyando su cabeza en tu espalda. Se queda así durante unos minutos
antes de apartarse de ti.
—¡Rayos, casi olvido enseñarte esa cosa por tu cumpleaños!
—Pensé que esa cosa eras tú.
—¿Qué? No. —Se ríe, con la manta todavía enrollada alrededor de ella. Casi
se tropieza con ella mientras te arrastra escaleras abajo, obligándote a sentarte en
el sofá de la sala—. Siéntate.
Se sienta a tu lado y enciende la televisión. Piensas que tal vez está intentando
ver una película ahora, pero no, va a ver algo que ella grabó: La Ley & el Orden.
—No puede ser —dices cuando pulsa le da reproducir.
Es tu episodio.
—Lo pusieron hace unos días —te dice—. Por suerte, la televisión por cable
pone lo mismo una y otra vez, y lo topé en una repetición.
Te ríes y la rodeas con el brazo.
Los dos se sientan juntos y lo ven.
No sólo tus partes. Lo ven todo. Cuando termina, ella te mira y dice:
—No me importa lo que hagas en el futuro, incluso cuando seas la mayor
estrella de cine del mundo... el niño muerto en la Ley y Orden siempre será mi
papel favorito que has interpretado.
Te vas no mucho después de eso.
Son las siete de la mañana.
Y tú no lo sabes, ¿pero esa chica? Se da cuenta, mientras tu coche se aleja a
toda velocidad, de que se está enamorando desesperadamente de ti. Tiene el
cuerpo adolorido, le duele el pecho y el corazón le late con fuerza. No ha dormido
ni un momento, pero eso no importa ni un poco. Está en las nubes, y nada puede
bajarla de esta euforia, ni siquiera cuando un vecino entrometido le cuenta a su
padre todo sobre el Porsche azul que pasó la noche estacionado en la entrada de
su casa. Ni siquiera cuando él se da cuenta de los chupetes alrededor de su cuello
por tus frenéticos labios. Ni siquiera cuando te amenaza con quitarte la hombría y
le diga que está castigada por el resto de su vida. Porque la noche que esa chica
acaba de pasar contigo... Valió la pena.
KENNEDY

—¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Adivina a quién vi!


Maddie empieza a gritar nada más sale del coche, corriendo hacia el porche
de la casa. Mi padre se sienta en su mecedora, deteniendo su movimiento.
—¿Quién?
—¡Breezeo! —dice ella, deteniéndose en el porche frente a él, agitando los
brazos mientras se lanza a contar su historia—. Estaba en la tienda, y luego no creía
que a los patos les gustara la col rizada, así que vino al parque a ver y ¡también dio
de comer a los patos! Pero creo que se asustó, porque no les dio de comer bien,
pero se lo comieron igualmente.
Mi padre parpadea mientras asimila esas palabras.
—Breezeo.
Ella asiente con la cabeza.
—Pero no el verdadero Breezeo, porque no es real, así que es Jonathan.
—Jonathan.
Otro asentimiento.
—Le dije que debería venir aquí también, porque te gusta Breezeo, y me dijo
que tal vez lo haría la próxima vez.
Mi padre suelta una carcajada de incredulidad.
—¡Ja! Me gustaría ver que viniera aquí.
—Papá —advierto.
—¡A mí también! —dice Maddie, sin darse cuenta de que eso es una amenaza
al límite. Corre hacia adentro, dejándome a solas con mi padre. No dice nada, pero
su expresión lo dice todo.
—Se hizo una bola de nieve —digo, sentándome en el porche a su lado—.
Debemos tener la charla sobre el peligro de los extraños porque ella se encariñó
con él enseguida.
—De tal palo, tal astilla —dice—. Supongo que no le dijiste quién es a ella.
—Sí, no... no sé cómo explicarlo.
—Sólo se lo dices.
—No creo que sea tan sencillo.
—Pero lo es —dice—. Es una niña inteligente. Además, ¿realmente crees que
se tomará mal la noticia?
—No, creo que va a ser la niña más feliz del planeta, que es la mitad del
problema. Porque ¿qué pasa si la decepciona?
—Odio tener que decírtelo, pero eso no es algo que puedas controlar. ¿Se
decepcionará alguna vez? Probablemente. Pero la amará, porque ¿quién no lo
haría? Y si él se esfuerza, ella merece una oportunidad de amarlo a cambio.
Tiene razón, por supuesto, pero lo hace parecer tan sencillo cuando en este
momento parece cualquier cosa menos eso.
—¿Te das cuenta de que estamos hablando del mismo tipo al que una vez
llamaste lo peor que le podía pasar a la hija de alguien?
Se ríe.
—Abuelo, ¿puedo tener esto? —pregunta Maddie, irrumpiendo en el porche
con una paleta de plátano en la mano. La lame, sin esperar a que le den permiso,
una mordida ya tomó la parte superior.
—¿Qué? ¿Quieres mi paleta? —Arruga la cara—. ¡Ni hablar! ¡La estaba
guardando para después!
Ella se congela, con los ojos muy abiertos que parpadean entre la paleta y él.
—Oh-oh.
—Estoy bromeando —dice él, dándole un codazo—. Por supuesto que
puedes comértela, niña.
Ya es de noche cuando llegamos a casa. Maddie está profundamente
dormida, así que la levanto y consigo cargarla al interior del departamento. Ya no
tiene los zapatos, abandonados en el coche, así que la meto en la cama tal como
está, la tapo y le doy un beso en la frente.
—Te amo, cariño.
Ella murmura somnolienta algo que suena como “patos locos”.
El cansancio me pesa, me pesa tanto en los huesos que mis entrañas se
sienten quebradizas, trozos de mí ya rotos. Me doy un baño caliente, intentando
relajarme, pero nada puede apagar mis pensamientos. Son un revoltijo.
Ya no sé cómo debo sentirme.
Salgo de la bañera, me pongo la bata y me acomodo en mi recámara. Busco
en mi mesita de noche, saco la vieja tarjetita y me acuesto en la cama con el celular.
Johnny Cunning
Debajo de su nombre está su información de contacto, junto con su dirección
en el otro lado. Las tarjetas están metidas en los sobres que aparecen con los
grotescos cheques. Nunca acepté un solo centavo de su dinero, pero una vez, hace
mucho tiempo, guardé una de las tarjetas. Por si acaso.
Abriendo mis mensajes de texto, escribo su número, dudando mientras miro
fijamente la pantalla en blanco. ¿Qué se dice?

Pulso el botón de enviar sin pensar demasiado, sabiendo que, si me doy


tiempo para dudar, nunca lo haré.
A los pocos segundos aparece una respuesta.

¿Está todo bien? No. Todo se siente tan fuera de control.

Lo que pasa es que no sé qué demonios estoy haciendo, pero lo hago, sea lo
que sea, mientras todavía tenga el valor.
Su respuesta no es tan rápida esta vez, un minuto, tal vez dos, antes de que
aparezca un mensaje.

Pasan unos minutos más de nada. Empiezo a preguntarme si estoy


cometiendo un error cuando suena mi teléfono y el número de California parpadea
en la pantalla. Está llamando. Se me revuelve el estómago.
—¿Hola?
Hay un momento de vacilación antes de que diga:
—No creí que fueras a contestar.
—Sí, bueno, lo hice —murmuro, pensando que debería haber dejado pasar el
buzón de voz—. Entonces, ¿hay algún problema?
—No, sólo me pregunto qué significa la verdad para ti.
Mi frente se frunce mientras miro fijamente al techo.
—¿Qué?
—Dijiste que quieres decirle la verdad —dice—. ¿Toda la verdad?
No estoy segura de cómo responder. ¿Cuánto quiero decirle? ¿Cuánto
necesita para prepararse? Me pregunto cuánto se ha enfrentado él mismo.
—No lo sé —admito.
Se hace un silencio espeluznante, pero sé que sigue en la línea. Puedo sentirlo,
detectando débilmente su respiración. Después de un momento, deja escapar un
profundo suspiro.
—¿A qué hora?
Mediodía.
El sol brilla afuera, la luz se cuela por las ventanas abiertas del departamento,
calentando el lugar con un suave resplandor. Una brisa fluye a través de los
mosquiteros, ondeando las finas cortinas blancas mientras una boy band pop actual
suena en la radio de la sala. Maddie baila por ahí, vestida con sus mejores galas de
domingo, es decir, vestida como una especie de pequeña superheroína alocada,
con un tutú y unas mallas con rayas de arcoíris, una camiseta negra de Breezeo
demasiado grande, y una manta púrpura peluda que la envuelve como una capa.
Está por todas partes, es una bola de energía esta mañana, mientras que yo...
bueno... soy un desastre.
Me arden los ojos. No dormí mucho, mirando al techo en la oscuridad,
evocando conversaciones hipotéticas, reproduciendo años de qué pasaría si. Esta
mañana, me tiemblan las manos mientras me dedico a limpiar, intentando
distraerme de la realidad, pero no funciona. Por mucho que barra, trapee y friegue,
no dejo de pensar en el gran desastre que podría ser esto.
La canción de la radio cambia... una banda de chicas esta vez... mientras
suena un suave golpe en la puerta del departamento.
—¡Yo voy! —grita Maddie, dirigiéndose a la puerta mientras yo me tenso, en
medio de la limpieza de los mostradores de la cocina por tercera vez.
—No, espera, aguanta un segundo —digo, pero no me presta atención. El
reloj de la pared marca las 12:01. Le dije que viniera en cualquier momento de la
tarde, y ya es después de mediodía, lo que significa...
—¡Breezeo! —anuncia ella, abriendo de golpe la puerta, girando emocionada
para buscarme—. Mami, mira, es—
—Jonathan —digo, saliendo de la cocina, frotando nerviosamente las palmas
de las manos en los muslos de mis jeans.
—Jonathan —repite ella, poniéndose en la puerta frente a él.
Él la mira fijamente, sonriendo.
—Maddie.
—¡Entra! —dice Maddie, agarrando su brazo —el lesionado— para empujarlo
al interior del departamento. Él hace una mueca, sin resistirse, pero su sonrisa
flaquea cuando sus ojos se encuentran con los míos.
Suspirando, cierro la puerta tras ellos, con la espalda apoyada en ella. Maddie
está divagando, no sé sobre qué. Siento que me deslizo bajo el agua, mi corazón se
acelera febrilmente, pero Jonathan parece entenderlo. Vuelve a sonreírle, a
escuchar, mientras ella parece darle un rápido recorrido por el departamento.
Se detiene cerca del pequeño pasillo que lleva a las recámaras y su mirada
vuelve a encontrarse con la mía. Sé lo que está pensando. No estoy segura de
cómo, ni siquiera de por qué, pero en el momento en que nuestras miradas se
conectan, es como si retrocediera en el tiempo: a otro lugar, a un departamento
diferente, uno incluso más pequeño, pero que fue nuestro hogar durante un tiempo.
—¡Podemos ir a jugar a mi habitación! —dice Maddie, tratando de llevarlo en
esa dirección.
—Oh, wow, wow —digo, saliendo de mi estupor mientras me alejo de la
puerta. Se da la vuelta y el peligro de los extraños se va en serio por la ventana. Sé
que es su padre y todo eso, pero ella no lo sabe. Todavía no—. Frena un poco tu
rollo, pequeña. Debemos tener una conversación.
Sus ojos se ensanchan. Miro entre ella y Jonathan, sus expresiones son casi
idénticas. Preocupadas.
—No hice nada —dice Maddie, negando con la cabeza.
—Lo sé —digo, señalando el sofá—. Siéntate.
Se sienta, soltando por fin a Jonathan. Él se sienta con cuidado en la orilla del
sofá junto a ella. Me entretengo un momento antes de sentarme en la mesa de
centro frente a ella.
—Yo, eh... —No tengo ni idea de cómo empezar—. Quiero decir, nosotros...
—Tal vez yo debería... —Jonathan comienza, haciendo una pausa antes de
decir—: Ya sabes.
—Está bien —digo—. Yo puedo.
—¿Puedes qué, mami? —pregunta Maddie.
—Queríamos hablar contigo de algo —le digo—. Sobre por qué Jonathan está
aquí.
—¿Para jugar conmigo? —pregunta.
—No —digo, negando con la cabeza—. Bueno, quiero decir, tal vez, pero no
es realmente eso. Verás, lo conozco desde hace mucho tiempo, desde antes de que
llegaras a mi vida, cariño.
—Oh. —Me mira fijamente—. Entonces, ¿va a jugar contigo?
—¿Qué? No. —Resoplo, haciendo una mueca. Arg, puedo sentir cómo se me
calientan las mejillas—. No es nada de eso. Es que... mira, ¿recuerdas a tu amiga
Jenny que vivía al lado del abuelo? ¿Recuerdas que se fue y te expliqué que sus
padres decidieron no vivir más juntos, porque algunos padres no viven juntos, así
que tuvo que irse a vivir a otra casa?
Sus ojos se abren otra vez.
—¿Tengo que irme?
—¿Qué? ¡No! No tienes que irte a ninguna parte.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo. No es así. Sólo digo que, ya sabes, a veces los padres no viven
juntos, y eso está bien, y no los hace menos familia. Todos tienen una mamá y un
papá.
Ella sacude la cabeza.
—No todos.
—Sí, cariño. Todos.
—Nah-ah, Noah de mi escuela, no tiene papá. ¡Tiene dos mamás!
—Oh, bueno... okay, pero, aun así, eso es lo que quiero decir. Todos tienen
dos padres.
—Pero Jenny no tiene dos ahora. Tiene tres, porque su papá se casó, así que
tiene otro tipo de mami, ¿no?
—Correcto. —Hombre, estoy arruinándolo todo—. Pero ella todavía tiene a
su papá, así que lo que estoy diciendo es que—
—Soy tu papá.
La voz de Jonathan es tranquila cuando interviene, pero sigue siendo lo
suficientemente contundente como para hacerme inhalar bruscamente.
Maddie lo mira.
—¿Quieres ser mi papá?
—Sí, quiero —dice él—. Ya lo soy.
Ella se queda con la boca abierta, sorprendida.
—¿Te casaste con mi mami?
Él parpadea rápidamente, atrapado por sorpresa, mientras yo me ahogo con
el aire, tosiendo ante esa pregunta.
—Oh, no, no lo hicimos... —Sus ojos se lanzan a mí antes de continuar—. No
es así. Siempre he sido tu papá.
—¿Cómo?
—¿Cómo? —repite él.
—Bueno, simplemente lo soy. Tu madre, es tu mamá, y yo soy tu papá.
—¿Pero cómo? —vuelve a preguntar.
Me mira en busca de ayuda, como si no estuviera seguro de lo que ella está
preguntando, así que vuelvo a intervenir antes de que se tome ese cómo literal y
empiece a hablar de los pájaros y las abejas.
—Las mamás y los papás no están siempre juntos, ¿recuerdas? Así que sigue
él siendo tu papá aunque no estuviera cerca.
—Pero ¿dónde estaba?
Ella me pregunta a mí, no a él. Sé que es porque confía implícitamente en mí,
y por mucho que adore lo que cree que él es, aún no conoce a Jonathan. Pero no
sé cómo responder a eso, o si debería hacerlo. No sé si debo ser yo quien explique
su ausencia, quien presente sus excusas.
—No estaba donde debía estar —interviene—. Debería haber estado contigo,
pero estaba...
—Enfermo —digo cuando le cuesta encontrar las palabras.
—Enfermo —dice él.
—¿Tenías dolor de panza? —pregunta, mirándolo.
—No, fue peor que eso —admite—, y yo tengo la culpa, nadie más. Tomé
algunas decisiones realmente malas. Yo—
—¿Desapareciste? —pregunta ella.
—Lo estropeé —dice él—. Sé que no he estado aquí para ti, pero quiero estar
aquí ahora, si me dejas.
Ella se queda en silencio por un momento, pensando en eso, antes de
encogerse de hombros.
—Okay.
Él parece aturdido.
—¿Okay?
—Okay —vuelve a decir ella, levantándose del sofá mientras lo agarra de la
mano para arrastrarlo con ella otra vez—. Pero tienes que dormir en la cama de mi
mami, porque la mía no te queda.
—Eh... —Él se ríe torpemente mientras la sigue—. ¿Qué?
—No va a vivir con nosotros —le digo—. ¿Recuerdas a los padres de Jenny?
Asiente con la cabeza, mirándome.
—¿Pero puede jugar ahora, mami? ¿Por favor?
—Por supuesto —digo, regalándole una sonrisa—. Puede quedarse a jugar
todo el tiempo que quiera.
Se lo lleva a rastras antes de que yo diga algo más.
La oigo divagar sobre algo desde su recámara mientras trato de ocuparme
otra vez para no fijarme en su presencia. Limpio un poco más. Escucho música.
Veo un poco de televisión.
Pasan las horas.
Largas, largas horas, algunas de las más largas de mi vida. No sé lo que están
haciendo, no quiero interrumpir, pero oigo reír a Maddie, y lo oigo hablar a él, los
dos jugando.
Se acerca el atardecer y estoy en la cocina, preparando la cena, cuando todo
se queda en silencio. Oigo unos pasos detrás de mí, frenados en el suelo de madera,
que se dirigen en mi dirección.
Jonathan se detiene justo en el umbral de la puerta.
—Se quedó dormida.
—No me sorprende —digo—. Lleva todo el día con los ojos pelados.
Miro la comida en la estufa. Desayunó y almorzó, pero sé que la cena es un
fracaso. Incluso cuando la despierte, dudo que coma mucho.
—Sí —dice, apoyándose en el marco de la puerta—. Ojalá tuviera la mitad de
su energía. La embotellaría y la llevaría conmigo para esas noches de set.
—Supongo que es mejor que la coca, ¿no?
Su expresión cae cuando digo eso. De inmediato, me siento como una mierda.
Arg.
—Lo siento —digo—. No debí haber dicho eso.
—Está bien —dice—. Me merezco lo que me eches.
—Puede que sí, pero hace tiempo que me dije que no haría eso de la mujer
despechada.
Termino la cena, juntando todo, apagando la estufa mientras él se queda
parado.
—¿Tienes hambre? —pregunto—. Puedo prepararte un plato.
—No hace falta que lo hagas.
—Lo sé, pero me ofrezco.
—Bueno, eh... Okay. —Se acerca a la mesa—. Si no te importa.
Preparo dos platos de comida. Spaghetti y pan de ajo... nada del otro mundo,
pero nos arreglamos. No soy una buena cocinera, francamente. Los fideos aún
están algo crujientes y la salsa salió de un frasco. Nos sentamos en la mesa uno
frente al otro. Él espera a que yo tome un bocado antes de tocar su tenedor.
Yo picoteo mi comida, sin hambre, pero una vez que él empieza a comer, no
para hasta que el plato está vacío. Me pregunto cuándo fue la última vez que comió
una comida casera. Me pregunto si tiene un chef contratado. Me pregunto si Serena
cocina para él.
Serena. Me dijo que no estaban casados, pero más allá de eso, ha evitado el
tema.
—¿Lo sabe ella?
La pregunta sale volando de mis labios antes de pensar en ella.
Su expresión es de cautela.
—¿Quién sabe qué?
—Serena —digo—. ¿Sabe lo de nuestra hija?
Duda, como si tuviera que pensarlo.
—Estoy bastante seguro de que lo sabe.
—Bastante seguro.
—Recuerdo vagamente habérselo contado —dice—. Pero ambos estábamos
drogados en ese momento, así que quién sabe si me creyó o si le importó.
—Guao —digo—. Es bueno saberlo.
—No estamos... —empieza, restregándose la mano por la cara—. Mira, sobre
eso...
—No es asunto mío —digo—. Ya no lo es. Lo que hagas y con quien lo hagas,
es cosa tuya. Pero si empieza a afectar a Maddie—
—No lo hará —dice—. No es serio.
—Parece serio.
—Las apariencias engañan. Sólo somos amigos.
—Amigos —digo—. ¿Me estás diciendo que nunca has tenido sexo con ella?
Duda.
—Eso es lo que pensé —murmuro, dándole vueltas al spaghetti sin comer en
mi plato.
—No fue nada serio —dice—. Sólo fue una cosa que pasó.
—¿Hace cuánto tiempo?
—No lo sé —dice—. Fue de forma intermitente.
—¿Cuándo fue la primera vez?
Sé que estoy haciendo muchas preguntas para alguien a quien esto no le
incumbe, pero la puerta está bien abierta y no puedo evitar asomarme al interior
en busca de respuestas.
Vuelve a dudar.
—Olvida que pregunté —digo mientras renuncio a comer, levantándome de
la silla. Se acabó la conversación. Me ocupo de guardar las sobras y empiezo a
limpiar mientras él se queda sentado.
—¿Puedo ayudar con eso? —pregunta cuando lleno el fregadero con agua
caliente.
—¿Qué, vas a lavar los platos con una sola mano?
—Eh, supongo —dice—. ¿No tienes un lavavajillas?
—Nop —digo, mirando el lavavajillas—. Bueno, sí tengo, pero no funciona.
—¿Qué tiene?
—¿Quién sabe? Se suponía que mantenimiento lo iba a arreglar, pero bueno,
como siempre dice mi padre, son tan útiles como el Congreso. Tampoco me
arreglaron la lavadora y la secadora.
—¿Qué tienen de malo tu lavadora y tu secadora?
—Una gotea, la otra no calienta.
Se queda inquietantemente callado mientras empiezo a lavar los platos.
Cuando lo miro, veo que está mirando a su alrededor, con el cejo fruncido.
—¿Por qué vives aquí?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—No es mucho.
—Es suficiente —digo—, para nosotras, al menos. Trabajo en una tienda de
comestibles, ya sabes. Esto es lo que paga.
—¿Por qué?
—Tal vez porque nunca fui a la universidad como se suponía, así que hago lo
que tengo que hacer.
—Pero... ¿por qué?
Girándome, l miro otra vez.
Me mira con confusión.
—Envío dinero —dice—. Debería ser suficiente.
—No quiero tu dinero.
—¿Por qué?
—¿Por qué, Jonathan? ¿En serio me preguntas por qué?
—Mira, sólo estoy diciendo—
—Sé lo que estás diciendo, pero nos va bien sin tu dinero.
—Vamos, no seas así, K.
—¿Qué manera?
—De esa manera. Quiero ayudar.
—Entonces sé un padre, no un cheque.
Se queda callado, mientras yo sigo lavando los platos. Cuando termino y
empiezo a escurrir el agua, se levanta para irse. Da unos pasos antes de dudar y
decir:
—Nunca te engañé.
Me seco las manos y me giro hacia él, apoyándome en la encimera.
—Hablo en serio —dice—. Los últimos años están borrosos, así que no puedo
decirte lo que no recuerdo, pero sé que habíamos terminado antes de que pasara
algo con ella.
Asiento con la cabeza y me miro las manos.
—No te estaba acusando de ser infiel. Sólo quería saber cuánto tardaste en
seguir adelante.
—Oh, bueno, eso es fácil —dice—. No ha pasado.
JONATHAN

Los sótanos de las iglesias no son mis lugares favoritos, ni mi idea de pasar un buen
rato. Tiendo a pensar en ellos como males necesarios, aunque Jack enloquecería
si me oyera decir eso. Son donde vamos a derramar nuestras almas, confesionarios
para los alcohólicos del mundo.
Reuniones. Jodidamente las odio.
Se supone que son seguras, anónimas, pero no siempre es así. La gente tiende
a reconocer mi cara, y bueno... lo siguiente que sabes es que se filtran las fotos y
se convierte en un lío.
Las sillas plegables de metal llenan el sótano de la Episcopal de Hatfield. Me
siento en un asiento del fondo, agradeciendo que no estén puestas en círculo para
poder estar solo. Lugar nuevo, caras nuevas, lo que significa que querrán escuchar
mi historia, pero no pienso hablar. Sólo necesito un recordatorio esta noche.
La gente se filtra, una docena de ellos, hombres y mujeres, nadie que
reconozca hasta él.
Puta madre.
Michael Garfield.
Se dirige directamente al frente. Desvío la mirada, manteniendo la cabeza
baja, la gorra puesta, pero es inútil. Se detiene frente a todos, los ojos se posan en
mí mientras llama al orden a la reunión.
Mierda.
—Bienvenidos. Me llamo Michael y soy alcohólico.
—Hola, Michael.
El coro de voces resuena en la sala, pero no digo nada, sentándome en
silencio y mirando mi regazo mientras él continúa.
—Llevo más de veinte años sobrio —dice antes de entrar en la perorata
habitual. He asistido a muchas reuniones de este tipo y siempre empiezan de la
misma manera: una introducción incoherente antes de que se abra el turno de
palabra para compartir. Como nadie parece tener ganas de hablar, sugiere—: ¿Por
qué no hablamos del perdón?
Me río en voz baja. Siento su mirada.
Ellos hablan. Yo escucho.
La reunión dura noventa minutos.
Parece más larga que los noventa días que pasé en rehabilitación.
Cuando termina, me quedo en mi asiento, dejando que todos los demás
salgan del sótano. Michael se dirige a la salida y sus pasos se detienen junto a mi
silla. Me mira por un momento, con una expresión dura, antes de alejarse sin decir
nada.
Cuando salgo de la iglesia ya se ha ido. Todos se han ido, el estacionamiento
está vacío. Estoy solo.
Saco mi teléfono para llamar a Jack, para decirle que fui a esa maldita reunión
como me pidió, y me doy cuenta de que tengo un correo de voz. Kennedy. Llamó
hace una hora.
Pulso el botón para escucharlo mientras me dirijo al estacionamiento, mis
pasos se tambalean cuando la voz se activa. No, no es Kennedy. Madison.
—Mi mami me dijo que podía llamarte porque cuando me desperté no
estabas. Me dijo que habías comido espaguetis, pero que tenías que irte. Y yo voy
a comer un poco ahora porque es mi favorito aparte de la pizza con queso. ¡Tal vez
podamos comer un poco mañana cuando no esté en la escuela! Podemos volver a
jugar si mi mami dice que está bien, pero deberías preguntar tú y no yo, porque es
una noche de escuela, pero puede que diga que sí si se le dices.
Kennedy se ríe en el fondo, diciendo:
—Puedo oírte.
—Oh-oh —susurra Madison—. Tengo que irme ya.
Sonriendo para mí mismo después de que cuelgue, abro mis mensajes de
texto y envío uno a Kennedy.

Su respuesta llega enseguida.


Lo pienso un momento antes de escribir:

En cuanto le doy a enviar, escribo otro.

No hay respuesta, al menos de inmediato. Me meto el teléfono en el bolsillo


y me dirijo a la posada, el vecindario está tranquilo.
Al llegar al lugar, salgo al porche mientras mi teléfono vibra con un mensaje.
Lo miro y se me revuelve el estómago.

Antes de que pueda guardar el teléfono, veo que está escribiendo otra vez.
Sigue y sigue y sigue mientras estoy aquí, esperando, intentando no hacerme
ilusiones.
Parece un puto siglo antes de que llegue el mensaje.

Aparto el teléfono cuando la puerta principal de la posada se abre de un tirón


y McKleski aparece en el umbral.
—¿Piensas entrar o vas a pasar la noche aquí?
Sus palabras son mordaces, pero no me molestan. Paso por delante de ella.
—No estoy seguro de qué sería más cómodo.
—El porche, probablemente. Incluso podría lanzarte una almohada.
—Siempre dijeron que eras hospitalaria.
—Y siempre dijeron que eras un poco bribón.
—Un bribón —murmuro.
—Efectivamente —dice ella—, pero si me lo preguntan, diría que eso es decir
poco.
—Menos mal que no le estamos preguntando, ¿eh?
Se ríe y me da una palmadita en la espalda.
—Ciertamente lo es, porque si me preguntáramos a mí, hay bastantes cosas
que tendría que decir.
—¿Cómo qué?
Me arrepiento en el momento en que pregunto eso. Esta mujer no dudaría en
arrastrarme al infierno y de vuelta con el veneno de sus palabras.
—Oh, no, no voy a jugar a ese juego.
—¿Qué juego?
—Aquel en el que te doy más razones para deprimirte por aquí con esa actitud
de 'pobre de mí'.
—No estoy deprimido.
—Dice con voz melancólica.
Me río mientras se burla de mí.
—Le diré que en realidad he tenido un buen día.
—Bueno, me alegro por ti —dice ella—. Si tienes hambre, hay comida en la
cocina, pero me voy a la cama, así que no hagas ruido.
—Sí, señora.

El lunes llegó y se fue.


Casi pasé todo el día en la cama, pero McKleski no iba a aguantar esa mierda.
Me desperté con golpes en la puerta de la recámara en algún momento de la tarde,
con una lista de tareas que me lanzaron.
Cosas que hacer.
—Ya que te quedas aquí —dijo—, podrías hacer algo.
Lo hice todo, o al menos lo que pude. Limpiar, colgar cuadros, arreglar una
puerta que crujía. No fue fácil con mi muñeca jodida, y no estoy acostumbrado al
trabajo manual, pero lo hice funcionar, manteniéndome ocupado, esperando el
martes.
Martes.
Cuando llegan las cinco de la tarde del martes, me acerco al departamento,
llevando dos pizzas grandes: una pizza de queso sólo con queso, como pidió
Madison, y la otra una monstruosidad hecha con jamón y piña.
Dudando, llamo a la puerta y oigo una ráfaga de pasos en el interior antes de
que la puerta se abra de un tirón, con la pequeña bola de energía frente a mí,
sonriendo.
—¡Madison Jacqueline! —grita Kennedy, apareciendo en mi línea de visión—
. ¿Qué he dicho acerca de abrir la puerta de esa manera?
—Oh. —Sus ojos se ensanchan, y antes de que pueda decir una palabra, cierra
la puerta de un golpe en mi cara. Me quedo aquí un momento antes de que la
puerta se abra otra vez, su cabeza se asoma mientras susurra—: Tienes que tocar.
En cuanto se cierra otra vez, toco la puerta.
—¿Quién está ahí? —grita.
—Jonathan.
—¿Jonathan qué?
Me río, cambiando las pizzas de sitio cuando empiezan a resbalar de mi
agarre. Antes de que pueda responder, la puerta se abre una vez más, con Kennedy
de pie.
—Lo siento —murmura, haciéndome un gesto para que entre mientras agarra
a Madison por los hombros, guiándola.
—Estamos trabajando en esto del peligro de los extraños. Es demasiado
confiada.
—Pero sé que era él —protesta Madison.
—Nunca se puede estar demasiado seguro —dice Kennedy—. Siempre es
mejor comprobarlo.
Abro la boca para ofrecer una opinión, pero me detengo, no estoy seguro de
estar en ese lugar donde mi consejo es bienvenido. No quiero que me echen antes
de comer pizza.
—Entonces, ¿dónde debería...? —Sostengo las cajas de pizza mientras me
callo.
—Oh, claro. La mesa de la cocina está bien.
—¡Te enseñaré! —anuncia Madison, como si yo no supiera dónde está, pero
dejo que me lleve allí de todos modos. Kennedy cierra la puerta y nos sigue. Pongo
las cajas sobre la mesa y Madison no duda en abrir la de arriba. Pone cara de
horror—. ¡Guácala!
—¿Qué estás...? —Kennedy se ríe mientras mira la pizza—. Jamón y piña.
—¿Por qué hay esa fruta en la pizza? —pregunta Madison.
—Porque sabe bien —dice Kennedy, arrebatando la caja superior antes de
abrir la otra—. Ya está, esa es para ti.
Madison se encoge de hombros y agarra una rebanada de pizza de queso,
comiendo directamente de la caja. Deduzco que esto es normal, ya que Kennedy
se sienta a su lado para hacer lo mismo.
—Te acordaste —dice arrancando un trozo de piña de una porción de pizza
y metiéndosela en la boca.
—Por supuesto —digo, tomando un trozo de queso de la caja que Madison
está acaparando—. Estoy bastante seguro de que estoy marcado de por vida por
ello. No es algo que pueda olvidar.
Se ríe, es un sonido suave, mientras me dedica una de las sonrisas más
genuinas que he visto en mucho tiempo. Se desvanece cuando desvía la mirada,
pero maldita sea, sucedió.
—Deberías haber trajido los panes —dice Madison, poniéndose de pie en su
silla mientras se acerca, compitiendo por mi atención como si temiera que no la
viera—. ¡Y los pollos!
—Ah, no sabía que te gustaban —le digo—, o los habría traído.
—Para la otra —dice ella, sin más, sin dudarlo.
—Para la otra —digo.
—Y también refresco —dice.
—Nada de refresco —interviene Kennedy.
Madison mira a su madre antes de inclinarse aún más, casi encima de mí,
gritando en voz baja:
—Refresco.
—No estoy seguro de que a tu mamá le vaya a gustar eso —digo.
—No pasa nada —dice Madison—. También le dice al abuelo que nada de
refrescos, pero él me da.
—Eso es porque lo chantajeas emocionalmente —dice Kennedy.
—¡No! —dice Madison, mirando a su madre—. ¡Yo no lo chantajo!
Kennedy se burla.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera sabes lo que significa.
—¿Y? —dice Madison—. ¡No le chantajo nada!
Intento no reírme, lo hago, pero, Dios, es casi como si estuviera discutiendo
consigo misma. Kennedy siempre fue muy terca, pero yo nunca he sido mejor. Por
eso, cuando los dos peleábamos, las cosas se ponían feas.
—Le pones esos ojos tristes de cachorro —dice Kennedy, agarrando a
Madison por la barbilla, apretando sus mejillas regordetas—. Y le dices que le
amarás muchote si te da de beber un poco de Coca-Cola.
—Porque lo haré —dice Madison.
—Eso es chantaje emocional.
—Oh. —Madison hace una mueca y se voltea hacia mí cuando su madre la
suelta—. ¿Y cerveza de raíz?
—Me temo que no —le digo—. Lo siento.
Madison frunce el cejo y se baja de la mesa para agarrar una caja de jugo del
refrigerador.
El silencio rodea la mesa, pero sólo dura un momento antes de que Madison
se decida por otra cosa de la que quiere hablar. Me doy cuenta de que la niña es
capaz de facilitar incluso las situaciones más incómodas, mientras parlotea y
cuenta una historia sobre algo que alguien hizo hoy en la escuela para Mostrar &
Explicar.
—Ve a lavarte —le dice Kennedy cuando termina de comer, con salsa de
pizza en las manos y la cara—. Termina la tarea y luego podrás jugar.
Madison salta de la mesa para salir corriendo. Oigo correr el agua a lo lejos
mientras Kennedy guarda las sobras.
—Tarea en el jardín de niños —digo.
—Son sólo cosas para dibujar —dice ella, sentándose otra vez frente a mí—.
Dibuja tres cosas que empiecen por la letra 'S'. No es difícil, pero a ella le encanta
el arte, así que nunca se detiene en tres. Siempre acaba como un libro entero de
dibujos.
Suena como otra persona que conozco: su madre, que tamborilea con los
dedos sobre la mesa, con aspecto ansioso. Siempre fue inquieta, pero solía
canalizar esa energía en la creación.
—¿Aún escribes? —pregunto.
—No.
—¿Por qué no?
Se encoge de hombros.
Quiero que me mire. Sé que es hipócrita. Es egoísta. Quiero mucho. Pido
mucho, más de lo que merezco después de todo lo que pasó. Le hice daño, y
desearía poder retractarme, ser el hombre que ella creía que era.
Me acerco a la mesa y mis dedos apenas rozan los suyos antes de que ella
retire las manos. Desaparecen bajo la mesa, probablemente cerradas en un puño.
No lo dudaría. Pero su mirada se encuentra con la mía.
—¿Qué puedo hacer? —pregunto—. Lo haré.
Estoy sonando jodidamente desesperado, lo sé, pero lo estoy. Mi terapeuta
me diría que no es sano, que estoy siendo codependiente. Jack probablemente me
diría que deje de ser un patético hijo de puta. Cliff, probablemente me recordaría
que tengo el mundo entero al alcance de la mano, pero eso no parece importar, no
cuando la primera persona que ha creído realmente en mí me mira como si fuera
lo peor de lo peor.
Duda un momento, pero antes de que pueda decir nada, Madison entra en
escena y deja su hoja sobre la mesa entre nosotros.
—Necesito más que sean con S —dice, su hoja llena de una docena de ellos.
Trabajadora
—Suéter —dice Kennedy, escudriñando el papel, con las manos sobre la
mesa mientras señala algo—. Escribiste mal 'sacapuntas'. Va con C no con K.
Madison frunce el cejo y agarra la hoja para salir corriendo.
En cuanto se va, lo vuelvo a intentar y busco las manos de Kennedy en la
mesa. Esta vez no se aparta cuando la toco, mis manos cubren las suyas.
—¿Por qué haces esto? —pregunta, con voz tranquila—. Han pasado seis
años, Jonathan. Seis años.
—Lo sé, pero es que...
—¿Es que qué? ¿Asumes que todavía te amo?
—¿Lo haces?
Sacude la cabeza, pero no es una negación. Es más bien exasperación porque
tengo el valor de hacerle esa pregunta.
Madison vuelve a entrar, y yo retiro mis manos, dejándolas caer.
—¿Cómo deletreas sacapuntas? —pregunta, borrando la palabra en su papel.
Kennedy lo deletrea y ella lo escribe antes de tirar el lápiz—. ¡Listo!
—Buen trabajo —dice Kennedy—. Ya puedes jugar—.
Madison se voltea hacia mí.
—¿Quieres jugar?
—Por supuesto —digo, siguiéndola a su recámara, pensando que es mejor
darle a su madre algo de espacio, no sea que la empuje demasiado y me dé un
puñetazo en la cara.
Estoy seguro de mi hombría. No tengo reparos en jugar con muñecas. Así que
cuando Madison me empuja una Barbie, ni siquiera me inmuto. Le daré la mejor
actuación de Barbie que haya visto nunca, si eso es lo que quiere.
Pero me quedo mirando a la Barbie mientras Madison rebusca en una caja de
juguetes. Tiene un aspecto diferente a las con las que jugaba mi hermana cuando
era niña. Esta Barbie parece más una científica que una stripper, completamente
vestida, con el pelo intacto.
—¡Lo encontré! —dice Madison, levantando otro muñeco. Me congelo
cuando la miro, viendo el familiar traje blanco y azul y la cabeza de pelo rubio.
Tiene que ser una broma.
Me convirtieron en un muñeco. O él, más bien. Breezeo. No una figura de
acción, no, un muñeco de Barbie edición coleccionista.
—Yo seré Breezeo y Barbie puede ser Maryanne para ti —dice, sentándose
en el suelo y palmeando la madera a su lado.
—Espera, ¿no debería ser yo Breezeo?
—Tú eres él todo el tiempo, así que ahora me toca a mí.
Bueno, no se puede discutir con esa lógica.
—Barbie tiene el pelo de color equivocado —digo—. ¿No tienes una muñeca
Maryanne?
—No, porque cuesta muchos dólares, pero puedes fingir, ¿no?
—Claro —digo, aunque de repente parece escéptica, como si dudara de mis
habilidades—. No te preocupes, yo me encargo de esto.
Ella pone en marcha las cosas. No sé lo que está pasando, y ella no me da
ninguna dirección, así que estoy improvisando. Ella me cambia las cosas, lanzando
giros de la trama. Estamos huyendo de unos tipos malos antes de que, de repente,
estemos en la escuela. Me gradúo, ambos nos convertimos en veterinarios de sus
animales de peluche, y lo siguiente que sé es que soy candidato al presidente del
mundo.
Es divertido. Ella es divertida. La niña es rápida de reflejos. Pero al final se
distrae y deja la muñeca para volver a dibujar. Es intensa al respecto, en trance, y
me excuso, pero no sé si se da cuenta. Recogiendo el muñeco de Breezeo, recorro
el pasillo y veo movimiento en otra habitación.
La recámara de Kennedy.
Está sentada en la orilla de su cama, cambiada de su uniforme de trabajo,
vestida con un pants y una camiseta de tirantes, ocupada en recogerse el pelo. Me
detengo al llegar a la puerta, todavía acechando en el pasillo, sin querer invadir su
espacio. Me mira con recelo y su atención se desplaza hacia el muñeco que tengo
en la mano.
Se ríe.
Sí, jodidamente se ríe.
—¿Te hizo actuar para ella? —pregunta, señalando la muñeca.
—No, en realidad me hizo ser Barbie —digo—. Creo que no le impresionaron
mucho mis habilidades, porque se rindió y volvió a dibujar.
Otra carcajada.
Podría escuchar ese sonido eternamente.
—No te lo tomes como algo personal —dice, pasando por delante de mí para
salir de la recámara—. Estoy segura de que hiciste un mejor trabajo que yo.
Normalmente me degradan a miembro del público.
Kennedy se dirige a la sala. La sigo, curioso, mientras se acomoda en el sofá
y enciende la televisión. Se acurruca y pasa los canales en silencio, con la
habitación en penumbra. El sol se está poniendo fuera, lo que significa que pronto
se irán a la cama.
—¿Trabajas todos los días? —pregunto.
—Entre semana.
—¿Entonces tienes los fines de semana libres?
—Normalmente —dice—. Trabajo mientras Maddie está en la escuela.
—¿Y cuando no trabajas? ¿Qué haces?
Me lanza una mirada como si yo fuera estúpido.
Supongo que eso es todo.
—Probablemente debería ponerme irme —digo, volviendo a la recámara de
Madison, encontrándola todavía dibujando—. Ey, Maddie.
—¿Eh?
—Ya me voy.
Ella deja lo que está haciendo.
—¿Por qué?
—Porque se hace tarde.
—¿Pero por qué no puedes quedarte?
Porque la cagué hace años y no sé si podré volver a hacer las cosas bien.
—Simplemente no puedo —digo—. Pero volveré.
—¿Mañana?
—Eh, mañana no, pero pronto.
—¿Pronto cuándo?
—A la primera oportunidad que tenga, estaré aquí.
—Okay —dice ella, volviendo a su dibujo—. ¡Adiós!
—Adiós, Maddie.
Kennedy me mira con recelo cuando vuelvo a entrar en la sala.
—Tengo que volver a la ciudad en la mañana —digo, dudando cerca de la
puerta principal.
—Ya te estás yendo —dice, con filo en sus palabras. Es casi una acusación—
. Debería haberlo sabido.
—Voy a volver.
—Seguro que sí.
No creo que me crea.
Por mucho que quiera quedarme y convencerla, sé que no me creerá hasta
que lo demuestre, así que salgo del departamento, cerrando la puerta, y me quedo
allí hasta que la oigo poner el seguro.

—Bueno, pero si es mi cliente favorito...


Me detengo en la puerta de la cocina de McKleski en el momento en que esas
palabras me golpean. Cliff. Los rayos de sol de la mañana se cuelan por la planta
baja de la posada, calentando ya el lugar hasta niveles incómodos, porque la vieja
no cree en el aire acondicionado. Cliff está sentado en la mesa de la cocina,
comiendo lo que parece una omelet, con los ojos pegados al Blackberry junto a su
plato.
McKleski está ocupada lavando los platos al otro lado de la habitación,
fregando una sartén que obviamente usó para cocinar para él esta mañana. ¿Qué
demonios?
—¿Me estás hablando a mí? —pregunto, sin estar del todo seguro a estas
alturas.
—¿Con quién más podría estar hablando?
—No lo sé —murmuro, sentándome frente a él. Podría ser cualquiera.
Me mira, sus ojos escudriñándome cuidadosamente mi rostro. Sé lo que está
buscando. Las señales. Estoy seguro de que tengo un aspecto horrible. Ni siquiera
me he molestado en afeitarme. Pero él no va a verlas hoy, no va a ver las señales.
Quiero decirle que se joda por pensar que podría, pero no puedo culparlo por la
sospecha, ¿o sí?
L he cagado muchas veces.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Sobrio —murmuro.
—Ya lo veo —dice—. ¿Y por lo demás?
—Un poco cansado. —Miro su plato—. Un poco hambriento.
—Estoy seguro de que tu encantadora anfitriona estará encantada de
prepararte un desayuno.
—No —dice McKleski—. Yo no lo estaría.
—O no —dice Cliff, tomando el último bocado de su omelet, sin inmutarse.
—Está bien —digo yo—. No necesito que nadie me cuide. Puedo valerme por
mí mismo.
Cliff deja caer el tenedor.
—Si eso fuera cierto, me quedaría sin trabajo.
—Como sea. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo averiguaste dónde me estoy
quedando?
—Es un pueblo pequeño —dice—. No había muchas opciones. Y estoy aquí
porque no has contestado al teléfono, así que no estaba seguro de que recordaras
que tenías una cita. Pensé en acompañarte para que no tuvieras que ir solo.
—Me acordé —digo—. Y gracias.
—Pero que conste que, si por fin contrataras a un nuevo asistente, no tendría
que preocuparme por tu agenda. Hace más de un año que no tienes a nadie que te
ayude. Todavía no entiendo por qué despediste al último tipo.
—Era adicto al crack.
—Y tú eras un cocainómano.
—Me robó.
—¿Qué robó? ¿Tus drogas?
—No voy a dignificar eso con una respuesta.
Es cierto, pero, aun así... a la mierda esa suposición.
—¿Podemos irnos? —pregunto—. Quiero terminar este día.
—Ja, pensé que eras menos malhumorado estos días.
—Lo soy. Es que... no sé.
—Suena como tú. —Cliff agarra su Blackberry y empuja su silla hacia atrás
mientras McKleski agarra su plato vacío—. El desayuno fue maravilloso. Gracias.
—Cuando quieras —dice McKleski, sonriendo—. Me gusta cocinar para
aquellos que aprecian las cosas.
Lo dejo pasar.
Cliff se levanta y me hace un gesto para que le siga, esperando a que estemos
fuera antes de decir:
—Hombre, ¿esa mujer te hace pasar un mal rato o qué?
—Siempre lo ha hecho —digo—. La primera vez que me arrestaron, fue ella
la que llamó a la policía.
Cliff se ríe mientras nos acercamos a un elegante sedán negro.
—Bonito coche —digo.
—Lo renté —dice—. No quería llamar a un servicio de coches y delatar tu
ubicación.
—Lo aprecio.
—Sólo hago mi trabajo —dice—. Vamos, yo conduzco.
Me subo al asiento del copiloto.
Tengo un coche. Está estacionado en un garaje privado en la ciudad. Me lo
trajeron cuando empezó el rodaje, por si lo necesitaba, pero se supone que no
puedo conducir hasta que el médico me dé el visto bueno. La palanca de cambios.
Toma más de dos horas en llegar a la ciudad. Otra hora en tráfico. Cliff
estaciona el coche cuando llegamos al centro médico. Weill Cornell. Ortopedia.
Agacho la cabeza mientras pasamos por delante de decenas de personas,
dirigiéndonos al séptimo piso, yendo directamente a la consulta del cirujano
ortopédico, donde esperan mi llegada.
Miren, lo entiendo: es una pendejada No cualquiera puede entrar y ser
atendido de inmediato, saltándose las salas de espera. Es un privilegio que
agradezco, especialmente hoy. Ya estoy bastante nervioso, estando aquí, lidiando
con esto. La anticipación y la paranoia lo harían insufrible.
—Sr. Cunning, ¿cómo está? —pregunta el médico, poniéndose de pie y
extendiendo la mano, esperando que la estreche incluso llevando el cabestrillo.
—Bien —digo, ignorando su mano extendida—. Listo para acabar con esto.
—Un hombre con una misión —dice—. Eso me gusta.
No pierde más tiempo y me manda directamente a los rayos X. Duele un
putero cuando me examinan la muñeca, un dolor ardiente que me sube por el brazo
hasta la punta de los dedos.
—La buena noticia es que los huesos no se han desplazado, así que no parece que
tengas que operarte —dice el médico—. La mala noticia, por supuesto, es que
estarás enyesado durante las próximas semanas.
—Estupendo —murmuro, flexionando los dedos.
—¿Cuántas semanas? —pregunta Cliff, de pie en la esquina de la oficina con su
Blackberry.
—Es difícil decirlo con seguridad... cuatro, calcularía.
—Entonces, ¿otro mes? —pregunta Cliff.
—Sí —dice el médico—. Probablemente necesitará algo de terapia ocupacional
después.
—¿Pero se le quitará el yeso?
—Sí.
—Es bueno saberlo —dice Cliff—. ¿Hay alguna manera de acelerar el proceso de
curación?
—Bueno, no hay ningún tratamiento milagroso, pero algunas cosas podrían
ayudar. Vitaminas. Calcio. Ejercicios.
—¿Entonces agarra una pelota antiestrés y toma leche?
—Más o menos —dice el médico—. Las verduras de hoja verde son buenas.
Hablan de mí como si no estuviera aquí.
Me miro la muñeca hinchada con fastidio mientras muevo los dedos.
—De todos modos, vamos a vendarte —dice el médico—, para que puedas seguir
tu camino.
Una escayola blanca de fibra de vidrio. No se molesta con las tonterías de los
colores, lo mantiene simple antes de enviarme a mi camino.
Me subo al asiento del copiloto del coche rentado de Cliff, que inmediatamente
empieza a divagar.
—Si te quitan la escayola en las próximas semanas, probablemente puedas volver
a rodar antes de lo previsto.
—¿Eso crees? —pregunto, observándolo mientras revisa su Blackberry,
comprobando su calendario.
—Tienes un doble para manejar la acción, así que todo lo que necesitan es tu voz...
—Me mira de reojo—. Y esa cara tan bonita que tienes, por supuesto.
—Por supuesto —murmuro, intentando por todos los medios que eso no hiera mi
ego, pero maldita sea. Actuar es algo más que recitar líneas—. ¿Y qué pasa con
Serena?
—¿Qué pasa con ella?
—Está en rehabilitación.
—¿Y qué?
—¿Y cómo vamos a empezar a rodar otra vez el mes que viene si está fuera noventa
días?
Me mira como si hubiera perdido la cabeza.
—¿De verdad crees que durará tanto tiempo?
—¿No lo crees?
—Tú nunca duraste —dice—. No hasta que tocaste fondo.
—¿Y no crees que ella lo ha hecho?
—Ni de lejos. La única razón por la que está ahí ahora es porque el estudio lo exigió
—dice—. Pero no te preocupes por eso. Yo me ocuparé de ella. Tú preocúpate de
mejorar.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Durante la Guerra de la Independencia, Aaron Burr tuvo una aventura ilícita con la
esposa de un oficial británico.
Le cuentas a la chica esa historia.
Crees que la hará sentir mejor.
Ella te pregunta quién es Aaron Burr.
Te ríes, porque no puedes entender cómo está sobreviviendo en Fulton Edge
cuando ni siquiera sabe el nombre del hombre que mató a Alexander Hamilton,
pero ella lo hace. Está sobreviviendo, tal vez incluso prosperando. Trabaja duro y
está aprobando. Mientras tanto, tú apenas prestas atención y sigues aprobando
todos los exámenes.
Pero ahora vas a clase. Todos los días.
Tal vez lo haces porque no quieres que te expulsen. Has llegado hasta aquí.
Más vale que lo hagas hasta el final. O tal vez te presentas para estar con ella.
Ambos están en camino de graduarse en un mes. Todo el año escolar casi se
ha ido en un abrir y cerrar de ojos. Lo pasaron casi todo a escondidas, con
conversaciones susurradas y encuentros secretos, viéndose bajo el manto de la
oscuridad sin que su padre lo supiera. Le prohibió que te viera. Le dijo que no
causarías nada más que problemas.
La cosa es que ella ya lo sabía.
Eso no fue suficiente para detenerla.
—Así que, Vassar, ¿eh? —preguntas, sentado a su lado en la mesa de picnic
del parque cerca de su casa. Es de noche, cerca de la medianoche, y acabas de
terminar un ensayo completo de Julio César. El club de teatro lo va a representar
dentro de tres semanas como parte de las festividades de graduación—. Artes
Liberales. Apuesto a que a tu papá le encanta eso.
—Sí, me miró de la misma manera que cuando se dio cuenta de que nos
estábamos acostando.
Hombre, no se lo había tomado nada bien. Una rabia total hasta el punto de
llevar sus quejas a su jefe. Pero su padre se encogió de hombros, diciendo que
había hecho cosas peores que llevarse una chica a la cama. No hace falta decir que
su papá ya no disfruta mucho de su trabajo.
Ella se ha comprometido a asistir a la universidad Vassar el próximo año.
Mientras tanto, tú no has decidido nada. Ni siquiera estás seguro de querer ir a la
universidad. Tienes sueños, pero no incluyen estudiar derecho en Princeton. Te
han aceptado de alguna manera. Ni siquiera lo solicitaste. Todo esto hiede a tu
padre.
—Felicidades —dices—. Es una gran escuela.
El futuro no es algo de lo que tú y ella hayan hablado mucho. Ni siquiera le
han puesto un título a esto que tienen. Sin promesas.
No prometes cosas. Nunca.
Pero el futuro se acerca rápidamente. Está a punto de ser el presente. Y lo
que sea que haya entre ustedes se va a ver afectado.
Te da un empujón con el hombro.
—¿Vendrás a verme?
—Seguro que apareceré de vez en cuando.
—Más te vale —dice—. Te voy a extrañar.
Se está emocionando, su voz se quiebra con esas palabras.
—Todavía tenemos unas semanas —dices, levantándote de la mesa de picnic
mientras agarras su mano y la pones de pie—. No desperdiciemos esta noche
preocupándonos por ello.
Dan un paseo juntos, tomados de la mano. Hay una posada cerca, más allá
del límite del parque. La maneja una mujer malhumorada de mediana edad, una
de las únicas personas con las que se han topado por las noches cuando se
encuentran aquí. La posada está a oscuras esta noche. Las sábanas cuelgan de un
tendedero, dejadas durante la noche.
Arrancas una.
A lo largo del agua, la colocas sobre la hierba. La acuestas encima. Sabes que
tendrán algo de privacidad aquí atrás, lejos del área de picnic. No quieres
desperdiciar más esta noche. Te quitas toda la ropa y te tomas tu tiempo para
acariciarla y saborearla antes de hacer el amor con ella.
Tú también la vas a extrañar
No se lo dices, no con palabras, pero ella lo sabe. Lo siente en cada beso. En
cada empuje de tus caderas. La haces reír mientras estás dentro de ella. Le dices
que es hermosa mientras gime debajo de ti.
Te quedas acostado después de terminar, todavía encima de ella,
recuperando el aliento mientras le besas el cuello. Tienes cuidado de no dejar más
marcas.
Se oye un susurro cerca, a lo largo del agua, sombras que se mueven en la
oscuridad. Sólo tienes la luz de la luna para ver. Sea lo que sea se está acercando...
acercando... acercando. Viene hacia ustedes.
La chica se da cuenta. Grita, el sonido penetrante rompe el silencio de la
noche, cuando la cosa en las sombras hace un ruido a su lado. CUA.
Te aparta de ella de un empujón. Te ríes demasiado para calmarla. Se aleja
chillando, arrancando la sábana de debajo de ti para envolverse en ella,
desparramando la ropa.
—Es sólo un pato —le dices, sentado desnudo en la hierba. Sigues riendo
cuando el pato se dirige hacia ella, graznando como un loco en reacción al ruido
que está haciendo.
—¿Un pato? —dice ella—. ¿Qué quiere? Dios mío, me está siguiendo. ¿Por
qué me sigue?
—Probablemente tenga hambre —dices.
—¿Parezco comida para patos? —pregunta ella, tratando de ahuyentarlo—.
Vete a casa, Lucas.
Te pones de pie y recoges la ropa, lanzándole la suya. El pato se aleja,
dirigiéndose al agua. Pero es demasiado tarde. Ella hizo demasiado ruido.
Vuelve a haber movimiento. Vienen más patos.
Se aleja corriendo, hacia la posada, llevando su ropa. Empiezas a seguirla
cuando una ráfaga de luz rompe la noche. Una linterna. Te quedas helado,
alarmado. Hay alguien ahí. La chica se esconde en el patio trasero de la posada,
pero dudas demasiado. La linterna te encuentra mientras una voz grita:
—¡Policía! ¡Muéstrame las manos!
Se te cae la ropa. Te quedas de pie, en toda tu gloria desnuda, y levantas las
manos delante de ti mientras se acerca un agente de policía. Te ordena que te
vistas antes de ponerte las esposas.
La chica empieza a salir de las sombras. La policía no sabe que está ahí. Pero
tú sí, y sacudes la cabeza, advirtiéndole que no lo haga.
La mujer que dirige la posada oyó ruidos afuera y llamó a la policía. Intrusos.
Ella está en su porche trasero, viendo cómo te arrestan.
Indecencia pública.
Y tú no lo sabes, pero esa chica... Corre todo el camino a casa envuelta en
nada más que esa sábana robada, su ropa abandonada. Su madre está despierta
cuando llega y la oye entrar. La mujer sabe desde hace meses que su hija se escapa
por la noche, pero nunca ha dicho nada al respecto. Una madre sabe. Sabe lo que
es amar al chico del que el mundo trata de alejarte. Su madre se quedaba despierta
por la noche, escuchando, para asegurarse de que ella volvía a casa, pero esta
mañana es diferente. La mujer lo percibe. La chica confiesa. Le dice que te
arrestaron. No te preocupes, dice su madre. Yo lo ayudaré.
KENNEDY

Golpeo distraídamente mis dedos contra la pantalla mientras miro el mensaje de


texto en mi teléfono.

Me debato en cómo responder. ¿Sí? ¿No? ¿Sí? ¿No? Arg. Escribo una excusa
interminable antes de borrarla con un gruñido, y vuelvo a escribir más basura antes
de borrarla también. Escribo no, directo al grano, pero, arg, me siento culpable, así
que escribo claro y pulso enviar como una idiota.
En el momento en que dice Entregado debajo de la burbuja de texto, me dan
ganas de abofetearme. Ya muchos arrepentimientos.
—Arg, ¿qué te pasa? —Me pregunto, haciendo una mueca mientras empiezo
a teclear una excusa que me saque de esto.
Un carraspeo detrás de mí.
—No sabría por dónde empezar.
Esa voz, me agarra desprevenida, tan cerca que puedo sentir su cálido aliento
abanicando mi piel. Un escalofrío me recorre, mis manos tiemblan y me doy la
vuelta, perdiendo el control de mi teléfono. Se me cae, aterrizando boca abajo en
la dura baldosa de epoxi del pasillo. Hago una mueca cuando cae, pero no lo agarro
por él.
Jonathan.
Está justo ahí, de pie en el supermercado, con medio metro de espacio entre
nosotros, tan cerca que tengo que levantar la vista para encontrar sus ojos. Mi
corazón se detiene un instante, siendo un tonto traidor, antes de martillear en mi
pecho, golpeando agresivamente mi caja torácica como si mis entrañas estuvieran
declarando la guerra a mi cordura.
Jonathan agarra mi teléfono cuando hace ruido. Antes de que pueda
detenerlo, mira la pantalla y se congela. Algo brilla en sus ojos. Parece horrorizado.
Oh, Dios.
—Está roto, ¿verdad?
Parpadea.
—¿Eh?
—Mi teléfono.
—Oh, eh... no. —Sacudiéndose, me entrega el teléfono, con la pantalla aún
intacta—. Quienquiera que sea Andrew quiere una hora.

El mensaje está en exhibición. Mi estómago toca fondo. Todavía me tiemblan


las manos y me meto el teléfono en el bolsillo trasero sin responder a esa pregunta.
—¿Qué haces aquí? —pregunto—. Creía que te habías ido de la ciudad.
—Lo hice —dice—. Te dije que volvería, ¿no?
—Sí, pero no sabía que te referías tan rápido. No me habría dado cuenta de
que te habías ido. ¿Por qué me lo dijiste?
—Pensé que debías saberlo.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros, como si tampoco lo entendiera. Antes de que ninguno
de los dos pueda encontrarle sentido a las cosas, una voz femenina suena en el
pasillo junto a nosotros, diciendo mi nombre. Bethany. El pánico me invade. No lo
pienso mucho, actúo en el momento, una reacción instintiva a su acercamiento.
Me aferro a él, agarrándome con fuerza a su brazo, y salgo disparada. No se
resiste, no se resiste mientras lo arrastro por el pasillo, lejos del sonido de su voz,
y lo empujo a un pequeño almacén trasero. Me meto dentro y cierro la puerta,
dejándonos en una oscuridad casi total. Ya no puedo ver a Jonathan, pero puedo
sentirlo, justo detrás de mí, presionando contra mí, su mano se posa en mi cadera.
Su contacto aumenta mi pánico. Me alejo de él, poniendo espacio entre nosotros.
—¿Por qué estás aquí? —pregunto, manteniendo la voz baja—. No puedes
estar aquí.
—Yo, eh...
—¿Kennedy? —llama Bethany desde el otro lado de la puerta—. ¿Estás aquí
atrás?
—No hables —le siseo a Jonathan—. Ni siquiera respires.
Vuelvo a abrir la puerta y me escabullo, dejándola entreabierta tras de mí
mientras me encuentro cara a cara con Bethany. Su cejo se frunce mientras mira
la habitación a oscuras detrás de mí.
—¿Qué estás haciendo?
—Inventario.
—¿En la oscuridad?
—Sí, yo... sip. —Miro detrás de mí antes de volver a dirigirme a ella—.
¿Necesitas algo?
—Marcus me dijo que te buscara. —Su cara se tuerce en un puchero falso.
Oh, Dios—. Le pedí el sábado libre en dos semanas, y me dijo que la única manera
de tenerlo es si encuentro a alguien que me cubra.
—¿Y quieres que lo haga yo?
—¿Por favor? —Ella asoma su labio inferior—. No lo pediría, ¡pero es
importante!
—Okay.
—La Breeze-Con es ese fin de semana, y tienen un gran evento para el décimo
aniversario de Ghosted.
—Okay.
—Y sé que probablemente te parezca una tontería, pero—
—Dije que okay. Ve. Diviértete.
—¿Lo dices en serio?
—No lo diría si no fuera así.
Deja escapar un chillido y me abraza.
—¡Gracias, Kennedy! Oh, por Dios, eres la mejor.
—De nada —digo, quitándomela—. Voy a volver a, ya sabes, mis cosas.
Hago un gesto con la cabeza hacia el almacén.
Sus ojos se entrecierran.
—¿Qué estás haciendo realmente?
—Adiós, Bethany.
Vuelvo a entrar en la habitación, dando un portazo y apoyándome en ella.
El humor tiñe cada sílaba de las palabras de Jonathan cuando dice:
—Se parece a ti en la preparatoria. ¿Qué miedo puede dar?
Poniendo los ojos en blanco, palpo la pared a mi lado y subo el interruptor de
la luz. No hay mucha luz, pero puedo verlo apoyado en un cajón, con una sonrisa
en los labios.
—Escribe fanfics —le digo—. Del tipo de auto inserción.
Su sonrisa sólo crece.
—No me refiero a Breezeo. Oh no, estoy hablando de fanfics de Johnny
Cunning. Erótica.
El primer parpadeo de preocupación aparece en sus ojos, pero sigue
sonriendo.
—Y tú también.
Pongo los ojos en blanco.
—Eso es completamente diferente.
—Aun así, es sólo una chica con fantasías —dice—. Nada de lo cual
esconderse.
—Es cierto, pero ¿realmente crees que se lo va a guardar para sí misma?
Vamos, ¿su ídolo aparece donde ella trabaja? La única forma en que podría ser más
“ficción a la vida real” es si estuviéramos trabajando en una cafetería aquí. Antes
de que salieras por la puerta, estaría en todas las redes sociales. Pero, a menos que
eso sea lo que quieres...
Sacude la cabeza.
No lo creí.
Se queda en silencio por un momento antes de decir:
—Kale.
—¿Kale?
—Por eso estoy aquí. Necesitaba agarrar kale.
—Oh.
Eso es todo lo que digo.
Se vuelve a hacer el silencio.
Incómodo.
No hay ventanas aquí, lo que hace que la habitación parezca imposiblemente
pequeña. Sólo él y yo, confinados juntos después de todo este tiempo, respirando
el mismo aire, la habitación llena hasta el tope de un silencio tenso. Hay mucho
que decir, pero no hay palabras lo suficientemente fuertes como para despejar el
aire entre nosotros.
—Ojalá esta mierda no fuera tan rara —dice finalmente—. Ojalá no fueras tan
distante.
—Sí, bueno, eso es lo que pasa cuando la gente rompe.
—Lo sé, sólo desearía que hubiera una manera de que pudiéramos...
—¿Pudiéramos qué?
No contesta de inmediato, apartando la mirada de mí como si estuviera
luchando por encontrar una forma de explicarse. ¿Olvidar? ¿Seguir adelante?
¿Empezar otra vez?
—Ser —dice—. Me gustaría que pudiéramos simplemente ser.
Para ser un actor con tanto talento, no siempre fue bueno para expresarse
conmigo, pero tampoco yo era mucho mejor. Tal vez por eso funcionábamos tan
bien. Él hablaba a través de los personajes que interpretaba, y yo... bueno, yo
creaba. Los dos parecíamos estar siempre en la misma página hasta el día en que
dejamos de estarlo, y no había forma de volver a ese lugar una vez que nos costó
tanto comunicarnos.
Pero durante un tiempo, simplemente... éramos.
Es la sensación más reconfortante del mundo.
Pero cuando la pierdes, es lo más confuso. Es como perder un pedazo de tu
alma.
—Lo siento —dice, mirándome otra vez.
—¿Cuántas veces vas a pedir perdón?
—Las que haga falta hasta que me creas.
—Te creo —digo—. Te creo.
—¿Me crees?
—Sí, te creo.
Me mira fijamente cuando digo eso. No responde, pero me doy cuenta de que
está conteniendo alguna reacción.
—En fin, deberíamos sacarte de aquí antes de que te vean —digo,
apartándome de la puerta—. Puedo agarrar tu kale por ti.
Me doy la vuelta para salir, pero él me detiene y me agarra del brazo mientras
se levanta de la caja. Me tenso, dejando escapar un estremecimiento cuando me
atrae hacia él. Es solo un breve momento en el que me sostiene allí, a un suspiro,
tan cerca que, si me pusiera de puntillas, podría saborear sus labios si quisiera.
Quiero.
O al menos una parte de mí, en el fondo, lo desea, una agitación en mis
entrañas que casi me estimula. En el momento en que me toca, es como si estuviera
borracha. Pero el momento se acaba cuando dice:
—También necesito leche.
Su voz, esas palabras, me hacen recuperar la sobriedad.
—Leche.
—Sí —dice, soltando mi brazo—. Si no te importa.
—Eh, claro, no hay problema.
Salgo y él me sigue, desviándose a mitad de la tienda para dirigirse a la salida
mientras yo agarro sus cosas. No oigo ningún grito frenético, así que asumo que
consiguió salir.
Bethany se queda en la caja registradora, sin prestar atención a nada de lo
que la rodea, hojeando la última edición de Crónicas de Hollywood.
—¿Algo interesante? —pregunto, poniendo la col rizada y la leche en la cinta
transportadora.
Bethany suspira y tira el periódico sensacionalista a un lado.
—La verdad es que no. Juro que es como si Johnny Cunning se hubiera
desvanecido en el aire. Nadie lo ha visto por ninguna parte.
Mis ojos parpadean hacia la salida, vislumbrando un leve atisbo de él
acechando fuera.
—Estoy segura de que está... por aquí.
—Eso espero —dice ella—. Arg, espero que no esté como, muerto en una
zanja en algún lugar. Eso apestaría.
—Sí. —Concuerdo mientras ella cobra las cosas.
Después de pagar, vuelve a agarrar el tabloide y sigue leyendo. Una vez que
se ha distraído, salgo y llevo la bolsa hasta donde se encuentra Jonathan.
—Toma —le digo, empujándola hacia él—. Tu leche y tu col rizada para que
puedas ir a darles de comer a los patos o lo que sea que vayas a hacer con ella.
Deja escapar una ligera carcajada.
—Es para mí. Órdenes del médico.
—Eso es horrible.
—Eh, podría ser peor.
—Si tú lo dices —murmuro, mirando mi reloj—. Debería volver al trabajo.
Me dirijo otra vez a la tienda cuando me llama.
—¿K?
Lo fulmino con la mirada, con las palabras en la punta de la lengua, pero no
consigo pronunciar ni una sola sílaba. La mirada de su rostro me deja en silencio,
la vulnerabilidad, como si se estuviera abriendo en ese momento.
—Gracias —dice en voz baja.
Asiento con la cabeza, dudando antes de decir:
—Si cambias de opinión sobre comer la col rizada, estoy segura de que
Maddie estará encantada de ayudarte a deshacerte de ella.
Sonríe. Es una sonrisa genuina, inconsciente, como si la felicidad irradiara
desde su interior ante esa sugerencia. No digo nada más, ni espero su respuesta.
Estar cerca de él está siendo peligroso para mis sentimientos. Peligroso para mi
cordura.
Me dirijo de vuelta a la tienda y paso por delante de Bethany en su caja
registradora. Deja el tabloide para mirarme.
—¿No acabas de irte?
—Salí —digo—. Todavía me queda otra hora hasta que termine mi turno.
—¿Qué has hecho con tus cosas?
—Ponerlas en mi coche.
—¿Incluso la leche?
—Eh... sí.
—¿Pero no se echará a perder con este calor?
—Probablemente.
Me mira fijamente, murmurando:
—Te juro que a veces eres muy rara.

