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Un pie entre dos mundos

Alina Popescu
Un pie entre dos mundos
Crianza_014

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A mis padres, Ion y Viorica, y a todos
los padres que sufren por estar lejos de
sus hijos emigrantes.

A mi hermana Diana y a mi Raúl,


porque siempre están.

A mi niño Ioan Andrés y a mi sobrina


Zoe, vivos reflejos de dos culturas que
conviven perfectamente.

Y a todos los que han creído en mí,


amigos o desconocidos, y han
contribuido a que este proyecto vea la
luz.
Si tus letras son latinas, tus números
árabes, tu coche alemán, tu pizza
italiana y tu café colombiano… ¿por qué
llamas a tu vecino extranjero?
ANÓNIMO
1. Cuídate mucho

El rocío lo había calado todo y me desperté tem-


blando, aterido por el frescor de una noche todavía
estrellada de verano. Pronto saldría el sol. Acaricié la
maleta pegada a mí como si fuera lo único que me
quedara, como ese objeto que conseguía unir mi vida
pasada y presente. Miré al cielo durante unos intensos
segundos, perdiendo la noción de cómo había llegado
hasta allí y sin saber qué era ese presente de estrellas y
rocío, hasta que un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.
Solo llevaba una camiseta, pantalones cortos y unas
exiguas chanclas; muy poca ropa y demasiadas cosas
en la cabeza.
Con este nuevo temblor se me abrió un terrible
apetito. Recordé que llevaba al menos diez horas sin
comer y corrí a devorar lo poco que quedaba. Apenas
tardé dos minutos en comerme las galletas con choco-
late y tomar la poca agua a la que se le había quitado
casi todo el gas. No había más, solo existían sueños en
una mochila y unas ganas locas de comerme el
mundo, y tener la oportunidad de hacerlo. Mi ilusión
era España, en realidad la ilusión de muchos, pero
solo alguien que cree con fuerza en un futuro mejor
da ese paso. De Rumanía únicamente quedaba el
recuerdo de sus bellos parajes y esa sensación de que
tu patria no puede darte más. Miré mi escaso equipaje
y no pude por menos que pensar en mi madre, en
cómo doblaba los pantalones vaqueros y las camisas
en aquella maleta repleta de tan poco; tenía su figura
grabada a fuego y deseaba tenerla cerca. Veintitrés
años y una maleta, recuerdos, esperanzas y promesas.
No era más. ¡Ah!, y mi diccionario de rumano-
español; lo demás parecía fácil cuando tres días antes
había salido de la estación de autobuses de Piteşti.
Mi madre haciendo las maletas y mi padre co-
rriendo con el cartón de tabaco. Besos, abrazos y des-
pedidas que ahora me pesaban como un ancla.
―Seguro que allí es más caro, por lo menos ten-
drás para unos días ―dijo dándome un abrazo firme,
de hombre a hombre como le gustaba a él decir, pero
no por ello menos sentido.
En aquellos instantes me vino a la memoria el día
en que mi madre me había encontrado, unos veranos
antes, fumando en el jardín, detrás de la casa del pue-
blo. Era uno de mis rincones favoritos, donde muchas
veces me tumbaba a leer sobre una manta raída a la
sombra de la haya frondosa. Se había enfadado
muchísimo, tengo el recuerdo muy vivo de la
reprimenda que me había echado, y de su rostro
tostado por el sol del campo, que se había vuelto muy
firme, como siempre que me regañaba por algo. Pero
mi padre había intercedido en mi defensa:
―Déjalo, mujer, ya no es un niño, y dentro de
nada será ingeniero, ¿qué quieres? Además, así nos
podemos tomar una cerveza y fumar un pitillo los dos
juntos, ¿verdad, hijo?
Yo había sonreído sin saber muy bien qué contes-
tar, pues me parecía un argumento propio de la men-
talidad de su época, mientras intentaba disimular que
su respuesta me estaba divirtiendo.

Mis padres eran gente humilde, a la vez que honrada


y de buena fe. Mi padre había trabajado desde los
dieciocho años como chófer y presumía de los
kilómetros que había sumado a lo largo de toda una
vida al volante. A mí me encantaba ir con él, y me
sentaba en la cabina del autobús, a su lado,
emocionado por la confianza que había depositado en
mí al entregarme la hoja de ruta para que se la
guardase bien hasta el final del viaje, y queriendo, a la
vez, que los pasajeros supiesen que yo era hijo de
aquel señor que los transportaría a su destino.
Mi madre había sido empleada en una fábrica de
madera, cerca de casa, y a veces me llevaba con ella
cuando no tenía con quién dejarme. Recuerdo perfec-
tamente la destreza y rapidez con las que medía los
troncos de los árboles talados que se transformarían
en muebles, y también cómo, a pesar del ruido
ensordecedor de las máquinas, me quedaba dormido
en la silla, apoyado sobre el cuadro de mandos, hasta
que acabara el turno de tarde. De vez en cuando me
dejaba volcar los troncos en la plataforma, manejando
una palanca; en más de una ocasión le preparé
averías, que con esfuerzo y sin huella alguna de
reproche, ella lograba enderezar.
Ahora estaban los dos jubilados y habían dejado
la ciudad, alquilando el pequeño piso donde
quedaron amontonados muchos recuerdos y vi-
vencias, para irse a vivir al pueblo de mis abuelos
maternos, fallecidos unos años atrás. Allí, cerca del
Teleorman de Marin Preda1 se encuentra aquella aldea
donde mi infancia había transcurrido tan feliz, sin
agua corriente ni alcantarillado, pero con mucha
libertad, campos fecundos que recorríamos sin
cansarnos en bicis viejas o descalzos, frutas que no
habían perdido ni un ápice de su sabor y que
cogíamos con solo tender la mano, y amigos con los
que compartíamos todo. Allí querían envejecer mis
padres, y ahora tenían sus vacas, cerdos y gallinas,
una huerta y hasta un pequeño viñedo, llevando una
vida de campo en el sentido más pleno de la palabra,
en la que el sol y el clima guiaban sus jornadas.
Yo era el mayor de dos hermanos. Con no pocos
esfuerzos por parte de mi familia, que siempre
deseaba recompensar algún día, al acabar el instituto
hice los exámenes de ingreso en una facultad técnica
de Bucarest. Saqué una de las mejores notas de mi
especialidad, y mis padres presumían de ello siempre
que podían, aunque de forma humilde, porque la
sencillez era un valor que siempre habían intentado
inculcarnos. Dos años más tarde, mi hermana Diana
hizo lo propio en una facultad de humanidades, por
lo que mis padres tuvieron que hacer muchos
sacrificios económicos para poder pagarnos a cada

1
Marin Preda (5 de agosto de 1922–16 de mayo de 1980), nacido en el
distrito de Teleorman, fue considerado por muchos el mejor novelista
rumano después de la Segunda Guerra Mundial.
uno la residencia, el transporte y la comida. A mí
siempre me ha gustado buscarme la vida, y lo intenté
allí también en cuanto pude tomar el pulso de la gran
ciudad. La beca me llegaba para pagar el alquiler de la
habitación que compartía con otro compañero, y
también para algún capricho. Pronto empecé a dar
clases de ciencias a chicos de secundaria e instituto, y
en poco tiempo ya no necesité de mis padres ni
siquiera para comprarme la comida. De todos modos,
iba a casa prácticamente todos los fines de semana, y
mi madre me preparaba sabrosos guisos con los que
llenaba botes de cristal y plástico, que luego colocaba
envueltos cuidadosamente en papel de periódico
dentro de la bolsa de viaje. Nunca olvidaré las marcas
que aquella pesada carga dejaba en mis hombros
desde casa hasta la estación de trenes en Piteşti, y
luego hasta el campus donde vivía en Bucarest, y que
sin embargo solucionaba las comidas y las cenas de
gran parte de mis días. Solo los tenía que calentar en
aquella cocina improvisada, sinónimo indiscutible de
la vida en una residencia universitaria rumana de mi
época, fabricada con un muelle eléctrico colocado en
zigzag en una piedra pómez de color blanco. En
invierno, la comida de las madres era la solución
perfecta porque podíamos guardarla en una especie
de armario que habíamos ingeniado, mi compañero y
yo, en la parte exterior de la ventana; así que, a pesar
de no disponer de nevera, teníamos asegurada la
conservación en buen estado de los alimentos. Pero en
verano se estropeaba rápido y los chicos, debido a
nuestra edad y también a las huellas de mentalidad
heredada de nuestros progenitores, no nos manejába-
mos muy bien en la cocina. Nos freíamos de vez en
cuando unas patatas y unos huevos con salchichas,
pero allí terminaban nuestras hazañas gastronómicas.
Por lo tanto acudíamos bastante a cantinas, donde por
poco dinero comíamos bien, o a alguna de las
pizzerías y fast-food cercanos, que durante los
primeros años de post-comunismo habían aparecido
como setas después de la lluvia, y donde íbamos en
pandilla o con alguna chica. También estaban las
terrazas donde pasábamos horas enteras en verano,
sobre todo para ver partidos de fútbol de algún
Mundial o Eurocopa, y para solucionar, con el
optimismo y el inconformismo de los chavales de
nuestra edad, el mundo entero; empezando, sin duda,
por la situación de nuestro país.

En la mochila negra llevaba varios bocadillos que me


había preparado mi madre con esmero, amor y sobre
todo preocupación.
―¿Adónde vas a ir, hijo mío? ―me había pregun-
tado, con el rostro casi descompuesto por esa misma
mezcla de inquietud y dolor, cuando les hice saber mi
intención de emigrar―. Eres ingeniero, puedes buscar
trabajo aquí y seguro que encuentras algo, no te mori-
rás de hambre; también estamos nosotros… ¿Y Anca,
ella qué dice?
Con mi novia llevaba casi tres años, nos habíamos
conocido en el cumpleaños de un amigo común. En
mi clase éramos casi solo chicos, así que siempre
andábamos necesitados de chicas para las fiestas que
organizábamos muy a menudo, con o sin motivo
alguno de celebración, y como la novia de Paul, mi
compañero de habitación, estudiaba en una facultad
de letras donde pasaba justamente lo contrario que en
la nuestra, le habíamos encargado la simpática tarea
de llevar amigas suyas a nuestras veladas. Una de
ellas era Anca, con la que me fue muy fácil entablar
conversación, y nos caímos muy bien desde el primer
momento. Después de largas e interesantes con-
versaciones, un día la invité a tomar algo en una
cafetería cerca del Teatro Nacional, y nos fuimos
conociendo hasta que empezamos a salir juntos. A ella
le apasionaba la historia, y a veces me contaba le-
yendas que me cautivaban no por su contenido
necesariamente, sino más bien por la manera en la que
los personajes cobraban vida a través de sus labios,
por la mirada viva y a la vez profunda que tenía
mientras me daba detalles sobre las aventuras secretas
de algún rey sangriento. No era el tipo de belleza que
llamase la atención por la calle: de talla mediana, pelo
castaño y largo, aunque sí tenía unos ojos de un
precioso azul verdoso; era una chica muy sencilla, y
precisamente eso fue lo que más me enamoró. Lo
vivía todo con una naturalidad y espontaneidad que
daban un enfoque muy especial a las pequeñas cosas
del día a día. Fue ella quien me despertó el interés por
la novela histórica, que se había quedado aletargado
en algún rincón oculto cuando, de pequeño, mi abuelo
me contaba las eternas batallas de Mircea cel Bătrân2 o
Ștefan cel Mare3 contra los turcos o el deseo
incansable de los rumanos de pertenecer a un solo
país. De adolescente me había inclinado por las
novelas de fantasía y de extraterrestres, como la
mayoría de los chicos de mi edad. Aunque pueda
parecer extraño, Anca y yo, en los casi tres años de
relación, no habíamos discutido ni una sola vez. A mis
padres les encantaba, y mi madre me dijo nada más
conocerla:
―Parece buena chica, hijo, cuídala.
Su familia también era gente modesta: su padre
trabajaba como encargado en una pequeña fábrica
textil, mientras que su madre era funcionaria de Co-
rreos. Como Anca no tenía hermanos, su padre me ha-
bía examinado la primera vez con desconfianza, cum-
pliendo el tópico de que los progenitores sienten celos
hacia los novios de las hijas. Los dos teníamos claro
que nos queríamos y habíamos empezado a hacer pla-
nes de futuro, que por cierto, no tenían que ver con
trabajar en el extranjero: queríamos encontrar empleo,
abandonar el campus e irnos a un piso de alquiler. En
cuanto tuviéramos algo de dinero ahorrado pensába-

2
Mircea cel Bătrân reinó entre 1386 y 1418, fue uno de los señores más
importantes de Valaquia. Su nombre significa «Mircea el Viejo» y se le
atribuyó después de su muerte, para distinguirlo de su nieto Mircea II
(«el Joven»).
3 Esteban III de Moldavia (1433, Borzești - 2 de julio de 1504), también

conocido como Esteban el Grande («Ștefan cel Mare» en rumano) o


Esteban el Grande y Santo («Ștefan cel Mare și Sfânt»), fue príncipe de
Moldavia entre 1457 y 1504, el representante más prominente de la Casa
Real Mușat.
mos casarnos y luego, poco a poco, ir creando un ho-
gar.
Nada hacía pensar que nuestros propósitos fueran
a cambiar, pero ese verano había llegado al pueblo
Ion, un amigo mío de la infancia al que hacía mucho
que no veía. Nos habíamos criado juntos
prácticamente, ya que, aparte de pasar las vacaciones
en el mismo pueblo, también vivíamos en el mismo
barrio de la ciudad, y aunque éramos muy diferentes,
juntos hacíamos buenas migas. Él era más rebelde y
me animaba a acompañarle en sus trastadas, a las que
yo casi nunca me negaba, a pesar de haber sido
siempre la parte sosegada y responsable de nuestra
relación. Guardaba muy buenos recuerdos de él, como
de un amigo con el que has compartido travesuras
terminadas en reprimendas paternales, bocadillos e
incluso unos simples guantes cuando, a veinte grados
bajo cero, el que los había olvidado en casa no se
atrevía a subir a por ellos por miedo a que los padres
ya no lo dejasen salir. Yo fui a un buen instituto y él,
que no era muy dado a estudiar, se sacó gracias a los
empujones de sus padres un módulo de formación
profesional donde había estudiado mecánica. Cuando
me matriculé en la universidad, al haber elegido
caminos distintos, nuestra relación se fue
distanciando. Quedábamos de vez en cuando para
tomar algo y pese a que los temas de conversación, al
no tener ya vivencias comunes, no fueran tantos como
antaño, nos agradaba seguir en contacto. Él me
contaba los trabajos que le iban saliendo o sus
aventuras sentimentales y yo algo de mi vida univer-
sitaria en la capital; poco más, así que llegó un mo-
mento en el que llevábamos varios meses sin saber
nada el uno del otro. El verano anterior yo había en-
contrado un empleo en Bucarest así que me quedé allí,
y como también trabajaba los fines de semana, estuve
algo más de dos meses sin poder ir a casa. Cuando
volví, una tarde a finales de septiembre, poco antes de
que empezara el curso, me contaron que Ion se había
marchado a España: había emigrado. Me quedé un
poco sorprendido ya que hacía bastante que no tenía
noticias suyas y no recordaba que me hubiese mencio-
nado nunca ese plan, aunque en realidad sí que le pe-
gaba un proyecto así porque cambiaba de trabajo cada
dos por tres, y siempre me decía:
―Es que aquí me pagan el doble y aprendo mejor
el oficio.
No sabía cómo había conseguido embarcarse en
aquella aventura; ignoraba si había ido a lo loco, sin
conocer a nadie, o quién le podía haber ayudado. Ni
siquiera conocía el idioma, aunque supongo que eso
era lo de menos.
Así me pasé aquella tarde, dando vueltas y
vueltas al asunto y pensando en él. Le deseaba lo
mejor y quería transmitirle buenas vibraciones desde
la distancia.
Mi vida seguía; volví a la Universidad y los meses
pasaron rápidamente, puesto que era mi último año
de facultad y tenía que preparar los exámenes finales
y el proyecto de fin de carrera. De Ion me acordaba de
vez en cuando y no podía evitar preguntarme qué
había sido de su vida. Un sábado me encontré a su
padre en el barrio y me dijo que estaba bien, que
vendría de vacaciones en verano, así que lo veríamos.
Y así fue: al año y poco de su periplo por tierras
lejanas, un fin de semana hizo su aparición triunfal en
el pueblo. Aparcó su Audi negro de segunda mano en
frente de la casa de mis padres y a mí me costó
reconocerlo. Bronceado, vestido a la última, me vio y
me dijo en tono alegre aunque algo grave, como si
algo hubiese cambiado en él:
―Ven, viejo amigo, ven a darme un abrazo.
No me lo podía creer, era Ion, y me parecía que
había pasado una eternidad desde la última vez que
nos habíamos visto.
Los dos, allí, en la terraza de aquel bar cutre del
pueblo, nos contamos la vida. Cuatro mesas de plás-
tico, con unas sillas bastante sucias y las sombrillas de
publicidad de Ursus4 fueron testigos de nuestras
historias. Los bares de mi pueblo tienen varias
funciones: allí puedes tomarte una cerveza o un
chupito de orujo, y también comprar fruta, jabón o
bombillas. Una camarera un tanto indiscreta no
paraba de moverse mientras simulaba recolocar las
mercancías en las estanterías cercanas a la puerta,
seguramente para averiguar cosas que luego contaría
a sus tías, y estas a su vez a las vecinas, hasta que en
unas horas todo el pueblo conocería nuestra
conversación, por supuesto que con detalles
distorsionados según el gusto de cada narrador. Yo no

4Popular marca de cerveza rumana, cuyo eslogan es Regele berii în


România («El rey de la cerveza en Rumania»).
tenía mucho en el tintero: seguía con Anca, en breve
acabaría la carrera y continuaba ensayando con Vese-
lia5, mi grupo de folclore de la Casa del Estudiante de
Bucarest. Ion, en cambio, parecía tener una infinidad
de cosas para contarme. Pues sí, se había hartado de
hacer trabajos de segunda (¿cómo serían los de pri-
mera?, me había preguntado yo) por cuatro duros, así
que convenció a su padre para que vendiera su
antiguo R-12 blanco y también alguna parcela de sus
abuelos, reunió así el dinero necesario para pagarse el
viaje y no irse con los bolsillos vacíos, y se fue. En
aquel pueblo de la costa mediterránea vivía un primo
lejano suyo que le había prometido echarle una mano.
Me contó que no lo había pasado muy bien al
principio.
―Vivíamos doce personas en un piso de tres ha-
bitaciones; bueno, en realidad cuatro, contando el sa-
lón ―me explicó―. Un matrimonio con su hijo de
siete años en una de ellas; cuatro tías en otra de dos
literas, decían que trabajaban de camareras pero yo
siempre he pensado que se dedicaban a otra cosa, tú
ya me entiendes. Luego otros tres chicos en dos camas
que habían juntado, y Marius y yo, que habíamos sido
los últimos en llegar, dormíamos en el salón, en un
sofá viejísimo, intentando coger la postura desde el
principio y no movernos durante el resto de la noche
por miedo a que se destartalara y nos viéramos en el
suelo. Tío, había un solo baño, no veas qué odisea
para poder usarlo por la mañana, teníamos que hacer

5 Alegría (rum.).
cola, y para preparar un café en la cocina tres cuartos
de lo mismo. Comíamos por turnos porque solo había
cuatro sillas y tampoco teníamos cubiertos suficientes,
pero mi primo me había asegurado que solo sería
hasta que tuviera trabajo y pudiera pagarme una
habitación, por lo que aguanté allí tres semanas. Es
chungo cuando no entiendes el idioma y no puedes
hablar, pero él me recomendó a su jefe y en menos de
una semana ya estaba currando en una obra de peón,
tú sabes que a mí el trabajo nunca me ha asustado. En
verano se pasa un poco mal porque hace un calor que
te mueres, pero aun así se soporta. Me pagaba el tío
cinco mil pesetas al día, unos treinta euros, y cuatro
euros más la hora fuera de horario; no era gran cosa
pero me dijo que como no tenía papeles se arriesgaba
mucho. Yo aguanté como un jabato, consciente de que
no era el único en esa situación, y además necesitaba
trabajar y ganar pasta, a eso había ido, ¿no? Menos
mal que nos las apañábamos para comer, aprendí
pronto cómo conseguir comida gratis. Nunca
imaginarías la solución que encontramos para tener
menos gastos.
―Pues no, la verdad ―contesté, intentando
acertar qué habían ideado y deseando que no hu-
biesen acudido a métodos poco ortodoxos.
―Nos juntábamos por la noche tres o cuatro tíos e
íbamos detrás de un supermercado del barrio, nos
sentábamos en un banco y esperábamos paciente-
mente, mientras nos fumábamos un cigarro, hasta que
por fin aparecían dos o tres empleados con bolsas
llenas de comida que tiraban a unos enormes cajones.
Nos miraban todas las noches con la misma expresión
de desconcierto y compasión, aunque nunca nos de-
cían nada, y no veas lo que nos encontrábamos: pollos
envasados, con fecha de caducidad de ese mismo día,
pero congelados, qué más daba, no veas qué buenos
en la sartén, yogures de todo tipo, jamón y mortadela,
zumos, fruta algo pocha pero rica. Bueno, había de
todo, incluso tirábamos comida, así que de hambre no
nos moríamos. Íbamos con un par de carritos de esos
de ruedas, que usan las señoras mayores allí para ir a
hacer la compra, y que habíamos encontrado al lado
de un contenedor de basura. ¿Vergüenza? Pues al
principio sí, sobre todo si notábamos que alguien nos
miraba, pero luego te acostumbras; total, no hacíamos
mal a nadie. Así estuvimos varios meses, por lo
menos no tenía que gastar dinero en comida. Por mi
parte de alquiler pagaba ochenta euros, más los gastos
de la casa, agua y luz, otros cincuenta euros al mes.
Calefacción no teníamos, pero allí tampoco hace tanto
frío como aquí en invierno, me abrigaba un poco más
y ya está. Mi situación cambió a los tres meses,
cuando conseguí una oferta de trabajo gracias a mi
primo, así que ahora tengo un empleo, tarjeta de
residencia, contrato con seguridad social y una
habitación para mí solo, también en un piso com-
partido, porque vivo con otros tres chicos, pero
mucho mejor. Y por supuesto que gano más: haciendo
horas extras, paso de las doscientas mil pesetas al
mes, unos mil doscientos euros, y es así como pude
comprarme este coche, de segunda mano, sí, pero va
bien, estoy muy contento ―concluyó orgulloso.
Me estaba contando su vida a un ritmo tan trepi-
dante que casi no tenía tiempo de respirar, y yo ape-
nas podía asimilar todo cuanto le había sucedido. Al
escuchar su historia, sentí alegría por verlo contento, y
también coraje e impotencia por las penurias que uno
tiene que pasar para conseguir una vida mejor. De re-
pente le oí decir:
―Oye, tío, ¿por qué no te vienes? Total, ¿qué
piensas hacer, trabajar de ingeniero por doscientos
euros al mes? Vente, y te echo una mano para buscar
curre, verás que no es tan difícil.
Una pregunta o proposición de este tipo es lo úl-
timo que esperaba, así que me quedé sin saber qué
contestarle, pues yo nunca había pensado en emigrar.
Sí, encontraría un trabajo, ya vería dónde y cómo, y
formaría una familia con Anca, porque no todo el
mundo emigra para poder vivir. Es cierto que
Rumanía estaba lejos del nivel de vida de los países
occidentales, sin embargo no era el tercer mundo; no
nos permitiríamos vacaciones de ensueño, pero
tampoco nos moriríamos de hambre. No había
patriotismo en mis razonamientos e intenciones de
futuro, aunque es cierto que nunca había valorado el
irme lejos para conseguir labrarme un camino. Igual
de indiscutible era que no había ganado más de
ochenta o cien euros al mes en los trabajos que había
desempeñado, pero tampoco me asustaba al
imaginarme el porvenir. Sin embargo, Ion siguió
sembrándome la duda:
―Te lo digo de verdad, tío, consigue algo de di-
nero y vente para España, tu novia irá más tarde,
como hace todo el mundo. Piensa un poco: estás allí
unos años y ahorras para comprarte un piso aquí,
luego ya trabajarás de lo que estudiaste, te casarás y
tendrás hijos. Sé que a ti no se te caen los anillos, por
eso te lo planteo, aparte de porque eres mi amigo,
claro.
El asunto no se detuvo ahí, y durante las dos
semanas que Ion pasó en Rumanía, nos vimos un par
de veces más. La última, el día después de haber
defendido mi proyecto de fin de carrera, salimos para
celebrarlo. Yo quería invitarle a cenar a una pizzería y
a tomar unas cervezas, pero no accedió:
―Nada de pizzerías, vamos a Cornu Vânătorului6;
yo te invito, no te preocupes, no podemos celebrar
algo tan importante con una simple pizza.
Me sentí un poco incómodo, ya que no me podía
permitir ir a aquel conocido restaurante, pero acaba-
mos eligiendo à la carte7 en el Cornu, y luego nos
tomamos no una, sino ni me acuerdo cuántas copas. A
las tantas de la madrugada veía en mi viejo amigo un
hombre de éxito, alguien que sabía pelear por su fu-
turo y que no lo hacía nada mal, así que la decisión de
irme yo también estaba casi tomada.
A los dos días se fue en su Audi negro, y me dejó
en un trozo de papel arrugado su número de teléfono.
―Te esperaré allí, no dudes ni tardes mucho en ir,
¿para qué están los amigos si no para ayudarse?
Eran finales de junio, y quedé con mi novia en Bu-

6 Popular restaurante de Pitești, la capital del distrito de Argeș de la


región histórica de Valaquia, en Rumanía.
7 A la carta (fr.).
carest para tratar el tema con ella.
―Pero ¿estás seguro? ―me preguntó con un hilo
de voz―. ¿Y nuestros planes? A mí todavía me queda
un año…
―Bueno ―le contesté yo titubeante, sin saber
muy bien cómo plantearle todo―, los planes pueden
cambiar: me iría primero yo, con los ahorros para el
piso de alquiler más el sueldo de julio, tú te quedarías
a vivir en el campus hasta fin de curso, y el año que
viene volvería a buscarte. Anca, imagina cómo sería
no tener que esperar a que cambien los políticos ni la
situación económica del país para conseguir un futuro
más fácil. Serían unos años de nada, somos jóvenes y
seguro que lo conseguimos, te lo prometo.
Durante unos instantes tuve la extraña sensación
de que Ion hablaba por mí.
―Pero debemos separarnos, ¿crees que nos será
fácil? ―me preguntó pensando en lo mismo que yo,
debido a que en los casi tres años de relación
habíamos pasado como mucho un par de semanas sin
vernos.
―Esto no hará más que reforzar nuestra unión; yo
te quiero y tú lo sabes, solo te pido que pienses en
nuestro futuro.
―Si tú lo dices… ―me contestó con un suave
tono de voz en el que sentí toda la confianza que
depositaba en mí―. Convenceré a mis padres para
que me den el dinero que mi abuela tenía ahorrado
para mí; no es mucho, pero es más de lo que tenemos
guardado tú y yo.
―No, eso no ―le contesté―, no lo puedo aceptar.
―Pero solo tenemos cuatrocientos euros, ¿qué vas
a hacer con eso? Apenas te llega para el viaje.
Aquella cantidad eran nuestras becas de tres me-
ses, que habíamos ingresado en una cuenta para
poder pagar un alquiler a partir de octubre. A mis
padres no quería involucrarlos, nunca les había
sobrado mucho, pero me quedaba otro mes de trabajo
y sueldo, y además Ion me había prometido echarme
una mano para encontrar empleo rápidamente.
―Que no, de verdad ―me había insistido―. Se-
guro que lo entienden, sabes que quieren lo mejor
para nosotros.
Anca se empeñó en hablar con ellos y, aunque
seguramente no les fuera fácil, accedieron, así que
después de comprarme el billete de autobús y ha-
cerme un seguro obligatorio para poder salir del país,
me quedaban todavía novecientos euros, toda una
fortuna por aquel entonces. «Soy afortunado», me
decía a mí mismo para darme ánimos: «tengo una
familia estupenda y una novia con la que me iría al fin
del mundo, merece la pena emprender este viaje».
Los días anteriores me había despedido de mis fa-
miliares y amigos, y el último fin de semana antes del
viaje visitamos a los padres de Anca. Su madre había
preparado una cena de fiesta, con sarmale 8, sopa de

8 Sarma (turco) y сарма en la mayoría de los idiomas eslavos del sur,


sarma (singular) y sarmale (plural) en rumano es el nombre que se le da
a un alimento envuelto con hojas de vid o de repollo, muy común en los
Balcanes y áreas adyacentes. Sarma (singular) y sarmale (plural) en
rumano, sarma (turco) y сарма en la mayoría de los idiomas eslavos del
sur. Sarma (singular) y sarmale (plural) en rumano, es el nombre que se le
da al rollo de carne picada, mezclada con arroz y cebolla, y sazonada
callos, que a mí me encantaba, y varios tipos de paste-
les caseros.
―Así te irás con buen sabor de boca ―me había
dicho con un tono en el que no había podido dejar de
percibir un poco de inquietud.
Después de la cena, mi suegro y yo salimos al bal-
cón a fumar un cigarro, y el hombre, cuando le agra-
decí su apoyo y le prometí que intentaría no decepcio-
narlos, solo dijo:
―Confiamos en vosotros y en vuestro amor.

Aquella mañana de agosto dejé a mi madre, a mi her-


mana y a mi novia suspirando en el andén de la esta-
ción de autobuses. Mi padre se esforzaba en disimular
el nudo en la garganta, no obstante vi que sus ojos
también se humedecían. Todavía recuerdo esa
imagen, mi madre llorando desconsolada y yo
intentando serenarla:
―Mamá, piensa que voy a una vida mejor, venga,
tranquila.
Y Anca dejándose abrazar como una niña pe-
queña y buscando consuelo en mis palabras susu-
rradas.
―Un año, nada más, un año. Te quiero, solo
piensa en lo mucho que te quiero.
También fueron a despedirme Paul, mi mejor
amigo de todos aquellos años, y Elena y Tudor, mis

con especias, envuelto en hojas de vid o de repollo, muy común en los


Balcanes y áreas adyacentes.
compañeros de Veselia, que me decían:
―Cuidaremos a Anca, no te preocupes, tú encár-
gate de que te vaya bien, ¿vale?
Monté en aquel autobús lleno de dudas y esperan-
zas amontonadas de manera desordenada por todos
los rincones de mi cabeza, sabiendo que aquello no
sería fácil, pero convencido de que lucharía por conse-
guir mis propósitos.
―Cuídate, hijo. Qué tengas mucha suerte
―fueron las últimas palabras de mi madre antes de
que el autobús arrancara.
2. Viaje a El Dorado

Los pasajeros eran de lo más variopinto y el vecino


del asiento de al lado no tardó en intentar entablar
conversación. Yo no tenía muchas ganas de hablar,
pero pronto averigüé que era una persona muy per-
severante.
―¿Qué, la primera vez que vas a España, verdad?
―me preguntó en un tono alegre y, no sé por qué me
pareció, con una pizca de superioridad.
―Sí ―le contesté muy escueto, deseando que
nuestro diálogo acabase allí. Pero no fue posible.
―¿A dónde vas?
―A Valencia.
―Yo voy a Madrid. Llevo dos años y medio con
papeles, ¿eh? ―continuó como si estuviese obligado a
explicarme su situación―. Ahí se vive muy bien, ya lo
verás. Bueno, depende de si tienes a alguien para que
te ayude al principio. ¿Tienes o no? ―me preguntó de
una manera tan directa que fácilmente se podía inter-
pretar como cotilla y descortés.
―Sí, voy a casa de un amigo.
―Ten cuidado con los amigos ―dijo―, te prome-
ten mucho y luego te dejan tirado.
Sus palabras me dejaron atónito, porque nunca se
me había pasado por la cabeza que lo que acababa de
decir mi compañero de viaje pudiese ocurrir. No le
contesté.
―¿Hablas español?
Esa era otra; durante el mes de julio había inten-
tado aprender un poco del idioma del Cid Campeador
por las noches. Estudiar no se me daba mal, y de
hecho hablaba inglés y hasta un poco de francés, así
que en unas semanas había conseguido, creía yo, un
nivel que me permitiese entablar una conversación
básica.
―Creo que sí.
―¿Crees? ¿Cómo que crees? Un idioma se habla o
no se habla ―sentenció―. Es que si no hablas, lo ten-
drás un poco chungo, ¿eh? ―me puso sobre aviso sin
más rodeos.
El muchacho era bastante pintoresco: de pelo muy
corto, pero con una trenza larga y fina que le colgaba
por la espalda, llevaba una camisa de flores hawaiana,
había pensado yo, y una pesada cadena de oro con un
colgante que me hizo mucha gracia, al tratarse de una
moneda de cien pesetas en cuyo dorso, según podría
comprobar en nuestro segundo día de viaje, había he-
cho grabar lo siguiente: «Costel – 8.02.1999 – Juan
Carlos y Sofía, reyes de España».
―Es la fecha en la que yo llegué a España, y como
muchos españoles quieren a sus reyes, lo puse para
tenerlo de recuerdo ―me explicó muy orgulloso.
En la muñeca izquierda llevaba una pulsera igual
de gruesa, con su fecha de nacimiento esta vez, que
me recordaba a la de mi amigo Ion, con la diferencia
de que este último había mandado grabar el equiva-
lente de su nombre en español: Juan. También me ha-
bía arrancado una sonrisa en su momento y Anca y yo
lo habíamos comentado.
―¿Por qué será que todos los que trabajan en el
extranjero vuelven con esas cadenas y pulseras super-
horteras? ―había dicho mi novia y yo sabía que era
una pregunta retórica.
―Bueno, evitando opinar sobre los gustos de la
gente, supongo que será su manera de mostrar a los
de aquí que les va bien, que no han fracasado.
―Da igual, Alexandru, prométeme que nunca te
comprarás algo así, no dejes que te laven el cerebro
―había concluido divertida.
Estaba recordando nuestra conversación al res-
pecto y se me dibujó una sonrisa en los labios, así que
mi compañero de viaje se vio obligado a darme un co-
dazo, suave, eso sí, y a preguntarme:
―¿Por qué te ríes? Dímelo, anda, así nos reímos
juntos.
«Original manera de hacer amigos», pensé.
―Nada, me estaba acordando de mi novia.
―O sea que tienes pareja ―repitió él, satisfecho
por haberme sacado una información más―. ¿Y cómo
es que no viene contigo?
Dudé un momento de si seguir dándole explica-
ciones, por reparo a desvelarme ante un desconocido,
pero ¿qué más daba? No nos volveríamos a ver y tam-
poco le contaría ningún secreto.
―Pues porque le queda un año para acabar la ca-
rrera, la vendré a buscar el año que viene.
―Anda, o sea que intelectuales. ¿Tú también hi-
ciste una carrera?
―Sí, soy ingeniero.
―Toma ya ―dijo con un poco de sarcasmo o por
lo menos así lo percibí yo en su tono de voz―. Sabrás
que en España trabajarás de cualquier otra cosa menos
de ingeniero, ¿verdad? ―continuó queriendo
temperar mis ambiciones profesionales, o eliminarlas
directamente.
A pesar de tener claro que las cosas no serían fáci-
les y que no besaría el santo nada más llegar, no tenía
dudas de que, llegado el momento, intentaría conse-
guir un empleo acorde a mi formación, y así se lo hice
saber a mi compañero.
―No pretendo empezar desde arriba si eso es lo
que quieres decir.
―Ni desde arriba ni desde la mitad ―me dijo con
un semblante muy serio―. Trabajarás en el campo,
como todos, o como mucho en una obra. No te hagas
ilusiones, colega, en España no se atan los perros con
longanizas. Se vive mejor, sí, pero no te esperes el oro
y el moro, sobre todo a principios del camino.
«No me lo espero», estuve a punto de decirle,
pero preferí callarme. «Vaya manera de animar a
alguien», pensé, a la vez que una pregunta empezaba
a rondar por mi cabeza: «¿tan duro sería?»
―Yo lo estuve pasando fatal durante unos meses.
El que prometió echarme un cable me estafó, y decía
ser mi amigo. Todavía presume en el pueblo de lo
mucho que me ha ayudado, pero arrieros somos y en
el camino nos encontraremos, así que intento olvidar
cómo me había prometido un trabajo nada más llegar,
y no solo eso. ¿Sabes lo que hacían su mujer y él? Al-
quilaban habitaciones a presuntos amigos o conoci-
dos, engañándoles con que tenían empleo para ellos, y
una vez aquí les decían que las cosas se habían
complicado un poco y que tendrían que esperar algu-
nas semanas antes de empezar a trabajar. Mientras
tanto les cobraban alquiler, gastos y comida hasta que
se les acabara el poco dinero que traían. Cuando me
acuerdo de que solo me podía duchar una vez a la
semana por no gastar agua, me entra un coraje que…
Mira, mira, se me hinchan las venas, ¿eh? ―me en-
señó tirándome ligeramente del brazo―. Así ellos
vivían por la cara, porque los tontos los mantenían sin
rechistar. La nevera estaba en su dormitorio en lugar
de en la cocina, y a nosotros nos daban patatas fritas,
decían que no había para más, a pesar de pagar cin-
cuenta euros a la semana para comer, y cuando vol-
víamos de buscar trabajo, sin su ayuda, toda la casa
olía a carne frita. Lo pasamos muy mal, un colega que
conocí allí y yo, buscábamos colillas por la calle para
dar una calada, no nos podíamos permitir comprar
tabaco. Pero un día que no estaba la bruja entramos en
su cuarto y atracamos la nevera; no veas cómo nos
pusimos. Había de todo: carne, salchichas, queso,
fruta, hasta whisky tenían, y nos pusimos las botas.
Cuando llegó la arpía, nos echó de casa, no nos dejó
llevarnos ni la ropa, y nos dijo que nos denunciaría si
les causábamos problemas. Como no teníamos
papeles, nos fuimos con lo puesto y con el poco dinero
que nos quedaba nos compramos dos billetes de
autobús para irnos al sur, sería lo último que
intentaríamos. ¿Quieres? ―me preguntó sacando una
botella de țuică9 de la mochila.
―No ―le contesté―, no bebo. ―La verdad es que
no me gustaba el aguardiente, pero no le di más deta-
lles.
―A mí esto me huele a Rumanía, por eso lo llevo.
Lo que te decía, nos fuimos al sur y tuvimos suerte,
tío, porque nada más bajarnos del autobús, allí
mismo, en el andén, se nos acercó un señor español,
¿eh?, y nos preguntó si queríamos trabajar. Nos había
visto pinta de extranjeros, más tarde nos enteramos de
que era así como conseguía mano de obra, fijándose
en la gente, en las plazas donde sabía que se reunían
los inmigrantes o en la estación de autobuses. Eso sí
que es suerte, ¿no crees? Nos pagaba poco y vivíamos
en unas chabolas, donde no había ni baño porque las
había hecho el tío allí, en el campo, cerca de donde
trabajábamos, para ahorrarse en el transporte de los
jornaleros; pero se portó bien con nosotros. Nos daba
tres euros por hora, más el alojamiento gratis, y hasta
nos llevaba comida. Lo peor era ducharse con la
manguera, tío, pero un día nos juntamos tres de
nosotros e hicimos una especie de cabina de madera,
para tener al menos un poco de intimidad, sobre todo
porque también había mujeres. Una mañana se
presentó ahí un inspector de no sé qué sindicatos o
ministerio, y a don Manolo le hicieron elegir entre
pagar una multa o arreglarnos los papeles. Muy gorda
debía de ser la sanción, porque se puso el hombre a

9 Aguardiente tradicional rumano, hecho de ciruelas o mirabeles.


hacer los trámites para legalizar nuestra situación. Y
mira, aquí la tengo. ―Y me mostró orgulloso el
documento que acreditaba su estancia legal en Es-
paña―. La tarjeta de residencia cambia la situación.
Nos fuimos casi todos y don Manolo se enfadó mu-
cho, nos reprochó que fuéramos unos desagradecidos,
pero claro, queríamos ganar más dinero. Ahora tra-
bajo de peón, tengo seguridad social, un sueldo fijo, y
es la segunda vez que vuelvo a casa desde que salí de
Rumanía, hace dos años y medio. Tengo algún amigo
que se ha comprado un coche, pero yo preferí
hacerme con un terreno cerca de mis padres, para
construirme una casa. ¿Qué te parece?
―¿A mí? ―dije―. Me parece bien. ―Como se ha-
bía parado tan en seco, y además con aquella
pregunta, no me salió otra respuesta.
―Hombre, ¿cómo no te va a parecer bien? Esto lo
he conseguido yo con mi trabajo, mi sudor y sufri-
miento y si Dios quiere, el año que viene tengo la casa
levantada, porque mi padre es albañil, así que la
mano de obra me sale gratis, solo tengo que pagar los
materiales. Luego me compraré un coche y buscaré
una chica para casarme, porque tengo que formar una
familia algún día, ¿no?
Supuse que era una pregunta retórica y aunque el
chico se quedó mirándome como si estuviese espe-
rando una respuesta, pensé que tenía razón, que en su
sencillez era un luchador y durante unos instantes
sentí admiración por ese desconocido que me había
desvelado casi toda su vida en solo unas horas.
―¿Y los que te echaron de casa? ―me sorprendí a
mí mismo formulando la pregunta.
―Esos miserables… no los he vuelto a ver, que los
pongo a caldo, ¿eh? Siguen engañando a quien pue-
den, se hicieron una casona en el pueblo, y la gente
dice que mira fulanito y menganito, han sabido bus-
carse la vida y han triunfado. Pero si es a costa de los
demás, de aprovecharse de gente indefensa, gracias,
no lo quiero. Yo trabajé toda la vida con mi padre en
la construcción, sé hacer de todo en mi gremio, y mira
mis manos, mira, son manos de currante. Durante el
año estaba en la obra y en verano en el campo, porque
mis abuelos tienen tierras, y nunca me dio vergüenza,
todo lo contrario. Yo levantaré mi casa con trabajo y
sudor, y tengo la conciencia tranquila, ni he robado ni
he hecho daño a nadie, ¿eh? Esta gente, en cambio, ya
no recuerda sus comienzos, han olvidado que otros
les ayudaron en su momento.
Repetía constantemente aquel «¿eh?» desconocido
para mí hasta entonces, como si necesitase mi aproba-
ción a todo lo que decía.

Llegamos a la frontera, donde creo que me puse un


poco nervioso y mi compañero lo notó.
―¿Tienes invitación?
―Tengo dinero para enseñar.
Unos meses antes se habían abierto las fronteras
del país, lo que quería decir que ya no se necesitaba
visado para entrar en el espacio Schengen. Simple-
mente tenías que justificar que podías mantenerte eco-
nómicamente mientras estuvieras en aquel territorio,
que en teoría y para no salirte de la legalidad, no po-
dían ser más de tres meses.
―¿Cuánto? ―me preguntó el chico ni corto ni pe-
rezoso.
―Suficiente ―le corté yo antes de que me si-
guiera insistiendo.
―Tranquilo, simplemente era para decirte lo que
te podía durar en caso de no encontrar trabajo ense-
guida. Venga, mientras hacemos cola, te invito a unos
mici10, que los echarás de menos, pero antes vamos a
esperar a que nos cobren los cinco euros.
―¿Los cinco euros? ―pregunté.
―¿No lo sabes? Es para los de la aduana, así no
nos controlan el equipaje y tardamos menos en pasar.
Aunque ―siguió bajando la voz― te digo una cosa,
¿eh? Para mí que se lo quedan casi todo los conducto-
res, y se sacan una buena propina, porque con el
sueldo de risa que tendrán…
«Caramba», pensé, «y tan buena, si multiplicamos
cinco euros por más de cincuenta personas».
Mi amigo tenía razón: al rato, uno de los tres
chóferes se pasó con una bandeja de plástico donde
todo el mundo depositaba su billete sin hacer ningún
tipo de comentarios. ¡No me lo podía creer, así que-
ríamos entrar en la Unión Europea! Creo que, instin-
tivamente, rechiné los dientes, y con cierta fuerza
además, porque recibí un nuevo codazo.
―Tranquilo, amigo, esto es así. ¿Qué piensas, que

10Los mititei o mici (en rumano, «pequeños» o «diminutos») son un plato


tradicional de la cocina rumana, que consiste en carne picada con forma
de rollo que se asa a la parrilla.
con una flor se hace primavera? Pues no, hay cosas
más graves que se tendrían que enmendar antes. Ya sé
lo que estás pensando, pero ahora deja de hacerlo,
venga, vamos.
Nos bajamos del autobús y me di cuenta de que se
me habían dormido las piernas, así que agradecí po-
nerme en movimiento. Nos dirigimos a un chiringuito
de donde salía humo, señal de que tenía lo que que-
ríamos, mientras contamos unos diez autocares
delante del nuestro. Así que mi inesperado amigo y
yo tuvimos tiempo para disfrutar de una cena de la
que me acordaría durante bastante tiempo: mis
últimos mici durante muchos meses. Cuando fuimos a
pagar saqué mi cartera, pero mi compañero detuvo mi
gesto:
―Quita, anda, que necesitarás el dinero en Es-
paña, invito yo.
―Gracias. ¿Por cierto, cuál es tu nombre?
―Es verdad, ni siquiera nos hemos presentado.
Yo soy Costel, ¿y tú?
―Yo Alexandru.
―Hasta tienes nombre de intelectual, ¿eh?
No dije nada, sus conclusiones me divertían cada
vez más. Me habían puesto Alexandru por mi bisa-
buelo materno, que había vivido y trabajado durante
toda su vida en el campo, así que dejé para otra oca-
sión el desgrane de su comentario toponímico.
―¿Y qué vas a hacer en España, Álex? ―me pre-
guntó, tomándose la licencia de llamarme con un di-
minutivo, como a un viejo y buen amigo―. Me re-
fiero, ¿qué te tiene preparado tu amigo?
―Pues no lo sé, cuando llegue allí, lo llamaré y ya
veremos.
―Uy, qué mal me suena eso. Pero sabe que vas de
camino, ¿no?
―Bueno, sí ―le contesté entrecortado.
Una semana antes, después de haberme com-
prado el billete, llamé al teléfono que me había dejado
Ion y me contestó una chica:
―Sí, ¿diga?
―Quería hablar con Ion, por favor ―conseguí ar-
ticular después de unos instantes de silencio, porque
no esperaba que me respondiese otra.
―Un momento, ¿de parte de quién? ―me pre-
guntó como una leal secretaria que filtra las llamadas
de su jefe.
―De Alexandru.
―¿Qué tal, compañero? ―oí enseguida la alegre
voz de mi amigo.
―Bien, bien, te llamo para decirte que voy para
allá, salgo el martes que viene, así que llegaré…
―El jueves. Ok, me alegro de que te hayas deci-
dido. Haberme avisado antes, hombre, habría tenido
más tiempo para mover los hilos.
Su respuesta casi me congela el aliento.
―Pero no te preocupes ―continuó―, que uno es
apañado, ya me conoces, y algo encontraremos, tú
vente tranquilo. ¿El autobús llega a Valencia?
―No, va directo a Madrid, allí cogeré otro para
Valencia.
―De acuerdo, pues me esperas en la estación, y si
puedes me llamas desde Madrid, para yo saber la
hora más o menos, ¿vale, tío? Venga, nos vemos aquí,
qué tengas buen viaje.
―Hasta luego ―me dio tiempo a contestar antes
de que colgara el teléfono. ¿O había colgado ya?
Costel me aseguró que conocía muchas historias,
aparte de la suya, de amigos que ofrecían su ayuda
para luego abandonar a su suerte a quienes se habían
aventurado a probar fortuna lejos de casa. Y aunque
después de aquella conversación telefónica no me ha-
bía quedado muy tranquilo, conseguí animarme yo
mismo: «Ion no me dejará tirado, nos hemos criado
juntos. Además, fue él quien me convenció de que
emigrara a España».
Mi compañero de viaje me debió de ver la cara y
cambió de tema:
―Vámonos, solo queda un coche delante del
nuestro.
Nos tocó esperar otra media hora, hasta que un
policía subió al autocar y nos pidió que preparáramos
nuestros pasaportes. Empezó a mirarlos, de uno en
uno, haciendo alguna pregunta de vez en cuando,
dónde y a quién consideraba oportuno.
Cuando nos llegó el turno, Costel mostró orgu-
lloso su documento español. No le hizo preguntas,
solo le puso el sello del visado. «¡Qué rápido!», pensé
un poco nervioso. El policía no debía de tener más de
cuarenta años, aunque se le podía echar alguno más
por su impresionante barriga. Miró detenidamente la
foto de mi pasaporte, luego me observó a mí, y otra
vez la foto, mientras yo me estaba preguntando si
había cambiado tanto en tres años. Pasó las hojas
llenas de visados, una a una, y me interrogó:
―¿A dónde va Usted?
No sabía qué tipo de pregunta era, pues el destino
del autobús era patente. «A lo mejor quiere saber el
propósito de mi viaje», pensé, pero antes de contestar,
oí a Costel:
―Es amigo mío, terminó la carrera este verano, es
ingeniero, ¿sabe? Y sus padres quieren recompensar
sus esfuerzos con un buen premio. Yo le enseñaré Ma-
drid, y luego quiere conocer Sevilla y Barcelona.
No me podía creer lo que estaba escuchando, y
supongo que el policía tampoco, porque le vi esa son-
risa un poco:
―¿Un premio? Anda, yo también quiero uno.
―Cuando usted quiera, señor, le enseñamos toda
España.
Oí el ruido del sello en el pasaporte y después de
advertir el discreto guiño de Costel, respiré aliviado:
me encontraba un poco más cerca de mi destino.
Cuando ya se hubo bajado el funcionario, debí de
mirar al chico con una expresión de gratitud, porque
enseguida me dijo:
―¿Te ha gustado, verdad? A los novatos les
suelen preguntar cosas para ver qué contestan y cómo
reaccionan, aunque en el fondo todos saben a lo que
vamos. No pienses que creyera el cuento del premio,
viste cómo sonreía, pero siempre pienso que, mientras
no den con delincuentes peligrosos, hacen la vista
gorda. Los emigrantes somos un pilar base en la eco-
nomía del país, todos enviamos dinero, así que se nos
puede perdonar alguna irregularidad sin importancia,
¿o no?

Volvimos a parar en la frontera húngara donde, me


advirtió Costel, debíamos tener cuidado con los fun-
cionarios de la aduana, «ya que nos suelen mirar con
superioridad a todos los rumanos». Lo que no hizo
otra cosa que recordarme y ratificarme que el eterno,
obsoleto y ya absurdo antagonismo entre Hungría y
Rumanía no había sido zanjado aún. Por cuestiones de
índole histórica y posteriormente política, mucha
gente de los dos países, aún sin conocer o entender
bien el origen del conflicto, mostraba antipatía hacía el
pueblo vecino, a pesar del gran número de húngaros
que viven en Transilvania, la zona rumana
considerada la manzana de la discordia. Quizás solo
sea una opinión general, pues conocemos de sobra el
poder de los tópicos sobre la mente humana, y
siempre hablábamos de ello mis compañeros y yo, en
los viajes que hice con Veselia.
Recuerdo perfectamente mi primera salida al ex-
tranjero, que había estado esperando desde que tenía
trece o catorce años: tres veranos antes nos habían in-
vitado a un festival en el sur de Inglaterra. El grupo lo
formábamos, en un noventa por ciento, estudiantes, es
decir, gente sin muchos recursos económicos, por lo
tanto nos costeábamos los viajes a base de subvencio-
nes y ayudas por parte del Ministerio de la Enseñanza
o de algún benévolo patrocinador, y siempre elegía-
mos el autocar como medio de transporte. Puede
parecer cansado si pensamos en los días que
pasábamos en la carretera, pero para nosotros aquello
tenía más ventajas que inconvenientes, o quizás
nuestra juventud y entusiasmo nos hiciesen verlo así.
El trayecto de regreso había sido de ensueño. ¿Quién
podría decir lo contrario, si el domingo estuvimos en
Londres, el lunes en París, el martes en Múnich y el
miércoles en Viena? El director del grupo, a quien le
gustaba mucho conocer lugares nuevos, siempre
organizaba los itinerarios de tal manera que
pudiésemos parar en una o dos ciudades de cada país
que atravesábamos.
En aquel primer desplazamiento, al llegar a la
aduana oímos a uno de los veteranos del grupo:
―A ver ahora, con estos irritantes húngaros que
siempre nos miran como si fuésemos maleantes.
Enseguida pensé que su actitud tampoco era
apropiada: iba predispuesto a creer que tendríamos
problemas, que los funcionarios del país vecino nos
mirarían con desprecio y superioridad. Estaba muy
convencido de que, por culpa de ideas preestableci-
das, los individuos actuamos de manera incorrecta en
muchas situaciones.
Con estos recuerdos en la cabeza, vi cómo el guar-
dia de turno subía al autocar y nos saludaba educada-
mente en un rumano muy correcto. Empezó, igual
que su compañero del otro lado de la aduana, a
verificar la documentación de cada uno de nosotros.
Tampoco tuvimos problemas, parecía que todo el
mundo estaba en regla, y a mí me dijo directamente:
―Qué, ¿a probar suerte en España?
No me dio tiempo a articular palabra ya que, an-
tes de que pudiese reaccionar, me estampó el visado
en una hoja del pasaporte y siguió su recorrido. «Otra
barrera superada», pensé.
―Reposa un poco, nos queda bastante viaje ―me
dijo Costel, y me quedé dormido en cuanto el autocar
se puso en marcha.
De madrugada fue él quien me despertó, dán-
dome suaves golpecitos en el brazo.
―Álex, compañero, venga, arriba, que estamos
casi en Austria, tenemos otro control.
Algo sí que había conseguido descansar. De mala
manera, porque la postura de sentado no es la mejor
para echar una cabezada, pero yo estaba acostum-
brado a dormir así, ya que no siempre en mis viajes
por Europa con el grupo nos tocaban dos asientos por
persona.
Cuando ya me estaba espabilando del todo, entra-
mos en la aduana húngaro–austriaca. Apenas había
cola, solo un par de coches delante de nosotros, así
que el turno nos llegó rápidamente. La señora resultó
ser impasible pero tampoco puso pega alguna, aun-
que no pasó lo mismo con los funcionarios austriacos.
Entrábamos en el espacio Schengen, el control, supuse
yo, tenía que ser más minucioso, e incluso eligieron a
tres pasajeros del autocar para revisar su equipaje.
Todavía recuerdo a aquella señora mayor, con un pa-
ñuelo gris en la cabeza y la cara arrugada, suplicando
al conductor:
―Por favor, dígales a estos señores que el queso y
el chorizo los hice yo, son para mi hijo, que no me los
tiren, por favor.
Las amargas lágrimas no le sirvieron de nada:
―Abuela, ya les advertimos de que eso era a
suerte y que si lo veían se lo quitarían. Dé gracias por-
que no le hayan quitado también la botella de orujo.
Me apenó mucho verla pasar ese mal rato; simple-
mente le llevaba a su hijo una pequeña parte de lo que
este, igual que todos nosotros, había dejado atrás.
Pero no pudo ser, y a mí no me parecía para nada un
delito, a pesar de entender y aceptar perfectamente
que había que respetar unas normas bien establecidas.
Reanudamos nuestro viaje, y paramos en la pri-
mera área de servicio para ir al baño y tomar un café.
Nos sentamos Costel y yo en un bordillo al lado del
autocar y desayunamos, en silencio esta vez, galletas y
café todavía caliente de un termo que mi madre me
había guardado en la maleta, y dos cruasanes de cho-
colate que él había sacado de su mochila verde fosfo-
rito. Hubo gente que ni siquiera se bajó del autobús a
pesar de que fue la única parada que hicimos en Aus-
tria. Otra vez en mi asiento, me propuse disfrutar del
paisaje de este país que tanto me gusta y que había
atravesado varias veces, aunque sin visitar más ciuda-
des que Viena y Graz. Me fascinaba tanto la belleza
del panorama que nunca me cansaba de contemplar el
irreal manto verde que cubría las montañas. Pero en
mis intenciones no había contado con la presencia de
mi compañero de viaje, quien, por cierto, durante el
improvisado desayuno no había pronunciado ni una
sola palabra.
―Es que yo, si no me tomo el café por la mañana,
no soy persona ―me explicaría más tarde―. Qué,
dormiste algo, ¿verdad?
―Sí ―le contesté yo sin muchas ganas. Pero él
continuó:
―Esto es agotador, ¿eh? Claro, el avión sale por
un ojo de la cara y si queremos ahorrar y conseguir
algo en esta vida, nos tenemos que sacrificar, ¿o no?
Su intento de involucrarme de forma ineludible
en sus conversaciones a través de aquellas coletillas
me seguía divirtiendo.
―Sí, depende de lo que entiendes tú por…
Esta vez no me dejó ni terminar.
―Es que yo creo que para lograr cumplir un
sueño hay que sufrir un poco. Hay gente, hablo de
emigrantes como nosotros, que se va a trabajar fuera,
pero rápidamente olvida de dónde viene. Yo siempre
he pensado que hay que seguir siendo como somos;
me explico: bastante mal lo pasé cuando llegué a Es-
paña como para ir tirando el dinero y descuidando mi
verdadera meta en la vida. Tengo amigos que se lo
gastan todo en caprichos inútiles desde mi punto de
vista. Quizás lo piense porque yo nunca he entendido
mucho de tecnologías modernas, pero mira, conozco
un chico que en cuanto pudo se compró un coche de
segunda mano, pero es que quería un Mercedes,
siempre decía que para él no había otros coches.
Además, tenía un móvil de esos supermodernos que
le debió de costar un pastón, y se compró una televi-
sión de plasma y un home–cinema para presumir de-
lante de los amigos que iban a su casa. ¿Para qué le
sirve si vive de alquiler y no tiene su propia casa?
―Bueno ―dije yo―, pero no todo el mundo tiene
las mismas aspiraciones que tú en la vida.
―Mira, tío, yo creo que no hay que empezar la
casa por el tejado y, aunque es lógico que las priori-
dades no sean las mismas para todos, pienso que hay
que seguir un camino coherente. ¿Para qué te sirve
una televisión de última tecnología si el piso no es
tuyo? Mi padre siempre me contó que mi madre y él,
cuando consiguieron levantarse la casa, dormían en
un colchón viejo en el suelo y tenían dos tenedores,
dos platos y dos cucharas. Pero que vivían bajo su
propio techo, nadie les podía echar, por eso hay que
empezar desde los cimientos.
Ciertas o no, las conclusiones que con tanta rapi-
dez sacaba Costel parecían tener buen fundamento, o
eso creía, en parte también porque en su discurso ha-
bía un tono muy convincente. Pertenecía indiscutible-
mente a esas categorías de individuos, rumanos y
también españoles, como averiguaría más tarde, con
manifiesta mentalidad sobre la propiedad. Y pese a
que podía darle la razón, aunque solamente fuese por
ahorrarme más explicaciones, le repliqué, fiel a mis
principios:
―Costel, hay que respetar aunque no se comparta
la idea.
―No, no, yo no digo que no respete, cada uno es
dueño de sí mismo. Solamente pienso que demasiado
esfuerzo nos cuesta adaptarnos y buscarnos la vida
lejos de los nuestros como para tolerar salirnos del ca-
mino.
―Cada uno establece sus prioridades en la vida y
se organiza como le da la gana ―no me di por
vencido, entrando al trapo.
―Perfecto, pero creo que esas prioridades no son
las más apropiadas.
«Qué tozudo», pensé. Ya me había picado.
―Quizás tu amigo sea muy joven, no tenga com-
promisos ni ataduras y se compra móviles y home–ci-
nema porque es algo que siempre ha deseado, y si en
Rumanía no se lo permitía y en España lo puede ha-
cer, no lo tienes que criticar. ¿O no? ―me sorprendí
acabando con la misma pregunta de la que Costel
hacía tanto uso.
―Te estoy diciendo que me parece bien, en todo
caso mejor que lo que hace otro amiguete mío, que
lleva dos años en España y se gasta todo el sueldo en
juergas y en cenas con chicas. Eso sí que me parece
ruinoso, porque yo, si me apetece una cerveza, me la
tomo en casa, que en el súper me sale bastante más
barata que en un bar. ¿No crees?
Intenté no seguirle la corriente.
―Este último amigo tuyo, ¿qué hacía en Rumanía
antes de emigrar?
―Pues no sé, supongo que vivir al día, como mu-
chos de nosotros.
―¿Sabes algo de su vida?
―No demasiado, la verdad.
―Entonces no juzgues, Costel, a lo mejor es su
manera de vengarse del pasado, no tienes por qué
pensar que le durará siempre, y en todo caso sería su
problema. Yo tuve una amiga que durante sus estu-
dios en la universidad no pisaba las librerías por no
pasarlo mal, pues no se podía permitir el lujo de
comprarse ni un solo libro, y en cuanto acabó la ca-
rrera y consiguió un buen empleo, lo primero que
hizo antes de comprarse una casa fue invertir en una
biblioteca impresionante. Lo material no es lo más
importante en esta vida, hay otras cosas que alimen-
tan más el espíritu.
No me lo creía, pero logré que mi compañero se
quedase callado, aunque solo por unos instantes, por-
que no tardó en concluir:
―Hombre, si a la chica le gustaba tanto leer…
Me dio la risa, no me aburría para nada y además
mi compañero había conseguido alejarme, por unos
instantes, de los miedos e inquietudes que me origi-
naba el futuro cercano.
Atravesamos Austria en poco tiempo, no es un te-
rritorio muy extenso y hasta la frontera con Italia
tardamos pocas horas. ¡Y ya no había controles! Dis-
fruté recordando y saboreando la sensación que tenía
en mis viajes al pasar de un país a otro sin tener que
presentar pasaporte ni visados. Hoy Rumanía perte-
nece a la Unión Europea y seguro que algún día aque-
lla emoción será rutina o simplemente dejará de
existir, pero entonces me encantaba ese sentimiento
de libertad.
Paramos cerca de Venecia, ciudad que yo había
visitado en dos ocasiones y que me parecía esplén-
dida, aunque no me gustaría vivir allí, rodeado de
tanta agua. Se lo hice saber a mi compañero, por cam-
biar un poco el tema de nuestras conversaciones.
―¡Qué suerte! ―suspiró―. Yo nunca he viajado
al extranjero por placer; es más, cuando emigré era la
primera vez que salía del país, nunca había cruzado la
frontera, ni siquiera hasta Bulgaria.
«Como mucha gente», me dije. Pensé en mis pa-
dres, que solo habían estado en Ruse11 un fin de se-
mana, de recién casados, a través de un viaje organi-
zado por los sindicatos de la empresa, y varios días en
la República de Moldavia, poco después de la revolu-
ción del ochenta y nueve, cuando fueron a comprar
nuestra primera televisión en color, porque allí eran
considerablemente más baratas. Se hospedaron en
casa de un amigo que yo había hecho por
correspondencia, y me acuerdo de que volvieron
fascinados por haber conocido otros lugares, otra
gente y otra cultura. Durante el comunismo no se
podía salir fácilmente del país, ni siquiera de
vacaciones, las fronteras eran como un muro largo y
alto que no se podía atravesar. Yo solo tenía doce años
cuando derribaron el régimen y fusilaron a
Ceaușescu12, pero sí sabía, a pesar de que nuestros
padres intentaban que no escucháramos sus con-
versaciones, que los familiares de los que huían del
país sufrían atroces consecuencias, pues la emigración
se consideraba alta traición.

11Ruse (en búlgaro, Русе) conocida durante la ocupación otomana como


Rustschuk o Rusçuk, es una ciudad del norte de Bulgaria, situada en la
orilla del Danubio y frente a la ciudad rumana de Giurgiu.

12Nicolae Ceaușescu (Scornicești, Reino de Rumanía, 26 de enero de


1918 - Târgoviște, Rumanía, 25 de diciembre de 1989) fue un político
comunista que gobernó la República Socialista de Rumanía desde 1967
hasta su ejecución en 1989 y fue Secretario General del Partido
Comunista Rumano en el período 1965-1989.
Debido a mi corta edad, tuvo que pasar algún
tiempo para que pudiera entender muchas cosas. Pa-
sados los años y de manera contradictoria, había toda-
vía mucha gente que añoraba al ex, como solían llamar
al dictador; más de una vez escuché decir a mis
padres que por lo menos en su tiempo no había paro:
terminabas los estudios y te proporcionaban empleo.
Se hacían reparticiones en los institutos, en las
escuelas de formación profesional y en las
universidades. Una vez trabajando, en las empresas
echabas una solicitud para que te concediesen una
casa, que luego pagabas a plazos, como ahora, pero
sin ahogarse aunque también había gente que se veía
obligada a vivir de alquiler sin tener nunca opción a
compra. Cada año hacíamos varios viajes de fin de
semana, organizados por los mismos sindicatos de las
empresas donde trabajaban mis padres; acudíamos
casi todos los meses a una actuación de conocidos
artistas rumanos en la Casa de Cultura de la ciudad;
los sábados organizábamos, junto con otros amigos,
picnics en el popular parque–bosque situado en las
afueras, o fiestas, no solo para celebrar los
cumpleaños de todos los miembros de la familia, sino
para aprovechar cualquier ocasión ―fin de curso,
vuelta al cole, ascenso de alguno de nuestros progeni-
tores, subida de sueldo―, o sin motivo concreto.
A pesar de los bonitos recuerdos de mi infancia,
había multitud de cuestiones tabú que yo no llegaba a
comprender. Más tarde supe que mi familia en con-
creto tenía la suerte de poder contar con los abuelos,
que vivían en un pueblo y eran los que nos proporcio-
naban muchas de las cosas consideradas un lujo por
millones de rumanos: la comida, que junto con la li-
bertad en todos sus sentidos, era uno de los puntos
oscuros del régimen. En la década de los ochenta, la
carne, la leche o los huevos, por mencionar solo algu-
nos de los alimentos básicos, eran artículos al alcance
de muy pocos en las ciudades. Suerte que mis abuelos
tenían sus gallinas, sus vacas y sus cerdos, así que no
entendía muy bien por qué se formaban esas colas in-
mensas cuando las dependientas del supermercado
del barrio avisaban que «A las once nos traen jamón».
Aunque sí lo viví en mi propia piel un día de verano,
antes de las vacaciones, cuando fui con un amigo a
comprar chorizo. Quedaba mucho para la siguiente
matanza y el embutido de la charcutería también nos
gustaba, así que, como mis padres trabajaban en turno
de mañana, yo era el único que podía ir. Se nos había
criado y educado de tal manera que no era raro ver a
niños de ocho o nueve años, e incluso menos,
haciendo la compra. Llegamos, hicimos cola durante
un par de horas hasta que abrieran la charcutería, que
en realidad estaba abierta todo el día, pero la valiosa
mercancía siempre se vendía a través de una
ventanilla escondida en la parte de atrás de la tienda,
y otro par para que nos llegase el turno, porque había
gente que llevaba allí desde las cuatro de la mañana.
Después de hacer frente a una multitud que se
empujaba, temerosa de que no hubiera suficiente para
todo el mundo, nos tocó y nos dimos cuenta de que
habíamos perdido el dinero, o nos lo habían robado,
qué más daba. Volvimos a casa exhaustos, sin dinero
y sin chorizo, intentando tomarlo todo con calma y
con sentido del humor a pesar de la enorme
frustración.
La falta de carne y embutidos no me afectaba
tanto, pero como niño tenía una pena muy grande: no
poder comer tanto chocolate y tantas naranjas como
me habría gustado. Íbamos alguna vez a tomar un re-
fresco y un pastel en la confitería del barrio, pero el
chocolate era una mercancía excepcional. En cuanto a
las naranjas, debíamos esperar las fiestas de fin de año
para poder comer alguna, y por eso siempre pensé
que la Navidad había sido para mí, durante mucho
tiempo y entre otras cosas, las naranjas que me traería
Papá Noel. ¡Cuántas veces me acordaría de aquella
época cuando, unos años más tarde, pude ver miles y
miles de naranjos en España! Incluso pelarlas cons-
tituía un verdadero ritual. A veces, de la cáscara
apretada con los dedos salía un poco de líquido cuyo
aroma siempre asociábamos a las vacaciones
navideñas, o mejor dicho al invierno, porque entonces
la Navidad no existía oficialmente como fiesta
religiosa. Una vez mondada la naranja, conti-
nuábamos con el ceremonial: primero saboreábamos
los hilitos blancos, después separábamos los gajos uno
a uno y los masticábamos despacio, muy despacio,
para que la explosión del zumo se prolongase lo
máximo posible en cada una de las papilas gustativas.
Muchas veces solo comíamos un par de gajos por la
mañana, otros pocos después de comer, dejando
alguno para la cena. Una naranja al día, y siempre
cerca de Nochevieja.
El pan también lo teníamos racionado: a través de
una cartilla, a nombre del padre de familia, tocábamos
a media barra por persona al día. Gracias a que mi
madre y la vecina conocían a una de las dependientas,
podíamos sacar alguna más, sobre todo los viernes
cuando nos íbamos de fin de semana al pueblo y que-
ríamos librar a mi pobre abuela de cocer pan en el
horno durante horas y horas, aunque el suyo fuera in-
finitamente más rico que el de la tienda. Normalmente
veíamos a los abuelos un par de veces al mes porque
el destartalado autobús de cincuenta plazas, sin aire
acondicionado ni calefacción, siempre iba cargado con
el doble de personas. Cuando más tarde mis padres se
compraron su primer coche, un Skoda de segunda
mano, bastante viejo, que mi padre tenía que arreglar
muy a menudo, también íbamos cada quince días,
porque Ceaușescu había instituido una ley que
entonces producía pena y hoy causa risa: los coches
podían circular, en función de la matrícula, un fin de
semana sí y otro no, supuestamente para evitar los
atascos, aunque en aquella época el parque de
vehículos era mucho menos extenso que hoy.
Del golpe de estado del ochenta y nueve, la revolu-
ción, como lo llama todo el mundo, recuerdo que mi
hermana y yo estábamos de vacaciones en el pueblo
en un diciembre muy frío, y entre juego y juego en la
nieve comentábamos con nuestros amigos:
―¿Sabes que Ceaușescu ha huido?
―Sí, lo están buscando.
―¡Y han disparado!
Cuando mis padres fueron a vernos, me puse a
llorar al oír que llamaban a los hombres de hasta
cierta edad a las armas, y yo le repetía una y otra vez
a mi padre, entre sollozos:
―Que no te maten, papá, que no te maten.
Finalmente mi padre no tuvo que coger ningún
arma. En cambio vivimos la angustia de una vecina
cuyo hijo cumplía en esa época el servicio militar y se
encontraba, además, en una de las zonas consideradas
peligrosas. Todas las noches iba a casa de mis abuelos,
porque ellos tenían una de las pocas televisiones del
vecindario, una en blanco y negro que todavía conser-
van mis padres en el pueblo aunque hace mucho
tiempo que no funciona. Al no poder comunicarse por
teléfono con su hijo, quería ver las noticias en la tele, y
la pobre lo pasó realmente mal hasta que terminó
todo y le llegó una carta en la que el chico le decía que
se encontraba bien, que había estado un par de veces
entre disparos y heridos, pero que afortunadamente a
él no le había pasado nada. Cuando volvió al pueblo,
recuerdo que sobre todo los más pequeños lo
mirábamos como a un héroe, nos quedábamos con la
boca abierta y se nos ponía la piel de gallina cuando
nos contaba cómo había visto pasar las balas cerca de
él. Entonces murió mucha gente joven: la tan deseada
libertad cobró su precio, uno muy caro.
Poco a poco los tiempos fueron evolucionando, y
uno de los grandes cambios consistió en que si antes
había dinero, y no tenía uno en qué gastárselo, después
hubo de todo, pero ya no había con qué comprar. Em-
pecé a ver naranjas y chocolate por todos los lados y
en cualquier época. Las fronteras se abrieron, pero
solo unos pocos podían permitirse salir, así es que,
cuando mis padres volvieron de aquella excursión a
Moldavia, escuchábamos con mucha curiosidad e in-
terés cómo nos detallaban lo que habían visto o co-
mido. Tendría unos trece años cuando empecé a soñar
con viajar por todo el mundo. Hasta entonces había
podido dejar volar mi imaginación solo a través de los
libros, pero pronto ampliaron los horarios televisivos,
muy restringidos durante toda la época anterior, y
pasamos en poco tiempo de dos horas diarias a tener
acceso a la televisión por cable y ver, entre otras cosas,
nutridos reportajes de otros países.
Puede parecer una tontería ―hoy sonrío cuando
lo pienso―, pero recuerdo que en mi primer viaje al
extranjero, con diecinueve años, nada más cruzar la
frontera me sorprendí diciéndome a mí mismo: «¡Pero
si los árboles húngaros son iguales que los de mi
país!» Aquel trayecto fue extraordinario, apenas
dormí a pesar de tardar cuatro días en llegar a
Inglaterra, porque quería verlo todo, sin perderme ni
un solo detalle. Y el paso del tiempo no ha conseguido
borrarme la estampa de Múnich, la primera ciudad
europea que yo visité: en las dos horas que pasamos
allí me salieron alas y en lugar de caminar, volé, tan
diferente me parecía todo.
Por mi país había viajado bastante y, aunque to-
davía me quedaban muchos lugares por conocer,
sentía que se me estaba quedando pequeño, así es que
una vez en Bucarest, en cuanto vi anunciarse una
preselección para el grupo folclórico de la Casa del
Estudiante me presenté sin pensármelo. Siempre me
habían apasionado las tradiciones, y estos grupos
tenían mucho éxito en el extranjero, así que podía ser
mi puerta hacia Europa. El tiempo me dio la razón:
tardé casi dos años en salir del país, pero la espera
valió la pena. Por norma general solo nos pagábamos
el visado, conseguido después de largas colas en las
embajadas, aunque no nos importase demasiado, pues
estábamos acostumbrados a esperar. Llevábamos
poco dinero, normalmente el equivalente a cincuenta
o cien euros para nuestros gastos, sin embargo
siempre nos llegaba para comprar pequeños regalos a
nuestros allegados. Como aquella colonia que le
compré a Anca en un mercadillo de París por cuatro
francos.
En Venecia pensé en ella y en que algún día iría-
mos juntos a muchos sitios.
―Debe de ser muy bonito, ¿verdad? ―me pre-
guntó Costel―. Venecia, digo.
―Así es.
―¿Has montado en góndola?
―No me lo pude permitir; algún día lo haré con
Anca, quizás le pida que se case conmigo en una.
―Qué romántico eres, ¿no? Yo no tengo novia.
Tuve una con dieciocho años, pero se fue con otro que
tenía coche; por eso, cuando tenga mi casa y esté
asentado, sé que la que encuentre no se irá.
Sonreí, mi pintoresco compañero volvía al mismo
tema. Le pregunté, mientras nos comíamos el bocadi-
llo:
―¿Y en España no has encontrado ninguna chica
que te robase el corazón?
―Calla, calla, que a las españolas hay que llevar-
las al cine y a cenar todos los fines de semana y no
estamos como para tirar la casa por la ventana. Ade-
más, yo quiero volver a mi país dentro de unos años y
no creo que una española quiera dejar su tierra por
otra donde no se vive tan bien.
―¿Y las rumanas? Porque también habrá chicas
rumanas.
―Sí, pero la mayoría se vuelven muy españolas,
empiezan a tener humos, les tienes que estar haciendo
regalo tras regalo para que te hagan caso, si no, nada.
Mira…
Cuando oí la palabra mira supe que me contaría
otra historia o que pondría otro ejemplo, y no me
equivoqué.
―El compañero con el que dormía en el salón te-
nía una novia, la conoció allí, y la chica vivía con una
tía suya. Al principio todo muy bien, salían a bailar
los fines de semana, quedaban a tomar café todas las
tardes, el tonto de él se gastaba un dineral porque
claro, un caballero es un caballero, nunca deja pagar a
una chica. Y en cuanto se quedó sin trabajo la novia
empezó a ponerle excusas, que si hoy no puedo, que
si mañana trabajo hasta tarde, que si pasado me en-
cuentro mal, hasta que la vio con otro, que luego nos
enteramos de que tenía una cuadrilla y trabajaba por
su cuenta, y lo más importante, manejaba pasta. La
verdad es que se vuelven muy materialistas, no hay
quien las aguante, y yo no necesito eso, yo quiero que
la chica me quiera por lo que soy.
―Pero te estás contradiciendo, Costel, dices que
cuando tengas tu casa ya no te dejarán colgado.
¿Cómo pretendes que te quieran por lo que eres?
Se quedó un momento pensando y dijo:
―No, hombre, a ver si te crees que le voy a decir
de entrada que tengo casa; ni hablar, primero veo qué
clase de persona es y luego le doy la sorpresa.
Consiguió, sin intención, arrancarme otra sonrisa.
Anca y yo siempre lo habíamos compartido todo, y si
yo no tenía para pagar el café, lo hacía ella sin pro-
blema alguno, porque ser caballero en ese sentido
para nosotros no era más que una mentalidad obso-
leta. Debo reconocer que al principio de nuestra rela-
ción, siempre procuraba invitarla yo, pero cuando ya
haces planes de futuro y lo compartes todo la cosa
cambia, ¡qué voy a contar si sus padres me apoyaron
económicamente para poder irme!
―Y te la piensas traer, ¿verdad? ―me preguntó.
―Pues sí, el año que viene, cuando acabe la ca-
rrera.
―Bueno, no tengas prisa, te aconsejo que lo hagas
cuando las cosas te vayan bien, no querrás compartir
con ella un sofá.
―No, la verdad es que tengo la esperanza de que
el diablo no sea tan negro13, y de que las cosas
marchen bien.
―Yo, de todas maneras, te dejaré mi número de
teléfono, si te ves en apuros, llámame. No es que sea
poderoso, pero llevo más tiempo aquí, quizás te

13N-o fi dracul așa de negru, refrán rumano, equivalente al español El león


no es tan bravo como lo pintan.
pueda echar una mano, y sin pretender nada a cam-
bio, ¿eh?
Se lo agradecí humilde y sinceramente.
―¿Dónde me dijiste que vivías?
―Ahora en un pueblo de Valladolid, es decir, a
unos doscientos kilómetros al norte de Madrid. Me
gustaba más el sur, pero se va uno donde le dan una
oportunidad mejor. Hace más frío y creo que eso hace
que las personas sean también un poco más rígidas,
aunque conozco gente muy maja. ¿Sabes cuál fue una
de las cosas que me dijeron nada más pisar suelo cas-
tellano?
―No.
―Que había llegado al sitio más cerrado de toda
España.
―Ah, los estigmas ―dije.
―¿Los qué? ―me preguntó―. A mí háblame en
cristiano, que no me entero.
―Los estigmas son como un sello que te pone la
gente por pertenecer a cierta comunidad. Se piensa
que es un rasgo común de todos los que forman esa
comunidad, aunque no sea verdad para cada indi-
viduo en parte.
―¡Cómo habláis los listos!
Me dio la risa. Él continuó:
―A mí nunca me ha gustado estudiar. Mira que
mi madre lo intentó por todos los medios, siempre me
decía «Estudia, hijo, que solo así conseguirás ser al-
guien en esta vida». Menos mal que tenía a mi padre,
que siempre contraatacaba: «Deja al chico en paz, no a
todo el mundo le gusta estudiar, que aprenda un ofi-
cio. ¿Qué haríamos si todos fueran médicos o aboga-
dos? También hacen falta fontaneros y mecánicos». Y
tenía razón. ¿O no? Yo me puse a aprender de él, y tan
mal no me fue. ¿A que tú estudiaste porque te
gustaba? ―vino otra pregunta.
―Pues sí.
―No porque te obligaran a hacerlo. Yo dejaré a
mis hijos que elijan el camino que les guste en la vida:
que quieren estudiar, les ayudaré en lo que pueda,
que no, también estaré allí para lo que necesiten.
En la rudeza de mi compañero había una sabidu-
ría, posiblemente heredada de los mayores de su fa-
milia, que te hacía incapaz de no darle la razón.
―Es verdad, Costel. Lo único que tu madre que-
ría que estudiases porque los padres, ya sabes, ponen
en los hijos todas sus ilusiones, quieren que logremos
lo que ellos no pudieron hacer, bien por falta de
oportunidades, bien por cualquier otra razón.
―Ahí dices la verdad. Porque a mi madre siem-
pre le ha gustado leer, lo que pasa es que mis abuelos
no podían mantenerla para que estudiase y tuvo que
empezar a trabajar muy pronto.
―¿Lo ves? No hay que tomárselo a mal, normal-
mente solo quieren para nosotros una vida mejor que
la que ellos tuvieron.
―Sé que era eso, pero hijo, a mí no me gustaba y
punto. Lo que no significa que no me pueda ganar la
vida de otra manera y que no sea bueno en lo mío.
―Tienes toda la razón.
―Y tú, ¿cómo es que decidiste irte si tienes una
carrera? Se supone que vosotros lo tenéis más fácil.
―Las cosas no son tan sencillas como parecen, no
se trata de encontrar trabajo y ya está. Buscar empleo
no es el gran problema porque si estás bien
preparado, lo encuentras, pero no tan bien pagado
como uno desea y espera. Y eso se traduce en que no
podemos comprarnos una casa, formar una familia, en
una palabra, vivir decentemente. Y te aseguro que la
emigración no está ligada a la falta de reconocimiento
por lo que el Estado hizo por nosotros, como dice
mucha gente; se trata, simplemente, de la inseguridad
que nos ofrece el futuro. Además, aunque los
ingenieros ganen más que los obreros, todos tenemos
derecho a una vida digna.
―Eso me gusta, compañero. Me parece a mí que
no eres de los engreídos que se creen más que los de-
más por el mero hecho de haber estudiado en una uni-
versidad. Tú y yo haríamos buenas migas, ¿eh?

