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María Bjerg

Lazos rotos
La inmigración, el matrimonio y las emociones en la
Argentina entre los siglos XIX y XX

Bernal, 2019
UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES

Rector
Alejandro Villar

Vicerrector
Alfredo Alfonso

Colección Convergencia. Entre memoria y sociedad


Dirigida por Noemí M. Girbal-Blacha
Bjerg, María
Lazos rotos: la inmigración, el matrimonio y las emociones en la Argentina entre los siglos XIX
y XX / María Bjerg. - 1a ed. - Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2019.
Libro digital, EPUB - (Convergencia)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-558-620-8
1. Historia. 2. Historia Argentina. 3. Historia Social. I. Título.
CDD 982

Foto de tapa: Museo dell’Emigrazione Italiana, Fondazione Paolo Cresci


Primera edición en papel, 2019
Primera edición e-book, 2019
© María Bjerg, 2019
© Universidad Nacional de Quilmes, 2019
Universidad Nacional de Quilmes
Roque Sáenz Peña 352
(B1876BXD) Bernal, Provincia de Buenos Aires
República Argentina
ediciones.unq.edu.ar
editorial@unq.edu.ar

ISBN: 978-987-558-620-8
Queda hecho el depósito que marca la Ley Nº 11.723
Hecho en Argentina
Para Tobías, mi violinista predilecto
Índice
Agradecimientos
Introducción
Capítulo I. La promesa, la espera y la traición
Capítulo II. Quebrantar los deberes sagrados
Capítulo III. Cuerpos (in)dóciles y odios cotidianos
Capítulo IV. La pasión de los celos
Epílogo
Bibliografía
Agradecimientos
Gracias a Marcelo Borges, Nancy Calvo y Osvaldo Gerschman por la
lectura y las sugerencias. A Noemí Girbal por la confianza y la generosidad.
Al personal del Archivo General de la Nación, del Archivo Histórico de la
Provincia de Buenos Aires y de la Sección Histórica del Departamento
Judicial de Dolores, por la cordialidad y el esmero. A María Angélica
Corva, de la Biblioteca Central de la Suprema Corte de Justicia de la
Provincia de Buenos Aires, por compartir sus conocimientos. A Ute
Frevert, por recibirme en el Center for the History of Emotions del Max
Planck Institute for Human Development, en cuyo estimulante ambiente
intelectual escribí parte de este libro. Al Servicio Alemán de Intercambio
Académico (DAAD), por financiar esa estadía con una generosa beca. Al
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y a la
Universidad Nacional de Quilmes, sin cuyo estímulo intelectual y material
este proyecto no hubiese prosperado.
Introducción
En los albores del siglo XX, en el andén de una estación de trenes del sur de
Italia, entre el bullicio y el llanto, las mujeres y los niños se agolpan para
despedir a los viajeros. Son hombres jóvenes que emprenden el primer
tramo de la travesía hacia América, maridos que han prometido a sus
esposas que la separación será temporaria. Algunos planean regresar y otros
volver a encontrarse con sus familias cuando ellas también crucen el
Atlántico. Los que parten y los que se quedan deberán habituarse a una vida
transnacional que involucra nuevos roles y responsabilidades y conlleva el
desafío de evitar que la migración disuelva los vínculos afectivos. Una vez
que los hombres se van, la presencia real se transforma en cercanía
imaginaria, y la dinámica oral y cotidiana de la relación, en palabras fijadas
en un trozo de papel.
En la semántica de las cartas confluían manifestaciones de cariño,
novedades, consejos prácticos, recriminaciones, reclamos y sospechas. El
temor de los hombres a la infidelidad de sus esposas, el miedo de ellas a
que los maridos las olvidasen, la necesidad de dinero, la administración de
las remesas, la discusión sobre la educación de los hijos y la gestión
doméstica eran materias corrientes del intercambio epistolar en el que se
sostenían las relaciones conyugales transformadas por la migración.[1] Las
cartas eran capaces de forjar una ficción de cercanía acortando las
distancias, abreviando los tiempos y transportando pensamientos, objetos
(una fotografía, dinero, una flor disecada) y emociones. Sin embargo,
también es cierto que la experiencia migratoria fue un factor disruptivo,
porque la distancia debilitaba los vínculos y el tiempo desgastaba el anhelo
de reencuentro. Si miles de matrimonios separados por la migración
lograron reunirse por el retorno del marido a Europa o porque la mujer y los
hijos viajaron a América, para otros miles la perspectiva de la reunificación
familiar se malogró. En algunos casos, las mujeres se negaban a emigrar
cuando sus maridos las llamaban; en otros, eran los hombres quienes
atraídos por la novedad de las grandes ciudades o sumidos en la intensa
movilidad de las migraciones internas –que solían seguir a las
ultramarinas–, discontinuaban el contacto con la familia, no cumplían con
la promesa de retornar, formaban nuevas parejas e, incluso, volvían a
casarse.
Pero la ruptura de los lazos conyugales no obedecía solo a la separación
definitiva, porque el reencuentro del marido y la mujer no siempre
implicaba el reinicio de una relación armónica y amorosa. El disímil
impacto que la experiencia de migrar tenía en la subjetividad de los
cónyuges o las expectativas dispares que en cada uno de ellos generaba el
proyecto migratorio solían hacer del reencuentro, más que una fuente de
placer, un motivo de disgusto y desilusión. Erosionados por separaciones
dilatadas, los matrimonios no lograban restablecer los lenguajes comunes
del cariño y la intimidad. Aunque era más inusual, solía ocurrir que el lapso
de separación fuese tan breve que en lugar de contarse en años se
computara en meses e, incluso, que la familia viajase junta. Sin embargo,
ninguna de esas circunstancias aseguraba la integridad del lazo
matrimonial. Cuando las expectativas de progreso material se frustraban o
las experiencias de adaptación del hombre y la mujer –que nunca eran
análogas– se bifurcaban, el conflicto y el maltrato terminaban apoderándose
de la relación. En ese proceso, el proyecto común que había motivado el
cruce del Atlántico perdía sentido y se transformaba en motivo de reproche
y lamento. Y el vínculo entre el marido y la esposa se desgastaba hasta
desaparecer, aunque su disolución legal les estuviera vedada.
Este libro cuenta historias con desenlaces desventurados que muestran
cómo la migración transfiguraba la anatomía de los vínculos matrimoniales.
Uniones de naturaleza frágil que no resistían los embates de la distancia, el
tiempo y la frustración, y en las que el cariño terminaba siendo colonizado
por la angustia, el desamor, el rencor, el desprecio y la ira. Esas historias
revelan cuán difíciles de solventar eran los costos de la experiencia
migratoria y, a la vez, exponen el revés de una trama historiográfica tejida
en torno a la imagen de hombres y mujeres que se habituaban a la vida
transnacional, que eran capaces de imaginarse juntos cuando estaban
separados y de sostener la fluidez del diálogo epistolar, aunque apenas
sabían leer y a menudo necesitaban de escritores vicarios. Unos
matrimonios capaces de remendar por carta los lazos conyugales, que al
cabo de un intenso trabajo de esperar[2] –que involucraba angustia,
ansiedad y sinsabores– se reencontraban en América y, sin más, reanudaban
una relación que durante años había quedado en suspenso. Sin dudas, todas
esas situaciones ocurrieron, pero a la par, en la vida de miles de hombres y
mujeres, la migración provocó una rasgadura por la que se colaron el
olvido, la traición, la desilusión y la violencia.
Para indagar la dimensión más tormentosa de la experiencia migratoria,
este trabajo enfoca la lente en circunstancias críticas de la vida matrimonial
en las que ya no era posible remendar el vínculo. Entonces, los conflictos
conyugales –de diferente naturaleza y calibre– eran aireados en los estrados
de la justicia criminal. El expediente judicial es la fuente primaria de la
presente investigación, un tipo de documento que ha sido extensamente
utilizado por la historiografía al que, sin embargo, la historia de las
migraciones aún ha explorado poco. Este libro es solo una aproximación
inicial que se ocupa de procesos judiciales protagonizados por inmigrantes
italianos y españoles que fueron sustanciados entre los años ochenta del
siglo XIX y la Primera Guerra Mundial, en la ciudad y en la provincia de
Buenos Aires. El recorte espacial y étnico es una elección que obedece al
impacto demográfico que esos grupos migratorios tuvieron en los dos
territorios, un impacto que se ve reflejado en el archivo judicial. En la
amplia mayoría de los casos, querellantes y acusados eran italianos, los
españoles les seguían muy a la saga,[3] mientras que franceses, ingleses,
judíos y alemanes estaban apenas representados. La selección por origen
también se funda en la abundancia de bibliografía sobre los procesos
migratorios desde Italia y España que recrean los contextos –tanto de origen
como de llegada e inserción– de los inmigrantes en los que se encuentran
varias de las pistas que permiten desentrañar los problemas de los que se
ocupa esta investigación.
El corpus –cuyo tratamiento se explica más adelante– está compuesto por
expedientes judiciales por bigamia iniciados por mujeres europeas contra
sus maridos, querellas por adulterio encaradas por varones contra sus
cónyuges, juicios por violencia doméstica y procesos por uxoricidio en los
que se entremezclan la infidelidad –real o supuesta– de la mujer y la insania
del marido.[4] La bigamia, el adulterio, las lesiones y el uxoricidio son
objetos de estudio de este libro pero, sobre todo, son pretextos para
reconstruir historias en las que se intersectan la migración, las relaciones
matrimoniales y las emociones. En la voz de querellantes, acusados y
testigos, los procesos judiciales exponen los costos afectivos de la
experiencia migratoria y, a la vez, revelan el persistente resabio de
conductas, prácticas culturales, estilos emocionales y disputas enraizadas en
las sociedades de origen.
En los últimos años, los estudiosos de las migraciones han señalado la
relevancia de las emociones y los historiadores han estudiado el lenguaje
emocional de las narrativas personales de los migrantes, en especial en la
correspondencia.[5] Las cartas revelan numerosas aristas de los vínculos
afectivos, exponen repertorios emocionales y aluden a los estándares que
regulaban la expresión de los sentimientos en distintas geografías y
momentos históricos. Esos relatos en primera persona, en los que los
correspondientes creaban representaciones de sí mismos y del mundo que
los rodeaba, nos acercan a la dimensión subjetiva de la experiencia
migratoria. Sin embargo, no todos los inmigrantes participaron de la cultura
escrita, y a menudo debieron acudir a terceras personas para sostener la
relación epistolar con sus seres queridos. Esa circunstancia contrariaba la
fluidez de la comunicación a través del Atlántico, porque la mediación del
amanuense o del lector restringía los márgenes de intimidad para expresar
las emociones. Los elevados índices de analfabetismo de los inmigrantes
del sur de Europa que llegaron al puerto de Buenos Aires[6] sugieren que la
configuración de una arena afectiva transnacional en la que se sostenían los
vínculos estaba preñada de obstáculos. Sin dudas, las cartas constituyen una
vía de acceso a la vida transnacional, pero solo representan la experiencia
de aquellos que disponían de los recursos culturales, emocionales y
materiales para alimentar los vínculos y mantener vigente el proyecto
migratorio. Las personas no solo debían saber leer y escribir –o disponer de
quien lo hiciera por ellas–, también tenían que habituarse a una nueva forma
de comunicación aprendiendo a dialogar con alguien que estaba ausente.
Una variedad de circunstancias conspiraban contra la fluidez de ese
diálogo: las demoras, los extravíos y las intermitencias provocadas por
cambios de radicación, por la estrechez económica y hasta por la falta de
acceso a papel y lápiz. No era infrecuente que los inmigrantes justificaran la
interrupción –o la brevedad– de sus misivas arguyendo que habían estado
ocupados en busca de empleo, que no disponían de dinero, que no tenían
papel, que escribían con el último trozo de un carboncillo o que se habían
mudado desde la ciudad al interior rural de la provincia y en los alrededores
no había estafeta postal. Como veremos más adelante, a los impedimentos
materiales se sumaban la ambigüedad y la tensión entre lo explícito y el
sobrentendido que atravesaban a unos relatos que, en ocasiones, ni siquiera
habían sido escritos por el emisor. Las cartas también eran un terreno
surcado de reclamos, equívocos y disputas en el que se desataban batallas
que solían acallarse cuando una de las partes interrumpía la
correspondencia en un gesto de disgusto.
Los protagonistas de las historias de este libro no fueron capaces de
sostener un artificio de proximidad que les permitiese preservar los
vínculos. Muchos de ellos terminaron transformando a la separación
temporaria en una ruptura que indujo a los hombres a equiparar el
prolongado silencio que se había interpuesto entre ellos y sus esposas con
una suerte de divorcio informal, que los habilitaba a comportarse como
solteros. Pero la separación prolongada y la comunicación intermitente,
también enfriaban el cariño de las mujeres y estimulaban el adulterio. A
veces, la infidelidad ocurría en el lugar de origen, cuando las esposas eran
abandonadas a su suerte y, forzadas por la necesidad, terminaban en los
brazos de otro hombre. Sin embargo, el adulterio también podía ser una
consecuencia no deseada del reencuentro. No importaba si la separación
había desgastado el apego o si el vínculo conyugal ya estaba deteriorado
antes de la partida del marido, si este decidía que su esposa emigrase, no
resultaba sencillo para ella rehusarse. Y aunque, como veremos más
adelante, si algunas mujeres desobedecían el mandato de “seguir a su
marido donde quiera que fije residencia”,[7] otras cruzaban el Atlántico
para unirse a un hombre al que ya no querían. Entre varias circunstancias,
esa sumisión obedecía también a motivos legales. En el caso de Italia, si el
marido decidía que toda la familia emigrase, la esposa no contaba con
recursos para oponerse aunque, eventualmente, con la protección del padre
y los hermanos pudiera desobedecer. Pero permanecer en la península como
“viuda blanca” (una mujer casada con el esposo ausente) restringía sus
derechos, puesto que para el trámite oficial más mínimo debía contar con la
autorizzazione maritale. En cambio, en España, el Código Civil de 1889
contemplaba el derecho de la esposa a solicitar a la justicia una exención
del artículo que la obligaba a vivir con el marido si este “trasladaba su
residencia a ultramar o a un país extranjero”. Sin embargo, es probable que
muchas mujeres acataran el llamado de los hombres por dependencia
económica o porque habían sido socializadas en una cultura que no solo
valoraba la sumisión femenina sino que la había consagrado como deber en
el Código Civil, una norma que también estaba presente en las legislaciones
de Italia y la Argentina de la época.[8]
La frustración de las expectativas que el proyecto migratorio generaba en
las mujeres, la confrontación de las ilusiones con una realidad que replicaba
la estrechez material de los lugares de origen, la alienación de los sentidos
de pertenencia y el elevado costo emocional del desarraigo, provocaban
peleas conyugales y violencia doméstica. A menudo, estas restituían
dinámicas de la relación conyugal que no eran nuevas, sino que replicaban
en otro contexto criterios de autoridad y obediencia que habían regulado la
distribución de poder dentro del matrimonio antes de la migración. La
asiduidad de las reyertas y un círculo vicioso de cuerpos que cicatrizaban
para volver a ser lesionados, solían tener desenlaces trágicos cuando,
movidos “por la impulsión violenta”, los agresores terminaban con la vida
de sus esposas.
Estas experiencias migratorias hechas de silencios, olvidos y abandono o
de reencuentros amargos marcadas por la infidelidad, la frustración, los
agravios, la agresión física y el uxoricidio, también formaron parte de la
migración y de sus costos emocionales. Sin embargo, esa faz de la historia
es difícil de atisbar en las narrativas personales, a las que los historiadores
han recurrido para iluminar la experiencia afectiva, la subjetividad y las
representaciones. Más remisos que los relatos íntimos, escritos en tercera
persona, formalizados y con escasos matices dialectales y lingüísticos, los
expedientes judiciales también revelan repertorios y lenguajes emocionales,
motivaciones personales y subjetividades.[9] Indagadas a la luz de los
objetivos de este trabajo, esas fuentes presentan la ventaja adicional de que
en ellas confluyen actores socialmente heterogéneos con posiciones de
poder disímiles. En el escenario de la justicia, los inmigrantes se
encontraban cara a cara con los representantes del Estado, debían hacer
frente a prescripciones legales, morales y culturales, y ajustarse a lenguajes
y prácticas emocionales a las que no estaban habituados. Aunque las
normativas desplegadas en los tribunales solían superponerse con las que
regían la conducta fuera del dominio de la justicia, la vida cotidiana de la
mayoría de los inmigrantes que litigaron, fueron acusados o testimoniaron
en los juicios de los que se ocupa este trabajo transcurría en espacios (el
conventillo, el barrio, el lugar de trabajo) regulados por prácticas atávicas y
por semánticas y estilos emocionales de contenido étnico. Ese hecho no
obturaba su desempeño funcional en la sociedad receptora, como lo
demuestra el uso que hacían del sistema judicial para resolver cuestiones
privadas. Sin embargo, durante los procesos era necesario despojarse de
conductas tradicionales, impostar sentimientos, gestionar emociones y
medir las palabras. En una lengua ajena –a la que hablaban pobremente– y
en la solemnidad de un dominio estatal, querellantes, acusados y testigos
tenían que adaptarse a nociones prescriptivas sobre la expresión emocional.
Leídos en esa clave, los expedientes judiciales revelan, por un lado, cómo
los inmigrantes gestionaban sus emociones para acomodarlas a los
repertorios, los estilos y las prescripciones vigentes en la justicia argentina
de entresiglos.[10] Y por otro, cómo los agentes y funcionarios judiciales
interpretaban sus expresiones verbales y gestuales a la luz de la ley y desde
las tramas culturales y sociales en las que por su condición de clase, poder y
género estaban insertos.
¿Cómo desentrañar las historias escondidas detrás de las estrechas
tipificaciones de casos de bigamia, adulterio, lesiones y uxoricidio que les
atribuyó la justicia? En un sentido general, también para mí se trata de
casos, pero su interés no radica ni en el delito, ni en las pruebas, ni en la
sentencia. Los expedientes caratulados bajo un mismo rótulo presentan
numerosas semejanzas derivadas de la estandarización de los
procedimientos y de las fórmulas que regulaban las declaraciones
indagatorias y testimoniales, los alegatos de los defensores, el pedido de los
fiscales, los fallos de los jueces y las solicitudes de remisión presentadas
por los querellantes. Sin embargo, desde mi perspectiva, cada uno
constituye un caso específico al que considero como un comentario sobre la
forma en que la migración afectaba a las emociones y a los vínculos
conyugales. A partir de la singularidad del caso es como se configuran las
historias y las interpretaciones que contiene este libro.[11]
Para relatar esas historias, los expedientes fueron completados con
información de numerosas fuentes secundarias. En primer término, la
codificación civil y penal y la doctrina jurídica de la época. Los datos
“duros” de la ley acerca de derechos y obligaciones de los cónyuges,
situación legal de la mujer, delitos, penas, atenuantes y agravantes
constituyen la brújula que orienta la lectura del expediente como
instrumento legal. Mientras tanto, las concepciones de los juristas sobre
algunos de los delitos abordados –como el adulterio, por ejemplo– echan
luz sobre el clima cultural de un período de intenso debate parlamentario y
producción doctrinal motivados por la sanción del Código Penal de 1886, el
Proyecto de Reforma de 1891, la Ley de Reforma de 1903 y el Proyecto de
Reforma en 1906. Aunque la doctrina no obligaba ni a particulares ni a
jueces porque su contenido no se traducía en normas imperativas, las
opiniones de los juristas influían dentro y fuera de los tribunales, porque la
mayor parte de ellos eran profesores en la carrera de Derecho y con su obra
se formaban abogados y funcionarios judiciales.
Pero, más allá de los bordes del derecho y del sistema judicial, para
pensar los casos se requiere de una reconstrucción del contexto de los
querellantes, los acusados y los testigos, porque allí radican las respuestas a
las preguntas del historiador –que a menudo, no coinciden con las que
formula la justicia–.[12] Como los protagonistas de los procesos judiciales
eran inmigrantes, no alcanza con interpretar a partir del contexto inmediato
en el que el juicio se sustanció, sino que es preciso remontarse al origen y
tratar de conocer a los actores en su vida anterior a la migración. Pero
además, las trayectorias de los matrimonios que exponían en los tribunales
sus conflictos conyugales continuaban su curso –en libertad o reclusión–
después de que se retiraban del escenario de la justicia. Los posibles finales
para esas historias suelen encontrarse en detalles pequeños, en el trazo
desvaído del derrotero de unos individuos cuyas vidas sufrieron un
desgarro. Para indagar en ambos extremos de las trayectorias de litigantes y
acusados, la información de los expedientes judiciales fue complementada
con registros parroquiales y civiles de los lugares de origen y destino, con
censos de población y con historias locales.[13] Los diarios de la época
constituyeron otra fuente valiosa porque las noticias policiales, en las que se
retrataban escenas de violencia doméstica y uxoricidios, me permitieron
imaginar el clima social y contrastar los lenguajes emocionales a los que
recurrieron la prensa y la justicia para emitir sus juicios sobre delitos en los
que estaban en juego nociones de familia y matrimonio, honor masculino y
decoro femenino, y razón y pasión.
Narrar el caso hilvanándolo en su contexto requiere de búsquedas
laboriosas, “lentas, poco rentables”[14] y de dispar resultado. En ocasiones,
la información suele ser tan magra que no es posible encontrar a los actores
fuera del tribunal. Entonces, la pesquisa es infructuosa y solo resta
conformarse con el contenido del expediente, una especie de fotografía de
un momento dramático más allá de cuyos contornos solo hay oscuridad.
Pero en otras oportunidades, se pudo rastrear a los actores hasta el origen y
seguirlos después de que el proceso finalizó. Por esa razón, el lector
advertirá que cada capítulo cuenta solo un puñado de historias, las de los
individuos que dejaron huellas en otras fuentes, con las que logré resolver
los pequeños misterios de sus vidas. Sin embargo, aquellos para los que el
juicio constituyó su única salida del anonimato también jugaron su papel,
puesto que aunque no se conocen sus derroteros, su exposición en los
tribunales da acceso a motivos, agencias, expectativas y lenguajes
emocionales de los que también se nutre el relato de este libro. Y aunque
solo los primeros aportan la densidad, ambos contienen la singularidad de la
que aquí se extrajeron la argumentación y las inferencias acerca de
problemas sociales y culturales más amplios.
El recorrido del libro comienza con las historias de los bígamos y sus
esposas legítimas querellándolos en la justicia argentina. Alertadas por los
rumores de que sus maridos habían vuelto a casarse o de que el segundo
casamiento era inminente, algunas mujeres cruzaban el Atlántico para
confirmar la traición con sus propios ojos. En cambio otras, que habían
pasado años sin noticias de sus cónyuges, viajaban a buscarlos y al llegar a
la Argentina, se enteraban de la bigamia. En cualquiera de las dos
circunstancias, ellas debían sortear restricciones legales para emigrar puesto
que, tanto en España como en Italia, no era posible para una mujer casada
tramitar el pasaporte sin la autorización del marido. Acompañadas por sus
hermanos o por sus padres, se presentaban ante las autoridades migratorias
pidiendo excepciones a la norma para poder viajar. Ante el primer rechazo,
las mujeres reiteraban la solicitud, a la que acompañaban con cartas
implorantes en las que narraban su desventura y aseguraban tener el dinero
para costear el pasaje y parientes que en la Argentina les darían cobijo al
llegar. Un estudio reciente basado en los registros de la prefectura de la
provincia de Potenza, sugiere que el grueso de los pedidos de pasaporte
presentados sin autorizzazione maritale fue rechazado (algo que no se
comprueba en los casos que analizamos aquí).[15] Sin embargo, el análisis
de las cartas que los acompañaban revela, por un lado, que las solicitantes
recurrían a estrategias de manipulación de la ley basadas en un lenguaje
emocional en el que se victimizaban buscando la compasión de los
funcionarios. Y por otro, que en esas instancias aquellas mujeres, que eran
sujetos legalmente débiles, aprendieron a interactuar con los funcionarios
estatales, una experiencia de la que seguramente se valían para querellar a
sus maridos bígamos en la Argentina.
Pero no todas las esposas reaccionaban de manera análoga ante la
deserción de los maridos. Libradas a su propia suerte y movidas por el
cariño o por la necesidad, algunas entablaban relaciones íntimas con otros
hombres, vivían en concubinato y tenían hijos ilegítimos. Un ejemplo de
esa respuesta a la soledad y el abandono es la historia de Felisa Castellani,
narrada en el segundo capítulo, dedicado al adulterio. Pero ese delito, que
hería el honor masculino, no siempre derivó de la separación, sino que
también fue una consecuencia no deseada del reencuentro de los cónyuges y
el resultado de la frustración y de la violencia, de las que se ocupa el tercer
capítulo. El maltrato espiritual y físico es el prisma a través del que se ven
retazos desvaídos de vidas anónimas en las que irrumpían dolorosas batallas
domésticas azuzadas por la desilusión, la escasez y la rabia. Aunque a
menudo los acusados por lesiones recurrían al argumento de la infidelidad y
la desobediencia femenina para disculparse, el proceso judicial descubre
que el laberinto de la violencia conyugal había sido delineado por la
penuria, la mezquindad y el desencanto.
La desmesura del conflicto conyugal, que convocaba a un torbellino de
emociones contradictorias, a veces terminaba en un acontecimiento tan
breve como trágico: el uxoricidio, al que dedico el último capítulo.
Arrancados de la vida cotidiana, expuestos ante un poder contra el que
habían chocado, los homicidas, claudicantes y temerosos o desafiantes y
desvergonzados, tramaban relatos de relaciones matrimoniales tormentosas
para luchar contra el rigor de la condena y lograr atenuantes. Inculpaban a
las víctimas y alegaban haber matado movidos por una impulsión violenta
que les obnubiló la razón. Sin dudas, todos los proyectos migratorios
estaban signados por lo imprevisible; sin embargo, pocos migrantes podían
imaginar que el suyo terminaría en una tragedia.

Notas
1 Sobre la correspondencia de los inmigrantes, véanse Baily, Samuel y Franco Ramella, One Family,
Two Worlds: An Italian Family’s Correspondence across the Atlantic, 1901-1922, Nuevo
Brunswick, Rutgers University Press, 1988; Borges, Marcelo y Sonia Cancian, “Reconsidering the
migrant letter: from the experience of migrants to the language of migrants”, The History of the
Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 281-290; Borges, Marcelo, “For the good of the family: migratory
strategies and affective language in Portugues emigrant letters, 1870s-1920s”, The History of the
Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 368-397; Cancian, Sonia, Family, lovers and their letters. Italian
Postwar Migration to Canada, Winnipeg, Manitoba University Press, 2010; Da Orden, María,
Una familia y un océano de por medio. La emigración gallega a la Argentina: una historia a
través de la memoria epistolar, Barcelona, Anthropos, 2010; Elliot, Bruce, David Gerber y
Suzanne Sinke (eds.), Letters Across Borders: The Epistolary Practices of International Migrants,
Nueva York, Palgrave Macmillan, 2006; Franzina, Emilio, Merica, Merica! Emigrazione e
colonizzazione nelle lettere dei contadini veneti in America Latina (1876-1902), Milán, Feltrinelli,
1979; Gerber, David, Authors of their lives: the personal correspondence of British immigrants to
North America in the nineteenth century, Nueva York, New York University Press, 2006; Gibelli,
Antonio y Fabio Caffarena, “Le lettere degli emigrante”, en Bevilacqua, Piero, Andreina de
Clementi y Emilio Franzina (eds.), Storia dell’emigrazione italiana, t. I, Roma, Donizelli, 2001,
pp. 563-574; Matos, María Izilda y Oswaldo Truzzi, “Present in absentia: Immigrant Letters and
Request for Family Reunification”, História Unisinos, vol. 19, Nº 3, 2015, pp. 348-357; Nuñez
Seixas, Xosé Manuel y Raúl Soutelo Vázquez, As cartas do destino, Vigo, Galaxia, 2005.
2 June Hee Kwon utiliza este concepto para analizar las migraciones desde la Prefectura Autónoma
de Yanbián a Corea del Sur, que comenzaron en la década de 1990. Se trata de matrimonios en los
que emigran las mujeres y los maridos permanecen. Kwon considera que “esperar
apropiadamente” las remesas o el regreso de la esposa crea la posibilidad de un futuro económico
común y preserva la intimidad generando y compartiendo una temporalidad diferida. Véase
Kwon, June Hee, “The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational
Migration”, Cultural Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, pp. 477-500.
3 Como decíamos, esta tendencia sigue la de los flujos migratorios de ambos grupos. Con la
excepción del período 1910-1913, el ingreso de italianos fue mucho más numeroso que el de
españoles. En las décadas de 1880 y 1890, los italianos sobrepasaban a los españoles, en algunos
años del período la proporción fue de 14 a 1. En suma, antes de 1900 la llegada de italianos es
verdaderamente masiva comparada con la de los españoles. Sobre la comparación de los flujos,
véase Sánchez Alonso, Blanca, “La inmigración española, 1880-1914. Capital humano y familia”,
en Lida, Clara E. y José A. Piqueras (comps.), Impulsos e inercias del cambio económico.
Ensayos en honor a Nicolás Sánchez-Albornoz, Valencia, Fundación Instituto de Historia Social,
2004, pp. 197-230.
4 El corpus incluye cincuenta juicios por bigamia, treinta por adulterio, treinta por lesiones y cinco
juicios por uxoricidio. Las fuentes fueron recolectadas en el Archivo General de la Nación, el
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires y la Sección Histórica del Departamento
Judicial de Dolores.
5 Sobre el lenguaje del amor y la responsabilidad en las cartas de los inmigrantes, véanse Borges, M.,
op. cit., y Cancian, Sonia, “My Dearest Love… Love, Longing and Desire in International
Migration”, en Messer, Michi, Renee Schroeder y Ruth Wodak (eds.), Migrations:
Interdisciplinary Perspectives, Viena, Sprinter Verlag, 2012, pp. 175-186.
6 El Censo Nacional de Población de 1914 registra 930.000 italianos y 830.000 españoles en la
Argentina. Entre las personas de siete años o más de origen italiano, el analfabetismo era de 36%,
mientras que entre los españoles era del 26%. Véase Devoto, Fernando, Historia de la
inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003, pp. 294 y 301.
7 Artículo 58 del Código Civil español de 1889.
8 El Código Civil italiano fue redactado por Giuseppe Pisanelli y es de 1865, y el argentino, cuyo
autor fue Dalmacio Vélez Sarsfield, es de 1871. Este último fue reformado parcialmente en 1888,
cuando se le incorporó la Ley Nº 2.393 de Matrimonio Civil.
9 Sobre el potencial de los expedientes judiciales y sus diferencia con las fuentes narrativas, véanse
Farge, Arlette, La atracción del archivo, Valencia, Alfons el Magnanim, 1991, pp. 8 y ss., y Matt,
Susan J., “Recovering the invisible. Methods for the historical study of the emotions”, en Stearns,
Peter N. y Susan J. Matt (eds.), Doing Emotions in History, Champaign, University of Illinois
Press, 2014, pp. 50 y ss. A propósito del uso de expedientes judiciales en la historia de las
emociones, véanse Barclay, Katie, “Performing Emotions and Reading the Male Body in Irish
Courts, 1800-1845”, Journal of Social History, vol. 51, Nº 3, 2017, pp. 293-312; Barclay, Katie,
“New Materialism and the New History of Emotions”, Emotions: History, Culture, Society, vol. 1,
Nº 1, 2017, pp. 161-183; Kounine, Laura, “Emotions, mind, and body on trial: a cross-cultural
perspective”, Journal of Social History, vol. 51, Nº 2, 2017, pp. 219-230; Rozenblatt, Daphne,
“Introduction: Criminal Law and Emotions in Modern Europe”, Rechtsgeschichte/Legal History,
Nº 25, 2017, pp. 242-250; Seymour, Mark, “Emotional arenas: from provincial circus to national
courtroom in late nineteenth-century Italy”, Rethinking History: The Journal of Theory and
Practice, vol. 16, Nº 2, 2012, pp. 177-197, y Vidor, Gian Marco, “Rhetorical Engineering of
Emotions in the Courtroom: the Case of Lawyers in Modern France”, Rechtsgeschichte/Legal
History, Nº 25, 2017, pp. 286-295.
10 Las emociones están cargadas de significados anclados en contextos sociohistóricos específicos
regulados por normas que definen qué debemos sentir y cómo debemos expresar lo que sentimos.
Esas normas, que constituyen un modo de control social, son apenas perceptibles cuando nuestros
sentimientos se adecuan al estándar, pero se manifiestan en disonancia cuando se desvían de él.
Esa disonancia dispara la gestión emocional a través de la cual los actores intentan modificar el
grado o la cualidad de un sentimiento, aunque esa gestión no es una simple represión sino más
bien una evocación de sentimientos ausentes, con los que el sujeto intenta modificar y adecuar su
estado emocional. Sobre la gestión de las emociones, véanse Hochschild, Arlie R., “Emotions
Work, Feeling Rules and Social Structure”, American Journal of Sociology, vol. 85, Nº 3, 1979,
pp. 551-575 y Hochschild, A. R., “Ideology and Emotion Management: A Perspective and Path
for Future Research”, en Kemper, Theodore D. (ed.), Research Agendas in the Sociology of
Emotions, Albany, State University of New York Press, 1990, pp. 117-142.
11 Passeron, Jean-Claude y Jacques Revel, “Penser par cas. Raisonner à partir de singularités”, en
Passeron, Jean-Claude y Jacques Revel (dirs.), Penser par cas, París, Éditions de l’EHESS, 2005,
pp. 9-44; Lacour, Philippe, “Penser par cas, ou comment remettre les sciences sociales à
l’endroit”, Espaces Temps.net, Livres, 2005, <https://www.espacestemps.net/articles/remettre-les-
sciences-sociales-a-endroit>.
12 A propósito de la diferencia en la forma en que jueces e historiadores examinan los hechos y
tratan el contexto, véase Ginzburg, Carlo, El juez y el historiador. Consideraciones al margen del
proceso Sofri, Madrid, Anaya & Mario Muchnick, 1993.
13 Sobre esta estrategia metodológica, véanse, entre otros, Darnton, Robert, La gran matanza de
gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, México, Fondo de Cultura
Económica, 1987; Ginzburg, Carlo, Mitos, emblemas e indicios. Morfología e historia, Barcelona,
Gedisa, 1989; Lepore, Jill, “Historians who love too much: Reflexions on Microhistory and
Biography”, Journal of American History, vol. 88, Nº 1, 2001, pp. 129-144; Levi, Giovanni, La
herencia inmaterial. La historia de un exorcista piamontés del siglo XVII, Nerea, Madrid, 1990, y
Zemon Davis, Natalie, El regreso de Martin Guerre, Barcelona, Bosch, 1984.
14 Farge, A., op. cit., p. 18.
15 Calabrese, Victoria, “Land of Women: Basilicata, Emigration, and the Women Who Remained
Behind, 1880-1914”, tesis doctoral, CUNY Academic Works, 2017, pp. 151 y ss.,
<https://academicworks.cuny.edu/gc_etds/2101>.
Capítulo I
La promesa, la espera y la traición
Cuando la fiebre migratoria atacó a los protagonistas de las historias que
cuenta este libro, una espesa ola de europeos llegaba cada año al puerto de
Buenos Aires. Aunque las estadísticas muestran que entre fines del siglo
XIX y principios del siglo XX la mayor parte de los inmigrantes eran varones
jóvenes y solteros,[1] como señalamos, aquí nos ocuparemos solo de los
casados, de aquellos que habían consensuado con sus esposas una estrategia
migratoria sostenida en la promesa y la espera. Los maridos partían
primero, y las mujeres, que tenían hijos pequeños y en no pocas ocasiones
estaban embarazadas, permanecían en Europa esperando que los hombres
cumpliesen con lo prometido: regresar o, cuando las condiciones materiales
fueran propicias, llamarlas desde América. La migración cambiaba
dramáticamente la vida de los cónyuges y los enfrentaba al desafío de
resignificar un vínculo que se había alimentado de la cercanía y la
cotidianeidad, en una relación transnacional sostenida en dos frágiles
puentes de papel: las cartas y las remesas.
En la nueva morfología del vínculo conyugal, las mujeres adquirían
cierto grado de independencia porque, a pesar de que los maridos trataran
de dirigir a la distancia el concierto de la vida doméstica, impartiendo
órdenes y dando indicaciones por correspondencia, en la práctica eran ellas
las que asumían la gestión diaria del hogar y la familia. Sin embargo,
aunque la ausencia de los varones abrió un espacio para la autonomía
femenina, las mujeres dependían del dinero que los hombres enviaban para
concretar la variedad de proyectos que daban forma a la estrategia
migratoria o, simplemente, para asegurar su supervivencia y la de su prole.
En esa dinámica de la dependencia –en la que las remesas cobraron un
inusitado protagonismo–, la promesa era el factor ordenador del futuro, a
partir del cual se configuraba una “economía moral de la espera”.[2] Esa
promesa tenía una doble composición, era afectiva y material a la vez.
Aunque la migración separaba los cuerpos y dejaba en suspenso las
prácticas del amor y la intimidad, el matrimonio pactaba el reencuentro y la
ausencia del marido era asumida como el costo de las expectativas
compartidas de progreso económico.
El intercambio epistolar creaba un sentido de copresencia imaginaria,
aventaba al fantasma del olvido, alimentaba el anhelo y morigeraba la
nostalgia. Más prosaicas, las remesas dimensionaban el éxito de la
estrategia migratoria y eran las garantes de la persistencia del proyecto
común. Sin embargo, las cartas y el dinero no siempre llegaban con
regularidad, y la ausencia y las separaciones prolongadas precarizaban el
vínculo matrimonial. El trabajo de esperar requiere de una ingeniería
delicada y costosa para la que muchos de estos hombres y mujeres no
estaban bien preparados, no solo porque –como ya señalamos– gran parte
de ellos dependía de escritores y lectores vicarios para sostener la
comunicación epistolar, sino porque a raíz de la migración, la
emocionalidad y la subjetividad de los cónyuges sufría cambios profundos
que conspiraban contra la continuidad del proyecto y de la relación
matrimonial.
Las historias de bigamia de las que se nutre este capítulo empezaron con
una promesa y terminaron con una traición. Aunque con disímil esmero, sus
protagonistas bosquejaron un futuro común mediado por una separación de
término incierto y alimentaron expectativas afectivas y materiales. Sin
embargo, el trabajo de esperar no rindió frutos, y la ausencia de los maridos
se transformó en abandono. Pero, a la vuelta de los años, las esposas
olvidadas se presentaron a reclamar lo que se les había prometido. Las
mujeres que llegaron siguiendo el rastro borroso de sus maridos perdidos y
descubrieron que la razón de la desaparición había sido la bigamia, se
vieron obligadas a involucrarse en engorrosos procedimientos burocráticos
para conseguir las pruebas de que ellas eran las esposas legítimas de los
bígamos. Después de esperas extensas cargadas de desasosiego, por fin
llegaban las copias de sus partidas de matrimonio. Los sellos en los
márgenes y en los reversos (parroquia y registro civil del lugar del
casamiento, Ministerio de Justicia y Culto, Ministerio de Relaciones
Exteriores del país de origen y de la Argentina, Consulado, traductor
público, certificación de los tribunales) revelan el intrincado derrotero de
esos papeles que, de no haber sido reclamados como evidencia de un delito,
hubieran permanecido inertes, cubiertos de polvo e impregnados del ácido
olor de la humedad, en una oficina estatal o en una sacristía. En cambio, el
conflicto conyugal provocado por la bigamia los ponía en movimiento y los
transfiguraba en objetos emocionales,[3] en portadores y generadores de los
sentimientos que conlleva el tránsito entre el amor y el desafecto, la
comunión y la desunión, el anhelo y el olvido.

