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Cita con Santa Claus

Por Ami Mercury


«Esta es la última, lo juro», pensaba Stephen mientras se daba los últimos
retoques frente al espejo.
Hacía ya casi dos años que se mudó a Nueva York. Un cambio de
aires era justo lo que necesitaba en aquella época: cruzar el charco,
esconderse en una ciudad enorme donde nadie le conociera y en la que salir
a la calle no le provocara palpitaciones y ansiedad.
De aquello solo quedaba el recuerdo y, aunque cada mañana se
reafirmaba en la idea de que el traslado había sido una de las mejores
decisiones de su vida, de un tiempo a esta parte empezaba a sentirse solo.
No le faltaban amigos pero en lo que respectaba al plano romántico, después
de Dennis no lo había vuelto a intentar. Y es que Dennis dejó buena huella en
él.
Parecía tranquilo, un poco tímido, educado en exceso y caballeroso.
Pero en la intimidad del hogar se convertía en una persona diferente. Se
conocieron en la universidad y se fueron a vivir juntos después de graduarse.
Al principio todo era perfecto: Dennis era detallista en exceso, no le faltaban
palabras cariñosas y siempre estaba ahí para ayudar. Stephen no llegó a
darse cuenta de cuándo empezaron a torcerse las cosas. Al principio fueron
pequeños detalles a los que no dio importancia. Ataques de celos sin sentido,
mal humor las noches que le apetecía salir de juerga, camisas demasiado
ajustadas que aparecían en el cubo de la basura... Incluso podía decir que su
actitud le hacía gracia. Y cuando se llegó a dar cuenta, vestía como Dennis le
decía, salía cuando le parecía bien y hasta había cambiado sus hábitos
alimenticios para amoldarse a lo que él quería.
Pero nunca era suficiente. Nunca estaba satisfecho y Stephen llegó a
caer en una espiral de odio hacia sí mismo de la que no empezó a salir hasta
que se encontró una mañana con la mejilla hinchada y el labio partido.
Eso, por suerte, era ya cosa del pasado. Dejó a Dennis, tuvo que
soportar amenazas, llamadas a altas horas de la madrugada y la constante
sensación de que alguien le vigilaba. Ni siquiera la orden de alejamiento le
tranquilizó. Por eso, al recibir la oferta de traslado, sintió que era una buena
oportunidad.
El tiempo borró esa huella, le quitó el miedo a salir de casa, le hizo
recuperar las ganas de ir a tomar una copa de vez en cuando y, finalmente,
echar de menos el calor ajeno en la cama.
Eso fue lo más difícil. La primera noche se dio cuenta de que había
perdido por completo la capacidad de ligar. Aquello de miradas veladas, roces
casuales o proposiciones más directas no era lo suyo. Después de un tiempo
nada fructífero, decidió probar online.
Con un perfil detallado y una selfie donde no saliera demasiado mal,
Stephen supuso que no tardaría en encontrar a alguien afín. Gran
equivocación, porque no tuvo en cuenta que el sitio, supuestamente orientado
a encontrar el amor, estaba lleno de tíos que no buscaban más que un polvo
y que, como él, eran incapaces de conseguirlo de otro modo.
Tuvo algunos buenos, desde luego. Al menos eso estuvo bien. Pero
de cruzarse con el amor de su vida, ni hablar. Lo más cercano a alguien
compatible que encontró fue un tipo adorable pero muy dentro del armario,
casado y con un par de críos, que le ofrecía una relación clandestina cada
dos fines de semana. No, gracias.
Por eso, decidido a darse por vencido y a abandonar de una vez por
todas la red social, aceptó la última cita con reticencia y por aquello de que
estaban en Navidad y todavía no había perdido del todo la fe en los milagros.
Pestañeó un par de veces para enfocar la vista, puso en su sitio el
último mechón rebelde con algo más de gomina y se ajustó la corbata. Debía
reconocer que no estaba mal: con su barba de un par de días que le daba
ese aspecto sexy, los cortos rizos morenos bien domados y sus expresivos
ojos marrones sin la barrera de las gafas, empezaba a tener una premonición
con respecto a esa noche. Esa sería la definitiva, seguro. El tal Nicholas sería
perfecto en todos los sentidos y además caería rendido a sus pies.
Cuando llegó al restaurante acordado lo que le cayó a los pies fue el
alma.
«Estoy en una mesa al fondo, junto a una reunión de ejecutivos»,
decía el mensaje recibido minutos antes. Aún llevaba el móvil en la mano
cuando traspasó el umbral de la puerta. Barrió el lugar con la mirada: sin las
gafas no veía muy bien pero sí lo suficiente para distinguir la citada reunión
de ejecutivos, todos de riguroso traje negro y cabelleras engominadas. Las
dos mesas colindantes las ocupaban dos mujeres y... Santa Claus.
