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Lazos rotos
La inmigración, el matrimonio y las emociones en la
Argentina entre los siglos XIX y XX
Bernal, 2019
UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES
Rector
Alejandro Villar
Vicerrector
Alfredo Alfonso
ISBN: 978-987-558-620-8
Queda hecho el depósito que marca la Ley Nº 11.723
Hecho en Argentina
Para Tobías, mi violinista predilecto
Índice
Agradecimientos
Introducción
Capítulo I. La promesa, la espera y la traición
Capítulo II. Quebrantar los deberes sagrados
Capítulo III. Cuerpos (in)dóciles y odios cotidianos
Capítulo IV. La pasión de los celos
Epílogo
Bibliografía
Agradecimientos
Gracias a Marcelo Borges, Nancy Calvo y Osvaldo Gerschman por la
lectura y las sugerencias. A Noemí Girbal por la confianza y la generosidad.
Al personal del Archivo General de la Nación, del Archivo Histórico de la
Provincia de Buenos Aires y de la Sección Histórica del Departamento
Judicial de Dolores, por la cordialidad y el esmero. A María Angélica
Corva, de la Biblioteca Central de la Suprema Corte de Justicia de la
Provincia de Buenos Aires, por compartir sus conocimientos. A Ute
Frevert, por recibirme en el Center for the History of Emotions del Max
Planck Institute for Human Development, en cuyo estimulante ambiente
intelectual escribí parte de este libro. Al Servicio Alemán de Intercambio
Académico (DAAD), por financiar esa estadía con una generosa beca. Al
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y a la
Universidad Nacional de Quilmes, sin cuyo estímulo intelectual y material
este proyecto no hubiese prosperado.
Introducción
En los albores del siglo XX, en el andén de una estación de trenes del sur de
Italia, entre el bullicio y el llanto, las mujeres y los niños se agolpan para
despedir a los viajeros. Son hombres jóvenes que emprenden el primer
tramo de la travesía hacia América, maridos que han prometido a sus
esposas que la separación será temporaria. Algunos planean regresar y otros
volver a encontrarse con sus familias cuando ellas también crucen el
Atlántico. Los que parten y los que se quedan deberán habituarse a una vida
transnacional que involucra nuevos roles y responsabilidades y conlleva el
desafío de evitar que la migración disuelva los vínculos afectivos. Una vez
que los hombres se van, la presencia real se transforma en cercanía
imaginaria, y la dinámica oral y cotidiana de la relación, en palabras fijadas
en un trozo de papel.
En la semántica de las cartas confluían manifestaciones de cariño,
novedades, consejos prácticos, recriminaciones, reclamos y sospechas. El
temor de los hombres a la infidelidad de sus esposas, el miedo de ellas a
que los maridos las olvidasen, la necesidad de dinero, la administración de
las remesas, la discusión sobre la educación de los hijos y la gestión
doméstica eran materias corrientes del intercambio epistolar en el que se
sostenían las relaciones conyugales transformadas por la migración.[1] Las
cartas eran capaces de forjar una ficción de cercanía acortando las
distancias, abreviando los tiempos y transportando pensamientos, objetos
(una fotografía, dinero, una flor disecada) y emociones. Sin embargo,
también es cierto que la experiencia migratoria fue un factor disruptivo,
porque la distancia debilitaba los vínculos y el tiempo desgastaba el anhelo
de reencuentro. Si miles de matrimonios separados por la migración
lograron reunirse por el retorno del marido a Europa o porque la mujer y los
hijos viajaron a América, para otros miles la perspectiva de la reunificación
familiar se malogró. En algunos casos, las mujeres se negaban a emigrar
cuando sus maridos las llamaban; en otros, eran los hombres quienes
atraídos por la novedad de las grandes ciudades o sumidos en la intensa
movilidad de las migraciones internas –que solían seguir a las
ultramarinas–, discontinuaban el contacto con la familia, no cumplían con
la promesa de retornar, formaban nuevas parejas e, incluso, volvían a
casarse.
Pero la ruptura de los lazos conyugales no obedecía solo a la separación
definitiva, porque el reencuentro del marido y la mujer no siempre
implicaba el reinicio de una relación armónica y amorosa. El disímil
impacto que la experiencia de migrar tenía en la subjetividad de los
cónyuges o las expectativas dispares que en cada uno de ellos generaba el
proyecto migratorio solían hacer del reencuentro, más que una fuente de
placer, un motivo de disgusto y desilusión. Erosionados por separaciones
dilatadas, los matrimonios no lograban restablecer los lenguajes comunes
del cariño y la intimidad. Aunque era más inusual, solía ocurrir que el lapso
de separación fuese tan breve que en lugar de contarse en años se
computara en meses e, incluso, que la familia viajase junta. Sin embargo,
ninguna de esas circunstancias aseguraba la integridad del lazo
matrimonial. Cuando las expectativas de progreso material se frustraban o
las experiencias de adaptación del hombre y la mujer –que nunca eran
análogas– se bifurcaban, el conflicto y el maltrato terminaban apoderándose
de la relación. En ese proceso, el proyecto común que había motivado el
cruce del Atlántico perdía sentido y se transformaba en motivo de reproche
y lamento. Y el vínculo entre el marido y la esposa se desgastaba hasta
desaparecer, aunque su disolución legal les estuviera vedada.
Este libro cuenta historias con desenlaces desventurados que muestran
cómo la migración transfiguraba la anatomía de los vínculos matrimoniales.
Uniones de naturaleza frágil que no resistían los embates de la distancia, el
tiempo y la frustración, y en las que el cariño terminaba siendo colonizado
por la angustia, el desamor, el rencor, el desprecio y la ira. Esas historias
revelan cuán difíciles de solventar eran los costos de la experiencia
migratoria y, a la vez, exponen el revés de una trama historiográfica tejida
en torno a la imagen de hombres y mujeres que se habituaban a la vida
transnacional, que eran capaces de imaginarse juntos cuando estaban
separados y de sostener la fluidez del diálogo epistolar, aunque apenas
sabían leer y a menudo necesitaban de escritores vicarios. Unos
matrimonios capaces de remendar por carta los lazos conyugales, que al
cabo de un intenso trabajo de esperar[2] –que involucraba angustia,
ansiedad y sinsabores– se reencontraban en América y, sin más, reanudaban
una relación que durante años había quedado en suspenso. Sin dudas, todas
esas situaciones ocurrieron, pero a la par, en la vida de miles de hombres y
mujeres, la migración provocó una rasgadura por la que se colaron el
olvido, la traición, la desilusión y la violencia.
Para indagar la dimensión más tormentosa de la experiencia migratoria,
este trabajo enfoca la lente en circunstancias críticas de la vida matrimonial
en las que ya no era posible remendar el vínculo. Entonces, los conflictos
conyugales –de diferente naturaleza y calibre– eran aireados en los estrados
de la justicia criminal. El expediente judicial es la fuente primaria de la
presente investigación, un tipo de documento que ha sido extensamente
utilizado por la historiografía al que, sin embargo, la historia de las
migraciones aún ha explorado poco. Este libro es solo una aproximación
inicial que se ocupa de procesos judiciales protagonizados por inmigrantes
italianos y españoles que fueron sustanciados entre los años ochenta del
siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, en la ciudad y en la provincia de
Buenos Aires. El recorte espacial y étnico es una elección que obedece al
impacto demográfico que esos grupos migratorios tuvieron en los dos
territorios, un impacto que se ve reflejado en el archivo judicial. En la
amplia mayoría de los casos, querellantes y acusados eran italianos, los
españoles les seguían muy a la saga,[3] mientras que franceses, ingleses,
judíos y alemanes estaban apenas representados. La selección por origen
también se funda en la abundancia de bibliografía sobre los procesos
migratorios desde Italia y España que recrean los contextos –tanto de origen
como de llegada e inserción– de los inmigrantes en los que se encuentran
varias de las pistas que permiten desentrañar los problemas de los que se
ocupa esta investigación.
El corpus –cuyo tratamiento se explica más adelante– está compuesto por
expedientes judiciales por bigamia iniciados por mujeres europeas contra
sus maridos, querellas por adulterio encaradas por varones contra sus
cónyuges, juicios por violencia doméstica y procesos por uxoricidio en los
que se entremezclan la infidelidad –real o supuesta– de la mujer y la insania
del marido.[4] La bigamia, el adulterio, las lesiones y el uxoricidio son
objetos de estudio de este libro pero, sobre todo, son pretextos para
reconstruir historias en las que se intersectan la migración, las relaciones
matrimoniales y las emociones. En la voz de querellantes, acusados y
testigos, los procesos judiciales exponen los costos afectivos de la
experiencia migratoria y, a la vez, revelan el persistente resabio de
conductas, prácticas culturales, estilos emocionales y disputas enraizadas en
las sociedades de origen.
En los últimos años, los estudiosos de las migraciones han señalado la
relevancia de las emociones y los historiadores han estudiado el lenguaje
emocional de las narrativas personales de los migrantes, en especial en la
correspondencia.[5] Las cartas revelan numerosas aristas de los vínculos
afectivos, exponen repertorios emocionales y aluden a los estándares que
regulaban la expresión de los sentimientos en distintas geografías y
momentos históricos. Esos relatos en primera persona, en los que los
correspondientes creaban representaciones de sí mismos y del mundo que
los rodeaba, nos acercan a la dimensión subjetiva de la experiencia
migratoria. Sin embargo, no todos los inmigrantes participaron de la cultura
escrita, y a menudo debieron acudir a terceras personas para sostener la
relación epistolar con sus seres queridos. Esa circunstancia contrariaba la
fluidez de la comunicación a través del Atlántico, porque la mediación del
amanuense o del lector restringía los márgenes de intimidad para expresar
las emociones. Los elevados índices de analfabetismo de los inmigrantes
del sur de Europa que llegaron al puerto de Buenos Aires[6] sugieren que la
configuración de una arena afectiva transnacional en la que se sostenían los
vínculos estaba preñada de obstáculos. Sin dudas, las cartas constituyen una
vía de acceso a la vida transnacional, pero solo representan la experiencia
de aquellos que disponían de los recursos culturales, emocionales y
materiales para alimentar los vínculos y mantener vigente el proyecto
migratorio. Las personas no solo debían saber leer y escribir –o disponer de
quien lo hiciera por ellas–, también tenían que habituarse a una nueva forma
de comunicación aprendiendo a dialogar con alguien que estaba ausente.
Una variedad de circunstancias conspiraban contra la fluidez de ese
diálogo: las demoras, los extravíos y las intermitencias provocadas por
cambios de radicación, por la estrechez económica y hasta por la falta de
acceso a papel y lápiz. No era infrecuente que los inmigrantes justificaran la
interrupción –o la brevedad– de sus misivas arguyendo que habían estado
ocupados en busca de empleo, que no disponían de dinero, que no tenían
papel, que escribían con el último trozo de un carboncillo o que se habían
mudado desde la ciudad al interior rural de la provincia y en los alrededores
no había estafeta postal. Como veremos más adelante, a los impedimentos
materiales se sumaban la ambigüedad y la tensión entre lo explícito y el
sobrentendido que atravesaban a unos relatos que, en ocasiones, ni siquiera
habían sido escritos por el emisor. Las cartas también eran un terreno
surcado de reclamos, equívocos y disputas en el que se desataban batallas
que solían acallarse cuando una de las partes interrumpía la
correspondencia en un gesto de disgusto.
Los protagonistas de las historias de este libro no fueron capaces de
sostener un artificio de proximidad que les permitiese preservar los
vínculos. Muchos de ellos terminaron transformando a la separación
temporaria en una ruptura que indujo a los hombres a equiparar el
prolongado silencio que se había interpuesto entre ellos y sus esposas con
una suerte de divorcio informal, que los habilitaba a comportarse como
solteros. Pero la separación prolongada y la comunicación intermitente,
también enfriaban el cariño de las mujeres y estimulaban el adulterio. A
veces, la infidelidad ocurría en el lugar de origen, cuando las esposas eran
abandonadas a su suerte y, forzadas por la necesidad, terminaban en los
brazos de otro hombre. Sin embargo, el adulterio también podía ser una
consecuencia no deseada del reencuentro. No importaba si la separación
había desgastado el apego o si el vínculo conyugal ya estaba deteriorado
antes de la partida del marido, si este decidía que su esposa emigrase, no
resultaba sencillo para ella rehusarse. Y aunque, como veremos más
adelante, si algunas mujeres desobedecían el mandato de “seguir a su
marido donde quiera que fije residencia”,[7] otras cruzaban el Atlántico
para unirse a un hombre al que ya no querían. Entre varias circunstancias,
esa sumisión obedecía también a motivos legales. En el caso de Italia, si el
marido decidía que toda la familia emigrase, la esposa no contaba con
recursos para oponerse aunque, eventualmente, con la protección del padre
y los hermanos pudiera desobedecer. Pero permanecer en la península como
“viuda blanca” (una mujer casada con el esposo ausente) restringía sus
derechos, puesto que para el trámite oficial más mínimo debía contar con la
autorizzazione maritale. En cambio, en España, el Código Civil de 1889
contemplaba el derecho de la esposa a solicitar a la justicia una exención
del artículo que la obligaba a vivir con el marido si este “trasladaba su
residencia a ultramar o a un país extranjero”. Sin embargo, es probable que
muchas mujeres acataran el llamado de los hombres por dependencia
económica o porque habían sido socializadas en una cultura que no solo
valoraba la sumisión femenina sino que la había consagrado como deber en
el Código Civil, una norma que también estaba presente en las legislaciones
de Italia y la Argentina de la época.[8]
La frustración de las expectativas que el proyecto migratorio generaba en
las mujeres, la confrontación de las ilusiones con una realidad que replicaba
la estrechez material de los lugares de origen, la alienación de los sentidos
de pertenencia y el elevado costo emocional del desarraigo, provocaban
peleas conyugales y violencia doméstica. A menudo, estas restituían
dinámicas de la relación conyugal que no eran nuevas, sino que replicaban
en otro contexto criterios de autoridad y obediencia que habían regulado la
distribución de poder dentro del matrimonio antes de la migración. La
asiduidad de las reyertas y un círculo vicioso de cuerpos que cicatrizaban
para volver a ser lesionados, solían tener desenlaces trágicos cuando,
movidos “por la impulsión violenta”, los agresores terminaban con la vida
de sus esposas.
Estas experiencias migratorias hechas de silencios, olvidos y abandono o
de reencuentros amargos marcadas por la infidelidad, la frustración, los
agravios, la agresión física y el uxoricidio, también formaron parte de la
migración y de sus costos emocionales. Sin embargo, esa faz de la historia
es difícil de atisbar en las narrativas personales, a las que los historiadores
han recurrido para iluminar la experiencia afectiva, la subjetividad y las
representaciones. Más remisos que los relatos íntimos, escritos en tercera
persona, formalizados y con escasos matices dialectales y lingüísticos, los
expedientes judiciales también revelan repertorios y lenguajes emocionales,
motivaciones personales y subjetividades.[9] Indagadas a la luz de los
objetivos de este trabajo, esas fuentes presentan la ventaja adicional de que
en ellas confluyen actores socialmente heterogéneos con posiciones de
poder disímiles. En el escenario de la justicia, los inmigrantes se
encontraban cara a cara con los representantes del Estado, debían hacer
frente a prescripciones legales, morales y culturales, y ajustarse a lenguajes
y prácticas emocionales a las que no estaban habituados. Aunque las
normativas desplegadas en los tribunales solían superponerse con las que
regían la conducta fuera del dominio de la justicia, la vida cotidiana de la
mayoría de los inmigrantes que litigaron, fueron acusados o testimoniaron
en los juicios de los que se ocupa este trabajo transcurría en espacios (el
conventillo, el barrio, el lugar de trabajo) regulados por prácticas atávicas y
por semánticas y estilos emocionales de contenido étnico. Ese hecho no
obturaba su desempeño funcional en la sociedad receptora, como lo
demuestra el uso que hacían del sistema judicial para resolver cuestiones
privadas. Sin embargo, durante los procesos era necesario despojarse de
conductas tradicionales, impostar sentimientos, gestionar emociones y
medir las palabras. En una lengua ajena –a la que hablaban pobremente– y
en la solemnidad de un dominio estatal, querellantes, acusados y testigos
tenían que adaptarse a nociones prescriptivas sobre la expresión emocional.
Leídos en esa clave, los expedientes judiciales revelan, por un lado, cómo
los inmigrantes gestionaban sus emociones para acomodarlas a los
repertorios, los estilos y las prescripciones vigentes en la justicia argentina
de entresiglos.[10] Y por otro, cómo los agentes y funcionarios judiciales
interpretaban sus expresiones verbales y gestuales a la luz de la ley y desde
las tramas culturales y sociales en las que por su condición de clase, poder y
género estaban insertos.
¿Cómo desentrañar las historias escondidas detrás de las estrechas
tipificaciones de casos de bigamia, adulterio, lesiones y uxoricidio que les
atribuyó la justicia? En un sentido general, también para mí se trata de
casos, pero su interés no radica ni en el delito, ni en las pruebas, ni en la
sentencia. Los expedientes caratulados bajo un mismo rótulo presentan
numerosas semejanzas derivadas de la estandarización de los
procedimientos y de las fórmulas que regulaban las declaraciones
indagatorias y testimoniales, los alegatos de los defensores, el pedido de los
fiscales, los fallos de los jueces y las solicitudes de remisión presentadas
por los querellantes. Sin embargo, desde mi perspectiva, cada uno
constituye un caso específico al que considero como un comentario sobre la
forma en que la migración afectaba a las emociones y a los vínculos
conyugales. A partir de la singularidad del caso es como se configuran las
historias y las interpretaciones que contiene este libro.[11]
Para relatar esas historias, los expedientes fueron completados con
información de numerosas fuentes secundarias. En primer término, la
codificación civil y penal y la doctrina jurídica de la época. Los datos
“duros” de la ley acerca de derechos y obligaciones de los cónyuges,
situación legal de la mujer, delitos, penas, atenuantes y agravantes
constituyen la brújula que orienta la lectura del expediente como
instrumento legal. Mientras tanto, las concepciones de los juristas sobre
algunos de los delitos abordados –como el adulterio, por ejemplo– echan
luz sobre el clima cultural de un período de intenso debate parlamentario y
producción doctrinal motivados por la sanción del Código Penal de 1886, el
Proyecto de Reforma de 1891, la Ley de Reforma de 1903 y el Proyecto de
Reforma en 1906. Aunque la doctrina no obligaba ni a particulares ni a
jueces porque su contenido no se traducía en normas imperativas, las
opiniones de los juristas influían dentro y fuera de los tribunales, porque la
mayor parte de ellos eran profesores en la carrera de Derecho y con su obra
se formaban abogados y funcionarios judiciales.
Pero, más allá de los bordes del derecho y del sistema judicial, para
pensar los casos se requiere de una reconstrucción del contexto de los
querellantes, los acusados y los testigos, porque allí radican las respuestas a
las preguntas del historiador –que a menudo, no coinciden con las que
formula la justicia–.[12] Como los protagonistas de los procesos judiciales
eran inmigrantes, no alcanza con interpretar a partir del contexto inmediato
en el que el juicio se sustanció, sino que es preciso remontarse al origen y
tratar de conocer a los actores en su vida anterior a la migración. Pero
además, las trayectorias de los matrimonios que exponían en los tribunales
sus conflictos conyugales continuaban su curso –en libertad o reclusión–
después de que se retiraban del escenario de la justicia. Los posibles finales
para esas historias suelen encontrarse en detalles pequeños, en el trazo
desvaído del derrotero de unos individuos cuyas vidas sufrieron un
desgarro. Para indagar en ambos extremos de las trayectorias de litigantes y
acusados, la información de los expedientes judiciales fue complementada
con registros parroquiales y civiles de los lugares de origen y destino, con
censos de población y con historias locales.[13] Los diarios de la época
constituyeron otra fuente valiosa porque las noticias policiales, en las que se
retrataban escenas de violencia doméstica y uxoricidios, me permitieron
imaginar el clima social y contrastar los lenguajes emocionales a los que
recurrieron la prensa y la justicia para emitir sus juicios sobre delitos en los
que estaban en juego nociones de familia y matrimonio, honor masculino y
decoro femenino, y razón y pasión.