Figura 1. Emigrantes italianos a principios del siglo XX

Fuente: Museo dell’Emigrazione Italiana, Fondazione Paolo Cresci.

Aunque se trató de una situación muy inusual, las mujeres embaucadas


también iniciaron querellas y solicitaron la nulidad del matrimonio. A
veces, el bígamo terminaba siendo demandado por partida doble, aunque no
fueron pocas las ocasiones en las que una de las esposas terminaba
perdonándolo, como le ocurrió a José Serafín.[4] A principios de 1873,
Rosa Unzueta se había casado con este napolitano en la parroquia de
Dolores después de que dos paisanos atestiguaron que era soltero. Pero
cuando unos años más tarde, Magdalena y Domingo, la esposa legítima y el
hijo del bígamo, llegaron desde Italia, José abandonó a Rosa para reunirse
con su familia. Entonces, esta lo denunció. Hacía apenas un mes que
Magdalena vivía en el pueblo cuando fue citada a declarar en el juzgado.
Como la mujer no hablaba castellano, el juez accedió a que un compatriota
oficiara de traductor. A través del improvisado intérprete, Magdalena dijo
que no estaba casada legalmente, sino que desde “antes que Serafín viaje de
Italia hace como ocho años ha tenido vida marital de trato ilícito con él […]
que es el padre de su hijo”. Sin embargo, su testimonio no conformó a
Rosa, que volvió a presentarse en el juzgado arguyendo que el traductor
había tergiversado el testimonio de Magdalena porque era amigo y
cómplice del bígamo. La denunciante pidió que la primera esposa fuera
llamada nuevamente y propuso los nombres de dos intérpretes “imparciales
y probos”. Pero la italiana nunca compareció. Entonces, el juez libró un
oficio pidiéndole al alcalde que diera con el paradero de la mujer. Pocas
semanas más tarde, llegó al juzgado una misiva que decía que “Doña
Magdalena Carbone y su hijo han sido llevados por Don José Serafín
ignorándose el destino y residencia de ambos”. Esa fue la última foja de un
expediente breve, más allá de que el rastro del bígamo y de Magdalena
desaparece. Sin embargo, el libro de bautismo de la parroquia de Dolores
echa algo de luz sobre el destino de Rosa. Cuatro meses después de que el
alcalde abandonara la búsqueda de la testigo clave del juicio, Juana, “hija
natural de Rosa Unzueta”, fue bautizada en la misma parroquia en la que su
madre se había casado con José Serafín creyéndolo soltero.[5]
En las páginas que siguen relatamos las historias de tres bígamos de
desigual fortuna que fueron denunciados por sus esposas legítimas: Luis
Aldaz, Nicolás Conforti y Domingo Debartolo, cuyos expedientes judiciales
tienen una densidad de información poco común. La inclusión de
correspondencia privada como prueba, la defensa a cargo de abogados
renombrados, los careos y los numerosos testigos que fueron citados a
declarar, constituyen sus rasgos más salientes. Asimismo, debido a que cada
uno de los casos deja entrever cuál era el estado de la relación matrimonial
antes de la migración, a partir de ellos, es posible inducir las razones que
llevaron a otros inmigrantes a romper promesas, traicionar a sus esposas y
desbaratar proyectos compartidos. Cuando el lazo que unía a los cónyuges
ya estaba dañado antes de que el marido viajase a América, de manera
tácita, la migración se transformaba en el sucedáneo de la ruptura
matrimonial. Pero otras veces, un vínculo que lucía sólido en el momento
de la partida se debilitaba con el paso del tiempo y el influjo de la distancia.
Entonces, el cariño y el anhelo se transformaban en desafecto, olvido y
rencor.
La costurera española, una mujer de sentimientos
discretos
En el verano de 1880, Andresa Barrachina se presentó en una parroquia del
barrio de San Telmo con una carta de recomendación dirigida al cura, el
zaragozano José Novota. Un presbítero pamplonés le había facilitado ese
contacto antes de partir hacia Buenos Aires. La mujer había viajado con su
hija Facunda –una niña de 11 años– intentando dar con el paradero de su
marido, con el que había perdido contacto. Para certificar su identidad,
Andresa le mostró a Novota una copia del acta de su matrimonio con Luis
Aldaz, celebrado en Pamplona en diciembre de 1867, y la partida de
nacimiento de Facunda.[6] Luis había llegado a la Argentina en enero de
1871, y aunque mantuvo una correspondencia escueta pero amorosa con su
esposa, al cabo de un par de años dejó de escribirle. Andresa no volvió a
saber de él, excepto porque en los últimos tiempos había llegado a
Pamplona el rumor de que tenía otra mujer con la que estaba por casarse.
La primera carta que Luis envió desde la Argentina estaba fechada en
septiembre de 1871. Como habían pasado varios meses desde su partida,
arguyó que la demora en escribir obedecía a que deseaba hacerlo solo
cuando pudiera contar que tenía un “trabajo decente y bien pago”. Según
relataba, pocas semanas antes, había conseguido un empleo de peón en una
cuadrilla volante del ferrocarril. Sin embargo, se disculpaba por no poder
mandar “ni una sola onza porque por ser mi primer mes no he ahorrado y he
debido gastar en un colchón, un catre y cosas de primera necesidad”. En
cambio, Luis prometía enviar algo de dinero al mes siguiente para que
Andresa le comprase “un vestido a mi querida Facunda, la extraño mucho y
su recuerdo por las noches me hace llorar como un niño”. En los últimos
párrafos de la esquela, quizá para aventar los celos de Andresa, Luis le
contó que las mujeres argentinas le resultaban “muy olgazanas” (sic) y se
despidió diciéndole: “recibe el corazón de tu esposo que no te olvida”.
Dos meses más tarde, llegó la segunda carta. Contenía un retrato de Luis
y una letra por cuarenta duros:

[…] para que le compres el vestido floreado a Facunda y para que esto sumado a lo que ganás
de tu trabajo y las costuras, les ayude a pasar el invierno […] no malgastes porque este es el
producto de mi sudor, de mi trabajo sacrificado que empieza a las 4 de la madrugada y termina
cuando se pone el sol […] que me mantiene moviéndome de una a otra parte, cambiando
durmientes en la vías desde Buenos Aires hasta Lobos y Chivilcoy.
La última misiva, de febrero de 1873, es una nota breve en la que Luis
parece responder a un reclamo de Andresa. El tiempo pasaba y él no
cumplía con la promesa que le había hecho al partir porque “como puedes
comprender no te mando a llamar porque no puedo pagarte el pasaje pero si
quieres venir y alguien de allí lo paga, yo te mandaré llamar tan pronto
como pueda”.
Al llegar a Buenos Aires, además de aquellas cartas y de los certificados
de matrimonio y bautismo, Andresa traía las direcciones de un puñado de
paisanos radicados en la ciudad. Con la ayuda del cura, se puso en contacto
con uno de ellos, José Goñi, quien todavía vivía en España cuando Andresa
y Luis se casaron. Fue él quien le reveló que su marido había vuelto a
contraer matrimonio. Entonces, ella decidió demandarlo.
El juez examinó los certificados y las cartas y escuchó el testimonio de
Goñi, que relató que seis años antes Luis le había manifestado su voluntad
de llamar a su familia pero que “luego comenzó a ocultar su condición de
casado porque cortejaba a otra mujer con la que según los rumores se casó
en Juárez hace cinco o seis meses”.
A mediados de agosto de 1880, respondiendo a un oficio enviado por la
justicia de la capital, el juez de paz de Benito Juárez notificó que en el
registro de matrimonios de la iglesia del pueblo constaba que, en los
primeros días de marzo de 1880, Luis Aldaz, un policía rural de 34 años, se
había casado con Justina Amarante, una joven argentina de 21 años. Pero la
pareja ya no vivía en el pueblo, sino en Bahía Blanca, adonde el bígamo fue
detenido y trasladado a la capital.
Después de una separación tan prolongada, el reencuentro de Andresa y
Luis tuvo lugar en el lúgubre escenario de la Penitenciaría Nacional y en
medio de una circunstancia infausta. Ese encuentro es una elocuente
representación del escabroso camino por el que Andresa accedió a la
sociedad argentina. En aquel tiempo, miles de mujeres europeas viajaban
para reunirse con sus esposos después de separaciones más o menos
prolongadas. Sin dudas, la migración afectó, en mayor o menor grado, a
todos los matrimonios, obligándolos a resignificar sus vínculos y sus
sentimientos. Se trató de sujetos transformados por un abanico de
emociones en conflicto: la angustia y el anhelo, el temor y la euforia, el
cariño y el desafecto, el placer y el dolor, la ternura y la ira. Una vez que los
cónyuges lograban reunirse, era preciso recrear el cariño, retomar los
lenguajes comunes de la intimidad y adaptarse a las mutaciones que cada
uno había sufrido a raíz de la migración. Sin embargo, para las mujeres que
llegaban respondiendo al llamado de los maridos, el ingreso a la nueva
sociedad constituyó un tránsito emocionalmente menos costoso que el de
aquellas que –como Andresa– migraron sabiendo que nadie las aguardaba y
sospechando que las habían olvidado. Heridas por el abandono y la traición,
abrumadas por la ansiedad, el rencor y la pena, ellas iniciaban su vida en el
nuevo país lidiando con engorrosos procedimientos judiciales que
terminaban con sus maridos en prisión.[7]
¿Qué sentimientos habrán asaltado a Andresa al encaminarse hacia un
hombre que no solo la había traicionado, sino que era casi un extraño? ¿Qué
habría quedado de aquel rostro fijado en el retrato que Luis le envió en una
de sus cartas? ¿Qué emociones lo habrán conmovido a él en la víspera del
reencuentro? ¿Acaso se sintió invadido por el temor a que el despecho de su
esposa fuese tan implacable como para obturarle cualquier chance de
recuperar la libertad?
Aunque la fuente no permite acceder a los detalles de aquel encuentro, es
posible conjeturar que los argumentos que Luis le dio a su mujer no fueron
muy diferentes de los que expuso en su declaración indagatoria. En el
juzgado, él admitió la bigamia, pero se excusó diciendo que contrajo
segundas nupcias porque creía que Andresa había muerto. Deseoso de
probar su inocencia y sabiendo que la libertad dependía no solo de sus
palabras sino también de las pruebas, Luis aportó unas cartas fechadas entre
diciembre de 1879 y enero de 1880, remitidas desde Pamplona por tres
antiguos conocidos. Con ellas, el bígamo intentó demostrar que había
escrito a España porque estaba preocupado por la falta de noticias de su
mujer y de su hija. Todas las respuestas a su inquietud coincidieron:
Andresa se había mudado de Pamplona a Zaragoza a mediados de 1878
porque estaba tísica y “al tiempo corrió el rumor de que falleció en casa de
unos tíos adonde quizá ha quedado la niña”.
A pesar de los esfuerzos de Luis por acreditar su inocencia, la justicia
puso en duda la autenticidad de las pruebas. El juez citó a tres inmigrantes
españoles relacionados con los remitentes de las cartas, para que
reconocieran la caligrafía. Por su lado, el fiscal se mostró aún más suspicaz
esgrimiendo que, aun si aquellas no resultaban apócrifas, era posible que
sus autores se hubiesen confabulado con el bígamo. Pero ninguna de las
hipótesis pudo probarse porque los testigos no comparecieron. Sin embargo,
resulta claro que Luis no escribió a Pamplona movido por la intención de
restablecer el contacto con su mujer, sino perturbado por la inquietud de
estar transitando por el delgado límite que separa a la legalidad del delito.
Cuando envió la última carta, en enero de 1880, su boda con Justina
Amarante estaba próxima. Para casarse, necesitaba alguna certeza de que su
primera esposa lo había olvidado y de que –aunque la ley dijese lo
contrario– la distancia y el silencio habían terminado con su matrimonio.
Convencido de que Luis mentía en su declaración y de que había tramado
un artificio para hacerse con aquellas cartas, el fiscal pidió tres años de
prisión efectiva.[8] Pero unos meses más tarde, Andresa presentó un escrito
en el que exponía que, tras mantener varias conversaciones con su esposo
en la prisión, se había convencido de su inocencia porque:

Cuando en el año 1878 me ausenté de Pamplona, allí corrió la voz de que yo había fallecido y
las personas que se lo informaron, que son de nuestro más íntimo conocimiento, actuaron
guiados por el rumor […] estando persuadida de que fue este error lo que indujo a mi marido a
celebrar nuevas nupcias, y confiando en la sinceridad y buena fe de él, renuncio a toda acción
criminal y a la prosecución de este juicio.

Poco antes de la Navidad de 1883, la justicia puso en libertad al bígamo.


¿Qué indujo a Luis Aldaz a cometer un delito? ¿Acaso no tenía más
opción que casarse con Justina Amarante?
Justina había nacido en 1859 en una familia criolla de viejo arraigo en la
zona de Dolores. Los Amarante integraban un núcleo social de “gente
decente” que vigilaba la conducta sexual femenina, apreciaba el decoro y la
castidad de sus mujeres y valoraba el matrimonio. En las décadas de 1860 y
1870, su padre, Paulino Amarante, había sido municipal, juez de paz de
Dolores y mayor de las Guardias Nacionales.[9] Paulino tenía vínculos de
amistad y compadrazgo con algunos de los estancieros y militares más
conspicuos de la provincia de Buenos Aires. Por cierto, el padrino de
bautismo de Justina (la única mujer de tres hermanos) fue el teniente
coronel Benito Machado,[10] comandante del Regimiento Sol de Mayo y
figura de renombre nacional por su actuación militar en la lucha contra los
indígenas.[11] Justina era un buen partido para un inmigrante como Aldaz,
porque las redes de la familia Amarante le ofrecían una oportunidad de
ascenso social.[12] Pero el único camino para unirse a ella era el
matrimonio.
¿Cómo reaccionó Justina a la noticia de que su esposo era casado en
España? ¿Qué ocurrió con ella durante los años del proceso judicial? ¿Cuál
fue la actitud de sus hermanos y de su padre ante la deshonra? La
parquedad del expediente no permite responder estas preguntas, porque
Justina ni siquiera fue llamada a declarar. Tampoco sabemos si permaneció
en Bahía Blanca o se trasladó a la Capital cuando su marido fue detenido.
Sin embargo, cuando había transcurrido más de una década desde el final
del juicio, la encontramos en el censo nacional de población de 1895. Vivía
en Buenos Aires y fue registrada como “Justina Amarante de Aldaz, con
quince años de matrimonio y dos hijos”.[13]
¿Qué habrá motivado a Andresa a perdonar al bígamo y a Justina a volver
con él? Para redimirse, posiblemente Luis alegó idénticas razones ante las
dos mujeres: que volvió a casarse convencido de que había enviudado. Los
motivos del perdón de Andresa no son claros, aunque algunos datos del
proceso permiten especular en ese sentido. Hasta que el fiscal pidió la
condena a tres años de prisión, el acusado tuvo un defensor oficial. Pero
desde entonces, este fue reemplazado por Aristóbulo del Valle, un abogado
prestigioso, cuyos honorarios seguramente Luis no era capaz de afrontar. Es
más, corría el año 1883 y Del Valle no solo tenía reputación como letrado
sino también como un político de trayectoria, que había sido diputado
nacional y presidente de la Cámara de Senadores. A priori, resulta insólito
encontrarlo a cargo de la defensa de un inmigrante acusado de bigamia.
Seguramente, no se trataba de un caso que hubiera despertado su interés de
no haber sido porque la familia de Justina activó sus recursos materiales y
sociales para contratar sus servicios. El nuevo abogado de Aldaz también
era oriundo de Dolores y su padre, el coronel Narciso del Valle, había
integrado la nómina de los primeros pobladores junto al abuelo de Justina.
[14] Aunque no hay evidencias de que Paulino Amarante y Aristóbulo del
Valle tuvieran una relación personal, es posible que la trama social y
política de la que el funcionario dolorense formaba parte le haya permitido
activar alguna red de “amigos de amigos”[15] para acceder al letrado.
Poco tiempo antes del cambio de abogados, el fiscal alegó que a Luis le
cabía la pena máxima estipulada en el Código Penal porque, además de la
bigamia, la cohabitación con Justina constituía un adulterio, que venía a
agravar el delito principal.[16] Aristóbulo del Valle entró en escena
esgrimiendo la existencia de vicios de nulidad en el proceso “porque el
delito estaba prescripto antes de que el juicio se iniciara”. La ley preveía un
plazo de dos meses desde la celebración del segundo matrimonio para
presentar la denuncia y, cuando Andresa lo hizo, ya habían transcurrido casi
seis. Pero, el defensor también se explayó sobre la naturaleza de la bigamia
para rebatir al fiscal sobre el agravante. En un extenso y puntilloso alegato,
Del Valle alegó que la bigamia:

Es del orden de los delitos instantáneos porque lo que se considera delito es contraer un
segundo matrimonio sin que se haya disuelto el primero, todo lo que antecede (sensualidad,
engaño, inmoralidad) y lo que sigue (cohabitación) son causas y consecuencias, pero no
configuran por sí mismos delito.

La irrupción de Del Valle cambió el curso del proceso y obligó a Andresa a


modificar su estrategia. Ignoramos si la tentaron con una compensación
económica o si la amedrentaron para que retirase la demanda, pero lo cierto
es que el influjo de los Amarante en las bambalinas del teatro judicial
restringió sus márgenes de acción y de expresión de sentimientos. Aunque
es posible que íntimamente ella experimentase una turbulencia de
emociones (desilusión, cariño, rencor, pena), en público, el autocontrol y el
perdón parecían sus únicas alternativas. Antes de la aparición de Del Valle,
los límites de la arena emocional del juicio eran borrosos y, por esa razón, la
performance de Andresa se sostenía en un repertorio emocional amplio y en
apariencia contradictorio. ¿Visitaba a Luis en la cárcel porque tenía
expectativas de reconciliación? ¿O lo hacía para descargar el rencor
recriminándole la traición? Cuando se reencontró con él después de una
larga separación, ¿cómo se conjugaron el rencor y el cariño? Ese repertorio,
complejo y en tensión, se redujo en la última etapa del juicio cuando, a
través de la figura de Del Valle, los Amarante pusieron de manifiesto su
poder. Entonces, quizá fue el miedo lo que predominó, fungiendo como
catalizador del torbellino emocional que aquejaba a la esposa traicionada.
Sobre lo que ocurrió en esa última etapa del proceso solo podemos
conjeturar, porque las fuentes guardan silencio acerca de los motivos y los
sentimientos de Andresa. Sin embargo, es probable que el miedo emergiera
como la emoción dominante ante la asimetría de poder material y simbólico
que existía entre la litigante y la familia política del bígamo. Aun en la
especulación de que Andresa hubiera recibido una compensación
económica a cambio de escribir la carta en la que perdonaba al acusado,
también se pude pensar que su consentimiento estuviera motivado por el
temor, ya que ofreciendo dinero, los Amarante hacían una demostración
concreta de poder. Pero si descartamos la hipótesis de que el perdón fue
comprado por la familia de Justina, el miedo también explica la conducta de
Andresa. El alegato de Aristóbulo del Valle demostró que el proceso estaba
viciado de nulidad, porque cuando la demanda fue presentada el delito ya
había prescrito. Ese hecho constituía el principal obstáculo para que el
proceso tuviera un resultado favorable para la querella. Tal vez, Andresa
solicitó la remisión del bígamo porque si perdía el juicio, ella tendría que
hacer frente a las costas. Esa circunstancia también constituía una fuente de
miedo.
Una figura ambigua, fuerte y claudicante a la vez, Andresa terminó
viviendo en un país en el que quizá no deseaba permanecer, al que había
ingresado por la pesada puerta del sistema judicial y en el que atravesó
penurias materiales y emocionales. Pero con el tiempo, ese mismo país le
mostró un rostro un poco más amable. En 1890 se mudó a La Plata, la
flamante capital de la provincia. Su hija Facunda se había casado con
Adolfo Wilcke, un profesor de música alemán. Andresa compartía la
vivienda del joven matrimonio y se ganaba la vida como costurera.[17]
La decisión de retirar los cargos contra Luis fue tomada en soledad, lejos
de Pamplona y de sus entramados parentales y comunitarios. La situación
de Justina fue diferente puesto que su deshonra lesionó el buen nombre de
su familia. El honor fue una disposición emocional profundamente
arraigada en la sociedad decimonónica, cuyas manifestaciones y sentidos
variaban según el género. Entre las mujeres, el honor estaba ligado
exclusivamente a la conducta sexual, y cuando una fémina era agraviada, su
honra se perdía para siempre. Por su parte, los varones consideraban a la
deshonra de esposas, hijas o hermanas la más grave de las ofensas a su
propio honor y masculinidad.[18] Dentro de un repertorio limitado, cada
familia echaba mano de diferentes recursos para saldar cuentas con el
agresor y dejar a salvo la honra masculina y familiar.
Los Amarante intentaron mantener las apariencias sociales y fingir que lo
que había ocurrido no era más que un malentendido, aunque el argumento
esgrimido por Luis –de haberse casado en la creencia de que era viudo– les
resultase pueril. Continuar con el matrimonio y asumir que el proceso no
había sido más que un traspié en la vida de un hombre que, en palabras de
su primera esposa, “obró de buena fe”, quizá resultaba la forma menos
dramática de poner a salvo el honor. La estrategia de la familia parece
indiferente a los sentimientos de Justina. Mientras que Andresa tuvo
márgenes para moverse entre el rencor y el miedo, el cariño y la ira, la
ilusión y el despecho, y para gestionar esas emociones de acuerdo con sus
objetivos y con los vaivenes del proceso, Justina fue excluida del juicio,
posiblemente a instancias de los varones de su familia. Los regímenes
emocionales regulados por el honor, como los que guiaban la conducta de
los Amarante, solían ser muy restrictivos para las mujeres. Probablemente,
Justina se sintió traicionada por Luis y, al descubrir su engaño, su vida
también quedó atrapada en un torbellino de emociones en conflicto. Sin
embargo, según las convenciones que ordenaban su universo social, lo
primordial no eran sus sentimientos, sino que el honor de la familia quedase
a salvo del oprobio público. Pareciera que Justina tuvo que mantener una
prudente distancia del escándalo y, cuando el bígamo recuperó la libertad,
retomar la vida marital, aunque el amor probablemente había mutado en
rencor, tristeza y resignación.

Un lecho conyugal frío


Como señalamos antes, cuando los hombres partían, la relación con sus
esposas ya solía estar estropeada. Es difícil imaginar cómo se consensuaba
la estrategia migratoria, de qué manera concebía cada cónyuge el futuro y
cuál era la promesa que justificaba la espera. Quizá el varón imponía su
voluntad y partía sin más, sobre todo cuando el conflicto entre los esposos
se dirimía en el terreno del maltrato y el autoritarismo patriarcal (al que
indagaremos en el tercer capítulo). O simplemente, entre promesas inciertas
y proyectos imprecisos, los maridos partían íntimamente convencidos de
que la migración conllevaba una ruptura matrimonial tácita.
Aunque las declaraciones de los acusados deben ser tomadas con
recaudos, porque en ellas se sopesan las palabras y se ocultan estrategias
para evitar o morigerar condenas, en algo más de una decena de juicios los
acusados esgrimieron una ruptura matrimonial previa a la migración. Uno
de ellos fue Nicola Conforti, quien afirmó que, al momento de emigrar, en
1875, ya estaba separado de Sabina de Ángelis, con quien compartía la
misma vivienda pero no el mismo lecho, porque hacía tiempo que tenían
desavenencias. Según sus dichos, el viaje a América fue una decisión
individual y por eso “se marchó sin prometer nada”.[19]
Sin embargo, su mujer dio una versión diferente cuando, nueve años más
tarde, lo demandó por el delito de bigamia. Sabina y Nicola se habían
casado en 1868 en Castelnuovo di Conza, una pequeña aldea de Salerno. En
1871, nació María, la única hija del matrimonio. Al partir, Nicola le
prometió que volvería a Italia al cabo de pocos años, una vez que hubiese
reunido dinero para comprar la pequeña finca que arrendaban. Como
muchas de sus congéneres cuyos maridos emprendían el cruce del océano,
Sabina quedó bajo el cuidado y la vigilancia de sus suegros. Pero Nicola
nunca volvió.
En 1880, Sabina viajó a Buenos Aires, adonde además de su marido,
residía uno de sus hermanos. Fue él quien le contó que Nicola vivía con otra
mujer, una italiana de 17 años con la que tenía una hija y según se
rumoreaba había vuelto a casarse.[20] Si Sabina viajó con alguna
expectativa de recuperar a su marido, en el primer encuentro, él le dejó en
claro que no volvería con ella y, sin más, la “abandonó por segunda vez
dejándola en el desamparo en medio de esta ciudad desconocida, no se
ocupó ni de la hija y se olvidó del cariño que le tenía”.
Su hermano había ayudado a Sabina a emplearse como sirvienta en la
casa de una familia porteña y a María a conseguir trabajo de lavandera. Con
escasos recursos materiales e intelectuales –una campesina analfabeta que
apenas hablaba castellano–, la mujer ni siquiera encaró la búsqueda de la
evidencia que probase que su esposo era bígamo, aunque no le había creído
cuando Nicola le aseguró que no había vuelto a casarse. Pasaron cuatro
años desde aquella revelación, hasta que Sabina radicó una denuncia que
dio curso a un pleito por bigamia y a un pedido de nulidad del segundo
matrimonio de su esposo. Aunque un viejo rencor y la intención de saldar
las cuentas de la traición deben haberla motivado, la principal causa de su
demorada reacción fue la defensa del vínculo con su hija.
A principios de 1884, Nicola había reclamado la tenencia de la menor a la
justicia arguyendo que podía darle una vida mejor que la “pobre existencia
que tiene junto a su madre en un conventillo miserable”. Pero detrás de la
demanda se ocultaba su oposición al inminente casamiento de su hija. La
lavandera, de 13 años, se había enamorado de uno de sus clientes, un
albañil de 20 años, también oriundo de la provincia de Salerno. La noticia
de que a sus espaldas Sabina había aprobado el noviazgo y consentía el
matrimonio, y el hecho de que acudiese a él solo porque necesitaba su
autorización para que la menor se casara, sustrajeron a Nicola de la larga
indiferencia hacia su hija.
En comunidades como Castelnuovo di Conza, el estatus masculino estaba
estrechamente vinculado al desempeño de los roles de esposo y padre, a la
capacidad del hombre para proteger su capital material y a su habilidad para
controlar la sexualidad femenina. Signos públicos de ese sistema de honor
eran la expresión de deferencia de la esposa al marido y de obediencia de
los hijos al padre. Como veremos más adelante, la migración alteró ese
esquema, sobre todo para las mujeres que, en soledad, debían hacerse cargo
de su prole y asumir la responsabilidad de su crianza. Quizá para los
inmigrantes que, como Nicola, llegaban a una ciudad cosmopolita y febril
como la Buenos Aires de finales del siglo XIX, los mandatos morales, las
nociones de honor y masculinidad del pasado se aletargaban frente al
influjo de la novedad y la fluidez urbana. Sin embargo, un acontecimiento
perturbador podía sustraer abruptamente de la latencia a las viejas normas
sociales. Al migrar, esos hombres atravesaron una experiencia que los
obligó a resignificar sus identidades; sin embargo, la vida cotidiana del
nuevo mundo también conservaba mucho del viejo en la sociabilidad con
los paisanos, en la convivencia en conventillos y barrios étnicos y en los
nichos étnicos del mercado laboral. La concepción de lo masculino
traducida en la capacidad de controlar la sexualidad femenina involucraba
no solo la relación del hombre con su esposa, sus hijas o sus hermanas, sino
también la posición ante los demás varones. El desafío de Sabina –e
indirectamente de María– a la autoridad de Nicola expuso su deshonra y su
debilidad ante la mirada escrutadora de los paisanos. La audacia de su
primera mujer quizá provocó la sanción moral de sus congéneres porque,
aunque el contexto había cambiado con la migración, el honor todavía era
un potente regulador de la vida social.
La actitud de Sabina despertó la ira de su marido que, sin reparar en las
consecuencias, reclamó sus derechos al Juez de Menores. En represalia, la
mujer lo denunció por bígamo. Pero como no había podido hacerse con su
certificado de matrimonio, Sabina se presentó ante la justicia acompañada
de tres conocidos de Castelnuovo di Conza que aseveraron que era la
legítima esposa de Conforti y que ellos habían asistido al casamiento en
Italia. Entonces, Nicola y sus testigos de soltura, dos paisanos con cuya
complicidad había contado para casarse por segunda vez, fueron detenidos.
El abogado sostuvo la defensa en la prescripción del delito por el paso del
tiempo, pero también se esmeró en alegar que la dimensión emocional
constituía un atenuante porque:
El amor que una vez unió al imputado con su esposa estaba terminado cuando él partió de Italia
[…] escaso fue el contacto de ambos después que Conforti se instaló en Buenos Aires porque
antes de emigrar ellos estaban separados de hecho […].

Aunque la bigamia se comprobó, Nicola fue absuelto porque la ley vigente


–que también había sido invocada por Aristóbulo del Valle en su defensa de
Luis Aldaz– preveía un plazo para presentar la denuncia que, como le había
ocurrido a Andresa, Sabina tampoco pudo cumplir. Pero a pesar del
resultado del juicio, la mujer ganó dos batallas en la contienda legal contra
su marido. El tribunal dictó la nulidad del segundo matrimonio y, en el
invierno de 1885, María y su novio se casaron en la parroquia de Nuestra
Señora de Balvanera, con la venia de Nicola.[21] Detrás de un acta anodina,
en la que Sabina de Ángelis y Nicola Conforti quedaron registrados como
padres de María, y en apariencia conformaban un matrimonio que, como
tantos otros, autorizaba y acompañaba las nupcias de su hija menor de edad,
se oculta una tormentosa historia, donde el amor había adoptado la forma
del rencor y el afecto, la de la ira.
Pero no todos los bígamos corrieron con la suerte de Conforti y de Aldaz,
que a través de un abogado prestigioso y de una astucia legal recuperaron la
libertad. Al contrario, muchos terminaron en prisión, como le ocurrió a
Domingo DeBartolo, otro viudo de una viva del que se ocupan las páginas
que siguen.

Una italiana iracunda en la ciudad cosmopolita


Poco antes de la Navidad de 1879, Domingo DeBartolo, un jornalero de 22
años, y Rafaela Fioretto, una campesina de 18, contrajeron matrimonio en
la casa comunal de Marano Marchesato, en la provincia de Cosenza. Bruno
Bartucci, un peón rural de 27 años, y Mateo Perfetti, un campesino de 76,
fueron los testigos de la boda. Para 1882, la pareja había tenido un hijo y
Rafaela estaba encinta. Entonces, Domingo dejó a su familia al cuidado de
sus suegros y emigró a Sudamérica prometiendo regresar.[22]
DeBartolo pasó algo más de un año en Brasil y allí se enteró del
nacimiento de Carmela, su segunda hija. Ignoramos las razones que lo
llevaron a emprender una nueva migración hacia Buenos Aires, adonde
llegó en 1884, cuando Carmela ya había fallecido. Una enfermedad
infecciosa terminó con la vida de la niña a los 18 meses de edad. Por ese
entonces, Rafaela y su esposo todavía mantenían una correspondencia
regular, pero el intercambio se interrumpió en 1885.
Después de catorce años sin contacto con su marido, Rafaela viajó a
Buenos Aires en compañía de su hijo, que ya tenía 19 años. Llegaron en la
primavera de 1899, alquilaron una habitación en una casa del barrio de San
Telmo y, durante varios meses, buscaron a Domingo. Pero las indicaciones
imprecisas y las complicidades de los paisanos para desorientar la búsqueda
les impidieron inicialmente dar con su paradero. Hasta que una tardecita de
junio de 1900, él se presentó en la casa y entonces Rafaela supo que tenía
otra mujer:

DeBartolo le manifestó que no quería vivir ahí porque era un conventillo y buscó una pieza
alquilada en la calle Dulce […] ahí el esposo dio el nombre de José Cecilio y preguntado por la
esposa sobre aquella identidad falsa, DeBartolo dijo que era porque tenía una querida y temía
que lo fuera a molestar.

