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Tierra adentro

Lo vieron llegar los tipos de la aduana; observaron su cuerpo arrastrarse bajo la luz

intermitente de los faroles: el comisario López, en la torre, miró por sobre su hombro a su

compañero de turno:

— Ves eso?

— No veo nada.

— Esperá un poco, ahora se lo comió la noche… En unos segundos va a aparecer bajo la luz

de ese farol, a tus 10hs.

López y Esculapio se habían acostumbrado a la larga hilera de faroles que se perdía en la

pampa interminable; el cuadro no ofrecía mayores variaciones ni sorpresas. Daba la sensación de

que sus miradas sostenían ese orden, esa quietud pragmática que estaba pronta a caer en el caos a

la primera distracción.

— Ahí va apareciendo… ¿Lo llegás a ver?

— No… pará que agarrro las gafas de visión nocturna.

— Y vos te crees esa boludez. Vení, mirá ahora que se acerca a la luz.
— Veo algo eh, estas gafas están buenísimas… Lo veo perfecto. Hay una cosa que

relampaguea... está fumando me parece.

II

Nadie pudo comunicarse con el recién llegado… Más tarde, López lo bautizó Juan Garza

para facilitar la cosa. Los interrogatorios no surtieron el efecto deseado, por más buena voluntad

que pusieran, el hombre se defendía a base de un silencio religioso.

— Nombre completo? — arrancó Esculapio.

— …

— Estado civil?

— Pero si serás boludo. El tipo no te entiende cuando le pedís el nombre ¿¡Pensás que te va

a entender cuando le decís “estado civil”!?

— Es protocolo — se dignó a responder.

El extranjero se limitaba a levantar el vasito de plástico vacío con los ojos fijos en el

bidón. Entendían que había llegado por la ruta 2. Se comunicaron con la central de Fray Bentos

pero no había registros, nadie lo había visto. Según López y Esculapio su turbante estaba

mojado; esto indicaba que podría haber descendido de una embarcación del Río Uruguay;
parecía venir desde lejos, pasando uruguayana; quizás de Río Grande Do Sul. Era claro que no

hablaba el idioma; pero hablaba el lenguaje universal de los gestos.

Algunos símbolos les revelaron que el hombre podía ser un Sij o “Sich”, como lo

pronunciaba el comisario. López había leído de estos devotos en una novela histórica de segunda

mano: el puñal que llevaba el extranjero, envuelto en sus harapos, era el kirpán, una daga con

forma de L. La barba y el pelo largo – el kesh – que se dejaban crecer deliberadamente como

muestra de respeto hacia su creador. Las cinco k: kanga, kara, kirpán, kesh… y uno más, creo

que era kitch, como kitchen, pero abreviado.

Sus labios resecos y los ojos desorbitados propiciaban la hipótesis de que se encontraba

en un estado de delirio causado por la deshidratación y el sol. Lo dejaron dormir en la oficina de

un ya retirado oficial que había instalado su dormitorio dentro del despacho. Esculapio y López

estaban desconcertados, conjeturaban toda clase de hipótesis acerca del hecho. Por primera vez,

dos tajos en la cara de ese pedazo de realidad unánime se habían formado.

El sij se fue por la mañana. Esculapio vio una chispa relampagueante a lo lejos; vio,

desde la torre, una figura blanca que avanzaba deslizándose.

— Se las picó — le avisó Esculapio.

— El loco del turbante? Se largó?

— Así parece.

III
Un tipo al que llamaban “patrón” le vio en su musculatura y en sus manos abarcadoras

condiciones favorables para realizar las faenas del campo. Lo encaró con una propuesta:

“Cuchame gringo, te doy rancho y comida por unos trabajitos en el campo, ¿quéteparece?”.

Cuando el sij sacó la mano para apartarse una mosca que se le había posado en la nariz, el patrón

la interceptó y la estrechó muy fuerte, agitándola de arriba hacia abajo.