Narrar el caso hilvanándolo en su contexto requiere de búsquedas
laboriosas, “lentas, poco rentables”[14] y de dispar resultado. En ocasiones,
la información suele ser tan magra que no es posible encontrar a los actores
fuera del tribunal. Entonces, la pesquisa es infructuosa y solo resta
conformarse con el contenido del expediente, una especie de fotografía de
un momento dramático más allá de cuyos contornos solo hay oscuridad.
Pero en otras oportunidades, se pudo rastrear a los actores hasta el origen y
seguirlos después de que el proceso finalizó. Por esa razón, el lector
advertirá que cada capítulo cuenta solo un puñado de historias, las de los
individuos que dejaron huellas en otras fuentes, con las que logré resolver
los pequeños misterios de sus vidas. Sin embargo, aquellos para los que el
juicio constituyó su única salida del anonimato también jugaron su papel,
puesto que aunque no se conocen sus derroteros, su exposición en los
tribunales da acceso a motivos, agencias, expectativas y lenguajes
emocionales de los que también se nutre el relato de este libro. Y aunque
solo los primeros aportan la densidad, ambos contienen la singularidad de la
que aquí se extrajeron la argumentación y las inferencias acerca de
problemas sociales y culturales más amplios.
El recorrido del libro comienza con las historias de los bígamos y sus
esposas legítimas querellándolos en la justicia argentina. Alertadas por los
rumores de que sus maridos habían vuelto a casarse o de que el segundo
casamiento era inminente, algunas mujeres cruzaban el Atlántico para
confirmar la traición con sus propios ojos. En cambio otras, que habían
pasado años sin noticias de sus cónyuges, viajaban a buscarlos y al llegar a
la Argentina, se enteraban de la bigamia. En cualquiera de las dos
circunstancias, ellas debían sortear restricciones legales para emigrar puesto
que, tanto en España como en Italia, no era posible para una mujer casada
tramitar el pasaporte sin la autorización del marido. Acompañadas por sus
hermanos o por sus padres, se presentaban ante las autoridades migratorias
pidiendo excepciones a la norma para poder viajar. Ante el primer rechazo,
las mujeres reiteraban la solicitud, a la que acompañaban con cartas
implorantes en las que narraban su desventura y aseguraban tener el dinero
para costear el pasaje y parientes que en la Argentina les darían cobijo al
llegar. Un estudio reciente basado en los registros de la prefectura de la
provincia de Potenza, sugiere que el grueso de los pedidos de pasaporte
presentados sin autorizzazione maritale fue rechazado (algo que no se
comprueba en los casos que analizamos aquí).[15] Sin embargo, el análisis
de las cartas que los acompañaban revela, por un lado, que las solicitantes
recurrían a estrategias de manipulación de la ley basadas en un lenguaje
emocional en el que se victimizaban buscando la compasión de los
funcionarios. Y por otro, que en esas instancias aquellas mujeres, que eran
sujetos legalmente débiles, aprendieron a interactuar con los funcionarios
estatales, una experiencia de la que seguramente se valían para querellar a
sus maridos bígamos en la Argentina.
Pero no todas las esposas reaccionaban de manera análoga ante la
deserción de los maridos. Libradas a su propia suerte y movidas por el
cariño o por la necesidad, algunas entablaban relaciones íntimas con otros
hombres, vivían en concubinato y tenían hijos ilegítimos. Un ejemplo de
esa respuesta a la soledad y el abandono es la historia de Felisa Castellani,
narrada en el segundo capítulo, dedicado al adulterio. Pero ese delito, que
hería el honor masculino, no siempre derivó de la separación, sino que
también fue una consecuencia no deseada del reencuentro de los cónyuges y
el resultado de la frustración y de la violencia, de las que se ocupa el tercer
capítulo. El maltrato espiritual y físico es el prisma a través del que se ven
retazos desvaídos de vidas anónimas en las que irrumpían dolorosas batallas
domésticas azuzadas por la desilusión, la escasez y la rabia. Aunque a
menudo los acusados por lesiones recurrían al argumento de la infidelidad y
la desobediencia femenina para disculparse, el proceso judicial descubre
que el laberinto de la violencia conyugal había sido delineado por la
penuria, la mezquindad y el desencanto.
La desmesura del conflicto conyugal, que convocaba a un torbellino de
emociones contradictorias, a veces terminaba en un acontecimiento tan
breve como trágico: el uxoricidio, al que dedico el último capítulo.
Arrancados de la vida cotidiana, expuestos ante un poder contra el que
habían chocado, los homicidas, claudicantes y temerosos o desafiantes y
desvergonzados, tramaban relatos de relaciones matrimoniales tormentosas
para luchar contra el rigor de la condena y lograr atenuantes. Inculpaban a
las víctimas y alegaban haber matado movidos por una impulsión violenta
que les obnubiló la razón. Sin dudas, todos los proyectos migratorios
estaban signados por lo imprevisible; sin embargo, pocos migrantes podían
imaginar que el suyo terminaría en una tragedia.
Notas
1 Sobre la correspondencia de los inmigrantes, véanse Baily, Samuel y Franco Ramella, One Family,
Two Worlds: An Italian Family’s Correspondence across the Atlantic, 1901-1922, Nuevo
Brunswick, Rutgers University Press, 1988; Borges, Marcelo y Sonia Cancian, “Reconsidering the
migrant letter: from the experience of migrants to the language of migrants”, The History of the
Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 281-290; Borges, Marcelo, “For the good of the family: migratory
strategies and affective language in Portugues emigrant letters, 1870s-1920s”, The History of the
Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 368-397; Cancian, Sonia, Family, lovers and their letters. Italian
Postwar Migration to Canada, Winnipeg, Manitoba University Press, 2010; Da Orden, María,
Una familia y un océano de por medio. La emigración gallega a la Argentina: una historia a
través de la memoria epistolar, Barcelona, Anthropos, 2010; Elliot, Bruce, David Gerber y
Suzanne Sinke (eds.), Letters Across Borders: The Epistolary Practices of International Migrants,
Nueva York, Palgrave Macmillan, 2006; Franzina, Emilio, Merica, Merica! Emigrazione e
colonizzazione nelle lettere dei contadini veneti in America Latina (1876-1902), Milán, Feltrinelli,
1979; Gerber, David, Authors of their lives: the personal correspondence of British immigrants to
North America in the nineteenth century, Nueva York, New York University Press, 2006; Gibelli,
Antonio y Fabio Caffarena, “Le lettere degli emigrante”, en Bevilacqua, Piero, Andreina de
Clementi y Emilio Franzina (eds.), Storia dell’emigrazione italiana, t. I, Roma, Donizelli, 2001,
pp. 563-574; Matos, María Izilda y Oswaldo Truzzi, “Present in absentia: Immigrant Letters and
Request for Family Reunification”, História Unisinos, vol. 19, Nº 3, 2015, pp. 348-357; Nuñez
Seixas, Xosé Manuel y Raúl Soutelo Vázquez, As cartas do destino, Vigo, Galaxia, 2005.
2 June Hee Kwon utiliza este concepto para analizar las migraciones desde la Prefectura Autónoma
de Yanbián a Corea del Sur, que comenzaron en la década de 1990. Se trata de matrimonios en los
que emigran las mujeres y los maridos permanecen. Kwon considera que “esperar
apropiadamente” las remesas o el regreso de la esposa crea la posibilidad de un futuro económico
común y preserva la intimidad generando y compartiendo una temporalidad diferida. Véase
Kwon, June Hee, “The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational
Migration”, Cultural Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, pp. 477-500.
3 Como decíamos, esta tendencia sigue la de los flujos migratorios de ambos grupos. Con la
excepción del período 1910-1913, el ingreso de italianos fue mucho más numeroso que el de
españoles. En las décadas de 1880 y 1890, los italianos sobrepasaban a los españoles, en algunos
años del período la proporción fue de 14 a 1. En suma, antes de 1900 la llegada de italianos es
verdaderamente masiva comparada con la de los españoles. Sobre la comparación de los flujos,
véase Sánchez Alonso, Blanca, “La inmigración española, 1880-1914. Capital humano y familia”,
en Lida, Clara E. y José A. Piqueras (comps.), Impulsos e inercias del cambio económico.
Ensayos en honor a Nicolás Sánchez-Albornoz, Valencia, Fundación Instituto de Historia Social,
2004, pp. 197-230.
4 El corpus incluye cincuenta juicios por bigamia, treinta por adulterio, treinta por lesiones y cinco
juicios por uxoricidio. Las fuentes fueron recolectadas en el Archivo General de la Nación, el
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires y la Sección Histórica del Departamento
Judicial de Dolores.
5 Sobre el lenguaje del amor y la responsabilidad en las cartas de los inmigrantes, véanse Borges, M.,
op. cit., y Cancian, Sonia, “My Dearest Love… Love, Longing and Desire in International
Migration”, en Messer, Michi, Renee Schroeder y Ruth Wodak (eds.), Migrations:
Interdisciplinary Perspectives, Viena, Sprinter Verlag, 2012, pp. 175-186.
6 El Censo Nacional de Población de 1914 registra 930.000 italianos y 830.000 españoles en la
Argentina. Entre las personas de siete años o más de origen italiano, el analfabetismo era de 36%,
mientras que entre los españoles era del 26%. Véase Devoto, Fernando, Historia de la
inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003, pp. 294 y 301.
7 Artículo 58 del Código Civil español de 1889.
8 El Código Civil italiano fue redactado por Giuseppe Pisanelli y es de 1865, y el argentino, cuyo
autor fue Dalmacio Vélez Sarsfield, es de 1871. Este último fue reformado parcialmente en 1888,
cuando se le incorporó la Ley Nº 2.393 de Matrimonio Civil.
9 Sobre el potencial de los expedientes judiciales y sus diferencia con las fuentes narrativas, véanse
Farge, Arlette, La atracción del archivo, Valencia, Alfons el Magnanim, 1991, pp. 8 y ss., y Matt,
Susan J., “Recovering the invisible. Methods for the historical study of the emotions”, en Stearns,
Peter N. y Susan J. Matt (eds.), Doing Emotions in History, Champaign, University of Illinois
Press, 2014, pp. 50 y ss. A propósito del uso de expedientes judiciales en la historia de las
emociones, véanse Barclay, Katie, “Performing Emotions and Reading the Male Body in Irish
Courts, 1800-1845”, Journal of Social History, vol. 51, Nº 3, 2017, pp. 293-312; Barclay, Katie,
“New Materialism and the New History of Emotions”, Emotions: History, Culture, Society, vol. 1,
Nº 1, 2017, pp. 161-183; Kounine, Laura, “Emotions, mind, and body on trial: a cross-cultural
perspective”, Journal of Social History, vol. 51, Nº 2, 2017, pp. 219-230; Rozenblatt, Daphne,
“Introduction: Criminal Law and Emotions in Modern Europe”, Rechtsgeschichte/Legal History,
Nº 25, 2017, pp. 242-250; Seymour, Mark, “Emotional arenas: from provincial circus to national
courtroom in late nineteenth-century Italy”, Rethinking History: The Journal of Theory and
Practice, vol. 16, Nº 2, 2012, pp. 177-197, y Vidor, Gian Marco, “Rhetorical Engineering of
Emotions in the Courtroom: the Case of Lawyers in Modern France”, Rechtsgeschichte/Legal
History, Nº 25, 2017, pp. 286-295.
10 Las emociones están cargadas de significados anclados en contextos sociohistóricos específicos
regulados por normas que definen qué debemos sentir y cómo debemos expresar lo que sentimos.
Esas normas, que constituyen un modo de control social, son apenas perceptibles cuando nuestros
sentimientos se adecuan al estándar, pero se manifiestan en disonancia cuando se desvían de él.
Esa disonancia dispara la gestión emocional a través de la cual los actores intentan modificar el
grado o la cualidad de un sentimiento, aunque esa gestión no es una simple represión sino más
bien una evocación de sentimientos ausentes, con los que el sujeto intenta modificar y adecuar su
estado emocional. Sobre la gestión de las emociones, véanse Hochschild, Arlie R., “Emotions
Work, Feeling Rules and Social Structure”, American Journal of Sociology, vol. 85, Nº 3, 1979,
pp. 551-575 y Hochschild, A. R., “Ideology and Emotion Management: A Perspective and Path
for Future Research”, en Kemper, Theodore D. (ed.), Research Agendas in the Sociology of
Emotions, Albany, State University of New York Press, 1990, pp. 117-142.
11 Passeron, Jean-Claude y Jacques Revel, “Penser par cas. Raisonner à partir de singularités”, en
Passeron, Jean-Claude y Jacques Revel (dirs.), Penser par cas, París, Éditions de l’EHESS, 2005,
pp. 9-44; Lacour, Philippe, “Penser par cas, ou comment remettre les sciences sociales à
l’endroit”, Espaces Temps.net, Livres, 2005, <https://www.espacestemps.net/articles/remettre-les-
sciences-sociales-a-endroit>.
12 A propósito de la diferencia en la forma en que jueces e historiadores examinan los hechos y
tratan el contexto, véase Ginzburg, Carlo, El juez y el historiador. Consideraciones al margen del
proceso Sofri, Madrid, Anaya & Mario Muchnick, 1993.
13 Sobre esta estrategia metodológica, véanse, entre otros, Darnton, Robert, La gran matanza de
gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, México, Fondo de Cultura
Económica, 1987; Ginzburg, Carlo, Mitos, emblemas e indicios. Morfología e historia, Barcelona,
Gedisa, 1989; Lepore, Jill, “Historians who love too much: Reflexions on Microhistory and
Biography”, Journal of American History, vol. 88, Nº 1, 2001, pp. 129-144; Levi, Giovanni, La
herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVII, Nerea, Madrid, 1990, y
Zemon Davis, Natalie, El regreso de Martin Guerre, Barcelona, Bosch, 1984.
14 Farge, A., op. cit., p. 18.
15 Calabrese, Victoria, “Land of Women: Basilicata, Emigration, and the Women Who Remained
Behind, 1880-1914”, tesis doctoral, CUNY Academic Works, 2017, pp. 151 y ss.,
<https://academicworks.cuny.edu/gc_etds/2101>.
Capítulo I
La promesa, la espera y la traición
Cuando la fiebre migratoria atacó a los protagonistas de las historias que
cuenta este libro, una espesa ola de europeos llegaba cada año al puerto de
Buenos Aires. Aunque las estadísticas muestran que entre fines del siglo
XIX y principios del siglo XX la mayor parte de los inmigrantes eran varones
jóvenes y solteros,[1] como señalamos, aquí nos ocuparemos solo de los
casados, de aquellos que habían consensuado con sus esposas una estrategia
migratoria sostenida en la promesa y la espera. Los maridos partían
primero, y las mujeres, que tenían hijos pequeños y en no pocas ocasiones
estaban embarazadas, permanecían en Europa esperando que los hombres
cumpliesen con lo prometido: regresar o, cuando las condiciones materiales
fueran propicias, llamarlas desde América. La migración cambiaba
dramáticamente la vida de los cónyuges y los enfrentaba al desafío de
resignificar un vínculo que se había alimentado de la cercanía y la
cotidianeidad, en una relación transnacional sostenida en dos frágiles
puentes de papel: las cartas y las remesas.
En la nueva morfología del vínculo conyugal, las mujeres adquirían
cierto grado de independencia porque, a pesar de que los maridos trataran
de dirigir a la distancia el concierto de la vida doméstica, impartiendo
órdenes y dando indicaciones por correspondencia, en la práctica eran ellas
las que asumían la gestión diaria del hogar y la familia. Sin embargo,
aunque la ausencia de los varones abrió un espacio para la autonomía
femenina, las mujeres dependían del dinero que los hombres enviaban para
concretar la variedad de proyectos que daban forma a la estrategia
migratoria o, simplemente, para asegurar su supervivencia y la de su prole.
En esa dinámica de la dependencia –en la que las remesas cobraron un
inusitado protagonismo–, la promesa era el factor ordenador del futuro, a
partir del cual se configuraba una “economía moral de la espera”.[2] Esa
promesa tenía una doble composición, era afectiva y material a la vez.
Aunque la migración separaba los cuerpos y dejaba en suspenso las
prácticas del amor y la intimidad, el matrimonio pactaba el reencuentro y la
ausencia del marido era asumida como el costo de las expectativas
compartidas de progreso económico.
El intercambio epistolar creaba un sentido de copresencia imaginaria,
aventaba al fantasma del olvido, alimentaba el anhelo y morigeraba la
nostalgia. Más prosaicas, las remesas dimensionaban el éxito de la
estrategia migratoria y eran las garantes de la persistencia del proyecto
común. Sin embargo, las cartas y el dinero no siempre llegaban con
regularidad, y la ausencia y las separaciones prolongadas precarizaban el
vínculo matrimonial. El trabajo de esperar requiere de una ingeniería
delicada y costosa para la que muchos de estos hombres y mujeres no
estaban bien preparados, no solo porque –como ya señalamos– gran parte
de ellos dependía de escritores y lectores vicarios para sostener la
comunicación epistolar, sino porque a raíz de la migración, la
emocionalidad y la subjetividad de los cónyuges sufría cambios profundos
que conspiraban contra la continuidad del proyecto y de la relación
matrimonial.
Las historias de bigamia de las que se nutre este capítulo empezaron con
una promesa y terminaron con una traición. Aunque con disímil esmero, sus
protagonistas bosquejaron un futuro común mediado por una separación de
término incierto y alimentaron expectativas afectivas y materiales. Sin
embargo, el trabajo de esperar no rindió frutos, y la ausencia de los maridos
se transformó en abandono. Pero, a la vuelta de los años, las esposas
olvidadas se presentaron a reclamar lo que se les había prometido. Las
mujeres que llegaron siguiendo el rastro borroso de sus maridos perdidos y
descubrieron que la razón de la desaparición había sido la bigamia, se
vieron obligadas a involucrarse en engorrosos procedimientos burocráticos
para conseguir las pruebas de que ellas eran las esposas legítimas de los
bígamos. Después de esperas extensas cargadas de desasosiego, por fin
llegaban las copias de sus partidas de matrimonio. Los sellos en los
márgenes y en los reversos (parroquia y registro civil del lugar del
casamiento, Ministerio de Justicia y Culto, Ministerio de Relaciones
Exteriores del país de origen y de la Argentina, Consulado, traductor
público, certificación de los tribunales) revelan el intrincado derrotero de
esos papeles que, de no haber sido reclamados como evidencia de un delito,
hubieran permanecido inertes, cubiertos de polvo e impregnados del ácido
olor de la humedad, en una oficina estatal o en una sacristía. En cambio, el
conflicto conyugal provocado por la bigamia los ponía en movimiento y los
transfiguraba en objetos emocionales,[3] en portadores y generadores de los
sentimientos que conlleva el tránsito entre el amor y el desafecto, la
comunión y la desunión, el anhelo y el olvido.
[…] para que le compres el vestido floreado a Facunda y para que esto sumado a lo que ganás
de tu trabajo y las costuras, les ayude a pasar el invierno […] no malgastes porque este es el
producto de mi sudor, de mi trabajo sacrificado que empieza a las 4 de la madrugada y termina
cuando se pone el sol […] que me mantiene moviéndome de una a otra parte, cambiando
durmientes en la vías desde Buenos Aires hasta Lobos y Chivilcoy.
La última misiva, de febrero de 1873, es una nota breve en la que Luis
parece responder a un reclamo de Andresa. El tiempo pasaba y él no
cumplía con la promesa que le había hecho al partir porque “como puedes
comprender no te mando a llamar porque no puedo pagarte el pasaje pero si
quieres venir y alguien de allí lo paga, yo te mandaré llamar tan pronto
como pueda”.
Al llegar a Buenos Aires, además de aquellas cartas y de los certificados
de matrimonio y bautismo, Andresa traía las direcciones de un puñado de
paisanos radicados en la ciudad. Con la ayuda del cura, se puso en contacto
con uno de ellos, José Goñi, quien todavía vivía en España cuando Andresa
y Luis se casaron. Fue él quien le reveló que su marido había vuelto a
contraer matrimonio. Entonces, ella decidió demandarlo.
