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Autor: Oscar Wilde

Valores: valentía, bondad, ayudar


El fantasma de Canterville

Cuando el Señor Hiram B. Otis, ministro de Estados Unidos, compró el Castillo


Canterville, todo el mundo le dijo que cometía un error, pues aquel lugar estaba
embrujado.

-Respetable señor Otis -le dijo Lord Canterville-., Me enorgullece que tenga tanto
interés por adquirir mi castillo de Canterville, pero debo advertirle que en él habita
un fantasma fastidioso y que ha provocado muchas tragedias y ningún sirviente
quiso quedarse en el castillo, solo el ama de llaves, a la que le pido por favor
contrate si concretamos la compra del castillo.

-Señor Canterville -respondió el señor Otis- le agradezco su advertencia, pero es


necesario que sepa que nosotros los norteamericanos somos fanáticos de estas
historias. Claro que sigo interesado en comprar el castillo y más si hay un
fantasma.

-Verá usted Señor Otis -dijo Lord Canterville-, en Inglaterra los fantasmas son
considerados peligrosos.

-No se preocupe, a nosotros no nos asustan los fantasmas -dijo el señor Otis.

Y se cerró la venta.

Unos días después, el señor Otis viajó a Inglaterra con toda su familia para
estrenar su castillo. Cuando llegaron al lugar notaron que el cielo estaba nublado y
estaba a punto de iniciar una tormenta con truenos y relámpagos incluidos.

Cuando llegaron al antiguo castillo, la anciana ama de llaves salió a recibirlos y les
dio la bienvenida.

-¡Usted debe ser la única que habita este castillo! -dijo el señor Otis.

- Sí, señor -dijo el ama de llaves-. Nadie más pudo resistir el terror del fantasma en
el castillo.

- No se preocupe, no saldremos corriendo, a nosotros nos encantan los


fantasmas- dijo el señor Otis.
El señor Otis entró al castillo con su esposa y sus hijos. Cuando comenzaron a
conocer el castillo, la señora Otis notó que había una mancha de sangre en la
alfombra de uno de los salones, cerca de la chimenea y dijo:

- ¿Por qué no limpiaron esta mancha de sangre? Me parece repugnante.

-Señora -dijo el ama de llaves, esa es la mancha de sangre de la esposa de Simón


de Canterville, el fantasma que vive en este castillo y siempre se encarga de hacer
que la sangre reaparezca.

-¡Imposible de creer! -dijo la señora Otis. Esa mancha hay que quitarla.

-Permiso madre -dijo el hijo mayor-, yo me encargaré de eliminar esa mancha con
este maravilloso producto que hemos traído de casa.

Al día siguiente reapareció la mancha en el mismo lugar, lo que asombró al señor


Otis porque habían dejado el salón cerrado con llave.

Cuando el hijo la vio dijo;

-Vaya esas manchas de sangre británicas si son resistentes.

-No es eso -dijo el señor Otis-. Esto debe ser obra del fantasma, sea como sea
tenemos que borrarla.

El muchacho volvió a limpiar la mancha por varios días seguidos. Lo que más
llamaba la atención es que la mancha no era roja siempre, sino que empezó a
cambiar de color hacia un tono frambuesa y hasta llego a ser verde esmeralda.

Una tarde comenzó una tormenta intensa. Cuando se hizo de noche todos
decidieron irse a la cama, pero esa noche el señor Otis escuchó el sonido de unas
cadenas arrastrándose y no podía dormir. Decidió abrir la puerta de su habitación
y se encontró con el fantasma de Canterville.

El señor Otis lo vio molesto y le dijo:

-¡Por amor a Dios! ¿Puede dejar de hacer tanto ruido? Estamos intentando dormir,
aunque tome, señor fantasma, tengo un producto maravilloso que puede ser una
solución para eliminar el óxido y el chirrido de sus cadenas.
El fantasma, indignado, dio media vuelta, y se fue corriendo, pero a mitad de
camino los niños pequños le tiraron una almohada en la cabeza, mientras
gritaban:

- ¡A la caza del fantasma!

