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Sobre la autonomización del campo literario: Denis la sitúa

en torno a 1850 (p. 20). Fenómeno ampliamente descrito y analizado


por Pierre Bourdieu (cfr. Las reglas del arte): los escritores se
reúnen en el seno de una suerte de “aristocracia simbólica” para
distinguirse así del común de los mortales y elaboran unas reglas
del juego propias de su ámbito que consolida y hace que se
reconozca la especificidad de su actividad. Estas medidas
establecen un corte fuerte entre la literatura y la sociedad en
general, que parecen desenvolverse según lógicas distintas, y esta
clausura del campo literario parece afirmarse con la distancia
que el escritor toma con respecto a la actualidad política y
social y su focalización en el trabajo de la forma, que sería la
única manera de garantizar la especificidad y autonomía de su
práctica. Régimen estético de la modernidad: «la literatura, tal
y como la modernidad la concibe, se define por el corte con la
política e, incluso, en los defensores del purismo estético,
contra la política en el sentido más amplio» (p. 192). El poeta y
la tribuna se separan y la literatura deja de actuar en el orden
de los discursos. Dos sucesos políticos: instauración efímera de
la II República en 1848 (comentada por Sartre en Qué es la
literatura ―buscar página― y por Barthes en El grado cero) y
proclamación de la Comuna de París en 1871. A partir de la
revolución de 1848, los escritores pierden el rol que se le había
concedido y su conciencia se desgarra frente a los antagonismos
sociales que se le revelan: se siente pertenecer a una clase
opresora (la burguesía) mientras que su función de escritor le
prescribe hablar en nombre de valores universales. Era del
desencanto y ruptura con respecto a la política (dandy): el
escritor solo es altavoz de los valores de la literatura y el
arte. La escritura literaria alcanza su propia especificidad y
deja de formar parte de las bellas letras. «La invención de lo
político, la imaginación de lo social y de sus nuevas formas de
organización parecen extranjeras a la literatura o no aparecen
más que en lo implícito de las representaciones, en la mirada
distanciada que el escritor fija a partir de entonces sobre sobre
el mundo. Parece que la literatura ya no pueda, después de 1848,
soñar con la “Ciudad” ideal, ni incluso sostener un discurso
acerca de ella» (pp. 196-197). La Comuna de París supone el
cumplimiento de este proceso; un acontecimiento fundamental en la
historia del movimiento obrero, pero que apenas tiene espacio en
la historia de la literatura y que no tuvo en la conciencia de
los escritores la relevancia que sí tuvo la revolución de 1848.
El escritor se retira completamente de lo político, se repliega
(cfr. Mallarmé); la literatura, convertida en su propio objeto,
borra casi por completo las marcas de su relación con el mundo.

Sobre la autonomización del arte (en general): J. Rancière,


«The Aesthetic Revolution and Its Outcomes» y «The Use of
Distinctions» (en Dissensus).
«The Aesthetic Revolution and Its Outcomes»
Rancière remite a las Cartas sobre la educación estética del
hombre de Schiller para hablar de una paradoja/promesa que formula
allí y que él reformula en los siguientes términos: existe una
experiencia sensorial específica que sostiene la promesa tanto e
un nuevo mundo del arte y de la nueva vida de los individuos y la

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comunidad, llamada la estética. Se pregunta, por tanto, por la
forma paradójica de esta promesa: ¿cómo puede la noción de
estética como experiencia específica conducir al mismo tiempo a
la idea de un mundo puro del arte y a la autosupresión del arte
en la vida, a la tradición del radicalismo vanguardista y a la
estetización de la existencia común? Todo se juega en ese y.
(p. 116) Los obreros militantes de los años 1840 rompieron
el círculo de la dominación leyendo y escribiendo, no popular
y militante, sino “alta” literatura. Los críticos burgueses
de los años 1860 denunciaron la postura de Flaubert del “arte
por el arte” como la encarnación de la democracia. Mallarmé
quería separar el “lenguaje esencial” de la poesía del
discurso común, y aun así afirmaba que la poesía le daba a
la comunidad el “lazo” que le faltaba. Rodchenko tomó
fotografías de los obreros y gimnastas soviéticos desde una
vista aérea, aplastando sus cuerpos y movimientos para
construir la superficie de una equivalencia igualitaria de
arte y vida. Adorno dijo que el arte debía ser completamente
autorreferencial, cuando más mejor para hacer aparecer la
mancha del inconsciente y denunciar la mentira del arte
autónomo. Lyotard sostuvo que la tarea de la vanguardia era
aislar el arte de la demanda cultural para que así pudiera
testificar lo más rigurosamente posile la heteronomía del
pensamiento. La lista puede extenderse ad infinitum. Todas
estas posiciones revelan el mismo entramado de un y, el mismo
nudo que ata juntas la autonomía y la heteronomía.
Entender la política propia del régimen estético del arte
significa entender el modo en que la autonomía y la heteronomía
están vinculadas originalmente en la cita de Schiller. 3 puntos:
1) la autonomía que representa este régimen no es la de la obra
de arte sino la de un modo de experiencia; 2) experiencia de la
heterogeneidad que supone el rechazo de cierta autonomía del
sujeto; 3) el objeto es estético en tanto que no es solo arte.

Marcelo G. Burello: Autonomía del arte y autonomía estética: una


genealogía, Miño y Dávila, 2012.
(p. 23) Como ya se nos ha vuelto palmario, uno de los efectos más
notables de la institucionalización de la autonomía como norma de
juicio estético es que aunque se articuló definitivamente recién
en el siglo XVIII, en paralelo a la consolidación de la sociedad
burguesa, de inmediato actuó en forma retrospectiva y absoluta,
invistiendo de una presunta cualidad pura y específica a las obras
del pasado, creadas con arreglo a prácticas muy diversas de las
nuestras. Y así, por efecto de una tenaz campaña de
resemantización retroactiva, todo un universo extraño y
potencialmente irreductible quedó sometido a términos que lo
tornaban comprensible y familiar.
(p. 67) Como el wagneriano Anillo del Nibelungo y la saga de José
de Thomas Mann, la sanción del estatuto de autonomía del arte
también es un producto cuatripartito y teutónico, que incluye
cuatro eminencias coetáneas: Moritz, Kant, Schiller y –cuándo no–
Goethe. La multiplicidad y diversidad de dichos responsables no
conlleva, sin embargo, una dilatación temporal: puede decirse que
en una década, la que fue de 1785 a 1795, lo que hoy conocemos
por el concepto de autonomía aplicado al quehacer artístico quedó
más o menos delimitado, si no claramente definido, al punto que

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todo cuanto se ha agregado después –parafraseando el comentario
de Whitehead sobre Platón– es prácticamente una nota al pie, una
gigantesca glosa que se extiende desde el romanticismo al
posmodernismo y que usualmente ha cobrado más la forma de una
réplica o de un correctivo que de una apología.
Predecesores directos: Baumgarten, Winckelmann, Lessing
(Gombrich cita el Laooconte como la primera formulación de l’art
pour l’art) y Herder.
(p. 148) la estridente consigna de “arte por el arte” conjura una
estela de escándalos que el ascético concepto de “autonomía del
arte” está lejos de suscitar. Como sea, de la idea regulativa de
autonomía –por decirlo kantianamente– lo que llamo el “giro
esteticista” es una versión radical, o si se prefiere, una
caricatura: los movimientos de l’art pour l’art francés y el
aestheticism británico son interpretaciones distorsionadas o
radicalizadas de los postulados idealistas y clasicistas alemanes,
interpretaciones que asumen la autonomía como una soberanía por
sobre todas las demás prácticas, culminando en un absolutismo del
arte.

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Emmanuel Bouju (ed.) L’engagement littéraire

https://books.openedition.org/pur/30028

El libro es fruto de una reunión en octubre de 2003 entre los miembros Groupe φ (Groupe de recherche
en poétique historique et comparée), un laboratorio interuniversitario afincado en la Universidad de
Rennes 2, y otros investigadores para discutir acerca de la noción de «compromiso literario». Las
preguntas que los guiaban era la siguiente: ¿en qué medida (y bajo qué condiciones) puede la noción de
compromiso ayudar a iluminar la representación de lo literario? y ¿qué representación de la literatura
supone el uso de la noción? ¿Hay que recuperar la acepción sartreana o proponer nuevos modos de
interpretación? «Pues si el compromiso designa, en una primera aproximación, el gesto por el cual un
sujeto promete y se arriesga en esa promesa, emprende y empeña algo de sí en la empresa, ese gesto,
entre garantía y apuesta, parece deber determinar decisiones de escritura, fuerza modos de lectura, que
habrá que interrogar».

Paradojas filosóficas del compromiso (Alexandra Makowiak)

Si consideramos a la filosofía como una actividad puramente especulativa cuya labor propia consiste en
hablar de un mundo cuya realidad mantiene en suspenso, el compromiso sería para ella una forma de
paradoja. Cfr. el compromiso frustrado [engagement manqué] del que habla Barthes en “Écrivains et
écrivants”. Quizá solo sea para la filosofía una exigencia, un « ideal regulador »; exigencia de acuerdo
entre el pensamiento y la práctica, entre la subjetividad que piensa y la comunidad en la que se inscribe,
entre el pensamiento y el cuero al que va ligado, entre el sujeto que intenta desligarse del mundo para
comprenderlo y el mundo que al mismo tiempo lo comprende y lo liga. Esta exigencia está planteada a
partir de una posición radical de retirada [désengagement]: antes de servirse del lenguaje común, de la
conversación o el debate, la filosofía debe interrogarlos. El compromiso no sería entonces un acto
inmanente a la actividad filosófica, sino de alguna manera le sería extrínseco: la cuestión misma de la
filosofía, que no puede ser el lugar ideal para su respuesta.

Aunque toda filosofía tiene quizá el compromiso por horizonte, no toda está necesariamente implicada:
philosophants vs. philosophes. Dicho esto: ¿qué definiciones de compromiso se pueden esperar de la
filosofía (en general, entendida como actividad désengangée a partir de la cual se puede definir el
compromiso?

Compromiso: acto por el cual el sujeto inicia algo, aunque no lo complete, lanzarse hacia algún sitio.
Implica una certitud, puesto que es una decisión práctica, y una incertitud, ya que es una indecisión teórica
(no se prevén todas las consecuencias ni se sabe si será posible cumplir con la intención primaria).
Suspensión de juicio y resolución, motivada por una urgencia (cfr. la mención a Descartes). En este
sentido, más que un comienzo absoluto es una respuesta a una situación dada; el sujeto responde a lo
que le determina y responde de sus actos: responsabilidad. Más que una dimensión moral o práctica,
tiene una dimensión pragmática: ¿qué hacer con lo que se nos ha dado? Imprevisibilidad, solo se puede
negociar con el presente: todo compromiso es de circunstancia, de situación, oportunista y coyuntural.
Mettre en gage: empeñar, poner en garantía, dejar en prenda; implica el riesgo de perder aquello que se
pone. Aparte de con la acción, está vinculado con la palabra (“dar su palabra”); también es un “hacer
saber” que implica al otro: el paso de una palabra privada a una intersubjetiva, siempre es de la esfera
pública y es, además, performativo.

Compromiso y literatura: ¿qué relación entre obra y acción? Hannah Arendt en La condición humana
distingue entre ambas: la primera puede desprenderse del autor, mientras que la segunda no se entiende
sin el sujeto que la realiza; el compromiso revela un actor más que un autor, ¿cómo seguir siendo esto
último haciendo literatura comprometida? La primera es un producto terminado y la segunda está inscrita
en la duración. En este sentido concluye que convocar el término de compromiso a propósito de la
literatura es sacar la palabra de su contexto natural (la acción, el habla) y aplicarlo al de la obra y la
escritura, con el riesgo de, al comprometer la literatura, empeñarla y perderla.

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Engagement littéraire et morale de la littérature
Benoît Denis
p. 31-42

1Parmi tous les paradoxes dont on a coutume de lester la notion d’engagement, il en est un qui est peut-être
plus visible que d’autres et qui tient en ceci. L’engagement est une notion historiquement située, qui apparaît
dans le discours littéraire dans l’entre-deux-guerres pour assigner à la littérature un devoir d’intervention
directe dans les affaires du monde et pour enjoindre donc l’écrivain à quitter la posture d’isolement superbe
qui était, par excellence, celle du purisme esthétique1. Dans cette perspective, la doctrine sartrienne de
l’engagement, qui divulguera largement la notion à la Libération, n’est à tout prendre qu’un prolongement
bien compris des débats littéraires des années 1920 et 1930. Or, la suite de l’histoire a ceci de curieux qu’alors
même que, dès le milieu des années 1950, les positions sartriennes se voient contestées au profit d’un retour
à une conception orthodoxe du littéraire perçu comme radicalement disjoint de la sphère politique, la notion
d’engagement, quant à elle, s’est maintenue, moyennant une série d’infléchissements sensibles quant à sa
définition. Pour le dire vite, revendiquer l’engagement après Sartre — et contre lui — consiste à réfuter l’idée
selon laquelle la fonction sociale de la littérature se manifesterait d’abord par son implication dans le politique,
en affirmant a contrario que c’est dans l’exhibition de sa distance radicale avec cet ordre du politique que la
littérature, rendue à elle-même, joue véritablement son rôle. En sorte qu’on en vient ainsi à poser que le
désengagement est en quelque manière la forme la plus authentique de l’engagement littéraire, en face duquel
les pathétiques tentatives de faire participer la littérature aux débats politiques et sociaux du temps ne peuvent
procéder que d’une vision réductrice ou mutilée du fait littéraire. Il y aurait donc toute une histoire à faire des
appropriations successives de la notion d’engagement, histoire dans laquelle Roland Barthes jouerait
incontestablement le rôle de charnière et de pivot2.

2On mesure ainsi que coexistent aujourd’hui deux acceptions opposées de l’engagement littéraire, entre
lesquelles se glissent d’ailleurs tous les moyens termes envisageables. On voudrait ici tenter de sonder ce qui
sépare ces deux définitions de l’engagement, en prenant pour levier les deux auteurs qui, dans l’immédiat
après-guerre, incarnent le mieux ces positions polaires : Jean-Paul Sartre et Georges Bataille. Pour les
commodités de l’exposition (mais pas seulement pour cela), on introduira cependant la distinction suivante :
on réservera l’appellation d’engagement à la conception sartrienne (engagement de la littérature dans la
sphère sociopolitique), tout en désignant l’engagement dans la littérature par l’expression de « morale de la
littérature », sur le choix de laquelle les lignes qui suivent entendent fournir une rapide explication.

3Telle qu’elle vient d’être posée, la problématique de l’engagement est en effet intimement liée à ce que l’on
pourrait appeler, malgré toutes les ambiguïtés du terme, la modernité littéraire. En d’autres termes, elle est
liée à l’émergence, vers le milieu du XIX siècle (à la suite de l’échec de la révolution de 1848 et de l’instauration
e

du Second Empire) et en rupture avec les positions du romantisme social, d’une conception du littéraire
identifié à une réalité sociale autonome, c’est-à-dire capable de se soustraire aux injonctions extérieures,
qu’elles viennent du politique ou de l’ordre économique, avec lesquelles la littérature moderne entend rompre
radicalement3. La résultante de cette transformation du régime du littéraire aura été la dissociation, au rebours
de la position romantique, de la visée esthétique et des valeurs socialement admises du Bien et du Vrai, la
fonction critique de la littérature s’exerçant désormais sur un plan qui lui serait spécifique, le langage, dont
elle aurait à charge de faire voir l’impropriété fondamentale.

4Comme l’ont avancé de nombreux travaux dans la lignée d’Habermas et d’Adorno4, la posture moderne est
ainsi fondée sur une aporie, d’ailleurs hautement productive, qui veut que la littérature s’insère dans l’espace
public tout en s’en retranchant, qu’elle soit donc à la fois « dehors » et « dedans », déliée des contraintes
sociales et pourtant dotée d’une fonction socialement reconnue et valorisée. Cela signifie d’abord que la
littérature moderne se présente comme une institution d’une nature particulière, dont l’autonomie se marque
dans le refus, et même la rupture, avec un ensemble de valeurs dont le sens commun fait généralement le
fondement de l’être-ensemble des sociétés modernes. En d’autres termes, l’écrivain entend ici se soustraire
aux règles imposées par la morale ordinaire ou collective, au nom précisément d’un autre type de morale,
celle de l’art ou la littérature, en tant que celle-ci manifeste les exigences spécifiques de l’activité esthétique,
lesquelles sont sans commune mesure avec les valeurs sociales instituées. Étudiant les procès fondateurs de
l’année 1857, Yvan Leclerc5 a bien montré, en particulier dans le cas de Flaubert, comment a émergé cette
notion de « morale de la littérature », que l’auteur de Madame Bovary concevait comme l’affirmation du
caractère radicalement irrécupérable de l’œuvre d’art, c’est-à- dire irréductible aux logiques sociales
ordinaires. Cependant, et c’est l’autre face du phénomène, l’usage du terme même de morale souligne assez

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que la littérature la plus autonome continue de se penser comme productrice de valeurs. Dès lors, en même
temps qu’il se retranche, l’écrivain moderne affirme simultanément que la littérature participe au jeu social,
sous une forme distanciée et excentrique qu’il s’agit pour lui de faire reconnaître et admettre dans sa
différence. C’est évidemment le sens de toutes une série de conduites et de postures, typiquement modernes,
telles que la provocation ou le scandale, qui ont pour fonction d’inscrire à même l’univers social l’exception
littéraire, sous la seule forme qui lui permette d’exister publiquement sans renoncer à sa différence : la
négativité critique. Et parce que ce mode d’existence est à la fois nécessaire et impossible à maintenir, la
morale de la littérature présente toujours une structure aporétique, qui n’apparaît jamais aussi pleinement
que lorsqu’un acteur de la vie littéraire refuse de jouer le jeu jusqu’au bout, comme le donne par exemple à
voir la fameuse affaire Front Rouge : dans l’enthousiasme du congrès de Kharkov (1930), Louis Aragon, qui
venait d’apostasier les positions défendues dans le Second manifeste du surréalisme, avait composé un poème
intitulé « Front rouge » ; écrit à la gloire du Guépéou, il incitait à l’insoumission et à l’exercice de la terreur
révolutionnaire ; publié en France, le poème valut à son auteur des poursuites judiciaires en janvier 1932.
André Breton prit alors la défense d’Aragon dans le pamphlet Misère de la poésie, où il affirmait hautement
que la poésie ne pouvait être jugée selon les normes de la justice civile. Cette prise de position, qui manifeste
les limites de l’engagement révolutionnaire de Breton, détermina sa rupture avec Aragon et le ralliement de ce
dernier au PCF. Évoquant cette affaire, Sartre en tirera d’ailleurs la leçon suivante, qui marque bien la distance
entre engagement littéraire et morale de la littérature : « l’écrivain [moderne] a pour premier devoir de
provoquer le scandale et pour droit imprescriptible d’échapper à ses conséquences6 ».