A pesar de esa confesión, la pareja retomó la vida conyugal. Rafaela pudo


comprender que después de tantos años de separación, su marido tuviera
otra relación amorosa, pero lo que le resultó intolerable fue saber que él
había vuelto a casarse. Cuando a principios del mes de agosto, Julia
Macaya, una modista argentina de 21 años, se apersonó en la pieza de los
DeBartolo portando su libreta matrimonial y afirmando ser la esposa
legítima de Domingo, el desconcierto de Rafaela pronto mutó en ira. El
impacto de la noticia, la falta de documentos para probar que ella estaba
casada con el mismo hombre y la angustia que posiblemente experimentó
desde su salida de Marano Marchesato hasta aquel día desafortunado, se
conjugaron en un escandaloso incidente plagado de insultos y violencia
física. La furia la desbordó de tal modo que los vecinos del conventillo
llamaron a la policía y la iracunda italiana quedó detenida durante un día en
la comisaría.
En su declaración testimonial, Julia dijo que la reacción de Rafaela le
había servido a Domingo para convencerla que esa no era su esposa sino tan
solo “una querida desquiciada por el despecho” y por eso, unos días más
tarde, cuando los ánimos se aquietaron, aceptó que él regresara a la casa que
compartían. No sabemos por qué motivo Julia prefirió hacer caso omiso de
un rumor que le había llegado a fines de julio de 1900. Hacía un mes que
Domingo se había ausentado del hogar arguyendo que se iba a Europa
porque su madre había muerto, pero un conocido del matrimonio le dijo a
Julia que su marido era casado en Italia, que su primera esposa estaba en
Buenos Aires y que él se había mudado con ella.
Poco después de la trifulca en la casa de la calle Dulce, Rafaela comenzó
su peregrinaje por los tribunales y la oficina consular donde inició los
trámites para hacerse con las pruebas que le permitirían demandar a su
marido. Tras varios meses de espera, el certificado de matrimonio llegó
desde Italia y el burdo engaño del bígamo terminó desbaratado. Domingo,
que se había casado con Julia en 1894 (con el nombre falso de Bartolo di
Domenico) y tenía tres hijos de esa unión, esgrimió –como Luis Aldaz– que
había vuelto a casarse en la creencia de que había enviudado. En la
indagatoria, declaró que había mantenido correspondencia y enviado dinero
a su familia hasta 1885. Ese año le pidió a su mujer que viajase a Buenos
Aires, pero Rafaela le respondió que era él quien debía retornar a Italia, tal
como lo había prometido al partir. Y como ella “se negó a obedecer después
de mucha insistencia”, simplemente dejó de escribirle. Pero en 1889 –
continuaba la declaración– recibió una carta en la que su amigo Alejandro
Morrone le avisaba que Rafaela había fallecido.
La discordancia en las declaraciones de los cónyuges motivó un careo en
el que la mujer confesó haberse confabulado con Morrone para inducir a
Domingo a regresar a Italia. Pero la confesión del ardid no fue suficiente
para mitigar la pena. En junio de 1901, el tribunal condenó a Domingo a
cuatro años y medio de prisión, aunque el Código Penal preveía una
reclusión de tres años como máximo. En este caso, el juez coincidió con el
fiscal en que la conducta adúltera del bígamo constituía un agravante del
delito principal. Sin embargo, la sentencia fue apelada. Mientras que en la
defensa de Luis Aldaz, Aristóbulo del Valle usó un lenguaje abigarrado,
lleno de tecnicismos y alusiones a la jurisprudencia extranjera, el abogado
de Domingo recurrió al léxico emocional:

En cuanto haber vuelto mi defendido a hacer vida marital con su primera mujer […] no
considero a ello un ilícito […] a mi juicio no puede agravar la situación del procesado al
tiempo de la condena, porque ante la inesperada aparición de la esposa que la consideraba
muerta, no estaba en sus manos […] evitar las emociones del momento […] y en tales
condiciones de ansiedad e incertidumbre no ha podido sino valerse de esos medios,
postergando la catástrofe o bien esperando tener los elementos de prueba necesarios para
justificar su falta de intención criminal al contraer su segundo matrimonio.
A pesar de su falta de sofisticación jurídica (sobre todo si la comparamos
con la de Del Valle), el argumento del defensor resultó eficaz y los jueces
de la segunda instancia desestimaron el adulterio. Domingo obtuvo una
reducción de la condena a tres años de prisión, pero no logró la clemencia
de ninguna de sus esposas. Rafaela no lo perdonó y, a poco de finalizado el
proceso por bigamia, Julia interpuso una demanda de nulidad del
matrimonio.
Los procesos judiciales son narrativas fragmentadas que captan
momentos extremos en los que víctimas y acusados deben explicar cómo ha
ocurrido un incidente que perturba sus vidas. Desde la perspectiva del
historiador, esos discursos tienen una condición trunca que obedece al
influjo que ejercen el miedo, las mentiras o la vergüenza de acusados,
querellantes y testigos. Pero especialmente, a que las preguntas de policías,
fiscales y jueces difieren de las que hacemos los historiadores. Consagrados
a probar el delito de bigamia, los agentes judiciales no le preguntaron a
Rafaela qué la motivó a viajar, por qué todavía tenía la certeza de que su
marido vivía en Buenos Aires cuando habían pasado tantos años sin
comunicarse, y quiénes la recibieron y la orientaron –o la desorientaron– en
la búsqueda de Domingo en la ciudad. Las respuestas –al menos
conjeturales– a estas inquietudes yacen fuera del expediente, en los rastros
y los detalles escondidos en historias locales, censos y registros
parroquiales que solo cobran sentido a la luz de nuestra fuente principal
pero que, a la vez, la explican.
Las pequeñas dimensiones de Marano Marchesato favorecían la difusión
de información y de rumores sobre lo que ocurría de este lado del Atlántico.
Pequeña comuna montañosa del sur de Italia, con un entramado prieto de
parentelas y vecinos, Marano Marchesato tenía una tradición migratoria
hacia América que databa de los años 1880, cuando el lugar albergaba a
unos 2.800 habitantes. Dedicada a la producción de granos, olivas y vides,
la escasez de tierra y la baja demanda de brazos habían empujado a los
hombres a cruzar el Atlántico con rumbo a Sudamérica y a las grandes
ciudades de los Estados Unidos.[23] Los registros vitales de fines del siglo
XIX repiten un puñado de apellidos (Perri, Perfetti, Conforti, DeBartolo,
Bartucci, Chiapetti) que formaban grandes parentelas y dominaban la
sociabilidad del lugar.[24]
Es probable que Rafaela se mantuviese al tanto de la vida de Domingo
por las noticias y los rumores que le llegaban a través de los Perfetti o de
los Conforti. Salvatore Perfetti, el hijo de uno de los testigos de su boda,
vivía en Buenos Aires. Este joven albañil y Juan Conforti, otro maranés,
fueron testigos del segundo casamiento de Domingo. Quizá, también fueron
ellos los que con pistas falsas desorientaban a Rafaela en su búsqueda,
ayudando a su paisano a dilatar el estallido “de la catástrofe”.
Este caso revela varias aristas del lugar que las emociones jugaban en la
relación matrimonial y en el teatro judicial donde demandantes, testigos y
acusados representaban performances emocionales. El pacto que Domingo
y Rafaela habían sellado cuando él partió de Italia, y la controversia
epistolar que sostuvieron para cambiar sus términos, revelan la existencia
de una concepción del amor en la que se conjugaban la responsabilidad y la
obediencia. Se sobreentendía que el marido no podía olvidar a la esposa y
debía enviar remesas que aseguraran el sostén de la familia, dinero que la
mujer tenía que gestionar con mesura y esmero siguiendo las indicaciones
del esposo.[25] Si los cónyuges convenían que la mujer y los hijos
emigrasen, el marido debía llamarlos y facilitar el viaje, pero si el pacto
había sido el retorno, el varón tenía que volver. El cambio de planes suponía
una renegociación del proyecto migratorio que podía terminar rompiendo el
vínculo conyugal, como les ocurrió a los DeBartolo.
Como veremos con más detalle en el próximo capítulo, la obediencia de
la esposa al marido estaba entramada en la concepción normativa del
matrimonio de aquella época y, por esa razón, Domingo la utilizó como un
argumento en su defensa durante el juicio. En su perspectiva, la resistencia
de Rafaela a emigrar dio inicio a la secuencia que lo condujo a cometer el
delito del que se lo acusaba. Al no obedecer, la esposa desafió el poder del
marido y resintió los cimientos del matrimonio. En la perspectiva del
bígamo, la rebeldía de su mujer fue un motivo suficiente para asumir que el
vínculo conyugal había cedido paso a una suerte de separación de hecho.
Representar a Rafaela como una figura insumisa podía resultar un recurso
eficaz para atenuar la condena. Sin embargo, más allá de las intenciones de
Domingo (y de su abogado defensor), el caso echa luz sobre los márgenes
de resistencia femenina a los estándares sociales y emocionales de la época.
Dentro de un conjunto de restricciones concretas, que respondían a un
contexto particular en el que los varones emigraban dejando a sus esposas e
hijos al cuidado de padres y hermanos o de suegros y cuñados, Rafaela retó
primero el poder de su marido intentando negociar su regreso, y cuando el
regateo conyugal no surtió efecto, recurrió a un embuste. Como muchas
mujeres en su condición, consideró que el proyecto migratorio de la familia
no podía costarle el desarraigo. Si algunas esposas esperaban la llamada de
sus maridos para dejarlo todo atrás y emprender la travesía atlántica, otras
aguardaban el retorno del varón y la mejora de las condiciones materiales
con dinero ganado en América. Rafaela jugó su propia estrategia en los
intersticios del sistema patriarcal y, sin embargo, la relación de poder
continuó inclinada a favor del esposo, quien incumplió la promesa, e
incapaz de imponer su voluntad, cortó unilateralmente la comunicación. Sin
embargo, Rafaela intentó dar un paso más y, confabulada con Morrone,
urdió un engaño confiando en que Domingo regresaría a Marano
Marchesato. Pero se equivocó.

Viudos de vivas y viudas de vivos


Como es bien conocido, la bigamia no era una práctica nueva, sino que
estaba enraizada en el pasado colonial de América Latina.[26] Sin embargo,
debido a la distancia y a la precariedad de las comunicaciones entre la
metrópoli y la colonia, era improbable que la esposa legítima se enterase del
doble matrimonio y, más aún, que se trasladara hasta el Nuevo Mundo para
litigar a su cónyuge. En cambio, en el último cuarto del siglo XIX, la
modernización de los transportes, el acortamiento del tiempo del viaje
transatlántico, la reducción del costo de las tarifas de la travesía y la
aceleración de las comunicaciones redundaron en una mayor fluidez del
contacto transnacional, que volvió más complicado para los bígamos
ocultar su traición y mantenerse a salvo de un litigio. Las redes sociales, la
multiplicación del intercambio epistolar, el envío de remesas, los retornos y
la difusión de los trabajadores apodados “golondrinas” dieron forma a una
arena trasnacional que mantenía en contacto estrecho al Viejo Mundo y el
Nuevo Mundo.
En perspectiva panorámica, un lugar como la Buenos Aires de fines del
siglo XIX y principios del siglo XX, aparece como una promesa de anonimato
y sigilo. Un universo lábil, rebosante de gente, la ciudad era el escenario de
una sociabilidad que transcurría en las calles, en los cafés y en los bares,
adonde inmigrantes y argentinos confluían en relaciones espontáneas y
fugaces.[27] Si la espesa e ininterrumpida corriente de población que llegó
al país antes de la Primera Guerra Mundial le imprimió una nueva
fisonomía a la sociedad argentina, ese cambio se hizo notar, más que en
ningún otro lugar, en Buenos Aires, donde más de la mitad de la población
estaba conformada por varones extranjeros.
Desembarcados en una ciudad desconocida que les negaba la presencia
física de la familia, esos hombres dieron forma a una sociabilidad dominada
por una moral inestable y cambiante a la que no estaban habituados en sus
lugares de origen.[28] En cambio, si miramos a Buenos Aires desde la
perspectiva de los conventillos o de los barrios étnicos, el anonimato y la
fugacidad de las relaciones callejeras, se desvanece. En el escenario
estrecho de la vida cotidiana, donde todos se conocían, era difícil sustraerse
a las miradas indiscretas y a las habladurías. El control social de los
compatriotas podía resultar tan asfixiante en una ciudad babélica como en
una aldea campesina de Europa meridional.[29] En esas circunstancias, para
las mujeres de finales del siglo XIX –a diferencia de lo que les ocurría a sus
congéneres de la colonia–, fue más sencillo vigilar a la distancia la conducta
de sus maridos y enterarse de sus lapsus morales. Incluso, si atravesaban el
Atlántico para buscarlos, podían seguir su rastro valiéndose de los
entramados sociales que replicaban a sus comunidades de origen en los
barrios de Buenos Aires.
Para los inmigrantes que se afincaban en las pequeñas ciudades y pueblos
del interior de la provincia, el control de las comunidades morales de sus
paisanos fue tan intensa como y más intensa que en los conventillos y
barrios de los grandes centros urbanos del país. Aunque la distancia, la
movilidad interna y las dificultades de comunicación contribuyeron a dilatar
la simulación de los bígamos, no siempre fue sencillo mantener el secreto ni
sustraerse a la desaprobación de los pares. Aunque habitualmente la
condena se traducía solo en habladurías y maledicencias, hubo casos en que
aquella se expresó de modo más contundente, como le ocurrió a Nicola
Ruberto.
El verano de 1890 estaba próximo cuando Giussepe Maria Finelli y
Alejandro di Lupo denunciaron ante el jefe del registro civil de Balcarce el
matrimonio ilegal de Nicola. Alegaron que lo conocían del pueblo de
Castelvetere in Val Forte, en la región de Campania, y “que saben que es
casado y que su señora Maria Teresa Bibbo aún vive allí”.[30] El
funcionario hizo la denuncia ante el juez de paz y, cuando se libró la orden
de captura, Ruberto se fugó, abandonando a su joven mujer, una muchacha
de 19 años oriunda de Ayacucho. Cuatro años después, la causa terminó
archivándose porque las autoridades no lograron dar con el paradero del
bígamo. En el pueblo se rumoreaba que había vuelto a Europa. Quizá la
esposa legítima, incapaz de trasladarse a la Argentina para litigar a su
marido, fue la que aguijoneó a sus paisanos para que lo denunciaran,
utilizando un ardid más sofisticado –o al menos más eficaz– que el de
Rafaela Fioretto. Revisando los registros de nacimiento de Castelvetere in
Val Forte posteriores a la huida de Ruberto de Balcarce, encontramos que
en el otoño de 1901, fruto del reencuentro del matrimonio, nació María
Rosaria.[31] No es posible saber si Maria Teresa se confabuló con sus
paisanos de Balcarce para que denunciaran al esposo –y de esa manera
recuperarlo– o si, al contrario, ajena a la historia de amor con la joven
criolla, esperó su regreso porque ese había sido el pacto conyugal al partir.
Un regreso que, de no mediar la delación de Finelli y De Lupo, la hubiera
transformado en una más de las numerosas “viudas blancas” que poblaban
la península.
Las historias que venimos de evocar exponen los límites –ambiguos y
móviles– de la arena afectiva transnacional creada por millones de personas
involucradas en el artificio de proximidad creado por las conversaciones
epistolares y las remesas. Probablemente, el límite más notorio era
impuesto por la dinámica cotidiana de las grandes ciudades
latinoamericanas. Gestionar en paralelo su adaptación a Buenos Aires y su
vida afectiva suspendida a la espera de un incierto reencuentro no resultó
algo sencillo para el varón migrante. El vigor de la novedad conspiraba
contra los lazos que lo unían a la esposa, los hijos, la parentela y los
paisajes materiales y simbólicos del lugar de origen. Sin la suficiente
disposición –o capacidad– para nutrir una cercanía imaginaria, poco a poco
el pasado y la presencia predominante de la familia se desdibujaban frente a
la potencia de un mundo urbano abigarrado y fugaz. El señuelo de la
libertad, las relaciones sexuales ocasionales, el atractivo de las prostitutas,
la tentación aguardando a la puerta de burdeles y bares despertaban
pasiones nuevas en ellos.
En Buenos Aires, el bar y la calle eran los espacios de sociabilidad.
Lugares para pasar el tiempo después de una jornada laboral, donde
establecer relaciones más o menos efímeras y obtener información sobre
trabajos ocasionales que mantenían a los hombres largas temporadas
alejados de la vida urbana, moviéndose de pueblo en pueblo. La calle era
más atractiva que la miserable pieza de un conventillo, al tiempo que una
carpa a la vera de una vía de tren o un galpón usado como dormitorio
colectivo de una cuadrilla de cosecheros golondrinas, difícilmente podían
emular a un hogar. Esas experiencias deben haber calado en la subjetividad
de aquellos hombres induciéndolos a recrear sus identidades y a replantear
el proyecto migratorio. Y en ese proceso, atravesado por la ambigüedad y la
tensión, la relación entre el pasado, el presente y las expectativas
cambiaban.
Si los lazos de los inmigrantes con la vida afectiva de origen dependían
en gran medida del intercambio epistolar, el derrotero de las cartas debía
seguir a la extraordinaria movilidad espacial de la mano de obra masculina.
El fenómeno de la “migración dentro de la migración” afectó a miles de
hombres que no tenían una residencia fija. En las últimas décadas del siglo
XIX, el cambio de fisonomía de la Argentina involucró una transformación
sin parangón. Se construyeron ciudades desde sus cimientos, puertos,
caminos y estaciones de tren. Una actividad febril que demandaba brazos e
impulsaba la movilidad de los inmigrantes dentro del territorio del país. Ese
contexto inestable restringió la continuidad del intercambio epistolar porque
las cartas se extraviaban en el camino o quedaban sumidas en una larga
espera en las oficinas consulares, como lo demuestra el hecho de que, a
fines del siglo XIX y comienzo del XX, El Correo Español y La Patria degli
Italiani, dos de los más importantes órganos de la prensa étnica de Buenos
Aires, publicasen con regularidad listas con los nombres de las personas
cuya correspondencia se acumulaba en los consulados de Italia y España,
instándolos a que la retirasen.
Pero la migración también imponía cambios en la vida de las esposas,
tanto de aquellas que esperaban el regreso de los maridos como de las que
aguardaban su llamada para viajar a América. A pesar de su subordinación
legal y social, en la práctica de la vida cotidiana, los roles de las mujeres se
modificaron y ampliaron a raíz de la partida de los hombres.[32] Las
responsabilidades domésticas y extradomésticas, la enfermedad (la propia y
la de sus hijos) y los cambios que la muerte imprimía en la estructura de la
familia (la de sus hijos y la de sus padres) imponían desafíos y provocaban
transformaciones en las mujeres. Andresa tuvo que hacer frente a la tisis
mudándose de Pamplona a Zaragoza, cuando Facunda tenía 9 años. Hacía
tiempo que Luis había dejado de escribirle y, probablemente, ella había
perdido la esperanza de que la mandase a llamar. Pero cuando le llegó el
rumor de que él volvería a casarse, decidió viajar. Ignoramos qué había
ocurrido en su vida para que, después de un silencio tan prolongado, se
lanzase a la búsqueda de su marido. ¿Aún estaba en Zaragoza cuando
decidió viajar? ¿Había perdido la contención de sus tíos?
Los motivos de la decisión de Rafaela tampoco son claros. Sabemos, sin
embargo, que sus padres murieron poco tiempo antes del viaje a la
Argentina, en 1899. Ese episodio estrechó su círculo afectivo y, al mismo
tiempo, la emancipó del control patriarcal. Y tal vez su parte de la herencia
en forma de una compensación en dinero le proporcionó los recursos para
costear los pasajes a Buenos Aires.[33] Hasta 1885, cuando se resistió a
cruzar el Atlántico, Rafaela concebía a la migración de su marido como un
medio de mejoramiento económico que no necesariamente tenía que
involucrar la movilidad de toda la familia. Pero catorce años más tarde,
cuando su hijo era casi un adulto y sus progenitores habían desaparecido, su
idea del desarraigo parece haber mutado.
Un delicado entrecruzamiento de situaciones –algunas imprevisibles y
otras deliberadas– provocaba cambios en la vida de las mujeres. Entonces,
las promesas y los proyectos comunes acordados con sus maridos en el
momento de la partida debían renegociarse o resignificarse. En ausencia de
sus esposos, muchas de ellas permanecieron sujetas al control de sus padres
y suegros, una vigilancia con la que los hombres morigeraban la ansiedad
sobre la conducta sexual y la fidelidad de sus esposas.[34] Pero
paradójicamente, la migración de los maridos ampliaba los espacios de
autonomía, ya sea porque los hombres les confiaban numerosas tareas
extradomésticas o porque al abandonarlas, ellas debían afrontar mayores
cargas de trabajo fuera del hogar.
Sin embargo, cuando aquellas mujeres perdían el rastro de los migrantes
o cuando se enteraban de que las habían traicionado, no resultaba sencillo
cruzar el Atlántico, dar con sus paraderos y además demandarlos
judicialmente. En algunas regiones europeas como Galicia y el sur de Italia
y Portugal era corriente el uso de expresiones como “viudas de los vivos” o
“viudas de blanco”.[35] Aunque las dos expresiones aluden más al estado
liminar entre la migración del marido y la reunificación de la familia que a
las mujeres traicionadas, es válido preguntarse cuántas de ellas serían
esposas traicionadas que no dispusieron de los recursos materiales
necesarios para encarar el cruce del océano, que no lograron obtener
pasaportes sin autorización marital y por eso no pudieron viajar o que,
simplemente, no quisieron pagar los costos del desarraigo y terminaron
olvidando a sus maridos desmemoriados. Pero el olvido no siempre tenía la
forma de la resignación, porque la viudez de las abandonadas no era una
elección individual sino un recurso semántico con el que las comunidades
ejercían control sobre la sexualidad femenina. Pero debajo del adusto atavío
de aquellas mujeres se ocultaban cuerpos jóvenes apremiados por
necesidades sexuales, materiales y emocionales que el adulterio y el
concubinato podían satisfacer ya que, como los viudos de vivas, las viudas
de vivos tampoco podían casarse.

Notas
1 Devoto, Fernando, Historia de la inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003,
pp. 247-249.
2 El concepto hace referencia a la circulación asimétrica o recíproca de mecanismos de cuidado y
sustento en la familia transnacional que favorecen la conexión afectiva durante el tiempo de
separación y espera. Sin embargo, el trabajo de esperar no siempre refuerza los vínculos sino que,
en el caso particular de los matrimonios, puede debilitarlos. Al respecto, véanse Kwon, June Hee,
“The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational Migration”, Cultural
Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, pp. 480 y 481; Baldassar, Loretta y Laura Merla, “Locating
Transnational Care Circulation in Migration and Family Studies”, en Baldassar, Loretta y Laura
Merla (eds.), Transnational Families, Migration, and the Circulation of Care: Understanding
Mobility and Absence in Family Life, Londres, Routledge, 2013, pp. 25-58.
3 La noción de objetos emocionales alude a las relaciones recíprocas en las que el contacto con los
objetos (“cosas” del mundo material) condiciona los sentimientos de los sujetos. Los objetos
configuran las emociones y, a la vez, las emociones dan forma a los objetos. Un papel oficial
como la partida de matrimonio puede ser un objeto sentimentalmente anodino, pero también
puede transfigurarse cargándose de dolor o de rencor cuando representa a la ruptura del vínculo o
a la traición del cónyuge. Véase Downes, Stephanie, Sally Holloway y Sara Randles (eds.),
Feeling Things. Objects and Emotions Through History, Oxford, Oxford University Press, 2018;
Zaragoza Bernal, Juan Manuel, “Ampliar el marco. Hacia una historia material de las emociones”,
Vínculos de Historia, Nº 4, 2015, pp. 28-40.
4 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 183-27-4-1875.
5 Parroquia Nuestra Señora de Dolores, Bautismos 1876-1877,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XJ9X-Z56>.
6 Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Justicia Criminal, Departamento Capital, 351-
2-1880. Todas las citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que
se indique lo contrario.
7 La prisión preventiva fue la regla para estos casos. Sobre el uso de esta práctica, véase Sedeillan,
Gisela, La justicia penal en la provincia de Buenos Aires. Instituciones, prácticas y codificaciones
del derecho (1877-1906), Buenos Aires, Biblos, 2012.
8 Cuando se sustanció el caso que estamos relatando, estaba vigente el Código Penal de Carlos
Tejedor. El artículo 268 imponía una pena de tres años de reclusión para quien cometiera el delito
de bigamia. El Código de 1886 ampliaría la pena a un rango de entre tres y seis años, y en el
artículo 149, establecía que el contrayente doloso pagara una multa a favor de la mujer engañada.
En la Ley de Reformas de 1903, la reclusión se estableció en un rango de tres a diez años.
9 Archivo Histórico Municipal de Tandil, Carta del Mayor Paulino Amarante dirigida al Juez de Paz
de Tandil, 31/7/1864.
10 Parroquia Nuestra Señora de los Dolores, Libro de Bautismos 1858-1859,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XNMV-426>.
11 Yangilevich, Melina, “Construir Poder en la Frontera. José Benito Machado”, en Mandrini, Raúl,
Vivir entre dos mundos. Las fronteras del Sur de la Argentina. Siglos XVIII y XIX, Buenos Aires,
Taurus, pp. 195-226.
12 Es probable que los vínculos de su suegro influyeran en su cambio de condición de peón de
ferrocarril a policía rural.
13 República Argentina, Segundo Censo Nacional de Población, 1895, Justina Amarante de Aldaz,
1895; Sección 21, Subdivisión 33, Ciudad de Buenos Aires,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWWD-GN9>.
14 Roncoroni, Atilio, Historia del Municipio de Dolores, Dolores, Edición de la Municipalidad de
Dolores, 1967, pp. 43-47.
15 Boissevain, Jeremy, Friends of Friends. Networks, Manipulators and Coalitions, Nueva York, St.
Martin’s Press, 1974.
16 En los expedientes que forman nuestro corpus, notamos que los fiscales tendían a solicitar
condenas por ambos delitos, pero los jueces (de primera y segunda instancia) desestimaban el
adulterio como agravante y las penas promedio no excedían los tres años de prisión.
17 República Argentina, Segundo Censo…, op. cit.; Andresa B. de Aldás, Sección 01, Población
urbana, La Plata, <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWW2-PQN>.
18 Frevert, Ute, Emotions in History Lost and Found, Budapest y Nueva York, Central European
University Press, 2011, pp. 87-88. Véanse también Gayol, Sandra, Honor y duelo en la Argentina
moderna, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008; Pitt-Rivers, Julian, “La enfermedad del honor”,
Anuario IHES, Nº 14, 1999, pp. 235-245.
19 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, C28-1884. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
20 En 1880, en el Libro de Bautismo de la Parroquia Inmaculada Concepción de la Ciudad de
Buenos Aires, Angela Conforti fue registrada como hija legítima de Nicola y de María Ingenito
(su segunda esposa), <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XN89-NHJ>.
21 Parroquia Nuestra Señora de Balvanera, Libro de Matrimonios 1885,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:V68Q-D2X>.
22 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, B89-1901. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
23 De Filippis, Mario, Storia, società, istituzioni, fede e pietà popolare a Marano Marchesato. La
chiesa parrocchiale di Santa Maria del Carmine, Consenza, Progetto 2000, 2000.
24 Marano Marchesato, Civil Records, 1879-1910, <http://www.rootsweb.ancestry.com>.
25 Sobre las relaciones conyugales de los inmigrantes y sus concepciones del amor y el matrimonio,
véase Borges, Marcelo, “For the good of the family: migratory strategies and affective language in
Portugues emigrant letters, 1870s-1920s”, The History of the Family, vol. 21, Nº 3, 2016, pp. 373
y siguientes.
26 Véase Boyer, Richard, Lives of the Bigamists. Marriage, Family and Community in Colonial
Mexico, Albuquerque, University of New Mexico Press, 2001; Ghirardi, Mónica, Matrimonios y
familia en Córdoba. Prácticas y representaciones, Córdoba, Centro de Estudios Avanzados,
Universidad Nacional de Córdoba, 2004.
27 Gayol, Sandra, Sociabilidad en Buenos Aires. Hombres, honor y cafés, 1862-1910, Buenos Aires,
Del Signo, 2000.
28 Ben, Pablo, “La ciudad del pecado: moral sexual de las clases populares en la Buenos Aires del
900”, en Barrancos, Dora, Donna Guy y Adriana Valobra (eds.), Moralidades y comportamientos
sexuales. Argentina 1880-2011, Buenos Aires, Biblos, 2014, pp. 95-113.
29 Sobre habladurías y control social, véase Harney, Robert F., “Men Without Women: Italian
Migrants in Canada, 1885-1930”, en Boyd, Betty, Robert Caroli, Robert F. Harney y Lydio F.
Tomasi (eds.), The Italian Immigrant Woman in North America, Toronto, Multicultural History
Society of Ontario, 1977, pp. 79-101.
30 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 97-133-6-1891.
31 Registro Civil, Benevento, Castelvetere in Val Forte, 1810-1942,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:QLK5-MR6P>.
32 Sobre los cambios en el papel de la mujer después de la migración, véase Calabrese, Victoria,
“Land of Women: Basilicata, Emigration, and the Women Who Remained Behind, 1880-1914”,
tesis doctoral, CUNY Academic Works, 2017, <https://academicworks.cuny.edu/gc_etds/2101>;
Cole, Sally, Women of the Praia: Work and Live in a Portuguese Coastal Community, Princeton,
Princeton University Press, 1986; Piselli, Fortunata, Parentela ed emigrazione. Mutamenti e
continuità in una comunità calabrese, Turín, Einaudi, 1981; Reeder, Linda, Widows in White.
Migration and Transformation of Rural Italian Women, Sicily, 1880-1920, Toronto, Toronto
University Press, 2003; Tirabassi, Maddalena, “Le emigrante italiane: dalla ricerca locale a quella
globale”, en Sanfilippo, Matteo (ed.), Emigrazione e Storia d’Italia, Cozenza, Pellegrini, 2003,
pp. 179-180.
33 Aunque no he encontrado evidencia en este sentido, es bien conocido que tras la unificación y la
imposición del Código Civil, en el sur de Italia el reparto igualitario de la herencia entre varones y
mujeres era la regla. Sin embargo, en las zonas de pequeña propiedad rural, un complejo de
estrategias sucesorias garantizaba la integridad de las parcelas. Una de esas estrategias era la
compensación monetaria de las herederas. Véase De Clementi, Andreina, “Gender relations and
migration strategies in the Rural Italian South: Land, Inheritance and Marriage Market”, en
Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and transnational lives: italian
workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp. 76-105.
34 Reeder, Linda, “When Men Left Sutera. Sicilian Women and Mass Migration, 1880-1920”, en
Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and transnational lives: italian
workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp. 45-75.
35 Brettell, Caroline, Men Who Migrate, Women who Wait. Population and History in a Portuguese
Parish, Princeton, Princeton University Press, 1986; Cagiao Vila, Pilar, “Género y emigración: las
mujeres inmigrantes gallegas en la Argentina”, en Nuñez Seixas, Xosé M. (ed.), La Galicia
Austral. La inmigración gallega en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2001; Reeder, Linda,
Widows in White…, op. cit.
Capítulo II
Quebrantar los deberes sagrados
En el tránsito entre los siglos XIX y XX, el debate sobre las consecuencias
del drenaje de población provocado por la escalada del número de hombres
jóvenes que partían hacia América enfrentó a la dirigencia política e
intelectual en diversos puntos de Europa. En el sur de Italia, por ejemplo,
los sectores liberales apoyaban la emigración en la expectativa de que las
remesas y el regreso de los migrantes con dinero inyectaran divisas
convertibles en las regiones más atrasadas de la península, acelerando su
transición hacia el capitalismo industrial. Mientras que los argumentos
liberales se sostenían en la imagen del migrante temporario que después de
un tiempo de sacrificio, austeridad y ahorro regresaba al hogar con el fruto
de su experiencia americana, los sectores conservadores representaban a la
migración como un éxodo. La partida irreversible de los hombres era
percibida como una fuerza degenerativa que afectaba tanto a la estructura
productiva como a la moral social. Los conservadores reclamaban políticas
restrictivas al Estado, esgrimiendo una doble preocupación: la disminución
de la oferta de brazos en el mercado laboral y el aumento de esposas e hijos
desamparados. Imágenes de mujeres y niños llorando en los andenes de las
estaciones de tren, clamando para que los hombres no los dejaran solos,
nutrían el discurso conservador. La figura de la esposa abandonada fue la
excusa para presentar un panorama familiar disoluto y un mapa moral
acechado por el libertinaje sexual, el adulterio, los nacimientos ilegítimos,
el aborto y el infanticidio.
Sin duda, tanto los diagnósticos favorables de los liberales como los
presagios desconsolados de los conservadores exageraban los efectos de la
migración. Ni la mayoría de los hombres regresó con dinero, ni todas las
mujeres fueron abandonadas, aunque el abandono formó parte de la
experiencia migratoria y el adulterio fue una de sus manifestaciones. A
través de él las mujeres de los migrantes gestionaron la traición, la soledad,
la miseria y el desamor. Sin embargo, la protección de los brazos de otro
hombre no fue solo un refugio para las esposas abandonadas. Como
veremos en las páginas que siguen, cuando los cónyuges se reencontraban
porque la mujer acudía al llamado del marido, no siempre era posible
restablecer el vínculo, y la confrontación de las expectativas materiales y
emocionales con la realidad solía redundar en frustración, reproches y
conflicto conyugal. De este lado del Atlántico, las esposas de los
inmigrantes experimentaban otras formas de abandono, soledad y miseria.
Como en sus lugares de origen, en la nueva sociedad el repertorio de
alternativas a un matrimonio mal avenido era también muy exiguo, aunque
es cierto que en una sociedad con altas tasas de masculinidad como la
Argentina del cambio de siglo, había más brazos para cobijarse.
Entre 1880 y principios de los 1900, en las órdenes de captura de la
policía de la provincia de Buenos Aires, el grueso de las mujeres adultas
prófugas eran extranjeras a las que sus maridos habían denunciado por huir
del hogar marital.[1] Algunas se marchaban solas y otras en compañía de
sus amantes. Así, en octubre 1883, el esposo de Ana Sissel, una suiza de 35
años, denunció la fuga de su mujer en la comisaría de Rauch. Un mes más
tarde, Redegunda Cappioli de Caccia, una italiana de 41, “blanca, pálida y
de ojos castaños”, fue denunciada en la comisaría de Tres Arroyos por su
marido, quien afirmó que su mujer había huido porque estaba “demente”.
Tres años más tarde, en el mismo partido bonaerense, inducida por su
amante, la vasca Prudencia Jarrau le robó dinero al esposo y se fugó del
hogar llevándose al hijo de ambos, de 16 meses. A mediados de la década
de 1890, la italiana Lucia Marzorini, una mujer de 27 años cuya seña
particular era su “diente partido”, era denunciada por haber “abandonado el
hogar en compañía de otro hombre”.[2]
La información de las órdenes del día es apenas una fotografía desvaída
de un momento crítico de la relación conyugal, sobre el que nos informa de
manera escueta la voz de un marido traicionado doblada por el agente de
policía que le tomó la denuncia. A través de estos partes diarios, no es
posible descubrir los motivos de la mujer, recrear el desenlace de esas
historias matrimoniales ni aprehender las experiencias emocionales de las
evadidas y de sus esposos abandonados. Una variedad de conjeturas podrían
explicar por qué las mujeres dejaban a los maridos: el sufrimiento
emocional en un hogar autoritario, la violencia física, la incapacidad de
recrear una semántica amorosa común después de años de separación o la
existencia de márgenes para la navegación íntima de los sentimientos que
transformaban al adulterio en un refugio emocional.
Aunque las órdenes de captura son parcas, la regularidad de las denuncias
de fuga muestra que se trataba de una práctica extendida entre las mujeres
inmigrantes.[3] Y si es difícil sostener que la infidelidad fue la razón de
todas esas reacciones osadas, el cruce de estas fuentes con los expedientes
judiciales de adulterio permite alumbrar el lado sombrío de la vida
matrimonial en tiempos de migración e indagar en las consecuencias
emocionales de la movilidad espacial, las separaciones prolongadas y las
esperanzas malogradas.