El juez examinó los certificados y las cartas y escuchó el testimonio de
Goñi, que relató que seis años antes Luis le había manifestado su voluntad
de llamar a su familia pero que “luego comenzó a ocultar su condición de
casado porque cortejaba a otra mujer con la que según los rumores se casó
en Juárez hace cinco o seis meses”.
A mediados de agosto de 1880, respondiendo a un oficio enviado por la
justicia de la capital, el juez de paz de Benito Juárez notificó que en el
registro de matrimonios de la iglesia del pueblo constaba que, en los
primeros días de marzo de 1880, Luis Aldaz, un policía rural de 34 años, se
había casado con Justina Amarante, una joven argentina de 21 años. Pero la
pareja ya no vivía en el pueblo, sino en Bahía Blanca, adonde el bígamo fue
detenido y trasladado a la capital.
Después de una separación tan prolongada, el reencuentro de Andresa y
Luis tuvo lugar en el lúgubre escenario de la Penitenciaría Nacional y en
medio de una circunstancia infausta. Ese encuentro es una elocuente
representación del escabroso camino por el que Andresa accedió a la
sociedad argentina. En aquel tiempo, miles de mujeres europeas viajaban
para reunirse con sus esposos después de separaciones más o menos
prolongadas. Sin dudas, la migración afectó, en mayor o menor grado, a
todos los matrimonios, obligándolos a resignificar sus vínculos y sus
sentimientos. Se trató de sujetos transformados por un abanico de
emociones en conflicto: la angustia y el anhelo, el temor y la euforia, el
cariño y el desafecto, el placer y el dolor, la ternura y la ira. Una vez que los
cónyuges lograban reunirse, era preciso recrear el cariño, retomar los
lenguajes comunes de la intimidad y adaptarse a las mutaciones que cada
uno había sufrido a raíz de la migración. Sin embargo, para las mujeres que
llegaban respondiendo al llamado de los maridos, el ingreso a la nueva
sociedad constituyó un tránsito emocionalmente menos costoso que el de
aquellas que –como Andresa– migraron sabiendo que nadie las aguardaba y
sospechando que las habían olvidado. Heridas por el abandono y la traición,
abrumadas por la ansiedad, el rencor y la pena, ellas iniciaban su vida en el
nuevo país lidiando con engorrosos procedimientos judiciales que
terminaban con sus maridos en prisión.[7]
¿Qué sentimientos habrán asaltado a Andresa al encaminarse hacia un
hombre que no solo la había traicionado, sino que era casi un extraño? ¿Qué
habría quedado de aquel rostro fijado en el retrato que Luis le envió en una
de sus cartas? ¿Qué emociones lo habrán conmovido a él en la víspera del
reencuentro? ¿Acaso se sintió invadido por el temor a que el despecho de su
esposa fuese tan implacable como para obturarle cualquier chance de
recuperar la libertad?
Aunque la fuente no permite acceder a los detalles de aquel encuentro, es
posible conjeturar que los argumentos que Luis le dio a su mujer no fueron
muy diferentes de los que expuso en su declaración indagatoria. En el
juzgado, él admitió la bigamia, pero se excusó diciendo que contrajo
segundas nupcias porque creía que Andresa había muerto. Deseoso de
probar su inocencia y sabiendo que la libertad dependía no solo de sus
palabras sino también de las pruebas, Luis aportó unas cartas fechadas entre
diciembre de 1879 y enero de 1880, remitidas desde Pamplona por tres
antiguos conocidos. Con ellas, el bígamo intentó demostrar que había
escrito a España porque estaba preocupado por la falta de noticias de su
mujer y de su hija. Todas las respuestas a su inquietud coincidieron:
Andresa se había mudado de Pamplona a Zaragoza a mediados de 1878
porque estaba tísica y “al tiempo corrió el rumor de que falleció en casa de
unos tíos adonde quizá ha quedado la niña”.
A pesar de los esfuerzos de Luis por acreditar su inocencia, la justicia
puso en duda la autenticidad de las pruebas. El juez citó a tres inmigrantes
españoles relacionados con los remitentes de las cartas, para que
reconocieran la caligrafía. Por su lado, el fiscal se mostró aún más suspicaz
esgrimiendo que, aun si aquellas no resultaban apócrifas, era posible que
sus autores se hubiesen confabulado con el bígamo. Pero ninguna de las
hipótesis pudo probarse porque los testigos no comparecieron. Sin embargo,
resulta claro que Luis no escribió a Pamplona movido por la intención de
restablecer el contacto con su mujer, sino perturbado por la inquietud de
estar transitando por el delgado límite que separa a la legalidad del delito.
Cuando envió la última carta, en enero de 1880, su boda con Justina
Amarante estaba próxima. Para casarse, necesitaba alguna certeza de que su
primera esposa lo había olvidado y de que –aunque la ley dijese lo
contrario– la distancia y el silencio habían terminado con su matrimonio.
Convencido de que Luis mentía en su declaración y de que había tramado
un artificio para hacerse con aquellas cartas, el fiscal pidió tres años de
prisión efectiva.[8] Pero unos meses más tarde, Andresa presentó un escrito
en el que exponía que, tras mantener varias conversaciones con su esposo
en la prisión, se había convencido de su inocencia porque:
Cuando en el año 1878 me ausenté de Pamplona, allí corrió la voz de que yo había fallecido y
las personas que se lo informaron, que son de nuestro más íntimo conocimiento, actuaron
guiados por el rumor […] estando persuadida de que fue este error lo que indujo a mi marido a
celebrar nuevas nupcias, y confiando en la sinceridad y buena fe de él, renuncio a toda acción
criminal y a la prosecución de este juicio.
Es del orden de los delitos instantáneos porque lo que se considera delito es contraer un
segundo matrimonio sin que se haya disuelto el primero, todo lo que antecede (sensualidad,
engaño, inmoralidad) y lo que sigue (cohabitación) son causas y consecuencias, pero no
configuran por sí mismos delito.
DeBartolo le manifestó que no quería vivir ahí porque era un conventillo y buscó una pieza
alquilada en la calle Dulce […] ahí el esposo dio el nombre de José Cecilio y preguntado por la
esposa sobre aquella identidad falsa, DeBartolo dijo que era porque tenía una querida y temía
que lo fuera a molestar.
En cuanto haber vuelto mi defendido a hacer vida marital con su primera mujer […] no
considero a ello un ilícito […] a mi juicio no puede agravar la situación del procesado al
tiempo de la condena, porque ante la inesperada aparición de la esposa que la consideraba
muerta, no estaba en sus manos […] evitar las emociones del momento […] y en tales
condiciones de ansiedad e incertidumbre no ha podido sino valerse de esos medios,
postergando la catástrofe o bien esperando tener los elementos de prueba necesarios para
justificar su falta de intención criminal al contraer su segundo matrimonio.
A pesar de su falta de sofisticación jurídica (sobre todo si la comparamos
con la de Del Valle), el argumento del defensor resultó eficaz y los jueces
de la segunda instancia desestimaron el adulterio. Domingo obtuvo una
reducción de la condena a tres años de prisión, pero no logró la clemencia
de ninguna de sus esposas. Rafaela no lo perdonó y, a poco de finalizado el
proceso por bigamia, Julia interpuso una demanda de nulidad del
matrimonio.
Los procesos judiciales son narrativas fragmentadas que captan
momentos extremos en los que víctimas y acusados deben explicar cómo ha
ocurrido un incidente que perturba sus vidas. Desde la perspectiva del
historiador, esos discursos tienen una condición trunca que obedece al
influjo que ejercen el miedo, las mentiras o la vergüenza de acusados,
querellantes y testigos. Pero especialmente, a que las preguntas de policías,
fiscales y jueces difieren de las que hacemos los historiadores. Consagrados
a probar el delito de bigamia, los agentes judiciales no le preguntaron a
Rafaela qué la motivó a viajar, por qué todavía tenía la certeza de que su
marido vivía en Buenos Aires cuando habían pasado tantos años sin
comunicarse, y quiénes la recibieron y la orientaron –o la desorientaron– en
la búsqueda de Domingo en la ciudad. Las respuestas –al menos
conjeturales– a estas inquietudes yacen fuera del expediente, en los rastros
y los detalles escondidos en historias locales, censos y registros
parroquiales que solo cobran sentido a la luz de nuestra fuente principal
pero que, a la vez, la explican.
Las pequeñas dimensiones de Marano Marchesato favorecían la difusión
de información y de rumores sobre lo que ocurría de este lado del Atlántico.
Pequeña comuna montañosa del sur de Italia, con un entramado prieto de
parentelas y vecinos, Marano Marchesato tenía una tradición migratoria
hacia América que databa de los años 1880, cuando el lugar albergaba a
unos 2.800 habitantes. Dedicada a la producción de granos, olivas y vides,
la escasez de tierra y la baja demanda de brazos habían empujado a los
hombres a cruzar el Atlántico con rumbo a Sudamérica y a las grandes
ciudades de los Estados Unidos.[23] Los registros vitales de fines del siglo
XIX repiten un puñado de apellidos (Perri, Perfetti, Conforti, DeBartolo,
Bartucci, Chiapetti) que formaban grandes parentelas y dominaban la
sociabilidad del lugar.[24]
Es probable que Rafaela se mantuviese al tanto de la vida de Domingo
por las noticias y los rumores que le llegaban a través de los Perfetti o de
los Conforti. Salvatore Perfetti, el hijo de uno de los testigos de su boda,
vivía en Buenos Aires. Este joven albañil y Juan Conforti, otro maranés,
fueron testigos del segundo casamiento de Domingo. Quizá, también fueron
ellos los que con pistas falsas desorientaban a Rafaela en su búsqueda,
ayudando a su paisano a dilatar el estallido “de la catástrofe”.
Este caso revela varias aristas del lugar que las emociones jugaban en la
relación matrimonial y en el teatro judicial donde demandantes, testigos y
acusados representaban performances emocionales. El pacto que Domingo
y Rafaela habían sellado cuando él partió de Italia, y la controversia
epistolar que sostuvieron para cambiar sus términos, revelan la existencia
de una concepción del amor en la que se conjugaban la responsabilidad y la
obediencia. Se sobreentendía que el marido no podía olvidar a la esposa y
debía enviar remesas que aseguraran el sostén de la familia, dinero que la
mujer tenía que gestionar con mesura y esmero siguiendo las indicaciones
del esposo.[25] Si los cónyuges convenían que la mujer y los hijos
emigrasen, el marido debía llamarlos y facilitar el viaje, pero si el pacto
había sido el retorno, el varón tenía que volver. El cambio de planes suponía
una renegociación del proyecto migratorio que podía terminar rompiendo el
vínculo conyugal, como les ocurrió a los DeBartolo.
Como veremos con más detalle en el próximo capítulo, la obediencia de
la esposa al marido estaba entramada en la concepción normativa del
matrimonio de aquella época y, por esa razón, Domingo la utilizó como un
argumento en su defensa durante el juicio. En su perspectiva, la resistencia
de Rafaela a emigrar dio inicio a la secuencia que lo condujo a cometer el
delito del que se lo acusaba. Al no obedecer, la esposa desafió el poder del
marido y resintió los cimientos del matrimonio. En la perspectiva del
bígamo, la rebeldía de su mujer fue un motivo suficiente para asumir que el
vínculo conyugal había cedido paso a una suerte de separación de hecho.
Representar a Rafaela como una figura insumisa podía resultar un recurso
eficaz para atenuar la condena. Sin embargo, más allá de las intenciones de
Domingo (y de su abogado defensor), el caso echa luz sobre los márgenes
de resistencia femenina a los estándares sociales y emocionales de la época.
Dentro de un conjunto de restricciones concretas, que respondían a un
contexto particular en el que los varones emigraban dejando a sus esposas e
hijos al cuidado de padres y hermanos o de suegros y cuñados, Rafaela retó
primero el poder de su marido intentando negociar su regreso, y cuando el
regateo conyugal no surtió efecto, recurrió a un embuste. Como muchas
mujeres en su condición, consideró que el proyecto migratorio de la familia
no podía costarle el desarraigo. Si algunas esposas esperaban la llamada de
sus maridos para dejarlo todo atrás y emprender la travesía atlántica, otras
aguardaban el retorno del varón y la mejora de las condiciones materiales
con dinero ganado en América. Rafaela jugó su propia estrategia en los
intersticios del sistema patriarcal y, sin embargo, la relación de poder
continuó inclinada a favor del esposo, quien incumplió la promesa, e
incapaz de imponer su voluntad, cortó unilateralmente la comunicación. Sin
embargo, Rafaela intentó dar un paso más y, confabulada con Morrone,
urdió un engaño confiando en que Domingo regresaría a Marano
Marchesato. Pero se equivocó.
Notas
1 Devoto, Fernando, Historia de la inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003,
pp. 247-249.
2 El concepto hace referencia a la circulación asimétrica o recíproca de mecanismos de cuidado y
sustento en la familia transnacional que favorecen la conexión afectiva durante el tiempo de
separación y espera. Sin embargo, el trabajo de esperar no siempre refuerza los vínculos sino que,
en el caso particular de los matrimonios, puede debilitarlos. Al respecto, véanse Kwon, June Hee,
“The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational Migration”, Cultural
Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, pp. 480 y 481; Baldassar, Loretta y Laura Merla, “Locating
Transnational Care Circulation in Migration and Family Studies”, en Baldassar, Loretta y Laura
Merla (eds.), Transnational Families, Migration, and the Circulation of Care: Understanding
Mobility and Absence in Family Life, Londres, Routledge, 2013, pp. 25-58.
3 La noción de objetos emocionales alude a las relaciones recíprocas en las que el contacto con los
objetos (“cosas” del mundo material) condiciona los sentimientos de los sujetos. Los objetos
configuran las emociones y, a la vez, las emociones dan forma a los objetos. Un papel oficial
como la partida de matrimonio puede ser un objeto sentimentalmente anodino, pero también
puede transfigurarse cargándose de dolor o de rencor cuando representa a la ruptura del vínculo o
a la traición del cónyuge. Véase Downes, Stephanie, Sally Holloway y Sara Randles (eds.),
Feeling Things. Objects and Emotions Through History, Oxford, Oxford University Press, 2018;
Zaragoza Bernal, Juan Manuel, “Ampliar el marco. Hacia una historia material de las emociones”,
Vínculos de Historia, Nº 4, 2015, pp. 28-40.
4 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 183-27-4-1875.
5 Parroquia Nuestra Señora de Dolores, Bautismos 1876-1877,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XJ9X-Z56>.
6 Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Justicia Criminal, Departamento Capital, 351-
2-1880. Todas las citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que
se indique lo contrario.
7 La prisión preventiva fue la regla para estos casos. Sobre el uso de esta práctica, véase Sedeillan,
Gisela, La justicia penal en la provincia de Buenos Aires. Instituciones, prácticas y codificaciones
del derecho (1877-1906), Buenos Aires, Biblos, 2012.
8 Cuando se sustanció el caso que estamos relatando, estaba vigente el Código Penal de Carlos
Tejedor. El artículo 268 imponía una pena de tres años de reclusión para quien cometiera el delito
de bigamia. El Código de 1886 ampliaría la pena a un rango de entre tres y seis años, y en el
artículo 149, establecía que el contrayente doloso pagara una multa a favor de la mujer engañada.
En la Ley de Reformas de 1903, la reclusión se estableció en un rango de tres a diez años.
9 Archivo Histórico Municipal de Tandil, Carta del Mayor Paulino Amarante dirigida al Juez de Paz
de Tandil, 31/7/1864.
10 Parroquia Nuestra Señora de los Dolores, Libro de Bautismos 1858-1859,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XNMV-426>.
11 Yangilevich, Melina, “Construir Poder en la Frontera. José Benito Machado”, en Mandrini, Raúl,
Vivir entre dos mundos. Las fronteras del Sur de la Argentina. Siglos XVIII y XIX, Buenos Aires,
Taurus, pp. 195-226.
12 Es probable que los vínculos de su suegro influyeran en su cambio de condición de peón de
ferrocarril a policía rural.
13 República Argentina, Segundo Censo Nacional de Población, 1895, Justina Amarante de Aldaz,
1895; Sección 21, Subdivisión 33, Ciudad de Buenos Aires,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWWD-GN9>.
14 Roncoroni, Atilio, Historia del Municipio de Dolores, Dolores, Edición de la Municipalidad de
Dolores, 1967, pp. 43-47.
15 Boissevain, Jeremy, Friends of Friends. Networks, Manipulators and Coalitions, Nueva York, St.
Martin’s Press, 1974.
16 En los expedientes que forman nuestro corpus, notamos que los fiscales tendían a solicitar
condenas por ambos delitos, pero los jueces (de primera y segunda instancia) desestimaban el
adulterio como agravante y las penas promedio no excedían los tres años de prisión.
17 República Argentina, Segundo Censo…, op. cit.; Andresa B. de Aldás, Sección 01, Población
urbana, La Plata, <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWW2-PQN>.
18 Frevert, Ute, Emotions in History Lost and Found, Budapest y Nueva York, Central European
University Press, 2011, pp. 87-88. Véanse también Gayol, Sandra, Honor y duelo en la Argentina
moderna, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008; Pitt-Rivers, Julian, “La enfermedad del honor”,
Anuario IHES, Nº 14, 1999, pp. 235-245.
19 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, C28-1884. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
20 En 1880, en el Libro de Bautismo de la Parroquia Inmaculada Concepción de la Ciudad de
Buenos Aires, Angela Conforti fue registrada como hija legítima de Nicola y de María Ingenito
(su segunda esposa), <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XN89-NHJ>.
21 Parroquia Nuestra Señora de Balvanera, Libro de Matrimonios 1885,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:V68Q-D2X>.
22 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, B89-1901. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
23 De Filippis, Mario, Storia, società, istituzioni, fede e pietà popolare a Marano Marchesato. La
chiesa parrocchiale di Santa Maria del Carmine, Consenza, Progetto 2000, 2000.
24 Marano Marchesato, Civil Records, 1879-1910, <http://www.rootsweb.ancestry.com>.
25 Sobre las relaciones conyugales de los inmigrantes y sus concepciones del amor y el matrimonio,
véase Borges, Marcelo, “For the good of the family: migratory strategies and affective language in
Portugues emigrant letters, 1870s-1920s”, The History of the Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 373
y siguientes.
26 Véase Boyer, Richard, Lives of the Bigamists. Marriage, Family and Community in Colonial
Mexico, Albuquerque, University of New Mexico Press, 2001; Ghirardi, Mónica, Matrimonios y
familia en Córdoba. Prácticas y representaciones, Córdoba, Centro de Estudios Avanzados,
Universidad Nacional de Córdoba, 2004.
27 Gayol, Sandra, Sociabilidad en Buenos Aires. Hombres, honor y cafés, 1862-1910, Buenos Aires,
Del Signo, 2000.
28 Ben, Pablo, “La ciudad del pecado: moral sexual de las clases populares en la Buenos Aires del
900”, en Barrancos, Dora, Donna Guy y Adriana Valobra (eds.), Moralidades y comportamientos
sexuales. Argentina 1880-2011, Buenos Aires, Biblos, 2014, pp. 95-113.
29 Sobre habladurías y control social, véase Harney, Robert F., “Men Without Women: Italian
Migrants in Canada, 1885-1930”, en Boyd, Betty, Robert Caroli, Robert F. Harney y Lydio F.
Tomasi (eds.), The Italian Immigrant Woman in North America, Toronto, Multicultural History
Society of Ontario, 1977, pp. 79-101.
30 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 97-133-6-1891.
31 Registro Civil, Benevento, Castelvetere in Val Forte, 1810-1942,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:QLK5-MR6P>.
32 Sobre los cambios en el papel de la mujer después de la migración, véase Calabrese, Victoria,
“Land of Women: Basilicata, Emigration, and the Women Who Remained Behind, 1880-1914”,
tesis doctoral, CUNY Academic Works, 2017, <https://academicworks.cuny.edu/gc_etds/2101>;
Cole, Sally, Women of the Praia: Work and Live in a Portuguese Coastal Community, Princeton,
Princeton University Press, 1986; Piselli, Fortunata, Parentela ed emigrazione. Mutamenti e
continuità in una comunità calabrese, Turín, Einaudi, 1981; Reeder, Linda, Widows in White.
