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Tema 1 Civil 2
Tema 1 Civil 2
EL CONTRATO
a) Concepto de contrato. Se entiende por contrato el acuerdo de voluntades del que surgen,
o bien obligaciones recíprocas entre las partes intervinientes, o bien una obligación de una
parte que restituye o equilibra una prestación anticipada por la otra.
Dicho concepto, no debe ocultarse, es más restrictivo que el usual en la doctrina española.
Según ésta, el contrato sería un acuerdo de voluntades por el que se crean, modifican o
extinguen relaciones jurídicas entre las partes. La esencia del contrato radicaría, por tanto,
en el convenio regulativo de los derechos de los intervinientes, con independencia de que
haga surgir obligaciones o prestaciones correspectivas entre las partes. En ese sentido, es
paradigmática la definición de Savigny: “contrato es el acuerdo de varias personas sobre
una manifestación común de voluntad destinada a regir sus relaciones jurídicas”. Donde se
comprenderían no sólo los contratos obligatorios, sino también la donación, e incluso otros
actos como el pago, la cesión de créditos, o el traspaso posesorio.
(Frente a esa concepción amplia, que equipara el contrato a cualquier forma de convenio, ha de
decirse que el Código civil español no reconoce en su libro IV otros contratos que los que crean
obligaciones para ambas partes, o aquéllos, como el préstamo o el depósito, en que una parte realiza
una entrega de presente para constituir el contrato y la otra se obliga a restituir. No contempla, en
cambio, contratos que den lugar a prestaciones u obligaciones funcionalmente unilaterales, es decir,
que provoquen un enriquecimiento de una parte con consiguiente empobrecimiento de la otra. De ahí
que la donación no figure en ese libro IV, sino en el III, junto a los modos de adquirir. Y que el
acuerdo de donación, creador de una obligación unilateral futura, no haya sido admitido en Derecho
español (vid. por todas, STS 10 de mayo de 2019, Sn. 265/2019, reiterando otras). A favor de esa
concepción funcionalmente bilateral del contrato, es decir, de su caracterización como acto en que
ambas partes realizan prestaciones o asumen obligaciones recíprocas milita nuestra tradición jurídica
desde el Derecho romano (Labeón define la esencia del contrato como un ultro citroque obligationem,
obligarse uno con otro: D. 50, 16, 19). Y, en fin, como luego se verá, la exigencia en todo contrato de
una causa de la obligación (art. 1261 C.c.) y el hecho de que ésta haya de consistir en una
contraprestación o, a lo sumo, en la voluntad de realizar un beneficio sin empobrecimiento del que lo
lleva a cabo, como sucede en los contratos gratuitos (art. 1274), acaba cerrando la entrada al ámbito
contractual a las promesas obligacionales puramente lucrativas, del tipo de la mencionada donación
obligacional. Más adelante se volverá sobre algunos de estos puntos)
Ciertamente, la norma del artículo 1254, aunque no es propiamente una definición del
contrato, apunta a que de él pueden surgir obligaciones únicamente para una de las partes
que en él intervienen. Cabría pensar, por tanto, que podría configurarse como contrato la
donación obligacional, u otras promesas de prestaciones unilaterales futuras dirigidas a un
hacer. Pero de los antecedentes del Código y de su completa estructura se observa que los
únicos contratos unilaterales que contempla son los llamados contratos reales de préstamo
y depósito, en los que en el momento de la perfección del contrato se produce ya una
entrega. Ciertamente, parecen actos con eficacia unilateral, de los que sólo surge la
obligación de restituir, pero en ellos hay dos prestaciones, si bien una se ha anticipado al
momento de la perfección. La inexistencia de esa estructura correspectiva en la donación la
excluye del ámbito contractual.