5Dans une large mesure, on peut ainsi avancer que la notion d’engagement est apparue pour faire pièce aux
apories de la posture moderne. Dans le cas de Sartre, en particulier, on observe ainsi un renversement des
valeurs et des priorités littéraires : au mouvement centripète qui caractérise la position moderne, Sartre oppose
un mouvement centrifuge, qui consiste à définir la littérature comme devant participer pleinement, et dans la
positivité d’une démarche volontaire et réfléchie, au débat social et politique, démarche dans laquelle la
littérature est censée jouer sa propre existence : engager la littérature, c’est au sens littéral du terme, la
« mettre en gage », c’est-à-dire l’inscrire dans un jeu qui la dépasse et dans lequel elle risque sa propre
existence. Car, selon le leitmotiv de Qu’est-ce que la littérature ?, « Il faut sauver la littérature », c’est-à-dire
la faire servir, afin de lui rendre une fonction sociale qu’elle avait perdue en identifiant autonomie et
abstention. Pour convaincre de la nécessité de l’engagement, Sartre ne cesse ainsi de dramatiser le devenir de
la littérature :

Mais, après tout, l’art d’écrire n’est pas protégé par des décrets immuables de la Providence : il est ce que les
hommes le font, ils le choisissent en se choisissant. S’il devait se tourner en pure propagande ou en pur
divertissement, la société retomberait dans la bauge de l’immédiat, c’est-à-dire dans la vie sans mémoire des
hyménoptères et des gastéropodes. Bien sûr, tout cela n’est pas si important : le monde peut fort bien se
passer de littérature. Mais il peut se passer de l’homme encore mieux7.

6Cette dernière citation laisse assez voir que la doctrine sartrienne de l’engagement conçoit la littérature
comme une activité qui ne peut être détachée des contingences historiques et politiques qui la façonnent au
même titre que les autres domaines de l’activité humaine. Dans le même mouvement, apparaît cependant
l’autre face de l’engagement sartrien, qui tend, malgré la logique hétéronome qui l’anime, à prendre en compte
la spécificité de ce que Sartre nomme l’impératif littéraire, et qu’il faut ici entendre comme l’exigence
spécifiquement littéraire qui s’impose à tout écrivain sitôt qu’il fait le choix d’agir par l’écriture : refuser le
divertissement (c’est-à-dire l’emprise de l’économie) comme la propagande (c’est-à-dire l’emprise exclusive
du politique), c’est dire que la littérature engagée est aussi conditionnée par un ensemble de valeurs propres,
qui toutes relèvent de l’autonomie à préserver du littéraire. En d’autres termes, Sartre n’ignore pas l’existence
d’une « morale de la littérature », et s’il la considère comme historiquement située, donc relative (« l’art
d’écrire n’est pas protégé par des décrets immuables de la Providence »), il n’en estime pas moins que même
l’écrivain le plus engagé ne peut l’éluder, sans renoncer à faire authentiquement œuvre littéraire. C’est
pourquoi Sartre tend à présenter la littérature engagée comme un moyen terme entre un purisme esthétique
qui « s’épuise à affirmer son autonomie formelle » et la logique d’absolue soumission à la demande externe
qui caractérise l’écriture militante ou de propagande (représentée alors par l’esthétique du réalisme
socialiste8).

7Mais ce qu’il importe plus encore de noter, c’est que l’engagement sartrien s’avère en fait travaillé par les
mêmes tensions que ce que j’ai appelé précédemment la « morale de la littérature », avec cependant une
inversion des polarités : la doctrine sartrienne développe l’utopie d’une réconciliation entre le littéraire et
l’espace public, telle que la littérature puisse participer pleinement et directement aux grandes questions qui

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intéressent le devenir collectif sans pour la cause renoncer à elle-même, ni à sa singularité. Du coup, la théorie
sartrienne achoppe en permanence sur l’essence moderne de la littérature, présentée, selon les moments et
les lieux, tantôt comme une « faute » fondamentale9, tantôt comme une malédiction ou une ruse de l’histoire,
qui empêche l’écrivain de réaliser pleinement sa vocation. On en verra le signe dans l’idéalisation sartrienne
de la période des Lumières, pensée comme le moment d’une coïncidence miraculeuse entre la cause de la
littérature (la revendication de la liberté d’écrire) et celle des libertés civiles et politiques. Avec la Modernité,
cet accord apparaît impossible et le fossé entre morale de la littérature et engagement paraît infranchissable.
Et c’est pourquoi Sartre a consacré le meilleur de son talent critique à s’interroger obsessionnellement sur
cette essence moderne du fait littéraire, depuis son Baudelaire en 1947 jusqu’au monumental Idiot de la
famille consacré à Flaubert, en passant par son travail inachevé sur Mallarmé, comme s’il s’agissait pour lui
de chercher à comprendre les raisons qui ont permis l’avènement d’une conception de la littérature aussi
radicalement réfractaire à toute possibilité d’engagement.

8C’est dès lors dans ce cadre que s’avère productive la confrontation avec Georges Bataille, qui au contraire
assume pleinement, et jusque dans ses plus extrêmes conséquences, les positions et les valeurs de la
modernité. Cette confrontation Bataille-Sartre est aujourd’hui un terrain largement défriché10, mais il convient
de rappeler brièvement sur quoi se fonde la mise en parallèle aujourd’hui presque obligée des deux auteurs.

9D’abord, on soulignera que Bataille et Sartre occupent des positions homologues dans l’histoire de la
littérature : l’un et l’autre ont été formés dans l’entre- deux-guerres, période durant laquelle ils ont été dans
des positions de prétendants, avant d’acquérir, presque simultanément, une place dominante à la faveur de la
réorganisation du champ littéraire consécutive à la Libération (Les Temps Modernes paraissent en
1945, Critique en 1946) ; en 1945, Sartre profite de l’interdiction de la Nouvelle revue française, pour
réincorporer à son profit l’ensemble de l’héritage de la « grande littérature française » de l’entre-deux-guerres
(de la Nrf à Europe, pour aller vite), tandis que Bataille reprend à son compte la posture d’avant-garde du
surréalisme, dans lequel il a été formé. Ce qui distingue Bataille de Sartre relève donc, pour partie, de
l’opposition héritée de l’entre-deux-guerres entre avant-garde et littérature consacrée sur le modèle Nrf11.

10Malgré cette différence, il est néanmoins patent que Sartre et Bataille inscrivent leur réflexion et leur pratique
littéraire sur des terrains en partie communs : tous deux refusent d’abord une manière d’autarcie de la
littérature, telle qu’elle serait réduite à une pure activité de type formaliste. Se consacrant l’un et l’autre à ce
que l’on pourrait appeler une évaluation des pratiques esthétiques, ils combattent l’idée selon laquelle il y
aurait une innocuité de l’œuvre d’art, y découvrant au contraire une puissance de transformation du monde
qu’il s’agit d’identifier pour mieux la libérer. Enfin, Sartre et Bataille inscrivent leur pratique littéraire à la
croisée d’autres disciplines, telles que la philosophie, l’anthropologie ou la sociologie, ce qui détermine dans
les deux cas une œuvre hybride et protéiforme, où l’essai littéraire et réflexif occupe une large place.

11La relation de Sartre et de Bataille, que d’autres ont bien décrite, repose donc à la fois sur une communauté
de territoires et sur des visions de la littérature diamétralement opposées. Il en résulte que les deux auteurs,
s’ils se fréquentèrent quelque peu durant l’Occupation à l’instigation de leur ami commun Michel Leiris,
semblent avoir surtout voulu éviter la confrontation directe12. En revanche, du début des années 1940 au
milieu de la décennie suivante, ils se sont accordés une attention mutuelle soutenue, allant souvent jusqu’à
intégrer la pensée de l’autre dans leur propre système, où elle joue le rôle de repoussoir. Ainsi, outre l’article
critique qu’il avait publié en 1943 au sujet de L’Expérience intérieure13, Sartre, dans Qu’est-ce que la
littérature ?, emprunte à Bataille toute sa théorie du potlatch et de la consumation pour décrire la littérature
de la modernité, en des termes cependant très critiques. Inversement, dans deux des articles que recueille La
Littérature et le Mal (1957), Bataille commente longuement les essais que Sartre a consacrés à Baudelaire
(1947) et à Genet (1952). Sans entrer dans le détail des thèses développées par Sartre, indiquons simplement
que Bataille avait au moins deux raisons majeures de s’intéresser à ces deux essais. La première tient au genre
même de la « biographie existentielle » ici pratiqué par Sartre : il consiste à saisir ce qui constitue le « projet
originel » du sujet, c’est-à-dire le choix fondamental qu’il a fait de lui-même et qui donne leur unité et leur
cohérence à ses conduites ; dans les cas précis de Baudelaire et Genet, la vocation littéraire, c’est- à-dire le
choix d’écrire et d’agir par l’écriture, est interrogé comme le mode privilégié sur lequel le sujet a choisi de se
réaliser. Bataille ne pouvait manquer d’être sensible à ce thème du choix de la littérature comme façon de
jouer son existence, et cela d’autant plus que, deuxième raison de son intérêt, ce choix de la littérature semble
épouser, dans les deux cas étudiés, la courbe d’une existence vouée à sonder les limites du Mal et de la
transgression. Et le plus significatif est que Bataille, dans ses commentaires des deux ouvrages, ne va cesser
d’acquiescer aux analyses de Sartre, pour cependant en renverser à chaque fois le sens et la valeur, ce que
Sartre désignait comme l’échec de Baudelaire devenant ici la marque d’une expérience fondatrice et

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indépassable, tandis que Genet, en illustrant à la perfection les thèses sartriennes, échoue à atteindre ce que
Bataille estime être la littérature authentique. De la sorte, c’est l’ensemble du système d’opposition Sartre-
Bataille qui se trouve déplié. Je voudrais le reprendre ici, en me limitant à trois axes essentiels.

12Le premier touche à ce que l’on pourrait appeler la nature de la communication littéraire. Dans Qu’est-ce
que la littérature ?, Sartre avait opéré une distinction, restée célèbre parce que contestée, entre prose et
poésie : la prose, selon lui, est l’état « naturel » du langage, où prime la visée de communication (le mot étant
inessentiel par rapport à la réalité qu’il désigne) ; c’est par excellence le lieu de l’engagement littéraire,
l’écriture prosaïque tirant sa capacité d’action de la fonction « dévoilante » qui la caractérise. Au contraire, la
poésie représente le langage « à l’envers », au sens où le poète a choisi de rompre délibérément avec la
fonction instrumentale du langage pour considérer les mots comme des choses14. C’est la raison pour laquelle
la poésie est selon Sartre inengageable : il ne s’agit pas de condamner la poésie mais d’interroger le poète
quant à la nature d’un choix d’écriture qui le condamne à refuser toute forme d’action sur le monde.

13On retrouve chez Bataille une opposition identique, mais dont les valeurs sont inversées : il distingue en
effet deux types de communication : « La communication, au sens où je voudrais l’entendre, n’est en effet
jamais plus forte qu’au moment où la communication au sens faible, celle du langage profane (ou, comme dit
Sartre, de la prose, qui nous rend à nous-mêmes — et qui rend le monde — apparemment pénétrables) s’avère
vaine, et comme une équivalence de la nuit.15 » Bataille reconduit donc l’intuition sartrienne selon laquelle
l’expérience poétique repose sur un sentiment d’échec de la prose, mais il renverse à nouveau l’ordre des
priorités, faisant de la communication « forte » (ou poétique) la modalité originaire de la communication
« faible » (ou prosaïque), qui vient nécessairement après elle et en représente une forme dégradée : « il existe
une opposition fondamentale entre la communication faible, base de la société profane (de la société active —
au sens où l’activité se confond avec la productivité) et la communication forte, qui abandonne les consciences
se réfléchissant l’une l’autre, ou les unes les autres, à cet impénétrable qui est leur ‘en dernier lieu’. 16 » En
d’autres termes, la communication prosaïque, qui s’établit entre les individus isolés, est fondamentalement
transitive : elle vise à « établir d’humbles vérités qui coordonnent à celles de nos semblables nos attitudes et
notre activi- té17 ». Contre cette conception utilitaire ou servile de la communication, Bataille invoque une
communication haute, qui est en fait une communion. Elle consiste dans le sentiment d’une « subjectivité
commune18 » et se noue dans l’appréhension partagée de l’insuffisance du langage face à l’impénétrabilité du
monde et à la terreur sacrée que provoque la confrontation à l’interdit et à la mort. Parce qu’elle se reconnaît
pour fondement irréductible l’opacité du monde et des consciences, la communication forte chez Bataille
relève du non-savoir et s’avère en définitive suggestion de l’incommunicable.

14Cette première opposition quant à la nature de la communication littéraire va se trouver indexée par Bataille
sur la dialectique du maître et de l’esclave, définissant par là deux conceptions rivales de la liberté, telle qu’elle
se trouve placée, chez Sartre comme chez Bataille, à l’horizon de la pratique littéraire. Refusant de suivre la
dialectique du maître et de l’esclave jusqu’au terme du mouvement décrit par Hegel (selon la lecture divulguée
en France par Kojève), Bataille fait en effet de la souveraineté que conquiert le maître dans son affrontement
avec la Nature le principe de la liberté authentique, qu’il définit comme « le pouvoir de s’élever, dans
l’indifférence à la mort, au-dessus des lois qui assurent le maintien de la vie19 ». La servilité, par contre, se
définit comme la sujétion à l’intérêt et à l’utile, ou, pour maintenir les termes de la comparaison, comme la
soumission aux lois qui assurent le maintien de la vie. Et la liberté que l’esclave obtient au terme de la
dialectique hégélienne ne représente selon Bataille que « la volonté autonome de la servitude20 ».

15La liberté souveraine ne peut dès s’affirmer que dans le refus de l’utile, en étant ce que l’auteur nomme une
« négativité sans emploi », fondée sur une pratique de la dépense improductive, de la consumation ou du
potlatch, qui se veut avant tout entreprise destructive visant à échapper à toute logique de production. Pour
Bataille, « faire œuvre littéraire ne peut être [...] qu’une opération souveraine ». La littérature, dès lors, est
« poétique ou elle n’est rien (n’est que la quête d’accords particuliers, ou l’enseignement de vérités subalternes
que Sartre désigne en parlant de prose)21 ». Dans le système construit par Bataille, la prose correspond
nécessairement à la conscience de l’esclave, elle est asservie à l’utile et aux « prestiges de la réussite » (ce qui
conforte la relation établie par Sartre entre poésie et échec) et ne peut donc correspondre qu’à une opération
d’obtention d’autonomie, situé très en deçà de la liberté souveraine que vise l’œuvre littéraire : « Faire œuvre
littéraire est tourner le dos à la servilité [de la prose], comme à toute diminution concevable, c’est parler le
langage souverain [donc poétique] qui, venant de la part souveraine de l’homme, s’adresse à l’humanité
souveraine.22 »

8
16Enfin, opposer littérature comme exercice d’une liberté souveraine ou comme instrument de libération et
d’affranchissement de la servitude renvoie en dernière instance à la question morale. Pour Bataille, on l’a dit,
la souveraineté ne se révèle que dans le renversement et dans la confrontation avec le Mal. Elle requiert même,
pour s’accomplir totalement, que l’infraction sacrilège soit reconnue et sanctionnée, parce que « le Mal n’est
jamais plus sûrement le Mal que puni23 ». En ce sens, la littérature, conçue comme exercice de souveraineté,
ne reçoit sa valeur morale et sociale que dans et par la transgression. À cette position qu’il observe chez
Baudelaire, Sartre ne cesse d’objecter que « Faire le mal pour le mal, c’est très exactement faire tout exprès le
contraire de ce que l’on continue d’affirmer comme le Bien. C’est vouloir ce qu’on ne veut pas — puisqu’on
continue d’abhorrer les puissances mauvaises — et ne pas vouloir ce que l’on veut — puisque le Bien se définit
toujours comme l’objet et la fin de la volonté profonde.24 » En d’autres termes, Sartre souligne l’aporie d’une
expérience esthétique et morale qui constitue, de Baudelaire à Bataille, le principe même de la modernité
littéraire : comment valider une expérience de la transgression qui ne peut viser autre chose que l’échec pour
être reconnue comme transgressive ? Ou comment admettre une forme d’engagement de la littérature qui
apparaisse, au bout du compte, comme acquiescement négatif à l’ordre du monde25 ? C’est précisément pour
briser ce qu’il perçoit comme la logique de négation sans fin de la Modernité que Sartre s’emploie à définir
l’engagement comme l’affirmation positive d’un Bien collectif, que la littérature aurait pour fonction de
dévoiler au lecteur par l’exercice de la rationalité critique et l’usage transitif du langage.

17À ce stade, il apparaît clairement que les positions de Sartre et de Bataille sont inconciliables. Opposées
termes à termes, se radicalisant l’une au contact de l’autre, elles incarnent deux possibles extrêmes en matière
de conception de la littérature. Mais elles ont aussi le mérite de faire voir ce qui sépare l’engagement littéraire,
au sens sartrien, de la morale de la littérature, telle que la Modernité l’a entendue. Entre Sartre et Bataille passe
en effet une ligne de démarcation qui, en dernière analyse, touche au question du sacré et de la croyance.
Pour Bataille, la littérature authentique participe intégralement du sacré, le Bataille de l’après- guerre (en cela
en retrait par rapport à ses positions de l’époque du Collège de sociologie) considérant même que dans des
sociétés profondément laïcisées, la littérature est l’un des derniers lieux où cette épreuve du sacré soit encore
possible. C’est à cette condition que l’expérience esthétique de la modernité peut être validée et ses apories
subsumées dans un processus d’adhésion qui relève de l’acte de foi et de l’ascèse mystique. Ce faisant aussi,
Bataille donne clairement à voir que la sacralité littéraire dans laquelle s’est développée la Modernité
s’apparente à une théologie négative : comme toutes les mystiques, celle de la littérature ne définit son objet
que par l’absence et les négations successives et répétées.