—Debería cancelar.
—No deberías hacer tal cosa. —La voz de Meghan es puntiaguda, no discutas
conmigo cuando dice eso—. Lo que deberías hacer es llevar al tipo a dar un paseo,
si sabes lo que estoy diciendo.
—Meghan...
—Hablo en serio —dice ella—. Sólo una vuelta rápida a la cuadra para ver
cómo corre, haz ronronear ese motor un rato.
—¿Desde cuándo eres pro-Drew?
—No lo soy. —Hace una cara de disgusto—. Soy pro-orgasmo, y sé que hace
mucho tiempo que no tienes uno.
Me río... hasta que una vocecita interviene preguntando:
—¿Qué es eso?
Maddie se sienta en la mesa de la cocina frente a Meghan, balanceando las
piernas mientras dibuja con todo su corazón en una hoja de papel.
—¿Qué es qué? —pregunto, apoyándome en la mesa de la cocina, mis brazos
cruzados sobre el pecho.
—Lo que dijo la tía Meghan —dice Maddie—. ¿Qué es el orga. eh...?
—Organismo —suelto, dándome cuenta de que está a punto de preguntarnos
qué es un orgasmo.
—Organismo —dice ella—. ¿Qué es eso?
—Es de la ciencia —dice Meghan—. Es lo que llaman un ser vivo, ya sabes,
cualquier cosa que esté viva.
—¿No tienes uno de esos? —pregunta Maddie, levantando la vista de su
dibujo, con las cejas levantadas—. ¿No desde hace mucho tiempo?
—Bueno, te tengo a ti —digo, deteniéndome al lado de su silla mientras
alboroto su cabello—. Eres lo más vivo que hay. No necesito nada más... ni siquiera
esos locos organismos de los que habla Meghan.
Maddie parece bastante satisfecha con esa respuesta mientras vuelve a
dibujar, mientras Meghan me lanza una mirada, medio apologética, medio patética.
Pongo los ojos en blanco, enseñándole el dedo fuera de la línea de visión de
Maddie.
—Supongo que debería vestirme.
—¡Algo sexy! —Me grita Meghan.
En lugar de eso, opto por algo sencillo: jeans ajustados, zapatos planos negros
y camisa negra. Me cepillo el pelo, dejando los mechones oscuros sueltos, y me
maquillo un poco. Ya está. Meghan frunce la nariz al verme, pero se guarda su
opinión.
—Mami, ¿puedes hacer mis estrellas? —pregunta Maddie, empujando su hoja
y su lápiz hacia mí.
—Claro que sí —digo. No estoy segura de qué es lo que está haciendo, pero
puedo distinguir la línea del horizonte con facilidad. Le he enseñado varias veces
la forma más fácil de dibujar estrellas (montaña, diagonal, transversal, conexión),
pero siempre me pide que se las haga yo, ya que es prácticamente lo único que sé
dibujar.
La puerta principal del departamento resuena con un golpe. Meghan suspira
mientras empuja su silla hacia atrás para ponerse de pie, y susurra al pasar junto a
mí:
—Parece que tu organismo está aquí.
—Ahora mismo voy —murmuro, terminando las estrellas antes de devolverle
el lápiz a Maddie—. Tengo que irme, cariño.
—¿A dónde?
—Afuera con mi amigo.
—¿Puedo ir esta vez?
—Esta noche no —le digo, frunciendo el cejo al ver la decepción en sus ojos—
. Pero algún día.
—¿Es tu amigo el que no vio que estabas bonita la vez pasada?
—Sí, el mismo.
Hace una mueca.
Casi me río.
Pero entonces oigo que llaman otra vez a la puerta, y la voz de Meghan
resuena por encima del sonido mientras dice:
—Jesús, aguanta un ra… oh, Dios mío. No.
Me tensa el cambio repentino de su tono, que pasa de ser frívolo a estar
sorprendido en media palabra.
—No... no... no —repite antes de decir—: Lárgate al carajo de aquí.
Miro fuera de la cocina, hacia la puerta principal, con el corazón desbocado.
Jonathan está de pie en el pequeño escalón frente a mi departamento, a pocos
metros de su hermana.
—Meghan —dice, saludándola con la cabeza.
En el momento en que dice su nombre, la sorpresa desaparece y es
reemplazada por la ira cuando sus ojos se entrecierran.
—No —dice ella, con toda naturalidad, cerrándole la puerta en las narices.
Maddie salta al oír el golpe.
—Meghan —gimo—. Por favor.
No necesito una escena, no una que tenga que intentar explicar. Meghan abre
la puerta de un tirón. Jonathan sigue de pie, sin moverse.
Maddie jadea al darse cuenta de su presencia y salta de su silla en la mesa,
tomando su dibujo mientras corre hacia la puerta—. ¡Jonathan!
—Hola —dice él, evitando mirar a su hermana, y sonriendo en cambio a
Maddie.
—¡Volviste! —Ella le empuja la hoja—. ¡Te estaba haciendo un dibujo!
—Guao —dice él, mirándolo—. Es increíble.
—No está terminado —dice ella, arrebatándoselo—, pero ahora sólo tengo
que hacer la gente, ¡porque mi mami dibujó las estrellas!
—Pues son unas estrellas estupendas —dice, encontrando mi mirada—.
Estoy seguro de que será perfecto.
—Te lo puedes quedar cuando esté hecho —le dice—. ¿Te vas a quedar?
Puedes jugar conmigo y con mi tía Meghan.
Meghan hace un ruido.
—Esta noche no —dice. Sólo vine a hablar un momento con tu mamá.
Maddie frunce el cejo y murmura un “okay” antes de alejarse.
Jonathan cierra los ojos y suelta un profundo suspiro. Me doy cuenta de que
quiere cambiar de opinión.
—Tal vez mañana —digo, interponiéndome en el camino de Maddie para que
deje de caminar. Le agarro la barbilla y le levanto la cabeza para que me mire—.
Es un poco tarde para jugar esta noche, de todos modos.
—Mañana. —Coincide Jonathan—. Estaré aquí.
Sus ojos se iluminan y la decepción desaparece.
—¡Nos vemos mañana! —le grita antes de rodearme con sus brazos—. Te
amo, mami.
—Yo también te amo —digo—, más que las paletas de hielo de plátano y la
pizza hawaiana.
—¿Más que las citas con tu amigo?
—Oh, pff, por supuesto. —Le aprieto juguetonamente las mejillas—. Más que
las citas con cualquiera.
Me inclino y le doy un beso rápido antes de que se vaya corriendo a su
recámara. En el momento en que sale de la habitación, en el momento en que está
fuera del alcance del oído, la voz de Meghan se interpone, un gruñido bajo mientras
dice:
—Será mejor que traigas tu culo aquí mañana, hermanito, porque si le
mentiste justo delante de mí, juro por Dios...
—Dije que estaré aquí —dice él, girándose para mirar a Meghan, con una
expresión dura—. No voy a mentirle.
—¡Oh! ¿Es eso cierto?
—Sí —dice.
—Bueno, ¡perdón! —Ella levanta las manos—. Estúpida yo, debería haberlo
sabido... Quiero decir, sólo les has mentido a todos los demás. Olvidé que eras el
papi del año.
—Ahora no es el momento para esto —refunfuño, acercándome y
poniéndome entre ellos—. Arreglen esto cuando no haya orejitas cerca.
Empujo a Jonathan lejos del departamento mientras salgo, cerrando la puerta
principal detrás de mí para darnos algo de privacidad. De lo contrario, Meghan
podría inclinarse a añadir su comentario, como si mi vida fuera un episodio de
Mystery Science Theater 3000.
—Perdón por esto —dice, señalando hacia el departamento—. Olvidé, bueno,
que tenías planes.
—No pasa nada —digo—. ¿De qué necesitabas hablar conmigo?
—Sólo... estaba pensando.
Está dudando. Retrasándolo. Me doy cuenta de que está nervioso por la forma
en que desvía la mirada.
—¿Sobre qué?
—Sobre algo que dijo esa chica en tu trabajo.
Se me frunce el cejo y tardo un momento en saber a quién se refiere.
—¿Bethany?
—¿Se llama así? —Se queda mirando al espacio y murmura—: Bethany.
—La conociste una vez —le digo—. Fue al set. Dijo que te había visto a la
salida de un bar.
Suelta una ligera carcajada.
—Ah, claro. Bethany. Me preguntó por aquella vez que me arrestaron.
Lo hizo. Me lo contó. Y todo lo que puedo pensar es lo increíblemente feliz
que estaría al saber que él se acordaba de ella.
—En fin —dice, ese nerviosismo volviendo a aparecer—. Bethany mencionó
que quería tiempo libre para poder ir a esa cosa.
—¿La convención?
—Sí, ya sabes, para la mierda de Breezeo, y estaba pensando, y me
preguntaba...
—¿Preguntando qué?
—¿Si tal vez podría llevar a Madison?
Tardo un momento en asimilar esas palabras, en asimilar lo que me está
pidiendo. Parpadeo, sin palabras, con una sensación de hundimiento en la boca del
estómago. No sé qué decir. No sé qué pensar. Una voz en el fondo de mi mente
grita, a la defensiva, aterrada por eso, pero mi corazón —mi estúpido, estúpido
corazón— se dispara al ver que él quiere hacer eso con ella.
—Yo, eh... —Sacudo la cabeza, tratando de aclarar mis pensamientos—.
Guao.
—Sé que estoy pidiendo mucho —dice—. Estoy pidiendo algo de confianza,
sólo un poco, y no te culpo si no me la das, pero sólo... te lo pido. ¿Puedo llevarla?
Abro la boca, aún sin saber qué decir, cuando un movimiento llama mi
atención segundos antes de que una voz me interrumpa.
—¿Interrumpo?
Las ocho y media en punto, supongo. Drew. No me giro, no le miro de
inmediato, pero Jonathan sí lo hace. Su espalda se endereza, los hombros se
cuadran, cada centímetro de él está rígido. Observo cómo su rostro se nubla de
confusión, esperando no ser reconocido, pero es instantáneo.
La confusión da paso a una especie de ira cruda, del tipo que se ha cocinado
a fuego lento durante años. Mira a Drew como si quisiera arrancarle el corazón,
arrancárselo del pecho y metérselo por la garganta.
La voz de Jonathan es tan mordaz como su mirada cuando dice:
—Hastings.
—Cunningham —dice Drew, sin inmutarse.
—¿Qué demonios estás haciendo? ¿Por qué estás aquí?
Drew me señala.
—Recogiéndola.
Lo veo, mientras Jonathan conecta los puntos, dándose cuenta de que él es
el plan que tengo esta noche. Andrew Hastings. Hace mucho tiempo que no oía a
alguien llamarlo sólo por su apellido.
Jonathan se gira hacia mí, con una expresión dura mientras intenta contener
su ira, pero le cuesta.
—¿Él? —pregunta Jonathan—. ¿Este es con quien sales? ¿Este es el tipo con
el que sales?
Empiezo a responder, pero no me deja.
—Increíble. —Jonathan sacude la cabeza—. ¿Cómo pudiste?
Esas palabras hacen subir mis defensas.
—¿Perdón?
—¿Forma parte de tu vida? ¿La vida de Madison? Dios, ¿le permites estar
cerca de ella? ¿En qué demonios estás pensando?
—No —digo, levantando las manos para detenerlo antes de que diga algo
más—. Ni siquiera vayas por ahí ahora.
—Deberías escuchar a la dama —dice Drew—, y ocuparte de tus asuntos.
—Este es mi puto asunto —dice Jonathan, dando un paso hacia Drew, todo
en él repentinamente lleno de agresividad—. Estamos hablando de mi hija. Mía. Y
no sé qué clase de mierda has hecho para meterte a la fuerza en sus vidas, pero
tampoco puedes tener a su madre. No puedes tener a ninguna de las dos. ¡No
puedes robarte mi puta vida!
—Basta —gruño, interponiéndome entre ellos.
Jonathan sacude la cabeza, furioso, con la mano izquierda cerrada en un
puño. No creo que vaya a golpear, ya que tiene la mano derecha enyesada, pero
sé que quiere hacerlo.
Y no ayuda nada cuando Drew se ríe. La diversión recubre su voz cuando
dice:
—No puedo robar lo que estaba suelto.
Eso enciende a Jonathan. Se acerca a Drew, pero me interpongo. Lo empujo,
con fuerza, haciéndolo retroceder.
—Sólo... vete, Jonathan. ¡Vete!
Me mira, con una expresión dura mientras dice:
—No puedo creerlo.
Se da la vuelta y se va, dejándome aquí de pie, echando humo.
Increíble.
¿No puede creerlo? ¿A mí? ¿Después de todo lo que él ha hecho? ¿Quiere
actuar como si yo fuera la que está mal?
—Veo que volvió a mostrar su cara —dice Drew—. ¿Cuánto tiempo lleva
aquí?
—Eh, dos semanas, tal vez —murmuro, viendo como Jonathan desaparece
en la noche.
—No lo has mencionado.
—No quería hablar de ello —digo—. Sigo sin querer.
—Me parece justo. —Drew me agarra el hombro, apretándolo suavemente—
. ¿Qué tal si nos vamos de aquí y nos olvidamos de lo que pasó?
—Me parece bien —murmuro, dedicándole una sonrisa, pero sé que es una
causa perdida. Olvidar esto no es posible. Siento que mi sangre hierve a fuego
lento. Quiero seguir a ese hombre hasta la oscuridad y darle un pedazo de mi
mente.
JONATHAN

Un paso adelante, cincuenta pasos atrás.


Así es como me siento, como carme de culo en el momento en que encuentro
la fuerza para levantarme.
Mi teléfono descansa al lado de donde me siento, encima de la vieja mesa de
picnic de madera, bajo el velo de oscuridad que se instaló antes en el parque. Es
una estupidez. Soy estúpido. No, peor que eso: soy débil. Mis contactos están
abiertos en el teléfono, la pantalla iluminada, pero no tengo fuerzas para pulsar
ningún botón.
La botella de cristal pesa en mis manos. Un quinto de whisky. No reconozco
la marca. Agarré lo primero que encontré en la tienda de la esquina de camino
aquí, algo barato y áspero.
Casi puedo sentir la quemadura.
La miro fijamente.
Y la miro.
Y la miro.
La botella aún está sellada.
Sería tan fácil abrirla y beber un trago, para calmar el dolor, la rabia, la
angustia.
Agarro la tapa y la desenrosco, rompiendo el precinto y oliendo el fuerte y
riguroso licor, cuando mi teléfono vibra contra la mesa de picnic. El nombre de
Jack parpadea en la pantalla. Suspirando, lo ignoro, pero él vuelve a llamar.
Otra vez.
Y otra vez.
—Maldita sea —murmuro, contestando a su cuarta llamada y pulsando el
botón para ponerlo directamente en el altavoz—. Siempre supe que serías un grano
en el culo, Jack. No sabía que también eras psíquico.
Jack se ríe.
—¿Qué puedo decir? Sentí una perturbación en la fuerza. Pensé en escupirte
algunos Yoda-ismos por un rato. Un eres un puto fracaso.
—Qué gracioso —murmuro.
—La verdad es que te llamaba para felicitarte.
—¿Por qué?
—Por llevar una semana sin aparecer en la portada de un solo tabloide —dice
él—. Fui al supermercado hace un rato y no vi tu fea jeta por ningún lado. Me hizo
el día.
—Me alegro de haber podido hacer eso por ti —digo.
—Te lo agradezco más de lo que crees —dice—. Ahora dime qué puedo hacer
por ti.
Dudo, mirando la botella.
—Nada.
—Basura —dice—. Inténtalo otra vez.
—Se supone que tienes que apoyarme y seguirme la corriente.
—Otra vez, basura. Si quisieras que te mimaran, habrías elegido a otro como
consejero. Ese no soy yo. No voy a mimar a un hombre adulto cuando está
lloriqueando por una botella.
—Sí, bueno, jódete.
—Suéltalo, Cunning —dice riendo—. Cuéntame cómo te lastimó el gran
mundo malo.
No estoy de humor para hablar, pero sé que no va a dejar el tema, así que, a
la mierda, divago y le cuento todo el día de mierda que he tenido.
Me escucha en silencio, esperando a que termine antes de decir:
—Bueno, eso apesta.
Me río amargamente, porque sí, lo es. Apesta.
—Pero es culpa tuya —añade.
—Lo sé —murmuro.
—¿Lo sabes? Porque estoy adivinando, y corrígeme si me equivoco, pero
probablemente estés sentado solo en algún sitio, abatido, a punto de ahogar tus
penas como si fueras la víctima.
Miro alrededor del parque. Es como si me estuviera observando.
—En serio, ¿eres psíquico?
—No, sólo te conozco —dice—. Eres un pedazo de mierda que se
autosabotea algunos días.
—Gracias.
—De nada —dice—. Pero sabes, la mayoría de los días, estás bastante bien.
—Eso es muy amable de tu parte.
—Lástima que tus películas apestan.
Eso me hace reír.
—Sí, lástima.
—Pero, de todos modos, si ya terminaste de chillar por la pobre y lamentable
vida de un rompecorazones de Hollywood, voy a volver a mi glamurosa existencia
de trollear en Internet y hablar mal de los de tu clase en la sección de comentarios.
—Hazlo —digo—. Gracias, Jack.
—Cuando quieras, Cunning. Sólo llámame la próxima vez. Sentir la fuerza no
siempre funciona. Voy a estar encabronado si te emborrachas y no tengo la
oportunidad de gritarte sobre eso primero.
—Llamaré —le digo—. La próxima vez.

Un ruido me despierta, sacándome de un sueño intranquilo, el sonido de unos


pasos subiendo las chirriantes escaleras de madera. Miro fijamente al techo,
intentando disipar el sueño, mientras el sonido se hace más fuerte, más cercano, y
las sombras se desplazan fuera de la puerta de la recámara.
Sin dudarlo, la puerta se abre con tanta fuerza que se estrella contra la pared.
La luz entra en la habitación desde el pasillo, interrumpiendo la oscuridad. Me
sobresalto y me incorporo, intentando enfocarme mientras me tapo los ojos.
—¿Qué demonios?
—Tienes mucho descaro —dice una voz, con un agudo tono de rabia en esas
palabras, tanta rabia, de hecho, que tardo un segundo en reconocerla.
—¿Kennedy? —Agarrado con la guardia baja, parpadeo al verla entrar en la
recámara. Las sombras ocultan sus rasgos, pero es ella, sin duda... está aquí, a unos
metros de la cama. Me froto los ojos, intentando despertarme—. Jesús, ¿estoy
soñando o algo así?
—No puedo creerlo —dice ella, acercándose—. Eso es lo que me dijiste. No
puedo creerlo. Pero no he hecho nada malo. Nada.
Parpadeo, tratando de entenderlo.
—¿Qué?
—¿Qué? ¿En serio? ¿Qué? —Ella levanta las manos, acercándose aún más—.
Actúas como si yo fuera esta persona horrible, como si hubiera hecho algo horrible
que no puedes entender, pero no lo hice. No lo soy. Esto no es mi culpa. Tú me
dejaste, Jonathan.
—Yo no—
—¡Lo hiciste!
Está de pie frente a mí, tan cerca que puedo ver cómo le tiemblan las manos
al apretarlas en un puño, con lágrimas en los ojos. Miro alrededor, intentando saber
la hora, pero no estoy seguro de dónde está mi teléfono y no hay ningún reloj cerca.
Pero está oscuro —negro—, así que supongo que es más de medianoche.
—Tú me dejaste, Kennedy —le digo, volviendo a mirarla—, no al revés.
—Te equivocas —dice ella—. Me alejé. Hay una diferencia. Tú me dejaste
mucho antes. Estaba embarazada y me dejaste.
—Yo no—
—¡Sí lo hiciste!
Me entretengo un momento cuando me corta antes de decir:
—No lo sabía.
—¡Eso no lo hace mejor!
Quiero discutir, queriendo defenderme, pero no hay manera de defender esta
mierda.
—Mira, me equivoqué y lo siento.
—Así sigues diciendo, pero sentirlo no cambia nada, Jonathan, no cuando
sigues actuando como, arg... así.
Hace un gesto hacia mí, y yo me miro a mí mismo.
—¿De qué estás hablando?
—Te presentas aquí y tienes el descaro de intentar colarte en mi vida, en mi
mente, como si tuvieras derecho a estar ahí después de todo este tiempo. Tienes
el descaro de juzgarme por lo que me rodea... tienes el descaro de cuestionar mi
forma de ser madre, ¡como si no supiera lo que es mejor para mi hija!
Algo hace clic en mí cuando ella dice eso, algo de la niebla se levanta.
—Jesús... ¿se trata de él? ¿Hastings?
—No, esto es sobre ti. —Me señala a mí—. Tú y tu acto inocente... y tu dinero,
y tus cosas. Las palabras que dices... los chistes, las risas, las sonrisas que le regalas
y que ella se lo traga, y arg, tu cara.
—¿Mi cara?
—Tu puta cara estúpida —dice, pasándose las manos por el pelo mientras
gime, esas palabras me sobresaltan. Kennedy no maldice—. Tu cara está en todas
partes. Estoy harta de ella.
—Estás harta de mi cara.
—¡Sí!
—No hay mucho que pueda hacer al respecto.
—Puedes salir de mi cabeza —dice ella—. ¡Deja de estar ahí todo el tiempo!
Me río de eso, porque es condenadamente absurdo, pero es lo que no hay
que hacer. Sus ojos se entrecierran mientras me mira fijamente, como si quisiera
golpearme ahora mismo.
—Te odio —dice, con la voz temblorosa—. Nunca he odiado a alguien tanto
como te odio a ti, Jonathan.
Esas palabras me despiertan. Ya no me río. No hay nada divertido en ello. Me
metí en su piel, y con nosotros dos ya en terreno inestable, sé que eso es peligroso.
Se da la vuelta para irse, como si fuera a marcharse, pero la agarro del brazo
para detenerla.
—Vamos, no seas así...
—No me toques —dice ella, arrancándose de mi agarre.
La suelto y me levanto, acercándome a ella.
—Sólo... espera un momento... háblame.
—No hay nada más que decir.
—Que me parta un rayo. —La agarro del brazo otra vez antes de que pueda
salir—. No puedes decirme que me odias y luego irte. Esas son pendejadas.
Irrumpes aquí mientras duermo para gritarme...
—¡Te lo mereces!
—Puede que sí, pero, aun así...
—Aun así, nada —dice, girándose hacia mí otra vez, poniéndose en mi cara—
. Te odio. Eso es todo. No hay nada más que decir. Odio todo de ti. Tu voz, tu
cara... lo odio. ¿Por qué no te vas?
—Porque no puedo —le digo—, y estoy bastante seguro de que no quieres
que lo haga.
Se burla.
—Estás molesta —digo—, pero te estás mintiendo a ti misma si crees que
quieres que me vaya.
—Sí quiero.
—No quieres.
—Vete.
—No.
—Vete.
—No me voy.
Tan pronto como esa última palabra sale de mis labios, ella está sobre mí,
abrazándome, sus labios presionando contra los míos. Me besa, y estoy tan
jodidamente aturdido que tardo un momento en reaccionar, un momento en
considerar devolverle el beso. Gime y me rodea el cuello con los brazos,
aferrándose a mí de forma casi agresiva mientras cierra la puerta de una patada.
Hay un sabor amargo en su lengua.
Aturdido, no lo percibo de inmediato, pero en el momento en que lo percibo
el mundo parece detenerse.
Me alejo de ella y rompo el beso con un gemido.
—Has estado bebiendo.
Respira con dificultad. Incluso en la oscuridad, me doy cuenta de que tiene
las mejillas sonrojadas. Me mira con los ojos muy abiertos y me dice:
—Sólo fue un poco de vino.
No parece estar borracha, pero es imposible que piense con claridad, no si en
lo que está pensando ahora es en besar.
Pero antes de que pueda decir nada, está sobre mí otra vez, besando,
presionando contra mí y empujándome hacia la cama. Wow. No es suave. Me
duelen las putas costillas. Sus manos están por todas partes, tirando de mi ropa, y
un escalofrío me recorre la columna vertebral cuando las cálidas yemas de sus
dedos tocan la piel desnuda.
—No creo que esto sea una buena idea —digo—. No deberíamos—
—Cállate —gruñe contra mis labios, con las manos enredadas en mi pelo,
agarrándolo.
La parte posterior de mis rodillas golpea el colchón y caigo sobre él,
arrastrándola conmigo. El dolor me atraviesa el cráneo, casi cegador, rivalizando
con el ardor que me produce el pecho.
Siseo.
—Joder.
Su beso se hace más fuerte, frenético, la desesperación en su tacto. No
disminuye, no muestra signos de detenerse. Cada puñalada de dolor me golpea
profundamente y me pone a cien. Mi corazón late a un millón de kilómetros por
hora.
—¿Segura que quieres hacer esto? —pregunto cuando se sienta a horcajadas
sobre mí.
Su voz es un susurro cuando dice:
—No.
—Tal vez deberíamos parar.
—Cállate.
Me río de eso, callándome, porque no voy a discutir. Tal vez este momento
no sea el adecuado, y tal vez no debería estar ocurriendo, pero hay muy pocas
cosas que quiera en este mundo más que a esta mujer, así que no la voy a rechazar.
La arrastro más hacia la cama, luchando por mantenerla agarrada con una
mano. Maldito yeso. Su mano se desliza por mis pantalones, agarrando mi verga,
y me acaricia, una y otra vez.
—Joder —gimo—. Joder, joder, joder...
Si no deja de hacer eso, voy a reventar. Aquí mismo, ahora mismo, así.
Le doy la vuelta, subiéndome encima, batallando sus pantalones mientras
intento quitárselos. Ella no duda en quitarse la ropa y tirarla por la habitación. No
me molesto en desnudarme, sólo me libero de los límites de mis pantalones
mientras me acomodo entre sus piernas, entre sus muslos, justo ahí.
Las preguntas fluyen por mi mente —tantas preguntas, casi como tantas
objeciones— hasta que ella susurra:
—Hazme sentir bien otra vez, Jonathan.
Entonces estoy dentro de ella, sin dudar ni un momento, empujando
lentamente con un profundo gemido.
Tan apretada. Tan húmeda. Tan malditamente hermosa.
—Oh, Dios —gime, aferrándose a mí.
Todavía estoy aturdido. Diablos, tal vez esto es un sueño. Pero no importa,
porque no voy a despertar de él. Lento y profundo, como sé que siempre le ha
gustado, provocando hasta la agonía.
Es una tortura.
Diez minutos, tal vez una hora, no lo sé. El placer se precipita a través de mí,
mi respiración se agita, partes de mí me duelen brutalmente, pero sigo adelante.
Follándola, haciéndole el amor... no estoy seguro de lo que es, pero sus suaves
gritos llenan la habitación mientras sus uñas me recorren la espalda, así que sé que
está totalmente entregada. El sudor me recorre la frente, un brillo que cubre su
cuerpo, su piel resbaladiza y brillante a la tenue luz de la luna que entra por la
ventana. La saboreo mientras le beso el cuello, el sabor salado en mi lengua.
Muerdo, lamo y chupo. Probablemente estoy dejando marcas, pero cuanto
más trabaja mi boca, más se retuerce.
Cuando se viene, su espalda se arquea, su cara se contorsiona y su boca se
abre en éxtasis. Deja escapar un grito estrangulado, casi como si se estuviera
ahogando, sofocando, antes de disolverse en gemidos. Joder, ese sonido me hace
algo...
Me vengo, gruñendo, antes de quedarme quieto encima de ella, intentando
recuperar el aliento, intentando despejar la cabeza. ¿Qué demonios está pasando?
Está temblando debajo de mí y me preocupa que le esté entrando el pánico. Pero
cuando me retiro para mirarla, vuelve a pegar sus labios a los míos, haciéndome
tambalear.

Las cinco en punto.


Eso es lo que dice mi teléfono cuando salgo de la cama mucho más tarde y lo
encuentro metido en el bolsillo de los jeans que llevaba puestos, con la batería al
diez por ciento. Las notificaciones ocupan la pantalla, la mayoría son mensajes de
Cliff.

Lo sé. Lo recuerdo. Me negué. No es que no quisiera hacerlo, pero Cliff pensó


que no sería prudente teniendo en cuenta que cuando llegó la invitación, mi
sobriedad aún estaba en terreno inestable.
Todavía lo está, pendejo.
Suspiro mientras me dirijo a la puerta, volviendo a mirar la cama hacia ella.
Kennedy.
Mis ojos recorren su espalda desnuda, siguiendo la curva de su columna
vertebral. Está acurrucada, abrazada a una almohada, con una endeble sábana
blanca cubriendo parte de ella. Está durmiendo, roncando ligeramente durante
toda la noche.
El mundo se aclara a medida que se acerca el amanecer. Salgo de la
habitación, mis pies descalzos no hacen ruido mientras me dirijo a la planta baja,
respondiendo a Cliff.

Su respuesta es instantánea, por supuesto, porque no duerme.

Escribo un rápido: Sí, antes de meter el teléfono en el bolsillo de mi pants.


Me dirijo a la cocina, agarro una botella de agua del refrigerador y la abro
cuando una voz suena detrás de mí.
—¿Has perdido la cabeza?
McKleski está parada ahí en camisón y bata, cerrándola y frunciendo el cejo.
—Eh, no.
—¿Dónde está tu ropa?
Me miro el pecho desnudo. No hay camisa.
—Todavía no me he vestido.
—Deberías hacerlo —refunfuña, arrastrando los pies hacia la cocina y
pasando por delante de mí—. Podría darle un ataque al corazón a una anciana
corriendo así.
Me río, tomando un sorbo de agua mientras ella se pone a preparar una
cafetera.
—Creo que, si le diera un infarto, habría pasado ese día en el parque.
—Casi lo hizo —dice ella—. ¿Por qué crees que llamé a la policía? Por todos
esos graznidos en mi patio trasero.
Me mira de reojo, lanzándome una mirada cómplice. Sí, ella sabía lo que
estábamos haciendo esa noche, y estoy bastante seguro de que también sabe lo
que estaba sucediendo en las primeras horas de esta mañana.
—Me imaginé que era un viejo murciélago malhumorado —dije—. No me di
cuenta de que le gustaba.
—Oh, no lo fuerces, Cunningham —dice ella—. Te echaré a la calle.
—Sé que lo hará —digo mientras salgo de la cocina.
—¡Ponte algo de ropa! —me grita—. Asegúrate de que tu invitada haga lo
mismo. ¡Nada de cuchi-cuchi en las zonas públicas!
—Sí, señora —murmuro, aunque no me oye, y subo a la recámara. Alcanzo la
puerta para entrar cuando se abre sola y aparece Kennedy. Parece frenética, con
el pelo revuelto y la ropa a medio poner, y pierde el equilibrio al intentar ponerse
los zapatos.
—Oh, wow... wow... con cuidado.
La agarro del brazo para estabilizarla, pero se aparta, con las mejillas
sonrojadas como si estuviera avergonzada. Me echa una breve mirada antes de
apartar los ojos, negándose a encontrar mi mirada—. Lo siento, yo... arg.
—No pasa nada —digo—. No hay razón para disculparse.
Pero la hay. Eso es lo que dice su expresión, y puedo adivinar por qué.
Intentaba escabullirse durante mi ausencia, para evitar verme, pero la atrapé.
Eso me aprieta el pecho. Joder. El arrepentimiento está escrito en ella, como
si se hubiera bañado en la vergüenza y no pudiera quitarse el hedor esta mañana.
Se endereza la ropa y se me revuelve el estómago cuando me doy cuenta de que
lleva una botella de whisky bajo el brazo.
—Tengo que irme —dice, pasando a mi lado y saliendo de la habitación.
—No debí nada de eso —digo enseguida—. Sé que se ve mal, joder, pero
no—
—Y no lo harás —dice ella—, porque me la voy a llevar.
—Okay.
—La voy a vaciar —dice ella—. Ni siquiera deberías tenerla. Es una estupidez.
Tú eres estúpido.
—Yo y mi puta cara estúpida, ¿eh?
Sus mejillas se ponen rojas mientras tartamudea:
—No debería haber... arg, debería haber llegado a casa hace horas.
—Entiendo —digo, cruzando los brazos sobre el pecho mientras me apoyo
en el marco de la puerta, viéndola revolverse—. No pensabas quedarte aquí
anoche.
—O incluso venir —murmura.
Venir.
—¿Doble sentido?
No se ríe. No le hace gracia. Empieza a bajar los escalones para irse, harta de
estar aquí. Observo en silencio cómo vacila a mitad de camino.
—Tú, eh... puedes llevarla —dice, con una expresión de cautela—. O sea, si
lo dices en serio, si quieres llevarla, puedes hacerlo.
Esas palabras me aturden.
—¿Sí?
Ella asiente.
—Vamos a tener que hablar de, ya sabes, cosas, pero si lo decías en serio...
—Lo hice.
—Bueno, entonces, okay.
Entonces se va. Oigo la puerta principal mientras sale corriendo,
probablemente para alejarse de aquí.
Suspirando, saco mi teléfono y uso lo último de batería que me queda para
enviar otro mensaje a Cliff.

Como siempre, su respuesta es instantánea.


Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

En el auditorio de la Academia Fulton Edge hay un público reunido. Casi todos los
asientos están llenos. Estudiantes, familias, administradores, donantes. La chica se
sienta en un asiento del pasillo del fondo, con sus padres a su lado. Su padre no
había querido venir, culpando al precio de treinta dólares de las entradas, pero la
chica sabía que él quería evitarlo esta noche por otras razones. Por ti.
Sábado por la noche. La producción del Club de Teatro de Julio César. Hay
una vibra en el público. La gente se está inquietando. La obra debía comenzar hace
diez minutos. Hastings corre frenéticamente de un lado a otro, vestido con su
elaborado traje. Se apresuran a hacer un anuncio.
Ha habido un recambio de última hora.
El papel de Bruto ahora será interpretado por...
No por ti.
El Porsche azul está estacionado en el estacionamiento. Hay un lugar
reservado para tu padre. Aunque su asiento está vacío, la limosina llegó antes, lo
que significa que los dos están cerca, pero no aquí.
La chica se levanta de su asiento cuando empieza la obra. Su padre intenta
detenerla, pero su madre no lo deja, diciendo:
—Déjala ir, Michael.
Ella sale corriendo, en dirección al estacionamiento.
Está ahí fuera. Él también. Los dos están de pie frente a su coche, el equipo
de seguridad de su padre acechando mientras discuten.
La fecha límite para aceptar la admisión en Princeton era anoche, así que él
la aceptó en tu nombre.
Le dices que no vas a ir. Convertirte en él no es tu sueño. Te dice que bajes
la cabeza de las nubes, que es hora de ser el hombre que para el cual te crio.
Le dices que no te crio para ser un hombre. No te crio en absoluto. Tendría
que ser un padre para atribuirse el mérito, pero no lo es. No es más que un pendejo
egoísta que sólo se preocupa por su trabajo. Le dices que nunca serás como él.
Convertirte en él es tu peor puta pesadilla.
En el momento en que dices eso, él pierde la compostura. Se balancea. Te
golpea. Estás preparado para ello. Sabías que iba a llegar, pero no esperabas el
segundo golpe... ni el siguiente.
Él golpea, una y otra vez. Intentas bloquear los golpes, pero él no se detiene,
así que lo empujas. Eso te da un momento de respiro, pero no dura. Vuelve a
atacarte, así que reaccionas.
Golpeas. Le das un puñetazo en la boca.
Es la primera vez que le devuelves el golpe. Tu padre está aturdido,
tambaleándose. Lo golpeaste fuerte. El personal de seguridad se apresura a
sujetarte.
Tu padre tiene el labio roto. Se pasa la lengua por él. Estás sangrando, la
sangre sale de tu boca. Se pone delante de ti y te mira fijamente a los ojos mientras
te dice: “Sin mí nunca llegarías a nada. Un desperdicio de vida, igual que tu madre”.
Le escupes a la cara cuando dice eso.
Él parpadea, sacando un pañuelo para limpiarse la sangre. La chica, está
frente a la escuela, provocando una escena mientras le grita que se detenga. Su
padre mira hacia otro lado, como si estuviera a punto de irse, pero luego se vuelve.
PUM.
Te golpea otra vez, una última vez, un golpe justo en el pecho. El personal de
seguridad te suelta para acompañar a tu padre mientras te dice:
—Princeton es bonito, hijo. Te gustará.
No te quedas. La gente sale de la escuela. Julio César es un desastre sin su
Bruto. Así que subes a tu coche y te alejas a toda velocidad, sin querer estar allí.
No puedes enfrentarlos en este momento.
Conduces por ahí.
Conduces durante mucho tiempo.
Finalmente, terminas en Bennett Landing.
Son las tres de la mañana. Estás parado en la acera frente a la casa de la chica.
Estás borracho. No tan borracho. No tan borracho como para olvidar. No es
seguro de que eso sea posible cuando estás bebiendo champán directamente de la
botella. La tomaste de casa antes de ir a la obra. Pensaste que lo celebrarías con
ella esta noche, pero en lugar de eso, llegó a esto.
Ella sigue despierta. Te ve desde la ventana de su recámara.
Se escabulle hacia abajo y se desliza hacia afuera.
—Estás bebiendo —dice, mirando alrededor. Es la primera vez que te ve así—
. Por favor, dime que no estás conduciendo así.
—Mi coche está en el parque —dices—. Bebí allí.
—¿Sin mí?
Le acercas la botella de champán.
—Puedes tomar un poco.
Ella la toma, la vacía y tira la botella detrás de ella en la hierba.
—Quise decir que fuiste al parque sin mí.
—Necesitaba pensar —dices, mirando la botella desechada mientras te pasas
las manos por el pelo—. Ha sido un día duro.
—Lo sé. —Sus manos presionan suavemente tus mejillas mientras examina
tu cara—. ¿Estás bien?
—Estoy bien —dices, besándola, susurrando contra sus labios—. Sólo
necesitaba verte otra vez... necesitaba decirte... que yo, eh...
Te amo. Casi lo dice.
—Dime —dice ella.
—Me voy.
Su voz es tranquila.
Ella se aparta, parpadeando hacia ti.
—¿Qué?
—No podía irme sin despedirme —dices, acariciando su mejilla mientras
sonríes suavemente—. No quería desaparecer. Nunca me perdonarías por hacer
como Breezeo.
Le estás quitando importancia. Intentas hacerla sonreír. Intentas hacer que
este momento esté bien, pero ella tiene pánico por dentro. Le tiemblan las manos.
Inhala bruscamente. Las lágrimas llenan sus ojos.
—¿Qué quieres decir con que te vas?
Ella pregunta eso, pero sabe lo que quieres decir.
—No puedes irte —dice—. ¿A dónde irías? ¿Qué harías?
Le dices que te vas a California. O tal vez acabes en otro sitio. Todo lo que
sabes es que tienes que seguir tus sueños y tienes que hacerlo ahora. Es el
momento. Vas a ir a donde te lleve la vida, y por mucho que te duela el pecho al
pensar en dejarla, al pensar en pasar el día de mañana sin verla sonreír, al pensar
en no volver a tenerla en tus brazos, no puedes quedarte, ni siquiera un día más.
Porque cada día que te quedas sólo hace más difícil que te vayas, y llegado el día
de mañana puedes perder el valor. Acabarás en Princeton. Te convertirás en tu
padre.
Ella te mira fijamente mientras dices todo eso.
Empieza a llorar.
—No estoy lista para decir adiós.
Le limpias las lágrimas de las mejillas.
—¿Crees que alguna vez estarás lista?
No, no lo estará.
Se aferra a ti y te abraza con fuerza.
—Sé que tienes que irte... lo sé... y tienes que seguir tu corazón, pero ¿cómo
puedo seguir el mío si tú te vas? Te amo, Jonathan. Te amo demasiado.
La rodeas con tus brazos, abrazándola mientras llora. Siempre dando el
primer paso. Te amo. Pasa un largo momento antes de que digas:
—Ven conmigo, K.
Ella inhala bruscamente.
—¿Qué?
—Tienes una vida aquí. Tienes una familia. Joder, tienes exámenes finales el
lunes. Estás a punto de graduarte e ir a la universidad. Y yo probablemente estoy
a punto de joder toda mi vida, pero te amo.
Se aparta para mirarte.
—¿Me amas?
—Más que a nada —dices—. Más que el club de teatro y los ensayos de
vestuario y Julio César. Más que molestar a Hastings. Más que al maldito parque
al final de la calle. Demonios, incluso más de lo que amé golpear a mi padre. No
me quedé aquí tanto tiempo por nada de eso. Me quedé por ti. Y si amarte es
suficiente—
—Lo es —dice ella.
—Entonces ven —dices—. Escápate conmigo, bebé.
Tú no lo sabes, pero ¿esa chica? Mientras ella está allí, mirándote, viendo la
luz en tus ojos y sintiendo tanto amor en su corazón, habría hecho cualquier cosa
que le pidieras. Cualquier cosa. Habría escalado cualquier montaña y cavado
cualquier agujero. Habría mentido, engañado y robado. Esa chica te habría
prometido un por siempre. Mientras la ames, mientras te importe, es tuya. ¿Así que
ir al parque contigo y subirse a ese Porsche? La decisión más fácil que ha tomado.
KENNEDY

—¡Vamos, tenemos que irnos! —grito, revolviendo cosas en un cajón de tiliches de


la cocina, buscando las llaves de mi coche, pero sin encontrarlas en ningún sitio.
Arg. Compruebo la encimera, y la mesa, antes de pasar a la sala. Tampoco están
en la mesa de centro. Y mucho menos en el gancho junto a la puerta de entrada,
donde deberían estar. Levanto los cojines del sofá y reviso debajo de ellos. No hay
nada—. Maddie, ¿has visto mis llaves?
No hay respuesta.
Miro alrededor, mis ojos recorren el suelo mientras avanzo por el pasillo hacia
las recámaras, por si se me cayeron. Nop. Intento recordar la última vez que las vi.
La puerta ya estaba abierta cuando llegué a casa esta mañana, ¿así que ayer en
algún momento?
—¿Maddie? —La llamo, su silencio es preocupante—. ¿Me estás escuchando?
No, resulta que no lo está. Está acostada en la cama, vestida y lista para salir,
con el pelo revuelto, aunque se lo arreglé hace unos minutos. Está profundamente
dormida, sin escuchar una palabra de lo que digo.
—Maddie, tenemos que irnos —digo, sacudiéndola para que se despierte,
esperando a que se incorpore antes de preguntar—: ¿Has visto mis llaves, cariño?
Se frota los ojos y sacude la cabeza.
Aunque las haya visto, no creo que esté lo suficientemente despierta como
para recordarlo.
—Prepara tu mochila para ir a la escuela —le digo, alejándome y
dirigiéndome a mi recámara. Rebusco un momento, ahora en busca de mi celular,
llegando a arrancar las mantas de mi cama y a tirar la cesta. No hay nada.
Molesta, me rindo. No tengo tiempo para esto.
Ya voy a tener que ir caminando al trabajo.
Vuelvo a la habitación de Maddie.
Está acostada otra vez.
—Arriba, arriba, arriba —digo, levantándola y poniéndola de pie antes de
agarrar su mochila, metiendo en ella algunos papeles extraviados, sin saber qué
necesita. Se la pongo en la espalda antes de agarrarla de la mano y tirar de ella
hacia la puerta.
—No quiero ir —se queja, arrastrando los pies.
—Lo siento, la escuela es una necesidad.
—¿Pero por qué no puedo quedarme en casa contigo?
—¿Qué te hace pensar que me voy a quedar en casa?
—Porque no tienes uniforme.
—Eso es una locura, yo... —Mirando hacia abajo, me doy cuenta de que no
llevo la camisa del trabajo. Rayos—. Espera aquí. Deja que me cambie la camisa.
Me mira fijamente.
—En serio, no te muevas —le digo, señalándola—. Sólo será un segundo.
Un poco más y estará de vuelta en su cama.
Por supuesto, todos mis uniformes están sucios, así que rebusco entre el
montón de ropa que he tirado del cesto, encontrando la que parece más limpia. Me
la pongo cuando un golpe resuena en el departamento.
Me tenso, sabiendo que Maddie va a abrir la puerta incluso antes de que
anuncie:
—¡Yo voy!
—¡Espera!
—¡Jonathan!
Se me cae el estómago cuando vuelvo a salir, encontrando la puerta bien
abierta —por supuesto— con él de pie, sonriéndole.
Ha sido una mañana de locos. Despertarse al amanecer, desnuda en la cama
de tu ex, con el cuerpo adolorido, cubierta de su olor, tiene una forma de poner a
alguien en un aprieto emocional. Horror. Miedo. Pavor. Excitación. No estoy
segura de cómo sentirme al respecto, no estoy segura de nada excepto de la
incomodidad, la culpa, la vergüenza... y tal vez no debería sentirme así, pero es
inevitable.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunto, con más filo en esas palabras de lo
que pretendía. Me doy cuenta, por la forma en que me mira, el parpadeo de dolor
en sus ojos, que la pregunta le molesta.
—Puede venir hoy, ¿recuerdas? —interviene Maddie, mirándome como si
estuviera haciendo el ridículo—. Dijo que como no podía quedarse a jugar conmigo
y con mi tía Meghan.
—Oh, ya lo sé —digo, acercándome, presionando una mano en la parte
superior de su cabeza mientras fuerzo una sonrisa, esperando que no perciba la
rareza—. Sólo quiero decir, ¿por qué ahora? La hora de jugar es más tarde.
—Pensé que podrías necesitar esto —dice, sacando algo de su bolsillo y
tendiéndolo: unas llaves y un teléfono celular. Mi celular, más concretamente. Mis
llaves también—. Debes haberlos olvidado... en alguna parte.
—Arg, gracias —refunfuño, tomando el teléfono cuando empieza a sonar. El
trabajo—. Ha sido una de esas mañanas. Se me hace tarde, y arg... déjame atender
esta llamada. ¿Hola?
—¿Todo está bien? —pregunta Marcus cuando contesto—. Ya pasaron diez
minutos y no estás aquí.
—Sí, lo siento, iré en cuanto pueda.
—Sólo comprobaba, ya que esto no es propio de ti.
Cuelgo, poniendo los ojos en blanco, y me giro hacia Jonathan, a punto de
disculparme por tener que acortar esto cuando dice:
—Puedo llevar a Maddie a la escuela, si tienes que ir a trabajar.
Sus ojos se iluminan ante esa sugerencia.
—Yo, eh... no sé...
—Sólo está, ¿a un par de cuadras de aquí? Puedo llevarla allí, sin problema.
—¿Por favor, mami? —dice Maddie, agarrando su mano como si fuera en
solidaridad—. ¡Puede llevarme allí!
La sobreprotectora y paranoica yo quiere decir que no, pero ¿cómo voy a
confiar en que la lleve a una convención si ni siquiera puedo dejar que la acompañe
a la escuela? Quiero agarrarla y metérmela en el bolsillo, protegerla de todo
mientras esté viva, pero no puedo hacerlo, porque la verdad es que no es sólo mía.
—Sí, okay, está bien —digo, y esas palabras se ganan un chillido de emoción
de Maddie. Le sonrío—. Te amo más que al recreo y al sueldo.
—Te amo más que al recreo.
—Eso es mucho amor, pequeña.
—Todo el amor del mundo.
Me inclino y le beso la frente.
—Vamos, no querrás llegar tarde a la escuela.
Hace una pausa y abre los ojos.
—¡Espera! ¡Lo olvidé!
—¿Olvidaste qué? —llamo mientras corre hacia su recámara.
—¡Mi Mostrar y Explicar! —grita.
Suspirando, sacudo la cabeza.
—No puede olvidar traer algo para el Mostrar y Explicar.
—Eso sería una parodia —dice Jonathan.
Lo miro, frunciendo el cejo mientras me deslizo por delante, fuera del
departamento.
—¿Puedes cerrar la puerta por mí? Por favor. Tengo que irme.
—Por supuesto —dice—. Lo que necesites.
Me voy, sin querer detenerme, porque si lo hago es probable que me eche
para atrás en todo, y eso no sería justo. Llego al trabajo un cuarto de hora después
de las ocho, con quince minutos de retraso, y me apresuro a fichar, nerviosa.
—¿Seguro que estás bien? —me pregunta Marcus, mirándome.
—Bien —murmuro—. No encontraba las llaves.
No es una mentira, no del todo. Es más que eso, por supuesto, pero no quiero
entrar en ello. Paso los siguientes minutos en el almacén trasero, mirando la hora.
A las ocho y media, empiezo a ponerme nerviosa. Al acercarse las nueve, mi
ansiedad se dispara. Saco mi teléfono y le envío un mensaje a Jonathan.

No hay respuesta.
Cuando dan las nueve y media, no puedo más. Marco el número de la escuela,
verifico con la recepcionista para asegurarme de que ha llegado, y me siento como
una tonta cuando me confirma que Maddie está en clase y ha llegado a tiempo esta
mañana. Cuelgo, refunfuñando para mis adentros cuando aparece un mensaje en
la pantalla. Jonathan.

Lo miro fijamente, pensando en cómo responder, pero todo lo que realmente


quiero decir me parece ridículamente ñoño esta mañana.

Me río de eso mientras escribo una respuesta.

—¿Qué es tan gracioso?


Al pulsar enviar, levanto la vista y veo a Bethany en la puerta.
—Nada, solo... ya sabes.
Le sacudo el teléfono como si eso lo explicara.
—¿Novio? —adivina ella, levantando las cejas—. ¿Es el tipo que estaba aquí?
Mi expresión cae.
—¿Qué tipo?
—Ya sabes, el que vino a verte.
Oh, Dios.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque estaba aquí —dice—. No creas que no lo vi merodeando.
—¿Lo viste?
—Por supuesto. —Se ríe—. ¿De verdad crees que no iba a ver a ese bombón?
Hola, ¿acaso me conoces?
—Bueno, quiero decir que no es lo que piensas —digo—. No es... no somos...
ya sabes... así que te agradecería que no dijeras nada.
—Oh, no tienes que preocuparte. Tu secreto está a salvo conmigo.
—¿De verdad?
—¡Por supuesto! —Se ríe—. Sé que eres, como, vieja o lo que sea, pero me
gusta pensar que somos amigas. No voy a contarle a todo el mundo tus asuntos.
Ignorando el hecho de que acaba de llamarme vieja, porque al caño con eso,
siento una intensa sensación de alivio. Se está tomando esto con más calma de lo
que esperaba.
—Gracias. Y sé que lo has conocido, supongo, pero si quieres volver a verlo,
probablemente pueda hacer que eso ocurra.
—Oh, no gracias. —Ondea su mano—. Es un bombón, pero no es mi tipo. No
me gusta ese tipo de autoritarismo, si sabes a lo que me refiero.
—¿Qué?
—Ese tipo tuyo. ¿Cómo se llama? ¿Andrew?
—¡Oh, estás hablando de Drew!
—¿Quién más podría ser... oh, por Dios, hay alguien más? —Ella deja escapar
un grito—. No puede ser, ¿tienes dos novios?
—Por supuesto que no. —Me burlo mientras mi teléfono suena. Lo miro y veo
un mensaje de Jonathan—. No tengo ningún novio.

Esas palabras casi me dejan sin aliento. Hace mucho tiempo que no me las
decía, tanto que el corazón me da un vuelco al recordarlas.
—Tu cara no está de acuerdo —dice Bethany, señalándome mientras meto el
teléfono en el bolsillo—. Estás toda sonrojada.
Pongo los ojos en blanco.
—No lo estoy.
—Lo que tú digas. —Se gira para irse—. Tienes el mismo aspecto que
probablemente tenía yo cuando conocí a Johnny Cunning.

—He oído que alguien la acompañó a la escuela esta mañana.


Miro fijamente a mi padre sentado en su porche, meciéndose
despreocupadamente en su silla, perdiendo el tiempo antes de que se dirija a dirigir
una reunión más tarde. Se acerca el atardecer. Terminé trabajando para compensar
el retraso de esta mañana.
—Sí, tenía que ir a trabajar, y bueno, él estaba allí.
—Qué suerte —dice—, que haya estado allí por casualidad.
—Dímelo a mí —murmuro, dejándolo así—. De todos modos, deberíamos
irnos antes de que anochezca.
—¿Porque él va a venir a jugar? —pregunta—. También me enteré de eso.
Lo miro de reojo, pero no respondo, abriendo la puerta principal para gritar
dentro:
—¡Maddie, cariño, es hora de irse!
Unos pasos recorren la casa.
—No te estoy juzgando —dice mi padre—. Sólo quiero asegurarme de que
estás teniendo cuidado.
Cuidado. Apretando su hombro, bromeo:
—No te preocupes, mi mamá me dio la charla de “el sexo seguro es un gran
sexo” en cuanto llegué a la pubertad. Me llevó a la clínica, me puso en
anticonceptivos y todo.
Hace una mueca.
—De mucho sirvió eso. Debería haberte enseñado sobre la abstinencia.
—Hablas como un verdadero conservador —digo mientras Maddie irrumpe
fuera con su mochila—. Además, ya sabes, di lo que quieras, pero nos dio esa.
—Y ella es suficiente para todos nosotros —dice, sonriéndole cuando se lanza
sobre él para abrazar su cuello—. Te amo, pequeña. Que te diviertas jugando.
—¡Te amo, abuelo! ¡Tal vez tú también puedas jugar la próxima vez!
—Tal vez. —Acepta él mientras ella sale corriendo del porche, pasando por
delante de mí en su camino hacia el coche. Mi padre espera a que ella esté fuera
del alcance del oído antes de decir—: Ten cuidado, y no me refiero a, ya sabes...
—¿Sin globito no hay fiesta?
Otra mueca.
—Eso también, pero creo que ya lo sabes —refunfuña—. Espero que hayas
aprendido la lección sobre ir por ese camino con ese chico. No puede salir nada
bueno de ello.
—Ella salió de él —señalo.
Me mira, con los ojos entrecerrados.
—No te preocupes —digo—. Estoy teniendo cuidado.
—Será mejor que practiques la abstinencia.
—Tengo veintisiete años, no diecisiete.
—No importa. No hay ningún anillo en tu dedo.
—No me gustan mucho las joyas.
—No se trata de las joyas.
—Tampoco me gustan mucho los votos arcaicos.
Se restriega las manos por la cara.
—Malditos hippies liberales.
Me río de eso. Solía decirle eso a mi madre cada vez que lo desafiaba, que era
todo el tiempo.
—Adiós, papá.
—Hablo en serio, Kennedy —dice mientras me dirijo al coche.
—Sé que lo haces —le digo—. No te preocupes.
—¿Que no me preocupe? Sí, claro.
Me meto en el coche, deseando que la conversación termine antes de que se
me escape y delate lo metida que estoy. El sudor me cubre la espalda, mis manos
tiemblan mientras agarro el volante y miro por el espejo retrovisor a Maddie, ajena
a todo mientras juega con su muñeco Breezeo.
—¿Está en casa, mami? —pregunta, mirándome.
—¿Quién?
—Jonathan —dice—, para que podamos jugar.
—Oh, no estoy segura. Supongo que ya veremos, ¿no?
Ella sonríe, asintiendo.
Pero él no está allí. No está esperando cuando llegamos al departamento. La
decepción irradia de ella, su sonrisa cae.
—Estará aquí —digo, esperando no estar mintiendo.
—Lo sé —dice.
Hace la tarea, practicando la ortografía, y cenamos.
No hay Jonathan.
Se baña y se pone el pijama mientras yo le llamo.
Buzón de voz.
Pasa una hora más hasta que por fin me quito el uniforme de trabajo.
Compruebo cómo está Maddie en la sala y la encuentro profundamente dormida,
con la primera película de Breezeo reproduciéndose sin sonido en la televisión, con
las luces apagadas. Miro fijamente la pantalla, su cara me devuelve la mirada,
haciendo que mis entrañas se retuerzan en nudos.
—Pendejo —refunfuño, tratando de alcanzar el control remoto para apagarlo,
pero un suave golpe en la puerta me detiene. Echo un vistazo rápido a Maddie,
todavía dormida, antes de dirigirme a la puerta, mirando por la mirilla.
Me saluda la cara que aparece en ese momento en la televisión.
Bueno, hay algunas diferencias, por supuesto. El tipo que está frente a mi
departamento parece haber pasado por un infierno. Hace tiempo que no se afeita
y su piel sigue salpicada de leves arañazos y moratones.
Suspirando, abro la puerta de un tirón. Empieza a saludarme, pero me doy la
vuelta y me alejo, dirigiéndome a la cocina para limpiar.
Se invita a entrar, cierra la puerta y me sigue, deteniéndose cuando mira a
Maddie en el sofá.
—Está dormida.
—Sí, bueno, eso es lo que pasa cuando esperas tan tarde para aparecer.
—Vine antes —dice—. Sobre las cuatro.
—Todavía estaba trabajando. Deberías haber esperado o haber vuelto antes.
—No tuve la oportunidad.
—¿Oh? ¿Algo más importante que hacer? —Lo miro de reojo cuando no
responde—. Te llamé. Al menos podrías haber contestado tu teléfono.
—Lo tenía apagado.
—¿Qué, no querías ninguna interrupción? ¿Tienes una cita o algo así?
¿Interconectando?
Su expresión se endurece.
—No seas así.
—Es sólo una pregunta.
—No, es más que eso y lo sabes.
Me alejo de él y me pongo a fregar los platos, intentando apartar la amargura
que supura. Tiene razón, es más que eso. Todavía estoy enojada. Muy enojada.
Intento que no se note.
Se sienta en la mesa de la cocina.
—Tuve que ir a una reunión.
Dejo caer el plato que estoy lavando cuando dice eso, el agua caliente y
jabonosa me salpica.
—Así que ahí estaba —dice—. Intenté llegar antes, pero la reunión se alargó
mucho más de lo que pensaba.
—Una reunión —digo, sacudiendo la cabeza. Sé que las reuniones son el
epítome de lo que pasa aquí se queda aquí, y se supone que son anónimas, pero no
estoy segura de cómo es posible en su situación.
—Sí, la conversación se desvió hacia algún lugar inesperado —dice—. Tener
cuidado en las relaciones.
Me volteo hacia él, horrorizada. Oh, Dios.
—Por favor, dime que no dijiste nada sobre nosotros.
—Por supuesto que no —dice—. Ni siquiera estoy seguro de qué decir, si
quisiera, no estoy seguro... sobre nosotros.
Nosotros. No hay nosotros. Hubo un nosotros hace tiempo, pero ahora sólo
somos él y yo y lo que sea que sea este lío en el que me he metido al lanzarme a él
de la manera en que lo hice.
Me seco las manos y me siento frente a él.
Él agarra el muñeco de Breezeo que Maddie dejó en la mesa después de la
cena.
—Esto es lo que agarró para el Mostrar y Explicar esta mañana.
—No me sorprende. Probablemente lo ha llevado una docena de veces.
Él sonríe, mirándolo fijamente, pero no dice nada.
—¿Estás, eh, ya sabes...? —Hago un gesto hacia él, sin estar segura de cómo
decirlo—. ¿Bien?
Él levanta una ceja.
—¿Estoy bien?
—Dijiste que tuviste que ir a una reunión, así que me preguntaba...
—¿Si la cagué?
—No, no quería decir—
—Está bien, puedes preguntarlo. La he cagado muchas veces. Pero no, no lo
he hecho. No esta vez. Todavía no.
—Todavía.
Se ríe secamente.
—Todavía.
—Bueno, es bueno saberlo, pero eso no es lo que pregunté —digo—.
Pregunté si estás bien.
Deja la muñeca.
—Sí, estoy bien.
—Bien.
—¿Y tú?
—Claro.
—¿Eres feliz?
Parece una conversación trivial, lo sé, pero es mucho más profundo que eso
y su expresión lo demuestra. ¿Soy feliz? No lo sé.
—No diría que las cosas son perfectas, pero supongo que soy feliz. ¿Y tú?
—No.
Su respuesta es instantánea. Ni siquiera se lo plantea. Está viviendo su sueño,
pero, aun así, no es feliz.
—Pero esta mañana fui feliz —continúa, sonriendo otra vez—, anoche
también.
—Anoche no debió haber pasado.
—Pero pasó.
Alarga la mano por encima de la mesa y agarra la mía. Lo miro fijamente, sin
moverme, aunque esa voz de autoconservación me pide que me aleje, que consiga
algo de espacio.
Me aprieta la mano y me encuentro con su mirada. Sigue sonriendo. Se ve
feliz.
Mi ansiedad se dispara.
—Vamos a algún sitio —dice.
—¿A dónde?
—A donde tú quieras.
Sacudo la cabeza.
—No podemos.
—¿Por qué no?
—Porque tengo trabajo y Maddie tiene escuela. No podemos ir a cualquier
sitio.
—Iremos el fin de semana.
—¿Y hacer qué?
—Lo que quieras hacer.
Me alejo de él, su toque nubla mis pensamientos. Dice palabras bonitas, pero
no estoy segura de poder creerme nada.
—Lo pensaré —digo, con miedo a decir que sí, aunque mi estúpido corazón
lo anhele—. Deberíamos preocuparnos primero por el próximo fin de semana. Ya
sabes, la convención. Quiero decir, si todavía estás—
—Lo estoy.
—Okay, pero necesito detalles: el dónde, el cuándo, el cómo. ¿Cuándo la
recogerás, cuándo la traerás de vuelta, qué le darás de comer, puedes garantizar
que no será secuestrada?
Se ríe mientras se echa hacia atrás en la silla, como si estuviera siendo
gracioso, pero hablo en serio. Son muchas personas, muchos desconocidos, y ya
empiezo a arrepentirme de haberle dicho que podía llevarla.
—La recogeré el sábado por la mañana temprano. La traeré de vuelta el
sábado por la noche. Y para ser honesto, probablemente la alimentaré con lo que
ella quiera. En cuanto a ser secuestrada, no tienes que preocuparte. No la voy a
perder de vista.
—Pero yo, eh... okay.
No sé qué más decir.
—Okay. —Concuerda, sacando su teléfono cuando suena, contestándolo
bajito—. ¿Qué pasa, Cliff?
Cliff.
Me levanto de la mesa, no quiero escuchar esa conversación, pero capto
partes de ella mientras termino de limpiar la cocina, algo sobre plazos y horarios,
reuniones en la ciudad y citas con el médico.
Después de colgar, se levanta y creo que está a punto de irse, pero en lugar
de eso se acerca a donde estoy y se detiene detrás de mí. Me aparta el pelo y jadeo
cuando me besa el hombro. Es suave, muy suave, apenas un roce de sus labios. Un
cosquilleo me envuelve, un escalofrío me recorre y hace que las rodillas me
flaqueen.
—No deberíamos hacer esto —susurro.
—No estamos haciendo nada —dice, y su brazo derecho me rodea por la
mitad, presionando mi estómago mientras me atrae hacia él.
Me besa el cuello y yo cierro los ojos, agarrando el mostrador con fuerza.
Anoche me marcó, como si fuéramos unos adolescentes imprudentes, dejando
mordidas por todas partes. Me pasé casi todo el día intentando ocultarlos de la
gente.
—He cometido tantos errores —dice, su voz apenas un suspiro contra mi
piel—, pero no voy a volver a cometer esos errores.
—Quiero creerte —susurro.
Giro la cabeza y le devuelvo la mirada, mientras él se inclina hacia delante y
me besa la comisura de los labios.
—Debería salir de aquí —dice—. Es tarde, y estoy segura de que tienes
mejores cosas que hacer que seguirme la corriente.
No discuto, ni intento detenerlo, aunque creo que eso es lo que él quiere. Se
aleja, dirigiéndose a la sala, donde Maddie sigue durmiendo. Curiosa, lo sigo,
quedándome cerca de la puerta principal mientras él se arrodilla y le aparta el pelo
de la cara para besarle la frente.
—Siento haberla cagado esta noche, pequeña.
Se dirige a la puerta y me mira con recelo cuando le cierro el paso. Me pasa
rozando, pero antes de que pueda irse, le digo:
—Te reconocerán.
—¿Qué?
—En la convención —digo—. La gente sabrá quién eres. ¿Cómo vas a
protegerla?
—Eso no será un problema. Nadie lo sabrá.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Se ríe mientras abre la puerta principal.
—Para eso está el cosplay.
JONATHAN