Venganza
En septiembre de 1892, Pedro Lamar, un jornalero italiano de 37 años que
llevaba un lustro viviendo en Miramar, se presentó a la comisaría del pueblo
y expuso que:

Desconfiando que su mujer le era infiel con su hermano Nicolás Lamar, el día once del
corriente se ocultó en la cocina de la casa que habita para cerciorarse de su desconfianza, que
como a las dos de la tarde de ese día vio penetrar a su hermano Nicolás al cuarto de su mujer y
comprobó el hecho que viene a denunciar, asegurando haberlos encontrado in fraganti para lo
que pide el castigo al que se han hecho acreedores solicitando al mismo tiempo que sea quitado
el hijo que con esta mujer tiene y depositado en poder de Don Francisco Azcona, vecino de
reconocida responsabilidad.[4]

Hacía apenas dos meses que Felisa Castellani y Nicolás Lamar habían
llegado a la Argentina. Cuando en 1886 su marido emigró, Felisa –que
llevaba casi dos años de matrimonio– y su hijo de tres meses quedaron al
cuidado de la familia de Pedro. Como la casa resultaba pequeña para
albergar a tanta gente, los nuevos moradores tuvieron que compartir la pieza
con el cuñado. Como era usual, el esposo se comprometió a enviar dinero
desde la Argentina. Sin embargo, según declaró Felisa en el juzgado, con la
excusa de que lo que ganaba apenas le alcanzaba para sostenerse, “nunca
mandó nada […] su partida [me] habría sumido en el abandono y la miseria
de no haber tenido la ayuda de Nicolás”.
En Italia de fines de siglo XIX, la emigración generó oportunidades
económicas y nuevas formas de riqueza, pero a la vez, los profundos
cambios sociales provocados por la partida de los hombres acarrearon
desasosiego, tanto entre quienes se marchaban como entre aquellos que
permanecían. Los migrantes temían perder poder sobre sus esposas y por
esa razón las dejaban en custodia de suegros, padres o hermanos. Esa
supervisión masculina constituía una salvaguarda material que aseguraba la
supervivencia de la mujer y la prole y, a la vez, era una manera de
morigerar el miedo a la infidelidad femenina. El honor y el capital social de
un hombre dependían tanto de la sumisión y la demostración de obediencia
de la esposa y de los hijos, como de su habilidad para sostenerlos
económicamente. Aunque los migrantes depositaban parte de esa
responsabilidad en los varones de la familia que se quedaban en la
península, se trataba de una situación temporaria, porque se esperaba que el
marido enviase remesas. De manera que, si el hombre no lograba satisfacer
esa expectativa social, todo el andamiaje del sistema de honor se
desmoronaba.[5] Posiblemente fue eso lo que le ocurrió a Pedro Lamar. En
un entramado cultural en el que la masculinidad estaba asociada a la imagen
del varón proveedor, las pocas cartas que le envió a Felisa –en las que según
ella declaró: “no había buenas noticias sino pretextos”–, lejos de excusarlo,
lesionaron su reputación. De hecho, cuando Nicolás fue indagado,
reconoció haber mantenido una “relación ilícita” con su cuñada, pero se
defendió diciendo que “como no podía permitir que viviesen en la miseria
se hizo cargo de Castellani y de su hijo Domenico ayudándolos como podía
[…] y después tomó el lugar que el hermano dejó”.
Felisa también reconoció el delito que se le imputaba y sus argumentos
no fueron muy diferentes de los de Nicolás. Describió a Pedro como un
hombre sin responsabilidad, que no cumplió con su palabra y que la dejó
materialmente abandonada,

[…] en una extrema circunstancia que me obligó primero a aceptar que Nicola me mantuviera
a mí y a mi hijo, hasta que después dejé que me visitara por las noches y terminé faltando a mis
deberes de esposa.

En aquella época, las historias de adulterio femenino, de mujeres y niños


sumidos en la miseria porque el padre de la familia había partido hacia
América, o de esposas abandonadas que terminaban prostituyéndose para
sobrevivir, eran moneda corriente en la opinión pública italiana y solían ser
amplificadas por la prensa.[6] En el cambio de siglo, los diarios reportaban
historias de migrantes que al volver a Italia descubrían la infidelidad de sus
esposas y terminaban asesinando a los amantes. Las crónicas periodísticas
de esos hechos de sangre solían demostrar simpatía hacia el perpetrador y,
calificados como crímenes de honor, se alineaban con los discursos
conservadores sobre el alto precio que la sociedad pagaba por la masiva
partida de los hombres. Los comentaristas de la época también aludían con
frecuencia a otra de las secuelas de la fiebre migratoria: los hijos ilegítimos,
símbolos del doble quebrantamiento moral de la masculinidad, por el
adulterio y por el embarazo. Aunque, a diferencia de los protagonistas de
las historias reportadas en la prensa peninsular, Pedro Lamar no regresó a
Italia, poco después de descubrir la infidelidad de su esposa se enteró de
que ella estaba encinta y que el hijo que esperaba era de Nicolás.
El expediente es lacónico y por eso resulta difícil descubrir los motivos
que trajeron a Felisa y a su cuñado a la Argentina. Aunque podemos
conjeturar que Pedro llamó a su mujer porque en su testimonio ante la
justicia declaró que le había prometido a Felisa que la traería a la Argentina
cuando se hiciera con el dinero para comprar los pasajes. Quizá fue ella la
que le pidió que Nicolás la acompañase. Si él tenía los recursos para costear
el viaje, podía argüir que su situación laboral en Italia no era buena y que
deseaba probar suerte cruzando el Atlántico. Asimismo, ofrecerse a escoltar
a su cuñada y a su pequeño sobrino en una travesía riesgosa para una mujer
sola constituía una razón de suficiente peso para convencer a Pedro. Sin
embargo, también es posible que el embarazo apurase la salida de los
amantes de Italia, donde la llegada de un hijo ilegítimo ponía en riesgo la
honra de los Lamar en la comunidad. Si la mujer lograba llegar a tiempo a
la Argentina, el hijo que esperaba sería reconocido por su esposo, quien
quizá nunca se enterase de que era fruto de un adulterio. Seguramente, los
suegros de Felisa y los otros hermanos de Pedro no ignoraban el “trato
ilícito” de la mujer con Nicolás, pero lo manejaban con sigilo para
resguardarse de la mirada escrutadora y las habladurías de vecinos y
conocidos. Sin embargo, el embarazo sacaría a la luz el adulterio y, además,
revelaría una cadena de complicidades y de deslealtades familiares.
Mostrarse incapaces de velar por la conducta decorosa de Felisa
deshonraría a los padres y a los hermanos de Pedro ante los demás varones
de la comunidad. Por eso, era preciso que los amantes se marcharan antes
de que el embarazo fuera evidente.
El delito de Felisa y Nicolás fue descubierto en una sociedad donde la
concepción de la fidelidad de la mujer y el honor del varón no era muy
diferente de la que regía en Italia. En la Argentina del siglo XIX, el adulterio
femenino era considerado el fruto de una sensualidad “casi insana o la
consecuencia de la codicia expresada en el más brutal egoísmo”.[7] La
inconducta de la adúltera debía ser castigada porque una mujer infiel
sacrificaba el amor y la reputación de su esposo, la estabilidad del hogar y
el bienestar de los hijos, con el solo fin de satisfacer sus deseos y su
ambición. No importaban las razones, si había caído tentada por la carne o
movida por la ira al descubrir la infidelidad de su marido, nada la
exculpaba. El “pecado” de querer a una tercera persona era irredimible,
porque el adulterio de la esposa destruía la ilusión del marido de que él era
el único poseedor de su corazón. Adicionalmente, la infidelidad hería el
honor del varón transformándolo en objeto de desprecio de sus congéneres.
Si el adulterio terminaba en un embarazo, al problema del querer y del
honor venía a sumarse el del linaje. La mujer debía mantener el decoro y la
castidad no solo porque constituían dos virtudes primarias de su género,
sino porque entrar en tratos ilícitos acarreaba consecuencias que la
infidelidad del hombre no tenía.
En ese contexto cultural y legal, a Pedro no le resultó difícil lograr que la
esposa y su cómplice fuesen encarcelados. El proceso duró algo menos de
un año y, como veremos, fue interrumpido por el querellante. Durante ese
tiempo, Felisa y Nicolás permanecieron detenidos en la cárcel de Dolores.
Cuando la adúltera cursaba el séptimo mes de embarazo, el médico de la
prisión solicitó que fuese trasladada al hospital. Pedro fue notificado de que
la salud de su esposa se había deteriorado “estando pálida y débil por
negarse a comer […] ha tenido fiebre y desvanecimientos”. Sin embargo, la
noticia no pareció perturbarlo ni despertarle compasión. Seis semanas más
tarde, Felisa dio a luz a una niña y recién un mes después del
alumbramiento Pedro retiró los cargos.
Incapaz de recuperar a su esposa, el sistema judicial le había permitido
escarmentar a la adúltera con un castigo breve pero doloroso. Una recién
llegada que no hablaba castellano, la mujer fue encarcelada cursando un
embarazo y separada del hombre con el que había mantenido intimidad
durante los últimos años. Nicolás ya no podía contenerla porque también
había perdido la libertad. Felisa dependía enteramente de la voluntad de
Pedro, quien con el correctivo buscó acallar la ira que le había despertado la
traición de su mujer y de su hermano, recuperar el honor a través de una
acción pública y satisfacer su ansia de represalia. Como sostiene Robert
Solomon, la venganza es una emoción potente e intensa y, a la vez, fría,
porque tiene un “núcleo de racionalidad” a partir del cual el ofendido
articula una estrategia.[8] Aunque el autor prefiera no referirse a la
venganza como a “un complejo de varias emociones”, es innegable que
existe una secuencia emocional que involucra primero a la ira, que provoca
el resentimiento y a cuyo amparo crece un deseo de revancha. Es cierto que
ni la ira ni la revancha constituyen por sí solas venganza, porque aunque el
ofendido se exprese con indignación o con un estallido de rabia (grita, la
piel se enrojece, aprieta los dientes y siente que su temperatura aumenta), la
venganza es reflexiva y racional, al menos en sentido instrumental, en su
búsqueda de satisfacción. Sin embargo, el cálculo y la frialdad no son
incompatibles con la potencia y la intensidad de la emoción.
Impulsado por la indignación y la ira, en su denuncia Pedro había pedido
que los delincuentes recibieran el castigo del que se “han hecho
acreedores”, una condena proporcional a la ofensa. El Código Penal de
entonces preveía una pena de uno a tres años de reclusión para la mujer
adúltera y el mismo tiempo de destierro para su cómplice. Sin embargo, la
solicitud de remisión que el querellante presentó al juez terminó liberando a
los ofensores antes de la sentencia. Que su esposa fuera privada de la
libertad y que en esa condición diera a luz parece haber aplacado la ira y
satisfecho el deseo de revancha. La venganza de la prisión preventiva fue
una retribución suficiente para el marido ofendido.
Los amantes se fueron de Miramar. En algún momento entre fines de
noviembre de 1892 –cuando recuperaron la libertad– y mayo de 1895 –
cuando se realizó el segundo censo nacional de población–, Nicolás y
Felisa, junto con Domingo (el hijo que la mujer había tenido con Pedro en
Italia) y Rosalía (la hija que tuvo con Nicolás) se afincaron en Buenos
Aires. Cuando el censista los registró, los cuatro vivían en Balvanera.
Nicolás declaró ser jornalero y estar “casado” desde hacía nueve años con
Felisa.[9] Fuera del encuadre de esa fotografía censal que los retrató como
una familia corriente, yacía una intrincada historia de cariño y desamor, de
ira y revancha, de pasión y razón. De venganza.

Vergüenza
Pocos meses después de que Felisa y Nicolás fueran puestos en libertad,
Domingo Gongeiro se presentó en la comisaría de Dolores denunciando que
su mujer, Josefa Alois, se había fugado en compañía de su amante, Luis
Álvarez, llevándose “todas sus ropas y también las mías en un baúl y
trescientos pesos que de mis ahorros tenía”.[10] El denunciante también
ofreció datos sobre el paradero de su mujer: “una estancia en los montes de
Tordillo en la que Álvarez es puestero”. Domingo dijo que ignoraba los
motivos de la conducta “ilícita” de Josefa “porque jamás falté a mis deberes
de esposo”. Sin embargo, no era la primera vez que la mujer lo abandonaba.
Dos años antes, en el verano de 1891, cuando el matrimonio vivía en
Buenos Aires, ella se evadió con otro hombre y, aunque Domingo denunció
su fuga, cuando la policía “la devolvió al hogar marital” prefirió perdonarla.
Pero ante la conducta reincidente, el hombre cambió de parecer y presentó
una demanda por adulterio, que lo obligó a comprobar que estaba
legalmente casado con Josefa. Aunque hacía cinco años que habían
contraído matrimonio, Domingo no tenía cómo certificarlo porque la
documentación había quedado en España y –según arguyó– no contaba con
medios para solicitar que se la enviaran. Entonces, el juez aceptó su pedido
de “suplir los documentos con testimonios” y el querellante presentó cuatro
testigos que, además de ser compatriotas, eran sus compañeros de trabajo en
una casa de acopio del pueblo.
¿Qué sintió el marido al verse obligado a acudir a sus paisanos para que
lo auxiliaran en aquel trámite? ¿Qué opinarían los testigos del trance de su
compatriota? Seguramente, compartir la intimidad de su relación conyugal
fue vergonzoso para Domingo. Sin embargo, formar parte de una
comunidad emocional que valoraba el honor masculino, si no lo ponía a
salvo de habladurías y comentarios malintencionados, seguramente le
ayudaba a morigerar el bochorno.[11] Sus paisanos, ¿sabían que Josefa
había tenido un amorío en Buenos Aires? ¿Fueron ellos los que, a sabiendas
de que Domingo la había perdonado en aquella ocasión, le aconsejaron que
esta vez buscase reparación en la justicia? ¿Qué fin perseguía Domingo con
la demanda? ¿Quería avergonzar a la adúltera? ¿Deseaba que ella mostrase
remordimiento? O como Pedro Lamar, ¿buscaba en la ley un recurso para
satisfacer su deseo de venganza? Aunque todas estas emociones confluyen
en proporciones variables en los expedientes de adulterio, en este
predomina la vergüenza, una emoción social que se activa a raíz de las
necesidades específicas de un individuo –o una comunidad– para sostener
ciertos valores como el honor.[12]
Cuando Domingo perdonó el primer desliz de Josefa no lo hizo ni como
un gesto de generosidad y cariño con el que intentaba salvaguardar su
matrimonio ni como un acto piadoso hacia la adúltera. La vergüenza de
quedar expuesto ante sus vecinos del conventillo donde había vivido desde
su arribo a la Argentina (y que poco tiempo atrás se había transformado en
el lugar de reencuentro con su mujer) seguramente motivó su gesto
indulgente, detrás del que ocultaba sus desavenencias matrimoniales y
resguardaba su reputación. Pero en la intimidad, Domingo buscó en la
agresión física una compensación al daño causado por la conducta
indecorosa de Josefa. Cuando la adúltera fue capturada en su segunda fuga,
los Gongeiro llevaban tres años viviendo en Dolores. La mujer aseveró que
no era cierto que en el matrimonio reinaba la armonía –como había
declarado el marido–, sino que al contrario, Domingo la golpeaba y la
amenazaba con armas desde que vivían en Buenos Aires. Josefa confesó
que mantenía una relación íntima con Álvarez desde hacía seis meses y que
pocas semanas antes de su captura se había radicado con él en Tordillo, “no
porque deseara fugarse del hogar sino porque [el marido] la había echado
después de amenazarla de muerte con un fusil”.
La adúltera expuso que, “así como lo hizo en Buenos Aires, [Domingo]
continuó golpeándola en Dolores”. Como el cuerpo le quedaba amoratado y
la cara desfigurada, ella permanecía “durante días encerrada en la casa por
sentir vergüenza de que la gente [la] viese en ese estado”. Josefa agregó que
el bochorno era mayor en “un lugar como este [Dolores] donde muchos
españoles conocen a [mi] esposo”. Entre éstos últimos estaba Álvarez, el
hombre con el que Josefa huyó a Tordillo. Este trabajador rural de 32 años
declaró que Domingo le había presentado a su esposa pero, aunque la
relación con [ella] no era de “tanta confianza ni amistad como la que
mantiene con el marido […] hará como cuatro meses le confesó que el
esposo la amenazaba con matarla por un antiguo rencor que tiene”.
Desde entonces, Luis se había transformado en el “confesor de la pobre
mujer”, hasta que una tarde en que la encontró “por azar” en el pueblo, ella
le pidió que “como paisano y conocido la llevara a su lado para protegerla y
desde entonces vive con ella”. Ignoramos si Josefa se explayó sobre el
antiguo rencor al que alude el cómplice en la declaración o si este llegó a
saber que ella se había fugado en Buenos Aires. Pero más allá de si Josefa
se sinceró completamente con Álvarez o si prefirió soslayar los detalles de
su pasado, el rencor del que le habló seguramente refería a aquel episodio.
Cuando Domingo fue citado a declarar, también aludió a la vergüenza
que sentía porque su esposa había expuesto en actos y palabras la intimidad
de su relación con Álvarez, “abrazándose y besándose a la vista de todos y
viviendo en la casa de su cómplice como concubina”. Esa emoción también
fue crucial en el escrito del abogado del esposo traicionado. En términos del
letrado, la conducta de Josefa estaba:

[…] plagada de hechos indecorosos que humillan la hombría de mi cliente […] al abandonar
sus deberes sagrados [Josefa] manchó ignominiosamente el nombre que le diera el padre de su
hijo [con] injurias y escenas bacanales [que] sería de poco decoro mencionar aquí [porque]
hasta la pluma se resiste a describir esos hechos vergonzosos.

Más que un menoscabo a la autoridad masculina, los “tratos ilícitos” de


Josefa constituyeron un asalto a la reputación social del marido. La decisión
de perdonarla después de la primera fuga, fungió como una estrategia para
poner a salvo al matrimonio de los ruinosos costos morales y emocionales
de la exposición pública de la infidelidad. Quizá en aquella ocasión a
Domingo le resultó más sencillo ocultar lo ocurrido. Fue un episodio fugaz.
La mujer huyó, él presentó la denuncia, al cabo de pocos días la policía “la
devolvió al hogar” y ambos retomaron una rutina conyugal detrás de la que
se ocultaba el maltrato con el que el marido canalizaba el rencor y mantenía
a raya la conducta de su esposa.
Aunque la mudanza a Dolores no parece haber alterado la dinámica de la
relación matrimonial, volvió más vulnerable a Josefa. En el tribunal, el
abogado afirmó que su defendida “no tiene familiares en esta localidad
encontrándose en soledad para enfrentar la brutalidad del esposo”. Quizá
esto explique por qué Josefa recurrió al mismo patrón de conducta,
fugándose de su matrimonio mal avenido y violento. Sin parientes ni
amistades a los que acudir, Álvarez, un joven compatriota soltero al que
frecuentaba en su propia casa, volvió a habilitar al adulterio como una vía
de escape. Sin embargo, la reiteración de una conducta que había terminado
encerrándola en un espiral de maltrato no aseguraba (ni a Josefa ni a otras
adúlteras en cuyas historias se inspira este libro) libertad emocional. En la
mayoría de los procesos, los maridos terminaban –como lo hizo Pedro
Lamar– perdonando a las adúlteras.[13] Pero, aunque es muy difícil rastrear
el rumbo que los matrimonios tomaban una vez que la causa llegaba a su
fin, a partir de la escasa evidencia disponible no parece aventurado
conjeturar que el desenlace de la historia de Felisa Lamar no constituyó la
regla.[14] La remisión no garantizaba la conclusión del sufrimiento
emocional de las mujeres. La fuga y el adulterio eran solo destellos de
libertad, fugaces refugios emocionales de los que la policía y la justicia las
sustraían para devolverlas a hogares autoritarios y patriarcales.
El historiador de las emociones William Reedy sostiene que las
expresiones emocionales son traducciones verbalizadas de otras formas
sensoriales “y también son creaciones, son intentos de sentir lo que uno dice
que siente”.[15] Es decir que las emociones se construyen[16] pero también
se gestionan, porque las normativas y los estándares no determinan por
entero los estilos emocionales. Frente a las perspectivas analíticas que
conciben a las emociones como social y culturalmente construidas, la
navegación de los sentimientos de la que habla Reddy recupera la agencia
al reconocer la capacidad de los actores históricos de encontrar un espacio
para la ruptura del régimen emocional hegemónico. Eso es posible porque
las expresiones emocionales no son ni totalmente naturales ni
completamente construidas. La tensión entre la construcción y la
adecuación genera sufrimiento emocional, pero la navegación
eventualmente permite desembocar en un refugio emocional, donde los
estilos hegemónicos se relajan y los individuos (o los grupos subordinados)
gozan de libertad para expresar emociones que están fuera de la norma
dominante.[17]
Sin soslayar que este esquema ha sido objetado tanto por su excesivo
énfasis en la expresión verbal de las emociones como por la agregación a
gran escala del concepto de régimen (que se confunde con el ideal de
Estado-nación moderno),[18] los conceptos de navegación, sufrimiento,
libertad y refugio resultan apropiados para pensar el caso de Josefa. Como
veremos en el capítulo siguiente, numerosas mujeres denunciaron por
lesiones a sus maridos golpeadores y los expusieron en comisarías y
tribunales valiéndose del litigio para frenar la violencia ejercida sobre sus
cuerpos, pero también como expresión de la gestión de sus emociones, de
una navegación emocional –entre el cariño, el miedo y rencor– a través de
la que intentaban abrir un intersticio entre estándares y estilos emocionales
hegemónicos donde aliviar el sufrimiento. Sin embargo, la mayor parte de
las veces, solo se alcanzaban resultados endebles, porque muchas denuncias
no prosperaban o porque las condenas eran muy leves y el regreso del
marido al hogar, lejos de morigerar la violencia, solía recrudecerla. El
autoritarismo generaba ingentes cantidades de sufrimiento emocional, y
aunque esa situación potenciara la navegación de los sentimientos,
habilitando la capacidad de agencia a las mujeres golpeadas, estas no
siempre lograban desembocar en alivio emocional. Si encontrar refugio y
libertad dependía del puerto hacia el que las navegantes pusieran proa, los
fondeaderos disponibles no eran los más seguros: la denuncia por lesiones
en una comisaría o la fuga y el adulterio.
Josefa no denunció el maltrato de su marido y, avergonzada por las
marcas que dejaba en su cuerpo, se ocultó en silencio. Su primer intento de
fuga terminó sumiéndola en un sufrimiento mayor. No sabemos quién era
aquel hombre con el que huyó en Buenos Aires ni si el vínculo se
interrumpió después de la captura. Tampoco conocemos cuál fue el
desenlace de su relación con Álvarez ni el destino de Josefa, puesto que sin
que mediara una solicitud de remisión del marido, el proceso quedó
interrumpido y se archivó sin sentencia. Los opacos contornos de esta
historia velan las razones de Josefa para no denunciar a Domingo. Quizá, la
vergüenza a la que aludió en el juicio fue el emergente de una conjunción
de miedo y resignación frente a la emboscada de la soledad en la que la
habían sumido la lejanía de España y un matrimonio malogrado. ¿O acaso
su actitud avergonzada y silenciosa es el reflejo de un estilo emocional
construido social, local y culturalmente que responde a los rasgos propios
de una educación emocional (recibida en España) que valoraba el
autocontrol y la discreción femenina?[19] Aquella era una sociedad regida
por relaciones matrimoniales de dominio-subordinación que obligaban a la
mujer, como sugirió un comentarista de la época, a buscar “refugio en la
oración, la iglesia y las lágrimas”.[20] El influjo del catolicismo hizo del
decoro y del pudor virtudes y restringió severamente la sexualidad
femenina, poniendo incluso en cuestión la libido de la mujer, a la que se
atribuyó un menor impulso sexual.
Como afirmamos en la introducción, el grueso de los casos que
encontramos en el archivo corresponde a matrimonios originarios de Italia,
de modo que no parece prudente intentar una comparación entre Josefa y
las mujeres italianas que denunciaron a sus maridos maltratadores. Solo nos
contentaremos con señalar que, entre las esposas españolas que acusaron a
sus maridos por bigamia, que fueron denunciadas por ellos como adúlteras
o que se transformaron en víctimas de sus celos, se advierten algunas
constantes: una menor inclinación a expresar ira, la actitud resignada, la
discreción y la vergüenza expresada verbal y corporalmente por ellas
mismas o aludida por otros al describirlas.[21]
Compasión
Aquella mañana del 22 de enero de 1891, Teresa Salomón se quedó sola en
la pieza del conventillo porque su marido, Salvador Calabrese, salió al
amanecer para internarse, como lo hacía habitualmente, durante cuatro o
cinco días en la campaña del partido de Dolores, donde visitaba a sus
clientes de los pequeños poblados y de los puestos y los cascos de las
estancias. Pocas horas después, Teresa recibió la visita de su cuñado José
Rosciano (“que se hacía llamar José Rochart”), el marido de una de sus
hermanas, que vivía en Juárez. José se quedó en el conventillo hasta que la
tarde anterior al regreso del buhonero se marchó “para hacer los aprestos
necesarios para emprender viaje en el tren nocturno a Tres Arroyos”.
Evocando aquellas jornadas, una vecina que vivía en la misma casa declaró
ante el juez que:

[…] la larga presencia de Rochart en la pieza del matrimonio, en ausencia de Calabrese, le


despertó sospechas a pesar de saber bien que son parientes, que es habitual que [Rochart] coma
y duerma en la pieza, que Calabrese lo trate de compadre y Salomón con gran confianza le
hable de tú.[22]

Salvador y Teresa se habían casado en 1880 en Noepoli, una pintoresca


comuna de la región de Basilicata donde la mujer permaneció cuando, tres
años después de la boda, su marido emigró a Buenos Aires. La separación
duró algo más de seis años y hacía apenas ocho meses que Teresa había
llegado de Italia respondiendo al llamado del esposo. El reencuentro pronto
le demostró que “Calabrese no había prosperado nada mientras [ella]
pasaba miserias” aguardando que la trajera a la Argentina “para darle una
vida mejor”. El buhonero vivía en la pieza de un conventillo, rodeado de
paisanos y viejos conocidos de Noepoli. Tan magro había sido su progreso
económico que ni siquiera había podido solventar el pasaje de su esposa.
Anoticiado de que su concuñado José Rosciano viajaría a Italia, Salvador le
pidió que trajera a Teresa, prometiendo devolverle el dinero del pasaje ni
bien cobrara “una suma que le adeudaban los clientes”. Pero cuando recibió
a su esposa en Dolores, se excusó con Rosciano porque no había logrado
juntar la suma que le adeudaba.
Posiblemente la excusa de cobrar la deuda fue la que trajo a Rosciano de
vuelta de Dolores durante los meses que mediaron entre el regreso de Italia
y aquel día de enero de 1891 en el que, al regresar de la campaña, el
buhonero encontró la puerta de la pieza entreabierta y creyó que Teresa
andaría por el patio. Pero al entrar:

[…] halló un gran desorden, vio a la hija de la vecina Lucía Palermo completamente dormida
en la cama, el baúl donde guardaban la ropa sin llave y sin los vestidos de su esposa y el
pañuelo en el que escondía cuatrocientos noventa pesos moneda nacional, provenientes de
ahorros que a fuerza de labor y constancia había conseguido reunir […] desatado y vacío.

Al salir al patio, Lucía le contó que su esposa se había marchado. Una de


las fisgonas del conventillo, la mujer también era de Noepoli y conocía bien
a los Calabrese. Desde que Teresa llegó al conventillo, ambas habían
reavivado la relación que tenían en Italia y “eran amigas y buenas vecinas”.
Cada vez que Salvador “se retiraba a la campaña”, Lucía le enviaba a una
de sus hijas a hacerle compañía. Ella le contó que la noche anterior había
oído “rumores de gente en el patio […] lo que corroboró cuando su hija le
dijo que como a la una Teresa se levantó y salió de la pieza”. Otros vecinos
acotaron que la mujer se había marchado en un carro rumbo a la estación de
trenes.
Casi dos meses más tarde, cuando Salvador se anotició de que su mujer
se había escapado con Rosciano y “vivía amancebada en Tres Arroyos”,
presentó una demanda por rapto con consentimiento y adulterio en la que,
en un estilo sobrio, su abogado expresó que su cliente “ignora las razones
de la conducta reprochable de su esposa siendo público y notorio que
siempre ha reinado la mejor armonía en el hogar”.
Las filiaciones adosadas al oficio que requería la captura de los
delincuentes revelan una imagen borrosa de la apariencia de los amantes.
Teresa tenía 28 años, era trigueña, “baja de estatura y algo gruesa con una
cicatriz en la mejilla del tamaño de un huevo”. Rochart, casi dos décadas
mayor que ella, era “muy blanco, cara redonda, barba rubia casi colorada,
grueso de cuerpo y de estatura regular”. Había transcurrido casi un año
desde de la fuga cuando los amantes fueron apresados en Juárez. En una
misiva, el juez de paz del pueblo justificó la demora esgrimiendo que
Rosciano usaba una doble identidad y “haciéndose llamar José Rochart se
evadió de la policía impidiendo su captura y la de la concubina”.
En su declaración en el juzgado de paz, Teresa admitió –seguramente
para morigerar la pena del amante– que no se había tratado de un rapto sino
de una fuga del hogar marital, que lo había hecho “porque así lo había
querido” y que fue ella quien se lo propuso a Rosciano, con el que mantenía
“trato ilícito desde antes de venir de Italia”. Como Felisa Lamar, Teresa
también se defendió sosteniendo que su marido la había dejado abandonada
en Noepoli, que no le había enviado dinero y que “cuando le reclamaba por
la miseria en la que la hacía vivir, [Calabrese] había querido hacer negocio
con ella”, insinuando que su marido intentó empujarla a la prostitución.
Por su parte, Rosciano describió los detalles de la “triste y pobre
situación” en la que encontró a Teresa cuando regresó a Noepoli. Aunque el
amante no se refirió a la prostitución, afirmó que “para no morirse de
hambre” Teresa se vio obligada a amancebarse con otro hombre del que
había tenido dos hijos a los “que tuvo que abandonar en Italia”. No sabemos
si Rosciano decía la verdad o si exageraba el infortunio de la mujer. Quizá
para crear una imagen de la adúltera como víctima –no solo del esposo sino
de las penosas circunstancias de la península–, se valió del repertorio de los
debates políticos a los que la prensa de la época amplificaba.[23]
Sin embargo, más allá de la veracidad de sus dichos, la declaración de
Rosciano ante el juez de paz –y como veremos, la que hizo en el juzgado de
Dolores– se asentaron en la compasión, la emoción que –como afirma
Martha Nussbaumn– suele verse con más aprobación, porque provee un
buen fundamento para la deliberación racional y para la acción adecuada,
tanto en la vida pública como en la privada.[24] Así, cuando fue indagado
en el tribunal, Rosciano volvió a insistir en las desdichas que Teresa había
sufrido en Italia tras la partida de su esposo y remarcó que esa situación no
se había subsanado con el viaje a la Argentina, porque “se vino de Noepoli
obligada por Calabrese para encontrarse aquí con una vida igual de
miserable la que tenía”. En sus visitas a Dolores –continúa el relato–, él
había sido “testigo de que la situación iba para peor”, y ante los reiterados
pedidos de Teresa “y movido nada más que por la lástima”, accedió “a
llevársela porque estaba desesperada”. Por su parte, el abogado defensor
subrayó que su cliente había sido motivado por la piedad que sentía hacia
aquella pobre mujer, “como lo hubiera hecho cualquier hombre honorable”.
Aunque es comprensible que tanto Rosciano como su abogado defensor
evitaran la alusión a la relación íntima, llama la atención que ni el fiscal ni
el juez indagasen al acusado sobre el origen del vínculo que, como la
adúltera lo había confesado en el juzgado de paz de Juárez, comenzó en
Italia, durante los preparativos del viaje a la Argentina. La indiferencia de la
justicia sobre la génesis de la relación entre Teresa y Rosciano se proyecta
también sobre una de sus consecuencias más relevantes: los amantes
tuvieron una hija. Catalina Solomone fue bautizada en la parroquia de
Juárez a principios de diciembre de 1891 y anotada como hija natural de
Teresa.[25] A lo largo de las casi setenta fojas del expediente, hay una sola
referencia a la niña: “no siendo posible atender debidamente en el local de
esta cárcel a la procesada Teresa Salomón y a su hija […] solicito
trasládeseles al hospital de esta ciudad”. El expediente es un mundo cerrado
en el que solo entran las pruebas, aquellas en las que los jueces han de
sustentar sus fallos. Aunque en la trama familiar Catalina y la hermana de
Teresa (a la que ella y su amante traicionaron) eran actores protagónicos de
aquella historia de amor, desamor y engaño, en el teatro de la justicia ni
siquiera tuvieron papeles de reparto, porque nadie preguntó por ellas.
Rosciano debía demostrar que no había raptado a Teresa y ella justificar
su conducta para lograr una atenuación de la condena. Para eso, la adúltera
recurrió a un estilo emocional en el que predominaban la autocompasión y
el desprecio. Las dos emociones entraban en tensión alejando a la
exponente de la indulgencia de los funcionarios judiciales. Quizá fue la
inquina que sentía por su marido la que explica el desdén que mostró ante el
juez. Mientras era indagada, Teresa parecía indiferente a su vulnerable
condición: estaba presa en la cárcel de Dolores, tenía consigo a una niña de
pocos meses y había sido acusada de dos delitos que podrían privarla de su
libertad por varios años. Sin embargo, cuando el magistrado le preguntó si
era consciente de que había cometido un delito penado por la ley, respondió
que no sabía que fuera delito “irse de donde le daban miseria y malos
tratos”. Y cuando se le inquirió sobre el hurto de los ahorros de su marido,
respondió que se había llevado “nada más que lo puesto” porque:

[lo poco que Calabrese] posee no merece la pena de ser robado […] tiene deudas que no paga y
si hubiera ahorrado los cuatrocientos pesos moneda nacional que miente que tenía debió
haberle pagado [a Rosciano] lo que le adeuda del pasage [sic].