18À l’inverse, l’apport le plus fort de la théorie sartrienne de l’engagement est peut-être d’avoir tenté
d’éprouver jusqu’au bout ce que pouvait être une définition profane ou laïque de la littérature, c’est-à-dire
dégagée de tout processus de croyance préalable. (Pour Sartre, toute l’aventure de la littérature moderne, et
singulièrement de la poésie de Baudelaire à Mallarmé, commence avec la mort de Dieu et avec le ressentiment
que l’écrivain en concevra puisqu’il se trouve désormais privé de la caution qui garantissait le pouvoir
démiurgique du Verbe.) Cet athéisme littéraire de Sartre est la condition même de l’engagement, dont l’un des
versants les plus productifs (mais rarement perçu) réside dans l’incessant travail critique qu’il opère sur les
mythes littéraires et le dispositif de croyance qui les soutient. L’envers de cette démarche, que l’on a pu
percevoir comme sacrilège — Sartre « fossoyeur de la littérature » — là où elle prétendait précisément
s’extraire de ces catégories, est néanmoins que, dégagée du système fidéiste qui garantissait la singularité et
l’unicité de l’expérience moderne, la littérature se trouve renvoyée au statut profane d’une pratique sociale
parmi d’autres possibles, et qu’elle n’est plus, dès lors, libre de son devenir, qui se confond désormais avec
les luttes politiques dans lesquelles elle est engagée et où elle joue son existence.

19En cela, les exemples extrêmes de Bataille et de Sartre permettent de mesurer non seulement combien, au
cours des débats sur l’engagement, s’est posée la question de l’héritage de la Modernité, expérience à la fois
indépassable et inutilisable. Mais surtout, s’agissant de définir les « pouvoirs » de la littérature, c’est- à-dire
ce que l’on entend aujourd’hui par engagement, la confrontation des deux auteurs souligne à quel point il est
difficile d’envisager la question sans chercher à penser aussi la littérature comme phénomène de croyance.
NOTAS

1 La notion d’engagement trouve ses premières formulations explicites au cours des années 1930 : à la fois dans le sillage
du personnalisme chrétien de la revue Esprit, où elle fut introduite vers 1936 par Paul-Louis Landsberg et où elle donna
naissance à une rubrique récurrente intitulée « La pensée engagée » ; ensuite, chez les écrivains du Front populaire, dans le
contexte de la lutte antifasciste, notamment lors l’intervention de Jean-Guéhenno au Congrès pour la défense de la culture
de Paris, le 21 juin 1935 (voir Sandra Teroni, dir., Per la difesa della cultura, Scrittori a Pariggi nel 1935 , Roma, Carocci,
2002).

9
2 On pourra prendre comme repères de l’évolution de Barthes face à l’engagement sartrien les textes suivants : Le Degré
zéro de l’écriture (1953), « La réponse de Kafka » (1960) et « La littérature aujourd’hui » (1961), tous deux repris
dans Essais critiques (1964).

3 Sur cette rupture du littéraire et du politique, on rappellera la phrase fameuse de Baudelaire dans la lettre du 5 mars 1852
à Ancelle : « le 2 DÉCEMBRE m’a physiquement dépolitiqué ».

4 Jürgen Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, t. 2, Paris, Fayard, « L’espace du politique », 1987 ; Le Discours
philosophique de la modernité, Paris, Gallimard, « Bibliothèque philosophique », 1988. Theodor Adorno, Théorie esthétique,
Paris, Klincksieck, « Esthétique », 1982 ; Minima Moralia. Réflexions sur la vie mutilée . Paris, Payot, « Critique de la politique
», 1983.

5 Yvan Leclerc, Crimes écrits. La littérature en procès au xix

e siècle, Paris, Plon, 1991.

6 Jean-Paul Sartre, Qu’est-ce que la littérature ? [1948], Paris, Gallimard, « Folio essais », 1985, p. 140.

7 Ibidem, p. 294.

8 Voir à ce sujet Benoît Denis, « Les écrivains engagés et le réalisme socialiste », dans Paul Aron, Frédérique Matonti et
Gisèle Sapiro, dir., Le Réalisme socialiste en France, Sociétés et représentations , n° 15, CREDHESS, 2003, pp. 247-260.

9 « Je tiens Flaubert et les Goncourt pour responsables de la répression qui suivit la Commune parce qu’ils n’ont pas écrit
une ligne pour l’empêcher. » (« Présentation des Temps Modernes », Situations, II, Paris, Gallimard, 1948, p. 13)

10 Francis Marmande

, « Sartre et Bataille : le pas de deux », dans Claude Burgelin, dir., Lectures de Sartre, Lyon, Presses universitaires de Lyon,
1986, pp. 255-262. Denis Hollier, Les Dépossédés (Bataille, Caillois, Leiris, Malraux, Sartre) , Paris, Minuit, « Critique »,
1993, pp. 37-54. Jean-François Louette, « Existence, dépense : Bataille, Sartre », dans Les Temps Modernes (Georges
Bataille), décembre 1998-janvier-février 1999. Jean-François Louette, « Sartre et Bataille, notes complémentaires », dans
Harumi Ishizaki et Nao Sawada, dir., L’Héritage de Jean-Paul Sartre, Éditions de l’Université Aoyamagakuin, 2001, pp. 165-
172. Lignes (Sartre-Bataille) nouvelle série, n°1, Léo Scheer, mars 2000.

11 Voir Anna Boschetti, Sartre et Les Temps Modernes. Une entreprise intellectuelle , Paris, Minuit, « Le sens commun »,
1985.

12 Le seul véritable débat entre Sartre et Bataille aura lieu à l’occasion la « Discussion sur le péché » organisée par Marcel
Moré le 5 mars 1945. S’il relève exclusivement de la morale, le sujet de cette disputatio touche néanmoins de près aux
finalités attribuées par les deux auteurs à l’entreprise littéraire. On en trouvera une retranscription dans : Georges
Bataille, Œuvres complètes, t. VI, Paris, Gallimard, 1973, pp. 314-359.

13 Jean-Paul Sartre, « Un nouveau mystique », Situations, I, Paris, Gallimard, « Folio essais », 1993, pp. 133-174. Voir aussi
la réponse de Bataille : « Réponse à Jean-Paul Sartre (Défense de « L’Expérience intérieure ») », dans Œuvres complètes, t.
VI, op. cit., pp. 195-202.

14 Pour une analyse des rapports de Sartre à la poésie, voir : Jean-Yves Debreuille, « De Baudelaire à Ponge : Sartre lecteur
des poètes », dans Claude Burgelin (éd.), Lectures de Sartre, Lyon, Presses Universitaires de Lyon, 1986, pp. 273-281.

15 Georges Bataille

, « Genet », dans La Littérature et le Mal, Paris, Gallimard, « Idées », 1967, p. 236.

16 Ibidem, p. 238.

17 Ibid., p. 236.

18 Ibid., p. 236.

19 Ibid, p. 212.

20 Ibid., p. 228.

21 Ibid, p. 239.

22 Ibid., p. 225.

23 Ibid., p. 207.

24 Jean-Paul Sartre, Baudelaire [1947], Paris, Gallimard, « Folio essais », 1988, p. 67.

25 C’est sur ce point que Sartre oppose, dans le Baudelaire, la révolte et la révolution : « Le révolutionnaire veut changer le
monde, il le dépasse vers l’avenir, vers un ordre de valeurs qu’il invente ; le révolté a soin de maintenir intacts les abus dont
il souffre pour pouvoir se révolter contre eux. » (Ibidem, p. 50).

10
Épilogue
Philippe Forest

p. 409-412

1De l’engagement littéraire, la définition suivante nous est donnée : il est ce « geste par lequel un sujet promet
et se risque dans cette promesse ». Commentant Dante et Levi, insistant sur le « je me mis » de l’Ulysse
héroïque qu’ont à plusieurs siècles de distance rêvé les deux écrivains italiens, Emmanuel Bouju a donné sens
à une telle promesse qui est aussi mission.

2Qu’est-ce qu’une promesse ? Disons : une parole qui se lie à elle-même selon une sorte de mouvement
projectif où cette parole se convoque au-devant d’elle- même et s’invente par ce geste. Une telle promesse,
je la conçois et l’exprime depuis quelques années comme « reprise », au sens où Kierkegaard définit lui-même
la reprise comme un « souvenir en avant » et j’ajoute pour ma part que par cette reprise, répondant à l’appel
que le réel lui adresse, le sujet s’en revient vers le récit de sa vie.

3Mais la même idée est traduisible dans le système de beaucoup d’autres langues. A tort ou à raison, j’entends
quelque chose de similaire dans l’idée de « fidélité » telle que l’utilise le philosophe Alain Badiou dans sa
réflexion sur l’éthique. Fidélité à quoi ? Non pas à soi-même mais à l’événement envisagé comme ce
« supplément » par rapport à quoi surgit le sujet et se constitue une vérité. En conséquence et selon la belle
formule de Badiou, l’éthique doit être pensée comme « la fidélité à une fidélité ». Il s’agit sans doute et comme
le posait Lacan de « ne pas céder sur son désir » mais plus précisément encore : de rester fidèle à une parole
qui, elle-même, soit fidèle à l’événement qui l’a suscitée.

4Sur ce principe de fidélité repose le devoir d’engagement. Mais ce principe demande à être entendu à la fois
au sens éthique (lorsque l’on parle de la fidélité à une promesse faite) et au sens esthétique (quand on traite
cette fois de la fidélité d’une représentation à la réalité qu’elle figure). Car l’engagement littéraire manifeste
précisément l’indissociabilité de ces deux exigences. L’essentiel est de ne pas céder sur la question du
réalisme, de ne pas renoncer à cette exigence mais de l’appréhender dans toute sa complexité et sa profondeur
logiques. Il s’agit en effet pour l’écrivain de se vouloir éthiquement fidèle à un projet esthétique : le réalisme
donc, si l’on veut et en tant qu’il oppose un refus net à toutes les formes de dénégation du réel qui prospèrent
aujourd’hui (formalisme, post-modernisme, poétique du virtuel et du simulacre, etc.). Mais pour l’écrivain il
s’agit aussi de se vouloir esthétiquement fidèle à une éthique de l’événement, de l’expérience : le réalisme
encore mais entendu comme épreuve de l’impossible réel et refus également marqué de toutes ces formes de
dénégation d’un tel réel qui, sous couvert d’un vague et très faible néo-naturalisme, prétendent ignorer le
caractère iréduc- tiblement aporétique de la représentation romanesque.

5L’aporie dont je parle tient à ce défaut, cette béance, cette lacune (que désigne la catégorie du « réel »), ce
trou ouvert au sein de cette surface (que par commodité nous nommons « réalité ») où se constitue une image
sur l’écran-miroir de la représentation. Il y va de la vérité, entendue classiquement comme concordance d’une
proposition, d’une représentation avec la réalité. Mais si cette dernière inclut en elle ce point de « réel » qui
est l’« impossible » même, c’est en manifestant cet impossible que l’œuvre d’art peut seule faire signe vers le
vrai.

6Toute la question est de savoir comment manifester cet impossible ? Car une représentation de l’impossible
n’est pas forcément une représentation impossible. A l’inverse, c’est par la représentation qu’une voie d’accès
peut être ouverte en direction de l’impossible du réel. C’est pourquoi le paradoxe de l’opération exige qu’on
en passe par le récit (assumant sa fonction figurative) pour se trouver reconduit jusqu’en ce lieu où il s’abîme.
Tel est aujourd’hui comme toujours l’enjeu de l’entreprise esthétique, particulièrement confrontée en ce début
de siècle, après l’épuisement de la grande aventure moderne, à ces deux formes de conjuration (dénégation
et escamotage) du réel que sont l’illusionnisme néo-naturaliste et l’illusionnisme néo-formaliste.

7Seule la conscience du rapport aporétique de la littérature au réel en tant que ce rapport exige et invalide à
la fois la représentation romanesque permet de sortir de l’alternative dans laquelle se trouve généralement
enfermé le débat sur l’engagement. Comme on le sait, deux positions s’affrontent.

8D’un côté, sur un mode négatif, une vision intransitive de la littérature selon laquelle la littérature ne dit rien
sinon elle-même et telle est la forme exclusive de son engagement avec le monde, dans le monde, un
engagement pour rien. Du surréalisme au structuralisme en passant par le Nouveau Roman et en conduisant
jusqu’à aujourd’hui, telle est — si on la perçoit superficiellement — la position des avant-gardes et de ceux
qui en furent les héritiers : depuis André Breton condamnant la misère de la poésie, Alain Robbe-Grillet posant

11
que le seul engagement possible pour un écrivain est la littérature et même, plus près de nous, chez Philippe
Sollers mettant en avant dans les années 80 et 90 les notions d’« exception », de « goût » ou bien chez Milan
Kundera avec sa thèse devenue célèbre sur le roman comme « suspension du jugement moral ».

9Et d’un autre côté, sur un mode cette fois positif, une vision symétriquement transitive de la littérature qui
pose que la littérature dit quelque chose et que c’est ce quelque chose qui définit son engagement mais un
engagement qui désormais ne se distingue plus de celui du discours philosophique, scientifique, religieux
voire idéologique. Une autre attitude se dégage alors qu’incarne exemplairement et héroïquement la figure de
Jean-Paul Sartre et dont on doit remarquer que, passé le discrédit dont elle a souffert au temps des avant-
gardes et de leur magistère, elle informe de nouveau et très largement une littérature d’inspiration
néonaturaliste qui, dépourvue de toute vraie dimension critique et politique, se contente d’aborder dans la
langue facile et plaisante d’une narration usée les problèmes de société dont la liste — identique à celle dont
traitent les talk-shows télévisés — lui est dictée par le fonctionnement actuel du spectaculaire.

10Bien entendu, je ne mets en place une opposition aussi schématique qu’afin de dégager la possibilité d’une
tierce position dont toute vraie littérature se réclame et qui donne son sens plein à l’idée d’engagement. Cette
position consiste d’abord à reconnaître qu’il existe un efficace propre de la littérature qui tient à son rapport
spécifique à l’impossible : cette expérience propre du « réel » fait du texte un lieu d’impouvoir, de non-savoir
— comme l’a magnifiquement exprimé Roland Barthes dans sa Leçon. Mais il y a un pas de plus à faire afin de
ne pas rabattre une telle conception du côté de ses interprétations les plus platement esthétisantes. Ce pas
supplémentaire conduit à comprendre que l’efficace propre du texte se trouve nécessairement solidaire
d’autres formes d’efficaces qui, elles, agissent en dehors du lieu strict de la littérature et se trouvent dotées
d’une dimension politique et morale : parce qu’il est seul à pouvoir désigner ce point d’impossible d’où
procède et où défaille toute signification, le texte rappelle le sujet à ce « réel » que tous les autres discours de
vérité entreprennent d’oblitérer ou de suturer, leur interdisant de se refermer sur une représentation
falsificatrice de la condition humaine, maintenant en eux cette faille nécessaire à l’expérience d’une certaine
liberté s’exerçant par le geste de l’écriture mais également dans l’espace indéfiniment ouvert et divers du
monde.

11De cette conviction se déduit une certaine conception de l’engagement littéraire. Lisant, écrivant, le désir se
renouvelle sans fin de rester fidèle à cette fidélité même qui lie chacun à l’événement vrai de sa vie, dans la
considération continue de ce creux qu’ouvre dans le tissu du sens cette expérience du réel comme impossible,
expérience qui est la condition de tout exercice concret par le sujet de sa liberté souveraine.

Responsabilités de la forme
Voies et détours de l’engagement littéraire contemporain
Alexandre Gefen

p. 75-84

1Avec son autonomie, la représentation littéraire a acquis au cours du XIX siècle les pouvoirs éthiques autrefois
e

confiés à la rhétorique. Désormais pensées en terme de vérité référentielle, narration et description se voient
investies de fonctions appartenant traditionnellement au discours : désigner, dénoncer, décrire, sont des actes
d’engagement d’un nouveau venu : l’écrivain. Si l’histoire et la politique n’appartiennent plus à l’ordre du
littéraire, toute représentation du réel, voile ou déchirure du voile, devient à cet égard possiblement engagée.
Mais le discours du roman est un discours plus complexe que les narrations exemplaires que l’ancienne
rhétorique avait pour habitude de produire ou que ce que le réalisme et son rêve d’universel reportage voudrait
affirmer : la difficulté à maîtriser le sens des représentations s’ajoute à la complexité et à la fragilité
épistémologique des savoirs produits par la fiction et à la tension entre la nécessité de produire des croyances
et la suspension de l’incrédulité inévitable dans notre lecture moderne de la fiction. La mimèsis, si elle doit
être une éthique interne à la littérature et proposer non un discours gnomique ou polémique, mais plutôt une
morale du récit, est de fait bien autre chose qu’une fluide et transparente mise à jour : empoignade ou jeu
avec le lecteur sur le terrain du réel, elle ne se résout que rarement à cet immédiat « mode d’action par
dévoilement » réclamé par Sartre, où « la parole est action1 ». C’est cette complexité des stratégies modernes
d’engagement de l’écriture dans le récit contemporain, que je voudrais pointer.

12
Engagement et esthétique
2La description en des termes communicationnels simples de l’engagement littéraire — comme la recherche
d’un effet politique (au sens le plus large) sur le lecteur, performation textuelle enclenchée et garantie par
l’implication idéologique, plus ou moins contractualisée, de l’auteur — ne permet en effet en rien de présumer
des stratégies esthétiques nécessaires à la mise en place et à l’efficacité de la relation pragmatique engagée
par la littérature. Autrement dit : l’engagement littéraire recouvre à la fois des extensions fort dissemblables
de l’espace du politique et du degré d’implication nécessaire de l’écrivain (est-il vraiment similaire « [de] sortir
sur la place, [de] prendre ouvertement parti, [de] tenter de peser sur l’événement », selon une tripartition
proposée par M. Winock ? et dans quel mesure les contextes historiques ne conditionnent-ils pas a posteriori
l’évaluation de l’engagement de l’écrivain2 ?) comme des possibles esthétiques innombrables et parfois
contradictoires. Si les immenses variations des rapports entre littérature et politique ont fait l’objet de maints
travaux, c’est sur la seconde hétérogénéité, celle des moyens stylistiques et génériques, que j’insisterai tout
d’abord. Une fois posée la distinction énonciative fondamentale opposant l’option discursive (pamphlet,
libelle, manifeste, etc., selon la liste variée établie par M. Angenot3) aux paris sur les pouvoirs du récit de
fiction (conte, roman à thèse, etc.) qui offre non des assertions directes mais des représentations, il convient
en effet de souligner à quel point les formes narratives d’engagement littéraire manifestent elles-mêmes des
stratégies diachroniquement et synchroniquement distinctes : usage d’une rhétorique de l’exemplarité
démarquée de la narratio judiciaire (exemplum ou contre-exemplum), recours à des dispositifs immersifs
(réalismes et naturalismes), proposition de récits ouverts (ironie célinienne, simultanéisme sartrien, etc.4).
Narrateur accompagnant ou narrateur en retrait, personnages formant surface de projection ou corps
étrangers qui influencent par leur altérité même, pari sur une émotion préattentionnelle ou une démonstration
intellectuelle, conditionnement habile ou émancipation encadrée du lecteur : les formes d’influences de
l’auteur engagé dessinent une gamme de dispositifs d’implication et d’action extrêmement variée.