Knightmare.
El archienemigo de Breezeo.
Donde Breezeo es la luz, un soplo de aire fresco, la agradable brisa en un
cálido día de verano, Knightmare es la tormenta que entra y se lo lleva todo. La
oscuridad, espesa y asfixiante, las sombras de las que no puedes escapar en la
noche de los callejones.
Cuero negro enmarcado con una armadura oscura, de la cabeza a los pies,
desde las botas de combate hasta la enorme capucha negra con una máscara de
metal que cubre parte del rostro, haciéndolo irreconocible.
Siempre me ha dado envidia el traje.
Es mejor que el maldito pseudo spandex, eso es seguro.
—Yo, eh, guao —Kennedy se para en la puerta de su departamento con una
mirada de asombro mientras sus ojos escudriñan el disfraz—. Eso es
simplemente... guao.
—Guao, ¿eh? —Miro hacia abajo—. ¿Es bueno o malo?
—Es sólo, eh, ya sabes...
—¿Guao? —Supongo.
Ella asiente, luchando contra una sonrisa.
—Guao. —Sonrío—. Es el original.
—¿En serio?
—Directamente de la segunda película —digo, tocando una placa pectoral
blindada con una mano cubierta de guantes sin dedos—. Bueno, excepto estos
guantes. Los de verdad no me cabían por el yeso, así que tuve que improvisar.
—Es, eh...
—¿Guao?
—Genial —dice ella, tocando el traje, con las yemas de los dedos rozando la
armadura—. Es un poco raro verte así, pero, aun así, es genial.
—Gracias —digo cuando se aparta para que entre en el departamento—. Los
convencí de que me lo prestaran. Aunque puede que no lo devuelva. Lo estoy
disfrutando.
—Deberías quedártelo —dice, sus ojos aún me escrutan mientras cierra la
puerta—. Es, eh...
—¿Genial?
—Guao. —Sonríe juguetonamente mientras se aleja—. Tengo que terminar
de prepararme para el trabajo. Maddie, ¡tienes una visita!
Un momento después de que Kennedy desaparece, Madison entra corriendo.
Se detiene en seco cuando me ve, con los ojos muy abiertos y la boca abierta.
—Wow.
Me quito la capucha y me subo la máscara. Su expresión cambia cuando ve
que soy yo y se le ilumina la cara. Corre hacia mí, chocando tan fuerte que tropiezo.
Me río cuando me abraza.
—Hola, niña linda.
Me mira.
—¿Crees que soy linda?
—¿Qué? Por supuesto. —Me arrodillo junto a ella, sonriendo mientras le
presiono un dedo en la punta de la nariz—. Te pareces a tu mamá.
—¿Crees que mi mami es bonita también?
—Creo que es la mujer más hermosa del mundo.
Su expresión cambia rápidamente cuando digo eso antes de que sus ojos se
amplíen.
—¿Más hermosísima que Maryanne?
Me inclino más cerca, susurrando, repitiendo sus palabras.
—Aún más hermosísima que Maryanne.
—Wow.
Sonriendo, le tiendo una bolsa.
—Te traje algo. Pensé que tal vez querrías ponértelo hoy.
Lo agarra, no duda en sacarlo todo, jadeando. Se deshace de la bolsa vacía
mientras corre hacia su recámara, casi chocando con Kennedy en el pasillo.
—Cuidado —dice Kennedy—. ¿A dónde vas corriendo?
—¡No hay tiempo, mami! Tengo que prepararme.
—Bueno, entonces. —Kennedy la mira fijamente hasta que desaparece, antes
de voltear hacia mí mientras se pasa los dedos por el pelo, recogiéndolo—. ¿Seguro
que puedes manejar esto?
—Trato con buitres de Crónicas de Hollywood —digo—. Puedo manejar lo
que sea que me lancen.
Kennedy no parece convencido.
—Oí que te acusaron de agresión hace dos años por darle un puñetazo a uno
de ellos.
—¿Dónde oíste eso?
—En la portada de Crónicas de Hollywood.
Sacudo la cabeza.
—Esos cargos fueron retirados.
—¿Porque eran inocentes?
—Más bien porque eran igual de culpables.
Kennedy pone los ojos en blanco, pero no tiene oportunidad de decir nada.
Unos pasos corren en nuestra dirección y una voz emocionada grita:
—¡Tarán!
Madison está de pie, sonriendo salvajemente, vestida con el pequeño atuendo
blanco y azul: un disfraz de Breezeo. Los sacan para Halloween, pero yo me las
arreglé para conseguir uno antes.
—¡Wow, mírate! —dice Kennedy, alisando el pelo de Madison—. El Breezeo
más bonito que he visto nunca.
—¡Jonathan también piensa que soy bonita! —dice, sonriendo a su madre—.
¡Me lo dijo!
—¿Lo hizo? —pregunta Kennedy—. Un hombre inteligente.
—Y tú también —dice ella—. Dice que eres la mujer más hermosísima de
todo el mundo.
Maldita sea. Me delató.
Kennedy parece tomada por sorpresa.
—Bueno, eso fue muy amable de su parte —dice Kennedy—. Tengo que irme.
Diviértete, ¿okay? Y pórtate bien.
—Lo haré.
Besa la parte superior de la cabeza de Madison.
—Te amo más que los sábados por la mañana.
—Yo también te amo —dice Madison—, más incluso que los disfraces y esas
otras cosas.
Madison me agarra la mano.
—La traeré de vuelta esta noche —digo—, con los dedos de las manos y de
los pies aún pegados.
Kennedy no me mira. Me doy cuenta de que está ansiosa, así que no me
entretengo y conduzco a Madison al exterior. El coche de la ciudad está parado en
el estacionamiento, el conductor apoyado en él mientras espera. Sonríe cuando
nos acercamos y abre la puerta trasera, pero Madison arrastra los pies.
—¿Es tu amigo? —pregunta, mirándome.
—¿Por qué?
—El abuelo dice que no hay que subirse a los coches con desconocidos.
—Oh, sí, lo conozco —digo—. Es seguro.
Sube al coche y le abrocho el cinturón de seguridad mientras me siento a su
lado. Cuando el coche se aleja, veo que Kennedy nos mira desde la puerta del
departamento.
Madison parlotea durante todo el trayecto hasta el centro de convenciones,
contando historias, y yo la escucho obedientemente. Cuando llegamos, ella rebosa
de entusiasmo, pero yo estoy en algún punto de tensión. Aunque me prometieron
discreción y acuerdos de confidencialidad como si fueran caramelos en un desfile,
sé que las cosas no siempre salen según lo previsto.
El coche nos lleva directamente a la entrada trasera, más allá de la multitud
que nos espera. Una mujer nos recibe en un garaje adjunto, una de las
coordinadoras del evento, junto con un pequeño grupo de seguridad. Sonríe
cuando salimos del coche.
—¡Serñor Cunning! Y la señorita...
Madison sonríe.
—¡Maddie!
—Señorita Maddie —dice la mujer—. Me siento muy honrada de que pueda
unirse a nosotros. Mi nombre es...
Bla. Bla. Bla.
Ella se lanza a la perorata. Es lo esperado. Siempre pasa. Escucho vagamente
mientras balbucea sobre la historia de la empresa, sus récords de participación,
sentando las bases para que yo firme en algo en el futuro. Madison se impacienta
y empieza a inquietarse, así que apuro a la mujer para que nos dé las pulseras de
entrada como a todos los demás y podamos mezclarnos con la multitud.
—Habrá seguridad por todas partes —dice—. Estarán vigilando, por
supuesto, pero si necesitan ayuda, no duden en pedirla.
La mujer se va, y el personal de seguridad nos lleva a un elevador privado,
directamente a la planta principal, y nos deja salir al interior del vestíbulo. La
multitud se agolpa, apresurándose para llegar a su destino.
Paneles. Trivias. Compras. Autógrafos. La sala está llena de puestos, de
cómics, de artistas, de escritores y actores y cosplayers... todo el asunto. Esta no
es mi primera convención, saben, pero usualmente soy para quien la gente hace
fila.
—Entonces, ¿qué quieres hacer? —Le pregunto a Madison—. Depende de ti.
Se aferra a mi mano, mirándolo todo con ojos muy abiertos.
—Todo.
Todo. Me río.
—Podemos hacerlo.
Empezamos de a poco, caminando, viendo lo que podemos ver. Maddie está
asombrada, mirando a todo el mundo disfrazado, y creo que podría estar
intimidada por la multitud, pero no tarda en acostumbrarse a las cosas. La alejo de
los autógrafos, ya que mucha de esa gente me conoce. Me arrastra de un puesto a
otro, de una mesa a otra, anunciando con entusiasmo todo lo que ve, sin detenerse
en ningún lugar lo suficiente como para que yo compre algo.
—Guao —dice, y se detiene ante uno de esos puestos, un recorte de cartón
de este servidor—. ¡Mira, papi! Eres tú.
Papi. Suceden cosas locas en mi pecho cuando me llama así. Es la primera
vez que la oigo decirlo. Parpadeo hacia ella, tan asombrado, tan enamorado, que
no es hasta que repite y la gente mira en su dirección que me doy cuenta de lo que
está diciendo.
—¡Papi, eres tú!
Mierda. La alejo de ella y me arrodillo frente a ella cuando me mira
confundida, como si no entendiera.
—Ese no soy yo hoy —le digo—. Soy Knightmare, ¿recuerdas?
Su cejo se frunce.
—¿Pero sigues siendo tú de verdad?
—Por supuesto, pero hoy tenemos disfraces para poder jugar a fingir —
digo—. Así que, técnicamente, hoy eres tú.
Su expresión se ilumina mientras se da la vuelta, mirando al stand.
—¿Puedo tenerme a mí?
—¿Puedes tenerte.. a ti?
Ella asiente con la cabeza, señalando el puesto.
—Oh, realmente quieres uno de esos.
—Ajá.
—Es un poco grande para llevarlo.
—¡Puedo llevarlo!
Sonrío ante la imagen mental de ella arrastrando una de esas malditas cosas
toda la tarde.
—Es como tres veces más grande que tú.
—Puedo hacerlo.
—No lo dudo —le digo—. ¿Qué tal si esperamos hasta el final del día, después
de hacer todo lo demás, y si todavía hay uno aquí, nos lo llevamos?
—Okay.
Eso fue mucho más fácil de lo que esperaba. Vuelvo a agarrar su mano
mientras miro fijamente el stand. Por favor, que se vendan esas putas cosas.
Madison me arrastra otra vez, de un lugar a otro, antes de que nos dirijamos
al otro lado del edificio donde se celebran los paneles. Madison adquiere un horario
y elige a dónde vamos. Cómics en el cine. El arte del Fan Art. Metáforas y Temas.
No estoy seguro de que ella sepa qué es la mitad de los temas. Demonios, no estoy
seguro de que pueda siquiera leer las palabras mientras escoge los paneles, pero
se sienta ansiosamente a través de ellos, eventualmente arrastrándome a una sala
con un cartel que dice Fandom Feud.
—No estoy seguro de este —le digo—. Creo que esperan una participación.
—¡Oh! ¿Significa eso que puedo jugar?
—¡Claro que sí! —dice una voz, una mujer que entra en la sala detrás de
nosotros, vestida como Maryanne—. Vamos a jugar al trivial de Breezeo.
—¡Esa soy yo hoy! —exclama Madison, agarrando su disfraz para mostrarlo.
La mujer se ríe.
—Apuesto a que eso significa que vas a saber todas las respuestas, ¿eh?
Madison asiente con la cabeza.
—Sí.
Los ojos de la mujer parpadean hacia mí, pero desvío la mirada y no digo
nada. Encontramos asientos hacia el fondo de la sala. Juegan unas cuantas rondas
de trivialidades, eligiendo jugadores para enfrentarse, antes de abrirlo a todo el
mundo y llamar a la gente del público.
—En los cómics, Maryanne es enfermera —dice el moderador—. ¿Qué hace
en las películas?
—¡Oh, oh, oh, yo, yo! —grita Madison, agitando las manos a lo loco,
intentando que la vean, pero el tipo que tiene delante es demasiado alto, así que se
sube a la silla, poniéndose de pie sobre ella—. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo sé!
Risas amortiguadas fluyen a nuestro alrededor cuando la gente se fija en ella.
—La pequeña Breezeo del fondo —dice el moderador, llamándola—. ¿Qué
hace Maryanne las películas?
Madison sonríe y grita:
—¡Nada!
Más risas.
—Lo acepto —dice el moderador—. Todavía está en la escuela. Ven a
recoger tu premio, pequeña Breezeo.
Madison salta, caminando orgullosa hacia el frente. La gente le tira unos ohh
y ahh, y ella sigue el juego. Resulta que lo que gana es una paleta. Al volver, la
empuja hacia mí.
La abro e intento devolvérsela, pero me pone cara de haberla cagado.
—¿Qué pasa?
—Tienes que probarla primero —dice.
—¿En serio?
—Eso es lo que hace mi mamá —dice—, por si es veneno, porque viene de
un desconocido.
—Oh. —La lamo antes de dársela—. ¿Así?
Ella asiente, metiéndosela en la boca.
Parpadeo un par de veces, observándola. Es una de las cosas más extrañas
que he hecho en mi vida, probar un dulce potencialmente venenoso.
La trivia termina después de unos minutos. Llevo a Madison entre la multitud,
fuera de la sala, recibiendo algunos cumplidos de la gente sobre lo adorable que
es.
Probablemente parezco un pendejo, asintiendo con la cabeza.
—¿Tienes hambre? —Le pregunto una vez que nos alejamos de la multitud—
. Seguro que hay algo por aquí que quieras comer.
—¡Hot dogs!
Hot dogs. Los encuentro fácilmente, pero la cola es larguísima. Esperamos
casi veinte minutos para comprar hot dogs y papitas, y maldita sea, ella quiere un
refresco, así que lo compro, pero no hay ningún sitio donde sentarse dentro, así
que nos dirigimos al exterior, a un pequeño anfiteatro.
Hay una multitud disfrazada de Knightmare. Están montando un espectáculo,
haciendo una especie de concurso de espadas.
—¿Qué están haciendo esa gente? —pregunta Madison antes de darle una
mordida a su hot dog.
—Parece un JREV —murmuro.
Me mira como si estuviera loco.
—¿Parece qué?
—JREV —digo—. Juego de rol en vivo.
—¡Oh, quiero jugar! ¿Puedo?
—Creo que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé —admito. Porque sólo eres un niña suena como una excusa de
mierda para negarle un poco de diversión imaginaria.
Se come el almuerzo mientras los caballeros luchan, se mete en el juego como
si estuviera viendo una película, e incluso elige un bando: el que tiene la armadura
azul, a diferencia de su oponente, que va todo de negro.
Recojo el programa y lo hojeo.
—Entonces, parece que tenemos que elegir: Las Consecuencias de los
Universos Alternativos o —Explorando el Headcanon.
—¿Qué significa eso?
—Creo que ambos tratan de la fan-ficción.
—¿Qué es eso?
—Cuando los fans inventan sus propias historias —digo, negando con la
cabeza. Nos sentamos en un panel que le explicó eso, pero estoy bastante seguro
de que pasó por encima de su cabeza—. ¿Podemos hacer eso? ¿Hacer el fan-
ficción?
—Pensé que ya lo estabas haciendo —digo—. Dijiste que ibas a arreglar el
final de Ghosted.
—Lo voy a hacer.
—Bueno, ahí lo tienes. Entonces, ¿a qué panel te referirías?
—A las consecuencias de los cañones —dice. Empiezo a corregirla, pero no
me presta atención, de pie y animando—. ¡Vamos chico azul!
El chico azul, de hecho, pierde —si es que existe tal cosa como perder en lo
que están haciendo—. El tipo de negro hace una reverencia, celebrando, mientras
Madison abuchea fuertemente, llamando su atención.
—Tú, joven Breezeo —dice, todavía haciendo su papel mientras le apunta
con su espada—. ¿Tienes el descaro de abuchearme? ¿A mí, el villano Knightmare?
—Tú no eres el verdadero Knightmare —dice ella, con las manos en las
caderas—. ¡Mi papi lo es!
Me señala a mí, para que no haya confusión de quién está hablando. Mierda.
El hombre me mira con cara de asco.
—¿Él? ¡Ja! ¡No es el verdadero! Ni siquiera tiene los guantes.
Madison me mira las manos.
—¿Y? No siempre tiene que usarlos.
—Aceptable —dice el hombre—. Pero si tu padre es el verdadero
Knightmare, tal vez le gustaría bajar y reclamar su derecho.
Me señala con su espada.
Sacudo la cabeza. No va a pasar.
—Lo hará —dice Madison, contradiciéndome.
—Parece que tu padre no está de acuerdo —dice el hombre—. Supongo que
tiene miedo de ser expuesto como un fraude.
—¡No-oh! ¡No tiene miedo!
El hombre se ríe.
Madison se está calentando, y en serio, al carajo este tipo. Nunca envidiaría a
alguien su actuación, no exigiría que se salieran del personaje, pero que me parta
un rayo si voy a dejar que alguien me antagonice delante de mi hija. Muñeca rota
o no, voy a defender su honor.
—A la mierda. —Me pongo en pie, marchando directamente hacia él mientras
digo—: Que alguien me dé una espada.
Enseguida, media docena de tipos ofrecen las suyas. Agarro la que está más
cerca de mí, tratando de agarrarla bien con el yeso. Don Antagonista tiene el valor
de parecer preocupado, susurrando:
—Sabes que sólo estamos jugando aquí, ¿verdad?
—¿Lo estamos? —pregunto—. No estaba seguro.
Miren, voy a ser honesto. El rodaje de la mayor parte de la segunda película
fue un borrón, pero los preparativos, las interminables horas de entrenamiento para
las escenas de lucha, están arraigados en mí hasta el punto de que podría hacer
esto con los ojos cerrados. Así que, aunque probablemente moriría
espantosamente si viviera en los días de la corte del Rey Arturo, un puto JREV de
Knightmare no es nada.
—Siéntete libre de arrodillarte en cualquier momento —le digo—. Aceptaré
tu rendición.
Él resopla, esas palabras lo ponen en marcha. Da el primer golpe. Es débil,
fácil de bloquear. Dejo que lo intente un par de veces más, descubriendo su patrón,
antes de ponerlo a la defensiva, algo a lo que claramente no está acostumbrado.
PUM. PUM. PUM. Golpe tras golpe, voy tras él, siguiendo la misma rutina de
lucha de la película. Es como una danza coreografiada, que el tipo conoce, pero no
es lo suficientemente rápido en sus pies para detenerme. En cinco minutos, tal vez,
lo ataco... y se pone a sudar, con los ojos muy abiertos, como si empezara a pensar
que podría apuñalarlo. Resiste bien, lo suficiente como para que unos cuantos
golpes casi me hagan perder el control, la muñeca me arde, el dolor me sube por
el brazo, pero no me detengo hasta que se arrodilla.
Suelta la espada y se arrodilla, y oigo a Madison aplaudir y chillar mientras
corre hacia mí. Me rodea la cintura con sus brazos, abrazándome, y me río mientras
le entrego la espada a quien me la prestó.
—Hombre, eres bueno —dice el tipo con una carcajada mientras se pone en
pie, tendiendo la mano—. Me llamo Brad. ¿Tú eres...?
—Jonathan —dice Madison, respondiendo por mí—. ¡Oh, espera, hoy es
Knightmare!
—Bueno, Knightmare, si alguna vez decides unirte a una liga de JREV—
—Te lo agradezco, pero no es lo mío —murmuro, apartando a Madison.
—Podrías haberme engañado —dice el tipo.
Ignoro eso, guiando a Madison de vuelta al interior del centro de
convenciones.
—Entonces, ¿decidimos qué vamos a hacer ahora?
—¡Más lucha de espadas!
—Ah, me temo que eso tendrá que esperar a otro momento —digo—, pero
todavía hay otras formas de divertirse.
Más paneles. Algunas compras. Incluso otra partida de trivia. Se come el
helado y se mancha con él. Le compro la muñeca de Maryanne, para que no tenga
que seguir sustituyéndola con Barbie. Se acerca el anochecer cuando las cosas
empiezan a terminar. Me doy cuenta de que Madison se está quedando sin energía.
Ahora está callada y se aferra a mi mano.
—¿Estás lista para ir a casa? —Le pregunto—. Estoy seguro de que tu mamá
te debe estar extrañando.
Ella asiente con la cabeza.
Nos dirigimos hacia la salida, pero Madison vacila a mitad de camino, tirando
de mi mano.
—¡Espera! ¡Se nos olvidó!
—¿Olvidamos qué?
No contesta, sino que me arrastra directamente al stand con todos los
cartones.
—Quiero uno de Breezeo —declara, diciéndole a la vendedora, señalando el
cartón.
—Cuestan 30 dólares —dice la señora.
Suspirando, cuento el dinero en efectivo y se lo entrego antes de agarrar el
muñeco y llevarlo con nosotros.
Nos abrimos paso entre la multitud y salimos. Llevo a Madison a la esquina
del edificio y me quedo allí mientras envío un mensaje para que el coche nos recoja.
Está a un minuto más o menos, así que esperamos mientras la gente pasa.
Me quito la máscara de la cara cuando veo que se acerca el coche y doy un
paso hacia él cuando una voz llama:
—¿Johnny Cunning?
Me doy la vuelta, tenso, y veo a una mujer con su hijo pequeño, los dos
mirándome boquiabiertos.
—¡Dios mío, eres tú de verdad! —dice la mujer, agarrando al niño por los
hombros—. Mi hijo me dijo que eras, ya sabes, no paraba de decir que eras tú, pero
no lo creía.
Siempre son los niños.
Son intuitivos.
No importa cuánto te disfraces, los niños pueden sentirlo.
—¿Me puedes dar un autógrafo? —pregunta, mientras sostiene un cómic y
rebusca algo con lo que escribir—. ¿Por favor?
—Eh, claro —murmuro, tomando el marcador de ella y garabateando mi
nombre, con los ojos puestos en el chico. Parece tener la edad de Madison, con la
misma mirada de reverencia que ella tenía esta mañana. Él también lleva un disfraz
de Breezeo, pero el suyo es casero... se ha invertido mucho tiempo en él. Es
extraño, después de todo lo que he hecho, que los niños me miren como si fuera
un héroe.
—¿Quieres una foto, pequeño?
Asiente con entusiasmo, como si se hubiera quedado sin palabras, así que me
arrodillo a su lado, posando, dejando que su madre haga una foto rápida.
—Cuídate —le digo—. Asegúrate de estar siempre pendiente de tu madre.
Me pongo en pie, agarro a Madison de la mano y la conduzco al coche antes
de que alguien más me vea.
El viaje de vuelta a casa parece eterno. Está oscuro cuando llegamos y
Madison está profundamente dormida. Intento despertarla, pero no se mueve, así
que la saco del autoasiento y la llevo en brazos. Refunfuña, sin despertarse, con los
brazos alrededor de mi cuello. Arrastro la figura de cartón bajo el brazo mientras
me dirijo a la puerta principal, preparado para tocar, pero se abre antes de que
pueda hacerlo.
Kennedy está de pie en la puerta, parece aliviada de vernos, todavía con su
uniforme de trabajo. Se aparta para que pueda entrar.
Dejo caer la figura justo dentro del departamento. Kennedy lo mira fijamente
antes de lanzarme una mirada peculiar.
—Lo sé —murmuro—. Probablemente es lo último que quieres tener que
mirar, pero ella no se iría sin él.
Kennedy sacude la cabeza y cierra la puerta de entrada mientras dice:
—Puedes meterla en la cama, si quieres.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Mientras los estudiantes de la Academia Fulton Edge hacen sus exámenes finales,
tú conduces por Medio Oeste, de camino a California. La chica, sentada a tu lado,
en el asiento del copiloto de tu Porsche azul, escribe su corazón en su cuaderno.
Es una de las pocas cosas que trajo consigo.
Ella se deslizó hacia la casa mientras te ponías sobrio, llenando su mochila de
la escuela con ropa, empacando sus cómics Breezeo y tomando su celular antes de
escribir una nota a sus padres.

Mamá y papá,
Sé que se van a enojar cuando se den cuenta de que me fui, pero por favor no se
preocupen demasiado. Estoy bien. Estoy con Jonathan. Los amo a los dos,
Kennedy

No hace falta decir que, más de veinticuatro horas después, están muy
preocupados. Ella sólo tiene diecisiete años. Ya han llamado a la policía. Es
oficialmente una adolescente fugitiva. Su teléfono empezó a sonar poco después
de que te pusieras en marcha, bombardeándola con mensajes, rogándole que
volviera a casa.
El teléfono murió después de unas horas.
Se le olvidó traer su cargador.
¿Y tú? Tienes tu teléfono, con la carga casi completa. La única persona que te
ha llamado es tu hermana, para avisarte de que alguien ha filtrado las imágenes de
seguridad de la Academia Fulton Edge. Tu pelea con tu padre está en todas las
noticias, reproduciéndose en bucle. Es una pesadilla política, el Presidente
Cunningham agrediendo a su propio hijo. Están pidiendo su renuncia.
El tiempo sigue corriendo.
Los kilómetros que los separan de Nueva York siguen creciendo mientras
California se acerca. Te ofreces a regresar por ella. No quieres que se arrepienta.
Ella te dice que te calles y que sigas conduciendo hacia el oeste.
Unos días después, cruzan los límites de la ciudad de Los Ángeles. El día en
que deberían haberse graduado. Encuentran un pequeño hotel que le renta una
habitación a un joven de dieciocho años, sólo hasta que puedas instalarte
permanentemente en algún lugar.
—Salgamos —dices.
—¿A dónde? —pregunta ella.
—A algún sitio bonito. Ya estamos aquí. Lo conseguimos. Deberíamos
celebrarlo.
Así que haces eso. La sacas a pasear. Ella se pone vestido de graduación, el
que su madre le ayudó a elegir: sin mangas, azul real. Ella tiene que usar sus zapatos
planos de todos los días, porque olvidó empacar zapatos adicionales. Es simple.
Ella se siente tan sencilla.
Le dices que es la mujer más hermosa del mundo.
La cena es en un restaurante de lujo, de esos en los que las raciones son
pequeñas y la cuenta es enorme, pero la gente no se queja porque lo importante es
el ambiente. Después, los dos se dirigen al Boulevard Hollywood, para ver las
huellas de las manos inmortalizadas en el cemento antes de pasear por el Paseo de
la Fama, mirando las estrellas de las celebridades mientras se toman de la mano.
—Algún día estarás aquí —te dice ella, sonriendo, mientras te detienes y la
atraes hacia ti—. Tendrás tu nombre en una de estas estrellas.
—¿Sí? Crees que tengo tanto talento como... —Miras hacia abajo, a la estrella
más cercana junto a tus pies, leyendo el nombre en ella—... ¿La Rana René?
Ella se ríe.
—Bueno, ahora que lo pienso, no estoy tan segura. Quiero decir, Gonzo tal
vez, pero ¿René?
—Tal vez si me esfuerzo —dices.
—Tal vez. —Concuerda ella, y te besa.
Se besuquean, allí mismo, en el Boulevard Hollywood. Es un momento
hermoso. Nada puede arruinarlo, ni siquiera cuando un tipo vestido como Darth
Vader les dice enojado que se consigan una habitación.
—Tenemos una de esas —dices—. ¿Qué tal si vamos a hacer uso de ella?
—Pensé que nunca lo pedirías.
Le haces el amor, de forma intermitente, durante toda la noche. Ahora que
esas palabras están fuera, ahora que existen entre ustedes, parece que no puedes
dejar de decirlas.
Te amo. Te amo. Te amo.
Tu primera noche en California es una de las mejores de tu vida.
Tienes esperanzas en el futuro.
Al día siguiente, te cancelan todas las tarjetas de crédito.
Al día siguiente, tu cuenta bancaria está congelada.
Es un descenso rápido, de la esperanza al desaliento. No te sorprende que tu
padre te haya cortado la cuenta, pero te duele. Lo que tienes son unos cien dólares
en la cartera y un aviso de que debes desalojar el hotel en 72 horas. Lo que no
tienes es un trabajo. Vas a tener que hacer algo drástico.
Así que te vas a la mañana siguiente, antes del amanecer, para tratar de
resolver algo, y no vuelves hasta más tarde esa noche, bastante después de la
puesta de sol. Duermes unas horas antes de volver a la carga.
Pero esta vez terminas antes, sobre las tres de la tarde. La chica está sentada
en la cama del hotel, escribiendo en su cuaderno. Te saluda con una sonrisa.
—¿Qué estás escribiendo? —preguntas, sentándote a su lado, sin esperar que
te responda. Se lo preguntas todo el tiempo y ella siempre te dice “una historia”.
Esta vez, sin embargo, dice:
—Nuestra historia.
—Nuestra historia —dices—. ¿Es eso lo que es?
—Más o menos —dice ella—. Es mi versión de nosotros.
—¿Puedo leer algo de ella?
Su bolígrafo se detiene. Duda. Con cuidado, vuelve al principio y te lo da.
—Sólo las primeras páginas.
Lees, completamente fascinado, pero no llegas muy lejos antes de tener una
queja que ventilar.
—Ves, eso es una pendejada. Esta línea de aquí. Dijiste que no había nada
especial en ti.
Ella le arrebata el cuaderno.
—En ella, no en mí.
—Pero ella es tú. Y te puedo asegurar que la primera vez que te vi, no estaba
pensando... —Agarras el cuaderno, y ella se niega a entregarlo, pero lo acercas lo
suficiente para leerlo—. Que eres una plebeya porque no todas las chicas pueden
ser de la realeza. Eso es una pendejada. Tú eres la reina, bebé.
Ella jala el cuaderno, lo cierra y lo tira fuera de tu alcance.
—Dije que es mi versión. Es ficticia.
—Deberías escribir mi versión.
—Que sería, ¿qué? ¿Treinta páginas de chistes de patos seguidas de un
montón de obscenidades?
—Chistes de patos —dices—. ¿O chistes de pitos?
—¿Conociéndote? Ambos.
—Divertido, pero no. Sería una historia de lucha que lleva al triunfo. —Te
pones de pie—. Vamos, ponte los zapatos. Vamos a dar un paseo. Te enseñaré.
—Me vas a enseñar.
A pesar de su tono incrédulo, te escucha y los dos caminan, recorriendo unas
cuantas cuadras. El barrio no es el mejor, pero no es demasiado peligroso. Tal vez
un poco deteriorado, pero es tranquilo.
Cuando llegan a un viejo edificio de dos pisos, blanco y azul, la llevas a la
parte trasera, a una pequeña escalera exterior. Sacas un llavero de tu bolsillo. Ella
te mira con confusión.
Aun así, te sigue por las escaleras y espera pacientemente a que abras una
puerta chirriante en la parte superior. Ella entra y mira el lugar vacío.
Es un departamento. Es pequeño. No hay otra forma de decirlo. La cocina y
la sala se funden en uno solo, junto a una única recámara lo suficientemente grande
como para albergar una cama. El cuarto de baño es como una caja, todo apretado.
El suelo es de madera vieja sin terminar, raspado y manchado. La pintura blanca
de las paredes está descarapelada, dejando manchas de color durazno en algunos
lugares. Sólo hay una ventana en todo el departamento, en la recámara, bloqueada
por un viejo aire acondicionado.
—Sé que no es mucho —dices—. Es una mierda, de hecho. Lo sé. Pero tengo
dieciocho años, no tengo trabajo ni crédito, así que es lo mejor que puedo manejar
en este momento.
—¿Es nuestro? —Ella te mira—. ¿Rentaste esto?
Dudas, como si tu boca no quisiera admitirlo, antes de asentir. Te tragas tu
orgullo.
—Es nuestro.
—Pero ¿podemos siquiera permitirnos un lugar? —pregunta ella—. ¿Cómo lo
pagaremos?
—Nos conseguí algo de dinero —le dices—. No durará para siempre, pero
debería ser suficiente para instalarnos.
—¿De dónde sacaste el dinero?
Dudas una vez más.
—Yo, eh... vendí mi coche.
Vendiste el Porsche azul. Trataste de pensar en otra forma, pero era lo único
de valor que tenías, que tú poseías. Así que lo vendiste, por menos de lo que valía,
pero si eres cuidadoso, es suficiente para cubrir los gastos de vida durante unos
meses.
—Este lugar es genial —dice ella, rodeándote con sus brazos—. Nuestro
primer departamento juntos.
—Y espero que sea el último —murmuras—. A partir de aquí sólo hay que
subir. En cuanto las cosas empiecen a salir bien, voy a construirte una casa.
Tú no lo sabes, pero esa chica... Ella no necesita una casa. Ni siquiera necesita
un departamento. Habría dormido en el coche. No se habría quejado en absoluto.
No tenías que vendérselo, pero lo hiciste, y por muy agradecida que esté por ello,
ya se siente culpable. Está preocupada, y asustada, de que esto no sea una historia
de triunfo. Porque ella cree en ti. No estaría ahí si no lo hiciera. Pero el mundo no
siempre es amable con la gente buena. A veces se los come vivos.
KENNEDY

Arrojo mi uniforme sucio al cesto de la recámara y me pongo una camiseta blanca


larga, cubriéndome, cuando oigo un carraspeo en la puerta, la voz de Jonathan es
un murmullo áspero cuando dice:
—Mierda, lo siento, sólo estaba, eh...
Lo miro mientras desvía la mirada, forzando sus ojos a otro lado.
—Está bien —digo—. Me has visto llevar menos.
—Sí, bueno... —Vuelve a mirar hacia mí, dudando, como si no estuviera
seguro de lo que quiere decir, de si debería decir algo—. No estaba intentando, ya
sabes...
—Lo sé.
A pesar de no intentarlo, en cierto modo sí lo hace. Sus ojos vagan lentamente
y piel de gallina me cubre el cuerpo, un escalofrío recorre mi piel. Las cosas ya son
raras, y él las está poniendo más al límite al mirar descaradamente. Se me hace un
nudo en el estómago al ver su cara, el asombro que se le queda mientras se lame
los labios.
—En fin. —Se aclara la garganta—. Quería darte las buenas noches.
—Buenas noches —susurro.
Jonathan se queda ahí, con la mirada perdida. Pasa un momento antes de que
se dé la vuelta, haciendo un movimiento para irse.
—Espera.
La única palabra que sale de mis labios. No sé por qué la digo. Ni siquiera lo
pienso. Vuelve a vacilar y se encuentra con mi mirada, con las cejas levantadas con
preguntas que no sé cómo responder mientras mi corazón late desbocado con sus
propias preguntas, como ¿qué rayos estás haciendo? Estoy jugando con fuego,
como si no recordara lo mucho que duele quemarse, pero desde aquí, donde estoy,
lo único que parezco sentir es el calor.
No tengo que decir nada más, lo cual es bueno, porque no estoy segura de
poder encontrar las palabras si las necesitara. Se acerca a mí, sus dedos rozan mi
mejilla sonrojada y recorren la línea de mi mandíbula. Me agarra la barbilla y me
levanta la cara mientras se inclina para besarme. Sus labios son suaves, tan suaves,
tan dulces y tan tiernos.
Me besa durante mucho tiempo, sin apresurarse, sin presionar, sólo
esperando. El aliento abandona mis pulmones y todo el sentido común desaparece
de mi cabeza mientras lo rodeo con mis brazos y lo atraigo hacia mi cama.
—¿Estás segura de esto? —pregunta en voz baja.
Niego con la cabeza, porque no, todavía no estoy segura de nada, pero no me
detengo. Me acuesto y él se pone encima de mí. Le doy un tirón a su traje mientras
me despoja de la ropa. La cabeza me da vueltas y el corazón se me acelera, y antes
de que pueda recuperar el aliento, sus labios vuelven a estar sobre los míos y
empuja dentro, ya instalado entre mis muslos. Jadeo cuando suelta un gemido
gutural, llenándome, abrazándome.
Nada de esto parece real.
No esta vez. Ni la última vez.
Al principio se mueve lentamente, y es casi agonizante, antes de que aumente
su ritmo, empujando más fuerte, más profundo, empujando mis rodillas hacia
arriba y golpeando ese punto profundo dentro de mí que hace que los dedos de
mis pies se curven y mi cuerpo se estremezca. Gimo su nombre.
—Jonathan.
—¿Así? —pregunta, manteniendo el ritmo—. ¿Es así como lo quieres?
Asiento, gimiendo mientras él golpea ese punto una y otra vez, deshaciendo
los apretados nudos de mi interior mientras empiezo a deshacerme de las costuras.
—Por favor.
—Tú eres la reina —susurra, sin detenerse mientras el orgasmo me sacude.
Arqueo la espalda y lo agarro con fuerza, mis uñas recorriendo sus hombros.
Incluso cuando disminuye, no se detiene. No baja el ritmo. Sabe lo que quiero
y me lo da, una y otra vez, hasta que le suplico, le ruego, y no puedo aguantar ni
un momento más. Sólo entonces se retira, sólo entonces cambia su ritmo: golpea
con fuerza, tan fuerte que me corta la respiración, unos cuantos empujes ásperos y
profundos mientras gime y se viene.
—Joder —maldice, acariciando mi cuello. Me besa la piel y me muerde la
garganta con los dientes—. Tan hermosa.
La mujer más hermosísima del mundo.
Eso es lo que le dijo a Maddie.
Así es como me describió.
Apretando los ojos, me aferro a él, esperando que diga esas palabras en serio,
esperando que pueda creerle.

—¿Mami?
Eso es todo lo que hace falta para sacarme de un sueño profundo, esa única
palabra pronunciada cerca, la voz baja que me llama. Maddie. Abro los ojos y
parpadeo un par de veces, enfocándome. La habitación empieza a iluminarse, el
sol sale, un suave resplandor entra por la ventana y brilla a lo largo del suelo de
madera alrededor de la cama.
Creo que tal vez estaba oyendo cosas, porque ella no está delante de mí, y
empiezo a cerrar los ojos otra vez cuando oigo una suave risa. Entonces me doy
cuenta, las piezas se juntan mientras el pánico inunda mi sistema. Agarrando la
manta contra mi pecho desnudo, me incorporo bruscamente y me giro hacia el
otro lado, con los ojos muy abiertos.
Está de pie, justo al lado de la cama donde duerme su padre. En mi cama.
Rayos, está durmiendo en mi cama, sin llevar nada de ropa, con la manta encima.
Menos mal que está tapado, aunque eso no hace que todo esto sea mejor. Ella es
demasiado joven para saber qué es todo esto, pero tiene una gran imaginación, lo
que podría ser peligroso.
No quiero que se le metan ideas en la cabeza y piense que esto es más de lo
que es... sea lo que sea que es esto.
Le pica la mejilla antes de meterle el dedo en la oreja, y vuelve a reírse cuando
él refunfuña en sueños y se mueve, agitando la mano, tratando de rechazar la
intromisión.
—Madison —siseo, advirtiéndole. Retira la mano y me mira con esa expresión
de “oh, mierda”, sabiendo que ha sido atrapada—. ¿Qué estás haciendo?
—Nada.
—No parece nada.
Una sonrisa se dibuja en su cara.
Lo hace otra vez, metiendo el dedo en su oreja. Su cara se contorsiona con
fastidio mientras cambia de posición, gimiendo:
—Estoy intentando dormir, joder, Ser.
Maddie jadea, retirando la mano, mirándolo con sorpresa. Lo siento, esa
misma sensación se agita en mi interior, pero por razones muy diferentes. Ser.
Serena. Cree que es ella.
—¡Papi dice malas palabras!
En el momento en que ella dice eso, los ojos de Jonathan se abren de golpe.
Se incorpora tan rápido que me arranca la manta de encima. Jadeando, la agarro,
luchando por mantenerme cubierta, tirando de ella hacia mí y casi exponiéndolo
en el proceso. Me mira, con los ojos muy abiertos, asustado, susurrando:
—Oh, joder.
—¡Ves! —dice Maddie, acercándose y picándole el oído—. ¡Lo oí!
Él se ríe y le aparta la mano mientras se gira hacia ella.
—Lo siento, no sabía que había orejitas en la habitación.
Agarrando el lóbulo de su oreja, le da un tirón juguetón.
—Maddie, cariño, ¿por qué no vas a la cocina? —sugiero—. Estaré allí en un
segundo para prepararte el desayuno.
Ella sale de la habitación, y yo intento escabullirme de la cama, pero bueno,
puedo sentir los ojos de Jonathan, y mi ropa está demasiado lejos para alcanzarla.
Intenta tocarme, su mano en mi espalda, las yemas de los dedos rozando mi
columna vertebral. Me alejo de él, llevándome la manta, envolviéndola alrededor
de mi cuerpo desnudo mientras agarro algo de ropa.
—¿Kennedy? ¿Qué pasa?
—Maddie está esperando el desayuno —murmuro, yendo directamente al
baño. Cierro la puerta tras de mí, dejando escapar una larga exhalación mientras
me pongo la ropa, refunfuñando para mis adentros—. Estúpida, estúpida,
estúpida... ¿podrías ser más estúpida? Acostarte con ese estúpido después de todas
las estupideces que ha hecho... ¿qué te pasa?
Abriendo la puerta de golpe, casi choco con un cuerpo que bloquea la puerta
y que se queda en el pasillo. Ha tenido el sentido común de ponerse los pantalones
y todavía le está costando abrochárselos.
—Con permiso —murmuro, desviando la mirada, pero no se aparta de mi
camino.
Me agarra del brazo antes de que pueda pasar, con el cejo fruncido.
—¿Hice algo?
—No lo sé —murmuro—. ¿Lo hiciste?
Intento alejarme de él, pero se interpone en mi camino.
—Vamos, no seas así. Dime qué te pasa.
Dudo. Quiero hacer algún comentario sarcástico y marcharme enojada, hacer
una rabieta como una niña petulante porque me siento muy estúpida, pero yo no
soy así. Nunca he sido así. Así que da igual, es lo que es, así que lo digo, sin importar
lo estúpido que suene.
—La llamaste Ser.
—¿Qué?
—Ella te despertó, y pensaste que era Serena.
Me suelta el brazo mientras su expresión cambia a algo que parece de lástima,
y no me gusta.
Lo dejo ahí y me dirijo a la cocina, suspirando cuando veo una silla empujada
hacia la encimera, Maddie de pie sobre ella, rebuscando en los gabinetes.
—¿Qué crees que estás haciendo, pequeña?
—Buscando Lucky Charms —dice mientras la bajo y la pongo de pie.
—Me temo que se acabaron. —Agarro una caja de Cheerios—. ¿Qué tal
estos?
Pone cara de asco.
—¿Raisin Bran?
Otra cara.
—¿Qué tal un poco de requesón?
Ella finge vomitar.
—Eh, bueno, ¿qué tal—
—¿Qué tal si las llevo a desayunar? —sugiere Jonathan, entrando en la
cocina—. Panqueques, salchichas, huevos...
—¡Tocino! —declara Maddie.
—No sé —digo—. No estoy segura de que sea una buena idea, ya sabes, con
todo lo de ser tú.
—Ser yo —dice.
—Sí, lo más probable es que te reconozcan y luego tengas que explicar todo
esto y bueno, ya sabes, no estoy segura de que valga la pena por un desayuno.
—Pero podría ser tocino —se queja Maddie.
Jonathan vacila, pensándolo, mirando entre nosotras antes de decir:
—Conozco un sitio al que podemos ir.

La casa de la señora McKleski.


Posada Landing.
Allí nos lleva.
Maddie y yo nos plantamos en el vestíbulo de la mujer en pijama, mientras
Jonathan sólo lleva los pantalones de cuero del disfraz de Knightmare. La señora
McKleski nos mira como si nos hubiéramos vuelto locos, y al instante quiero estar
en cualquier otro lugar del mundo, pero es demasiado tarde, porque a Maddie le
han prometido tocino.
—Quieres un desayuno —dice la señora McKleski—. ¿Eso es lo que me estás
diciendo?
Asiente con la cabeza.
—Sí, señora.
Ella lo mira fijamente. Con dureza. Espero una negación, porque toda esta
idea es absurda, pero después de un momento, deja escapar un suspiro resignado.
—Bien, pero ve a ponerte algo de ropa —dice—. Esto es una posada, Sr.
Cunningham, no Chippendales. No lo voy a tener en mi mesa del desayuno con
aspecto de gigoló.
Él enarca una ceja hacia la mujer.
—No sabía que sabía lo que era un gigoló.
—Vete —le dice ella de forma contundente—, antes de que cambie de
opinión.
—Sí, señora —dice él, mostrándole una sonrisa antes de girarse hacia mí y
asentir hacia las escaleras.
Se acerca.
—¿Por favor?
—Bien —murmuro, mirando a Maddie, sin querer causar una escena—. Oye,
cariño, ¿por qué no te sientas en la sala?
—Tonterías —dice la señora McKleski—. Puede venir a ayudarme a cocinar.
Enséñale algo de responsabilidad. No estoy segura de que su padre haya aprendido
alguna.
Jonathan frunce el cejo antes de volver a indicarme que lo siga.
—Y nada de cuchi-cuchi —nos dice la señora McKleski mientras subimos.
—¿Qué es el cuchi-cuchi? —pregunta Maddie, siguiendo a la mujer hasta la
cocina.
—Se refiere a cosquillas —grito antes de que la señora McKleski pueda
responder, porque no se sabe cómo lo explicaría esa mujer.
—¡Oh, me gustan la cosquillas! —Maddie mira a la mujer con confusión—.
¿Por qué no quieres jugar a las cosquillas?
—Es demasiado complicado —refunfuña la señora McKleski—. Todo eso de
retorcerse.
Sacudiendo la cabeza, subo las escaleras, deteniéndome justo dentro de la
habitación mientras Jonathan ordena sus pertenencias para encontrar algo de
ropa.
—No era mi intención, ¿sabes? —dice mientras se quita los pantalones,
quedándose desnudo delante de mí. Oh, Dios. Desvío la mirada, tratando de no
mirar, pero veo por el rabillo del ojo como se pone un par de bóxers negros—. Lo
de Serena... no era mi intención.
No digo nada. ¿Qué se supone que debo decir? Se pone unos jeans antes de
agarrar una camiseta negra lisa.
—Hablo en serio —dice—. Estaba medio dormido y no sabía lo que decía.
—No importa —digo, tratando de alejarme, pero él me detiene, con una mano
en mi brazo y la otra acunando mi mejilla.
—Sí importa —dice, haciendo que lo mire—. Serena solía ponerse hasta el
culo con cocaína y estar despierta durante días y volver locos a todos en el set. Y
hacía mierdas como esa cada vez que intentábamos descansar. Ella jugaba. Así que
no es que pensara... —Se detiene—. Sé con quién me acosté anoche. Sé al lado de
quién me desperté esta mañana. Y perdón por decir una mierda en sueños que te
hizo pensar que no lo sabía.
Todavía no estoy segura de qué decir, así que sólo digo:
—Okay.
—Okay. —repite—. ¿Sólo okay? ¿Eso es todo?
Me encojo de hombros.
Él suelta una carcajada.
—Supongo que es mejor que nada. —Me besa, suave y tiernamente, y su
mano se pasea por mi mejilla, entre nosotros, hasta cunar un pecho.
Me alejo.
—Nada de cuchi-cuchi, ¿recuerdas?
Sonríe, moviendo la mano.
—Okay, okay... el desayuno.
Bajamos las escaleras y, en cuanto nos acercamos a la cocina, oigo la
emocionada voz de Maddie divagando sobre la convención. En silencio, me siento
a la mesa y la escucho mientras sigue hablando de lo bien que se lo pasó y de lo
genial que es su papi.
Todo el tiempo, Jonathan se sienta a mi lado, radiante.
Cuando termina el desayuno, la señora McKleski reparte los platos, poniendo
uno delante de mí en la mesa antes de que Maddie se acomode a mi derecha con
su propio plato lleno de tocino. El de Jonathan es el último, y reprimo una carcajada
cuando la señora McKleski se lo acerca, con la comida echada de forma
descuidada, el pan tostado y el tocino extra crujiente.
—Eh, gracias —dice Jonathan, agarrando un trozo de tocino y dándole una
mordida, haciendo una mueca cuando cruje.
—¿No te gusta? No te lo comas —dice la señora McKleski—. A nadie le
gustan los quejumbrosos, Cunningham.
Ella sale de la cocina, y él la observa mientras se va, murmurando:
—Todo lo que dije fue gracias.
—No lo dijiste en serio —le replica ella—. No es de extrañar que no hayas
conseguido un Oscar. Eres terrible.
Ahogo otra carcajada mientras Jonathan mira hacia la puerta.
—No te preocupes —dice Maddie, comiendo un trozo de tocino—. Algún día
puedes conseguir el Oscar.
Él le sonríe.
—¿Eso crees?
Ella asiente.
—Todo lo que tienes que hacer es mejorar en ello.
Esta vez sí me río.
—Guao —dice—. Sí que puedo sentir el amor.
Maddie sonríe, sin percibir su sarcasmo.
—Es porque te amo.
Su expresión cambia. Veo que esas palabras lo golpean.
—¿Me amas?
Maddie se ríe.
—Dah.
Dah. Ella dice eso como si él estuviera siendo ridículo al hacer esa pregunta,
como si se supusiera que simplemente lo sabe, pero amor no es algo que él haya
tenido mucho.
—Yo también te amo —dice él.
—¿Más que al tocino? —pregunta ella, mordisqueando un trozo.
—Más que al tocino —dice él en voz baja—. Más que a todo.
Ella sonríe y sigue desayunando, satisfecha por su respuesta. Me duele el
pecho, siento que mi corazón quiere estallar. A veces me pregunto sobre sus
palabras, cuestiono sus sentimientos, sus deseos, sus anhelos, pero a partir de este
momento, nunca dudaré de que la ama, porque sé que lo dice en serio. Lo creo.
Desayunamos.
Ellos platican. Se ríen.
Yo me lamento.
Lamento los años que perdieron, el tiempo desperdiciado, el amor que tal vez
no fue suficiente para superar sus demonios antes. Cada sonrisa que comparten
hoy es el producto de años de lágrimas, de años de peleas y de batallar, de
esperanza y de luto, pero nunca, nunca, nunca renuncian o se rinden, porque
estamos aquí. Y tal vez no dure, no lo sé. Tal vez mañana pase algo y vuelvan las
lágrimas, pero estoy agradecida por el momento, sabiendo que él la ama más que
a nada.
—Deberíamos irnos —digo después de terminar el desayuno, con los platos
apilados en el fregadero—. Tengo que ponerme al día con la ropa sucia.
Maddie salta de su silla en la mesa y mira a Jonathan.
—¿Vienes? ¡Pueden hacer otra pijamada!
—Esta noche no —dice él—. Tienes escuela en la mañana y tu madre tiene
trabajo.
Maddie frunce el cejo.
—¿Pero vendrás a jugar mañana?
—Sí, claro, si quieres.
Maddie asiente.
—¡Nos vemos mañana!
—Hasta mañana —dice cuando ella se aleja, dirigiéndose al vestíbulo. Voltea
hacia mí mientras dice—: Gracias, K.
—¿Por qué me das las gracias?
—Por darme una segunda oportunidad —dice—. Y una tercera, y una cuarta,
y una quinta...
—Y una vigésima.
Se ríe ligeramente.
—Y una vigésima.
—No habrá una vigésima primera —le digo—. Tengo que poner el límite en
algún lugar.
—No necesitaré otra —dice, su mano agarra mi cadera y me acerca, entre sus
piernas—. Esta vez lo voy a hacer bien.

—¡Tía Meghan!
Maddie sale corriendo hacia el departamento en cuanto estaciono el coche y
la dejo salir, dirigiéndose directamente hacia Meghan, que acecha en la puerta
principal.
—¡Hola, galleta de azúcar, remolino de nuez! —dice Meghan, tomando a
Maddie y haciéndola girar—. ¿Cómo está mi dulce sobrina, todavía en pijama,
aunque es mediodía?
La mirada de Meghan se desplaza hacia mí, suspicaz. Sí, es prácticamente la
caminata de la vergüenza, estilo familiar. Ni siquiera me he cepillado el pelo. No
me he bañado. El ADN de su hermano está por todas partes, dentro de mí, y
Meghan es el equivalente humano de un sabueso.
En cuanto me acerco a ella, lo sabe.
—¡Mi papi me llevó a la convención! —dice Maddie cuando Meghan la pone
sobre sus pies—. Y luego tuvimos una pijamada, pero él durmió con mi mami, ¡y
luego fuimos a comer tocino!
—¡Wow! —dice Meghan, lanzándome una mirada punzante mientras repite—
. Wow.
Abro la puerta principal. Maddie entra corriendo, dirigiéndose directamente
a su recámara, pero yo me quedo allí, sabiendo que Meghan está a punto de
acribillarme a preguntas.
—Tienes que estar bromeando —dice Meghan, deteniéndose en seco y
mirando el recorte de cartón de Breezeo que todavía está en mi sala de estar. Me
mira con incredulidad—. ¿En serio?
—No tengo nada que ver con eso.
—Está en tu departamento.
—Sí, bueno...
No tengo defensa.
—Increíble —dice Meghan, sacudiendo la cabeza—. ¿Una pijamada? ¿Estás...
guao, realmente estás haciendo esto con él otra vez?
—No, no lo estamos haciendo. Quiero decir, sólo estamos... no sé. —Suspiro,
pasándome las manos por la cara—. No sé lo que estoy haciendo.
—Está claro —dice ella, volviendo a mirar el recorte con la cara de su
hermano.
—Tengo que bañarme —digo—, ahora vuelvo.
—Sí, ve a hacerlo. A ver si te lo quitas de encima.
Demasiado tarde para eso, pienso, pero no me atrevo a decirlo. Ahora mismo
está dentro de mí, literalmente y en sentido figurado.
Me baño, me visto y, una vez que me siento humana otra vez, recojo algo de
ropa para llevarla al otro lado de la calle, a la lavandería, ya que mi lavadora sigue
estropeada. Meghan viene a veces los domingos y pasa tiempo con Maddie para
darme un respiro, unas horas para que pueda ponerme al día con las tareas
domésticas sin interrupciones.
Una vez que terminé de lavar la ropa, me dirijo a la tienda de comestibles y
me aprovisiono de comida, asegurándome de comprar Lucky Charms para
desayunar en las mañanas. Después, estoy ordenando mi recámara y guardando
la ropa cuando mi atención se dirige a la caja de cartón rota metida
apresuradamente en el clóset hace semanas. La saco otra vez, buscando entre los
recuerdos polvorientos, y agarro el viejo cuaderno de cinco asignaturas. La
cubierta negra y barata está descolorida después de todos estos años. Sólo puedo
distinguir ligeramente mis garabatos.
Lo hojeo. Doscientas páginas, notas universitarias, la mayoría de ellas llenas
de mis garabatos desordenados. El cuaderno parece más pesado de lo que debería,
pero sé que no es el papel lo que pesa, sino el recuerdo de todas esas palabras. El
cuaderno guarda un trozo de mi corazón, un trozo de mi alma, el trozo que le di
hace tiempo.
—Estás siendo un idiota —dice Meghan, apareciendo en la puerta detrás de
mí.
Me río para mis adentros.
—Lo sé.
JONATHAN

—Deberías comprar una planta de maceta.


Me río de eso mientras me siento en la mesa de picnic de madera del parque
en la oscuridad, escuchando a Jack divagar a través del altavoz a mi lado.
—Una planta.
—En serio, escúchame: tienes una planta. La nutres, la mantienes viva y, zas,
así sabes que estás preparado para todo esto.
—Eso es estúpido.
—No, no lo es. Es algo real. Lo vi en esa película 28 días.
—¿La de zombis?
—Nah, hombre, la de Sandra Bullock. Estás pensando en 28 Días Después.
—¿Robas tus consejos de las películas de Sandra Bullock?
—Oh, tú jodidamente no me juzgues. Es mucho mejor que esa mierda que
sigues haciendo. Y, además, es un buen consejo.
—Comprar una planta.
—Sí.
—¿Compraste una?
—¿Qué?
—Una planta —digo—. ¿Te compraste una planta para demostrar que estás
preparado para una relación?
—No —dice.
—¿Por qué no?
—Porque no necesito que una planta me diga lo que ya sé —dice—. Llevo un
par de calzoncillos de emojis y como Cheetos picantes en mi departamento del
sótano. Estoy seguro de que las señales están todas ahí.
—¿Calzoncillos de emojis? —Me río—. Hablando de un estereotipo de troll
de internet.
—Sí, sí, como sea —dice—. Pero esto no es sobre mí. Estamos hablando de
ti.
—Estoy cansado de hablar de mí.
—Mierda, ¿en serio? No creí que eso fuera posible.
—Gracioso.
—¿Recuerdas la entrevista que hiciste en The Late Show hace dos años?
—No quiero hablar de ello.
—Estabas drogado y te referías a ti mismo en tercera persona.
—Vete a la mierda.
—Estoy seguro de que ese tipo nunca se cansaría de hablar de sí mismo.
—Eres un pendejo.
Se ríe.
—Es cierto.
—Me alteras.
—De nada.
Suspirando, sacudo la cabeza.
—Gracias.
—Ahora ve a comprarte una planta —dice—. Estaba en medio de una partida
de Call of Duty cuando llamaste, así que voy a volver a ello.
—Sí, okay.
—Ah, ¿y Cunning? Me alegro de que no te hayas ahogado en una botella de
whisky.
—¿Por qué? ¿Me extrañarías?
—Más bien tus fans femeninas podrían asesinarme si dejo que te destruyas
—dice—. No sé si te has dado cuenta, pero están locas. ¿Has visto algunos de sus
fan arts? Es una locura.
—Adiós, Jack —digo, pulsando el botón de mi teléfono para terminar la
llamada. Lo meto en el bolsillo cuando un carraspeo me agarra desprevenido. Me
giro, con los ojos muy abiertos, y veo el pelo rubio brillando a la luz de la luna—.
¿Meghan?
—Tu amigo parece un verdadero ganador —dice—. Jack, ¿verdad? ¿Qué es,
el presidente misógino de ochocientos kilos, lleno de acné, del club de fans de
Johnny Cunning?
Me río secamente.
—No del todo.
Meghan se acerca, con una expresión dura y los hombros erguidos. Está en
guardia, rígida, como si tuviera hielo en las venas.
Mi hermana y yo no siempre fuimos tan fríos el uno con el otro.
—Puedes decirlo, sea lo que sea —le digo—. Lo que hayas venido a decir.
Se sienta en la mesa de picnic a mi lado, mirando el agua oscurecida.
—Aquí es donde Kennedy celebró la primera fiesta de cumpleaños de Maddie
—dice—. Si es que se puede llamar fiesta. Sólo éramos ella, yo y los padres de
Kennedy. No había otros niños, sólo la familia. Mi papá pasó por aquí y fue... bueno,
fue un desastre.
Me pongo tenso.
—No creí que tuviera nada que ver con Madison.
—No lo tiene —dice ella—. El padre de Kennedy le dijo que se fuera, que no
era bienvenido, así que papá dejó su regalo y se marchó, no volvió a intentarlo.
—¿Qué era?
—¿Qué?
—El regalo.
No sé por qué importa, por qué siento la necesidad de saberlo, pero me
pregunto qué le regaló a mi hija en su cumpleaños.
—Un sonajero de plata —dice, poniendo los ojos en blanco—, porque eso es
lo que quiere un niño de un año—. Kennedy lo tiró, lo metió en esa agua de ahí.
—Bien.
—Mientras tanto, yo le compré esos pequeños libros de cartón —dice—. Y
pañales y toallitas, porque era lo que necesitaba. Bueno, en realidad, lo que
necesitaba era un padre, pero tuvo a su tía Meghan en su lugar. Creo que soy un
buen sustituto, pero no soy tú.
—Debería haber estado aquí.
—Deberías haberlo hecho.
—La cagué.
—Lo hiciste.
—Estoy tratando de hacerlo mejor.
—Eso es lo que dice Kennedy, pero si la lastimas, te juro que te lastimaré.
—No voy a lastimar a Madison.
—No estoy hablando de Maddie. Si la haces daño, tendrás a toda una serie
de personas dispuestas a destrozarte. Estoy hablando de su madre. He visto a
Kennedy tratar de hacer una vida para ella y Maddie, y si entras aquí y destruyes
eso, si la derribas y luego te vas, te colgaré de los huevos.
Auch.
Me paso una mano por la cara.
—Siempre fuiste un rompe-pelotas.
—Soy una mujer en la política. Tengo que serlo.