Siempre me había fascinado la infraestructura de Ita-


lia, esa manera de entrelazar las autovías formando
ingeniosos nudos en las montañas. Quizás fuera por-
que en Rumanía echábamos muchísimo de menos
unas carreteras en condiciones. De hecho, la única de
doble carril existente hasta hace no mucho era la que
unía mi ciudad con la capital del país, y tampoco es
muy antigua. En cambio, recuerdo que el camino de
Piteşti al pueblo siempre se nos hacía una verdadera
odisea, pues en autobús tardábamos nada más y nada
menos que dos horas en un trayecto de sesenta
kilómetros. Cierto es que había una parada en cada
pueblo, y son unos cuantos, pero el último trecho era
catastrófico, lleno de socavones tan grandes que si no
conducías con mucha atención, el coche podía
perfectamente quedar atascado en uno de ellos.
Durante las campañas electorales, los candidatos a las
alcaldías siempre prometían asfaltar de nuevo la
carretera provincial, pero una vez en el puesto todo
seguía igual. Hace poco mis padres me dijeron que ya
está arreglada y me muero de ganas por verla, porque
como siempre la conocí hecha un desastre, me cuesta
imaginármela.
Pronto entramos en Francia, el país que siempre
me había cautivado por su cultura y por el idioma tan
melódico a mi parecer, que me gustaba casi más que
el inglés. En los colegios siempre se nos había
enseñado el ruso como primer idioma; yo lo estudié
durante tres años pero solo puedo contar del uno al
diez, saludar, y recitar una poesía que originó una
anécdota bastante divertida años más tarde, cuando
visité San Petersburgo y se la canté casi sin respirar a
un taxista, que acabó haciéndonos un descuento
porque le había hecho mucha gracia. La única vez que
estuve en París tuvimos seis horas para visitar lo que
el corto tiempo nos permitiría, y gracias a mi pasión y
mis conocimientos sobre el país y especialmente sobre
la ciudad de las luces, me bajé del autocar sabiendo el
camino a seguir para llegar a los objetivos que había
elegido ver. Algunos de mis compañeros confiaron en
mí, así que hice un poco de guía turístico, y me paraba
de vez en cuando para preguntar a alguien por la
calle, no porque nos hubiésemos perdido, sino por las
ganas que tenía de escuchar la musicalidad del idioma
que tanto me gustaba. Contemplamos boquiabiertos
el célebre Moulin Rouge y mi propuesta de visitar
alguna de las tumbas de los famosos enterrados en el
cementerio Montmartre provocó una peculiar
reacción en casi todos mis compañeros: «¿Un
cementerio? Estás loco, ¿qué tiene de bonito un
cementerio?» Por más que intentara explicarles su
potencial turístico, siguieron mofándose y decidieron
ir a comprar zapatillas de deporte color naranja
fosforito. Es obvio que no todo el mundo comparte los
mismos intereses, pero en aquellos momentos sentí
mucho coraje, y algún día esperaba poder volver a
París con Anca para disfrutar detenidamente de sus
encantos.
A la hora de la cena paramos en un área de servi-
cio cerca de Marsella, donde tuvimos que pagar un
franco para poder entrar al baño, y Costel se sorpren-
dió al oírme hablar con la chica encargada de cobrar-
nos la tasa por necesidades, como la llamaríamos
después.
―Anda, tío, eres un cerebrito, hablas francés, así
que aprenderás rápido el español. Si un torpe como
yo lo ha conseguido, seguro que tú lo hablas en tres
días.
―Eso espero. Vamos, en tres días será difícil, pero
confío en cogerlo rápido.
―Te veo bastante espabilado. A ver si tienes
suerte.
Comimos otro bocadillo, nos quedaban un par de
ellos a cada uno y poco viaje hasta el fin del trayecto.
Por un momento, volví a sentir una emoción tan
fuerte que me dio un escalofrío. Costel, de cuyo espí-
ritu de observación ya no dudaba, lo notó rápido.
―¿Qué te pasa, te encuentras bien?
―Sí, no es nada, solo me está entrando frío.
―Opté por no decirle la verdad, sin saber muy bien
por qué, pero mi amigo no tenía un pelo de tonto.
―¿Frío, en agosto? A ti lo que te pasa es que nos
vamos acercando a la meta y te entran los nervios y
las inseguridades. No te preocupes, hombre, ya verás
como todo sale bien.
Me gustó que intentara darme ánimos, y con el ci-
garrillo nos tomamos.
―El tabaco es muy caro en España, ¿sabes? Bas-
tante más caro que en Rumanía. Es el único vicio que
tengo y muchas veces me he planteado dejarlo porque
se me va un pastón, pero no tengo fuerza de voluntad.
¿Tú fumas mucho?
―Depende, creo que soy más de ocasiones: puedo
estar perfectamente un fin de semana sin tabaco, pero
en una noche soy capaz de recuperar de sobra lo que
no he fumado en dos días.
―De ocasiones… quieres decir cuando sales por
ahí, ¿no?
―También. O cuando me quedo trabajando por la
noche, o estudiando, o si me tomo un café con algún
amigo.
―Mejor, porque ya te digo, el puñetero vicio me
sale por un ojo de la cara. ¿A que traes tabaco?
―Sí, un cartón ―dije acordándome de mi padre.
―Claro, tampoco te dejan llevar más, por lo me-
nos tendrás para unos días.
Montamos otra vez en el autocar y no sé qué hora
era exactamente cuando alguien del asiento de al lado
preguntó en voz alta:
―¿Pillamos cambio de turno o no?
Costel me lo aclaró enseguida:
―Es que si coincidimos con el cambio de turno en
la frontera no nos paran. Lo normal sería que ya no lo
hiciesen porque estamos en territorio europeo, pero
como sigue entrando mucha gente en el país, la poli-
cía hace controles. Yo tuve mala suerte la otra vez, en
el autocar iban tres menores con un señor mayor, te
puedes imaginar el tema, y nos dijeron que no po-
díamos pasar. El problema fue que los conductores no
quisieron dejarlos allí, vete tú a saber qué acuerdos
tienen entre ellos, así que tuvimos que dar la vuelta y
entramos por los Pirineos, cruzando por un sitio
donde no suele haber guardias. A ver qué pasa ahora.
Tuvimos suerte, había varias furgonetas retenidas
en la frontera y los guardias estaban entretenidos, así
que nosotros pasamos de largo, mientras veía a la se-
ñora del pañuelo gris cómo se santiguaba sin parar y
rezaba un Padre Nuestro.
―Bueno, compañero, ya casi estamos. Segura-
mente hagamos una parada en Barcelona y otra en Za-
ragoza, bajará gente.
Así fue, a Madrid llegamos sobre las tres y media
de la tarde y nos bajamos en la Estación Sur, que es-
taba llena de gente. Mi compañero me puso en guar-
dia:
―Hay que tener mucho cuidado con el equipaje y
sobre todo con la cartera, y no por los españoles, sino
por ciertos compatriotas nuestros que se te acercan y
se hacen pasar por polis, te piden la documentación y
el dinero para comprobar que tienes medios para
subsistir en España, luego te devuelven papeles re-
cortados de periódicos. Y te dejan sin nada.
―Pero ¿aquí, a plena luz del día?
―Normalmente te apartan un poco o te piden que
les acompañes a comisaría, y en alguna calle aislada te
dicen que les das pena y que te dejarán ir, no antes de
comprobar que llevas dinero.
―¿Y nadie hace nada?
―Hombre, la policía nos previene, pero poco más
puede hacer, porque los que vienen no suelen tener
papeles, así que no denuncian; por lo tanto ten cui-
dado. A ver, tú ibas a Valencia, ¿verdad?
―Sí.
―Venga, que hay que sacar los billetes, yo tam-
bién tengo que comprar el mío, vamos juntos.
A él le tocaba esperar unos cuarenta minutos, a mí
casi dos horas.
―Nos da tiempo a tomarnos un café, invito yo, tú
guarda el dinero, que te hará falta hasta que encuen-
tres trabajo. Y tranquilo, ya verás cómo tendrás suerte.
No obstante, en caso de que te pase algo, no dudes en
ponerte en contacto conmigo, no te dejaré en la calle,
me has caído bien.
Le di las gracias por todo, al fin y al cabo había-
mos compartido algo más que un viaje, y le dije que
hablaríamos en cuanto me asentase y consiguiera
comprarme un móvil.
Acto seguido, busqué una cabina telefónica para
llamar a Ion y decirle la hora aproximada de mi lle-
gada. Empecé a ponerme nervioso al ver que saltaba
el contestador. «A lo mejor se había quedado sin bate-
ría», pensé para tranquilizarme. «O estará trabajando
en un sitio sin cobertura». De todas maneras sabía que
llegaría ese día y a lo mejor conocía los horarios de los
autobuses que cubrían la ruta Madrid–Valencia, se-
guro que me esperaría en la estación.
El viaje se me hizo bastante largo, el cansancio era
evidente y tenía unas ganas tremendas de estirar las
piernas. Cuando nos fuimos acercando, me entretuve
durante un buen rato mirando sin parar los naranjales
que se extendían a lo largo de la carretera, y por fin
llegué al destino.
Me bajé del autocar intentando localizar entre la
multitud a mi amigo. Me quedé en el andén casi me-
dia hora, pero no apareció nadie, entonces busqué
otra cabina y volví a llamarlo, esta vez bastante más
angustiado que hacía unas horas, sobre todo porque el
teléfono seguía apagado. Salí de la estación y me
encendí un cigarro, con el pulso temblando por los
nervios y el corazón latiendo con mucha fuerza.
«Venga, tranquilidad, vendrá, sé que vendrá, no me
puede dejar tirado». Me senté en un banco, medio
obligado por la tiritera que también se había apo-
derado de mis piernas. ¿Y si me estaba buscando
dentro? Volví a entrar y empecé a dar vueltas, pero ni
rastro de Ion. Me quedé en un parque cercano unas
tres horas, y cada poco volvía a entrar en la estación
por si mi amigo había llegado, hasta que, ya tarde,
decidí alejarme de allí, por miedo a que me parase
algún policía para pedirme la documentación. La
temperatura era agradable, y me pareció que la luna,
grande y altanera, estaba guiando mis pasos. Fui an-
dando sin saber hacia dónde me dirigía y sin poder
fijarme en nada concreto, arrastrando la mochila y la
maleta que me pesaban muchísimo. No sé qué hora
sería cuando llegué a la playa; justo al lado había un
pequeño parque y me encaminé hacia allá. «Reposaré
un rato», pensé, «y de todas maneras es de noche,
¿adónde voy a ir?» Me tumbé y seguramente el can-
sancio y la situación me vencieran, porque me quedé
dormido.
3. Encantado de conocerte, España

Una vez saciado el apetito, me invadió un ingente cú-


mulo de emociones, y necesité varios minutos para
ponerlo todo en orden. El recuerdo del viaje y de lo
que había sucedido el día anterior me volvió a provo-
car una terrible angustia, que inmediatamente me em-
peñé en dominar. Pronto empezó a alborear el día y
me acerqué a la playa para despejarme delante del
juego de colores que brotaba del espléndido abrazo
entre el mar y el cielo. Rápidamente me di cuenta de
que no era el único: había varias parejas acurrucadas
en las tumbonas de la playa y también una achispada
pandilla alegre que se lo pasaba en grande. Me aparté
un poco, sin poder estar quieto y pensando en que
desde luego no era el mejor momento para poder
contemplar la salida del sol, por lo que un par de mi-
nutos más tarde me dispuse a buscar una cabina,
marqué el número de Ion de manera automática y el
corazón me dio un sobresalto cuando le escuché la
voz dormida:
―¿Sí?
―Ion, soy yo, tío, soy Alexandru. Te llamé ayer
varias veces, tenías el teléfono apagado, y salí de la
estación, vine andando hasta la playa, y he pasado la
noche en un parque.
Expuse todo a un ritmo tan trepidante que casi me
quedo sin respiración, quizás porque en mi subcons-
ciente temía que se cortase la llamada y me fuera im-
posible volver a contactar con Ion.
―Alexandru, pero… ― Advertí que el sueño se le
fue en dos segundos―. ¿En qué playa, qué me estás
contando?
―En Valencia, tío, ¿dónde si no?
―Pero ¿cuándo llegaste? ¿Cuánto tiempo llevas
ahí? ¡Por Dios!
―Pues desde ayer.
―¿Qué dices? Yo te esperaba hoy, hasta me pedí
el día libre para ir a buscarte y estar contigo. Ayer se
me olvidó cargar el móvil y anduve sin batería todo el
día. No te muevas, ahora mismo salgo para allá. A
ver, dime dónde estás exactamente.
―Hay un hotel aquí al lado, se llama Paraíso ―le
dije fijándome en el enorme letrero―. ¿Lo conoces? Es
bastante alto y de color azul.
―Al lado de mi casa ―me dijo enseguida―, en
un momento estoy ahí. Espérame enfrente del hotel,
venga, hasta ahora.
No tardó más de diez minutos, y mientras tanto
una euforia frenética se estaba apoderando de mí. Ion
me dio un abrazo muy fuerte y comenzó a discul-
parse:
―Lo siento, amigo, lo siento de verdad. Con tan-
tas cosas que tengo en la cabeza se me fue la olla, en-
tre el trabajo y una y otra, estaba convencido de que
llegarías hoy, vamos, que lo habría jurado.
―No te preocupes, Ion, no pasa nada.
―Pero, ¿dónde pasaste la noche?
―Aquí, en la playa. Bueno, en el parque de al
lado, dormí en el césped.
―¡Qué vergüenza, Dios mío! ¡Cuánto lo siento!
―Que no pasa nada, ya estás aquí, y además yo
me encuentro perfectamente; cansado, pero bien.
―Te podía haber parado algún policía, aunque
con tanta gente, como es temporada alta, no se detie-
nen mucho a pedir papeles en la calle.
Mientras hablábamos, llegamos al portal, y de
aquel corto recorrido solamente recuerdo el sol que
brillaba ya con bastante fuerza, y la imagen de varios
edificios alzándose hacia un cielo celeste sin manchas.
Ion me llevaba la maleta y la mochila.
―Ahora un buen desayuno y a descansar. Mi
chica se fue a trabajar, pero yo te lo preparo.
―¿Tu chica? ¿Te has echado novia? ―le pregunté.
―Bueno, sí. Es de Ardeal14, la conocí hace unos
meses.
―¿Y ya vivís juntos?
―Pues sí, no me viene mal tener a alguien que me
cuide. Ya te contaré.
El inmueble de reciente construcción tenía gran-
des ventanales, varios espejos en el portal y plantas
decorativas muy cuidadas. Subimos en ascensor hasta
el tercer piso.
―Ven, te enseño un poco la casa ―me propuso
Ion nada más entrar y me fue explicando la distribu-

14Otro nombre que se le da a Transilvania, región histórica localizada en


la parte centro-noroccidental de la actual Rumanía.
ción por cuartos―. Esta, que tiene baño dentro, es la
de mi chica y mía. El piso lo alquilé yo hace varias
semanas y luego buscamos compañeros para las otras
dos habitaciones, así compartimos gastos. En esta vive
otra pareja, intelectuales como tú, gente tranquila, que
no da problemas, ya los conocerás. Y en esta otra está
Mihai, un chico que lleva medio año en España y que
todavía no tiene papeles. Compartirás habitación con
él, te toca la cama de arriba, y espero que os llevéis
bien. Decidimos usar el salón como tal, no lo vamos a
transformar en habitación como hace mucha gente
para sacar más dinero.
La casa estaba amueblada sencillamente, pero era
moderna y muy acogedora.
―Las chicas solo pagan el alquiler, sin gastos de
luz, calefacción y agua, porque son las que más labo-
res del hogar hacen. Nosotros también tratamos de no
manchar mucho, por respeto. Venga, deja las maletas
en tu habitación y vamos a desayunar.
Entramos en una cocina con mucha luz y precio-
sas vistas al mar y mi amigo preparó, en un abrir y
cerrar de ojos, café y tostadas.
―¿Lo quieres con leche? ―me preguntó―. Yo me
he hecho a las costumbres de aquí. En España se toma
mucho el café con leche; bueno, en realidad, es más
leche que café, no como en Rumanía, pero a mí me
gusta. ¿Mermelada, mantequilla?
―Sí, perfecto ―dije yo sin querer molestar.
―Si quieres, te preparo unas salchichas con hue-
vos fritos como en casa de mamá.
―No te preocupes, eso está bien.
―Luego vendrá Irina y nos hará la comida, se le
da bien, ¿sabes?
―O sea que te enamoraste.
―Bueno ―me contestó―, enamorado, lo que se
dice enamorado, no podría decir que sí. Es una chica
muy agradable y me encuentro a gusto con ella. La
pobre sufrió muchísimo, tiene un pasado bastante
duro, ya te contaré. Ella sola, yo solo, y aquí estamos,
prefiero no pensar en el pasado ni en el futuro, es me-
jor vivir el ahora y el tiempo dirá.
No le hice más preguntas.
―¿Qué tal el viaje? Fatigoso, ¿verdad?
―Un poco, sí, pero transcurrió bien, sin proble-
mas en las fronteras. Ya sabes, lo típico, te preguntan
a dónde vas y con qué propósito, pero no mucho más.
Eso sí, los austriacos le quitaron a una señora el cho-
rizo y el queso.
―Te advertí que no te complicaras la vida con
eso. Es mejor encargárselo a las empresas de paquete-
ría porque, aunque salga más caro, es más seguro.
Bueno, ¿y tus padres? ¿Y Anca?
―La despedida fue triste y mi madre se quedó
muy desconsolada.
―Lo normal, pero tú tranquilo, lo tuyo lo tengo
casi solucionado: en una semana mi jefe empieza una
obra nueva y le hablé de ti; empezarás de peón y todo
irá bien.
―¿En serio? ¡Qué bien, cuánto te lo agradezco!
―Anda, déjate de tonterías, que no nos conoce-
mos de ayer. Tú, mientras, dedícate a estudiar un
poco el idioma, aunque te digo una cosa: hasta que no
empieces a trabajar, no aprenderás mucho, y lo mejor
es estar entre españoles. Además, tú eres un tío listo,
no tendrás problemas, y mientras, puedes recorrer la
ciudad o ir a la playa, que la tenemos aquí al lado, ya
lo viste.
En realidad, mientras esperaba para empezar a
trabajar, no tenía intención de descansar o quedarme
de brazos cruzados.
―Tengo algo de dinero, Ion, así que puedo pagar
perfectamente mi parte de gastos hasta que cobre mi
primer sueldo.
―Eso que no te preocupe en absoluto, todos sabe-
mos que los comienzos son complicados y yo tengo
ahorros, así que te puedo ayudar.
―No quiero cargarte con mis cosas, bastante estás
haciendo por mí.
―No te me pongas sentimental. Tú habrías hecho
lo mismo, así que no te comas la cabeza; cuando em-
pieces a trabajar ya hablaremos, pero de momento lo
importante es que estás aquí, y para comer hay, que
acabamos de hacer la compra, así que tómate las cosas
con tranquilidad.
―¿Coméis todos juntos? ¿O cada uno se prepara
lo suyo?
―Ya que sacas el tema, te contaré cómo nos admi-
nistramos. Somos cinco, bueno, ahora seis. Yo alquilé
el piso por ciento cuarenta mil pesetas al mes, eso son
unos ochocientos cuarenta euros, dividido entre cinco,
nos tocaba a unos ciento setenta euros por persona; a
partir de ahora será algo menos. Los gastos nos supo-
nen otros cincuenta euros por cabeza, algo más en in-
vierno, por la calefacción, aunque aquí no hace mucho
frío. Las chicas, como te dije, solo pagan el alquiler,
pero se encargan de la casa, y en cuanto a la comida,
lo necesario lo compramos juntos. Todos comemos lo
mismo, vamos dos veces al mes al súper y hacemos la
compra: leche, carne, fruta, aceite… Ahora bien, si a
uno le apetece algo diferente, se lo compra y se lo pre-
para aparte. Por ejemplo a mí me gusta tomarme una
cervecita antes de comer o por la noche, cuando llego
a casa, y me la compro por separado, porque si mis
compañeros no tienen la misma costumbre, no los
tengo por qué obligar a ello. A Irina le gusta mucho el
chocolate y hace lo mismo.
―Es decir, en común tenéis las cosas de primera
necesidad, y por separado los caprichos.
―Exactamente. Y también los productos de hi-
giene y cosmética, me refiero a cremas, champús, des-
odorantes y cosas por el estilo, porque cada uno usa-
mos uno distinto. El papel higiénico y las cosas de
limpieza van en común. De momento funciona y es-
tamos contentos, porque suele haber problemas en la
convivencia, no es fácil que varias personas compar-
tan el mismo espacio. Pero aquí nos reunimos al prin-
cipio y dejamos las cosas claras, para evitar malen-
tendidos, porque la mayoría de los problemas surge
de ellos. Venga, échate un rato ―me dijo cuando
terminamos de desayunar―. Ya colocarás tus cosas
luego, ahora seguro que te gustaría estirar un poco las
piernas, ¿a qué sí?
―Me has leído el pensamiento.
―Pues a la cama, te despertaré para comer,
cuando estén aquí los chicos.
Me acompañó a la que sería mi habitación:
―El propietario nos dejó hasta sábanas y mantas,
así que no tuvimos que comprar nada. Ahora hace ca-
lor y no necesitas taparte. Usa el aseo de mi cuarto si
te quieres dar una ducha antes de meterte en la cama.
Cogí mi neceser y la única toalla que me había
metido mi madre en la maleta y entré en el baño con
azulejos de color beige y un moderno plato de ducha.
Quizás debido al cansancio y sobre todo a las ganas
que tenía de adecentarme, me pareció que los vapores
de agua desprendían un refrescante y alentador
aroma. Me quedé inmóvil debajo de los chorros que
caían suavemente sobre mi cara y mi cuerpo,
llevándose con ellos cualquier huella de inquietud o
preocupación y provocándome un ligero estado de
euforia. De repente me descubrí sonriendo y
susurrando:
―¡Encantado de conocerte, España!
Sin poder pensar en nada concreto, me di prisa en
salir e irme directo a la cama. Segundos antes de dor-
mirme me acordé de que no había llamado a mis pa-
dres ni a Anca y que seguramente estarían preocupa-
dos. «Es lo primero que haré nada más levantarme»,
me propuse.
Debí dormir cuatro o cinco horas, y el sueño fue
tan profundo que me costó abrir los ojos cuando sentí
una cabeza al lado de mi cama.
―Arriba, compañero, vamos a comer. Venga, que
ya están aquí los chicos.
Me despejé rápidamente, saqué una camiseta de
la maleta sin deshacer y fui al baño a lavarme la cara.
Delante del espejo, percibí todavía huellas de cansan-
cio en mi rostro, pero tendría tiempo para recupe-
rarme, y me dirigí al salón, donde me estaban espe-
rando todos sin sentarse todavía en la mesa ya puesta.
―Ella es Irina, mi novia ―empezó Ion las presen-
taciones, señalando a una chica delgada, con el pelo
moreno recogido en dos coletas, que le confería un
marcado aire adolescente.
―Aquí están Mara y Andrei, son pareja. Y él es
Mihai, tu compañero de habitación. No ronca mucho,
y además los fines de semana duerme a deshoras
―añadió mi amigo con aire divertido.
Quise darles la mano, pero Irina se me acercó
rápidamente y me dio dos besos.
―Verás ―me explicó enseguida mi amigo―, nos
hemos vuelto bastante españoles en cuanto a las cos-
tumbres: aquí las chicas dan besos cuando se les pre-
senta a alguien, ya ves qué suerte.
Mara hizo lo mismo, aunque de manera menos
efusiva.
―Él es Alexandru, uno de mis mejores amigos de
la infancia, un tío muy majo que no nos dará quebra-
deros de cabeza ―siguió él con otra broma, supuse
que para romper el hielo.
Los chicos me dieron la mano.
―Encantado de conoceros ―dije―, Ion me habló
esta mañana de vosotros.
―Y ahora a sentarse a comer, que los chicos tie-
nen que volver al trabajo por la tarde. Aquí, excepto si
trabajas en una fábrica, el horario es casi siempre par-
tido y te fastidia todo el día, pero te acostumbrarás.
Fui consciente de la suerte que tenía, pues Ion me
estaba proporcionando abundante información con
respecto a la vida en España. «Partiría con ventaja»,
pensé, y además mi amigo cumplía con su promesa de
echarme una mano para encontrar trabajo, lo que
significaba mucho. Acordándome de las historias que
me había contado Costel, enseguida me consideré un
agraciado.
Nos sentamos a la mesa, que tenía exactamente
seis sillas.
―Hoy toca arroz a la valenciana y pescado, no sa-
bes lo bien que se le da a Irina cocinar comidas de
aquí.
―Trabajo en una casa y tuve que aprender― me
explicó la chica―. A la fuerza, ya sabes, y en muy
poco tiempo.
―Es muy buena cocinera, pero modesta ―la ha-
lagó su novio.
―Mara y yo nos solemos turnar para cocinar un
día cada una, aunque si yo no puedo un día no hay
problema, lo hace ella, y al revés. Y cuando los chicos
nos quieren sorprender alguna vez, comemos fritos.
No era difícil darse cuenta de que a Irina le gus-
taba hablar, igual que a Ion; no le costaba abrirse a la
gente y eso hizo que me sintiera muy cómodo. De re-
pente me volví a acordar de mis padres y de Anca, los
tenía que llamar sin falta, y se lo hice saber a Ion, que
me tranquilizó:
―No te preocupes, en cuanto se vayan los chicos
salimos tú y yo a dar una vuelta y hablas con ellos.
Durante la comida fui conociendo un poco más a
mis futuros compañeros de piso. Supe que Mara y
Andrei llevaban casi tres años en España, habían estu-
diado en Bucarest igual que yo, incluso descubrimos
que habíamos vivido en el mismo campus, aunque
ellos unos años antes que yo y los dos eran del Iași15
que tanto había elogiado nuestro gran Eminescu16.
Mihai era un chico rubio, de ojos azules y tez clara
que no había tenido una vida fácil en Rumanía, y a
Ion lo había conocido a través de un amigo en común.
En cuanto a Irina, pese a que hablara muchísimo,
solo supe que era de un pueblo cerca de Cluj, una pre-
ciosa ciudad transilvana, y tuve la sensación de que se
mostraba demasiado efusiva con su novio, dándole
besos y llamándolo incesantemente iubire, dragostea
mea, puișor17, sin que la presencia de los demás la inhi-
biese. Estuvo en todo momento pendiente de Ion, a
quien se dirigía con un diminutivo que me sonó ex-
traño, porque no había oído a nadie llamarlo así hasta
entonces.

15 Ciudad situada al nordeste del país y centro social, económico,


cultural y académico de la histórica región rumana de Moldavia,
también es conocida como «La ciudad sobre siete colinas» y «La ciudad
de los grandes amores». Eminescu vivió allí durante varios años.

16Mihai Eminescu o Mihail Eminovici (15 de enero de 1850 - 15 de junio


de 1889) fue un poeta del romántico tardío, posiblemente el poeta
rumano más conocido a nivel mundial, siendo sus obras más conocidas
Luceafărul (El lucero o La Estrella de la Mañana), Mai am un singur dor
(Echo de menos tan solo una cosa más), y 5 Scrisori (Las Cinco Epístolas).

17 Cariño, mi amor, pollito (rum.).


―Ionuț, come un poco más, cariño, te tienes que
cuidar, no querrás adelgazar. ¿O no te gusta el arroz?
Por lo menos otro poquito de pescado.
Me recordó a mi madre cuando yo era pequeño y
siempre le parecía que no había comido lo suficiente.
―Que no, que el arroz está riquísimo. ¿Me
quieres cebar o qué?
―Perdóname, cielo, para nada, tú come lo que
puedas y lo que quieras. ¿Te traigo una cervecita?
―Siéntate y come ―le contestó su pareja, porque
ya se estaba levantando para ir a la cocina.
Al terminar de comer, las chicas se levantaron en-
seguida y se pusieron a recoger la mesa. Salté de la
silla como un resorte con intención de hacer lo mismo,
pero calmaron rápidamente mi entusiasmo:
―Tú tranquilo, estás cansado, ya recogerás otro
día ―me dijo Irina.
―Dejadme por lo menos que os prepare un café,
se me da muy bien, de verdad.
―El café ya está hecho en la cocina, ahora mismo
lo traigo ―siguió ella sin que me diera tiempo a
añadir nada más.
Volví a percibir que se mostraba muy servicial, y
aunque quise pensar que solo pretendía ser agradable
con un recién llegado, especialmente porque en
Rumanía, como en muchos otros países, no es raro
que las mujeres estén pendientes de todo en casa,
sospechaba que se trataba de algo más, sobre todo
porque se trataba de una chica muy joven.
Tomamos el café en el salón, todos menos Mihai,
que tuvo que irse antes. Saqué el cartón de tabaco que
había traído y les ofrecí un cigarro.
―El propietario nos permite fumar en el salón y
en la cocina, pero nos pidió que procurásemos no ha-
cerlo en las habitaciones. Aunque yo algunas veces
me echo alguno con Irina, en la ventana, eso sí, ¿ver-
dad?
―Sí, cariño, pero muy de vez en cuando; las nor-
mas son las normas y nosotros no queremos proble-
mas, más cuando el señor siempre nos trata con mu-
cho respeto.
―Irina, de todos modos ―dijo Ion―, empezó
hace poco, fuma cuando nos quedamos charlando
hasta tarde, y es la que nos regaña cuando
exageramos.
Al terminar la sobremesa y cuando todo estuvo
fregado y recogido, los chicos se fueron a rematar la
semana de trabajo, e Ion y yo salimos a dar una
vuelta.
―Te enseñaré un poco los alrededores, pero antes
de nada tienes que llamar a tu casa.
Marqué primero el número de mis padres, desde
la misma cabina telefónica donde por la mañana había
hablado con Ion.
―Hijo ―oí a mi madre toda emocionada―. Ven,
ven, que es Alexandru ―la escuché llamando a mi pa-
dre―. Cariño, estábamos preocupados porque no lla-
maste ayer. ¿Cómo estás, qué tal el viaje?
―Bien, mamá, todo bien, tranquila. Solo que
llegué muy tarde ―mentí― y ya no quise molestaros,
ya sabes que aquí es una hora menos.
Ion estaba a mi lado y noté gratitud en su mirada,
pese a que a mí en ningún momento se me hubiese
ocurrido contarles que había pasado mi primera no-
che en España en un parque.
―¿Estás ya con Ion?
―Sí, claro, dormí hasta tarde y acabamos de salir
a dar una vuelta, porque él se pidió el día en el trabajo
para estar conmigo. No os preocupéis por mí, que ya
habló con su jefe y pronto tendré trabajo.
―¡Qué chico más majo! ¡Qué alegría! Cuidaos
mucho, hijo, y dale las gracias de nuestra parte, algún
día esperamos poder agradecerle lo que está haciendo
por ti. Ahora te paso un momento con tu padre y
luego cuelgas rápido, para no gastar mucho, ¿vale?
―Vale, un beso muy grande y estate tranquila,
todo irá bien.
―Alexandru, ¿cómo va todo?
―Estoy bien, papá. Ion me está enseñando un
poco la ciudad, hace un día muy bueno y lo que he
visto hasta ahora me está gustando mucho. Pronto
empezaré a trabajar, así que cuida a mamá y no os
preocupéis por mí. ¿Y mi hermana?
―Bien, ha salido a hacer un recado, nos pidió que
si llamabas te mandásemos muchos besos. Por lo de-
más, descuida, y si necesitas cualquier cosa ya sabes
dónde estamos. Cuando tengas teléfono, nos lo dices
para que podamos llamarte nosotros también. Venga,
no gastes más, ya hablaremos más adelante, un
abrazo, hijo, y cuídate mucho.
―Lo mismo os digo, papá, hasta pronto.
La resumida conversación me dio mucho ánimo y
enseguida marqué el número de Anca.
―Hola, cariño ―me dijo con la voz quebrada.
―Anca, estoy bien, no llores. ¿Qué tal tú?
―Pues bien, aquí, en casa, echándote muchísimo
de menos. Estaba preocupada.
―Ya lo sé, pero no pude llamar antes ―le dije,
contándole la misma historia―. Llegué bien, diles a
tus padres que todo va bien, mi amigo me está ayu-
dando muchísimo y no tardaré en empezar a trabajar.
Y tú a estudiar mucho, tienes que sacar matrícula de
honor, ¿me oyes? Y hacer un proyecto de fin de
carrera brillante. Ya verás qué pronto pasa este año.
―Pero es que ya te estoy echando de menos mu-
cho, no sé cómo aguantaré tanto tiempo sin verte.
―Sé fuerte, debemos hacerlo por el bien de los
dos y por nuestro futuro. Hablaremos por teléfono y
por Internet, estaremos permanentemente en contacto.
Te quiero mucho.
―Y yo ―me dijo entre lágrimas.
―Te vuelvo a llamar en cuanto esté un poco asen-
tado, ¿vale?
―Vale. Un beso, y cuídate mucho, cariño.
―Hasta pronto.
Si la conversación con mis padres me había lle-
nado de ánimo, después de hablar con mi novia me
puse un poco triste. Yo estaría entretenido trabajando
y adaptándome a mi nueva vida, pero sabía que Anca
se había quedado bastante mal. Ion me vio y me dijo
enseguida:
―Los primeros dos meses serán los peores, luego
se curte uno y además ella tiene que estudiar. No te
preocupes, el tiempo pasa rápido. Vamos a dar un pa-
seo y a tomar algo, hasta la cena tenemos tiempo de
sobra.
Las calles y las playas estaban llenas. Había hote-
les por doquier, y escuché varios idiomas, señal de
que muchos extranjeros pasaban allí sus vacaciones.
Estuvimos caminando algo más de media hora y
me fue enseñando el supermercado donde hacían la
compra, la farmacia, la clínica, y como todavía hacía
mucho calor, Ion me propuso:
―Vamos a sentarnos en una terraza, a la sombra,
y nos refrescamos un poco, porque con este calor nos
quedaremos sin aliento.
Yo me pedí una cerveza y mi amigo un café con
hielo. «Otro aspecto sociocultural a añadir al listado»,
pensé, porque no sabía que la popular bebida también
se tomaba fría. «Será por el clima, porque aquí hace
más calor que en Rumanía y la gente busca refrescarse
con cualquier líquido».
―Bueno, ¿qué? ¿Cuáles son tus primeras impre-
siones? ―me preguntó.
―Balance positivo. No es que haya vivido dema-
siado en un día, pero estoy cómodo.
―¿Qué te parecieron los chicos? Si todo sigue
como hasta ahora, no habrá ningún problema.
―Por mí no creo que cambie la situación. Estoy
acostumbrado a convivir, sabes que nunca tuve una
habitación para mí solo, ni siquiera en casa de mis pa-
dres.
El piso familiar solo tenía dos estancias, y mi her-
mana y yo siempre nos habíamos disputado el que
creíamos que era el mejor lado del cuarto que compar-
tíamos. Eso me sirvió para más tarde cuando, durante
mis estudios en Bucarest, estuve viviendo con otro
compañero en ocho metros cuadrados.
―No lo digo por eso, sé que tú te acoplas en cual-
quier lado, simplemente estoy muy ilusionado con la
tranquilidad y armonía que reina en casa. ¿Qué te ha
parecido Irina?
―Parece muy buena chica.
―Quiero contarte su impresionante historia,
quiero que la conozcas, y así entenderás ciertas cosas.
Cogió aire y, con una mirada un tanto afligida,
pero firme, siguió:
―Llegó a España hace poco más de un año, con la
mala suerte de estar bajo la supuesta protección de
una familia de su pueblo que resultó ser una verda-
dera banda de mafiosos. Irina proviene de un núcleo
muy pobre, con tres hermanos pequeños y un padre
alcohólico, por lo tanto la supuesta ayuda que se les
ofreció fue como un regalo divino, y llegó aquí con la
idea de cuidar al niño de esta familia a cambio de alo-
jamiento, comida y un pequeño sueldo. Evidente-
mente todo era una patraña; le dieron una previa
formación del verdadero trabajo al que se tendría que
dedicar y la obligaron a producir dinero. ¿Cómo? Ro-
bando en tiendas y grandes superficies, en grupos de
dos o tres, siempre mujeres, mientras que un hombre
se quedaba vigilando los alrededores. Llevaban un
bolso forrado con papel de aluminio para evitar que
sonasen las alarmas, se las apañaban para llenarlo de
colonias y bebidas caras, y también algún juego de
lencería fina. Para no levantar sospechas, compraban
una barra de pan, unos calcetines o cualquier otra
chuminada. Iban almacenando la mercancía en el piso
donde vivían de alquiler, y cuando ya tenían
suficiente para que les valiera la pena hacer un envío
a Rumanía, recurrían a empresas de transporte que se
llevaban una comisión en este negocio. Allí tenían a
otros que se encargaban de venderlo todo por debajo
del precio del mercado, y también comercializaban en
España, sobre todo perfumes y ropa interior de marca
que llegaban casi siempre a dueños de casas de
alterne. Como puedes imaginar, a Irina nunca le
quitaban ojo, la controlaban en todo momento, la
amenazaban continuamente con que, al no tener
papeles, si intentaba escapar tendría problemas con la
policía. En casa la acosaban y estuvieron a punto de
violarla en dos ocasiones, y así pasó varios meses,
sufriendo también por miedo a que le pasase algo a su
familia, ya que también utilizaban esta intimidación
para atemorizarla. Hasta que un día les oyó hablar de
un burdel a cuyo propietario la querían vender
porque, decían, tenían que recuperar el dinero que se
habían gastado en su manutención desde su llegada a
España y en el viaje hasta aquí. Fue entonces cuando
decidió escapar a cualquier precio, así que un día que
estaba operando en un supermercado hizo un agujero
en el aluminio del bolso donde llevaba las cosas que
había robado. La alarma sonó y los agentes de
seguridad llamaron a la policía, mientras los demás se
esfumaron en un abrir y cerrar de ojos. En comisaría
lo contó todo, le ofrecieron protección y la
regularización de su situación en España a cambio de
que colaborase con ellos, porque llevaban mucho
tiempo detrás de aquellas bandas. Irina aceptó y es así
como la policía los pilló in fraganti a todos. Encontra-
ron en su casa suficientes pruebas como para poder
detenerlos y llevarlos a la cárcel, aunque no creas que
por mucho tiempo, porque las leyes españolas no son
muy duras en estos casos: los delincuentes de este tipo
pasan unos días en prisión y luego se les suele dejar
en libertad a la espera de un juicio que normalmente
tarda meses en celebrarse, así que al cabo de un par de
semanas estaban otra vez en la calle. Estoy seguro de
que volvieron a operar. A Irina la llevaron a un piso
de acogida, le tramitaron la tarjeta de residencia y al
final la cambiaron de ciudad por su seguridad.
»Nos conocimos hace unos meses en un curso de
español al que me había apuntado con un compañero.
Al principio hablaba poco y pensé que era muy tí-
mida. Después de clase íbamos a tomar un café, pero
ella nunca se quedaba, hasta que un día la invité. Al
principio me dijo que no, que tenía prisa, pero a los
pocos días se dejó convencer. No me contó nada du-
rante tres semanas, pero yo la veía asustada, por la
calle miraba a todas partes y en la cafetería siempre
buscaba el rincón más escondido para sentarnos,
nunca quería que la acompañase a casa hasta que un
día rompió a llorar y es así cómo conocí su historia.
Sentí mucha pena y procuré que conmigo se sintiese
segura, no sé, era como un deber moral. La veía tan
frágil e indefensa que, en cuanto me cambié de piso, le
propuse que viniera a vivir conmigo. Nos habíamos
ido acercando y creo que el miedo se le fue quitando
poco a poco. Sigue trabajando en la misma casa, por-
que los servicios sociales la ayudaron a encontrar tra-
bajo, y todavía tiene que ir allí de vez en cuando, para
mantenerlos informados sobre su situación. Y entre lo
que había sufrido en Rumanía, donde su padre la
maltrataba a su madre y a ella, y lo que vivió aquí,
sigue con un sentimiento de… no sé cómo explicár-
telo…
―Tuvo que ser un trauma terrible ―lo interrumpí
conmovido, pues hasta entonces no había podido arti-
cular palabra, tan increíble y terrible me estaba pare-
ciendo la historia.
―Ya lo verás, me cuida y me mima mucho, dema-
siado algunas veces.
―Ya lo vi en la comida y sentí algo extraño, pero
ahora lo entiendo todo. Ella teme perderte, está en
todo momento pendiente de ti, dispuesta a compla-
certe porque quizás le atemorice pensar que puedan
volver a hacerle daño. Un posible sentimiento de
culpa, sin justificar por supuesto, se traduce en su
seudoservilismo.
―Lo entiendo perfectamente, solo que hay mo-
mentos en los tanto cariño agobia un poco.
―Por eso dijiste no estar muy seguro de que fuese
amor de verdad.
―Claro, a mí me gustó cuando la conocí en el
curso, aunque lo que más me intrigó y me incitó fue el
misterio que la envolvía, o lo que yo creía que era su
timidez, y luego no pude reaccionar de otra manera.
No tenía novia y me sentí bien pensando que la podía
defender y ayudar. Además estoy a gusto con ella y
como se vino a vivir conmigo la cosa fue a más, sin
darnos cuenta apenas, ya somos pareja.
―Sentirás algo más ―le dije, sorprendido al ha-
ber descubierto una faceta poco o casi nada conocida
hasta entonces de mi amigo―. Es imposible que estés
con alguien solo por pena o porque te veas capaz de
defender y dar estabilidad emocional y afectiva a esa
persona.
―Supongo que sí. Lo cierto es que le he cogido
cariño, además aquí no tenía a nadie a quien contar
mis cosas en confianza por las noches. Lo único que
puedo decirte con seguridad es que me encuentro
bien a su lado y que el tiempo dirá. Tiene muchas
cosas buenas: es una chica abierta y divertida, a pesar
de lo que le tocó vivir, ya la conocerás, y tiene un
corazón que no le cabe en el pecho. Ahora está muy
contenta porque todos los meses manda dinero a su
familia, habla con ellos todos los fines de semana y el
hecho de que puede ayudarlos a salir adelante la hace
muy feliz. Yo no sé si a mí me quiere de verdad,
nunca hablamos de eso; creo que le pasa lo mismo que
a mí, y también pienso que se siente en deuda
conmigo y quiere devolverme, por su manera de
comportarse, la ayuda que yo le brindé para ir
olvidando poco a poco lo que le pasó, y el hecho de
que ahora, gracias a eso, lleva una vida normal.
―¿Cómo es que nunca habláis de vuestros senti-
mientos?
―Seguramente sea porque mientras nos encon-
tremos a gusto así, tememos poder estropearlo hur-
gando en los trasfondos. Ah, y una cosa muy impor-
tante: nadie conoce la historia de Irina. Cuando se
vino a Valencia vivía con una chica búlgara en una
situación similar, y yo fui el primer rumano que se le
acercó; no se lo conté ni a mi primo, porque con este
pasó otra historia, y además no me apetecía que la
gente lo supiera, pero contigo es diferente.
―Por supuesto que no hace falta que me pidas
discreción ―le contesté, agradeciéndole la confianza
que me seguía teniendo―. Pero, aunque aparenta que
sí, ¿Irina ha superado el trauma?
―En gran parte sí, aunque le ha quedado alguna
secuela, como ese sentimiento de complacer a los de-
más. Los malos recuerdos nunca se olvidan del todo.
―Eso está claro. Aparentemente se la ve bien,
pero muchas veces la procesión va por dentro.
―Confío en que recupere del todo su autoestima.
Además, su familia está bien, nadie les hizo ningún
daño, pues ese era uno de sus grandes miedos, y no
volvió a saber nada de los que le hicieron vivir aquella
pesadilla. De momento, las cosas van por su cauce
normal, y yo estoy contento y a gusto.
―¿Tu familia sabe que te has echado novia?
―Sí, se lo dije a mis padres cuando estuve allí. Mi
madre fue la que más preguntas hizo, porque ya sabes
cómo son las madres, pero les pareció bien. Aunque
no les conté su pasado, es mejor así, no todo el mundo
lo entiende.
La historia de Irina me impactó bastante y aunque
nunca llegaríamos a hablar de ello, más tarde estuve
intentando aportar mi grano de arena en la normali-
dad de su día a día.
―Aquí todos tenemos una historia, mejor o peor,
pero cada emigrante tiene una. España no es Canadá
ni Australia; ha abierto las puertas a mucha gente de
fuera y ya ves, casi todos llegamos y nos quedamos de
manera ilegal en el país, y nos vamos integrando, aun-
que los comienzos suelen ser difíciles. Mi historia ya
la conoces, en grandes líneas.
«Así es», pensé, «y yo acabo de empezar la mía».
El sol seguía calentando con mucha garra. La te-
rraza se fue abarrotando de gente muy variada, desde
familias con niños que no paraban de moverse entre
las mesas, hasta grupos de chavales que se reían a car-
cajadas, o matrimonios mayores que conversaban
plácidamente delante de un café o una bebida refres-
cante.
―¿Te parece bien que nos quedemos otro poco?
―me preguntó Ion―. Me encantan las terrazas en ve-
rano y el ambiente aquí es mucho mejor que en el
pueblo donde vivía antes. Bueno, digo pueblo porque
los españoles los llaman así, pero que sepas que son
ciudades en miniatura, tienen de todo, desde restau-
rantes hasta supermercados y piscinas.
No como en Rumanía, pensé recordando que en el
pueblo de mis padres solo había un par de bares que
hacían a la vez de tiendas donde compraba la gente
que no podía ir a la ciudad. El antiguo salón de baile
había dejado de ser funcional y el pequeño ambulato-
rio estaba en el pueblo vecino. Era una aldea con muy
pocas modernidades, pero que desplegaba encantos
que yo no encontraba en ninguna otra parte. Temo
que dentro de poco, con los cambios que se están
produciendo constantemente, perderé todo eso y
encontraré un lugar nuevo, totalmente urbanizado,
que nada tendrá que ver con la simplicidad y la be-
lleza del pueblo donde me crié. Quedarán los recuer-
dos, que nada ni nadie nos puede quitar.
―Fue una de las razones por las que decidí ve-
nirme a Valencia capital ―siguió mi amigo―. Aun-
que el motivo determinante tuvo que ver con el am-
biente que se respiraba en el piso donde vivía. ¿Te
acuerdas de que te conté que estaba viviendo con
otros tres chicos? Uno de ellos era mi primo, porque el
piso lo había alquilado él, y había muchas cosas que
yo no entendía. Me ayudó muchísimo en todo el
tiempo que llevo aquí, y le debo un montón de cosas,
pero al mudarnos cambió de manera radical. Tuvo
mucho que ver su novia porque, pese a que oficial-
mente no viviese con nosotros, estaba allí práctica-
mente siempre. Mi primo alquiló el piso a su nombre
y de repente nos pidió a los otros tres una barbaridad
por las habitaciones y por los gastos de la casa. Su
chica estaba presente en todas las conversaciones que
teníamos, pero no de testigo mudo, sino que se en-
trometía e imponía cosas como si fuera la jefa. Yo no
me atreví a decirle nada precisamente por respeto a lo
que había hecho por mí, y cuando uno de los otros
dos chicos dijo que no le parecía justo cómo se
comportaban, le contestaron que si no estaba con-
forme podía irse, que ya buscarían a otro para ocupar
su lugar. El alojamiento nos salía por un ojo de la cara
y además tuvimos muchos problemas en la conviven-
cia. Decidimos que cada uno se comprara su comida y
sus cosas por separado, pero alguien robaba alimen-
tos de la nevera y eso, no, tío, eso no se hace. Si no hay
respeto es imposible que la situación se pueda llevar
bien. Así que al poco de volver de Rumanía, cuando
vi que en dos días me habían desaparecido todas las
provisiones de chorizo, queso, vino, que además te
arriesgas a que te las quiten en la frontera, decidí no
continuar así. Y, comentando en el trabajo que estaba
buscando casa, mi jefe me presentó a un amigo suyo,
el propietario del piso donde vivimos ahora, un señor
muy educado y correcto. Le hablaron bien de mí, yo le
expliqué la situación y así conseguí marcharme. La
única condición imprescindible que me puso es que
no metiese allí a veinte personas, que eso sucede
mucho entre los inmigrantes. Le dejé claro que yo solo
no podía pagar todo el alquiler y que buscaría a más
gente, pero en el contrato establecimos que seríamos
máximo seis inquilinos, así que contigo se llenó el
cupo. Mihai y yo tenemos un amigo en común y me
pareció buen chico, y en cuanto a la otra pareja, ella
era la profesora que nos daba las clases de español de
las que te hablé y coincidió que su novio y ella
también estaban buscando piso. Es una chica muy
lista, habla el español como si fuera de aquí, y Andrei
también es un cerebrito. Son de los pocos inmigrantes
que conozco que trabajan en otras cosas que no sean el
campo, el servicio doméstico o la construcción, pero
ya te contarán, porque seguro que al tener estudios
como ellos conectaréis muy bien.
»Entonces nos fuimos al piso nuevo prácticamente
a la vez. Decidimos que si algún día uno de nosotros
no estuviera conforme con algo, lo dijera sin tapujos y
si no encontramos solución, se va y tan amigos. Lo
mejor es estar a gusto, porque bastante tenemos con
pasar todo el puñetero día trabajando como para tener
en casa agobio y estrés.
Le di la razón y me encantó descubrir a un Ion tan
organizado y tan claro.
―¿Y tu primo? No me has dicho cómo acabó la
historia.
―Muy sencillo. Como tampoco quería disgus-
tarle, simplemente le expliqué que me quería ir a vivir
con Irina y que además el pueblo se me quedaba pe-
queño. ¿Por qué te crees que me precipité en com-
prarme un coche? Lo necesitaba para todo, aunque
vivía aquí al lado. No me hizo preguntas, supongo
que se sentía mal por la situación que se había creado,
y a mí me dio pena que no reaccionase. Por él, ¿sabes?
Es buen chico, quedamos algún fin de semana, incluso
fue a casa a verme con la novia, que sigue sin
gustarme ni un pelo, pero ya sabes, cada uno es
dueño de sí mismo y por mi parte, que haga con su
vida lo que le dé la gana.
»Álex, tío, sí que necesitaba yo un amigo de ver-
dad, como tú, para desahogarme de muchas cosas. Te
advierto, aquí no te puedes fiar de mucha gente. He
visto que los rumanos y los búlgaros, los del este y los
balcánicos en general, somos muy parecidos: en nues-
tros países le damos al prójimo lo poco que tenemos y
nos ayudamos muchísimo; aquí, en cambio, nos vol-
vemos muy egoístas y el deseo de triunfar en España
es tan fuerte que puede con todas las amistades y los
lazos familiares del mundo. Una pena, sí, pero es la
cruel realidad. Ah, y que conste que me incluyo por
ser rumano, no porque yo también sea así ―añadió
riéndose.
―Tranquilo, ya vi que tú de egoísta tienes poco:
primero Irina, luego el orden y la buena onda que
reina en tu casa, y ahora yo.
―Anda, fuera sentimentalismos. ¿Para qué están
los verdaderos amigos? ―Me repitió la frase que me
había dicho dos meses antes en Rumanía―. Lo hago
por las veces que me cubriste las espaldas cuando
éramos críos, ¿qué te crees?
Sonreí, quizás por los muchísimos recuerdos co-
munes de nuestra infancia, o por pensar en las oca-
siones en las que había conseguido sacarse las casta-
ñas del fuego gracias a que «Alexandru es un niño
bueno y tranquilo, no han podido ser ellos».
―¿Recuerdas cuando nos escapamos de casa para
ir al bosque a por fresas? Empezó a llover a cántaros,
nos quitamos los zapatos, volvimos descalzos, porque
nos encantaba andar por las cunetas llenas de agua, y
nos cogimos un catarrazo en pleno verano. ¿Y la
bronca que nos ganamos? Estuvimos castigados toda
la semana.
Rememorar aquella travesura dibujó una sonrisa
en mis labios.
―¿Cómo no me voy a acordar? ¿Y de aquel in-
vierno cuando sacamos a la calle el burro de tus abue-
los para que tirase de nuestro supertrineo? El pobre
animal ni se inmutaba y le gritábamos que se merecía
su nombre.
Una carcajada contagiosa se apoderó de nosotros
durante varios segundos.
―Tendríamos para escribir un libro ―dijo Ion―,
mira a ver si te pones un día a ello, nos haríamos fa-
mosos, y a mí me pones de relaciones públicas o de
representante.
La tarde había tenido de todo. Me gustó que, con
los refrescos, el camarero nos sacara unos cacahuetes
y unas patatas fritas para picar: estaba descubriendo
las tapas. «Una buena idea para poner en práctica si
algún día decidiera montar un bar en Piteşti», pensé
sonriendo.
Para un primer día había conocido muchas cosas,
pero no me encontraba nada cansado, pese a que to-
davía me faltaban horas de sueño. Por fin decidimos
irnos.
―Ya tendrás tiempo para conocerlo todo, poco a
poco. Por cierto, puedes ir al curso ese de español
para extranjeros, ya te informará Mara. Yo ya no voy,
la práctica es mejor que cualquier clase teórica, pero sí
que te puede ayudar, por lo menos hasta que consigas
estabilidad laboral, porque luego los compañeros se-
rán tus mejores profesores.

Llegamos a casa e Ion encendió la tele.


―No veo mucho los programas de aquí, pero
siempre la pongo, sobre todo si estoy solo en casa,
porque me hace compañía.
No faltó mucho hasta que llegaran los chicos; pri-
mero Irina, que dijo estar muy cansada.
―Los niños me dieron la tarde, acaban contigo y
ellos parecen tener unas pilas inagotables.
―¿También cuidas niños? ―le pregunté.
―Sí, tres tardes a la semana, cuando no pueden
los abuelos hacerse cargo de ellos, pero eso me lo pa-
gan aparte. Por la mañana solo me dedico a hacer ta-
reas de la casa: poner lavadoras, planchar, hacer la
compra si hace falta, y cocinar. Me tratan muy bien,
estoy muy contenta, porque oyes cada caso por ahí
que te asustas. Tengo una conocida búlgara que está
en una casa donde la martirizan, sin exagerar. El niño
que cuida tiene unos seis años, la llama «criada» y le
dice que si a él le da la gana sus padres la echan;
además tiene que llevar uniforme, como en las pelí-
culas. Yo, gracias a Dios, he tenido suerte. Cuando
llego por la mañana me encuentro el café preparado y
siempre me dicen que coma lo que quiera. Hasta me
compraron un chándal y unas zapatillas para no estar
con mi ropa; y los niños son muy educados, muy in-
quietos, como todos, pero nunca me faltan al respeto,
y yo les he cogido cariño, porque me recuerdan
mucho a mis dos hermanitos pequeños.
―Debe de ser extenuante ―le dije.
―Lo es, pero esto es lo que hay. Incluso busqué
algo más para mis tardes libres, y enseguida me man-
daron a la casa de los abuelos, donde lo que más hago
es planchar, porque a la abuela no le gusta mucho, y
también tareas que ella ya no puede hacer bien, como
limpiar los cristales o alfombras. Así me saco un di-
nero extra. Y ¿sabes qué, cariño? ―le dijo a Ion―, hoy
me dejaron una nota diciendo que, si quiero, puedo ir
los fines de semana a su restaurante para echar una
mano.
―Pero ¿no será mucho, Irina? Si no descansas ni
un solo día vas a reventar, no eres de hierro.
―Ya, ya lo sé, pero creo que podré aguantar unos
meses, así ayudo a mi hermano el mayor a terminar el
bachillerato, solo le queda este año y sería una pena
que lo dejase justo ahora, ya sabes que tiene cabeza
para los estudios.
El corazón se me encogió al descubrir su espíritu
de sacrificio y de generosidad.
―Además ―continuó― serían solo las noches,
que es cuando más gente hay, e incluso podríamos se-
guir yendo a la playa. ¿Te parece mal, entonces? ―le
preguntó con preocupación en la voz y en los ojos.
―Que no, no es eso. No quiero que te mates tra-
bajando, pero me parece bien, tú haz lo que creas con-
veniente y que seas capaz de hacer.
―Gracias, cariño. También me dijeron que dentro
de un mes más o menos se les va uno de los camare-
ros, así que, aunque acabe la temporada alta es posi-
ble que necesiten un extra para los fines de semana.
Me preguntaron si conocía a alguien, y pensé que te
podría interesar a ti, Alexandru.
―Muchísimas gracias ―le contesté sorprendido.
―Al final verás cómo trabajo no te va a faltar,
aquí solo los que no quieren no trabajan. Aunque no
sea de lo tuyo, nunca se sabe por dónde te lleva la
vida.
La siguiente en llegar fue Mara y, al rato, su no-
vio. Las chicas se metieron enseguida en la cocina
para preparar la cena.
―Yo os puedo echar una mano si queréis. No sé
mucho de fogones, pero aprendo muy rápido ―les
propuse.
―No hace falta, Alexandru ―me dijo Irina―,
pero si insistes, puedes ir poniendo la mesa.
Cosa que hice encantado, pues así me sentía útil.
Cuando ya estuvo todo, llegó Mihai. Nos senta-
mos y probé, también por primera vez en mi vida, la
popular y notoria tortilla de patatas de la que tanto
había oído hablar.
―Por la noche solemos comer algo más ligero
―me dijo Ion―. Nunca antes he cenado yo tantas en-
saladas, pero como la dieta mediterránea tiene tanta
fama y éxito en todo el mundo, decidimos aprovechar
la situación para alimentarnos en condiciones. Pocos
fritos y poca grasa, pero si de vez en cuando me en-
tran ganas, el bocadillo de chorizo y de jamón no me
lo quita nadie, aunque sean las doce de la noche
―completó riéndose.
―Tú y todos ―dijo Andrei―. ¿Has probado al-
guna vez el embutido ibérico? ―me preguntó.
―No he tenido ocasión.
―Es muy probable que no te guste todo al princi-
pio, pero seguro que con el tiempo aprendes a apre-
ciarlo. Exceptuando los guisos de toda la vida, la gas-
tronomía española es bastante distinta de la nuestra,
no tenemos mucho en común en este sentido.
―Sí, sobre todo en el pescado ―añadió Mihai―.
Yo todavía no me atrevo a probar los langostinos y
todos esos bichos con bigotes y conchas a los que lla-
man marisco. Dicen que es un manjar delicioso, a los
españoles les encanta, pero yo no puedo. La semana
pasada un compañero nos invitó a cenar por su cum-
pleaños; todos estaban encantadísimos con la maris-
cada y no entendían cómo a mí no me gustaba. Así
que cuando el camarero, también sorprendido, me
tuvo que preparar un filete de ternera con patatas, se
lo pasaron en grande riéndose de mis… humos.
―Pues tú te lo pierdes ―le dijo Ion―, a mí los
langostinos o las gambas con mayonesa me encantan.
―Y a mí los calamares ―siguió Andrei.
Le di la razón a Ion en mi mente porque el am-
biente era muy agradable y me sentía muy a gusto.
Además, los chicos me seguían proporcionando, sin
darse cuenta, valiosas informaciones sobre la cultura
española.
―Yo me voy a arreglar, he quedado con unos
amigos ―dijo Mihai―. ¿Te apuntas, Alexandru? Con
las parejitas no podemos contar, vamos solo solteros,
a ver si hay suerte y cae algo.
―Te lo agradezco pero creo que para una primera
jornada he tenido suficiente. Prefiero descansar un
poco. Por cierto, yo también tengo pareja, y ya tendré
tiempo de conocer la noche española, aunque primero
tendré que conocer el día a día.
―Perfecto, lo entiendo. Yo curro mucho, ¿sabes?,
pero los viernes por la tarde se me pasa todo el can-
sancio como por milagro. ¿Alguien lo entiende?
―preguntó riéndose y guiñando el ojo.
―Aprovecha ahora ―le contestó Andrei― que
estás soltero, antes de que te eches novia, que luego te
atas y mira nosotros, nos quedamos en casa un vier-
nes por la noche.
Les pedí a las chicas que me dejaran a mí recoger
la mesa y, aunque accedieron, Irina me acompañó en
todo momento, enseñándome dónde estaban los pla-
tos y demás enseres en la cocina.
Mihai se fue dejando un olor a colonia por toda la
casa y volvió a bromear:
―Así se me pegan las chicas como las moscas. Es-
pero no despertarte cuando vuelva, Alexandru.
―Tranquilo, estoy acostumbrado ―le dije, acor-
dándome de la vida de estudiante en la residencia
cuando, aprovechando las salidas de mi amigo y com-
pañero, invitaba a Anca a cenar a mi cuarto. Se que-
daba muchas veces a dormir conmigo en la cama de
noventa, pero el reducido espacio no nos incomodaba,
todo lo contrario; y a las tantas, cuando ya estábamos
dormidos, aparecía Paul radiante y con ganas de con-
tarnos cosas, o le acompañaba su novia y entonces
desayunábamos los cuatro a la una del mediodía, que
es cuando conseguíamos levantarnos. «Qué tiempos
aquellos», pensé, a pesar de que no había pasado una
eternidad desde entonces.
Irina se disculpó diciendo que se encontraba muy
cansada y se fue a dormir.
―No tardaré mucho ―le dijo Ion―, me fumo un
cigarro con los chicos y te sigo. Los viernes solemos
quedarnos después de cenar, todos menos Mihai, ya
lo has visto, para contarnos las cosas de la semana y
charlar, pero tú debes de estar extenuado, amigo ―me
miró―, así que te perdonamos si te quieres retirar.
Estaba cansado, pero por la excitación que tenía
debido a todo lo nuevo que estaba viviendo, sabía que
no me dormiría muy fácilmente.
―No, me quedaré un rato con vosotros, me gusta
que me contéis cosas.
―Pues que te cuenten Mara y Andrei, que tienen
una vida más interesante que la mía.
―No es para tanto, hombre ―contestó Andrei―.
Lo dice por nuestro trabajo ―me explicó―, siempre
lo dice.
―No solo por eso, pero así os vais conociendo
mejor. Mi amigo es un cerebrito, como vosotros
―añadió Ion y todos nos reímos.
Así supe que Mara había llegado la primera a Es-
paña, después de haber terminado Filología Hispánica
e Inglesa, por lo tanto tenía la ventaja de conocer el
idioma. Una tía suya estaba casada con un español y
en cuanto Mara acabó la carrera le enviaron una oferta
de trabajo de una empresa de decoración que tenía el
hermano de su marido, para un puesto de secretaria
de exportación.
―Así que tuve la gran suerte de venirme de ma-
nera legal, con contrato de trabajo. Aunque, como te
puedes imaginar, no todo fue color de rosa. Me fui a
vivir con mis tíos, pero ellos tenían sus trabajos y su
vida, como es lógico. Recuerdo que los dos primeros
meses fueron horribles: como no pude empezar a tra-
bajar nada más llegar, porque los trámites llevan su
tiempo y tuve que esperar a que me dieran la tarjeta
de residencia y trabajo, sin tener otra ocupación que
estar sola en casa, la mayoría del tiempo, o reco-
rriendo las calles de la ciudad para conocerla, lo pasé
francamente mal.
»Sí, tenía a mi tía, que ya era mucho, pero también
tenía mi ración diaria de lágrimas y aunque pueda pa-
recer exagerado, hubo días en los que me despertaba,
comía y me dormía llorando. Echaba de menos todo
lo que tenía que ver con mi vida anterior y hasta me
volví un poco nacionalista. Era una especie de
patriotismo, porque no sé cómo llamarlo de otra
manera, del cual nunca me había creído capaz, y me
pasaba el día haciendo comparaciones, las cartas que
mandaba a mi familia y a mis amigos todas las sema-
nas lo mostraban claramente. Muchas veces todo lo
nuevo me parecía peor de lo que ya conocía; me re-
fiero, ya sabes, a las costumbres de aquí, al carácter de
la gente, hasta al clima, y eso que siempre me he
considerado una persona abierta e inquieta. Lo pasé
muy mal, echaba muchísimo de menos a Andrei, a
mis padres, a mis amigos. Por las noches soñaba con
personas que solo conocía de vista y con las que
nunca había hablado personalmente, con compañeros
de la facultad, con mi antiguo médico de cabecera, con
las dependientas del supermercado del barrio, con el
borracho del pueblo de mis abuelos, con el rector de la
universidad donde había estudiado; en esto se
traducían mis añoranzas y mi sufrimiento. Pero al
final, el deseo y la curiosidad que sentía por conocer
cosas y gente nueva me ayudaron muchísimo y
evidentemente conté con el apoyo incontestable de mi
tía y de su marido, que son dos personas maravillosas.
Al principio mostraba una timidez lógica si pensamos
que me estaba desenvolviendo solo entre españoles,
amigos y conocidos de mis tíos, y una capacidad de
observación cuyos frutos me fueron muy útiles
posteriormente. Vivir casi exclusivamente con y entre
nativos durante esos primeros meses fue duro, pero
más tarde me ayudó muchísimo. Algunas veces me
quedaba hablando con mi tía horas y horas, pero
también me paraba a cambiar algunas palabras con
los que pedían limosna por la calle, en las terrazas o
en los semáforos, y a los que identificaba
inmediatamente como rumanos, antes de leer el cartel
que llevaban colgado al cuello y donde se podía leer
invariablemente: «Soy refugiado rumano, tengo ocho
hijos, mi mujer está enferma, no tengo trabajo,
vivimos en una tienda de campaña, etc. Por favor,
ayúdenme». Los reconocía enseguida por la ropa que
llevaban o simplemente por los rasgos, sentía mucho
coraje al verlos y leer aquellos letreros ―siguió
Mara―. Incluso les reprochaba el uso de la expresión
«refugiado rumano», pues eso no existía, y hasta
llegué a pedir a varios que la cambiaran.
»Volviendo a la realidad con la que me enfrenté
aquí, recuerdo que me molestaba muchísimo que la
gente me preguntara continuamente si en Rumanía
solo había gitanos e, ignorante o irónicamente, porque
es como yo lo sentía entonces, qué guerra había allí. El
hecho de que la gente generalizara despertaba en mí
una rabia y una impotencia que nunca he sido capaz
de describir muy bien con palabras. Intentaba, al
mismo tiempo, entender el razonamiento que daba
lugar a aquellas conclusiones que, parecía, todo el
mundo sacaba, y me decía a mí misma, en un intento
de autoconsuelo, y luego lo comentaba con mi tía: Es
normal que piensen esto, porque ven todos los días a
un «refugiado rumano» pidiendo en la calle. Sin em-
bargo no puedo negar que me dolía mucho, creo que
llegué incluso a sentir vergüenza. No por ser rumana,
a mí nunca me ha dado vergüenza decir de dónde
vengo, sino por tener que dar explicaciones continua-
mente, porque me sentía obligada a hacerlo, era un
intento de convencer a la gente de que a veces las apa-
riencias engañan. Mi tía me decía que no permitiera
que eso me afectase tanto; su marido, en cambio, es-
taba encantado conmigo y le decía que dejase que, con
mi juventud, entusiasmo y mi capacidad de
comunicación, mostrara otra faceta de los inmigrantes
rumanos. Más tarde me enteré de que él nos defendía
con mucho fervor delante de todo el mundo, es una
persona muy especial. En cuanto a mí, no sé si tenía
éxito, lo que sí sé es que por lo menos necesitaba
intentarlo, me sentía casi obligada a iniciar mi batalla
personal contra todos los prejuicios de este tipo. Era
como si estuviese permanentemente en guardia y a
cualquier insinuación me lanzaba a proteger lo que yo
creía que tenía que proteger. Pensándolo bien, creo
que en el fondo todo esto era una respuesta al rechazo
que percibía en el comportamiento de mucha gente
hacia mí. O no necesariamente hacia mí, sino hacia los
inmigrantes en general.
―Te entiendo perfectamente, Mara, y perdona
que te interrumpa, pero yo he vivido situaciones pa-
recidas como turista, no como inmigrante, que me
imagino que será mucho peor. Pertenecí a un grupo
folclórico de Bucarest durante cuatro años.
―¡Qué interesante! ―dijo Andrei―. ¿Dónde,
exactamente?
―En la Casa del Estudiante. Así que tuve la opor-
tunidad y la gran suerte de viajar bastante por Europa
y sufría muchísimo al oír a la gente que asistía a nues-
tros desfiles por las calles de Cardiff, por ejemplo,
hacer comentarios del tipo: And these? Where are they
from? They’re Romanian gipsies18. Porque sabía que pro-
nunciaban la palabra gitanos en sentido despectivo.
También detestaba que, en cada presentación de nues-
tras actuaciones, siempre confundiesen Bucarest con
Budapest. Claro, ese fue mi primer contacto con el ex-
tranjero, y me dolió enormemente descubrir las opi-
niones de los de fuera sobre Rumanía y la imagen que
proyectábamos los rumanos fuera de nuestras fronte-
ras. Poco a poco, aquellas situaciones me afectaron
menos, puesto que siempre intentaba averiguar la
razón de todo ello. Por ejemplo, no tuve dificultad en
comprender el motivo por el que los dueños de mu-
chos bares de Alemania pusiesen en los aseos de sus
locales un cartel que decía, en un rumano perfecto, Nu
vă urcați cu picioarele pe WC!19
―Qué fuerte ―saltó Ion―, y qué cabritos los ale-
manes.
―Que no, Ion, recuerda que en Rumanía, anti-
guamente, el estado de los aseos públicos era deplo-

18 ¿Y estos? ¿De dónde son? Son gitanos rumanos. (ingl.)


