Está en la página 1de 596

| VIDA DE q

HIPOLITO YRIGOYEN MS
El hombre del misterio
Manuel Gálvez
Poeta, dramaturgo, ensayista,
sociólogo, novelista y biógrafo,
Manuel Gálvez nació en Paraná
el 18 de julio de 1882, en el seno
de una ilustre familia de Santa Fe.
Estudió derecho en Buenos Aires,
pero nunca ejerció la profesión.
En 1903 fundó la revista Ideas, que
fue el órgano de su generación,
y en 1907 publicó su primer libro
El enigma interior (versos).
Su primera novela, La maestra
normal (1914), fue considerada
como la mejor novela argentina
escrita hasta entonces, pero
probablemente, de sus obras,
es Nacha Regules, la que mayor
repercusión ha tenido: fue traducida
a 11 idiomas, tiene más de 17
ediciones extranjeras y 14 en español.
En 1928 fue nombrado miembro
correspondiente de la Real Academia
Española.
En 1930 fundó el Pen Club
de Buenos Aires y fue elegido
presidente; también sugirió al
Ministro de Instrucción Pública,
Guillermo Rothe, la idea de crear
la Academia Argentina de Letras,
de la que fue nombrado academico.
En 1932 obtuvo el Primer Premio
Nacional de Literatura por su novela
El general Quiroga; a partir de ese
momento, dedicó los siguientes diez
años a escribir sólo biografías.
Manuel Gálvez murió el 14 de
noviembre de 1962. Dejó 58 libros
publicados y 10 inéditos. Fue
Digitized by the Internet Archive
in 2022 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/vidadehipolitoyrO000Ogalv
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN
EL HOMBRE DEL MISTERIO
Manuel Gálvez

VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN


El hombre del misterio

elELEFANTE

BLANCO
EDICIONES EL ELEFANTE BLANCO

1* edición (por el autor): abril 1939


1a edición por El Elefante Blanco: agosto 1999

O 1999, El Elefante Blanco


Posadas 1359 - (1011) Buenos Aires - Argentina
http://www.elefanteblanco.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida,


sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright»,
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial
o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN: 987-9223-28-4

Editado e impreso en la Argentina


Prólogo

p ara el escritor que es hostil a lo fácil y gusta crearse difi-


cultades por el placer de vencerlas, no hay en nuestro país,
ni probablemente en el mundo, un tema de biografía más in-
teresante que Hipólito Yrigoyen. La carencia de documentos
escritos sobre la intimidad psíquica del personaje, su extraño
y misterioso silencio acerca de sí mismo, la escasez de datos
exactos sobre los años que pudiéramos llamar prehistóricos
de su existencia, convierten la vida de Hipólito Yrigoyen,
desde el punto de vista literario, en una serie de arduos pro-
blemas. Los pocos datos que hay son contradictorios. La pa-
sión política opera de uno y otro lado, y el historiador -si
quiere ser imparcial y sereno, como mi caso- debe enjuiciar a
cada hecho importante, para sentenciar según lo que más pa-
rezca acercarse a la probable realidad.
Estas contradicciones que, en menor grado, siempre exis-
ten en todo tema histórico, adquieren explicable gravedad en
el caso de Yrigoyen, pues ningún hombre ha sido tan amado
y a la vez tan odiado como él. Para unos fue la sinceridad mis-
ma; para otros, un mistificador. Hay quienes lo juzgan senti-
mental y hay quienes lo acusan de inhumana frialdad. Éste lo
ve malo, aquél lo ve bondadoso. No hay acto suyo sin dos in-
terpretaciones antagónicas. ¿Cómo descubrir la ley esencial de
su vida y la verdad de su carácter? Hipólito Yrigoyen constitu-
ye un tema apasionante para el psicólogo y para el escritor con
afición a excursionar por todos los continentes de lo humano.
¿Es prematuro estudiar a este hombre? Muchos lo conside-
ran así. Piensan en las pasiones adversarias que ha suscitado
su paso por la vida y que perduran después de su muerte.
Acaso creen que el historiador no podrá ser imparcial, por
más que se lo proponga. Indudablemente, es difícil alcanzar
la perfecta imparcialidad. Pero no imposible para quien, co-
mo el autor de este libro, nunca ha sido político, ni tiene pre-
juicios de clase o de cualquier otro orden. Para mantener
aquella posición serena he tratado de no apartarme nunca de
mi punto de vista literario y psicológico. Entre mis pocos mé-
ritos, figura el de ser imparcial. Lo he demostrado cien veces
y lo dice mi letra. Queda siempre, como es claro, un margen
de parcialidad, imposible de arrancar de ningún espíritu. Es-
ta parcialidad está formada por nuestro carácter, nuestros
gustos, nuestra educación, nuestros resentimientos, nuestra
cultura. El hombre más sensato tiene alguna vez un pequeño
capricho; el menos vanidoso siente el orgullo de sus descubri-
mientos. El escritor que, después de largas búsquedas, ha en-
contrado un pormenor inédito, difícilmente dejará de exagerar
el valor de su hallazgo, y más difícilmente aún reconocerá ha-
berse equivocado, haber perdido su tiempo. El historiador de-
biera ser un espejo perfecto para que pudiera en él reflejarse
con exactitud la vida de los hombres y de los pueblos. Pero
no hay hombre perfecto. El ser humano está dominado por su
psicología, por su fisiología, por su subconciencia, por todo lo
que lleva en sí de sus antepasados. La comprensión absoluta
no ha existido nunca en historiador alguno ni existirá jamás.
No se juzga mejor al cabo de muchos años. También engen-
dra errores el largo tiempo. Pero fuera de estas limitaciones
propias de la condición humana, puedo asegurar, y aun jurar,
que sólo me he preocupado de encontrar la verdad. No me ha
guiado ningún interés que no sea el literario, ni tengo com-
promisos con los amigos ni con los enemigos de Yrigoyen.
No he sido su partidario, aunque he simpatizado con algunas
de sus actitudes, como la neutralidad durante la guerra euro-
pea de 1914-1918 y su política obrera. Pero he condenado
otras cosas suyas, las que, equivocado o no, pero siempre sin-
cero, creí en su oportunidad condenables.
Escribir la vida de Hipólito Yrigoyen me parece una ur-
gente necesidad para el país. Yrigoyen ha movido problemas
e inquietudes de la mayor trascendencia. Se hace indispensa-
ble considerar su obra y su persona con serenidad, sin espíri-
tu de partido. La Argentina ha entrado en una nueva época de
su vida con el advenimiento del radicalismo al gobierno. Ha
llegado la hora de saber el valor de lo que se ha hecho. Pero
hay que juzgar a los hombres sub especiae aeternitatis. Para es-
cribir este libro he tratado de colocarme por encima de las pa-
siones y de los intereses contemporáneos. He escrito la vida de
Yrigoyen como si mi personaje hubiera vivido cien años atrás.
Para mí, dentro de mi obra, era también necesario escribir
este libro. No he buscado el tema: él me ha buscado a mí. En
los días de la revolución del 6 de setiembre de 1930 me impre-
sionó el drama que yo suponía en Yrigoyen, abandonado por
el pueblo, por su partido, por muchos de sus fieles. Su soledad,
su dolor, debieron, según mi criterio de entonces, ser enormes.
Y entonces comencé a enterarme de su persona moral, de su
vida. Multitud de hechos y de ideas se han ido acumulando en
varios años. Al mismo tiempo, diversos problemas políticos
han preocupado a mi espíritu. Puedo decir que, desde hace
veimte años, me apasiona la política. No la pequeña política,
no los movimientos de los partidos, sino la que los partidos
representan, los problemas que suscita. Mi infancia ha trans-
currido en medio de la tormentosa política criolla. Pero ahora
veo las cosas de la política con interés de escritor, con curio-
sidad de quien gusta de las ideas. Por otra parte, en la vida
de Yrigoyen está todo lo que como novelista me ha atraído
siempre: las multitudes, lo pintoresco, lo tumultuoso, lo hu-
mano, lo argentino. Mi espíritu se ha llenado de tal modo de
hechos de la vida política y de ideas políticas en los últimos
veinte años, que me era urgente sacarme de adentro esta Vida
de Hipólito Yrigoyen.
Lejos de ser prematuro el escribirla, acaso sea ya tarde. Es-
to requiere una explicación. Como Yrigoyen no ha escrito una
sola carta en toda su vida, ni en este país se escriben memo-
rias, ni él habló de sí mismo -salvo de su obra política, y, aun
eso, en la forma difícil que para muchos de sus oyentes era si-
bilina o casi mística-, no queda sino un medio de informa-
ción: hacer hablar a los que lo trataron íntimamente, o sea,
convertir en memorias orales lo que ellos saben del persona-
je. Pero, como es natural, ya que Yrigoyen ha muerto a los
ochenta años, sus amigos de los tiempos lejanos han desapa-
recido o no están en condiciones de ser útiles al investigador.
A esta dificultad gravísima debe agregarse la actitud de algu-
nos de los que lo rodearon, los cuales continúan, en todo lo
referente a Yrigoyen, su sistema de misterio y de silencio.
Pero estas dificultades no son las únicas. El historiador ha
tenido que luchar contra la fuerza de inercia de sus contem-
poráneos. Mis encuestas verbales han tropezado con toda cla-
se de obstáculos. Algunos políticos, imaginando que pudiera
nombrarlos y comprometerlos, no han querido hablar acerca
de los puntos más interesantes para mí o han fingido no acor-
darse. No ha faltado quien se negara a concederme una entre-
vista. Muchas veces, dado el tiempo transcurrido desde que
ciertos hechos sucedieron, mis interlocutores, sin mala inten-
ción, me han dado informes inexactos. La labor de control ha
sido agobiadora. He tenido, según ya dije, que proceder co-
mo un juez de instrucción, levantando numerosos sumarios a
hombres y a sucesos. Más de trescientas encuestas verbales
me ha sido preciso realizar. He tenido que luchar contra la des-
confianza, la indiferencia, la hostilidad y la tontería. Para lo-
grar que algunos de mis interlocutores salieran de su reserva,
desenclaustrando de su memoria los recuerdos que yo desea-
ba, he necesitado perder horas explicando mi libro, exponien-
do mi imparcialidad, tratando de inspirar confianza. Labor
tremenda, como para hacer desistir a quien no tenga tenacl-
dad y paciencia en alto grado. Y la convicción de que la vida
del escritor es, ante todo, sacrificio.

Hipólito Yrigoyen ha sido hasta hoy un hombre ignorado.


Ya dije que nunca habló de sí mismo. Ni una palabra sobre su
pasado, ni sobre su propio carácter, ni sobre su vida íntima.
Ocultó su morada interior como ocultó sus amores y sus de-
bilidades. Nadie le oyó palabra sobre sus sueños, sobre sus
planes; como nadie le oyó palabra sobre las mujeres que lo
amaron. Todo se ha ignorado de Yrigoyen: sus orígenes, su
infancia, sus estudios, su adolescencia. Se ha escrito mucho
sobre él, en artículos y en libros; pero muy pocas páginas se-
renas, imparciales e inteligentes. O panegíricos más o menos
ingenuos, O bajas y vengativas violencias. Entre los hombres
que lo rodearon hubo periodistas y escritores. Ninguno de
ellos ha estudiado con espíritu objetivo al hombre que admi-
raba. Quien hubiera escrito sólo cincuenta páginas de datos
exactos, habría hecho un gran servicio a la historia. Nadie se
atrevió a interrogarlo a él mismo, nadie se molestó en inves-
tigar. Los mejores espíritus que lo rodearon han callado o han
escrito harto poco. Otros han derramado su afecto en frases
declamatorias.
Uno de mis propósitos al escribir este libro ha sido el de
buscar el mecanismo psíquico de Yrigoyen y las fuerzas ínti-
mas que lo impulsaban. Nadie se mueve sin causa y todos los
hechos humanos tienen una interpretación. En toda vida hay
una lógica y un destino. He querido penetrar en el alma de
Hipólito Yrigoyen, explicarme sus ideas, sus sueños, sus ac-
tos, sus palabras. Hay algo en esto de la labor del novelista, lo
reconozco. Pero he procedido con criterio severo y estricto, de
acuerdo con la lógica humana. He tratado de introducirme en
su conciencia, de mirar el mundo desde su ángulo, que es di-
verso del mío. El esfuerzo ha sido grande, pero apasionante.
¿Y cómo no habría de ser apasionante? No creo que en la
historia del mundo entero haya un caso igual. Los grandes
conductores de pueblos son oradores, caudillos o pensado-
res. Nada de eso fue Hipólito Yrigoyen, el conductor de las
multitudes argentinas. Hombre de modesto origen, cargado
con un estigma familiar, no había demostrado públicamente
su talento en ninguna forma, sino entre pocos amigos, ni
arrastrado en persona a las multitudes, ni expresado ideas
originales, ni parecía representar idea ninguna, y, sin embar-
go, llegó a la presidencia de la República entre las ovaciones
delirantes del pueblo y se convirtió en el hombre más amado
-y también en el más odiado- que hubo en este país. Durante
su primera presidencia, y después de ella, el fervor popular
puede ser explicado sin dificultad; pero, pocos años antes de
su encumbramiento, cuando la mayoría de sus partidarios no
lo había visto nunca, ¿cómo se explica el extraño fenómeno
de su prestigio inmenso? Tema imponderablemente seductor
para el curioso de las psicologías individuales y colectivas.
Pero si los admiradores y los enemigos de Hipólito Yrigo-
yen disienten sobre cada uno de los méritos o de los defectos
que le atribuyen, hay una característica suya en la que todos
están de acuerdo: su argentinidad. El solo hecho de haber
arrastrado a multitudes gigantescas y de haber llegado a la
segunda presidencia por una cantidad de votos estrictamen-
te fabulosa, prueba que Yrigoyen respondía a algo muy real
y profundo, a anhelos y sentimientos de las masas. Yrigoyen
no debió casi nada a Europa. Fue un producto típico de nues-
tra tierra, un resultado que sólo puede darse entre nosotros.
¿Cómo no ha de ser interesante, y en el mayor grado, el cono-
cer su espíritu y su vida? Ahora que los argentinos estamos
indagándonos íntimamente, esto puede tener una verdadera
utilidad: la de contribuir al mejor conocimiento de nuestro
carácter y de nuestra vida política.
El género biográfico atrae tanto en estos días porque el
mundo culto, hastiado de la literatura deshumanizada que
nos aburrió después de la gran guerra de 1914, ha vuelto a lo
humano. El mundo ha comprendido que para el hombre no
hay nada tan interesante como el hombre. La biografía le
muestra hombres auténticos, no inventados. Se los muestra
en su ambiente y en su existencia física y moral. Por esto,
cuanto más humanidad tenga el personaje, más se lo haya
discutido y sea más viviente y variado el medio en que vivió,
tanto más interesará el relato de su paso por la realidad y por
la historia. Este es el caso de Hipólito Yrigoyen.

Mis ideas en materia política -es decir, mi ideología, pues


jamás me he afiliado a partido alguno-, manifestadas en di-
versas circunstancias en los últimos diez años, son bien dis-
tintas de las que informaron la vida pública de Yrigoyen.
Quiero hacer constar que esas ideas -adversas a toda política
de partidos y a ciertas formas que nos rigen- no han influido
absolutamente para nada en mis juicios sobre el jefe del radi-
calismo. Esta discordancia con los principios que Hipólito
Yrigoyen afirmaba es, en atención al resultado general de es-
te trabajo, la mejor garantía de mi imparcialidad. Y por si es-
to no basta, agregaré que pertenezco a una familia de políti-
cos enemiga del radicalismo. Procedo de ese régimen tan seve-
ramente condenado por Yrigoyen. Pero este hecho de tanta
importancia no ha tenido la fuerza suficiente para torcer, en
ningún momento, mi pasión por la justicia y por la verdad.
Toda biografía, toda historia, es siempre una interpreta-
ción. La verdad absoluta no la poseemos ni la poseeremos ja-
más. Ni los que están cerca de un hombre pueden conocerlo
tal como exactamente él fue. Este Hipólito Yrigoyen es el que
yo siento y veo, después de seis años de tenaces y difíciles in-
vestigaciones.
MS:
20 AA ES NCAA al? ag 0
e di rd O
O E O A
GIAN Dr Da [ars ria
ed do 14)ar a rr a e. 0
CEUTA MAA dia.
ANAL a pl arde ho ad
AS A pastun> Ver ar
RG Anmm da A A RR A
dis. ac e e as AA
A A A O cr
lis DTS up Y E
e AS e a o o A Ls O suieJo
¿Me A a AAA o 6 — y?
PS e o o ES . o

+. e . a > ¡.. mel


$ . > ÍA A Y O AE E O .
MEGA E AS TAME APA .
A y DS ae AAA OO
> 5, E e era Ds ls
E, : o p A

o + $ 6 en
A AS be] PAD AS
AS 0) má ñ AAA
A Uan cats
z o. e o qu

Nasa pista amd. ds «ade


MAA a
IA 0 LO AT
se q Ye AA :
nda A A
E DO e o '
SI
o A Spa y
EN SI . ah pi b
«o q di O ye
- ;
0
PRIMERA PARTE
De Balvanera a la Casa Rosada
[. Los abuelos y los padres

eintinueve de diciembre de 1853. Un pueblo numeroso


abarrota la plaza de la Concepción. Desde el alba, han
ido reuniéndose allí gentes de todas clases: señores,
negros, gauchos, compadritos. Son seis mil, según un perió-
dico del siguiente día; gran multitud para la pequeña Buenos
Aires de ochenta mil habitantes. Y a pesar de lo abigarrado del
gentío y de la ansiedad que lo inquieta, un silencio unánime,
solemne, permanece en el ámbito del lugar. ¿Qué espera esta
multitud? A las nueve, dos hombres van a ser fusilados. Ella
quiere ver morir a los que fueron elementos de acción de don
Juan Manuel de Rosas: el déspota hermoso y rubio, el biena-
mado de las plebes de Buenos Aires y de los gauchos de la
pampa, dueño del país durante cuatro lustros y arrojado del
poder un año y diez meses antes.
Los concurrentes comentan en voz baja las noticias de la
mañana anterior, referidas por los diarios; o las recuerdan pa-
ra sí. Cuando sacaron de la cárcel a los reos, a fin de condu-
cirlos al lugar donde serían puestos en capilla, uno de ellos
salió resueltamente del calabozo, se despidió de los demás
presos y, en voz alta, afirmó haber servido a un gobierno le-
gítimo y no haber procedido nunca sino por orden de don
Juan Manuel de Rosas. Al otro, el terror y la insensibilidad
del lado derecho de su cuerpo le impedían salir del calabozo.
Dos soldados lo ayudaron, y lloroso, temblando -¡temblábale
hasta la larga barba blanca!- fue incorporado a la comitiva.
Como se derrumbara, su compañero lo animó: “No tenga
miedo, párese; alce la cabeza, que una vez no más se muere”.
El pobre hombre, casi desmayado, alargó una mano, despi-
diéndose. Los condujeron en una carreta de bueyes, engrilla-
dos, acompañados por un franciscano y custodiados por un
piquete. Una multitud los siguió. Durante el trayecto, el con-
denado de la barba blanca permaneció semidesmayado. El
otro, arrogante, saludaba a los que esperaban su paso para
18 Manuel Gálvez

darle el último adiós y contestaba con palabras y gestos de


desprecio a los que le arrojaban insultos. Y en alguna ocasión
había gritado: “¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva don Juan
Manuel de Rosas!”.
Mientras la concurrencia recuerda estos sucesos de la vís-
pera, la comitiva viene llegando. Avanza lentamente, por en-
tre el gentío que se hacina para ver de cerca a los condenados.
Uno de ellos, que marcha con firmeza, es fornido, vigoroso, y
tiene una cerrada y corta barba negra, arada por algunos hi-
los grises, y unos ojos oscuros, ardientes y vivos. Viene en
mangas de camisa, con la cabeza descubierta, y viste un raya-
do pantalón azul. El otro, alto, flaco, con una barba blanca y
sin cesar temblante, trae vendados los ojos, que los tiene azu-
les, y marcha abatido. También está en mangas de camisa y
lleva pantalón azul y cúbrese con un poncho.
Suben al patíbulo. Al de la barba blanca le envuelven la ca-
beza con el poncho y lo sientan en el banquillo. El otro no
quiere ser vendado. Protesta de su inocencia, ante la mudez
del concurso. Habla y gesticula con exaltación y se rebela
contra los consejos del fraile. Se resiste a ser atado, pero los
esbirros se arrojan sobre él y lo ligan por la fuerza al banqui-
llo. Y mientras su compañero se desmaya, él yergue el busto
con la mirada en el pelotón de soldados, se abre como puede
la camisa, y, mostrando el pecho, lo señala para que tiren. El
silencio de la multitud se hace más unido y más hierático.
Han muerto. Los cadáveres van a ser colgados por cuatro
horas, de acuerdo con la sentencia judicial. La multitud se
apretuja por mirarlos de cerca. Cuando ya cuelgan de la horca,
fray Olegario Correa, de la orden de Predicadores, pronuncia
un sermón expiatorio. Cumple la disposición del gobierno.
Condena el crimen y la tiranía, invoca la misericordia de Dios
e invita al olvido y al perdón. Los que lo escuchan fueron, en
fin, mayoría, fanáticos de don Juan Manuel. Otros lo comba-
tieron, y deudos suyos cayeron víctimas de su dura mano. La
voz del sacerdote gime, al concluir: “Antes de separarnos de
este lugar, mostrad con el dedo a vuestros hijos esos cadáve-
res, compendio abreviado de los errores de una época aciaga,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 19

y decidles y repetid unos a otros: ésos son los hombres que


produce la anarquía en su hija funesta la tiranía”.
El ajusticiado que murió valerosamente era el coronel Ciria-
co Cuitiño. El ajusticiado de los ojos azules y de la barba blan-
ca llamábase Leandro Alén. Era el abuelo materno de Hipólito
Yrigoyen.

Leandro Antonio Alén nació en Buenos Aires, en 1795. Fue


bautizado en Nuestra Señora de Montserrat, el 12 de marzo del
mismo año. Sus padres, Francisco Alén y María Isabel Ferrer,
se habían casado, también en Montserrat, el 29 de enero de
1789. María Isabel era argentina, y Francisco Alén, español,
nacido en la feligresía de Santa Eulalia de Mondariz, obispa-
do de Tuy, “en el Reyno de Galicia”, según el acta matrimo-
nial. Los padres de Francisco, gallegos también, se llamaban
Patricio Alén y María Fernández.
El ajusticiado de la Concepción era, pues, argentino e hijo
y nieto de españoles. Alguien asegura que le decían “el tur-
co”. Este apodo, singular para un hombre rubio y de ojos azu-
les, no figura en ninguno de los documentos que se refieren a
Alén: ni en los policiales ni en su testamentaría. Por otra par-
te, los apodos que designan una nacionalidad o una raza -“el
inglés”, “el gringo” o “el turco”- son frecuentes entre nosotros.
La partida de matrimonio de sus padres destruye la hipótesis
-grata a los enemigos de Hipólito Yrigoyen, que con ella han
creído disminuirlo- de que su abuelo fuese árabe o turco. Se-
mejante suposición sólo ha podido prosperar merced al mis-
terio que, hasta hoy, ha envuelto a todo cuanto concierne a
Hipólito Yrigoyen.
Se casó Leandro Antonio en Montserrat, con Tomasa Ponce,
el 30 de setiembre de 1825, vale decir: durante la presidencia
de don Bernardino Rivadavia, jefe del Partido Unitario. No era
posible que Alén, perteneciente a una clase modesta, compren-
diera a los aristócratas y europeizantes unitarios que acompa-
ñaban al pomposo “señor” Rivadavia; y fue federal y admi-
rador del coronel Manuel Dorrego, el “padre de los pobres”,
el amado de las turbas porteñas compuestas por gentes de
20 Manuel Gálvez

“las orillas”? y por negros y mulatos del barrio de la Fidelidad.


Dorrego, que, poco después -disgregada la Nación, a la caída
del régimen presidencial, en tantos estados como provincias-
gobernó la de Buenos Aires, premió la adhesión de Leandro
Antonio nombrándolo alférez de milicias, cargo que en 1829,
derrocado Dorrego un año atrás, conservaba todavía.
Ya había entrado Rosas en acción. El primero de diciembre
de 1828 el general Juan Lavalle, jefe militar de los unitarios,
había derrocado a Dorrego, al que días después hizo fusilar.
Lavalle asumió el poder y ejerció una dictadura sangrienta. En
el año 29 gobernaba Lavalle cuando apareció Rosas. Venía a
vengar a Dorrego y acampaba con su ejército cerca de la ciu-
dad. Lavalle dejó el gobierno. Rosas “el señor de la pampa”,
era ya todopoderoso. En la ciudad sus hombres de acción ha-
cían imposible la vida a los unitarios, apedreándoles sus casas
o baleándoselas. Una mañana de octubre, dos “celadores”, al
entrar en una pulpería para informarse sobre la ocupación de
varios sujetos allí reunidos, fueron desacatados por Leandro
Alén, que huyó en su caballo para volver en seguida armado
y hacer fuego contra los celadores, mientras los insultaba con
“palabras obscenas”. Perseguido por la policía, se dirigió al
campamento de don Juan Manuel.
Rosas, gobernador de Buenos Aires desde el ocho de di-
ciembre de 1829, le dio un empleo en la policía. Pero fue exo-
nerado por los federales “cismáticos”, que tuvieron el poder
desde que terminó Rosas su primer gobierno, en 1832, hasta
que la revolución de los Restauradores, llevada a cabo por los
rosistas mientras don Juan Manuel realizaba su campaña
contra los indios, los desalojó a fines del '33. A principios del
año siguiente -gobernaban otra vez los federales “netos” y se
anunciaba el nuevo advenimiento de Rosas al poder-, Alén,
su leal servidor, fue nombrado “vigilante a caballo”. Pero al
año de ser vigilante sufrió un trastorno mental. Licenciado
verbalmente, se dedicó durante un tiempo a su “esquina”
-pulpería o almacén- para volver después a la policía.
Años del '39 al “42. Enemigos por todas partes. Conjuración
de Maza. Revolución del Sur. Lavalle se acercaba con un ejér-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 21

cito. Una máquina infernal hubo de matar a Rosas. Francia e


Inglaterra, aliadas con los unitarios, que así traicionaban a su
patria, bloqueaban Buenos Aires, nuestro único puerto. Y en-
tonces la policía penetró en las casas de algunos unitarios que
conspiraban o se entendían con el enemigo, y mató a unas
cuantas personas que se desacataban o se resistían. A veces
no eran precisamente empleados de la policía sino federales
exaltados, hombres de acción de la Sociedad Popular Restau-
radora, llamada “la mazorca” por los unitarios y compuesta,
en su mayoría, por personas de la clase elevada. Leandro
Alén figuraba en ella, tal vez como elemento de acción; pero
también formó en las partidas policiales mandadas por Parra
y por Cuitiño junto a los cuales, o por disposición de ellos,
desempeñó “algunas comisiones”, según su declaración en el
proceso en que se lo condenó a morir.
En 1847 Leandro Antonio sufrió otro acceso de perturba-
ción mental. En momentos en que su conciencia estaba oscu-
recida, cometió algunos atropellos, como asaltar la casa del
alcalde Monteros, para sacar de allí a un individuo. Fue pro-
cesado. Pero Rosas, que hacía justicia a su modo, se guardó
el proceso. Dejó cumplir una parte de la sentencia judicial
y luego indultó al condenado. Alén debió soportar dos años
de prisión, cumplidos, probablemente, a medias. Quedó
fuera de la policía. Pero su amigo y jefe el coronel Cuitiño le
dijo al licenciarlo que, mientras él viviera, recibiría, como
siempre, su sueldo y su ración, sin tener que prestar servicios
en el cuartel.
El año '51, el país asistía al pronunciamiento contra Rosas
del general Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos.
Rosas fue derrotado, y el 20 de febrero de 1852 entró Urquiza
en Buenos Aires. El vencedor, aparte de los fusilamientos y
degúellos realizados en Palermo, donde estuvo con sus tro-
pas antes de su entrada en la ciudad, no castigó a los rosistas.
Por el contrario, al declararse federal y usar el cintillo punzó
y atacar violentamente a los unitarios en una proclama, ob-
tuvo la adhesión de los vencidos, que formaron el partido
“urquicista” o provinciano. Entre ellos estaba Alén.
22 Manuel Gálvez

En diciembre de 1852 se sublevaba contra el gobierno uni-


tario el coronel rosista Hilario Lagos y ponía sitio a la capital.
Uno de sus hombres era Alén. Al levantarse el sitio, a media-
dos del '53, numerosos descontentos del ejército de Lagos
volvieron a la ciudad y se presentaron ante las autoridades.
Entre ellos estaban Cuitiño y Alén. Los mazorqueros cruza-
ron las calles armados y llevando en sus chambergos el cinti-
llo punzó. Los rodeó un gentío, que pedía a gritos su muerte.
Se los llevó a la cárcel. El gobierno quería que se los condena-
se. Y Leandro Alén fue condenado.

¿Era un criminal el abuelo de Hipólito Yrigoyen? El defen-


sor demostró su inocencia. Las tentativas de asesinato de que
lo acusaban eran las amenazas del vigilante charlatán, pura-
mente verbales, a sujetos que se habían resistido a entregarse
presos. Era cierto que había colgado a un hombre de un árbol
y lo había apaleado hasta dejarlo exánime; pero esto, ocurri-
do en 1847, fue obra de la enajenación mental. Un hecho, na-
da más, podía ser tomado en cuenta: el asesinato del unitario
Amarillo. No había pruebas contra Alén. Pero el fiscal mane-
jaba, aunque con mala retórica, las grandes frases de los uni-
tarios; y el juez y la Cámara condenaron. Poco después, un
sujeto que había sido vigilante y que junto con Alén sacara a
Amarillo de su casa declaró, en trance de muerte, ser él, y no
Leandro Antonio, el matador de Amarillo.
Leandro Antonio no era enteramente inculto, ni de condi-
ción inferior. En su casa, construida con buenos materiales,
había a su muerte un piano inglés, espejos con marcos dora-
dos, algún mueble de cedro o de caoba y varios utensilios de
plata. Su quinta, que en mejores tiempos debió consistir en
dos hectáreas, estaba situada en la calle Federación, actual
Rivadavia, y había en ella, fuera de la morada familiar, tres
casitas de alquiler. Todo esto denotaba, en aquellos tiempos
de pobreza, una situación bastante holgada y que no corres-
pondía exactamente a lo que solía llamarse “las clases inter-
medias”. Los espejos con marcos dorados y los muebles de
cedro y de caoba -grandes lujos en aquella época- revelan un
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO as

sentido indudable de lo que hoy llamamos confort; y el piano,


una aspiración no muy frecuente en aquellos años, hacia for-
mas relativamente elevadas de la cultura. Creo que, en la es-
cala social, los Alén, muy venidos a menos, debían ocupar al-
guno de los últimos peldaños de la clase llamada entonces
“decente”. Lo prueba también el hecho de que Leandro Anto-
nio fuera miembro de la Sociedad Popular Restauradora. Y si
le habían dado el modesto empleo de vigilante, no fue porque
lo necesitara demasiado ni por inferioridad de su situación,
sino, seguramente, por aprovechar su lealtad y por su incapa-
cidad mental para desempeñar funciones más importantes.
Tampoco era mal hombre. La tradición de su bondad se ha
conservado en su descendencia y entre las personas que co-
nocieron a sus hijos. Leandro Nicéforo, el gran caudillo, le di-
jo a un íntimo, señalando el retrato de su genitor: “Mi padre
era un hombre bueno”. Y uno de los más tenaces enemigos
políticos de su hijo y de su nieto ha asegurado saber, por ha-
bérselo oído a una viejita unitaria, que Leandro Antonio tenía
buenos sentimientos y que les había salvado la vida a algu-
nos unitarios.
Existe un documento admirable en favor de este hombre.
En 1843, Rosas le pagó, por curarle un caballo, mil quinientos
pesos. Alén le contestó. Se consideraba remunerado con la sa-
tisfacción de serle útil, cuando la noche antes había recibido
aquella cantidad, que excedía el valor de su trabajo. Sólo por
“los altos respetos” que le merecía el gobernador aceptaba
quedarse con algo, y le rogaba que admitiese con benevolen-
cia la devolución de mil pesos. Generosidad de Rosas, al pa-
gar tan espléndidamente un trabajo modesto. Y mayor gene-
rosidad en Alén. En los días de hoy nadie hace eso. No eran
tan malos, pues, los mazorqueros, a quienes los unitarios se
han complacido en pintar como feroces monstruos, despro-
vistos de todo sentimiento de humanidad.

Tomasa se casó con Alén muy joven. No debía tener más


de dieciséis o diecisiete años, porque en 1852, a los cuarenta
y tres, le nace un hijo. Era Tomasa lo que nosotros llamamos
a Manuel Gálvez

una “china”, vale decir que corría por sus venas sangre indí-
gena. Su hijo Leandro le dijo a un amigo: “Mi padre tenía los
ojos azules y era rubio, pero mi madre era indígena”. Y pre-
guntada cierta vez una de sus nietas sobre el tipo de su abue-
la, contestó: “Mi abuela era una china”.
Pero una china buena moza, a pesar de sus cerdas, y que
tenía. una voz armoniosa y dulce. Alguien asegura que era
triste. Acaso lo que se juzga como tristeza no fuese sino la se-
riedad y el aire taimado y desconfiado de los indígenas cuya
sangre llevaba. Tomasa era abnegada. En cierta época -tal vez
en los días del sitio de Buenos Aires o después de la muerte
del marido- mantuvo a los suyos haciendo pastelitos y dulces
que su hijo Leandro, el futuro caudillo del radicalismo, lleva-
ba a vender a los hoteles, en una canastita. Le tocó en suerte
un marido inútil, que estuvo enfermo de la cabeza varias ve-
ces. Debió luchar contra las dificultades de dinero, porque a
la muerte de Leandro Antonio las deudas eran considerables.
Un escritor y político, amigo de su hijo, la ha declarado “una
madre de epopeya”.

¿Eran los Alén parientes de los López Osornio y, por con-


siguiente, de Rosas, por parte de su madre?
Entre los López Osornio existe la tradición de ese paren-
tesco, pero se ignora su origen. Alguien cree que un López
Osornio habría tenido un hijo con una sirvienta de la casa y
que ese hijo sería un ascendiente de los Alén. Otros opinan
que el parentesco es por los Ponce, y, entre otros argumentos,
señalan la coincidencia de los nombres: José Clemente, como
el padre de Tomasa, se llamó un López Osornio, el abuelo de
Rosas, y las Tomasas abundan en ambas familias. Se trataría
de una rama natural, pues el físico achinado de la abuela de
Hipólito Yrigoyen no permite creer en una línea legítima.
¿Existiría un parentesco legítimo? Francisco López Osornio,
casado en 1701 con María Gamiz y Cuevas, tuvo, entre otros
hijos, un José Clemente y un Francisco Leandro. Su hija Toma-
sa se casó en 1727 con Ramón Sosa, y una hija de éstos, María
Tomasa Sosa y López Osornio, unida en 1752 con Manuel
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 25

Ferrer, sería la madre de María Isabel, la mujer de Francisco


Alén, padre de Leandro Antonio. Algunos de estos datos fi-
guran en diversos árboles genealógicos de los López Osornio.
Si esto fuese cierto, el ajusticiado sería sobrino de Rosas en se-
gundo grado; e Hipólito Yrigoyen, sobrino bisnieto. Pero mi
descubrimiento en el archivo de Montserrat destruye la inte-
resante genealogía. María Isabel Ferrer, la hija de Tomasa Sosa
y López Osornio, no es la María Isabel Ferrer, o Ferré, que se
casó en Montserrat con Francisco Alén, padre del mazorque-
ro. Esta María Isabel, que ha venido póstuma e impertinente-
mente a derrumbar la linda genealogía, tuvo por padres a José
Ferrer y a Agueda Alvarez.
Pero no debemos desechar la posibilidad de un parentes-
co, siquiera ilegítimo, entre las dos familias. Ya hemos visto
cómo los interesados creen en él. También lo creía Yrigoyen.
En cierta Ocasión en que un miembro de estas dos familias
ilustres fuera a visitarlo sin haberlo visto nunca y a pedirle un
pasaje gratis para volver a Europa, donde vivía, Yrigoyen le
contestó que él nada podía negar a una persona de sus ape-
llidos y le dio el pasaje.
Este misterio ¿será algún día develado? ¿No quedará en lo
arcano, como otros secretos que atañen a Hipólito Yrigoyen?
Temo que nunca se aclaren estas dudas. Hipólito Yrigoyen
nació bajo el signo del misterio.

Leandro Antonio había comprado por mil quinientos pe-


sos la quinta de la calle Federación. Después hizo construir a
los fondos, sobre Potosí, dos casitas para alquilar. La quinta
tenía más de doscientos metros de fondo, pues a esa distan-
cia quedaba Potosí de Federación. El barrio era un arrabal po-
bre, de calles laterales sin nombres, compuesto de quintas y .
situado a un kilómetro y medio de la parte compacta de la
ciudad. En la quinta sembraban, y en la esquina de las calles
Federación y actual Matheu estuvo el almacén o la pulpería.
Por su vecindad con los corrales de Miserere, en donde acam-
paban las tropas de los carros que venían de las provincias, el
comercio de Leandro Antonio debía ser muy frecuentado.
26 Manuel Gálvez

Sus parroquianos buscaban, seguramente, relacionarse con


quien era satélite y amigo de Cuitiño y de Parra, los podero-
sos hombres de policía de don Juan Manuel. A la muerte de
Leandro Antonio la familia no vivía en la calle Federación.
Por causa del sitio de Buenos Aires debieron trasladarse a la
ciudad y alquilar allí una casita.
En aquel hogar de “las orillas”, que definía a los Alén como
“orilleros”, colocándolos en una clase inferior, vivió Leandro
Antonio casi toda su vida y allí nacieron todos sus hijos. La
vida era tranquila en el arrabal lejano. La calle Federación, sin
empedrado, era más un camino que una calle, y más un avan-
ce de la pampa que una prolongación de la ciudad. Por la ca-
lle no pasaban sino los matarifes que iban a los corrales, los
reseros, los peones de las carretas, los mazorqueros que vigl-
laban el barrio. En verano, la calle Federación se animaba con
el pasar de los grandes carros tirados por bueyes y en los que
viajaban las familias “decentes” que iban a veranear a San José
de Flores. Vida sencilla y lenta. Mientras el mazorquero cum-
plía sus funciones policiales, Tomasa atendía el negocio o tra-
bajaba en labores domésticas. Algunas veces, la calle se ani-
mó extraordinariamente: cuando don Juan Manuel volvió a
la ciudad, después de algunos meses de ausencia; cuando el
general Quiroga llegó a Buenos Aires; o, en los tiempos de
guerra, cuando pasaban las tropas de Rosas hacia el campa-
mento de los Santos Lugares.

Parecía que Tomasa iba a ser estéril. Más de cuatro años lle-
vaba de casada sin que se anunciase un hijo. Pero por fin el
anuncio vino, y un día de 1830 le nació una mujercita, a la que
llamaron Marcelina. Era la futura madre de Hipólito Yrigoyen.
¿Qué vieron los ojos de Marcelina durante los años de su
infancia y de su niñez? ¿Cómo vivió en aquella casa de la ca-
lle Federación? ¿Concurrió a la escuela? Nada hemos logrado
saber de su infancia, pero debió haber recibido alguna ins-
trucción. Por lo menos sabía leer y escribir, lo mismo que su
hermana Luisa, nacida dos años después. Y recordemos el lu-
jo del piano. Su posesión demostraba no sólo que hubo dine-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO LJ

ro para pagarlo, -sino conviene insistir- la existencia de aspira-


ciones superiores. El piano era para Marcelina y para Luisa,
ya que Tomasa, la hija menor, tenía sólo ocho años al morir
el padre.
Marcelina, a juzgar por el majestuoso aspecto de su vejez,
era alta, elegante, serena, calmosa. Hablaba de un modo des-
pacioso, como las provincianas. Tenía modos suaves y seduc-
tores, la voz armoniosa y dulce, el aire triste. Morena, de Ojos
oscuros y melancólicos. Debía ser bondadosa, de tempera-
mento pasivo. Y también apasionada. Hipólito se le parecía.
Tenían ambos la frente alta, la nariz un poco lejos de la boca,
el mismo aire sereno y noble, idéntica reserva de espíritu.
Fue educada en el culto de don Juan Manuel. Oía hablar
de él a su padre, a los mazorqueros que frecuentaban la casa,
a los parroquianos del negocio. Cuantos conocía se expresa-
ban con exaltación del Restaurador de las Leyes, de su belle-
za, de su férrea mano para exterminar a los “salvajes unita-
rios”. Lo vio pasar alguna vez por frente a su casa, en los años
“40 y “42, cuando él se dirigía al campamento de los Santos
Lugares. Más tarde, lo conoció. Debió ser en 1846, cuando su
padre sufriera su segundo ataque de enajenación mental. To-
masa fue a Palermo -aquel Versalles criollo- a pedir por su
marido, y llevó seguramente a su hija mayor, que tenía dieci-
séis años. El palacio del César rojo, situado a más de una le-
gua de la ciudad, era frecuentado por numerosas familias de
todas las clases sociales. Las mujeres iban a pedir empleos
o ascensos para sus maridos, a solicitar algún perdón, a ha-
cer denuncias, a llevar obsequios a don Juan Manuel o a su
hija Manuelita, a saludar al Restaurador de las Leyes y mani-
festarle su lealtad y su fervor federal. Todas las mujeres de
Buenos Aires, excepto las “salvajes unitarias”, desfilaron por
Palermo. Tomasa, mujer de un mazorquero, unida con los
Rosas por un cierto parentesco, fue una de las visitantes de
don Juan Manuel. La ida a Palermo, el espectáculo del pala-
cio y de la gente que deseaba ver a Rosas, debió influir de un
modo extraordinario en el espíritu de Marcelina.
Aquel mismo año fue su casamiento.
28 Manuel Gálvez

Martín Yrigoyen Dodagaray era un muchacho vasco, de


situación modestísima. No sabía leer ni escribir. A pesar de
ser un contemporáneo nuestro -murió en 1888, como quien
dice ayer- pocas noticias exactas tenemos de él. Era fornido,
de anchas espaldas. ¿En qué se ocupaba en 1846? En una ra-
ma de la familia de su mujer persiste la tradición de que era
repartidor de una panadería. Otros parientes creen que era
herrero. Según cierta versión, el vasco trabajaba en las caba-
llerizas de Rosas.
Tenía veintiséis años cuando se casó. ¿Cómo a este mucha-
cho tan insignificante se le ocurrió pretender a Marcelina?
Los Alén eran de una condición social muy superior a la su-
ya. Tenían bienes, espejos con marcos dorados, piano; él no
tenía absolutamente nada. Marcelina sabía leer, escribir y al-
gunas otras cosas; él era analfabeto. Los Alén tenían amistad
y tal vez un parentesco lejano con el gobernador, el ilustre
Restaurador de las Leyes; él era poco menos que un sirvien-
te. ¿La raptó el vasco a la muchacha, como han asegurado al-
gunos parientes de ella? Considero poco probable que el vas-
quito se atreviera a raptarle la hija a un hombre de la policía
de Rosas... Más verosímil me parece que la familia consintie-
ra, obligada por su mala situación económica en aquellos días.
El matrimonio se realizó en Nuestra Señora de Balvanera,
que quedaba cerca de la casa de los Alén, el 25 de enero de
1847.
IT. Infancia y juventud

a caída de Rosas es una catástrofe para los Alén. Han


perdido protección y consideración y pueden perder
hacienda y vida. ¡Semanas de angustiosa inquietud! La
mayoría de la gente se ha convertido al unitarismo. Circulan
pavorosas noticias sobre las persecuciones que comienzan y
las que vendrán. Las familias rosistas, las que no pueden fin-
girse unitarias, se encierran en sus casas, atrancan sus puer-
tas. Las mujeres rezan y lloran. Marcelina, que tiene ya dos
hijos, tiembla por el que lleva en sus entrañas. Teme perder-
lo, o que sus aflicciones influyan en el carácter de la criatura.
Años más tarde, Hipólito Yrigoyen, acaso pensando en los
sufrimientos de Marcelina, dará un valor simbólico al hecho
de haber estado en el vientre de su madre en aquellos días.
Un día de julio, el 12, la casa de la calle Federación se ale-
gra con una nueva vida. Marcelina ha tenido un hijo, al que
llaman Hipólito. Pero el vástago no es bautizado en seguida
a pesar de ser ésa la costumbre. ¿Por qué se tarda cuatro
años? Indudablemente porque la situación política mantiene
aterrorizados a los Alén. Tropas en las calles. Destierros, pri-
siones, clausura de periódicos. Urquiza es favorable a los fe-
derales, pero los Alén temen a las reacciones del pueblo, que
está contra el “libertador” y contra los “rosines”. Los días
transcurren entre inquietudes hasta que, el 11 de septiembre,
una revolución termina con el poderío del “libertador”, que
abandona Buenos Aires una semana después. La situación
empeora para los Alén, porque ahora gobiernan los liberales,
nombre que se dan los unitarios. Renacen las persecuciones.
Leandro Antonio huye y va a reunirse con las tropas del co-
ronel Hilario Lagos. ¡Días de terror, los del sitio! Son registra-
das las casas de los federales. Se apalea y se encarcela. Tropas
del gobierno entran en San Francisco mientras el sacerdote ele-
al
va la hostia. Los intrusos gritan, sacan las espadas, suben
púlpito, cometen robos sacrílegos. Al padre Guardián -el fraile
30 Manuel Gálvez

que preparará a Leandro Antonio a bien morir- lo meten en


la cárcel, incomunicado. Se destierra a muchos ciudadanos.
Prohíbese ejercer su profesión a los antiguos rosistas.
Durante el sitio los Alén han estado escondidos en una casa
de la ciudad. Allí se enteran del retorno de Leandro Antonio
y de su tragedia. ¡Espantosa tragedia! Tan grande es el terror
de la pobre gente que no retiran el cadáver al ser descolgado
de la horca. Sólo su hijo Leandro Nicéforo, de once años, ha
ido a presenciar la ignominiosa muerte. Las hijas, desespera-
das, piensan en la afrenta hecha a su padre y a los suyos; en
la injusticia de la condena; en que, quien sabe por cuántos
años serán los hijos del ahorcado. ¿Cómo han de salir a la
calle, en tales circunstancias, para bautizar al niño? Martín
Yrigoyen, ciudadano francés, piensa inscribirlo en el Consu-
lado de Francia, para librarlo de peligros. Pero el tiempo se le
va en dudas y averiguaciones al pobre vasco analfabeto. Es
también seguro que la madre no consiente. Como buena ro-
sista detesta a los franceses que fueron enemigos de don Juan
Manuel y de nuestra patria.
No pasa un año -días de terrores- cuando el general rosista
Jerónimo Costa invade la provincia de Buenos Aires. Vencido
en el Tala, se renueva el furor de los unitarios. Exigen al gobier-
no que termine con los enemigos. Pasa otro año terrible para los
vencidos, cuando se produce la invasión de otro rosista, el ge-
neral José María Flores, y, luego, la segunda invasión de Costa,
que es derrotado. La ciudad asiste desde lejos, horrorizada, a
la matanza de Villamayor, que alegra a los unitarios. El gene-
ral vencido, los jefes, los soldados, todos mueren, unos a tiros
y otros a lanzazos. Son encarcelados o expulsados del país nu-
merosos hombres distinguidos, entre ellos el que fuera defen-
sor de Leandro Antonio. Se funda la logia de los Juan-Juanes,
equivalente a la Sociedad Popular Restauradora, para auxiliar
al gobierno en el descubrimiento de las conspiraciones. Los ro-
sistas, implacablemente espiados y vigilados, no se atreven ni
a salir a la calle. Los Alén tienen que ocultar su rosismo, que
vivir disimulando. El niño Hipólito va creciendo en este am-
biente de ocultación, que le dejará su marca para toda la vida.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sl

Pero con la matanza de Villamayor -enero del '56- termi-


nan las persecuciones. Cambia de pronto la política. Anti-
guos federales y antiguos unitarios se entremezclan en los
nuevos partidos. No ha disminuido la pasión, pero los mili-
tantes han abandonado las viejas denominaciones que tanta
sangre hicieron correr. Y entonces, aprovechando el relativo
olvido que favorece a los rosistas, los Yrigoyen salen de su ca-
sa y hacen bautizar al niño En el mismo acto, le imponen tam-
bién los sagrados óleos a otro hijo de Marcelina, que nació
dos años después.
Esto sucede el 19 de octubre de 1856, a los cuatro años del
nacimiento de Hipólito. Los niños son bautizados en Nuestra
Señora de la Piedad. El nombre completo del mayorcito es
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús. Firma como pa-
drino Juan Núñez.

Hipólito es un niño triste. ¿Puede tener otro carácter quien


ha estado en el vientre materno durante meses de angustia y
carga con una herencia de tristeza, ya que su abuela y su ma-
dre son tristes por temperamento y por las penas con que la
vida las ha castigado? En su casa, Hipólito no ve sino muje-
res que padecen y lloran; que hablan con veneración y con
lágrimas de don Juan Manuel, desterrado en un pueblo de
Inglaterra, en donde sufre pobrezas y soledades; y que se
quejan de algunas amistades de otros años, ahora desprecia-
tivas con ellas porque son la mujer y las hijas del ahorcado.
Por esos días un nuevo drama ocurre en la familia. Luisa,
la mayor de las tías de Hipólito, ha abandonado la casa y ha
tenido un hijo. ¿Se ha ido o la han echado? La falta de Luisa
es una de las más graves que pueda cometer una mujer, por-
que su amante es un sacerdote: el preceptor de Leandro y,
acaso, de las mismas muchachas. Hipólito -no hay para qué
decirlo- nada sabe por entonces de este suceso que viene a au-
mentar el desprestigio de la familia. Sólo ve llorar a su abue-
la, a sa madre y a su tía Tomasa, que es una niña todavía.
Hipólito crece, en medio de estos disgustos, sin amigos, en
la lenta soledad de los días tristes. Sus únicos compañeros
92 Manuel Gálvez

son sus hermanitos Roque y Martín y, sobre todo, su tío Lucio,


nacido el mismo año que él. Ignora, por su carácter retraído,
lo que son los juegos infantiles. Pero a su lado está una per-
sona que se interesa por él: su tío Leandro, que le lleva diez
años y es ya un hombrecito.
Su destino cruel le ho hecho a Leandro taciturno. Es de
mediana estatura y muy delgado. No olvida, ni olvidará nun-
ca, la visión de su padre deshonrado, colgando de una horca,
sirviendo de espectáculo. Para peor, desde ese día ha comen-
zado a sentir el desprecio de los otros. Los muchachos del ba-
rrio lo apedrean. ¡Con qué tristeza recordará años más tarde,
cuando es ya “el tribuno de la plebe”, las represalias de los
profesores universitarios! A un íntimo le dirá con lágrimas en
los ojos: “Yo era el hijo del ahorcado. En las mesas examina-
doras se ejercía conmigo una venganza miserable. Muchos de
los profesores habían vuelto del destierro con encono ciego
contra todo lo que oliera a rosismo. Yo era el hijo del ahorca-
do. Yo era el hijo del mazorquero Alén”. Es probablemente
entonces cuando modifica su apellido: ya no será Alén sino
Alem. Pero si conoce desde niño la maldad humana, también
conoce la bondad humana. Varios señores de la parroquia de
La Piedad, impresionados por el desamparo y la inteligencia
del niño, costean su educación y lo vinculan con sus hijos y
con otros jovencitos de la mejor sociedad. Desde temprano
Leandro, que tiene un fuerte espíritu de familia, ejerce in-
fluencia sobre su sobrino.
Tiene Hipólito siete años cuando su tío Leandro, mucha-
cho de diecisiete, parte a incorporarse a las tropas del general
Urquiza, que viene en guerra contra Buenos Aires. La Confe-
deración Argentina está compuesta por todas las provincias,
menos la de Buenos Aires. Los antiguos rosistas y los federa-
les -vale decir, los opositores al gobierno de Buenos Aires- sim-
patizan con la Confederación, en cuya capital, Paraná, actúan
numerosos porteños de esas tendencias. Leandro Alem pelea
en Cepeda, en octubre del “59. Para la familia constituye un
peligro la actitud de Leandro, que la expone a las iras del go-
bierno. Muchos generales, altos jefes del ejército y abogados
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 89

de prestigio son encarcelados o deportados. A los Alem nada


les ocurre. Se hace la paz, mientras Buenos Aires está sitiada,
y Leandro vuelve a su casa.
Pero la tranquilidad de los Alem no dura mucho. Buenos
Aires, excesiva en sus pretensiones -hasta exige que Urquiza
se retire a la vida privada-, no se une a la Confederación. En
1862, por su culpa, lo mismo que la vez anterior, reanúdase la
guerra. Y Leandro Alem vuelve a abandonar su casa para in-
corporarse al ejército de Urquiza. Pero ahora triunfa Buenos
Aires en Pavón. La paz va a ser definitiva. Ha llegado para to-
dos los argentinos el momento de unirse en una sola patria.
El general Bartolomé Mitre es elegido presidente de la Repú-
blica. Y Leandro Alem continúa sus estudios.
¿Hay alguna causa íntima en estas actitudes bélicas del jo-
ven Alem? Es exaltado, patriota y valiente. Pero ¿cómo deja a
su madre y a sus hermanos, cuya situación económica está le-
jos de ser holgada? Hay razones para creer que lo ha movido
el disgusto por la conducta de sus hermanas. La primera vez
que va a la guerra -en el '59- Luisa acaba de tener un segun-
do hijo con el clérigo español. La familia no la ve pero no ig-
nora el hecho, pues Luisa vive con una parienta suya.
Marcelina es ahora la dueña de la casa de la antigua calle
Federación. Su padre, cuyo juicio sucesorio terminó en el *62,
se la ha dejado a ella. Su madre compra otra casa, que Leandro,
menor de edad, pagará con el producto de su trabajo. Pero
Hipólito no ha vivido siempre con su madre. En una ocasión
ha pasado un tiempo, junto con sus hermanitos, en la casa de
su abuela y de Leandro. Tampoco ha vivido siempre en la ciu-
dad. Por largas temporadas ha estado en Barracas, con su ma-
dre y sus hermanos, pero no con su padre, en la quinta de su
padrino don Juan Martín Núñez.

Va a cumplir diez años. Sabe leer y escribir y tiene otros co-


nocimientos elementales. Ha debido adquirirlos en alguna es-
cuelita del barrio, probablemente en la que funciona anexa a
la iglesia parroquial de Balvanera. Pero sus padres tienen am-
biciones y, en ese año de la batalla de Pavón, envían a Roque
34 Manuel Gálvez

y a Hipólito como internos al Colegio San José, de los padres


“bayoneses”, y en el que se educan numerosos hijos de vascos.
Los vástagos de Martín Yrigoyen no descuellan allí. En el
primer trimestre, y en castellano, Hipólito ocupa el vigésimo
lugar entre treinta y cuatro niños. Luego mejora. Y en el ter-
cer trimestre llega a ser el quinto en castellano, el tercero en
aritmética y el séptimo en escritura. En este tercer trimestre
aparece estudiando francés, asignatura en la que queda reza-
gado en el trigésimo quinto puesto. Nunca intentará apren-
der este idioma ni ningún otro.
Ese año hacen la primera comunión. Uno de los padres ha
recordado “la sincera devoción y la seriedad” con que se pre-
pararon. Tanto Hipólito como Roque son retraídos. Hipólito
es huraño por idiosincrasia, pero con seguridad agrava su re-
traimiento el saberse nieto del mazorquero fusilado. Son muy
unidos los dos hermanos. Los otros muchachitos los provo-
can. La gravedad de Hipólito, su reconcentración, su reserva,
chocan a sus compañeros. No admiten que los Yrigoyen se
nieguen a jugar con ellos, a gritar, a correr. Los Yrigoyen, des-
pués de aguantar a los provocadores, arremeten contra ellos
con furor, sobre todo Roque.
Después del San José, en donde está sólo un año, Hipólito
ingresa en el Colegio de la América del Sur, uno de cuyos
fundadores fue el clérigo que enamoró a Luisa y que hace
tiempo se volvió a España. Leandro es allí profesor. Dicta los
cursos primero y segundo de filosofía. Hipólito termina en
este colegio sus estudios secundarios.
Fuera del colegio, ¿cómo se conduce Hipólito? Anda siem-
pre solo y con libros bajo el brazo. No tiene amigos. No juega
jamás con otros muchachos, no levanta la voz, no callejea y
casi no ríe Tampoco acude con sus hermanos a la ribera cuan-
do los carros de su padre -que ahora tiene una regular tropa
en un corralón de la calle Pichincha- “van al agua”, como di-
ce la gente. El muelle penetra poco en el río y los barcos an-
clan lejos de la orilla. Los carros de don Martín, tirados por
bueyes, se adentran en el río y llegan hasta los barcos, para
traer los pasajeros y las mercaderías. Estos viajes son motivo
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 50

de fiesta para los muchachitos. Día que arriba un barco es día


de rabona en el colegio. Pasan horas en la playa, bañándose,
jugando, gritando, jaraneando. Se trepan a los carros y desde
allí se tiran al agua. Aprenden a nadar. Hipólito jamás toma
parte en estas diversiones. Como Maximiliano Robespierre,
con quien tiene afinidades espirituales, no ha conocido infan-
cia ni juventud.

Abril de 1865. Guerra contra el Paraguay. Allá va Leandro


a defender a la patria. Sus estudios de Derecho se interrum-
pen. Hipólito pierde por un tiempo su único protector, pues su
padre, extranjero y analfabeto, no tiene la menor influencia.
Entonces Hipólito empieza a trabajar. Una tradición fami-
liar asegura que fue dependiente de tienda, oficio distingui-
do en aquellos tiempos. Pero a quien nació para mandar no
podía gustarle el trabajo, en cierto modo servil, en una tien-
da, como tampoco le había gustado al niño Juan Manuel de
Rosas. Entra en una empresa de ómnibus, o en la única de
tranvías que existe. ¿Ha sido también cuarteador de carros?
Es probable que don Martín lo tuviera un tiempo a su lado,
sea por ahorrarse el sueldo de un muchacho, sea con un pro-
pósito educativo. Sólo en el caso de haber trabajado en los ca-
rros se explica la frase de Leandro, pronunciada un cuarto de
siglo más tarde, alusiva al “carrerito”.
Leandro vuelve con una herida, después de un año y me-
dio de guerra. Da exámenes brillantes. Se vincula, a pesar de
ser hijo del mazorquero y del mal nombre de sus hermanas,
con los jóvenes de más valer de su generación. Seguramente se
ha empeñado para que Hipólito continúe sus estudios secun-
darios. Cuando su sobrino tiene quince años, lo hace entrar co-
mo pasante en el estudio de un abogado, hijo de una persona
que ocupó altas posiciones durante el gobierno de Rosas. En
este empleo, Hipólito perfecciona su escritura. Llega a tener
una letra armoniosa y muy buena ortografía. Copiar los escri-
tos sin equivocarse representa para él un ejercicio de voluntad:
no precipitarse, no distraerse. Modesta práctica de self-control,
cualidad que poseerá en grado excepcional años más tarde.
36 Manuel Gálvez

Tiene ya diecisiete años y ha terminado sus estudios secun-


darios. La falta de medios le impide ingresar en los de Dere-
cho. Busca un empleo. El estudio del abogado, por causa de
un tremendo drama ha debido cerrarse; y Leandro, su única
ayuda, ha partido para el Brasil, como secretario de nuestra
legación. Leandro, que acaba de terminar su carrera, tiene
veintisiete años y mucho prestigio. Es orador y poeta y va ad-
quiriendo un regular saber en diferentes disciplinas jurídicas.
Mas su prestigio le viene, principalmente, de la integridad de
su carácter, de su caballerosidad, de su valor moral y físico,
de su sinceridad. Lleva una barba que aumenta su represen-
tación. Felizmente vuelve del Brasil al cabo de unos meses.
Demócrata auténtico, no ha querido usar traje diplomático ni
frac, ni llamar “Su Majestad” al emperador, ni seguir sopor-
tando las reverencias y adulonerías de los palaciegos. Ahora,
partidario del gobierno por su ingreso en el Partido Autono-
mista O alsinista, tiene influencias oficiales. Hipólito aguarda
el empleo que necesita.
No tarda en conseguirlo. El 29 de marzo de 1870, el pre-
sidente Sarmiento lo nombra escribiente primero de la Con-
taduría General, en la oficina de Balances de Importación.
Hipólito tiene diecisiete años y unos meses. ¡Ya está en la ad-
ministración! Pero no puede alegrarse mucho. Su empleo,
por ser supernumerario, le durará poco tiempo.
¿Cómo Sarmiento, el implacable enemigo de Rosas, da em-
pleo al nieto de un mazorquero; él, que, según sus palabras,
sintiera placer al ver degollar por la nuca al mazorquero
Santa Coloma? Es que Sarmiento, atacado por los mitristas,
continuadores del Partido Liberal o antirrosista, gobierna con
el partido de Alsina, en el que figuran los más conspicuos fe-
derales y antiguos partidarios de Rosas.

Año 71. La fiebre amarilla devasta la ciudad. Leandro cae


enfermo. Días de angustia para la familia. Leandro sana, pe-
ro su madre muere, aunque no de la peste. Tomasa Ponce, la
viuda del ajusticiado, va andando por la calle Piedras a la al-
tura de Europa, una tarde de agosto, cuando cae sin sentido.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO E

Un transeúnte cree reconocer a una señora de su amistad.


Conducen el cadáver a la casa, con el rostro cubierto. Las mu-
jeres lloran desesperadas, hasta que alguien levanta el pañue-
lo y se evidencia el error. El cadáver es llevado a la comisaría
próxima. Pasan horas. Nadie conoce a la muerta. Por fin, al-
guien afirma que es la madre de Leandro Alem, el flamante
diputado alsinista. Se le avisa, y momentos más tarde entran
Leandro e Hipólito. Leandro, el hombre perseguido por un
destino cruel, se acerca lentamente, sombrío. A Hipólito no se
le mueve un músculo facial. Él también se ha acercado, medi-
tativo, serio, con una expresión amarga. Leandro piensa en su
padre, al que vio en la horca, y recuerda el dolor de su madre
en aquellos días luctuosos. Hipólito ha de pensar también en
el abuelo, y en otras causas íntimas que han acortado la vida
de Tomasa Ponce. Los dos jóvenes besan la frente de la muer-
ta, toman su mano helada. Y allí permanecen un largo rato,
en dolorosa meditación frente al misterio, frente a los tristes
recuerdos familiares.
Un año más tarde, el 17 de agosto de 1872, Hipólito, segu-
ramente por influencia de Leandro, es nombrado comisario
de policía. Ha sido propuesto por el propio jefe al Ministerio
de Gobierno de la provincia. ¡Singular proposición, tratándo-
se de un muchacho cuyo único título es ser sobrino de Alem!
Hace pensar en habilidades de Hipólito, que así empieza a
ensayar su técnica -años después formidable- en el manejo de
los hombres.
El joven comisario tiene veinte años, un mes y cinco días.
A " E o MIN

dd a a e > ROBAN NAAA


PE BONA AAA MAS ADA GA ADAC
Wi A Be A «a nr-ib A AS en
Ao ¿0 y rr ter DL ci ÓD A
PON A «ej A dr A a
A le SALA AICA AN

cu CAPI MODAN AA NA
de $4 CASA A A IA
A AAA A
ba Mart A ta Mas! TS - ¿Al
1 AG AP A
SRINO sE AAA DS Ri
'

añado Y "OA ds
e

NO AAN 6 A MAA SS
ani eh a An PUTA PA AR ANA
¿ay po DA AE . ESE UAT
EAT IMA A - E NSAE
: EM. 9104
AIN a Ia > AA
Lladó patea eo joda
OA hr ra AER
AS AAA AAA
put ya" UD dde
E EOS E
11 ¿Mica trar AA
>». FAP €
; DIES ad A
SO - 10400 YA

A TS
ya ra
y
III. Los años de aprendizaje

a policía, después del confesionario, es el mejor obser-


vatorio de la vida. Su ojo vigilante penetra en todas las
casas. Lo que nadie ha descubierto en los otros, las vir-
tudes que se esconden, los secretos más ocultos, son hechos
conocidos para la policía. No se le escapa ninguna debilidad
humana -amores ilegítimos, vicios tristes-ni ninguna situa-
ción anómala: el vivir roído por las deudas, el faltar de noche
a Su casa, el beber con exceso, el apalear a su cónyuge.
Enseña a callar y a observar; a vigilar y a vigilarse; a ser
cauto, disimulado; a servirse de la intriga, de la amenaza y
aun de la mentira. El hombre de policía ha de poseer el don
de autoridad y el de penetrar en las conciencias. Tiene algo
del confesor: recibe confidencias y aconseja, da penitencias y
absuelve. Puede hacer el bien y hacer el mal; ser despótico y
generoso; inspirar el odio o el amor.
En nuestro país, el comisario es personaje esencial de la vi-
da política. Muchos gobernadores, legisladores, ministros,
han sido hombres de policía. El comisario ejerce un poder
omnímodo. Dispone de la tranquilidad de las gentes, de su
honor y, en los pueblitos, hasta de sus bienes y su vida. Aun
hoy, el comisario, fuera de Buenos Aires, es el héroe de los
triunfos electorales. La frase popular “nadie le gana al caba-
llo del comisario” es verdad en todas las cosas: en la política,
en el juego, en el amor.

Hipólito tiene la prestancia de un hombre. Es reposado y re-


presenta más edad. Siempre va de chaqué y galerita. Muy pon-
derado en su palabra. No gesticula. Sus modos son corteses,
suaves. Con todo, y aunque se lo llame “señor comisario”, es
un muchacho. Y naturalmente, incurre en algunos desafueros.
A los seis meses lo suspenden. Breve sumario por la que-
ja de una extranjera: el comisario Yrigoyen le ha hecho una
40 Manuel Gálvez

declaración amorosa, con “exigencias ofensivas a su decoro”;


la ha amenazado, y, estando su marido en la comisaría, citado
por él, le envió una negra con un mensaje. Al negocio no han
concurrido alborotadores sino ahora: han intentado “produ-
cir gresca” para comprometer a su marido, “quizás estimula-
dos por el mismo señor comisario”. Tomemos nota. Años
más tarde, los enemigos del presidente Yrigoyen lo acusarán
de utilizar procedimientos semejantes, que fueron también
los de Rosas. Pero el comisario niega. Ha llamado al almace-
nero porque advirtió en su casa reunión de gente que escan-
dalizaba y por haber “estropeado y corrido a pedradas a dos
niñas que habían hecho travesuras en el almacén”. Conoce a
la señora sólo de vista, y la carta que ella se negó a recibir
bien pudo ser mandada por su tío el capitán Lucio Alem o
por otra persona. Y afirma su incorruptibilidad: ”...¡amás em-
plearía en este sentido los recursos que su posición le diera,
porque sería cometer una falta en la que nunca incurriría,
desde que la honradez y la rectitud son la base de sus proce-
deres como empleado”. En el mismo tono, pero con palabras
menos claras, hablará de sí mismo el presidente Yrigoyen
cuarenta años más tarde. Como se ve, es ya el idealista, que
no se atiene a lo concreto y real: cree en la eficacia del verbo,
en el valor probatorio de las frases, las que, para un espíritu
realista, nada significan. Por fin, la acusadora, enterada segu-
ramente de que no conviene ponerse contra la Policía, reco-
noce que su marido tuvo algo con el padre de las niñas; que
hubo reunión, inocente, en su cuarto, y consistió en tocar la
flauta su marido y cantar ella en presencia de dos vecinos;
que ha sido el capitán Alem según supo después, quien le es-
cribiera; y que de la conversación callejera con el comisario
no hubo testigos. El jefe manda archivar el asunto.
No pasa un mes, y nuevo sumario. Un opositor, presiden-
te de un comité, se queja de que, asaltado en su casa, el comisa-
rio Yrigoyen se opuso a la captura de los asaltantes. El cargo
resulta falso. Trátase de una cuestión personal. El denuncian-
te había abofeteado a Lucio Alem y huido. El comisario, que
sólo intervino para desarmar al agresor, es absuelto.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 41

Quince días más tarde, otro incidente. A la noche, en la


puerta del Departamento de Policía, el adolescente comisario
tiene un altercado con un oficial. Lo insulta y el oficial hace
ademán de sacar armas. Empleados y particulares los contie-
nen y nada ocurre. Yrigoyen es apasionado y agresivo. Pero
su voluntad le dará el dominio de sí mismo y lo conducirá a
la serenidad.
Han terminado los incidentes. Juzguemos con benevolen-
cia los desafueros del comisario de veinte años. No nos indig-
nemos porque, valiéndose de las ventajas de su cargo, haya
hecho el amor -harto inhábilmente, por cierto- a una mujer
casada. ¡Qué no hace un muchacho por triunfar en una aven-
tura, en su primera aventura! Fuera hipocresía condenar a
Hipólito Yrigoyen por tres o cuatro muchachadas que no vol-
verán a repetirse.
Que no volverán a repetirse... No es que él renuncie, por
ser comisario, a las aventuras; ni que no aproveche, indirec-
tamente, de las ventajas del cargo. ¿Cómo ha de dejarse de
aventuras él, que ha nacido con el don de hacerse amar? ¿Y
quién fija la línea que separa al hombre del empleado?
En nuestro país, los descendientes de los grandes hombres
consideran que el historiador los rebaja si cuenta sus amores.
Pretenden que se los retrate sin debilidades: que sean estatuas,
no hombres. No les interesa a esos envanecidos la verdad his-
tórica y humana. Y así, son cómplices en muchas mentiras im-
puestas como verdades. El derecho y la libertad de la historia
no deben tener límites. Despojar a una figura histórica de las
debilidades que, en distintos Órdenes y grados, todos posee-
mos, es quitarle interés. Por dominar entre nosotros el crite-
rio de los parientes celosos, nuestros grandes hombres, en su
mayoría, son mármoles fríos. Tal vez porque nadie los ideali-
zÓ, porque sus enemigos se ensañaron con sus faltas, viven
con tanta verdad los personajes “malos” de nuestra historia.
Sarmiento no aniquiló a Rosas ni a Quiroga; los dejó vivien-
tes, por siglos, en las páginas tormentosas de su Facundo.
No se puede penetrar en la psicología de un hombre sin co-
nocer su vida sexual, pues la sexualidad es uno de los grandes
42 Manuel Gálvez

imperativos humanos. Pero la mujer es tabú para el puritanis-


mo de nuestra historia. Es lástima. Pues ganarían en humani-
dad nuestros grandes hombres si conociéramos sus amoríos.
Aparte de que la vida pública no es independiente de la pri-
vada, sino su prolongación, su refracción en el espacio.
Hipólito Yrigoyen no necesitará en adelante de sus cargos
para atraer a las mujeres. Le bastará con su voz, que sabrá ha-
cer suave y acariciadora; con su serenidad y su vigilancia, que
le impedirán perderse en el gesto o la palabra que ahuyentan;
con su habilidad para inspirar confianza; con su figura, que
produce impresión de fuerza y seguridad; con su astucia de
conquistador y su palabra aduladora; con sus ojos, que mi-
ran, cuando él lo quiere, con ternura infinita o con honda me-
lancolía. A los veinte años es natural que le falte la técnica de
la seducción. Ya la irá aprendiendo.
Por entonces, Hipólito tiene una aventura, la primera que
se le conoce. Ha enamorado a una muchacha de condición
modesta, hija de un empleado inferior de la policía y acom-
pañanta o sirvienta de Luisa Alem. Se llama Antonia Pavón y
le da una hija. Hipólito Yrigoyen procurará a esta hija una
buena educación, la vinculará a su familia y la tendrá a su la-
do durante su vida entera.

Balvanera, la parroquia en donde Hipólito ha nacido, se ha


formado y vive, y de la que es comisario, ha progresado mu-
cho desde la caída de Rosas. Tiene espíritu propio ese barrio,
en el que hay pocos gringos. Barrio de los “compadres” y de
los “galleros”. Allí los amores se inician y se eternizan en los
zaguanes o junto a las rejas. Pero la gran pasión de este barrio
romántico es la política. Política de facciones, de fraudes, de
balazos. Durante algún tiempo, la llamarán “la provincia de
Balvanera”.
Pocos años atrás, ha sufrido la ciudad un recrudecimiento
del compadraje, con el regreso de los militares que habían pe-
leado en la guerra del Paraguay. Chambergos de grandes alas
requintados sobre la frente; quepíes o galeritas torcidas hacia
la nuca; botas, bajo el pantalón, con altísimos tacos; miradas
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 43

de perdonavidas o de insolente galantería; quebradas del cuer-


po al andar; largas melenas nazarenas que algunos se riza-
ban. En Balvanera repercute, más que en otros barrios, esta
invasión del compadraje.
En el joven Yrigoyen influye el ambiente de Balvanera. Pe-
ro sin exageración. Está lejos de ser un compadrito o un com-
padrón. Tiene algo del compadre, que es el matiz moderado
de un interesante tipo social. El compadre suele ser amable,
con alguna afectación de finura. Exhibe cierta fatuidad en su
persona, un aire digno, un poco de engreimiento. Es buen
amigo y hombre sociable. Es un poco el gaucho de la ciudad:
un gaucho venido a menos, ablandado, urbanizado, pacifica-
do. Con su fachada vistosa quiere aparentar, sobre todo el co-
raje. No es incompatible el valer verdadero con el tener algo del
compadre. Ahí está el caso de Alem y el de Adolfo Alsina,
hombre ilustre y de abolengo, a quien un escritor responsable
ha llamado, y como elogio, “compadre lindo”. Hipólito tiene
algunos rasgos del compadre decente, como la galerita a un
lado o hacia la nuca.
Hipólito no es gallero, como su hermano Roque, dueño de
muchos gallos. Personas verídicas que frecuentaron los reñi-
deros, aseguran no haber visto nunca a Hipólito. Pero otras
personas, no menos verídicas, aseguran que muchas maña-
nas lo veían pasar con un bataraz bajo el brazo. Tal vez lo han
confundido con Roque. Tal vez Hipólito, en alguna ocasión, y
siendo adolescente, le llevó el gallo a su hermano. De todos
modos, recordemos que las riñas eran entonces lo que hoy las
carreras hípicas. Los gallos eran los racers de 1870.
A pesar de su juventud, Hipólito es muy serio. Ni anda en
parrandas ni frecuenta prostíbulos; ni es, como dirán años
después sus adversarios, conquistador de zaguanes. Tiene un
aire reconcentrado y digno. Ninguna insolencia en sus actos
o en sus palabras. Si hay en él algo del compadre es en muy
pequeña dosis. Tiene aspiraciones. Discípulo de Leandro, que
es francmasón, como muchas eminencias de ese tiempo, pre-
senta, a poco de ser nombrado comisario, un pedido de afilia-
ción a una logia. No se sabe si lo aceptan o no, o si desiste al
44 Manuel Gálvez

enterarse de la poca importancia de la logia elegida. No es de


creer que quiera ser masón por liberalismo sino en busca de
apoyos y vinculaciones o empujado por su inclinación al se-
creto y al misterio.
Su escritura de los veintitrés años revela en él un carácter
“particularmente bien ajustado”, inteligencia de gran claridad,
rectitud, cierta impaciencia ante los detalles y un temperamen-
to ardiente, sensual e intrépido. Así lo ve J. Crepieux-Jamin,
el creador de la grafología, que por mi encargo ha estudiado
su letra. La naturaleza impulsiva de Hipólito favorece los
errores de su juventud. Pero esas desviaciones juveniles no
tienen, como los hechos lo comprueban, carácter desordena-
do. “Tiene sí -agrega el maestro- algunas tendencias exagera-
das, pero sus entusiasmos son muy pronto aminorados: los
excesos tropiezan en él con cualidades de superioridad gene-
ral que hacen el oficio de frenos, y de allí resultan, finalmen-
te, sentimientos moderados”.

Hipólito Yrigoyen -trascendental suceso- va a entrar en


política. No en forma franca, porque no se lo permite su car-
go; pero en forma disimulada subterránea más de acuerdo
con su temperamento al margen de sus funciones policiales,
o como en una extensión, un poco arbitraria, de esas funcio-
nes. Su desempeño en la policía le ha granjeado prestigio. Se
comentan su corrección y su raro desinterés al no aceptar un
carruaje que le ofrecen los vecinos. Y más se comenta su obra
de misionero entre los presos, a quienes les muestra las des-
ventajas de practicar el mal y el abismo a que conduce. Así
inicia, a los veintidós o veintitrés años, su vida de apóstol y
de moralista.
Dos partidos existen en 1873: el Autonomista y el Naciona-
lista. Adolfo Alsina acaudilla al primero y el general Mitre al
segundo. A Mitre le sigue la sociedad distinguida. A Alsina,
el pueblo: las gentes de los suburbios, los negros, los compa-
dritos. Mitre, poeta, hombre de estudio, orador de bellas
arengas inflamadas, es admirado entusiastamente; Alsina,
caudillo popular típico, es literalmente adorado. Sus fieles no
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 45

se contentan con verle y oír sus discursos de barricada: quie-


ren hablar con él, tocarlo, besar sus ropas. Hay un extraño
magnetismo en sus ojos, en sus vastos ademanes, en su voz
tormentosa y viril.
Alsina es vicepresidente de la República. Ocupa la presi-
dencia Sarmiento, a quien aspiran a suceder Mitre y Alsina.
¿Con quién están los antiguos rosistas y sus descendientes
Casi todos acompañan a Alsina. Los diarios mitristas llaman
“rosines” y mazorqueros a los partidarios del caudillo popu-
lar. Alem e Yrigoyen son alsinistas. ¿Cómo han de seguir a
Mitre, ídolo de la aristocracia y que aun conserva su espíritu
unitario? De origen modesto y rosista, ellos están con el cau-
dillo del pueblo, que tiene espíritu y temperamento federal, a
pesar de su localismo, y que se halla rodeado de los antiguos
federales. El mitrismo liberal, europeizante es, continuación
del Partido Unitario. El alsinismo conservador -uno de sus
candidatos a diputado será el arzobispo-, instintivo, vernácu-
lo, es en cierto modo, a pesar de proceder en parte del unita-
rismo, un recuerdo, ya que no una renovación, del Partido
Federal. Y por preconizar la pureza del sufragio aunque no la
practique; por gustar de los métodos violentos y expeditivos;
por invocar declamatoriamente a las libertades; por tener al-
go de demagógico; por agrupar a la clase media y a la plebe,
debe ser considerado como el precursor de la Unión Cívica
Radical, que más tarde fundará Leandro Alem y a la que
Hipólito Yrigoyen dará forma definitiva.

Fines de 1873. Alsina ha renunciado a su candidatura y se


ha unido a las “situaciones” que dominan en cada estado pa-
ra llevar a la presidencia a Nicolás Avellaneda, su ministro
cuando él ocupó la gobernación de Buenos Aires. ¡Cómo
cambian los hombres! exclaman las gentes. Adolfo Alsina, el
“porteñista” irreductible, a quien, siendo un joven de veinti-
logia
trés años, le tocara en suerte, como miembro de la
Juan-Juan, el asesinar a Urquiza -que ni lo intentó, por impe-
dírselo su padre- únese ahora con los antiguos urquicistas
del interior, con los enemigos de Buenos Aires. Los mitristas
46 Manuel Gálvez

acusan de traición a los partidarios de Alsina. Los diarios se-


gregan injurias y calumnias. Hay asaltos y asesinatos cotidia-
nos. Y en este ambiente de combate se preparan las elecciones
de diputados nacionales, que serán en febrero del “74.
Leandro Alem preside el club electoral de los alsinistas. Ha
terminado su diputación en la provincia y lo han designado
candidato a diputado nacional. Lista magnífica: el arzobispo,
don Bernardo de Irigoyen -eminente personalidad, sin paren-
tesco con Hipólito- y, para no citar a nadie más, don Carlos
Pellegrini, que años después será presidente de la República.
Retengamos los nombres de don Bernardo de Irigoyen y de
Pellegrini: cada uno ocupará un gran lugar en la vida de
Hipólito. En Balvanera, Alem es el amo. Para mantener su au-
toridad en la parroquia bravía, se vale de su hermano Lucio y
de sus sobrinos Roque e Hipólito. En su carácter de comisario,
Hipólito asiste a las reuniones políticas de la sección. El dia-
rio de Mitre lo critica por permitir a los alsinistas el proferir
toda clase de injurias y de “¡mueras!” contra sus adversarios.
Se realizan las elecciones en plena epidemia del cólera. Es-
cándalo en Balvanera. Algunos alsinistas atropellan el atrio,
mientras otros suben con fusiles, carabinas y rifles a una azo-
tea. Se levantan los escrutadores, que son mitristas. Otros mi-
tristas, desde una azotea frente a la iglesia, vociferan que se
les hace trampa. Lucha de gritos injuriosos y de mutuas acu-
saciones de fraude. Luego, pedradas y, por fin, tiros. El com-
bate, que dura media hora, termina con la llegada de un ba-
tallón. Muertos y heridos, casi todos de la gente de Alsina. La
policía se lleva presos a setenta y seis mitristas. Los alsinistas,
dueños del campo -cuentan con la policía, con las tropas del
ejército y con el comisario especial nombrado por el gobierno
de la provincia-, se apoderan de las mesas y continúan la
elección con nuevos registros.
Mitristas y alsinistas se atribuyen el triunfo. Pero más ha-
blan los mitristas. Sus enemigos permanecen relativamente
callados. El día del escrutinio, la Junta Electoral se reúne en la
Legislatura. Mitristas y alsinistas se han armado. Tropas del
ejército ocupan el patio del edificio, y hasta los caballos, se-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 47

gún un diario mitrista, entran en el recinto. Otras tropas han


sido apostadas en la plaza de la Victoria, en la cara del gobier-
no nacional y en la del provincial. Por las calles se mueven
pesadamente ponchos y chiripás. Se hace el escrutinio y re-
sultan triunfantes los alsinistas.
Las gentes de Mitre gritan contra lo que creen obra del
fraude.
Recuerdan que Alem, en Balvanera, después de adelantar
el reloj de la iglesia, pretendió imponerse a los conjueces y que
su hermano, su sobrino Roque y un oficial de policía dieron la
voz de “¡fuego!” Pero vociferan también que se hicieron frau-
des en todas las parroquias; y por esos fraudes, el escrutinio y
la ostentación de fuerzas del ejército y de la policía, atacan con
violencia a Alsina, al gobierno de la provincia y al presidente
Sarmiento. Cierta frase de un diario alsinista da idea de la ex-
citación a que se ha llegado. Dice que el sistema de insulto y
difamación usado por la prensa adversaria, “sólo puede repri-
mirse por medio del revólver y del empastelamiento de las
imprentas”. La exaltación se agrava pocos días después, al sor-
tearse los empadronadores para las elecciones municipales. La
comisión está compuesta por alsinistas. Sus copartidarios ro-
dean la mesa para impedir que los mitristas se enteren. Alem,
su hermano y otros alsinistas, cuidan las puertas. Y “la suer-
te” favorece a ciento sesenta y dos alsinistas, entre ellos a Lucio
Alem, Roque Yrigoyen y a varios íntimos de Leandro. A los
mitristas -¡mala suerte!- no les toca ni un solo empadronador...
Elecciones presidenciales. Los mitristas son vencidos. Su sl-
lencio asombra, pero pronto queda explicado: el 24 de septiem-
e
bre, Mitre y sus amigos se levantan en armas. No se combat
en la ciudad. Tropas del ejército sublevadas se encuentran con
las leales en La Verde y en Santa Rosa. El vencedor de Santa
ha
Rosa es el coronel Julio Roca. En la ciudad, la revolución
nacido desprestigiada. Se recuerda que, en un caso idéntico,
mitristas im-
Alsina no recurrió a las armas, e indigna que los
corporaran a su ejército a las indiadas del cacique Catriel.
Los
Con la batalla de Santa Rosa termina el levantamiento.
sublevados se rinden. El gobierno los trata generosamente.
48 Manuel Gálvez

Los Alem y los Yrigoyen han estado de parte de las auto-


ridades. El poder de Leandro ha aumentado. En octubre, el
gobierno de la provincia lo nombra comisario a su hermano
Lucio.

Dos meses antes de la revolución, decidido a estudiar


Derecho, Hipólito se presenta en la universidad. Pide matrí-
cula de primer año. No ha dado examen general de estudios
secundarios -no hay exámenes anuales y por asignaturas-, ni
el de ingreso en la facultad. Sólo tiene dos certificados: uno,
de su tío Leandro. Los dos profesores del extinguido Colegio
de la América del Sur atestiguan, en papel de carta, sin sellos
ni otras formalidades, que Hipólito cursó los estudios de Ma-
temáticas, Latinidad y primero y segundo año de Filosofía.
Estos nombres no designan únicamente las asignaturas corre-
lativas, sino todo el curso. Los dos profesores afirman que el
director del colegio le había dado a Hipólito un certificado
general, firmado también por ellos.
La nota del joven comisario es una curiosidad. Después de
elogiar al colegio y de afirmar que “circunstancias podero-
sas” lo obligaron a interrumpir su “carrera literaria”, pide al
rector una concesión “muy equitativa y liberal y que no pue-
de ofrecer dificultad seria”. Se trata, sin embargo, de la “exo-
neración de un doble examen”. Invoca las “ideas liberales”
del rector, declara que espera ser “benéficamente alentado”,
y termina: “No tengo fortuna; la falta de recursos me ha he-
cho perder mucho tiempo; tengo muchas obligaciones, y aca-
so mi porvenir dependa de la resolución de V. S.”. Y en una
posdata -él emplea el “otro sí digo” judiciario- manifiesta que
tiene la desgracia de haber perdido el certificado general.
Es enorme lo que pide. Sus certificados, especialmente el
del tío, carecen de valor probatorio, aunque sea verdad lo que
declaran. Pero Hipólito cuenta con el influjo de su cargo, sus
servicios prestados al gobierno y la “cuña” de Leandro. Y es
amigo político de Lucio López, el futuro novelista de La Gran
Aldea, hijo del rector don Vicente Fidel López, el historiador
ilustre. El secretario informa favorablemente. Dice que lo so-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 49

licitado ha sido “repetidísimas veces concedido”; que se han


otorgado matrículas a quienes debían “algunas asignaturas,
cuando no todas”; y que “el espíritu del Consejo ha sido dic-
tar concesiones de este género”. Pero todo esto no es tan cier-
to. Solicitudes análogas han sido despachadas desfavorable-
mente, porque el interesado debía alguna asignatura de los
cursos preparatorios. En fin, el secretario, dudando de que
exista el Consejo y no funcionando la facultad -todo lo había
trastornado el cólera- propone al rector que resuelva por sí. Y
como el tiempo de otorgar matrículas ha pasado con exceso, el
complaciente secretario aconseja que se considere a Hipólito
“como matriculado con anterioridad al mes de abril...” El
doctor López escribe: “Téngase por resolución”, y pone deba-
jo su ilustre nombre.
Ya está Hipólito en la facultad. No ha entrado por la puer-
ta sino por la ventana. Tengo la impresión de que el joven co-
misario, para hablar en nuestra jerga actual, “le metió una
mula” a la universidad o, para decirlo en mejor español, le
dio gato por liebre. No frunza el ceño el moralista. Hipólito
es un muchacho, y esas cosas, entre nosotros, fueron siempre
“vivezas”.
En ese 1874 aprueba el primer curso. En el siguiente, el se-
gundo. Todas las asignaturas de cada año en un examen, se-
gún el régimen en vigor. En octubre del 76 pide matrícula de
tercer año. La solicitud no se conserva; pero existe una anota-
ción en el libro de actas de la facultad, según la cual Hipólito
no tiene aprobado sino el primer año. Más tarde, como se ve-
rá, aprueba asignaturas de cuarto. Alguna vez, pues, dio se-
gundo y tercero, ya que el reglamento prohíbe las matrículas
condicionales. Pero estos exámenes, aun los de primero, no
constan sino en la anotación citada. En los libros de la facul-
tad, sorprendentemente incorrectos -hay cosas importantes
escritas con lápiz- están los exámenes y las clasificaciones de
numerosos estudiantes; no los de Yrigoyen. ¿Alguna mano
enemiga arrancó tal página para perjudicar al político que,
según sus adversarios, se deja llamar “doctor” sin serlo? ¡To-
do ha de ser misterio en la vida de Hipólito Yrigoyen!
50 Manuel Gálvez

El joven comisario no tarda en olvidar a Antonia, si algu-


na vez la amó. Tiene veinticinco años cuando conoce a Do-
minga Campos, lindísima criatura de diecisiete o dieciocho.
Dominga pertenece a una familia de buena condición. Su ti-
po lo evidencia. Es hija de un coronel y tiene un hermano que
será más tarde senador provincial. Es muy bella: rubia, ojos
azules, boca fina, rostro en óvalo con la barbilla en punta, tez
blanca y delicada, manos distinguidas. Tal vez tiene algo de
la madre, hija de un irlandés. Una fotografía de cuando tenía
veinticinco años o veintiséis la muestra muy elegante en su
traje ceñido, según la moda de entonces, y con un gracioso
flequillo, largo y abierto, sobre la alta frente.
Nada sabemos de estos amores, ni del alma de la mujer que
conoció íntimamente a Yrigoyen en los años de su formación.
Ha debido ser tremendo el enojo de su padre, el escándalo en
su familia. Sólo sabemos que Dominga ha tenido que abando-
nar a los suyos, que pronto empieza a tener hijos y que no los
bautiza. Creyente como es, ¿por qué no hace bautizar a sus hi-
jos? ¿Imposición de Yrigoyen? Es un misterio esta omisión, en
un país en donde hasta los ateos consienten en aquel sacramen-
to. Acaso Yrigoyen sea masón. ¿Por qué no había de aceptar
aquella logia al sobrino de Alem, alto grado de la masonería?

La política ha vuelto a alborotarse, y esta vez las conse-


cuencias le serán fatales a Hipólito.
En el Partido Autonomista ha surgido otro líder: Aristóbu-
lo Del Valle. Es hombre joven, de gran cultura jurídica y ora-
dor asombroso. Aspira a ser gobernador y sus parciales se
apresuran a proclamarlo candidato. Pero hay otro aspirante:
el doctor Antonio Cambaceres. A los partidarios de Camba-
ceres, entre los que está el gobernador, les irrita la prematura
proclamación. Y he ahí al partido cortado en dos. Felizmente,
los mitristas no estorban: desde aquello del 74 -han transcu-
rrido más de dos años- no votan. Las elecciones para goberna-
dor y vice serán en diciembre del 77, pero las dos fracciones
van a concurrir separadamente a las de diputados y senado-
res provinciales, el veinticinco de marzo de ese año.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
Sl

Alem, sus íntimos y sus parientes están con Del Valle. Él es


candidato delvallista a vicegobernador. La lucha se anuncia
muy brava, como entre enemigos a muerte. Días antes de la
elección se reparten armas. El día del comicio hay estado de
sitio. Se teme una revolución mitrista. Como siempre, la pie-
dra de escándalo es Balvanera. Ocho de la mañana. Los del-
vallistas ocupan dos azoteas frente a la iglesia. Alem presen-
cia en el atrio la instalación de las mesas, cuando le avisan
que vienen dos grandes grupos de cambaceristas, armados a
remington. Corre a una de las azoteas. Los dos grupos avan-
zan por diferentes calles vitoreando a Cambaceres y gritando
“mueras” contra sus enemigos. Violento tiroteo. Una bala le
cruza a Alem la barba y otra el saco.
Han triunfado los delvallistas, pero los vencidos, que tie-
nen el gobierno de la provincia, quieren vengarse de Alem.
Buscan una víctima inmediata y la encuentran: el comisario
Yrigoyen. Se ordena una investigación. Gentes de Balvanera
-mitristas y cambaceristas- afirman que él y otros policías son
“aliados de los que disparaban sus armas contra el vecinda-
rio”. El comisario especial para las elecciones declara haberlo
visto en el atrio, y que le creyó en el cumplimiento de su de-
ber. Pero el jefe de Policía dice que, habiendo comisarios es-
peciales, Yrigoyen no ha tenido otra misión que permanecer
en su comisaría. Por este pretexto es exonerado, el 3 de abril
de 1877. Y ese mismo día, Alem, por haber expresado en una
carta pública que ha tenido grupos armados a sus órdenes, es
separado del mando del regimiento número 7 de Guardias
Nacionales, llamado también “de Extramuros”.
La pasión política se enardece. La casa de Alem es asalta-
da, con intento, según los delvallistas, de asesinar al caudillo.
Alem se defiende con algunos hombres armados -entre ellos
está Hipólito, seguramente- y uno de sus partidarios es heri-
do de un balazo. Los diarios enemigos exigen que se le quiten
a Alem las armas. Arguyen que desde su casa se hizo fuego a
unos cambaceristas que pasaban vitoreando a su candidato. Un
diario agrega: “El señor de Balvanera se conserva en sus cuar-
teles con su armamento y sus soldados”. Otro diario, llama
52 Manuel Gálvez

“alemistas” a los partidarios de Del Valle y dice: “Con Rosas


no ha muerto su sistema ni se ha acabado su partido, y el par-
tido de Rosas toma posiciones y avanza”.
La policía va a la casa de Alem. El caudillo le niega la en-
trada. Agitación extraordinaria. La prensa enemiga acusa de
parcialidad a la justicia. La Suprema Corte de la provincia orde-
na a la policía recoger las armas y prender a sus poseedores.
Alem, que es diputado nacional, exige orden de allanamien-
to y se pone bajo el amparo de la autoridad de la Nación. Le
escribe a Alsina, ministro de la Guerra, diciéndole que tiene al-
gunas armas desde la anterior revolución, “con conocimiento
y anuencia de las autoridades nacionales y provinciales”. Le
pide que indique la persona a quien debe entregar las armas.
Pero la casa es allanada por las autoridades provinciales.
Hipólito Yrigoyen atiende a la policía y entrega algunas ter-
cerolas y bayonetas.
Hipólito Yrigoyen ha quedado en la mayor pobreza. En-
tonces prosigue sus estudios de Derecho, y, como siempre, se
lo ve a todas horas con libros. Ya no es comisario, pero los cin-
co años en ese cargo le han dejado una huella para toda su vi-
da. Durante su larga existencia, en las más altas funciones,
conservará un poco el aire de un comisario jubilado. Personas
que lo visitaron en su casa de la calle Brasil, aseguran que su
escritorio tenía un algo de una comisaría de campaña.
En los cinco años ha aumentado el aire grave de Hipólito
Yrigoyen, su serenidad, ese no se sabe qué de autoritario y de
patriarcal que le es ingénito. Ha adquirido el aprendizaje
electoral, los métodos de la política criolla -de la menos mala
política criolla- en la escuela de su tío. En la comisaría ha
aprendido a mandar, a hacerse obedecer, a no permitir que se
le discuta. Ha aprendido a conocer las debilidades humanas,
las que, años después, sabrá utilizar. Ha aprendido el arte de
no comprometerse, de callar, de practicar la astucia. Él mis-
mo, siendo Presidente de la República, cuarenta años más
tarde, le dirá a uno de sus fieles que es increíble cuánto apren-
dió en la comisaría. Allí ha pensado, probablemente, que bien
pudiera alguna vez mandar a todos los argentinos...
IV. La vocación de la política

ipólito Yrigoyen tiene como nadie el instinto y el


gusto de la política. Ya nada le falta para entrar en
acción. Ha perfeccionado sus dones naturales y ha
aprendido a conocerse y a “administrarse”. Si ha incurrido en
errores y se ha comprometido hasta perder su cargo, en ade-
lante ocultará sus procedimientos, lo hará todo por medio de
otros. La exoneración ha sido el mayor de los bienes para él.
Corría el riesgo de quedarse años, acaso toda la vida, en la
institución policial. ¿Nos imaginamos a Hipólito Yrigoyen per-
petuamente en una comisaría, consciente de su fuerza, tortu-
rado por el fracaso de su excepcional destino?
Se ha adherido al Partido Republicano, que acaba de fundar
Del Valle. Los que lo dirigen son jóvenes. Del Valle intenta
dar a la agrupación cierto carácter intelectual, y son intelec-
tuales quienes lo rodean. Hipólito, que estudia Derecho y no
ha ejercido otro cargo que el de comisario, ha de sentirse un
poco fuera de su sitio entre aquellos hombres, casi todos los
cuales pertenecen a la sociedad encumbrada. Pero él cuenta
con Leandro, figura prominente en el partido; y con su exo-
neración, que reclama un desagravio. Leandro lo empujará.
A Leandro no le negará nada Del Valle: Leandro es el hombre
de arrastre de la agrupación, y sin él no hay partido posible.
Pero Hipólito tiene elementos propios: individuos a quienes
ha hecho servicios cuando era comisario, dispersos en las di-
ferentes secciones en las que ejerció su cargo; y ha adquirido
experiencia electoral en la policía y junto a Alem. Ascenderá
poco a poco. Mientras, actúa silenciosa y oscuramente en los
comités: en los clubs, como entonces se dice. Su nombre no
aparece nunca en los diarios.
El Partido Republicano es una rama del Autonomista, sin
el colorido demagógico que Alsina, con su amor por el popula-
cho y su oratoria de barricada, le imprimiera. En su manifies-
to de candidato a gobernador, Del Valle ataca a los partidos
54 Manuel Gálvez

personales y defiende los principios de la Constitución. Pide


“paz y orden, pureza administrativa, política elevada y cons-
titucional, sufragio libre, desarrollo de la educación popu-
lar”. Rechaza las “combinaciones”, lo que años después se
llamará “acuerdos”. Si el autonomismo o alsinismo es el pre-
cursor del Partido Radical, el Partido Republicano es su pre-
figuración. En Del Valle y sus compañeros parece haber un
auténtico deseo de política elevada, de reacción contra los
procedimientos de la época. Del Partido Republicano han sa-
lido los radicales que, como Hipólito Yrigoyen, no transigie-
ron jamás. Del Partido Republicano salió Roque Sáenz Peña,
creador del sufragio libre.

Unos días después de exonerados Yrigoyen y Alem, llega


la noticia de la muerte de Rosas, en Southampton. La ciudad
se conmueve. Los diarios mitristas vacían el repertorio de
sus injurias. Los alsinistas y republicanos son menos severos.
Parientes de Rosas invitan a una misa por su alma. Como
protesta, los unitarios, encabezados por Mitre, organizan un
funeral por las víctimas del dictador. Y el gobierno prohíbe la
misa por Rosas.
En esos mismos días, se ha levantado, en la Recoleta, el
mausoleo de Facundo Quiroga, pagado por sus descendien-
tes; y el pueblo, excitado por los diarios mitristas, lo destruye
en parte. Semanas más tarde, notorios rosistas como el doctor
Bernardo de Irigoyen ocupan posiciones en el gobierno del
presidente Avellaneda. Los diarios mitristas lo llaman “el al-
bacea de Cuitiño”, y una manifestación grita frente a su casa:
“¡Mueran los mazorqueros!” y “¡Vivan los salvajes unita-
rios!” Esos periódicos mitristas, al hablar del rosismo y de los
personajes que lo encarnan, se refieren vagamente a Leandro
Alem y a su círculo.
¡Vivía aún la división entre unitarios y federales veinticinco
años después de la caída de Rosas! Para los enemigos de Alem,
los sucesos de Balvanera revelan la reaparición del rosismo.
Hipólito Yrigoyen va en su camino por la vida rodeado de to-
do lo que recuerda a Rosas: hombres, ideas, procedimientos.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 59

Mientras tanto, los mitristas conspiran. Buenos Aires des-


borda de odios. Los partidarios de Mitre y los de Alsina se si-
guen injuriando. Los republicanos y los cambaceristas no se
tratan mejor. Alsina, ministro de la Guerra, se mantiene neu-
tral en las discordias entre sus amigos. El populacho de cada
partido insulta y silba en las calles a los jefes contrarios.
No es posible gobernar en medio de estas pasiones violen-
tas. Y entonces, el presidente Avellaneda concibe la idea de la
conciliación. Mitre ordena a sus partidarios suspender la re-
volución que traman. Un día de mayo, los diarios anuncian la
paz. Los prohombres se abrazan. Avellaneda reorganiza el
ministerio con autonomistas y nacionalistas. Solamente los
republicanos no han querido entrar en la conciliación. No
quieren entenderse con los mitristas.
¡Fiestas de la conciliación! Todo parece nuevo. Buenos Aires
comienza una vida más generosa y elevada. Todos se sienten
argentinos. Se olvidan las injurias, los asesinatos, los fraudes,
las revoluciones. Las gentes se abrazan con alegría. En banque-
tes de fraternidad es sancionada la conciliación salvadora.
Pero de este contento casi unánime no participan los que
siguen a Alem. El diario “El Nacional” supone a Mitre y a
Alsina aliados contra sus propios partidos. “Notorio es que
ambos campeones de la libertad y del patriotismo -dice iróni-
camente- han obrado allí sin autorización ni consulta. Noto-
rio es, también, que el Partido Nacionalista detesta a Alsina,
que el Partido Autonomista detesta a Mitre; de manera que la
reconciliación de los partidos acordada entre aquellos dos
personajes, en nombre de la paz y en beneficio del pueblo,
viene acompañada de la más violenta imposición”. La conci-
liación es el primero de los “acuerdos”, de esos convenios pa-
ra repartirse cargos, que Hipólito Yrigoyen considerará, du-
rante toda su vida, como la máxima inmoralidad política.
Diciembre. Elecciones para gobernador y vice de la pro-
vincia. La conciliación vota por Carlos Tejedor para el primer
cargo. Los republicanos, por Del Valle para gobernador y
por Alem para vice. Gana la conciliación. El gobierno de la
provincia está en sus manos y es imposible que un partido
56 Manuel Gálvez

nuevo, dirigido por jóvenes, derrote a los mitristas y a los


autonomistas unidos.
Adolfo Alsina se enferma de gravedad. Una falsa noticia
de su muerte hace subir el oro. El 29 de diciembre de 1877 se
extingue el más amado de los caudillos porteños. La gente
llora junto al cadáver, lo besan, le cortan mechones para guar-
darlos como reliquias. Aunque la casa queda a nueve cuadras
de la Catedral, donde va a celebrarse la misa de cuerpo pre-
sente, el cortejo tarda hora y media en recorrerlas; tanta es la
muchedumbre. Llueve y en la calzada hay pozos formados por
el lodo. Los que llevan el cajón caen a cada momento. Milla-
res de hombres van llorando. Encabezan el duelo el presiden-
te, los ministros y más de mil señores de levita y galera alta,
muchos de ellos enemigos de Alsina en otros años. Durante
la marcha hacia el cementerio llueven flores sobre el féretro
desde balcones, ventanas y azoteas. Se producen desórdenes
-el pueblo quiere acercarse a su caudillo- con su corolario de
atropellos, gritos, culatazos, desmayos. Un dolor popular tan
hondo no se verá sino cincuenta y seis años más tarde, al mo-
rir Hipólito Yrigoyen.

El ex comisario ha quedado en la oposición, en el orden


nacional como en el provincial. No tiene carrera ni empleo.
Lleva meses de pobreza. Sus esperanzas estaban en el triunfo
de su partido. Terminará en el próximo marzo sus estudios.
El 28 de ese mes aprueba los cursos tercero y cuarto de De-
recho Civil, en un solo examen, y como alumno “oficial”, se-
gún el acta. Es el único de sus exámenes del que existe hoy
constancia. ¿Aprueba las restantes asignaturas del cuarto
año? Probablemente. Está matriculado en este curso desde
principios del año anterior, si bien la anotación de esta matrí-
cula, que existía poco antes de que Yrigoyen asumiese el po-
der, ha desaparecido. Del mismo modo pudieron desaparecer
los asientos de sus últimos exámenes, como desaparecieron
-recordémoslo- los de los exámenes de primero, segundo y
tercer año. Sólo queda la nota, ya comentada, en los libros de
actas, la que no podía ser arrancada; pero podían serlo las ho-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
57

jas, a veces sueltas, a veces escritas con lápiz y siempre desor-


denadas, en que se hacían constar los exámenes y las clasifi-
caciones. Algún adversario de Yrigoyen -ningún hombre los
tuvo tan fanáticos- ha de haber hecho desaparecer esos asien-
tos para perjudicarlo.
¿Terminó él sus estudios? El punto, aunque secundario
-poco importa que un gran hombre sea o no abogado o doc-
tor, cuando lo son tantos mediocres- debe ser considerado,
porque él aceptó siempre que se le dijera “doctor”. Es cierto
que innumerables políticos nuestros se han dejado dar ese tí-
tulo. Pero en Yrigoyen, moralista severo, la aceptación de un
doctorado inexistente habría significado una complicidad con
los adulones, una tácita, aunque inocente, mistificación. Sin
embargo, no. Pues quien no habla de sí mismo ni se defiende
de los más ultrajantes insultos, ¿por qué ha de defenderse de
las adulonerías? El silencio es en él un sistema y una fuerza.
Yrigoyen estudia según un plan de cuatro años. Matricula-
do en el último, y aprobada la más difícil e importante asigna-
tura, ¿por qué no había de rendir Constitucional y Economía
Política, que le interesan? ¿Y cuándo necesita del título? Él ha
manifestado, alguna vez, tener concluidos sus estudios. ¿Por
qué no creerle? ¿Acaso eso iba a agregar algo a su gloria? La
falta de asientos de haber rendido aquellas dos asignaturas
del cuarto y último año nada prueba. Ya hemos visto cómo no
las hay de los estudios que indudablemente aprobó -puesto
que pudo llegar hasta el cuarto año- en el primero, segundo
y tercero, y cómo anotaciones que existían han desaparecido.
Le han llamado “doctor” sus contemporáneos, entre ellos per-
sonas tan responsables como Aristóbulo Del Valle, que ha teni-
do por él -y lo ha dicho públicamente- la mayor estima. Carlos
Pellegrini, su adversario político y hombre franco hasta la ru-
deza, le da en una carta el título y declara que, en un docu-
mento con su firma, Yrigoyen “no debe leer nunca un ataque
dirigido a su buen nombre y merecido concepto público”. Y
Leandro Alem, cuya integridad moral ha sido evidente, llega
a gestionar en cierta ocasión para su sobrino el cargo de au-
ditor de Marina, para el que es necesario tener completos los
58 Manuel Gálvez

estudios jurídicos. A Yrigoyen sólo le faltaba un examen prác-


tico de Procedimientos y la tesis, en la que pensó tratar del fe-
deralismo argentino. Y aun de ese examen -innecesario, por
entonces, para ser doctor, aunque no para ser abogado- tenía
el derecho de eximirse por haber trabajado dos años en un es-
tudio. Pudo, pues, consentir, terminados los cuatro años, como
es casi seguro que los terminó, en que se lo llamase “doctor”.

En los días anteriores a su examen de Civil ha sido procla-


mado candidato a diputado provincial. La mano de su tío ha
andado por allí. A Hipólito, aunque sólo ha sido comisario, su
candidatura no ha de haberle parecido una cosa rara. Varios
de sus amigos figuran en la misma lista, o son ya diputados.
Cierto que él nunca ha hablado en público, que sus méritos
son únicamente electorales. Pero siente, aunque en forma in-
definida, todavía caótica, que hay en él grandezas en germen.
No conoce bien sus dones, pero sabe que existen. Una dipu-
tación provincial es consecuencia lógica de su pasión por la
política. No piensa que ella puede venirle grande. Es natural
que vaya ascendiendo, como Leandro. Ha vivido seis años
cerca de hombres distinguidos, junto a Del Valle y a Leandro,
que tienen grandes ambiciones, auténticos méritos y excep-
cional porvenir. ¿Por qué no ha de ser también él diputado?
Y sobre todo, ¿no es una víctima de sus opiniones? La exone-
ración es su mejor título.
Pero los dirigentes no tienen por qué opinar como él.
¿Cuáles son los motivos de que lo elijan, postergando a hom-
bres de mayor importancia? Porque Hipólito, un muchacho
de veinticinco años, no tiene apellido conocido, ni fortuna, ni
parentescos ilustres, ni saber. Ni arrastra al pueblo. Alem ha
impuesto su nombre, y Del Valle, que lo estima, prohíja su
candidatura. Todos piensan en desagraviarlo por la exonera-
ción. Y parece evidente que él tiene el mínimo de prestigio
necesario para justificar su candidatura. Lo ha logrado con sus
modos suaves y simpáticos; con su aire digno y serio; con su
silencio, defensivo de compromisos; con su lenguaje cuidado,
exento de palabrotas y vulgaridades. La cátedra de moral, que
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 59

sienta discretamente, con altura, sin pedantería ni hipocresía,


ha sido un título para él. Sabe disimular sus imperfecciones y
hasta sus disimulaciones. Es hombre de partido, y estima, por
sobre todas las cosas, la lealtad personal y política.
Tres partidos se presentan en las elecciones del 31 de marzo:
los republicanos, los conciliadores y una agrupación circuns-
tancial llamada Centro Popular. La provincia está dividida en
sels secciones, y en unas triunfan los republicanos y en otras
sus enemigos. Hipólito es elegido por la sexta. No ha hecho
campaña electoral, ni ha pronunciado un discurso, ni ha pisa-
do la zona de esa sección. Costumbres de la época, frecuentes
aun ahora en Europa, sin que nadie las considere inmorales
ni antidemocráticas.
Como es de rigor, unos y otros se acusan mutuamente de
fraudes. La Legislatura, donde los republicanos tienen mayo-
ría, debe juzgar la elección, que en la última semana de abril
es aprobada. Ya es diputado Hipólito Yrigoyen. Piensa en el
juramento, y resuelve no prestarlo junto con sus compañeros.
Porque es un desconocido debe hacerse notar. Domina su te-
rror al exhibicionismo, y así se incorpora a la Cámara unos
días más tarde que los demás. Jura con tanta gravedad, se di-
rige con paso tan reposado a su sillón, que, en esos momen-
tos, el muchacho de veinticinco años representa cuarenta y
parece un hombre de experiencia y consejo.
¿Ha sentido Hipólito Yrigoyen alguna emoción al saber
su triunfo o al ocupar su sitio en la Legislatura? No, no la
ha sentido.
Y no por frialdad, mas por algo que se parece al fatalismo
y que no es sino el sentido cristiano de la vida: todo sucede
porque debe suceder, porque la Providencia, que ordena la
vida de los hombres, así lo ha dispuesto. A él no lo perturban
ni lo perturbarán jamás los triunfos o las derrotas. Si alguna
emoción lo ha turbado fue al presentir su destino. Muy raros
logran a su edad tan alta representación. Esto lo afirma en sus
presentimientos. Pero también teme. Reconoce sus limitacio-
nes. Las disimulará mediante una gran dignidad en la apostu-
ra, en las palabras, en la conducta. Hablará poco y brevemente.
60 Manuel Gálvez

Conquistará autoridad por su aire calmo y sereno, por la no-


bleza y la firmeza de su carácter y su austeridad republicana
y su idealismo.
Pocos días después de aprobadas las elecciones, y antes de
prestar juramento Hipólito, ocurre un extraño fenómeno en
el Partido Republicano: todos sus prohombres renuncian,
hasta Del Valle. Todos, menos Alem e Yrigoyen. Renuncian a
sus cargos en el partido y, los que los tienen, a sus cargos en
la Legislatura. ¿Por qué estas renuncias, que favorecen a la
conciliación y a Tejedor? Del Valle disuelve el partido para
reingresar en el Autonomista, para incorporarse a la concilia-
ción. Únicamente Alem permanece irreductible, él solo, a to-
da suerte de componendas. Entre los republicanos que aún
quedan, alguien propone que se declare traidor a Del Valle. Y
mientras viva el Republicanismo, el partido será Alem y su
círculo. Hipólito es el lugarteniente de Alem.

Dos meses después de las elecciones, un diario autonomis-


ta y conciliador publica un violento artículo contra la mayo-
ría republicana de la Cámara. Afirma que ha comprobado los
fraudes de la Cámara al aprobar las elecciones. La sexta sec-
ción, aquella por la que ha sido elegido Yrigoyen, abarca
veinte partidos o departamentos. Ha debido votarse por lo
menos en diez para que la elección fuese válida. Y para com-
pletar los diez -asegura el diario- se falsificaron los registros.
En la sesión de ese día, el diputado autonomista y concilia-
dor Marcelino Ugarte -hijo del defensor de Leandro Antonio
Alem- y que, como Yrigoyen, ha sido elegido por la sexta,
propone un nuevo estudio del escrutinio. Yrigoyen calla. A
Ugarte le replica Héctor Varela, elegido por el Centro Popu-
lar. Varela, porteño típico, audaz, simpático, divertido, chisto-
so, brillante, fanfarrón y cínico, tiene todas las cuerdas. Hace
reír y conmueve. Su ciencia a la violeta le permite citar a mul-
titud de autores y recordar hechos de la historia universal.
No hay discusión en que no intervenga. Sabe de todo y no sa-
be nada. Dice cuanto se le antoja, con un cinismo que escan-
daliza. Ahora sostiene que desde el año '52 “todos han hecho
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 61

fraudes electorales”. Recuerda aquella elección en que, sien-


do necesario derrotar a Urquiza, Mitre “desenterró los muer-
tos del cementerio, llevó sus nombres a los registros y venció
a Urquiza, sin que a nadie se le ocurriese, entonces ni des-
pués, en nombre de eso que se ha llamado la pureza del su-
fragio, espantarse ante la aparición de aquellos muertos que
venían a dar vida a las instituciones y a la libertad amenaza-
das”. Y llega a preguntar a sus colegas si alguno se cree bien
elegido, mientras la barra, republicana y brava -la gente de
Alem y de Yrigoyen- ríe a carcajadas, prorrumpe en exclama-
ciones sarcásticas y sacude con sus insolentes toses el austero
recinto. Rechazada su moción, Ugarte renuncia. También re-
nuncia otro diputado autonomista y conciliador, el autor del
artículo. Héctor Varela vuelve a hablar, y dice que esas renun-
cias “con cola” tienen por objeto disolver la Cámara.
Los enemigos del presidente Yrigoyen harán de este episo-
dio, cuarenta años más tarde, uno de sus grandes argumen-
tos contra él. Marcelino Ugarte -argúirán-, considerado por
Yrigoyen y los radicales como adversario del voto libre en la
provincia, donde gobierna, se fue por no aceptar los fraudes
que lo consagraban diputado, e Hipólito Yrigoyen, el apóstol
de la pureza del sufragio, se quedó. Pero Varela ha insinuado
la verdad. Los autonomistas que, a toda costa, desean mantener
la conciliación, han pretendido provocar algunas renuncias,
principalmente de los republicanos, que alardean de respetar
la pureza del sufragio, a fin de que entren en la Cámara algu-
nos mitristas -sin representación en la Legislatura, porque no
votan desde el '74-, mediante una nueva elección, en la que
vencerían al Partido Republicano, reducido a Alem y su cír-
culo por obra de Del Valle, que está en combinación con ellos.
Hipólito Yrigoyen no ha querido prestarse a la maniobra, y,
leal a sí mismo y a sus compromisos partidarios, no ha renun-
ciado. Lo que sus enemigos futuros juzgarán como una hipo-
cresía, ha sido una prueba de rectitud y sinceridad. Un diario
de ese tiempo, en el que escribe Héctor Varela, y que no es
republicano, declara complacerse en hacer justicia a la acti-
tud de los diputados que no renunciaron ni se prestaron a la
62 Manuel Gálvez

maniobra de los conciliadores, “actitud -dice- que ha sido, y


sigue siendo, digna, elevada y patriótica”.

Yrigoyen habla con alguna frecuencia. Forma parte de la


comisión de presupuesto e interviene en las sesiones como
miembro informante. Presenta algunos proyectos. No es ora-
dor. Habla sencillamente, con palabras precisas, con dominio
del asunto y sin buscar los aplausos. En cierta Ocasión, el di-
putado José Hernández, que es ya el autor del Martín Fierro,
el poema genial de nuestros campos, le hace esta pregunta,
curiosa en el lírico que escribió la payada entre el negro y el
gaucho: “¿Cuánto ha producido el año pasado el papel sella-
do?” Y el futuro idealista de nuestra política, el futuro hom-
bre de los plurales y de los términos abstractos, le contesta:
“22.846.000 pesos”. Su parquedad de palabras llama la aten-
ción junto a la verborragia de otros.
Sus colegas lo consideran. Nadie le dice una palabra agresi-
va. Ha adquirido el derecho al respeto. Tiene autoridad porque
sabe callar y se conduce dignamente. En más de una ocasión
en que, por exigencias caballerescas, debe pronunciar alguna
frase reprobatoria, lo hace brevemente con altura y en térmi-
nos comedidos. Una vez que cierto orador deja a un ausente
en situación desairada, Yrigoyen, “para cumplir un deber de
lealtad”, explica lo ocurrido y deja bien parado al colega au-
sente. Otra vez hace una aclaración, que le interesa “por el
crédito que ha de merecer siempre su palabra”. Otra, como
de ciertas frases pudiera creerse en una deslealtad suya, pro-
testa y agrega: “Si esto pretende el señor diputado, le preven-
go que no he de permitir que arroje ni siquiera una sombra en
cuestiones de lealtad”. Y como su contrincante explica, él ter-
mina: “Perfectamente; le agradezco porque estas cuestiones
deben tratarse de una manera clara y terminante”. Un día
pronuncia unas palabras “por razones de delicadeza perso-
nal”. Otro día se le cuadra a uno de los ministros, que acaba
de dirigir una finta a la comisión de presupuesto. Lo interpe-
la para que dé explicaciones sobre las palabras “sugestiones
extrañas”, que ha empleado; y le advierte que lo va a escu-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 63

char con placer “si se coloca en una situación decente y res-


petuosa”, pero si trata de vejar a la comisión él no lo ha de
permitir. El ministro pretende escabullirse y da explicaciones
no muy satisfactorias. “Perfectamente -dice el joven diputado
republicano-; pero repito al señor ministro que no he de per-
mitir que lance conceptos que afectan a la honra de la comi-
sión, porque no tiene derecho de hacerlo”. La barra interrum-
pe con silbidos. “Puede silbar cuanto quiera la barra, que no
me ha de intimidar”. Y termina, encarándose por tercera vez
con el ministro: “Hable con decoro y moderación y lo escu-
charemos con placer: fíjese mucho a quiénes se dirige”.
Altivez y dignidad. También un discreto acento de mando.
Pero si Yrigoyen, que apenas tiene veintiséis años, se expresa
con autoridad, lo nace en términos corteses. Es el comisario,
acostumbrado a hacerse obedecer; el hombre de Balvanera,
a quien nadie intimida. Habla como hablará cuarenta años
más tarde. No concreta argumentos, si tiene que defenderse:
exige que se crea en él, en su corrección y caballerosidad. Y
es atento y fino. “Yo pienso en este caso como el señor mi-
nistro”, dice por ahí. No comprueba que los dos están de
acuerdo, ni que el ministro opina como él. Es él quien piensa
como el otro. Este modo de adherir a las palabras de su inter-
locutor se convertirá, con el tiempo, en uno de sus recursos
para halagar.
La discusión con el ministro de Hacienda constituye para
Hipólito un cierto éxito oratorio. Un diputado comenta que
el discurso del ministro “ha sido refutado, punto por punto,
luminosamente por su honorable colega el señor diputado
Yrigoyen”. Y un diario que no es de su partido, después de
elogiar su talento, su modestia, “tan excesiva que apenas se le
oye jamás el metal de la voz”, su aptitud de orador, dice que
tomó punto por punto el discurso del ministro “y lo fue con-
testando, no con declamaciones, sino con cifras y observacio-
nes, de tanto peso y oportunidad que iban produciendo hon-
da impresión en la Cámara”. Y agrega: “El señor Yrigoyen
habló cerca de dos horas, conservando siempre la frescura de
la frase, la belleza de la forma, la facilidad en la palabra”.
64 Manuel Gálvez

Los dos años que corren desde fines del 78 a fines del “80,
son los más turbulentos y trascendentales en la historia de
Buenos Aires.
Tejedor, que gobierna la provincia, aspira a la presidencia.
Entre sus rivales el más serio es el ministro de la guerra, el
general Roca, que en estos momentos comanda la expedición
al desierto, contra los indios. Asegúrase que el vencedor de
Santa Rosa, tucumano como el presidente y con arraigo en
Córdoba, será impuesto por Avellaneda y por los gobernado-
res de las provincias. En Buenos Aires -en la ciudad y en la
campaña- cuenta Roca con gran parte de los autonomistas.
A fines del 78, Del Valle y sus amigos, renunciantes del re-
publicanismo, han reingresado en el viejo partido de Adolfo
Alsina. Pero el nombre de la agrupación ha sido modificado.
Como ya no es un fenómeno local, y forma un todo con las
agrupaciones provinciales que sostendrán la candidatura de
Roca, llámase ahora Partido Autonomista Nacional. Alem e
Yrigoyen se incorporan también a este partido, meses más
tarde que Del Valle. Intransigentes, enemigos de las compo-
nendas y de los mitristas, sólo vuelven a unirse con sus ami-
gos después de muerta la conciliación. Tejedor la ha asesina-
do al dividir a los porteños en partidarios y adversarios de la
capitalización de Buenos Aires. Hasta entonces la ciudad ha
sido capital de la provincia y de la Nación. La provincia
“presta” su capital a las autoridades nacionales, para que en
ella residan, lo que ocasiona incesantes conflictos de jurisdic-
ción. Diversos proyectos trataron en vano de resolver la difi-
cultad. Tejedor, con sus actitudes agresivas, y contra su deseo,
precipita la solución del problema.
Encarnación del espíritu localista, enérgico y decidido, pe-
ro desorbitado y de mal carácter, Tejedor ha logrado excitar
al pueblo contra el gobierno nacional. En su mensaje de ma-
yo del 78, al tomar el mando, ha pronunciado palabras im-
prudentes, en las que renueva el viejo pleito de la “cuestión
Capital”. A fines del 78 forma un ejército. Avellaneda, en
agosto del “79, llama a Sarmiento al Ministerio del Interior. En
sus sesenta y nueve años, el viejo luchador está dispuesto una
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 65

vez más a pelear. Envía al Congreso un proyecto de ley, por


el que se prohíbe a las autoridades provinciales la moviliza-
ción y los ejercicios doctrinales de la Guardia Nacional. El
Senado aprueba el proyecto, y los diputados lo rechazan. Los
partidarios de Tejedor -hay entre ellos muchos autonomistas,
pero en su mayoría son mitristas- se unen momentáneamen-
te a los de Roca para derribar a Sarmiento, que trabaja su pro-
pia candidatura. Sarmiento renuncia, a principios de octubre,
después de denunciar en el Senado, vengándose así de los ro-
quistas, los manejos de la liga de gobernadores. Tejedor re-
nuncia a su candidatura. La agitación es cada vez mayor. Los
últimos meses de 1879 y los primeros del *80 son turbulentos.
El 13 de febrero del “80, un decreto de Avellaneda prohibe to-
da reunión de gente armada. Tejedor, en su obcecación, des-
conoce el decreto. Convoca a sus partidarios para una gran
asamblea. Las fuerzas nacionales entran en la ciudad. Las
provinciales desfilan, sin presentar combate. Pero diariamen-
te hay breves choques entre los bandos contrarios. En esta si-
tuación anormal se realizan las elecciones presidenciales. Y
en los primeros días de junio el gobierno nacional declara en
rebelión al de Buenos Aires y se traslada a Belgrano. Se com-
bate en Olivera y en tres suburbios de la capital: en Barracas,
en Puente Alsina y en los Corrales. Tejedor, vencido, renun-
cia a su cargo. La Legislatura de la provincia es disuelta. La
Cámara de Diputados de la Nación queda incompleta: los
partidarios del gobierno nacional declaran cesantes a veinti-
cuatro diputados adversos.
Hipólito Yrigoyen ha acompañado al gobierno de Avella-
neda. Es miembro del Partido Autonomista Nacional y ha ac-
tuado en el Consejo Directivo como delegado del comité de
San Telmo. Su amplitud de espíritu, su patriotismo, su argen-
tinismo, no le permiten estar con el localismo porteño. Ha pa-
sado grandes dificultades económicas. Necesita un empleo,
pero no quiere pedirlo. Alem escribe al jefe de su partido ro-
gándole que consiga del gobierno un puesto para Hipólito; y
veinte días después de terminadas las hostilidades, Avellane-
da lo nombra, el 13 de julio, administrador general de Sellos
66 Manuel Gálvez

y Patentes. Alem, al contrario de Hipólito, no ha apoyado al go-


bierno de la Nación. Es adverso a la “decapitación de Buenos
Aires”. Pero no queriendo actuar junto a Tejedor, ha perma-
necido neutral. Ahora se retira a la vida privada. Renuncia a
su cargo en el Consejo Supremo del partido, y hace constar que
no participará “en la confección de las listas de candidatos”.
Avellaneda continúa en Belgrano. En Buenos Álres, el Par-
tido Autonomista Nacional se apresta para las próximas elec-
ciones de los diputados que reemplazarán a los veinticuatro
declarados cesantes. Los mitristas no intentan presentarse.
Los diarios barajan candidaturas. Por fin, el mismo día de las
elecciones aparece en el diario oficial del autonomismo la lis-
ta de los candidatos. Espléndida lista. Allí figuran nombres
ilustres, como el de don Bernardo de Irigoyen, y nombres jó-
venes -los antiguos republicanos- que más tarde serán perso-
nalidades en la política, las letras, la docencia universitaria
y el periodismo. Entre esos nombres aparece el de Hipólito
Yrigoyen. Un diario afirma que su candidatura, como la de
otros, ha sido impuesta por Del Valle, por el jefe del partido
y por alguien más. Lo indudable es que el futuro ferviente de-
mócrata, el apóstol del sufragio libre, es designado candida-
to por unos cuantos dirigentes, y sin que la masa partidaria
intervenga en forma alguna. Así se elige a los candidatos en
aquellos tiempos.
Las elecciones son el 19 de septiembre. Los autonomistas
no han tenido rivales. El 20, Avellaneda envía al Congreso un
proyecto de ley que declara capital de la República a Buenos
Aires; el mismo día el Congreso lo vota, y el 21 el gobierno
nacional vuelve a instalarse en la ciudad. Poco después de las
elecciones, Yrigoyen renuncia a su empleo. No lo ha hecho
antes porque hasta el mismo día de los comicios no estaba
cierto de ser candidato. Las elecciones no han sido muy co-
rrectas. Ninguna elección lo es en aquellos tiempos. Se han
hecho fraudes, e Yrigoyen, que tiene fieles amigos, es el bene-
ficiario de alguno de esos fraudes: en las listas de votantes, y
aun en los mismos registros, se han borrado ciertos nombres
para poner el suyo y el de otro candidato. La Cámara le reba-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
67

Ja a Yrigoyen estos votos que no eran para él, y luego le acep-


ta su diploma. Quienes lo aceptan son personas respetables;
y algunas ilustres, o que llegarán a serlo. En aquellos años las
cámaras son la elite intelectual, social y moral del país. El 9 de
octubre juran los compañeros de Yrigoyen. Él lo hace dos
días después. Lo mismo que al incorporarse a la Cámara de
la provincia, tres años atrás, no ha jurado con sus compañe-
ros de elección. Su idiosincrasia lo obliga al apartamiento, a
afirmar su individualismo. Pero también en él hay el propó-
sito, tal vez de origen subconsciente, de llamar la atención,
necesidad de todo político.
Llega el 12 de octubre. El general Roca va a asumir el poder.
Las dos Cámaras se reúnen en Congreso para tomarle juramen-
to. Yrigoyen no asiste a la sesión. Ni él ni Alem son roquistas.
Están en el partido por lealtad política, porque allí actúan sus
amigos y por aquel que lo preside y es candidato a gobernador
de Buenos Aires. Alem ha aceptado una diputación provin-
cial, sólo para oponerse a que la Legislatura apruebe la entrega
de la ciudad a la Nación. Poco después renuncia, y desde en-
tonces, durante diez años, no intervendrá en política. Yrigoyen
es nada afecto a Roca. Un diario asegura de él y de otros dipu-
tados, que sus candidaturas “han respondido palpablemente
al propósito de dificultar la marcha de la nueva presidencia”.
Con Roca empieza lo que más tarde Yrigoyen y los radicales
llamarán “el Régimen”, sistema de gobierno oligárquico, ma-
terialista, liberal, indiferente al pueblo y despreciador del su-
fragio libre. Durante el gobierno de Roca -fuerte, atropellador,
elector- el voto libre desaparece. Roca “elige” a gobernadores
y parlamentarios, como elegirá a su sucesor: su hermano po-
lítico. Época de grandes progresos materiales la de Roca, es
paupérrima de nobles inquietudes. Hipólito Yrigoyen no ac-
túa ni un solo momento con Roca.
Un año y unos meses es diputado nacional Yrigoyen. Ha-
bla en raras ocasiones y sólo por motivos morales. Una vez,
un colega llama “salvajes de frac” a los revolucionarios del
80. Yrigoyen, a pesar de que se trata de sus actuales enemi-
gos, protesta, con nobleza, contra esa calificación “altamente
68 Manuel Gálvez

inconveniente y depresiva del decoro de la Cámara”. Otra vez,


se opone a que se trate sobre tablas un proyecto de aumento
de dietas por las sesiones de prórroga y las extraordinarias.
“Si hay algún asunto que la Cámara no puede ni debe tratar
es éste, porque no tiene más propósito ni tendencia que hacer
un beneficio personal a los miembros del Congreso”. E invo-
cando “el decoro y la dignidad” de la Cámara, pide que el
asunto pase a las sesiones de prórroga. Derrotado, se opone
al proyecto en sí mismo. Hipólito Yrigoyen se muestra aquí el
moralista que será siempre. Con motivo de este proyecto de au-
mento de dietas, su voz es la única que hace oír su protesta.