La puerta del departamento se abre de un tirón antes de que pueda llamar a


ella, y Madison está de pie, agarrando un trozo de papel y un lápiz rechoncho.
—Necesito una T —dice enseguida, echando un vistazo a su papel—. Tengo
una tortuga, un triángulo y un tráiler, pero necesito más.
—¿Un taco? —Sugiero.
Sus ojos se iluminan y grita:
—¡Tacos! —Mientras se aleja corriendo hacia la cocina. Dudo antes de
seguirla y cerrar la puerta.
Madison se acomoda en la mesa y empieza a dibujar un taco.
—Tabla —le digo—. Esa es otra.
—Tabla —repite.
—Y tigre, tomate y—
—Y estoy bastante segura de que le dije a cierta niña que podía hacer la tarea
sola esta noche y que no necesitaba que nadie le diera las respuestas.
Mi atención se desplaza hacia Kennedy cuando entra en la cocina y me
interrumpe a mitad de la respuesta, dirigiéndole a Madison una mirada mordaz.
Enseguida, al mirarla, sé que algo no está bien. Algo la tiene de mal humor.
Madison frunce el cejo y sigue dibujando.
—Lo siento —digo—. No lo sabía.
—No pasa nada —murmura—. Mira, sé que esperabas pasar tiempo con ella
esta noche, pero las cosas han sido una locura hoy, el trabajo es un desastre: la
gente está enferma y hay inventario que hacer, así que tengo que volver a entrar
por unas horas, lo que significa que ella va a tener que ir a casa de mi papá.
Se me cae el estómago.
—Puede venir —dice Madison.
—No lo creo —dice Kennedy—. A tu abuelo no le gustan las visitas.
—Pero le gustamos nosotros—dice ella.
—Somos familia —le dice Kennedy.
—Y él es mi papi —dice Madison—, así que también es nuestra familia, ¿no?
Kennedy duda.
—Sí.
Ella está entre la espada y la pared.
—Está bien —digo—. Lo entiendo.
—Lo siento, de verdad —dice Kennedy, sacando su teléfono y marcando un
número, suspirando dramáticamente mientras murmura para sí misma—: Contesta
el bendito teléfono, papá...
No contesta.
Lo intenta otra vez.
Esta vez tampoco contesta.
Gimiendo, cuelga antes de marcar por tercera vez.
—Yo podría cuidarla —sugiero cuando vuelve a colgar y no obtiene
respuesta.
—No tienes por qué hacerlo.
—Quiero hacerlo —digo—, además, es mi hija. Soy igualmente responsable
de ella.
—Nunca había hecho una diferencia —murmura mientras su teléfono
empieza a sonar. Auch. Suspirando, lo mira y contesta—: Hola, papá.
Se va a hablar con él, mientras yo me siento en la mesa de la cocina frente a
Madison, resignado. Ella está ocupada dibujando una tabla, su taco terminado, la
palabra escrita encima mal escrita.
—Es una C, no una K —digo, señalando—. T-a-c-o, no t-a-k-o.
—Gracias —dice, borrando toda la maldita palabra para reescribirla
correctamente.
—Cuando quieras, pequeña.
Kennedy vuelve a entrar un minuto después, metiendo su teléfono en el
bolsillo trasero de sus pantalones de trabajo. Ni siquiera me mira mientras empieza
a divagar sobre la tarea y la cena y la hora de acostarse, recitando reglas que
Madison imita en silencio al mismo tiempo que su madre. Está claro que ya ha oído
todo esto antes...
—Espera, ¿quieres decir que yo la voy a cuidar? —pregunto, sorprendido.
Kennedy se gira hacia mí.
—Tú querías hacerlo, ¿no? Si no, puedo llamar a mi padre.
—No, no, sí quería... sí quiero. Sólo estoy sorprendido.
—No deberías estarlo. Como dijiste, es tu hija. —Ella besa la parte superior
de la cabeza de Madison y dice algo acerca de estar de vuelta tan pronto como
pueda, y luego se ha ido, por la puerta, en dirección al trabajo, dejándome sentado
aquí, sin haber absorbido ninguna de sus instrucciones.
Sí, voy a joder esto.
Madison termina de dibujar su mesa y añade un tigre y un tomate a la mezcla
antes de declarar que ha terminado la tarea. Mete la hoja en la mochila y saca un
cuaderno viejo y un estuche lleno de marcadores. Los extiende a lo largo de la
mesa y abre el cuaderno, hojeando página tras página de garabatos.
—¿Qué tienes ahí? —pregunto, inclinándome, intentando mirar las páginas,
cuando ella inhala bruscamente y se echa encima, impidiéndome ver nada.
—¡No, no mires! —dice, apartando mi cara—. ¡No está listo!
—Okay, okay —digo riendo—. No miraré.
—Mejor no, porque aún no está listo para que mires.
—No miraré hasta que me digas que puedo.
Sólo después de decir eso se acomoda en su silla, satisfecha de que su trabajo
esté a salvo. Hay tanto de Kennedy en esa chica que es casi como un déjà vu verla.
Sacudiendo la cabeza, me levanto y miro alrededor de la cocina.
—¿Alguna idea de lo que tenemos que hacer con la cena? Sé que tu madre
dijo algo al respecto.
—Dijo que nada de comida chatarra, hay que comer comida de verdad.
Miro los gabinetes.
—Define comida de verdad.
—Pizza —dice ella.
—Ah, pizza puedo hacer —digo, viendo un folleto en la puerta del refrigerador
para entregar.
—¡Y los pollos y los panes también! —declara Madison, continuando con el
dibujo en su cuaderno.
—Lo tienes.
Llamo al número y pido una grande de pepperoni con alitas de pollo y palitos
de pan, e incluso añado una pizza de jamón y piña al pedido para Kennedy, por si
tiene hambre cuando llegue a casa, y ordeno demasiada comida para nosotros
solos.
Llaman a la puerta después de unos cuarenta y cinco minutos y me dirijo
hacia ella, sacando algo de dinero de mi cartera, pero me detengo. Ni siquiera he
pensado en que alguien podría reconocerme y preguntarse por qué estoy aquí.
Vuelvo a mirar a Madison y me planteo que les pague ella, pero bueno, eso va en
contra de todo lo que su madre le ha enseñado sobre no abrir la puerta a los
desconocidos.
Vuelven a llamar y respiro profundamente antes de abrir la puerta. Es un tipo
de unos veinte años, no mayor que yo. Parece estar drogado, con los ojos
enrojecidos y el olor a madera pegado a su uniforme, como si el tipo hubiera
fumado mientras se dirigía a la puerta. Me dice el precio y empujo algo de efectivo,
agarrando la pizza. Pero antes de que pueda cerrar la puerta, sus ojos inyectados
en sangre se entrecierran y su cara se contorsiona con confusión mientras me mira.
—Oye, ¿no eres ese tipo? Ya sabes... ¿el de esa película? ¿El...? —Chasquea
los dedos, como si tratara de recordar, antes de señalarme—. ¡Breezeo!
—Nah, no soy yo —digo—. Pero me lo dicen todo el tiempo.
Cierro la puerta antes de que pueda seguir presionando y miro por la mirilla
mientras se queda. Pero se encoge de hombros y se aleja, encendiendo algo antes
de llegar a su coche.
Con un suspiro de alivio, me dirijo a la cocina y casi me tropiezo con Madison,
que está de pie a escasos centímetros de mí.
—Dijiste una mentira —dice.
—Lo hice —admito—, pero fue por un bien mayor.
—¿Qué significa eso?
—Significa que a veces es mejor no decirle a la gente quién soy.
—¿Por qué?
—Porque la gente es entrometida —digo—. Si admitiera quién soy, ese tipo
volvería y se lo contaría a sus amigos, que a su vez se lo contarían a sus amigos, y
lo siguiente sería que todo el mundo estaría metido en mis asuntos y querría saber
qué hago aquí.
Se queda callada, siguiéndome mientras llevo la pizza a la cocina. Cierra su
cuaderno y se queda sentada mientras le pongo algo de comida en un plato y me
siento frente a ella con un plato propio.
Algo está mal.
Algo le preocupa. Me doy cuenta.
Igual que su madre, ¿recuerdas?
—¿Qué pasa? —pregunto.
Ella sacude la cabeza y dice:
—Nada.
—Ah, mira, ahora creo que tú acabas de decir una mentira.
—Es por un bien mayor.
Me río mientras ella intenta devolverme mis palabras.
—Vamos, dime qué te preocupa.
Suelta el suspiro más largo y dramático, como si la estuviera regañando hasta
la saciedad, antes de decir:
—¿No quieres ser mi papi?
Esa pregunta es un puñetazo en el pecho.
—Por supuesto que sí. ¿Por qué piensas eso?
—Porque no quieres que la gente lo sepa —dice ella—. Y porque no eras mi
papi hasta ahora.
Me siento como un pendejo. Ninguno de esos pequeños pinchazos de
Kennedy tiene una onza del dolor que contienen las palabras de Madison.
—Siempre he sido tu papi —le digo—. Sólo que no era bueno en ello. Estoy
tratando de ser mejor. Y me gustaría que la gente lo supiera, pero es complicado,
y el pizzero no es la persona adecuada para empezar. Pero se lo diremos a todo el
mundo. Lo haremos.
Ella sonríe y come, como si mi respuesta la satisficiera, pero yo no me siento
menos pendejo. Esto no es justo para ella, en absoluto. Estoy aquí, sí, y lo intento,
pero ¿cuánto cuenta si todo el tiempo estoy escondiéndome? Como si sólo pudiera
ser su padre a puerta cerrada.
La estoy tratando como si fuera mi secreto sucio.
Tampoco es la primera vez que hago esto.
Hice lo mismo con su madre.
Cliff me diría que estoy exagerando, que se trata de protegerla, sí, pero
también de proteger mi imagen. Mi vida privada sigue siendo privada. Así es como
va. Jack me diría que fuera un hombre, porque vivir una vida en secreto es un
peligro para la sobriedad. Me diría que hiciera lo correcto, y que dejara de ser un
pendejo egocéntrico. Pero no sé qué es lo correcto.
—Así que, ahora que tenemos la cena resuelta —digo—. ¿tienes idea de lo
que dijo tu madre sobre la hora de acostarse?
—A las ocho —dice Madison—. Y tengo que bañarme a las siete y media, y
luego tú tienes que leerme un libro, pero yo puedo elegir cuál.
—Me parece bien —digo, mirando un reloj cercano: sólo las seis y media—.
Tenemos alrededor de una hora. ¿Qué quieres hacer?
Me sonríe.
—¡Dibujar!
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Hoy se cumple un año.


Un año desde aquella noche en que apareciste borracho en la acera frente a
la casa blanca de dos pisos en Bennett Landing y le pediste a la chica que se
escapara contigo, y ella lo hizo. Tu Aniversario de los Sueños, lo llama ella. El día
que decidiste seguir tus sueños.
Pero seguir los sueños no es fácil, especialmente los sueños como los tuyos.
Vives en una ciudad en la que miles de personas persiguen ese mismo sueño, y
muchas de ellas te llevan ventaja.
Te dicen que has tenido suerte hasta ahora, pero tú no la sientes. Has firmado
con un pequeño agente, y en tu IMDb aparecen algunos papeles menores más,
pero ‘Traficante de heroína’ en CSI y ‘Hombre nº 3’ en Mentes Criminales no es lo
que has soñado ser desde que eras un niño, ni paga las facturas.
El dinero se acabó hace tiempo. Ni siquiera duró tres meses. Has conseguido
algunos trabajos esporádicos, pero siempre parecen interponerse en el camino de
las audiciones, y cada centavo que consigues reunir desaparece en una nube de
fotos de cabecera y clases de interpretación. Ha recaído mucho sobre sus hombros,
pero no se queja. Porque cada noche le dices que la amas. Ella sabe que te importa,
y esa fue la única promesa que le hiciste.
—Feliz Aniversario de los Sueños —dice, apareciendo en la puerta de la
recámara del pequeño departamento. Es tarde, tal vez la una de la madrugada.
Todo en ella grita cansancio, porque acaba de llegar a casa después de hacer un
doble turno de mesera en el restaurante nocturno de la esquina—. Tengo algo para
ti.
Estás acostado en la cama, mirando al techo. No puedes dormir cuando ella
no está aquí. Ella solía decir que no podías dormir porque los dos sólo tenían un
colchón de aire en el suelo, pero hace un mes compraste una cama de verdad y
nop.
No puedes dormir.
Bueno, no a menos que dejes que el alcohol haga el trabajo, pero a ella no le
gusta eso, así que te lo tomas con calma. No sólo le molesta encontrarte
desmayado, sino que te convierte en un pendejo desconsiderado al gastar dinero
que no tienes emborrachándote.
Te incorporas, mirando a la chica a través de la tenue luz de la recámara.
Aunque, en realidad, ya no es una chica. Lleva el pequeño vestido rosa abotonado
que es su uniforme de trabajo, un delantal blanco atado alrededor de su delgada
cintura. Últimamente ha perdido peso, pero tiene más curvas. Es una mujer, una
con un departamento y un trabajo. Una con las manos en la espalda, ocultando
algo.
—¿Qué es? —preguntas, y ella saca una tarjeta de negocios, agitándola
mientras se acerca. Se sube directamente a la cama, encima de ti, sentándose a
horcajadas sobre tu regazo mientras sonríe.
Agarras la tarjeta y la miras. Talentos Caldwell. Clifford Caldwell. Sabes quién
es. Te han dicho docenas de veces este último año que, si quieres ser alguien en
Hollywood, él es el hombre que necesitas. Pero a pesar de tus esfuerzos, no puedes
acercarte a él. Sólo atiende a personas con cita previa, y es una batalla campal
tratar de conseguir una de ellas.
—¿Ves la fecha y la hora escritas atrás? —pregunta—. Esa es tu cita con él.
La miras con asombro.
—¿Cómo...?
—Vino a la cafetería esta noche —dice ella—. Estaba con unos clientes... ¿ese
tipo de la nueva película de baile? Step On In o algo así. ¡Y ese tipo de las películas
de vampiros! Y algunas chicas, eh... oh, esa modelo, ¿la que está en todos esos
carteles? ¿La joven rubia? ¿Su nombre es como Markson o algo así? ¿Selena, tal
vez?
—Kennedy, bebé, concéntrate —dices, riendo mientras ella divaga sin parar,
tus manos enmarcando su cara—. Me importa un carajo una modelo. ¿Cómo
demonios conseguiste una cita?
—Oh. —Se sonroja, agarrando tus muñecas—. Yo sólo lo pedí.
—Tú lo pediste.
—Bueno, quiero decir, me esforcé por conseguirlo. Al principio ni siquiera me
miraba, demasiado ocupado con su teléfono, pero no podía dejar que se fuera sin
llamar su atención. Así que derramé su café.
—¿Hiciste qué?
—No lo derramé sobre él. Sólo sobre la mesa. Y un poco sobre la modelo,
pero no estaba tan caliente, así que da igual. Pero se enojó. Pero, de todos modos,
cuando lo estaba limpiando, Clifford bajó su teléfono para mirarme, así que fui a
por él.
—¿Fue entonces cuando le preguntaste?
—¿Qué? No. Fue entonces cuando coqueteé.
—¿Tú? ¿Coqueteaste?
—Batí mis pestañas y todo. Todo el acto de damisela en apuros. Oh, Dios
mío, Sr. Caldwell, señor, lo siento mucho... Es que a veces me siento tan nerviosa
con hombres tan poderosos. Apenas puedo contenerme cuando se trata de una
mente absolutamente brillante y un cuerpo de trabajo impresionante.
Te ríes.
—¿Se creyó esa mierda?
—Sip. —Ella sonríe—. Te juro que se quedaron como una hora después de
eso. No paraba de entablar conversación, de hacerme preguntas sobre mi vida. Le
conté todo sobre ti, y zas, ¡cita!
—Guao —dices, mirando otra vez la tarjeta.
—¡Oh, se me olvidaba la mejor parte! —dice ella, empujándote otra vez a la
cama, besándote—. Me dejó una propina grande de locos.
—Mmm, ¿cuán grande? —preguntas, agarrando sus caderas, frotando contra
ella—. ¿Así de grande?
—Más grande —dice ella—. Mucho más grande.
—¿Estás tratando de ponerme celoso?
—¿Está funcionando?
Ella chilla cuando le das la vuelta, sobre la cama, y te colocas justo entre sus
piernas. Empujas el material y ella jadea con el primer empujón.
—Cambiaste nuestras vidas esta noche, bebé —dices—. Feliz Aniversario de
los Sueños.
Tú no lo sabes, pero esa mujer... Mientras le haces el amor, susurrándole al
oído lo mucho que la amas, diciéndole con cada empujón que las cosas van a ser
hermosas, ella está creyendo cada palabra. Y se lo está imaginando, cómo va a
cambiar la vida, cómo se van a abrir tantas puertas para ti. Sus sueños se van a
hacer realidad. Ella yace ahí, contigo encima, dentro de ella, y siente que el peso
que tiene encima se alivia por primera vez en casi un año. Por fin... por fin... las
cosas prometen. Por fin, una buena noticia.
KENNEDY

—Pues, malas noticias...


Suspirando, dejo caer la pequeña caja en el suelo del almacén trasero de la
tienda y la empujo junto a la pared. Sacudo la cabeza, negándome a mirar a Marcus,
que se encuentra en la puerta, el portador de las malas noticias.
—No hagas eso.
—¿Que no haga qué?
—Esa cosa de malas noticias —digo, haciendo un gesto hacia él—. No quiero
escucharlo.
—Es sólo un pequeño problema.
—Sea lo que sea, no es mi problema.
—Pero lo es.
Gimiendo, me paso las manos por la cara.
—No me hagas esto, Marcus.
—Bethany se siente mal, así que voy a enviarla a casa.
—Te lo ruego —refunfuño—. No lo hagas.
—Necesito que te quedes y que manejes su caja registradora.
—¿En serio?
—En serio.
—Yo abrí esta mañana. Llevo aquí desde las ocho.
—Saliste a las tres —señala.
—Y volví aquí a las cinco —digo—. Volveré otra vez a las ocho de la mañana.
¿Ahora quieres que me quede hasta medianoche?
—No te lo pediría si tuviera otra opción —dice antes de marcharse, sin
esperar respuesta. En realidad, ni siquiera me lo pidió. Supuso que me quedaría,
porque así soy yo. Es lo que siempre hago.
—Mírame, wuujuu, subgerente del Piggly Q —refunfuño para mí mismo,
empujando más cajas antes de cerrar el almacén—. Haciendo cosas increíbles con
mi vida.
Me dirijo a la entrada de la tienda con el tiempo suficiente para ver a Bethany
salir a toda prisa, con un aspecto bastante opuesto al de una enferma, pero bueno,
¿qué sé yo? Pero el pequeño baile que hace, mientras se reúne con sus amigos en
el estacionamiento, es un buen indicador de que me usaron.
Increíble.
Estoy de mal humor. Llevo todo el día de mal humor. No estoy segura de lo
que lo empezó, pero estoy al límite. Mi pequeña y tranquila vida de monotonía se
siente cada vez más como una broma que el universo está jugando. Creo que el
hecho de que en la radio de la tienda esté sonando How Do I Live de LeAnne
Rimes lo demuestra.
Manejo la caja registradora hasta que la tienda cierra, lo que significa que
estoy de pie toda la noche, con los pies gritando furiosamente por estar sobre ellos.
Es un cuarto de hora después de la medianoche cuando llego al
departamento, me deslizo dentro y cierro con llave.
Las luces están apagadas, pero la televisión está encendida, reproduciéndose
en silencio, y su resplandor ilumina el sofá, donde Jonathan está acostado con
Maddie acurrucada contra él. Él está profundamente dormido, mientras que ella
apenas dormita, con los ojos abiertos, pero tan distraída que ni siquiera se ha dado
cuenta de mi presencia. Hace horas que debería estar en la cama, pero estoy
demasiado agotada para preocuparme por ello.
Marcadores de colores cubre el yeso de blanco de la muñeca de Jonathan. Le
dejó dibujar en su yeso.
Me acerco a ella, la agarro en brazos y no se resiste, ya ronca cuando la meto
en la cama.
Cuando vuelvo a la sala de estar, Jonathan está sentado. Se pasa una mano
por la cara, aturdido, mientras pregunta:
—¿Qué hora es?
—Más de medianoche.
—Cristo —refunfuña, mirándome mientras me dejo caer en el sofá a su lado
y me quito los zapatos—. ¿Acabas de llegar a casa?
—Hace un minuto —digo—. La cajera estaba enferma, se fue temprano, así
que tuve que cerrar. Llegué a casa con el tiempo justo para dormir un poco y poder
levantarme mañana y hacerlo todo otra vez.
—Eso es una locura.
—Sí, bueno, así es el mundo real.
—¿Crees que no vivo en el mundo real?
—Creo que vives en tu propio mundo, Jonathan.
—Podrías dejarlo —sugiere.
—¿Y hacer qué? ¿Conseguir un trabajo en otro lugar, ganando el salario
mínimo otra vez?
—Podrías quedarte en casa —dice—. Tal vez incluso escribir, lo que sea que
quieras hacer.
—Eso no va a pagar las facturas.
—Pero yo puedo.
Lo fulmino con la mirada cuando dice eso.
Me devuelve la mirada desafiante.
Parece que ni siquiera entiende qué hay de malo en lo que está sugiriendo.
—No voy a seguir este camino contigo —le digo—. Otra vez no.
—Pero yo debería mantener a mi hija. Debería estar contribuyendo.
—Deberías estar haciendo muchas cosas.
—Sí, entonces, déjame.
Sacudo la cabeza.
—¿Qué pasará cuando deje mi trabajo y tú decidas dejar de contribuir?
Se ríe de la pregunta. Se ríe, como si estuviera siendo graciosa, el sonido se
me mete en la piel. Arg. Voy a levantarme, a alejarme, pero me detiene, tirando de
mí hacia el sofá.
—Mira, lo entiendo. Te he decepcionado, pero piénsalo un poco.
—No hay nada que pensar. No te necesito. Nunca lo hice.
En cuanto esas palabras salen de mis labios, casi me ahogo con el torrente de
arrepentimiento que me recorre. Puede que sea verdad. Puede que lo diga en serio.
Puede que no le necesite. Pero hay crueldad en cada palabra, y yo no soy así. No
importa lo que nos haya pasado, nunca quise ser una persona más que hiciera cosas
para herirlo.
—Lo siento —digo, bajando la cabeza mientras apoyo los codos en las
rodillas—. No sé por qué dije eso. Ahora mismo estoy desorientada. Mis emociones
son un desastre.
Antes de que tenga la oportunidad de responder, llaman a la puerta del
departamento. Me obligo a ponerme en pie para ver quién es, y frunzo el cejo
cuando miro por la mirilla y veo a Bethany. Qué raro. Jonathan murmura algo sobre
dar las buenas noches a Maddie mientras se levanta y desaparece por el pasillo.
Suspirando, abro la puerta cuando llaman otra vez.
Bethany se tensa y sus ojos se encuentran con los míos cuando abro la puerta.
—¿Kennedy? —Su voz está llena de confusión—. ¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí —digo, frunciendo el cejo mientras miro alrededor. Está con unos
amigos, la chica que la recogió del trabajo y un chico, tal vez de unos veinticinco
años—. ¿Necesitas algo?
—Oh, eh, no —dice Bethany, forzando una sonrisa mientras sus mejillas se
sonrojan—. Lo siento. Sólo pensamos, quiero decir... estábamos buscando a
alguien más. Debimos haber dado con el departamento equivocado.
Le da un codazo bastante fuerte al tipo que está a su lado, haciéndole dar un
respingo mientras murmura en voz baja:
—Te juro que aquí es donde él estaba.
Esas palabras hacen que se me caiga el estómago.
—¿A quién buscas? —pregunto—. Tal vez pueda ayudarte a encontrarlo.
—No es nadie —dice Bethany—. Es una estupidez, olvídalo.
Se aleja corriendo del departamento, arrastrando a sus amigos, reprendiendo
al tipo mientras caminan. Distingo un poco de su conversación mientras huyen,
escuchando ese temido nombre.
Johnny Cunning.
Cierro la puerta con cuidado, asegurándome de volver a cerrarla con llave, y
apago la televisión de la sala antes de dirigirme al pasillo. Jonathan se para cuando
me detengo frente a él.
—Tú... puede que quieras considerar quedarte —le digo.
Él levanta una ceja.
—¿Sí?
—Sip. —Me acerco a él, a ras con él, y me pongo de puntillas mientras le
susurro—: Creo que fuiste acabado.
Me dirijo a mi recámara y él vacila antes de seguirme, deteniéndose en la
puerta.
—¿De qué estás hablando?
—La llamada a la puerta —le digo mientras me desnudo, quitándome el
uniforme—. Parece que buscaban a cierta persona que han oído que podría estar
por aquí.
—Coño.
—No les dije nada —digo, tirando mi ropa en el cesto—. Fue la cajera de la
tienda, ya sabes, la que se fue a casa enferma esta noche, y sus amigos. Supongo
que alguien pensó que te había visto y le llegó la noticia al trabajo de que estabas
en la ciudad por alguna razón.
Me giro hacia él, esperando una reacción, tal vez una explicación, pero ni
siquiera me mira a la cara. No, sus ojos se desvían, escudriñando mi cuerpo,
mientras estoy de pie frente a él en un simple algodón blanco, un simple sujetador
y bragas.
Agito la mano en dirección a su cara.
—¿Me estás escuchando?
Se encuentra con mi mirada, con las cejas levantadas.
—¿Qué?
Sacudo la cabeza y me dirijo al clóset para sacar una camiseta y ponérmela.
Cuando me giro hacia él, no me está mirando otra vez. No, esta vez su atención se
centra en la parte superior de la cómoda que tiene a su lado, en el viejo cuaderno
que hay allí.
Después de un momento, intenta concentrarse.
—Así que fui acabado, ¿eh?
—Eso parece.
—Lástima —dice, acercándose y sentándose en la orilla de mi cama—. Estaba
disfrutando del anonimato.
—Sí, bueno, el mundo real, ¿recuerdas? Tenías que saber que no iba a durar.
—Sí —murmura, aunque no parece gustarle ese hecho, su atención ahora en
los dibujos que cubren su yeso. Traza las líneas de colores con la punta de los
dedos.
Tomo un marcador permanente negro del cajón de mi mesita de noche y
empujo a Jonathan hacia el colchón antes de subirme a su regazo, a horcajadas
sobre él. Arranco el tapón del marcador con los dientes. Inmovilizándolo,
encuentro un punto en el yeso que aún tiene algo de blanco y escribo
cuidadosamente las palabras: El amor no conoce títulos.
Él me observa, leyéndolo, y sonríe.
—Esa línea está en la película —dice mientras firmo debajo simplemente con
una 'K' y vuelvo a poner el tapón en el marcador—. No estaba cuando recibí el
guion de Ghosted, pero hice un drama y la incluyeron.
—¿Te dejaron opinar?
—Por supuesto —dice—. Está en mi contrato.
—Bueno, en ese caso —digo—, deberías hacer que arreglaran el final para tu
hija.
Se ríe.
—Veré lo que puedo hacer.
Lo beso. No debería. No deberíamos hacer nada de esto que seguimos
haciendo, pero me cuesta mucho detenerme cuando se trata de este hombre. Él
vuelve a hacer que sea imprudente.
Me devuelve el beso, las manos vagando, tirando de la ropa, tocando,
acariciando. Gimo contra sus labios cuando empieza a frotarse. Incluso con una
muñeca rota, hace su magia con facilidad.
Al romper el beso, jadeo cuando su boca encuentra mi cuello. Está tanteando
sus pantalones, pero duda por alguna razón.
—Estás tomando anticonceptivos, ¿verdad?
Me separo de él, lo suficiente como para encontrar su mirada.
—No hemos hablado de ello—, dice. —No estaba seguro, ya sabes, y
deberíamos tener cuidado.
Está intentando tener una conversación seria. Una legítima. Una que
necesitamos tener. Una que probablemente haría que mi padre se sintiera
orgulloso. Pero sigue frotando, aún no ha parado, y todo se vuelve borroso, porque
me estoy acercando cada vez más, el placer cosquilleando mi cuerpo.
Fuerzo las palabras entre respiraciones mientras el orgasmo me desgarra.
—Tengo... ah... un implante... en mi... eh... brazo. —Oh, Dios—. Está bien...
por otro... año... aaahhhh...
Me tira a la cama debajo de él, sobresaltándome, sin dudar más mientras dice:
—Bueno, en ese caso...

—No, no, no...


El chirrido de la alarma me despierta. La recámara sigue en penumbra y me
arden los ojos cuando los abro a la fuerza, golpeando la mesita de noche para
silenciar el ruido.
—Apaga esa cosa —refunfuña una voz ronca, las palabras amortiguadas con
una almohada cubriendo su cabeza. Aprieto un botón, algún botón, cualquier
botón, para que deje de chirriar e intento incorporarme cuando unos brazos me
rodean y me vuelven a acostar—. Hmm, quédate.
—No puedo —murmuro—. Tengo que trabajar.
—Renuncia.
—Maddie tiene escuela.
—Ella también puede renunciar.
Riendo, intento liberarme de su agarre.
—En serio, Jonathan. Tengo que levantarme.
—Preferiría que no lo hicieras.
—Difícilmente.
Suspirando dramáticamente, afloja su agarre, dejando que me deslice fuera
de la cama. Me detengo y me estiro, haciendo una mueca, me duele todo el cuerpo
esta mañana. Hasta los huesos parecen dolerme. Soy demasiado joven para
sentirme tan vieja, pero la vida real, ¿recuerdas?
Miro detrás de mí a la cama, a Jonathan, que se asoma por debajo de la
almohada. Es extraño, muy extraño, que esté aquí, emocionante y a la vez
aterrador. Pero al igual que su anonimato, sé que esto no puede durar para siempre.
—Supongo que yo también tengo que levantarme —dice, tirando la almohada
en el colchón a su lado mientras se incorpora—. Tengo que desafiar al público y
volver con mi casera gruñona.
—Podrías quedarte aquí —sugiero enseguida, tal vez demasiado rápido, por
la mirada de asombro que me lanza, pero yo estoy igual de sorprendida.
¿De verdad lo invité a quedarse aquí?
—¿Estás segura? —pregunta.
—No —digo.
Se ríe.
—Pero podrías, si quisieras —continúo—. Ya sabes, quedarte y esconderte.
Te facilitaría ver a Maddie.
—Okay.
—Pero no husmees en mi cajón de la ropa interior cuando no esté en casa.
—Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza —dice, sonriendo—. ¿Significa
eso que se me permite mirar cuando estás aquí?
Poniendo los ojos en blanco, me inclino sobre la cama y lo beso —sin
alargarlo, sin detenerme y sin responder a la pregunta— antes de salir de la
recámara. Me baño y me pongo el uniforme para ir a trabajar. Jonathan ya está
dormido otra vez antes de que despierte a Maddie.
Estoy agotada, y la mañana se alarga y se alarga. Maddie come Lucky Charms
antes de que la deje en la escuela y llegue al trabajo exactamente a las ocho. Marcus
ya está allí, con los ojos brillantes, divagando sobre horarios y días de vacaciones
y pago de horas extras. Apenas le presto atención mientras registro mi entrada
hasta que oigo las palabras “Kennedy puede cubrir la caja registradora este fin de
semana”. Oh, wow, wow...
—¿Perdón? ¿Puedo hacer qué?
—No te importa, ¿verdad? —pregunta, sin mirarme siquiera, con la atención
puesta en unos papeles que está ordenando—. Bethany quiere el fin de semana
libre, y no tenemos a nadie que la cubra.
—Tengo una idea novedosa: contrata a alguien —digo—. Las cajeras llevan
un tiempo sin personal, incluso antes de que Bethany empezara a pedir todo este
tiempo libre.
—Podría —dijo—. Me imaginé que querrías las horas extra, siendo una madre
soltera y todo eso.
—Siendo una madre soltera y todo, me gustaría tener la oportunidad de pasar
tiempo con mi hija, porque no he tenido mucho de eso últimamente.
—Aceptable —dice, todavía sin mirarme—. ¿Me haces un favor cuando
salgas? Dile a Bethany que tengo que rechazar su petición.
Hola, viaje de culpabilidad.
Sacudiendo la cabeza, me alejo, dirigiéndome a la tienda para hacer mi trabajo
y poder salir de aquí a tiempo. Me entretengo en el almacén, calculando lo que hay
que pedir, cuando llaman a la puerta y se abre, apareciendo Bethany.
—Hola, Kennedy.
—Hola —digo, yendo directamente al grano—. Marcus no pudo aprobar tu
fin de semana libre.
Ella frunce el cejo, pero no se queja, simplemente se queda ahí, apoyada en
el marco de la puerta, observándome mientras muevo cajas y termino lo que no
pude hacer anoche por cubrirla.
—Entonces, ¿necesitabas algo? —pregunto después de unos minutos,
sabiendo que se supone que ella debería estar al frente, manejando una caja
registradora, y no aquí atrás.
—No, yo... quería disculparme por lo de anoche —dice—. Ya sabes, lo de
llamar a tu puerta. Josh, mi novio, reparte pizzas, y jura que entregó pizzas en ese
departamento y el tipo que estaba allí se parecía a... alguien.
—¿Alguien que pueda conocer?
—Johnny Cunning.
Se ríe torpemente, y le lanzo una mirada, viendo que sus mejillas están
sonrojadas por la vergüenza.
—Así que tu novio te dijo que le entregó una pizza a Johnny Cunning en mi
departamento.
—Sí —dice ella—. Pensé que no sería tan descabellado que estuviera en la
ciudad, ya que ha estado aquí antes, y nadie lo ha visto últimamente, pero Josh
debe haber estado alucinando o algo así. Debe haber sido ese tipo Andrew con el
que te estás viendo, porque es imposible que Johnny Cunning estuviera en tu
departamento.
Dejo lo que estoy haciendo para mirarla.
—¿Por qué?
—¿Eh?
—¿Por qué no iba a estar en mi departamento?
Se ríe.
—¿Por qué iba a estar?
—No lo sé —digo encogiéndome de hombros—. Tal vez nos conocemos
desde hace tiempo y quería ponerse al día con los viejos tiempos.
—Sí, okay —dice ella, todavía riendo—. En ese caso, salúdalo de mi parte.
—Lo haré —le digo, sacudiendo la cabeza mientras se aleja. La tarde se alarga
como la mañana. A la hora de comer, me tomo un descanso encerrada en el
almacén, porque quiero un poco de paz y tranquilidad. Sentada en un cajón, saco
el teléfono y veo un mensaje de Drew.

Lo miro fijamente antes de borrar la notificación y enviar un mensaje a


Jonathan.

Él responde enseguida.
Dudo después de enviar eso antes de escribir otro.

Me siento como una idiota en el momento en que pulso enviar, deseando


desesperadamente poder retractarme.
—Estúpida, estúpida, estúpida —murmuro. ¿Por qué le he dicho eso?
Su pequeña burbuja de respuesta aparece y vuelve a desaparecer, una y otra
vez, durante al menos un minuto, tal vez dos, antes de que se produzca una
llamada. Jonathan.
Presa del pánico, casi pulso el botón de declinar, con el dedo rebotando entre
los botones, antes de contestar.
—¿Hola?
—Dile a Hastings que puede chuparme la verga —dice.
Me río en voz baja.
—¿Antes o después de la cena?
—De cualquier manera —dice—. Aunque prefiero que la cena no tenga lugar.
—Es bueno saberlo —digo—. Me aseguraré de transmitir ese mensaje.
—Hazlo —dice, con un tono tenso en su voz cuando se oye un crujido en la
línea, el sonido de los muelles chirriando.
—Espera, ¿todavía estás en la cama? —le pregunto—. ¿En serio?
—Oye, no me juzgues —dice—. Tú también podrías seguir en la cama, pero
elegiste ir a trabajar. Hiciste tu elección. No me odies por la mía.
Miro la hora: casi la una.
—Todo lo que sé es que salgo del trabajo en dos horas y más vale que estés
fuera de la cama para entonces.
—¿O qué? —pregunta—. ¿Qué vas a hacer?
—Supongo que lo averiguaremos, ¿no?
Se ríe y dice algo, pero no oigo lo que es, porque la puerta del almacén se
abre otra vez. Esta vez aparece Marcus, con el horario de la semana en la mano.
Da un golpecito con un bolígrafo contra sus labios en señal de contemplación, y
enseguida sé que lo que vaya a decir no va a ser algo agradable.
—Tengo que irme —digo en voz baja—. Basura del trabajo.
No le doy a Jonathan la oportunidad de responder, y cuelgo cuando Marcus
empieza a hablar.
—Pues, hice algunas gestiones, moví a otros para cubrir el fin de semana de
Bethany...
—Qué suerte tiene —digo.
—Sí, así que necesito que trabajes un turno doble el jueves, si puedes hacerlo
—dice, lanzando sus ojos hacia mí—. A no ser que sea demasiado problema.
Quiero decirle que lo es, pero soy demasiado amable. Además, ya saben, el
dinero.
—No es un problema en absoluto.
—Bien, bien —murmura, saliendo mientras mi teléfono vibra con un mensaje.
Lo miro y veo un mensaje de Jonathan.

Sacudiendo la cabeza, no respondo a eso, sino que vuelvo al mensaje de


Drew. Tengo que responder mientras tenga valor.

Envío una retahíla de caras fruncidas, ya destrozada por la culpa, porque salir
con él es fácil y se ha portado muy bien, pero sé que solo causará problemas, y el
hecho de que mis sentimientos por él no hayan pasado de conocidos es una señal
de que no vale la pena añadir complicaciones. Me meto el teléfono en el bolsillo
para volver al trabajo, esperando que las próximas horas pasen más rápido, pero
no hay suerte. Cada segundo parece arrastrarse y arrastrarse y arrastrarse. Para
cuando llegan las tres, siento que llevo días en este lugar.
Al salir de la tienda, me encuentro con Bethany, que se queda junto a la caja
registradora, con la cara enterrada en la última edición de Crónicas de Hollywood.
No hay nada sobre Jonathan en la portada.
—¿Algo interesante?
Frunce el cejo y cierra el tabloide.
—Nada.
—Por cierto, le dije que le mandabas saludos. Devolvió el saludo.
Se ríe.
—Sí, claro.
Le regalo una sonrisa. Pobre chica. Se va a patear a sí misma.
—De todos modos, oí que tienes el fin de semana libre. ¿Grandes planes?
—Lo de siempre —dice encogiéndose de hombros.
—¿Lo de siempre, como llamar a las puertas de los departamentos a la una
de la madrugada en busca de Johnny Cunning?
—Más o menos. —Se sonroja otra vez—. Josh es un idiota.
—Bueno, buena suerte con eso —digo, y me voy antes de apiadarme de la
chica y empezar a soltar mis secretos.
Llego a la casa de mi padre al mismo tiempo que el autobús de Maddie,
encontrándome con ella en el patio delantero mientras mi padre se mece en su silla
en el porche.
—¡Abuelo! —dice Maddie, corriendo hacia él, buscando en su mochila para
sacar un dibujo—. ¡Te hice un dibujo!
—¡Vaya, mira eso! —dice él, sonriendo—. ¡Un dinosaurio!
Ella se ríe.
—¡No, no lo es, bobo! ¡Es un caimán!
—Ah, y es de lejos el mejor caimán que he visto nunca —dice él—.
¡Absolutamente perfecto!
Ella corre hacia dentro para colgarlo en algún sitio, como siempre. Yo me
quedo fuera, esperando a que vuelva a aparecer, mientras mi padre me mira
fijamente.
—Entonces —dice.
—Entonces —repito.
—¿Y cómo va todo?
—Bien —digo.
—Bien —repite.
Estamos en silencio un momento mientras nos miramos fijamente.
—Tienes correo otra vez —dice—. Está en la mesa de la cocina.
—Gracias.
—Por supuesto.
Me dirijo al interior, pasando al lado de Maddie cuando vuelve a salir
corriendo. agarro mi pila de correo, y lo clasifico. La mayoría es basura, como
siempre, y la tiro directamente a la basura, pero me detengo al llegar al último
sobre.
Cunningham c/o Talentos Caldwell
Lo miro fijamente un momento antes de doblarlo, meterlo en el bolsillo
trasero y salir a la calle, donde Maddie está sentada con mi padre, parloteando
sobre divertirse sin parar con su papi.
—¿Estás lista, cariño? —pregunto—. Tenemos que ir a casa.
—Okay, mami —dice, agarrando su mochila para sacarla del porche.
—Estaba pensando en hacer una comida al aire libre este fin de semana —
dice mi padre—. Nada grande, pero espero que puedas venir. No he visto mucho
a mis chicas últimamente.
—Claro —digo, abrazándolo—. Aquí estaremos, papá.
—¿Puede venir mi papi también? —pregunta Maddie, balanceando su
mochila mientras gira en círculos.
—Yo no... —empiezo, porque no estoy segura de eso, pero mi padre me corta.
—Por supuesto —dice—. Si tienes ganas de visitar.
Ay, Dios.
Nos dirigimos a casa, y en cuanto llegamos al departamento, Maddie irrumpe
dentro, gritando:
—¡Papi! Estás aquí.
Jonathan está en la cocina, llevando sólo un par de pantalones. La comida se
está cocinando en el horno. Lo oigo. Puedo olerla. Está friendo algo, y no se está
quemando, sea lo que sea. Es un paso más allá de cómo es la cena cuando la hago
yo.
—Lo estoy —dice, agitando la espátula hacia Maddie cuando ella se dirige
hacia él—. Me imaginé que tendrías hambre.
—¿Qué es? —pregunta ella, tratando de mirar.
—Pollo frito —dice él—. Tater-tots. Macarrones con queso.
Cierro la puerta principal, cerrando con llave, antes de ir a la cocina. Lo último
vino de una caja, pero, aun así, es impresionante. Ja.
—Empieza a hacer la tarea —digo, apartando a Maddie de la estufa—. Te
avisaremos cuando la comida esté lista.
Sale de la cocina, arrastrando su mochila.
—Así que la cena, ¿eh? —Miro por encima de su hombro mientras pincha el
pollo—. ¿Has frito alguna vez pollo?
—Nop —dice—, pero encontré una receta y pensé, ¿qué demonios? ¿Qué tan
difícil puede ser?
Bastante difícil, pienso, pero lo dejo pasar, subiéndome a la encimera para
sentarme sobre ella.
Saco el sobre que me dieron en casa de mi padre y juego con él, pasando las
yemas de los dedos por los bordes antes de trazar la escritura del remitente.
—¿Qué es eso? —pregunta Jonathan, agitando la espátula hacia él.
Me río secamente y se lo tiendo para que la vea.
Tarda un momento en reconocer lo que es. Me lo quita de la mano y tira la
espátula sobre la encimera para poder abrir el sobre. Al asomarse al interior, suelta
un silbido bajo, se abre paso entre mis piernas y golpea el sobre contra mi pecho
mientras dice:
—Si no lo conociera mejor, diría que es más que suficiente para justificar la
renuncia.
Lo es. Lo sé. Ni siquiera tengo que mirar.
—Bueno, si no te conociera mejor —digo—, diría que te estás regodeando de
cuánto dinero ganas ahora.
—¿Quién, yo? —dice, fingiendo inocencia.
—A nadie le gusta un fanfarrón, Cunningham. No es atractivo.
—¿Lo es? —Se inclina más cerca, ladeando la cabeza—. ¿Te apaga, Garfield,
oír hablar de mi éxito?
Pongo los ojos en blanco mientras alejo su cara.
—Arg.
Riendo, me agarra la mano y tira de ella hacia abajo, tirando de mí hacia él,
arrancándome del mostrador, pero su cuerpo me inmoviliza allí, pegada a él. Me
besa, burlonamente, una y otra vez, susurrando contra mis labios:
—Creo que estás en negación.
—No lo estoy —digo, quitándome el brazo de encima.
—Creo que te gusta. Creo que estás orgullosa.
—Y yo creo que estás lleno de ti mismo —digo, rodeando su cuello con mis
brazos, devolviéndole el beso. Profundo. Áspero. Apasionado. Pero no dura
mucho, sólo unos segundos, antes de que un fuerte jadeo sacuda la cocina.
Jonathan rompe el beso, apartándose, dejándome sin aliento.
Maddie está en la puerta, mirándonos, con los ojos muy abiertos y la
mandíbula floja.
—¿Besaste a mi mami?
—Eh, sí —dice él—. Lo hice.
—¿Ahora vas a llevarla a citas? —pregunta.
—Claro, si ella quiere —dice, lanzando sus ojos hacia mí antes de girarse
hacia ella y decir—: Quiero decir, ¿si está bien?
La cara de Maddie se abre con una amplia sonrisa.
—Okay, pero sólo si ves cuando se pone bonita, porque a veces la gente no
lo ve.
—Siempre está bonita —dice él.
—Pero tienes que decírselo, y tal vez darle flores también, porque la hace feliz
cuando lo hago —dice ella, pavoneándose hacia él y agarrando su mano, tratando
de sacarlo con ella fuera de la cocina.
—¿A dónde vamos? —pregunta él, frunciendo el cejo.
—A prepararnos, dah. No puedes tener una cita sin camisa.
Me río, saltando de la encimera.
—No vamos a salir esta noche, cariño. Papi está un poco ocupado ahora. Está
preparando la cena.
—Oh, mierda —dice, retirando su mano de la de Maddie mientras se dirige a
la estufa, apagando los quemadores y cambiando las sartenes de lugar, gimiendo.
—Espero que les guste el pollo extra crujiente.
—¡A mi sí! —dice Maddie—. Así es como lo hace mi mami.
JONATHAN

Es extraño lo fácil que es caer en la rutina, lo sencillo que es encontrar una


sensación de normalidad. Es casi instintivo.
Kennedy va al trabajo. Madison va a la escuela. Yo me siento, y bueno...
espero a que lleguen a casa. El departamento es pequeño, pero no es tan estrecho
como el primero en el que vivimos juntos. Me inquieta, sí, pero no es insoportable.
Me distraigo cocinando y llamo a Jack cada vez que me siento inquieto. Empiezo
a pensar que estoy hecho para la vida doméstica de un pueblo.
Okay, okay, sólo han sido tres días, pero son algunos de los mejores que he
tenido en años.
Llaman a la puerta del departamento. Las tres de la tarde del viernes.
Kennedy y Madison no llegarán a casa hasta dentro de una hora.
Me acerco silenciosamente a la puerta y miro por la mirilla para ver quién
llama, cuando veo a la conocida y cascarrabias señora. Puta madre. Al abrir, me
encuentro cara a cara con McKleski, de pie en el umbral, sosteniendo una mochila.
Mi mochila.
Antes de que pueda saludarla, la deja caer a mis pies.
La miro fijamente.
—¿Me está desalojando?
—Pensé que querrías tus cosas —dice, enfatizando esa palabra, como si lo
que hay en la mochila pudiera ser escandaloso, pero sólo es ropa—. Hace días que
no vas a tu habitación. ¡Días! ¡Estoy sola ahí fuera!
—Sí, eh, lo siento por eso.
Ella se burla.
—No lo sientes.
Tiene razón. No lo siento.
—Entonces, ¿me extrañó?
—Como un alcohólico que extraña la hora feliz.
Eso podría haber sido para ofender, pero me hace reír.
—¿Lo compensa si prometo visitarla?
Hace una mueca ante eso.
—Voy a volver a rentar tu habitación, así que no vuelvas arrastrándote —dice
con naturalidad—. Y me voy a quedar con el dinero que pagaste por ella. No hay
devoluciones.
—No esperaba menos.
Se despide con la mano mientras se da la vuelta para marcharse.
—Buena suerte con todo esto. No las abandones como me abandonaste a mí.
Auch. Ese pinchazo me escuece un poco, pero me aguanto y agarro la
mochila, cerrando otra vez la puerta.
Me baño y me pongo ropa limpia, lo mejor que tengo conmigo: pantalones
negros, camisa azul y zapatos negros. Me miro en el espejo del baño después de
vestirme. Ha pasado un mes desde el accidente, así que los moratones se han
desvanecido, los rasguños y los cortes han desaparecido. Excepto por el yeso, es
casi como si no hubiera pasado. Casi.
Pero todavía lo veo, a veces, cuando cierro los ojos. El destello de las luces.
La sangre. Todavía lo oigo, incluso cuando está tranquilo. El chirrido de los
neumáticos. Los gritos. El dolor puede haber desaparecido, pero el recuerdo está
incrustado dentro de mí.
Oigo cómo se abre la puerta y cómo Madison entra con Kennedy. Las saludo
y Madison pasa corriendo, diciendo:
—Hola, papi. —Mientras deja caer su mochila de camino a su recámara. Se
ha acostumbrado a que esté aquí.
—Bueno, bueno, bueno —dice Kennedy al acercarse, tomando mi barbilla y
rascándome la barba que aún no me he molestado en afeitar. Otra capa de
protección, privacidad. No soy tan reconocible con el vello facial—. Casi te
acicalaste bien.
—Pensé que podríamos salir —le digo—. Ya sabes, como una cita.
—Una cita —repite ella.
—¡Cita! —chilla Madison, volviendo a salir corriendo de su recámara—. ¡Una
cita!
Me río, mirándola.
—Sí, una cita.
—¿También puedo ir yo? —pregunta con los ojos muy abiertos—. ¿Por favor?
—Por supuesto —digo—. ¿Qué clase de cita sería sin ti?
—Una chafa —dice Madison—. ¿Verdad, mami?
—Cierto. —Kennedy le sonríe—. Supongo que deberíamos ir a buscar algo
que ponernos, ¿eh?
Madison sale corriendo otra vez, sólo así, gritando:
—¡Vamos!
Tardan un rato en prepararse, pero no me importa. Madison se cambia de
ropa como un billón de veces, y se conforma con un vestido amarillo. Es una bola
de sol, esa chica.
¿Y su madre? Jesucristo.
En el momento en que pongo mis ojos en ella, siento que se me tuercen las
tripas. Un pequeño vestido azul. Maldita sea, es hermosa. Me recuerda al que
llevaba nuestra primera noche en California. No recuerdo todo de esos años, pero
nunca olvidaré esa noche.
Nunca olvidaré lo mucho que creyó en mí, lo mucho que me amaba, aunque
hice un trabajo terrible para demostrarle que era mutuo.
—Te ves... guao —digo, atrayéndola hacia mí—. Tan hermosa.
Me inclino para besarla, pero no tengo la oportunidad. En el momento en que
mis labios se encuentran con los suyos, Madison grita:
—¡Espera! ¡Aún no! No lo hagas hasta el final.
—¿Qué? —pregunto, mirándola mientras se interpone entre nosotros,
empujándome hacia la puerta.
—Supongo que no puedes besarme hasta el final de la cita —dice Kennedy.
Madison abre la puerta principal y me obliga a pasar por ella.
—Tienes que tocar la puerta.
—Eh, okay.
Antes de que pueda decir nada más, me cierra la puerta en la cara, dejándome
de pie en el umbral.
Miro alrededor para ver si hay alguien al acecho antes de levantar la mano
para tocar, pero la puerta se abre de golpe y Madison sigue allí.
—Trae unas flores —sisea.
La puerta vuelve a cerrarse de golpe.
Incluso a través de la gruesa madera, puedo oír a Kennedy riendo dentro del
departamento.
Flores. Miro alrededor. No hay ni una maldita flor en los alrededores, así que
corro hasta un trozo de hierba y arranco unos cuantos dientes de león perdidos.
Toco la puerta. No hay respuesta.
Vuelvo a tocar.
—¿Quién es? —pregunta Madison desde el otro lado de la puerta.
—Soy yo —digo—. Jonathan.
—¿Jonathan qué?
Esta niña... está tratando de matarme. Vuelvo a mirar alrededor antes de
decir:
—Cunningham.
La puerta se abre de golpe, y Madison está allí, sonriendo, así que le doy la
mayoría de los dientes de león, quedándome sólo con uno de ellos.
—¡Son mis favoritos! —dice, tomándolos.
—Pensé que te gustarían —le digo—. Son del mismo color que tu vestido.
Kennedy se acerca y le doy el último diente de león.
Lo agarra, intentando no reírse.
Mi teléfono suena en el bolsillo: un mensaje del servicio de coches.
—Nuestro transporte está aquí.
Llega un sencillo coche negro, nada elegante, el mismo que nos llevó a
Madison y a mí a la convención, con el mismo conductor.
Nos acomodamos en el coche para ir a Albany. Nadie se pregunta adónde
vamos hasta que llegamos y el coche nos deja en la acera. El sol se ha puesto, lo
que nos da una cobertura de oscuridad, lo suficiente como para que pueda
desvanecerme en la oscuridad durante unas horas.
—Una película —dice Kennedy—. En un parque.
—No es una película cualquiera —le digo, rodeándola con el brazo y
atrayéndola hacia mí—. Posiblemente la mejor película de superhéroes jamás
hecha.
—¡Breezeo! —dice Madison emocionada.
Kennedy se detiene en seco.
—No.
—Sip —digo yo—. La secuela.
—Dime que estás bromeando.
—Nop.
—Nos trajiste para ver tu propia película. ¿En serio?
—Bueno, en mi defensa, nunca la he visto —admito—. Y sabía que Madison
la disfrutaría, así que pensé, ya sabes, ¿quién mejor para verla que ustedes dos?
Madison está extasiada, dando saltos, mientras Kennedy me mira como si me
hubiera vuelto loco.
—¿Nunca la has visto?
—No toda —digo—. Diablos, apenas recuerdo haberla filmado. Aunque dicen
que es buena, a pesar de... bueno...
A pesar de que estar tan jodido durante todo el proceso que tenemos suerte
de que haya sucedido.
—He oído que es decente —dice Kennedy.
Decente. De ella, tomo eso como una victoria.
No hice un buen trabajo en todo el asunto de la planificación. Tengo una
manta, pero tengo que comprar hot dogs a un vendedor, porque ¿qué es un picnic
sin comida? Nos instalamos en el parque lejos de la mayoría de los demás, lo que
nos da un poco de privacidad.
Suena el tema musical. Sí, tenemos un tema musical. Piensen en Spiderman,
pero con una letra diferente, demasiado alegre para el escenario. Madison baila y
canta mientras la película comienza.
Madison está cautivada desde el primer momento. Estoy sentado en la manta,
con las piernas estiradas, mientras Kennedy se acuesta, con la cabeza en mi regazo.
Me entretengo con la película, acariciando distraídamente el pelo de Kennedy.
Al cabo de un rato, la miro y me doy cuenta de que no está mirando la
pantalla, sino que su atención está fijada en mí.
—¿Qué pasa?
—Nada —dice—. Es sólo que es extraño.
Acaricio su mejilla sonrojada.
—¿Estar aquí conmigo?
—Sí —dice ella—. Justo cuando empezaba a dudar de que volviera a verte.
—¿No pensaste que seguiría apareciendo de vez en cuando?
—Oh, claro, pero ese no eres tú —dice ella—. Sabía que ese tipo seguiría
apareciendo. Pensé que tendría que lidiar con él el resto de mi vida. Borracho,
drogado, fuera de sí... pero nunca pensé que te volvería a ver, al verdadero tú, y
sin embargo estás aquí. Pensé que siempre sería él.
Sé lo que quiere decir mientras hace un gesto hacia la pantalla.
Me doy cuenta de que estaba exhausto. Es doloroso.
—Estoy aquí —digo—, y no voy a ir a ninguna parte.
—Quiero creerlo.
—Puedes.
Ella sonríe, y no sé si lo cree todavía, pero parece satisfecha con el momento.
Le rozo los labios con el pulgar cuando se separan, y tengo unas putas ganas
tremendas de besarla ahora mismo, pero sé que si lo intento no me la voy a acabar
con mi hija.
—¡Ohhh, papi! —dice Madison, llamando mi atención, agarrándome
desprevenido mientras se lanza hacia mí. Riendo, Kennedy se sienta, apartándose
de la línea de fuego mientras Madison casi me aborda, saltando sobre mi espalda
e intentando cubrirme la cara con sus manos desde atrás—. ¡Se supone que no
debes hacer eso!
—¿Qué? —Me río—. ¡No hice nada!
—¡La estás besando! —dice mientras aparto sus manos de mi boca cuando
intenta taparla. Juguetonamente finjo morderla, haciéndola chillar—. ¡Para, papi!
Se lanza sobre mí, cayendo en mi regazo, mientras yo miro la pantalla y me
doy cuenta de que Breezeo está besando a Maryanne. Frunzo el cejo y le hago
cosquillas a Madison.
—Es sólo una película. No es real.
Se ríe, apartando mis manos de un manotazo.
—¿No la besaste de verdad?
—Bueno, sí, pero no cuenta.
—¿Por qué no?
—Porque es Breezeo, no yo.
—Aun así, guácala —dice haciendo una mueca.
—¿Crees que es guácala besarme?
Vuelvo a hacerle cosquillas, y ella forcejea, riéndose, intentando zafarse, pero
no voy a dejarlo pasar tan fácilmente. La agarro y la aprisiono contra mí y froto mi
nariz en su mejilla mientras me empuja la cara.
—¡Ayúdame, mami!
—Oh, no, estás por tu cuenta —dice Kennedy—. Te metiste sola en eso.
—¡Ah, no es justo! —dice Madison, poniendo sus manos sobre mi boca—.
¡Nada de besos hasta el final!
—Bien. —Dejo escapar un largo y exagerado suspiro—. Tú ganas.
Me saca la lengua.
La niña de verdad saca la lengua, regodeándose, mientras salta hacia su
madre y la besa, plantando grandes y descuidados besos justo en Kennedy,
asegurándose de que yo lo vea. Entonces se va otra vez, volviendo a su película
ahora que la escena de amor ha terminado.
—Increíble. —Sacudo la cabeza—. A mí no me dan amor.
Sonriendo, Kennedy se vuelve a acostar con la cabeza en mi regazo. Me mira
fijamente y levanta la mano, rozando mis labios con las yemas de los dedos.
—Pórtate bien, y haré que valga la pena para ti después.
Le enarco una ceja.
—¿Sí?
—Sip —dice—. Yo—
Ella es interrumpida antes de que pueda elaborar por el timbre de mi teléfono
celular. Cliff. Rechazo la llamada, pero enseguida vuelve a llamar. Rechazo esa
llamada también, pero luego viene otra, esta vez de un desconocido. Después de
que ese número llame dos veces, apago el teléfono y lo guardo, volviendo a prestar
atención a Kennedy. Esta noche no voy a lidiar con esa mierda.
—Entonces, ¿decías que...?
Ella me dedica una sonrisa socarrona, sacudiendo la cabeza, cambiando de
posición para mirar la pantalla.
Intento prestar atención al resto de la película, pero es más difícil de lo que
parece. Me siento aliviado cuando termina. Nos ponemos de pie mientras pasan
los créditos, aunque sé que no podemos irnos hasta que pasen las escenas post-
créditos. agarro la manta, la doblo y, en el momento en que Madison da el visto
bueno, nos vamos.
Nuestro coche está esperando en la acera para llevarnos a casa.
Madison salta cuando llegamos al departamento. Da vueltas en círculos, con
sus dientes de león aplastados en el puño para no perderlos, mientras corre delante
de nosotros. Rodeo a Kennedy con el brazo, atrayéndola hacia mí, sin vacilar, y la
beso suavemente, tiernamente al principio, antes de intentar profundizarlo, pero
ella se aparta, sonriendo, presionando su dedo índice en mis labios.
—¿Vemos una película y de repente piensas que voy a aflojar? —dice. —¿Qué
clase de chica crees que soy?
—Creo que eres el tipo de chica que suele aflojar antes de la película.
Jadea, empujándome juguetonamente, antes de agarrarme de la camisa y
tirar de mí hacia ella, susurrando:
—Tal vez incluso te deje inclinarme sobre una mesa.
Mis pasos se detienen, y me río de ello mientras ella se aleja, sacando las
llaves mientras se dirige a la puerta del departamento. Me quedo atrás, mirándola
a ella y a Madison, sonriendo. Siento como si mi pecho quisiera estallar con todos
estos sentimientos que se acumulan dentro de mí.
No puedo creer que estemos aquí, que esté con ella... con ellas. No puedo
creer que esté teniendo otra oportunidad de amarla. No puedo creer que
finalmente sea un padre para mi hija.
Diablos, no puedo creer que haya pasado toda la noche sin ser molestado.
Empiezo a decir algo, a decir justo eso, cuando una voz corta el silencio...
femenina, y familiar, y oh, joder.
—¿Johnny?
Me volteo, tenso, y la veo a unos metros a mi derecha en el estacionamiento
del edificio de departamentos.
Serena.
—¡Johnny! —Ella corre, lanzándose hacia mí, y yo me tambaleo unos pasos
mientras ella me rodea con sus brazos, apretando—. ¡Te he estado buscando por
todas partes!
Madison jadea.
—¡Mami, es Maryanne!
—Lo sé —dice Kennedy, su voz es un susurro—. Lo veo.
Serena se gira, aflojando su agarre, como si acabara de darse cuenta de que
no estoy sola aquí fuera. Pone una sonrisa en su cara, y se concentra en Madison.
—Oh, ¿quién eres tú, preciosa?
Madison la mira fijamente. Parece confundida, moviéndose, jugueteando con
sus dientes de león mientras dice:
—Soy Maddie.
—Bueno, hola, Maddie —dice Serena—. Siempre es un placer conocer a un
fan.
Madison se inquieta aún más.
—Vamos, cariño —dice Kennedy, agarrando a Madison por el hombro para
llevarla al departamento—. Entremos para que puedan hablar.
Madison se resiste. Parece confundida, como si no quisiera ir, pero finalmente
cede. Kennedy me lanza una mirada, que sólo dura un segundo, pero lo suficiente
para que vea la preocupación en sus ojos, mezclada con algo más. Dolor.
En el momento en que se van, la expresión de Serena cambia, su sonrisa se
atenúa. Se gira hacia mí, gimiendo, empujándose contra mi pecho.
—Johnny, ¿qué demonios? Te he estado buscando toda la noche.
—¿Por qué?
Deja escapar una risa incrédula. Sus ojos, Dios, son como platillos,
completamente negros.
—¿Por qué? ¡No te he visto en más de un mes!
—Lo sé, pero... —Sacudo la cabeza, alejándome de ella mientras me paso una
mano por la cara, tratando de poner un poco de espacio entre nosotros—. Pensé
que estabas en rehabilitación.
—Lo estaba —dice ella—. Pero no pude quedarme allí. Era un infierno,
Johnny, y esa gente no me entendía. No como tú siempre lo hiciste. Y te extrañaba.
No podía soportarlo más. Necesitaba—
—No hagas eso —digo, cortándola—. No intentes hacer el que dejaste la
rehabilitación por mí.
—¡Te atropelló un coche! ¡Estaba preocupada!
—¿Estás preocupada ahora? ¿Pero no lo suficiente como para ver cómo
estaba la noche del accidente?
—Sabes que odio los hospitales —dice.
—Yo también —digo—. Y sé que la rehabilitación parece un hospital
glorificado, pero a veces una persona necesita ayuda.
—Estoy bien —dice ella—. Estoy mejor.
—Ahora mismo estás drogada, Serena. —Ella pone los ojos en blanco—. ¿Y?
—¿Y cómo diablos estás mejor si todavía te estás drogando?
—Puedo manejarlo —dice ella—. No sé si te has dado cuenta, pero esta
ciudad es jodidamente deprimente. Necesitaba algo. Sinceramente, no sé cómo
estás sobreviviendo. Sé que Cliff te envió a algún sitio para recuperarte, pero ¿aquí?
Me cuesta mirarla. Mi mirada se fija en la puerta cerrada del departamento,
en las manchas amarillas del umbral. Los dientes de león abandonados de
Madison.
—Tengo familia aquí.
Ella resopla.
—Odias a tu familia.
—Odio a mi padre. Eso no significa que odie a mi familia.
—Bueno, como sea, familia. —Ella usa comillas cuando dice esa palabra,
haciendo un gesto hacia el departamento—. ¿Es esa quién era?
—Era mi hija.
—Tu hija.
Puedo sentir su mirada, penetrante, juzgando. Tan jodidamente enojada. Ni
siquiera tengo que mirarla para saber que está echando humo por eso.
—Te dije que era padre.
—Me dijiste que habías dejado embarazada a esa chica, que ella decidió tener
el bebé.
—Sí.
—Eso no significa que seas padre —dice—. Entonces, ¿qué, mientras yo
estaba fuera sufriendo en algún infierno, tú has estado aquí, jugando a la casita?
—No estoy jugando a nada. Me desintoxiqué para poder formar parte de su
vida.
Serena deja escapar una risa amarga.
—No, Johnny, lo hiciste porque te obligaron.
—Me obligaron a ir a rehabilitación, pero no es por eso que sigo limpio.
Sacude la cabeza, pasándose las manos por el pelo, todavía teñido de oscuro
para la película.
—Es que... no sé qué te pasa, pero este no es la tú que conozco.
Sacudo la cabeza. Aunque intentara explicarlo, ella no lo entendería.
—Mira, no quiero entrar en esto contigo. Dime qué haces realmente aquí, Ser.
—Ya te dije que te extraño. Y como hemos tenido un tiempo separados, pensé
que tal vez tú también me extrañarías. Tal vez podríamos hacer un intento. Tal
vez—
—Nunca funcionaría.
—Podría —insiste ella.
—No funcionaría.
Parece dolida por eso.
—Éramos buenos juntos.
—No, no lo éramos —digo—. Ya hemos pasado por esto. Era un puto
desastre. Cuando nos drogábamos, estaba bien, pero en el momento en que
bajábamos, no podíamos ni soportar estar en la misma habitación.
—Eso no es cierto —dice ella—. Estoy aquí ahora mismo.
—Estás drogada.
—¡Oh, jódete! Bueno, estoy drogada. Eso no tiene nada que ver con lo que
siento por ti.
—Sí tiene —digo—. Tiene todo que ver.
Me fulmina con la mirada.
Esta conversación no va a ninguna parte.
Nunca lo hace. Hemos tenido esta misma discusión media docena de veces
este último año, desde que dejé de consumir. No entiende por qué las cosas
tuvieron que cambiar, por qué empecé a tratarla de forma diferente.
Pero ella y yo tenemos una historia que no es saludable. Ella es parte del ciclo
que tuve que romper. Me estaba anestesiando, me estaba matando, pero no eran
sólo las drogas y el alcohol que había estado consumiendo. Miles de dólares en
facturas de psiquiatría me enseñaron que el verdadero problema era mi
comportamiento. Si vas a los mismos sitios que antes, con la misma gente que
antes, acabas haciendo la misma mierda de siempre.
Así que lo corté todo. Todo. Incluso el sexo.
Sobrio y célibe, todo se sentía diferente.
—¿Te estás tirando a esa mujer, Johnny? —pregunta Serena, su voz mordaz.
Se le está yendo el subidón—. ¿Viniste aquí y empezaste a follar otra vez? ¿A
follarla?
—Eso no es asunto tuyo.
PLAF.
El escozor me atraviesa la mejilla cuando me abofetea, fuerte, y mi cabeza se
sacude. Doy un paso atrás, alejándome de ella.
—No voy a hacer esto contigo —digo mientras ella cruza los brazos sobre el
pecho—. Llama a Cliff. Probablemente esté preocupado.
Empiezo a alejarme, a dirigirme al departamento, cuando me llama, con la
voz entrecortada.
—Espera, Johnny. Por favor.
—Cuídate, Serena.
Me detengo frente al departamento y miro los dientes de león desechados,
hechos pedazos. Suspirando, miro detrás de mí y veo que el estacionamiento está
vacío, Serena se ha ido.
Me siento como un pendejo.
No puedo hacer nada bien.
Me acerco a la hierba y arranco un diente de león del suelo. Agradezco que
el departamento esté abierto. Kennedy se queda dentro y me mira con recelo.
Miro alrededor.
No veo a Madison.
—Está en su habitación —dice Kennedy.
Me dirijo hacia allí y la encuentro sentada en la orilla de la cama, moviendo
las piernas mientras se quita el esmalte de las uñas. Me detengo cuando miro el
bote de basura que hay junto al escritorio de su habitación. Normalmente lleno de
papeles de dibujos desechados, veo una muñeca familiar encima. Maryanne. La
tiró a la basura.
Saco la muñeca, llevándola mientras me agacho frente a Madison. Le tiendo
el diente de león.
—Sé que tus flores se han estropeado, así que agarré otra para ti.
La agarra con cuidado.
—Gracias.
—De nada —digo—. ¿Quieres contarme lo que te molestó?
Se encoge de hombros.
—¿Te divertiste esta noche?
Ella asiente.
—Yo también me divertí. Estabas muy bonita con tu vestido.
Sonríe, mirando el diente de león. No me mira a mí.
Suspirando, me siento en el suelo.
—Sé que todo esto debe ser confuso. Yo no estaba, pero ahora sí, y soy
Breezeo, pero también soy tu papá. Me ves besar a tu mamá, pero Breezeo besa a
Maryanne. Y luego parece que Maryanne aparece y me abraza delante de tu mamá.
Es difícil estar al tanto de lo que es real, ¿no?
Ella asiente.
—Bueno, como Breezeo, Maryanne es una historia. La mujer de afuera, se
llama Serena. Trabajo con ella. No voy a besarla como beso a tu mamá. Cuando
beso a tu mamá, es real.
Ella se encuentra con mi mirada.
—Así que no creo que debas desquitarte con la pobre Maryanne. —Sacudo
la muñeca—. Breezeo la ama, igual que yo amo a tu mamá.
Ella agarra la muñeca.
—¿Mi mami te ama?
—Lo hacía.
—¿Pero ya no?
—No sé —respondo con sinceridad—. Pero no es culpa suya. Di por sentado
su amor.
—¿Qué significa eso? ¿Darle un sentón a su amor?
Sonrío ante su confusión.
—Significa que no le demostré lo mucho que la amaba, como debería haberlo
hecho.
—Puedes hacerlo ahora —dice Madison—. Sólo tienes que darle más flores y
decirle que es bonita, y entonces puede amarte.
Si tan sólo fuera así de simple.
—Tendré que recordar eso —digo, poniéndome de pie y alborotando su
cabello antes de girar para irme. Doy unos pasos antes de que me llame.
—¡Espera, papi! —dice, poniéndose de pie y corriendo hacia mí, agarrándome
del brazo para jalarme hacia abajo a su altura. Me vuelvo a agachar y me sorprendo
cuando ella presiona sus labios sobre mi mejilla, que aún arde—. ¡Casi olvidas los
besos!
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Resulta que Clifford Caldwell es un idiota desconsiderado y egoísta.