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b) Evoluciones actuales del concepto. La noción de contrato es fruto de una larga evolución
histórica, en la que, durante siglos, y hasta tiempos bien recientes, parece que el
consentimiento ha ido ganando siempre en importancia. En efecto, sobre la base de los
textos de Derecho romano, la influencia del Derecho canónico y de la escuela de Derecho
natural en la Edad Media y Moderna tendió a subrayar la importancia del consentimiento en
la formación del contrato. Eso se plasmó en la doctrina liberal del siglo XIX, que por un lado
partió de que el mero hecho de la formación libre de la voluntad determinaba la justicia y
obligatoriedad del acuerdo, y por otro lado fue superando, como se dirá luego, estructuras
heredadas del Derecho romano que exigían un complemento formal para la perfección del
contrato (los llamados contratos reales, verbales o literales, en que el nacimiento del
contrato dependía de la concurrencia, junto al consentimiento, de un acto formal como la
entrega, el empleo de ciertas palabras o de un documento escrito).
Sin embargo, esa concepción del contrato marcadamente voluntarista ha sufrido una fuerte
erosión a lo largo del último siglo. Así, se ha ido poniendo de manifiesto que en la sociedad
actual el hecho de que una parte exprese su consentimiento no significa que su voluntad se
haya formado exenta de presiones, pues es muy frecuente que las partes no se encuentren
en una posición equilibrada en la negociación. El paradigma clásico del contrato por
negociación, en el que las partes acercaban posiciones hasta llegar a un acuerdo alcanzado
mediante concesiones mutuas, se ha convertido en excepcional, y la forma hoy habitual de
contratar es la del llamado contrato de adhesión, en la una de las partes no tiene otra
alternativa que aceptar en bloque el contenido contractual ya diseñado por el otro. Así
sucede en particular en la contratación en serie y en la contratación con consumidores, pero
también en muchos ámbitos de la contratación entre empresarios, en la que uno de ellos se
encuentra en posición de dependencia respecto al otro (proveedor, franquiciador o empresa
matriz, por poner algunos ejemplos).
Ello ha llevado a una mayor intervención legislativa, que ha intentado requilibrar las
posiciones fijando contenidos mínimos que no pueden traspasarse a favor de la parte que
se encuentra en posición de prevalencia. El derecho imperativo, de uno u otro modo, ha ido
ocupando territorios en los que hasta hace un siglo se consideraba que la ley sólo actuaba
con función supletoria respecto al acuerdo de las partes. Y a la vez que eso, ha ido
surgiendo un nuevo formalismo, en el que se exige el cumplimiento de requisitos y una
documentación que dote de mayor seguridad a la posición del contratante más débil.
El resultado de todo es que el contrato se haya sometido a múltiples tensiones. Por una
parte, es cierto todo lo que se ha dicho sobre la necesidad de una actuación tuitiva del
Estado que vele para que la libertad contractual no acabe provocando la desprotección de
uno de los contratantes. Pero, por otra parte, toda esa intervención estatal está reduciendo
en exceso la libertad civil, sin lograr en realidad erradicar las prácticas abusivas que dice
perseguir. Se exige por ello profundizar en medidas que fomenten una actuación leal de las
partes contractuales sin convertir al Estado en un actor omnipresente en el ámbito del
Derecho privado.
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2. CLASES DE CONTRATOS
Una vez expuesto el concepto de contrato, vamos a analizar sus principales clasificaciones,
sabiendo que su finalidad es fundamentalmente didáctica, por más que sirven también para
precisar el concepto expuesto.
(La cuestión sobre qué figuras contractuales encajan en cada categoría es muy discutida, como el
concepto de contrato antes analizado. Es claro que, en España, como en el resto de ordenamientos
de nuestro entorno, la mayoría de contratos son consensuales, conforme a lo establecido en el
artículo 1258. Pero eso no quita que, conforme a una tradición jurídica que arranca del Derecho
romano y que se recoge en el propio Código civil, existan unos contratos llamados reales, que sólo
se celebran o perfeccionan con la entrega de un bien, no bastando el mutuo consentimiento para
hacerlos nacer: tales serían el mutuo, el comodato, el depósito y la prenda (vid. arts. 1740, 1753,
1758 y 1863 C.c.). Existe además una tercera categoría, la de los llamados contratos formales o
solemnes, referida fundamentalmente a aquellos que exigen celebración ante notario, como el
acuerdo de capitulaciones matrimoniales (art. 1327 C.c.) o el contrato constitutivo de censo
enfitéutico (art. 1628 C.c.).