3L’idée que je voudrais ici défendre, c’est d’abord celle du déplacement des interrogations thématiques vers
des questions formelles et de la diversification des stratégies littéraires d’engagement dans la seconde moitié
du XX siècle, où l’intensité des combats où se trouve requis l’écrivain a pour égal le degré de prise de
e

conscience critique de la rhétorique et des formes romanesques traditionnelles. Cette tension entre la pureté
des missions et l’impureté des moyens devient centraie après guerre, notamment dans les réflexions de R.
Barthes dans le Degré zéro de l’écriture sur la manière dont la littérature moderniste se doit de dépasser
l’illusion bourgeoise d’un langage naturel. La manière dont l’écriture se désigne alors comme son propre
adversaire relègue au second plan le combat omniprésent depuis la fin du XIX siècle entre littérature d’idées
e

et art pour l’art, opposition qui perd de sa pertinence lorsque l’on rejette simultanément la possibilité d’un
acte gratuit et le caractère transparent du langage, entraînant la littérature engagée à une quête de
renouvellement de ses tactiques formelles5.

La condition déchirée de l’écrivain


4Un premier moment de tension théorique et de renouvellement technique est clairement constitué par les
contradictions sartriennes. Ce nœud historique a été analysé notamment par S. Suleiman, qui a par exemple
démontré avec finesse que L’Enfance d’un chef constituait « une parodie/critique du roman à thèse6 » : chez
Sartre, l’accroissement des devoirs de l’écrivain ne saurait être séparé de l’élargissement des responsabilités
de la lecture, l’emprise du combat politique réclamant non seulement la mise en crise délibérée des
mécanismes de projection exemplifiants du roman traditionnel, mais aussi la construction d’un espace de
dégagement, de distanciation, permettant l’exercice de la liberté du lecteur à l’intérieur même du texte. Mais
je voudrais ici insister sur des renouvellements postérieurs de la littérature engagée, ceux qui commencent
avec la fin des années 60, début d’une ère hyper-critique où toute parole est perçue comme potentiellement
logocentrique, phonocentrique et phallocentrique et où la dénonciation de la rhétorique du récit fait l’objet
d’un vaste consensus — qu’il s’agisse comme le new-criticism de rejeter l’illusion génétique (genetic fallacy),
expliquant l’œuvre par des causes externes, l’illusion intentionnelle (intentional fallacy), la référant à son
auteur, et l’illusion affective (affective fallacy), ou de s’en prendre comme la critique française à l’autorité de
la mimesis comme représentation adéquate du réel, puis à l’autorité des signes et des structures
linguistiques7.

5Cette ère historique sans innocence, profondément marquée par la nouvelle crise de l’humanisme littéraire
européen qui a suivi la seconde guerre mondiale, me semble posséder ainsi une autre caractéristique forte :
elle impose à l’écrivain d’assumer les dangers internes de la parole littéraire, perçue depuis comme

13
préengagée par son usage du véhicule linguistique et des normes formelles instituées, et fait de son
engagement une « condition déchirée », selon l’expression de R. Barthes8. En lui interdisant de faire d’un
thème ou une technique le vecteur transparent d’une prise de position ponctuelle sans engager l’acte même
d’écrire et l’idée même de Littérature, l’engagement moderne expose alors l’écrivain à la tentation du silence
et du retrait, conçu non comme le célibat glorieux de l’Artiste, mais plutôt comme une sorte de procédure
d’engagement de la littérature par sa mise en procès (« chaque écrivain qui naît ouvre en lui le procès de la
Littérature », affirmait après M. Blanchot R. Barthes9), et de son éventuelle condamnation au silence. Rendus
plus responsables mais dotés d’un outil considéré comme dangereux, les auteurs contemporains ont dû ainsi
reconstituer chacun des maillons de la chaîne communicationnelle que vise à déployer la littérature engagée,
au moment même où l’objet même de l’engagement littéraire se modifiait avec le reflux des affrontements
politiques binaires. De la complexification des postures idéologiques et de l’émergence de nouvelles questions
appelant engagement de l’écrivain à partir des années 1980, je retiendrais essentiellement une double
tendance : le passage d’une saisie collective à des exigences individuelles ou locales, et le déplacement de
programmes politiques prospectifs à des questionnement rétrospectifs. Témoigner des exterminations et
donner voix aux anéantissements, rattraper les destins obscurs perdus dans le cheminement de l’histoire ou
l’étourdissement de la société contemporaine, accepter la radicalité culturelle d’autrui, renouer les fils de la
filiation et de mémoires dispersées, trouver la force de dire la maladie et offrir par la littérature une forme de
survie postortem : tels sont les nouveaux engagements et les nouvelles utopies de la littérature reformulés
aussi bien par les écrivains de la mémoire (le Modiano de Dora Bruder), que ceux de la filiation (P. Michon ou
J. Rouaud), ou les néo-réalistes du social (F. Bon), de la maladie (H. Guibert) ou de la condition féminine (A.
Ernaux, N. Bouraoui)10. Au lieu de nous promettre un futur, l’engagement de l’écrivain vise désormais à fixer
le passé en corrigeant l’oubli par la mémoire littéraire, faisant de la vérité présente du passé la condition sine
qua non de la proposition d’une histoire. Et alors qu’il avait fait de son engagement le projet d’un peuple,
d’une classe ou d’une nation, à l’écrivain de s’engager d’abord dans un travail d’authentification et de garantie
d’identités individuelles concrètes en recentrant son combat autour de questions métaphysiques propres à la
condition humaine mais que l’ère du tout politique avait reléguées au second plan.

6Passage d’un engagement du dire à un engagement de la forme selon le programme donné par Barthes 11 et
conversion éthique des engagements politiques (lorsque « les récits littéraires, écrit B. Blanckeman, s’essaient
à établir un seuil de responsabilité humaine, dans une éthique esquissée du malaise (Echenoz), de la douleur
(Guibert), de la mélancolie (Quignard)12 ») conduisent ainsi à des stratégies littéraires qui ont pour point
commun d’impliquer une refonte et un engagement de la littérature en tant que telle (d’où le fait de parler
d’un « engagement littéraire » et non d’une « littérature engagée »), c’est-à-dire en tant que projet et moyen,
dont la vérité engage celle des œuvres particulières. Mentionnons-en quelques formulations : le recours au
témoignage, permettant de réassurer l’imputabilité du narrateur dans son discours ; l’usage d’un récit
documentaire destiné à regarantir les realia du récit, parfois par l’emprunt au genre biographique ou
autobiographique — conçu comme une forme de déflation du roman, parfois par l’hypostase du roman dans
une narration corporelle hyperréaliste ; la création de dispositifs d’implication du lecteur dans des structures
ouvertes destinés à réengager celui-ci dans la communication fictionnelle. Autrement dit, il s’agit de réassurer
les trois niveaux de construction de la valeur, selon une distinction faite par V. Jouve13 : le « niveau discursif »,
celui de l’auteur, en donnant à voir, malgré le désengagement illocutoire propre à toute parole de fiction, un
énonciateur incarné et immédiatement assignable et réassuré par l’immanence de la présence
autobiographique d’un auteur à l’ethos explicite ; le « niveau narratif » où le choix de personnages mineurs et
de détails inexemplaires tend à contrarier la remontée inductive de la réalité brute vers l’exemplaire ; le
« niveau programmatique » où ce que V. Jouve appelle « la captation du lecteur » et la fabrication de valeurs
épistémiques sur les mondes et les personnages dévoilés est délibérément contrarié par l’écrivain, qui donne
à voir des vérités indécidables.

S’engager pour autrui


7C’est dans le recours à une forme littérarisée du genre biographique que je trouverais des exemples des
dispositifs paradoxaux par lesquels l’engagement littéraire parvient à se réassurer et à changer d’objet. Autant
qu’une représentation délibérément brutale des réalités biologiques, la nécessité de dévoiler « l’intraitable
réalité » du réel passe en effet dans les années 1980 par un récit biographique conçu comme une sorte de
« sous-fiction » documentaire. C’était toute une vie réunit ainsi les notes « au plus près du réel » de F. Bon sur
la « trajectoire de vie » d’une jeune droguée, mère de trois enfants, rencontrée quelques jours avant sa mort
lors d’un atelier d’écriture. Le récit prévient certes dans un étrange préambule que « ce livre est une fiction,

14
les propos prêtés aux personnages, ces personnages eux-mêmes, et les lieux où on les décrit sont en partie
réels, en partie imaginaires » en sorte qu’ils ne sauraient être « exactement ramenés à des événements ou à
des personnes existant ou ayant existé14 ». Mais cette formule, à ranger aux côtés de la violence
défictionalisante employée par F. Bon pour peindre le martyre de la jeune droguée, semble purement juridique
en regard de la réalité qui a constitué le motif de l’œuvre : « ce qui force à écrire, c’est que les mots qu’on a
reçus n’auront peut-être pas d’autre mémoire, et qu’ils vous hantent : un dépôt trop lourd. De ces visages
qu’on a connus, l’un a disparu. [...] Et c’est à la fiction d’en organiser les images, au nom de cette mémoire15 ».
Une telle revendication esthéticothique sera au demeurant confirmée par la pièce de théâtre tirée du
roman, Vie de Myriam C., qui veut en proposer une sorte de tragédie sans fiction : « [La vie de Myriam]
emprunte les formes, la gravité et la rigueur d’une tragédie, parce qu’il n’y a rien a ajouter à ce qui est. Les
mots devraient seulement rejoindre cette gravité, mesurer le poids de la ville sur les destins 16 », écrit F. Bon,
dont on sait que l’entreprise d’animation d’ateliers d’écriture a constitué un pont entre ce que les sociologues
ou les psychanalystes nomment « les histoires de vies17 » et la Littérature.

Devoirs de mémoire
8Si P. Modiano semble aux antipodes de l’acception traditionnelle de la littérature engagée, un exemple non
moins remarquable de cette « biographie du réel » est fourni par ce texte inclassable qu’est Dora Bruder, qui
illustre non le devoir de témoignage sur le présent, mais cette nouvelle forme d’engagement qu’est pour
l’écrivain l’enquête rédemptrice sur le passé et l’exhumation des oubliés de l’histoire. Documentaire littéraire,
sans sous-titre générique ni pacte de lecture permettant d’identifier son statut (le narrateur évitant d’interdire
l’hypothèse d’une lecture fictionnelle puisqu’il ne se nomme pas P. Modiano et n’atteste par aucun document
que ce soit l’existence d’une « vraie » Dora Bruder, tout en adoptant le style et la méthode d’un historien
amateur), le récit en effet, croise en un même texte l’inventaire chronologique (le terme de récit serait sans
doute inadéquat tant le narrateur évite tout recours aux formes de la causalité) des éléments que le narrateur
a pu réunir sur la vie d’une jeune déportée (dont le nom a été relevé dans une liste, un peu à la manière dont
A. Corbin a choisi Louis-François Pinagot) et le récit de l’enquête elle-même. Préservant par d’infinies
prudences rhétoriques (modalisation, réticence, épanorthose) la réalité des témoignages et des archives, le
roman de P. Modiano accumule les aveux d’ignorances, les « je ne sais pas », faisant résonner comme une
tragédie les lacunes documentaires (« Et cette précision typographique [P. Modiano vient d’énumérer les
domiciles des parents de Dora] contraste avec ce qu’on ignorera pour toujours de leur vie — ce blanc, ce bloc
d’inconnu et de silence18 »). Il établit ainsi la liste des déportés anonymes avec une sécheresse nominaliste
que l’on retrouverait dans les récits de Ch. Delbo19 : « Enfant sans identité n° 122. Enfant sans identité n° 146.
Petite fille âgée de trois ans. Prénommée Monique. Sans identité20 ». Renonçant à toute interpolation
romanesque (c’est à peine s’il suggère la motivation du renoncement de Dora, qui n’a pas quitté Drancy pour
ne pas être séparée de son père alors même qu’elle venait d’en être libérée) et à toute évocation pathétique,
le narrateur laisse son personnage partir pour l’horreur avec une effroyable sobriété, qui émeut par
euphémisme : « Tous les deux, le père et la fille, quittèrent Drancy le 18 septembre, avec mille autres hommes
et femmes, dans un convoi pour Auschwitz21 ».

9Survenant avec pudeur (P. Modiano ne s’autorise que des analogies prudentes et indirectes avec cette enfant
déportée qu’il a failli être lui-même, et qu’il se permet simplement de nommer par son prénom), juxtaposés
aux renseignements glanés sur la vie de Dora, les sentiments et le monde du narrateur n’interviennent ni
comme preuve, ni comme spectacle. Ainsi la ville de Paris, familière et quotidienne, fait scène à l’absence et
en porte néanmoins témoignage :

Le samedi 19 septembre, le lendemain du départ de Dora et de son père, les autorités d’occupation imposèrent
un couvre-feu en représailles à un attentat qui avait été commis au cinéma Rex. [...] La ville était déserte,
comme pour marquer l’absence de Dora. Depuis, le Paris où j’ai tenté de retrouver sa trace est demeuré aussi
désert et silencieux que ce jour-là. Je marche à travers des rues vides [...] Je ne peux pas m’empêcher de
penser à elle et de sentir un écho de sa présence dans certains quartiers22.

10Mélancolie urbaine du narrateur et de la tragédie historique, retour à une enfance « sans identité » et quête
d’une simplicité perdue du verbe se rejoignent. À la faveur d’un parallèle, évident pour tout lecteur de l’œuvre
explicitement autobiographique de P. Modiano, entre l’enfance de l’auteur de La Place de l’étoile et celle de
Dora, le récit fait de celle-ci une identité possible de l’écrivain (identité à la fois plus tragique et plus pure)
dont le propre père a échappé à Drancy grâce à de troubles compromissions23 ; la logique métaphorique
engagée par le premier « comme », le saut chronologique troublant qu’est ce « depuis » qui recouvre l’espace
d’un demi-siècle, restaurent la continuité mémorielle du désastre.

15
11L’acception que donne P. Modiano de la « résurrection » littéraire est certes minimale, mais elle se différencie
du simple comput documentaire par sa manière de laisser ouverte la quête de vérité et d’en rendre le narrateur
et le lecteur coresponsables. Débuté par la petite annonce publiée en 1941 dans Paris-Soir par laquelle les
parents de Dora se lancent à sa recherche, le récit se veut une sorte d’appel à témoignage. « En écrivant ce
livre, je lance des appels, comme des signaux de phare dont je doute malheureusement qu’ils puissent éclairer
la nuit. Mais j’espère toujours24 ». Le narrateur qui n’a qu’une vague tristesse et une langue appauvrie à offrir
en échange, tente par le geste désespéré des dernières lignes du roman de renverser la misère en valeur et de
constituer par sa négativité même une identité :

J’ignorerai toujours à quoi elle passait ses journées [...] au cours des quelques semaines de printemps où elle
s’est échappée à nouveau. C’est là son secret. Un pauvre et précieux secret que les bourreaux, les
ordonnances, le Dépôt, les casernes, les camps, l’Histoire, le temps — tout ce qui vous souille et vous détruit
— n’auront pas pu lui voler25.

12Les deux vies réalistes de P. Modiano et F. Bon qui se refusent à devenir roman exigent non seulement du
lecteur un effort d’organisation mais aussi un travail de comblement informatif et herméneutique : elles lui
imposent d’accepter aussi bien un roman du manque qu’un manque de littérature. Elles le confrontent à un
écrivain solitaire et endeuillé, à des personnages éloignés dans une irrattrapable distance, à un récit qui n’offre
en partage que le monde corporel ou quotidien, à une esthétique qui n’offre que la banalité du connu ou la
viduité des détails26 et demandent au lecteur de prendre la responsabilité non d’une idée mais d’un être. À
cette fin, elles infléchissent inéluctablement l’écriture en direction de ce qui serait une esthétique
documentaire, un art pauvre, ou, encore, selon un expression employée par Cl. Lanzmann pour caractériser
ses films consacrés à la Shoah, une « fiction du réel27 ». La comparaison me semble s’imposer : en
opposant shoah aux consolations offertes par la fiction et en définissant son projet comme une manière
d’aboli[r] « toute distance entre le présent et le passé », de tout faire « redeven[ir] réel28 », en faisant faire à la
caméra les mouvements mêmes des déportés arrivés à Treblinka, en faisant rejouer à des témoins ou à des
acteurs réels de l’extermination les gestes et les paroles qu’ils avaient eus quarante ans plus tôt, le cinéaste
trace le programme d’un engagement qui n’est plus idéologique ou politique, mais mémoriel et testimonial.

***

13On le voit : d’engagements pour une cause, nous sommes passés à un engagement pour autrui, dans autrui,
pourrait-on dire. Et si le devoir de dévoilement évoqué par Sartre disparu du roman à thèse persiste, c’est
dans des genres inattendus : biographie, témoignage, récits historiques, formes variées de reportage,
jusqu’aux « polars engagés29 » à la D. Daenincks ou J.-P. Manchette. Des écrivains des années 1970 tels que
G. Perec avaient entamé la réconciliation entre l’attention formaliste et l’engagement littéraire, au profit d’une
morale de la forme opposée à la critique dénonçant l’inaptitude du roman moderniste à sortir de lui-même
pour toucher le monde. Dans les « récits » qui n’osent plus s’appeler « romans », la politique de l’identité et
les débats de mémoire qui sont l’objet des préoccupations de la littérature contemporaine engagent la forme
dans la quête d’un « romanesque de la litote30 » qui conjoint la mise en scène souvent autobiographique de
la parole auctoriale à des dispositifs complexes de déflation du romanesque. Si, dans la littérature moderne,
est littérature engagée toute littérature qui proclame le sacrifice à ses pouvoirs au profit d’une idée du monde
(en un retournement évident de la conception rhétorique faisant de l’engagement l’assomption des puissances
discursives du littéraire), loin de conduire au recours à des formes esthétiques frustes comme cela a parfois
été le cas, la responsabilité symbolique et la culpabilité formelle des engagements littéraires contemporains
s’accompagnent ainsi de renouvellements esthétiques majeurs.
NOTAS

1 J.-P. Sartre, Situations II. Qu’est-ce que la littérature, Paris, Gallimard, 1975, p 73.

2 M. Winock, Les Voies de la liberté. Les écrivains engagés au XIX siècle, Paris, Éditions du Seuil, coll. « Points-Essais »,
e

2001, p 14.