Cerró los ojos con fuerza e intentó enfocar mejor la mirada, con la
esperanza de que la miopía le hubiera jugado una mala pasada. Pero no: en
formas más bien difusas se distinguía a la perfección el traje rojo y blanco, un
tremendo barrigón y un gorro picudo con barba falsa que colgaba del
respaldo de la silla.
Perfecto. De todos los tíos raros de la ciudad tuvo que cruzarse con
el del fetiche navideño. O igual era un bromista de mal gusto; sea como fuere
no estaba dispuesto a descubrirlo porque aquella fue la confirmación de que
la web de citas solo era frecuentada por tíos raros y, de esos, ya había tenido
suficiente. Así que se fue por donde había venido. Regresó a casa, se
preparó un ponche de huevo y pasó la noche en pijama con la única
compañía de «Luna de papel» y «Qué bello es vivir».

El detalle de la cita fallida con el tipo disfrazado de Santa Claus no llegó a


caer en el olvido pero sí fue relegado a un rincón bastante apartado de su
mente. Tal y como se prometió a sí mismo, desde esa noche no volvió a
entrar en la web e ignoró todas y cada una de las notificaciones que le
llegaban. Incluso borró su perfil para no recibir más.
Aún era joven para darse por vencido pero ya empezaba a dar por
hecho que no tenía suerte en el amor y punto. No era lo más importante, de
todas formas. Estaba bien considerado en la empresa, tenía un sueldo más
que decente, un buen grupo de amigos y desde hacía unos meses ya no
volvía a casa para encontrarse un apartamento vacío, gracias al cachorro de
carlino que recogió en la calle y que resultó ser un cariñoso vendaval. Con
eso, y algún sustituto adquirido en la sex shop para suplir las carencias de su
vida sexual, estaba bastante satisfecho.
Pero había ocasiones en las que la fría silicona se quedaba corta.
Podía decir que las sesiones en soledad resultaban satisfactorias aunque un
poco tristes, pero nadie en su sano juicio puede tener una buena charla post-
coital con un consolador; las sobremesas domingueras de mantita y tele
pasaban sin pena ni gloria si la única conversación que podía mantener era
«Thor, al sofá no».
Esa Nochebuena ni siquiera tenía intención de buscar compañía.
Hacía un año desde la última vez y no lo había vuelto a intentar pero, por
alguna razón, la casa se le empezó a echar encima durante los primeros diez
minutos de «El bazar de las sorpresas» y, sin pensarlo demasiado ni una idea
clara en mente, se quitó el pijama, sacó del armario los primeros pantalones y
el primer jersey que tuvo a mano y se fue a dar una vuelta.
Terminó en un bar no muy alejado, del cual había sacado un par de
ligues en el pasado de los que no guardaba muy buen recuerdo: el primero
resultó ser un gilipollas redomado y el segundo, un obsesivo del control que
le recordaba demasiado a Dennis en sus peores tiempos. De todos modos,
esas experiencias no eran condicionantes porque lo único que quería era
tomarse una copa, hablar un poco con el camarero y volver a casa antes de
medianoche. Además, no es que fuera a encontrar muchos más lugares
abiertos en esa fecha.
El bar estaba prácticamente vacío. Con la excepción de tres o cuatro
solitarios como él, que no tenían mucho interés en dejar de serlo, y el
camarero que atendía tras la barra sin mucha dedicación, aquello estaba
muerto. Normal. Todo el mundo estaba con la familia, la pareja o los amigos.
Si el local permanecía abierto la noche del veinticuatro, era porque el dueño
pagaba una miseria de sueldo al chaval de la barra aprovechándose de que
éste era el primero que necesitaba una excusa para no estar en casa.
Llevaba ya un par de cervezas cuando alguien tomó asiento a su
lado. Ni le habría prestado atención de no ser porque advirtió, al cabo de un
rato, que le dirigía miradas intermitentes. Y llevado por la inevitable
curiosidad, decidió devolverle una de aquellas.
No estaba mal. Aunque ambos estaban sentados podía adivinar que
era un poco más alto. Llevaba el pelo rubio muy corto y rasurado en la nuca;
un aro plateado le adornaba la oreja izquierda y cierta expresión de duda se
le reflejaba en las facciones angulosas y en sus ojos grises. No podía decir
que fuera su tipo y si tenía que juzgar por el atuendo, esos vaqueros
gastados y la sudadera ancha no le atraían demasiado. De todas formas,
Stephen no solía guiarse por las apariencias a no ser, claro, que el tipo en
cuestión fuera un auténtico esperpento.
—Hola —dijo, a falta de algo más directo y que pudiera parecer
grosero, porque claro, en ese momento lo único que le apetecía decir era que
si tenía monos en la cara.
—Hola —repitió el otro, y ambos regresaron a su bebida. Aunque no
por mucho tiempo—. Oye, ¿nos conocemos?