Ha terminado la primera jornada en la vida pública de


Yrigoyen. Ha durado diez años: desde su nombramiento de
comisario hasta el fin de su diputación nacional. Ahora va a
entrar, por poco menos que otra década, en la oscuridad;
años de reposo, de vida interior y de preparación. En la pri-
mera jornada, él ha descubierto su vocación por la vida pú-
blica y esa enorme pasión por la política que será, durante el
resto de su existencia, su única pasión.
Ha estado en plena luz unos cuantos años. Nada entre no-
sotros pone tanto en evidencia como la política. Surgido de la
nada, nieto de un ajusticiado por criminal, ha llegado a ser, a
pesar de su origen rosista y de las historias que se cuentan de
algunas mujeres de su familia, diputado nacional. Se ha co-
deado con los más ilustres ciudadanos, con figuras próceres.
¿Por qué abandona la política? Acaso porque no puede seguir
a Roca -su intuición le dice que está naciendo un sistema al
que deberá más tarde combatir-, ni oponérsele por falta de
fuerzas. Acaso porque ha comprendido que necesita recon-
centrarse, madurar, estudiar, hacer fortuna. Reservado hasta
el exceso, nadie sabe por qué abandona la política él, que ha
nacido para la política. Presenciemos su entrada en la vida
tranquila. De ella saldrá Hipólito Yrigoyen en la plenitud de
sus fuerzas, seguro de su poder sobre los hombres.
V. Las voces interiores

res décadas y media después de la que ha terminado,


cuando Hipólito Yrigoyen es ya Presidente de la Re-
pública, uno de los diarios que lo combaten con más
encono, y también con más gracia, dirá de él que “oye voces,
como Juana de Arco”. Esta frase alude al fondo místico de su
espíritu, por el cual sus enemigos lo considerarán un “ilumi-
nado”, lo compararán con los santones musulmanes y con
ciertos curanderos famosos y lo llamarán, sarcásticamente,
“apóstol” o “profeta”.
Es verdad, sin embargo, que él ha oído voces. Pero no las
voces sobrenaturales, que vienen de fuera. Hipólito Yrigoyen
ha oído las voces interiores que le señalan su destino y que
le ordenan cumplirlo. Todo hombre de vocación auténtica
oye estas voces. Rafael Sanzio oyó la que le ordenaba pintar;
Beethoven, la que lo llevó a convertir en música sus sufri-
mientos y sus sueños; Mahoma, la que le mostraba su pue-
blo y le indicaba el camino de La Meca; Bonaparte, la que
lo empujó a salvar a Francia y a conquistar a Europa; Balzac,
la que lo impulsó a crear el mundo de seres de La Comedia
Humana. ¿Quién se atreverá a negar que voces interiores han
dirigido a los hombres de excepción y han promovido los
grandes inventos y las hazañas de la historia? Y no es necesa-
rio ser un alma extraordinaria -basta con tener una vocación
evidente- para oír estas voces internas, estos mensajes peren-
torios que Dios nos envía y que nos transmite la subconcien-
cia: la zona del Yo que está en contacto con lo Sobrenatural y
lo Infinito.
La vocación se revela por la pasión. Cuando un hombre re-
nuncia a todo para dedicarse a un solo objeto, y hace de este
objeto el fin único de su vida, es porque una verdadera voca-
ción lo alienta. Es el caso de Hipólito Yrigoyen. Durante cin-
cuenta años, hasta el día de su muerte, vivirá sólo para la po-
lítica. Tiene en grado heroico la pasión por el bien público.
70 Manuel Gálvez

¿En qué momento de su vida Hipólito Yrigoyen comienza a


oír las voces interiores que le muestran su camino: la política,
el dominio de los hombres, el poder? ¿Cuándo comprende que
esas voces imperativas que le imponen una misión en el mun-
do no son imaginaciones sino realidades? ¿Cuándo, con otras
palabras, siente dentro de él, en potencia o en germen, sus ap-
titudes para la política, mediante las cuales habrá de cumplir
su destino entre los hombres? Ha sido en esta década que co-
mienza. Desde el “80 hasta el 90 son los años de su definitiva
formación espiritual, de maduración, de conocimiento interior.
Al cabo de esos diez años, Hipólito Yrigoyen será, aunque muy
pocos lo adviertan, un hombre poderoso. Si no una transfor-
mación profunda, pues su carácter no cambia esencialmente,
se produce en él una conmoción interior. Entonces es cuando
descubre las capacidades extraordinarias que en él están la-
tentes, cuando oye las voces que le señalan su destino.

En diciembre de 1880. Hipólito Yrigoyen es nombrado


profesor en la Escuela Normal de Maestras, que aún pertene-
ce a la provincia. Su cátedra comprende Instrucción Cívica,
Historia Argentina y Filosofía. Y en marzo del año siguiente,
Sarmiento, que ahora, en su ancianidad gloriosa, está al frente
del Consejo Nacional de Educación, nombra a Yrigoyen miem-
bro de la Comisión Escolar de Balvanera, la que lo designa pre-
sidente. No es trivial este hecho, que él recordará con orgullo.
Ese mismo año, la Escuela pasa a pertenecer a la Nación.
Yrigoyen dicta después Historia Argentina y Economía Polí-
tica. En 1888 se le da una segunda cátedra. Al año siguiente,
vuelve a figurar como profesor de Filosofía.
El profesorado tiene una importancia trascendental en la
vida de Hipólito Yrigoyen. Lo pone en contacto con la doctri-
na filosófica que le dejará su huella para siempre; le impone
una disciplina salvadora y lo obliga a estudiar materias esen-
ciales para su vocación de político; le enseña a mandar -como
en la comisaría, nadie puede en la escuela desobedecerle-, pe-
ro a mandar con suavidad, a señoritas; y le revela sus capaci-
dades en el arte de seducir.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO ell

¿Lo han nombrado profesor de Filosofía porque tiene al-


guna afición a estos estudios y es algo versado en ellos, o tan
sólo porque ha cursado Derecho? Ya por entonces Yrigoyen
leía libros filosóficos. Pero ha sido al ejercer su cátedra cuan-
do se ha apasionado por la Filosofía.
Hipólito Yrigoyen llega en la escuela a adquirir fama -pro-
bablemente merecida- de mal profesor. No por falta de cono-
cimiento. Estudia a conciencia. Con el tiempo demostrará que
conoce a fondo la Constitución, base de la Instrucción Cívica.
También llega a saber de la Filosofía lo suficiente como para en-
señarla en una escuela normal. Y en cuanto a la Historia Argen-
tina, no sólo la conoce sino que la siente como cosa viva. Pero
es mal profesor porque su idiosincrasia reservada le dificulta
el salir de sí mismo y ponerse en el caso de los demás. Es len-
to, silencioso y carece del don de la palabra. Falta mucho a las
clases, sin duda por sus estadas en el campo. Entra en el aula
con la galerita y la varita en la mano, ya empezada la hora,
pues se retarda conversando con alguna de sus colegas. Jamás
explica: pregunta a las alumnas la lección de esa mañana e in-
dica otra para el siguiente día. Permite que ellas le pidan ser
interrogadas. Les hace comentar a algunas lo que otras han
dicho -una especie de “crítica”- y él sintetiza. A veces la clase
parece un congreso. No encarga trabajos escritos. Elogia el coo-
perativismo y otras ideas por entonces apenas conocidas en-
tre nosotros. Y preconiza la fundación, en las escuelas, de tri-
bunales de niños, para educarlos en la práctica de la justicia.
Trata a sus alummas con bondad y suavidad. Procede
siempre justicieramente. Es benévolo, sin dejar de ser severo,
e igual para con todas. Ninguna familiaridad. Nunca bromea.
No las llama por sus nombres sino por sus apellidos, antepo-
niendo siempre la palabra “señorita”. Cuando ha indicado un
texto y una alumna le dice que no tiene cómo comprarlo, él le
contesta: “la escuela proveerá”. Compra el libro y, por medio
de la directora, se lo regala a la alumna, que lo supone dona-
ción de la Escuela. El no cuenta a nadie estas generosidades;
pero por más reserva con que proceda -a su pedido- la direc-
tora, todo llega a saberse.
72 Manuel Gálvez

Las alumnas lo adoran, y algunas se enamoran de él seria-


mente. Más de una de estas pasiones románticas y platónicas
han durado hasta la muerte de Yrigoyen y siguen durando,
convertidas en culto semirreligioso. Lo mismo ha ocurrido con
numerosas profesoras y maestras. A las alumnas recibidas,
cuando puede, les hace dar puestos, y como siempre, atribuye
estos servicios a obra de la escuela. En cierta ocasión una ayu-
danta se pone tísica: faltará hasta el día de su muerte con licen-
cia y sin sueldo, pero ella recibe su sueldo -silenciosa genero-
sidad de Yrigoyen-, convencida de que se lo paga la escuela.
La enseñanza representa en la vida de Yrigoyen algo esen-
cial para el cumplimiento de su destino: el contacto con el mun-
do. Durante los años que van desde el “82 hasta el “90, Hipólito
Yrigoyen no frecuenta la sociedad ni los círculos políticos. A
pesar de los cargos que ha ocupado y de su amistad con hom-
bres de posición social, no va a fiestas. Acaso, pocos años atrás,
ha asistido a uno que otro baile en el Club del Progreso. “No
he utilizado la sociedad -escribirá él más tarde- ni siquiera la he
frecuentado, porque casi desde mis primeros albores ya no he
vivido sino para el deber”. Menos aun frecuenta ahora el mun-
do político. Ha contribuido a la elección de Roca, pero desa-
prueba sus procedimientos abusivos. Ha preferido alejarse de
la política, dedicarse a los trabajos del campo. A no ser por la
enseñanza, viviría en una soledad casi absoluta. Pero en la es-
cuela encuentra amistades, simpatías, admiraciones. En la es-
cuela comienza a ejercitar sus artes seductoras. Sabe que posee
el don de hacerse amar. Alguna vez, consciente ya de su desti-
no, ha de haber pensado que ese don, extraordinario por el gra-
do en que lo posee, le será útil. Si, aparte de infundir entre los
hombres simpatía y respecto, encanta a las mujeres tan fácil-
mente, ¿por qué no ha de adquirir el talento de hacerse amar
por las multitudes, que tienen tanto de femenino? Robespierre,
con quien Yrigoyen presenta algunas curiosas semejanzas, se
entretenía en dominar a los animales, lo cual es, según Von
Entig, “uno de los mejores medios de afirmar el Yo”. Yrigoyen,
más humano que Robespierre, afirma su personalidad ha-
ciéndose amar por las mujeres y dominándolas suavemente.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 73

Resuelto a abandonar la política, y no teniendo el título de


abogado -carrera para la que carece de vocación-, busca en
los trabajos del campo su independencia económica.
Pero no tiene ni para empezar. Felizmente, los tiempos le
son propicios. Ha comenzado una época de excepcional pros-
peridad y es fácil obtener un crédito bancario, sobre todo a un
diputado nacional. Con el dinero que le presta el Banco de la
Provincia, compra los campos Santa María y Santa Isabel, si-
tuados en el partido de Nueve de Julio. Se hace hombre de
campo. No cultiva esas tierras. Se dedica a la invernada: com-
pra animales, los hace engordar y los revende. Él no se ocupa
de estos trabajos directamente. Vive en Buenos Aires y sigue
dictando su cátedra. Pero vigila, y pasa temporadas en sus
campos. Gana dinero y adquiere crédito y así, pocos años
después, en 1888, puede comprar El Trigo, valiosa estancia
del partido de Las Flores.
En esos campos vive austeramente. En la soledad de las
noches medita largas horas. Se analiza. Siente algo grande en
sí mismo, y en la soledad adquiere el sentido de su fuerza.
Desde sus soledades, y a medida que avanza la década, ve có-
mo la corrupción invade el país, cómo se propagan el mate-
rialismo, el sensualismo, la indiferencia. Ve con dolor cómo
desaparece lo que para él más dignifica al hombre: el espíritu
cívico. Le indigna la sumisión unánime ante los gobiernos
despóticos de Roca y de Juárez Celman. Y sufre hondamente
por la patria.
Poco a poco va levantando una pequeña fortuna. Tiene
suerte y buen ojo para los negocios; y como su vida es la de
un anacoreta, crece en los bancos su cuenta corriente. No tie-
ne apego por el dinero. Si lo desea y lo busca es para eleva-
dos fines, para lejanos fines que únicamente él conoce. Y ama
el trabajo en el campo. Una vez escribirá: “El trabajo ha sido
la ley de mi vida; y la labor sobre la naturaleza, el sendero de
mi existencia”.

A principios de esta década, el joven profesor de Filosofía to-


ma contacto con el krausismo, que parece hecho a su medida.
74 Manuel Gálvez

El krausismo aparece en España alrededor del año “50, in-


troducido de Alemania por don Julián Sanz del Río. Hacia el
'60 ya se ha difundido en casi todas las universidades. Tiene
no poca parte en la revolución del “68 y en la instauración de
la República, en el 72. Perdura hasta fines del siglo pasado.
Entre sus secuaces, figuran hombres eminentes como Emilio
Castelar, Nicolás Salmerón y Francisco Pi y Margall, que ocu-
paron la presidencia de la República y fueron escritores y filó-
sofos; Gumersindo de Azcárate y Francisco Giner de los Ríos,
maestros de maestros y publicistas de excepcionales méritos;
y don José Canalejas, presidente del consejo de ministros. To-
dos ellos eran austeros y respetables y todos, salvo Castelar,
escribían mal. Eran demócratas, creían en la panacea del su-
fragio libre y andaban por la vida graves, reservados, vesti-
dos de oscuro. El krausismo trasciende al público después de
la fundación de la República. Entonces comienzan a publicar-
se los libros del belga Guillermo Tiberghien, difundidor de
las doctrinas de Krause, que explica y resume con claridad; y
los de Enrique Ahrens, otro belga que ha aplicado al Derecho
las ideas del filósofo alemán. En 1875 aparece en Madrid el li-
bro de Krause Los Mandamientos de la Humanidad.
Yrigoyen ha leído algunos de estos libros entre el “81 y el
"84. Al recorrer las librerías en búsqueda de manuales filosó-
ficos que necesita para su cátedra, le ofrecen ésos, que circu-
lan por toda España. Krause está allí de moda, de tan riguro-
sa moda como no lo ha estado ni lo estará filósofo alguno y
hasta el punto de haber innumerables fanáticos que juran por
él. Yrigoyen estudia los libros de Tiberghien: traducciones o
adaptaciones de los de Krause y que en España son textos ofi-
ciales en la segunda enseñanza. Llega a admirar a Tiberghien
-expositor inteligente y nada más- con escandalosa admira-
ción. Lo considera “el más profundo espíritu que ha produci-
do la humanidad” y el más grande entre los filósofos...
El krausismo, que pretende completar a Kant, es una doc-
trina ecléctica, mezcla de racionalismo, idealismo y espiritua-
lismo. Su concepto de la razón es inmanentista, pues la consi-
dera como “la expresión de la esencia divina bajo el carácter
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
75

predominante de lo absoluto”. Mezcla en su “racionalismo


armónico” a Kant, a Fichte, a Schelling y a Hegel, reconstru-
yéndolos, limitándolos y reformándolos. Pero no nos intere-
sa su metafísica. Baste con saber que es una especie de pan-
teísmo. Los krausistas, negándolo, le han dado el nombre de
«panenteísmo»: todo no es Dios, dicen, pero todo está en
Dios. El krausismo es más bien una ética. La preocupación
moralista está en todos los pormenores del krausismo, inclu-
sive, como es natural, en su parte política. Una ética impreg-
nada de protestantismo. Su fórmula práctica se define: “hacer
el bien por el bien, como precepto divino”. Para el krausismo,
la humanidad es “la expresión de la esencia divina, bajo el ca-
rácter de la armonía, sin predominio o exclusión”. Vale decir:
la esencia divina se manifiesta bajo la forma de armonía en la
humanidad. Este concepto religioso de la humanidad condu-
ce, necesariamente, a la igualdad democrática, al derecho
universal, al amor entre los hombres y entre los pueblos, a la
paz perpetua y a la formación de grupos de pueblos hasta el
día en que todas las naciones se unan en una sola.
El krausismo de Yrigoyen se observa en sus escritos, en su
vida pública y privada y en su obra de gobernante. Su estilo
literario, de peor gusto que el de los krausistas españoles, es
éticamente muy elevado. Se mantiene en un plano de grande-
zas morales, de sentimientos nobles, de ambiciones de justi-
cia y reparación. Jamás el menor asomo de escepticismo; un
krausista es un hombre de fe exaltada. Sus plurales proceden,
en parte, del krausismo -en la lengua filosófica alemana es
frecuente el uso de plurales abstractos- y están de acuerdo
con las ideas subjetivas que maneja. Yrigoyen cree en la justi-
cia absoluta, y todos sus escritos están empapados de ética
krausista y aun de metafísica krausista. En una de sus frases
revela cómo siempre fue propensión de su espíritu esperar a
que “la razón inmanente” esclareciera sus juicios.
Su sentido de la paz universal proviene de Krause, el cual
lo había tomado de Kant, que preconizaba “la paz perpetua”.
Algunas frases de Tiberghien parecen de Yrigoyen, por la idea
como por la forma; así, cuando dice: “ .al mundo inmutable,
76 Manuel Gálvez

eterno y necesario, es decir, al mundo de los principios infini-


tos y absolutos, a la esencia divina de las cosas y a las leyes
permanentes que las gobiernan”. Y en fin, Yrigoyen, que, se-
gún se desprende de sus palabras y sus actos, da el primer lu-
gar entre las facultades humanas a la voluntad y al carácter y
un lugar secundario a la inteligencia, coincide con el krausis-
mo, que dice, con palabras de Tiberghien: “La voluntad es la fa-
cultad superior y que mejor expresa la causalidad del espíritu”.
En su vida privada y pública, Yrigoyen es un perfecto
krausista, salvo en su afición a las mujeres. Vestido con ropas
oscuras, grave, algo solemne pero sin afectación, no ríe, habla
de cosas abstractas, expresa ideas de la más severa moral.
Dentro de su obra de gobernante, el krausismo aparece en su
religión de la igualdad humana, en su concepto de la igual-
dad entre las naciones, en su pacifismo, en su política obrera
y en la primacía que da a lo espiritual.
Pero el krausismo de Yrigoyen difiere del de los filósofos
y políticos españoles, partidarios de la separación entre la
Iglesia y el Estado, del divorcio, de la enseñanza laica. Yrigoyen
le da al krausismo un matiz católico. Aunque él no es creyen-
te en los dogmas de la Iglesia, sino en los últimos años, tiene
por ella el mayor respeto y la honrará como gobernante.
Son curiosas las concomitancias entre el krausismo y al-
gunas doctrinas esotéricas. Krause era masón y escribió un
libro sobre los primitivos monumentos de la Masonería. Tam-
bién los espiritistas lo consideran como a uno de los suyos.
Menéndez y Pelayo juzga a Sanz del Río como “nacido para
el iluminismo misterioso y fanático”. De Krause dice que “es
un teósofo, un iluminado ternísimo, humanitario y sentimen-
tal, a quien los filósofos trascendentales de raza miraron
siempre con desdeñosa superioridad, considerándolo como
filósofo de logias, como propagandista francmasónico”. Y ha-
blando de los planes, de reforma de todas las instituciones,
propuestos por el krausismo, los califica de “sueños espiritis-
tas-francmasónicos”. Hipólito Yrigoyen, como lo he dicho, ha
pedido su afiliación, años atrás, en una logia masónica. Y es
simpatizante de la teosofía y del espiritismo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 7

¿Comprende bien al krausismo Hipólito Yrigoyen? Creo que


no leyó a Krause sino a Tiberghien y a otros comentadores su-
yos. Tal vez no ha entendido profundamente la metafísica krau-
sista, pero sí la parte ética y política, que son accesibles a cual-
quiera. Con sus malos estudios secundarios y universitarios,
sin una cultura general verdaderamente vasta, sin ordenada
preparación en tan arduas disciplinas, Yrigoyen no ha podi-
do comprender a fondo el krausismo ni ninguna otra doctri-
na filosófica. Pero, hombre de extraordinarias intuiciones, ha
adivinado su esencia y con ella ha enriquecido su espíritu.

Entre los treinta y los treinta y cuatro años, Hipólito Yri-


goyen experimenta “una efervescencia espiritual”, según el
grafólogo Crépieux-Jamin. ¿En qué consiste ese movimiento in-
terior? ¿Será el encuentro con el krausismo? Creo que se trata
de algo más trascendental y complejo, en lo que el krausismo
tiene su parte: de un hondo examen de conciencia, del encuen-
tro consigo mismo, de la revelación de su excepcional desti-
no. Guiado por los comentadores de Krause, por lecturas de
Platón y de otros filósofos y moralistas, Hipólito Yrigoyen se
pregunta: ¿qué soy, por qué existo, qué misión traigo a este
mundo? Al analizarse, ve sus raras capacidades. Como posee
el don extraño de prever algunos acontecimientos, resulta na-
tural y lógico que presienta, siquiera aunque vagamente, su
extraordinario porvenir. Pero él no se exalta por esta revela-
ción. Quiere conservar su equilibrio y su serenidad, sabiendo
que estos dones constituyen grandes fuerzas morales y que
pronto va a necesitarlos. Por entonces mesurado y tranquilo,
dominado por completo su temperamento bilioso-sanguíneo,
oculta aquella “efervescencia espiritual”. Sale de ella sin du-
das ni inquietudes, como que ya sabe lo que es y para qué ha
venido al mundo. Su actividad -negocios de campo, enseñan-
za- se acelera. Vuélvese más afable que nunca. Es un emotivo,
pero se domina en la expresión de sus sentimientos. En otros
años, le ha preocupado esta necesidad de dominarse; ahora la
perfecta serenidad se hace en él una segunda naturaleza. Si
en su juventud fue circunspecto, ahora alcanza la sabiduría
78 Manuel Gálvez

interior. Todo esto lo afirma Crépieux-Jfamin, con su indiscu-


tida autoridad.
Esta “efervescencia espiritual” -provocada en parte por la
ética krausista- es una especie de conversión. El ha sido siem-
pre generoso, pero ahora ha llamado a su corazón el amor de
caridad. Entonces resuelve -caso insólito- dar sus sueldos de
profesor a la Sociedad de Beneficencia, con destino al Hospl-
tal de Niños. Esto ocurre a mediados de 1884. Y cuando los
diarios del '86 publican esta noticia, la gente, asombrada del
rasgo extraordinario, se pregunta quién será ese profesor
Yrigoyen. Ya nadie se acuerda del diputado nacional que
apenas habló en su corto período; ni del legislador provincial
de ocho años atrás, que habló en pocas ocasiones y sobre
asuntos de escasa importancia; ni menos del comisario de
Balvanera, destituido por un gobierno enemigo. Todo el
mundo piensa que ha de tener una gran fortuna para ser tan
desprendido. Pero Yrigoyen no tiene por ahora una gran for-
tuna, ni siquiera una pequeña fortuna. El diario del general
Mitre, La Nación, al comentar la noticia, dice: “Acciones seme-
jantes se encomian por sí solas, y justo es entregarlas a la pu-
blicidad, como ejemplos dignos de imitarse”. Pero nadie lo
imita. Los enemigos del presidente Yrigoyen dirán, años más
tarde, que da sus sueldos presidenciales por obtener la admi-
ración de las masas; y hasta le reprocharán como un delito su
inaudita generosidad. Pero en estos años del “84, del *85, del
"86, Yrigoyen está muy lejos de toda política, no tiene el me-
nor contacto con el gobierno ni con los grupos opositores. Y
las masas, que años atrás existieron, cuando Adolfo Alsina las
acaudillaba, han desaparecido de la vida política. Por pene-
trante que hacia el futuro sea la mirada de Hipólito Yrigoyen,
no ha podido, en estos años de afianzamiento de un régimen
oligárquico bajo la fuerte mano del general Roca, prever su-
cesos tan inesperados como la Revolución del “90 y el naci-
miento de la Unión Cívica Radical, ocurridos siete años des-
pués, o como los grandes triunfos de este partido, del que él
será jefe, sobrevenidos casi seis lustros más tarde. Da sus
sueldos en un tiempo en que es un hombre olvidado, oscuro;
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 79

en momentos en que no es ni soldado raso de ningún partido


político. Tan pocas intenciones tiene de llamar la atención, de
constituirse una plataforma, que ni siquiera hace pública su
generosidad, es la directora de la Escuela quien la comunica
a los diarios. Sin duda ella opina -y tiene razón- que tan no-
bles actos, reveladores de grandeza moral, deben ser publica-
dos, para que sirvan de ejemplo.
Pero la “efervescencia espiritual” revelada por la grafolo-
gía abarca también inquietudes religiosas: hondas preocupa-
ciones de Dios y de la muerte. El krausismo lo ha conducido
a Yrigoyen a estas inquietudes, pero también su contacto con
la naturaleza, su soledad interior y el conocimiento de su per-
sonalidad y de su destino. Si se desprende de sus sueldos no
es, seguramente, por exclusivo amor a los pobres y a los en-
fermos, sino también porque razones religiosas se lo ordenan.
Pero él no es católico. Es, eso sí, un ferviente espiritualista.
Cree con profunda fe en Dios, en la Divina Providencia, en el
alma, en la vida futura.
Hipólito Yrigoyen, hasta los treinta años, ha tenido ambicio-
nes. Ha buscado los altos cargos. Si bien fue siempre retraído,
algunas veces ha asistido a bailes en el Club del Progreso. Pero
desde el momento de su “efervescencia espiritual”, de su con-
versión, resuelve renunciar en absoluto a las vanidades. Enton-
ces se traza una conducta para toda la vida, y durante toda la
vida, con una tenacidad sin ejemplo, la seguirá fielmente. Ja-
más se lo verá en un teatro, ni en una fiesta social, ni en una
reunión de amigos, ni en un banquete. Jamás aceptará home-
najes ni cargos de ninguna especie. Vivirá como un monje.
Algunas de sus resoluciones son comprensibles, desde su
punto de vista. Así, el no querer fotografiarse. Convencido de
que lo importante en el hombre es su alma -lo permanente que
hay en él- y no su envoltura corporal, desdeña las reproduc-
ciones de la figura humana, que le parecen una inútil vanidad.
Igualmente es comprensible su propósito de alejarse de toda
actividad social, como su propósito de no asistir a teatros ni a
espectáculos de ninguna especie. Ha resuelto vivir como un
anacoreta, en medio de su austera pobreza y de su soledad.
80 Manuel Gálvez

Pero otras de sus resoluciones parecerían revelar la existen-


cia de un plan para conquistar el mundo. ¿Por qué no escribe
cartas? ¿Por no comprometerse, por cuidarse, en vista de posi-
ciones futuras? Pero a sus hijos, a sus amigos personales y po-
líticos, a los que han dado su sangre por él, ¿por qué no les es-
cribe jamás? Creo que en Yrigoyen hay una gran timidez, el
temor y el desprecio de la exhibición, el afán de ocultarse, el
amor al misterio. No retratarse es un modo de ocultar su per-
sonalidad física. No escribir cartas es un modo de no estar pre-
sente. No hacer a nadie confidencias es permanecer en el apar-
tamiento, en la soledad interior. No olvidemos que él se ha
formado en un ambiente de ocultaciones. Pero no ha habido
en Hipólito Yrigoyen el propósito de impresionar, de llamar la
atención. No ha habido en él ningún intento de conquistar po-
siciones. Cuando su intuición formidable le muestra su porve-
nir, cuando oye las voces interiores, él no sale al encuentro de
su destino. Sigue dictando su cátedra, trabajando en el campo,
viviendo modestamente. La tremenda revelación apenas le pro-
duce una “efervescencia espiritual”. Su alma no se agita. Reci-
be la revelación serenamente; todo lo que sucede tenía que su-
ceder. Ya veremos cómo, en su larga vida de enormes triunfos
y de dolorosas derrotas, jamás perderá su serenidad, su confor-
midad ante los mandatos de la Divina Providencia. Lo mismo
ahora. Acepta su destino porque no le es dado el rechazarlo.
Esperará con curiosidad, y nada más. Acaso -lento, pacífico e
incapaz de acción exterior como es- no lo haga feliz el puesto
de lucha, de violenta lucha, para el que Dios lo ha designado.
Pero no hay modo de evitarlo. Desde entonces se prepara a
ver venir los acontecimientos. Y espera, sin ambiciones, con
su natural conformidad con lo que ocurra, dispuesto a entre-
garse a su destino, como quien cumple un deber.
Los años van pasando con su carga de penas para Dominga
Campos. Ha tenido tres hijos más, en los años '80, “81 y “82;
pero ha perdido tres. Uno ha muerto muy pequeño; otros
mueren grandecitos. En 1886 muere la madre de Dominga.
Hipólito trata a su amiga bondadosamente. La visita casi todas
las noches y a veces va también de día. Pero es muy reserva-
do con ella. Ha debido soportar Dominga algunas estreche-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 81

ces económicas, hasta que Yrigoyen comienza a ganar dine-


ro con sus negocios de campo.
Hay en el rostro de Dominga, en la fotografía que ha debido
ser hecha en el “85 ó en el “86, una fina melancolía, la melanco-
lía de los que han de morir jóvenes. ¡Ha debido sufrir, la pobre
Dominga! Desde que ha conocido a Hipólito su vida és un pa-
decimiento: el disgusto de su familia, el concubinato, el recha-
zo de sus amistades, la muerte de sus tres hijos. Y aun tiene que
agregar las infidelidades de su amante. No es posible que en
“la gran aldea” de esos tiempos, ignore que Hipólito ha estado
a punto de casarse, allá por el “80, con una joven de la socie-
dad distinguida. No se ha casado porque el padre de la joven
se opuso violentamente. Jamás permitiría -así se lo dijo, más o
menos- que se casara con “ese compadrito”. Pero los amantes
se entendieron y de esos amores nació un hijo. Menos ha de
ignorar Dominga los éxitos de Hipólito en la Escuela Normal.
¿Qué extraño, pues, que al finalizar esta década, en los últi-
mos meses del “89, cayera enferma de tuberculosis pulmonar?
¡Fatalidad de su destino: se enferma ahora, cuando Yrigoyen
acaba de regalarle una casa en la calle Ministro Inglés, cuando
parece que piensa en casarse con ella! Dominga debe dejar a
sus tres hijos -que tienen doce, nueve y siete años- y partir pa-
ra el Tandil. No es difícil imaginar la tristeza de este viaje. Po-
co tiempo antes, en plena salud, le han hecho una nueva foto-
grafía. Es la mujer linda y fina de siempre. Ahora, demacrada,
con fiebre, tal vez sepa que va al encuentro de la muerte.
Hipólito Yrigoyen no habla con nadie de estos amores ni de
otros que ha tenido. Extraño caso, revelador de nobleza de al-
ma, en un país y en una época en que los raros hombres capa-
ces de conquistas no las ocultan. Ningún amigo de Yrigoyen
ha recibido jamás una confidencia sentimental. Si sus amores
se han sabido, ello se debe a su situación política, a sus pro-
pios hijos y al empeño de sus adversarios en descubrirle debi-
lidades para reprochárselas como delitos. ¡Singular hipocresía
en donde la vida sexual de los hombres es tan baja, en donde
el muchacho de quince años ya ha conocido a la mujer venal!
A Yrigoyen se lo condenará por sus hijos fuera de la ley. De la
Manuel Gálvez
82

el político
existencia de ellos se argumentará contra el hombre,
un idealista
y el gobernante. ¡Cómo ha de ser un gran hombre,
Pero, ¿no los
y una buena persona el que tiene hijos naturales!
reconoció
tuvieron Sarmiento y Urquiza -el vencedor de Rosas
monu ment os?
ciento ocho hijos-, a quienes hemos levantado
encia
En épocas pasadas, en que había más moralidad y conci
existí a el birth
que ahora -y más respeto de la vida porque no
o no, tuviesen
control- era frecuente que los hombres, ilustres
iosa O filosófica,
hijos fuera de la ley. Una moral estricta, relig
san-
puede condenar el amor irregular, del que solamente los
ient o antic on-
tos están libres; pero entre el hijo y el procedim
vista.
cepcional es preferible el hijo, desde cualquier punto de
¿Por qué Yrigoyen, un sentimental, no se casa? Su fraca so,
no es explica-
cuando pretendió a aquella joven distinguida,
ción. No se casa porque sencillamente no puede casarse. No se
gente todo el
concibe al revolucionario, al político rodeado de
día, con una esposa a su lado. Su necesidad de ternura, su sole-
io. Pero
dad de reconcentrado, le hacen pensar en el matrimon
él no tiene otra pasión que la política y la salvación del país. Sa-
incom-
be que sus luchas futuras, su vida de campamento, son
patibles con el hogar. Imposible que él viva para una mujer y
para unos hijos. Él no vivirá sino para el partido y la Patria.

Por esos años algunas tristezas lo afligen. En noviembre


del '86 muere su hermano Roque; y dos años después, su pa-
dre. La muerte de Roque lo impresiona tremendamente. Pasa
seis meses encerrado. Se aísla más y se torna más grave. Á ve-
ces parece tétrico o sombrío.
Las ganancias que le da el campo le permiten pagar las
deudas de su hermano: más de veinte mil pesos. Como en el
expediente han escrito que lo hace en memoria del muerto, él
rectifica. La memoria de su hermano, que -según declara- ha
llevado una vida de abnegaciones y cumplimiento del deber,
no se afecta por algunas deudas; al pagarlas, él obedece %a los
mismos sentimientos que los unieron siempre, que siempre
fueron uno en sentimientos y deberes”, por lo cual el pagar
esas obligaciones es su consecuencia.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTER
IO 83

Al dolor causado por estas muertes, se agrega la enferme-


dad de Dominga. Lo entristece profundamente. Es la madre
de sus tres hijos. Y él no ignora el destino de la pobre criatu
-
ra. El sabe lo que significa aquel viaje al Tandil.
Hipólito vive por entonces en la casa de los Alem, en la ca-
lle Cuyo. Es un caserón bajo, de ancha puerta y dos ventanas
a cada lado. Vastos patios. Cuartos enormes. Hipólito es allí
casi un huésped. Su pieza está en los fondos, sobre la cocina.
Un lecho muy modesto, un roperito, una mesa de pino sobre
la que hay algunos libros, y una silla. La celda de un monje.
Su vida es de una austeridad impresionante. Se levanta ape-
nas amanece. No se lo ve en las galerías ni en los patios. Siem-
pre en su cuarto, leyendo. No sale de noche y se acuesta muy
temprano. Nunca concurre al teatro ni a fiesta alguna ni a los
clubes. Mientras Leandro tiene siempre visitantes, a él nadie
va a verlo, salvo la hija que tuvo con Antonia Pavón y que es
toda una moza. Viste bien, de traje negro, y usa varita y gale-
rita. Sale a la calle solo y solo vuelve. Es serio, silencioso, gra-
ve y muy cariñoso con los niños. A una vecinita que vive en-
frente le corrige sus deberes escolares.
En la mesa hay siempre algún amigo de Leandro. A veces
son varios los invitados. Se come y se bebe bien. El tema de
las conversaciones es la política. Hipólito no bebe ni fuma ni
toma café. No interviene en las discusiones y habla muy po-
co; todo lo que dice es una sola frase, casi siempre finamente
espiritual. Alem va a algunas fiestas sociales y al Club del
Progreso. Va también a las confiterías. Por las noches invita a
ir a la del Águila, que está de moda. Sale a la calle y sube a
una victoria junto con su hermana, que es soltera, y la herma-
na soltera de Hipólito. A veces los acompaña la vecinita de
enfrente. Hipólito nunca acepta la invitación.
Al final de la década, allá por el “89, hay un serio resenti-
miento entre Alem e Yrigoyen. Es por un motivo muy delicado.
Hipólito almuerza y come solo, en su cuarto. No tarda en mar-
charse de allí con su hermana y con Martín. Va a instalarse en
una casa de altos, en la calle Rivadavia, al llegar a Callao.
Desde entonces no se lo ve nunca por la casa de Alem.
84 Manuel Gálvez

Y he aquí que los tiempos se acercan. No son aún los del


Mesías, sino los de Leandro el precursor. Pero Leandro prepa-
ra los caminos al que habrá de venir.
Años del gobierno de Juárez Celman. Se encuentra el oro
en las calles. Obras de progreso, construcciones monumenta-
les, ferrocarriles, escuelas. Pero eso cuesta y el gobierno se en-
deuda irresponsablemente. El papel moneda se derrumba. En
política, el Presidente ejerce todos los poderes. Elige a los go-
bernadores y a los parlamentarios; da órdenes al Congreso; la
justicia le obedece. Como los adulones lo proclaman “jefe úni-
co” del Partido Autonomista Nacional -del P.A.N., como se di-
ce intencionadamente-, los enemigos llaman “Unicato” a su sis-
tema de gobierno. Se habla de lujo excesivo, de corrupción, de
“coimas”. Al Presidente se lo adula con descaro. Se le regalan
obras de arte, y hay quien intenta regalarle una estancia...
Hipólito Yrigoyen, el moralista severo, el discípulo de
Krause, vive horas de secreta indignación. Numerosos hom-
bres decentes, tal vez por estar contra Roca, a quien Juárez le
ha dado “la patada”, se han allegado al Presidente, entre ellos
varios mitristas. Pero él no transigirá jamás con el despotismo
de Juárez, con su gobierno de corrupciones; como no transi-
girá jamás con esa época materialista y superficial a la que al-
gunos llaman “de grandezas” y que no es sino de miserias.
Crisis. La propiedad desciende de valor. El oro sube y el pa-
pel baja vertiginosamente. Se lo culpa al gobierno, se lo acusa
de hacer emisiones clandestinas. En el 89 ya existe una Oposi-
ción enorme, aunque no organizada. Se tiene la conciencia de
que hay que echar a “los ladrones”. El gobierno se encuentra
en la imposibilidad de pagar. Los “juariztas” han saqueado
los bancos, que anuncian quiebra. Numerosos jóvenes oficia-
listas realizan, en un banquete, una afirmación de servilismo
declarándose “incondicionales” del Presidente. Esto indigna a
otros jóvenes, y la propaganda revolucionaria comienza.
Los tiempos se acercan. En la sombra, silencioso, Hipólito
Yrigoyen espera.
Wls los tiempos románticos del “90

n espíritu nuevo sopla sobre la ciudad. No más sen-


sualismo, ni sumisión, ni indiferencia. Todo el pue-
blo contra el gobierno, aun los que ayer lo apoyaban.
Exaltación. La idea de un movimiento revolucionario, como
único remedio para la corrupción y la crisis, ha arraigado en
los espíritus. Buenos Aires vive según un tempo heroico.
La revolución en marcha necesita un jefe y los jóvenes lo
encuentran: Leandro Alem. Nadie mejor que el ex caudillo de
Balvanera para ser conductor de los exaltados. Sus estupen-
das dotes oratorias, su larga barba que empieza a encanecer,
su prestigio entre los viejos alsinistas, su temple viril, su vi-
da austera y hasta su condición de poeta, lo hacen el hombre
necesario.
Un domingo de abril de 1890, en el Frontón Buenos Aires,
se reúnen millares de ciudadanos. Muchos llevan ya la boina
blanca, que será el símbolo del partido. En la calle - dentro no
cabe ya un alma- otros millares esperan. Habla Mitre, la más
alta figura de la República. Su discurso no entusiasma: él
quiere los procedimientos legales y la gente quiere la revolu-
ción. Un joven orador llama “tirano” al Presidente. Aristóbulo
Del Valle y tres grandes oradores católicos logran clamorosos
aplausos. Pero el triunfo inextinguible es el de Alem. El anun-
cio de que va hablar estremece a la asamblea. Impresiona su
físico austero, su barba, sus ademanes amplios y vigorosos,
aquel brazo con el puño cerrado y amenazador. Sus palabras
son vulgares, pero producen el delirio y la tempestad. En es-
ta asamblea, aunque desde meses atrás se vienen instalando
clubes, queda constituida la Unión Cívica y el doctor Alem es
elegido presidente de la Junta Ejecutiva.
Hipólito Yrigoyen ingresa en el movimiento. Nadie ha su-
frido como él en aquellos años de iniquidad, ni nadie tiene
tanto espíritu cívico. Allí están, además, sus viejos amigos los
alsinistas y los republicanos, entre ellos Del Valle, que tanto
86 Manuel Gálvez

lo estima. Allí está su tío Leandro. Pero no es Alem, con quien


no tiene buenas relaciones, quien lo pone en contacto con los jó-
venes iniciadores de la Unión Cívica, sino Del Valle. Yrigoyen
se incorpora, más no sin antes declarar a Del Valle, solemne-
mente, que no aceptará cargos de ninguna especie.
La revolución está en marcha. Una junta especial, también
presidida por Alem, la organiza. Hipólito forma parte de ella.
Trátase de sublevar al ejército, sin lo cual no hay revolución po-
sible. Rápidamente van siendo convencidos los jefes y oficia-
les. Yrigoyen realiza, con eficacia, su aprendizaje en el arte, que
llegará a poseer como nadie, de seducir a los hombres. Cuan-
do todo está listo, la junta se reúne para resolver la fecha de
la revolución. Todos consideran que debe ser inmediata. Pe-
ro una voz se opone: Hipólito Yrigoyen. El hombre sensible y
bondadoso, el krausista, desea, para que no se derrame san-
gre, esperar a que se decidan los dos únicos batallones que
faltan: así el gobierno quedará sin fuerzas, vencido de ante-
mano. Pero su voz humanitaria no es oída.
Unos días antes de la revolución se designa el gobierno pro-
visorio, pues no se duda del triunfo. Es elegido presidente
Alem. El jefe militar del movimiento, antiguo mitrista, propo-
ne a Yrigoyen para jefe de policía. Se lo elige por unanimidad.
“Sus condiciones personales y conocimiento de la policía -dirá
Del Valle, en carta dirigida a un diario- lo indicaban, con ven-
taja sobre cualquier otro, para desempeñarla en los primeros
momentos”. Pero Yrigoyen, de acuerdo con su anterior mani-
festación a Del Valle, no acepta. La Junta insiste: el nombra-
miento ha sido hecho “después de madura reflexión”, y se
necesita un hombre “de energías y de levantado carácter”, que
pueda “garantizar la tranquilidad social durante el período
revolucionario”. Yrigoyen se ve obligado a aceptar, “como una
imposición del deber” y sólo mientras dure el movimiento.
Pero el gobierno descubre por varios conductos la conspira-
ción, y uno de los culpables, sin quererlo, es Yrigoyen. Encar-
gado de comprometer al jefe de los bomberos, amigo suyo, le
confía, para decidirlo y entusiasmarlo, algunos secretos: nom-
bres de los cuerpos y de los oficiales comprometidos. El amigo,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
87

traidor a la palabra y a la amistad, revela al gobierno la ges-


tión de Yrigoyen. Aunque a Yrigoyen nada lo sorprende -tiene
el sentido de la vida y la intuición y la experiencia de la debi-
lidad humana, la traición lo afecta. Pero también lo alecciona.
El 26 de julio, día del estallido, la Unión Cívica publica un
manifiesto. En un párrafo, redactado por Yrigoyen, después
de afirmar que el movimiento, popular e impersonal, no es
obra de un partido ni obedece a ambiciones de círculo o de
hombre alguno, se dice: “No derrocamos al gobierno para se-
parar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para
devolverlo al pueblo, a fin de que el pueblo lo reconstituya so-
bre la base de la voluntad nacional y con la dignidad de otros
tiempos”. En estas palabras está en esencia la doctrina políti-
ca de Yrigoyen: todo gobierno que no procede del pueblo es
ilegal, por lo cual su poder debe volver al pueblo. Estas pala-
bras explican las revoluciones que vendrán y las intervencio-
nes -revoluciones desde arriba- que veintiséis años después
enviará a las provincias el presidente Yrigoyen. No ha habido
existencia con más unidad que la suya. Durante cuarenta
años, sus ideas, sus palabras y sus actos serán los mismos.
Ha estallado el movimiento. Cantones revolucionarios en
la plaza Lavalle y en las inmediaciones de la Policía. El cuar-
tel general está en el Parque, viejo edificio de enormes y grue-
sos muros grises. Allí están Alem e Yrigoyen. Tres días de
combate. Los revolucionarios se rinden. La revolución ha si-
do vencida. Pero el presidente Juárez Celman debe renunciar
y abandonar la vida pública.

En diversos episodios aparece Hipólito Yrigoyen como el


hombre humanitario de siempre. Tiene orden de sublevar a los
cadetes y conducirlos al Parque; pero cuando conoce la reso-
lución superior de ultimar a los cadetes que se resistan, él se
opone. Como jefe de policía ordena apresar a los vigilantes, a
fin de evitarles la resistencia y la muerte: dos revolucionarios
se acercarán al vigilante, y, mientras uno le hará cualquier
pregunta indiferente, el otro, agarrándole las manos, lo domi-
nará, para que el primero lo desarme.
88 Manuel Gálvez

¿Cómo cumple su misión de traer a los cadetes? En reali-


dad, se la han encargado a Del Valle, quien ha pedido que lo
acompañe Yrigoyen. Los dos amigos salen caminando, en
aquella fría noche del 25 de julio. Se reúnen con otros revolu-
cionarios, y, a la madrugada, los cadetes sublevados entran
en la ciudad: las ruedas de los cañones vienen envueltas en
paja y en arpillera. Yrigoyen ha tenido ocasión de ejercer sus
dotes persuasivas en la sublevación de los cadetes.
También ha recibido orden de tomar la Policía. No lo in-
tenta. No es posible intentarlo. Alguien lo acusará, muy pos-
teriormente, de no haberse movido del Parque. No falta
quien afirme- uno de tantos, en la inagotable lista de sus ca-
lumniadores- no haberlo visto allí, a pesar de que centenares
de personas hablaron con él. Nada de esto tiene importancia.
Sólo puede tachar de cobarde a Yrigoyen quien carezca de
sentido psicológico. No es cobarde quien, como él, tiene tan
escaso apego a los goces de la vida y tan enorme control de sí
mismo. La cobardía no consiste en tener miedo -nada más
humano que el miedo- sino en no saber dominarlo. El nervio-
so a quien el temor paraliza o hace temblar, se convierte en
héroe cuando logra sujetar sus nervios. No hay hombre más
sereno, más dueño de sí, que Yrigoyen. Durante su larga vi-
da de conspirador, de revolucionario y de gobernante, reve-
lará un valor moral de que pocos hombres son capaces.
Ha terminado la revolución del 90, punto de partida de la
carrera extraordinaria de Hipólito Yrigoyen. En los prolegó-
menos del estallido o durante su realización, aparecen algu-
nos de los temas esenciales de su vida: su propósito de no
aceptar nunca cargos públicos, su horror al derramamiento de
sangre, su concepto de los gobiernos de hecho, su magnani-
midad. Recordemos siempre estos temas esenciales. Si llegá-
ramos a olvidarnos de alguno, ya no podríamos comprender
a este hombre.
¿Sabe Hipólito Yrigoyen que va a llegar su hora, que qui-
zás ha llegado ya? No cabe duda de que lo sabe. ¿Por qué en-
tonces se propone no aceptar cargo alguno? ¿Acaso no es su
destino, precisamente, el gobernar? No. Yrigoyen no cree que
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
89

su destino sea ése. Los cargos no son un fin sino un medio.


Hipólito Yrigoyen aspira a realizarse mediante el amor de los
hombres. Si renuncia a todo, como los santos para conquistar
el cielo, no es para conquistar las altas posiciones del gobier-
no, sino para conquistar la adhesión de los hombres y, de es-
te modo, salvar a la Patria.

Ha renunciado Juárez Celman. Lo sustituye el vice, Carlos


Pellegrini. Unánime regocijo. El nuevo presidente ha prometi-
do gobernar para el pueblo. “Mi anhelo ferviente -dice en una
arenga- será descender del gobierno como subo: en brazos del
pueblo”. Sólo un hombre está descontento: Leandro Alem. Al
ver embanderado el comité de la Unión Cívica, exclama: “¿Aca-
so esto es un triunfo? Coloquen crespones y harán mejor”.
No sabemos lo que piensa y siente Hipólito Yrigoyen. Pe-
llegrini es amigo suyo, desde los tiempos del alsinismo. Los
vincula también el afecto que existió entre Roque Yrigoyen y
Pellegrini: Roque fue ayudante de Pellegrini cuando el actual
Presidente ocupó el Ministerio de la Guerra; y Pellegrini y su
mujer fueron padrinos de la hija de Roque, el cual no estaba
casado al nacer la niña, cuatro años atrás. No sabemos lo que
piensa Hipólito del encumbramiento de Pellegrini. Pero su for-
midable intuición ha de mostrarle en eso un anuncio de que no
están lejos sus días. En tanto, allá en el Tandil, sin más com-
pañía que la de su hermano, agoniza lentamente Dominga
Campos. Y un día de noviembre, muere la que tanto amó a
Hipólito Yrigoyen.
Las horas exaltadas no han terminado ni terminarán duran-
te un tiempo. Al cabo de unas semanas, se ve que casi nada
ha cambiado. El presidente Pellegrini sostiene a los gobiernos
provinciales, considerados por la oposición como electores,
opresores y rapaces. Y los que adularon a Juárez, los roquis-
tas, y otros elementos antirrevolucionarios, se unen en torno
a Pellegrini.
Mientras tanto, en la Junta Ejecutiva de la Unión Cívica va
a discutirse el futuro desempeño del partido. Todos consideran
vencida a la revolución. Aristóbulo Del Valle, olvidándose del
90 Manuel Gálvez

programa antipersonalista de aquel Partido Republicano que


fundara hace doce años, propone “iniciar un movimiento de
resistencia, levantando como bandera la personalidad del ge-
neral Mitre”. Todos aprueban su proyecto antidemocrático.
La Unión Cívica está a punto, pues, de renunciar a su misión,
estrenándose con una afirmación de personalismo. Pero entre
los miembros de la Junta hay un espíritu que ve claro y es un
demócrata verdadero: Hipólito Yrigoyen. Cuando toma la
palabra todos lo miran con curiosidad. Es casi un desconoci-
do. Con frases sencillas, declara no opinar como Del Valle.
Sostiene, ante la sorpresa general, que la revolución no ha si-
do vencida. Mientras los demás -y entre ellos hay hombres de
talento y saber- no han visto sino las apariencias, la realidad
exterior, Hipólito Yrigoyen, que tiene algo de vidente, ha pe-
netrado en lo íntimo de los hechos. Por esto, con palabras me-
morables de esencial contenido, dice que los movimientos de
la índole de la revolución del “90 “no desaparecen por razón
de un contraste”. El espíritu de la revolución seguirá vivien-
do y produciendo consecuencias. Y en cuanto a la actitud
próxima del partido, propone que se reúna una convención
nacional, lo único lógico desde el punto de vista federal y de-
mocrático. Esta oposición de Hipólito Yrigoyen al portenis-
mo dominador, que, aun dentro de un partido democrático
pretende imponer candidaturas a todo el país, adquiere, en
estas circunstancias, un valor trascendente. Sus palabras ad-
versas a toda bandera personal, impresionan. Del Valle retira
su proposición. Pero el otro Irigoyen, don Bernardo, espíritu
aristocrático y conservador, la hace suya. Durante un mes se
discute. Por fin, don Bernardo reconoce su error. Y entonces
la Junta decide convocar una convención en Rosario, a la par
que -transacción o debilidad- aprueba una adhesión a la can-
didatura de Mitre.
Es el único candidato posible. El propio Alem, generoso,
olvidando los viejos rencores, lo propone. Hipólito Yrigoyen
no asiste a la convención de Rosario. No lo quiere a Mitre. Le
disgusta su espíritu unitario y lo considera culpable de la
guerra con el Paraguay. A Del Valle, que le habla del general,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O 91

le contesta: “¿Cómo quiere que yo me haga mitrista? Sería co-


mo si me hiciese brasileño”. Mitre está en Europa, a donde
ha
“partido unos días antes de la revolución. Su ausencia es una
ventaja más: impedirá que su nombre sea manoseado. En cuan-
to al vice, será don Bernardo de Irigoyen. Esta convención es
un acontecimiento democrático. Por primera vez en nuestra
historia, un candidato presidencial es designado por una gran
asamblea en que están representadas todas las provincias.
En la convención se han manifestado las dos tendencias
que dividirán al partido. Ya existían en el Parque. Y aun an-
tes, al fundarse la Unión Cívica. De un lado están los mitris-
tas. Son los viejos unitarios o sus descendientes, y pertenecen
a la sociedad distinguida. Poco pueblo y poca clase media, pe-
ro magnífico estado mayor: los grandes jurisconsultos, los mé-
dicos famosos, los hombres de letras de más prestigio. Poseen
estancias, van bien vestidos, leen en francés, tienen cultura li-
teraria, son europeizantes. Aman el orden, la paz, la legali-
dad, y, por esto, muchos de ellos no han tomado parte en la
Revolución de Julio. Del otro lado está Alem. Los hombres de
esta tendencia, que muy pronto empiezan a ser llamados “radi-
cales” -y a los que también se les dice “alemistas” o “alenistas”-,
provienen del alsinismo en su mayor parte. Los más viejos
han figurado en el gobierno de Rosas. Otros fueron partida-
rios de Avellaneda. Pero, sobre todo, el partido cuenta con una
juventud numerosa, políticamente virgen hasta su adhesión a
la Unión Cívica; y con el pueblo, con casi todo el pueblo bajo
de Buenos Aires, que admira frenéticamente la oratoria jaco-
bina del viejo caudillo de Balvanera. Los mitristas dicen que
los radicales forman “la democracia de los compadrones”, y
entre estos compadrones incluyen a Alem, que, en efecto lo es
un poco. Esta tendencia revolucionaria, anárquica, levantisca,
tiene la adhesión moderada de dos hombres de gran volu-
men intelectual y social: Aristóbulo del Valle y don Bernardo
de Irigoyen. A Del Valle no le faltan, a pesar de su cultura y
su aficiones artísticas, arrestos rebeldes; don Bernardo, como
se le dice en todas partes, suprimiéndosele el apellido, es un
hombre de estudio y de salón -más de salón que de estudio- y
52 Manuel Gálvez

se lo respeta como a un patriarca de la sociedad. Tiene el es-


píritu de un conservador a ultranza. Ha ocupado cargos en el
gobierno de Rosas y nunca ha querido renegar de su pasado
rosista. Es el antípoda de Alem, cuya oratoria plebeya segu-
ramente lo escandaliza y cuyas amenazas e indignaciones
apocalípticas lo han de asustar un poco.

Muchos días, los concurrentes al Café de París -el restau-


rante aristocrático de aquellos años- ven, a la hora del al-
muerzo a varios jóvenes que esperan a alguien. Muchachos
casi todos, entre veinte y veinticinco años. Visten con elegan-
cia, y no usan chambergo sino galerita. Son abogados recién
recibidos y pertenecen al gran mundo. Algunos provienen de
cuna modesta pero la sociedad, al verlos elegantes, inteligen-
tes y buenos mozos, les ha abierto sus puertas. ¿Cómo estos
aristócratas han llegado a convertirse en satélites del ex comi-
sario de Balvanera, del nieto del fusilado de la Concepción?
Pues es a él, a Hipólito Yrigoyen, a quien esperan. Yrigoyen
aparece con su entonces esbelta y delgada figura, la varita, la
galerita algo torcida. Los mozalbetes que lo rodean serán más
tarde ministros, senadores y alguno, como Marcelo Alvear,
nieto de un prócer de la Patria, presidente de la República.
¿Cómo ha hecho Yrigoyen para atraerse, hasta convertir en
secuaces suyos, a esos muchachos intelectuales? Es misterio-
so tratándose de una figura apenas conocida entonces, y ha-
biendo en la Unión Cívica hombres del prestigio intelectual y
social de Aristóbulo Del Valle, del arrastre de Leandro Alem,
de las virtudes señoriles de don Bernardo de Irigoyen. Esto
demuestra el talento y la habilidad de Hipólito y la seguridad
con que, empujado por las voces interiores, marcha al cum-
plimiento de su destino. Con su enorme instinto de la políti-
ca ha ido hacia los jóvenes, y hacia los jóvenes aristocráticos:
sabe que en nuestro país, por ese tiempo, casi nada puede ha-
cerse sino se cuenta con las altas clases y con los intelectuales.
Pero, en realidad, ellos lo han buscado. Del Valle, Alem y
don Bernardo son ya viejos para ser jefes y tienen numerosos
grupos de amigos. Hipólito, que aún no ha cumplido cuaren-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
93

ta años, está más cerca de ellos. Han sido, desde el primer


momento, sugestionados por sus modos cordiales, su palabra
suave, la serenidad de su espíritu, el acierto de sus juicios y
su sentido de la vida. Están convencidos de su grandeza mo-
ral, de su patriotismo, de su desinterés. Ellos piensan haber-
lodescubierto: se enteraron de su existencia al ver su nombre
como jefe de Policía. Él los halaga en sus ambiciones. Sabe es-
cucharlos, como nadie ha sabido escuchar en este país. No se
cansa de repetirles que él no quiere nada para sí, y ellos, que
tienen legítimas aspiraciones y se saben inteligentes e ilustra-
dos, calculan que cuando lleguen al poder todo será para
ellos: diputaciones, senadurías, ministerios y hasta la misma
presidencia. En Hipólito Yrigoyen reconocen un jefe: un
hombre que ha nacido para dirigir a otros hombres. Todos
ellos sienten en Yrigoyen una poderosa personalidad, y lo ad-
miran también por sus habilidades políticas -perfectamente
compatibles con sus principios morales, su dignidad severa y
su sentido del honor-, que ya empieza a ejercer. Apóstoles de
quien será pronto el Mesías de los pueblos oprimidos, dota-
dos del don de lenguas, pues todos ellos hablan bien, los ele-
gantes comensales de Yrigoyen propagan por todas partes
sus grandezas y sus talentos.
Generalmente es Yrigoyen quien paga. Sus amigos lo han
de suponer muy rico. Ignoran por entonces que Yrigoyen es
hombre de darlo todo por el bien público. Pero es indudable
que la crisis no lo ha perjudicado en exceso. Ha seguido tra-
bajando en su estancia El Trigo, dedicándose al seguro nego-
cio de invernada. Raro ejemplo en aquellos días de ruina, ha
cumplido sus compromisos bancarios. He aquí un hecho que
prueba la solidez de su situación económica y su honradez
extraordinaria. El Banco del Comercio ha interrumpido sus
pagos. Los clientes que tienen dinero en depósito no pueden
recuperarlo. Muchos depositantes ceden estos créditos a los
que deben al banco, para que paguen con ellos. Unos, sin es-
peranzas de recobro, los ceden gratuitamente. Otros, los tras-
pasan con un enorme descuento. El banco mismo favorece es-
tos arreglos, que evitan penosas catástrofes. Y no exige el pago
94 Manuel Gálvez

de la deuda entera: se contenta con la mitad. A Yrigoyen,


deudor del banco, diversas personas le ofrecen sus créditos.
Pero el austero krausista, el moralista implacable, el hombre
de principios, no acepta. Paga en dinero su deuda y la paga
integramente, con prolongado asombro de los empleados del
banco. Hipólito Yrigoyen considera que si el banco le prestó
cien, él debe devolverle cien. Por el mismo tiempo, un Banco
extranjero va a suspender los pagos. El gerente, amigo de
Yrigoyen, se lo avisa con anterioridad, para que retire su de-
pósito. Yrigoyen no lo hace: no quiere perjudicar al banco ni
encuentra motivo para que se lo prefiera entre todos los de-
positantes. Después, alguien le ofrece, mediante una comi-
sión a su favor, conseguirle la devolución de esos dineros.
Tampoco acepta: semejante arreglo le parece inmoral. Estos
hechos verdaderamente singulares llegan a saberse, y enton-
ces aumenta el número de los fieles de Hipólito Yrigoyen y la
admiración que sus primeros amigos sienten por él.
Mientras tanto, él no actúa en el Comité de la Capital ni en
el Nacional. Se ha dedicado, en cuerpo y alma, al de la pro-
vincia de Buenos Aires. Aunque la provincia tiene su capital,
que es La Plata, el Comité funciona en la ciudad de Buenos
Aires. Yrigoyen hace entrar allí a sus fieles. Y cuando se orga-
niza el Comité, él es elegido vicepresidente. La presidencia ha
recaído en un mitrista, en aquel general que dirigió en el 90
la revolución militar, el mismo que propuso a Yrigoyen para
jefe de Policía.

Marzo de 1891. El general don Bartolomé Mitre acaba de


llegar de Europa. El recibimiento ha sido una apoteosis. Jamás
se ha visto nada semejante en Buenos Aires. Todo el pueblo,
todas las clases sociales han ido al puerto o han presenciado
su paso por las calles. Vuelve Mitre a la patria consagrado por
el extranjero. Reyes y grandes políticos, todos lo han honra-
do en Europa. Es ya un prócer. Es el primero entre los argen-
tinos de su tiempo.
Este recibimiento anuncia el triunfo de la Unión Cívica, la
presidencia de Mitre. ¿Qué pueden hacer los hombres del
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
95

P.A.N., el partido repudiado por el país entero? Esto piensan


los políticos de la Unión Cívica y los hombres independien-
tes. Pero mientras los cívicos se alegran de su futuro triunfo,
un hombre sonríe malignamente. Este hombre es el ministro
del Interior, el general Julio Roca, a quien, por su astucia, se
lo llama “el Zorro”.
El ministro va a saludar a Mitre. Los dos prohombres se
abrazan. “El Zorro” convence a Mitre, al patriarca que está
por encima de los partidos, de que es preciso evitar la lucha.
No debe correr más la sangre de los argentinos. El país está
en desastrosas condiciones financieras. Necesitamos vivir en
paz. La salvación consiste en un pacto patriótico: Mitre será
siempre el candidato a la presidencia, y el P.A.N. designará el
candidato a la vice. Por otra parte -le ha dicho Roca al viaje-
ro ilustre- los dos hombres de la fórmula son porteños, y la
tradición exige que allí figure un provinciano. Mitre recono-
ce las razones del “Zorro”. El Partido Nacional elige a José
Evaristo Uriburu candidato a la vicepresidencia, en vez de
don Bernardo, a quien Roca, por segunda vez, elimina de una
fórmula presidencial.
Pero los cívicos que siguen a Alem no aceptan el acuerdo:
en el PA.N. están los que gobernaron con Juárez y llevaron el
país a la ruina. Don Bernardo renuncia a su candidatura. El
órgano de Alem retira la fórmula -con la que diariamente en-
cabeza la primera columna- y empieza a atacar a Mitre. Los
mitristas los llaman “radicales”. Ellos se llaman “principistas”.
En junio ya la división es absoluta, aunque no declarada. Del
Valle, disgustado por estas rencillas que van a destruir a la
Unión Cívica, renuncia al cargo de senador, para el que acaba
de ser elegido junto con Alem, y abandona la política. Repor-
taje de Alem contra el acuerdo. Prisiones y extrañamientos.
Estado de sitio. Corrida a los bancos. El acuerdo está roto. Los
mitristas fundan la Unión Cívica Nacional y tratan de enten-
derse con Roca. Los parciales de Alem reorganizan los comi-
tés. Mitin gigantesco del 26 de julio, primer aniversario de la
revolución. A mediados de agosto, los radicales proclaman a
don Bernardo candidato a la presidencia de la República. La
96 Manuel Gálvez

pasión política se exaspera. Doscientos acuerdistas asaltan en


pleno centro a quince radicales, al grito de “¡Muera la chusma,
muera Alem!”. En medio de arengas declamatorias, de patrio-
terismo y de balazos -expresiones castizas del fervor político
de los argentinos- acaba de nacer la Unión Cívica Radical. El
espíritu heroico se exacerba, sopla con mayor fuerza sobre la
ciudad. Romanticismo.

Mientras tanto, en el Comité de la provincia están suce-


diendo cosas trascendentales.
Un día, cuando aún no se han retirado los cívico-nacionales,
reúnese una gran asamblea: cien delegados de toda la provin-
cia. Se va a tratarde las candidaturas a diputados nacionales.
Los mitristas, con la mayoría, quieren colocar en la lista a al-
gún miembro del P.A.N. Protestan los radicales: los candidatos
deben ser únicamente cívicos. Va a comenzar la sesión cuan-
do entra Hipólito Yrigoyen con sus fieles. Aún no es figura de
esencial importancia, pero su aspecto físico y su aire grave im-
presionan. Pronuncia pocas palabras. Afirma que la asamblea
tiene resoluciones preconcebidas, por lo cual él se va a retirar.
Y sale espectacularmente con sus amigos, mientras la barra
atruena con sus vítores al doctor Alem y a Hipólito Yrigoyen.
Poco después se reorganiza el comité de los radicales. Yri-
goyen, fiel a su resolución de no aceptar cargos partidarios ni
legislativos ni gubernamentales, rechaza la presidencia del
comité, que sus amigos le ofrecen. Aunque no lo dice, él pre-
fiere dirigir desde la sombra, sin aparecer ante el público. Ha
nacido para “eminencia gris”. Pero sus fieles, sin hacerle ca-
so, hacen propaganda entre los delegados. Lo ensalzan ardo-
rosamente. Afirman que es el hombre necesario e insustitui-
ble. Eliminan hábilmente a los rivales. Y por todo esto, y por
ser el sobrino de Alem, Hipólito Yrigoyen, el 18 de julio, es
elegido, por más de sesenta delegados y por unanimidad,
presidente del Comité de la provincia. Él declara no aceptar
sino provisoriamente, al solo objeto de organizar el partido.
Comienza entonces, o ha comenzado ya, la primera de las
obras maestras de Yrigoyen: la creación de la Unión Cívica
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
97

Radical en la Provincia. Los cívico-nacionales tienen casi to-


dos los comités. Son muy pocos los que, entre las dos fraccio-
nes, han optado por los radicales. Más de ochenta partidos o
departamentos tiene la Provincia, y en cada uno hay que ins-
talar un comité. Esto exige dinero: es preciso pagar locales,
comprar muebles, hacer propaganda. Y exige, sobre todo,
tiempo y habilidad.
La casa de Hipólito Yrigoyen es el cuartel general. A veces
hay allí cuarenta, cincuenta personas; pero él no habla sino
con una o dos. Desde allí, ayudado por sus amigos, organiza
el partido en toda la provincia. Nunca va en persona. Ni es-
cribe cartas. Ni suele tratar con los ciudadanos de los pueblos
que han de fundar los comités. Manda a cada pueblo a uno
de sus amigos. Generalmente, el elegido para ir a una locali-
dad en donde no conoce un alma, presenta sus objeciones al
jefe. “Y yo ¿qué puedo hacer allí, señor? No conozco absolu-
tamente a nadie. No he estado nunca en ese pueblo. Ni si-
quiera sé si hay radicales...” Yrigoyen supone que los hay. Él
tampoco puede indicarle el nombre de ninguna persona de la
localidad. Pero le da un consejo: visitar al cura en cuanto lle-
gue. “Si el cura es italiano -le dice a uno de sus amigos-: ma-
lo, porque ha de ser gubernamentista. Si español: bueno, por-
que ha de ser radical. Y mejor si es vasco. Y bueno también si
es criollo”. El emisario toma el tren y se va al pueblito. A ve-
ces debe hacer largas jornadas a caballo o en coche. Visita al
cura y, como lo ha previsto Yrigoyen, obtiene de él los infor-
mes que necesita.
Un día de agosto del “91 se reúnen ciento quince delega-
dos de toda la provincia. Preside Alem. Uno de los fieles de
Hipólito lo propone para presidente del Comité alegando sus
cualidades, su influencia y la unanimidad -lo que es falso- a
su favor. Pide que se lo designe por aclamación. Parte de la
asamblea se sorprende, bien que arrastrada por el entusiasmo
estratégico de los partidarios del candidato, no tarda en acla-
marlo. Llamado a presidir la asamblea, él aparece grave y se-
reno, entre el fervor ruidoso de sus secuaces. Pero por encon-
trarse enfermo de la garganta, habla en su nombre el mismo
98 Manuel Gálvez

fiel amigo que lo ha propuesto. No cabe duda de que Yrigo-


yen le va dictando las palabras. Suyos son los conceptos y la
forma: se somete con reconocimiento a la resolución de la asam-
blea, por no faltar al “respeto y consideración que le debe,
manteniendo su insistencia”, pero agrega -observemos su de-
testable literatura- que “ha debido asentirse a la resistencia de
su carácter para ocupar ese puesto” y que lo acepta “por aho-
ra, pesnea que más adelante se reorganizará el Comité. És-
te “por ahora” dura unos cuantos años, hasta que, por haber
dado el gran salto, él no necesita ya del trampolín. En 1891,
Hipólito Yrigoyen es el mismo que será en 1916, el mismo que
será toda su vida. Idéntica habilidad para manejar a los hom-
bres, para encadenarlos a su voluntad. Idéntico arte para ha-
cerse desear y para disimular sus intenciones. Ya entonces son
visibles su capacidad de dominio y su incapacidad literaria.

Octubre de 1891. Renuncia de Mitre, en una carta a Roca,


a su candidatura presidencial. Renuncia de Roca a la presi-
dencia del P.A.N. Los dos ministros mitristas abandonan el
gabinete. Los diarios radicales, que acaban de arruinar el
acuerdo, agravian a Mitre porque, antidemocráticamente, ha
renunciado “ante Roca” y no ante la convención que lo desig-
nó. La situación es cada día más grave. Pellegrini, entonces,
organiza una conferencia de “notables”.
¿Quiénes son estos ilustres ciudadanos de la República? El
primero es Mitre. Los otros son: Aristóbulo Del Valle; Manuel
Quintana, que años más tarde será presidente de la República;
una personalidad distinguida que representa al general Roca,
retirado “a la vida privada”, según ha dicho en su renuncia;
un representante de don Bernardo que, tal vez ofendido, no
ha querido asistir; y los presidentes de los comités de la
Unión Cívica Nacional y del P.A.N. ¡Ah! falta uno: Hipólito
Yrigoyen. ¿Cómo ha sido invitado Yrigoyen a esa reunión de
eminencias? ¿Es la amistad lo que ha guiado a Pellegrini? Pe-
ro él tiene otros amigos, de mayor volumen intelectual, social
y político que Hipólito Yrigoyen. ¿Acaso es porque lo cree
enemigo de las revoluciones? ¿O imagina que le va a responder
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
99

en todo? No tiene motivo para suponerlo, dadas la reserva y


la independencia del presidente del Comité de la provincia.
No busquemos más explicaciones: Pellegrini, hombre de gran-
dísimo talento, sabe cuál es el valor de Hipólito Yrigoyen, al
que admira por su inteligencia y su sagacidad; y está cierto
de que su opinión, cualquiera que sea, será sensata y excelen-
te. Pellegrini, conocedor de los hombres, ha adivinado en
Yrigoyen al gran político.
Pero Hipólito Yrigoyen, el austero krausista, el demócrata
incorruptible, no puede apoyar a su amigo. Reunión del 17 de
octubre, en casa de Pellegrini, calle Florida. Gente que quiere
ver entrar y salir a los próceres llena la calle. Llama la aten-
ción la elegante, figura de Yrigoyen, a quien nadie conoce.
Los ilustres ciudadanos, invitados por Pellegrini, se pregun-
tan por qué estará allí ese hombre oscuro, que nada ha hecho
y que ha ido “en carácter particular”. Habla Pellegrini: consi-
dera oportuna su mediación para un arreglo electoral que
evite trastornos y disturbios. Yrigoyen, gravemente, pero sin
solemnidad, contesta que el orden público no peligrará si se
garantiza la libertad electoral, y que el domicilio del presi-
dente de la República no le parece lugar a propósito para dis-
cutir estas cuestiones. Y agrega: “Tratándose de arreglos y
combinaciones electorales, considero que la intervención del
Presidente es inadmisible dentro de los principios”. El repre-
sentante de don Bernardo adhiere. Los dos radicales han ma-
tado la conferencia. La sesión se levanta. Salen los notables a
la calle, entre la expectativa del gentío. La actitud de Hipólito
Yrigoyen ha sido idéntica a la del año anterior, en la Junta de
la Unión Cívica. No cabe duda de que por entonces, entre las
figuras conspicuas de la política, no hay más demócratas au-
ténticos que él y Alem.
Ahora empieza a hablarse de él. Pellegrini le ha dado el es-
paldarazo. A principios de noviembre, un diario radical, pero
amigo del orden, comenta una visita de Hipólito a Pellegrini,
en la Casa de Gobierno. Asegura que durante una hora se
ha hablado de política y que el visitante se ha manifestado
adverso a la revolución. Pero Yrigoyen desmiente. El diario
100 Manuel Gálvez

roquista y oficialista publica un suelto malicioso en el que di-


ce que “las promesas de orden y paz pertenecen al dominio
privado, inviolable, de las conversaciones íntimas”, mientras
“para las vidrieras es la revolución”. Tres días después, como
en los últimos domingos de inscripción -para votar era preci-
so inscribirse previamente- han ocurrido desórdenes, algu-
nos promovidos por los radicales; el Comité de la Provincia
aconseja a sus amigos “la mayor mesura”. El diario roquista
anota que esta recomendación no ha sido inspirada, segura-
mente, por el doctor Alem... Y es que a Alem se lo considera
bochinchero y levantisco, “intransigente”, mientras a Hipólito
Yrigoyen lo creen, como lo es, en efecto, contrario al escánda-
lo sistemático. Hipólito aprovecha aquella fama de su tío pa-
ra que el contraste lo favorezca.
Pero la exaltación de los radicales no cede. En los primeros
días de diciembre hay elección municipal. Tremendos frau-
des, en los que participan los mitristas. Poco después, en el
Frontón, celébrase el mayor mitin de aquellos años. El diario
radical calcula alegremente treinta y cinco mil personas. La
gloria de Alem alcanza en ese acto al límite máximo. Nume-
rosos radicales lucen corbatas con el retrato del caudillo.

Mitristas y roquistas piensan en otro acuerdo. El retiro del


general Roca a la vida privada ha sido “de engaña pichanga”.
Desde agosto se viene hablando de un nuevo candidato a la
presidencia; el doctor Luis Sáenz Peña, anciano de setenta
años, católico ferviente, nombrado por Pellegrini miembro de
la Suprema Corte. Don Luis carece de antecedentes políticos
y es poco menos que desconocido por el país. Lo apoyarían
los católicos, que están organizados y cuentan con grandes
elementos. Pero Sáenz Peña, hombre pacífico y de hogar, no
acepta. Roca y sus amigos ven escapárseles el gobierno. Te-
men que los radicales ejerzan venganzas si triunfan. Ellos y
los mitristas los consideran “una irrupción de los elementos
inferiores de las clases sociales, sin ley, sin Dios, sin moral”.
No les falta motivo para temer la derrota. Mientras ellos -los
roquistas y los mitristas- no tienen aún candidatos, los radi-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O 101

cales proclamaron su fórmula hace meses. El viaje de Alem


por las provincias ha sido triunfal, hasta el punto de que los
oficialismos, irritados, encarcelaron a numerosos parciales
del caudillo.
Para mayor preocupación de Roca, un nuevo candidato ha
surgido, y es un apasionado enemigo suyo: Roque Sáenz
Peña, hijo de don Luis. Ex juarizta, íntimo de Pellegrini, hom-
bre de seria ilustración, ha sabido atraerse a varias situaciones
de provincia. Alem e Yrigoyen son sus amigos personales,
desde los tiempos del alsinismo. A sus partidarios los llaman
“modernistas”. “El Zorro” olfatea el peligro y se dispone a
matar esa candidatura. Por medio de Pellegrini, propone a
Mitre la candidatura del viejo Sáenz Peña, que hasta entonces
sólo fue tema de conversaciones. Mitre acepta. Lo difícil será
convencer a don Luis, que no ignora las probabilidades de su
hijo. Pero ¿a quién no convence “el Zorro”? Le dice a don
Luis que su candidatura es la salvación de la patria; que sólo
él puede reunir las diversas voluntades; que sin él vendrán
días luctuosos. Don Luis, que además de calzonudo es un
mediocre, no tarda en convencerse de ser el hombre necesa-
rio. ¡Ele que no arrastra un voto ni representa nada! Se “sacri-
fica” aceptando la candidatura. ¡Y queda hundido Roque
Sáenz Peña! El buen hijo escribe una carta a su genitor, en la
que renuncia a ser su adversario. Roca ha triunfado, pero se
ha hecho un enemigo para todo el resto de su vida.

La lucha presidencial adquiere caracteres violentos desde


principios del '92. Las elecciones serán el 10 de abril. Las de di-
putados, el 7 de febrero, resultan sangrientas. Cada domingo,
con motivo de las inscripciones, ocurren graves incidentes. El
6 de marzo, los roquistas y los mitristas unidos proclaman su
fórmula Luis Sáenz Peña-José Evaristo Uriburu.
Se habla de revolución. El diario roquista asegura que el
Partido Radical “está entregado a todos los excesos de las fac-
ciones demagógicas que quieren imponerse por la audacia y
el terror”. El gobierno lleva y trae batallones. Los radicales di-
cen que los rumores revolucionarios son un pretexto para
102 Manuel Gálvez

amordazar a la oposición y no dejarla votar. El diario de Alem


afirma que el orden no está perturbado ni amenazado y que
el gobierno, “dando oídos a invenciones revolucionarias pu-
blicadas en la prensa como recurso electoral, asume una acti-
tud agresiva contra el pueblo”. Los radicales no mienten. Ha-
blan de revolución, pero sólo la harán si son burlados en los
comicios; por ahora no tienen fecha fijada, ni dinero, ni está
organizado el movimiento. Aún faltan meses para que madu-
re. Y sobre todo, ¿no van a presentarse en las elecciones de
abril, en las que su triunfo será seguro? Tienen anunciada pa-
ra el 3 una exhibición callejera de sus fuerzas. Todo hace creer
que no es el partido Radical el que prepara algo contra el go-
bierno, sino el gobierno contra el partido Radical.
Y así sucede. Pellegrini, para salvar a su partido de la de-
rrota, da un golpe mortal al radicalismo. Tan poco cree él mis-
mo en la revolución, que el último día de marzo se va a pasear
a una estancia próxima a Buenos Aires. En la mañana del 2 de
abril, el diario oficial publica el decreto de la noche anterior,
por el que se declara el estado de sitio. Títulos pavorosos:
“Salvaje plan de los conspiradores”, “La dinamita como me-
dio”, “El-dictador”. El gobierno asegura que el plan excedía
en barbarie a cuanto ha presenciado la República. Según los
diarios acuerdistas, iban a ser asesinados el presidente Pelle-
grin1, los generales Roca y Mitre y otros ciudadanos ilustres.
Afirman esos papeles que el gobierno tiene una carta de Alem
en la que expone el plan revolucionario; pero no la publican.
Y refieren que esa madrugada han sido presos y embarcados
en un buque de guerra los diez conspiradores más compro-
metidos. El diario oficial, generalmente fino e irónico, se tor-
na apocalíptico: “Iban a convertir esta tierra en sepulcro de
sus grandes hombres”. Lo satisfacen las prisiones, porque “la
muerte en lucha franca hubiera rodeado a los conspiradores
de un prestigio que no merecen”. Y agrega: “El radicalismo
debía morir envuelto en una trama cobarde, vergonzosa y re-
pugnante”. Luego, habla de las bombas Orsini, construidas
en la Boca y que han costado cada una ochenta pesos. Los tes-
tigos de la conspiración son dos muchachos provincianos, uno
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
103

de veinte años y otro de dieciocho, a los que considera como


“agentes”; pero no dice que uno de ellos fue expulsado de la ca-
sa de Alem. Y mezcla en esta infernal conjuración al pacífico
don Bernardo, incapaz de matar una mosca, del que asegura
haber contestado a los revolucionarios que podían disponer
de su nombre, sus bienes y su persona”, y que había entrega-
do cuatrocientos mil pesos para los trabajos revolucionarios.
Pero nadie cree en estas patrañas.
Los presos han sido sacados de sus casas a la madrugada,
sin orden judicial. No se han respetado los fueros parlamenta-
rios de algunos de ellos, senadores o diputados. El buenazo
de don Bernardo ha recibido orden policial de trasladarse a su
estancia, donde deberá permanecer hasta nueva orden. Alem
es puesto en prisión en el buque de guerra “La Argentina”.
Hipólito Yrigoyen no figura entre los presos. Si hubo real-
mente preparativos revolucionarios, él no ha tomado parte
en ellos. Las autoridades no lo ignoran. Se lo sabe en disen-
timientos con Alem. Se lo sabe consagrado únicamente al
comité de la provincia, que se reúne en su propia casa, desin-
teresado de lo que ocurre en las demás provincias y en la ca-
pital federal.
Los tiempos románticos del radicalismo no han termina-
do, pero Yrigoyen no participa en sus exaltaciones. No es
hombre de andar en manifestaciones callejeras, de arengar a
las multitudes, de vociferar contra el gobierno en las esquinas
o en los cafés, de sacar el revólver. Tiene algo de romántico
por su sentimentalismo, pero su condición romántica está
bien vigilada. Hipólito Yrigoyen es un idealista y un místico,
y, como muchos idealistas y muchos místicos, tiene un fuerte
sentido práctico. Mientras Alem anda gritando por las calles,
paseando su barba célebre, él, silenciosamente, organiza y se
crea amistades e intereses.
. A
34 Amo e pu FÓ- AS
4 A Í

¿Snign GN vd sol rev da olor

din140.)
aaAS d draó va
40arra pia
po cons:
jspa AS
0 DIAa AO AI A OO A
Pruudldo e o loeEdy oli
0d PENAL ALAN OO Mala
BA a 0A Ei btt
ao A A pl Fra all
A E
pi 22 ml laraSIDA po ini
ardid á ebrio sobres, alle
A 25 dela1 mts So E
iu ¡ps ic Lc rra
GE
03 pá pai byte
Maia a A,

iO

| ndDo
SR paapea
and da eo de
OO AER
A Ati
A e Ya ¡5 AA de
AP ES yr»

PA is ds Vat Ta AD ed
Meu qe linia 0 Y
Aida ing tr ico «ratito Uta a
yeairemntas Lora, SI: ma
rá AA uE aw naa ]
del e dr dei modi
VII. Las revoluciones del (93

112 de octubre de ese año, “92, don Luis Sáenz Peña se


coloca la banda presidencial. Pronto advierte el país
que le queda grande. El acuerdo -que Yrigoyen, en su
austeridad republicana, considera inmoral- lo obliga a gober-
nar con los dos partidos. Pero existe entre ambos una incom-
patibilidad irremediable. Los roquistas sostienen a las situa-
ciones provinciales. Complicidad de intereses. El roquismo,
falto de votos en la capital, no podría subsistir sin los diputa-
dos y senadores de las provincias. Pedirle que entregue a sus
amigos parece ingenuidad. Es lo que pretenden los mitristas.
Adversarios del juarizmo, más decentes, políticamente, que los
fieles de Roca, no transigen con las situaciones provinciales.
Nada ha cambiado en el interior, dicen ellos: los mismos frau-
des electorales, los mismos negocios sucios. Con el Unicato
han debido también caer ellas. Pero los ministros roquistas no
aceptan que sean tocadas, y Sáenz Peña debe inclinarse hacia
los amigos de Roca, mucho más fuertes que los mitristas:
aquéllos tienen en sus manos casi todas las provincias. Y el
mitrismo es un producto local. Este conflicto le amargará la
vida a don Luis y lo conducirá al fracaso.
A las pocas semanas renuncia el ministro del Interior, el mi-
trista Manuel Quintana, de quien ya sabemos algo. Y comienza
el contrapunto de nombramientos y renuncias ministeriales,
con andar de adagio al principio y de allegro molto agitato, des-
pués. Algunas personas no aceptan los ministerios ofrecidos;
una de ellas es Hipólito Yrigoyen. Inútilmente Roque Sáenz
Peña, la víctima del amor filial, intenta salvar al padre. A
Roque, antiguo alsinista, con elementos en algunas provin-
cias, lo mueve no sólo el cariño a su padre sino también el
odio a Roca. Posiblemente el ofrecimiento a Hipólito es obra
de su consejo, ya que él hará lo mismo diecisiete años más
tarde. Pero sus esfuerzos son vanos y se retira de la política.
Diecisiete ministros renuncian uno tras otro. A algunos “los
106 Manuel Gálvez

renuncia” el propio Presidente, enviándoles lo que el gracejo


de la época llama “el cedulón”: una carta amable en que les
acepta una renuncia no ofrecida.
Grave situación económica. Conflicto con Chile. Se habla
de guerra. Se habla también de revoluciones, de conspiracio-
nes militares. En las provincias ha habido varias revueltas
desde el advenimiento de Sáenz Peña. A fines de junio del “93,
fracasa un ministerio de roquistas y modernistas. Sáenz Peña
quiere renunciar. Por último, tiene una idea que cree salvado-
ra: reúne en su casa a los ex presidentes Mitre, Roca y Pelle-
grini. Ni Mitre ni Roca quieren formar ministerio. Pellegrini
clama porque se lo deje gobernar a Sáenz Peña. Mitre alega
que él no ha puesto obstáculos, que es Roca quien dificulta la
solución. Pero “el Zorro” se hace el inocente. Sáenz Peña se
declara entristecido al ver cómo la anarquía llega hasta los
hombres superiores. Va a reconcentrarse, a buscar la inspira-
ción de su conciencia. Mitre, antes de despedirse, le aconseja
no entregar el poder al partido Radical, que no es un parti-
do de gobierno” y, aun más, cuyas “tendencias son contrarias
a todo gobierno”.
Sáenz Peña resuelve dar su alma al diablo, es decir: ofrecer
el gobierno a los radicales. Llama a Aristóbulo Del Valle, por
indicación de Pellegrini -Del Valle no está afiliado al radica-
lismo, pero se lo sabe radical de corazón y de espíritu-, y le
encarga la formación del ministerio. Es el 6 de julio de 1893.

En el radicalismo, aunque todos parecen unidos, hay una di-


visión profunda entre los amigos de Alem y los de Yrigoyen.
Pero Hipólito no se mezcla en la política nacional, dedicado a
la provincia de Buenos Aires, en la que para nada interviene
Alem. Los fieles de Alem hablan de una revolución que abar-
caría toda la República. Pero organizan poco. Yrigoyen no ha-
bla de revolución pero la está organizando sabiamente, en su
baluarte de la Provincia. Vive para ella. Le dedica sus días y
sus noches. Trabaja en la sombra con paciencia infinita. El
movimiento de julio del '93 es una obra maestra de técnica
revolucionaria.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL
MISTERIO 107

La provincia de Buenos Aires es algo menos grande que


Francia o España. Pero en su capital La Plata, fundada el 82,
en sus pueblitos y en sur pampas, apenas habitan, por enton-
ces, novecientos mil seres humanos. Ni automóviles -aún no
han llegado- ni caminos. Pocos trenes. Viajes largos y caros.
El teléfono no comunica un pueblo con otro. Hay que recor-
dar todo esto para comprender la audacia de Yrigoyen al ha-
cer la revolución, el mismo día y a la misma hora, en los no-
venta y siete partidos o departamentos de la Provincia. Y a la
dificultad de comunicaciones, agréguese la naturaleza de sus
procedimientos. Ni va a los pueblos, ni escribe, ni manda cir-
culares. Todo lo hace verbalmente. Llama a los presidentes de
los comités locales o les envía emisarios. Les enseña el modo de
proceder y les exige no derramar sangre. Estos viajes y la com-
pra de pertrechos bélicos demandan grandes gastos. Yrigoyen
se endeuda. Lleva diez meses preparando la revolución. He
aquí uno de los muchos casos que muestran su habilidad. In-
tima, sin revelar su proyecto, con un vasco vecino de su es-
tancia El Trigo, al cual cita junto al arroyo Las Flores, en un
lugar escondido; y sólo después de meses, cuando el vasco ha
llegado a admirarle fanáticamente, le pide que le permita
guardar las armas en su campo. Hombre de orden, con siete
hijos, enemigo de la política, el vasco da un salto. Le asusta
el peligro. Pero rendido al extraño poder de seducción de
Yrigoyen, consiente, resignado: “Si usted lo ordena, doctor...”
Hipólito Yrigoyen es ya poderoso. Dispone de la mayoría
en la provincia que, por su población y riqueza, supera a ca-
si todas las otras juntas. Gobierna el partido sin control, pero
también sin prepotencia, con modos suaves, valiéndose de
hombres de condición diversa que lo sirven con perruna fide-
lidad y romántico desinterés. Nadie sabe lo que él piensa: es
ya la Esfinge. Aparentemente el partido se rige por normas
democráticas. En el hecho no hay más voluntad que la suya.
Ni el gobierno provincial, ni el nacional, ni los partidos ad-
versos tienen noticia de la conspiración, salvo en las vísperas.
Nadie cree. No se hacen revoluciones sin el ejército, y el ejér-
cito jamás se mezclaría en un movimiento local. Los radicales
108 Manuel Gálvez

carecen de armas, de dinero, de jefes. ¿Quién es ese Hipólito


Yrigoyen? ¿Qué aptitudes puede tener para encabezar una
revolución? Ignoran que Yrigoyen posee el raro talento de sa-
car a los argentinos de su inercia y conducirlos ya a los com-
bates, ya a los comicios. Por ahora, para salvar al país, él no
confía sino en las armas.

Del Valle le ofrece la cartera de Instrucción Pública. Alguien


afirma que todos los ministerios, salvo el de la Guerra y Ma-
rina, que él se reserva. Yrigoyen no acepta. Ser ministro es al-
canzar una cumbre; pero él, a quien se acusará años después
de desmedidos apetitos de poder, no quiere cargos. Entre sus
principios y sus ventajas personales, él, el idealista, el krausis-
ta, se queda con sus principios, con sus “dogmatismos absolu-
tos”, como dirá más tarde. Y sus principios lo obligan a recha-
zar toda connivencia con los otros partidos. Ya desde entonces
exige todo el poder. No para él: para la Unión Cívica Radical.
¡Tormentoso julio! Del Valle, provincia por provincia, em-
pieza a realizar “la revolución desde arriba”. El 29, es la de
San Luis; el 30, la de Santa Fe. Pero la de Buenos Aires no es
consecuencia de su acción, si bien él la favorece al desarmar,
con semanas de anterioridad, a las fuerzas provinciales. Ya
sabemos con qué amor, desde hace meses, la viene prepa-
rando Yrigoyen.
Días antes, Yrigoyen llama a algunos de sus fieles, de aque-
llos que con él almuerzan en el aristocrático Café de París.
Quiere que sus amigos vayan a Temperley -lugar estratégico,
por ser cruce de líneas ferroviarias-, que tomen la comisaría y
que lo esperen. Á sus interlocutores les parece raro este pedi-
do. En Temperley -media hora de tren desde Buenos Aires-
hay radicales. ¿Por qué ese deseo de que ellos vayan allí?
Pero ya impone Yrigoyen tanto respeto, ejerce tanta autori-
dad, que nadie se atreve a preguntarle sus razones. Todos
irán a Temperley. Son jóvenes, entusiastas y anhelan comba-
tir por la causa. Yrigoyen quiere la lista de los que se decidan,
y horas después se la llevan. Y el día de la revolución, La
Prensa elogia el patriotismo y el valor de los setenta y cinco
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 109

jóvenes distinguidos, cuyos nombres publica. ¿Quién puede


haber dado la lista al diario sino Yrigoyen? Más tarde sus ami-
gos comprenderán. Sagazmente, él ha querido que se instalen
en Temperley porque, estando ellos allí, el Gobernador, hom-
bre culto y de la misma sociedad que ellos, no mandará tropas
a apoderarse de ese lugar estratégico. El Gobernador sabe lo
que significaría la muerte de uno solo de esos flamantes doctor-
citos, algunos de los cuales llevan apellidos del más alto abo-
lengo y todos los cuales son esperanzas de la sociedad y de la
patria. Matar a uno solo de ellos sería atraerse la condenación
del país entero, ser vencido moralmente. Con este golpe de
astucia, Hipólito Yrigoyen comienza a ganar la revolución.

Buenos Aires está distraída aquel 30 de julio por la mani-


festación con que los radicales van a conmemorar el movi-
miento del “90. Yrigoyen, que ha desaparecido tres días antes,
eligió la mejor oportunidad. Ese mismo día, en una localidad
vecina, se levantan en armas los mitristas, que cuentan con
tropas del ejército nacional.
Mientras “la juventud ilustrada”, como dice La Prensa, al
mando de Marcelo Alvear, se dirige a Temperley, y, después
de breve combate, se apodera de la comisaría, emisarios de
Yrigoyen hacen lo mismo en noventa pueblos de la provincia.
En muchas partes no encuentran resistencia, y la policía se
agrega a la revolución. En algunos pueblos los comités se le-
vantan por sí mismos. Toda la provincia está desde el primer
día sublevada. Movimiento popular y democrático, en él no
interviene el ejército, sino un partido poderoso con sus comi-
tés y sus autoridades.
Yrigoyen parte de El Trigo, a las ocho y media de la noche.
Sus tropas están compuestas por civiles, por algunos solda-
dos de línea dados de baja y por jefes y oficiales del ejército.
Se dirigen al cercano pueblo de Las Flores. Van en tren, en va-
gones de pasajeros y de carga, y se cubren con boinas blancas.
A la una están en Las Flores. La comisaría se entrega sin com-
batir. De Buenos Aires, a esa misma hora, llega un numeroso
contingente de jóvenes. El pequeño ejército se encamina al
110 Manuel Gálvez

Azul. También allí se entregan las autoridades. Y luego a


Sierra Chica, donde se le incorporan ciento cincuenta solda-
dos del presidio, y a Olavarría. Considerablemente aumenta-
do con policías y partidarios, el ejército vuelve a Las Flores y
de allí va a Temperley. Al paso del tren, las gentes se aglome-
ran en las estaciones para vitorear a los revolucionarios. Los
jóvenes se incorporan al movimiento. Los pueblos están em-
banderados y las campanas de las iglesias repican alegremen-
te. La Prensa hace este comentario: “Es de llamar la atención
que toda esta campaña se haya hecho sin disparar un tiro, de-
bido a los extremos esfuerzos y uno del jefe de la revolución
para convencer y evitar la efusión de sangre”. Al estar frente
a frente los revolucionarios y las autoridades, Yrigoyen le-
vanta bandera de parlamento, conversa con las autoridades
y las convence. Como San Martín al apoderarse de Lima,
Yrigoyen triunfa, no con las armas, sino con la astucia y la per-
suasión. Y así vuelve a Temperley con dos mil quinientos hom-
bres. Ya hay allí cuatro mil, y ocho trenes para el transporte
de las tropas. Ha llegado al campamento el coronel Martín
Yrigoyen, que es nombrado jefe de todas las fuerzas. La revo-
lución domina en la provincia, salvo en La Plata, pero allí el
pueblo, contrario al gobierno local, es radical en gran mayoría.
De Buenos Aires vienen trenes llenos de gentes, muchas de
ellas con obsequios. Otras quieren ver a sus parientes y ami-
gos. Damas y señoritas ofrecen a los revolucionarios flores, di-
visas, naranjas. En un carruaje aparece el célebre payaso Frank
Brown, que, entre bromas y risas, reparte yerba, cigarrillos,
azúcar y fósforos. El campamento está en fiesta. Domina allí
el espíritu popular e igualitario de los viejos ejércitos criollos.
El 6 de agosto hay ocho mil hombres. De todos los pueblos
vienen voluntarios: a caballo, en coche, a pie. Ese día llega
Alem. Enorme concurrencia lo recibe en la estación. Allí está
Hipólito, que oculta sus disensiones con el tío. Varias bandas
de música y dos bandas lisas amplifican la alegría del am-
biente. La visita del caudillo al campamento produce frenéti-
co entusiasmo. Alem arregla un conflicto entre los hermanos
Yrigoyen: Martín quiere atacar La Plata antes que lo haga el
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
rel

pequeño ejército mitrista, e Hipólito prefiere esperar. Martín


pretende dejar el mando. Se conviene que al otro día el ejér-
cito partirá hacia La Plata. Alem no permanece en los domi-
nios de Hipólito sino dos horas y media y en seguida retorna
a Buenos Aires. ¿Por qué Hipólito no quiere atacar? Por evi-
tar el derramamiento de sangre. Espera que el gobierno, ven-
cido en toda la provincia, se entregue pronto.
Ese 6 de agosto es día de grandes acontecimientos. Corre la
noticia de haber renunciado el Gobernador. ¿Lo sabe Yrigoyen?
Si es cierto, la revolución ha triunfado. Pero ese mismo día
ocurre otro suceso. Telegrafían de la estación Florencio Varela:
el jefe de las tropas revolucionarias del norte acaba de dete-
ner en Haedo el tren de Tucumán y poner preso al doctor
Pellegrini, que viajaba en él. El jefe pide órdenes. Yrigoyen dic-
ta un telegrama según el cual los tres allí presentes saludan a
Pellegrini y le desean buen viaje. “¡Yo no firmo eso!” exclama
Alvear. Lo mismo dice el tercer personaje. Yrigoyen vuelve a
dictar: “Hipólito Yrigoyen saluda al doctor Carlos Pellegrini
y le desea que llegue bien a la capital”. Pellegrini llega a Buenos
Aires, y, al frente de sus amigos políticos -es jefe del P.A.N.
por el retiro de Roca, senador nacional y cuenta con mayoría
en las dos cámaras- empieza a trabajar contra Del Valle y
contra los revolucionarios triunfantes en las provincias.
Yrigoyen, antes de marchar hacia La Plata, convoca a los
miembros del Comité en el salón municipal de Lomas de
Zamora, pueblo vecino a Temperley. Él preside. Se va a elegir
el gobierno provisorio. Fuera del local, la multitud espera an-
siosa. Entre aclamaciones se le pide a Yrigoyen que acepte la
gobernación. Él se niega. Todas las insistencias son inútiles.
“Ni la provisoria ni la definitiva”, dice. Recuerda que esta re-
solución suya es anterior al movimiento. La asamblea no se
da por satisfecha y le exige a gritos que acepte. Se producen
escenas emocionantes y algunos ojos sensibles lagrimean. Él
permanece inmóvil en su negativa. Entonces se designa a otra
persona, indicada por Yrigoyen a sus íntimos.
Mientras tanto, los mitristas, con resultado dudoso, com-
baten en Ringuelet, a dos pasos de La Plata, contra las tropas
12 Manuel Gálvez

provinciales. Las tropas radicales que han partido de Temper-


ley y se acercan a La Plata son dos mil quinientos hombres a
las órdenes de Martín Yrigoyen y cuatro mil a las de Hipólito.
El presidente y los ministros resuelven entregar la provincia
de Buenos Aires al gobierno elegido en Lomas de Zamora,
siempre que los cívico-nacionales den su conformidad. Los
cívico-nacionales aceptan, y Del Valle, de acuerdo con ellos,
ordena que sus tropas sean desarmadas en La Plata. El minis-
tro de la Guerra, que ha ido a La Plata con dos batallones pa-
ra impedir los desórdenes de las fuerzas provinciales que ya
se disuelven, dirígese en una locomotora a Ringuelet, donde
están las fuerzas de los mitristas. Allí se entera Del Valle de
que viene llegando, por el camino carretero, una larga colum-
na de radicales a las órdenes de Hipólito Yrigoyen. Desde
Ringuelet se ve el ejército radical a corta distancia. Yrigoyen,
llamado por su amigo Del Valle, acude a la entrevista, y, al co-
nocer las intenciones pacificadoras del ministro, confíale ha-
ber descendido del tren con sus hombres y haber hecho el
viaje a pie con objeto de demorar su llegada y no encontrarse
con las fuerzas de la Unión Cívica Nacional, “pues es su de-
seo y su propósito terminar la campaña sin disparar ni un ti-
ro”. Espera nuevas tropas, pero tomará las providencias ne-
cesarias para que no lleguen a Ringuelet antes de que pasen
los cívico-nacionales en dirección a La Plata donde serán de-
sarmados. Yrigoyen cumple su promesa. Y con su actitud hu-
manitaria evita un choque sangriento entre sus tropas y las
de los cívico-nacionales.
El 9, desde las cinco de la tarde, La Plata se prepara jubilosa-
mente para recibir a los radicales. Las fuerzas mitristas acaban
de ser desarmadas y han partido en tren para Buenos Aires.
Bandas de música recorren la ciudad embanderada. El nom-
bre de Hipólito Yrigoyen es aclamado hasta por las señoras y
los niños. El pueblo en masa sale a las afueras, para ver entrar
al ejército. Pero las tropas llegan casi de noche y se instalan en
el bosque de los eucaliptos. Hasta allí van los grupos de par-
ticulares, vitoreando a la revolución, a Hipólito Yrigoyen y al
partido. Yrigoyen, con su estado mayor, acampa a corta dis-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O MS

tancia de la brigada. Por su orden se hace saber a la ciudad


que la revolución ha triunfado. Se agitan las banderas.
Los clarines hieren el aire frío del anochecer. Músicas mili-
tares. Repiques de campanas en todas las iglesias de la ciudad.
El ejército pernocta en el bosque, y millares de entusiastas
platenses pasan allí la noche. Animadísimo aspecto del cam-
pamento. Hogueras contra el frío ponen su colorido entre las
oscuridades de los grandes árboles. Al otro día se instalará el
gobierno provisorio y las tropas entrarán en la ciudad y serán
desarmadas y licenciadas.
Inmenso contento. Las gentes creen haber salido de una
pesadilla: el día antes de la llegada de los radicales, y cuando
aún no había partido el Gobernador, soldados del gobierno
vencido han saqueado y asesinado. Las familias visitan el
campamento en aquel luminoso día de agosto. Apenas ha
amanecido, se han reabierto los comercios. En manifestacio-
nes exultantes recorre el pueblo las calles.
El ejército radical, al mando de Hipólito Yrigoyen, entra en
La Plata. Adelante van Hipólito y Martín. Asombra la disci-
plina del improvisado ejército, su organización, su marciali-
dad. Parece un ejército de línea, al desfilar por las avenidas
suburbiales. Un gentío enorme, exaltado, ve pasar a “los liber-
tadores”. El ejército va hasta el Hipódromo, donde acampa.
En su terreno de más de una legua cuadrada se distribuyen los
vencedores. Millares de personas van a verlos desde el gran
palco del hipódromo. Desde lejos asisten a la preparación del
rancho, a las comidas en grupos, a los guitarreos y a los cantos
de las milongas, tristes y vidalitas. Las jóvenes y las señoras
están tocadas con boinas blancas. Muchas, con permiso del
jefe, les regalan a los voluntarios cigarrillos y comestibles di-
versos. A la entrada del hipódromo se aglomeran los coches.
Llegan nuevas tropas. El ejército suma ya ocho mil hombres.
Pero a Hipólito Yrigoyen no lo envanece su triunfo ni su
popularidad. Fuera de su presencia al frente de las tropas,
exigida por el orden disciplinario y la necesidad de mostrar
su fuerza, él nada hace por ponerse en evidencia. De todo el
país le llegan centenares de telegramas, que los periodistas no
114 Manuel Gálvez

logran arrancarle. Resiste a toda demostración pública, y, para


evitar las aclamaciones de los que visitan el campamento, pa-
sa el día en la ciudad, en las casas de sus amigos personales.
Mientras tanto, han ocurrido en Buenos Aires sucesos ex-
traordinarios. Jefes del ejército, de acuerdo con los roquistas,
han exigido la renuncia del ministerio radical. El éxito de la
revolución en Buenos Aires ha alarmado a los demás gobier-
nos provinciales. El temor de perderlo todo multiplica la
fuerza del Partido Nacional. Pellegrini es el dueño de la situa-
ción. No sólo es el jefe de la mayoría en ambas cámaras, sino
que también influye ahora en el vacilante espíritu del Presi-
dente. Por obra suya, el Senado vota la intervención a Buenos
Aires. Del Valle promete a Yrigoyen mandar un interventor im-
parcial, que garantice comicios libres, vale decir: el triunfo de
la Unión Cívica Radical, que cuenta con la absoluta mayoría
del pueblo. Esta persona sería el doctor Carlos Tejedor. Pero
Yrigoyen, que ha presentido la conjuración de sus adversa-
rios, se muestra escéptico. No duda de Tejedor, pero un inter-
ventor se cambia fácilmente. Por otra parte, la permanencia
de Del Valle en el ministerio es precaria, y la sanción del Con-
greso revela un plan general “cuyo objeto no puede ser otro
que un cambio de ministerio y de política”. Como siempre,
Yrigoyen, que tiene una poderosa intuición de los sucesos,
acierta. Al día siguiente de haberse instalado en La Plata el
gobierno provisorio, celébrase consejo de ministros. Del Valle
quiere saber si aún cuenta con la confianza del Presidente. Se
ofrece para interventor en Buenos Aires y los demás minis-
tros declaran su conformidad. El Presidente contesta que lo
pensará, que está comprometido con Tejedor. En la reunión
del siguiente día, Sáenz Peña contesta que no puede acceder:
la ley de intervención a la provincia ha sido dictada sobre la
base de dar aquel cargo a Tejedor. Pero Tejedor, al enterarse
de la entrada de los radicales en La Plata, lo rechaza.
Del Valle renuncia. Es el 10 de agosto. Un mes y seis días
ha durado su ministerio jacobino. Su caída descontenta al
pueblo. En la plaza de la Victoria, grupos de ciudadanos sil-
ban al Presidente. Ministerio mitrista. El ministro del Interior
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O likes)

es el doctor Manuel Quintana, cuya elegancia en el vestir,


dis-
tinción aristocrática y cultura intelectual no le impedirán ser,
como gobernante, excepcionalmente enérgico y aun brutal.
La nueva política significa el término de la revolución de
Buenos Aires, de aquella obra maestra de Hipólito Yrigoyen.
Algunos de sus fieles creen que se debe resistir, que la revo-
lución encontrará apoyo en la capital federal y en las provin-
cias. Pero esto sería la guerra civil, la muerte de millares de
argentinos. Yrigoyen, el hombre de corazón y de principios,
el ferviente krausista, sólo acepta la revolución cuando hay
absoluta seguridad de triunfo y no ha de correr sangre. Y ba-
ja la cabeza ante el poder nacional que, puesto al servicio de
la oligarquía, le arranca su bello triunfo.
A esas mismas horas, en La Plata, el Gobernador proviso-
rio y sus ministros, uno de los cuales es el joven Marcelo Alvear,
deliberan. Se sienten vencidos. Pesa sobre sus espíritus la me-
lancolía de lo irremediable. Un coronel se presenta: viene en
nombre del jefe de las fuerzas de la intervención a tomar po-
sesión de la Casa de Gobierno. Ni siquiera ha ido el jefe en
persona. El Gobernador y los ministros abandonan su gobier-
no de un día.
Y continúa el desarme de los radicales, ahora dirigido por
el jefe de las fuerzas de la intervención. Se realiza en forma
brutal, en la plaza de la Legislatura. Se trata a los radicales co-
mo a prisioneros. Les quitan las banderas de los comités, rega-
ladas por los pueblos. En la estación se produce un serio inci-
dente. Como los radicales que retornan a Buenos Aires y los
que van a despedirlos vitorean a la revolución y a su caudillo,
el jefe de las tropas de la intervención, que es un general con
fama de despótico, ordena al coronel Martín Yrigoyen que los
haga callar. Incidente entre los dos. El coronel saca su revólver.
Un “trompa” le da un machetazo en la cabeza y lo derriba.
Martín Yrigoyen mata al “trompa” de un tiro. El general des-
carga su revólver sobre el coronel, sin herirlo. Tiroteo. El jefe
de las fuerzas ordena hacer fuego sobre la multitud. La gente
huye despavorida de los soldados. Durante un buen rato, los
soldados recorren la ciudad tirando sobre los transeúntes.
116 Manuel Gálvez

Ha terminado la revolución de julio del '93, la revolución


de Hipólito Yrigoyen. Él la organizó, la dirigió, la llevó al triun-
fo, le infundió su espíritu generoso y noble. Las características
de este movimiento fueron su magnanimidad y su caballero-
sidad. A nadie se ha ofendido. No se ha afligido al adversa-
rio. Se ha tratado a los prisioneros como a amigos. Algunos,
llevados a la estancia del jefe, fueron considerados como
huéspedes. Batallones enteros obtuvieron la libertad con la
sola palabra de honor de los jefes de no combatir contra la re-
volución. No ha habido en nuestra historia, ni acaso en el
mundo, un movimiento tan hidalgo.
La revolución ha terminado. Ha sido también un movi-
miento juvenil, popular, democrático, pacífico. Se ha comba-
tido más con la persuasión que con las armas. Se han vivido
días de admirable fraternidad. Hombres de todas las clases se
han sentido iguales. La revolución no ha sido derrotada. Su
fin no era el poder, sino echar abajo un régimen que ellos, los
revolucionarios, juzgaban inmoral. El movimiento ha unido a
los hombres de toda la provincia en una misma fe. Años más
tarde esta revolución dará sus frutos. La provincia de Buenos
Aires será siempre el baluarte de Hipólito Yrigoyen.
En los días iniciales de la revolución, la Unión Cívica Ra-
dical de la provincia publica un manifiesto. Lo ha redactado
Yrigoyen. Es su primer documento político.
Tono levantado y digno. Ni una palabra ofensiva para el
gobierno. Considera inútil enumerar los motivos de la revo-
lución, porque están “en la conciencia de todos los que saben
amar bien a su país”. Tampoco lo justifica: eso fuera suponer
que “el sentimiento público no lo aplaude unánime y no espe-
ra anheloso la hora suprema de la reparación”. La revolución
es un mandato íntimo del patriotismo y de la dignidad. No se
trata de apoderarse del gobierno sino de “devolverlo al pue-
blo, a quien se le ha usurpado”. Invita a todos a incorporarse.
Cumplirá su propósito y, el triunfo será “el del pueblo mismo
en defensa de su honor, de sus instituciones y de su libertad”.
Y termina afirmando que antes de conseguirlo por otros sen-
deros -se refiere a los acuerdos y las componendas- que los de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
117

sus principios, “preferirá caer vencida al amparo de la virtud,


del patriotismo y del honor”. Estas palabras y estas ideas
aparecerán en todos los documentos políticos que escribirá,
durante su vida entera. Hipólito Yrigoyen. ¡Extraña unidad la
de su existencia! Es la unidad del hombre cuya energía psí-
quica se dirige hacia adentro. Su espíritu no se diversifica. To-
das sus potencias se concentran en un único objeto. Hipólito
Yrigoyen nunca hará cargos concretos ni presentará progra-
mas definidos. Se mantendrá, fiel a su idealismo krausista, en
el mundo de lo general y de lo abstracto.

Para Yrigoyen la revolución ha significado un ensayo de sus


fuerzas. Si hasta ese momento pudo dudar de sí mismo, aho-
ra no duda. Él solo, por su magia para convencer a los hom-
bres, ha movido a toda la provincia de Buenos Aires. Desde el
límite norte con Santa Fe hasta el extremo sur que toca con el
río Negro, hombres de todas las clases, resueltos y fervientes,
respondieron a su llamado. Ha podido ser gobernador, jefe
del primero de los estados argentinos, y no ha aceptado.
Ahora tiene la certeza de haber interpretado bien aquellas
voces interiores que le mostraban su vocación y le ordenaban
cumplirla. Ahora sabe que tiene un destino extraordinario, que
será un conductor de hombres. Si no, ¿por qué todos lo siguen,
lo obedecen ciegamente, lo admiran y lo quieren? Nadie con-
tradice sus resoluciones, nadie discute sus planes. Todo cuanto
él traza y decide es siempre eficaz. Su destino empieza a reali-
zarse. Pero a él no le interesa el gobierno; los gobiernos vie-
nen y se van. No cree mucho en la gloria política. Más le in-
teresa eso de organizar revoluciones, de celebrar reuniones
en lugares ocultos, de andar escondiéndose de la policía. Más
le interesa el seducir a los hombres, convencer a los vacilan-
tes, y que los pueblos lo amen y lo aclamen -aunque él se es-
quive a las aclamaciones- y lo reconozcan el salvador, como
ha ocurrido en La Plata y en todos los pueblos por donde pa-
sara con sus tropas. Y más le interesa, sobre todo, el librar al
país de la oligarquía que lo oprime. Pero el ansia de poder
no le quita el sueño. Y así como ha rehusado un ministerio
118 Manuel Gálvez

nacional y una candidatura a gobernador, rehusará siempre,


durante su vida entera, todos los cargos que le ofrezcan.
Mientras tanto, está derrotado. La oligarquía ha sido más
fuerte que él. Pero el pueblo ha estado con él y con Del Valle.
El pueblo desprecia al hombre sin carácter que ocupa la pre-
sidencia, y que se deja gobernar hoy por uno y mañana por
otro. Quien ahora domina es Carlos Pellegrini, el lugartenien-
te de Roca, el amigo personal de Yrigoyen. Él ha derrotado a
Hipólito. Pellegrini, gran parlamentario y hombre de excep-
cional talento político y de arrastre, cuya “muñeca” ya em-
pieza a ser célebre, ha arrebatado a los radicales el gobierno
de la provincia. ¿Cómo Yrigoyen, tan perspicaz, tan conoce-
dor del poder y de las mañas de Pellegrini, que por el retiro
de Roca a la vida privada -aunque nadie crea en esta zorrería-
es el jefe de la oligarquía dominante, lo dejó pasar en Haedo
en vez de mantenerlo preso? Yrigoyen lo ha dejado libre por-
que, generoso y caballeresco, pone la generosidad y la caba-
llerosidad por sobre todas las virtudes. ¿Y hasta cuándo lo
hubiera tenido preso? Alguna vez debía soltarlo, y entonces
Pellegrini pondría en práctica su poder y sus mañas.
Pero Yrigoyen no se siente vencido. Así como no fue venci-
da la revolución del “90, según él sostuvo, tampoco lo ha sido
esta otra. Ambas han volteado dos regímenes detestables y
han levantado el espíritu del pueblo, que ahora tiene concien-
cia de su fuerza. Él cree, además, en cierta vida misteriosa y
subterránea de los grandes acontecimientos. La revolución es
para él poco menos que un ser con una especie de alma, y que
sigue viviendo ocultamente. Los resultados de la revolución
se verán muchos años más tarde. Eso lo sabe él, cuyos ojos
ven a través del tiempo aún no sucedido. Por ahora no que-
da sino esperar. Ningún hombre tiene tanta paciencia para es-
perar como él. Ya vendrá el día. Siempre llega la Justicia,
piensa el ferviente krausista. Durante años, el espíritu de la
revolución, su recuerdo, sus leyendas, vivirán en los corazo-
nes, pasarán de padres a hijos, se exaltarán, cobrarán nueva
fuerza. La oligarquía, cada vez más corrompida, irá murien-
do de sus propios vicios. Y entonces, dentro de diez, tal vez
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
119

de veinte años, llegará la hora de la Unión Cívica Radical, la


hora de la salvación de los pueblos, la hora suya, la de Hipó-
lito Yrigoyen.

Ya no es dueño de El Trigo, que acaba de vender, con pac-


to de retroventa y a buen precio, para pagar las deudas que
la revolución le ha ocasionado. No le ha dado este negocio to-
do el dinero que necesita. Comprado en el 88, ese campo va-
le mucho más en el '93. Pero tiene una hipoteca formidable.
Lo fantástico es que entre Yrigoyen y los prestamistas no se
firmó contrato. Yrigoyen cree que basta con la palabra. Y así
ahora, cumplidor como nadie, apenas recibe el dinero que
acaba de entregarle el comprador del campo, paga la deuda a
los acreedores: dos viejos amigos suyos, poderosamente ri-
cos, que sólo ante su insistencia se resignan a aceptarle la
enorme suma. Al cumplirse el plazo fijado en el contrato de
retroventa, Yrigoyen, sin dinero para rescatar su campo, de-
be dejarlo definitivamente en manos del comprador.
Ahora Yrigoyen tiene otro campo: El Quemado. Lo acaba
de tomar en arrendamiento. Su fortuna se ha venido abajo.
Necesita rehacerla, tal vez para gastársela más tarde en algu-
na nueva revolución. Ahora está convencido, más que nunca,
de la necesidad de ser rico. Ya es uno de los jefes del radica-
lismo, y el día, acaso no lejano, en que sea el jefe único, preci-
sará mucho dinero. Sabe que sin dinero no hay política.
Alem y sus amigos preparan una revolución nacional. Casi
todas las provincias van a ser conmovidas. Yrigoyen no quie-
re colaborar en este movimiento. No lo dice categóricamente,
pero no asiste a las reuniones de la junta revolucionaria ni
realiza en la provincia el menor trabajo subversivo. Alem y
sus íntimos están descontentos con su actitud, que les parece
una traición. ¿Por qué Yrigoyen no quiere participar en el
movimiento? Acaso lo considera inútil, ya que el gobierno
nacional dispone de la fuerza. El ejército, en ese tiempo, no lo
forman como ahora todos los ciudadanos, sino los engancha-
dos a quienes se les paga un sueldo. La tropa va a donde la
llevan los jefes, y los jefes, en su casi totalidad, son leales al
120 Manuel Gálvez

gobierno. También es probable que Yrigoyen no quiera com-


prometer nuevamente a sus amigos de la provincia, a pocas
semanas de la revolución de julio.