Esa actitud desafiante no era usual entre las adúlteras. Aunque la alusión al
desamparo y la violencia física eran habituales, lejos de reclamar –como lo
hizo Teresa– el derecho a fugarse del infortunio sin reparar en los deberes
que la ley preveía, las adúlteras se presentaban como esposas obedientes y
respetuosas de sus “deberes sagrados”. La miseria, las injurias y los castigos
de sus maridos las empujaban a los brazos de otro hombre. La mezquindad
de unos relatos configurados a partir de la oralidad tosca de acusadas
analfabetas cuyas voces eran dobladas por los agentes de la justicia,
dificultan el acceso a la experiencia emocional. Sin embargo, en algunos
casos la densidad de las declaraciones revela qué ocurría más allá de las
palabras y alumbra un oscuro torbellino interior.
Para explorar la variedad de emociones y gestos que confluyen en una
experiencia emocional, dejemos en suspenso el desenlace de la historia de
Teresa y adentrémonos en la de Olinda Bértola, una modista italiana de 29
años que había llegado a la Argentina en 1888 con su esposo, Mateo Bugni.
Cuando Olinda “conoció los límites de lo tolerable” y escapó de su casa
para unirse a Francisco Mélica, llevaba doce años casada con Mateo.[26]
En el invierno de 1894, la adúltera expuso ante el juez de Dolores una
larga historia de sufrimiento que se había iniciado solo dos semanas
después de contraer matrimonio, cuando el marido empezó a “someterla a
horribles tratamientos recibiendo injurias y lesiones, encontrándose muchas
veces imposibilita por varios días de salir por encontrarse su cuerpo negro
de los golpes recibidos”. Desde entonces, Mateo se aprovechaba “de su
fuerza física y de la timidez de la exponente”. Una variedad de emociones
entraban en conflicto en la infortunada vida de Olinda. En la misma
declaración dijo que sentía miedo, vergüenza y cariño. ¿Por qué tenía
miedo? Porque dada la diferencia de fuerzas y la ira que expresaba el
esposo en la antesala de cada golpiza, “creía que iba a terminar con [su]
vida”, según respondió Olinda a la inquisitoria judicial. ¿Cuáles eran las
razones de la vergüenza? Aquí, la repuesta es más confusa porque, aunque
la adúltera declaró que el cuerpo magullado la avergonzaba, era el cariño
sincero que sentía por Mateo el que la inducía a ocultar “los malos
tratamientos y a sufrir en silencio”. Pero a Olinda también la avergonzaba
su matrimonio desavenido, al que el esposo había llevado “a la ruina con
sus calavereadas y malos negocios en los que gastó hasta los cuatro mil
francos que [ella] puso de dote al casarse”.
Tres años después del casamiento, agobiado por las deudas, Mateo
emigró hacia la Argentina. Olinda permaneció en Italia, pero al cabo de un
corto tiempo, respondiendo al llamado de su marido, también viajó. Lo hizo
“cumpliendo con los deberes sagrados de esposa” y porque para ese
entonces ya tenía dos hijos, resultado de esta “desgraciada unión”. En su
escrito, el abogado de la adúltera afirmó que la expectativa del reencuentro
“reavivó el cariño” que ella sentía por su marido, “e hizo renacer la
esperanza de días mejores confiando en que Bugni, lejos de las malas
compañías, cambiaría de conducta”.
Pero las ilusiones de Olinda se desvanecieron cuando el esposo volvió a
endeudarse y terminó denunciado por estafa. Tras un corto tiempo en
prisión, Mateo se presentó “dócil prometiendo de mil formas que no le daría
más disgustos” porque había conseguido trabajo y vivienda en una chacra
en la Estación Alfalfa, “adonde empezarían todo de nuevo”. Aunque su
confianza flaqueaba ante cada nueva promesa, Olinda no tuvo otra
alternativa que marcharse de Buenos Aires (donde hacía pocos meses había
dado a luz a una niña), para seguir a su esposo. Sin familia ni vecinos
cercanos (como los que en Italia, aunque juzgaban con malicia las
desavenencias matrimoniales y la mala vida que su esposo le daba, la
“ayudaron en la desgracia”), la mujer se sentía indefensa. La incredulidad y
el miedo que la aquejaban pronto le dieron la razón porque las golpizas se
volvieron cada vez más brutales. Olinda era “víctima de todas las fuerzas de
Bugni y no siendo suficientes las manos y los pies, se valía de palos y
horquillas para atacarla”. Cuando el juez le preguntó sobre el motivo del
maltrato, Olinda dijo que desconocía las razones que animaban a su marido,
porque ella siempre había “cumplido en sus deberes de esposa y de madre”
y aclaró que, aunque el cariño por Mateo “se había terminado”, soportaba
esa mala vida “por amor a sus hijos”.
A pesar del dolor y de los infortunios, Olinda no intentó abandonar a
Mateo y, en el tiempo que medió entre la mudanza de Buenos Aires y la
comisión del adulterio, dio a luz a otros cuatro hijos. Según el abogado
defensor, fue el marido quien huyó “apremiado por un nuevo desfalco
dejando a la esposa sin medios para vivir y con seis bocas para alimentar”.
Francisco Mélica, un vecino italiano, viudo, de 25 años, “se compadeció”
de la pobreza de Olinda y se hizo cargo “espontáneamente del cuidado y
mantención de las criaturas abandonadas cruelmente por un padre
desnaturalizado”. En palabras del letrado, no fue por cariño que Olinda
“tuvo la debilidad de entregar su cuerpo a otro hombre y terminó haciendo
vida en concubinato con él [sino] en atención a la noble conducta de alguien
tan generoso”.
Habían pasado dos años desde la fuga cuando el marido regresó a
Estación Alfalfa y supo que su esposa tenía relaciones ilícitas con el vecino
y que estaba cursando el quinto mes de un nuevo embarazo. Después de una
turbulenta disputa en el domicilio del concubino, Mateo se llevó a los hijos
y denunció a Olinda por adulterio. Sin embargo, apenas habían transcurrido
seis meses desde el inicio del proceso, cuando el marido traicionado envió
una carta al juez en la que solicitaba la libertad de su esposa (a la que pedía
perdón) y rogaba al magistrado que le ordenara a su mujer “volver al hogar
para hacerse cargo de los hijos pequeños que él no puede cuidar”. Aunque
Olinda también esperaba que la justicia se compadeciera de su escabroso
derrotero matrimonial, a diferencia de Teresa –que expresó su desafecto en
forma de desprecio hacia Calabrese– se presentó como una mujer
avergonzada y discreta que “por cariño y respeto” se movió al compás del
antojadizo ritmo de su esposo.
Como vimos en el capítulo anterior, en la sociedad patriarcal, amor y
obediencia no eran términos incongruentes; al contrario, constituían dos
componentes inseparables de la noción de matrimonio.[27] Este esquema
creaba una jerarquía de poder, pero al mismo tiempo constituía un espacio
de negociación que ponía en cuestión la naturaleza de la relación entre el
hombre y mujer. El patriarcado no solo constituyó una estructura de
dominación masculina y explotación femenina sino que también fue un
sistema en el que los cónyuges compartían responsabilidades y sus
relaciones se expresaban tanto en la semántica de la autoridad como en la
de la consulta y el consentimiento. Sin dudas, el patriarcado como
andamiaje ideológico, cultural e institucional generaba –y se sostenía en–
una jerarquía de poder que favorecía al varón. Sin embargo, el ejercicio de
ese poder en la experiencia cotidiana de los individuos revela que esa
estructura tenía una flexibilidad capaz de asegurar que las condiciones no
fueran intolerables al punto de habilitar la rebelión de las mujeres en la vida
cotidiana.[28] Para comprender cómo funcionaba la negociación en el
matrimonio (un regateo que no necesariamente significaba una “buena
compra” para las esposas),[29] la vulnerabilidad de la mujer debe ser
pensada en tándem con su capacidad de agencia. Las féminas vivían en un
“equilibrio patriarcal”[30] en el que su resistencia obtenía pequeñas
victorias que acarreaban beneficios en el corto plazo, pero en el largo plazo
no lograban mejorar su estatus con relación a los hombres. La negociación
aseguraba entonces, la continuidad del patriarcado, pero también ponía de
manifiesto su inestabilidad, porque las relaciones de poder se modifican con
su ejercicio, lo que supone el reforzamiento de algunos de sus términos y el
debilitamiento de otros.
Aunque en los casos de los que se ocupa este capítulo las relaciones entre
hombres y mujeres fueron antagónicas, no deberíamos generalizar la
rivalidad al patriarcado –y ni siquiera a la secuencia completa de la vida
matrimonial de los protagonistas de estas historias de adulterio–. Los
integrantes de la familia patriarcal eran educados en la idea de que el interés
individual no debía imponerse sobre los intereses de la familia. Este sentido
de bien común –que podía oscurecer el ejercicio del poder masculino–
habilitaba interacciones armoniosas en pos de objetivos compartidos. La
emigración como una estrategia que involucraba negociación y consensos
es un ejemplo de ello. En una situación ideal, los cónyuges acordaban un
movimiento secuencial en el cual el hombre emigraba primero y la mujer
quedaba –sola o con hijos– en el lugar de origen, al cuidado de sus padres o
de sus suegros. Una vez que obtenía un trabajo estable y un lugar donde
vivir, el migrante llamaba a la esposa que, en el hiato entre la partida de su
marido y la propia se mantenía con las remesas enviadas desde América.
Sin embargo, esos acuerdos, sostenidos en la concepción de que el interés
común se imponía a los deseos individuales, no siempre eran el resultado de
relaciones matrimoniales armoniosas.
Eso fue lo que le ocurrió a Olinda, que aunque ya estaba atrapada en un
vínculo violento antes de que Mateo emigrase, cuando él le pidió que
viajara ella acudió a su llamado por obediencia: “cumpliendo con sus
deberes de esposa y madre” y “creyendo que en la Argentina sus hijos iban
a tener una vida mejor”. Aunque desconocemos las circunstancias en las
que la mujer se quedó en Italia tras la partida del marido, no es difícil
imaginar que sus márgenes de negociación se habían estrechado con
respecto a aquellos de los que gozó cuando ella y Mateo consensuaron que
la migración era la mejor alternativa para la familia. Su pequeña victoria –si
es que alguna vez la tuvo– fue efímera e insuficiente para sustraerse a la
jerarquía de poder que regulaba las relaciones de género en la familia
patriarcal. Quizá no solo sus parientes varones, sino su suegra o su propia
madre, aun a sabiendas del maltrato que padecía, hubieran reprobado que
Olinda desobedeciera al esposo negándose a emigrar. Recordemos que en la
forma que Deniz Kandiyoti define como “patriarcado clásico”, la mujer
mayor está subordinada al hombre pero, al mismo tiempo, ella ejerce una
cuota sustancial de poder sobre las integrantes más jóvenes de la familia,
garantizando de este modo el statu quo.[31] Está claro que esto no es más
que una conjetura y que no podemos afirmar que Olinda, a diferencia de
Teresa, creyese que la violencia del marido o el incumplimiento de los
deberes de manutención justificaban la fuga del hogar marital. De hecho,
como señalamos, uno de los rasgos que distinguen la historia de estas dos
mujeres es que la primera cometió el delito de adulterio porque el esposo se
marchó del hogar mientras que la segunda entró “en trato ilícito” con su
cuñado antes de viajar desde Italia y, en complicidad con él, planeó la huida
hacia Tres Arroyos.
Pero volvamos a la compasión para retomar la historia de Teresa y
Salvador Calabrese. Como señaló hace tiempo Susan Bandes, las
emociones no son entidades monolíticas y, por esa razón, tanto su
definición como su interpretación deben ser hechas a la luz del contexto en
el cual se manifiestan.[32] Esa contextualización no solo comprende al
dónde y al cuándo, en el sentido de que en diferentes sociedades y épocas
las emociones cambian su significado e incluso desaparecen, sino que en
situaciones como las que estudia este libro, una misma emoción cobra
sentidos distintos no solo según quien la expresa, sino también de acuerdo a
la instancia del proceso judicial en la que es expresada. El contenido y el
estilo emocional de un acusado que declara en una comisaría o en un
juzgado de paz pueden no ser idénticos a los que manifieste ante un fiscal o
un juez de primera instancia cuando, en general, cuenta con el
asesoramiento de un abogado.
En el juicio por el adulterio y rapto de Teresa, la compasión adoptó
sentidos diferentes. En sus declaraciones ante la justicia de paz y el tribunal
de Dolores, Rosciano mantuvo su relato compasivo. Sin embargo, mientras
en la primera situación se colocó en el lugar del observador que describe la
mísera situación del otro y emite un juicio sobre la magnitud de su
infortunio, en la segunda se involucró evocando sus propias emociones:
lástima y piedad, aquellas que lo movieron a transformarse en cómplice de
un delito ante el pedido de una mujer “desesperada”.
La compasión depende del punto de vista del espectador al hacer este el
mejor juicio posible sobre lo que realmente le ocurre a la persona de la que
se compadece, aunque ese juicio pueda diferir del que hace el sujeto
afectado. Por cierto, las dos declaraciones de Teresa no revelan el estado de
desesperación con el que la representó Rosciano. Al contrario, la muestran
firme y determinada a torcer el rumbo de una vida miserable. El proyecto
migratorio, que en sus orígenes quizá había constituido una promesa de
prosperidad para su matrimonio, impuso una larga separación que lesionó el
vínculo conyugal y no le trajo alivio material. ¿Qué podía ofrecerle un
hombre al que no le habían alcanzado seis años de trabajo para afrontar el
costo de un pasaje? Un marido incapaz de sostenerla no podía reclamarle
obediencia ni cariño. En cambio, Rosciano era la contracara de Salvador: un
chacarero próspero que había vuelto a Italia de visita y que, además, podía
pagarle el viaje a Buenos Aires. ¿Fue atracción sexual? ¿Fue cariño? ¿O
fueron aspiraciones materiales? Quizá todas esas razones confluyeron para
que desde Noepoli, Teresa imaginase un futuro a salvo del infortunio, una
existencia que su marido no había sido –ni sería– capaz de brindarle, pero
que Rosciano le podía ofrecer.
La compasión también requiere establecer una noción de responsabilidad
y culpa, y exige la creencia de que hay cosas realmente malas que les
pueden suceder a las personas sin que medie error o falla de su parte. En el
caso del adulterio y rapto de Teresa, tanto sus expresiones de
autoconmiseración como la compasión manifestada por el amante y por el
abogado defensor orientan la responsabilidad y la culpa hacia el marido
porque, primero, la abandonó, y más tarde, porque prolongó su infortunio
trayéndola a la Argentina. En Italia del siglo XIX era corriente que las
adúlteras se defendieran en los estrados judiciales con argumentos idénticos
a los de Teresa (y Felisa Lamar). El incumplimiento del deber legalmente
vinculante de proveer al sustento de la esposa y de los hijos era constitutivo
de las relaciones de género y de la distribución de responsabilidades en la
familia. Pero con las reformas que siguieron a la unificación política de la
península y la adopción del sistema legal liberal, ese principio perdió valor
de defensa en las acusaciones de adulterio y quedó restringido al fuero civil,
donde la mujer podía solicitar la separación de su marido y el derecho a
manutención. Sin embargo, como lo muestra Domenico Rizzo, las inercias
culturales hicieron que aún a fines del siglo XIX, numerosos querellantes y
acusadas ignorasen esos cambios y siguiesen apegados a la semántica legal
de un sistema de antiguo régimen, que era temporal y espiritual a la vez.
Hasta la adopción de los códigos legales del nuevo Estado, las palabras
“necesidad” o “necesitado” (en el sentido de menesteroso) denotaban
miseria material y espiritual, y su invocación activaba mecanismos de
asistencia material, cuidado pastoral y encauzamiento del alma hacia la
práctica sacramental. Confesando la verdad sobre la acusación y
justificando la inconducta en la necesidad, las mujeres esperaban que el
adulterio fuera juzgado desde una mirada comprensiva y compasiva.[33]
Entramadas en la semántica del abandono y la necesidad, las expectativas
de Teresa y de Felisa parecían ser idénticas a las de las adúlteras que analiza
Rizzo. ¿Qué sentimientos despertaron en los fiscales y los jueces argentinos
esos relatos de vida miserables? No resulta difícil imaginar la incapacidad
de los hombres de la justicia para simpatizar con las historias de unas
acusadas que eran tan diferentes a ellos por su origen, su clase y su género.
La dificultad era todavía mayor porque los funcionarios judiciales contaban
con la declaración de impacto de las víctimas. Si con alguien iban a
simpatizar no era precisamente con las adúlteras, sino con sus esposos, esas
figuras traicionadas que en sus declaraciones exageraban la magnitud de la
malicia de las ofensoras y aducían su absoluta inconciencia y falta de
responsabilidad en la discordia conyugal. Salvador Calabrese y su abogado
pidieron tres años de prisión para Teresa y el destierro para su cómplice,
alegando que este había traicionado la confianza y la amistad del
querellante. El buhonero se achacaba alguna responsabilidad en lo ocurrido
por “haber creído en la virtud y el recato” de su esposa y en la honestidad
de su amigo y concuñado. Sin su ingenuidad, “el delito no se hubiera
cometido”. Sin embargo, reconocer que la credulidad hizo su parte no le
impidió descargar la culpa en Teresa, a la que describió como “una persona
ambiciosa y traicionera” cuya voluntad de engañarlo “se evidenció en el
hecho de que la fuga se cometiera de noche”, mientras él trajinaba en la
campaña y aquellos que podían interponerse para “frenarla del delito que
iba a cometer” dormían.
Si la compasión requiere la ausencia de falla o de falta, entonces, en la
medida en que creamos que alguien se encuentra en una situación dolorosa
por su culpa, en lugar de compadecerla lo que haremos será censurarla y
reconvenirla. En el caso de Teresa –que podemos hacer extensivo a los
otros juicios por adulterio que venimos de evocar–, todas las barreras
sociales se mostraban recalcitrantes al ejercicio de la imaginación y
obstruían el sentimiento de compasión.[34] Lejos de compadecerse de ella,
el juez la hubiera castigado de cualquier modo, puesto que todo conducía a
ese desenlace. Como ocurría en Italia, en la Argentina era el derecho civil el
que marcaba la responsabilidad del marido de sostener materialmente a la
esposa, pero el adulterio era un delito tipificado en el Código Penal. La
representación de la víctima como un sujeto doblemente traicionado y el
hecho de que Rosciano fuese el esposo de una de las hermanas de la
adúltera se confabulaban para hacer a Teresa la única responsable de su
dolor. Sin embargo, como ocurrió con el juicio a Felisa Lamar, antes de que
el tribunal formulase la sentencia, Salvador presentó una solicitud de
remisión que dejó en libertad a su esposa y a su raptor.
En su singularidad, los episodios judiciales en los que terminaron
envueltos Felisa, Josefa, Teresa, Olinda y sus maridos y amantes reflejan las
mutaciones que, al compás de las sucesivas réplicas del pequeño terremoto
provocado por la emigración, sufrieron los roles femeninos y las
representaciones del matrimonio y de la vida familiar. El adulterio fue uno
de los rasgos emergentes de esas mutaciones. El cariño que alguna vez
había unido a los cónyuges (sustentado en el honor, en la imagen del varón
proveedor y en el valor patriarcal de la obediencia), se debilitaba cuando los
maridos discontinuaban la comunicación epistolar y eludían el compromiso
de enviar dinero. Entonces, otro hombre ofrecía contención en el abandono,
y la debilidad de la carne terminaba prevaleciendo sobre los mandatos
sociales. A veces, la infidelidad ocurría en el lugar de origen y el trato
ilícito era con un miembro de la familia, con un amigo del esposo, con un
vecino y hasta con el cura del pueblo.[35] En otras ocasiones, las adúlteras
conocían a su amante en el viaje desde Europa o después de que se
radicaban en la Argentina.
Es difícil aseverar cuán extendida se hallaba esta práctica a ambos lados
del océano y cuánta indulgencia encontraban las adúlteras en las
comunidades morales en las que estaban inmersas. Como vimos, en el sur
de Italia los detractores de la emigración masiva sostuvieron que –junto a
los hijos bastardos y la prostitución– el adulterio se incrementó durante los
años de las migraciones masivas hacia América. Sin embargo, los
historiadores han puesto en duda esas aseveraciones alarmistas. Las
estadísticas de nacimientos ilegítimos no se modificaron de manera
sustancial a raíz de la emigración. Y los efectos no deseados de la partida de
los hombres sobre la conducta de las mujeres, “expuestas a miles de
tentaciones por aquellos que buscaban aventuras amorosas”,[36] no parecen
haber sido tan severos como lo pintaban algunos comentaristas burgueses,
que observaban con misoginia y cierto denuedo a las campesinas del sur del
país. En realidad, como sostiene Maddalena Tirabassi, el adulterio, los hijos
ilegítimos, el hacinamiento y la falta de intimidad eran rasgos propios de la
vida campesina mucho antes de que la fiebre migratoria se apoderaba de
extensas regiones del Viejo Mundo.[37] También es cierto que en las
regiones de Europa que alimentaban el flujo migratorio hacia América, la
partida de los hombres jóvenes alteraba el equilibrio de los sexos
disminuyendo el saldo de candidatos para el matrimonio y también para el
“trato ilícito”. En el nuevo paisaje social abundaban las mujeres casadas
cuyos maridos habían emigrado, las solteras y las ancianas,[38] de manera
que las oportunidades de cometer adulterio se estrechaban no solo por
razones morales sino también estadísticas.
El reencuentro del matrimonio en la Argentina no siempre suponía la
continuidad de la comunión conyugal interrumpida por la separación de los
cuerpos, ni la consecución de un proyecto compartido porque, a menudo, la
promesa de prosperidad se diluía en la escasez, el hacinamiento de los
conventillos y el ritmo moroso del ascenso social. El resultado de una
empresa emocional y materialmente tan onerosa era aún más exiguo si la
mujer se había sumado a ella no por anhelo sino por obediencia y
resignación. Cuando la disparidad de expectativas generaba en uno de los
cónyuges la sensación de que la vida en Buenos Aires era tan solo la réplica
de un pasado miserable, el reproche, el agravio y el maltrato colonizaban la
relación. En algunos casos, ese magma violento había migrado con el
matrimonio –como veremos en el capítulo siguiente– y en otras, al compás
del desencanto, el cariño y la unión mutaban en recriminación, hastío,
desprecio y desafección. Hija de la frustración, la ira imponía la semántica
de la violencia doméstica. Y cuando la situación llegaba “a los límites de lo
tolerable”, algunas mujeres se fugaban del hogar marital y cometían
adulterio en una sociedad cuyos estándares morales y prescripciones legales
y religiosas no eran muy diferentes de las que dominaban en sus lugares de
origen.[39] Una profunda asimetría de género que, como afirma Mark
Seymour,[40] ayudaba al marido a construir su identidad masculina, y se
ocultaba detrás de la idea de que el matrimonio protegía a la mujer. En la
esfera religiosa, el matrimonio era un sacramento, y en la civil, un contrato;
sin embargo, en ambas se defendía la indisolubilidad del vínculo, porque la
superioridad y el honor del marido descansaban en la sumisión, la fidelidad
y la domesticidad de la esposa.[41]
En la Argentina, donde el amancebamiento, los nacimientos ilegítimos y
la fuga del hogar marital eran prácticas de viejo arraigo,[42] las condiciones
de posibilidad para encontrar amparo en los brazos de otro hombre se
incrementaban. La fluidez demográfica de Buenos Aires abría el horizonte a
un mercado masculino mucho más amplio que el de los lugares de origen de
las inmigrantes, al tiempo que el anonimato de la ciudad alimentaba la
fantasía de que la fuga del hogar en compañía de otro hombre era un
refugio seguro. Y en el interior de la provincia, la amplitud espacial y el
dominio desparejo que tenían la policía y la justicia sobre ese dilatado
territorio mitigaban el temor que conlleva la determinación de cruzar el
deslinde entre la legalidad y el delito.

Notas
1 El grueso de las órdenes registraba la fuga de menores de edad de ambos sexos reclamadas por sus
progenitores. También se advierte la vigencia de prácticas arraigadas en la campaña en tiempos de
la frontera como el “rapto”, como se denominaba a la huida de mujeres (por lo general, menores
de edad) acompañadas de varones con los que mantenían relaciones amorosas desaprobadas por
sus padres. Sobre esas prácticas, véase Mayo, Carlos, Estancia y sociedad en la Pampa, 1740-
1820, Buenos Aires, Biblos, 1995, pp. 185 y ss.; Bjerg, María, El mundo de Dorothea. La vida en
un pueblo de la frontera de Buenos Aires en el siglo XIX, Buenos Aires, Biblos, 2004, pp. 52 y
siguientes.
2 Archivo y Museo Histórico del Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, Órdenes
del Día, Nº 139, Nº 167, Nº 387 y Nº 1069.
3 Aunque no realizamos un recuento exhaustivo ni de largo plazo que permita establecer una
tendencia o realizar comparaciones, de las sesenta y cinco órdenes que relevamos en el período
1880-1900, solo dos denuncias fueron contra mujeres argentinas.
4 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 268-142-12-1892. Todas las
citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo
contrario.
5 Sobre la situación de las mujeres en Italia tras la emigración de sus maridos, véase Gabaccia,
Donna, Italy’s Many Diasporas, Londres y Nueva York, Routledge, 2000, cap. 4; Reeder, Linda,
Widows in White. Migration and Transformation of Rural Italian Women, Sicily, 1880-1920,
Toronto, Toronto University Press, 2003.
6 Reeder, Linda, “Men of Honor and Honorable Men: Migration and Italian Migration to the United
States from 1880-1930”, Italian Americana, vol. 28, Nº 1, 2010, p. 24.
7 Expresiones del jurista español Joaquín Escriche Martín formuladas a mediados de la década de
1870. El pensamiento de Escriche influyó en la Argentina. La cita fue tomada de Ruggiero,
Kristine, “Private Justice and Honor in the Italian Community in Late XIXth Century Buenos
Aires”, Crime, Histoire & Sociétés / Crime, History & Societies, vol. 13, Nº 2, 2009, p. 57.
8 Solomon, Robert C., “Justice v. Vengeance. On Law and the Satisfaction of Emotion”, en Bandes,
Susan (ed.), The passions of law, Nueva York y Londres, New York University Press, 1999, p.
127.
9 República Argentina, Segundo Censo Nacional de Población, 1895, Nicola Lamar, Sección 10,
Subdivisión 29, Ciudad de Buenos Aires, <https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:MWCV-SPT>.
10 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 73-152-3-1893. Todas las
citas textuales que aparecen referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se
indique lo contrario.
11 El concepto “comunidades emocionales” fue acuñado por la medievalista Bárbara Rosenwein,
quien sostuvo que estas son similares a las comunidades sociales –de familias, vecinos,
parlamentos, guildas, miembros de las iglesias parroquiales– y que en ellas se encuentran
“sistemas de sentimientos: lo que las comunidades y los individuos que las integran definen y
consideran significativo o peligroso para ellos, las evaluaciones que hacen de las emociones de los
otros, la naturaleza de los lazos afectivos entre las personas que reconocen y los modos de
expresión de las emociones que esperan, propician, toleran, deploran”. Véase Rosenwein, Bárbara
H., “Problems and Methods in the History of Emotions”, Passions in Context, Nº 1, 2010, p. 11.
12 Muravyeva, Marianna, “Vergüenza, vergogne, schande, skam and sram. Litigating for shame and
dishonour in Early Modern Europe”, en Rowbotham, Judith, Marianna Muravyeva y David Nash,
Shame, Blame and Culpability. Crime and Violence in Modern State, Londres y Nueva York,
Routledge, 2013, pp. 17-31.
13 Que los querellantes retirasen las denuncias y presentasen pedidos de remisión fue usual tanto en
el fuero criminal como en la justicia de paz. Véase Paz Trueba, Yolanda, “La justicia en una
sociedad de frontera: conflictos familiares ante los Juzgados de Paz. El centro sur bonaerense a
fines del siglo XIX y principios del XX”, Historia Crítica, Nº 36, 2008, pp. 102-123.
14 Realicé el cruce de los treinta juicios por adulterio que componen el corpus con la información del
Segundo Censo Nacional de Población de 1895 y con los registros de nacimiento y bautismo de la
base de datos Familysearch. Solo pude seguir el rastro de diecinueve acusadas. Todas ellas
continuaron viviendo con sus maridos con posterioridad a la fecha en la que la causa finalizó –en
la mayor parte de los casos, porque las actuaciones se detuvieron por pedido de los querellantes.
15 Plamper, Jan, “The History of Emotions. An Interview with William Reddy, Barbara Rosenwein
and Peter Stearns”, History and Theory, vol. 49, Nº 2, 2010, p. 240.
16 En el sentido del construccionismo social, que ha defendido la idea de que los individuos son
construidos por la cultura. Sobre la crítica a esta hipótesis, véase Reddy, William M., “Against
Constructionism: The Historical Ethnography of Emotions”, Current Anthropology, vol. 38, Nº 3,
1997, pp. 327-351.
17 Reddy, William M., The Navigation of Feelings. A Framework for the History of Emotions,
Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 129 y 130.
18 Sobre las críticas al modelo analítico de Reedy, véanse las reseñas a su libro publicadas por
Barbara Rosenwein en The American Historical Review, vol. 107, Nº 4, 2002, pp. 1181-1882 y
Peter N. Stearns en Journal of Interdisciplinary History, vol. 33, Nº 3, 2003, pp. 473-475.
19 Nash, Mary, Mujer, familia y trabajo en España, 1875-1936, Barcelona, 1983.
20 Pareja Serrada, Antonio, La influencia de la mujer en la regeneración social, Guadalajara,
Establecimiento Editorial D. Antero Concha, 1880. Citado por Nash, M., op. cit. p. 19.
21 Véase el caso de Joaquín Turero y Miga y Paula Lamas, relatado en el capítulo IV.
22 Sección Histórica del Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 137-12-1891. Todas las
citas textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo
contrario.
23 El abandono infantil había alcanzado su apogeo histórico en el siglo XIX, transformándose en uno
de los problemas sociales más calurosamente discutidos en la época. Véase Kertzer, David I.,
Sacrificed for Honor: Italian Infant Abandonment and the Politics of Reproductive Control,
Boston, Beacon Press, 1993. Sobre el papel de la prensa en el debate acerca de las consecuencias
de la emigración masiva que tuvo lugar en el tránsito entre el siglo XIX y el XX, véase Reeder, L.,
“Men of Honor…”, op. cit., pp. 20 y ss.
24 Nussbaum, Martha C., Paisajes del pensamiento. La inteligencia de las emociones, Barcelona,
Paidós, 2008, p. 337.
25 Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Juárez, Libro de Bautismos 1890-1892,
<https://familysearch.org/ark:/61903/1:1:XNZJ-174>.
26 Sección Histórica, Departamento Judicial de Dolores, Fondo Penal, 158-14-1894. Todas las citas
textuales referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
27 Sobre esta hipótesis, véase Barclay, Katie, Love, Intimacy and Power. Marriage and Patriarchy in
Scotland, 1650-1850, Mánchester y Nueva York, Manchester University Press, 2011.
28 Ezell, Margaret, The Patriarch’s Wife. Literary Evidence and the History of the Family, Chapel
Hill, North Carolina Universit Press, 1987.
29 Sobre la idea de negociación dentro de la estructura patriarcal, véase Kandiyoti, Deniz,
“Bargaining with Patriarchy”, Gender & Society, vol. 2, Nº 3, 1988, pp. 274-290.
30 Benett, Judith, History Matters. Patriarchy and the Challenge of Feminism, Filadelfia, University
of Pennsylvania Press, 2006, cap. 4.
31 Kandiyoti, D., op. cit., pp. 278 y ss.
32 Bandes, Susan, “Introduction”, en Bandes, Susan (ed.), The passions of law, Nueva York y
Londres, New York University Press, 1999, p. 3.
33 Rizzo, Domenico, “Marriage on Trial: Adultery in Nineteenth-Century Rome”, en Willson, Perry
(ed.), Gender, Family and Sexuality. The Private Sphere in Italy, 1860-1945, Nueva York,
Palgrave, 2004, pp. 20-36.
34 Nussbaum, M., op. cit., p. 356.
35 Reeder, L., “Men of Honor…”, op. cit., pp. 24 y 25.
36 Ibid.
37 Tirabassi, Maddalena, “Bourgeois Men, Peasant Women: Rethinking Domestic Work and
Morality in Italy”, en Gabaccia, Donna y Franca Iacovetta (eds.), Women, gender, and
transnational lives: italian workers of the world, Toronto, University of Toronto Press, 2002, pp.
106-130.
38 Para el caso español, véase Cagiao Vila, Pilar, “Género y emigración: las mujeres inmigrantes
gallegas en la Argentina”, en Nuñez Seixas, Xosé M. (ed.), La Galicia Austral. La inmigración
gallega en la Argentina, Buenos Aires, Biblos, 2001, p. 121.
39 En materia de adulterio, el Código Penal español de 1870 privilegiaba la “venganza de la sangre”
reflejada en el artículo 438, según la cual “el marido que sorprendiendo en adulterio a su mujer
matase en el acto a esta o al cómplice o les causara lesiones graves, será castigado con la pena de
destierro. Si les causara lesiones de segunda clase, quedará libre de pena”. En el caso de Italia, el
Código Penal preveía atenuantes para los llamados “delitos de honor”, entre los que se tomaba en
cuenta el uxoricidio en ocasión de adulterio. En la Argentina, solo el Código Penal de Carlos
Tejedor (que perdió vigencia en 1886) preveía, en el artículo 198, la pena de uno a tres años de
prisión para quien diera muerte a la consorte y/o a su cómplice sorprendidos en adulterio. Esa
pena desapareció en el Código Penal de 1886. En el artículo 81 inciso 12 se previó que el hecho
de matar o herir a la esposa (y/o al cómplice) sorprendidos en adulterio resultaba en eximente de
la pena, situación que se mantuvo en el Código Penal Reformado de 1903. Véase Cantarella, Eva,
“Homicides of Honor: The Development of Italian Adultery Law over Two Millennia”, en
Kertzer, David I. y Richard P. Saller (eds.), The Family in Italy from Antiquity to the Present, New
Haven, Yale University Press, 1991, pp. 229-244; Zaffaroni, Raúl Eugenio y Miguel Alfredo
Arnedo, Digesto de Codificación Penal Argentina, Buenos Aires, AZ Editora, 1996, t. I, p. 320, t.
II , p. 198 y t. III, p. 161.
40 Mark Seymour, “Keystone of the patriarcal family? Indissoluble marriage, masculinity and
divorce in Liberal Italy”, Journal of Modern Italian Studies, vol. 10, Nº 3, 2005, pp. 297-313.
41 Sobre matrimonio canónico y civil en España, véase Ferrer Ortiz, Javier, “Del matrimonio
canónico como modelo al matrimonio civil deconstruido: la evolución de la legislación española”,
Revista Ius et Praxis, vol. 17, Nº 2, 2011, pp. 391-418. Sobre adulterio y divorcio en el caso
español, véase Checa Olmos, Francisco y Concepción Fernández Soto, “Adulterio femenino,
divorcio y honor en la escena decimonónica española. El debate social en la recepción de El nudo
gordiano, de Eugenio Sellés (1842-1926)”, Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, vol.
LXIX, Nº 1, 2014, pp. 155-169.
42 Véase Moreno, José Luis, Historia de la familia en el Río de la Plata, Buenos Aires,
Sudamericana, 2004.
Capítulo III
Cuerpos (in)dóciles y odios cotidianos
El maltrato y el abuso psicológico formaban parte de la dinámica familiar
tanto de los lugares de origen de los inmigrantes como de la sociedad de
destino. Aunque la violencia no constituía un rasgo estructural de ninguno
de los dos contextos, se trataba de mundos sociales que mantenían una
actitud que oscilaba entre la condena y la indulgencia.[1] En la Argentina
de entresiglos, la violencia fue una vía de resolución de conflictos
cotidianos no solo en el dominio doméstico sino también en la vida pública.
La casa, el patio del conventillo y la calle solían transformarse en
escenarios de peleas familiares, amenazas y riñas que a su paso dejaban
cuerpos lesionados. La corrección de una conducta que se apartaba de los
patrones sociales aceptables solía justificar el castigo físico a una esposa o a
un hijo. Mientras que, cuando los vecinos se trenzaban en una trifulca o dos
individuos se enfrentaban a golpes de puño o a cuchillazos en la calle, a
menudo se invocaba a la injuria como la causante de la agresión.[2]
En los archivos de la justicia y la policía abundan las denuncias a sujetos
que se valían de la fuerza o de las armas para resolver un espectro de
situaciones tan variadas como sospechas de infidelidad, rencillas surgidas
de una pequeñez, disputas conyugales por dinero, agravios que herían el
honor y desavenencias por el uso de los lugares comunes en el conventillo.
Sin embargo, esto no significa que la violencia estructurase las relaciones
sociales, sino más bien que los sujetos la concebían como un mecanismo –
entre otros– para restablecer equilibrios socialmente valorados, como la
reputación, la autoridad y el honor.
La prensa de fines del siglo XIX y comienzos del XX retrató la violencia
cotidiana en una multitud de escenas que, a diferencia de los expedientes de
la justicia –con cuya información es posible trazar una trayectoria y contar
una historia–, narran episodios efímeros, que se desvanecen entre una
jornada y la siguiente. Sin embargo, mirada en su conjunto y recorrida a
través del tiempo, la sección de noticias policiales configura un catálogo de
hechos organizado según una especie de jerarquía de víctimas y de
comportamientos agresivos que echa luz sobre las gradaciones de tolerancia
–o de reprobación– a la agresión física.
Enfocada desde este ángulo, la prensa revela un macrocosmos social en el
que es posible encuadrar y dar sentido a los procesos judiciales. Para ello
consultamos tres diarios, dos de colectividades extranjeras (La Patria degli
Italiani y El Correo Español) y uno argentino (La Prensa). En la
publicación italiana y en la nacional abundan las noticias sobre disputas
conyugales y agresiones, pero mientras que el primero ventila las
identidades de los involucrados, en general La Prensa las mantiene en el
anonimato, excepto cuando se trata de hechos de sangre o de maltrato
infantil. Sin embargo, El Correo Español no se interesa tanto por la
violencia doméstica –excepto cuando esta involucra al adulterio– y dedica
menos espacio a las noticias policiales, que suelen ser reportadas en un
estilo sobrio y discreto, que contrasta con el sensacionalismo de los colegas.
En varias oportunidades, su editor criticó a los diarios que ponían a
consideración de los lectores situaciones que, en su opinión, debían
permanecer al resguardo de la privacidad. Por ejemplo, cuando el sastre
Joaquín Turero y Miga degolló a su mujer porque sospechaba que le era
infiel,[3] La Prensa le dedicó una extensa nota en la que expuso la vida
íntima del matrimonio y se regodeó en los detalles más crueles del crimen.
Esa avidez fue reprobada por El Correo Español, que reportó parcamente el
uxoricidio.[4]
Apartado de la mesura, como una comadre fisgona, La Patria degli
Italiani ventilaba con igual fruición trifulcas menudas y homicidios
espeluznantes, haciendo públicos los nombres y hasta los domicilios de los
involucrados. En un lugar equidistante, La Prensa cubría un espectro de
violencias más vasto que su colega italiano que, naturalmente, privilegiaba
los casos ocurridos dentro de la comunidad étnica. Pero más allá de estos
matices, en ambos diarios abundaban las noticias de mujeres lesionadas por
sus cónyuges, de hijos castigados brutalmente por sus padres y de esposas
que, agobiadas por el maltrato, empuñaban un arma para defenderse de sus
maridos. Si bien es cierto que con esta evidencia no es posible evaluar ni la
intensidad ni el alcance de la violencia intrafamiliar, el relato periodístico
permite acceder a las representaciones que sobre ella circulaban en la
sociedad de la época. Esas representaciones se sostenían en (y a la vez,
alimentaban a) los estándares de las diferentes comunidades emocionales y
morales[5] que coexistían en la sociedad de la época.
Los diarios exponían escenas de la vida conyugal en las que, en medio de
una gresca, un marido le tiraba un plato por la cabeza a la esposa
provocándole una herida menor, o un honesto trabajador encontraba in
fraganti a su mujer con otro hombre y, dominado por la furia, la arrastraba
del cabello hasta el patio del conventillo para humillarla ante los vecinos,
mientras el cobarde amante se daba a la fuga en paños menores. La forma
en la que las noticias eran tituladas y la preeminencia de recursos retóricos
como el sarcasmo y la hipérbole revelan que, ante la violencia doméstica, la
prensa se desplazada entre dos extremos: la tolerancia y la condena moral.
En el medio, yacía el extenso territorio de la indiferencia, una suerte de
actitud inercial que redundaba en transcripciones indolentes del contenido
de las denuncias que los reporteros recogían en las comisarías. Entre
suicidios, infanticidios, robos, incendios, riñas callejeras y homicidios, las
reyertas conyugales constituían un componente más de la vida social.
Títulos anodinos como “Tra moglie e marito”, “Vita di famiglia”, “Mujer
herida” o “Cansada de denunciar”, se usaban una y otra vez para reportar
episodios casi calcados, en los que solo cambiaban los protagonistas. Esas
notas breves hablaban de esposas que después de una pelea familiar
terminaban internadas en el hospital con lesiones de diferente gravedad, de
mujeres que a pesar de la indiferencia de la policía persistían en denunciar a
sus maridos golpeadores y de progenitores que recurrían a la crueldad para
educar a sus hijos.
Algunas noticias tenían títulos sarcásticos (“Carezze de marito”, “Le
delizie della vitta conjugale” o “Un marito modello”) que abrían paso a
relatos de rencillas domésticas aparentemente originadas en nimiedades,
como la discusión que sostuvieron Giovanni Nicoletta y Maria Cosentino
sobre cómo se condimentaba el bacalao. La mujer no entraba en razones y
el marido, “desesperado por persuadirla de que estaba usando una receta
equivocada”, le arrojó un plato por la cabeza.[6] Una situación parecida
atravesó un matrimonio alojado en un conventillo de calle Maipú. Aunque
La Prensa aclaró que se trataba de inmigrantes españoles, mantuvo en
reserva la identidad del agresor y de la víctima “que presenta heridas leves
en la cara y en el brazo izquierdo”. Se limitó a contar que, como la comida
que la mujer había preparado no estaba “al gusto y paladar del marido”, este
se irritó y le arrojó la cacerola.[7]
Entre una multiplicidad de pequeñas batallas, irrumpían las golpizas
feroces, las heridas de arma blanca y de fuego que solían poner a las
víctimas en el umbral de muerte. Entonces, los diarios expresaban su
sanción moral. La Prensa y La Patria degli Italiani se condolían de las
víctimas, aludiendo al calvario de abusos físicos y espirituales por el que
habían transitado esas mujeres, hasta que la conducta habitualmente airada
de los maridos se transformaba en una irrefrenable pulsión que lesionaba
gravemente sus cuerpos. Las noticias condenaban con severidad al agresor
–al que degradaban a la condición inhumana de las bestias– y demostraban
la compasión hacia las agredidas usando expresiones tales como: “la pobre
infeliz”, “la desgraciada” “una miserable con una vida insufrible”. En
paralelo, los diarios recurrían a guiones prescriptivos sobre la familia, la
docilidad femenina y la autoridad del varón, en especial cuando sobre la
víctima se cernían sospechas de infidelidad. En una prosa apretada, las
noticias hablaban de esposas que después de sufrir agresiones feroces eran
abandonadas por sus maridos y, sin asistencia médica, se desangraban y
padecían el punzante dolor de un miembro fracturado o de un vientre
acometido a patadas y puñetazos. En el filo de la muerte, yaciendo en la
cama o en el piso de una oscura habitación de conventillo, muchas de ellas
salvaron su vida porque los vecinos llamaron a la asistencia pública y a la
policía, o se interpusieron ante el agresor usando la fuerza para refrenar una
furia impiadosa.
Aunque más inusual, la violencia de las mujeres hacia sus maridos
también existió y fue reportada. Para defenderse de un ataque o para
prevenir una golpiza anunciada por el tono cada vez más exaltado de la
discusión, las esposas empuñaban armas o se valían de objetos
contundentes para defenderse. Eso fue lo que hizo Catalina Garozzi cuando
en medio de una pelea su esposo la amenazó de muerte. Ella sabía que no
era una simple declamación retórica surgida del calor de una contienda
verbal, porque en un mueble de la cocina el hombre guardaba un revólver
Bulldog, que había ostentado en grescas anteriores. Pero esta vez, Catalina
se le adelantó, tomó el arma y le dio cinco disparos en las piernas. La Patria
degli Italiani tituló a la noticia Furia de una Moglie y, al final de la nota,
reportó que “la iracunda dama” había sido arrestada.[8] A la ironía del título
y de la caracterización de la agresora subyace un guion cultural que sopesa
a la ira desde la perspectiva del género. Debido a su inherente fragilidad y a
su voluntad débil, la ira femenina era vista como un desafío a la autoridad
masculina. Mientras que una erupción de furia se justificaba en un hombre,
en una mujer era consideraba un defecto de carácter grave y peligroso.[9]
Día tras día los lectores accedían a estos mundos íntimos rasgados por el
conflicto, movidos por el rencor, el temor y el hastío, sumidos en el
sufrimiento. Los escenarios, los protagonistas y los detalles mutaban al
cabo de una jornada, pero la sustancia persistía. Y aunque la violencia
doméstica no era la norma, reinaba en numerosos hogares. En el caso de los
inmigrantes, es difícil saber si el insulto fácil y el maltrato físico formaban
parte de una dinámica de la relación conyugal previa a la migración o si, al
contrario, se trataba de una de las consecuencias del costo emocional
impuesto por un complejo proceso que involucraba la espera, las
expectativas, la ansiedad, el reencuentro de los cónyuges y la mutación de
las subjetividades producto de la migración. Aunque es imposible responder
acabadamente a esta cuestión, los procesos judiciales por lesiones que
presentaremos en las páginas que siguen nos permiten mirar de manera
simultánea lo individual (los microcosmos encerrados en un expediente) y
lo colectivo (el macrocosmos social), una conexión sobre la que, sin
embargo, solo nos atreveremos a conjeturar.

