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Si yo pude hacerlo, puede hacerlo cualquiera, y merece la pena (que es, en realidad, una

alegría): ir andando de Gijón a Covadonga (72 kilómetros subiendo, bajando y


llaneando, poco).

Preparativos

Cuando lo planeamos, dada la preparación física de quien ahora os lo cuenta, decidimos


hacerlo en tres días (hay gente que lo hace en una jornada y la mayoría de mis amigos
ya lo habían hecho -varias veces- en dos).

Con seis meses por delante, todos me recomendaron que me entrenara, que caminara,
aunque fuera por ciudad, y que lo hiciera con el calzado que habría de utilizar después, a
ser posible zapatillas de deporte. Quise pero no pude, así que entrené poco. Aproveché
las vacaciones en La Palma para probar el calzado y decidí que prefería las botas de
treeking que me habían acompañado a La Patagonía. Por si acaso, me llevé los dos
pares (zapatillas y botas), y los dos usé.

Lo que parecía sencillo, comprar un montón de pares de calcetines, resultó de lo más


complicado, me perdí en un mar de fibras de cuyas características y porcentajes de
combinación acabé pasando, para fijarme en el color.

Fascinante resultó el paso por la sección dedicada al cuidado de los pies en la


parafarmacia: ¡hay de todo! Un gel para refrescar las piernas, ese lo iba buscando; una
especie de barra de labios aplastada con una sustancia similar a la vaselina (era lo que
me habían recomendado) para evitar las ampollas; una especie de tiritas, de distintos
tamaños, para curar las ampollas (resultaron poco útiles); etc.

En cuanto a los víveres, para ir picando: nada como las mandarinas, los plátanos y los
frutos secos, bueno el agua.

Pero lo fundamental, lo que hizo que todos llegaramos a Covadonga casi más frescos de
lo que habíamos salido de Gijón, fue la precisión con la que Cova y Víctor lo
organizaron todo:
- documentación y consejos,
- tamaño de las etapas,
- comidas, cenas y tentempiés,
- lugares para dormir,
- coche de apoyo, esperándonos en cada esquina,
- ...

La próxima semana os detallaré el recorrido, hoy me conformo con dejar constancia de


que, siendo éste como es año de manzanas, el espectáculo de los árboles cargados de
flor blanca punteada de rosas, sobre el verde de los praos, con el fondo de los picos
nevados sobre el cielo azul, observado en compañía —amigos aparte— de vacas y
caballos, y con el rumor del río como único sonido de fondo... es de los que uno no debe
perderse.
El camino de Gijón a Covadonga está perfectamente señalizado gracias a un grupo de
entusiastas, La Tertulia Cultural EL GARRAPIELLU, que desde hace años se dedica a
la recuperación —entre otras joyas de la cultura asturiana— de esta antigua ruta de
peregrinos. No hay más que seguir los indicadores del “Camín a Cuadonga”, ilustrados
con el símbolo celta del disco solar en rotación, el trisquel.

Primera etapa

La ruta parte de Deva —parroquia del concejo de Gijón en la que se conserva el


Monasterio de San Salvador, construido en el siglo X, de estilo prerrománico—, y allí
estábamos todos a las ocho y media de la mañana. Dejamos las mochilas en el coche de
apoyo y nos encaminamos por una pista de tierra, abierta entre eucaliptos, que tarde o
temprano tendría que ir cuesta arriba: antes de pararnos a desayunar, en Peón,
habríamos ascendido más de 250 metros, en unos 13 kilómetros.

En Peón nos adelantó un grupo de familias que con niños y abuelos alcanzaría
Covadonga casi en el mismo instante que nosotros, eso sí, no todos consiguieron llegar
a pie. Nosotros sí.

La parada en el bar sirvió para hacer acopio de fuerzas, comprar pan, comprobar que el
podómetro cumplía y completar el grupo (algunos venían de Quintes). Fue echando los
restos hacia el Alto de la Cruz cuando alcanzamos un grupo de señoras, amigas de la
madre de uno de nosotros, que caminaban tranquilas, charlando de achaques y vecinas,
y que dados los años y los kilos que arrastraban no tenían pinta de ir a llegar muy lejos.
En el alto cambiamos los calcetines y comimos unas exquisitas rosquillas de anís; y
saludamos al apoyo aburrido de las abuelas andarinas, un marido paciente.

Y después de la subida, lo peor: la bajada; por una caleya de piedras sueltas, lavadas por
el agua. Avanzamos con cuidado para no lesionar las rodillas, al cabo las que más se
resentirán. Pero hay que levantar la vista del suelo: al girar en un recodo sombrío, el
castillo medieval de Niévares, construido según cuentan sobre otro más antiguo, llama
la atención, parece fuera de tiempo y lugar.

A la orilla de la carretera llana por la que dejamos atrás Grases, la Capilla de Ánimas no
pasa desapercibida.