El 20 de setiembre se levantan en armas los radicales de


Tucumán. Desde allí invaden la provincia de Santiago del
Estero. Se temen revoluciones en Córdoba, Mendoza, San
Juan y San Luis. El 24 empieza a combatirse en Santa Fe.
Alem dirige el movimiento en Rosario -baluarte del radicalis-
mo-, que es la ciudad importante de Santa Fe y la segunda de
la República. Alem, como los revolucionarios de Tucumán y los
de la ciudad de Santa Fe, cuenta con batallones sublevados y
con varias unidades de la escuadra: en Rosario se ha subleva-
do el acorazado Los Andes y en el Tigre, a pocos kilómetros de
la capital, dos torpederas.
Todo esto dura unos días. Los tres buques de guerra caen
pronto en poder del gobierno. La revolución de Santa Fe termi-
na después de cuatro días de lucha. Pellegrini va a Tucumán
y triunfa sobre los rebeldes. En Rosario, Alem se entrega. En
la provincia de Buenos Aires ha habido dos o tres levanta-
mientos locales, realizados zurdamente por amigos de Alem.
Hipólito Yrigoyen, lo mismo que otros radicales, es sacado
de su casa en la madrugada del 21 de setiembre y llevado a la
policía. Aunque él nada tiene que ver con esta revolución, no
pronuncia una palabra de protesta. De allí lo conducen a la dár-
sena y lo embarcan, entre bayonetas, en el aviso El Argentino.
Larga y lenta travesía. Amarra el aviso al costado del cru-
cero Nueve de Julio. Allí se enteran los presos de que serán
trasladados al pontón Ushuaia. Pasan las horas. En vez de co-
mida, les dan música: primero el Himno Nacional y luego
fragmentos de operetas en boga. A la tarde, les arrojan unas
galletas. A las cuatro y media están en el Ushuaia y conocen
el horror de la morada que les han destinado. Es el Ushuaia
un decrépito buque mercante a vela. Los alojan en la bodega,
de diez metros por veinte. Allí amontonan a los presos, que,
con los que van llegando, alcanzarán a setenta y cinco perso-
nas. Muy escasa luz. No hay ojos de buey. Las únicas abertu-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
12M

ras son la puerta y una ventanita muy alta. Los presos se hie-
lan de frío. No hay camas. El aire es húmedo y pesado. Los
muros están cubiertos de salitre. Esa tarde les sirven una co-
mida inmunda. Al oscurecer, ven las enormes ratas que los
van a acompañar en aquella cueva. Tienen que dormir en
unas lonas llamadas “cois”, que, al modo de las hamacas,
se cuelgan de unos ganchos. Nadie duerme con el balanceo
de semejantes lechos. Las dos de la mañana los encuentra
en pie.
Así pasan varios días. El lavabo es una palangana de lata
para todos. La comida, un zoquete de carne, un guisote de
arroz con pedacitos de carne y una galleta. Les traen colcho-
nes, en los que han dormido los enfermos de fiebre amarilla.
Huelen tan asquerosamente que los presos los rechazan, y el
jefe del barco los hace echar al agua. Duermen envueltos en
unas mantas, en el suelo: y amanecen con las caras y las ma-
nos pintadas: las mantas se han desteñido. El suelo es un lo-
dazal. Algunos de los presos se enferman. Uno tiene fiebre
muy alta. Llegan más presos.
Estos hombres, sufridos, habituados algunos de ellos a las
privaciones, no pueden, sin embargo, soportar resignada-
mente aquella vida. Todos protestan a gritos. Unos insultan al
Presidente y al ministro del Interior, otros amenazan no se sa-
be a quién. Más de uno se queja doloridamente. Alguien se
acuerda de su mujer y de sus hijos, del hogar que parece tan
lejano, tan inaccesible. Un recién casado no oculta sus lágri-
mas. Todos, quien más quien menos, maldicen o se lamentan.
Sólo uno de ellos no dice nada. No se le oye una protesta ni
una queja. Soporta el hambre y las malas comidas, el aburri-
miento, la falta de aire y de luz, las noches sin dormir, la su-
ciedad intolerable, las ratas, los lamentos de sus compañeros.
Todo esto lo soporta como si fuesen cosas que han sucedido
porque tenían que suceder, porque no era posible evitarlas.
Este hombre estoico, sereno ante el padecimiento, es Hipólito
Yrigoyen. Pasa las horas en un rincón de aquella cueva, soli-
tario, grave, meditativo. Sólo en un momento este hombre ha
sufrido: al oír cómo los buques de la escuadra cañonean a las
11272 Manuel Gálvez

torpederas sublevadas. Sabe que hay muertos y heridos, ami-


gos y correligionarios suyos. Y entonces su rostro se entristece.
Después de nueve días los trasladan al Rosetti. Es un enor-
me barco sin arboladura, que ha servido durante años como
hospital flotante a los enfermos de fiebre amarilla. Allí tienen
aire y luz. Pueden andar bajo la toldilla. Se ven pasar barcos.
A lo lejos, se divisan la Ensenada, Quilmes y Buenos Aires.
Aunque han pasado un día de ayuno, confían en que la vida
no será allí tan mala. Pero a la noche ocurre algo tremendo: el
barco, que no tiene lastre, empieza a balancearse violentamen-
te de babor a estribor, batido por el viento huracanado que so-
pla. En la vasta sala que es el dormitorio de los presos, todas
las cosas saltan de su sitio y ruedan por el suelo. Los catres cru-
jen, y algunos de sus ocupantes son despedidos. Las camas-
jaulas con rueditas corren de un extremo al otro de la sala,
chocan contra los muros, rebotan hacia el muro opuesto. Ca-
si todos los presos se marean con semejante danza. Sobre sus
cabezas, en el puente superior, caen mesas y sillas, se rompen
vidrios. Los presos maldicen, amenazan, se desesperan. Sólo
Hipólito Yrigoyen pasa en silencio aquella noche de perros.
Esta:danza del Rosetti se repite noche a noche. En tres oca-
siones llega a ser tan grande el peligro, que el comandante del
barco reúne a los presos y les aconseja preparar sus almas,
pues cree probable que, momentos después, estén todos en el
fondo de las aguas. No hay víveres suficientes, ni remedios
para los que se han enfermado, ni agua limpia. Están en el
más absoluto abandono, y la única posibilidad de comunica-
ción consiste en dos cohetes que tiene el comandante y cuya
explosión, según lo convenido entre él y las autoridades, sig-
nificaría que los presos se habían sublevado y que la escua-
dra haría fuego contra ellos...
Una mañana, los que han conseguido dinero de sus casas
organizan un gran almuerzo. Van a servirlo cuando empieza
a bailar el barco. Platos, cubiertos, sillas, todo cae y rueda.
¡Perdido el soñado almuerzo! El barco hace agua. Como no
pueden seguir en semejante martirio, les ofrecen el destierro.
Todos aceptan, y, después de varios días de incertidumbres e
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
125

inquietudes, quedan libres, en el vapor de la carrera que los


transporta a Montevideo. Veintisiete días ha durado la pri-
sión de Yrigoyen.
Vida silenciosa, con la modestia de siempre, en un hotel de
Montevideo. Ni reportajes en los diarios, ni artículos. Trata de
no llamar la atención. Varios días antes de su llegada, don
Bernardo y otros desterrados han dirigido una invitación a
sus correligionarios de todo el país, para que se inscriban en
los registros electorales. No lo ablanda al gobierno esta indi-
recta renuncia a la revolución. Hipólito pasa casi dos meses
en Montevideo, y el 11 de diciembre vuelve a Buenos Aires.
Vuelve en silencio, sin quejas ni protestas. Los diarios dan su
nombre en una breve lista de los que llegan del destierro. Y
nada más.
Pero él no se desanima nunca. Rudos golpes han soporta-
do él y su partido en aquel tormentoso '93. Él y muchos otros
han sufrido prisión y destierro. Están pobres, cansados. Él só-
lo piensa en que es preciso empezar de nuevo.
ES A A O y hos callHomes

Epi EAS Ae my tri Picar k


| 4) de AN TE ]
id Ji blede ga nel pn
nm 38d
ely BAR ia ja A NARA oz o
SH ENTER h ab

—-
E Hara
e ARE see bisip ab AE Pb
vel aaa Md BESt: ¿Boa e Ja ei ; a
AA RUDA MA ap AE y
TN AO MI gi ii iS
PÓBCRATRAAAEA ce |
RA nerd a e0
ra A Qeea ¡NA
Ran, Y alias he mi he «e Varo bdo M7
sarta ei eN
Ann + bd ENE
IR AMS A
cabozio. de dl di brete t
Er id sdfót, coi, fte
gy ni TU Ja A ah apta es ra
Pues le e dl pe lo ALONE Prato IA
uned Ost Sn prof el pe dur des divida
e
did, moro Proy di ÓN A dyy
o dónde Ji, Tu Y) O UA, eres dudas y
ire O A A IA mi $ e q”
¿Ln am e (we el rusa ja Urola MON Ñ
ga ALU y e ts ¡nt de NS -
AMA ly ir rr equ Meal, 11 y be ss .
veias e Pin ¿Le á NAS
nh srio- que pad UN) Fué JA a E
SA PALA (IMD EIA . ;
O Mad e dan
Vs e rr. Mesa
ados el iv Il
Paddn y AS »R
purrda lA 0
WAN en, Ferial
VIII. La tragedia de Leandro Alem

urante estos pasados tiempos heroicos, estos años ro-


[) mánticos de la política Argentina, Hipólito Yrigoyen
ha oído de nuevo, imperiosas, categóricas, las voces
que le ordenan realizar su destino. Las ha oído desde el prin-
cipio del período, apenas transcurrida la revolución del “90.
Para obedecerlas ha conquistado un grupo de jóvenes. Aho-
ra sabe que ha nacido para mandar. Los tiempos le son pro-
picios. Y cuenta con la suerte, que favorece a los elegidos.
Todo esto lo sabemos, y sabemos que al año de la revolu-
ción del “90 es una potencia política. La división de la Unión
Cívica en dos fracciones le limpia su camino de rivales, ya
que la nacional, o sea el mitrismo, se lleva íntegramente el
magnífico estado mayor del partido. Hipólito Yrigoyen ha
debido mirar con una sonrisa de complacencia esa división.
En la Unión Cívica Radical no hay sino dos figuras de gran
prestigio: don Bernardo y Alem. Don Bernardo, hombre de ga-
binete, con setenta años encima y escaso arrastre popular, no
es peligroso para Hipólito Yrigoyen. Su rival es Alem. Rival
poderoso: extraordinario talento de orador, asombrosa popu-
laridad. Cuando el partido elige candidato presidencial a
don Bernardo, quien recibe las adhesiones y las felicitaciones
es Alem, que, absorbente, llega a decir, entre amigos: “Don
Bernardo soy yo”. La manifestación conmemorativa del pri-
mer aniversario del “90 y su viaje por las provincias significan
la apoteosis del caudillo. El día del triunfo radical, Alem se-
ría el presidente de la República.
Hipólito Yrigoyen no es todavía una figura de gran presti-
gio. Pero va ascendiendo rápidamente. Ya es jefe de un grupo
de hombres, del mejor grupo que existe dentro del partido; es
el dueño del Comité de la provincia. Él reflexiona sobre estos
hechos. ¿Se resignará a no ser otra cosa en su vida que un saté-
lite de su tío? La popularidad de Alem no deja sitio para otra
popularidad junto a la suya. Alem, autoritario, no lo dejaría a
126 Manuel Gálvez

él, su sobrino, convertirse en jefe. Sobre todo, no se lo deja-


rían los amigos de Alem. Él puede prosperar a la sombra de
su generoso tío, ser diputado, senador; acaso, algún día, mi-
nistro. Pero él no ha nacido para ser figura secundaria. Tiene
que imponer su personalidad, constituirse en jefe, en conduc-
tor de hombres. Tiene que cumplir su destino. Su temperamen-
to se lo ordena. Dios se lo ordena. ¿Cómo hacer? Minar lenta-
mente el prestigio de Alem, obstaculizarlo, oponer la astucia
a la fuerza, la intriga a la claridad, la organización metódica
al desorden bohemio. Y empieza así su lucha silenciosa, sub-
terránea, contra aquel a quien tanto le debe.
Hipólito Yrigoyen ha debido sufrir. Es un hombre bueno y
generoso. Reconoce lo que Leandro ha hecho por él. Recono-
ce que ha sido su maestro en la vida y su modelo, que le des-
pertó su vocación política. Hipólito ha debido pensar mil veces
que debería ser, como su tío, un republicano ferviente, un
amigo del pueblo. Es enorme lo que ha aprendido junto a él
en materia de comités y de elecciones, de propaganda y de
doctrina política. Alem le ha infundido sus principios demo-
cráticos, su austeridad cívica. Como él, viste de negro, regala
sus sueldos. Es penoso para Hipólito tener que combatir con-
tra ese hombre. Acaso le molesta deberle tanto. Pero él nece-
sita disminuirlo para ser jefe, para cumplir su destino.
También el partido y la Patria le ordenan destruir políti-
camente a Alem. ¿Qué puede ser la Unión Cívica Radical
dirigida por un bohemio, un desordenado? Leandro es un
caudillo estupendo, acaso como no hubo otro en este país de
grandes caudillos. Pero no es capaz de organizar a las muche-
dumbres. Hipólito ha pensado, seguramente, que Leandro es
su precursor, el Bautista que le allana sus caminos. Por eso
sus fieles, interpretando mal el vocablo, llaman a los de Alem
“los anabaptistas”.
Hipólito Yrigoyen y sus fieles están persuadidos de que el
viejo caudillo de Balvanera no es el hombre que salvará al
país. Su primer inconveniente para ello es el carecer de inde-
pendencia económica. Ha perdido tres casas que poseía. La
política lo salva momentáneamente: como senador goza de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
127

una dieta, aunque inferior a sus necesidades y a su posición.


Además, Leandro no es político: Demasiado espontáneo y
franco. No sabe, si no es por medio de sus discursos, atraer a
la gente. Ignora el arte del disimulo y el de dejar contentos a
todos. Un político debe ejercer un constante control de sí mis-
mo, y Leandro es exaltado, sentimental. ¿Cómo podrá dirigir
un gran partido un hombre que llora en los velorios, que se
abraza con todo el mundo, que se arrebata con facilidad? El
político debe ser cerebral, no sentimental; calculador, no im-
provisador; hombre de planes, no de corazonadas. Sin dejar
de mostrarse amable con todos, igual con todos, hay que con-
servar las distancias para ser buen jefe, para lograr el respeto
profundo y la admiración constante. Nadie reconoce grande-
zas en aquel que, en las confiterías o en los bares, toma una
ginebra con uno; en aquel que lanza palabrotas a dos por tres.
Pero a Yrigoyen nada le disgusta tanto en Leandro como el
grupo que lo sigue. Cree que ninguna cosa buena se puede
hacer con esos hombres, con los que nunca quiso estrechar la
amistad. Los condena así: “Leandro está mal rodeado”. Les
devuelve su antipatía. Ellos han desconfiado de él desde el
principio y se lo han dicho al caudillo. Fieles de Yrigoyen
afirman que si Hipólito se ha opuesto a su tío no ha sido tan-
to por él como por su círculo. Una guerra de intrigas no tar-
da en iniciarse entre ambos bandos. Hipólito sabe que entre
los secuaces de Alem están sus enemigos; y tal vez cree que
el propio Alem los autoriza y apoya. Nada más humano que
el mezclar a su tío con los hombres que lo rodean y el comba-
tirlos a todos en montón.
¿Guía a Hipólito algún motivo inconfesable en su actitud
hacía Alem? Sería lógico que hubiera envidia, pues él aspira
a ser el jefe del partido. Nada también más envidiable para
Hipólito -político por vocación auténtica, no por diletantismo-
que el tener la admiración de las multitudes. ¿Y cómo no envi-
diar al jefe cuando se ha nacido para ser jefe y no se es todavía?
¿Y cómo no envidiar al conductor de hombres cuando se ha na-
cido para conductor de hombres y se carece de los medios pa-
ra llegar a serlo? Pero si lógica y humana es la envidia en el
128 Manuel Gálvez

caso de Hipólito, no menos lógico y humano es el resentimien-


to. En la casa de la calle Cuyo, Hipólito ha sido un protegido.
En la mesa, ante los invitados que siempre había, todos amigos
de Alem, la autoridad del dueño de casa se manifestaba aplas-
tante. Hipólito permanecía callado. Si hablaba, sus opiniones,
frecuentemente, molestaban a Alem. Y recordemos aquel re-
sentimiento grave, de origen familiar, ocurrido allá por el 89.
Pero puede afirmarse que no es la envidia ni el resenti-
miento lo que principalmente impulsa contra Alem a Hipólito
Yrigoyen. El primer móvil de su actitud es la convicción mís-
tica de que el país necesita salvación, de que sólo él podrá sal-
varlo, y de que Alem es un obstáculo a la realización de su
mandato. Lo mueve una fuerza subconsciente, oscura, miste-
riosa; una causa biológica que lo empuja para abrirse su ca-
mino. Él mismo no se da cuenta, acaso, de esa interna fuerza
imperativa. Durante cinco años se opondrá a casi todo lo que
Alem intente, en la convicción de que Alem no interpreta el
espíritu del partido.
Yrigoyen jamás inicia un ataque contra Alem. Habla de él
con respeto. No traza planes contra su tío. La suerte lo favo-
rece: Alem, con sus diversas actitudes equivocadas, autoriza
las hostilidades. Yrigoyen cree proceder en defensa del parti-
do y por la salvación de la patria. En realidad, procede por un
impulso de su temperamento, llevado por la necesidad vital
de realizar su destino. Si alguna vez, en medio de una vacila-
ción Oo remordimiento, piensa en lo que le debe a su tío, es se-
guro que en seguida reacciona, pensando que más se debe al
partido y a la patria que más se debe a sí mismo. El partido,
la patria, y el cumplimiento de su misión en la vida, están por
encima de los lazos humanos.

Apenas han transcurrido unos meses de la revolución del


"90 cuando empiezan las disidencias. Alem ha propuesto a
Mitre como candidato de la Unión Cívica para presidente de
la República. Hipólito, que no transige con el mitrismo, acep-
ta con disgusto la imposición del partido. Nada hace por esa
candidatura. No va a la convención de Rosario.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
129

Alem conoce las actividades de Hipólito. Sabe, probable-


mente con gran asombro, que es el jefe de un grupo de jóvenes
intelectuales y de distinguida posición social. ¿Qué pretende-
rá Hipólito? Naturalmente, porque es su tío, le lleva diez años
y no conoce su espíritu, lo considera incapaz de cosa que val-
ga. Hipólito, enigmático para todo el mundo, lo es más que
nadie para su tío. Y cuando en julio de 1891, al deshacerse
la Unión Cívica, Hipólito es candidato de sus fieles a la pres
sidencia del Comité de la provincia, Alem se opone. Pero
Hipólito, más fuerte, triunfa.
En seguida, el partido radical resuelve ir a la revolución.
Pero hay que prepararla con infinito cuidado. Hipólito nada
hace en favor del movimiento. Por aquellos días, Pellegrini,
al invitar a Yrigoyen a la reunión de “notables”, le da el es-
paldarazo. Alem, que recorre las provincias, se ha de haber
asombrado al ver figurar a su sobrino, como personaje, junto
a Mitre y a Roca. Hipólito, aparte de no trabajar por la revo-
lución, deja creer que la combate.
Alem y sus amigos no tardan en sospechar que Hipólito
obstaculiza los trabajos revolucionarios, y se indignan por lo
que consideran como una traición. Un día de principios del “92,
Yrigoyen ha ido a la casa de Alem, en donde se reúnen los or-
ganizadores del movimiento. Discusión. Hipólito manifiesta
opiniones contrarias a las de Alem. El caudillo se exaspera, O
acaso ya está exasperado contra su sobrino desde hace unas
semanas. Hipólito pronuncia unas palabras en tono levanta-
do. Y entonces Alem, yendo hacia él como para pegarle, lo
echa. Hipólito sale a la calle, sin preocuparse de su sombrero.
Los que presencian la escena, dramática por lo que trasluce,
por el parentesco entre los dos hombres y por todo lo que los
ha unido, quedan consternados.
Otro día de ese mismo año, en enero o febrero, hay reunión
del Comité Nacional en la casa de Alem. Se habla de la revo-
lución en germen. Hipólito no está. Amigos suyos ponen ob-
jeciones a cuanto intenta hacerse. Ninguna fecha les parece
oportuna. Ningún militar es apto para mandar a las tropas re-
volucionarias. Han llegado a oponerse a que se designe jefe
130 Manuel Gálvez

militar del movimiento a cierto general de prestigio -excelente


candidato por sus conocimientos, su patriotismo y su coraje-
en virtud de haber nacido en España, de ser ciudadano na-
turalizado. Las reuniones, prolongadas en disputas estériles
sobre minucias, terminan en el cansancio, sin que nada se re-
suelva. Esa noche, algunos jóvenes amigos de Alem, que no
integran el comité, esperan en el escritorio del caudillo el fin
de la reunión, que se celebra, como siempre, en el comedor.
Al cabo de mucho esperar, se abre la puerta y entra Alem.
Disgusto y fatiga moral en su semblante. Parece en los um-
brales del desaliento. Uno de los jóvenes le hace preguntas,
tal vez no muy discretas. Alem, que es la franqueza misma,
revela su indignación por los procederes de Hipólito. En un
momento con lágrimas en los ojos, recordando tal vez que lo
hizo abandonar el trabajo en los carros para hacerlo estudiar,
exclama dolorosamente: “¡Carrerito desagradecido!” Y agrega:
“Hipólito no perdona ni olvida”. Extrañas palabras estas últi-
mas. ¿Le ha hecho a Hipólito alguna ofensa que su sobrino de-
ba perdonar y olvidar? Acaso se trata de aquella escena que ha
motivado el resentimiento personal de Hipólito. O de su oposi-
ción a que él fuera presidente del comité provincial o de aque-
llos años de humillación -¡nada perdonarnos menos que las hu-
millaciones!- sufridos por Hipólito en la casa de la calle Cuyo.

Ningún cargo más grave contra Hipólito Yrigoyen que el


de haber traicionado a la conspiración de 1892.
Fines de marzo. Pellegrini, con el ministro de Instrucción
Pública y muy contento, va a pasar el día en una estancia pró-
xima a Buenos Aires, en la que se celebra una feria. Almuer-
zan con los dueños de casa y otros invitados Se dispersan por
los jardines. El ministro se dirige a un galpón, en donde, se
rematarán unos caballos. En el camino, ve al Presidente con-
versando bajo un paraíso con un desconocido. Es un hombre
alto, buen mozo, de anchas espaldas, vestido con cierta ele-
gancia al modo de los estancieros ricos: chambergo, saco, bo-
tas de montar sobre el pantalón. Con un látigo pega en la bo-
ta suavemente. Un caballo bien enjaezado está atado a uno de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
Sl

los paraísos. Todo en el animal revela un reciente galope. El


ministro pasa de largo, cuando el Presidente lo llama. Sin pies
sentarle a su acompañante le pregunta: “¿Qué nuevo asunto
ocurre en la Escuela Normal?” El ministro calificando dura-
mente a la directora, la acusa de haber mandado construir,
sin estar autorizada, un pabellón que cuesta treinta mil pesos
y al que no hay con qué pagar. El hombre del látigo, con acen-
to un tanto melodramático, interviene: “La señorita directora
es una gloria del magisterio argentino”. Dos o tres frases ter-
minan la conversación. Se aparta el ministro, sin que le hayan
presentado al desconocido, y apenas anda unos pasos topa
con el dueño de casa. “¿Quién es el que está con Pellegrini?”,
le pregunta. “Es el sobrino de Alem, Hipólito Yrigoyen, que
acaba de venir, buscando a Pellegrini”. Y en seguida, con
asombro -sabe que Pellegrini es mal jinete-, ve cómo le traen
un caballo y cómo, montándolo, se aleja con Yrigoyen.
Una hora después, alguien le toca la espalda al ministro.
Es el Presidente. “Nos vamos a Buenos Aires”, le dice, y sigue
andando, sin esperar el coche que el estanciero manda traer
y que los alcanza en el camino hacia la estación. En el tren,
Pellegrini va muy preocupado. Contesta con monosílabos a
las preguntas del ministro. Cuando falta poco para llegar, le
dice que esa noche se reunirá con los ministros en la casa de
uno de ellos, que está enfermo. “Hay algo muy grave”, afir-
ma el Presidente. Y agrega: “Tenga en cuenta que todos esta-
mos vigilados; disfrácese y trate de despistar a todo el que
vaya detrás de usted”. El ministro se pone a cavilar. ¿De dón-
de provienen esas noticias inesperadas?
Once de la noche. Consejo de ministros. Asiste el jefe de po-
licía. El Presidente comunica que Alem y sus secuaces prepa-
ran una tremenda revuelta, que han alquilado casas vecinas a
los cuarteles para arrojar desde allí bombas de dinamita a los
batallones cuando vayan saliendo. Muestra una carta de
Alem en donde habla de esa revolución. Y pregunta: “¿Deja-
remos estallar el movimiento o declararemos el estado de si-
tio, tomando presos a los jefes, aunque entre ellos haya sena-
dores y diputados?”. Él prefiere lo segundo, y todos opinan
132 Manuel Gálvez

lo mismo. El jefe de Policía, hombre serio, activo y honorable,


objeta. “En opinión de la policía, mejor informada que cual-
quiera, no ocurre nada anormal en la Capital”. Se resuelve
esperar unos días, mientras se realizan averiguaciones. El AR
de abril los ministros son citados a medianoche a la casa del
Presidente, en la calle Florida. Está con ellos el general Roca,
pero -pormenor significativo- no está el jefe de Policía. Pelle-
grini lee un violento decreto que ha redactado, y muestra un
cajón con unas cincuenta bombas: parecen naranjas de bron-
ce, están vacías y se atornillan por el medio. Ha mandado
fondear en la dársena a La Argentina para alojar a los conspi-
radores, que serán prendidos esa misma noche. Da órdenes a
los ministros. Aquel que acompañó al Presidente a la estancia
queda un momento solo. Le pesa su secreto. En la mesa está,
redactada por el Presidente, la lista de los que han de ser de-
tenidos. La toma nerviosamente. Busca el nombre que lo ob-
sesiona. Y no lo encuentra.
¿Es Hipólito Yrigoyen quien, por perjudicar a Alem, ha
denunciado la conspiración? Así lo han creído sus enemigos.
Se cuenta que Pellegrini ha contestado siempre con evasivas
a las preguntas sobre este grave asunto. Hipólito Yrigoyen ha
callado, como es su costumbre. Estamos frente a uno de los
mayores enigmas en la vida de Yrigoyen.
Para resolver este enigma, debe recordarse y tenerse presen-
te, en todos los momentos, que los radicales no han pensado en
hacer una revolución por esos días. Resuelta sólo en principio,
le faltaban meses para madurar. ¿Y con qué objeto hacer una
revolución ahora, cuando el partido iba a presentarse a los co-
micios presidenciales del 10 de abril, en los que esperaba, con
serios motivos, obtener el triunfo? El partido se preparaba
para la gran manifestación del 3, en que exhibiría sus fuerzas.
También debe tenerse presente que, desde hacía varias se-
manas, los diarios oficialistas anunciaban un próximo estallido
revolucionario. ¿Qué conspiración “secreta” ha podido, pues,
denunciar Yrigoyen? ¿Y cuáles pormenores, si no existían he-
chos concretos, sino vagas conversaciones más o menos decla-
matorias? Don Bernardo, que es la veracidad personificada,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O SS

asegura en una carta pública, categóricamente, no saber


nada
de semejante revolución. La afirmación del jefe de Policía, en
aquella primera reunión con el Presidente y los ministros, es
de grandísima importancia. No hay cosa más fácil que vigilar
a Alem, único jefe posible de la revolución, y es indudable
que la policía lo ha vigilado. Alem, por otra parte, no se ha
ocultado mucho. La policía no ha podido ignorar lo que ha-
cía Alem, ni los nombres de sus visitantes. Después del decre-
to y de la prisión de los pseudoconspiradores, la policía nada
encuentra que los denuncie. Ni en los comités radicales, ni en
las casas de los dirigentes se han hallado armas. ¿Las bom-
bas? Han sido mandadas fabricar por Pellegrini, que no es
hombre de detenerse por escrúpulos de más o de menos. No
cabe otra suposición. Ni Alem: caballeresco, romántico, sensi-
blero, bondadoso; ni sus amigos: personas cultas y decentes,
son capaces de la bárbara crueldad, sin precedentes en nues-
tras costumbres políticas, de emplear bombas de dinamita. Los
anarquistas tampoco han podido fabricarlas en cantidad tan
grande, ya que los atentados anarquistas son siempre indivi-
duales. Pero sobre todos los argumentos hay uno que me pa-
rece irrefutable: si los anarquistas han sido los fabricantes de
las bombas y las han vendido a los radicales, o las han reser-
vado para apoyar ellos la revolución, ¿cómo las autoridades,
ya que está en el interés de ellas el hacerlo, no dan a publici-
dad el menor detalle sobre el sitio en que han sido encontra-
das esas bombas y sobre sus poseedores o fabricantes?
Hipólito Yrigoyen no es hombre de hacer delaciones. La
brusca resolución de Pellegrini de volver inmediatamente a
la ciudad, su preocupación durante el viaje de regreso y la
convocatoria a los ministros para esa misma noche, pueden
explicarse imaginando lo que debieron hablar Yrigoyen y
Pellegrini. Yrigoyen, que no quiere ir a la Casa de Gobierno
ni al domicilio particular de Pellegrini, temeroso de llamar la
atención y de que hablen los diarios, ha preferido, llevado
también por su afición a los caminos extraños, encontrarlo
en aquella estancia. Ha ido a interesarse por la directora de la
Escuela Normal, con la que tiene una grande amistad y a la
134 Manuel Gálvez

que se le hacen graves cargos en el ministerio. Terminado este


asunto, no es difícil imaginar lo que después sucede. Pellegrini,
viejo amigo suyo, le habrá preguntado: “¿Y cómo va esa re-
volución?”. Yrigoyen habrá contestado que él no interviene
para nada. Acaso haya dicho: “Son cosas de Leandro...” No es
imposible, igualmente, que condenara, por inoportuno, un
movimiento revolucionario. Nada más puede haber hablado
Hipólito Yrigoyen. ¿Decir que Alem prepara una revolución?
Noticia vieja para Pellegrini. ¿Dar los nombres de los milita-
res complicados? Noticia vieja, también: Pellegrini no ignora
quiénes son los jefes que están contra su gobierno y que res-
ponden a Alem.
Pero si esto ha ocurrido así ¿por qué Pellegrini quiere volver
a la ciudad? ¿Y por qué su preocupación y su convocatoria al
ministerio? Pellegrini ha podido encontrar en las palabras de
Yrigoyen más de lo que ha habido en ellas. Yrigoyen, cuando
se trata de política, suele hablar en forma oscura. Pellegrini ha
podido deducir de sus palabras, sinceramente o no, que la re-
volución es para aquellos días. ¿Y su preocupación durante el
viaje? Es casi seguro que el diálogo con Yrigoyen ha estimula-
do la imaginación de Pellegrini. Mientras hablaba con su ami-
go se le ha ocurrido un plan para destruir a Alem. Por esto ha
querido regresar inmediatamente y convocar a los ministros
para esa misma noche. Pellegrini, como el creador obsesionado
por su obra, no puede pensar sino en su plan, al que va madu-
rando y perfeccionando, mientras el tren corre hacia la ciudad.
No cabe duda de que el decreto de Pellegrini, y la prisión
de Alem y sus secuaces en aquellas vísperas electorales, favo-
recen a Yrigoyen. Su vista muy larga, que penetra en el tiempo
futuro, le muestra cómo el triunfo de don Bernardo -candida-
to del partido a la presidencia de la República- significaría la
muerte de los ideales del radicalismo, la continuación de los
gobiernos oligárquicos, y, para él, la imposibilidad de realizar
su destino. El golpe de Pellegrini lo favorece tanto -implica la
derrota de sus dos únicos rivales- que un malintencionado lo
puede creer autor de la delación. Pero es preciso insistir cien
veces: no ha habido nada que delatar.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
153

No obstante, vamos a suponer que ha habido secretos que


delatar. La revolución va a ser sangrienta e inútil, porque el
gobierno cuenta con el ejército. Con su hipotética delación,
Yrigoyen salva de la muerte a millares de argentinos y evita
el encumbramiento de don Bernardo en el gobierno, con lo
que, a su juicio, impide que perezca el radicalismo. El discí-
pulo de Krause sabe que una revolución sólo es moralmente
lícita cuando tiene el triunfo asegurado y procede con extrema
rapidez. Esta es también la doctrina cristiana. ¿Habría cometi-
do una traición Yrigoyen delatando un movimiento condenado
a ser vencido, a producir millares de víctimas? ¿Un movi-
miento que traería a la larga el afianzamiento de los oligarcas
e impediría la liberación del pueblo?

Hipólito Yrigoyen no frecuenta el Comité Nacional ni la ca-


sa de Alem, pero manda allí a sus secuaces, personas a quie-
nes nadie conoce y que son verdaderos espías, o amigos de
que se vale para obstruir los proyectos subversivos de Alem.
Nada puede hacerse en la junta revolucionaria por causa de
Yrigoyen y sus secuaces. Ya no les cabe duda a los íntimos del
caudillo, de que el sobrino intenta suplantarlo. A principios del
"93 la situación se ha hecho insostenible. Alem comienza a re-
conocerse vencido por Hipólito. Surge entonces el proyecto
de organizar una reunión, a la que asistirán los dos hombres,
a fin de que hablen claramente, lealmente, con el corazón en
la mano. Los comedidos, que pertenecen al grupo de Alem,
aunque algunos conservan buena amistad con Hipólito, quie-
ren que el sobrino exponga sus razones, sus agravios, si los
tiene. Cada uno cederá un poco y los dos se entenderán: na-
da grave los separa. Deben entenderse para salvar al partido;
para salvar a la revolución, más indispensable que nunca. El
proyecto es recibido con entusiasmo entre los amigos de Alem,
y aun entre los de Yrigoyen. Pero cuando se lo comunican al
caudillo, él contesta: “Hipólito no aceptará”.
Uno de los más distinguidos jóvenes del partido, que igno-
ra las razones profundas que dividen a los dos hombres y que
es amigo de ambos, se propone hablar con Yrigoyen. Le ruega
136 Manuel Gálvez

al doctor Alem que no tenga tantas desconfianzas y que no


se niegue a la reunión salvadora, antes de que él hable con
Hipólito. Él está resuelto a decirle a Hipólito, si rechaza el
proyecto, que semejante actitud “echa un velo de sombras so-
bre su sinceridad y afecta su nombre”. Alem sonríe con amar-
gura y escepticismo, le extiende la mano al joven y optimista
partidario y lo autoriza a entrevistarse con Yrigoyen.
En el camino, el ilusionado intermediario se encuentra con
un amigo, joven como él y correligionario suyo. Este amigo lo
acompaña hasta el Comité de la provincia y allí lo espera. La
entrevista es breve. Yrigoyen, con firmeza, se niega, aunque
da razones insignificantes. El intermediario le repite lo que le
ha dicho a Alem. Yrigoyen se pone en pie y, alzando la voz,
rechaza indignado la sospecha. El joven, levantando también
la voz, pero tranquilo, le ruega creer en el profundo dolor que
le causa semejante actitud, que ocasionará la terminación de
su amistad. Yrigoyen cambia de tono y le contesta: “Iré a la
reunión; dígale a Leandro que cite para cuando quiera”. El jo-
ven observa en la mirada de Yrigoyen “un desusado extra-
vío”, que lo llena de confusión. Algo le advierte que Yrigoyen
no dice la verdad. No obstante, en un impulso le tiende la
mano y, en tono afectuoso, le pregunta: “¿Su palabra de ho-
nor?” E Yrigoyen le contesta, en voz muy baja: “Mi palabra”.
Sale y encuentra al amigo que lo espera. Le refiere todo, in-
clusive su presentimiento de que Yrigoyen le ha mentido. El
amigo le responde: “No debe dudar ni por un momento de la
palabra de honor de Hipólito Yrigoyen”. Pero cuando, mo-
mentos después, el joven intermediario comunica al doctor
Alem el feliz resultado de su misión, observa que el caudillo
sonríe siempre.
Reunión en la casa del vicepresidente del Comité, a las cin-
co de la tarde. Dos horas antes, Yrigoyen, por medio de uno
de sus secuaces, hace saber que no considera apropiado el si-
tio de la reunión, por tratarse de una casa particular. Se cita,
entonces, para esa misma noche, a las nueve, en el Comité que
preside Yrigoyen. Pero cuando le llevan la citación, Yrigoyen
acaba de salir. Alem cita para el día siguiente, en su domici-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERI
O 157

lio de presidente del partido, a las dos de la tarde. Esta vez


Hipólito no tiene pretexto para faltar. Llega la hora. Todos
aguardan con ansiedad. Pasan las dos de la tarde. Y al fin, se
presenta uno de los satélites del esperado, diciendo que un
llamado urgente, de su estancia, impide concurrir al doctor
Hipólito Yrigoyen
Los enemigos de Hipólito Yrigoyen consideran su actitud
como una prueba de perfidia y de doblez. Pero no es sino un
modo hábil de eludir una entrevista sin objeto y que no le in-
teresa ni conviene. El joven intermediario corta en absoluto
sus relaciones con Yrigoyen. No pasarán tres años sin que él
revele públicamente el odio que le profesa. Dos décadas des-
pués será el más grande enemigo de Hipólito Yrigoyen: el
más grande por su talento y por su odio. Ese joven se llama
Lisandro de la Torre, y es él quien, durante la presidencia de
su adversario, en un violentísimo discurso, ha narrado su
tentativa de acercar a los dos jefes radicales.

Revolución de julio del “93. El gobernador de Buenos Aires,


que hará cualquier cosa antes que entregar el gobierno a los
mitristas, lo ofrece a los radicales. Renunciarán él y el vicego-
bernador y quedará al frente del gobierno provisorio un alto
magistrado, que es radical.
Se reúne el Comité. Alem es partidario de la aceptación.
Yrigoyen se opone, aunque no claramente. En la reunión, a la
que Hipólito no ha asistido, sus fieles ponen toda clase de di-
ficultades. Aquel chicaneo enerva a los concurrentes, sobre
todo a Alem. Las horas se pasan. No se llega a votar cosa al-
guna. Al salir, Alem en pie junto a la escalera, delante de va-
rios amigos, exclama: ”;...ajo, son cosas de Hipólito!”
Por aquellos mismos días de agosto del '93, antes de la re-
nuncia de Del Valle, Hipólito Yrigoyen es llamado urgente-
mente por Alem, a su casa. Se encierran los dos hombres en
uno de los escritorios que dan al patio. En un cuarto vecino,
dos jóvenes, enterados de aquella entrevista extraordinaria,
oyen por la cerradura. Uno de ellos es el hijo natural de Alem.
El caudillo, que ha conquistado a los jefes de la división de
138 Manuel Gálvez

Santa Catalina, tropas que están próximas a la capital, le ase-


gura a Hipólito que Del Valle puede derrocar a Sáenz Peña.
Pero no es posible proceder sin contar con el asentimiento de
Yrigoyen, dueño del radicalismo de la provincia, y que tiene
quince mil hombres bajo su mando. La respuesta de Hipólito
es negativa: “No estamos en Venezuela, en donde las revolu-
ciones son hechas por los ministros de la Guerra”. Hipólito
Yrigoyen es, al contestar así, el hombre de principios inmuta-
bles. Las revoluciones deben tener carácter civil, aunque pue-
den ser apoyadas por las tropas. Alem no comprende la fideli-
dad de Yrigoyen a sus ideas. Y al retirarse Hipólito para volver
a ponerse al frente de su ejército de Temperley, los dos jóve-
nes, que han salido al patio, ven a Alem levantar el brazo en
dirección al que se aleja y le oyen exclamar: “¡Canalla!”
La situación se agrava. Yrigoyen obstaculiza la revolución
que prepara Alem. Pero no habla jamás. Nadie sabe lo que
realmente piensa. Sus pensamientos sólo aparecen en los ac-
tos de sus satélites. Es preciso estudiar esos actos, hilvanarlos,
para deducir las ideas de “la Esfinge”, como ya se lo llama.
Revolución de septiembre de 1893. Mientras en Tucumán
y en Santa Fe estalla y triunfa el movimiento, en la provincia
de Buenos Aires, por la inacción de Yrigoyen, nada ocurre.
Como dijimos, apenas si en dos o tres localidades se levantan,
para fracasar en seguida, algunos amigos de Alem, Pellegrini
parte para Tucumán, llevando consigo, una división del ejér-
cito. Pellegrini ignora que esas tropas van a sublevarse en
cuanto lleguen a Tucumán. Pero Hipólito Yrigoyen envía en
ese mismo tren dos emisarios, con el encargo de decir a los
jefes que no se subleven. No está probada esta gravísima acu-
sación. Pero si Hipólito Yrigoyen lo ha hecho, ha sido, segu-
ramente, para evitar que continúe el inútil derramamiento de
sangre humana, pues la revolución está vencida.
El año '94 le trae grandes amarguras a Leandro Alem. En
julio debe renunciar a la senaduría nacional, para la cual lo
han elegido mientras estaba en el destierro. El pueblo de la
provincia de Buenos Aires lo lleva a la Cámara de Diputados
de la Nación. Hipólito no se ha opuesto a su candidatura, pe-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
139

ro lo hostiliza disimuladamente en el Comité Nacional. Alem,


enfermo, agriado, tiene entonces un incidente con Pellegrini.
Una carta de Pellegrini a tercera persona y publicada en los
diarios, en la que denuncia a los grandes bonetes del radica-
lismo como “deudores tramposos”, provoca el conflicto.
Alem, aludido, contesta. Canta un himno a su honradez, y
afirma vivir en casa de cristal. “Es inútil que se esfuercen por
hacer llegar hasta mí un poco del lodo que los cubre”. Répli-
ca de Pellegrini, violenta, mordaz, demostrando con números
las deudas de Alem a los bancos. Los cargos no son tan gra-
ves, pero al país entero le parecen. Por la ciudad circula un
volante: una botella de ginebra, “la casa del doctor Alem”.
Padrinos. Los dos hombres van a batirse. Intervienen damas
de la sociedad, el arzobispo. Se designa un tribunal de arbi-
traje, formado por el vicepresidente de la República, los gene-
rales Mitre y Roca, don Bernardo de Irigoyen y alguna otra
persona de elevada representación. Todo se arregla, pero
Alem queda con una intolerable amargura. Se siente despres-
tigiado. Para muchos que lo respetaron ha dejado de ser el
hombre intangible de antes.
Alem está moralmente enfermo. Sus amigos intentan expul-
sar del partido a Yrigoyen. Reunión del Comité. Alem preside.
Todos se expresan contra Yrigoyen. Uno de ellos considera
inútil la expulsión, porque casi la totalidad de la provincia es-
tá con él. La votación justifica tales palabras: sólo hay dos vo-
tos contra Yrigoyen. ¿Por qué no lo han expulsado? Por co-
bardía, por indecisión, por temor a las complicaciones, a la
ruina del partido. Entonces, Alem, ya terminada la reunión,
pronuncia estas frases: “No piensen que yo haya de seguir a
Hipólito en este camino de las maniobras políticas, no sola-
mente porque mi carácter no es para eso, sino también por-
que, en ese terreno, él es invencible”. Y agrega, en medio del
estupor de sus oyentes: “Es la fuerza política más poderosa
que he conocido, porque carece de escrúpulos”.
Durante los cinco últimos meses del “94 los diarios hablan
de la renuncia de Alem a la presidencia de la Junta Ejecutiva
nacional del partido. Esta renuncia, mantenida en reserva,
140 Manuel Gálvez

negada por el órgano de la agrupación, trasciende al público.


Sus fieles tratan de disuadirlo, en el temor de una disgrega-
ción del partido. Sábese que muchos correligionarios preten-
den nombrar en su reemplazo a Hipólito Yrigoyen, pero se
objeta que Yrigoyen no es miembro del Comité nacional.
Alem se deja decir que renunciará por “motivos personales”.
En otra ocasión declara que renunciará cien veces, que no pue-
de continuar. “Es posible -agrega- que, invitado a expresar los
motivos de mi actitud, íntimamente hable con claridad disgus-
tante para algunos correligionarios”. Hipólito no dice una pa-
labra. Los diarios apenas lo nombran. A sus amigos se los lla-
ma “los líricos”, es decir, los desinteresados y también los que
no hacen revoluciones. El triunfo de Yrigoyen significaría -dice
un diario- “la inmediata separación del elemento intransigen-
te”, o sea de los alemistas, a los cuales se los culpa de todos los
fracasos del partido. El mismo diario transcribe estas pala-
bras de un “hipolitista” ferviente: “La época del doctor Alem
ha pasado, y su intransigencia ya no tiene objeto”. Pero Alem
retira la renuncia, para evitar el predominio de Hipólito.

Leandro Alem ha sido siempre triste y amargado Tiene


motivos para serlo: el padre en la horca, la hermana soltera
que tiene hijos con un clérigo. Desdeñado por la sociedad. Es
un neurótico. Su padre tuvo ataques de enajenación mental.
En uno de sus poemas, publicado en el 70, habla de tristes re-
cuerdos que lo envuelven en sombras funerarias, y pide, a la
mujer a quien se dirige, que le deje “respirar las auras libres”,
porque el aire de las tumbas lo mata. Se siente fracasado. Ha
aspirado a la presidencia, y ya no la tendrá. Está pobre. Le ha
prometido casarse a una distinguida dama, viuda de un ami-
go suyo, y no puede cumplir. Dentro del propio radicalismo
ha ido perdiendo prestigio. Se lo considera un levantisco, un
bochinchero; y el país quiere orden. Pellegrini le ha hecho mu-
cho mal. Todo el mundo cree que él consuela con ginebra sus
desilusiones. Sus amigos lo niegan. “Calumnia” de Yrigoyen,
afirman. Es cierto que Hipólito dice: “Leandro bebe”, y que lo
repetirá años después. Pero no hay calumnia. Personas del
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
141

barrio lo ven dirigirse a Alem todas las mañanas hacia un bo-


degón próximo -una casita vieja de Cangallo y Rodríguez
Peña, que aún existe- y, a veces, salir de allí tambaleándose.
Tiene todas las características del perfecto romántico: las desi-
lusiones, el alcohol, los versos lúgubres, los sueños irrealiza-
bles, el espíritu bohemio. No le falta sino una cosa: suicidarse.
Mientras él se hunde, Hipólito se convierte en una poten-
cia política. Alem atribuye a Hipólito su creciente despresti-
gio. Cree que todo proyecto suyo fracasará, porque contará
con la hostilidad secreta de Hipólito. Su sobrino tiene sus pla-
nes, que nadie conoce; y nada de lo que él intente estará de
acuerdo con esos planes. Hipólito le ha quitado a muchos de
sus partidarios; lo ha aislado en cierto modo; y le ha cercena-
do su prestigio para aumentar el suyo. Tiene cincuenta y cua-
tro años, pero se siente viejo. Una vez hace venir a uno de sus
fieles y le dice: “Lo he mandado llamar porque empiezo a
sentirme aburrido. Me voy poniendo viejo. Necesito conver-
sar de pavadas con alguien que me entienda sin burlarse de
mí”. Quiere recordar su juventud, sus años relativamente fe-
lices, cuando no existía para él la palabra “fracaso”, ni la lu-
cha de todos los días, de todas las horas, insidiosa, estéril,
agobiadora, contra los hombres y contra el destino.

Mayo de 1896. Alem pasa los días y las noches encerrado


en su cuarto. No sale para nada y no prueba la comida que le
mandan. Noches enteras con la luz encendida. Se lo ve pasear-
se, agitado. Un día viene su médico. Es un amigo y correligio-
nario. Se niega a abrir la puerta. Ante el enojo del médico, lo
deja entrar. El cuarto está en tremendo desorden y lleno de
humo. En el suelo, multitud de papeles rotos, de cigarrillos a
medio fumar.
El primero de julio varios amigos son citados a su casa, pa-
ra un asunto urgente, a las cinco de la tarde. Uno o dos, que
han ido demasiado temprano y se han retirado, son citados
de nuevo para las nueve. Alem se queda conversando con los
que llegan en seguida. A uno de ellos le dice, refiriéndose a su
sobrino: “Alimenté una víbora en mi pecho, para que luego
(40 Manuel Gálvez

me mordiera el corazón”. Luego hablan del porvenir del par-


tido. Alem cree en su pronta disolución. Les dice a los tres
amigos que en ese instante están con él: “Los radicales con-
servadores se irán con don Bernardo; otros radicales se harán
socialistas o anarquistas; la canalla de Buenos Álres, dirigida
por el pérfido traidor de mi sobrino Hipólito Yrigoyen, se arre-
glará con Roque Sáenz Peña; y los intransigentes nos iremos a
la ...” Y un terno pintoresco termina la frase. Despide a sus ami-
gos para que vuelvan a las nueve. Han de estar todos juntos.
Minutos antes de las nueve, el primero que llega lo ve en la
sala iluminada. Alem, al oír los pasos del que entra en la casa,
mira por la vidriera que da al patio, con expresión de angus-
tia. “¿Por qué ha madrugado tanto?”, pregunta a su amigo.
No tardan en llegar los demás. Se reúnen en el comedor. Son
media docena de fieles. Cuando llega el último, cerca de las
diez, Alem cierra con pasador una puerta que da a la antesa-
la. Entra en su dormitorio y sale en seguida con la galera pues-
ta y una gran boa de vicuña envuelta al cuello. Les ruega es-
perar cinco minutos: necesita buscar un dato indispensable.
Sale luego al patio y penetra en la antesala. Dos de sus ami-
gos, que han pasado a la sala para un aparte, al oír ruido en la
antesala oscura, preguntan, alarmados, temiendo algún aten-
tado contra el jefe. “¿Quién va?” Alem exclama: “¿Qué hacen
ahí?” Hay algo de extraño en su voz. Les pide que lo esperen
cinco minutos más. Lo ven salir a la calle y subir a un carrua-
je que lo espera. “¡A escape, al Club del Progreso!”, le oyen
gritar. Un momento después, los amigos personales de Alem
que se reúnen siempre en ese Club son llamados a la puerta.
Terrible noticia los espera. ¡El doctor Alem se ha suicidado!
Ha dejado para publicarse unos párrafos que serán consi-
derados como su testamento político. Es una página tremen-
damente desolada y amarga. En algunas frases se han leído
alusiones a Yrigoyen, como cuando confiesa: “He luchado de
una manera indecible en estos últimos tiempos, pero mis
fuerzas -tal vez gastadas ya- han sido incapaces para detener
la montaña... y la montaña me aplastó”. O como cuando afir-
ma que el partido hubiera podido hacer mucho bien “si no
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 143

hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores”. El


doloroso documento empieza así: “He terminado mi carrera:
he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido,
es preferible morir”. Y agrega la viril exclamación: “¡Sí, que
se rompa, pero que no se doble!”, que junto con esta otra:
“¡Adelante los que quedan!”, los radicales convertirán en le-
mas del partido.

Ya está solo Hipólito Yrigoyen, sombríamente solo. A pesar


de cuánto los ha separado en los últimos seis años, Hipólito
sufre por la muerte del hombre generoso a quien tanto debe.
Ya está solo. Se ha ido el precursor. Él recogerá sus sueños y
sus doctrinas y, con más hábiles métodos, los hará triunfar.
El duelo entre Yrigoyen y Alem se parece bastante al due-
lo entre Stalin y Trotzky. Trotzky y Alem representan la es-
pontaneidad, la inteligencia, la cultura europea. Alem no ha
sido una lumbrera en este último aspecto, pero sabía bien su
derecho y su retórica. Stalin e Yrigoyen -aunque antípodas
entre ellos- representan la astucia. Stalin, como Yrigoyen,
ha trabajado en la sombra y con profundo e instintivo cono-
cimiento de los hombres. Si Stalin, al impedir que, enfermo
Lenin, pudiera Trotzky subir al poder, ha realizado una obra
maestra de astucia, no ha sido menor el arte de Hipólito
Yrigoyen: surgido de la nada, sin vastas amistades, sin dotes
oratorias, sin muchedumbres que lo sigan, llega a suceder al
caudillo y a convertirse en el jefe del partido.
Ya está solo Hipólito Yrigoyen. Las multitudes argentinas
lo esperan.
a

Ml

EN D
UN MT: l CA, VA > A A

pe”, lo
/

Pe rr dr IAN AMAN
SI O
MA Pia A al o fabaiid dat dd
a qa A M0 Pida nn hs E E rRETE dó
OSA RI |
padrid A ie A MEA
| | y sl
'
-
a tn] ¿lA 0 LY LL 'h añ bi Ñ
ES rr ¡ey Mán o Adde Y
Pa SNA TRÍO Ae E
dl Me ae e AAApd beliea),
¿ol oa rover dy rn
¡edocda)a ud.
A AR
A A AN Pr
9h ao rd, Ds
aa a
AE OS
jes alfa
e ura
par app
pS * du
O en Ped
A ug" al

añil $,eS e llBal


ab meAds bus Ala ela
papus:ca sop la al
LON nr E a
diia. Má Hna A
anbik VE
IM ai PUR Pale mpé e úl

Ue o ¿arma Ol UWplea 1 nio y


ds LADA A Me
ua =$ 2d ¡UINAN, smnito da
¡Mbs WIPDTA de NN ae vil AlMÁ
Moa Val qa A AO eir
D ¡APÑARÁ Nai ad
ne Que yl mid hiulsabra
AMa Did $0
Y

E]
IX. El dogma de la intransigencia

os grandes conductores de pueblos, los que luchan


desde abajo para imponer su voluntad y sus afirmacio-
nes, son siempre espíritus intransigentes. Fue la intran-
sigencia de Lenin lo que dio el triunfo a los bolcheviques so-
bre los socialistas revolucionarios, que se habían arreglado
con la burguesía. Mussolini, Hitler, Kemal Ataturk, no han
pactado jamás, no han recurrido a las componendas para ob-
tener pequeñas ventajas. Si el partido radical ha llegado al
poder, ha sido por la intransigencia de Hipólito Yrigoyen.
Nadie mejor que él para encarnar esta posición. Hombre
de pocos libros. de pocas ideas, sin compromisos sociales, vi-
ve en un mundo cerrado y exaltado. Su única pasión y dedi-
cación es la política. Los errores de nuestros gobiernos -más o
menos iguales a los de los gobiernos de otros pueblos civili-
zados- a él lo ponen en trance apocalíptico. Son crímenes
monstruosos para él, corrupciones nunca vistas en la historia
de la humanidad. Tiene alma de fanático; la virtud eficaz, la
fuerza moral del fanático. No hay hombre más fuerte que el
de una sola idea. El espíritu alejandrino que todo lo sabe y
ama las más diversas ideas, es débil pues transige con todo.
Hipólito Yrigoyen es el antípoda de ese hombre. Él no transi-
ge jamás. Recordemos cómo en el “90 se opuso, él solo, a que
unos pocos hombres designaran el candidato presidencial;
cómo en el '91 combatió el acuerdo de la Unión Cívica con los
roquistas; cómo en la convención de notables fue el único que
desaprobó al Presidente por ocuparse de candidaturas; cómo
en el (93 rechazó los ministerios que le ofrecieron, por no
aceptar compartir el poder con otros partidos, y negó su
aquiescencia a la revolución militar, de forma antidemocráti-
ca que, según Alem, proyectaba el ministro de la Guerra. Por
estas actitudes intransigentes, aunque todas no son bien cono-
cidas, como por su desinterés al no aceptar cargos, por altos
que sean, tiene ya Hipólito Yrigoyen gran prestigio y fuerza.
146 Manuel Gálvez

Apenas Yrigoyen vuelve de su destierro, la Suprema Cor-


te declara ilegal la prisión de Alem, que es senador nacional.
Pero el gobierno lo mantiene preso y el Senado lo expulsa de
su seno. En marzo del “94 queda libre el caudillo del radica-
lismo. Un mes antes lo han elegido nuevamente senador na-
cional, en representación de la Capital y por los pocos meses
que faltan para completar el período. Pero él renuncia y el
Colegio Electoral nombra a don Bernardo.
Van a realizarse en la provincia de Buenos Aires, en febre-
ro, las elecciones para gobernador. Días antes ha triunfado el
radicalismo en la de diputados nacionales. Los mitristas y los
amigos de Alem, y parece que aun el propio Alem, quieren un
arreglo: cada partido irá a las elecciones con su fórmula, pero
en el Colegio Electoral votarán ambos para gobernador por el
candidato más favorecido y para vice por el menos favoreci-
do. Es seguro el triunfo radical. No obstante, Yrigoyen, que
quiere ser intransigente aun cuando Alem no lo sea, aun cuan-
do el pacto convenga a su partido, no acepta. El pacto en sí le
repugna. Los radicales van solos a las elecciones y vencen.
Pero en el Colegio Electoral no tienen los votos suficientes pa-
ra elegir a sus candidatos. Los mitristas proponen un arreglo
a Yrigoyen, que se niega a toda combinación. Su intransigen-
cia les da el triunfo a mitristas y a los roquistas, o “naciona-
les”, unidos, que eligen gobernador a un partidario de Mitre.
Los pactos políticos son lógicos y nada tienen de inmora-
les. En Europa los partidos de tendencias opuestas se coligan.
En Alemania, en Bélgica, en Holanda, católicos y socialistas
han gobernado juntos. En el caso de Buenos Aires no existía
otra solución que un arreglo entre dos de los tres partidos. No
obstante, numerosos mitristas renuncian a su afiliación en el
partido, por causa de ese pacto con “los vacunos” -como tam-
bién se llama a los del Partido Nacional-, al que consideran
indecente. El país, en general, opina lo mismo. Las acciones
de Hipólito Yrigoyen, que no ha querido transigir, se cotizan
muy altas en la bolsa de la política.
Pocos meses más tarde se va a designar senador por la pro-
vincia. El partido radical le ofrece a Yrigoyen la candidatura.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
147

Tampoco acepta. Asombra este político que desdeña los altos


cargos. Nadie comprende que se renuncie a una senaduría na-
cional. Por encima de un senador no hay sino el presidente y
el vice. Un ministerio es menos que una senaduría. Del sena-
do salen casi siempre los presidentes. Y he aquí que Hipólito
no desea semejante cumbre. Sus acciones siguen subiendo.
Sus mismos enemigos hablan de él con respeto. Más aún: lo
consideran una esperanza para la patria, una reserva de vir-
tud. Es indudablemente un incorruptible. Mitristas y nacio-
nales vuelven a coligarse y eligen senador al general Mitre.
Recordemos dos sucesos de aquel '94: la renuncia de Alem
a la presidencia del partido y el incidente entre Alem y Pelle-
grini. Es evidente que la mano de Yrigoyen anda trabajando
en el conflicto interno del partido. Sin embargo los diarios,
los adversos al radicalismo, apenas lo nombran. ¿Acaso igno-
ran los finos trabajos de Yrigoyen, tan suave y misteriosa es
su mano? ¿O acaso es porque detestan a Alem? Es singular
que, unánimemente los diarios no radicales hablen de la “in-
transigencia” de Alem. A Hipólito y a sus partidarios se los
considera “evolucionarios”. La palabra “intransigente” de-
signa por entonces al revolucionario a ultranza, al que ame-
naza perpetuamente, al que provoca desórdenes. Yrigoyen y
sus amigos -que nada hacen sin sus indicaciones- no intervie-
nen en alborotos callejeros, no amenazan con revoluciones
son silenciosos y prudentes. Hipólito está engañando a me-
dio mundo con verdadera maestría. Se finge hombre de paz
y es hombre de guerra. Todo en él es compostura, circunspec-
ción, serenidad. Más parece un filósofo que un revoluciona-
rio. Los enemigos del radicalismo, que odian y menosprecian
a Alen, a él lo respetan.
A raíz del incidente entre Alem y Pellegrini, Yrigoyen le
manda los padrinos a su viejo amigo. Pellegrini declara no
haber advertido que las palabras de su carta podían afectar al
doctor Yrigoyen. Pide un día para pensar. Y al siguiente, los
padrinos reciben unas líneas suyas. Cree que, una vez publi-
cada aquella carta, no debía dar explicaciones individuales;
pero el caso, tratándose de Yrigoyen, es especial, “en razón
148 Manuel Gálvez

de conocidas y viejas simpatías que se han sobrepuesto a si-


tuaciones más difíciles”. Hace una excepción y, sin violencia
y con placer, autoriza a los representantes de Yrigoyen a ma-
nifestarle que en documentos firmados por él “no debe nunca
leer un ataque dirigido a su buen nombre y merecido con-
cepto público”. Estas palabras aumentan la simpatía que a
Yrigoyen le tienen los hombres del gobierno. El la utiliza pa-
ra sus fines, con su infinita paciencia y su longitud de vista.
He aquí una de las cosas que suele realizar: apenas sabe de
un militar que injustamente no ha sido ascendido, lo manda
buscar, le demuestra su adhesión y, protestando contra la in-
justicia, le promete remediarla, lo que consigue por medio de
Pellegrini. Igualmente, en cuanto se entera de que el Banco de
la Nación le ha negado un crédito a tal estanciero de la provin-
cia, se hace llevar a su casa al interesado y le obtiene el crédi-
to en otro banco. En estos bancos, al principio, le exigen su fir-
ma. Él responde con su palabra, y, en efecto, más de una vez
paga la deuda de esos estancieros. Así adquiere fama su pala-
bra. El gerente de un banco llega a decir que a él le merece más
confianza la palabra de Hipólito Yrigoyen que la firma del se-
ñor Tal o la del señor Cual, fuertes exportadores de cereales.
Y así va haciéndose de amigos fidelísimos Hipólito Yrigoyen.
Mientras tanto, el presidente Sáenz Peña vuelve a pasar
horas mortales. En el Congreso hay un proyecto de amnistía
a los militares que tomaron parte en aquello de setiembre del
"93. Sáenz Peña ha querido darse el lujo de una opinión pro-
pia: sostiene que la amnistía es atribución del Ejecutivo. Pre-
tende hacerse el fuerte, demostrar que es en verdad el presi-
dente de la República. Pero todo el país está por la amnistía.
Y don Bernardo, con dos o tres grandes discursos, lo derrota.
Sáenz Peña, que se siente desprestigiado, renuncia el 22 de
enero de 1895. Y José Evaristo Uriburu, que asume la presi-
dencia, firma el decreto de amnistía.

Los radicales han salido perdiendo. Uriburu es roquista.


Detrás de su magra figura, de su rostro triangular que recuer-
da a los lechuzones, está “el Zorro” con sus vivezas.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 149

Elecciones de senador nacional en la provincia. Gobierna


allí un mitrista, es decir un ciudadano que, por respetar la li-
bertad del sufragio y la decencia administrativa, está más cer-
ca de los radicales que de los “vacunos”. Como otras veces,
se habla de ofrecer a Hipólito Yrigoyen la senaduría, pero él
no acepta. Mitristas y radicales conversan sobre la posibili-
dad de un candidato común, cuando una mano enérgica vie-
ne a separarlos. Es Pellegrini, la gran “muñeca” electoral y
política. Pellegrini se burla cínicamente del voto libre. En un
reportaje no desmentido, llega a decir que si el gobernador no
quiere abrir los ojos “y no se deja de lirismos sobre comicios
libres, policías imparciales y otras pamplinas por el estilo”
-¡así hablan en 1895 los hombres de la oligarquía!- le harán
ver “quién es Calleja”. Sabe que Hipólito Yrigoyen, por su
prestigio y su habilidad electoral, es un serio enemigo, y agre-
ga. “Hipólito Yrigoyen sirve para los trabajos de zapa y de
conjuración; pero para dirigir una política a la luz del día y
encaminar una oposición parlamentaria, más fe le tengo al
mastuerzo”. Triunfan otra vez los radicales, pero los mitristas
y los nacionales unidos eligen senador al propio Pellegrini.
Por aquellos días, el diario radical anuncia que esa noche se
reunirán en el Comité del partido numerosos ciudadanos con
el fin de saludar en su domicilio al doctor Hipólito Yrigoyen.
¿Por qué este homenaje? Por su habilidad electoral, que, una
vez más, ha dado la mayoría a su partido, y por su austero
desinterés, sin precedentes entre nosotros. Pero el homenaje,
aunque harto sencillo, se suspende a su ruego. “El doctor
Yrigoyen -dice La Prensa- se ajusta al programa que se trazó,
cuando hace cuatro años se hizo cargo de la cruzada de con-
sagrarse a la tarea sin aceptar cargos públicos ni manifesta-
ciones populares a su persona; en estas condiciones entrega
a la lucha cuanto es y posee, sin excusar nada”. El gran dia-
rio, invocando “deberes de justicia y civismo”, elogia tam-
bién la rara competencia con que Yrigoyen ha formado el
partido y lo ha llevado al triunfo en cuatro jornadas electora-
les. Admira, sobre todo, el sigilo con que procede: sus adver-
sarios han ignorado sus trabajos preparatorios, inclusive la
150 Manuel Gálvez

realización en secreto, “a escondidas”, puede decirse, de toda


una convención de delegados.
Hipólito Yrigoyen, que tampoco ha querido aceptar la can-
didatura a diputado nacional, se dedica a reorganizar el par-
tido en la provincia de Buenos Aires. Por aquellos días dirige
el diario oficial del radicalismo el joven abogado Lisandro de
la Torre, que llegará a ser, años más tarde, el más ferviente de
sus enemigos. Hacia mediados del año, el diario, al dar cuenta
de aquella reorganización, dice: “El doctor Hipólito Yrigoyen,
con las altas calidades políticas que hasta sus adversarios
mismos le reconocen, con su rectitud y su dedicación incan-
sable, es el hombre a quien corresponde los primeros honores
en los triunfos obtenidos...”

Un nuevo amor ha aparecido en su vida. Es la propietaria


del campo que ha arrendado cerca de dos años antes. La ha
conocido y tratado por causa del contrato que los vincula.
Una vez más se comprueba que Hipólito Yrigoyen no es de
los que andan en busca de mujeres: todas las que lo amaron
han estado en su entorno. Ellas se enamoran de él, sean com-
pañeras de profesorado o personas de más brillo. Esta ena-
morada de hoy ha sido artista lírica. Amada por un hombre
de mundo, que fue también un ágil espíritu literario, se casó
con él poco antes de que muriera. Tiene ella por Yrigoyen una
verdadera pasión. No sabemos si él la ha amado o no. Como
todos los que poseen el don innato de enamorar a las muje-
res, Yrigoyen, lo mismo que a otras, tampoco ha de haber
amado a ésta. “Para ser amado -dice La Rochefoucauld- es
preciso no amar”.
Este cariño es un descanso para Yrigoyen. Lo distrae de la
absorbente política, le hace bien al espíritu. Hay otras cosas,
sin embargo, que también contribuyen a liberarlo de la preo-
cupación política: el profesorado y el trabajo en el campo.
Pero el profesorado, al cabo de quince años de enseñar lo
mismo, se vuelve rutina. Queda el campo.
Yrigoyen ama el campo. No el paisaje, porque no tiene
sensibilidad estética. Ama el campo, seguramente, por el ais-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 151

lamiento que le proporciona. Es un espíritu solitario, que su-


fre de soledad, de su imposibilidad de salir de sí mismo. Sus
contactos con los hombres son superficiales, relativos a la po-
lítica, a menudencias de organización y propaganda. Ni si-
quiera cambia ideas con los hombres. Su ideología no se ha
formado en el choque con las ideas de otros hombres. Es úni-
camente suya, ha surgido de lo hondo de su “yo”. Como todos
los hombres que viven en soledad íntima, busca más soledad.
Hay un tormento escondido en el alma de Hipólito Yrigoyen.
Nos lo dice su mirar cuando deja de ser apacible para tornar-
se sombrío. El campo lo apacigua, lo pone frente a sí mismo,
sin testigos. En el campo medita, y él le da fuerzas para con-
tinuar su obra.
Pero el campo no significa el aislamiento absoluto. Conver-
sa con sus peones y recibe algún visitante de Buenos Aires.
También lo invitan a almorzar en alguna estancia vecina.
Nunca acepta ir a comer, pues se acuesta muy temprano y se
levanta antes de que amanezca. Llega a almorzar con una ca-
ja de empanadas, como obsequio a sus invitantes, y vestido
de chaqué y galerita. No olvida la varita y los guantes. En la
gran mesa, él habla casi todo el tiempo, aunque escucha con
el más intenso interés cuando otro lo hace. Su tema favorito es
referir anécdotas sobre los hombres ilustres que ha conocido.
Por su palabra serena pasan Nicolás Avellaneda, Sarmiento,
Adolfo Alsina, José Manuel Estrada. Los chicuelos miran y
oyen con extraordinaria admiración a ese señor tan grandote
y elegante, que habla como ellos nunca han oído hablar a na-
die. Pero también le tienen un poco de rabia, porque les hace
preguntas sobre sus estudios y los pone en aprietos. Feliz-
mente el señor ése es bondadoso. En vez de reprocharles su
ignorancia, les explica y les da consejos. Y se interesa por
ellos con paternal dulzura.

1896 es un año trascendental en la vida de Hipólito Yrigo-


yen. En enero muere Aristóbulo Del Valle. Entre los hombres
ilustres con quienes ha tenido amistad ninguno creyó tanto
en él como Del Valle. Lo defendió, a raíz de la revolución del
152 Manuel Gálvez

“90, en una carta que es uno de los mejores documentos que


se han escrito sobre Yrigoyen, y le ofreció un ministerio en
tiempos de Sáenz Peña. Veinte años de amistad. Si Yrigoyen
admiraba el gran talento oratorio y la profunda cultura de su
amigo, Del Valle respetaba la conducta moral de Hipólito, su
voluntad, su inteligencia para las cosas de la política. Aunque
alejado de la Unión Cívica desde que se dividió el partido, su
temperamento era típicamente radical, Y radical, por esto, lo
consideraba todo el mundo. Para Hipólito Yrigoyen hubiera
sido un rival. Un día u otro, Del Valle hubiera ingresado en el
radicalismo. Bastante mayor que Yrigoyen, con una inmensa
y merecida fama como orador, profesor universitario y abo-
gado, habría él ocupado el primer lugar en el partido.
En julio se suicida Alem. Don Bernardo, tan ilustre y res-
petable, pasa a ser el jefe titular del partido; pero el jefe de he-
cho es Hipólito. Por otra parte, el conservador que es don
Bernardo, no tardará en abandonar el radicalismo.
Horas de indignación ha debido pasar Hipólito Yrigoyen
por causa del suicidio de Alem. ¿No andan susurrando por
ahí los fieles de Leandro que él, su sobrino, es el culpable de
esa muerte? Alguno llega hasta decir que él lo ha asesinado
moralmente. ¿Cómo es posible semejante perversa acusa-
ción? El se ha opuesto a diversas actitudes inconvenientes de
Leandro, que llevaban el partido a la ruina. Se ha opuesto a
que se hicieran revoluciones cuando las revoluciones serían
sangrientas e inútiles. Ha habido entre Leandro y él dos mo-
dos distintos de encarar la política. Pensar otra cosa es una in-
famia imperdonable. El la perdonará, pero no la olvidará.
Esos amigos de Leandro que lo acusan secretamente de ase-
sino, jamás serán amigos suyos. Si algún día llega al poder,
prescindirá de todos ellos.

1897. Gobierna siempre José Evaristo Uriburu y preocupa


a todos los argentinos el “problema” presidencial. El Partido
Nacional va a levantar la candidatura de Roca. Las clases
conservadoras lo apoyarán: lo saben enérgico y creen que él
terminará con las amenazas de revolución y que arreglará el
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 158

conflicto con Chile. Pero los radicales, los mitristas y el pue-


blo en general, consideran que una segunda presidencia de
Roca sería una catástrofe. Los mitristas buscan entenderse
con los radicales. Don Bernardo sería el candidato a Presiden-
te, ya que los radicales cuentan con elementos en todo el país.
A la Unión Cívica Nacional, es decir a los mitristas, que cons-
tituye un partido local, pues sólo tiene grandes fuerzas en la
provincia de Buenos Aires, le correspondería la gobernación
de esta provincia. Los dos partidos, sin unirse, irían cada uno
por su lado. A este convenio se lo llama “las paralelas”.
¿Qué opinan los radicales? Don Bernardo acepta el conve-
nio, pero Hipólito lo rechaza. Se convoca una convención na-
cional para que resuelva sobre la actitud que deberá asumir
el partido.
Trascendental momento. Dos hombres van a encontrarse,
aunque no frente a frente: el general Mitre e Hipólito Yrigoyen.
Mitre, si bien no figura públicamente en este carácter, es el je-
fe de la Unión Cívica Nacional. Sus partidarios no dan un pa-
so sin su consejo. Como en 1891, cuando aceptó el arreglo con
el Partido Autonomista Nacional; como en otras ocasiones en
la provincia de Buenos Aires, Mitre es partidario de los acuer-
dos. Desde su punto de vista -el del progreso y la tranquili-
dad del país- Mitre tiene razón. Su sentido de la historia le ha
enseñado que nuestro atraso proviene de las incesantes revo-
luciones. Cree que la democracia debe perfeccionarse poco a
poco, que el pueblo debe aprender a votar. Y no divide al país
en puros e impuros, como Yrigoyen, pues sabe que todos los
partidos han cometido errores y que todos los hombres, en un
país y en un momento, tienen, más o menos, los mismos de-
fectos. Y las mismas virtudes.
Hipólito Yrigoyen se ha opuesto siempre a los acuerdos,
que, a su juicio, son combinaciones inmorales. Debe triunfar
el partido que obtenga la mayoría. Unirse dos partidos para
repartirse el triunfo, lo horroriza. El también tiene razón, des-
de su punto de vista. La intransigencia es uno de sus dogmas,
de sus “dogmatismos absolutos”. Desde su iniciación en la po-
lítica repudió los acuerdos. Por no unirse con los mitristas en
154 Manuel Gálvez

los tiempos de la conciliación, cuando era presidente Avella-


neda, se fue con Alem y con Del Valle, que fundaron el Parti-
do Republicano. Opina que la alianza contra el Paraguay,
obra de Mitre, fue el primer acuerdo: la Argentina, el Brasil y
el Uruguay se unieron para derrocar al tirano paraguayo
Francisco Solano López.
La actitud antiacuerdista de Yrigoyen es más altiva, más
viril, acaso más bella que la de Mitre. O que la de Roca, igual-
mente partidario de los acuerdos. Pero la de ellos es más civi-
lizada, más útil para la Patria. La intransigencia conduce al
odio, a las continuas agitaciones políticas, al empobrecimien-
to del país, a su desprestigio en Europa. Por causa de nuestra
anarquía hemos perdido ochenta años. El país no necesita he-
roísmo sino trabajo, cultura, inmigración. Los acuerdos con-
ducen a todo esto, porque establecen la paz. No tiene tanta
importancia que el sufragio libre -bandera del radicalismo-
no sea perfecto. No lo es en ninguna parte del mundo: ni en
Inglaterra, ni en Francia, ni menos en los Estados Unidos.
Nadie desea más que Mitre la pureza del sufragio, pero, por
sostenerla, no hundirá al país haciendo una revolución. Mitre
es un político realista. Yrigoyen es un hombre de principios
inmutables, un espíritu fanático y apriorístico. Mitre prefiere
que se salve el país. Yrigoyen prefiere, por ahora, que se sal-
ven sus principios. El ha intuido que por la integridad de sus
principios llegará, más tarde, a la salvación del país.

Se acercan los días tumultuosos de la convención nacional


del radicalismo. Los comités designan sus delegados a la con-
vención de la capital, la que en seguida designará los suyos a
la convención nacional. La mayoría de los que van saliendo
elegidos parece aceptar el acuerdo. Algunos hasta pretenden
la refundición de los dos partidos, a fin de que reviva la Unión
Cívica, tal como nació en las vísperas de la revolución del “90.
Los diarios de la época hablan mucho de don Bernardo, a
cuya casa van los “paralelistas” después de las reuniones bo-
rrascosas de las asambleas parroquiales y de la convención de
la Capital; y muy poco de Hipólito. Y es que Hipólito, maes-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 15S

tro en el arte de esconderse, trabaja a la sordina. La gente ve


moverse a los títeres, e ignora que él los mueve. No asiste a
esas asambleas, donde sus fieles lo representan: pero trabaja
individualmente, uno por uno, a los que salen elegidos. Lo mis-
mo hace con los que llegan de las provincias. Sus fieles escan-
dalizan en las asambleas parroquiales, y a veces con razón: por
ejemplo en la Balvanera de sus antiguas hazañas, en donde han
sido expulsados del comité. En la organización de este ambien-
te tumultuoso anda su mano, pero los diarios lo ignoran. La
reunión de los convencionales de la Capital se divide en dos.
Los antiparalelistas -es decir los que siguen a Hipólito- llaman
traidores a los partidarios de la coalición con los mitristas.
El primero de septiembre se inaugura la convención nacio-
nal. No asisten los delegados antiparalelistas de la Capital,
que se reúnen aparte. La sesión resulta bastante tranquila,
acaso porque no se vota fórmula alguna. Tampoco se llega a
resolver si el partido se coligará o no con los cívico-naciona-
les. En esta reunión se comprueba que, pese a los trabajos
subterráneos de Hipólito, la mayoría está por el acuerdo. Lo
aceptan numerosos delegados del interior que al principio
vacilaban o eran anticoalicionistas.
Hipólito Yrigoyen aplica entonces su arte de político sutil.
Trata de que no se realice la segunda sesión. Durante cuatro
días, en medio de la desmoralización consiguiente, bajo una
sensación de fracaso, los paralelistas no logran quórum. Hi-
pólito Yrigoyen ha aprovechado hábilmente esos cuatro días.
Ahora puede celebrarse la reunión. Los acuerdistas preten-
den que sea secreta, pero los otros la exigen pública.
Comienza la asamblea. Es en el salón de la Casa Suiza. Ba-
rra tumultuosa, la barra típica de las grandes reuniones ra-
dicales. Los amigos de Hipólito, que sospechan, no saben
que, -el día anterior, uno de ellos, al entrar en la casa de don
Bernardo, donde se reúnen los paralelistas, sorprendió mira-
das, silencios y gestos reveladores- han ido dispuestos a todo.
El presidente de la asamblea hace leer la renuncia que acaba
de presentar el delegado por Santa Fe, Lisandro de la Torre.
Es la bomba que tenían preparada los paralelistas.
156 Manuel Gálvez

Ya tenemos alguna noticia de Lisandro de la Torre. Es


hombre de gran talento, sobre todo en los dominios de la ora-
toria. Violento y apasionado, y también mundano y distin-
guido, encauza sus pasiones en sarcasmos hirientes, en 1ro-
nías que lastiman como alfileres. Temple de acero, es de los
que no se doblan. Ignora la compasión, y no olvida a los que
lo ofenden. Sabe odiar y combatir, como sabe dominarse y es-
perar la ocasión trascendental para que su ataque sea más efi-
caz. Con el tiempo será De la Torre quien a Hipólito Yrigoyen
más daño le haga. Lo odiará con talento y prolijidad.
Una bomba, en efecto, es la renuncia de este hombre. Por
primera vez se le hacen a Yrigoyen, en forma pública, tan gra-
ves cargos. “El partido radical, desde su origen -dice De la
Torre- ha tenido en su seno una influencia hostil y perturba-
dora que ha trabado su marcha, que ha desviado sus mejores
propósitos y que ha convertido toda inspiración patriótica en
un debate mezquino de rencores y ambiciones personales”.
Los delegados y la barra escuchan con el alma en un hilo. Casi
todos saben de quién habla el renunciante; otros lo sospechan;
algunos lo ignoran. La barra espera. “Ha sido esta influencia
-continúa la lectura- la del señor Hipólito Yrigoyen, influencia
oculta y perseverante, que ha operado lo mismo antes y des-
pués de la muerte del doctor Alem, influencia negativa pero
terrible, que hizo abortar con fría premeditación los planes re-
volucionarios de 1892 y 1893 y que destruye en estos instantes
la gran política de la coalición, anteponiendo a las convenien-
cias del país y a los anhelos del partido, sentimientos peque-
ños e inconfesables”. Pero el secretario no termina de leer es-
te párrafo. Las sillas vuelan hacia el escenario, mientras los
delegados amigos de Yrigoyen y la barra gritan y amenazan.
Los acuerdistas pretenden desalojar a la barra y así se in-
tenta. Pero algunos grupos de público no acatan la resolución
presidencial. Afirman que no saldrán de ninguna manera. Ya
asoman los revólveres. Y el acto queda suspendido.
Los antiparalelistas se trasladan a la casa de un íntimo de
Yrigoyen. Allí está el jefe esperándolos. Le cuentan. Entonces
él dice que, aunque el duelo no resuelve nada, hará lo que dis-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 7

pongan sus amigos. Se retira para dejarles libertad. Y se pro-


duce esta estupenda escena: una asamblea, bastante numero-
sa, que discute si un hombre, ausente de allí, debe batirse o no.
Se pronuncian discursos en pro y en contra del envío de pa-
drinos. Se vota... ¡Singular aplicación de los principios demo-
cráticos! Sólo hay dos votos en contra del duelo. Se le comuni-
ca lo resuelto a Yrigoyen, que recibe la noticia con absoluta
calma y elige padrinos, uno de los cuales es Marcelo Alvear.
Al otro día, los diarios publican íntegra la renuncia. Los ex-
traños al radicalismo, y aun muchos radicales, se asombran al
enterarse de que ha existido y existe esa influencia y de que
pueda ser calificada como “terrible”. La renuncia asegura que
esas cosas son conocidas en el partido, pero que como Yrigoyen
“no obra sino por intermediarios, no ha sido siempre fácil ca-
racterizar directamente en él la responsabilidad de las intri-
gas que se ejecutaban por su orden”. La renuncia es violenta
en el espíritu como en la forma. Califica de “vergúenza do-
méstica” la actitud de Yrigoyen, que es para De la Torre sólo
el “afán oscuro de un proselitismo personal sin horizonte”; y
hasta cree que Yrigoyen “no concibe ni admite un sacrificio
cuyo solo bien consiste en llevar un poco de esperanza a don-
de su dominio personal no llega”. Pero el lector imparcial no
logra entender. De la Torre y los partidarios del acuerdo van,
si eso se realiza, a un triunfo seguro, a la conquista del gobier-
no, y no al sacrificio. Quienes se sacrifican son los otros, los
antiacuerdistas, que, por una cuestión de principios, de mo-
ralidad -mal entendida, si se quiere- renuncian al poder y a
sus halagos. La figura de Hipólito Yrigoyen se agiganta con
estos renunciamientos. Pero los hombres no admitimos sino
una altura limitada, modesta, burguesa, de virtud; y todo lo
que la sobrepasa, como no podemos entenderlo, es atribuido
-así les ocurrió a los más grandes santos- a bajos propósitos.
Es interesante observar cómo De la Torre reconoce el triun-
fo de Yrigoyen: “Nos ha vencido con sus cualidades negativas
de resistencia”. Ha vencido contra la inmensa mayoría de los
convencionales y sin pronunciar un solo discurso, sin asistir
siquiera a las asambleas, “sin dar sus razones, sin exponer su
158 Manuel Gálvez

política, sin mostrarse capaz, frente a frente, de la polémica


inteligente y luminosa”, dice el renunciante. Pero cada cual
combate con las armas que les son propias. Yrigoyen, que Ca-
rece de dotes oratorias, no puede discutir con De la Torre, fu-
turo príncipe de la elocuencia. Él no busca el lucimiento, ni la
aparatosidad, ni el aplauso. Busca el triunfo de sus princi-
pios, a los que ha dedicado su vida. De la Torre habla de
“odios irreconocibles”. Los fieles de Yrigoyen se indignan.
¿Odios, en quien, al combatir a los gobiernos, no ha tenido
una palabra contra las personas? ¿Odios, en el magnánimo
revolucionario del 93? De la Torre vitupera su acción “secre-
ta y silenciosa”, tan hábil que no deja vestigios, y que le per-
mitirá mañana sostener que no ha tenido la culpa y continuar
con su obra perturbadora. ¿Con qué objeto procede Yrigoyen?
Su acusador afirma que pretende desprestigiar todo aquello
que pueda “crear un ascendiente ajeno al suyo” dentro del par-
tido. Lo dice por don Bernardo. Entre Hipólito y don Bernar-
do existe por esos días una guerra disimulada. Don Bernardo
sueña con la presidencia. Hipólito le cierra el camino con el
muro de acero de sus principios intransigentes. Aparte de
que el acuerdo lo obligaría a gobernar con los mitristas, don
Bernardo no realizaría en el gobierno la obra radical, política
y socialmente hablando, que está latente en Hipólito, más en
el subconsciente que en la inteligencia. De la Torre quiere que
se expulse a Hipólito, que se extinga “la raíz de esta perma-
nente causa de choques, de intrigas y de anarquías”. No ha-
cerlo y clausurar la convención es “decretar, a sabiendas, la
impotencia para el futuro”. De la Torre dice que ha visto “con
espanto” la incapacidad de defensa frente a las maniobras de
Yrigoyen. Ha visto “la inconsciencia morbosa” que invade el
espíritu público, “las vacilaciones, los egoismos”. Ha visto
“deserciones increíbles”. Todo esto, “resaca moral que disgus-
ta de la vida”, le hace terminar con estas palabras de tremen-
do pesimismo: “¡Merecemos a Roca!”.
Yrigoyen y De la Torre van a batirse. Duelo a sable, con fi-
lo, contrafilo y punta, y hasta que uno quede imposibilitado.
Yrigoyen jamás ha empuñado un sable y su adversario es buen
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 159

esgrimista. Los amigos de Yrigoyen, consternados -conocen el


carácter de De la Torre- le llevan a su jefe un célebre maestro de
esgrima. Yrigoyen no quiere lecciones: sólo desea saber cómo
se agarra el arma y en qué momento podrá empezar a usarla.
Ya están frente a frente. Se dan las voces reglamentarias.
Los duelistas se precipitan el uno contra el otro. De la Torre
tira varias estocadas bajas, a fondo, que Yrigoyen para. ¡Alto!
De la Torre tiene todo el rostro en sangre: el sable hipolitista
le ha arrancado una tajada de cuero cabelludo. Tiene también
heridas en la nariz, en las mejillas, en el antebrazo. Yrigoyen,
un rasguño en el costado derecho. El asalto ha durado treinta
y cinco minutos. Los médicos deciden que De la Torre no pue-
de continuar. “Me ha pegado dos hachazos, lo felicito”, dice
el herido. No se reconcilian. A la noche, Hipólito Yrigoyen se
pasea por las habitaciones de su casa, rodeado de los fieles
que la han invadido.

Los convencionales acuerdistas resuelven ir a las eleccio-


nes junto con los cívico-nacionales. No votan ninguna fórmu-
la. Una comisión especial se entenderá con los dirigentes de
la Unión Cívica Nacional.
El radicalismo queda dividido. Se funda un comité antia-
cuerdista en la Capital. El viejo comité expulsa a los antiparale-
listas de los cargos que ocupan en el partido. Mientras tanto,
¿qué dice Yrigoyen? Nada se sabe. El diario de Roca elogia su
figura moral. Pasan veinte días, y él continúa silencioso. Por
fin, el 29 de septiembre se produce el acontecimiento.
El Comité de la provincia está en sesión. Rara solemnidad
en el ambiente. Todos saben que va a suceder algo definitivo y
doloroso. Uno de los miembros propone disolver el Comité de
la provincia. No se discute. Se vota. Aprobación. Ha muerto
el acuerdo, porque a los mitristas sólo les interesa el gobierno
de la provincia, que no podrán conseguir sin el concurso de
Hipólito Yrigoyen, y porque es imposible llegar a la presiden-
cia sin los votos de la primera de las provincias. Pero esta diso-
lución significa también algo más grave: la muerte del parti-
do radical. El hombre de principios que es Hipólito Yrigoyen
160 Manuel Gálvez

-autor de la disolución del Comité- ha preferido que se salven


los principios aunque se hunda el partido. Intentarán los otros
reorganizarlo, pero fracasarán. La masa partidaria lo sigue a
Yrigoyen. Y él y sus fieles obstaculizarán de tal modo semejan-
te empresa que, apenas comenzada, nadie deseará continuar.
Ahora ensalzan al jefe. Uno lo llama “luchador infatigable,
sacrificado constantemente en bien de la causa” que persigue,
“con un patriotismo, un desinterés y una nobleza superiores a
todos los elogios”. Otro dice que, en todas las circunstancias,
Yrigoyen los ha vinculado estrechamente a su actuación “por
la corrección de sus procederes, la inteligencia de su dirección
y su sincero patriotismo”. Propone que se pongan de pie en
homenaje al doctor Hipólito Yrigoyen. Y así se hace, con una
emoción honda y silenciosa, seguida de fervientes aplausos.
Manifiesto redactado por Yrigoyen. Todo su espíritu está
en ese documento, así como sus viejos ideales y sus viejos
principios. “Sólo los partidos que no tienen más objetivo que
el éxito -comienza- aplauden a benefactores que los acercan al
poder, a costa de sus propios ideales. Cuando se abriga fe en
la causa por la que se ha combatido, se salva ante todo la pu-
reza del principio, en la convicción de que horas propicias le
darán la victoria; porque los pueblos que llevan en su seno un
porvenir grandioso, avanzan siempre en la conquista de sus
verdaderos anhelos”. Todo Yrigoyen está en estas palabras:
su optimismo enorme; su seguridad en el triunfo lejano; su
desprecio del éxito como único fin de los partidos; su tenaci-
dad y su paciencia excepcionales; su fe en la pureza de sus
principios. Todo Yrigoyen está allí: desde su mala literatura
hasta su tono solemne, elevado, que alcanza por momentos la
belleza moral. El manifiesto rechaza el acuerdo porque “co-
mo teoría y moral política es inaceptable”, porque significa-
ría “la destrucción del único partido orgánico existente en la
República”, y por ser “un atentado a las sagradas tradiciones
del partido”. Aun como política práctica es contraproducen-
te. “Clausurados los comicios al sufragio libre en toda la Re-
pública”, afirma que el simulacro de elecciones sancionaría la
victoria del adversario y ya no se podría dejar de reconocer
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 161

su legalidad, “en mengua de las aspiraciones de la opinión,


que tiene derecho a mantener vivas sus esperanzas en mejo-
res días”. Si la alianza se realiza, el partido “habrá defeccio-
nado de su credo, producido el desgarramiento en su seno y,
descalificado para siempre ante la opinión, perderá la fe que
en él se depositara”.
Una vez más, Hipólito Yrigoyen ha renunciado a todo. El
partido radical ha muerto. No habrá acuerdo con los mitris-
tas. Roca será presidente de la República. Hipólito Yrigoyen
queda aislado, con su grupo de fieles. Los diarios hablan poco
de estos acontecimientos, incapaces de prever su trascenden-
cia en el futuro. Pero el pueblo siente la grandeza de la acti-
tud de Yrigoyen. El pueblo siente que esa muerte del viejo ra-
dicalismo, el de Alem, significa el nacimiento del nuevo, el de
Hipólito Yrigoyen.
Pasan unos meses. En la provincia va a haber elecciones de
gobernador. Carlos Pellegrini envía un emisario a Hipólito
Yrigoyen. ¿Qué quiere Pellegrini con su viejo amigo personal,
aunque enemigo político? Nada menos que esto: ofrecerle su
candidatura a gobernador. ¿Cómo un hombre de la inteligen-
cia de Pellegrini incurre en semejante absurdo? ¿Creerá, como
De la Torre, que Yrigoyen se ha opuesto al acuerdo porque
busca beneficios personales? ¿O piensa que lo va a convencer,
invocando el patriotismo, diciéndole que las graves circuns-
tancias -la cuestión con Chile- exigen una situación tranquila
en la provincia? Hipólito Yrigoyen contesta al emisario, que
es un radical amigo de ambos: “No, señor; no estamos ha-
ciendo cuestión de alcanzar altas esferas del gobierno; esta-
mos haciendo una cuestión de reivindicaciones y de repara-
ción, que no puede realizarse sino desde el pueblo y para el
pueblo, por la patria y para la patria”. Hipólito considera que
Pellegrini ha incurrido en un error, que debió hacer el ofreci-
miento al otro Yrigoyen, al de la calle Florida. Está cierto de
que don Bernardo, que no tiene sus intransigencias radicales,
no lo rehusará. Así ocurre. Pellegrini ofrece la gobernación a
don Bernardo y don Bernardo acepta. Los radicales que siguen
a Hipólito votan por don Bernardo, viejo amigo y eminente
162 Manuel Gálvez

ciudadano, pero declaran que no aceptarán ninguna partici-


pación en su gobierno, ni lo apoyarán.
Hipólito Yrigoyen va a quedar pronto fuera de la política.
Su nombre empezará a ser olvidado. Durante algunos años
los diarios no hablarán de él. Salvo en la provincia, mientras
está en el poder don Bernardo, cuyo gobierno combate vio-
lentamente, el partido radical deja de existir con vida colecti-
va. Llega un momento en que el radicalismo sólo vive en el
corazón de Hipólito Yrigoyen y del grupo, cada vez más re-
ducido, de sus fieles. Hipólito Yrigoyen se ha quedado solo,
por salvar sus principios. Los jefes ya no existen. Leandro
Alem se ha pegado un tiro. Don Bernardo gobierna con los
amigos de Roca. Hipólito Yrigoyen está solo. Magnificamen-
te solo en su soledad.
X. Cinco años de conspiración

l partido radical se dispersa. Los mismos que siguen a


Hipólito Yrigoyen están desilusionados. Nadie espera
que lleguen alguna vez al poder. Antiguos fieles de
Yrigoyen, de los que almorzaban con él en el Café de París,
dejan de frecuentarlo. Intelectuales ambiciosos -legítimamen-
te ambiciosos, pues tienen títulos para serlo-, sin contacto con
el pueblo, mundanos, elegantes, no soportan la oscuridad.
Aspiran a las cátedras universitarias, a ser abogados de las
compañías extranjeras. Conservadores típicos, no tienen pas-
ta de mártires. Y así, un día, algunos de ellos invitan a sus
antiguos correligionarios dispersos -no a Yrigoyen, que debe
ignorar la tentativa- para fundar un nuevo partido. Pero la
reunión fracasa.
Gobierna Roca. No persigue al radicalismo, acaso porque
no lo ve por ninguna parte. Don Bernardo gobierna en la pro-
vincia -¡bien lo presintió Hipólito Yrigoyen!- con los “vacunos”.
Roca es el presidente más elector que haya habido. Su “me-
dia palabra” se hace célebre. No necesita hablar “el Zorro”
para indicar a los que quiere ver como gobernadores, senado-
res o diputados. El pueblo no vota. Salvo en la Capital Fede-
ral, en donde, al finalizar la presidencia de Roca, logran un
triunfo los socialistas, las elecciones son groseros simulacros.
Los catorce gobiernos de las provincias le responden a Roca
como un solo hombre. Los domina con astucia, sin dejarlo ver.
Pocos años después de haber terminado el gobierno, dirá a
una persona de su entorno que, sin excederse de los límites
constitucionales, él ha tenido más poder que el Zar de Rusia.
¿Qué se puede hacer contra un hombre así? Solamente puede
actuar el socialismo que trabaja para el futuro y cuya aspira-
ción momentánea consiste, más que en obtener triunfos pasa-
jeros, en propagar sus doctrinas.
No sólo el despotismo caracteriza al gobierno de Roca. Las
masas obreras, que por esos años comienzan a aparecer en
164 Manuel Gálvez

nuestra vida pública, son brutalmente fusiladas y sableadas


por la policía. Y mediado su gobierno, se proyecta unificar las
deudas, gravando parte de las rentas de aduana, las que se-
rían fiscalizadas por el representante de un sindicato de ban-
queros extranjeros. El país se levanta contra esa operación en
que el gobierno renuncia a una parte de sus funciones sobera-
nas y en la que el Estado perdería más de trescientos millones
de pesos oro. La idea ha sido de Pellegrini, y Roca la ha apo-
yado; pero Roca, cuando ve crecer la marea que amenaza aho-
garlo, retira su apoyo al proyecto y lo deja solo a Pellegrini,
sobre quien recae la cólera del país entero.
Pero hay un hombre que no está desilusionado ni lo esta-
rá nunca. Piensa que jamás necesitó el país, tanto como aho-
ra, ser salvado. El no ve los grandes progresos materiales que
han realizado Roca y los presidentes anteriores. Su tempera-
mento, poco influenciable por la realidad exterior, le impide
verlos. El sólo advierte los vicios del sistema, que en su alma
se agrandan exageradamente. Las ligerezas de los gobernan-
tes, su sumisión al Presidente, su escepticismo, su falta de es-
crúpulos, su carencia de amor al pueblo -así los ve él- indig-
nan y afligen a este hombre austero. Es el único que tiene un
ideal y que cree en la urgencia de salvar a los pueblos de la
República. Este idealista tenaz, este soñador tal vez ingenuo,
es Hipólito Yrigoyen.
El partido radical, por ahora, es él solo. No importa que
sus amigos lo hayan abandonado. El seguirá luchando con la
misma fe que siempre. Pero sabe que a Roca no se lo vence en
los comicios. Además, ¿dónde están los radicales? Ya ni comi-
tés existen. Sólo hay unos cuantos idealistas desinteresados,
repartidos aquí y allí por toda la República. Hipólito Yrigoyen,
con su palabra exaltada, casi apocalíptica, mantiene el fervor
de este puñado de hombres. Pero lentamente, los raros fieles
se van multiplicando. Por toda la República se difunde la no-
ticia de haber surgido un hombre extraordinario, que termina-
rá con la oligarquía y sus corrupciones. Y entonces Hipólito
Yrigoyen comienza a organizar la revolución nacional. Como
aquella del 93, ésta de 1905 es una obra maestra de su talento
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 165

organizador. Pero mientras aquel movimiento fue popular y


civil, el que ahora prepara será casi exclusivamente militar.
Roca e Yrigoyen tienen puntos de contacto: la astucia, el
temperamento dominador, el silencio y el talento de conocer
a los hombres. Pero Roca es despótico al estilo clásico, es el
gobernante para quien el orden constituye lo fundamental.
Yrigoyen es el espíritu romántico, que no domina con un fin si-
no como exigencia de su temperamento. Roca e Yrigoyen son
silenciosos: silencio de hombre de campamento en el general,
silencio de varón fuerte; silencio de hombre de vida interior en
Yrigoyen, silencio calculado a veces. Roca conoce a los hombres
integramente, en sus aptitudes y en sus defectos; Yrigoyen los
conoce en sus debilidades y suele equivocarse sobre sus virtu-
des y sus aptitudes. Pero sus diferencias son muy grandes. Si
Roca es ejecutivo, preciso y hace bien las cosas, Yrigoyen es
lento, impreciso y muchas cosas -aun las buenas- las hace mal.
Roca, hombre de corazón duro; es irónico, con una ironía calla-
da que está más en su sonrisa que en sus palabras; Yrigoyen,
hombre de bondad, sólo es capaz de la burla amable. Roca, que
es frío, no atrae a los hombres sino comprándolos; Yrigoyen
los atrae por el afecto. A Roca, se lo teme y se lo admira, pero
no se lo ama ni se lo venera; a Yrigoyen se le teme, se le ama
y se le venera. Roca, hombre de fines concretos e inmediatos,
es un político oportunista -en el buen sentido de la palabra-,
realista y práctico; Yrigoyen, hombre de fines ideológicos y
lejanos, es idealista, fanático de sus principios y, salvo en ma-
teria electoral, carece de sentido práctico. Si fueran filósofos
-y aun no siéndolo- podría decirse que Yrigoyen pertenece a la
familia de Platón, y Roca a la de Aristóteles. Roca ama el po-
der por el poder; Yrigoyen ama la popularidad. A Roca no le
interesa el pueblo, ni lo siente, y acaso lo desprecia; Yrigoyen
lo adora, y no concibe otra gloria que ser amado por él.

Hipólito Yrigoyen es el conspirador típico. Ha nacido cons-


pirador. Todas sus aptitudes, sus gustos, sus procedimientos,
sus modos de vivir, son los del conspirador. Recordemos el
ambiente en que nació y creció, cuando la familia de los Alem
166 Manuel Gálvez

debía ocultarse, no sólo de los gobiernos sino de los unitarios


exaltados. Tenían que disimular su viejo rosismo. Durante
años no pudieron mostrarse ostensiblemente en las calles,
porque era exponerse a los vejámenes. Leandro Alem, que
desde la muerte de su padre contó con eficaces apoyos entre
personas importantes, y que fue un espíritu viril, pudo ser
franco, arrogante y proceder con claridad y espontaneidad.
Pero Yrigoyen, que estuvo en el vientre de su madre afligida
durante aquellos días aciagos, y que es delicado y reconcen-
trado y carece de talentos visibles, debía lógicamente, por tan
imperativo de su temperamento, cultivar la cautela y el disi-
mulo, cualidades del conspirador.
Nada le falta para serlo en grado perfecto. Su aspecto y sus
modales inspiran confianza, invitan a la confidencia. Habla
en voz baja y suave. Sus ojos dicen un mundo de cosas, cuan-
do no bastan las palabras. Tiene el don del monólogo y el de
la persuasión. Recibe a sus visitantes siempre de a uno, en
forma casi oculta. Gusta de la penumbra, del misterio. Como
ha sido hombre de la policía, sabe el modo de engañar a la
policía; y lo hace con fruición. Desde muchacho le han gusta-
do las medias palabras, la soledad. Un conspirador de oficio
no puede ser un hombre amigo de las reuniones sociales, ni
del ruido, ni de la exhibición callejera. Él no viaja sino para ir
a su estancia. No sale a la calle sino al atardecer o preferente-
mente de noche. Nadie lo ha encontrado nunca en la calle
Florida, ni en ningún comercio del centro.
Todas estas características suyas dan confianza a los que
conspiran a su lado. Para los militares, que se exponen a per-
der su carrera -y, si la revolución fracasa, hasta la vida- un je-
fe tan reservado como Yrigoyen es una garantía, no sólo de
seguridad sino también de triunfo. Los que van a verlo se de-
jan marear por sus palabras de sirena; y como el aparato de
misterio y de ocultación que lo rodea promete el triunfo, no
vacilan en incorporarse al número de los revolucionarios.
Yrigoyen sabe que todo en él produce efecto, el efecto que él
quiere, y aumenta con habilidad el colorido misterioso de su
persona y del ambiente en que vive.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 167

Es interesante observar su parecido, en este carácter, con


otro gran conspirador: José Visarionovich Chugashvili, el
“compañero” Koba, el actual zar rojo de todas las rusias. El
mejor de sus biógrafos, Essad Bey, atribuye a sus ingénitas
propensiones de conspirador su “vieja costumbre de dificul-
tarlo y velarlo todo, cuanto le es posible”. Y agrega: “Stalin es,
como muchos viejos conspiradores, una naturaleza que teme
la luz, que experimenta un desagrado casi físico al ponerse en
contacto con el público”. De igual modo, Hipólito Yrigoyen,
el hombre que arrastrará las más grandes multitudes en
nuestro país, tiene terror a la multitud. Y así no conspira reu-
niendo a sus secuaces y exaltándolos con frenéticos discur-
sOos, sino silenciosamente, en la sombra, ocultando su trabajo.
Su obra, como alguien lo ha dicho, es la de una araña que va
con paciencia y minucia construyendo su tela.
Cinco años dura la conspiración. Yrigoyen no se fatiga ja-
más, no se desilusiona jamás. Las entrevistas con los oficiales
y los jefes se realizan en los más diversos sitios y horas. No
siempre los recibe en su casa. La policía puede considerar sos-
pechoso el que vayan tantos hombres a visitarlo. Por esto, él
los cita en el escritorio de algún amigo, en la casa particular de
algún otro, en la de su hermano Martín, en una plaza -prefe-
rentemente en la plaza Italia-. Durante un tiempo suele encon-
trarse con sus amigos -con uno o, a lo más, con dos- y con los
presuntos secuaces en una inmensa casa de remates que tie-
ne dos puertas a diferentes calles.
La policía, naturalmente, sospecha. Nunca falta un impru-
dente que le cuente algo a un íntimo, pidiéndole reserva del
secreto que lo estorba. Yrigoyen es vigilado. El se vale de in-
finitos ardides para engañar a la policía. Cierta noche en que
va en tranvía con un amigo, ve pasar el coche policial, si-
guiéndolo con disimulo; y al llegar a una esquina, se baja rá-
pidamente, burlando a sus seguidores. Hace creer que está en
su casa -hay luz en su cuarto- mientras él conspira en otra
parte. Finge partir para el campo y no se mueve de la ciudad.
A los espías policiales él los espía a su vez. Llega a crear una
verdadera policía para vigilar a los hombres del gobierno.
168 Manuel Gálvez

El ministro de la Guerra, enterado de que Yrigoyen sedu-


ce a los oficiales, los traslada a diversas guarniciones en la
provincias. Yrigoyen no se amilana por eso; y se dedica a se-
ducir a sus reemplazantes. Sin saberlo, el ministro se compli-
ca en los planes de Yrigoyen, porque esos oficiales y jefes en-
viados a distantes guarniciones son allí propagandistas de la
revolución en marcha.
¡Cinco años conspirando, día por día, hora por hora! Cual-
quier otro hubiera renunciado cien veces, ante la multitud y
la magnitud de los obstáculos. Su optimismo y su tenacidad
no disminuyen. Lo más difícil para él es ponerse en contacto
con los oficiales. Para ello se sirve de sus fieles, que ahora no
son los elegantes de años atrás, sino amigos nuevos, hombres
modestos Y abnegados, entre los que hay algunos militares,
que lo siguen con lealtad perruna. Algunos oficiales se resis-
ten a encontrarse con el conspirador. No ven la necesidad de
echar abajo al gobierno, cuyo jefe es, además, un militar, un
general ilustre. Nada ganarán ellos, militares y no políticos,
con que venga otro gobierno. Su deber es servir a todos los go-
biernos. Atormentados, apremiados por los compañeros que
ya han sido convencidos, acaban alguna vez por caer en las
redes que les tienden. El deseo de huir de Yrigoyen los pone
frente a Yrigoyen, el hombre temible para ellos, la peligrosa
sirena que embriaga y que lleva a la locura de la sublevación.
He aquí un joven oficial que se burla de Yrigoyen cuando con-
versa con sus compañeros ya comprometidos. Ellos le cuentan
lo que el gran hombre les ha dicho, le hablan de él con fana-
tismo, con unción religiosa. Es un apóstol, un profeta. Elogian
su palabra que encanta, su fe gigantesca. Ellos saben que su
companero es fiel y que no los delatará. El compañero no los
delata, pero se ríe de ellos. Poco le falta para pensar que se
han enloquecido. El no cree en apóstoles, en profetas. Por fin,
acepta entrevistarse con Yrigoyen. El le dirá algunas verda-
des a ese apóstol que tanto mal está haciendo. A él no lo va a
seducir. Lo supone un mistificador, un vivo. Probablemente
les sacará dinero a sus admiradores,si lo tienen. Irá a hablar
con él. Pero ahora sus compañeros vacilan. Temen que el mu-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 169

chacho, valiente y franco, le diga algo chocante a su ídolo.


Después de largos cabildeos se deciden a llevarlo. Ya está el
oficial con Yrigoyen, mano a mano. La entrevista es larga.
Fuera, aguardan los otros. Por fin, termina la entrevista y el
oficial se reúne con sus amigos. Lo miran ansiosamente. El ofi-
cial, cuyos ojos brillan de entusiasmo de la misma locura que
ellos conocen, exclama, con emoción: “No sé si alguna vez se-
ré radical o no, pero desde ahora en adelante dedicaré mi vi-
da entera a trabajar para que llegue al gobierno el hombre más
grande que he conocido, el hombre más grande de América”.
¿Qué le ha dicho Hipólito Yrigoyen a ese muchacho que has-
ta horas antes se burlaba de él y lo despreciaba? ¿Qué les di-
ce a los oficiales para catequizarlos, para incitarlos a faltar a
su deber, a exponerse a perder su carrera? Primero, Yrigoyen,
con Voz suave, en tono afectuoso, se interesa por su visitante.
Le hace preguntas cuyas respuestas él escucha con la ternu-
ra de un padre. Hablan en pie, frente a frente, O paseándose.
Yrigoyen, de cuando en cuando, le toma el brazo a su inter-
locutor o le pone una mano en el hombro. No tarda el oficial
en sentir una profunda simpatía hacia Yrigoyen, que se
muestra comprensivo, paternal, bondadoso, austero, gran pa-
triota. Entonces, el catequizador, que ha empleado todos los
tonos, la dulzura, el entusiasmo, la serenidad, la afirmación,
la energía -cada cosa en el grado que conviene al tempera-
mento del oficial, a quien acaba de conocer a fondo en unos
pocos minutos-, se eleva paulatinamente al tono patético de
los momentos decisivos. El oficial, que nada sabe de política,
que está ya en el mundo dramático a que lo ha conducido
Yrigoyen, tiene frente a sí, evocado por la palabra impresio-
nante del apóstol, un panorama pavoroso de la vida moral
del país. ¡No se había imaginado, el pobre oficial, que hubie-
ra tantas corrupciones! El nada ha sabido hasta ese momento
de las conculcaciones de los gobiernos, de sus latrocinios, de
los vejámenes con que humillan a los pueblos, de sus críme-
nes, de sus negocios sucios, de su impudor, de su cinismo. To-
do lo han vendido, y si no han vendido a la patria misma es
porque no pudieron venderla. No hay libertad, ni aspiración
170 Manuel Gálvez

al bien, ni siquiera conciencia del mal que hacen. El oficial es-


cucha absorto e indignado el cuadro de monstruosidades que
Yrigoyen le ha presentado en forma elevada, con palabras
nobles, sin chabacanerías, sin enojos. Y de pronto, la decora-
ción cambia. Ahora contempla el militar una imagen de lo que
será la patria cuando esté en el poder la Unión Cívica Radical.
La voz del apóstol adquiere tonalidades de una dulzura deli-
cadísima. Gobiernos ejemplares. Honradez, libertad, bienes-
tar, fraternidad. Todo es luminoso y puro. Pero para lograr
estos días esplendorosos es necesario destruir el régimen de
opresión. Él no quiere que se derrame sangre. No debe morir
ningún argentino. Por esto la revolución debe ser militar. To-
do el ejército entrará en el movimiento, y, un día, el régimen
caerá con un pequeño esfuerzo. Los militares tienen el deber
de salvar al país. El honor les manda ser dignos de su misión.
Tendrán la gloria de haber contribuido en primera línea a la
grandeza de la patria. ¿Qué militar joven no se deja tentar por
estas palabras que tienen para él algo de sublimes? ¿Cómo no
escuchar los cantos de la sirena? El oficial ha sido catequiza-
do. Saldrá de allí dispuesto a dar su vida por la salvación de
la patria, a seguir a Hipólito Yrigoyen ciegamente, fanática-
mente, a donde él quiera llevarlo.
A veces, cuando se trata de un oficial invulnerable, Yrigoyen
debe catequizar previamente a las personas que sobre él tie-
nen influencia. He aquí el caso del teniente catamarqueño. Es
de esos militares que confunden la patria con el gobierno.
Conspirar con el intento de echar abajo a las autoridades le
parece traicionar a la patria, a la bandera. Pero, único oficial
no comprometido de su batallón, es necesario hacerlo caer.
Yrigoyen descubre que el teniente festeja a una hija de un
médico, persona respetable y amigo suyo de otros tiempos.
Yrigoyen, que hace años no ve al médico, lo hace llevar a su
casa. No lo llama él: esto no entra en sus procedimientos. Lo
llevan otros, después de convencerlo hábilmente a que hable
con Yrigoyen. El médico se encuentra con el catequizador y
sale conquistado, admirando la grandeza moral de Yrigoyen.
Al cabo de algunas sesiones, él le pregunta por el teniente.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO AL

Pero el médico, padre de la joven que el teniente festeja, no


puede inducir al muchacho a que entre en la conspiración.
Entonces vuelven los amigos a trabajar el ánimo del teniente.
¿Será el único que no quiera adherirse a un movimiento en el
que están comprometidos tantos hombres respetables?
“¿Quién, por ejemplo?”, pregunta el teniente. “El doctor Tal,
el médico...” El teniente, que respeta y quiere a su futuro sue-
gro y con el cual desea estar en las mejores relaciones, queda
anonadado. Se entera de que es verdad y, por fin, consiente
en entrevistarse con Yrigoyen. El caso es difícil para el seduc-
tor, pero procede con la maestría de sus mejores momentos y
el oficial cae también en las redes. Cuando sale de hablar con
Yrigoyen, exclama: “¡Pero este hombre es un santo!” Instantá-
neamente ha quedado convertido en un fanático de Yrigoyen,
y lo será durante toda su vida, hasta el momento de su muerte.
Pero no siempre el oficial es incorporado a la revolución
por obra directa de Yrigoyen. A veces, alguno de los más
comprometidos sale de la casa de Yrigoyen y se encamina a
la del oficial a quien quiere comprometer. Lo hace por indica-
ción de Yrigoyen, que sabe lo que va a ocurrir. La policía to-
ma nota. El oficial en cuya casa ha entrado el conspirador es
trasladado a otra guarnición, lo que lo irrita contra el gobier-
no y lo acerca a los revolucionarios.
La admiración hacia Yrigoyen y la locura revolucionaria
inducen a actitudes heroicas. He aquí un joven oficial, que ar-
de por sublevarse. Para eliminarlo, porque tiene influencia
entre sus compañeros, es enviado a Europa, en una misión.
Pero él, que no tiene otro sueño que el de pelear en el movi-
miento que prepara Yrigoyen, se hiere de un balazo para no
hacer el viaje.
Ahora que sabemos cómo catequiza Yrigoyen a los oficiales,
es el momento de anotar otra semejanza con los krausistas.
Hablando de Sanz del Río, el maestro de los krausistas espa-
ñoles, dice Menéndez y Pelayo: “La verdadera enseñanza, la
esotérica, la daba en su casa. Ya con modos solemnes, ya con
palabras de miel, ya con el prestigio del misterio, tan podero-
so en ánimos juveniles, ya con la tradicional promesa de la
le, Manuel Gálvez

serpiente... iba catequizando uno a uno a los estudiantes más


despiertos”. Y agrega estas palabras que, como las otras, pare-
cen referirse a Yrigoyen: “Poseía especial y diabólico arte para
fascinarlos y atraerlos”. Poco más tarde, hará Yrigoyen lo mis-
mo con los estudiantes; y durante su vida entera con millares
de personas de la más diversa condición social e intelectual.

Mientras tanto, el conspirador no descuida sus negocios de


campo. Es un místico que, como otros místicos verdaderos, vi-
ve también en las realidades. En el caso de Yrigoyen, estas rea-
lidades son limitadas: las realidades suyas, las realidades de
un hombre cuya energía espiritual se dirige hacia adentro.
En 1900 ha tomado en arrendamiento el campo Los Méda-
nos, situado cerca de la estación Norberto de la Riestra, a cin-
co horas de Buenos Aires. Vive allí, durante años, la existen-
cia de un anacoreta. O la de un viejo criollo, de uno de esos
hombres austeros y sufridos, de los que no quedan ya muchos
ejemplos. Se instala en el rancho de la estancia, un rancho de
los llamados “de chorizo”, levantado junto a un gran árbol
que le da sombra. Y allí lleva los viejos muebles que ha usa-
do en El Trigo.
Viaja frecuentemente. En ocasiones, el viaje es un pretexto
para hurtarle el cuerpo a la policía. A la ida como a la vuelta,
a título de propina, entrega al camarero unos billetes para el
personal del tren. A veces, la suma se acerca a los cien pesos.
En la estación próxima a su campo, al bajar del tren o al to-
marlo, tiene para cada cual un cariñoso saludo.
Vida austerísima. Rancho de piso de tierra. Algunos años
después de vivir allí, le pone piso de cemento. Se levanta a las
cinco de la madrugada. Consagra parte del día a las labores
de campo. Lee diarios, revistas y algún libro. Come muy tem-
prano. Después de comer se sienta en una silla de hamaca y
allí se está largo tiempo con las manos entrecruzadas sobre el
pecho, mirando el cielo. Y a las ocho y media se acuesta.
Al mismo tiempo, sigue ocupando El Quemado. Allí la ca-
sa es bastante buena. La conserva tal como estaba el primer
día: con los retratos de los parientes de la propietaria. Uno de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 178

ellos era el candidato a gobernador de la fracción del autono-


mismo opuesta a la de Del Valle y Alem, cuando él perdió su
cargo de comisario. En El Quemado, Yrigoyen tiene hacien-
das. Necesita venderlas para preparar la revolución. No hay
comprador. El único vecino que se interesa por ellas se halla
sin fondos. Yrigoyen se las vende por medio millón de pesos,
que el comprador le irá pagando cuando pueda y sin intere-
ses. Y cuando va a darle un documento, Yrigoyen le dice: “La
palabra basta”.
Seguramente aconsejado por entendidos, compra, en San
Luis, y a bajo precio, los campos La Toma, La Carolina, La
Victoria y Charlone, que pocos años más tarde valdrán una
fortuna. Una década después de haber adquirido La Toma
-algo más de nueve leguas- lo vende por un millón de pesos.
Y poco antes ha vendido la mayor parte de las siete leguas de
La Victoria al precio extraordinario de cuarenta pesos la hec-
tárea. Hipólito Yrigoyen, como todos los grandes triunfadores,
es hombre de suerte. La buena suerte es signo de excepciona-
les destinos.
En la vida intensa de Yrigoyen, dedicado a hablar cada día
con muchos hombres -largas, cansadoras conversaciones, que
ponen en juego su sensibilidad y sus nervios- el campo es el
oasis que lo calma y lo fortifica. Nada tan fatigante como la
vida del conspirador, que obliga a permanecer siempre aler-
ta, con los nervios tensos. Nada tan fatigante como repetir
durante años, varias veces al día y en tono dramático, las
mismas cosas. Si Yrigoyen no se agota es porque el campo le
da fuerzas. Y él lo ama, porque sabe lo que significa en su
existencia. Es hombre de campo, lo mismo que Rosas. Y co-
mo a don Juan Manuel, el campo lo forma y le infunde su
serenidad.
Tampoco abandona aquel otro oasis de su vida siempre
igual y sacrificada: las mujeres. Aquel amor con la brillante
extranjera no se ha interrumpido. Pero al mismo tiempo man-
tiene una bella amistad con otra mujer. ¿Llega Yrigoyen a
decirle alguna palabra de amor? Alguien asegura que ha ha-
bido entre ellos un noviazgo, interrumpido por la muerte.
174 Manuel Gálvez

Los trabajos revolucionarios siguen su camino. El secreto


no impide que alguna noticia llegue hasta los enemigos que en
el propio Partido Nacional tiene Roca. Uno de ellos es Marceli-
no Ugarte, ex ministro de don Bernardo, a quien ha sucedido
en la gobernación de Buenos Aires. Ugarte, que quiere des-
truir a Roca, le pide una entrevista a Yrigoyen. El jefe del radi-
calismo accede, con la condición de absoluta reserva. La noche
convenida, Ugarte se presenta en la casa de la calle Brasil.
¿Qué quiere este enemigo suyo y de su partido? Ha formado
en su feudo un ejército y lo ofrece desinteresadamente al mo-
vimiento que prepara Yrigoyen. El jefe del radicalismo no lo
acepta. Y en la conversación, que dura un largo rato, no le re-
vela un solo detalle de los trabajos revolucionarios.
Otra adhesión no menos extraordinaria recibe Yrigoyen en
cierto momento de su período de conspirador: la de Roque
Sáenz Peña. Dentro del Partido Nacional, Roque Sáenz Pena
ha representado siempre, y continúa representando, una ten-
dencia hacia las buenas costumbres políticas y administrati-
vas. Honorable, caballeresco, no se ha complicado en ningún
manejo turbio. El partido “modernista” que fundó en el 91 ha-
ce ya rato que desapareció: él, actual socio de Pellegrini en el
estudio de abogado, se incorporó con sus amigos al Partido
Autonomista Nacional, ahora denominado “Partido Nacional”.
Sáenz Peña tiene una vieja enemistad con Roca, y detesta sin-
ceramente, noblemente, sus procedimientos. Tal vez su anti-
patía hacia “el Zorro” ha aumentado ahora, con motivo de la
guerra que le hace a Pellegrini. Ya apenas se habla del Parti-
do Nacional: se habla de roquistas y pellegrinistas.
La entrevista entre Yrigoyen y Sáenz Peña se realiza en el
Club del Progreso. Sáenz Peña declara que habla no sólo por
sí mismo sino también por un grupo de amigos, entre los que
figura Pellegrini. Sáenz Peña viene a ofrecer a Yrigoyen su
concurso para la revolución. Aceptan proceder bajo la direc-
ción de Yrigoyen. No piden nada a cambio de este apoyo for-
midable. Sáenz Peña espera con ansiedad la respuesta. Cree
que Yrigoyen puede aceptar. Se olvida de cómo es de rígida
la línea de conducta que él se ha impuesto; de todo lo que vie-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 175

ne renunciando desde 1891; de su odio a los pactos, a las tran-


sacciones; de que su amigo es un hombre de principios fijos e
inmutables. Y oye con asombro la respuesta: no acepta, por-
que es imposible “reparar” con los mismos factores que han
puesto al país en la necesidad de recurrir a la revolución.
“Advierta, Sáenz Peña -le dice- que ustedes son la razón de ser
de nosotros”. Sáenz Peña contesta: “¡Ya me esperaba su res-
puesta, tiene razón!” Y agrega: “Pero ¿qué les contesto a estos
amigos, que, con el mejor propósito, han querido llegar hasta
usted? Déme un pretexto, algo que no los desencante”. A lo
que Yrigoyen replica: “El mejor pretexto es hablarles con leal-
tad”. Y termina la conversación con estas palabras, que Sáenz
Peña pronuncia sinceramente y acaso con emoción: “Como
argentino me felicito y me enorgullezco por su actitud”.