El fantasma huyó entre los muros para llegar a su escondite, allí totalmente
cansado comenzó a pensar que hacía mal para que esa familia no se asustara.

-No puedo creerlo -dijo el fantasma enfadado- con este mismo sonido de cadenas
he asustado a mucha gente.

El fantasma estaba tan triste, que se encerró en su cuarto durante unos días.
Mientras tanto la familia Otis seguía molesta porque la mancha seguía
apareciendo y cada vez con colores más extraños. Por eso y porque el fantasma
no aceptó el bote con el producto.

Simón de Canterville, el fantasma, no quería darse por vencido y planeó una


nueva aparición. Pero mientras preparaba el disfraz un sonido fuerte despertó a la
familia y lo vieron en el suelo aplastado por una armadura de hierro que intentaba
colocarse. Al verlo así el señor Otis le dijo:

-Señor fantasma, no intente hacer cosas que ya no puede por su edad.

El fantasma, humillado y con dolores por todo su cuerpo, se fue y no salió de su


escondite por muchos días. Sin embargo, aumentaba su odio por la familia Otis,
menos por Virginia, única hija del señor y la señora Otis, que era muy buena. Así
que intentó asustar a la familia, pero no tuvo éxito.

Por ese motivo, el fantasma vagaba triste por los pasillos evitando que lo vieran y
solo salía para pintar la mancha. Pero un día dejó de preocuparse por hacerlo, lo
que provocó que la familia Otis pensara que se había ido.

UEl fantasma de Cantervillen día, el fantasma estaba en el sótano observando los


árboles, abatido y entristecido. En ese momento entró Virginia y se encontró con el
fantasma, se sentó a su lado y le dijo:

- Te veo muy triste.

- Lo estoy, ya nada tiene sentido -dijo el fantasma.

- ¿Porque no te dejamos ser malo? -preguntó ella.


- Yo no soy malo, solo hago las cosas que hacen los fantasmas -dijo el fantasma.

- Ah ¿sí? ¿Y por qué gastaste todos mis botes de pintura sin permiso para hacer
esa mancha junto a la chimenea todos los días? Me quitaste casi todos los colores
y nunca te dije nada - dijo Virginia .

-Tienes razón -dijo el fantasma.

Virginia se conmovió y le preguntó:

-¿Tienes hambre?

-No puedo comer, de eso morí -dijo el fantasma.

-¿De hambre? ¡Qué barbaridad! -dijo ella.

-Hace 300 años que no como ni duermo -dijo el fantasma.

-¿Cómo puedo ayudar? -preguntó la señora.

-Llora por mí, reza por mí, tú eres una mujer con inocencia, así podré irme en paz
-dijo el fantasma.

Virginia aceptó y el fantasma se la llevó de la mano y la arrastró por un pasillo,


desapareciendo ambos. La familia Otis la buscó por todo el castillo, no la
encontraron, pero cuando dieron las 12 campanadas, se abrió la pared y apareció.

-¡Virginia! -dijo su madre llorando-¿Dónde estabas?

-Con el fantasma: ya descansa en paz -dijo Virginia-. Y me dejó un cofre con joyas
para agradecerme que lloré y recé por él.

Cuando pasaron unos días se organizó el funeral de Simon de Canterville, al que


acudió Lord Canterville. De esta manera, el Castillo de Canterville perdió al
fantasma para siempre, y la familia vivió con tranquilidad en él.

Fin
El Ruiseñor y la Rosa
Cuentos clásicos

Autor: Oscar Wilde


Valores: amor, sacrificio, gratitud

Había una vez un ruiseñor que vivía en un jardín. El ruiseñor comía las migas de
pan que caían de la ventana donde un joven estudiante comía pan cada mañana.
El pajarito pensaba que las dejaba para él y por eso no tenía miedo de posarse a
comer en el alféizar de la ventana.