Te presentas a tu cita. Llegas temprano, pero no demasiado. Tienes todo lo
que te piden: fotos de cabecera, currículum y carrete de demostración. Te gastaste
un dinero que no deberías haber gastado en comprarte un traje nuevo, y te ves
bien.
Cuando llega la hora, la secretaria te conduce al despacho de Clifford. Es
limpio, con clase, con paredes de cristal y una vista que da a Hollywood. Clifford
está sentado detrás de un elegante escritorio de metal, escribiendo en su teléfono.
La secretaria le entrega tu carpeta cuando te sientas frente a él.
No te saluda, abre la carpeta y echa un vistazo al interior. Treinta segundos
es todo lo que tarda en devolverte la carpeta.
—No.
Eso es todo. Dice que no. Ni siquiera ve tu demo reel. Tomas tus cosas y te
levantas para irte.
—¿Puedo preguntar por qué?
Clifford levanta la vista.
—¿Estás seguro de que quieres escuchar esa respuesta?
Te dice que no hay nada para ti. Tus fotos son genéricas. Tu currículum se
lee como otros mil que han pasado por su mesa. Claro, puedes actuar, pero lo que
él busca es alguien que llame la atención, alguien a quien pueda convertir en una
estrella, ¿pero tú? Como mucho, eres un aficionado.
Esas palabras te arrancan un trozo de alma.
Ya las has escuchado antes.
Cuando llegas a casa, el departamento te parece más pequeño que de
costumbre. Tiras la carpeta al bote de basura de la cocina y abres la botella de
whisky en la que te has gastado los últimos dólares.
Bebes. Te emborrachas.
Enciendes el televisor y descubres que han cortado el cable. Ninguno de los
dos pagó la factura el mes pasado.
Bebes un poco más. Te emborrachas aún más.
Son casi las diez cuando ella llega a casa después de un largo turno en la
cafetería. Has pasado las dos últimas horas sentado solo, en la oscuridad, pensando
en la decepción que se va a llevar cuando se entere.
A pesar de haber trabajado todo el día, está contenta y sonríe, pero eso se
interrumpe cuando enciende la luz de la cocina. Ve la carpeta en la basura y
susurra:
—No.
Casi te has bebido toda la botella de whisky. Te bebes el último trago cuando
ella te mira. Te pones de pie, te tambaleas y tiras la botella vacía a la basura, justo
encima de la carpeta. Tu respiración es agitada. Tus ojos están inyectados en
sangre. Ella te mira con asco. Es porque estás borracho, porque apenas puedes
mantenerte en pie, pero nada podría convencerte de que no está asqueada porque
eres un fracaso. Un desperdicio de vida.
—Lo siento —dices mientras acaricias su mejilla, pero ella aparta tu mano de
un manotazo. No quiere que la toques. Te das la vuelta y te vas tambaleando a la
recámara, diciendo—: Mañana conseguiré un trabajo.
Ella no viene a la cama. A la mañana siguiente, cuando te despiertas, ya se ha
ido. Sacó la carpeta de la basura y la puso en la encimera.
No la tocas.
Vas a buscar trabajo. Presenta su solicitud en todas partes. Pasan semanas.
Nada. Como tu orgullo no ha recibido ya un golpe lo suficientemente grande, ella
consigue un segundo trabajo ya que tú no encuentras nada.
Ni siquiera te lo dice. Te enteras una noche cuando no vuelve a casa. Pensaste
que estaba muerta en alguna zanja. Ella dice que estás exagerando. Es sólo un
trabajo de medio tiempo en una tienda de la esquina. Le dices que es peligroso,
pero ella se encoge de hombros. El turno de noche paga más.
Tres semanas después, le roban.
Un tipo le apunta con una pistola. Quiere todo lo que hay en la caja
registradora. Como eso no es suficiente, se lleva también su bolso. Podía haberle
quitado la vida, pero cuando todo termina, ella está más preocupada por el dinero
que le robó.
Algo te pasa en ese momento.
Llegas a tu punto de ruptura.
Estás sentado en el sofá con la cabeza baja. Ella está en la recámara, hablando
por tu celular. Tiene que tomar prestado el tuyo ya que el suyo estaba en su bolso.
Tiene la voz baja. No quiere que escuches su conversación.
Sale unos minutos después y te devuelve el teléfono. Tiene los ojos inyectados
en sangre y la cara enrojecida. Ha estado llorando.
—Está transfiriendo el dinero —dice—. Está a tu nombre.
Llamó a su padre. Le pidió ayuda. La renta está vencida. También la
electricidad. Tenía todo el dinero en su bolso. Le pagaron esa tarde. Ella no le ha
pedido nada en más de un año. Él apenas le ha hablado, salvo para decirle que
estarían allí cuando se diera cuenta de que amarte era un error.
Crees que se acerca. Tu orgullo se ha ido. Tu sueño se está desvaneciendo.
Crees que también la estás perdiendo a ella.
Es difícil decir cuándo tomas la decisión. Es difícil precisar el momento en que
caes tan lejos.
¿Recuerdas la primera mentira que dijiste? ¿La primera vez que le sonreíste
en la cara mientras la engañabas?
Le dices que encontraste un trabajo. No lo hiciste. Pero eres un actor
extraordinario, así que la convences. Le dices que estás cuidando autos, y el dinero
comienza a llegar. Las propinas son buenas, dices. Algunas noches, la gente es
extra generosa.
En realidad, estás robando. Robando dinero. Robando cosas. Te pesa la
conciencia, así que empiezas a beber más.
Valor líquido.
Pero una noche te atrapan rebuscando en un coche nada menos que Clifford
Caldwell. La casualidad te puso allí. No corres. No, empiezas a hablar. Le dices que
dejó las luces encendidas, y que las estabas apagando antes de que se acabara la
batería. Eres tan convincente que te da las gracias. Saca su cartera y te da una
propina. Te das la vuelta para irte cuando su voz te llama.
—¿Nos conocemos? —pregunta—. Me resultas familiar.
Dudas antes de decirle:
—Nos conocimos una vez.
—Refréscame la memoria.
—Mi novia fue tu mesera. Me consiguió una cita. Me llamaste aficionado a los
treinta segundos.
—Ah, ¿la chica de la cafetería? —pregunta—. La recuerdo. Habló muy bien
de ti. Me di cuenta de que se creía cada palabra. Me hizo querer conocer al actor
que dijo que era, y cito, “demasiado bueno incluso para usted, Sr. Caldwell”.
Te ríes.
—¿Ella dijo eso?
—Lo dijo —dice él—. Y debo decir que eres un actor decente. Eres natural,
muy convincente cuando hablas. Tan convincente, de hecho, que casi me hiciste
olvidar que mis luces eran automáticos.
Sabes que estás atrapado tan pronto como dice eso.
Sacas el dinero de tu bolsillo, los veinte que te dio de propina y el grueso
montón de dinero que encontraste en un sobre Manila escondido en la guantera
del coche. Se lo enseñas todo. Parece bastante sorprendido, pero lo ignora.
—Quédatelo, si lo necesitas.
Te lo guardas en el bolsillo una vez más.
—El lunes en la mañana. A las ocho y media. En mi despacho.
—¿Perdón?
—Lo intentaremos otra vez —dice—. Ahí te veo.
Vas a casa para compartir la noticia, pero el departamento está vacío: ella
trabaja esta noche en el restaurante. Así que esperas a que llegue a casa en mitad
de la noche y le dices que él te va a dar otra oportunidad. Le dices que te topaste
con él cuando estabas trabajando. La levantas y la balanceas, emocionado. Estás
feliz y sobrio. Hace tiempo que esas cosas no coinciden.
Tú no lo sabes, y es algo que ella nunca se atreverá a admitir, pero esa mujer...
Ella ya sabía de tu noticia. Ella sabía que Clifford Caldwell había decidido darte otra
oportunidad, porque se presentó en la cafetería para tomar un café después. Le
contó todo, incluso cómo te atrapó robando. Y luego le dijo que, si ella quería que
tuvieras éxito, si quería ayudar a tus posibilidades, él conocía una forma de hacerlo:
todo lo que ella tenía que hacer era quitarse la ropa. ¿Y esa mujer? No dudó... nop,
en absoluto... no dudó en echar café caliente justo en la entrepierna de ese cerdo.
En serio, ¡¡¡qué imbécil!!!
KENNEDY

—Yo, eh... rayos.


Acerco el coche a la acera y lo estaciono, mirando la casa al final de la cuadra.
Al parecer, cuando mi padre dice “sólo unas pocas personas, nada grande”, en
realidad quiere decir “todos los que he conocido y quienes quieran traer”. Gente
rodea el lugar, socializando.
Apago el motor y me guardo las llaves mientras Maddie se quita el cinturón
de seguridad y sale del coche antes de que se me ocurra algo más que decir.
Miro a Jonathan en el asiento del copiloto. Hoy ha estado muy callado, muy
apagado. No estoy segura de que haya descansado. Anoche se quedó en el
departamento, pero no intentó dormir en mi cama. Todavía estaba sentado en el
sofá cuando me desperté al amanecer, jugueteando con su teléfono.
¿Las primeras palabras que dijo?
“Ya saben.”
En la mañana, estaba en todo Internet... ¡Johnny Cunning ha sido encontrado!
Comenzó sólo con su ubicación, Crónicas de Hollywood informando que se había
escondido en un pequeño pueblo de Nueva York, pero a medida que avanzaba el
día, también lo hacían las especulaciones. Era sólo cuestión de tiempo que alguien
lo descubriera todo.
Lleva lentes de sol puestos y la gorra bajada. Aunque hace calor, lleva jeans y
una sudadera con capucha con las mangas remangadas hasta los codos. Se está
protegiendo, escondiendo, todo lo que puede, que no es mucho.
Salgo del coche antes de que Maddie pueda salir corriendo, y nos sigue hasta
la casa de mi padre. En cuanto llegamos, Maddie entra directamente, mientras yo
vacilo en la acera.
—No tienes que hacer esto —digo, mirando a Jonathan—. Maddie lo
entenderá.
Él suspira.
—Está bien. Yo hice este lío. Tengo que afrontarlo.
—Sí, pero...
—¿Pero...?
—No lo sé —digo—. Parece que debería haber un pero.
Jonathan se ríe en voz baja mientras mi padre sale al porche, limpiándose las
manos en el delantal de asar que lleva.
—Hola, papá —digo—. Bonita fiesta.
—No es una fiesta —refunfuña—. Es sólo algo pequeño.
Más bien una prueba, tal vez. Un comité de bienvenida, excepto que no tan
amigable como uno de esos podría ser.
—Sr. Garfield —Jonathan se aclara la garganta—. Agradezco la invitación.
—Es lo que mi nieta quería —dice—. Lo que sea necesario para hacerla feliz.
Estoy seguro de que lo entiendes.
—Por supuesto —dice Jonathan.
—Bueno, entonces, debería volver a mi parrilla. —Mi padre me mira, con ojos
sospechosos, mientras dice—: Acompáñame, Cunningham. Podemos ponernos al
día.
Jonathan me ofrece una pequeña sonrisa, tratando de ser tranquilizador, pero
sé sin lugar a duda que el mundo está a punto de ponerse patas arriba.
Gravedad, no me falles ahora.
Me mezclo, evitando ciertas conversaciones, esquivando preguntas,
limitándome a simples formalidades con los vecinos. Maddie va de un lado a otro,
hablando a todo el que quiera escuchar sobre su papi. Trato de llevarla a otra parte,
pero es una niña. No entiende por qué es un gran problema. Sólo quiere compartir
su felicidad, mientras que yo no puedo deshacerme de mi inquietante sentimiento.
Está creciendo, profundizando, como un pozo sin fondo.
Está a punto de golpearnos como una tormenta.
Cada vez que veo a Jonathan, está cerca de mi padre, los dos hablando, los
dos hombres tensos como si estuvieran al límite por la conversación. Pero cuando
mi padre anuncia que es hora de comer, Jonathan no está.
Le preparo a Maddie un hot dog y la acomodo en una silla del patio trasero,
diciéndole que se quede allí mientras yo voy a buscar a su padre. No está fuera, así
que me dirijo a la casa y oigo su voz, baja, tan baja que roza el abatimiento.
Está hablando por teléfono.
—Haz lo que puedas —dice—. Intenta adelantarte a esto antes de que se
descontrole.
Está de pie en la puerta principal, solo, mirando hacia afuera.
—Lo sé, te escucho, pero simplemente... no puedo —dice después de un
momento—. Lo entiendo, y tienes razón, pero no puedo hacerlo, así que haz lo que
puedas para detener esto.
Suspirando, cuelga y se mete el teléfono en el bolsillo. Asimilo esas palabras,
el sonido de su voz, mientras doy un paso más. El crujido del suelo le avisa de mi
presencia y mira por encima del hombro, mostrando un destello de pánico.
—¿Todo bien?
—Todo está bien —dice—. Tenía que hablar con Cliff.
—¿Qué vas a hacer?
—Hacer que Relaciones Públicas publique un comunicado, pidiendo mi
privacidad —dice—. No estoy seguro de que vaya a cambiar las cosas. Cliff cree
que la única manera de evitar que esto se convierta en una bola de nieve es que
me vaya, que me haga visible en otro lugar para desviar la atención de aquí, para
que la historia parezca inventada.
—¿Vas a hacerlo?
—No —dice, dudando—. A menos que sea lo que quieres.
Antes de que tenga la oportunidad de decirle qué es lo que quiero, me atrae
hacia la puerta y me rodea con sus brazos, con la espalda pegada a su pecho.
Inclinándose, susurra:
—Mira al otro lado de la calle.
Hago lo que me dice. Todo parece tranquilo.
No sé qué quiere que vea.
La casa de enfrente es vieja, de ladrillo, con demasiadas plantas alrededor. La
pareja que vive allí se retiró hace tiempo. Actualmente están en el patio trasero de
mi padre, comiendo hot dogs con mi hija.
—¿Qué ves? —pregunta.
—Un montón de plantas feas.
—¿Eso es todo?
—Eh, una casa, árboles... hay un buzón y una bandera y... —Me detengo
cuando un movimiento llama mi atención. Alguien está al acecho—. ¿Quién es?
—Se hace llamar periodista.
Vuelvo a mirar a Jonathan, sorprendida.
—¿Hablaste con él?
—No, pero tu padre sí. Llamó a su puerta esta mañana, queriendo hablar
contigo.
—¿Conmigo?
—Dijo que había oído que podría haber una chica por aquí que sabe algo de
mí —dice—. Tu padre le dijo que se largara de su propiedad, pero entonces vio al
tipo merodeando por los vecinos, así que tu padre invitó a los vecinos a venir aquí.
—Guao. —No sé qué decir—. ¿Por qué la casa de mi padre? ¿Por qué no venir
al departamento donde vivo?
—No sé —dice en voz baja—, pero estoy seguro de que acabarán yendo hacia
allá.
El reportero se escapa de la vista, intentando pasar desapercibido.
—La comida está lista —digo, aún tratando de procesar todo—. Deberías
comer algo.
—No tengo hambre.
—Pero, aun así, deberías comer —digo, dándome la vuelta para mirar a
Jonathan, dándole palmaditas en el estómago de forma juguetona, intentando no
pensar en el hecho de que nuestras vidas pueden estar a punto de cambiar—.
Tienes que mantener las fuerzas, ya que estoy bastante segura de que la parte de
entretenimiento de esta fiesta va a ser tu interrogatorio.
Nos dirigimos a la parte de atrás y nos preparamos platos. Jonathan apenas
come, pero parece más tranquilo, incluso cuando empiezan las preguntas.
No son personales. No, la gente no pregunta por nuestra situación. En cambio,
le preguntan si Hollywood es glamuroso. Le preguntan si conoce a sus famosos
favoritos.
Él se lo toma todo con calma.
Es encantador e ingenioso.
Se parece mucho a aquel chico del que me enamoré en la Academia Fulton
Edge, sin ninguna pretensión.
Adora a Maddie, haciéndola reír mientras ella se sienta en su regazo, haciendo
dibujos para los vecinos para pasar el tiempo. Ella absorbe el amor como si fueran
rayos de sol, y sé, sin ninguna duda, que ni una sola de estas personas va a decir
una mala palabra sobre él a ese periodista.
—Esto fue inteligente —digo, acercándome a mi padre mientras está sentado
a un lado del patio, en las afueras de la reunión.
—No sé a qué te refieres —dice.
Me poso en la orilla de su silla y le miro.
—Sí, lo sabes. Lo de poner al vecindario de su lado que orquestaste aquí.
¿Cómo se te ocurrió?
—Trabajé en la política —dice—. Tengo muchos trucos bajo la manga.

—La segunda enmienda existe por una razón —dice mi padre—. El derecho
del pueblo a tener y portar armas no debe ser infringido . Eso es lo que dice. No
tiene ningún ‘pero’, ni estipulaciones o calificaciones.
—Con el debido respeto, eso es una pendejada —dice Jonathan—. Nadie
quiere que un lunático ande por ahí con un AK-47. Eso no es lo que pretendían los
Padres Fundadores.
—¿Oh? ¿Significa eso que has hablado con ellos? Ilumíname: ¿qué dijo
Thomas Jefferson cuando le preguntaste? Porque odio tener que decírtelo, hijo,
pero ver Hamilton en Broadway no te convierte en un experto en sus intenciones.
—Es de sentido común —dice Jonathan—. Más vale prevenir que lamentar.
—Eso sí que es una pendejada —dice mi padre—. No puedes infringir un
derecho constitucional porque creas que alguien puede hacer algo.
Jonathan abre la boca para responder, pero me aclaro la garganta en voz alta,
interrumpiendo, llamando su atención. No sé cómo ha empezado, pero los dos
están sentados en la sala, discutiendo sobre política —el pasatiempo favorito de
mi padre— mientras Maddie duerme en el sofá.
—Aunque esta conversación es absolutamente fascinante —digo—. se está
haciendo tarde, así que ¿pueden acordar no estar de acuerdo?
Se miran fijamente.
Ninguno quiere ser el primero en conceder.
Tengo que decir que es agradable ver a los dos manteniendo una
conversación que no tiene nada que ver conmigo.
—Bla, bla, bla, nunca vamos a estar de acuerdo, pero respeto tu punto de
vista, aunque creo que eres un idiota —digo, haciendo un gesto entre ellos—. Ya
está, lo cubrí por los dos. Ya es hora de ir a casa.
Mi padre refunfuña, algo así como que le estoy arruinando la diversión,
mientras me inclino para abrazarlo. Ha caído la noche. Afuera está oscuro. Hemos
pasado todo el día aquí y estoy cansada.
Levanto a Maddie. Murmura en sueños, su cuerpo pesa mientras se apoya en
mí, con la cabeza en mi hombro. Jonathan se levanta y tiende la mano a mi padre.
—Señor Garfield.
Mi padre se queda mirando su mano extendida durante un momento antes
de hacerle un gesto de despedida, diciendo:
—Cunningham.
Esto es lo más parecido a una tregua que creo que estos tipos conseguirán. El
hecho de que Jonathan salga de aquí sin ser castrado es un progreso, y se toma el
gesto con calma, riéndose para sí mismo.
Nos vamos y me dirijo al coche, con pasos apresurados. Coloco a Maddie en
su asiento infantil y la abrocho cuando oigo una voz que nos llama demasiado
cerca.
—¿Quién es la niña, Johnny?
—Aléjate de nosotros —dice Jonathan, y yo levanto la vista, mi corazón se
acelera al ver a un tipo allí. El periodista.
Lleva el teléfono en la mano. Está grabando.
—Vamos, no seas así —dice el tipo, acercándose aún más—. Sólo estoy
haciendo mi trabajo.
—Retrocede. —Advierte Jonathan.
Cierro la puerta del coche. El tipo no retrocede. En cambio, empieza a
disparar preguntas rápidas, cada una peor que la anterior. ¿Quién es la mujer? ¿Es
su hija? ¿Has estado tirándotela? ¿Eh? ¿Cuánto tiempo llevas viéndola? ¿Cuánto
tiempo has estado engañando a Serena? Espera... ¿es tu hija? ¿La dejaste
embarazada, Johnny? ¿La dejaste embarazada y qué, le pagaste para que
mantuviera la boca cerrada? ¿Cuánto te costó? ¿Por qué lo hiciste? ¿No quieres que
nadie sepa de la bastarda?
Eso es.
Eso es todo lo que toma.
En el momento en que sale la última palabra, Jonathan estalla. Lo veo, su
expresión se endurece mientras la ira se apodera de él. Lanza, con yeso y todo,
golpeando al tipo en la cara, aturdiéndolo. Trastabillando, el tipo deja caer su
teléfono y Jonathan lo pisa.
—Te dije que retrocedieras —dice Jonathan, poniéndose en la cara del
reportero—. No te lo voy a volver a decir.
—¡Jonathan, para! —Corro hacia él cuando empuja al tipo, agarrándolo del
brazo para intentar arrastrarlo, pero se resiste—. Por favor, sólo... entra en el coche.
Retrocede unos pasos cuando el tipo le grita, algo así como que se va a llevar
su merecido, pero Jonathan no se inmuta.
—Aléjate de mí —dice—, y aléjate de mi puta familia.
—¡Te vas a arrepentir! —le grita el tipo—. ¡Lo tengo todo en vídeo!
Jonathan se aleja de mí y agarra el celular de la acera, cuya pantalla está ahora
rota. Sigue grabando. Jonathan pulsa el botón para detenerla, y creo que va a
borrar el vídeo, o tal vez a llevarse el teléfono, pero en lugar de eso, se lo lanza al
tipo.
El reportero intenta agarrarlo, pero se le escapa de las manos y cae a la acera
junto a sus pies.
—Que te jodan a ti y a tu vídeo —dice Jonathan—. Que no te vea por aquí
otra vez.
Se sube al coche. Me apresuro a ponerme al volante cuando el reportero
agarra su teléfono y dice:
—Sigue siendo el mismo Johnny Cunning de siempre.
Vuelvo a casa a toda velocidad, con los ojos fijos en el espejo retrovisor
durante todo el trayecto. Maddie sigue profundamente dormida. Se perdió todo.
Jonathan no dice nada, flexionando sus dedos dentro y fuera de un puño suelto
alrededor del yeso, haciendo muecas todo el tiempo.
Cuando llego al edificio de departamentos, apago el motor y miro a nuestro
alrededor, esperando una emboscada.
Algo me toca la pierna y doy un respingo.
La mano de Jonathan se apoya en mi muslo.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Creo que yo debería preguntarte eso a ti.
—Estoy bien.
—Tienes la mano herida.
—Ha estado herida.
—Pero, aun así, ese tipo... era un idiota.
—Estoy acostumbrado —dice, dudando antes de añadir—: tanto como una
persona puede acostumbrarse a eso. Pero dijo una mierda, y sé que no estás
acostumbrada.
—Estoy bien.
Asiente, pero no sé si me cree.
No sé si yo me creo.
Estoy temblando.
Su mano en mi muslo es firme.
—Deberíamos entrar —dice, señalando hacia el edificio—, por si aparece
alguien por aquí.
Esta vez él carga a Maddie, la lleva al departamento y directamente a su
recámara mientras yo cierro. Sacudida, me dirijo a la cocina, mirando en los
gabinetes y gimiendo antes de agarrar un vaso y llenarlo de agua del grifo, dando
un trago antes de murmurar para mí misma:
—Mataría por un poco de alcohol ahora mismo.
¿Por qué tuve que tirar ese whisky tan bueno?
Una ligera risa resuena detrás de mí.
—Conozco la sensación.
Jonathan está en la puerta.
Le dedico una sonrisa tímida.
—No debería haber dicho eso.
—No tienes que cuidar tus palabras. Soy un chico grande. Puedo manejarlo
—Hace una pausa, sacudiendo la cabeza mientras se acerca lentamente a mí—.
Normalmente. Pasé mucha rehabilitación trabajando en eso. Las malas palabras no
tienen por qué llevar a las malas acciones. Supongo que sigo siendo un trabajo en
progreso.
—Todos lo somos.
—No estoy seguro de eso —dice, mirándome—. Pareces bastante puesta.
—¿Quién, yo? ¿Subgerente del Piggly Q?
—Tú no eres tu trabajo.
—Menos mal, porque no sé si voy a trabajar mucho más tiempo. Si
encontraron a mi padre, probablemente encontraron mi trabajo.
—Lo siento.
—No es tu culpa. Habría renunciado eventualmente. Sólo planeaba ser terca
un poco más.
Se ríe de eso, apoyándose en el mostrador a mi lado.
—Siempre fuiste la persona más testaruda que conocí.
—Sí, bueno, tú me decías quítate que ahí te voy en eso. Conocí a mi pareja
contigo.
—Una pareja hecha en el cielo.
—O en el infierno. Depende de a quién le preguntes.
—A ti —dice—. Te pregunto a ti.
—Yo diría que un poco de ambos, entonces. Éramos fuego y gasolina.
Ardimos en caliente durante mucho tiempo.
—Tiempo pasado.
—¿Qué?
—Dijiste eso en tiempo pasado.
—Supongo que estoy acostumbrada a hablar de nosotros de esa manera. —
Se hace el silencio.
Mis manos siguen temblando.
Juego con el vaso, sorbiendo el agua, tratando de asimilar lo que está
sucediendo.
—Puedo irme —dice en voz baja—. Entenderé si prefieres que no esté aquí.
—¿Por qué no querría que estuvieras aquí?
—No lo sé —dice—. Realmente no sé dónde está tu cabeza, Kennedy. A
veces creo que sí, pero otras veces...
Dejo el vaso en el suelo y le agarro la mano.
—¿Qué tal si te lo enseño?
—¿Enseñarme?
Asiento con la cabeza.
Lo llevo a la recámara.
Le empujo a la cama.
La ropa desaparece, esparcida por el suelo, mientras nuestros cuerpos se
enredan en las sábanas. Estoy encima de él, y él está dentro de mí, mis manos
presionando contra su pecho desnudo, sintiendo el calor de su piel.
¿El fuego? Sigue ardiendo.
Algo me dice que siempre lo hará, no importa quién intente apagarlo.
Cuando me despierto, unos pasos recorren el departamento. Es temprano.
Intento salir de la cama, pero Jonathan refunfuña y se aferra a mí.
Riendo, me desprendo de sus brazos y me pongo algo de ropa. Voy por la
mitad del pasillo cuando oigo un ruido en la cocina antes de que una vocecita diga:
—Oh-oh.
—¿Qué rayos? —digo, viendo a Maddie sentada en la encimera, sosteniendo
la caja de Lucky Charms, con un bol en el suelo—. ¿Qué estás haciendo?
—El desayuno —dice ella.
La bajo de la encimera y le quito la caja de cereal.
—¿Por qué no buscas unas caricaturas para ver? Te traeré algo de comer en
un momento.
—Okay, mami —dice, y se va saltando a la sala. Le sirvo un poco de cereal
con leche y me doy la vuelta para salir de la cocina cuando suena un golpe en el
departamento desde la puerta principal. Rayos.
Me da un vuelco el corazón.
Doy un paso hacia allí y me pongo en tensión cuando veo que Maddie abre la
puerta.
—¡Cariño, espera!
La abre de un tirón.
—Wow.
—Madison Jacqueline —siseo, empezando a acercarme a ella—. ¿Cuántas
veces tenemos que hablar de no abrir—
La puerta.
No logro decir esas palabras.
Me detengo en seco. Un agente de policía está ahí, en mi puerta, con el
uniforme completo. Wow es correcto.
—Eh, hola —digo—. ¿Puedo ayudarle, oficial?
—En realidad estoy buscando a alguien —dice el oficial, mirando a mi lado,
alrededor de mi departamento.
—¿A quién? —pregunto.
Una voz apretada se escucha detrás de mí.
—Ese soy yo. —Me doy la vuelta. Jonathan está de pie, todavía medio
dormido, sólo con pants.
—¿Tú? —Asiente con la cabeza.
Me giro hacia el oficial.
Él también asiente, confirmándolo.
Las cosas tardan un segundo en tener sentido. Cuando se entiende, le doy a
Maddie el bol de cereal.
—Lleva esto a tu habitación.
—Pero dijiste que no podíamos comer en nuestras habitaciones, porque las
habitaciones no son para eso.
—Estoy haciendo una excepción. Ve a jugar. —Agradezco que no se resista.
No quiero que vea lo que creo que está a punto de suceder aquí. Ni siquiera
yo quiero verlo, aunque no será mi primera vez.
—¿Le importa si me visto? —pregunta Jonathan, con voz despreocupada.
—Estoy seguro de que hay merodeadores.
—Adelante —dice el oficial—. Pero no tardes mucho.
Sólo tarda un minuto, tal vez dos, antes de volver, completamente vestido con
jeans y camiseta, chaqueta de cuero, zapatos puestos. Me quedo en shock mientras
Jonathan se acerca al oficial.
—¿Por qué es la orden? —pregunta—. ¿Asalto?
El oficial asiente.
—Y delito de daños.
Jonathan se da la vuelta y pone las manos en la espalda. Le colocan las
esposas, pero no parece molestarse por ello, ni parece sorprendido.
Me besa, apenas un roce en los labios, antes de decir:
—Volveré cuando pueda.
JONATHAN

Cliff está escribiendo en su Blackberry.


Siempre he odiado esa maldita cosa.
Nunca se ha casado, lo cual no es sorprendente, teniendo en cuenta que pasa
gran parte de su vida pegado a esa pantalla. Sólo tiene tiempo para una serie de
aventuras. Siempre dice que su trabajo es su esposa.
No tardó mucho, después de que llamara desde la comisaría, en llegar Cliff
desde la ciudad, donde estaba ocupado trabajando.
Trabajando en arreglar mis otros líos, mientras yo estaba ocupado creando
más de ellos.
Estamos sentados en una sala de interrogatorios, solo él y yo. He estado libre
durante media hora, pero Cliff quería hablar en algún lugar privado, así que la
policía le ofreció este espacio, ya saben, a cambio de algunos autógrafos.
El problema es que Cliff no ha dicho ni una palabra desde que nos sentamos,
demasiado ocupado tecleando lo que sea que esté tecleando.
—Así que... buena charla —digo después de un largo tramo de silencio—.
Una conversación cautivadora la que estamos teniendo.
—Oh, ¿te estoy aburriendo? —pregunta, todavía sin levantar la vista—. Lo
siento, estoy un poco ocupado hablando con Relaciones Públicas para coordinar
un comunicado de prensa que explique tu detención. Intentaré hacerlo mejor la
próxima vez.
—No estoy seguro de que haya nada que explicar —digo—. El vídeo hace
que todo se explique por sí mismo.
Sacude la cabeza.
—¿En qué estabas pensando, Johnny?
—Llamó bastarda a mi hija.
—¿Y qué? Son sólo palabras. No le das un puñetazo al tipo mientras está
grabando. Acabas de darle motivos para una demanda, lo que significa un acuerdo,
lo que significa más dinero de tu bolsillo. —Deja su Blackberry y empieza a
rebuscar en su maletín, sacando una pila de papeles y deslizándolos hacia mí—.
Tu abogado envió esto para ti para que lo veas.
Echo un vistazo a la hoja superior.
Acuerdo de confidencialidad.
—¿Para qué es esto?
—Para asegurar la continua discreción de la señorita Garfield.
Parpadeo un momento antes de mirarlo.
—Estás bromeando.
—¿Parece que estoy bromeando? —pregunta mientras levanta su Blackberry.
No, no lo parece.
—No le voy a pedir que me firme esto —digo, empujando todo hacia él sin
siquiera leer nada.
—¿Prefieres que se lo pida yo?
—Es innecesario. Ella no lo necesita.
—No estoy de acuerdo. Más vale prevenir que lamentar.
—Es ofensivo. No hay manera de que ella firme esa mierda.
—¿Por qué no lo haría? Ella firmó el anterior.
Lo miro fijamente mientras esas palabras se asientan.
—¿Qué quieres decir con que firmó el anterior?
—Quiero decir que ya firmó un acuerdo. Esto es sólo una versión actualizada.
—¿Le hiciste firmar uno de estos? ¿En serio?
—Por supuesto que sí —dice—. Lo hice redactar en el momento en que te
firmé.
No sé ni qué decir.
Él nunca lo mencionó.
Diablos, ella tampoco lo hizo.
Le doy a este hombre mucha libertad de acción cuando se trata de mis
asuntos. Ha coordinado casi todos los aspectos de mi vida desde hace bastantes
años. No sé todo lo que ha hecho en mi nombre. Estoy bastante seguro de que no
querría saber algunas cosas. Así que no diré que me sorprende que lo haya hecho.
Pero sí me sorprende que ella no me lo dijera.
—También hay que establecer la paternidad... no es que haya dudas. —Sus
ojos parpadean hacia mí—. No la hay, ¿verdad?
—No hay ninguna duda.
—En cualquier caso, legalmente, tienes que hacerlo. Y luego necesitarás un
acuerdo de custodia con un horario de visitas.
—Las cosas están funcionando bien.
—Por ahora —dice—, pero no querrás encontrarte en una situación en la que
no puedas ver a tu hija cuando la señorita Garfield te vuelva a echar de su vida.
Cuando. No si.
—Eso no va a pasar.
—La historia cuenta una historia diferente.
—Sabes, estoy bastante seguro de que te pagan para gestionar mi carrera, no
para juzgar mi vida personal.
—A ti te da igual, Johnny. Te guste o no, tu vida personal afecta a tu carrera.
—No me gusta.
Me mira fijamente, agarrando ese montón de papeles y metiéndolos otra vez
en su maletín.
—Hoy tengo que atender a otros clientes, a los que he descuidado
últimamente por tu culpa. ¿Necesitas que te lleve a la posada?
—No me estoy quedando allí.
—¿Dónde te estás quedando?
—Con ella.
—¿En la dirección de Elm?
Dudo. Elm. Ahí es donde vive su padre, la casa en la que creció.
—Ella no vive allí.
—¿Estás seguro? Porque es allí donde se siguen enviando los cheques cada
mes.
—Seguro —digo—. ¿No sabes nada de su departamento?
—¿Cómo iba a saberlo? No me dices nada. —Parece genuinamente frustrado
por eso.
—¿Cómo lo sabe Serena? Ella se presentó en el departamento.
—¿Quién sabe cómo alguien sabe algo? —refunfuña, empujando su silla hacia
atrás para ponerse de pie—. Vamos, te llevaré a donde sea que vayas. Sigo
pensando que es mejor que te vayas de la ciudad, al menos hasta que todo esto se
calme, pero tú eres el que tiene que vivir con ello, así que... haz lo tuyo, Johnny, y
yo haré lo que pueda para solucionarlo.

Me paro frente a la puerta del departamento, dudando entre llamar o entrar.


No es mi departamento, pero me siento como en casa. Voy de un lado a otro por
un momento antes de alcanzar el pomo, mi estómago se hunde cuando no gira.
Bueno, eso resuelve mi problema.
Tiene llave.
Vacilante, golpeo la gruesa madera.
Pasos se acercan y se detienen durante un largo rato antes de que las
cerraduras tintineen y la puerta se abra de golpe. PUM. Kennedy está sobre mí,
golpeando con tanta fuerza que casi me caigo hacia atrás. Me abraza, susurrando:
—Volviste.
Me río.
—Han pasado como seis horas.
—Se sintieron como otros seis años —dice, arrastrándome al interior para
poder cerrar la puerta—. Sigo olvidando darte una llave.
—Una llave.
—Sí, para que no tengas que llamar la próxima vez —dice—. A menos que no
la quieras. Me imaginé...
—Por favor —digo—. Me gustaría.
Sonríe suavemente, entra en la cocina y saca una llave de un cajón. Me la
tiende, con la llave en la palma de su mano, pero agarro toda su mano y la atraigo
hacia mí.
—Gracias —digo—. Por dejar que me quede, a pesar de... ya sabes.
—¿A pesar de la paliza que le diste a un periodista? —Ella me besa, un suave
pico—. ¿A pesar de que te arrestaron? —Otro beso—. ¿A pesar de que tu mujer, la
de los tabloides, apareció y arruinó nuestra oportunidad de privacidad?
Un beso más y me río contra sus labios.
—Más o menos.
Le quito la llave de la mano y me la guardo en el bolsillo. En el momento en
que lo hago, oigo a Madison en su recámara hablando con alguien.
—Por cierto —dice Kennedy—, tu hermana está de visita.
Me quedo allí, en el salón. Es lo último que necesito.
—Se enteró del vídeo —explica Kennedy—, y vino a verte.
—¿Y qué? ¿Gritarme sobre la madurez? ¿Darme lecciones de
responsabilidad?
Un carraspeo cercano, y sé que es ella antes de que hable.
—Más bien vine a chocar los cinco, pero ya sabes, eso también. Deberías
hacer todo eso.
—¿Crecer y ser responsable?
—Din, din, din.
Sacudo la cabeza.
—Lo intento.
Parece que quiere decir algo, pero se muerde la lengua cuando Madison
irrumpe. Madison jadea y corre, estampándose conmigo, abrazándose a mi cintura
como lo hizo su madre.
—¡Papi, estás aquí!
—Sí —digo, despeinando su pelo—. Cielos, no tenía gente tan emocionada
por verme desde mi última alfombra roja.
—¿Puedo ir a las alfombras rojas? —pregunta Madison.
—Algún día —le digo—. Si tu madre dice que está bien.
—¿Mami? ¿Puedo?
—Ya veremos —dice Kennedy.
Madison me mira, sonriendo.
—¡Ella dijo que sí!
Sonrío.
—Estoy bastante seguro de que eso no fue lo que dijo, pero buen intento.
Madison se va otra vez a jugar y yo me siento en el sofá, pasándome una
mano por el pelo.
—Los dejo un rato para que hablen —dice Kennedy antes de desaparecer a
su recámara, dejándome solo con mi hermana.
—Oh, qué bien —digo—. Como la cárcel no fue lo suficientemente divertida,
encima tengo tiempo de calidad en familia.
Meghan se ríe y me da una patada en la espinilla para que me mueva mientras
pasa a su lado para sentarse en el sofá.
—Hablando de familia —dice sacando su teléfono.
Agacho la cabeza con un suspiro.
—¿Podemos no hacerlo?
—Papá fue quien me contó de la situación —dice—. Me envió un mensaje
esta mañana.
—Increíble.
Se aclara la garganta, su voz baja burlonamente mientras imita la voz de
nuestro padre, leyendo su mensaje.
—Mi querida Meghan, me han informado de que tu hermano se ha visto
envuelto en otro altercado con los medios de comunicación. Como partidario
incondicional de la libertad de prensa, defensor de la primera enmienda, es
probable que alguien se ponga en contacto conmigo para pedirme un comentario.
Me pareció justo advertirte de antemano. Grant B. Cunningham.
—Estoy seguro de que James Madison no se dedicaba a proteger el derecho
de alguien a agredir verbalmente a un niño.
—James Madison ni siquiera creía realmente en la Primera Enmienda —dice
Meghan—. Para él, todo consistía en responsabilizar a los políticos.
—Ahí lo tienes —digo—. Mándale un mensaje de vuelta y dile que James
Madison le diría que se metiera su opinión por el culo.
—Sí, lamentablemente, demasiado tarde para eso. —Meghan agita su
teléfono hacia mí, mostrándome un artículo antes de leer parte de él—. El ex
presidente de la Cámara de Representantes, Grant Cunningham, emitió un
comunicado en el que dice que está profundamente preocupado por el
comportamiento de su hijo. La prensa libre es esencial para una sociedad libre,
dice la declaración. La violencia contra los miembros de los medios de
comunicación no debe ser tolerada. Aunque John tiene un historial de arrebatos,
espero que esta situación le sirva de llamada de atención.
—Eso es rico, viniendo de él. Probablemente le importe una mierda cómo
afecta todo esto a mi hija.
Meghan continúa leyendo.
—Cuando se le preguntó por su rumoreada nieta, el ex presidente de la
Cámara de Representantes Cunningham comentó que nunca habla de asuntos
familiares.
—A menos que sea para arrastrarme por el lodo.
—Bueno, en su defensa, lo pones muy fácil —dice ella. Le clavo los ojos, sin
estar divertido, y ella levanta las manos—. Estoy bromeando.
—¿Te llamaron para hacer un comentario? —pregunto.
—Por supuesto que no. —Pone los ojos en blanco—. Dudo que a él le hayan
llamado siquiera. Probablemente se puso en contacto con ellos, desesperado por
ser relevante.
—Lástima —digo—. Podrías haberles dicho cuán pendejo irresponsable soy.
—Eso no es lo que habría dicho. —Se mete el teléfono en el bolsillo trasero
mientras se levanta—. Les habría dicho que dejaran de joder. Lo estás intentando.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

La segunda vez que te encuentras en el despacho de Clifford Caldwell, éste vuelve


a prestarte treinta segundos de atención a tu carpeta antes de cerrarla.
Te mira. Te mira de verdad.
—Háblame de ti —te dice.
Tú dudas.
—¿Qué quieres oír?
—No quiero oír nada, pero necesito saberlo todo.
—Está todo en mi currículum.
Una ligera sonrisa roza sus labios.
—No es tu trabajo. No soy un agente. Soy un gestor. Mi trabajo eres tú. Así
que qué tal si me dices quién crees que eres, y yo te diré quién vas a ser.
Le dices lo básico de Jonathan Cunningham. No hay mucho más allá de su
familia disfuncional. Le hablas de la mujer que te espera en casa, aunque él ya lo
sabe todo sobre ella.
Hablan durante unos minutos y, cuando dejan de hacerlo, él dice:
—Ahora hablemos de Johnny.
Johnny Cunning.
Ese es quien te conviertes.
Johnny suena más accesible que Jonathan. Cunningham hace que la gente
piense en tu padre, así que eliminas la última sílaba. Sólo el cambio de nombre te
hace pasar de ser el niño rico de una familia política al tipo misterioso que de alguna
manera resulta familiar. Los mantienes a la expectativa, no respondes a las
preguntas... pero emprendes un camino que te mantiene en su mente en todo
momento.
Ese es el plan.
Te dice que puede convertirte en el nombre más grande de Hollywood. Todo
lo que tienes que hacer es escucharlo y hacer lo que dice.
Un contrato está redactado antes de que salgas de la oficina. Lo lees. Deberías
haber hecho que un abogado lo leyera, pero cuando la oportunidad llama, tienes la
costumbre de abrir la puerta de golpe.
Lo firmas, en ese mismo momento.
En lugar de ir al departamento después, te desvías a la cafetería, donde está
ella. Está trabajando, revoloteando con su pequeño uniforme rosa, riendo,
bromeando y coqueteando. Te quedas fuera, en la acera, observándola. Ella te nota
y sonríe.
Saliendo, te pregunta:
—¿Cómo fue?
—Estás viendo a un hombre en gestión.
Sus ojos se ensanchan.
—Estás bromeando.
—Nop.
Ella chilla, dando un salto en el aire hacia tus brazos, rodeando tu cintura con
sus piernas, aferrándose a ti. La abrazas y te ríes mientras te besa frenéticamente
por toda la cara.
—Estoy muy orgullosa, Jonathan —dice—. Y tan, tan feliz por ti.
—Por nosotros —dices—. Esto es por ti también.
Ella afloja su agarre, sus pies otra vez en la acera.
—Será mejor que no lo olvides cuando tengas a todas esas fans rabiosas
intentando meterse en tus pantalones.
—No te preocupes, tú siempre serás la única fan rabiosa para mí.
Ella sonríe, dándote un codazo.
—Bueno, señor Oportunidad Grande, tengo que volver al trabajo... ya sabes,
sólo hasta que tengas éxito y pueda dejar mi trabajo.
Se dirige otra vez a la cafetería. Tú te vas a casa.
Y no lo sabes, pero unos minutos después de que te vas, Clifford Caldwell
entra en la cafetería. Casi te roba el momento otra vez. Se sienta en su sección,
pidiendo descaradamente un café, y le desliza un papel.
—Fírmalo.
Acuerdo de confidencialidad.
Ella duda.
—No.
—Fírmelo, o su carrera ya está acabada.
Ella no entiende el punto.
Así que le dice que está mintiendo y él se va.
Ella no firma nada.
Todo vuelve a la normalidad. Pasan las semanas. Te empiezas a preocupar.
No sabe por qué tu flamante gerente no responde a tus llamadas.
Sin embargo, ella sabe por qué.
Así que se presenta en la oficina de Clifford Caldwell y firma ese estúpido
papel, jurando que nunca revelará públicamente nada sobre ti ni sobre nada de
esto. No es que ella lo fuera a hacer, pero le preocupa que el hombre se empeñe
en mantenerla en silencio.
Al día siguiente, tu teléfono finalmente suena en medio de la noche, y las cosas
se disparan. Reuniones. Muchas reuniones. Necesita firmar con un nuevo agente.
Necesitas hablar con algunos publicistas. Necesitas mejores fotos de cabecera. Hay
clases que tomar y entrenadores vocales que ver, por no mencionar la preparación
para las audiciones y la creación de un carrete de demostración más atractivo.
No te pagan por nada de eso. No, te facturan. Clifford cubre todos los costos
por adelantado, pero se te cobrará. Muchas horas, día y noche. Tu horario se
vuelve tan loco que no puedes seguir el ritmo.
Pero ella lo hace. Un calendario en la pared de la sala de estar tiene todo
escrito. Ella te mantiene al día, incluso mientras trabaja horas extras. Ella cubre las
facturas. Ella compra la comida. Cocina y limpia, y te espera las noches que llegas
tarde, aunque esté agotada. Incluso cuando sólo quiere dormir un poco.
Sonríe y te dice que no pasa nada cuando tu primera gran audición cae en su
decimonoveno cumpleaños.
Pasan los meses, meses de caos. Los días se funden. El tiempo se escapa. Te
pierdes de los días festivos, pero ella también. Celebran la Navidad en enero.
Agendas tu primera película. Es una de esas comedias románticas para
adolescentes. Interpretas al mejor amigo. Ya no es el chico número 3 o el traficante
de heroína. Tu personaje tiene un nombre: Greg Barlow. Se filma localmente. Ella
te visita en el set algunas veces, pero ambos están tan ocupados que sólo puede
quedarse unos minutos.
La película termina en su segundo Aniversario de los Sueños. La invitas a salir
para celebrarlo, pero cada centavo que ganaste con la película se destinó al
reembolso, así que la celebración consiste en pasar el rato juntos en un parque.
—¿Todavía me amas? —te pregunta ella, sentada frente a ti en una mesa de
picnic. Tomas sus manos, acariciando suavemente su piel con los pulgares.
—Por supuesto que sí.
—¿Más que a todo?
—Más que cualquier cosa —dice—. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que extraño escucharlo —dice.
La miras fijamente. Hace tiempo que no lo dices. No fue intencional. La vida
es una locura, pero ella lo entiende. Incluso el tiempo para escribir ha sido escaso.
Cada vez que tiene la oportunidad, sus pensamientos son un revoltijo, las palabras
un borrón. La poesía ha desaparecido. Las metáforas. El simbolismo. Han
desaparecido. Todo se ha convertido en una masa nebulosa de sílabas despojadas
sobre el papel.
—Te amo —dices—. Más que todo en este parque. Más que cada línea de
diálogo que he pronunciado. Más que a Hollywood. ¿Sigue siendo suficiente, K?
¿Mi amor?
Ella sonríe.
—Por supuesto.
Tú no lo sabes, pero esa mujer... Incluso mientras sonríe, está completamente
aterrorizada. Tu amor es más que suficiente para ella, pero siente que se le escapan
trozos de él. Algo dentro de ella se está desintegrando. Su sueño. Lo está
perdiendo. Ella vino aquí contigo, sin darse cuenta de lo que estabas pasando. Te
sentías invisible, y estabas desesperado por un público, pero ¿dónde deja eso a tu
amor? Porque cuanta más gente te ve, parece que menos la ves a ella. Y ahora ni
siquiera puede contar su historia, no como ella quiere, porque le han robado la voz
y nadie tendrá nunca la oportunidad de leer sus palabras.
KENNEDY

Marcus me mira fijamente.


Se queda mirando. Y mirando. Y mirando.
Un silencio incómodo llena la oficina, espeso y sofocante. Apenas es después
de amanecer. Todavía no hay nadie más. Quería hacer esto antes de que apareciera
alguien, pensando que sería más fácil, pero no... incómodo.
Él sigue mirando.
—Pues, sí —murmuro—. Eso es.
Presenté mi aviso de dos semanas.
No sé cómo voy a durar tanto tiempo. Es lunes por la mañana, y los rumores
han tenido todo el fin de semana para extenderse. El vídeo se hizo viral en las
primeras veinticuatro horas. Resulta que el tipo trabaja para Crónicas de
Hollywood.
Marcus se aclara la garganta y dice:
—Me gustaría que lo reconsideraras.
—Lo sé —digo—, pero es imposible que funcione.
Por su expresión, sé que no está contento, pero es lo mejor, y en el fondo lo
sabe. Ya hay un coche de policía en el estacionamiento y un nuevo cartel en la
puerta de la tienda que dice “sólo para clientes”.
—Todo esto se calmará, ¿sabes? —dice, haciendo un gesto hacia la puerta
abierta de la oficina—. Se aburrirán y se irán.
—Lo sé, pero aun así... ya es momento.
Es el momento de pensar qué diablos quiero hacer con el resto de mi vida,
porque esto no lo es. Esto nunca fue el “algo especial” que mis padres querían para
mí, ni era mi sueño.
—Aceptable —dice Marcus—. Estoy decepcionado, pero no voy a fingir que
me sorprende. Sabía que algún día te perderíamos. Sólo esperaba que estuviera
retirado para cuando entraras en razón.
—Es un golpe duro.
—Lo es —dice, haciéndome un gesto para que me vaya, despidiéndome... así
de fácil. Salgo de la oficina y me dirijo al almacén trasero para empezar a trabajar,
sacando mi teléfono mientras camino. Tantas notificaciones. Tantas llamadas
perdidas. Las borro todas y le envío un mensaje a Jonathan.

Su respuesta es rápida.

Miro fijamente su respuesta antes de añadir:

Añade a su mensaje un diablo sonriente y un emoji de una pistola de agua, así


que le devuelvo el de los ojos en blanco como respuesta.
El tiempo pasa.
Trabajo en el inventario.
Oigo a la gente moverse por la tienda después de abrir, pero nadie me
molesta. Pero sé que se está acercando. Es sólo cuestión de tiempo.
Llegan las nueve y le envío un mensaje a Jonathan.
Le envío otro emoji de ojos en blanco antes de guardar el teléfono. Intento
concentrarme en el trabajo después de eso, pero estoy demasiado distraída.
Llegan las diez y vuelvo a enviarle un mensaje a Jonathan.

Satisfecha, vuelvo al inventario, pero no dura mucho. Llegan las once y envío
otro mensaje.

No responde.
En cambio, suena el teléfono.
Me está llamando.
Lo contesto.
—¿Hola?
—¿No tienes otra cosa que hacer en lugar de jugar a las veinte preguntas
conmigo esta mañana?
Suspirando, me encaramo en uno de los cajones.
—A diferencia de ti, puedo hacer varias cosas a la vez.
—Se lavó los dientes —dice—. También se cepilló el pelo. Y se puso una
especie de traje de una sola pieza. ¿Un jumper? ¿Romper? ¿Azul, tal vez? Podría
haber sido negro.
—¿Y se acordó de su mochila?
—Por supuesto —dice riendo—. Incluso se puso zapatos antes de salir del
departamento.
—Lo siento, sé que estoy haciendo muchas preguntas, pero arg, siempre he
estado por las mañanas. Esta es la primera vez que no he estado allí para prepararle
el desayuno o atarle los zapatos.
—Ella estaba bien —dice—. Cuando la desperté, le dije que tenías que ir a
trabajar temprano, así que tenía a papi. Y estoy bastante seguro de que, cuando la
dejé, todavía tenía todos los dedos de las manos y de los pies.
—Gracias —digo—. Debería ir a trabajar ahora. Nos vemos en un rato.
Cuelgo y vuelvo al trabajo cuando llaman a la puerta. Se abre lentamente y
aparece Bethany, dudando justo en el exterior. Al principio no dice nada. Me mira
fijamente como lo hizo Marcus. Mirando, y mirando, y mirando...
—¿Necesitas algo? —pregunto.
Niega con la cabeza mientras el silencio sofocante de la oficina se abre paso.
—Sólo estaba...
—¿Sólo qué?
—Sólo... ¿es verdad? En serio, ¿estuvo en tu departamento?
—Sí.
Su expresión parpadea con dolor.
—¿Conoces a Johnny Cunning? ¿Y no me lo dijiste?
—Sí te dije —digo—. Incluso te dije que te mandó saludos el otro día.
—Estábamos bromeando. O yo creía que estabas bromeando. ¿Lo decías en
serio?
Me encojo de hombros mientras la culpa se instala, porque tal vez estoy
siendo injusta.
—Realmente te mandó saludos. Se acordó de ti.
Sus ojos se ensanchan y su rostro palidece.
—Dios mío, ¿en serio?
—De verdad —digo—. Y siento haberte hecho creer que era una broma, pero
sinceramente, ¿habrías creído alguna vez que lo conocía de verdad? No lo creo.
—Pero podrías, no sé, ¿traerlo por aquí? Oh, Dios mío, Kennedy, ¡habría
creído entonces!
—No podía.
—¿Por qué no?
—Mira, es complicado. Lo conozco desde hace mucho tiempo, desde que era
más joven que tú. Lo conocí incluso antes de que existiera un Johnny Cunning del
que hablar. Lo que tenemos... es complicado.
—¿Estuvieron...? Dios mío, ¿Tú y Johnny han, ya sabes? ¿Juntos?
—¿Hemos qué?
—Ya sabes... ¿lo hicieron?
Le dirijo una mirada incrédula.
—Sabes de dónde vienen los bebés, ¿verdad?
—Lo sé, pero como... oh, por Dios. ¿Es verdad? ¿Es su hija?
—Sí.
—Oh, por Dios.
—Bethany, te juro que si dices oh por dios una vez más.
—¡Lo siento! ¡Es que no puedo entender el hecho de que tengas un bebé con
el maldito Johnny Cunning! ¿Cómo es esto la vida real?
—Bueno, en realidad ya no es un bebé. Y como dije, fue hace mucho tiempo.
—¿Así que no han, ya sabes, desde que él está por aquí? ¿Los dos no han
estado... juntos?
No digo nada, porque realmente no quiero responder a eso, pero mi silencio
es suficiente para darle lo que quiere.
Ella jadea, con los ojos aún más abiertos mientras suelta un chillido y grita:
—¡Lo han hecho!
Hago una mueca.
Vuelve a chillar y entra en el almacén.
—¡De ninguna manera! Tienes que contarme todo. Necesito detalles.
Siento que se me calienta la cara.
—No me gusta besar y contar.
—¿Qué? ¡No! Tienes que hacerlo. No puedes decirme que te acuestas con
Johnny Cunning y no darme más. O sea, ¿cómo es él? ¿Qué tan grande es? ¿Cómo
es? Descríbelo.
Me río de eso.
—No lo voy a describir. Y es, bueno... no sé. No le falta, si eso es lo que
preguntas.
—¡Oh, por Dios!
Dejo pasar esa.
—Sólo... wow —dice ella—. Esto me está volando la cabeza. No me están
haciendo una broma, ¿verdad? Esto es real, ¿verdad?
—Sí.
Saco mi teléfono y dudo antes de abrir FaceTime y marcar el número de
Jonathan. Nunca lo he llamado por FaceTime, así que no estoy segura de que vaya
a contestar, pero al cabo de un momento agarra el teléfono y su cara aparece en la
pantalla delante de mí.
Todo lo que veo es piel: no lleva camisa. Tiene el pelo revuelto. Todavía no
se ha afeitado. En un segundo me doy cuenta de que está en mi cama.
—¿Es en serio? —digo enseguida—. ¿En serio estabas durmiendo?
—Lo estaba intentando —dice—. Pero alguien sigue interrumpiendo mi
siesta.
—Increíble. —Sacudo la cabeza, apartándome de la caja para pasearme hacia
una Bethany impactada. Sé que oyó su voz. Sé que la reconoce. Le empujo el
teléfono y se lo pongo en la mano mientras le digo:
—Diviértete con ese. Tal vez te lo describa.
Me escabullo fuera del almacén, oyendo su chillido.
—¡Oh, por Dios!
La tienda está llena para ser un lunes por la tarde. Tengo que recorrer los
pasillos para poder reponer existencias, pero la gente está por todas partes,
comprando.
O, bueno, fingiendo comprar.
Siento ojos siguiéndome.
La voz de Marcus llega por el altavoz, llamando:
—Subgerente al Servicio de Atención al Cliente.
Gimo. Soy la única subgerente que hay. Cuando llego a la parte delantera de
la tienda, mis pasos se detienen, mis ojos se dirigen a un hombre que está en el
mostrador de atención al cliente.
Clifford Caldwell.
Su rostro es uno que no he visto en mucho tiempo, un rostro que no me
importaría no volver a ver en mi vida. Cincuenta años, un poco guapo en el sentido
de Mad Men. Siempre me ha recordado a un ejecutivo publicitario de época. La
confianza rezuma de sus poros, y probablemente es merecida. Es bueno en lo que
hace. La industria lo trata como si fuera un dios, pero hace tiempo que me di cuenta
de que era el diablo disfrazado.
Clifford se apoya en el mostrador, esperando algo.
A mí, me doy cuenta.
—Sr. Caldwell —digo al acercarme—. ¿Puedo ayudarle en algo?
Sonríe mientras me mira. Haciendo que mi piel se contraiga.
—Esperaba que pudiéramos hablar.
—Hablar —digo—. No estoy segura de que este sea el lugar adecuado para
eso.
—Pueden usar mi oficina —ofrece Marcus.
Nunca he querido estrangular a alguien tanto como a mi futuro ex jefe. Una
charla con Clifford no será una conversación sobre el tiempo. He estado temiendo
que apareciera, aunque sabía que era inevitable. Formar parte de la vida de
Jonathan significa que este hombre compite por el control, y eso es algo en lo que
he evitado pensar, porque no estoy segura de que sea algo que pueda aceptar. Ya
no. Toleré mucho hace años, viéndolo como un mal necesario de Hollywood, pero
las cosas son diferentes ahora.
—Después de ti —dice Clifford, señalando la oficina vacía. Suspiro tan fuerte
que probablemente todo el mundo en la tienda lo oye, y me cruzo de brazos
mientras entro en la oficina, sentándome en la silla detrás del escritorio.
Clifford cierra la puerta.
No se sienta.
En lugar de eso, se eleva sobre mí, observándome, como si me estuviera
midiendo, antes de poner un papel en el escritorio frente a mí.
—Fírmalo.
Acuerdo de confidencialidad.
—Ya firmé uno.
—Esta es una versión actualizada. Él era un 'don nadie' cuando firmaste. Las
expectativas son diferentes cuando se trata de una celebridad.
—¿Significa eso que el que firmé ya no es válido?
Sonríe escuetamente.
Lo tomo como un ‘sí’ contrariado.
—Debería haber actualizado el tuyo hace años, pero sinceramente no vi la
necesidad. No preveía que volvieras a ser un problema.
—Un problema... ¿es eso lo que soy?
—Tal vez complicación sea una palabra mejor para ti, porque sí, complicas
las cosas. Lo hiciste entonces, y lo haces aún más ahora. Así que firma, Srta.
Garfield. Acabemos con esto.
Leo el acuerdo, para ver qué es tan diferente. Ya no se trata de proteger su
privacidad y preservar su reputación. Ahora se trata de proteger su derecho a
monetizar la información.
Su nombre tiene valor. Su historia vale dinero. Los tabloides pagarían bastante
por ella. Dejó de ser una persona para convertirse en una marca, cambiando su
privacidad por notoriedad cuando vendió su alma al diablo.
Y este papelito dice que no puedo susurrar una palabra de lo que sé porque
hacerlo es como robar su propiedad y empeñarla como propia.
—¿Sabe él de esto? —pregunto, curiosa, porque no puedo entender que
Jonathan esté de acuerdo con que su existencia se equipare a una cosa, como si
fuera una marioneta para hacer dinero y no un ser humano.
—Está consciente —dice Clifford—. Su abogado ha hecho cumplir algunos en
su nombre.
Arbitraje, dice, lo que significa que no hay tribunal, sólo un juicio rápido, el
acuerdo mantenido en privado.
—Okay, pero ¿lo ha leído?
Clifford no contesta, sino que dice:
—Espero que sepas que esto no es personal.
—Por supuesto que lo es —digo—. Siempre ha sido personal. Si no, le habrías
hecho firmar uno a Serena Markson.
—Hago que todos los firmen.
—Bueno, de mucho sirvió eso, ¿eh? ¿Vas a llevarla al arbitraje por enviar a los
tabloides a la puerta de mi padre?
Me mira fijamente.
Puedo sentir su mirada.
Estoy cansada de que la gente se me quede mirando.
—¿Por qué estás tan segura de que es Serena? —pregunta—. ¿Podría ser
porque estás enfocada en culpar a la otra mujer?
—No hay ninguna otra mujer —digo, la forma en que lo parafraseó me
alborota las plumas, por así decirlo. Está tratando de meterse en mi piel, y arg, está
funcionando—. Me dijo que sólo eran amigos.
—¿Y qué son tú y él?
Abro la boca para responder, pero no tengo la menor idea de qué decir. Es el
padre de mi hija. Es el hombre que duerme a mi lado, que me hace el amor, que
jura que aún me ama, pero no estoy segura de qué es todo eso.
—Johnny tiene talento —dice Cliff, y mi silencio le incita a continuar con su
pequeño sermón—. Pero este negocio es despiadado, y se necesita algo más que
talento para salir adelante. Yo trabajo duro para mantenerlo en la cima. No va a
caer en el olvido bajo mi mirada. Así que, otra vez, no es nada personal. Hago lo
necesario para que no vuelva a ser un ‘don nadie’.
Hay tantas cosas que quiero decir ahora mismo. Saca un bolígrafo y me lo
tiende, pero lo ignoro. En lugar de eso, arrugo el papel y empujo la silla hacia atrás
para ponerme de pie, diciendo:
—La cuestión es, señor Caldwell, que Jonathan nunca ha sido un don nadie.
Mantengo lo que le dije hace años. Es demasiado bueno para usted.
Salgo de la oficina, dando unos pasos hacia la tienda antes de oír voces
fuertes. Al mirar las cajas registradoras, veo a Bethany.
Junto a ella está Serena Markson.
—Estupendo —murmuro.
Justo lo que necesito.
Las dos se toman selfies como si fueran amigas de toda la vida y Bethany se
deshace en elogios hacia ella mientras firma autógrafos. Clifford sale de la oficina
detrás de mí, se aclara la garganta y llama la atención de Serena.
—Cliff, ¿dónde has estado? —pregunta Serena, acercándose al mostrador de
atención al cliente.
—Ocupándome de un problema —dice él—. Ya podemos irnos.
Intento pasar por delante de ellos, intento rodearlos, sin querer nada más que
salir por la izquierda del escenario antes de que esto se ponga feo, pero Serena se
da cuenta de mi presencia.
—Kennedy —dice, leyendo mi gafete—. ¿La Kennedy? Te ves diferente.
—Diferente —digo, preguntándome qué quiere decir con eso, porque no
parece un cumplido.
—De la otra noche —dice—. Con Johnny, estabas toda arreglada, con un
vestido... Casi no me di cuenta de que eras tú. Siempre te ves tan diferente en tu
pequeño uniforme de trabajo.
Sí, definitivamente no es un cumplido.
Incluso en una tienda de comestibles, parece que está preparada para una
sesión de fotos, ni un pelo fuera de lugar.
—Sí, bueno, ya sabes cómo es —murmuro—. El mundo real y todo eso.
Sus ojos se entrecierran.
—Un placer, como siempre, señorita Garfield —dice Clifford antes de
presionar su mano en la espalda de Serena y darle un empujón—. Estoy seguro de
que nos veremos pronto.
—Estoy deseando que llegue el momento.
Cielos, voy a tener que ayudar a un montón de ancianas a cruzar la calle para
ganarme un poco de buen karma por esa gran mentira.
Serena me mira por encima del hombro mientras los dos salen de la tienda.
En cuanto salen, ella levanta las manos y empieza a despotricar. Veo a través de
las puertas de cristal cómo Clifford la obliga a entrar en un coche antes de que
pueda montar una escena.
Suspirando, me acerco a Bethany, que está tan emocionada que da saltos. En
cuanto estoy al alcance de su mano, me abraza.
—¡Oh, por Dios! Eres la mejor.
—¿Supongo que tuvieron una buena charla?
—¡La mejor! —Me devuelve el teléfono—. ¡Gracias a ti, pude hablar con mis
dos ídolos!
—Bueno, no estoy segura de que lo de Serena haya sido cosa mía.
—Pero cuando apareció el otro día, preguntó por ti, así que te doy todo el
crédito.
—¿El otro día? —Me golpea cuando pregunto, la noche en que se presentó
en mi departamento—. Espera, ¿estaba preguntando por mí?
—Sí, preguntó si alguien conocía a una mujer llamada Kennedy. Es curioso,
porque ella ni siquiera sabía que trabajabas aquí. Sólo sabía que eras de Bennett
Landing, y que la tienda era lo único que estaba abierto. Quería saber dónde podría
encontrarte, así que la envié a los departamentos. —Los ojos de Bethany se
ensanchan—. Espera, ¿no debería haber hecho eso? No sabía... no estaba segura...
estaba tan emocionada, y ella ni siquiera mencionó a Johnny, así que no me di
cuenta... oh, por Dios, ¿estás teniendo una aventura con su esposo?
Sacudo la cabeza, mi puño se aprieta alrededor del acuerdo de
confidencialidad hecho bola. No sé ni qué decir a nada de eso, así que me alejo.
Antes de que pueda meter el teléfono en el bolsillo, vibra con un mensaje.
Miro la pantalla.
Es de Jonathan.