Stephen se echó a reír. Hasta él, que ya tenía claro que era un
negado en el arte de la conquista, sabía que aquella excusa era demasiado
convencional y estaba demasiado manida como para usarla. Pero el hombre
a su lado, lejos de ofenderse por la reacción, cayó en la cuenta y acabó
contagiado.
—No, va en serio. Creo que te conozco —insistió más tarde. Stephen
negó con la cabeza.
—Debes estar equivocado, porque tú no me suenas de nada.
—Bueno, ya está claro. Es el rechazo más contundente que he
tenido en la vida.
—Entonces ¿sí que estabas ligando?
Volvieron a reír. En realidad Stephen aún no tenía claro de qué iba
ese tío pero por alguna razón, le hacía gracia. Le llamaba la atención porque
no tenía ese aire de guaperas que había tenido que soportar en varias
ocasiones, tampoco iba de pasivazo destroyer ni parecía mantener una
fachada para ocultar algo. Era la primera vez que lo veía pero, en general,
tenía pinta de sincero.
—Y bien, ¿qué haces solo esta noche? —Esta vez fue Stephen
quien inició la conversación, después de terminar su tercera cerveza y pedir
unos cacahuetes para acompañar a la cuarta.
—Digamos que mi compañero de piso tenía fiesta privada en casa. Y
las paredes son finas.
—Oh, comprendo.
—¿Y tú?
—Mi perro no tiene buena conversación.
Más risas animaron el ambiente entre ellos y les incitaron a entablar
una conversación más extendida. En poco rato Stephen ya se encontraba
completamente cómodo en la compañía de aquel extraño, que se presentó
como Nicholas —Nick—, un nombre que tampoco le sonaba en absoluto.
El reloj casi marcaba la una cuando el barman les sorprendió al
encender todas las luces del local. Acababa de darse cuenta de que el resto
de la clientela se había marchado: ellos eran los dos únicos que quedaban y
hacía un buen rato que hablaban animadamente sin consumir. Así que
captaron la indirecta.
—En fin, ha sido divertido. Gracias por la copa —agradecía Stephen
en la puerta, con el chaquetón abrochado hasta arriba y las manos bien
metidas en los bolsillos.
—No hay de qué. ¿Sueles venir a menudo?
—En realidad, no. Pero bueno, igual nos vemos.
—Ajá. Pues nada, saluda a tu perro de mi parte.
—Y tú a tu compañero el escandaloso —replicó divertido.
Y tras agitar las manos a modo de despido, cada cual tomó su
camino en una dirección diferente. Stephen se sentía extraño: en el poco rato
que habían compartido, Nicholas le llegó a resultar interesante y de
personalidad atractiva. Incluso empezaba a arrepentirse de no haberle pedido
el número de teléfono cuando, al girar la esquina, creyó oír unos pasos
apresurados que corrían tras él. Se giró a tiempo de verle detenerse a un
metro escaso y descansar un momento con las manos sobre las rodillas.
—Oye, esto puede sonar mal... —advirtió, con la respiración agitada
tras la carrera—. Pero se me ha ocurrido que... es Nochebuena y
podríamos... ya sabes... hacernos compañía.
Stephen consideró la oferta durante un momento.
—¿Qué tipo de compañía? —quiso saber, porque no tenía muy
claras sus intenciones y prefería ahorrarse los malentendidos. Nicholas se
encogió de hombros.
—No sé, lo que surja. Vale; nunca he hecho esto —se excusó—. No
es que intente llevarte a la cama directo pero... me gustas. No tenía esta
intención desde el principio, ¿eh?
Dicho esto titubeó un poco y cambió su peso de una pierna a la otra,
no muy seguro de cómo actuar. Stephen sintió cierta curiosidad. No era la
primera vez que terminaba la noche con un desconocido en la cama, pero en
esas ocasiones las intenciones habían sido claras y sin rodeos. Que sí, a lo
mejor todo era un teatro por parte de Nicholas pero aún le transmitía la
misma sensación de honestidad del principio y, si bien su experiencia
personal le había enseñado a no confiar con facilidad, a veces no podía
evitarlo.
—¿Y si te digo que tú a mí no? —preguntó al fin, con media sonrisa
delatora.
No era del todo cierto pero quería ver su reacción. Nicholas repitió el
gesto de encogerse de hombros, solo que esta vez los alzó durante más rato.
—No pasa nada, ya te digo... no es que quiera acostarme contigo y
ya está. Vamos a otro lado, charlamos un rato más y si no te apetece
volvemos a casa.
No era una mala respuesta. Era justo lo que él quería: la perspectiva
de no volver a quedarse solo esa noche, hubiera sexo o no, le parecía
atractiva.
—De todas formas no creo que encontremos nada abierto ya —
continuó Nicholas antes de recibir respuesta—. Pensándolo bien... olvídalo,
supongo que la propuesta no es muy normal pero tenía que intentarlo —
confesó.