3 M. Angenot, La Parole Pamphlétaire. Typologie des discours modernes , Paris, Payot, 1982, passim.

4 Cf. le classement fait par B. Denis (Littérature et engagement de Pascal à Sartre, Paris, Édition du Seuil, coll. « Points-
Essais », 2000, p. 83-88) et celui proposé par S. R. Suleiman, qui oppose roman « à structure d’apprentissage » et « roman à
structure antagonique », lequel peut s’appuyer sur les mécanismes du « mythe », comme sur ceux du réalisme ou du
dialogisme (Le Roman à thèse ou l’autorité fictive, Paris, Presses universitaires de France, coll. « Écriture », 1983, p. 79 et
sq.). Sur l’évolution historique des formes d’engagement de l’auteur dans son récit depuis le modèle constitué par la
narration biblique à autorité qui explicite en permanence ses fins démonstratives, on lira W. Booth, The Rhetoric of fiction,
Chicago-Londres, The University of Chicago Press, 1961.

16
5 Voir B. Denis (Littérature et engagement de Pascal à Sartre, op. cit. , p. 27 et sq.

6 Le Roman à thèse ou l’autorité fictive, op. cit., p. 274.

7 On lira en parallèle la manière dont G. Genette, dans « Vraisemblance et motivation » (Figures II, 1969), met à jour
l’illusion mimétique par laquelle les événements d’un récit, en soi « arbitraires », c’est-à-dire ne trouvant leur justification
que « d’un jugement de fond, psychologique ou autre, extérieur au texte », s’imposent au lecteur comme motivés, et celle
dont, outre-atlantique, W. Booth dénonce dans The Rhetoric of fiction cette forme d’illusion qui nous fait considérer les
événements d’un roman comme disposés par un ordre naturel et présentés par un point de vue évidemment adéquat.

8 « C’est parce que la société n’est pas réconciliée que le langage, nécessaire et nécessairement dirigé, institue pour
l’écrivain une responsabilité déchirée » (Le Degré Zéro de l’écriture, in Œuvres complètes, Paris, Seuil, 1993, t. I, p. 183).

9 Ibid., p. 185.

10 Je m’inspire ici de la typologie des formes de « retour au réel » contemporain mise en place par D. Viart (Le Roman
français au XX e siècle, Paris, Hachette supérieur, coll. « Les fondamentaux », 1999, p. 121-124).

11 « La Forme est la première et la dernière instance de la responsabilité littéraire », écrivait R. Barthes (ibid., p. 183).

12 B. Blanckeman, « Les Récits indécidables », Lille, Presses Universitaires du Septentrion, 2000, p. 240

13 V Jouve, Poétique des valeurs, « La valeurs des valeurs : l’idéologie du texte », Paris, Presses Universitaires de France,
coll. « Écriture », 2001, p. 89 et sq.

14 F. Bon, C’était toute une vie, Paris, Verdier, 1995, p. 6. La formule rituelle alléguant une différence supposée de la fiction
et des faits a fait l’objet d’un beau roman théorique de J.-B. Puech (B. Jordane, Toute ressemblance..., Seyssel, Champ
Vallon, 1995), qui tend à en montrer les paradoxes.

15 Ibid., quatrième de couverture (signée par l’auteur).

16 Id., Vie de Myriam C., mise en scène par Ch. Tordjman, Théâtre de la manufacture, octobre 1998, programme, p. 4.

17 Voir par exemple M. Legrand, L’Approche biographique, Paris, Desclée de Brouwer, 1993 ou G. Pineau et J.-L. Le
Grand, Les Histoires de vies, Paris, PUF, coll. « Que sais-je ? », 1993.

18 P Modiano, Dora Bruder, Paris, Gallimard, 1997, p. 28.

19 Je pense par exemple à l’écriture énumérative du Convoi du 24 janvier (Paris, Minuit, 1978).

20 P Modiano, Dora Bruder, op. cit., p. 145.

21 Ibid., p. 145.

22 Ibid., p. 146.

23 P Modiano en fait le récit dans Livret de famille (Paris, Gallimard, 1977).

24 P Modiano, Dora Bruder, op. cit., p. 43.

25 Ibid., p. 147.

26 M. Sheringham fait de la présence du quotidien un élément déterminant de la déflation du romanesque et de sa


fragmentation en des pratiques génériques transversales (voir « Le Romanesque à l’épreuve du quotidien », actes du
colloque « Le Romanesque », Université Paris IV-Sorbonne, septembre 2000, à paraître). E. Bouju rapproche quant à lui
indétermination statutaire et écriture tumulaire et mémorielle (« Romans et tombeaux : l’insoutenable indétermination du
genre », in M. Dambre et M. Gosselin-Noat (éd.), L’Éclatement des genres au XX siècle, Presses universitaires de la Sorbonne
e

Nouvelle, 2001, p. 319 et suiv.).

27 Cl. Lanzmann, « Le Lieu et la parole », in Au sujet de Shoah, Paris, Belin, 1990, p. 302.

28 Ibid., p. 298.

29 Pour reprendre la formule de D. Viart (Le Roman français au XX siècle, op. cit., p. 123).
e

30 Ibid., p. 190.

17
L’assertion, ou les formes discursives de l’engagement
Marielle Macé

p. 61-74

1Dans une formule célèbre Simone de Beauvoir définissait l’engagement comme « la présence totale de
l’écrivain à l’écriture ». Evoquant Esprit et les Temps modernes, Roland Barthes parlait à son tour, mais en
mauvaise part, d’un « langage professionnel de la présence1 ». Entendu comme modalité du discours
l’engagement suppose en effet une implication (l’écrivain prête sa substance à son écriture), une responsabilité
et un rapport à l’avenir de son discours (il accepte d’être embarqué et contraint par ses déclarations, de les
inscrire dans une durée) ; en cela l’engagement s’oppose au repli ou à l’abstention mais engendre aussi, à la
différence du pamphlet, la constitution d’un espace contractuel de réfutabilité : il oblige au discours, interdit
le silence — c’est ce qu’É. Marty analyse comme la « perversité » du politique, qui interdit qu’on lui échappe
ou qu’on s’en dégage. Ce sont les modalités de cette inscription que je voudrais explorer, chez quelques
essayistes qui s’accommodent différemment de cette nécessité de présence.

2L’engagement n’a constitué une question, comme l’a montré B. Denis, que depuis l’autonomisation du
littéraire, en particulier ajouterai-je depuis l’apparition des valeurs nouvelles d’une prose décrochée de ses
fonctions rhétoriques et imposant ses formes propres d’esthétisation. De là par exemple la méfiance pour le
roman à thèse fondé sur l’esthétique « démodée » d’un acte de communication entre celui qui écrit et celui
qui lit2, démodé parce que la modernité a imposé une représentation agonique des rapports entre séduction
et action, entre exigence de style et portée sur le monde.

3La question se pose particulièrement pour les genres non fictionnels, où l’on n’est pas en situation de
décrochage énonciatif. Si le narrateur d’un roman n’a pas à répondre de ses énoncés en tant que tels
(et comble le besoin de vérité sans avoir besoin de s’en dégager), l’essayiste en revanche y est conduit par la
nature même de son langage — déclaratif, heuristique, transitif ; Barthes plaçait par exemple l’écrivain de
fiction du côté de l’allusion et de l’œuvre (esthétique typiquement moderne de l’indirection) et l’essayiste (en
l’occurrence le critique) du côté de l’assertion et du monde :

 3 Roland Barthes, Sur Racine, Œuvres complètes, édition d’Eric Marty, Paris, Seuil, 1993-1995, I, p. (...)

il faut que le monde réponde assertivement à la question de l’œuvre, qu’il remplisse franchement, avec sa
propre matière, le sens posé ; bref, il faut qu’à la duplicité fatale de l’écrivain, qui interroge sous couvert
d’affirmer, corresponde la duplicité du critique, qui répond sous couvert d’interroger. [...] Et c’est parce que
Racine a honoré parfaitement le principe allusif de l’œuvre littéraire, qu’il nous engage à jouer pleinement
notre rôle assertif3.

4La prise en charge d’une vérité se lit en effet dans le degré d’assertivité du discours, c’est-à-dire dans ses
modalités énonciatives ; il s’agit moins avec l’assertion de susciter l’adhésion que de lever les doutes sur une
implication. La dialectique d’engagement-désengagement peut alors être convertie en une vaste question
d’imputabilité (il faut que le lecteur puisse imputer à l’énonciateur ses paroles, c’est-à-dire les lui attribuer
mais aussi l’en incriminer). L’assertion dit la pacification du rapport de l’énonciateur à son propre discours : il
ne fait qu’un et il fait corps avec l’idée (« ça prend », dirait Barthes). Le théâtre grammatical de la modalité
devient l’arène d’un débat moral, l’impératif éthique se déplaçant vers la responsabilité de l’énonciation, vers
ce qu’avec D. Hollier on pourrait appeler une « politique de la prose ».

5Or l’évolution de l’essai au XX siècle en France, c’est-à-dire son inclusion explicite dans le système des
e

genres littéraires à partir des années 1920, a consisté en un rapprochement avec les formes autonomes du
lyrisme et surtout de la fiction interprété comme un recul par rapport à ce contrat d’assertivité. Plusieurs
approches du genre (Benda chargeant les essayistes nrf, Sartre faisant la leçon à Bataille, Gracq lisant Breton,
Barthes orchestrant son autocommentaire) ont trouvé dans la question de la responsabilité énonciative un
point d’achoppement stylistique, l’essai étant tour à tour accusé ou loué, je cite Benda, de « rompre avec les
mœurs du genre intellectuel » ; ce mouvement de désengagement s’y traduit en choix modaux, de la sous-
assertion à la sur-assertion, d’un repli sceptique où l’essayiste refuse de prendre totalement en charge son
discours et d’en répondre, jusqu’à l’inscription autoritaire de soi qui subordonne, pour reprendre les termes
de M. Angenot dans La Parole pamphlétaire, l’assertion à l’agression.

6C’est cette coïncidence entre le devenir littéraire, emprunt de moyens lyriques et surtout romanesques, et la
question de l’imputabilité du discours qui m’intéressera. Le problème de l’engagement s’y reverse en deux

18
questions morales directement posées à la littérature : celle de la légitimité du style (côté lyrisme) et celle de
la validité de la fiction (côté roman), deux tentations de l’essai moderne, deux façons qu’il a eues de mordre
sur le territoire des genres littéraires en prenant le risque d’y perdre sa puissance d’affirmation — car en effet
l’engagement ne s’approprie sans risque de bascule (ainsi que le montre dans ces mêmes pages J.-B. Mathieu)
que des genres aux frontières de la littérature.

« Des infinis consentis »


7L’un des traits de l’essai moderne est la sous-assertion, échappée « par le bas » ou « par le moins » à ce qui
est perçu comme la violence de l’affirmation, qui s’oppose à ce que l’on décrira plus loin comme une échappée
par le haut, par l’agression, l’indicible ou la transcendance.

8Les marques de la sous-assertion peuvent signifier une prudence dans la construction conceptuelle ; ainsi
de la figure de l’épanorthose (ou correction) qui « permet [...] de dire sans dire, de proférer puis de retirer ce
qu’on profère, mais qui n’en reste pas moins écrit et ayant eu ‘lieu’4 » ; la pensée utilise alors l’espace du texte
pour se déployer sans se fixer ; Merleau-Ponty s’opposerait par exemple ici à Sartre comme la nuance à
l’insistance.

9Mais cette figure de la réticence peut aussi être une forme discursive du désengagement, une traduction du
scepticisme et de la crainte qu’a l’écrivain d’être requis par son discours et de devoir en quelque sorte
comparaître ; ce mouvement a les mêmes effets éthiques que la pratique du fragment, telle que la formule par
exemple Cioran : « Dès que j’entrevois une certitude, mille doutes se profilent à l’horizon, qui la recouvrent et
l’étouffent avant qu’elle ait la possibilité de s’affirmer, de décliner son nom5 ». Le recul par rapport à l’assertion
bloque en effet « la progression vers le dernier mot », d’où chez Cioran l’étonnante retenue des modalités
malgré un « excès de conviction » (A. Compagnon6). La conviction et la prise en charge se trouvent ainsi
découplées.

10L’essai construit alors dans le jeu de ses modalisations un univers théorique tel qu’il puisse s’écrouler.
Certains textes se referment sur des déclarations suspensives, dénis ou désaveux : c’est le « Mettons enfin
que je n’aie rien dit » qui clôt Les Fleurs de Tarbes de Paulhan (qui s’écrit déjà dans un usage parodique et
comme engluant de la syntaxe), ou le « Mais — je ne sais pas. Je ne fais que dévider des conséquences » qui
referme « Une conquête méthodique », essai dit « quasi-politique » de Valéry, ce Valéry qui à plusieurs reprises
parle de la nécessité d’« adoucir » ses titres assertifs.

11« Adoucir », le mot est barthésien. R. Barthes a en effet thématisé ce trait générique autour des années 1970
en s’interrogeant sur la portée déclarative de son discours. Ce tournant a accompagné l’émergence des notions
d’« arrogance » et de « pouvoir » dans sa conception du langage et court d’un bout à l’autre du Roland Barthes
par Roland Barthes, inlassablement reformulé :

Son malaise, parfois très vif [...] venait de ce qu’il avait le sentiment de produire un discours double, dont le
mode excédait en quelque sorte la visée : car la visée de son discours n’est pas la vérité, et ce discours est
néanmoins assertif.
[J]’aurais dû l’énoncer comme une parole rêveuse [...] ; malheureusement je suis condamné à
l’assertion [Barthes dit ailleurs, en une même conjonction de syntaxe et de morale, que l’essai est « condamné
à l’authenticité, à la forclusion des guillemets » : il manque en français (et peut-être en toute langue) un mode
grammatical qui dirait légèrement (notre conditionnel est bien trop lourd), non point le doute intellectuel, mais
la valeur qui cherche à se convertir en théorie.

12D’anciens érudits mettaient parfois, sagement, à la suite d’une proposition, le correctif « incertum ». Si
l’imaginaire constituait un morceau bien tranché, dont la gêne serait toujours sûre, il suffirait d’annoncer à
chaque fois ce morceau par quelque opérateur métalinguistique, pour se dédouaner de l’avoir écrit7.

13Les pratiques de contournements de l’assertion se multiplient : étagements énonciatifs, hypothèses,


italiques, guillemets critiques, figures du dédoublement, déplacement vers les effets marginaux du discours,
usage du fragment non conclusif, très distinct de la poétique du « propos » et de la contre-assertion que l’on
observait par exemple dans les Mythologies, discours beaucoup plus engagé, précisément parce que plus
assertif et mieux imputable.

14Il serait facile, et indolore, d’observer cet effet de sourdine dans les Fragments d’un discours amoureux où
la conversion à des thématiques affectives croise le tournant vers la légèreté du discours. Mais il me semble
plus significatif de l’examiner dans un texte où le retrait fait violence, où l’on s’attend à une compromission

19
politique et où l’on trouve une étonnante méditation sur la délicatesse, le détail sensible, la « fadeur ». Il s’agit
d’un article de 1974, « Alors, la Chine ? », mal reçu précisément à cause de ce rendez-vous manqué avec
l’engagement politique.

15Répondant aux objections qui lui ont été faites sur ce point, Barthes regrette que la langue oblige à dire ou
à poser des choses, à choisir un mode sans pouvoir suspendre son énonciation, sans pouvoir inventer « un
discours qui ne fût ni assertif, ni négateur, ni neutre », qui relève d’« un assentiment (mode de langage qui
relève d’une éthique et peut-être d’une esthétique), et non forcément d’une adhésion ou d’un refus (modes
qui, eux, relèvent d’une raison ou d’une foi)8 ». On retrouverait cette tentation, dans un ethos tout différent,
dans cette remarque de Cioran : « Je n’avance pas des vérités, mais des demi-convictions, des hérésies sans
conséquence, qui n’ont fait de mal ni de bien à personne9 ». Le retrait énonciatif est ici un acte de dégagement,
équivalent de l’accusation de « fascisme du langage », de l’hostilité au « discours sur », ou encore des formes
détournées qu’a prises le marxisme de Barthes (la prise de parti pour le théâtre par exemple, où c’est la
distance qui est participation), bref d’un resserrement sur la littérature qui ne va pas de soi dans le contexte
de l’essai.

16« Dérive légère, envie de silence », conclut Barthes pour « Alors, la Chine ? », qui réclame ailleurs et en une
prose assez contournée le droit pour l’essayiste au discours indirect qui caractérise le roman (son essai se
rêve, on s’en souvient, comme un discours qui soit « presque un roman, un roman sans noms propres ») :

Ce qui marque le critique, c’est donc une pratique secrète de l’indirect : pour rester secret, l’indirect doit ici
s’abriter sous la figure même du direct, de la transitivité du discours sur autrui. D’où un langage qui ne peut
être reçu comme ambigu, réticent, allusif ou dénégateur. Le critique est comme un logicien qui « remplirait »
ses fonctions d’arguments véridiques et demanderait néanmoins secrètement qu’on prenne bien soin de
n’apprécier que la validité de ses équations, non leur vérité, tout en souhaitant, par une dernière ruse
silencieuse, que cette pure validité fonctionne comme le signe même de son existence10.

17Cette ruse, tourniquet de langages, évoque bien moins le face à face nécessaire de l’engagement que le jeu
de portes tournantes dont parlait plus tôt dans le siècle Larbaud, pour décrire comment une prose s’y prend
pour se rétracter11. L’engagement ne semble en effet souffrir ni l’absence de clarté ni les paroles mal
assumées. C’était le soupçon de Paulhan (« D’un autre alibi : l’auteur irresponsable12 ») qui comme Sartre
dénonçait l’idée nouvelle selon laquelle « l’écrivain a pour premier devoir de provoquer le scandale et pour
droit imprescriptible d’échapper à ses conséquences », Sartre liant à son tour cette irresponsabilité au statut
de la littérature moderne, au « mensonge luxueux » des œuvres fermées sur elles-mêmes.