Me río de eso, a pesar de todo lo que está pasando.

Empiezo a escribir que ella perdió la cabeza cuando llega otro mensaje.

—¡Papi! ¡Papi! ¡Adivina qué!


Maddie corre hacia él en el momento en que estamos a salvo dentro del
departamento, demasiado emocionada para darse cuenta de que hay un agente de
policía al acecho fuera, un coche patrulla estacionado a poca distancia de mi puerta
principal para mantener a todos a distancia.
Jonathan está en la cocina cocinando otra vez, o bueno, lo está intentando.
Huelo algo que se está quemando. No creo que se le dé mejor que a mí. Apaga un
quemador de la cocina y aparta la sartén antes de mirarnos.
—¿Qué?
—¡Hoy, en la escuela, la señora Appleton dijo que vamos a hacer una obra de
teatro!
Levanta una ceja.
—¿Una obra de teatro?
Asiente con entusiasmo.
—¡Tiene que ver con el clima que hace fuera y con el agua y esas cosas!
Pudimos elegir los papeles, pero lo hicimos con un sombrero, porque todos querían
ser el sol, ¡pero yo no! ¡A mí me tocó ser un copo de nieve!
—Guao, eso es increíble —dice él, sonriéndole—. Creo que yo también
querría ser un copo de nieve.
—No es hasta que se acabe la escuela —dice ella—. ¿Vendrás a ver?
—Por supuesto —dice él—. Estaré allí.
Sale corriendo, diciendo algo sobre la necesidad de practicar, aunque todavía
falta más de un mes para el ‘que se acabe la escuela’. Me apoyo en la encimera de
la cocina junto a la estufa, mis ojos se posan en la comida.
—Hot dogs.
—Sí, los jodí todos —dice riendo—. Me alejé un segundo y se desató el
infierno en la sartén.
—Nos gustan los hot dogs así por aquí —digo—. Cuanto más quemados,
mejor.
—Bien —dice—. Porque están tan quemados que están casi negros.
Empieza a buscar en los gabinetes, sacando una caja de macarrones con
queso para acompañarlos. Aparte de la estufa, el departamento está impecable. Me
doy cuenta de que ha estado limpiando, aunque para empezar no estaba
desordenado. La domesticidad, aunque se aprecia, despierta una sensación
inquietante.
Se está inquietando.
—¿Estás bien? —pregunto.
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Por muchas razones.
Empieza a hervir los macarrones e ignora mi pregunta durante tanto tiempo
que no creo que vaya a responderla. Al final, sin embargo, dice:
—Ha sido uno de esos días.
—Quieres un trago.
Lanza sus ojos hacia mí.
—No me malinterpretes. No es que no esté bien. Es sólo que...
—Quieres un trago.
—Sí. —Sus ojos vuelven a la estufa, como si no quisiera mirarme—.
¿Decepcionada?
—Depende —digo—. ¿Te emborrachaste mientras trabajaba?
—Por supuesto que no —dice.
—Entonces no tengo motivos para estar decepcionada.
—¿No te molesta que sea débil? —pregunta—. Todo por perder, y, aun así,
daría mi huevo izquierdo por un solo sorbo.
—Eso no es ser débil, Jonathan. Te he visto débil. Te he visto tan borracho
que no podías mantenerte en pie, tan drogado que dudaba que fueras a bajar, pero
aquí estás.
Me mira otra vez.
—La única manera de que me decepciones es si te presentas aquí borracho
—digo—. O, ya sabes, si no apareces en absoluto.
—No tienes que preocuparte por eso —dice, cambiando de tema—.
Entonces, ¿cómo fue tu día?
¿Mi día?
—Sinceramente, daría tus dos huevos por un trago después de la tarde que
tuve.
Hace una mueca.
—¿Tan mal?
Metiendo la mano en el bolsillo trasero, saco el papel que he llevado todo el
día. Está doblado en un pequeño cuadrado, arrugado y roto. Lo he alisado y
arrugado varias veces, leyendo las palabras una y otra vez hasta el punto de tener
pasajes memorizados. He agonizado sobre si estoy haciendo lo correcto y todavía
no estoy segura.
—¿Qué es eso? —pregunta.
Le entrego el papel.
Con las cejas fruncidas, lo despliega y sus ojos examinan el acuerdo de
confidencialidad sin firmar.
—Lo firmaré —le digo—, si es lo que necesitas.
—No te preocupes.
—Espero que sepas que nunca te vendería —digo—. Nunca vendería tu
historia. Ni siquiera contaría tu historia. No es mía para contarla.
Me lanza una mirada incrédula, que escuece, antes de decir:
—Es igualmente tu historia, Kennedy. Tienes todo el derecho a contarla.
—Pero yo no te haría eso.
La mirada incrédula da paso a algo más. Sospecha.
—¿Por eso dejaste de escribir? Sé que Cliff te hizo firmar uno de estos hace
mucho tiempo. —Sacude el papel arrugado hacia mí—. ¿Es esto lo que te hizo dejar
de contar nuestra historia?
Dudo. Quiero decir que no, porque no lo es... no de la manera que él está
pensando. Pero, sin embargo, lo es. Es una de las muchas cosas que desviaron
nuestra historia en la dirección que tomó, haciendo que terminara como terminó.
Pero no sé cómo explicarlo.
Su expresión cambia otra vez, mi silencio le molesta. Hay rabia en sus ojos y
tensión en su mandíbula, casi como si alguien lo hubiera golpeado, alguien en quien
confiaba, alguien que se supone que lo cuida, alguien que se supone que nunca le
causaría daño. El pecho se me aprieta mientras mis ojos empiezan a arder, la vista
se me nubla. Intento no llorar, pero su expresión está rompiéndome.
Rompe el papel y lo hace pedazos antes de tirarlo a la papelera.
—No necesito que lo firmes.
Me acerco a él, preocupada, porque ya lo he visto hacer esto antes. Lo vi
muchas veces cuando éramos más jóvenes, él retirándose. Le toco el brazo, pero
se aparta, poniendo espacio entre nosotros.
—Jonathan...
Antes de que pueda decir nada más, antes de que él pueda reaccionar, Maddie
entra corriendo en la cocina, anunciando que tiene hambre.
La expresión de Jonathan vuelve a cambiar, el cambio es tan brusco que casi
me deja sin aliento. Sonríe, sin dejar que ella vea que está disgustado, el actor
entrando en acción. Le da un hot dog, termina de preparar los macarrones con
queso, la acomoda en la mesa y le besa la cabeza antes de girarse hacia mí, y el
cambio se produce otra vez. Enojo.
Pasa junto a mí, sale de la cocina y dice:
—Tengo que dar un paseo —mientras se dirige directamente a la puerta
principal.
Lo sigo.
—Espera —digo en voz baja, sin querer que Maddie lo escuche—. Por favor,
no salgas cuando estés así.
—Estoy bien —dice—. Sólo necesito un poco de aire.
Entonces se va, y yo me quedo ahí, mirando la puerta de entrada, hasta que
Maddie se termina su hot dog y sale de la cocina, preguntando:
—¿A dónde fue papi?
—Tuvo que hacer algunas cosas de adultos. Volverá más tarde.
Más tarde. Mucho más tarde.
Estoy acostando a Maddie, leyéndole, y parece un poco preocupada porque
su padre no ha vuelto, cuando se abre la puerta del departamento. Maddie sale de
la cama de un empujón, abandonándome a mitad del libro para correr hacia él.
Oigo el eco de su risa en el departamento y veo su sonrisa mientras la carga de
vuelta a su recámara. Veo cómo la arropa, sin decirme nada.
De repente me siento invisible.
Le doy el libro a Jonathan, murmurando:
—Puedes terminar. —Antes de salir de la habitación.
Me estoy cambiando el uniforme cuando Jonathan entra en la recámara,
suspirando mientras se sienta en mi cama. Siento sus ojos observándome mientras
me pongo el pijama. Ya no soy invisible. No, me siento asombrosamente desnuda
en este momento, incluso cubierta por la ropa.
—No debería haber sacado el tema —digo, necesitando decir algo, porque la
tensión me corroe—. Estabas teniendo un día difícil. Yo sólo lo empeoré.
—No hiciste nada malo —dice—. Te dije que no trataras con pinzas.
—Estás molesto.
—Pero no contigo —dice—. Es que... estoy encabronado con la situación.
Estoy enojado por lo que mis pendejadas te han hecho. Cada vez que intento
mejorar las cosas, acabas sufriendo.
—No estoy sufriendo.
Lo ignora y sigue hablando.
—Dicen que hay que enmendar las cosas: es la única manera de ser mejor
persona, de tener una vida mejor, pero no si arreglarlas significa hacer daño a otra
persona. Enmienda, a menos que cause más daño. Me pasé el año pasado
diciéndome a mí mismo que no viniera aquí, que no hiciera esto, porque acabaría
jodiendo lo que has construido, pero pensé que tal vez estaría bien. Pensé que tal
vez funcionaría, pero aquí estamos: ni siquiera puedes salir a la calle sin que te
acosen, y mi representante te lanza acuerdos de confidencialidad porque Dios no
lo quiera que seas libre de existir en tu maldita historia.
—No estoy sufriendo —digo otra vez—. No me estás haciendo daño por estar
aquí. No nos haces daño por ser padre. Todo lo que estás dañando, Jonathan, es
tu imagen.
—Me importa una mierda mi imagen.
Pero no es así. Ha sido esa persona durante mucho tiempo.
—Johnny Cunning no tiene familia, al igual que no tuvo novia —digo—.
Johnny Cunning tiene una famosa modelo diagonal actriz que puede o no ser su
esposa. Johnny Cunning no anda por los pueblos pequeños ni va a las obras de
teatro de la escuela para ver a una niña que finge ser un copo de nieve. La única
cosa de polvo blanco que le importaba a Johnny Cunning era la cocaína.
No dice nada, mirando al suelo.
—Tal vez no lo veas, porque caminas en sus zapatos todos los días. Tal vez
estés demasiado cerca, pero desde afuera, donde estoy yo, es obvio. Son dos
personas diferentes. Tienes dos vidas diferentes. Comparto una historia con uno
de ellos. Y hasta que no decidas quién eres realmente, quién quieres ser, nada va
a cambiar.
—No quiero seguir lastimándote —susurra—. Nunca quise lastimarte.
—Lo sé. —Lo empujo hacia atrás en la cama lo suficiente como para
arrastrarme sobre su regazo. Mis manos enmarcan su cara mientras hago que me
mire—. Lo sé, Jonathan. Siempre has querido hacerme sentir bien.
—Porque te amo —dice.
—¿Más que al whisky? —pregunto.
—Más que al whisky —Concuerda—. Más que la cocaína.
—¿Más que a las modelos diagonal actrices?
—Ni siquiera me gustan la mayoría de los días. Pero te amo. Te juro que te
amo desde antes de mi decimoctavo cumpleaños, cuando nos sentamos en el sofá
de tu padre y me vimos haciéndome el muerto en la televisión.
—Mi cosa favorita que has hecho alguna vez —susurro, besándolo—. Todavía
me debes ese autógrafo, niño muerto en La Ley y el Orden.
JONATHAN

—¡Vamos, cariño! —grita Kennedy, mirando su reloj mientras está de pie junto a
la puerta principal—. ¡Hora de irnos! Tengo que ir a trabajar.
—Yo la llevaré —digo—, si quieres.
—No hace falta que lo hagas.
Madison viene trotando, arrastrando su mochila detrás de ella.
—¡Quiero que papi me lleve a la escuela otra vez! ¿Por favor?
Kennedy parpadea un par de veces y murmura:
—O tal vez sí.
—Yo me encargo —digo—. No hay problema.
Duda antes de dar un suspiro resignado cuando Madison me agarra la mano.
—¿Tienes todo lo que necesitas?
Madison asiente.
—Sip.
—Es martes —dice Kennedy—. ¿Tienes algo para Mostrar y Explicar?
Otro asentimiento.
—Sip.
—¿Breezeo? —adivina Kennedy.
Una sonrisa esta vez.
—Sip.
—Por supuesto —murmura, inclinándose para besar a Madison en la frente—
. Que tengas un buen día. Te amo.
—Te amo, mami —dice Madison—. Más que incluso Mostrar y Explicar.
—Más que los hot dogs quemados de tu papi —dice Kennedy en tono de
broma, poniéndose de pie. Se inclina y me besa, quedándose ahí mientras sonríe
suavemente y susurra—: Te veré después del trabajo.
Se va entonces, saliendo por la puerta, mientras Madison tira de mi mano.
—Vamos, papi. Es hora de ir a la escuela.
Es difícil llevar a esta niña a la escuela por las mañanas. Hay un policía
estacionado delante del departamento. También habrá uno frente a la escuela.
Pero en el medio es donde las cosas son un poco imprecisas. Son sólo unas pocas
cuadras, pero en nuestra situación es como jugar un puto juego de Jumanji.
Tira los dados y espera que los chupasangres no salgan y te aplasten el culo.
Ayer tuvimos suerte, pero hoy, no tanta. A una cuadra de la escuela, alguien
me llama por mi nombre desde el otro lado de la calle y se acerca corriendo,
intentando que me detenga.
Le ignoro y sigo caminando.
—Papi, ese tipo te está hablando —dice Madison.
—Lo sé —le digo—. Finge que no está ahí.
—¿Como si fuera invisible? —pregunta—. ¿Como Breezeo?
—Exactamente así —digo—. No importa lo que diga o haga, actúa como si
no fuera más que aire.
—Puedo hacer eso —dice ella asintiendo—. Y ahora, como soy un copo de
nieve, ni siquiera tengo oídos. No oigo nada.
—Buena chica.
El tipo lo intenta. Jesús, vaya que lo intenta.
Más de una vez quiero arrancar y darle un puñetazo en la puta boca por lo
que dice delante de mi hija. ¿Estás bebiendo otra vez? ¿Sigues drogándote? ¿Por
qué agrediste a ese periodista? ¿Estás encabronado porque el mundo se enteró de
tu pequeño y sucio secreto? Linda niña, ¿por qué trataste de esconderla? ¿Te
avergüenzas de su madre o algo así?
Mis pasos se detienen frente a la escuela y miro a Madison.
—Entra.
Intento soltarle la mano, pero ella se resiste y me aprieta más, tirando.
—No, tú también tienes que venir.
—¿Tengo que entrar?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque sí —dice, tirando tan fuerte como puede, intentando que ceda. Le
doy la razón, la sigo dentro y dejo que me lleve a su clase.
—¿No debería firmar en la oficina o algo así? —pregunto—. ¿Mostrar una
identificación? No dejan a los adultos vagar por los pasillos, ¿verdad?
—No sé —dice encogiéndose de hombros.
—Bueno, eso lo aclara...
Me arrastra hacia el aula y se detiene justo en la puerta.
—¡Tarán!
La miro, confundido, mientras todos en el aula nos miran.
—¿Es el día de las profesiones o algo así?
—No, bobo —dice Madison—. ¡Mostrar y Explicar!
—¿Qué?
—Podemos traer una cosa favorita para poder enseñarla —dice,
explicándome el Mostar y Explicar, como si pensara que no lo estoy entendiendo—
. Pero nada demasiado caro, porque podría ser robado, pero no pagué nada por ti.
—¿Me trajiste a mí para el Mostrar y Explicar? —pregunto incrédulo—. Pensé
que habías traído a Breezeo.
En el momento en que lo digo, hace clic.
Yo soy el Breezeo que ha traído hoy.
—Dah —dice Madison—. Sra. Appleton, ¿puedo hacer mi Mostrar y Explicar
ahora? Porque no puedo guardarlo en mi mochila hasta el almuerzo.
La profesora no parece tener idea de qué decir, así que se limita a ondear su
mano a Madison, dándole permiso.
Madison me lleva al frente del aula cuando suena el timbre.
—Este es mi papi, pero no es sólo mi papi. También es Breezeo. ¡El verdadero
Breezeo!
Hay algunos ohhs y ahhs, pero un niño en la parte de atrás se burla.
—No se parece a Breezeo.
—Pues lo es —dice Madison antes de mirarme—. ¿Verdad, papi?
Hablando de incomodidad.
—Sí.
La profesora se aclara la garganta.
—Las preguntas vienen después, chicos. No durante la presentación.
Miro a la mujer con incredulidad.
—¿Preguntas? —Ella asiente, ligeramente divertida.
—Primero, obtuve a mi papi... no sé cuándo —dice Madison, frunciendo el
cejo mientras piensa en eso. Supongo que no encajo en el formato—. Cuando era
un bebé, creo, pero no lo supe hasta los cinco años. Y, creo que mi mami me lo
regaló.
La maestra se esfuerza por no reírse.
—Segundo, lo hicieron su mami y su papi, pero no los conozco —dice
Madison—. Y tercero, es una de mis cosas favoritas porque es mi papi. Y porque
es Breezeo. Así que gracias por escuchar y levanten la mano si tienen preguntas.
Demasiadas manos se alzan, incluida la de la ayudante que acecha en el fondo
del aula. Madison sonríe, burbujeando de emoción por ser el centro de atención.
—¿Me dan una silla? —pregunto—. Tengo la sensación de que voy a estar
aquí un rato.
Después de que mi culo se planta en un asiento, empiezan las preguntas. ¿Es
Breezeo realmente real? ¿Puede volverse invisible? ¿Cuándo se convirtió en
Breezeo? ¿Cómo es que no se parece a él? Madison responde lo mejor que puede,
pero yo intervengo de vez en cuando para aclarar que, de hecho, no soy un
superhéroe.
—¿Pero los superhéroes son reales? —pregunta un niño.
Madison me mira expectante, cediendo a mi experiencia en esa cuestión, pero
no tengo nada. No voy a matar la imaginación de una sala llena de niños de kínder
con esa realidad. Los paparazzi que me persiguen ya son bastante malos. ¿Madres
con antorchas? No, claro que no.
—Los héroes son ciertamente reales —dice la ayudante —. El Sr. Cunning
salvó hace poco a una joven de ser atropellada por un coche.
Ahí van los ohhs y los ahhs, un 'wow' o dos mezclados para una buena medida.
—No fue para tanto —digo mirándome la muñeca—. Sólo estaba allí cuando
pasó.
La Sra. Appleton interviene.
—Odio interrumpir esto, pero tenemos que empezar la lección de hoy.
Parece que soy el único que no está decepcionado por eso. La profesora me
da las gracias y Maddie me abraza, y yo salgo por la puerta y me dirijo al pasillo
antes de que la ayudante pueda llorar esta mañana.
Al salir, veo que el maldito tipo que nos ha seguido hasta aquí sigue al acecho.
Bajando la cabeza, paso junto a él mientras me pregunta:
—Johnny, ¿qué piensa tu esposa de todo esto?
—No tengo esposa.
—¿No tienes?
—Nop.
Me alejo, pero él no me sigue.
Supongo que su trabajo tampoco es tan divertido sin público.

El coche de policía ya no está delante del departamento cuando llego, pero sí


un sedán negro. Cliff está de pie junto a él, apoyado en su espalda, ocupado con su
Blackberry.
Ni siquiera levanta la vista cuando me acerco.
—¿Olvidaste tu cita de hoy? —pregunta—, ¿o decidiste que no te importa?
—¿Cita?
—Para tu muñeca —dice—. Al menos recuerdas que está rota, ¿no?
—Por supuesto.
—Bien —dice—. Me preguntaba... qué, con lo que corres por ahí, golpeando
a la gente. Me imaginé que habías olvidado que se suponía que estaba curando
para poder volver al trabajo.
Está de muy buen humor. Incluso está tecleando agresivamente, sus dedos
golpeando la pantalla con tanta fuerza que no me sorprendería que se rompiera.
—Llamé a tu médico y le dije que llegarás tarde —dice—. Lo cual es algo que
debería hacer tu asistente.
—No me he molestado en conseguir otro de esos.
—Soy consciente —dice—. Por eso me he quedado atorado haciéndolo.
—Nadie dijo que tuvieras que hacerlo —señalo—. Mi vida personal es mi
propio problema.
—Y te he dicho muchas veces, Johnny, que no hay que separar las dos cosas.
Tu regreso al trabajo depende de la autorización médica, y si no puedes molestarte
en acudir a una maldita cita con el médico, pues toda la puta película está jodida.
Lo miro fijamente. En todos los años que conozco a este hombre, nunca lo
había oído decir “maldito” hasta ahora, y mucho menos ese “puta” que ha lanzado
después.
—Mira, se me olvidó —digo—. Acompañé a mi hija a la escuela. No estaba
tratando de encabronarte.
—Está bien —dice, sacudiendo la cabeza—. No es para tanto. Estaba
frustrado antes de llegar aquí.
—¿Qué te tiene tan molesto?
—Tu novia.
—¿Qué?
—O tu exnovia, debería decir. —Guarda el Blackberry antes de mirarme—.
Serena, no la señorita Garfield. Si es una ex, todavía no sé qué está pasando.
—Estamos... no lo sé. ¿Pero qué hizo Serena?
—Tuvo una sobredosis.
Siento que el estómago se me cae a los pies cuando dice esa palabra.
Sobredosis.
—¿Está bien?
—Estará bien —dice—. Ya sabes cómo se pone. Su asistente la encontró, me
llamó... Me encargué de ello.
Sé que tiene que haber algo más, siempre lo hay, pero Cliff no me lo va a decir.
—Deberíamos irnos —dice—, antes de que tengamos que retrasar tu cita otra
vez.
Me subo al asiento del copiloto.
Cliff conduce en silencio.
—Me sorprende que no me llamaras —digo—, para recordarme que ibas a
venir.
—Lo intenté —dice—. Tu teléfono está apagado.
Frunciendo el cejo, busco en mi bolsillo y saco el teléfono, pulsando un botón.
Nada. Cuando intento encenderlo, el símbolo de la batería parpadea en la pantalla.
Muerto. Con toda la mierda que pasó anoche, entre el acuerdo de confidencialidad
y yo saliendo, llamando a Jack y llevando mi culo a una reunión antes de ir a casa
y hablar con Kennedy, ni siquiera pensé en mi batería.
—Por casualidad no tienes un cargador de iPhone, ¿verdad?
Me lanza sus ojos.
Blackberry, ¿recuerdas?
—Debería haberlo cargado anoche —dice.
—Debería haberlo hecho —Concuerdo—. Se me olvidó.
—Últimamente se olvidas mucho.
—Deben haber sido todas esas drogas que tomé.
No le hace ninguna gracia.
Me lanza una mirada molesta.
Cuando llegamos al edificio médico, Cliff estaciona el coche y nos hacen pasar
al interior del edificio como la última vez, evitando las salas de espera mientras nos
dirigimos a ortopedia.
El médico me espera en su oficina.
—Johnny Cunning —dice, sonriendo, mientras se levanta y me ofrece la
mano, otra vez, como la última vez—. Me alegro de verte. —La gente como él sabe
mi verdadero nombre. Está escrito en toda la documentación. Jonathan Elliot
Cunningham. Nunca lo cambié legalmente. Pero siempre soy Johnny Cunning para
ellos.
Esta vez le doy la mano y nos ponemos manos a la obra.
Rayos X. Exámenes.
Me duelo un poco cuando me cortan el yeso de la muñeca, la sierra corta
justo en el lugar donde Kennedy firmó, aniquilando sus palabras.
—¿Cómo se siente tu muñeca? —pregunta el médico.
—De la mierda —admito mientras la doblo. También se ve de la mierda—.
Está rígida. Se siente débil, como si fuera a partirse por la mitad.
—Te aseguro que eso no pasará. Te dolerá durante un tiempo, pero puedo
recetarle—
—No.
—Okay. —El médico se ríe torpemente—. Por lo demás, ha sanado bien. No
hay nuevos daños. No debe haber sido un golpe fuerte el que lanzaste.
Cliff, sentado en un rincón del consultorio, sacude la cabeza.
—Sólo lo suficientemente fuerte como para convertir mi vida en una pesadilla.
Al doctor le parece divertidísimo.
—¿Así que eso es todo? —pregunto, flexionando los dedos.
—Voy a ponerte una férula. Póntela durante unas semanas, hasta que
recuperes algo de fuerza. Pero se puede quitar cuando sea necesario, así que no
hay razón para que no puedas volver a hacer cosas. Sólo que nada de acrobacias.
—Nada de puñetazos, tampoco —dice Cliff.
—Nada de puñetazos. —Concuerda el médico—. Tómatelo con calma hasta
que recuperes las fuerzas.
El médico me pone una férula negra en la muñeca, la aprieta para que quede
bien ajustada, y luego nos vamos.
—El estudio estará contento —dice Cliff mientras nos alejamos del centro
médico en el coche.
—Voy a hacer algunas llamadas, a poner las cosas en marcha esta noche para
que puedas volver a filmar.
—¿Qué pasa con Serena?
—Le daremos unos días —dice—. Dejemos que se recupere antes de llevarla
al set.
—Necesita más que unos días —digo—. Es un desastre.
—Estoy muy consciente —dice—. Acabo de enviarla a rehabilitación. La
enviaré otra vez en cuanto termine la producción.
Lo dice con tanta naturalidad.
Como si eso fuera sólo eso.
—¿Acaso te importa? —pregunto.
Me lanza sus ojos.
Toqué un nervio con eso.
—Eres la última persona que debería hablar —dice—. Estabas viviendo con
tu noviecita fugitiva y robándole a la gente cuando te fiché, y mírate ahora.
Entonces, ¿me importa? Por supuesto. Pero las carreras no sólo suceden. Tengo
un trabajo que hacer.
No sé cómo responder a eso, queriendo refutarlo, pero no puedo. Así que me
siento en silencio mientras conduce, dándome cuenta de que algo está mal después
de unos minutos en el tráfico.
—Vas en dirección contraria —le digo—. Te estás dirigiendo al centro de la
ciudad.
—Te voy a dejar en un hotel. Tengo que ocuparme de las cosas.
—Bueno, yo necesito volver a casa.
Hace girar el coche hasta el hotel St. Regis antes de mirarme.
—¿A casa? ¿Dónde es eso? ¿En LA? Ahí es donde está tu casa, ¿no?
—Sabes lo que quiero decir.
—Ese departamento seguirá ahí cuando vuelvas —dice—. También lo estará
la gente que vive en él. Pero esta película se ha retrasado durante semanas por tu
culpa, así que necesito unas horas, ¿okay? Sólo unas horas de tu tiempo para que
pueda hacer avanzar tu carrera. ¿Es mucho pedir?
—Bien, okay —digo, saliendo del coche—. Haz lo que tengas que hacer.
Se aleja antes de que llegue al edificio.
Me registro, sin molestarme en usar un alias. Ya es tarde, y se está acercando
la noche. No subo. No tengo equipaje que dejar, así que me guardo la tarjeta y
salgo.
Es la ciudad de Nueva York. Aquí se puede conseguir cualquier cosa. Sin
embargo, parece que nunca encuentro lo que busco, perdido en el caos. Tardo casi
una hora en encontrar un cargador de teléfono. Después compro comida para
llevar, ya que no he comido, y llego a la habitación a las cinco y cuarto.
Enchufo el teléfono y me como medio sándwich antes de que se encienda la
pantalla. Enseguida me llegan notificaciones, ping tras ping tras ping.
Lo primero que veo es una serie de mensajes de Kennedy.

El última llegó hace dos horas y media. Un ‘mierda’ de Kennedy nunca es


bueno.
Devorándome la otra mitad de mi sándwich, se me fue el apetito, envío una
respuesta, porque probablemente piensa que la estoy ignorando.

La burbuja de respuesta aparece enseguida, pero vuelve a desaparecer una y


otra vez durante casi cinco minutos antes de que llegue un mensaje.

Está utilizando mis palabras. Eso me dice todo lo que necesito saber, pero
respondo de todos modos, devolviéndole su propia definición.
Pero está claro que no lo está, así que pulso el botón para enviarle una
solicitud de FaceTime, porque la mierda de los mensajes de texto no sirve. Quiero
verla.
No acepta de inmediato. Parece que suena una eternidad antes de que
descuelgue, y su cara aparece en la pantalla, rodeada de sábanas, mantas y
almohadas.
—¿Estás en la cama? —pregunto, confundido—. Creía que estabas haciendo
un doble turno.
—Renuncié.
—Oh, guao.
—Sí —murmura, mirándome fijamente desde la pantalla. Incluso a través del
teléfono, la mirada que lanza es penetrante—. Parece que no soy el único que está
actualmente en una recámara.
—Habitación de hotel, técnicamente.
—Parece una de lujo. ¿Cuál es la ocasión?
—Tenía una cita con el médico. —Levanto la muñeca para que la vea—. Me
gradué a una férula.
—Bueno, me alegro por ti —dice, haciendo una pausa antes de añadir—: Sé
que sonó sarcástico, pero lo digo en serio. Me alegro por ti.
—Gracias —Bajo el brazo—. Entonces, ¿todo está bien?
—Todo está bien.
—No lo parece.
Se siente incómodo en este momento, como si algo se interpusiera entre
nosotros, alejándola lentamente de mí cuando he estado desesperado por
encontrar una manera de acercarla.
—Sólo estoy teniendo uno de esos días —dice.
—¿Del tipo en el que quieres un trago?
—Más bien del tipo en el que me cuestiono todo.
—Déjame adivinar: ¿dejaste tu trabajo sólo para volver a casa y ver que no
estaba, lo que te asustó, porque no te gusta la idea de depender de nadie, y mucho
menos de alguien tan malditamente poco fiable?
—Eso es una suposición bastante buena.
—Yo también lo pensé.
—Sólo creo que tal vez deberíamos haber empezado con algo más pequeño.
Darte un cactus para que te ocupes primero.
Me río.
—Jack habría apreciado eso. Me dijo que comprara una planta.
—Jack es tu consejero, ¿verdad?
—Sí.
—¿Lo conociste en una reunión?
—No, lo conocí en la rehabilitación. Teníamos estas sesiones de grupo, y
siempre me llamaba la atención por alguna tontería y me gritaba por perturbar el
ambiente. Estaba luchando después de salir, y lo busqué. Me recordó a ti.
Ella parece sorprendida.
—¿A mí?
—Sí, no se contuvo conmigo como los demás. A veces todavía me siento
como si estuviera atrapado en Fulton Edge, rodeado de todas esas sonrisas falsas,
toda esa gente perfecta en este puto mundo perfecto. Pero Jack no finge. Tú
tampoco lo hiciste nunca.
—Me gusta como suena este tipo. ¿Es guapo?
—No es tu tipo.
—¿Cómo lo sabes?
—No se parece en nada a mí.
Ella hace una mueca.
—¿Quién dice que me gustas?
—Yo digo —le digo—. Además, parece que tu coño también le gusto bastante
últimamente.
Pone los ojos en blanco con tanta fuerza que me río.
—Hablando de eso, ¿hemos tenido alguna vez sexo telefónico?
Ella intenta no sonreír, pero puedo ver la diversión en sus ojos.
—Me voy a ir ahora.
—Ah, vamos. Tócate para mí. —La pantalla se queda en negro.
Tiro el teléfono sobre la cama. Apenas pasa un minuto antes de que suene, y
sonrío para mis adentros.
Tal vez cambió de opinión.
Tal vez ella sólo no quería que yo viera.
Vuelvo a agarrar el teléfono para contestar, pero me congelo cuando veo el
nombre que me saluda. Serena.
Casi contesto sin mirar.
Dudando, pulso el botón para rechazar.
Paso los dedos por el borde del teléfono, algo me molesta, pero intento
apartarlo. Todavía no tengo noticias de Cliff. La noche va a ser larga.
Abriendo mis mensajes, envío uno a Kennedy.

Un minuto o dos después llega una respuesta.

Sonrío cuando aparece otro mensaje debajo de él.

Y otro después.
Y otro más.

Riendo, respondo.

Ella responde con una simple cara sonriente.

Dudo antes de escribir:

No hay nada durante unos minutos. Me quedo mirando nuestro ida y vuelta
en silencio. Justo cuando estoy a punto de rendirme, llega una respuesta.

PAM. PAM. PAM.


Sobresaltado, me siento recto en la cama mientras los golpes resuenan en mis
oídos, sacándome del sueño. Mis ojos borrosos observan la habitación iluminada
por la luna. Tardo un momento en recordar dónde estoy y en darme cuenta de que
alguien está llamando a la puerta de mi habitación.
Me pongo en pie y me tambaleo en esa dirección, casi derribando una maldita
lámpara cuando intento encenderla. Me rindo, navegando por la oscuridad. Los
golpes no cesan hasta que llego a la puerta.
Miro por la mirilla.
Cliff.
La abro de un tirón, frunciendo el cejo mientras lo miro.
—¿Cómo sabías en qué habitación estaba?
—Pregunté en la recepción.
—¿Y te lo dijeron?
—Sí.
—Increíble —murmuro mientras entra.
—Lo que es increíble es que hayas usado tu nombre real para registrarte —
dice, encendiendo esa lámpara que no pude descifrar.
—Me llevó media docena de intentos averiguarlo. Intenté con todos los alias
que has usado, pero no, era Jonathan Cunningham.
—Sí, bueno, no pensé que me quedaría lo suficiente como para que importara.
—Cierto —dice, alargando esa palabra mientras se apoya en el escritorio del
lado de la habitación—. Te ibas a ir a casa esta noche.
—Me voy.
—Habría vuelto antes, pero estuve ocupado tratando con Serena —dice Cliff,
sacando su Blackberry, haciendo algo en él. Un momento después, mi teléfono
cargando al otro lado de la habitación suena—. Te envié un programa de rodaje
provisional. Cubre la próxima semana.
La próxima semana.
—O sea, ¿en unos pocos días a partir de ahora?
—Eso, efectivamente, sería la semana que viene —dice—. Todavía están
trabajando en el calendario completo, pero parece que será un mes de muchas
horas y poco sueño para ti, así que descansa mientras puedas. Lo necesitarás.
Lo miro fijamente mientras esas palabras se asimilan.
—Un mes.
—Puedes soportarlo —dice—. Has tenido horarios peores.
—Sí, pero entonces no tenía una hija de la cual preocuparme.
En el momento en que digo eso, en el momento en que esa afirmación sale
de mis putos labios, me siento mal. Porque la tenía. Tenía una hija. La he tenido
durante años. A través de todos mis anuncios invitados en televisión, a través de
esas ridículas comedias para adolescentes, a través de las aclamadas, pero no
pagadas indies, a través de las películas de Breezeo... ella estaba allí. Viviendo.
Respirando. Existiendo.
Entonces tenía una hija de la cual preocuparme, pero estaba demasiado
preocupado por mí mismo como para hacer algo al respecto.
Sacudiendo la cabeza, me restriego las manos por la cara, fuerte, como si
intentara limpiar la puta vergüenza. Me escuece la muñeca y me duele la cabeza,
pero el dolor es casi un consuelo.
—Es sólo un mes —dice Cliff, como si un mes no fuera nada—. No es el fin
del mundo.
—Sé que no lo es —digo—, pero para mi niña le puede parecer que lo es.
Cliff se aparta del escritorio. No responde a eso. En lugar de eso, se dirige a
la puerta, con una voz muy seria cuando dice:
—Contrata a un asistente personal. Y tal vez llama a su terapeuta. Arréglalo.
Te recogen el lunes en la mañana, a las seis, delante de este edificio. Mientras
tanto, tengo que averiguar a dónde ha ido Serena, porque mientras intentaba
encontrar tu habitación, ella desapareció de la suya. Así que si la ves por
casualidad, avísame.
Él se va, claramente no va a llevarme a donde quiero ir.
Tomando mi teléfono de la cama, miro la hora.
Medianoche.
A la mierda.
Arrojo las tarjetas de acceso sobre el escritorio, dejándolas allí, y salgo,
dirigiéndome al vestíbulo.
Le di unas horas. Es hora de irse.
Paseando por el vestíbulo, pido un coche. A diez minutos. Echo un vistazo
alrededor, deteniéndome cuando miro dentro del bar del vestíbulo.
—Tienes que estar bromeando.
Serena.
Está sentada en un taburete de la barra, sola, con los ojos fijos en un vaso de
algo que tiene delante. Se parece mucho a uno de esos brebajes afrutados, de los
que suelen estar llenos de licor.
Me siento como un pendejo al hacerlo, pero le envío un mensaje a Cliff.

Él responde: Distráela. Voy para allá.


Refunfuño para mis adentros mientras entro en el bar, dirigiéndome a ella.
Este es el último lugar en el que quiero estar. Serena da un sorbo a su bebida y
levanta la vista para verme.
—Johnny.
—¿Has perdido la cabeza, Ser? ¿Estás sentada aquí bebiendo?
Una sonrisa tuerce sus labios mientras extiende el vaso, apuntando el popote
hacia mí.
—Si querías un sorbo, sólo tenías que pedirlo.
—Sabes muy bien que no quiero.
—Oh, relájate —dice riendo, ondeando su mano mientras toma otro sorbo
del vaso—. Es sin alcohol.
—¿En serio?
Me lo ofrece otra vez.
—Pruébalo, ya verás.
—Gracias, pero no —digo—, no voy a arriesgar mi sobriedad por una mierda
con un paraguas diminuto.
—Tú te lo pierdes. —Serena se encoge de hombros—. Pero te digo que es
igual de virgen que ese amigo nerd sobrio que tienes. ¿Cómo se llama? ¿Josh?
—Jack —digo—. Y estoy bastante seguro de que no es virgen.
—¿Alguien se acostó con ese tipo?
—Bastante seguro.
—Bueno, entonces... mi bebida es más virgen, lo que me hace desear que
tenga alcohol.
Me apoyo en la barra mientras la miro.
Parece estar de buen humor.
—¿Consumiste hoy? —pregunto—. ¿Qué tomaste?
Su sonrisa se atenúa, el buen humor desaparece, un borde amargo en su voz
cuando dice:
—¿Por qué estás aquí? ¿No tienes otro lugar donde estar?
Mis ojos pasan por delante de ella, por las ventanas de los bares que bordean
la calle, viendo un sedán negro que se detiene mientras suena mi teléfono.
—Es curioso que preguntes eso, porque mi coche acaba de llegar.
La dejo sentada en la barra y paso junto a Cliff en el vestíbulo mientras salgo
para subir al coche. Le doy al conductor una dirección en Long Island y hago unas
cuantas llamadas durante el trayecto, asegurándome de que alguien se reunirá
conmigo allí. Cuando llegamos, un hombre se encuentra justo delante de la enorme
valla que rodea la propiedad. Me saluda y abre las puertas para dejarme entrar,
antes de entregarme un juego de llaves.
—Primer garaje.
El garaje está climatizado, cubierto de capas de seguridad como si estuvieran
custodiando el puto diamante de la Esperanza: un almacén de coches de lujo. La
puerta del garaje se abre y las luces se encienden cuando entro, pasando la mano
por la brillante pintura azul del Porsche.
Lo compré después de rehabilitación por insistencia de Jack.
Bueno, quiero decir, Jack me dijo que me hiciera un regalo de celebración
para marcar el hito. Fue mi período más largo de sobriedad en una década. Así que
me compré un nuevo Porsche 911 descapotable, como el que vendí cuando me
mudé a Hollywood.
Cuando se lo conté a Jack, me llamó puto asqueroso chupavergas.
Aparentemente, para su regalo de celebración, él sólo se había enviado flores.
Firmo algunos papeles para liberar el coche y me pongo al volante. Tiene
menos de mil kilómetros, según el cuentakilómetros, y estoy a punto de añadir
otros doscientos.
Es un viaje largo. Esta noche, parece aún más larga. Llego al departamento
poco antes de las cuatro de la mañana. La puerta está cerrada, pero utilizo la llave
que me dio Kennedy para entrar.
En silencio, me dirijo al pequeño pasillo, echando un vistazo a la recámara de
Madison en el camino, viéndola dormir tranquilamente. Sigo adelante, sin querer
molestarla. La puerta de la recámara de Kennedy está completamente abierta, la
tenue luz de una pequeña lámpara ilumina parte de la habitación. Se me aprieta el
pecho cuando empujo la puerta y la veo, profundamente dormida en la cama,
agarrando un viejo cuaderno familiar, el que contiene su versión de nuestra
historia.
He leído partes de ella. El principio. He tenido demasiado miedo de ver cómo
todo se fue al infierno en California. Ella lo escribió como si fuera para mí, pero yo
recuerdo las cosas de manera diferente. Para mí, ella era el centro del universo, la
luz del sol que ardía con tanta intensidad, pero ella se escribe a sí misma en las
sombras, secundaria en su propia vida. En cambio, me hizo el héroe, el centro de
este universo alternativo que inventó alrededor de ella.
Siempre lo supe, sí, pero nunca entendí realmente que yo era su Breezeo.
Y entonces desaparecí lentamente.
Con cuidado, le quito el cuaderno de las manos y lo dejo a un lado antes de
apagar la lámpara y acostarme a su lado. Se agita cuando la cama se mueve y abre
los ojos. Parpadea confundida antes de que una pequeña sonrisa perezosa se dibuje
en sus labios; su voz es un susurro somnoliento cuando dice:
—Estás aquí.
—Dije que estaría, ¿no?
—Sí, bueno, dices mucho —murmura, empujándose contra mí,
acurrucándose contra mí.
La rodeo con el brazo y la acerco aún más mientras me desabrocho la
muñequera y me la quito para tirarla en la oscuridad. Mi mano se desliza por debajo
de su camisa, su piel cálida contra mi palma mientras le acaricio la espalda, con las
yemas de los dedos recorriendo su columna vertebral. Se le escapa un suave
gemido.
El sonido, joder, me provoca algo. Arqueando la espalda, mueve su cuerpo y
yo me muevo por instinto, tirando de ella debajo de mí mientras me cierro sobre
ella.
Me mira fijamente y deja escapar un suspiro tembloroso antes de que me
incline y la bese.
—Digo todo en serio —susurro contra sus labios mientras mis manos vagan
deshaciéndose de esa molesta ropa—. Cada una de las palabras.
—Has dicho algunas tonterías horribles —me recuerda.
—Esa era la cocaína hablando —digo, besando su cuello mientras ella ladea
la cabeza—. El whisky, también.
—Díselo a alguien a quien jodidamente le importe.
Su voz es tranquila, no amenazante, pero ahí está la palabra ‘jodidamente’.
Me retiro y la miro.
—¿Qué?
—Esas fueron las últimas palabras que me dijiste.
—¿El día que te fuiste?
Asiente con la cabeza.
—Estabas sobrio cuando lo dijiste.
Díselo a alguien a quien jodidamente le importe.
Si así fue como terminó nuestra historia para ella, me da mucho miedo saber
qué hay escrito en las últimas páginas de ese cuaderno.
Intento incorporarme, pero ella me rodea con sus brazos.
—Oh, no, no lo creo. Termina lo que has empezado, señor Oportunidad
Grande.
Me besa, con fuerza, y justo así, cedo, abriéndome paso entre sus muslos. De
un solo golpe, estoy dentro de ella, y maldita sea si no estoy en casa otra vez, así
que le demuestro, una y otra vez, mientras ella se retuerce, que no lo decía en serio
cuando dije esa pendejada.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Los sueños no siempre son sólo sueños. A veces, se convierten en pesadillas con
los ojos bien abiertos, de esas en las que gritas, pero nadie te oye. No quieren
escuchar. Te ahogan.
La primera vez que esnifas coca es en un club de Los Ángeles. Es un regalo
de la modelo Markson. Se llama Serena. Es tu vigésimo primer cumpleaños.
Clifford organiza una fiesta en tu honor e invita al quién es quién de Hollywood,
pero la mujer que amas se queda en casa. Clifford dice que no tiene edad para
venir. El lugar de celebración es a partir de los veintiún años. Así que le dices que
no es nada especial, que sólo se trata de hacer contactos. Parte de tu trabajo es
hacer conexiones. Es “trabajo”.
Pero las fotos que salen en los tabloides no parecen que estés trabajando, no
cuando en la mayoría de ellas estás esnifando polvo de una mesa. Todo el séquito
de Clifford está allí. Las chicas te rodean. Pero algunas de ellas no tienen todavía
veintiún años. Algunas apenas son legales.
Te disculpas. Fue un error. Pides una segunda oportunidad. Pero sólo lo haces
después de que las pruebas salen a la luz. Y cuando empiezas a rodar tu segunda
película —otra comedia adolescente, en la que esta vez eres el protagonista— el
mundo se inclina un poco. Tu primera película aún no se ha estrenado y ya hay
rumores. El nuevo cliente de Clifford Caldwell podría ser alguien para tener en
cuenta. Recibes más consultas. Estás haciendo malabares con muchas cosas.
Pronto empieza la promoción. Necesitas un poco de estímulo.
Eso es lo que te dices a ti mismo. No hay daño en un pequeño impulso. Y te
lo crees, porque Dios, te hace sentir tan bien. Te hace sentir que puedes enfrentarte
al mundo. Llegas a casa por la noche, y esos ojos azules parpadeantes se han ido.
Ella se queda mirando un charco turbio y se desliza lentamente hacia el vacío, pero
tú sonríes y le dices que todo está bien donde tú estás. Ella se pregunta dónde está
eso y cómo ella puede llegar allí, porque no estás con ella. Estás desapareciendo.
Cuando te dice que está preocupada, le dices que la amas. Le dices que
dejarás de hacerlo, que lo harás, pero oh, Dios, si ella pudiera sentirlo.
Así que te vuelcas en ella. La haces sentir bien. Cuando estás dentro de ella,
cuando le haces el amor, ella cree realmente que puede enfrentarse a ese mundo
que se tambalea.
Pero el amor es tan fuerte como las personas que lo alimentan. ¿Y tú? Eres
Superman, pensando que la kriptonita te hace invencible.
¿Y la mujer que amas? Ella... no puede seguir fingiendo que nada de esto es
normal. No puede seguir escribiendo esto como si en algún momento la trama se
arreglara sola. No puede seguir actuando como si esta no fuera su historia.
Estás en un curso de colisión, Jonathan. Te estás lanzando hacia algo que
ninguno de nosotros puede ver en la oscuridad, pero sea lo que sea, va a doler.
Crees que tienes el control, que te estás elevando, pero estás en caída libre, y no
me oyes cuando intento advertirte.
Mientras escribo esto, estás a 5000 kilómetros de distancia. Estás en Nueva
York, tan cerca de casa... o donde solía estar tu hogar. Estás trabajando en otra
película. Todavía está oscuro aquí en Los Ángeles, pero el sol ya habrá salido
donde tú estás, otro día que amanece. Ayer fue nuestro tercer Aniversario de los
Sueños. Lo pasé aquí sin ti.
Ha sido un mal año. No hay forma de endulzarlo, no hay palabras bonitas que
pueda conjurar para convertirlo en algo dulce, no cuando estoy tan amargada. Tú
eres la oruga que entró en el capullo y emergió como una gloriosa mariposa, pero
yo soy el recordatorio de que las mariposas no permanecen mucho tiempo, a lo
sumo unas semanas antes de desaparecer.
No voy a perder el tiempo detallando todo. Querré cambiar demasiadas cosas
para que encajen con mi versión de ti, la que entró en aquella clase de Política
Americana hace casi cuatro años y me robó el corazón, pero ese tipo ya no está
aquí. ¿A dónde se ha ido? Se llevó mi corazón con él cuando se fue, pero voy a
necesitarlo de vuelta. Lo voy a necesitar para lo que viene, para intentar protegerlo,
para que no se rompa cuando esta nueva versión de ti toque fondo.
Porque está llegando, Jonathan. Tu sueño se ha convertido en mi pesadilla, y
te ruego que me dejes despertar.
No lo sabes, pero la mujer que amas... ¿Aquella por la que te quedaste en
Nueva York cuando aún era sólo una chica, a pesar de que estabas sufriendo, y
queriendo irte, pero te quedaste por amor? Esa mujer, ahora mismo, está haciendo
lo mismo por ti.
KENNEDY

—Respira hondo. Habla alto y claro. Si se te olvidas algo, improvisa. ¿Entendido?


—¡Lo tengo! —exclama Maddie, saltando de un pie a otro y sonriendo a su
padre mientras se sienta frente a ella en el suelo de la sala. Los dos están
‘repasando líneas’, como lo llama Jonathan. Ella está vestida como Breezeo en este
momento, dice que, si va a ser actriz, necesita un disfraz.
—Okay —dice Jonathan, mirando la pequeña pila de papeles que tiene en sus
manos, aclarándose la garganta mientras lee—: El clima—
—¡Espera! —grita Maddie, cubriendo los papeles con las manos—. ¡Todavía
no estoy lista!
—Pensé que habías dicho que lo estabas.
—Lo estaba, pero... —Hace una pausa, frunciendo el cejo—. ¿Qué es
improvisar?
Él se ríe.
—Significa inventar algo. Decir cualquier cosa. Sólo que no quieres que haya
ningún silencio incómodo.
—Oh, okay. —Ella mueve las manos—. ¡Lo tengo!
—Eh, ¿estás segura de que eso es realmente lo que quieres sugerir? —
pregunto, sentada en el sofá, cambiando de canal. La televisión está encendida,
pero a bajo volumen—. No estoy segura de que sea el mejor consejo.
Jonathan me mira.
—Oye, ¿quién es el actor aquí, tú o yo?
—Yo —dice Maddie, señalándose a sí misma.
—Sólo digo que, ya sabes, la improvisación podría ser un poco avanzada para
la situación.
—Está bien, mami —dice Maddie, agarrando los lados de la cara de Jonathan,
aplastando sus mejillas mientras lo obliga a mirarla—. Ya estoy lista, pero no hagas
esa parte. Haz mi parte.
Jonathan pasa las hojas, saltando hacia adelante.
—Una vez una hermosa y esponjosa nube, estoy empezando a sentirme tan
pesada y fría. Brrr. ¡Oh, no! ¡Creo que voy a nevar!
Intento no reírme mientras él suelta esa frase.
—¡Hola, chicos! —dice Maddie en voz alta—. ¿Qué tiene seis brazos y no se
parece a nada en todo el mundo?
—Un copo de nieve —dice Jonathan.
—¡Ese soy yo! —Maddie lanza los brazos a los lados y gira. Eso no está en el
guion. Improvisando—. Estoy cayendo y cayendo y cayendo. ¿A dónde voy?
—Hacia abajo —dice Jonathan—, hacia el suelo.
Maddie tropieza con sus propios pies al girar, cayendo, pero Jonathan la
atrapa mientras ella se ríe, dejándose caer en su regazo.
Eso es todo. Esas son todas las líneas que tiene hasta el final, cuando dice:
Los copos de nieve no son lo único especial, ¡todos son especiales! Se ha pasado
todo el día memorizándolas en la escuela.
—¡Otra vez! —dice ella, poniéndose de pie.
—Más tarde —dice él—. Ahora mismo, deberíamos hacer algo para la cena.
—Puedo preparar algo —digo, empezando a levantarme, pero me detiene.
—Puedo encargarme de ello —dice—. Tú sólo relájate.
Relájate. Es la primera vez que no trabajo en un día de la semana en mucho
tiempo. He pasado todo el día sin hacer nada, sentada. Incluso dormí la siesta
mientras Maddie estaba en la escuela. No estoy acostumbrada a no tener nada que
hacer. Es raro.
Se dirige a la cocina.
Maddie se va a su recámara.
Yo paso por más canales.
Casi he completado un ciclo, hasta llegar al punto de partida, cuando veo algo
que me hace detenerme. Uno de esos programas de entretenimiento nocturno, el
equivalente a un tabloide televisivo. La cara de Jonathan aparece en la pantalla a
partir de una vieja foto de set.
—¡Breezeo está en marcha! Después de descarrilarse cuando la estrella
Johnny Cunning sufrió lesiones en un accidente, el rodaje de la esperada tercera
película de Breezeo se reanudará la próxima semana. Fuentes nos dicen que
Cunning volverá al set el lunes, mientras que su coprotagonista y novia recurrente,
Serena Markson, se unirá a él cuando la producción se traslade a Europa.
—Yo, eh... —La voz de Jonathan atraviesa la sala de estar, sus ojos van
directamente a la pantalla—. Pedí pizza.
Cambio de canal, con una sensación de hundimiento en la boca del estómago.
—Okay.
Se mete el teléfono en el bolsillo antes de pasarse una mano por el pelo. Sé
que lo vio. También lo oyó. No es que importe, porque ya lo habría sabido.
Se lo habrían dicho.
Me detengo en otro canal, alguna repetición de una comedia sin sentido,
mientras Jonathan suelta un profundo suspiro.
—Iba a hablar contigo de eso.
—¿Cuándo? ¿Mientras salías por la puerta?
—Lo habría hecho antes de este fin de semana —dice—. No lo supe hasta
anoche. El médico me dio el visto bueno y el estudio quiere darle para no tener
que retrasar las fechas.
Asiento, para que sepa que lo oí, y subo las piernas, metiéndolas debajo de mí
mientras me recuesto contra el brazo del sofá, mirando la televisión.
—Estás enojada —dice.
—No lo estoy.
—Fastidiada.
—No.
—Entonces, ¿qué? ¿Indiferente? Porque seguro que no estás contenta.
Lo miro mientras se queda parado, observándome, con el cejo fruncido como
si esperara algún tipo de reacción que no le estoy dando.
—No estoy enojada —le digo otra vez—. Supongo que sólo estoy... triste.
Sabía que pasaría tarde o temprano. Sabía que esto no podía durar, que tendrías
que irte, pero pensé que tendríamos un poco más de tiempo.
Frunce el cejo, acercándose.
—Sólo es un mes. Después de eso, el rodaje debería terminar y...
—¿Y qué? —Pregunto cuando se calla—. ¿Qué pasará entonces?
—Luego volveré.
—Luego volverás —murmuro—. ¿Por cuánto tiempo? ¿Un par de días?
¿Otras seis semanas, tal vez? Pero luego volverás a estar fuera: rodando,
promocionando, haciendo entrevistas... reuniones, audiciones, clases... por no
hablar de las alfombras rojas, las fiestas en los estudios, conectar.
Hace una mueca cuando digo esto último, reaccionando como si fuera una
acusación. Y tal vez lo sea, no lo sé. Aparte de triste, no sé cómo me siento. Soy un
lío retorcido, una romántica rota, una vez esperanzada, sosteniendo mi corazón en
un puño y rogándole que lo tome, pero tengo miedo de dejarlo ir y darle esa clase
de control.
Porque la última vez que le entregué mi corazón, lo aplastó.
—Por el tiempo que me quieran —dice—, eso depende de ti.
Sacudo la cabeza. Es una respuesta evasiva.
—No quieres decir eso. Puedes pensar que sí, pero no es así. No vivimos en
una caja, Jonathan. El mundo sigue existiendo fuera de estas paredes. Y ese
mundo, nunca va a desaparecer.
—Eso lo sé.
—¿Lo sabes? —pregunto, preguntándome sinceramente si entiende en qué
se está metiendo—. ¿Cuándo fue la última vez que te quedaste en un lugar por más
de una semana? ¿Cuándo fue la última vez que dormiste en la misma cama, noche
tras noche? Porque no estoy segura de que recuerdes cómo es eso.
—¿No es eso lo que he estado haciendo? He estado aquí, ¿no?
—Esto no cuenta.
—¿Por qué no cuenta?
—Porque simplemente no cuenta.
Sacude la cabeza, pasándose una mano por el pelo mientras dice:
—Esto es ridículo.
Lo que es ridículo, creo, es lo mucho que me duele el pecho cuando lo miro.
Lo mucho que se me enroscan las entrañas cuando oigo su risa. Lo mucho que su
sonrisa me hace arder el alma. Lo ridículo es lo perdida que me siento cuando
pienso en el futuro.
Jonathan siempre fue un soñador, caminando con estrellas en los ojos. Ver
cómo esa luz se apagaba a medida que las drogas se apoderaban de él fue una de
las peores sensaciones del mundo. No había nada que pudiera hacer para
detenerlo. Lo intenté y fracasé cada vez.
Pero si hay algo que he aprendido de todo esto es que tenemos que ser
nuestros propios héroes. Ningún tipo disfrazado va a venir a salvarnos. Tenemos
que salvarnos a nosotros mismos.
—Te perdono —le digo, no estoy segura de que lo sepa, pero creo que
necesita oírlo—. Y sé que has venido a enmendar tus errores, pero no me debes
nada. La única persona a la que le debes algo es a esa niña en su recámara. Se
merece un padre, y que te vayas la va a asustar, porque se ha acostumbrado a
tenerte cerca.
—Entonces ven conmigo —dice—. Las dos.
—No podemos.
—¿Por qué no? Podemos estar juntos.
—Dejé todo para seguirte una vez. No puedo volver a hacerlo.
Gimiendo, se pasa las manos por la cara.
—No sé qué quieres de mí, Kennedy.
—Quiero que seas el hombre que ella necesita que seas —digo—. Porque
cuando le digas que vas a volver, te va a creer.
Me mira fijamente durante un momento antes de preguntar:
—¿Y tú? ¿Me crees?
—Sí.
Parece sorprendido por eso.
—Pero esa no es la cuestión —digo—. No dudo de que volverás. La cuestión
es si seguirás queriendo estar aquí.
—¿Por qué no querría?
—Porque el mundo real nunca podría competir con lo que te espera ahí fuera.
Y tal vez me ames—
—Te amo.
—Pero el amor no te da un pase libre para ir y venir. No puedo vivir en un
lugar con una puerta giratoria.
Se sienta en el sofá, con los hombros caídos mientras se cubre la cara con las
manos.
—¿Quieres que deje de actuar? ¿Es eso lo que quieres?
—Por supuesto que no —digo—. No te estoy pidiendo que renuncies a tu
sueño. Te estoy pidiendo que lo compartas. Tu trabajo, es importante, lo sé, pero
ella también lo es. No puedes dejarte llevar y olvidar que ella está sentada en casa
esperándote. Porque ahora vives en un mundo muy grande, pero el de ella es muy
pequeño. Un día sin ti será como un día sin sol. No dejes que sus días se oscurezcan.
Me levanto, porque no quiero hacer esto ahora.
—¿Es así como te hice sentir? —pregunta.
—Lo es.
—Lo siento.
—No lo sientas —le digo—. Me enseñó algo importante.
—¿Qué es?
—Nunca hagas de otra persona el personaje principal de tu propia historia.

—Voy a ir al trabajo.
Jonathan me mira de forma peculiar cuando digo eso, deteniéndose en la
puerta de la recámara mientras se pone la chaqueta.
—Al trabajo.
—Bueno, quiero decir, lo que solía ser mi trabajo —murmuro mientras doblo
los uniformes recién lavados. Esta mañana me desperté con una flamante lavadora
y secadora instaladas en el departamento, por cortesía del tipo que actualmente
me mira como si hubiera perdido la cabeza. Le dije que no era necesario que lo
hiciera, pero eran buenas, con sus botones y sonidos y ajustes, así que,
naturalmente, me pasé todo el día jugando con mis nuevos juguetes. Arg, me estoy
haciendo vieja—. Tengo que devolver estos uniformes.
—Puedo pasar a dejarlos —dice, mirando su reloj—. Tengo algo de tiempo
antes de recoger a Maddie de la escuela.
Se acerca a mí e intenta agarrar los uniformes, pero se los quito de un tirón,
agarrándolos de forma protectora.
—No.
Se ríe, levantando las manos.
—Bien, no lo haré.
—Es que... arg, hace mucho que no veo el mundo exterior. Estoy empezando
a olvidar lo que se siente con el sol.
—Estás siendo dramática.
—No lo soy.
—Han pasado dos días.
Tiene razón. Sólo han pasado unas cuarenta y ocho horas, pero estoy ansiosa
porque no hago nada.
—Aun así, puedo llevarlos yo mismo.
Jonathan intenta no reírse.
—Kennedy, bebé, creo que eres una adicta al trabajo.
—No lo soy.
—Hay reuniones para eso, sabes —dice, ignorando mi negación—. Ayuda a
canalizar tu energía en otra cosa: leer, tal vez escribir.
Pongo los ojos en blanco.
—Lo tendré en cuenta.
—Ven aquí —dice, acercándose a mí y tirando de mí hacia la puerta—.
Acompáñame fuera.
No me resisto, porque eso es exactamente lo que quiero hacer. Salir. Llevo
los uniformes, siguiéndolo por la puerta principal del departamento. Justo cuando
estoy a punto de preguntarle a dónde vamos, saca un juego de llaves del bolsillo
de su chaqueta y pulsa un botón, haciendo que algo pite, las luces parpadean en el
estacionamiento.
Miro más allá de él y casi tropiezo con mis propios pies cuando veo un
Porsche azul estacionado justo al lado de mi Toyota.
—Mierda.
Jonathan sonríe y me rodea con su brazo mientras me dirige hacia él.
—Debe ser una gran sorpresa si te hace maldecir.
—Es exactamente como tu antiguo coche.
—Bueno, es un poco más nuevo, pero sí... —Empuja las llaves hacia mí,
dejándolas caer encima de los uniformes—. Sabes conducir con cambios, ¿verdad?
—Yo... ¿qué? —Agarro las llaves cuando empiezan a caer—. Quiero decir,
puedo, pero no puedo conducir tu coche.
—¿Por qué no?
—¡Es un bendito Porsche! ¿Y si lo rayo? ¿Lo abollo? ¿Y si lo choco? ¡No puedo
arreglarlo!
Se ríe. Otra vez. Se ha reído mucho esta tarde.
—Rara vez conduzco, así que bien podrías usarlo tú. Si no, se quedará en un
garaje de la ciudad. Además, no te ofendas, pero no estoy seguro de cuánto tiempo
más va a seguir funcionando tu pedazo de chatarra.
Miro mi coche, frunciendo el cejo, antes de mirar a Jonathan. Tiene buenas
intenciones, sé que las tiene, y se lo agradezco. Pero me está preocupando con
esto.
—Esto es demasiado, Jonathan. Acabas de regalarme una lavadora y una
secadora esta mañana. Ahora me das las llaves de tu coche. Quiero decir, ¿qué es
lo siguiente?
—Un lavavajillas —dice—. Se supone que lo entregarán mañana por la
mañana.
Parpadeo.
—Sabes que no necesito cosas, ¿verdad?
—Lo sé —dice antes de empujarme hacia el coche—. Ahora ve, entrega tus
uniformes. Y asegúrate de bajar el techo, ya sabes, para que te dé el sol.
Vuelve a entrar y me deja allí.
Me quedo mirando el coche durante demasiado tiempo antes de rendirme.
No es mío, pero es un juguete nuevo, y es un poco difícil resistirse cuando me
invade un sentimiento de nostalgia. Me recuerda tanto a cuando nuestros sueños
aún eran hermosos.
Así que me pongo al volante y conduzco hasta la tienda. O bueno, paso por
delante de la tienda, dando varias vueltas a la cuadra, antes de reunir el valor para
estacionarme y entrar, dirigiéndome a la oficina principal.
—Kennedy. —La voz de Marcus es todo negocios mientras se sienta detrás
de su escritorio, saludándome tan pronto como entro—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Pasé por aquí para entregar mis uniformes —digo, levantando la pila de
ropa para mostrársela.
—Puedes ponerlos ahí —dice, haciendo un gesto hacia mí—. Gracias.
—Por supuesto —digo, dejándolos encima de una caja junto a la puerta. Me
quedo allí, observando cómo ordena el papeleo, sintiéndome culpable porque sé
que está haciendo mi trabajo—. ¿Necesitas algo más? —pregunta, levantando una
ceja mientras me mira.
—No —digo, dudando—. Bueno, quería decirte que lo siento.
—¿Lo sientes tanto como para querer recuperar tu trabajo?
—No del todo.
Se ríe, volviendo al papeleo.
—Tenía que intentarlo.
—De todos modos —digo—. Gracias por arriesgarte conmigo cuando lo
hiciste.
Salgo de la oficina, sin querer que las cosas se pongan demasiado
sentimentales. La tienda está bastante concurrida, algo habitual para un viernes.
Me dirijo a la salida cuando el repartidor cambia las revistas junto a las cajas
registradoras. Instintivamente, mis ojos se dirigen a ellas, atraídos por una en
concreto: Crónicas de Hollywood. Mis pasos se detienen mientras inhalo
bruscamente. Siento como si me hubieran dado un puñetazo.
Agarro el primer ejemplar. El mundo que me rodea trata de inclinarse. Mi
corazón late con fuerza. Mientras el pánico inunda mi sistema, mis manos
empiezan a temblar.
Me doy la vuelta y salgo de la tienda, llevándolo conmigo mientras conduzco
directamente a casa. El departamento está tranquilo. Jonathan está acompañando
a Maddie a casa desde la escuela, así que estoy sola por el momento.
Voy directamente a mi recámara.
Me siento en la cama y miro la primera página del periódico.