Octubre de 1903. Roca, cuya presidencia termina el año si-


guiente, reúne en la Capital una convención de notables de
toda la República. Ningún radical entre ellos, como es de su-
poner. Los convencionales son miembros del Partido Nacio-
nal. O mejor dicho: representantes de los grupos oligárquicos
que gobiernan en cada provincia. Han sido designados por
el Presidente y por los gobernadores. No han querido asistir
ni los republicanos -o antiguos mitristas- ni los radicales de
don Bernardo. El objeto de esta convención es el de elegir el
candidato a la presidencia y vicepresidencia próximas. Hay
mayoría para Pellegrini. Pero él está distanciado de Roca por
aquello de la “unificación de las deudas”: proyecto suyo,
aprobado y defendido por Roca y retirado a último momen-
to del Congreso, al ver cómo era atacado por los diarios y
por todo el mundo Pellegrini, abandonado al furor de la jau-
ría popular, por quien fue su amigo, no le ha perdonado a
Roca su actitud y habla mal de él. A punto de ser designa-
do candidato, Roca, dando un puñetazo en una mesa, excla-
ma: “¡Quieren hacer presidente al mayor de mis enemigos!”
Con esto, y con la compra de algunas conciencias mediante
ofrecimientos de altos cargos, ha quedado muerta la candi-
se ha
datura de Pellegrini. Y entonces Roca, que en secreto
176 Manuel Gálvez

entendido otra vez con el general Mitre, impone la candida-


tura de Manuel Quintana.
Ya conocemos a Quintana. Es un hombre excepcionalmen-
te distinguido. No hemos olvidado sus aires de gran señor;
sus levitas perfectas, cortadas en Londres por Pool; su cultu-
ra refinada; la elegancia de sus modales y de sus palabras.
Desde la adolescencia se ha venido preparando para ser pre-
sidente de la República. Su hora ha llegado, pero ha llegado
en la vejez.
Yrigoyen lo conoce bien, desde el 90. O mejor dicho desde
aquella reunión llamada “de notables” que convocó Pellegrini.
Pero mejor aún lo ha conocido en el “93, cuando Quintana,
ministro del Interior de Sáenz Peña, a raíz de la caída de Del
Valle, les arrebató el triunfo a los revolucionarios de Buenos
Aires; y cuando, vencida la revolución de septiembre de ese
mismo año, en la que no tomó parte, fue encerrado en el in-
mundo pontón Ushuaia y después en el Rosetti, para terminar
en el destierro de Montevideo su calvario de dos meses y
veinte días.
En la convención nacional convocada por Roca todos aca-
tan sus deseos. Pero hay un hombre -un arrepentido- que va
a decir grandes verdades. Es Carlos Pellegrini. “Estamos en
los últimos días de la lucha; digo mal, estamos en los últimos
días y no hay lucha. En la República sólo hay silencio, vacila-
ción y ansiosa expectativa. ¿Quién será elegido para suceder
al general Roca? O, con más verdad, ¿a quién designará el ge-
neral para sucederlo? Ya no hay en la República ni principios,
ni pasiones, ni entusiasmo, ni categorías, y los partidos popu-
lares renuncian a la vana tarea de conmover a la inmensa ma-
sa adormecida o asfixiada. Sólo en esta capital se agita, como en
su último refugio, un resto de energía y de opinión.” Se espera-
ba una presidencia histórica, se esperaba que Roca se hubie-
se modificado en la experiencia. “Nos equivocamos -agrega-,
el general Roca ha reincidido en su régimen de gobierno ab-
solutamente personal, ha disuelto y desorganizado los viejos
partidos históricos y ha favorecido y apoyado en todas las
provincias una política estrecha que suprime toda manifesta-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 177

ción de vida cívica y reduce al pueblo a su más simple expre-


sión encarnándolo en el gobernante, y ha sometido a éstos,
incondicionalmente, a su voluntad, llegando así a ser el solo
y gran elector nacional.”
¿Qué más puede desear Hipólito Yrigoyen, como justificati-
vo de la revolución en marcha, que estas palabras elocuentes,
en sí mismas y por quien las pronuncia? Cómplice de Roca y
de los gobiernos anteriores, nadie los conoce mejor. Pellegrini,
lo mismo que Roca y todos los hombres que han gobernado
con ellos, han tenido el mayor desprecio por el derecho al voto,
por la libertad y por el pueblo. Todo lo han sojuzgado. Han
convertido el país en un feudo suyo, y así en estas vísperas
electorales, no hay sino silencio, un inmenso y triste silencio.
Por eso Yrigoyen cree que para salvar al pueblo, para desper-
tarlo, no queda otro remedio que la revolución. En Hipólito
Yrigoyen y los hombres que lo rodean está ese refugio de que
ha hablado Pellegrini: el “resto de energía y de opinión”.
El pueblo protesta contra la convención. Se forman mani-
festaciones, pero la policía las disuelve. Yrigoyen escribirá,
pocos años después, sobre estos sucesos: ”...una de las poli-
cías de cosacos disolvía a latigazos los grupos de ciudadanos
que se congregaban en nuestras calles públicas, a protestar
contra esa truhanesca sustitución de las convenciones de no-
tables a la soberanía popular”.
En las elecciones de abril de 1904 los radicales se abstie-
nen. Sólo votan los “oficialismos”. Melancólicas elecciones de
las que el pueblo está ausente y en las que unos cuantos po-
bres diablos, por unos pocos pesos, van a votar en su repre-
sentación. De este modo es elegido presidente de la República,
Manuel Quintana.

Pocas semanas antes de subir al poder Quintana, debe es-


tallar la revolución. Los conjurados están contentos. Ya no
pueden vivir con su secreto, con su terrible preocupación de
varios años. Alguno, cansado de esperar o ansioso de liberar-
se de un tormento, ha abandonado la partida. Inevitable que
haya defecciones y desalientos allí donde hay hombres. Pero
178 Manuel Gálvez

uno de los oficiales que está más cerca de Yrigoyen se empe-


ña con él para que se postergue el movimiento. Funda su em-
peño en una razón privada. Yrigoyen, ante la extrañeza de los
otros, accede. Puesto que la revolución no es contra un go-
bierno ni contra un hombre sino contra un sistema, lo mismo
es hacérsela a Roca que a Quintana. Da como excusa que Roca,
militar de prestigio, tiene simpatías en el ejército. Posible-
mente prefiere derrocarlo a Quintana. Más que por el mal que
le hizo, ha de tenerte poca voluntad por su mitrismo, vale de-
cir, por su complicidad en esos monstruosos delitos que son
para él los acuerdos. Roca es el creador del sistema de gobier-
no que rige, pero Quintana, que, como mitrista, formó en la
Unión Cívica, es un traidor a la causa del pueblo. Yrigoyen
no duda también de que el aristócrata que es Quintana gober-
nará aún menos democráticamente que Roca. Y fija el cuatro
de febrero de 1905 para que estalle la revolución, pero sólo
unos pocos de sus fieles se enteran de esta fecha.
Yrigoyen, en su horror al derramamiento de sangre, ha
quedado contento con esta nueva postergación. ¡Si se pudie-
ra triunfar sin un solo herido! Recuerda cómo, en las vísperas
de la revolución del “90, él propuso que se postergara el mo-
vimiento, hasta no estar sublevados todos los cuerpos del
ejército, de modo que el gobierno cayese sin que hubiera una
sola víctima. No se le hizo caso, y un tendal de cadáveres fue
el resultado de la precipitación. Lo mismo ocurrió en septiem-
bre del “93, en el movimiento organizado por Alem y en el que
él no quiso tomar parte. Sabía que el gobierno iba a resistir;
que a unos batallones sublevados opondría otros batallones
leales. El resultado sería la muerte de millares de argentinos.
Por esto, él obstaculizó el movimiento, a riesgo de ser mal
juzgado por Leandro Alem y por los fieles de su tío. En cam-
bio, ¡qué simpática la revolución que él organizó en Buenos
Aires! Toda la provincia, cerca de cien ciudades y pueblos,
conquistada en unas cuantas horas. Apenas hubo dos o tres
muertos, y no fue por su culpa. Desgraciadamente, ahora no
puede hacerse lo mismo. Al gobierno de la Provincia, que no
tenía ejército, lo pudo echar el pueblo. Pero al gobierno nacio-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 179

nal solamente lo echa el ejército. ¿Y están comprometidos to-


dos los jefes y oficiales? Aún faltan algunos. Esta posterga-
ción de seis meses le da un alivio a Yrigoyen. Tal vez ocurra
algo que haga innecesaria la revolución. De otro modo sus
amigos tendrán que pelear, que morir; y esto aflige y ator-
menta al hombre de corazón que es él. Para confortarse pien-
sa en la patria oprimida por un nefasto régimen de gobierno,
en las iniquidades -convertidas por él en cosas monstruosas-
de que su cabeza está llena. Sí, hay que hacer un gran sacrifi-
cio, el sacrificio de algunas vidas, para salvar a los pueblos,
para establecer la felicidad, la igualdad, la libertad, en estas
tierras desgraciadas.
Pero Yrigoyen ha ido postergando la revolución por otro
motivo que tal vez él mismo ignora. Formidable conspirador,
es, por su lentitud, un mal revolucionario. Carece de aptitud
para la acción. Su acción -prolongación de su interioridad- es
indirecta y consiste en explicar, en trasmitir lo que tiene pen-
sado, no en ejecutarlo. Son los otros quienes fundan los comi-
tés o se lanzan a la revolución. Su naturaleza psíquica le im-
pide ir a fundar un comité, como le impide ponerse a la cabe-
za de un grupo de hombres que se arroja al combate. Si el 93
encabezó un ejército fue porque, vencido el gobierno desde el
primer momento, la acción que faltaba por realizar era esca-
sa. Más que revolucionario, es artista de la conspiración, en la
que se mueve como en su elemento natural. Algunos de los
conjurados advierten su escaso empuje revolucionario. Cuan-
do habla con los oficiales no parece interesarse demasiado
por el estallido. Hasta se dijera que no desea verdaderamen-
te llegar a eso, que a él le basta con ser admirado y amado,
con mantener largas, misteriosas y ocultas entrevistas.
Pero ya se acerca el momento. Él lo espera con disimulada
curiosidad. ¡Cinco años de conspiración! Ha preparado el mo-
vimiento con amor, con arte, con esperanza y fe. ¿Qué sucede-
rá si triunfa la revolución? ¿Tendrá él que asumir el poder? Le
asusta pensarlo. Pero su intuición lo tranquiliza. La revolución
no triunfará. Casi le complace la derrota, porque entonces po-
drá él volver a su vida de conspirador, a sus ocultaciones, sus
180 Manuel Gálvez

disimulos, sus misterios. Si pudiera detener el movimiento,


ahora que duda del triunfo, lo detendría. Pero es imposible.
Las órdenes están ya dadas. Los conjurados harán la revolu-
ción por sí solos. Imposible detenerla: ya está en marcha. En
la noche del tres al cuatro de febrero se sublevarán diversos
regimientos en la capital y en casi todas las guarniciones de
la República, mientras algunos ciudadanos se apoderarán
del Presidente y de los ministros y les exigirán las renuncias.
Yrigoyen, siempre generoso y caballeresco, ha dado órdenes
minuciosas y severas para que se trate al presidente Quintana
con la mayor gentileza y suavidad. Ha llegado la hora. Hipó-
lito Yrigoyen sufre y espera. Pero en su rostro impasible todo
está en el mayor reposo y serenidad.

Tres de febrero de 1905. Un emisario de Yrigoyen, de “el


general”, como le dicen sus partidarios, ha recorrido los cuar-
teles. De las provincia han llegado buenas noticias. Hasta
ahora Yrigoyen se ha entendido con los que van a sublevar-
se, ya directamente, ya por medio de algunos de sus fieles. La
Junta Militar Revolucionaria y la Junta Civil Revolucionaria
son entidades decorativas. Los mismos “dirigentes” radicales
-el presidente del Comité Nacional, que vive en Córdoba, y el
presidente del Comité de la Capital- han ignorado, hasta ha-
ce pocos días, que va a estallar la revolución. Tan grande ha
sido el secreto y tan grande es la absorción de Yrigoyen.
El teniente que ha recorrido los cuarteles es citado por el
jefe revolucionario a una reunión a las tres de la tarde, en la
casa del coronel Martín Yrigoyen, que vive en donde hasta
hace poco viviera su hermano: Rivadavia, casi esquina con
Callao. Allí, el capitán deberá informar a los miembros de la
Junta Revolucionaria todo lo que sabe. El teniente se prepara.
Es emocionante para él eso de hablar en presencia de los ge-
nerales y altos jefes que componen la Junta. Él ha visto sus
nombres: Yrigoyen le ha mostrado la lista. Al entrar en la ca-
sa, fuera del coronel Martín Yrigoyen, sólo hay dos militares
de inferior graduación, uno de los cuales, con licencia, no re-
presenta a ningún cuerpo. Hay también algunos particulares,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 181

que no llegan a la media docena: dos escribanos, un viejo de


cierta fortuna... El teniente no comprende. Y menos compren-
de cuando Hipólito Yrigoyen le pide que informe a los seño-
res presentes, pues hay que resolver si debe o no suspenderse
el movimiento.
Yrigoyen quiere que presida su hermano. Pero el coronel,
disconforme con todo aquello, se va a las piezas interiores de
su casa. El teniente no sale de su asombro. ¿Esos civiles que
nada significan, y esos dos oficiales, van a resolver, a esta al-
tura de los acontecimientos, si la revolución debe hacerse o
no? ¿Acaso es posible comunicar la suspensión a los regi-
mientos de las provincias, cuando faltan pocas horas para el
estallido? Este argumento convence, incluso a Yrigoyen, que
-en virtud de un telegrama recibido de Salta anunciando el
descubrimiento de todo, y en virtud del informe de un oficial
de la policía- hubiera preferido la postergación. ¿Es que una
revolución puede no ser “sentida” cuando faltan unas horas
para que estalle? ¿Y qué importa eso cuando todo está pron-
to? Se vota, y, por mayoría, se resuelve no suspender el mo-
vimiento. Es ya el atardecer cuando los conjurados se retiran.
A las once de la noche, el teniente se dirige al arsenal. Todo
parece estar bien. Tanto el batallón que tiene allí su cuartel co-
mo los otros dos batallones instalados en cuarteles vecinos,
los cuales comunican con el arsenal, se hallan bajo el mando de
los oficiales revolucionarios. Los jefes duermen en sus casas.
Pero no todo está bien. Un oficial recibe al teniente con una
mala noticia. Tres revolucionarios han ido a la Penitenciaría,
para raptar a un oficial de guardia. Lo han invitado a un bai-
le. Pero mientras rueda el coche, el oficial, desconfiando, se
ha arrojado a la calle. Una vez en salvo, ha avisado por telé-
fono a las autoridades Y he aquí que el jefe del Estado Mayor
se encuentra en el arsenal.
¿Dónde están los oficiales revolucionarios? Están festejan-
do, no muy lejos del arsenal, el seguro triunfo del movimiento
que empezará a las tres de la madrugada. Los soldados duer-
men. Los oficiales de guardia no se atreven a matar al jefe del
Estado Mayor. Otros oficiales quieren levantarse en armas en
182 Manuel Gálvez

seguida, adelantándose a la hora. El teniente corre a ver a


Yrigoyen. Rodeado de mucha gente, pensativo, sombrío, está
el jefe revolucionario en una casa de la calle Pavón, a dos pa-
sos del arsenal. Yrigoyen se niega a que se adelante la hora
del estallido. El teniente vuelve al arsenal. Los oficiales se de-
sesperan. Retorna a la calle Pavón. Pretende que Yrigoyen se
presente en el arsenal, que asuma la dirección del movimien-
to. Yrigoyen, que se había acercado al arsenal y que, por los
malos informes recibidos, debió volverse, sale ahora con tres
personas. Nadie sabe adónde va.
Mientras tanto, la ciudad ignora todo eso. No ha creído en
los vagos rumores de los dos o tres últimos días. No cree esa
noche a los que cuentan que una revolución ha sido sorpren-
dida. ¿Por qué esa revolución? ¿No hace apenas tres meses y
unos días que es presidente Quintana? ¿Por qué pretender
echarlo abajo sin saber cómo gobernará? En los escasos circu-
los nocturnos -clubes, bares y cafés- la gente se ríe de la falsa
noticia. Pero después de la una comienzan a saberse algunos
datos exactos. No hay más remedio que creer.
Sorpresa enorme en la ciudad. Ahora se sabe que, desde
hace días, las autoridades vienen observando ciertas reunio-
nes sospechosas. Parece que la revolución ha sido delatada.
El gobierno, sin embargo, no creyó demasiado o acaso dejó
que la revolución estallase para terminar de una vez con las
inquietudes. El Presidente, los ministros, el jefe de policía, los
altos funcionarios del Ministerio de la Guerra, todos se ponen
en movimiento esa noche. Lo que más ha alarmado al gobier-
no son los telegramas recibidos horas antes de Bahía Blanca,
de Paraná y de Concordia, anunciando el movimiento en los
cuarteles de esas guarniciones y la sublevación de los cuerpos
del arsenal porteño. Se allanan varios domicilios, en los que se
encuentran ciudadanos armados. Son asaltadas varias comi-
sarías, y dos caen en poder de los revolucionarios. Ya casi de
día, un grupo de ciudadanos penetra a todo correr en el arse-
nal, creyéndolo en poder de los sublevados; pero algunos hom-
bres de tropa, que estaban alertas por orden del ministro de la
Guerra, los apresan. A las cuatro y media, el jefe de la briga-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 183

da del Campo de Mayo comunica haberse sublevado uno de


los cuerpos. Van llegando noticias del interior: sublevaciones
en Bahía Blanca, Rosario, Mendoza, Córdoba.
Es de día. Los diarios informan del movimiento a la pobla-
ción que nada sabe de los sucesos de la noche. Patrullas de
soldados recorren las calles. Pocos tranvías. Siguen llegando
noticias: en San Lorenzo se ha sublevado el 3 de Artillería, que
marcha hacia Rosario; se combate, en Bahía Blanca, entre tro-
pas revolucionarias y leales; se combate en la comisaría 27; dos
batallones sublevados vienen hacia Buenos Aires, uno de los
cuales se dispersa al llegar a la calle Rivadavia; en San Lorenzo
fue tomada la jefatura de policía por soldados vestidos de ci-
viles; en Rosario se produce un tiroteo frente a la policía. El go-
bierno decreta el estado de sitio. En diversos puntos de la ciu-
dad se forman cantones que no tardan en rendirse. Siguen los
allanamientos, las prisiones. Ha habido en la ciudad diez muer-
tos y unos cuarenta heridos. La revolución está vencida. Du-
rante unos días se sigue combatiendo en la ciudad de Córdoba,
en Mendoza, en la provincia de Buenos Aires. Yrigoyen, pa-
ra evitar la guerra civil, ordena a sus partidarios que se rin-
dan. A la semana no quedan ya rastros del movimiento.
El país entero parece condenarlo, a juzgar por los diarios.
Lo consideran “una intentona anónima”. No saben quién la ha
organizado. Hablan de “ambiciones contenidas y de despe-
chos apasionados”. Comprueban la falta absoluta de ambien-
te en la opinión. Aseguran que, aun triunfando en la madru-
gada del cuatro, la revolución no hubiera podido sostenerse.
La verdad es que el país entero espera algo de Quintana. Cree
que Quintana va a terminar con el poder de Roca y con sus
métodos de gobierno. El país condena la revolución, pero no
se adhiere a Quintana, hacia el cual adopta una actitud de
expectativa.

Mientras tanto, las autoridades encierran en las cárceles a


numerosos militares y civiles. Algunos miembros del radica-
lismo son detenidos y juzgados. Todos declaran no haber to-
mado parte en el movimiento.
184 Manuel Gálvez

¿Dónde está Yrigoyen? Aquella noche del 3 de febrero ha


ido a casa de su hermana en la calle Suipacha, y de allí ha pa-
sado a la de un vecino. En esa casa, donde vive una familia
chilena, Yrigoyen se queda varias semanas. Las autoridades
lo buscan. Un telegrama asegura que está en Montevideo.
Nadie conoce su escondite, salvo algunos de sus fieles. Sólo
su abogado va a verlo.
Allí, en aquella casa, el vencido transcurre sus horas escri-
biendo y leyendo. Retoca el manifiesto que debió aparecer el
4 0 el 5 de febrero, y que, por causa de la censura, no ha sido
posible publicar. En ese manifiesto, con el extraño desinterés
varias veces demostrado por Yrigoyen, se declara que, si
triunfa la revolución, todos los ciudadanos podrán aspirar a
las altas posiciones, menos los que firman, los directores del
movimiento. Piensa en los recursos para los jefes y oficiales
que han podido huir al extranjero y a los que sostendrá, du-
rante más de dos años, casi con su exclusivo peculio. Prepara
otro manifiesto, sobre el fracaso de la revolución. Y conversa,
aunque muy poco. Él ha sido siempre parco de palabras. Pe-
ro ahora lo es más. No puede hablar sino de los sucesos acae-
cidos, tan lleno está su espíritu de esos sucesos.
Pasa largas horas meditando. ¿Ha sido “vencido” el movi-
miento, como afirman los diarios? Él sabe que no. Está cierto
de que lo ocurrido bastará para despertar al país. Y aun para
despertar la conciencia adormecida de los gobernantes. Pien-
sa que si es necesario volverá a empezar. Acaso se detiene con
delectación en el recuerdo de sus horas de conspirador. Pero
no será necesario. Él presiente, en su intuición enorme, que
esa revolución acrecerá por ahora el prestigio del partido y
que, en el tiempo venidero, será celebrada cada año, en toda
la República, con grandes reuniones de pueblo. Y no sufre
por la derrota, que no es derrota. Sufre por los oficiales que
han perdido su carrera, que van siendo condenados a las cár-
celes. Sufre por los muertos de la revolución, por esos márti-
res de la libertad.
Allí, en su escondite, se informa por los diarios de un de-
creto del presidente Quintana, exonerándolo de su cátedra “por
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 185

razones de mejor servicio”. Estas palabras lo ofenden. Se ven-


gará. Y en efecto, se venga años más tarde, cuando es presi-
dente de la República, favoreciendo a los hijos y a los nietos
de su enemigo.
Un día se entera de que en Córdoba van a ser condenados
a muerte los oficiales sublevados y manda llamar a Roque
Sáenz Peña, quien, por sí mismo y sobre todo como socio de
Pellegrini en su estudio de abogado, tiene poderosa influencia
en el gobierno. Alguien afirma que Sáenz Peña ha ido espon-
táneamente a visitarlo en su escondrijo. Sea como fuere, los
dos hombres -viejos amigos, desde los tiempos del alsinismo-
a quienes une la misma aspiración al mejoramiento de nues-
tras prácticas políticas, han debido hablar de la urgencia de
dar libertad electoral al país. Yrigoyen afirma que eso es lo
único que el pueblo reclama. Una buena ley electoral: he ahí
la panacea para nuestros males colectivos. Roque Sáenz Peña,
que, más tarde, como Presidente de la República, será autor
de la ley que lleva su nombre, opina igual que el jefe del radi-
calismo. ¿Habrá influido Yrigoyen en su convicción? Es harto
probable, dada la aptitud de sugestión que él posee, y el espí-
ritu de Sáenz Peña, cuya naturaleza aristocrática y señoril con-
tradicen su fervor democrático por el sufragio universal y libre.
Tres meses después de la revolución, aparece el manifies-
to, redactado por Yrigoyen. Habla de “insólitas regresiones”,
de “transgresiones a todas las instituciones morales, políticas
y administrativas”, de “gobiernos rebeldes, alzados sobre las
leyes y los respetos públicos”, de la “obra oprobiosa del pasa-
do”. Considera que “es sagrado deber de patriotismo ejercitar
el supremo recurso de la protesta armada”. Dice del acuerdo,
que “nunca pensamiento más pernicioso penetró en causa
más santa”. Por primera vez en nuestro país, en un documen-
to semejante, se habla de la clase obrera, “desatendida hasta
en las más justas peticiones”. Recuerda cómo el gobierno ac-
tual es el mismo que en 1893 avasalló las cuatro provincias
“que habían reasumido su soberanía”. Ahogó sus libertades,
encarceló y desterró, “con lujo de arbitrariedad y vejámenes”.
No se puede esperar -asegura- la regeneración del país, “de los
186 Manuel Gálvez

mismos que lo han corrompido”. Y declara su indignación de


que un pueblo, “vejado en sus más caros atributos e intensa-
mente lesionado en su vitalidad, tenga aún que derramar su
sangre para conseguir su justa y legítima reparación”.
Pocos días después aparece el otro manifiesto, obra tam-
bién de Yrigoyen. Culpa del fracaso a la delación y a la perfi-
dia. Afirma que las revoluciones “están en la ley moral de las
sociedades”, y que “ni es dado crearlas, ni es posible detener-
las, sino mediante reparaciones tan amplias como intensas
son las causas que las engendran”. Alaba a la Unión Cívica
Radical, compara a los gobernantes actuales con los que hubo
desde el “86 al “90 y afirma que el partido no exige precisa-
mente triunfos sino “superiores abnegaciones y luchas fecun-
das, concordantes con sus aspiraciones y con los solemnes
deberes de las horas por que atraviesa”. Es el moralista de
siempre, el hombre de principios de toda su vida.
No queda sino presentarse a la justicia, y así lo hace el 19
de mayo. Con su abogado, a las doce del día, baja de un co-
che, frente al Juzgado Federal. Viste chaqué negro, se cubre
con una galerita y lleva un sobretodo al brazo Y un bastón.
Para evitar que lo retraten, se ataja con el sobretodo. A un fo-
tógrafo le rompe de un bastonazo la máquina, que después le
manda pagar. Un agente de investigaciones lo invita a cons-
tituirse arrestado en la policía; de otro modo, procederá a su
detención. Va a la policía, donde queda detenido. Niégase a
declarar: lo hará ante el juez. Y ahora, al juzgado. A la entra-
da, un grupo de jóvenes lo aplaude. Él sigue, sin detenerse,
hasta el despacho del magistrado. “En presencia de la justicia
-declara- vengo a asumir todas las responsabilidades de ten-
tativa de revolución del 4 de febrero, como jefe del movi-
miento”. Se niega a declarar algo más y designa defensor, el
cual pide su libertad bajo fianza. Se la conceden una hora y
media después. Y al salir, un gran grupo de partidarios lo sa-
luda con vítores y aplausos.
Ha terminado la vida revolucionaria de Hipólito Yrigoyen.
XI. La misión providencial

n el año 611 de la era cristiana, Mohamed, el futuro


profeta, oye la voz que le ordena anunciar su misión a
los pueblos árabes. Después de la noche de Kadir, co-
mienza su predicación. No pronuncia discursos. No se dirige
a las multitudes. Sugestiona a los hombres uno por uno. Les
recita las suratas del Corán, las maravillosas palabras que no
ha escrito pero que conserva en su prodigiosa memoria; y los
mercaderes venidos a La Meca se dispersan luego por toda la
Arabia, enalteciendo al profeta de Dios, la verdad de sus re-
velaciones, la grandeza de su misión. Y así, lentamente, por
medio de su verbo magnífico, de sus innumerables emisarios,
el profeta va conquistando el corazón de su pueblo.
Hipólito Yrigoyen conquista de igual modo el corazón de los
argentinos. Vencida la revolución de 1905, destruida aquella
obra maestra de su vida, el profeta de los argentinos comien-
za una nueva era. Ya no habla de revoluciones. Débil su par-
tido, que apenas existe, y fracasado el recurso de la fuerza,
Hipólito Yrigoyen va a emplear la habilidad. En su casa de la
calle Brasil recibe a centenares de personas. Son hombres sen-
cillos, generalmente jóvenes. Por medio de sus emisarios in-
numerables, se hace llevar a los estudiantes, especialmente a
los de Medicina. A todos les interesa conocer al hombre mis-
terioso. Ninguno rehúsa conversar con aquel de quien sus
admiradores cuentan tantas cosas extraordinarias, de quien
alaban con fervor exaltado su bondad, su poder de seduc-
ción, su grandeza de alma, su idealismo, su pureza democrá-
tica, su sencillez de apóstol. Van a la casa histórica. Hipólito
Yrigoyen los recibe uno a uno. Los trata con raro afecto. Les
habla, en un tono a veces místico, de la reparación, de la ne-
cesidad de salvar a la patria y de cosas metafísicas que ellos
no siempre entienden. ¡Las suratas de un Corán que nunca ha
escrito, pero que él conserva en su excepcional memoria! El
profeta de los argentinos no tiene el genio literario del profeta
188 Manuel Gálvez

de los árabes, pero ama el verbo como nadie, cree en el pres-


tigio del verbo. ¿Y cómo no ha de creer en la magia de la pala-
bra quien ha conquistado a un ejército casi entero? El verbo de
Yrigoyen está muy lejos de la belleza del verbo de Mohamed,
pero sugestiona con su nobleza, con sus abstracciones. Nin-
guno de los oyentes de Yrigoyen deja de ser convencido por
su elocuencia. Los estudiantes, que, como todos los argenti-
nos de entonces, viven en un ambiente materialista, vulgar y
corrompido, salen entusiasmados de la casa del hombre, y
cuando retornan a sus hogares en las provincias, propagan
con fervor las místicas suratas de la igualdad humana, de la
salvación, de la reparación, de la misión providencial.

La revolución ha fracasado, pero sólo aparentemente. Di-


jérase que ella ha significado un latigazo y que los argentinos
empiezan a despertar. Numerosos ciudadanos se adhieren al
radicalismo. Se habla mucho, en todas partes, de Hipólito
Yrigoyen. El país se entera de la austeridad con que vive este
asceta de la democracia, de su existencia consagrada a la lu-
cha por la virtud política. Ya empieza a considerarlo el pue-
blo como el apóstol de la libertad y de la igualdad, como el
profeta que anuncia los tiempos de ventura. Lo misterioso de
su destino se hace visible.
La presidencia de Quintana lo está justificando. ¿No ha di-
cho él, cuando preparaba la revuelta, que el movimiento era
contra un sistema y que Quintana sería idéntico a los presiden-
tes anteriores? Ha resultado, tal vez porque llega al gobierno a
los sesenta y ocho años y con débil salud, peor que los anterio-
res. El estado de sitio, decretado por treinta días, es prolongado
por sesenta; y en octubre, con el pretexto de agitaciones obreras,
se resuelve un nuevo estado de sitio por noventa días. Desde la
revolución, los obreros vienen siendo tratados brutalmente,
acaso como no lo fueron ni en tiempo de Roca. Sólo por profe-
sar ideas avanzadas son encarcelados, expulsados del país,
maltratados, millares de trabajadores. Se les allanan sus casas.
Se les cierran los centros obreros. El diario socialista es clausu-
rado. La lista de las arbitrariedades, publicada durante el pa-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 189

réntesis de relativa normalidad, espanta. Hasta han expulsado


a hombres que dejan aquí su mujer y niños pequeños. Una ma-
nifestación obrera es terminada a balazos por la policía, que ha
seguido cazando por las calles a los que huyen despavoridos.
Los presos políticos que han sido desterrados a Ushuaia,
presidio del extremo sur a donde se envía a los grandes crimi-
nales, son tratados sin consideración. La comida: mate cocido
como desayuno; puchero de carnero, sin verdura, en el almuer-
zo; y caldo y un pan por la noche. El país entero pide el indul-
to y la amnistía. Quintana, lo mismo que en 1894, cuando era
ministro de Luis Sáenz Peña, se mantiene inconmovible. Pare-
ce que teme una segunda revolución. Pretende que el partido
radical, que Hipólito Yrigoyen, pidan perdón. A unas damas
que en representación de diversas instituciones de caridad
van a pedirle el indulto y la anmistía, el ministro del Interior,
después de interrumpir el discurso de una de ellas, les dice en
nombre de los demás ministros, que vayan a ver a Hipólito
Yrigoyen, a pedirle que manifieste su arrepentimiento.
El país llega a convencerse de que la revolución ha sido ne-
cesaria. Se había ilusionado con que Quintana realizaría un
gran gobierno, con que destruiría el poder del roquismo y sus
malos hábitos políticos y administrativos. Pero lo ve gober-
nando con ministros roquistas, conferenciando con Roca y de-
jándose manejar por el gobernador de Buenos Aires, Marcelino
Ugarte, que también maneja al Congreso de la Nación y hace
política en la Capital Federal. Y lo que es peor, el país ve, con
asombro y disgusto, cómo Quintana hace gobernadores del
mismo modo que Roca, hasta el punto de que en los diarios se
lo considere como “presidente elector”. Y con menos asombro
se entera de la formación de un partido de circunstancia, típi-
camente “oficialista”, llamado la Unión Electoral, hecho a ba-
se de ofrecimientos de puestos públicos, de amenazas a los
empleados, de apropiaciones de las libretas de los votantes, y
dirigido por el hijo del presidente de la República,
Todas estas cosas justifican a Yrigoyen y acrecen su presti-
gio. Pero nadie lo justifica tanto como Carlos Pellegrini, que
acaba de llegar de Europa. Pellegrini ya no es el político cínico
190 Manuel Gálvez

que consideraba “lirismos” a los comicios libres, a las policías


imparciales y a “otras pamplinas por el estilo”. Ha estado en
Europa, en los Estados Unidos. Ha visto funcionar la demo-
cracia en la república del norte. Reconoce que nuestro régimen
institucional es en la práctica una “simulación y una false-
dad”. Como su amigo Hipólito Yrigoyen, declara que la so-
beranía popular no existe entre nosotros. El pueblo no vota.
“:He ahí el mal, todo el mal!”, exclama este arrepentido vio-
lador del sufragio libre. “El voto electoral no es sólo el más
grande de nuestros derechos, sino el más sagrado de nuestros
deberes”. Hipólito Yrigoyen se siente feliz, al ver cómo este
hombre le da la razón. “Es el voto lo único que levanta y dig-
nifica al ciudadano y que hace grande y respetable al pue-
blo”. Pellegrini se revela demócrata, con un culto del voto no
menos ferviente que el de Yrigoyen, pues el voto es para él,
como para su intransigente amigo, una panacea de todos los
males. Lo dice con claridad y con el modo típico y un tanto
ingenuo de generalizar que caracteriza a Yrigoyen: “Un pue-
blo que vota, tiene en sus manos el medio de conjurar todos
los peligros y resolver todos los problemas”. Todos los pro-
blemas... y para que nada falte en su flamante adoración del
voto, lo convierte en una de las grandes fuerzas morales.
Pero como justificación completa de la obra revolucionaria
de Yrigoyen, nada mejor que estas palabras del propio Pelle-
grini, en una carta pública: “Es notorio que he hecho norma
inflexible de toda mi carrera política condenar y combatir las
revoluciones como medio de modificar Oo mejorar nuestros
hábitos políticos, y que he condenado especialmente la del 4
de febrero último; pero si soy radical en este principio, él no
me impide reconocer que se coloca a los ciudadanos en una
situación desesperada, si por una parte se los priva de todos
sus derechos y se les cierra todos los recursos legales, y por
otra se les prohíbe el último y supremo recurso de la fuerza,
y comprendo que situaciones como la existente en la provin-
cia de Buenos Aires, o la que acaba de crearse en la de Santa
Fe, son capaces de hacer vacilar hasta convicciones tan pro-
fundamente arraigadas como la mía”. Pellegrini es un hom-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 191

bre sincero, de una sinceridad invencible. Sus palabras son


una tremenda condenación de lo que Yrigoyen comienza a
llamar “el Régimen”, condenación de su propia política de
toda la vida, condenación de sí mismo.

Si Carlos Pellegrini se expresa de ese modo, ¿qué no dirá


Hipólito Yrigoyen? Las palabras “situación desesperada”
que emplea Pellegrini, ¿no explican su intransigencia, sus re-
voluciones? Pero Yrigoyen no conspira más. Probablemente
ha visto, con su poderoso instinto de la política, con su rara
sensibilidad para los fenómenos colectivos, que está cerca el
momento de la transformación del país. ¿No habrá habido al-
guna promesa del vicepresidente de la República, a quien tu-
vieron preso los revolucionarios de Córdoba? No lo sabemos.
Pero el hecho es ése: Yrigoyen no conspira. Diríase que sólo
se ocupa de instruir a los ciudadanos, de mostrarles lo que es
“el Régimen”, de mostrarles lo que será la patria cuando el
pueblo recupere su soberanía.
No conspira, pero tampoco lleva a sus huestes a los comi-
cio. Rehúsa entrar en la coalición opositora de los autonomis-
tas o pellegrinistas, los republicanos o mitristas, los disiden-
tes del Partido Nacional o antirroquistas, y los radicales de
don Bernardo. No falta sino él, Hipólito Yrigoyen, que, ahora
como siempre, mantiene la intransigencia de toda su vida. Su
partido resuelve la abstención hasta que existan comicios le
bres. La abstención, que durará siete años y que recuerda a la
“resistencia pasiva” de Gandhi, no es un simple recurso polí-
tico, sino una actitud revolucionaria, de permanente y ame-
nazante protesta. Yrigoyen la definirá, años más tarde, como
“un recogimiento absoluto y un total alejamiento de los po-
deres oficiales, para dejar bien establecido, en el presente y en
la historia, y como demostración al mundo que nos mira, que
la Nación no tenia ninguna comunicación con los gobiernos
que, en una hora fatal, le arrebataron el ejercicio de su sobe-
ranía”. El partido radical es la Nación misma, como se ve. Y
resulta de una extraña belleza esta concepción de una nación
entera que se sumerge en “un recogimiento absoluto”.
192 Manuel Gálvez

Quintana se enferma. Sus allegados no se resignan a que


tome el gobierno el vicepresidente, de quien desconfían. Pe-
ro la enfermedad se prolonga, y José Figueroa Alcorta asume
el poder. Por esos días muere Mitre, uno de los creadores de
la República. La patria terrestre ha perdido al más grande de
sus hijos, pero la patria espiritual se ha engrandecido: cuenta
con otro semidiós.
El vice en ejercicio hace declaraciones: promete imparciali-
dad en la lucha electoral, promete perseguir los abusos. Pero
la corrupción lo ha invadido todo. A Quintana, sus partida-
rios le dirigen laudatorias cortesanas, “desusadas desde la
caída de Rosas”, según un gran diario, y el partido ocasional
que se ha fundado para ganar las elecciones de marzo dedica
sus asambleas al hijo del presidente. Se compran votos, se fal-
sifican libretas, se dan pases, para que puedan votar en la
Capital, a individuos que viven en la provincia. El goberna-
dor de Buenos Aires, desde su casa, dirige la política, asistido
por el hijo del presidente.
Elecciones. Triunfa la coalición con su lista de personalida-
des entre las cuales figuran Pellegrini y Roque Sáenz Peña.
Esa noche agrávase Quintana y muere al amanecer. Figueroa
Alcorta es Presidente de la República. Sus ministros son los
amigos de Pellegrini. El pueblo, congregado en la plaza de
Mayo, aplaude al Presidente y lo sigue en manifestación.
Siéntese que algo va a cambiar. Y en efecto, la presidencia de
Figueroa Alcorta significa este trascendental acontecimiento:
la muerte política de Roca.

El nuevo presidente, rectificando la terquedad de Quintana,


decreta el indulto. Pero la amnistía a los que han escapado a
la justicia no puede él concederla: es atributo legislativo.
Reunión preparatoria en la Cámara de Diputados. Pide la
palabra Pellegrini. Presiéntese que va a decir cosas esenciales,
con su sinceridad de siempre, en su verbo viril. Su discurso
es un tremendo mea culpa. En sus primeras frases concreta
una imagen de nuestras corrupciones políticas: la tramitación
“¡en la Capital Federal!- de la candidatura a gobernador de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 193

una provincia. Surgía un candidato, que era vetado al día si-


guiente y reemplazado por otro. “Y allá, había un pueblo que
veía jugársele aquí con sus destinos y elegírsele un gobernan-
te, sin que tuviera el derecho de hablar ni de protestar”. Mu-
chos diputados, culpables de análogos hechos, se preguntan,
con inquietud, adónde irán a terminar esas palabras del líder.
Y en medio del asombro de todos, pronuncia él estas frases
de noble arrepentimiento: “Es ésta, en verdad, y sin pasión, la
situación actual; yo no hago responsable de ella a ningún par-
tido, ni a ningún hombre público, porque la responsabilidad
la tenemos todos, y, por lo que a mí toca, asumo la parte que
me corresponde”. Y todavía agrega, refiriéndose a la ley de
perdón que no tardará en tratarse, estas palabras impresio-
nantes: “¿Y quién nos perdona a nosotros?”
Sólo Carlos Pellegrini es capaz de tamaña franqueza. Mili-
tante de la sinceridad, es la negación del político. Su fuerza
está en su talento poderoso, en el vigor de su palabra, en la
nobleza de su corazón. Su alma se muestra en sus gestos y ac-
titudes. Su temperamento apasionado, su coraje, sus generosi-
dades, su sentido casi heroico de la amistad, están en ese lar-
go brazo que, con el enorme puño cerrado, se mueve como
una maza; en su andar un tanto desgarbado de gigante; en sus
ojos, que echan llamas unas veces y otras miran con inmensa
bondad. Todo es grande en él: su figura atlética, su cabeza, sus
manoplas, sus bigotes caídos a lo galo, su rostro leonino, sus
virtudes y sus vicios. Solamente él ha podido tener el valor he-
roico y la sinceridad impresionante para largar en el recinto,
entre tantos pecadores empedernidos, esas palabras que pro-
ceden de un auténtico fondo cristiano y que hasta nos hacen
pensar en Dostoievsky: “¿Y quién nos perdona a nosotros?”
Y estas palabras extraordinarias no son las únicas que pro-
nuncia Pellegrini. El 11 de junio, a propósito de la ammnistía,
dice que esta amnistía no será la última, “porque las causas
que producen estos hechos subsisten, y no sólo subsisten en
toda su integridad, sino que se agravan cada día”. No son cri-
minales esos revolucionarios, a sujuicio: son patriotas que han
equivocado el rumbo. “Sólo habrá ley de olvido, sólo habrá ley
194 Manuel Gálvez

de paz... el día que todos los argentinos tengamos iguales de-


rechos; el día que no se los coloque en la dolorosa alternativa
de renunciar a su calidad de ciudadanos o de apelar a las ar-
mas para reivindicar sus derechos despojados.”
Todas estas palabras de Pellegrini tienen, en estos momen-
tos, un valor enorme. Muerto Mitre, retirado Roca a la vida
privada, demasiado viejo y desprovisto de partidarios don
Bernardo. Pellegrini es la primera figura de la política argen-
tina. Y aún han de adquirir mayor trascendencia esas pala-
bras, que parecen penetradas de una escondida melancolía,
pocas semanas después, el 17 de julio, al morir Carlos Pelle-
grini. Sus palabras cobran ese día la importancia de un testa-
mento político.
¿Qué más necesita Hipólito Yrigoyen? Es seguro que Pelle-
grini ha pensado en él, mientras se arranca de su corazón sus
frases de arrepentimiento. Ellas explican el afecto y la admi-
ración que ha sentido siempre por Yrigoyen. Él creyó desde
el primer momento en la grandeza moral de su amigo, en su
virtud republicana. Las circunstancias de la vida lo colocaron
en la oligarquía, con cuyos vicios debió transigir. Pero en el
fondo de su alma, él aspiraba a otra cosa, a una vida noble, a
una vida como la de Hipólito Yrigoyen. Por esto, a uno de sus
fieles, le dijo una vez: “Quisiera poder borrar veinticinco años
de mi vida”. Carlos Pellegrini, uno de los jefes del partido ofi-
cial, cumbre intelectual y política de la oligarquía, hombre de
verdad y de carácter, al arrepentirse de los desafueros que co-
metió o en los que fue cómplice, explica y justifica las intran-
sigencias y las revoluciones de Hipólito Yrigoyen.

En el año que sigue, se produce un suceso extraordinario: el


Presidente de la República se entrevista con Yrigoyen. ¿Quién
pidió la entrevista? Cada uno asegura que fue el otro. Proba-
blemente, la iniciativa ha partido de Yrigoyen, quien, por me-
dio de terceros, indujo a Figueroa Alcorta a buscar el encuentro
con él. Hechos iguales, ocurridos antes y después con otras
personas, autorizan a creerlo así. Aparecer como solicitado
por los otros es una de las pequeñas vanidades de Yrigoyen.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 195

¿Qué se habla entre los dos hombres? Yrigoyen lo ha dicho


en un informe presentado a la convención radical, dos años
más tarde. Unas palabras sobre la aplicación de la amnistía.
Un pedido de Yrigoyen de que se levanten las “vigilancias y
persecuciones” a los radicales, pues la Unión Cívica Radical,
aunque dispuesta a ir cien veces a la prueba y al sacrificio si
sus deberes así se lo imponen, no prepara en esta hora “labor
revolucionaria sino de amplia reorganización”, en espera de
que el Presidente cumpla sus promesas. Figueroa Alcorta las
reitera y queda terminada la entrevista.
Pero esta conversación da origen a una segunda, que se rea-
liza un año después, a principios de 1908. Figueroa Alcorta
es ya el gobernante de mano dura, que a principios de ese
año, hostilizado por el Congreso, que no quiere votarle el pre-
supuesto, lo clausura militarmente. El Presidente le dice a
Yrigoyen que su gobierno hace cuanto puede para mejorar el
estado político del país, y que su sucesor continuará mejorán-
dolo. Yrigoyen ve en estas palabras un abandono de las pro-
mesas presidenciales y un intento de imponer un sucesor.
Pregunta si puede expresarse ampliamente y, a la respuesta
afirmativa del Presidente, dice: que el país se desangrará has-
ta alcanzar la normalidad institucional; que en sus manos de
gobernante están los destinos de la República y la oportuni-
dad “feliz y gloriosa” de evitar grandes males iniciando una
era “de inmensos bienes”; y que si no lo hace vivirá en el arre-
pentimiento, “maldecido por la opinión pública y desprecia-
do por las generaciones venideras”. El Presidente le objeta
que hay distancia entre las exigencias de la opinión y la reali-
dad del gobierno. Yrigoyen insiste en sus temas de siempre:
las transgresiones a la Constitución y a las leyes; la usurpa-
ción del poder público; la indignidad, el oprobio. Figueroa
Alcorta considera que hay un poco de “lirismo” en los radi-
cales. Yrigoyen encuentra lógico que su interlocutor, desde su
punto de vista, opine así, y le replica con uno de sus galima-
tías habituales, reveladores de tanta altivez como de poca
gramática. El Presidente le ruega sintetizar su pedido, vale
decir hablar claro. E Yrigoyen le contesta: que principie, como
196 Manuel Gálvez

primera satisfacción a los anhelos del país, “por hacer que-


mar en las plazas públicas, si cabe, todos esos registros que son
el cuerpo del delito político y la viva demostración de sus im-
pudicias” y que, después de haber levantado un nuevo regis-
tro verdaderamente puro y legal, dé las garantías inherentes
al ejercicio de la soberanía nacional”. También exige la inter-
vención a las catorce provincias para garantizar el voto, y lo
invita a que, en caso de no decidirse a cuanto le propone, de-
je, como lo hizo Del Valle, que “los pueblos mismos produz-
can la reacción”. El Presidente contesta que la Constitución es
lo único que lo detiene para hacer eso. Yrigoyen le arguye
que no reconoce ningún gobierno de origen constitucional en
la República.
La versión de Figueroa Alcorta, dada a conocer cerca de dos
años después de la segunda entrevista, a raíz de la publicación
en los diarios del informe de Yrigoyen, es bastante diferente, y
no tanto por lo que afirma como por lo que niega. Su afirma-
ción más valiosa -porque prueba, una vez más, como Yrigoyen
vive ausente de las realidades, aun de las realidades políticas
que tanto debían interesarle- es que su visitante ignoraba la
existencia del proyecto de ley electoral enviado por el Poder
Ejecutivo al Congreso en 1906. ¿Habrá dicho el Presidente las
graves palabras: “la Constitución es lo único que me detiene”?
Hipólito Yrigoyen, cuya idiosincrasia lo lleva, en ocasiones, e
involuntariamente, a reemplazar la realidad por la ficción
“tendencia que revela su frente en óvalo alargado-, puede ha-
ber interpretado con alguna libertad las palabras del Presi-
dente. Pero en este caso ha de haber dicho la verdad. Figueroa
Alcorta tenía las mejores intenciones de perfeccionamiento
político, y si, en cierto sentido, llega después a desviarse, es
por la mala oposición que se le hace. Imposibilitado de gober-
nar a causa de la hostilidad del Congreso, vese obligado a
atropellar las autonomías provinciales para formarse un con-
greso adicto. No por inútil autoritarismo -es hombre de ley-
sino para poder seguir gobernando. Su situación no le permi-
te dar la razón a Yrigoyen. Pero demuestra su desinterés al
apoyar la candidatura presidencial de Roque Sáenz Peña.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 197

Poco antes de esa convención de diciembre de 1909, en que


Yrigoyen informa sobre las conferencias, el jefe del radicalis-
mo comienza una polémica periodística con un viejo radical
que vive en Córdoba y ha presidido, hasta días antes, el Co-
mité Nacional del partido, del que acaba de separarse. Las seis
cartas -tres por cada uno- que los polemistas escriben, forman
ciento cincuenta páginas de nutrida composición. En las se-
tenta y dos de Yrigoyen están su concepción de los gobiernos,
de las revoluciones, de la Unión Cívica Radical y de su propia
persona. También están su estilo literario y su espíritu. Estas
extrañas páginas coinciden, en el tono y en las ideas, con
cuanto ha escrito antes y escribirá después. No hay asomo de
contradicción ni de diferencia en la obra escrita de Yrigoyen.
Su unidad espiritual e ideológica no se desmiente jamás.
Por primera vez, Hipólito Yrigoyen va a hablar del “Régi-
men”. Con esta palabra de su invención designa a todos los
gobiernos nacionales y provinciales que ha habido desde 1880.
Esta palabra -un hallazgo, por su comodidad para todos- no
responde al concepto de “viejo régimen”. Proviene de califi-
caciones peyorativas: “régimen nefasto”, “régimen de opro-
bio”. Y también del sentido de uniformidad impuesta que
implican los derivados de esa voz, como cuando decimos que
“todo está regimentado”, o que tal gobernante “se propone
regimentar al país”.
El Régimen, según Yrigoyen, es la usurpación de la sobe-
ranía -que en los estados democráticos corresponde al pue-
blo- por un grupo de hombres, por una oligarquía. Es una
“conjuración oficial” que todo lo arrasa. Jamás se han visto
“tamañas felonías contra la majestad soberana de la Nación”,
ni nunca “hubo mayores transgresiones a las leyes que rigen
las sociedades”. Nada queda del principio democrático del
sistema republicano y del federalismo, sino “la tradición y su
leyenda”, pues “todo ha sido derribado, y se posa sobre sus
ruinas el más absoluto predominio”. El Régimen, “sumiso y
abyecto hasta la vileza, dentro de su imperio, como procaz y
agresivo con la opinión pública y vandálico en todas las for-
mas, gravita sobre la Nación en vorágine devastadora, de la
198 Manuel Gálvez

más nefanda fatalidad”. Asegura que “todo se ha concusado


y subvertido, respirando relajación y desconcierto”, y que
“todo sentimiento de respeto, de bien y de justicia ha sido
profanado”. El país ha sido conducido a una “extremada de-
generación”.
No encuentra remedio ni esperanza para estos males, den-
tro del Régimen. “Treguas e ilusiones son perjudiciales: el de-
lito no repara”. Dice el tremendo profeta: “las señales del
tiempo me hacen prever siniestras sonoridades de catástro-
fes”. Los hombres del Régimen “están inconscientes y enerva-
dos para toda purificación de hábitos, y más para remontarse
a las esferas inmanentes del bien público”. Insensato suponer
que reaccionen: “basta recordar la enorme conglomeración de
atentados, renovados siempre con más impudicia”. Y cada
vez será peor: “la corrupción continuará avanzando”, “los
discípulos aventajarán a los maestros”; aumentarán la “bata-
hola infernal” y “las más profundas e invasoras prostitucio-
nes”. Y en fin: todo esto causa “un estado morboso incurable
por sí mismo, tan infeccioso que cada vez se esparcirá más”.
¿Es tan abominable el Régimen? Por lo pronto, no constitu-
ye una unidad. Dentro de él hay partidos enemigos que, en las
provincias, hasta se han hecho revoluciones unos a otros. Los
hombres del Régimen -o sea todos los que no son radicales-
apenas tienen de común un cierto escepticismo político y un
concepto materialista del gobierno. Pero si esos hombres son
indiferentes a la igualdad humana, a la libertad, al sufragio li-
bre, es porque en la Argentina de entonces, salvo Hipólito
Yrigoyen y algunos otros, nadie piensa en otra cosa que en vi-
vir bien. El enriquecimiento material nos trajo el empobreci-
miento del espíritu.
¿Merece el Régimen las violencias verbales con que lo za-
hiere Yrigoyen? Es cierto que el voto libre no existe, pero tam-
bién es cierto que el pueblo de entonces está compuesto, en
su mayoría, por analfabetos. Para nuestras plebes de los cam-
pos, y aun de las ciudades, la política consiste en seguir a un
jefe. Cada barrio, cada comarca, tiene un caudillo local, que
obedece a otros caudillos más importantes; y así, hasta el cau-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 199

dillo máximo. El Régimen constituye, como se ha dicho, un


“despotismo ilustrado”. Gobiernan los abogados, los médicos,
los hombres más o menos cultos que componen la sociedad
distinguida. La libertad electoral, en esos tiempos de incultu-
ra, hubiera llevado al gobierno -como en alguna región de los
Estados Unidos a los negros- a la baja plebe. Pero los hombres
del Régimen han podido educar al pueblo y no lo han hecho.
No han tenido interés en hacerlo. En este sentido merecen las
condenaciones de Yrigoyen. Tampoco han respetado la digni-
dad humana. La farsa de las elecciones tiene que indignar, no
sólo a un moralista como Yrigoyen, sino a cualquier hombre
decente. Y en fin, el sistema político es detestable. Pellegrini,
uno de sus creadores, lo ha descripto con exactitud. “En nues-
tro país el poder político -escribía en 1905, desde los Estados
Unidos- reside en el gobierno; él no admite que haya comités,
ni partidos que limiten ese poder, y los suprime en defensa de
lo que él llama: la integridad de su autoridad”. Y agregaba:
“Los senadores y diputados no son representantes del pueblo
de las provincias, sino del gobernador, y le deben obediencia.
Si alguno se insubordina no será reelegido y perderá su pues-
to y su dieta; y si algunos senadores se permiten reunirse priva-
damente para tratar cuestiones políticas, el hecho es denuncia-
do como un complot: los culpables son llamados a la presencia
del gobernador y duramente amonestados; y si se disculpan
o se declaran arrepentidos pueden retirarse con alguna espe-
ranza de ser reelegidos. El gobernador saliente designa su
reemplazante por sí y ante sí, como un heredero testamenta-
rio. Esto es indispensable para garantizar la continuación de
su política. Los senadores y diputados al Congreso los desig-
na el mismo gobernador, y por esto, públicamente, se refiere
a mis diputados, mis senadores, mis electores, y los negocia
cuando se trata de alguna combinación política”.
Fuera de esto, el Régimen ha gobernado bien. Ha llenado
el país de obras de progreso: ferrocarriles, colonias, puertos,
universidades, escuelas. Si al margen de estas obras se han
hecho negocios sucios, son miserias humanas que en todas par-
tes existen y con mayor razón en un pueblo rico, superficial y
200 Manuel Gálvez

materialista. Lo peor del Régimen es haber entregado el país


al capitalismo extranjero. Pero es indudable que, sin las con-
cesiones desmesuradas que le ofrecieron, el capital no hubie-
ra venido a este país. Yrigoyen se refiere a un sistema y no a
los hombres individualmente, pero de sus anatemas se dedu-
ce que los hombres del Régimen son ladrones, sibaritas, es-
cépticos y criminales. Y esto sólo es cierto en parte. Entre esos
hombres hay muchos austeros, patriotas y creyentes en la
grandeza futura del país.
El error del Régimen es el de no advertir el cambio de los
tiempos. La ley electoral perfecta que Sáenz Peña propondrá
en 1911, ha debido ser propuesta quince años atrás. Los hom-
bres del Régimen no han visto, no han querido ver, ni el na-
cimiento de una clase media que aspira a intervenir en el go-
bierno del país, ni la progresiva, aunque lenta, educación del
pueblo. Al Régimen le han faltado algunos moralistas como
Hipólito Yrigoyen. Pero la verdad es que el tipo del demócra-
ta auténtico, que desea la igualdad entre los hombres y la pu-
reza del sufragio no existió nunca entre nosotros, salvo en el
precursor Leandro Alem. Fue necesario que Hipólito Yrigoyen,
el idealista ferviente se encontrara con el krausismo, para que
se apoderara de él la pasión de la moralidad política.
Yrigoyen, como lo veremos más adelante, es un hombre de
principios, pero de cuatro o cinco principios. La realidad ex-
terior no ejerce influencia sobre sus ideas. Vive su espíritu en-
carcelado en la prisión de esos escasos principios rígidos,
absolutos, invulnerables. Moralista tremendo, no ve las gran-
des realizaciones del Régimen, sino sus defectos -defectos hu-
manos, que en todas partes existen y son propios de la época-,
los que, en la cárcel oscura de su espíritu, exagerados, defor-
mados, colocados en un plano que tiene algo de la alucinación,
se convierten en crímenes atroces. Yrigoyen es absolutamen-
te sincero. Vive sólo para la política, en un mundo de fantas-
mas, cerrado a la vida exterior. Para él no existen el arte, ni la
literatura, ni la amistad, ni las fiestas, ni los placeres, ni la so-
ciedad. Sólo existen la política, el Régimen y sus crímenes, la
Unión Cívica Radical y sus virtudes. Y los que lo rodean, le
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 201

exageran, por interés, los hechos condenables del Régimen.


Él, propenso a creerlos, los acepta. Y los agranda desmesura-
damente, en el mundo de visiones en que se mueve.
Sólo hay salvación para el Isaías criollo que es Yrigoyen,
en la Unión Cívica Radical. Con su lema -afirma- “perdurará
una pirámide de proyecciones tan luminosas y de perspecti-
vas tan vastas como su propia idealización, levantada por las
más caras consagraciones del espíritu y del alma, de la frente
y del pecho de la “personificación humana”, y sobre cuya
cúspide estarán “la razón, la justicia y el derecho, como antor-
cha permanente de la civilización Argentina”. Su programa
es la salvación de la República, y lo ha mantenido “tan incó-
lume, con tan virtual capacidad y elevación, con integridades
tales como no hay otro caso en la vida”.
¿Qué es la Unión Cívica Radical? No un partido, sino un
movimiento, una unión realizada “para fines generales y comu-
nes”, de modo que en ella las creencias diversas no sólo caben
sino que le dan su verdadera significación. No tiene ideas con-
cretas ni programa. No debe tenerlos: es “su pensamiento pu-
ramente genérico e institucional”. Por esto, Hipólito Yrigoyen,
durante cuarenta y tres años, hasta el día de su muerte, no di-
rá nunca, ni por distracción: el partido radical. Esto muestra,
mejor que nada, la asombrosa unidad en la vida de este hom-
bre, su fidelidad a ciertas ideas y principios. Todo el mundo,
incluso los que lo rodean, hablan de “el partido radical”. Él di-
ce siempre, todos los días, mil veces por día, durante cuarenta
y tres años: “la Unión Cívica Radical”, porque a su juicio no es
un partido sino un movimiento que se confunde con la Nación
misma. Así lo ha sido en los días de su fundación -de su “con-
vocatoria”, dice él- y así “pasará a la historia como fundamen-
to cardinal y resumen entero de la heroica resistencia” que el
pueblo hace a “la más odiosa de las imposiciones”.
“¡Es sublime -exclama Yrigoyen- la majestad de su misión!”
A esta misión, la Unión Cívica Radical ha entregado “sus fer-
vores infinitos”. Por esto perdura su obra, y por esto “se ro-
bustece y vivifica constantemente en las puras corrientes de
la opinión”. Más aún: la Unión Cívica Radical es la escuela y
202 Manuel Gálvez

el punto de mira de las nuevas generaciones y “hasta el en-


sueño de los niños y el santuario cívico de los hogares”. Esto
es verdad, aunque no en las clases superiores. En el pueblo y
en la clase media los niños nacen radicales; y en miles de ho-
gares el radicalismo es un culto.
¿Qué ha realizado la Unión Cívica Radical? Ha consolida-
do, según Yrigoyen, la unión nacional, lo que basta “para su
eterna culminación”. Hay mucho de verdad en estas palabras
pues el partido radical es el primer partido verdaderamente
nacional que ha existido desde la caída de Rosas; y su carác-
ter nacionalista y sentimental ha servido, más que ninguna
otra cosa, para acercar y unir a las diferentes comarcas que
componen la patria Argentina.
¿Cómo, según Yigoyen, ha conseguido el radicalismo
aquella unión? Mediante “los infortunios y las desventuras,
por los esfuerzos y los sacrificios en unísono pensar y sentir”.
Los radicales han logrado semejante excelencia sufriendo do-
lorosos desgarramientos, pero no han tenido un instante de
vacilación. El deber los mantiene cada vez más fuertes y
“templados hasta por la misma adversidad”. Los radicales
han consagrado a su ideal, “vida, reposo, bienestar y patri-
monio, renunciando, mil veces, y siempre, a todos los hala-
gos, a trueque de las más crueles proscripciones e inmolacio-
nes”. Salvo en cuanto a los que han padecido en las prisiones
y en los destierros, hay exageración en esa “crueldad” como
la hay en estas palabras: “jamás un movimiento de opinión
ha ocupado la escena con más suma de calidades, ni mayo-
res desprendimientos, ni más intensos sacrificios”. Calidades
morales -voluntad, tenacidad, abnegación, desinterés, patrio-
tismo- sí; pero calidades intelectuales, no. Tal vez Yrigoyen
no ha pensado en ellas. Su moralismo maniático, en el que
hay un fondo krausista, lo lleva a desestimar la inteligencia.
Y exagerando un poco puede decir: “En todos los momentos,
desde los primordiales hasta los más trascendentales, así co-
mo en las prisiones, confinamientos, expatriaciones, tropelías
y crueldades que se nos han hecho sufrir, hemos dejado tam-
bién la estela indeleble de la más elevada y correcta cultura”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 203

¿Contra quién lucha la Unión Cívica Radical? Desde luego,


contra el Régimen, pero también contra sus aliados: “las ma-
levolencias, diatribas, infidencias, perfidias, defecciones, des-
lealtades y traiciones”. Y contra “los indiferentes, apáticos, pa-
rasitarios y decrépitos”. Y contra esa “masa de gente rendida
siempre a los éxitos”, que aplaude todos los triunfadores y
fustiga a los infortunados, con álbumes para los que suben y
censuras para los que bajan”. Y en fin, la lucha es -dice Yrigo-
yen en una de sus mejores frases- “contra toda esa parte de la
humanidad que nace muerta a la vida moral y del espíritu”.
Yrigoyen se pregunta con angustia lo que sucedería si la
Unión Cívica Radical desapareciera. Habría llegado “la fata-
lidad a su último término”. Porque no volverá a existir otra
Unión Cívica Radical. Pero eso no ocurrirá. Porque ella se ha
jurado ante Dios y ante sí misma la redención de la Patria.
Pero el día del triunfo llegará, y entonces “la República re-
montará su vuelo hacia sus inconmensurables horizontes”.
Estas cartas contienen también una síntesis de las intransi-
gencias radicales y una defensa de su jefe. Recuerda sus doce
años de comité, rozándose “con los más encumbrados como
con los más modestos”; su trabajo, ley de toda su vida; su ne-
gativa en consentir demostraciones públicas; su existencia
“amarga y penosa”; y cómo nunca tuvo cuestión personal al-
guna con sus advesarios, hasta el punto de que conserva con
muchos de ellos la amistad de los primeros años. En las seten-
ta y dos páginas, Yrigoyen no tiene una palabra molesta para
nadie en particular, e insiste en que la Unión Cívica Radical no
lucha contra éstos o aquellos hombres sino contra un sistema.
Aquí y allí se leen reflexiones morales, de moral política,
principalmente: “los que subyugan y detentan a las socieda-
des en su marcha progresiva, llevan el sello del eterno deli-
to”; “tenemos el deber de ser hombres de bien y ciudadanos
probos, y si todo se doblega a las eficiencias del poder, más
imperioso aún es el de permanecer inquebrantables, desde-
ñando los halagos y sobreponiéndose a todos los embates,
para cuidar el honor nacional y formar y acentuar su carác-
ter”; “los acontecimientos humanos enseñan, en su constante
204 Manuel Gálvez

sucesión, que lo que triunfa, después de todo, es la virtud, la


integridad y el patriotismo”. El extraño documento es una
constante incitación al cumplimiento del deber cívico. No hu-
bo jamás, por lo menos entre nosotros, un moralista político
más intransigente que Hipólito Yrigoyen.

Pero si este documento es extraño por la violencia de su


admonición, por su tono siempre patético y en ocasiones
místico, y por la permanencia en un plano moralmente y es-
piritualmente elevado, sin la más mínima caída en lo chaba-
cano, ni siquiera en lo vulgar, no es menos extraño por su es-
tilo. Hipólito Yrigoyen tiene una forma personal, pero carece
en absoluto de sentido literario. No es posible escribir con
peor gramática, no con mayor mal gusto. Uno llega a dudar
de su sinceridad. A un amigo literato le dice que emplea pa-
labras raras porque es el único modo de que el pueblo se in-
terese. Creo que lo ha dicho por justificarse, pues todo en él
lo determina a escribir como escribe. Hipólito Yrigoyen, tan
distinto de todos los demás hombres, no puede escribir como
todos. Su estilo, forzosamente, tiene que ser un estilo subjeti-
vo, ajeno, en lo posible, a las realidades exteriores.
Su prosa produce asombro. Ante todo, sus neologismos.
Son pocos: “nobilidades”, “perversores” y algunos otros; pero
innecesarios. ¿Por qué emplear el feo “criminosa”, que existe,
cuando nadie lo usa y cuando todos decimos “criminal”?
“Franquicia”, en el sentido de “libertad”, no parece grave
abuso; pero en algunos casos uno sospecha que ha querido
decir “franqueza”. “Impelan”, del verbo “impeler”, es horri-
ble. Llama la atención “condecir”, que no carece de interés, y
“eficiencia”, fea palabra que existe en nuestra lengua y que
ahora se emplea mucho, por influencia norteamericana, y
que, según creo, nadie entre nosotros usó antes que Yrigoyen.
Más graves que los escasos neologismos son, por su mal
gusto, su ridiculéz y, a veces, su oscuridad, ciertas expresio-
nes de estas cartas. He aquí algunas: “extrañas a su modela-
ción caballeresca”, “haber consolidado la unión nacional y
su identificación orgánica”, “no hay ataque que la sombree”,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 205

“superiorización de aptitudes, de integridades y de energías”,


“tallado al cincel de todos los holocaustos”.
Pero lo peor de todo es la construcción. Algunas de las fra-
ses citadas lo demuestran. Agregaré un ejemplo más, que elijo
entre centenares. A raíz de una frase sobre “el principio de-
mocrático, desde la aurora de la Independencia por la nacio-
nalidad argentina y cimentado después de cincuenta años de
cruentas vicisitudes, de dolorosas alternativas y de inquietu-
des, todo ha sido derribado y se posa sobre sus ruinas el más
disoluto predominio de que haya que consumir, dilapidar y
usurpar...” ¿Y cómo calificar el uso de las preposiciones? Un
ejemplo magnífico. En donde dice: ” se caracteriza en el más
opuesto antagonismo contra las fuerzas destructoras por las
creaciones reparadoras”, ha debido decir: “se caracteriza por
el antagonismo entre las fuerzas destructoras y las creaciones
reparadoras”. Otros ejemplos: “la más glacial indiferencia a
los ciudadanos”, “incredulidad hacia todo lo enhiesto”. A ve-
ces, la ignorancia del idioma le hace decir lo contrario de lo
que quiere decir. Estar “al frente de toda esa masa informe”.
El severo “pensamiento” radical no está “al frente” del Régi-
men, sino “frente al” régimen.
A veces, no muchas, encuentra palabras expresivas, que
parecen aplicadas por un escritor moderno: “las crucifixio-
nes” o los “calvarios” del radicalismo. Otras, muy raras, en-
cuentra alguna expresión o alguna imagen graciosa O bella.
Hay auténtica gracia en la frase en que le dice a su adversa-
rio que identificar el Partido Republicano -nueva forma de la
Unión Cívica Nacional y del mitrismo- con la Unión Cívica
Radical es lo mismo que “confundir la banderola de la canti-
na con la bandera del regimiento”.
¿De dónde procede la extraña literatura de Yrigoyen? Hay
algo de la prosa krausista en su lenguaje. Los krausistas espa-
ñoles, que escribían muy mal, empleaban los plurales abstrac-
tos que habían aprendido de su maestro. Igualmente emplea-
ban vocablos absurdos y feos, como Salmerón, cuando habla
de “contrariedad” de la preexistencia, dando a la palabra “con-
Río,
trariedad” el sentido de “lo que es contrario”. Sanz del
206 Manuel Gálvez

que emplea término “bárbaros y abstrusos”, según Menéndez


y Pelayo, dice “la condicionalidad” por “la característica”;
“omneidad”, por “totalidad”; y “seidad”, por “identidad”.
Igual que los krausistas, Yrigoyen viste cada vez con diferen-
te ropaje -y hasta por ahí no más- las pocas cosas que quiere
expresar. El buen krausista, según Menéndez y Pelayo, “debe
olvidar la lengua de su país, y todas las demás lenguas, y ha-
blar otra peregrina y estrafalaria en que bárbaro sea todo, las
palabras, el estilo, la construcción”.
Otra influencia es la de Gracián. Yrigoyen, lector de Maquia-
velo, tiene que serlo, con mayor razón, de Gracián. Su vida es
la realización de los consejos que da el gran moralista y filó-
sofo español al “héroe” y al “discreto”. Por esto tanto se pa-
recen -como un bello retrato y una pobre caricatura- la prosa
barroca del autor de El Héroe y la prosa un tanto macarrónica
de Hipólito Yrigoyen. La diferencia de categoría no está en la
calidad de los neologismos o de los términos extravagantes,
pues tanto valen el “nobilidad” de Yrigoyen como el “insufri-
bilidad” de Gracián, ambos inxestentes; el “criminosa” del je-
fe del radicalismo como el “numerosidad” del gran filósofo,
términos ambos que existen pero que son horribles. Gracián
dice “escrupulerará”, del espantoso verbo “escrupulear”, ad-
mitido por la Academia Española. Yrigoyen dirá más tarde
“cuspidear”, que no es peor. Como Gracián, Yrigoyen busca
la absoluta precisión, y este esfuerzo, muy arduo para él que
carece del don de la expresión literaria, lo conduce a inventar
vocablos y complicar sus frases hasta hacerlas en exceso difí-
ciles. Tiene Gracián frases que parecen de Yrigoyen. “Que el
héroe practique incomprensibilidades de caudal”. Toda su vi-
da, el jefe del radicalismo no ha hecho ante los otros sino re-
servar su caudad interior, esconderlo, hacerlo incomprensi-
ble. Una vez, ante un interlocutor muy culto que se burlaba
conmigo de la literatura de Yrigoyen, le solté, entre frases su-
yas, aquella de Gracián. Y después que él se rió con ganas del
“macaneo” yrigoyenesco, le dije: “Acaba usted de reírse nada
menos que de Baltasar Gracián, una de las cumbres de la lite-
ratura y el pensamiento españoles”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 207

El modernismo literario, que introdujo las arbitrariedades


en la expresión, influye en el vocabulario de Yrigoyen. Cua-
tro años antes de su polémica, Leopoldo Lugones, uno de los
maestros del modernismo, había escrito “pordelanteando”,
“oprobiaban”, “detallando melancolías”, “albriciaba dios
“adioseaba separaciones”. Años más tarde, Yrigoyen dirá
“oprobioso”, del que tanto se han reído, a pesar de estar acep-
tado por la Academia Española. Más reíble era el “oprobiaban”
lugonesco, y nadie sonrió siquiera. En la prosa de Lugones,
sobre todo en la de principios del siglo, hay un prolijo abuso de
plurales, corno lo hay en los discursos de Belisario Roldán, uno
de nuestros grandes oradores. Yrigoyen se trata con Lugones,
quien, redactor de un diario violentamente opositor, le pro-
pone hacer una revolución al presidente Figueroa Alcorta. El
abuso de los plurales es característico de aquella época. Seis
años antes de la polémica, el artículo inicial de una revista lite-
raria, órgano de la nueva generación, se titulaba Sinceridades.
Cuando empecé a escribir, en 1900, un pariente literato me
aconsejó: “Están bien tus artículos, pero ya no se escribe así.
Ahora hay que emplear plurales. Ya no se dice caridad, sino
caridades”. Los plurales llegaron hasta el Congreso. Por los
mismos años de la polémica, un diputado asegura que “mien-
tras el partido del pueblo extremaba vigores, el gobierno exage-
raba habilidades”. En vez de justicia popular, habla de “justi-
cias populares”; y en vez de “redención social” de “redenciones
sociales”. Y no sólo emplea plurales. En cierta ocasión asom-
bra a sus colegas con estas palabras, que parecen de Yrigoyen:
“la indiferencia agresiva que espontánea el egoísmo”.

Roque Sáenz Peña es candidato oficial a la presidencia. Para


imponerlo se fragua cierta Unión Nacional que sólo une en el
deseo de conseguir puestos o conservarlos. Los enemigos le
oponen un republicano. Sáenz Peña -o Figueroa Alcorta, por-
que Sáenz Peña no arrastra a nadie- cuenta con las situaciones
provinciales. En los días en que Yrigoyen termina la polémica,
los radicales celebran una convención nacional. Declaran que
con el padrón militar, el voto secreto y la reforma electoral
208 Manuel Gálvez

propuesta por el gobierno, habrían ido a las elecciones. Rei-


teran su protesta contra el régimen imperante y decretan la
abstención. Hipólito Yrigoyen, que acaba de comunicar sus
conversaciones con el presidente de la República, asiste a la
última reunión de la asamblea. En la calle, al salir, la multitud
quiere seguirlo en manifestación y la policía lo impide.
Antes de terminar el año, tiene una de esas intuiciones que
tanto han impresionado al pueblo y le han dado fama de
hombre misterioso. ¿Cómo, si no es estando en contacto con
fuerzas desconocidas, se puede adivinar, en algunos casos,
los sucesos venideros? Una noche en que pasea por las calles
del sur con un amigo y correligionario, se detiene, toma al
amigo de un brazo y le pregunta: “¿Cuándo somos gobier-
no?” Su interlocutor se ríe y le contesta: “Nunca”. No cree en
las revoluciones y piensa que el partido no cuenta con la ma-
yoría. “Y si tuviéramos la mayoría, no nos dejarían votar.” Y
en seguida, con asombro, pues nada autoriza por el momen-
to a semejante profecía, oye decir a Yrigoyen: “Se equivoca.
El año “10 no, porque ya está encima; pero en 1916, somos go-
bierno”. Y siguió caminando, hablando de otro tema.
1910. Sáenz Peña es elegido presidente de la República.
Escasa lucha ha habido. El país no ha participado en los ac-
tos electorales, aunque mira con simpatía la candidatura de
Sáenz Peña. Por esto, él mismo dice: “Me considero asentido
por la mayoría de mis conciudadanos”.
Poco antes de asumir el poder, Sáenz Peña se entrevista
con Yrigoyen. Probablemente avergonzado de la elección que
lo lleva a la presidencia, Sáenz Peña exclama con melancolía:
“¡El pueblo no vota!” A lo que Yrigoyen, siempre fiel a sus
ideas, le contesta: “Ábrale las urnas, pues”. Sáenz Peña ofre-
ce a la Unión Cívica Radical, por intermedio de Yrigoyen
-vale decir, le ofrece a Yrigoyen, porque él es la Unión Cívica
Radical- algunos ministerios y la reforma de la ley electoral,
a base del padrón militar y del voto secreto; y añade que, ter-
minada su presidencia, se irá a Europa, y que su mejor com-
pensación será dejar en el gobierno a la Unión Cívica Radical.
La escena es análoga a la ocurrida durante el gobierno de don
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 209

Luis Sáenz Peña, cuando Aristóbulo Del Valle, encargado por


el Presidente de formar el ministerio, le ofrece a Yrigoyen un
lugar en él. Lo que ocurrió cuando gobernaba el padre, va a
ocurrir en las vísperas del gobierno de su hijo. Escena senci-
lla, en apariencia, pero grandiosa moralmente. He aquí un
hombre que ofrece el poder a otro, y este otro, como diecisie-
te años atrás, hace lo que nadie hizo en este país: rechaza el
poder. Hipólito Yrigoyen no ha cambiado. Es el mismo que
ha rechazado los ministerios que le ofrecía Del Valle, la go-
bernación que le ofreció Pellegrini, la senaduría nacional que
le ofreció su partido. Él y la Unión Cívica Radical no quieren
posiciones. Su austeridad democrática exige lo que ellos lla-
man “la reparación institucional”, vale decir: que el gobierno
nacional y los catorce gobiernos provinciales, todos elegidos
fraudulentamente, dejen de ser; que el pueblo recupere su so-
beranía y que elija, en comicios puros y perfectos, los gobier-
nos que él desee. Esto le dice Yrigoyen a Sáenz Peña. Asom-
bran su fe en sí mismo, en su causa, en el pueblo argentino.
Hace dieciséis años que el partido no vota. La última revolu-
ción no ha contado, al parecer, con la adhesión del pueblo. El
partido se ha deshecho, disgregado. Por esos mismos días,
una grave disidencia lo divide: se han separado numerosos
elementos intelectuales y sociales, los “azules”, como los lla-
man. Y sin embargo, él está cierto del triunfo. Sabe que en
1916 la Unión Cívica Radical subirá al gobierno. Tiene la con-
vicción de que Roque Sáenz Peña hará lo que no hizo su an-
tecesor. Sáenz Peña, a quien sabe idealista, desinteresado, ro-
mántico, patriota y republicano, cumplirá su promesa. Esto
sólo es ya para Yrigoyen el triunfo de sus ideales, por los que
sufrió prisiones, destierros, vejaciones y por los que ha re-
nunciado a cuanto un hombre puede renunciar en la vida.

Por ahora, Yrigoyen vive dedicado en cuerpo y alma a la


organización de su partido. Ha vuelto a frecuentar el Comité
nacional, al que, desde la revolución de 1905, apenas asistía
de tarde en tarde. En una de las cartas de su polémica dice,
con bastante exageración: “He pasado cerca de una decena de
210 Manuel Gálvez

años consecutivos en el comité, desde las ocho de la mañana


hasta las doce de la noche, y hoy mismo me ocupo de todo, a
la par de los correligionarios, y me he rozado siempre con los
más encumbrados como con los más modestos”.
En el comité tiene un cuarto destinado a sus conversacio-
nes. Porque él jamás habla en rueda con sus correligionarios.
Por excepción cambia algunas palabras con tres o cuatro. Allí
en ese cuarto los recibe uno por uno. Poco se deja ver por los
asistentes al comité, y el que quiera entrar en su refugio de-
berá pedirle permiso desde la puerta. Y cuando el partido se
vuelve numeroso y va al comité mucha gente, él lo frecuenta
harto menos que en años anteriores. Entonces elige las horas
en que amengua la concurrencia.
No tiene cargo en los comités. El poder absoluto y miste-
rioso que desde hace años ejerce comienza a ser llamado “las
altas autoridades partidarias”. Es una entidad invisible e ina-
pelable. Otros presiden y aparentemente gobiernan el parti-
do. Él es su “eminencia gris”. Él afirma que no elige a nadie
para los cargos partidarios; pero pide la lista de los candida-
tos, y, mientras permanece mudo al oír ciertos nombres, co-
menta, al oír el de sus preferencias, y que resulta siempre
triunfante: “Ése es un buen candidato”. Su autoridad llega a
estar por encima de los comités y de las convenciones. Toda
resolución, por trascendental que sea, puede ser vetada por
“las altas autoridades partidarias”. Estas autoridades no figu-
ran en la Carta Orgánica del partido, ni se las ve. Pero se las
siente en todas partes y en todos los momentos. Este cargo sin
control ninguno y casi esotérico es el que Hipólito Yrigoyen
ha ocupado con mayor gusto. Es el que mejor cuadra a su
temperamento y a sus hábitos.

¿Tiene Yrigoyen, realmente, una misión providencial? El


argentino, sobre todo el hombre de Buenos Aires, no cree en
misiones providenciales porque no acepta sino lo natural.
Aun los mismos que reconocen la existencia de un Creador
-salvo los católicos fervientes- niegan que Él se inmiscuya en
las cosas de este bajo mundo. Los que creemos en Dios cató-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
211

licamente creemos que existe una providencia, que los hom-


bres nacemos con un destino y que algunos han sido elegidos
para cumplir misiones trascendentales.
En nuestra historia, es evidente la misión providencial de
San Martín; y la de Rosas, aunque él se excediera en su reali-
zación. Hipólito Yrigoyen cree con absoluto convencimiento
que existen esos destinos. Ha leído en Tiberhien, su maestro
y su ídolo: “Llegado el tiempo de ejecutar alguna empresa, y
dadas todas las condiciones exteriores, envía la Providencia
un genio encargado de cumplir los decretos de la voluntad
suprema, conforme a las leyes de la historia”.
¿No es, acaso, llegado el tiempo, en la República Argentina,
de la libertad de los pueblos, de la igualdad entre los hombres,
de que cese la opresión que ejercen unos pocos en contra de to-
dos? Y esta transformación, ¿no está de acuerdo con las leyes
de la historia? ¿Y quién puede ser ese predestinado sino él?
Hipólito Yrigoyen no desconoce que hay en el país hom-
bres de valer. Pero esos hombres no han intentado las grandes
cosas que él aspira a realizar. Carlos Pellegrini ha advertido
los males de nuestra política, pero se fue de este mundo sin
haber movido un dedo para remediarlos. Mitre amaba la li-
bertad y la honradez política, pero los acuerdos significaban
transigir con el fraude y la inmoralidad. Él no sólo aspira a
dar al país una moral política que pone en práctica sus sue-
ños. Vive para ellos, sólo para ellos.
Desde la década que va del *80 al *90 él sabe que tiene una
gran misión, aunque por entonces ha ignorado cuál fuese exac-
tamente. Ahora ya no duda. Sabe que la Divina Providencia,
en la que cree fervientemente y que en adelante mencionará
en muchos de sus documentos, lo ha elegido para despertar
al pueblo argentino su indiferencia, para destruir los poderes
maléficos que lo oprimen y para darle libertad. Es tan miste-
riosa la vida entera de Hipólito Yrigoyen que no se puede du-
dar de su predestinación. Un teósofo tendría el derecho de
considerarlo como “un iniciado”. Tiene intuiciones portento-
sas y hasta prevé acontecimientos que nadie pudo prever. Su
silencio sobre sí mismo revela en él el convencimiento de una
217 Manuel Gálvez

misión providencial. Y lo mismo su extraña conformidad con


todas las desgracias que le ocurren, como si fueran gajes de
su destino. Prueban la existencia de su misión sus veinticinco
años de lucha cotidiana y desinteresada. Pero nada la prueba
mejor el carácter de fatal “necesidad” de su empresa, de la
ananké imperativa que la marca y la empuja.
Sean cuales fueren los resultados de su obra, no puede ne-
garse lo grandioso y quijotesco de su empresa. Los que gobier-
nan lo tienen todo: leyes, ejército, dinero, prestigio intelectual,
posición social. El Régimen es cerrado e invulnerable. Inúti-
les las revoluciones, queda el voto. Pero ¿cómo conseguir que
los dueños del país se entreguen, dando libertad para votar?
Sólo un hombre como Yrigoyen, este Quijote de la democra-
cia, este místico de la igualdad y de la libertad, ha podido
combatir tantos años. Hay algo de alucinación en sus imáge-
nes de la patria oprimida, en las visiones de sus luchas, en sus
sueños democráticos. A veces, Yrigoyen nos parece un maniá-
tico. Su tenacidad nace de su temperamento, pero se alimen-
ta con la certidumbre de una misión providencial. Yrigoyen
concibe su empresa como un deber. Por esto nunca se desa-
nima, por esto dice siempre, a cada derrota, que “es preciso
empezar nuevo”. No lo empuja el deseo del poder, sino el
cumplimiento de la voluntad de Dios.
XII. La marcha hacia el poder

oque Sáenz Peña ha asumido el mando. Como se es-


peraba, gobierna con los amigos de Pellegrini. El país
tiene confianza en él. Unánimemente se le reconoce ta-
lento, honorabilidad, caballerosidad, cultura. Pero algunos
de sus primeros actos desconciertan. ¿Por qué, en un país re-
publicano como el nuestro, disfrazar a los ordenanzas de la
Casa de Gobierno con calzón corto, zapatos con hebillas y
cordones negros? La austeridad de Yrigoyen ha de haberse
sentido chocada al saberlo. Y lo mismo son motivo de críticas
las fiestas suntuosas que da el Presidente y que intentan re-
medar el fausto de las cortes de Europa.
Pero Sáenz Peña demuestra su republicanismo proponien-
do una ley electoral perfecta. Obra suya es, sin duda, pero
el partido radical la ha exigido. Cada revolución, cada mani-
fiesto, cada abstención ha sido un llamado por esa ley. Sin la
tenacidad de Hipólito Yrigoyen no hubiera habido democra-
cia. Hubieran seguido gobernando unas cuantas familias de
abolengo con sus clientelas. Hay quien afirma que Hipólito
Yrigoyen redactó los artículos esenciales de la ley. Probable-
mente no es verdad. No lo necesita para tener derecho a que
se lo considere su inspirador. ¿No ha exigido el padrón mili-
tar y el voto secreto? Pues esto es lo único importante. El res-
to, pormenores secundarios.
Discusión de la ley. Clama por ella todo el país. Los dipu-
tados la apoyan, salvo algunos conservadores que presienten
su desalojo. Adivinan que el pueblo no votará por ellos. Es-
cépticos, sibaritas, nada tienen de común con el pueblo. Sa-
ben también que está naciendo un nuevo argentino, el hijo
del inmigrante, de aquellos españoles e italianos que, en vas-
tas marejadas, invadieron el país entre el 85 y el *95. Este ar-
gentino, que no es el criollo sometido de otro tiempo, carne
de cañón o carne de comicios, quiere su puesta al sol. Se sien-
te fuerte, con la fuerza del número y de la juventud, y exige
214 Manuel Gálvez

el derecho de elegir a los gobernantes. Los diputados conserva-


dores prevén el triunfo de la cantidad sobre la calidad, anun-
cian gobiernos inexperimentados y otros males probables.
Pero casi nadie se atreve a oponerse, y la ley es aprobada.
Día de gloria para Hipólito Yrigoyen. Virtualmente ha ter-
minado su larga lucha por la virtud republicana, por la pure-
za del sufragio. Todavía él teme que el Régimen, al aplicar la
ley perfecta, encuentre la trampa. Pero sabe que, años más,
años menos, el voto libre, al que él ha dedicado su vida, será
una verdad.

1912. Primeras elecciones al amparo de la nueva ley. Son


en Santa Fe. Los radicales de esa provincia quieren presen-
tarse. Yrigoyen, que no cree en la imparcialidad de la inter-
vención mandada por Sáenz Peña, se opone. Acaso teme la
derrota, que sería fatal para el partido. Pero los radicales san-
tafesinos insisten y, desobedeciendo, resuelven ir a los comi-
cios. Va a elegirse gobernador y vice. Reclámase la presencia
de Yrigoyen en Santa Fe y allá va el jefe. Su partida reúne en
la estación Retiro una gran multitud. Yrigoyen llega entre
aclamaciones, y -bello gesto- va a saludar a los maquinistas y
fogoneros del convoy, que son radicales, y lo reciben cubier-
tas las cabezas con las boinas blancas.
En Santa Fe no pronuncia un discurso. Basta con que el
pueblo vea su persona. Lo esperan en la estación, lo hacen
encabezar una multitudinaria columna y lo despiden con en-
tusiasmo. El pueblo entero quiere ver al apóstol de la demo-
cracia. Millares de ciudadanos quiéren estrechar su diestra,
verlo de cerca. Él es amable con todos, igual con los bienhalla-
dos que con los pobres. Pero fuera de esas ceremonias es har-
to difícil hablar con él. No sale de su alojamiento. Ni Gre
salir, ni lo dejarían. El ya practica la máxima de Gracián: “ce-
bar la expectación”. Se deja ver, pero no demasiado. Es preci-
so despertar la curiosidad, que todos consideren un honor el
conocerlo. Y así va haciendo prosélitos Hipólito Yrigoyen, ca-
si sin abrir la boca, con sólo posar por unos momentos ante
las multitudes.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Zo

Desde Santa Fe envía su renuncia a la senaduría por la


Capital, que el partido le ofrece. Contesta un tanto picado al
ofrecimiento y con razón. Les dice a sus amigos que, para evi-
tarse inútiles tareas, debieron tener presente “las reglas de
conducta personal” que ha exteriorizado en todas las formas,
“desde el primer día de la iniciación de la obra” a la que ha
consagrado su vida y que “son tan irrevocables por sus fun-
damentos, que no admiten revisión alguna”.
Exigente con Sáenz Peña, parece dudar de sus buenos pro-
pósitos. Acusa de parcialidad a los funcionarios de la inter-
vención. Tal vez los funcionarios, sin saberlo Sáenz Peña, fa-
vorezcan al enemigo del radicalismo. Uno de los secretarios
de la intervención telegrafía complacidamente al ministro del
Interior: “El triunfo de la coalición está asegurado”. Sáenz
Peña, deseoso de ver triunfar a los adversarios -lo cual de-
mostrará su imparcialidad y la excelencia de su ley- accede a
casi todo lo que exige Yrigoyen. Y cuando las elecciones se
realizan, vence el radicalismo.
En los mismos días, hay elecciones de diputados naciona-
les en la Capital Federal. Yrigoyen obstaculiza la presenta-
ción a los comicios. La organización del partido no le parece
perfecta. Pero los correligionarios insisten. En el temor de la
derrota, se ha redactado un manifiesto contra el fraude. Van
a los comicios y vencen. El manifiesto cae en el canasto de los
papeles inútiles.
¿Por qué se ha opuesto Yrigoyen a que su partido vaya a
las elecciones? ¿Duda del gobierno? ¿O como esos enfermos
crónicos que no desean ser curados, tan encariñados están
con su mal, no anhela un triunfo que será el término de su vi-
da de conspirador, de organizador y de opositor? Su carácter
reservado y reconcentrado -y acaso la fobia de las multitudes
extraña en este conductor de multitudes- le han aconsejado el
vivir a la sordina, el vivir en tono menor. Pero su destino es
muy otro y él sabe que debe obedecerlo.
Estas elecciones, al dar el triunfo al partido radical, anuncian
su inminente advenimiento al poder y el derrumbe del Régi-
men. Ya nadie duda de que el país se radicalizará rápidamente.
216 Manuel Gálvez

Hipólito Yrigoyen lo duda menos que nadie. El sabe que sus


sueños van a realizarse pronto.

Un mes después de las elecciones, Hipólito Yrigoyen pu-


blica el primero de sus documentos que alcanza verdadera
celebridad. Aquellas cartas de la polémica no llegaron al gran
público, y menos su relación de las conferencias con el pre-
sidente Figueroa Alcorta. Y los manifiestos redactados úni-
camente por él, aunque no llevaran su nombre, no han sido
leídos: nadie, en aquellos años de indiferencia cívica, se inte-
resaba por esas cosas. Y sólo ahora comienza a ocupar el pri-
mer plano la figura de Hipólito Yrigoyen.
Esta vez se trata de un telegrama. En la capital uruguaya
se ha celebrado un homenaje popular a Sáenz Peña, por las
elecciones de abril; y con este motivo, los jóvenes nacionalis-
tas uruguayos -que tienen afinidades con nuestros radicales-
han felicitado a Yrigoyen, quien les contesta agradeciéndoles.
En este documento encontramos dos ideas importantes.
Una de ellas consiste en considerar la obra del radicalismo
como una revolución: las elecciones han confirmado -dice-
“toda la justicia, la razón y el acierto de la revolución triun-
tante”. La otra establece la trascendencia del voto libre, “punto
cardinal de las más magnas proyecciones nacionales”. Elogia
a Sáenz Peña, a su “pulsación caballerosa”. En este documen-
to está su nobleza de siempre, su idealismo de siempre y su
mala literatura de siempre. La gente se ríe de aquella palabra
“nobilidad” -Rosas escribió “innobilidad”- y sobre todo de
aquellas citas clásicas, en donde resulta que algo agregado
por Bossuet a ciertas palabras de Fenelón, autores del siglo
XVII, fue confirmado por Platón, que murió en el siglo IV
antes de C. Pero Yrigoyen sabe en qué épocas vivieron esos
hombres. El trastrueque no es sino un efecto de la pobreza de
sus medios expresivos. Pudo haber escrito, en vez de “confir-
ma Platón”, “y ya había dicho Platón”. Pero él ignora estos
pormenores de técnica literaria. Sólo conoce la técnica de las
revoluciones. Sus neologismos atroces, su perseverante falta
de gusto, su redacción cercana a lo macarrónico, equivalen
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 217

a los tremendos errores de ortografía del general José de San


Martín, Libertador de América.
Como siempre, Yrigoyen, que constituye el más extraordi-
nario ejemplo de fidelidad a sí mismo que sea posible imagi-
nar, está integramente en este documento. Aquí se muestra,
una vez más, como un hombre cuyos juicios no están deter-
minados por la realidad exterior. Afirma que el problema del
voto libre ha tenido conmovida “intensamente” a la naciona-
lidad argentina durante treinta años. No es verdad. Al país le
ha sido indiferente ese problema. Sólo al radicalismo lo ha in-
teresado. Y sólo a un hombre le ha conmovido intensamente:
a Hipólito Yrigoyen. Pero la realidad no influye en sus jul-
cios. Yrigoyen es un espiritu apriorístico.

Hipólito Yrigoyen va alcanzando la cumbre de su presti-


gio. Lo que le falta para ser un ídolo del pueblo, pronto le lle-
gará al ex comisario de Balvanera, al nieto del fusilado de la
Concepción. Hasta ahora los relatos de sus empresas, las
anécdotas de su vida, han circulado entre el pueblo lenta-
mente, desparramados por sus fanáticos. Yrigoyen no dispo-
ne de un gran diario que les haga llegar a los millares de sus
lectores. Con el triunfo del radicalismo todo va a cambiar.
Irán al Congreso diputados de su partido, efervescentes admi-
radores de su persona, de su obra y de su vida. El Congreso
Nacional es una tribuna magnífica. Los diarios transcriben
lo esencial de los discursos y los comentan; y el Diario de
Sesiones los reproduce íntegramente y los reparte por todo el
país. Los relatos de las grandezas de Hipólito Yrigoyen van a
llegar hasta los últimos confines de la República.
Así sucede. En un discurso y en otro, en ésta y aquella dis-
cusión, los diputados radicales van haciendo, con unción ca-
si religiosa, el panegírico del apóstol. Los grandes momentos
de su vida desfilan en síntesis por las tórridas palabras de
aquellos discípulos. En medio del silencio de los diputados
del Régimen, se evoca, por primera vez en el recinto de la
Cámara, la gesta de la revolución del '93; las generosidades
de Yrigoyen para con el enemigo y el vencido; su negativa a
DS Manuel Gálvez

aceptar los ministerios que le ofreció Aristóbulo Del Valle;


sus prisiones y destierros; su existencia austera y silenciosa;
la revolución de 1905 y sus años de preparación; su heroica
lucha contra las corrupciones de los gobiernos; y hasta su re-
ciente rechazo a Sáenz Peña de un lugar en su gabinete. Las
palabras de los diputados radicales constituyen un himno
permanente al jefe. Y algunos de esos diputados dan leccio-
nes de moralidad política -sin duda sugeridas por Yrigoyen-,
extrañas en nuestro ambiente. Tal es el caso de un joven dipu-
tado que, al incorporarse a la Cámara en mayo del año “14,
como elegido por la provincia de Buenos Aires, impugna la
legalidad de las elecciones que lo han favorecido, exponién-
dose a perder su diploma.
Pero lo más singular es la actitud de los enemigos. Ningu-
no de ellos, entre los que hay habilísimos parlamentarios, se
expresa jamás contra Yrigoyen. ¿Acaso llegan por primera
vez a sus oídos las grandes cosas que exaltan los fervientes
del jefe? Diríase que, con su silencio, reconocen la verdad de
esas grandezas y aun los delitos de que los acusan. Al leer las
crónicas de esas sesiones, nos parece ver a los representantes
del Régimen con el aspecto de vencidos, baja la cabeza, lige-
ramente melancólicos, con un poco de arrepentimiento en su
expresión y sintiéndose incompatibles con aquel mundo nue-
vo que avanza, con aquellos hombres nuevos de una nueva
Argentina. Unos escuchan resignados, otros atacan a los go-
biernos radicales que han comenzado a regir algunas provin-
cias. Otros hacen reír con ironías y chistes, pero todos saben
que no se contiene con ironías al torrente que avanza. Esos
hombres ríen por no llorar. Saben que el mundo a que perte-
necen se está derrumbando y que es inútil intentar salvarlo.
Nuestro pequeño mundo social y político parece caerse solo,
como el mundo romano se caía ante las invasiones de los bár-
baros. Nadie podrá detener las inmensas olas que se vienen.
Detrás de los discursos de los radicales y de las diversas acti-
tudes de sus enemigos, creemos oír los gritos de las multitu-
des populares. Ya han entrado ellas en acción, para conducir
a la victoria a los hombres nuevos que están más cerca de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 219

ellas, que las comprenderán mejor y escucharán sus clamo-


res. Algo se está hundiendo en la vida social y política argen-
tina, así como algo está naciendo. Y esto lo vemos ahora, con
honda y dramática emoción, en las palabras panegíricas o ad-
monitorias de los diputados del radicalismo.
Uno de los momentos más patéticos es cuando un diputa-
do radical habla de la revolución del '93, de la generosidad con
que fueron tratados los enemigos. Uno de sus colegas es el go-
bernador derrocado por los radicales en aquel movimiento.
El diputado radical invoca su testimonio, y el ex gobernador,
noblemente, calla, asegurando, con su silencio, la verdad de
lo que se afirma. Este mismo ex-gobernador y diputado, en
otra sesión, pronuncia, ante el asombro de la Cámara y de la
barra, estas palabras que constituyen, en tal lugar y en tales
momentos, y por venir de un viejo enemigo, uno de los más
grandes elogios que se le hayan hecho a Yrigoyen: “Creo que,
en esas circunstancias, si el señor Hipólito Yrigoyen hubiera
de pensar que su declinación de la presidencia sirviera a los
grandes intereses del país, sería capaz de declinarla con el de-
sinterés ya demostrado”. Con el desinterés ya demostrado...
No necesita más Hipólito Yrigoyen.

Mientras tanto, va gobernando Sáenz Peña. Ha intentado


realizar obra moralizadora revisando las ventas de tierras pú-
blicas y ordenando sumarios en la aduana. En esto, es un pre-
cursor del presidente Yrigoyen. Pero está enfermo. El mal le
ha llegado al cerebro. Seguramente por obra de los que le ro-
dean, más que por voluntad propia, ha cambiado de rumbo.
Su gobierno ya no se juega por la libertad electoral. Los resor-
tes de que dispone han caído en mano de los hombres del
Régimen, que se aprovechan de su enfermedad. Asume el
mando el vice, Victorino de la Plaza.
Graves acontecimientos están sucediendo. Huelga tras
huelga. Un pujante movimiento sindicalista va logrando en
favor de los obreros lo que no han sabido hacer los gobiernos.
Sobreviene una aguda crisis. Hombres desastrados piden li-
mosna por las calles, en caravanas dolorosas. La propiedad
220 Manuel Gálvez

baja de valor vertiginosamente. Declárase en Europa la gran


guerra, que tanta repercusión tendrá entre nosotros. Y el 9 de
agosto muere Roque Sáenz Peña.
Los radicales reciben con desconfianza al nuevo gobierno.
Entre los ministros figuran varios hombres del Régimen, algu-
nos de los que ellos consideran como empedernidos contra el
pueblo. ¿Será respetada la ley electoral? ¿No intentarán refor-
marla los enemigos del voto libre, al amparo del nuevo gobier-
no? Pero no hay razones para temer, y nada ocurre. Victorino
de la Plaza ha vivido larguísimos años en Inglaterra. Aunque
tenga el rostro de un colla viejo -ha nacido en los límites con
Bolivia y lleva sangre indígena en sus venas- es espiritualmen-
te un inglés; y ya sabemos que los ingleses respetan las leyes
y las libertades. De la Plaza, por otra parte. no es un político.
No tiene compromisos con ningún partido. Carece de arras-
tre y de simpatía populares. Es bastante indiferente en mate-
ria electoral. Ha llegado a la vicepresidencia por propuesta de
Sáenz Peña y, seguramente, sin un solo voto sincero a su fa-
vor. Nadie lo conoce ni él conoce a nadie. Sus escasos amigos
son unos cuantos anglómanos como él.
Fusilamiento del cónsul argentino en Dinant, localidad de
Bélgica, por los alemanes, con ofensa a la bandera patria y sa-
queo del consulado. El débil gobierno del anciano De la Plaza
no intenta reclamar. Se satisface con hacer suyo el dictamen del
Procurador General de la Nación, que no ve agravio al honor
nacional, en virtud de la falta de intención ofensiva por par-
te de Alemania. Poco después, un vapor de bandera argenti-
na, el Presidente Mitre, es apresado por barcos de la escuadra
británica en nuestras aguas territoriales y arriada su bandera.
El gobierno del anglófilo De la Plaza reclama por la devolu-
ción del barco, pero no por la ofensa al pabellón nacional.
Ya veremos cómo, en casos análogos, se conducirá más ade-
lante el presidente Yrigoyen. Mientras tanto nadie protesta por
la floja conducta del gobierno. Ni chillan los diarios, ni se Orga-
nizan manifestaciones callejeras. Es evidente que a las naciones
aliadas, y a los representantes de su capitalismo entre nosotros,
no les interesa molestar al gobierno del anglófilo De la Plaza.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO DA

Las actitudes oficiales favorecen al radicalismo, en igual


grado que la falta de popularidad del gobierno y su indiferen-
cia ante los partidos. Parece indudable que el país está cansa-
do de las gentes del Régimen y que quiere ver en el gobierno
nuevos nombres. O mejor aún: que las clases olvidadas de-
sean, si no exigen, su lugar en las funciones públicas. Por es-
to, el partido radical ha triunfado en casi todas partes en don-
de ha habido elecciones, después de estar en vigor la ley Sáenz
Peña. Domina ya en varias provincias; y si en alguna se le ven-
ce, es por obra de la opresión y del fraude. Todo anuncia el
advenimiento del partido radical al gobierno de la República.
Hacia fines de 1915 se publica un telegrama de Yrigoyen
dirigido al presidente del radicalismo de Córdoba, que lo ha
invitado a asistir a la campaña electoral para la renovación del
gobierno de la provincia. Palabras tremendas contra el Régi-
men, que domina en Córdoba. Lo considera “acerbamente em-
pedernido”. Habla del “vicio y la impudicia triunfantes”, y ca-
lifica de “delincuencias” los actos del gobierno de aquel estado.
Pregunta si “se consentirá por más tiempo que los poderes ofi-
ciales continúen siendo elemento malvado y fuerza rebelada
contra todos los fueros de la Nación”. Ve en el Régimen nefan-
do “villanas ostentaciones” y “todo orden de perversiones”.
Entre estas frases apocalípticas, surgen aquí y allí algunas
expresiones que van a hacerse célebres: las “patéticas misera-
bilidades” -o sea, las impresionantes pequeñas miserias- de
que se vale el Régimen para dominar, y “el pedestal de las
tradiciones redentoras” y de las “simbolizaciones orgánicas”
en las que la Nación se afianzará de nuevo con el triunfo del
radicalismo.
Mucha gente se ríe de estas palabras, sin intentar compren-
derlas. Pero los radicales no se ríen. Unos, los que pertenecen
al pueblo y a la clase media, las admiran de rodillas. Son pa-
ra ellos como fragmentos de una Biblia. No tratan de com-
prenderlas. Adivinan lo que hay dentro de las palabras del
apóstol, y eso les basta. Para el pueblo son palabras de reden-
ción. El pueblo sabe que Yrigoyen las apoya con sus treinta
años de sacrificios. Detrás de esas palabras, el pueblo radical
DD Manuel Gálvez

ve a sus mártires y ellas le recuerdan sus dolores y sus espe-


ranzas. Los otros, los “azules”, los intelectuales -llamados
también “los galeritas” por los diarios enemigos-, ésos ríen a
escondidas y se avergúenzan un poco. Pero ellos no son au-
ténticamente radicales, aunque así lo crean. Años más tarde
los veremos unidos con los hombres del Régimen.

Todo anuncia el advenimiento del partido radical al gobier-


no. Pero para vencer contra los viejos partidos, que van a de-
fender sus posiciones por todos los medios, la Unión Cívica
Radical necesita absolutamente de Yrigoyen. Todos los radica-
les y todo el país saben que no hay otro candidato posible den-
tro de aquella agrupación. Los mismos hombres del Régimen,
en una especie de desesperado sadismo, desean la presidencia
de Yrigoyen. Hasta Roca la encuentra conveniente y oportuna.
Pero van pasando los días, y las elecciones se acercan sin
que los partidos proclamen sus fórmulas. Se ha corrido la voz
de que Yrigoyen no aceptará su candidatura. Se recuerdan sus
anteriores renuncias. Ignórase si él ha hablado claramente o
no, pero todos los radicales, con explicable alarma, descuen-
tan por segura su negativa. En el pueblo circulan ocurrencias
absurdas. Hasta se dice que los treinta más altos jefes del
ejército y de la armada se presentarán, vestidos de gala, ante
Yrigoyen, para pedirle que acepte.
Reúnese, por fin, la convención nacional del radicalismo.
La primera asamblea es en el mismo lugar en donde, dieci-
nueve años atrás, los adictos de Yrigoyen arrojaban las sillas
sobre el escenario, en protesta contra las acusaciones de De la
Torre. Dentro, solamente los convencionales. En la calle, una
multitud enorme. Las tres de la tarde. Se le advierte al gentío
que las deliberaciones durarán muchas horas: nadie se mue-
ve. Hay ciento cuarenta y cuatro delegados. Uno de los que
faltan es Yrigoyen. A la noche, el público aumenta aún. Se
conoce la resolución del caudillo de renunciar indeclinable-
mente: considera que, con el triunfo de la Unión Cívica Radical,
él ha terminado su misión. La asamblea se reúne de nuevo al
otro día, por la mañana, en el teatro de la Victoria. Inmensa y
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 223

clamorosa concurrencia. No cabe un solo hombre más. En los


pasillos se hacinan masas compactas. Los convencionales, en
el escenario, van a votar.
¡Hipólito Yrigoyen! Casi por unanimidad. El teatro entero
se pone en pie bruscamente, y durante un larguísimo rato
aplaude y vitorea con tórrido entusiasmo al elegido. Pañue-
los, manos y sombreros en lo alto; lágrimas de emoción en
muchos ojos. En seguida, las gentes se echan a la calle corean-
do su nombre, cantando el Himno Nacional, pretendiendo
organizarse en columna. Mientras tanto, los encargados de
comunicar la designación a Yrigoyen se entrevistan con él.
No acepta, irreductiblemente.
Por la tarde, reanudada la asamblea, se lee la renuncia del
jefe. Documento impresionante. Renuncia por lealtad a los
motivos que lo llevaron a la política. Nunca ha pensado en
gobernar, sino en el “plan reparatorio” al que ha debido “in-
molar el desempeño de todos los poderes oficiales”. Así lo ha
dicho, desde el primer momento. Su “credo” ha sido el de
“un desagravio al honor de la Nación” y “el de la restaura-
ción de su vida moral y política”. Para ello se colocó desde
entonces por encima de las ambiciones y de las realidades, o,
como él dice, usando un lugar común que aquí se ennoblece
y cobra inusitada grandeza, “en el plano superior de las abs-
tracciones”. Tiene la convicción de que haría un gobierno
ejemplar. Pero él ha hecho más: ha cumplido -lo dice clara-
mente- un apostolado. Un gobierno “no es nada más que una
realidad tangible” -otro lugar común que adquiere aquí enor-
me valor por lo que representa-, “mientras que un apostola-
do” es una imperecedera obra espiritual, o, según sus pala-
bras extrañas, “un fundamento único, una espiritualidad que
perdura a través de los tiempos”. ¡Exaltado idealismo el de
este hombre que tiene en menos las realidades, y que procla-
ma, en una época de materialismo, la superioridad de lo es-
piritual, la superioridad de los apostolados -en los que no hay
sino abnegaciones, sacrificios, desinterés- sobre la gloria y las
ventajas de gobernar! Sus enemigos se ríen de “las realidades
tangibles”, del “plano superior de las abstracciones” y de su
224 Manuel Gálvez

“apostolado”. No entienden, o no quieren entender, esas pa-


labras -muy viejas porque son lugares comunes, y muy nue-
vas por el asunto a que se aplican y el tono con que han sido
empleadas-, que, ridículas epidérmicamente, tienen la belle-
za de su contenido moral, del concepto idealista que repre-
sentan y de la suma de sacrificios y renunciamientos de que
proceden. Palabras que, por ser verdaderas, reflejan la ver-
dad de una vida.
Un ¡no! unánime, clamoroso, puntúa la última frase de la
carta. Durante unos minutos sólo esa palabra se oye, repeti-
da, exaltada, gritada, gemida. Luego, aquí y allí, como petar-
dos, explotan estas frases: “¡No hay otro candidato que el
doctor Yrigoyen!”, “¡Que no se le acepte la renuncia!”, “¡Será la
muerte del partido!” La convención y el público están en pie.
Es imposible deliberar. No se logra el silencio. Apenas si el
presidente puede designar una comisión de delegados, uno
por cada provincia, para que se entrevisten con él. Parte de la
concurrencia se precipita a la calle. Van a la casa de Yrigoyen.
Y ahí está ya, apretada la multitud frente a la morada del
apóstol, llamándolo a gritos, interrumpiendo el tráfico. Pero
él no quiere mostrarse. Manda a uno de sus fieles a decir, des-
de el balcón, que el doctor Yrigoyen ha salido poco antes pa-
ra el Comité Nacional.
Al anochecer, los delegados se entrevistan con él. Nega-
tiva absoluta. Entonces, ellos le dicen que se volverán a sus
provincias y que el partido habrá dejado de existir. Hay lá-
grimas en algunos ojos. Yrigoyen queda un rato hondamen-
te pensativo, y luego, ante la visión del partido deshecho,
de sus ideales sin realizar, exclama: “¡Hagan de mí lo que
quieran!” Los delegados corren al teatro con la noticia. Los
concurrentes se abrazan unos con otros. Fórmase una gran
columna que se dirige a la morada del candidato. Todo allí
está cerrado y sin luz. Entonces, la multitud recogida, frente
a la modesta casa del apóstol, canta el Himno Nacional.

La renuncia de Hipólito Yrigoyen ha producido estupor. ¿Es


posible, se pregunta la gente, que un hombre renuncie a la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO NS

presidencia de la República? Casi nadie cree en la sinceridad


de Yrigoyen, ni aun los radicales. Se comparan estas renun-
cias con las de Rosas, consideradas generalmente como hipó-
critas. Se cree que Rosas no aceptaba el poder sin las faculta-
des extraordinarias porque deseaba el gobierno absoluto. Me
parece que no era esto exactamente. Rosas no quería el poder
sin las facultades extraordinarias porque -los hechos le daban
la razón- consideraba imposible gobernar sin ellas. Rosas, a
mi entender, fue sincero. Pero el caso de Yrigoyen es distinto.
Hipólito Yrigoyen ha renunciado, desde 1892, a todos los
cargos que le ofrecieron y que son, después de la presidencia
de la República, los más altos: senadurías, diputaciones, mi-
nisterios, gobernaciones. Sus enemigos dicen que ha renun-
ciado a todo eso porque ha aspirado a ser presidente. Pero ¿ha
podido pensar Yrigoyen en 1892, cuando Del Valle le ofrece
un ministerio y él no es todavía una gran figura nacional, que
veinticuatro años más tarde le ofrecerán la presidencia? Y en
las últimas semanas de 1897, cuando el partido radical apenas
existe porque él mismo lo ha matado y Pellegrini le ofrece la
gobernación de Buenos Aires, ¿cómo iba a imaginar que dieci-
nueve años después, reconstruida y poderosa la Unión Cívica
Radical, podía su partido llevarlo al gobierno? Si Yrigoyen ha
deseado el poder, como afirman sus enemigos, ¿no se expo-
ne, al renunciar tantas veces a los altos cargos que le vienen
ofreciendo, a morirse sin haberle tomado el gusto al poder? Se
llega a la presidencia por un extraordinario favor de la suer-
te; casi diría por casualidad. Nadie renuncia a un altísimo
cargo por pensar que veinte años después le pueden ofrecer
otro mayor. E Yrigoyen menos que nadie ha podido pensar
así. Porque si algún hombre está convencido de que no somos
dueños de nuestros destinos, de que una providencia dirige
nuestra vida, ése es Hipólito Yrigoyen.
¿Y por qué no ha de renunciar sinceramente a la presiden-
cia de la República quien ha renunciado a algo que vale mucho
más: a todos los placeres de la vida? Yrigoyen puede recha-
zar la presidencia porque a él no le interesa el gobierno.
Hombre de principios, ha renunciado a esos cargos porque el
226 Manuel Gálvez

aceptarlos se oponía a sus principios. Ahora no hay princi-


pios de por medio, pues es su propio partido el que le ofrece
la candidatura presidencial. Pero su temperamento le ordena
rechazarla. Él conoce bien su psicología, que es la del conspi-
rador. Sabe que gobierno significa “acción” y que él, soñador,
hombre de vida interior, utopista, es el antípoda del hombre
de acción; más aún: tiene miedo a la acción externa, y la idea
de gobernar lo asusta. Hipólito Yrigoyen ama el poder, pero
el poder ejercido desde su casa, sin responsabilidades, a me-
dia luz: el poder sobre las almas y los corazones.
Sus palabras al renunciar son muy bellas porque expresan
su íntima verdad, porque están en absoluto acuerdo con toda
su vida. No la creerán los superficiales, los materialistas, los
arribistas, los “logreros”, los vanidosos, los políticos de pro-
fesión. El hombre juzga a los hombres según su medida. Pe-
ro le creen los idealistas, los tímidos, los sentimentales, los
hombres de vida interior, los que carecen de ambiciones.

Tres días después ocurre algo nunca visto en ninguna par-


te del mundo: Hipólito Yrigoyen, cuyo triunfo es absoluta-
mente seguro, resuelve dar sus sueldos a los pobres. Escribe
a la Sociedad de Beneficencia, institución oficial dirigida por
señoras, ofreciendo sus emolumentos por todo el período gu-
bernativo, en caso de ser elegido, para que se distribuya en-
tre “las instituciones de misericordia” que más lo requieran.
Los enormes sueldos de un presidente suman una fortuna.
Son diez mil cuatrocientos pesos mensuales, incluidos los
gastos de etiqueta, vale decir, setecientos cuarenta y ocho mil
por los seis años, o sea más de siete millones de francos. Este
desprendimiento asombroso repercute con simpatía profun-
da entre las gentes del pueblo y las clases medias, y entre las
gentes de corazón que hay en todas las clases. Y no dice “ins-
tituciones de caridad” como todo el mundo, sin duda porque
piensa que en la palabra “caridad” pueden encontrar algo
humillante los desamparados; dice “misericordia”, palabra
que, acaso, da más impresión de ternura y tiene un conteni-
do más subjetivo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO LD

Pocos días después, el primer domingo de abril, son las


elecciones. Se presentan, aparte del radicalismo, tres fórmulas;
la conservadora, la demócrata-progresista y la socialista. El can-
didato demócrata es Lisandro De la Torre, el viejo enemigo de
Yrigoyen. Los radicales obtienen más votos que las otras tres
fórmulas reunidas. Pero según nuestras leyes, el pueblo no eli-
ge directamente al primer magistrado de la República. Elige
electores de presidente, los cuales se reúnen en cada provincia
y votan. Yrigoyen no tiene el número suficiente de electores pa-
ra ser elegido, porque los gobiernos de varias provincias han
hecho toda clase de fraudes para impedir el triunfo radical.
Pero hay diecinueve electores de Santa Fe, radicales “disiden-
tes”, momentáneamente adversos a la política de Yrigoyen,
que bien pueden decidirse por él, pues, ante todo, son radica-
les. Y empiezan los cabildeos para lograr esos votos.
Yrigoyen se ha ido a su estancia. Allí no recibe absoluta-
mente a nadie, ni abre su correspondencia. Las órdenes que ha
dado a sus servidores y empleados son severísimas. Hasta clau-
sura la entrada principal de la estancia. Probablemente quiere
estar solo consigo mismo en aquellos días trascendentales, y
descansar del ajetreo de la campaña electoral. Probablemente,
también, -hábil como siempre- quiere eliminar su responsabi-
lidad en las intrigas que van a realizar sus fieles. Aislado de
los hombres, él nada sabe de lo que ocurre en la ciudad.
Se mueven influencias y promesas alrededor de los electo-
res de Santa Fe. Los conservadores pretenden atraerlos. El go-
bernador que acaba de elegirse en Santa Fe, pero que no ha
asumido aún el poder, se deja decir, considerándose dueño
de esos electores, que ellos nunca votarán por Yrigoyen. Algu-
nos adictos al jefe del radicalismo -afirmará tres años después
Lisandro de la Torre- engañan a un conspicuo periodista para
que intervenga ante el gobernador de Santa Fe, a quien pide
que haga votar por Yrigoyen a sus electores, pero sólo como
un homenaje del partido al viejo luchador, pues Yrigoyen es-
tá absolutamente decidido a no aceptar la presidencia. Según
De la Torre, el gobernador de Santa Fe habría caído en la
trampa. Tal vez la intriga sea verdadera, pero no es menos
228 Manuel Gálvez

verdad que los electores, abandonando al gobernador, resuel-


ven votar por Yrigoyen. En todo caso, él nada sabe de esos
cautelosos manejos.
¡Hipólito Yrigoyen presidente de la República! Los colegios
electorales lo han elegido. La noticia, aunque esperada, con-
mueve al país entero. Él no la conoce todavía, recluido allá en
su campo de la estación Norberto de la Riestra. Un amigo va
a llevársela. Tiene que saltar alambrados para introducirse en
la estancia. Unas mujeres, sirvientas sin duda, se alborotan al
ver aquel intruso que no respeta las órdenes del patrón. Pero
él se impone, e Yrigoyen lo recibe. “Vengo a traerle una noti-
cia: es usted presidente de la República”. Yrigoyen no contes-
ta, pensativo. No demuestra el menor contento. El visitante le
da algunos pormenores de la elección. Y entonces Yrigoyen,
refiriéndose al gobernador de Santa Fe, dice lamentar que lo
obligue con su actitud “a dar vueltas de carnero”, haciendo lo
que nunca hizo en su vida. Esta frase no es sino un modo de
velar su emoción y, principalmente, de evitar la solemnidad,
de evitar el ridículo, al que, como todos los tímidos, teme
pavorosamente.
La elección de Hipólito Yrigoyen produce regocijo en
unos, expectativa en otros y temor en los menos. Viejos radi-
cales del grupo de Alem afirman que, al día siguiente de asu-
mir el poder Yrigoyen, estará establecida la dictadura. Los
hombres del Régimen también lo creen; o afectan creerlo. En
una sesión de la Cámara, un diputado, aquel gobernador de
Buenos Aires a quien derrocó Yrigoyen en 1893, pronuncia
unas palabras enigmáticas, en las que insinúa la posibilidad
de que el presidente electo resulte un Rosas.
Los conservadores se saben eliminados para siempre del
poder. No obstante, hacen algunas tentativas para salvarse.
Acusan de fraudulentas las elecciones de Santa Fe, con el áni-
mo de que, anuladas, queden también anuladas las elecciones
presidenciales. En Santa Fe han votado muertos y ausentes;
pero eso ha ocurrido precisamente en los departamentos en que
tienen abundante mayoría los radicales, en donde el partido
rival, que es el Demócrata Progresista, casi no existe. ¿Con qué
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 229

objeto habrían hecho esos fraudes los radicales? La elección es


aprobada, y los conservadores buscan otros medios para im-
pedir el advenimiento de Hipólito Yrigoyen al poder.
Las dos Cámaras les pertenecen. La mayoría que en ambas
tienen es enorme. Se les ocurre entonces un caucus legislati-
vo. Pero existe poca disciplina entre ellos. Muchos se niegan
a apartarse de la legalidad. Fracasado este proyecto, imagl-
nan el de obtener la renuncia del presidente de la República,
al cual reemplazaría el presidente del Senado, líder de los
conservadores. El ministro de la Guerra, de acuerdo con los
conservadores, celebra una entrevista con el primer magistra-
do de la República. Le presenta su renuncia y le pide que re-
nuncie él también, a fin de que su sucesor ponga en práctica
el plan ideado por los conservadores. De la Plaza, respetuoso
de las leves, como buen admirador del liberalismo inglés, no
acepta la singular proposición. Y al rodar estas noticias por la
ciudad, los radicales se alborotan y, en los comités y en las ca-
lles, predican la revolución.
Pero nada sucede. Los conservadores se conforman con la
derrota. Algunos de ellos piensan que tendrán que expatriar-
se. Los empleados temen las expulsiones en masa. En la ad-
ministración se tiene una sensación de derrumbe. Y así, entre
las alegrías de los vencedores y el temor de los vencidos, se
va acercando el 12 de octubre.
Mientras tanto, el país entero quiere saber algo acerca del fu-
turo presidente. Los comerciantes, los industriales, los extran-
jeros, los conservadores, y aun los mismos radicales, nada
saben de él. Nadie ha visto su retrato. Los reporteros de los
diarios y de las revistas se desesperan. Yrigoyen no quiere
conceder entrevistas ni dejarse fotografiar. Inútilmente ponen
sitio a su casa. No logran verlo entrar ni salir. Un periodista,
que ha paseado durante tres meses frente a su casa para sor-
prenderlo, tiene que abandonar su propósito. Á los vecinos
de Yrigoyen les ocurre lo mismo. Hace meses que no lo ven.
Los empleados de los proveedores no lo han visto jamás. Su
puerta y sus ventanas, perpetuamente cerradas. No queda
otro recurso, para los periodistas, que hacer reportajes a los
230 Manuel Gálvez

vecinos del futuro presidente, a los raros amigos que condes-


cienden en hablar de él. Yrigoyen cultiva con placer sus vie-
jos hábitos de conspirador.

