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-Respetable señor Otis -le dijo Lord Canterville-., Me enorgullece que tenga tanto
interés por adquirir mi castillo de Canterville, pero debo advertirle que en él habita
un fantasma fastidioso y que ha provocado muchas tragedias y ningún sirviente
quiso quedarse en el castillo, solo el ama de llaves, a la que le pido por favor
contrate si concretamos la compra del castillo.
-Verá usted Señor Otis -dijo Lord Canterville-, en Inglaterra los fantasmas son
considerados peligrosos.
-No se preocupe, a nosotros no nos asustan los fantasmas -dijo el señor Otis.
Y se cerró la venta.
Unos días después, el señor Otis viajó a Inglaterra con toda su familia para
estrenar su castillo. Cuando llegaron al lugar notaron que el cielo estaba nublado y
estaba a punto de iniciar una tormenta con truenos y relámpagos incluidos.
Cuando llegaron al antiguo castillo, la anciana ama de llaves salió a recibirlos y les
dio la bienvenida.
-¡Usted debe ser la única que habita este castillo! -dijo el señor Otis.
- Sí, señor -dijo el ama de llaves-. Nadie más pudo resistir el terror del fantasma en
el castillo.
-¡Imposible de creer! -dijo la señora Otis. Esa mancha hay que quitarla.
-Permiso madre -dijo el hijo mayor-, yo me encargaré de eliminar esa mancha con
este maravilloso producto que hemos traído de casa.
-No es eso -dijo el señor Otis-. Esto debe ser obra del fantasma, sea como sea
tenemos que borrarla.
El muchacho volvió a limpiar la mancha por varios días seguidos. Lo que más
llamaba la atención es que la mancha no era roja siempre, sino que empezó a
cambiar de color hacia un tono frambuesa y hasta llego a ser verde esmeralda.
Una tarde comenzó una tormenta intensa. Cuando se hizo de noche todos
decidieron irse a la cama, pero esa noche el señor Otis escuchó el sonido de unas
cadenas arrastrándose y no podía dormir. Decidió abrir la puerta de su habitación
y se encontró con el fantasma de Canterville.
-¡Por amor a Dios! ¿Puede dejar de hacer tanto ruido? Estamos intentando dormir,
aunque tome, señor fantasma, tengo un producto maravilloso que puede ser una
solución para eliminar el óxido y el chirrido de sus cadenas.
El fantasma, indignado, dio media vuelta, y se fue corriendo, pero a mitad de
camino los niños pequños le tiraron una almohada en la cabeza, mientras
gritaban:
El fantasma huyó entre los muros para llegar a su escondite, allí totalmente
cansado comenzó a pensar que hacía mal para que esa familia no se asustara.
-No puedo creerlo -dijo el fantasma enfadado- con este mismo sonido de cadenas
he asustado a mucha gente.
El fantasma estaba tan triste, que se encerró en su cuarto durante unos días.
Mientras tanto la familia Otis seguía molesta porque la mancha seguía
apareciendo y cada vez con colores más extraños. Por eso y porque el fantasma
no aceptó el bote con el producto.
Por ese motivo, el fantasma vagaba triste por los pasillos evitando que lo vieran y
solo salía para pintar la mancha. Pero un día dejó de preocuparse por hacerlo, lo
que provocó que la familia Otis pensara que se había ido.
- Ah ¿sí? ¿Y por qué gastaste todos mis botes de pintura sin permiso para hacer
esa mancha junto a la chimenea todos los días? Me quitaste casi todos los colores
y nunca te dije nada - dijo Virginia .
-¿Tienes hambre?
-Llora por mí, reza por mí, tú eres una mujer con inocencia, así podré irme en paz
-dijo el fantasma.
-Con el fantasma: ya descansa en paz -dijo Virginia-. Y me dejó un cofre con joyas
para agradecerme que lloré y recé por él.
Fin
El Ruiseñor y la Rosa
Cuentos clásicos
Había una vez un ruiseñor que vivía en un jardín. El ruiseñor comía las migas de
pan que caían de la ventana donde un joven estudiante comía pan cada mañana.
El pajarito pensaba que las dejaba para él y por eso no tenía miedo de posarse a
comer en el alféizar de la ventana.
Un día el joven se enamoró. El joven pidió a la doncella que bailara con él. Ella le
dijo que lo haría a cambio de una rosa roja.
-Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja -se lamentaba el joven-, pero
no hay una sola rosa roja en todo mi jardín.
-Si, ¿por qué? -decía una mariposa que revoloteaba por allí.
-¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería! -dijeron la lagartija, la mariposa y la margarita
a la vez, echándose a reír.