19 ¡No se suban con los pies al wáter! (rum.).
rable.
―Asqueroso, mejor dicho. ¿Cómo no nos vamos a
acordar?
―Eso es. Entonces, la costumbre hizo que, du-
rante mucho tiempo, aunque se tratara de un espacio
limpio y con mucha higiene, la mayoría de los ruma-
nos que viajaban al extranjero, siguieran haciendo lo
mismo. Yo eso lo puedo llegar a entender; lo que sin
embargo superó mi capacidad de comprensión fue
otro rótulo que vi en el escaparate de una tienda,
Alemania, que rezaba en alemán y en rumano: Câini și
români nu!20 Eso me pareció fuera de cualquier límite
del respeto humano, porque por mucho que le haya
sucedido al dueño para que recurriese a ello, me
parece increíble que este tipo de carteles, de un
racismo clarísimo, no llamara la atención de las
autoridades.
―Tienes razón ―dijo Ion―. Anda que no se pue-
den tomar medidas, como reforzar la vigilancia de la
tienda mediante cámaras de vídeo o guardias.
―Claro que sí ―añadió Andrei―. Pero qué bien,
Alexandru, ya me gustaría a mí haber viajado tanto.
―Sí, es muy enriquecedor, sin duda. Perdona,
Mara, te interrumpí, estabas contando tu historia.
―No te preocupes, Alexandru, hay tiempo de so-
bra, aunque si te encuentras cansado…
―Para nada ―contesté enseguida―. Es decir, sí
que lo estoy, pero ahora mismo me encuentro tan a
gusto y tan atrapado por todo lo que me contáis, que

20 ¡Perros y rumanos, no! (rum.)


no me lo perdería por nada en el mundo.
―Esperad un momento, chicos, que voy a por
unas cervecitas, ¿os apetece? ―nos preguntó Ion.
―Pero si tú ya te lo conoces ―le dijo Andrei.
―Ya, pero como habla tan bien tu chica y lo
cuenta todo tan estupendamente, me encanta escu-
charla, y no quiero que te pongas celoso, ¿eh?, es solo
admiración.
―Anda, vete a por las cervezas ―le contestó An-
drei, y esa confianza que habían conseguido en tan
poco tiempo me hizo sentir más cómodo aún.
―Bueno ―retomó Mara el hilo―, entonces llegó
mi primer empleo. El dueño de la empresa se portó
fenomenal conmigo, aunque el trabajo en si no era
gran cosa y el sueldo tampoco era lo que yo me había
esperado, y es que, a esa conclusión llegué más tarde,
todos los que abandonamos nuestros países en busca
de una vida mejor soñamos, nunca mejor dicho, con
construirnos castillos en España, y eso en un tiempo
récord. Yo tampoco me excluyo, recuerdo que a mi
llegada pensaba que con una actividad normal, de
ocho horas, ganaría unas doscientas mil pesetas al
mes.
―Que en euros es…
―Mil doscientos, más o menos. Te acostumbrarás
pronto a que la gente lo siga calculando todo en pe-
setas, porque llevamos poco tiempo con el euro. En-
tonces, mi desilusión no fue pequeña cuando supe
que no cobraría más de cien mil; bueno, algo más si
contamos con las horas extras y con el trabajo que me
llevaba a casa.
―Pero ¿no habíais pactado las condiciones econó-
micas antes? ―le pregunté sorprendido.
―No claramente. Cuando se lo pregunté a mi tía,
antes de venirme, pues ella hizo de intermediaria, me
dijo que cobraría lo estipulado en el convenio, pero
nunca me mencionó una cantidad concreta. Ella siem-
pre estuvo convencida de que aquí me iría mejor que
en Rumanía. Por otro lado, el idioma lo iba perfeccio-
nando viendo la tele, leyendo revistas y charlando con
el grupillo de amigos españoles con el que salía algún
fin de semana, la gran mayoría hijos de los amigos de
mis tíos, y con mis compañeros de trabajo, que me
acogieron muy bien en general, se portaron estupen-
damente conmigo, lo que me ayudó a sentirme mejor.
La verdad es que me lo pasaba fenomenal con ellos,
nos reíamos mucho porque enseguida me empezaron
a enseñar palabrotas y se divertían mucho cuando me
escuchaban pronunciarlas. Me preguntaban cosas so-
bre Rumanía, sobre nuestras costumbres y nuestro
modo de vivir, con una curiosidad que me gustaba;
estaban a mi lado y me daban ánimo cuando me en-
contraba de bajón, cuando pensaba en Andrei y en mi
familia, o cuando echaba de menos todo lo que había
dejado atrás. Fueron como una familia para mí, a
pesar de que había una compañera que siempre me
recordaba lo pobre que era mi país y la gran cantidad
de niños que vivía en las calles de Bucarest. Y pese a
que los demás me aconsejaban que no le hiciera caso,
yo me encontraba muchas veces en la misma postura
que te contaba antes, la de estar a la defensiva y dar
explicaciones. Ahora reacciono de otra manera, pero
por aquel entonces tuve muchos momentos en los que
me encontraba sola entre extraños. Ahorré como una
loca durante todos esos meses, quería irme de
vacaciones a casa el verano siguiente y volver a
España con Andrei.
―Te hemos oído antes que tú también tienes no-
via ―dijo Andrei, de repente.
―Sí, se llama Anca y le queda un año para acabar
Historia. Ella también vendrá, nos pasa lo mismo que
a vosotros.
―Pues ya te diremos cómo se aguanta y se lleva
la situación ―bromeó el chico―. Es duro, pero el
amor y la distancia sí que son compatibles, a pesar de
lo que se suele decir.
―Me vendrá bien ―se lo agradecí―. Te fuiste,
entonces, de vacaciones.…
―Sí, y fue un privilegio, puesto que hay inmi-
grantes que, una vez aquí, tardan dos o tres años e in-
cluso más en volver a su país, bien porque no consi-
guen regularizar su situación antes, bien por su pre-
caria situación material. La mía tampoco era para tirar
cohetes, pero me permití ese capricho que en realidad
era una necesidad, tenía que ir a cargar las pilas y a
volver con refuerzos.
―Es decir, conmigo ―aclaró Andrei―. Las tres
semanas que estuvo allí me fue preparando psicológi-
camente, porque ya has visto, hay muchas cosas que
uno no se espera. Así que yo llegué con ventaja ―dijo.
―Como yo, que tampoco empiezo de cero ―le
contesté.
―Es cierto que conté con el apoyo y la aprobación
de mis tíos y de mis padres ―continuó Mara.
―Sí, la pedí en matrimonio y todo, al estilo más
tradicional ―la interrumpió brevemente Andrei―, y
así su padre se quedó más tranquilo.
―Anda, no digas tonterías ―le riñó Mara cariño-
samente―. Por lo tanto volvimos los dos, después de
dejar a mi madre llorando, quizás algo menos descon-
solada que la primera vez. Por supuesto que la madre
de Andrei se quedó igual. ¿A que la tuya también?
―Pues sí ―le contesté acordándome otra vez del
episodio de la estación de autobuses de Piteşti.
―El sufrimiento y la preocupación de las madres
es universal, no hay excepción. Andrei se vino a vivir
conmigo a la casa de mis tíos, pero aunque no tienen
hijos y nos quieren muchísimo, les dijimos que nos
iríamos en cuanto pudiésemos. Me di cuenta de que
aquí la gente es bastante independiente en este sen-
tido y aunque el marido de mi tía es una persona ex-
cepcional, yo no quería molestarles, demasiado ha-
bían hecho por mí. Tampoco quise volver a recurrir a
ellos para que me echasen una mano con el trabajo de
Andrei, había empezado a moverme yo sola y, a tra-
vés de un compañero de mi empresa, conseguimos
colocarlo en una constructora. De peón, evidente-
mente, pero los inmigrantes, con estudios o no, ya
tenemos asumido por norma general el tipo de trabajo
al que tenemos acceso, aunque mi caso fue diferente.
Sin embargo, a Andrei le pasó una cosa muy curiosa.
¿Se lo cuentas, cariño?, que a mí se me ha secado la
boca, así descanso un rato.
―Pero si las chicas nunca os cansáis de hablar
―comentó Ion riéndose.
―Empecé a trabajar a la semana siguiente de lle-
gar aquí ―arrancó Andrei su historia―. Desde abajo,
como te decía Mara, pero no me importaba, tenía unas
ganas tremendas de comenzar a ganarme la vida. Y
un día, al poco de empezar, la casualidad hizo que
faltara uno de los ingenieros de la obra y en el
descanso del bocadillo me puse a observar los
instrumentos de topografía que tenían guardados en
la caseta de al lado. Los había manejado bastante
durante las prácticas de la facultad y coincidió que en
ese mismo momento pasara por allí el encargado.
«¿Qué estás haciendo?», me preguntó, creo que un
poco preocupado. «Solo estaba mirando. Son más
modernos que con los que yo trabajaba en Rumanía»,
le dije señalando los aparejos. «Pero ¿tú entiendes de
eso?» «Sí, soy ingeniero, terminé mis estudios hace
poco y, aunque no tengo mucha experiencia, todavía
no se me ha olvidado nada». Se quedó un rato
mirándome sorprendido y se fue sin decirme nada
más. Al día siguiente por la mañana, cuando me
dijeron que me pasase por las oficinas porque el
gerente quería hablar conmigo, ni se me pasó por la
cabeza lo que me iba a decir. Incluso me entró un
poco de miedo, pensando que a lo mejor no estaban
contentos conmigo, aunque a mi parecer cumplía con
el trabajo lo mejor que podía. «Siéntate, joven», me
dijo el gerente cuando entré en su despacho. Lo hice
como un robot y siguió: «Me han dicho que eres
ingeniero». «Sí», contesté tímidamente. «¿Tienes el
título?» «Sí, lo tengo en casa, traducido y legalizado
en una notaría». Mara se había encargado de ese
pequeño detalle antes de volver, diciéndome que
nunca se sabe para lo que me puede servir. «No lo he
homologado todavía», seguí, pero no me dejó hablar.
«Mira, seré claro. Se nos acaba de ir uno de los
ingenieros y hemos pensado que quizás te interese
nuestra propuesta. Ya miraremos el tema de tu título,
pero hasta entonces puedes trabajar de ayudante, te
hacemos un contrato conforme a tu puesto y, si esta-
mos contentos contigo, tú también lo estarás. ¿Qué te
parece?» No podía creer lo que estaba oyendo. Me
costaba bastante esfuerzo seguir todo lo que me decía
porque mi español no era todavía muy sólido, pero el
«Sí, me encantaría» me salió casi sin darme cuenta.
Eso sí que es tener suerte, compañero.
»Al día siguiente fui a trabajar, pero para dar ins-
trucciones, no para recibirlas, fue tremendo. Mara
tampoco podía creérselo, ¿verdad? Y aunque sigo sin
ser ingeniero de manera oficial, hago casi lo mismo
que mis compañeros e incluso más, porque soy su
mano derecha para todo; y como ellos tienen más ex-
periencia que yo, es normal que me toque desempe-
ñar más tareas para aprender y ponerme al mismo
nivel en todo. En fin, mejores condiciones económicas,
mejor trato… Cuando volví al despacho del gerente
para firmar el contrato y solucionar el tema de los pa-
peles, me dijo que ya era hora de que los inmigrantes
empezasen a meter cabeza en otros campos que los
hasta entonces habituales para ellos.
―Hombre, y tanto ―dijo Ion―. Es una pena por-
que, aunque la gran mayoría somos gente de clase
media-baja y sin estudios universitarios, hay muchos
como vosotros a los que, aun teniendo su carrera, no
les importa fregar escaleras o cargar sacos de cemento.
De esta manera solo se consigue que se pierdan valo-
res, y no me digáis que no es triste.
―Claro que lo es, Ion ―le contesté―. Pero todos
o casi todos sabemos a lo que venimos. Recordarás
perfectamente lo que me dijiste en junio. Yo, igual que
los demás, lo puse todo en una balanza para ver qué
pesaba más, si quedarme en Rumanía, trabajando se-
guramente de lo mío y ganando alrededor de dos-
cientos euros, o venirme aquí bajando de categoría,
pero con un sueldo bastante mejor. Se puede inter-
pretar como cuestión de tiempo, comodidad o lo que
tú quieras, pero no hay otra realidad.
―Por supuesto que fui yo quien te animó, pero
debe ser bastante frustrante aguantar las manías de
otros después de haberse desgastado uno los codos en
las aulas de una universidad. No lo digo por mí, sabes
que a mí nunca me gustó estudiar y sé perfectamente
hasta dónde puedo llegar, lo digo por vosotros, los in-
telectuales.
―Sí, pero somos nosotros los que elegimos este
camino.
―Ya lo sé. Creo que me voy a ir a la cama. Tene-
mos siempre conversaciones de todo tipo, Alexandru,
pero yo os dejo por hoy.
―Igual tú también deberías irte ―dijo Andrei―.
Mañana iremos a la playa y te seguiremos contando.
―Tienes razón, me voy a descansar, aunque me
encanta hablar con vosotros. Buenas noches, chicos.
Hasta mañana.
Me fui a mi habitación y en dos minutos ya estaba
en la cama. «Ni siquiera he colocado mis cosas en el
armario», pensé, pero ya tendría tiempo para hacerlo.
Me di cuenta enseguida de que tenía unas vistas muy
bonitas desde el cuarto; aunque solo se tratara de un
tercero, todo eran luces multicolores, y hasta me pare-
ció escuchar el estruendo del oleaje. En los pocos mi-
nutos que tardé en dormirme pensé que me gustaba
aquello, quizás gracias al buen ambiente que me había
encontrado, y también a las ganas locas que tenía por
hacer realidad mi sueño.

Me desperté por la mañana cuando la luz ya había


inundado la habitación. Ion me explicaría que si
quería dormir más tenía que bajar las persianas, pero
a mí me gustaba que la claridad me sacase de la cama.
Las persianas, a las que los rumanos no estábamos
muy acostumbrados, son un elemento presente y
prácticamente obligatorio en todas las casas españolas
y pensé que era por el clima, pues en las costas hay sol
durante casi todo el año. Ahora se están poniendo de
moda en Rumanía también, pero antes muy pocas
viviendas las tenían.
Bajé de mi cama con cuidado para no despertar a
Mihai, y enseguida vi que la suya estaba sin tocar.
«¿No habrá vuelto todavía?», me pregunté. Me fui di-
recto a la cocina y allí estaba, junto con Irina, que es-
taba preparando el desayuno.
―Buenos días ―les dije.
―Hombre, ¡qué madrugador! ―me contestó
Mihai.
―No más que tú ―le repliqué sonriendo.
―Buenos días, Alexandru ―me dijo Irina―. A
este no le hagas caso, que acaba de llegar, ahora
mismo le mandamos a su cuarto. Tú vete al baño si
quieres, que aún queda otro por levantarse, esperaré a
que salgas y luego le despierto. Mara y Andrei
también siguen en la cama, pero no tardarán en salir.
Mientras, yo voy preparando el desayuno.
―Y tú, ¿cómo vuelves a estas horas? ―interrogué
a Mihai, y al instante me di cuenta de que mi pre-
gunta se había parecido a las de una madre preocu-
pada y algo enfadada.
En realidad simplemente se me hacía raro ver a al-
guien volver a casa de día, ya que en Rumanía solía-
mos acabar la fiesta a las cuatro o cinco de la mañana.
―No son ni las diez todavía ―contestó Mihai di-
vertido―. Ya te llevaré conmigo para que veas cómo
se vive la noche española; te sorprenderás, hay in-
cluso discotecas que abren por la mañana. Además,
siempre terminamos con un desayuno típico, los ri-
quísimos churros con chocolate.
Una vez más me sorprendió el nivel de adapta-
ción e integración de mis compañeros. «¿Pasaría lo
mismo con todos los inmigrantes?», me pregunté. Más
tarde vería que no, que había varias categorías. Todo
un análisis socio-psicológico.
―Venga, Mihai, acábate la tostada y ¡a la cama!
―le dijo Irina con un tono protector.
―Yo me voy a duchar ―les comuniqué.
Solo me había traído una toalla y un neceser pe-
queño con cepillo y pasta de dientes, una pastilla
grande de jabón, un pequeño bote de champú, des-
odorante, un par de maquinillas de afeitar, gel y after
shave. Suficiente por ahora, le había dicho días antes a
mi madre.
Procuré no hacer mucho ruido y el espejo me de-
volvió la imagen de un rostro del que había desapare-
cido cualquier huella de cansancio. No tardé más de
un cuarto de hora en asearme y cuando salí me
encontré con Ion en el pasillo de la habitación.
―Ya tienes el baño libre ―le dije―. Buenos días.
―Te oí antes, pero nunca me levanto nada más
despertarme. ¿Qué tal dormiste?
―Sin sueños.
―Normal, estabas muy cansado. Dentro de un
rato desayunamos, ¿de acuerdo?
Entré en mi habitación y Mihai estaba preparando
su cama.
―Esa parte del armario está vacía, para que te
puedas instalar del todo ―me dijo.
―Muchas gracias, compañero ―contesté―. Me
sobrarán cajones, traigo pocas cosas.
―Como todos cuando venimos, no te preocupes.
Ya te diremos dónde y cuándo puedes comprar ropa
que esté bien de precio.
―Me vendrá bien. Lo colocaré más tarde, ahora te
dejo descansar.
―No te preocupes, en cuanto me meta en la cama
ya estoy dormido, y no me despertaré ni si cortas leña
a mi lado.
En la cocina, la mesa estaba preparada: había
tostadas, queso, mermelada y café.
―Solemos desayunar aquí―me explicó Irina―.
Hay solo cuatro sillas, pero como no salimos todos a
la misma hora por la mañana, no hay problema. Hoy
traeremos una de la mesa del salón. ¿Tú qué sueles
tomar? Si quieres, te puedo hacer unos huevos fritos.
―No te preocupes por mí, Irina, de verdad, esto
está bien. No soy quisquilloso con la comida.
―Buenos días. ―Hicieron su aparición Mara y
Andrei, con cara de sueño todavía.
La cocina tenía mucha claridad, gracias a un
enorme ventanal, y a mí me gustaban las casas con
mucha luz. Quizás porque el piso de mis padres tenía
orientación norte y además daba a un parque con mu-
chos árboles, ventajoso en verano, pues se agradecía
mucho la sombra y el frescor, pero yo siempre había
echado de menos más luminosidad.
Me acordé también de Anca. En los planes de fu-
turo que hacíamos, ella siempre decía que el día que
tuviéramos nuestra propia casa, la cocina sería blanca
para atraer todavía más luz. «Pero el blanco se ensucia
rápido», le decía yo, pensando en los muebles del piso
de mis padres, que mi madre estaba limpiando a to-
das horas.
―Los sábados solemos ir a la playa, pero por su-
puesto que eres libre de hacer lo que te apetezca ―me
puso al día Ion―. También damos algún que otro pa-
seo, sobre todo los chicos, porque no nos gusta estar
mucho tiempo tumbados al sol.
―Estupendo, así conozco un poco más la ciudad.
―Llevamos bocadillos y fruta, porque no es plan
de comer fuera cada dos por tres. De vez en cuando
vamos a una pizzería o a algún restaurante que está
bien de precio, casi siempre a principios de mes, por-
que luego hay que organizar el dinero y también aho-
rrar, para eso se supone que estamos aquí. Mihai es el
que más sale, pero lleva poco tiempo aquí y además
no tiene cargas ni responsabilidades, así que exprime
la vida.
Entré muy despacio en la habitación para recoger
mi bañador, la toalla y las chanclas; mi compañero es-
taba roncando y ni se inmutó.

El día era muy soleado y en la playa había bastante


gente. Elegimos un lugar entre dos parcelas privadas,
según me explicaron los chicos, es decir que pertene-
cían a dos hoteles cercanos, a juzgar por las tumbonas
y sombrillas iguales distribuidas en un orden agrada-
ble a la vista, y que nunca antes había visto en las pla-
yas rumanas del Mar Negro.
―Aquí el sol quema mucho ―dijo Irina ofrecién-
dome su protector solar después de habernos acomo-
dado.
Y enseguida recordé la total ausencia de cremas
de ese tipo en mi infancia: íbamos mis padres, mi her-
mana y yo a la playa, donde pasábamos, ignorante e
inconscientemente, el día entero, desde nada más lle-
gar, sin querer perder ni un minuto de sol. Mi padre y
Diana, de tez clara, se ponían como cangrejos y pasa-
ban la primera noche envueltos en toallas mojadas,
con compresas de vinagre diluido en agua que mi
madre les preparaba invariablemente, para aliviar un
sufrimiento de cuyos resultados mi padre se enor-
gullecía a la vuelta al trabajo, pues había conseguido
algo de color y podía presumir de que había estado en
la playa. De los peligros del sol me enteraría más
tarde, cuando empezamos a tener información de
todo tipo.
Mara sacó un libro de la mochila.
―¿Es en español? ―le pregunté con curiosidad.
―Sí, aquí no venden libros en rumano, y los tengo
que pedir por Internet, pero los gastos de envío suben
mucho el precio, así que llevo bastante tiempo
leyendo libros en español.
―Será la única, o de los pocos rumanos de aquí
que lo hacen ―afirmó Ion―, ya te dije que es muy
lista.
―No exageres ―contestó Mara―, simplemente
me gusta.
―Así será, pero yo no he conocido a ningún ru-
mano más que compre libros en España. También lee
el periódico los domingos.
―Me gusta estar informada, no hay más misterio.
―Y sabes leer bien, porque nosotros aprendemos
a hablar español, pero no a leerlo ni escribirlo.
―Pero es normal, yo lo estudié en la facultad.
Además, no es muy difícil.
―Mara, me debes la segunda parte de tu historia
―le recordé―. Todavía no me has dicho dónde tra-
bajas ahora, aunque si prefieres relajarte leyendo, lo
podemos dejar para otra ocasión. ―Me di cuenta en-
seguida de que esta había sido su intención.
―Te sigo contando si quieres.
Y mientras los chicos se tumbaban para tomar el
sol, ella se puso boca abajo apoyándose en los codos,
postura que copié rápidamente, se encendió un ciga-
rro y retomó el hilo de la noche anterior.
―A la vuelta de las vacaciones empecé a buscar
otro trabajo, dado que, aparte de que mi empresa iba
bastante mal, yo estaba convencida de que podía
conseguir algo mejor. Encontrar otra cosa no me costó
mucho esfuerzo, la verdad. Primero fui a una entre-
vista que no me convenció, y con la segunda me dije:
«voy a intentarlo». Se trataba de un importante grupo
editorial, y el trabajo tampoco correspondía con mi
preparación, pero las condiciones económicas eran
mucho mejores y había posibilidad de labrarse una
carrera, lo que me gustó bastante. Los primeros días
constaban de una formación y sinceramente no me vi
capaz de desempeñar el trabajo, pues el éxito del
mismo dependía de la capacidad de comunicación de
cada uno. Pero le puse empeño, ambición y empecé
con mucha fuerza; mis jefes estaban muy contentos,
me estaban animando continuamente y esto me
ayudó muchísimo. Salía por la mañana y volvía por la
noche, muy cansada pero muy ilusionada. Conocí a
gente de todo tipo, no tenía tiempo para aburrirme ni
para ponerme melancólica pensando en mis padres y
en todo lo que añoraba. Además, tuve muy buenos
resultados desde el primer mes, el supervisor me
decía que veía en mí a una futura jefa de equipo y
empezaron a ponerme como ejemplo delante de mis
compañeros. Lo que no tardó en atraerme malas mi-
radas y envidias sanas, pues al fin y al cabo no dejaba
de ser una extranjera que realizaba el trabajo mejor
que algunos de mis compañeros españoles. Pero no
era un hecho general y yo procuré, en todo momento,
ganarme la confianza y la amistad de todos.
»El no tener sueldo fijo tenía dos caras: una buena,
ya que era yo quién decidía lo que ganaría mes a mes
en función de mis resultados, y otra menos buena,
pues nunca podía bajar la guardia y permitirme tener
muchos días malos. Pero tenía muy claro a lo que iba
y por eso no me supuso grandes esfuerzos. Además,
mis compañeros de trabajo se convirtieron pronto en
una segunda familia para mí, puesto que pasábamos
juntos muchísimo tiempo, compartíamos desayunos y
comidas, incluso habitaciones y cuartos de baño
durante la semana que nos tocaba pasar una vez al
mes en otra ciudad o pueblo de la provincia; pero
sobre todo compartíamos penas y alegrías, dudas e
inquietudes, ilusiones y preocupaciones. Eso significó
mucho para mí, aunque ya tenía a Andrei aquí,
conmigo. Pobre, apenas teníamos tiempo para
nosotros, pero por las noches nos encontrábamos con
más ganas de estar juntos, de hablar y contarnos las
experiencias del día. Creo que al ser extranjera mi jefe
directo llegó a protegerme más y muchas veces he
pensado en lo mucho que les debía a todos porque,
independientemente de que me iba fenomenal eco-
nómicamente, tenía amigos y podía contar con ellos
cada vez que lo necesitase. Asimismo, mi proceso de
integración en la sociedad española fue muy rápido.
Hay muchos inmigrantes que creen que con hablar el
idioma del país de acogida ya lo tienen todo. Pero,
¿qué hacemos con la sociocultura de este país? Hay
muchísimos elementos que se deben conocer para que
uno pueda desenvolverse con éxito en una sociedad
que no es la suya. El completo desarrollo de la com-
petencia comunicativa solo se puede lograr si se ad-
quiere la lingüística cultural de esa lengua.
―Sé a lo que te refieres ―le contesté entusias-
mado por sus planteamientos―. No se trata de saber
o no quién escribió El Quijote o cuándo desembarcó
Colón en América por primera vez ―seguí animado.
―Exactamente ―me contestó Mara visiblemente
satisfecha―. Me refiero a aquella cultura que permite
entender una frase del lenguaje corriente, que hace
posible el intercambio lingüístico cotidiano. Hablo ba-
sándome en experiencias personales. Al principio de
mi estancia en España, al salir los fines de semana con
los hijos de los amigos de mis tíos, me costaba muchí-
simo esfuerzo seguir una conversación, debido a que
estaba acostumbrada al lenguaje culto de los libros y
manuales de español. Había muchas expresiones que
no entendía y me pasaba todo el rato preguntando:
«¿Esto qué significa? ¿Y esto qué quiere decir?»
Quizás actuase así por deformación profesional, ya
sabes, y por las ganas que tenía de aprender más
porque soy bastante perfeccionista. De acuerdo, mi
caso puede ser distinto, pero el proceso de adaptación
e integración de los inmigrantes en la sociedad
española o en cualquier otra suele ser bastante lento,
ya que ellos no cuentan con un profesor que les expli-
que distintas situaciones lingüísticas y culturales,
como era mi caso. Y hay algo más importante aún,
otro factor que se añade a lo que impide o hace más
dificultosa dicha integración, y es que la mayoría de
los inmigrantes prefieren limitarse a tener en su en-
torno solo, o casi solo, gente de sus países. Evidente-
mente, esto se da con más claridad en ciertas naciona-
lidades, como las asiáticas por ejemplo. Los chinos, un
sector bastante importante numéricamente hablando
aquí, en España, no se suelen relacionar con españoles
o con gente de otros países más que en el entorno de
su profesión. Me refiero básicamente a la hostelería,
puesto que hay un gran número de restaurantes chi-
nos o asiáticos, y también muchas tiendas y bazares. Y
es que los seres humanos somos así de extraños: que-
remos que se nos entienda, pero cuando nos llega el
turno, antes de intentar entender a los demás, nos es
más fácil malinterpretar.
»Te pondré otro ejemplo y, como te decía, siempre
procuro basarme en lo que yo he vivido, para una ma-
yor objetividad: un día conocí a un señor chino al que
saludé respetuosamente y le tendí la mano para pre-
sentarme. Me quedé estupefacta al ver que no respon-
día a mi gesto y quité la mano ligeramente avergon-
zada, pero al instante me percaté de que ni siquiera
me estaba mirando a la cara, sus ojos estaban clavados
en el suelo. El silencio hacía que lo embarazoso de la
situación creciera y es evidente que no pude seguir
con mi trabajo. Lo primero que pensé, y lo comenté
posteriormente con mis compañeros, fue: «¡Qué
persona más desagradable y descortés!» Pero no tardé
en darme cuenta de que el fracaso de ese intento de
intercambio se debía al desconocimiento total de unas
reglas socioculturales. Mi perplejidad fue fruto de no
conocer la modalidad que se emplea en las culturas
asiáticas para presentarse, y el comportamiento de ese
señor, de no saber cómo se actúa en tales casos en Es-
paña. Consideré que lo mío era perdonable y lo suyo
no tanto, porque creo que son los inmigrantes los que
se tienen que esforzar más para conocer y aplicar
todas estas reglas.
―Hombre, claro ―dijo Ion, levantándose de su
toalla―, lo que faltaría es que sean los españoles los
que aprendan, en su propio país, las mil y una mane-
ras en las que la gente de todas las nacionalidades que
se viene a vivir aquí actúa en tal o cual circunstancia.
―Eso es ―siguió Mara―. Y con eso no quiero de-
cir que está de más conocer e intentar acercarse a otras
culturas, pero creo que en este caso no es ni lo debido,
ni lo apropiado.
―O políticamente correcto, como dicen aquí
―añadió Ion, sorprendiéndome una vez más.
―Te he contado esta anécdota porque te decía
que los asiáticos son, quizás, los que más difícilmente
se integran aquí, y esto se debe a las grandes diferen-
cias que existen entre sus culturas y las europeas. Pero
se puede aplicar perfectamente a inmigrantes de otras
nacionalidades, la nuestra incluida, y eso que los ru-
manos estamos convencidos de que el pueblo español
es muy parecido al nuestro, gracias a la sangre latina
que corre por las venas de ambos.
―Hombre, nos asemejamos bastante ―dijo Ion,
que se estaba implicando en la conversación.
―Es cierto que tenemos muchas similitudes.
Ahora estábamos hablando más bien de las diferen-
cias que hacen más difícil el camino hacia la integra-
ción. La mayoría de los inmigrantes eligen rodearse
casi exclusivamente de gente de sus países, excepto en
el entorno laboral donde, quieran o no, están obliga-
dos a relacionarse con españoles; aunque esto también
es relativo, puesto que hay personas que se limitan a
seguir unas indicaciones precisas, sin ir más allá de lo
estrictamente profesional; excepto en eso, lo demás se
desarrolla como si estuvieran en sus países de origen.
Es decir, si salen a dar un paseo o si van a la compra,
lo hacen con algún compatriota; si dan una fiesta o
celebran algo, el noventa y nueve por ciento de los
invitados son de la misma nacionalidad, lo que es en
cierta medida comprensible y lógico.
―Mara, nosotros también lo hacemos ―dijo Ion,
levantando de nuevo la cabeza de su toalla.
―Sí ―dije yo―, pero vosotros también desayu-
náis a la española, coméis platos de aquí, Mihai sale
de fiesta con sus compañeros españoles. A mí, sincera-
mente, me sorprendió ver tanta integración, de ver-
dad os lo digo ―les hice saber lo que había pensado
durante ese día y medio desde mi llegada.
―Probablemente por eso congeniemos tanto
―explicó Mara―. Somos todos bastante abiertos, no
obstante es normal que el estar lejos de tu tierra y de
tu gente atraiga la necesidad de vivir en comunidades
del mismo origen, supongo que alivia un poco lo duro
que es abandonar lo tuyo e irte a vivir entre extraños.
Sin embargo desapruebo el poco esfuerzo que hacen
muchos inmigrantes a la hora de integrarse y abrirse a
lo nuevo. Hay muchas situaciones que pueden causar
este comportamiento, y por supuesto que no se aplica
solo a los inmigrantes. Lo he pensado muchas veces, y
no consigo encontrar una respuesta clara por más que
lo intente. ¿Será ignorancia? ¿Será convicción de que
uno cree que lo que conoce es lo mejor?
―Mara ―dijo Ion―, sabes que esto tiene que ver
normalmente con la formación de cada persona. Es
evidente que existen diferencias, sociales, culturales,
de aspiraciones..., entre un inmigrante obrero y un
inmigrante ingeniero, aunque el ingeniero esté traba-
jando de obrero.
―No me vale como norma general, y tú mismo
eres el ejemplo que lo demuestra. Si tú fueses un in-
geniero, como dices, pero uno obtuso y anticuado, ten
por seguro que la relación que tenemos no existiría.
Puede que suene duro, pero yo tengo mis principios,
como cualquiera, y les soy bastante fiel en la selección
de la gente que me rodea. Hablaría más bien de las
diferencias que hay entre un inmigrante que reside en
un barrio donde solo viven inmigrantes y otro que re-
side en un barrio donde la población local es la mayo-
ritaria. Estas diferencias tienden a acentuarse rápida-
mente, porque la integración resulta más difícil y lleva
mucho más tiempo si uno se queda encerrado en su
comunidad de origen, si se vive en un barrio que
puede llegar a reconstruir su país, gracias a los restau-
rantes, a las costumbres y maneras de vestir, etc., que
cuando se entra de buenas a primera en la sociedad de
acogida. Es un poco complicado, pero estoy conven-
cida de que entre todos, españoles e inmigrantes, po-
demos construir una cultura muy enriquecedora. Evi-
dentemente, para ello es preciso que los españoles, en
este caso, nos acepten a los inmigrantes desde el
punto de vista cultural. Es decir, que no vean en no-
sotros solo una fuerza de trabajo; que acepten consi-
derar que se trata de gente que tenemos nuestra histo-
ria, nuestras creencias y cultura, nuestras aspiracio-
nes, y que hagan el esfuerzo de abrirse a nosotros.
Ahora bien, por la otra parte, los inmigrantes debe-
mos asimismo hacer el esfuerzo de ir hacia esa socie-
dad de acogida, aceptar su cultura, su manera de vi-
vir, respetar su identidad. Si esto no pasa, las cosas no
pueden funcionar, y es así como nacen los prejuicios,
la xenofobia, el desprecio y el racismo.
La conversación, o mejor dicho el casi monólogo
de Mara, se había desviado hacia otra cosa, ahora me
estaba contando sus convicciones y sus principios. Y
la manera tan convencida y convencedora en la que lo
hacía me cautivó.
―Ya te dije lo enriquecedor que es tenerla cerca
―me dijo Ion de repente, como si me hubiese leído el
pensamiento―. Esta chica es muy lista.
―Lo que es, en realidad ―se levantó Andrei de
su toalla, con la misma cara de sueño que había tenido
por la mañana―, es una especie de revolucionaria
frustrada, y es sin ofenderte, cariño ―añadió son-
riendo dirigiéndose a su novia.
―A mí me parece que tiene razón en todo lo que
dice ―siguió Ion―. Si hubiese más gente así, seguro
que nos iría mejor. ¿Queréis una cervecita o un re-
fresco? ―preguntó seguidamente, cambiando de tema
de manera radical.
―Te acompaño ―dijo Andrei.
―Mira, Alexandru ―siguió Mara―, nada de re-
volucionarismos frustrados, Andrei lo dice para pi-
carme, lo conozco. En realidad piensa lo mismo, lo
hemos hablado muchas veces, son conclusiones que
he sacado de lo que yo misma he vivido. Te puedo
poner otro ejemplo sobre las personas que se cierran
en su comunidad de origen y hacen de ella una espe-
cie de búnker. Es un hecho reconocido que España
tiene fama de buen y mucho comer, pero a diferencia
de otras nacionalidades te prometo que te costará en-
contrar a muchos rumanos que estén totalmente de
acuerdo con eso. Puede que sea, como te decía antes,
una forma de defender lo suyo, aunque yo creo más
bien que la explicación reside en la diferencia que
existe entre las dos culturas gastronómicas. Conozco
muchos casos que han degenerado en malentendidos
y reacciones que se han interpretado como falta de
cortesía. Mihai nos contó un día que en su primera
comida con los compañeros de trabajo, le pregunta-
ron: «Qué, te gusta eso, ¿verdad? Es que como aquí no
se come en muchos sitios». ¿Sabes lo que les contestó
nuestro amigo? «No está mal, pero en Rumanía
tenemos un plato que…», y se puso, tan pancho, a
describir los mici y a decirles lo ricos que estaban. A
los seis meses de empezar a trabajar en la editorial, ya
que se supone que te estaba contando mi vida en Es-
paña, me fui con otros compañeros de viaje a Rusia,
nos lo habíamos ganado como premio por los buenos
resultados conseguidos en la empresa. Nos hospeda-
ron en un hotel de lujo y el desayuno bufet era digno
de una casa real: había mesas llenas de todo lo que
uno puede imaginar, desde las frutas más exóticas e
infinitos tipos de queso hasta el tradicional y exquisito
caviar. Pero ocurrió una cosa increíble: hubo personas
que empezaron a preguntar a los camareros si les
podían hacer al menos una tortilla francesa, ya que
una española es más difícil de conseguir. Te puedes
imaginar la reacción que pudo generar esta situación
entre los anfitriones. Y si seguimos hablando de la
comida, tengo que decirte que aquel trabajo me ayudó
muchísimo a conocer las costumbres y las normas es-
pañolas a la hora de comer, las actitudes frente a la
comida y un montón de cosas sobre la dieta medite-
rránea y los platos típicos españoles, pues siempre
teníamos que comer fuera de casa. Solo de esta ma-
nera un inmigrante puede acercarse a la cultura gas-
tronómica española, porque en casa solemos cocinar
comidas típicas de nuestros países, en la medida en la
que podemos conseguir los ingredientes necesarios
para hacerlo. Ahora están empezando a abrir muchas
tiendas especializadas, pero antes no siempre era po-
sible.
»Recuerdo que en mis primeras Navidades aquí
me propuse, para combatir un poco la distancia, com-
binar el menú típico español para estas fechas, y para
eso tenía a mis tíos, con lo que comemos en Rumanía
en Nochebuena y Nochevieja. Yo nunca había coci-
nado mucho, pero la verdad es que ese no fue el ma-
yor inconveniente. Sabes cómo se hacen las sarmale,
¿no? No tenía repollo macerado, así que, siguiendo el
consejo de mi tía, herví las hojas, pero al hacer los
rollitos me di cuenta de que tenían muchas
protuberancias, lo que impidió que mis sarmale
tuvieran la forma de siempre. Pero este pequeño
fracaso no significó que no pudiera disfrutar de los
demás platos, españoles o rumanos. También
recuerdo la primera vez que quise prepararme unos
guisantes. Siempre había sido uno de mis platos
favoritos, lo hice con mucha ilusión, pero el resultado
me decepcionó: aquí son más dulces que los de
Rumanía, por consiguiente el sabor no era el mismo.
Por supuesto que poco a poco se va uno acostum-
brando y ya sabes lo que se dice: el paladar también se
educa.
Irina, que hasta ese momento había permanecido
tumbada y no había dicho nada, se levantó riéndose.
―Se ríe porque ella es una cocinera excelente, me
ha enseñado muchas cosas ―explicó Mara―. Siempre
se ríe cuando le cuento mis fracasos gastronómicos.
Pero no se trataba solo de cocinar. Durante mis prime-
ros meses aquí tenía la impresión de que la fruta y la
verdura estaban hechas en un laboratorio: todo tan
grande y de colores tan vivos, y luego se estropeaba
enseguida, nada sabía igual. Yo estaba acostumbrada
a los tomates y demás verduras frescas de un sabor
inigualable de la huerta de mis abuelos. Ahora sé que
estaba exagerando. Además, Irina tiene mucho ojo
para elegir el género.
―No es para tanto, yo siempre tuve que mirar
mucho la comida, puede que esa sea la razón.
―¿Entonces te adaptaste rápido a la comida de
aquí? ―retomé el hilo de la conversación.
―Sí, bueno, al principio por ejemplo me costó
probar los langostinos, por su forma, ya sabes, pero
ahora me encantan. ¿Te acuerdas de lo que contaba
ayer Mihai? A mí me pasaba lo mismo. La gente te
mira asombrada al ver que no muestras las mismas
ganas delante de un plato de marisco, y yo les enten-
día; los que no me entendían eran ellos a mí. Es cierto
que hay bastantes platos españoles parecidos a los
rumanos, los guisos, la ensaladilla rusa, los filetes ru-
sos, aunque nosotros los conozcamos por otro nom-
bre, pero hay aún más diferencias entre las dos cultu-
ras gastronómicas. Hoy por hoy como de todo, aun-
que haya cosas que me gustan más y otras que me
gustan menos. Me encantan los calamares, el pulpo y
las gambas; los mejillones me los como, pero no son
mis preferidos.
―Pero no todo el mundo opinará lo mismo.
―No, claro está. En mi caso, la curiosidad y el de-
seo de conocer sabores nuevos pudo con todo, pero
conozco a muchos rumanos que no quieren ver los
langostinos o las nécoras ni en pintura. Aunque pasa
lo mismo con los españoles, al contrario, evidente-
mente; es decir, tienen la misma reacción delante de
un plato de sarmale, por ejemplo. Muy poca gente de
aquí quiso probar el aguardiente rumano, para mi
desilusión.
―Os vais a tostar como los cangrejos ―dijo Ion y
todos levantamos la vista―. Aquí tenéis, no sea que
os muráis de sed. ¿Os apetece un baño?
―Sí, ¿verdad? ―dijo, también, Andrei―. Mara,
deja al pobre chico, lo vas a marear.
―Para nada, tu novia es una verdadera fuente de
ideas y de información.
―Otro que ha caído ―sonrió Andrei―. Por eso es
profesora, tiene el don de captar la atención de los que
están a su alrededor. Venga, vamos al agua.
―Yo me quedo ―dijo Irina―, no vamos a dejar
las cosas sin vigilancia.
―Y yo contigo ―añadió Mara―. Ellos van a na-
dar, y como a mí no se me da muy bien, prefiero un
chapuzón dentro de un rato ―me explicó.
Ion, Andrei y yo nos metimos en el agua, después
de refrescarnos con las bebidas que habían traído los
chicos. El mar estaba tranquilo y el agua muy caliente
y mucho más limpia que la del Mar Negro de las pla-
yas rumanas.
―Deberías meterte una piedra en la boca ―me
dijo Ion, haciendo alusión a la expresión que usamos
en rumano cuando hacemos algo por primera vez.
Después de pasar de la primera ola de gente que
había en el agua, Ion nos propuso, como cuando éra-
mos solo unos críos e íbamos a la piscina municipal o
al río del pueblo:
―Os echo una carrera, a ver quién llega el pri-
mero a la bandera roja.
Y empezó a nadar. Andrei y yo lo seguimos, como
en un juego que nos traía recuerdos muy bonitos.
Ganó mi amigo, siempre había sido un nadador muy
bueno. Nos reímos como niños y, al salir del agua, nos
dijo:
―Hay que trabajar más el cuerpo, ¿eh?, no sola-
mente el espíritu.
―¿Tenéis hambre? Vamos a comer, no podemos
quedarnos mucho más, el sol ya está pegando fuerte
―nos preguntó Irina cuando ya estuvimos de nuevo
con ellas.
―Sí, mamá ―le dijo Ion, dándole un cariñoso
beso.
Seguramente sienta por ella más de lo que cree,
pensé. Es cierto que la chica parecía una madre, siem-
pre pendiente de los demás.
Después de comer los bocadillos de queso y cho-
rizo español, cuyo sabor me pareció fuerte, recogimos
nuestras cosas y nos fuimos a dar un paseo por el par-
que donde había pasado mi primera noche en tierras
ibéricas. A la sombra se estaba muy bien. Las terrazas
y los restaurantes estaban llenos, no cabía ni un alfiler
y los camareros no daban abasto.
―La semana que viene tendrás tiempo para ha-
certe más a la vida de aquí ―me dijo Andrei―. A ver
si tienes suerte y empiezas a trabajar pronto.
―Esperemos que sí.
―Tengo que hablar con mi jefe, le avisé de que
venías este fin de semana ―añadió Ion―. El jueves es
día uno, me dijo que a principios de septiembre em-
pezaba una obra nueva, seguro que cumple con lo
prometido.
Me quedé pensando en lo bonito que me parecía
todo; me encantaba descubrir tanta información en las
historias de mis nuevos amigos, y ni siquiera había
tenido tiempo para echar de menos a los míos. Pero el
verdadero objetivo de mi aventura era encontrar
pronto un trabajo para poder cumplir el sueño que me
había traído hasta aquí.

A media tarde nos fuimos a casa, después de volver a


la playa y tostarnos durante una hora más. Mihai no
se había levantado todavía; sí que estaba hecho polvo,
pensé. Andrei e Ion querían volver a salir, esta vez
para jugar al fútbol, pero a mí no me apetecía mucho,
y como las chicas se propusieron adelantar algo del
trabajo que tenían que hacer al día siguiente, me ofrecí
nuevamente a ayudarlas. Esta vez accedieron y
cuando sus novios se fueron, me enseñaron dónde
estaban y para qué servía cada uno de los productos
de limpieza colocados en orden en el armario que ha-
bía debajo del fregadero.
―A diario, al no tener mucho tiempo, solo barre-
mos, cocinamos y fregamos. Así que los fines de se-
mana hacemos limpieza a fondo, ponemos lavadoras,
pasamos bien los baños, fregamos el suelo a con-
ciencia, limpiamos los cristales, en fin, todo eso ―me
explicó Irina pacientemente―. Para la ropa sucia
tenéis una cesta en vuestra habitación. Ven, que te
enseño a poner la lavadora.
En dos horas acabamos, prácticamente, todo lo
que había que hacer.
―Mañana solo queda limpiar vuestra habitación
y los cristales.
A mí me había tocado barrer y quitar el polvo,
cosa que me tuvo entretenido durante bastante rato,
sobre todo porque Mara y Andrei tenían en su habita-
ción una estantería llena de libros, lo que me reafirmó
la pasión de la chica, y les estuve pasando el trapo,
uno a uno, con mucho esmero y las risas de fondo de
mis dos mentoras, que me estaban vigilando a es-
condidas. Me propuse encargarme yo de las cosas de
la casa entre semana. Al menos hasta que empiece a
trabajar, pensé.
Justo cuando miraba con admiración lo que había-
mos hecho, entraron los dos futbolistas amateurs, con
las camisetas empapadas de sudor y rojos como unos
cangrejos.
―Hace mucho calor todavía, pero es bueno man-
tenerse en forma, a ver si la próxima vez te animas
―me dijo Ion―. Aunque veo que no has perdido el
tiempo. ¿Qué tal con las chicas, te han mandado mu-
cho?
―Lo ha hecho muy bien ―se me adelantó Irina―.
Es muy buen alumno. Y vosotros ¡a la ducha!
―Ay, ¡qué mandona! ―se le escapó a mi amigo e
Irina puso cara de enfado.
Ion quiso rectificar enseguida:
―Que te lo digo con cariño, mi amor. Nos íbamos
a duchar de todas formas. Venga, ven a ducharte con-
migo, y luego nos vamos tú y yo a dar un paseo,
¿quieres?
Irina, un poco avergonzada, accedió y oí como le
decía al oído a Ion:
―Pero no digas que soy mandona, yo solo…
Y entraron en su habitación.
―¿Y tú qué? ¿Tú qué me tienes preparado para
esta noche? ―le llegó el turno a Mara para preguntar
a su novio.
Mientras escuchaba estas conversaciones de pa-
reja, pensé en Anca. «Me encantaría tenerla aquí,
seguro que les caería bien a todos. He de ser fuerte,
ella lo estará pasando peor que yo. La llamaré el
lunes», me propuse, y oí la respuesta de Andrei, que
interrumpió mis pensamientos.
―De momento tomaré una cervecita para reponer
fuerzas, luego hacemos lo que tú quieras.
Las muestras efusivas de cariño de las dos parejas
me dieron un poco de pelusa.
―¿Prefieres descansar?
―Me gustaría acabar el libro, porque mañana co-
meremos con mis tíos y no tendré tiempo.
―Vale, aunque un paseo tampoco nos vendría
mal.
―¿Qué te dije? ―se volvió Mara hacia mí―. Ya
me quiere sacar de casa.
―Solo era una propuesta, cariño, si no te parece
bien, tú te quedas leyendo tu libro y yo veré alguna
película. Con estar a tu lado me basta ―le dijo gui-
ñándome un ojo.
―Anda, no seas pelota, vete al baño tú también,
yo haré la cena mientras.
―Entendido. La cerveza luego, Alexandru, ¿vale?
―Descuida, tú no te preocupes por mí. Haced
vuestros planes, entiendo que no es muy cómodo
tener poca intimidad, así es que yo no existo, ¿de
acuerdo?
―Estamos acostumbrados, ¿acaso tú tenías una
habitación para ti solo cuando estabas estudiando?
―¡Qué va!
―Entonces ya sabes cómo va el tema, tú por eso
no te preocupes. Y ahora me voy a duchar.
Yo quería hacer lo mismo, así que me quedé espe-
rando pacientemente a que Ion y su chica saliesen.
Durante unos instantes me sentí un poco incordio, no
quería molestar con mi presencia a las dos parejas.
Menos mal que Mihai no tiene novia, pensé.
Me había quedado solo en el salón cuando Ion
hizo su aparición, todo rozagante y aseado. Me dijo en
voz baja:
―Debo tener más cuidado, tío, Irina es muy sensi-
ble. Se enfada por cualquier tontería. Me voy de paseo
con ella, ¿vale?
Mihai, que por fin se había despertado y se nos
juntó para cenar, me preguntó:
―¿Te apetece salir esta noche?
―Pero ¿vas a salir hoy también?
―Hombre, es lo que hace la gente joven los fines
de semana: salir. ¿Te apuntas?
―No sé, quizás sí.
Por un lado quería irme con él, porque cada vez
tenía más ganas de empaparme del modo de vida de
los españoles, en todas sus facetas. Sabía que todo
llevaría su tiempo, pero no quería perder ni un mi-
nuto. Por otro lado, temía que salir fuese caro, y yo no
estaba para muchos trotes en ese sentido, pero Mihai
pareció leerme el pensamiento y me convenció sin
esforzarse mucho:
―Por el dinero no te preocupes, nos tomamos cer-
vezas en lugar de copas y ya está, es lo que hace
mucha gente a final de mes, eso no sale muy caro.
―Colocaré primero mis cosas en el armario y me
cambio rápido, ¿vale?
―Tranquilo, yo me voy a duchar mientras.
No tardé más de cinco minutos en guardar mi
ropa en el armario. Me duché en otros cinco y luego
me puse unos vaqueros y una camiseta que me había
regalado Anca por mi último cumpleaños. No era de
los que se pasan horas y horas en el baño echándose
gomina, cremas y demás cosas, que es exactamente lo
que hizo Mihai. Yo me fui enseguida al salón y
cuando él salió del baño, estaba todo arreglado, con
una camisa de muchos colores, muy juvenil y exótica,
recién afeitado, con el pelo pincho y oliendo fuerte a
colonia, igual que la noche anterior.
―Chicos, nos vamos. Alexandru me va a acompa-
ñar, ¿vale? ―gritó para avisar a Mara y a Andrei, que
debían de estar en su habitación.
―Haces bien, Alexandru ―contestó este último
entrando en el salón―. Aprovecha el tiempo. Pero
pórtate bien, que tienes novia, ¿vale?
―Descuida ―le dije riéndome.
―Decidle a Ion que no nos espere despierto, que
voy a cuidar de su amigo, ¿ok? Hasta mañana.
4. La noche (no) me confunde

Ya era de noche cuando salimos a la calle. El aire ca-


liente junto con el olor a mar me acarició las mejillas, y
respiré hondo, como si me fuese a quedar sin aliento.
Mihai me vio y dijo:
―Esto te gustará seguro, aquí se vive muy bien.
Yo estoy encantado, porque después de las penurias
que viví, España me parece el paraíso. Y pienso apro-
vecharlo a tope.
Como no le contesté, siguió hablándome, lo que
me recordó a Costel.
―Iremos primero a una terraza que está a un
cuarto de hora de aquí, he quedado allí con un amigo,
y luego nos vamos a una zona de copas. Yo vivía bas-
tante mal antes de venirme aquí, ¿sabes? ―dijo cam-
biando repentinamente de tema―. Mi padre murió
cuando yo tenía seis años y mi madre tuvo que sacar-
nos adelante a mi hermano y a mí como pudo. Nunca
tuve lujos en mi vida, ni vacaciones, ni ropa buena, ni
nada de nada, así que en cuanto se me ofreció la posi-
bilidad de emigrar, no me lo pensé dos veces. Tuve
suerte, como tú, porque me ayudaron mucho y
empecé a trabajar prácticamente a los dos días de
llegar. Los jefes están contentos conmigo, dicen que
me arreglarán los papeles. Con el sueldo del primer
mes pagué la deuda que tenía, y luego, a vivir la vida.
Eso es lo que me he propuesto: en un año o dos no
quiero saber nada de ahorrar. No todo el mundo lo
entiende, pero yo lo pasé muy mal en Rumanía, y
ahora quiero recuperar un poco todo ese tiempo.
»Aparte de los doscientos euros que les mando to-
dos los meses a mi madre y a mi hermano y de los
gastos de la casa, comida y demás, me gasto todo el
dinero en salir y pasármelo bien y en cosas para mí.
Como nunca estuve de vacaciones, porque mi madre,
la pobre, no se podía permitir mandarme ni a un triste
campamento de verano, pues para mí esto es como
unas vacaciones prolongadas. Sí, trabajo para poder
salir y comprarme ropa, pero este verano ha sido el
mejor de mi vida, he conocido mucha gente, tengo
amigos españoles y me gusta su forma de pensar y vi-
vir. En rebajas me gasté un montón de dinero en ropa,
nunca tuve tantas cosas en mi vida, créeme. Aunque
cuando vaya a Rumanía, a ver si se me soluciona
pronto el tema de los papeles, se la pienso llevar a mi
hermano; siempre hemos llevado las mismas cosas,
solo nos llevamos un año, y si no fuese por mi madre
lo traería ahora mismo. Aparte de ellos, ya no me
queda nada en Rumanía, los abuelos murieron hace
tiempo, queda un hermano de mi padre, pero como
siempre nos ha dado la espalda, es como si no exis-
tiera. No pienso volver para nada, solo iré de vacacio-
nes. Y cuando esté más asentado traeré a mi hermano
y a mi madre, espero convencerla, y yo me casaré
aquí, tendré hijos aquí y haré mi vida aquí.
Habíamos llegado a la terraza. Qué distinta su vi-
sión, pensé. Pero una vez más me encantó conocer
puntos de vista tan diferentes.
―¿Y tú qué? ―me preguntó cuando nos senta-
mos―. ¿Tú piensas volver?
―Pues no lo sé, Mihai, yo solo llevo aquí dos días,
ni siquiera he empezado a trabajar, aunque sí, mi idea
es traer a mi novia el próximo verano, tirar fuerte
unos años y volver. Es pronto para hablar con certeza,
porque nunca se sabe lo que nos aguarda en el futuro.
―Tienes razón. Pero yo creo que el destino tam-
bién se lo hace uno, y yo ya he elegido lo que me
gusta y lo que quiero. Mis recuerdos de Rumanía no
son bonitos, ni siquiera los de mi infancia: mi madre
siempre trabajando y cuando la veíamos por la noche,
estaba todo el tiempo triste y llorando. En el colegio la
mayoría de los compañeros no querían jugar conmigo,
me llamaban pobretón y piojoso, son cosas muy
duras, que se te quedan grabadas para siempre, ¿sa-
bes? ¿Para qué voy a volver? Aquí he empezado una
nueva vida: como bien, visto bien, me lo paso bien y la
gente me trata bien. ¡Aquí, aquí! ―dijo de repente,
levantándose de la silla y moviendo el brazo hacia el
amigo que acababa de llegar y lo estaba buscando con
la vista.
―Él es Mohamed ―me lo presentó cuando el
chico llegó a la mesa donde estábamos sentados―. Es
de Marruecos, hemos trabajado juntos en una obra.
―Alexandru, encantado de conocerte ―dije ha-
ciendo uso por primera vez de mis básicos conoci-
mientos de español.
―¿Rumano? ―me preguntó él.
―Sí, vive conmigo, acaba de llegar a España
―contestó Mihai por mí.
Nos volvimos a sentar y mientras nos tomábamos
la primera cerveza de la noche, a mi compañero de
piso le tocó el papel de intérprete, aunque yo me es-
forcé por entender y poder contestar a alguna pre-
gunta. El lunes me pondré a estudiar en serio, me pro-
puse.
Mohamed era un chico moreno, de pelo un poco
rizado y delgaducho. Mihai me explicó brevemente
que llevaba varios años en España, después de haber
cruzado la frontera escondido en un camión que
transportaba fruta y que había estado varios meses
vendiendo gafas de sol y cedés piratas en las playas
de Málaga. Ahora vivía con un tío y varios primos.
―Es muy buen chico ―me dijo―. Proviene de
una familia muy numerosa, no sé si son ocho o nueve
hermanos, y él les manda todos los meses algo de di-
nero. Se ha adaptado muy bien aquí, lo único que le
obsesiona es encontrar una chica de su país, porque
no quiere casarse con una extranjera. Mira que la
religión tira fuerte en algunos casos, y eso que sale
conmigo de fiesta y siempre liga más que yo, pero
dice que para toda la vida quiere a una paisana, por-
que cree que las cosas se pueden complicar con el
paso del tiempo, que las diferencias culturales son
considerables y no está dispuesto a sufrir por ello. Y
por supuesto, la chica tiene que ser virgen ―añadió
riéndose.
―Es indiscutible que en el caso de las culturas
musulmanas hay más diferencias con respecto al
mundo occidental, europeo en general, y si el chico lo
tiene claro, por lo que sea, no me parece mal.
―A mí tampoco, pero bien que se lo pasa aquí
con otras chicas, ¿de eso qué me dices?
Nos reímos, y como Mohamed se nos quedó mi-
rando, Mihai le explicó nuestra escueta conversación.
El chico aprobó con la mirada.
―Vamos al lío ―dijo Mihai cuando acabamos las
cervezas―. Iremos a una zona donde hay mucha
fiesta y gente muy variopinta.
Insistí en invitarles, ya que hasta entonces no ha-
bía gastado ni un euro del dinero que tenía y empe-
zaba a sentirme un poco incómodo. Mihai no quería
dejarme pagar, pero al final accedió diciéndome:
―Vale, pero las siguientes las pagamos nosotros.
Tardamos un cuarto de hora en llegar al lugar en
cuestión, repleto de bares y de gente. Como en mi
vida había visto tantos locales juntos debí de poner
cara de asombro, porque Mihai me explicó enseguida:
―En España hay más bares por metro cuadrado
que en todos los demás países de la Unión Europea
juntos, se puede hablar de una verdadera cultura de
los bares. ¿Por qué te crees que es el destino preferido
de muchos europeos para pasar las vacaciones? Verás
cientos de alemanes, ingleses, noruegos, vienen aquí y
se desmadran por completo. El turismo es una pieza
de base en la economía española. Es un país muy bo-
nito, aunque ayuda mucho la manera de vivir de los
españoles. Vamos primero al Edén.
Y como yo me quedé mirándolo fijamente, añadió:
―Es ese bar de allí, ponen música de todo tipo.
Entramos en el local y pese a que había muchí-
sima gente llegamos fácilmente a la barra.
―¿No nos sentamos? ―pregunté.
Mihai se rió.
―No, ya te acostumbrarás, aquí la gente no se
suele sentar. Además, nos tomamos una ronda y
luego nos vamos a otro sitio, es lo que se hace. Vamos,
no es que no nos podamos quedar en el mismo bar
toda la noche, pero aquí la costumbre es recorrer va-
rios sitios hasta al amanecer.
―¿Y la gente no se cansa?
―Qué va, para nada. Es su forma de pasarlo bien,
en un mismo local se aburren. Cerveza, ¿verdad?
―me preguntó cuando se nos acercó uno de los ca-
mareros―. El próximo día tomaremos copas, es decir,
alcohol con refresco. Hay muchas combinaciones que
en Rumanía todavía no conocemos: whisky con cola o
con fanta, ron con cola, vodka con limón…
―¿Y vino?
―No, aquí por la noche no se suele tomar. Los vi-
nitos van normalmente con las tapas, la comida y la
cena. Te tengo que contar muchas cosas en este sen-
tido, para que no se te quede la gente mirando como
me pasó a mí después de la primera vez que salí con
mis compañeros españoles. Probé varias bebidas y
hubo un combinado que me gustó más que otros, así
que al día siguiente después de comer quedamos para
tomar café y yo me lo pedí, tan pancho. El camarero
me miró largamente y yo no lo entendí hasta que mis
amigos me dijeron que después de comer se toma café
o como mucho un chupito, y no una copa como me
había pedido yo. Vamos a ver, tampoco pasa nada, y
te lo sirven igual, pero no es muy habitual.
―¿Y cuáles son los horarios para tomar el café u
otra cosa? ―pregunté yo con curiosidad.
―Pues mira, el café de media mañana es en reali-
dad un rato de descanso en el trabajo, por lo que suele
tomarse con los compañeros y lo normal es que cada
día pague una persona distinta, aunque siempre hay
alguno que se hace el loco. En cambio si tomas algo
con alguien a quien no ves habitualmente, suele pasar
que quieran pagar todos y no veas qué negociaciones
se llevan a cabo para ver quién consigue invitar. In-
cluso le dicen al camarero «No le cobres, cóbrame a
mí». Antes de comer o para comer mismamente, la
gente va de tapas, esto es casi un deporte nacional, tío,
y consiste en ir a comer pequeñas raciones de comida:
de pimientos, calamares, tortilla, ensaladas de todo
tipo, jamón, croquetas, patatas y muchas otras cosas.
Pues en este caso, y también cuando se sale de copas,
una persona suele pagar la consumición en un lugar y
luego, en un local distinto otra persona lo paga todo y
así sucesivamente. Por norma general es la persona
que no ha pagado todavía la que propone ir a otro
bar, aunque también es normal sobre todo en la gente
joven, que entre grupos de amigos se pague a escote,
es decir, se divide el precio total entre las personas
que han tomado algo, sin pensar si uno ha comido o
ha bebido más que los demás. O simplemente se hace
bote, reuniendo una cantidad de dinero por persona y
se va pagando de allí. Solamente si alguien celebra
algo, por ejemplo un cumpleaños, es el único
momento en que se acepta que invite a los demás sin
más comentarios. Ah, y la excepción de oro a todas
estas reglas es la lotería, porque aquí la gente juega
muchísimo, sobre todo en Navidad, según me han
dicho, y ningún español acepta ser invitado. Todo el
mundo paga religiosamente su parte antes del sorteo,
o como mucho se intercambian boletos de números
distintos.
―Es impresionante la cantidad de cosas que sa-
béis sobre los españoles, sobre su forma de vivir y sus
costumbres. Me encanta que las clases de sociocultura
se puedan dar en cualquier lugar y a cualquier hora.
―Yo no tuve tanta suerte, lo fui aprendiendo so-
bre la marcha, y no me importa compartirlo, todo lo
contrario.
―Se agradece de verdad, es un lujo poder averi-
guar cosas y así estar más preparado para ciertas si-
tuaciones. Lo que sí te digo es que la cerveza es bas-
tante más cara que en Rumanía.
―Claro, piensa que aquí hay otro nivel de vida.
―Y los botellines son tan pequeños ―añadí, pen-
sando en las cervezas de medio litro que se venden en
mi país.
―Ya, ya ―me contestó Mihai riéndose―, aquí te
tomas tres y como si nada.
Seguíamos de pie allí, en la barra. Vi de reojo
como Mohamed estaba entablando conversación con
una chica. «¡Qué rapidez!», pensé. Era una chica alta,
rubia y de ojos azules. Mihai me leyó el pensamiento
y dijo:
―¿Ves como es verdad todo lo que te conté?
Mohamed parece muy poquita cosa, pero enseguida
se le acercan las chicas, sobre todo extranjeras. Esta
debe de ser noruega o de por allí, vienen aquí de va-
caciones. Yo no sé si es porque, como es moreno, se
pensarán que es español, aunque sea un tópico, pero
lo cierto es que tiene bastante éxito.
―¿Y tú? ―le pregunté divertido.
―Pues yo me quedo con las sobras. Menos mal
que lo compenso con la labia, ya es un esfuerzo adi-
cional, pero no me quejo. Además, no siempre tiene
uno ganas de ligar.
No pudo seguir con las explicaciones ya que de
repente dos chicas, también rubias, se nos acercaron.
Una de ellas dijo, en un spanglish muy gracioso:
―Hola, guys21, ¿qué tal? Are you having fun22? ¿Po-
demos invitar you23 una copa?
A Mihai le cambió la cara, mientras que yo me
quedé un poco cortado, a pesar de entender más el in-
glés que el español. Así que les pregunté en el idioma
de Shakespeare:
―¿Are you English?24
―Oh, yes, do you speak my language?25
―Yes, I can manage; I speak English better than Span-
ish! I didn’t learn too much in two days.26
―That’s good. You’re like us then. Are you on holi-

21 Chicos (ingl.).
22 ¿Os estáis divirtiendo? (ingl.).
23 Os (contexto: podemos invitaros) (ingl.).
24 ¿Eres inglesa? (ingl.).
25 Oh, sí, ¿hablas mi idioma? (ingl.).
26 Sí, me manejo bien; hablo inglés mejor que español. No he aprendido

mucho en dos días. (ingl.)


days?27
―No, I’m here for work. I’m from Romania.28
―Oh la la ―dijo con fuerte acento británico―, we
came to celebrate our friend’s hen party, she’s going to
marry next month.29
«¡Qué interesante!», pensé. Poder celebrar la
despedida de soltero en otro país es algo que nunca
antes había oído. Desde luego que en Rumanía, para
la gente común y corriente esto sería un lujo al alcance
de muy pocos, aparte de que por aquella época este
tipo de fiestas no eran muy habituales en mi país.
Mientras, me percaté de que Mihai y la amiga de
mi interlocutora habían desaparecido.
―Han ido to dance, mi amiga tiene muchas ganas
de party, but la tengo que vigilar so she doesn’t cross the
line. What do you want to drink? I pay.30
―Nada, gracias, todavía tengo cerveza ―le con-
testé amablemente.
―La cerveza is good, pero ser una pena no dis-
frutar de una copa, aquí they are very good. Te pedir un
gin-tonic.31
¡Qué insistente! No pude reaccionar y por unos
instantes me encontré poco confortable, porque me
acordé de Anca. Mis compañeros de fiesta se habían

27 Eso está bien. Como nosotras. ¿Estás de vacaciones? (ingl.).


28 No, estoy aquí por trabajo. Soy de Rumanía (ingl.).
29 Nosotras hemos venido para celebrar la despedida de soltera de nues-

tra amiga, se casa el mes que viene (ingl.).