La mañana del 12 de octubre de 1916 la gente se precipita a


los diarios para leer los nombres y las biografías de los minis-
tros, ignorados hasta el día anterior. Tres de ellos son conoci-
dos en la sociedad porteña. Los restantes vienen de distintas
provincias; y fuera de sus correligionarios locales, nadie sabe
quiénes son. Y los mismos radicales no pueden decir lo que
esos señores hayan hecho. El prejuicio aristocrático e intelec-
tual, que no concibe en los ministerios sino personalidades,
encuentra muy pobre, y aun ridículo, el gabinete de Yrigoyen.
Llama la atención que en Guerra y en Marina figuren dos ci-
viles. Yrigoyen los ha elegido así para evitar la formación de
pequeños círculos dominadores en el Ejército y en la Armada.
Ese mismo 12 de octubre aparece, en una pequeña revista
partidaria, un breve artículo de Yrigoyen, sobre la Unión
Cívica Radical. Los temas de otras veces: el apostolado, que,
“tramo a tramo”, ha laborado “la consagración plena de la obra
reparadora”; las angustias, las fatigas y las incertidumbres
pasadas, “escrutando lo que había de rebelde o de inmodela-
ble a la eficacia de sus justas finalidades”; el sueño -“el encan-
to sonador”, dice él, en su media lengua- transformado ahora
en realidad. Por fin, los radicales van a dejar de sentirse pere-
grinos en su propia patria. Las conmemoraciones de las fe-
chas gloriosas van a ser comprendidas ahora. El Himno ya
parece “más tonante en las vibraciones de su sentimentali-
dad”, y las muchedumbres “más nuestras ante los esplendores
del patrio renacimiento”. Es justo el regocijo, y en la “resurrec-
ción”, que parecía imposible, ve el ferviente espiritualista, el
creyente en Dios y en su Providencia, un “dictado superior”.
La empresa realizada, que no pueden concebir los mediocres,
ni alcanzar los pigmeos, “y que ni siquiera comprendieron
los grandes ni afrontaron los poderosos”, ha consistido en
“remontar la abrupta montaña a pura orientación de pensa-
miento, a puro vigor de virtudes y a pura entereza de carác-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sl

ter”. Estas “magnas concepciones fueron idealizadas por el


genio de la revolución”, dice en su último párrafo. Anotemos
estas palabras, en las que Yrigoyen insiste en considerar la
obra del radicalismo y su triunfo como una revolución.

Las dos de la tarde. El presidente electo va a jurar ante el


Congreso. Luego recorrerá, hasta la Casa de Gobierno, la ave-
nida de Mayo, larga de un kilómetro y medio.
Desde por la mañana ha ido reuniéndose la gente en la ave-
nida. Los hoteles y otros establecimientos han alquilado, a pre-
cio de oro, lugares en los balcones. Jamás se ha visto tanta
gente en las calles, ni cuando el jubileo de Mitre, ni cuando el
entierro de Sáenz Peña. A las dos, los agentes de policía tien-
den cuerdas a lo largo de las aceras, para mantener libres las
calzadas. En algunos tramos, las tropas del ejército en forma-
ción deberán contener a la multitud. A pesar de que a esa ho-
ra ya no cabe una persona más en la avenida, siguen llegando
olas humanas. Las dos vastas plazas, la del Congreso y la de
Mayo, están literalmente abarrotadas de gente. Imposible dar
un paso ni moverse. Los canteros de las plazas han desapare-
cido bajo los pies de la multitud. En cada árbol, en cada colum-
na del alumbrado, se aprietan los hombres en nutridos racimos.
Se amontona la gente en los balcones -no hay ni uno vacío ni
a medio llenar-, en las cornisas, en las azoteas, en los techos
de los automóviles que encobran las calles transversales.
En el Congreso, ante las dos Cámaras reunidas, Hipólito
Yrigoyen va a jurar. Viste el indumento protocolar: frac y ga-
lera alta. Mucha gente ha creído que iría, agresivamente, con
el democrático terno de saco de todos los días. Yrigoyen jura.
Toda la asistencia aplaude, incluso sus enemigos. Seduce ex-
trañamente aquel hombre sencillo, de exterior simpático, no-
ble y bondadoso, que carece de empaque y solemnidad, que
tiene un modesto origen y que, él solo entre los presidentes
argentinos, ha sido elegido por el verdadero pueblo.
Pero ya Hipólito Yrigoyen, presidente de la República, ha
comenzado a descender por la teatral escalinata del palacio
del Congreso. Espectáculo sensacional. Las cien mil personas
DSZ Manuel Gálvez

que llenan la doble plaza del Congreso, las azoteas, los balco-
nes, prorrumpen en una enorme algarabía de vítores y de
aplausos. Las mujeres desde los balcones saludan con sus pa-
ñuelos. Hay lágrimas en muchos ojos. Entre la emoción uná-
nime y la frenética gritería, va bajando la escalinata serena-
mente el nieto del fusilado de la Concepción, el ex comisario
de Balvanera, el desterrado del '93, el apóstol de la democra-
cia. ¡Nunca se ha visto un entusiasmo igual en Buenos Ares!
La multitud parece enloquecida: y cuando el Presidente llega
a la acera y sube a la carroza de gala, arrolla al cordón de
agentes de policía que la han contenido y rodea al carruaje.
Yrigoyen, en pie dentro del coche, con el vicepresidente y los
dos más altos jefes del Ejército y la Armada, saluda con la ca-
beza y con el brazo. Pero hay que partir, y la policía se dispo-
ne a abrir calle. Yrigoyen hace un gesto con la mano y da or-
den de que dejen libre a la multitud. El coche está rodeado
por el gentío clamoroso. De pronto, un grupo de entusiastas
desengancha los caballos y comienza a arrastrarlo. En las ce-
jas de Yrigoyen se marca una contracción de desagrado.
Quiere bajar de la carroza, pero la multitud no lo consiente.
El pueblo aprueba el acto fanático y todos los que están cerca
quieren tener la gloria de tirar del coche.
Se avanza muy lentamente, abriéndose camino como se
puede. Poco a poco se van agregando a la carroza algunos
modestos fieles de Yrigoyen, que se instalan en los estribos,
en los guardabarros, en la capota. Al entrar en la avenida de
Mayo, una gruesa columna popular de varios millares de
hombres la precede. Algunos llevan banderas argentinas o
tremolan banderitas. La escolta presidencial -un escuadrón
del Regimiento de Granaderos a Caballo-, rota por la multi-
tud en cien partes, ha quedado dispersa: un soldado va por
aquí, en medio del gentío a pie, y otro por allí. La formación
de las tropas en las calzadas, junto a las aceras, también ha si-
do rota en infinidad de lugares por la multitud, que se derra-
ma en la calle. Ahora, después del gran grupo de pueblo, vie-
nen varios automóviles con ocho o diez personas cada uno,
todas las cuales agitan banderitas en lo alto. Y por fin, la ca-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 233

rroza presidencial. Llueven flores desde los balcones. La calle


entera se estremece de aplausos, de vítores. Hombres del ba-
jo pueblo gritan su entusiasmo. Jóvenes, viejos, mujeres, to-
dos saludan, con amor o con respeto, al apóstol de las liber-
tades. Muchos hombres lloran. Hipólito Yrigoyen va en pie,
en medio de la carroza, descubierto, contestando al pueblo
que lo aclama. No demuestra emoción alguna en su rostro
impasible. Es el mismo hombre que no se quejó en el Ushuaia,
ni se alegró al saber que acababan de elegirlo Presidente de
la República. Los que han querido reemplazar a los caballos
siguen tirando cansadamente. Al acercarse a la casa de go-
bierno, uno de ellos se desmaya. A Yrigoyen le amarga su
satisfacción la actitud servil de estos hombres; y más tarde
amonestará a los jefes y oficiales que lo acompañaban, por no
haberlo impedido.
Puede decirse que en ese momento de la llegada a la plaza
de Mayo el espectáculo es, acaso, único en el mundo. Aun no
han surgido las gigantescas masas que aclamarán a Mussolini
o a Hitler. Un embajador dirá, al otro día, que los numerosos
espectáculos análogos a que ha asistido -entre ellos la ascen-
sión de un presidente de Francia y la coronación de un rey de
Inglaterra- no son comparables a esa escena de un mandata-
rio “que se entrega en brazos del pueblo, y es conducido, en-
tre los vaivenes de la muchedumbre electrizada, al alto sitial
de la primera magistratura de su patria”, ni a ese momento
“de la plaza inmensa, del océano humano, enloquecido de
alegría”, en que el presidente se entrega “a las expansiones de
su pueblo, sin guardia, sin ejército, sin polizontes... ”
Y así, arrastrado por sus fanáticos, rodeado de las plebes
porteñas, entra en la plaza de Mayo, en la antigua plaza de
la Victoria, Hipólito Yrigoyen. En un siglo de vida indepen-
diente, sólo otro gobernante argentino llegó de ese modo al
poder. Salvo Mitre, todos entraron en el gobierno y de él sa-
lieron ante la indiferencia de algunos centenares de curiosos.
Pero ochenta y siete años atrás, por la próxima calle Rivada-
via, que entonces se llamaba de la Plata, entró en la plaza de
la Victoria, en marcha hacia el Fuerte, arrastrado su coche
234 Manuel Gálvez

por doscientos partidarios, rodeado de las plebes porteñas, y


en medio del delirio de la ciudad, exactamente como ahora
Hipólito Yrigoyen, el gobernador electo de Buenos Aires, don
Juan Manuel de Rosas.
INTERMEDIO
Dl kEo
e
=¿Hinde q+A
e FTE A TAE m7 DS
i dí LI sm Alma, deb
A
I. Retrato físico

ipólito Yrigoyen ha entrado en la historia. Tiene se-


senta y cuatro años. Aunque fuerte y en su robusta
madurez, comienza a ser “el Viejo”, para sus parti-
darios. La historia y la leyenda lo verán en estos años, no en
los pasados. Ahora su espíritu va a salir de la sombra en que
se ha complacido vivir. Ahora su verdadera personalidad va
a revelarse al mundo. Ha llegado, pues, el momento de hacer
su retrato. Hubiera sido prematuro mostrar su naturaleza fí-
sica y moral cuando tenía cuarenta años, cuando ni él mismo
sospechaba el tamaño de la fuerza que lo movía. Hubiera me-
recido por sus virtudes y sus defectos -acaso más por sus de-
fectos-, por su misterio y por sus sombras, ser retratado por
Rembrandt. Y Plutarco o Suetonio, ¡qué bellas páginas hubie-
ran escrito para mostrarnos, por dentro y por fuera, a este ex-
traño y manso César de nuestras plebes!
Pero ya está en el caballete el retrato de “el Viejo”. Miré-
moslo.
Es muy alto, de figura bien proporcionada y aún elegante.
Su cabeza, sin canas, está firmemente colocada sobre un vigo-
roso cuello, más bien corto que largo. Anchas espaldas, de
hombros muy ligeramente levantados, contribuyen a la im-
presión de solidez y de virilidad que produce el tronco y to-
da su figura. Piernas largas, de equilibrada relación con el
busto y el hombre total. Brazos también largos. Complexión
robusta y aún recia. Un leve engrosamiento comienza. Salud
extraordinaria. Tiene toda su dentadura y aún la tendrá quin-
ce años más tarde. No siente el frío. En su casa sin calefacción,
mientras sus visitantes, abrigados con sobretodos, se hielan
en los raros días crueles, él anda de saco, cuyo cuello se le-
vanta para defender un poco el pescuezo.
Su cuerpo es ágil, pero no lo parece porque se mueve con
lentitud, con cierta gravedad sencilla que no llega nunca a
la solemnidad. No gesticula jamás. Sólo alza el brazo para
238 Manuel Gálvez

calmar a los amigos que discuten o para mostrar la trascen-


dencia de alguna frase que está diciendo. En esta sobriedad
de gestos, como en otras cosas, es distinguido, con una distin-
ción natural análoga a la del hombre de campo. Sus posturas
no son nunca forzadas. La más frecuente, cuando está en pie
o camina, consiste en llevar las manos en los bolsillos delan-
teros del pantalón. Esta postura, habitual en los que hace
treinta años eran ancianos, le da cierto aire anticuado a su fi-
gura. A veces, coloca las dos manos a la espalda. Durante una
época, se habitúa a echarse agua de colonia en las manos y a
frotárselas. Su relativa distinción no es incompatible con cier-
to dejo de los antiguos compadres que hay en él. Así, la gale-
rita, que suele colocarse algo ladeada hacia una de las orejas
o requintada en la frente. Se lo cree descuidado en el vestir.
Lejos de eso, cada año se hace varios trajes, que pronto, con po-
co uso, regala a los pobres. Pero son trajes a la moda de 1880:
sacos largos, solapas chiquitas, chalecos excesivamente altos.
Tampoco hace planchar sus trajes, según se ve por los panta-
lones acordeonados. Como los viejos de años atrás, calza boti-
nes con elásticos. Viste siempre ropas oscuras, preferentemen-
te negras. Lo hace, seguramente, porque lo cree más digno,
más de acuerdo con su espíritu reservado. Acaso también por
austeridad, porque siente que en una sociedad materializada
y sensualista las ropas oscuras constituyen una expresión de
“no conformismo” y tienen un sentido revolucionario. Y tam-
bién por hábito y necesidad de conspirador, pues el conspira-
dor no ha de vestirse llamativamente. Sólo en sus últimos
años, cuando alivia su austeridad, viste ropas más claras.
Su rostro, de base cuadrada -energía y obstinación muy
fuertes, carácter inflexible, ascetismo- tiene “forma de pera”,
y así lo ven los dibujantes. Su cráneo en punta es el “cráneo
místico” de los fisonomistas. Color moreno. Elevada frente
-idealismo, exaltación de espíritu, serenidad para juzgar des-
de lo alto-, cuya forma oval alargada muestra al soñador, al
místico, a la imaginación que raramente se ejerce en el domi-
nio de lo concreto. Frente inclinada, “impulsividad, impre-
sionabilidad- y con dos entradas no muy profundas en la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 239

oscura cabellera que se peina hacia atrás. “Frente arquitectu-


ral de pastor griego” llamó Del Valle a la de Yrigoyen. Sienes
abiertas. Mejillas llenas y amplias.
Atraen sus ojos. Ni grandes ni pequeños. Están algo aden-
trados y los párpados los encapotan un poco. Bajo las cejas
largas y nutridas, los ojos, un tanto estirados, le dan al rostro
un vago aire aindiado, que proviene de su abuela. Lenta, cal-
mosa, la mirada. Llega, sin ser impertinente, al fondo de las
conciencias. De suavidad excepcional, vuélvese en ocasiones,
dura, áspera, conminatoria. En otras, adquiere una delicada
melancolía. Momento hay en que estos ojos, como los de la
serpiente, parece que hipnotizan. En otros diríanse los de un
ícono. Se comprende que esta mirada afectuosa, llena de sim-
patías y promesas, atraiga a los hombres con admiraciones
fanáticas y enamore a las mujeres con pasiones hasta la muer-
te. Su boca, ligeramente entrada, es de correcta anchura y de
labios muy delgados, reveladores de valor, resignación, or-
den, exactitud, meticulosidad, discreción, disimulación, con-
trol de las pasiones, honradez y autoritarismo. Al lado iz-
quierdo hay una expresión amarga. El bigote, corto, ralo y en
ángulo abierto, acentúa lo que hay de indígena en su rostro
semilampiño. Irá raleando cada vez más, mostrando mejor la
inmovilidad de los labios. La nariz, en la rectitud de su per-
fil, indica una vida rectilínea, honradez y carácter equilibra-
do, voluntad firme, desdén hacia la teatralidad, sinceridad
cordial, generosidad. Su barbilla huesuda, redondeada en los
ángulos, es la del hombre equilibrado y de voluntad fuerte,
de paciencia, de clarividencia y de persuasiva dulzura.
Tiene este rostro, de cierto parecido con el de Rosas, algo
de enigmático, que reside en la inmovilidad de las facciones.
Contradicción entre la mirada bondadosa, cautivadora, y la
boca fría imperturbable: inmóvil en el silencio y moviéndose
apenas cuando habla. En este rostro que, como el de Rosas,
nunca ríe, aparece, en ocasiones, un asomo de sonrisa.
Su persona produce impresión, no sólo de calma y sereni-
dad patriarcales, sino de grandeza, de augustez. Crea en su en-
torno un respeto tan enorme que nadie se atreve a discutirle,
240 Manuel Gálvez

ni a dudar de sus palabras, ni a pedirle que las explique, ni a


exponer una opinión contraria a la suya. Cuando ordena sin
claridad -caso frecuente- hay que interpretarlo; y así, malas
acciones que le atribuyen son obra de sus intérpretes. Salvo
Mitre, ningún contemporáneo ha impresionado tanto. Otros
políticos, por mucho talento que tuvieran, nos han parecido
hombres como todos. Yrigoyen se impone por su sola presen-
cia, sin haber dicho una palabra, esté en el gobierno o en la
oposición, en su rococó despacho de la presidencia o en la geo-
métrica pobreza de su casa. Sensación misteriosa pero real.
Análoga, tal vez, a la que producen los santos y los genios.
Y con la grandeza, se ve en él la autoridad. Es una autorl-
dad contenida, que se manifiesta suavemente; un poder que
se desprende de su persona. Se presiente lo que puede ser
una mirada colérica de sus ojos. Si alguna vez ocurre, el mo-
mento es digno de Shakespeare. Su mirada de enojo es por
sí sola un castigo: hunde al que la recibe. La autoridad de
Yrigoyen no proviene del cargo que ocupa. Igual en el gobier-
no que en la oposición, esa autoridad enorme le viene de su
absoluto control de sí mismo, que le permite dominar siem-
pre la situación, de la unidad, la continuidad y la fuerza de
sus convicciones; de su austeridad moral y de su serenidad
perfecta; y del prestigio de su vida.
A los setenta y seis años, cuando asume la presidencia por
segunda vez, produce la misma impresión física que dos o
tres lustros atrás. Uno de los más grandes escritores brasile-
ños, Coelho Netto, que vino en la delegación oficial enviada
para asistir a la transmisión del mando, habla de su figura
majestuosa, y agrega: “Se lo siente formidable, ciclópeo, de
una energía titánica, y, en el mirar seguro y recto, la precisa
visión de los grandes guías. Todo en él es armonioso; el an-
dar, mesurado y firme”.

Si se lo oye hablar, la impresión es aún mayor. Su voz, aun-


que de encantadora suavidad, nada tiene de meliflua ni de
afeminada; es grave, acariciante y en tono menor. Podría de-
cirse que Yrigoyen tiene un modo de hablar “muy humano”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO an

Alguien ha dicho que su voz “produce un efecto teatral sin


ser declamatoria”. Es teatral, en verdad, cuando él quiere
causar cierta impresión. No es teatral cuando habla con una
mujer, o con un amigo, o con un desvalido. Mediante el tono
de la voz -unido a lo humanamente paternal de sus brazos-
suprime toda distancia entre su altura y la situación modesta
o humilde de quien le habla; suprime toda timidez en los de-
más. Un periodista y político español ha escrito: “No levanta
nunca el diapasón; su voz rara vez traspasa el tono de claro
susurro, pero las exaltaciones brillan en los conceptos. Los
más íntimos, los más elevados, los más trascendentales bro-
tan con matiz convincente, y así cuando habla Yrigoyen de
patria, sus palabras suenan como caricias; cuando se refiere a
la futura y completa liberación de los pueblos, con la solem-
nidad de religiosas profecías”. Maneja con el arte de un se-
ductor su voz rica de matices. Nunca, en toda su larga vida,
se lo ha oído un grito, ni una exclamación en tono exagerado.
Controla su voz y sus palabras como controla todos sus actos.
Sabe encantar como nadie. Personas que se le acercaron pre-
venidas, salieron para siempre conquistadas. Seduce a todos,
y le basta proponérselo. O no necesita proponérselo, porque
el arte de fascinar parece ingénito en él.
Entre amigos es un conversador admirable. Posee un anec-
dotario -político, naturalmente- que no se agota nunca. Pero
su tema es la política. Ante sus amigos, aun los más próximos
monologa siempre. Habla de la humanidad, de la igualdad,
de la paz, de otras ideas generales, con unción religiosa. El
diálogo es excepcional en él. Sin embargo, sabe escuchar. Pa-
rece que escucha con todo su cuerpo. Pero jamás el menor ges-
to revelará la impresión que le causan las palabras de su in-
terlocutor. Es cordialísimo con todos. Les pone diminutivos a
sus fieles, y así los llama siempre. Pero, de pronto, el tono na-
tural que usa con ellos se esfuma. ¿Qué pasa? Es que acaba de
entrar alguien ante quien desea aparecer sólo como el jefe del
partido o como el presidente de la República. Entonces habla
en un tono levantado, que no llega a lo declamatorio. Pero no
emplea frases extravagantes, ni términos difíciles, como suele
242 Manuel Gálvez

escribirlos: acaso porque es casi imposible improvisar cosas


como aquella de las “simbolizaciones orgánicas”.
Habla muy bien. No lo ha hecho en público tal vez por
temor de que le falte la voz o por timidez ante la multitud.
Como Rosas, intercala en su conversación palabras desusa-
das o raras. No dice “traidor”, sino “felón”. No dice “taima-
do” o “astuto” sino “rodaballo”. A los periodistas los llama
“los corresponsales”; y “caporales””, a los jefes. No se toma
“la libertad” de decir tal cosa, sino “la franquicia”. Se expre-
sa, excepto cuando neologiza, bastante castizamente; y así
usa el correcto “comprobar”, en vez del gálico y harto fre-
cuente “constatar”. Da a cada voz su exacto significado, en lo
que revela distinguir los matices que diferencian a términos
análogos. Para un argentino son idénticas las palabras “pille-
te”, “canalla”, “miserable” y “trompeta”. Pero para Yrigoyen
no es lo mismo un “palangana” término usadísismo en el si-
glo pasado, equivalente a “botarate” que un “rodaballo”, o
un “liviano”, o un “cachafaz”. También es bastante criollo.
Emplea el verbo “laderear”: “galoparle a alguien al costado”,
adular. A un criollo que lo visita en la Casa de Gobierno, le
dice, significando que su nuevo trabajo consiste en servir a
los demás: “Aquí me tiene, mi amigo, detrás del mostrador”.
En ocasiones recurre a términos presuntuosos, que en él no
son pedantescos. “¿Cómo didactizan ustedes la filosofía?”, le
pregunta a un profesor universitario. Y no es raro que incu-
rra en expresiones cursis: “Si no doy al país todas las ventu-
ras, no es porque mi mente no irradie ideas, sino porque se
oponen las pasiones y los intereses”.
Es sentencioso. A alguien que le insinúa la realización de
cosas extraordinarias, le contesta: “No podemos hablar de ca-
minos reales cuando ni huellas tenemos”. A un leal amigo,
que le pregunta por qué se sirve, a veces, de correligionarios
un tanto desprestigiados, le responde, pensando en las diver-
sas materias de que se hacen los ranchos: “Amigo, cuando se
quiere construir hay que utilizar hasta la bosta”.
Pulcritud asombrosa de su lenguaje. Aquí donde todos los
hombres hablan de obscenidades y usan palabrotas -nuestra
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 243

historia abunda en célebres palabrotas-, Yrigoyen es la sola


excepción. Jamás, ni entre íntimos, ha soltado un terno, ni la
más inocente de las palabras sucias. No procede por cálculo
ni por temor a desprestigiarse: sabe que Sarmiento, glorioso
como pocos, fue el hombre peor hablado que hubo en este
país; sino por dignidad, por pureza de espíritu y por delica-
deza. El no haber frecuentado las ruedas de amigos ni las ca-
sas públicas, lo ha salvado del gusto por lo sucio y lo obsce-
no. Pero ni voces chabacanas emplea. Nadie le ha oído nunca
uno de esos términos lunfardos que todos decimos alguna
vez. Cuando utiliza una expresión harto familiar se la atribu-
ye a otro. Refiriéndose a una persona poco avisada y que cree
serlo mucho, comenta: “A ése las chicas se le van y las gran-
des se le escapan, como decía mi hermano Roque”. La pala-
bra “tipo” le parece demasiado vulgar, y así la pone en boca
de don Martín Yrigoyen: “En mi vida he visto al tipo, como
dijo en cierta ocasión mi padre”.
No habla mal de nadie. Si juzga a alguien severamente, lo
hace ante una o dos personas, en tono confidencial, y porque
se trata de quien merece peor calificativo. Y lo hace, princi-
palmente, porque tiene importancia, para el partido o para el
gobierno, que el sujeto sea clasificado. Pronuncia estos jui-
cios, que nunca son vanos en sus labios sino necesarios, no
por placer de habladurías sino obligado por su concepto de la
justicia, por las razones de ética que dirigen sus actos y sus
palabras. Así se explica que jamás se exprese mal de sus ad-
versarios. Realiza campañas políticas, organiza revoluciones
y combate contra un sistema de gobierno que cree nefasto, sin
pronunciar una palabra injuriosa o despreciativa para las
personas de sus enemigos. Los diarios adversos lo atacan co-
mo a ningún otro gobernante. El jamás condena a esos perio-
distas personalmente, y el diario oficial, que recibe todos los
días sus inspiraciones, es, generalmente, el más comedido de
los periódicos políticos. Y en aquellos casos en que debe juz-
gar a alguien desfavorablemente, Yrigoyen nunca emplea
términos fuertes, limitándose a asegurar que el aludido es un
“cachafaz” o un “zurrapiento”.
244 Manuel Gálvez

No molesta a nadie con ironías, bromas inútiles o repro-


ches. Nunca ha ofendido, ni contestado con ira a las rarísimas
actitudes insolentes -muy medianamente insolentes- de al-
gún botarate. A un caudillete de barrio que le pide explicacio-
nes con cierta altanería, él, con un gesto de desdén, lo toca
apenas en el pecho, a la altura del hombro, al tiempo que se
aparta, mientras el sujeto queda silencioso y anonadado. Si
tiene alguna queja, la expresa con gravedad, sin enojo, y de-
jando ver, por el tono de la voz, el perdón que hay en el fon-
do de sus palabras. Si encarga un trabajo a alguno de sus co-
laboradores y, al recibirlo y hojearlo, no le impresiona bien,
dice que lo leerá con calma; y no vuelve a hablar más del
asunto. No despide a sus visitantes, así se trate de un amigo
o de un ferviente partidario. Cuando quiere terminar una vi-
sita -porque tiene que hacer, o está cansado, o no entiende el
tema de que le hablan- suspende su paseo y, sin que el inter-
locutor lo advierta, toca un timbre al que llaman “la chicha-
rra”, que está escondido al borde de una mesa, y aparece el
secretario con el anuncio de la llegada de cualquier persona-
je o con otro pretexto que obligue a terminar la entrevista.

Su retrato quedaría incompleto si no lo mostráramos fren-


te a su interlocutor, sobre todo al que le visita por primera
vez.
El que quiere conocerlo ha de hacer pacientes gestiones.
Todo el mundo habla de su sencillez, de su afabilidad, de su
accesibilidad, pero ¡son tantos los que anhelan llegar hasta él!
Es preciso esperar, y esta espera aumenta la emoción y da cier-
to carácter de misterio a la entrevista. El solicitante adquiere
la convicción de que ver a Yrigoyen constituye una hazaña.
Sus audiencias cobran un valor inapreciable. ¡Cómo trabajará
para tardar tanto en recibir a la gente! El suertudo que consi-
gue pronto su sueño, se pavonea: alguna importancia tendrá
cuando Yrigoyen deja a un lado sus altas preocupaciones por
el bien del país para recibirlo a él. Esta costumbre de hacer es-
perar semanas y aun meses, se convertirá más tarde, para las
víctimas, en un suplicio tantálico.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 245

Ya está el visitante frente a Yrigoyen. Su emoción es enor-


me. Lo que lo intimida no es el cargo, sino la convicción de
que va a conocer a un gran hombre, al Hombre, como lo lla-
man con pasión sus fieles y con sorna sus enemigos. Si es par-
tidario o simpatizante, se encuentra frente a Yrigoyen como
el católico frente al Santo Padre. Piensa con angustia en lo que
le debe decir, en cómo le hablará. Las largas esperas lo han
puesto harto nervioso. Aquellos segundos que preceden al
saludo le parecen interminables. Pero ya Yrigoyen le tiende
la mano. La serenidad del gran hombre, su falta de prisa y
de pose, encalman al visitante. Yrigoyen no se le cuadra
preguntándole a boca de jarro por el objeto de su visita. Con
lentitud, lo toma de un brazo, lo lleva al medio del salón y lo
invita, con su propia acción, a caminar. Van y vienen muy
despaciosamente. El visitante ha recuperado su tranquilidad.
La distancia que lo separaba del gran hombre ha desapare-
cido. Nadie ha poseído jamás, como Yrigoyen, el arte de su-
primir distancias. En su presencia hasta el más humilde se
encuentra cómodo. Yrigoyen no sólo procede así por bon-
dad -por caridad, mejor dicho- sino también porque quiere
sondear a su interlocutor y averiguar lo que puede dar de sí;
y sabe que nadie revela sus capacidades si está cohibido. Es-
ta maestría en acercar al interlocutor lo hace a Yrigoyen el
hombre simpático por excelencia. Es el único gran hombre
que se ha impuesto por la sola simpatía, por la seducción per-
sonal, pues los demás se han impuesto por su genio, como
Napoleón o Mussolini; o por su audacia, como Lenin; o por
su fuerza, como Rosas; o por su oratoria de frases eficaces, co-
mo Hitler; o por el arte de la intriga, como Fouché. Pero sl él
suprime las distancias de situación, mantiene las de respeto y
jerarquía, aun con sus allegados. Salvo algún amigo de juven-
tud, nadie se permite tutearlo. Muchos radicales de los que
rodearon a Alem lo llaman Hipólito, cuando de él hablan, por
haberlo oído al caudillo decir así; pero jamás se le dirigen a él
dándole su nombre. Aun para sus parientes, él es “el doctor
Yrigoyen”. Practica en esto el consejo de Gracián: “Excusar
llanezas en el trato. Ni se han de usar ni se han de permitir.
246 Manuel Gálvez

El que se allana pierde luego la superioridad que le daba su


entereza, y tras ella la estimación”.
En estas entrevistas, que jamás son breves -Yrigoyen es co-
mo esos médicos que, para justificar los cien pesos por con-
sulta que vale su sabiduría, dedican dos horas a examinar al
enfermo, aunque su mal sea un simple dolor de cabeza- ha-
bla mucho más el jefe de partido o el Presidente que el inter-
locutor. Si el interlocutor da una opinión, que es también la
de Yrigoyen, él no dirá “usted opina como yo”, o “estamos de
acuerdo”, sino “yo pienso lo mismo que usted”. Si el visitan-
te quiere justificar una actitud -siempre que no roce la ética-,
Yrigoyen le dice: “En su caso, yo habría hecho lo mismo”.
Con estas frases, el gran seductor levanta a su visitante hasta
su propia altura; y el hombre modesto y el hijo del pueblo
quedan conquistados para siempre. Un amigo suyo lo llama
“la sirena”, por el don de atraer y de encantar. Pero no hay
que contradecirlo. Él no se explica que algún amigo de con-
fianza -los demás no se atreverían- lo intente. Para él, sus opi-
niones son las mejores. Considera una insolencia toda oposi-
ción. Ni siquiera le gusta que le pidan explicaciones de sus
frases. Si algún extraño no ha entendido algo y le ruega expli-
car, él no contesta. Y cuando a alguno de sus secretarios O co-
laboradores le da el tema para un artículo o un trabajo, no le
tolera que lo interrumpa.
No habla de sí, ni con sus visitantes ni con sus íntimos o
sus parientes. Vale decir: de su carácter, de su psicología, de
hechos de su vida ajenos a la política. Cuanto habla de sí
mismo tiene relación con la política: su lucha por el sufragio
libre, sus renunciamientos a ciertos cargos públicos, sus sa-
crificios, sus “altas calidades”, su conocimiento de todas las
instituciones políticas. Es muy raro oírle algo, cuando habla
de sí, que no signifique la exaltación de su persona. Tampoco
dice “haré”, sino “haremos”. Y cuando alguien emplea la pa-
labra “yrigoyenistas”, él corrige: “radicales”.
Ternura para con las mujeres. Las hace hablar, las escucha,
les pone apodos cariñosos, las llama “mi hijita”, les ruega que
vuelvan pronto. A las que son intelectuales, les pregunta, al
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 247

verlas otra vez, qué nuevo libro han leído. A ellas también les
habla de la salvación del país, de los ideales y sufrimientos de
la humanidad, de Platón y sus grandes ideas, que parece co-
nocer bastante bien. Fino y amable, suele tener frases de gra-
ciosa adulación; así a una española que acaban de presentar-
le, le toma las manos, le dice que simpatiza grandemente con
su patria y agrega: “Tiene usted en sus ojos todos los soles de
España”. Ha tenido la pasión de las mujeres, aunque no una
pasión por una mujer, y esa característica empeora con los
años. Por esto, se conduce ante ellas como el conquistador
que ha inspirado, y seguirá inspirando aun en la vejez, doce-
nas de pasiones. En los años de la presidencia, algunos de
esos exaltados amores platónicos empiezan a convertirse en
un extraño culto.
Si a los hombres les pone la mano en el hombro o en el bra-
zo y les da golpecitos en la rodilla, a las mujeres las palmea,
les toca los hombros y les toma las manos. Si son jóvenes y
bonitas, les hace dar unos pasos para juzgarlas, buen conoce-
dor como es. Pero estas galanterías no responden al propósito
que sus enemigos le atribuyen. Las hace por simpatía huma-
na, con modo paternal. En esto, Yrigoyen tiene algo en común
con Jorge Sand. Si la gran escritora, por amor teórico a la hu-
manidad, se daba a todos los hombres, Hipólito Yrigoyen, por
amor teórico a la humanidad, acaricia paternalmente a las
mujeres. Ellas lo sienten como a un padre. Y salvo en las muy
raras veces en que se va a la aventura completa, esas ternuras
de viejo, que no son obscenas, como imaginan sus maliciosos
enemigos, tienen mucho de sentimental y espiritual,

¿Cómo vive Hipólito Yrigoyen? Conozcamos primero el


fondo del retrato, su ambiente. Su casa es de una austera po-
breza. Muchos años hace que vive en la modestísima morada
de la calle Brasil, la que será “la cueva” para sus enemigos y
poco menos que un santuario para sus fieles. Es un edificio
de un piso alto, sin estilo. Yrigoyen ocupa este piso con su hi-
ja y su secretaria. Las piezas corren junto a una galería, cerra-
da por vitrales. El escritorio de Yrigoyen, que hizo pensar a
248 Manuel Gálvez

alguien en una comisaría de campaña, contiene pocos mue-


bles bastante pobres: una mesa, varias sillas y un armarito
que contiene un centenar de libros. Más tarde tendrá tres pie-
zas para recibir y aumentará el número de los armarios y el
de los libros. En las sillas hay montones de diarios. Ni cale-
facción -salvo en los últimos tiempos- ni sillones cómodos.
Los cuartos están iluminados por una bombilla de luz eléctri-
ca, que cuelga del lecho bajo un tulipán de vidrio esmerilado.
Lo eligen presidente y continúa en la misma casa. Todo el
mundo cree que la dignidad y la categoría del cargo presi-
dencial lo decidirán a tomar mejor casa. Hasta el mismo pro-
pietario va a verlo personalmente, a ofrecerle una mansión en
la calle Callao. Yrigoyen, después de oír amablemente las ra-
zones del casero, le contesta: “Me felicito de que haya venido,
ya que aprovecharé esta circunstancia para pedirle una reba-
ja en el alquiler, pues la función pública me impedirá en lo su-
cesivo ocuparme de mis intereses”. Él considera que su casa
y su modo de vivir son los más apropiados para un gober-
nante democrático. Abomina el sensualismo de los políticos
del Régimen. Sabe que al pueblo le disgusta el gobernante si-
barita, que vive en un palacio y se presenta siempre ante el
público con un habano en la boca. Su casa es la de un lucha-
dor. A un amigo le dice: “Hace veinte años dejé mi casa para
acompañar al pueblo en sus reivindicaciones, y todavía estoy
en mi tienda de campaña”.
Se levanta a las seis de la mañana. Lección de esgrima, aun
durante la segunda presidencia, cuando tiene setenta y seis
años, y una ducha fría. Escribe un par de horas. Recibe al
director o al redactor en jefe del diario oficial. Salvo en los
últimos años, lee los diarios, aun los que lo combaten. En las
últimas horas de la mañana llegan algunos de sus fieles, de
los que componen su entorno, entre los que figura el joven
zapatero italiano que vive en frente y desempeña a su lado
múltiples funciones, entre ellas las de emisario, introductor
de visitantes, intermediario entre él y los pobres, secretario
que no escribe, propagandista electoral y delegado ante la
chamuchina de los comités. Yrigoyen almuerza con su hija
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 249

y su secretaria, jamás con amigos. En la casa no se cocina.


Yrigoyen se hace llevar la comida, en viandas, de un hotel de
la avenida de Mayo, en el que ha almorzado durante años,
antes de ser presidente. Come con buen apetito. Gusta de los
platos fuertes, hasta en la proximidad de los ochenta años.
Bebe en cada comida -su único lujo- media botella de cham-
paña; porque se lo exige su salud, no por sibaritismo. ¡No
duerme siesta. Presidente o no, dedica horas a sus largas con-
versaciones con amigos, correligionarios y visitantes, a quie-
nes recibe de a uno. No toma nada a la tarde. Tampoco fuma.
Se acuesta a las nueve y media de la noche.
Ya conocemos al hombre físicamente y el medio en que se
desenvuelve. Insistamos -últimas pinceladas- en la extraña
austeridad de su vida. Durante más de cincuenta años vive
como un monje. Ni una vez ha ido a un teatro, a una fiesta,
a un banquete, a un cinematógrafo, a una reunión de ami-
gos. No ha viajado sino para ir al campo o al destierro. Como
Presidente, asiste, por deber, a algunas representaciones ofi-
ciales en el teatro Colón, en las fiestas patrias; pero se marcha
apenas terminado el primer acto. Es uno de los rarísimos
hombres en el mundo que no ha visto a Carlitos Chaplin. Ha
renunciado a todo, salvo al amor de su pueblo y al amor de
algunas mujeres. Su ascetismo impresiona. Esos cincuenta
años sin diversiones, sin fiestas, sin viajes, sin placeres, dedi-
cados a lo que él cree “la salvación” de su pueblo, constitu-
yen un caso único en nuestra tierra y tal vez en el mundo.
Pueden los gozadores llamarlo “sonso”; sus adversarios, acu-
sarlo de someterse a semejante ascetismo por ambición, por
impresionar a “la chusma”; los irónicos y descreídos, consi-
derarlo un farsante; los exhibicionistas y vanidosos, burlarse
de su “cueva”; los aristócratas, condenarlo por lo que ellos
llaman sus “gustos plebeyos”; pueden combatirlo unos y
otros con esos argumentos y con muchos más, pero nada
impedirá que la vida austera de Hipólito Yrigoyen, su vida
de apóstol, de moralista, de krausista, de asceta del voto li-
bre, de ermitaño de la reparación sea una de sus auténticas
grandezas, una de las cosas que mejor definen su singular
250 Manuel Gálvez

y poderosa personalidad y que con mayor fuerza lo levantan


sobre sus contemporáneos de esta época de materialismo, de
sensualismo, de descreimiento y de superficialidad, en que
le ha tocado realizar su destino.
II. Retrato moral

ipólito Yrigoyen no es hombre de psicología compli-


cada, como se cree. Hay en sus actos una lógica que
no se desmiente jamás. El que a los treinta y dos
años, lejos de la política, renuncia a sus sueldos de profesor
en favor del Asilo de Niños, es el mismo que a los sesenta y
cuatro entrega a los pobres sus sueldos de Presidente. Pasa su
vida evitando que se lo note, y hace lo mismo en la primera
magistratura; así, jamás se deja retratar, y no se presenta ante
el pueblo sino en raras circunstancias. Durante cuarenta y
dos años, millares de veces por día, sin distraerse ni equivo-
carse jamás, llama a su partido “la Unión Cívica Radical”. Es-
tos hechos prueban con elocuencia la formidable unidad de
su espíritu y de su vida.
Su rareza proviene de la sencillez esquemática de su alma
y del contraste entre ella y el ambiente. En un país de hombres
sin principios fijos, él se rige por unos cuantos principios. Aquí
donde todos cambiamos, él no cambia jamás. Aquí donde ca-
si todos son materialistas, él es idealista y místico. En medio
de millones de indiferentes, él tiene una fe y una pasión. Re-
nuncia a todos los placeres de la vida en un pueblo de goza-
dores de la vida o que aspiran a serlo. El único argentino que
no habla mal de nadie ni pronuncia palabras obscenas o su-
cias es él. Y el único que para nada piensa en Europa. La opo-
sición entre Yrigoyen y el ambiente es también la oposición
entre el hombre austero del campo y el hombre sibarita de la
ciudad, entre el campo de soledades y la ciudad de vanidades.
Es muy distinto de todos. Pero somos los demás los com-
plicados. Él es el único que vive de acuerdo consigo mismo,
según sus gustos, su vocación y sus principios. Nada tiene de
incomprensible. Sólo que para comprenderlo hay que des-
prenderse de algunos prejuicios y conocer toda su vida. No
hay un acto suyo, una palabra suya, que no estén explicados
por cincuenta años de su existencia.
DO Manuel Gálvez

Es un introvertido típico, vale decir: un hombre cuya ener-


gía psíquica se dirige hacia adentro. Introvertido casi absolu-
to, poco tiene del tipo opuesto. Recordemos que la introver-
sión consiste en el predominio, en un solo ser, de uno de los
dos adversos caracteres.
Su pensar es enteramente subjetivo. Parte de los hechos
exteriores, pero se pierde en lo vago e “imaginal”: condena al
Régimen sin concretar sus vicios. El creador de la clasifica-
ción de los tipos humanos en introvertido y extravertido,
Carlos Gustavo Jung; habla de “la extraordinaria indigencia
de hechos objetivos del pensar introvertido”. En los escritos
de Yrigoyen no se encuentran hechos objetivos, sino vagas
declamaciones.
En el mundo de sus ideas, Yrigoyen es audaz: véase la for-
ma en que se expresa de los gobiernos. Esto es típico del intro-
vertido, lo mismo que su temor cuando se trata de convertir
en hechos las ideas. Jung dice del introvertido: “Si en la cons-
trucción del mundo de sus ideas no se detiene ante ningún
atrevimiento por temerario que sea, ni ante pensamiento al-
guno por arriesgado, revolucionario, herético y ofensivo de
los sentimientos ajenos, se apoderará de él, en cambio, el te-
mor más grande cuando la empresa ha de convertirse en rea-
lidad exterior”. Por esto Yrigoyen posterga las revoluciones y
no se conduce en ellas de acuerdo con su situación. Si en el
"93 procede rápidamente, es porque cuenta con el apoyo del
ministro Del Valle y acaso porque Del Valle lo apremia. Sus
más audaces resoluciones como Presidente de la República,
aun las que más desea poner en práctica, tardan meses en rea-
lizarse: así, la intervención a Buenos Aires. Lo mismo ocurre
en su vida privada. Mil veces ha de haber pensado en recono-
cer a sus hijos naturales, acto de valerosa audacia, dada su
posición; pero el temor de que se sepa que tiene estos hijos lo
paraliza. Y no los reconoce nunca.
Como todo introvertido, no es hombre de acción. Su esca-
sa acción es la propia del introvertido. Procede por medio de
otros, sea cuando reorganiza el partido o cuando prepara al-
gún movimiento revolucionario. Su acción, que consiste en
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 239

convencer uno por uno a los hombres o explicarles sus órde-


nes es una prolongación de su interioridad.
Carece de sentido práctico, salvo en los casos en que su in-
tuición lo guía y en materia política. Preocupado por el anal-
fabetismo, se le ocurre poder remediarlo utilizando como es-
cuelas a los buques de guerra. ¡Se trata de ochocientos mil
analfabetos, muchos de los cuales viven en regiones que dis-
tan dos y tres días de los puertos! Yrigoyen es práctico en la
organización electoral y revolucionaria: eso es su vocación, su
vida entera. No obstante su incapacidad práctica, no admite
que nadie haga las cosas mejor que él. Jung dice esto, que pue-
de aplicársele exactamente: “Cuando su producto le parece a él
bien y verdadero, es que tiene que estar bien, sencillamente,
y los demás han de doblegarse ante esta verdad”. Yrigoyen
no confronta sus ideas con las realidades exteriores.
Obstinación: carácter típico del introvertido, según Jung.
Nadie más obstinado que Yrigoyen, pero no lo es por puro
capricho sino por fidelidad a sus principios. Ejemplo: el no
querer retratarse a pesar de que tanto se lo piden y de no ig-
norar que su retrato es necesario para la propaganda del par-
tido. No cede jamás a una idea ajena si está en contra de la su-
ya; ni a un consejo, si lo permite. El introvertido es también,
casi siempre, “cerrado a toda influencia”. En Yrigoyen, la
egolatría, el autoritarismo y aun el idealismo contribuyen a
aumentar la obstinación. Yrigoyen no conoce la duda, ni la
condescendencia, ni el renunciamiento a un propósito decidi-
do. No acepta influencias ni consulta a nadie. Como Stalin,
según su biógrafo Essad Bey, “quiere pensar solo, decidir so-
lo, resolver solo”.
Características del temperamento introvertido, que posee
Yrigoyen en alto grado: taciturnidad; convicción de que no lo
entienden; elevada estimación de sí mismo cuando se siente
comprendido; dificultad expresiva, sobre todo de los senti-
mientos íntimos afán excesivo de no llamar la atención.
“Cuanto más de cerca se lo conozca, más favorablemente se
lo juzgará” y allegados “aprecian su intimidad sobre todas
las cosas”, dice Jung del introvertido, lo que es exactamente
254 Manuel Gálvez

el caso de Yrigoyen. “A los que de él se mantienen alejados


-agrega Jung- les parece hirsuto, inaccesible, soberbio, incluso,
debido a sus prejuicios antisociales, amargado”. Hasta “mal
maestro” considera Jung al introvertido, como si se refiriera a
Yrigoyen. Y en fin, la egolatría del jefe del radicalismo es tam-
bién evidencia de introversión. “Como por falta de relación
con el objeto se subjetiviza su conciencia, acaba pareciéndole
que lo más importante es lo que más atañe a su persona secre-
tamente. Empieza a confundir su verdad subjetiva con su per-
sona.” No ha hecho en su vida otra cosa Hipólito Yrigoyen.
Es un sentimental introvertido. Por esto habla poco y se
muestra, a veces, como un melancólico. Se deja guiar “por su
sentimiento subjetivamente orientado”, por lo cual “sus ver-
daderos motivos permanecen por lo general incógnitos”. Todo
esto, que Jung ve en el introvertido, explica que a Yrigoyen se
lo juzgue como una Esfinge. “Al exterior -añade el psicólogo-
evidencia una armonía que no pretende llamar la atención,
una tranquilidad agradable, un paralelismo simpático, que
no pretende provocar, ni impresionar, ni mucho menos coac-
cionar y alterar al prójimo. Si está acusado este aspecto exte-
rior, se hace sentir la sospecha de la indiferencia y la frialdad
que puede recelar incluso la impasibilidad ante las alegrías y
las penas del prójimo. Sin sospecharlo, Jung hace el retrato de
Yrigoyen y explica por qué algunos lo creen frío e indiferente.
Su impasibilidad externa, ante el triunfo -como cuando recibe
la noticia de haber sido elegido Presidente de la República-
o ante la derrota -como al fracasar la revolución de 1905- ha-
ce suponer frialdad en él; y por esto sus generosidades atri-
búyense a simulación, a “electoralismo”. Jung agrega: “Como
este tipo parece, por lo general, frío y reservado, un juicio
superficial le negará todo sentimiento. Esto es falso, de toda
falsedad, pues los sentimientos no son algo extensivo, sino
intensivo. Surgen en lo hondo. Mientras, por ejemplo, un sen-
timiento extensivo de compasión se manifiesta conveniente-
mente con palabras y hechos, librándose pronto de la impre-
sión, una compasión intensiva reserva toda manifestación y
cobra una hondura apasionada que abarca la miseria de un
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 200

mundo y con ella se pasma. Incluso, puede desbordarse erup-


tivamente en un hecho desconcertante, de carácter heroico...”
La hondura apasionada de Yrigoyen lo lleva al acto heroico
de dar a los pobres sus sueldos -varios millones de francos- y
a Otros actos que ya conocemos o que conoceremos más ade-
lante. Cuando tiene noticia de haberse enfermado de tubercu-
losis la empleada de la escuela, no pronuncia una palabra de
lástima ni revela emoción en su rostro, pero le hace enviar de
su peculio, hasta el día de su muerte, su sueldo. Los extraver-
tidos no pueden comprender el contraste entre la fría actitud
verbal o fisonómica y la ardiente y auténtica compasión. “Al
exterior -dice Jung- y a los ojos ciegos del extravertido, adop-
ta esta compasión un aspecto de frialdad, pues nada visible
hace, y una conciencia extravertida es incapaz de creer en las
potencias invisibles”. Palabras que explican luminosamente
la incomprensión de que ha sido víctima Yrigoyen.
Por si queda duda acerca de la tremenda introversión de
Yrigoyen, he aquí otras palabras de Jung: “Adquiere así este
tipo un cierto poder misterioso que puede fascinar en grado
sumo al hombre extravertido, pues establece contacto con su
inconsciente”. Y este influjo del introvertido “se falsifica en el
sentido de tiranía personal”. Sabemos en qué grado Yrigoyen
ejerce ese poder misterioso y fascinante. Acordémonos de los
revolucionarios del 4 de febrero. Jung explica cómo el intro-
vertido imagina “que los demás piensan toda clase de cana-
lladas, urden planes perversos, azuzan e intrigan en secreto”,
lo cual lo obliga a prevenirse intrigando, espiando y combi-
nando. ¡Las “siniestras conjuraciones” del Régimen, de que
hablará en su presidencia! Y si alguien se ha pasado la vida
espiando y combinando es, seguramente, Hipólito Yrigoyen.
Hay que insistir mucho sobre la introversión de Yrigoyen
-vale decir sobre el dirigirse hacia adentro de su energía espi-
ritual- aun a riesgo de incurrir en repeticiones, porque de otro
modo es imposible comprender su psiquis y su mecanismo
lógico, así como su vida y su obra.
La idea que de Yrigoyen se hacen sus enemigos, millares
de personas indiferentes y aun muchos de sus partidarios, es
256 Manuel Gálvez

una errónea interpretación de la realidad. Yrigoyen nada tie-


ne de oportunista, ni de aprovechador, ni de electoralista. Es,
al contrario, un fanático de unos cuantos principios que cons-
tituyen la ley de su vida. Vive enclaustrado entre las paredes
de esos principios. Si sus concepciones generales son vastas
-recordemos su humanitarismo y su sentido de la igualdad
de los pueblos- sus visiones de la realidad objetiva son redu-
cidas y estrechas. Su alma, encerrada entre aquellos muros,
casi no tiene ventanas al mundo exterior y vive entre fantas-
mas. Por las angostas ventanucas entra muy poca luz. Todo
lo que allí llega refiérese a la política. Allí dentro del mundo
oscuro de su interioridad, esas imágenes se exacerban unas
junto a otras, se agrandan, se multiplican, se exageran. En ese
mundo quimérico los errores del Régimen parecen delitos
monstruosos, como no los hubo iguales en la historia de los
pueblos. No se puede ser transigente, maleable, oportunista,
cuando se vive en semejante soledad. Hay que ser, por la
fuerza del temperamento y la forma de vida, fanático, intole-
rante. ¡Suerte que hay en Yrigoyen tanta bondad, tanto ho-
rror a la violencia! De otro modo, habría sido un tirano som-
brío como el doctor Francia.
Esta condición de intransigente hombre de principios se evi-
dencia en su escritura y en su rostro. Si Crépieux-Jamin no lo
dice expresamente, ello despréndese de todo su estudio gra-
fológico. La fisonomía revela lo mismo. El rostro de Yrigoyen,
de base cuadrada, muestra un espíritu de principios rígidos.
Un fisonomista francés dice que el hombre de este rostro no
se desvía de su obra por preocupaciones extrañas y que nada
influye sobre su rigidez: ni la pena, ni los intereses de familia,
ni las objeciones de los que lo rodean.
Hombre de principios: eso ha sido y será toda su vida. Pe-
ro de pocos principios y siempre los mismos. No cambia ja-
más. Durante cincuenta años se viste de la misma manera,
habla con iguales palabras y tiene idénticas ideas. Su idealis-
mo, su optimismo, su creencia en la igualdad de los hombres,
no se modifican, ocurra en el mundo lo que ocurrierre. No
hace cosa alguna sino obedeciendo a un principio. Así, el no
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO ADE

retratarse. No rehúye a los fotógrafos sólo por afán de oculta-


ción Oo por odio a toda vanidad, sino también porque, como lo
dice a un periodista extranjero, “no somos más que alma y es-
píritu imponderables, que no pueden ser retratados”. Más
adelante veremos cómo todos sus actos de gobernante obede-
cen a principios inmutables.
Esta fidelidad tenaz a unas pocas ideas directrices constitu-
ye una de sus fuerzas. Así como el hombre de muchos libros
se torna escéptico y débil de carácter, así el de muchas ideas,
o el que cambia de ideas, se dispersa en la variedad. No hay
hombre más fuerte que el de un solo libro, se ha dicho. No hay
hombre más fuerte que el de una sola idea, puede agregarse.
Es también Yrigoyen, además de sentimental, un intuitivo
introvertido. Estas formas de la introversión no se oponen en-
tre sí. El intuitivo introvertido es frecuentemente un soñador
y un vidente místico. La intuición, cuanto más se ahonda, más
aleja al individuo de la realidad y aun llega a convertirlo, según
Jung, “en un completo enigma, incluso para los que lo rodean”.
Todo lo característico de este tipo lo tiene Yrigoyen. “Su lengua-
je, dice Jung, no es el que generalmente se habla, sino un len-
guaje subjetivo. A sus argumentos les falta la ratio convincente.
Sólo puede convertir o revelar.” Yrigoyen como se ha visto,
tiene un lenguaje harto subjetivo, y no argumenta ni intenta
desarrollar sus ideas. Convierte o revela. Recordemos las
conversiones fulminantes logradas por él entre los militares.

Su “facultad maestra” es la voluntad. Sus voliciones son


netas e intensas, aunque tarda en decidirse. Pone al servicio
de sus resoluciones una obstinación extraordinaria. Lucha
veinticinco años, y no lo desaniman ni los fracasos, ni las trai-
ciones, ni los abandonos.
La voluntad es para él la primera de las facultades; y el ca-
rácter, la mayor virtud. No es intelectualista ni aprecia a los
intelectuales. Tiene un sentido sentimental de la vida. Proce-
de por principios, pero también por razones de sentimiento.
En los conflictos entre ambos, se decide por los principios, y
si coinciden, su voluntad adquiere un invencible poder.
258 Manuel Gálvez

Ejercida en el cotidiano vivir, la voluntad lo hace autorita-


rio, aunque practica el autoritarismo con suavidad. No admi-
te otra voluntad frente a la suya; ni al lado, salvo sometida.
Jamás consulta: por evitar desmedro de autoridad y por no
mostrar ignorancia, duda o flaqueza. No tolera objeciones ni
falta de entendimiento. Tiene el temperamento y la psicología
del dictador. Pero no llega a serlo. Sus principios le imponen
la libertad. No oprime ni persigue. Su voluntad cede en su in-
terior, en el conflicto con su bondad, su humanitarismo y sus
principios krausistas.
En todo está patente su voluntad: el control de sus pala-
bras es resultado de ese ejercicio. Se vigila prolijamente; o se
ha vigilado, porque ahora ese control es segunda naturaleza.
Ha seguido el consejo de Gracián: “Sea uno primero señor de
sí, y lo será después de los otros”. Nadie lo ha visto airado ni
irritado. Si algo que oye lo disgusta, entorna los ojos y enmu-
dece, lo que basta para que ninguno, entre sus interlocutores,
insista en el tema que lo ha disgustado. Su voluntad, sabia-
mente administrada, lo lleva al dominio de los hombres. Mas
-insistamos- domina con arte y suavidad. Disimula su domi-
nación. Así, no se opone a un candidato ni lo impone: lo vol-
tea con su silencio obstinado y lo elige con una alabanza o
una inclinación de cabeza al oír su nombre. Raramente orde-
na con imperativa autoridad, y lo hace sólo con los que le tie-
nen fidelidad de perros. Si impone ciertas ideas, órdenes o
candidatos, procede, para evitar compromisos o censuras,
por terceros, a los que instruye previamente, recomendándo-
les habilidad. A un secuaz, mediante el cual quiere imponer
un candidato a gobernador, le enseña: “No diga que quiero
eso, sino que usted, por conocer íntimamente todos mis de-
seos e intenciones, está seguro de que yo lo quiero”.
No tiene el apetito del poder, pero sí el instinto del poder.
O el instinto, en grado máximo, de poseer, que todos tene-
mos, hasta los santos, que renuncian a los bienes de esta vida
por poseer los de la otra. Hay deseo concupiscente de mando
en quien busca desesperadamente los altos cargos; en quien,
por un ministerio, abandona un principio o una actitud inde-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 259

pendiente, o un partido. Si Yrigoyen desea el poder -y no pa-


rece evidente- lo desea sin concupiscencia, y sólo porque tie-
ne el instinto del poder, porque eso está en su destino y porque
la naturaleza de su psiquis lo conduce a mandar. Quiere el po-
der para destruir al Régimen y “salvar a los pueblos”. No pa-
ra el lujo, ni la buena vida, ni la ostentación. Testimonian es-
tas verdades la modestia y la sencillez de su larga existencia;
su horror de toda exhibición, aun la simple presencia ante el
pueblo; su austeridad impresionante. ¿Acaso ama el poder
por el poder? Lo niegan sus renuncias a ministerios, senadu-
rías y gobernaciones. Verdad que Gracián asegura ser “treta
para alcanzar las cosas, despreciarlas”; pero despreciarlas du-
rante veinticinco años es posibilidad de perderlas. Ha podido
perder todo, hasta la vida. A un amigo que le dice: “Usted
pudo morirse antes de llegar”, le contesta: “Sabía que estaba
expuesto a morir menospreciado”.
El apetito del poder no es defecto en el hombre de poder.
Lo han tenido Augusto, Alejandro y Napoleón, y lo tienen
Mussolini, Hitler, Stalin y Kemal Atartuk. Estos hombres son
grandes, precisamente, por su apetito de mando y de posesión,
que, empujándolos, los ha llevado a las cumbres. Yrigoyen
desea, más que el poder material, el moral. Ser amado por
el pueblo, por los pobres: eso es la gloria para él. Pero tam-
bién -hombre de voluntad tenaz, de lucha- ama la lucha por
el poder, si bien la lucha subrepticia, a media luz; del mismo
modo que, más que el estallido revolucionario, le interesa el
conspirar. Y porque ama la lucha, posterga las revoluciones;
y por esto vacila en aceptar el poder, término de su manera
de luchar a escondidas.
Este deseo del poder, acaso ignorado por él mismo, es ins-
tintivo y primario. Yrigoyen es una fuerza de la naturaleza,
como Lenin, Hitler y Mussolini; pero fuerza mesurada, ocul-
ta, silenciosa. Esos hombres han nacido para mandar. Las
doctrinas no les son esenciales. Lenin o Stalin, de no existir
el socialismo, habrían buscado otro camino hacia el poder.
Mussolini creó el fascismo, tal como hoy es, después de con-
quistar el poder. Con o sin el fascismo se hubiera impuesto
260 Manuel Gálvez

del mismo modo: no podía dejar de mandar quien nació pa-


ra ser uno de los dueños del mundo, ni de crear quien nació
con el genio creador. Yrigoyen busca el poder sin saberlo, o
sabiéndolo a medias. El radicalismo, aunque él mismo lo ig-
nora, es para él un trampolín. En 1891 o en 1897 sus únicos
principios son el voto libre y la pureza administrativa. En la
presidencia irá formando lentamente, al influjo de las cir-
cunstancias, el espíritu del radicalismo y su doctrina social.
Pero Yrigoyen, aunque tiene un fuerte instinto del poder, no
es un mandón vulgar, como no lo son Hitler, Mussolini o
Kemal Ataturk. Verlo así, ansioso de prepotencia, es tener un
concepto reducido del mundo moral, carecer de una visión
panorámica y honda de los caracteres y de los destinos. Du-
rante veinticinco años, el poder de Yrigoyen, verdaderamen-
te inmenso, es sólo moral; y de él es consecuencia el poder
material, el gobierno. Yrigoyen va hacia el poder impelido
por una vocación evidente e imperativa, por una fuerza que
él mismo ignora, por lo menos en parte. Su destino es el po-
der, y lo prueba su ascensión desde la nada Dios lo ha creado
para jefe. Fatalmente, debía ser jefe.

Lento, perezoso, el espíritu de Yrigoyen está lleno de ensue-


ños y de quimeras: los fantasmas del Régimen, las imágenes
de la patria feliz. La poca vida intelectual produce, general-
mente, mucha vida imaginativa. Yrigoyen, aunque tiene for-
midable memoria, no es hombre de gran imaginación; no hay
que confundir la memoria con la imaginación. Sus representa-
ciones son numerosas, pero se refieren a pocos temas. Su ima-
ginación es, pues, limitada y monocorde. Y exaltada, acaso,
por su misma limitación. Una imaginación vasta difícilmente
será exaltada. La imaginación se exalta, como en el caso de Don
Quijote, cuando se concreta a un solo asunto. Yrigoyen perte-
nece a la familia de Don Quijote. Exaltada su imaginación,
hasta ser casi una monomanía, por los crímenes nefandos que
atribuye al Régimen, convierte a los jefes “regiminosos” en
peligrosísimos enemigos, capaces de “las más siniestras con-
juraciones”; y en gigantes feroces a los molinos de viento del
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 261

periodismo que lo combate. Esto de reemplazar la realidad por


la ficción es propio del introvertido, del hombre de frente oval
alargada. Si deforma los hechos, como en la comunicación de
sus conferencias con el presidente Figueroa Alcorta, no por eso
se lo debe creer mentiroso. Su línea de conducta no le permi-
te la mentira, y él la odia. Pero su naturaleza lo traiciona y, sin
quererlo ni advertirlo, transforma los hechos sinceramente.
Una característica de su imaginación -que suele encontrarse
en los hombres de frente inclinada, como él- es la de incurrir
en una especie de “delirio verbal”, en el cual el encadena-
miento de las ideas y de las palabras no ha sido bien contro-
lado. Sus escritos carecen de todo orden. Le preocupa la exac-
titud de las palabras, pero muchas veces se abandona a su
ruido, dejándolas reunirse, sin controlarlas suficientemente.
En fin, la imaginación de Yrigoyen es reproductora, no crea-
dora. Yrigoyen no ha creado una doctrina, sino un partido; y
esto, en sentido exacto de los términos, no es crear.

Su temperamento lo conduce a lo sinuoso, pero sin violar,


“para sus fines de circunstancia precepto moral alguno”, co-
mo dice de él uno de nuestros grandes escritores. Recurre a la
astucia, al espionaje y, sin ser mentiroso, a la mentira caritati-
va o defensiva. Es un político de extraordinaria habilidad. Su
política es la del opositor, el conspirador, el débil. Lo critican
sus enemigos, sin razón. No puede un conspirador ser franco
y abierto.
La astucia es el primero de sus talentos. Tiene la sabiduría
innata del gaucho, vivezas dignas del Viejo Vizcacha. Reser-
vado, no se deja comprender por nadie. Su interioridad es for-
taleza invencible: practica “incomprensibilidades de caudal”.
Permite que lo conozcan un poco, no del todo, pues sabe por
instinto, o por haber leído a Gracián, que “mayores afectos de
veneración causa la opinión y duda de adonde llega el caudal
de cada uno, que la evidencia de él, por grande que fuere”.
Vive observando a sus amigos, estudiándolos, probándolos.
Expresa dudas del ausente para ver la reacción del interlocu-
tor y hacer deducciones de su lealtad o su deslealtad. Nadie
262 Manuel Gálvez

tiene más arte para mantener las esperanzas ajenas. Por bon-
dad, y por conveniencia, no niega al que pide o al que aspira.
A un diputado y ex concejal, caudillejo semianalfabeto que le
pide lo designe Intendente de Buenos Aires, “usted es el hom-
bre” le dice, pero agrega: “Espérese; ¿qué hago sin usted en la
Cámara? Y como al caudillejo, al que consuela de la intenden-
cia inalcanzable con su falso elogio y con la vaga esperanza
-tal vez de la presidencia de la Cámara- que hay en sus pala-
bras, a otro, un aspirante a diputado provincial, a quien él no
quiere ver en esa posición, le dice: “¡Qué lástima, porque yo
había pensado en otra cosa mejor! Pero si usted lo quiere, se-
rá diputado”. Con lo cual el aspirante desiste, y se queda, en-
cantado de la vida, esperando esa cosa mejor -un ministerio
provincial, una diputación nacional- que nunca le llegará. Y
al Intendente le anuncia así que no lo reelegirá: “¡Feliz de us-
ted que termina su período y puede retirarse a descansar!”
Sus rasgos de astucia, que tanto lo acercan a Rosas, son in-
finitos. Finge, a veces, no haber leído los diarios, por no tener
que opinar o por hacer opinar a los otros. A fin de observar
mejor a un interlocutor de cuidado, o por no contestar a una
pregunta, se detiene en ciertos momentos, pretextando un
dolor de cabeza que no existe. No discute lealmente, pues,
por hacer hablar a su interlocutor no dice lo que está pensan-
do, en los casos en que consiente en discutir. Hace esperar
horas y días a personas importantes que quieren verlo, por
demostrarles su poder; y si le advierten que una de esas per-
sonas lleva larga espera, simula no recordar haberle dado au-
diencia. A un magistrado, hijo de un íntimo de su juventud,
que se cree influyente porque entra en la Presidencia cada
vez que quiere, lo hace llamar; cuando el magistrado va a in-
troducirse por la puerta de siempre, la encuentra cerrada pa-
ra él; y a su carta de protesta sigue una nueva audiencia y una
reprensión al secretario, pero el magistrado no entra nunca
más sino previo pedido de entrevistas y después de largas es-
peras. Y a un presidente de comité que no ha querido poner
allí su retrato, lo amonesta, fingiendo creer que se trataba del
retrato de Alem.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 263

Mediante la astucia desprestigia a los que lo combaten den-


tro del partido, impone su voluntad e impide las influencias
nacientes. Para disminuir a un político de Buenos Aires, cau-
dillo en cierto partido o departamento, hace nombrar minis-
tro provincial a un abogado de la misma localidad, pero sin
arrastre ni significación política. Hasta para la propaganda
partidaria y para hacer el bien se vale de su astucia. Opositor
al Régimen, no ha tenido sino dos caminos para vencerlo: la
fuerza y la astucia. No disponiendo de la fuerza -fracasa en
los dos casos en que se decide a emplearla- debe utilizar la as-
tucia. Esta aptitud es, sin duda, innata en él, pero se la han
perfeccionado el ambiente en que nació y se formó, y sus cin-
co años de comisario. A Rosas le ha de deber alguna parte de
su astucia. En su niñez y su juventud ha oído contar, segura-
mente, cien anécdotas sobre las habilidades del dictador, a
quien admira, y ha leído bien Rosas y su tiempo, de su amigo
el gran escritor José María Ramos Mejía, publicado en 1907, y
en donde aprende los procedimientos de don Juan Manuel.
En cien años de política, solamente Rosas e Yrigoyen han si-
do astutos en el mismo y de idéntico modo. Julio Roca fue un
zorro en ciertos grandes momentos, nada más: atraíase a los
enemigos comprándolos con puestos. Yrigoyen atrae por sus
cualidades espirituales tanto como por su maestría en el arte
de seducir a los hombres.
La astucia es también resultado de la introversión. El ex-
travertido se conduce en forma clara, mediante procedimien-
tos objetivos y visibles. El introvertido, sobre todo si no posee
verdadera fuerza, debe conducirse de manera disimulada y
subterránea.

Una de las formas de su astucia es el misterio. Tal vez el re-


currir a lo misterioso proviene en él del hábito de ocultarse.
Su madre lo ha llevado en el vientre cuando el ocultarse era
su gran preocupación. Había que ocultar el rosismo de la fa-
milia, había que disimularse espiritual y materialmente ante
las persecuciones oficiales y particulares. ¿Cómo extrañar
que Yrigoyen encontrara en el conspirar su natural elemento?
264 Manuel Gálvez

Durante años, nada mejor para él que burlar a las policías,


reunirse a escondidas con uno o dos amigos, entrar en cuartos
en penumbra, salir por puertas entornadas, darse un santo y
seña. Acaso por estas prácticas de conspirador no recibe, du-
rante su vida entera, sino de a una o de a dos personas, y re-
húye la exhibición, él, el amado de las multitudes. En Córdoba,
antes de ser presidente, está en el balcón del hotel cuando ve
venir una manifestación radical; y entonces entorna las hojas
de la ventana y colócase detrás, para verla pasar, sin que a él
lo vean. Sus fieles le adulan el gusto. En la misma Córdoba,
otra vez que se acercan manifestantes y él, no habiéndolo ad-
vertido, permanece próximo al balcón, aunque dentro de la es-
tancia, uno de sus fieles se precipita para alejarlo del peligro:
“Cuidado, doctor, que lo van a ver”. Centenares de manifes-
taciones se han detenido ante su morada sin que él asomara
jamás a los balcones; y desde una casa de enfrente se han pro-
nunciado discursos a montones sin que él saliera para oírlos:
sólo se ha visto, a veces, detrás de las persianas, una misterio-
sa sombra. Como Robespierre, Yrigoyen llega al perfecciona-
miento en el arte de la ocultación. Sabe hacerse desear. Todos
desean verlo porque es difícil verlo. El que logra hablar con
él refiere su triunfo y se envanece. Las multitudes que frente
a su casa lo llaman, sin conseguir que él se asome al balcón,
se retiran contentas, pensando que él está trabajando, resol-
viendo los problemas trascendentales que preocupan al país,
mientras los demás pueden gozar de la vida. Jamás presencia,
sino escondido, y desde un segundo o tercer piso, las grandes
manifestaciones de su partido, y, a veces, hace previamente
correr la voz de que está en otro lugar. Cuando viaja, nunca
llega en el tren esperado: ha descendido en la estación ante-
rior y ha entrado en la ciudad en automóvil. No procede así
por temor a que un enemigo lo asesine, sino por estrategia,
por afán de ocultarse, por gusto de lo misterioso y también
por huir de la multitud.
Esta intervención del misterio como elemento sugestiona-
dor de las masas es uno de los rasgos geniales de Yrigoyen. Él
sabe que el pueblo admira el misterio. Tal vez conoce la anéc-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 265

dota del médico parisiense que, sin clientela, se cambió de ba-


rrio y ejerció de curandero, enriqueciéndose. El pueblo no
cree en la ciencia pero cree en la inspiración. Yrigoyen hace lo
posible por que lo crean un inspirado y habla a veces como si
lo fuera; y no hay duda de que tiene adivinaciones extraordi-
narias. Hay en su psicología algo del curandero, no del que
mistifica, sino del que realmente tiene el don de curar.
Practica cien modos diversos de ocultarse, parte por tác-
tica y afición al misterio, parte por imposición de su tempe-
ramento de introvertido, que lo conduce al aislamiento y la
soledad. No se hace retratar nunca -aunque en esto influye su
conformación y su convicción espiritualista- ni escribe cartas
ni abre las que recibe para no tener que contestarlas. En un li-
bro sobre la revolución del “90, en donde figuran cerca de cien
retratos individuales de los revolucionarios más importantes,
sólo falta el suyo. Se comunica con sus amigos por medio de
mensajes orales que algunos adictos insospechables llevan y
traen. No habla por teléfono con nadie, ni tiene teléfono en su
casa. Cuando, ya Presidente, está en el campo, ordena que en
la estación ferroviaria próxima no haya coches a la llegada de
los trenes, a fin de que nadie pueda interrumpir su soledad.
No va a lugares en donde haya gente, ni a misa, a pesar de
que en sus últimos años se dice católico. Recordemos que sus
vecinos jamás lo han visto entrar en su casa o salir antes de
ser Presidente. En cierta reunión del Comité Nacional se le-
vanta para acomodar los postigos, a fin de quedar en la pe-
numbra, de modo que los demás no puedan verlo claramen-
te y él pueda observarlos. Y si no reconoce a sus hijos, es, en
parte, por ocultarlos. Durante años, sus íntimos ignoran que
tiene una hija y vive con él. Jamás menciona a sus hijos. ¿Có-
mo él, que huye de la luz, va a salir, de pronto, exhibiendo
unos hijos naturales? Posiblemente se ha muerto creyendo
que el país ignora la existencia de su prole ilegítima.
Ama todo lo misterioso. Si no es militante del espiritismo,
por lo menos simpatiza con esa doctrina. Cree en la posibi-
lidad de las apariciones de las almas después de la muerte
y de la comunicación con ellas. Le interesan los fenómenos
266 Manuel Gálvez

metapsíquicos. Ha ido dos veces a una sociedad espiritista.


Con uno de sus amigos, visita a una adivina y le hace consul-
tas. Igualmente consulta a una mujer que tiene el don de la
“mediunmidad” y a quien recibe en la presidencia. Amigos su-
yos aseguran que, en reuniones espiritistas, ha evocado el es-
píritu del dictador del Paraguay Francisco Solano López.
Interesante pormenor, pues si el tirano defendió heroicamen-
te la independencia del Paraguay, Yrigoyen ha defendido, con
heroísmo moral, la independencia espiritual de la Argentina
contra las potencias aliadas durante la guerra europea.

Maestro en el arte de dominar. Busca la admiración, el res-


peto y la adhesión fanática. Por esto se vigila tanto. Si carece
del talento de escribir, tiene el de saber callar, el de no mos-
trar sus ignorancias, defectos y debilidades. Es oscuro o claro
en el hablar, según su conveniencia. Por táctica recurre al len-
guaje arcano: Gracián dice que “la arcanidad tiene visos de
divinidad”. Hace creer que todo lo sabe, que puede resolver
todas las dificultades. Si a raíz de un cambio de opiniones con
sus colaboradores toma una idea, distinta de la suya, de uno
de ellos, la da como propia al día siguiente, sin mencionar al
dueño y diciendo haber consultado con la almohada, “des-
pués del primer sueñito”. Adoptar una idea ajena lo dismi-
nuiría en su infalibilidad. Es sencillo, en cuanto carece de
pompa pero no tiene llanezas; pueden restarle dominio y au-
torizar las de los otros. Mantiene las distancias -recordémos-
lo- aun con sus parientes y sus viejos amigos. Igual que este
demócrata procede el comunista Stalin, quien, según su bió-
grafo Essad Bey, gusta de “conservar todo lo posible la sensa-
ción de la distancia”. Nunca se ha tuteado con nadie, salvo
con las personas de su familia. Y la pulcritud de su lenguaje,
no alterada jamás, si bien es resultado de su temperamento,
no cabe duda de que está cuidadosamente celada.
Instrumento de su dominio es el espionaje. Hace espiar
unos con otros a sus amigos. En parte lo hace por afán de co-
nocimiento y de información, por saber quiénes son sus verda-
deros fieles. En parte, también, por hábito de revolucionario
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO DO7

profesional, que debe espiar a los amigos que vacilan, a los


catequizados a medias, a los hombres del partido oficial, a las
autoridades. Dos revoluciones han sido delatadas. Recorde-
mos cómo, en los pródromos del movimiento de 1905, el go-
bierno traslada de aquí para allí a los militares, deshaciendo
los nidos de conspiradores, lo que obliga a Yrigoyen a orga-
nizar, frente al espionaje oficial, un contraespionaje.
Pero si el espionaje le sirve para defenderse de los enemi-
gos, también le sirve para dominar a sus amigos. En tiempos
de Alem, y aun hasta mucho después, no hay reunión de ra-
dicales sin la presencia de algún desconocido, que nadie sabe
cómo ha entrado y que es un espía de Yrigoyen. Por el espio-
naje conoce las ambiciones de algunos y se informa de candi-
daturas que le es preciso desbaratar antes de que prosperen.
En el hombre que lucha, la introversión, a veces, ordena el es-
pionaje. El introvertido no es luchador, y, obligado a serlo,
combate desde la sombra, por medios subterráneos, sutiles.
La acción del político introvertido es la intriga, y la intriga ne-
cesita del espionaje. Yrigoyen emplea la intriga como jefe del
partido, y siempre con buena intención: la de evitar una disi-
dencia o una desviación de los principios. El espionaje es una
defensa del débil. Yrigoyen a pesar de su autoridad y su poder,
no es psicológicamente un hombre fuerte. Hay en su sensibi-
lidad algo de femenino. Demasiado bondadoso, sentimental
y misericordioso para ser fuerte. La lucha ha fortalecido su al-
ma. Pero cuando alcanza el poder en el umbral de la vejez,
comienza a perder su fuerza.

Sensibilidad nula para el arte y las bellas letras. No se ha


interesado en su vida por una obra literaria, una página mu-
sical o unos versos. No se sabe que haya leído otra novela que
una de Castelar en donde Eva le dice a Adán: “Te amo porque
te amo”, detalle que él comprende por su verdad humana, y
que le encanta. Al teatro ha ido como Presidente, obligado a
asistir al Colón, en los aniversarios patrios; y nunca se ha
quedado después del primer acto. Sus lecturas han sido polí-
ticas, jurídico-políticas, históricas, filosóficas o sociológicas:
268 Manuel Gálvez

Tiberghien, Spencer, Spengler, Paul Janet, Von Ihering, Samuel


Smiles, Dughuit y los krausistas españoles. Si figura entre sus
libros una obra de Lamartine, es la Historia de los Girondinos.
También ha leído algunos diálogos de Platón y sobre todo La
República, cuya concepción utópica de la sociedad complace,
sin duda, al utopista que hay en él. Pero nadie ha visto entre
sus libros una obra de literatura pura. Su estilo muestra lo
paupérrimo de su sentido literario.
Su sensibilidad, con todo, es fina y alerta, pero sólo se im-
presiona por motivos morales. Yrigoyen es sensible a lo psi-
cológico: una palabra insincera, una mirada que se esquiva,
un gesto denunciador de pensamientos desleales. Hay algo
de femenino en su sensibilidad, que sufre ante el dolor de los
otros. Sus mismas ocultaciones, disimulos y pequeñas menti-
ras son propias de una sensibilidad algo femenina. Y lo mis-
mo su arte de seducir que se emparenta con el de las coque-
tas, o con el de Don Juan. En la perspicacia de Yrigoyen para
conocer a los hombres intervienen la inteligencia, la intuición
la subconsciencia; pero más que nada su sensibilidad para lo
humano. Es muy humano Yrigoyen, y esto explica el que
mueva tantas pasiones. Es revelador que sus admiradores lo
llamen “el Hombre”, cuando hablan de él. Todo cuanto se re-
fiera a modalidades de las gentes le interesa en alto grado.
Por esto tiene tan rico anecdotario de hombres de su tiempo.
Grande es también su sensibilidad para lo político. Sin sa-
lir de su casa conoce y prevé las variaciones del sentimiento
colectivo. Enorme intuición de la política, de la que tiene, des-
de joven, una extraña comprensión. Por esto, sus opiniones
triunfan siempre. No conoce el país y sus hombres por obser-
vación directa sino por intuición. El le dice a un amigo que su
saber lo tiene más por intuición que por ilustración. Y no sólo
prevé lo que va a ocurrir entre nosotros sino también en otros
países. Al embajador de Inglaterra lo sorprende anunciándo-
le que el gobierno británico tendrá que mantener a los millo-
nes de desocupados, lo que, en efecto, sucede poco después.
Inteligencia penetrante y comprensiva. Los técnicos se asom-
bran de su facilidad para entender. Llega a hablar con acierto,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 269

sin estudios especiales, sobre materia económica, financiera,


ferrocarrilera, agrícola, ganadera y militar. Es bastante igno-
rante, pero no lo parece. Su inteligencia se revela sobre todo
en el tema político.
Se lo cree sensual y lo es, aunque sólo sexualmente; no en
el comer ni el beber. Pero su sensualidad está muy controla-
da. Repitamos la frase de Crépieux-Jamin “Los excesos tropie-
zan en él con cualidades de superioridad general que hacen
el oficio de frenos, y de allí resultan, al cabo, sentimientos mo-
derados”. También está vigilada su sensualidad por su pasión
política, que la absorbe, enviándola a un segundo o tercer
plano. Es moderado por virtud. La ética krausista ha influido
en su vida, en un terreno preparado. Prueba su virtud el no
haber participado en juergas juveniles, ni frecuentado casas
públicas. Y a sus amores los ha conducido con rara circuns-
pección, ocultamente. Ha llevado a sus amores ilegítimos el
orden y la moderación del matrimonio.
¿Ha tenido amor verdadero por alguna mujer? Parece que
no. La única pasión de su vida, absorbente, violenta, ha sido
la política. Conociendo su psicología, puede afirmarse que
busca en las mujeres distracción a sus preocupaciones perma-
nentes, descanso espiritual, la ternura que necesita, y, acaso,
refugios contra su tremenda soledad. A pesar de su contacto
con tanta gente durante la segunda mitad de su vida, no ca-
be duda de que su soledad ha sido trágica. Sólo a algunas
mujeres les hace confidencias, tímidas confidencias. Sólo a
ellas les deja ver un rincón pequeño de su interioridad.
¿Es un conquistador verdadero, un homme a femmes? Tiene
todas las aptitudes. A uno de sus fieles le dice que ha sido
“marica para las mujeres”, o sea, irresoluto, inhábil. No hay
que creerle. Las atrae sin esfuerzo. Sus aptitudes de seductor
y su poderoso instinto vital lo han llevado a los fáciles triun-
fos. Sus numerosos amores prueban su habilidad. A las mu-
jeres todo los seduce en este hombre, cuya recia figura ofrece
tanta protección, que sabe como ningún otro murmurar lin-
das palabras, que en su reserva ofrece confianza, que revela
tanto corazón, que pide ternura y que posee uno de los más
270 Manuel Gálvez

eficaces anzuelos para pescar a ciertas mujeres: su idealismo


ferviente y puro. Hipólito Yrigoyen, héroe de la libertad y de
la igualdad, atrae a las mujeres, como todos los héroes.
Pero no debe creerse, como sus enemigos, que se pasa la
vida pensando en las mujeres y buscándolas. No las busca:
toma las que encuentra en su entorno, las que se enamoran
de él. Y es curioso que tenga un concepto anticuado de la mu-
jer. No la concibe sino en su casa, dedicada a las labores do-
mésticas. No la quiere manejando automóviles, fumando, an-
dando semidesnuda por las playas, votando. Y aunque le da
empleos, la coloca en un lugar secundario en la vida pública,
de la que desearía suprimirla. Su deseo de la mujer -ya que
ella le trae su único descanso y distracción- es una salvadora
e higiénica reacción inconsciente contra la monotonía y obse-
sión de su vida.

Armonía de su espíritu, obtenida por autoeducación. El fon-


do de su temperamento es tal vez bilioso-sanguíneo, como
dice Crépieux-Jamin; pero él ha logrado pacificarlo. Su escri-
tura de los veinte años ya revela el propósito de vigilarse y
dominarse. Más tarde, la ética krausista lo ayuda a perfeccio-
narse en aquella armonía. De ahí su serenidad, que lo ordena
no discutir ni exaltarse y que lo hace levantar el brazo para
desviar el tema, cuando otros discuten acaloradamente. En la
prisión y en la presidencia, en la fortuna y en la pobreza, es
siempre el mismo. No se le oye una protesta en los malos
días; y no sólo por resignación sino también, como la grafolo-
gía lo revela, por preservar el equilibrio de su naturaleza. “Fue
un sabio”, lo juzga Crépieux-Jamin, a través de sus diversas
escrituras. Hay en Yrigoyen, en efecto, mucho del estoicismo
y de la sabiduría de Marco Aurelio y de Don Pedro Il. Y mu-
cho del estoicismo y de la sabiduría de los viejos gauchos.
En su carácter predomina la rectitud, que no es incompati-
ble con sus habilidades de político. Más que innata, es una
consecuencia de su voluntad, puesta al servicio de principios
elevados. En materia de dinero su rectitud es excepcional, co-
mo cuando paga al banco toda su deuda pudiendo entregar
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 27

la mitad. No comprende la injusticia, y no la practica en nin-


guna de sus formas. Aplica su rectitud y su justicia lo mismo
en la escuela que en la política internacional. Y como Don
Quijote -él es un Quijote de las libertades políticas y de la pu-
reza administrativa- cree en la justicia absoluta.
Posee en grado eminente la virtud de la generosidad. Es
generoso de su dinero con los pobres, con los militares expa-
triados, con sus partidarios en desgracia. Llega hasta devolver
un campo comprado a plazos y del que está sacando buen
provecho, por haberse enterado de que el ex propietario ha
perdido su situación. Es generoso de sus consejos y de sus pa-
labras. Es generoso con los desconocidos: una noche que llue-
ve a cántaros, su coche se cruza en el campo con un hombre
del mejor aspecto que va a caballo, y, sin preguntarle su ape-
llido, lo lleva a su casa y lo atiende; y con los enemigos: a uno
de los más virulentos le hace devolver las cátedras de que ha
sido desposeído por el decano de cierta Facultad. Jamás se ven-
ga, y eso que es insultado y calumniado como nadie. Su ven-
ganza consiste en olvidar el nombre del ofensor: “el cachafaz
aquel”, el que hizo esto o lo otro, “¿cómo es que se llama?”; y
al oír su apellido, dice: “ése, ese mismo”, pero él no lo nombra.
Ha podido hacer mucho mal a sus adversarios, y se abstiene.
Ayuda a sus enemigos políticos, a sus familias. Su ministro
de Instrucción Pública ha borrado a un médico del Régimen,
que viene en una terna, en primer lugar, para una cátedra en
la Universidad de Córdoba; pero él lo designa. Yrigoyen sólo
resiste a un acto generoso cuando está algún principio funda-
mental de por medio.
Bondad, probablemente orgánica en él, vale decir, innata.
Es la bondad de su abuelo Leandro Antonio Alem, la de su
madre. Sin embargo, quien lo trató íntimamente asegura que
no es bueno por naturaleza sino por convicción. Su mayor
ideal, según esas personas, es alcanzar la perfecta bondad, y,
por conseguirlo, se manifiesta bondadoso con todos. Su caso
sería análogo al de fray Mamerto Esquiú, que, empujado por
su ideal de humildad perfecta, venció su fondo orgulloso y
llegó a ser un santo. Hasta la primera presidencia la bondad
272 Manuel Gálvez

de Yrigoyen permanece ignorada, como corresponde a su sen-


timentalidad de introvertido; y de ahí que amigos de ese tiem-
po lo crean frío. Pero su sentimentalismo y su bondad se van
haciendo visibles con los años. Quien le pide algo difícil de al-
canzar, lo obtiene -la Grafología lo ratifica- apelando con de-
licadeza a su bondad. *
Espíritu profundo. No por riqueza de ideas, sino por su
sentido de la vida. Habla de temas muy elevados y hasta fi-
losóficos y cita frecuentemente a Platón. Odia el exhibicionis-
mo, la vanidad. Es el único argentino que jamás ha aceptado
un homenaje. No se concibe a este monje, asceta de la virtud
republicana, en la cabecera de un banquete, oyendo discursos
en su elogio. No tiene vanidades porque no tiene ambiciones.
Podría decir, como Amiel, que su gran ambición lo ha curado
de sus ambiciones. La suya ha sido salvar al país, ser amado
por el pueblo. Por esto ha podido rechazar senadurías, gober-
naciones y ministerios y aun la presidencia, que sólo acepta
porque se la impone su partido.
Altivez. Lo hemos visto defendiendo su honor. Pero en el
gobierno lleva la altivez demasiado lejos. No ha querido defen-
derse: su introversión le impide entrar en pormenores y ade-
más él cree en la justicia absoluta. Es altivo, sin abandonar la
corrección ante los grandes políticos argentinos, como ante
las grandes naciones y ante “el emperador Hoover”, a quien
sólo él, en toda la América española, no le rinde vasallaje.
Hombre de mucha caridad. Jamás emplea palabras áspe-
ras; y si amonesta, lo hace con dulzura. No desestima en for-
ma directa. En el hotel donde almuerza desde hace años,
nunca rechaza un plato: si no le gusta alguno dice que, si
bien está riquísimo, contiene ingredientes que le harían mal.
Millares de pequeños hechos como éstos, revelan su preocu-
pación por no herir las sensibilidades ajenas. Y si se agregan
sus grandes obras de bien, realizadas casi siempre en secreto,
podemos afirmar que Yrigoyen tiene la caridad de un santo.
Suavidad en las formas y en el espíritu. Odia toda violen-
cia, toda brutalidad. Al recibirse del mando, la segunda vez,
el cuerpo diplomático no puede llegar hasta él. Otro gober-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 2D

nante hubiera mandado despejar. Él avanza hacia la masa


compacta de los que estorban el paso y les dice, con el tono
más amable: “Hoy debo estar con ellos; con ustedes estaré
siempre”. Es delicado, extrañamente delicado, y púdico. Tam-
bién por pudor no reconoce a sus hijos ni habla de ellos.
Es optimista irreductible, así como idealista y desinteresado.
Cree en la bondad humana, en la perfectibilidad de las insti-
tuciones, en la inmensidad de nuestras posibilidades. En su op-
timismo llega a ser iluso y lo reconoce. Nunca se lo ve abatido.
Es leal y buen amigo, siempre que no estén en juego los in-
tereses del partido o los del país. A un íntimo le reprocha:
“Usted quiere ser político y habla de jugarse por un amigo;
yo no tengo amigos”. Pierde amistades por haber derribado
candidaturas. Pero él no se ha guiado por motivos persona-
les. Solamente que, como niega su intervención, no puede
justificar sus motivos.
No es sombrío; y si por acaso su rostro se ensombrece, no
es por las persecuciones o ataques de sus adversarios. En sus
ojos y en su voz suele haber una velada melancolía. Pero lo
habitual en él es la impasibilidad. Nadie le ha oído una car-
cajada, ni un grito. Sonríe raramente, y lo hace siempre con
dulzura. Tiene cierta gracia criolla. Cuando está con varios,
suele preguntar al que entra: “¿Cómo va ese valor indiscuti-
do, mi amigo?” El recién llegado va a pavonearse cuando ad-
vierte que los demás se ríen. “¡Cosas del doctor!”, exclama, li-
geramente turbado. Este fondo humorístico que hay en él se
manifiesta en los apodos que pone a sus amigos: al joven ita-
liano que fue lustrabotas y desempeña a su lado diversas fun-
ciones modestas, lo llama “el jurisconsulto”. A veces tiene
Yrigoyen frases muy espirituales. Como durante un verano
dos jóvenes diputados visten idéntico palm beach, e Yrigoyen,
que los ve siempre separados, les ha dicho que se trata de un
solo traje y ellos, para derrotarlo, se le presentan juntos una
vez, él les contesta: “Ya era tiempo de que estos amigos com-
prendieran que cada uno debía tener un traje de ésos”. Gusta
de hacer burlas amables. A un amigo, que se aparece con un
estupendo sobretodo, lo hace pasear lentamente mientras él,
274 Manuel Gálvez

con fingida seriedad, elogia la prenda, hasta que la farsa ter-


mina dándole a su poseedor una cariñosa palmada en el hom-
bro. A un amigo del campo, paisano de piernas chuecas -sin
duda porque vive a caballo- y que apenas puede andar con su
calzado pueblero, lo recibe con frases apropiadas, hablándo-
le en su lenguaje semigaucho, y cuando se va, invita a sus
acompañantes a verlo bajar por la escalera, ardua operación
que resulta cómica para los espectadores. Tiene bromas a lo
Rosas, como cuando a cierto paisano que se cree valiente, lo
hace asustar de noche con una sábana. A veces su burla no es
inocente, como en el caso de aquel ministro elegante y aristó-
crata, de quien quiere desprenderse y al que recibe en su ca-
sa, él, tan correcto siempre, en pijama.
No tiene pasiones, fuera de la política y el bien público. La
armonía y el equilibrio de su espíritu no se las permiten. La po-
lítica misma es, en él, más una vocación que una pasión. La pa-
sión supone exaltación, y él procede siempre con serenidad.
El ejercicio de la política es la ley de su vida. No concibe nada
más importante que la política. Mala recomendación declarar-
se ante él apolítico: prefiere al enemigo. Un íntimo, pero no
radical, le dice que la política “es una porquería”; él se ator-
nilla la sien con un dedo, indicando que su amigo no está en
sus cabales. Si la política es en él una pasión, es una pasión
contenida, ordenada, encauzada por largos años de ejercicio.
Es tímido, aunque con los años su timidez va desapare-
ciendo. Prueba de su timidez es el no hablar en público, sien-
do así que lo hace muy bien ante varias personas. Esta timidez
procede en parte de la introversión, y en parte de humillacio-
nes sufridas en la infancia y en la adolescencia. Su timidez
manifiéstase principalmente ante las multitudes. No sólo por
táctica se esconde, sino también porque no soporta el ser mi-
rado y observado excesivamente.
Hay mucho en él del hombre a la antigua, no sólo en sus
trajes; y en sus ideas sobre las mujeres. Detesta ciertas formas
novísimas del progreso material y mecánico: la aviación, por
ejemplo. Aun el automóvil y el teléfono no son mirados por
él con simpatía. Cree que el dinero no debe producir interés,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO AS)

y no lo cobra cuando vende a plazos algún campo o algún lo-


te de animales. Su finura de modales y de palabras, su falta
de camaradería, su quijotismo, su sentido de la vida, lo defi-
nen como un hombre algo inactual.

Es insincero muy frecuentemente, aun con sus amigos; pe-


ro siempre por necesidades de su política. Se lo acusa de simu-
lador, de mistificador. En todo político hay un simulador más o
menos bien disimulado. En este sentido lo es Yrigoyen. Pero
no debe exagerarse, ni confundirse la habilidad y la simula-
ción. Se abulta el número de sus simulaciones porque no se
conocen sus motivos, que él oculta sistemáticamente. Cuando
no acepta la candidatura presidencial sus enemigos creen que
está simulando; y es que ignoran, o han olvidado, su renuncia
porque no conocen su vida, ni sus ideas, ni su carácter. Diver-
sas anécdotas han aumentado su fama de simulador. Atiende
a unas damas cuando, de pronto, clava el codo en la mesa,
apoya la frente en la mano y queda en actitud recogida. Al ca-
bo sale de su éxtasis y pide disculpas: se ha estado comunican-
do con su hermano Martín, muerto pocos meses atrás. Otra vez,
también ante unas damas, el paso de un muchacho lo sume en
igual actitud de recogimiento. Explica que no puede ver a ese
muchacho hijo de su hermano, sin pensar en el muerto. Estos
ejemplos no son tal vez simulaciones. En esa época, Yrigoyen,
muy impresionado por la muerte de su hermano, ha estado ba-
jo la influencia del espiritismo. Cree en las comunicaciones con
los muertos. Tiene que haber sido sincero, pues sólo así él, tan
fino con las damas, puede exponerse a chocarlas, expresando
sentimientos contrarios a las doctrinas de la Iglesia, de la que
ellas son hijas obedientes. Las simulaciones de Yrigoyen son
propias de un político de su envergadura. Sorprenden porque
entre nosotros no ha habido verdaderos políticos. Pellegrini,
por ejemplo, era un luchador, acaso un estadista de talento, pe-
ro no un político. Yrigoyen lo es por vocación, por pasión y por
profesión. Entre nosotros, donde los gobernantes o los jefes de
partido son diletantes o aprendices de la política, él es el único
político nato. Sólo Roca puede comparársele en este sentido.
276 Manuel Gálvez

Su literatura es considerada falsa. No hay nada más since-


ro en él. La arcanidad de su estilo proviene de su introversión.
En su prosa hermética está todo él: su hábito de ocultarse; su
misticismo; su espíritu apriorístico; su insensibilidad literaria;
la falta de orden en sus estudios y lecturas; su emotividad; su
elevación de alma revelada en la elección del vocabulario no-
ble; su austeridad, pues no hay en sus páginas nada de volup-
tuoso; y aun su voluntad, visible en la ardua elaboración de sus
frases. Hipólito Yrigoyen no puede escribir sino como escribe.
Es desconfiado, a pesar de su optimismo. En cada amigo
ve una posible deslealtad; y en cada expediente, un posible
negocio. Esta desconfianza, hija de su introversión, le será fa-
tal, casi tanto como otro de sus defectos: el autoritarismo. Se
imponga por la admiración y por procedimientos suaves, su
autoritarismo no es menos real. Su carácter de creador y per-
sonificador del partido, la veneración que inspiran su desin-
terés y su patriotismo, lo hacen más autoritario de lo que qui-
siera. Ni a sus ministros los consulta. Cree que él solo sabe
hacer las cosas, que él lo sabe todo. Cuando uno de sus fieles
le pregunta, terminada la primera presidencia, por qué eligió
ministros sin personalidad ni mayor saber, contesta: “Porque
el presidente era yo, el vice era yo y los ministros eran yo”. El
autoritarismo procede también de la introversión.
Lento para hablar, para vivir, para proceder, para gober-
nar. Derrocha horas conversando. Le cuesta decidirse, aun a
lo que tiene más resuelto. Lo deja todo para el día siguiente,
para mañana. Pero el “mañana” de Yrigoyen son meses y has-
ta años. Esta lentitud es una fuerza en algunos casos. La lenti-
tud de Yrigoyen ha salvado al país de algunas calamidades. Él,
con su hábil lentitud, ha contenido a sus fanáticos. Pero un go-
bernante actual no puede proceder con tanta pachorra. Para
construir hay que poseer la tremenda actividad de Mussolini
o de Stalin o de Kemal Ataturk. La lentitud de Yrigoyen sig-
nifica debilidad en la acción. Yrigoyen, introvertido en grado
máximo, es lo opuesto del hombre de acción.
Es harto absoluto en sus conceptos, lo que constituye una
fuerza y una debilidad. En cincuenta años no cambia la forma
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO LN

de sus trajes ni sus ideas. No hay matices en su espíritu. No lo


convencen las razones ni los hechos. Si le advierten que alguien
a quien juzgó hace veinte años como buena persona se ha vuel-
to un pillo, no lo cree: piensa que los demás son envidiosos.
No ignora el miedo, a pesar de su enorme valor moral. Pe-
ro miedo no es cobardía. Él domina su miedo, que es hijo de
su introversión, del vivir dentro de sí, lejos del ajetreo del
mundo exterior. Yrigoyen teme el encontrarse entre la multi-
tud; teme al ridículo, al dolor y a la muerte. En sus últimos
años ingiere, multitud de drogas y vive rodeado de médicos.
A pesar de su perspicacia y su desconfianza, es ingenuo.
Se deja engañar. Propenso a creer en las maquinaciones y crí-
menes del Régimen y en la pureza y abnegación de los radi-
cales, acepta las mentiras interesadas de sus partidarios.
Reservado hasta la exageración. No ha hecho en su vida
confidencias. A un amigo, que antes del “90, solía caminar
con él por las calles, le habló alguna vez de sus tristezas, sus
amarguras y sus dolores, pero sin concretarlos. Sus planes
políticos han sido ignorados por sus íntimos. Sólo saben algo
los ejecutores materiales de sus órdenes, pero ignoran su plan
de conjunto y sus fundamentos. Su reserva lo conduce a no
dar instrucciones a los interventores. Se limita a decirles: “ra-
dical, radical y siempre radical”. La reserva, grave defecto en
un gobernante, es característica de la introversión. Yrigoyen
ha sufrido mucho, como sufre un sentimental y un introver-
tido de su envergadura, según nos lo revela su psiquis y tal
cual emoción a la que no ha podido enteramente contener;
pero él no ha contado a nadie, nunca jamás, uno solo de sus
hondos sufrimientos.
Es ególatra, como todo introvertido de gran personalidad.
Pero su egolatría no va acompañada de vanidad ni de orgu-
llo. Dice de sí mismo cosas enormes: su probidad es “la más
pura y nítida de que haya mención en los anales de la vida
pública”; y el estilo radical, su estilo, pues no hay otro, “reve-
la una preparación y una intelectualidad que en la hora pre-
sente nadie supera”. En estas frases hay no poco de habilidad
política. Es imposible comprender a Yrigoyen si no se tiene
278 Manuel Gálvez

presente, en todo momento, el lugar inmenso que ocupa en su


vida la habilidad política. Él sabe que al pueblo le placen cier-
tos arrestos de sus héroes, ciertas compadradas. A Sarmiento,
ególatra en mayor grado que Yrigoyen, sus enemigos lo apoda-
ban “loco”, y no obstante murió en olor de multitud. Yrigoyen
se elogia a veces por táctica o por motivos polémicos. Vive en
permanente polémica con el Régimen, y las alabanzas a su vi-
da o a su obra son respuestas altivas a los ataques del enemi-
go, invisible en ocasiones. Además, en su concepto, él y su
partido se identifican; y cuando se elogia a sí mismo, en rea-
lidad ha querido elogiar a su partido. Y si el diario oficial re-
produce, por orden suya, artículos, cartas y telegramas en
donde se lo alaba como a hombre alguno en el mundo, no es
por egolatría sino por favorecer al partido con esa propagan-
da. Porque Yrigoyen, aunque parezca raro, es modesto. No se
envanece de sus méritos o de sus triunfos, sabe que los debe
a Dios. Está cierto de que cumple un destino. Los hombres so-
mos muñecos en manos de la Divina Providencia. A pesar de
estas convicciones y de la nobleza de su alma, tiene pequeñe-
ces increíbles. Una de ellas es el no haberse adherido su go-
bierno en la amplia forma que correspondía, a las fiestas por
el centenario de Mitre.
La psicología de Yrigoyen no es la del porteño típico. Él no
es brillante, superficial, locuaz, vanidoso, burlón. Tiene, en
cambio, mucho del hombre de campo; la sabiduría del gau-
cho, que se parece a la sabiduría natural del hombre de los
viejos pueblos. Recuerda a los provincianos por su reposo, su
lentitud, su modo de escuchar, su vocabulario. La soledad del
campo ha influido en su espíritu y en su vida. Y si no es un
porteño típico, no cabe duda de que es un argentino típico.

Se lo cree anormal. Parece que, con un poco más, iría a una


casa de orates. Pero no es así. Su escritura, lejos de revelar
anormalidades, revela un admirable equilibrio en todo su ser.
Ni la creencia en los fenómenos metapsíquicos; ni algunas
pequeñas fobias, como la de las multitudes; ni su egolatría in-
dudable; ni la rareza de su estilo literario, prueban nada con-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 279

tra el buen juicio de Yrigoyen. No es un caso clínico. Se habla


de confusión mental, de megalomanía, de incoherencia. Pero
no hay confusión sino mala gramática. Falta de orden, del
sentido de la composición. Y lejos de haber incoherencia hay
coherencia, como que no se sale de tres o cuatro temas.
No puede hablarse de psicosis. A lo sumo, Yrigoyen será
un poco neurótico. La psicosis no permite el trato con los de-
más, e Yrigoyen vive rodeado de numerosas personas con las
cuales no tiene dificultades. Nada, tampoco, revela en él a un
neurasténico. Su salud física es excepcional. Pasada la cua-
rentena tiene una enfermedad en el estómago, pero pronto lo
deja tranquilo. Nunca está malhumorado. El único indicio de
perturbaciones es el mal dormir. Durante cierta época no
puede pegar los ojos sino después de beberse media botella
de champaña.
Tampoco es, en sentido clínico, un megalómano. Las gran-
dezas de que se alaban -aparte de que son hechos ciertos, co-
mo hemos visto y seguiremos viendo- todos los demás, salvo
sus enemigos, se las dicen. Ilustres extranjeros le han tributa-
do elogios como para marear a cualquiera. Es cierto que a
Robespierre, por algo menos, se lo ha considerado megaló-
mano. Pero Robespierre era un anormal. Yrigoyen es sólo un
megalómano si lo consideramos de acuerdo con cierta psi-
quiatría literaria, como la de Max Nordau, para quien Tolstoi
era un “místico degenerado”, y Wagner un enfermo de “locu-
ra erótica”. Yrigoyen sería, cuando mucho, una personalidad
mórbida, nunca un caso de Open Door.
¿Hay en él un poco de esquizofrenia, vale decir de desdobla-
miento de la personalidad? No parece muy seguro, a pesar de
ciertos hechos denunciadores. Pero sí puede creerse, de acuer-
do con la teoría del psiquiatra alemán Krestchmer -el cual di-
vide a los temperamentos en esquizoides y cicloides, según lo
que llegarían a ser en el caso de enloquecerse- que Yrigoyen
es un esquizoide. Tiene numerosas características de este ti-
po, lo que no es de extrañar, ya que el esquizoide es el intro-
vertido considerado en el plano de la psiquiatría. Esas carac-
terísticas son la tendencia a absorberse en sueños interiores,
280 Manuel Gálvez

la reserva, la condición enigmática, la impenetrabilidad, la


delicadeza de los sentimientos, la ausencia de jovialidad, la
tendencia a la melancolía, la gravedad, la inclinación al mis-
ticismo y a la misantropía, el escaso sentido de la realidad ex-
terior y el refugiarse en un mundo imaginario.
¿Tiene la imaginación enferma, alucinaciones? Max Nordau
así lo deduciría de su concepto del Régimen y de las “sinies-
tras maquinaciones” que le atribuye. Pero ¿qué apóstol no
exagera? ¿Qué moralista no parece un alucinado? En el caso
de Yrigoyen no debe olvidarse que sus palabras y sus actos
son, en parte, la expresión de una formidable y original técni-
ca de la política.

Es un místico, en el sentido vulgar de la palabra. Tiene un


sentimiento religioso exaltado. Habla constantemente de la
Divina Providencia, de Dios. Cree convencidamente en lo so-
brenatural, en la comunicación con los muertos. Sus gestos
son, a veces, los de un iluminado. Pero también es un místico
en el sentido que la palabra misticismo tiene como opuesta a
racionalismo, como manifestación sublimada de lo irracional,
de lo subconsciente o inconsciente.
Su rostro revela el temperamento místico. El cráneo en pun-
ta y alto y la frente oval alargada son características de la idio-
sincrasia mística. La frente alta indica exaltación de espíritu.
Tiene lo que los frenólogos llamaban “el cráneo venerante”,
que muestra la veneración de una idea exclusiva, condición
propia de los místicos. Sus escritos abundan en expresiones
místicas. La abstención, simple recurso de táctica política pa-
ra cualquier otro, es para él “un recogimiento absoluto”. Ha-
bla con frecuencia de la “razón inmanente”, resabio krausis-
ta que también se encuentra en los grandes místicos herejes.
Acaso sin proponérselo, Yrigoyen infunde su propio mis-
ticismo al partido radical. Su obra política es de carácter mís-
tico. Él sabe, por intuición, que existen relaciones misteriosas
entre su alma y las multitudes, las relaciones “oscuras y suti-
les” que, según el doctor Alexis Carrel, existen entre ciertos
individuos -los grandes líderes, los César, los Napoleón, los
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 281

Mussolini, todos los conductores de multitudes- y la natura-


leza. Si Yrigoyen hubiera nacido en el Oriente habría sido un
caudillo religioso. Lo imagino arrastrando a los pueblos ára-
bes a la guerra santa contra el inglés, dentro de su blanco al-
bornoz, o bien, misteriosamente, en el salemlik de su casa,
hablar en voz baja a los hombres, uno por uno, para conven-
cerlos de la nueva doctrina con que salvará al Islam.
A TAE AN á
1

carpeta. rula
e alcalina ale
apt lia pitt d jo a rs dua -
E UR
A E TO
Sr De Delos de Y amaral O
PANA ad vapanaldad .
A TT A
-_ A A No Ts un A e 1 MOTO a Al HA PE

DAI ANA VA 1 00 pr LAME ca dl O.


a 0 e IL 10 CITAS AAN

SA, E LA PE 5 Ue A Mira "00 Ya! uri

A E ro 5

AT? ¡ ba NPSO y
o IIA ES SN. Pe ae emi EN

, NO 5 OEA ALIAS Y e
IMITA 7 DOS LO A 1 Vhs aa ll ¡pu
2 AR Y DD APEC AAA
E A A A,
A
ss a
Da Dio y? Y IAEA Eve em quad
E E a "Ys y WO
A 7 "1 y iD e 15 0 NA Dl
III IAS AA A AA,
e dra e AAN AAN, ari
posto de 0 o a Y den e
ig a o Gu :nb pod
in yaoi pen ] ANA
cl A rack? rojo sn ló”
TA ri pecan:
MA . 4 measihbcas,
1d a merlo ld Su
au e a qu UF
reia o ) ¿Eso e

2 yla puraal pa m5 »
nit sdio AR de
SEGUNDA PARTE
De la historia al mito
I. La revolución radical

a está Hipólito Yrigoyen en el poder. Ya está en la Casa


Rosada, levantada en el mismo sitio en donde el Fuerte
se erguía y en el que mandaron los que sesenta y cua-
tro años atrás hicieron fusilar a su abuelo. Hasta ayer los amos
de aquella Casa han sido los oligarcas, los que desdeñan al pue-
blo. Ahora manda él, el nieto del ajusticiado de la Concepción,
el ex comisario de Balvanera, el irreductible enemigo de los
gobiernos. Lo hemos visto llegar entre las multitudinarias acla-
maciones en medio del delirio popular. Veinticinco años ha
esperado Hipólito Yrigoyen. Años de sinsabores y de abne-
gaciones. Muchos de sus partidarios claudicaron, vencidos
por la pobreza y el ostracismo, pero otros soportaron estoica-
mente el largo tiempo de desolación. Ahora mandan ellos, los
que han padecido miseria, destierros y persecuciones, los que
han creído en el nuevo Mesías y en su misión providencial de
salvar a los pueblos. Ahora comienza la revolución radical.
Los hombres del Régimen están con gran temor. Han pro-
fetizado que el triunfo del radicalismo constituirá una catás-
trofe social y llevará al país a la ruina. ¿Habrá persecuciones?
se preguntan. ¿Echarán a todos los empleados, arrojando en
la miseria a muchos millares de familias? ¿Llevarán a la cár-
cel a los que han hecho negocios sucios con los gobiernos, a
los que cobraron coimas, a los funcionarios infieles? Muchos
hombres del Régimen no tienen la conciencia tranquila. Esos
radicales han gritado tanto contra los ladrones públicos que to-
do puede esperarse de ellos. Asusta su puritanismo, su afán de
moralizar la administración. Aun los que tienen la conciencia
tranquila, y los que no ocupan cargos en el gobierno, están te-
merosos y angustiados. Las gentes distinguidas hablan con ho-
rror de la plebe radical, de la chusma que ha llenado las calles
para acompañar en su triunfo a Hipólito Yrigoyen. Los gran-
des capitalistas miran con desconfianza al austero apóstol, in-
corruptible, como Robespierre. Las empresas extranjeras, con
286 Manuel Gálvez

su fino olfato, adivinan en ese hombre la tentación de halagar


a la plebe que lo adora. No tranquiliza el que Hipólito Yrigoyen
no haya expuesto opiniones en materia social o económica y el
que su “misión providencial” sólo consista, al parecer, en la pu-
reza del sufragio. Porque esas turbas, ese mundo de abajo que
exalta a su apóstol, ¿no pretenderá que se pida cuenta de sus
abusos al capital extranjero, que se limite el poder inmenso
que ha dado el Régimen a las compañías? En el Jockey Club
hay pánico. Se dice que Yrigoyen, el antiguo “gallero”, como lo
creen equivocadamente, el incorruptible de los últimos treinta
años, va a suprimir las carreras. Los criadores de racers y los
dueños de studs se arruinarán. El Jockey Club tendrá que de-
saparecer. La sociedad se quedará sin las hermosas fiestas de
los grandes premios. Le temen muchos sacerdotes y católicos,
que lo imaginan masón y espiritista y despreciador del matri-
monio y de las prácticas religiosas. Y hasta el Ejército le teme,
sobre todo los jefes y oficiales que no acompañaron al conspira-
dor y los que desertaron la causa de la revolución o la traiciona-
ron. Todos temen a Hipólito Yrigoyen, salvo sus partidarios, la
clase media y los pobres. Ha comenzado la revolución radical.

Las revoluciones no suponen forzosamente tiros y muertos.


Los tiros y los muertos son hechos externos, accidentes que
pueden o no existir. Una revolución verdadera significa una
sustitución de sistemas o de clases, una conmoción profunda
en la sociedad. Es innegable la revolución radical. Keiserling,
que visitará nuestro país durante la segunda presidencia de
Yrigoyen, escribirá: “Como testigo presencial he asistido a seis
revoluciones en otros tantos países, pero lo que no pude has-
ta ahora contemplar fue un movimiento como el presidido y
orientado por el doctor Yrigoyen, que, sin derramar una go-
ta de sangre, ha cambiado fundamentalmente la fisonomía
moral de su pueblo. El fenómeno solamente se explica por la
magnanimidad que es el fondo del alma argentina, y por la
evangélica contextura de reformador de su jefe”.
Antes del advenimiento radical, gobernaban las clases dis-
tinguidas: los abogados, los médicos, los estancieros, los inte-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SY

lectuales, los “bien nacidos”. La clase media estaba alejada


del poder, lo mismo que el pueblo, salvo el caso individual de
algún joven que, después de señalarse por sus méritos, incor-
porábase a la sociedad mediante un matrimonio proficuo.
Los muchachos de buena familia, sobre todo en las provin-
cias, eran, aunque lo ignorasen, miembros natos del Partido
Nacional. Pero este partido sólo existía en el nombre. No ha-
bía registros de adherentes. En vísperas de elecciones, unos
cuantos políticos fundaban comités, que los adinerados man-
tenían, a cambio de futuros cargos y otras ventajas y a veces
con la contribución forzosa y desganada de los empleados. El
caudillo arrastraba a su gente a los comités. No se hacía allí
política ni se ilustraba al ciudadano sobre sus deberes cívicos:
se hacían comilonas homéricas a base de carne con cuero, se
bebía cerveza y caña y se jugaba a la taba.
Ésta era la participación del pueblo en la vida política. Se
lo hacía votar a la fuerza o se lo compraba. Los estancieros obli-
gaban a sus peones a sufragar por aristócratas, que represen-
taban ideas opuestas a los intereses de los pobres. Igual ha-
cían los industriales y cuantos tenían gentes a su servicio. Los
gobernantes no pensaban en las clases oprimidas. Los aboga-
dos, que eran dueños de los altos cargos y recibían sueldos
anormales de las grandes compañías extranjeras, dejaban que
esas empresas explotasen sin piedad al trabajador argentino.
Con el radicalismo entran en acción la clase media y el
pueblo. Los apellidos coloniales son desplazados. Hijos de in-
migrantes españoles o italianos van a ocupar los empleos.
Yrigoyen, hábilmente, por no asustar a las altas clases o no
atraerse desde el principio demasiadas enemistades, coloca al
frente de algunas grandes oficinas a personas de posición so-
cial. Pero por cada nombramiento de éstos, hace centenares
de los otros. La sociedad, los hombres del Régimen, los dia-
rios Opositores, se indignan o se ríen de ciertas designaciones.
Hasta los neutrales ríen también. Se tiene el prejuicio, de ori-
gen colonial, de que sólo están preparados para el gobierno o
para las funciones administrativas los hombres de abolengo.
No se concibe un ministro sin apellido ilustre o sin fortuna O
288 Manuel Gálvez

sin prestigio en actividades intelectuales. Los radicales, que


nunca han gobernado, no han podido ocupar cargos: no sólo
el poder, sino también la universidad y, en general, todas las
actividades, estaban acaparadas por la oligarquía. Los ele-
gantes desplazados se burlan de los apellidos de los nuevos
amos, de sus trajes. Cuentan que el imposible terno de cha-
qué del ministro del Interior -personaje de tierra adentro- le
fue obsequiado por cierta gran tienda a condición de decir
que es obra de otra tienda rival. Para el porteño vestirse mal
es prueba de inferioridad: uno que, en París, vio en una fies-
ta al célebre escritor Barrés, dijo que ese hombre no podía te-
ner talento con los “pantaloncitos” que llevaba. El ministro
de Instrucción Pública, maestro primario, aunque también
abogado, provoca hilaridad. Con motivo de un “pensamien-
to” redactado detestablemente y en el que ha citado, mal apli-
cada, una frase latina, se le adjudican latines macarrónicos.
La oposición ejercita su ingenio, a veces cruel, en los nuevos
funcionarios del Estado.
El pueblo auténtico toma parte en la vida política desde la
ley Sáenz Peña, y no como elemento decorativo, como compar-
sa en torno a un caudillo, sino por sí mismo. Ahora gobierna.
El pueblo radical elige directamente a sus candidatos, y el
otro pueblo, el adversario, se ve obligado a hacer lo mismo: a
organizarse en comités, a vivir la vida política. El cuadro de
la política provinciana que describiera Pellegrini, donde los
gobernantes eran sátrapas, ya no será posible. Otros tiempos
han venido. Es la hora de la Democracia.
La Casa de Gobierno ha cambiado de aspecto. Ya no es el
lugar frío, casi abandonado, que ha sido hasta ayer. No se
veía antes, en los corredores, ni un alma, fuera de los emplea-
dos. Era un templo sin fieles. Ahora es como una mezquita
marroquí, hormigueante de devotos, oliente a multitudes, lle-
na de rumores, de pasiones y de esperanzas. El gobierno de
Hipólito Yrigoyen, lo mismo que el partido radical, es muy
viviente. Tiene color y acento populares.
El partido radical es idealista y romántico. Leandro Alem,
Bautista del nuevo credo, le insufló sus ideales: la libertad de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 289

sufragio, la honradez administrativa, la igualdad de los hom-


bres ante la urna. Es romántico el partido radical, porque se
rige por sentimientos y no por ideas. Con su llegada al poder,
aquel programa queda realizado o en vías de realizarse. Basta
con que el gobierno radical cumpla y haga cumplir la perfec-
ta ley de elecciones en vigor y con que practique severamen-
te la prometida honradez administrativa.
Partido únicamente político, el radical no ha tenido ideas.
Pero todos los partidos, a veces sin saberlo o sin quererlo, res-
ponden a un sistema de ideas. Ya es una idea el espíritu román-
tico, que conduce al Partido Radical, lógicamente, al antiinte-
lectualismo. Es otra idea su carácter democrático. Yrigoyen es
absorbente e impone, en ciertos casos, su voluntad, pero trata
a sus correligionarios con sencillez y no domina con maneras
despóticas sino indirectas y suaves. Para él no hay ricos y po-
bres: todos son iguales. En el partido fraternizan los hombres
de los más diversos orígenes. Los comités tienen vida propia,
aunque a veces harto tumultuosa. Eligen sus autoridades li-
bremente y aun los candidatos a las diputaciones, senadurías
y gobernaciones. Yrigoyen desde que es Presidente, sólo inter-
viene para vetar o recomendar algún nombre; pero lo hace por
excepción y siempre por medio de sus satélites, que aseguran
en voz baja, y en tono misterioso, conocer sus preferencias.
El partido radical, pues, ha llegado al poder sin un progra-
ma concreto. Ha habido algo de utopía en los sueños de Yri-
goyen. Los gobiernos perfectos no existen en ninguna parte.
Caudillos y jefes de partido prometen lo que no piensan cum-
plir, y lo prometen porque saben que no lo pueden cumplir.
No ha sido el caso de Yrigoyen. Introvertido y fanático, hom-
bre de muy pocas ideas, ha tenido el convencimiento de que
el país no necesitaba otra cosa que el voto libre para ser trans-
formado en absoluto. Esto nos parece ingenuo, pero no lo es
tanto. Hay en la igualdad del voto un virus revolucionario. El
voto es un arma tan poderosa como el fusil. Acaso lo sea más.
Por medio del voto, sin disparar un tiro, se ha realizado la re-
volución hitlerista en Alemania. Del principio de la igualdad
de los hombres ante la urna se desprende la consecuencia del
290 Manuel Gálvez

gobierno, directo o indirecto, de las masas; y del gobierno de


las masas, la obra que realiza los intereses de las masas. El
sufragio universal y secreto implica, pues, un principio de
revolución social.
Pero si el partido radical no tiene un programa de ideas,
Yrigoyen lo tiene, aunque más en su intuición que en su vo-
luntad, y, naturalmente, todavía no definido. Ese programa
tiene su origen en algunos principios, mitad krausistas, mitad
cristianos, en los cuales él cree. Ya sabemos cuáles son: la
igualdad entre los hombres y la igualdad entre los pueblos, la
fraternidad humana, la paz, la austeridad en la vida. Su sen-
tido de la igualdad humana y de la fraternidad lo conducirán
a su política obrerista, que, en nuestro ambiente y en relación
con la política social de los gobiernos anteriores, será revolu-
cionaria. Su sentido de la paz y el concepto de “nación” lo con-
ducirán a su actitud neutralista durante la guerra. Su sentido
de la igualdad de los pueblos -principio krausista- lo condu-
cirá a su actitud en la Liga de las Naciones. Pero Yrigoyen
-insistamos- no formula de antemano su programa ni lo tiene
bien claro en su inteligencia. Lo irá formulando y aplicando
al ritmo de los acontecimientos.
De esta manera, injertando en el partido radical sus senti-
mientos y sus ideas, realiza Yrigoyen la más importante, aca-
so, de sus obras maestras: la construcción de ese partido, tal
como será hasta poco después de su muerte. La creación del
radicalismo tiene dos partes: la creación del partido como en-
tidad, como agrupación; y la creación de la ideología radical.
La antigua agrupación nacida a raíz del movimiento del “90,
sin más propósito que el de combatir por el voto libre y la pu-
reza administrativa, llega a convertirse lentamente, por obra
de Yrigoyen, en un partido de ideas. No están las ideas en su
plataforma sino en la convicción y en el sentimiento de los
afiliados. Han surgido del corazón, más que del cerebro de
Yrigoyen, de su instinto más que de su estudio, y han pene-
trado en la masa radical. Muchos millares de afiliados mo-
destos, sin mayor cultura, saben en qué consisten esas ideas:
el obrerismo, especie de socialismo práctico y sin Marx, y se-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 291

mejante, aunque de origen “infrarracional”, a las tendencias del


Labour Party británico; el argentinismo -mejor que nacionalis-
mo, palabra aplicada a una orientación distinta-, que es entu-
siasta, sentimental y un poco primario; el anticapitalismo,
tímido, acaso, pero bien señalado y definido; el antiimperialis-
mo, más real y más decidido; el pacifismo, tradición de nuestra
política exterior, pero sólo convertida en bandera por el par-
tido radical; el hispanoamericanismo, comprendido, no como
tema retórico, sino como unión viviente y espiritual entre los
pueblos de América; y la orientación espiritualista y el respe-
to a las tradiciones religiosas, familiares y sociales. Y aun hay
que agregar dos sentimientos de los que el Partido Radical no
ha podido tener conciencia: su antiintelectualismo, visible en
toda la historia del partido y en el gobierno de Yrigoyen, y su
antiliberalismo. Por algunas de aquellas ideas y por este anti-
liberalismo de nuestras masas encarnado en el Partido Radi-
cal, Hipólito Yrigoyen es un continuador de la obra de Rosas.
Construido con estas ideas y sentimientos, el radicalismo, a
pesar de su sentido revolucionario, es más un partido de dere-
cha que de izquierda. Se preocupa del proletario, pero no acep-
ta la lucha de clases, tiene un fondo cristiano y espiritualista
y respeta a la Iglesia y a la familia. La mayoría de los católicos
son radicales y la mayoría de los radicales son católicos. Los
conservadores y los pseudorradicales que combaten a Yrigoyen
pertenecen, en cierto modo, a la izquierda, por su liberalismo,
su europeísmo y sus simpatías hacia el viejo Partido Unitario.
Entre ellos abundan los divorcistas y los partidarios de la se-
paración de la Iglesia y del Estado.
El partido radical llega a tener fuertes semejanzas con el
fascismo, que surgirá en Italia cuando ha terminado entre no-
sotros la presidencia de Yrigoyen. El partido radical aspira,
como el fascismo italiano, a hacer obra para el pueblo dentro
de un marco de orden, respetando las tradiciones religiosas,
familiares y sociales. Como en el fascismo, la doctrina radical
se va formando poco a poco, pero lo que en el fascismo es cons-
ciente y racional, en el radicalismo es instintivo, “irracional”
o “infrarracional”. Con Yrigoyen entran a actuar las grandes
292 Manuel Gálvez

masas, como en la Italia de Mussolini y en la Alemania de


Hitler. Las masas argentinas, al igual que las italianas y las
alemanas, adoran fanáticamente al jefe único. Un ilustre es-
critor francés que presencia dos grandes desfiles radicales,
escribe que le recordaron a los camisas negras, y, describién-
dolos, llama a sus participantes “esos fascistas”. El radical
practica un agresivo proselitismo y no desdeña la violencia.
Lo que lo separa del fascista es la condición espiritual de su
jefe. Mientras Mussolini y Hitler son formidables hombres de
acción, Yrigoyen introvertido casi cien por ciento, carece de
acción exterior. La masas radicales, tal vez por esa condición
de su jefe, actúan algo pasivamente, de un modo que las ase-
meja a las multitudes paraguayas que amaban al mariscal
Francisco Solano López.
Yrigoyen tiene plena conciencia de que el advenimiento de
radicalismo al poder y la obra realizada por la Unión Cívica
Radical significan una revolución. Recordemos su frase: “las
magnas concepciones que fueron idealizadas por el genio de la
revolución”. Por esto atribuye tan enorme importancia al triun-
fo radical. Considera que en nuestra historia ha habido tres
acontecimientos fundamentales: la Independencia, la organi-
zación y el advenimiento del radicalismo al poder. Este últi-
mo período no consiste tan solo en la conquista del gobierno,
sino en la liberación del pueblo, que así se emancipa de sus
opresores -la oligarquía- y adquiere conciencia de sus desti-
nos. Y a esos acontecimientos corresponden tres revoluciones:
contra España, por la Independencia; contra la tiranía, por la
libertad; y contra el Régimen, por la soberanía del pueblo.
Como el fascismo, el nazismo y el comunismo ruso, el ra-
dicalismo tiene algo de místico. Del alma de las grandes ma-
sas emana una fe y un sentimiento en cierto sentido religioso.
El radicalismo es proselitista, mesiánico y practica el culto de
Yrigoyen, a quien llegará a convertir en Mito. En las grandes
masas radicales hay no poco de “irracional”, y esta “irracio-
nalidad” crea, no sólo entusiasmo y heroísmo, sino también
fe, sentimiento y hasta un concepto de la vida. El radicalis-
mo -o Yrigoyen, porque entre nosotros todo adquiere carác-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 293

ter personal- llega a ser un mito nuevo relacionado con la


verdad íntima de los anhelos de las masas.