La miseria y la rabia
Huyendo de la furia de su marido, que le había golpeado la cabeza con un
hacha, Elvira Venezia se resbaló y terminó desplomándose en el piso.
Advertidos por los gritos, los insultos y los gemidos de dolor, los vecinos se
agolparon en el patio y, al ver lo que había ocurrido, llamaron a la policía.
Elvira terminó internada en el hospital y su agresor, Francisco Debenedetti,
fue arrestado.[10]
Respondiendo al llamado de su esposo, la víctima, una italiana de 36
años, había llegado a la Argentina en 1903. Francisco trabajaba como
estibador en el puerto de Buenos Aires, tenía 38 años y había emigrado en
1896, dejando atrás a su esposa y a un hijo pequeño con la promesa difusa
de una reunificación familiar. Aunque a siete años de su partida, todavía no
había logrado mejorar su posición económica, el estibador alcanzó a ahorrar
dinero suficiente para pagar dos pasajes y llamó a su familia, porque creía
que en Buenos Aires las perspectivas eran más prometedoras que en la
pequeña aldea napolitana de donde era originario. Sin embargo, según los
dichos de Elvira, casi tres años después de que la “obligara a viajar a la
Argentina la situación [de la familia] era tan penosa como en Italia y como
el dinero no alcanzaba, Debenedetti la instaba continuamente a que
ejerciera la prostitución […]”.
Interrogada en la cama del hospital sobre la reyerta, la mujer contó que
no era la primera vez que Francisco la lesionaba y que aquella noche:

[…] eran más o menos las 20.30 y se encontraba en la pieza junto a su esposo que se estaba
desnudando para meterse en la cama cuando tuvo un pequeño altercado provocado por él,
como consecuencia de discusiones anteriores [...] Debenedetti dice mentiras y siempre está
buscando pleito para cubrirse de la verdad, que es que no trae dinero porque tiene siempre la
misma ocupación miserable.

Sin embargo, cuando fueron citados a declarar, los vecinos expusieron una
versión ligeramente diferente, aseverando que “las peleas son frecuentes en
la pieza y que en medio de insultos y golpes cruzados Debenedetti siempre
acusa a Venezia de serle infiel”. En línea con la declaración de los
moradores del conventillo, Francisco aseguró que el motivo de la reyerta
conyugal era que Elvira lo había engañado con un italiano llamado Silvio.
Relató que unos meses antes de la golpiza, su mujer se había fugado y que,
tras un par de días de búsqueda, la había encontrado “desnuda en la cama”
en la vivienda de su amante. La escena lo “exasperó y entonces Debenedetti
amenazó con asesinar a Silvio, que lo denunció en la Comisaría”. Acusado
de desorden público y lesiones, el estibador pasó seis días detenido. Pero
cuando recuperó la libertad, “siendo ostensible el delito de adulterio”, se
apersonó en la vivienda de Silvio acompañado por un agente de la policía y
obligó a Elvira a regresar “al hogar marital, adonde es su deber vivir”.
En su declaración indagatoria, Francisco confesó que había agredido a
Elvira y que, “en medio de los insultos” que ella profería, la amenazó con
matar a su amante. La declaración del agresor recreó el clima de tensión en
el que vivía la familia. La ira fue la emoción aludida tanto por él como por
su abogado para justificar la golpiza y solicitar la eximición de prisión. El
imputado arguyó que su ánimo fue caldeándose durante la discusión y que
los insultos de su esposa lo “enceguecieron de ira”, al punto de no recordar
cómo pasó de los gritos a los golpes, ni poder precisar de qué objeto se
valió para agredirla: “puede haber sido un hacha o una pala”, dijo. Según
Francisco, la furia también le había impedido advertir que Elvira yacía
sangrante en el corredor del conventillo. Los testigos confirmaron que el
agresor había permanecido en la pieza, indiferente al delicado estado de
Elvira y al tumulto que provocó su accionar, aunque sostuvieron que el
motivo de su comportamiento brutal no había sido la ceguera de la ira sino
el rencor y el deseo de venganza.
Por su parte, el defensor oficial señaló que la declaración de Elvira estaba
plagada de calumnias y exageraciones, que los golpes no habían sido de la
magnitud “que [ella] les atribuye” y que era una “infame mentira que [su
marido] la hubiese obligado a ejercer la prostitución”. Alegó que para
juzgar la conducta del procesado era necesario conocer la historia de
humillación y deshonra a la que su mujer lo había sometido, “una situación
que solo podía desembocar en lo que ocurrió”. Según afirmó el letrado,
Elvira insultaba a su marido en privado y en público y, cada vez que este la
reconvenía, ella le “demostraba desprecio”. Estas actitudes, sumadas a “las
repetidas fugas del hogar marital”, habían terminado por colmar a Francisco
de “una pasión iracunda que debilitó sus nervios”.
El juez tomó nota de la apreciación del abogado defensor sobre la
presunta levedad de las lesiones y ordenó que el cuerpo de Elvira fuera
sometido a una pericia médica. La inspección se llevó a cabo en su
domicilio, cuando ya habían transcurrido cuatro meses del hecho. El
informe de los galenos concluyó que ninguna de las heridas había sido
importante, que “apenas han requerido entre quince y veinte días para
curarse”, que estaban cicatrizadas al momento de la revisación y que no
habían causado “defecto físico, desorden funcional o incapacidad para
trabajar”.[11] Aunque Francisco fue condenado a nueve meses de prisión,
en su fallo el juez señaló que el hecho había sido “provocado por la
ofendida a causa de sus constantes injurias, sus faltas graves, sus
expresiones de desprecio y desobediencia al marido y sus conducta ilícita
reiterada y pública”. A diferencia del defensor, el magistrado no aludió a los
enceguecedores efectos de “la pasión iracunda”; sin embargo, sus razones,
centradas en el comportamiento indecoroso e irreverente de la víctima,
también atenuaron la responsabilidad de Francisco, al menos en el plano
discursivo.
En este proceso, la ira fue usada como argumento tanto por el acusado
como por el abogado para mitigar la pena, mientras que el juez consideró
que la humillación a la que Elvira había sometido a su esposo, huyendo en
varias oportunidades con Silvio, explicaba el sangriento desenlace de la
reyerta. El cuerpo de la mujer, un mapa surcado de cicatrices que
cartografiaban el territorio de un matrimonio mal avenido, fue explorado
por el poder público para evaluar la nitidez y profundidad de las huellas de
la virulenta reacción de Francisco. El diagnóstico de los médicos fue uno de
los principales insumos del veredicto del juez que, sin embargo, también
echó mano de una apreciación moral sobre la conducta de la víctima, a la
que calificó de “ilícita” e “impropia”, en clara alusión al adulterio. Como es
bien conocido, desde finales del siglo XIX el discurso positivista venía
ganando terreno en el ámbito judicial. Aunque la sentencia todavía reposaba
en las nociones del derecho clásico, las concepciones biológicas de la
“responsabilidad” que habían empezado a permear a jueces, fiscales y
abogados[12] se advierten con claridad en la referencia del defensor a la ira
como una pasión enraizada en el sistema nervioso.
El juicio por lesiones a Francisco Debenedetti no solo revela que en el
fallo se entremezclan de manera ecléctica la condena moral y los criterios
de la criminología positivista, sino también la existencia de un punto en el
que convergían la concepción del acusado y de la justicia sobre la
relevancia social de la honra del varón, y del decoro y la obediencia de la
mujer. Insertos en una trama de significados comunes, las diferencias de
clase, de poder y de origen entre un inmigrante pobre, un defensor oficial y
un juez se desdibujaron –al menos retóricamente– cuando se sopesó la
responsabilidad del agresor a la luz de la conducta femenina que se
desviaba de los estándares y las normas de la familia patriarcal.
En cambio, cuando en febrero de 1908 Teresa Brasca denunció a su
esposo, Mariano Darbano, fue ella quien evocó la “pasión iracunda” para
explicar el bestial ataque del que había sido víctima.[13] La mujer, una
italiana de 34 años, contó que en la mañana del hecho que denunciaba, su
marido había colocado un trozo de chapa en la cocina y que, como “por el
lugar en que estaba ofrecía peligro”, ella decidió removerlo de allí. Al
advertir lo que su esposa estaba haciendo, Mariano se disgustó y comenzó a
insultarla, pero como ella le replicó, el hombre la tironeó del cabello y
empezó propinarle puñetazos y puntapiés hasta que Teresa se desplomó en
el piso. Entonces, el marido apoyó con fuerza una de sus rodillas sobre el
vientre de la mujer y continuó golpeándola. Sus gritos llamaron la atención
de los vecinos de la casa lindera, que corrieron a socorrerla. Entre forcejeos,
trataron de que el enfurecido marido dejara de castigar a Teresa, pero el
hombre no se arredró y, aunque liberó a la mujer de sus garras, la amenazó
de muerte mientras se procuraba “algún objeto contundente que pudiera
servirle de arma”. Sin embargo, según relató la esposa en la comisaría, “no
encontró nada apropiado para matarla debido a la ofuscación y a la pasión
iracunda que lo embargaba”. Cuando los vecinos bajaron la guardia y se
retiraron de la vivienda creyendo que por fin el agresor se había calmado,
Mariano mordió a Teresa en un brazo provocándole una herida. No era la
primera vez que tenía esa reacción extrema. En varias ocasiones el cuerpo
de la mujer había quedado surcado de dentelladas.
Mientras Francisco Debenedetti terminó en la comisaría porque los
vecinos lo denunciaron, en este caso, aunque intervinieron, no dieron parte
a la policía, quizá por el temor que les generaba el iracundo italiano o, tal
vez, porque estaban habituados a aquellas explosiones furibundas en las que
después de exhibir su costado más salvaje, Mariano se sosegaba. Entonces,
el barrio recuperaba la calma y en ese silencio tenso el cuerpo lastimado de
Teresa empezaba a cicatrizar. A diferencia de Elvira y de tantas otras
mujeres que terminaban inconscientes, tumbadas en el piso, ensangrentadas
y con los huesos rotos, Teresa logró ponerse en pie. Pero, una vez que los
vecinos se retiraron de la escena, el esposo la encerró en una habitación e,
indiferente al dolor y a la gravedad de las heridas, colocó una silla en el
umbral de la puerta y se sentó allí a insultarla. Sin embargo, cuando su
vigilante se quedó dormido, Teresa se escabulló de la casa y lo denunció en
la comisaría.
Pocas horas después, el agresor fue detenido por la policía y, en su
declaración, reconoció haber agredido física y verbalmente a su mujer.
Arguyó que se había visto “obligado a hacerlo para evitar que la esposa
mande más que él en el hogar”. Este jornalero italiano, analfabeto, de 46
años, relató con desapego y convicción los hechos. Explicó que había
colocado un trozo de chapa de zinc en el suelo de su vivienda para evitar
que entrase el agua los días de lluvia y que su mujer, a la que calificó de
rezongona y reñidora, se mostró disconforme “protestando que era
peligroso y lo retiró”. Pero él volvió a ubicar la chapa, mientras le advertía
que “si no la dejaba allí le daría un sopapo”. Teresa “le replicó de mala
manera” y eso desató una pelea que pronto pasó del insulto a la agresión
física. Presuntamente, la mujer le arañó la cara y, “para defenderse”,
Mariano la tomó a golpes de puño, pero como “los agravios no cesaban se
vio obligado a morderla”. Como colofón, aseveró que “Brasca no es una
mala persona pero es muy nerviosa y su estado crispado provoca
permanentes trifulcas en el matrimonio”.
Cuando las lesiones en el cuerpo de Teresa fueron acreditadas por el
examen médico, Mariano fue puesto a disposición de la justicia. Dos
semanas más tarde, el juez dictó la prisión preventiva. Pero el día en que iba
a ser trasladado a la Penitenciaría Nacional, Teresa se presentó ante el
comisario suplicando que lo dejara en libertad. Explicó que no había sido su
intención que el marido terminara en la cárcel por una simple disputa
conyugal e intentó retirar la denuncia arguyendo que perdonaba a Mariano
porque:

De ninguna manera puede permitir que pongan preso a su esposo […] puesto que su
subsistencia y la de sus hijos menores dependen por completo de los recursos que el marido
lleva al hogar y que si lo encarcelan, toda la familia caerá en una absoluta miseria.

Sin embargo, el clamor de la mujer no logró interrumpir el curso del


proceso que, ocho meses más tarde, terminó con una condena de un año y
medio de prisión efectiva. Después de denunciar a su marido, la existencia
de Teresa se deslizó por un desfiladero. A un lado, se erigía el miedo a las
agresiones físicas de Mariano, y a otro, el temor a la miseria. Había
recurrido a la policía movida por una combinación de impulso e ignorancia.
Seguramente desconocía los procedimientos que se desencadenaban a partir
de una denuncia por maltrato. Aunque los sectores populares hicieron un
uso intenso del sistema judicial (tanto de la justicia de paz como de la
letrada), lo que sugiere que poseían un conjunto de saberes legales, también
lo es que los sujetos percibían a la policía como una actor extrajudicial,
como una instancia que encarnaba la ley y era capaz de resolver las disputas
domésticas –cualquiera fuese su gravedad y naturaleza– dentro de la
comisaría. No se trataba de una noción convencional de lo legal y de lo
judicial, sino más bien, de una versión imprecisa gestada en el imaginario
popular, que ignoraba las categorías de la codificación y la existencia de
procedimientos que pautaban un recorrido del que la policía era solo el
primer tramo. Quizá esa percepción desacertada fue la que llevó a Teresa a
suponer que denunciar a su marido ante la policía no tendría más
consecuencia que unos pocos días de arresto. Lo que ella ignoraba era que
las lesiones estaban tipificadas como delito en el Código Penal y que una
denuncia como la suya terminaría siendo la foja que daba inicio a un
expediente judicial. Cuando eso ocurrió, los médicos legistas, los fiscales y
los abogados entraron en escena, y el arresto con el que Teresa había
intentado escarmentar al esposo se transformó en prisión preventiva.
Entonces, ella comprendió que sus chances eran tan exiguas que ni siquiera
le permitían elegir entre un marido violento –pero proveedor– y la miseria.
En los dos casos que venimos de evocar, las alusiones a la ira (a veces
referida como furia o como pasión) y a los nervios formaron parte de las
manifestaciones de acusados, litigantes, defensores y jueces. Sin embargo,
esas palabras (que expresaban tanto una emoción como su manifestación
patológica) evocaron sentidos y tuvieron usos diferentes en uno y otro
juicio. En el primero, Francisco Debenedetti y su defensor recurrieron a la
ira buscando eludir la pena. Aunque el abogado apeló a los saberes expertos
hablando de excitabilidad y debilitamiento de los nervios, y el acusado
relató sus emociones de un modo más prosaico, ambas intervenciones
convergen en la intención de representar a Francisco como una víctima de
sus propios sentimientos. En cambio, Mariano Darbano, lejos de escudarse
en aquella “pasión iracunda” que según Teresa lo había dominado durante
la reyerta, justificó su conducta delictiva alegando el derecho a ejercer
autoridad sobre su esposa. Describió los hechos con frialdad e intentó
presentar argumentos que a todas luces le resultaban razonables en una
sociedad patriarcal en la que la mujer le debía obediencia al marido. Pero
además de insumisa, su esposa era “crispada y nerviosa”, dos rasgos que
estructuraban su comportamiento desviado y que justificaban que él
recurriese al maltrato para corregirla.

El dinero de las mujeres


Como vimos en el capítulo anterior, las mujeres, agobiadas por la violencia
doméstica, solían encontrar refugio emocional en la infidelidad y en el
abandono del hogar. A menudo, la fuga y el adulterio (que no siempre iban
de la mano) eran el último capítulo de historias de desavenencia
matrimonial jalonadas por los insultos cruzados, el maltrato y la
humillación. Esas historias solían repetir un esquema: después de una
golpiza, la mujer era expulsada del hogar por el marido o se fugaba,
buscando la protección de parientes, amigas o vecinos. Cuando la
exaltación cesaba, el esposo intentaba recuperarla y por lo general, ella
aceptaba regresar al hogar, aunque no lo hiciera por amor sino por
necesidad, para asegurar la subsistencia. Ese equilibro frágil volvía a
romperse una y otra vez hasta que, si otro hombre se cruzaba en el camino,
el adulterio y la fuga –aunque riesgosos– se transformaban en la promesa de
una vida mejor. Sin embargo, esa no fue la única vía de salida al maltrato.
Para algunas mujeres, el abandono del hogar en soledad y la separación de
hecho también fueron maneras de eludir el autoritarismo y la violencia
doméstica. Pero transitar ese camino imponía condiciones mínimas: un
empleo, dinero y un lugar adonde vivir.
Cada una a su manera, María Schiavo y Emilia Vigo intentaron cambiar
el rumbo de sus miserables existencias liberándose de unos entramados
matrimoniales tejidos de desamor, desprecio, rencor y miedo. Pero en una
sociedad que castigaba severamente al adulterio y cuya legislación civil
obligaba a la esposa a vivir con el varón “adonde sea que este fije su
residencia”[14] y establecía su subordinación obligatoria a la representación
legal del marido,[15] esa libertad podía resultar efímera, porque ponía a
estas mujeres al margen de la ley.
De esa situación de vulnerabilidad legal se valió Ángel Marinelli cuando
en 1891 denunció a su esposa, María Schiavo, porque vivía “en concubinato
escandaloso con Eustaquio Ardil, un hombre casado y con familia, con
quien tuvo una niña”.[16] El marido afirmó que su mujer se había fugado
del hogar a fines de 1889, dejándolo a cargo de dos hijas pequeñas y
robándole dinero. Pocos días después María fue detenida.
En la comisaría, la adúltera declaró que se había casado con Ángel en
agosto de 1884 y que dos meses después él, “un hombre inclinado a la
bebida y muy holgazán”, comenzó a someterla “a toda clase de castigos”.
Sin embargo, mientras permanecieron en Italia, “rodeados de parientes y
vecinos”, Marinelli no se atrevía a alardear de “su carácter bestial” porque
María “lo denunciaba con su padre y sus hermanos, quienes varias veces
debieron reprenderlo”. Cuando un tiempo después Ángel y María
emigraron a Buenos Aires, liberado de aquellos controles, él continuó
golpeándola “cada vez con más brutalidad y después de cada pelea la
echaba, obligándola en una ocasión a salir desnuda a la calle”. Sin embargo,
cuando la erupción de furia cejaba, Ángel acudía a la casa de una amiga en
la que María se refugiaba para rogarle que regresara al hogar. Y ella
accedía, “no por cariño ni obediencia, sino por necesidad”.
En el otoño de 1889, la llegada de Eustaquio Ardil al conventillo se
transformó en un refugio emocional para María. El vecino de la pieza
lindera, que fue testigo involuntario de las peleas del matrimonio, terminó
siendo su amante. Durante un tiempo, mantuvieron la relación en la
clandestinidad hasta que, hastiada del maltrato, María –que acababa de
cumplir 22 años– decidió fugarse con su “querido”, con quien convivió
durante dos años, hasta que él se suicidó. Habían transcurrido unos pocos
meses desde ese infortunio, cuando un agente de la policía llamó a su
puerta. Ángel la había denunciado por adulterio y hurto.
Sin embargo, durante el proceso, la conducta infiel de la mujer se
desplazó hacia los márgenes del juicio, puesto que el único interés de Ángel
era recuperar el dinero que –presuntamente– la esposa le había robado.
Según declaró ante el juez de instrucción, María había depositado esa suma
en una cuenta bancaria usando una identidad y un estado civil falsos:
“Mercedes de Ardil, de estado viuda”, y le había entregado la libreta de
ahorros a su amiga, aquella que la socorría cada vez que Ángel la echaba de
la casa. Sin embargo, en la indagatoria, María se defendió diciendo que el
verdadero motivo detrás de la denuncia de adulterio era que Eustaquio le
había “donado unos pesos de los que su marido quería apropiarse así como
de cuatro sillas de esterilla y unas gallinas que le pertenecen”.
Mientras su mujer estaba detenida, Ángel pidió autorización para
disponer del depósito y le aportó al tribunal datos obtenidos de su propia
pesquisa: el nombre y la dirección del banco y la identidad y paradero de la
mujer que tenía en custodia la libreta de ahorro. Detrás de semejante esmero
se ocultaban –según sostuvo el defensor de pobres– “las intenciones
verdaderas de Marinelli: venganza, avidez y malicia”. El abogado afirmó
que Ángel no solo estaba al tanto de que María hacía vida marital con otro
hombre sino que “lo consentía”.[17] Sin embargo:

[…] después del triste suceso del suicidio, cuando supo de la existencia del depósito que es la
herencia que Ardil le dejó a Schiavo poco antes de tomar la funesta determinación, ¡recién se le
ocurrió acusarla! […] Amparado en el adulterio quiere apoderarse de ese dinero y otros bienes.

Ángel intentó probar la falacia del defensor y de la adúltera, solicitando que


citara a doce testigos para dar fe de que “en su condición de hombre
honorable nunca aprobó el trato ilícito de Schiavo”. Alegó que aunque
había tratado de recuperarla denunciando la fuga “no fue posible dar con su
paradero porque mi esposa y su querido se mudaban permanentemente”. En
una carta dirigida al juez, Ángel remarcó que, mientras estuvieron casados,
María “jamás fue tratada con crueldad […] gozaba de libertad y disponía de
todo el dinero que [él] obtenía trabajando como albañil”. Para complicar la
situación de la mujer, aseveró además que ella estaba al tanto de que su
cómplice era casado. Según Ángel, Eustaquio había salido de Italia con la
promesa de enviar dinero para que su esposa y sus dos hijos viajasen a
Buenos Aires, pero al conocer a María los abandonó para amancebarse con
ella.
Los testigos corroboraron los dichos de Ángel, su esposa fue condenada a
dos años de prisión y el juez lo autorizó a disponer del depósito bancario. El
defensor apeló el fallo alegando que el marido y el amante eran
corresponsables de haber empujado “al adulterio a esta desgraciada mujer,
Marinelli sometiéndola al sufrimiento y Ardil despertando en ella la
pasión”. Pero ese argumento no convenció a los magistrados de la segunda
instancia y María debió purgar la pena en la cárcel.
El maltrato también empujó a Emilia Vigo “a separarse de hecho” de
Guillermo Guardamagna después de dos décadas de matrimonio.[18] Esta
mujer había llegado de Italia en 1886 para reencontrarse con su esposo, que
vivía en Buenos Aires desde fines de 1884. El nuevo siglo los encontró
viviendo aún en un conventillo y subsistiendo con empleos temporarios, él
como albañil y ella como planchadora. El poco dinero que ingresaba al
hogar era motivo de disputas verbales, maltrato físico y amenazas. Incapaz
de escapar del autoritarismo de su marido, Emilia fue sumiéndose en la
acritud y la resignación, hasta que un empleo de cocinera en la residencia
de los Gowland (una familia de la clase alta porteña) y un minúsculo cuarto
de servicio le abrieron un resquicio por el cual escapar del sufrimiento. En
el otoño de 1902, con 52 años de edad, Emilia abandonó a su marido.
Habían transcurrido apenas seis meses, cuando Guillermo se presentó
ante Emilia pidiéndole dinero para viajar a la campaña a buscar conchabo.
Pero ella se rehusó, a pesar de que él insistía en que por ser el marido tenía
derecho a disponer de lo que ella ganaba. Entre insultos y reproches
cruzados, Guillermo, “con el ánimo sulfurado de tanto agravio”, terminó
atacándola con un cuchillo que había ocultado entre sus ropas. Emilia
recibió nueve puñaladas que la pusieron al borde de la muerte.
Aunque en la indagatoria el acusado confesó el delito y se manifestó
arrepentido, a renglón seguido trazó una desfavorable semblanza de su
esposa:

Emilia Vigo siempre fue una mujer de mal carácter pero que en los últimos años empeoró
porque es más agria y gruñona y muy proclive al insulto y la recriminación. Esa conducta
pésima ha llenado de desdicha al exponente quitándole hasta los hábitos de trabajo.
Ángel también contó que poco tiempo después de establecerse en Buenos
Aires, había estado arrestado durante un mes por haber amenazado a su
mujer con un revólver, aunque cuando recuperó la libertad, ella lo perdonó
y retomaron la vida marital. Según los dichos de una sobrina del agresor, la
conducta de su tío continuó “igual de agresiva con la esposa” y el
matrimonio se sumió en un vínculo hecho de rencor, de discusiones
altisonantes y de reyertas por el dinero porque:

Aunque [Emilia] durante muchos años recibió ropa para lavar y planchar en su domicilio, los
ingresos de la familia siempre fueron muy escasos porque Guardamagna trabajaba poco y
gastaba mucho bebiendo en el boliche y holgazaneando sin realizar ningún aporte al hogar
[…].

La testigo describió a Emilia como una “víctima perpetua de su marido” y


narró la historia de “trato bestial, azotes, heridas y amenazas” que su tía
había sufrido “durante años por la falta de dinero”. Sus palabras
convencieron al fiscal de que Guillermo era “un tipo extremo de bestia
humana” capaz de asesinar a su “miserable y anciana esposa a quien la ley
y la religión le ordenan brindar amor y pupilaje”, con el solo fin de
apropiarse de sus ahorros para satisfacer instintos egoístas.
En cambio, el abogado defensor, apelando al habitual recurso de la ira
para justificar la conducta del acusado, alegó que fueron las injurias de
Emilia y su rechazo a “darle un dinero que por ser el marido no podía serle
negado”, lo que desencadenó el hecho de sangre:

Las recriminaciones, los insultos y los gritos de la esposa sumieron como es natural a
Guillermo Guardamagna en una furia que lo encegueció hasta el extremo de desenvainar un
cuchillo que siempre llevaba consigo y herir sin quererlo a su cónyuge.