LA DOBLE VIDA DE JOHNNY CUNNING

En la parte superior, hay una foto de nosotros: yo, Jonathan y nuestra hija.
Nuestros rostros aparecen en la portada de Crónicas de Hollywood. Es inevitable,
lo sé. Él vive su vida bajo un reflector abrasador. Inevitablemente nos vemos
arrastradas a ello.
Y es extraño, pero él se ve feliz.
Es una de las únicas veces que han publicado una foto suya sonriendo.
Pero debajo de ella se cuenta una historia diferente.
Hay una foto de él en un bar, el pie de foto dice que fue hace unos días. Está
de pie junto a Serena, y ella le ofrece su bebida.
Lo hojeo y encuentro más fotos. Más de nosotros. Más de ellos. Cerca de la
medianoche del lunes, el día de su cita. Dice que se encontraron en un hotel de la
ciudad, cuando horas antes, él rompió por fin su silencio sobre su relación mientras
acompañaba a su hija a la escuela.
Cierro el tabloide y lo tiro a un lado.
Pasan unos minutos antes de que oiga la puerta principal, la risa de Maddie
filtrándose. Corre por el departamento, hacia el pasillo, gritando:
—¡Hola, mami! ¡Adiós, mami! —Antes de desaparecer en su recámara.
Jonathan llega a la recámara y pregunta:
—¿Cómo te fue en la tienda?
Le miro en silencio un momento antes de decir:
—Fue más o menos como pensaba.
—¿Bien? ¿Mal?
Me encojo de hombros.
Su cejo se frunce cuando se acerca y se da cuenta de que hay un tabloide
sobre la cama. Lo agarra, gime y se sienta a mi lado.
—¿Compraste esta mierda?
—No, simplemente lo agarre.
—Lo agarraste.
—Sí.
Sus ojos escanean la portada antes de hojearla, yendo directamente al
artículo. Lo hojea, frunciendo el cejo, antes de tirarlo a un lado.
—¿Desde cuándo robas en las tiendas?
—No lo hago —digo—. Fue un error.
—Un error —dice—. He cometido una buena cantidad de ellos.
—¿Cometiste alguno últimamente?
—Tal vez algunos.
—¿Cómo?
—Bueno, para empezar, ese artículo que acabo de leer.
—¿Qué parte fue el error?
—La parte en la que desperdicié neuronas leyéndolo —dice—. Para que
conste, no bebí esa noche. Sé que se ve mal, pero estaba esperando mi coche y ella
estaba allí por casualidad. No hay nada entre nosotros, que es lo que le dije a ese
pendejo cuando reclamó que rompiera mi silencio.
—Es bueno saberlo.
Extendiendo el brazo, Jonathan toma mis manos, colocando las suyas sobre
las mías. Me doy cuenta de que me estoy removiendo.
—No hagas eso —dice—. Por favor. No vuelvas a dudar de mí por algo que
publican.
—Es sólo, ya sabes... las fotos.
—Es una instantánea de una fracción de segundo —dice—. Cualquier cosa
puede quedar mal si se saca de contexto. Y lo harán, cada vez que puedan.
—Lo sé.
—Pero volviendo al tema. Otro error es gastar un ápice de energía en
entretener sus pendejadas cuando hay cosas mucho mejores que podríamos hacer.
Cierro los ojos cuando me empuja hacia la cama. Su boca se encuentra con la
mía y me besa, lenguas fusionándose. Sus manos vagan, acariciando mi costado,
una de ellas deslizándose por debajo de mi camisa. Me toca un pecho, lo aprieta y
se desliza por debajo del sujetador. Gimo cuando las yemas de sus dedos rozan el
pezón, provocando chispas en mi cuerpo, pero vuelve a desaparecer y se va hacia
el sur.
Las yemas de sus dedos recorren mi estómago antes de deslizarse por la
cintura de mis pantalones. Respiro con fuerza cuando empieza a frotarme, a
acariciarme a través del suave algodón de mi ropa interior. El calor me recorre. Un
cosquilleo me consume. Un simple roce de este hombre hace arder mi mundo.
—Oh, Dios —susurro, arqueando la espalda mientras sus dedos hacen su
magia, chispas fluyen por mi columna vertebral. Ya me estoy acercando. Puedo
sentir cómo se acumula, cómo se aprieta en mis entrañas. Me muerdo el labio para
no hacer demasiado ruido.
Tan cerca...
Tan cerca...
Oh, Dios, tan...
—¡Papi!
La voz de Maddie grita por el pasillo mientras los pasos se dirigen hacia
nosotros. De inmediato, Jonathan se aparta, poniéndose de pie.
—¿Qué?
Ella irrumpe mientras me obligo a sentarme, todavía respirando con
dificultad. Siento que se me calienta la cara. Estoy temblando, duele... apretando
los muslos para intentar que pare.
—¡Estoy lista para hacer algunas líneas! —dice, sonriendo, otra vez con su
disfraz de Breezeo.
Jonathan se ríe.
—Lista para repesar líneas, querrás decir.
Su cejo se frunce.
—Eso es lo que he dicho.
—No, dijiste... —Se interrumpe—. No importa.
—¿Van a volver a repasar líneas? —Miro entre ellos mientras Jonathan va a
la mochila de la que vive y empieza a rebuscar en ella—. Eso les llevará, ¿qué...
cinco minutos? ¿Diez? —Intento calibrar cuánto tiempo me va a dejar colgada.
Jonathan saca una gruesa pila de papeles, agitándolos hacia mí.
—Probablemente un poco más que eso.
El guion de Breezeo. Ghosted.
—Wow —digo, estirándome por él, pero Jonathan lo retira de un tirón, lejos
de mi alcance.
—Sin tocar —dice antes de entregárselo a Maddie—. Es material altamente
secreto.
—¿Qué? —Le frunzo el cejo—. ¿Cómo es que ella puede leerlo?
—Porque soy Breezeo, dah —dice ella antes de salir corriendo con el guion,
sin dejarme acercarme a él.
—Sí —dice Jonathan, inclinándose para besarme, sólo un roce en mis
labios—. Dah.
Intenta moverse, pero yo no he terminado con él, y lo tiro encima de mí.
Riendo, me besa un poco más, esta vez de verdad, y se presiona contra mí.
Está duro.
—¿Es eso lo que quieres, bebé?
Bebé. Oírlo llamarme así me hace estremecer en sus brazos.
—Oh, Dios, sí...
—¡Papi! —grita Maddie desde la sala—. ¡Deprisa!
—Lástima —dice Jonathan, mordiéndome el labio inferior antes de retirarse.
Lo miro fijamente mientras se dirige a la puerta.
—Hijo de...
—¿Perra?
Se ríe.
—Esto es cruel —digo—. ¡Castigo cruel e inusual!
—¡No te enojes, mami! —grita Maddie al otro lado del departamento—. Tal
vez papi te lo dé más tarde.
Se refiere al guion, lo sé, pero maldita sea, me sonrojo cuando Jonathan me
mira desde el pasillo, enarcando una ceja.
—Tal vez papi lo haga.
Le muestro el dedo medio.
Se ríe otra vez.
Estoy agitada, sin duda, y algunas partes de mí todavía duelen, pero cuando
oigo la emoción de Maddie cuando empiezan a leer, me invade una sensación de
paz.
No puedo evitar sonreír.
Es todo lo que he deseado durante años.
Al levantarme, voy a la cocina y preparo la cena. Cuando está terminada, se
toman un descanso. Los tres comemos juntos en la mesa. Después, vuelven a
meterse en ello y yo me dirijo a mi recámara.
Recogiendo el ejemplar desechado de Crónicas de Hollywood, arranco una
foto de la portada, aquella en la que Jonathan está sonriendo. El resto de la revista
lo tiro a la basura. Saco mi caja rota de viejos recuerdos y meto la foto. Por muy
extraño que parezca conservarla, es nuestra primera foto real juntos como familia.

—¿Quieres repasar unas líneas conmigo?


Es ya de noche cuando Jonathan reaparece en la puerta de la recámara,
apoyado en el marco de la puerta, sosteniendo el guion. Estoy sentada en la cama,
apoyada contra la cabecera, con las rodillas levantadas y el cuaderno en el regazo.
—¿No tienes una hija para eso?
—Se quedó dormida —dice—. Debí haberla aburrido hasta quedar
inconsciente.
—Debió ser. —Concuerdo—. Entonces, ¿crees que puedes volver
arrastrándote hacia mí? ¿Crees que te recibiré con los brazos abiertos? ¿Que te
daré otra oportunidad?
—Estaba seguro de que lo esperaba. Estoy apostando por el hecho de que
alguna parte de ti realmente me gusta.
—A la mayoría de mis partes les gustas.
—¿Qué parte no le gusta?
—Mi cerebro, por lo general.
Se ríe, se acerca y frunce el cejo cuando ve lo que tengo en la mano.
—¿Estás escribiendo?
—Sólo pensando —digo, cerrando el cuaderno cuando se sienta a mi lado en
la cama. Le quito el libreto y esta vez no se resiste y me deja hojearlo.
—“Solía preguntarme qué podría ser peor que ser invisible” —dice, y sé que
está recitando una línea, porque es palabra por palabra del cómic—. “¿Qué podría
ser más solitario que estar siempre solo?”
—“Creo que ahora lo sé” —susurro, pasando unas cuantas páginas hasta
llegar a la escena.
—“Peor es amar a alguien que desaparece y no saber nunca si va a volver.
Porque, ¿cómo seguir adelante si ni siquiera estás seguro de que se ha ido? La
respuesta es que no lo haces. Cuando pasas la mayor parte de tu vida persiguiendo
fantasmas, al final te conviertes en uno”.
Sonrío.
—Siempre me gustó esa parte.
—Lo sé —dice mientras se acerca y me agarra de las piernas. Grito cuando
me jala hacia abajo en la cama, subiéndose encima de mí una vez que estoy
acostada de espaldas—. Esa es la parte que vamos a grabar el lunes.
Quiero preguntarle sobre eso, pero entonces empieza a quitarme los
pantalones y no puedo pensar en nada más que en sus manos. Las tiene por todas
partes, seguidas de sus labios mientras me besa, me toca y me ama, bajando cada
vez más y...
—Oh, Dios —jadeo, dejando todo a un lado para agarrar puños su pelo
cuando su boca se abre paso entre mis muslos. No provoca. No está jugando. Va
directo al grano, casi agresivo.
Me retuerzo, jadeo, gimo su nombre, siento que la tensión aumenta, me
agarro con fuerza mientras intento jalarlo más cerca. Llega a ese punto, el que
necesito desesperadamente, y siento una repentina oleada de placer.
Mi espalda se arquea y se me corta la respiración mientras el orgasmo me
desgarra. Él no para hasta que me relajo contra la cama y la sensación se
desvanece.
Se sienta y se quita la camiseta, desnudándose. En un abrir y cerrar de ojos,
se arrastra entre mis piernas, levantando mis rodillas, sus labios chocando con los
míos mientras empuja dentro. Grito en su boca, sus besos se tragan el ruido
mientras él penetra profundamente, golpeando con fuerza, una y otra vez.
Mis manos tiemblan, la tierra que nos rodea tiembla, mientras cada
centímetro de mí es consumido por él. Nuestros cuerpos están enredados y mi
corazón está tan mutilado que ya no sabe cómo latir correctamente, pero alguna
parte de mí debe saber algo, porque todo esto es tan perfecto. Él y yo, aquí, así, y
no quiero admitirlo, pero arg...
Arg...
Arg...
Lo amo.
Se mueve, retrocediendo un poco para mirarme, como si el hombre fuera
psíquico y supiera que acabo de pensar las palabras que ha estado tratando de
escuchar, pero no puedo decirlas, no todavía, no hasta que sepa que esto no es una
casualidad.
Estoy enamorada de este tonto imprudente y con ojos de estrella que, dentro
de dos días, va a salir por la puerta de mi casa, y todo lo que puedo hacer es confiar
en que volverá con esa misma mirada de amor en los ojos, porque si no lo hace, va
a romper más corazones que sólo el mío.
Y si rompe el de ella, nunca lo perdonaré.

Domingo en la noche.
El sol se está poniendo fuera.
Cada segundo que pasa me aprieta más el pecho, me pesan más los hombros
porque el peso del mundo exterior se me echa encima. Jonathan tiene que irse
pronto.
No se lo ha dicho.
Maddie no tiene ni idea.
Está sentada en la mesa de la cocina, rodeada de lápices de colores, haciendo
una tarjeta para su tía Meghan: mañana es su cumpleaños. Balanceando las piernas,
tararea para sí misma, ajena al momento.
—Mami, ¿cuántos años va a cumplir mi tía Meghan? —pregunta, mientras yo
estoy de pie junto al fregadero lavando los platos... fregando el mismo vaso desde
hace diez minutos.
—Treinta —digo.
—Wow —dice Maddie antes de murmurar—: Eso es mucho.
Me doy la vuelta y la fulmino con la mirada por eso. No estoy muy lejos de
los treinta. Pero no digo nada, porque mis ojos ven a Jonathan entrando en la
cocina con su mochila.
Maddie levanta la vista al oír sus pasos. Sus piernas dejan de balancearse.
Parpadea con confusión antes de preguntar:
—¿Nos vamos?
Él no responde de inmediato. Se congela, así que ella me mira, como si
confiara en que yo le voy a decir ya que él no lo hace.
—No, cariño, no nos vamos —digo, queriendo hacerle entrar en razón,
porque el silencio no va a servir de nada—. Pero tu papi sí.
—¿Papi qué? —pregunta, y sé que ya sabe la respuesta, porque agarra su lápiz
de colores con tanta fuerza que se rompe.
—Voy a trabajar —dice él, que finalmente interviene—. Tengo que terminar
de hacer la película, así que tengo que irme un tiempo.
—¿Cuánto es un tiempo? —pregunta ella—. ¿Hasta mañana?
—Más tiempo que eso —dice él.
—¿Pasado mañana? —pregunta ella—. ¿Volverás ese día?
—Eh, no —dice él—. Tomará como un mes.
—¿Un mes? —Ella jadea y mira hacia mí cuando pregunta—: ¿Cuántos días
son?
—Unos treinta —digo.
Lo veo, el pánico que fluye por ella. Son muchos días para una niña tan
pequeña. Sacude frenéticamente la cabeza, arrojando el lápiz al suelo.
—¡No, son demasiados! ¡No quiero que hagas eso!
—Lo siento —dice Jonathan, pero lo siento no es lo que ella quiere oír, así
que no hace más que alterarla más.
Se levanta de la silla y se pone en pie, sacude la cabeza otra vez mientras se
precipita hacia él, agarrando su mochila. Le da un fuerte tirón, intentando
arrancársela de la mano.
—¡No, no te vayas! Quiero que te quedes.
—Sé que sí —dice él—, yo también quiero quedarme, pero tengo que ser
Breezeo, ¿recuerdas?
—¡No me importa! —dice ella, clavando los talones, tirando de la bolsa con
tanta fuerza que él afloja su agarre, cediendo. Ella casi se cae, pero él la atrapa. La
bolsa cae al suelo y ella intenta apartarla de una patada. No se mueve, así que la
empuja, queriendo poner distancia entre él y esa bolsa—. ¡No tienes que ser
Breezeo! Puedes ser sólo mi papi, ¡y todo irá bien! Va a ser el cumpleaños de mi tía
Meghan, y puedes acompañarme a la escuela, y tenemos que hacer líneas juntos
para que pueda practicar, ¡porque voy a ser un copo de nieve! ¿Y cómo voy a ser
un copo de nieve si no te quedas?
Su voz se quiebra mientras las lágrimas llenan sus ojos. Sigue empujando
contra él, intentando que se mueva, pero él no cede.
Se pone furiosa.
Suspirando, él se inclina hasta su nivel y le agarra suavemente los brazos
cuando ella intenta apartar su cara de la suya con rabia.
Tengo tantas ganas de intervenir. Quiero agarrarla, abrazarla y hacer que todo
desaparezca, pero no puedo. Así que me mantengo de pie contra el mostrador,
intentando mantener la compostura, porque el hecho de que me desmorone no va
a ayudar a nadie en este momento.
—Puedes seguir siendo un copo de nieve —dice—. Vas a ser el mejor copo
de nieve de la historia.
—¿Pero cómo lo sabrás? —pregunta ella, con las primeras lágrimas
empezando a caer—. ¿Todavía vendrás a ver?
—Por supuesto —dice él—. No me lo perdería por nada del mundo.
—¿Me lo prometes?
Inhalo bruscamente, pero él no pierde el ritmo.
—Lo prometo —susurra, limpiando sus mejillas—. Volveré por ello. Es que,
ahora mismo, la película necesita que yo sea Breezeo.
—Pero yo necesito que seas mi papi —dice ella.
—Seguiré siendo tu papi, incluso cuando sea Breezeo.
—¡No, no lo serás! —grita ella—. ¡Te vas a ir, y entonces ya no estarás aquí,
y será como antes!
—No será como antes —le dice él.
—¡Lo será! ¡Entonces no querías ser mi papi y ahora no quieres volver a serlo!
Quieres irte y ya no vas a vivir aquí, porque tienes todas tus cosas y te vas a ir y no
vas a estar aquí para decirle a mami que es bonita, ¡así que ahora no podrá amarte
nunca!
Guao. Lo suelta todo en un suspiro frenético antes de empujarlo y salir
corriendo, con la puerta de su recámara dando un portazo.
Un silencio estrangulado recorre la habitación en su ausencia antes de que
Jonathan se levante lentamente y diga:
—Probablemente me lo merezco.
Frunciendo el cejo, me alejo del mostrador y lo detengo antes de que pueda
ir tras ella.
—Déjame hablar con ella.
Me dirijo a su recámara y me detengo a tocar la puerta.
—¿Quién es? —grita.
Ahora quiere saber quién llama antes de contestar.
—Es mami.
—¿Mami qué? —murmura.
Me río para mis adentros, enderezando mi expresión antes de abrir la puerta,
diciendo:
—La única mami que tienes.
—Sólo una mami —murmura—, y sin papi ahora.
Me acerco y me siento a su lado en la orilla de la cama.
—¿Es eso lo que realmente piensas?
Se encoge de hombros.
—Mira, sé que no quieres que se vaya, porque lo vas a extrañar, pero sabes
lo especial que es Breezeo. Y sé que no es justo para ti, y que realmente apesta,
porque por fin pudiste tenerlo como papi y ahora tiene que irse, pero puedes
escribirle, y llamarle, y hacerle todos los dibujos que quieras.
Mueve las piernas, con los ojos en los pies.
—No es lo mismo.
—Lo sé, pero prometió que volvería —digo, poniéndome de pie—. ¿Quieres
venir a despedirte de él? ¿Tal vez desearle suerte?
Ella niega con la cabeza.
La dejo allí, en su habitación, dejando la puerta abierta cuando salgo.
Jonathan se queda en la sala, con su bolsa en la mano. Frunce el cejo cuando me
ve. No me lo tomo como algo personal.
—¿Está bien? —pregunta.
—Estará bien —le digo—. No te preocupes.
Mira su reloj y suspira.
—Tengo que ponerme en marcha. El coche está aquí para recogerme.
—Okay —susurro mientras se inclina y me besa—. Cuídate. Y sé inteligente.
No bebas. Nada de drogas. Nada de saltar delante de coches en movimiento.
—Sí que sabes quitarle la diversión a las cosas —bromea—. Nos vemos
cuando pueda.
Abre la puerta de entrada para salir, y apenas da un paso por el umbral cuando
la voz de Maddie chilla en el departamento, fuerte y frenética.
—¡Espera, papi! ¡Espera! ¡No te vayas todavía!
Él se detiene, y ella pasa corriendo junto a mí, casi arrollándome mientras se
precipita hacia él, agarrando el cuaderno en el que dibuja.
Lo empuja hacia él, golpeándolo en el pecho.
—Olvidaste llevarte esto.
Él lo agarra.
—¿Qué es?
—Las fan-ficciones que hice para ti —dice ella—. ¿Te acuerdas? Lo arreglé.
Si vas a ser Breezeo ahora, deberías tenerlo, porque es mejor.
Él sonríe.
—Gracias.
Ella asiente, y duda, los dos se miran incómodamente, antes de que ella se
lance sobre él, abrazándolo.
—Te amo, papi. Más que a todas las películas de Breezeo.
—Y yo te amo —dice él, devolviéndole el abrazo—. Más que a todo en el
mundo.
JONATHAN

Es extraño lo mucho que puede cambiar la perspectiva en tan poco tiempo.


He querido ser actor desde que tengo uso de razón, pero en algún momento
perdí la chispa. Entre las borracheras de cocaína y las relaciones turbulentas, entre
los periodos de rehabilitación y los enfrentamientos con los paparazzi, entre la
lucha por la sobriedad y la notoriedad, olvidé qué era lo que me gustaba de todo
aquello.
Y es curioso que una niña de casi seis años pueda recordármelo en apenas
dos meses.
Me río, sentado en las escaleras del tráiler de Peinado y Maquillaje en el set.
Apenas ha amanecido y todos los demás se han reunido en la tienda del catering
para desayunar, mientras yo estoy aquí sentado, leyendo el cuaderno de Madison.
Es curioso, esta historia que se le ocurrió. Está compuesta en su mayor parte por
imágenes y sólo unas pocas palabras, y parece un cruce de Scooby Doo, un
misterio de fantasmas literalmente resuelto por Breezeo. Como es invisible, ella
dice que eso significa que debería poder juntarse con los fantasmas. Es de sentido
común.
Así que al final, Maryanne estalla en el almacén.
BUM.
Pero es un final feliz, de una manera retorcida, porque ahora ella también es
un fantasma, y viven felices para siempre, invisibles juntos.
La lógica de un niño.
—Vaya, vaya, vaya... si es Johnny Cunning. —La voz de Jazz llama mientras
se acerca al tráiler—. Hablando de un espectáculo para los ojos.
La miro, sonriendo, mientras cierro el cuaderno.
—Jazz.
—¿Es eso...? —Se agarra el pecho, fingiendo sorpresa—. ¿Es eso una sonrisa
en tu cara?
—Tal vez —digo—. ¿Qué, no puedes recordar la última vez que viste una de
esas?
—Oh no, lo recuerdo —dice—. Hace cinco años, tu primer día en el set de
Breezeo. La única vez que te vi sonreír de verdad fue la primera vez que te pusiste
el traje.
Le doy una mirada en blanco.
—Jesús, ¿qué hiciste, lo anotaste en tu calendario como una fiesta anual?
—El día Johnny Cunning no es siempre es un idiota. Solíamos celebrarlo con
una botella de licor fuerte, pero ahora simplemente dormimos todo el día y
evitamos estar cerca de pendejos.
—Suena bien.
Ella sonríe.
—Entonces, ¿qué te hace sonreír a las seis de la mañana?
Levanto el cuaderno.
—Alguien me escribió una historia.
—Alguien, ¿eh? —Me empuja lejos del tráiler para que pueda entrar, haciendo
un gesto para que me una a ella—. ¿Y quién es ese alguien?
—Mi hija.
—Tu hija —repite, sin parecer sorprendida. Acaricia una silla frente a su gran
espejo, indicándome sin palabras que me siente. Primero el pelo, así que Jazz se
apoya en un tocador para ver cómo uno de los estilistas se pone a trabajar—. ¿Así
que es verdad? ¿Lo que dijo Crónicas de Hollywood?
—Lo dudo —le digo—. La mayoría de lo que publican son pendejadas.
Se ponen a trabajar, porque bueno, esta mañana les ha tocado trabajar.
Necesito un corte de pelo y un afeitado, y eso es sólo la punta del iceberg de cómo
me he dejado llevar desde el accidente.
No he ido a una sola clase de actuación. Ciertamente no he ido a ninguna
audición.
No puedo recordar la última vez que vi el interior de un gimnasio, y estoy
seguro de que no he seguido la dieta. Diablos, ni siquiera he hablado con mi
terapeuta.
—Dicen que conociste a una chica en una preparatoria a la que fuiste —dice
Jazz—. Los dos se escaparon juntos y fueron unos pequeños delincuentes furtivos
hasta que el señor Caldwell te descubrió.
Mi cejo se frunce.
—¿Dijeron que yo era un delincuente?
—Bueno, en otras palabras. —Se ríe—. Decía que robabas para sobrevivir, lo
cual es increíble, ya que tu familia está forrada. Pero decía que tuviste tu gran
oportunidad y que la chica se quedó embarazada, pero que se resintió de tu fama
y te dejó sin decirte lo del bebé, así que ahora te estás enterando de lo de tu hija.
Hay tantas cosas malas en lo que acaba de decir que no sé por dónde
empezar. Mi mente sigue yendo a lo de robar, que, irónicamente, es la parte
verdadera. Pero poca gente lo sabe. Mantuve ese secreto bien guardado por miedo
a que demostrara que era el fracaso que mi padre dijo que sería. Entonces, ¿quién
coño les dijo?
Jazz no espera una explicación. Nunca le doy una. Así que parece muy
sorprendida cuando le digo:
—Sabía lo de mi hija.
Ella levanta las cejas.
—¿Sí?
—Sí —digo—. Y a ella no le molestó la fama; le molestó en qué me había
convertido la fama.
Me mira fijamente.
—Entonces, espera, ¿sabías que tenías una hija?
—Sí.
—¿Todo el tiempo que te he conocido has sido padre?
—Sí.
ZAS.
Me sobresalto cuando agarra un cepillo para el pelo y me golpea con él.
—Jesús, Jazz, ¿qué coño?
—¿Por qué demonios estabas desperdiciando tu vida con todos esos sórdidos
cuando tenías una familia con la que podrías haber estado?
Me limito a parpadear.
No tengo una buena respuesta.
—Increíble —dice, sacudiendo la cabeza—. Entonces, ¿cómo es tu hija?
—Es inteligente. Creativa. Divertida. Hermosa. Se parece mucho a su madre,
en realidad.
—Su madre, ¿eh? —Jazz sonríe—. Odio tener que decírtelo, pero parece que
podrías estar enamorado.
—No hay podría al respecto —digo—. La amo.
Jazz jadea. ZAS. Me golpea otra vez.
—¡Cierra la boca!
No tengo oportunidad de responder antes de que alguien se aclare la garganta
y entre en el tráiler. Miro hacia atrás y veo a Cliff. Jazz está de repente en alerta
máxima, completamente profesional.
—Johnny —dice Cliff—. Me alegro de verte. No estabas en el hotel esta
mañana para recoger.
—No pude dormir. Me imaginé que llegaría al set temprano.
—Eso es bueno —dice, con un tono de voz que me dice que no le parece nada
bueno. Cualquier ruptura del hábito es preocupante—. Sólo dime la próxima vez.
Acecha, quedándose, tomando asiento para hacer algo de trabajo en su
Blackberry, así que Jazz no vuelve a sacar nada a flote, cada uno haciendo su
trabajo.
—Bueno, mira eso —dice Jazz después de media hora—. Vuelves a parecerte
a Johnny Cunning.
Miro fijamente mi reflejo.
—No estaba seguro de que fuera a suceder —dice Cliff—. Se estaba volviendo
irreconocible.
La gente entra y sale del tráiler, saludándome y dándome la bienvenida,
siendo excesivamente amable. No me molesta. Es agradable volver a hacerlo,
sobre todo cuando me pongo el traje. El material está más ajustado que de
costumbre, y el personal de vestuario se esfuerza por conseguir que quede como
debe. Me quedo allí, rodeado de espejos, y sonrío.
—Chico, si sigues poniendo esa cara, es probable que se te quede —dice Jazz,
dando vueltas en una silla de oficina mientras me observa.
—¿No tienes trabajo que hacer? —Le pregunto—. ¿Alguien más que arreglar?
—Nop, sólo tú, superestrella.
A las ocho y media me llaman al set. Hoy rodamos en el interior, así que no
tengo que preocuparme por la multitud que se está haciendo. Emoción se agita
dentro de mí. Me siento esperanzado. En la cima de mi puto juego. Estoy listo para
enfrentarme al mundo y conquistarlo... hasta que la cámara empieza a rodar.
Se mueve de forma borrosa. Tenemos mucho que cubrir. Salto de una escena
a otra, de un momento a otro, tratando de poner mi cabeza en orden y canalizar
las emociones. Estoy sin fuerzas, sin aliento, completamente agotado para cuando
terminamos el día.
—Ve al gimnasio esta noche —dice Cliff, caminando a mi lado de vuelta al
vestuario para quitarse el traje—. Acumula esa resistencia, o vas a tener el mes
más largo de tu vida. No va a ser más fácil.
—Lo sé —murmuro, dirigiéndome al tráiler.
Tardo otra hora en volver a ponerme la ropa, listo para irme, pero no puedo
porque el director solicita una reunión y un productor quiere hablar rápidamente y
mi guion debe ser modificado después de que se actualice mi agenda. La emoción
se va agotando a medida que aumenta la presión. Tomo un cupcake del servicio
de catering antes de que pueda hacer las maletas, y aguanto unas cuantas miradas
de soslayo porque se supone que tengo que estar en plena forma y eso no deja
espacio para mierdas como los carbohidratos.
Cliff, mientras tanto, está hablando con los de relaciones públicas, y yo quiero
hablar con ellos, pero se van antes de que pueda hacerlo.
—¿Le has contado a alguien cómo me descubriste? —Le pregunto a Cliff
cuando nos dirigimos al coche—. ¿Has hablado alguna vez de ello?
—No —dice—. ¿Por qué iba a hacerlo?
—No lo sé. Tal vez simplemente surgió.
—¿De qué se trata esto? —pregunta.
—Crónicas mencionaron algo sobre que soy un ladrón.
Suspira con fuerza.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no leas eso? Ni siquiera deberías
mirarlo. Deja de preocuparte por ellos.
—No estoy preocupado —digo—. Sólo me pareció extraño que lo supieran.
—Esta industria tiene más filtraciones que el Titanic. A la gente le gusta
hablar. Por eso presiono para que haya acuerdos de confidencialidad, para que
nosotros podamos controlar la narrativa en la medida de lo posible.
—Pero no mucha gente sabía lo que hacía entonces —digo—. Yo. Tú. Mi
terapeuta.
—Tu novia —dice, sin levantar la vista de su Blackberry.
—Nunca se lo dije.
—Vamos, ¿crees que no se dio cuenta?
—Aunque lo hubiera hecho, no habría dicho nada —digo—, y mi terapeuta
no puede.
—Okay, entonces, le atinaron —dice, volviendo a aparecer ese filo en su
voz—. Te han acusado de muchas cosas. Lanza un montón de dardos y seguro que
algo se pega. Pero no sé por qué te estresas. Tienes gente para esto. Deja que los
adultos se encarguen.
Pocas cosas son más exasperantes como hombre adulto que alguien me diga
que deje a los adultos manejar las cosas.

—¿Mamaste? —La voz de Jack suena increíblemente esperanzada—.


Apuesto a que lo jodiste todo, ¿verdad?
—Siento decepcionarte —digo—, pero incluso cuando mamo, soy
malditamente bueno.
Se ríe, sin molestarse en contenerse. Me doy cuenta de cómo suenan esas
palabras en el momento en que las digo, y Jack, siendo Jack, no lo va a dejar pasar.
—¿Es así como sigues consiguiendo estos papeles? ¿Dando mamadas hacia
el estrellato?
—Vete a la mierda.
—Sabes, ahora que lo pienso, hablas mucho de que la gente te trae en chinga.
Me río de eso, paseado por el vestíbulo del hotel, con una vieja camiseta
blanca y pants, con el aspecto de que debería estar en la cama. Ojalá pudiera,
francamente. Intenté llamar a Kennedy, pero no obtuve respuesta, así que en su
lugar llamé a Jack y bueno, ya saben cómo es.
—Sí, sí, ríete —le digo—. Al menos estoy haciendo algo.
—Te haré saber que estoy haciendo algo mientras hablamos.
—¿Qué? ¿Jalándotela con porno de tentáculos?
—Dios, ¿me estás espiando, hombre? ¿Cómo demonios lo supiste?
—Me imaginé que era eso o que estabas troleando sitios de citas usando mi
foto.
—Ja, ja, eres la última persona que utilizaría para ligar —dice—. No estoy
seguro de cómo las consigues, corriendo por ahí viéndote así.
—¿Así cómo?
—Pants —dice—. Seguro que esa camiseta tiene agujeros. Y esos Nikes están
sucios.
Con las cejas fruncidas, me miro a mí mismo.
—¿Me estás espiando?
—¿Yo haría eso?
—Sí —Miro alrededor del vestíbulo, mi mirada se desplaza fuera de las
puertas delanteras, y lo veo de pie junto a la acera. Me saluda con la mano—. Eso
es espeluznante, Jack.
—Espeluznante es mi segundo nombre.
Cuelgo y guardo mi teléfono en el bolsillo de mi pants antes de salir del hotel
y encontrarme con él en la acera.
Hace tiempo que no lo veo. Sólo nos vimos en persona un puñado de veces.
Nuestras vidas son tan diferentes que la oportunidad no se presenta a menudo.
—¿Voy a tener que pedir una orden de alejamiento?
—Probablemente —dice—. Estaba en el vecindario, sabía que estarías aquí,
así que pensé que tal vez querrías hacer algo.
—Bueno, iba de camino al gimnasio, pero cualquier excusa para no hacer
ejercicio esta noche es buena para mí —digo—. ¿Qué tienes en mente?
¿Videojuegos? ¿Comida rápida? Voy a tener que poner el límite en las prostitutas.
Sonríe.
—Algo mucho más excitante.
—¿Qué es más emocionante que eso?
Una reunión, resulta. Tienes que estar bromeando. Treinta minutos después,
estoy sentado en un sótano oscuro, escuchando la triste historia de otro alcohólico.
Se turnan para compartir antes de que la sala se quede en silencio. Un silencio
incómodo. Esos son una pesadilla para un actor.
A la mierda.
Me pongo de pie.
—Me llamo Jonathan y soy alcohólico.
Me dan la bienvenida. La mitad de ellos probablemente me reconoce, pero
no me importa. Por más que haya estado en muchas de estas, es la primera vez
que hablo, siempre demasiado preocupado por mi maldita imagen.
Así que les cuento mi historia, sin endulzarla. Les cuento lo cagada que fui. Mi
hija pasó los primeros años de su vida sin un padre porque lo elegí todo antes que
a ella. Las drogas. El alcohol. Las películas. Las alfombras rojas y las fiestas y la
gente que ni siquiera me agradaba, pero les seguía la corriente porque eran
famosos.
La reunión termina unos minutos después de que yo termine.
Cuando nos vamos, Jack se gira hacia mí y me dice:
—¿Qué tal si tomamos una copa?
Me río, empujándolo.
—No creo que pudiera haber elegido un consejero peor.
—Sí, eres pésimo tomando decisiones.
—Pero estoy mejorando.
—¿Lo estás?
Mi teléfono empieza a sonar. Lo miro. Kennedy.
—Voy a demostrarlo ahora mismo —digo, agitando el teléfono hacia él—,
eligiendo a mi familia antes que tomar una copa con tu estúpido culo.
Tomamos caminos distintos mientras respondo a la llamada.
—¿Hola?
—Hola, tú —dice Kennedy, con voz tranquila—. ¿Qué tu el día?
—Largo —digo—. ¿El tuyo?
—Estuvo bien —dice—. Siento no haber contestado cuando llamaste antes.
Quería hacerlo, pero Maddie insistió en que no lo hiciera.
Se me cae el estómago.
—¿Sigue enojada?
—No. —Suspira—. Escuchó a Meghan decir que siempre hay que hacerse la
difícil, porque hará que un chico te quiera más si tiene que esperar. Así que dijo
que no contestara todavía y que entonces nos amarías aún más.
—Bueno, ¿quién puede discutir eso?
—¿Verdad? Lo que significa que no puedo hablar mucho. Sólo quería ver
cómo estabas.
—Te lo agradezco —digo—. En realidad me dirijo al hotel para dormir un
poco. Acabo de salir de una reunión.
—¿Una reunión reunión o como... una reunión?
—La que es para alcohólicos.
—Ah, bueno, eso es bueno. —Ella hace una pausa—. Me voy a ir antes de que
me atrape. Que tengas una buena noche.
—Buenas noches, bebé.
Levanto la vista cuando llego al hotel, me meto el teléfono en el bolsillo y mis
pasos se ralentizan cuando veo a un puñado de personas merodeando. Me ven, así
que me detengo, firmo algunos autógrafos y charlo, y me tomo unas cuantas fotos
antes de entrar.
Instintivamente, miro alrededor, siempre alerta. Y por segunda vez en una
semana, veo una cara conocida en el bar del vestíbulo.
Pero esta vez, es Cliff.
Está sentado solo en una pequeña mesa con lo que parece un vaso de whisky.
Nunca he sabido que Cliff beba alcohol. Doy unos pasos en esa dirección, curioso,
cuando un tipo se desliza en la silla de enfrente y agarra el vaso.
Algo me resulta familiar en él, pero he visto muchas caras en mi vida, así que
no siempre es fácil ubicarlas. Observo por un momento a los dos hombres
charlando casualmente, antes de que el tipo se beba el resto del whisky y se levante
para irse.
Llega a la mitad del vestíbulo antes de que sus ojos se dirijan hacia mí. Parece
sorprendido de verme, lo cual es curioso, porque en ese momento recuerdo dónde
lo vi.
Me siguió aquella mañana cuando acompañé a Madison a la escuela. Trabaja
para Crónicas de Hollywood.
El tipo se da la vuelta y sigue adelante, lo que hace que todo esto sea aún más
gracioso, porque nunca he conocido a ninguno de ellos que dejara pasar la
oportunidad de provocarme.

—¡Hola, papi!
La cara sonriente de Madison ocupa toda la pantalla de mi teléfono. Supongo
que la estrategia autoimpuesta de “hacerlo esperar” ha sido abandonada, teniendo
en cuenta que me está llamando por FaceTime a las siete y media de la mañana.
—Buenos días, preciosa —le digo—. ¿Te estás preparando para la escuela?
Ella asiente, agitando el teléfono mientras lo hace.
—Ya tengo toda la ropa puesta, y mi mami me dijo que teníamos unos
minutos, porque tengo la mochila preparada desde temprano.
—¿Así que decidiste llamar?
—Ajá, para recordarte y que no se te olvidara.
—¿Olvidar qué?
—A mí, dah.
—No tienes que preocuparte por eso, pero me alegra que llamaras. Te
extraño.
—Te extraño —dice ella—. ¡Adivina qué! Ayer era el cumpleaños de mi tía
Meghan y mi mami le compró cupcakes, pero mi tía Meghan no se comió ninguno,
porque dice que el pastel no le gustan sus muslos, pero no sé por qué. Así que
podemos comérnoslos todos, y guardé uno para ti, pero mi mami dice que no
estará bueno en treinta días, así que me lo comí.
—Te los comiste.
Ella asiente.
—Para desayunar.
Me río, porque no tengo ni idea de qué decir a eso.
Sus ojos se entrecierran, como si no supiera qué me hace tanta gracia.
De fondo, oigo a Kennedy gritar, algo sobre que es martes.
—Oh-oh —dice Madison, con la cara llena de pánico segundos antes de dejar
caer el teléfono al suelo y salir corriendo.
Me quedo mirando la vista del techo.
—¿Madison? ¡Madison! ¡Vuelve a tomar el teléfono!
Llaman a la puerta de mi tráiler detrás de mí. Se abre sin invitación. Cliff entra,
mirándome incrédulo. Estoy sentado con los pies apoyados, relajado.
—Vestuario está esperando —dice—. Deberías estar en el traje.
—Diles que estaré allí en un minuto.
—Sabes, tal vez si contrataras un asistente personal...
Él termina esa frase, diciendo algo, pero no le pongo atención, porque
Madison vuelve.
—Lo siento, papi. Se me olvidó que era martes y tenía que ir por algo de
Mostrar y Explicar.
—No pasa nada —le digo—. ¿Qué elegiste?
—¡Adivina!
—¿Breezeo?
—¡No! —Saca su muñeca Maryanne para enseñármela—. ¡Tarán!
—Wow, algo nuevo, ¿eh?
—Sip —dice.
—¿Qué te hizo cambiar?
—No quería que mi mami estuviera triste porque tú te habías ido, así que por
ahora tiene a mi Breezeo. ¡Está en su cama, durmiendo la siesta!
—Guao —digo, intentando no reírme del hecho de que esté durmiendo con
una versión diminuta de mí en mi ausencia—. Eso fue lindo de tu parte.
Kennedy grita otra vez en el fondo, preguntando a Madison si ha visto su
teléfono.
—Oh-oh. Tengo que irme.
Cuelga.
Sacudo la cabeza, dándome cuenta de que Kennedy probablemente ni
siquiera sabe que ella me llamó.
Al levantarme para ir al vestuario, veo que Cliff sigue acechando.
Mira su reloj.
—Tienes que estar en el set en quince minutos.
Mierda. Voy a llegar tarde.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

Van a hacer una película de Breezeo.


Susurras esto mientras te metes en la cama con la mujer que amas por primera
vez en semanas. Es la mitad de la noche. Acabas de llegar a casa desde Nueva
York. Has estado yendo y viniendo todo el verano, hasta bien entrado el otoño.
Tenías que haber vuelto hace días, el primero de octubre, pero seguiste retrasando
tu regreso.
Tus brazos se deslizan alrededor de ella desde atrás mientras la atraes hacia
ti, su espalda contra tu pecho. Hueles a tu colonia. Con demasiada frecuencia,
llegas a casa oliendo a alcohol o a perfume. Ella te obliga a bañarte cada vez que
ocurre antes de que puedas tocarla.
—¿Hablas en serio? —pregunta ella—. ¿Una película de Breezeo?
Tarareas en respuesta mientras tiras de su ropa, apartando la tela justa para
hacerla sentir bien. Sólo lleva puesta su ropa interior y una de tus camisetas. Gime
cuando te deslizas dentro de ella desde atrás. Tus labios están en su cuello. No
tarda en gritar de placer.
Te mueves entonces, tumbándote de espaldas mientras la pones encima.
Suspirando, agarras sus caderas y te deslizas dentro de ella, cerrando los ojos.
—Te sientes tan bien, nena. bebé quiero acostarme aquí y sentirte. Estoy tan
jodidamente agotado ahora mismo.
—¿Y crees que yo no?
Vuelves a abrir los ojos cuando lo dice. Esas palabras tienen algo de filo. No
se mueve, te mira fijamente. Está oscuro en la recámara, pero no tanto como para
que ella no pueda ver tus ojos azules y claros. Llegaste a casa sobrio.
—Yo no dije eso.
—Tampoco lo pensaste, ¿eh?
Ahí está ese tono otra vez.
—Vamos, ¿podemos no pelearnos ahora mismo? —preguntas, y hasta suenas
agotado. No hay ni una pizca de enojo en tu voz—. Acabo de llegar a casa hace
diez minutos. Hace más de un mes que no te veo. Yo... joder, sólo quiero estar
dentro de ti ahora mismo. Podemos pelear mañana si quieres.
Te hace una mueca, pero empieza a moverse lentamente. Tú vuelves a cerrar
los ojos, relajándote. No pasa mucho tiempo antes de que la atraigas hacia ti,
sujetándola mientras empujas. Le susurras al oído lo mucho que la has extrañado,
cómo no has podido dormir sin ella a tu lado.
Cuando terminas, ella se queda acostada, todavía encima. Tus manos vagan
por debajo de la camiseta, acariciando su espalda. Hay silencio. Antes, el silencio
entre ustedes era cómodo, pero ahora es como una barrera invisible difícil de
sortear.
—Hice algunas reuniones para ella —le dices—. Para Breezeo. Todavía no lo
han anunciado. Ni siquiera debo hablar de ello. Todavía es demasiado pronto.
—Espera, ¿la vas a hacer? —Se mueve, dándose la vuelta para mirarte—.
¿Tú?
—No lo sé. Se supone que mañana tengo que repasarlo con Cliff. Pero por eso
no vine a casa enseguida.
—Eso es... wow. Tienes que hacerlo. O al menos tienes que intentarlo. Serías
brillante como Breezeo.
—Ahora estás exagerando. Si voy por la película, no hay manera de que me
den el papel principal. No puedo llevar una franquicia.
—¿Qué? ¡Claro que puedes! Serías perfecto, Jonathan. Lo digo en serio.
Quiero decir, vamos, nadie conoce Breezeo como yo, y estoy un billón por ciento
segura de que tienes que ser tú. Así que tienes que intentarlo, ¿okay? ¿Por mí? ¿Por
favor?
—Sólo quieres verme con el traje puesto, ¿no?
—Bueno, quiero decir que no quiero no...
Te ríes y la besas.
—Veré si puedo hacer que eso suceda para ti.
—¿Lo prometes?
Nunca prometes cosas. Ella espera que te rías, pero en lugar de eso, dices:
—Lo prometo. Lo intentaré.
Por primera vez en mucho tiempo, ella se va a dormir con una sonrisa... y esa
es la última sonrisa que tiene.
Arg, eso es demasiado dramático. Tampoco es cierto. Lo que realmente
quiero decir es que es la última vez que sonríe contigo.
Mira, estoy haciendo esto mal otra vez. No puedo seguir distanciándome de
la realidad... pero, además, lo que pasa después de esa última sonrisa no parece
real.
Cuando me despierto en esa cama unas horas después, estoy sola. Por un
momento, mientras estoy acostada, creo que lo soñé, pero el olor de tu colonia
está por todas partes. Mientras la respiro, me pregunto dónde estarás. Aún no ha
amanecido y ya te has ido.
Me entero esa misma tarde. Te vieron de madrugada al otro lado de la ciudad,
sentado solo en un teatro, viendo un ensayo para el debut en escena de Serena
Markson.
Cuando por fin llegas a casa esa noche, bien entrada la noche, lo primero que
haces es besarme. Pero sabes a whisky y hueles a puta, y el pecho se me hunde
por ello, así que te empujo. Con las dos manos pegadas a tu pecho, te empujo tan
fuerte que te estampas contra la pared. Me miras, y no puedo decir si estás
sorprendido, o herido, o incluso confundido, porque pareces entumecido. Tus ojos
son un vacío.
“Estás exagerando”, dices cuando te confronto. “No es nada#. Pero no es
“nada”, lo sé, porque esa fui yo una vez. ¿No te acuerdas? Sé lo que es ser el único
público cautivo de alguien. Y tal vez hubiera estado bien si me lo hubieras dicho,
si no hubieras llegado a casa borracho, cubierto de perfume, cuando trabajé todo
el maldito día para asegurarme de que todavía tuvieras un hogar al que venir. En
tres años, lo único que parece haber pagado tu sueño es la coca.
Estoy gritando, y las lágrimas empiezan a caer, y tú sigues susurrando:
“Lo siento” una y otra vez, y cuando te digo que ‘lo siento’ no es suficiente,
dices: “Te quiero, más que a nada, bebé”.
Y te creo, porque eres bueno, Jonathan.
Algo tóxico creció entre nosotros. Pensé que las drogas eran tu Kriptonita,
pero estoy empezando a pensar que podría ser yo. ¿Estoy destruyendo tu sueño?
¿Estás cayendo en picado porque te estoy agobiando? Si yo no estuviera aquí,
¿estarías volando?
Gritamos, y yo lloro, y tú te drogas, una y otra vez a medida que pasan las
semanas, un ciclo perpetuo alimentado por todo este estrés. Las cosas más
insignificantes empiezan a desencadenarme, y eso me pone enferma, tan enferma
que algunas mañanas no puedo salir de la cama. Y sólo quiero hablar contigo,
hablar de verdad, y no discutir. Te extraño. Nos extraño. Así que te pregunto por
la película de Breezeo, intentando que volvamos a tener puntos en común, a que
ambos sigamos existiendo, y me dices:
—Ahora no se va a hacer.
—¿No la van a hacer?
—Oh, lo vas a hacer —dices—. Sólo que no voy a audicionar.
Cliff te convenció de no intentarlo. Lloro cuando me dices eso, y pierdes los
estribos, diciéndome que “madure” porque es “sólo un cómic pendejo”, sin darte
cuenta de que estoy enojada porque lo prometiste, cuando tú nunca haces
promesas, lo que significa que ya no sé hasta qué punto puedo confiar en tus
palabras.
Creo que fue ese momento el que nos condenó. La cosa se pone tan fea que
no nos hablamos durante días. Duermes en el sofá. La barrera del silencio se
convierte en una montaña imposible de escalar.
Todo lo que hago es llorar... llorar... llorar...
Estoy en el trabajo cuando me doy cuenta de lo que pasa. Lo confirmo esa
noche, pero ya estás desmayado en el sofá. Te dejo dormir. Te lo diré en la mañana.
Estarás sobrio. Estaremos bien. Me quedo despierta toda la noche, sin saber cómo
sentirme. Cuando te oigo levantarte por la mañana, dudo. Tengo miedo.
No debería tener miedo de hablar contigo. ¿Qué nos pasó?
Estás sentado en el sofá, poniéndote los zapatos para salir. Me paro en la
puerta de la recámara y te pregunto:
—¿Podemos hablar un minuto?
—Tengo cosas que hacer —dices, sin afecto en tu voz. Suenas como tu padre
en ese momento, pero yo nunca te diría esas palabras.
—Es importante. Tengo algo que decirte.
Te levantas, y estás sobrio como una piedra, tus ojos azules tan claros, y
pienso que tal vez estará bien, pero entonces me miras fijamente a los ojos y dices:
—Díselo a alguien a quien jodidamente le importe.
Y entonces te vas.
Te alejas de mí.
Y entonces me derrumbo.
Mis piernas no me sostienen.
Y tú no lo sabes, pero esa mujer que ya no te importa... ¿Aquella cuyo mundo
acabas de destrozar? Está embarazada. Va a tener tu bebé, Jonathan. Y ni siquiera
lo sabes. Ni siquiera te importa.
KENNEDY

Está lloviendo.
Aquí no llueve mucho, no más que la normal, pero siempre parece querer
llover en los peores momentos. Es como si el cielo tuviera una línea directa con
mis emociones. Cuando las cosas se tuercen dentro de mí, el mundo empieza a
resquebrajarse y el cielo se desprende.
Esta mañana estaba lloviendo a cántaros cuando me desperté, pero ahora, a
primera hora de la tarde, apenas cae un goteo. La lluvia ha disminuido lo suficiente
como para que Maddie chapotee en los charcos de lodo del jardín delantero de mi
padre, mientras yo me siento en una silla del porche. Mi padre está a mi lado,
meciéndose constantemente.
—Pareces perdida otra vez —dice—. Como si no supieras si vas o vienes.
Le dirijo una mirada.
—Tengo una sensación de déjà vu, papá.
—Tú y yo, hija —dice—. Parece que cada pocos meses pasamos por esto. Él
aparece, y luego se va, y tú te quedas atrás para hacer el duelo.
—Esta vez es diferente.
—¿Lo es?
—Va a volver.
—¿No lo hizo siempre?
—Sí, pero...
—Pero es diferente —dice—. Sin embargo, no lo es.
Suspiro, exasperada, lo que sólo sirve para hacerlo reír.
—Quería que nos fuéramos con él.
Mi padre parece sorprendido.
—Entonces, ¿por qué estás sentada aquí?
Parpadeo hacia él.
—¿No eres el mismo que se puso furioso la última vez que me fui con él?
—¿Y no eres la misma chica a la que no le importaba lo que pensaran los
demás?
—Sólo tenía diecisiete años. No sabía lo que estaba haciendo.
—Por eso me puse como una fiera.
Me doy la vuelta, mirando a Maddie. Está cubierta de lodo y sonríe. No parece
perdida en absoluto. Parece que sabe exactamente a dónde pertenece.
Me gustaría tener su capacidad de recuperación.
Ojalá las palabras de Jonathan fueran suficientes para calmar mis miedos.
Ha estado fuera durante dos semanas.
Ya estamos a mitad de mes. Dos semanas más y se supone que habrá
terminado. Ahora están en Europa, y la diferencia horaria lo hace difícil. Las
llamadas son esporádicas, mensajes de voz de treinta segundos dándole las buenas
noches a Maddie o diciéndole “te amo”. Me despierto con mensajes de texto, y
para cuando contesto, él está demasiado ocupado para leerlos.
—No puedo vivir mi vida en sus términos —digo.
—Y él no puede vivir su vida según los tuyos —dice mi padre—. Por eso
existe el compromiso. Tu madre y yo rara vez estábamos de acuerdo en algo. Era
una cuestión de dar y recibir. A veces se gana, a veces se pierde, y se sigue jugando.
Maddie corre hacia nosotros, apartando su pelo de la cara. Salta al porche,
dejando lodo tras de ella, y al instante, sin pensarlo dos veces, se lanza sobre mí.
Me quedo boquiabierta. Está empapada, el abrazo me enloda.
Riéndose, sale corriendo otra vez, gritando:
—¡Te atrapé!
—Pequeña... —Me levanto de un salto y ella chilla mientras la persigo hasta
el porche. Ella espera que me detenga allí, pero salgo corriendo al patio. El suelo
está resbaladizo, y resbalo, y—... ¡Ah!
Mis pies se salen de debajo de mí, y caigo, pero no antes de agarrar a Maddie,
llevándola conmigo. Los dos aterrizamos en la hierba, aturdidas, cubiertas de lodo.
Mi padre se ríe desde el porche.
—Te atrapé —digo, incorporándome y picando a Maddie en el costado
cuando se pone en pie. Ella salta sobre mí, tratando de abordarme, mientras mi
bolsillo vibra. Estoy confundida hasta que oigo el timbre amortiguado.
—Oh, espera, ¡tregua!
Levanto una mano para detener a Maddie mientras agarro mi teléfono. Ella
me da apenas cinco segundos para mirar la pantalla antes de intentar derribarme,
el tiempo suficiente para ver su nombre en FaceTime. Jonathan.
—¡Espera! ¡Es tu papi! —digo, pero llego demasiado tarde, porque la chica se
abalanza sobre mí con tanta fuerza que el teléfono sale volando, aterrizando en la
hierba mojada.
Maddie agarra el teléfono cuando se queda en silencio. Con los ojos muy
abiertos, lo empuja hacia mí.
—Arréglalo, mami.
—¿Está roto? —pregunto, pulsando botones, agradecida de que aún funcione.
Abriendo FaceTime, le devuelvo la llamada. Suena y suena y suena y mi corazón
canta cuando descuelga.
Está en una cama en una habitación oscura, con aspecto de estar medio
dormido. Su cejo se frunce.
—¿Qué estás haciendo? ¿Luchitas en el lodo?
—Yo, eh... sip.
Se ríe, una risa somnolienta.
El sonido hace cosas en mi interior.
—¡Hola, papi! —dice Maddie, saltando sobre mi espalda, ahorcándome
mientras me rodea el cuello con sus brazos—. ¿Estás durmiendo la siesta?
—Algo así —dice—. Un poco triste porque me estoy perdiendo toda la
diversión.
—¿Breezeo no está siendo divertido? —pregunta Maddie, arrebatando el
teléfono de mi mano para hacerse cargo.
—Es mucho trabajo —dice—. Ni de lejos es tan divertido como parece serlo
para ti.
—No te preocupes, podemos divertirnos cuando regreses a casa —dice
Maddie—. ¡Podemos jugar bajo la lluvia y tú y mi mami pueden luchar!
—¿Lo prometes?
—Sip.
—Bien —dice—. ¿Puedes volver a poner a tu mamá? No puedo hablar mucho
tiempo.
—Okay —dice, entregándome el teléfono y gritando—: ¡Adiós!
Se va, corriendo hacia el porche, mientras yo miro a Jonathan.
—Te preguntaría cómo estás —dice—., pero creo que verte ahora mismo
probablemente lo resume.
—¿Qué, soy un desastre?
Se ríe.
—Sin comentarios.
—Sí, bueno, tú te ves...
—¿De la mierda? Así lo siento. Días largos y seguimos atrasados. Voy a estar
apenas terminando para llegar a tiempo.
A tiempo.
Mi mirada parpadea hacia Maddie antes de volver a Jonathan, que parece
increíblemente nervioso.
—¿Cómo de cerca?
—Depende —dice—. ¿Cuándo es la obra exactamente?
—A las tres de la tarde del dos de junio.
Duda.
—Acabamos esa mañana en Nueva Jersey.
Mi corazón cae hasta los dedos de mis pies.
—Estaré allí —dice—. No te preocupes.
—Es un poco difícil no preocuparse.
—Lo haré. Le prometí que lo haría. Sólo quería que lo supieras, en caso de
que...
—¿En caso de que no lo lograras?
—En caso de que tuviera que romper algunas leyes.
Me río de eso.
—Te perdonaré.
Me mira fijamente, como si quisiera decir algo más pero no estuviera seguro
de las palabras.
—¿Estás bien? —pregunto—. Pareces raro.
—Sólo estoy cansado —dice—. Los días parecen meses sin ti.
Esas palabras, resuenan en una parte profunda de mí, una parte que se siente
mucho más vieja y mucho más fría de lo que debería.
—Conozco la sensación.
—Estoy en París ahora mismo —dice—. Hace tres días estaba en Ámsterdam.
He estado en todo el mundo, pero el único lugar en el que realmente quiero estar
es Bennett Landing.
—Odias Bennett Landing.
—Es donde tú estás. Donde está Madison.
—Estaremos aquí —digo—. Y nos veremos a las tres en punto del dos de
junio.
—Lo harán. —Sonríe—. Tengo que intentar dormir un poco. Tengo que ir al
set en unas horas.
—Okay —le digo—. Que duermas bien.
—Te amo —dice, y pulsa el botón para terminar la llamada, la pantalla se
queda en negro mientras las palabras se quedan en la punta de mi lengua como
respuesta. Te amo.
Hoy se cumplen diez años desde la noche en que nos escapamos. Nuestro
décimo Aniversario de los Sueños. No lo mencionó. No sé si lo recuerda, pero yo
nunca lo olvidaré. Al elegirlo, cambié todo mi mundo, y al mirar a mi niña cubierta
de lodo, sé que no me arrepentiré ni un solo momento.
Sólo quedan unas cuantas páginas en blanco en la parte posterior de mi viejo
cuaderno maltratado. Después de que Maddie naciera, la narración cambió. Ya no
era una historia sobre un chico descarado con estrellas en los ojos y una chica
enamorada con el corazón en la manga, ya no había un ‘tú’ y un ‘ella’ de los que
hablar. La línea argumental se fracturó. Ese chico y esa chica seguían existiendo
en el mundo, y de vez en cuando sus historias se cruzaban, pero sus mundos eran
demasiado diferentes.
Se convirtió en la historia de un hombre errante, uno cuyo sueño lo estaba
matando.
Se convirtió en la historia de una mujer con el corazón roto, que encontró su
propósito.
Ambas historias siguieron siendo documentadas, pero no como antes. Una de
ellas aparecía en las portadas de la prensa sensacionalista, mientras que la otra se
garabateaba en libros de bebés.
Siempre pensé que la primera historia estaba terminada, la original, y tal vez
lo esté. Tal vez esto es sólo un epílogo, o tal vez es una secuela.
Paso la mano por la cubierta del cuaderno maltratado. Maddie está dormida,
acostada a mi lado en el sofá. Breezeo está reproduciéndose tranquilamente en la
pantalla del televisor, todavía en ese bucle interminable.
Llaman a la puerta del departamento. Dejo a un lado el cuaderno. Es tarde,
cerca de las diez de la noche. Al mirar por la mirilla, veo a alguien de pie: un chico
de mi edad, con el pelo rubio desgreñado, que lleva jeans y una camiseta negra de
Call of Duty. Lleva algo en la mano, parece nervioso y está murmurando para sí
mismo.
Vuelve a llamar, así que abro la puerta un poco, lo justo para saludarlo.
—¿Puedo ayudarte?
—Sí, estoy buscando a Kennedy.
—Esa soy yo.
Su cejo se frunce. Me mira de arriba a abajo.
—¿En serio?
—Sí, en serio —digo—. ¿Y tú eres...?
Estoy a dos segundos de cerrarle la puerta en la cara, porque me mira como
si fuera imposible que yo sea quien busca. Llevo un pijama, el pelo recogido en un
moño desordenado, todavía húmedo por el largo baño caliente que me di para
quitarme el lodo.
Sacude la cabeza.
—Conozco a tu novio, o como quieras llamarlo. Me llamo Jack.
—Jack —digo, y sé que mi expresión debe reflejar la suya—. ¿En serio?
—Supongo que ha oído hablar de mí.
—Te ha mencionado —digo—. Por la forma en que hablaba, supongo que no
esperaba que parecieras tan normal.
—Me llama troll, ¿verdad? Ese puto imbécil inmerecido...
Me río, abriendo más la puerta.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por ti, Jack?
Sostiene algo: una caja de regalo.
—Sólo le hago un favor al pendejo para dejar esto.
Lo tomo, sorprendida.
—¿Esto es de Jonathan?
—Jonathan —dice riendo—. Nunca oí a nadie llamarlo así. Pero sí, Jonathan
me pidió que te lo hiciera llegar, dijo que era importante que fuera hoy. Lo habría
enviado por correo, pero está ocupado haciendo otra secuela de mierda... mis
palabras ahí, no las suyas... y no confiaba en nadie más, así que aquí estoy.
—Guo, ¿viniste hasta aquí por él? ¿Te pagó la gasolina, al menos?
—Mejor que eso: me contrató.
—¿De verdad?
—Dijo que necesitaba a alguien que le aligerara la carga y le quitara a la gente
de encima. Le dije que no iba a chupársela a nadie por él, pero que, si me pagaba
lo suficiente, no tenía ningún problema en ser su chico de los recados y gritarle
cuando se supone que tiene que estar en algún sitio —dice—. ¿Y a quién quiero
engañar, por la obscena cantidad que me ofreció? Probablemente se la chuparía a
alguien.
Un asistente personal. Guao. No tengo ni idea de cómo van a trabajar los dos
juntos, pero ya puedo decir que va a ser interesante.
—Bueno, gracias. Te lo agradezco.
Me da un saludo.
—Claro. Que tengas una buena noche.
—Tú también —digo, cerrando la puerta mientras él se va. Vuelvo a cerrar
antes de abrir la caja y encontrar un cuaderno de espiral dentro. Es sencillo, de tipo
universitario, con tapa azul y un bolígrafo de gel azul brillante encima. No debe
haberle costado más de un dólar. Cuando lo saco de la caja, una nota se desliza
desde la parte delantera del cuaderno, cayendo al suelo junto a mis pies. La recojo
para leerla.