—No, no, está bien.
—¿Está bien?
—Sí; me gusta la idea —dijo Stephen al fin—. Y... no vivo lejos, se
puede ir andando.
—¿Quieres que vayamos a tu casa?
—¿Por qué no? Además, tengo chocolate caliente y un montón de
películas antiguas.
—¿Cómo de antiguas?
—En blanco y negro.
—Hum, no está mal. Al menos echaré un buen sueñecito.
A Stephen le hizo gracia la respuesta y, antes de zanjar el asunto con
palabras, ambos ya se encontraban camino de su edificio.
Si en algún momento dudó que sus intenciones fueran buenas, el
transcurrir del tiempo se encargó de quitarle toda sospecha. Una vez en la
intimidad de su piso, el comportamiento de Nicholas era el mismo que fuera,
y demostró también ser sincero en cuanto a sus intenciones con él al no
intentar forzar ningún acercamiento.
El plan de peli, manta y chocolate estaba bien, pero Stephen pensó a
última hora que resultaba demasiado íntimo para tenerlo con alguien a quien
acababa de conocer, así que cambió la manta por la calefacción y el
chocolate por un par de vasos de licor de caramelo con hielo que fueron
saboreados con calma frente a «Godzilla contraataca».
Nicholas no se cortó a la hora de criticar el largometraje: prefería
películas más actuales, de hecho ni siquiera era un gran aficionado al cine,
pero sus comentarios jocosos acerca de la sobreactuación de los personajes
o de la baja calidad de los efectos especiales hicieron que Stephen disfrutara
como nunca lo había hecho, al menos durante la primera mitad de la película.
Y es que llegó un momento en que las bromas se acabaron y la hora tardía
así como el exceso de alcohol, sumieron a Nicholas en un ligero duermevela.
Stephen le observó cuando dormía. La luz estaba encendida y pudo
estudiarle mejor. No era una belleza pero había algo que le hacía
terriblemente atractivo. Tenía los labios gruesos y apetecibles, la nariz recta y,
ahora que se fijaba, una cicatriz muy pequeña encima de la ceja izquierda.
Cuando se llegó a dar cuenta, hacía ya un buen rato que le había dejado de
prestar atención a Godzilla por observar a Nicholas, girado hacia él, con el
codo apoyado en el respaldo del sofá y la cabeza descansando en la mano.
Y como si hubiera advertido en sueños el estudio al que Stephen le
sometía, emitió un ronquidito, se agitó y abrió los ojos, que se encontraron
directamente con los de él.
—¿Me he dormido? —preguntó, y se pasó el dorso de la mano por
los labios.
—Hace un rato. Pero continúa, por favor. No te cortes.
Nicholas se permitió unos segundos para volver a conectar con la
realidad. Sonrió entonces y giró el torso para poder enfrentarle.
—¿Y así podrás seguir mirándome?
Este asintió en vez de hacer nada para negarlo o para disimular al
verse descubierto. De fondo, la televisión emitía sonidos de explosiones y
gritos bestiales que provenían de dos monstruos gigantes en plena ciudad y,
si bien durante unos segundos eso no fue molestia para ninguno de los dos,
pronto el ambiente amenazó con romperse. Así que Nicholas, en un intento
de evitarlo, buscó el mando a distancia y presionó el botón de silencio.
—No he cambiado de opinión —dijo, en referencia a la extraña
declaración de intenciones que hiciera antes, después de alcanzarle a la
carrera en la calle.
—Ni yo.
—¿No? Pues es una pena porque tienes pinta de querer un beso.
—No te lo tengas tan creído.
—Al menos lo he intentado.
El claro flirteo por ambas partes acabó como era de esperar: labio
contra labio en un primer contacto lento y evaluativo. Stephen se dio cuenta
de que en realidad había querido aquello desde mucho antes y se sorprendió
ante la comodidad con que aceptaba ese primer beso.
Se miraron en silencio unos segundos, tal vez estudiando la situación
para evaluar cómo continuar, y entonces Nicholas rompió de nuevo la
distancia, con una mano posada con suavidad en el cuello de Stephen y la
otra sobre el respaldo, rozándole los dedos suavemente. Y ese segundo
choque fue más que una tentativa. Fue la demostración de que entre ellos se
había fraguado una atracción mucho mayor de la que demostraron con
palabras, porque pasaron del primer beso inocente a devorarse sin más, con
hambre y urgencia. Hasta que un intruso les interrumpió.
—Ah sí, Thor es un poco celoso.
El can reclamaba su dosis de mimos sobre el regazo de Stephen
mientras agitaba la cola con energía y se encaramaba sobre sus dos patas
traseras para intentar lamerle la cara. Nicholas estalló en carcajadas.
—Podemos seguir en el dormitorio —sugirió Stephen entonces,
mientras acariciaba a Thor con ambas manos pero miraba a Nicholas de
reojo.