Sin embargo, no puede negarse que la existencia de contratos de carácter real es hoy ampliamente
discutida. La mayoría de la doctrina europea ha superado esa categoría y aceptado la
consensualidad de todos los contratos, y lo propio defiende para España buena parte de los autores
más modernos, apoyándose en la declaración general del artículo 1258. El propio Tribunal Supremo
ha aceptado la consensualidad del contrato de préstamo oneroso de dinero (así, Sentencias de 10 de
julio de 2020, Sn. 417/2020, de 5 de octubre de 2020, Sn. 506/2020, de 16 de febrero de 2021, Sn.
84/2021, o de 23 de noviembre de 2021, Sn. 866/2021, entre otras). A mi juicio, sin embargo, la idea
de contrato real resulta plenamente adecuada para los contratos gratuitos de préstamo, comodato o
depósito: en ellos, el mutuante, comodante o depositario realiza un favor, y resulta coherente que no
quede obligado a ello si no cumple voluntariamente. Los posibles perjuicios que la confianza que
genere en la otra parte pueda causar han de ser indemnizados por vía de responsabilidad
precontractual)
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Pero la distinción puede también referirse no a las partes, sino a las obligaciones,
discutiendo entonces si existen contratos en que nazcan obligaciones sólo para una de las
partes. Desde mi punto de vista, todo contrato exige una cierta correspectividad o
reciprocidad, y por tanto podría pensarse que todos los contratos son bilaterales en cuanto
a las obligaciones (sinalagmáticos, según un término procedente del griego). Sin embargo,
el hecho ya analizado de que existan los contratos reales, en que la prestación de una parte
se anticipa para formar la obligación, determina que existan contratos unilaterales, como el
préstamo o el depósito, en que sólo surge una obligación restitutoria (y, en su caso, de
reembolso de los gastos incurridos por la otra parte). No cabrán, en cambio, según lo ya
dicho, los negocios unilaterales meramente consensuales, como sería la donación
obligatoria.
(Como ya se ha mencionado, existe una fuerte tendencia a negar el carácter real de los contratos
tradicionalmente calificados como tales. Si esa postura se acepta, sería lógico calificar a dichos
contratos como funcionalmente bilaterales o sinalagmáticos: tomando como ejemplo el mutuo o
comodato, habría que entender entonces que de ellos surgen obligaciones para ambas partes, una
del mutuante o comodante de prestar y otra del mutuario o comodatario de devolver. Y lo propio
pasaría en el depósito. Esa estructura puede parecer técnicamente adecuada, pero conduce a
resultados difícilmente justificables, como es que pueda exigirse el cumplimiento de una obligación a
quien se ha comprometido a ella gratuitamente. En lo que respecta a la posibilidad de aceptar la
donación obligacional, la propia postura aquí defendida, de rechazo al carácter obligatorio de las
promesas gratuitas o lucrativas, me lleva a rechazar su admisión. Solución a la que también conduce
el texto del Código, que rechaza calificar a la donación como contrato, la sitúa apartada de los tales,
predica en el artículo 609 su eficacia transmisiva directa y excluye en el 635 su eficacia sobre bienes
futuros)
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3. LA AUTONOMÍA CONTRACTUAL Y SUS LÍMITES
El contrato es una de las grandes manifestaciones de la libertad civil que preside el ámbito
del Derecho privado. Las partes son libres para regular sus intereses, no sólo decidiendo
sobre la celebración o no del contrato, sino estableciendo su contenido y fijando sus
efectos. En tal sentido se ha entendido siempre que el contrato es el ejemplo paradigmático
del llamado negocio jurídico, es decir, del acto jurídico en el que las partes deciden no sólo
sobre su realización, sino también sobre sus consecuencias. Ciertamente, como antes se
ha dicho, en el último siglo ha crecido el intervencionismo estatal y la regulación imperativa.