18Ce recul par rapport à l’assertion, ce déni d’imputabilité, apparaît en effet comme le prix de l’investissement
du style (le désir d’« écrire en style », comme disait Sartre), la rançon des nouvelles formes de littérarisation
de l’essai. Benda déjà accusait le groupe nrf (qui est le lieu même de réémergence de l’essai littéraire) de
« rompre avec les mœurs du genre intellectuel », en une formule qui joue l’imputabilité du discours contre
l’autonomie esthétique de la prose. Par un principe de vases communicants, l’entrée de l’essai en littérature
dans les années 1920 impliquait la suspension de la vérité au profit d’une nécessité du discours. Martin du
Gard demandait ainsi à Benda, opposant directement l’engagement à l’art : « S’il n’y avait pas eu « l’Affaire »,
que seriez-vous devenu ? Un essayiste purement littéraire, un romancier, un grand pianiste ? ».

19Aux yeux de Benda, dont je ferai comme de Sartre le témoin coléreux mais lucide de ce déplacement du
discours intellectuel, le contrat d’assertivité est remplacé dans l’essai par un autre mandat qu’il appelle
« lyrisme idéologique », dont Nietzsche est le précurseur, nouveau discours où se perd l’engagement
intellectuel puisque se perd le souci de clarté :

Je dirai un mot d’une dernière catégorie d’écrivains qui émettent des vues formelles, non romanciers, sur la
réalité humaine, notamment morale et politique, mais déclarent les émettre au nom de leur sensibilité — de
leur sensibilité « esthétique », dit l’un d’eux, — voire de leur être passionnel, c’est-à-dire, selon leur propre
aveu, hors de tout souci des lois de l’esprit, hors de toute considération de la vérité objective ; catégorie toute
moderne, directement issue du romantisme, créatrice de ce que nous avons appelé ailleurs le lyrisme
idéologique, et dont les représentants symboliques seraient assez bien (avec un don lyrique incomparablement
supérieur chez le premier), Nietzsche en Allemagne et André Gide en France13.

[L]e dogme de la disponibilité apprécie les idées, non pas selon leur justesse, mais selon leur jouissance — la
« fruition » — qu’elles semblent promettre à qui s’y livre ; il entend donc n’en sacrifier aucune dès lors qu’elle
offre cette espérance [...]14.

20
20Il s’agit pour ces nouveaux essayistes de produire des harmoniques dans le discours, ce que Valéry, en chef
de file du groupe incriminé, appelait des « infinis consentis » et que Benda traduit en « vague » idéologique :

le littérateur qui exprime des idées est moins soucieux, souvent de son aveu, d’énoncer des idées proprement
dites que de susciter des émotions idéologiques (Montaigne, Renan, Barrès ; Proust et Gide diraient des
sensations idéologiques). Ainsi goûtera-t-il l’idée, non dans une fixation qui circonscrit l’émotion, mais dans
un vague qui la prolonge15.

21Benda reformule en fait la question littéraire en souci de responsabilité : « On aimerait seulement qu’Alain
nous fût donné franchement pour un lyrique, non pour un penseur. Mais jouer sur les_deux tableaux est
précisément un propre de maint littérateur moderne16 ». (Michel Charles à propos de R. Barthes dira plus près
de nous, mais en bonne part, à peu près la même chose : « On gagne sur les deux terrains : faire du sens,
refuser le sens fait17 »). Il s’agit donc à la fois d’élaborer un propos et se donner les moyens (et les profits) de
l’indétermination.

22Benda s’en prend en fait — et l’on retrouve les fondements d’une politique de la prose — à une pratique de
l’intimidation littéraire : « le Verbe prestigieux18 », l’autorité du style, la rupture de pacte, le « Noli me
tangere lancé à la face de l’humanité moyenne par le littérateur moderne19 ». On n’est pas loin du « mensonge
luxueux » de Sartre, qui s’en prendra dans Qu’est-ce que la littérature ? au désir qu’ont les écrivains d’avoir
un public restreint, qui raillera le jeu de la cléricature littéraire : « le public de Stendhal, c’est Balzac ».

23L’essai a donc passé les frontières d’un champ littéraire fortement autonomisé, s’est plié aux exigences
spécifiques d’esthétisation de la prose, que Benda appelle « le triomphe de la littérature pure ». Ce qui présente
les marques de la littérarité est désormais considéré comme inengageable intellectuellement. La valeur de la
littérature, regrette Benda, se définit maintenant par cette expulsion.

Ce culte [...] n’empêchera même pas la vraie littérature d’idées, si l’on entend par là une pensée abstraite et
systématisée mise sous forme littéraire ; [...] mais les littérateurs ne la classeront plus comme littérature20.

24C’est un soupçon nouveau d’incompatibilité entre la valeur de vérité et la valeur esthétique dans l’institution
littéraire : une église peut être belle sans être désaffectée, mais elle a désormais plus de chance d’être belle si
elle est désaffectée ainsi que le souligne G. Genette dans Fiction et diction. Les éclats de style changent le
statut des idées, en une méfiance exactement symétrique de celle qui discrédite le roman à thèse. Cette
critique faite par Benda du défaut d’imputa- bilité de l’essai littéraire et de l’obscurité comme dégagement se
retrouvent chez Sartre lorsque celui-ci révèle l’inactualité d’un langage que moduleraient encore vainement
quelques écrivains NRF :

Il y a une crise de l’essai. [...] Certains, comme Alain et Paulhan, tenteront d’économiser les mots et le temps,
de resserrer, au moyen d’ellipses nombreuses, le développement abondant et fleuri qui est le propre de cette
langue. Mais alors, que d’obscurité ! Tout est recouvert d’un vernis agaçant, dont le miroitement cache les
idées21.

25Sartre exprime aussi pour lui-même une mauvaise conscience de prosateur qui rejoint ce « miroitement ».
Sa prose est loin d’avoir la transparence qu’il lui suppose dans Qu’est-ce que la littérature ? et qui garantirait
sa responsabilité. J.-F. Louette (qui souligne qu’une « entreprise littéraire lancée dans les années 1930 ne
pouvait être réduite aux positions politiques prises par Sartre après 1945 », dépeint un Sartre blanchotien et
insiste sur le malaise de Sartre à l’égard du langage et des Belles-Lettres) précise qu’il est le maître d’un
« système de la fausse confiance », d’un « jeu très NRF », et d’ailleurs théorisé à propos d’une lettre à Jean
Paulhan : art d’écrire, à l’occasion, avec une marge d’obscurité, mais en supposant chez le lecteur l’invention
d’une « pluralité d’explications incompatibles », lesquelles, pressenties par l’écrivain, donnent à sa phrase
« une profondeur délectable »22.

26« Le truc, précise Sartre, c’est de donner à la phrase un air d’incomplet, de mystérieux, d’infiniment
approché qui incite le lecteur à faire lui-même sans les mots le travail de complément23 ». Voilà quelque chose
comme une logique généralisée de l’épigraphe, ce lieu d’adresse exacerbée et de construction d’une
complicité avec le lecteur (avec son côté « vous voyez ce que je veux dire »), où l’on pointe vers quelque chose
comme une évasion du sens, où l’on donne à penser sans toujours savoir exactement quoi, moment de
suspension méditative, lieu d’un pathos discret où l’auteur se souligne, à la fois comble et point de fuite du
discours. La prose philosophique, non « surveillée », peut toujours basculer en ce sens :

21
Si je me laisse aller à écrire une phrase qui soit littéraire dans une œuvre philosophique, j’ai toujours
l’impression que je vais mystifier un peu mon lecteur. J’ai écrit une fois cette phrase — on l’a retenue parce
qu’elle a un aspect littéraire : « L’homme est une passion inutile » : abus de confiance24.

27Sartre, donc, suscite lui aussi des mirages, et révèle dans la prose d’idées le « mélange des preuves et du
drame » qu’il reproche à Bataille et à ses « essais-mar- tyres » et que Benda renvoyait à Bergson, à Gide, à
Valéry ; en cela la question de l’engagement intellectuel touche profondément au sentiment de la langue, au
mythe de la clarté française ; les formes de l’ambiguïté ou de l’incomplétude y sont réinterprétées comme une
traîtrise, un refus de prise en charge.

28Contre ces reproches, le genre de l’essai moderne valorise la non-clôture, suivant en fait une pente
fictionnelle, cherchant à réaliser l’équivalent de ce que P. Zima appelle « l’ambivalence » ou « l’indifférence »
romanesque (où l’on voit encore se superposer désengagement et obscurité), à produire l’équivalent discursif
des « silences du récit » dont parlait M. Schwob ou de cette maladie du langage qu’est l’obscurcissement de
la référence, diagnostiqué par Caillois. Le discours de l’essai s’approprie en effet au long de ce siècle une
partie des moyens, des effets, et des fonctions de la fiction : Valéry revendiquait les valeurs d’une « comédie
de l’intellect », Sartre celles d’un « roman vrai » de l’analyse, Barthes celles d’un « romanesque de l’intellect ».

29Aux yeux de Barthes, le discours juste est en effet le discours indirect et surtout suspensif qu’offre le roman,
du moins le romanesque (et ce sont bien des « dossiers romanesques », un « passage des objets dans le
discours », une réponse au besoin d’incarnation qui est la fonction même du roman, qui s’inscrivent dans les
détails sensibles qu’il retient dans « Alors la Chine ? »). Le projet de roman du dernier Barthes offre alors une
sortie par la bande à la peur de l’assertion. L’espoir en la fiction, le désir du « romanesque sans le roman », la
définition de l’essai comme « roman sans noms propres » peuvent être vus comme une réponse à la faillite de
l’utopie théorique. Assumer ou non une assertion, c’est la source du désir de fiction, la décision du degré de
prédication que Barthes est prêt à accepter. L’injonction d’imaginaire à l’entrée du Roland Barthes par Roland
Barthes dit entre autres ce rêve d’irresponsabilité et cette possibilité d’une bascule fictionnelle pour le
discours.

« L’autorité suprême »
30L’excès modal peut à l’inverse devenir sur-assertion, effet de mandat qui déplace en sens contraire la
question de la responsabilité. L’autre façon d’échapper à l’engagement discursif est en effet de s’en défaire
« par le haut » ou « par le trop », d’appuyer sa puissance d’énonciation et d’accorder à son langage une force
de levier sans proportion avec le régime effectif de la preuve. Une autre famille d’essayiste s’y constitue, et
comme une autre région de la prose.

31« Autorité suprême » : l’expression est de J. Starobinski, qui décrit la « superbe parole péremptoire de
Breton » qui « brandit ses assertions25 ». Cette présence suppose un engagement total du sujet : « J’affirme
pour le plaisir de me compromettre26 » disait Breton. Le sujet d’énonciation est hautain, la présence de l’auteur
et de son nom est sans cesse affirmée, le texte tient sur sa voix. Si s’engager c’est donner sa personne en
gage, on a affaire ici à une forme suprême d’exposition de soi, par exemple dans la transposition de l’assertion
dans le registre du corps, chez Bataille ou Breton : « et c’est assez qu’une si jolie ombre danse au bord de la
fenêtre par laquelle je continuerai chaque jour de me jeter ». L’écrivain engagé, explique B. Denis, ne fait pas
le partage entre ce qu’il a à dire et ce qu’il est : l’écriture ressassante d’un Péguy viserait moins l’adhésion que
l’inscription de l’obstination de l’auteur et la vitesse sartrienne serait avant tout l’incarnation d’une volonté de
l’emporter coûte que coûte. Si la parole de Breton est puissante c’est qu’elle est mandatée ; son assurance est
directement nourrie du souvenir et de l’énergie de parole de Jacques Vaché. « La Confession dédaigneuse »
qui ouvre Les Pas perdu est en effet le récit d’une relève : « À ceux qui, sur la foi de théories en vogue, seraient
soucieux de déterminer à la suite de quel trauma affectif je suis devenu celui qui leur tient ce langage, je ne
puis moins faire, avant de conclure, que dédier le portrait suivant27 », c’est-à-dire le portrait de Vaché. « À un
certain éclat de la voix, précise J. Gracq, on ne peut s’y tromper : tous ces morts parfois « plus qu’oubliés »
Breton ne les exhume pas, ne les actualise pas — littéralement, il les apporte. En leur nom, à leur place, il est
qualifié pour porter témoignage et condamnation28 ». M. Angenot parle lui aussi à propos de l’essai d’un
« certain tragique de l’énonciation29 » interprété comme une véritable intimidation de langage. Cette
dramatisation énonciative décide en effet d’un rapport au lecteur, substitution de la communication à
l’expression où, parvenue à son comble, les effets de l’assertion s’inversent.

32À ce degré d’affirmation, l’essai ne se donne en effet plus les moyens d’être réfutable et bascule du côté du
pamphlet, s’excluant de l’espace nécessairement contractuel de l’engagement. Prédication imposante, il

22
traduit un « savoir de for intérieur » (M. Angenot). Par delà une présence, s’engager ce serait en effet se lier
par une forme d’échange ou de transaction. Or ces essais hyper-affirmatifs de Bataille, Breton, Blanchot ou,
comme on va le voir, de Sartre, transfèrent les moyens de la polémique dans la méditation, usent du combat
dans un discours qui n’en a pas a priori la visée, et rendent toute réponse inopérante.

33Breton noue ainsi l’énonciation lyrique (la poésie réputée inengageable) et les marques du pamphlet
(l’agression substituée à l’engagement), en un déplacement de l’essai vers son pôle poétique qui en transforme
radicalement la portée, substituant aux exigences de la preuve de véritables décrets lyriques :

Absolument incapable de prendre mon parti du sort qui m’est fait, atteint dans ma conscience la plus haute
par le déni de justice que n’excuse aucunement, à mes yeux, le péché originel, je me garde d’adapter mon
existence aux conditions dérisoires, ici-bas, de toute existence. [...] Je n’aime, bien entendu, que les choses
inaccomplies, je ne me propose rien tant que de trop embrasser30.

34Les moyens de la polémique affermissent l’énonciation : glissement du Je au Nous, structure question-


réponse qui semble livrer une vérité nécessaire, intensifiants dans la syntaxe ou la ponctuation, mots de la
totalité. toute une rhétorique du constat qui donne au discours les marques de la vérité. L’assise de la parole
se conquiert par une série de passages en force explicitement ancrés dans les formes de l’énonciation
poétique, une décision aristocratique qui vise à faire plier le réel : « La médiocrité de notre univers ne dépend-
elle pas essentiellement de notre pouvoir d’énonciation31 ? » Cette radicalisation est en fait imitée de Rimbaud,
inventeur d’une sorte de lyrisme péremptoire qui a rendues dérisoires les autres formes d’éthos. C’est en des
termes voisins que Todorov lira également l’obscurité d’un Blanchot ; ce que lui aussi appelle la « mise en
question de la dimension assertive du langage » passe cette fois par l’usage médusant de l’oxymore ; le brio
frappe cette écriture d’une sorte d’interdit d’interprétation, c’est-à-dire là encore de non-imputabilité par
excès de style32, et le lecteur est condamné à la stupeur — ou à l’imitation.

35Sartre encore une fois n’est pas si loin, qui recycle pour sa part les moyens de la polémique non dans
l’énoncé poétique mais dans la construction conceptuelle. Le Saint Genet en offre l’exemple. Dès l’entrée,
grâce à des effets de redondance, de vitesse, de pointes stylistiques, le discours se constitue comme une
concaténation serrée de phrases déclaratives, chacune ayant le statut et le ton d’une conclusion virtuelle. La
modalisation de l’assertion prend une allure très oratoire. La persuasion le cède à l’intimidation, qui a empêché
dix ans Genet d’écrire, enseveli qu’il était sous une somme totalisante et indiscutable de décrets.

Comment cet enfant abstrait va-t-il réagir à son double exil ? en mimant l’être et l’avoir, bref, par des jeux,
comme tous les enfants. Il en aura deux, favoris : celui de la sainteté, celui du larcin. L’insuffisance d’être
l’incite à jouer au premier, la pénurie d’avoir au second.
La sainteté d’abord. Déjà le fascine ce mot qu’il appellera plus tard le plus beau de la langue française. S’il ne
songe pas encore clairement à devenir un saint, il tient qu’on est peu de choses si l’on ne se nourrit de
sauterelles, si l’on ne meurt sur le gril en riant. Cette exaltation trahit son désordre secret. Il n’est pas rare
que de jeunes garçons aient des goûts extrêmes, qu’ils souhaitent être parfaits, être tout, être les premiers
partout ; mais s’ils veulent devenir de grands capitaines ou de grands médecins, c’est pour être grands parmi
les hommes et d’une grandeur par les hommes reconnue. Dans le mysticisme de Genet on discerne au
contraire un refus de l’ordre humain. Enfant abandonné, il se venge en admirant les enfants qui abandonnent
père et mère pour suivre le Christ33.

36On n’est plus dans la logique axiomatique du discours de savoir : Sartre greffe de l’intense sur de l’intense,
force les frontières légitimes de l’assertion, développe une certitude première en une écriture hyper-
affirmative, où la copia et l’assurance engloutissent des savoirs multiples et digèrent le monde qu’elles
convoquent plutôt qu’elle ne prennent fait et cause pour lui. Toutes sortes d’inscriptions textuelles de la
nécessité s’accumulent : aspect de l’indicatif, structures corrélatives qui décident d’un rapport nécessaire et
en imposent, aussitôt qu’énoncées, la validité, phrases nominales qui sont autant de rethématisations,
reposant ce qui est déjà posé pour en assurer la fixation, insistance sur le binarisme, jeux de couplage ou
d’opposition : chaque proposition nouvelle s’appuie sur le sentiment d’évidence que lui prépare la précédente.

37Ce fatum du style produit en fait du romanesque, et le retrait par rapport aux exigences de l’assertion se
traduit une fois encore, mais cette fois « par le trop » et non « par le moins », en effet de fiction. Les formes
linguistiques correspondant à l’acte d’assertion sont en effet les plus fréquentes dans le discours de fiction,
puisqu’il s’agit d’y poser un monde. L’effet de levier ici aussi est très puissant, et donne au discours de Sartre
la force de production de mondes autonomes des grands romans ; les formes de l’affirmation sous-tendent à
la fois l’élan de système véritablement machinique de l’analyse, et une puissance de narrativité qui la

23
transforme en une opération de référenciation. Il y a dans cette proclamation ou dans cet excès énonciatif un
décret ontologique, un effet de monde qui donnent à l’essai la même portée démiurgique que le roman. Le
discours embrasse entièrement le critère de sa véridiction, dans une autonomisation très autoritaire de la
prose essayiste. L’excès d’affirmation fait basculer ces essais biographiques du côté d’une véritable fiction
théorique, qui aboutit à la fixation autoritaire d’un espace notionnel où les idées sont aussi solidaires que les
objets d’un monde fictionnel.