Ahora es preciso llevar la revolución a las provincias. El


partido radical gobierna ya en algunas. Son gobiernos elegidos
por el pueblo, de acuerdo con la ley Sáenz Peña, vale decir “le-
gítimos”. Yrigoyen quiere ahora regenerar a los demás estados;
destruir al Régimen, que aun domina en ellos; salvar a los pue-
blos oprimidos. Estos gobiernos, de origen espurio, han sido
impuestos por ínfimas minorías, por grupos de oligarcas, me-
diante toda clase de fraudes y coacciones. Si no se destruye a
esos gobiernos, continuarán llegando al Congreso los hom-
bres del Régimen, que obstaculizarán la obra de Yrigoyen, la
“reparación” en marcha. Para destruir a los gobiernos ilegíti-
mos no hay sino el remedio de intervenirlos. La intervención
a las provincias es -recordémoslo- una vieja aspiración del ra-
dicalismo. Leandro Alem la expresó varias veces, durante el
período heroico que siguió al 90. Yrigoyen exigió las inter-
venciones a Del Valle, a Figueroa Alcorta y a Sáenz Peña.
El mayor adversario del radicalismo, el más poderoso, es
el gobierno de Buenos Álres. Manda allí en la provincia, casi
despóticamente, Marcelino Ugarte. Ya lo conocemos. Es el di-
putado autonomista y “conciliador” que, en 1878, elegido jun-
to con Yrigoyen, renunció a su banca para favorecer al mitris-
mo. Es el hijo de aquel abogado que, sesenta y tres años atrás,
defendió al mazorquero Alem, el abuelo de Hipólito Yrigoyen.
Es el mismo gobernador de Buenos Aires que ofreció al conspi-
rador Yrigoyen las fuerzas de la provincia, desinteresadamen-
te, para echar abajo a Roca. ¡Hombre de agallas este Ugarte!
En tiempos de Figueroa Alcorta llega a dirigir la política del
Régimen en la propia capital de la República y en algunas pro-
vincias. Bajo de estatura, de grandes bigotes, elegantemente
vestido, muy mundano, simpático y amable. Ministro de don
Bernardo -¡con razón nadie creía en el radicalismo de don
Bernardo!- durante los últimos años del siglo pasado, desde
entonces domina en la provincia, a la que ha convertido en
un feudo. Asegúrase que elige los diputados y senadores
294 Manuel Gálvez

provinciales y aun los nacionales, en salida de baño y mien-


tras el pedicuro lo atiende. Su sistema político consiste en de-
legar su autoridad en numerosos pequeños sátrapas, uno pa-
ra cada partido o departamento. Estos caudillos locales son
en general diputados o senadores y cometen toda clase de
tropelías. A quince minutos de la Capital Federal, en uno de
los pueblitos llamados “aristocráticos”, mientras viven allí
uno de los ministros nacionales y el secretario del presidente
de la República, el autor de este libro ha visto: asaltar el lugar
donde se guardaban las urnas, para falsear el resultado de
unas elecciones; hacer fuego sobre un periodista opositor;
apalear a los músicos de una banda y quitarles los instrumen-
tos sólo porque esta banda había sido creada por la Comisión
de Fomento de la localidad, que estaba presidida por un ra-
dical; destruir las arboledas de la ribera, en beneficio de uno
de los paniaguados del caudillo; intentar el caudillo ganarse
una coima de un millón de pesos, con motivo del adoquina-
do. Si todo esto ha pasado en una localidad “aristocrática”, a
quince minutos de Buenos Aires, es de imaginar lo que suce-
derá en los remotos pueblos del sur o del oeste. Pero no es ne-
cesario ir muy lejos. En una ciudad limítrofe de Buenos Aires,
el caudillo es un tiranuelo pintoresco y manso. Un volumen
de anécdotas podría escribirse con sus hazañas. Si va en un
tranvía lleno de gente y se le ocurre bajarse para hacer una vi-
sita o una compra, hace parar el tranvía y esperarlo, sin que
los pasajeros puedan protestar. Pero no siempre son risueñas
sus actividades. En una ocasión, mediante el pago de dos-
cientas libretas de enrolamiento -las libretas con las cuales se
vota- le “arregla” su asunto a un asesino que acaba de matar
a traición, haciendo fraguar a su favor un sumario policial; y
cuando el criminal es absuelto, pasea con él en coche para de-
mostrar su omnímodo poder. Por medio de estos caudillos lo-
cales y con cámaras compuestas por fieles que le responden
ciegamente, gobierna Marcelino Ugarte. Sus enemigos lo lla-
man, con alusión a su poca estatura, “el Petiso orejudo”, apo-
do de un famoso delincuente, y su sistema de gobierno y su
partido reciben el nombre de “orejudismo”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 295

Yrigoyen, desde que asume la presidencia, piensa en inter-


venir Buenos Aires. Pero pasan unos meses y no lo hace.
¿Qué lo detiene? No puede temer que Ugarte resista a la in-
tervención. Tampoco ha de tener escrúpulos constitucionales:
están en juego sus principios. Las intervenciones, hasta aho-
ra, sólo se han enviado, según lo exige la Constitución, en los
casos de alteración del orden. En Buenos Aires no ha habido
revolución, ni motín, ni siquiera una pueblada. Pero él envia-
rá la intervención. Si espera es por su lentitud orgánica. Tal
vez quiere aguardar a que el país se habitúe a la idea de aque-
lla intervención. Pero en Buenos Aires tienen prisa. Diversas
instituciones claman. Y al fin, a los seis meses y doce días de
gobierno, Yrigoyen produce el sensacional decreto.
Indignación entre los hombres del Régimen, contra el “aten-
tado”. El Presidente -gritan- ha escarnecido la Constitución.
No falta quien tema por nuestras libertades. Un diario oposi-
tor titula uno de sus artículos: “Hacia la dictadura”. Consideran
los adversarios que Yrigoyen ha asumido facultades legisla-
tivas, por cuanto sólo el Congreso puede intervenir. Pero
Yrigoyen sabe que en el Congreso, en donde el Régimen tie-
ne mayoría, no pasaría jamás un proyecto de intervención a
Buenos Aires. Poco después del decreto, inaugurado ya el
Congreso, el Senado y luego la Cámara de Diputados desa-
prueban la actitud presidencial.
Jamás una revolución se ha hecho respetando las leyes.
Una revolución es un trastorno en la vida de un pueblo. La
revolución radical, poco catastrófica, no incurre sino en esca-
sas violaciones. Es generosa con el vencido, y nada intenta
destruir. Sus enemigos la combaten con argumentos legalis-
tas porque no parece una revolución y ellos no comprenden
que eso significa el advenimiento del radicalismo al poder.
De haberlo comprendido, acaso ahorraran sus eruditas raZzo-
nes. Revolución y fuerza van juntas. Yrigoyen, convencido de
la ilegitimidad del gobierno de Ugarte, que procede del frau-
de, y consciente de su representación revolucionaria, se vale
de la fuerza, del derecho que da la fuerza, para voltearlo. Su
acto será ilegal, por su prescindencia del Congreso; pero él
296 Manuel Gálvez

piensa que la revolución tiene que estar por encima del dere-
cho. Y al fin lo que él procura es una mayor legalidad para el
porvenir, un mejor derecho. Él anhela que el pueblo de Buenos
Aires, que el de todas las provincias, recobre el ejercicio de la
soberanía que les arrancó el Régimen. De la intervención sur-
girá el gobierno legítimo de Buenos Aires, hijo del voto libre y
de “la reparación”. Es, pues, en nombre del derecho permanen-
te, anterior a las leyes que lo sancionan, del derecho de los pue-
blos a darse su gobierno propio, que él interviene la provincia.

La revolución radical está en marcha y nadie la detendrá.


Pero es preciso mantener en las masas triunfadoras el espíri-
tu revolucionario. El poder debilita los entusiasmos; en vez
de exaltar, disgrega y aplaca. Pero el radicalismo conserva el
fervor rebelde haciendo oposición desde el gobierno. Para
eso continúa agitando el fantasma del Régimen, de su poder
invisible. Ellos, los radicales, constituyen “la Causa”. Los ar-
gentinos quedan divididos en dos partes: los réprobos y los
puros; el Régimen y la Causa.
Con la caída del gobierno de Ugarte, el Régimen se con-
vierte en un moribundo. Sólo sigue viviendo en algunas pro-
vincias, sobre todo en las que aun no han sido intervenidas.
Ya no constituye un peligro para el vencedor. La falta de fe de
sus hombres, la ausencia de organización partidaria y su es-
casez de pueblo lo condenan, si no a la muerte, al ostracismo.
Pero el partido radical necesita un enemigo a quien echarle la
culpa de todas las desgracias del país, y la culpa de sus pro-
pios errores y de sus futuras derrotas. Lo mismo han hecho
todas las revoluciones triunfantes. En la Rusia soviética se in-
venta la “contrarrevolución”, inexistente, pues los zaristas y
los burgueses han sido eliminados; y cuando fracasa la fabri-
cación de camiones o de zapatos, se la atribuye a sabotaje de
los contrarrevolucionarios. En Italia se sigue atacando al an-
tifascismo, que ahora sólo existe entre los italianos que viven
en Paris. En Alemania, acaparados todos los partidos por el
nazismo, ha habido que convertir en enemigos a los judíos.
Rosas llamó “la Santa Causa” a la suya y la de los federales;
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 297

y “salvajes” a los unitarios. Como en Rusia, en Italia y en Ale-


mania, los radicales han continuado perorando contra encar-
gos invisibles. Yrigoyen llama “falaz y descreído” al Régimen,
como Stalin ha llamado “falaz” al zarismo. La palabra “Causa”
como designación del radicalismo ha sido un inteligente re-
curso, pues sugiere la unión en una fe, la comunidad de idea-
les y de sacrificios, el secreto, la confabulación, el misterio.
¿Es Yrigoyen el creador de estas palabras? Seguramente lo
es de la palabra Régimen, así como es el animador de las dos.
La división del país en dos clases de hombres es propia de un
introvertido, de un espíritu apriorístico en la formación de
cuyos juicios no interviene la realidad exterior. Nada más in-
genuo que suponer a todos los buenos en un partido y a to-
dos los malos en el contrario. En todas partes, naturalmente,
hay buenos y malos y nadie es siempre bueno -salvo los san-
tos- ni siempre malo. El Régimen ha producido gobernantes
de talento, de patriotismo y de capacidad, que han realizado
grandes cosas, aunque no hayan respetado mucho la libertad
de sufragio; y en el partido radical figuran numerosos hom-
bres del Régimen. Pero la división, si bien perjudicial en
cuanto crea odios o los mantiene, ha sido una ocurrencia de
rara habilidad política. Aunque el Régimen se esté muriendo,
a Yrigoyen le conviene suponerlo fuerte y empeñado en com-
batir contra él y su gobierno mediante maniobras perversas.
Necesita hacer oposición desde arriba. Sabe que en estos pue-
blos hispánicos, de espíritu levantisco, la oposición tiene
siempre más simpatías que el gobierno.
Pero no bastan las palabras para mantener el espíritu revo-
lucionario. Es preciso infundirles vida, y con ellas, y con otras
palabras, mover a las multitudes y lanzarlas a las calles. Es lo
que hacen los radicales, si no el propio Yrigoyen. Su gobierno
se apoya en las multitudes. Mientras en los tiempos del Régi-
men las masas eran espectadoras de la historia, es decir, de lo
que se iba haciendo, ahora ellas participan en la historia.
Esta presencia de las multitudes que frecuentemente no son
sino turbas, acentúa el tono revolucionario de la presidencia
de Yrigoyen. Como don Juan Manuel, él se sirve de ellas a
298 Manuel Gálvez

modo de un instrumento de gobierno. Las turbas radicales


pretenden intimidar a la oposición. Interrumpen en los tea-
tros las representaciones de los sainetes en que se satiriza al
gobierno, perturban las sesiones de las cámaras, obstaculizan
las reuniones callejeras de los socialistas. Las manifestaciones
suceden a las manifestaciones. Ayer ha sido en homenaje al
Presidente por su actitud ante la guerra. Hoy es en su desa-
gravio, por haber desaprobado las Cámaras la intervención a
Buenos Aires. Estas manifestaciones no suelen ser pacíficas.
Las turbas, lo mismo en las capitales de las provincias que en
la capital de la República, silban, apedrean y aun asaltan a los
diarios enemigos. En Tucumán, al saberse de un triunfo elec-
toral local, la turba rompe puertas y ventanas y dispara buen
número de balazos ante el edificio de un diario enemigo. La
autoridad deja hacer, y a veces interviene en contra de la opo-
sición, como en el caso de un comisario que, cada vez que el
orador nombra al “señor” Yrigoyen, corrige autoritariamen-
te: “¡doctor!”. Con motivo de aquellas manifestaciones de
protesta contra actos de la oposición, los grandes diarios se
indignan. Uno de ellos dice que “la protesta ejercida por un
partido que tiene la posesión integral del gobierno, con todos
sus medios y todas sus responsabilidades, implica una anti-
nomia contraria a las exigencias de la lógica política”. Ni los
grandes diarios, ni los enemigos de Yrigoyen parecen com-
prender el sentido revolucionario -de revolución desde el po-
der- que tienen esas protestas.
La revolución está en marcha. Poco a poco Yrigoyen va in-
terviniendo a todas las provincias. En algunos de los decretos
se incurre en injusticias para con los gobiernos desposeídos y
a veces se los injuria y calumnia. Un vulgar asesinato en el
campo, cometido por razones personales, basta al introverti-
do que es Yrigoyen para imaginarse a una provincia enrojeci-
da de sangre. Los conservadores braman de indignación. En
la Cámara de Diputados los líderes de la oposición contestan
a las injusticias de Yrigoyen con injusticias iguales. Acaso no
tengan razón los opositores. No piensan que las revoluciones
traen momentáneamente toda suerte de calamidades. La re-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 299

volución radical ha sido tranquila. No se ha disparado un ti-


ro, ni se ha encarcelado ni desterrado a nadie. Es la más pací-
fica y menos injusta revolución que se haya podido imaginar.
Como que en su espíritu está presente el generoso e hidalgo
revolucionario del “93, el viejo krausista, el optimista creyen-
te en la justicia absoluta y en la fraternidad de los hombres.
e NN

es mv de aii o are dia

LA A gransoo do a ola
o
year
920018 cab arta aire aria
Ainara tale arado pun pa rl UBA
ea
JUÓtiA oa la ria >
E bé 4 sio quhad gia ¡
nr elMe Wii den na p

pe E
ATMÍÓ LF A Sa 0
p——
air a e. A A 2 As Y O
y ura "a ¿rt pi Ds 2 y La 0
ULA

Buho cortan. Ue pia 1 lo A


A A
AA aia A ANA AA de IEA
sr cal, le A EY er RO
vta de a a A de 0% A
nie id A e Y ES 7
AU AM iAALA LES dan let ye ata
esa dl NENA ca
Mes A O TEL VAN RT y arden

Piña re jaaid DALIA gore A e


Wien 20% dr ? e tE Jup? AS
pi G Mr "eya e

o ¿102ab ay % pp CAES
nula a la AA
prantes ¿ares e Us DABA LY
pr Espia ¿NON na
A A
LOWIALE SS sai
A
0 e as ¡de
- MAA +
Sl
Nica
WA AG
1424041
1d Fis O.
AN TIN ha 10 e
11 A vn AAN QA
II - Cómo gobierna Yrigoyen

ipólito Yrigoyen ha soñado, durante un cuarto de si-


glo, con la utopía del gobierno perfecto. Ha prome-
tido al país que hará “un gobierno ejemplar”. Pero
esto, ¿cómo se hace? Todos los utopistas fracasan en cuanto
tratan de incluir en la realidad sus imaginaciones. Con mayor
razón Yrigoyen, el tremendo introvertido que apenas ve el
mundo exterior, el hombre de cuatro o cinco ideas. Esta esca-
sez de ideas -cuando las ideas son poderosas y obsesionantes
y concentran la potencia vital de un hombre- constituye una
fuerza en la oposición y una desgracia en el gobierno.
Durante los primeros meses, Yrigoyen y sus ministros, que
nunca han ocupado cargos públicos, no saben qué hacer. En
los gobiernos anteriores, los acuerdos de ministros, que lle-
van demasiado tiempo, son la excepción. Por no saber qué
hacer, Yrigoyen los celebra diariamente. Todo se trata allí,
hasta las más increíbles futilezas. De allí salen decretos y re-
soluciones que el presidente y los ministros consideran nove-
dades y que repiten decretos y resoluciones del Régimen. He
aquí el caso de los sueldos. Antes se han pagado el primero
de mes; pero Yrigoyen, que lo ignora, cree hacer una gran
obra resolviendo que se paguen entre el primero y el cinco, y
al segundo o tercer mes ya se retrasan debido a que él no fir-
ma las planillas. El gobierno radical inventa la pólvora todos
los días. No se hacen ridiculeces por la circunspección y la
lentitud de Yrigoyen y porque los viejos empleados -la admi-
nistración permanece casi intacta- se las evitan a los nuevos
dueños del poder. Quien nunca ha gobernado no puede saber
cómo eso se hace. Ya aprenderán el Presidente y los minis-
tros. Mientras tanto, el país opina que los ministros, salvo ex-
cepciones, no valen nada. El de Instrucción Pública tiene la
mentalidad de un maestro primario de tierra adentro; el de la
Guerra es un civil bondadoso y silencioso, sin aptitud cono-
cida, y al que se atribuye hacia el Presidente la adhesión de
302 Manuel Gálvez

un perro fiel; el de Hacienda es un consignatario o intermedia-


rio en la compraventa de ganado. Los mejores, entre los ocho
ministros, son hombres apenas conocidos, sin anterior actua-
ción pública. Salvo uno o dos, ninguno posee personalidad ni
obra propia, ni ha revelado tener ideas sobre la materia de su
ministerio. Pero quienes critican al gabinete parecen ignorar
que una revolución sólo triunfa y se mantiene con un jefe úni-
co. Para construir el partido, darle una ideología y gobernar
el país, Hipólito Yrigoyen necesita a su lado hombres modes-
tos y de trabajo, que lo admiren y lo obedezcan y a quienes su
autoritario temperamento de introvertido pueda ordenar
cualquier cosa conminatoriamente. Ha procedido con acierto
al elegir a aquellos señores sin nombre, sin prestigio y sin per-
sonalidad. Con ocho ministros de verdadera personalidad,
Yrigoyen no hubiera podido gobernar como él quiere.
Ocurre en las primeras semanas lo que ocurrirá dos años
después en Rusia, en mayor escala. El consejo de los comisarios
del pueblo se reunirá diariamente, bajo la presidencia de Lenin.
Se dictarán decretos, a veces grotescos o absurdos, que no se
pueden cumplir. Se discutirán asuntos tan importantes como si
el compañero Salomón ha abofeteado con justicia o no al com-
pañero Uritski. A Lenin no le importa: le basta con que aquellos
decretos aparezcan en los diarios y conmuevan al país entero.
El pueblo, con su enorme instinto, irá comprendiendo po-
co a poco que los ministros de Yrigoyen, lejos de ser malos,
son excelentes: los ministros de un gobierno del pueblo y para
el pueblo. Entre nosotros se considera buenos a los gobernan-
tes cuando llevan apellidos conocidos, pertenecen a la socie-
dad, visten bien, gobiernan para las altas clases y tienen pres-
tigio intelectual. Yrigoyen representa un fenómeno nuevo. Hay
que situarse en otro ángulo para mirarlo. Desde este ángulo,
los presidentes del Régimen han fracasado en buena parte: no
han hecho nada por el pueblo y han entregado el país al capi-
talismo extranjero. Desde este ángulo sólo se salvan Rosas e
Yrigoyen: los dos únicos gobernantes que han hecho obra pa-
ra el pueblo y que han defendido, en diferente grado, la inde-
pendencia económica y espiritual del país.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 303

Es un error exigir de los ministros capacidad especializada.


Resabio prolongado en prejuicio. Hace cincuenta años, cuando
en la administración no había técnicos, el ministro necesitaba
“saber”. Ahora que la administración está dirigida por técni-
cos, los ministros no tienen por qué ser especialistas. En Francia
no lo son casi nunca, y eso les permite cambiar de cartera: el
que ayer fue ministro de Finanzas hoy lo es de Marina y ma-
ñana lo será de Agricultura. La ciencia del ministro -siempre
epidérmica, pues el ministro es sólo un político- resulta gene-
ralmente perjudicial al país. El ministro que sabe, o cree saber,
es casi siempre un teorizador peligroso, e introduce novedades
no controladas por la experiencia y que suelen resultar funes-
tas o muy costosas. Los peores ministros de Yrigoyen, como
aquel de Instrucción Pública, resultarán excelentes porque de-
jarán hacer a los técnicos. Algunos hasta se desentienden de los
asuntos: se convierten en intermediarios entre los jefes de las
reparticiones -los técnicos- y el Presidente de la República.
Salvo alguna excepción, los ministros de Yrigoyen carecen de
influencia en el gobierno y de iniciativa y acción propias. Todo
lo absorbe la desmesurada personalidad de Hipólito Yrigoyen.

No lleva un mes Yrigoyen en la presidencia cuando em-


pieza a visitar las oficinas públicas, novedosa iniciativa me-
diante la cual se pretende descubrir las irregularidades del
Régimen. En las primeras veces, es posible que haya habido
el
alguna sorpresa. Después, en las oficinas saben cuándo
Presidente aparecerá por allí. Todo se pone en orden. Los em-
bre.
pleados vienen a su trabajo mejor vestidos que de costum
está admi-
Y cuando el Presidente llega, encuentra que todo
las
rablemente. Esto recuerda los arreglos de Potemkin en
os de
aldeas rusas cuando las visitaba Catalina. Los enemig
Pero él
Yrigoyen se burlan de estas visitas que creen inútiles.
conoce n
sabe que ellas impresionan al pueblo. Salvo los que
fervor estos
la vida en nuestras oficinas, el país aplaude con
dice el
actos del Presidente. “Ahora todo va a andar bien”
los gran-
pueblo; “el Presidente vigila”. Por desgracia para él,
des diarios no hablan mucho de estas actividades.
304 Manuel Gálvez

En algunas de sus visitas, sin embargo, Yrigoyen sorprende


irregularidades graves: así en el Depósito de Contraventores,
en donde se detiene a los culpables de pequeños hechos poli-
ciales y que pueden ser lo mismo un niño que un viejo, un in-
feliz que un criminal. Es increíble la suciedad del lugar. Cin-
cuenta y dos menores, todos abandonados, sin familia, están
casi desnudos, harapientos. Yrigoyen ordena el desalojo del
edificio. Los menores serán llevados al arsenal, en donde se les
enseñará un oficio. Los que tienen familia serán enviados a
sus casas. A los adultos que sólo sean infractores, se los pon-
drá en libertad. Y cuando, días después, Yrigoyen va al arse-
nal, visita el lugar que servirá de alojamiento a los menores.
En las oficinas no sorprende irregularidades porque no las
hay o porque no están a la vista. ¿Cómo saber si los emplea-
dos faltan con frecuencia, si no atienden al público, si retardan
por interés el trámite de los expedientes? Sin embargo, vienen
bien esas visitas presidenciales. Constituyen una actitud sim-
pática. El Presidente deja de ser un gran señor inaccesible pa-
ra convertirse en un hombre como todos, al que todos pueden
ver. Yrigoyen humaniza la condición oficial y fría de su cargo.
Pero estas visitas terminan pronto. Yrigoyen tiene otras co-
sas más urgentes que hacer. Y después de dos meses y medio
de haber asumido el mando, no vuelve nunca más a realizarlas.

Ningún presidente argentino ha llegado al poder con ma-


yores deseos de hacer obra que Yrigoyen. Mientras casi to-
dos, desde el día en que son presidentes, no piensan sino en
exhibirse, él se encierra a trabajar. No asiste a ninguna fiesta,
ni aun a las carreras. Es costumbre que el presidente vaya a
alguno de los grandes premios que se corren en octubre. Pe-
ro el moralista Yrigoyen no puede ir a las carreras. Los que lo
acusan de no preocuparse sino de aumentar, con propósitos
electorales, su popularidad, han debido preguntarse cómo
puede renunciar Yrigoyen a las gigantescas ovaciones que
hubiera recibido de las doscientas mil personas que acuden a
los grandes premios. Ignoran que, si bien él ama la populari-
dad, más ama a sus principios.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 305

Durante los primeros meses de gobierno, poco puede tra-


bajar Yrigoyen; tan asediado está por los visitantes. Los que
han luchado por el triunfo del partido quieren saludarlo y,
probablemente, pedirle algo. De cada provincia se costean los
ases del radicalismo para estrechar su mano. Son millares las
personas que aspiran a una entrevista con él. Y como todas
las tardes hay consejo de ministros, el tiempo que le queda
para el trabajo personal es reducido.
Por esto, pasan las semanas y aun los meses sin que sean
designados los altos funcionarios de la administración. En di-
ciembre, en dos meses de gobierno, los ministros no han
nombrado a los subsecretarios. Es porque esperan que los eli-
ja el Presidente. Ninguno de ellos se atreve a designar por su
cuenta a quien ha de trabajar a su lado, en completo acuerdo
con él. Y el Presidente, que es muy lento, que debe designar
a numerosos funcionarios y quiere enterarse de todos los
asuntos que lo llevan a la firma, tarda meses en decidirse.
¿Es Yrigoyen quien, desde el primer momento, exige de sus
ministros este abandono de sus más esenciales atribuciones,
o son ellos que no se atreven a usarlas? Yrigoyen no ha exigi-
do nunca sumisión a nadie. Tampoco puede acusárselos a los
ministros de especial servilismo. Trátase de una situación es-
tablecida desde veintitrés años atrás, y que es resultado de la
admiración -de la veneración, mejor dicho- que todos sienten
por él. Su autoridad y su prestigio son tan enormes que anu-
lan a las individualidades que se mueven en su entorno. Des-
de hace veintitrés años él es el padre de todos, el que todo lo
sabe y lo puede, el creador del partido. En dos ocasiones, el
partido quedó limitado a él solo y a un grupo de sus fieles. Su
abnegación, su desinterés, su patriotismo, su habilidad, su in-
teligencia lo han convertido en un demiurgo para sus parti-
darios. Lo consideran infalible y muchos lo ven como un san-
to. Ante él nadie tiene voluntad propia. Él no existe ni pide
obediencia, ni hace insinuaciones para obtenerla: se la dan
espontáneamente. Este extraño fenómeno ha sido muy fre-
cuente entre nosotros, aunque en menor escala que en el caso
de Yrigoyen. Es el prestigio de nuestros caudillos. El gaucho
306 Manuel Gálvez

sentía orgullo de su fidelidad hacia un hombre. Tenía un pla-


cer en obedecerlo en todo, aun en ir a la muerte por él. Pero
en el grado en que Yrigoyen ha sido venerado y obedecido
sólo existe el precedente de Mitre, cuya voluntad no fue ja-
más discutida por sus fieles. Quienes ignoran esta situación
dentro del radicalismo imaginan que Yrigoyen ha elegido
calculadamente ministros sumisos. Salvo los que fueron ami-
gos de Alem y los intelectuales de la fracción “azul”, todos
los radicales son igualmente sumisos ante Yrigoyen.
Si Yrigoyen llega a prescindir de los ministros, no es por-
que los crea menos sumisos que los subsecretarios o los jefes
de las grandes reparticiones, sino por comodidad. Los subse-
cretarios, todos elegidos por él y no por los ministros, son
hombres jóvenes. Algunos tienen buena preparación técnica.
A un ministro, salvo excepcionalmente, no se lo puede orde-
nar; a un subsecretario o funcionario, sí. Yrigoyen no abusa
de la fidelidad personal que sus ministros le tienen y a nada
los obliga que la dignidad de ellos no pueda aceptar. Es expli-
cable que los nombramientos los haga él solo, sin consultar a
nadie -el consultar no está en su temperamento- ni reconocer
las atribuciones de nadie, sean ministros o jefes de oficinas
autónomas, porque él solo conoce al partido hombre por
hombre, los que se han sacrificado y sufrido por “la Causa”,
los que descienden de “mártires”, los que han dado dinero
para las revoluciones y la propaganda, los que nunca han
claudicado ni vacilado, los que tienen aptitudes y los que me-
recen recompensas. Sólo él sabe éstas y otras cosas. Sólo él, en
su memoria asombrosa -tal vez la más grande de su tiempo-,
tiene el catálogo de todos los radicales, de lo que cada uno ha
hecho y de lo que cada uno puede hacer.
Un subsecretario es también un posible redactor de artícu-
los para el diario oficial, un colaborador en los mensajes y
otros documentos y un intermediario entre el Presidente y los
jefes de las oficinas. En cierta ocasión cita a uno de ellos para
las diez de la mañana. A esa hora entra Yrigoyen, que es muy
puntual. “Lo he mandado llamar, joven subsecretario, aun-
que sé que es dormilón...” No olvida jamás las características
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 307

de cada persona. Le pregunta si ha leído un diario opositor,


en el que hay un artículo sobre el trigo. Él considera antipa-
triótico ese artículo, donde se sostiene que el trigo, por ser
abundante la cosecha mundial, debe tener un precio bajo. Ne-
cesita una respuesta para las dos. “No he querido ponerle un
dactilógrafo. Entre usted y yo lo haremos. Usted, que es pe-
riodista, que tiene elocuencia, lo escribirá. Yo le daré las
ideas”. Le da las ideas. El subsecretario escribe el artículo.
Yrigoyen no le corrige una palabra.

De esta manera, colaborando con otros, Yrigoyen trabaja


mucho, aunque lentamente, durante todo su gobierno. Como
dedica a su labor todas las horas hábiles, pues no las pierde
en inauguraciones, fiestas ni visitas, su obra resulta consi-
derable. Es enorme la cantidad de papel escrito que produce
esta presidencia. Poco es lo que escribe Yrigoyen personal-
mente. Secretarios, periodistas y empleados colaboran con
él. Y como él nunca está conforme -nunca le parece que han
empleado la frase o el término cabal-, el trabajo resulta ago-
biador.
Su procedimiento es siempre el mismo. Llama a alguno de
sus colaboradores y le explica lo que debe escribir. Le da las
ideas esenciales, se detiene en algunos puntos de vista, insis-
te en el tono que deberá guardar el documento. El secretario,
que muchas veces no lo es tal, sino un empleado de la presi-
dencia, o un redactor del diario oficial, o cualquiera de los
hombres jóvenes capaces que forman parte del entorno de
Yrigoyen, se retira para realizar su trabajo. Cuando está pron-
to, el borrador es leído delante del Presidente y de tres o cuatro
personas enteradas del asunto. Todo borrador, en la primera
lectura, obtiene la aprobación de Yrigoyen. Él nunca dice:
“esto no sirve”, ni siquiera: “esto necesita muchas correccio-
nes”. Su espíritu caritativo le impide desaprobarlo. Si le pare-
ce inservible, se limita a decirle a su autor: “Déjemelo; voy a
leerlo despacio”. Y el trabajo no reaparece. Pero lo más frecuen-
te es que Yrigoyen lo acepte en principio, con éstas O pareci-
das palabras: “Perfectamente. No falta nada. Está dicho todo
308 Manuel Gálvez

lo que quería decir. Ahora le daremos una segunda lectura


para acentuar algunos conceptos y modelar ciertas frases que
reclaman un retoque”. El colaborador novicio sonríe, feliz.
Los demás se sonríen de él: aquella aprobación significa el co-
mienzo de una jornada inacabable y aniquiladora, después
de la cual apenas queda alguna que otra palabra del trabajo
aprobado. Y a veces, la corrección o modificación de aquellas
páginas lleva, no ya horas, sino varios días. Yrigoyen, que ca-
rece del don literario, trabaja heroicamente, y hace trabajar
con no menor heroísmo a sus colaboradores, en el empeño de
encontrar el término que él considerará exacto. Una palabra
es cambiada varias veces, multitud de veces. Se buscan sinó-
nimos con desesperación. Y en ocasiones, ya copiado a máqui-
na el documento y pronto para la firma, el Presidente encuen-
tra algún pormenor con el que no está conforme, y es preciso
volver a revisar, a corregir y a modificar. Un sábado, ya muy
tarde, se trata de redactar varios telegramas. En el grupo que
trabaja está uno de los ministros. Todo ha ido bien. Pero el te-
legrama de pésame al Rey de España no sale. Yrigoyen ha re-
chazado todas las fórmulas propuestas, alguna de las cuales
ha parecido aceptable al pequeño cónclave. Alguien se ha ais-
lado en las salas vecinas, en procura de soledad inspiradora.
Cada cual intenta suponerse dentro de Yrigoyen, empaparse
de sus formas expresivas. Todo es inútil. El Presidente sigue
rechazando las nuevas fórmulas Ya sus colaboradores, cansa-
dos y desalentados, han desistido de continuar en aquella te-
rrible búsqueda. Solamente Yrigoyen persevera. Combina
palabras y frases, sin fatiga ninguna, y vuelve a explicar su
pensamiento. Por ahí, alguien insinúa que acaso las palabras
que acaba de pronunciar el Presidente deban constituir el
contenido del telegrama. Se ensaya. Son reconstruidas las
palabras de Yrigoyen. Todos juzgan inmejorable la redacción
y el mismo Presidente la aprueba. Y al retirarse, agotados
todos por el largo esfuerzo mental, uno de ellos comenta:
“Ya estábamos como los que llevan a pulso un féretro, había-
mos aflojado la mano sobre la manija; sólo el Presidente se-
guía tirando...”
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 309

Los enemigos de Yrigoyen dicen que su única preocupa-


ción es la de dar empleos. Calumnia. Pero es indudable que
el dar empleos constituye una de sus grandes ocupaciones.
Según nuestra Constitución, el Presidente nombra a los
empleados. Los ministros son secretarios del presidente. Por
consideración hacia los ministros, por falta de tiempo y, aca-
so, por creer que el ocuparse de semejantes minucias perjudi-
ca a la dignidad presidencial, los presidentes del Régimen
han dejado en manos de los ministros y de los directores de
las oficinas autónomas la carga de proveer los puestos vacan-
tes. Pero Yrigoyen, absorbente como buen introvertido, elige
“imitando también en esto a Rosas- a los que han de ocupar
hasta los ínfimos empleos. Los propios interesados contribu-
yen a esta anomalía. Saben que Yrigoyen, hombre de gran co-
razón, comprenderá sus necesidades. Las mujeres, sobre todo,
jamás recurrirían a un ministro. No confían sino en el Presi-
dente. A cada una él le dice “mi hijita”, le oye sus penas, la
consuela. Toda una humanidad necesitada y esperanzada lle-
na los pasillos que conducen al despacho presidencial. Los
candidatos a empleados acuden a otras oficinas en busca de
“cuñas”; no para Yrigoyen -ante él no hay cuña que valga- si-
no para conseguir audiencia. En ocasiones, el exceso de pedi-
gúeños -que piensan entrar unos antes que otros, o protestan
porque se los hace esperar demasiado- produce tumultos im-
propios del lugar. Y más de una vez en que la batahola cobra
proporciones de escándalo, se los desaloja con el chorro de la
manguera para incendios.
Por desgracia, no hay empleos para todos. El Presidente
no ha querido crear vacantes. Su bondad no le permite dejar
en la calle a los actuales empleados. Sólo han salido los cul-
pables de incorrecciones graves, los que han debido cumplir
el decreto sobre incompatibilidades y los que se han jubilado,
sea voluntariamente o por orden del gobierno. Pero Yrigoyen
no provee desde el principio todas las vacantes, y mediado
su gobierno llega a haber, según se dice, cerca de diez mil.
Procede así no sólo por lentitud orgánica, sino también por
economía y por evitar la quiebra de la Caja de Jubilaciones y
310 Manuel Gálvez

Pensiones Civiles, pues a la Caja envía, cumpliendo la ley,


los sueldos vacantes, con lo cual salva de la miseria a milla-
res de familias de jubilados. Esta lentitud en recompensar a
sus partidarios, así como el haber favorecido a algunos extra-
ños ocasiona descontento en el partido. Pasajeros remolinos:
la veneración hace a sus partidarios aceptar como inmejora-
bles todas sus decisiones.
Yrigoyen no se limita a nombrar los empleados que le co-
rresponde. También “ordena” o pide ciertos nombramientos
en las oficinas autónomas. Para inmiscuirse en estas oficinas,
que casi siempre se gobiernan por medio de un consejo o di-
rectorio, él coloca allí, justo a personas de valer, a algún ami-
go, persona más o menos oscura y que le responde ciegamen-
te. Este amigo informa a Yrigoyen sobre lo que ocurre en la
repartición, le lleva chismes y, dentro de lo posible, realiza su
misión principal de intervenir en los nombramientos. Pero a
veces interviene el propio Yrigoyen directamente, sólo que,
como buen psicólogo, trata a los funcionarios de diverso mo-
do, según lo que valen y el grado de adhesión que le profe-
san. Al presidente del Consejo de Educación, hombre de cien-
cia y respetada personalidad, le hace decir telefónicamente,
por medio del secretario de la presidencia, que “le complace-
rá” si nombra abogado de la institución a cierta persona; y un
tiempo después, al presidente de otra institución autónoma,
radical “de línea”, ferviente suyo, le hará “ordenar”, también
telefónicamente, que nombre abogado a esa misma persona.
La oposición acusa al gobierno de despilfarro. Nada me-
nos exacto. Yrigoyen, que se hace cargo de la administración
en plena crisis, con las arcas fiscales vacías y con vencimien-
tos de la deuda externa a corto plazo, tiene que economizar.
Y economiza. Lo sabemos los que éramos empleados desde
años antes y hemos seguido siéndolo. En las oficinas se supri-
men casi todos los teléfonos, se reduce el té con pastas. Los
empleados ya no podrán viajar por cuenta del Estado. En la
Casa de Gobierno se instalan algunas oficinas que antes ocu-
paban edificios de propiedad particular, con lo cual se ahorra
en alquileres. El representante enviado a Chile con motivo del
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SAA

centenario del Paso de los Andes, presenta una cuenta de dos-


cientos noventa y dos pesos, mientras que la embajada envia-
da al mismo país por el gobierno anterior, con motivo del
centenario de su Independencia, costó cerca de ochenta y seis
mil pesos. Yrigoyen da el ejemplo, ahorrando en todo lo que
puede y haciendo ahorrar al gobierno. Cuando va a Bahía
Blanca para descansar, paga el pasaje con su dinero; lo mismo
cuando va al campo. El agua mineral que bebe en la Casa de
Gobierno es enviada desde su casa. En cierta ocasión, el auto-
móvil presidencial, con motivo de un choque, sufre un des-
perfecto, e Yrigoyen paga de su bolsillo el gasto del arreglo.
Más tarde lo acusarán de haber duplicado la deuda públi-
ca. Es falso. Aumentó la deuda interna, pero en proporción
insignificante. Y esto no es delito. Recordemos cómo, por
causa de la guerra europea, las entradas de aduana disminu-
yen considerablemente. Y por otra parte, el país, en aquellos
años, comienza a desarrollarse de una manera gigantes-
ca;Buenos Aires se convierte en una urbe formidable: se mo-
dernizan los periódicos, surgen millares de lectores para el li-
bro argentino, nacen numerosas industrias. El presupuesto
nacional tiene que crecer y tienen que crecer nuestras deudas.
El aumento de las deudas supone, casi siempre, graves difi-
cultades en un particular; pero para el Estado supone la rique-
za en potencia y el prestigio moral del crédito. Los estados
poderosos también deben.

El espionaje forma parte del sistema gubernativo y políti-


co de Yrigoyen. En las oficinas tiene informantes celosos. Sabe
quién se burla de él, quién lo admira. Muchos fieles le llevan
chismes, creyendo serles agradables. Los empleados descon-
fían unos de otros. Ninguno habla mal del Presidente, en el
temor de que él llegue a saberlo y lo eche a la calle. Cierto
funcionario de segunda categoría ha estado a punto de per-
der su puesto por una delación. Yrigoyen increpa al ministro,
porque en su departamento hay personas que hablan mal de él.
Pero el funcionario, a pesar de haber juzgado a Yrigoyen co-
mo “un miserable tartufo”, no es destituido.
Sil2 Manuel Gálvez

Y es que Yrigoyen no utiliza el espionaje para vengarse.


No se ha vengado jamás. Si espía -ya lo sabemos-es por há-
bito de revolucionario profesional. ¿Puede un hombre, sólo
porque un cambio se ha producido en su existencia, olvidar
de pronto lo que ha constituido durante veinticinco años su
apasionada ocupación de cada día? Pero Yrigoyen espía tam-
bién por introversión. Recordemos lo que es para él el Régi-
men. No lo considera muerto, sino refugiado en la intriga, en
“las siniestras confabulaciones”. Lo imagina tramando pla-
nes en “contubernio” con los socialistas, comprando concien-
cias, atacando pérfida y sinuosamente. El espionaje le es in-
dispensable para luchar contra él. Pero muchos individuos,
sobre todo entre los radicales recientes, que pretenden hacer
méritos, espían por su cuenta y llevan sus chismes, si no al
Presidente mismo, a alguno de sus satélites. El espionaje le es
aún más indispensable a Yrigoyen para luchar contra los ene-
migos que tiene dentro del partido. La desconfianza lo lleva
también al espionaje: ha sido engañado tantas veces, ha sido
abandonado tantas veces, que tiene motivos para no creer en
la fidelidad de los hombres. Y en fin, espía también por temor.
No es moralmente cobarde, pero ¿no llegan sus enemigos a
proclamar la necesidad de su asesinato? Y así, al espionaje de
sus fieles debe agregarse el de la policía. Nunca ha sido tan
meticuloso, como durante su presidencia, el espionaje policial.

Sentido patriarcal de la administración. Nombramientos


con efecto retroactivo a personas que han trabajado sin cobrar
sueldo. Nombramientos verbales, aun en reparticiones autó-
nomas. He aquí un desconocido que se presenta en una de-
pendencia municipal: dice ser el nuevo administrador “nom-
brado” por el Presidente. El administrador interino consulta
por teléfono al Intendente, quien, no sabiendo tampoco nada
de tal nombramiento, telefonea a la presidencia. En efecto, el
Presidente lo ha mandado allí al ciudadano ése. Dispone que
lo dejen entrar, que es el nuevo administrador. El jefe de la co-
muna pone las cosas en orden, nombrando de veras -pues sólo
él puede hacerlo legalmente- al elegido presidencial. A muchos
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sil ¡0s)

correligionarios los coloca en diferentes oficinas, sin nombra-


mientos, haciéndoles pagar los sueldos con parte del dinero
destinado a gastos eventuales.
El no niega sus arbitrariedades administrativas. Después
de haber perdido el poder, a un periodista que le habla de sus
malversaciones le contesta: “Yo creo que cuando el gobierno
tiene una partida destinada a un servicio público y ha llenado
su cometido, puede, sin inconveniente, gastar lo que sobra,
aplicándolo a otra exigencia de interés público”. Así debiera
ser, pero no es. Yrigoyen, en su desmesurado individualismo,
por su poderosa personalidad, y por algo que hay en él de
primitivo, de exageradamente sencillo, no puede someterse a
ciertas limitaciones de las leyes.
Pasa tranquilamente por sobre ellas. No por prepotencia,
sino por hacer el bien. He aquí que se enferma de parálisis un
viejo y distinguido escritor provinciano. Es un hombre del
Régimen, pero también -verdadero título ante Yrigoyen- es el
historiador de uno de los grandes caudillos del federalismo.
Los empeños de su mujer ante la Caja de Jubilaciones dan re-
sultado negativo: el enfermo lleva pocos años de empleado.
Viaje de la señora a Buenos Aires; entrevista con Yrigoyen. El
Presidente “ordena” a la Caja, repartición autónoma, que jubi-
le al enfermo. Poco después, con motivo de su muerte, nuevas
gestiones de la viuda, que no se conforma con la media pen-
sión que le concede la ley. La Caja le niega la pensión íntegra.
Nuevo viaje, nueva entrevista y nueva “orden” presidencial.
Cuando el político del Régimen, que acaba de reprochar al
hijo del historiador su ferviente yrigoyenismo, se entera de
estos hechos, enumérale las diversas leyes que el Presidente
ha violado para favorecerlo y agrega: “Pero usted siga siendo
yrigoyenista”.
Del mismo modo patriarcal concede licencias a empleados
y funcionarios. Un cónsul en cierto país nórdico, en virtud de
que a su mujer le sienta mal aquel clima, quiere llevarla a
Madrid, en donde tiene parientes. Ha enviado varias notas,
pidiendo licencia, sin lograr respuesta. Entonces, un amigo su-
yo le habla a Yrigoyen. “Dígale que se vaya, no más, a Madrid”,
314 Manuel Gálvez

contesta el Presidente. El amigo considera que esta autorización


verbal no basta. Pero Yrigoyen tranquiliza sus escrúpulos ad-
ministrativos. Y el cónsul se instala por un tiempo en Madrid.
Este sentido patriarcal del gobierno es el de nuestros gran-
des caudillos del siglo pasado, el de Estanislao López, a quien
mucho se asemeja Yrigoyen. Gobernantes “a la que te crias-
te”, eran padres para sus gobernados. No había entonces mu-
chas leyes. La verdadera ley era la voluntad del caudillo.
Ahora hay demasiadas leyes y limitaciones. Al individualis-
ta, como buen criollo y hombre de nuestros campos, que es
Yrigoyen, han de molestarle tantos obstáculos. Sus violacio-
nes, sin embargo, no son muchas. Pero son las suficientes pa-
ra definir el patriarcalismo a la criolla de su gobierno.
Más grave es su carencia de sentido administrativo. Su go-
bierno da la impresión de que algunas cosas no están en su si-
tio, o de que la máquina administrativa se ha desajustado. Lo
mismo ocurre con los gobiernos radicales de las provincias.
Cuando gobernaba el Régimen parecía que todo estaba en su
lugar y bien ajustado. Un gobierno del Régimen era un auto-
móvil que, aunque cambiara de conductor, no dejaba de mar-
char bien. El gobierno de Yrigoyen marcha, en lo administra-
tivo, un poco al modo de un automóvil manejado por Harold
Lloyd. Tal vez el desajuste durante el gobierno de Yrigoyen sea
originado por los novicios en materia administrativa que él
ha introducido en ciertas reparticiones; o por la obra forzosa-
mente corruptora que en la administración realizan la políti-
ca y el comité. En tiempos del Régimen no había comités ni el
pueblo intervenía en la vida pública. Por esto, sin duda, el Ré-
gimen, en lo administrativo, gobernó mejor que los radicales.

Su carácter absorbente causa graves perjuicios a la admi-


nistración. Como desconfía de la capacidad y aun de la mo-
ralidad de los demás, quiere enterarse de la razón y justicia
de todos los decretos que le llevan a firmar. Y como no exclu-
ye a ninguno de los ocho ministerios, la explicación de tantos
asuntos es agobiadora. Los subsecretarios se cansan. Sólo él
no se cansa nunca. Pero la firma del despacho se alarga exce-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO STO

sivamente; muchas resoluciones van quedando para otro día,


y, como es lógico, la administración se retarda.
Todos los documentos han de pasar por sus manos, y la re-
dacción de la parte doctrinaria es siempre obra suya, aunque
en colaboración con otros. Escribe los telegramas de índole
política dirigidos a tal o cual gobernador de provincia; los
mensajes que acompañan a los proyectos que el Ejecutivo
manda al Congreso, sean sobre el azúcar, sean sobre el divor-
cio; las notas a otros gobiernos, o a nuestros representantes
diplomáticos, como las enviadas durante la guerra. En mate-
ria internacional, como en materia policial, como en materia
social, en todo ha de estar él. El despacho se retarda porque
no hay tiempo para tantas cosas.
En todo ha de citar él. Nada se le escapa. Los ministros y
jefes de las oficinas autónomas nada hacen sin consultarlo.
Hasta las más sencillas medidas policiales son obra suya. He
aquí una legación extranjera que momentáneamente debe ser
custodiada. Yrigoyen le ordena al funcionario policial, indi-
cándole que la fuerza pública ha de estar tan disimulada
cuanto se pueda. “Es muy difícil gobernar”, le dice al visitan-
te que ha oído sus recomendaciones. “Porque si no hay vigi-
lancia y ocurre algo, se culpa al gobierno de desidia; y si la
fuerza pública es excesiva y se ostenta, lo acusan al gobierno
de autoritarismo”.
Pero todos cooperan en aumentar su poder. El que tiene
un proyecto sobre cualquier tema que sea, va a proponérselo;
él escucha con concentrada atención, porque posee el difícil
arte de saber escuchar y porque todo le interesa. El que tiene
una queja contra algún funcionario o contra alguna autori-
dad partidaria, va a comunicarle su cuita; él lo escucha con
igual atención que al otro y se ocupa luego del asunto. El que
se encuentra en una situación económica peligrosa y necesita
ayuda de los bancos oficiales, a él recurre en demanda de esa
ayuda. Comisiones innumerables acuden a la presidencia:
de industriales de esta provincia o de la otra; de correligiona-
rios que están en conflicto con otros correligionarios; de estu-
diantes que solicitan supresión de tal o cual decreto o artículo
316 Manuel Gálvez

reglamentario; de comerciantes, de obreros. Estas comisiones


esperan horas, días, semanas. Por fin él las recibe. Promete ocu-
parse del asunto. Casi siempre se manifiesta enterado, y mu-
chas veces lo ha sido por sus secretarios o por otras personas.
Cuando no conoce el asunto y cree que debe saberlo, recurre
a su astucia. He aquí una comisión que viene a hablarle del
petróleo. Él no está enterado, y, para hacer tiempo, divaga al-
rededor de diversos temas hasta que el secretario, a quien ha
llamado mediante un timbre escondido bajo la mesa, se pre-
senta a anunciarle algo importante que obliga a dejar la entre-
vista para otro día.
Arduo es el arte de gobernar, aquí donde todo depende
del gobierno, que puede dar empleos, comisiones, pasajes
gratis, honores, automóviles oficiales, concesiones... La vida
política constituye un mundo de apetitos. Y la suma de ape-
titos es naturalmente enorme en un partido tan numeroso co-
mo el radical, muchos de cuyos componentes no han gozado
nunca de aquellas y de otras ventajas. Pero no sólo los radi-
cales las quieren. Los independientes y los extranjeros tam-
bién piden lo mismo. Hasta los enemigos -muchos de ellos,
por lo menos- están dispuestos a dejar de serlo mediante un
empleo. Buen número de esa gente pide por necesidad: otros,
por sensualismo o por vanidad. Esto ocurre en todas partes,
pero más en los países sudamericanos; y sobre todo entre los
criollos y descendientes de españoles, que tienen poca inicia-
tiva y escasos horizontes y que conciben el empleo como el
único modo de ganarse la vida. Y si el Presidente tiene un
temperamento absorbente, le será más difícil gobernar que a
otros. Porque entonces su campo de acción aumenta, y de-
penden de su voluntad hasta los cargos electivos y hasta los
empleos importantes en las provincias. Un gobernante del
Régimen, de nuestro “despotismo ilustrado”, no sutiliza ex-
cesivamente en la elección de los empleados inferiores: en su
partido no hay pueblo ni clase media. Pero un gobernante
que pertenece a un partido popular, un partido de las clases
media e inferior, tiene que ocuparse, como de asuntos tras-
cendentales, hasta de la elección de los porteros de las ofici-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SL.

nas. Tratar con todos los que piden, no quedar mal con nadie,
“saber negar” -“ni se ha de negar del todo, que sería desahu-
ciar la dependencia”, dice Gracián-, dar esperanzas a todos,
contentar al amigo, no estar nunca malhumorado, ni triste, ni
cansado, es la más difícil parte en la vida de un gobernante
argentino. Exige gran inteligencia, conocimiento y compren-
sión de los hombres, habilidad, astucia a veces, el raro talen-
to de inspirar confianza y hasta un físico especial: salud a
toda prueba, ojos leales, voz convincente, manos afectuosas.
En este aspecto del arte de gobernar, Hipólito Yrigoyen no
será nunca superado.

Su patriarcalismo y su lentitud no significan que las cosas no


se hagan. Todo se hace. Para todo hay tiempo, pues Yrigoyen
trabaja el día entero.
Naturalmente, él no es el autor de todos los proyectos que
el Ejecutivo envía al Congreso, ni de todas las iniciativas que
no requieren sanción legal. En muchos casos, a él pertenece la
idea inicial, y entonces encarga su estudio y su realización en
forma de proyecto de ley -su “articulación”, como dicen bárba-
ramente los diarios y los políticos- a un técnico del ministerio
correspondiente. Pero aun cuando la idea sea del ministro o
de un correligionario o de una persona extraña a la adminis-
tración, él siempre ha de intervenir. Se hace explicar las ini-
ciativas, trátese de agricultura, o de finanzas, o de cualquier
materia. Los técnicos se asombran de su facilidad para com-
prenderlo todo. Al cabo de una rápida explicación, razona so-
bre el tema propuesto y hace objeciones y comentarios como
si fuera un entendido De ahí que cuanto se realiza durante su
gobierno lleva su sello personal. Los considerandos de los
proyectos que se envían a las Cámaras son siempre obra su-
ya, sea que él los haya sugerido o que haya intervenido en su
redacción. En estos considerandos suele afirmar alguno de
sus principios. Así en el proyecto sobre el azúcar, en donde
establece el concepto de la democracia integral.
Puede decirse, sin exagerar, que él dirige toda la adminis-
tración nacional y, en alguna parte, la de las provincias. No
318 Manuel Gálvez

hay obra pública que no haya sido considerada por él. Los di-
rectorios de los bancos oficiales no dan un paso importante
sin consultárselo. Interviene en todas las disposiciones de ca-
rácter policial, del mismo modo que en los ascensos en el
Ejército y en la Armada. ¿Ha surgido un proyecto relaciona-
do con el trigo, con el petróleo, con el azúcar? Si no son ini-
ciativas suyas, por lo menos es seguro que sus autores se las
han propuesto. No hablemos de las relaciones exteriores, que
él dirige personalmente; ni de las cuestiones sociales, que tra-
ta mano a mano con los obreros y las entidades patronales. Y
lo mismo ocurre en las relaciones con la Iglesia y en los con-
flictos universitarios y aun en pormenores de moralidad pú-
blica, como cuando -en la segunda presidencia- prohíbe a la
negra Josefina Baker salir al escenario desnuda.
Este sistema absorbente de Yrigoyen está de acuerdo con
su psicología de introvertido, con su convencimiento de que
realiza una misión providencial. No le faltan motivos para
considerarse un hombre extraordinario: todos se lo dicen.
Muy inteligente y perspicaz y gran conocedor de los hom-
bres, ve cómo junto a él son pequeños todos los que lo ro-
dean, todos los que conoce. ¿Cómo no creerse en la obliga-
ción de dirigirlos paternalmente? Personalismo llaman sus
enemigos al modo de gobernar de Yrigoyen. Y lo es, en efec-
to, pues nada se hace sin su anuencia. Pero cabe preguntar si
el sistema es bueno o malo. Es bueno cuando se traduce en
rapidez, como cuando Yrigoyen, impresionado por la cares-
tía de los artículos de primera necesidad, “ordena” al Inten-
dente de Buenos Aires que arregle eso en veinticuatro horas.
Al personalismo de Yrigoyen, a la imposición de su voluntad,
debe la patria la salvación de su independencia espiritual du-
rante la gran guerra. El personalismo es, a veces, la salvación
de un pueblo, lo que le lleva a sus grandes destinos. Es de
preguntarse qué hubiera sido Italia sin el formidable y crea-
dor personalismo de Mussolini. El personalismo puede ser
condenado cuando se traduce en opresión brutal, lo que no
sucede con Yrigoyen. Pero también es malo cuando conduce
a la lentitud administrativa, como en el caso de Yrigoyen. Un
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 319

hombre no puede abarcarlo todo, y menos cuando no posee


la experiencia del gobierno.
A los que están cerca de Yrigoyen los asombra su univer-
salidad. “Lo sabe todo”, afirman. Pero, ¿cuándo ha estudiado
Yrigoyen las mil diversas materias que se relacionan con la
ciencia del gobierno? Algunos dicen que se ha pasado a la vi-
da entre libros. No es verdad. El día en que asume el poder
no hay en su casa ni doscientos volúmenes, y su existencia,
desde hace treinta años, es la menos propicia a la lectura, sal-
vo en los días que transcurre en el campo. En los diarios ha
aprendido mucho. Pero casi todo lo que sabe procede de su
intuición poderosa.

Política y gobierno están unidos en sus preocupaciones.


Aunque da empleos a personas ajenas al radicalismo, hace
gobierno de partido. En sus documentos oficiales incluye los
principios del radicalismo y juzga severamente, agresivamen-
te, a los gobiernos del Régimen. Es un gobierno de combate
el suyo. La lucha contra el Régimen adquiere proporciones
grandiosas. Yrigoyen echa abajo a los gobiernos de provincia
que pertenecen al Régimen y el Régimen lo ataca desde la
prensa y también por boca de sus grandes parlamentarios.
Yrigoyen gobierna sin prensa, lo que lo coloca en una si-
tuación de inferioridad. El diario oficial, que no tira más de
veinte mil ejemplares, no es leído ni por los radicales. Los
“colosos del periodismo” están en su contra. Los grandes dia-
rios son insobornables, pero otros, importantes también, no
carecen de sensibilidad ante los avisos oficiales. Los gobier-
nos anteriores no sólo hacían esto sino que subvencionaban a
los diarios. En las provincias también lo hacen algunos go-
biernos radicales. Yrigoyen, intransigente y moralista, jamás
consiente en atenuar la crudeza de la oposición dando avisos
a los periódicos que lo atacan.
Todo gobierno, y con mayor razón si es combatiente y
agresivo, necesita de una buena prensa. De otro modo, sus
actos serán tergiversados o callados. Así ocurre, por ejemplo,
cuando el gobierno de Yrigoyen abarata ciertos artículos de
320 Manuel Gálvez

primera necesidad: los grandes diarios, por servir al comer-


cio que les paga avisos, no mencionan los lugares de venta.
Yrigoyen no tiene buena prensa, y mediante su actitud para
con los periódicos aumenta la antipatía que le profesan. Ja-
más consiente en que le hagan un reportaje, y los periodistas
-“los corresponsables”, como él los llama- no tienen entrada
fácil en la Casa de Gobierno. Se los mira como a enemigos. Lo
son, pero otro gobernante trataría de atraerlos. Yrigoyen no
ha de estar lejos de considerarlos como gente venal y sin prin-
cipios. Y cuando la lucha es más violenta, ordena la clausura
de la oficina de los periodistas en la Casa de Gobierno.
Él se defiende desde el diario oficial. Todas las mañanas va
el redactor en jefe a hablar con él. Yrigoyen, a veces, le sumi-
nistra ideas para los artículos. También suele poner los títulos
a ciertos editoriales. Generalmente evita las formas agresivas.
Una vez, sintiéndose calumniado por un gran diario de nom-
bre femenino, dispone que se escriba un artículo contra su
conducta, y le ordena al redactor este título: “Ramera”.

No menos le preocupa la política dentro de su partido.


Desde que es Presidente no va al Comité Nacional, ni influye
en las elecciones de autoridades ni en las de candidatos a los
cargos parlamentarios, salvo en ciertos casos excepcionales.
Pero sabe todo lo que ocurre en el partido, y utiliza su posi-
ción para resolver las dificultades que la ambición origina en-
tre sus correligionarios. A quien amenaza con una disidencia,
hay que darle un buen puesto para que quede tranquilo. Al
que tiene demasiados humos, se los quita levantándole un ri-
val: ya he referido cómo hace nombrar ministro en cierta pro-
vincia a una persona sin capital político, pero de la misma
localidad que cierto caudillo con grandes pretensiones.
El temor a las disidencias lo perturba. Las disidencias no
lo son con respecto a él, sino simples rencillas entre los radi-
cales. Por causa de esas divisiones puede volver el Régimen.
Retrocederá el país a las épocas nefastas de su historia. Las
disidencias le llevan muchas horas, pues las hay en cada pro-
vincia permanentemente, y esto lo obliga a recibir delegacio-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SA

nes y a trabajar por el entendimiento entre los bandos rivales.


Para evitar las disidencias que lo anuncian, recurre a veces a
singulares procedimientos, en los que entra en acción su astu-
cia. He aquí un caudillo provincial, que, por su gran arrastre,
puede promover la más grave de las secesiones. Yrigoyen, co-
nocedor de los hombres, encuentra la solución salvadora.
Hace llamar al caudillo y lo incorpora al acuerdo de minis-
tros. Le informa sobre el tema que se está tratando y que él y
sus ministros ven de modo diverso. “Sabiendo que es usted
una autoridad en la materia, lo he llamado para que nos ilu-
mine con sus luces.” El caudillo, abogado de modestas luces,
dice no tener autoridad para Opinar ante personas tan prepa-
radas como el ministro tal o el ministro cual. Yrigoyen, en un
minuto, le demuestra el poco respeto que tiene por sus minis-
tros: a dos de ellos les ordena algo en términos de reprimen-
da. El visitante da su opinión. Mientras habla, Yrigoyen lo in-
terrumpe de cuando en cuando para dirigirse, ya a uno, ya a
otro de los ministros y preguntarles: “¿Oye usted, doctor tal?
¿Qué me dice, doctor Cual?”. Ha terminado. Yrigoyen se le-
vanta, lo abraza y le dice: “Yo pienso exactamente como us-
ted”. Y lo acompaña hasta la puerta del salón. El caudillo, que
es hombre de ambiciones, renuncia en lo íntimo a toda disi-
dencia, convencido de que, en cuanto se produzca una vacan-
te en el gabinete, será ministro.

La obra y los procedimientos de gobierno de Yrigoyen son


los que corresponden a un introvertido. Relativamente esca-
sas obras públicas y realizaciones materiales. Es el suyo un
gobierno de orientaciones morales, de afirmación de princi-
pios. Su obra de gobernante, como su obra de conductor de
hombres, es una prolongación de su interioridad, de sus hon-
das preocupaciones políticas, sociales y espirituales.
Los grandes gobernantes ante la historia no son los que
construyen caminos y edificios o administran bien, sino los
que señalan a su pueblo nobles orientaciones, los que encar-
nan grandes ideas y las imponen entre los hombres.
.

o 0

15 a e mos ¿De AA €>


7 -

'

Adri 0 09 del rn A carr EA


0 NA PO di e ro ds AA
Uds 167 MIA der pr úl a MO A A
ENS TS JA EEN
E TAS AG CAES A A
A e e Rs A AAA.
caia
sb hor ds arto de ados lr A
Ai arde DAA lor 2 a Meana vil
A A A E TN A E
sm AE E AS a e tad de
E A A
AT A ST EO rbd an ai
TE A A
ADA
pr nad tiren de] Puente loan:
rec lcd rr a rt
A A EPIA
ÓN E ON iodo: 2 lim UA 57

¿Sara ad O 28hu
3) "Mu ralaghY e ¡ona "a

LITO A TA ROLE EA an
4) HER» oe Emb El, AO
e Mea ñe e lañ pd El
ilAm pa
ALOE bois> puja EN
ir Da" MM A

1: au» Ed a
ws marrtady dire o
A ES A
mesas al de ins res a
y rio O
uba orich cc A de A
A
E A
pe er
dis a RN
"AR Pad Jud A
ob de pino E '
soba o E
detaida
De e

Bill AE AN: ' rl b y


MAL
a.
» ES
III. Ética

ipólito Yrigoyen ha llegado a la presidencia con el


más grande prestigio moral que puede alcanzar un
hombre. Es tal vez el único prestigio que tiene, apar-
te de ciertas cualidades personales, como la astucia, la bon-
dad o la generosidad, que no son necesarias a un gobernante.
Nadie habla del talento de Yrigoyen, ni de su saber; pero to-
do el mundo exalta su honradez. Este prestigio se ha formado
en treinta y cinco años, y a él han contribuido personalidades
como Aristóbulo Del Valle, Carlos Pellegrini y Roque Sáenz
Peña. Se sabe que durante la crisis del “90, que ha sido tam-
bién una crisis moral, Hipólito Yrigoyen fue uno de los pocos
hombres que cumplió sus compromisos con los bancos. Se sa-
be cómo se condujo durante la revolución del “93 en la provin-
cia de Buenos Aires. Se sabe que vive austeramente, en una
casa modestísima; que no asiste a fiestas ni a teatros. Se sabe
que no bebe, ni juega, ni fuma, ni toma café, ni siquiera mate,
a pesar de ser tan criollo. Su única debilidad es aquella que to-
do argentino disculpa, en el caso de considerarla como tal: las
mujeres. Y aun en esta materia, se lo sabe reservadísimo, y no
se le conocen deslealtades ni miserias, tan frecuentes, aun en
los mejores hombres, cuando se trata de lograr una mujer.
Pero también le ha dado el gran prestigio moral su actitud
no conformista con nuestras inmorales prácticas políticas.
Los hombres están siempre dispuestos a reconocer las buenas
intenciones de los que se han pasado la vida condenando a
los otros. Yrigoyen, en sus escritos, como en sus monólogos
ante sus visitantes, se ha expresado con la máxima indigna-
ción posible contra las corrupciones del Régimen. “Es una des-
composición de mercaderes donde nada se agita por ideal algu-
no”, ha dicho. Y los gobernantes del Régimen le parecen “reos
de los más grandes delitos que se hayan cometido en las so-
ciedades humanas”. ¿Cómo no creer en la severa moralidad
de un hombre que dice estas cosas, en un tono tan sincero,
324 Manuel Gálvez

con un dolor tan hondo por el estado de su patria? ¿Y sobre


todo cuando se confronta su existencia con la de los hombres
del Régimen, que no ocultan sus sensualismos de poder, de
lujo, de buena vida? ¿Quién ignora que Pellegrini jugaba, que
amontonaba cantidades de fichas en los cuadrados de las ru-
letas? ¿Quién no ha visto a Sáenz Peña con un gran cigarro
habano en la boca? ¿Quién no tiene referencias O anécdotas
sobre el materialismo de nuestros políticos, inclusive de los
más capaces y de los más decentes?
Yrigoyen se siente amado por el pueblo al llegar al poder,
pero sabe que su fuerza reside en aquel prestigio moral. Nada
le costará conservarlo. El que ha renunciado a todos los hala-
gos de la vida desde su juventud, el que viene predicando la
pureza administrativa y la más estricta moral política desde
hace veinticinco años, no va a tolerar en su gobierno ninguna
forma de inmoralidad. Así lo cree el país entero, aun sus pro-
pios enemigos.

El primer día que se reúne el Presidente con sus ministros


se habla de ética administrativa. Yrigoyen, que tan tremendas
cosas ha dicho contra el Régimen, no está lejos de creer que
los empleados, en su mayoría, son coimeros o ladrones. Pero
es posible que su gran triunfo le haya atenuado un tanto este
juicio: nada nos hace tan optimistas como el éxito. Y segura-
mente por esto, en esa primera reunión se establece que el go-
bierno radical no viene a castigar, sino a reparar. Tomemos
nota de estas palabras importantes: no a castigar sino a repa-
rar. Se castigarán las faltas que se cometan desde ese día en
adelante, no las que se han cometido durante el Régimen. Lo
único que corresponde, por el momento, es levantar un in-
ventario del estado de la administración.
Esta actitud de Yrigoyen ante el vencido es de una rara ge-
nerosidad. Ha estado preso y desterrado; ha padecido en los
pontones de la armada; ha sido destituido de sus cátedras;
sus amigos han sufrido como él y han visto cerradas todas las
puertas; y sin embargo él llega al poder y no se venga. No
quiere que se castigue a nadie. Ni siquiera se destituye a los
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO LS

funcionarios: quedan aquí y allí, en altas posiciones adminis-


trativas, algunos enemigos del radicalismo. Cuando terminen
en sus funciones no serán nombrados nuevamente, como es ló-
gico; pero por ahora, pueden dormir tranquilos. Hay una au-
téntica grandeza moral en esta actitud de Hipólito Yrigoyen.
Es su misma actitud cuando la revolución del 93. Sus enemi-
gos están asombrados. Uno de ellos, ex ministro de dos o tres
presidentes, había llegado a decir que los adversarios del ra-
dicalismo tendrían que emigrar pues les sería imposible la
vida en Buenos Aires. Mucha gente ha creído que el partido
radical reproduciría escenas de la revolución francesa, cuan-
do gobernaban los clubes y las turbas; que los enemigos del
nuevo régimen serían perseguidos; que los ladrones públicos
serían colgados de los faroles. Ninguna clase de persecucio-
nes se realizan, ni las más modestas. ¡El gobierno radical no
tiene por misión vengarse ni castigar!
Eso sí: los empleados tendrán que trabajar de veras y ser
honrados y parecerlo. Se les dará un plazo para que levanten
los embargos, a aquellos que los tienen; y se les prohibirá ejer-
cer más de un cargo público y el tramitar, directa o indirecta-
mente, asuntos administrativos. Cuando alguien les haga “im-
putaciones delictuosas” deberán acusar por calumnia ante la
justicia. Todo esto se establece en un decreto que aparece en
seguida. El Presidente llega a proponer, en su energía morali-
zadora, que los radicales, aunque estén fuera de la administra-
ción, no puedan tramitar asuntos administrativos. Alguno de
los ministros observa el excesivo rigor de esta prohibición,
pues todos los habitantes de la República tienen derecho a tra-
bajar honradamente en la forma que quieran. Yrigoyen con-
testa diciendo que esa prohibición significará un nuevo sacri-
ficio que esos ciudadanos deberán imponerse “para mantener,
de la manera más expresiva y evidente, el altísimo concepto
del gobierno que se había dado a la República, de manera que
estuviesen siempre a cubierto de toda suposición maldicien-
te, y para reproducir en el poder las grandes enseñanzas y los
magnos ejemplos que se consagraron desde la escena de la
opinión pública”. Pero termina por retirar su proposición.
326 Manuel Gálvez

En las oficinas del gobierno se ha trabajado siempre muy po-


co. Los empleados nunca han sido puntuales ni se les ha exigi-
do puntualidad. Los funcionarios de cierta categoría están en
sus despachos el menor tiempo que pueden. Todos hemos co-
nocido a algunos que sólo asistían dos o tres veces por semana.
De jueves a sábado, los empleados se pasan las horas comen-
tando las carreras que se realizarán el domingo; y de lunes a
miércoles, las carreras que se realizarán el jueves. Hay un te-
léfono en cada oficina, que sirve a los empleados para pasar-
se las horas conversando con sus amigas. Todas las tardes se
les sirve a los empleados un suculento té con leche y pastas. Y
en las vísperas de la toma del mando, nada se hace. Un diario
conservador, vale decir partidario del gobierno, observa la pa-
rálisis progresiva en las oficinas. “Fuera de la tarea de ubicar-
se, en una especie de sálvese quien pueda”, nadie trabaja.
Yrigoyen decide terminar con estas malas costumbres.
Desde el día en que asume el poder, los empleados no faltan
nunca a la oficina y llegan puntualmente. No es improbable
que el temor entre por algo en esto; pero puedo asegurar la
exactitud de lo que afirmo. Se retiran los teléfonos de las ofi-
cinas que no los necesitan. Y los suculentos comestibles que
acompañaban el té con leche son reemplazados por escasos y
modestos bizcochos.
Pero los empleados están contentos. Se les ha anunciado
que se aumentaría la jornada a ocho horas, y esto no se reali-
za. Y sobre todo, que Yrigoyen no piensa echarlos sin motivo.
Los empleados trabajan ahora. Y se trabaja más que nunca en
los colegios nacionales y en las escuelas normales. El ministro
a quien le atribuyen graciosos y macarrónicos latines no será
una lumbrera, pero hace trabajar a la gente. Vigila y hace vi-
gilar. Y algunas cosas andan mejor que antes, cuando había
ministros de ciencia y de talento.

Yrigoyen cumple su palabra: su gobierno moraliza pero no


castiga. He aquí la cuestión de las tierras públicas. Apenas ha
asumido el gobierno cuando produce un decreto reivindican-
do cerca de un millón de hectáreas para el Estado. Luego vie-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SL

nen otros decretos. Se llega así a seis millones de hectáreas.


Estas tierras están en los territorios del sur, en la Patagonia, y
han sido malvendidas durante los gobiernos del Régimen. La
venta de esas tierras representa sucios negocios de millones y
millones de pesos: comisiones, coimas, arbitrariedades. Un
latifundista tenía trescientas cincuenta y cinco mil hectáreas.
A veces los compradores, los que aparecen como tales, son
personas modestas, que se han prestado a un juego sólo be-
neficioso para las grandes compañías extranjeras. Un pelu-
quero que trabaja en una casa de la calle Florida revela cómo
un cliente del negocio lo ha complicado en la compra de un
lote, del que nada quiere saber. Escándalo enorme. El país se
conmueve ante las revelaciones de los decretos. Surgen los
grandes enemigos de Yrigoyen. Los diarios que combaten al
radicalismo encuentran motivos para atacar al Presidente por
esos decretos. Politiquería. Lo cierto es que Yrigoyen ha recu-
perado para el Estado una cantidad de tierras equivalente a
un poco más de la tercera parte de Bélgica.
Pero no castiga a nadie. No se procesa a los negociantes de
la tierra pública, ni a los funcionarios cómplices.

Hipólito Yrigoyen es uno de los raros gobernantes a quienes


el poder no aparta de sus costumbres austeras. Sigue vivien-
do en la misma casita modesta que todo el mundo considera
indigna de un presidente. Los que se guían por exteriorida-
des creen que el vivir allí puede restarle autoridad. Es lo con-
trario: la casita modesta le da mayor autoridad moral ante el
pueblo. Él lo sabe. Nadie conoce mejor los sentimientos del
pueblo, que exige austeridad en los gobernantes. Tal vez por
esto mismo él se queda allí, en la casa que sus enemigos lla-
man “la cueva”, vale decir, el escondrijo del que Yrigoyen
-"el Peludo”, como ellos lo apodan irreverentemente- nunca
ha salido para ver el mundo.
Algunos objetan que la austeridad de Yrigoyen es la del
gaucho y que vive pobremente porque, siendo un primitivo,
carece de necesidades. Al gaucho le bastan las paredes pela-
das del rancho, el mate, un zoquete de carne y un caballo. Es
328 Manuel Gálvez

verdad, pero el santo necesita todavía menos que el gaucho.


El poder convierte en sibaritas a los hombres más austeros.
Uno de ellos, elegido gobernador de una provincia, aprendió
a fumar y se hacía pagar por el gobierno -millares de pesos
cada año- los cigarros habanos para él y sus amigos. Decir de
Yrigoyen, a propósito de su austeridad, que es un gaucho, me
parece elogiarlo. El gaucho fue un noble tipo humano, que vi-
vió con austera pobreza y con rara dignidad.
A todos los presidentes se les hace obsequios. Juárez Celman
tenía llena su casa con los regalos de los adulones. A Yrigoyen
también se los envían: nunca falta alguien que ignore su aus-
teridad. Y lo mismo que, siendo comisario, no aceptó el carrua-
je que intentaban regalarle los vecinos, y que, siendo profesor,
no aceptó los obsequios que quisieron hacerle sus alumnas, el
presidente Yrigoyen rechaza sistemáticamente todo lo que le
envían, salvo las flores.
No quiere que su cargo le represente privilegios. En cierta
ocasión, los campos de la provincia se inundan. Los animales
mueren por millares. Yrigoyen tiene muchos en los campos que
arrienda. Alguien -acaso las autoridades de la provincia- le pro-
pone retirarlos antes que llegue allí la inundación. “Mientras no
hayan sacado la hacienda del último vecino -contesta Yrigoyen-
no sacarán la mía.” Otra vez, con motivo de que los propieta-
rios de animales vacunos se niegan, por el bajo precio que les
ofrecen, a venderlos para el consumo de la capital, se le pro-
pone a Yrigoyen comprarle a buen precio sus ganados; y él
rechaza la oferta con indignación. Lo mismo ocurre cuando
un banco extranjero le ofrece un crédito de doscientos mil pe-
sos. Y recordemos que paga su boleto cuando hace el viaje a
Bahía Blanca y las numerosas veces que va a su campo.
Los ataques de la oposición no le preocupan sino cuando
se refieren a su honradez. La menor duda lo ofende. No quie-
re intentar defensa alguna. Él que ha renunciado a sus suel-
dos de presidente, que vive como un pobre, que ha cumplido
sus compromisos con los bancos en una época en que nadie
cumplía, ¿va a contestar a los que lo acusan de complicidad
en negocios sucios? He aquí que sus enemigos creen haber
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 329

descubierto un negocio en una exportación de acero. Salvo al-


gún pasquín, nadie lo acusa a él, sino al ministro de Hacienda
y a quien tramitó el permiso. Pero Yrigoyen, que tiene una ra-
ra sensibilidad para los fenómenos colectivos, oye el ruido de
la calle. Adivina que sus enemigos dudan de su honradez. Y
una tarde, ante el asombro de los ministros, declara estar dis-
puesto a abandonar la presidencia. Los ministros no han ju-
rado reserva y la noticia se difunde. Un gran diario, a pesar
de que lo combate con frecuencia, lamenta que el Presidente,
“poco ejercitado todavía en los sinsabores del gobierno”, ha-
ya entendido “que podrían derivar sombras para su honora-
bilidad personal, de los reparos que se le formulaban”. El
gran diario insiste en que el sentimiento que mueve al Presi-
dente “no puede ser más digno de respeto y de loa, pero que
se aviene poco con la índole de las contrariedades inherentes
al ejercicio de su magistratura”.
Yrigoyen no se defiende sino cuando está en el destierro, y
solamente lo hace en sus escritos ante los jueces. Pero si él pue-
de renunciar a su defensa, él, que cree en la justicia absoluta y
cuya honradez es notoria, no sucede lo mismo con algunos de
sus correligionarios. ¿Cómo no han de defenderse el hombre
honrado, pero no conocido de todo el mundo, y el ministro
cuyo nombre ignoraba el país hasta ayer? Uno de sus amigos,
acusado en el Congreso de haber tramitado un pedido de ex-
portación, quiere defenderse. Yrigoyen se lo prohíbe. Ante su
desesperada insistencia, Yrigoyen le ofrece el cargo que quie-
ra, con tal que no se defienda. El partidario lo rechaza y es-
cribe una carta violenta -que no llega a publicarse- contra el
ministro, y sólo entonces Yrigoyen lo autoriza a su defensa.
Este ministro ha sido acusado de grandes negocios. Es co-
merciante -consignatario, martillero, exportador-, pero al ser
nombrado ministro ha dejado la dirección de la casa, en la que
su participación en las utilidades es muy pequeña. Los ata-
ques de la oposición adquieren extraordinaria violencia. El
pueblo llega a creer cuanto le dicen los diarios enemigos. El
ministro pasa horas angustiosas. Lo acusan de sucios negocios;
y su casa de comercio está pasando por momentos difíciles,
330 Manuel Gálvez

precisamente a causa de las restricciones gubernativas. Le ha


pedido a Yrigoyen que le permita defenderse. Yrigoyen no
quiere. Contestar, a su juicio, es rebajarse. El ministro insiste,
ruega. Yrigoyen dice: no. Ahora el ministro no ruega más. Su-
fre en silencio: ¿Por qué no renuncia y se defiende? ¡Ah, quie-
nes eso arguyen, ignoran lo que es el poder de Yrigoyen, el
respeto a Yrigoyen, la fascinación de Yrigoyen! Imposible
oponerse a él. Para eso se precisa un coraje que el ministro no
tiene. Y un día, terminada apenas la presidencia de Yrigoyen,
el pobre hombre, desesperado, arruinado en sus bienes, por
causa de la austeridad de Yrigoyen, y en su honor, por causa
de las calumnias enemigas, se pega un tiro.

La preocupación moralizadora de Yrigoyen se manifiesta


en las más diversas formas, y abarca no solamente la admi-
nistración nacional sino también las provinciales y municipa-
les y hasta la conducta personal de sus amigos. Su ojo vigilan-
te está en todas partes. Allí donde se comete una inmoralidad
llega su telegrama admonitorio. A sus amigos les prohíbe que
sean abogados o directores de las compañías extranjeras. “No
incurramos en las corruptelas del Régimen”, les dice.
El gobierno de Tucumán ha comprado, por dos millones
setecientos mil pesos, el edificio del hotel y casino que le fue-
ra ofrecido anteriormente en ochocientos mil. La provincia
pasa por una mala situación financiera, y las acciones de la
empresa se cotizan a un peso. Yrigoyen, invocando razones
de solidaridad, e interesado en que no se sospeche de ningún
gobierno radical, telegrafía al gobernador. Le dice que “se ha-
ce indispensable justificar de la manera más amplia todas las
circunstancias” que han decidido al gobierno de Tucumán a
realizar ese negocio. No es posible escribir peor que como to-
do el telegrama está escrito. Pero tampoco es posible un ma-
yor anhelo de moralidad administrativa.
En otra ocasión se anuncia que la Legislatura de Jujuy va a
designar senador nacional a uno de los ministros de Yrigoyen,
nativo de esa provincia. Largo telegrama al presidente de la
Legislatura, en el que Yrigoyen se remonta a las extrañas di-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sol

vagaciones ético-místicas que les son caras. Su actitud es


magnífica. Al contrario de los hombres del Régimen, que de-
jaban una gobernación para ir a ocupar pocas semanas des-
pués una senaduría, Yrigoyen establece, para los gobernantes
radicales, la regla de conducta de que desde “los estrados del
poder” pasarán directamente a sus casas y de allí “a las filas
de la opinión”.
Los gobernantes del Régimen solían apañar las inmoralida-
des de sus amigos. No sucede así ahora, por obra de Yrigoyen.
La municipalidad de Buenos Aires llega a declarar en comi-
sión a empleados de cierta oficina, a los que ella acaba de nom-
brar, y por no estar segura de su moralidad. La ropa sucia no
se lava en casa, como en otros tiempos. El comité radical de
Córdoba publica una violenta requisitoria contra el gobierno
radical de esa provincia. Sin duda es malo que quieran impo-
nerse los comités, pero la actitud del de Córdoba es respeta-
ble, por tratarse de un gobierno salido de su propio seno.
No hay cosa inconveniente que pase inadvertida a este tre-
mendo moralizador. Una fea inconveniencia de esos años es
la enseñanza de ciertas partes de la puericultura en las escue-
las de niñas: Yrigoyen suprime esa enseñanza innecesaria.
Lástima que su afán moralizador sea, a veces, mal imitado. Es
el caso del gobernador de Córdoba, que suprime el estudio
del desnudo en la Academia de Bellas Artes, por considerar-
lo “atentatorio a la moral”...

Las carreras de caballos constituyen, para los argentinos,


algo así como las corridas de toros para los españoles. Largas
horas se malgastan hablando de ellas. Al subir Yrigoyen al go-
bierno, hay carreras los domingos, los días festivos y los jue-
ves. Los empleados no trabajan por estudiar los programas.
Un juez, a cambio de buenos datos, permite al secretario faltar
al juzgado para ir a las carreras del jueves. Estas carreras para-
lizan la administración durante el miércoles y el propio jueves.
Aparte de este perjuicio, las carreras son un cáncer para es-
te pueblo de jugadores. Millares de empleaditos pierden allí
sus sueldos. Millares de familias descienden a la miseria. El
HOZ Manuel Gálvez

domingo la tentación es menor. Pero el miércoles y el jueves


la tentación está en los labios del que entra en las oficinas
-periodista o tramitante de asuntos, o simple amigo-, pues
ofrece “datos” a los empleados.
Los gobernantes anteriores a Yrigoyen, vinculados todos
con el Jockey Club -como que, aparte de ser socios, de allí
salían sus candidaturas-, no han visto estos males. Yrigoyen
los conoce. Apenas sube al gobierno circula el rumor de que
serán suprimidas las carreras. Al pueblo no le place la noticia.
Las carreras constituyen su gran pasión, acaso su única pa-
sión. Menos les place a los criadores de caballos de raza, a
los propietarios de las caballerizas. En el Jockey Club hay te-
rror. La supresión de las carreras es la ruina de los haras, de
los studs. Numerosas personas conocidas se arruinarán. El
Jockey tendrá que desaparecer. Pero Yrigoyen no las suprime
por el momento.
Lleva cuatro años de gobierno, cuando termina el plazo
concedido por la ley al Jockey Club para organizar carreras
en los días de trabajo. En el Congreso hay un movimiento inu-
sitado. Hombres elegantes van y vienen, conversan con sena-
dores y diputados. Yrigoyen tiene noticias de esos conciliábu-
los, pero nada les dice a los parlamentarios de su partido.
Acaso no cree, no puede creer, que sus amigos, confabulados
con los hombres del Régimen, voten por la prolongación de
semejante ley. Tampoco ellos lo consultan. Y en pocos días,
los últimos de las sesiones ordinarias de ese año, numerosos
parlamentarios radicales, de acuerdo con sus colegas del Ré-
gimen, votan por la continuación de la ley. Seguirá, pues, ha-
biendo carreras los jueves.
Pero el presidente Yrigoyen veta la ley. Las palabras de su
decreto son magníficas. Habla de la “ingrata impresión que le
ha causado la preferencia dada a este asunto, mientras que
otros de verdadero y urgente interés público esperan desde
hace largo tiempo una resolución”. En vez de sancionar la ley
sobre salud pública o la ley sobre justicia social, el Congreso,
“dejando de lado todas las justas y clamorosas protestas del
pais”, ha empleado sus últimas horas de labor en “contemplar
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 333

los intereses de instituciones particulares, que deben soste-


nerse por sí mismas, mucho más cuando son notoriamente
pudientes”. Concibe que, “por solaz y esparcimiento”, haya
carreras en los días festivos, pero considera “inadmisible que
en un centro como esta capital, donde la base principal de vi-
da es el trabajo de todos, se creen, por obra de los poderes pú-
blicos, mayores incentivos al abandono de las ocupaciones y
al malgasto del dinero, que en muchos casos se saca de la an-
gustia de los hogares, ofreciendo a la vez el ingrato espec-
táculo de que, mientras sus habitantes están entregados a la
labor común, miles de personas de ambos sexos se desgastan
en la disipación que mata el espíritu de ahorro y fomenta uno
de los grandes factores del malestar económico del pueblo”.
No admite que las carreras se justifiquen por la caridad, a que
son dedicados parte de sus ingresos. Es “errónea concepción
y falsa excusa, porque jamás los males morales y físicos del
pueblo se remedian en esta forma, sino, antes bien, se hacen
cada vez más hondos”. Y termina juzgando una cuestión de
patriotismo el vetar la ley.
Los enemigos de Yrigoyen lo acusan de electoralismo: ha-
laga al pueblo para obtener votos. Sin embargo, él sabe que el
pueblo adora las carreras, que en los grandes premios se con-
gregan en el hipódromo más de cien mil hombres -cien mil
votantes-, y veta la ley sobre las carreras de los jueves. Acto
de valor, es también una lección de ética al Congreso. Gran-
des masas de pueblo han podido darle la espalda. Pero el
pueblo aplaude. Las mujeres bendicen al presidente morali-
zador. Los únicos descontentos son los cabañeros y los pro-
pietarios de caballos. Estos hombres pasan automáticamente
a la oposición, si no estaban ya allí. El Jockey Club se convier-
te en el principal reducto de los enemigos de Yrigoyen.

A pesar de su perspicacia y de su conocimiento de los


hombres, Hipólito Yrigoyen es ingenuo. Solamente un inge-
nuo ha podido creer que bastaba el advenimiento del radi-
calismo al gobierno para que cambiase la moral política y
administrativa.
334 Manuel Gálvez

Yrigoyen, como buen introvertido, no ha contado con el


hombre -con la miseria y debilidad del hombre- en sus vein-
ticinco años de lucha. Ha visto a su lado la deslealtad, la pi-
llería, la cobardía, y no ha perdido nada de su optimismo, de
su fe absurda en el ser humano. ¿Cómo cree que los radicales,
sólo por pertenecer a un partido que predica la pureza políti-
ca y administrativa, han de ser puros? El haber padecido no
es garantía de honradez. ¿Y cuántos han padecido? En su in-
mensa mayoría, los radicales son afiliados recientes, que no
lo conocieron a Alem, ni combatieron en las revoluciones, ni
han luchado ni padecido. Millares de ellos provienen de los
gobiernos anteriores y tienen empleos.
Una cosa es Hipólito Yrigoyen y otra los radicales. El,
moralista por temperamento y discípulo de Krause, tiene am-
biciones de perfección moral; pero muchos de sus parciales,
sobre todo los que no se han formado en ambiente de auste-
ridad, no ambicionan sino el poder y los cargos públicos.
Yrigoyen no ha contado con el hombre real, sino con un
hombre abstracto, el hombre que ve y concibe el introvertido.
Ha ignorado que en un país materialista, en donde la supre-
ma aspiración es la vida regalada, el hombre se corrompe en
el ejercicio del poder. Nada tan corruptor como el poder. Si el
Régimen practicó los vicios, fue porque tuvo el poder. Los ra-
dicales hacen lo mismo. Comienzan siendo virtuosos y poco
a poco se van echando a perder. Lo mismo que los hombres
del Régimen, aunque en menor grado, llegarán a los fraudes
electorales, a los negocios sucios, los abusos del poder. La
diferencia es que los hombres del Régimen, cínicos, recono-
cen sus faltas, y los radicales, hipócritas, las niegan. Es que
los radicales conservan su ideal de pureza, aunque pequen.
Su caso se parece al de los cristianos que no hemos alcanza-
do la perfecta virtud: veneramos el Decálogo como a nuestro
ideal, si bien faltamos contra él con irresistible frecuencia.
Pero Yrigoyen no cree si alguien le habla mal de la moralidad
de alguno de sus amigos. Es que esos hombres, correctos en
otro tiempo, se han corrompido en el gobierno. Yrigoyen, op-
timista, ingenuo, los sigue viendo tales como fueron. El intro-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 3399

vertido no cambia así no más de opinión, no confronta sus vi-


siones interiores con la realidad. Pero por esta misma intro-
versión, Yrigoyen es una poderosa fuerza ética.
Una poderosa fuerza ética. Por él, por amor a él, machis-
mos hombres de su partido son útiles y honrados. Sin él serían
unos pillos. Más de un semianalfabeto se convierte en buen
empleado sólo por hacer honor “al doctor”. El espíritu de
Yrigoyen está presente en millares de corazones. Esta presen-
cia los conduce al bien, como podría conducirlos al heroísmo.

Pero Yrigoyen es también, en otro sentido, una fuerza co-


rruptora. Corrompe sin proponérselo, sin sospechar que está
corrompiendo a las gentes.
Yrigoyen, como todos los sentimentales, necesita ser ama-
do y admirado. No le basta con saber que existen esa admi-
ración y ese amor: le complace verlos, oírlos, sentirlos en su
entorno. Por otra parte, él cree haber salvado al país, estar
realizando una obra única, y necesita que su partido y su
pueblo lo alienten y lo apoyen. Por estos motivos, fomenta la
adulación. Recibe cartas en las que se lo elogia de vergonzo-
sa manera. Hasta llega a comparárselo con Jesucristo, en unos
versos que publica el diario oficial. No tiene la virtud -acaso
porque él mismo se alaba escandalosamente- de hacer callar
a los que le adulan. Muchos de los serviles lo hacen sincera-
mente, convencidos de cuanto dicen. Pero otros lo hacen por
interés. Le ha tocado a Yrigoyen gobernar en época de crisis.
Todo el mundo quiere empleos. En esta lucha por los empleos
triunfa generalmente el que mejor adula. Un artículo exage-
radamente bombástico suele significar para el firmante un
buen cargo. El servilismo produce hasta cargos ministeriales:
a cierto camarista provincial que le comunica o explica sus
votos en diversos asuntos, lo nombrará ministro en su segun-
da presidencia. La soledad espiritual de Yrigoyen necesita la
adulación. También necesita los elogios su misma obra, tan
incomprendida, tan violentamente atacada por la oposición.
No cuenta con ningún diario de importancia. Sus actos de
gobernante son todos, sistemáticamente, objeto de violentos
336 Manuel Gálvez

comentarios o de burlas. Los elogios de sus correligionarios,


las cartas que le escriben, las palabras adulonas de sus visi-
tantes, reemplazan a las alabanzas de los diarios, que no han
faltado a los anteriores presidentes. Todo eso fortalece su fe
en sí mismo, que él'necesita para su política audaz, distinta,
en muchos sentidos, de cuanto se ha hecho hasta entonces.
Sensible al chisme, a pesar de la nobleza y elevación de su
alma, hace caso de cuentos, de delaciones. Sin proponérselo,
pues, corrompe en este sentido, fomentando esas bajezas in-
directamente. Y corrompe al pueblo dándole dinero. Fortu-
nas enteras desaparecen en dádivas a los humildes. Yrigoyen
se arruina a sí mismo y empobrece a sus amigos adinerados.
Hace distribuir billetes por bondad, por remediar necesida-
des ajenas. Pero también por política. En vísperas de llegar a
una ciudad, personeros suyos reparten dinero entre los po-
bres. Cuando se trata de gentes necesitadas, no se lo puede
criticar. Pero a veces reciben el dinero quienes no padecen
hambre. La dádiva tiene por objeto, muchas veces, convertir-
los en correligionarios, en fervientes admiradores suyos. El
enemigo de sus principios éticos es su compasión. La miseri-
cordia, excelsa virtud en los simples ciudadanos, puede ser
defecto en los gobernantes. Su misericordia lo lleva también,
al final de la primera presidencia y en la segunda, a llenar de
empleados innecesarios ciertos departamentos de la adminis-
tración. La misericordia lo lleva, igualmente a anarquizar y
desmoralizar. He aquí un agente de policía, dado de baja por
inservible y díscolo. El individuo recurre a alguno allegados
de Yrigoyen, quien ordena que sea readmitido en la misma
comisaría y en el mismo cargo. Esta obra de misericordia -en
Yrigoyen no hay otra intención- le hace perder al comisario,
desprestigiado por el Presidente de la República, toda su au-
toridad ante sus inferiores.

Sus amigos no siempre le obedecen, sobre todo si su inte-


rés está en juego. Así, en materia electoral. Los radicales han
hecho fraudes más de una vez; Yrigoyen lo ignora o no lo
cree. Los que lo rodean se ponen de acuerdo para engañarlo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 397

Les es muy fácil destruir, en el espíritu de Yrigoyen, los ata-


ques de los diarios enemigos: los mueve el Régimen. Yrigoyen,
como ya sabemos, es propenso -y sus explotadores no lo ig-
noran- a ver en la menor crítica una maniobra siniestra del
Régimen. Y como también es propenso a ver en sus amigos
las mejores intenciones -las intenciones suyas, que él, inge-
nuamente, ve en ellos- no tarda en convencerse de que son
falsas las acusaciones del adversario.
En cierta ocasión se realizan en Andalgalá, pueblito de la
lejana Catamarca, elecciones complementarias, las únicas en
toda la provincia. El triunfador en Andalgalá será el goberna-
dor. Los enemigos hablan a torrentes de los fraudes cometi-
dos por los radicales. La urna de Andalgalá se hace célebre.
Yrigoyen, naturalmente, no cree. Por esos días, un funciona-
rio de la Capital, pero oriundo de esa provincia, va a verlo,
por razones de su cargo. No ha sido ni es radical. Más tarde,
convertido en importante personalidad, militará entre los
enemigos de Yrigoyen. El funcionario, que conoce lo ocurri-
do en Andalgalá, se lo cuenta al presidente. No han existido
los groseros fraudes que refieren los opositores. Yrigoyen lo
oye complacidamente, y, al terminar su interlocutor, excla-
ma: “Era preferible haber perdido todos los gobiernos de pro-
vincia antes que manchar mi presidencia con un episodio se-
mejante”. El funcionario ve, en el tono de estas palabras, una
auténtica sinceridad.
Un hombre del temple de Yrigoyen, un introvertido como
es él, no claudica de sus ideas de toda la vida, que son su ra-
zón de ser y para las cuales ha vivido y sacrificado su existen-
cia. El amor a la pureza del sufragio está metido en su alma y
en su carne. ¿Lo va a traicionar, después de haber renunciado,
por ese principio, a todos los goces de la vida? No. Yrigoyen,
como todo introvertido, es de aquellos que no se traicionan
nunca a sí mismos. Serán monocordes, serán, si se quiere, ab-
surdos. Pero son fieles a sus principios.

Hipólito Yrigoyen quedará en nuestra historia como un re-


formador moral. No es el único, pero es el más eficaz. Otro
338 Manuel Gálvez

reformador es su enemigo Lisandro de la Torre, el jefe de los


demócratas progresistas. Y otro, Juan B. Justo, el jefe del so-
cialismo. Pero la obra de estos últimos se limita a la política.
La de Yrigoyen es inmensamente más vasta. Aquéllos se han
limitado a condenar los fraudes electorales y las malas prácti-
cas administrativas y políticas. El socialismo ha educado tam-
bién a sus adherentes. Pero ni los demócratas progresistas ni
los socialistas han pasado de allí. Yrigoyen, por medio de sus
conversaciones individuales, de sus órdenes y decretos, y de
tal o cual frase de sus escritos, ha atacado la inmoralidad del
ambiente. Sólo él ha tenido palabras contra el descreimiento,
vale decir, en favor de una fe. Su vida entera representa una lu-
cha contra la indiferencia. Frente al partido demócrata progre-
sista, que es intelectual y frío, él predica el entusiasmo y el sen-
timiento. Y frente al socialismo materialista y ateo, extranjerizo
y disolvente, él predica el sentido religioso de la vida, la alta
moralidad del patriotismo y la defensa de la familia cristiana.
Aun al mismo voto libre él lo defiende de otra manera que
sus enemigos. El voto libre no es para él una cosa aislada, pu-
ramente política, sino que tiene un profundo significado moral.
Respetarlo -piensa Yrigoyen- es respetar la dignidad huma-
na, la personalidad. Y no hay duda de que tiene razón. Sea
uno demócrata o no -yo no siento la menor ternura por la de-
mocracia-, creo que debe considerar sagrado el acto de un hom-
bre que expresa solemnemente su voluntad. Darle su voto a
otro hombre que a aquél a quien él quiere dárselo, es robarle.
En su lucha de cuarenta años por el voto libre, Yrigoyen ha
puesto algo de religioso. De ahí su fuerza y su mérito ante la
historia. Cometerán fraudes sus enemigos y sus amigos, ven-
drán años de vergúenza en que los gobiernos harán escarnio
de la voluntad y personalidad del hombre. No importa. La
necesidad de la ética política ya está en la conciencia argenti-
na. Eso es obra de Hipólito Yrigoyen.
IV. Independencia

leva ya dos años la guerra europea de 1914 cuando


Hipólito Yrigoyen asume la presidencia de la Repúbli-
ca. El gobierno anterior ha declarado por decreto la
neutralidad. Yrigoyen no quiere hacerlo, porque la neutrali-
dad -la paz- es, según sus principios, el estado normal de las
naciones. La conducta del gobierno anterior -como sabemos-
ha sido blanda, y aun cobarde, en los dos conflictos que se
le han presentado: el fusilamiento del cónsul argentino por
los alemanes en un pueblo de Bélgica y el apresamiento, en
aguas argentinas, por un crucero de la armada británica, de
un barco que lleva nuestra bandera.
No hace cuatro meses de la ascensión de Yrigoyen al po-
der cuando Alemania, bloqueada por los aliados, resuelve
emplear los submarinos sin restricción ninguna. El gobierno
alemán comunica a los neutrales su resolución: los barcos
mercantes que naveguen en las proximidades de Gran Breta-
ña, Francia, Italia y en la parte occidental del Mediterráneo
serán apresados o hundidos. Yrigoyen contesta a tan brutal,
aunque explicable determinación, lamentándola y declaran-
do que “ajustará su conducta, como siempre, a los principios
y normas fundamentales del derecho internacional”. Esto es
toda su respuesta. Alemania procediendo según su interés,
hundirá o destruirá a los buques neutrales. La Argentina pro-
cederá según los principios del derecho.
Pero he aquí que los Estados Unidos rompen sus relacio-
nes con Alemania, preludio de la declaración de guerra, que
vendrá poco más tarde. Lo sigue el Brasil. Una tenaz campa-
ña de prensa, cuya violencia crece día por día, se desencade-
na. Los diarios exigen que el gobierno imite al de los Estados
Unidos. Los enemigos políticos de Yrigoyen se agregan con
ardor al movimiento.
Uno de los primeros días de abril, cuando falta una sema-
na para que Yrigoyen cumpla seis meses en la presidencia, un
340 Manuel Gálvez

velero que lleva la bandera argentina, el Monte Protegido, es


enviado al fondo del océano por un submarino alemán. Ape-
nas llega la noticia a Buenos Aires estalla de nuevo la tempes-
tad. Graves ciudadanos se adhieren a la política internacional
de los Estados Unidos. Grupos de jóvenes, excitados por la
propaganda periodística, recorren las calles gritando en favor
de los aliados e insultando al presidente. Las manifestaciones
se suceden de día y de noche. Los más patriotas de esos ma-
nifestantes asaltan a algunos comercios alemanes. Un diario
acusa a Yrigoyen de sufrir una “crisis aguda de petulancia y
engreimiento a la manera de Rosas” o de “estar en plena in-
consciencia, ajeno a sus responsabilidades”. En las calles se
canta La Marsellesa, se apedrea a un diario neutralista, se in-
tenta incendiar la imprenta de un periódico alemán. Carga la
policía y hay heridos. El gobierno restringe las manifestacio-
nes callejeras. Se invita a un gran mitin, y encabezan las fir-
mas algunos conocidos escritores. El mitin resulta grandioso:
veinte mil personas quedaron en la calle, sin poder entrar.
Dentro: himnos, damas bulliciosas, banderas inquietas y ora-
toria aguerrida y tropical.
El país se ha dividido en dos campos: los rupturistas y los
neutralistas. Los primeros son llamados también aliadófilos.
Éstos llaman germanófilos a los segundos. En el bando alia-
dófilo está casi todo el país. En el bando neutralista no están
sino los pocos enemigos de Francia o, mejor dicho, del anti-
clericalismo y de las tendencias socialistas del gobierno fran-
cés; algunos católicos del sexo masculino; los partidarios del
orden social; los anarquistas -la F.O.R.A., es decir, la Federa-
ción Obrera Regional Argentina, ha declarado que no tomará
parte en las manifestaciones por la ruptura- y un buen núme-
ro de radicales que creen en Yrigoyen como en Dios.
Rupturistas y neutralistas son enemigos a muerte. Por cau-
sa de la guerra se rompen amistades, se deshacen matrimo-
nios. El odio nos envenena, alimentado por una parte de la
prensa aliadófila. Los rupturistas hacen listas negras. Se boi-
cotea a los comerciantes que simpatizan con la neutralidad o
que llevan apellidos germánicos.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sal

¿Qué razones dan los rupturistas para exigir que el país


abandone la neutralidad? Dicen que nosotros, como latinos,
debemos estar del lado de Francia y de Italia; que debemos
oponernos al despotismo germánico, porque somos un pue-
blo libre y democrático; que, por gratitud, tenemos la obliga-
ción de seguir a Inglaterra, pues ella, con sus capitales, ha
creado nuestros progresos; que de Francia somos deudores
de nuestra cultura; y en fin, que Francia, Inglaterra y Estados
Unidos son los países de la libertad y en esta guerra comba-
ten por la salvación del mando. Pero el principal argumento
de los rupturistas es éste: aseguran, con absoluta convicción,
que la actitud de Yrigoyen crea al país un aislamiento suici-
da. Cuando pase la guerra -dicen-, los pueblos aliados no
comprarán nuestros productos y no nos prestarán dinero, con
lo cual nos arruinaremos y nos hundiremos en la barbarie.
Millares de personas contemplan con pavor estas siniestras
posibilidades, mejor dicho: estas siniestras y próximas “reali-
dades”. “¡Estamos solos, estaremos solos!” vociferan los lite-
ratos que encabezan los mitines, los hombres de negocios, los
socialistas, los folicularios que insultan al Presidente. “¡Estare-
mos solos!” gimen las damas rupturistas y los afrancesados
pudientes, pensando en que, si el país se arruina, ya no po-
drán volver a París. Yrigoyen es un traidor a la patria, un cri-
minal; a menos que sea un loco o un germanófilo. Lo acusan
de odiar a Francia y ser germanófilo porque Francia es clari-
dad y él tiene una inteligencia confusa y llena de vaguedades,
admira al déspota prusiano y tiene aspiraciones a la dictadu-
ra. Lo llaman “nuevo rey Constantino”, comparándolo con el
“vacilante” monarca griego, que será pronto destronado por
obra de las exigencias de Inglaterra y por el crimen de no que-
rer embarcar a su patria en una lucha que a ella no le interesa.
Los neutralistas, con más sentido de la historia, no creen
que Albión luche por la libertad. ¿No se ha pasado la vida ha-
ciendo guerras para apoderarse de otros pueblos? ¿Se han ol-
vidado del Transvaal? Así dicen, convencidos de que tanto
los aliados como los imperios centrales combaten por intere-
ses. Nosotros, los americanos -argumentan-, pertenecemos a
342 Manuel Gálvez

otro mundo, nada tenemos que ver con esos conflictos por el
predominio económico. Si los Estados Unidos ha entrado en
la guerra es porque se trata de realizar un buen negocio.
¿Qué piensa el presidente Yrigoyen? El no es germanófilo.
Argentino auténtico, de los que nunca han ido a Europa ni ha
necesitado de ella para nada, se siente, como hombre, muy le-
jos de Europa. A él no le interesan ni Francia, ni Alemania, ni
Inglaterra. Jamás, en toda su vida, se ha preocupado por na-
da de lo que ocurre en esos países. Él ama la paz, por sobre
todas las cosas, y detesta el derramamiento de sangre. Antes
de mezclar a su pueblo en una guerra, él renunciaría al go-
bierno. El verdadero idealismo no está en luchar por unos o
por otros, sino en el amor de la paz y de la armonía. Sus idea-
les no son el odio entre los pueblos, ni la sangre y la muerte.
Su actitud significa, en medio del furor destructivo de los
hombres, una valerosa afirmación de paz. En su odio a la
guerra y a la sangre han intervenido, sin duda, sus conviccio-
nes filosóficas, que provienen del krausismo; pero también el
sentido cristiano de la vida que está en lo hondo de su alma.
Él mismo lo confesará catorce años más tarde, al decir que en
sus orientaciones internacionales aplicó “las imperecederas
doctrinas del Evangelio”.

Mientras tanto, el gobierno argentino se ha conducido


enérgicamente frente al del káiser. Ha ordenado a nuestro mi-
nistro en Alemania que presente una reclamación. El ministro
debe manifestar al gobierno de Berlín que el hundimiento del
Monte Protegido -contrario a los principios del Derecho Inter-
nacional, a la neutralidad argentina y a las relaciones entre
ambos pueblos- significa “una ofensa a nuestra soberanía”.
Debe también protestar y reclamar explicaciones y la indem-
nización del daño material. Y como si esto no fuera excesivo,
todavía el gobierno argentino espera que nuestro pabellón
será desagraviado.
Es fácil imaginar el estupor de nuestro representante. ¿Es
posible, se habrá preguntado, que Alemania conceda a la
Argentina, una pequeña nación, lo que ha negado a Estados
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 343

Unidos, obligando al gobierno de Washington a declarar la


guerra? Nuestra exigencia será justa, pero el orgullo alemán,
bien legítimo, por cierto, jamás la reconocerá. Y si se tiene en
cuenta lo poco que la Argentina significa en el mundo, hasta
es posible que su actitud sea considerada como una insolente
audacia. Todo esto tiene que haberlo pensado nuestro ministro.
Pero hay que obedecer, y envía una nota al gobierno alemán.
El ministro de Relaciones Exteriores del Reich no tiene no-
ticia del hundimiento del velero. ¿Qué argumentos habrá da-
do el ministro argentino en defensa de nuestra actitud? No se
han publicado. Seguramente, ha hecho ver la grave situación
en Buenos Aires, con los comercios alemanes asaltados por
las turbas; el porvenir de la Argentina, que llegará a ser en
tiempo no distante una de las grandes naciones de la tierra;
nuestra independencia y serenidad, que, al contrario de otros
pueblos de América, nos ha permitido permanecer neutrales.
Por su parte, el gobierno alemán habrá pensado que no le
conviene echarse encima otro enemigo. Y entonces ocurre es-
te acontecimiento extraordinario: la poderosa Alemania Im-
perial, accediendo a las exigencias de la pequeña Argentina,
da amplias explicaciones, indemniza a los propietarios del
velero y promete, para cuando se termine la guerra, rendir
homenaje a nuestra bandera.
¡Éxito sin precedente el del gobierno de Yrigoyen! Han
triunfado su firmeza y su altivez. Los espíritus independien-
cen.
tes exaltan su triunfo. Algunos de sus enemigos lo recono
el
Pero otros le niegan importancia. Han podido atribuir
magnífico resultado al país y no al Presidente. Para ellos na-
las
da significa el haber vencido diplomáticamente a una de
n la ruptur a a toda
más grandes potencias del mundo. Quiere
Y acusan de
costa, aun la declaración de guerra a toda costa.
debilidad a Yrigoyen...

llega a durar
Período de calma, de relativa calma, que no
ños bar-
dos meses. En junio, los alemanes hunden dos peque
s callejeras
cos: el Orania y el Toro. Se reanudan las agitacione
la guerra.
y la campaña de los diarios que exigen la ruptura o
344 Manuel Gálvez

Aquellos escritores de la otra vez vuelven con sus apóstrofes


y sus lamentaciones, con sus enojos tropicales y sus parrafa-
das gemebundas. Nadie simpatiza con Alemania. El diario
oficial se burla de una manifestación germanófila, que apenas
ha reunido una cuadra de adherentes, y no pierde oportuni-
dad de atacar a Alemania y sus procedimientos y de exaltar a
las naciones aliadas. Con esto sólo, queda bien demostrado
que Yrigoyen, personalmente, no está de parte de los impe-
rios centrales.
Comienzan a llegar escuadras y delegaciones. Los Estados
Unidos, la poderosa nación imperialista, que pretende tratar
como a criados a los pueblos de la América española, ha lo-
grado que casi todos ellos, demasiado pequeños y pobres,
rompan con Alemania o le declaren la guerra. Solamente la
Argentina no cede a su presión enorme, a sus disfrazadas
amenazas. Entonces, para amedrentarnos con una imagen de
su poder, envía una escuadra a Buenos Aires.
He aquí que se acerca la escuadra, mandada por el almi-
rante Caperton. El embajador de los Estados Unidos lo hace
saber a nuestro gobierno: la escuadra entrará en el puerto de
Buenos Aires “incondicionalmente”. Yrigoyen, herido en su
patriotismo y en su dignidad, se yergue al leer esta palabra.
Llama al embajador. Le dice que semejante palabra tiene en-
tre nosotros un pésimo significado y le exige su retiro. El
embajador se niega: él ha procedido según instrucciones de
Washington. Yrigoyen le contesta que no permitirá la entra-
da de los barcos en nuestro puerto. El embajador consulta, y
desde Washington le ordenan que desista de su actitud y que
solicite la entrada de los barcos como “visita de cortesía”. La
escuadra es recibida jubilosamente. El gobierno acoge a los
jefes con clara gentileza, y el diario oficial da un almuerzo
a la marinería. Así como triunfó contra Alemania, triunfa
Hipólito Yrigoyen contra los Estados Unidos. Ningún hom-
bre del Régimen, educado en la escuela del servilismo hacia
las grandes potencias, habría procedido con tanta altivez. So-
lamente el continuador de la obra de Rosas ha podido cua-
drarse como él lo ha hecho.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 845

Luego llega a Buenos Aires el crucero inglés Glasgow. Aná-


logos homenajes, que prueban la neutralidad del gobierno. Y
sin embargo, el crucero ha venido a imponerse, a mostrarnos la
fuerza de Inglaterra. Pero a Yrigoyen no lo asustan con la fuer-
za, como no lo conquistan con los millones de dólares o de li-
bras. Y este embajador, lo mismo que el otro, retorna corrido.
Por aquellos días el representante diplomático de Inglaterra
pronuncia unas frases imprudentes, en un reportaje. Al pregun-
tarle el periodista si el gobierno inglés dispondrá que los bu-
ques de su bandera terminen el viaje en Montevideo, contesta
no tener información, pero que considera lógicas las preferen-
cias que los gobiernos de la Entente pudieran hacer al Brasil y al
Uruguay; y elogia los discursos de ciertos legisladores argenti-
nos, “que han planteado la situación en sus verdaderos térmi-
nos”. Yrigoyen llama al embajador. Con su poderosa autoridad
personal, le da, casi puede decirse, una reprimenda. Le pregun-
ta si ha hablado como diplomático: en este caso se le entregarán
inmediatamente los pasaportes. El embajador comprende su
imprudencia: expone a Inglaterra a quedarse sin la carne, la la-
na y el trigo argentinos que necesita en esos momentos; y de-
clara no haber tenido el intento de hacer un juicio inamistoso.
Enérgico frente a Alemania como frente a Inglaterra, Yrigo-
yen no está de parte de aquel país. Está con sus principios, y
nada más. Por esto, al recibir al nuevo ministro de Bélgica -el
pequeño país atropellado por los ejércitos del káiser- pronun-
cia estas palabras memorables: “La causa de Bélgica es, en los
momentos actuales, la causa de la independencia y del dere-
cho de las naciones; y la humanidad quedaría herida en sus
sentimientos más profundos si los principios de justicia en
que descansa no fueran perennes y sagrados”. Y agrega el
viejo krausista, el optimista irreductible, el ferviente y místi-
co partidario de la paz: “Creo en el poder y en la soberanía de
esos principios inmutables en la historia del mundo, a pesar
de todas las vicisitudes”.

Mientras tanto, el presidente argentino ha tenido una de sus


mejores ideas: reunir un congreso latinoamericano de neutrales
346 Manuel Gálvez

en Buenos Aires. Es increíble cómo los pueblos latinoamerica-


nos, a pesar de la raza, la religión y, salvo el Brasil, la lengua
comunes, nos ignoramos. A Yrigoyen lo descontenta esta si-
tuación: él se siente americano y considera como una de las
cosas que revelan la genialidad de Bolívar su concepto de la
unidad de América. Un congreso de estos pueblos realmente
extraños a esa guerra por intereses en que se despedazan las
viejas naciones europeas, nos es necesario. Muchos proble-
mas nos ha traído la conflagración. Pero la idea de Yrigoyen
es, sobre todo, espléndida, porque en el fondo se trata de una
unión moral contra la guerra. Y de una unión moral contra
los Estados Unidos.
Es también una afirmación de personalidad, según aquel
concepto de nación tan arraigado en el espíritu de Yrigoyen y
que dirige toda su política internacional. Los Estados Unidos y
las grandes potencias de Europa, a juzgar por su poco respeto
hacia la personalidad de los pequeños pueblos, carecen de ese
concepto filosófico. Son admirables las palabras de Yrigoyen al
gobierno de Colombia. Después de decir que el motivo de la
convocatoria del congreso es “afirmar la emancipación de nues-
tros gobiernos en cuanto a su política exterior” y que “la armo-
nía será resultado de la independencia de criterio”, agrega:
“Que esta parte del mundo pueda hacer sentir que si toma una
decisión es por su propia voluntad libre, o que si no la toma, o
se divide en opiniones, tiene razones suyas, propias, que le den
respetabilidad”. Grandiosas palabras de altivez, nunca oídas en
América, en momentos en que todas las naciones tomaban de-
cisiones por voluntad ajena, sin ninguna libertad para elegir. Y
termina con esta frase, que sólo Hipólito Yrigoyen tiene la arro-
gancia de escribir: “Es indispensable salvar la personería propia
de nuestras repúblicas, pues si no se logra, cuando en el próxi-
mo congreso de la paz se modulen por medio siglo los destinos
del mundo, se dispondrá de nosotros como de los mercados
africanos”. Pero esto no ocurre. En Versalles, en donde alguna
nación es suprimida, como Montenegro, y otras son tajeadas y
deshechas como Austria y Hungría, nadie tiene el menor inten-
to contra los pueblos de América que permanecieron neutrales.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 347

Desgraciadamente, el congreso no puede realizarse. “Yan-


quilandia” lo ha destruido antes de nacer. El gobierno de
Washington se opone al proyecto -aunque nadie lo ha invita-
do- desde el primer momento. Dice que la opinión pública de
los Estados Unidos lo considera como “una tentativa de orga-
nizar la acción internacional de la América latina en forma
antagónica con la de los Estados Unidos”. Acaso no se ha
equivocado la opinión pública de los Estados Unidos. Y por
eso el proyecto argentino es tan importante: se trata, nada
menos, que de realizar un esfuerzo para librarnos de la tute-
la yanqui, de su imperialismo agresivo y brutal, de su “doc-
trina de Monroe”, hipócrita etiqueta detrás de la cual el ave
de presa esconde sus uñas. ¿Qué podemos hacer nosotros
contra el coloso? Él ha conseguido que casi todas las peque-
ñas repúblicas de la América latina rompan relaciones con
Alemania o le declaren la guerra. Ya no son, pues, neutrales.
Sólo México responde a la idea de Yrigoyen. Y sus delega-
dos vienen a Buenos Aires. Los diarios aliadófilos, y que a su
vez son mortales enemigos de Yrigoyen, reciben con toda cla-
se de burlas a los hermanos de México. Por estar en contra
del presidente Yrigoyen, esos diarios se ponen en favor de los
Estados Unidos, del enemigo común de nuestra América his-
pánica y católica.