—Es una propuesta interesante.
—Pues tú dirás.
Nicholas fue el primero en levantarse. Guiado de la mano por
Stephen, se giró lo gusto para susurrar un «gracias» hacia el perro, que con
el insólito permiso de su amo de ocupar el sofá, se dio por satisfecho de
momento y ni siquiera protestó cuando se oyó el ruido de la puerta al
cerrarse.
Descubrieron enseguida su compatibilidad en la cama. Ninguno de
los dos podía presumir de una técnica envidiable, pero sus cuerpos se
amoldaron a la perfección en las primeras caricias que, pacientes al principio,
tardaron un buen rato en traspasar la frontera de la ropa. Cuando lo hicieron
ya no hubo vuelta atrás.
Se comieron a dentelladas, se aferraron el uno al otro con ansias y
con urgencia, y en los primeros minutos de conocimiento mutuo la vergüenza
y el decoro quedaron relegados a un segundo plano en pos de cierta
curiosidad lasciva y ganas de divertirse.
No necesitaron palabras ni acuerdos previos. Ambos demostraron
con sus actos qué era lo que querían y quedó de manifiesto cuando Stephen
rasgó el envoltorio de un condón y se lo puso a Nicholas, no sin cierta
torpeza, con la mirada clavada en él. Cuando le albergó en su interior no
pudo reprimir un gemido ronco y gutural. Demasiado tiempo sin un
compañero de verdad. Pero la paciencia que demostró tener Nicholas fue de
gran ayuda e instantes después ambos danzaban al son de una música
inexistente que solo ellos podían imaginar. Música mezclada con el sonido de
su aliento, de jadeos que llenaban la habitación y suspiros que se perdían
entre los dos.
Amanecieron abrazados bajo las sábanas a la luz del medio día. En
algún momento, Thor se había colado en el dormitorio y dormía a los pies de
la cama con total impunidad. Stephen se removió entre los brazos de
Nicholas y le observó de cerca.
El recuerdo de la pasada madrugada le arrancó una sonrisa
estúpida. Se sintió bien, cómodo y a gusto con Nicholas a pesar de no haber
sido más que un polvo de una noche. Eso le hizo pensar que no le importaría
repetir e incluso llegar a algo más. Puede que fuera una locura: las relaciones
surgidas en un bar no solían daban buen resultado, pero él estaba dispuesto
a intentarlo. Lo difícil sería descubrir cómo se sentía Nicholas al respecto
para proponérselo sin acabar haciendo el ridículo.
Al final fue más sencillo de lo que imaginaba.
Cuando despertó, se desperezó en mitad de un bostezo y alzó las
sábanas para mirar bajo ellas, como si observar la desnudez de ambos
confirmara lo sucedido. Se tumbó de lado entonces y le regaló un beso de
buenos días.
—¿Qué tal? —saludó Stephen.
—De vicio. Dios mío, hace siglos que no me despertaba con
compañía.
—¿En serio?
—Sí. No he tenido una cita en...
Nicholas se interrumpió. Stephen quiso instarle a que continuara
pero al saberse objeto de una intensa mirada prefirió guardar silencio y dejar
que retomara la frase cuando lo viera oportuno. No lo hizo. En su lugar abrió
mucho los ojos y le señaló con un dedo.
—¡Lo sabía, sí que te conozco!
—¿Eh? ¿Qué?
Stephen no entendía una palabra y Nicholas, de repente, sacó medio
cuerpo de la cama en busca de los vaqueros, que estaban abandonados
cerca del borde. Thor emitió un gruñido y se bajó para ir a dormir a un sitio
más estable.
—Tú me dejaste plantado.
—Que yo, ¿qué?
Stephen no daba crédito a lo que decía. Por más que tratara de
recordarlo, no le había visto en la vida, estaba seguro al cien por cien.
—En Nochebuena, el año pasado.
Al fin comprendió, pero apenas pudo creérselo. Mientras Nicholas
manejaba su smartphone, Stephen supo que, o bien le tomaba el pelo, o bien
se trataba del mismo tipo que en aquella ocasión se presentó a la cita vestido
de Santa Claus.
—No me jodas —dijo, y sonó más fatal de lo que pretendía.
—Mira.
Le pasó el aparato con su perfil de aquella web de citas en la
pantalla y Stephen lo cogió reticente; la fotografía no era la misma, pues
recordaba que la de entonces era de poca calidad y en ella aparecía con el
pelo largo y desordenado. La actual estaba nítida y mostraba el mismo
peinado que en persona. Por lo demás, ya no cabía duda que se trataba del
mismo hombre.
—¡No puedo creer que seas tú! —exclamó Nicholas antes de que el
otro pudiera articular palabra—. ¿Qué pasó? Te escribí después pero no volví
a saber de ti.
—Debes estar quedándote conmigo.