Hace diez años, te escapaste conmigo para que pudiera seguir mi sueño.
Es hora de que sigas el tuyo. Dondequiera que te lleve, allí estaré.
Feliz Aniversario de los Sueños.
Jonathan

Me escuecen los ojos. Arg. Estoy llorando. Se me nubla la vista y parpadeo


para alejar las lágrimas mientras me vuelvo a sentar en el sofá. Abro el cuaderno
nuevo y miro las líneas en blanco por un momento antes de empezar a escribir,
con tinta azul brillante fluyendo por la página:

La lluvia caía del cielo encapotado en ráfagas esporádicas, chaparrones rápidos y


maniáticos seguidos de momentos de nada. El hombre del clima del canal seis
había predicho un día tranquilo, pero la mujer sabía que no era así. Se avecinaba
una tormenta tumultuosa. No había forma de evitarla.
JONATHAN

—Amor en el extranjero.
Retiro el brazo de mis ojos cansados para mirar hacia la puerta de mi tráiler,
donde Jazz está de pie, sosteniendo lo que garantizo es la última edición de
Crónicas de Hollywood, leyéndola.
—No quiero oírlo —murmuro, tapándome los ojos otra vez, intentando
bloquear el mundo y robar un poco de paz, pero eso es pedir un milagro. Tengo
una pausa de dos horas en medio del rodaje, nuestro primer día de vuelta en suelo
americano, y tengo el peor caso de jet lag. Se siente como resaca, esa sensación
de ‘día después de una borrachera de cocaína’ en la que odio al puto mundo y a
todos los que están en él, yo incluido.
—No hay nada como la Ciudad del Amor para reavivar el fuego entre antiguos
amantes —dice Jazz, ignorándome mientras sigue leyendo—. Fuentes en el set de
París de Breezeo: Ghosted nos dicen que las cosas se están calentando otra vez
entre Johnny Cunning y Serena Markson.
Si por “calentarse” quieren decir que me pone tan jodidamente furioso que
podría escupir fuego, tendrían razón en eso. Estar cerca de ella ha sido intolerable.
—La pareja ha sido vista junta algunas veces recientemente —dice Jazz—. Se
rumorea que Serena ha decidido perdonar a Johnny por sus indiscreciones
después de que él le rogara otra oportunidad.
Riendo secamente, me siento. Ni siquiera voy a entretenerme con una
respuesta a esa pendejada.
—Jazz, sin rencores, pero ¿puedes... irte a la mierda?
—Lo que tú digas, don gruñón. —Ella hojea el artículo mientras dice—: Me
pregunto quién podría ser su fuente en el set.
—Sabes que inventan cosas, ¿verdad? —Me pongo en pie de un empujón y
me dirijo al pequeño refrigerador para encontrar algo con cafeína—. O alguien
inventa mierda y media y se la da.
—Sí, pero alguien toma las fotos —dice—. Muy segura de que no son
inventadas.
Agua embotellada. Agua vitaminada. Algún tipo de jugo de lujo. Sin cafeína.
Suspirando, agarro algo de granada antioxidante antes de dirigirme a Jazz.
—¿Hay fotos?
—Por supuesto —dice, levantando el papel para enseñármelo: un despliegue
completo de fotos del set—. Demasiado para un set cerrado. La llamada viene de
dentro de la casa.
Se ríe de su propio chiste, pero a mí no me hace ninguna gracia...
probablemente porque es mi vida la que están intentando destruir. Podría ser
cualquier persona, pero los que trabajan en la producción suelen valorar demasiado
su trabajo como para arriesgarlo.
Además, hay un montón de suciedad legítima con la que podrían venderme,
no esta mierda de relación fabricada.
Abro el jugo, le doy un sorbo y me dan arcadas, escupiéndolo otra vez.
—Esto es asqueroso. ¿Dónde está toda la puta cafeína?
—El Sr. Caldwell pidió que la removieran —dice, cerrando el tabloide—. Algo
sobre que está organizando tu vida.
Suspiro, tirando el jugo a la basura antes de pasarme las manos por la cara.
—Necesito un nuevo representante.
Jazz se ríe, pero se corta cuando la puerta del tráiler se abre de golpe y entra
Cliff. Jazz se excusa y sale rápidamente.
Cliff la ve salir corriendo por la puerta y pregunta:
—¿Pasa algo entre ustedes dos?
Me dejo caer en el sofá.
—Tengo novia.
—¿La tienes? ¿Lo hiciste oficial?
—No he hablado de ello. No estoy seguro de que importe. El amor no conoce
los títulos.
Parpadea mirándome.
—¿Acabas de citar a Breezeo?
Me encojo de hombros.
—En fin —dice, sacando un papel—. Tengo que repasar algunas cosas
contigo, ya que tienes tiempo. La producción termina dentro de dos días, y
querremos mantener el impulso.
Cuando me entrega el papel, lo escudriño. Un calendario provisional que ha
coordinado con mi agente. Reuniones. Audiciones. Ofertas. Por no hablar de las
semanas enteras bloqueadas por las relaciones públicas para la promoción. Vuelvo
a echar un vistazo a la parte superior y sacudo la cabeza cuando veo la fecha.
—No puedo hacerlo.
2 de junio a las 4 de la tarde
—¿Perdón? —dice Cliff.
—No puedo hacer la primera reunión.
—¿Por qué no?
—Mi hija está en una obra de teatro.
—Una obra de teatro.
—Sí —digo—. Le prometí que estaría allí, así que me voy en cuanto
terminemos.
Cliff me mira fijamente.
—¿Algún otro conflicto que debamos conocer? ¿Tal vez alguna reunión de la
PTO que tengamos que evitar? ¿Capitulación de excursiones? ¿Disney sobre Hielo,
tal vez?
Su voz suena tan condescendiente que me dan ganas de echarlo de mi puto
tráiler, pero como tengo un tráiler gracias a su duro trabajo, probablemente no sea
una buena idea.
—Te mantendré informado —digo, bajando el papel.
—Te lo agradecería —dice antes de salir, cerrando la puerta con más fuerza
de lo habitual.
Suspirando, bajo la cabeza y cierro los ojos, agotado. Exasperado. Apenas
tengo un minuto de paz antes de que Jazz asome la cabeza.
—¿Todo despejado?
—Sí —murmuro—. Se ha ido.
Entra en el tráiler con una lata de Red Bull.
—Te traje un regalo.
—Podría besarte por eso —digo, agarrando la lata, abriendo la tapa y dando
un trago.
—Preferiría que no lo hicieras —dice ella—. He leído todo sobre los lugares
donde han estado esos labios.

A pesar de rodar al otro lado de la frontera, en Jersey City, seguimos


alojándonos en el hotel habitual de Midtown. Me reúno con Jack una vez que llego
a la ciudad, el servicio de coches me deja en su departamento del sótano.
—Bonito lugar —digo cuando entro, mirando alrededor. Es pequeño y
oscuro, y me recuerda a una cueva. Los carteles empapelan el lugar y mis ojos se
dirigen directamente a uno de Breezeo. No soy yo. Ni siquiera la película. Es un
póster de la portada de Ghosted, el mismo que Kennedy tenía en la pared cuando
era adolescente—. Pensé que no eras un fan de Breezeo.
—Nunca dije eso —dice Jack—. Dije que las películas eran una mierda y que
no merecían estar en ellas. Hay una diferencia.
Sacudiendo la cabeza, le entrego el papel de Cliff.
—Tengo un horario para ti.
Lo agarra mientras se sienta en una silla de escritorio.
—¿Te dejan tiempo para dormir?
—De vez en cuando —le digo—. Mi mánager es un poco duro.
—¿Por qué lo aguantas?
—Porque es bueno en lo que hace —digo—. Y porque firmé un contrato en
el que me comprometía a hacer todo lo que me dijera.
—¿Por cuánto tiempo es tu contrato?
—Se renueva cada año.
—¿Cómo se puede des-renovar?
—Eso ni siquiera es una palabra real.
—Oh, sólo responde a la pregunta, pendejo.
—Envío una carta certificada diciendo que no voy a renovar.
Asiente, dejando el papel a un lado.
—Lo tendré en cuenta para cuando empieces a quejarte de que no has
dormido en seis meses.
—Hazlo —le digo—. Gracias, Jack.
Me voy y me dirijo al hotel, que está a unas cuadras de distancia, evitando las
multitudes. Al entrar en el vestíbulo, me llama la atención un fuerte ruido
procedente del bar. Serena está sentada allí, rodeada de gente, socializando. Tiene
una copa en la mano y caballitos vacíos en la barra, así que no hay duda de que se
trata de alcohol.
Mañana, en el set, va a ser un infierno.
Me doy la vuelta, sabiendo que hablar con ella es una causa perdida, cuando
un flash llama mi atención en el vestíbulo. Un hombre está sacando fotos, un
hombre que reconozco, el de Crónicas de Hollywood.
—¡Oye! —empiezo a acercarme a él mientras atraviesa el vestíbulo para
marcharse—. ¡Eh, tú! Espera.
El tipo no se detiene y sale directamente.
Lo alcanzo en la acera de enfrente, intentando llamar su atención, pero no me
presta atención. ¿En serio? Los buitres me rodean todos los malditos días tratando
de hacerme hablar, pero la única vez que tengo algo que decir, ¿el imbécil huye?
Agarro su camisa en un puño y lo jalo hasta que se detiene antes de empujarlo
contra el lateral del edificio, inmovilizándolo allí. Parece aturdido y levanta una
ceja.
—Eso es una agresión.
—Y lo que tú haces es acoso.
—Sólo hago mi trabajo —dice—. No es mi problema que no te guste que mi
trabajo incluya tomar fotos de ti mirando a tu esposa borracha rodeada de
hombres.
—Te dije que no tenía esposa.
—Sí, bueno, eso no es lo que me dice tu gente.
Empiezo a decir que no me importa lo que la gente le diga, antes de darme
cuenta de cómo lo dijo.
—¿Mi gente? ¿De dónde estás sacando tu información?
—Lo siento, amigo, pero me lo voy a llevar a la tumba —dice—. Juré mi
secreto en la línea punteada hace mucho tiempo. No hay vuelta atrás. Mis fuentes
son confidenciales.
Él no se da cuenta, pero al decir eso, acaba de confirmar lo que yo venía
sospechando desde hace tiempo. No tener relaciones públicas es tener malas
relaciones públicas. Ese es el lema de Cliff. Él inventó a Johnny Cunning esa
mañana sentado en su oficina, un personaje que yo acepté interpretar, y yo le he
estado dando la actuación de mi vida sin siquiera darme cuenta de que cada
momento de mi existencia ha sido guionizado.

—¿Cómo va mi pequeño copo de nieve?


—¡De lo mejor! —dice Madison, con su voz emocionada haciendo sonar el
altavoz. Intenté hacer FaceTime con ella, pero se negó, diciendo que no podía ver
su traje hasta la hora del espectáculo—. ¿Ya estás de camino a casa?
—Todavía no, pero pronto —digo, sentado en la silla de Jazz en el tráiler de
Peinado y Maquillaje, preparándome para el último día de rodaje—. Tengo que
terminar mi trabajo primero.
—¿Pero estarás allí?
—Lo prometí, ¿no?
—Pero promételo otra vez.
—Prometo que estaré allí.
—¡Okay, papi! —dice ella—. ¡Adiós!
—¡Espera, Madison! ¡No cuelgues! Quiero... —CLIC—... hablar con tu madre.
Jazz se ríe mientras yo suelto un suspiro.
Me colgó
Abriendo mis mensajes de texto, le envío un mensaje rápido a Kennedy.

Le devuelvo el emoji del tipo amarillo encogiéndose de hombros.

Miro fijamente mi teléfono.

Leo el mensaje una y otra vez.

Mi puto corazón me golpea la caja torácica mientras le devuelvo el mensaje.

Su respuesta llega enseguida.


El emoji de una chica amarilla encogiéndose de hombros.
Quiero continuar la conversación, pero el ambiente se interrumpe cuando la
puerta del tráiler se abre de un tirón y Serena entra a toda prisa con su asistente.
Cliff está detrás de ellos, nadie parece feliz esta mañana. Serena no estaba para ser
recogida, y no había respuesta en su habitación, así que Cliff se quedó en el hotel
para encontrarla.
Serena se deja caer en una silla de maquillaje cercana, con unos lentes de sol
grandes protegiendo sus ojos. El olor a alcohol se adhiere a ella, haciendo que mi
nariz se arrugue.
—No estoy de humor para esto —dice—. No veo por qué no podemos
retrasarlo. Es un día.
—No tienen un día —dice Cliff—. Ya lo retrasaron demasiado por culpa de
Johnny.
—Johnny, Johnny, Johnny —refunfuña ella, girando la silla para mirarme—.
Siempre se trata de Johnny.
—Bueno, él es la estrella —dice Jazz.
Serena se burla, sin dejar de mirarme.
—¿Por qué no vas a pedirles que lo pospongan hasta mañana? Apuesto a que
lo harán por ti.
—No va a suceder.
—De imaginar —murmura Serena mientras se quita los lentes de sol y se gira
para mirarse en el espejo, acercándose para examinarse. Sus ojos están inyectados
en sangre, su piel sudada, enfermizamente pálida—. A nadie le importa cómo me
siento yo.
Sé que me está atacando con eso, pero lo dejo pasar.
Me levanto para marcharme cuando Jazz termina de hablar conmigo, y estoy
a punto de guardarme el teléfono cuando veo la pantalla y dos mensajes nuevos
de Kennedy.

Quiero quedarme aquí para siempre, absorbiendo esas palabras. Quiero


deleitarme con ellas, empaparme de ellas, pero no tengo tiempo para detenerme.
Después de pasar por el vestuario y ponerme el traje por última vez, me dirijo a mi
tráiler personal para estar unos minutos a solas, oyendo gritos apagados
procedentes de Peinado y Maquillaje. Serena está enloqueciendo por algo y Cliff
intenta calmarla.
Su asistente se pasea fuera, tan frustrada que está llorando.
Una vez que estoy en mi tráiler, llamo a Jack. Suena, y suena, y suena, y estoy
a punto de rendirme cuando por fin contesta.
—¡Mierda, hombre, aún no son las ocho! ¿Qué podrías necesitar a estas
horas? ¿Tocino?
—Necesito que vengas al set.
—¿Dónde está el set?
—En Jersey.
—¿Nueva Jersey?
—Ese.
—Pero no me gusta Nueva Jersey.
Está haciendo berrinche.
Le doy la dirección y le digo que esté aquí a mediodía antes de colgar y dejar
el teléfono sobre una mesa. Me dirijo al set a la hora de la llamada, pero Serena se
retrasa otra vez.
Lleva treinta minutos de retraso.
Es una mañana muy larga: una toma tras otra, una metedura de pata tras otra.
Me estoy frustrando, mientras Serena está a punto de tener un ataque de nervios.
Pienso, mientras la veo hacer un lío de todo, que esto debe haber sido como tratar
conmigo durante años.
—¡Corte! —grita el AD, y media docena de personas gimen cuando añade—
: Vamos a hacer un descanso de diez minutos para despejarnos.
Enseguida, Serena se acerca a Cliff, los dos tienen un acalorado intercambio
antes de que él la arrastre a su tráiler. Jazz se acerca, haciendo un movimiento,
golpeando su fosa nasal como si esnifara algo.
Jazz no va muy desencaminada, porque Serena tiene mucho más ánimo
cuando reaparece.
—Estás drogada —le digo. Ahora no es una pregunta, porque lo sé.
En lugar de enojarse, Serena sonríe, presionando su mano contra mi pecho.
—¿Quieres un poco?
—¿Estás loca? —La agarro de la muñeca y le retiro la mano—. Acabas de
tener una sobredosis el mes pasado.
—Cállate —sisea, soltándose de mi mano—. Nadie lo sabe. Cliff prometió—
—¿Que mantendría el secreto? Tal vez lo haga, pero ese no es el punto.
Necesitas ayuda, Ser. Necesitas volver a la rehabilitación.
Me miró fijamente.
—Te dije que estaba bien. Puedo manejarlo.
—¿Necesito recordarte otra vez que tuviste una sobredosis?
—Eso no tiene nada que ver con la maldita coca —gruñe—. ¿Y qué? Me
tragué un montón de pastillas para dormir y me eché una siesta. Deja de joderme.
Wow. ¿Qué carajo?
—¿Lo hiciste a propósito?
—Estaba cansada —dice ella—. Ya lo superé. No volverá a pasar.
Nos llaman para la escena antes de que pueda responder. Unas pocas tomas
más, es todo lo que necesitamos, pero estoy luchando para mantenerme
concentrado después de lo que Serena me dijo, mientras ella está rebotando contra
las malditas paredes. Una y otra vez, lo repasamos, antes de que finalmente
consigamos terminarlo.
Así queda.
Doy un suspiro de alivio. Todos los que me rodean aplauden. Intento ir tras
Serena, para hablar con ella, pero Cliff se interpone en mi camino, diciendo:
—Felicidades.
Lo miro con recelo mientras Serena se escapa a su tráiler.
—Gracias.
—No pareces contento —dice—. ¿Vas a extrañar el traje?
Me encojo de hombros. Creo que en realidad sí. No voy a extrañar el estrés
de intentar mantenerme sobrio mientras estoy rodeado de tentaciones, noche tras
noche, pero sí voy a extrañar ponerme el traje, extrañar interpretar al personaje
que cambió mi vida.
—Sólo es agridulce —le digo.
—Seguro —dice, dándome una palmada en la espalda—. Pero hay muchas
más oportunidades en tu futuro, Johnny. Como no puedes venir hoy a las cuatro,
el productor quiere verte dentro de treinta minutos, así que ve a vestuario y reúnete
con nosotros en tu tráiler. —Empieza a alejarse, pero duda—. Por cierto, los de
seguridad me dijeron antes que se apareció un tipo que dice ser tu asistente.
—¿Ya? ¿Qué hora es?
—Es casi la una —dice—. ¿Me estás diciendo que realmente contrataste a
alguien?
Se me cae el corazón.
Paso por delante de Cliff, ignorándolo cuando me llama, queriendo que le
responda a su pregunta. Me dirijo directamente a seguridad y veo a Jack de pie
junto a un guardia, con un aspecto entre perturbado y divertido.
—La mierda más extraña que he presenciado en Jersey —dice Jack,
mirándome—. Y eso es decir algo, porque una vez vi a un chimpancé patinando, y
eso fue jodidamente raro.
—Voy a tomar eso como un cumplido, aunque sé que no lo es —digo,
agarrándolo del brazo y haciendo que me siga. Son unas dos horas y media de viaje
hasta Bennett Landing, pero apenas tengo dos horas—. Por favor, dime que
condujiste tú.
Antes de que pueda responder, oigo a Cliff gritar mientras me sigue.
—¡Johnny! ¿A dónde vas?
—Oh, amigo. —Jack mira detrás de nosotros a Cliff—. ¿Soy tu conductor de
huida?
—Algo así —digo—. ¿Alguna vez jugaste Grand Theft Auto?
—Todos los putos días, hombre.
—Bien —digo, continuando la marcha, a pesar de que Cliff intenta
alcanzarnos—. Si consigues llevarme a donde tengo que estar, habrá una gran
recompensa para ti.
Sus ojos se iluminan mientras saca un juego de llaves del coche.
—Misión aceptada.
Hay una multitud reunida alrededor del set. Se dieron cuenta de que estamos
aquí. Saben que hoy acabamos. Escudriño la zona, buscando una forma de
evitarlos.
—¿Dónde te estacionaste? —pregunto, esperando que sea en cualquier sitio
menos al otro lado de la calle.
—Justo enfrente —dice.
Joder.
Voy a tener que atravesar la multitud.
—¿Seguro que no quieres cambiarte? —pregunta Jack, sus ojos parpadean
hacia mí, conflictivos.
—No hay tiempo para eso.
El público me descubre y empieza a enloquecer, haciendo que Cliff grite más
fuerte para llamar mi atención, pero no me detengo. Me escabullo del set, paso las
barricadas metálicas y salgo a la calle, mientras los de seguridad intentan contener
a la multitud, pero es un juego perdido. Así que corremos y sigo a Jack hasta una
vieja camioneta con la pintura marrón descolorida.
—¿Esto es lo que conduces?
—No todos crecimos con fondos fiduciarios —dice, golpeando con la mano
el oxidado capó—. Esto fue mi herencia.
—No estoy juzgando —digo, deteniéndome junto a ella—. Es sólo que es todo
muy de ama de casa de los 70.
—Eso suena a juicio, pendejo.
Abro la puerta del pasajero para entrar en el coche cuando Cliff me alcanza,
ligeramente sin aliento por haber corrido.
—¿Qué haces, Johnny? ¿Te vas?
—Te dije que tenía que ir a un sitio.
—Esto es ridículo —dice, con un tono de ira en su voz—. Tienes que ordenar
tus prioridades.
—Esa es una muy buena idea —digo—. Considera esto como mi aviso.
—¿Tu aviso?
—Me voy a tomar un descanso —digo—. De ti. De esto. De todo esto.
—Estás cometiendo un gran error.
—¿Eso crees? —pregunto, mirándolo a la cara—. Porque yo creo que el error
que cometí fue confiar en ti.
Me meto en el coche, dando un portazo, dejando a Cliff de pie en la acera,
echando humo.
Jack arranca el motor, cortando sus ojos hacia mí.
—Entonces, ¿a dónde? ¿A la oficina del desempleo?
—A casa —digo—, y tengo que llegar cuanto antes, porque alguien me está
esperando, y no puedo decepcionarla.
Este cuaderno es propiedad de
KENNEDY GARFIELD

El único reloj del pequeño departamento de una recámara brilla con el color azul
del viejo microondas que hay en la encimera de la cocina. Los números son
borrosos, y a menudo pierde el tiempo, unos minutos de vez en cuando, como si a
veces se olvidara de seguir contando.
Cuando me voy, marca las 18:07. (Sí, yo. Esta parte de la historia es toda mía.
No se puede negar.) No estoy segura de qué hora es realmente, pero han pasado
unas doce horas desde que dijiste esas amargas palabras. Tardé medio día en
reunir el valor para salir, sabiendo que una vez que lo hiciera, no volvería. Pasé la
mayor parte de esas horas mirando la puerta, esperando a que se abriera, a que
volvieras a entrar, a que me dijeras que no lo decías en serio.
Arranco un trozo de papel de la parte trasera de mi cuaderno y miro fijamente
las líneas en blanco, líneas que debían contener mucho más de nuestra historia.
Adiós.
Eso es todo lo que escribo. Hay un millón de cosas que quiero escribir, pero
guardo esas palabras bajo llave. Dejo la nota en la encimera de la cocina, junto al
microondas. Sólo agarro unas pocas cosas, metiendo algo de ropa y recuerdos en
la mochila, antes de ir a la estación de tren. Necesito tiempo para pensar.
Tres días después, llego a Nueva York, ya no soy la chica de diecisiete años
enamorada que se escapó con un chico hace tantos años. Ahora soy una mujer de
veintiún años con el corazón roto, que no sabe a dónde llamar hogar.
El taxi me deja en la acera frente a la casa blanca de dos pisos de Bennett
Landing. Le pago al conductor hasta el último centavo que tengo en el bolsillo.
Estoy mareada y agotada, y quiero llorar, pero las lágrimas no caen.
Pero está cayendo nieve. El mundo exterior está helado. Mi chaqueta es fina
y estoy temblando. El sol aún brillaba en California.
Cuando el taxi se aleja, la puerta principal de la casa se abre. Mi padre sale al
porche y se queda en silencio. No está sorprendido. Sabía que iba a venir.
—¿Kennedy? ¿Eres tú? —Mi madre sale corriendo de la casa y me abraza—.
¡No puedo creer que estés aquí!
Su emoción me hace sentir mareada. La niebla cubre mi visión.
Me arrastra al interior de la casa, pasando por delante de mi padre, que sigue
sin decir nada, pero sus ojos dicen lo suficiente. Mi madre quiere charlar. Yo sólo
quiero dejar de sentir que estoy a punto de desmayarme.
—¿Puedo acostarme en algún sitio?
—Por supuesto, cariño —dice—. Ya sabes dónde está tu habitación.
Mi habitación está tal y como la dejé, excepto que la cama está recién hecha.
Me esperaban, y no sólo en un nivel de “volverás arrastrándote algún día”. Alguien
les avisó.
Me meto debajo de las sábanas, me las pongo por encima de la cabeza,
tratando de encontrar algo de calor otra vez. No quiero pensar en quién debe ser
ese “alguien”.
Pasan otros tres días. No me muevo a menos que sea necesario. Estoy
enferma y débil, y mi madre sigue viendo cómo estoy, trayendo botellas de agua y
obligándome a comer galletas, alisándome el pelo y diciéndome que todo estará
bien, haciendo todas esas cosas que una madre hace por su hijo. Y la amo, y sé que
lo hace porque me ama, pero quiero gritarle, porque ¿cómo es posible amar a
alguien tan incondicionalmente? ¿Cómo puede mirarme y sonreír y estar tan feliz
de que esté aquí, de que exista, cuando tiene todas las razones del mundo para
estar enojada por los problemas que he causado? Todas las noches de insomnio
que soportó, todo el estrés y la preocupación...
—¿De cuánto tiempo estás? —pregunta la tercera noche cuando me
encuentra hecha bola en el suelo del baño. Su voz es suave y se sienta a mi lado.
Sólo la miro.
Ella sonríe suavemente.
—Una madre lo sabe.
—No estoy segura.
—¿Quieres hablar de ello?
Abro la boca para decir que no, porque hablar es lo último que quiero hacer.
Pero la negación muere en mis labios y sale como un sollozo, y una vez que
empieza, no puedo parar. Me atrae hacia ella y recuesto mi cabeza en su regazo
mientras lloro. Y las palabras brotan de mí junto con las lágrimas, toda la lucha y
las peleas, las mentiras y las promesas rotas, el resentimiento que creció cuando él
fue arrastrado por el huracán y me dejó atrás para luchar contra la tormenta.
—Ha estado llamando aquí —dice—. Borracho. Tu padre respondió a la
primera llamada. Quería saber si teníamos noticias tuyas. Dijo que llegó a casa y
no estabas, así que pensó que podrías venir aquí. Y siguió llamando, pero tu padre
no volvió a contestar hasta esta noche... cuando le dijo que, si sabía lo que le
convenía, dejaría de hacerlo.
—Lo siento —susurro.
—No tienes que disculparte por nada —dice—. Sé lo que se siente. Tu padre
es el mejor hombre que conozco, pero era un terrible borracho. Eso cambia a la
gente, y no excusa nada, pero significa que hay esperanza. Pueden mejorar, pero
uno no puedes cambiarlos. Ellos tienen que querer cambiar.
—Él no quiere.
—Tal vez no —dice ella—. O tal vez todavía no. A tu papá le costó un tiempo.
Pero no importaba lo que él hiciera, yo sabía que tenía que cuidar de mí misma... y
de mi hija. Y no tengo duda de que tú harás lo mismo, porque eres mi hija.
Me siento mejor al escuchar eso. No del todo, claro, porque la vida da miedo
y mi corazón sigue roto y el chico del que me enamoré ya no está, pero lo suficiente
como para levantarme y seguir adelante.
Pasan los días. Una semana. Un mes.
Llega un nuevo año.
Reúno el valor para ir al médico. Todavía estoy en el primer trimestre. Mi
padre y yo no hemos hablado mucho, pero sabe que estoy embarazada. Lo llama
“mal de amores”.
Más días.
Consigo un trabajo en el supermercado, y lo odio, pero me dan muchas horas,
y necesito dinero.
Más semanas.
Se me empieza a notar. Me miro en el espejo, me froto la barriga, noto el
bulto. Es extraño. Ahora mismo hay una vida creciendo dentro de mí.
El médico me dice que es una niña.
Tienes una hija, Jonathan, y ni siquiera lo sabes. Siento el aleteo mientras se
mueve, y mi corazón se dispara. Sigo teniendo miedo, mucho miedo, pero cuando
la siento, esta abrumadora sensación de amor fluye a través de mí, y sonrío.
Estoy sonriendo otra vez.
Es como si finalmente hubiera descubierto el sentido de todo esto, el
propósito de nuestra historia: es ella.
Más meses.
El mundo se descongela. Llega la primavera.
Tengo seis meses y estoy sentada en el porche, en una de las mecedoras,
abrigada para evitar el frío, cuando apareces tú. El coche negro de la ciudad se
acerca lentamente a la acera frente a la casa, y ahí estás. Mi madre tiene que
impedir que mi padre salga furioso de la casa.
De lejos pareces tú, pero al acercarte, veo que los ojos están mal. Es
temprano, el sol apenas está en el cielo, y aún estás despierto desde la noche
anterior. Te encuentras en una zona gris entre la borrachera y la resaca, lo
suficientemente coherente como para mantenerte erguido, pero de ninguna
manera sobrio.
Pero sigues tan guapo como siempre. Llevas un traje y la corbata suelta, un
destello del rebelde adolescente que recuerdo.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntas, deteniéndote cerca del
porche, y casi me río de tu elección de palabras, porque eso es lo que yo también
pedí.
No digo nada, mirándote fijamente.
—Lo siento —dices, con la voz entrecortada—. Lo siento mucho, bebé.
Algo que nunca sabrás es que, en ese mismo momento, mientras dices esas
palabras, te perdono. Ni siquiera sé lo que sientes, pero te perdono todo. Pero no
te lo digo porque no lo hago por ti.
Lo hago por ella.
Sigo mirando fijamente.
Hablas un poco más, sin parar de hablar de lo equivocado que estabas y de lo
mucho que me extrañas y de que no has tenido una noche de sueño decente, de lo
duro que es no tenerme al volver a casa, y lo único que puedo pensar mientras
escucho tus palabras es lo mucho que tienes que madurar, Jonathan, porque cada
frase que sale de tus labios contiene ‘yo’ o ‘mi’, pero tú ya no puedes ser el centro
del universo.
No de este universo.
—¿Entonces es verdad? —preguntas—. ¿Estás embarazada?
Desvío la mirada y asiento con la cabeza, porque mereces saberlo, pero ya no
encuentro las palabras que necesito para decírtelo.
—Me doy cuenta —dices—. Estás radiante. Estás tan hermosa.
Te devuelvo la mirada cuando dices eso.
—Vuelve a mí —dices—. Necesito otra oportunidad, sólo una más. No
podemos dejar que termine así. Vamos a tener un bebé, y ni siquiera sé... ¿es un
niño? ¿Una niña? ¿Cuándo nacerá? No sé nada, pero quiero saberlo. Así que ven
conmigo. Por favor. Ahora estoy ganando dinero y puedo cuidar de ti.
Si alguien está leyendo esto, y no sé si alguien lo hará, este es el momento en
el que los perderé, en el que despotricarán de ese estúpido personaje que estropea
la historia. Y lo entiendo, porque gran parte de mí anhela que seas mi final feliz,
pero no puedo disculparme por hacer lo correcto.
Me empujo de la mecedora y salgo del porche. Tu mirada se dirige
directamente a mi estómago, al igual que tus manos. No te detengo, aunque siento
que mi pecho se hunde. Tus ojos se iluminan, y sé —Dios, lo sé— que serás un
gran padre, uno de los mejores, y que amarás a esta niña con toda tu alma.
Pero eso no puede suceder hasta que estés listo.
—Te amo —susurro, tres palabras que no has dicho, mientras pongo mi mano
sobre la tuya en mi estómago—. Más que a todo... excepto a ella.
Te encuentras con mi mirada.
—¿Es una niña?
Asiento con la cabeza, y dudo, antes de besarte, demorándome, dejándote
tener este momento, y si te soy sincera, también para mí.
Necesito este momento para armarme de valor.
Y cuando lo hago, me retiro y digo:
—Necesito que te vayas.
Me miras, aturdido.
—Necesito que te vayas y no vuelvas hasta que te mejores —digo—. Te
pido... no, te ruego... no vuelvas así otra vez. Ella va a necesitar un padre, uno de
verdad, alguien que la ame más que a todo. No hay lugar en nuestras vidas para un
adicto. Así que, por favor... vete, Jonathan.
Me meto, porque no puedo quedarme a mirarlo, pasando por delante de mi
padre. Me siento en el sofá. Me siento y me siento y me siento. Mi padre sigue ahí
afuera, mirando. Y una hora después, dice:
—Por fin se fue.
Tardaste una hora.
Después de que te has ido, mi madre dice:
—Estoy orgullosa de ti. Sé que debe haber sido difícil.
—Me sorprende que el hijo de puta respetara sus deseos —dice mi padre—.
Nunca respetó los míos cuando le dije que se alejara de mi hija.
—Michael —advierte mi madre—. Ahora no es el momento.
Él levanta las manos.
—No me sorprende que me haya hecho caso —continúa ella—. Es un buen
tipo.
Mi padre deja escapar una sonora carcajada.
—Lo es —dice mi mamá—. Sólo es un adicto, y tu hija fue su primer subidón.
Ese chico se habría metido en el tráfico si ella le hubiera dicho que lo necesitaba.
Mi padre me mira.
—Te pagaré cincuenta dólares para que lo hagas.
—¡Michael!
—Caramba, okay, no me arranques la cabeza, mujer —dice, apretándome el
hombro mientras dice—: También te daré asistencia de niñero gratis.
Mi madre se ríe.
—Ya te toca ser niñero gratis, abue.
Hace una mueca y murmura:
—Voy a necesitar un apodo mejor.
Antes de que mi padre pueda alejarse, le pregunto:
—¿Qué te hizo mejorar?
Suspira.
—Lo hiciste tú, hija.
—¿Yo?
—Arruiné tu cumpleaños —dice—. Olvidé que era tu cumpleaños. Llegué a
casa borracho, me comí tu pastel antes de que pudieras hacerlo, me desmayé en
el sofá y me oriné. Tu madre se estalló e intentó matarme por ello.
—No lo intenté —dice mi mamá—. Lo que tu padre omite es que esa mañana
lo eché de casa, pero no respetó mis deseos de estar ausente.
—En mi defensa, me emborraché y olvidé que no debía estar allí.
—¿Cómo es eso una defensa?
—Supongo que no lo es.
—En fin, lo amenacé para que no lo olvidara otra vez.
—Me desperté contigo vertiendo licor sobre mí —dice—. ¡Luego sacaste
fósforos y amenazaste con prenderme fuego!
—Exactamente —dice ella—. Amenacé.
Recuerdo vagamente lo del pastel, pero no recuerdo eso.
—¿Así que mamá te asustó hasta la sobriedad?
—Oh, no, por muy aterradora que ella pueda ser, no fue eso —dice—.
Después de que ella dejó los fósforos, me disculpé contigo. Te dije que lo sentía, y
tú dijiste...
Se calla, así que mi mamá interviene.
—Le dijiste que no te importaba que él lo sintiera porque ya no era tu papá,
decidiste que no querías un papá porque todo lo que hacían eran cosas que
lamentar, así que podía irse.
—Sólo tenías cinco años —dice él—. No estabas enojada. Simplemente
estabas harta.
—¿Eso lo hizo? ¿Pero que casi te prendan fuego no lo hizo?
—Tu madre intentó matarme porque me amaba y quería recuperar a su
marido —dice él, ignorándola cuando ella vuelve a decir que no lo intentó—. Tú
decidiste que ya no me querías. Yo era como un juguete roto que nunca te gustó,
así que te pareció bien que tu madre lo tirara. Te amaba, pero nunca te había dado
una razón para amarme. Tenía que hacer un cambio.
—Que Jonathan también hará —dice mi madre.
—Ya veremos —dice mi papá—. Pero oye, si no lo hace no tendremos que
volver a verlo, así que todos ganamos.
—Te juro, Michael, que debería haber encendido ese fósforo.
Los dos están bromeando. Es agradable, verlos felices, sabiendo que han
sobrevivido a todo lo que les han lanzado. No puedo imaginar una vida en la que
no seamos una familia.
Me froto la barriga, sintiendo esos suaves empujones cuando el bebé se
mueve.
Los seis meses se convierten en siete y luego llegan los ocho. Trabajo, como
y duermo. Lavar, enjuagar y repetir. Antes de darme cuenta, llega el verano. Estoy
embarazada de nueve meses, y esos suaves empujones se convierten en patadas
giratorias.
Se me rompe la fuente la mañana de la fecha prevista para el parto, justo a
tiempo, pero todavía me parece demasiado pronto. No estoy ni mucho menos lista.
Tengo una cuna y pañales y todas las cosas que ella necesitará, pero aún no sé
cómo ser una mamá.
Y estoy aterrorizada. Nunca he estado tan asustada en mi vida. Mi madre está
a mi lado, y mi padre está en la sala de espera, y tu hermana aparece, porque está
emocionada por ser tía, pero tú no estás aquí, y yo sabía que no estarías. Me lo
decía cada día. Pero mientras el dolor me destroza, y la gente me grita que puje,
puje, puje, no hay nadie en el mundo a quien necesite más.
No puedo hacerlo sin ti.
No puedo.
No puedo.
No puedo.
Pero entonces ella está aquí, y está gritando, y yo estoy llorando, y en el
momento en que me la entregan, el mundo se inclina otra vez. Y eso es todo. Sé a
ciencia cierta que amaré a este pequeño y hermoso ser por el resto de mi vida.
Hasta mi último aliento, lucharé por mantenerla feliz, por proteger su corazón para
que no se rompa, porque es la mayor creación que jamás haya existido, y nosotros
la hicimos.
Nace a las 6:07 de la tarde. Exactamente. Nació el 4 de julio. Me dicen que
viniste al hospital a la mañana siguiente, cuando el sol aún salía. Nuestra pequeña
estaba en la guardería, y yo estaba durmiendo mientras tenía la oportunidad. Fuiste
directamente a verla, mirando a través del cristal mientras dormía.
Preguntaste por la firma de su certificado de nacimiento, sobre ponerte como
padre, pero te dijeron que lo corroboraras conmigo. Así que viniste a mi habitación,
o eso me dijeron, porque nunca te vi. La puerta estaba abierta, y te quedaste en la
entrada durante un buen rato, viéndome dormir, antes de marcharte.
Te fuiste sin cargar a tu hija.
Te fuiste antes de saber su nombre.
Así que no lo sabes, pero esa niña... ¿Esa hermosa pequeña envuelta en rosa
en la guardería? Se llama Madison Jacqueline Garfield, y algún día la conocerás.
Algún día, te llamará papi. Y cuando eso pase, te robará el corazón y tendrás la
oportunidad que pediste. Pero tienes que estar listo, Jonathan, porque ella está
aquí, y está esperando. No la hagas esperar demasiado antes de encontrar tu
camino a casa.
KENNEDY

Miro el reloj por décima vez en los últimos cinco minutos y suelto un profundo
suspiro mientras me muevo en la silla. Dentro de tres minutos, serán las tres.
—No va a venir —dice Meghan.
Está sentada a mi derecha, un asiento vacío entre nosotras, reservado para
un Jonathan notablemente ausente. Le he llamado una docena de veces en la
última media hora, pero todo lo que consigo es su buzón de voz genérico. El
número que usted marcó no está disponible.
Le he dejado varios mensajes, diciéndole que más vale que se dé prisa, pero
no he oído nada.
—Estará aquí —digo—. Lo prometió.
—Más vale que venga —dice mi padre desde su asiento a mi izquierda—. Si
el muchacho sabe lo que es bueno para él.
Se oye un resoplido detrás de mí, una voz familiar que murmura:
—Si contamos con que Cunningham use su cerebro, probablemente nos
decepcionará.
Me doy la vuelta y veo a la señora McKleski sentada allí, tejiendo... sí, está
tejiendo. Ni siquiera estoy segura de por qué está aquí. Es una presentación
extraescolar del jardín de infancia. Mi mirada recorre el pequeño auditorio,
sorprendida por la cantidad de gente que ha venido a ver a un puñado de niños
pequeños hacer una obra de teatro sobre el tiempo.
Vuelvo a mirar a la Sra. McKleski y le pregunto:
—¿Qué hace usted aquí?
—Tu padre me invitó —dice ella.
Miro a mi padre, que se encoge de hombros.
—Es el gran día de mi nieta. Quería que la gente lo supiera.
—¿A cuánta gente invitaste?
—A medio pueblo —responde por él la señora McKleski.
Sacudiendo la cabeza, miro la hora. 2:59.
Vuelvo a llamar a Jonathan. Buzón de voz.
La maestra sale por el borde del escenario, frente al gran telón, en el momento
en que cambia la hora, dando las tres.
Suspirando, cuelgo sin dejar un mensaje y guardo el teléfono. No puedo hacer
nada más. Oigo a los niños moviéndose detrás del telón, colocándose en su sitio,
y lo único que puedo pensar es en lo mal que se va a poner Maddie cuando se dé
cuenta de que aún no ha llegado.
Se abre el telón y empieza la obra.
Maddie está de pie en el fondo del escenario, con su traje blanco de pies a
cabeza, con un tutú esponjoso y copos de nieve de cartón recortados atados a su
espalda como si fueran alas.
Sonríe entusiasmada, saludándonos, pero no tarda en darse cuenta de que el
asiento está claramente desocupado. Mi padre la está grabando, y debería decirle
que pare, porque no estoy segura de que su primer corazón roto sea algo que
ninguno de nosotros quiera revivir, pero no consigo que esas palabras se formen.
No me atrevo a decirlo.
No me atrevo a creerlo.
A pesar de todo, sigo creyendo en él.
Maddie está de pie, ya no sonríe, y su mirada recorre todos los rostros del
auditorio. Está ansiosa, y cada vez que mira hacia mí, veo que se pone un poco
más triste. Uno a uno, los niños se dan un paso al frente para pronunciar sus líneas.
Cuando le llega el turno a Maddie, no se mueve.
Hay un silencio incómodo.
La profesora le da un empujoncito a Maddie y le susurra algo. Maddie da unos
pasos hacia delante, frunciendo el cejo. Otra larga pausa.
Me mira.
Quiero arrancarla del escenario y abrazarla, hacer que todo esto desaparezca,
pero en lugar de eso, le doy una sonrisa, esperando que tal vez la ayude.
Ella me devuelve la sonrisa.
Justo cuando está a punto de hablar, abriendo la boca, se oye un fuerte ruido
en el fondo del auditorio, la puerta se abre de golpe. Maddie mira, sus ojos se
ensanchan mientras grita:
—¡Papi!
Los murmullos fluyen por el auditorio. La gente se mueve en sus asientos.
Maddie baja corriendo del escenario y se dirige al pasillo central tan rápido como
le permiten sus piernas.
Me doy la vuelta, más que alarmada por el hecho de que esté huyendo, y me
congeló cuando lo veo. Oh, por Dios.
Jonathan está de pie, vestido de pies a cabeza con el traje de Breezeo. Da
unos pasos hacia delante y levanta a Maddie. Ella lo abraza, mientras él la lleva de
vuelta al pasillo, ignorando las miradas que todos le lanzan. Confusión. Conmoción.
Incredulidad. Hay algunas risas, algo de emoción, incluso un poco de molestia por
la interrupción. ¿Yo? Estoy tratando de no llorar en este momento.
Jonathan deposita a Maddie otra vez en el escenario antes de que su mirada
encuentre la mía. Se desliza en la silla junto a mí, susurrando:
—Perdón por llegar tarde.
—¡Oigan, chicos! —Maddie anuncia, saltando a su línea—. ¿Qué tiene seis
brazos y no se parece a nada en todo el mundo?
Un coro de niños detrás de ella dice:
—¡Un copo de nieve!
—¡Ese soy yo! —dice Maddie—. Estoy cayendo y cayendo y cayendo.
¿Adónde voy?
—Al suelo —dicen los niños.
Ella se aleja, ocupando su lugar en el fondo, la obra continúa como si la
interrupción no hubiera pasado. Maddie ya no presta atención a la obra, sino que
mira fijamente a su padre, inquieta, sonriente, como si estuviera esperando a que
terminara.
La profesora le da un empujón. Tiene que dar la última línea de la obra.
Maddie camina hacia el frente y veo que se queda en blanco. Olvidó su línea. Pasa
un segundo, y luego otro, antes de encogerse de hombros.
—Tengo una línea aquí, pero no sé —dice—. Así que voy a improvisar como
dice mi papi.
La gente que nos rodea se ríe.
Jonathan sacude la cabeza.
Se supone que los niños deben ponerse en fila y hacer una reverencia
mientras el público aplaude, pero tienen que hacerlo sin Maddie, porque vuelve a
salir corriendo del escenario. Jonathan se levanta y la atrapa cuando salta por un
lado, sin molestarse en usar los escalones esta vez.
Mi padre deja de grabar entonces, sacudiendo la cabeza.
—Nunca hay un momento aburrido con esa niña.
—¡Sabía que vendrías, papi! —dice Maddie cuando la pone en el piso—.
¿Actué bien?
—La mejor —dice él—. Siento haberme perdido el principio.
—No pasa nada. —Ella se encoge de hombros—. No necesitabas ver a otras
personas, de todos modos.
La obra llega oficialmente a su fin cuando los niños bajan del escenario y se
reúnen con sus familias entre el público. Es un caos entonces, como era de esperar,
ya que la gente se arremolina alrededor de Jonathan.
Mi padre agarra la mano de Maddie, apartándola del centro.
—Lo hiciste muy bien, hija. Estoy orgulloso de ti.
—¿Lo grabaste? —pregunta ella.
—¡Por supuesto!
—¿Puedo verlo? —pregunta, dando un salto—. ¡Quiero verlo!
Él le entrega su teléfono para que pueda ver el vídeo, mientras la dirige hacia
la salida. Meghan y yo vamos justo detrás. Jonathan se queda un momento más
antes de seguir, firmando algunos autógrafos por el camino, antes de separarse de
la multitud una vez que estamos fuera.
—Cunningham —dice mi padre—. Me alegro de verte.
—Yo también, señor —dice—. Me alegro de estar aquí.
Es todo tan cordial. Eso no es de ellos.
Pero tengo que preguntarme, mientras se dan la mano y mi padre se despide
de nosotros antes de irse, si tal vez me equivoco en eso. Tal vez sea de ellos ahora,
el abuelo cariñoso y el padre que intenta ser mejor, ya no son adversarios en una
pesadilla política convertida en personal.
Sus historias también han cambiado.
Nos dirigimos al estacionamiento. Estacionado delante del Porsche azul, ni
siquiera en un lugar adecuado, hay una vieja camioneta maltratada, con un tipo
conocido sentado en el capó. Jack.
—¿Lo conseguiste? —pregunta Jack, comiendo una pequeña bolsa de
papitas.
—Justo a tiempo —dice Jonathan, alisando el pelo de Maddie—. Estaba a
punto de entregar sus líneas cuando llegué corriendo.
—Qué buena onda —dice Jack, mirando a Maddie—. Así que tú eres la niña,
¿eh? He oído hablar mucho de ti.
—¿Quién eres? —pregunta ella, devolviéndole la mirada.
—Me llamo Jack —dice él, tendiendo su bolsa de papitas hacia ella,
ofreciéndole una—. ¿Una papita?
Ella se queda mirando la bolsa durante un segundo antes de mirar a Jonathan
y susurrarle:
—¿Es un extraño? Porque entonces tienes que comerte una por si es veneno.
—Están a salvo —dice Jonathan—. Jack es un amigo.
Maddie agarra una papita y le sonríe.
—¿Son mejores amigos?
Jack hace una cara de protesta.
—Yo no iría tan lejos.
—Disculpa, lo siento —interviene Meghan, señalando a su hermano—. Odio
interrumpir lo que sea que es esto, pero ¿por qué demonios llevas puesto eso? Me
está dando cosa. O sea... es raro.
Jack la mira con asombro, como si acabara de darse cuenta de su presencia.
Extiende su bolsa hacia ella.
—¿Una papita?
Meghan le mira, frunciendo el cejo, y creo que está a punto de herir sus
sentimientos, pero en lugar de eso mete la mano, saca una sola papita y se la mete
en la boca.
—Acabamos tarde —explica Jonathan—. No tuve tiempo de ir al vestuario.
Demonios, ni siquiera agarré mi teléfono de mi tráiler.
—Así que por eso no contestaste cuando te llamé —digo—. Pensé que me
estabas evitando.
Jonathan me rodea con el brazo y me atrae hacia él. Me da un beso en la
cabeza y me susurra:
—Nunca.
—Literalmente salió corriendo del set —dice Jack con una carcajada—. La
mierda más rara que he visto nunca, un tipo en una lycra ajustada siendo
perseguido por un hombre enojado con traje. Era tan ridículo, como una escena
sacada directamente de una de las estúpidas películas de Breezeo.
—¡Oye! —dice Maddie, entrecerrando los ojos hacia él—. ¡No digas eso!
¡Breezeo no es estúpido!
—Díselo —dice Jonathan, dándole un empujón.
—Culpa mía —dice Jack, tendiendo la bolsa otra vez, como una ofrenda de
paz—. ¿Más papitas?
Maddie no lo duda, arrebatando un puñado entero, tantos que algunas caen
al suelo. Jack la mira con asombro antes de echar un vistazo a la bolsa,
sosteniéndola boca abajo. Está vacía.
—No te mereces ninguna —le dice ella—. Sólo si te gusta Breezeo puedes
tener algunas.
—Ah, eso es una falta —dice él—. ¿Cuenta que me gusten los cómics?
Ella lo considera antes de entregarle una sola papita rota.
Él se la come, mientras Meghan lo mira fijamente, con una mirada peculiar.
—Entonces, Jack, ¿cómo es que conoces a mi hermano? No eras su
distribuidor de coca, ¿verdad?
Los ojos de Jack se ensanchan par mientras la mira.
—¿Tu hermano?
—Es mi tía Meghan —le dice Maddie, terminando el resto de las papas.
—Meghan Cunningham —dice Meghan, extendiendo la mano mientras se
presenta—. Mi hermano no reclama nuestra familia, así que no me sorprende que
no me haya mencionado.
Jack toma su mano.
—Oh, sí te ha mencionado. Sólo que se le olvidó decirme que eras tan
malditamente hermosa.
Meghan parpadea, sorprendida, y sus mejillas se vuelven rosas cuando él le
besa el dorso de la mano. Dios mío, se está sonrojando.
—Pues, eh, gracias —dice, retirando la mano.
—Y yo no era su distribuidor —dice Jack—. Aunque, quienquiera que haya
sido, probablemente sea asquerosamente rico ahora, así que como que desearía
serlo. Pero no, ayudo a mantener sobrio al imbécil, lo cual es un trabajo ingrato.
—Te lo agradezco siempre —dice Jonathan.
Jack ondea su mano.
—Como sea, viejo.
—Así que eres un entrenador de sobriedad —dice Meghan.
—Más bien un becario —le dice—. No me pagan por ello. Aunque debería.
Quiero decir, ¿alguna vez has tenido que lidiar con el tipo?
Jonathan se ríe.
—Sabes que estoy aquí, ¿verdad?
—Imposible no verte —dice Jack—. Contigo vestido como si fuera la Comic-
Con.
Meghan se ríe, como si encontrara eso hilarante.
—Bueno, esto ha sido la bomba, pero debería irme. Maddie, mi pan de plátano
con canela y strudel, estuviste brillante. Gracias por invitarme. Los veré más tarde.
—Se gira, mirando a Jack—. Fue un placer. Espero verte por aquí.
—Puedes contar con ello —dice Jack mientras ella comienza a alejarse. La
observa un momento antes de voltear hacia Jonathan, levantando una ceja
mientras asiente hacia Meghan—. ¿Podría ser esa mi recompensa?
—Ni siquiera lo pienses —dice Jonathan.
—No voy a pensar en ello —dice Jack, saltando del capó del coche—.
Simplemente voy a ir tras ello.
—Buena suerte —digo, mientras Jonathan refunfuña, mirando a Jack
mientras corre para alcanzar a Meghan.
—¿Qué está haciendo? —pregunta Maddie, mirándome.
—Creo que va a invitar a salir a tu tía Meghan.
Sus ojos se ensanchan.
—¿Como una cita?
—Sip —digo.
—¡Oh, dile que es bonita! —grita Maddie, dando saltos—. ¡Y lleva flores!
¿Verdad, papi?
—Verdad —dice Jonathan, aunque no parece tan entusiasmado con la idea
como Maddie.
—¿Por qué no los dejamos y nos vamos a casa? —Sugiero.
—A casa —dice Jonathan—. Suena bien.

El cuaderno azul nuevo está sobre la mesa de café, el bolígrafo de gel encima,
la tinta casi agotada porque lo he usado mucho.
Jonathan se detiene frente a él en la sala.
—Veo que recibiste mi regalo.
—Por supuesto —digo, rodeándolo con mis brazos por detrás, apoyando mi
cabeza en su espalda—. Gracias.
—De nada —dice, tirando de mí para abrazarme.
Me abraza y siento que me derrito en sus brazos, que el calor me engulle.
Podría acostumbrarme a ello.
Acostumbrarme a tenerlo cerca.
—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? —pregunto, temiendo su posible
respuesta de que estar aquí es temporal. No trajo nada, ni ropa, ni siquiera su
teléfono. Por lo que sé, sólo está de paso.
—Te lo dije antes de irme —dice—. Estoy aquí todo el tiempo que me
quieran.
—Esa no es una respuesta real, Jonathan.
—¿Por qué no lo es?
—Porque te he querido desde que tenía diecisiete años. Decir eso es como
prometer para siempre. Necesito una respuesta real.
Se queda callado un momento, apoyando su cabeza sobre la mía antes de
preguntar:
—¿Qué tiene de malo lo de por siempre?
—Nada —digo—, siempre y cuando lo digas en serio.
—¿Me creerías si te lo prometiera?
—Sí —susurro—. Por eso necesito que no lo hagas.
Suspira y afloja un poco su abrazo para mirarme. Sus ojos escudriñan mi
rostro mientras una leve sonrisa roza sus labios.
—Puede que hoy haya destruido mi carrera.
Parpadeo.
—¿Qué?
—Es una larga historia —dice—, pero no puedo seguir haciéndolo.
—Pero ese es tu sueño.
—Los sueños cambian —dice—. La forma en que estaba viviendo... Era
miserable. Quiero recuperar mi vida, y la voy a recuperar, porque he perdido
demasiado tiempo. Nunca dejaré de actuar. Es lo que soy. Pero no es todo lo que
soy. Soy un padre, y quiero ser el hombre que pensaste que sería. Sería mucho más
feliz haciendo teatro comunitario, si se diera el caso, mientras pudiera volver a casa
contigo, que siendo Johnny Cunning sin ti. Así que, si quieres un por siempre,
maldita sea, estaré allí.
Mi corazón, martillea con fuerza en mi pecho, golpeando viciosamente mi caja
torácica. Quiero decir tantas cosas, pero no sé ni por dónde empezar. Culpa.
Miedo. Emoción. Todo un enjambre de mariposas revolotea en mi estómago.
—Por siempre.
Él asiente, susurrando:
—Lo prometo.
—¡Tarán! —El grito emocionado de Maddie rompe el momento cuando entra
corriendo en la habitación, vestida con su disfraz de Breezeo. Llevamos diez
minutos en casa y ya abandonó el disfraz de copo de nieve—. ¡Mira, papi! ¡Somos
iguales!
Jonathan se ríe.
—Lo somos.
—Vamos —dice ella, agarrando su mano y tirando de ella, alejándolo de mí—
. ¡Podemos jugar, porque ahora estás en casa!
Jonathan me lanza una mirada conflictiva.
—Ve. —Le hago un gesto para que se vaya—. Ve a divertirte sin mí.
Logra darme un beso rápido antes de que Maddie lo arrastre a su recámara.
Juegan durante horas, parando sólo para agarrar unos sándwiches para la cena.
Ya ha anochecido cuando Jonathan vuelve a aparecer, acorralándome en la
cocina. Me abraza por detrás y me besa el cuello. Tarareo mientras me recorre un
cosquilleo por la espalda.
—¿Ya terminaste de jugar a Breezeo?
—Apenas estoy empezando —dice, dándome la vuelta para estar de cara a
él—. Maddie está dormida, así que creo que te toca a ti divertirte un poco.
Recuerdo que una vez te prometí que haría todo lo posible para que algún día me
vieras con este disfraz.
Mi cara se calienta.
—¿Te acuerdas de eso?
—Por supuesto —dice—. Es la única razón por la que me presenté a la
audición.
—Me dijiste que tu representante te convenció de no hacerlo.
—Lo hizo, pero dije a la mierda. Me dijo que no tenía ninguna posibilidad,
pero tú creíste en mí, así que fui por ello, y mírame ahora.
Apenas me atrevo a mirarlo. Es imposible de asimilar. Es como si mi fantasía
más salvaje convergiera con la realidad y mi cerebro no pudiera soportarlo. ¿Cómo
puede ser esto real? Paso las manos por su amplio pecho, sintiendo el material
resbaladizo.
—¿Puedes quedarte con esto?
—Se supone que no —dice—. Incluso podrían llamar a la policía porque lo
tomé.
—Hmm, entonces probablemente deberíamos hacer un buen uso de él
mientras podamos, ¿eh?
—Probablemente deberíamos. —Concuerda.
Chillo cuando me agarra y me levanta. Enrollo las piernas alrededor de su
cintura y me aferro a él mientras se tambalea hacia la recámara. Casi me deja caer
dos veces, el material es tan resbaladizo que casi pierdo el control, y me río cuando
caemos en la cama, él aterrizando justo encima de mí.
Me besa, con su boca explorando ansiosamente mientras me quita la ropa,
con sus manos tocando y acariciando cada centímetro de mi cuerpo. Sus dedos
exploran, convirtiéndome en un desastre de retorcimientos con sólo unas pocas
caricias.
—Vas a tener que bajar la cremallera del traje —dice—. No puedo hacerlo yo
mismo.
—Hmm, ¿entonces lo que dices es que, si me niego, no tendrás más remedio
que dejarlo puesto?
—Eso es exactamente lo que estoy diciendo.
—Entonces, ¿por qué iba a ayudarte?
—Porque no puedo follarte con el traje puesto —dice—, y tengo la extraña
sensación de que realmente quieres ser follada ahora mismo.
Esas palabras hacen que mi cuerpo arda, y un cosquilleo me envuelve en cada
centímetro de mi piel. Estiro mis manos detrás de él, tirando de la cremallera y
bajándola todo lo que puedo.
Se desviste y yo lo observo, intentando no reírme. Le cuesta casi diez minutos
de lucha antes de volver a subir a la cama.
—Como que maté el ambiente, ¿eh? —pregunta riendo—. Destruí más de una
década de fantasías en sólo unos minutos.
—Eso requiere cierta habilidad —digo—. Pero tal vez, si te portas bien
conmigo, te perdonaré.
—Puedo hacer eso —murmura contra mis labios, encima de mí, dentro de mí,
empujando muy lentamente. Me hace el amor, dándome todo lo que tiene, sin prisa
por terminar.
Durante toda la noche, una y otra vez, me lleva al límite, dejándome hecha un
lío pegajoso y tembloroso. La luz del día ya intenta asomarse, el cielo exterior
empieza a aclararse. Yazco aquí, mirando al techo. Mis músculos ya no quieren
trabajar.
Jonathan sigue en ello, con fuerza, con sus labios recorriendo mi estómago,
bajando y bajando y bajando, mientras me acaricia la parte interior de mi muslo, el
ligero toque hace que algunas partes de mí se estremezcan. No sé cómo lo hace.
Justo cuando creo que he terminado, cuando creo que no puedo aguantar más.
—Oh, Dios.
Su boca está sobre mí, su cara enterrada entre mis muslos. Me agarro a su
pelo, moviendo mis caderas, incapaz de quedarme quieta. Un minuto, tal vez dos,
antes de que me haga ver las estrellas. Aprieto los ojos, gritando mientras el placer
fluye a través de mí en oleadas.
Cuando vuelvo a relajarme, respirando con dificultad, me besa la cara interna
del muslo antes de morderme suavemente. Riendo, lo alejo de un manotazo
mientras cierro los muslos. Ni siquiera tengo energía para oponer una verdadera
resistencia.
—Definitivamente estás perdonado —susurro—. Eso fue... wow.
Riendo, se desploma sobre la cama.
—Gracias a Dios, porque estoy agotado.
—Yo también —digo—. Ni siquiera creo que pueda llegar a la regadera.
—Yo tampoco. Diablos, ni siquiera tengo ropa que pueda ponerme. No puedo
llamar a Jack para que traiga mis cosas ya que no tengo mi teléfono.
—Hmm, bueno, sé una forma en la que podrías ponerte en contacto con él —
digo, agarrando mi teléfono de la mesita de noche—. Llamaré a tu hermana.
Antes de que pueda siquiera intentar hacer la llamada, Jonathan me arrebata
el teléfono de la mano y lo lanza detrás de él, tirándolo justo al suelo.
—No quiero ni pensar en que esté en algún lugar con mi hermana a estas
horas. Prefiero quedarme desnudo.
Me río, acurrucándome contra él, presionando un ligero beso en su pecho.
—Te amo, Jonathan.
—Yo también te amo. —Me rodea con sus brazos antes de susurrar—. Eres
la reina, bebé.
Clic. Clic. Clic.
El incesante destello de los focos era brillante y cegador mientras las cámaras
se disparaban en rápida sucesión, tomando docenas de fotografías cada pocos
segundos, inmortalizando el momento. Cientos —tal vez miles— de fans se
alineaban en las barricadas metálicas a lo largo de la calle frente al famoso teatro
de Hollywood. La gente acampó durante días, desesperada por formar parte de
ella, desesperada por estar allí en la alfombra roja del Breezeo.
Bum. Bum. Bum.
Los erráticos latidos del corazón de Jonathan retumbaban y resonaban en sus
oídos. Había hecho suficientes eventos a lo largo de los años que esto debería haber
sido una brisa, pero se encontraba nervioso. No por él mismo, no... por ella. La niña
que se aferraba con fuerza a su mano, con un bonito vestido rosa que su madre
había elegido. Era su primera vez en Hollywood, la primera vez que se involucraba
en esa parte de su vida.
Él no quería que ella se sintiera abrumada.
—¡Johnny! ¡Johnny! ¡Por aquí! —La gente gritaba alrededor de ellos, tratando
de llamar su atención—. ¡Aquí! ¡A la izquierda! ¡A la derecha! ¡Johnny, espera! ¡Para
ahí mismo! ¡Mira hacia arriba!
Se detuvieron para posar para más fotos después de caminar unos metros, y
Jonathan se agachó hasta su nivel, dándole una sonrisa mientras las cámaras
seguían disparando.
—¿Estás bien? —susurró.
Ella asintió, sonriendo, con sus ojos azules brillando bajo las luces.
—Estoy siendo un copo de nieve otra vez, así que no puedo oír a nadie.
—Buena chica —dijo él—. Sigue sonriendo.
Jonathan se inclinó hacia ella, besándola en la mejilla, mientras un coro de
ooh y aah los rodeaba. Ella se había robado el protagonismo desde el momento en
que salieron de la limosina, acaparando la atención de todo el mundo, esa preciosa
niña con estrellas en los ojos.
Clic. Clic. Clic.
Siguieron caminando por la alfombra, posando, antes de que los
manipuladores los dirigieran hacia los medios de comunicación. Entrevistas. Esta
era la parte que él más odiaba: verse obligado a responder a preguntas, algunas de
ellas incómodas.
—Damas y caballeros, el hombre que estaban esperando, la estrella de la
noche: ¡Johnny Cunning! —La menuda reportera rubia sonrió deslumbrantemente
cuando él subió a la plataforma circular para unirse a ella en la transmisión en
vivo—. ¿Cómo te va esta noche, Johnny?
—De maravilla —dijo él—. Feliz de estar aquí.
—Bueno, debo decir que te ves realmente increíble —declaró la reportera—.
Tienes un brillo en ti, y, mi palabra, ¿podría tener algo que ver con esta preciosa
niña que está contigo?
—Sin duda —dijo él—. Soy el hombre más afortunado del mundo esta noche.
Preguntas. Tantas preguntas.
Respondió a todo lo que pudo.
—Ahora, antes de que te vayas, sabes que tenemos que preguntar —dice la
reportera—. Esta mañana se anunció el relanzamiento de los cómics de Breezeo.
¿Hay alguna posibilidad de que te volvamos a ver metido en el traje para otra
película?
Él sonríe.
—Ahora mismo, sólo estoy intentando disfrutar de mi familia, pero desde
luego no voy a descartar nada.
Una y otra vez, las preguntas fluyeron, algunas personales, pero la mayoría
no. Pasó de reportero en reportero, una docena de ellos en total.
Tap. Tap. Tap.
Jonathan bajó la mirada cuando Madison le dio un golpecito en la pierna para
llamar su atención después de que hubieran despejado la sección de prensa. A
continuación, firmaría autógrafos para los fans, y luego se dirigirían al interior del
teatro para ver Ghosted.
—Papi, mira, es Maryanne.
Se giró, mirando en la dirección en que estaba su hija, y vio a Serena Markson
posando con su pareja, el nuevo chico de moda de Hollywood, Gerard Jackson.
Clifford Caldwell estaba cerca de ellos, observando. Jonathan había cortado
oficialmente los lazos con ese hombre unas semanas antes, en el momento en que
su contrato le dio una oportunidad, y había firmado con otra persona, alguien que
entendía que su familia tenía prioridad.
Jonathan se dio la vuelta, firmando esos autógrafos, charlando y dejando que
le sacaran unas cuantas fotos rápidas, antes de guiar a Madison por la alfombra
hasta la entrada del teatro.
Clac. Clac. Clac.
Los zapatos de vestir de Madison repiqueteaban por el suelo de mármol
mientras se acercaban a un grupo reunido en el vestíbulo, el sonido anunció su
llegada. Su equipo de personas, todas ellas nuevas —nueva dirección, nuevas
relaciones públicas, incluso un nuevo abogado—. Él conservó a su agente y seguía
teniendo a Jack, pero todo lo demás requería un borrón y cuenta nueva.
Demasiadas cosas habían sido manchadas por Clifford Caldwell.
El hombre también había intentado manchar a la mujer que amaba. Jonathan
se enteró de eso mientras leía una historia de hace mucho tiempo garabateada en
un viejo cuaderno de espiral. Leyó cada palabra, por muy doloroso que fuera. Todo
lo que no había sabido... lo sabía ahora.
Kennedy estaba entre el grupo, con un sencillo vestido negro. El diamante de
su dedo anular izquierdo brillaba bajo las luces del teatro mientras jugaba
distraídamente con él.
Estaba nerviosa... demasiado nerviosa para caminar por la alfombra roja.
Se le revolvía el estómago cuando pensaba en ello.
Jonathan había vendido su mansión en Los Ángeles y había construido una
casa en Bennett Landing, al final de la carretera de la posada Landing, lo que los
convertía en vecinos de McKleski. Le había propuesto matrimonio en un impulso,
aunque ya tenía el anillo desde hace tiempo, y para su sorpresa, ella había dicho
que sí sin siquiera tener que pensarlo. Por un momento él se preocupó de que
fueran demasiado rápido, pero se dio cuenta de que no importaba.
Ya había perdido demasiado tiempo.
No iba a perder ni un segundo más.
Tic. Tic. Tic.
—¿Podemos hablar un minuto? —preguntó Kennedy cuando se deslizó entre
la multitud junto a ella. La gente entraba constantemente en el teatro. Tenían que
encontrar pronto sus asientos.
—Por supuesto —dijo él, rodeando su cintura con el brazo para atraerla hacia
él, levantando la mano libre para decirle a su nuevo representante que esperara
cuando el hombre estuvo a punto de interrumpirlos—. ¿Hay algo malo?
—No hay nada malo —dijo ella, sonriendo, con un brillo en sus mejillas
sonrojadas. Y antes de que ella pudiera abrir la boca otra vez, antes de que pudiera
decir las palabras, él ya lo sabía, pero aun así no dejó de impactarlo hasta la médula
cuando ella susurró—: Estoy embarazada.
Ghosted by J.M. Darhower | Goodreads

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