Aunque una de las puñaladas pudo haber provocado la muerte de Emilia, el


defensor adujo que ni el intento de homicidio ni la premeditación estaban
probados. Por ello, Ángel debía ser juzgado “solamente por el delito de
lesiones”. El juez coincidió con el defensor en que la prueba no alcanzaba
para determinar la existencia de la intención de matar, sin embargo denegó
el cambio de carátula y condenó a Guillermo a tres años de prisión.
En los dos casos que venimos de evocar, el dinero fue el motivo de
recurrentes disputas conyugales que derivaban en maltrato y hechos de
sangre. Su protagonismo revela la compleja dinámica de las relaciones
conyugales signadas por la migración y las múltiples expectativas que esta
suscitaba. Aunque María y Emilia transitaron por diferentes caminos para
escapar de la crueldad de sus maridos y lo hicieron en momentos diferentes
de su ciclo de vida, sus historias convergen en un punto: el dinero.
Al migrar, Ángel y Guillermo dejaron a sus esposas en Italia al cuidado
de los hijos y de la gestión de los escasos recursos de la familia (que
posiblemente incluyeran las remesas). En el capítulo I nos referimos a la
relevancia de las esposas en la gestión de la economía doméstica y la
protección de los intereses de la familia, cuando los maridos migraban. En
una situación ideal, en la que las remesas fluían con regularidad a través del
Atlántico, los roles económicos y sociales femeninos cambiaban. Las
mujeres se encargaban de administrar el dinero (una tarea que antes habían
ejercido sus esposos) y franqueaban las fronteras del mundo doméstico para
hacer trámites en oficinas de correo y bancos, pagar deudas, consumir,
gestionar transacciones inmobiliarias. Sin embargo, los maridos ausentes no
dejaban la gestión de las remesas totalmente librada al criterio de las
mujeres. Al contrario, en las cartas daban instrucciones precisas sobre su
uso, en un lenguaje que reforzaba tanto las nociones de responsabilidad
marital y parental como la idea del proyecto migratorio como empresa
colectiva. En cambio, cuando las remesas eran magras (como aquellos
pocos duros que Luis Aldaz le envió a su esposa para que le comprase un
vestido floreado a su pequeña hija)[19] o sencillamente, cuando el dinero
nunca llegaba, las mujeres gestionaban la subsistencia con sus propios
ingresos, obtenidos del trabajo en el domicilio o de una colocación afuera
del hogar.
Abundante o exiguo, el dinero constituía el núcleo de la estrategia
migratoria y afectaba el vínculo matrimonial, tensionado por la vulnerable
interdependencia de hombres y mujeres separados por el océano y unidos
por las remesas. A través de su dramática intervención en las relaciones
conyugales, el dinero provocaba ansiedad e incertidumbre. Quizá para
aquellas mujeres que padecían el maltrato, la migración, más que la
promesa de prosperidad material, sintetizaba el anhelo de armonía
conyugal. Salir de la pobreza las ayudaría a no seguir enredadas en disputas
por el dinero que detonaban la violencia. En la vida del matrimonio
migrante, el presente y el futuro no eran temporalidades estables sino que
constituían un amorfo conjunto de posibilidades maleables que ambos
cónyuges (pero en particular la esposa que esperaba)[20] podían gestionar
con el objeto de superar el sufrimiento y el desasosiego. Sin embargo,
cuando de este lado del mar la extensa permanencia de la familia en el
apiñamiento de los conventillos, la escasez de trabajo y los magros ingresos
hacían añicos las expectativas de la casa propia, el consumo, el ascenso
social y la concordia conyugal, las agresiones y el maltrato volvían a
enseñorearse de la vida cotidiana. Entonces, se restituía aquella escena
magistralmente narrada por Cesare Pavese en La luna y las fogatas. Cuando
el viejo Valino se sacaba el cinto y azotaba a su mujer como bestia, los
gritos se oían desde la llanura de Balbo. Se rumoreaba que lo hacía cuando
estaba borracho, “pero no era el vino, no tenían tanto vino, era la miseria, la
rabia de esa vida sin salida”.[21]

Figura 1. Conventillo, Argentina


Fuente: Archivo General de la Nación, Departamento de Documentos Fotográficos, número de
inventario 18.222.
Como señalamos antes, para escapar de la encerrona de la violencia, las
mujeres necesitaban recursos económicos y un lugar adonde vivir. María
Schiavo se aseguró subsistencia y cobijo amancebándose con Eustaquio
Ardil y, poco antes de que su “querido” se quitase la vida, empezó a
gestionar un dinero que según su entendimiento le pertenecía. Sin embargo,
Emilia se sustrajo a una larga historia de sumisión y maltrato separándose
de Guillermo cuando consiguió empleo con cama adentro en la casa de los
Gowland. Hasta entonces, había obtenido ingresos “planchando para afuera
en su domicilio”. En la perspectiva de Guillermo, ese dinero no era de su
mujer sino que constituía un aporte al presupuesto familiar del que él podía
disponer con discrecionalidad (recordemos que, en una alusión moral al uso
del dinero, una de las testigos señaló que lo que Emilia ganaba con
esfuerzo, el esposo lo gastaba en bebidas alcohólicas). Esa percepción –
aparentemente ajena a cualquier tensión moral entre el manejo colectivo y
el gasto individual–[22] no cambió demasiado con la “separación de
hecho”. Que Emilia ya no viviese con su esposo no significaba que el
dinero que ganaba hubiera dejado de pertenecer al matrimonio. Así lo
revela la convicción con la que Guillermo declaró en el juicio que era “su
derecho” disponer de él para costear un viaje a la campaña.
Sin embargo, cuando la mujer se rehusó a entregarle la suma que le pedía,
Guillermo comprendió que una nueva lógica empezaba a regular la relación
de poder en su matrimonio. El rechazo de Emilia no solo afectaba al marido
en esa coyuntura de escasez (no tenía trabajo y tampoco medios para
procurárselo), sino que también revertía la relación asimétrica que había
mantenido con su esposa durante casi veinte años. En una fuga hacia el
pasado, el marido buscó resolver esa asimetría valiéndose de la fuerza física
en un intento de recuperar poder material y simbólico. Recordemos que en
su declaración, Guillermo insistió en que fueron los agravios de su esposa –
más que su rechazo a darle dinero– los que provocaron la furia que lo
empujó a herirla. Como en otros hechos sangrientos, en este la acción
violenta estaba enraizada en viejos y recurrentes conflictos conyugales por
el uso del dinero. Pero la agresión física que sufrió Emilia a manos de su
marido sobrepasa su sentido instrumental dada su eficacia expresiva. Esta
revela su aspecto eminentemente relacional e intersubjetivo, puesto que el
acto violento se refiere siempre a los otros y, en particular, al lugar de uno
mismo frente a los otros. Como sostiene Myriam Jimeno, la eficacia
expresiva y la capacidad coactiva del acto de violencia pueden ser un medio
de reafirmación de la persona en el mundo y una forma de negociación
frente a otros.[23]
Aunque en sentidos divergentes, en estos dos episodios el dinero fue
concebido como “unidad de cuenta moral”[24] más que como una unidad
de pago o de intercambio. El de Emilia era dinero ganado y dinero cuidado,
[25] “el producto del trabajo, el sacrificio y el ahorro de una pobre mujer
sometida” al maltrato de un marido que “nunca ha hecho nada con
asiduidad, excepto gastar en bebida el fruto del esfuerzo de su esposa”,
como lo destacó el fiscal. Durante las casi dos décadas que convivió con
Guillermo, su esfuerzo de gestión colectiva del ingreso de la familia –al que
ella aportaba– fue malogrado una y otra vez por el egoísmo del esposo.
Sin embargo, en el caso de María, el dinero –en su significado moral–
resultó ser indivisible del adulterio. Durante el juicio no terminó de quedar
claro si se trataba de dinero mal habido o donado porque, aunque se
asumiera que era una herencia de su amante, la idea de que aquel podría
haber sido un pago de favores sexuales impregnó los argumentos del juicio.
Cuando el abogado solicitó la revisión del fallo de primera instancia, se
apresuró a destacar que su defendida había “caído en el adulterio y el
amancebamiento” agobiada por el sufrimiento y debilitada por la pasión
que le despertó Eustaquio Ardil. Sin embargo, eso “no [la] transforma en
una prostituta, como lo demuestra su irreprochable conducta posterior al
suicidio de su querido”.
En las cuatro historias que acabamos de narrar, las mujeres huyeron –por
vías diferentes– del maltrato de sus maridos. En un escenario en el que se
replicaban las condiciones de vida miserables de los lugares de origen de
los inmigrantes, las discusiones altisonantes, el agravio, las amenazas y la
agresión física no fueron un componente novedoso. Al contrario, la
violencia estaba arraigada en lo profundo de las relaciones matrimoniales.
Las declaraciones de María Schiavo, quien relató que su marido la golpeaba
en Italia y que la migración había vuelto aún más intensas las agresiones, o
el clamor de Teresa Brasca para que dejaran en libertad a un hombre que
intentaba subordinarla a fuerza de palizas y dentelladas revelan que, más
allá de la singularidad de cada caso, la violencia doméstica también
migraba con los cónyuges y las expectativas frustradas la recrudecían.
Si es cierto que –como sostiene Katie Barclay– en el matrimonio
patriarcal la obediencia y el amor no eran términos incompatibles,[26]
también lo es que una educación emocional basada en la sumisión de la
mujer al varón legitimaba el ejercicio del poder masculino a través de la
fuerza y el maltrato. Y aunque se tratase de una legitimación simbólica –
porque la ley preveía una pena para quien produjera lesiones en el cuerpo
de otro–,[27] la obediencia como habitus toleraba el hostigamiento del
cuerpo femenino. Mariano Darbano justificó su conducta violenta en la
insubordinación de Teresa, y ella, enfrentada a la disyuntiva de la miseria o
de los golpes, se resignó al maltrato. La resignación, probablemente, fue
también la que sumió a Emilia Vigo en la condición de “víctima perpetua”
de su marido hasta que, cuando ya había cruzado el umbral de los 50 años,
se atrevió a abandonarlo. En el fallo que condenó a Francisco Debenedetti,
el juez mostró su apego a una concepción prescriptiva del matrimonio como
sistema de poder cuando incluyó en su fallo una reconvención para Elvira, a
la que recriminó por su conducta injuriosa y desobediente. Esa actitud
revela una convergencia de los guiones culturales de los acusados (que se
representaban como víctimas de esposas infieles e insumisas y de pasiones
que les obnubilaban la razón) y de quienes debían juzgar sus delitos. Un
mismo sustrato alimentaba una concepción común sobre el papel de la
mujer en el matrimonio, las relaciones de poder entre los cónyuges y la
obediencia femenina, no importaba si se trataba de defensores, acusados o
funcionarios judiciales, de argentinos o de extranjeros.

Notas
1 Véase Garnot, Benoît, “La violence dans la France moderne: une violence apprivoisée?”, en Musin
Aude, Xavier y Frédéric Vesentini, Violence, conciliation et répression. Recherches sur l’histoire
du crime, de l’Antiquité au XXIe siècle, Lovaina, Presses Universitaires de Louvain, 2008.
Disponible en <http://books.openedition.org/pucl/725>. Véanse también Goody, Jacques, La
familia europea, Barcelona, Crítica, 2001 y Vigarello, George, Historia de la violación: siglos
XVI-XX, Madrid, Cátedra, 1999.
2 Para el período que nos ocupa, véase Ghirardi, Mónica, “Disciplinamiento familiar y nuevos
dispositivos de dominación en tiempos de modernización. Córdoba, Argentina, fines del siglo
XIX”, en Chacón Jiménez, Francisco, Trayectorias familiares. Identidades y desigualdad social,
Murcia, Ediciones Universidad de Murcia, 2018, pp. 58-79; Paz Trueba, Yolanda, “Violencia
física y efectos simbólicos. El caso de Tres Arroyos a fines del siglo XIX y principios del XX”,
Anuario del Instituto de Historia Argentina, Nº 8, 2008, pp. 173-192. Para el período colonial y la
primera etapa republicana, véase, entre otros, Ghirardi, Mónica, “Familia y maltrato doméstico.
Audiencia Episcopal de Córdoba, 1700-1850”, História Unisinos, vol. 8, Nº 1, 2008, pp. 17-33;
Kluger, Viviana, Escenas de la vida conyugal. Los conflictos matrimoniales en la sociedad
virreinal rioplatense, Buenos Aires, Quórum, 2003.
3 Nos ocupamos de este caso en el capítulo IV.
4 El Correo Español, 5/11/1889.
5 En parte, el concepto de comunidades morales se superpone con la definición de “comunidades
emocionales” propuesta por B. Rosenwein, a la que nos referimos en el capítulo anterior en una
nota al pie. En este caso, sin embargo, se refiere puntualmente a los mecanismos de regulación
social de las llamadas “emociones morales”, de las que el remordimiento es uno de los ejemplos,
tal como lo analizaremos en el capítulo IV. Véase Weisman, Richard, Showing Remorse. Law and
the Social Control of Emotions, Londres y Nueva York, Routledge, 2014.
6 La Patria degli Italiani, 28/3/1902.
7 La Prensa, 24/1/1902.
8 La Patria degli Italiani, 15/7/1899.
9 Pollock, Linda, “Anger and the negotiation of relationships in Early Modern England”, The
Historical Journal, vol. 47, Nº 3, 2004, pp. 567-590.
10 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, D93-1906. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
11 El artículo 120 del Código Penal de 1886 preveía una pena de prisión de uno a tres años si la
lesión producía incapacidad para el trabajo por más de un mes y de arresto de un mes a un año si
la lesión no produce incapacidad para el trabajo o si la produce por menos de un mes. El Código
Penal Reformado de 1903 contemplaba penas de seis meses a un año de arresto para aquel que
causare a otro un daño en el cuerpo o en la salud sin que la lesión dejara consecuencias o
permanentes. Sin embargo, en los casos en que la lesión provocara debilitación permanente de la
salud, de un sentido, de un órgano, deformación del rostro, o que pusiera en peligro la vida de la
víctima o la inhabilitara para el trabajo por más de un mes, la pena era de tres a seis años de
penitenciaría. Véase Zaffaroni, Raúl Eugenio y Miguel Alfredo Arnedo, Digesto de Codificación
Penal Argentina, Buenos Aires, AZ Editora, 1996, t. II, p. 213 y t. III, p. 174.
12 Salvatore, Ricardo, “Sobre el surgimiento del estado médico legal en la Argentina (1890-1940)”,
Estudios Sociales, Nº 20, 2001, pp. 81-114.
13 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, D94-1908. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
14 Código Civil de la República Argentina, artículo 55, inciso 2.
15 Código Civil de la República Argentina, artículo 57, inciso 4.
16 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, S-61-1891. Todas las citas textuales referidas
a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
17 Énfasis en el original.
18 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, G-123-6-1902. Todas las citas textuales
referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
19 Véase el capítulo I.
20 Kwon, June Hee, “The Work of Waiting: Love and Money in Korean Chinese Transnational
Migration”, Cultural Anthropology, vol. 30, Nº 3, 2015, p. 495.
21 Pavese, Cesare, La luna y las fogatas, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2003, p. 91.
22 El gasto colectivo suele asociarse con la reproducción social, el dinero cuidado y la larga
duración. Véase Parry, Johnatan y Maurice Bloch (eds.), Money and Morality of Exchange,
Cambridge, Cambridge University Press, 1989; Zelizer, Viviana, The Social Meaning of Money.
Pinmoney, paychecks, poor relief & other currencies, Nueva York, Basicbooks, 1994; Wilkis,
Ariel, Las sospechas del dinero. Moral y economía en la vida popular, Buenos Aires, Paidós,
2013.
23 Jimeno, Myriam, Crimen pasional. Contribución a una antropología de las emociones, Bogotá,
Universidad Nacional de Colombia, 2004, p. 37.
24 Wilkis, Ariel, “El poder moral del dinero. Una perspectiva sociológica”, Diferencia(s), Nº 5,
2017, p. 46.
25 Ibid., p. 42.
26 Barclay, Katie, Love, Intimacy and Power. Marriage and Patriarchy in Scotland, 1650-1850,
Mánchester y Nueva York, Manchester University Press, 2011, p. 1.
27 Véase la nota al pie 11, p. 83.
Capítulo IV
La pasión de los celos
La escasez de dinero, el alcoholismo de los varones, la desobediencia
femenina y la infidelidad real o presunta constituyeron los motivos de
violencia doméstica más alegados por los maridos acusados y las esposas
litigantes. A menudo, los testigos en los juicios por lesiones declaraban que
el hecho denunciado no era excepcional, sino que formaba parte de una
cadena de bulliciosas reyertas conyugales cruzadas por improperios,
insultos y golpes. Pero cuando además de los puñetazos y las patadas, los
agresores acudían a la amenaza y empuñaban un arma –aunque tan solo
fuera para ostentar poder–, la disputa empujaba a los contendientes hacia el
confín de la vida.
En los uxoricidios cometidos por Ángel Fiorda y Joaquín Turero y Miga
que analizo en este capítulo, la muerte fue el dramático colofón de un
multiforme conflicto doméstico.[1] La gravitación que el adulterio, la
pasión de los celos y la insania cobraron en el juicio desdibuja la historia de
la disputa conyugal y, aunque los testigos aluden a ella, las causas (más allá
del adulterio) apenas se insinúan. Los testimonios se esmeran en revivir la
hora funesta, cuando los gritos de auxilio de las víctimas los guiaron hasta
la escena sangrienta. Y aunque todos evocan al potente eco de las peleas
conyugales que desde tiempo antes del crimen, día tras día, inundaba el
patio del conventillo, no hablan de los motivos. Es probable que los
ignorasen. Sin embargo, intercalados en los relatos en los que los matadores
culpabilizaron a las víctimas para justificar sus actos homicidas, se insinúan
los primeros soplos del viento que iba a transformarse en un huracán
conyugal de infausto desenlace.
Los diarios se ocuparon extensamente de estos (y de otros) uxoricidios y
los retrataron en una retórica ampulosa que se apartaba de la semántica
judicial, en la que locuciones que eran de uso corriente en las crónicas
periodísticas rara vez aparecían mencionadas. Una de ellas era la palabra
“amor”, a la que la prensa recurre para abordar la tormentosa intimidad de
la vida conyugal acechada por la violencia. Sin soslayar la sanción moral de
los maridos asesinos, los reporteros de noticias policiales encuentran las
razones de la conducta criminal en el amor. Se trata de una emoción de
doble cara: una fuente de dicha y placer y, a la vez, una pasión enfermiza
que engendra a los celos y a la locura. En el relato, la preeminencia de estas
ideas como factores explicativos del crimen solía provocar una tensión
entre la amonestación y la simpatía hacia el perpetrador. En el otoño de
1902, La Patria degli Italiani reportó la tragedia que el adulterio y la
traición habían causado en el matrimonio de Giuseppe de Simone y Rosa
Pastori. El marido acometió a martillazos en la cabeza a la mujer porque la
había encontrado in fraganti “yaciendo en la cama con un hermano del
marido”. Aunque el diario calificó al acto como “bestial”, a renglón seguido
se apiadó del “pobre de Simone” que estaba enamoradísimo de ella y,
“aquejado por las tempestades que habían hecho colapsar su felicidad”,
terminó asesinándola.[2]
A menudo, la prensa retrataba a las víctimas como mujeres “ardientes y
sensuales, de moral liviana”, y presentaba a sus matadores como seres
carcomidos por un amor enfermizo que los transformaba en “miopes” y
“maníacos” capaces de perdonar una y otra vez las faltas de sus díscolas
esposas, hasta que los celos los subyugaban llevándolos por rumbos
insospechados. Dominados “por esa pasión ingobernable”, los maridos –
que no solo sentían amor sino que “lo profesaban”–[3] cruzaban la delgada
línea que separa al castigo corporal del uxoricidio y, en lugar de recurrir a la
justicia para escarmentar a las adúlteras, imponían condenas a la medida de
su arbitrio entre las cuatro paredes de una pieza de conventillo.
Por su lado, la justicia perpetuaba la ilusión de imparcialidad, distancia y
desapego representándose –sobre todo a través de la figura de los jueces–
como un dominio emocionalmente neutro. Sin embargo, aunque más sobrio
y despojado que el de la prensa, el lenguaje de los expedientes habla de
pasiones y está atravesado por consideraciones morales. En ese dominio
semántico, los celos también eran vistos como el motor de la violencia,
porque la infidelidad femenina alteraba las facultades mentales del varón.

Mientras Virginia dormía


Eran las siete de la tarde del 5 de agosto de 1893. Ya había oscurecido.
Gerónima Lauría, una joven italiana que vivía en un conventillo de la calle
Azcuénaga, estaba sola en la pieza cuando oyó unos gritos que provenían
del fondo del edificio. Creyendo que se trataba de una más de las
discusiones que a diario mantenían Filomena Mastrostéfano y su esposo,
Ángel Fiorda, la joven siguió con sus quehaceres y ni siquiera se asomó al
patio. Otros vecinos también oyeron el barullo pero nadie le dio
importancia, quizá porque dentro del horizonte de repertorios emocionales
de aquella casa de alquiler –habitada en su mayoría por inmigrantes
italianos–, un altercado conyugal plagado de insultos altisonantes era, si no
corriente, al menos esperable. Pero cuando el pedido de auxilio de Filomena
reveló que no se trataba solo de una discusión, Gerónima llamó al vigilante
de calle y ambos descubrieron que la pieza de los Fiorda se había
transformado en un escenario del horror. Filomena yacía en el piso en
medio de un charco de sangre y su hija Virginia –una niña de cinco años–
dormía a los pies de la cama en la que había comenzado el fatal desenlace
del matrimonio de sus padres. Cuando el comisario y el médico llegaron al
lugar, los gritos de Filomena se habían vuelto gimientes balbuceos. Sin
embargo, antes de ser traslada al hospital, adonde murió pocas horas más
tarde, alcanzó a señalar a su marido como el agresor. Cuando la policía
capturó a Ángel, que intentaba huir después de arrojar el arma homicida al
patio de la casa lindera, este no solo confesó haber apuñalado a Filomena
sino que “alzando los brazos dijo que había hecho su gusto y que no le
importaba nada y que la había castigado porque tenía macho”.[4]
La intrincada trama de la relación matrimonial, a cuyos pormenores
aludiremos más abajo, revela varias aristas de la dinámica de la autoridad
en el hogar y de la forma en que esta se expresa emocionalmente.
Asimismo, el caso pone de manifiesto que el conflicto y su lenguaje y
gestualidad emocional solían atravesar sucesivas instancias de resolución
que no respetaban una traza unidireccional. Es decir que no iban desde el
dominio íntimo al público, sino que el recorrido solía alternar entre una y
otra esfera, configurando un complejo tránsito que involucraba emociones
diferentes, articuladas en un crescendo de violencia. A menudo, la
indignación, la vergüenza y los celos se transformaban en rencor y
desprecio, en ira y odio.
Antes del desenlace sangriento que cambió el destino de su familia, el
recorrido emocional de Ángel había sido circular. Cuando descubrió la
infidelidad de su esposa, buscó una resolución a su problema matrimonial
en el dominio privado y, más tarde, acudió en dos ocasiones a la policía. En
la primera, se hizo acompañar por un agente para recuperar a su esposa, que
se había fugado con su amante. Y en la segunda, denunció a Filomena y la
hizo detener. Pero en las vísperas del asesinato retiró la denuncia y
retrotrajo el conflicto al hogar, e intentó (o simuló que intentaba) remendar
el vínculo en el mismo ámbito en el que se había roto.
En un tono idílico –pero no por ello inocente– con el que reforzaba la
ideología patriarcal, el diario La Prensa reportó el hecho eligiendo una
cronología de la historia de los Fiorda que le permitiese mostrar el
progresivo deterioro de la relación matrimonial.[5] Remontándose a 1886,
comenzó evocando la llegada de Ángel y su flamante esposa a Buenos
Aires. Dos años más tarde, Filomena dio a luz a una niña. Entonces,
mientras su marido trabajaba como peón de albañil, ella se dedicaba a sus
quehaceres y al cuidado de la beba. “La felicidad de ese hogar modesto era
completa”, hasta que Francisco Cocucci, un vecino de los Fiorda, “se
propuso malograr la paz que allí existía”. En ausencia de Ángel, Francisco
visitaba a Filomena y le “pintaba con vivos colores el amor que le había
inspirado”. Poco a poco, la mujer fue acostumbrándose a oírlo, hasta que
sintió por “el seductor una pasión vehemente que volvió incómodo para ella
el regreso de su esposo con cada puesta del sol”. En este punto –continúa el
relato del diario–, los amantes “necesitaban de una libertad amplia y
completa y entonces decidieron huir llevándose a la niña y a los ahorros de
Fiorda, fruto de mucho tiempo de economías y privaciones”.
Según la crónica periodística, al descubrir el engaño, “Fiorda lloró, al
tiempo que se proponía recuperar a su esposa”. Fue así como el italiano
abandonó su trabajo y, tras días de averiguaciones, supo que Filomena y su
cómplice estaban en Rosario, hacia donde viajó para obligarla a regresar al
hogar. Con la ayuda de un agente de la policía, el albañil logró recuperar a
Filomena y a su hija. Sin embargo, no fue capaz de romper el lazo entre su
esposa y su “querido”, puesto que al cabo de pocas semanas, Francisco
Cocucci estaba de regreso en Buenos Aires. Entonces, Ángel decidió
interponer distancia entre los amantes y mudó la familia a la pieza de la
calle Azcuénaga, donde poco tiempo después terminaría con la vida de
Filomena.[6]
En la indagatoria, el uxoricida declaró que la tarde anterior al crimen, al
volver de su trabajo, había encontrado a su mujer “besándose y teniendo
algunos actos amorosos con Cocucci”. Movido por la indignación, llamó al
vigilante de calle para que llevara a los amantes a la comisaría donde
interpuso una denuncia por adulterio, que terminó con la detención de la
mujer y su cómplice. La felicidad a la que aludía el relato de La Prensa no
parece haber sido lo que inquietaba al italiano, sino el sentido de autoridad
marital –que su esposa había quebrantado por segunda vez– y la manera en
que su conducta afectaba la dinámica de distribución de poder en el
matrimonio. Ángel desplazó el conflicto desde el hogar a la comisaría para
que la policía se encargara de remendar una relación que él ya no podía
controlar. Sin embargo, al día siguiente de la denuncia, se presentó ante el
comisario y, arguyendo que había perdonado a su mujer, le requirió que
fuera puesta en libertad.
Como ya señalamos, que los maridos perdonasen a las adúlteras no era
una práctica infrecuente. La duración y la intensidad del castigo dependían
de la voluntad del ofendido, ya que el Código Penal le confería el derecho a
“remitir la pena de su consorte en cualquier momento”.[7] A fines del siglo
XIX y comienzos del siglo XX, se propuso que el adulterio dejase de ser
considerado un delito porque, en la práctica, el cónyuge infiel nunca era
condenado.[8] En 1903, uno de los integrantes de la comisión encargada de
la reforma del Código Penal, el diputado Juan Antonio Argerich, presentó
evidencia de cien juicios por adulterio de los que solo tres habían terminado
con condena, aunque la pena no llegó a ser efectiva “porque el marido había
perdonado a la mujer castigada para reanudar la vida conyugal con ella”.[9]
En consonancia con estas apreciaciones, los expedientes con los que trabajo
muestran que, en la mayoría de los casos, los cargos fueron retirados al
cerrarse la instrucción y solo una minoría de los litigantes lo hizo después
de la sentencia condenatoria.[10] La duración de la prisión preventiva y el
sufrimiento de las mujeres en la cárcel constituían la unidad de medida del
rencor y de la ira que las adúlteras provocaban en los maridos traicionados.
Recordemos el caso de Pedro Lamar, quien no vaciló en mandar a su esposa
a prisión a sabiendas de que estaba encinta, ni se conmovió al enterarse de
que su delicado estado de salud había obligado a las autoridades de la cárcel
de Dolores a trasladarla al hospital. Pedro esperó a que su mujer diese a luz
en reclusión y recién entonces solicitó la libertad.
Presentar la demanda de adulterio y especular con la extensión de la
prisión y el padecimiento de la adúltera, conllevaban engorrosos
procedimientos burocráticos, tiempo y dinero pero, además, requerían de
organización emocional. Aunque no disponemos de evidencia suficiente, es
posible conjeturar que aquellos que transitaban todo el proceso, es decir, los
maridos que al descubrir la infidelidad hacían detener a sus esposas en una
comisaría, realizaban una demanda judicial, atravesaban el proceso y,
cuando sentían que el agravio había sido reparado, retiraban los cargos o
solicitaban un indulto, tuvieron una capacidad de gestión de las emociones
de la que Ángel Fiorda no gozó.
La traza circular entre lo privado y lo público que dibujó su último
recorrido revela el tumulto interior del italiano. Por la noche había
denunciado a su mujer logrando que la detuviesen después de que ella
manifestó sin ambages frente al comisario que “ya no quería más a su
marido y sí a Cocucci”. Sin embargo, a la mañana siguiente, solicitó su
libertad y regresó con ella al conventillo donde, según declaró Gerónima
Lauría, se expuso ante varios vecinos (que el día anterior habían sido
testigos de una discusión altisonante y acalorada), “acariciando
efusivamente los cabellos [de la esposa] mientras la abrazaba”. Sin
embargo, Filomena se mostraba fastidiada, y al cabo de un rato
desenmascaró la actuación del marido diciendo, “delante de quien quisiera
oírla, que [Fiorda] la había hecho pasar una noche presa, pero él pasaría el
resto de su vida en Palermo”.[11] En su fallo, el juez se apoyó en el
testimonio de Lauría para alegar que Filomena era consciente de que, a
pesar de los gestos solícitos, la indignación crecía en el corazón de su
marido. Sin embargo, “no vaciló en desafiarlo”. Además, el magistrado la
amonestó póstumamente por no haber contenido la expresión de sus
emociones cuando era evidente que “los celos perturbaban completamente
las facultades de Fiorda”.
Es difícil conocer los pormenores de lo ocurrido entre la demostración de
cariño en el patio de conventillo y el uxoricidio, porque de ese tramo de la
historia solo tenemos el relato del matador. En la declaración indagatoria,
Ángel relató que después de la cena se acostó con su mujer y su hija en la
misma cama. Que estaban conversando “normalmente” cuando, de pronto,
Filomena le dijo que “si hablaba mucho lo iba a matar esa misma noche”.
Entonces, el italiano advirtió que la mujer tenía un cuchillo debajo de la
almohada y eso le hizo “perder la paciencia […] por lo que tomó el arma y
con ella le ocasionó las heridas, primero en el cuello y luego en otras partes
del cuerpo”. La víctima se levantó de la cama pero enseguida se desplomó
“en el suelo, adonde [el agresor] continuó apuñalándola”.
¿Qué impulsó a Ángel a cometer el crimen? ¿La defensa del honor? ¿La
vergüenza? ¿Los celos? ¿El rencor? ¿El amor? ¿La insania? Todas estas
razones aparecen mencionadas en el expediente. A veces, en boca del
acusado y de su abogado defensor, y otras, en los escritos del fiscal y en los
fallos del juez. Sin embargo, en su pormenorizada crónica, La Prensa se
mostró más preocupada por la moraleja que por el móvil del crimen y optó
por no arriesgar una hipótesis sobre las razones del uxoricida. El énfasis en
la felicidad y la paz que reinaban en el hogar hasta que Cocucci irrumpió en
la vida del matrimonio, revela la intención del diario de amplificar una
representación prescriptiva de la familia y de la vida conyugal. Al mismo
tiempo, al conectar el infortunado destino de Filomena con su claudicación
ante “el flirteo y la sensualidad”, La Prensa reprueba la conducta de la
víctima y, de manera oblicua, exhorta a las mujeres al recato y la virtud.[12]
Aunque expresada en un registro distinto, esa también fue la premisa del
juez de primera instancia, quien sostuvo que la conducta irregular de la
víctima había ofendido el honor de su esposo porque “[Filomena] ejecutó
actos que provocaron vergüenza, indignación e ira [en Ángel] y perturbaron
por completo sus facultades”. El juez aludió a los gestos amorosos del
acusado que, abandonando el trabajo, viajando a Rosario para recuperar a
su mujer y pidiendo la libertad de la adúltera en la comisaría, dio muestras
“del cariño que le tenía […] que fue además expresado acariciándole el
cabello en la casa donde habitaban, en la presencia de vecinos”. Pero a
pesar de la evocación de aquellas acciones cariñosas, Ángel fue sentenciado
a presidio por tiempo indeterminado. Su abogado apeló el fallo arguyendo
que la noche del asesinato, Filomena había amenazado a su esposo
“retándolo a duelo y haciéndole entender que entre ella y su amante
terminarían con su vida”.
En la elevación a la Cámara, el fiscal volvió sobre los argumentos
expuestos en la primera instancia, aseverando que se había tratado de un
crimen motivado “por los celos muy explicables en el matador que veía su
amor pagado con infidelidades repetidas y notorias”. La palabra “amor”
resulta inusual en el escrito de la fiscalía, a diferencia de lo que
probablemente ocurriría si esta hubiera sido pronunciada por el defensor. En
la educación asociada a las profesiones legales, las cuestiones vinculadas a
la ética de la imparcialidad constituyen una materia común a todos aquellos
que se forman para el ejercicio profesional de la justicia. Sin embargo, los
abogados disponen de un conjunto de recursos retóricos y de unos guiones
emocionales menos rígidos que los de fiscales y jueces, cuyo rol (solicitar
penas, interpretar la ley y aplicar justicia) tradicionalmente encarna los
principios de racionalidad y desapasionamiento.[13]
Sin embargo, según los jueces de la Cámara, ni los celos ni “la conducta
culpable de la esposa” explicaban el uxoricidio, porque Ángel había
perdonado a su mujer, “como lo demuestra el hecho de que momentos antes
del crimen se encontrase con [ella] en el mismo lecho”. Según los
magistrados, en “el impulso pasional” radicaba la clave para comprender la
conducta criminal del reo. Aunque los camaristas reconocieron que las
expresiones de desafecto, “el apego a Cocucci” y las amenazas de Filomena
aceleraron “la impulsión violenta del matador”, todos votaron la ratificación
del fallo del tribunal de primera instancia.
La víctima no pudo hablar pero todos hablaron por ella. Ángel dijo que su
esposa lo había amenazado de muerte, Gerónima Lauría aseveró que la
mujer había desafiado a su marido delante de los vecinos, otros moradores
del conventillo confirmaron que tenía “macho”, y Cocucci declaró que
Filomena le había “dispensado sus favores ejecutando con ella muchas
veces el acto carnal” y que, al manifestarle su voluntad de trasladarse a
Rosario, “sin vacilar abandonó al esposo para seguirlo”.
¿Qué habría dicho Filomena ante todas estas aseveraciones? La única
respuesta estaba en su cuerpo, que habló a través de la autopsia. El dolor
agónico que jalonó su tránsito hacia la muerte subyace bajo el lenguaje
técnico del médico legista. En cada herida que reporta, los gritos de la
víctima se vuelven audibles.[14] En las nueve fojas que contienen la
autopsia de Filomena, el forense contabilizó más de treinta heridas de arma
blanca. Con ellas trazó un mapa que orientó el recorrido de la excursión
homicida con la que Ángel puso fin la historia de “una familia feliz”. La
mayoría de los cortes eran superficiales y el matador los había ejecutado
cuando su esposa yacía en el piso. Solo uno de ellos, localizado en el
intestino, era profundo. Ese fue el que, después de varias horas de
sufrimiento, le ocasionó la muerte. Aunque el informe médico no fue
suficiente para determinar la posible premeditación del crimen, expuso lo
que los camaristas definieron como “una crueldad extraordinaria de la que
Filomena Maestrostéfano fue incapaz de defenderse”. No obstante, el
adulterio siguió gravitando –como en el tribunal de primera instancia– para
eximir al acusado de la pena de muerte.[15]
Aunque perseguían objetivos distintos, el defensor, el fiscal y los jueces
ubicaron al crimen en la intersección de la infidelidad, los celos y el cariño.
Sin embargo, el poder y la dinámica de la autoridad que regulaba las
relaciones del matrimonio también ocuparon un lugar en las
consideraciones de los representantes del sistema judicial.
La habilitación social, cultural y legal del varón para ejercer poder sobre
la esposa y la obligación de esta de obedecer estaban en el núcleo de la
relación conyugal, constituían su motor y eran los significantes del cariño.
El adulterio femenino se consideraba una afrenta severa al honor del
marido, pero también un reto a su autoridad. El expediente revela que
Filomena desafió a Ángel en varias ocasiones y de diferentes maneras. Las
disputas conyugales se traducían en recurrentes episodios de violencia
cruzada (física y verbal) y, a medida que la “exasperación” del italiano
crecía, la insubordinación y el desamor de la mujer se acrecentaban.
En su testimonio, Francisco Cocucci dijo que Filomena no quería vivir
más con su marido porque “estaba cansada de las desavenencias […] que
Fiorda siempre la reprendía y que cada vez que le replicaba, [él] la golpeaba
y [ella] tenía que defenderse devolviéndole los golpes como podía”. Por ese
torbellino emocional transitaba la mujer cuando decidió fugarse a Rosario
siguiendo a su amante. Más que una búsqueda de libertad para vivir “la
pasión vehemente” que sentía por Cocucci –como sostuvo el cronista de La
Prensa–, Filomena parecía impugnar la concepción prescriptiva que ligaba
el amor conyugal a la obediencia de la mujer al marido. Poco antes del
crimen –sin rodeos y delante del comisario–, le había confesado a Ángel
que ya no lo quería y que sentía cariño por Cocucci. Desde su perspectiva
profana, la extinción del amor disolvía el vínculo que la legislación civil –
argentina e italiana– de la época había estatuido como indisoluble.
En gran medida, el marco de referencia cultural de Ángel y Filomena
seguía siendo su lugar de origen. Aunque hacía seis años que habían llegado
a la Argentina, su vida había transcurrido en unos conventillos que eran
enjambres de compatriotas y parientes en los que se recreaba el clima de las
aldeas italianas. Esos espacios configuraban comunidades emocionales en
las que las disputas bulliciosas en los patios, las peleas matrimoniales, los
rumores y las comidillas sobre la conducta de tal o cual vecina eran
habituales. Probablemente, amor y obediencia, cariño y responsabilidad
eran binomios que no presentaban contradicción para los paisanos con los
que Filomena y Ángel interactuaban en Buenos Aires.
Los inquilinos de los dos conventillos adonde habían vivido los Fiorda y
sus respectivos encargados fueron citados a declarar en el juicio. Sus
testimonios perfilaron el retrato de la mujer adúltera de conducta
reprobable. En pocas ocasiones la discreción indujo a los testigos a
responder negativamente a la pregunta de si estaban al corriente de que
Filomena era infiel. Un parco “no le consta” dejaba un vacío en el
cuestionario y echaba un manto de duda sobre el comportamiento de la
víctima. Quizá la costumbre de no hablar mal de los muertos motivó esa
reacción. Sin embargo, la mayoría manifestó haber oído el rumor de que
Filomena era infiel y admitió conocer detalles del adulterio y de la fuga.
Una de las vecinas de la casa en la que vivía Francisco Cocucci (desde la
que los Fiorda se habían mudado poco tiempo antes del crimen) se refirió a
los detalles de un altercado que este había mantenido con su madre a raíz de
la relación con Filomena. Después de que Ángel le hiciera pasar un día
detenido en la comisaría, Francisco regresó al conventillo, y cuando estaba
lavándose la cara en la pileta del patio:

[…] en presencia de la declarante y de varios otros vecinos, la madre lo amonestó


reprochándole su proceder para con Fiorda y su mujer aconsejándole que se apartara de esa
gente y que no causara más problemas […] que esa relación no le convenía al punto de que
había terminado en la comisaría por culpa de una puta.