—¡No, tío, te juro que era yo! No sé, al verte bien ahora, sin las gafas
puestas, me he dado cuenta y... ¡madre mía!
Nicholas se echó a reír. Parecía eufórico y Stephen no comprendía
tanta emoción. Sí, la casualidad había sido tremenda pero no creía que fuera
para tanto.
—Te vi. En el restaurante.
—¿¿Me viste?? Pero si no te presentaste.
—Sí... y me fui antes de entrar. —Nicholas le observó sin perder la
sonrisa, con las cejas alzadas—. ¡Ibas vestido de Santa Claus!
Hubo un momento de silencio que fue roto por Nicholas al echarse a
reír de nuevo. Se dejó caer sobre la cama, su smartphone abandonado entre
las sábanas.
—Dios, es cierto... Joder, debí haberte avisado o algo.
—Habría estado bien. Ya que me escribías para decirme la mesa...
—No sé, no caí. Todo esto es surrealista, Steve, y no sabes cuánto
me alegro de haberte podido conocer.
—Pero... ¿por qué? —Stephen se animó al fin a hacer todas las
preguntas que durante los últimos minutos se le habían arremolinado en la
cabeza—. ¿Por qué te alegras? O mejor... me encantaría saber por qué
demonios fuiste vestido así a una cita.
—Es... una historia un poco larga.
—Tengo todo el día. A ver, no te ofendas pero cuando te vi de lejos
pensé que eras una especie de perturbado. No me ha ido nada bien en
cuanto a relaciones de pareja, como habrás podido imaginar, y cuando llegué
y me encontré el panorama no quise ni conocerte. Y ahora mismo te mentiría
si no te dijera que no se me acaba de pasar por la cabeza echarte a patadas,
porque quería pedirte que salieras conmigo pero no quiero otro tío raro en mi
vida.
—¿De veras ibas a pedírmelo?
Stephen enrojeció un poco. Lo había dicho sin pensar y ahora se
arrepentía. Pero no había vuelta atrás, así que asintió.
—Me encantaría salir contigo —susurró Nicholas.
—No, no, alto ahí. ¿No has oído lo que te he dicho?
Nicholas suspiró y se incorporó del todo. Apoyado sobre el cabecero,
con la carne de gallina por la diferencia de temperatura y sin perder la
expresión de buen humor, miró a Stephen desde su posición y le acarició el
pelo con suavidad. Le gustaba. Mucho. No podía ocultarlo.
—Vale, vale. No soy ningún raro, te lo aseguro —dijo—. Verás, hace
un año las cosas eran muy diferentes en mi vida. Mira… Va para largo, ¿por
qué no me dejas hacerte el desayuno y te voy contando?
—Tú mismo —accedió Stephen, su enfado inicial empezando a
transformarse en algo entre el hastío y la curiosidad.
Así, tras vestirse ambos y dirigirse a la cocina, Nicholas dedicó los
siguientes minutos a hacer café y tostar pan sin intercambiar más palabras
que las del anfitrión para indicarle dónde estaba cada cosa. Y, ya sentados en
la mesa del salón y con el desayuno listo, abordaron al fin el tema.
Al comienzo del relato, Stephen se apoyó sobre un codo para
observarle mientras sostenía su taza con la mano libre. Tenía mirada crítica y
prestaba la máxima atención: no le habría importado lanzarse a la piscina de
cabeza sin más, pero prefería evitar los problemas si es que Nicholas
demostraba ser propenso a darlos.
—A ver, ¿por dónde empiezo? Verás... ahora mismo tengo un trabajo
estable; no es lo mejor del mundo, pero paga las facturas y me da para
algunos caprichos. El año pasado no era así. A mediados de diciembre me
enfrentaba a una amenaza de desahucio, llevaba más de nueve meses sin
encontrar empleo y las deudas se acumulaban, no solo las de casa sino los
gastos médicos de mi madre.
—¿Está enferma? —quiso saber Stephen.
—Estaba, murió en febrero.
—Lo siento.
Nicholas negó con la cabeza y le dio las gracias antes de proseguir.
—Tenía trabajillos por poco tiempo, pero no podía permitirme estar
lejos de casa durante muchas horas porque mi madre me necesitaba. Claro,
puedes imaginarlo: curraba dos o tres horas al día cuando salía algo y el
resto del tiempo hacía de enfermero sin descanso. Mi hermano se
desentendió y en parte lo comprendo, solo tenía quince años. Se fue a vivir
con nuestros tíos y creo que era mejor así; yo tuve que dejar la carrera pero
él continúa en el instituto y no es mal estudiante.
—¿Y ahora? ¿Ya no vive con ellos?
—No, vive conmigo. En el mismo momento en que me contrataron,
solicité la custodia legal.
—Así que tu «compañero escandaloso» es tu hermano —dedujo
Stephen.
—Exacto. Se echó novia hace poco y no sabes la pasta que me
gasto en comprarle condones. Son como dos conejos.