El patrón se lo llevó al norte con otro peón, iban tomando mate. En el asiento de atrás,

sentado contra la ventanilla con el turbante aplastado contra el techo, el sij observaba el agua

caer dentro del recipiente, el humo elevarse, el ir y venir del objeto, las complicidades, el ruido

burbujeante: todos pequeños indicios que a los ojos del sij, no podían alojar otra conclusión. Más

tarde, cuando el peon giró sobre sí mismo y le ofreció el recipiente humeante, el sij supo que su

mejor alternativa era entregarse; lo que sucedería a partir de ahí estaba fuera de su control. Le

llegó el mate unas cuantas veces más y el sij tomaba esperando el efecto. El coche avanzaba a

paso acelerado entre paisajes homogéneos. Patrón y peón intercambiaban frases sueltas que

pendían de un aire calmo, apenas atravesado por la brisa de una ventana entreabierta. Unos

minutos más tarde el extranjero daba saltitos intermitentes en el asiento mientras se agarraba la

entrepierna.

— Patrón, el amigo precisa cambiarle el agua a las aceitunas… no sé si me´ntiende.

— Querés parar? — le preguntó al sij mirándolo por el espejo.

— …

— Ansí parece…Se está pillando a lo loco


IV

Se entendió bien con el otro paisano que hablaba largo y tendido. Le contaba por donde

había estado.

— En mis tiempos, yó había andao por el Paraguai, ansí andube como maleta, diun lao pal

otro, hasta que, vos sabés, me encontré con el Patrón y me fui con él nomá…

El extranjero escuchaba esta musiquilla e intentaba retener alguna palabra sin éxito. Entendió

que con asentir con la cabeza era suficiente.

A los pocos días, en Zárate, ya nadie ignoraba su nombre: Juan Garza. Su emblemática

figura cobró fama a fuerza de misterio; se corrió la bola de que había combatido en el Punjab

ante otros sijs (en su costumbre de guerrear entre sí) y que las armas debilitaron sus fuerzas y su

fe, sobre todo su fe, y le dejaron ante una vida casi sin sentido. Habia reemplazado el turbante

por la boina, y llevaba el kirpán atado al cinturón, como los gauchos llevan su puñal.
V

Descubrí años más tarde un manuscrito bajo el nombre de Juan Nadie; lo habían

conservado en la localidad de Zárate. Se titula “Soñado paraíso de Eugenio”. No es tanto por la

riqueza lingüística lograda por un idioma aprendido en su estado más primitivo sino el

argumento presagiado por el título, lo que llama la atención. Transcribo a continuación – no

literalmente, con asiduas correcciones que hacen al texto legible - lo que componen varios

papeles escritos en una caligrafía confusa que alterna entre el sánscrito y el rioplatense:

Caminaba una tarde por una calle que me recordaba mucho a las callejuelas angostas

de Punjab. Había “manteros” y comerciantes que mostraban sus artesanías al público con

intención de que las compraran.

Atraído por un “comercio”, que en su oscuridad misteriosa se presentaba como un

portal, decidí entrar. Habían desplegadas mesas y colchonetas donde la gente se sentaba a

fumar. Adentro sólo se filtraba un rayo de luz, y la iluminación ofrecida por unas luces de bajo

consumo era pobre. Conocí el sabor de un jarabe exquisito que al tomar contacto con mi

garganta hizo sentir su dulzura. Acá lo llaman “grapa”, y lo toman los “trabajadores”. Nadie

hablaba; todos parecían asistir a una ceremonia secreta. Aquel estado aurático me devolvió a

los templos; a las lecturas sagradas y las ceremonias.


Empecé a emborracharme y a perderme en sueños lúcidos: volví a mi pasado, empecé a

urdir en la memoria y recuperé recuerdos sepultados. Saboreé el nombre de mi tierra: Punjab,

su misma pronunciación me sonaba extraña, ya no podía ligarla a las impresiones de mi

infancia. Gradualmente empecé a desplomarme sobre la madera hasta quedarme dormido.