Un día el joven se enamoró. El joven pidió a la doncella que bailara con él. Ella le
dijo que lo haría a cambio de una rosa roja.

-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven-, pero
no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.

Desde su nido, el ruiseñor oyó la pena del muchacho.

-¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! -lloraba el joven-. El


príncipe da un baile mañana por la noche y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo
una rosa roja, bailará conmigo y la tendré en mis brazos. Pero no hay rosas rojas
en mi jardín, así que la perderé para siempre.

-¿Por qué llora? -preguntó la lagartija verde, correteando cerca de él.

-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba por allí.

-Eso digo yo, ¿por qué? -murmuró una margarita.

-Llora por una rosa roja -dijo el ruiseñor.

-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! -dijeron la lagartija, la mariposa y la margarita
a la vez, echándose a reír.

Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante, permaneció


silencioso. De pronto desplegó sus alas oscuras y emprendió el vuelo hasta el
prado, en cuyo centro había un hermoso rosal.
-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más
dulces.

-Mis rosas son blancas -contestó el rosal-. Ve en busca del hermano mío que
crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.

El ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.

-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más
dulces.

-Mis rosas son amarillas -respondió el rosal-. Ve en busca de mi hermano, el que


crece debajo de la ventana del estudiante, y quizá él te dé lo que quieres.

Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.

-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más
dulces.

-Mis rosas son rojas -respondió el rosal-, pero el invierno ha helado mis venas, la
escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas y no tendré
más rosas este año.

-No necesito más que una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, una sola rosa roja.
¿Hay alguna forma de conseguirla?

-Hay un medio -respondió el rosal-, pero es tan terrible que no me atrevo a


decírtelo.

-Dímelo -contestó el ruiseñor-. No soy miedoso.

-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música
al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el
pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las
espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se
convertirá en sangre mía.

-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el
mundo ama la vida. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el
corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?

Entonces desplegó sus alas y emprendió el vuelo hasta donde estaba el joven.
-Sé feliz -le dijo el ruiseñor-, tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al
claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido
es que seas un verdadero enamorado.

El estudiante no pudo comprender lo que le decía el ruiseñor. El joven volvió a su


habitación y se quedó dormido. Cuando la luna brillaba el ruiseñor voló al rosal y
colocó su pecho contra las espinas. Y toda la noche cantó con el pecho apoyado
sobre las espinas hasta que nació una rosa roja, la rosa más hermosa de cuantas
hayan existido jamás.

-El ruiseñor y la rosaMira, mira -gritó el rosal-, ya está terminada la rosa.

Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto sobre las altas hierbas, con el
corazón traspasado de espinas.

A mediodía el estudiante abrió su ventana y miró hacia afuera.

-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja!

E inclinándose, la cogió. Con ella en la mano fue a ver a su amada para


ofrecérsela.

-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He
aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y
cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te quiero.

-Temo que esta rosa no combine bien con mi vestido -respondió ella-. Además,
hay otro que me ha traído joyas de verdad, que cuestan más que las flores.

-¡Oh, qué ingrata eres! -dijo el estudiante lleno de cólera.

Y tiró la rosa al suelo, donde fue aplastada por un carro.

-¡Qué tontería es el amor! -se decía el estudiante a su regreso-. No es ni la mitad


de útil que la lógica, porque no puede probar nada. Habla siempre de cosas que
no sucederán y hace creer a la gente cosas que no son ciertas. Realmente, no es
nada práctico, y como en nuestra época todo estriba en ser práctico, voy a volver
a la filosofía y al estudio de la metafísica.

Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro y se puso
a leer.
Fin
El Príncipe Feliz
Cuentos clásicos
Autor: Oscar Wilde

Por encima de la ciudad entera, encima de un pedestal, se alzaba la estatua del


Príncipe Feliz. Estaba hecha de finísimas hojas de oro, tenía por ojos dos
deslumbrantes zafiros y un rubí rojo en el puño de su espada.

Tal era la belleza del Príncipe Feliz que todo el mundo lo admiraba.