-Mis rosas son blancas -contestó el rosal-. Ve en busca del hermano mío que
crece alrededor del viejo reloj de sol y quizá el te dé lo que quieres.
El ruiseñor voló al rosal que crecía entorno del viejo reloj de sol.
-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más
dulces.
Entonces el ruiseñor voló al rosal que crecía debajo de la ventana del estudiante.
-Dame una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, y te cantaré mis canciones más
dulces.
-Mis rosas son rojas -respondió el rosal-, pero el invierno ha helado mis venas, la
escarcha ha marchitado mis botones, el huracán ha partido mis ramas y no tendré
más rosas este año.
-No necesito más que una rosa roja -dijo el ruiseñor al rosal-, una sola rosa roja.
¿Hay alguna forma de conseguirla?
-Si necesitas una rosa roja -dijo el rosal -, tienes que hacerla con notas de música
al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Cantarás para mí con el
pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí durante toda la noche y las
espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se
convertirá en sangre mía.
-La muerte es un buen precio por una rosa roja -replicó el ruiseñor-, y todo el
mundo ama la vida. Sin embargo, el amor es mejor que la vida. ¿Y qué es el
corazón de un pájaro comparado con el de un hombre?
Entonces desplegó sus alas y emprendió el vuelo hasta donde estaba el joven.
-Sé feliz -le dijo el ruiseñor-, tendrás tu rosa roja. La crearé con notas de música al
claro de luna y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Lo único que te pido
es que seas un verdadero enamorado.
Pero el ruiseñor no respondió, pues yacía muerto sobre las altas hierbas, con el
corazón traspasado de espinas.
-¡Qué extraña buena suerte! -exclamó-. ¡He aquí una rosa roja!
-Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja -le dijo el estudiante-. He
aquí la rosa más roja del mundo. Esta noche la prenderás cerca de tu corazón, y
cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te quiero.
-Temo que esta rosa no combine bien con mi vestido -respondió ella-. Además,
hay otro que me ha traído joyas de verdad, que cuestan más que las flores.
Y dicho esto, el estudiante, una vez en su habitación, abrió un gran libro y se puso
a leer.
Fin
El Príncipe Feliz
Cuentos clásicos
Autor: Oscar Wilde
Tal era la belleza del Príncipe Feliz que todo el mundo lo admiraba.
Una noche llegó a la ciudad una golondrina que iba camino de Egipto. Sus amigas
habían partido hacia allí semanas antes, pero ella se había quedado atrás porque
se había enamorado de un junco. Decidió quedarse con su enamorado pero al
llegar el otoño sus amigas se marcharon y empezó a cansarse de su amor, así
que había decidido poner rumbo a las Pirámides.
Su viaje la llevó hasta ese lugar y al ver la estatua del Príncipe Feliz pensó que era
un buen lugar para posarse y pasar la noche.
Cuando ya tenía la cabeza bajo el ala y estaba a punto de dormirse una gran gota
de agua cayó sobre ella.
Pero entonces cayó una segunda gota y una tercera. Levantó la vista hacia arriba
y cuál fue su sorpresa cuando vio que no era agua lo que caía sino lágrimas,
lágrimas del Príncipe Feliz.
- ¿Quién eres?
- Soy el Príncipe Feliz
- Ah. ¿Y entonces por qué lloras?
- Porque cuando estaba vivo vivía en el Palacio de la Despreocupación y allí no
existía el dolor. Pasaba mis días bailando y jugando en el jardín y era muy feliz.
Por eso todos me llamaban el Príncipe Feliz.
Había un gran muro alrededor del castillo y por eso nunca ví que había detrás,
aunque la verdad es que tampoco me preocupaba. Pero ahora que estoy aquí
colocado puedo verlo todo y veo la fealdad y la miseria de esta ciudad y por eso
mi corazón de plomo sólo puede llorar.
- Mira, allí en aquella callejuela hay una casa en la que vive una pobre costurera -
dijo el príncipe - Está muy delgada y sus manos están ásperas y llenas de
pinchazos de coser. A su lado hay un niño, su hijo, que está muy enfermo y por
eso llora.
Golondrinita, ¿podrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Yo no puedo
moverme de este pedestal.
- Lo siento pero tengo que irme a Egipto. Mis amigas están allí y debo ir yo
también.
- Por favor golondrinita, quédate una noche conmigo y sé mi mensajera.
- Me voy a Egipto esta misma noche. Mis amigas me esperan allí y mañana
volarán hasta la segunda catarata.
- Pero golondrinita, allí en aquella buhardilla vive un joven que intenta acabar una
comedia pero el pobre no puede seguir escribiendo del frío y hambre que tiene.