Las risas suscitadas por el comentario lograron, al menos, endulzar
un poco más el humor de Stephen que, a esas alturas, ya ni recordaba el
cabreo.
—¿No le guardas rencor por no ayudarte?
—Hm, no. Ya te digo, le comprendo y de haber estado en su
situación habría hecho lo mismo. Mi madre estuvo muy mal en sus últimos
meses, casi no podía moverse y se le iba la cabeza. A veces hasta se ponía
violenta.
—Debió ser horrible.
Nicholas no lo desmintió pero sí que se encogió de hombros para
quitarle hierro al asunto. Al fin y al cabo, eso era cosa del pasado.
—Necesitaba evadirme con algo y por eso me registré ahí. No es
que pretendiera encontrar al amor de mi vida, ni mucho menos, de hecho no
quería complicarme más con una pareja. Con revolcón de vez en cuando me
valía. Y bueno, ahora viene la parte que no te vas a creer.
Stephen levantó una ceja y esperó a que continuara.
—Recibí la notificación de que había un perfil que resultaba
compatible, el tuyo. Te soy sincero: lo miré con la misma intención que con el
resto, la de escaparme una noche, echar un polvo y si te he visto no me
acuerdo.
—Vaya, gracias —dijo Stephen con sarcasmo, aunque no estaba
molesto.
—Es cierto, no te estoy intentando engañar. Pero entonces vi tu foto,
vi tu biografía y... no sé. Tuve una corazonada.
—¿Corazonada?
—Sí, no sé. No puedo explicarlo pero sentí que me arrepentiría si te
dejaba escapar.
—Y te presentaste disfrazado para asegurarte de caerme bien, ¿no?
Nicholas se echó a reír y negó con la cabeza.
—Eso no estaba en mis planes, de verdad. Era mi trabajo. Estaba
contratado en el centro comercial de cerca del restaurante donde te cité, ya
sabes... unas cuantas horas con el traje del gordo soportando a mocosos y a
padres con la cámara en ristre. Eso me pagó el alquiler del mes y pude
retrasar lo del desahucio, pero como era una campaña corta debía estar
disponible al cien por cien. Me aseguré de citarte en mi noche libre pero a
última hora me llamaron para que fuera a trabajar. No podía negarme: si lo
hacía, perdía el empleo.
—Entonces ¿por qué no me avisaste? Podríamos haber cambiado el
día.
—Bueno, como comprenderás no tenía dinero para pagarme una
tarifa de datos. Por suerte, ese móvil me lo compré cuando las cosas iban
mejor, por eso lo tenía. Navegaba cada vez que había una Wi-Fi abierta
disponible y en casa no me era posible. Me llamaron cuando ya estaba
arreglándome para ir a nuestra cita: a esas alturas tú ya debías estar de
camino, eso es lo que pensé. Pero no es solo eso, ya te digo... tenía esa
especie de premonición y quería conocerte a toda costa.
Stephen no pudo evitar sentirse azorado. Mentiría si dijera que las
palabras de Nicholas no calaron hondo, pero hizo todo lo posible por
disimular: quería que terminara su historia y decidir entonces si era cierta o si
no era más que un vil engaño.
—Así que me puse el disfraz y salí pitando. Mi turno empezaba un
cuarto de hora después y tardaba algo más de diez minutos a la carrera
desde el restaurante hasta el centro comercial. Tenía la intención de
presentarme, explicarte la situación y pedirte que quedáramos otro día. Pero
claro, no apareciste y no contestabas mis mensajes. Luego me di cuenta de
que habías borrado tu perfil, supuse que encontraste pareja y, con la muerte
de mamá, que me tuve que poner a buscar empleo como loco y todo el lío
para reclamar la custodia de Will, casi se me olvidó el asunto. En su momento
me arrepentí mucho de que aquello no saliera bien.
Hubo un momento de silencio durante el cual Stephen decidió si
darle crédito o no. Cualquiera en su sano juicio tacharía a Nicholas de
embustero y le mandaría a la mierda, pero claro, no podía ser objetivo. No
cuando la confesión tan directa sobre aquella corazonada le había tocado la
fibra sensible y no lograba ver en sus ojos más que sinceridad. A lo mejor
estaba predispuesto a creerle después de la noche que habían compartido
juntos y, aunque el subconsciente le gritara a pleno pulmón que tuviera
mucho cuidado, el corazón le dictaba lo contrario.
—No me crees, ¿verdad? —preguntó Nicholas después de un rato.
Empezaba a parecer algo afligido.
—No sé, Nick. Todo es muy extraño, ya me resulta increíble que nos
encontráramos de casualidad anoche, ¿qué probabilidades había? Con lo
grande que es Nueva York...
—Ya, bueno. ¿No crees en las casualidades?
—Sí, pero esta es demasiado grande.
—Lo sé.