30 Han ido a bailar, mi amiga tiene muchas ganas de fiesta, pero la tengo

que vigilar para que no se pase. ¿Qué quieres tomar? Yo te invito (ingl.).
31 La cerveza está bien, pero es una pena no disfrutar de una copa, y

aquí las ponen muy bien. Te pediré un gin-tonic (ingl.).


esfumado y yo estaba allí, en la barra, con una inglesa
que acababa de conocer y que parecía tener muchas
ganas de fiesta. En el fondo no estaba haciendo nada
malo, sin embargo aquella extraña sensación me in-
vadió varias veces a lo largo de la noche. Que por
cierto, fue bastante larga, cambiamos de bar tres o
cuatro veces, en compañía de las dos inglesas y de la
chica que no se separó de Mohamed y que resultó ser
sueca. Mis dos amigos se lo pasaron en grande, y
Mihai me decía de vez en cuando:
―No le entiendo casi nada, pero creo que quiere
tema. Tú a lo tuyo, pásalo bien, que la vida son dos
días, y la marcha acaba de empezar.
No me aburría, pues estuve hablando con Mary
durante horas sobre mil cosas, desde la situación eco-
nómica de mi país hasta el último movimiento de la
familia real británica, mientras ella no le quitaba ojo a
su amiga. Para evitar situaciones embarazosas, le
conté que tenía novia en Rumanía y que la quería mu-
cho, y ella resultó ser una chica muy agradable, que
no buscaba una noche loca:
―La gente se equivoca cuando piensa que veni-
mos aquí y nos olvidamos de todo. Para pasarlo bien
no es necesario enrollarte con alguien, aunque suele
acabar así en muchas ocasiones. Yo no tengo novio y
podría lanzarme, pero eso tiene que ver con la forma
de ser de cada uno. A mí me llena más tener una con-
versación que puede aportarme muchas cosas que
acostarme con un tío que acabo de conocer, lo que no
quiere decir que no lo haga alguna vez, claro ―acabó
riéndose.
Sobre las cinco de la mañana le pregunté a Mihai
si querían seguir.
―¿Ya te quieres ir? Pero si todavía queda mucha
noche por delante y mucha mañana.
―Yo estoy cansado, aunque me lo he pasado muy
bien.
―Espera, te acompañamos a casa. Mohamed y yo
seguiremos un poco más, ya ves el panorama.
―No te preocupes, conozco el camino. Siento de-
jar a Mary sin acompañante, pero me quiero ir, de
verdad.
―No pasa nada, ya nos organizaremos de alguna
manera.
―Encantado ―les dije―. Yo me voy a casa, mi
cuerpo ya no está acostumbrado a tanta marcha. ¡Pa-
sadlo bien! Y enhorabuena por tu futura boda ―le dije
a la amiga de Mary, lo que provocó una carcajada
conjunta.
―Bye bye32, y espero que tu novia sepa la suerte
que tiene ―me susurró Mary al oído, dándome dos
besos.
Salí del bar y la calle seguía siendo un bullicioso
vaivén.
Volveré por la playa, me propuse, y me abrí ca-
mino entre las tumbonas que creía abandonadas, aun-
que pronto descubrí que alguna de ellas estaba habi-
tada. Sonreí diciéndome: «loca juventud, edad de
oro», mientras me quitaba los zapatos para sentir las
olas abrazando la arena. Anduve así durante un buen

32 Hasta luego (ingl.).


rato hasta que decidí sentarme y fumarme un cigarro
con el runrún fiestero de fondo, dominado sin em-
bargo por la música mucho más agradable del mar
rompiendo en la playa. Estaba todavía un poco ma-
reado por las copas y las cervezas tomadas, y empecé
a pensar en Anca, en que casi nunca salíamos por se-
parado y recordé cómo en una ocasión me había pre-
guntado si en algún momento me vencerían las tenta-
ciones. Era la primera vez que nos separaban tantos
kilómetros, pero la sentí cerca. No me importaba en
absoluto hacer nuevos amigos, todo lo contrario, pero
estaba seguro de que la quería muchísimo y me esfor-
zaría porque nos mantuviéramos unidos. Días y
meses después había sonreído acordándome de las
reflexiones un tanto aturdidas de aquella noche.
«Filosofía barata», habría dicho mi amigo Paul, «de la
que se hace con una copa de más». Continué
pensando en lo que siempre había defendido: si
quieres a alguien no sientes necesidad de fijarte en
otra persona, ni siquiera para demostrarte cosas o
sencillamente para despedirte de tu soltería. En
aquellos momentos quería saber cómo acabaría la no-
che para Mihai y su amigo marroquí. «La vida da mu-
chas vueltas y nunca se sabe cómo termina una histo-
ria», pensé, «pero yo tengo suerte de sentir y vivir un
amor como el que tengo». Echaba de menos a Anca, a
todo mi entorno de hasta entonces en general, pero a
ella en especial. Y al mismo tiempo tenía unas ganas
enormes de triunfar, aunque siempre había pensado
que el éxito no equivale a tener dinero o cierta
posición social. Pero la simple idea de poder
organizar tu despedida de soltero en otro país me
creaba una especie de afán de alcanzar el mismo nivel
de vida de los occidentales. Más tarde iba a conocer
otras realidades con respecto a ese poder adquisitivo,
ya que en España, y supongo que en todos los países,
también existe gente a la que le cuesta llegar a fin de
mes, pero en aquellos momentos era una faceta que
yo desconocía por completo. No deseaba mucho: una
vida decente significaba para mí poder pagar mi casa,
mi coche y mis vacaciones de una manera
desahogada. No anhelaba tener un castillo, ni un
descapotable o un yate, sino que me conformaría con
poder irme quince días de vacaciones al año y poder
salir a cenar fuera con mi futura mujer de vez en
cuando. O comprarme unos zapatos simplemente
porque me gustasen y no porque se hacía im-
prescindible jubilar los que tenía. En todo esto estuve
pensando allí, sentado en aquella tumbona frente al
Mediterráneo.

Entré en casa lo más silencioso que pude y, sin du-


charme ni lavarme los dientes para no hacer ruido, me
acosté. Debí caer en un sueño tan profundo que no me
enteré ni de cuándo llegó Mihai, ni de que hacía
mucho que era de día, y solo me desperté cuando Ion
llamó a la puerta bastante fuerte y, sin esperar
respuesta alguna, entró en la habitación diciendo:
―¿Qué? ¿Os vais a levantar o no? Ya es hora de
comer, dormilones. ¡Venga, arriba!
Tanto a Mihai como a mí nos costó varios minutos
espabilar, pero después de una cooperante ducha es-
tábamos sentados en la mesa del comedor, junto con
Ion e Irina.
―Qué bien, Álex, tu primer fin de semana en Es-
paña y ya sales por ahí, eso sí que se llama tener
suerte ―me dijo Ion medio irónicamente―. Espero
que no se te haya olvidado que tienes novia.
―Deja en paz al chico ―saltó Mihai en mi de-
fensa―, está enamoradísimo de su chica. Además,
volvió bastante prontito a casa.
―Era una broma, ya me conocéis. ¿Lo pasasteis
bien?
―Sí ―contesté―. Fue una noche de éxito total
para mis compañeros de fiesta. ¿O no? ―pregunté
volviéndome hacia Mihai, que exhibía una sonrisa de
oreja a oreja.
―Casi total ―contestó el chico, sin importarle lo
más mínimo dar explicaciones de una manera com-
pletamente desinhibida―. ¿Qué te dije de Mohamed?
Siempre tiene más suerte, el canalla. La noruega…
―Sueca ―le corregí.
―Pues eso, la sueca le invitó a tomar la última en
su habitación de hotel, así que tú me dirás.
―¿Y tú? ―le preguntó Ion a carcajadas.
―Mi inglesa ya no podía con su alma de las copas
que llevaba. Eso sí, Alexandru, su amiga me propuso
que tomáramos café con ellas esta tarde, después de
comer. Se ve que le caíste bien.
―O sea que no te portaste bien del todo ―quiso
saber Ion.
―Que no, tío ―contestó Mihai por mí por se-
gunda vez―. La mujer estaba muy contenta porque
este se defiende muy bien en inglés, no pararon de
hablar en toda la noche, pero tranquilo, no se quedó
tan mal porque te fueras. Creo que le debió de gustar
tu conversación más que otras cosas.
―Mañana empezaré a enfrentarme con la reali-
dad y pienso hacer cosas, así que hoy me gustaría
descansar ―intenté evadirme de la supuesta cita.
―No te preocupes, le dije que ya teníamos la
tarde reservada para otra cosa.
No había estado nada mal conocer un poco el am-
biente nocturno, pero mis prioridades estaban claras y
no pensaba quedarme de brazos cruzados hasta que
Ion me consiguiese un empleo. Tenía mis planes para
la semana que empezaría en pocas horas.
Insistí en recoger la mesa y fregar los platos y al
acabar, Ion entró en la cocina y me propuso tomar un
café y charlar mientras Irina limpiaba nuestra habita-
ción.
―No me asustes, tío ―le contesté sonriendo.
―Tranquilo, es sobre temas domésticos: los gastos
de la casa no te deben preocupar, he hablado con los
chicos y pagaremos lo mismo que hasta ahora; cuando
tengas trabajo, ya echaremos cuentas.
―No, Ion, te dije que tenía algo de dinero y creo
que, si me organizo bien, me llegará para algún
tiempo, así que no hace falta, aunque os lo agradezco.
―Como prefieras. En ese caso, cuando hagamos
la reunión el próximo día uno, recalcularemos las
cuotas que nos corresponden. De todos modos, si mi
jefe cumple con lo prometido, en unos días tendrás
curre y todo será mucho más fácil. Tú, de momento,
dedícate a ir aprendiendo el idioma, porque tienes
cerebro y capacidad para estudiar, y te vendrá bien
saber algo y que no te pille todo de sopetón.
―Por eso no te preocupes, mañana mismo em-
piezo las clases autodidactas. Creo que este fin de se-
mana ha sido uno de los días más intensos de mi vida.
Estoy muy animado y con muchas ganas, gracias de
todo corazón por la mano que me has tendido.
―Mihai seguro que está roncando otra vez
―cambió repentinamente de tema―. Esta es su Biblia
de todos los fines de semana: salir de fiesta y dormir.
Unos minutos más tarde salieron los dos a dar un
paseo y yo encendí la televisión para ver qué tipo de
programas echan en España. «Una peli también me
entretendría un rato», pensé, pero enseguida me llevé
una desilusión al ver que las voces estaban dobladas
al español, y no subtituladas por escrito como en Ru-
manía. Eso me supondría un esfuerzo bastante mayor
para poder seguir la trama y al mismo tiempo pensé
que era una desventaja para la gente de aquí, pues ca-
recían de la posibilidad de escuchar inglés, cosa que
ayuda muchísimo sobre todo a los que están estu-
diando el idioma. Y también fui consciente de que eso
me ayudaría a ir acostumbrándome al español, así que
me decidí por una cadena y me quedé relajado en el
sofá, prestando toda mi atención a la película elegida,
hasta que llegaron Andrei y Mara.
―Hombre, el hijo pródigo ―dijo el primero nada
más verme―. ¿Qué tal estás?
―Bien, qué mejor manera de empezar una nueva
vida ―contesté sonriendo―. ¿Vosotros qué tal?
―Hemos estado comiendo en casa de mis tíos,
como casi todos los domingos, y mi tío nos deleita con
sus hazañas gastronómicas, porque es un verdadero
maestro en la cocina ―me explicó Mara―. Es experto
sobre todo en salsas y canapés, aunque a Andrei lo
que más le gustan son los postres caseros de mi tía.
¿Te estás enterando de la película?
―En ello estoy. Mara, quería preguntarte sobre al-
gún curso de español, que no me vendría mal, aunque
también estoy decidido a ponerme en serio por mi
cuenta a partir de mañana.
―Eso está hecho, llamaré a mi ex compañera de la
oenegé Culturas sin fronteras, aunque me parece que
este mes están de vacaciones. Espera un momento, te
lo digo ahora mismo.
Y se fue a la cocina para hablar por teléfono.
―Entonces, ¿preparado para empezar a trabajar?
―me preguntó Andrei.
―Por supuestísimo. Espero arrancar cuanto antes.
No nos dio tiempo seguir hablando, porque Mara
volvió enseguida y me dijo:
―Hasta el siguiente lunes no comienza el curso.
He hablado con mi compañera y te espera ese día a las
siete de la tarde. Si empiezas a trabajar antes, puedes
ir a las ocho y media, porque tienen horarios bastante
amplios. Se llama María Jesús y es una chica muy
agradable. Ya te diré dónde es, de momento te traeré
unos apuntes que te servirán seguramente. Y por su-
puesto no dudes en preguntarme cualquier cosa.
―Te lo agradezco. ¿Conocéis un cibercafé cerca?
Para ir ganando tiempo y no esperar sin hacer nada,
había pensado en confeccionar unos carteles e ir pre-
guntando por las empresas si necesitan mano de obra.
―Es buena idea ―dijo Mara entusiasta―. Ade-
más, es muy común encontrar papeles pegados en fa-
rolas y portales, sobre todo de mujeres que buscan tra-
bajos domésticos. Yo tengo un portátil, te ayudo a ha-
cerlo y mañana imprimes varias copias en el cíber, ¿te
parece bien?
―Perfecto, pero no os quiero molestar ni haceros
cambiar de planes.
―Tranquilo ―dijo Andrei―, quedaos aquí tran-
quilamente, yo bajo a dar una vuelta a ver si veo a Ion
y jugamos un poco al fútbol.
Mientras Mara iba a buscar el ordenador a su
habitación, yo fui a la cocina a preparar un café.
―Te lo agradezco, sí que me apetecía. Lo que no
quería era volver a salir, y Andrei siempre quiere es-
tar por ahí. ¿Tu novia y tú cómo lleváis este tema?
―Aunque os haya parecido lo contrario, por lo de
ayer, no somos muy fiesteros ―contesté―. Salíamos
un par de veces al mes, sin trasnochar mucho.
―A ver qué te parece si escribimos: «Chico joven
y responsable busca trabajo. Disponibilidad total e in-
mediata» ―volvió Mara a lo que nos habíamos pro-
puesto hacer.
―No está mal, aunque un poco resumido, ¿no?
―No sé, no se suele poner mucho más.
―Se me había ocurrido escribir las cosas que sé
hacer o los trabajos que podría desempeñar porque
como no me podré explicar muy bien, la gente no me
entenderá mucho cuando hable.
―Entonces confeccionamos dos modelos, unos
que puedes pegar en las farolas y otros con los que
puedes ir… no sé… por las terrazas y restaurantes de
la ciudad, por ejemplo. ¿Te parece bien?
―Perfecto. No sé si dará resultados, pero merece
la pena probar.
―Yo creo que es muy buena idea. Hay que tener
iniciativa.
Media hora más tarde nos declaramos satisfechos
con la forma final de los carteles que rezaban: «Chico
joven, trabajador y responsable, busca trabajo. Cons-
trucción, hostelería, agricultura, limpiezas, repartos,
etc. Seriedad y disponibilidad total e inmediata». El
segundo era algo más extenso: «Mi nombre es Alexan-
dru, soy de nacionalidad rumana y estoy buscando
trabajo. Soy ingeniero de profesión, pero no descarto
ninguna opción laboral. Tengo muchas ganas de tra-
bajar y me considero una persona seria y responsable.
Aprendo muy rápido, por lo que, dentro de nada, ha-
blaré su idioma sin problemas, aunque de momento
me manejo en inglés y francés. Les dejo un número de
teléfono para que me puedan localizar en caso de que
tuviesen algo para mí. Gracias de antemano».
A Mara la divirtió la promesa de aprender rápi-
damente el español y dudó durante unos instantes si
ponerlo o no, pero yo estaba muy seguro. Siempre me
habían dicho que un currículum o una carta de pre-
sentación tenían que destacar por algo, por lo tanto,
contando con el carácter jovial de los españoles y al
habérseme ocurrido esto, esperaba que diese algún
resultado. Quedó finalmente convencida por mi argu-
mento y me dijo que le encantaba mi espíritu creativo,
a pesar de mi formación técnica. Añadió su número
de teléfono fundamentando que al trabajar en una
oficina le era más fácil contestar al teléfono que a Ion
por ejemplo, que estaba en una obra. Me grabó ambos
textos en un cedé y yo debía imprimirlos al día si-
guiente. También me entregó un rollo de cinta adhe-
siva, deseándome suerte.
―¿Te apetece seguir contándome tu aventura es-
pañola? Seguro que tienes todavía muchas experien-
cias por relatar.
No le fue nada difícil retomar el hilo de su histo-
ria.
―Excepto pequeñas excepciones conté con el
apoyo de mis compañeros y de mis jefes. Me sentía
como una más y eso fue fundamental para mi estado
de ánimo. Durante la semana que pasábamos en otra
ciudad o pueblo de la comunidad compartíamos casa,
es decir, habitaciones y baños en las pensiones donde
nos alojábamos. Estaba empezando ya a tomarme con
más ligereza lo de ser inmigrante, lo que incluía algu-
nos comentarios, la gran mayoría sin mala intención,
de los que me rodeaban. No puedo decir que no me
siguiesen afectando, pero había logrado no tomármelo
todo tan a pecho como hasta entonces.
»Recuerdo una noche cuando nos íbamos a du-
char todas las chicas, el baño estaba al final del pasillo
del hostal y una compañera le pidió a otra, que era la
última en salir de la habitación: «Cierra bien la puerta,
porque hay rumanos y gente de por allí que nos pue-
den robar las cosas». Antes de acabar la frase se dio
cuenta de que su comentario me podía hacer daño, y
mientras todas las miradas estaban clavadas en mí,
ella intentó disculparse balbuceando: «No es que to-
dos los rumanos sean así, pero… Bueno, quería decir
que…». La saqué de esa situación embarazosa asegu-
rándole que no pasaba nada, no quería que modifica-
sen su forma de pensar o de hablar por mí, pues
siempre he estado convencida de que alguien cambia
sus principios y sus pensamientos tras haberse dado
cuenta de que algo es bueno o malo, correcto o inco-
rrecto, y no por tener una compañera rumana a la que
debían proteger por simple solidaridad o, peor aún,
por pena. Seguía siendo algo parecido a un golpe o a
una emoción fuerte lo que yo sentía en aquellos mo-
mentos, pero había aprendido a controlar mis impul-
sos en este sentido y podía afrontarlo de otra manera,
intentando siempre entender el comportamiento de la
gente al respecto. Eso sí, sabía con toda seguridad
cuándo el proceder era malintencionado o inocente,
no me preguntes cómo.
―Yo también creo que a veces las cosas se sienten
sin una explicación fundamentada.
―Pero gracias a Dios los momentos de este tipo
fueron muy pocos en comparación con todo lo bueno
que pasé junto a esa gran familia. Fueron todos a la
fiesta de mi cumpleaños, me llevaron un montón de
regalos, y lo pasamos estupendamente en la cena de
Navidad que nos ofreció la empresa. Eso a pesar de
que la rumana se llevara una de las dos cestas puestas
en juego como incentivo y que dio lugar a algunas fra-
ses como «¡Qué bien! Ahora ya tienes qué enviarles a
tus padres a Rumanía». Mucha gente piensa que
todos los inmigrantes que se vienen a España lo hacen
porque se mueren de hambre en sus países.
―Pero no es así siempre. Sí es cierto que las pers-
pectivas que se me ofrecían a mí en nuestro país no
eran muy esperanzadoras: un trabajo que me habría
proporcionado el dinero para independizarme, lo que
conlleva pagar un alquiler y sobrevivir, pero eviden-
temente no podía soñar con comprarme un piso y yo
creo que esta es una de las causas por las que verda-
deramente muchos jóvenes, al menos rumanos, ¿no?,
emigran a otros lugares más desarrollados. Rumanía
encabeza la lista de los países con más propietarios de
toda Europa, quizás eso explique mucho.
―Lo mismo creo yo. Ahora bien, tampoco se trata
de llegar y besar el santo. Cuando yo llegué a España,
un piso en mi ciudad costaba un millón de pesetas
más o menos, unos seis mil euros. Trabajando aquí
honestamente, viviendo sin lujos e incluso apretando
el cinturón, un inmigrante rumano podía conseguir
ese dinero en dos, tres o cuatro años. Conozco varias
personas que lo han hecho, aunque ahora es más difí-
cil porque, igual que aquí, lo sabes tú bien, los precios
en el sector inmobiliario van subiendo a una veloci-
dad de vértigo. Hoy el piso de un millón de pesetas ha
pasado a costar cinco o seis. Ah, y otra cosa que me
sacaba de mis casillas ―siguió Mara con fervor― es
que muchos españoles están convencidos de que los
inmigrantes les quitamos los puestos de trabajo. No
quiero decir con ello que el mundo laboral sea sencillo
y que te ofrezcan un puesto de trabajo en cualquier
esquina, pero creo que si alguien quiere trabajar de
verdad, encuentra empleo. Como dicen aquí, quien la
sigue la consigue. Es cierto que no es muy fácil en-
contrar un puesto conforme a los estudios de cada
uno, pero yo creo que lo importante es empezar. Si
uno pone empeño y tiene ganas de trabajar, antes o
después llegarán los frutos.
―A ver si es verdad ―dije sonriendo.
―Con toda seguridad. Por la editorial iba pa-
sando muchísima gente, la mayoría jóvenes en busca
de su primer empleo, y yo les veía tan poca ilusión y
tan pocas ganas… Claro que muchos abandonaban a
los dos días diciendo que lo veían muy difícil y que no
iban a poder desempeñar la tarea. Y digo yo, ¿cómo
sabían que era así si ni siquiera lo intentaban? Por eso
sentía mucho coraje cuando alguien me decía que los
inmigrantes quitamos los puestos de trabajo a los
españoles. ¿Acaso impedía yo que alguien hiciera lo
que yo misma estaba haciendo? ¿Les decía yo que eso
era muy difícil y que no serían capaces de hacerlo?
Pasa lo mismo en otros campos de actividad. Ah, y
hay otra cosa: por lo menos hasta ahora, si un
inmigrante ilegal quiere regularizar su situación nece-
sita, como es lógico, una oferta de trabajo de un em-
presario o de una persona física en el caso de las em-
pleadas de hogar. Pues bien, esta oferta va primero a
la oficina del INEM, donde se tiene que dar a conocer
durante cierto período de tiempo con el fin de que los
españoles en busca de trabajo tengan constancia de
ello. Solo en el caso de que no haya ningún español
que quiera ese trabajo, el inmigrante puede continuar
con sus trámites, así que la conclusión sácala tú solito.
Cuando un conocido que estaba en el paro me hizo el
reproche un día, le contesté: «Si quieres hablo con mi
jefe para que te haga la entrevista y te vienes a trabajar
con nosotros». ¿Sabes lo que me dijo? Que no se
refería a puestos como el mío, sino a empleos de más
categoría. Le pregunté a cuántos inmigrantes conocía
trabajando en una oficina, a cuántas sudamericanas,
africanas o europeas del este ejecutivas o al menos
secretarias. Y te digo una cosa, si esto pasara, porque
seguro que algún día empezará a verse, en mi opinión
no haría otra cosa que fomentar la competitividad, lo
que conlleva una mejor formación por parte de cada
uno. A lo mejor soy un poco subjetiva, pero es que yo
siempre he pensado así. Intentar ser de los mejores no
tiene nada de malo, más bien lo contrario, yo fui
consciente de ello cuando hice el examen de ingreso
en la universidad. En aquella época estaban muy de
moda las clases particulares, te acuerdas, ¿verdad?
Esa idea muy arraigada pero sin mucho fundamento
en el fondo de que si querías tener acceso a estudios
universitarios tenías que dar obligatoriamente clases
particulares, y si podía ser con profesores de la misma
universidad, mucho mejor. Aunque no compartía esa
idea, reconozco que fui a Bucarest un poco acomple-
jada, ya que yo solo había dado unas cuantas clases
con mi profesora del instituto, y solamente de espa-
ñol. Tenía que hacer tres exámenes: prueba oral y es-
crita de lengua y literatura española, lengua y litera-
tura inglesa y lengua rumana. Seguramente te acorda-
rás de que se hablaba de corrupción, de que había
muchos que conseguían la plaza por enchufe. Además
mi especialidad solo sacaba a concurso veinte plazas e
iban alumnos de todo el país, pero a las que más
temía, por llamarlo así, eran las chicas del Instituto
bilingüe Lope de Vega. Cuando las vi vestidas a la
última y superarregladas y maquilladas, mientras que
yo iba en vaqueros y con una camiseta común y
corriente, pensé en mi inocencia que su indumentaria
iba directamente proporcionada con su preparación, y
todo ello me hizo sentirme pequeña y me infundió
recelo. Intentaba hacerle caso a mi profesora de
español del instituto, a quien le debo muchísimo, y
que siempre me había dicho que si eres uno de los
mejores nadie puede contigo, ni siquiera los enchufes;
que si había irregularidades siempre se hacían con las
últimas plazas, es decir, con los últimos admitidos en
la lista, y que en la primera mitad nadie se atrevía a
intervenir. En fin, hice los exámenes lo mejor que
pude. Recuerdo cómo mi madre, que se quedaba es-
perando fuera junto con otras madres, me decía en un
tono consolador: «Si no apruebas, no te preocupes, lo
vuelves a intentar el año que viene. Hay muchos que
se han preparado con profesores de universidad y es
posible que estén mejor capacitados». En el examen de
lengua rumana nos habían pedido dividir un texto en
frases. Al salir de la sala, todo el mundo comentaba:
«Eran ocho frases, me lo ha dicho mi profesor». «No,
eran diez, me lo ha asegurado el mío, que trabaja en la
Universidad». Imagínate cómo me sentía yo después
de haber dividido dicho texto en nueve frases: ni me
atrevía a articular palabra. Pues bien, en lengua saqué
la mejor nota del examen y en el temido listado de mi
especialidad, ¡adivina!, también tuve la media más
alta, sacándole algo más de medio punto a la siguiente
clasificada. Aunque parezca que la modestia no es lo
mío y te suene a laureles, solamente te lo cuento por-
que en aquellos instantes me acordé de las palabras de
mi profesora. Si aplicamos todo esto a lo que estába-
mos comentando hace un rato, es obvio que quizás
sea un poco subjetiva, pues no todo el mundo puede
ser el primero o el mejor, pero mucha gente se
conforma con decir que no puede serlo y ni siquiera lo
intenta. Si fuera así habría mucha más competitividad
en todos los aspectos y en mi opinión esto solo traería
cosas positivas para el desarrollo de la sociedad en
general. Pero bueno, se supone que te estaba
hablando de mi trayectoria profesional; no puedo
evitar hacer conexiones.
―Por eso no te preocupes, a mí me gusta escu-
charte, e incluso quisiera preguntarte algo: ¿te ha pa-
sado alguna cosa desagradable trabajando en la edito-
rial? Ya he visto que intentas sacar la parte positiva de
todo, pero tengo curiosidad por saberlo.
―Pocas, gracias a Dios. De hecho, creo que solo
un par de veces me encontré en situaciones más deli-
cadas por mi postura de inmigrante; eso sí, las re-
cuerdo como si hubiese sucedido ayer. La primera vez
fue cuando, a los pocos días de empezar, me encontré
a una señora que se mostró muy interesada en la
oferta. Todo iba bien hasta que, al notar mi acento, me
preguntó de dónde era. Mi respuesta tuvo como
reacción un empujón y, sin más explicaciones, me
quedé petrificada delante de una puerta cerrada sin
saber muy bien cómo reaccionar.
»La segunda vez fue peor aún: después de haber
charlado animadamente durante más de media hora
con una mujer encantadora y jugando con su niña, y
de haber finalizado mi trabajo, la señora me hizo la
misma pregunta, aunque de otra manera. Quiso saber
si era rusa, y me dijo que mi español era excelente. Le
contesté y en ese mismo instante salió el marido, que
había estado yendo y viniendo, agarró el contrato que
acabábamos de rellenar, se fue a la cocina y empezó a
tachar los datos de una manera tan brutal que casi
rompe el papel. Me lo devolvió y le pregunté
directamente si lo había hecho porque era rumana. En
aquel momento interpreté su actitud como cobarde y
cruel, porque no me contestó nada y le pidió a su
mujer que cerrara la puerta. Pobre mujer, la vi
avergonzada por el comportamiento de su marido, y
yo me fui temblando y sollozando mientras oía detrás
de la puerta: «¿Cómo das tus datos a cualquiera?
Podría ser de una mafia». Me los volví a encontrar esa
misma tarde en el barrio y al verme se dieron la vuelta
para esquivarme. Gracias a Dios que en muchas más
ocasiones conocí gente que se mostraba encantada de
hablar con una rumana, bien porque habían estado en
mi país y guardaban gratos recuerdos de él, bien
porque tenían intención de ir y me pedían
información. Y a modo de conclusión, porque si no,
no acabaría nunca ―dijo sonriendo―, siempre reitero
que ese trabajo me dio muchas cosas. Comprenderás
que no hablo solo del dinero que ganaba o de los in-
centivos con los que nos motivaban mes a mes, sino
también y sobre todo del análisis sociopsicológico que
tuve la oportunidad de hacer durante ese tiempo de
las personas con las que estaba en contacto diaria-
mente. Conocí así infinidad de opiniones y maneras
de actuar respecto a la inmigración, puesto que,
independientemente de que estuviera realizando un
trabajo, estas cosas surgían con naturalidad. Traté de
entender muchas actitudes, meterme en la piel de
todas las personas con las que hablaba para poder
comprender el porqué de sus comportamientos y de
sus criterios. Que lo haya conseguido es una cuestión
muy relativa, aunque yo estoy bastante contenta y
satisfecha al respecto. Pero lo que puedo decir con
seguridad es que por lo menos me he abierto a ello y
esto fue esencial en mi proceso de integración y de
adaptación en esta sociedad. Por lo tanto, te
recomiendo de corazón que tengas la mente abierta
para que te puedas acercar con más facilidad a lo
nuevo y que te esfuerces en ver la parte positiva de
todo, aunque no siempre sea fácil. Conociéndote un
poquito, seguro que lo vas a hacer estupendamente.
Sonreí sin decir nada.
―Estuve en la editorial un año y pico ―siguió
Mara―, y lo dejé no porque estuviera cansada y qui-
siera cogerme unas vacaciones, sino porque empeza-
ría otra etapa en mi vida. Me habían ofrecido una co-
laboración en una academia para trabajar como intér-
prete de rumano en los juzgados y la comisaría de la
ciudad, lo que me venía muy bien porque me había
matriculado en la universidad para hacer un docto-
rado de lingüística española y, como durante el pri-
mer curso quería ir a clase, no iba a poder trabajar a
jornada completa. Me había planteado hacía tiempo
continuar mis estudios aquí, pues se trataba de uno de
mis sueños. Tenía muchas ganas de conocer y
acercarme al sistema de enseñanza español, ya que no
tuve la oportunidad de conseguir una beca estando en
Rumanía. Y ya sabes, ¿cuántos rumanos se podían
permitir el lujo de irse por su cuenta a estudiar una
temporada a otro país? Tenía muchísima ilusión y
empecé a ir a clase con un entusiasmo que me hacía
recordar mis primeros meses de universitaria en
Bucarest. Paralelamente empecé mi colaboración
como intérprete, un trabajo que aparte de gustarme,
también fue una gran incursión en el mundo de los
inmigrantes, en su mayoría ilegales, que recurrían a
métodos menos ortodoxos para poder subsistir. En
realidad, y pensándolo mejor, para algunos era más
que una lucha por la mera manutención, pues el pro-
vecho que sacaban de sus actividades tenía como
propósito hacerlos ricos, y creo que imaginas que no
estoy exagerando. ¿Sabes que muchos de los que co-
nocí se permitían el lujo de pagarse un abogado que
les ayudase a salir mejor parados de situaciones muy
pintorescas, pero difíciles a la vez?
No solo no me aburría con las historias de Mara,
sino que me estaba enganchando como si de una pelí-
cula se tratase. Y aunque hablaba mucho y hacía
abundantes paréntesis, estaba deseando seguir escu-
chándola.
―Como de intérprete solo trabajaba de vez en
cuando ―retomó la chica el hilo―, me metí también
en la oenegé para impartir clases de español, y es allí
donde conocí a Ion y a Irina. Me parecieron buena
gente, así que aquí estamos, viviendo juntos.
»El voluntariado me ayudó a realizar varios traba-
jos para el doctorado, así que aproveché bien la expe-
riencia; luego, a principios de verano, para sacarme
otro dinerillo y poder seguir estudiando, empecé a
trabajar en casa de un matrimonio mayor. El hombre
padecía párkinson, ¡qué enfermedad más terrible! Les
hacía la compra, recogía un poco la casa y los acompa-
ñaba al médico. La señora María estaba obsesionada
con que no le robasen: había contratado a varias
chicas de distintas nacionalidades que, según me
contaba, se llevaban cosas de su casa, principalmente
comida pero también mantas, paños de cocina o
vasos. Cuando a los dos días de trabajar allí me
insinuó que no encontraba no sé qué objeto, le pedí
que a partir de ese momento me registrase el bolso
antes de irme. Posteriormente, cuando ya habíamos
cogido más confianza, me confesó que aquel gesto la
había convencido de que yo no la robaría. Me trataron
muy bien, como a la hija que nunca tuvieron, y
siempre me regalaban algo, me contaban historias de
su vida y querían que pasara con ellos cada vez más
tiempo. Les había cogido mucho cariño e intentaba ser
más que una simple chica que les ayudaba en las
tareas del hogar. De hecho, cuando al cabo de un mes
y medio más o menos me salió un trabajo de profesora
en una academia particular, lloramos los tres
abrazados como niños y me dio mucha pena irme.
Seguí yendo a verlos de vez en cuando y cuando ella
estuvo ingresada en el hospital, Andrei y yo la
visitamos. Ahora están en una residencia de ancianos
y también vamos alguna vez. Me da mucha pena que
no tengan hijos y, aunque allí estén mejor atendidos, a
mí un asilo no me parece el lugar más adecuado para
una persona mayor.
―Ya ―la interrumpí―, es por el culto a los pa-
dres y a los ancianos en general, que tenemos en Ru-
manía.
―Seguramente. Yo tenía claro que debía seguir
mi camino, y empecé a trabajar en la academia, pues
era un verdadero reto para mí. Al principio temí que a
los alumnos les fuera a importar el hecho de que yo
no era española, pero la directora del centro me
tranquilizaba diciéndome que ni siquiera me notarían
el acento. La verdad es que le estoy muy agradecida
por haberme dado esa oportunidad y los meses que
pasé allí fueron muy buenos. Llegué a contar a al-
gunos de los alumnos que era rumana, incluso des-
perté su curiosidad y a veces me preguntaban algo
sobre mi país. Pero también tuve alguna que otra vi-
vencia curiosa. Por ejemplo, como la mayoría de las
clases que daba eran de inglés, un estudiante de se-
gundo de Bachillerato me dijo que no conseguía
entenderme bien por mi rara pronunciación. Había
comentado el tema en la universidad con mis
compañeros y profesores y todo el mundo estaba de
acuerdo con la peculiar fonética de los hispano-
hablantes cuando hablan inglés. Pero como no estaba
segura de que el alumno lo fuera a entender muy
bien, me limité a intentar articular las palabras más a
la española. Sin embargo el sabor fue muy amargo
cuando dos madres retiraron a sus hijos de la
academia después de la primera clase, alegando que
la profesora tenía muy mala pronunciación en inglés.
Y aunque la directora me dijo que no me tenía por qué
preocupar, ya que siempre hay algún caso de este
tipo, reconozco que lo sucedido me marcó un poco.
Otra madre me decía que le diera caña a su hijo,
porque «tonto no es, pero en el cole tiene malas
influencias de compañeros gitanos e inmigrantes, la
mayoría rumanos y búlgaros». Por lo demás, creo que
los alumnos se conformaban con entender mis
explicaciones y les daba igual tener una profe que no
fuese española. Además, me tuve que adaptar a
ciertas formas de comportamiento por parte de los
chicos, ya sabes que en Rumanía el respeto del
alumno hacia el profesor bajo todas sus formas es
muy pronunciado, o al menos lo era, porque parece
que allí también está cambiando el tema.
Tenía razón. Recuerdo que cuando los diez nue-
vos miembros entraron en la Unión Europea en el dos
mil cuatro, vi un reportaje que tenía como protago-
nistas a españoles residentes en aquellos países. Se les
preguntaba por las diferencias y las similitudes que
había entre España y los respectivos pueblos, en
cuanto al carácter y comportamiento de la gente en
general, y no me pareció nada raro que prácticamente
todos coincidieran en que había muchísimo más res-
peto en dichos países comparado con lo que ocurre en
España.
―No sé ahora ―siguió―, pero en mis tiempos de
estudiante, que por otro lado tampoco son tan remo-
tos, no nos atrevíamos a faltarle al respeto a un
docente. Siempre estaba el típico gamberro, y algunas
veces gastábamos alguna broma, pero nada serio. Con
respecto a tutear al profesor, recuerdo que cuando los
españoles que nos daban clases prácticas en la facul-
tad nos lo propusieron, la idea me encantó, lo veíamos
como una manera de acercamiento a la que no había-
mos tenido acceso hasta entonces. Eso sí, todos coinci-
dimos en que lo podíamos hacer con los que no nos
sacaban mucha edad, pero ni siquiera se nos ocurría si
se trataba de personas mayores. Además, los docentes
rumanos, desde infantil hasta la universidad,
prefieren guardar distancia en este sentido. Total, que
solo tuteábamos a los españoles. En las clases de
doctorado de aquí ni siquiera lo he intentado. Es un
tema cultural más que otra cosa, en el sentido de que
en cada país hay maneras diferentes de actuar en una
misma situación, aunque sigo pensando que la buena
educación y el respeto son universales. No quiero que
se me malinterprete, porque no digo que si un alumno
tutea a su profesor le falte al respeto, pero sí que
pensé que las cosas más graves que se dan después
pueden tener como punto de partida precisamente ese
aspecto. Al tener ese acercamiento que supone el
tuteo, muchos alumnos piensan que se pueden
permitir bastante más de lo que hay dentro de los lí-
mites del sentido común. Puede que no esté en lo
cierto al cien por cien, pero el respeto es fundamental
en todas y cada una de las relaciones.
―Claro que se evitan muchos problemas cuando
se actúa con respeto ―dije.
―A eso voy, Alexandru. Te voy a contar el caso
de una amiga mía rumana entrenadora de tenis, que
estuvo trabajando en un club deportivo de aquí. En
sus primeros meses en España tuvo un altercado con
una de sus alumnas que, en no sé qué situación, la
insultó, y la reacción de la profesora tuvo consecuen-
cias bastante graves: con un pronto inesperado le dio
una bofetada a la joven, y evidentemente se montó un
escándalo monumental; se trataba de un caso sin pre-
cedentes en el club. Mi amiga es una mujer de cua-
renta y tantos años, muy buena profesional, acostum-
brada a trabajar con gente responsable y educada; la
entendí cuando me explicó que en Rumanía insultar a
un profesor era un hecho inimaginable. Pero también
pensé que su reacción había sido fruto de una forma-
ción que tenía las raíces bien clavadas en el antiguo
régimen comunista. Creo que más allá de unos
principios generales, fue un choque de culturas. Sabes
que pegar a un alumno ya no es usual en las escuelas
rumanas, pero sí que lo era antes del cambio de
régimen de finales de los ochenta, igual que en
España lo fue en los años sesenta.¿Te acuerdas de los
métodos que usaban los profes? Collejas o tirones de
orejas, pero sobre todo el famoso indicator33, aquel
palo de madera que se usaba originalmente para
señalar en los mapas.

33 Indicator (rum.): puntero.


―Sí, sí ―contesté sonriendo―. Pobre Ion, siem-
pre volvía a casa con las palmas de las manos rojas. Y
los padres estaban totalmente de acuerdo con ese tipo
de tratamiento y no solamente no se quejaban, sino
que animaban al maestro a castigar así al hijo si no se
portaba bien.
―¡Qué recuerdos! Por supuesto que no apruebo
ese trato, pero es una pena que hoy día si el niño no
va bien en los estudios la culpa se le eche casi siempre
al maestro. No lo digo subjetivamente, para defen-
derme a mí o a mis compañeros de profesión, sino
porque todos sabemos, padres incluidos, que la reali-
dad es otra. Todo se concentra en torno al retoño.
Trabajando en la academia conocí muchos casos de
padres que piensan que con mandar a la criatura allí
durante tres o cuatro horas cada día se solucionan los
males y el niño aprobará las asignaturas sin
problemas. No defiendo que todos los alumnos
tengan que sacar muy buenas notas, pero he visto que
aquí muchas veces se habla simplemente de aprobar.
Seguro que hay chicos a los que les gusta estudiar y
que se esfuerzan por sacar sobresalientes, pero en
España se menciona cada vez más el fracaso escolar.
Para mí todo tiene su explicación: dime, ¿cuántos
universitarios de veintisiete o de treinta años hay en
las universidades rumanas? A no ser que estén
trabajando, tengan su familia y se decidan en un
momento dado a acceder a estudios superiores, todos
los que empiezan la carrera con dieciocho o
diecinueve años la sacan en cuatro años de cuatro, o
cinco de cinco. Hay excepciones como en todo, pero
los que repiten uno, dos o tres cursos, no suelen
terminar. Y creo que la explicación reside en el poder
adquisitivo de la gente: los universitarios, a no ser que
se trate de hijos de familias de clase alta, saben
perfectamente que sus padres no podrán mantenerlos
estudiando durante años y años, y además, por muy
mal que se le den a uno los estudios, repetir allí es una
vergüenza o por lo menos lo era en mis tiempos.
―¿Entonces aquí sí que se dan muchos casos con-
trarios? ―pregunté con curiosidad.
―Bastantes, pero no te estoy hablando solo de los
estudios; existe otra faceta que genera bastante preo-
cupación últimamente: cada vez hay más jóvenes que
no consiguen independizarse hasta bien pasados los
treinta. Es muy triste, pero los altísimos precios de la
vivienda, y ahora puedo hablar con más conocimiento
de causa que nunca, puesto que estoy trabajando en
una agencia inmobiliaria, imposibilitan que la gente
tenga acceso a una casa.
―No me asustes, Mara. Yo pensaba que eso pa-
saba en Rumanía, no aquí ―dije un poco extrañado y
tenso a la vez.
―No, vamos a ver: hace poco tiempo explotó el
boom inmobiliario, y las previsiones de los expertos
dicen que sus efectos durarán varios años, pero es un
tema muy complejo, lo irás descubriendo tú mismo
poco a poco.
―Entonces ahora trabajas en una agencia inmobi-
liaria.
―Sí, llevo poco tiempo y aunque no se trate del
trabajo de mi vida, es una experiencia más.
En ese momento entraron por la puerta Irina, Ion
y Andrei.
―Hola, chicos. ¿Qué tal el paseo? ―pregunté.
―Bien, aunque todavía hace bastante calor.
―Me los encontré en una terraza ―añadió An-
drei―. Al final, ni fútbol ni nada, estuvimos allí más
de una hora. ¿Vosotros habéis acabado?
―Sí, mañana iré a imprimirlos y ¡al lío!
―contesté.
―Ya me lo contó Andrei ―dijo Ion mirándome―.
No te digo que no lo hagas, pero tampoco te estreses
tanto, a ver qué me dice mi jefe esta semana.
―Tranquilo, es por ocupar el tiempo con algo, y
además nunca se sabe.
―Tiene razón ―dijo Irina―, es mejor que vaya
conociendo la situación en primera persona a que esté
tirado en el sofá muerto de asco.
―Bueno, pues ya nos contarás.
―Ionuț, ve despertando a Mihai, que tenemos que
cenar ―concluyó Irina el tema.
5. De bruces contra la realidad

Me levanté a la vez que Mihai pero, sabiendo que


ellos se tenían que preparar para ir a trabajar, perma-
necí en la cama durante más de media hora, en la que
pude trazar un plan de ataque para el día que acababa
de empezar. Cuando ya estaban todos a punto de irse,
me fui al salón a despedirles. Salían casi a la vez e Ion
me dijo:
―Espero que no se te haga muy largo, a ver si te
traigo buenas noticias esta tarde.
―No te preocupes, algo encontraré para entrete-
nerme. En cuanto a vosotros, ¡qué os sea leve!
No quería perder ni un minuto, por consiguiente
empecé a seguir paso a paso mi planificación. Primero
me di una ducha rápida, me afeité y desayuné: había
café, e Irina, porque seguro que fue ella, pensé, me ha-
bía dejado encima de la mesa un plato con dos tos-
tadas y, al lado, un poco de queso y mermelada. Des-
pués, recogí cuidadosamente la mesa y me dispuse a
limpiar un poco; no es que hubiese mucho qué hacer,
todo estaba en su sitio, pero barrí todas las
habitaciones y también fregué el suelo. «Lo haré todos
los días hasta que empiece a trabajar», pensé, «las
chicas estarán contentas si les quito algo de faena». La
comida estaba preparada desde la noche anterior,
porque después de cenar Irina y Mara habían estado
cocinando mientras los chicos nos quedamos en el
salón jugando a las cartas. Pensé que era una actitud
bastante machista, pero yo era el nuevo y no me
atrevía a cambiar las reglas.
Al acabar las tareas me di cuenta de que había
transpirado un poco. «Un fallo en mi plan», me dije,
porque lo siguiente que quería hacer era salir a buscar
trabajo, y no iría oliendo a sudor, por lo que me volví
a duchar en menos de cinco minutos. Al no ir a una
entrevista previamente concertada y no haberme
traído ropa muy arreglada, me puse los vaqueros y
una camiseta. Ion me había dejado un juego de llaves
de la casa y del portal, así que cogí el cedé y un
paquete de tabaco y salí. Abajo, enfrente del portal,
respiré profundamente con un gesto instintivo, como
para armarme de valor y afrontar el día con fuerza y
optimismo.
Con las explicaciones que me habían proporcio-
nado, encontré enseguida el cibercafé. Entré en una
sala enorme llena de ordenadores donde varios cha-
vales estaban chateando, me dirigí hacía el encargado
e, intentando reproducir fielmente las palabras que
me había enseñado Mara, le solté casi sin respirar:
―¡Buenos días! Por favor, quiero imprimir unos
documentos, traigo el cedé.
―Vete al veinticuatro ―me contestó el chico se-
ñalando al fondo de la sala― y cuando acabes, reco-
ges los folios aquí.
No me llevó más de cinco minutos hacerlo; eso sí,
pagué bastante más de lo que me habrían cobrado en
Rumanía por el mismo servicio. Volví a subir a casa
para recortar los papeles y acto seguido, armado con
el material, me hice un esquema rápido del recorrido
que iba a hacer. Para empezar acudiría a los negocios
de primera línea de playa, o mejor aún, comenzaré
por el Hotel Paraíso, el primero que había visto des-
pués de pasar la noche en el parque. «Igual me trae
suerte», pensé. Entré en el hall y vi que se merecía so-
bradamente sus cuatro estrellas. Tímida pero
firmemente me dirigí a la recepción donde, después
de esperar un par de minutos, me atendió una chica
con una sonrisa muy amable.
―Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?
―Mira, yo buscar trabajo, eh… yo querer trabajar,
¿tú entender? ―le pregunté sonrojándome y tendién-
dole el impreso que tenía preparado.
Entre mi español muy básico y el nerviosismo que
seguramente estaba transmitiendo, la chica quiso cer-
cenar mi incomodidad y, después de mirarme de
arriba abajo durante un par de segundos que me pa-
recieron eternos, pude entenderla:
―Yo no le puedo ayudar, pero déjeme el currícu-
lum si quiere, se lo entregaré al jefe de personal.
―Gracias, gracias ―contesté―. Yo tener que tra-
bajar. Yo buen trabajador. Gracias, señorita.
―De nada. ¿Desea algo más?
«Esto es para que me vaya», pensé y no quise
molestar más.
―Hasta luego y muchas gracias.
Salí del hotel con una sensación un tanto extraña,
aunque no podría explicar exactamente lo qué sentía.
Me quedé con ganas de haberle dicho a la recepcio-
nista más cosas sobre mí, y pese a que el idioma me
limitaba bastante y lejos de desanimarme, me propuse
tratar de hacerlo mejor. Entré en el restaurante conti-
guo que tenía una enorme terraza con vistas al mar, y
donde a esas horas había pocos clientes.
―¿Qué te pongo? ―me atendió enseguida uno de
los camareros.
No entendí muy bien la pregunta, pero supuse
que me preguntaba por la consumición.
―No, gracias, yo no querer nada. Yo buscar tra-
bajo.
Y repetí el gesto del folio que tenía preparado. El
chico le echó un vistazo rápido y llamó al encargado.
―Jefe, ven un momento.
Salió un señor de unos cincuenta años, de pelo
blanco y constitución fuerte. Después de intercambiar
unas palabras en voz baja con el camarero, se volvió
hacía mí y me preguntó:
―¿De dónde eres, chaval?
Tampoco entendí la palabra chaval, pero le con-
testé rápidamente:
―De Rumanía, señor. Yo querer trabajar. Yo ser
buena persona y buen trabajador.
―¿Tienes papeles? ―quiso saber sin rodeos.
Sabía que papeles significaba documentación, había
oído a los chicos usar esa palabra varias veces.
―No, señor, yo venir en España semana pasada,
no tiempo por tener papeles. Yo buscar trabajo, poder
hacer muchas cosas.
―Leches, qué rápido aprenden estos a hablar es-
pañol ―le oí decir, aunque no entendí el papel de la
palabra leches en el contexto―. Lo siento, chaval, pero
si no tienes papeles no puedo darte trabajo. Toma tu
currículum, sigue intentándolo. Hale, adiós.
En la siguiente terraza había un solo camarero
atendiendo a varios clientes, así que me limité a dejar
el impreso encima de la barra y me fui. Justo al lado
había un edificio de viviendas y al ver varias placas en
la entrada decidí entrar, no antes de averiguar que las
oficinas estaban en el primer y segundo piso. Subí por
las escaleras y en la primera puerta ponía «Inmo-
biliaria Valmar»; llamé y me abrieron enseguida. Les
conté lo mismo y una de las dos chicas que habían
interrumpido sus tareas para escucharme me dijo:
―Nosotras somos simples empleadas, en todo
caso tendrías que hablar con el jefe, que no está ahora
mismo, pero si estás ilegal, chungo, ¿eh? Aunque
fuese solo para limpiar las casas que vendemos y al-
quilamos, porque para eso prefieren a las mujeres.
Pero la oficina de al lado es de una constructora, ven
conmigo, conozco a María, la secretaria, a ver qué te
dicen.
Se lo agradecí con la mirada y la seguí sin articu-
lar palabra. La puerta estaba abierta y cuando la chica
colgó el teléfono, se levantó a saludarnos:
―Hola, Ana, ¿qué pasa?
―Buenas, María, mira, te traigo a un chico que
está buscando trabajo: es rumano y lleva tres días en
España, he pensado que en la construcción será más
fácil.
―De acuerdo, déjame el teléfono, se lo diré al jefe.
Tuvimos dos compatriotas tuyos el año pasado,
estaba muy contento con ellos, así que ¿quién sabe?
―Muchas gracias ―dije de nuevo como un mono
repetitivo―. Tomar papel con datos, si yo encontrar
trabajo aquí, yo invitar chicas comer.
Se rieron las dos a la vez, y yo me despedí
amablemente y las dejé charlando. La última puerta
tenía un cartel de «Cerrado por vacaciones», así que
subí a la siguiente planta. En la primera oficina no me
abrieron, no parecía haber movimiento, por lo que no
insistí. La contigua era la sede de un partido o una
asociación, así que me la salté, y en la última había un
despacho de abogados. La recepcionista me escuchó
durante unos instantes y su respuesta me dejó atónito:
―Aquí no hay trabajo para inmigrantes. Nos es-
táis invadiendo, de verdad, y ni siquiera hablas bien el
español. ¡Además, querrás trabajar de abogado.
―Perdón, yo no querer molestar, hasta luego.
Abandoné el despacho sin esperar su respuesta y
mientras bajaba las escaleras pensé en las diferencias
abismales que hay entre las personas.
La gente empezaba a salir de los hoteles o de sus
casas, así que las calles se transformaron pronto en un
continuo vaivén. Me senté en un banco para disfrutar
de un cigarrillo mientras observaba a los que iban y
venían, pues siempre me había gustado hacer una es-
pecie de análisis psicológico fugitivo de las personas,
en la calle o en un medio de transporte. Aquel día pre-
cisamente no tenía ánimo para ello, quería aprovechar
bien la mañana así que seguí mi recorrido. Estuve casi
dos horas y media entrando en hoteles, restaurantes y
oficinas, encontrándome a gente de todo tipo y al aca-
bar no me quedaba ni uno de mis originales currícu-
lums, por lo que decidí volver a casa por las calles pa-
ralelas a la playa, para ir pegando en las farolas los
carteles que me había redactado Mara. Estaba un poco
cansado, pero muy satisfecho pese a no haber conse-
guido nada concreto con respecto a mi propósito. En
varios locales me pidieron que les dejase el número de
teléfono por si en algún momento necesitaran a una
persona; en muchos otros me dieron la misma contes-
tación que iba a oír demasiadas veces durante las se-
manas siguientes: sin papeles no me podían dar tra-
bajo. Pero lo más importante es que no perdí la ilusión
en ningún momento, más bien todo lo contrario.
Volví, pues, llevando a cabo la segunda parte del
plan. Me llevé un buen susto cuando, al sentarme en
un banco para descansar un poco, vi acercarse un par
de policías que hacían su ronda. Iban despacio, muy
despacio, paseando tranquilamente, y yo temí que
fueran a pedirme la documentación, por lo que intenté
disimular que leía algo y respiré aliviado al ver que
pasaban de largo. Esperé a que se alejasen para
continuar mi camino, y luego me di cuenta de que
durante tres meses mi situación sería legal, cosa que
resaltaría a partir del día siguiente en las conversacio-
nes con los jefes de locales que contactaría. Mi miedo
había sido infundado, no me podían hacer nada. «Qué
tonto», pensé.
Había pegado casi todos los impresos cuando lle-
gué donde había empezado por la mañana, en frente
del hotel Paraíso, y todavía quedaba tiempo hasta la
hora de comer, así que entré en la cabina telefónica
para llamar a Anca.
―Hola, cariño, ¿cómo estás?
―Todo bien, ¿qué tal por ahí?
―Bueno, será mejor que me cuentes tú cosas, yo
procuro llenar mi tiempo estudiando. He empezado a
recoger material para el proyecto de fin de carrera, así
voy adelantando trabajo y me sirve a la vez para no
volverme loca pensando en lo lejos que estás. ¿Es bo-
nito aquello? ―cambió de repente de tema.
Anca nunca había salido de Rumanía a pesar de
que le encantaba viajar. Conocía muy bien nuestro
país, gracias a las vacaciones que pasaba con sus pa-
dres, desde pequeña, cada vez en un sitio distinto, a
los viajes de prácticas que hacía de vez en cuando en
talleres arqueológicos con sus compañeros de facul-
tad, y también a alguna escapada que hacíamos juntos
con nuestro grupo de amigos.
―Sí, te gustará, ya verás.
―Cuéntame, ¿qué tal estás?
―Bien, mira, como los chicos están trabajando, he
pensado que podía intentar buscar trabajo por mi
cuenta, así que he salido un poco ―le resumí rápida-
mente mi mañana.
―Para no estar de brazos cruzados, ¿verdad?
Anca me conocía perfectamente.
―Sí, más o menos. La semana que viene empe-
zaré a ir a clases de español.
―Muy bien, yo también me he propuesto hacerlo,
la Facultad de Idiomas está al lado de la mía, así que
espero encontrar un curso para principiantes.
―Estupendo. Así me gusta, que pienses en el fu-
turo, Anca.
―Qué remedio. A ver si no se me hace muy largo
el presente.
―Seguro que no. ¿Tus padres bien?
―Sí, están bien, les diré que has llamado, venga,
no gastes más. Me encantaría seguir hablando con-
tigo, pero hasta que empieces a trabajar tendrás que
organizar bien tu dinero. ¡Te quiero mucho, Álex! Y te
echo de menos.
―Y yo a ti, Anca. Y yo a ti. Un beso muy grande.
Entré en casa con una energía que había borrado
toda huella de cansancio de mi cuerpo y mente. Puse
la mesa y para cuando mis compañeros volvieron de
trabajar, también había calentado la comida.
―Qué recibimiento ―me dijeron Andrei y Mara,
los primeros en llegar―. Qué activo eres, tío.
Les conté escuetamente mis hazañas y todos hala-
garon mi espíritu de iniciativa, aunque me dio la im-
presión de que Ion se sintió moralmente obligado a
decirme:
―El jefe no vendrá hasta mañana, así que no he
podido hablar con él.
―Tranquilo, ya me dirás, no lo hago por eso, pero
nunca se sabe dónde puede saltar la liebre 34 ―le dije,
haciendo uso de un popular dicho rumano.
Las chicas se mostraron encantadas con mis dotes

34Nu se știe niciodată de unde sare iepurele (rum.): refrán rumano


equivalente al español Nunca se sabe dónde puede saltar la liebre.
domésticas, aunque volvieron a recordarme que no
tenía por qué hacerlo. Sin embargo, casi las obligué a
irse sin recoger, cosa que hice yo una vez que salieron
todos. Luego, delante de una taza de café, me dispuse
a estudiar, me había propuesto hacerlo durante al me-
nos dos horas diarias.
Los apuntes que me había dejado Mara me sirvie-
ron bastante más que la guía de segunda mano que le
había comprado a uno de los vendedores de libros
usados que se colocan todos los días al lado de la Uni-
versidad de Bucarest, porque tenían hasta transcrip-
ciones fonéticas de las palabras, y las estuve repi-
tiendo en voz alta, pacientemente, una y otra vez. Con
la ayuda del diccionario hice lo posible por enriquecer
el vocabulario que utilizaría en mis próximos intentos
de buscar trabajo, a la vez que comprobé una vez más
las similitudes existentes entre el idioma del Quijote y
el de Drácula; e incluso encontré alguna palabra idén-
tica en ambas lenguas. Sabía que al haberse desa-
rrollado en los dos extremos del Imperio Romano, los
dos idiomas tenían estructuras gramaticales bastante
parecidas, me lo había explicado Anca a los pocos días
de tomar la decisión de emigrar. Las dos horas pasa-
ron relativamente rápido y me quedé contento,
pensando que si estudiaba todos los días, los avances
no tardarían en verse.
Para desconectar un poco me acerqué otra vez al
cibercafé y saqué más copias de los mismos impresos,
para poder recortarlos por la noche y tenerlos prepa-
rados para la mañana siguiente. Ya por la noche, en la
habitación, Mihai me contó que se había tomado la
libertad de preguntar al encargado de su obra si nece-
sitaban a alguien más y le había hablado de mí. Des-
afortunadamente le contestaron que no, pero le ase-
guraron que lo tendrían en cuenta, y se lo agradecí de
todo corazón.

El martes por la mañana repetí la misma historia:


desayunar, recoger y salir en busca de una oportuni-
dad que seguramente me esperaría en algún lugar.
Esta vez me adentré en la ciudad, después de conse-
guir un mapa en la recepción de un hotel cercano. Me
vendría bien descubrir un poco más el lugar y creía
que era mejor callejear de uno solo, sin ayuda de al-
guien que lo conoce de antemano. Siempre había te-
nido un buen sentido de orientación, así que empecé a
caminar con firmeza y seguridad, y cuando me
dispuse a cruzar la calle, enseguida me llamó la
atención una chica joven vestida de negro, con una
falda larga que le cubría los tobillos, y un cartel
plastificado, mucho más grande que los míos, colgado
al cuello. El semáforo se había puesto en rojo para los
peatones y yo me encontraba relativamente cerca, por
lo que pude leer: «Soy refugiada rumana. Soy pobre y
tengo ocho hijos. No tengo casa y mis hijos tienen
hambre. Ayúdenme, por favor». Tan impresionado
me quedé que se me puso la carne de gallina, pero lo
curioso fue mi reacción: me fui apartando despacio,
como por miedo a que la gente me reconociera como
rumano y no estoy seguro de poder identificar con
exactitud el sentimiento, o quizás sí, puede que fuese
vergüenza mezclada con pena o compasión. Sin
embargo, no pude evitar preguntarme: ¿tan difícil
será encontrar trabajo? Me estremecí, deseándome a
mí mismo no verme nunca en la situación de pedir
para comer, mientras dejé a la chica acercándose a los
coches parados en el semáforo, y seguí mi camino.
Unas calles más lejos encontré a otro señor, de
vestimenta muy pobre, con otro escrito que esta vez
rezaba: «Por favor, ayúdenme a volver a mi país». En
un impulso que no me dejó reflexionar ni un segundo,
me acerqué y le pregunté:
―Perdona, señor, ¿usted de Rumanía?
―No ―me contestó humildemente―, soy de Ar-
gelia. Quiero volver a mi país, con mi familia, y no
tengo dinero.
―Pero señor, mira, yo ir ahora buscar trabajo,
¿usted querer venir conmigo?
Durante unos instantes el hombre se quedó
mirándome de una manera extraña, y después me
contestó:
―No, gracias, yo llevar en España más de un año
y no ser el país de las oportunidades, como decir mu-
chos compatriotas míos. Apenas conseguir trabajar
unas semanas y ahora dormir debajo de puente, estar
cansado de todo, solo quiero volver con mi gente.
Su español, mejor que el mío, a pesar de los mis-
mos infinitivos que yo usaba, no me dio problemas,
puesto que el hombre no hablaba rápidamente. Solo
conseguí articular:
―Mucha suerte, señor. ¡Hasta luego!
Me senté en el primer banco que encontré en mi
camino, creo que hasta me temblaban las piernas de la
emoción que me había embargado. Hasta aquella ma-
ñana solo había conocido cosas bonitas del mundo
nuevo al que acababa de llegar, por lo que esos dos
acontecimientos consiguieron entristecerme y ha-
cerme parar a reflexionar. Estaba descubriendo una de
las caras menos afables de la inmigración, y había
sentido muchísima pena, a la vez que rabia e impo-
tencia, pues me parecía injusto que alguien tuviera
que pasar por algo así y sobre todo por no poder
hacer nada para ayudarlo.
Tardé aproximadamente un cuarto de hora en re-
ponerme y opté por seguir mi plan al revés, es decir,
ir pegando primero mis anuncios de fabricación ca-
sera, y a la vuelta entrar en locales y negocios. El
cuerpo se me había quedado algo débil, pero poco a
poco me fui recuperando y pude seguir con mi come-
tido. Las dos horas de estudio del día anterior dieron
sus resultados, puesto que me noté más lanzado en la
primera conversación que tuve con el dueño de un
local. Había cambiado un poco de estrategia, así que
primero me presenté, educadamente, como Alexan-
dru Filipescu, de Rumanía, recién licenciado, y conti-
nué con confianza:
―Yo necesitar trabajo. Ser en España de una se-
mana y poder limpiar, fregar platos, servir, todo. Yo
ser buena persona y muy trabajador. Si tener algo
para mí, yo muy contento.
Más o menos así debió de sonar mi presentación.
Había decidido no liarme de momento con las formas
verbales, así que el dueño del restaurante sonreía di-
vertido y paciente, y lo que me dijo a continuación fue
una verdadera inyección de ánimos:
―Chaval, yo tengo un hijo de tu edad más o me-
nos, me encantaría que fuese por lo menos igual de
valiente que tú. ¿Cuánto tiempo dices que llevas en
España?
―Llevas en España… ―le contesté como un loro
levantando los hombros.
―Sí, que desde cuándo estás aquí.
―Yo llegar viernes semana pasada.
―Es increíble la facilidad que tenéis los del este
para los idiomas, de verdad.
Era la segunda vez que me decían eso y lo
escucharía en muchísimas más ocasiones durante los
meses y años siguientes.
―Te seré franco, chaval.
«Qué tendrá que ver el dictador con esto», me
pregunté, sin darme cuenta del significado de la
palabra homónima, pero el hombre siguió:
―Ahora mismo no necesito a nadie, pero igual
dentro de un par de semanas, sí. Me has caído bien,
así que déjame tu número de teléfono.
―Aquí, es teléfono de amiga que hablar muy bien
español. Yo feliz de gustar a señor, muchas gracias
por amable. Gracias y encantado de conocer.
―Ve con Dios, hijo ―me dijo.
Una vez en la calle me di cuenta de que había sido
la primera persona que no me había preguntado por
los papeles, así que me fui de allí más contento que
unas castañuelas. Y aunque en toda la mañana no
volví a conseguir nada parecido, me dirigí hacia casa
más satisfecho aún que el día anterior. Estaba todavía
muy lejos de poder seguir y mantener una conversa-
ción algo más elaborada, pero me iba soltando cada
vez un poco más con el idioma.
En casa hice lo mismo que el día anterior y que
haría durante mucho tiempo: después de comer cogí
aún con más ganas los apuntes y el diccionario de es-
pañol, y repetí también la hora de playa, que pasé ro-
deado de muchísima gente pero sin hablar con nadie.
Cuando los chicos llegaron a casa por la noche, la
mesa estaba puesta, así que nos sentamos todos a ce-
nar. Ion se mostró bastante disgustado porque todavía
no había podido hablar con su jefe, y le dije que no se
preocupara, que seguramente lo vería durante los días
siguientes y ya me diría algo, pero mis palabras no le
debieron de tranquilizar mucho, puesto que Irina y él
se fueron pronto a la cama. Y mientras Mihai y Andrei
se acomodaron uno en el sofá y el otro en un sillón
para ver una película, Mara se fue a la cocina para
preparar la comida del día siguiente.
―Haré unas lentejas con chorizo porque aunque
sea verano, algún guiso de vez en cuando no viene
mal. ¿Te gustan? ―me preguntó.
―No las he comido nunca, así que encantado de
probar algo nuevo ―contesté con curiosidad.
En mi casa, o mejor dicho en mi zona, nunca se
cocinaban lentejas ni garbanzos.
―No te preocupes ―me dijo Mara en cuanto se lo
hice saber―, yo también las he probado por primera
vez aquí, en España, están riquísimas. Te contaré una
anécdota con respecto a ello: a pesar de haber estu-
diado español en Rumanía, no conocía muchos nom-
bres de legumbres, especias, árboles, flores, y aún me
quedan bastantes por aprender. Así que no sabía el
equivalente rumano de los garbanzos, y cuando les
llevé a mis padres un paquete para que los probaran
ellos también, mi padre me dijo que le sabían a café.
Entonces busqué la palabra en el diccionario y lo en-
tendí: el năut35, como bien sabes, se utilizaba durante
el antiguo régimen comunista como sustituto del café,
de ahí la historia, que nos divirtió mucho, la verdad.
―Es gracioso, sí. Qué buena idea llevarle cosas de
aquí a tu familia ―le dije, sentado en una silla de la
cocina, donde la había acompañado, más que para
ayudarla, para seguir hablando tranquilamente sin
molestar a los chicos que estaban viendo la película.
―Siempre les llevo algo. Mi padre es más abierto,
lo prueba todo aunque luego no le guste. A mi madre,
en cambio, no he conseguido convencerla para que
coma nada de marisco, por ejemplo, aunque le gusta-
ron tanto las fabes que le tuve que llevar semillas para
que las plantara en su huerto. Cada vez que voy de
vacaciones le regalo una planta, una especie que no se
encuentra en Rumanía y así es como se hizo con un
olivo que, aunque todavía pequeño, es el orgullo de lo
que yo llamo su jardín botánico.. Es como si quisiera
llevarles una pequeña parte de España para que a tra-
vés de estas sencillas cosas conozcan un poquito
mejor el mundo en el que vivo.
―Te entiendo perfectamente, a mí me pasaba lo

35 Năut (rum.): garbanzos


mismo en mis viajes: le llevaba a mi novia hasta flores
secas y piedras o arena de playa. Siempre hacía las fo-
tos pensando en ella, quería inmortalizar cada mo-
mento para luego enseñárselo y contárselo con mil
detalles.
―Es muy bonito querer compartirlo todo con los
seres queridos. Andrei por ejemplo eso no lo tiene, o
no lo siente. A sus padres los llama porque estoy yo
detrás de él constantemente: «llámalos, llámalos».
Siempre ha sido más independiente en este sentido, y
yo lo respeto porque es imposible que seamos todos
iguales, pero no lo comparto.
Me quedé mirándola sin decir nada, y creo que
Mara se sintió un poco incómoda porque enseguida
cambió de tema.
―Bueno, ¿qué tal tu día?
―Bien ―le contesté, y empecé a contarle lo que
me había pasado por la mañana.
―Impacta, ¿a qué sí? ―me dijo después de escu-
charme―. Ya te irás acostumbrando. A mí, si alguien
roba o pide en la calle para comer, no me parece un
crimen ni una vergüenza, lo que no quiere decir que
lo entienda del todo o que yo pueda hacerlo. ¡Ojala no
me encuentre nunca en una situación tan desesperada
como para pensar que lo haría! En Rumanía
estábamos acostumbrados a ver gente pidiendo en la
calle y como yo nunca podía pasar de largo al ver una
ancianita jubilada que pedía avergonzada porque la
pensión no le llegaba para comprarse los
medicamentos, aquí tampoco lo hacía, hasta que me
di cuenta de que los letreros son iguales: todos tienen
muchos hijos, sus mujeres o maridos están enfermos y
viven en una tienda de campaña. Y eso no fue nada en
comparación con lo que averigüé más tarde,
trabajando en la editorial. Un día conocí a un chico
rumano que me invitó muy amable a tomar un café.
Estaba como loco de contento porque se acababa de
enterar de que sería padre, y me contó que en ese
momento él no tenía trabajo pero que de vez en
cuando hacía algún que otro negocio. No tuvo ningún
reparo en explicármelo todo con detalle: tenía un
amigo español empresario y se dedicaban a hacer
ofertas de trabajo a rumanos que querían emigrar a
España. No les ofrecían empleo propiamente dicho,
simplemente les ayudaban con los trámites para con-
seguir la documentación y poder trabajar posterior-
mente de manera legal. Por supuesto que lo hacían
cobrando. Pero ¡atención!, mientras el español cobraba
cincuenta mil pesetas por caso resuelto, nuestro amigo
rumano, que desempeñaba el papel de intermediario,
pedía el doble. «Entonces», me decía, «¿para qué voy
a trabajar? ¿Para matarme todo el día en una obra y
cobrar en un mes lo que gano así en una semana?» Y
ahora viene lo mejor. Su mujer estaba trabajando en
ese momento y le pregunté a qué se dedicaba. Me con-
testó igual de sereno que iba vendiendo mecheros por
las terrazas del centro en verano, y en bares y
restaurantes en invierno. «¿Está contenta? ¿Le vale la
pena hacerlo?», pregunté con curiosidad. Su respuesta
me dejó consternada: «Segu-ro que saca por lo menos
el triple de lo que ganas tú vendiendo libros». Cuando
me concretó la cantidad, sin yo pedírselo, no sabía si
reírme o llorar. Luego, amablemente, me ofreció a que
dejara mi trabajo, diciéndome que su mujer me podía
enseñar su oficio. «Porque si no nos ayudamos entre
nosotros…» Salí de su casa con una mezcla de rabia,
consternación y gracia, jurándome a mí misma no vol-
ver a dar nada a los que viera pidiendo por la calle; no
lo he cum-plido, evidentemente, porque no todos los
casos son iguales.
La anécdota había conseguido cambiarme un
poco la visión sobre lo sucedido aquella mañana,
aunque pensé que la historia del señor argelino que
quería volver a su país era distinta y muy cruel. Lejos
de desmotivarme, me sentía, sobre todo después de
las conversaciones con Mara, más rico y con más ga-
nas aún de luchar y encontrar el camino para conse-
guir mi sueño.

Los días siguientes trascurrieron en la misma línea.