Migration and Transformation of Rural Italian Women, Sicily, 1880-1920, Toronto, Toronto
University Press, 2003; Tirabassi, Maddalena, “Le emigrante italiane: dalla ricerca locale a quella
globale”, en Sanfilippo, Matteo (ed.), Emigrazione e Storia d’Italia, Cozenza, Pellegrini, 2003,
pp. 179-180.
33 Aunque no he encontrado evidencia en este sentido, es bien conocido que tras la unificación y la
imposición del Código Civil, en el sur de Italia el reparto igualitario de la herencia entre varones y
mujeres era la regla. Sin embargo, en las zonas de pequeña propiedad rural, un complejo de
estrategias sucesorias garantizaba la integridad de las parcelas. Una de esas estrategias era la
compensación monetaria de las herederas. Véase De Clementi, Andreina, “Gender relations and
migration strategies in the Rural Italian South: Land, Inheritance and Marriage Market”, en
Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and transnational lives: italian
workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp. 76-105.
34 Reeder, Linda, “When Men Left Sutera. Sicilian Women and Mass Migration, 1880-1920”, en
Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and transnational lives: italian
workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp. 45-75.
35 Brettell, Caroline, Men Who Migrate, Women who Wait. Population and History in a Portuguese
Parish, Princeton, Princeton University Press, 1986; Cagiao Vila, Pilar, “Género y emigración: las
mujeres inmigrantes gallegas en la Argentina”, en Nuñez Seixas, Xosé M. (ed.), La Galicia
Austral. La inmigración gallega en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2001; Reeder, Linda,
Widows in White…, op. cit.
Capítulo II
Quebrantar los deberes sagrados
En el tránsito entre los siglos XIX y XX, el debate sobre las consecuencias
del drenaje de población provocado por la escalada del número de hombres
jóvenes que partían hacia América enfrentó a la dirigencia política e
intelectual en diversos puntos de Europa. En el sur de Italia, por ejemplo,
los sectores liberales apoyaban la emigración en la expectativa de que las
remesas y el regreso de los migrantes con dinero inyectaran divisas
convertibles en las regiones más atrasadas de la península, acelerando su
transición hacia el capitalismo industrial. Mientras que los argumentos
liberales se sostenían en la imagen del migrante temporario que después de
un tiempo de sacrificio, austeridad y ahorro regresaba al hogar con el fruto
de su experiencia americana, los sectores conservadores representaban a la
migración como un éxodo. La partida irreversible de los hombres era
percibida como una fuerza degenerativa que afectaba tanto a la estructura
productiva como a la moral social. Los conservadores reclamaban políticas
restrictivas al Estado, esgrimiendo una doble preocupación: la disminución
de la oferta de brazos en el mercado laboral y el aumento de esposas e hijos
desamparados. Imágenes de mujeres y niños llorando en los andenes de las
estaciones de tren, clamando para que los hombres no los dejaran solos,
nutrían el discurso conservador. La figura de la esposa abandonada fue la
excusa para presentar un panorama familiar disoluto y un mapa moral
acechado por el libertinaje sexual, el adulterio, los nacimientos ilegítimos,
el aborto y el infanticidio.
Sin duda, tanto los diagnósticos favorables de los liberales como los
presagios desconsolados de los conservadores exageraban los efectos de la
migración. Ni la mayoría de los hombres regresó con dinero, ni todas las
mujeres fueron abandonadas, aunque el abandono formó parte de la
experiencia migratoria y el adulterio fue una de sus manifestaciones. A
través de él las mujeres de los migrantes gestionaron la traición, la soledad,
la miseria y el desamor. Sin embargo, la protección de los brazos de otro
hombre no fue solo un refugio para las esposas abandonadas. Como
veremos en las páginas que siguen, cuando los cónyuges se reencontraban
porque la mujer acudía al llamado del marido, no siempre era posible
restablecer el vínculo, y la confrontación de las expectativas materiales y
emocionales con la realidad solía redundar en frustración, reproches y
conflicto conyugal. De este lado del Atlántico, las esposas de los
inmigrantes experimentaban otras formas de abandono, soledad y miseria.
Como en sus lugares de origen, en la nueva sociedad el repertorio de
alternativas a un matrimonio mal avenido era también muy exiguo, aunque
es cierto que en una sociedad con altas tasas de masculinidad como la
Argentina del cambio de siglo, había más brazos para cobijarse.
Entre 1880 y principios de los 1900, en las órdenes de captura de la
policía de la provincia de Buenos Aires, el grueso de las mujeres adultas
prófugas eran extranjeras a las que sus maridos habían denunciado por huir
del hogar marital.[1] Algunas se marchaban solas y otras en compañía de
sus amantes. Así, en octubre 1883, el esposo de Ana Sissel, una suiza de 35
años, denunció la fuga de su mujer en la comisaría de Rauch. Un mes más
tarde, Redegunda Cappioli de Caccia, una italiana de 41, “blanca, pálida y
de ojos castaños”, fue denunciada en la comisaría de Tres Arroyos por su
marido, quien afirmó que su mujer había huido porque estaba “demente”.
Tres años más tarde, en el mismo partido bonaerense, inducida por su
amante, la vasca Prudencia Jarrau le robó dinero al esposo y se fugó del
hogar llevándose al hijo de ambos, de 16 meses. A mediados de la década
de 1890, la italiana Lucia Marzorini, una mujer de 27 años cuya seña
particular era su “diente partido”, era denunciada por haber “abandonado el
hogar en compañía de otro hombre”.[2]
La información de las órdenes del día es apenas una fotografía desvaída
de un momento crítico de la relación conyugal, sobre el que nos informa de
manera escueta la voz de un marido traicionado doblada por el agente de
policía que le tomó la denuncia. A través de estos partes diarios, no es
posible descubrir los motivos de la mujer, recrear el desenlace de esas
historias matrimoniales ni aprehender las experiencias emocionales de las
evadidas y de sus esposos abandonados. Una variedad de conjeturas podrían
explicar por qué las mujeres dejaban a los maridos: el sufrimiento
emocional en un hogar autoritario, la violencia física, la incapacidad de
recrear una semántica amorosa común después de años de separación o la
existencia de márgenes para la navegación íntima de los sentimientos que
transformaban al adulterio en un refugio emocional.
Aunque las órdenes de captura son parcas, la regularidad de las denuncias
de fuga muestra que se trataba de una práctica extendida entre las mujeres
inmigrantes.[3] Y si es difícil sostener que la infidelidad fue la razón de
todas esas reacciones osadas, el cruce de estas fuentes con los expedientes
judiciales de adulterio permite alumbrar el lado sombrío de la vida
matrimonial en tiempos de migración e indagar en las consecuencias
emocionales de la movilidad espacial, las separaciones prolongadas y las
esperanzas malogradas.
Venganza
En septiembre de 1892, Pedro Lamar, un jornalero italiano de 37 años que
llevaba un lustro viviendo en Miramar, se presentó a la comisaría del pueblo
y expuso que:
Desconfiando que su mujer le era infiel con su hermano Nicolás Lamar, el día once del
corriente se ocultó en la cocina de la casa que habita para cerciorarse de su desconfianza, que
como a las dos de la tarde de ese día vio penetrar a su hermano Nicolás al cuarto de su mujer y
comprobó el hecho que viene a denunciar, asegurando haberlos encontrado in fraganti para lo
que pide el castigo al que se han hecho acreedores solicitando al mismo tiempo que sea quitado
el hijo que con esta mujer tiene y depositado en poder de Don Francisco Azcona, vecino de
reconocida responsabilidad.[4]
Hacía apenas dos meses que Felisa Castellani y Nicolás Lamar habían
llegado a la Argentina. Cuando en 1886 su marido emigró, Felisa –que
llevaba casi dos años de matrimonio– y su hijo de tres meses quedaron al
cuidado de la familia de Pedro. Como la casa resultaba pequeña para
albergar a tanta gente, los nuevos moradores tuvieron que compartir la pieza
con el cuñado. Como era usual, el esposo se comprometió a enviar dinero
desde la Argentina. Sin embargo, según declaró Felisa en el juzgado, con la
excusa de que lo que ganaba apenas le alcanzaba para sostenerse, “nunca
mandó nada […] su partida [me] habría sumido en el abandono y la miseria
de no haber tenido la ayuda de Nicolás”.
En Italia de fines de siglo XIX, la emigración generó oportunidades
económicas y nuevas formas de riqueza, pero a la vez, los profundos
cambios sociales provocados por la partida de los hombres acarrearon
desasosiego, tanto entre quienes se marchaban como entre aquellos que
permanecían. Los migrantes temían perder poder sobre sus esposas y por
esa razón las dejaban en custodia de suegros, padres o hermanos. Esa
supervisión masculina constituía una salvaguarda material que aseguraba la
supervivencia de la mujer y la prole y, a la vez, era una manera de
morigerar el miedo a la infidelidad femenina. El honor y el capital social de
un hombre dependían tanto de la sumisión y la demostración de obediencia
de la esposa y de los hijos, como de su habilidad para sostenerlos
económicamente. Aunque los migrantes depositaban parte de esa
responsabilidad en los varones de la familia que se quedaban en la
península, se trataba de una situación temporaria, porque se esperaba que el
marido enviase remesas. De manera que, si el hombre no lograba satisfacer
esa expectativa social, todo el andamiaje del sistema de honor se
desmoronaba.[5] Posiblemente fue eso lo que le ocurrió a Pedro Lamar. En
un entramado cultural en el que la masculinidad estaba asociada a la imagen
del varón proveedor, las pocas cartas que le envió a Felisa –en las que según
ella declaró: “no había buenas noticias sino pretextos”–, lejos de excusarlo,
lesionaron su reputación. De hecho, cuando Nicolás fue indagado,
reconoció haber mantenido una “relación ilícita” con su cuñada, pero se
defendió diciendo que “como no podía permitir que viviesen en la miseria
se hizo cargo de Castellani y de su hijo Domenico ayudándolos como podía
[…] y después tomó el lugar que el hermano dejó”.
Felisa también reconoció el delito que se le imputaba y sus argumentos
no fueron muy diferentes de los de Nicolás. Describió a Pedro como un
hombre sin responsabilidad, que no cumplió con su palabra y que la dejó
materialmente abandonada,
[…] en una extrema circunstancia que me obligó primero a aceptar que Nicola me mantuviera
a mí y a mi hijo, hasta que después dejé que me visitara por las noches y terminé faltando a mis
deberes de esposa.
Vergüenza
Pocos meses después de que Felisa y Nicolás fueran puestos en libertad,
Domingo Gongeiro se presentó en la comisaría de Dolores denunciando que
su mujer, Josefa Alois, se había fugado en compañía de su amante, Luis
Álvarez, llevándose “todas sus ropas y también las mías en un baúl y
trescientos pesos que de mis ahorros tenía”.[10] El denunciante también
ofreció datos sobre el paradero de su mujer: “una estancia en los montes de
Tordillo en la que Álvarez es puestero”. Domingo dijo que ignoraba los
motivos de la conducta “ilícita” de Josefa “porque jamás falté a mis deberes
de esposo”. Sin embargo, no era la primera vez que la mujer lo abandonaba.
Dos años antes, en el verano de 1891, cuando el matrimonio vivía en
Buenos Aires, ella se evadió con otro hombre y, aunque Domingo denunció
su fuga, cuando la policía “la devolvió al hogar marital” prefirió perdonarla.
Pero ante la conducta reincidente, el hombre cambió de parecer y presentó
una demanda por adulterio, que lo obligó a comprobar que estaba
legalmente casado con Josefa. Aunque hacía cinco años que habían
contraído matrimonio, Domingo no tenía cómo certificarlo porque la
documentación había quedado en España y –según arguyó– no contaba con
medios para solicitar que se la enviaran. Entonces, el juez aceptó su pedido
de “suplir los documentos con testimonios” y el querellante presentó cuatro
testigos que, además de ser compatriotas, eran sus compañeros de trabajo en
una casa de acopio del pueblo.
¿Qué sintió el marido al verse obligado a acudir a sus paisanos para que
lo auxiliaran en aquel trámite? ¿Qué opinarían los testigos del trance de su
compatriota? Seguramente, compartir la intimidad de su relación conyugal
fue vergonzoso para Domingo. Sin embargo, formar parte de una
comunidad emocional que valoraba el honor masculino, si no lo ponía a
salvo de habladurías y comentarios malintencionados, seguramente le
ayudaba a morigerar el bochorno.[11] Sus paisanos, ¿sabían que Josefa
había tenido un amorío en Buenos Aires? ¿Fueron ellos los que, a sabiendas
de que Domingo la había perdonado en aquella ocasión, le aconsejaron que
esta vez buscase reparación en la justicia? ¿Qué fin perseguía Domingo con
la demanda? ¿Quería avergonzar a la adúltera? ¿Deseaba que ella mostrase
remordimiento? O como Pedro Lamar, ¿buscaba en la ley un recurso para
satisfacer su deseo de venganza? Aunque todas estas emociones confluyen
en proporciones variables en los expedientes de adulterio, en este
predomina la vergüenza, una emoción social que se activa a raíz de las
necesidades específicas de un individuo –o una comunidad– para sostener
ciertos valores como el honor.[12]
Cuando Domingo perdonó el primer desliz de Josefa no lo hizo ni como
un gesto de generosidad y cariño con el que intentaba salvaguardar su
matrimonio ni como un acto piadoso hacia la adúltera. La vergüenza de
quedar expuesto ante sus vecinos del conventillo donde había vivido desde
su arribo a la Argentina (y que poco tiempo atrás se había transformado en
el lugar de reencuentro con su mujer) seguramente motivó su gesto
indulgente, detrás del que ocultaba sus desavenencias matrimoniales y
resguardaba su reputación. Pero en la intimidad, Domingo buscó en la
agresión física una compensación al daño causado por la conducta
indecorosa de Josefa. Cuando la adúltera fue capturada en su segunda fuga,
los Gongeiro llevaban tres años viviendo en Dolores. La mujer aseveró que
no era cierto que en el matrimonio reinaba la armonía –como había
declarado el marido–, sino que al contrario, Domingo la golpeaba y la
amenazaba con armas desde que vivían en Buenos Aires. Josefa confesó
que mantenía una relación íntima con Álvarez desde hacía seis meses y que
pocas semanas antes de su captura se había radicado con él en Tordillo, “no
porque deseara fugarse del hogar sino porque [el marido] la había echado
después de amenazarla de muerte con un fusil”.
La adúltera expuso que, “así como lo hizo en Buenos Aires, [Domingo]
continuó golpeándola en Dolores”. Como el cuerpo le quedaba amoratado y
la cara desfigurada, ella permanecía “durante días encerrada en la casa por
sentir vergüenza de que la gente [la] viese en ese estado”. Josefa agregó que
el bochorno era mayor en “un lugar como este [Dolores] donde muchos
españoles conocen a [mi] esposo”. Entre éstos últimos estaba Álvarez, el
hombre con el que Josefa huyó a Tordillo. Este trabajador rural de 32 años
declaró que Domingo le había presentado a su esposa pero, aunque la
relación con [ella] no era de “tanta confianza ni amistad como la que
mantiene con el marido […] hará como cuatro meses le confesó que el
esposo la amenazaba con matarla por un antiguo rencor que tiene”.
Desde entonces, Luis se había transformado en el “confesor de la pobre
mujer”, hasta que una tarde en que la encontró “por azar” en el pueblo, ella
le pidió que “como paisano y conocido la llevara a su lado para protegerla y
desde entonces vive con ella”. Ignoramos si Josefa se explayó sobre el
antiguo rencor al que alude el cómplice en la declaración o si este llegó a
saber que ella se había fugado en Buenos Aires. Pero más allá de si Josefa
se sinceró completamente con Álvarez o si prefirió soslayar los detalles de
su pasado, el rencor del que le habló seguramente refería a aquel episodio.
Cuando Domingo fue citado a declarar, también aludió a la vergüenza
que sentía porque su esposa había expuesto en actos y palabras la intimidad
de su relación con Álvarez, “abrazándose y besándose a la vista de todos y
viviendo en la casa de su cómplice como concubina”. Esa emoción también
fue crucial en el escrito del abogado del esposo traicionado. En términos del
letrado, la conducta de Josefa estaba:
[…] plagada de hechos indecorosos que humillan la hombría de mi cliente […] al abandonar
sus deberes sagrados [Josefa] manchó ignominiosamente el nombre que le diera el padre de su
hijo [con] injurias y escenas bacanales [que] sería de poco decoro mencionar aquí [porque]
hasta la pluma se resiste a describir esos hechos vergonzosos.
[…] halló un gran desorden, vio a la hija de la vecina Lucía Palermo completamente dormida
en la cama, el baúl donde guardaban la ropa sin llave y sin los vestidos de su esposa y el
pañuelo en el que escondía cuatrocientos noventa pesos moneda nacional, provenientes de
ahorros que a fuerza de labor y constancia había conseguido reunir […] desatado y vacío.
[lo poco que Calabrese] posee no merece la pena de ser robado […] tiene deudas que no paga y
si hubiera ahorrado los cuatrocientos pesos moneda nacional que miente que tenía debió
haberle pagado [a Rosciano] lo que le adeuda del pasage [sic].
Esa actitud desafiante no era usual entre las adúlteras. Aunque la alusión al
desamparo y la violencia física eran habituales, lejos de reclamar –como lo
hizo Teresa– el derecho a fugarse del infortunio sin reparar en los deberes
que la ley preveía, las adúlteras se presentaban como esposas obedientes y
respetuosas de sus “deberes sagrados”. La miseria, las injurias y los castigos
de sus maridos las empujaban a los brazos de otro hombre. La mezquindad
de unos relatos configurados a partir de la oralidad tosca de acusadas
analfabetas cuyas voces eran dobladas por los agentes de la justicia,
dificultan el acceso a la experiencia emocional. Sin embargo, en algunos
casos la densidad de las declaraciones revela qué ocurría más allá de las
palabras y alumbra un oscuro torbellino interior.
Para explorar la variedad de emociones y gestos que confluyen en una
experiencia emocional, dejemos en suspenso el desenlace de la historia de
Teresa y adentrémonos en la de Olinda Bértola, una modista italiana de 29
años que había llegado a la Argentina en 1888 con su esposo, Mateo Bugni.
Cuando Olinda “conoció los límites de lo tolerable” y escapó de su casa
para unirse a Francisco Mélica, llevaba doce años casada con Mateo.[26]
En el invierno de 1894, la adúltera expuso ante el juez de Dolores una
larga historia de sufrimiento que se había iniciado solo dos semanas
después de contraer matrimonio, cuando el marido empezó a “someterla a
horribles tratamientos recibiendo injurias y lesiones, encontrándose muchas
veces imposibilita por varios días de salir por encontrarse su cuerpo negro
de los golpes recibidos”. Desde entonces, Mateo se aprovechaba “de su
fuerza física y de la timidez de la exponente”. Una variedad de emociones
entraban en conflicto en la infortunada vida de Olinda. En la misma
declaración dijo que sentía miedo, vergüenza y cariño. ¿Por qué tenía
miedo? Porque dada la diferencia de fuerzas y la ira que expresaba el
esposo en la antesala de cada golpiza, “creía que iba a terminar con [su]
vida”, según respondió Olinda a la inquisitoria judicial. ¿Cuáles eran las
razones de la vergüenza? Aquí, la repuesta es más confusa porque, aunque
la adúltera declaró que el cuerpo magullado la avergonzaba, era el cariño
sincero que sentía por Mateo el que la inducía a ocultar “los malos
tratamientos y a sufrir en silencio”. Pero a Olinda también la avergonzaba
su matrimonio desavenido, al que el esposo había llevado “a la ruina con
sus calavereadas y malos negocios en los que gastó hasta los cuatro mil
francos que [ella] puso de dote al casarse”.