- Es igual de hermoso que una veleta, dijo uno de los concejales.


- Tienes que ser como el Príncipe feliz hijo mío. El nunca llora - le dijo una madre a
su hijo que lloraba porque quería la Luna.
- ¡Parece un ángel! - decían los parroquianos al salir de la catedral.

Una noche llegó a la ciudad una golondrina que iba camino de Egipto. Sus amigas
habían partido hacia allí semanas antes, pero ella se había quedado atrás porque
se había enamorado de un junco. Decidió quedarse con su enamorado pero al
llegar el otoño sus amigas se marcharon y empezó a cansarse de su amor, así
que había decidido poner rumbo a las Pirámides.

Su viaje la llevó hasta ese lugar y al ver la estatua del Príncipe Feliz pensó que era
un buen lugar para posarse y pasar la noche.

Cuando ya tenía la cabeza bajo el ala y estaba a punto de dormirse una gran gota
de agua cayó sobre ella.

- Qué raro, si ni siquiera hay nubes en el cielo… - pensó la golondrinita

Pero entonces cayó una segunda gota y una tercera. Levantó la vista hacia arriba
y cuál fue su sorpresa cuando vio que no era agua lo que caía sino lágrimas,
lágrimas del Príncipe Feliz.

- ¿Quién eres?
- Soy el Príncipe Feliz
- Ah. ¿Y entonces por qué lloras?
- Porque cuando estaba vivo vivía en el Palacio de la Despreocupación y allí no
existía el dolor. Pasaba mis días bailando y jugando en el jardín y era muy feliz.
Por eso todos me llamaban el Príncipe Feliz.
Había un gran muro alrededor del castillo y por eso nunca ví que había detrás,
aunque la verdad es que tampoco me preocupaba. Pero ahora que estoy aquí
colocado puedo verlo todo y veo la fealdad y la miseria de esta ciudad y por eso
mi corazón de plomo sólo puede llorar.

La golondrinita escuchaba atónita las palabras del Príncipe.

- Mira, allí en aquella callejuela hay una casa en la que vive una pobre costurera -
dijo el príncipe - Está muy delgada y sus manos están ásperas y llenas de
pinchazos de coser. A su lado hay un niño, su hijo, que está muy enfermo y por
eso llora.
Golondrinita, ¿podrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Yo no puedo
moverme de este pedestal.
- Lo siento pero tengo que irme a Egipto. Mis amigas están allí y debo ir yo
también.
- Por favor golondrinita, quédate una noche conmigo y sé mi mensajera.

Aunque a la golondrina no le gustaban los niños, el príncipe le daba tanta pena


que al final accedió. De modo que arrancó el gran rubí que tenía el Príncipe Feliz
en la espalda y lo dejó junto al dedal de la mujer.

Al día siguiente la golondrina le dijo al príncipe:

- Me voy a Egipto esta misma noche. Mis amigas me esperan allí y mañana
volarán hasta la segunda catarata.
- Pero golondrinita, allí en aquella buhardilla vive un joven que intenta acabar una
comedia pero el pobre no puede seguir escribiendo del frío y hambre que tiene.
Haz una cosa, coge uno de mis ojos hechos de zafiros y llévaselo. Podrá venderlo
para comprar comida y leña.
- Pero no puedo hacer eso…
- Hazlo por favor.

La golondrina aceptó los deseos del príncipe y le llevó al muchacho el zafiro, quien
se alegró muchísimo al verlo.

Al día siguiente la golondrina fue a despedirse del príncipe.

- Pero golondrinita, ¿no te puedes quedar una sola noche más conmigo?
- Es invierno y pronto llegará la nieve, no puedo quedarme aquí. En Egipto el sol
calienta fuerte y mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de
Baalbec.
Lo siento, pero tengo que marcharme querido príncipe, volveré a verte y te traeré
piedras preciosas para que sustituyas las que ya no tienes. Te lo prometo.
- Pero allí en la plaza hay una joven vendedora de cerillas a la que se le han caído
todas sus cerillas al suelo y ya no sirven. La pobre va descalza y está llorando.
Necesito que cojas mi otro ojo y se lo lleves por favor.
- Pero príncipe, si hago eso te quedarás ciego.
- No importa, haz lo que te pido por favor.