Haz una cosa, coge uno de mis ojos hechos de zafiros y llévaselo. Podrá venderlo
para comprar comida y leña.
- Pero no puedo hacer eso…
- Hazlo por favor.
La golondrina aceptó los deseos del príncipe y le llevó al muchacho el zafiro, quien
se alegró muchísimo al verlo.
- Pero golondrinita, ¿no te puedes quedar una sola noche más conmigo?
- Es invierno y pronto llegará la nieve, no puedo quedarme aquí. En Egipto el sol
calienta fuerte y mis compañeras están construyendo sus nidos en el templo de
Baalbec.
Lo siento, pero tengo que marcharme querido príncipe, volveré a verte y te traeré
piedras preciosas para que sustituyas las que ya no tienes. Te lo prometo.
- Pero allí en la plaza hay una joven vendedora de cerillas a la que se le han caído
todas sus cerillas al suelo y ya no sirven. La pobre va descalza y está llorando.
Necesito que cojas mi otro ojo y se lo lleves por favor.
- Pero príncipe, si hago eso te quedarás ciego.
- No importa, haz lo que te pido por favor.
Así que la golondrina cogió su otro ojo y lo dejó en la palma de la mano de la niña,
que se marchó hacia su casa muy contenta dando saltos de alegría.
La golondrina volvió junto al príncipe y le dijo que no se iría a Egipto porque ahora
que estaba ciego él le necesitaba a su lado.
- ¡Qué andrajoso está el Príncipe Feliz! ¡Parece un pordiosero! ¡Si hasta tiene un
pájaro muerto a sus pies! - dijo el alcalde
De modo que quitaron la estatua y decidieron fundirla para hacer una estatua del
alcalde.
Dios le dijo a uno de sus ángeles que le trajera las dos cosas más preciosas que
encontrara en esa ciudad y curiosamente el ángel optó por el corazón de plomo y
el pájaro muerto.
- Has hecho bien - dijo Dios - El pájaro cantará para siempre en mi jardín del
Paraíso y esta estatua permanecerá en mi ciudad de oro.
Fin
Era el día en que la princesa de España cumplía doce años. Era un día precioso.
La princesa paseaba y jugaba con otros niños, nobles y plebeyos, pues el rey
había permitido a su hija que invitara a todos los que quisiera, aunque no tuvieran
sangre real.
El rey observaba a los niños desde una ventana. Estaba triste. Con él estaba su
confesor. También estaba su hermano, al que odiaba.
El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la infanta tan feliz se
acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había muerto seis meses
después de nacer la niña, a la que amaba profundamente.
Mientras el rey veía a la infanta jugar en la terraza, recordaba todo el tiempo que
pasó con su esposa. La niña se parecía mucho a su madre. Pero la risa
penetrante de los niños le lastimaba los oídos y el sol le molestaba a los ojos. Así
que corrió la cortina.
La infanta lo había fascinado tanto que el enano parecía bailar solamente para
ella. Cuando terminó de bailar, la niña sacó la rosa blanca de sus cabellos y la
arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas. El enano tomó la cosa muy en
serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de
arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de
alegría.
-Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron
los tulipanes.
-¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron
las grandes azucenas.
-¡Y lleva una de mis rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di
esta mañana a la infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha
robado.
Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Es por eso que volaron a su
alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El
enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo
que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor.
También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito
se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a
descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.
Las flores se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban las lagartijas y los
pájaros, que para ellas resultaba desleal.
-Deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida -comentaron las flores-.
¿Han visto esa joroba y esas piernas retorcidas? -y empezaron a reír
burlonamente.
Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las
lagartijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo,
exceptuando naturalmente a la infanta.
Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro. Avanzó sigilosamente y
descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa
que la anterior.
Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco
estaba allí. La habitación estaba completamente vacía.Era el imponente salón del
Trono.
Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado. De todas las habitaciones
donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Pero aquí no
estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una
pequeña figura lo contemplaba. La figura avanzó también y el enanito consiguió
distinguirla con claridad.
Parecía un monstruo, grande y grotesco que lo imitaba. Incluso tenía una rosa
igual que la suya. Incluso cuando la sacó para besarla, el monstruo hizo lo mismo.
En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia infanta con su
séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el suelo, golpeándolo
con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas.
-Sus danzas son muy graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es
mucho más divertida todavía.
Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles;
hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca
arriba y quedó inmóvil.
-¡Lo has hecho estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero
ahora te toca bailar.
-Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente
como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
-¿Y por qué no volverá a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado.
-De ahora en adelante -exclamó echando a correr al jardín- procura que los que
vengan a jugar conmigo no tengan corazón.
Fin