***

38Dans ces deux traits d’écriture de l’essai, sous-assertion ou sur-assertion, en tout cas mise en question de
la dimension assertive du langage, depuis les « infinis consentis » de Valéry ou de Barthes jusqu’à « l’autorité
suprême » de Breton ou de Sartre, on aboutit ainsi à des discours regardés comme non imputables : le lyrisme,
inscription du sujet et rapport au lecteur, et le roman, suspension ou coup de force. Ces formes sont perçues
comme des points de confusion entre essai et fiction. En cela, la question de l’imputabilité du discours croise
celle de la transformation du statut de la fiction : au XIX siècle le roman était au cœur de l’entreprise de
e

connaissance sensible, au XX siècle c’est à la fois le roi et le gueux de la littérature ; le mélange très tendu de
e

confiance et de défiance — le fait, par exemple, que la fiction ne soit pas plus (mais pas moins) dévaluée que
la notion de vérité — a rendu possible sa réversibilité cognitive. La question de l’engagement littéraire peut
alors être reformulée en un vaste problème de légitimité éthique de la fiction, dans la mesure où les genres
de la non-fiction (essai, biographie, histoire) tendent au XX siècle à en adopter explicitement les moyens —
e

savoir des possibles, construction d’un univers — mais aussi les faiblesses — déflation ontologique, refus du
face à face. L’important est pourtant qu’avançant dans le siècle, ces décrochements ne soient plus
nécessairement portés au discrédit du discours (la fiction n’est pas plus compromise ou désavouée que le
discours rationnel dans ses capacités à dire le vrai) et l’on rejoint Barthes : de dégagement, le statut de fiction
théorique de l’essai devient un possible cognitif et littéraire assumé ; les difficultés de l’engagement littéraire
incarnent ici les contradictions de leur époque, elle qui a dû conjuguer le besoin de roman et la royauté du
discours.
NOTAS

1 Ces formules sont rappelées par Benoît Denis, Littérature et engagement de Pascal à Sartre , Paris, Seuil, coll. « Points »,
2000.

2 Voir Susan Suleiman, Le Roman à thèse ou l’autorité fictive , Paris, PUF, 1983.

3 Roland Barthes, Sur Racine, Œuvres complètes, édition d’Eric Marty, Paris, Seuil, 1993-1995, I, p. 987.

4 Merleau-Ponty et le littéraire , textes réunis par Anne Simon et Nicolas Castin, Presses de l’Ecole normale supérieure, 1998,
« Avant-propos », p. 17.

5 Emil Cioran, Cahiers : 1957-1972, avant-propos de Simone Boué, Paris, Gallimard, 1997, p. 71.

6 Antoine Compagnon, « Éloge des sirènes », Critique, XXXVI, n° 396, mai 1980, p. 457473.

7 Roland Barthes par Roland Barthes, Œuvres complètes, op. cit., III, p. 131, p. 136, p. 175.

8 Ibid., p. 35.

9 Emil Cioran, Cahiers, op. cit., p. 35.

10 Roland Barthes, Essais critiques, « Préface », in Œuvres complètes, op. cit., vol. I, p. 1176.

11 Vilery Larbaud, « Actualité » : « Phrase invertébrée, lâche, extra-souple, [...] et qui s’adresse, infiniment vague, à tout le
monde, à personne, et reste en même temps ouvert[e] et fermé[e] et nous entraîne, comme les portes tournantes des hôtels
et des grands magasins ».

12 Jean Paulhan, Les Fleurs de Tarbes, Paris, Gallimard, 1941, rééd. « Folio-Essais », p. 47.

13 Julien Benda, Du Style d’idées. Réflexions sur la pensée. Sa nature. Ses réalisations. Sa valeur morale , Paris, Gallimard,
« Nouvelle Revue française », 1948, p. 177.

14 Id., La France byzantine, ou le triomphe de la littérature pure. Mallarmé, Gide, Proust, Valéry, Alain, Giraudoux, Suarès,
les Surréalistes. Essai d’une psychologie originelle du littérateur , Paris, Gallimard, 1945, p. 32.

15 Id., Du Style d’idées, p. 196.

16 Id., La France byzantine, op. cit. , p. 90.

17 Michel Charles, « L’amour de la littérature », Poétique, 47, septembre 1981, p. 371-390.

24
18 Julien Benda, La France byzantine, op. cit., p. 85.

19 Ibid, p. 112.

20 Ibid., p. 182. C’est Benda qui souligne.

21 Jean-Paul Sartre, « Un nouveau mystique », Cahiers du Sud, 1943, repris dans Situations I, « Essais critiques », Paris,
Gallimard, 1947, p. 143-144.

22 Jean-François Louette, Silences de Sartre, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1995, p. 7 ; p. 9.

23 Jean-Paul Sartre, Lettres au Castor, Paris, Gallimard, 1983, t.I, p. 20, cité par J.-F. Louette, Silences de Sartre, op. cit., p.
37.

24 Id., « L’écrivain et sa langue », Revue d’esthétique, juillet-décembre 1965, texte recueilli et retranscrit par Pierre
Verstraeten, repris dans Jean-Paul Sartre, Situations IX, « Mélanges », Paris, Gallimard, 1972, p. 56.

25 Jean Starobinski, « L’autorité suprême », La Nouvelle Nouvelle Revue française, « André Breton 1896-1966 et le
mouvement surréaliste », XV, 172, 1 avril 1967, p. 807-812, p. 808.
er

26 André Breton, « Pour Dada », Les Pas perdus, [1924,] repris Œuvres complètes, vol. I, édition établie par Marguerite
Bonnet, Paris, Gallimard, coll. « Bibliothèque de la Pléiade », 1988, p. 237.

27 Ibid., p. 198.

28 Julien Gracq, André Breton, quelques aspects de l’écrivain, [1948], repris dans Œuvres complètes , vol. I, édition établie
par Bernhild Boie, Paris, Gallimard, coll. « Bibliothèque de la Pléiade », 1989, p. 413.

29 Marc Angenot, La Parole pamphlétaire. Typologie des discours modernes , Paris, Payot, 1982, p. 48.

30 André Breton, « La confession dédaigneuse », Les Pas perdus, op. cit., p. 202.

31 Id., « Introduction au discours sur le peu de réalité », Point du jour, repris dans Œuvres complètes, vol. II, édition établie
par Marguerite Bonnet, Paris, Gallimard, coll. « Bibliothèque de la Pléiade », 1992, p. 276.

32 Je relève cette remarque de Todorov, qui souligne que Blanchot s’exclut d’une conception juridique et contractuelle de la
communication littéraire : « Il n’y a rien de particulièrement inédit dans cette exigence : elle relève de la tradition
nietzschéenne et, au-delà, sadienne, qui valorise la force au détriment du droit », Critique de la critique : un roman
d’apprentissage, Paris, Seuil, coll. « Poétique », 1984, p. 72.

33 Jean-Paul Sartre, Saint Genet comédien et martyr , Paris, Gallimard, Œuvres complètes de Jean Genet I, 1952, p. 19.

Geste d’engagement et principe d’incertitude


Le « misi me » de l’écrivain
Emmanuel Bouju

p. 49-59

1Je propose de considérer la notion d’« engagement littéraire », hors de son acception sartrienne, sous un
éclairage très particulier : celui d’une expression employée par Primo Levi dans Si c’est un homme1, à
l’intérieur d’un passage fameux qui présente le déporté appliqué à traduire et expliquer à son ami français,
Jean, alias Pikolo, le Chant d’Ulysse de l'Enferde Dante :

... Il canto di Ulisse. Chissà come e perché mi è venuto in mente : ma non abbiamo tempo di scegliere,
quest’ora già non è piú un’ora. Se Jean è intelligente capirà. Capirà : oggi mi sento da tanto. (100)

... Le Chant d’Ulysse. Comment et pourquoi cela m’est-il venu à l’esprit : mais nous n’avons pas le temps de
choisir, cette heure n’est déjà plus une heure. Si Jean est intelligent, il comprendra. Il comprendra : aujourd’hui,
j’en suis sûr. (119)

2Sur un plan général, ce passage illustre la façon dont, à l’intérieur même du camp, la littérature continue
d’exercer son autorité sur la conscience : appliquée à servir Dante, la parole échangée, au-delà de l’écart des
langues, donne même du plaisir (« me faire du bien »), et aussi quelque chose d’essentiel pour laquelle on
« donnerait sa soupe » : quelque chose de « nécessaire et urgent » (123) ; car cette parole n’est pas seulement
échangée, elle est aussi intériorisée, explorée (« et c’est comme si moi aussi j’entendais ces paroles pour la
première fois. », p. 121), et ce faisant elle révèle progressivement une vérité : l’« explication du destin » des
déportés apparaît à Levi dans une intuition fulgurante, dont la formulation in fine coïncide à la fois avec le

25
vers conclusif de Dante, « Jusqu’à tant que la mer fût sur nous refermée » (L’Enfer, chant XXVI, 142 : « Infin
che l’mar fu sovra noi rinchiuso ») et l’annonce de la soupe aux choux et aux navets.

3Sur le plan plus particulier qui m’intéresse, je relève au cœur de ce passage une expression qui fait l’objet
d’une attention particulière de la part du déporté, et dans son sillage du rescapé qui raconte :

... « Ma misi me per l’alto mare aperto ».


Di questo si, di questo sono sicuro, sono in grado di spegiare a Pikolo, di distinguere perché « misi me » non
è « je me mis », è molto più forte e più audace, è un vincolo infranto, è scagliare se stessi al di là di una
barriera, noi conosciamo bene questo impulso. (101)

... « Mais je repris la mer, la haute mer ouverte ».


Ce vers-là, si, j’en suis sûr, je me fais fort d’expliquer à Pikolo, de lui faire voir pourquoi « misi me » n’est pas
« je me mis » : c’est beaucoup plus fort, beaucoup plus audacieux que cela, c’est rompre un lien, se jeter
délibérément sur un obstacle à franchir ; nous la connaissons bien, cette impulsion. (120)

4Jacqueline Risset traduit par « je me mis par la haute mer ouverte » (L’Enfer, XXVI, 100)2 ; mais Levi insiste
bien quant à lui : « misi me » n’est pas « je me mis ». Plutôt quelque chose comme : je m’engageai. C’est cet
engagement-là que je veux définir, en trois séries de remarques, pour en afficher — au-delà de la spécificité
de la condition historique de Primo Levi et des déportés, sur laquelle je ne m’arrêterai pas ici — l’exemplarité
générale au regard de la représentation de la littérature.

Le geste de l’engagement
5L’expression revient un peu plus loin, sous une autre configuration syntaxique ; la répétition en éclaire, en
creuse le sens, en même temps qu’elle plonge la réflexion du déporté dans l’espace plus intime et immédiat
de la délibération intérieure :

E anche el viaggio, il temerario viaggio al di là delle colonne d’Ercole, che tristezza, sono costretto a racontarle
in prosa : un sacrilegio. Non ho salvato che un verso, ma vale la pena di fermarcisi :
... « Accio che l’uom piú oltre non si metta

« Si metta » : dovevo venire in Lager per accorgermi che è la stessa espressione di prima,
« e misi me »

Et puis le voyage, le téméraire voyage au-delà des colonnes d’Hercule, que c’est triste, je suis obligé de le
raconter en prose : un sacrilège. Je n’en ai sauvé qu’un vers, mais qui mérite qu’on s’y arrête :
... « Accio che l’uom piú oltre non si metta » (« Afin que nul n’osât se hasarder plus loin »)3
« Si metta » : il fallait que je vienne au Lager pour m’apercevoir que c’est le même tour que tout à l’heure : « e
misi me ». (121)

6Dans ce « misi me », doublement (voire triplement) littéraire (l’Ulysse homérique réinventé par Dante puis
repris par Primo Levi), il y a très sensiblement un mouvement de l’engagement, dont on peut retrouver la trace
dans la langue. Car dans le verbe latin se mittere, que reprend l’italien, on retrouve la racine de promesse
(pro-missa), mais aussi celle du compromis(s)o espagnol, portugais ou italien, ou encore
du commitmentanglais (alors que l’allemand emprunte son « engagement » au français).

7Ces mots sont formés sur l’adjonction au verbe mittere des préfixes cum / cum pro, qui traduisent la
protension et la communication propres au mouvement d’engagement : l’acte de mise en gage lie le présent
à la sanction de l’avenir et le sujet au jugement d’autrui ; il est à la fois force inchoative et coercitive — le
réfléchi du misi me insistant quant à lui sur l’impulsion volontaire de l’engagement personnel.

8L’engagement est promesse et mission (donnée à soi-même et déclarée aux autres) : il est ouverture à autrui
et coïncidence à soi. On retrouve cette idée chez Sartre (« l’écrivain doit s’engager tout entier dans ses
ouvrages, (...) comme cette totale entreprise de vivre que nous sommes chacun4 »), et plus encore chez Leiris :
l’intégrité et la fidélité à soi (« il s’agissait moins là de ce qu’il est convenu d’appeler « littérature engagée »
que d’une littérature dans laquelle j’essayais de m’engager tout entier »), le « risque direct assumé par
l’auteur », mais aussi l’obligation de « mettre en lumière certaines choses pour soi en même temps qu’on les
rend communicables à autrui5 ».

9C’est exactement le geste de Primo Levi :

26
 celui du déporté qui comprend en expliquant à son ami (comprenant Dante c’est à dire aussi bien ce qui
les définit : dans le misi me, il y a l’action résolue de la résistance, comme l’affirmation de leur identité
juive) ;
 en même temps que celui du rescapé qui se hasarde à transcrire cette expérience pour la transmettre à
tous – reproduisant dans la reconstitution de Dante le mouvement même de la révélation progressive,
de l’identification souterraine entre son destin et celui d’Ulysse, au risque (terrible) de ne pas se faire
comprendre : dans cette tentative de définition de soi, éminemment littéraire, Levi s’expose directement
à la possibilité de cette incompréhension, de cette indifférence dont le cauchemar du rescapé au
chapitre 5 mesurait déjà la force destructrice (Levi préférant le réveil dans l’espace du camp au rêve du
rescapé incapable de transmettre son expérience)6.

10Le risque est donc aussi celui de la mise en gage, dans l’écriture, de sa propre intégrité. L’acte et le risque
de la publicité de l’écrit font du texte « commis » (soit : effectué et publié) comme une « res gesta », une chose
faite en tant que « prise sur soi ».

11Voilà peut-être ce sur quoi l’on peut d’abord s’arrêter : l’engagement comme geste ; l’engagement littéraire
comme gestuelle publique de l’écriture.

12Je citerai ici les « Notes sur le geste » de Giorgio Agamben, dans Moyens sans fins :

Le geste consiste à exhiber une médialité, à rendre visible un moyen comme tel.

Si l’on considère la parole comme le moyen de la communication, montrer une parole ne revient pas à disposer
d’un plan plus élevé (un métalangage, lui-même incommunicable à l’intérieur du premier niveau) à partir
duquel faire de celle-ci un objet de communication, mais à l’exposer, hors de toute transcendance, dans sa
propre médialité, dans son propre être-Moyen — et c’est là, justement, la tâche la plus difficile. Le geste est
en ce sens communication d’une communicabilité. A proprement parler, il n’a rien à dire, parce que ce qu’il
montre, c’est l’être-dans- le-langage de l’homme comme pure médialité7.

13On retrouve là précisément le modèle du misi me de Levi. Car celui-ci se déploie, dans le chapitre du Chant
d’Ulysse, sur plusieurs niveaux énonciatifs :

 l’expression est prêtée par Dante à Ulysse et reproduite par Levi (au cœur du vers entier) ;
 elle est aussi excisée du vers auquel elle appartient par le déporté, qui la manipule pour l’examiner
comme objet de langage pourvu de son épaisseur propre, avant que de la montrer tout entière à Pikolo
comme sienne ;
 mais c’est bien le narrateur, l’écrivain ici, le rescapé qui énonce en dernière instance ces mots : dans
l’usage du présent d’actualisation, dans l’identité du système pronominal, le récit identifie strictement
le travail de monstration du langage effectué par le déporté pour Pikolo à celui que le narrateur nous
destine. Ce qui importe tant, c’est de faire comprendre, de « faire voir ». « Nous la connaissons bien,
cette impulsion » : le misi me glisse ainsi d’Ulysse au déporté puis à l’écrivain, pour manifester, à qui
veut l’entendre, l’évidence d’une condition.

14Misi me, c’est donc l’engagement comme geste — au sens où il manifeste la parole / l’écriture comme moyen
sans fin assignable : non pas tant l’autotélisme de la littérature comme esthétique, évacuant toute
considération d’un autre ordre, que la récusation de toute transcendance au regard de laquelle l’on pourrait
juger de la légitimité de l’écriture.

15Dans le geste de l’engagement, la littérature se montre comme « res gesta », chose faite en tant que « prise
sur soi », supportée, prise en responsabilité : qui « ouvre la sphère de l’èthos », pour reprendre les mots
d’Agamben (68).

S’embarquer dans l’écriture


16Revenons sur le geste de Levi. Dans la glose du misi me, il y a à la fois le jugement esthétique tacite sur la
perfection propre du texte de Dante, et un autre jugement, d’ordre cognitif cette fois, qui consiste à
reconnaître dans les mots de Dante une expérience qui est aussi la sienne.

17Cela me semble faire écho à une remarque que Wittgenstein énonce dans les Leçons sur l’esthétique, § 35 :

Afin d’y voir clair en ce qui concerne les mots esthétiques, vous avez à décrire des façons de vivre. Nous
pensons que nous avons à parler de jugements esthétiques tels que « ceci est beau », mais nous découvrons

27
que si nous avons à parler de jugements esthétiques, nous ne trouvons pas du tout ces mots-là, mais un mot
qui est employé à peu près comme un geste et qui accompagne une activité compliquée. [variante : « le
jugement est un geste concomitant d’une vaste structure d’actions qui ne sont pas exprimées par un jugement
singulier. »]8

18On le remarquera avec le jugement de Primo Levi sur le « tour » de Dante : il remplace une formule de
jugement esthétique par la reconnaissance d’une adéquation parfaite à sa « façon de vivre ». Or ce qui se dit
dans cette reconnaissance, ce n’est pas seulement l’expérience du déporté : c’est aussi, profondément, celle
de l’écrivain.