Tres años después del casamiento, agobiado por las deudas, Mateo
emigró hacia la Argentina. Olinda permaneció en Italia, pero al cabo de un
corto tiempo, respondiendo al llamado de su marido, también viajó. Lo hizo
“cumpliendo con los deberes sagrados de esposa” y porque para ese
entonces ya tenía dos hijos, resultado de esta “desgraciada unión”. En su
escrito, el abogado de la adúltera afirmó que la expectativa del reencuentro
“reavivó el cariño” que ella sentía por su marido, “e hizo renacer la
esperanza de días mejores confiando en que Bugni, lejos de las malas
compañías, cambiaría de conducta”.
Pero las ilusiones de Olinda se desvanecieron cuando el esposo volvió a
endeudarse y terminó denunciado por estafa. Tras un corto tiempo en
prisión, Mateo se presentó “dócil prometiendo de mil formas que no le daría
más disgustos” porque había conseguido trabajo y vivienda en una chacra
en la Estación Alfalfa, “adonde empezarían todo de nuevo”. Aunque su
confianza flaqueaba ante cada nueva promesa, Olinda no tuvo otra
alternativa que marcharse de Buenos Aires (donde hacía pocos meses había
dado a luz a una niña), para seguir a su esposo. Sin familia ni vecinos
cercanos (como los que en Italia, aunque juzgaban con malicia las
desavenencias matrimoniales y la mala vida que su esposo le daba, la
“ayudaron en la desgracia”), la mujer se sentía indefensa. La incredulidad y
el miedo que la aquejaban pronto le dieron la razón porque las golpizas se
volvieron cada vez más brutales. Olinda era “víctima de todas las fuerzas de
Bugni y no siendo suficientes las manos y los pies, se valía de palos y
horquillas para atacarla”. Cuando el juez le preguntó sobre el motivo del
maltrato, Olinda dijo que desconocía las razones que animaban a su marido,
porque ella siempre había “cumplido en sus deberes de esposa y de madre”
y aclaró que, aunque el cariño por Mateo “se había terminado”, soportaba
esa mala vida “por amor a sus hijos”.
A pesar del dolor y de los infortunios, Olinda no intentó abandonar a
Mateo y, en el tiempo que medió entre la mudanza de Buenos Aires y la
comisión del adulterio, dio a luz a otros cuatro hijos. Según el abogado
defensor, fue el marido quien huyó “apremiado por un nuevo desfalco
dejando a la esposa sin medios para vivir y con seis bocas para alimentar”.
Francisco Mélica, un vecino italiano, viudo, de 25 años, “se compadeció”
de la pobreza de Olinda y se hizo cargo “espontáneamente del cuidado y
mantención de las criaturas abandonadas cruelmente por un padre
desnaturalizado”. En palabras del letrado, no fue por cariño que Olinda
“tuvo la debilidad de entregar su cuerpo a otro hombre y terminó haciendo
vida en concubinato con él [sino] en atención a la noble conducta de alguien
tan generoso”.
Habían pasado dos años desde la fuga cuando el marido regresó a
Estación Alfalfa y supo que su esposa tenía relaciones ilícitas con el vecino
y que estaba cursando el quinto mes de un nuevo embarazo. Después de una
turbulenta disputa en el domicilio del concubino, Mateo se llevó a los hijos
y denunció a Olinda por adulterio. Sin embargo, apenas habían transcurrido
seis meses desde el inicio del proceso, cuando el marido traicionado envió
una carta al juez en la que solicitaba la libertad de su esposa (a la que pedía
perdón) y rogaba al magistrado que le ordenara a su mujer “volver al hogar
para hacerse cargo de los hijos pequeños que él no puede cuidar”. Aunque
Olinda también esperaba que la justicia se compadeciera de su escabroso
derrotero matrimonial, a diferencia de Teresa –que expresó su desafecto en
forma de desprecio hacia Calabrese– se presentó como una mujer
avergonzada y discreta que “por cariño y respeto” se movió al compás del
antojadizo ritmo de su esposo.
Como vimos en el capítulo anterior, en la sociedad patriarcal, amor y
obediencia no eran términos incongruentes; al contrario, constituían dos
componentes inseparables de la noción de matrimonio.[27] Este esquema
creaba una jerarquía de poder, pero al mismo tiempo constituía un espacio
de negociación que ponía en cuestión la naturaleza de la relación entre el
hombre y mujer. El patriarcado no solo constituyó una estructura de
dominación masculina y explotación femenina sino que también fue un
sistema en el que los cónyuges compartían responsabilidades y sus
relaciones se expresaban tanto en la semántica de la autoridad como en la
de la consulta y el consentimiento. Sin dudas, el patriarcado como
andamiaje ideológico, cultural e institucional generaba –y se sostenía en–
una jerarquía de poder que favorecía al varón. Sin embargo, el ejercicio de
ese poder en la experiencia cotidiana de los individuos revela que esa
estructura tenía una flexibilidad capaz de asegurar que las condiciones no
fueran intolerables al punto de habilitar la rebelión de las mujeres en la vida
cotidiana.[28] Para comprender cómo funcionaba la negociación en el
matrimonio (un regateo que no necesariamente significaba una “buena
compra” para las esposas),[29] la vulnerabilidad de la mujer debe ser
pensada en tándem con su capacidad de agencia. Las féminas vivían en un
“equilibrio patriarcal”[30] en el que su resistencia obtenía pequeñas
victorias que acarreaban beneficios en el corto plazo, pero en el largo plazo
no lograban mejorar su estatus con relación a los hombres. La negociación
aseguraba entonces, la continuidad del patriarcado, pero también ponía de
manifiesto su inestabilidad, porque las relaciones de poder se modifican con
su ejercicio, lo que supone el reforzamiento de algunos de sus términos y el
debilitamiento de otros.
Aunque en los casos de los que se ocupa este capítulo las relaciones entre
hombres y mujeres fueron antagónicas, no deberíamos generalizar la
rivalidad al patriarcado –y ni siquiera a la secuencia completa de la vida
matrimonial de los protagonistas de estas historias de adulterio–. Los
integrantes de la familia patriarcal eran educados en la idea de que el interés
individual no debía imponerse sobre los intereses de la familia. Este sentido
de bien común –que podía oscurecer el ejercicio del poder masculino–
habilitaba interacciones armoniosas en pos de objetivos compartidos. La
emigración como una estrategia que involucraba negociación y consensos
es un ejemplo de ello. En una situación ideal, los cónyuges acordaban un
movimiento secuencial en el cual el hombre emigraba primero y la mujer
quedaba –sola o con hijos– en el lugar de origen, al cuidado de sus padres o
de sus suegros. Una vez que obtenía un trabajo estable y un lugar donde
vivir, el migrante llamaba a la esposa que, en el hiato entre la partida de su
marido y la propia se mantenía con las remesas enviadas desde América.
Sin embargo, esos acuerdos, sostenidos en la concepción de que el interés
común se imponía a los deseos individuales, no siempre eran el resultado de
relaciones matrimoniales armoniosas.
Eso fue lo que le ocurrió a Olinda, que aunque ya estaba atrapada en un
vínculo violento antes de que Mateo emigrase, cuando él le pidió que
viajara ella acudió a su llamado por obediencia: “cumpliendo con sus
deberes de esposa y madre” y “creyendo que en la Argentina sus hijos iban
a tener una vida mejor”. Aunque desconocemos las circunstancias en las
que la mujer se quedó en Italia tras la partida del marido, no es difícil
imaginar que sus márgenes de negociación se habían estrechado con
respecto a aquellos de los que gozó cuando ella y Mateo consensuaron que
la migración era la mejor alternativa para la familia. Su pequeña victoria –si
es que alguna vez la tuvo– fue efímera e insuficiente para sustraerse a la
jerarquía de poder que regulaba las relaciones de género en la familia
patriarcal. Quizá no solo sus parientes varones, sino su suegra o su propia
madre, aun a sabiendas del maltrato que padecía, hubieran reprobado que
Olinda desobedeciera al esposo negándose a emigrar. Recordemos que en la
forma que Deniz Kandiyoti define como “patriarcado clásico”, la mujer
mayor está subordinada al hombre pero, al mismo tiempo, ella ejerce una
cuota sustancial de poder sobre las integrantes más jóvenes de la familia,
garantizando de este modo el statu quo.[31] Está claro que esto no es más
que una conjetura y que no podemos afirmar que Olinda, a diferencia de
Teresa, creyese que la violencia del marido o el incumplimiento de los
deberes de manutención justificaban la fuga del hogar marital. De hecho,
como señalamos, uno de los rasgos que distinguen la historia de estas dos
mujeres es que la primera cometió el delito de adulterio porque el esposo se
marchó del hogar mientras que la segunda entró “en trato ilícito” con su
cuñado antes de viajar desde Italia y, en complicidad con él, planeó la huida
hacia Tres Arroyos.
Pero volvamos a la compasión para retomar la historia de Teresa y
Salvador Calabrese. Como señaló hace tiempo Susan Bandes, las
emociones no son entidades monolíticas y, por esa razón, tanto su
definición como su interpretación deben ser hechas a la luz del contexto en
el cual se manifiestan.[32] Esa contextualización no solo comprende al
dónde y al cuándo, en el sentido de que en diferentes sociedades y épocas
las emociones cambian su significado e incluso desaparecen, sino que en
situaciones como las que estudia este libro, una misma emoción cobra
sentidos distintos no solo según quien la expresa, sino también de acuerdo a
la instancia del proceso judicial en la que es expresada. El contenido y el
estilo emocional de un acusado que declara en una comisaría o en un
juzgado de paz pueden no ser idénticos a los que manifieste ante un fiscal o
un juez de primera instancia cuando, en general, cuenta con el
asesoramiento de un abogado.
En el juicio por el adulterio y rapto de Teresa, la compasión adoptó
sentidos diferentes. En sus declaraciones ante la justicia de paz y el tribunal
de Dolores, Rosciano mantuvo su relato compasivo. Sin embargo, mientras
en la primera situación se colocó en el lugar del observador que describe la
mísera situación del otro y emite un juicio sobre la magnitud de su
infortunio, en la segunda se involucró evocando sus propias emociones:
lástima y piedad, aquellas que lo movieron a transformarse en cómplice de
un delito ante el pedido de una mujer “desesperada”.
La compasión depende del punto de vista del espectador al hacer este el
mejor juicio posible sobre lo que realmente le ocurre a la persona de la que
se compadece, aunque ese juicio pueda diferir del que hace el sujeto
afectado. Por cierto, las dos declaraciones de Teresa no revelan el estado de
desesperación con el que la representó Rosciano. Al contrario, la muestran
firme y determinada a torcer el rumbo de una vida miserable. El proyecto
migratorio, que en sus orígenes quizá había constituido una promesa de
prosperidad para su matrimonio, impuso una larga separación que lesionó el
vínculo conyugal y no le trajo alivio material. ¿Qué podía ofrecerle un
hombre al que no le habían alcanzado seis años de trabajo para afrontar el
costo de un pasaje? Un marido incapaz de sostenerla no podía reclamarle
obediencia ni cariño. En cambio, Rosciano era la contracara de Salvador: un
chacarero próspero que había vuelto a Italia de visita y que, además, podía
pagarle el viaje a Buenos Aires. ¿Fue atracción sexual? ¿Fue cariño? ¿O
fueron aspiraciones materiales? Quizá todas esas razones confluyeron para
que desde Noepoli, Teresa imaginase un futuro a salvo del infortunio, una
existencia que su marido no había sido –ni sería– capaz de brindarle, pero
que Rosciano le podía ofrecer.
La compasión también requiere establecer una noción de responsabilidad
y culpa, y exige la creencia de que hay cosas realmente malas que les
pueden suceder a las personas sin que medie error o falla de su parte. En el
caso del adulterio y rapto de Teresa, tanto sus expresiones de
autoconmiseración como la compasión manifestada por el amante y por el
abogado defensor orientan la responsabilidad y la culpa hacia el marido
porque, primero, la abandonó, y más tarde, porque prolongó su infortunio
trayéndola a la Argentina. En Italia del siglo XIX era corriente que las
adúlteras se defendieran en los estrados judiciales con argumentos idénticos
a los de Teresa (y Felisa Lamar). El incumplimiento del deber legalmente
vinculante de proveer al sustento de la esposa y de los hijos era constitutivo
de las relaciones de género y de la distribución de responsabilidades en la
familia. Pero con las reformas que siguieron a la unificación política de la
península y la adopción del sistema legal liberal, ese principio perdió valor
de defensa en las acusaciones de adulterio y quedó restringido al fuero civil,
donde la mujer podía solicitar la separación de su marido y el derecho a
manutención. Sin embargo, como lo muestra Domenico Rizzo, las inercias
culturales hicieron que aún a fines del siglo XIX, numerosos querellantes y
acusadas ignorasen esos cambios y siguiesen apegados a la semántica legal
de un sistema de antiguo régimen, que era temporal y espiritual a la vez.
Hasta la adopción de los códigos legales del nuevo Estado, las palabras
“necesidad” o “necesitado” (en el sentido de menesteroso) denotaban
miseria material y espiritual, y su invocación activaba mecanismos de
asistencia material, cuidado pastoral y encauzamiento del alma hacia la
práctica sacramental. Confesando la verdad sobre la acusación y
justificando la inconducta en la necesidad, las mujeres esperaban que el
adulterio fuera juzgado desde una mirada comprensiva y compasiva.[33]
Entramadas en la semántica del abandono y la necesidad, las expectativas
de Teresa y de Felisa parecían ser idénticas a las de las adúlteras que analiza
Rizzo. ¿Qué sentimientos despertaron en los fiscales y los jueces argentinos
esos relatos de vida miserables? No resulta difícil imaginar la incapacidad
de los hombres de la justicia para simpatizar con las historias de unas
acusadas que eran tan diferentes a ellos por su origen, su clase y su género.
La dificultad era todavía mayor porque los funcionarios judiciales contaban
con la declaración de impacto de las víctimas. Si con alguien iban a
simpatizar no era precisamente con las adúlteras, sino con sus esposos, esas
figuras traicionadas que en sus declaraciones exageraban la magnitud de la
malicia de las ofensoras y aducían su absoluta inconciencia y falta de
responsabilidad en la discordia conyugal. Salvador Calabrese y su abogado
pidieron tres años de prisión para Teresa y el destierro para su cómplice,
alegando que este había traicionado la confianza y la amistad del
querellante. El buhonero se achacaba alguna responsabilidad en lo ocurrido
por “haber creído en la virtud y el recato” de su esposa y en la honestidad
de su amigo y concuñado. Sin su ingenuidad, “el delito no se hubiera
cometido”. Sin embargo, reconocer que la credulidad hizo su parte no le
impidió descargar la culpa en Teresa, a la que describió como “una persona
ambiciosa y traicionera” cuya voluntad de engañarlo “se evidenció en el
hecho de que la fuga se cometiera de noche”, mientras él trajinaba en la
campaña y aquellos que podían interponerse para “frenarla del delito que
iba a cometer” dormían.
Si la compasión requiere la ausencia de falla o de falta, entonces, en la
medida en que creamos que alguien se encuentra en una situación dolorosa
por su culpa, en lugar de compadecerla lo que haremos será censurarla y
reconvenirla. En el caso de Teresa –que podemos hacer extensivo a los
otros juicios por adulterio que venimos de evocar–, todas las barreras
sociales se mostraban recalcitrantes al ejercicio de la imaginación y
obstruían el sentimiento de compasión.[34] Lejos de compadecerse de ella,
el juez la hubiera castigado de cualquier modo, puesto que todo conducía a
ese desenlace. Como ocurría en Italia, en la Argentina era el derecho civil el
que marcaba la responsabilidad del marido de sostener materialmente a la
esposa, pero el adulterio era un delito tipificado en el Código Penal. La
representación de la víctima como un sujeto doblemente traicionado y el
hecho de que Rosciano fuese el esposo de una de las hermanas de la
adúltera se confabulaban para hacer a Teresa la única responsable de su
dolor. Sin embargo, como ocurrió con el juicio a Felisa Lamar, antes de que
el tribunal formulase la sentencia, Salvador presentó una solicitud de
remisión que dejó en libertad a su esposa y a su raptor.
En su singularidad, los episodios judiciales en los que terminaron
envueltos Felisa, Josefa, Teresa, Olinda y sus maridos y amantes reflejan las
mutaciones que, al compás de las sucesivas réplicas del pequeño terremoto
provocado por la emigración, sufrieron los roles femeninos y las
representaciones del matrimonio y de la vida familiar. El adulterio fue uno
de los rasgos emergentes de esas mutaciones. El cariño que alguna vez
había unido a los cónyuges (sustentado en el honor, en la imagen del varón
proveedor y en el valor patriarcal de la obediencia), se debilitaba cuando los
maridos discontinuaban la comunicación epistolar y eludían el compromiso
de enviar dinero. Entonces, otro hombre ofrecía contención en el abandono,
y la debilidad de la carne terminaba prevaleciendo sobre los mandatos
sociales. A veces, la infidelidad ocurría en el lugar de origen y el trato
ilícito era con un miembro de la familia, con un amigo del esposo, con un
vecino y hasta con el cura del pueblo.[35] En otras ocasiones, las adúlteras
conocían a su amante en el viaje desde Europa o después de que se
radicaban en la Argentina.
Es difícil aseverar cuán extendida se hallaba esta práctica a ambos lados
del océano y cuánta indulgencia encontraban las adúlteras en las
comunidades morales en las que estaban inmersas. Como vimos, en el sur
de Italia los detractores de la emigración masiva sostuvieron que –junto a
los hijos bastardos y la prostitución– el adulterio se incrementó durante los
años de las migraciones masivas hacia América. Sin embargo, los
historiadores han puesto en duda esas aseveraciones alarmistas. Las
estadísticas de nacimientos ilegítimos no se modificaron de manera
sustancial a raíz de la emigración. Y los efectos no deseados de la partida de
los hombres sobre la conducta de las mujeres, “expuestas a miles de
tentaciones por aquellos que buscaban aventuras amorosas”,[36] no parecen
haber sido tan severos como lo pintaban algunos comentaristas burgueses,
que observaban con misoginia y cierto denuedo a las campesinas del sur del
país. En realidad, como sostiene Maddalena Tirabassi, el adulterio, los hijos
ilegítimos, el hacinamiento y la falta de intimidad eran rasgos propios de la
vida campesina mucho antes de que la fiebre migratoria se apoderaba de
extensas regiones del Viejo Mundo.[37] También es cierto que en las
regiones de Europa que alimentaban el flujo migratorio hacia América, la
partida de los hombres jóvenes alteraba el equilibrio de los sexos
disminuyendo el saldo de candidatos para el matrimonio y también para el
“trato ilícito”. En el nuevo paisaje social abundaban las mujeres casadas
cuyos maridos habían emigrado, las solteras y las ancianas,[38] de manera
que las oportunidades de cometer adulterio se estrechaban no solo por
razones morales sino también estadísticas.
El reencuentro del matrimonio en la Argentina no siempre suponía la
continuidad de la comunión conyugal interrumpida por la separación de los
cuerpos, ni la consecución de un proyecto compartido porque, a menudo, la
promesa de prosperidad se diluía en la escasez, el hacinamiento de los
conventillos y el ritmo moroso del ascenso social. El resultado de una
empresa emocional y materialmente tan onerosa era aún más exiguo si la
mujer se había sumado a ella no por anhelo sino por obediencia y
resignación. Cuando la disparidad de expectativas generaba en uno de los
cónyuges la sensación de que la vida en Buenos Aires era tan solo la réplica
de un pasado miserable, el reproche, el agravio y el maltrato colonizaban la
relación. En algunos casos, ese magma violento había migrado con el
matrimonio –como veremos en el capítulo siguiente– y en otras, al compás
del desencanto, el cariño y la unión mutaban en recriminación, hastío,
desprecio y desafección. Hija de la frustración, la ira imponía la semántica
de la violencia doméstica. Y cuando la situación llegaba “a los límites de lo
tolerable”, algunas mujeres se fugaban del hogar marital y cometían
adulterio en una sociedad cuyos estándares morales y prescripciones legales
y religiosas no eran muy diferentes de las que dominaban en sus lugares de
origen.[39] Una profunda asimetría de género que, como afirma Mark
Seymour,[40] ayudaba al marido a construir su identidad masculina, y se
ocultaba detrás de la idea de que el matrimonio protegía a la mujer. En la
esfera religiosa, el matrimonio era un sacramento, y en la civil, un contrato;
sin embargo, en ambas se defendía la indisolubilidad del vínculo, porque la
superioridad y el honor del marido descansaban en la sumisión, la fidelidad
y la domesticidad de la esposa.[41]
En la Argentina, donde el amancebamiento, los nacimientos ilegítimos y
la fuga del hogar marital eran prácticas de viejo arraigo,[42] las condiciones
de posibilidad para encontrar amparo en los brazos de otro hombre se
incrementaban. La fluidez demográfica de Buenos Aires abría el horizonte a
un mercado masculino mucho más amplio que el de los lugares de origen de
las inmigrantes, al tiempo que el anonimato de la ciudad alimentaba la
fantasía de que la fuga del hogar en compañía de otro hombre era un
refugio seguro. Y en el interior de la provincia, la amplitud espacial y el
dominio desparejo que tenían la policía y la justicia sobre ese dilatado
territorio mitigaban el temor que conlleva la determinación de cruzar el
deslinde entre la legalidad y el delito.