En esa comunidad emocional, el matrimonio era una unión indisoluble, una


noción que se retroalimentaba de la perspectiva que sobre la familia y el
matrimonio tenía la sociedad argentina de la época. Recordemos que al
describir a los Fiorda, La Prensa recurrió a la representación del inmigrante
trabajador y de la esposa madre y ama de casa, un modelo que no solo
aseguraba “la felicidad” en el hogar sino también la armonía social. Esa
retórica no era muy diferente de la que sustentó el debate sobre la ley de
divorcio que atravesó Italia en diferentes momentos entre la unificación y
los años 1920. El argumento más frecuente de quienes se oponían a él era
que la indisolubilidad del matrimonio protegía a la mujer, a la familia y al
orden “natural” de género de las tendencias corruptas de la modernidad. Sin
embargo, se trataba de una naturaleza plagada de asimetrías porque la ley
civil le otorgaba al marido el control completo de las cuestiones financieras
y personales de la mujer, mientras que en materia penal, solo el varón
estaba habilitado para presentar una demanda por adulterio.[16]
La costumbre y la legislación se intersectaban en la práctica cotidiana de
las relaciones conyugales y aunque la sumisión femenina no estuviese
reñida con el cariño, cuando el frágil lazo matrimonial se rasgaba, salían a
la luz una miríada de emociones negativas: el desprecio, el desamor, el
rencor, el hastío. Filomena quebrantó dos veces el esquema de autoridad
que regulaba la vida matrimonial. Huyó a una gran ciudad en otra
provincia, a lo mejor creyendo que el anonimato la mantendría fuera del
radar de su esposo. Y cuando fue obligada a regresar al hogar marital,
volvió a desafiar a Fiorda con gestos y con palabras: llevó a su amante a su
nuevo domicilio y en la comisaría confesó de viva voz que había dejado de
querer a Ángel. En su testimonio, Francisco Cocucci la retrató como una
fémina ardiente y resuelta que, movida por sus sentimientos, no vaciló en
fugarse del hogar marital aun a sabiendas de que estaba cometiendo un
delito.
Cuando el juez ordenó inventariar los bienes de la pieza de los Fiorda, el
agente al que se le encomendó la tarea registró “una foto cortada al medio”,
ropas de mujer y de varón, un vestido de niña, utensilios de cocina, piezas
sueltas de una vajilla ordinaria, dos sillas, una mesa y una cama con
respaldo de hierro, aquella en la que dormía Virginia cuando Gerónima
Lauría y el vigilante de calle descubrieron el cuerpo de Filomena tendido en
un charco de sangre. Los objetos fueron entregados en custodia al
encargado del conventillo, aunque la justicia retuvo la foto. Es Filomena en
el día de su casamiento en Italia. Pero alguien recortó la imagen. ¿Ella
misma?, ¿su marido? Apenas se asoman el brazo derecho de Ángel y su
mano está entrelazada con la de su esposa. Aunque no es posible saber en
qué circunstancias ni por qué motivo la fotografía fue cercenada, lo que
alcanza a verse constituye una metáfora de la ruptura del lazo matrimonial
que cobra sentido en el contexto de un proceso en el que, excepto el agente
que realizó el inventario, nadie se refiere a ella. Alguien la adjuntó al
expediente, ignoramos sus razones. Pero está allí, rotulada como “foja 70”,
poniéndole rostro al cuerpo surcado de heridas que describe la autopsia y
exponiendo a la mano que lo hirió de muerte.
Para el juez de primera instancia, los celos, la ofensa al honor y el desafío
a la autoridad marital explicaban la reacción criminal del reo. Los jueces de
la Cámara, en cambio, opinaron que aquellos factores solamente aceleraron
la “impulsión violenta”, que llevó a Ángel a matar a su mujer. Ahora bien,
¿cuánto gravitó el desequilibrio emocional del acusado en el desenlace de
su tormentosa relación matrimonial? Sus facultades mentales, ¿estaban
alteradas? Aunque los jueces y el abogado defensor aludieron en dos
ocasiones a “la razón nublada” del matador, nunca mencionaron la insania.
Tampoco lo hicieron los testigos.
El proceso terminó en los primeros días de octubre de 1894. Ángel
Fiorda, que entonces tenía 36 años, se transformó en el “penado Nº 12” y
comenzó a purgar una condena que se parecía mucho a la muerte. A
diferencia de otros procesos que concluyen en esta instancia, el expediente
contiene cuatro fojas anexadas durante la semana de la Navidad de 1897. El
24 de diciembre, un informe médico solicitado por el director de la cárcel
diagnosticó que el interno padecía de “parálisis general del demente, una
afección de marcha ineludiblemente fatal que requiere su traslado inmediato
al Hospicio de las Mercedes”. Probablemente aquel fue el último recorrido
del uxoricida por la ciudad, desde la penitenciaría al manicomio, donde
continuaría purgando la condena a presidio por tiempo indeterminado.

Figura 1. Filomena Mastrostéfano


Fuente: Archivo General de la Nación.

Es difícil saber a qué se refería exactamente el diagnóstico, porque si bien


los frenópatas franceses del siglo XIX ya habían asociado la parálisis general
del demente a la sífilis, su origen sifilítico no fue confirmado hasta
principios del siglo XX. Durante el siglo XIX, la demencia paralítica tenía un
significado amplio, incorporaba varias enfermedades degenerativas del
cerebro y se había transformado en el modelo paradigmático de la locura
decimonónica. Su interés no se circunscribió a la medicina sino que avanzó
sobre el terreno jurídico, ya que la primera etapa de la enfermedad se
asociaba con la tendencia a delinquir.[17]
Llama la atención que ni la prensa, ni los testigos, ni los agentes
judiciales hicieran mención a la insania durante el proceso. Es posible que
el cuerpo del uxoricida todavía no acusara los signos de la enfermedad y
que por ese motivo los jueces definieran la condena reposando en el guion
emocional del marido celoso, dominado por una pasión que nublaba sus
sentidos y por un indomeñable “impulso violento”. Solo los camaristas
aludieron tenuemente a una afectación de las facultades mentales del reo.
En su fallo escribieron que el único fragmento valioso de relato del
homicida sobre la noche del crimen era la confesión de autoría, a la que los
magistrados consideraron “perfectamente divisible del contenido irracional
y absurdo de la mayor parte de la declaración”.

El temperamento nervioso del sastre


Pocos años antes, la insania había sido el argumento central del juicio de
otro inmigrante, el sastre español Joaquín Turero y Miga, que intentó
suicidarse después de degollar a su esposa, Paula Lamas, un mediodía de
principios de noviembre de 1889 en un conventillo de la calle Defensa.[18]
Hacía apenas nueve meses que Joaquín y su mujer habían llegado a la
Argentina. Durante los primeros tiempos en Buenos Aires, vivieron en un
conventillo de San Telmo donde, según uno de los testigos, “el matrimonio
se mostraba en la mayor armonía”. Al cabo de tres meses, acudiendo al
llamado de un paisano, Joaquín y Paula se mudaron a San Nicolás, donde el
sastre comenzó a sospechar de la infidelidad de su mujer. Un día, mientras
almorzaban en una fonda, se acercó a saludarlos “el señor Sánchez y ella [la
esposa] se puso muy colorada, como siempre ocurre cuando tiene una
conducta impropia”, declaró el homicida aludiendo a su lectura de las
emociones a través de los gestos de Paula. Poco tiempo después, ya de
regreso en Buenos Aires, la desconfianza de Turero y Miga creció, porque
cuando volvía de la calle, encontraba restos de cigarros en la pieza “que
eran claros indicios” de que ella recibía a otro hombre en su ausencia.
Según declaró el matador, el carácter de su mujer había dado un vuelco con
la migración. En España era “muy cariñosa y alegre pero aquí [en la
Argentina] se volvió fría, hablaba poco, regañaba mucho y a menudo
miraba como a un vacío y llorando se lamentaba: ‘Dios, ¡qué tormento!’”.
El sastre atribuía el cambio de conducta no solo a que Paula ya no lo quería,
sino a que había elegido “el camino de la sensualidad movida por la codicia
de tener lujos y un pasar que [él] no estaba en condiciones de ofrecerle”.
El expediente es parco en los detalles de la relación cotidiana de los
cónyuges, pero la crónica de La Prensa reveló que en el mes que precedió
al crimen, los vecinos de los Turero y Miga habían sido testigos de las
acaloradas discusiones de la pareja motivadas en su “poca consagración al
trabajo y su inclinación a la vagancia”. Según el relato del diario, Paula le
recriminaba al marido la falta de dinero en el hogar y le expresaba su
angustia porque “los medios de subsistencia que habían traído de España
estaban agotándose”. Como en San Nicolás Joaquín no logró prosperar,
regresaron a Buenos Aires, donde él consiguió empleo en un taller de
sastrería cercano al conventillo. Sin embargo, a las pocas semanas renunció
porque “su imaginación enfermiza lo llevó a suponer que su esposa
pretendía alejarlo del hogar para atender libremente las solicitudes
amorosas de un honesto zapatero casado que habita en la misma casa”. El
diario presentó a Paula como una víctima de la frondosa imaginación de su
marido que, presa de los celos y cada vez más violento, la degradaba
insultándola y “haciéndole imposible la felicidad”.[19]
A diferencia del caso Fiorda, en el que casi una veintena de testigos
fueron citados, en este solo lo hicieron cuatro personas. Dos de ellas, que
eran las más allegadas a la familia, declararon que después de que Joaquín
regresó de San Nicolás, “andaba muy perdido”, y que Paula les había
comentado que su esposo “debía estar mal de la cabeza porque se le había
ocurrido que ella le estaba dando de tomar algo para enfermarlo”. El
zapatero –vecino de pieza y supuesto amante de Paula– relató que la noche
anterior al crimen, el matrimonio había tenido un escandaloso altercado y
que él había tenido que intervenir para calmar al sastre, “porque estaba
enfurecido por los celos”. A la mañana siguiente, Paula le contó que su
marido “padecía algo de la cabeza […] que fueron a ver a un médico que le
recetó remedios y baños pero que [Joaquín] se había negado a tomarlos”.
En la segunda mitad del proceso, el interés se desplazó del uxoricidio a la
insania del sastre. Certificar que el acusado padecía una enfermedad mental
era crucial para evaluar la condena o fallar la eximición de la pena.[20]
Entonces, los médicos se transformaron en las figuras preeminentes del
juicio y su lenguaje técnico se filtró en el expediente provocando una
mudanza del registro narrativo. Sin embargo, los diagnósticos no se
mantuvieron inmunes a los guiones emocionales y de género vigentes. Los
galenos partieron del supuesto de que diferentes personas –varones y
mujeres, pobres y ricos– tienen constituciones emotivas distintas y por eso
requieren de un tratamiento legal singular.
Durante el proceso se elaboraron dos informes médicos.[21] El primero
fue solicitado por el fiscal, quien manifestó que le resultaba un enigma que
“motivos insignificantes empujaran al acusado a cometer un crimen tan
bárbaro”. El resultado del examen aseveraba que los celos habían sido el
catalizador de la impulsión violenta que llevó a Joaquín a asesinar a su
esposa, y que aquellos eran “el simple producto de una exaltación pasional”
y carecían de “raíces patológicas”. El profesional médico subrayó que el
reo:

[…] es dueño de un temperamento eminentemente nervioso que lo domina […] sin que exista
tan siquiera un asomo de ideas delirantes o extravagancias que puedan hacer pensar en una
perturbación intelectual o una obtusión de sus facultades afectivas.

El nerviosismo de Joaquín carecía de explicación fisiológica y tampoco


parecía obedecer a factores genéticos porque, aunque el paciente ignoraba
la causa del deceso de su padre (“que falleció siendo él muy niño”), su
madre había muerto “de vesícula y su única hermana de sarampión”.
Reposando en el libreto cultural del marido celoso que, preso de la furia,
mata a la mujer infiel, el médico concluyó que la causa determinante del
delito “más que un acto patológico, fue la exaltación de la pasión de los
celos despertada en un individuo completamente nervioso”.[22]
El abogado defensor descalificó el informe porque soslayaba la pérdida
transitoria de la razón que había afectado a Joaquín durante el crimen.
Arguyendo que el hecho había sido cometido en un estado de completa
perturbación de los sentidos y la inteligencia, en una situación nerviosa
desmedida y anormal producto de una enfermedad mental, el letrado
solicitó una nueva pericia. Aunque tan impreciso como el anterior, el
segundo reporte agregó datos que abonaron la hipótesis de la
inimputabilidad del acusado.
Como seis meses antes lo había hecho su colega, el nuevo facultativo
resaltó la ausencia “completa de alucinaciones y delirio”, les atribuyó un
peso relativo a los celos (que para el fiscal constituían la única circunstancia
de atenuación), y sostuvo que el factor determinante era el “marcado
temperamento nervioso de este individuo, una víctima de la debilidad de
sus facultades afectivas y mentales que le predispone a actos pasionales
violentos”. Sin embargo, más allá del diagnóstico clínico, el médico
concluyó con una enfática apreciación de índole moral que terminaría
gravitando en el fallo: “el procesado se encuentra completamente
arrepentido”.[23]
Ese juicio se fundaba en la observación de la rutina de Joaquín y en la
descripción de su estado emocional. El médico aseveró que lo único que
mantenía al acusado alejado de la “preocupación” era el trabajo en el taller
de sastrería de la cárcel. Sin embargo, en momentos de ocio, se mostraba
“sumido en un dolor opresivo y una tristeza profunda. Y ante la evocación
del crimen, la pena lo domina”. Cuando “es aguijoneado” con recuerdos del
pasado –continuaba el informe–, el matador “se enternece emocionándose
vívidamente con el recuerdo de su esposa por la que siente un gran cariño y
a quien por una fatalidad hizo su víctima”.
A esta altura del proceso, Paula ha perdido el protagonismo y si se la
invoca es solo para delinear el perfil psicológico del acusado. En la pericia,
el “dolor” y la “tristeza” de Joaquín constituyen expresiones propias del
libreto del marido celoso y la esposa adúltera, que representa al homicida
como víctima y justifica el crimen aludiendo a la conducta infiel de la
mujer, a quien –según el médico– el sastre perdonaba “por los deslices que
pueda haber cometido”.
La semántica emocional del galeno –más que los fundamentos
profesionales y el lenguaje técnico de la pericia– fue determinante para que
la justicia considerase la inimputabilidad del sastre. El juez señaló que el
nerviosismo de Joaquín fue un campo fértil para que “la pasión” –en
alusión a los celos– despertase en él “una impulsión violenta”. Sin embargo,
el remordimiento (uno de cuyos signos más claros habría sido el intento de
suicidio del acusado) constituyó el fundamento central del fallo absolutorio.
El arrepentimiento es el punto en el que las condenas de Ángel Fiorda y
Joaquín Turero y Miga divergen. Mientras el sastre español demostró
desazón y dijo que sentía cariño por Paula, el albañil italiano nunca
manifestó su pesar. El lenguaje en el que se refirió a su mujer revelaba
rencor y desprecio, al tiempo que sus prácticas emocionales, aquellas que
están encarnadas y se expresan por medio de gestos, fueron contrarias a la
compunción.[24] Al ser detenido por la policía, Fiorda –que después de
deshacerse del arma intentaba huir del conventillo– declaró, “alzando los
brazos” y con satisfacción, que había apuñalado a Filomena porque tenía
“macho”. Tiempo después, en el tribunal, “cerrando el puño y estirando el
brazo al frente”, recreó la gestualidad de los momentos previos al crimen,
cuando golpeó a su esposa en el rostro “porque era una puta”. En cambio,
después del hecho de sangre, Turero y Miga intentó suicidarse, un acto que
la justicia leyó como un signo de remordimiento, aunque quitarse la vida
también puede ser una forma de evadir la responsabilidad.
La gravitación de una u otra interpretación depende de la manera en que
el ofensor comunique sus emociones y en la que estas sean percibidas por
los demás.[25] El sujeto arrepentido muestra empatía y sufre por el dolor
que ha causado, se hace responsable del acto y se presenta como merecedor
de la reprobación social y del castigo que se le impone. El remordimiento se
expresa a través de síntomas y lenguajes gestuales, aunque las palabras
también gravitan en la decisión de la justicia, puesto que para acreditar que
no se trata de una estrategia de defensa sino de un acto de contrición
genuino, los jueces han de evaluar si el acusado ha experimentado una
transformación personal, si su yo privado y su yo público han sido tocados
por la valores de la comunidad moral que sanciona el delito.[26] Durante la
observación médica, las expresiones verbales y la gestualidad del reo
comunicaron el arrepentimiento y, a la vez, al ser traducidas al lenguaje del
reporte pericial, no perdieron su eficacia comunicativa, como lo demuestra
el hecho de que el juez dio por genuinos los sentimientos de pesar interior
que aquejaban al sastre.
¿Qué clase de homicidios fueron estos? ¿Se trató de crímenes de odio o
de crímenes de pasión? Estas son preguntas de respuesta difícil, porque
mientras la locución “pasión” se reitera en los argumentos de médicos,
abogados, fiscales y jueces, el odio no forma parte del repertorio
lexicosemántico de los procesos. Sin embargo, una lectura a contrapelo de
los expedientes –enfocada más en lo que silencian que en lo que nombran–
permite especular sobre el lugar del odio en el paisaje emocional de los
uxoricidas.
El odio produce efectos en los cuerpos de quienes se convierten en su
objeto. Establece un vínculo negativo con el otro, al que se desea eliminar
de la cercanía corporal y social.[27] Mientras el odio puede sentirse por una
clase completa de personas, la ira –que tiene una presencia tan potente en
los juicios por adulterio que analizamos en el capítulo II y que fue evocada
por el juez de primera instancia en el caso Fiorda– se siente contra
individuos en particular.[28] La violencia del crimen de odio involucra
formas de poder que son tanto viscerales y corporales como sociales. Lo
que se pone en juego en esa clase de homicidios es la percepción de un
grupo (odiado, aborrecido) en el cuerpo de una persona: el de la víctima.
Los ordenamientos legales y culturales de España, Italia y la Argentina de
la época prescribían virtud y obediencia para la mujer casada, pero también
sospechaban de ella infidelidad y traición. Alimentada por ese sustrato de
representaciones, se había desarrollado una violenta gramática de los
amores libertinos que describía la forma en que el adulterio afectaba
negativamente a los varones porque ofendía el honor, traicionaba el amor y
desafiaba su autoridad. Como ya hemos señalado, esos guiones eran usados
profusamente en la justicia (por acusados, defensores, fiscales, jueces y
médicos legistas) y tenían su expresión más acabada en una codificación
legal que atenuaba o eximía de pena al marido que, al sorprender a su mujer
yaciendo con otro hombre en el lecho, la mataba. ¿Acaso Filomena y Paula
eran las individualidades en la que se personificaba el odio hacia el
adulterio y por eso Fiorda y Turero y Miga las mataron? Es probable que
ese odio (que era social y se expresaba en el lenguaje de la amonestación
moral y la sanción legal) fuera el inefable fermento de una mixtura hecha de
amor, celos, ira y venganza, “pasiones malignas” que tenían raíces en la
mente y que acicatearon sus “impulsiones violentas”.[29]

Notas
1 No utilizo la expresión “crímenes pasionales” porque ni los expedientes judiciales ni los relatos de
la prensa con los que he trabajado emplean esa denominación para designar los casos en los que el
marido asesinaba a la esposa. Uxoricidio, homicidio y tragedia eran las locuciones más corrientes.
También lo hago porque la categoría es ambigua puesto que, como sostiene Benoît Garnot, los
crímenes pasionales no siempre son conyugales y los crímenes conyugales no siempre son
pasionales. Véanse Garnot, Benoît, Une histoire du crime passionnel. Mythes et archives, París,
Belin, 2014 y Jimeno, Myriam, Crimen pasional. Contribución a una antropología de las
emociones, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2004.
2 La Patria degli Italiani, 3/4/1902.
3 El Correo Español, 15/9/1893.
4 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, F-38-1892. Todas las citas textuales referidas a
este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
5 La Prensa, 6/8/1892.
6 Ibid.
7 Código Penal de la Nación de 1886, artículo 250.
8 En 1891, la comisión integrada por Norberto Piñero, Nicolás Matienzo y Rodolfo Rivarola,
encargada de redactar el proyecto de reforma del Código Penal, propuso eliminar el adulterio. Lo
mismo ocurrió en 1903 en ocasión de otro debate que culminó en la sanción de la Ley de
Reforma, pero en ninguna de las dos ocasiones se hizo efectiva la eliminación.
9 Moreno, Rodolfo (hijo), Ley Penal Argentina Estudio Crítico, La Plata, Editores Sesé y Larrañaga,
1903, p. 160.
10 En los treinta casos de adulterio con los que trabajamos, solo dos recibieron condena. Una de ellas
fue María Schiavo, cuya historia fue relatada en el capítulo III.
11 “Palermo” alude a la Penitenciaría Nacional que entonces ocupaba el actual predio del Parque Las
Heras.
12 La Prensa, 6/8/1892.
13 Véase Maroney, Terry A., “The Persistent Cultural Script of Judicial Dispassion”, California Law
Review, vol. 99, Nº 2, 2011, pp. 629-681; Vidor, Gian Marco, “Rhetorical Engineering of
Emotions in the Courtroom: the Case of Lawyers in Modern France”, Rechtsgechichte / Legal
History, Nº 25, 2017, p. 288.
14 Garnot, B., op. cit., p. 94.
15 El artículo 94 inciso 1 del Código Penal de 1886 preveía la pena de muerte para quien matara a su
padre, madre, hijo o cónyuge, y en el inciso 2 contemplaba el presidio por tiempo indeterminado
si existían circunstancias atenuantes.
16 En relación con el adulterio, el Código Penal liberal de 1865 significó un retroceso respecto de las
prescripciones legales del Antiguo Régimen, que lo consideraban como una cuestión de “decencia
pública” que habilitaba al Estado a intervenir y que permitía realizar la denuncia a varones y
mujeres por igual. Véase Seymour, Mark, “Keystone of the patriarcal family? Indissoluble
marriage, masculinity and divorce in Liberal Italy”, Journal of Modern Italian Studies, vol. 10, Nº
3, 2005.
17 Villasante Armas, Olga, “Introducción del concepto de parálisis general progresiva a la psiquiatría
decimonónica española”, Asclepio, vol. LII, Nº 1, 2000, pp. 53-72; Pérez Trullen, J. M. et al., “La
parálisis general progresiva o enfermedad de Bayle”, Neurosciences and History, vol. 3, Nº 4,
2015, pp. 147-153.
18 Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, T-15B-1889. Todas las citas textuales
referidas a este caso fueron tomadas del expediente, a menos que se indique lo contrario.
19 La Prensa, 5/11/1889.
20 En el artículo 81, el Código Penal de 1886, vigente cuando Joaquín Turero y Miga mató a su
esposa, eximía de pena a los locos.
21 En esa época había dos médicos legistas en la ciudad de Buenos Aires. En 1882, el Poder
Ejecutivo Nacional designó “Médico de Tribunales” al Dr. Julián M. Fernández, y en 1889
incorporó al Dr. Adolfo Puebla. Recién en 1896 se elevó el número de integrantes del cuerpo de
medicina legal a seis profesionales. Información tomada de la página web de la Corte Suprema de
Justicia, Cuerpo Médico Forense, <https://www.csjn.gov.ar/cmfcs/files/historia.htm>.
22 Esta representación del hombre nervioso forma parte de una concepción individualista y
racionalista que divide a la persona en dos partes: una es la que razona y la otra la que siente.
Sobre el “nervioso”, véase Dias Duarte, Luiz Fernando, Da vida nervosa nas clases trabalhadoras
urbanas, Río de Janeiro, Jorge Zahar, 1986, capítulo III.
23 Énfasis en el original.
24 Scheer, Monique, “Are Emotions a kind of practice (and is that what makes them have a history?).
A Bourdieuian approach to understanding emotion”, Theory and History, vol. 51, Nº 2, pp. 193-
220.
25 Véase The Commercialization of Intimate Life: Notes from Home and Work, University of
California Press, 2001, pp. 99-103 (en castellano: La comercialización de la vida íntima. Apuntes
del hogar y el trabajo, Buenos Aires, Katz, 2008).
26 Weisman, Richard, Showing Remorse. Law and the Social Control of Emotions, Londres y Nueva
York, Routledge, 2014, pp. 10 y ss.
27 Sobre crímenes de odio, véase Ahmed, Sarah, The Cultural Politics of Emotion, Edinburg,
Edinburg University Press, 2004; Matsuda, Mari J., “Public Response to Racist Speech:
considering the victim’s story”, en Matsuda, Mari J., Charles R. Lawrence y Richard Delgado
(eds.), Words that Wound. Critical Race Theory, Assaultive Speech, and the First Amendment,
Boulder, West View Press, 1993.
28 Ahmed, S., op. cit., p. 86.
29 Sobre el problema de la relación entre las emociones y la insania, véase Rozenblatt, Daphne,
“Legal Insanity: Towards an Understanding of Free Will Through Feeling in Modern Europe”,
Rechtsgeschichte / Legal History, Nº 25, 2017, pp. 263-275.
Epílogo
Miles de matrimonios volvieron a encontrarse y reanudaron una relación
conyugal que había sido alterada por la interrupción de la presencia. Otros
miles emigraron juntos y se adaptaron a vivir en un país extraño sin que esa
experiencia provocara fisuras irreparables en la relación. Aunque el vínculo
matrimonial es de naturaleza frágil,[1] en esos casos el cariño y el anhelo se
sobrepusieron a la frustración, la rabia, el rencor y la tristeza, emociones
que, claro está, esos hombres y mujeres experimentaron en diferentes
momentos de la vida conyugal. Sin embargo, aun con obstáculos y altibajos,
probablemente ellos lograron consumar las promesas y los proyectos.
Entonces, sus existencias desparecieron en el anonimato de las familias
felices. En cambio, para otros, los costos materiales y emocionales de la
experiencia migratoria desencadenaron circunstancias cargadas de
dramatismo que terminarían sustrayéndolos –en ocasiones, de manera
brutal– del curso de sus existencias ordinarias.
Las historias de bigamia hablan de la fragilidad del cariño cuando la
distancia y el paso de tiempo lo ponían a prueba, pero a la vez, revelan la
manera en que los hombres se integraban a la nueva sociedad observando
un modelo de familia normativo que prometía “la felicidad” (aquella a la
que aludía La Prensa para describir la prehistoria de los matrimonios que
terminaban trágicamente). En los albores del siglo XX, el abogado de uno de
los bígamos hizo del delito de su defendido una virtud cuando señaló que,
después de un prologando período de soledad y desarraigo, volver a casarse
y formar una familia –“derecho innegable para cualquier hombre de bien”–
había ayudado al acusado a echar raíces en la Argentina. Aunque las
palabras del defensor deben ser tomadas con recaudo, resulta sugestivo que
del repertorio de posibles alegatos eligiese decir que a su cliente el
matrimonio y la familia le permitieron rehuir de la inestabilidad emocional
de una vida solitaria y desarraigada y, a la vez, le facilitaron la integración
social identificándose con un modelo prescriptivo de honorabilidad
masculina.
Esa misma honorabilidad era invocada por los hombres cuando
interponían demandas por adulterio o se defendían de acusaciones de
agresión física arguyendo que su poder marital había sido desdeñado por
una esposa desobediente. El rencor y la sed de venganza de los maridos
resonaban en los fallos de los jueces, que se valían de sordinas semánticas
para no replicar la potencia emocional de unos relatos en los que los
varones se presentaban como víctimas de las mujeres. Pero a pesar de la
mesura del lenguaje de los magistrados, las nociones de honor y poder
masculino, y de obediencia y sumisión femenina (entendidos como
sinónimos de cariño) reverberaban en las admoniciones al decoro y la virtud
dirigidas no solo a las esposas vivas, sino también a aquellas que habían
muerto a manos de sus propios cónyuges.
Pero la agencia de las mujeres, capaces de sortear los obstáculos que les
impedían obtener un pasaporte sin autorización marital y que las obligaban
a pagar el costo del desarraigo y a responder con resignación a una relación
conyugal desventurada, resquebrajaba las nociones prescriptivas del
matrimonio cuando ellas acudían a la justicia para desbaratar los fraudes de
sus maridos y para defenderse de sus agresiones, o cuando eran llevadas allí
y tenían que explicar por qué se habían “dejado caer en brazos de otro
hombre”. Aunque sus batallas judiciales y extrajudiciales sufrieran reveses
o solo obtuvieron victorias efímeras, esas acciones se apoyaban en la idea
de que la justicia podía ayudarlas a eludir las garras de un hogar autoritario.
A la vez, sus actuaciones en el escenario judicial, sostenidas tanto en
repertorios y prácticas ancladas en los lugares de origen como en guiones y
dispositivos disponibles en el país de destino, revelan cómo las mujeres se
integraban a una sociedad en la que probablemente muchas de ellas no
habrían elegido vivir. Mirada desde el conflicto y el poder, la cultura del
lugar de origen y la del lugar de destino no aparecen ni como unidades
discretas ni como conjuntos de normas compartidas, sino más bien como
una disputa por los significados, en la que se entrelazan las nuevas
semánticas con los viejos lenguajes.
Para los protagonistas de las historias narradas en este libro (y para los
matrimonios que, a diferencia de ellos, nunca salieron del anonimato), la
adaptación fue una experiencia sinuosa y de facetas múltiples que involucró
las emociones. Si es probable que muchos inmigrantes gestionaran su nueva
vida entre la nostalgia, el anhelo, el cariño, la incertidumbre y el placer, los
que dejaron su huella en los expedientes judiciales de los que se nutrió esta
investigación fueron sustraídos de esa gama de sentimientos afables. Sus
vidas o, mejor dicho, los fragmentos de sus vidas que se atisban a través de
unas fuentes avaras en los detalles, los muestran moviéndose en un espectro
emocional acotado. Desde lejos, los varones parecen sujetos carcomidos por
la ira y el desprecio. Y las mujeres, que deben controlar su furia –aunque no
siempre lo hacen–, exhiben la pesadumbre de la resignación pero también el
arrojo del reclamo y la osadía del desdén. Aunque expresar esas emociones
les costara la libertad y, a veces, la vida.
Leyendo los expedientes a la luz del contexto, este trabajo intentó
identificar emociones y aprehender el andamiaje de normas, valores, estilos
y expectativas en los que se sostiene la expresión de estas mujeres: cuáles
eran valoradas, cuáles podían expresarse abiertamente y cuáles debían ser
reprimidas. Si es cierto que fueron las locuciones (ira, celos, rencor, desdén)
las que orientaron la búsqueda de la emoción, hasta donde resultó posible,
el silencio y el cuerpo también se tomaron en cuenta. Es verdad que cuerpos
y emociones fueron traducidos y plasmados en los expedientes desde los
prejuicios y las prescripciones morales y culturales de terceras personas (la
policía, los litigantes, los testigos). Sin embargo, esa circunstancia no
siempre constituye una desventaja porque, leídas a contrapelo, las
denuncias, las declaraciones y los testimonios descubren el universo
conceptual de los funcionarios estatales y de las comunidades emocionales
en las que transcurría la vida de los inmigrantes.
Pero las historias de los hombres y mujeres que fueron sacados de sus
existencias cotidianas para que sus fraudes, sus fútiles mentiras y sus delitos
sangrientos quedasen fijados en las fojas de un expediente, también nos
hablan del archivo judicial. En los discursos precarios y embrollados –en
los que lo verdadero y lo falso se entremezclan–, que quedaron guardados
en la abrumadora vastedad del archivo, yacen algunas de las claves para
descifrar la interacción de los inmigrantes con las instituciones del Estado y,
a través de ella, comprender cómo se adaptaban (y disputaban) a las normas
y las representaciones de la sociedad local. Con diferente grado de nitidez,
cada caso revela los usos de la justicia, el entendimiento de lo legal y los
saberes “profanos”[2] de personas extranjeras, de los sectores populares,
poco familiarizadas con la cultura letrada, que recurrían a las comisarías y a
los tribunales buscando derechos y castigo, pero también soluciones y paz
para sus tumultuosas relaciones matrimoniales.
Notas
1 Lo que explica el andamiaje legal creado para protegerlo y, a la vez, no resulta contradictorio con
su relevancia social y cultural.
2 Sobre los usos de la justicia y la cultura jurídica, véanse Tarello, Giovanni, Cultura jurídica y
política del derecho, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, y Caimari, Lila (comp.), La ley
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