Y, por fin, cerca de ya de Villaviciosa, nos esperaba nuestra magnífica choferesa de


apoyo con la mesa puesta: bollos preñaos, empanada, jamón, chorizo, queso, fruta... Nos
descalzamos, masajeamos los pies y... ¡a por el bocadillo ancho! Estábamos con los
cafés cuando aparecieron nuestras amigas, con la misma parsimonia en el paso y
animación en la conversación que las que llevaban cuando las habíamos adelantado a
media mañana. Allí se quedaron, comiendo macarrones.

La mañana había sido dura sobre todo por la incertidumbre de cuál sería el cansancio,
cuál la resistencia. La tarde se auguraba ambiciosa por lo variado de sus caminos, por lo
espectacular de sus paisajes, pero —con la disculpa de hacer fotos o disfrutar de esos
bares-tienda que ya no quedan— las paradas se prolongaron hasta el punto de sentarnos
tranquilamente a tomar sidra y patatas fritas en Sietes. ¡Cuando todavía faltaban 8
kilómetros hasta la cama, reservada en Anayo!

Sietes es un buen sitio para hacer noche. Se llega tranquilamente a media tarde, se
puede visitar su iglesia curiosamente renacentista, admirar uno de los conjuntos más
amplios y mejor conservados de horreos...

Anayo también es un buen sitio para pernoctar. Cenar patatas fritas con huevos y
chorizos en el bar de la carretera no tiene precio.

Pero ese culebrear a media altura que lleva de Sietes a Anayo, es un infierno. Ahí
supimos que la cargadísima pareja que aparecía y desaparecía de nuestra vista no había
encontrado casa para dormir (la nuestra estaba reservada desde febrero) y pensaba
acampar en un prao, o en el pórtico de alguna iglesia. No los volvimos a ver.

Segunda etapa

Empezamos con un buen desayuno en el mismo bar en el que habíamos cenado. Al


fondo los Picos de Europa, al fondo Covadonga, y por el medio tantos valles que...
mejor mirar a los lados, mejor dejarse atrapar por la colorida promesa de los manzanos
en flor.

Otra vez cuesta abajo, otra vez las rodillas... Otra vez cuesta arriba, otra vez los
calores...

Y Llames de Parres, donde prometían que comeríamos, no llegaba nunca. Si no hubiera


sido por el cansancio, no había importado: el lugar es perfecto para detener el tiempo.

Cuando por fin alcanzamos la plaza del pueblo, nos remojamos en su fuente, repusimos
fuerzas, nos hicimos los remolones... hasta que oímos a los de la mesa de al lado, que
parecían típicos domingueros, que ya era hora de retomar el camino. Les dimos ventaja.
Ellos venían desde Avilés. Recogimos las cosas, pagamos las bebidas y... otra vez al
camino. Cambiamos las botas por las zapatillas de deporte y, enseguida, tuvimos que
salirnos de la ruta prevista, impracticable por el agua. Salvamos las alambradas y nos
metimos en praos no menos encharcados. Los veteranos decían que ya sólo quedaba una
subida... Y después la bajada, esta vez suave.

Cuando llegamos a Cangas de Onís, se le concedió el deseo a quien venía pidiendo


meter los pies en el río Sella. Los demás tampoco nos privamos. Nos sentamos en las
piedras y dejamos que el agua helada desinflamara nuestros tobillos... Desde la otra
orilla, los pescadores nos miraban con recelo, y uno acabó por exhibir la pesca del día:
un enorme salmón.

No había tiempo para remoloneos en la pensión, la cena estaba encargada en un hotel


cercano. ¡Sorpresa! En la mesa de al lado estaban cenando ya nuestras viejas conocidas.
Yo no me resisto al San Jacobo de la casa.

Tercera etapa
Dormimos como lirones. Ya faltaba poco. No había ampollas, no había agujetas... ¡no
había excusas! Había que levantarse y llegar a Covadonga.

Desayunamos en la confitería de toda la vida, recogimos las cosas, y nos echamos a la


carretera. Ya sólo quedaban 10 ó 12 kilómetros. Ahí vimos a las familias del primer día,
uno va siempre fumando, sonríe cuando se lo hago notar, confiesan que muchos
tuvieron que coger el coche. Ya se veía la Basílica, pero costaba llegar, estábamos al pie
del último esfuerzo de subida cuando escuchamos, bajando, voces conocidas: “¡Creímos
que no llegabais! Nosotras vinimos a primera hora, ya terminamos el nuestru paseín de
todos los

años”. Son ellas, las inmutables.


Y yo, esforzándome en
terminar el esfuerzo de mi vida. Sin promesa de por medio, subí las escaleras que
conducen a la gruta donde luce la Santina y se dieron el sí mis progenitores. Confieso
que entré por la salida... Soy peregrina, puedo colarme, ¿no?

La despedida

En el hormiguero de Covadonga nos esperan coches suficientes para volver a casa.


Comimos donde habíamos cenado. Nos despedimos satisfechos. Y, en medio de la
euforia, haciendo balance, prometimos repetir la experiencia: ¡El año que viene, el
camino de la costa! ¡Yo lo organizo!, dice el de Quintes. En él confiamos, pero el listón
quedó muy alto.

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