Notas
1 El grueso de las órdenes registraba la fuga de menores de edad de ambos sexos reclamadas por sus
progenitores. También se advierte la vigencia de prácticas arraigadas en la campaña en tiempos de
la frontera como el “rapto”, como se denominaba a la huida de mujeres (por lo general, menores
de edad) acompañadas de varones con los que mantenían relaciones amorosas desaprobadas por
sus padres. Sobre esas prácticas, véase Mayo, Carlos, Estancia y sociedad en la Pampa, 1740-
1820, Buenos Aires, Biblos, 1995, pp. 185 y ss.; Bjerg, María, El mundo de Dorothea. La vida en
un pueblo de la frontera de Buenos Aires en el siglo XIX, Buenos Aires, Biblos, 2004, pp. 52 y
siguientes.
2 Archivo y Museo Histórico del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, Órdenes
del Día, Nº 139, Nº 167, Nº 387 y Nº 1069.
3 Aunque no realizamos un recuento exhaustivo ni de largo plazo que permita establecer una
tendencia o realizar comparaciones, de las sesenta y cinco órdenes que relevamos en el período
1880-1900, solo dos denuncias fueron contra mujeres argentinas.
4 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 268-142-12-1892. Todas las
citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo
contrario.
5 Sobre la situación de las mujeres en Italia tras la emigración de sus maridos, véase Gabaccia,
Donna, Italy’s Many Diasporas, Londres y Nueva York, Routledge, 2000, cap. 4; Reeder, Linda,
Widows in White. Migration and Transformation of Rural Italian Women, Sicily, 1880-1920,
Toronto, Toronto University Press, 2003.
6 Reeder, Linda, “Men of Honor and Honorable Men: Migration and Italian Migration to the United
States from 1880-1930”, Italian Americana, vol. 28, Nº 1, 2010, p. 24.
7 Expresiones del jurista español Joaquín Escriche Martín formuladas a mediados de la década de
1870. El pensamiento de Escriche influyó en la Argentina. La cita fue tomada de Ruggiero,
Kristine, “Private Justice and Honor in the Italian Community in Late XIXth Century Buenos
Aires”, Crime, Histoire & Sociétés / Crime, History & Societies, vol. 13, Nº 2, 2009, p. 57.
8 Solomon, Robert C., “Justice v. Vengeance. On Law and the Satisfaction of Emotion”, en Bandes,
Susan (ed.), The passions of law, Nueva York y Londres, New York University Press, 1999, p.
127.
9 República Argentina, Segundo Censo Nacional de Población, 1895, Nicola Lamar, Sección 10,
Subdivisión 29, Ciudad de Buenos Aires, <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWCV-SPT>.
10 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 73-152-3-1893. Todas las
citas textuales que aparecen referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se
indique lo contrario.
11 El concepto “comunidades emocionales” fue acuñado por la medievalista Bárbara Rosenwein,
quien sostuvo que estas son similares a las comunidades sociales –de familias, vecinos,
parlamentos, guildas, miembros de las iglesias parroquiales– y que en ellas se encuentran
“sistemas de sentimientos: lo que las comunidades y los individuos que las integran definen y
consideran significativo o peligroso para ellos, las evaluaciones que hacen de las emociones de los
otros, la naturaleza de los lazos afectivos entre las personas que reconocen y los modos de
expresión de las emociones que esperan, propician, toleran, deploran”. Véase Rosenwein, Bárbara
H., “Problems and Methods in the History of Emotions”, Passions in Context, Nº 1, 2010, p. 11.
12 Muravyeva, Marianna, “Vergüenza, vergogne, schande, skam and sram. Litigating for shame and
dishonour in Early Modern Europe”, en Rowbotham, Judith, Marianna Muravyeva y David Nash,
Shame, Blame and Culpability. Crime and Violence in Modern State, Londres y Nueva York,
Routledge, 2013, pp. 17-31.
13 Que los querellantes retirasen las denuncias y presentasen pedidos de remisión fue usual tanto en
el fuero criminal como en la justicia de paz. Véase Paz Trueba, Yolanda, “La justicia en una
sociedad de frontera: conflictos familiares ante los Juzgados de Paz. El centro sur bonaerense a
fines del siglo XIX y principios del XX”, Historia Crítica, Nº 36, 2008, pp. 102-123.
14 Realicé el cruce de los treinta juicios por adulterio que componen el corpus con la información del
Segundo Censo Nacional de Población de 1895 y con los registros de nacimiento y bautismo de la
base de datos Familysearch. Solo pude seguir el rastro de diecinueve acusadas. Todas ellas
continuaron viviendo con sus maridos con posterioridad a la fecha en la que la causa finalizó –en
la mayor parte de los casos, porque las actuaciones se detuvieron por pedido de los querellantes.
15 Plamper, Jan, “The History of Emotions. An Interview with William Reddy, Barbara Rosenwein
and Peter Stearns”, History and Theory, vol. 49, Nº 2, 2010, p. 240.
16 En el sentido del construccionismo social, que ha defendido la idea de que los individuos son
construidos por la cultura. Sobre la crítica a esta hipótesis, véase Reddy, William M., “Against
Constructionism: The Historical Ethnography of Emotions”, Current Anthropology, vol. 38, Nº 3,
1997, pp. 327-351.
17 Reddy, William M., The Navigation of Feelings. A Framework for the History of Emotions,
Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 129 y 130.
18 Sobre las críticas al modelo analítico de Reedy, véanse las reseñas a su libro publicadas por
Barbara Rosenwein en The American Historical Review, vol. 107, Nº 4, 2002, pp. 1181-1882 y
Peter N. Stearns en Journal of Interdisciplinary History, vol. 33, Nº 3, 2003, pp. 473-475.
19 Nash, Mary, Mujer, familia y trabajo en España, 1875-1936, Barcelona, 1983.
20 Pareja Serrada, Antonio, La influencia de la mujer en la regeneración social, Guadalajara,
Establecimiento Editorial D. Antero Concha, 1880. Citado por Nash, M., op. cit. p. 19.
21 Véase el caso de Joaquín Turero y Miga y Paula Lamas, relatado en el capítulo IV.
22 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 137-12-1891. Todas las
citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo
contrario.
23 El abandono infantil había alcanzado su apogeo histórico en el siglo XIX, transformándose en uno
de los problemas sociales más calurosamente discutidos en la época. Véase Kertzer, David I.,
Sacrificed for Honor: Italian Infant Abandonment and the Politics of Reproductive Control,
Boston, Beacon Press, 1993. Sobre el papel de la prensa en el debate acerca de las consecuencias
de la emigración masiva que tuvo lugar en el tránsito entre el siglo XIX y el XX, véase Reeder, L.,
“Men of Honor…”, op. cit., pp. 20 y ss.
24 Nussbaum, Martha C., Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, Barcelona,
Paidós, 2008, p. 337.
25 Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Juárez, Libro de Bautismos 1890-1892,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XNZJ-174>.
26 Sección Histórica, Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 158-14-1894. Todas las citas
textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
27 Sobre esta hipótesis, véase Barclay, Katie, Love, Intimacy and Power. Marriage and Patriarchy in
Scotland, 1650-1850, Mánchester y Nueva York, Manchester University Press, 2011.
28 Ezell, Margaret, The Patriarch’s Wife. Literary Evidence and the History of the Family, Chapel
Hill, North Carolina Universit Press, 1987.
29 Sobre la idea de negociación dentro de la estructura patriarcal, véase Kandiyoti, Deniz,
“Bargaining with Patriarchy”, Gender & Society, vol. 2, Nº 3, 1988, pp. 274-290.
30 Benett, Judith, History Matters. Patriarchy and the Challenge of Feminism, Filadelfia, University
of Pennsylvania Press, 2006, cap. 4.
31 Kandiyoti, D., op. cit., pp. 278 y ss.
32 Bandes, Susan, “Introduction”, en Bandes, Susan (ed.), The passions of law, Nueva York y
Londres, New York University Press, 1999, p. 3.
33 Rizzo, Domenico, “Marriage on Trial: Adultery in Nineteenth-Century Rome”, en Willson, Perry
(ed.), Gender, Family and Sexuality. The Private Sphere in Italy, 1860-1945, Nueva York,
Palgrave, 2004, pp. 20-36.
34 Nussbaum, M., op. cit., p. 356.
35 Reeder, L., “Men of Honor…”, op. cit., pp. 24 y 25.
36 Ibid.
37 Tirabassi, Maddalena, “Bourgeois Men, Peasant Women: Rethinking Domestic Work and
Morality in Italy”, en Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and
transnational lives: italian workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp.
106-130.
38 Para el caso español, véase Cagiao Vila, Pilar, “Género y emigración: las mujeres inmigrantes
gallegas en la Argentina”, en Nuñez Seixas, Xosé M. (ed.), La Galicia Austral. La inmigración
gallega en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2001, p. 121.
39 En materia de adulterio, el Código Penal español de 1870 privilegiaba la “venganza de la sangre”
reflejada en el artículo 438, según la cual “el marido que sorprendiendo en adulterio a su mujer
matase en el acto a esta o al cómplice o les causara lesiones graves, será castigado con la pena de
destierro. Si les causara lesiones de segunda clase, quedará libre de pena”. En el caso de Italia, el
Código Penal preveía atenuantes para los llamados “delitos de honor”, entre los que se tomaba en
cuenta el uxoricidio en ocasión de adulterio. En la Argentina, solo el Código Penal de Carlos
Tejedor (que perdió vigencia en 1886) preveía, en el artículo 198, la pena de uno a tres años de
prisión para quien diera muerte a la consorte y/o a su cómplice sorprendidos en adulterio. Esa
pena desapareció en el Código Penal de 1886. En el artículo 81 inciso 12 se previó que el hecho
de matar o herir a la esposa (y/o al cómplice) sorprendidos en adulterio resultaba en eximente de
la pena, situación que se mantuvo en el Código Penal Reformado de 1903. Véase Cantarella, Eva,
“Homicides of Honor: The Development of Italian Adultery Law over Two Millennia”, en
Kertzer, David I. y Richard P. Saller (eds.), The Family in Italy from Antiquity to the Present, New
Haven, Yale University Press, 1991, pp. 229-244; Zaffaroni, Raúl Eugenio y Miguel Alfredo
Arnedo, Digesto de Codificación Penal Argentina, Buenos Aires, AZ Editora, 1996, t. I, p. 320, t.
II , p. 198 y t. III, p. 161.
40 Mark Seymour, “Keystone of the patriarcal family? Indissoluble marriage, masculinity and
divorce in Liberal Italy”, Journal of Modern Italian Studies, vol. 10, Nº 3, 2005, pp. 297-313.
41 Sobre matrimonio canónico y civil en España, véase Ferrer Ortiz, Javier, “Del matrimonio
canónico como modelo al matrimonio civil deconstruido: la evolución de la legislación española”,
Revista Ius et Praxis, vol. 17, Nº 2, 2011, pp. 391-418. Sobre adulterio y divorcio en el caso
español, véase Checa Olmos, Francisco y Concepción Fernández Soto, “Adulterio femenino,
divorcio y honor en la escena decimonónica española. El debate social en la recepción de El nudo
gordiano, de Eugenio Sellés (1842-1926)”, Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, vol.
LXIX, Nº 1, 2014, pp. 155-169.
42 Véase Moreno, José Luis, Historia de la familia en el Río de la Plata, Buenos Aires,
Sudamericana, 2004.
Capítulo III
Cuerpos (in)dóciles y odios cotidianos
El maltrato y el abuso psicológico formaban parte de la dinámica familiar
tanto de los lugares de origen de los inmigrantes como de la sociedad de
destino. Aunque la violencia no constituía un rasgo estructural de ninguno
de los dos contextos, se trataba de mundos sociales que mantenían una
actitud que oscilaba entre la condena y la indulgencia.[1] En la Argentina
de entresiglos, la violencia fue una vía de resolución de conflictos
cotidianos no solo en el dominio doméstico sino también en la vida pública.
La casa, el patio del conventillo y la calle solían transformarse en
escenarios de peleas familiares, amenazas y riñas que a su paso dejaban
cuerpos lesionados. La corrección de una conducta que se apartaba de los
patrones sociales aceptables solía justificar el castigo físico a una esposa o a
un hijo. Mientras que, cuando los vecinos se trenzaban en una trifulca o dos
individuos se enfrentaban a golpes de puño o a cuchillazos en la calle, a
menudo se invocaba a la injuria como la causante de la agresión.[2]
En los archivos de la justicia y la policía abundan las denuncias a sujetos
que se valían de la fuerza o de las armas para resolver un espectro de
situaciones tan variadas como sospechas de infidelidad, rencillas surgidas
de una pequeñez, disputas conyugales por dinero, agravios que herían el
honor y desavenencias por el uso de los lugares comunes en el conventillo.
Sin embargo, esto no significa que la violencia estructurase las relaciones
sociales, sino más bien que los sujetos la concebían como un mecanismo –
entre otros– para restablecer equilibrios socialmente valorados, como la
reputación, la autoridad y el honor.
La prensa de fines del siglo XIX y comienzos del XX retrató la violencia
cotidiana en una multitud de escenas que, a diferencia de los expedientes de
la justicia –con cuya información es posible trazar una trayectoria y contar
una historia–, narran episodios efímeros, que se desvanecen entre una
jornada y la siguiente. Sin embargo, mirada en su conjunto y recorrida a
través del tiempo, la sección de noticias policiales configura un catálogo de
hechos organizado según una especie de jerarquía de víctimas y de
comportamientos agresivos que echa luz sobre las gradaciones de tolerancia
–o de reprobación– a la agresión física.
Enfocada desde este ángulo, la prensa revela un macrocosmos social en el
que es posible encuadrar y dar sentido a los procesos judiciales. Para ello
consultamos tres diarios, dos de colectividades extranjeras (La Patria degli
Italiani y El Correo Español) y uno argentino (La Prensa). En la
publicación italiana y en la nacional abundan las noticias sobre disputas
conyugales y agresiones, pero mientras que el primero ventila las
identidades de los involucrados, en general La Prensa las mantiene en el
anonimato, excepto cuando se trata de hechos de sangre o de maltrato
infantil. Sin embargo, El Correo Español no se interesa tanto por la
violencia doméstica –excepto cuando esta involucra al adulterio– y dedica
menos espacio a las noticias policiales, que suelen ser reportadas en un
estilo sobrio y discreto, que contrasta con el sensacionalismo de los colegas.
En varias oportunidades, su editor criticó a los diarios que ponían a
consideración de los lectores situaciones que, en su opinión, debían
permanecer al resguardo de la privacidad. Por ejemplo, cuando el sastre
Joaquín Turero y Miga degolló a su mujer porque sospechaba que le era
infiel,[3] La Prensa le dedicó una extensa nota en la que expuso la vida
íntima del matrimonio y se regodeó en los detalles más crueles del crimen.
Esa avidez fue reprobada por El Correo Español, que reportó parcamente el
uxoricidio.[4]
Apartado de la mesura, como una comadre fisgona, La Patria degli
Italiani ventilaba con igual fruición trifulcas menudas y homicidios
espeluznantes, haciendo públicos los nombres y hasta los domicilios de los
involucrados. En un lugar equidistante, La Prensa cubría un espectro de
violencias más vasto que su colega italiano que, naturalmente, privilegiaba
los casos ocurridos dentro de la comunidad étnica. Pero más allá de estos
matices, en ambos diarios abundaban las noticias de mujeres lesionadas por
sus cónyuges, de hijos castigados brutalmente por sus padres y de esposas
que, agobiadas por el maltrato, empuñaban un arma para defenderse de sus
maridos. Si bien es cierto que con esta evidencia no es posible evaluar ni la
intensidad ni el alcance de la violencia intrafamiliar, el relato periodístico
permite acceder a las representaciones que sobre ella circulaban en la
sociedad de la época. Esas representaciones se sostenían en (y a la vez,
alimentaban a) los estándares de las diferentes comunidades emocionales y
morales[5] que coexistían en la sociedad de la época.
Los diarios exponían escenas de la vida conyugal en las que, en medio de
una gresca, un marido le tiraba un plato por la cabeza a la esposa
provocándole una herida menor, o un honesto trabajador encontraba in
fraganti a su mujer con otro hombre y, dominado por la furia, la arrastraba
del cabello hasta el patio del conventillo para humillarla ante los vecinos,
mientras el cobarde amante se daba a la fuga en paños menores. La forma
en la que las noticias eran tituladas y la preeminencia de recursos retóricos
como el sarcasmo y la hipérbole revelan que, ante la violencia doméstica, la
prensa se desplazada entre dos extremos: la tolerancia y la condena moral.
En el medio, yacía el extenso territorio de la indiferencia, una suerte de
actitud inercial que redundaba en transcripciones indolentes del contenido
de las denuncias que los reporteros recogían en las comisarías. Entre
suicidios, infanticidios, robos, incendios, riñas callejeras y homicidios, las
reyertas conyugales constituían un componente más de la vida social.
Títulos anodinos como “Tra moglie e marito”, “Vita di famiglia”, “Mujer
herida” o “Cansada de denunciar”, se usaban una y otra vez para reportar
episodios casi calcados, en los que solo cambiaban los protagonistas. Esas
notas breves hablaban de esposas que después de una pelea familiar
terminaban internadas en el hospital con lesiones de diferente gravedad, de
mujeres que a pesar de la indiferencia de la policía persistían en denunciar a
sus maridos golpeadores y de progenitores que recurrían a la crueldad para
educar a sus hijos.
Algunas noticias tenían títulos sarcásticos (“Carezze de marito”, “Le
delizie della vitta conjugale” o “Un marito modello”) que abrían paso a
relatos de rencillas domésticas aparentemente originadas en nimiedades,
como la discusión que sostuvieron Giovanni Nicoletta y Maria Cosentino
sobre cómo se condimentaba el bacalao. La mujer no entraba en razones y
el marido, “desesperado por persuadirla de que estaba usando una receta
equivocada”, le arrojó un plato por la cabeza.[6] Una situación parecida
atravesó un matrimonio alojado en un conventillo de calle Maipú. Aunque
La Prensa aclaró que se trataba de inmigrantes españoles, mantuvo en
reserva la identidad del agresor y de la víctima “que presenta heridas leves
en la cara y en el brazo izquierdo”. Se limitó a contar que, como la comida
que la mujer había preparado no estaba “al gusto y paladar del marido”, este
se irritó y le arrojó la cacerola.[7]
Entre una multiplicidad de pequeñas batallas, irrumpían las golpizas
feroces, las heridas de arma blanca y de fuego que solían poner a las
víctimas en el umbral de muerte. Entonces, los diarios expresaban su
sanción moral. La Prensa y La Patria degli Italiani se condolían de las
víctimas, aludiendo al calvario de abusos físicos y espirituales por el que
habían transitado esas mujeres, hasta que la conducta habitualmente airada
de los maridos se transformaba en una irrefrenable pulsión que lesionaba
gravemente sus cuerpos. Las noticias condenaban con severidad al agresor
–al que degradaban a la condición inhumana de las bestias– y demostraban
la compasión hacia las agredidas usando expresiones tales como: “la pobre
infeliz”, “la desgraciada” “una miserable con una vida insufrible”. En
paralelo, los diarios recurrían a guiones prescriptivos sobre la familia, la
docilidad femenina y la autoridad del varón, en especial cuando sobre la
víctima se cernían sospechas de infidelidad. En una prosa apretada, las
noticias hablaban de esposas que después de sufrir agresiones feroces eran
abandonadas por sus maridos y, sin asistencia médica, se desangraban y
padecían el punzante dolor de un miembro fracturado o de un vientre
acometido a patadas y puñetazos. En el filo de la muerte, yaciendo en la
cama o en el piso de una oscura habitación de conventillo, muchas de ellas
salvaron su vida porque los vecinos llamaron a la asistencia pública y a la
policía, o se interpusieron ante el agresor usando la fuerza para refrenar una
furia impiadosa.