Las chicas se mostraron muy contentas con mi
colaboración en las tareas del hogar, y aunque un día,
en mis propósitos de quitarles más trabajo, utilicé
suavizante de ropa en lugar de limpiacristales para las
ventanas, cosa que provocó muchas risas aparte del
trabajo adicional, continué haciendo de amo de casa
con ganas y entusiasmo, satisfecho por sentirme útil.
Antes de que acabase la semana, una noche Ion
llegó a casa muy desmoronado.
―Lo siento, Álex, tío, lo siento muchísimo. Hablé
hoy con el jefe, estaba muy cabreado porque de mo-
mento le han cancelado el nuevo proyecto. Ya no va a
poder contratarte, al menos de momento. Lo siento,
de veras.
Me quedé sin poder articular palabra durante
unos instantes, como si el tiempo se hubiese conge-
lado y ya nada tuviera sentido. No sé cómo, pero con-
seguí reaccionar;, al fin y al cabo no dependía directa
o necesariamente de mi amigo el que yo pudiese
trabajar en España, él me había ayudado bastante.
Además, en todo momento había sido consciente de
que aquella opción podía fallar. Sí que fue un shock
porque, a pesar de haberlo planteado de esa manera,
no creí que la puerta se fuera a cerrar tan rápido, pero
soy de los que cuando tropiezan se vuelven más
fuertes. Todos estos pensamientos me debieron de
pasar por la cabeza en dos segundos y viendo la cara
de disgusto de Ion lo tuve que consolar.
―No dramaticemos, ya sabes qué se dice en estos
casos: cuando te cierran una puerta hay que procurar
entrar por la ventana. Tú tranquilo, no tienes por qué
sentirte culpable, todo lo contrario, te estoy muy agra-
decido por todo lo que has hecho por mí, que ya es
bastante.
Pobre Ion, me interrumpió visiblemente emocio-
nado:
―No, no es así. Fui yo quien te animó a venir y
prometió echarte una mano, y te he fallado, tío, te he
fallado.
―Vamos a ver, Ion, sabes perfectamente que no
estás en lo cierto. De acuerdo, tú me alentaste a ello,
pero no es tu culpa que a tu jefe le hayan cancelado la
obra. Piénsalo, anda, que si no, el que lo va a sentir
voy a ser yo. Vamos a dar una vuelta y charlamos un
poco, ¿quieres?
Fue lo único que se me ocurrió en aquel momento,
porque lo vi muy afectado y no se merecía sufrir por
ello. Accedió y salimos, dejando a los demás en un
silencio muy embarazoso, y yo les guiñé un ojo a es-
condidas, en un intento de quitarle im-portancia al
asunto. Me sentía un poco el centro de atención, cosa
que nunca me había gustado y yo, lejos de dar pena,
quería que supieran que seguiría peleando, como
cualquiera de ellos, para encontrar mi camino en la
vida, un camino que había elegido sin que nadie me
presionase.
Nos sentamos en un banco en el parque que me
había dado cobijo unas noches antes e intenté hacerle
entrar en razón.
―Mira, Ion, pese a que nunca lo hemos dicho cla-
ramente, los dos sabíamos perfectamente que esto po-
día ocurrir. No tenía firmado un contrato con nadie
así que no es para nada raro lo que ha sucedido, mala
suerte y punto, no hay que darle más vueltas. Ade-
más, yo ya me estoy empezando a mover y seguro
que si vosotros os enteráis de algo al respecto me lo
diréis, así que no te sientas mal, tío. Sigo pensando
que tengo una situación privilegiada, tengo un techo y
unos compañeros estupendos. No es poco el recibi-
miento que me habéis hecho, y algo saldrá, no te
preocupes.
―Ya lo sé. Además, tú vales mucho, y sé que en-
contrarás algo, pero me siento mal por ti y por tus pa-
dres.
―Pero si esto hasta se podía prever, nada es se-
guro en esta vida y tú lo sabes. En cuanto a mis pa-
dres no debes pensar en ellos, no les diré nada, sim-
plemente que el tema se retrasará un poco.
―No, si en lugar de animarte yo, me tienes que
animar tú a mí. ¡Qué grande eres, tío!
Me hizo gracia aquella expresión muy suya, al fi-
nal le contagié mi risa y mi amigo acabó diciéndome:
―Te prometo que hablaré con más gente, algo en-
contraremos.
―No me tienes por qué prometer nada, Ion. Yo
también tengo manos y pies, algo habrá para mí.
Después de cenar nos quedamos en el salón y los
chicos me dijeron que hablarían con compañeros y co-
nocidos para ayudarme a encontrar trabajo, y también
quedamos en que al día siguiente haríamos la reunión
de principios de mes para organizar el tema de los
gastos de la casa.
Ya en la cama, tuve un primer momento de bajón
y debilidad. Tenía claro que ningún acontecimiento
me debía de pillar por sorpresa, pero reconozco que
me entró un poco de miedo. Al fin y al cabo se aca-
baba de desvanecer la única puerta concreta y real que
tenía. «Me tengo que replantear todo», pensé, «y
poner muchísimo más empeño en mis intentos de
encontrar trabajo».
Había pasado una semana desde mi llegada a Es-
paña. Siete días de cuyos detalles, conversaciones,
gestos y pensamientos me acordaré siempre.
A la mañana siguiente, después de cumplir con la ru-
tina de toda la semana me bajé a la cabina telefónica y
llamé a Anca y a mis padres. Les adorné un poco la
verdad sencillamente para no preocuparlos dema-
siado y les dije que al jefe de Ion le habían aplazado
por unas semanas la nueva obra, y que yo también
buscaría por mi cuenta.
―Si lo ves chungo, sabes que puedes volver
cuando quieras ―me había dicho mi padre sin más
rodeos.
―Que no, papá, que no pienso abandonar tan rá-
pido. A ti tampoco te lo han puesto todo en bandeja,
¿a qué no? Es cuestión de tiempo, nada más. Además,
los chicos me tratan estupendamente, el ambiente es
muy bueno, no tenéis por qué preocuparos.
―Tienes razón, hijo, a veces se me olvida que ya
eres un hombre hecho y derecho. Adelante entonces,
estaremos contigo en todo lo que decidas hacer.
Mi madre, como todas las madres, se preocupó
por mi vida doméstica.
―¿Comes bien, Álex? ¡No habrás adelgazado!
Con Anca fue algo más difícil, enseguida husmeó
la situación.
―Dime la verdad, cariño, ya no te da trabajo,
¿verdad?
―No, Anca, simplemente que tardará unas sema-
nas en empezar la nueva obra, pero yo confío en en-
contrar algo antes. ¿Qué tal tú? ¿Sigues con el material
para el proyecto? ¿Qué tal lo llevas? ―le pregunté,
más que nada para cambiar de tema.
Quedamos en que los llamaría una vez por se-
mana y aplazaría la compra de un teléfono móvil
hasta que tuviese trabajo para estirar el dinero del que
disponía lo máximo posible. Aún no era un objeto
indispensable, en Rumanía había conseguido com-
prarme uno apenas unos meses antes de acabar el úl-
timo curso de carrera y había sobrevivido perfecta-
mente sin él. Hoy ya no nos podemos imaginar la vida
sin ese pequeño artilugio que nos tiene conectados las
veinticuatro horas, pero hace unos años no era
importante, o por lo menos no tanto.
Después de hablar con los míos, seguí rastreando
las calles como ya tenía costumbre. Cada día que pa-
saba me mostraba más suelto y seguro en mis básicas
conversaciones con la gente y lo más importante, no
me venía abajo en ningún momento por muchos noes
que tuviese como respuesta. Y esa mañana de princi-
pios de septiembre con más razón intenté convencer a
los dueños de los negocios donde entraba de que me
diesen un trabajo. A pesar del rato de debilidad de la
noche anterior estaba cada vez más convencido de
que sería solo cuestión de tiempo. También puse más
entusiasmo a la hora de estudiar y hasta me privé del
rato de playa de cada día.
Por la noche hicimos la famosa reunión. Irina y
Mara tenían preparada la lista de la compra, calculada
al céntimo, detalle que me sorprendió gratamente y
que ratificó una vez más el espíritu organizativo y de
equipo de mis compañeros de piso. Sacaron una car-
peta en la que tenían guardadas religiosamente las
facturas de luz, gas y demás gastos e Ion dijo, diri-
giéndose hacia mí:
―Querido compañero, hemos decidido que dada
tu valiosa contribución a las tareas de hogar solo pa-
gues el alquiler, igual que las chicas. No estás obli-
gado a seguir haciéndolo, pero eres un cabezota y sé
que no nos harás ni caso; además, hasta que empieces
a trabajar te vendrá bien escatimar gastos, ¿vale?
No me dieron opción a oponerme, y estuvimos
calculando las cuotas que nos correspondían a cada
uno. Al día siguiente, sábado por la mañana, haría-
mos la compra. Me contaron que normalmente Mihai
no iba porque, como ya había podido comprobar, los
fines de semana cambiaba de ritmo: de noche vivía y
de día dormía. De hecho, en cuanto dimos por finali-
zada la reunión, se marchó alegando que había que-
dado con unos amigos. Así que al supermercado iban
los demás, Andrei e Ion más para empujar el carro
que para llenarlo, cosa que hacían exitosamente las
chicas.
―Verás cómo aquí no nos faltan cosas. No es que
seamos ricos pero lo necesario lo tenemos siempre.
Bueno, incluso algo más, creo yo ―me dijo Ion.
―Desde luego que más de lo estrictamente nece-
sario ―recalcó Irina―. En mi casa no recuerdo haber
hecho nunca una compra en condiciones. Durante se-
manas teníamos el mismo menú cada día: té con pan y
margarina por la mañana, eso si teníamos margarina,
si no, pan a secas, lo metíamos en el tazón y tan rico; a
mediodía patatas guisadas, sin chorizo ni carne, y por
la noche un huevo frito. Mis hermanos y yo no nos
atrevíamos a pedir otra cosa, es lo que había y mi ma-
dre, la pobre, nos decía, intentando que no se le notase
el sufrimiento, que teníamos que dar las gracias por
tener alimentos en la mesa.
Me gustó pararme detenidamente delante de cada
estantería, leer los nombres de los productos, ver los
precios que, por cierto, me parecieron carísimos en
comparación con lo que había dejado en mi país. Al
tenerlo todo tan estudiado, las chicas apenas se habían
equivocado en unos céntimos en el precio total de la
compra. «¡Cuánta exactitud!», pensé. Y eso que Mara
es de letras. En casa participé también en la tarea de
colocarlo todo y me encantó ver la nevera llena. Si hu-
biese tenido cámara de fotos, seguramente habría in-
mortalizado la imagen y se la habría mandado a mi
madre para que se quedase tranquila al respecto.
Acto seguido nos pusimos a preparar la comida.
Para esa tarde querían hacer planes: como estábamos
a primeros de mes y todos acababan de cobrar, dijeron
que podíamos ir a cenar fuera. Aprovechando un
ratito que fui a la cocina a fumar un cigarro, Ion me
dijo:
―Por supuesto que a ti te invito yo, así que por
eso no te preocupes.
―No ―le contesté―, no quiero aprovecharme de
la situación, si voy me pago lo mío. Con las cuentas
que me he hecho, puedo tirar un par de meses con el
dinero que tengo, no puedo aceptar que me invites
siempre, tú tienes tus gastos y además me sentiría
mal.
―Qué orgulloso eres, tío. Pero si siempre lo he-
mos hecho así, o ¿es que no te acuerdas? Siempre que
salíamos de juerga por ahí, si yo no tenía pasta, paga-
bas tú, y al revés.
La noche fue amena y divertida. Estuvimos en un
local muy curioso donde nos sirvieron la comida en
fuentes y bandejas y pensé que habría ido de maravi-
lla en las pocas cenas a las que acudíamos en la fa-
cultad, pues es más económico. Hasta entonces, igual
que la gran mayoría de los emigrantes, yo no había
comido o cenado mucho fuera de casa, obviamente
por motivos económicos. En el instituto, cuando
empecé a salir con mis amigos los fines de semana,
teníamos dinero para una Coca-Cola o para una
cerveza. Vivía con mis padres y la paga, no tan
arraigada como en España, no daba para más. Más
tarde, en la universidad, cuando me busqué la vida
para mantenerme yo solo, las cosas cambiaron algo
pero no de manera muy contundente: me permitía el
lujo de ir a cenar a la pizzería de la residencia un par
de veces al mes, y cuando quería tirar la casa por la
ventana e invitaba a Anca a una cena romántica, la
tiraba de verdad puesto que yendo de menú, nada del
otro mundo, me gastaba casi la mitad de la beca.
Aquello sí que era un lujo para nosotros, y ahora me
río al recordarlo pero entonces, al salir del restaurante,
nos sentíamos importantes, como si hubiésemos
hecho algo extraordinario.
Donde sí pasábamos horas y horas enteras en ve-
rano era en las terrazas, sobre todo cuando tocaba la
Eurocopa o el Mundial de fútbol. Los camareros eran
estudiantes como nosotros y nos dejaban por solidari-
dad ver partido tras partido con solamente un par de
cervezas. Los jueves salíamos de copas o a bailar, ya
que al día siguiente casi todos nos íbamos a pasar el
fin de semana con nuestras familias. Y siempre
íbamos al mismo sitio, una discoteca llamada
Chechenia, escondida entre los bloques del campus. El
hielo derretido del único gin-tonic que me tomaba me
sabía a gloria a las tres de la madrugada, y uno de
nuestros amigos siempre se tomaba un zumo de
tomate que bebía de tres sorbos nada más llegar, y el
resto de la noche, entre baile y baile, se refrescaba con
agua del grifo en el baño de los chicos.
La comida en fuentes me gustó: compartimos ver-
dura, carne, pescado y vino con gaseosa, otra costum-
bre española que adopté muy fácilmente. La cuenta
me pareció un disparate, porque yo seguía calculando
los precios en moneda rumana, pero los chicos me
explicaron enseguida que era uno de los lugares más
asequibles de la zona, y más tarde lo comprobaría por
mí mismo. Pagamos a escote y cuando al salir del
restaurante tuve la misma emoción descrita antes,
supe que ese era el tipo de vida que quería llevar. No
lo estaba descubriendo entonces, simplemente las
cosas que me iban sucediendo confirmaban cada día
que pasaba aquella conclusión.
Después dimos un paseo por la playa, hacía muy
buena temperatura y el aire todavía caliente junto con
el olor de la brisa me intensificó el estado de bienestar.
Durante unos instantes me volví a acordar de Anca,
pero enseguida Mara empezó a darme conversación.
Ion, Irina y Andrei se quedaron un poco atrás y mien-
tras Irina iba abrazada a su novio, este hablaba con
Andrei de fútbol: había empezado la nueva tem-
porada y entre fichaje ahí, fichaje allá, tenían sufi-
cientes temas de conversación.
Mara me empezó a hablar de lo magnífica que era
la noche y durante unos instantes me pareció que la
conocía de toda la vida. Me gustaba su manera de ser,
tan intelectual y sencilla a la vez, y su personalidad
bien definida y armonizada pese a los contrastes que
la componían. Me encontraba muy a gusto a su lado,
percibía que ella también lo estaba, y en algún
momento me sentí un poco extraño, experimentando
un estado que en ese momento no supe o no quise
definir.

El lunes por la mañana me desperté con entusiasmo:


no lo veía como una rutina, todavía no. Además, por
la tarde empezaría las clases de español, así que la
novedad despertaba en mí más ganas todavía. Con
Mara solo intercambié un saludo, todos tenían prisa.
A mediodía, en cambio, me preguntó si quería que me
acompañara hasta la oenegé, y ni siquiera me di
cuenta de que tuvo que salir antes de la oficina para
poder hacerlo y tampoco me emocioné ni me ilusioné
demasiado cuando esa misma tarde el encargado de
una terraza me pidió que le dejase los datos y que
posiblemente me llamaría en un par de semanas para
darme trabajo.
Esperé ansiosamente a que llegase la hora de ir a
clase. Hicimos el recorrido caminando y tardamos
menos de media hora en llegar a Culturas sin
fronteras, que tenía su sede en un colegio del centro.
Entramos en una sala donde cuatro o cinco mesas
servían de despachos, bastante apiñados. Alrededor
había sillas, casi todas ocupadas por gente muy
variopinta. Vi un grupo de africanos y otro de árabes,
también dos búlgaros, a juzgar por el intercambio de
palabras que pude oír, y hasta un chino. También me
fijé en algún que otro mapa colgando en la pared, de
distintos países del mundo y carteles grandes, de los
que entendía palabras sueltas, como integración,
multiculturalidad, racismo. Me gustó encontrarme de
repente con gente tan distinta: siempre me habían
atraído estas situaciones en mis viajes con el grupo de
bailes. La diferencia, pensé en ese instante, residía en
que ahora nos unía la necesidad y no el compartir con
los demás nuestras culturas.
Mara se acercó a una de las mesas y yo me quedé
sin saber muy bien si seguirla o no, mientras su anti-
gua compañera se levantó para darle dos besos muy
efusivos en las mejillas.
―Guapa, ¡qué bien te veo! ¿Qué tal estás? ―pude
entender.
Mi nueva amiga le debió de explicar el motivo de
su visita, señalándome discretamente. La chica, que se
llamaba Alicia y que resultó ser mi futura profesora
de español, se acercó para saludarme. Estuvieron
charlando un poco y acto seguido agarró una carpeta
que tenía encima de la mesa y me pidió que la
acompañara: íbamos a clase.
―Álex, te esperaré fuera dentro de hora y media
―me dijo Mara. ―Me daré una vuelta por aquí, hace
dos semanas que no me compro un libro y al lado hay
unas cuantas librerías.
Y salió sin que yo pudiera articular palabra. Seguí
a la profesora y se nos unieron casi todos los que
había visto al entrar. El colegio era bastante antiguo y
muy parecido a cualquier escuela de Rumanía, pensé.
Llegamos a un aula con mucha luz y cuando ya estu-
vimos todos sentados Alicia me presentó a los demás
compañeros. Se me mezclaron los nombres y más de
uno ni siquiera lo había entendido bien. Descubrí con
sorpresa que había en la sala otros dos chicos ruma-
nos a los que pude conocer un poco más en las si-
guientes clases. Puse toda mi atención en las explica-
ciones de Alicia, que se esforzaba mucho en hacerse
entender por todos nosotros, y creí entender que de-
bido a mi presencia repitieron cosas que ya habían
estudiado anteriormente, antes de las cortas vacacio-
nes, aunque más tarde pude comprobar que lo hacían
bastante a menudo, porque casi siempre había una
cara nueva, y excepto cinco o seis personas, los demás
no iban todos los días.
A la salida Mara estaba allí tal y como había pro-
metido.
―No perderás el hábito de estudiar, ¿eh? ¿Qué tal
ha ido todo? ―me preguntó.
―Muy bien, tu amiga es tremenda. Debe de ser
dificilísimo intentar hacerte entender por quince
personas que apenas entienden y hablan tu idioma y
lo peor, que vienen de lenguas y culturas distintas.
―Dímelo a mí ―sonrió ella.
―¿Y tú? ―le pregunté fijándome en las bolsas
que llevaba en las manos.
―La vuelta ha sido bastante productiva: la última
edición del Diccionario de la Real Academia Española
y dos novelas premiadas este año. Ah, y unas cremi-
tas, que también somos terrenales, en total la cuarta
parte de mi sueldo. Andrei me va a matar porque él
nunca entenderá esto, digamos que es bastante más
pragmático, él mismo lo dice; pero acabamos de co-
brar y mis caprichos son estos. Te invito a tomar un
café, ¿quieres?
―Sí que me apetece, sí ―no tardé ni un segundo
en contestar.
―Álex, quiero aprovechar la ocasión para comen-
tarte una cosa.
Me quedé mirándola fijamente y menos mal que
nos habíamos sentado porque noté cómo se me esta-
ban ablandando las piernas, pero enseguida me sentí
ridículo, porque Mara continuó tranquila:
―Es una cosa que no sabe nadie de momento, me
refiero a Ion, Irina y Mihai, pero Andrei y yo lo hemos
hablado y pensamos que te puede interesar, aunque
de momento no es seguro. A mi novio le han ofrecido
irse a una obra nueva, bastante lejos de aquí, a una
ciudad que se llama Valladolid, capital de la Comu-
nidad de Castilla y León.
―Valladolid, Castilla y León… ―repetí como un
loro―. Me han hablado de ese sitio. ―Me acordé en
ese mismo instante de Costel, mi compañero de viaje.
―En las próximas semanas lo sabremos con cer-
teza, y si todo sale bien hemos pensado que te podrías
venir con nosotros. Andrei lo comentará con el comité
directivo de la empresa y seguro que te pueden con-
tratar; claro, si tú quieres.
―¡Si yo quiero! Claro, claro… Sí, claro…
―balbuceé.
―Creo que sería una buena oportunidad, pero
evidentemente la decisión te pertenece.
―Os agradezco que hayáis pensado en mí
―conseguí por fin acabar la frase―. Si no encuentro
nada aquí, claro que me iré con vosotros.
―Perfecto. A los chicos se lo comentaremos en los
próximos días, les tenemos que avisar con tiempo
para que puedan ir buscando nuevos compañeros de
piso.
―¿Y tú qué vas a hacer, Mara?
―Tengo mis planes. Este trabajo no me entu-
siasma tanto como para preocuparme, y si todo va
bien me dará tiempo a matricularme en la universidad
de allí para seguir mis estudios. Y a buscar otro
empleo, debemos tratar de progresar.
El rumbo que tomaba todo me estaba mareando
un poco. Me habían ocurrido demasiadas cosas en
muy poco tiempo y en un primer momento me sentí
aturdido, pero me recuperé bastante rápido. Forzo-
samente tenía que asimilar a pasos agigantados todo
aquello.
6. Comienzos

Dos meses más tarde estaba en Valladolid. Todo había


fluido tal y como lo habían pensado mis nuevos ami-
gos: a mediados de septiembre ya le habían confir-
mado a Andrei el traslado y lo que los demás compa-
ñeros de piso ya sabían que podía suceder, acabó ocu-
rriendo.
―La pena es que lo bueno dure poco ―había di-
cho Ion la noche que nos reunimos a hablar de ello―.
Te vas tú también al final, ¿verdad? ―me había pre-
guntado sin rodeos.
Para no herirle, puesto que yo me encontraba en
España gracias a él, uno de los días posteriores a
aquella charla que tuve con Mara le comenté la pro-
puesta que me habían hecho en caso de que el plan se
confirmara. No quería que lo pillase todo por sor-
presa, pero aunque mi decisión estaba prácticamente
tomada le dije que me plantearía en serio dicha pro-
puesta.
―Sí, me iré con ellos, trabajaré en la obra cuyo en-
cargado será Andrei ―puse voz a lo que todos pensa-
ban.
―Espero que te vaya mejor que aquí ―contestó
mi amigo―. Te lo mereces. Pero te echaré de menos,
tío. A todos os echaremos de menos, será muy difícil
volver a conseguir esta armonía.
Percibí en su voz un matiz de tristeza mezclada
con un poco de apuro, confirmado más tarde por sus
palabras cuando los dos nos quedamos fumando un
cigarro en la cocina.
―Siento no haberte podido ayudar tal y como te
había prometido. Me siento mal porque te tengas que
ir, pero desde luego una oportunidad así no se des-
aprovecha, así que solo te deseo mucha suerte.
―Gracias de corazón. Y no te preocupes, ya me
has ayudado bastante, los comienzos no suelen ser fá-
ciles para nadie. Además, irás algún fin de semana a
conocer aquello, ¿verdad? Y yo tendré que enseñarle a
Anca, cuando venga, los lugares que albergaron mis
primeros sueños en España.
Paradójicamente, el dueño del restaurante al que
no había hecho casi caso el mismo día que empecé las
clases de español me llamó unos días más tarde para
ofrecerme trabajo. Todavía recuerdo la ilusión y la
gran emoción que me embargaban cuando me dispo-
nía aquella noche de sábado a fregar platos.
Quinientas pesetas la hora, cuatro o cinco horas
diarias los fines de semana. Me equiparon con un
delantal blanco y unos guantes de plástico con los que
no me encontraba nada confortable, aunque me tuve
que acostumbrar, a eso y a los nervios y gritos de un
encargado histérico, que incordiaba más que ayudaba
en la cocina, metiéndonos prisa a todos
continuamente y preguntándonos cuándo trabaja-
ríamos de verdad. Mi ilusión y mis ganas se trans-
formaron pronto en un estrés terrible que pude
aguantar, estoy seguro, gracias a que sabía que no pa-
saría mucho tiempo allí. Mis primeros compañeros de
trabajo fueron un chileno, que recogía las mesas, y la
cocinera, que era colombiana. Sin papeles, como yo,
sin contrato ni seguridad social, con ellos
intercambiaba palabras de ánimo en los momentos en
los que creía que reventaría. Y aunque la última
semana no me la pagaron porque supuestamente les
tenía que haber dado el aviso de los quince días, me
quedo, o al menos lo intento, con lo bueno de todo
aquello: el poco dinero que gané allí me ayudó a
pagar parte de mis gastos, lo que no era poco, porque
de esta forma pude estirar algo más mis reservas
financieras.
Por lo demás, seguía yendo a las clases de español
y cada día me desenvolvía mejor hablando. Mara, con
la que pasaba bastante tiempo, también hizo de profe-
sora conmigo. Me pidió que la acompañara durante
tres días en el viaje que hicimos a Valladolid para
solucionar principalmente el tema del alojamiento.
Dormimos en una pensión bastante modesta, compar-
tiendo habitación. Tras visitar varios pisos, decidirnos
por uno de ellos y firmar el contrato de alquiler, y
después de acompañarla para pagar la matrícula y ha-
cer los trámites necesarios en la Casa del Estudiante y
en la facultad, recorrimos juntos las calles pucelanas
para una primera toma de contacto con la cuna del
castellano.
Anca se alegró cuando le conté las buenas noti-
cias. Ella había tenido algún problema con su plaza en
la residencia, parece que había más estudiantes que en
años anteriores y aunque al final se solucionó, tuvo
que separarse de su amiga y compañera de habitación
y compartir los ocho metros cuadrados con una chica
que no conocía y que me dijo que no le gustaba
mucho.
―Seguro que no tardaréis en hacer buenas migas
―la había tranquilizado yo.
El del alojamiento en los campus universitarios
era por aquel entonces un asunto espinoso y ca-
tastrófico. Recuerdo que yo estaba casi seguro de que
gracias a mi nota de ingreso tendría una plaza asegu-
rada, sin embargo pronto descubrí la implacable
realidad: si no conocías a alguien en ese ámbito, un
amigo miembro de Liga Studenților36 o un administra-
dor de residencia que pudiesen facilitarte el acceso a
una cama para todo el año, no te quedaba otra que
buscarte la vida y acudir a los favores de algún fami-
liar lejano que viviese en la ciudad o en los alrededo-
res o exprimir al máximo el presupuesto que te tenían
reservado los padres y pagar un alquiler carísimo en
una zona cutre y periférica de la capital. Eso fue
exactamente lo que me pasó a mí durante el primer
curso: después de vivir tres semanas en casa de una
prima tercera de mi padre que hacía siglos que él no
veía pero que accedió a echarnos una mano, tempo-
rada en la que me vi obligado a usar tres medios de
transporte diferentes para llegar a la universidad, tuve
la suerte de poder localizar a otro primo, también
lejano, que estaba en un curso superior y conocía a la

36 La liga de los estudiantes (rum.).


gente conveniente que sabía mover hilos en estos
casos. A cambio de doscientos mil lei37 (unos treinta o
cuarenta euros de la época) me consiguió un carné
falso y una cama en la residencia de su facultad.
Después se pagaba una cantidad, eso sí, bastante mó-
dica, todos los meses.
Ya en segundo me busqué la vida con tiempo y
me aseguré, esta vez sin sobornos ni necesidad de re-
currir a nadie, mi plaza. Los campus universitarios
rumanos no tenían nada que ver con los españoles; las
habitaciones eran de cuatro o en el caso más afortu-
nado de dos personas, y se dividían en tres categorías:
las que solo tenían las camas y un armario, todo bas-
tante destartalado, las que a mayores contaban con un
lavabo y un espejo, y finalmente las que tenían un
pequeño cuarto de baño dentro, muy escasas y consi-
deradas todo un lujo, a las que yo nunca tuve acceso.
Sonrío cuando me acuerdo de las colas que hacíamos
para asearnos, debido a las tres duchas por planta que
debíamos utilizar alrededor de ochenta personas. Sin
embargo todo aquello tenía su encanto y ninguno de
los que había vivido en una residencia se habría ido
de alquiler a un piso compartido, al menos no mien-
tras estábamos en la facultad.
Anca estaba un poco preocupada, supongo que
por lo desconocido. Con un entusiasmo que me sor-
prendió hasta a mí mismo la intenté animar dicién-
dole que no tendría mucho tiempo libre al ser un año
bastante complicado entre el proyecto y los exámenes

37 La moneda rumana (singular leu, plural lei).


finales.
El día antes de cambiar la costa levantina por las
llanuras y pinares castellanos, organizamos una cena
en casa, en la que participó hasta Mihai pese a ser
viernes. Los chicos ya tenían nuevos compañeros de
piso a partir del día siguiente, porque Ion había hecho
correr la noticia de la disponibilidad de dos camas en
un piso compartido y no tardaron en aparecer
interesados. Finalmente se decidieron por un
matrimonio joven, también rumanos. El hermano de
ella se les juntaría pronto, así que Mihai también
tendría compañero de habitación.
―A ver qué tal ―dijo Ion esa noche―. Será difícil
que consigamos formar una piña como hasta ahora,
pero intentaremos lograrlo.
Solo con sus libros, Mara había llenado tres bolsas
de viaje.
―Biblioteca ambulante ―lo había resumido An-
drei levantando los hombros.
Mi equipaje era el mismo que dos meses antes y
me di cuenta de que no me había comprado ni una
simple camiseta, pero tampoco lo había pensado hasta
entonces, con lo cual muy importante no debía de ser.
Lo tendría que hacer bastante pronto, porque con el
cambio de estación, el frío de interior no sería lo
mismo que el clima templado de la costa.
Al día siguiente por la mañana, después de abra-
zos y besos efusivos, nos vimos obligados a llamar
dos taxis puesto que las maletas de mis amigos no
cabían en un solo coche. Durante unos instantes, justo
antes de irnos, quise abarcar con la mirada todo lo que
nos rodeaba, pensando en que dejaba allí una
pequeña parte de mis ilusiones, sueños y sobre todo
las vivencias tan intensas de aquellos dos meses.
Al subir en el autocar que nos llevaría a Vallado-
lid, el conductor nos regañó con la mirada al fijarse en
el número de bultos, pero no dijo nada. El viaje,
aunque bastante largo, no me permitió aburrirme, y
volví a mirar sin cansarme los millares de naranjos
que se iban quedando atrás llevándose algunos de mis
pensamientos, para finalmente dejar lugar a un
paisaje diferente que ya conocía de mi anterior visita a
la capital castellana. Dejamos un resplandeciente sol
en la costa levantina y nos encontramos un cielo plo-
mizo y cargado en Pucela.
En la estación nos estaba esperando un futuro
compañero de trabajo, más de Andrei que mío. Con
una furgoneta espaciosa. El piso de la calle Panaderos
donde viviríamos estaba bastante cerca de la estación,
pero agradecimos el transporte porque Andrei subió
las dos plantas gruñendo por el peso de los libros. El
portal, bastante antiguo, como la mayoría de aquella
zona céntrica, no tenía ascensor y los propietarios, dos
hermanos de unos sesenta o setenta años, nos estaban
esperando sentados en el sofá del salón. Mara y yo co-
nocíamos la casa, así que nos entregaron dos juegos
de llaves, nos dieron la bienvenida y nos
manifestaron, ya en la puerta, su deseo de que nos
portásemos bien y cuidásemos las cosas. Sin embargo,
el piso, aparte de antiguo, tampoco estaba muy bien
conservado. Era grande y bastante mal distribuido: un
pasillo demasiado largo, las ventanas del salón y de la
habitación de matrimonio orientadas a la calle, mien-
tras que el que sería mi cuarto, la cocina y el baño da-
ban a un patio de luces muy oscuro. Había una tercera
habitación, liliputiense, que decidimos utilizar de
despensa y en la que colocamos la nevera, dejando así
más espacio en la cocina. Los muebles también eran
matusalénicos, pero disponíamos de lo necesario:
camas y mesillas de noche, armarios, un sofá y dos
sillones en el salón, un mueble que Mara llenó
enseguida con sus libros, y electrodomésticos en la
cocina. La rudimentaria calefacción de gasóleo nos
daría más de un quebradero de cabeza, pero la casa
era amplia y céntrica, que es lo que nos había
convencido a Mara y a mí, junto con el precio, que no
llegaba por aquel entonces a cincuenta mil pesetas.
Esa tarde, después de una merienda-cena fría,
compuesta por queso y chorizo que nos habíamos
encargado de comprar el día antes en Valencia, nos
dispusimos a colocar un poco nuestros enseres. Yo
terminé en cinco minutos y les eché una mano a mis
compañeros. Como estaba lloviendo solo pudimos
abrir las ventanas durante un rato muy corto, así que
me dormí en un olor a antiguo y cerrado que me costó
quitar durante los días siguientes.
El domingo por la mañana, Mara y Andrei se
quejaron del ruido que venía de la discoteca de abajo
y que apenas les había dejado descansar. Yo en cam-
bio no me había enterado de nada, pues el patio de
luces era muy tranquilo, solamente escuché unas vo-
ces cuando, al despertarme, abrí la ventana para res-
pirar aire fresco: los vecinos de arriba debían de estar
preparando el desayuno, porque el olor a café me es-
pabiló del todo.
Aquella mañana nos dedicamos a dar una vuelta
por los alrededores, para que Andrei también se pu-
diese situar un poco, y por la tarde nos quedamos en
casa, primero acabando de colocar las cosas y luego
descansando, sobre todo porque había empezado a
llover de nuevo.

El lunes a las seis y media de la mañana el mismo


compañero que habíamos conocido dos días antes nos
recogía a los dos enfrente del portal. La obra estaba en
una urbanización en un barrio nuevo de las periferias
de la ciudad, pero no tardamos más de veinte minutos
en llegar hasta allí. Había que construir varios bloques
de viviendas, así que mi amigo me explicó que ten-
dríamos trabajo para largo. Primero entramos en una
de las casetas, que servía de oficina, donde me dijeron
que hacían una excepción contratando a un
inmigrante indocumentado, gracias a las buenas
recomendaciones de Andrei, a quien se lo agradecí
nuevamente con la mirada, pero que legalizarían mi
situación, pues se trataba de una empresa seria y
grande. Por consiguiente les dejé una fotocopia de mi
pasaporte y firmé una solicitud de permiso de
residencia que un encargado de la empresa presenta-
ría al día siguiente en el Ministerio de Trabajo.
Me dieron un mono de faena, botas y un casco y
después de un corto intercambio de palabras entre
Andrei y el señor que nos había recibido, los dos me
acompañaron al que sería mi lugar de trabajo. Allí ha-
bía un grupo de chicos que se disponía a empezar la
jornada laboral, nos presentaron rápidamente y con la
mezcla de los nombres en la cabeza, solo me acordaba
bien de Alejandro ―y es entendible el por qué― nos
pusimos manos a la obra. Me dieron indicaciones
rápidas y precisas y no es que hubiese mucho que
explicar: tenía que llevar ladrillos y sacos de cemento
desde donde estaban ordenadamente colocados, cerca
de una de las casetas, hasta donde mis compañeros los
necesitaran. Y fijarme en lo que estos hacían, según
me había aconsejado Andrei, porque, me dijo
fugazmente, con el tiempo podía ascender de peón a
oficial de segunda.
El trabajo era duro pero le puse ganas y no mostré
en ningún momento gestos de flaqueza. Además me
sentí apoyado por los dos compañeros con los que me
tocó trabajar aquel primer día. De vez en cuando me
decían que descansase un poquito, que nadie era de
hierro. Uno de ellos era precisamente Alejandro y el
otro comentó entre risas que a ver cómo nos distingui-
ría por ser tocayos.
―Soy Álex para los más cercanos ―les expliqué
en un español bastante más consolidado que meses
atrás mientras me enteraba de que a mi compañero lo
llamaban Jandri.
Asintieron con la cabeza, sin embargo, a lo largo
del día, les oí varias veces empleando el apelativo «el
rumano». No se dirigían a mí directamente con ese
apodo, y tardaron un tiempo en hablar de mí como de
Álex;, pero ese primer día no tenía la cabeza para pen-
sar en ello, el trabajo requería demasiado esfuerzo fí-
sico y me agotó literalmente, pese a que yo no era solo
chico de ciudad y siempre había ayudado a mis
padres en el pueblo, incluso había trabajado varios
veranos en el campo. Pero aquel lunes, al llegar a casa,
no sentía ni los brazos, ni la espalda, ni las piernas. Y
aunque no me quejé, creo que se me notaba
demasiado en la cara, y no solo, porque Mara me dijo
nada más verme:
―Estás molido, ¿eh? Un baño te vendrá bien para
reponer fuerzas.
Lo peor fue cuando a la mañana siguiente me
costó horrores levantarme de la cama: me dolía todo
el cuerpo, aunque intenté mentalizarme de que no era
para tanto. Hice unos cuantos ejercicios bajo la mirada
preocupada de Mara y la sonrisa de su novio.
―Venga, tío, sé lo qué es eso, yo también he pa-
sado por ello, en unos días te acostumbrarás.
«Seguro que sí, pero ahora mismo lo estoy
pasando bastante mal», pensé.
Andrei tenía razón, y también es cierto que en los
días siguientes me lo tomé con más calma. Seguí tra-
bajando igual de duro, pero intentando organizar me-
jor el volumen de trabajo, y seguro que mi cuerpo
también se fue adaptando. Por la noche solía cenar
rápido y me dormía enseguida, ni siquiera pensé en
llamar a Anca o a mis padres de lo cansado que
estuve durante esa primera semana. Lo hice el sábado,
y por supuesto que no les conté nada de lo mal que lo
había pasado durante aquellos días; todo lo contrario:
intenté que me notaran contento y feliz. Que por otro
lado lo estaba porque después de casi dos meses de
incertidumbre e intranquilidad por fin podía ver mi
futuro un poco más claro.
Con Andrei coincidía bastante, se mezclaba mu-
cho con los obreros, bien para dar alguna que otra
indicación, bien para arrimar el hombro simplemente.
«No se me caen los anillos», le escuché decir en más
de una ocasión.
Mis compañeros lo miraban con una mezcla de
asombro y envidia y me pareció que alguno no estaba
muy conforme ante la realidad de tener un jefe. Pero
pronto mis compañeros se fueron acostumbrando a la
idea y a eso ayudó mucho el buen rollo que transmitía
Andrei y su buena disposición para todo. En cuanto a
mí, creo que al principio se veían obligados a apo-
yarme porque pensaban que, como tenía enchufe, no
hacerlo los perjudicaría en su relación con los jefes y
encargados de la obra. Pero poco a poco nos fuimos
conociendo porque aparte de la jornada laboral com-
partíamos también las comidas. Y, aunque pasadas
unas semanas seguían hablando de mí como del ru-
mano, el apodo ya no tenía para mí la misma connota-
ción negativa que había percibido las primeras veces
al escucharlo. Incluso con dos de ellos tuve un acerca-
miento más allá del trabajo.
El mismo día que empecé a trabajar, Andrei me
explicó que tendríamos una dieta para comer todos
los días, y las mil pesetas de aquel entonces nos llega-
ban perfectamente para un menú del día con pan, be-
bida, postre y café. El restaurante de barrio al que
íbamos, que nos pillaba a unos diez minutos andando,
estaba lleno de obreros y nosotros teníamos una mesa
reservada. El comedor era modesto pero limpio y la
comida muy buena, aunque yo durante aquellos
primeros días apenas tenía ganas de comer.
Apenas hablé con Mara durante aquellos días, y
me enteré el viernes de que se había dedicado a echar
currículums a diestro y siniestro y que ya había hecho
un par de entrevistas, aunque todavía no tenía res-
puesta. El primer fin de semana en Valladolid nos or-
ganizamos para hacer la compra, limpiar la casa entre
los tres y pasear por la ciudad. Cambiamos las normas
en las cuestiones domésticas, es decir nos repartiría-
mos las tareas y a cada uno de nosotros le tocaría
hacer más cosas durante una semana. A mí me pare-
ció bien, pues no veía nada justo ni actual que
limpiasen solamente las chicas, aún con una compen-
sación económica. A Andrei en cambio no le hizo mu-
cha gracia cuando su novia le insistió en que no
aceptaríamos excusas de ningún tipo y no se cortó en
reconocer que él era un poco chapado a la antigua. De
hecho, más de una vez Mara le llamaría la atención y
hasta tendrían alguna que otra discusión respecto a
ese tema.
Aquel domingo de principios de octubre hizo
buen tiempo y pudimos disfrutar paseando por el
casco histórico de la ciudad y el Campo Grande,
donde nos sorprendió ver los pavos reales paseando
tranquilamente y coincidimos los tres en que nos
gustaba esa idea de acercamiento a la naturaleza en
pleno centro urbano.
El lunes de la semana siguiente me aguardaba una
gran sorpresa al llegar a la obra: primero pensé que
me equivocaba al verlo de lejos pero no, era él, el
chico que había conocido un par de meses antes,
Costel, con su mono azul marino y su casco, prepa-
rado para empezar a trabajar. Él tampoco se lo creyó
en un primer momento, pero después de asegurarse
de que era yo, me dio un abrazo fuerte y en los pocos
minutos que quedaban para que comenzásemos la
jornada, le dio tiempo a ametrallarme en su estilo tan
característico:
―Pero Álex, tío, ¿qué tal tú por aquí? ¿Cuánto
tiempo llevas en Valladolid? ¿Cómo no me llamaste?
¿Por qué te has venido aquí, no te fue bien en Valen-
cia?
Pensé que no acabaría nunca.
―Llevamos solo una semana, tenía intención de
llamarte pronto ―le dije dándome cuenta de que ni
siquiera me había acordado de él durante la semana
anterior, a pesar de que su nombre había sido lo pri-
mero que me había venido a la cabeza cuando
semanas atrás Mara me había mencionado Valladolid.
―¿Cómo que llevamos? ¿Ha venido ya tu novia?
―Pues… ―dudé de si seguir o no porque me
acordé perfectamente de lo que con toda seguridad
pasaría―. Pues con unos amigos, ya te contaré
cuando tengamos más tiempo.
La conversación acabó allí porque los compañeros
se estaban dirigiendo hacia sus puestos de trabajo y
nosotros hicimos lo propio. A Costel no lo volví a ver
hasta la hora de comer, porque trabajaba en la otra
punta de la obra. Eso sí, ya en el restaurante se sentó a
mi lado y parecía que quería recuperar el tiempo per-
dido.
―Te presento a mi amigo Andrei, rumano tam-
bién, y uno de los jefes de la obra ―hice yo de maes-
tro de ceremonias.
―No me digas ―fue la reacción de Costel―.
Quiero decir… encantado de conocerte. Pero… la le-
che, tío, un rumano jefe aquí en España, casi no me lo
creo.
Apenas pude comer en condiciones porque me
tocó contarle mi historia valenciana, aunque procuré
resumirla lo máximo posible. El hecho de que el resto
de los compañeros nos mirara fijamente de vez en
cuando a mí me hacía sentir algo incómodo, porque
sabía que era de mala educación hablar en un idioma
que ellos no entendían, pero Costel no me dejó otra
opción, además a él eso no parecía importarle. Así es
como me enteré de que conocía a la mayoría de los
chicos porque habían coincidido en otras obras. Él
trabajaba para una empresa distinta, a la que la mía
subcontrataba cuando tenía mayor volumen de tra-
bajo. Me dijo que había cambiado nuevamente de
casa, por problemas que ya me contaría.
―Ahora estoy en el centro con una pareja que co-
nocí hace poco tiempo.
Resultó que vivía en una calle paralela a la nues-
tra.
―¡Qué bien! Así nos podremos ver a menudo
―concluyó, y no supe en aquel momento lo que con-
llevaría nuestra vecindad.
En el fondo me alegré de verlo, era como si su
presencia hiciera que el sitio se volviese más familiar,
aunque solo lo había conocido durante un par de días.
Y a decir la verdad eso me ayudó un poco más en mi
nuevo proceso de adaptación. Con Costel seguro que
no tenía mucho en común y tampoco lo había echado
en falta durante esas semanas, algo normal de hecho,
pero lo cierto es que me hacía sentir más cerca de todo
lo que había dejado atrás. Quizás hiciese de un mos-
quito un caballo pura sangre, como decimos en Ruma-
nía cuando algo aparentemente sin importancia se nos
hace un mundo, pero en la vida de un inmigrante,
aunque parezca tópico, hay muchas cosas que se de-
forman para bien o para mal y los sentimientos están
a flor de piel.

El reencuentro con Costel y sobre todo el hecho de


que fuésemos casi vecinos también mostró una parte
menos buena, pues en muy poco tiempo los tuvimos a
él y a sus compañeros de piso en nuestra casa a todas
horas. A Crina y a Marius nos los presentó a los dos
días porque como pasaban por allí pensaron que sería
bueno que nos conociéramos. Mara, pero sobre todo
Andrei y yo, debido al cansancio, no teníamos muchas
ganas de invitados, pues era un día de diario y ma-
drugaríamos, sin embargo la visita se alargó casi hasta
medianoche. Y aunque aquel día no se nos hizo pe-
sado porque nos apetecía conocer gente nueva, pronto
nos íbamos a cansar de tenerlos tan cerca, porque
llegó un momento en el que subían a vernos un rato
todas las noches. Costel se mostraba entusiasmado y
sus compañeros hablaban mucho y querían ser
amables, pero no parecían entender que no siempre
era el momento adecuado de ir a vernos. Marius
acababa siempre todas nuestras reservas de cerveza
explicándonos que a él no le gustaba el agua; todo lo
contrario que Costel, que para no hacer gasto siempre
pedía agua del grifo. Nos cansamos bastante rápido
de escuchar lo cabrones que eran los españoles, que se
creían más que nadie, y que hasta los niños eran unos
maleducados. Me estaba sorprendiendo mucho este
punto de vista bastante radical y extremista, que
pronto interpretaría como un rechazo abismal a lo
nuevo, como la respuesta o el eco del sacrificio que
suponía dejar toda una vida atrás. Estaba conociendo
la otra cara de la moneda, o mejor dicho una de las
muchas facetas de la inmigración.
En cuanto a nuestras cada vez menos ganas de te-
ner visita todos los días, un lunes, después de haber
pasado casi toda la tarde del domingo con ellos, sobre
las nueve y media de la noche oímos de nuevo el tele-
fonillo. Mara, Andrei y yo estábamos cenando y nos
quedamos los tres inmóviles, con los cubiertos en la
mano; después de mirarnos durante unos instantes,
nos hicimos instantáneamente una señal de no con la
cabeza y nos quedamos en silencio, sin darnos cuenta
de que estaban llamando abajo, no a la puerta directa-
mente, y por lo tanto no nos podían oír. En un gesto
desesperado, Andrei se acercó agachado a la ventana
y bajó, despacio y escondido detrás de la cortina, las
persianas. Luego apagamos la luz del salón y oímos
nuevamente el timbre tres o cuatro veces seguidas. Ni
nos movimos y ahora, al recordar la escena, me parece
incluso un tanto ridícula, pero en aquel momento
estábamos todos serios y expectantes. Incluso cuando
ya dejaron de llamar permanecimos varios minutos
más en silencio y acabamos de cenar casi a oscuras.
El problema era que aunque lo habíamos hablado
varias veces, ninguno de los tres se atrevía a pedirles
directamente que dejasen de visitarnos tanto. Mara lo
había intentado varias veces, con su diplomacia y su-
tileza, como diría Andrei:
―Los chicos vienen muy cansados de trabajar y
yo siempre les digo que se vayan antes a la cama, a
ver si un día de estos me hacen caso.
Aquella directa suave no había dado resultado,
porque al día siguiente allí los teníamos de nuevo
preguntándonos cómo nos había ido el día. A los ru-
manos nos cuesta muchísimo decir que no, quizás de-
bido a los años de opresión vividos durante el antiguo
regimen. Es cierto que nosotros pertenecíamos a la
nueva generación postcomunista, pero habíamos
heredado en cierta manera la mentalidad y la
costumbre de dejarnos dirigir y guiar por otros y de
no quejarnos y expresar libremente nuestros
sentimientos. Esta es una de las cosas que he
aprendido en España, en un proceso que no fue nada
corto. Esta vivencia y otras posteriores me enseñaron
a decir que no o exteriorizar simplemente mi estado
anímico en ciertas situaciones, sin complejos ni
vergüenza.
El martes, cuando Costel nos preguntó nada más
vernos por qué no les habíamos abierto el día anterior,
creo que a Andrei y a mí se nos notó en la cara y en
los gestos la impotencia de no poder dar una
contestación contundente. Aun así no fuimos capaces
de hacerlo y le dijimos prácticamente balbuceando
que Mara y él estaban ya en la cama y yo me estaba
duchando.
―¡Pero vimos luz! ―soltó Costel ni corto ni pere-
zoso.
―Me habré olvidado de apagarla.
Nos sentimos ridículos pero también sin saber
reaccionar ante la actitud pasiva de Costel, mientras
dudábamos de si tenía cara dura, se hacía el tonto o
por el contrario manifestaba una ignorancia sobreco-
gedora.

En el trabajo estaba bastante contento, en un mes me


había acostumbrado al esfuerzo físico y Mara me dijo
un día que me estaba poniendo cachas, empleando la
palabra en español, por lo que cuando le pedí que me
explicara su significado, me reí a carcajadas. Aparte
de jugar al fútbol con mis amigos de manera aficio-
nada como todos los chavales del mundo, yo nunca
había sido muy deportista. Aun así, solo tardé unos
días en apuntarme a un gimnasio cerca de casa donde
iría un par de veces a la semana, cuando el cansancio
del trabajo ya no me vencía con tanta facilidad. Tenía
ganas de hacer cosas nuevas y pensé que no estaría
mal desarrollar una actividad que nunca antes había
probado. Pronto se matricularon ellos también,
aunque este último solo fue un par de veces. De la
mano de mi amiga descubrí el pádel y todos los
sábados jugábamos juntos al menos una hora.
A principios de diciembre ya era dueño de mi si-
tuación económica, es decir, incluso había empezado a
ahorrar, lo que estaba muy bien. No ganaba una for-
tuna pero las ciento cincuenta mil pesetas de aquel
entonces, horas extras incluidas, cundían bastante:
gastaba unas cuarenta mil en mi parte de alquiler, luz,
calefacción y comida, otras veinte o treinta mil apro-
ximadamente en ocio y cosas personales, y el resto lo
empecé a ingresar en una cuenta que abrí nada más
entrar en posesión de la famosa tarjeta de residencia y
trabajo, que tardaron casi dos meses en darme, y con
suerte, me dijeron, gracias a que habían mediado en el
ministerio. Normalmente no era tan fácil e incluso las
denegaban en muchos casos. Además sabía que me
habían hecho un gran favor dejándome trabajar antes
de conseguir la documentación, era un riesgo para
ellos y para mí, aunque creo que yo no era muy cons-
ciente del hecho de que la situación se habría compli-
cado si me hubiese pasado algo en el trabajo durante
aquellos meses de ilegalidad.
Recuerdo perfectamente el día que fui a recoger el
carné que me convertía en inmigrante legal. Al salir
del departamento de extranjería me volví a sentir
importante. Quizás parezca exagerado pero este sen-
timiento me sigue acompañando cada vez que hago o
experimento una cosa nueva o que me gusta mucho.
El NIE tenía validez de un año e incluía la especifica-
ción o condición de que durante ese tiempo no podía
cambiar ni de sector en el campo laboral ni de provin-
cia, es decir, por ley estaba obligado a trabajar en Va-
lladolid y en la construcción. Este detalle no me im-
portó lo más mínimo, todo lo contrario, me conside-
raba una persona con suerte. Y en verdad la tenía
porque en todos estos años conocí a muchísima gente
que no había conseguido nunca entrar en la legalidad
en este sentido. Además tenía un trabajo que, me
gustase más o menos, me proporcionaba cierta esta-
bilidad. Una vez en posesión de la tarjeta de residen-
cia firmé un contrato con la constructora por seis me-
ses, así que no podía pedirle más a la diosa Fortuna.

Lo primero que se me ocurrió cuando fui a ingresar


mis primeros ahorros en el banco fue devolverles el
dinero prestado a los padres de Anca y, aunque ella
me dijo que ni hablar en un primer momento, pasadas
unas semanas fue ella quien me sugirió que lo hiciese.
Mara encontró un trabajo de profesora de idiomas
en una academia privada a las dos semanas de llegar
a Valladolid, y le venía de perlas, decía ella, porque
pronto empezaría a ir a la facultad por las mañanas,
así que lo compaginaría perfectamente. Creo que
compartía más cosas conmigo que con su novio, sin
embargo a él no parecía importarle. Muchas veces
tenía que quedarse en la oficina hasta tarde, así que no
volvíamos juntos a casa, y en una ocasión hizo un
comentario sorprendente:
―A ver si resulta que mi novia y mi amigo pasan
a ser la novia de mi amigo.
Yo me quedé helado al escucharlo, pero el chico
continuó riéndose:
―Es broma, hombre. Yo te estoy muy agradecido
porque le haces compañía, ya que aparte de las
amigas del trabajo todavía no conoce a más gente
aquí, y además así te pone a ti la cabeza como un
bombo y yo me libro.

Serían mediados de noviembre cuando, para mi sor-


presa, empezaron a colocar las luces de Navidad.
―Es demasiado pronto, ¿no? ―pregunté―. Que-
dan todavía unas semanas hasta fin de año.
―El consumismo tiene la culpa ―me contestó
Mara―. Todo esto tiene una finalidad clara: que gas-
temos más dinero, es puro marketing, ¿qué te crees?
Va la gente paseando por la calle y las luces tan boni-
tas junto con los escaparates llenos de lazos rojos y
papanoeles atraen como un imán. Yo disfruto con el
ambiente que se respira en estas fechas, pero creo que
pierden un poco su misterio y su encanto. Adelantar y
alargar las Navidades, además de dejarte los bolsillos
vacíos, se hace hasta pesado, pierden en intensidad, al
menos así lo siento yo. A mí siempre me han gustado
las ansias y la emoción con la que esperaba de pe-
queña el regalo de Moș Gerilă38, ¿te acuerdas?
¿Cómo no me iba acordar? Se trataba del sustituto

38Moș Gerilă (le Père Dugel en francés) era el sustituto de Papá Noel,
nacido en la antigua Federación Rusa bajo el nombre de Ded Moroz
como resultado de la propaganda comunista.
oficial de Papá Noel en Rumanía en los años de dicta-
dura. A su llegada al poder, el PCR (Partido Comu-
nista Rumano) prohibió la Navidad y se convirtió en
la nueva religión del pueblo. Nicolae Ceaușescu
mandó demoler muchas iglesias en todo el país y el
Papá más querido y esperado por los niños se
convirtió en persona non grata. Asimismo, y de
manera extraoficial, las tradiciones y costumbres se
seguían manteniendo intactas, sobre todo en los pue-
blos. Quien hace la ley hace la trampa, dicen en Es-
paña, y si Papá Noel no podía manifestarse, nació Moș
Gerilă, cuyo nombre es difícil de traducir al español:
ger significa en rumano mucho frío y Gerilă sería el
que tiene o trae mucho frío. Llegaba el treinta y uno
de diciembre. Como cualquier otro niño, tengo
recuerdos preciosos de esas fechas, que siempre
pasábamos en casa de los abuelos. Todos los años
soñábamos con poder ver al artífice de nuestras
alegrías en carne y hueso. Pero pobre de él, tenía
demasiado trabajo en una sola noche, y mis padres
siempre nos decían que lo habían acercado hasta un
pueblo vecino al haberlo encontrado haciendo autos-
top en la carretera. Evidentemente nunca le pedían
nada para nosotros, pero él siempre dejaba en el
asiento trasero dos bolsas de plástico llenas de cara-
melos, galletas, chocolate y naranjas, y un cuento o ju-
guete para cada uno.
―¿Veis como sí que os veía por la ventana?
―concluía mi abuelo, porque cuando por la noche,
antes de dormir, no parábamos quietos, él nos decía
que Moș Gerilă nos estaba vigilando a través del cristal
y nosotros íbamos corriendo a comprobarlo.
―Abuelo, ¡no está!
―Se hace pequeñito para que no lo veáis, nadie lo
puede ver si él no quiere.
No sabíamos muy bien cómo imaginárnoslo, en
aquella época no tenía ni tantos ayudantes ni tantas
fotos expuestas por las calles. Pero un año decidió vi-
sitarnos. Aquella noche, justo unos minutos antes de
que tan esperado milagro se produjese, mi padre fue a
buscar algo a casa de una tía que vivía al lado.
―Qué mala suerte, papá ―le dijimos gritando al
unísono cuando volvió―, Papá Noel vino justo des-
pués de que tú te fueras.
Nos quedamos los dos impresionadísimos y
muertos de vergüenza, sin ser capaces de articular
palabra, ni mucho menos de recitarle las poesías que
concienzudamente nos había enseñado mi abuelo
«por si esta vez viene», y tardamos semanas en dejar
de hablar de ello.
―Fíjate que me pareció verlo ahora, cuando vol-
vía ―nos contestó mi padre―. Pero está muy oscuro,
y no estoy muy seguro de que fuera él.
Mágica y bendita casualidad.
En Rumanía solemos decir que la Navidad ya no
es como antaño, quizás porque primero la vivimos
como niños y luego, con ojos de adultos, todo es dis-
tinto, aunque también es cierto que se van perdiendo
muchas de las tradiciones y costumbres que tanto en-
canto conferían a las fiestas.
Siempre recordaré con ternura y nostalgia la tarde
del veintitrés de diciembre, cuando todos los niños
del pueblo salíamos en grupos a cantar villancicos por
las casas y a felicitar felicitar las fiestas a los vecinos.
Las señoras nos regalaban rosquillas, manzanas,
nueces y algún que otro caramelo. La abuela nos tejía
con antelación bonitos bolsos de colores, mientras que
el abuelo tallaba para nosotros bastones con
incrustaciones originales. Cada año los amigos com-
petíamos por ver quién conseguía el mayor número
de rosquillas y para ello intentábamos engañar la
vigilancia de las mujeres que nos repartían el
aguinaldo, poniéndonos a la cola dos veces. Después
de hacer el recuento en casa, todos queríamos
proclamarnos ganadores. Aquellas rosquillas, que mi
abuela nos ataba con una cuerda para ir mojando en la
tila caliente que nos preparaba de desayuno, no las he
encontrado en ningún otro lugar.

Fue todo un detalle por parte de Mara cuando la ma-


ñana del seis de diciembre Andrei y yo nos encontra-
mos en los zapatos un frasco de colonia cada uno y
una nota: «Papá Nicolás no se olvida nunca de los que
nunca olvidan quiénes son». En Rumanía tenemos
una especie de primo de Papá Noel, que el día de su
santo deja regalos principalmente a los niños, en las
botas previamente limpiadas a conciencia, en teoría
solo a los que se han portado bien, aunque también
tiene para los más traviesos: una varilla en señal de
amonestación.
―Ay, madre, yo no le he comprado nada. No me
lo reprochará pero seguro que pensará de nuevo en
mi falta de romanticismo. La invitaré a cenar fuera
para compensar un poco, si es que estoy a tiempo ―se
excusó Andrei.
Yo estaba convencido de que Mara no esperaba
nada a cambio. «Seguro que su novio tiene otras face-
tas que compensarán lo distintos que son», pensé, en
un intento de auto-convencerme de algo que ni yo
mismo sabía qué era.

Valladolid era muy bonita con todas sus calles ilumi-


nadas, lo único que faltaba y que eché de menos en
aquel ambiente era la nieve. En noviembre salí un par
de veces con Jandri y Juan, los dos compañeros de tra-
bajo con los que había entablado. El primero era un
chico fuerte, no muy alto, con un corazón enorme
pese a que a veces quería pasar por duro. Me insistió
varias veces en que tenía que conocer a su hermana,
que acababa de salir de una relación algo tormentosa.
―Tú pareces buen tío y le vendría bien conocer a
uno que no sea como los canallas con los que suele es-
tar ―me dijo un día―. Además es de las tuyas, está
estudiando una carrera, no como yo, que soy la oveja
negra de la familia. Ya te la presentaré.
El hecho de que yo tuviese novia no pareció im-
portarle demasiado.
―Por unas se dejan otras ―me dijo, y a mí me
costó unos segundos entender la frase.
Juan era todo lo contrario que Jandri: alto y del-
gado, con una melena larga de la que presumía mu-
cho. Tenía pareja desde hacía varios meses, sin em-
bargo insistía en que quería preservar su independen-
cia.
―A María José la conozco desde siempre, hemos
estado en la misma pandilla, y yo sabía que antes o
después acabaríamos juntos.
La primera vez que Juan me ofreció un porro me
quedé un poco parado. En mi país, en aquel entonces,
las drogas eran un tema un poco tabú, no se conocían
tanto como en España o al menos no tan abiertamente.
Me debió de ver en la cara la sensación de incomodi-
dad y me explicó:
―Tranquilo, no pasa nada, aquí la gente fuma ca-
nutos, y aunque no sea legal tampoco es algo fuera de
lo común.
En ese momento le dije que no, que prefería el ta-
baco normal que ya era bastante droga, pero más
tarde sí que lo probé y fue la noche que teníamos la
cena de Navidad, a mediados de diciembre. Un par de
semanas antes me habían comentado que la empresa
estaba organizando una salida para nosotros, los
empleados, y me quedé muy impresionado, porque
era algo totalmente nuevo para mí. Es cierto que era
mi primer trabajo oficial, es decir, con contrato, pero
nunca había visto a mis padres yéndose de cena con
sus compañeros más que en fiestas que organizaban
por su cuenta. Hoy día se ha puesto de moda en Ru-
manía también, pero en el año dos mil uno aquello fue
toda una primicia para mí.
La plantilla entera estaba compuesta por unas
cuarenta personas, por lo que llenamos el restaurante,
una bodega de la zona de la Ribera del Duero al más
puro estilo castellano, de bonita decoración rústica,
donde me quedé inmóvil durante unos segundos de-
lante de una enorme cabeza de toro colgada en una de
las paredes. Me senté al lado de Jandri y Juan, como
de costumbre, porque Andrei estaba con los respon-
sables de la empresa, y disfruté como un niño del am-
biente festivo que se respiraba por doquier.
Me había familiarizado con el sabor de los
embutidos españoles, pero aquella noche mi paladar
se deleitó más que nunca con el jamón serrano, el
salchichón, chorizo y queso curado que nos sirvieron
como entremeses, y también con el espectacular
lechazo de la tierra que todo el mundo alababa sin
cesar. Entre todos bebimos decenas de botellas de
vino tinto y después del postre acompañado
generosamente por cava empezaron los chistes verdes
y las canciones desafinadas. Hacía mucho tiempo que
no me cogía una borrachera de aquellas proporciones,
sin embargo me encontraba tan a gusto que no dudé
ni un momento cuando la propuesta general fue de
seguir la fiesta en una zona de copas de Valladolid. El
conductor del autobús que la empresa había
contratado para llevarnos aguantó pacientemente
nuestras bromas pesadas y serían las dos o tres de la
madrugada cuando empezamos nuestro recorrido por
los bares. Entre risas y bebidas, acepté dar, por
primera y última vez en mi vida, unas caladas al
porro que me ofreció Juan. El sabor me pareció muy
penetrante e incluso me mareé un poco, y fue al día
siguiente cuando al recordar vagamente todo lo ocu-
rrido, y con un espantoso dolor de cabeza, me acordé
de lo preocupada que había estado mi madre un par
de años antes después de escuchar un reportaje en la
radio sobre drogas y camellos.
―Ten cuidado, hijo, no te mezcles con esa gente,
que es muy peligroso.
Aquella misma noche, nos encontramos con la
hermana de Jandri. Qué mejor oportunidad para
presentármela, me dijo este.
Marta era una chica muy guapa, con unos precio-
sos ojos azules y un corte de pelo muy moderno. Es-
taba con un grupo de amigas que levantaron pasiones
entre mis compañeros.
―Esto es precisamente lo que necesitábamos para
que la noche fuese completa: chicas. ¡Al ataque! ―dijo
Jandri entre las risas y gritos de alegría de todos.
Luego siguió voceando porque la música estaba tan
alta y el alboroto tan grande que apenas había manera
de entendernos.
―A mí hace tiempo que me gusta una de las cha-
valas, pero no hay manera, dice que no se quiere liar
con los familiares de sus amigas. Encima Marta, la ca-
brita de ella, me dice que no insista, que Claudia se
merece algo más que un petardo como yo, pero a ver
si hoy cae.
Y después de decirle algo al oído a su hermana,
esta se me acercó y me dijo, también gritando:
―Jandri me ha hablado mucho de ti, creo que
quiere que nos liemos.
Fue tan directa que seguramente en otra ocasión
me habría quedado cortado, sin embargo esta vez no
pasó debido a los cubatas cuyo número había perdido
hacía un buen rato.
―Eres muy guapa, Marta, tu hermano tenía
razón.
―Gracias ―me contestó―, tú tampoco estás mal.
Nos quedamos hablando y me enteré de que es-
taba estudiando tercero de Empresariales. Creo que
ella también se había tomado una copa de más y des-
pués de media hora en la que no me acuerdo de todo
lo que estuvimos hablando y sin saber muy bien cómo
ocurrió, nos besamos. Al día siguiente, cuando me
desperté a la realidad, estaba convencido de que había
sido fruto del estado de embriaguez en el que nos
encontrábamos todos. Allí, en la barra, sentí que nada
existía alrededor y solo reaccioné cuando los chicos
empezaron a aplaudir y a ovacionar, como si de un
triunfo se tratara. Los más entusiasmados eran Jandri
y, para mi sorpresa, Andrei.
De repente sentí una vergüenza tremenda y deseé
que me tragara la tierra. Me espabilé bastante rápido
pero no supe cómo reaccionar cuando Marta me
abrazó sonriendo.
―Mi hermano tenía razón cuando decía que eras
tímido.
―No es eso, solo que…
Quise decirle que me sentía mal y que aquello no
debía haber ocurrido, que yo tenía una novia a la que
quería; pero no lo hice. En cambio cuando me pidió
que la acompañase a casa le contesté que me encon-
traba muy cansado y que, como había bebido dema-
siado, me iría.
Andrei se me juntó enseguida y en el cuarto de
hora que tardamos en llegar estuvimos hablando un
poco. Me sentía muy abochornado y mi compañero lo
debió de notar rápidamente:
―Bueno, Álex, tío, no te comas la cabeza, nadie es
de hierro. Si te ayuda, te confieso que a mí también
me pasó: fue en Valencia con una chica que conocí
una noche después de una cena de empresa, pero la
cosa no fue a más, porque aunque estaba muy
borracho, en un momento de lucidez me acordé de
Mara.
Lo último que necesitaba en aquellos momentos
era una confidencia de ese tipo; necesitaría tiempo
para asimilar lo ocurrido. Al día siguiente por la
mañana, o mejor dicho a mediodía, que fue cuando
nos levantamos los dos, Mara nos había preparado un
desayuno que nos ayudaría a recuperarnos un poco
de la resaca. Pensé que me explotaría la cabeza y me
tomé un par de aspirinas sin pensármelo. Andrei
estaba igual que yo, así que, cuando Mara empezó a
darnos un pequeño sermón, tardamos segundos en
volver cada uno a su habitación, dejándola sola y
seguramente algo irritada. Es obvio que a mí, más que
la jaqueca, me asustaba y agobiaba la confusión que
me estaba dominando. Por un lado intentaba
tranquilizarme diciéndome que no había sido para
tanto, un desliz sin importancia que no tenía por qué
tener repercusiones de ningún tipo. Pero por otra
parte no podía perdonármelo, había traicionado la
confianza de Anca, y se me mezclaban un montón de
cosas. Allí, en la intimidad de mi habitación, también
me venía a la cabeza Mara, que estaba al otro lado de
la pared, y todos los momentos en los que disfrutaba
tanto de su simple presencia. Y lo que más me dolía
era admitir que a mi novia la sentía cada vez más
lejos. No me lo podía creer: no podía tirar por la
borda, en tan solo tres meses, todos aquellos años de
felicidad a su lado. «¿Verdad?», me preguntaba a mí
mismo. Me di cuenta de que me estaban invadiendo
las dudas, hasta llegué a pensar que mi relación había
sido una especie de continuación de la vida tranquila
que siempre había llevado. No había tenido más no-
vias formales antes de ella, ni tampoco había buscado
otra cosa en ese sentido. Anca me había enamorado
con su forma de ser, tan ingenua y tranquila, y
siempre habíamos estado muy bien juntos. Todo
nuestro entorno nos veía como la pareja perfecta,
como dos personas que se complementaban y que
nunca discutían. ¿Por qué, entonces, me estaba
pasando esto? ¿Por qué me estaba gustando cada vez
más salir de fiesta? ¿Y por qué me estaba fijando en
otra chica que no fuese ella? Antes de mi llegada a
España en ningún momento había dudado de llevar
nuestra relación a distancia perfectamente. Con esta
lucha interior pasé toda la tarde en la cama sin poder
pegar ojo y la cabeza a punto de estallarme. Cuando
por fin decidí salir de la habitación, Mara estaba a
punto de ir a su cena de Navidad y la vi guapísima.
―Hoy es mi turno para pasármelo bien, pero yo
no volveré borracha ―dijo con un poco de ironía.
En ese preciso instante sonó mi móvil.
―Hola, Álex, soy Marta. Había pensado que po-
díamos tomar un café si te apetece. Como anoche te
fuiste tan de repente…
En un primer momento no supe qué contestar
pero enseguida pensé que lo mejor era verla y aclarar
la situación. No quería pasar por cobarde, y además
así estaría en paz conmigo mismo, si es que podía
conseguirlo.
―Vale, Marta. ¿Dónde quedamos?
No me di cuenta de que Mara me estaba mirando
con cara de sorpresa.
―¿Quién es Marta? ―me preguntó sin rodeos
cuando colgué y la pregunta me sonó a recelo.
―La hermana de un compañero de trabajo. Es
que…
No me dio tiempo a terminar la frase, que por
otro lado tampoco estaba muy seguro de cómo con-
cluir, porque nuevamente sonó mi móvil. Esta vez era
mi novia.
―Hola, cariño ―dije quizás de manera dema-
siado efusiva.
Mara salió.
―Álex, no me has llamado hoy, estuve esperando
todo el día.
―Perdona, Anca, ya sabes que anoche tuve la
cena de empresa y volvimos tarde.
―Estaba muy preocupada. Mañana me voy con
Roxana y sus amigos y quería hablar contigo.
Roxana era su nueva compañera de habitación, la
misma de la que me había dicho meses atrás que no le
gustaba mucho. Al final se habían hecho íntimas,
hasta el punto de que habían planeado pasar juntas
unos días en una cabaña en Valea Prahovei, una de las
zonas turísticas más emblemáticas de Rumanía. Irían
con la pandilla de su nueva amiga.
En octubre Anca me había contado que se veía
obligada a ir a estudiar a la biblioteca porque su
cuarto siempre estaba lleno de gente: Roxana recibía
visitas continuamente, y en ocho metros cuadrados o
estudiabas o estabas con los amigos. Pero en
noviembre dejó de quejarse y yo me alegré pensando
que ya se llevaban bien.
Andrei debía de seguir en su habitación así que
me duché tranquilamente, me arreglé y me preparé
para salir. Me había tocado comprarme algo de ropa,
puesto que de invierno no tenía casi nada. Un sábado
me acompañó Mara, que conocía bastantes tiendas
cerca de casa y encontramos varias prendas a buen
precio. No obstante, para más cosas esperaríamos a
las rebajas, me había dicho, que sería cuando podría-
mos buscar gangas.
Habíamos quedado en la Plaza Mayor, que estaba
repleta de gente porque, aparte de ser el centro,
habían montado una pista de hielo y unos carruseles
para niños. Hacía frío y entramos en una cafetería.
Con el chocolate caliente delante, me dispuse a
explicarle mi situación.
―Marta, yo…
―Ya sé, tienes novia. ―No me dejó terminar―.
Me lo dijo mi hermano.
―Eso es, llevamos juntos varios años y yo he
traído conmigo desde Rumanía unos sueños y planes
de futuro y ella está en todos. No quiero que te sientas
mal, pero no puedo actuar de otra manera.
―Pues qué pena, tío ―me contestó Marta con una
naturalidad que me sorprendió―. Qué pena, porque
me caes muy bien, incluso algo más que eso, pero no
te preocupes, no pasa nada, te agradezco tu
sinceridad. Otro chico en tu lugar probablemente se
habría aprovechado de la situación. ¡Me han pasado
tantas cosas!
Se me acababa de quitar un peso de encima. Pensé
que era una chica inteligente y comprensiva y además
ella sentenció la conversación:
―Pero seguro que podemos ser amigos, ¿verdad?
―Claro que sí.
―El que sí se va a llevar una decepción muy
grande será mi hermano, estaba empeñado en que te-
nía que conocerte. Eso sí, esta noche te puedes venir
con nosotros de fiesta.
―Muchas gracias, pero todavía no me he recupe-
rado de la juerga de anoche, quiero descansar.
«Lo que necesito en realidad», me dije a mí
mismo, «es aclararme un poco». Pese a haber hablado
con la hermana de Jandri sobre lo ocurrido la noche
anterior, fue la primera vez en todos aquellos meses
que temí por el recorrido que siempre había
considerado normal y lógico en mi vida. En el paseo
hasta casa intenté mentalizarme de que tenía que
olvidarme de todo lo que me estaba confundiendo
tanto e intentar actuar como si nada hubiese pasado.
Sin embargo lo tenía muy difícil, pues me dominaban
mil pensamientos y sensaciones a la vez.
Cuando llegué a casa, Andrei estaba a punto de
salir. Le conté rápidamente mi conversación con
Marta y este sonrió.
―Te dije que no te comieras tanto la cabeza. Yo
me voy, he quedado con Miguel y Roberto, te puedes
apuntar si quieres. Mara está de cena, y ya ves qué
pronto se acostumbra uno a lo bueno. En Rumanía ni
nos planteábamos salir de fiesta sin la novia, pero
aquí esto es muy normal así que no vamos a ser me-
nos.
Rechacé su invitación y me quedé pensando en
mis cosas. Dudaba de si lo bueno del que hablaba
Andrei era tan bueno; es decir, no veía mal que una
pareja saliese por separado, pero quizás tampoco
fuera muy productivo en una relación. Y si no, mira lo
que me había pasado a mí. En ese contexto filosofal
permanecí el resto de la noche hasta que decidí ver
una película y cuando, pasada media hora, me di
cuenta de que no me estaba enterando de nada, me fui
a la cama.