Así que la golondrina cogió su otro ojo y lo dejó en la palma de la mano de la niña,
que se marchó hacia su casa muy contenta dando saltos de alegría.

La golondrina volvió junto al príncipe y le dijo que no se iría a Egipto porque ahora
que estaba ciego él le necesitaba a su lado.

- No golondrinita, debes ir a Egipto.


- ¡No! Me quedaré contigo para siempre, contestó la golondrina y se quedó
dormida junto a él.

El príncipe le pidió a la golondrina que le contara todo lo que veía en la ciudad,


incluida la miseria, y ésta un día le contó que había visto a varios niños intentando
calentarse bajo un puente pasando hambre.

El príncipe le pidió entonces a la golondrina que arrancase su recubrimiento de


hojas de oro y que se lo llevara a los más pobres. La golondrina hizo caso, los
niños rieron felices cuando tuvieron en sus manos las hojas de oro y el Príncipe
Feliz se quedó opaco y gris.

Llegó el frío invierno y la pobre golondrina, aunque intentaba sobrevivir para no


dejar solo al Príncipe, estaba ya muy débil y sabía que no viviría mucho más
tiempo.

Se acercó al príncipe para despedirse de él y cuando le dio un beso sonó un


crujido dentro de la estatua, como si el corazón de plomo del Príncipe Feliz se
hubiese partido en dos.

Al día siguiente el alcalde y los concejales pasaron junto a la estatua y la


observaron con asombro.

- ¡Qué andrajoso está el Príncipe Feliz! ¡Parece un pordiosero! ¡Si hasta tiene un
pájaro muerto a sus pies! - dijo el alcalde
De modo que quitaron la estatua y decidieron fundirla para hacer una estatua del
alcalde.

Estando en la fundición alguien reparó en que el corazón de plomo del príncipe se


resistía a fundirse. Por lo que cogieron y lo tiraron al basurero, pero allí tuvo la
fortuna de encontrarse con la golondrina muerta.

Dios le dijo a uno de sus ángeles que le trajera las dos cosas más preciosas que
encontrara en esa ciudad y curiosamente el ángel optó por el corazón de plomo y
el pájaro muerto.

- Has hecho bien - dijo Dios - El pájaro cantará para siempre en mi jardín del
Paraíso y esta estatua permanecerá en mi ciudad de oro.

Fin

Autor: Oscar Wilde


El cumpleaños de la infanta

Era el día en que la princesa de España cumplía doce años. Era un día precioso.
La princesa paseaba y jugaba con otros niños, nobles y plebeyos, pues el rey
había permitido a su hija que invitara a todos los que quisiera, aunque no tuvieran
sangre real.

El rey observaba a los niños desde una ventana. Estaba triste. Con él estaba su
confesor. También estaba su hermano, al que odiaba.

El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la infanta tan feliz se
acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había muerto seis meses
después de nacer la niña, a la que amaba profundamente.

Mientras el rey veía a la infanta jugar en la terraza, recordaba todo el tiempo que
pasó con su esposa. La niña se parecía mucho a su madre. Pero la risa
penetrante de los niños le lastimaba los oídos y el sol le molestaba a los ojos. Así
que corrió la cortina.

La infanta hizo un gesto de desagrado al no ver a su padre y se encogió de


hombros. Su padre tendría que haberla acompañado el día de su cumpleaños, y
no entendía por qué no estaba con ella.
Su tío y el confesor de su padre eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza
para saludarla y decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y
de la mano de su tío bajó con calma las escaleras, para dirigirse hacia un gran
pabellón que habían levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la
seguían. En el pabellón se representó un corrida de toros de mentira, para goce
de todos los presentes. También hubo juegos malabares, un grupo de niños
cantores y un grupo de niños bailarines.