Aunque más inusual, la violencia de las mujeres hacia sus maridos
también existió y fue reportada. Para defenderse de un ataque o para
prevenir una golpiza anunciada por el tono cada vez más exaltado de la
discusión, las esposas empuñaban armas o se valían de objetos
contundentes para defenderse. Eso fue lo que hizo Catalina Garozzi cuando
en medio de una pelea su esposo la amenazó de muerte. Ella sabía que no
era una simple declamación retórica surgida del calor de una contienda
verbal, porque en un mueble de la cocina el hombre guardaba un revólver
Bulldog, que había ostentado en grescas anteriores. Pero esta vez, Catalina
se le adelantó, tomó el arma y le dio cinco disparos en las piernas. La Patria
degli Italiani tituló a la noticia Furia de una Moglie y, al final de la nota,
reportó que “la iracunda dama” había sido arrestada.[8] A la ironía del título
y de la caracterización de la agresora subyace un guion cultural que sopesa
a la ira desde la perspectiva del género. Debido a su inherente fragilidad y a
su voluntad débil, la ira femenina era vista como un desafío a la autoridad
masculina. Mientras que una erupción de furia se justificaba en un hombre,
en una mujer era consideraba un defecto de carácter grave y peligroso.[9]
Día tras día los lectores accedían a estos mundos íntimos rasgados por el
conflicto, movidos por el rencor, el temor y el hastío, sumidos en el
sufrimiento. Los escenarios, los protagonistas y los detalles mutaban al
cabo de una jornada, pero la sustancia persistía. Y aunque la violencia
doméstica no era la norma, reinaba en numerosos hogares. En el caso de los
inmigrantes, es difícil saber si el insulto fácil y el maltrato físico formaban
parte de una dinámica de la relación conyugal previa a la migración o si, al
contrario, se trataba de una de las consecuencias del costo emocional
impuesto por un complejo proceso que involucraba la espera, las
expectativas, la ansiedad, el reencuentro de los cónyuges y la mutación de
las subjetividades producto de la migración. Aunque es imposible responder
acabadamente a esta cuestión, los procesos judiciales por lesiones que
presentaremos en las páginas que siguen nos permiten mirar de manera
simultánea lo individual (los microcosmos encerrados en un expediente) y
lo colectivo (el macrocosmos social), una conexión sobre la que, sin
embargo, solo nos atreveremos a conjeturar.
La miseria y la rabia
Huyendo de la furia de su marido, que le había golpeado la cabeza con un
hacha, Elvira Venezia se resbaló y terminó desplomándose en el piso.
Advertidos por los gritos, los insultos y los gemidos de dolor, los vecinos se
agolparon en el patio y, al ver lo que había ocurrido, llamaron a la policía.
Elvira terminó internada en el hospital y su agresor, Francisco Debenedetti,
fue arrestado.[10]
Respondiendo al llamado de su esposo, la víctima, una italiana de 36
años, había llegado a la Argentina en 1903. Francisco trabajaba como
estibador en el puerto de Buenos Aires, tenía 38 años y había emigrado en
1896, dejando atrás a su esposa y a un hijo pequeño con la promesa difusa
de una reunificación familiar. Aunque a siete años de su partida, todavía no
había logrado mejorar su posición económica, el estibador alcanzó a ahorrar
dinero suficiente para pagar dos pasajes y llamó a su familia, porque creía
que en Buenos Aires las perspectivas eran más prometedoras que en la
pequeña aldea napolitana de donde era originario. Sin embargo, según los
dichos de Elvira, casi tres años después de que la “obligara a viajar a la
Argentina la situación [de la familia] era tan penosa como en Italia y como
el dinero no alcanzaba, Debenedetti la instaba continuamente a que
ejerciera la prostitución […]”.
Interrogada en la cama del hospital sobre la reyerta, la mujer contó que
no era la primera vez que Francisco la lesionaba y que aquella noche:
[…] eran más o menos las 20.30 y se encontraba en la pieza junto a su esposo que se estaba
desnudando para meterse en la cama cuando tuvo un pequeño altercado provocado por él,
como consecuencia de discusiones anteriores [...] Debenedetti dice mentiras y siempre está
buscando pleito para cubrirse de la verdad, que es que no trae dinero porque tiene siempre la
misma ocupación miserable.
Sin embargo, cuando fueron citados a declarar, los vecinos expusieron una
versión ligeramente diferente, aseverando que “las peleas son frecuentes en
la pieza y que en medio de insultos y golpes cruzados Debenedetti siempre
acusa a Venezia de serle infiel”. En línea con la declaración de los
moradores del conventillo, Francisco aseguró que el motivo de la reyerta
conyugal era que Elvira lo había engañado con un italiano llamado Silvio.
Relató que unos meses antes de la golpiza, su mujer se había fugado y que,
tras un par de días de búsqueda, la había encontrado “desnuda en la cama”
en la vivienda de su amante. La escena lo “exasperó y entonces Debenedetti
amenazó con asesinar a Silvio, que lo denunció en la Comisaría”. Acusado
de desorden público y lesiones, el estibador pasó seis días detenido. Pero
cuando recuperó la libertad, “siendo ostensible el delito de adulterio”, se
apersonó en la vivienda de Silvio acompañado por un agente de la policía y
obligó a Elvira a regresar “al hogar marital, adonde es su deber vivir”.
En su declaración indagatoria, Francisco confesó que había agredido a
Elvira y que, “en medio de los insultos” que ella profería, la amenazó con
matar a su amante. La declaración del agresor recreó el clima de tensión en
el que vivía la familia. La ira fue la emoción aludida tanto por él como por
su abogado para justificar la golpiza y solicitar la eximición de prisión. El
imputado arguyó que su ánimo fue caldeándose durante la discusión y que
los insultos de su esposa lo “enceguecieron de ira”, al punto de no recordar
cómo pasó de los gritos a los golpes, ni poder precisar de qué objeto se
valió para agredirla: “puede haber sido un hacha o una pala”, dijo. Según
Francisco, la furia también le había impedido advertir que Elvira yacía
sangrante en el corredor del conventillo. Los testigos confirmaron que el
agresor había permanecido en la pieza, indiferente al delicado estado de
Elvira y al tumulto que provocó su accionar, aunque sostuvieron que el
motivo de su comportamiento brutal no había sido la ceguera de la ira sino
el rencor y el deseo de venganza.
Por su parte, el defensor oficial señaló que la declaración de Elvira estaba
plagada de calumnias y exageraciones, que los golpes no habían sido de la
magnitud “que [ella] les atribuye” y que era una “infame mentira que [su
marido] la hubiese obligado a ejercer la prostitución”. Alegó que para
juzgar la conducta del procesado era necesario conocer la historia de
humillación y deshonra a la que su mujer lo había sometido, “una situación
que solo podía desembocar en lo que ocurrió”. Según afirmó el letrado,
Elvira insultaba a su marido en privado y en público y, cada vez que este la
reconvenía, ella le “demostraba desprecio”. Estas actitudes, sumadas a “las
repetidas fugas del hogar marital”, habían terminado por colmar a Francisco
de “una pasión iracunda que debilitó sus nervios”.
El juez tomó nota de la apreciación del abogado defensor sobre la
presunta levedad de las lesiones y ordenó que el cuerpo de Elvira fuera
sometido a una pericia médica. La inspección se llevó a cabo en su
domicilio, cuando ya habían transcurrido cuatro meses del hecho. El
informe de los galenos concluyó que ninguna de las heridas había sido
importante, que “apenas han requerido entre quince y veinte días para
curarse”, que estaban cicatrizadas al momento de la revisación y que no
habían causado “defecto físico, desorden funcional o incapacidad para
trabajar”.[11] Aunque Francisco fue condenado a nueve meses de prisión,
en su fallo el juez señaló que el hecho había sido “provocado por la
ofendida a causa de sus constantes injurias, sus faltas graves, sus
expresiones de desprecio y desobediencia al marido y sus conducta ilícita
reiterada y pública”. A diferencia del defensor, el magistrado no aludió a los
enceguecedores efectos de “la pasión iracunda”; sin embargo, sus razones,
centradas en el comportamiento indecoroso e irreverente de la víctima,
también atenuaron la responsabilidad de Francisco, al menos en el plano
discursivo.
En este proceso, la ira fue usada como argumento tanto por el acusado
como por el abogado para mitigar la pena, mientras que el juez consideró
que la humillación a la que Elvira había sometido a su esposo, huyendo en
varias oportunidades con Silvio, explicaba el sangriento desenlace de la
reyerta. El cuerpo de la mujer, un mapa surcado de cicatrices que
cartografiaban el territorio de un matrimonio mal avenido, fue explorado
por el poder público para evaluar la nitidez y profundidad de las huellas de
la virulenta reacción de Francisco. El diagnóstico de los médicos fue uno de
los principales insumos del veredicto del juez que, sin embargo, también
echó mano de una apreciación moral sobre la conducta de la víctima, a la
que calificó de “ilícita” e “impropia”, en clara alusión al adulterio. Como es
bien conocido, desde finales del siglo XIX el discurso positivista venía
ganando terreno en el ámbito judicial. Aunque la sentencia todavía reposaba
en las nociones del derecho clásico, las concepciones biológicas de la
“responsabilidad” que habían empezado a permear a jueces, fiscales y
abogados[12] se advierten con claridad en la referencia del defensor a la ira
como una pasión enraizada en el sistema nervioso.
El juicio por lesiones a Francisco Debenedetti no solo revela que en el
fallo se entremezclan de manera ecléctica la condena moral y los criterios
de la criminología positivista, sino también la existencia de un punto en el
que convergían la concepción del acusado y de la justicia sobre la
relevancia social de la honra del varón, y del decoro y la obediencia de la
mujer. Insertos en una trama de significados comunes, las diferencias de
clase, de poder y de origen entre un inmigrante pobre, un defensor oficial y
un juez se desdibujaron –al menos retóricamente– cuando se sopesó la
responsabilidad del agresor a la luz de la conducta femenina que se
desviaba de los estándares y las normas de la familia patriarcal.
En cambio, cuando en febrero de 1908 Teresa Brasca denunció a su
esposo, Mariano Darbano, fue ella quien evocó la “pasión iracunda” para
explicar el bestial ataque del que había sido víctima.[13] La mujer, una
italiana de 34 años, contó que en la mañana del hecho que denunciaba, su
marido había colocado un trozo de chapa en la cocina y que, como “por el
lugar en que estaba ofrecía peligro”, ella decidió removerlo de allí. Al
advertir lo que su esposa estaba haciendo, Mariano se disgustó y comenzó a
insultarla, pero como ella le replicó, el hombre la tironeó del cabello y
empezó propinarle puñetazos y puntapiés hasta que Teresa se desplomó en
el piso. Entonces, el marido apoyó con fuerza una de sus rodillas sobre el
vientre de la mujer y continuó golpeándola. Sus gritos llamaron la atención
de los vecinos de la casa lindera, que corrieron a socorrerla. Entre forcejeos,
trataron de que el enfurecido marido dejara de castigar a Teresa, pero el
hombre no se arredró y, aunque liberó a la mujer de sus garras, la amenazó
de muerte mientras se procuraba “algún objeto contundente que pudiera
servirle de arma”. Sin embargo, según relató la esposa en la comisaría, “no
encontró nada apropiado para matarla debido a la ofuscación y a la pasión
iracunda que lo embargaba”. Cuando los vecinos bajaron la guardia y se
retiraron de la vivienda creyendo que por fin el agresor se había calmado,
Mariano mordió a Teresa en un brazo provocándole una herida. No era la
primera vez que tenía esa reacción extrema. En varias ocasiones el cuerpo
de la mujer había quedado surcado de dentelladas.
Mientras Francisco Debenedetti terminó en la comisaría porque los
vecinos lo denunciaron, en este caso, aunque intervinieron, no dieron parte
a la policía, quizá por el temor que les generaba el iracundo italiano o, tal
vez, porque estaban habituados a aquellas explosiones furibundas en las que
después de exhibir su costado más salvaje, Mariano se sosegaba. Entonces,
el barrio recuperaba la calma y en ese silencio tenso el cuerpo lastimado de
Teresa empezaba a cicatrizar. A diferencia de Elvira y de tantas otras
mujeres que terminaban inconscientes, tumbadas en el piso, ensangrentadas
y con los huesos rotos, Teresa logró ponerse en pie. Pero, una vez que los
vecinos se retiraron de la escena, el esposo la encerró en una habitación e,
indiferente al dolor y a la gravedad de las heridas, colocó una silla en el
umbral de la puerta y se sentó allí a insultarla. Sin embargo, cuando su
vigilante se quedó dormido, Teresa se escabulló de la casa y lo denunció en
la comisaría.
Pocas horas después, el agresor fue detenido por la policía y, en su
declaración, reconoció haber agredido física y verbalmente a su mujer.
Arguyó que se había visto “obligado a hacerlo para evitar que la esposa
mande más que él en el hogar”. Este jornalero italiano, analfabeto, de 46
años, relató con desapego y convicción los hechos. Explicó que había
colocado un trozo de chapa de zinc en el suelo de su vivienda para evitar
que entrase el agua los días de lluvia y que su mujer, a la que calificó de
rezongona y reñidora, se mostró disconforme “protestando que era
peligroso y lo retiró”. Pero él volvió a ubicar la chapa, mientras le advertía
que “si no la dejaba allí le daría un sopapo”. Teresa “le replicó de mala
manera” y eso desató una pelea que pronto pasó del insulto a la agresión
física. Presuntamente, la mujer le arañó la cara y, “para defenderse”,
Mariano la tomó a golpes de puño, pero como “los agravios no cesaban se
vio obligado a morderla”. Como colofón, aseveró que “Brasca no es una
mala persona pero es muy nerviosa y su estado crispado provoca
permanentes trifulcas en el matrimonio”.
Cuando las lesiones en el cuerpo de Teresa fueron acreditadas por el
examen médico, Mariano fue puesto a disposición de la justicia. Dos
semanas más tarde, el juez dictó la prisión preventiva. Pero el día en que iba
a ser trasladado a la Penitenciaría Nacional, Teresa se presentó ante el
comisario suplicando que lo dejara en libertad. Explicó que no había sido su
intención que el marido terminara en la cárcel por una simple disputa
conyugal e intentó retirar la denuncia arguyendo que perdonaba a Mariano
porque:
De ninguna manera puede permitir que pongan preso a su esposo […] puesto que su
subsistencia y la de sus hijos menores dependen por completo de los recursos que el marido
lleva al hogar y que si lo encarcelan, toda la familia caerá en una absoluta miseria.
[…] después del triste suceso del suicidio, cuando supo de la existencia del depósito que es la
herencia que Ardil le dejó a Schiavo poco antes de tomar la funesta determinación, ¡recién se le
ocurrió acusarla! […] Amparado en el adulterio quiere apoderarse de ese dinero y otros bienes.
Emilia Vigo siempre fue una mujer de mal carácter pero que en los últimos años empeoró
porque es más agria y gruñona y muy proclive al insulto y la recriminación. Esa conducta
pésima ha llenado de desdicha al exponente quitándole hasta los hábitos de trabajo.
Ángel también contó que poco tiempo después de establecerse en Buenos
Aires, había estado arrestado durante un mes por haber amenazado a su
mujer con un revólver, aunque cuando recuperó la libertad, ella lo perdonó
y retomaron la vida marital. Según los dichos de una sobrina del agresor, la
conducta de su tío continuó “igual de agresiva con la esposa” y el
matrimonio se sumió en un vínculo hecho de rencor, de discusiones
altisonantes y de reyertas por el dinero porque:
Aunque [Emilia] durante muchos años recibió ropa para lavar y planchar en su domicilio, los
ingresos de la familia siempre fueron muy escasos porque Guardamagna trabajaba poco y
gastaba mucho bebiendo en el boliche y holgazaneando sin realizar ningún aporte al hogar
[…].
Las recriminaciones, los insultos y los gritos de la esposa sumieron como es natural a
Guillermo Guardamagna en una furia que lo encegueció hasta el extremo de desenvainar un
cuchillo que siempre llevaba consigo y herir sin quererlo a su cónyuge.
Notas
1 Véase Garnot, Benoît, “La violence dans la France moderne: une violence apprivoisée?”, en Musin
Aude, Xavier y Frédéric Vesentini, Violence, conciliation et répression. Recherches sur l’histoire
du crime, de l’Antiquité au XXIe siècle, Lovaina, Presses Universitaires de Louvain, 2008.
Disponible en <http://books.openedition.org/pucl/725>. Véanse también Goody, Jacques, La
familia europea, Barcelona, Crítica, 2001 y Vigarello, George, Historia de la violación: siglos
XVI-XX, Madrid, Cátedra, 1999.
2 Para el período que nos ocupa, véase Ghirardi, Mónica, “Disciplinamiento familiar y nuevos
dispositivos de dominación en tiempos de modernización. Córdoba, Argentina, fines del siglo
XIX”, en Chacón Jiménez, Francisco, Trayectorias familiares. Identidades y desigualdad social,
Murcia, Ediciones Universidad de Murcia, 2018, pp. 58-79; Paz Trueba, Yolanda, “Violencia
física y efectos simbólicos. El caso de Tres Arroyos a fines del siglo XIX y principios del XX”,
Anuario del Instituto de Historia Argentina, Nº 8, 2008, pp. 173-192. Para el período colonial y la
primera etapa republicana, véase, entre otros, Ghirardi, Mónica, “Familia y maltrato doméstico.
Audiencia Episcopal de Córdoba, 1700-1850”, História Unisinos, vol. 8, Nº 1, 2008, pp. 17-33;
Kluger, Viviana, Escenas de la vida conyugal. Los conflictos matrimoniales en la sociedad
virreinal rioplatense, Buenos Aires, Quórum, 2003.
3 Nos ocupamos de este caso en el capítulo IV.
4 El Correo Español, 5/11/1889.
5 En parte, el concepto de comunidades morales se superpone con la definición de “comunidades
emocionales” propuesta por B. Rosenwein, a la que nos referimos en el capítulo anterior en una
nota al pie. En este caso, sin embargo, se refiere puntualmente a los mecanismos de regulación
social de las llamadas “emociones morales”, de las que el remordimiento es uno de los ejemplos,
tal como lo analizaremos en el capítulo IV. Véase Weisman, Richard, Showing Remorse. Law and
the Social Control of Emotions, Londres y Nueva York, Routledge, 2014.
6 La Patria degli Italiani, 28/3/1902.
7 La Prensa, 24/1/1902.
8 La Patria degli Italiani, 15/7/1899.
9 Pollock, Linda, “Anger and the negotiation of relationships in Early Modern England”, The
Historical Journal, vol. 47, Nº 3, 2004, pp. 567-590.