Pero a pesar de todo la regla general sigue siendo la libertad contractual, y las limitaciones
su excepción. Como expresa el artículo 1255 del Código civil “los contratantes pueden
establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no
sean contrarios a las leyes, a la moral, ni al orden público”. Estos tres son los límites
generales a la autonomía de los contratantes.
a) La ley imperativa y el valor de las normas dispositivas. La ley constituye el primer límite
establecido por el artículo 1255 a la libertad de contratar: las partes no podrán establecer un
contenido contractual prohibido por la norma, ni rechazar mediante pacto el que ella
impone. La libertad contractual debe operar, como no puede ser de otra manera, en el
marco de la ley. El problema viene dado porque no toda ley sirve para marcar esos límites,
sino sólo las llamadas normas imperativas, de las que ya se trató en el curso anterior:
aquellas que rigen en todo caso, sin que la voluntad de las partes pueda excluir su
aplicación. En cambio, las llamadas normas dispositivas actúan de modo supletorio
respecto a la previsión de los contratantes, que pueden establecer un régimen alternativo
que desplace a ése diseñado por el legislador. El pacto o cláusula que varíe o contradiga
esas normas dispositivas será válido, pues éstas sólo rigen en defecto de acuerdo de las
partes.
El principal problema viene dado porque no siempre es fácil determinar si una norma debe
ser calificada de imperativa o dispositiva. Ciertamente, hay casos en que el propio legislador
ha establecido dicho carácter, admitiendo la validez o no del pacto en contrario (así, la
prohibición del pacto comisorio es calificada como imperativa en virtud del artículo 1884,
mientras que la responsabilidad del vendedor por evicción o vicios ocultos se califica de
dispositiva en virtud de los artículos 1475 III y 1485 II). Pero lo habitual es que la norma no
determine su carácter imperativo o dispositivo, y que haya en consecuencia que deducirlo
en función de la finalidad pretendida.
(Como se ha dicho antes, la regulación dispositiva supone una reglamentación supletoria que el
legislador establece a falta de acuerdo de las partes. En tal sentido, su finalidad es facilitar el tráfico
jurídico, liberando a las partes de acordar todo el contenido contractual: para celebrar el contrato,
bastará que los contratantes se pongan de acuerdo sobre sus elementos esenciales (cosa y precio
en la compraventa, cosa y renta en el arrendamiento, por ejemplo), sin necesidad de pactar el
clausulado. Pero junto a esa finalidad de agilizar el tráfico, no puede desconocerse que, como puso
de manifiesto Castro, el Derecho dispositivo sirve también como expresión de un justo equilibrio de
derechos y obligaciones fijado por el legislador. En tal sentido, y como se verá al tratar de los
contratos por adhesión, y en particular de aquellos en que interviene un consumidor, podría resultar
abusivo que una de las partes, típicamente el empresario, impusiese a la otra parte una
reglamentación contractual que alterarse en su exclusivo beneficio ese reparto de derechos y
obligaciones previsto por en las normas dispositivas.
A tales efectos, estás servirán no sólo con una finalidad instrumental de agilizar el tráfico, sino como
fijación de un justo equilibrio de derechos y obligaciones entre las partes, cuya alteración es
ciertamente posible, pero que sirve de criterio de comparación a la hora de medir la posible
abusividad de cualquier reglamentación alternativa impuesta por una de las partes)
(Esa apelación del artículo 1255 del Código a la moral como límite a la autonomía contractual no se
refiere, lógicamente, a la moral de ningún grupo religioso o escuela filosófica, sino a un concepto más
general, conformado por las tendencias éticas vigentes en una sociedad)
c) El orden público. La mención a este tercer elemento que hace el artículo 1255 no se
refiere a las normas de policía u orden ciudadano que impone la legislación, sino a las
bases comunes del sistema político y económico vigente en la sociedad, y que hoy aparece
diseñado en la Constitución. Así, se entenderá que chocarán con el orden público y no
resultan por tanto vinculantes los contratos que resulten contrarios a las bases de ese
sistema político y económico (como los que instrumentan mecanismo de compra o
captación electoral de votos, o prácticas económicas directamente encaminadas a
distorsionar el libre mercado o frenar la competencia).