El domingo por la mañana me desperté un poco más


despejado, tanto física como anímicamente. Y aunque
eran las once de la mañana y Mara había estado de
cena la noche anterior, la encontré montando el árbol
de Navidad en el salón. Después de unos segundos de
incómodo silencio, le pregunté:
―¿Quieres que te eche una mano?
―Da igual ―me contestó en un tono bastante
neutro.
―¿Andrei no se ha levantado?
―No, anoche continuó la fiesta del viernes y re-
gresó a casa casi una hora más tarde que yo. Ya ves
qué plan, a mí me habría encantado que comprásemos
el árbol y los adornos los tres juntos, pero ¡quién
contaría con vosotros ayer! Aunque claro, tú eres libre
de hacer lo que quieras.
Pronunció esta última frase en un tono distinto
que, aparte de no gustarme nada, me hizo sentir cul-
pable. Y en aquellos momentos no me atrevía a definir
bien el porqué de ese sentimiento.
Estuvimos colocando las bolas escarchadas sin de-
cirnos nada más. Cuando Andrei hizo su aparición,
con cara de sueño y cansancio todavía, ella siguió
igual de distante. Y aunque se le pasó el disgusto en
unos días, noté que su comportamiento conmigo ya
no era el mismo. A mí en ningún momento me
preguntó nada, pero Andrei me comentó un día:
―¡Qué dura de roer es esta chica! Dice que, más
que el hecho de pasarme el fin de semana entero de
juerga, le duele que cada vez haga menos cosas con
ella. No sé si le pasa algo, porque nunca le ha impor-
tado lo distintos que somos; todo lo contrario, siempre
hemos coincidido los dos que en nuestro caso sí que
es verdad que los polos opuestos se atraen. Fíjate, creo
que se ha enfadado contigo también, me preguntó
quién era una tal Marta con la que estuviste hablando
por teléfono.
Creo que me cambió la cara cuando escuché esto.
―Y tú… ―balbuceé.
―No te preocupes, no le dije nada, esto se que-
dará entre nosotros. Aun así me contestó que a ver si
se te estaba empezando a olvidar que tienes novia.
No me lo podía creer, porque en una situación
normal me esperaba que Mara se dirigiese a mí
directamente, y su cambio de actitud me volvía más
confuso todavía.

Dos días antes de Navidad mis compañeros de piso


viajaron a Valencia a pasar esas fechas con los tíos de
Mara. Ion me llamó para decirme que me fuera con
ellos, que me podía quedar en su casa, pero no lo hice,
creyendo que la soledad me vendría bien. Sin
embargo me arrepentí en el último momento porque
me estaba empezando a asustar la idea de no tener a
nadie a mi lado durante esos días.
A mis padres no me atreví a decirles nada, porque
sabía que mi madre se pondría histérica y que pasaría
las Navidades más amargas de su vida si se enteraba
de que su hijo estaría solo.
―¿Qué vas a hacer, Álex? ―me había preguntado
Anca por teléfono, cuando se lo comenté―. Cariño,
qué ganas de tenerte aquí, conmigo.
No supe por qué, pero por un instante su tono de
voz me recordó a Irina. Mi novia siempre había sido
una chica muy cariñosa, aunque también bastante tí-
mida. Durante las últimas semanas había percibido un
pequeño cambio en ella, en su voz y su manera de ha-
blarme, pero pensé que serían imaginaciones mías o
que, si era cierto, seguramente lo haría por armarse de
valor y fuerza para superar la distancia que nos sepa-
raba. Y en realidad me di cuenta de que tampoco le
había dado mucha importancia al tema.
―Yo también, Anca, yo también. Me encantaría
que estuvieses aquí, conmigo. Pero no te preocupes, lo
peor ha pasado, estos meses volarán, ya verás.
Además tú estarás en la recta final en la facultad.
―Es verdad, a ver si me pongo en serio con el
proyecto, porque hasta ahora no he hecho mucho.
Siempre había sido una chica muy aplicada. «Se-
guro que está exagerando», pensé.
―¿Qué tal tus mini vacaciones en la montaña?
¿Qué tal Roxana y sus amigos? ―le pregunté.
―Bien, aunque preferiría no haber ido, podía ha-
ber aprovechado esos días para estudiar ―contestó.
―No digas eso, anda, seguro que lo necesitabas.
―Pues yo no diría eso, pero bueno, no estuvo mal
―concluyó.
Unos días antes les había mandado un paquete a
mis padres. Aprovechando que Mara y Andrei iban a
Madrid a enviar uno, puesto que entonces las furgo-
netas de transporte de paquetería no tenían servicio
desde Valladolid, se me ocurrió que podía comprarles
un regalo de Navidad. Poca cosa: una botella de Ri-
bera, otra de sidra y una cajetilla de puritos para mi
padre, un pañuelo a mi madre y un bolso para mi
hermana, junto con varias conservas de mejillones,
pulpo y boquerones. Preparé otro paquete casi idén-
tico para Anca y su familia, deseando compartir con
todos ellos una pequeña parte de lo que yo estaba vi-
viendo y de todo lo nuevo que había conocido. Aun-
que no acerté más que en el gesto, porque mi padre
me confesaría que no les habían gustado aquellos
manjares.
―A tu madre ni siquiera la pudimos convencer
para que lo probase ―me confesó en un momento en
el que ella no le podía oír―. Y yo también prefiero un
buen plato de sopa de callos.
El padre de mi novia había exclamado sorpren-
dido:
―¡Sabía yo que este chico no me decepcionaría!
Esta frase tocó directamente mi parte más sensi-
ble, llegando además justamente en esos momentos
tan difíciles y confusos que estaba atravesando. Por
otro lado también me ayudó a intentar fortalecer mi
decisión, que no era otra que hacer todo lo posible por
no defraudar a nadie.
Cuando Jandri me dijo que su familia y él me invi-
taban a cenar a su casa en Nochebuena me puse muy
contento. En mi casa la víspera de Navidad nunca ha-
bía tenido el mismo papel que en España: era especial
porque al día siguiente se celebraba el nacimiento de
Jesús, pero la cena era una cualquiera a pesar de los
aromas que invadían cada rincón, debido a que mi
abuela respetaba concienzudamente el Adviento, cua-
renta días en los cuales no comía nada que procediese
o contuviese algún producto animal: carne, huevos,
leche o queso. Se pasaba dos días cocinando los riquí-
simos platos típicos, la gran mayoría a base de carne
de cerdo, de la matanza que hacíamos todos los años,
y que no nos dejaba probar hasta el veinticinco de di-
ciembre después de volver de misa. También nos en-
viaba a que nos confesásemos y todos los amigos so-
líamos ir juntos a la iglesia con un huevo de gallina en
la mano que le dejaríamos al cura como paga por ha-
bernos perdonado los grandes pecados infantiles.
Pero como niños que éramos y con mi abuelo como
cómplice, pellizcábamos los cozonaci39 a escondidas, y
mi abuela decía riéndose:
―Mitică, tienes que echar otra vez veneno en las
trampas porque hay ratones por aquí.
El día de Navidad la mesa se quedaba puesta el
día entero y la puerta abierta para todo aquel que
quisiera visitarnos. Y durante la tarde había un vaivén
impresionante de gente. Mi abuelo rellenaba
continuamente las dos botellas, una de vino y otra de
orujo de fabricación casera, de los que se sentía muy
orgulloso.
Nunca me había gustado el aguardiente pero
aquellos días eché de menos su olor. Ni siquiera pensé
mucho en si la situación sería incómoda por volver a
coincidir con Marta y entrometerme en un ámbito tan
íntimo suyo.
Por cortesía y por querer dar a conocer una pe-
queña parte de lo que yo era y soy, quise llevar un
plato típico de Rumanía. El problema es que tampoco
me veía con tantas posibilidades de éxito gastronó-
mico, así que con la ayuda de un libro de cocina de
Mara, preparé con gran ilusión unos huevos rellenos.
Menos mal que se me había ocurrido comprar unos
pasteles y una botella de vino porque resultó que para
nada era typically Romanian40 y que en España también
se hacían, igual que la ensaladilla y los filetes rusos,

39 Bizcocho tradicional de Rumanía, típico en festividades como Navi-


dad, Año Nuevo y Pascua.
40 Típicamente rumanos (ingl.).
con la única diferencia de que en mi país se llaman de
otra manera.
Los padres de Jandri eran dos personas
encantadoras y me recibieron con mucho cariño, in-
tentando ofrecerme el calor familiar que, suponían
bien, echaba en falta esos días. Marta, a la que no ha-
bía vuelto a ver desde aquel sábado, me dio dos besos
y noté que intentaba hacer que me sintiese bien. Los
acompañaba la abuela paterna, una señora de unos
ochenta años que iba en silla de ruedas, pero cuyo
espíritu tremendamente vivo me encantó.
Antes de sentarnos a la mesa, abrimos los regalos:
había para todo el mundo, hasta para mí y me quedé
muy sorprendido por el gesto.
―Mi madre nos ha comprado la misma camisa,
así que dime cuándo te la vayas a poner para no coin-
cidir, ¿vale? ―me dijo Jandri.
―¡Qué detalle! ―contesté y les di emocionado las
gracias.
La cena me gustó mucho. En algún momento me
acordé de las sarmale que preparaba mi madre y del
vino joven cocido con azúcar y canela, que nos calen-
taba el cuerpo y el alma en Rumanía, pero el marisco
y el lechazo junto con el ambiente festivo compensó
con éxito todo lo que añoraba.
―Pues qué pena que por culpa de cuatro impre-
sentables los rumanos tengáis la fama que tenéis
―dijo el padre de mi amigo cuando nos estábamos to-
mando un chupito de hierbas.
―Papá ―le amonestó su hija.
―No te preocupes, tiene razón.
―A qué sí, hijo. Creo que a vosotros también os
da coraje, porque mira lo duro que curráis muchos de
vosotros, y además gente como tú, con sus estudios y
su carrera, que vino a buscarse la vida y trabaja
honestamente en lo que sea para salir adelante. ¿O no?
―Claro que sí.
―Después de la cena nos vamos de cotillón
―cambió Marta repentinamente de conversación.
Los notaba tensos tanto a ella como a Jandri con el
tema, creo que temían que me sintiese mal, pero no
fue así. Su familia se había portado maravillosamente
conmigo y su padre tampoco estaba diciendo ninguna
barbaridad. Les seguí sin embargo la corriente.
―¿Cotillón? ¿Eso qué es?
Era la primera vez que oía esa palabra y me lo ex-
plicaron detenidamente. La idea, aparte de gustarme
como plan en sí para esa noche, me pareció extraña.
En Rumanía era impensable, por aquel entonces, irse
de fiesta con los amigos un día que se tenía que pasar
con la familia. Igual de rara se me hizo la costumbre
de jugar a las cartas el resto de la noche mientras se
daba buena cuenta de los turrones, mazapanes,
polvorones, nueces y frutos secos que se sirvieron de
postre.
―En España, hijo ―me dijo Fermín justo antes de
irnos―, los padres tenemos asumido el cotillón como
también tenemos asumido que cada dos por tres se
apunten al botellón. El primero lleva más tiempo en
nuestras vidas, pero esto último se lo inventaron los
chicos hace nada. También tienen razón, no te digo
que no, porque la vida está muy cara para todo el
mundo, pero a mí no me gusta nada cómo están las
calles o los parques al día siguiente, llenos de basura.
―Venga, papá, déjate de sermones, que es Noche-
buena ―le interrumpió Jandri sonriendo.
Me gustó que nos diéramos besos antes de irnos:
así se acentuaba todavía más el espíritu familiar.
―Tus padres son gente humilde ―dije cuando ya
estábamos en la calle―, como los míos.
―Sí, han sido unos currantes toda la vida. Aquí la
oveja negra soy yo, que no quise seguir estudiando.
La discoteca a la que acudimos estaba preparada
para la ocasión: aparte del árbol y los Papás Noel, la
habían adornado con cientos de globos y guirlandas
de colores. El ticket lo sacamos en la barra, nos costó
unas tres mil pesetas por cabeza y teníamos derecho a
varias copas. Estaban allí las amigas de Marta y la
pandilla de Jandri, todos amigos de siempre. Lo
pasamos muy bien, bailando y charlando
animadamente hasta las seis de la mañana. Mi amigo
no me había dicho nada respecto a su hermana hasta
entonces, pero aquella noche, con unas copas de más,
lo hizo:
―Pues mucho tendrás que querer a tu novia y
muy especial será vuestra relación para que no vivas
el presente.
Como yo no le contesté, lo dejó allí.

Dormí hasta mediodía y me fui a casa de Costel, que


también me había invitado unos días antes a comer
con él el día de Navidad. El pequeño piso donde
vivía, un ático con muy poca luz, estaba abarrotado,
no cabía ni un solo alfiler: unos primos de Crina que
habían venido de Madrid, una tía de Marius y varios
amigos.
―Yo no tengo familia ni amigos aquí, excepto a ti
―me dijo.
Era un chico bastante solitario pero no porque no
fuese sociable, sino por ciertos aspectos de su manera
de ser. Creo que su visión sobre las cosas en general
no tenía buena acogida entre la gente que conocía.
Simplemente era diferente, quizás sus metas fuesen
distintas, pero era buena persona. Aunque
monopolizara la conversación, como siempre.
La comida fue muy parecida a lo que yo estaba
acostumbrado en Rumanía y disfruté de los platos
típicos preparados por Crina y la tía de Marius. Los
chicos bebieron muchísimo y me fui enterando,
cuando Costel paraba de hablarme, a ratos, de histo-
rias que guardaban bastantes similitudes entre ellas.
Las preguntas que todavía escucho cuando conozco
gente nueva eran las mismas: «¿De dónde eres?» (por
la zona o el sitio concreto del país) «¿Cuánto tiempo
llevas aquí?» «¿Dónde trabajas?» «¿Cuánto ganas?»
El tema del sueldo no es tabú en mi país y los ru-
manos que vivimos en España no hacemos una ex-
cepción en eso, todo lo contrario:, hablar de lo que
uno gana es punto de partida de muchas
conversaciones.
Lo que menos me gustó de la comida fue la mú-
sica que, por cierto, estuvo bastante alta en todo mo-
mento, al más puro estilo rumano. Esas canciones que
nunca se habían encontrado en mi lista de prefe-
rencias pertenecen a un género que nació a principios
de los noventa como consecuencia de la apertura de
las fronteras rumanas. Una especie de fusión entre
música romaní y ritmos orientales. El primer año de
democracia hubo mucha gente con iniciativa, que
quería aprovechar las circunstancias para ganarse un
dinero extra, y es así como iban a Hungría o sobre
todo a Turquía, consistiendo el negocio en llevar cosas
que se pudiesen vender bien allí y al revés, traer
mercancías que tuviesen buena aceptación en el
mercado rumano. Mi padre mismo aprovechó un par
de viajes que le tocó hacer como conductor, para hacer
limpieza en todos los muebles donde mi madre
guardaba decenas de figuras de porcelana. Con el
dinero que consiguió vendiéndolas nos trajo, entre
otras cosas, nuestro primer champú que olía
maravillosamente bien, nuestros primeros vaqueros,
de los que mi hermana y yo estábamos tan orgullosos,
y plátanos. Con doce años fue la primera vez que
probé esta fruta, por extraño que parezca. Mientras mi
padre hizo el negocio en situaciones determinadas,
había miles de personas que se dedicaban a traer ropa
en grandes cantidades de Turquía para
posteriormente comercializarla en Rumanía. Creo que
aquello asentó la base de las importaciones y
exportaciones a nivel de pequeñas sociedades
privadas.
También hubo migraciones en masa de chicas ru-
manas que iban al país musulmán a ejercer la profe-
sión más antigua del mundo, mientras que nuestro
país se llenó de pequeños y medianos empresarios
turcos. Los estigmas no tardaron en aparecer: a todas
las rumanas se las consideraba putas en Turquía, sin
excepción, mientras que los turcos tenían imagen de
aprovechados y de poco fiar en Rumanía. Todavía
recuerdo el día en que, yendo al festival de las
avellanas de Akçakoca41, los funcionarios turcos nos
tuvieron parados en la aduana durante varias horas
porque al haber muchas chicas en el grupo dudaban
del verdadero propósito de nuestro viaje. Es ridículo,
sin embargo hasta que no sacamos varios instrumen-
tos musicales y trajes regionales del maletero no nos
dejaron entrar en el país.
Todo eso influyó mucho en lo que el pueblo ru-
mano experimentaba en aquella época, hasta en la
música. Quizás no habría estado tan mal si no hubiese
sido por la aparición de cientos de nuevos cantantes y
grupos que empezaron a dedicarse a ello, por los rit-
mos que siempre eran los mismos y por las rimas fá-
ciles y muchas veces esperpénticas y repetitivas. Lo
cierto es que este estilo sigue estando muy de moda
en Rumanía y ahora, con la inmigración, también
fuera de las fronteras del país.
«Qué diferencia», pensé, «entre las dos maneras
de celebrar lo mismo». Y no me refería a la vajilla o a
la cubertería, que la noche anterior estaba impecable,
mientras que en casa de Costel cada plato o tenedor
eran de un padre y una madre diferentes. Eso era lo

41Ciudad turca situada en el distrito de Düzce, a orillas del Mar Negro y


a unos 200 km al este de Estambul.
de menos, y muy normal y lógico de hecho. En lo que
yo estaba pensando era en lo tranquila y familiar que
había sido la cena de Nochebuena, y lo ruidosa y
pintoresca que era la comida de Navidad.
Les agradecí a mis anfitriones su hospitalidad y
de camino a casa me paré en una cabina para llamar a
Anca y a mis padres. Debido a una sobrecarga en la
red, debí de estar allí alrededor de una hora allí por lo
que, como hacía bastante frío, me cogí un ligero cons-
tipado. Mi madre empezó a llorar nada más ponerse
al teléfono.
―Hijo, ¡te echamos tanto de menos!
―Tranquilo, Álex ―me dijo mi padre cuando le
llegó el turno―, está un poco preocupada, nada más.
Todo el día no ha hecho más que preguntarse qué ha-
brás comido o si te habrás encontrado solo.… Pero es
normal, son las primeras fechas importantes que no
pasas con nosotros.
Noté que él también se estaba emocionando, así
que le pedí que me pasase a mi hermana.
―Jo, tío, mira que discutíamos veces, pero sí que
se te echa de menos, ¿eh? Pero bueno, lo importante
es que estés bien.
―Vosotros también me faltáis, Diana, pero ya
queda menos para que llegue el verano.
―Venga, ¡Feliz Navidad, hermanito!
Cuando llamé a casa de Anca, me cogió el telé-
fono su padre, que se mostró muy contento de poder
hablar un poco conmigo.
―Nos ha contado mi hija que ahora estás muy
bien, que tienes trabajo estable y la cosa va poco a
poco. Que sepas que nosotros confiamos en ti y te
apoyamos en la distancia, eres un valiente.
Esas palabras repercutieron en mí de la misma
manera que lo había hecho días antes la frase que mi
suegro pronunció al recibir los regalos. Seguía
bastante confuso pero hacía muchos esfuerzos por
poder aclararme las ideas y poner en orden mis
sentimientos y pensamientos.

Al día siguiente regresaron mis compañeros de piso,


parecían contentos y felices y eso me tranquilizó en
cierta medida. «Lo tendría más fácil», pensé.
Mara, que parecía que aquellos cuatro días la ha-
bían cambiado, estaba alegre y con ganas de hablar,
como siempre. Me contó que sus tíos se encontraban
bien, que habían visto a Irina, Ion y Mihai, y que en
Valencia hacía menos frío. En cuanto a Andrei, tam-
bién me confesó que habían podido hablar un poco
sobre ellos, sobre su relación, y que habían concluido
que no pasaban por su mejor momento y que
pondrían los dos de su parte para que todo volviera a
ser como antes.
―Hemos hecho una especie de pacto, y aunque
cada uno tengamos nuestra vida y nuestras cosas, in-
tentaremos hacer juntos un par de cosas a la semana
fuera de casa. Hasta me ha convencido para ir a jugar
al pádel ese, no te digo más.
Como hasta entonces era yo quien acompañaba a
Mara los sábados por la mañana, siguió:
―Podemos jugar los tres, ¿eh? Aunque suene a
peli de mayores ―terminó sonriendo.
―Por mí no te preocupes, Andrei, haré otra cosa.
Somos tres para demasiadas cosas y algunas veces
pienso que igual me debería buscar otra casa para vi-
vir, que sois una pareja y necesitáis más intimidad.
Estaba mintiendo, ni yo sé cómo me salió aquello
porque nunca había pensado en irme, o al menos no
de momento.
―Bueno, bueno, que no es eso, tío. Sabes perfecta-
mente que nos viene bien compartir gastos. Además
nos llevamos bien, en unos meses traerás a tu novia y
seremos cuatro. Ya veremos qué pasa más adelante,
pero ni se te ocurra buscarte otro sitio, a no ser, por
supuesto, que ya no estés a gusto con nosotros.
Allí quedó la conversación.

En Nochevieja cenamos los tres en casa. Costel me ha-


bía dicho que organizarían otra fiesta a la que estába-
mos invitados, pero teníamos otro plan, y así fue:
poco antes de medianoche nos dirigimos a la Plaza
Mayor a celebrar el cambio de año con varios amigos
y compañeros, tanto de Mara como de Andrei y míos,
y con el resto de la multitud que allí se reunió. Nunca
antes lo había hecho y la experiencia de compartir
unos momentos especiales hasta con gente que no
conoces de nada me gustó. Llevamos champán y los
vasos de plástico me recordaron mi época de
estudiante. Formamos un grupo bastante grande:
aparte de Miguel y Roberto, estaban Juan con su
novia, Jandri, Irene, Ruth e Inés, compañeras de Mara,
dos chicos amigos de estas últimas, Ángel y Pablo,
más otros conocidos que se nos juntaron poco a poco.
Todos saludaban o se paraban a hablar con alguien
cada dos por tres y eso, aparte de gustarme, me hizo
echar un poco de menos el ambiente de mi ciudad. En
Piteşti a mí también me habría pasado lo mismo.
A Mara la vi muy bien con sus amigas, muy inte-
grada en el grupo, y noté que había mucha complici-
dad entre las cuatro. Irene era profesora de ciencias,
Ruth maestra e Inés daba clases de geografía e histo-
ria. En cuanto a los chicos, Ángel trabajaba en una
multinacional, de responsable comercial, y Pablo en
una consultoría. Mara les debía de conocer bastante
bien, porque se la veía muy cómoda conversando con
ellos.
Lo que más me gustó fueron las campanadas y las
uvas que todo el mundo había llevado cuidadosa-
mente en táperes o latas. Me habían explicado la cos-
tumbre pero me encantó poder vivirlo en primera
persona. Puse toda mi concentración en comérmelas a
tiempo, aunque fue inevitable que alguno que otro se
atragantara y las risas contagiaron a todo el mundo.
Juan le estaba echando la bronca a su novia por haber
elegido bayas tan grandes.
―Así es imposible, imposible ―repetía entre car-
cajadas.
Después fuimos a una de las muchas discotecas
que organizaban cotillones y descubrí una faceta de
Mara que desconocía hasta aquel momento: bailaba
muy bien. Al advertir que me había quedado mirán-
dola durante un buen rato, pese a mis esfuerzos por
disimular un poco, me comentó que seguro que en al-
guna de sus vidas anteriores, si las tenemos, había
sido bailarina profesional y que incluso consideraba
que por no haber dedicado más tiempo a su afición,
esto se había vuelto un sueño frustrado.
Con su novio bailó un poco, pero él abandonó
enseguida y me invitó a una copa junto con los demás
chicos. Fue entonces cuando vi a Marta bailando con
Pablo. No me impactó el hecho en sí, sino la manera
en la que lo hacían, con una compenetración perfecta,
como si hubiesen ensayado toda la vida cada movi-
miento que realizaban. No recuerdo muy bien si era
una rumba o una bachata, y mientras Andrei conver-
saba muy concentrado con Roberto, el resto de amigos
aplaudía y ovacionaba a la pareja que acaparaba todas
las miradas. Era imposible no mirarlos boquiabiertos,
porque por un momento pensé que Mara me había
mentido y que sí había ido a clases de baile durante
toda su vida.
Cuando acabó la canción se dieron un abrazo y se
dijeron algo al oído. Seguidamente, la chica se acercó
y le dio un beso a su novio, que allí seguía, con su
copa y su acalorada charla. Y luego se dirigió hacia
mí:
―A Pablo se le da muy bien y la verdad es que
nos entendemos bastante aunque solo hayamos
bailado un par de veces antes. Mis compañeras dicen
que deberíamos apuntarnos a clases, que lo pa-
saríamos bien, y quizás lo hagamos cuando pasen las
fiestas.
No entendí si se refería a ir con Pablo o con sus
amigas, pero por supuesto que no pregunté.
―Claro, ¿por qué no? ―le contesté―. Lo haces
muy bien, Mara, sería una pena no dedicarle más
tiempo si te gusta tanto.
―La verdad es que bailando siempre he experi-
mentado cosas muy bonitas. Es como si todo lo demás
dejase de existir por unos instantes. El juego de luces
que giran alrededor, la impresión de estar casi vo-
lando,todo eso me encanta. La pena es que a Andrei
no le llame mucho la atención.
―Sí, una pena.
Por más que quisiera no fui capaz de añadir algo
más, como tampoco me atreví a invitarla a bailar pese
a que tenía muchas ganas.
Bastantes de los que habíamos estado juntos allí
nos volvimos a juntar la noche de Reyes para ir a la
Cabalgata, que también me gustó muchísimo. Lo viví
todo con la misma ilusión de los niños allí presentes,
que daban gritos de alegría cuando Sus Majestades
tiraban caramelos.
―El año que viene, cuando tengamos un grupo
de amigos más asentado, tenemos que hacer el amigo
invisible. Me lo han explicado mis amigas y es un
juego muy divertido ―nos dijo Mara aquella noche,
contándonos en qué consistía.
Después de las fiestas empezaron las rebajas, que
en mi país por aquel entonces no existían. Las aprove-
ché bien para ampliar el vestuario y fue bastante di-
vertido. La primera vez que salí de compras fui con
mis compañeros de piso, y Andrei y yo acabamos un
poco cansados de recorrer tantas tiendas en tan poco
tiempo. Mara dijo que se centraría en nosotros pero
no cumplió del todo su palabra y, pacientemente,
tuvimos que hacer cola delante de varios probadores
femeninos. Por supuesto que volvió a casa con más
bolsas que nosotros.
La segunda vez me acompañaron Jandri y Juan y
fue más divertido aún. Quedamos a desayunar a las
diez de la mañana en una cafetería muy céntrica. Ya
había probado los churros con chocolate y las tostadas
con aceite de oliva, así que después de coger fuerzas
nos dispusimos a cumplir el plan que habíamos tra-
zado y las casi tres horas que estuvimos recorriendo
las tiendas de la calle Mantería y la calle Santiago
fueron bastante amenas. Yo, cuando tenía que
comprarme algo de ropa en la facultad, solía ir con mi
compañero Paul. Como además los chicos por norma
general somos bastante más simples para estas cosas,
nunca tardaba mucho en decidirme. Pero con mis dos
amigos españoles fue diferente, pues su manera de
vestir era, a pesar de tener la misma edad que yo,
bastante más moderna que la mía. Ya no tanto en el
corte de la ropa, que también; al fin y al cabo ellos
también usaban vaqueros aunque puede que los míos
fuesen algo más clásicos. Se trataba más bien del
colorido. Mis camisetas eran en su gran mayoría de
tonos neutros, mientras que a Jandri le encantaban el
rojo vivo, el azul o el amarillo y Juan se decantaba
mucho por los estampados: rayas, flores, dibujos de
todo tipo. Obviamente se esforzaron en influir en mis
compras.
―Bastante frío tenemos aquí en Castilla como
para también vestir de manera fría. Además, solo tie-
nes veinticuatro años, tío, si no pones ahora algo de
color en tu vida, ¿cuándo lo harás, con setenta años?
Pasados unos días estuve reflexionando sobre
todo aquello. Siempre me había encontrado cómodo
con mi manera de vestir, sencilla y nada llamativa,
pero también saqué una conclusión en la que nunca
antes había pensado: de repente me di cuenta de que
no destacaba en nada en Rumanía en cuanto al as-
pecto exterior porque el noventa por ciento de la po-
blación iba vestida igual que yo durante aquellos
años. Gris, marrón y negro eran los colores predomi-
nantes en la calle, y pensé que tenía su explicación:
por un lado, podía ser la expresión exterior del estado
anímico de la gente, resultado de unas mentalidades y
una forma de vivir todavía muy arraigadas en tiem-
pos pasados; y por otra parte y quizás con más fuerza
estaba el motivo económico, es decir, que la mayoría
de la gente, por razones obvias, se compraba unas
botas, por ejemplo, cuando se le rompían las que te-
nía. Y tanto estas como el abrigo o el bolso tenían que
ser negras o marrones, o generalmente un color os-
curo, porque iban con todo. La mezcla de ambos ar-
gumentos tenía como resultado mi manera de vestir,
pues ni siquiera los jóvenes nos librábamos de esto.
Y aunque me costó bastante cambiar el chip en
este sentido, recuerdo perfectamente que una de mis
adquisiciones de aquel día fue una camisa de rayas de
todos los colores que mis amigos me obligaron a po-
nerme para finalizar el día y con la que, me asegura-
ron, tendría mucho éxito.
Aparte del lado práctico de la mañana de rebajas,
mis amigos iban decididos a pasarlo bien, por lo que
eligieron varias veces tiendas unisex o mixtas donde
las chicas se volvían locas probándose montones de
prendas. Una vez acabada la sesión de compras, que
por otro lado tampoco resultó exageradamente pro-
ductiva, nos sentamos en un bar a tomar el vermú,
que junto con las respectivas tapas, nos supo a gloria.
Luego fuimos a una sauna, era la primera vez en mi
vida que iba a una, y la experiencia me gustó tanto
que me propuse volver en cuanto tuviese la oportuni-
dad. Aquel día mis amigos y yo solo nos separamos
para ir a casa a dejar las cosas, a cenar algo, ducharnos
y cambiarnos de ropa, y nos fuimos de fiesta de nuevo
hasta las tantas de la madrugada. Salir con ellos dos o
tres veces al mes se volvió prácticamente una
costumbre.
También lo hacían Mara y Andrei, pero casi siem-
pre por separado. Durante varias semanas respetaron
sus propósitos de cenar juntos fuera de casa los vier-
nes, aunque contrariamente luego cada uno quedase
con sus amigos para tomar algo. Los sábados también
iban a jugar al pádel, pero creo que lo hicieron muy
pocas veces porque Andrei manifestó su deseo de des-
cansar más después de una noche de fiesta. Fue una
época de bastantes juergas y diversión para todos.
A mis padres y a Anca los seguía llamando todos
los sábados. Mi madre me seguía preguntando las
mismas cosas: si comía bien, si me abrigaba para no
pasar frío o si me cansaba mucho en el trabajo. Con mi
padre las conversaciones eran bastante más cortas,
mientras que con mi hermana solo hablaba los fines
de semana que iba al pueblo. En cuanto a Anca, creo
que cada vez nos contábamos menos cosas. Ella me
daba algún detalle sobre cómo iba su proyecto de fin
de carrera, me decía que su familia estaba bien,
mientras que yo poco podía contarle sobre mi trabajo,
porque no tenía nada interesante excepto la amistad
que había entablado con Jandri y Juan y que se fue
afianzando cada vez más, sobre todo con el primero.
También le contaba mis salidas nocturnas y al
principio me extrañó un poco que se lo tomara con
tanta naturalidad, pero yo ya estaba acostumbrado a
la filosofía y mentalidad de los jóvenes españoles y
rápidamente dejé de darle vueltas al tema. Sin
embargo necesitaba hablar con ellos, aunque solo
fuera por escuchar las mismas cosas; supongo que era
una especie de puente hacía mi identidad. Algunas
veces me parecía que había pasado una eternidad
desde mi salida de Rumanía y veía todo mi pasado
con recuerdos lejanos. Eso me asustaba y es cuando
iba corriendo a buscar una cabina telefónica.
Mi proceso de adaptación e integración en la so-
ciedad española se había desarrollado demasiado rá-
pido y, pasados unos seis meses desde mi llegada a la
Península, empecé a sentir la imperiosa necesidad de
ir a reencontrarme con los míos. Siempre los había
echado de menos, pero con tantos acontecimientos
juntos y cosas nuevas por descubrir, y posteriormente
gracias al empeño de ganar y ahorrar dinero, en cierta
medida había conseguido mantener oculto el senti-
miento de añoranza que en realidad nunca me había
abandonado. Empecé a creer con todas mis fuerzas
que me hacía falta irme al menos unos días, quizás
para reafirmarme como persona, aunque creo que,
pensándolo mejor, estaba tan confundido con respecto
a mis sentimientos que necesitaba comprobar si mi
pasado seguía allí, y confirmarme a mí mismo que
mis metas eran las mismas que hacía unos meses.
Todo esto se acrecentó cuando hablé con Paul por te-
léfono:
―Aquí hay cosas que han cambiado, Álex. Ya las
conocerás cuando vengas.
No me dijo más y aunque en el momento pensé
que se refería a la situación del país en general, aque-
lla noche no pude dejar de darle vueltas al tema. ¿Qué
nos estaba pasando? ¿En solo seis meses se podían
desvanecer sueños e ilusiones de varios años? Du-
rante un par de semanas no pude pensar en otra cosa
y sentí temor a fracasar en el intento de alcanzar mis
retos. Por lo tanto la decisión estaba casi tomada: tenía
que viajar a Rumanía por lo menos durante unos días.
A Mara pareció importarle puesto que se interesó por
las fechas de mi viaje. Sería en Semana Santa, junto
con Ion e Irina, en el mismo Audi negro con el que mi
amigo había ido el verano anterior. Una de las veces
que le había comentado por teléfono que quería irme
unos días a casa, me dijo que él también lo estaba pla-
neando por unas razones muy importantes, que ya me
contaría. Así que después de mirar el tema de las
vacaciones en el trabajo y de estar en contacto perma-
nente por teléfono con él, decidimos que la mejor
época para ir sería antes de Pascua, ya que así po-
dríamos aprovechar los días libres que tendríamos el
Jueves y Viernes Santo. Ese año caía a finales de
marzo y al menos mes y medio antes el viaje ya estaba
organizado.

La siguiente gran fiesta de la que me acuerdo perfec-


tamente fue el fin de semana en el que se celebraban
los Carnavales. En mi país solo los conocíamos por la
televisión y no mucho: Venecia, Río de Janeiro y Te-
nerife siempre habían sido para nosotros lugares leja-
nos e inalcanzables en estas fechas, así que cuando
Mara sugirió un día que podíamos disfrazarnos, la
idea me sorprendió a la vez que me gustó. Las pocas
veces que lo había hecho, de pequeño, fue en obras de
teatro dirigidas por algún profesor del colegio, y siem-
pre aprovechando ropa vieja que nuestras madres sa-
caban del fondo del armario y adaptaban como
podían para el evento. Y aunque Valladolid no es un
lugar con mucha tradición carnavalesca, me encantó
conocer una tienda especializada que aquel día, en
vísperas de celebración, estaba repleta de gente. En
esos momentos sentí que España era un lugar donde
podía hacer muchas más cosas que en Rumanía, y me
sentí más libre, más joven todavía si cabe. Por
supuesto que no dudé ni un momento y me compré el
mismo disfraz, que todavía conservo, que mis amigos
y compañeros de trabajo. Me habían comentado que
en las peñas se solían caracterizar todos del mismo
personaje y después de media hora de deliberaciones
elegimos ir de chicos de los años veinte, con chaqueta
de rayas y un bote de gomina en el pelo, bigote fino y
bastón como accesorio. Había mucha variedad de
trajes para todos los gustos y bolsillos, y recuerdo que
una de las cosas que pensé nada más comprobarlo fue
que en mi país la gente no podría permitirse
comprarlos. Un disfraz habría sido un lujo en aquella
época pues recuerdo perfectamente que en el año dos
mil uno la pensión de mi madre era de
aproximadamente cinco mil pesetas, es por eso que
ella tardó mucho tiempo en creerse el sueldo que yo
ganaba en España. Durante aquellos meses les envié
un par de veces, dentro de una carta y por correo nor-
mal, dos billetes de dos y de cinco mil pesetas. Solo
llegó el primero y más tarde empecé a utilizar los
giros postales, aunque prefería llevárselo yo en
persona o mandarlo a través de amigos y conocidos.
Ese sábado de Carnavales nos juntamos final-
mente unos diez chicos y chicas. Entre altivas diosas
griegas, preciosas Cenicientas, brujas malvadas y
cabareteras sensuales, Mara era, aquella noche, una
chica del espacio. Después de tantos meses la conocía
bastante bien, en todos los aspectos, pero ese día me
pareció espectacular, físicamente hablando. Llevaba
pantalones de charol ajustadísimos, botas negras por
encima de las rodillas y chaqueta de cuello alto con
una cremallera que no se cerraba del todo. Su pelo,
alisado cuidadosamente, brillaba muchísimo, y se
había maquillado con tonalidades eléctricas: gris plata
en los párpados y lápiz perfilador que resaltaba sus
ojos; para rematar, el rojo vivo de sus labios confería
una sensualidad contrastante a su personaje, que
parecía sacado de la Guerra de las Galaxias. Antes de
salir de casa, Andrei comentó que aquel traje le iba a
su novia como un guante por su forma de ser y
comportarse durante las últimas semanas. Refrené mi
deseo de contestar pero me di cuenta de que cada vez
que escuchaba algo que simplemente tuviera que ver
con ella, se sacudía todo mi mundo. Suponía que su
relación no iba muy bien porque, aunque no oía ni
presenciaba discusiones, cada vez los veía más
distantes el uno con el otro. Pronto empezamos a
comer y cenar por separado, y enseguida eché de
menos el buen rollo del piso de Valencia. «Cuánta
razón tenía Ion», pensé. Incluso me planteé buscar
otra casa, y hasta empecé a mirarlo, aunque sin decir
nada a mis compañeros por el momento; poco
sospechaba yo cuánto se enredarían las cosas y qué
inesperado desenlace nos depararía el tiempo.
Aquella noche nos dispusimos a hacer el mismo
recorrido al que nos habíamos acostumbrado cuando
salíamos de fiesta, porque mis amigos tenían sus loca-
les favoritos para salir de marcha y yo me adapté
enseguida. En la calle el ambiente era festivo, por la
gente disfrazada que nos encontramos y las risas que
provocaban los comentarios que hacíamos todos.
Mara y sus amigas se lo pasaban en grande y se
pusieron todavía más contentas cuando en el segundo
local donde entramos se encontraron con Ángel y
Pablo. El grupo se hizo más grande todavía cuando
también nos encontramos a Marta y su pandilla, muy
graciosas de Caperucitas Rojas. Excepto Andrei y Ro-
berto, que se quedaron hablando en la barra como casi
siempre, los demás estuvimos bailando como locos,
haciendo pases de modelo para lucir nuestros trajes e
intentando reproducir el glamour de principios del
siglo pasado, entre las carcajadas de todos. A Jandri le
salía muy bien y no tardó en ser el centro de atención
de todos. Cuando por fin pude parar un poco de
reírme me di cuenta de que Mara estaba bailando con
Pablo y de nuevo me invadió esa sensación extraña de
hacía apenas mes y medio atrás. La veía tan radiante y
contenta que me creaba un sentimiento de
inexplicable incomodidad. Luego miraba a Andrei,
cuya actitud me intrigaba aún más: ni se inmutaba
siquiera, parecía que se acabaría el mundo en la
conversación que estaba manteniendo. En toda la
noche no hubo acercamiento alguno entre ellos,
parecían más bien dos colegas de la misma pandilla
que dos novios con intenciones de casarse. Jandri, en
un momento dado, se me acercó y me preguntó en
confianza:
―¿Les pasa algo a tus amigos? ¡No se han hecho
caso en toda la noche!
―No, no sé... no creo… ―balbuceé.
Tenía ganas de preguntar a Mara si le ocurría
algo, pero no me atreví a acercarme a ella en toda la
noche. Ella seguía bailando sin parar y no mostraba
signo alguno de cansancio y menos de malestar o
aburrimiento. Además, todo el mundo se lo estaba
pasando muy bien y creo que yo era el único a quien
le importaba aquel tema concreto. A mitad de la
noche más o menos encontré la solución en las copas.
Una, y otra, y otra. Así es como conseguí
emborracharme por segunda vez en seis meses y dis-
traerme de una situación que me estaba acorralando
sin escapatoria aparente.

Evidentemente, los días siguientes intenté borrar los


recuerdos de aquella noche y centrarme en otras co-
sas, como acabar de preparar el viaje. Sería mi primer
viaje de vuelta a casa desde que había iniciado la
aventura de la emigración, y me apetecía llevar
regalos a todo el mundo. Así que me propuse aprove-
char las rebajas y fui comprando cosas, esta vez yo
solo, sin ayuda ni influencia alguna. Además, tenía
ganas de estar conmigo mismo, incluso creo que me
daba cierto miedo acercarme a otras personas, me
sentía vulnerable y sobre todo frágil, muy frágil. Jan-
dri se preocupó cuando vio que tres fines de semana
seguidos le di largas para salir de fiesta y me pre-
guntó si me pasaba algo. Creo que fui bastante con-
vincente cuando le contesté que simplemente quería
ahorrar para las vacaciones y prefería estar una tem-
porada sin salir, porque no me volvió a decir nada.
El tema de las compras y los regalos me devolvió
una ilusión que creía perdida. Pensar en las cosas que
les gustarían a mis padres, mi novia, mi hermana, me
recordó la época de mis viajes por Europa y me gustó
revivirla de esa manera. Creo que necesitaba que algo
de mi pasado volviese a mi vida y ciertamente el viaje
a Rumanía tendría esa finalidad, lo reconociese yo con
más o menos franqueza. Lo que sí tenía claro es que
quería que fuera una sorpresa para todo el mundo, así
que no dije absolutamente nada a nadie.
Los preparativos me tuvieron entretenido durante
dos o tres fines de semana. Me planifiqué la parte
económica con una precisión digna de un ingeniero:
tanto para el viaje, los regalos, para dejar a mis padres
o gastar allí. Me suponía un sacrificio muy grande
porque hacía apenas dos o tres meses que había
empezado a ahorrar, pero no tuve ni un solo
momento de dudas o incertidumbre. Era vital para mí
ir y redescubrirme, y durante aquellas semanas creí
fuertemente que el viaje me devolvería la seguridad
en mí mismo.
7. Cambio de rumbo

Quedaba menos de una semana para que llegase el


día, el gran día de mi primer regreso a casa como emi-
grante en España. Todo estaba bien organizado: Ion e
Irina vendrían desde Valencia a Valladolid el
miércoles por la noche y el jueves de madrugada sal-
dríamos para Rumanía. También coincidía que Andrei
se iba el fin de semana antes a una convención de
trabajo que tendría lugar en la sede central de la em-
presa, y volvería con ellos. La Pascua ortodoxa
rumana caía una semana más tarde que la católica así
que había convenido con los jefes gastar los días que
me correspondían de vacaciones por el contrato de
seis meses que todavía no había finalizado. No me
habían puesto pega alguna, porque según mis
compañeros casi todo el mundo prefiere irse de
vacaciones en verano o en Navidad. No pensaba en
nada más que en irme y no me importó, o mejor dicho
no se me pasó por la cabeza, la posibilidad de no
seguir allí al concluir mi contrato a principios de
junio.
Me había comprado en las rebajas un juego de
maletas y ya había preparado gran parte de las cosas
que llevaría conmigo. Para el último viernes antes de
irme tenía pensado salir de fiesta con mis amigos, en
una especie de despedida aunque tampoco faltaría
demasiado tiempo. El domingo tenía previsto salir a
ver la procesión de la borriquilla; Mara nos había
comentado que la Semana Santa de Valladolid era,
junto con la de Sevilla, una de las más célebres y
espectaculares de todo el país.
Ese día, al terminar la jornada laboral, me había
desaparecido cualquier huella de cansancio; me
duché, piqué algo y me arreglé para salir. El tiempo
era todavía caprichoso, pero el día había sido
magnífico y además anunciaban un fin de semana con
mucho sol y buenas temperaturas. Me puse la camisa
de rayas que había estrenado semanas atrás y pasé
más tiempo de lo habitual delante del espejo, como si
quisiera hacerme una especie de radiografía y
comprobar que era el mismo y que no había cambiado
en nada, al menos físicamente. Cuando salí del cuarto
de baño Mara estaba sentada en el salón, con la puerta
del pequeño balcón abierta y fumando un cigarro.
―Bueno, Álex, te vas de fiesta.
―Sí, así me despido de mis amigos.
―Ajá. A lo mejor coincidimos luego, podemos
quedar para tomar algo si quieres. Hace mucho que
no hablamos de nada, ¿verdad?
―Así es, yo tengo la impresión de que ha pasado
una eternidad, no sé por qué. Lo mismo me pasa
cuando pienso en los míos, tengo la sensación de que
hace siglos que no los veo.
―Suele pasar, por lo menos hasta que vayas la
primera vez. Aunque sinceramente creo que el motivo
fundamental de tu viaje es otro.
Me quedé mirándola fijamente, no me lo podía
creer. ¿Cómo lo sospechaba si hacía semanas que no
había comunicación entre nosotros?
―¿Y qué te hace creer eso, Mara? ―le pregunté
sin rodeos.
―Álex, ¿tú nunca has sentido que nosotros pode-
mos saber cosas el uno del otro sin decirnos nada?
Se me puso un nudo en la garganta y ya no pude
articular palabra. Era tan directa y espontánea y yo
estaba tan poco preparado para ello que me sentía in-
capaz de seguir la conversación, que por otro lado es-
taba tomando un cauce que llevaba esperando bas-
tante tiempo. Pero ella me ofreció un cigarro y me
hizo ademán para que me sentara a su lado. No tenía
mucho tiempo, puesto que había quedado con Jandri
y los demás, pero accedí.
―¿Por qué me dices esto? O, mejor dicho, ¿por
qué me lo dices ahora?
―No hemos tenido muchas oportunidades, ¿no
crees? No pienses que lo hago ahora que no está An-
drei, aunque también puede que me sea más fácil.
―Pero…
―Álex, sabes perfectamente que mi relación con
Andrei está haciendo aguas.
―Bueno, yo nunca me he querido entrometer.
―Claro que no. Y tampoco hacía falta.
―Pero aparentemente estáis bien, no discutís…
―No es necesario discutir para saber que algo se
está acabando. Es muy complicado, porque es cierto
que el principio del final coincidió con tu llegada, con
el cambio de ciudad, con haber conocido a otras
personas, pero tengo claro que ninguna de estas cosas
tuvo verdaderamente que ver con lo que nos está
pasando a Andrei y a mí.
―¿Lo habéis hablado? ―me atreví a preguntar.
―Todavía no, supongo que lo haremos la semana
que viene cuando nos quedemos solos.
―¿Estás segura de que no queda nada de lo que
había? Son bastantes años juntos, ¿no?
―Fácil no será, de eso sí que estoy segura. Tú ya
me contarás cuando vuelvas.
«¿Contarte qué?», pensé, pero no me aventuré a
ponerle voz a mi pregunta. Miré el reloj y Mara dijo
enseguida:
―Perdona por haberte entretenido, no quiero que
llegues tarde por mi culpa.
―Tranquila, yo también quería tener una conver-
sación contigo y retomar una relación que no sé por
qué cambió de rumbo.
―Creo que los dos sabemos perfectamente el por-
qué; desde nada más conocerte supe que teníamos
una complicidad evidente. Pero ahora deberías irte,
llegas tarde.
Era consciente de que había estado esperando
aquella charla con mucho anhelo, y ahora que había
llegado el momento quería irme. El viaje estaba a la
vuelta de la esquina y me di cuenta de que cada vez
que creía tener algo seguro, que mi vida iba por su
cauce normal, sucedía algo que me cambiaba los es-
quemas. Aun así, me escuché diciendo:
―¿Por qué no hacemos una cosa? Ahora debo
irme, pero nos vemos más tarde.
―Sobre las dos estaremos en el Rincón, como
siempre ―me dijo.
―¿Estará Pablo también? ―le interrogué sin pen-
sarlo.
―Sí, estará Pablo también.
Me sentí algo ridículo por esta última pregunta,
así que me levanté y me fui. Jandri ya llevaba un
cuarto de hora esperándome, íbamos a tomar algo
juntos antes de encontrarnos con los demás.
―¿Qué pasa, tío? ―me dijo nada más verme―.
¿Ahora te haces esperar o qué?
―Perdona, pero me quedé charlando un poco con
Mara y se me ha hecho tarde.
―¿Con la novia de Andrei?
―Sí, con ella.
―Ya. Y ¿de qué habéis hablado Mara y tú? Si se
puede saber, claro ―siguió sonriendo.
―¿Cómo que de qué? ¿Qué dices, Jandri, tío? ―lo
miré con semblante serio.
―Oye, no te me pongas así, Álex, no hace muchos
meses que nos conocemos pero sabes que congenia-
mos muy bien y yo te capté enseguida. Esta chica
tiene novio y tú tienes novia, pero entre vosotros dos
hay algo especial. A mí en concreto no me hizo falta
mucho para darme cuenta de ello y pese a que tú te lo
has estado negando hasta ahora, y supongo que ella
también, creo que acabaréis juntos.
Por segunda vez en pocas horas me quedé sin ha-
bla: no me podía creer que Jandri me conociese tan
bien. Además estaba convencido de que en ningún
momento me había delatado y no precisamente por
ser buen actor sino simplemente porque las ocasiones
en las que habíamos coincidido todos juntos tampoco
habían sido tantas y seguramente no se me había visto
hablar demasiadas veces con Mara. Necesitaba que
me lo explicase y se lo hice saber.
―No te preocupes, no es por nada que hayáis he-
cho ni tú ni ella. Además creo que nadie más lo sospe-
cha, ni siquiera su novio, y mira que vivís juntos. Yo
es que sentí mucho feeling42 contigo desde el principio
y creo leerte bastante bien.
―Pero ¿ cuándo y qué percibiste exactamente?
―Al conoceros, he notado unas vibraciones espe-
ciales en el ambiente cuando os acercabais el uno al
otro, pero en Nochevieja descubrí sin querer un brillo
en tus ojos mientras la estabas mirando, y allí ya se me
despejó cualquier duda.
―Duda de que…
―De que sientes algo por ella.
―Pero yo tengo novia en Rumanía, Jandri, la se-
mana que viene me voy a verla.
―Ya sé que tienes novia allí, anda que si lo sé
―dijo sonriendo―. Pero creo que también te da
miedo manifestar tus sentimientos. Con tu novia ha-
brás estado bien el tiempo que fuera, pero no sé
cuánto más seguirás aguantando hasta admitir que te
has enamorado de otra chica.
Mi reacción al escuchar aquella frase tajante fue
de negación y defensa, supongo.
―Que no, tío, que no. Yo vine a España con otros

42 Sentimiento, afecto (ingl.).


propósitos, y entre ellos no está el enamoramiento,
más que nada porque yo quiero a mi novia y tengo
planes de futuro con ella.
―O tenías, Álex, tenías. Te cuesta aceptar lo que
te está pasando, ¿y sabes por qué? Precisamente por-
que tu cabeza te niega que tus planes tan bien defini-
dos hace unos meses puedan cambiar de una manera
tan repentina.
―A lo mejor es justo esta manera tan repentina lo
que me hace dudar. Yo no me puedo enamorar tan
rápidamente de una persona y más con la relación que
tengo. Sabes, siempre he tenido las cosas bien claras.
Creo que al hablar de ello y sentirme apoyado por
otra persona, fue la primera vez que empecé a recono-
cer abiertamente que algo estaba cambiando de ver-
dad.
―Estas cosas nunca se pueden prever, tío, no di-
gas tonterías.
Se me enredaron los pensamientos y me dio por
pensar lo buen psicólogo que era Jandri.
―No me mires así, amigo, sé lo que estás pen-
sando. Mira, a mí siempre me ha gustado analizar a la
gente, pero en tu caso es algo más. No sé, fíjate en la
relación que hemos entablado en tan poco tiempo,
¿no?
―Claro que sí, pero quiero que sepas que ni hay
nada de momento ni creo que lo haya en el futuro. Mi
viaje, entre otras cosas, tiene como propósito afianzar
mi relación con Anca.
―Pero, ¿afianzar en qué sentido?
―No sé, a veces pienso que estos últimos meses
de mi vida sólo han sido una utopía y creo que en otro
ambiente y en otro lugar las cosas habrían sido distin-
tas o ni siquiera habrían pasado.
―Pero tú estás en este lugar ahora mismo y hace
tres meses también, y posiblemente lo estarás durante
los próximos meses al menos. A mí no me gusta pen-
sar en qué habría pasado si; si las cosas ocurren es por
algo. Es mucho más sencillo tomárselo todo de esta
manera: ni te complicas la vida ni te vuelves loco bus-
cando continuas explicaciones que por otro lado tam-
poco sé si te la arreglarían.
―No conocía yo esta faceta tuya, ¿eh? ―concluí,
más que nada porque quería descansar un poco la
mente de la conversación.
―Cuando quieras un psicólogo no tires el dinero
por ahí, ¿vale? Ya sabes a quién recurrir, los amigos
siempre son los mejores en estos casos.
―Jandri, de momento no quiero pensar en nada
de eso, no quiero, así de sencillo. Me quedan cinco
días para irme y llevo más de mes y medio organi-
zando el viaje y pensando en cómo será todo. Posi-
blemente tengas razón y a lo mejor solo quiero con-
firmar que en mi país me sigue esperando la vida que
tenía antes de venirme a España. Quizás haya cambios
en mis sentimientos y me dé miedo reconocerlo, pero
yo eso sí que necesito averiguarlo, necesito una
prueba concreta, un algo que me lo demuestre clara-
mente, porque temo, como te decía, que solo me haya
dejado llevar por todo lo que me supuso el cambio de
país.
―Me parece bien. Yo en tu lugar tampoco le daría
más vueltas. Vete tranquilo, disfruta de los tuyos, ve a
tu novia, habla con ella y a la vuelta ya me contarás. Y
ahora creo que deberíamos irnos porque los demás
nos estarán esperando.
―Vale, pero sobre las dos tenemos que ir al Rin-
cón, he quedado allí con Mara y sus amigos.
―No me digas, ¿has quedado con ella? ―bromeó
irónicamente.
―Bueno, sí ―contesté cortado―, precisamente es
una de las cosas de las que hemos hablado antes de
salir de casa.
―Te digo yo que esto está más claro que el agua.
Al salir de la cafetería sentí un alivio tremendo,
como si me hubiese quitado un gran peso de encima y
liberado de algo que me estaba costando llevar. Res-
piré profundamente, cosa que mi amigo captó ense-
guida porque le vi una sonrisa fugaz. Me sentía tan
bien que me propuse disfrutar de la noche como el
que más. Llegamos al bar donde nos estaban
esperando Juan, cuya novia se nos juntaría más tarde,
un primo suyo que había venido a visitarle desde
Pamplona, Carlitos y Gonzalo, colegas de la peña de
Jandri que casi siempre salían con nosotros, y otros
dos chicos del barrio de mis amigos con los que tam-
bién coincidíamos por allí.
―Luego vendrá mi hermana también ―me dijo
Jandri―. Dice que a ver si la llevas un día a conocer tu
país ―siguió y me guiñó un ojo.
―Cómo no, cuando ella quiera ―contesté alegre-
mente.
―Ya sé yo porque la rechazaste en Navidades, tu
corazón ya tenía nueva dueña ―añadió en voz baja.
Comenzamos nuestro periplo por los bares y las
discotecas habituales de Valladolid y procuré hablar
con todo el mundo y así distraerme un poco. Aunque
no me volvió a decir nada al respecto en toda la
noche, mi amigo me sonrió con complicidad varias
veces.
Con su hermana también me mostré bastante efu-
sivo.
―Qué bien que te vas, ¿no? Quiero decir que esta-
rás contento de ver a los tuyos ―me dijo la chica nada
más llegar.
―Sí, tengo ganas de verlos después de siete me-
ses.
―A mí me gustaría conocer tu país. No he salido
muchas veces de España, pero sí que me pica la curio-
sidad, seguro que es un lugar precioso.
―Sin pizca de subjetividad, sí que lo es ―le con-
testé―. En cuanto a verlo, puedes ir cuando quieras,
ya se lo dije a tu hermano. Una de las veces que vaya
de vacaciones, me acompañáis, será mejor que tengáis
un guía nativo, ¿no?
―Desde luego que sí, Álex, desde luego que sí. Lo
miraremos algún día.
―¿Qué tal las clases?
―Muy bien. Me estoy informando para pedir una
beca el año que viene, me gustaría irme de Erasmus
porque creo que sería una experiencia fantástica. Se-
guro que enriquece mucho y más allá de los estudios
te permite descubrir y acercarte a una nueva cultura.
―¡Qué bien! Si puedes hacerlo, no lo dudes. Yo
nunca tuve esta oportunidad, pero me habría encan-
tado. ¿Has pensado en algún país en concreto?
―No sé, por el tema de los idiomas, ya sabes, me
gustaría Inglaterra o Francia, aunque por otras razo-
nes me apetece más Italia, por ejemplo. La idea que
tenemos aquí es de ir a pasarlo bien unos meses, lejos
de casa.
―Es decir, separarte de los tuyos, como yo, pero
con fines distintos.
―Más o menos ―sonrió Marta.
Bailé con ella y con casi todas sus amigas y Jandri
seguía sonriendo de vez en cuando. A la hora conve-
nida llegamos al Rincón, donde se encontraban Mara
y sus amigos, Pablo incluido. De hecho, cuando entra-
mos estaban bailando los dos, y mi compañera de piso
me pareció espectacular: su bonita melena le caía en
ondas sobre los hombros, se había maquillado los ojos
más que otras veces y el ajustado vestido que llevaba
le estilizaba la figura.
Al verme se quedó mirándome fijamente durante
unos instantes. No sé cuando acabó esa melodía, ni las
cinco siguientes. Me estaba confundiendo muchísimo
su reacción, y en un intento de disimular me acerqué a
la barra a pedir las bebidas para mis compañeros y
para mí; luego, copa en mano, me retiré a un rincón
sin ninguna intención, pero rápidamente se me acercó
Marta y empezó a darme conversación. En aquel pre-
ciso instante apareció Mara con un refresco en la
mano, intentando secarse con un pañuelo las gotas de
sudor que le brillaban en la frente.
―Hola, chicos, ¿qué tal? ―nos saludó dándonos
dos besos a cada uno.
―Aquí estamos, diciéndole a Álex que le echare-
mos de menos y que tendremos celos de su novia.
Mara no contestó, se limitó a esbozar una sonrisa
un poco forzada, me pareció. «Qué casualidad»,
pensé, «los nombres de las dos chicas que más cerca
he tenido durante los últimos meses por unas
circunstancias o por otras, se diferencian en una sola
letra». De repente apareció Jandri y se dirigió a los
tres:
―Os pido disculpas pero me acabo de dar cuenta
de que hace mucho que no bailo con mi hermana. Se-
ñorita, por favor ―dijo haciendo una reverencia.
―Pero si tú y yo nunca bailamos juntos ―intentó
escaparse Marta, pero mi amigo no le dio opción y se
alejaron, no antes de que me guiñase un ojo discreta-
mente.
Aunque rodeados de muchísima gente y en medio
de un tremendo jaleo, Mara y yo estábamos a solas.
De repente cambiamos los papeles y yo me volví el
chico con iniciativa.
―¡Te estás divirtiendo mucho!
―Siempre me lo paso bien cuando bailo, ya sabes
―contestó ella en tono bastante neutral.
―Con Pablo bailas muy bien, ¿no?
Era la segunda vez en una sola noche que le pre-
guntaba por su amigo y aunque volví a sentirme un
poco incómodo me di cuenta de que había cierta se-
guridad en mi tono de voz.
―Muy bien, sí. Nos compenetramos mucho y más
desde que damos clases juntos.
―Ah, ¿sí? No lo sabía ―contesté sorprendido.
―Llevamos casi un mes; se lo pedí a Andrei pri-
mero, por supuesto, pero ya lo conoces, no quiso ni
oír hablar de ello.
―No me tienes que explicar nada ―le dije tajan-
temente.
―Álex ―continuó Mara después de beber un
trago de refresco―, no nos escondamos detrás del
dedo43. Mi relación hace tiempo que tiene una fisura
bastante importante y nadie puede decir que yo no
haya intentado todo cuanto estuviese en mis manos
para salvarla. Quizás lo haya hecho, igual que tú, por
tratarse de una relación de bastante tiempo, y por
estar convencida de que tendría futuro.
Desafortunadamente, parece ser que me equivoqué,
que nos equivocamos.
―Cuando yo os conocí estabais hablando de
boda. ―Me metí de pleno y ya sin rodeos en la con-
versación.
―Sí, porque creíamos que era la continuación na-
tural de todo lo que habíamos vivido juntos. Fueron
varios años y no es fácil cuando te das cuenta de que
no puedes seguir adelante.
―Me lo vas a decir a mí ―se me escapó.
―Entonces ―no desaprovechó Mara mi intromi-
sión involuntaria― ¿me estás confirmando lo que yo
te dije antes en casa?
―A ver, Mara ―le dije mirándola fijamente a los

43A se ascunde după deget (rum.): Refrán rumano que se utiliza cuando
alguien no quiere dar la cara en una situación.
ojos―, esta noche he conseguido poner voz, por fin, a
cosas que llevaban meses ahogándome, pero no ade-
lantemos acontecimientos: la semana que viene me
voy a mi casa, estaré con mi novia, hablaremos, veré
lo que siento; tengo que pasar por todo este proceso,
digamos, antes de seguir con mi vida. No voy a negar
que me pareces especial, pero…
―Álex, no necesito que digas nada más. La situa-
ción es compleja de por sí pero quiero que sepas que
tú no has roto nada. Llevo años con Andrei y última-
mente sentía que ya no me daba lo que yo quería y es-
peraba de una relación de pareja, sin embargo nunca
antes me había fijado en nadie más. Si tu llegada ha
cambiado todo esto, por algo habrá sido, ¿no crees?
―Puede que sí ―le contesté―. Yo solo me
acuerdo de lo bien que me encontraba en tu compañía
hasta que casi nos dejamos de hablar.
―Pero habrás pensado en la razón de esta situa-
ción, supongo, igual que yo lo hice.
―Durante todo este tiempo he reflexionado sobre
muchas cosas, pero también hay otras en las que no
me he atrevido a parar. Andrei ha hecho mucho por
mí.
―No creo que sea el único que lo hubiese hecho,
pero es cierto que la situación es poco confortable.
Imagínate que para mí también.
―En fin, lo que veo claro es que el domingo,
aparte de ver la procesión de la borriquilla, tengo que
comprar el Norte44 para mirar anuncios de alquiler de

44 Norte de Castilla, popular diario de Castilla y León.


habitaciones: no puedo seguir viviendo con vosotros.
―Tienes razón, en cuestión de vivienda las cosas
no pueden seguir así, aunque ya se verá. Andrei y yo
hablaremos estos días, sospecho que a él le pasa lo
mismo que a mí: seguimos juntos por inercia, porque
ninguno de los dos ha reunido el valor suficiente para
dejarlo hasta ahora.
―Supongo que yo también hablaré con él cuando
vuelva, no sé de qué y cómo exactamente, porque te
repito, Mara, yo no sé todavía si mi vida cambiará en
algo después del viaje.
La chica se calló y bajó la vista y en ese momento
se acercó Pablo y la invitó a bailar. Creo que en aque-
llos momentos no tenía fuerza para decir que no, aun-
que posiblemente quisiese hacerlo, así que me dejó su
refresco y se fue.
En los pocos segundos que me quedé solo a conti-
nuación me di cuenta de que, lejos de confundirme,
como más de una vez lo había pensado, la conversa-
ción que acababa de tener me dejaba las cosas más cla-
ras todavía. Por primera vez en muchos meses volvía
a verlo todo con más luz y pensé que mi principal
meta en España ya no era la única ni tan importante, y
que toda esta historia le daba un matiz de normalidad
a mi vida. Al fin y al cabo no dejaba de ser un joven
con aspiraciones y sentimientos, que compondría su
camino de experiencias muy variadas. Viendo el lado
positivo, aquello era hasta bueno comparado con las
miles de historias tristes que podemos encontrar en el
mundo de la inmigración.
En la obra tenía más compañeros extranjeros, pero
Osvaldo, un chico colombiano de mi edad, vivía con
amargura su experiencia de expatriado, a pesar de
que afortunadamente, como yo le había dicho en más
de una ocasión, tenía un empleo que le permitía vivir
relativamente bien. Me parecía que este chico ni
siquiera había intentado integrarse en su entorno y
creo que se pasaba cada instante de su vida
quejándose: odiaba el trabajo y aunque soñaba con
poder desempeñar algún día su profesión de dentista,
no hacía nada por cumplirlo. Había dejado en su
Colombia natal a su madre, su abuela, sus tres
hermanos pequeños y su novia, y se pasaba el día
acordándose de ellos y llorando su ausencia. Conmigo
habló unas cuantas veces pero nunca quiso salir con
nosotros los fines de semana. Decía que un sudaca
como él no encontraría su lugar en nuestro grupo. Le
argumentaba que yo tampoco era español y que no
hacía falta serlo para encontrar buenos amigos y
llevar una vida normal, sin embargo nunca hubo
manera de convencerlo. Pensé que yo prefería que se
me complicase la vida antes que tener la actitud de mi
compañero, al fin y al cabo vivir es eso, un cúmulo de
experiencias y acontecimientos de todo tipo. Aquellas
reflexiones también me ayudaban a ver mi futuro con
lucidez, no lo que me sucedería exactamente pues eso
es imposible, sino que por fin refrenaba el miedo y la
confusión que me habían dominado durante tantas
semanas.
Sobre las cinco de la mañana me fui a casa,
dejando a Mara con su grupo en la puerta de la
discoteca: iban a tomar la última en el local de al lado.
Llegué a casa y después de ducharme y cambiarme de
ropa, abrí la puerta del balcón y con la luz apagada
me encendí un cigarro. Los pensamientos se me
estaban amontonando en la cabeza y cuando oí la
llave en la puerta me di cuenta de que no había
pensado en que Mara también llegaría antes o
después. La luz del pasillo estaba encendida así que
me vio y sin decir nada se acercó y encendió ella
también un cigarrillo. Estuvimos en silencio durante
unos minutos, apoyados cada uno en una puerta del
balcón. Cuando acabamos de fumar di un paso con in-
tención de irme, pero de repente, como si se hubiese
accionado un muelle, me di la vuelta y sin pensarlo le
cogí la cara con las dos manos y la besé. En ese mo-
mento todo se paró alrededor. Por la calle seguían
pasando grupos de chavales, cambiando de bar o vol-
viendo a casa entre risas y gritos de alegría, pero
cuando mis labios tocaron los suyos no oí nada más,
ni siquiera el tictac del reloj colgado en la pared, ni mi
propia respiración. Mara me respondió tal y como yo
esperaba y fue un momento tan especial que las pala-
bras no me ayudan a explicar todo lo que experimenté
en aquel beso. Después de unos minutos, o segundos,
o toda una eternidad, pues no sería capaz de medirlo
muy bien, nos miramos a los ojos como si quisiésemos
que ese momento no terminase nunca. Seguro que nos
habría gustado poder abarcar con esas miradas la vida
entera del que teníamos delante, y no dejarlo irse
nunca más. Inexplicablemente le deseé en tono suave
«Buenas noches» y me fui a mi habitación, donde abrí
la ventana y me encendí otro cigarro. No me gustaba
fumar en el dormitorio pero alguna vez lo hacía a
altas horas de la madrugada porque me gustaba el
silencio del patio de luces cuando todos los vecinos
estaban dormidos. Daba cada calada con ansia,
inhalando a la vez el aire fresco de primavera
temprana e intentando, sin éxito, pensar en mil cosas.
Oí a Mara moviéndose, por el ruido de sus tacones, y
luego el agua de la ducha y el de la puerta de su
habitación al cerrarse. Qué extraño, estaba allí, al otro
lado del pasillo, nos separaban solamente dos paredes
y sin embargo la sentía muy lejos. No sé a qué hora
me dormiría, posiblemente al alba.
Al despertarme sobre mediodía, vi que me había
saltado las reglas y por las colillas del cenicero había
fumado mucho durante aquellos ratos de soledad.
Tuve bastante apuro para salir de la habitación, y aun-
que sentía unas ganas imperiosas de ir al baño, me
aguanté hasta oír la puerta de la entrada, señal de que
me había quedado solo.
Me aseé tranquilamente, me preparé un desayuno
que hacía siglos que no tomaba, con café, zumo de na-
ranja recién exprimido, queso, beicon ahumado y
fruta fresca. El sol entraba por las ventanas del salón y
me hizo sentir bien, con ganas de hacer cosas y mucho
más seguro de mí mismo que hasta el día anterior.
Comí sin tele ni radio, como lo solía hacer
últimamente y cuando recogí todo en la bandeja y me
acomodé en el sillón al lado de la ventana abierta para
acabar mi vieja costumbre de acompañar el café con
un cigarro, oí nuevamente la puerta. Era Mara, y en
un gesto instintivo me incorporé, como cuando
alguien te descubre haciendo algo que no quieres que
vea.
―Buenos días, Álex.
―Buenos días. Saliste pronto hoy. Bueno, pronto
para haber trasnochado, claro ―rectifiqué, teniendo
en cuenta que casi debíamos haber saludado con
«Buenas tardes».
―Tenía que hacer unos recados.
―¿Quieres un café?
―Gracias, desayuné antes de salir. Te dejo, voy a
colocar la compra y salgo a comer fuera.
No me dio tiempo a decir nada más porque se fue
a la cocina con las bolsas. Nos envolvía el mismo am-
biente tenso de antes de las conversaciones y aconte-
cimientos del día anterior, así que me acabé el café de
dos tragos, dejando el cigarro sin fumar, y aproveché
que tenía que llevar la bandeja a la cocina para inten-
tar poner fin a la embarazosa situación.
―Mara, sobre lo de anoche…
―No te preocupes, Álex, sobre lo que pasó ano-
che, o esta mañana mejor dicho, no nos tenemos que
explicar nada. Los dos tenemos que aclarar cosas y
situaciones. La vida da muchas vueltas y bastante
complicada es a veces como para que la complique-
mos todavía más. Esto ya está ―concluyó colocando
la última lata en el armario―. Me voy, que he que-
dado, nos vemos.
Me habría gustado verme la cara en aquel mo-
mento, seguro que era o demasiado expresiva o total-
mente opaca, no lo podría decir. Todo aquello me es-
taba empezando a sonar al juego del perro y el gato.
Me quedé pensando en el porqué de su reacción y su
comportamiento, y como no encontré una respuesta,
me dispuse a organizarme lo que quedaba del día.
Primero acabé de hacer las maletas. Aunque había
aprovechado las rebajas, me di cuenta de que se me
había ido bastante cantidad de dinero en los regalos,
un detalle al que no le quise dar mucha importancia
porque la ilusión de reencontrarme con mi gente era
todavía mayor. Haciendo un breve repaso también
concluí que no me había olvidado de nadie, ni si-
quiera de los niños pequeños de los vecinos a quienes
les había comprado caramelos y juguetes en la tienda
china de la misma calle donde vivíamos. Se me daba
bastante mal hacer las maletas y las veces que había
salido de viaje en Rumanía siempre se encargaban de
hacérmelas mi novia o bien mi hermana quien,
montañista convencida, tenía experiencia en la orga-
nización de sus enormes mochilas. Por consiguiente
estuve colocando y sacando cosas varias veces hasta
que pude cerrarlas bien. Cuando por fin terminé, me
preparé algo de comida y luego bajé a la cabina de la
esquina para llamar a casa.
Mara volvió a la hora de la cena más o menos,
pero seguimos sin intercambiar muchas palabras. A
mí la situación me estaba llenando de intriga a la vez
que me volvía a confundir, pero no tuve el valor de
decirle nada más. Además estuvo poco tiempo en casa
y, de nuevo muy arreglada, volvió a salir. Yo me
quedé en casa con intención de ver una película, pero
lo que conseguí fue darle vueltas y vueltas a todo lo
sucedido, sin aclarar nada, así que me fui a la cama
mucho más pronto y al día siguiente por la mañana
me desperté descansado y con la mente despejada.
Preparado para un día cultural, me dije a mí mismo
cuando estaba saliendo por la puerta para ir al centro
a presenciar por primera vez en mi vida una
procesión de Semana Santa. Los cofrades, los pasos, la
organización, la seriedad, la implicación de gente de
todas las edades, todo aquello me pareció una
maravilla y me impresionó muchísimo. Todavía me
acuerdo de que llamé a mi madre y le pedí que
escuchase el ritmo de las trompetas y los tambores,
porque me parecía sobrecogedor. No sé si ella se
enteró de mucho, pero lo hice porque la emoción era
tal que quería que, como buena feligresa que era,
sintiese un poco de lo que yo sentía. Llevo ya muchos
años en España y la representación de la Semana
Santa española me sigue emocionando mucho. Yo,
como casi cualquier chico de mi edad en Rumanía,
cuando más religioso había sido fue hasta los doce
años más o menos, en el pueblo. Tardé muchísimo en
pisar otra iglesia que no fuera la del pueblo de mis pa-
dres donde, gracias a la devoción de mi abuela,
íbamos todos los domingos y los días de fiestas
importantes. Dos veces al año nos teníamos que
confesar para poder tomar el mismo día de Pascua el
vino que el cura nos ofrecía con una cuchara pequeña.
La misa de Navidad se nos hacía bastante larga
porque con veinte grados bajo cero en la calle la
pequeña estufa de la iglesia no calentaba ni a los
ancianos que se sentaban alrededor de ella. Después
de al menos tres horas de estar de pie llegábamos a
casa sin sentir las extremidades pero con un hambre
tremenda, listos para dar el ataque a los manjares
preparados por una de las mejores cocineras del
mundo: mi abuela. Las misas de antes del Domingo
de Resurrección en cambio nos gustaban muchísimo
porque a los más pequeños nos hacían participantes
activos y nos entretenían. El Viernes Santo el cura nos
organizaba en un pequeño coro y cantábamos, por
turnos, cada grupo una estrofa. Y la misa del sábado
al domingo era muy emocionante porque salíamos
vela en mano a rodear la iglesia varias veces,
cantándole a la luz que se nos había entregado. Hace
muchos años que no voy a esas misas y las echo de
menos. Me gusta mucho la Semana Santa española,
pero también añoro el olor a incienso, típico de las
iglesias ortodoxas, y diferente del que descubrí aquí,
junto con el aroma de los tulipanes, alhelíes y narcisos
que llenaban la iglesia, porque todas las mujeres
llevaban flores y las colocaban en el altar y delante de
cada icono. Añoro el ambiente festivo y emocionante
de la noche de Pascua cuando, después de misa,
volvíamos todos con las velas encendidas a nuestras
casas inundando de luz las calles del pueblo. Es obvio
que podemos encontrar lugares y costumbres bonitas
en todo el mundo, pero lo que ha dejado una
impronta en nosotros desde pequeños siempre está
acompañado de un sentimiento y un significado muy
especiales.
Los padres de Jandri, con quienes nos encontra-
mos después de la procesión y que nos invitaron a
tomar el vermú, me contaron que las celebraciones se
habían vuelto muy superficiales durante los últimos
años y, más allá del sentido religioso, estos días eran
sinónimo de vacaciones y fiesta. Con todo y con eso a
mí me había impresionado tanto que por unas horas
me olvidé por completo de la telenovela en la que se
estaba transformando mi vida. Los bares y
restaurantes estaban abarrotados, no cabía un alfiler
de la cantidad de gente que había: desde niños en
sillitas, entretenidos jugando con sus palmeras
―costumbre que también me había gustado
muchísimo, tanto que había comprado yo también
una para llevársela a mi madre de recuerdo―, hasta
señores mayores, vestidos con sus mejores galas para
un día que lo merecía. Me explicaron el dicho «En
Domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos»
y me sorprendió su equivalente en mi país, no del
refrán en sí, sino de la tradición de estrenar ropa, aun-
que en Rumanía ocurre el Domingo de Resurrección.
Así recordé cómo, de pequeños, mi madre nos com-
praba a mi hermana y a mí desde calcetines y ropa in-
terior hasta abrigo nuevo. Ellos se dejaban en último
plano, pero el que más y el que menos estrenaba algo,
al ser una de las dos ocasiones anuales que obligaban
a llevar algo nuevo. La otra era la feria de San Elías, el
veinte de julio, organizada en Tătărăști, a pocos kiló-
metros del pueblo de mis abuelos, y esperada con an-
sias sobre todo por los más pequeños, pues allí nos
esperaban los carruseles, los trenes y los caballitos, el
algodón de azúcar y los collares de pan dulce de color
rosa y amarillo, los helados a los que no teníamos
acceso más que en la ciudad por aquel entonces y los
juguetes.
Los padres de Jandri estuvieron con nosotros un
buen rato y aunque me insistieron en ir a comer a su
casa, no acepté. Sabía que sería una comida familiar,
con hermanos y primos, y no quería abusar de su hos-
pitalidad.