Nunca pensé concebir un hombre: mis motivos en aquel tiempo eran banales e

inmediatos, respondían a las vicisitudes del cuerpo. Pero esa tarde lo hice. Sin proponérmelo,

soñé la llegada de una criatura al mundo; vi a una madre sostenerlo en brazos y a otro hombre

(que no era yo; luego entendí que participé en el parto como participa Dios de nuestra génesis)

que permanecía sentado al pie de la cama. Por primera vez presencié una escena de parto. El

niño, en nada se parecía a los que estaba acostumbrado a ver en brazos de una madre: era muy

blanco y todo su cuerpo estaba manchado de sangre. En el sueño pude ver al padre besar la

frente de Eugenio. Afuera, tras los vidrios, el mundo no existía. La mujer tenía los pelos

dorados; lágrimas bañaban sus pómulos.

Cuando no me invadían sueños triviales, volvía a soñar con Eugenio; cada vez más

crecido. Nuestra relación fue cada vez más cercana. Soñé o imaginé la primera vez que andaba

en una bicicleta empujado por su padre por una calle solitaria; imaginé también una casa de

madera con un amplio frente (alargada por un pasillo que desembocaba en un escritorio con

una máquina de escribir), escuché las lluvias cayendo en los techos de zinc. Estuve cuando

inocentemente Eugenio sorprendió a su madre desnuda. Soñé con Eugenio (ahora ya más

grande) y lo observé – como un padre orgulloso – matar una víbora plomiza que se cruzó en el

camino con un machete. También soñé las desgracias; la vida del niño también tenía las suyas.
Sobre las colchonetas, en el largo sueño embriagado, soñé a Eugenio tropezarse y golpear su

frente contra el piso, un tajo le marcó la cara. Desperté. Mi cuerpo bañado de sudor. Toqué mi

sien y vi que mis dedos se habían teñido de rojo. En ese momento, entendí que ya no sufría solo:

que el niño también debía de estar padeciendo mis desgracias, que él soñaba mi vigilia y

despertaba atormentado por las imágenes de los oscuros antros.

No hubo un segundo en que no pensara en el niño. Me dirigía al comercio y me servía la

grapa en los vasos, tomaba hasta emborracharme y, eventualmente, caer dormido. En algún

momento, era necesario – para no perder la fe – que el creado conozca los designios de su

creador.

Las calles estaban en estado de alerta; cada partícula propiciaba una calma chicha.

Eugenio y su madre caminaban buscando algodón y alcohol. Se adentraron a la calle de los

bazares, creyendo que allí tendrían suerte. Fue decisión de la madre internarse en un comercio

que parecía estar abierto. El niño no soltaba todavía la mano de ella, la agarraba con miedo de

perderse en esos corredores oscuros. Se acordó de sus sueños y de aquellos pasillos plagados de

tabernas y pordioseros. La madre empujó la puerta con ímpetu y apenas hubo entrado al salón

vio a un borracho desplomarse frente a ella. El hombre, tenía la cabeza coronada por una boina

y cayó sobre los pies del niño. Este lo miró y notó la mancha roja en la sien. El hombre

pronunció algo y sus ojos se tornaron blancos.

V
Con esta frase ambigua culminan los manuscritos del sij. Ningún otro registro, salvo este

archivo conservado en la biblioteca de Zárate, quedó de el paso de este hombre. Luego, unos días

más tarde, me reuní con Esculapio – que ya dejó el puesto en la aduana y ahora tiene un cargo

importante – y me contó algunos detalles de los meses que había pasado en Zárate el sij.

— A los pocos días de llegar, después de pasar unos días en la calle, agarró laburo con

Ureña, el terrateniente. Laburaba ahí con otro chango con el que se entendieron bien,

pero a los pocos meses desapareció. En este punto la cosa se vuelve confusa: unos lo

vieron entrar en LA ZONA. Otros dicen que se volvió río arriba para Río Grande. Casi

todos recuerdan el día en que le vieron conversando en un español fluido con un pibe del

barrio.

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