10 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, D93-1906. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
11 El artículo 120 del Código Penal de 1886 preveía una pena de prisión de uno a tres años si la
lesión producía incapacidad para el trabajo por más de un mes y de arresto de un mes a un año si
la lesión no produce incapacidad para el trabajo o si la produce por menos de un mes. El Código
Penal Reformado de 1903 contemplaba penas de seis meses a un año de arresto para aquel que
causare a otro un daño en el cuerpo o en la salud sin que la lesión dejara consecuencias o
permanentes. Sin embargo, en los casos en que la lesión provocara debilitación permanente de la
salud, de un sentido, de un órgano, deformación del rostro, o que pusiera en peligro la vida de la
víctima o la inhabilitara para el trabajo por más de un mes, la pena era de tres a seis años de
penitenciaría. Véase Zaffaroni, Raúl Eugenio y Miguel Alfredo Arnedo, Digesto de Codificación
Penal Argentina, Buenos Aires, AZ Editora, 1996, t. II, p. 213 y t. III, p. 174.
12 Salvatore, Ricardo, “Sobre el surgimiento del estado médico legal en la Argentina (1890-1940)”,
Estudios Sociales, Nº 20, 2001, pp. 81-114.
13 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, D94-1908. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
14 Código Civil de la República Argentina, artículo 55, inciso 2.
15 Código Civil de la República Argentina, artículo 57, inciso 4.
16 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, S-61-1891. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
17 Énfasis en el original.
18 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, G-123-6-1902. Todas las citas textuales
referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
19 Véase el capítulo I.
20 Kwon, June Hee, “The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational
Migration”, Cultural Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, p. 495.
21 Pavese, Cesare, La luna y las fogatas, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2003, p. 91.
22 El gasto colectivo suele asociarse con la reproducción social, el dinero cuidado y la larga
duración. Véase Parry, Johnatan y Maurice Bloch (eds.), Money and Morality of Exchange,
Cambridge, Cambridge University Press, 1989; Zelizer, Viviana, The Social Meaning of Money.
Pinmoney, paychecks, poor relief & other currencies, Nueva York, Basicbooks, 1994; Wilkis,
Ariel, Las sospechas del dinero. Moral y economía en la vida popular, Buenos Aires, Paidós,
2013.
23 Jimeno, Myriam, Crimen pasional. Contribución a una antropología de las emociones, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2004, p. 37.
24 Wilkis, Ariel, “El poder moral del dinero. Una perspectiva sociológica”, Diferencia(s), Nº 5,
2017, p. 46.
25 Ibid., p. 42.
26 Barclay, Katie, Love, Intimacy and Power. Marriage and Patriarchy in Scotland, 1650-1850,
Mánchester y Nueva York, Manchester University Press, 2011, p. 1.
27 Véase la nota al pie 11, p. 83.
Capítulo IV
La pasión de los celos
La escasez de dinero, el alcoholismo de los varones, la desobediencia
femenina y la infidelidad real o presunta constituyeron los motivos de
violencia doméstica más alegados por los maridos acusados y las esposas
litigantes. A menudo, los testigos en los juicios por lesiones declaraban que
el hecho denunciado no era excepcional, sino que formaba parte de una
cadena de bulliciosas reyertas conyugales cruzadas por improperios,
insultos y golpes. Pero cuando además de los puñetazos y las patadas, los
agresores acudían a la amenaza y empuñaban un arma –aunque tan solo
fuera para ostentar poder–, la disputa empujaba a los contendientes hacia el
confín de la vida.
En los uxoricidios cometidos por Ángel Fiorda y Joaquín Turero y Miga
que analizo en este capítulo, la muerte fue el dramático colofón de un
multiforme conflicto doméstico.[1] La gravitación que el adulterio, la
pasión de los celos y la insania cobraron en el juicio desdibuja la historia de
la disputa conyugal y, aunque los testigos aluden a ella, las causas (más allá
del adulterio) apenas se insinúan. Los testimonios se esmeran en revivir la
hora funesta, cuando los gritos de auxilio de las víctimas los guiaron hasta
la escena sangrienta. Y aunque todos evocan al potente eco de las peleas
conyugales que desde tiempo antes del crimen, día tras día, inundaba el
patio del conventillo, no hablan de los motivos. Es probable que los
ignorasen. Sin embargo, intercalados en los relatos en los que los matadores
culpabilizaron a las víctimas para justificar sus actos homicidas, se insinúan
los primeros soplos del viento que iba a transformarse en un huracán
conyugal de infausto desenlace.
Los diarios se ocuparon extensamente de estos (y de otros) uxoricidios y
los retrataron en una retórica ampulosa que se apartaba de la semántica
judicial, en la que locuciones que eran de uso corriente en las crónicas
periodísticas rara vez aparecían mencionadas. Una de ellas era la palabra
“amor”, a la que la prensa recurre para abordar la tormentosa intimidad de
la vida conyugal acechada por la violencia. Sin soslayar la sanción moral de
los maridos asesinos, los reporteros de noticias policiales encuentran las
razones de la conducta criminal en el amor. Se trata de una emoción de
doble cara: una fuente de dicha y placer y, a la vez, una pasión enfermiza
que engendra a los celos y a la locura. En el relato, la preeminencia de estas
ideas como factores explicativos del crimen solía provocar una tensión
entre la amonestación y la simpatía hacia el perpetrador. En el otoño de
1902, La Patria degli Italiani reportó la tragedia que el adulterio y la
traición habían causado en el matrimonio de Giuseppe de Simone y Rosa
Pastori. El marido acometió a martillazos en la cabeza a la mujer porque la
había encontrado in fraganti “yaciendo en la cama con un hermano del
marido”. Aunque el diario calificó al acto como “bestial”, a renglón seguido
se apiadó del “pobre de Simone” que estaba enamoradísimo de ella y,
“aquejado por las tempestades que habían hecho colapsar su felicidad”,
terminó asesinándola.[2]
A menudo, la prensa retrataba a las víctimas como mujeres “ardientes y
sensuales, de moral liviana”, y presentaba a sus matadores como seres
carcomidos por un amor enfermizo que los transformaba en “miopes” y
“maníacos” capaces de perdonar una y otra vez las faltas de sus díscolas
esposas, hasta que los celos los subyugaban llevándolos por rumbos
insospechados. Dominados “por esa pasión ingobernable”, los maridos –
que no solo sentían amor sino que “lo profesaban”–[3] cruzaban la delgada
línea que separa al castigo corporal del uxoricidio y, en lugar de recurrir a la
justicia para escarmentar a las adúlteras, imponían condenas a la medida de
su arbitrio entre las cuatro paredes de una pieza de conventillo.
Por su lado, la justicia perpetuaba la ilusión de imparcialidad, distancia y
desapego representándose –sobre todo a través de la figura de los jueces–
como un dominio emocionalmente neutro. Sin embargo, aunque más sobrio
y despojado que el de la prensa, el lenguaje de los expedientes habla de
pasiones y está atravesado por consideraciones morales. En ese dominio
semántico, los celos también eran vistos como el motor de la violencia,
porque la infidelidad femenina alteraba las facultades mentales del varón.
[…] es dueño de un temperamento eminentemente nervioso que lo domina […] sin que exista
tan siquiera un asomo de ideas delirantes o extravagancias que puedan hacer pensar en una
perturbación intelectual o una obtusión de sus facultades afectivas.
Notas
1 No utilizo la expresión “crímenes pasionales” porque ni los expedientes judiciales ni los relatos de
la prensa con los que he trabajado emplean esa denominación para designar los casos en los que el
marido asesinaba a la esposa. Uxoricidio, homicidio y tragedia eran las locuciones más corrientes.
También lo hago porque la categoría es ambigua puesto que, como sostiene Benoît Garnot, los
crímenes pasionales no siempre son conyugales y los crímenes conyugales no siempre son
pasionales. Véanse Garnot, Benoît, Une histoire du crime passionnel. Mythes et archives, París,
Belin, 2014 y Jimeno, Myriam, Crimen pasional. Contribución a una antropología de las
emociones, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2004.
2 La Patria degli Italiani, 3/4/1902.
3 El Correo Español, 15/9/1893.
4 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, F-38-1892. Todas las citas textuales referidas a
este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
5 La Prensa, 6/8/1892.
6 Ibid.
7 Código Penal de la Nación de 1886, artículo 250.
8 En 1891, la comisión integrada por Norberto Piñero, Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola,
encargada de redactar el proyecto de reforma del Código Penal, propuso eliminar el adulterio. Lo
mismo ocurrió en 1903 en ocasión de otro debate que culminó en la sanción de la Ley de
Reforma, pero en ninguna de las dos ocasiones se hizo efectiva la eliminación.
9 Moreno, Rodolfo (hijo), Ley Penal Argentina Estudio Crítico, La Plata, Editores Sesé y Larrañaga,
1903, p. 160.
10 En los treinta casos de adulterio con los que trabajamos, solo dos recibieron condena. Una de ellas
fue María Schiavo, cuya historia fue relatada en el capítulo III.
11 “Palermo” alude a la Penitenciaría Nacional que entonces ocupaba el actual predio del Parque Las
Heras.
12 La Prensa, 6/8/1892.
13 Véase Maroney, Terry A., “The Persistent Cultural Script of Judicial Dispassion”, California Law
Review, vol. 99, Nº 2, 2011, pp. 629-681; Vidor, Gian Marco, “Rhetorical Engineering of
Emotions in the Courtroom: the Case of Lawyers in Modern France”, Rechtsgechichte / Legal
History, Nº 25, 2017, p. 288.
14 Garnot, B., op. cit., p. 94.
15 El artículo 94 inciso 1 del Código Penal de 1886 preveía la pena de muerte para quien matara a su
padre, madre, hijo o cónyuge, y en el inciso 2 contemplaba el presidio por tiempo indeterminado
si existían circunstancias atenuantes.
16 En relación con el adulterio, el Código Penal liberal de 1865 significó un retroceso respecto de las
prescripciones legales del Antiguo Régimen, que lo consideraban como una cuestión de “decencia
pública” que habilitaba al Estado a intervenir y que permitía realizar la denuncia a varones y
mujeres por igual. Véase Seymour, Mark, “Keystone of the patriarcal family? Indissoluble
marriage, masculinity and divorce in Liberal Italy”, Journal of Modern Italian Studies, vol. 10, Nº
3, 2005.
17 Villasante Armas, Olga, “Introducción del concepto de parálisis general progresiva a la psiquiatría
decimonónica española”, Asclepio, vol. LII, Nº 1, 2000, pp. 53-72; Pérez Trullen, J. M. et al., “La
parálisis general progresiva o enfermedad de Bayle”, Neurosciences and History, vol. 3, Nº 4,
2015, pp. 147-153.
18 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, T-15B-1889. Todas las citas textuales
referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
19 La Prensa, 5/11/1889.
20 En el artículo 81, el Código Penal de 1886, vigente cuando Joaquín Turero y Miga mató a su
esposa, eximía de pena a los locos.
21 En esa época había dos médicos legistas en la ciudad de Buenos Aires. En 1882, el Poder
Ejecutivo Nacional designó “Médico de Tribunales” al Dr. Julián M. Fernández, y en 1889
incorporó al Dr. Adolfo Puebla. Recién en 1896 se elevó el número de integrantes del cuerpo de
medicina legal a seis profesionales. Información tomada de la página web de la Corte Suprema de
Justicia, Cuerpo Médico Forense, <https://www.csjn.gov.ar/cmfcs/files/historia.htm>.
22 Esta representación del hombre nervioso forma parte de una concepción individualista y
racionalista que divide a la persona en dos partes: una es la que razona y la otra la que siente.
Sobre el “nervioso”, véase Dias Duarte, Luiz Fernando, Da vida nervosa nas clases trabalhadoras
urbanas, Río de Janeiro, Jorge Zahar, 1986, capítulo III.
23 Énfasis en el original.
24 Scheer, Monique, “Are Emotions a kind of practice (and is that what makes them have a history?).
A Bourdieuian approach to understanding emotion”, Theory and History, vol. 51, Nº 2, pp. 193-
220.
25 Véase The Commercialization of Intimate Life: Notes from Home and Work, University of
California Press, 2001, pp. 99-103 (en castellano: La comercialización de la vida íntima. Apuntes
del hogar y el trabajo, Buenos Aires, Katz, 2008).
26 Weisman, Richard, Showing Remorse. Law and the Social Control of Emotions, Londres y Nueva
York, Routledge, 2014, pp. 10 y ss.
27 Sobre crímenes de odio, véase Ahmed, Sarah, The Cultural Politics of Emotion, Edinburg,
Edinburg University Press, 2004; Matsuda, Mari J., “Public Response to Racist Speech:
considering the victim’s story”, en Matsuda, Mari J., Charles R. Lawrence y Richard Delgado
(eds.), Words that Wound. Critical Race Theory, Assaultive Speech, and the First Amendment,
Boulder, West View Press, 1993.
28 Ahmed, S., op. cit., p. 86.
29 Sobre el problema de la relación entre las emociones y la insania, véase Rozenblatt, Daphne,
“Legal Insanity: Towards an Understanding of Free Will Through Feeling in Modern Europe”,
Rechtsgeschichte / Legal History, Nº 25, 2017, pp. 263-275.
Epílogo
Miles de matrimonios volvieron a encontrarse y reanudaron una relación
conyugal que había sido alterada por la interrupción de la presencia. Otros
miles emigraron juntos y se adaptaron a vivir en un país extraño sin que esa
experiencia provocara fisuras irreparables en la relación. Aunque el vínculo
matrimonial es de naturaleza frágil,[1] en esos casos el cariño y el anhelo se
sobrepusieron a la frustración, la rabia, el rencor y la tristeza, emociones
que, claro está, esos hombres y mujeres experimentaron en diferentes
momentos de la vida conyugal. Sin embargo, aun con obstáculos y altibajos,
probablemente ellos lograron consumar las promesas y los proyectos.
Entonces, sus existencias desparecieron en el anonimato de las familias
felices. En cambio, para otros, los costos materiales y emocionales de la
experiencia migratoria desencadenaron circunstancias cargadas de
dramatismo que terminarían sustrayéndolos –en ocasiones, de manera
brutal– del curso de sus existencias ordinarias.
Las historias de bigamia hablan de la fragilidad del cariño cuando la
distancia y el paso de tiempo lo ponían a prueba, pero a la vez, revelan la
manera en que los hombres se integraban a la nueva sociedad observando
un modelo de familia normativo que prometía “la felicidad” (aquella a la
que aludía La Prensa para describir la prehistoria de los matrimonios que
terminaban trágicamente). En los albores del siglo XX, el abogado de uno de
los bígamos hizo del delito de su defendido una virtud cuando señaló que,
después de un prologando período de soledad y desarraigo, volver a casarse
y formar una familia –“derecho innegable para cualquier hombre de bien”–
había ayudado al acusado a echar raíces en la Argentina. Aunque las
palabras del defensor deben ser tomadas con recaudo, resulta sugestivo que
del repertorio de posibles alegatos eligiese decir que a su cliente el
matrimonio y la familia le permitieron rehuir de la inestabilidad emocional
de una vida solitaria y desarraigada y, a la vez, le facilitaron la integración
social identificándose con un modelo prescriptivo de honorabilidad
masculina.
Esa misma honorabilidad era invocada por los hombres cuando
interponían demandas por adulterio o se defendían de acusaciones de
agresión física arguyendo que su poder marital había sido desdeñado por
una esposa desobediente. El rencor y la sed de venganza de los maridos
resonaban en los fallos de los jueces, que se valían de sordinas semánticas
para no replicar la potencia emocional de unos relatos en los que los
varones se presentaban como víctimas de las mujeres. Pero a pesar de la
mesura del lenguaje de los magistrados, las nociones de honor y poder
masculino, y de obediencia y sumisión femenina (entendidos como
sinónimos de cariño) reverberaban en las admoniciones al decoro y la virtud
dirigidas no solo a las esposas vivas, sino también a aquellas que habían
muerto a manos de sus propios cónyuges.
Pero la agencia de las mujeres, capaces de sortear los obstáculos que les
impedían obtener un pasaporte sin autorización marital y que las obligaban
a pagar el costo del desarraigo y a responder con resignación a una relación
conyugal desventurada, resquebrajaba las nociones prescriptivas del
matrimonio cuando ellas acudían a la justicia para desbaratar los fraudes de
sus maridos y para defenderse de sus agresiones, o cuando eran llevadas allí
y tenían que explicar por qué se habían “dejado caer en brazos de otro
hombre”. Aunque sus batallas judiciales y extrajudiciales sufrieran reveses
o solo obtuvieron victorias efímeras, esas acciones se apoyaban en la idea
de que la justicia podía ayudarlas a eludir las garras de un hogar autoritario.
A la vez, sus actuaciones en el escenario judicial, sostenidas tanto en
repertorios y prácticas ancladas en los lugares de origen como en guiones y
dispositivos disponibles en el país de destino, revelan cómo las mujeres se
integraban a una sociedad en la que probablemente muchas de ellas no
habrían elegido vivir. Mirada desde el conflicto y el poder, la cultura del
lugar de origen y la del lugar de destino no aparecen ni como unidades
discretas ni como conjuntos de normas compartidas, sino más bien como
una disputa por los significados, en la que se entrelazan las nuevas
semánticas con los viejos lenguajes.
Para los protagonistas de las historias narradas en este libro (y para los
matrimonios que, a diferencia de ellos, nunca salieron del anonimato), la
adaptación fue una experiencia sinuosa y de facetas múltiples que involucró
las emociones. Si es probable que muchos inmigrantes gestionaran su nueva
vida entre la nostalgia, el anhelo, el cariño, la incertidumbre y el placer, los
que dejaron su huella en los expedientes judiciales de los que se nutrió esta
investigación fueron sustraídos de esa gama de sentimientos afables. Sus
vidas o, mejor dicho, los fragmentos de sus vidas que se atisban a través de
unas fuentes avaras en los detalles, los muestran moviéndose en un espectro
emocional acotado. Desde lejos, los varones parecen sujetos carcomidos por
la ira y el desprecio. Y las mujeres, que deben controlar su furia –aunque no
siempre lo hacen–, exhiben la pesadumbre de la resignación pero también el
arrojo del reclamo y la osadía del desdén. Aunque expresar esas emociones
les costara la libertad y, a veces, la vida.
Leyendo los expedientes a la luz del contexto, este trabajo intentó
identificar emociones y aprehender el andamiaje de normas, valores, estilos
y expectativas en los que se sostiene la expresión de estas mujeres: cuáles
eran valoradas, cuáles podían expresarse abiertamente y cuáles debían ser
reprimidas. Si es cierto que fueron las locuciones (ira, celos, rencor, desdén)
las que orientaron la búsqueda de la emoción, hasta donde resultó posible,
el silencio y el cuerpo también se tomaron en cuenta. Es verdad que cuerpos
y emociones fueron traducidos y plasmados en los expedientes desde los
prejuicios y las prescripciones morales y culturales de terceras personas (la
policía, los litigantes, los testigos). Sin embargo, esa circunstancia no
siempre constituye una desventaja porque, leídas a contrapelo, las
denuncias, las declaraciones y los testimonios descubren el universo
conceptual de los funcionarios estatales y de las comunidades emocionales
en las que transcurría la vida de los inmigrantes.
Pero las historias de los hombres y mujeres que fueron sacados de sus
existencias cotidianas para que sus fraudes, sus fútiles mentiras y sus delitos
sangrientos quedasen fijados en las fojas de un expediente, también nos
hablan del archivo judicial. En los discursos precarios y embrollados –en
los que lo verdadero y lo falso se entremezclan–, que quedaron guardados
en la abrumadora vastedad del archivo, yacen algunas de las claves para
descifrar la interacción de los inmigrantes con las instituciones del Estado y,
a través de ella, comprender cómo se adaptaban (y disputaban) a las normas
y las representaciones de la sociedad local. Con diferente grado de nitidez,
cada caso revela los usos de la justicia, el entendimiento de lo legal y los
saberes “profanos”[2] de personas extranjeras, de los sectores populares,
poco familiarizadas con la cultura letrada, que recurrían a las comisarías y a
los tribunales buscando derechos y castigo, pero también soluciones y paz
para sus tumultuosas relaciones matrimoniales.
Notas
1 Lo que explica el andamiaje legal creado para protegerlo y, a la vez, no resulta contradictorio con
su relevancia social y cultural.
2 Sobre los usos de la justicia y la cultura jurídica, véanse Tarello, Giovanni, Cultura jurídica y
política del derecho, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, y Caimari, Lila (comp.), La ley
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