Apenas ocurrido el hundimiento del Oriana y pocos días


después el del Toro, el gobierno argentino ha vuelto a reclamar
con la misma energía que la otra vez. Ahora manifiesta su Sor-
presa por la reiteración del atentado. El gobierno alemán se
agacha: “el sensible incidente no ha sido causado por la menor
falta de respeto al noble pabellón de la República Argentina,
ni de parte del gobierno alemán, ni de parte de la marina im-
perial”. Y agrega que tendrá la honra de saludar al pabellón.
Pero Alemania no promete nada más: dice haber procedi-
do de acuerdo con la Declaración de Londres de 1909 sobre
destrucción de presas neutrales, en el caso de llevar contraban-
do, como es el del Toro. Nuestro gobierno contesta exigiendo
que el conflicto sea resuelto, no mediante “convenciones que
348 Manuel Gálvez

le son extrañas o por imposiciones de una lucha en que no par-


ticipa”, sino -en las palabras que siguen está íntegro Hipólito
Yrigoyen- “por principios y doctrinas inalterables”. Y termina
afirmando que el gobierno argentino no puede aceptar que se
limite la libertad de su comercio ni se menoscabe su soberanía.
¿Qué va a contestar Alemania? El canciller germánico debe
haber quedado estupefacto al conocer la exigencia Argentina.
¡Las maldiciones que nos habrá echado! Pero hay que arre-
glar el conflicto, y proponer, por medio del ministro alemán
en Buenos Aires, reparar el daño moral y material y recono-
cer la libertad de los mares a los barcos argentinos, siempre
que nuestro gobierno se comprometa a que no salgan más bu-
ques con su bandera hacia las zonas de guerra.
Inmensa expectativa. El triunfo ya está obtenido, con ese
reconocimiento de la libertad de los mares para nuestros bu-
ques. La exigencia del gobierno alemán en poco o nada puede
afectarnos. La Argentina carece de marina mercante. Pero pa-
ra Yrigoyen la parte material del asunto no tiene importancia.
Es su faz moral lo que interesa a este idealista, a este hombre
de principios. Por grande que sea el triunfo, él no puede acep-
tar el compromiso que se le exige. Y ante el estupor del mi-
nistro alemán, Yrigoyen rechaza en absoluto su proposición.
Mientras tanto, sigue en las calles la gritería. Casi todo el
país parece pedir la ruptura con Alemania. Pero ¿cómo ha de
incurrir Yrigoyen en la inmoralidad de esa ruptura cuando se
está tramitando la solución del conflicto? Su deber es esperar
la resolución alemana, que no tarda en llegar. El gobierno im-
perial accede a todo cuanto ha exigido el nuestro: indemniza-
ción del daño moral y reconocimiento a los barcos argentinos
del derecho a la libre navegación de los mares. ¡Triunfo fan-
tástico! La poderosa Alemania nos concede a nosotros, sola-
mente a nosotros, lo que ha negado al mundo entero. Jamás
se ha visto nada semejante. ¡Sólo Hipólito Yrigoyen ha podi-
do conseguir una cosa así!
Años después, terminada la guerra, se realiza, el 21 de sep-
tiembre de 1921, un homenaje a la bandera argentina. Puerto
de Kiel. En el acorazado Hannover, donde está la enseña, almi-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 349

rante, la oficialidad y la tripulación visten de gala. El minis-


tro argentino pasa revista a la guardia de honor, que presen-
ta las armas. Se iza nuestra bandera en el palo mayor. Himno
nacional argentino. La tripulación presenta otra vez las armas.
El secretario de Estado interino pronuncia unas palabras, en-
tre las cuales se oyen éstas: ”... cumplir ante el pabellón ar-
gentino una deuda de honor que proviene de los años de la
guerra”. Afirma que el hundimiento de nuestros barcos “de
ninguna manera se basaba en una falta de consideración al
pabellón argentino, el cual, como símbolo de la soberanía de
un pueblo amigo, era honrado y respetado por todos los ale-
manes”. Nuestro ministro manifiesta que el desagravio efec-
tuado en forma tan solemne da plena satisfacción a nuestro
gobierno y llena de júbilo al pueblo argentino. Y al retirarse
el ministro, después de un almuerzo en su honor, una salva
de quince cañonazos lo saluda, mientras se iza en el palo me-
nor el pabellón celeste y blanco.

Pocos días antes de la llegada del Glasgow, a mediados de


septiembre de 1917, ha ocurrido algo increíble: se han hecho
públicos unos telegramas del ministro alemán en Buenos Aires,
en los que se leen palabras injuriosas para nuestro ministro de
Relaciones Exteriores. El gobierno de Yrigoyen entrega sus
pasaportes al representante germánico. Pero a la opinión alia-
dófila no le basta con que echen del país al insolente: quiere la
ruptura, la guerra. Vuelven las manifestaciones, los discursos
tropicales. La Cámara de Diputados y luego la de Senadores
deciden invitar al Poder Ejecutivo a romper las relaciones con
Alemania. Los representantes de las potencias aliadas llegan a
-la osadía de comprometerse, mediante un acta protocolizada
por un escribano, a tratar de echar abajo al presidente argen-
tino. El país entero quiere la ruptura, inclusive los radicales.
La situación es extrañamente dramática en el espíritu de
Yrigoyen. Por grande que sea la fe en sí mismo, por aguda
que sea su clarividencia, tiene que haber dudado. ¿No tendrá
razón el país entero? ¿Tendrá razón él solo contra los Estados
Unidos, contra el Brasil, contra los mejores espíritus de nuestro
350 Manuel Gálvez

país, contra nuestros diarios, nuestra sociedad y nuestro pue-


blo entero? Sus enemigos lo han llamado cien veces “electora-
lista”. Aseguran que él nada hace sino pensando en conquistar
a la mayoría. ¡Qué magnífica ocasión para aumentar su po-
pularidad! Dos líneas, y será aclamado por todo el país, por
sus propios adversarios. Yrigoyen ha sido tentado, segura-
mente, como otro cualquiera en su caso. La posibilidad de
vengarse de sus enemigos, obligándolos a aclamarlo, tiene
que haberse presentado a su imaginación. Pero no. El no se
venga, ni le importa la popularidad si están en juego sus
principios. Él ama el derecho, la justicia, la libertad por sobre
todas las cosas. Y ama la independencia espiritual de su pa-
tria. Mientras él gobierne, su patria no ha de ir a la zaga de
otras naciones que combaten por intereses económicos, por
antiguas rivalidades que a nosotros, hombres de la América
española, no nos interesan.
¡Momento de grandioso patetismo el de los seis meses trans-
curridos! Momento único en nuestra historia, sólo compara-
ble con aquel en que arrojamos del país a los ingleses y con
los tiempos en que Juan Manuel de Rosas vencía a Inglaterra
y a Francia por la diplomacia y por las armas. ¿Qué es durante
la presidencia de Yrigoyen la Argentina? Una pequeña nación
que apenas pasa de ocho millones de habitantes. No tenemos
influencia en el mundo, ni alianzas, ni poderío de ninguna
suerte. Los Estados Unidos han obligado a casi todas las re-
públicas de América a romper con Alemania o a declarar la
guerra. Cuba, el Brasil, el Perú, Bolivia y otras le han obede-
cido sumisamente. El gobierno de Bolivia -no el pueblo bo-
liviano- llega al ridículo de declarar la guerra a un país que
nada le ha hecho ni puede hacerle porque Bolivia no tiene
puertos ni barcos. Solamente Hipólito Yrigoyen, en nombre
de la República Argentina, dice: ¡No! Italia, aliada de Austria
y de Alemania, se vuelve contra sus aliados. Las grandes po-
tencias obligan a Grecia a destronar a su rey, porque no quie-
re la guerra. El mundo entero cede al poderío de las potencias
aliadas, a su oro, a sus promesas o a sus amenazas. Solamen-
te hay un pequeño país, allí en el fondo del continente ameri-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO Sol

cano, gobernado por un hombre de corazón y de principios,


al que no lo convence ni el oro, ni las amenazas, ni las prome-
sas. Ese pequeño país es la República Argentina y ese hombre
es Hipólito Yrigoyen. Los que no conocen el temple de este
hombre, los que no sospechan la fuerza de acero de sus prin-
cipios, empiezan a mandamos embajadas. Ahí está en el
puerto de Buenos Aires la escuadra americana, mostrando la
fuerza gigantesca de los Estados Unidos, invitándonos a la
ruptura, amenazándonos. Yrigoyen dice: ¡No! He ahí, aho-
ra, un acorazado inglés. Las mismas promesas y amenazas.
Yrigoyen sigue diciendo: ¡No! Ahí están Francia, invocando
su amistad para con nosotros y su influencia en nuestra cul-
tura; Inglaterra, recordándonos pérfidamente lo que debe-
mos a sus capitales; Italia, mostrándonos los centenares de
miles de sus hijos que han trabajado nuestros campos y con-
tribuido a nuestra riqueza. Los representantes de estos países
nos solicitan la ruptura, nos señalan el peligro de no ir detrás
de ellos, se confabulan para hacer caer a Yrigoyen del gobier-
no por cualquier medio. Yrigoyen diciendo: ¡No! El país se
agita terriblemente. La sociedad, los diarios, los partidos po-
líticos, todo el mundo exige desesperadamente la ruptura.
“¡Nos quedaremos solos!”, exclaman con dolor algunos mi-
llones de argentinos. “¡Nadie comprará nuestros productos!”,
gimen algunos escritores que tienen el talento de equivocart-
se siempre. Uno de ellos, en un ataque de servilismo, llega a
afirmar que, durante varias décadas, las pequeñas naciones
tienen que ir a la zaga de las grandes. Yrigoyen sigue en su
soledad formidable diciendo: ¡No! Y hasta el mismo partido
radical quiere la ruptura. Jóvenes radicales pronuncian discutr-
sos en las calles, escriben artículos. Nadie comprende lo que
algunos llaman la “terquedad” del Presidente. Lo acusan de
inconsciencia, de germanofilia, de traición, de odio. Le mues-
tran a Yrigoyen las ventajas que obtendremos saliendo de la
neutralidad, nuestro prestigio moral en América, nuestro
engrandecimiento económico, la posibilidad de neutralizar
la influencia del Brasil, nuestro viejo rival, que se nos ha ade-
lantado. Yrigoyen sigue en su fortaleza, seguro del porvenir
352 Manuel Gálvez

argentino, seguro de la verdad de los principios que lo sostie-


nen, diciendo siempre: ¡No! Y así, solitaria en su fuerte verdad,
se agiganta la figura moral de este presidente de una peque-
ña república de América que, por amor a la verdad, a la paz,
a la justicia, a la independencia espiritual de su patria, resis-
te al poder inmenso de las grandes potencias del mundo.
Cuando pasen algunos años, la totalidad de sus enemigos le
dará la razón. Ni nos quedamos solos, ni perdimos prestigio,
ni dejamos de vender nuestros productos. Los escritores y
políticos que lo combatieron han confesado su error, su injus-
ticia y su arrepentimiento. Y ya nadie duda, ni en las grandes
naciones a cuya influencia él resistió tan heroicamente, de la
nobleza de Hipólito Yrigoyen, de la razón que lo asistió al ne-
garse a complicar a su patria en aquel gigantesco desastre
que fue la guerra de 1914.

Yrigoyen ama como nadie la paz y, como nadie, odia el de-


rramamiento de sangre. Pero nadie también como él está tan
dispuesto a ir en defensa de los hermanos en peligro, en de-
fensa de la justicia.
El Uruguay ha roto sus relaciones con Berlín. Hay graves
sospechas de que los colonos alemanes del sur del Brasil, que
son muchos millares, intentan levantarse en armas e invadir
el Uruguay. En Montevideo el gobierno está preocupado. El
Uruguay es una pequeña república que posee escaso ejército.
Su ministro de Relaciones Exteriores viene a Buenos Aires y
se entrevista con el presidente argentino. Desea saber cuál se-
ría nuestra actitud si la invasión se produjera. Yrigoyen le
contesta: “Si por desgracia el Uruguay viera invadido su te-
rritorio, tenga la más absoluta seguridad el pueblo amigo de
que mi gobierno no le vendería armas, sino que el Ejército ar-
gentino cruzaría el río de la Plata para defender la tierra uru-
guaya”. En los documentos oficiales figuran otras palabras
equivalentes. Pero las auténticas han sido aquéllas.
Defender a un pueblo hermano, atacado por gentes que no
son de América, sí; pero contribuir a que los hermanos se des-
trocen entre ellos, eso nunca lo hará Hipólito Yrigoyen. En los
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SS

días posteriores a la guerra, el gobierno paraguayo, que teme


una revolución, quiere comprar armas al gobierno argentino.
Yrigoyen telegrafía al presidente paraguayo: ”... obedeciendo
a profundos convencimientos e interpretando fielmente el es-
píritu nacional, me he trazado como inflexible regla de con-
ducta que, mientras la Nación Argentina sea presidida por
mí, jamás saldrá de ella la menor vibración en sentido ni en
forma alguna para contribuir a los desgarramientos en los
países hermanos”. ¡Gran corazón el de este hombre!
Apenas mediado el siglo anterior, tuvimos, aliados al Brasil
y al Uruguay, una guerra contra el Paraguay. El pequeño país
fue aniquilado. No nos quedamos con territorios paraguayos
-“la victoria no da derechos”, dijimos- como lo hizo el Brasil,
pero impusimos al vencido una fuerte deuda de guerra. Pa-
saban los años y el Paraguay no cumplía. No podía cumplir.
El presidente Yrigoyen, en un rasgo fraternal, declara extin-
guida aquella deuda.
Pero si Yrigoyen tiene un profundo sentido americano, har-
to raro entre los argentinos, que miramos más hacia Europa que
hacia América, tiene también un profundo sentido de la his-
panidad. Por eso decreta fiesta nacional el 12 de octubre, con
espléndidas palabras para España, a la que llama “progenitora
de naciones, a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre
y con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que de-
bemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento”.
Hay en Yrigoyen una mezcla de patriotismo, de americanis-
mo, de hispanismo y de fraternidad universal. Su patriotismo
no es excluyente. Allí donde hay un dolor, allí está él para
contribuir a su alivio. ¿Padece hambre la ciudad de Viena,
como consecuencias de la guerra? El presidente Yrigoyen en-
vía un proyecto al Congreso concediendo un préstamo al mu-
nicipio de la capital austríaca, que es invertido en abrigos y
alimentos. ¿Comarcas enteras de Rusia -que ya es la Rusia de
Lenin- perecen literalmente de necesidad? Yrigoyen solicita
del Congreso ayuda para el pueblo ruso, mediante un présta-
mo de cinco millones de pesos, que ese país reembolsará sin in-
tereses, cuando pueda hacerlo. “Una cruel fatalidad -dice su
354 Manuel Gálvez

mensaje- aflige a toda Rusia, como es de universal notorie-


dad; las enfermedades y la miseria diezman sus poblaciones.
La República Argentina, movida siempre por impulsos no-
bles y generosos, no puede permanecer indiferente ante tan
dolorosa situación”. Y una vez más, es forzoso repetir: ¡gran
corazón el de este hombre!

Yrigoyen cree en la igualdad de todos los pueblos. Por eso


es antiimperialista. No concibe que nación alguna, por pode-
rosa que sea, disminuya la soberanía de otra nación. Esta pa-
labra “soberanía” tiene algo de sagrado para él.
Los Estados Unidos no han respetado la soberanía de las
repúblicas hispanoamericanas. Con el pretexto de la “doctri-
na de Monroe”, que pretende proteger a los estados continen-
tales contra las agresiones europeas, o porque las continuas
revoluciones perjudican a los capitales y a los ciudadanos de
los Estados Unidos que viven en esas inquietas naciones, O
porque no se han pagado algunos millares de dólares a éste O
a aquel banquero de New York, la patria de Washington y de
Lincoln, aunque parezca extraño, ha puesto su garra de acero,
pero enguantada de amistosas y liberales declaraciones, en la
mayoría de los pueblos que proceden de España. No intentan
apoderarse de esos pueblos, sino organizarlos, enseñarles a no
pelearse y a administrar sus intereses, tenerlos bajo su tutela
económica, política y moral. No quieren convertir en colonias
a esos pueblos. Pero, por santas que sean sus intenciones, la
ofensa a la soberanía es evidente en todos los casos. Los Esta-
dos Unidos, país materialista, no da importancia a lo moral.
Yrigoyen cree que lo moral está por sobre todas las cosas. La
independencia moral está por encima de todas las ventajas
económicas, de todas las ventajas que puedan dar los Estados
Unidos a una nación oprimida.
El propio presidente Wilson, el que proclama la igualdad
de las naciones en Ginebra, mantiene tropas americanas en
Santo Domingo. He aquí que el crucero argentino Nueve de
Julio lega a la capital de la pequeña república. Ya está en la
bahía. En la vieja fortaleza se ve una bandera; pero no es la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 599

dominicana... El crucero no hace los saludos de práctica. En


la ciudad piensan que algo grave ocurre en el barco. Represen-
tantes de las autoridades van hacia él. Preguntan al jefe por
lo que sucede. Y el jefe que ha sido minuciosamente instrui-
do por el propio Yrigoyen, les contesta con estas admirables
palabras: “Tengo orden del señor Presidente de la República
de saludar a la bandera de Santo Domingo; pero como no es
ésa la que veo en el Fuerte, debo abstenerme de todo saludo”.
En la ciudad se tiene inmediatamente noticia de estas pala-
bras. Unas mujeres preparan una gran bandera dominicana y
la levantan. Y entonces, las veintiún salvas de los cañones ar-
gentinos saludan, frente a la histórica Santo Domingo, a la
desgraciada nación hermana.

¡Sociedad de las naciones! A Hipólito Yrigoyen, el fervoro-


so idealista que sueña en la fraternidad de los pueblos, el dis-
cípulo de Krause, el proyecto le causa una íntima alegría.
Ahora vendrá la paz perpetua. Ahora las naciones serán to-
das iguales. Ahora se realizará sobre la tierra el verdadero
ideal del cristianismo.
Desde el primer momento, él, que ha pensado tanto en es-
tas cosas, tiene sus ideas. Todas las naciones deberán entrar en
la sociedad, en donde las chicas y las grandes, las poderosas y
las insignificantes, serán iguales. El consejo ejecutivo deberá
ser elegido por el voto democrático de la mayoría. Deberá
crearse una Corte Internacional de Justicia y establecerse el ar-
bitraje obligatorio, a fin de terminar para siempre con las gue-
rras. Así sueña Hipólito Yrigoyen la sociedad de las naciones.
Pronto empieza a desilusionarse. A él, partidario de la di-
plomacia abierta y clara -único gobernante en el mundo que
la practica- no le gustan aquellas conferencias privadas, de
las que va a nacer la sociedad, y no toma parte en ellas. Y me-
nos aún le gusta el ver que se hacen distinciones entre beli-
gerantes y neutrales. Todavía no ha nacido la sociedad y ya
resulta evidente que será una prolongación del Tratado de
Versalles. Yrigoyen no admite que se haga una sola de dos co-
sas tan distintas como el tratado entre los vencedores y los
356 Manuel Gálvez

vencidos y una sociedad de todas las naciones del mundo,


muchas de las cuales no han participado en la contienda: las
que permanecieron neutrales, como España y la Argentina;
y las que rompieron sus relaciones diplomáticas con uno de
los grupos beligerantes, sin llegar a la guerra. El Tratado de
Versalles es para nosotros, como debe serlo para todos los
neutrales, res inter alios acta, una cosa que ocurre entre extra-
ños según lo calificó el gobierno de Yrigoyen.
Todo está ya listo para las asambleas de Ginebra, en las
que la sociedad de las naciones quedará constituida. Yrigoyen
designa dos delegados, uno de los cuales es nuestro represen-
tante en París, su viejo amigo Marcelo T. de Alvear, el revolu-
cionario del 93. Y envía para presidir la delegación al minis-
tro de Relaciones Exteriores. Tienen instrucciones precisas y
terminantes del Presidente: proponer a la asamblea la previa
admisión de todas las naciones en la sociedad. Pero nuestros
delegados se atemorizan en aquel ambiente de Ginebra, do-
minado por los triunfadores de la guerra. Les parece enorme
la exigencia de Yrigoyen. ¿Cómo la Argentina, un país de ter-
cera O cuarta categoría, sin grandes prestigios, y que ha sido
neutral durante la guerra, puede pretender imponer su crite-
rio a Inglaterra y a Francia? Los delegados argentinos temen
que nuestro país sea considerado, por su pretensión de que se
admitan a todos los estados soberanos, como un “abogado de
Alemania”. ¿Y cómo insinuar siquiera que el consejo ejecuti-
vo sea elegido por el voto democrático de la mayoría? ¿No sa-
be Yrigoyen que allí mandan Inglaterra y Francia, que estas
naciones son las dueñas del mundo? Los delegados ingleses
y franceses sonreirán de sus ingenuos colegas argentinos o se
indignarán de sus pretensiones y los demás delegados se
asombrarán de su audacia. Los nuestros vacilan, acobarda-
dos. No están, siquiera, de acuerdo. El ministro considera que
la Argentina sólo se ha adherido al “principio” de crear la Liga
de las Naciones, no al pacto aprobado en París. Alvear cree
que la Argentina ha adherido al pacto, y que, por consiguien-
te, siendo ya miembro de la liga, está obligada a cumplir el
pacto, no pudiendo hacer ninguna proposición previa a la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 7

constitución de la sociedad. Telegramas van y vienen entre


Buenos Aires y Ginebra. Energía de Yrigoyen: la delegación
argentina no deberá comprometerse en ninguna cuestión par-
cial ni incidencia alguna hasta que se resuelva la proposición
fundamental. Entonces el ministro y presidente de la delega-
ción, que ha abandonado sus vacilaciones, asiste a la primera
sesión de la asamblea y pronuncia su discurso.
Grande, magnífico discurso. Allí están las ideas de Yrigoyen.
Comienza el ministro por enumerar las actitudes pacifistas y
generosas de la tradición argentina: la declaración de que “la
victoria no da derechos”; el sometimiento de nuestros conflic-
tos internacionales al arbitraje; todo lo ocurrido con Alemania
y la promesa de ayuda al Uruguay en caso de invasión. ¡Admi-
rable osadía la de recordar aquello de que “la victoria no da
derechos” a los que acaban de quedarse con las colonias ale-
manas, a los que acaba de repartirse Hungría y de imponer a
los vencidos las más enormes contribuciones de guerra que ha
conocido la historia! Después propone la admisión de todos
los estados soberanos en la sociedad de las naciones; la elec-
ción de los miembros del Consejo Ejecutivo por la Asamblea,
de acuerdo con el principio de la igualdad de los estados; el
arbitraje obligatorio; la Corte Internacional de Justicia.
Impresión enorme en Ginebra, en París, en Londres, en el
mundo entero. Los dueños de la tierra exclaman: ¿pretende esa
republiqueta americana que Inglaterra sea igual a Honduras,
que Francia sea igual a Liberia? Todo eso de la igualdad de las
naciones -dicen algunos- está bien en teoría, pero es absurdo
en la práctica. En Buenos Aires, los anglófilos, los francófilos,
se fingen avergonzados por “la compadrada” de Yrigoyen.
Pero Yrigoyen no está del todo contento: su proposición de
que todos los estados sean admitidos en la sociedad ha sido
manifestada en un discurso, pero no presentada como cues-
tión previa a la incorporación de la Argentina. Su desconten-
to aumenta poco después: nuestras proposiciones, según te-
legrafía el ministro de Relaciones Exteriores, han pasado a las
comisiones respectivas para ser estudiadas y luego sometidas
a la discusión de la Asamblea. Yrigoyen sufre al ver cómo su
358 Manuel Gálvez

pensamiento es incomprendido, desnaturalizado, aun por


aquellos que han oído sus palabras. ¿Cómo no advierten los
delegados argentinos que nuestras proposiciones van a ser re-
sueltas en contra y que, por haber aceptado que ellas pasen a
comisión, deberemos quedarnos en la sociedad, conformándo-
nos con su régimen de desigualdad, de injusticia y con su fal-
so, si no hipócrita, pacifismo? Pero ya el presidente de nuestra
delegación ha comprendido. Hay que exigir que se resuelva la
cuestión previa: incorporación de todos los pueblos del mun-
do, igualdad de derechos entre todas las naciones. Y si la co-
misión o la asamblea rechaza esta proposición fundamental y
previa, los delegados se retirarán de la asamblea. Pero el dele-
gado Alvear no está de acuerdo. Ha pasado gran parte de su
vida en Francia -años más tarde, sus partidarios le llamarán
“el francés”-, y teme que semejante actitud sea considerada
por Francia como una defensa de Alemania. Seremos el abo-
gado de un vencido, quedaremos aislados. ¿No basta con el
discurso? El presidente de la delegación acaba por dudar. El
ambiente de Ginebra es hostil a las proposiciones argentinas.
Llega a creer que nuestro propósito se ha realizado, que “la
teoría argentina está triunfante en la conciencia mundial”. No
le parece oportuna la protesta de la delegación y su retiro. Pe-
ro Yrigoyen insiste enérgicamente, en su famoso telegrama
número 13, en que amenaza con desautorizar a sus delegados,
que, contrariando sus órdenes, “forman parte de comisiones,
adelantan proyectos, emiten opiniones”. Hasta ordena redac-
tar un decreto, destituyendo al ministro de Relaciones Exterio-
res. El jefe de la delegación, cediendo, contesta: “tan pronto sea
rechazada o aplazada la consideración del asunto principal,
presentaré una nota y declararé terminada la misión de la de-
legación argentina”. ¡Retirarse por nota! No es esto lo que
Yrigoyen deseaba. El ha pensado en un gran discurso, pro-
nunciado en un momento solemne, ante toda la asamblea de
los delegados de las naciones. Para sus cosas personales, él
rehúye toda teatralidad. Pero no para las cosas de la patria. Y
el retiro de la República Argentina de la sociedad de las na-
ciones es un hecho trascendental para ella y para el mundo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 359

Ya no hay esperanzas: la asamblea ha resuelto aplazar has-


ta el otro año las proposiciones argentinas. Ya no cabe sino el
retiro. Así lo entiende el presidente de la delegación. Pero los
otros dos delegados realizan desesperados esfuerzos por evi-
tar lo que consideran una catástrofe para el país. El presiden-
te de la delegación espera cuarenta y ocho horas la respuesta
de Buenos Aires, y, como no llega, envía a la asamblea una
nota en la que comunica el retiro de la delegación argentina.
La nota, leída ante la asamblea, produce enorme emoción.
¡Espléndido y arrogante gesto el del presidente Yrigoyen,
único en la historia de los tiempos actuales! Es un gesto viril
y noble, sincero y generoso, que acaso no pueda tenerlo sino
un argentino. Es Martín Fierro peleando él solo contra toda la
partida. Es el compadre de Balvanera arrojando al mundo un
gesto de merecido desprecio. No importa que en Buenos Aires
protesten los snobs, los pobres de espíritu, los que están al
servicio del capitalismo extranjero y todos aquellos para quie-
nes nuestro gobierno ha debido conducirse servilmente, co-
mo un mucamo respetuoso y sumiso...
Ha terminado la comedia de Ginebra. Los dueños del
mundo no desean la auténtica fraternidad, la paz verdadera,
que ha propuesto el presidente Yrigoyen. La Nación Argenti-
na que -como dirá él en seguida- “no está con nadie ni contra
nadie, sino con todas para el bien de todas”, ha asistido al
congreso sin prejuicios ni preferencias, con “la unción santa
de una vida universal que siente y profesa profundamente”.
Por desgracia “se ha encontrado sola” al deliberarse sobre
los destinos de la paz humana. Pero él está íntimamente
convencido de que, “al fin, la suprema justicia se impondrá
en el mundo”. Y años más tarde, en el destierro de la isla de
Martín García, escribirá, recordando los momentos de Ginebra,
estas palabras de redacción detestable pero de honda belle-
za moral: ”...nadie llevó más allá ni aplicó con mayor un-
ción las imperecederas doctrinas del Evangelio, ni extendió
en el horizonte universal idealidades más nobles y más fra-
ternales, interpretando los mandatos de la Divina Providencia
en las horas más difíciles de la prueba, proclamando la paz
360 Manuel Gálvez

universal sobre la base de la igualdad y la solidaridad hu-


manas, cuya justísima proposición vivirá por siempre, siendo
la Argentina la nación que la reclamó, la afrontó y la sostu-
vo en la hora más dolorosa y de mayor desventura conoci-
da”. Las imperecederas doctrinas del Evangelio... Exacto.
Bello y exacto.
V. El padre de los pobres

os gobernantes anteriores a Hipólito Yrigoyen han te-


nido muy poca ternura por el pobre. Señorones orgu-
llosos de su posición, con mucho de la arrogancia de los
españoles, consideraban impropio de su altura el ocuparse de
los desamparados. Dejaban la caridad a las mujeres. Y ni co-
mo hombres ni como gobernantes se preocupaban de aliviar
los males ajenos. Mantenían al pobre a la distancia, y sólo se
acordaban de él cuando llegaban las elecciones. El pobre era
carne de comicios; como en épocas pasadas, cuando, en las
guerras o en las revoluciones, fue carne de cañón. Yrigoyen
no ha permanecido nunca lejos del pobre. Lo deja acercárse-
le, habla con él y lo ayuda en todas las formas imaginables:
con dinero, con médicos, con remedios, con empleos. Cierto
que la caridad no figura entre las funciones presidenciales,
pero Yrigoyen no puede remediarlo: la ternura por el pobre
está en su carácter. Y no es sólo de ahora esta preocupación
por los desamparados, como dan a entender sus enemigos que
en ella ven una desenfrenada ambición de popularidad, una
manera de conseguirse partidarios y votos. Yrigoyen ha dado
siempre dinero a los pobres y a los que sufren. Recordemos
sus sueldos de profesor, donados a la Sociedad de Beneficen-
cia para el Asilo de Niños en 1884, cuando no es siquiera afi-
liado a un partido político; el sueldo que le hace enviar todos
los meses a la empleada de la Escuela Normal, que se ha
puesto tuberculosa, la cual cree que es el gobierno quien se lo
paga; las cantidades de dinero dadas a sociedades de benefi-
cencia, antes de ser un político de alguna importancia. Toda
su vida ha hecho esas cosas, en la ciudad como en el campo.
Al pensar en tanta generosidad para con el pobre, es tal vez
el caso de preguntarse si no vería Yrigoyen en el pobre la
imagen de Cristo.
Una vez, cuando todavía no ha llegado a la presidencia, se
le presenta en su casa un corredor de haciendas y de campos.
362 Manuel Gálvez

Él conoce bien a este hombre, que en varias ocasiones le ha he-


cho vender o comprar animales. Ahora viene con una espléndi-
da propuesta: un francés que tiene un campo en la provincia
de San Luis, y que es vecino de Yrigoyen, quiere comprarle
al caudillo del radicalismo su propiedad llamada La Seña.
Yrigoyen contesta que acepta y que puede ponerle precio el
interesado. Se trata de un inmenso campo, de muchos milla-
res de hectáreas, y que Yrigoyen jamás ha trabajado. Pero im-
pone una condición: quedarán en su poder unas cinco mil
hectáreas Para justificar este capricho, dice que le tiene cariño
a ese campo, que desde hace largos años está en su poder.
Puede el interesado pagarle a plazos, en diez años, si quiere, y
sin intereses. Pero el francés no consiente. Quiere comprar to-
do el campo. Le pagará el doble de lo que vale, y al contado.
El francés tiene empeño en comprar todo el campo de
Yrigoyen porque allí viven y han construido sus ranchos, sin
pagarle a Yrigoyen ningún arrendamiento, ni pedirle autori-
zación para instalarse en la propiedad, unas veinticinco fa-
milias pobres que le han impuesto al francés una verdadera
servidumbre. Lo incomodan de diferentes maneras: pidién-
dole carne para comer, principalmente. Pero también lo ro-
ban. De cuando en cuando desaparece una oveja o un terne-
ro, que ha ido a parar a alguno de los ranchos diseminados
en el campo de Yrigoyen. El francés no tiene ni el recurso de
hacerlos expulsar. Sabe que si se lo pidiera a Yrigoyen él no
lo consentiría. Lo curioso es que muchos de esos sujetos han
sido enviados allí, en calidad de elementos electorales, por
los politiqueros afectos al gobierno de San Luis, de modo que
Yrigoyen, al dejarlos en su campo, está protegiendo a sus
enemigos.
El corredor ha ido varias veces del francés a Yrigoyen y de
Yrigoyen al francés. No comprende la actitud de Yrigoyen, que
puede ganarse una fortuna, acaso medio millón de pesos. Por
fin, un día, escucha estupefacto la justificación de Yrigoyen:
“¿Cómo quiere que venda todo el campo, mi amigo? ¿No ve
que los echarían a esos pobrecitos que han construido allí su
rancho, que tienen hijos y que no pueden ir a otra parte?”. El
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 363

corredor comprendió que su empeño sería inútil: estaba de


por medio el gran corazón de Hipólito Yrigoyen.
Después de esto, su administrador intenta convencer a
Yrigoyen varias veces de la necesidad, para poder trabajar el
campo, de sacar de allí a los entremetidos. “Hay que esperar a
que encuentren otra cosa”, es su respuesta invariable. Alguna
vez consiente en que se haga salir a los que no tienen hijos,
siempre que se les dé trabajo en otra parte. Pero en cuanto a
los que tienen hijos, permanece inflexible. Él no quiere que
pierdan su ranchito, que se encuentren sin hogar en la incle-
mencia del mundo.

Durante la presidencia de Yrigoyen, individuos de aspecto


miserable rondan su casa. Él y la policía saben de qué se trata:
son pobres hombres que buscan el socorro del Presidente, sea
en forma de limosnas o de trabajo. Poco trabajo hay en aque-
llos dos primeros años de la presidencia de Yrigoyen: la gue-
rra europea ha repercutido entre nosotros y la desocupación
es enorme. Cuando alguno de esos pobres hombres ronda su
casa, Yrigoyen no lo ignora. Tal vez alguien se lo cuenta. O él
los ve al salir para la Casa de Gobierno o al volver. Apenas se
entera, llama a la persona destinada a estos menesteres y le da
un billete para el desdichado. Muchas veces ordena que lo si-
gan, por si el favorecido se entra en una taberna a beber.
De muchas maneras ayuda Yrigoyen a los desamparados.
A poco de subir a la presidencia, se informa de la gravedad
de la desocupación. Caravanas de hombres con la mano ex-
tendida recorren las calles, se detienen en las esquinas, atajan
el paso en los lugares oscuros. Muchos de esos hombres, en
su mayoría extranjeros, no comen. Los conventos alimentan
como pueden a algunos centenares de esos individuos. Pero
esto no basta. Yrigoyen dispone que en el Hotel de Inmi-
grantes, en donde son alojados los trabajadores que llegan al
país, se sirvan comidas a los desocupados. No pagará el go-
bierno estas comidas. Ni un centavo les costará al país. Las pa-
ga el presidente Yrigoyen entregando para ese fin sus gastos
de etiqueta que son dos mil cuatrocientos pesos mensuales.
364 Manuel Gálvez

Cualquier millonario, de los numerosos que hay en Buenos


Aires, pudo costear estas comidas, realizar esta magnífica
obra de caridad; ninguno intentó hacerlo. Ni tampoco lo in-
tentó el Partido Socialista, que asegura preocuparse por el po-
bre. Salvo algún particular de sentimientos cristianos, sola-
mente Hipólito Yrigoyen, que está lejos de ser un potentado,
ha dado su dinero para que coman los hambrientos.
En el campo hace lo mismo, desde hace años. Una persona
que viaja por toda la provincia visitando las escuelas prima-
rias, ve en las proximidades de una estación del ferrocarril una
caravana de gentes que van en la misma dirección: unas a pie,
otras a caballo, otras en sulkys. Pregunta de qué se trata. Le in-
forman que toda esa gente se dirige a una estancia próxima,
cuyo, propietario, un día por semana, regala un kilo de carne a
los pobres. El generoso propietario es don Hipólito Yrigoyen.
En la ciudad, cuando no es presidente, dedica los domin-
gos visitar conventillos, y allí, sin dar su nombre, reparte di-
nero entre los pobres. Y es de notar -signo de que realiza esas
cosas por bondad- su alegría infantil cuando ve contentos a
los pobres, extraña alegría en quien permaneció indiferente al
saber que había sido elegido Presidente de la República.
No concibe que se proceda con lentitud en el socorrer a lo
desamparados. Y así, consulta a la Sociedad de Beneficencia, a
la que entrega sus sueldos mensualmente, si no sería posible,
sólo por una vez, retirar cinco mil pesos con el fin de ayudar a
doscientas cincuenta familias que, según la policía, están en si-
tuación desesperada. Como siempre, los diarios enemigos atri-
buyen estos sentimientos caritativos al afán de atraerse votos...

La mujer pobre le merece una especial protección y una


honda simpatía. Desconfía un poco del hombre, que suele
gastar en vicio lo que gana; pero jamás ha desconfiado de
ninguna mujer. No hay nadie que crea con mayor convicción
que la suya en las virtudes de la mujer.
Una tarde de verano, de intolerable calor, más de trescien-
tas mujeres se aglomeran junto a la puerta de la Casa de Gobier-
no que da al paseo Colón. Él sabe que quieren pedirle algo y
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 365

que lo necesitan. Son pobres mujeres que no tienen audiencia,


ni quien se la consiga. Muchas de ellas, que pertenecen al
pueblo, no llevan sombrero. Yrigoyen las mira desde su des-
pacho. Su corazón se conmueve. Piensa en que tal vez algu-
nas de esas desgraciadas no tengan un pedazo de pan para
sus hijos. Llama a uno de sus secretarios o ayudantes y le or-
dena: “Haga pasar a esas mujeres”. Y agrega: “Empiece por
las que no tienen sombrero”.
Para los empleos prefiere a las mujeres. No porque las con-
sidere más capaces que los hombres -la capacidad parece ser
condición secundaria para él- sino porque sabe que el dinero
ganado por las mujeres es dinero para el hogar, dinero que se
emplea en cosas buenas. A una directora recién nombrada
para una escuela que acaba de fundarse, y a la cual le ha de-
signado las setenta y una maestras que ella le propusiera, le
agradece la ocasión que le ha dado de hacer el bien, porque
“es un bien emplear a las mujeres”.
Y no solamente les ha sido útil dándoles empleos o dece-
nas de la lotería nacional. Algunas recurren a él para que les
resuelva sus conflictos domésticos. Así, entre muchos casos,
la mujer de aquel sastre,que, amenazada por su marido por-
que ella no obtenía de su padre los quinientos pesos que él ne-
cesitaba y le exigía con enojo, acude a Yrigoyen en busca de
consejo. También las ha consolado y confortado con sus pala-
bras serenas, optimistas y bondadosas. Ninguna mujer po-
bre ha considerado jamás inútil una entrevista con Yrigoyen,
aun cuando no obtuviera lo que pretendía. ¡Sus palabras ha-
cen tanto bien al que sufre! Escuchar los consejos de Hipólito
Yrigoyen, sus palabras de esperanza y de simpatía humana,
es como recibir el don de insospechadas fuerzas para seguir
luchando contra las adversidades de la vida.

La generosidad de Yrigoyen no se limita al dinero. Ayuda


a los pobres con médicos y medicinas. He aquí unos chicue-
los que juegan en el paseo Colón, mientras él pasa en el coche
presidencial. Más de una vez el tráfico ha obligado a detener
el coche, y el presidente deja a los niños que se le acerquen.
366 Manuel Gálvez

Conversa con ellos, les da unas monedas. Un día no los ve en


su camino. Hace parar el automóvil. Su acompañante baja y
pregunta por qué no están los chicos. Le informan que se han
enfermado. Yrigoyen hace tomar nota de los nombres de los
chicos y de la dirección de la casa en que viven y les manda
un médico y paga las medicinas.
Acaso lo mejor de su obra proviene de su ternura por el
pobre. Su política obrera no tiene otro origen. Y lo mismo di-
versas leyes y decretos suyos sobre el alcoholismo, las carre-
ras y los reformatorios, que tienen por objeto salvar al pobre
del vicio, del juego y de la vida vagabunda o criminal,
No pregunta jamás, al realizar una obra de bien, por el co-
lor político de su beneficiario. Ayuda de igual modo a sus
parciales que a sus enemigos cuando recurren a él; lo mismo
a las viudas y a las hijas de los que se sacrificaron por la cau-
sa que a las viudas o a las hijas de sus adversarios. Cierta vez
se enferma alguien en el barrio. El caso es gravísimo, y no se
encuentra un médico. Yrigoyen, enterado, le manda el suyo
al enfermo con orden de no apartarse de su lecho ni cobrarle:
él pagará esos servicios profesionales. Yrigoyen no conoce al
enfermo, ni sabe si es o no enemigo suyo.
No deja de hacer el bien a los pobres en ninguna circuns-
tancia, por solemne que sea. En todos los momentos observa
a su alrededor, por si hay alguna desgracia que remediar. He
aquí un caso notable, ocurrido durante el último año de su
presidencia. Pleno verano. Día de gran calor. El presidente de
la República debe asistir a los funerales que se celebrarán en
la Catedral por el alma del papa Benedicto XV. Al salir de la
Casa de Gobierno, observa desde el automóvil que uno de los
vigilantes de servicio en el paseo Colón tiene aspecto de en-
fermo. Hace parar el coche y llama al cabo de servicio, que es-
tá cerca. Lo interroga. El cabo se informa y vuelve junto al
Presidente. El vigilante, en efecto, tiene una grave enferme-
dad: una afección pulmonar. Como es padre de familia no
puede abandonar su trabajo. Tampoco puede atender a su sa-
lud mientras desempeñe ese puesto. Al volver a su despacho,
Yrigoyen, que tiene tantas cosas que hacer, que se ve comba-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 367

tido por enemigos mortales, poderosos y tenaces, no piensa en


ellos, ni en los graves asuntos del gobierno, sino en el pobre-
cito vigilante tuberculoso que debe soportar la lluvia y el frío,
el calor y el cansancio. Da inmediatamente las órdenes nece-
sarias para que el vigilante sea reemplazado y pueda ir a su
presencia. Con asombro enorme, el pobre vigilante se presen-
ta ante el mandatario, que le habla como un amigo. Yrigoyen
le dice que se vaya a su casa. Le dará un empleo cómodo que
le permita mantener a los suyos y cuidar su salud.
En otra ocasión, yendo en el automóvil presidencial a la
Casa de Gobierno, ve un agente de policía con la cara atada.
Hace detener el coche y llamar al agente. El pobre hombre tie-
ne un flemón, y no puede abandonar el puesto. Yrigoyen lo
hace subir al automóvil y sentarse frente a él. Ordena que el
coche siga a la Casa de Gobierno. Desciende, y desde allí, en
el mismo coche, manda al agente a la Policía, para que le den
la licencia que exige el cuidado de su salud.
Podría formarse un extenso anecdotario con hechos seme-
jantes. Los diarios nada dicen de estas cosas, salvo, excepcional-
mente, el diario oficial. Pero el pueblo las conoce. Como los mi-
lagros de Santa Teresita, de que tampoco hablan los diarios, las
bondades y misericordias de Yrigoyen corren de boca en boca.

Si el pobre es un correligionario que ha caído en la pobre-


za por servicios a la causa radical, o que simplemente ha de-
dicado a ella largos años, la generosidad de Yrigoyen llega a
lo increíble. Y siempre que puede la realiza calladamente.
He aquí un viejo radical que se encuentra en la miseria. Ha
sido siempre un leal amigo y un eficaz correligionario. El
hombre decide irse de Buenos Aires. Va a trabajar, acaso con
un empleo, en una provincia lejana. Probablemente Yrigoyen
no es todavía presidente, porque le hubiera dado un empleo
en la capital. El caso es que, estando en la estación, poco an-
tes de partir el tren, se le presenta un desconocido y le entre-
ga un sobre con dinero. El desconocido no le dice quién le
manda ese sobre, y desaparece. Pero el beneficiario compren-
de: una cosa como ésa no la hace sino el doctor Yrigoyen.
368 Manuel Gálvez

Otro caso de rara generosidad es el del capitán del ejército


que ha matado a su jefe porque el jefe hablaba mal de Yrigoyen.
El asesino por admiración ha debido abandonar el país. Ha
recorrido algunos países de América: Chile, el Perú. No tiene
recursos propios. Su carrera está perdida para siempre. Su fa-
milia no puede ayudarlo. Pero ese hombre que ha matado
por no poder tolerar que se insulte a aquel a quien admira
por sobre todas las cosas, recibe mes a mes, en cualquier par-
te que se encuentre, la cantidad de dinero suficiente como
para poder vivir. De igual modo ayudó a los oficiales del ejér-
cito que debieron irse a Montevideo, a raíz de la revolución
de 1905. Eran muchos, pero todos recibieron lo necesario.
Ahora que es Presidente de la República no necesita soco-
rrer a los pobres con su propio dinero. Puede darles empleos.
Pero no siempre le es dado hacerlo. No hay empleos para to-
do el mundo, y él no quiere echar de sus puestos a los que ya
están empleados cuando sube al gobierno. Pero, ¿no hay varios
miles de vacantes? No comprenden sus partidarios que no se
distribuyan entre ellos. Yrigoyen, manteniendo esas vacantes,
realiza una obra de caridad; envía las sumas que correspon-
den a las vacantes a la Caja de Jubilaciones y Pensiones que
está en desastrosa situación y que, si llega a quebrar, dejará
en la miseria a diez mil familias. No hay mérito en esto por-
que lo dispone la ley. Pero otros gobiernos, anteriores y pos-
teriores al suyo, no la cumplieron. Yrigoyen no lo hace por
fidelidad a la ley. Lo hace por razones de sentimiento.
Sus enemigos le reprochan su amistad con personas de
condición modesta, que se rodee de hombres del pueblo, o
poco menos, sin cultura intelectual ninguna. Estos hombres,
que carecen de ambiciones, no desean sino servirle y ser ama-
dos por él. Su orgullo es estar cerca de él; ser considerados
por él como amigos, como perros fieles. Los adversarios de
Yrigoyen ven, en esta afición a la “chusma”, como dicen, una
prueba de inferioridad. Algunos de ellos, que se consideran
cristianos, ¿qué opinan de la afición de Jesús a la chusma?
Yrigoyen, a la verdad, se encuentra igual entre los poderosos
que entre los pequeños. Exactamente como en 1891 se encon-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 369

traba entre los elegantes con quienes almorzaba en el Café de


París, se encuentra ahora entre los hombres humildes que lo
rodean. El no es intelectual. Salvo la ciencia política, poco le
interesan los productos de la inteligencia. Es sentimental y se
interesa por lo humano. Pero sobre todo lo apasiona la políti-
ca práctica, y esos hombres son los necesarios instrumentos
de su política. En ellos tiene una confianza absoluta, y ellos
saben más de su vida que sus amigos encumbrados.
Se encuentra igualmente bien entre los poderosos que en-
tre los humildes, pero prefiere la compañía de los humildes.
En cierta ocasión, se va a Bahía Blanca solo, a descansar; y
después de una breve visita a las autoridades del puerto mi-
litar, pasea largas horas con un modesto cabo de la escuadra,
que lo secundó cuando la conspiración de 1905. Y años atrás,
en las raras veces que fue a la casa de don Bernardo, llena de
visitantes distinguidos, él solía quedarse en el patio, hablan-
do con algún sirviente.
Una de las amistades que se le echa en cara es la del mu-
chacho ex lustrabotas que vive enfrente. ¿Cómo es posible -se
pregunta mucha gente- que el Presidente de la República sea
amigo de un italianito cualquiera, de un lustrabotas? No es el
único presidente que ha tenido su italiano. Figueroa Alcorta
lo tuvo también. Sólo que el de Figueroa Alcorta no sabía leer
ni escribir y era una especie de caudillo del voto venal, que,
mediante las buenas sumas que ponían en sus manos los
hombres del Régimen, reclutaba muchachos del pueblo, más
o menos desaprensivos, y con ellos organizaba comités y ga-
naba elecciones. El italiano de Yrigoyen se perfecciona y lle-
ga hasta terminar estudios secundarios.
Pero la mayoría de las amistades que lo critican son bue-
nos criollos, hombres a veces apaisanados que sienten por él
la adhesión del gaucho hacia el caudillo. Casi todos han vivi-
do en la pobreza, y el triunfo del amigo ilustre apenas les
cambia de situación.

Yrigoyen no se preocupa solamente de los enfermos y de


los pobres, sino también de todos los desgraciados.
370 Manuel Gálvez

Su caridad llega hasta los presos. Ya sabemos que ha visi-


tado las cárceles, pero ahora es preciso decir la impresión que
en ellas ha recibido. Él no comenta con palabras su dolor an-
te las miserias que ve, sino con hechos.
Recordemos su visita al Depósito de Contraventores. Ade-
más de numerosos sujetos que han incurrido en alguna contra-
vención, y muchos de los cuales son verdaderos delincuentes,
están allí algunos niños vagabundos, hijos sin padres, que la
policía recoge de las calles en donde ejercen la mendicidad y
en donde van en camino de adquirir toda clase de vicios. El
espectáculo es aterrador. Suciedad repugnante, atmósfera irres-
pirable. Hay allí, por unos días o, por largo tiempo, criminales
profesionales y débiles de carácter. Algunos de los detenidos
están semidesnudos. El Presidente contempla el espectáculo
con emoción. Su voz, más que sus palabras y sus gestos, re-
velan su pena. Quiere conocer todos los casos, uno por uno.
Ordena se ponga en libertad a los que no deben permanecer
allí. Pero ya los detenidos están en pie, formados en doble hi-
lera, a cual más sucio y harapiento. Uno de los menores aban-
donados no tiene otra ropa encima que un trozo de inmunda
arpillera, con la que sólo puede cubrirse la parte delantera del
cuerpo. Otro pobrecito ha hecho dos agujeros en un trozo
también de mugrienta arpillera y se lo ha colocado a modo de
delantal; pero este único vestido no alcanza para taparle el tra-
sero. “¿Por qué están desnudas estas criaturas?” pregunta el
Presidente, con severidad e indignación. El jefe del Depósito
¡de semejante pocilga! no sabe cómo excusarse. “Ahora mismo,
que la Intendencia de Guerra los provea de ropa -exclama el
Presidente-. ¡Esto es intolerable!” Y va de grupo en grupo, in-
terrogando, consolando, prometiendo. Los detenidos serán, por
orden suya, clasificados y separados. A los niños se les ense-
nará un oficio. Acaso algunos de ellos deban a esta visita del
hombre de corazón que es Hipólito Yrigoyen, su salvación
del vicio y de la miseria. Cincuenta y dos menores pasarán al
arsenal. El edificio será desalojado. Los contraventores no co-
nocerán, en adelante, los sufrimientos que conocieron durante
el Régimen, en aquellas mazmorras repugnantes e inmorales
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO el

Los ojos de muchos lectores del diario oficial se llenan de lá-


grimas al enterarse de esta visita del presidente. Los grandes
diarios, poco afectos al gobernante radical, dan noticia algo
escueta de este suceso. Los diarios enemigos encuentran en él
materia para sus burlas malignas y sus feroces sarcasmos.
En la Penitenciaría, Yrigoyen conversa con los condenados.
Les pregunta por su situación, por el tiempo que les falta para
salir. Se interesa por los que llevan allí buena conducta. Para
cada uno de aquellos desgraciados tiene una palabra consola-
dora. Todos quedan con esperanzas de libertad. “¿Quién será
este señor tan simpático y tan bueno?” se preguntan los con-
denados. No salen de su estupor cuando se les dice que es el
Presidente de la República.
Su piedad alcanza a todos, cualesquiera que sean sus deli-
tos. He aquí un gran criminal que ha descuartizado a una
mujer. La justicia acaba de condenarlo a la pena de muerte.
Alguien pide por la vida del asesino, pero, en general, nadie
siente piedad por él; tan repugnante es su crimen. Hipólito
Yrigoyen ha sido siempre, desde toda su vida, enemigo de la
pena de muerte. Si la sociedad cristiana la admite, el krausismo
la condena. Pero su sentido del cristianismo le impide también
aplicar la sentencia. Él no firmará jamás una sentencia de muer-
te. ¿Qué beneficio se obtiene matando a un hombre? ¿No hay
acaso lugares en las cárceles? ¿No es más humano y más cris-
tiano que ese hombre purgue su crimen en una prisión y allí se
regenere? Y en medio de la expectativa general y de la protes-
ta de sus enemigos, el presidente Yrigoyen indulta al conde-
nado, cambiando la última pena por la de presidio perpetuo.
Poco después de las visitas a las cárceles, aparece un decre-
to de indultos. Numerosos presos, a los que poco les falta pa-
ra terminar su condena, quedan en libertad. Poco después,
un segundo, un tercero y un cuarto decreto de indultos. En el
último, la lista es enorme. A muchos de esos indultados él los
llama, los aconseja y, a veces, les da dinero ¿Tienen derecho al
indulto todos esos hombres? ¿Ha sido buena la conducta en
la cárcel de todos ellos? Hipólito Yrigoyen se ha guiado por
su sentimiento. Y como les sucede a los sentimentales, que son
IZ Manuel Gálvez

víctima de su bondad, es engañado. Algunos de esos indulta-


dos vuelven a delinquir apenas salen a la calle. Se trata de al-
gunos ladrones que tal vez no han encontrado trabajo o no
saben prescindir de sus mañas. La oposición truena contra
Yrigoyen, se burla sin piedad del hombre piadoso. Se dice
que hábiles intermediarios amigos del gobierno, han cobrado
buenas comisiones por conseguir la libertad de ciertos con-
denados. Yrigoyen sólo ha querido hacer el bien, dar la li-
bertad a centenares de desgraciados a los que creía conver-
tidos en hombres útiles. El gran optimista que hay en él no
ha dudado. ¿Qué importa que una docena de desagradecidos
lo hayan recompensado robando de nuevo, si centenares de
hombres van a reunirse con sus familias, a reincorporarse a
la sociedad?
Todas estas cosas, todo lo que Yrigoyen hace por el pobre,
por el desgraciado, por el preso, circulan por el país entero.
¿Cómo asombrarse que, en diversas cárceles provinciales, los
recluidos, generalmente mal tratados, se subleven contra las
autoridades carcelarias al grito de “Viva Yrigoyen”?

Se cuenta de León Tolstoi una anécdota que demostraría


su buen corazón. Una vez vio que le estaban robando made-
ra en su inmensa propiedad de Yasnaia Poliana. Se acercó a
los ladrones y los ayudó a robarle a Tolstoi. Ellos no lo cono-
cían, y Tolstoi vestía como un campesino. Al despedirse les
aconsejó que otra vez no hicieran eso, que le pidieran direc-
tamente a Tolstoi.
Algo muy parecido hace Yrigoyen. Es una época de gran
pobreza en los campos. Probablemente, parte de la cosecha
se ha perdido, lo que ocurre a menudo. Alguien le avisa a
Yrigoyen que en su campo la gente roba el trigo de los trojes.
Tal vez es su propio administrador quien le avisa, y que no se
atreve a proceder por su cuenta. Yrigoyen dispone que se ob-
serve a los que roban. Es preciso enterarse de si roban por ne-
cesidad o para vender el trigo. Si roban para vender el trigo
deben ser alejados y amenazados con la policía. Pero si roban
por necesidad, deben dejarlos que roben.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 373

Anécdotas sobre la bondad y generosidad de Hipólito Yri-


goyen para con los pobres, los enfermos y los desgraciados
circulan por todo el país, se meten en las casas de los proleta-
rios y de los desamparados, se desparraman por las pampas
y entran en las estancias, trepan por las sierras de Córdoba y
llegan a los más lejanos ranchitos. No queda un rincón de la
República a donde no lleguen las noticias de este presidente,
a quien llaman “el padre de los pobres”. Hasta en las notas
que le dirigen ciertas instituciones -como una del Asilo Poli-
cial, fundado por él- lo llaman así. En los trenes que corren
por todo el país, en los barcos que van a las provincias litora-
les y al Paraguay, los camareros y los empleados llevan las
noticias a todas las comarcas argentinas. Alguien, en un rin-
cón de las montañas de Córdoba, oye, por casualidad, a dos
pobres mujeres que hablan con emoción de “el nuevo Santo”.
A todas partes llegan estas noticias, menos a las casas de los
ricos. Si entran en las grandes casas es por la puerta de servi-
cio, pero no penetran en las habitaciones de los señores. Y si
por acaso llegan hasta allí, casi nadie las cree. Allí nadie se
conmueve con los relatos del amor de Hipólito Yrigoyen ha-
cia los pobres. Allí lo llaman irónicamente “el apóstol”. Algu-
nas damas de la Sociedad de Beneficencia, institución a la
cual dio sus sueldos de profesor durante veintiún años y aho-
ra sus sueldos de presidente, que suman una fortuna, hacen
política contra él hasta dan dinero para esa política. Pero a
Hipólito Yrigoyen le basta con ser llamado “el padre de los
pobres”. Ningún título lo satisface más.
- A A
dea lio 4 hi EEN A ne o
db bs pra 1 o dr da
amic el rr hada
| ' A Ñ ' 4 y gts 7. Are a

“Me alo a: ars E E AE pe: 3

lo = h DUI TUS ETS 43 0 FAA siyizrkhó Ñ -


| A mo is nd ri ir e e
Hb Mr ano AIDA a e da rd e Ñ
Hdi añ A Y TS A O > Mia MA AARÓN e
7 "MITA
mera ia nn te dí AA
UA AE A - Al
O
PENA a DA AO AR A: QS
Le RO, NO ve A as tito es a a ee

o AA dr e nad or og pe
so ele E Y A a TT rai el

Di APTA 0 A MAMA
AT DRNA To O e LO us
A A AS ES AE
al peogizs edil A rra il adn ac |
TS h Je a qe a MD 4
sl h ¡TASA ai? PE. AGO
dy ergo paca i
ye ds uy de AUN a A
p pp q. E bl IS ON a :

dini y a din , Ml: sá


Jarl po
al SiS
h. "0

era
YN UNE MIA
"UA DITA ¡oda y
Y) WOA ANS
0d ar de
VI. Obrerismo

ntes del gobierno de Yrigoyen, el obrero ha sido po-


co menos que un paria. Jornadas de trabajo abruma-
doras, sueldos insignificantes, vida en mugrientos
conventillos. Existía el derecho de asociación, pero muy limi-
tado por las persecuciones policiales. La huelga era recurso
peligroso, pues el Código Penal consideraba delito el incitar-
la. Los huelguistas eran criminales para el gobierno y para los
ricos. A los que salían a la calle en manifestación, la policía a
caballo los atropellaba a sablazos. Todo el poder oficial se po-
nía de parte de las empresas industriales. En cierta ocasión,
con motivo de haberse declarado en huelga nueve mil ferrovia-
rios, el gobierno autorizó por decreto a las empresas -que son
extranjeras- a contratar nuevo personal. Eso lo hizo Roque
Sáenz Peña, que después sería llamado “el gran demócrata”.
Quintana gobernó meses y meses -más de la mitad de su pre-
sidencia- con el estado de sitio, por causa de los conflictos
obreros, y “estado de sitio” significaba, para los trabajadores,
prisiones, malos tratos, expulsión del país. Durante esos gobier-
nos del Régimen, no se trataba al obrero como a un hombre
igual a los demás. Y era lógico. No podían interesarse por el
obrero ni Julio Roca, el militar autoritario; ni Manuel Quinta-
na, el aristócrata enlevitado y engalerado; ni José Figueroa
Alcorta, demasiado ocupado en hundir a Roca; ni Sáenz Peña,
otro aristócrata que por imitar a las cortes europeas hizo ves-
tir carnavalescamente a los ordenanzas criollos de la Casa de
Gobierno; ni Victorino de la Plaza, anglómano entregado a los
capitalistas de Londres. Pero no seamos injustos: estos hom-
bres se formaron en tiempos en que no existían problemas obre-
ros. No los vieron de cerca. Tuvieron noticia de su existencia
cuando estaban en la edad madura, en los años en que el hom-
bre se hace egoísta. Ignoraron, pues, la angustia de la vida del
trabajador. Y el sentido de la justicia social no lo tenían en su
época los hombres de las clases dirigentes. Acaso creían que
376 Manuel Gálvez

bastaba con la caridad para remediar la pobreza. Como eran


liberales, no se les ocurría que el Estado pudiera dictar leyes
de protección a los trabajadores. Era explicable, también, que
temieran a las ideas subversivas. Por entonces abundaban los
anarquistas y en cualquier insignificancia veían graves peligros.
Y nadie reclamaba “mejoras” para los trabajadores, salvo los
trabajadores mismos; y salvo los socialistas, que eran mirados
con horror por los gobiernos y por las clases acomodadas.
Así está la situación el día que asume el poder Hipólito
Yrigoyen. Los diputados socialistas y algún otro que no lo es,
han conseguido la aprobación por el Congreso de varias leyes
obreras. La crisis económica, por causa de la guerra europea,
es gravísima. Por las calles, caravanas de hombres, en su ma-
yoría extranjeros, piden limosna. En el mundo obrero hay es-
peranzas de liberación Los obreros criollos son radicales, han
votado por Yrigoyen. Tienen la certeza de que él no los de-
fraudará. Lo saben gran corazón, amigo de los pobres, hom-
bre que tiene el sentido de la justicia. Algo se ha conseguido
en los tres o cuatro últimos años por medio de la acción sin-
dical. Algo han cedido las empresas. Ahora será el momento
de las grandes reclamaciones. Saben que Hipólito Yrigoyen
no hará disolver a sablazos los mitines callejeros de los huel-
guistas. Saben que Hipólito Yrigoyen no pondrá el poder del
Estado al servicio del capitalismo.

Y comienzan las huelgas. Un mes después de la toma del


mando por Yrigoyen, declaran el paro los trabajadores del
puerto. El gobierno se limita a una vigilancia pasiva. Los huel-
guistas apedrean a los vapores que parten para Montevideo.
Han propuesto el arbitraje, pero los armadores no aceptan. Al
mes siguiente, huelga de panaderos y de otros gremios. Los
trabajadores del puerto, los “portuarios”, aceptan el arbitraje
del jefe de policía. El árbitro resuelve: ocho horas de trabajo y
no despedir a ninguno de los huelguistas. Los armadores se
conforman, refunfuñando. La huelga de los panaderos se agra-
va. Incidentes y atentados. Los patrones hacen funcionar las
fábricas con personal nuevo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 57

El año 1917 se inicia con el paro de los obreros municipales.


La Federación Obrera Regional Argentina decreta la huelga
general, en solidaridad con los obreros municipales. Vuelven
a parar los portuarios, porque las empresas, alegando la dis-
minución del tráfico marítimo, se niegan a cumplir el laudo
policial. La Municipalidad, después de haber tomado nuevos
obreros, reincorpora a los que quedaron sin trabajo. En abril,
pasados seis meses de la asunción del poder por Yrigoyen, si-
gue la huelga marítima y estallan nuevas huelgas. Unas obre-
ras de fábricas de fósforos, venidas desde la vecina ciudad de
Avellaneda en numerosos coches de tranvía, desfilan por la
avenida de Mayo con carteles que dicen: “Árbitro, el Presiden-
te de la República”. Mientras desfilan, vitorean a Yrigoyen.
Jamás, en nuestro país, ha ocurrido algo análogo. El obrero con-
sideraba al gobernante como a un enemigo. Para Yrigoyen es
una satisfacción muy honda esta confianza que en su justicia
demuestran los proletarios. Las clases acomodadas ven con dis-
gusto su popularidad. Un diario conservador, hablando de
“esta ascensión de los de abajo”, según dice, afirma que los
obreros “son hoy los privilegiados, puesto que un innegable
rencor de clase informa la acción presidencial”. Todo porque
Yrigoyen, neutral en los conflictos entre el capital y el traba-
jo, se mantiene en una digna y serena actitud.
Termina la huelga marítima y una semana después comien-
za la agraria. Huelgas también en los frigoríficos. Un mes y
medio dura la huelga agraria. Y pocas semanas después de
haber concluido, se produce el paro de los ferroviarios. Los
obreros incendian los vagones, asaltan las estaciones, levan-
tan las vías. Muertos y heridos, entre ellos algunos pasajeros.
Los obreros del Ferrocarril Central Argentino declaran el pa-
ro general. Los de otras empresas amenazan parar. Un día de
fines de setiembre, a la una de la madrugada, se paraliza el
tráfico ferroviario en toda la República. Al mismo tiempo, de-
claran la huelga los empleados de una compañía de tranvías,
los de la más importante empresa de electricidad y los de
otros gremios. Hasta en Comodoro Rivadavia, la capital del pe-
tróleo, se produce una huelga. Todo esto ocurre en los días en
378 Manuel Gálvez

que llega a Buenos Aires el Glasgow. Las compañías ferrovia-


rias son inglesas. Acaso el viaje del crucero, aparte de exigirnos
la ruptura con Alemania, tiene también por objeto mostrar-
nos cómo Inglaterra cuida su dinero. Por fin, después de un
mes, termina el paro ferroviario, si bien continúan algunas
violencias, debidas a la prédica de agitadores. Termina por
un decreto del gobierno, que establece la jornada de ocho ho-
ras, vacaciones con sueldo y la reserva del empleo a los que
cumplen el servicio militar. Una delegación de la Federación
Obrera Ferroviaria se entrevista con el Presidente de la Repú-
blica. La Federación declara que, cumpliendo un acto de respe-
to y acatamiento a este gobierno, ha resuelto volver al trabajo.
Es la primera vez que en nuestro país se hace una declaración
semejante. Pero días después, como el paro ha sido reanuda-
do porque las empresas se niegan a la readmisión de ciertos
obreros, Yrigoyen, por un sensacional decreto, las obliga a
readmitirlos antes de las veinticuatro horas. Y en diversas
ciudades se realizan manifestaciones obreras que vitorean al
presidente Yrigoyen.
Sus enemigos lo atacan por esta actitud. Le oponen la de
Arístides Briand, presidente del consejo de ministros de
Francia, en 1906, quien, a pesar de su socialismo y proce-
diendo en defensa de un servicio público, negó a los ferrovia-
rios el derecho de huelga. Pero el caso es distinto. En Francia
los ferrocarriles pertenecen al Estado o a empresas francesas;
las reclamaciones de los obreros han sido siempre más o me-
nos atendidas, y la situación del ferroviario francés, en 1906,
estaba lejos de ser desesperada. Entre nosotros, las empresas
son extranjeras, y sus directorios, que deben responder a las
exigencias de los capitalistas ingleses, carecen de simpatía
hacia el trabajador argentino. ¿A quién reclamar? Antes de
Yrigoyen, las empresas no escuchaban ningún pedido de me-
joras, y los gobiernos, formados por profesionales al servi-
cio del capital extranjero, apoyaban a las empresas. No les
quedaba a esos obreros desesperados otro recurso que la
huelga. Y si las empresas, durante la presidencia radical, ce-
den, es porque Yrigoyen deja caer sobre ellas su dura mano.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 379

Pero Yrigoyen no ha podido intervenir desde el primer día,


ni menos antes de la declaración de la huelga. Ha debido espe-
rar a que las dos partes arreglen el conflicto por un acuerdo.
Y sólo interviene -y en sentido favorable a los obreros, vale
decir, a la justicia- cuando no quedan dudas de que los cora-
zones empedernidos de los directores de las empresas, insen-
sibles a la razón y al derecho, no se ablandarán jamás. Poco
después de terminada la huelga, Yrigoyen reglamenta minu-
ciosamente todo lo reglamentable: los sueldos, el escalafón,
los horarios de los empleados y obreros. Y en adelante las
empresas no cometerán los abusos de otros años, porque
Hipólito Yrigoyen vigila.

Durante estos meses, Hipólito Yrigoyen ha estado en per-


manente contacto con los obreros. Delegaciones y comisiones
van a verlo. Él los llama para conocer sus reclamaciones, tra-
tar de arreglar los conflictos y pedirles que no incurran en
violencias, sobre todo sangrientas. Las violencias y la sangre
lo preocupan extraordinariamente. Cuando la huelga ferro-
viaria estalla en Rosario, en donde asume caracteres gravisi-
mos, llama por teléfono al presidente del Departamento del
Trabajo, que ha ido a esa ciudad con amplias facultades, sólo
para pedirle que evite todo derramamiento de sangre. Por es-
to, las fuerzas policiales se limitan a guardar el orden. Los ene-
migos le acusan a Yrigoyen de complaciente blandura, hasta
de complicidad. Ignoran lo doloroso que sería para él la muer-
te de un solo hombre por culpa de la policía. No importa que
sean incendiados algunos vagones o destruidas algunas vías.
Lo que importa es la vida humana. Las huelgas se eterni-
zan, las empresas se perjudican en sus bienes, pero Hipólito
Yrigoyen no ha declarado el estado de sitio, ni ha fusilado a
las manifestaciones obreras, ni ha hecho deportaciones, pro-
cedimientos habituales durante los tiempos del Régimen.
Con ser esto tan importante, hay todavía algo más trascen-
dental: por primera vez, en la historia del país, unos obreros
han entrado en la Casa de Gobierno en representación de los
huelguistas y se han entrevistado con el presidente, que los
380 Manuel Gálvez

ha tratado como a sus iguales, reconociendo en ellos la mis-


ma dignidad de hombre que reconoce en los políticos, los
financistas o los generales. Sus enemigos lo critican: el presi-
dente, por demagogia electoralista, no guarda las jerarquías.
El presidente adula a los proletarios, les quita los sombreros
de las manos y los coloca él mismo sobre una silla o sobre la
mesa; les palmea los hombros; habla con ellos de temas aje-
nos a la huelga; les da la mano y les retiene las de ellos, y has-
ta les presta el automóvil presidencial para ciertas gestiones
urgentes relacionadas con sus entrevistas o con las huelgas.
Ignoran sus enemigos que sin estas cosas los obreros no se
sentirían cómodos, no se atreverían a hablar ante el presiden-
te, y que Yrigoyen tiene el raro talento de ser sencillo, de po-
nerse al alcance de los seres más modestos, sin perder nada
de su altura, de ese algo de augusto que lo rodea. Ignoran
también que Yrigoyen reconoce la dignidad del trabajo.
Pero he aquí algo aún más importante. La escena es una de
las más grandiosas que hayan ocurrido en nuestro pais.
Una delegación de representantes de la Bolsa, de la Indus-
tria y del Comercio -unas treinta personas- se presenta ante el
presidente Yrigoyen. Él la recibe con su amabilidad de siem-
pre. Pero en seguida se hace un silencio demasiado largo, mo-
lesto para los representantes del capitalismo. Por fin, uno de
ellos habla. Expone la gravedad de la situación creada por las
huelgas y sus quejas contra el gobierno, cuya acción juzgan
disolvente. Yrigoyen, que conoce las tristezas de la vida del
trabajador, que está enterado de las iniquidades cometidas
por las empresas -se les ha rebajado el sueldo por tres veces
con el pretexto de la carestía del carbón y les han aumentado
las horas de servicio-, los escucha con pena. Cuando termi-
nan de hablar, les agradece que le hayan expuesto sus opinio-
nes. Él no es enemigo de las clases adineradas, de las fuerzas
productoras del país. Desea saber qué perjuicios les ha oca-
sionado su política. Ellos enumeran: la interrupción de los
viajes; la demora de las cargas; el enflaquecimiento, por esca-
sez de forraje, del ganado traído a la Exposición Rural. “¿Y
qué solución traen ustedes para remediar esos males?”, pre-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 381

gunta Yrigoyen. Los representantes del capitalismo se miran


unos a otros en silencio. Nadie se atreve a hablar. Hasta que
uno de ellos contesta: “No se puede esperar más. El conflicto
no tiene solución pacífica. Lo que el gobierno debe hacer es
desembarcar los marineros, los maquinistas y fogoneros de la
escuadra y ponerlos en las máquinas para que dirijan los tre-
nes. El ejército debe ser distribuido a lo largo de las vías y en
la conducción de los trenes. En una palabra, debe aplicarse la
fuerza para solucionar este conflicto”. En el espíritu del presi-
dente Yrigoyen se produce una honda conmoción. Dolor, tris-
teza, indignación, un poco de todo eso hay en este momento
en su alma. Va a pronunciar palabras trascendentales, que
nunca ha pronunciado un gobernante argentino. Palabras
históricas, que definen una época de nuestra vida nacional.
Mira a sus visitantes “pensativa y hondamente”, su voz se
hace grave y solemne y, con una escondida emoción en el
acento, el ceño contraído y su lentitud y suavidad habituales,
dice: “¿Es ésa la solución que ustedes traen al gobierno de su
país?; ¿es ésa la medida que vienen ustedes a proponer al go-
bierno que ha surgido de la entraña misma de la democracia,
después de treinta años de predominio y de privilegio?” Si-
lencio impresionante. Estupor de los representantes del capi-
talismo. El presidente continúa: “Entiendan, señores, que los
privilegios han concluido en el país, y que de hoy en más las
fuerzas armadas de la Nación no se moverán sino en defensa
de su honor y de su integridad; no irá el gobierno a destruir
por la fuerza esta huelga, que significa la reclamación de do-
lores inescuchados”. Ha hablado el Presidente con energía y
con espíritu de justicia. Y ahora habla el hombre, el hombre
de corazón: “Cuando ustedes me hablaban de que se enfla-
quecían los toros en la Exposición Rural, yo pensaba en la vi-
da de los señaleros, obligados a permanecer veinticuatro,
treinta horas, manejando los semáforos para que los que via-
jan, para que las familias, puedan llegar tranquilas y sin peli-
gros a los hogares felices; pensaba en la vida y en el régimen
de trabajo de los camareros, de los conductores de trenes, a
quienes ustedes me aconsejan que los sustituya por la fuerza
382 Manuel Gálvez

del ejército, obligados a peregrinar a través de las dilatadas lla-


nuras, en viajes de cincuenta horas, sin descanso, sin hogar”.
Reclamación de dolores inescuchados... Debemos recono-
cer que la pluma antiliteraria de Hipólito Yrigoyen alcanza, a
veces, a la exactitud expresiva y a la más grande belleza mo-
ral. Los representantes del capitalismo -que no son personas
insensibles- quedarán por largo tiempo impresionados.

Apenas sube al gobierno, Yrigoyen comienza a pensar en


los trabajadores. La legislación obrera existente es casi nula.
Las pocas leyes que hay -obra de los socialistas o de los radi-
cales- no se cumplen, o se cumplen a medias, como la del des-
canso dominical, las del trabajo de las mujeres y los niños. Es
visible la acción de Yrigoyen por hacerlas cumplir: los diarios
informan continuamente de las violaciones al descanso do-
minical, descubiertas por los inspectores del Departamento
del Trabajo.
Los hombres del Régimen no han pensado en el obrero, si-
no cuando han necesitado su voto. Yrigoyen contempla con
asombro todo lo que falta por hacer. Hay que preocuparse del
sueldo del obrero, de su vivienda, de su jubilación, de sus
conflictos con el capital. Durante el año tumultuoso de 1917
-huelgas, cuestión internacional, choques con el Congreso, in-
tervenciones- se van haciendo los necesarios estudios previos
a las leyes que más adelante propondrá. Y en el año siguien-
te, más tranquilo que el anterior, varios decretos y leyes de
carácter obrero definen la posición de Yrigoyen y revelan sus
sentimientos hacia el trabajador.
¡De qué no se ha preocupado Yrigoyen para mejorar la con-
dición del proletario! Sus diversos decretos, leyes y proyectos
abarcan toda la vida del trabajador. Suprime a los obreros del
Estado el descuento que se hace a toda la administración; es-
tablece el sueldo y salario mínimos; aumenta los sueldos me-
nores de trescientos pesos. Se preocupa de la vivienda del tra-
bajador -entre sus proyectos, uno destina cincuenta millones
a la construcción de casas para obreros- e impide el aumento
de los alquileres. Prohíbe el embargo. de sueldos, salarios, ju-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 383

bilaciones y pensiones. Impone la jubilación de los ferrovia-


rios y crea “El Hogar Ferroviario”. Reglamenta el trabajo a do-
micilio, tan importante para la mujer. Establece la obligación
de pagar a los obreros en moneda nacional, salvándolos de
los dueños de obrajes de madera, ingenios azucareros y otras
industrias análogas, que usan moneda propia, sin valor fuera
de su radio. Propone la jubilación de los obreros de las em-
presas particulares, proyecto que el Congreso aprueba, aunque
sólo parcialmente, en la presidencia que le sigue. Modifica la
ley del descanso dominical y la hace cumplir. Instituye las
ocho horas de trabajo, el contrato colectivo, la conciliación y
el arbitraje. Funda las cooperativas agrícolas, fomenta la colo-
nización agrícola-ganadera, reglamenta el trabajo y la locación
agrícola. Y propone un Código del Trabajo, obra completa y
magnífica que el Congreso no toma en consideración.
Sus ideas sobre política social, consideradas por sus ene-
migos como inexistentes, hipócritas o ridículas, tienen eco en
el extranjero. En Italia, en un mensaje al Parlamento, el go-
bierno de Giolitti las cita para apoyarse en ellas.
Una de sus grandes preocupaciones es la de abaratar los
artículos de primera necesidad. Compra toneladas de azúcar,
que hace vender a bajo precio en las comisarías y en otras
partes. Fija, por un decreto célebre -y en cierto modo revolu-
cionario- el precio del trigo, impidiendo la inflada ganancia
que piensan realizar los exportadores -todos extranjeros- a
costa de nuestro pueblo. Persigue a los acaparadores, que
practican una “verdadera expoliación sobre el sudor de todos
los trabajadores, haciendo aún más precaria la vida de sus
hogares”, según dice, en su abominable jerga, en el mensaje
en que solicita leyes para reprimir el trust del azúcar. Y en ese
mismo mensaje, tiene estas enérgicas palabras: “Es necesario
dar una lección saludable a los que especulan sobre el ham-
bre y la sed del pueblo que trabaja”.
Legisladores de su partido también presentan proyectos
de carácter social. Los socialistas, lógicamente, hacen lo mis-
mo, si bien, por oposición al gobierno, se oponen a algunas
excelentes leyes, como la de jubilación de los ferroviarios. Y
384 Manuel Gálvez

hasta los conservadores, sobre todo los de tendencia católica,


contribuyen a esta obra de mejorar la condición de la clase
obrera. Es que Yrigoyen ha dado el impulso. Nunca hasta en-
tonces se habían leído en documentos oficiales palabras como
las que él emplea: ”...los que no se han sentido pobres nunca,
o los que no hayan puesto su magnanimidad al alivio de las
escaseces ajenas... *
La obra social de Yrigoyen no es empírica, como pudiera
creerse. Proviene de esenciales principios suyos. Patriota, no
comprende la grandeza argentina sin un mínimo de bienestar
para todos. Afirma que la Democracia -idea audaz, nunca in-
sinuada por un gobernante entre nosotros- “entraña la posibi-
lidad para todos de poder alcanzar un mínimo de bienestar”.
Y en el mensaje con que acompaña su proyecto sobre jubila-
ción de los obreros del comercio y de la industria, invoca
“inaudito caso- “la alta razón de Estado” para la protección
del trabajador.
¡Alta razón de Estado! La importancia de estas palabras es
enorme. De ellas se deduce que el bienestar del obrero es ne-
cesario para la vida del Estado, para su grandeza, para su
existencia misma. De ellas se deduce que el Estado se halla
sobre todas las clases y que a él le corresponde asegurar su
bienestar. El Régimen no es para Yrigoyen sólo un sistema
político, sino también un sistema de privilegio. Al vencerlo,
él considera que ha dado un gran paso en el sentido de la
igualdad. “El gobierno -dice- ampara a todas las clases” y
“corrige la desigualdad”. Más tarde, comenzada su segunda
presidencia, se le atribuirá una frase según la cual terminaría
“con todos los privilegios”.
Yrigoyen ama al pueblo. En su obra social entran por mu-
cho las razones sentimentales. La desigualdad entre los hom-
bres lo hace sufrir a este krausista y cristiano. Pero detesta al
socialismo. Le repugna su sentido materialista de la vida, su
enemistad para con lo espiritual. La ternura de Yrigoyen no
puede simpatizar con la sequedad científica de la doctrina de
Marx. Su patriotismo la considera extranjeriza, ajena a las
modalidades de nuestro pueblo. Hay en Yrigoyen un socialis-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 385

mo sentimental, patriótico, cristiano y paternal. Su “obreris-


mo” se parece un poco al laborismo británico y otro poco al
aprismo peruano. Con el aprismo -que pretende la liberación
del indio- tiene de común su movimiento de masas, su exal-
tación mística del jefe, su amor hacia la plebe, su actitud re-
volucionaria; pero lo separa del aprismo el matiz marxista
que tiene en lo económico ese partido.

Porque ama al pueblo y se sabe amado por él hasta el fa-


natismo, tiene uno de sus grandes sufrimientos.
Ha comenzado el año 1919. Huelga en los talleres metalúr-
gicos de Vasena. Los huelguistas atacan a los carros que, cus-
todiados por agentes de caballería, se dirigen a los talleres.
Los agentes no intervienen en las luchas entre huelguistas y
conductores de carros. Los obreros cortan los hilos telefónicos
y rompen los caños que proveen de agua a los talleres. Hasta
entonces, pocos muertos y heridos. El ocho de enero, al acer-
carse algunos carros, se produce un combate de media hora
entre huelguistas y no huelguistas, con máuseres, wínches-
ters y revólveres. Cinto muertos y más de veinte heridos. Es-
tán heridos un teniente de la guardia de seguridad y varios
soldados. La policía sólo ha intervenido para alejar a los ata-
cantes. Pero la muerte de un obrero, a sablazos, exalta a los
huelguistas contra la autoridad.
La Federación Obrera Regional Argentina -los sindicalis-
tas- y la Federación del V Congreso -los anarquistas- decretan
la huelga general. Casi todos los gremios se unen al movi-
miento. Paralización. Los empleados van a pie a sus oficinas.
Calor asfixiante. Las casas, cerradas. Esa tarde es el entierro
de los obreros. Adelante van unos ciento cincuenta hombres,
muchos de ellos con armas que no ocultan. Á cien metros, un
coche fúnebre. Los féretros son llevados a pulso por cuatro
obreros. Detrás marcha una muchedumbre de trescientos mil
seres humanos, acaso de algo más. De pronto, los del grupo
delantero despojan violentamente a dos armerías, incendian
un automóvil, asaltan la estación del tranvía Lacroze y ponen
fuego al convento y a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús
386 Manuel Gálvez

Sacramentado. Los bomberos entran en el convento y desalo-


jan a los atacantes. Quedan cuarenta muertos y centenares de
heridos y contusos. En el barrio de la Chacarita los huelguis-
tas han incendiado un carro de bomberos. Barricadas, asaltos.
Son apedreados los talleres de Vasena. Los huelguistas le que-
man el automóvil al jefe de policía, pero luego le traen otro, y
uno de ellos, amablemente, conduce al jefe hasta la Casa de
Gobierno. Un oficial de la policía que intenta calmar a los
obreros es muerto de una puñalada. Un centenar de bombe-
ros combate contra los huelguistas.
Pánico en la ciudad. Nadie duda de que asiste a una revo-
lución social. Las noticias que durante el año anterior han
llegado de Rusia sobre el triunfo del maximalismo han tras-
tornado a los obreros y, en general, a la gente pobre. Esa tar-
de apenas circulan los diarios. No se sabe lo que ocurre.
Todo el mundo está asustado, menos Yrigoyen. Masas de
pueblo lo han aclamado al salir de su casa y durante todo el
trayecto hasta el palacio de Gobierno. Por la tarde, grandes ma-
nifestaciones -una llega a reunir diez mil personas- vitorean
su nombre, recorriendo la avenida de Mayo. Él permanece en
la Casa de Gobierno con sus ministros. Noticias alarmantes lle-
gan a cada momento. Le informan que los huelguistas han to-
mado una de las comisarías. Él afirma ser falso, fundándose
en pequeñas observaciones dignas de la perspicacia de un
Sherlock Holmes, y tratarse de versiones alarmistas, con obje-
to de difundir el pánico. Poco después, el jefe de policía telefo-
nea desde esa misma comisaría. No ha habido ningún asalto.
Está Yrigoyen con sus ministros cuando el secretario le
anuncia que ha llegado una comisión de representantes de la
Asociación del Trabajo -institución patronal y capitalista-
acompañada por el embajador de Inglaterra. Yrigoyen excla-
ma: “¿Argentinos que se hacen acompañar por el embajador
de Inglaterra? Dígale al embajador que me es imposible aten-
derlo, por causa de estos sucesos que me tienen ocupado; que
puede hablar con el ministro del Interior; y en cuanto a esos
argentinos, que se hacen acompañar por el embajador de
Inglaterra, échelos”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 387

¿Qué piensa Yrigoyen ante la gravísima situación? Ante


todo, le duele el levantamiento de los obreros. Es cierto que
hay agitadores, pero no es menos cierto que gran número de
trabajadores los han seguido y que ahora atacan a la autori-
dad, a los representantes de su gobierno. Yrigoyen no hubie-
ra creído jamás que el pueblo trabajador se levantara contra
él. ¡Ha estado tan seguro de contar con su afecto! Y ahora,
¿Qué se hace? Todos exigen providencias enérgicas. Hasta en-
tonces él no ha querido que se haga fuego contra los obreros.
Pero es necesario evitar males mayores, dominar aquella ten-
tativa de revolución social. Y entonces ordena que vengan
tropas del Campo de Mayo, y entrega el mando de ellas, así
como el de todas las fuerzas policiales y de los bomberos, a
un general de prestigio y de carácter.
Pero la sedición no disminuye. Tiroteos en todos los ba-
rrios: huelguistas que pretenden intimidar a la población,
producir el pánico. Por las calles abandonadas no pasan sino
los coches de la Asistencia Pública, que van a recoger heri-
dos. Es atacado, desde unas casas vecinas, y desde la calle, el
Departamento Central de Policía. Es atacado el Correo, casi a
medianoche. Son asaltadas varias comisarías: Los bomberos
recorren en camiones la ciudad, apuntando con sus máu-
seres. Se combate en distintos lugares. Grandes manifestacio-
nes demuestran su adhesión al gobierno, y desfilan cantando
el Himno Nacional.
Al otro día la Federación Obrera Regional Argentina dispo-
ne la vuelta al trabajo. Pero no cesan los tiroteos ni los asaltos
a las comisarías. En Montevideo se descubre que el movi-
miento ha sido preparado por algunos maximalistas rusos.
En el Parque Patricios se combate durante tres horas. Un día
más. La normalidad renace. Hay un breve combate en las pro-
ximidades de la estación Caballito. Aún se oyen, sobre todo
de noche, algunos tiros. Ha concluido el movimiento revolu-
cionario. Ha habido muchos muertos, acaso un millar, y va-
rios millares de heridos. La mayoría de los muertos no son
obreros: son gentes que iban por la calle o que estaban en su
casa O que se asomaron a la ventana y recibieron un balazo.
388 Manuel Gálvez

Es una tragedia para Buenos Aires. Aparte de los padres, los


hermanos o los hijos de las víctimas, nadie las compadece
tanto como Hipólito Yrigoyen, el presidente de la República.
Aquella sangre que ha debido derramar para salvar al país de
una revolución maximalista, lo llena de profunda tristeza. Él
ha cumplido con su deber, pero queda hondamente afligido.

Sus enemigos aprovechan los sucesos para combatirlo. Los


conservadores, que jamás se han interesado por el obrero, le
reprochan no realizar una gran obra social y haber sido débil
durante la Semana de Enero, en la que no supo defender al
país. Los socialistas lo tratan poco menos que como un crimi-
nal: afirman que ha hecho asesinar al pueblo, que ha matado
sin necesidad, pudiendo haber arreglado el conflicto amiga-
blemente. A Yrigoyen lo hieren más los ataques de los conser-
vadores. A un amigo le declara que con aflojar un poco las
riendas al pueblo para que incurriese en algunos hechos san-
grientos, él habría obtenido la sumisión de los conservadores,
los cuales habrían ido a buscarlo; pero que su patriotismo y
su horror al derramamiento de sangre le vedan semejantes
procederes.
Yrigoyen, que conoce la política, no les hace caso a sus
enemigos. Tiene por ellos un displicente desdén. Su mejor
respuesta es continuar la obra social que ha empezado el año
anterior, y que debe ser buena, por cuanto lo atrae el respeto
y el cariño de las grandes masas obreras. Acaso su obra sea
incompleta. Su paternalismo no le ha permitido avanzar más
ni dar entera eficacia a sus proyectos y leyes. Demasiado ha
hecho si se considera que casi nada existía y que su presiden-
cia ha sido en extremo tormentosa. Su obra, más que como
realidad legislativa, es importante como dirección para el
porvenir. Su obrerismo es una ruta.
Pero la consecuencia más importante del obrerismo de
Yrigoyen -tanto de su obra práctica como de su simple acti-
tud ante el proletario- es el haber contenido la revolución
social. Al comenzar su gobierno hay mar de fondo en los
ambientes obreros. El éxito obtenido en los movimientos
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 389

sindicales de los años inmediatos les ha dado a los trabajado-


res la sensación de su fuerza. Por entonces son los anarquis-
tas en Buenos Aires docenas de millares. Yrigoyen detiene
la revolución social que hubiera triunfado más tarde. La de-
tiene y la interrumpe en su desarrollo subterráneo. Muchos
trabajadores llegan a comprender que el anarquismo es una
utopía y se adhieren al partido radical, que puede darles
mucho de lo que pretenden. El anarquismo desaparece así,
fundido en las masas radicales, se argentiniza, abandona sus
sueños y sus odios. Durante las dos presidencias de Yrigoyen
actúan viejos redactores de los diarios anarquistas. Han en-
trado, por obra de Yrigoyen, en las normas del orden. Ahora
son nacionalistas y algunos hasta católicos. De no haber él
existido, la Argentina habría sufrido, tarde O temprano, una
tragedia social como la de España.
Pm há 8 do AA
NN : HT di A Hna y de ,

MP al y vs Di AL
e rs 1 Ds50 po Marte

16 GAIA PENSE PAPA


. vyn9/ 1 PU pá dalt! :

aii Amanitaee

a
A O UT
Bas E pi aL

TS
AMIGA
lr lab nod
ará e7 ee
Ml e A Eb AJA ] AN
0

uv Ñ
ETEM WJgUra
INE My .
' nel ib

q dida
] DN 10 po Da
uri MSN
o AA pp do
10 Ss y om

O pe
: jp em he OA
Y ES 1
UN AS Ñ y ib pe

an

Ñi
8 YY 295
A
A,
Y AN GEN)

HOLAS y dy Dd
FT TO de pp
O A 7
pa meo dema, 74.Mn
7

ENY
VII. Espíritu

no de nuestros grandes pensadores escribió, hace


ochenta años, esta frase: “Gobernar es poblar”. En
aquel momento le sobraba razón. La Argentina ape-
nas tenía un millón de habitantes en sus tres millones de ki-
lómetros cuadrados. La tragedia nuestra era el desierto, la so-
ledad del hombre. Necesitábamos gentes que trabajasen los
campos, que comprasen los productos de nuestras ínfimas in-
dustrias, que justificasen la instalación de ferrocarriles y de
tranvías. Sin hombres no podía haber progreso, ni material ni
moral. El hombre es no sólo el agricultor que cultiva la tierra
y el obrero que hace producir a la fábrica; es también el maes-
tro que enseña, el sacerdote que civiliza. La tierra Argentina
clamaba por hombres cuando aquellas frases fueron escritas.
Había que poblar los campos urgentemente. Era angustioso el
llamado de nuestra tierra. Gobernar era entonces, por sobre
todas las cosas, poblar; vale decir, traer inmigrantes, gringos
de Italia, gallegos de España y vascos de España y de Francia.
Y era también atraer capitales que moviesen a esos hombres
y creasen trabajo y riqueza sobre las pampas vírgenes.
Este concepto, que podemos llamar “materialista”, ha sido
el de todos nuestros gobernantes hasta el advenimiento de
Hipólito Yrigoyen. Tenía que ser así. No podemos reprochar
a nuestros gobernantes el que sólo se hayan preocupado de
inmigración y de ferrocarriles, de agricultura y ganadería, de
finanzas, de obras públicas. No tenían tiempo para otra cosa
porque, en esas materias, debían hacerlo todo. Acaso pensa-
ban que lo primero era vivir y después filosofar. Si a algunos
de esos gobernantes podemos echar en cara su preocupación
exclusiva por lo material y lo económico, es a los que dirigie-
ron el país desde el comienzo del siglo actual. En 1900 ya no
era tan urgente la necesidad de poblar. En veinte años habían
venido a nuestras tierras dos millones de hombres útiles. Te-
níamos ferrocarriles, magníficos edificios públicos, millones
392 Manuel Gálvez

de hectáreas sembradas, frigoríficos, fábricas, sociedades


anónimas y todo lo que puede poseer un pueblo de intermi-
nable porvenir, dueño de tierras feraces y riquezas múltiples.
Entonces, nuestros gobernantes pudieron pensar en lo espiri-
tual. Pero nadie pensó en eso. Teníamos el afán materialista
metido en nuestra sangre.
A la par que de los progresos, nuestros gobernantes se ha-
bían preocupado de la cultura. Llenaron el país de escuelas,
crearon universidades, fomentaron, aunque sin gran eficacia,
las artes y las letras. Pero todo esto pertenece al mundo de la
cultura, no al mundo del espíritu. Nuestro sentido de la vida
continuó siendo materialista, Y, en parte, sigue siéndolo aún
ahora. Nuestros gobernantes, que se habían formado en épo-
cas de progreso material, de lucha encarnizada por la rique-
za y los goces de la vida, no podían hacer nada por lo espiri-
tual. Eran discípulos de Spencer, de Tarde, de Taine, de los
positivistas y materialistas franceses. La clase intelectual ar-
gentina estaba atrasada en treinta años. Poco o nada sabía de
la inquietud espiritual que empezaba a conmover el pensa-
miento europeo. Ni siquiera teníamos auténtico espíritu reli-
gloso. Los hombres, en su absoluta mayoría, eran incrédulos.
Abundaban los ateos. Los católicos, harto escasos, se avergon-
zaban de serlo. Ningún escritor hubiera nombrado a Dios. La
sociedadpracticaba el culto católico, pero sin verdadera fe.
¿Cómo pretender que nuestros gobernantes invocasen a Dios,
que hicieran obra espiritual? Para ellos el hombre era un
cuerpo que necesitaba ciertas comodidades. A lo sumo, el
hombre tenía una inteligencia que necesitaba cultivo. Pero no
pensaban que el hombre tiene también alma y espíritu. Eran
representativos de la mentalidad del siglo XIX.
Sarmiento es, entre nuestros grandes gobernantes, el que
mejor representa el afán de progresos materiales y culturales.
“Las cosas hay que hacerlas -dijo-. Hacerlas mal, pero hacer-
las”. Mas Sarmiento, positivista e irreligioso, no se preocupó
de lo espiritual. Yrigoyen, ante algunos amigos, revela su dis-
conformidad con Sarmiento, por su materialismo, su extran-
jerismo y su obra antirreligiosa.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 393

Hipólito Yrigoyen es el primero de los gobernantes ar-


gentinos que invoca a Dios, a la Divina Providencia y a los
Evangelios en sus documentos oficiales. En sus escritos apa-
rece, hondo y sincero, un sentido espiritualista de la vida. Su
advenimiento al poder significa, en lo espiritual, una trascen-
dente revolución.

¿Cuáles son las ideas religiosas de Yrigoyen? Hay en él un


fondo católico, pero jamás practica el culto. Pasada su infan-
cia, no asiste a misa ni se confiesa. No hace bautizar a sus hi-
jos. Pero tiene sentimientos cristianos en grado heroico. Es un
hombre de gran caridad, de bondad profunda hacia los po-
bres, hacia todos sus semejantes. Pudiendo vengarse, no se
venga nunca. Da sus grandes sueldos de presidente con la
misma sencillez con que años atrás dio sus modestos sueldos
de profesor. Regala sus trajes casi intactos, paga las deudas de
sus hermanos, ayuda a sus amigos en desgracia, mantiene a
los oficiales expatriados. Salvo en lo relativo a las mujeres,
practica una moral severa y cristiana.
No es católico, pero cree en Dios y en la Divina Providen-
cia. Cree en Dios con absoluta convicción filosófica, no por
rutina. Para él, Dios es una verdadera realidad, no una idea
convencional, sin vida, como lo es para la mayor parte de los
católicos de su tiempo. Dios interviene en todos nuestros ac-
tos, cree Yrigoyen. Por esto, carece de vanidad y ni le alegran
demasiado los éxitos ni le afligen las desgracias. Por esto in-
voca tan frecuentemente a la Divina Providencia.
También cree en la inmortalidad del alma. Si bien habla de
“inmanencia” varías veces, no debemos considerarlo como
un panteísta. Su krausismo no llega a tanto. ¿Cree en la trans-
migración de las almas, en las apariciones de los espíritus? Es
indudable que se interesa por esas cosas. Llevado por un ami-
go, ha ido dos veces al centro espiritista “Pancho Sierra”; y
otro centro, sin duda como un homenaje, le envía una tarjeta
de socio, de “Hermano”. Pero interesarse no es ser un adep-
to del espiritismo. Muchos hombres con inquietudes religio-
sas y curiosidades metapsíquicas se han interesado alguna
394 Manuel Gálvez

vez por las doctrinas teosóficas y espiritistas. Durante un tiem-


po, él cree en las comunicaciones con los muertos.
Semanas antes de asumir el poder por vez primera, a un
amigo que le pregunta cuál es su religión él le contesta que
ninguna, aunque las respeta a todas. Es en los años en que es-
tá bajo la influencia de la teosofía y del espiritismo. Sin em-
bargo, poco a poco va sintiéndose más cerca del catolicismo,
y en los últimos años de su vida se declara católico.
Pero no importa mayormente clasificarlo. Sólo importa esta-
blecer, cómo él cree, por sobre todas las cosas, en el espíritu, en
la vida del espíritu, en la grandeza de la vida del espíritu. Sólo
importa establecer que, en este país materialista y sensualista,
ha habido un presidente de la República para quien lo espiri-
tual ocupaba más alta jerarquía que el progreso y las finanzas.
El Régimen, que da el primer lugar a lo material -obras de pro-
greso, economía, finanzas- es materialista. Yrigoyen, que cree
en la primacía del espíritu sobre la materia, es espiritualista.

Cada una de las catorce provincias tiene una constitución,


un poder legislativo y un gobernador elegido por el pueblo.
Las constituciones provinciales, como es lógico, no pueden
oponerse en nada a la Constitución Nacional.
Pero he aquí que en Santa Fe se discute una nueva consti-
tución. Esta ley fundamental de esa provincia tiene una parti-
cularidad: establece la separación entre la Iglesia y el Estado.
Es una constitución liberal; más aún, “atea” como la llaman
los católicos. La votarán, en gran número, los convencionales
radicales y los demócratas progresistas. El Partido Demócrata
Progresista, cuyo jefe es Lisandro de la Torre y que hasta en-
tonces ha sido un partido conservador, acaba de darse una
fuerte coloración liberal y un débil tinte socialista. Dirigido
por intelectuales, que son a la vez personas distinguidas en la
sociedad, ha reclutado sus elementos entre la clase elevada y
la alta burguesía. Estos señores elegantes y liberales, oriundos
casi todos de Rosario, ciudad muy rica y liberal -en la vieja
Santa Fe apenas tienen votos-, y los radicales, han fraguado la
constitución atea, que suprime el nombre de Dios.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 395

Polémicas en los diarios. Indignaciones entre los creyentes.


La Constitución Nacional “sostiene el culto católico”, exige
que el Presidente de la República sea católico y dispone que
los indios sean convertidos al catolicismo. Eso basta para que
nuestra Constitución deba ser considerada como católica. Le-
guleyos liberales afirman que, con todo eso, el catolicismo no
es entre nosotros la religión del Estado. Desde hace ochenta
años se discute esta cuestión. Pero nadie discute que nuestra
carta fundamental le da al catolicismo una situación especial
y privilegiada.
Fuera de los católicos fervorosos y de otros que lo son po-
líticamente, a nadie preocupa esa constitución atea de Santa
Fe. Pero hay un hombre que está preocupado, un hombre
que cree fuertemente en Dios y que no admite la supresión de
su nombre en las constituciones provinciales. Porque cree de
veras en Dios, no acepta el sentido laico de la vida que esa
constitución ampara. No acepta que en nuestro país se discu-
ta sobre temas de religión, temeroso de que se dividan hasta
la muerte los argentinos. Quiere paz entre los hombres. Y
ante el asombro del país entero, que jamás ha presenciado
semejantes actitudes, el presidente Yrigoyen envía un tele-
grama al gobernador radical de Santa Fe, observando aquel
documento. Considera inusitado, fuera de la época, el reno-
var las luchas religiosas. Advierte, dando una buena lección
a los anticlericales autores de la constitución, que “las leyes
no generan ni extinguen las creencias en las almas”. El gober-
nador de Santa Fe, aunque por otros motivos, veta la cons-
titución atea. Yrigoyen ha demostrado no sólo firmeza de
principios, amplitud de espíritu, amor auténtico por la tran-
quilidad del país, sino también valor moral, pues con su acti-
tud, que procede de su fondo religioso, se hace de enemigos
a todos los liberales y anticlericales y se expone a perder la
simpatía de buena parte de sus correligionarios y a que lo
motejen de clerical. Pero los radicales no le retiran sus afec-
tos. Su prestigio es tan enorme dentro del partido que todos
están ciertos de que cuanto él hace es lo mejor. Los católicos
radicales o neutrales están contentos. Los únicos que no se
396 Manuel Gálvez

conmueven son los católicos conservadores o pertenecientes


a la sociedad encumbrada: ellos tienen resuelto no encontrar
buena ninguna cosa que haga Yrigoyen, así sea en beneficio
de la causa de Dios, en quien dicen creer.

En el Perú se preparan grandes fiestas con motivo del cente-


nario de su independencia. El gobierno argentino mandará una
brillante representación. Algunos doctores y otros tantos ge-
nerales esperan ser los favorecidos. No se lo piden a Yrigoyen
ni realizan trabajos por medio de otros, porque estos procedi-
mientos no sirven para con él. Pero se les hacen visibles, lo vi-
sitan con pretextos.
Un día queda resuelto el nombre del candidato. No es un
general ni un doctor. No es un ministro ni un millonario. Con
estupor -¡nunca se hizo cosa semejante!- el país se entera de
que el elegido es un sacerdote, un ilustre prelado, el jefe de la
Iglesia por aquellos días en que no hay arzobispo. Más tarde,
al ser elegido presidente por segunda vez, le ofrecerá a ese
prelado el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto.
No cabe duda de que Yrigoyen ha querido honrar a la
Iglesia por lo que representa históricamente entre nosotros;
por haber dado a la causa de la Independencia varios gran-
des nombres. Pero también es indudable que Yrigoyen ha
querido honrar al espíritu, demostrar que el poder espiritual
merece tanto respeto como el poder material.
Los grandes diarios condenan el nombramiento. Uno de
ellos habla de cómo Yrigoyen “habituado a la improvisación,
incurre en originalidades de este género, que perjudican a la
seriedad del país y se prestan en el exterior a comentarios que
no nos favorecen”. En el Congreso, un socialista llega a decir
que el clero fue enemigo de la revolución americana, ¡y la ma-
yoría de los diputados que declararon nuestra independencia
eran sacerdotes, y uno de ellos nos salvó de la monarquía!
Otro presidente, aun siendo católico, no hubiera tenido el
valor de Yrigoyen para hacer semejante designación. ¡Un mon-
señor representando al gobierno argentino! ¡Un monseñor al
frente de una decorativa delegaciónde militares y de altos
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 397

funcionarios! El espíritu por encima de la fuerza, Hipólito


Yrigoyen ha pensado, seguramente, en este símbolo.

Desde hace veinte años, los liberales luchan por implantar


el divorcio. Ha habido interminables discusiones en la Cá-
mara de Diputados. No hay argumento que no haya sido aca-
rreado en favor de los diversos proyectos. Los antidivorcistas
se han opuesto con igual entusiasmo y documentación. Y no
han triunfado los divorcistas.
¿Quiere el país el divorcio? ¿Lo necesita? Hace quince años
el país, casi unánimemente, se ha manifestado en contra. En-
tonces el país era católico -aunque de un catolicismo rutina-
rio, pobre de fervor- y las costumbres morigeradas. Pero ahora
han cambiado en algo las cosas. Los católicos, si bien mucho
mejores, son también mucho menos que antes. Han venido
nuevas costumbres. La mujer ha cambiado de actitud ante el
hombre y ante la vida. El adulterio de la mujer, desconocido
en general hacia 1900, va siendo frecuente. Se deshacen a mi-
llares los matrimonios. Muchos cónyuges resuelven su situa-
ción cruzando el río de la Plata y divorciándose en Montevideo,
en donde, según las leyes del Uruguay, pueden volverse a ca-
sar. Pero esto, naturalmente, cuesta dinero y no todos pueden
hacerlo. El divorcio es deseado y esperado con el más grande
interés por muchos millares de cónyuges desgraciados. Y por
los socialistas, que con la ley de divorcio ansían disminuir los
prestigios de la Iglesia. Y por los liberales, sean o no cónyu-
ges desgraciados.
Esta vez hay posibilidades de que triunfen los divorcistas.
El socialismo cuenta con buen número de diputados y con los
dos senadores por la capital. Entre los parlamentarios radíca-
les abundan los defensores del divorcio. El partido radical,
aunque represente ciertas ideas, no es un partido de ideas si-
no una agrupación política; de ahí que entre sus miembros
haya católicos liberales, proteccionistas y librecambistas, con-
servadores y, si no socialistas, socializantes. Pero todos ellos,
antes que nada, son hombres de partido; son, principalmen-
te, yrigoyenistas.
398 Manuel Gálvez

¿Qué opina Yrigoyen sobre el divorcio? Se cree que no se


inmiscuirá en una cuestión extraña a lo esencial de la agrupa-
ción. Puesto que en la plataforma del partido no figura el di-
vorcio, parece evidente que los diputados radicales podrán
votar en uno u otro sentido. Liberales y socialistas pregustan
el triunfo. Los cónyuges mal avenidos proyectan salvadores
divorcios e hipotéticas lunas de miel.
Y de pronto, ocurre una cosa inesperada: un mensaje del
Presidente al Congreso, contra el proyecto de divorcio. ¿Qué
razones da el señor Yrigoyen para oponerse a una ley que tan-
ta gente desea? El Presidente se expresa en contra de la inicia-
tiva porque ella “amenaza conmover los cimientos de la fami-
lia argentina en su faz más augusta”. ¡Habla como un católico!
Su argumento es el mismo que han dado los diputados cató-
licos. Como ellos, él no cree que el país desee semejante ley.
“Nuestros hogares -afirma-, desde los más encumbrados has-
ta los más modestos, viven felices bajo los auspicios de sus le-
yes, y su primordial preocupación la constituye su embelleci-
miento y su bienestar positivo.” Sus palabras sobre la familia
argentina tienen una gran belleza moral, ya que no literaria:
“El tipo ético de familia que nos viene de nuestros mayores ha
sido la piedra angular en que se ha fundado la grandeza del
país; por eso el matrimonio, tal como está preceptuado, con-
serva en nuestra sociedad el sólido prestigio de las normas
morales y jurídicas en que reposa. Toda innovación en ese
sentido puede determinar tan hondas transiciones que sean
la negación de lo que constituye sus más caros atributos”.
Pero lo más notable del mensaje son las frases en que discu-
te las atribuciones del Congreso para reformar una institución
como la del matrimonio. Aconseja a las cámaras “meditar
muy profundamente para saber si está en las atribuciones de
los poderes constituidos introducir reformas de tan vital sig-
nificación o si ellas pertenecen a los poderes constituyentes”.
Da una lección interesante al decir: “No basta que el matri-
monio esté regido por el Código Civil para llegar a la conclu-
sión de que es susceptible de modificarse en su esencia por
simple acto legislativo. Base, como he dicho, de la sociedad
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 399

argentina, que la Constitución organiza con determinados


caracteres y que llega hasta fijar condiciones de conciencia al
jefe del Estado, es ante todo una organización de carácter ins-
titucional que ningún representante del pueblo puede sentir-
se habilitado a modificar, sin haber recibido un mandato ex-
preso para ese objeto”. Vale decir: que el matrimonio sólo
puede ser modificado por una nueva constitución, por cons-
tituyentes que lleven el mandato expreso de sus electores. La
posición jurídica del Presidente es inobjetable y del más gran-
de interés. ¿De dónde saca este hombre su sentido jurídico,
hecho de sensatez, de amor a la verdad y de patriotismo? Él
mismo dice que ha sido “inspirado en la defensa de la estabi-
lidad y armonía del hogar, fuente sagrada y fecunda de la pa-
tria”. Tal vez hay algo de krausismo en estas ideas. Pero de
un krausismo que él ha entendido a su modo, que él modifi-
ca en sentido cristiano. Tal vez es el fondo católico que vive
en su alma.
Sus palabras terminan con las esperanzas de los liberales y
los socialistas. Durante muchos años no habrá divorcio en la
Argentina.

Van a inaugurarse las comunicaciones radiotelefónicas en-


tre la Argentina y los Estados Unidos. Esto ocurre en 1930,
durante la segunda presidencia de Yrigoyen. Las primeras
palabras serán pronunciadas allí por el presidente Hoover y
aquí por el presidente Yrigoyen. Momento solemne. Las pa-
labras que se digan serán trasmitidas por todos los diarios de
América y por muchos de Europa. América entera las aguar-
da con interés. ¿Qué dirán los presidentes? ¿Se limitarán a
los lugares comunes de práctica, en elogio de las conquistas
de la ciencia o la mentira de la “tradicional amistad entre am-
bos pueblos?”
Hipólito Yrigoyen ha pensado largamente lo que va a des
cir. Como en todos los momentos de su presidencia, se da
cuenta de su inmensa responsabilidad. Como en todos los
momentos de su vida, será él mismo, expresará sinceramente
en
sus sentimientos. No se ha despintado nunca su carácter,
400 Manuel Gálvez

ningún acto privado o público. Tampoco se despintará en es-


ta ocasión. La estricta unidad de su vida, para aquellos que
puedan y sepan comprenderla, se manifestará una vez más.
Él no cree mucho en las conquistas de la ciencia. No en
cuanto a su realidad, sino a los beneficios auténticos que
puede recibir de ellas el ser humano. Él no ve el objeto de la
aviación; y aun por los automóviles no siente mucha simpa-
tía. Todas estas cosas aumentarán el progreso y las comodi-
dades, pero no traen ningún perfeccionamiento moral; y la
civilización es el perfeccionamiento moral. ¿Con qué fin mover-
nos tanto, inventar tantas cosas inútiles, ganar tanto dinero?
El progreso y las conquistas de la ciencia, ¿nos hacen más feli-
ces? ¿Nos dan la posibilidad de llegar a ser mejores? Hipólito
Yrigoyen tiene el mismo sentido de la vida que el gaucho, se-
mejante al del árabe y al del español. El hombre necesita poco
para su felicidad. No necesita ni muchos libros, ni riquezas,
ni excesivas comodidades, ni movimientos inútiles. Pero nece-
sita paz, serenidad de espíritu, libertad. Yrigoyen es el indivi-
dualista de siempre, el introvertido de siempre. Es el ciudada-
no austero, el hombre que no quiso ser ministro, ni senador, ni
gobernador y que sólo aceptó la presidencia porque se lo im-
pusieron y porque lo creyó necesario para salvar al país. Por
este motivo, él, el idealista, el espiritualista, el hombre de paz
y de serenidad, no puede hablar a Hoover sino en la forma
que va a hacerlo. Y lo que hace es sencillamente grandioso.
Ahí está, en los Estados Unidos, dispuesto a escucharlo, el
“emperador” Hoover. Es el jefe de la entonces más poderosa
nación del mundo, después de Inglaterra; del país del dólar,
en donde los hombres se agitan violentamente por el dinero y
las comodidades. Acaso hay en ese país muchos espiritualis-
tas, pero la vida yanqui se sintetiza en el culto del dinero. Para
nosotros los latinoamericanos, que somos sentimentales, ro-
mánticos, espiritualistas, y creemos en la vida del espíritu,
aunque no la practiquemos, los Estados Unidos forman un
pueblo materialista. Sabemos que en una conversación entre
americanos del norte jamás deja de oírse la palabra dólar, que
define su afán de dinero, su manía progresista. Sabemos tam-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 401

bién que esa nación poderosa oprime a algunas pequeñas na-


ciones de habla española, hermanas nuestras. Yrigoyen ha pen-
sado todo esto. Frente al representante del país del dólar va a
hablar del espíritu. Frente al opresor de nuestra América es-
pañola -“que aún ama a Jesucristo y aún reza en español”, se-
gún los versos de Rubén Darío- va a decir una maravillosa
impertinencia, surgida de su hondo sentimiento cristiano.
Ya está junto al micrófono el presidente Yrigoyen. Tiene
escritas sus palabras y lee: “La uniformidad y el sentir huma-
nos no han de afirmarse tanto en los adelantos de las ciencias
exactas y positivas, sino en los conceptos que, como inspira-
ciones celestiales, deben constituir la realidad de la vida”. Re-
cuerda la catástrofe que fue la gran guerra y cómo era justo
creer que la condenación que sobre ella recayese iba a señalar
“el renacimiento de una vida más espiritual y más sensitiva”.
Estupefactos están los oyentes, salvo aquellos que conocen el
fondo íntimo del presidente argentino. ¡Una vida más espiri-
tual y más sentimental! ¿Qué gobernante nuestro pronunció
jamás palabra análoga? Pero aún falta lo mejor: “Por lo que
sintetizo, señor Presidente, esta grata conversación, reafir-
mando mis evangélicos credos de que los hombres deben ser
sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos, y,
en común concierto, reconstruir la labor de los siglos sobre la
base de una cultura y de una civilización más ideal, de más
sólida confraternidad y más en armonía con los mandatos de
la Divina Providencia”.
El mundo ha debido venirse abajo. ¿Es posible que el presi-
dente de una republiqueta hispanoamericana, un hombre de
la despreciada South America, se atreva a decirle esas cosas al
“emperador” Hoover, al presidente del coloso del norte? ¿Có-
mo ha osado ese señor Yrigoyen hablar de que “los pueblos
deben ser sagrados para los pueblos” al invasor de Nicaragua
y de Santo Domingo, al que se ha ido apoderando poco a po-
co de casi la mitad de México? ¿Cómo ha osado hablar de que
“los hombres deben ser sagrados para los hombres” al presi-
dente de un país en donde los hombres de color no son consi-
derados como iguales a los blancos? Eso se habrán preguntado
402 Manuel Gálvez

muchas gentes en el mundo. Entre nosotros, los serviles del po-


der extranjero, del oro extranjero, acusan al presidente Yrigo-
yen de “insolencia” de “falta de respeto”. Algunos declaran
que no han entendido sus palabras, tan inteligibles, sin em-
bargo, y hacen chistes y ríen. Pocos son entre los hombres de
las clases elevadas, los que han comprendido. Los otros no
han querido comprender.
El historiador se pregunta quién pronuncia las magníficas
palabras del mensaje ¿Es el discípulo de Krause y de Tiber-
ghien, el creyente en la fraternidad humana y en la igualdad
de las naciones, el enemigo fanático de las guerras y del de-
rramamiento de sangre? ¿O el cristiano que vive en el fondo
del alma de Yrigoyen? ¿Y no habrá habido en su gesto arrogan-
te, aunque el tono y las palabras mismas reflejasen modestia,
algo de la altanería de los viejos compadres de Balvanera?
Acaso hubo algo de todo eso, en la espléndida actitud de
Hipólito Yrigoyen, el único hombre en América capaz de
cuadrársele al emperador de “yanquilandia”. Pero sobre to-
do, creo que aquella vez ha hablado el hombre de corazón
y el hombre austero y profundo que coloca el espíritu por
encima de los bienes materiales.
VIII. El más odiado y el más amado
de los argentinos

ingún hombre de nuestra historia ha sido a la vez


tan amado y tan odiado como Hipólito Yrigoyen. A
Rosas se lo odió prolijamente y se lo sigue odiando:
pero no se lo amó como al político radical. Los negros lo ama-
ron a don Juan Manuel. Los demás lo admiraban. Otros per-
sonajes de nuestra historia -Mitre, Adolfo Alsina, Leandro
Alem- han sido amados; pero no han sido verdaderamente
odiados, y aun el amor que el pueblo tuvo por ellos no alcan-
za al fanatismo que inspira Yrigoyen. Los gobernantes de la
oligarquía fueron indiferentes al pueblo. El general Roca co-
noció la antipatía de sus enemigos; los demás, ni eso. El pro-
pio Pellegrini, con ser hombre de tan vigoroso y personal
temperamento sólo raras veces despertó, en su favor o en su
contra, las pasiones del pueblo.
Con Yrigoyen no hay términos medios: o se le niega todo
o se le reconoce todo. Aun a los hombres más discutidos, a
Mussolini, o a Stalin, sus enemigos no le niegan el haber rea-
lizado una extraordinaria obra de progreso; del mismo modo
que sus fervientes partidarios no lo consideran un santo. En
otros grandes hombres, amigos y enemigos reconocen deter-
minados rasgos de carácter: el desacuerdo consiste en el grado
en que los estiman. Pero Yrigoyen concentra todas las contra-
dicciones. Para sus adversarios, y para algunos que años atrás
fueron sus amigos, es ignorante, malo, vengativo, simulador,
ridículo, delator, egoísta, frío e incapaz del menor sentimien-
to bondadoso. Para sus fieles es un hombre único: genial,
magnánimo, sincero, leal, austero, noble, bueno y misericor-
dioso hasta la santidad. En los últimos años parecen haberse
atenuado tanto el odio como el amor fanático hacia él. Algu-
nos de sus amigos empiezan a juzgarlo con imparcialidad.
Pero en sus enemigos más enconados persiste el odio.
404 Manuel Gálvez

Las altas clases odian a Yrigoyen desde los primeros me-


ses de su presidencia. Se sienten desposeídas de lo que creen
corresponderles. Hasta el advenimiento de Yrigoyen las can-
didaturas presidenciales, lo mismo que otras candidaturas, se
incubaban en el Jockey Club. Yrigoyen -que, aunque socio del
Jockey desde 1891, no ha ido allí nunca- rompe con esa tradi-
ción. Ahora las candidaturas salen de los comités y de las
convenciones. Se ha creído hasta entonces, y la sociedad y los
hombres del Régimen siguen creyendo que deben gobernar los
que pertenecen al gran mundo, los que llevan apellidos his-
tóricos. Descendientes de los que, desde 1810, han gobernado
el país, habituados a leer sus apellidos en todas las páginas
de nuestra historia, convencidos de que sus ilustres antepasa-
dos crearon la patria, ¿cómo no han de creerse los hombres
del Régimen con derecho para seguir gobernando ellos solos?
¿Y cómo no han de odiar al intruso que los desaloja del poder,
que los arranca de la historia? Ese intruso, Hipólito Yrigoyen,
y sus partidarios, son, para ellos, chusmas despreciables. Con
motivo del nombramiento de interventor en una provincia a
un hombre de gran apellido, un diario conservador aplaude
el “tino y acierto” de Yrigoyen, “al confiar esta misión a un
caballero de estirpe”, y aconseja al presidente “la convenien-
cia de no apartarse de este camino”, es decir, de seguir eligien-
do siempre a los “caballeros de estirpe”, únicos, al parecer,
que poseen talento, capacidad y honradez. Las altas clases se
escandalizan de que Yrigoyen gobierne con hombres de la
clase media o surgidos del pueblo. No suponen que tengan
talento, cultura O capacidad los hombres de origen oscuro.
Yrigoyen ofende a la sociedad al gobernar con “la chusma”,
en vez de hacerlo con la “gente bien”.
Lo odian las clases elevadas no sólo por haberles quitado el
honor y el placer de gobernar, sino principalmente los sueldos
y todas las ventajas que reporta el ejercer ciertos altos cargos.
El gobierno significa empleos para los hijos, viajes a Europa
gratis, comisiones, decenas de la lotería, palcos en el teatro
Colón, automóviles oficiales y mil granjerías de toda especie.
¿Cómo perdonar a un hombre que nos quita todo esto? El odio
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 405

a Yrigoyen es un odio de clase. Al enterarlos de que escribía


este libro, varios hombres de la clase elevada me han dicho
de Yrigoyen: “¡Es un hijo de una gran p...!” Sólo por razón de
intereses se Odia así a un hombre después de muerto.
Siempre hubo huelgas, pero antes se terminaban rápida-
mente: el gobierno ponía su poder al servicio de las empresas.
Yrigoyen, que ha querido permanecer neutral en los conflic-
tos entre el capital y el trabajo, es incomprendido por los ca-
pitalistas. La huelga agrícola, sobre todo, suscita a Yrigoyen
multitud de enemigos poderosos. Pero no juzguemos dema-
siado mal a los estancieros. Durante toda su vida han creído
que la huelga agrícola es el desorden, la pérdida de las cose-
chas, la ruina general. Están convencidos de que pagan bien
a los colonos y peones. Consideran que Yrigoyen protege a
los huelguistas y les parece que el gobierno quiere su ruina.
Sin cultura ninguna en materia económico-social, sin sentido
de la justicia social -que no debe ser exigido todavía en un
país en donde no hay precedentes, en donde ese sentido ha
de ir formándose con lentitud, como se forma una tradición-,
los grandes propietarios rurales son lógicos en sus sentimien-
tos hacia Yrigoyen. ¿Cómo es posible que no pueda él hacer
lo que hicieron nuestros presidentes anteriores para terminar
las huelgas? Calculan los millones de pesos que llevan perdi-
dos por causa de la huelga, se exasperan y juran odio y ven-
ganza. ¿Cómo no han de creer lógicamente, con la lógica de
los procesos psicológicos, que Yrigoyen es poco menos que
un anarquista o que sólo busca votos y popularidad?
Lo mismo les ocurre a los industriales. Esas huelgas que du-
ran meses y meses no pueden ser sino protegidas por Yrigoyen.
Imaginan que él las alienta, que él está convenido con los diri-
gentes de los gremios obreros. Se dice que los recibe con par-
ticular afecto en la Casa de Gobierno. ¡Qué escándalo nunca
visto! Se dice que un obrero anarquista, dirigente de una fe-
deración obrera, ha cruzado la ciudad en el automóvil presl-
dencial. ¡Qué más, para probar la complicidad de Yrigoyen
en la obra disolvente del anarquismo y del socialismo? Y esas
leyes que hace aprobar Yrigoyen, esos proyectos que envía al
406 Manuel Gálvez

Congreso, ¿no son un despojo al capital? Así la de alquileres


que, al impedir su alza, salva al pobre de las garras del propie-
tario; y la de expropiación del azúcar, iniciativa audaz, de ten-
dencia socialista, con la que el gobierno evita el acaparamiento
de ese artículo de primera necesidad, para venderlo directa-
mente al pueblo a bajo precio. Yrigoyen hiere los intereses
del capitalismo, para el cual, lógicamente, es un gobernante
funesto. Dicen que necesitamos capitales y que los capitales
extranjeros no vendrán si los obstaculizamos. Al odio de los
estancieros y al de los industriales debe sumarse el de los
abogados y el de los gerentes de las compañías extranjeras.
Lo odian los aliadófilos. Muchos creen, de buena fe, que
sólo por oposición a las clases cultas Yrigoyen no ha querido
la ruptura. Otros lo suponen germanófilo. Hay quien tiene la
ocurrencia de escribir que Yrigoyen odia a los aliados porque
los aliados representan la cultura y él odia toda cultura. Los
diarios aliadófilos creen ofender a “la causa” radical escribien-
do “la Kausa”. Y ¿cómo no ha de detestar a Francia -arguyen
algunos literatos rupturistas-, que es toda luz y claridad,
quien vive en permanente confusión mental en un mundo de
ideas nebulosas?
Se lo odia también a Yrigoyen por intereses morales y espi-
rituales. Multitud de individuos, sectarios del materialismo,
desprecian en él al hombre que reconoce la supremacía del es-
píritu. Unos son viejos positivistas; otros son deterministas y
ateos. Otros son cazadores de la vida a quienes les irrita que
gobierne el país un hombre austero. Y no faltan los envidio-
sos, que detestan al que tiene tan rara aptitud para interesar a
las mujeres. Ninguna cosa es más envidiada por los hombres.
Perdonamos la gloria, el poder, la grandeza, pero no perdona-
mos la suerte del homme a femmes. Nada tan divertido como
oír hablar contra Yrigoyen a uno de esos castos por fuerza, a
uno de ésos que sólo reconocen el amor venal, sin duda por-
que jamás frecuentaron otro. “Yrigoyen renunciaba a su suel-
do de profesor, pero después se cobraba con las maestras...”
Entre los más emperrados enemigos de Yrigoyen hay que
incluir a los socialistas. ¿Cómo es posible? ¿Enemigos los socia-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 407

listas de quien ha hecho tanto por el trabajador, que lo ha trata-


do humanamente, de igual a igual? ¿Enemigos los socialistas de
quien ha establecido ocho horas de trabajo, la jubilación para
ciertos gremios, y otras leyes obreras? Pues sí. Los socialistas
odian a Yrigoyen, a quien acusan de odiar al pueblo. En su opo-
sición incomprensible han llegado, en el Congreso, a votar en
contra de la jubilación para los ferroviarios. Odian a Yrigoyen
porque les quita su clientela, porque las leyes obreras que ha
propuesto o hecho dictar aumentan su prestigio. El socialismo
es entre nosotros un partido de clase media. Los obreros socia-
listas son en buen número extranjeros naturalizados. En su odio
no vacilan en los recursos más absurdos de oposición: como
aquella política belicosa, tan poco propia de un partido pacifis-
ta, durante la guerra europea. Los diputados socialistas acusan
a algunos ministros de hacer sucios negocios, sin pruebas se-
rias, y empujan al suicidio a uno de esos ministros. No hay in-
solencia que los jóvenes diputados del partido dejen de decirle
al Presidente de la República. Son los mismos que más tarde
formarán el partido Socialista Independiente y que más tarde,
desde altos cargos del gobierno, agregarán nuevos eslabones
a la cadena con que nos esclaviza el capitalismo extranjero.
Todos estos enemigos de Yrigoyen constituyen una vigo-
rosa oposición. Pero no una oposición corriente, como la que
existe en todas partes, como la que se ha hecho a Roca, a
Quintana, a Sáenz Peña. Es la oposición más violenta que la
historia argentina ha conocido.