19Pour mieux le comprendre, on peut insister sur le contexte d’emploi hautu- rier du misi me pour le traduire
cette fois par « je m’embarquai ». On retrouve alors bien sûr Pascal (« cela n’est pas volontaire, vous êtes
embarqué », Les Pensées § 233 dans l’ordonnancement Brunschwig) et sa reprise (via Etiemble) par Sartre, qui
s’attache à concilier le passif de la formule pascalienne avec l’actif de l’engagement :

La littérature vous jette dans la bataille ; écrire c’est une certaine façon de vouloir la liberté ; si vous avez
commencé, de gré ou de force vous êtes engagé.

Je dirai qu’un écrivain est engagé lorsqu’il tâche à prendre la conscience la plus lucide et la plus entière d’être
embarqué, c’est-à-dire lorsqu’il fait passer pour lui et pour les autres l’engagement de la spontanéité
immédiate au réfléchi9.

20On retrouve aussi Camus, répliquant à Sartre dans la conférence d’Upsal du 14 décembre 1957 :

Embarqué me paraît plus juste qu’engagé. Il ne s’agit pas en effet pour l’artiste d’un engagement volontaire,
mais plutôt d’un service militaire obligatoire. Tout artiste aujourd’hui est embarqué dans la galère de son
temps. Il doit s’y résigner10.

21Chez Levi, la connotation active vient de l’insistance première sur le réfléchi du misi me : opérant d’emblée
la « médiation » sartrienne, l’expression signifie bien s’embarquer et non être embarqué. Mais par la suite on
peut relever un mouvement complexe et paradoxal :

 Sur un premier plan, le texte de Levi ménage un passage de l’actif au passif : « Jusqu’à tant que la mer
fût sur nous refermée », c’est la vision du déporté comme « enfoui », recouvert par la mer d’Ulysse,
« submergé » plus précisément (comme dans « I sommersi e i salvati », titre du chapitre 9 de Questo è
un uomo, tiré de L'Enfer, XX, 3 — le cantique des sommersi —, et repris en titre du dernier ouvrage de
Levi traduit en français par Naufragés et rescapés) ; c’est le lieu d’une révélation sur le destin des
déportés.
 Mais cette révélation n’est pas commentée, pas explicitée : elle se tient seule dans l’étonnant
contrepoint final avec l’annonce de la soupe. Les mots allemands, italiens, polonais qui désignent la
soupe aux « choux et navets11 » (celle-là même que le déporté était prêt à abandonner pour Dante)
deviennent, sous la plume de l’écrivain, la plus stricte traduction — dans la langue de Babel du
camp12 — du vers dantesque : le chant d’Ulysse est comme versé et vécu dans l’expérience la plus
triviale du déporté.
 Et juste au-delà, dans le blanc du texte, il y a la scission entre le déporté et le rescapé, le personnage et
le narrateur du récit : l’écrivain n’est pas, n’est plus le submergé, mais le témoin qui témoigne à la place
des disparus. Lui reste dans l’actif du misi me, dans l’impulsion de l’écriture, quand bien même cette
place serait impossible à prendre (comme l’indiquera Naufragés et rescapés : ce « témoin »- là n’est pas
le « témoin intégral », le musulman qui a vu la Gorgone).

22En ce sens, le misi me insiste justement sur le modèle ulysséen, qui vaut pour le déporté, mais qui vaut
aussi pour le rescapé, le « revenant » : l’Ulysse homérique remontait déjà du monde des morts ; celui de Dante
poursuit son récit au- delà de l’Odyssée — puisque, après que la mer s’est sur lui refermée, il continue, mort,
de parler, en habitant l’Enfer. Primo Levi a d’ailleurs souvent rapproché son activité de ce que l’on pourrait
appeler le « syndrome d’Ulysse » :

Au demeurant, la soif de raconter est un phénomène historique : je pense souvent qu’Ulysse, lorsqu’il arrive
chez le roi des Phéaciens, passe sa première nuit à raconter ses aventures. Il conquiert ainsi, en racontant,
une gloire a posteriori, et nous sommes comme lui, nous cherchons à bâtir une gloire, en nous parant pour
ainsi dire de cette expérience13.

28
23Le misi me figure le travail de la parole qui passe de l’espace du camp à celui de la littérature — l’écriture
qui cherche à recouvrer et à recouvrir la parole prononcée :

 Ainsi en va-t-il de l’intégration du texte de Dante dans la narrativisation du dialogue : le narrateur,


imitant le déporté, se plaint d’être « obligé de le raconter en prose : un sacrilège » : un sacrilège (à la
mesure peut-être du risque qui consiste à franchir la barrière des colonnes d’Hercule), mais aussi un
choix résolu de transcription, puisque c’est de cette façon que le texte s’est révélé et doit être écrit 14.
 Ce recouvrement, on l’entend également plus loin, avec les vers 118-120 du chant XXVI
de L’Enfer (« Considerate la vostra semenza... ») : la « sonnerie de trompettes comme la voix de Dieu »
qu’entend Levi au moment où il prononce ces vers, est celle-là même qui doit résonner à nos oreilles en
lisant le texte. Le tour est identique à celui du poème liminaire qui donne son titre à l’œuvre —
« Considérez si c’est un homme » —, et l’avertissement semblable, qui enjoint de reconnaître et
préserver l’humanité de l’homme.

L’heure incertaine
24L’engagement comme misi me est donc bien celui de l’écriture — laquelle transcrit l’expérience en choix
formels, et la remet en jeu, en circulation, en suspens en l’ouvrant à autrui : ce travail sur la parole est une
entrée dans le doute et l’incertitude, dans l’indéfini, dans le « sans-fin ».

25Il faut citer ici un autre témoignage de Primo Levi, qui rapproche ce que j’ai appelé son syndrome ulysséen
d’un autre modèle littéraire :

Quand je suis rentré du Lager, j’étais doté d’une ardeur narrative pathologique. Je me souviens de certains
voyages en train, en 1945, juste après mon retour, quand je sillonnais l’Italie pour retrouver, pour me
reconstruire une situation, à la recherche d’un travail. Et je me rappelle que, dans le train, je racontais mes
histoires au premier venu. A ce sujet, j’ai cité le vieux marin de Coleridge, qui raconte son histoire à des gens
qui vont à un mariage et qui se moquent de lui. Eh bien, je faisais pareil. Si vous voulez savoir pourquoi je
tenais à raconter ces histoires, je ne saurai vous répondre. C’était probablement un instinct assez justifié : je
voulais m’en libérer. Mais j’ai souvent pensé à Ulysse, quand il arrive à la cour des Phéaciens. Malgré sa fatigue,
il passe la nuit à raconter ses aventures. Vous connaissez Tibulle : j’avais gardé à l’esprit « ut mihi potanti
possit sua dicere facta miles et in mensa pingere castra mero » [« pour que je puisse en buvant entendre un
soldat me raconter ses hauts faits et le voir tracer du doigt, avec du vin, son camp sur la table »]. C’était la
même chose pour moi. Il n’y avait pas de raison [je souligne], il était profondément clair, évident que je devais
le faire.15

26Primo Levi relie Ulysse au vieux marin de Coleridge, dont quelques vers sont repris en épigraphe
de Naufragés et rescapés :

Since then, at an uncertain hour,


That agony returns :
And till my ghastly tale is told
This heart within me burns.

27« Depuis, à une heure incertaine, cette douleur me reprend. » : ces vers sont tirés du Dit du vieux marin (The
Rime of the Ancient Mariner, septième partie, seizième strophe), et disent pour Levi la lancinante nécessité du
témoignage.

28Or comme l’écrit Ossip Mandelstam dans son Entretien sur Dante : « une citation n’est pas un extrait. La
citation est une cigale. Sa nature est de ne pouvoir se taire16 ». Et en effet, les vers de Coleridge réapparaissent,
irréductibles, à l’ouverture de l’un des derniers poèmes de Primo Levi, « Le survivant » :

Since then, at an uncertain hour


Depuis lors, à une heure incertaine
Cette souffrance lui revient,
Et si, pour l’écouter, il ne trouve personne,
Dans la poitrine, le cœur lui brûle.
Il revoit le visage de ses compagnons,
Livide au point du jour
[...]17

29
29Mais la clausule du poème, elle, fait entendre une autre cigale :

Nul n’est mort à ma place. Personne.


Retournez à votre brouillard.
Ce n’est pas ma faute si je vis et respire,
Si je mange et je bois, je dors et suis vêtu.

30Et voilà que nous sommes revenus à L’Enfer de Dante, puisque le dernier vers est tiré du chant XXXIII
consacré, comme le souligne Giorgio Agamben, à la rencontre avec Ugolino, le réprouvé qui a vu périr ses
enfants et leur a survécu18.

31Tout se passe comme si le mouvement indéfini et circulaire de la citation venait matérialiser l’expérience de
l’écrivain ; et en même temps, par ce geste qui tient à la fois de l’ouverture à l’espace de la littérature et de
retour sur lui-même, Primo Levi cherche à circonscrire la difficulté et le risque de l’écriture.

32Or si nous parcourons le cercle à sa suite, nous trouvons un autre texte : écrivant sur la rencontre de Dante
avec Ugolin dans « Le faux problème d’Ugolin », Jorge Luis Borges donne précisément une autre formulation
de cette incertitude de l’écriture dans laquelle s’est engagé Primo Levi :

Dans le temps réel, historique, chaque fois qu’un homme est confronté à diverses alternatives, il opte pour
l’une d’elles et il élimine et perd les autres. Il n’en va pas de même dans le temps ambigu de l’art, qui ressemble
à celui de l’espérance ou à celui de l’oubli. Hamlet, dans cette sorte de temps, est à la fois sain d’esprit et fou.
Dans les ténèbres de sa Tour de la Faim, Ugolin dévore ou ne dévore pas ses cadavres aimés, et cette oscillante
imprécision — cette incertitude — est l’étrange manière dont il est fait. Ainsi l’a rêvé Dante, avec deux agonies
possibles, et ainsi le rêveront les générations à venir19.

33Comme l’Ugolin de Dante et Borges, c’est dans l’incertitude de l’écriture que Primo Levi (une part de lui-
même du moins) trouve le lieu où habiter : à la fois passé et présent, à la fois submergé et rescapé. Là où son
identité est mise en gage, soumise à chaque fois à l’incertitude de l’interprétation, du jugement, de soi-même
et d’autrui : là est le vrai problème de l’écrivain.

34L’heure incertaine de l’écriture, c’est celle qui interroge le sens et la validité du geste littéraire : qu’est-ce à
dire que ce témoignage de survivant ? Que signifie ce temps de l’écriture, accordé malgré, contre l’évidence
de la mort ?

35L’heure incertaine de l’écriture concentre l’expérience passée, présente et future — tout comme, si l’on en
croit Ossip Mandelstam, le chant dantesque l’a voulu :

Impensable de lire les Chants de Dante sans les attirer vers l’époque contemporaine. C’est dans cette intention
qu’ils ont été écrits. Ils sont des appareils à capter l’avenir. Ils appellent un commentaire au futur.
Le temps, pour Dante, c’est le contenu de l’Histoire perçue comme un unique acte synchronique ; et, à
l’inverse : le contenu de l’Histoire est la prise de possession en commun du temps — par ceux qui le façonnent
ensemble, l’explorent ensemble, ensemble le découvrent.20

36Au début du passage de Si c’est un homme où figure le misi me, Primo Levi écrit de la même façon : « mais
nous n’avons pas le temps de choisir, cette heure n’est déjà plus une heure. »

37Ou pour le dire autrement : nous sommes embarqués, je dois m’engager.

38La conclusion de cet essai de redéfinition de l’engagement littéraire par le détour du misi me peut être
confiée à Mandelstam, qui sut plus que tout autre peut-être, au péril de sa vie, ce qu’il en est de s’engager
dans et par la littérature :

Le Chant XXXIII de l’Enfer, avec le récit d’Ugolin qui raconte comment l’archevêque de Pise, Ruggieri, les a
condamnés, lui et ses trois fils, à mourir de faim dans une tour — ce Chant est enveloppé dans un timbre de
violoncelle épais et lourd, semblable à du miel ranci, empoisonné.
L’épaisseur de ce timbre de violoncelle est celle qui traduit au mieux l’attente et la torture de l’impatience. Il
n’y a pas de force au monde capable d’accélérer le glissement du miel qui s’écoule d’un flacon incliné. [...] Le
violoncelle, même s’il se presse, retient le son. Demandez à Brahms — il le sait bien. Interrogez Dante — il
l’avait entendu.
Le récit d’Ugolin est une des aria les plus remarquables de Dante, un de ces événements qui ont lieu lorsqu’un
homme à qui l’on vient de donner une possibilité unique, absolument sans lendemain, d’être écouté, se

30
transfigure tout entier sous les yeux de son interlocuteur, joue de son malheur en virtuose, tire de sa misère
un timbre encore jamais perçu jusqu’alors et que lui-même ne soupçonnait pas.21

39Ces mots pourraient tout aussi bien désigner l'aria de Primo Levi : l’événement du misi me, le geste de
l’écriture qui est tout à la fois une nécessité et un luxe, un risque et un pari. L’engagement de la littérature
qui se donne pleinement comme telle résonne comme une « attaque de violoncelle », « ein Cello-Einsatz »
pour reprendre cette fois les mots d’un poème de Paul Celan22 :

Cello-Einsatz
von hinter dem Schmerz :
die Gewalten, nach Gegen-himmeln gestaffelt,
wälzen Undeutbares vor
Einflugschneise und Einfahrt
[...]
alles ist weniger, als
es ist,
alles ist mehr.

Attaque de violoncelle de derrière la douleur :


les forces, vers des contre-cieux étagées,
roulent de l’ininterprétable devant couloir d’atterrissage et entrée
(...)
tout est moins qu’il
n’est,
tout est plus.
NOTAS

1 Texte cité dans les éditions suivantes : Se questo è un uomo [1947], Einaudi Tascabili, Torino, 1989 ; Si c’est un homme,
trad. de Martine Schruoffeneger, Pocket, Julliard, Paris, 1987.

2 Dante, La divine comédie, L’enfer , édition bilingue, trad. de J. Risset, GF Flammarion, 1992, p. 240-241.

3 traduction de Jacqueline Risset :


accio che l’uom piú oltre non si metta (XXVI, 109)
afin que l’homme n’allât pas au-delà

4 Qu’est-ce que la littérature ? [1948], NRF Idées, 1970 ; p. 44.

5 « De la littérature considérée comme une tauromachie », in L’âge d’homme[1939], folio Gallimard, Paris, 1973 ; p. 15.

6 « Voici ma sœur, quelques amis (...) et beaucoup d’autres personnes. Ils sont tous là à écouter le récit que je leur fais. (...)
C’est une jouissance intense, physique, inexprimable que d’être chez moi, entouré de personnes amies, et d’avoir tant de
choses à raconter : mais c’est peine perdue, je m’aperçois que mes auditeurs ne me suivent pas. Ils sont même
complètement indifférents : ils parlent constamment d’autre chose entre eux, comme si je n’étais pas là. Ma sœur me
regarde, se lève et s’en va sans un mot. » (Si c’est un homme, op. cit. , p. 64)
Pour le déporté qui rêve, il « vaut mieux remonter de nouveau à la surface » et « avoir la garantie qu’on est bien réveillé »,
c’est-à-dire qu’il vaut mieux revenir à la réalité du camp ! Comme si le puits sans fond du camp recelait encore une autre
profondeur : celle de sa pérennisation, jusque chez soi...

7 Giorgio Agamben, « Notes sur le geste », in Moyens sans fins (Notes sur la politique), Rivages poche, 2002 ; p. 69-70.

8 Ludwig Wittgenstein, Leçons sur l’esthétique, in Leçons et conversations, trad. Jacques Fauve, folio essais, Gallimard,
1992 ; p. 33

9 Qu’est-ce que la littérature ? [1948], NRF Idées, Gallimard, 1970 ; p. 82 et 98.

10 Essais, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, 1965 ; p. 1079. Sur ce débat, voir Benoît Denis, Littérature et engagement,
Points, Le Seuil, 2000.

11 « — Kraut und Rüben ? — Kraut und Rüben ? C’est l’annonce officielle que nous aurons aujourd’hui de la soupe aux
choux et aux navets : — Cavoli e rape. — Kaposzta és répak. » (Si c’est un homme, op. cit. , p. 123)

12 « Le mélange des langues est un élément fondamental du mode de vie d’ici ; on évolue dans une sorte de Babel
permanente » (Ibid., p. 39)

13 Extrait de « Rentrer, manger, raconter », par Virgilio Lo Presti in Lotta continua, 18 juin 1979 ; texte repris dans Primo
Levi, Conversations et entretiens , Editions 10-18, 1998, p. 69 [Conversazioni e interviste, 1997] ; voir aussi p. 180.

31
14 Voir à ce propos la curieuse note de l’édition française précisant « l’auteur-protagoniste cite de mémoire » : l’écriture du
récit mime tant l’immédiateté et l’urgence du dialogue qu’elle semble effacer l’écart entre le personnage, le narrateur et
l’auteur.

15 In « Conversation avec Primo Levi » par Giuseppe Grassano, Primo Levi, Florence, La Nuova Italia, 1981 ; texte repris
in Conversations et entretiens, op. cit., p. 179-180.

16 Ossip Mandelstam, Entretien sur Dante, trad. Jean-Claude Schneider, La Dogana, Genève, 2002 ; p. 22.

17 Poème du 4 février 1984, in A une heure incertaine, Arcades Gallimard, p. 88.

18 cf. Giorgio Agamben, Ce qui reste d’Auschwitz, op. cit., p. 116. En fait, il s’agit plus précisément, au vers 141 (e mangia
e bee e dorme e veste panni), de la rencontre avec Branca d’Oria : le corps encore « en haut » mais l’âme dans la Tolomée,
comme une ombre qui gèle...

19 Jorge Luis Borges, « Le Faux Problème d’Ugolin », in Neuf essais sur Dante, Œuvres Complètes tome II, La Pléiade
Gallimard, p. 838. Borges évoque ici le vers ambigu de Dante : « Poscia, più che’l dolor, poté’l digiuno » (Et puis, ce que la
douleur ne put, la faim le put) (XXXIII, 75).

20 Ossip Mandelstam, Entretien sur Dante, op. cit. , p. 52.

21 Ibidem, p. 64.

22 Paul Celan, « Cello-Einsatz... » / « Attaque de violoncelle. » (Atemwende / Renverse du souffle), in choix de poèmes, trad.
Jean-Pierre Lefebvre, NRF Poésie, Gallimard, 1998, p. 266-269.

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