Nicholas alargó la mano a través de la mesa para rozarle el cabello y
le acarició también el mentón. Le miraba sin la actitud jocosa de antes y eso
lo hacía todo más difícil. Quería creerle a pesar de todo.
—Tal vez no debería haberte contado nada de esto —dedujo él.
—No, no... Me alegra que me lo hayas contado porque ese día yo
también tuve una corazonada. Y todo esto es muy extraño pero... me gusta.
Interceptó la mano de Nicholas y entrelazó los dedos con él. A su
mente acudía el recuerdo de la noche anterior y de la complicidad que habían
desarrollado en solo unas horas. La sensación fue la misma que un año
atrás: algo iba a pasar. Algo bueno.
—Espero que al menos entiendas por qué me he alegrado tanto al
reconocerte —comentó entonces Nicholas. Stephen le miró unos segundos
para darle pie a que continuara—. Sin conocerte de nada, cometí la locura de
olvidar por un momento todos mis problemas solo para poder verte una vez y
después de eso perdí un poco la esperanza. Y cuando menos me lo
esperaba... apareces y todo es perfecto.
—¿Crees que ha sido perfecto?
—Oh, sí. Ha sido la mejor Nochebuena que he pasado en años. ¿Y
tú?
Stephen meditó la respuesta unos segundos, pero le bastaron muy
pocos para darse cuenta de que, en su caso, había sido igual. Asintió.
—Al fin y al cabo, poca gente puede presumir de haber tenido una
cita con Santa Claus.
—Técnicamente, no la tuviste —le corrigió Nicholas entre risas.
—Bueno, en algunos países europeos, a Santa Claus se le llama
San Nicolás, ¿lo sabías?
—No... ¿va en serio?
Stephen asintió y Nicholas se echó a reír con el cuerpo inclinado
hacia delante. Alzó sus manos juntas, le besó los nudillos y le miró a los ojos.
—En ese caso, no deberías rechazarme o te quedarás sin regalos.
—No querría eso por nada del mundo.
Nicholas se acercó despacio hasta casi rozarle los labios.
—¿Y bien? ¿Qué vas a pedir este año?
—Con un beso me conformo.
No tuvo que decir nada más. Se fundieron en la boca del otro y
pronto la pequeña mesa que les separaba se les antojó enorme. Fue
inevitable que la temperatura subiera y ambos, tras regresar casi a la carrera
al dormitorio, se entregaron a un segundo episodio de pasión arrebatadora.
Ahí, íntimamente ligados y con los sentidos a flor de piel, supieron, una vez
más, que los milagros navideños aún existían.
Yacían exhaustos y con muy pocas ganas de salir otra vez de la
cama aunque el estómago de ambos reclamara las tostadas que, al final,
apenas habían tocado. Era cerca de medio día y el teléfono de ambos había
sonado en varias ocasiones con mensajes de felicitación navideña. Ninguno
prestó atención, centrados como estaban en todo lo que empezaban a sentir.
—Eh, Santa —llamó Stephen. Nicholas emitió un murmullo
interrogante mezclado con risa—. ¿Puedo pedirte ya mi regalo para el año
que viene?
—¿Ya? ¿No es un poco pronto?
Stephen negó con la cabeza.
—De acuerdo, pide lo que quieras y pondré a los elfos manos a la
obra.
—Oh, no creo que tengan que intervenir —dijo, y le dio un beso leve
en la barbilla—. Solo quiero volver a pasar la Nochebuena contigo.
Lo dijo en un murmullo porque aún no sabía si se estaba
precipitando, pero la sonrisa de Nicholas y los latidos que notaba en su pecho
le dijeron que, precipitado o no, era justo lo que él quería.
—Para eso queda todo un año. Es mucho tiempo.
—Tienes razón, se te podría olvidar. En ese caso creo que no queda
otro remedio.
—Ajá. ¿Qué se le va a hacer? Tendré que mantenerme cerca de ti
los siguientes doce meses.
—Muy cerca, espero.
Abrazados y con los labios juntos de nuevo, sellaron la promesa de
un primer año juntos. Si funcionaría y si después querrían compartir otro año
o muchos más, en ese momento carecía de importancia. Podían
encomendarse al destino sin miedo porque, estaban seguros, estaba de su
parte.

FIN
Historia original por Ami Mercury, registrada en Safe Creative con
licencia nº 1712145100727 . Prohibida su copia, plagio o distribución sin
el permiso de la autora.

«Luna de papel» (1973). Título original: «Paper Moon», dirigida por Peter Bogdanovich.
«Qué bello es vivir» (1943). Título original: «It's a Wonderful Life», dirigida por Frank Capra.
«El bazar de las sorpresas» (1940). Título original: «The Shop around the Corner», dirigida por Ernst
Lubitch.
«Godzilla contraataca» (1955). Título original: «Gojira no Gyakushû», dirigida por Motoyoshi Oda.

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