En el momento en que salían de la iglesia, un grupo de gitanitos avanzó por la


plaza, se sentaron y empezaron a tocar suavemente sus instrumentos. Después
se fueron regresaron con un oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los
hombros varios monos. Pero lo más divertido de la fiesta fue la danza del enanito.

La infanta lo había fascinado tanto que el enano parecía bailar solamente para
ella. Cuando terminó de bailar, la niña sacó la rosa blanca de sus cabellos y la
arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas. El enano tomó la cosa muy en
serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de
arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de
alegría.

La infanta que no pudo contener la risa y manifestó a su tío el deseo de que se


repitiera la danza. Al saber que iba a bailar de nuevo ante la infanta el enanito se
sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la rosa
blanca de forma absurda y estrambótica.

Hasta las flores se indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y


cuando le vieron hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan
ridículo, no pudieron contenerse.

-Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron
los tulipanes.

-¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron
las grandes azucenas.

-¡Qué cosa tan horrible! -aullaron las calceolarias.

-¡Y lleva una de mis rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di
esta mañana a la infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha
robado.

Y se puso a gritar con todas sus fuerzas:


-¡Atajen al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

En su despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol, el cual


se desconcertó tanto que casi se olvidó de señalar los minutos, y comentó con el
pavo real plateado que todo el mundo podía advertir que los hijos de los reyes
eran reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el
pavo real:

-¡Indudablemente, indudablemente! -dijo.

Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Es por eso que volaron a su
alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El
enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo
que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor.

También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito
se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a
descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.

Las flores se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban las lagartijas y los
pájaros, que para ellas resultaba desleal.

Cuando el enanito se fue, las flores dijeron:

-Deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida -comentaron las flores-.
¿Han visto esa joroba y esas piernas retorcidas? -y empezaron a reír
burlonamente.

Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las
lagartijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo,
exceptuando naturalmente a la infanta.

Pero ¿dónde estaba la infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo


respuesta. Todo el palacio parecía dormir. Después de dar mil vueltas buscando
una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había quedado entreabierta. Se
deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón espléndido. Pero la infanta
tampoco estaba allí.

Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro. Avanzó sigilosamente y
descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa
que la anterior.
Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco
estaba allí. La habitación estaba completamente vacía.Era el imponente salón del
Trono.

Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado. De todas las habitaciones
donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Pero aquí no
estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una
pequeña figura lo contemplaba. La figura avanzó también y el enanito consiguió
distinguirla con claridad.

Parecía un monstruo, grande y grotesco que lo imitaba. Incluso tenía una rosa
igual que la suya. Incluso cuando la sacó para besarla, el monstruo hizo lo mismo.

El cumpleaños de la infanta cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el


enano lanzó un grito de desesperación, y cayó sollozando. ¡Ese ser deforme y
jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! El enanito se cubrió los ojos con
las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.

En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia infanta con su
séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el suelo, golpeándolo
con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas.

-Sus danzas son muy graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es
mucho más divertida todavía.

Agitó su abanico, y aplaudió.

Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles;
hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca
arriba y quedó inmóvil.

-¡Lo has hecho estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero
ahora te toca bailar.

-Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente
como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.

Pero el enanito no contestó.

La infanta, airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío.

-Mi enanito es un desobediente -gritó la infanta-. ¡Levántenlo y díganle que baile!


-Baila ya -dijo el tío de la infanta-. La infanta de España quiere que la diviertas.

Pero el enanito permaneció inmóvil.

-Habrá que hacer venir al verdugo -dijo enojado.

-Mi bella princesa, tu enanito no volverá a bailar -dijo el chambelán-. Y es


lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio
rey.

-¿Y por qué no volverá a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado.

-Porque su corazón se ha roto -contestó el chambelán.

Y la infanta frunció el ceño.

-De ahora en adelante -exclamó echando a correr al jardín- procura que los que
vengan a jugar conmigo no tengan corazón.

Fin

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