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Con la mirada del espíritu, yo lo he visto alzarse más bello que la belleza, más luminoso que la luz. Sería
un gran error imaginarlo descolorido y fantasmal, como si fuera menos concreto que nuestro mundo
sensible. La verdad es lo contrario: es un mundo de una plenitud y de una densidad prodigiosas. Es la
realidad, la última realidad, la que hace que las cosas sean lo que son. Hacia ese mundo, donde tiene lugar
la resurrección de los cuerpos, todos nos dirigimos. No entraremos en una forma etérea, sino en el corazón
de la vida misma, y allí experimentaremos esa inaudita alegría, multiplicada por toda la dicha que a su
alrededor dispensa, y por el misterio central de la efusión divina.
Pero, ¿qué amo, oh Dios, cuando te amo? No la belleza de un cuerpo, ni el ritmo del tiempo que transcurre;
no el resplandor de la luz que tan agradable es para los ojos; no las dulces melodías del mundo de los
sonidos; no el perfume de las flores, de los ungüentos y de las especias; no el maná ni la miel; no los
miembros del cuerpo que se perciben en un abrazo. Nada de eso amo cuando amo a mi Dios y, sin embargo,
amo una luz, un sonido, un aroma, un alimento y un abrazo cuando amo a mi Dios. A un Dios que es luz,
sonido, perfume, alimento y abrazo en mi hombre interior. Allí irradia en mi alma lo que ningún espacio
puede abarcar; es allí donde resuena lo que ningún tiempo puede arrebatar; allí hay un aroma que ningún
viento puede dispersar; un sabor que ninguna saciedad puede atenuar; allí se da un abrazo que nadie puede
disolver. Y es así como amo, cuando amo a mi Dios (Confesiones, X, 8).