Los siguientes tres días se me pasaron volando. Me


concentré en trabajar sin parar precisamente para que
no se me hiciese largo, mientras a la hora de la comida
comentábamos qué haríamos cada uno en los días li-
bres que tendríamos. Costel, que seguía siendo mi
compañero, no aprobó para nada mi plan de vacacio-
nes porque en su opinión ir a Rumanía más de una
vez al año era un gasto añadido e innecesario, que él
no estaba dispuesto a asumir, porque el dinero le ha-
ría falta para la construcción de su casa. No insistí en
convencerle de lo contrario porque con la experiencia
que tenía sabía que no me serviría de nada.
El miércoles, cuando llegué a casa, ya habían ve-
nido los chicos de Valencia. Andrei no estaba, se había
ido directamente a las oficinas de la constructora por-
que tenía que llevar unos documentos importantes.
Irina estaba en la cocina con Mara y a Ion me lo en-
contré fumando un cigarro en el balcón. Nos dimos
un abrazo y mientras las chicas se quedaron prepa-
rando la cena, como en los viejos tiempos, mi amigo y
yo bajamos a tomar algo.
―Te noto algo cambiado ―me dijo Ion nada más
sentarnos en la cafetería de la esquina―, físicamente,
quiero decir.
―Pues será por el trabajo, porque al gimnasio voy
poco, la verdad.
―Anda, vas al gimnasio y todo. Estás más cachas,
tío, te lo digo yo.
Con Ion hablaba por teléfono un par de veces al
mes más o menos, y nos comentábamos banalidades
sobre el trabajo o qué habíamos hecho el fin de se-
mana. Sabía que ellos seguían viviendo en el mismo
piso y con la misma pareja que habían ocupado la ha-
bitación de Mara y Andrei, y en algún momento me
había comentado que se llevaban bien, aunque final-
mente habían decidido cambiar algo en las normas de
la casa: no hacían la compra ni comían juntos, y todos
pagaban partes iguales del alquiler y los gastos de la
casa. Por lo demás, mi amigo nunca se había quejado.
―Pues yo a ti te veo algo más delgado ―le dije.
―A ver, me mato a hacer horas extras última-
mente, me hará falta más dinero, bueno, nos hará
falta. ¿No has visto nada distinto en Irina?
―No ―me quedé pensando.
Habíamos estado muy poco tiempo arriba y no
me había fijado mucho.
―Está embarazada, Álex, tío. Esta es la noticia
bomba que te tenía que dar.
―¡Gua! ―exclamé―. Enhorabuena. Pero ¿y eso?
―continué sin pensar en si la pregunta que acababa
de hacer era apropiada.
―Ya ves, cosas de la vida. Un descuido en las
fiestas de fin de año y en septiembre seremos padres.
No era una cosa que te quisiera contar por teléfono,
pero ¿por qué crees que teníamos tanta prisa en ir a
Rumanía? Tenemos que casarnos, ya que en verano
será más difícil viajar para una embarazada en estado
avanzado.
―¿Os vais a casar?
―Sí, por lo civil, ya está todo preparado para la
semana que viene.
―Pero ¿y tus padres lo saben?
―Hombre, claro, qué remedio. Lo sabe todo el
mundo, los míos y los suyos. Fue un poco inesperado,
la verdad, pero así es la vida. Ahora sí que tendré res-
ponsabilidades, tío, ahora sí que se ha acabado el viva
la vida. Además mi padre tuvo que untar a medio
ayuntamiento para la boda, porque el alcalde no nos
quería casar en víspera de Pascua, ya sabes, pero al
final accedieron. Será el sábado siguiente, en el pue-
blo. Luego haremos una fiesta en casa con los familia-
res más cercanos y algunos amigos, y la boda religiosa
ya la haremos cuando nazca el niño, quizás junto con
el bautizo.
En Rumanía era muy habitual que los jóvenes se
casasen primero por lo civil y luego por la iglesia y se
hacía no tanto por celebrar más fiestas, sino más bien
debido a los costes que supone organizar una boda.
La civil salía más barata y era, al mismo tiempo, la
manera de que la pareja entrase en la legalidad, como
solían decir los padres. En cuanto a la boda religiosa,
se hacía cuando se conseguía reunir el dinero necesa-
rio y se empezaba a preparar, igual que en España,
hasta con dos años de antelación.
―¿Y cómo reaccionaron vuestros padres? ―le
pregunté.
―Mejor de lo que pensábamos. Mi madre está
muy contenta, dice que por fin sentaré la cabeza y
además le hace muchísima ilusión ser abuela. Quiere
que el año que viene se lo dejemos para que lo críe
ella, con eso te lo digo todo. En cuanto a los suegros,
no los conozco personalmente, pero ya sabes que la
situación familiar de Irina es un poco sensible y creo
que mientras su hija les siga ayudando económica-
mente no pondrán ninguna pega. Este domingo que
viene es el santo de su madre e iremos a buscarlos, así
podremos estar todos juntos y preparar las cosas para
la boda. Por cierto, ya sé que te lo pido con poco
tiempo de antelación, pero irás, ¿no?
―Sí, Ion, cómo no, claro que iré.
―Con la novia si quieres, ¿eh?
―Sí, ya veremos―. contesté.
―Pues ya ves, Ion casado. ¿Quién lo diría? ―dijo
divertido.
―Y ¿qué tal vuestra relación entonces? Todo irá
viento en popa, ¿no?
―Pues sí, eso creo, vamos que, desde que hace
casi dos meses que sabemos la gran noticia, nos con-
centramos en ello para asimilarlo y hacer que la mente
se acostumbre a lo que venga.
―Veo que lo has asumido sin más alternativa.
―¿A qué te refieres? ¡No estarás pensando en
abortar o en que no reconozca a mi hijo!
―No, no sé ―le contesté cortado.
―No, tío, yo habré sido un golfo y lo que tú quie-
ras, pero es mi hijo, mi hijo, ¿lo entiendes?
Vi a Ion muy decidido y responsable, así, de
golpe, y no supe qué pensar, mientras él continuaba:
―Además, tío, lo he pensado mucho y la verdad
¿qué narices voy a esperar? Irina es una chica cojo-
nuda con un corazón de oro, trabajadora como la que
más, y me quiere mucho, ¿eh?
―Sí, lo he visto.
―Me quiere y me cuida muchísimo. ¿Qué voy a
buscar, pendones que solo quieren exprimir tu pasta y
tu alma? Mejor me quedo con lo que tengo.
Yo seguía viendo su situación igual que el verano
anterior, cuando había conocido a Irina. Quise pre-
guntarle sobre el amor, sobre sus sentimientos hacia la
chica, pero de repente sentí que no tenía ningún dere-
cho a hacerlo. Parecía que tenía las cosas muy claras,
así que renuncié al tema.
―Lo único que ha cambiado ―continuó― es el
tema económico. Ahora trabajo mucho más, soy el
primero en llegar a la obra y el último en irse. Hablé
con el jefe en su momento y me va a dejar hacer las
horas extras que yo quiera porque lo voy a necesitar.
Irina también sigue trabajando aunque ha estado unas
semanas bastante fastidiada, con náuseas, vómitos y
las cosas típicas. Pero dice que trabajará mientras
pueda, ya la conoces. Hasta nos hemos abierto una
cuenta en común, donde todos los meses ingresamos
una cantidad de dinero. Por cierto, no te lo comenté:
mi jefe consiguió la obra que tenía pendiente para
después de Semana Santa, por si quieres cambiar de
aires de nuevo o te ha gustado más Valencia.
―Muchas gracias, Ion, pero creo que me quedaré
aquí de momento. El contrato se me termina en junio
y supongo que me renovarán.
―Es para que sepas que puedes seguir contando
conmigo, aunque se nos torcieran las cosas al princi-
pio. Oye, ¿qué tal vosotros? ¿Cómo os va? Veo que
seguís juntos, es buena señal.
Se refería a Mara, Andrei y a mí. Dudé de si con-
tarle los acontecimientos de los últimos días. Me sen-
tía un poco en deuda puesto que él siempre me había
contado sus cosas más íntimas, confiando en mí, pero
finalmente no pude hacerlo, no tuve el valor de des-
nudar mi alma delante de alguien que pertenecía a mi
vida de antes, no me sentía preparado todavía.
―Bien, ya ves, aquí seguimos. A Andrei le va
muy bien profesionalmente, lo aprecian mucho en la
obra. Y a mí me ayudaron mucho trayéndome aquí.
―Creo que tú también deberías buscar algo más
acorde a tu formación ahora que tienes papeles.
―No nos precipitemos, Ion, todavía no puedo ha-
cerlo. Durante un año tengo que trabajar en el mismo
sector de actividad, es decir como peón en la construc-
ción, y a propósito de lo que decías antes, no puedo
cambiar de provincia, así son las leyes. Y lo demás
bien, tengo algún amigo aquí y hasta vida social, ya lo
sabes ―le conté.
―Haces bien, porque mira, cuando menos te lo
esperas te pasa lo que a mí y se acaba lo bueno. Oye,
¿y Mara? La vi algo cambiada, no sé, parece más mo-
derna, y en el rato que estuvimos con ella la noté bas-
tante callada.
―No sé ―mentí descaradamente―, estará can-
sada.
―¿Siguen con sus planes de boda para este ve-
rano?
―No me han dicho nada. No coincidimos mucho,
el trabajo nos ocupa la mayoría del tiempo y luego
cada uno tenemos nuestros amigos, que no son los
mismos.
―Pero habíais congeniado fenomenal el verano
pasado, pensé que erais superamigos.
―Nos llevamos bien, Ion, no nos podemos quejar.
―Una cosa es no quejarse como dices tú y otra
bien distinta es ser íntimos. Andrei tampoco nos contó
mucho durante el viaje, se le veía muy compenetrado
con sus compañeros.
―Todo va bien, no somos una piña como antes,
pero todo está correcto.
―Hablas como un profesor o como el ingeniero
que eres. Ya tengo el recorrido que haremos ―cambió
de repente de tema, para mi satisfacción―. Iremos por
Italia, prefiero esta ruta a ir por Alemania, aunque sea
un pelín más cara. ¿Estás de acuerdo?
―Lo que tú digas, tienes más experiencia en esto.
Yo lo que puedo hacer es llevar también el coche de
vez en cuando para tardar menos.
―Con eso ya contaba, nos iremos turnando. Solo
espero que tengamos suerte y no nos paren por el ca-
mino porque ya no sé cómo está el tema de los carnés
de conducir por todos estos países.
Nos dimos cuenta de que se había hecho bastante
tarde y subimos a casa. Andrei también había llegado,
y habían puesto la mesa para cenar.
―Qué ilusión ―dijo Ion―, ¡de nuevo juntos!
―Sí, qué recuerdos ―asintió Andrei.
Nos sentamos todos y sí que vi a Irina un poco
más gordita. No sabía si Ion y su novia querían con-
tarlo, pero enseguida dieron la gran noticia.
―Bueno, chicos, no sé si vosotros seguís con in-
tenciones de casaros ―dijo dirigiéndose a mis com-
pañeros de piso―, pero Irina y yo nos vamos a ade-
lantar: la semana que viene seremos marido y mujer y
en septiembre papá y mamá.
La original manera de anunciarlo me gustó
mucho. Después de las felicitaciones de rigor,
brindamos por el evento y luego Ion continuó:
―Andrei, Mara, no os vamos a invitar a la boda
porque no será muy grande, y además sería difícil
porque estáis aquí, pero ya haremos una fiesta dentro
de unos meses en Valencia para celebrarlo. A la que sí
os invitaremos será a la boda religiosa que será más
adelante. Por cierto, ¿para cuándo la vuestra? ―soltó
de repente la pregunta que temía que haría.
Mara y Andrei se miraron durante unos instantes
con una media sonrisa que no sé exactamente lo que
expresaba y el chico dijo:
―Tenemos el tema un poco aparcado, entre el
cambio de ciudad y la adaptación al nuevo trabajo no
hemos vuelto a hablar de ello. Ya veremos más ade-
lante, ¿no, cariño?
―Sí ―contestó Mara a media voz.
―Tened cuidado, cuanto más lo alarguéis, peor
―concluyó Ion sin saber la razón que tenía en este
caso―. Miradnos a nosotros, por poco no ha sido un
aquí te pillo, aquí te mato. Y aunque parezca que nos
casamos de penalti tampoco es así exactamente, por-
que nosotros ya hacíamos vida de casados, como vo-
sotros.
El tema finalizó allí. Durante la cena estuvimos
hablando del trabajo de cada uno, de cómo era la vida
en Valladolid, de qué había sido de los conocidos de
Valencia. Por unos momentos el ambiente me recordó
muchísimo a la convivencia de todos nosotros, aun-
que faltaba Mihai, y me gustó. Supongo que, igual
que yo, Mara se esforzó por comportarse como si no
hubiese pasado nada, aunque a mí me costó mirar a
Andrei a los ojos y consideraba mi comportamiento
ruin y villano. Mi alivio era que al día siguiente por la
mañana me iría durante más de dos semanas. Pero
reconozco que la vuelta, o mejor dicho lo que me es-
peraría a la vuelta, me asustaba bastante. No había
mirado anuncios de alquiler en el periódico del do-
mingo, pues el tiempo era demasiado corto y preferí
dejar las cosas tal y como estaban. En función de lo
que pasara en mi ausencia ya actuaría de una manera
o de otra, pensé.
Nos quedamos de sobremesa aunque no tanto
como otras veces. Con la excusa de que al día si-
guiente saldríamos pronto por la mañana, después de
un último cigarro organizamos la manera de dormir.
Como yo tenía una cama de matrimonio, se la cedí a
Ion y a Irina porque el sofá no era bastante cómodo
para una chica en su estado, por mucho que ella
insistiera en que no quería molestar.
A la mañana siguiente, muy temprano, antes in-
cluso de que saliese el sol, sonó la alarma de mi móvil.
Cuando salí del baño, después de la ducha que me es-
pabiló, Irina nos estaba esperando a todos con el café
recién hecho en el salón. Habíamos dejado todas las
maletas preparadas en el pasillo. Teníamos dos mo-
chilas de tamaño mediano con provisiones para el
viaje e Ion traía también una pequeña nevera portátil
que había llenado de botellines de agua y de refrescos.
Mara y Andrei se levantaron también para despedirse
de nosotros. No tardamos en irnos porque mi amigo
dijo que no había tiempo que perder. Con los dos
besos que le di a Mara le quise transmitir fuerza y
algo más, aunque ya no sabía qué pensar.
8. El viaje al revés

Tardamos más de veinte minutos colocando las ma-


letas porque yo llevaba dos bultos, a mi parecer no
muy grandes, pero no había contado con que Irina e
Ion iban a su propia boda, y por lo tanto llevaban mu-
chísimo equipaje. Al final tuvimos que meter algunas
cosas en la parte de atrás del coche. Yo me senté con
Ion delante, en el asiento del copiloto, y para ello me
tuvieron que insistir los dos y explicarme que Irina
estaría mejor atrás, puesto que así podía levantar los
pies y cambiar de postura más fácilmente. Además yo
iba de segundo conductor y así, aunque la chica se
quedase dormida, nosotros nos podríamos cambiar de
sitio y parar sin molestarla.
Armados con un mapa de Europa y sendos
botellines de café ya templadito, salimos de Vallado-
lid en dirección Soria, pasando por Peñafiel, con su
soberbio castillo que parece un navío vigilando el mar
de Castilla, y por Aranda de Duero. De allí a Zaragoza
y luego a Barcelona hasta que después de unas ocho o
nueve horas más o menos llegamos a la Junquera. Allí
había muchos camiones y autocares en fila, pero la
mayoría de los coches pasaban sin control. Habíamos
tenido que parar bastantes veces porque Irina tenía
que ir al baño prácticamente cada hora, cosas de
embarazo que a mí me sonaban muy vagamente. En
uno de los descansos habíamos comido pechuga de
pollo con patatas fritas y tomates frescos. Irina había
preparado comida de este tipo en Valencia, mientras
que yo me había limitado a comprar queso, beicon,
jamón, junto con un par de barras y dos paquetes de
pan Bimbo.
―Irina, así no vas a caber en el vestido el día de la
boda ―la amonestó Ion cariñosamente viendo que su
novia no paraba de picar gusanitos y galletas con cho-
colate.
―Pero mi amor, ya sabes lo que dicen: ahora
tengo que comer por dos.
―Eso es relativo, que ya lo hemos hablado. ¿Por
qué no te echas un rato?
Había conducido Ion hasta pasada Zaragoza,
luego cambiamos de sitio, pero no se durmió como
habíamos convenido en un principio, para ir descan-
sando por turnos, y cuando en Francia nos perdimos
en los Pirineos al salirnos de la autopista por ahorrar
algo de dinero, después de poner toda nuestra con-
centración en salir de aquel bosque oscuro, con una
carretera con muchas curvas, decidimos parar en un
área de servicio para intentar dormir un par de horas.
Irina se pudo tumbar aunque no muy cómodamente,
mientras que nosotros, pese a echar un poco los
asientos para atrás, lo tuvimos más difícil. Habíamos
cambiado de nuevo, así que cuando me desperté ya
estábamos en marcha. Ion me dijo que a él le gustaba
conducir de noche y a las once de la mañana entramos
en Italia. A Irina le gustó la idea de entrar en un túnel
en un país y salir de él en otro. La costa, tanto la
francesa como la italiana, la fascinó, y parecía una
niña pequeña que salía por primera vez de su casa
para ir a la gran ciudad. Desayunamos un poco tarde
pero con unas vistas de lujo, en una estación de
servicio desde donde se veía el Mediterráneo.
El viaje transcurrió sin problemas de ningún tipo.
Habíamos creado un fondo común de unas veinti-
cinco mil pesetas cada uno y lo más engorroso fue ir
cambiando en las divisas de los países por donde pa-
sábamos. Procuramos tener lo justo para no quedar-
nos con mucha diversidad de billetes y monedas aun-
que nos quedaba también el viaje de vuelta. Irina se
encargaba de apuntar concienzudamente todos los
gastos en una libreta que tenía a mano, así que en
cuestión de logística la organización era bastante
buena.
La única anécdota inolvidable la vivimos en suelo
rumano. El sentimiento que tuve al pasar la frontera
fue diferente al que siempre tenía cuando volvía de
mis viajes con el grupo de bailes: ahora la emoción era
mucho más grande que en otras ocasiones, y me sen-
tía diferente.
No tuvimos problemas en el control de la fron-
tera. Ion, siguiendo los consejos de unos amigos suyos
de Valencia, había colocado en el maletero, por en-
cima del equipaje, varios paquetes de café y unas bo-
tellas de vino barato. «Es por si os ponen alguna pega
en la aduana; los funcionarios ven la mercancía, se la
regaláis y problema resuelto», le habían explicado. No
nos hizo falta. Donde sí que echamos mano de ella fue
pasando Arad, la primera ciudad de Rumanía, en-
trando por la aduana de Nădlac: nos paró la policía
con motivo de un radar que supuestamente nos había
registrado circulando a setenta y tres kilómetros por
hora en un tramo de cincuenta. Digo supuestamente
porque en aquella época todos sabíamos que un coche
con matrícula extranjera llamaba la atención a los po-
licías y había mucha corrupción. Nos bajamos Ion y
yo del coche dispuestos a negociar las condiciones de
la sanción.
―La multa es de un millón quinientos mil lei 45
―dijo secamente el policía―. La pueden pagar en el
banco de la esquina.
«Unas diez mil pesetas», calculé yo rápidamente.
Todos conocíamos la situación pero yo nunca me
había encontrado en una similar. Sabía perfectamente
cómo se solía actuar en estos casos pero se me ocurrió
que podían haber cambiado las cosas en aquellos siete
meses que habían transcurrido desde que yo me había
ido. «¿Y si ahora ya no se dejan untar?», me pregunté
con miedo. Pero Ion ya había tomado el relevo y antes
de que yo pudiese reaccionar le oí diciéndole al poli-
cía:
―Traemos un vino muy bueno de España.
Si no fuese por lo sobrio de la situación seguro
que me habría dado la risa. Vino bueno, de doscientas
pesetas la botella. Jugábamos con ventaja, era un de-
talle que solo conocíamos nosotros.
La respuesta fue el colmo de la honradez de aquel

45 Lei (plural de leu): moneda rumana.


representante de la ley rumana:
―No bebo. ¿Qué más traen?
―Café. ¿Qué le parecen diez euros más un pa-
quete de café para su señora? ―oí a Ion regateando
como en el mercadillo.
―De acuerdo, aunque…
―Señor policía, acabamos de cruzar la frontera,
nos queda bastante camino hasta Piteşti, ¡por favor!
―le suplicó mi amigo, haciéndose un poco la víctima.
―Venga, de acuerdo, pero id más despacio, ¿eh?
―nos contestó con tono de padre que riñe cariñosa-
mente a sus hijos.
Ion le dio lo prometido, muy discretamente, eso
sí, y al ponernos en marcha me señaló:
―Te habrás fijado en que no había ningún banco
en la esquina, ¿no?
―Pues no, la verdad ―dije yo sorprendido.
―Tienen mucho cuento, Álex, y hasta que estas
cosas no se erradiquen de raíz poco se puede hacer en
el país.
Me quedé un poco impactado por lo sucedido y
volví a sentir lo mismo que llevaba padeciendo desde
hacía meses atrás: era como si llevase muchísimo
tiempo fuera de mi país y me encontrase en otro
tiempo y otro espacio, y creo que esperaba que las co-
sas hubiesen cambiado en cierta medida y desde mu-
chos puntos de vista.
Me hice lío con las monedas, cosa normal, me ad-
virtió Ion, porque no era fácil lidiar con tanto cambio
de francos, liras, chelines y florines, y quizás mi mente
de ciencias se quedase impresionada y embargada por
la emoción de la vuelta a casa. De todas maneras los
refrescos que compramos en la primera área de servi-
cio donde paramos me parecieron baratísimos en
comparación con los precios a los que ya me había
acostumbrado en España.
Entramos en Rumanía sobre las doce del medio-
día, por lo que calculé que llegaríamos al pueblo en
unas ocho o nueve horas. Me planteé llamar a mi casa
y a la de Anca para avisar de que estaba en camino,
pero finalmente no lo hice. En cambio, la familia de
Ion estaba al tanto de todo y mi amigo les había
advertido que no estropearan mi sorpresa. A medida
que nos estábamos acercando mi emoción se iba
acrecentando e Irina se quejó de que habíamos
empezado a fumar como unas locomotoras.
Cuando entramos en Piteşti no hacía más que mi-
rar ansiosamente las calles, los barrios, los bloques y
la gente, como queriendo ver si había algún cambio
que me pudiese sorprender, pues nunca antes había
estado lejos de todo aquello durante tanto tiempo. Me
sentía un poco extraño, como si ya no perteneciese a
ese lugar, a pesar de que hubieran pasado solo siete
meses. Ese sentimiento lo sigo teniendo hoy día cada
vez que vuelvo a mi país, incluso se ha ido acen-
tuando con el tiempo.
Cuando ya nos quedaba poco para llegar al pue-
blo, creo que hasta empecé a temblar de la emoción.
Llegamos el viernes por la noche y aunque no había
apenas luz por las calles, al ser ya fin de semana y ha-
cer buena temperatura, había mucha gente sentada en
los bancos que allí tenemos a los dos lados de la carre-
tera. Íbamos viendo a la luz del coche a mayores y pe-
queños, a amigos y conocidos formando grupos y gru-
pillos, y me puse a saludarlos como un loco aunque
me di cuenta rápidamente de que ellos no me veían.
Me entraban ganas de pedirle a Ion que parase el
coche, pero el deseo de ver a mis padres y a mi
hermana era más fuerte y me aguanté. Ion me llevó
primero a mí a casa. Lo recuerdo como si hubiese pa-
sado ayer: vimos a mis padres sentados en el banco de
piedra que hay enfrente de casa junto con otros veci-
nos. Mi amigo paró el coche justo delante de ellos y no
apagó las luces por lo que alguien protestó en voz
alta:
―¡Pero bueno, qué impertinente!
Salté del coche como un muelle.
―¡Mamá! ¡Papá! ¡Soy yo, Álex!
Después de unos segundos de silencio, casi me
quedo sin aire de los abrazos y besos que me empeza-
ron a dar, primero mi madre, que ya no se separó de
mí en toda la noche, luego mi padre y todos los demás
allí presentes. El cariño del que me sentí rodeado en
aquellos momentos no se puede explicar con palabras,
y nunca olvidaré lo que me decía una tía abuela, de
unos setenta y tantos años, que siempre habla muy
alto y de una manera muy expresiva:
―Alexandru, hijo mío, qué lejos te has ido.
Vuelve a casa con tus padres y tu familia, que te que-
remos mucho y seguro que estás mejor aquí que entre
extraños.
Lo repitió una y otra vez durante aquella noche
porque después de que Ion se fuese me acompañaron
todos a casa, y antes de poder quedarme a solas con
mis padres ―mi hermana no llegaría hasta el día si-
guiente―, tuve que responder pacientemente a las
preguntas de todos mientras nos tomábamos una
copa de vino. Quizás pueda parecer una manera de
inmiscuirse en la vida de uno, pero en mi país, y sobre
todo en un pueblo, aquello es de lo más normal. Allí
la gente vive como en una gran familia y los vecinos,
familiares y amigos ni siquiera tienen que llamar a la
puerta puesto que está siempre abierta, sin miedos y
sin reparos en defender su intimidad, que pierde mu-
cha importancia. Siempre han vivido así y será muy
difícil cambiar las cosas. «¿Cómo es España? ¿Se vive
mejor allí? ¿Con quién vives? ¿Dónde trabajas?
¿Cuánto ganas? ¿Has ahorrado mucho dinero?
¿Cuánto tiempo piensas quedarte allí?». A estas y a
otras preguntas tuve que contestar durante una hora
aproximadamente, que fue lo que se quedaron en
nuestra casa. Yo estaba seguro de que todos conocían
perfectamente mi situación porque era imposible que
mis padres, sobre todo mi madre, no les hubiesen
contado con todo detalle mi vida, pero sabía que
aquello era así, que el interrogatorio sobre mi vida era
la manera de mostrarme su interés y cariño, y también
las ganas de saber algo sobre un mundo que ni
siquiera se podían imaginar, pues la gran mayoría de
ellos conocían como mucho la ciudad de Piteşti. Por lo
que, aunque el cansancio y las ganas de quedarme a
solas con mis padres eran muy grandes, no mostré
signos de impaciencia en ningún momento; sabía que
era como una especie de ritual y que, satisfecha su
curiosidad y contentos de verme y tenerme de nuevo
entre ellos, llegaría el momento en el que dirían:
―Venga, vámonos a casa, que el chico estará can-
sado y querrá estar con sus padres. Bienvenido a casa,
Alexandru.
―Pero, hijo, ¿cómo no nos avisaste de que venías?
―me riñó mi madre en un tono cariñoso cuando ya
nos quedamos los tres―. Te habría cocinado tus
platos favoritos.
―Qué preguntas haces, mujer ―contestó mi pa-
dre en mi lugar―. Pues nos quiso dar una sorpresa, ¿a
qué sí? Además, conociéndote, seguro que si te lo
hubiese dicho antes, no habrías dormido ni comido
durante varios días. Bueno, Álex, hijo, te veo muy
bien y no te rías, pero me parece que hasta has crecido
un poco. ¿Ves como sí que come bien allí? ―se dirigió
de nuevo hacia mi madre.
―Es de hacer deporte, que ya nos lo dijo por telé-
fono. Pero, Álex, dime, ¿Anca sabe que venías?
―No, tampoco la avisé.
―Deberías llamarla para decírselo, y la invitamos
a pasar unos días aquí con nosotros, no sería mala
idea, ¿no crees?
―No sé, yo había pensado ir a verla el lunes. Ma-
ñana le digo a Diana que la llame a ver si está en Bu-
carest y así le doy la sorpresa a ella también.
Sabía que mi madre quería invitarla para aprove-
char al máximo el tiempo de estar conmigo, pero a mí
también me apetecía ver a mis amigos aunque fuese
solo durante unas horas.
Después de cenar nos quedamos charlando hasta
las tantas de la madrugada. Mis padres sabían cómo
me iba en España y estaban al tanto de mi vida, pero
media hora de conversación telefónica por semana era
muy poco para contar lo que uno vive y cuando ha
pasado más de medio año quedan muchos detalles y
muchas historias en el tintero. Y también al revés. No
nos cansamos de ponernos al día, tanto ellos como yo,
de contarnos cosas que habíamos vivido o que habían
ocurrido simplemente a nuestro alrededor.
Los regalos les gustaron mucho: un reloj a cada
uno, que entusiasmó sobre todo a mi padre, puesto
que siempre los perdía o se le estropeaban; un jersey y
una chaqueta de punto, «para estrenar el día de
Pascua», les dije; una colonia de mujer porque sabía
que a mi madre le costaba muchísimo gastarse dinero
en ella misma; otra a mi padre, que dijo que para lo
que salían seguro que le duraría varios años; y
muchos detalles de la tienda china a la que me había
aficionado durante el tiempo que estuve preparando
los regalos: un cenicero en forma de plaza de toros
con la figura del torero correspondiente al lado; varios
utensilios de cocina, un juego de tazas de café y unos
marcos de fotos, porque en España me había gustado
descubrir la cantidad de retratos que la gente tenía en
sus casas; les llevé también un álbum con todas las
fotos que me había hecho durante aquellos meses: en
la playa de Valencia, en el parque de al lado de casa,
con el Hotel Paraíso al fondo, delante de unos
naranjales, en Campo Grande, en los dos pisos y hasta
en la obra, vestido con el mono y con el casco de pro-
tección puesto. En la mayoría salía solo, pero en
alguna me acompañaban amigos y compañeros y tuve
que explicar, a mi madre sobre todo, quién era cada
uno de ellos, cómo se llamaba, qué relación teníamos
y un largo etcétera.
Deshicimos juntos la maleta llena de regalos y los
organizamos para tenerlos a mano en los días siguien-
tes: velas de distintos tamaños, formas y colores, cesti-
tas de jabones perfumados, mecheros luminosos, ceni-
ceros con la inscripción «Recuerdo de Valladolid», va-
rias cajas de puritos, que junto con los juguetes y los
caramelos para los niños demostraban, según mi ma-
dre, lo buen chico que era al pensar y acordarme de
toda la gente que me quería.
Nos fuimos a la cama casi al amanecer, pero no
pude dormir hasta muy tarde porque las ventanas no
estaban muy bien aisladas y las visitas empezaron a
llegar bien pronto. Creo que se había enterado todo el
pueblo de que había vuelto. Además llegó también mi
hermana, así que me levanté intentando ahuyentar el
cansancio y aprovechar el tiempo para estar con los
míos.
Diana fue muy directa cuando me vio:
―Pero ¡qué canalla! Mira que no decirme nada ni
a mí siquiera…
―Hermanita, una sorpresa es una sorpresa.
Más tarde le pedí que llamase a Anca para averi-
guar dónde estaba. Seguiría en Bucarest hasta el mar-
tes, le dijo a mi hermana, así que me propuse ir para
allá el lunes a primera hora. A quien sí que llamé fue a
Paul, y le asombró mucho que estuviese en Rumanía.
Lo noté algo cortado cuando le dije que nos veríamos
en un par de días y le pedí que no le dijese nada a mi
novia en caso de que se la encontrara, y supuse que
había sido porque no se lo esperaba.
Me pasé el resto del día recibiendo visitas de veci-
nos y familiares, contando mil veces las mismas histo-
rias y contestando a las mismas preguntas. Los más
pequeños se quedaron con nosotros todo el día, ju-
gando felizmente con los coches y las muñecas que
«tío Álex nos ha traído de España». Comimos y
cenamos acompañados de gente, en un ambiente fes-
tivo, igual que al día siguiente, el equivalente del
Domingo de Ramos en Rumanía, fiesta religiosa muy
importante allí también, en la que celebramos el santo
de todos aquellos que tienen nombre de flor: Florina,
Florentín, Violeta, Viorica. También se acercaron a
casa Ion e Irina, que habían vuelto con los padres y
hermanos de ella. Mi madre y las vecinas mostraron
muchísima curiosidad por la chica y le hicieron un
montón de preguntas que ella contestó tímidamente.
Como yo me iba a Bucarest y ellos estarían muy liados
con la organización del evento, quedamos en que nos
veríamos el mismo día de la boda. A mi madre no le
gustó mucho la idea de que me fuese a los dos días de
llegar a casa, pero el lunes a primera hora de la
mañana cogí el autobús para Piteşti. El vehículo, muy
viejo y por cuyo tubo de escape salía un humo negro y
espeso, y la carretera llena de socavones que el con-
ductor intentaba esquivar como buenamente podía,
me devolvieron a una realidad de la que me sentía
bastante alejado. No me gustó porque me había
acostumbrado a los autobuses nuevos y con aire
acondicionado de Valladolid y a una infraestructura
excelente. También me chocó la actitud y la expresión
de la gente: veía en sus rostros cansancio y tristeza, y
un conformismo que seguramente también me había
caracterizado a mí no mucho tiempo antes. Las
modestas casas que observaba a través del cristal
bastante sucio, las mismas de toda la vida, acentuaron
mi sentimiento de vacío, como si estuviese claro que
ya no pertenecía tanto a ese lugar, aunque también me
sirvió para ubicarme en otra realidad, que era la
misma que había dejado atrás hacía siete meses. Me
sirvió para pensar que mi novia seguía allí, igual que
mi familia y todos aquellos que me habían recibido
con tanto amor un par de días antes, pero tengo que
reconocer que eso no me tranquilizó del todo. Quería
pensar que todo podía seguir igual y que nada había
cambiado en realidad, pero me di cuenta, a la vez, de
que no estaba seguro de querer que así fuera.
Al llegar a la ciudad me fui andando desde la
estación de autobuses hasta la de trenes, pues deseaba
recorrer un poco a pie las calles de mi ciudad. De paso
entré en un banco a cambiar algo de dinero y también
me compré, con un antojo terrible, unas rosquillas con
sésamo y semillas de amapola en una panadería. No
me encontré con nadie conocido, seguramente por la
hora que era. Ya enfrente de la estación no me fue
nada difícil encontrar un microbús que partiría
enseguida para Bucarest, porque allí había una parada
de donde salían cada hora autobuses hacia la capital.
Los estudiantes lo teníamos bien fácil cuando
perdíamos el tren, que era más barato, por cierto. Solo
me dio tiempo a fumarme un cigarro antes de montar
en la furgoneta y salir: como mucho me quedaban
horas para ver a mi novia, lo que me devolvería
seguramente los pies a la tierra.

Debían de ser las doce más o menos cuando llegué a


Bucarest. Bajé en Militari, el primer barrio de la capital
por la entrada de la autovía Piteşti-Bucureşti, cogí el
metro y me fui directo a la universidad. «Seguro que
está allí», había pensado, «o bien en clase, o en la bi-
blioteca». Compré emocionado rosas en el puesto
donde antaño le compraba una de vez en cuando,
cuando iba a buscarla al salir de clase, y me puse con-
tento al darme cuenta de que me estaba embargando
la emoción, pensé que aquello era buena señal, y que
todo lo que había dejado en España no había sido tan
real. Subí nervioso hasta la segunda planta de la Fa-
cultad de Historia y tuve que esperar un poco delante
del aula donde Anca solía tener clase, hasta que
llegase el cambio de asignatura. Cuando se abrió la
puerta, el corazón casi me da un vuelco. La primera
que salió fue una compañera de mi novia que conocía
porque vivía en el mismo campus que nosotros.
―Álex, ¡qué sorpresa! ¿Qué tal tú por aquí?
―Hola, Cristina, vengo a buscar a Anca. ¿Qué tal
estás?
―Bien, estoy bien, ¿y tú? ¿No estabas en España?
―Sí, he venido de vacaciones.
―Anca no está, no ha venido hoy.
―Ah, ¿no? ―me quedé un poco sorprendido.
―No, bueno, viene más bien poco últimamente,
aunque eso ya lo sabrás, ¿no?
―No, sí, claro… ―balbuceé.
―Te dejo, me tengo que ir.
Se empezó a oír bastante jaleo desde la clase, señal
de que saldrían las demás compañeras y por un ins-
tante quise quedarme para ver si alguna de ellas sabía
algo más de mi novia, pero acto seguido me fui co-
rriendo. «¿Y si le hubiera pasado algo?», pensé mien-
tras bajaba las escaleras. El sábado le había confir-
mado a mi hermana que estaría en Bucarest, así que
sin pensarlo me fui directamente a la biblioteca de la
facultad, puesto que allí solía pasar mucho tiempo y
ahora, con el proyecto de fin de carrera, seguro que
tenía que leer más. Entré despacio para no hacer ruido
y desde la entrada empecé a buscarla con la mirada.
La sala estaba medio vacía por lo que no me costó
mucho darme cuenta de que no se encontraba allí. Me
vio en cambio otra compañera suya que acababa de
entrar y que se levantó a saludarme. Salimos al pasillo
y le pregunté por Anca.
―No, no ha venido ―me dio la misma respuesta
que Cristina.
―¿No tienes idea de dónde puede haber ido? Ella
no sabe que estoy aquí, quería darle una sorpresa.
―Una sorpresa ―repitió la chica―. No, no lo sé,
la verdad, puede que se haya quedado en la residen-
cia, o que se haya ido ya con sus padres. Total, para
dos días que nos quedan esta semana…
―Sí, claro, muchas gracias y hasta pronto.
Era evidente que a casa no había podido ir, pri-
mero por lo que le había dicho a Diana y luego por-
que Anca era una chica muy aplicada y aunque solo
quedaran dos días de clase no era el tipo de alumna
que faltara a clase sin un motivo importante. Después
de pensarlo un rato me dirigí a la Biblioteca Nacional,
donde también solía ir a por material, pero tampoco la
encontré allí. Entonces decidí irme a la residencia.
Entré en el bloque donde vivía, pregunté al conserje
por la habitación y subí tan rápido hasta la cuarta
planta que casi me quedo sin aliento. Respiré
profundamente delante de la puerta cuatrocientos tres
y llamé. El corazón casi se me sale del pecho cuando
oí que se acercaban para abrirme.
―¡Hola! ―dijo una chica rubia, medio vestida.
―Hola, tú debes de ser Roxana ―reaccioné.
―Sí, y tú eres…
―Álex, soy Álex, el novio de Anca, tu compañera
de habitación. Quería darle una sorpresa, pero no es-
taba en la facultad.
―¡Álex! ―repitió la chica un poco cohibida―.
¡Anda, vaya sorpresa! Anca no te esperaba, claro.
―No sabe que venía, desde España, ya sabes.
―Sí, ya sé… Ay, perdona, ahora te hago pasar,
solo dame unos minutos para cambiarme, ¿ok?
Me senté en el radiador al lado de las escaleras,
que era el lugar donde esperábamos cuando hacíamos
cola para la ducha. Roxana tardó muy poco en salir a
buscarme.
―Álex, perdona, puedes pasar si quieres.
―Gracias. ¿Sabes dónde está?
―Yo pensaba que estaba en la facultad.
―No, no ha ido hoy, hablé con unas compañeras
de clase.
―Entonces fijo que está en la biblioteca, recopi-
lando bibliografía para el proyecto.
―Tampoco, la he buscado allí también.
―Ah, pues entonces seguro que estará a punto de
llegar, a lo mejor fue a comprar alguna cosa. Yo tengo
que salir, pero tú te puedes quedar a esperarla si quie-
res.
―Muchas gracias, pero creo que la esperaré abajo,
voy a comer algo mientras llega, así aprovecho y veo a
un amigo. Déjale una nota para que vaya a la pizzería,
no lo quiero hacer yo porque conoce mi letra, ponle
que alguien la está esperando o que tiene una
sorpresa, no sé.
―Eso está hecho.
―Bueno, pues encantado de conocerte y espero
verte luego, Roxana.
―Lo mismo digo, hasta luego.
Me paré en la cabina de la planta baja del bloque y
llamé a Paul. Quedé con él en el restaurante y en cinco
minutos estaba allí, esperándole sentado en una mesa,
cansado y con hambre.
Me había pasado toda la mañana yendo de un
lado para otro buscando a Anca, la mochila ya me
pesaba aunque no llevaba muchas cosas, y el ramo de
rosas había perdido algo de su frescura.
―Álex, amigo, ¿qué tal estás?
Paul había sido mi mejor amigo en todos aquellos
años, aparte de compañero de clase y de habitación, y
habíamos compartido muchísimas cosas durante ese
tiempo. Cuando al poco de decidir emigrar se lo hice
saber y le pregunté si él se plantearía esa posibilidad,
fue muy claro y tajante.
―No, Álex, yo no me voy. Lo he pensado, no te
creas, porque también tengo familiares en España y en
Italia, pero no, yo no soy tan valiente como para aban-
donarlo todo e irme a descubrir lo desconocido.
Habíamos estado en contacto, al principio a través
de las llamadas que le hacía de vez en cuando, y unas
semanas antes habíamos empezado a enviarnos e-
mails y así contarnos más cosas. Nada más acabar la
carrera, él había encontrado trabajo en una empresa
mediana y aunque su sueldo no era para tirar cohetes,
en todo momento me manifestó estar contento, sobre
todo por la experiencia que estaba adquiriendo. Ya
llegaría su oportunidad, me decía.
Nos dimos un abrazo muy fuerte. La verdad es
que me habían pasado muchas cosas y había conocido
gente nueva, pero lo había echado de menos.
―¿Me has traído rosas? ¡No me lo puedo creer!
Sabía yo que lo nuestro era muy fuerte, pero tanto
como para que…
―Anda, calla, no digas tonterías, las flores son
para Anca, lo sabes perfectamente, pero todavía…
―No la has visto.
―No, todavía no, y la verdad es que no sé dónde
podrá estar: la he buscado en la facultad, en la biblio-
teca de Historia, en la Nacional, en su habitación. Allí
solo estaba Roxana, su compañera.
―¿La rubia?
―Sí, ¿la conoces?
―Algo, sí.
―¿Tú no sabrás dónde habrá ido? Sé que está en
Bucarest, la llamó mi hermana el sábado.
En nuestras cortas conversaciones telefónicas Paul
casi nunca me hablaba de ella. Es cierto que la relación
que habíamos tenido había sido más bien una de pare-
jas, pero al ser su novia compañera de Anca me espe-
raba que se siguiesen viendo y que tuviesen más con-
tacto.
―No lo sé. ¿Y tú? Cuéntame cómo te va, tío;
ahora que te tengo aquí, en carne y hueso, me lo tienes
que contar todo.
―Ya ves, parece mentira que hayan pasado siete
meses, ¿no?
Nos pedimos unas pizzas para comer, como en los
viejos tiempos, y empezamos a ponernos al día. De
vez en cuando miraba por el gran ventanal del local,
esperando a mi novia, pero ella no llegaba.
A Paul, aunque sabía a grandes rasgos mi historia,
le conté con todo detalle mis comienzos, el cambio de
ciudad, las salidas con mis nuevos amigos, mi día a
día.
―¡Pero si sales más que antes!
―Sí, la verdad.
―¿No habrás encontrado algún amor de sustitu-
ción? ―me preguntó de repente.
Nos parecíamos bastante en cuanto a la visión que
teníamos de una relación de pareja. Él también llevaba
bastante tiempo con su novia y precisamente porque
creía saber perfectamente cómo era me sorprendió su
pregunta. Pero no dudé en ningún momento en con-
tarle la verdad.
―No exactamente, vamos, que algo hay, o hubo,
pero…
―No me lo puedo creer ―me interrumpió, a la
vez que se le iluminaba un poco la cara.
―Paul, no creo que sea el mejor momento para
contártelo, porque quería ver primero a Anca.
―Pues ¿sabes algo? Yo creí que tampoco era buen
momento para verte, es decir, habría preferido que la
vieses antes a ella, pero parece ser que alguien allí
arriba lo ha dispuesto todo así con algún propósito.
―¿Así cómo? ¿Qué quieres decir? ―Me intrigó su
comentario.
―Vamos a ver, yo he sido tu mejor amigo y tú mi
mejor amigo durante los últimos años, ¿no?
―En efecto.
―Aun así no quería ser yo el que te diese las ex-
plicaciones que te tiene que dar otra persona.
―¿Qué quieres decir? ―repetí petrificado.
Advertí que le costaba continuar, pero por fin
consiguió soltarlo:
―Seguramente Anca no sea la misma persona
que tú conoces. Yo tampoco te voy a contar ni inter-
pretaciones o sensaciones mías, ni cosas que a lo me-
jor no conozco exactamente, porque creo que lo mejor
es que lo aclaréis vosotros; pero, y perdona que me
haya puesto así, me he alegrado un poco cuando me
has dicho que puede que haya algún cambio en tu
vida sentimental, porque creo que así te será más fácil
aceptar las cosas. El cambio.
No lo entendía, aunque quizás empezase a sospe-
char de qué se trataba.
―Álex, yo sabía que Anca no te había contado
nada porque Mihaela y ella son amigas. Bueno, quizás
ya no tan íntimas como hasta el año pasado, pero si-
guen quedando fuera de clase. Evidentemente,
cuando yo me enteré de ciertos acontecimientos, por
el respeto y el afecto que te tengo, dejé de verla o,
mejor dicho, procuré evitarla en todo momento. A mi
chica ni quiero ni se lo puedo impedir, está claro.
―Paul, no te andes por las ramas ―le pedí―.
¿Anca tiene a alguien?
―Más o menos, pero me gustaría que lo hablaseis
vosotros.
En aquel instante se me nubló todo. Quería pensar
con claridad y digerir las cosas pero no pude, me ve-
nían a la mente las conversaciones telefónicas que ha-
bíamos tenido durante aquellos meses, los años de re-
lación, la despedida en la estación de Piteşti, y
también el día que conocí a Mara, mis incertidumbres
y miedos, el verdadero propósito del viaje. Me sentía
muy raro, era como si de repente aquello se
convirtiera en un castigo por haberme dejado llevar
en los últimos meses, por haber traicionado la
confianza de mi novia.
De repente lo vi clarísimo. Sí, estaba todo muy
claro: por alguna razón a los dos nos había pasado lo
mismo, a mí en España y a ella en Rumanía. Pero…
estaba allí, en aquella pizzería, y las rosas me recorda-
ron mi intento de reconfirmar la historia de amor que
había dejado atrás. Paul me sacó de estas reflexiones
desordenadas, queriendo saber qué era lo que yo tenía
a tres mil quinientos kilómetros de casa. Cuando se lo
conté todo, me dijo:
―Lo siento, Álex, aunque ya sabes lo que se dice,
no hay mal que por bien no venga. Tú creías en el des-
tino, igual que yo, así que toma las cosas tal y como
vienen.
―Ya…
―De momento, ¿qué vas a hacer? ¿Te vas a que-
dar esperándola aquí todo el día?
―Sí, no, no sé ―titubeé.
Estaba bastante descolocado e inseguro y no cabía
duda de que se me veía en la cara, así que mi amigo
tomó la iniciativa:
―Vamos a dejarle una nota en la puerta, es obvio
que la tienes que ver cuanto antes y aclarar las cosas.
Luego te vienes conmigo. Te quedarás aquí esta no-
che, ¿no?
―Sí, eso tenía pensado.
Cuando salimos de la pizzería eran ya casi las
cinco de la tarde. Subimos de nuevo hasta la habita-
ción de Anca y después de llamar sin éxito, le dejé un
escrito, como antiguamente, esta vez diciéndole
directamente que estaría en la habitación de Paul. El
elemento sorpresa ya no tenía sentido.
«Qué raro», pensé. El tema de la sorpresa creía ha-
berlo hecho, en el caso de mi novia, para reavivar un
poco el pasado, para hacer que todo tuviese cierta
continuidad. Quizás mi amigo tuviera razón y las co-
sas nunca pasan porque sí.
Paul había conseguido para ese curso una habitación
para él solo. Aunque estaba trabajando, se había
matriculado en un master en ciencias informáticas y
así se pudo quedar en la residencia. Había conseguido
solucionar el tema de la otra plaza con uno de los mi-
les de chanchullos que se hacían todos los años.
Mihaela estaba allí día sí, día también, por lo que me
contó, y cuando le pregunté que por qué no la había
visto aquella mañana en la facultad, me explicó que se
había ido donde sus padres desde el viernes anterior y
que no volvería hasta después de Pascua.
―Qué pena que no pueda verla ―dije.
―El riesgo de las sorpresas ―contestó Paul son-
riendo―, pero sí que puedes ver a los demás. Vamos
a llamarlos y quedamos más tarde para tomar algo
con ellos; excepto Marian, están todos.
―Me parece bien, tenía muchas ganas de veros a
todos.
Los demás eran compañeros de facultad que se-
guían allí o simplemente vecinos de habitación y de
fiestas, y me hacía ilusión verlos porque todo aquello
me traía muchos y bonitos recuerdos. El simple paseo
por el campus o comer en la pizzería donde tantas ho-
ras había pasado me había emocionado mucho, por
no hablar de cuando entré en la habitación de Paul, la
misma que habíamos compartido hasta hacía menos
de un año. Excepto mi toque personal, como se lo dije
riendo a mi amigo, todo estaba igual. Había juntado
las dos camas de noventa para hacer una de matri-
monio, supuse, ya que su novia pasaba mucho tiempo
con él. La caja que hacía de frigorífico seguía allí, y
también la mesa vieja con sus dos sillas, la estantería
que habíamos fabricado con unas baldas encontradas
al lado de un contenedor y que servía perfectamente
para colocar los libros y los apuntes. Como novedad
había una moqueta no muy nueva pero bastante
cuidada, una cortina ―nosotros nunca antes
habíamos tenido cortinas―, y muchas cremas y
cosméticos femeninos en la repisa del lavabo.
―¿Estáis bien Mihaela y tú? ―pregunté sin ro-
deos.
―Sí. Aunque por lo visto nunca se sabe. Me entra
la nostalgia echando la vista atrás, ¿a ti no?
―También.
En ese momento llamaron a la puerta y pensé que
sería alguno de nuestros amiguetes. Paul se levantó a
abrir, y enseguida oí:
―Álex, es para ti.
Supe que era mi novia. Me levanté casi
temblando, me acerqué y vi a una Anca muy
cambiada, tanto que casi ni la reconozco en un primer
momento. Nos quedamos un poco cortados los dos
como si fuésemos dos extraños, pero en el segundo
siguiente nos fundimos en un largo y sentido abrazo.
Paul se había quedado detrás de mí y después de
unos instantes me pareció oír:
―Yo me voy, tengo que hacer unas cosas, luego
os veo.
Permanecimos allí, de pie y abrazados, durante
un buen rato. Aunque hasta su perfume era otro, me
empeñé en sentir por unos momentos que
continuábamos siendo los mismos de unos meses
atrás. Cuando por fin decidimos separarnos nos
miramos fijamente antes de atrevernos a hablar, y
quien rompió el hielo fui yo.
―No pareces tú, ¡estás tan diferente!
Físicamente parecía otra, desde luego: se había
aclarado el pelo y llevaba mechas rubias y pelirrojas,
en un corte de pelo muy actual y fresco, «quizás
demasiado moderno para lo que ella ha sido
siempre», pensé, con flequillo asimétrico y melena
encuadrándole la cara. Anca apenas se maquillaba
antes, y si lo hacía era de una manera muy natural.
Ahora me pareció ver que llevaba colorete, y sus ojos
azules despuntaban y brillaban más que nunca.
También tenía los labios pintados, lo que me pareció
muy sexy. Su vestimenta iba en la misma línea: una
camiseta con escote bastante pronunciado, pantalones
muy ceñidos y botas de tacón. Llevaba un collar muy
llamativo, varias pulseras en la muñeca y las uñas
pintadas de azul. Se debió de sentir incómoda por
cómo la miraba.
―Tú también has cambiado, Álex, pareces hasta
más alto. Lo siento, sé que me has estado buscando
esta mañana.
―Sí, quería darte una sorpresa.
―Había quedado con mi tutor en el Museo de Ar-
queología, sabes que es investigador allí, y me pasé
casi todo el día repasando varios materiales.
―Toma, estas son para ti ―le dije levantándome
a por las rosas―. Perdona, pero con tanto paseo, se
han marchitado un poco.
Parecíamos dos extraños y eso me molestaba bas-
tante, así que decidí cambiar la manera de hablar, por-
que pasara lo que pasara así no arreglaríamos nada.
―Anca, ¿qué queda de nosotros?
―Álex, yo creo que ya nada es igual.
―Lo sé, por eso estoy aquí, parece que los dos he-
mos cambiado, para bien o para mal.
―¿Los dos?
―Sí, los dos, a mí también me han ocurrido cosas,
Anca. Quería pensar que simplemente estaba confun-
dido y esa es la principal razón de mi visita precipi-
tada.
No aguanté más, no veía justo esperar a que ella
me contase primero los acontecimientos de su vida,
aunque aquello simplificase bastante las cosas, así que
empecé a narrarle con pelos y señales mi historia.
Cómo me había empezado a fascinar Mara en Valen-
cia, lo que poco a poco había comenzado a sentir por
ella, mis dudas, mis miedos a echarlo a perder todo, le
conté hasta el episodio de Marta. No me dejé nada en
el tintero porque no quería engañarla, no podía. La
tenía allí, delante de mí, y aunque veía a una Anca
muy diferente a la que yo conocía, a medida que me
iba desahogando la sentía más cerca. Era una
paradoja, porque de repente se volvió en una especie
de confesor, aunque al mismo tiempo percibía que
nos estábamos distanciando con cada palabra mía. No
podría haberlo hecho de otra manera, tenía que ser
por primera vez en muchos meses honesto y claro
conmigo mismo. La miraba a los ojos de vez en
cuando y notaba en su mirada mil cosas a la vez:
cariño, impotencia, rabia, complicidad, comprensión.
Cuando acabé, le dije:
―Quiero que sepas que en ningún momento he
querido traicionar tu confianza ni faltar al respeto a
todo lo que hemos vivido durante estos años tú y yo.
Te repito, quería pensar que estaba confundido y
necesitaba confirmarlo. Lo siento si pensé que tú me
esperarías aquí sin más, como si nada hubiese pasado.
Puede que la realidad que me encuentre ahora sea
bien diferente.
―Álex ―me dijo en voz suave pero decidida y se-
gura―, entiendo que sabes que aquí también han su-
cedido cosas que yo tampoco te he contado por telé-
fono. No sé lo que te han dicho exactamente pero te lo
contaré y desde luego que yo no puedo juzgarte, ni
muchísimo menos, porque aunque sea casualidad, yo
también me siento culpable.
Respiré hondo y me preparé para escuchar. Igual
que yo, Anca no se ahorró ningún detalle y supe que
todo empezó debido al cambio de compañera de ha-
bitación. Roxana, quien recordé perfectamente como
en un principio me había dicho que no le gustaba
nada y que no estaban en la misma onda, resultó ser
una chica con muchos amigos y extensa vida social.
Poco a poco se fueron haciendo amigas, cosa que
también sabía, y eso fue el detonante del gran cambio
de mi novia. Roxana era muy moderna: iba siempre a
la última, frecuentaba locales de moda, acudía a
conferencias y seminarios de mucha controversia
actual, a la vez que destacaba en la Facultad de
Ciencias Políticas y Comunicación. Sus numerosos
amigos la visitaban a menudo y tenía muchos
pretendientes masculinos, listos siempre a satisfacerle
cualquier capricho, pero no tenía una relación estable.
Se cansaba mucho de los chicos, me explicó Anca, y
decía que le sería muy difícil encontrar a alguien que
le diese todo en la vida. En pocas palabras, Roxana
brillaba en todos sus círculos y era el centro de
atención de todas las reuniones en las que tomaba
parte.
Anca le fue copiando el estilo en cuanto al aspecto
exterior se refiere y descubrió que le gustaba vestir y
maquillarse como Roxana. Al poner en valor partes de
su cuerpo que no pensaba que destacarían tanto se
sintió más segura de sí misma, «aunque nunca le ha
faltado confianza», pensé. Ella también brillaba por
sus conocimientos en muchos campos y poco a poco
se fue adaptando al ritmo de su compañera. Al
principio le acompañó a un seminario en la facultad:
el invitado especial era un político muy bien visto en
Rumanía en aquel entonces; luego fueron a un
concierto de jazz a Lăptăria lui Enache46, en el ático del
Teatro Nacional. Poco a poco Anca fue conociendo a
más y más amigos de Roxana, y entre la pandilla fija
con la que solían salir conoció a Markus, un chico
alemán que había llegado unos meses antes a la
Universidad de Bucarest desde Inglaterra con el fin de
realizar un trabajo de investigación para su tesis
doctoral, pero se adaptó tan bien que decidió
quedarse todo el curso. Markus estudiaba letras, como

46La lechería de Enache (rum.) es uno de los mejores bares de Bucarest,


lugar de encuentro para muchos jóvenes y artistas de la capital rumana,
donde también se organizan eventos musicales y teatrales.
ella, y enseguida encontraron mil temas de
conversación. Llegados a este punto de la historia,
Anca paró y sacó del bolso un paquete de tabaco.
Nunca había fumado.
―Ya sé que no es bueno y que empecé tarde, pero
fumo poco y ahora estoy un poco nerviosa.
Le ofrecí fuego intentando no parecer sorpren-
dido, y continuó:
―Con motivo de que él estaba aprendiendo ru-
mano, nos empezamos a ver más a menudo. Yo le
conté nuestra historia y le expliqué que me iría a Es-
paña al acabar el curso. Pero llegó el viaje que hicimos
en Navidad.
Me acordaba perfectamente, pero ahora era dis-
tinto: ataba cabos y entendía el sentido de muchas res-
puestas que Anca me había dado, aunque no de ma-
nera explícita.
―Álex, le di muchas vueltas al tema, durante se-
manas pensé que no debía haber ido.
―¿Qué pasó entre vosotros?
―Nada de lo que uno se puede imaginar. Había-
mos reservado varias habitaciones en una casa rural y
la primera noche Roxana me abandonó al liarse con
uno de los chicos nuevos, como los llamaba ella. Mar-
kus y yo salimos juntos de la discoteca y me agarré a
su brazo porque había nevado mucho.
Me acordé del miedo con el que caminaba cuando
el suelo estaba helado.
―En la casa rural nos ofrecieron una taza de vino
caliente, luego nos tomamos otra, y al final nos besa-
mos y pasamos la noche juntos. Dormimos cada uno
en su cama y no hicimos nada, pero al día siguiente
por la mañana, cuando me desperté, me había llevado
el desayuno a la habitación. La cosa no fue a más du-
rante esos días, pero volví hecha un lío.
»De nuevo en Bucarest, Markus iba a verme cada
vez más y prefería hacerlo solo que en compañía de
los demás amigos de Roxana. Un día me dejó una rosa
en la puerta, sin nada más, otro día me regaló una
guía de alemán con diálogos que tenían como
personajes a dos chicos con nuestros nombres, se
había pasado una noche entera confeccionándola. En
otra ocasión me dejó en el agujero de la puerta un
sobre con una entrada para el partido Rumanía–Hun-
gría que fuimos a ver en su viejo y destartalado
Trabant, vestidos con camisetas de la selección
rumana y con la cara pintada de rojo, amarillo y azul.
Detalle tras detalle, hace más o menos mes y medio
que se me declaró. Álex, la verdad es que…
Se paró en seco y me miró fijamente a los ojos. Sa-
bía perfectamente lo que me diría.
―Lo siento mucho, igual me equivoco, pero creo
que me he enamorado de Markus. Ahora tú estás aquí
y… no sé… veo las cosas de manera diferente. No
quiero ser ni parecer dura, pero nosotros tampoco he-
mos tenido mucha vida amorosa antes de conocernos.
Yo creo que quería y soñaba con que mi primer y ver-
dadero amor fuese también el último, pero nuestros
planes de emigrar, el hecho de que tú te hayas ido an-
tes… No quiero herirte, sin embargo a mí me gusta la
vida que llevo ahora mismo, no he dejado de estudiar
para nada, sigue siendo mi principal prioridad, pero
he hecho cosas diferentes que me han gustado, y creo
que aunque me duela, tengo que escuchar a mi
corazón. Lo único que me reprocho es no haber
actuado bien contigo, te lo tenía que haber dicho y por
ello te pido perdón. Simplemente no pude, pasé más
de una noche sin dormir pensando en lo nuestro y me
dolía sentir que te estaba haciendo daño, aunque tú
no lo supieras. Luego estaban tus amigos, nuestros
amigos. No es que haya tenido muchas cosas que
ocultar, pero me sentía mal cuando me veían con Ro-
xana y sus amigos en la terraza o por la calle simple-
mente. En fin, solo quiero y espero que puedas enten-
derlo.
¿Cómo no lo entendería? Aunque se me hacía raro
vernos en esa postura, que parecía casi la de un matri-
monio confesando sus infidelidades.
―¡Qué extraña es la vida, Anca! ¿Te das cuenta de
que somos simples marionetas del destino? Ni tú ni
yo sabíamos lo que le pasaba al otro en realidad, y
ninguno de los dos tuvo el valor de decirlo.
―Es que, si ya es difícil de por sí, hacerlo cuando
el otro está a miles de kilómetros de distancia, muchí-
simo más. Lo siento, pero yo tengo claro que no lo ha-
bría hecho ni por carta ni por e-mail, ni mucho menos
por teléfono, y si no hubieses venido ahora, que no me
lo esperaba, habría esperado al verano para hacerlo,
aunque posiblemente sucedan más cosas hasta enton-
ces.
―¿Más cosas?
―Sí, Álex, puede parecer una locura, pero estoy
pendiente de que me concedan una beca a partir de
septiembre en la Universidad de Birmingham, donde
Markus está haciendo su doctorado. Creo que tengo
bastantes puntos, lo sabré en mayo.
―¡Una beca!
―Sé que te parece fuerte, pero lo empezamos en
broma y la verdad es que terminó haciéndome muchí-
sima ilusión.
―¿Y tus padres?
―Pues fue difícil. Bueno, lo es, porque en realidad
solo se lo dije a mi madre y no del todo, solo le
insinué algo. Es que, Álex, mi padre habla mucho de ti
y hace planes de futuro para nosotros, como los que
hacíamos tú y yo.
Como los que hacíamos tú y yo. Se me hacía ex-
traño hablar en pasado de nosotros así, de repente,
pero me tendría que acostumbrar, las cosas eran más
que evidentes.
―¡Estuvo tan contento cuando nos mandaste
aquellos regalos en Navidad! En cuanto al dinero, fui
yo la que quiso que se lo devolvieras, lo siento pero
dadas las circunstancias, lo tuve que hacer, espero que
lo comprendas.
―No te preocupes, ese dinero lo quería restituir
cuanto antes. Anca, me parece un poco ridículo ahora,
pero tengo un regalo para ti.
Un par de semanas antes se me había ocurrido
comprarle un anillo de compromiso. A pesar de tener
un gran lío en la cabeza, por un momento había pen-
sado que con eso acabarían todas mis dudas. No para
casarnos ya, pero sí para hacer un poco más firme u
oficial nuestra relación.
Al verlo, sonrió.
―Sabes perfectamente que no lo puedo aceptar.
―Imaginaba que dirías eso, pero te voy a insistir,
quiero que lo guardes como recuerdo de todo lo que
hubo entre nosotros. No lo mires como un anillo de
compromiso sino como una simple joya, símbolo de
una futura amistad si quieres.
―Mis padres tampoco saben nada ―le dije―, ni
mi hermana siquiera. Se lo tendremos que contar aun-
que eso será lo de menos. Anca, ¿tú qué sientes ahora
mismo?
―No sé, pensé que tenía las cosas bastante claras,
pero ahora que te tengo delante la verdad es que estoy
un poco confundida. Es como si una parte de mí qui-
siera borrar lo sucedido en estos últimos meses y
reanudarlo todo desde el día que te fuiste.
―Lo mismo me pasa a mí.
Nos miramos de nuevo y el beso que nos dimos
instintivamente creo que fue como un intento de ave-
riguar si quedaba algo entre nosotros. Nos besamos
con timidez, suavemente, y finalmente sentí que no
era más que una despedida.
―¿Tú estás enamorado de esa chica? ―me pre-
guntó.
―Solo puedo decirte lo que durante estos meses
no me he atrevido a admitir: algo hay. Que esté
enamorado de ella es una cosa que no podría afirmar
alto y claro, al menos no ahora mismo, y no te lo digo
por decir. ¿Y tú? ―le devolví la pregunta sin
pestañear.
―Creía que sí. Me fue conquistando poco a poco,
desde luego, aunque no fuese amor a primera vista.
Ya veremos cuando te vayas, porque tu visita me está
descolocando. ¿Te quedas hasta mañana?
―Sí, esa era mi intención.
―¿Cenamos juntos esta noche?
―De acuerdo.
―Te vengo a buscar si quieres. Supongo que dor-
mirás aquí, con Paul.
―Es lo mejor ahora mismo, ¿no?
Quedamos a las ocho. Mientras tanto yo vería a
mis amigos, nos tomaríamos unas cervezas y nos con-
taríamos cosas, a ver si eso conseguía despejar un
poco mi mente.
A los cinco minutos de irse Anca apareció Paul.
Por la cara que debía de tener, me preguntó ense-
guida:
―Todo claro, ¿no?
―Hemos hablado, sí. Poco queda de lo que ha ha-
bido entre nosotros, por ambas partes, afortunada o
desafortunadamente.
―¿Te ha dicho que sale con el alemán ese, no?
―Sí, lo sabemos todo los dos.
―Anca ha cambiado mucho, tío. Bueno, no hay
más que verla, la chica sencilla del año pasado se ha
vuelto una señorita moderna con mucho desparpajo y
estilo. A nosotros nos asombró mucho el cambio que
ha pegado, pero sobre todo el poco tiempo en el que
lo ha hecho. Mihaela dice que Roxana tuvo mucho
que ver, pero que eso no quiere decir que Anca tenga
poca personalidad, sino simplemente que descubriera
cosas que desconocía que le gustaran tanto.
―Sí, es lo que me dijo, y yo lo veo así también.
Posiblemente necesitábamos separarnos físicamente
para poder encontrar nuestros verdaderos caminos en
la vida. Paul, yo me fui convencido de que la querría
para toda la vida, de hecho sabes perfectamente los
planes que teníamos. Y date cuenta de que casi nada
más llegar ya me fijé en otra persona; no lo quería
admitir y me costó mucho hacerlo, porque estaba em-
peñado en seguir con mis sueños y mis planes. No
han tenido que pasar ni años ni siquiera meses para
que nos sucediese esto a los dos. Lo que me
desconcierta es la duda de si lo nuestro era amor
auténtico, porque desvanecerse todo en tan poco
tiempo parecía irreal.
―Álex, yo creo que lo que tienes que hacer es no
darle más vueltas al tema, ya te lo dije: si pasó, por
algo será. Lo bueno es que no sufre nadie, cada uno
tenéis vuestro ligue o nueva ilusión, llámalo como
quieras, y eso hace que no sufráis o por lo menos no
en el sentido en el que se suele sufrir. Que te quede un
sabor raro de todo esto, puede ser, no te lo discuto,
pero el destino no os ha tratado nada mal a ninguno
de los dos.
―Hemos quedado para cenar ―cambié repenti-
namente de tema.
―¿Y eso?
―Hombre, no fue un aquí te pillo, aquí te mato,
¿no crees? Fue mi novia durante varios años.
―Pero ¿será una despedida con más implicacio-
nes?
―¿Qué quieres decir? Cenaremos juntos pero
dormiré contigo si te refieres a eso.
Efectivamente se refería a eso, porque pareció
contento con la respuesta.
―Venga, levántate, que nos vamos donde Lau-
rențiu y los demás, están muy contentos, y se han ido
a comprar bebidas.
Laurențiu era un compañero de clase que además
vivía una planta más arriba. El revuelo que se formó
cuando entramos en la habitación me hizo sentir como
cuando celebrábamos mi cumpleaños o el de cual-
quiera de ellos. El volumen de la música estaba bas-
tante alto pero lo bajaron enseguida porque todos
querían escucharme y preguntarme cosas. Eso sí, ha-
bía varias botellas de vino encima de la mesa y al lado
del lavabo dos cajas de cervezas de medio litro. El
humo era bastante denso, ya que cuatro o cinco chicos
estaban fumando. Nos arracimamos como pudimos
en las dos camas y en el suelo; ¡qué recuerdos me traía
aquello!
Fui el centro de atención desde el principio y me
empezaron a bombardear con preguntas de todo tipo,
a las que respondí pacientemente por milésima vez en
pocos días. Luego, entre cerveza y cerveza me conta-
ron sus vidas, los que habían empezado a trabajar más
que los que seguían estudiando. Casi todos habían
encontrado un empleo acorde con nuestra fomación,
aunque también la mayoría se quejaba de que eran
trabajos mal pagados.
―Hiciste bien en irte, tío. Sí, trabajarás duro, pero
seguro que te ganas bien la vida y tienes un sueldo
decente.
―Del sueldo no me quejo, la verdad, y del trabajo
tampoco, aunque no me hacían falta estudios para
ello.
―Di que esto es una mierda ―concluyó Lau-
rențiu sin pelos en la lengua―. Si pudieses echarme
una mano, yo me iría ahora mismo contigo. Guau, soy
ingeniero, me maté estudiando durante cinco años y
¿para qué? ¿Para seguir viviendo en la residencia y
compartiendo habitación porque no me puedo per-
mitir pagar ni siquiera un alquiler? ¿Para que mis pa-
dres me sigan mandando comida y comprándome
cosas porque el sueldo no me llega ni para mante-
nerme? Llevo casi un año haciendo mi trabajo y el de
otros tres superiores míos y nadie lo valora como de-
bería. Qué quieres que te diga, preferiría cargar sacos
de cemento pero poder llevar una vida decente.
Se creó un murmullo general en la habitación: to-
dos daban su opinión al respecto. Hasta que la voz de
Paul los cubrió a todos:
―Oye, que Álex no ha venido para escuchar
nuestras quejas. Además él conoce perfectamente el
sistema y cómo funcionan las cosas aquí, por eso se
fue. ¿Por qué no hablamos de temas más
entretenidos?
―¿Cómo fiestas y mujeres, por ejemplo? ―dijo
uno entre las risas de todos―. Pues que nos cuente si
las españolas son tan fogosas como se dice.
―Hombre, tanto como poder contaros esas co-
sas… ―contesté.
―No me digas que no te picó la curiosidad, tío.
―Pues… la verdad…
No me dejaron acabar y seguro que pensaron que
sí que había estado con alguna española, pero, aunque
nunca me había gustado hacer creer cosas que no ha-
bían ocurrido, en aquel momento no protesté. Mis
amigos tenían mucha curiosidad por la manera de di-
vertirse de los jóvenes españoles y, al igual que me ha-
bía pasado a mí, les sorprendió el cambio de local
cada poco tiempo y el estar de pie sin cansarse du-
rante casi toda la noche. Me preguntaron por cómo
vestían las chicas, si se les podía entrar rápidamente y
muchas otras cosas. Una vez satisfecha su curiosidad
en este aspecto me prometieron una visita.
―Cuando reunamos el dinero para un viaje de tal
envergadura, claro ―dijeron más de dos o tres casi al
unísono.
―Seguro que llegará el día, chicos ―les contesté
con confianza.

Habían pasado unas dos horas, creo, cuando Anca


llamó a la puerta. Laurențiu abrió y se hizo un silencio
un tanto embarazoso que corté rápidamente:
―Chicos, me tengo que ir. Me ha encantado
poder veros y charlar un poco, y espero que repitamos
esto en unos meses.
―Pero ¿hoy ya no vuelves? Podemos hacer una
fiesta esta noche en tu honor. Total, si mañana vamos
de empalmada tampoco importa tanto, ¿verdad, chi-
cos? ―dijo Laurențiu.
―Pues no sé a qué hora volveré, pero…
―Venga, aquí te esperamos, así recordarás viejos
tiempos, aunque no sean tan viejos. Ahora vamos a
por más provisiones.
Yo me quedé durante unos instantes sin saber qué
contestar. Anca, que también había percibido el am-
biente enrarecido, me dijo que me esperaría abajo y
Paul me acompañó hasta las escaleras.
―No te lo tomes a mal, Álex, pero todos los chi-
cos saben que Anca te fue infiel y, evidentemente, no
lo ven bien. A unos más y a otros menos, pero nos im-
portas, tío. Mi opinión ya la conoces pero creo que por
su parte es una manera de intentar defenderte de al-
guna manera, por eso lo de la fiesta. Está claro que si
todo siguiese como el año pasado nadie se atrevería a
pedirte más tiempo para nosotros, así que tú verás.
―Lo entiendo perfectamente, Paul, y os lo agra-
dezco. Volveré, tengo claro que dormiré aquí contigo,
pero esta cena nos la debemos, ¿no crees?
―Estoy de acuerdo, tómate tu tiempo, nosotros te
esperaremos porque solo son las ocho. ¿A dónde
iréis?
―Supongo que por aquí cerca.
―Venga, luego te veo. No sé si desearte que lo pa-
ses bien o qué otra cosa.
―No hace falta que me digas nada, hasta luego.
Me encontré a Anca fumándose un cigarro, sen-
tada en un banco enfrente del bloque donde vivía mi
amigo. Se había cambiado de ropa y me pareció toda-
vía más guapa que unas horas antes.
―¿A dónde quieres ir?
―Había pensado que podríamos ir al Universita-
rio, hace mucho que no voy. ¿Qué te parece?
Era uno de los restaurantes del campus, ubicado
bastante cerca de allí y donde, como bien indicaba el
nombre, iban muchos estudiantes gracias a los precios
muy asequibles y a los platos riquísimos que cocina-
ban y ofrecían. Además era el sitio donde Anca y yo
habíamos ido por primera vez a cenar juntos. Dudé
un poco, aunque más que dudar creo que me
sorprendió la elección de mi novia y me pregunté por
qué había querido ir allí, puesto que remover recuer-
dos podía hacerlo todo más doloroso o al menos más
complicado. Al final le contesté que me parecía
perfecto.
El local no había cambiado nada desde el verano
anterior, lo único que faltaba era la terraza. Solo había
cuatro o cinco mesas ocupadas y pensé que sería por-
que, entre Semana Santa y lunes, pocos estudiantes
quedarían por allí. Elegimos, instintivamente y casi a
la vez, el rincón donde nos sentábamos siempre, al
lado de la ventana, detrás de una planta enorme que
daba bastante intimidad y creaba un ambiente
especial. Nos acomodamos y al mirarnos, sonreímos.
Por unos momentos sentí que no nos hacían falta
palabras para entendernos y que todo seguía igual.
Hasta pedimos los platos que más nos gustaba comer
allí: Anca, pollo con champiñones, y yo una especie de
menestra de verduras distinta a la que se hace en
España.
―Muchas cosas han cambiado, pero hay bastan-
tes otras que siguen igual ―dijo.
―Te refieres a la comida, me imagino.
―También. ¿Qué tal con tus amigos? ―me pre-
guntó de repente, cambiando de tema.
―Muy bien, hemos estado hablando como an-
taño.
―Álex, yo… Mira, no quiero que lo interpretes
mal. Sé que casi todos ellos me miran raro desde que
me vieron por ahí con Markus y lo siento, de veras,
porque son tus amigos, pero tampoco podía ponerme
a explicarle a cada uno de ellos lo que pasaba.
―No, Anca, tú no tenías que explicar nada a na-
die, tu novio soy yo, no ellos.
En el mismo momento en que la forma en pre-
sente del verbo ser despegó de mis labios, me di
cuenta de que ya no era válida.
―Quería decir que tu novio era yo, y que tenías
seguro que hablaríamos en persona y no por teléfono
o e-mail, así que no le tienes que dar más vueltas.
―Sí, Álex. ¿Tú estás seguro de que lo nuestro
acaba aquí?
―Eso parece, ¿no?
―Sí, eso parece ―repitió ella, y me recordó las ve-
ces que, tímidamente, decía lo mismo que yo en
alguna de nuestras conversaciones.
De repente lo volví a ver claro, muy claro: poco
quedaba de la Anca que yo conocía, y a la que en ese
momento tenía delante ya no la conocería. Yo también
había cambiado, seguro, y sobre todo había empezado
una nueva vida que me gustaba y con la que quería
continuar. No sabía por cuánto tiempo, pero quería
seguir con ella.
―Lo único difícil que nos queda es decírselo a
nuestros padres ―dijo Anca.
―Sí, yo lo haré ya mañana cuando vuelva. Mi ma-
dre me decía que te invitase a pasar unos días con no-
sotros, así que le tendré que explicar todo.
―Yo lo intentaré también, aunque en mi caso mi
padre no me lo va a poner nada fácil. A ti te quiere
mucho, y aunque la idea de que me vaya contigo a Es-
paña le asustó bastante, al menos te conoce desde
hace bastante tiempo, en fin. Pero, ¿te imaginas
cuando le diga que me quiero ir a Inglaterra con un
chico alemán que conocí hace unos meses? Ya dudo
de si decirle la verdad. Mis padres lo van a pasar muy
mal, lo sé.
―La vida es así, tendremos que apechugar con
nuestros actos y con lo que nos va pasando. No te
preocupes, poco a poco se irán haciendo a la idea, de
aquí a septiembre todavía queda tiempo.
―Sí, eso espero. ¿Cuándo te vas, Álex?
―Al pueblo mañana, y a España la semana que
viene.
―Entonces ya no te veré.
―No creo.
―Si quieres ir a tomar algo, Roxana te quería co-
nocer. Tenemos vino en la habitación.
―Mejor no, gracias, volveré con los chicos.
―Lo entiendo.
Nuestros últimos intercambios de palabras fueron
cortos y banales, señal de que el final, que estaba
cerca, nos estaba acobardando. Cuando se lo propuse,
me pidió que no la acompañase, que era mejor así.
Allí, en el puente sobre el Dâmbovița47, nos quedamos
sin decirnos nada durante unos instantes y pusimos
punto final a varios años de amor. Por último la
abracé fuertemente. Y nos volvimos a besar, como si
hubiésemos querido sellar aquel momento para
siempre. Un beso tierno mezclado con algunas
lágrimas. Nunca entendí cómo me salieron aquellas
palabras, pero no me arrepentí:
―Te quiero, Anca, una parte de mí siempre te
querrá.
―Yo también te quiero, Álex ―me contestó ella
sin dudar.
Y nos alejamos, cada uno en una dirección, sin mi-
rar atrás.
Yo me dirigí hacía donde vivía Paul, pero de ca-
mino me senté en un banco a orillas del río; su cauce
había sido testigo de tantas vivencias mías que sentí
que se tenía que arrastrar también el final de mi histo-
ria de amor.
Mis amigos empezaron a ovacionar y a dar gritos
de alegría cuando entré en la habitación de Laurențiu.
No me preguntaron nada y estuvimos bebiendo y
charlando hasta las cinco de la madrugada. Me des-
pedí de todos, prometiéndoles una nueva visita en ve-
rano, cuando tenía pensado volver de vacaciones.
Con todas las emociones que había vivido en las
últimas horas pensé que me costaría dormirme, pero
no fue así. Me desperté a media mañana; Paul se ha-
bía ido a trabajar, así que le dejé las llaves en la porte-

47 Río que atraviesa la capital de Rumanía y desemboca en el Argeş.


ría y me fui andando a la estación. Quería llevar
conmigo el recuerdo de aquellas calles que habían
albergado varios años maravillosos de mi vida y
también deseaba volver a mi ciudad en el tren en el
que tantas veces había viajado.

Una vez en Pitești me fui a un supermercado con in-


tención de hacer la compra, aunque pensando que
volvería los días siguientes con mis padres no me
llevé gran cosa. Por la tarde ya estaba en el pueblo y
mi madre se puso muy contenta de verme.
Evidentemente, me preguntó enseguida por Anca, y
lo hizo tan entusiasmada que en un primer momento
dudé de si decirle la verdad, pero me di cuenta de que
era lo mejor.
―Mamá, Anca y yo lo hemos dejado.
Mi hermana se sorprendió, aunque no tanto. Mis
padres en cambio se quedaron con un semblante serio
y su silencio requería explicaciones pese a que no se
atrevían a preguntar nada. Era complicado contarles
todos los detalles, así que lo resumí como pude:
―Los dos hemos evolucionado y decidimos que
lo mejor es que cada uno siga con su vida.
Sé que no se quedaron contentos con aquella res-
puesta pero tampoco me hicieron más preguntas. La
única que no se declaró satisfecha abiertamente fue
Diana.
―¿Evolucionar significa que hay terceras perso-
nas? ―me preguntó más tarde, a solas.
―En parte sí, pero no es lo más importante.
Le conté todo y lo único que me dijo fue que aque-
llo le parecía normal, que éramos jóvenes y no hacía-
mos más que vivir.
Al día siguiente salimos los cuatro hacia la ciu-
dad, en el viejo Dacia de mi padre. Los vecinos salie-
ron a despedirnos y mi madre les contaba, toda emo-
cionada y orgullosa:
―Es que Álex quiere que vayamos a comprar a
Cip.
Era el primer supermercado grande que se aca-
baba de construir en las afueras de Piteşti y donde
nunca antes habíamos comprado porque el concepto
de gran superficie era toda una novedad en mi país,
así que mis progenitores estaban emocionadísimos.
El viaje en coche me trajo muchos recuerdos. El
antiguo Skoda de mi padre, que nos había llevado a
muchos sitios de vacaciones, se estropeaba muy a me-
nudo. Hasta el Mar Negro tardábamos siempre una
noche entera a pesar de que solo había unos cuatro-
cientos kilómetros, y a la vuelta siempre nos dejaba
tirados. Eso sí, mi padre nunca se cabreaba; buscaba
pacientemente algún camión que nos remolcara mien-
tras mi madre nos entretenía con juegos que nos ayu-
daban a repasar geografía o matemáticas: compe-
tíamos a ver quién sabía más provincias por las
matrículas de los coches o a quién avistaba matrículas
que acabasen en número par o impar. Si había un
campo cerca, nos bajábamos a recoger amapolas, que
nos parecían unas flores preciosas, pero que se
mustiaban nada más ponernos en marcha. Luego, una
vez en camino, remolcados, mi padre nos tocaba
alegres canciones con su pequeña e inseparable
armónica.
Esta vez estaba muy orgulloso de su Dacia,
aunque también era viejo y necesitaba arreglos cada
dos por tres. No hubo excepción, y tuvimos que parar
durante unos diez minutos para dejar refrigerar un
poco el motor.
Una vez en el Cip, mi padre empujó orgulloso el
carro de la compra. Ellos siempre usaban como
mucho una cesta. Les dije que echasen lo que les
apeteciese pero me costó convencerlos, iban tímidos,
sin atreverse a llenarlo. Hasta que Diana les dijo:
―Vamos, por una vez que os podéis aprovechar y
comprar con el dinero de otro…
―Ese otro es tu hermano y le ha costado mucho
esfuerzo ganarlo.
―Mamá, que es una broma, Álex no nos habría
traído aquí si no hubiese querido o podido hacerlo. ¿A
qué no, hermanito?
Siempre había sido muy directa y pragmática, y
conseguí, con su valiosa ayuda, hacerlos participar.
Parece una tontería, pero la cara de mis padres en la
caja, con un carro lleno hasta arriba, era un auténtico
poema que me habría gustado inmortalizar con una
cámara de fotos.
El maletero del coche no cerró bien y cuando al
volver tuvimos un pinchazo, mi madre no hacía más
que decir:
―No me extraña, con tantas cosas que llevamos.
Pensé en lo lejos que estaba Rumanía del nivel de
vida occidental. Lo que en España es una cosa de lo
más común, por aquel entonces allí era algo excepcio-
nal. Por supuesto que se enteraron todos los vecinos y
familiares del dinero que me había gastado en el su-
permercado y de que habíamos llegado más tarde
porque nos había tocado cambiar la rueda debido al
peso.

El jueves me quedé en el pueblo y por la tarde fuimos


todos a la iglesia. Intenté disfrutar del momento, aun-
que todo el mundo me paraba para preguntarme co-
sas sobre mi nueva vida. Ion había sido el primero en
emigrar y yo el segundo, así que era toda una nove-
dad, no como hoy día que me encuentro muchos co-
ches con matrícula de España por las calles del
pueblo. Más de un chico joven se acercó a saludarme
y a preguntarme si lo podía ayudar a encontrar
trabajo «allí donde estás tú». Mi madre me dijo que
varias mujeres lo habían hecho ya durante los días
que yo había estado en Bucarest, es decir que habían
ido a nuestra casa a pedirme que por favor ayudase a
sus hijos a emigrar. Me quedé bastante cortado, la
verdad, y sin saber qué decir en aquellos momentos.
En las casi dos semanas que permanecí allí reuní
muchos números de teléfono, fotocopias de
documentos de identidad, cosas con las que no sabría
qué hacer, porque no se me ocurría cómo les podía
ayudar. Pero había tanta ilusión en el sueño de irse
que me propuse guardar todos esos datos por si algún
día, quién sabe, alguien necesitara mano de obra de
fuera.
La iglesia estaba llena de flores y mi madre me sugirió
que me confesase como cuando era pequeño, pero no
lo hice, no sé por qué. Eso sí, salí después de tres
horas con la paz y la tranquilidad interior que
necesitaba.
El viernes me levanté por la mañana pronto y me
arreglé para ir a la boda. Dos días antes, en Piteşti, me
había comprado también ropa más formal. Mi madre
me había insistido y pensé que había hecho buen
negocio, puesto que las prendas tenían todavía un
precio bastante más económico que en España. Quise
llevarme a mi hermana, pero ella no accedió.
―Es tu amigo, no el mío, Álex. No tiene sentido
que vaya yo.
Los padres y la familia de Ion estaban muy emo-
cionados, sobre todo su madre, supongo que como
todas las madres el día del enlace de sus hijos. Dadas
las fechas fue una ceremonia corta y sencilla porque
aunque se tratara una boda civil, no dejaba de cele-
brarse un Viernes Santo. Por eso, me explicó mi
amigo, tampoco habían contratado un grupo de
música para la celebración posterior, como era
costumbre. Un equipo electrónico amenizó la comida,
que fue muy abundante y sabrosa. Los dejé allí, en el
patio de su casa, bailando y tomando chupitos de
aguardiente y copas de vino, no antes de desearles lo
mejor y de darles un obsequio en dinero.
―Muchas gracias ―me dijo Ion―. Pero no hacía
falta, aunque ya ves, nos han llenado de regalos
prácticos. Lo único que tendrán que esperar para que
les demos uso; como comprenderás, no me llevaré a
España ni la tele, ni las sartenes, ni la plancha ―siguió
sonriendo.
En mi país es costumbre regalar a los novios, en la
unión civil, electrodomésticos y enseres para la casa,
es como una lista de bodas, pero no oficial. Poco a
poco esta tradición va desapareciendo por su falta de
funcionalidad, porque no es muy práctico juntarte con
tres planchas, dos televisiones, cuatro vajillas y diez
cuberterías.
Yo continué yendo a la iglesia durante el fin de se-
mana y me pasé el domingo chocando huevos pinta-
dos con todos los que nos visitaron a lo largo del día.
Al volver de la misa del gallo tuve que colocar en la
puerta de casa una pequeña alfombra de césped que
tuvimos que pisar para que el año en curso fuese
próspero. Esta tradición siempre la había cumplido mi
abuelo y luego mi padre, que esta vez me dejó a mí.
También tuvimos que mirar dentro de una taza
grande donde mi madre había puesto un huevo rojo
en agua, y eso nos libraría de enfermedades:
tendríamos las mejillas coloradas durante todo el año,
señal de buena salud. Me divertía a la vez que me
gustaba continuar con aquellas creencias porque,
aunque algo supersticiosas, formaban parte de
nuestra identidad y, contrariamente a lo que había
sentido últimamente, pensé con alegría que al menos
una parte de mí todavía pertenecía a ese lugar.
En el pueblo de mis padres no hay muchos sitios
donde se pueda gastar dinero, así que, excepto lo poco
que me había gastado en Bucarest, en la compra que
hice con mis padres y en el regalo de boda, que serían
más o menos unas treinta mil pesetas de aquel enton-
ces, allí no había dejado prácticamente nada. Eso sí, el
día que se me ocurrió acompañar a mi padre al bar, el
lunes de Pascua, despilfarré bastante. En realidad la
propuesta había sido suya, supongo que quería pre-
sumir de hijo, porque entró muy orgulloso por la
puerta de aquella taberna, como queriendo llamar la
atención. En mala hora lo hizo, pues se nos fueron
acercando poco a poco todos los allí presentes, y eran
muchos al ser un día de fiesta. Nos iban preguntando
cosas y mi padre, ante los comentarios no muy acerta-
dos de la gente, se sintió obligado a invitarlos a una
caña, un vino o un chupito. Claro, yo participé porque
me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que
llevaba en el bolsillo más dinero que mi propio padre.
En el pueblo los hombres beben muchísimo, yo
creo que es por lo que decía antes: una vez que termi-
nan el trabajo en el campo no tienen otra alternativa
de entretenimiento que el alcohol. Son personas muy
castigadas físicamente. Me he dado cuenta cuando he
ido conociendo mundo y me quedaba de piedra al
conocer una persona de cuarenta y cinco años que
aparentaba treinta. Donde yo me crié pasa todo lo
contrario, quizás estar al sol doce horas al día en
verano y no precisamente para broncearse contribuya
muchísimo al desgaste físico. Luego están las
preocupaciones, tener que dar de comer a la familia y
poder asegurarles un mínimo necesario, sobre todo a
los niños. Creo que todo eso se convierte en una
rutina espantosa que da lugar a que los hombres
pasen su poco tiempo libre en el bar. Pero no para
tomarse solo una cerveza, sino para emborracharse
muchas veces en un intento frustrado de olvidarse de
la realidad. Toman un alcohol malísimo y hacen unas
mezclas terribles. Allí estaba yo, rodeado de señores
de mediana y tercera edad, que ya nos pedían
directamente que les invitásemos. Aguanté todo lo
que pude y más y cuando vi que mi padre también
había dejado de contar las cervezas que se estaba
tomando, pero sobre todo cuando un tío de mi madre,
me dijo que le pagase otra ronda, porque «eres rico,
vives en España», fue cuando decidí abandonar el
local. Al salir a la calle y respirar aire fresco,
instantáneamente me dio la risa al acordarme de una
anécdota que me había contado Andrei meses atrás.
Una de las veces que Mara y él habían ido a Rumanía
les acompañó su mejor amigo y compañero de la em-
presa. El día que fueron al bar del pueblo ―seguro
que muy parecido al del pueblo de mis padres y a los
bares de todos los pueblos del país― también se les
acercó mucha gente, más cuando oían hablar en
extranjero. Pero un señor mayor que seguía en pie con
mucha dificultad, le dijo al español: «Yo țuică», siendo
este el nombre del aguardiente rumano. Era una
directa clarísima: quería que le invitasen a un chupito
de orujo. Pues el amigo de Andrei contestó
inocentemente dándole la mano: «Yo Rodrigo»,
porque había pensado que el señor se estaba
presentando.
Cuando llegamos a casa, mi madre comenzó a
reñirle y me preguntó sin rodeos:
―No te habrá hecho gastar mucho dinero.
―No, no.
Mi tono de voz no la debió de convencer mucho,
porque se quedó con una expresión seria. Al día si-
guiente por la mañana, noté a mi padre un poco cohi-
bido.
―Álex, hijo, espero que no me haya pasado ano-
che con las cervezas y con invitar a la gente.
―No te preocupes, papá, no hiciste nada malo.
En realidad no había gastado mucho dinero,
aparte de que también debía entender sus sentimien-
tos. Me quedaban pocos días para estar con ellos y
todos tenemos algún capricho de vez en cuando.
Mis cálculos me permitían todavía gastarme otra
pequeña cantidad de dinero, así que nos fuimos de
nuevo a Piteşti y en el supermercado con el que mis
padres se estaban ya familiarizando insistí en hacerles
alguna reserva de comestibles. A mi madre le brilla-
ban los ojos viendo juntos tantos paquetes de azúcar y
arroz, botellas de aceite, pasta y conservas, es decir,
todo lo que no les proporcionaba su hacienda, porque
carne, huevos, leche, queso, verdura en verano, nunca
compraban.

El jueves siguiente teníamos que emprender el viaje


de vuelta. Mi madre me fue preparando la maleta un
par de días antes: la ropa lavada y bien planchada,
como siempre, y también una bolsa con productos
típicos rumanos: el queso ahumado que preparaba
ella sola, chorizos de la matanza conservados en
manteca, y alguna botella de vino, también de pro-
ducción propia. Habíamos planeado salir pronto por-
que queríamos hacer más kilómetros de día en territo-
rio nacional, debido al mal estado general de las ca-
rreteras, así que sobre las seis de la mañana Ion e Irina
estaban enfrente de mi casa. Habíamos dormido más
bien poco, por mucho que lo hubiésemos intentado,
pero los nervios de una nueva despedida no nos ha-
bían dejado hacerlo. Mi madre, pobrecilla, estaba
emocionadísima de nuevo, tanto o más que la primera
vez.
―Es lo mismo ―sollozó― que el año pasado, lo
único que falta es la estación de autobuses y Anca.
Lo dijo tan rápido y de una manera tan concisa
que los demás nos quedamos en silencio. De hecho
nadie contestó nada. Los días anteriores, mi madre me
había hecho algún comentario al respecto.
―Qué pena, Álex, que lo hayáis dejado Anca y tú,
mira que os iba tan bien, pero claro, te has ido y vete
tú a saber qué se os ha pasado por la mente.
Era su manera de intentar sacar alguna explica-
ción, pero como yo me limité a decirle que así es la
vida, no me volvió a insistir.
Creo que la dejé aquella mañana igual de
desconsolada que que el verano anterior: lloraba a
lágrima viva, entre besos y abrazos que no paraba de
darme. Mi padre quería mostrarse fuerte pero creo
que la única que lo era de verdad era mi hermana.
―Venga, que esta vez nos queda menos para ver-
nos, si tienes intención de volver en verano ―dijo―.
Qué tengáis buen viaje y llamad por el camino, chicos,
para que sepamos que estáis bien.

El viaje transcurrió sin mayor problema, lo único malo


que recuerdo fue lo ocurrido en Hungría, algo pare-
cido al episodio guardia civil de la ida, y que no me es-
peraba, la verdad. Siempre había pensado que el país
vecino estaba por encima del nuestro en muchos as-
pectos, por eso me sorprendió. Al salir de Budapest
nos equivocamos y cogimos la autopista que iba a
Viena. Paramos en una gasolinera para repostar y
comprar refrescos y al salir, a unos quinientos metros,
nos paró la policía. Nosotros no sabíamos que tenía-
mos que comprar una viñeta y pegarla en la luna del
coche, un impuesto que hay que pagar para atravesar
ciertos países. Los dos guardias se pusieron a mirar
con una linterna el parabrisas, puesto que era de no-
che, y al no encontrar nada nos dieron a entender que
teníamos que pagar una multa. Pese a que nos habían
preguntado si hablábamos inglés, de repente dejaron
de entender cualquier idioma que no fuera el suyo.
Ion y yo actuamos bajo el miedo de tener problemas,
porque nos anotaron en una libreta la cantidad que
teníamos que pagar: unos ochocientos marcos, lo que
venían a ser unas ochenta mil pesetas. Entonces les
sacamos rápidamente todo el dinero húngaro que nos
había sobrado, y es así como se llevaron el equivalente
a unas diez mil pesetas. Viendo que lo guardaban
todo en el bolsillo sin emitirnos recibo ni nada, les
pregunté cómo pagaríamos la viñeta, pues no
teníamos más florines. Amablemente nos devolvieron
mil pesetas, nos hicieron dar la vuelta por dirección
prohibida para llegar de nuevo a la gasolinera y
asunto resuelto. Salimos bastante cabreados porque
nos sentíamos estafados, quizás sobre todo porque no
me esperase que aquello pudiese ocurrir en un país
desarrollado. Ahora lo recuerdo y hasta me río, pero
en aquel momento me sentó muy mal. Irina, la pobre,
intentaba tranquilizarnos diciéndonos que nos
quedásemos con lo bonito de aquella noche: la
travesía de Budapest por una avenida paralela al
Danubio. Habíamos podido contemplar los edificios
espléndidamente iluminados ubicados de un lado y
de otro del río, y los magníficos puentes que unían las
dos orillas.
El resto del viaje fue tranquilo en todos los aspec-
tos, aunque llegamos muy cansados a Valladolid el
sábado por la tarde.
9. Show must go on

Serían las cuatro de la tarde cuando aparcamos casi


enfrente del portal. Mis pensamientos habían ido cam-
biando poco a poco después de la entrada en España,
a medida que nos íbamos acercando a Valladolid. No
había llamado ni una sola vez a mis compañeros de
piso y estaba nervioso pensando en lo que me encon-
traría. Tampoco les había comentado nada a Ion y a
Irina, así que mis miedos se agrandaban más todavía
por lo incómoda que podría llegar a ser la situación.
Llamamos al telefonillo y no nos contestaron, así que
abrí con mi llave y subimos los tres, cargados con mis
maletas.
Efectivamente, en casa no había nadie. Irina me
ayudó a colocar los comestibles en en la despensa, y
luego nos turnamos para asearnos, porque eso había
sido lo más difícil del viaje: no poder lavarnos en con-
diciones. Habíamos aprovechado los baños de las ga-
solineras para lavarnos la cara, las manos y los
dientes, pero poco más, así que estábamos deseando
darnos una ducha. Una vez limpios y oliendo a fresco,
nos dispusimos a merendar algo caliente, otra cosa
que habíamos echado de menos durante los casi tres
días. A Ion y a Irina les dejé echarse la siesta en mi
cama porque tenían intención de seguir el viaje hasta
Valencia esa misma noche, pues ellos también
empezaban a trabajar el lunes siguiente. Yo me quedé
en el salón tumbado en el sofá, y creo que me dormí
un poco hasta que llegó Mara. Estaba muy cansado
pero me espabilé rápidamente cuando oí la llave en la
puerta.
Ella entró sin mucho ruido y cuando la vi en la
puerta del salón me puse en pie sin saber muy bien
cómo actuar. Entonces fue ella quien se acercó y yo
pensé que me iba a dar dos besos en la mejilla, pero
fue un beso en la comisura de los labios, dulce y
suave, que me gustó mucho. Luego nos fundimos en
un largo abrazo que me hizo sentir mi nueva realidad,
o lo que yo creía que sería a partir de aquel momento
mi nueva realidad. Cuando por fin nos separamos,
Mara me preguntó:
―Hola, Álex. ¿Qué tal el viaje?
―Bien, estamos cansados, pero bien. Los chicos
están dormidos en mi habitación.
―Se van mañana, ¿no?
―No, quieren salir esta noche para Valencia.
Nos sentamos en el sofá y como yo no me atrevía
a preguntar nada, Mara siguió:
―Andrei está en casa de Roberto.
La miré fijamente, como esperando a que me con-
tase lo que había pasado.
―Cuando os fuisteis, tuvimos una conversación
bastante larga y hablamos de lo nuestro. Como ya te
había dicho, él pensaba más o menos lo mismo que
yo, es decir, que últimamente nuestra relación ya no
era lo que tenía que ser. Lo único que no se esperaba
es que pusiésemos punto final tan de repente ―me
dijo.
―¿Le sorprendió mucho tu decisión? ―pregunté.
―Bastante, me dijo que pensaba que intentaría-
mos arreglar las cosas, incluso me habló de boda y
dijo que a lo mejor era la solución a la rutina que se
había apoderado de nosotros.
―¿Boda?
―Le hice ver que no era ni mucho menos lo que
necesitábamos, que ya lo habíamos intentado unos
meses atrás y no había dado resultado.
―Entonces…
―Está bastante apenado. Como reacción, los días
siguientes intentó una especie de reconquista: un día
me trajo flores, otro día me invitó a cenar. Pero yo
creo que cada vez tenía las cosas más claras. No
puedo, Álex, no puedo seguir con una cosa que ya no
funciona. Nadie tiene la culpa, yo creo que hemos
perdido la chispa, simplemente eso. Han sido muchos
años y supongo que seguíamos juntos por inercia, y
yo no quiero una vida por costumbre.
―¿Entonces sabes lo que quieres? ―le pregunté
con la voz entrecortada.
―Eso creo, al menos en lo que me atañe.
Su respuesta me pareció fría y me dio miedo.
―Ahora se está llevando sus cosas donde Ro-
berto, dice que no podría seguir viviendo bajo el
mismo techo conmigo porque no me podría ver como
a una amiga.
―¿Y tú?
―Yo estoy pensando en mudarme también.
―¿Mudarte? ―dije sorprendido.
―Sí, con Irene ―contestó secamente.
―Y a mí… ¿a mí no me preguntas cómo me fue
en Rumanía? ¿O lo que yo quiero? ―me salió de re-
pente.
―Sí, Álex, cuéntame cómo te fue con tu novia.
―Anca ya no es mi novia, lo hemos dejado, Mara.
Y tú sí que tuviste mucho que ver, al menos fuiste la
que me hizo darme cuenta de que mi relación tam-
poco era lo que yo deseaba para toda la vida. Y sí,
estuve muy confundido, pero yo pensaba que…
No pude continuar, de repente me di cuenta de
que posiblemente no pensábamos en la misma línea o
simplemente mi mente se había adelantado a los
acontecimientos.
―Álex, te seré sincera. Desde luego espero que no
pienses o quieras que nosotros dos vayamos a vivir
juntos aquí, en esta casa. Y mucho menos ahora, des-
pués de una situación tan complicada. En todo caso a
mí me gustaría ir poco a poco en una nueva relación.
―¿Pero tú le dijiste a Andrei que…?
―Yo no le dije a Andrei nada de nosotros ―me
interrumpió adivinando mis pensamientos―. Creo
que la ruptura, a pesar de todo, le afectó bastante, y
no vi conveniente decirle una cosa que aún no está
clara, porque podría afligirlo más todavía, comprén-
delo.
―Claro que lo entiendo. Yo también he pensado
en ello, no creas que no, y hasta me siento un poco in-
grato porque, aunque Andrei y yo nunca llegamos a
ser los mejores amigos, le debo mucho y entiendo que
la situación es molesta. Pero…
―Álex, los dos salimos de unas relaciones largas
y puede que estemos desconcertados todavía. Yo creo
que lo mejor es que dejemos pasar el tiempo, ya se
verá.
Me di cuenta de que Mara lo tenía muy claro y me
sentí solo e inseguro. En ese momento me acarició la
mejilla y yo no supe qué más decir. Me levanté y salí
al balcón. Se estaba haciendo de noche y al rato oí a
Ion, que había entrado en el salón con cara de sueño
todavía.
―Hola, Mara. ¿Qué tal estás? ¿Y Andrei?
―Bien, ¿qué tal vosotros? ¿No os quedáis aquí
esta noche? ―contestó ella con otra pregunta.
―No, gracias, pero mañana queremos descansar
en casa, porque el lunes empezamos a trabajar.
―Andrei no podrá despedirse de vosotros, tenía
que hacer cosas ―dijo mirándome con complicidad.
No sé si entendí su decisión de no contar la ver-
dad, pero la respeté. Irina también se había levantado
y en media hora ya salían hacía Valencia, no antes de
hacerme prometer que les haría una visita cuanto an-
tes. Mara y yo nos quedamos solos.
―¿Qué quieres comer? ―le pregunté―. He traído
queso y chorizo.
―Vale, eso mismo, Álex, echo de menos el sabor
de casa.
Cenamos los dos en un silencio que ninguno se
atrevió a romper, y luego saqué el vino de mi padre y
nos sentamos en el sofá. Empezamos a hablar del
tiempo y de otras banalidades y entre copa y copa, ci-
garro tras cigarro, pronto acabamos la primera botella
y sacamos la segunda. Las lenguas se nos desataron y
la conversación se fue poco a poco a terrenos muy
pantanosos.
―Me gustas mucho, Mara ―le dije sin tapujos mi-
rándola a los ojos―. He roto con mi novia por ti, por-
que me he enamorado de ti.
―Tú también me gustas, pero…
No la dejé acabar, la besé profundamente y la pa-
sión se apoderó de nosotros. Parecía que hubiésemos
esperado con ansias aquel momento, los besos se vol-
vieron muy ardientes, pero nuestras bocas se busca-
ban con cierta paciencia como si quisiéramos descu-
brirnos sin prisas y disfrutar de cada segundo. Me
dejé dominar por una mezcla de pasión de la que ja-
más me había creído capaz con un sentimiento muy
fuerte que no sabría describir muy bien, una especie
de deseo de agarrarla tan fuerte para que no se esca-
para nunca de mis brazos, de que aquella noche se
volviese eterna, de llenarla de mis besos y mis caricias
sin pausa, pero sin asustarla. Estoy seguro de que ella
me correspondió de la misma manera, lo sentía en sus
gestos apasionados, lo veía en su mirada. Fue una
noche larga en la que culminamos todo lo que nos
había pasado hasta entonces y yo me sentí seguro, al
menos por unas horas, de un amor que estaba espe-
rando y que necesitaba con todos los poros de mi
cuerpo.
Nos quedamos dormidos allí, en aquel sofá no
muy cómodo, que transformamos en cama por pri-
mera vez desde que vivíamos en aquel piso. Al día
siguiente me desperté a media mañana y me quedé
mirándola durante un buen rato; la veía preciosa, y
me invadió una ilusión tremenda. El giro que había
dado mi vida en los últimos meses me estaba maravi-
llando en aquel momento, sentía ganas de comerme el
mundo. No sabía exactamente lo que me depararía el
futuro, próximo o lejano, pero estaba muy enamo-
rado, y por primera vez me lo podía reconocer a mí
mismo sin dudas ni miedos.
Me levanté despacio para no despertarla y pre-
paré el desayuno casi flotando. Cuando volví al salón
llevando la bandeja con café, tostadas y zumo, ella
estaba sentada, envuelta en la sábana y fumando un
cigarro. La noté nerviosa, y levantó la mirada sin decir
nada.
―Buenos días ―la saludé emocionado.
―Buenos días, Álex.
Su tono de voz no presagiaba nada bueno, lo supe
enseguida.
―Aquí te traigo el desayuno, nuestro primer
desayuno.
―Siéntate, por favor.
Se me cayó el mundo encima.
―A ver, lo que pasó anoche…
―No, Mara, no sigas. No me digas que lo que
pasó anoche fue una confusión, porque no es verdad,
no me digas que no sentiste lo mismo que yo. Fue la
noche más maravillosa que he pasado en muchísimo
tiempo y creo que para ti tampoco fue una cualquiera.
―No, Álex, no fue una noche cualquiera y tú no
eres un cualquiera para mí, lo tengo claro, pero…
―No, no me digas que…
Esta vez no me dejó terminar.
―Pero no es lo que yo necesito ahora mismo.
Miró las botellas de vino vacías y apagó el cigarri-
llo con un nerviosismo que le hacía temblar la mano.
No me podía creer que le echaría la culpa al alcohol.
―¿Y qué es lo que necesitas, Mara? Es evidente
que lo que pasó anoche no fue casual, ni tampoco
fruto de una copa de más.
―Puede que no, pero a lo mejor no tenía que pa-
sar, o por lo menos no ahora, no así y no aquí.
―No te entiendo, de verdad, no te endiendo.
―Álex, ahora mismo estoy muy desorientada, mi
cabeza está llena de dudas. No quiero decir nada que
tú no quieras oír, pero yo no veía nuestra relación así
o no quería que empezase así.
―Sigo sin entenderte.
―Es muy difícil de explicar. No estoy segura de
que lo puedas comprender, porque ni yo misma me
entiendo muy bien en estos momentos. Lo único que
sé con certeza es que necesito un tiempo para aclarar
mis ideas, para poner orden en mi vida.
El cuerpo me pesaba muchísimo. Del estado de
euforia había pasado a uno de nebulosidad total. No
me lo podía creer, yo lo había visto tan fácil, tan claro,
tan bonito, que no entendía lo que me estaba diciendo,
mi mente no podía comprender su reacción.
―¿Qué hacemos entonces? ¿Qué quieres hacer?
―De momento irme a vivir con Irene. No pode-
mos seguir viviendo juntos, Álex, no ahora. Eso ya lo
había pensado, luego ya veremos.
El final de su frase me sonó a despedida. Siempre
había estado convencido de que esas palabras eran un
adiós definitivo, enmascarado ante la imposibilidad
de poder poner los puntos sobre las íes directamente o
ante el deseo de no herir al otro, estaba seguro de ello.
―Te pagaré mi parte de alquiler el mes que viene
hasta que encuentres a alguien para compartir piso,
yo me iré hoy donde mi amiga.
Su tajante decisión me cayó como un jarro de agua
fría.
―No hace falta, Mara, no quiero ponerte en un
compromiso. Hoy mismo me pondré a buscar otra
casa, yo tampoco me quedaré aquí, no después de
todo lo que ha pasado. Me iré a un piso compartido.
―Como quieras ―me dijo intentando sostenerme
la mirada―. Siento mucho no actuar como tú te espe-
rabas o no ser la que tú pensabas que era. Me gustaría
que te quedases con que simplemente no estoy pa-
sando por mi mejor momento ahora mismo.
―Mara, no nos engañemos, no te engañes a ti
misma. Yo tuve mis dudas, pero esta noche se despe-
jaron todas, y si a ti no te ocurrió lo mismo, no tienes
la culpa. Seguro que yo no soy lo que tú esperabas o
deseabas, es así de sencillo.
No contestó y supe que el silencio también era
una repuesta. Me sentí ridículo delante de aquel
desayuno que se había quedado frío.
Lo que pasó a continuación pareció el guión de
una película de domingo por la tarde: Mara se levantó
y se encerró en su habitación. «Recogiendo sus cosas»,
pensé. Mi suposición se confirmó cuando la vi
saliendo con dos maletas enormes. No me ofrecí a
echarle una mano y no fue por falta de cortesía o de
educación, simplemente no pude. Más tarde volvió
acompañada por su amiga, que la ayudó a recoger los
libros y el resto de las cosas. Pensé que lo mejor que
podía hacer era esperar en mi habitación a que se
fueran. Cuando volví a quedarme solo en casa me
sentí muy extraño. Allí estaba, sentado en el sillón
―en el sofá no me atreví a hacerlo― cuando me sonó
el móvil.
―¡Álex, tío, no das señales de vida! ¿Cuándo has
llegado?
Era Jandri. Mi voz debía de estar muy apagada
porque enseguida se dio cuenta de que algo me
pasaba y se presentó en casa media hora más tarde. Se
lo tuve que contar todo, necesitaba desahogarme y mi
amigo me escuchó pacientemente, como siempre lo
hacía.
―Vaya lío, Álex, tío. Cómo se complica la vida a
veces. Pero no te preocupes, estas cosas pasan.
―Sí, parece ser que pasan ―contesté con algo de
ironía hacia mí mismo.
―Bueno, el tiempo dirá, de momento tienes que
mirar hacia adelante.
Se quedó allí toda la tarde, intentando desviar la
conversación hacia otros temas, pero todo lo que le
conté de mis vacaciones acababa en lo mismo. Lo peor
fue cuando me quedé solo de nuevo: la casa me
parecía enorme, el sentimiento de soledad me
inquietaba y me costó dormirme por la noche.
En el trabajo, el lunes siguiente, me encontré con An-
drei a primera hora. Me dio un abrazo mientras yo me
sentía muy abochornado por lo que le estaba ocul-
tando.
―Ya me contarás cómo te ha ido por nuestra tie-
rra. A ver si tomamos un café, yo también tengo cosas
que contarte, te habrá dicho Mara que lo hemos de-
jado.
―Sí ―contesté a media voz.
―Ya ves, después de tantos años y pensando en
boda.
―Ella también se ha marchado de casa.
―Ya lo sé, me dijo que tenía intención de irse a vi-
vir con una de sus amigas. Siento que te hayas que-
dado solo, sin compañeros para compartir gastos, fue
bastante imprevisto.
―Por eso no te preocupes.
―Lo dicho, a ver si quedamos para tomar algo y
charlamos.
No lo hicimos. Nos vimos en la obra casi todos los
días durante los siguientes dos meses hasta que se me
acabó el contrato en la empresa. Desde aquel mismo
día yo había empezado a buscar casa y trabajo, era ob-
vio que no podía seguir ni en un sitio ni en otro.
Costel me ofreció compartir con él su diminuta habi-
tación, pero lo rechacé cortésmente. Jandri también
me dijo que había hablado con sus padres y que ha-
bían accedido a alojarme en su casa una temporada
hasta que encontrase otra cosa, pero tampoco acepté
aunque les di las gracias muy calurosamente. Sentía
que me tenía que buscar la vida yo solo, por muchas
dificultades que encontrase, que no fueron pocas, por
cierto. Era la primera vez que me disponía a buscar un
techo por mí mismo. Estaba claro que compartiría
habitación, no me podía permitir el lujo de alquilar un
piso entero para mí solo, pero no fue nada fácil. Du-
rante dos semanas hice decenas de llamadas, previa
selección en anuncios de especialidad, pero no conse-
guí ni una sola visita. Todo el mundo, al oír mi acento
extranjero me preguntaba de dónde era, y después de
mi respuesta no querían saber más. «No puedo al-
quilarte la habitación todavía, estoy esperando la vi-
sita de un conocido». «Llámame mañana, porque hoy
ya he quedado con gente que quiere verla». «Lo
siento, pero solo queremos chicas». Escuché mil excu-
sas que no me creía, y me dolía la cobardía y la
falsedad de los que me contestaban de esta manera.
Seguro que también me habría afligido una respuesta
clara y sincera, porque parecía que nadie quería
extranjeros en sus casas. Pregunté entonces,
desesperado, al casero del piso donde vivía en aquel
momento, porque sabía que tenía más casas y evi-
dentemente no le importaba tener clientes inmi-
grantes, pero me dijo que él solo alquilaba pisos
enteros, no por habitaciones sueltas. Pensé que me to-
caría seguir otra temporada allí y buscar
urgentemente compañeros, porque me era imposible
afrontar yo solo el pago total, pero se me hacía muy
difícil, así que llegó un momento en que no sabía qué
hacer.
Cuando a las dos semanas Jandri me preguntó
por el tema, le dije que había visto un par de
habitaciones que no me convencían mucho. Es in-
creíble la relación que habíamos logrado tener en tan
poco tiempo, porque no se lo creyó ni un solo se-
gundo y me propuso ayudarme en la tarea que se es-
taba volviendo tan afanosa. Lo que hizo fue llamar él
y decir que era para un amigo suyo, así que nos pre-
sentamos juntos en las visitas. Al principio nos ponían
las mismas excusas que me conocía de memoria,
aunque de una manera muy educada, pero Jandri
pronto perdió la paciencia.
―¿Qué pasa, que no quieren alquilar a un extran-
jero? Pero ¿por qué? Si este chico seguro que es mil
veces mejor que muchos compatriotas nuestros, tiene
su carrera, es educado, limpio y trabajador, no me
diga que porque sea rumano va a decir que no.
La gente se ponía colorada en muchos casos y se
notaba que no les gustaba lo que oían. Al final encon-
tramos un matrimonio de mediana edad que no puso
ninguna pega y respiré aliviado. Compartiría piso con
una colombiana y un dominicano. La mezcla de cultu-
ras me pareció, como siempre, apasionante. El alquiler
era asequible aunque la habitación no era una cosa del
otro mundo, pero tampoco estaba en condiciones de
elegir.
En todo momento había sido consciente de mi
suerte durante aquellos primeros meses en España,
pero ahora es cuando realmente me daba cuenta de lo
difícil que podía ser conseguir un simple techo. Y
pensé en todas las historias que me habían contado, y
entendí el porqué de los famosos y controvertidos pi-
sos patera.

Luz Elena, mi compañera colombiana, tenía una his-


toria desgarradora. Llevaba tres años en Valladolid,
trabajando doce horas al día para poder mantener a la
familia que tenía en su país natal: dos hijos pequeños
de cuyas fotos no se separaba nunca, un marido en-
fermo y una madre anciana. Más de una noche la oí
llorar en su habitación, añorando a sus niños, a los
que no había vuelto a ver desde su llegada a España.
Jonathan, el chico dominicano, también tenía una hija,
pero estaba separado y decía que había querido
empezar de cero en otro lugar que no fuese tan pobre
como su país. Haber estado tan entretenido en buscar
una vivienda, intentar acomodarme a ese nuevo sitio
y luego pensar en las historias que hay detrás de cada
emigrante, me hizo olvidar un poco mi propia histo-
ria, o por lo menos me permitió no pensar tanto en
ella. Cuando te pasan estas cosas, te paras a reflexio-
nar sobre pormenores de la vida que normalmente no
ocupan tus pensamientos y creo que eso me ayudó en
cierta medida.
A Mara no la volví a ver desde ese sábado hasta
pasadas unas semanas; nunca me atreví a llamarla.
Sus palabras habían sido demasiado claras y no tenía
sentido continuar intentándolo. Un día se me pasó por
la cabeza que había tirado la toalla a la primera, que
no había luchado por conseguirla, pero pronto me
convencí de que allí no había batalla alguna que
librar. A lo mejor me equivocaba, pero aquello no
dependía solamente de mí, así que intenté pasar
página. Desde luego, era lo mejor que podía hacer.
Cuando ya estuve instalado en mi nueva casa me
centré en buscar otro empleo. Tampoco podía seguir
en la misma empresa que Andrei y no precisamente
por el trabajo que, aunque duro, no me asustaba. Pero
aunque mi relación con Mara ni siquiera había empe-
zado, el sentimiento de culpabilidad que tenía hacia
su ex novio se fue desarrollando más. Encubrirle lo
sucedido me dolía, pero nunca me sentía con fuerzas
para decírselo y me excusaba diciéndome que ya no
tenía sentido, que podía ahorrarle un disgusto. Seguro
que todo habría sido diferente si las cosas hubiesen
ido por otro cauce.
Me puse entonces como loco a cazar ofertas de
trabajo en los periódicos. Se me ocurrió que podía
intentar encontrar algo mejor, más acorde con lo que
yo había estudiado, aunque renuncié rápidamente a la
idea, porque no podía cambiar de actividad hasta
pasado un año desde la fecha de emisión de mi tarjeta
de residencia. Me consolé pensando en que mi
momento llegaría algún día. Claro que lo veía posible,
allí tenía a Andrei y a Mara para recordármelo, pero
tendría que pasar todavía algo de tiempo.
De momento me dediqué a llamar a constructoras,
que es donde no tendría problemas para trabajar le-
galmente. La primera pregunta era relativa a los pa-
peles. «¿Los tienes en regla?», querían saber los que
contactaba. Lo demás ya no era problema, hasta me
dijeron que los rumanos éramos gente muy currante,
así que cuando acabó mi contrato me despedí educa-
damente y al día siguiente ya estaba trabajando en la
nueva empresa. Aparte de Jandri y Juan, hubo bastan-
tes compañeros que dijeron sentir mi partida y eso me
vino bien, porque me sentí rodeado de gente que me
apreciaba. Con el primero mantuve la relación de
amistad que ya estaba muy consolidada, y sabía que
tenía a alguien con quien contar para todo, lo que me
aportaba bastante tranquilidad.
Más de una noche me descubrí pensando en
Mara. Intenté en todo momento no darle muchas
vueltas al asunto, aunque a veces se me hiciese
imposible, y entonces echaba la vista atrás al último
año de mi vida y las cosas se sucedían en mi mente
como las escenas de una película. Pensé que seguía
estando enamorado de ella. Y un buen día me la
encontré.
Estuve una temporada sin salir los fines de se-
mana, y cuando había cambiado de casa y de trabajo,
ya no me quise resistir a las insistencias de Jandri, por
lo que un sábado por la noche salimos de marcha por
Valladolid. Ir por los mismos locales de antes me trajo
buenos recuerdos y me propuse intentar disfrutar de
aquella noche de verano. Era San Juan, así que fuimos,
como me dijeron que mandaba la tradición, a la playa
de las Moreras para ver la hoguera y sentir el am-
biente. Allí, en la orilla del río, la vi acompañada de
sus inseparables amigas y de Pablo. El chico la cogía
del brazo y le cuchicheaba cosas al oído cada poco,
con una complicidad evidente; Mara se reía mucho,
parecía estar pasándolo bien y eso la hacía muy
guapa. La vi algo más delgada y ligeramente bron-
ceada, puede que por el vestido blanco de tirantes que
llevaba. Sentí lo mismo que las últimas veces, con la
diferencia de que esta vez le podía poner nombre:
celos. Jandri me vio la mirada y no tardó en decirme:
―Vamos a buscar a Marta, estarán en el chirin-
guito esperándonos.
Pero yo quería acercarme y hablar con Mara, se
estaba reavivando en mí lo que en realidad nunca ha-
bía muerto. No hizo falta que diera yo el paso, pues
ella me vio al instante siguiente. Dudó unos segundos,
pero después de decirles algo a sus acompañantes se
dirigió hacia mí.
―Hola, Álex. ¿Qué tal estás?
―Bien, Mara. ¿Y tú?
―Aquí, celebrando San Juan.
―¿Quieres tomarte una copa conmigo?
―Vale.
Dejamos a nuestros amigos allí y, después de
pedir unas bebidas, nos sentamos en un banco algo
alejado de aquel ajetreo. Todo pasó de una manera
casi automática como si la conversación pendiente
estuviera allí, esperando a la vuelta de la esquina.
Pensé lo mucho que me habría gustado que nuestra
relación hubiese fluido así de natural.
―Álex, no te llamé en todo este tiempo porque…
―Yo tampoco lo hice, no me atreví, tu mensaje de
aquella noche no pudo ser más claro.
―No digas eso, no era mi intención, pero necesi-
taba aclararme.
Me contó que llevaba dos semanas trabajando en
una multinacional después de haber pasado con éxito
tres entrevistas y muchos nervios. Pero lo había lo-
grado y estaba muy contenta. Por fin se le perfilaba un
futuro bastante prometedor, cosa de la que yo nunca
había dudado. Estaría un par de meses en período de
formación y luego empezaría a desempeñar el puesto
de delegada comercial para varias provincias de Cas-
tilla y León. El trabajo le supondría viajar con frecuen-
cia pero sabía que eso a ella le gustaba mucho.
Tendría coche de empresa, móvil, portátil y otras fa-
cilidades, y me dijo que estaba muy ilusionada y feliz,
que se estaba adaptando poco a poco a su nueva si-
tuación laboral, puesto que tenía que aprender mu-
chísimo y poner en práctica todos los conocimientos
que estaba adquiriendo.
―Seguro que has conquistado a todos tus compa-
ñeros con tu forma de ser.
―Bueno, Álex, no exageres. La verdad es que me
han recibido con los brazos abiertos y me están ayu-
dando mucho.
―¿Y Pablo?
Seguro que mi pregunta cayó sin ton ni son, pero
me salió sin pensarlo.
―¿Pablo qué?
―¿Qué tal tu relación con él? Os he visto bastante
cercanos.
―Pablo es un muy buen amigo mío y mi pareja
en las clases de baile.
Pensé que nunca había sido tan falto de tacto, tan
indiscreto y tan directo con una cosa así, y en cierto
modo me arrepentí de haberle hecho esa pregunta.
Cuando le iba a pedir perdón por ello, me dijo:
―¿Y tú qué tal? Me dijo Andrei que ya no trabajas
con él.
―¿Hablaste con Andrei?
―Sí, hablamos de vez en cuando por teléfono y
también tomamos café alguna vez.
―¿Qué tal está?
―Bien, en su trabajo lo aprecian mucho, parece
que le van a subir de puesto en otoño.
Seguimos hablando de banalidades, de mi nueva
casa, de las vacaciones que se acercaban. Ella quería
irse a Marruecos con sus amigas, le apetecía hacer un
viaje diferente. Y de repente se levantó y me dijo que
tenía que volver con su pandilla.
―Espero que las cosas te vayan todo lo bien que
te mereces, Álex.
Me dio un beso en la mejilla y se fue sin más. Me
acababa de confirmar por segunda vez que yo no en-
traba en su futuro, y si no era ahora, no lo sería nunca.
Volví con Jandri y los chicos y vi que allí estaba su
hermana también. A Marta hacía bastante que no la
veía y me dio dos besos muy entusiasta.
―¡A qué no adivinas adónde es posible que me
vaya de Erasmus!
―No, la verdad.
―A Bucarest, Álex, a tu tierra.
Lo siguiente fue fácil, empezamos a hablar de ello.
Ella me hacía preguntas y yo le contestaba, estaba
muy emocionada con la posibilidad de conseguir la
beca. Jandri no me había dicho nada, me contó,
porque se acababan de enterar y todavía no era nada
seguro, lo sabrían en unos días.
―Claro está que si me la dan me tendría que ir
unos días antes para solucionar el tema de aloja-
miento y demás.
Y fue cuando mi amigo intervino:
―Yo he pensado en acompañarla, así conocemos
tu tierra y a lo mejor coincidimos, porque segura-
mente sería en agosto más o menos.
―Pues claro, podríais ir conmigo ―se me ocurrió
de repente.
La idea me encantó y aquella noche, entre copa y
copa, casi no hicimos otra cosa que idear planes para
unas minivacaciones en Rumanía.
10. Un nuevo comienzo

Han pasado ya siete años, pero los recuerdos son aún


muy vivos. Eran casi finales de agosto cuando hice mi
primer en avión, así que estaba nervioso y al mismo
tiempo emocionado. Llevábamos un par de meses or-
ganizándolo y eso me ayudó a seguir adelante, a pe-
sar de que las cosas no habían salido tal y como yo
pensaba. Trabajaba prácticamente todo el día y entre
semana no hacía gran cosa. Los martes y los jueves iba
al gimnasio, donde por cierto, nunca me encontré con
Mara. A veces salíamos a tomar una cerveza. Jandri
seguía siendo mi amigo inseparable y Marta se nos
juntaba cada vez más, ellos fueron mi gran apoyo
cuando me quedé sin otra meta en la vida que trabajar
y trabajar. En mi nuevo empleo me fue bien, tanto que
me dieron en breve un puesto de oficial de segunda.
Estaba muy lejos todavía de lo que yo soñaba, pero el
reconocimiento del esfuerzo y empeño que ponía en
todo era ya un buen comienzo.
Mis padres estaban emocionados porque iría
acompañado y prepararon un recibimiento digno de
una casa real; nos fueron a buscar al aeropuerto, que
por aquel entonces pisaban por primera vez y que
más tarde se transformaría en un sitio muy común
para ellos. Mi padre había limpiado el Dacia a
conciencia y olía a la colonia que le había echado en
lugar de ambientador. Temía un poco que mis amigos
no se sintieran todo lo cómodos que yo quería, pero
para nada fue así. Más bien todo lo contrario: a Jandri
y a Marta les impresionó la cercanía y la hospitalidad
de la gente, de los mismos familiares y vecinos que
nos estaban esperando, como a mí unos meses atrás,
enfrente de la casa de mis padres. Algunos se habían
encargado de preparar la mesa, y la barbacoa ya
estaba en marcha. Fue una cena inolvidable con,
aparte de mucha comida, una alegría infinita. Lo más
difícil para mí fue tener que estar todo el tiempo
pendiente de que mis amigos entendieran las pregun-
tas y los comentarios de los demás, y que pudiesen
expresarse, todo a través de mi boca, evidentemente,
porque me tocó hacer de intérprete. Aunque Jandri,
con unos chupitos de licor de guindas, el preparado
estrella de mi madre, ya se hacía entender por señas y
una mezcla tremenda de idiomas, cosa que a todos les
encantó y les hizo mucha gracia.
Estuvimos en el pueblo un par de días y luego fui-
mos los cuatro ―se nos juntó mi hermana― en el co-
che de mi padre a Bucarest. A Marta le habían conce-
dido la beca y yo hablé con Paul, que se puso manos a
la obra y le encontró un estudio en alquiler. Lo
primero que hicimos fue conocer a los propietarios,
firmar el contrato y pagar la fianza y la primera
mensualidad. Todo fue bien: el pequeño París,
sobrenombre que se le daba a la capital rumana a
principios del siglo pasado, les gustó mucho y la chica
quedó encantada con la ubicación de su futura casa,
que estaba al lado del parque Cișmigiu, en el mismo
centro de la ciudad y a diez minutos de la Uni-
versidad. El precio del alquiler, en aquellos tiempos,
era bastante bajo, aunque, al ser extranjera, le
cobraban algo más que a un rumano.
Después estuvimos en Regie, el campus
universitario bucarestino por excelencia. Paul se había
encargado de organizarnos una superfiesta, a la que
acudieron todos mis amigos. Evidentemente, todos
me guiñaban el ojo y me preguntaban, más por gestos
que verbalmente, si Marta era mi novia, y, aunque yo
les decía que no, ninguno me creyó, a pesar de que no
vieran ningún tipo de acercamiento o
comportamiento que les hiciese creer lo contrario,
aparte de muchísima confianza y cariño.
Mihaela me contó, sin yo preguntarle nada, que
Anca ya estaba en Inglaterra, con Markus. También
había conseguido una beca para hacer un master en
Arqueología y se había ido, unos días atrás, encantada
y feliz. Me dijo que lo había pasado un poco mal con
su familia, sobre todo con su padre, quien, en un
principio, no quería dejarla marchar, pero que, poco a
poco, les había ido convenciendo. La sonrisa dibujada
en mi cara seguramente fue algo nostálgica, pero
rápidamente cambiamos de tema y todo quedó en eso.
Nos lo pasamos muy bien y mis compañeros me
prometieron cuidar de Marta durante el tiempo que se
quedaría en Bucarest.
Seguimos luego nuestras cortas vacaciones con
una pequeña excursión de un par de días a la
montaña, porque mi hermana, que era una experta en
organizar salidas de este tipo, nos había preparado ya
un recorrido que impresionó a mis amigos españoles.
Fuimos al castillo de Drácula ―¡cómo no! ―, ya que
estos me habían dejado claro que sería una visita
obligada. Nos alojamos en una casa rural, por más
que Diana, que se había llevado la tienda de campaña,
nos había insistido en dormir bajo el cielo. Vimos
también alguna perla de los Cárpatos, lugares
preciosos que yo ya conocía, evidentemente, aunque
esa vez creo que fue muy especial.
También estuvimos un día en Piteşti y les enseñé,
orgulloso, cada rincón de mi ciudad. Además, coinci-
dió que estaban en fiestas, así que el ambiente no
podía ser mejor.
Finalmente volvimos al pueblo, donde nos espera-
ban más comidas y cenas familiares. De hecho, mi ma-
dre andaba todo el santo día detrás de nosotros ofre-
ciéndonos los platos que con tanto amor estaba prepa-
rando continuamente. Era muy graciosa cuando les
hablaba a mis amigos en voz muy alta, convencida de
que así la entenderían.
Mi padre estaba muy contento porque el coche no
nos había dado ningún problema y elogiaba sin cesar
la marca automovilística nacional.
Los diez días acabaron demasiado pronto, pero
esta vez dejé a mis padres bastante más tranquilos que
en las dos ocasiones anteriores. Pensarían que estaba
en buenas manos, es decir, rodeado de gente que me
quería, y con una familia que seguro que velaría por
mí. Mi madre hasta me hizo la inevitable pregunta:
―Oye, Álex, ¿seguro que esta chica no te hace ti-
lín? Porque me parece majísima.
Me limité a contestarle que Marta me gustaba mu-
cho como amiga, pero que no había nada más.
Volvimos muy contentos, yo, porque había estado
de nuevo con los míos, y ellos, «por tener unas vaca-
ciones diferentes y muy bonitas», dijeron. Es más, ha-
blaron tan bien de la gente y de los lugares que habían
recorrido, que más de uno se quedó con ganas de ir a
descubrir un país prácticamente desconocido hasta el
momento, incluidos sus padres, que nunca habían sa-
lido de España. Durante los días que quedaron hasta
que Marta volviera a Rumanía nos vimos bastante,
para dar un paseo, o para tomar una cerveza en una
terraza, ya que el tiempo todavía nos acompañaba, o
para ver una película que alquilábamos en el video-
club. Y los domingos, poco a poco, hice una
costumbre de ir a comer a casa de mis amigos. Sus
padres se portaron conmigo como una familia y cada
día me encontraba más a gusto entre ellos. Jandri
estaba contentísimo y empezó a llamarme hermano.

Y llegó el día que cambió mi vida, esta vez para siem-


pre: fue el último fin de semana antes de que ella se
fuese a Bucarest: ese sábado quedamos para salir de
fiesta y celebrar la despedida. Hicimos, como siempre,
nuestro usual recorrido de bares y discotecas, y aca-
bamos en el Rincón. Allí estaban Mara y sus amigos, y
me sorprendí al darme cuenta de que el corazón ya no
me dio un salto al verla. Nos saludamos e incluso se
acercó y estuvimos hablando un rato, de banalidades
más bien. Supe que le iba muy bien en el trabajo: las
ganas de demostrar su valía y su afán de superación
habían contribuido mucho, los jefes la apreciaban y
ella estaba contenta. Andrei había ido de vacaciones a
Rumanía y todavía estaba allí.
―¿Habéis vuelto? ―le pregunté sin rodeos.
―No, y no lo haremos, él también lo ha asimilado
finalmente. De hecho…
No pudo acabar la frase, porque Pablo se acercó,
la rodeó con los brazos y le dio un beso. En la boca.
Entendí que me iba a decir que estaba con él, pero,
contrariamente a lo que pensé que sentiría, no me
afectó. Y fue en ese momento cuando Marta también
se nos acercó y me dio un beso en la mejilla,
cogiéndome cariñosamente de la mano. Las dos chicas
cambiaron algunas palabras y, al rato, nos separamos.
Cada uno se fue con su grupo, y a los diez minutos,
ellos salieron del Rincón.
Me sentí aliviado, sí, esa fue la sensación. Cogí a
Marta y nos apartamos de los demás, sentándonos en
un sofá, entre montones de ropa.
―Marta, tengo algo para ti. El lunes te vas y
quiero que sepas que te aprecio muchísimo.
Le había comprado unos días antes una pulsera
sencilla, en acero y oro blanco. En un primer
momento, había querido pedirle consejo a su
hermano, pero luego pensé que tenía que salir de mí,
no podía ser tan falto de originalidad. Porque me
sentía muy cerca de ella y quería que lo supiese.
―Pero Álex… ―dijo toda emocionada, sin poder
acabar la frase.
―Es para que tengas algo de mí, de un rumano
que se quedará en España echándote de menos, mien-
tras que tú te vas a su país.
―¡Qué bonito!
Se la coloqué en la muñeca, con un gesto que se
volvió muy íntimo y especial. Y Marta no se lo pensó
dos veces: me besó, pero esta vez en los labios. Un
beso que lo transformó todo. No sé lo que duraría,
pero nos apartamos cuando oímos unos fuertes
aplausos al lado. Nuestros amigos se habían acercado
sin que nos diésemos cuenta. Estaban celebrando el
comienzo de una historia de amor que no ha acabado
y espero que no acabe nunca. Nos miramos
sonrojados pero felices, y nos abrazamos, en las
ovaciones que no paraban.
―Hermano, ¿quieres que te siga llamando
hermano o prefieres que lo cambie por cuñado? ―me
dijo Jandri todo entusiasmado.
Esa noche la acompañé a casa, de madrugada. Iba
mi amigo también, pero, al llegar al portal, nos dejó
solos.
―Me voy, despedíos tranquilamente.
Nos sentamos en un banco, donde estuvimos casi
hasta el amanecer, y de repente odié que se tuviera
que ir tan pronto.
―Igual es mejor así, Álex, así nos conoceremos
poco a poco.
Nos abrazábamos muy fuerte y no quería soltarla,
nos besamos hasta desgastar nuestros labios, como
dice la canción, y nos hicimos promesas, como dos
adolescentes que viven su primer amor.
―Vendré en Navidad ―me susurró ella al oído.
―Prométeme que irás a ver a mis padres y a mi
hermana, estarás como en tu casa.
―Eso ya lo sé, te lo prometo. Y tú tienes que ir a
la mía, estaré más tranquila si sé que mi familia te
puede seguir arropando.
Al día siguiente tenían comida familiar, con su pa-
dres y sus tíos y, aunque me insistieron en ir, no lo
hice. Me quedé toda la mañana y parte de la tarde en
mi habitación, soñando con los ojos abiertos y sin po-
der concentrarme en nada. Cuando, sobre las seis de
la tarde, Marta fue a verme sin avisar, pensé que
estaba tocando el cielo.
―Mira que estaba deseando irme y ahora se me
hace tan difícil…
El lunes, después de salir de trabajar, quedé con
mi amigo.
―Álex, tío, estoy que no quepo en mi piel de con-
tento. Mi mejor amigo novio de mi hermana, mejor
imposible.

Lo primero que hice fue comprarme un ordenador


portátil, para estar en contacto permanente con ella.
Teníamos nuestro ratito todas las noches y nos contá-
bamos de todo; mis amigos estaban muy pendientes
de ella, quedaban cada vez que podían, la invitaban a
tertulias y a fiestas y Mihaela la llevó a pasar un fin de
semana con su familia. A través de la novia de mi
amigo también conoció a Anca, en un corto viaje que
esta había hecho a Rumanía. También iba una vez al
mes a casa de mis padres, que organizaban
verdaderas parafernalias para recibirla, todo eso
mientras aprovechaba para aprender cosas en un
sistema de enseñanza bastante distinto al de España.
A mí me encantaba oír todo eso y me habría gustado
ser yo su guía, pero tenía que ser así, me decía en
unos intentos no muy exitosos de consolarme. Yo
también seguía yendo a comer a casa de sus padres
los domingos y mi amigo estaba peleando conmigo
cada vez que quería ir de marcha.
―A ver si ahora me vas a dejar solo, tío ―decía
bromeando―. Yo estoy contento de que salgas con mi
hermana, pero estoy empezando a pensar que te estoy
perdiendo como colega. He ganado un cuñado super-
guay, pero estoy perdiendo un amigo para salir de
fiesta ―solía decir a todo el mundo.

Cuando se fue acercando la fecha de renovar mi per-


miso de residencia, empecé a buscar otro empleo. Es-
taba muy contento con el que tenía, pero tenía otras
aspiraciones. Mi período de adaptación había acabado
con brío, y pensé que debía luchar por conseguir algo
mejor. Se lo hice saber a Ion cuando fui a verlos a Va-
lencia, a los dos meses de haber nacido su hijo, del
que mi amigo estaba orgullosísimo.
―Un niño, Álex, tío, un niño ―me había dicho
todo emocionado por teléfono el mismo día en que
había sido padre.
Y, aunque había planeado ir a verlos lo antes posi-
ble, no fue hasta el puente de la Constitución que lo
hice, acompañado, cómo no, de Jandri. Estaban los
dos contentísimos con el pequeño y me entraron unas
ganas tremendas de formar una familia.
En diciembre estaba todo más o menos parado, así
tuve que posponer la búsqueda de un nuevo trabajo.
Además, la emoción de volver a ver a Marta era tan
grande que me costaba pensar en otra cosa. Me habría
encantado ir a buscarla a Madrid, pero no lo hice, por-
que iban sus padres y, como todavía no les habíamos
adelantado nada de lo nuestro, no me veía capaz de
aguantarme sin abrazarla y besarla. Pero tendría
tiempo de estar con ella las tres semanas siguientes.
El día de su llegada lo pasé bastante mal por la
impaciencia y por los nervios, aun así, lo preparé todo
al detalle para pasar unos momentos inolvidables.
Jandri le dijo que la esperaría al día siguiente para
comer.
Lo demás lo recuerdo como un cuento, fueron las
tres semanas más felices de mi vida. Nos hicimos mu-
chos regalos, en Nochebuena les contamos a sus pa-
dres que estábamos juntos, y estos se alegraron mu-
chísimo, y me aseguraron de que si ya me querían
como a un hijo, ahora más. También se lo dijimos a
mis padres, por teléfono, y mi madre le contestó, en
un tono de voz alto ―¡para que Marta lo
entendiera!― que tenía que ir a verlos nada más
llegar de nuevo a Rumanía, porque quería darle un
abrazo muy fuerte. Pobre mujer, estaba llorando de
emoción. Fueron unas Navidades muy especiales, que
acabamos con un fin de semana romántico en una
casa rural en las montañas palentinas.
Esta vez sí que la acompañé al aeropuerto, con sus
padres y su hermano, y pudimos mostrar sin reparos
nuestro amor.

Los meses que siguieron me concentré en buscar un


empleo algo más conforme a mi preparación. No lo
conseguí a la primera, sino después de mucho
esfuerzo y sudor, pero, cuando Marta volvió a
España, a los tres meses más o menos, había podido
entrar en una multinacional del sector de la
automoción que tenía, precisamente, una fábrica en
mi ciudad natal. Empecé como empleado de planta,
pero, a base de trabajo y más trabajo, pude ir
avanzando hasta conseguir un puesto de técnico
especialista, así que no le podía pedir más a la vida.
Marta acabó la carrera en junio, se licenció y dio la
casualidad de que entró a trabajar en el departamento
de contabilidad de la misma empresa. Empezó
haciendo prácticas, pero acabaron haciéndole un con-
trato a jornada completa. No nos veíamos, porque
cada uno estaba en un sitio distinto, pero eso nos
ayudó muchísimo cuando a mí me ofrecieron la
posibilidad de irme una temporada a trabajar a mi
país. Ella pidió el traslado también y se lo dieron. Ha-
bían pasado ya casi dos años desde nuestros comien-
zos como pareja y, aunque los fines de semana estaba
siempre en mi casa, no habíamos dado todavía el paso
de irnos a vivir juntos o de casarnos. Aunque no dudé
en ningún momento de que era lo que quería, a pesar
de que Jandri seguía riéndose cada vez que salía el
tema.
Pasábamos nuestras vacaciones de verano con mis
padres y cuando nos fuimos a trabajar allí, en
principio durante seis meses, decidimos formalizar
nuestra relación. Mis padres nos dejaron encantados
el piso, que decoramos a nuestro gusto y con muchí-
sima ilusión, y que fue nuestro primer nido de amor.
En lugar de seis meses, estuvimos dos años y medio, y
nos propusimos volver en cuanto tuviéramos la
oportunidad. Mientras tanto, nos casamos por lo civil
en España, con toda la familia de Marta y todos nues-
tros amigos, aunque parte de ellos fueron también a la
boda religiosa, celebrada en el pueblo de mis padres.
Ahora vivimos en Valladolid, y en unos días na-
cerá nuestro primer hijo, que se llamará Diego Vlad, la
combinación perfecta de dos culturas.

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