El más eficaz medio con que lo combaten es el ridículo, ar-


ma temible porque pocos seres hay en el mundo tan sensibles
al ridículo como el porteño. Un chiste gracioso, un apodo
bien puesto, causan males incurables. El que tiene aspiracio-
nes, sobre todo en política, debe evitar vigilantemente toda
clase de ridículo. A Yrigoyen sus enemigos lo ridiculizan co-
mentando sus escritos y poniéndole motes. Es para él una
desgracia no comprender al espíritu porteño: risueño, mor-
daz, burlón, irónico. Pero mal puede comprenderlo quien vi-
ve en planos místicos y heroicos.
408 Manuel Gálvez

Si Yrigoyen ha tenido el talento de encontrar algunas pa-


labras de excepcional eficacia para definir a los partidos ad-
versarios y al suyo -régimen, reparación, contubernio-, no lo
han tenido menos sus enemigos. La diferencia está en que los
términos de Yrigoyen no ofenden y los de sus contrarios sí.
Desde el comienzo de la presidencia lo llaman “el Peludo”, y
la casa en donde lo suponen metido es “la cueva de la calle
Brasil”. De “peludo” no tarda en derivarse “peludista” o par-
tidario de Yrigoyen, y “peludismo” o radicalismo. Peludismo
llega a significar para las altas clases la hez social, los proce-
dimientos sucios en política, la falta de honradez en materia
de dinero, el odio a la higiene, la “chusma”. En ciertos medios
sociales decirle a alguien peludista es insultarlo.
Las aficiones espiritistas de Yrigoyen procuran excelente
pasto a la maligna risa porteña. Créase o no en los fenómenos
metapsíquicos, es indudable que no son farsa ni mentira. En
Europa respetables hombres de ciencia los estudian y creen
en ellos. Nadie allá se pone en ridículo por aceptar la posibi-
lidad de comunicarnos con los muertos. Pero en este país ma-
terialista, en donde no se cree en otras cosas que en las que se
pueden tocar, quien se interesa por el espiritismo es persona
ridícula y chiflada. A Yrigoyen los diarios enemigos lo lla-
man iluminado, santón, manosanta, Madre María, místico,
anormal, poseído. Dicen de él que oye voces como Juana de
Arco. El porteño escéptico y maligno chacotea con estas co-
sas, a la par que considera a Yrigoyen como un “tipo” despre-
ciable y medio loco. Y aun sus más sencillas manifestaciones
de espiritualismo -no ya de espiritismo- son tomadas a risa,
como cuando cita a Platón. a Bossuet y a Fenelón. No hubie-
ra reído el porteño materialista si los autores citados fueran
Spencer, Taine y Anatole France.
La austeridad de su vida, la sencillez con que vive, son mo-
tivos de chanzas. Se lo juzga un gaucho y se lo llama “caci-
que”. Un diario enemigo, para indicar cómo domina Yrigoyen
y se apropia de lo ajeno, dice que, igual que en su estancia,
“para rodeo, vende vacunos, marca y enlaza”. Otras veces lo
exhiben como un indio: “El jefe de la tribu reparte el pan y la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 409

carne, santifica matrimonios, da la absolución de los pecados,


castiga a los malos, premia a los buenos y vela por el rebaño”.
Su argentinismo es, según un escritor de talento, la hostilidad
del gaucho al extranjero.
Su amor por el pobre, su simpatía por el proletario, son tam-
bién ridiculizados. “El Peludo llorón y espiritista”, dice de él
un diario. Afirman que no se baña y que odia a la gente distin-
guida. Lo mismo se burlan de él por haber tenido algunos amo-
res. Napoleón, que vivió cuarenta y cuatro años y era casado,
tuvo aventuras con catorce mujeres, varias de las cuales le die-
ron hijos. Pero nada de esto es malo ni ridículo tratándose de
Napoleón. Yrigoyen habrá tenido una docena de amores en su
larga vida. Y era soltero. Los diarios opositores dicen que fue en
otros años “el terror de los zaguanes de Balvanera”. Lo llaman
seductor de viudas y de maestras. Aseguran que compra con
puestos y cátedras las caricias de las mujeres que van a verlo.
Lo pintan como un viejo lúbrico, repugnante de obscenidades.
Lo comparan con Mahoma. El autor de El Corán, uno de los
más grandes hombres que han existido -guerrero genial, le-
gislador, político extraordinario y escritor como no ha habido
otro igual en lengua árabe- es para los enemigos de Yrigoyen
un personaje risible. Han advertido alguna semejanza entre él
e Yrigoyen; y como creen que el abuelo del jefe radical era tur-
co o árabe, exageran el parecido. Dicen que Yrigoyen también
ha tenido el favor de una viuda rica y que ha vivido a su cos-
ta o la ha explotado, quedándose con su dinero y sus campos.
Pretenden hacer creer que lo consideran loco. “Si alguna du-
da existiera respecto del estado de las facultades mentales del
señor Yrigoyen -dice un diario- la parte política del mensaje
remitida ayer al Congreso vendría a disiparla.” Habla este mis-
mo diario de “su impotencia mental”, de su inhibición abso-
luta para el raciocinio. “Es un enfermo delirante”, agrega. “Su
estudio corresponde a la psiquiatría”. Dice que “en cualquier
nación culta lo habrían llevado a la casa de orates”, y que el
país debe ser gobernado por hombres capaces “y no por dio-
ses arrabaleros, perfumados y perseguidos”. Este tema de la
locura de Yrigoyen es uno de los leitmotiv de la oposición.
410 Manuel Gálvez

Pero nada ha dado tanto pábulo a la burla sangrienta como


la literatura de Yrigoyen. Sus diez o doce neologismos y sus
quince o veinte frases ridículas se hacen célebres. Millares de
graciosos las aprenden de memoria y componen otras parecl-
das. Se escriben burlescas cartas y discursos en “estilo,yrigoye-
nista”. Los términos “cuspidear”, “homenajear” y otros entran
en el vocabulario habitual. Al dinero, algunos le llaman “efec-
tividades conducentes”. Y los propios términos de Yrigoyen se
los aplican a él; así lo llaman “el Peludo magno y magnánimo”.

Por medio de estas burlas inmisericordes hacia quien es un


hombre de misericordia, y otras veces en términos desprecia-
tivos o insultantes, la oposición zahiere a Yrigoyen con im-
placable saña. La oposición pública se ejerce en los diarios, en
el Congreso, en las reuniones políticas, en carteles callejeros.
La oposición privada, que se alimenta de la prédica periodís-
tica, se ejerce en cuanto se juntan dos personas.
Conocemos la honradez excepcional de Hipólito Yrigoyen,
su actitud ante los bancos, su vida austera y pobre. La oposi-
ción, sin embargo, lo trata como si fuera un ladrón. Lo acusan
de haberse quedado con el campo de aquella mujer que había
sido artista y que lo ha amado durante largos años. Otros di-
cen que no le ha pagado los arrendamientos, que suman cente-
nares de miles de pesos. Todo es falso. En su testamento -y ya
sabemos que no miente el que está en el umbral de la tumba-
aquella mujer dice, refiriéndose a su campo: “arrendado des-
de hace tiempo sin contrato al señor Hipólito Yrigoyen, quien
me ha abonado hasta la fecha todos los arrendamientos”. Tal
vez, en alguna ocasión, pagó con atraso. No sólo él es muy len-
to para todas las cosas -lentitud que se le agrava con los años-
sino que en los últimos tiempos ha debido costear de su pe-
culio varias campañas políticas, incluso la que lo condujo a la
presidencia. La propietaria del campo tenía una buena fortu-
na y podía esperar. El ha necesitado el dinero de esos arrenda-
mientos -no para sus placeres, que jamás los ha tenido -sino
para “salvar” al país. Pero es infinitamente absurdo imaginar
que él ha podido alguna vez pensar en no pagarlos: sería con-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 411

tra su conformación psicológica, contra los principios que tie-


ne tan arraigados y a los que ha consagrado su vida. Retar-
darse, sí; y he aquí un caso típico en los hábitos de Yrigoyen.
Un militar amigo suyo le ha prestado, sin documento, varios
miles de pesos. Pasan algunos años. Ni Yrigoyen se los de-
vuelve ni él, que está en buena situación, se los pide: sabe que
Yrigoyen los necesita para sus altos fines de renovación mo-
ral. Pero vienen días malos para el militar y un día ve llegar
a su casa a Hipólito Yrigoyen que, enterado de su situación,
viene a traerle aquellos dineros que le debe.
Igualmente lo consideran sus enemigos un ladrón público.
Califican a su gobierno como una “orgía de malversación y
prevaricato”. Aquellos a quienes él, aunque en forma vaga y
lírica, acusara, ahora se vengan. En el Congreso y en la pren-
sa, en las reuniones callejeras, en la cotidiana chismografía,
acusan a varios de sus ministros de haber realizado negocios
sucios, y a él de complicidad. Un senador electo lo denuncia
como cobrador de una coima de cinco millones de pesos. Él
permanece silencioso. Su respuesta es seguir viviendo auste-
ramente. Y morirá en la pobreza.
Lo llaman “calumniador”. Un enemigo suyo, antiguo par-
tidario de Alem, escribe: “Para combatir a quienes lo resisten o
estorban, opera por medio de la difamación organizada como
una vasta compañía secreta, que él maneja como empresario
y director general”. Y agrega: “Es el único hombre público
del país que ha convertido la calumnia en institución”. Lo
acusa de haber calumniado a Alem, llevándolo al suicidio; de
haberlo calumniado a él, haciendo correr la voz de que se em-
briaga. Pero todo esto es falso. ¿Cómo ha de calumniar quien
no permite que se hable mal de sus enemigos? Al escritor que
así lo ataca en un libro lo destituye de sus cátedras, por falta-
dor e incompetente, el decano de la facultad universitaria
donde enseña, y entonces Yrigoyen se venga, ordenando al
decano dejar sin efecto su resolución...
¿De qué no lo acusan? Le reprochan su “desenfrenado
apetito del poder”, y durante un cuarto de siglo renunció a
todos los cargos que le ofrecieron -senadurías, gobernaciones,
al2 Manuel Gálvez

ministerios- exponiéndose a quedarse sin nada, pues hasta


poco antes del triunfo se consideraba imposible una presi-
dencia radical. Lo acusan de ambicioso de dinero, y lo da to-
do a la política y a los desamparados y morirá en la pobreza.
Lo señalan como un hombre lleno de odio, de “odio negativo
e inferior”, y es la bondad en persona, paño de lágrimas de
los que sufren necesidades, incapaz de hacer el menor mal a
nadie. Le clavan el epíteto de vengativo, a él, que no ha que-
rido vengarse de sus rencorosos enemigos, a los que ha per-
donado sus cárceles y sus destierros, a cuyas esposas, hijas y
viudas, y aun a ellos mismos protege cuando van a llorarle
pobrezas. Lo llaman simulador y farsante, y en sesenta años
de vida mantiene una misma línea de conducta, de severa
moral, irreductible a toda suerte de desviaciones. Le gritan
“tiranuelo” y “tirano” y no clausura esos diarios que lo ca-
lumnian y lo injurian, ni lleva a la cárcel a los que en actos pú-
blicos predican su asesinato. No hay delito, defecto ni bajeza
que no le atribuyan. Lo ven taimado, desleal, cobarde, insa-
no, ignorante, semianalfabeto, arrabalero, falsario, lúbrico,
sucio, chusma, canalla, traidor, bruto, hipócrita y gaucho. Un
diario lo llama “pardejón envanecido” y “caudillejo rencoro-
so, ignorante, hipócrita y deshonesto”. Habla de “su mentali-
dad de palurdo, su ignorancia supina, su ausencia de morali-
dad y de escrúpulos” y se indigna de que “un compadre fino
de Balvanera, con el cráneo lleno de aserrín, asuma actitudes
de pensador y de estadista”. Pero sus enemigos no explican
cómo un hombre tan inferior y ruin, casi un delincuente, y
con semejante cantidad de taras, ha podido ser respetado por
los más grandes de sus contemporáneos, desde Mitre hasta
Roca y desde Del Valle hasta Pellegrini, y por ilustres hom-
bres de Estado y escritores extranjeros que lo han conocido, y
llegar por segunda vez a la presidencia de la República, ele-
gido por la abrumadora mayoría del país. El no se defiende.
Algunos amigos, sin que él lo pida, lo defienden espontánea
aunque incompletamente. Lo admiran tanto, lo quieren tan-
to, que les repugna tomar en cuenta ciertas acusaciones. A
Hipólito Yrigoyen no le importa que lo calumnien y lo inju-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 413

rien. Sólo se defenderá de algunos ataques en su vejez -du-


rante el destierro y la prisión-, cuando las circunstancias le
exigen defenderse. Él cree con fe en la justicia absoluta y sa-
be que el pueblo lo absuelve de culpa y cargo y que un día el
país entero lo absolverá también.

Se lo acusa de “electoralismo” a ultranza. Aparentemente,


esto no parece una expresión de odio. Pero lo es si considera-
mos hasta qué punto los enemigos de Yrigoyen han debido,
para hacerle ese cargo, torcer la interpretación de sus actos.
Solamente un odio feroz puede lograr que todo cuanto ha
realizado Yrigoyen sea considerado como electoralismo. Na-
da bueno se le reconoce. Porque todo lo que parece bueno, él
lo ha hecho por conseguir votos...
Se desprende de sus sueldos, de una fortuna, en favor de
los necesitados. ¡Acto grandioso jamás realizado por ningún
hombre de gobierno en el mundo! Sus enemigos lo niegan, y
cuando no pueden negarlo dicen que Yrigoyen lo ha hecho
“por interés”. ¡Singular “interés” el de desprenderse de va-
rios millones de francos! Este cargo recuerda al de ciertos an-
ticlericales que reprochan a los santos el “egoísmo” de querer
salvar su alma. Y se olvidan de que Yrigoyen renunció a sus
sueldos de profesor desde 1884, seis años antes de su reingre-
so en política.
Sus leyes sociales, reconocidas como excelentes por los
proletarios, también se atribuyen a electoralismo. El diario
socialista llega hasta decir que Yrigoyen “odia al pueblo”. Un
periodista de talento, pero que está al servicio de la oposi-
ción, incurre en la injusticia de decir que la obra social de
Yrigoyen “obedece puramente al propósito de substraer a
los socialistas su electorado, revistiéndose con la aparente
misericordia por los menesterosos” y que “los obreros le inte-
resan en cuanto significan votos”. Hasta hay quien niega en
redondo que Yrigoyen haya realizado una obra social consi-
derable. Un diario califica de “torpe y farisaico” al obrerismo,
que consiste, a su juicio, en ponerse “a llorar ante los delega-
dos de ciertos gremios, sobornar con empleos y dádivas a los
414 Manuel Gálvez

agitadores profesionales, entregarse a los caprichos de cama-


rillas anárquicas y dejar en la impunidad, llegado el caso, to-
dos los desmanes”. No hay duda: a Yrigoyen, para no ser
considerado como electoralista, no le quedaba otro recurso
que el de proponer leyes antipáticas para el pueblo.
Hasta su misma vida es electoralismo para los que lo
odian. Vive austeramente, pobremente, porque sabe, según
ellos, que esas cosas impresionan al pueblo. Lo que no dicen
ni explican es por qué, estando al alcance de todos la popula-
ridad, no intentan conseguirla por los mismos medios que
Yrigoyen -vida austera, renuncia de sueldos- los políticos de
los demás partidos, los cuales, en su condición de políticos, se
desviven por esa popularidad que representa diputaciones,
senadurías y presidencias.
Los enemigos de Yrigoyen no advierten, o no quieren ad-
vertir, que el jefe del radicalismo no se rige por bajos intere-
ses electorales sino por principios fijos e inmutables. Es un
idealista insumergible. Claro que su formidable habilidad po-
lítica entra por algo en su éxito; pero con habilidad solamen-
te no se mueve a las grandes masas, no se alcanza el amor y
la veneración de millares de personas de las más diversas
condiciones sociales e intelectuales. Al mismo tiempo que
Yrigoyen, viven y actúan otros caudillos hábiles, algunos
muy hábiles, pero no pasan de figuras locales, y nadie les
atribuye grandezas de ninguna especie.
Es curioso que quienes más odian a Yrigoyen sean las mu-
jeres de la sociedad distinguida. ¿Acaso lo odian porque los
radicales han desalojado del poder a sus maridos, a sus hijos,
a sus novios, a sus hermanos? ¿O por espíritu de clase, más
arraigado en las mujeres que en los hombres? ¿O porque la
comprensión es un don que escasea bastante entre las muje-
res formadas entre prejuicios, modas y tradiciones? El caso es
que ellas le han odiado tenazmente y le siguen odiando aun
después de muerto. Una de ellas se lamenta de no ser hom-
bre, porque lo hubiera asesinado a Yrigoyen. Esas mujeres
que se dicen católicas, odian a Yrigoyen más que a los socia-
listas, vale decir que odian más al creyente en Dios y en el al-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 415

ma, al que ha impedido que el proyecto de divorcio se convier-


ta en ley, al que ha condenado la constitución atea de Santa
Fe, al que ha honrado a la Iglesia enviando a su jefe como em-
bajador al Perú, que a los enemigos de Dios y de la Iglesia, a
los partidarios del divorcio y la escuela laica y a los profesio-
nales del ateísmo.
Este odio bastaría para demostrar hasta qué punto es un
hombre extraordinario Yrigoyen. Los delincuentes no inspiran
pasiones semejantes. Sólo se odia así a aquellos que renuevan
los valores morales, a aquellos que con su obra buena perju-
dican a los grandes intereses económicos. Un abogado de
cierta compañía extranjera, al decirle yo que preparaba una
vida de Yrigoyen, se revuelve en su asiento como un poseído,
levanta los puños apretados y chilla furiosamente: “¡Es un
miserable, es un miserable!”

La oposición llega hasta creerlo traidor. Como el gobierno,


a espaldas del Congreso, compra, durante la guerra, un bar-
co alemán con el fin de inaugurar nuestra marina mercante,
un diario atribuye a esta operación el propósito de “facilitar
algún dinero a comerciantes alemanes, amigos de la Kausa”.
Cuando el Bahía Blanca va a zarpar, el mismo diario asegura
que Yrigoyen desea su apresamiento, para que se produzca
un conflicto y aparecer él como defensor del honor nacional.
Y agrega: “Para restaurar el raleado electorado radical, pue-
de convertirse en el reo de una guerra absurda, que cubriría
de oprobio a la nacionalidad”.
Ya no falta sino llamarlo asesino, y a eso se llega. Un cau-
dillo provinciano muere en Buenos Aires. Sus relaciones no
eran muy cordiales con Yrigoyen. La oposición se aprovecha
de esta circunstancia para decir que Yrigoyen “ha apresura-
do su muerte”. Yrigoyen no lleva ante la justicia a sus calum-
niadores. Le basta con despreciarlos.
Más grave aún, porque se procede con menos prudencia
en la calumnia, es el caso del vicepresidente de la República.
Dícese que ha sido hostilizado por Yrigoyen y sus fieles, que
hasta se le ha quitado el automóvil oficial que tenía derecho
416 Manuel Gálvez

de usar. Lo único cierto es que, durante los días de su perma-


nencia al frente del gobierno por ausencia de Yrigoyen, hizo
nombramientos sin consultarlo y anduvo en cabildeos con los
enemigos que él tiene dentro del partido: los intelectuales,
llamados también “azules” o “galeritas”, y que estas actitu-
des lo disgustaron a Yrigoyen. La maldad de algunos oposi-
tores le atribuye a Yrigoyen la culpa de esa muerte. Un diario
le considera como una “hiena que se ha refugiado en la Casa
de Gobierno” y ha precipitado la muerte del vicepresidente,
“con todas las bajezas, desplantes y felonías de que se le hizo
objeto en vida”.

Yrigoyen se consuela de estos odios feroces con el amor


del pueblo. Sabe que si cien mil bienhallados lo detestan, va-
rios millones de personas de distintas clases lo adoran. Sabe
que cuenta con el hondo afecto del verdadero pueblo, con los
argentinos auténticos. Considera relativamente natural que
lo odien los desposeídos del gobierno y los extranjeros del
Partido Socialista. Él, puesto a elegir, prefiere el amor del
pueblo, del proletario, de los pobrecitos. Está cierto de que le
aman los generosos de corazón, los románticos, los “líricos”,
los sentimentales, los que tienen alguna vida espiritual; y de
que lo odian los escépticos, los elegantes, los sensuales, los
que viven para los placeres materiales. Está cierto de que el
pueblo lo adora porque intuye que él representa un momen-
to de la conciencia argentina, que él es algo así como una con-
creción O emanación misteriosa de su propia alma.
No cabe duda de que él busca el amor del pueblo. Es tal
vez lo único que lo halaga de veras. Hace obra para el pueblo,
y si le interesa el poder es principalmente para favorecer al
pueblo y obtener su afecto. También es probable que la sole-
dad lo induzca a procurar el cariño de la multitud. Él se ha
formado en la soledad. Recordemos su adolescencia, su vida
de hombre en la casa de Alem y en el campo. Nadie ha cono-
cido como él la soledad espiritual.
Ya sabemos cómo lo aman las multitudes. Lo que no sabe-
mos todavía es que, si alguno de sus enemigos lo odia hasta
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 417

el crimen -si no realizado, a lo menos imaginado y deseado-,


algunos de sus admiradores lo aman también hasta el crimen.
He aquí un capitán del ejército. Nunca lo ha visto a Yrigoyen, a
quien ama fanáticamente. Cada vez que el mayor, en rueda de
oficiales, habla mal de Yrigoyen, él hace un gesto de disgusto.
“¿Por qué pone esa cara cuando yo hablo mal de Yrigoyen?”,
le pregunta un día el mayor, en tono de reproche. El capitán
contesta con unas palabras que revelan su ferviente admira-
ción hacia “el apóstol”. El mayor ve una insolencia en esta
contestación y lo amenaza. Y entonces el capitán, que tam-
bién detesta a ese hombre por ser hermano de otro militar
que traicionó a la revolución de 1905, lo mata de un tiro. Es
condenado a presidio perpetuo. Yrigoyen lo hace fugar del
buque de guerra que lo lleva a Ushuaia y lo hace huir del
país, y durante años le manda dinero suficiente para vivir.
Esto ha ocurrido antes de su presidencia. Más tarde, al ser
presidente, Yrigoyen reincorpora al ejército a quien mató por
admiración hacia él.
Pero nada revela tan claramente la veneración y el amor
que los hombres le profesan, como la conducta de los milita-
res y de los civiles que han participado en las conspiraciones
Ninguno de ellos lo denuncia. Centenares de jefes y oficiales
fueron procesados: ninguno le arroja la culpa a Yrigoyen. Los
que pierden sus grados y sus carreras no se lo reprochan ja-
más. Y los que delatan las conspiraciones, no lo delatan a él.
¿No ha habido entre ellos vengativos o desesperados? Es que
Hipólito Yrigoyen impone amor y respeto para toda la vida.
Si algunas mujeres de las clases elevadas lo odian hasta de-
sear su muerte, las de la clase media y del pueblo lo aman co-
mo a un santo. He aquí una localidad de las sierras de Córdo-
ba. Llega el carnicero a su negocio, con un rollo. Las mujeres
lo rodean. “¿A qué no saben lo que les traigo?” les pregunta.
Desenvuelve el rollo y les muestra unos retratos de Yrigoyen,
mientras les dice: “El retrato del nuevo santo”. Y las mujeres
exclaman en coro: “¡El doctor Yrigoyen! ¡Ay, deje que le demos
un beso!” En las calles de Buenos Aires, en los días de su des-
tierro y en los de su muerte, vendedores de estampas pregonan
418 Manuel Gálvez

en su hablar vernáculo: “Lo tre ídolo del pueblo: Teresita,


Bernabé, Yrigoyen”. Teresita es la santa de Lisieux; Bernabé,
el más famoso de los jugadores de fútbol.
A veces, el amor hacia Yrigoyen llega hasta una especie de
deificación. He aquí una inmensa manifestación radical, en
uno de los días que preceden a las elecciones de diputados
nacionales de marzo de 1920. Son momentos tormentosos.
Yrigoyen es injuriado en discursos y artículos periodísticos.
Día por día se producen incidentes graves. Los ánimos se han
exacerbado tremendamente. Yrigoyen, que sabe minada su
popularidad por la violenta prédica de sus enemigos, resuel-
ve, contrariando sus hábitos, presenciar a cara descubierta la
manifestación. Está en un piso alto de un edificio de la aveni-
da de Mayo. La inmensa columna, “la horda”, como la defi-
nen sus enemigos, va desfilando. Pasan hombres a caballo,
con boinas blancas. En una carroza pasa una linda muchacha
que simboliza la Capital Federal. En otra carroza, catorce mu-
chachas que son las catorce provincias. Todas van tocadas
con la boina blanca del Parque, y la Capital Federal saluda
con la boina al presidente. Pasa una inmensa bandera de mu-
chos metros de largo, llevada horizontalmente, con devoción
sagrada. Pasan cuarenta jinetes, que montan en recados y lle-
van enjaezados sus caballos con pretales y chapeados. Y co-
mités y comités. El entusiasmo se convierte en locura. Desde
las aceras, otras multitudes allí alineadas miran el gigantesco
desfile. Desde allá arriba, rodeado de sus ministros y de algu-
nos fieles, Yrigoyen saluda con el sombrero a sus partidarios,
que lo vitorean con frenesí. Y de pronto, ocurre algo increíble:
los hombres del comité de la 12* circunscripción, que acaso
llegan al millar, al estar frente al edificio desde donde los mi-
ra Yrigoyen, sabiendo que él los contempla y mientras, no le-
jos de allí, suena la diana del Parque, inclinan reverentemen-
te las banderas y se arrodillan con emoción devota.
Pero no sólo el pueblo y las personas modestas aman a
Yrigoyen con fanatismo. Entre sus admiradores más fervien-
tes figuran hombres cultos, algunos pertenecientes a las altas
clases. En telegramas, cartas, discursos y artículos, esos hom-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 419

bres -muchos de los cuales se convierten más tarde en enemi-


gos suyos- lo exaltan con excepcional fervor. Personas eminen-
tes por su inteligencia o su cultura se acercan a él con prejuicios
y salen de las entrevistas convertidos en ardientes admirado-
res. Un escritor refiere en un artículo su emoción al conocer a
Yrigoyen y cómo al separarse de él se preguntó: “¿Y este hom-
bre tiene enemigos?” Otro escritor, nacido en España pero des-
de largos años atrás incorporado a nuestro ambiente literario,
persona honrada y alma noble, escribe sobre él un artículo en
el que lo llama “hombre gigantesco, generoso y genial”.

Los enemigos de Yrigoyen califican de adulonas y servi-


les a estas expresiones de la admiración. Seguramente que
Yrigoyen, como todos los gobernantes, ha sido adulado. Pero,
¿podemos considerar adulones o serviles a quienes lo aman
sincera y profundamente? Adulación implica interés, y muchas
de las más exageradas expresiones de admiración se le dirigen
cuando baja del gobierno, es decir, cuando nada puede dar.
El amor y la veneración que inspira Yrigoyen son análogos
o iguales a los que inspiraron Napoleón, Rosas y Francisco
Solano López, al que inspiran Mussolini, Hitler y Stalin.
Lo malo no es sentir admiración hacia un gran hombre, si-
no gritarla, como quien espera recompensa. Entre los radica-
les el amor a Yrigoyen se grita como una afirmación. Es una
bandera contra el enemigo ese amor. Y su exaltación, en par-
te, tiene su origen en el odio exaltado de los enemigos.
Pero no cabe duda de que Yrigoyen ha sido adulado con
bajeza y aun de que él mismo, sin proponérselo, ha fomenta-
do, indirectamente, la adulación. ¡Qué no se le ha dicho a
Yrigoyen! Un hombre modesto escribe: “Sólo cuando después
de la oración, en que elevo con todo el fervor de mi espíritu
de creyente mi corazón hacia Dios, sólo entonces siento una
sensación de alivio tan grande como cuando escuché los con-
sejos de este hombre incomparable”. “Este gobierno tan lleno
de obras grandiosas”, dice otro admirador. No falta quien lo
llama “un pensador y un elocuente”. Un audaz afirma que
Yrigoyen “leyó todas las bibliotecas”. Y otro escribe: “Llegó
420 Manuel Gálvez

ese gobernante por su magna obra, por sus idearios lumino-


sos, a convertirse en el primer ciudadano de Sudamérica, colo-
cándose en el mismo plano superior de los grandes hombres
mundiales”. Recibe felicitaciones hasta por haber acudido al
incendio de algunos depósitos de la Aduana. Le envían car-
tas a su casa llamándolo “superhombre que honra a la huma-
nidad”, “eminencia serenísima”, y “el más grande, famoso y
genial argentino”. El diario oficial publica elogios todos los
días, y en lugar preferente. Parece que se estimulara a los
otros a hacer lo mismo. Días antes de bajar del gobierno, apa-
rece un álbum que sintetiza su obra. Allí se lo llama “perso-
nalidad inigualable” y se asegura que “no hay elogio para
tanto hombre, ni fuerza de expresión para hacer justicia a sus
méritos esclarecidos”. Allí se afirma que la historia lo deifica,
y que “la admiración colectiva consagra su figura imperece-
dera a cincelazos de titán”. Pero todavía se va más allá, y se
lo llama “un símbolo al que acudirán los hombres y las mu-
chedumbres en busca de inspiraciones gloriosas y de emocio-
nes patrióticas, cada vez que la República necesite un cerebro
para iluminarla, un corazón para sentirla intensamente y un
alma grande para ampararla”. Y aún se va más allá, aunque
parezca imposible: “abnegado como Cristo”, le dicen. Pero
no nos extrañemos. Esto de compararlo con Cristo es frecuen-
te. Un sujeto cualquiera llega a decirlo en detestables versos,
y el diario oficial se los publica.

¿Qué opina él de estas cosas? ¿Por qué las deja publicar?


No es por vanidad, aunque la admiración de los otros lo com-
place. Es porque le sirven de propaganda política, y porque
con ellas responde a sus enemigos, porque él no desatiende
ninguna voz del pueblo. ¿Cómo desairar al que le haya escri-
to un soneto no publicándoselo? Igual que su maestro don
Juan Manuel de Rosas, él utiliza para la propaganda política
todo lo que puede utilizar.
Los elogios y los vituperios descomunales forman dos co-
ros innumerables en los últimos veinte años de su vida. No
alternan esos coros. Uno canta sin cesar, y el otro grita, ulula.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 421

El cielo argentino ve llena de esos cantos de alabanza y de


esas feroces imprecaciones. Y así va por la vida Hipólito
Yrigoyen. No es indiferente a casi nadie. Unos lo aman hasta
el delirio, hasta el crimen, hasta compararlo con Cristo. Otros
lo odian hasta el delirio, hasta desear su muerte. Ha sido
Hipólito Yrigoyen, y lo seguirá siendo aún después de su
muerte, el más odiado de los argentinos y el más amado de
los argentinos.
ps MiAsA A A] de - MON E
ns
de alla ab anta einer sa "Yi seua!
' on A "Y 3 Ja a. de: nu
Dust TIT ' dl nd o í Pl
14 loa
Yd k
AO á , alias
Sd ob ina al est de Nr Eat ld
nilo]
IE O N Apé AOS EE pollF
a

Hola E
=4
di hsm iS uu 0e q em

7 Misa Cr EhNR
R 2olr che
Y Dir MIN AO
na q Ú MI its ps Pet
HS SN FU 1 ant 9 Mer De PAN o
100 0Ni Js rra A MN AA AA
LA A 1 ur re 1
JT TE lar id TO ni A A TES E UN V
esta 1 bra AN O que Lo de llA
ns mio SL EN WA PONIA
ls VÁNIW A "YA "DA A ' ml
No Aid a MIRAN 3 a ma
ed sail ama a de ir Wi ¡e O E E
wo ¿MIAMI 198 00 A CE PA al
pon mid e parra
Y.) ¿RNA bs A Y An 1 146 MA
A
qué WA HARO pirvét? TA
ama Egól. A read q 1
A 0 Málpr Sapa o erasyn de
E o Í Una GA Y

fe «We 1 NAS lp A
PEGO EV ¡AED Y ul dí ¿9 Sue ”
Ñ da ¿mee 0 al wl de Á
Pr
y pra dia MA

ob pao? e ea Pra eS
WO va TOD 0008 o de
AA 1 al A Dlpa shid
n A dd o ¿e
¡Ni qua RON: e
A ino 0 no up 0%
ura rado de ¡q
Went As Ao A
iS
IX. Ea lucha contra el régimen

l llegar Hipólito Yrigoyen a la presidencia, imagina,


en su psicología de visionario y de introvertido, que el
país entero lo ha llevado al gobierno. Todo le confir-
ma lo que pensó siempre: que la Unión Cívica Radical no es un
partido sino un movimiento. Es la nación misma, “la opinión”
misma. El pueblo ha recobrado su soberanía. La Unión Cívica
Radical no tiene ya razón de ser. Ha cumplido su misión.
Pronto comprende que se ha equivocado. Una parte del
país no quiere ser salvada. El Régimen no se resigna a desa-
parecer. Al principio, el Régimen lo combate sólo por medio
de sus diarios, que lo critican por no proveer ciertos Cargos
importantes de la administración, lo acusan de incapacidad
para resolver los conflictos obreros y se burlan de sus minis-
tros. Fuera de estas expansiones periodísticas, el Régimen pa-
rece moribundo. Pero pronto va a reanimarse y a entrar en
épica lucha contra Yrigoyen.
Recordemos, para comprenderla, que el radicalismo sólo
tiene el gobierno nacional y los de Santa Fe, Córdoba y Entre
Ríos. El Régimen gobierna, pues, en once estados y los sena-
dores y los diputados nacionales por esos estados le pertene-
cerán, ya que él no se deja ganar elecciones. La provincia de
Buenos Aires, cuya población es la tercera parte del país, en-
vía al Congreso un número de representantes superior al de
varias provincias juntas. Buenos Aires está en poder del Ré-
gimen, sin contar con que en las provincias ya radicalizadas,
el Régimen obtiene diputados por la minoría. La lucha, pues,
será entre el gobierno nacional y los gobiernos de las provin-
cias, entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. En los días en
que Yrigoyen asume el poder, el Senado le es totalmente ad-
verso. En la “cámara joven” sólo son radicales algunos diputa-
dos por la Capital y por las provincias “regeneradas”. También
lo combaten los socialistas, y los demócratas progresistas,
la
representantes de Santa Fe. Durante los primeros meses,
424 Manuel Gálvez

oposición, no organizada y tambaleante por el golpe recibido,


no ataca al gobierno con excesivo vigor. La guerra estallará a
raíz de la intervención a Buenos Aires, cuando entren en jue-
go los principios de Hipólito Yrigoyen. Si para los hombres
del Régimen la lucha contra Yrigoyen es una cuestión de in-
tereses, para él es una guerra santa. Y llegará a serlo también
para sus enemigos, que se considerarán obligados, por su ho-
nor y su patriotismo, a salvar al país de aquel a quien juzga-
rán como un gobernante nefasto.

La intervención a Buenos Aires significa la declaración de


guerra contra el Régimen. Irrita a sus enemigos no sólo la in-
tervención en sí misma, sino las palabras del decreto: Yrigoyen
se considera “plebiscitado” y único “gobierno legítimo” y con
autoridad sobre “todas las situaciones de hecho y todos los
poderes ilegales”. Los gobiernos del Régimen que subsisten,
y a los cuales se refiere la última frase, ya saben, pues, a qué
atenerse.
El Congreso acepta el desafío. Sesiones preparatorias de la
Cámara. Los oradores de la oposición atacan violentamente
al gobierno. La idea del plebiscito es ridiculizada y negada:
Yrigoyen ha sido elegido por un voto de mayoría en el cole-
gio electoral. El jefe del socialismo dice que Yrigoyen, dueño
de la mayoría del país, no necesita intervenir Buenos Aires: a
plazo, más o menos corto, tendrá la mayoría en las cámaras y
todos los gobiernos de provincia. Sin advertirlo, el jefe socia-
lista favorece a Yrigoyen, demostrando indirectamente que la
intervención no ha sido enviada por intereses sino por princi-
pios. Los oradores radicales citan precedentes: Roca intervino
Buenos Aires, en 1899, cuando faltaban dos días para abrirse
el Congreso, y sin que hubiese habido en aquella provincia
ningún movimiento revolucionario; Mitre, en el 62, fue más
lejos que Yrigoyen, al intervenir por decreto Catamarca mien-
tras funcionaba el Congreso, y Sarmiento, considerando peli-
groso subordinar la conducta del Ejecutivo a la aprobación del
Congreso, vetó una ley según la cual las intervenciones decre-
tadas durante el receso debían ser aprobadas por las cámaras.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 425

Días después, el once de mayo, inaugúranse las sesiones


del Congreso. Yrigoyen, caso único en nuestra historia, no asis-
te. Considérase esta inasistencia como un desaire. El mensaje
leído cabe en dos páginas breves. Promete enviar pronto el
mensaje completo y habla de las deficiencias administrativas
que ha debido remediar y de la falta de instituciones y de le-
yes necesarias para llenar sus fines. Así, con estos ataques a los
anteriores gobiernos, entiende explicar lo exiguo del mensaje.
En junio, la Cámara de Diputados desaprueba la interven-
ción a Buenos Aires. Inútilmente los oradores radicales ata-
can al gobierno de la provincia citando hechos. Uno de ellos
lee una larguísima lista de los crímenes políticos cometidos
por los secuaces del gobernador. La mayoría aplasta esos ar-
gumentos con su voto adverso a la intervención. Por los mis-
mos días, llega al Congreso el verdadero mensaje. La parte
política es todo lo agresiva que puede serlo. Considera al go-
bierno radical como “el primer gobierno legítimo” que ha te-
nido el país. Los comicios “han sido conculcados” durante
más de un tercio de siglo. La República ha reconquistado sus
poderes, entre otras cosas, para “extinguir el régimen más fa-
laz y descreído de que haya mención en los anales de las na-
ciones”. Sin las “denodadas actitudes” del radicalismo, “el
Régimen habría dilatado su usurpación”. La obra de los go-
biernos anteriores es sintetizada así: “en lo político, todas las
transgresiones; en lo financiero, todos los desaciertos; y en lo
administrativo, todas las irregularidades”. Pero ahora, “desa-
graviada la Nación en su honor y restaurada su soberanía,
corresponde proceder a su reconstrucción institucional y ad-
ministrativa”. Considera que en su elección está implícito un
“mandato” del pueblo, puesto que sus “doctrinas” eran bien
conocidas. Por fin la Nación se está gobernando por sí mis-
ma. Cuando se comparen las obras de los distintos períodos
presidenciales, las actuales “ostentarán culminaciones insu-
perables”. Se explica los ataques “a todas las medidas, orien-
taciones y probidades” del Poder Ejecutivo: “vienen de todo
cuanto ha causado el desastre de la República en el período
que debió ser más fecundante, porque, ya constituida, no tenía
426 Manuel Gálvez

más problemas a ventilar que los de su propio engrandeci-


miento”. Se refiere, pues, a todas las presidencias que siguie-
ron a la organización nacional después de caído Rosas: las de
Mitre, Sarmiento, Avellaneda y las que siguieron. Pero su go-
bierno será magnánimo como lo fue el radicalismo, que “no
discutió nunca individualidades determinadas sino la común
solidaridad del delito, desde el cual el Régimen resistía las
más justas y legítimas aspiraciones nacionales”. Las protestas
son explicables: “Apostolados de tan grandiosa significación
en la vida de las naciones, por nobles que fueran, concitaron
siempre coros de imprecaciones, como ecos de los derrumba-
mientos que debían producir”.
Este extraño documento conmueve al Congreso. Diputa-
dos y senadores, en su gran mayoría, han pertenecido a esos
gobiernos a los que el mensaje juzga como delincuentes. Con-
sideran que el Presidente de la República no puede emplear
semejante lenguaje. Ha insultado al Congreso. Ha intentado
disminuir a los grande presidentes: a Mitre, a Sarmiento, a
Avellaneda. En el Senado estallan las primeras protestas. Un
senador, después de afirmar que ése no es el lenguaje de un
hombre de gobiernos dice: “Si tiene garras y capacidad para
la tiranía, que lo haga; y si no, que no ostente un despotismo
verbal que despierta el temor en el ánimo de los argentinos”.
Los ataques de Yrigoyen a todos los gobierno anteriores equi-
valen “a blasfemar de toda la historia patria”. El único sena-
dor fiel a Yrigoyen defiende al presidente. “No es la tiranía
que empieza: es la tiranía que acaba”. Recuerda los sufri-
mientos en los pontones y en los destierros. “De hombres que
han sufrido de esta manera, ¿cómo puede extrañarse que ten-
gan una palabra más fuerte, tal vez, de las que hayan tenido
los otros? Es que estamos doloridos; es que hemos sufrido en
tremta años de angustias y vejaciones.” Pero estas palabras
no convencen a sus enemigos. Un senador se alarma por la
frase “restauración de la vida, moral y política”, que evoca la
sombra de Rosas, “el Restaurador de las Leyes”. Otro sena-
dor cree que le están “reservados al país días sombríos para
la libertad y las instituciones”. Alguno se burla de la literatu-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 427

ra presidencial. Otro afirma que no hay tal plebiscito ni tales


mandatos, inexistentes en nuestra Constitución. Los ataques
a Yrigoyen se hacen personales. Alguien recuerda sus años
en Balvanera. Un senador radical, pero disidente, lo acusa de
cobardía cuando la revolución del 4 de febrero.
Los radicales contestan a estos agravios enviando al Sena-
do -en su totalidad adverso a Yrigoyen- barras insolentes. Es
inútil que los miembros de la oposición pretendan que se fis-
calice las entradas. El presidente del Senado es el vicepresi-
dente de la República, y los empleados y la policía obedecen
a los fieles de Yrigoyen que guían a las barras. ¿Autoriza él
los desmanes de sus secuaces? Lo probable es que no. Sus
amigos le habrán hablado del fervor combatiente de los mu-
chachos de la barra, de la imposibilidad de contenerlos. El ca-
so es que, a cada cargo contra Yrigoyen o el radicalismo, la
barra hace demostraciones hostiles. Tan pronto sufre de un
colectivo ataque de tos como se expansiona con grititos aflau-
tados. Aquí, uno de esos sujetos estalla en un ¡Viva el Presi-
dente de la República! Allí, otro prorrumpe en un ¡Muera el
“orejudismo”! Los más insolentes increpan a los senadores,
padres de la patria, diciéndoles que mienten o que son unos
cobardes. No falta alguno que intente pronunciar una arenga.
Se va a hacer desalojar a la barra. Durante largo rato, angus-
tiosos para los senadores, vocifera tumultuosamente. Ni en
los tiempos de las luchas entre alsinistas y mitristas han ocu-
rrido cosas semejantes. La policía no se apresura. Y mientras
la barra es desalojada, un senador radical disidente se yergue
en sus muletas de cojo y grita, sarcásticamente: “¡Viva la tira-
nía, viva Rosas!”

Segundo semestre de 1917. Tremenda violencia por ambos


contendientes. El Congreso es implacable. Diversos modos
tiene de molestar a Yrigoyen, de impedirle trabajar. El más
eficaz: las interpelaciones. No hay asunto sobre el que no se
voten interpelaciones, especialmente en Diputados. Se preten-
de llamar a los ministros para que informen sobre la situación
financiera, sobre la caducidad de las concesiones de tierras,
428 Manuel Gálvez

sobre la actitud del Poder Ejecutivo ante la conflagración eu-


ropea, sobre los procedimientos policiales en los conflictos
obreros. Al principio, los ministros asisten al Congreso y con-
testan; pero pronto comienza el ausentismo ministerial.
El país entero está convencido de que los diputados de la
oposición, sobre todo algunos socialistas, no quieren sino po-
ner en ridículo a los ministros. Salvo el de Relaciones Exterio-
res, ninguno de ellos tiene dotes oratorias, ni brillantez, ni
gracia o ironía, ni mucha cultura. Hablan con pesadez, monó-
tonamente. ¿Cómo han de competir con esos diputados so-
cialistas jóvenes, inteligentísimos, brillantes, cultos, audaces,
irónicos, graciosos e insolentes? Ya es una hazaña que los mi-
nistros se animen a hablar y no tartamudeen ni se turben. El
país considera cruel llamar a un pobre señor que nunca ha
hablado en su vida y obligarlo a combatir por la palabra con-
tra una asamblea predispuesta, ante un público numeroso y
en parte culto y distinguido y en un recinto solemne y frío.
Agréguese que son ridiculizados por los diarios opositores,
que se les ha puesto apodos y se les aplica divertidas anécdo-
tas. Y para peor, no tienen siquiera una gran prestancia, una
fachada imponente o muy simpática, ni una indumentaria de
buen tono. Mal vestidos, con aspecto de modestos burgueses
provincianos, deben sentirse incómodos en las cámaras. Pero
Yrigoyen se hace fuerte en su doctrina salvadora que limita el
derecho de las cámaras para llamar a los ministros, y sus co-
laboradores se libran de la humillación y la derrota. Un sena-
dor radical, adicto como nadie a Yrigoyen, dice, en plena cá-
mara, con ingenuidad: “el Congreso no puede llamar a los
ministros sino para pedirles informes, no para declararlos
inútiles, ni para declararlos analfabetos. Muchos actos de esa
naturaleza se han producido en este Congreso; y con razón el
Presidente de la República se ha negado a enviar a sus minis-
tros para que fueran manoseados, porque eso era permitir el
manoseo de su propia investidura de presidente”.
Esta teoría de Yrigoyen, sostenida durante los seis años de
su gobierno, suscita el permanente escándalo de las cámaras.
En los tiempos del Régimen, jamás un ministro se resistió a ser
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 429

interpelado. Yrigoyen ha expresado su doctrina en el mensa-


je del 17 de mayo, sobre la interpelación al ministro del Inte-
rior. Sostiene que las cámaras pueden llamar a los ministros
siempre que ellos tengan la facultad de asistir a los debates y
de exigir que los proyectos del Poder Ejecutivo se conviertan
en leyes. Si no tienen derecho para exigir la sanción de estas
leyes, tampoco lo tienen las cámaras para conminarlos a asis-
tir. Agrega el mensaje que las cámaras pueden pedir infor-
mes, pero no “emplazar al Poder Ejecutivo a que responda
de juicios que le son absolutamente privativos”. Si esto se
permitiera, el Poder Legislativo vendría a ejercer una su-
premacía “repugnante a la Constitución”, la que el Poder
Ejecutivo no puede consentir “sin declinar de sus deberes
más esenciales”.
Hay algo de curialesco en este mensaje. Las cámaras no
ejercen una supremacía por fiscalizar y moderar al Ejecutivo,
y en cambio un Ejecutivo sin el control parlamentario ejerce
realmente una supremacía que puede llegar a la dictadura.
Pero Yrigoyen necesita defenderse. No es sólo el Régimen: es
también el socialismo, en “contubernio” con él.
Otro procedimiento de las cámaras para combatir a Yrigo-
yen consiste en rechazarle sus proyectos O no tomárselos en
consideración. Esto ha empezado desde pocas semanas des-
pués de subir al gobierno Yrigoyen. Convocado el Congreso
a sesiones extraordinarias, con el principal objeto de sancio-
nar diversos proyectos urgentes del Ejecutivo, no lo hace. Se
opone al empréstito, con lo cual el gobierno, sin dinero, con
una deuda flotante de quinientos millones que le ha dejado el
Régimen y con próximos vencimientos hasta de ochenta mi-
llones, se encuentra desarmado. Así fracasa el proyecto de crea-
petrolí-
ción del Banco Agrícola, el fomento de la explotación
fera y la formación de nuestra marina mercante. Igualmente
le rechaza el proyecto de impuesto a la exportación, y retar-
del
da, poniendo en peligro a nuestra agricultura, la sanción
crédito de dieciséis millones para comprar semillas que se-
en su men-
rían cedidas en préstamo a los colonos. Yrigoyen,
hado
saje clausurando las sesiones extraordinarias, ha reproc
430 Manuel Gálvez

al Congreso su inacción. Pero no es inacción sino politiquería.


Con una falta de patriotismo que no comprendemos los que
no somos políticos, el Congreso, en guerra contra Yrigoyen,
no quiere que el gobierno trabaje. Nada le importa el presti-
gio del país en el extranjero, ni la salvación de la agricultura,
ni la solución de las dificultades económicas que afligen al
gobierno. Sólo una cosa interesa y apasiona al Congreso: mo-
lestar a Yrigoyen, desprestigiarlo, hundirlo, si es posible.
Por su parte, el Senado encuentra otra manera -pueril y
poco digna- de combatirlo: le niega el acuerdo para los nom-
bramientos de ciertos funcionarios. A Yrigoyen no le preocu-
pa la actitud del Senado. Los funcionarios que necesitan
acuerdo siguen en sus cargos, sin que la falta de ese requisito
les quite el sueño.
La guerra europea exacerba estas pasiones políticas. O me-
jor dicho: la oposición utiliza la guerra para exacerbar las pa-
siones contra Yrigoyen. El Congreso, que no desaprobó la
política débil del gobierno de De la Plaza frente a Alemania y
a Inglaterra, desaprueba la política enérgica de Yrigoyen
frente a Alemania y los aliados. Veinte años después de los
sucesos de 1917, parecerá increíble, a los mismos fervientes
aliadófilos de esa época, la oposición a la política internacio-
nal de Yrigoyen, que defiende con energía y patriotismo ex-
traordinarios la independencia espiritual.de la patria contra
los imperialismos que quieren llevarnos a la guerra. Como no
es posible creer en la fanática aliadofilia de los parlamenta-
rios argentinos, ni que se muevan por venalidad, debemos
explicarnos su actitud por el odio al hombre que los hiere en
sus intereses. Así ha sido siempre entre nosotros. La pasión
política lleva a la injusticia, a la traición y al delito. Por pasión
política contra Rosas, Sarmiento realizó en Chile, durante
diez años, una campaña periodística a fin de que la Patagonia
-la mejor parte de la Argentina- pasara a poder de Chile. Por
pasión política contra Rosas, los unitarios ofrecieron a Chile
las provincias de Mendoza y San Juan; al Brasil, las de Entre
Ríos y Corrientes, y consiguieron que Francia reanudara el
bloqueo a Buenos Aires y la guerra contra la Argentina.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 431

El contesta a las agresiones parlamentarias. Un día, el pe-


riódico oficial, en donde nada se publica sin su consentimien-
to, advierte al Congreso, en tono de amenaza, que “debe ate-
nerse a la consecuencia de sus actos”. El enemigo ve en estas
palabras una posibilidad dictatorial. Otro día, el radicalismo
organiza una gigantesca manifestación para protestar contra
el Congreso por haber desaprobado la intervención a Buenos
Aires. Millares y millares de manifestantes. Grupos de hom-
bres a caballo que proceden del barrio de los mataderos y que
traen a la ciudad supercivilizada una evocación de la pampa
y de las campañas bárbaras de otras épocas. La bandera del
Parque, reliquia sagrada para los radicales, pasa ante la emo-
ción casi religiosa del público. Otro día, nueva manifestación
para aprobar la política internacional del Presidente. Estas
grandes concentraciones de hombres, que desfilan entre víto-
res frenéticos y marchas musicales, dejan la impresión de al-
go viril y fuerte, de algo muy argentino, y de que el pueblo
auténtico está de parte de Yrigoyen.
Termina este año de lucha con un proyecto de ley “contra
la tiranía”. Penas: presidio perpetuo e inhabilitación absolu-
ta, tanto a los tiranos como a los cómplices y encubridores.
Iguales penas recibirán “los miembros del Poder Ejecutivo de
la Nación, en caso de intervenir sin ley una provincia”.
¿Quién presenta este singular proyecto? Es aquel gobernador
de Buenos Aires desalojado por la revolución del (93, el mis-
mo que lo creyó a Yrigoyen capaz de renunciar por patriotis-
mo a su candidatura a presidente; el mismo que, durante los
seis años del primer gobierno radical, evocará en diversas Oca-
siones, desde su banca del Congreso, hablando de Hipólito
Yrigoyen, la sombra de don Juan Manuel.

Yrigoyen responde a los ataques de sus enemigos enviando


intervenciones a las provincias. Algunas provincias tienen ex-
celentes gobiernos, aunque pertenezcan al Régimen. Yrigoyen
cree que tales gobiernos son abominables. Propenso a dar por
cierto cuanto le cuentan sus partidarios de las provincias ba-
jo el poder del Régimen, él las ve oprimidas brutalmente.
432 Manuel Gálvez

Para gobernar necesita mayoría en el Congreso, y para ob-


tener la mayoría le es preciso echar abajo a los gobiernos de
provincia que no le responden; pero él no lo hace por este
motivo, como imaginan sus enemigos. Lo hace porque esos
gobiernos han sido elegidos por un puñado de hombres, no
por el pueblo verdadero, y mediante toda clase de fraudes, de
acuerdo con leyes electorales insuficientes. Desde su punto
de vista, tiene razón. La inmensa mayoría no ha votado. Sus
enemigos lo acusan de violar las autonomías de las provin-
cias, y él contesta que “las autonomías son para los pueblos y
no para los gobiernos”.
Al Congreso le irritan estas intervenciones de Yrigoyen. La
Constitución no le permite mandarlas por sí mismo: la fa-
cultad de intervenir corresponde al Congreso. Mientras el
Congreso no funciona, el Poder Ejecutivo, en casos de suma
urgencia, puede hacerlo. Pero en las provincias intervenidas
por Yrigoyen nada ha ocurrido que justifique semejante ur-
gencia. Él interviene porque sabe que el Congreso rechazaría
sus proyectos de intervenciones.
Es preciso insistir en estas cosas para que se comprenda el
espíritu de Yrigoyen. Se lo acusa de desalojar a los gobiernos
adversarios y de dejar subsistentes a los gobiernos amigos.
Las apariencias condenan a Yrigoyen. Nadie advierte que él
se rige por principios. Interviene ampliamente en las provin-
cias gobernadas por el Régimen porque esos gobiernos han
sido mal elegidos. Pero una vez que el pueblo de una provin-
cia ha recobrado su soberanía, eligiendo legalmente a sus
mandatarios -siempre resultan triunfantes los radicales, que
cuentan con la mayoría en todo el país- el gobierno nacional
no puede desalojarlos. Si hay conflictos de poderes en esas
provincias, o esos gobiernos incurren en graves desafueros, la
intervención irá para arreglar las cosas, pero nunca para pre-
sidir elecciones de nuevos mandatarios. Estos principios, a
pesar de ser tan característicos de la mentalidad y el tempe-
ramento de Yrigoyen, no son entendidos ni por sus mismos
partidarios. Ni por los interventores. Y así, interventores en-
viados a provincias que ya han recobrado su soberanía, que
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 433

tienen gobiernos bien elegidos, pretenden, contra los princi-


pios de Yrigoyen, declarar caducados todos los poderes. De
ahí los conflictos del Presidente con los interventores. Los eli-
ge entre los jueces, generalmente. Todos son personas respe-
tables. Pero él no se cuida de explicarles sus ideas, porque
imagina que ellos las conocen y porque, introvertido cien por
ciento, carece de la aptitud de explicar claramente, carece del
don de salir de sí mismo.
Pero cuando los gobiernos amigos incurren en tropelías, les
manda también la intervención y si no los arroja del poder es
porque han sido bien elegidos, por auténtica mayoría, en comi-
cios legales. Es el caso del gobernador de Mendoza, viejo ra-
dical de la primera hora, a quien llaman “el gaucho Lencinas”.
Es el más importante de los caudillos radicales, después de
Yrigoyen. Una fuerte amistad une a los dos hombres. Pero
cuando Lencinas se desmanda y abusa del poder, Yrigoyen le
manda la intervención.
El año 1918 es el de las intervenciones amplias. Los gobier-
nos del Régimen van cayendo poco a poco. El radicalismo
triunfa en todas partes. Y así Hipólito Yrigoyen, lentamente,
llega a adueñarse del Parlamento. ¿Por qué no intervino el 13
de octubre las catorce provincias, como se lo pregunta un dipu-
tado enemigo? Yrigoyen debió hacerlo así, para mayor fideli-
dad a sus principios. Lo ha pensado, y ante uno de sus fieles
reconoce su error. ¿Por qué no se decidió? Le ha faltado valor.
No se ha atrevido a tan formidable y sensacional golpe, que hu-
biera sido casi un golpe de Estado. Él ha querido infundir la
confianza y la tranquilidad en todos, hasta en sus enemigos.
Su temperamento le ha impedido dar el golpe. Hubiera tenido
que nombrar en un día a catorce interventores, con sus secreta-
rios, oficiales y escribientes. Centenares de nombramientos.
Imposible, para su lentitud, semejante hazaña. Él no ha nacido
para hacer las cosas de pronto, sino despaciosamente, en la lar-
ga sucesión de los días. Tampoco ha debido señalar, en los con-
siderandos de sus decretos, los desafueros y “delitos” de los
gobiernos intervenidos. Si interviene por causa del vicio de ori-
gen de esos gobiernos, ¿qué importancia tienen sus errores?
434 Manuel Gálvez

El tumultuoso 1919 comienza con la huelga revoluciona-


ria. Sabemos cómo Yrigoyen, un tanto débil al principio, por
temor a derramar sangre y porque no cree en los propósitos
subversivos del pueblo contra su gobierno, apenas se con-
vence de que se trata de un movimiento anárquico lo sofoca
y salva al país. Cierra los diarios anarquistas. Expulsa a los
ácratas extranjeros. Los argentinos son deportados a la isla
Martín García y a Ushuaia. Sus órdenes han sido demasiado
severas, pero los encargados de interpretar y cumplirlas aca-
so se exceden un poco.
La oposición aprovecha todo esto. Los conservadores acu-
san a Yrigoyen de debilidad, de inhabilidad para arreglar los
conflictos obreros. Los socialistas lo acusan de despotismo y
brutalidad. Un diario dice que el propio Yrigoyen ha organiza-
do la semana de enero, “ayudado en la sombra por el capital
alemán”. Lo habría hecho para amedrentar a la población, para
suprimir las reuniones políticas y amordazar a los enemigos.
Estos ataques producen efecto en la masa electora y en las
elecciones del 5 de abril, de un senador y dos diputados por
la Capital, triunfa a medias la oposición. Ha vencido el can-
didato a senador de los radicales; pero el diputado elegido por
la mayoría, por sólo dos mil votos de diferencia, es un socia-
lista. Para este éxito insignificante han debido votar por el so-
cialismo numerosos hombres del Régimen. “Conjuraciones si-
niestras” llama a esto Yrigoyen, en su lenguaje de introvertido.
Mientras tanto, siguen las huelgas. La de los “portuarios”
lleva meses. Se ha fundado la Asociación del Trabajo, institu-
ción patronal que no reconoce los derechos de los obreros.
Hay huelgas de periodistas, de gentes de teatro. A mediados
de año, los empleados en huelga de la tienda más importan-
te de la ciudad hacen un inmenso escándalo: rompen crista-
les, destrozan muebles. Los estudiantes, también en huelga,
se apoderan del edificio de la Facultad de Derecho.
La oposición está dirigida por Lisandro de la Torre. A los
veintidós años de su renuncia a la convención radical y de su
duelo con Yrigoyen, publica un extenso y violentísimo escrito
contra el Presidente. En el Congreso, un secuaz de Yrigoyen
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
435

lo ha llamado “traidor”. Él contesta refiriendo a su modo, con


minuciosa inquina, la historia de Yrigoyen. Lo acusa de ser
delator, farsante, ambicioso y cobarde. Insinúa que es el cul-
pable del suicidio de Alem. Denuncia lo que cree sus mane-
Jos para llegar a la presidencia. Y termina: “El país no puede
soportar más; y los propios radicales que no pertenecen a su
grupo familiar, o al tipo de los sectarios impenetrables a toda
comprensión, tampoco pueden soportar más. ¿Durará seis años
este desquicio, que ha sumido en la inquietud y en la miseria
a la inmensa mayoría de la Nación?” Escrito con talento, en
forma viva, irónica a veces, sarcástica otras, distribuido a
millares por todo el país, este documento le hace mucho da-
ño a Yrigoyen.
En todo este tiempo, y como respuesta a los enemigos las
turbas radicales continúan molestando en las reuniones opo-
sitoras. Un mitin contra Yrigoyen, porque no interviene en
Mendoza, es interrumpido por una turba que da vítores al
“noble gaucho Lencinas” y a Yrigoyen. No se permiten las
conferencias callejeras del Partido Demócrata Progresista. Un
diario lo llama a Yrigoyen “el Supremo Restaurador”, alu-
diendo a Rosas. Pero las demasías de sus parciales no son
obra de Yrigoyen, si bien él no levanta un dedo para preve-
nirlas. Su respuesta personal al Régimen y al socialismo está
en el conjunto de leyes de carácter obrero y social que propo-
ne en esos días. Entre mayo y julio, envía al Congreso sus
proyectos sobre conciliación y arbitraje, asociaciones profe-
sionales, contrato colectivo de trabajo, salario mínimo y au-
mento de los pequeños sueldos, y otros cinco relacionados con
el trabajo agrícola. Pero Yrigoyen prescinde del Congreso en
cuanto puede. Así, apenas aprobado el presupuesto, crea de
una plumada, en Correos y Telégrafos, más de dos mil em-
pleos, sin pedir autorización al Congreso ni publicar el decre-
to en el Boletín Oficial.
Concluye este año con una bomba de dinamita que le arro-
ja la oposición: el proyecto de juicio político. El diputado que
lo propone es, acaso, el primero de los parlamentarios de su
tiempo. Habla con rara elegancia y gracia, maneja con arte la
436 Manuel Gálvez

ironía y la burla y tiene ideas propias y el talento de la cita


oportuna. “Si es un enfermo, que se cure”, dice. El país no
quiere apóstoles ni regeneradores en la presidencia. Lo llama
“dictador”, y lee una proclama de Rosas, de abril de 1835, al
asumir por segunda vez el mando, que se parece extraña-
mente a los documentos de Yrigoyen. Combate la tesis del
apostolado, la doctrina del plebiscito y la invocación de la ra-
zón de Estado como norma de gobierno.
Este discurso produce sensación. ¿Cómo lo recibe Yrigoyen,
sobre todo aquellos párrafos en que habla de su probable lo-
cura? Nadie le oye una palabra sobre esta injuria. El introver-
tido se repliega aún más en su interior, se ahonda en su enorme
soledad. Por bondadoso que sea, ha de haber sentido la ten-
tación de la venganza. ¿Qué le costaría clausurar el Congreso
y los diarios más insolentes? Pero él, el “dictador”, no lo ha-
ce. Ni siquiera consiente en que se prohíba ridiculizar a sus
ministros. Su única restricción -indirecta de su parte- a las
libertades ajenas consiste en no impedir que sus allegados
hagan interrumpir las manifestaciones callejeras de sus ene-
migos y que envíen a la cámara barras agresivas. Demasiado
hace en contener a sus fieles, a los hombres de los comités,
que, en su indignación, claman venganza.
Sesión del cinco de noviembre en la Cámara de Diputados.
La barra empieza con murmullos, toses y silbidos y luego
estalla en manifestaciones tumultuosas. Un escandaloso
bostezo interrumpe a un diputado. A un radical disidente le
gritan “¡traidor!”. En cierto momento caen huevos sobre el
recinto. “Jauría de asalariados” llama a la barra un congresal.
Mientras la desalojan, un sujeto abofetea a un vigilante. “Esos
son los métodos de la mazorca, métodos de gobierno inven-
tados por el hombre que más supo de gobierno de poder en
la República, por Juan Manuel de Rosas”, exclama otro dipu-
tado -el autor de aquel proyecto de ley contra la tiranía-,
que agrega: “Ésta es una partida final, ésta es la liquidación
de la evolución argentina; y por eso vienen estos métodos
y viene la mazorca”. Termina el desalojo entre protestas y
griterías. |
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 437

Incapacidad del gobierno, sino complicidad, dicen los ene-


migos y aun los neutrales. Les falta a estos hombres sentido
histórico. En los tiempos del Régimen no había barras bravas
porque no había pasiones políticas ni actuaban las masas. El
pueblo era entonces más disciplinado. Estas masas de hoy pro-
vienen de los inmigrantes, de la hez social de Europa; o son
restos de nuestra vieja barbarie semigaucha, compadrona,
arrabalera. Es muy difícil contener a estas masas. Yrigoyen
no las puede tratar mal. Son partidarios fanáticos, y tienen ra-
zón en enojarse. Hay que civilizarlos poco a poco. Y esto lo
intenta el partido radical, en cuyos comités no se juega pero
se escuchan conferencias. La rebelión de las masas comienza
con el gobierno radical. Como en otras partes, esas masas se
han rebelado contra la clase superior para someterse a un je-
fe -Mussolini, Hitler, Yrigoyen- que encarna sus ideales.

Los enemigos de Yrigoyen acaban de encontrar un nuevo


filón. Saben cómo a él lo enorgullece su virtud, “sus nítidas
probidades” tanto han contribuido a su prestigio. Acusar de
negocios sucios a sus ministros y funcionarios es herirlo mor-
talmente. Los diputados que lo combaten dedican todo su afán
a esas acusaciones. No triunfan, porque ahora Yrigoyen tiene
mayoría en la Cámara; pero convencen a gran parte del país.
Se han hecho negocios, según ellos, con el traslado del oro de
las legaciones, la expropiación del azúcar, los permisos para
exportar azúcar, el hilo sisal, la harina, los bosques, la tierra
pública y la compra del Bahía Blanca, con el que Yrigoyen
inaugura nuestra marina mercante. En varios casos, los opo-
sitores han logrado que la Cámara nombre comisiones para
que investiguen esos supuestos escándalos.
En las cámaras se trata a Yrigoyen con moderada falta de
respeto. ¡Pero en los diarios! Al leitmotio de la dictadura -“per-
sonalidad siniestra del tiranuelo trágico y ensoberbecido”, lo
llama un diario- se agrega ahora el de los negocios: “Plena or-
gía de malversación y prevaricato”. Parece indudable que
Yrigoyen pierde prestigio. El Partido Demócrata Progresista
aprovecha el momento y ofrece candidaturas de diputados a
438 Manuel Gálvez

personas eminentes. Violenta campaña electoral. Al salir los


concurrentes de la proclamación de estos candidatos, grupos
de radicales, desde la plaza frente al teatro en donde se ha ce-
lebrado la asamblea, les hacen fuego y les arrojan piedras y
hierros. Comités de los partidos enemigos son asaltados. Un
orador demócrata progresista, en un acto público, habla del
puñal como del único medio de resolver la situación presente.
Sabemos de la gran manifestación en la que los fanáticos de
Yrigoyen se han arrodillado al pasar frente a él; pero debemos
agregar que, al son de la diana del Parque, los manifestantes
hicieron fuego contra el Club del Progreso. Pero la mejor ven-
ganza de los radicales es la victoria. Los vencidos no compren-
den. Ignoran que sus candidatos -aristócratas, personalidades
de la sociedad y de la intelectualidad- no responden a los in-
tereses del pueblo. Han sido derrotados por hombres jóvenes,
sin apellido, sin prestigio social, pero a los cuales el pueblo
siente muy cerca. Mejor dicho: a los cuales el pueblo sabe fie-
les a Yrigoyen, pues en realidad es Hipólito Yrigoyen quien
representa los intereses del pueblo, los ideales de las masas.

Y siguen por parte de Yrigoyen, las intervenciones, los elo-


glos a su propia obra, los juicios crueles sobre el Régimen, y
por parte del adversario, las interpelaciones, las acusaciones
de negocios sucios y de fraudes electorales. El Senado conti-
núa negando acuerdo al gobierno para ciertos nombramientos
que lo requieren. El tema de la dictadura -“Lenin compadrón
y emponchado”, lo llama un diario enemigo- llena columnas
y columnas de la prensa opositora. Ahora aplican al gobierno
de Yrigoyen el mote de “Unicato”, como en otros tiempos al
de Juárez Celman. En las cámaras, los proyectos del Ejecutivo
van a parar a las comisiones, en donde quedan olvidados. Ni
los propios amigos del gobierno trabajan. La pasión política
no es propicia para la obra serena. Yrigoyen desprecia cada
vez más al Congreso. Por esto, el diario oficial, al terminar uno
de los períodos parlamentarios, dice: “Ese descanso debe ser
definitivo. Nada más quiere saber el país de este Parlamento
incapaz y haragán”. Tienen razón el país y el diario oficial, por-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 439

que el Congreso no trata los grandes proyectos del Ejecutivo:


el impuesto a la renta; la ley de enseñanza, que abarca la
primaria, la secundaria y la universitaria; la organización
del Ejército y de la Armada; la consolidación de la deuda; el
Código Rural, y el espléndido Código del Trabajo.
El pueblo parece quererlo a Yrigoyen cada día más. No
puede ir él a parte alguna, porque lo siguen en manifestación.
Lo ven entrar en un hotel de la avenida de Mayo. La voz se
corre y una multitud llena la calle, esperando su salida. Una
mujer, desde un balcón, grita que el Presidente se prepara a
salir por la puerta de la calle opuesta, y la multitud se preci-
pita hacia allí. En las fiestas del centenario de Belgrano es tal
el delirio que pretenden llevarlo en andas. Y los telegramas y
las cartas llueven en forma diluvial, sobre todo por su actitud
en la Sociedad de las Naciones.
En sus diversos mensajes de esos años, Yrigoyen sigue ata-
cando al Régimen y al Congreso. En ellos llama “gobiernos
de hecho” a los que han subsistido hasta ayer; dice que “se
sabe investido de una magistratura histórica para dignificar
ante todo la vida pública argentina”; encuentra explicable
que sus “apostolados de grandiosa significación” susciten
críticas entre “los que se sienten despojados de lo que indebi-
damente poseían”, y espera que, cuando el tiempo haya hecho
su obra, ellos reconocerán la justicia que le asiste al gobierno
y que entonces “cesará el coro de imprecaciones y denuestos
que en idénticas consonancias se conjuran”; promete que él
terminará su obra reparadora, “a despecho de todas las per-
versiones que vanamente intentan la restauración de un régi-
men de usurpaciones y violencias que ha merecido las más
severas sanciones históricas”; y considera que la soberanía de
los pueblos ha estado “usurpada por la simulación, el fraude
y la violencia”.
Pero nada parece haberlo ofendido tanto por parte del
Congreso, como la ley de intervención a San Luis, que acaba
de votarse, y en la cual se establece que el interventor desig-
nado por el Poder Ejecutivo deberá convocar a elecciones
dentro de los treinta días de entrar en vigor la ley. Como se lo
440 Manuel Gálvez

ha acusado muchas veces de prolongar las intervenciones pa-


ra seducir o amordazar al electorado y hacer triunfar al radi-
calismo, la desconfianza del Congreso lo irrita. Lo que más le
hiere en esa ley es “su sentido deliberativo”, con lo cual se re-
fiere al doble hecho de ser obra colectiva y meditada. Le re-
plica al Congreso que, sólo debido a lo que él ha realizado por
asegurar las libertades y garantías, los diputados que han in-
currido en semejante “irreverencia” han podido entrar legíti-
mamente en el Congreso. Recuerda, una vez más, cómo ha
desechado todos los halagos y comodidades, cómo se ha ju-
gado toda su existencia por la dignidad de la República y por
el honor de la patria, y por esto “nada hay más absurdo que
la suposición de cualquier actitud o modalidad contraria a
esa fe sagrada y a esa decisión absoluta para mantenerla”.
Como todo ofendido, él se defiende con su propio elogio. Lle-
ga a decir que siempre fue “símbolo”, y que por eso ha podi-
do “derribar y vencer a la montaña de las más formidables
conjuraciones”. ¿Y qué interés puede él tener en que se pro-
longuen las intervenciones, “sino el de los bienes consagra-
dos en la restauración y reconstrucción de las bases primor-
diales de la nacionalidad”? Por otra parte, se requiere tiempo
para “extinguir todas las subversiones que arraigaron”, las
que “constantemente pugnan por reaparecer”. Para realizar
“la exterminación de una época nefanda” debe procederse
con elevación de miras, pero también sin debilidad, o, como
él dice en su extraño lenguaje, “sin aminoramientos que con-
trastarían con la severa rigidez del pensamiento germinador
y darían la apariencia reveladora de declinaciones”.

¿De dónde saca fuerzas para luchar contra tantos enemi-


gos este hombre que cumple setenta años en los meses últimos
de su gobierno? Esos enemigos son poderosos: el capitalismo
extranjero, los grandes diarios, la sociedad, la intelectualidad,
el socialismo. Y lucha contra todos y los vence, sin excederse
en el ataque. Sarmiento fue violentísimo con sus enemigos;
Avellaneda cerró el más importante diario de su tiempo;
Pellegrini y Luis Sáenz Peña fueron brutales con la oposi-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 441

ción; Figueroa Alcorta, en un gesto dictatorial, clausuró el


Congreso. Hipólito Yrigoyen no incurre en ninguno de estos
excesos.
A Yrigoyen le da fuerzas su propio temperamento de in-
trovertido, su impermeabilidad ante los hechos exteriores, la
que le impide ceder o adaptarse. También le dan fuerzas sus
convicciones filosóficas y políticas y su sentido religioso de la
vida. Pero algo más ha sido una fuerza poderosa para él: su
soledad. Con la vejez aumenta para todos la soledad, y los
últimos años de un anciano son tan terriblemente solitarios
como los primeros años de un niño. Ésta ha sido, acaso, la
mayor de sus fuerzas: la soledad. Si el hombre de soledad es
el más libre, también es el más fuerte.
6

á IM 14 av. ¿TA AA
US 4
a
dl >
E
TARO ad. 2 A
ai OA, Pa
| lo? pro ie LA
Secc ag Ito: 0 nt oASMA
rip tata al! colars pia rr Ad
a dto Apia, sup
A Spill A OA
E ENANA FAA.
EOI A eb ta AR EAS los
pe ElUDe t Á, nidos portante
6d
el ei or to, MA |
MS jaa +,Cas ion)
* vara
LAME ¡WI as AFA handiruah,

a ds pal ¡05 ¡amisoor AAN EURRIE


iaa ads da a IA ANS
od A A A
deci Bra oa da nata Ep 10
MID > MN 7 qt (NN ME IN
ngamda pr timo, aly da pa.
a e! mel Pa e er UN. le MARS :
Malrr a 4 ias Darytts pa190, EIYILAS
¡a * gto a dr Aa e E A Y
¡a ay ran PUTA PY ÚAPaÓsE,, Pl ds ,
A ALDO ZA MI Us APPO Hada NA A aer
nl vo oÚLtipo, queiro yANA en el e y
pd
a
dh e NT E] 100 0d
A rt NS La
h CIT APO rie E

ade a sn. pa
¿e eat Meios pupilos
hi 00 guisa Leg roda
vá Aa INS
parió ' Vusrlas
e idaRA
d a ALS
5% da cria q
AT Lué d pe

OS y
X. Democracia

or su vida y sus costumbres, Hipólito Yrigoyen es de-


mócrata. No distingue entre grandes y pequeños. En
política aspira a la perfecta democracia y por ella ha lu-
chado desde su juventud. Sin embargo, no emplea esa pala-
bra sino por excepción. No la encontramos en la polémica de
1909, el más importante de sus escritos. Acaso sea porque en-
tonces no solía decirse “demócrata” sino “republicano”. Estos
términos han cambiado mucho de significación. Hoy parece
compatible la democracia con la monarquía, lo que Alem no
hubiera comprendido. Cuando lo oye a Mitre referir su entre-
vista con cierto monarca europeo al que debió tratarlo de
“Majestad”, le pregunta, asombrado: “¿Y usted le dijo así?”
En aquellos años, un hombre como Alem no era “un gran de-
mócrata” sino “un gran repúblico”.
La palabra “democracia” tiene hoy un contenido social.
Hasta que Yrigoyen llega a la presidencia no hay en sus escri-
tos contenido social ninguno. Su democracia es puramente
política. Su sentido un tanto paternal de la cuestión obrera no
parece una expresión de democracia social. Pero es indudable
que él va ampliando su concepto de la democracia, sin contar
con que el voto libre y universal, como ya lo he dicho, tiene
un significado revolucionario. Tal vez él piensa que la demo-
cracia perfecta se realizará más tarde, cuando “los pueblos”
no precisen de su tutoría.
Dentro del partido radical, Yrigoyen no ha procedido
siempre democráticamente. Cuando no le importa, deja en li-
bertad a los comités. Pero muchas veces se opone a algún
candidato o impone a otro. Se resiente con un amigo porque
no quiso que se le dieran facultades absolutas -inclusive la de
organizar una revolución-, las que el amigo consideraba anti-
democráticas y contrarias a la carta orgánica del partido. En
1909, el manifiesto de los disidentes lo acusa, sin nombrarlo,
de “personalismo”, y afirma por esa causa, “la agrupación ha
444 Manuel Gálvez

dejado de vivir la vida de los grandes partidos democráticos”,


hasta tal punto que “la dirección” -esta palabra se refiere a
Yrigoyen- no tiene para los correligionarios, cuando la inte-
rrogan, “sino frases enigmáticas, que importan un completo ol-
vido del programa radical”. Durante su gobierno intenta ser
prescindente. No puede con su genio. Sea que los otros no
quieran decidirse sin estar de acuerdo con él, sea que él mis-
mo, considerándose el jefe único, quiera dirigir, el caso es que
se inmiscuye en la política del partido. He aquí que va a ele-
girse un senador nacional, en los últimos tiempos de su go-
bierno. Yrigoyen quiere que sea candidato cierta persona y
les pide personalmente a algunos convencionales que no vo-
ten por otra, que cuenta con la mayoría. Se dirá que la impor-
tancia del cargo justifica su intromisión. Pero es indudable que
también se ha entrometido, y más de una vez, al tratarse de
candidaturas a diputados o de candidaturas a altos cargos en
los comités. Su voluntad omnímoda no argumenta en favor de
su espíritu democrático. Un verdadero demócrata consulta, se
somete, habla. El no da nunca las razones por las cuales se opo-
ne a un candidato o lo impone. O da razones vagas, que no con-
vencen a nadie. No es que él no tenga razón. La tiene siempre.
Cuando se opone a un candidato es porque lo sabe mal radi-
cal, O insuficientemente radical. El tiempo lo ha justificado.
Todos aquellos a quienes él se ha opuesto, han terminado por
entenderse con los hombres del Régimen. El radicalismo es él,
y quien disiente con él no puede ser, a su juicio, buen radical.

El partido radical toma el gobierno sin programa. Es un


movimiento, y no un partido, según Yrigoyen. Es la nación
misma que reclama el recobro de su soberanía. Conseguido
esto por la ley Sáenz Peña y por el advenimiento del radica-
lismo al poder, el partido necesita un programa. No puede
ser liberal, en sentido religioso, porque en ese movimiento
hay hombres de diversas creencias
No puede tampoco tener una bandera económica, por aná-
logo motivo. Sólo hay un programa que puede unir a todos
los partidos: el programa social, que es también una conse-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 445

cuencia del culto por el sufragio libre, porque el voto libre con-
duce a la igualdad política, y no puede existir igualdad polí-
tica en donde hay una excesiva desigualdad económica. Pero
la mejor razón que lleva al radicalismo hacia la democracia
integral es el hondo sentido de justicia que tiene Yrigoyen:
su bondad hacia los pobres y los desamparados.
Es también evidente que Yrigoyen ha sido influenciado
por la realidad social de aquellos días iniciales de su gobier-
no. Por introvertido que sea, hay cosas que no pueden dejar
de influir en su espíritu y en sus ideas. Las huelgas lo han
puesto en contacto con el obrero, le han mostrado el dolor
que se esconde en su vida. Pero no todo es sentimiento. Y así,
en su mensaje de agosto de 1920, en el que pide al Congreso
nuevamente que lo autorice a expropiar azúcar, declara: “La
democracia no consiste sólo en la garantía de la libertad polí-
tica; entraña, a la vez, la posibilidad para todos de poder al-
canzar un mínimum de bienestar siquiera”.
Pero me parece que también Yrigoyen ha llegado a la de-
mocracia integral empujado por su propio partido. En Jujuy,
se reparte un documento de los radicales de esa provincia, de-
finidamente comunista; pero de un comunismo no marxista
ni europeo, sino a lo indio, de procedencia incásica. En él se
pide la unión “para arrojar de la Puna a todos los latifundistas,
usurpadores de estas tierras”, y no preconiza la expropiación,
“porque lo que es nuestro -dice- no debe ser expropiado”, si-
no la confiscación violenta. En Salta, los propagandistas radi-
cales han prometido a los indios el reparto de las tierras; y
apenas asume el poder el primer gobernador radical, una de-
legación de los indios se le presenta a exigirle el cumplimien-
to de la promesa. En un viaje de Mendoza a Buenos Aires he
oído a los diputados nacionales de una comisión que venía en
el tren, pronunciar en las estaciones del trayecto discursos in-
cendiarios contra los ricos. En Mendoza, la alpargata del po-
bre es el símbolo o emblema del partido, y los radicales llevan
en el ojal del saco, a modo de condecoración, una alpargatita.
Y en las calles y plazas de la Capital Federal, oradores radi-
cales, allá por los años 1919 y 1920, predicaban la revolución
446 Manuel Gálvez

social, que sería realizada por el radicalismo. La obra social


de Yrigoyen es avanzada, como lo he dicho, para nuestro am-
biente. Si él no ha incluido sus opiniones sociales en la plata-
forma partidaria ha sido, seguramente, por no asustar a los ti-
moratos o, acaso, por su sentido evolutivo de la vida social y
política. Al llegar a la segunda presidencia piensa terminar
con los privilegios sociales y económicos. El partido radical es,
por obra suya, una especie de socialismo para uso de los crio-
llos. Socialismo bastante moderado, idealista, sentimental, cris-
tiano y práctico, más eficaz que el socialismo verdadero, al
cual lo perjudican su anticlericalismo, su sentido materialista
de la vida, su falta de poesía y de sentimiento, su origen ex-
tranjero y las aspiraciones burguesas de sus dirigentes.

¿Es un dictador, como dicen sus enemigos? Dictadura y


democracia son términos excluyentes. Que hay en él un dicta-
dor en potencia, no cabe duda. Pero no llega a serlo. Deja a sus
enemigos la más completa libertad para atacarlo. Ha podido
cerrar algunos diarios -pretextos no le hubieran faltado- y no
lo hace. A ningún presidente se lo ha combatido como a él.
Ha sido injuriado y calumniado atrozmente. Y no ha depor-
tado a ninguno de sus enemigos, ni los ha metido en la cár-
cel, ni los ha hostilizado. Pero es absorbente. Nada se hace sin
su intervención. Los ministros no tienen sino el título de ta-
les: son en realidad secretarios o amanuenses, y a algunos de
ellos los trata a veces poco menos que si fueran sus criados.
Su actitud frente al Congreso no es la de un demócrata. No
suele asistir a su apertura. Su teoría sobre las interpelaciones
es antidemocrática. El presidente fuerte de nuestra Constitu-
ción, con más poder legal que ningún otro gobernante del mun-
do, necesita ser fiscalizado. No cabe duda de que el Congreso
quiere impedirle trabajar, desprestigiarlo. Pero un presidente
demócrata se somete a los representantes del pueblo. Lo que
caracteriza a una dictadura es la supresión del Congreso.
Yrigoyen no lo ha suprimido, pero obtiene su absoluta sumi-
sión más tarde, durante su segunda presidencia. Y no por ver
sumiso ante él al Congreso deja de despreciarlo. Acaso lo des-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 447

preciará más entonces que nunca, más por su incapacidad que


por su sumisión. Las convicciones democráticas de Yrigoyen
-de no ser él un introvertido, en cuyos juicios inmutables no
interviene la realidad- habrían vacilado ante el fracaso del
parlamentarismo.
El prescindir del Congreso puede ser un eficaz medio de lu-
cha, pero no es propio de un gobierno democrático. Yrigoyen
compra en varios millones un buque alemán, el Bahía Blanca,
a espaldas del Congreso. Las intervenciones durante el rece-
so de las cámaras tendrán precedentes y serán necesarias
dentro de los principios de Yrigoyen, pero son inconstitucio-
nales; y lo que se sale de la Constitución no es democrático.
A veces ocurre en tal provincia algo que justifica, desde su
punto de vista, la intervención; pero si el Congreso está en
funciones, él espera a que terminen para intervenir. Yrigoyen
ha querido imponerse al Congreso, humillarlo. Un presiden-
te demócrata respeta al Congreso, aunque el Congreso sea su
enemigo y se conduzca deslealmente.
Algunos de sus principios fundamentales y de sus doctri-
nas son antidemocráticos, como el plebiscito y la razón de
Estado. No existe el plebiscito en nuestra Constitución. Si
Yrigoyen se limitara a decir que ha sido “plebiscitado”, eso
sería inocente. Lo malo, desde el punto de vista democrático,
es que considera al plebiscito como el otorgamiento de más
poder, de un poder un poco extraconstitucional. Como dijo
con exactitud aquel senador que pidió el juicio político, el
plebiscito “adquiere un significado moral, casi místico, de ab-
solución y purificación”, y es también -habla el mismo sena-
dor- una “forma de ir contra la Constitución”. Él tiene razón
al atribuir especial importancia a las elecciones que se reali-
zan durante su gobierno. Al votarse por una lista de diputa-
dos nadie cree que vota solamente por esos señores: todo el
mundo sabe que también vota por una aprobación o desa-
paBEon al gobierno de Yrigoyen. Pero entre ser aprobado
y ser “plebiscitado” hay diferencia muy grande. En todos los
pueblos del mundo el plebiscito ha conducido a la dictadu-
ra. Yrigoyen justifica algunas de sus demasías invocando ese
448 Manuel Gálvez

plebiscito que, por otra parte, es invención suya: nada tienen


de plebiscito las elecciones comunes en las que su partido ob-
tiene mayorías a veces muy modestas.
También es antidemocrática la razón de Estado. Desde el
punto de vista filosófico es indudable que hay cosas anteriores
a la Constitución o que están por encima de la Constitución.
Existe una razón de Estado, pero ¿quién la controla? Todo lo
que tenga origen subjetivo, lo que no pueda ser controlado, lo
que no se base en una ley, es muy peligroso para la democra-
cia y, por definición, antidemocrático. Hay algo de metafísico
y de místico en esa razón de Estado, que es parienta de la ins-
piración y del iluminismo. Un gobernante democrático no pue-
de decir: “Esto que hago no está en la Constitución ni en ley
ninguna, pero responde a una alta razón de Estado que yo so-
lo me sé”. La razón de Estado es eso: algo que sólo el gober-
nante conoce. Un presidente demócrata debe poder dar cuenta
exacta de todos sus actos, de acuerdo con las leyes de la nación.
Desde el punto de vista psicológico, la doctrina de la razón de
Estado, en boca de Yrigoyen, tiene un enorme interés: está de
acuerdo con su temperamento introvertido, con la compacta
unidad psíquica de toda su vida. Al invocar esa misteriosa ra-
zón de Estado, Yrigoyen no es un farsante, como creen sus ene-
migos, sino extraordinariamente sincero y fiel a sí mismo. Na-
da más suyo, más típicamente suyo, que la razón de Estado.
Pero ni la teoría del plebiscito ni ésta de la razón de Esta-
do le han servido para abusar con exceso. Sus demasías son
moderadas, y equivalen a las de los presidentes anteriores. El
jefe del socialismo, Juan B. Justo, dice en un discurso, que
“hemos vivido siempre bajo una tiranía disimulada”. Esos
dos caminos -el plebiscito y la razón de Estado- lo llevan a
Yrigoyen hasta el borde del abismo, pero no cae.
Yrigoyen es un demócrata en cuanto a él se debe, por sus
veinte anos de lucha, la institución del voto libre entre noso-
tros, y en cuanto ha extendido a todas las clases las funciones
del gobierno, que en tiempos del Régimen estaban reserva-
das a unas cuantas familias de abolengo. También lo es por-
que ha hecho obra para el pueblo. Iniciador desde arriba de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 449

la democracia social, ¿ha practicado la verdadera democracia


política? Sus partidarios de las provincias han cometido algu-
nos delitos electorales, han violado todas las leyes, han atro-
pellado las legislaturas. Algunos de los interventores que man-
da a las provincias cometen desafueros y burlan la ley Sáenz
Peña. Yrigoyen no aprueba estas cosas, pero tampoco hace lo
posible por evitarlas. Tal vez las ignore o no cree en los car-
gos que se hacen a sus amigos. De cualquier modo, él sigue
creyendo en la panacea del voto libre, y durante su gobierno
hay más libertad electoral que en tiempos del Régimen, cuan-
do “se robaba el voto” como dijo el jefe del Partido Nacional
disidente.

Amigos y enemigos le encuentran semejanzas con Rosas,


lo que significa, por ambas partes, el reconocimiento de sus
aptitudes dictatoriales. Yrigoyen se parece a varios dictado-
res: a Robespierre, al doctor Francia y a Stalin. Con Rosas tie-
ne tan extraño parecido que sólo podría ser explicado por un
parentesco. Este extraño parecido es, sin duda, lo que ha da-
do pie, aparte de algunos hechos sugestivos, a que alguien lo
crea nieto o hijo de Rosas.
Don Juan Manuel tenía la frente alta, la nariz afilada y rec-
ta, los ojos pequeños y un tanto encapotados, la barbilla re-
donda y espesa, el ceño generalmente contraído, la mirada
disimulada, escondida, penetrante. Según la mejor descrip-
ción que se ha hecho de su persona -obra de su sobrino el
gran escritor Lucio Mansilla-, tenía “labios delgados, casi ce-
rrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de
sus resoluciones”; la sonrisa afectuosa, sin llegar a ser tierna;
y un “timbre de voz simpático hasta la seducción”. Recorde-
mos el rostro de Yrigoyen, su sonrisa amable, su voz. Y si
Rosas tuvo un aire de sencilla majestad, sabemos que tampo-
co le falta a Yrigoyen.
En lo moral, el parecido es todavía más evidente. Rosas
fue calculador, sereno y tuvo un enorme self-control; un tem-
peramento absolutista y una singular aptitud para dominar a
los hombres. No improvisó nunca: todo en él provenía de la
450 Manuel Gálvez

meditación. Fue reservado, astuto, disimulado, sutil, perspi-


caz, suspicaz, maquiavélico. Mantuvo a los hombres, aun a
sus mejores amigos, a cierta distancia. Favoreció la intriga, y
aceptó y hasta fomentó la adulación. Rosas e Yrigoyen: he ahí
los dos únicos hombres sobrios de palabra en este país de
verbosos. Enorme capacidad de trabajo en ambos. Rosas lle-
gó al poder sin haber hablado nunca en público, ni tampoco
lo hizo como gobernante: exactamente el caso de Yrigoyen. Si
Rosas no reía, tampoco ríe Yrigoyen. Don Juan Manuel cono-
cía la humanidad y sus debilidades como sólo Yrigoyen las
conocería más tarde. Rosas, que no era intelectual, despreció
a los intelectuales; odió el socialismo y el liberalismo, y go-
bernó para el pueblo hasta tal punto que un gran escritor ha
podido hablar de la “franca y decidida incorporación de la
plebe en la gestión de los negocios públicos”: todo igual que
Yrigoyen. Rosas hablaba y escribía con términos anticuados y
raros, siendo en esto un precursor del jefe del radicalismo. Él
escribió “innobilidad”, e Yrigoyen escribe “nobilidad”. Rosas,
producto típico de nuestra tierra, no debió nada a Europa, al
revés de los unitarios que eran europeizantes, intelectuales y
liberales; y nadie más argentino que Yrigoyen, a quien com-
baten los oligarcas, que son europeizantes, intelectuales y li-
berales. Rosas, hombre de campo, pasó del campo al gobier-
no: e Yrigoyen, que, como él, tiene el espíritu de un hombre
del campo, ha pasado allí lo mejor de su vida. En materia de
habilidad política, Yrigoyen no tiene en toda la historia ar-
gentina sino un solo precedente: Rosas. Y si Yrigoyen, por es-
trategia, se oculta, Rosas, como dice Ramos Mejía, “aparecía
en espíritu en la imaginación popular, dejábase sentir a lo le-
jos con una discreción genial de experto escenógrafo”.
Rosas fue también un introvertido, aunque en menor gra-
do que Yrigoyen. Es típico del introvertido lo que de él asegu-
ra su sobrino Mansilla, que las metáforas se le convertían en
realidades: “loco le dijo a Urquiza y loco lo creyó”. Yrigoyen
imagina los pavorosos crímenes del Régimen y no duda de
que son verdaderos. Pero Rosas no era un introvertido senti-
mental, como Yrigoyen. Era frío y probablemente nada bon-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 451

dadoso. En los últimos años de su gobierno se aísla en Paler-


mo, y no recibe a casi nadie, ni a sus ministros.
Rosas tenía el concepto de su “mística misión política”, ase-
gura Ramos Mejía, que habla también de “esa vaga sensación
de divinidad que rodeaba a la persona de Rosas”, y de “cierta
intervención de providencia o de fatalidad en los sucesos, que
había sabido adjudicarse hábilmente”. Rosas renunció a sus
sueldos de gobernador y de jefe del ejército expedicionario al
desierto, los que fueron dedicados a obras pías y a construc-
ción de templos. Aunque Rosas ganó mucho dinero, como
Yrigoyen, en trabajos de campo, no tenía interés por el dine-
ro y no lo necesitaba para sí. Si a Yrigoyen le gusta que lo con-
sideren “filósofo”, a Rosas le gustaba que le dijesen “sabio”.
Y también Rosas fue “el Viejo” y “el padre de los pobres”.
Hasta los destinos de estos hombres se parecen. Rosas re-
nunció insistentemente al poder; llegó al gobierno en medio
del fanatismo del pueblo, que desató los caballos de su ca-
rruaje y lo arrastró, fue combatido por los europeizantes y los
liberales, calumniado e incomprendido; defendió la indepen-
dencia política y moral del país; conoció el amor de las plebes
y la resonancia de su nombre en toda América; perdió el go-
bierno por una revolución; vivió en el destierro, y después de
muerto fue negado, discutido y odiado tremendamente. Has-
ta que Yrigoyen llega al poder, las masas no habían tenido
otro conductor de su misma eficacia que don Juan Manuel de
Rosas, el cual no les había echado discursos ni estado en con-
tacto con ellas. Como hombre de intuiciones asombrosas, don
Juan Manuel es el predecesor único de Yrigoyen. Y no era
hombre de estudio sino de intuiciones, igual que Yrigoyen.
Desde los primeros años de nuestra independencia goberna-
ron los unitarios, que al comienzo se llamaron “directoriales”.
Eran civilizados, cultos, europeizantes, despreciaban al pueblo
y gobernaron “para el papel”, como dijo uno de ellos: Sarmien-
to. Con los federales, y sobre todo con Rosas, entran en acción
s
las masas, las de las ciudades y las de las campañas. Mientra
los unitarios eran monárquicos y aristócratas, en las masas
.
estaba latente el sentimiento republicano, federal y popular
452 Manuel Gálvez

Por esto, los unitarios y liberales no vacilaron en ofrecer, a go-


biernos extranjeros, a cambio de una ayuda contra Rosas, parte
del territorio argentino. Rosas, que tenía en el alma y en la san-
gre el amor a la tierra, defendió a la patria contra esos hombres.
A su caída, vuelven al poder los unitarios. Las masas desapa-
recen de la escena política. Los gobernantes vuelven los ojos
hacia Europa y hacia los Estados Unidos. Oprimen al pueblo,
y entregan el país al capitalismo extranjero, convirtiéndolo en
una factoría. Contra ellos se levanta Hipólito Yrigoyen. Las ma-
sas vuelven a la escena política. Yrigoyen defiende al país con-
tra el capitalismo extranjero y resiste a la presión de Europa y
de los Estados Unidos que quieren obligarnos a entrar en la
guerra. Podría continuar el paralelo entre el caudillo del fede-
ralismo y el jefe del partido radical. Pero todo lo dicho basta
para demostrar que Hipólito Yrigoyen continúa, después de se-
senta y cuatro años de liberalismo europeizante y de sumisión
al extranjero, la obra vernáculamente argentina, federal, autó-
noma, popular y antiliberal de don Juan Manuel de Rosas.

Los enemigos -sobre todo los hombres del Régimen, habi-


tuados a la inerte sumisión del pueblo cuando ellos goberna-
ban- lo consideran demagogo. Y ya sabemos que también le
consideran dictador. Sin embargo, dictadura y demagogia
son términos contrarios. La demagogia conduce a la dictadu-
ra, pero desaparece apenas queda establecida la dictadura.
Además, un demagogo es un jefe de facción, nunca un gober-
nante fuerte. En una demagogia mandan muchos caudillejos.
En el partido radical y en el gobierno sólo manda Yrigoyen.
No es demagogo quien se pone contra el país entero, como
Yrigoyen durante la guerra europea, exponiéndose a perder
su prestigio. Ni quien corta de raíz en pocos días, y con ma-
no nada blanda, la revolución social de enero de 1919 e impi-
de entonces a los anarquistas consumar su intento de poner
fuego a un templo. Ni menos quien cree en la jerarquía mo-
ral, y coloca en el lugar que les corresponde: a la Iglesia, den-
tro del Estado; a la familia, dentro de la sociedad; y al padre
y marido, dentro de la familia.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 453

La definición de Aristóteles no es aplicable al gobierno de


Yrigoyen. Aristóteles llama demagogia al gobierno democrá-
tico de forma impura que se ejerce en provecho de una mu-
chedumbre indisciplinada. El gobierno de Yrigoyen no es de
forma impura, aunque algunos resortes administrativos es-
tén un tanto flojos. Ni se ejerce en beneficio de la plebe, como
no sea para darle buenas leyes obreras. En algunas provincias
ha habido un principio de demagogia: así en una de ellas, en
que los comités envían al gobernador los nombres de los par-
tidarios que deben ser designados para tales o cuales em-
pleos. Yrigoyen es inaccesible a la influencia de los comités y
durante los primeros cuatro años de su gobierno deja vacan-
tes millares de puestos, sin dárselos a sus partidarios.
Desde otro punto de vista, la demagogia es descentraliza-
ción y desorden. Yrigoyen impone una centralización estric-
ta, como que él lo dirige todo. Y en cuanto a desorden, no lo
ha habido sino administrativamente, y en pequeña escala, y
no ha sido por obra de la plebe sino por causa de la lentitud
de Yrigoyen y de su misma excesiva centralización. Acaso, por
sus procedimientos pierdan autoridad los jefes de oficina, pero
él aumenta la suya. Y ya sabemos cómo respeta el orden jerár-
quico dentro del Estado. Así eleva la situación de la Iglesia,
que es el primero de los poderes espirituales.
Cierta vez, en un discurso en el Senado, durante la presi-
dencia del sucesor de Yrigoyen, el jefe del socialismo acusa
de demagógico al anterior presidente. La ley de jubilación de
los ferroviarios, la reforma universitaria, las leyes obreras y
hasta su proyecto de crear catorce nuevos obispados son ma-
nifestaciones demagógicas. A este proyecto lo llama “dema-
gogia clerical”. La creación de la Universidad del Litoral y de
numerosos institutos de enseñanza secundaria es considera-
da como demagogia educacional. Todo lo bueno que realiza
Yrigoyen es obra demagógica, según sus enemigos. Yrigoyen,
espíritu armonioso, en quien el equilibrio es uno de sus carac-
teres fundamentales, como lo indica su escritura, no puede
ser un demagogo, vale decir, un hombre que practica el dese-
quilibrio y lo aprovecha.
454 Manuel Gálvez

La reforma universitaria, ¿prueba la demagogia de Yrigo-


yen?
El Régimen no dominaba sólo en la política: acaparaba la
dirección de toda la vida del país. Así, en las universidades.
Los jóvenes abogados que pertenecían a familias de alcurnia
entraban fácilmente en el profesorado. Algunos tenían talen-
to; otros, preparación; los menos, las dos cosas. Pero había al-
gunos que no tenían ni talento ni preparación. A los hombres
de apellido desconocido les era harto difícil llegar al profeso-
rado. Yrigoyen quiere batir al Régimen en ese reducto que es
la universidad, democratizar la universidad. Y pone en prác-
tica la reforma.
Durante varios años, este movimiento constituye una pe-
sadilla para el país. Los edificios de las facultades son asalta-
dos; se vive en huelga permanente; hay incidentes, y hasta
con muertos y heridos, entre estudiantes huelguistas y no
huelguistas; viejos y notables maestros tienen que renunciar
a sus cátedras; y los profesores y autoridades que no condes-
cienden con los reformistas son insultados, vejados y asalta-
dos a balazos. En Córdoba la reforma adquiere un carácter
antirreligioso. Un crucifijo es arrastrado por las calles. Y en
Córdoba y en La Plata y en Buenos Aires la reforma llega a
convertirse en un movimiento bolchevique -por entonces no
se emplea la palabra “comunista”- o, como lo dice uno de sus
líderes, en “una gimnasia revolucionaria”.
La reforma pretende llegar a la democratización de la ense-
ñanza mediante la intervención de la plebe estudiantil en el go-
bierno universitario. A primera vista, esto parece absurdo. El
muchacho de dieciocho o de veinte años, para quien la igno-
rancia no tiene secretos, ¿cómo ha de juzgar el saber o el talen-
to de los profesores o la excelencia de sus métodos? Se da el
caso, en alguna facultad, que estudiantes reprobados presidan
mesas examinadoras, en su condición de delegados al Consejo
de la Facultad. La introducción de la política en la enseñanza
-doble política, la universitaria y la de los partidos que quie-
ren atraerse a los muchachos- produce resultados funestos. La
reforma se convierte en una verdadera calamidad nacional.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 455

Pero con el tiempo pasan los excesos, naturales en los ado-


lescentes y naturales en los reformadores -toda idea nueva
comienza siempre en el exceso y la exageración- y todo entra
en el equilibrio. La intervención de los estudiantes en el go-
bierno de la Universidad ha quedado reducida al mínimo. Ya
no presiden los estudiantes las mesas examinadoras. Y cuan-
do se leen los nombres de numerosos y excelentes profesores
jóvenes, que han llegado a la enseñanza por sus méritos y no
por sus apellidos, que suenan a inmigración, ni por sus vin-
culaciones sociales, que no las tienen, comprendemos cómo
la reforma ha sido una buena idea.
Como siempre, los enemigos de Yrigoyen lo acusan de
buscar los votos de los estudiantes. Es cierto que el partido
radical trata de atraerse esos votos. Lo mismo hacen los socia-
listas y los demócratas progresistas. No se puede afirmar que
Yrigoyen no piense en eso. Allá en un segundo o tercer plano
de su conciencia ha de estar el deseo de obtener esos votos y
la admiración y el afecto de los jóvenes. Pero en el primer pla-
no -ninguna duda cabe- está su principio de la igualdad.

Yrigoyen no exige la sumisión: los demás se la ofrecen con


sus palabras y sus actitudes. Tan habituado está a que todos
lo obedezcan, que cualquier resistencia, aun en aquellos que
no deben obedecerle, es juzgada por él como una deslealtad.
Y para él no hay mayor delito que la deslealtad.
El gobernador de Buenos Aires, surgido de la interven-
ción, es su lugarteniente desde hace veinte años. Él lo ha im-
puesto, y pretende que el gobernador nombre empleados a
las personas que él le indique. El gobernador, locuaz y algo
fanfarrón, no deja de “alabarse” diciendo que en la provincia
gobierna él y no Yrigoyen. El presidente no tiene sobre él,
constitucionalmente, la menor jurisdicción. El gobernador es
el jefe de un estado que se gobierna por sí mismo. Esto, en teo-
ría, porque en la realidad, durante casi todos los gobiernos del
Régimen, los jefes de esos estados han obedecido al Presidente
de la República. Yrigoyen, a pesar de haberse pasado la vida
condenando este servilismo, pretende imponerlo.
456 Manuel Gálvez

Comienza, entonces, la guerra contra el gobernador. Hom-


bre sin talento ni mayor cultura, no hace grandes obras ni tie-
ne ideas notables; pero administrativamente su gobierno es
correcto. Bajo la sugestión de Yrigoyen, el partido radical de
la provincia empieza a hostilizarlo. El diario oficial hace lo
mismo. En manifiestos, discursos y artículos tratan a ese go-
bierno como a cualquiera de los del Régimen, si no peor. Y al
fin el gobernador, que no puede gobernar sin el apoyo de las
cámaras provinciales, sin el de su partido y contra el enorme
poder presidencial, cede a la guerra que se le ha declarado -y
que en parte es una guerra de zapa, de intrigas, de calumnias-
y tiene que renunciar.
¿Acaso Yrigoyen pretende ser obedecido, no como Presiden-
te de la República, sino como jefe del radicalismo? Su gobier-
no es, sin duda, un gobierno de partido, aunque no solamente
para el partido sino también para todo el país. ¿Tal vez por
esto cree que el gobernador, hombre de partido, hasta ayer
presidente del Comité Nacional, debe obedecer al jefe del
partido? De cualquier manera, su prepotencia con este gober-
nador que alardea de independiente y no lo obedece en todo,
está lejos de constituir una actitud democrática. Cosas análo-
gas hacían los gobernantes del Régimen.
Si podemos dudar de la integridad democrática de Yrigo-
yen, con mayor razón dudaremos de la integridad democráti-
ca de los radicales. La democracia es una cuestión de cultura
y de raza. Pueden ser demócratas los finlandeses o los suizos,
que tienen tan constante y minucioso respeto de los derechos
y las libertades ajenas; pero difícilmente lo seremos los lati-
nos y, dentro de la latinidad, los argentinos menos que nadie.
Nuestro pueblo, y aun nuestra clase media y buena parte de
la clase superior, carece de cultura política. No se advierte que
los argentinos vayamos en camino de aprender a respetar los
derechos ajenos. Se necesita de una larga educación indivi-
dual, transmitida de padres a hijos, para alcanzar la democra-
cia. Nosotros recurrimos frecuentemente a la violencia cuan-
do no obtenemos lo que deseamos. No nos repugna el robar
el voto a otro hombre, cosa que escandalizaría a un nórdico.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 457

Ni privar de la libertad a los enemigos, para que no puedan


votar. Ni hacer votar a los muertos y a los ausentes.
Los radicales poco aprovechan las enseñanzas de su maes-
tro. Tal vez no lo creen sincero. Tal vez lo juzgan a su medida,
y suponen que su prédica moralizadora no es sino táctica, vi-
veza. El caso es que, cuando lo necesitan, incurren en fraudes
y violencias. Gobernadores radicales atropellan a las legisla-
turas, ponen presos a sus enemigos. No respetan el derecho
de la oposición a condenar los actos de los gobiernos.
Son pésimos perdedores. Jamás reconocen haber sido derro-
tados en buena ley. Si el adversario triunfa, es porque ha he-
cho fraude. Y si no pueden decir esto, porque ellos gobiernan,
atribuyen el triunfo a otras inmoralidades, como el comprar
votos, o a entendimientos, por bajos intereses, entre todos los
partidos que les son adversos.
En sus comités practican el fraude y la violencia. Las asam-
bleas radicales suelen terminar a balazos. Esto, por una parte,
afirma la democracia, pues significa ausencia de imposición,
pero, por otra parte, la niega, ya que nada es menos democrá-
tico que el pretender triunfar por la violencia o epilogar con ella
la derrota. Tampoco es democrático creer que la salvación del
país depende de un solo hombre. Como ha observado el jefe del
socialismo, Juan B. Justo, eso es una concepción monárquica.
Yrigoyen y sus partidarios hablan mucho de “soberanía”,
pero, en realidad, no aceptan otra soberanía que la del radi-
calismo. Este partido es definidamente mesiánico, pues se
considera a sí mismo como el partido elegido. Solamente los
radicales son puros. Solamente ellos pueden “salvar al país”.
Unirse con otro partido es contaminarse. El radicalismo no
admite que gobiernen sus enemigos.
La democracia es antimesiánica por naturaleza. Es tam-
bién transacción, conformidad con la derrota, rechazo de toda
violencia. La democracia es comodidad. No invita a los actos
heroicos, que no le merecen simpatía: eso queda para los fas-
cistas. Y los radicales, hombres de un partido romántico -en
cuanto coloca el sentimiento por sobre todas las cosas-, aman
el heroísmo.
458 Manuel Gálvez

En los últimos meses del gobierno de Yrigoyen circula en-


tre los radicales un volante escandaloso. Se invita en él a tra-
bajar por la reforma de la Constitución, a fin de que Yrigoyen
pueda ser reelecto. A él debe haberlo indignado y repugnado
este papel, obra, tal vez, de algunos fanáticos. Pero la ausen-
cia de protestas prueba que el radicalismo es capaz de llegar
a semejante afirmación antidemocrática.

Hipólito Yrigoyen va terminando su presidencia. De acuer-


do con sus ideas de toda la vida, no cabe duda de que dejará
en libertad a sus correligionarios para elegir a quien haya de
sucederlo.
Hacer otra cosa sería proceder como los presidentes del
Régimen, que indicaban o imponían un sucesor.
Ya están en Buenos Aires los convencionales del partido
radical. Han venido de toda la República. Desde el primer
momento aparecen tres o cuatro candidatos. Uno de ellos lle-
ga a reunir hasta cuatro quintas partes de la convención. Su
triunfo es, pues, indudable. Pero hay algo que se le cruza en
el camino: la voluntad de Yrigoyen. ¿Cómo? ¿Yrigoyen va a
hacer lo mismo que los presidentes del Régimen? Sí, va a ha-
cer exactamente lo mismo: va a imponer a su candidato. La
única diferencia es que en los tiempos del Régimen el partido
gobernante no se reunía en convenciones. Aparentemente, el
aparato democrático se mantiene en el radicalismo; pero los
convencionales carecen de libertad. Yrigoyen les impone la
candidatura de Marcelo Alvear.
Pero Yrigoyen no dice: “quiero que ustedes lo proclamen
candidato a Marcelo Alvear”. Sólo les da razones para con-
vencerlos. A los convencionales, sin embargo, no les gusta el
candidato. Apenas lo conocen. Pasó en Europa la mayor par-
te de su vida. Diputado nacional, se desempeñó mediocre-
mente. Alguien propone al ministro de Relaciones Exteriores.
Yrigoyen, aludiendo a que el ministro no era radical sino un
representante del grupo mitrista que adhirió a su candidatu-
ra, contesta: “¿Cómo vamos a hacer presidente, mi amigo, a
un ministro que me prestó el mitrismo?” La mayoría insiste
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 459

en su candidato. Le enumeran sus méritos: su fidelidad al


partido, su mesura, su honorabilidad. Yrigoyen contesta que
él sabe todo eso y mucho más, que nadie como él considera y
quiere a ese amigo. ¿Qué le objeta? Que un año atrás ha dado
a cierto comisionista una carta de presentación para el minis-
tro de Hacienda y que de esa presentación ha resultado un
negocio del comisionista. No está probado que ese negocio
-en el que el candidato, persona de reconocida moralidad,
gran señor verdaderamente intachable, nada tuvo que ver-
fuese poco limpio; pero ha servido de tema a los enemigos.
Los convencionales ven, en la futilidad del pretexto, una fir-
me voluntad de oposición.
¿Por qué Yrigoyen rechaza a este viejo radical, hombre de
partido, estimado en todo el país, y se empeña en hacer pre-
sidente a Alvear, a quien apenas se lo conoce y en cuyas apti-
tudes de gobernante se tiene escasa fe? No hay sino una ex-
plicación posible. El candidato de la mayoría no sería en la
presidencia un instrumento suyo; y en el caso de que las cir-
cunstancias obligaran a Yrigoyen a romper con él, gran parte
de los correligionarios lo abandonarían, para quedarse con el
presidente. Yrigoyen, con este candidato, corre el riesgo de per-
der su influencia política. No ocurrirá lo mismo con Alvear.
Extraño en cierto modo al actual partido, Yrigoyen piensa
que Alvear será un instrumento suyo, que no podrá gobernar
sin él. Alvear jamás tendrá un partido propio. Y su viejo afec-
to, su caballerosidad bien probada, harán que le entregue a
Yrigoyen la dirección política del gobierno.
Larga y agobiadora labor la de convencer a los convencio-
nales. Pero para Hipólito Yrigoyen, que ha pasado su vida en
análogos manejos, es asunto baladí. Conversa con ellos uno
por uno. Y el día en que se reúne la convención, Marcelo T. de
Alvear es proclamado candidato a la presidencia de la Repú-
blica. El partido y el país entero reciben con frialdad esta can-
didatura. Solamente en el alto mundo social hay contento: allí
se supone que, con Alvear en el gobierno, ha terminado la in-
fluencia de Yrigoyen. A Alvear, fuera de su fidelidad partida-
ria, no se le reconocen mayores méritos. Es un mundano, un
460 Manuel Gálvez

hombre de club. Poco ha hecho en su vida, fuera de viajar y


jugar al póker. Para sus enemigos es “un turista”. Pero lleva
un formidable apellido: desciende del general Carlos Alvear,
prócer de la patria, que fue su abuelo. Quienes odian a Yrigo-
yen, creen que con Alvear en el poder habrá más orden, la
chusma pasará a segundo término y gobernará la gente que
se baña todos los días.
Con la vicepresidencia ocurre algo semejante. El ministro
del Interior, a espaldas de Yrigoyen, ha venido trabajándose
su candidatura desde hace varios años. Pero Yrigoyen impo-
ne como vicepresidente al más sumiso de sus fieles. Es un
hombre modesto, generoso, bondadoso y caballeresco. No
tiene cultura libresca, ni prestigio propio, ni mérito que lo
distinga. Sólo cuenta por su adhesión canina al jefe. Yrigoyen
lo ha hecho ministro de la Guerra y después jefe de policía.
No se ha desempeñado mal. Pero todo el mundo se escanda-
liza de pensar que ese hombre de escasa personalidad pueda
llegar, por muerte del presidente, a ocupar el sillón que ocu-
paron Mitre, Sarmiento y Avellaneda.

Ha triunfado Alvear y faltan pocos días para que asuma el


poder. Aún no se sabe quiénes serán los ministros. Yrigoyen
está muy disgustado. Él es el jefe único del partido y, sin em-
bargo, Alvear no lo ha consultado sobre los nombres de sus
futuros colaboradores. Si la presidencia próxima ha de ser
una continuación de la suya, en cuanto a los ideales de la
Unión Cívica Radical, la actitud de Alvear es incomprensible.
Pero hay algo peor: salvo a uno de sus verdaderos amigos, a
ningún otro le ha ofrecido Alvear un ministerio. ¿Será posible
que elija para esos cargos a las personas que nombran los dia-
rios y, que son viejos adversarios suyos? No tarda Yrigoyen,
como todo el mundo, en conocer la verdad. Pocos días antes de
la asunción del mando aparece la lista: de los ocho ministros,
sólo uno es amigo de Yrigoyen; dos, los de Guerra y Marina,
son extraños al partido; y los cinco restantes, han formado en
el grupo de Alem -el execrado grupo de Alem- o lo vienen
combatiendo a él desde hace años dentro del radicalismo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 461

En la masa partidaria la lista ministerial produce indigna-


ción. Uno de los fieles de Yrigoyen, en pleno Comité de la
Capital, ha gritado: “Los dos ministros de las fuerzas arma-
das son extraños al partido. ¡Traición, traición!” Esta palabra
cunde por los comités. Nadie duda allí de que Alvear ha trai-
cionado a Yrigoyen y al verdadero radicalismo. Yrigoyen no
comprende la actitud de su viejo amigo. Es bien comprensi-
ble, sin embargo. Alvear sabe que si nombra ministros a los
fieles de Yrigoyen, no gobernará él sino Yrigoyen. Tiene el
sentido de su deber; y entre la amistad o el agradecimiento,
por una parte, y el deber, por otra, no vacila. Sus ministros
son viejos radicales, aunque no pertenezcan al círculo hipoli-
tista. Él admira y quiere a Yrigoyen, pero su dignidad le im-
pide entregarse a su dominación.
Yrigoyen tiene una gran tristeza. Se siente traicionado. Lo
que lo afecta no es tanto que Alvear haya designado a enemi-
gos suyos, sino a hombres que, a su juicio infalible, no son radi-
cales. De uno de los que rodean a Alvear, y que más adelante
será ministro, por renuncia de otro, ha dicho que “no puede ser
un verdadero radical porque es abogado de compañías extran-
jeras”. El tiempo dará la razón a Yrigoyen, pues esos minis-
tros no tardan, en su mayoría, en entenderse con el Régimen.
Faltan pocas horas para dejar el gobierno. Yrigoyen se des-
pide de los empleados de algunas oficinas. He aquí una en
donde todos han sido nombrados o ascendidos por él. Ya sa-
be que el partido se dividirá, que sus amigos quedarán en la
oposición. Tal vez será un delito haberle sido fiel. Y con una
gran melancolía en la voz y en la mirada, les dice: “Ustedes
van a sufrir persecuciones, pero no abandonen sus sentimien-
tos radicales; yo volveré dentro de seis años”.
“¡Volveré dentro de seis años!” En un hombre tan parco de
palabra, esta afirmación escueta, sin comentario ni razona-
miento, es una prueba de ese extraño don de adivinar las co-
sas. ¿No le afirmó a un amigo, en 1909, cuando ni siquiera
existía la ley Sáenz Peña, que en 1916 la Unión Cívica Radical
estaría en el gobierno? ¿Es acaso confianza en su poder in-
menso? ¿O conoce a su pueblo profundamente y sabe cuánto
462 Manuel Gálvez

le ama? ¿O conoce profundamente a sus sucesores y sabe que


van a fracasar? ¿O lo hace por confortar a sus fieles, entre los
cuales, como entre la inmensa masa partidaria, su descenso
se traduce en sensación de vacío y de pena?

Doce de octubre de 1922. A las seis de la mañana, Yrigoyen


ya está en su despacho presidencial. ¿En qué trabaja a esa ho-
ra? Firma nombramientos, centenares de nombramientos.
Muchos de esos empleados van a ocupar vacantes, pero otros
estarán fuera del presupuesto. Se trata de empleos inferiores
y los favorecidos son hombres modestos.
Se retira a las once y media y vuelve a las dos de la tarde.
Numerosos visitantes lo esperan. Por el Paseo Colón desfilan
multitudes con banderas, aclamándolo. Él debe esperar en la
Casa de Gobierno la llegada del nuevo presidente, que viene
a pie desde el Congreso.
Ya está Alvear en su presencia, rodeado de sus amigos,
que no son los suyos. Yrigoyen se mantiene en su aire digno
de siempre. No hay detalle en su rostro de esfinge que revele
sus pensamientos. Entrega a Alvear los símbolos presidencia-
les -el bastón y la banda- y sale de allí. Va hacia el pueblo in-
menso, a sumergirse en su alma multitudinaria.
En el salón en donde ha entregado el poder, apodérase de
su persona la muchedumbre que llena la Casa de Gobierno.
Lo sacan de allí casi en hombros, entre vítores, aplausos y gri-
tos. El va grave, con un asomo de sonrisa. Al verlo aparecer
en la calle, se produce la más gigantesca de las ovaciones que
recuerda la historia argentina. Las masas gritan cadenciosa-
mente: “¡Yri-go-yen, Yri-go-yen!”. Durante veinte minutos, el
ex presidente permanece bloqueado. Imposible avanzar. La
gritería continúa. Los que le rodean tratan de defenderlo del
aprieto y le dan aire con sus sombreros. El escuadrón de se-
guridad logra abrir un camino, y por allí avanza Yrigoyen.
Avanza como puede. Empujado para aquí, para allí, por las
espesas olas humanas que repiten su nombre: “¡Yri-go-yen!
¡Yri-go-yen!”. En su altura física -sobrepasa a casi todos los
que lo rodean-, el pueblo lo ve desde lejos. Lo ve imponente
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 463

en su gravedad. Todo en él trasunta grandeza moral. Casi to-


das las mujeres que se han atrevido a meterse entre el pavo-
roso gentío -y, como ellas, millares de hombres- lloran de
emoción al verlo pasar. “¡Queremos abrazar al padre del pue-
blo!”, grita un obrero. Y veinte, cincuenta, cien voces, repi-
ten: “¡Queremos abrazar al padre del pueblo!”. Otras voces
vivan al “apóstol de la libertad”, al “padre de los pobres”, al
“defensor de la patria”. Así, en medio de las multitudes que
abarrotan la plaza, entra en la avenida de Mayo. Allí baja del
automóvil en que acababan de hacerlo subir, y se pone al
frente de la manifestación. Va a su casa. Lleva opuesta direc-
ción a la que llevó hace seis años. En la avenida de Mayo lo
acompaña la apoteosis del pueblo. Desde los balcones y des-
de las aceras manos femeninas lo cubren de flores. Los faroles
y los árboles, las azoteas y los balcones gritan: “¡Yri-go-yen,
Yri-go-yen!”. Es la fiesta del pueblo, la fiesta del obrero. La
policía es impotente para abrirse paso entre la multitud. Olas
humanas disgregan a la escolta, separan unos de los otros a
los soldados. El vicepresidente actual y los ex ministros,
arrancados por los movimientos inconscientes de la multitud
y llevados lejos de Yrigoyen, salen como pueden y corren por
las calles transversales, para reincorporarse a la columna. La
ancha avenida de Mayo se ha convertido en callejuela. Toda
entera vibra y aplaude y vitorea y grita y se estremece. En la
plaza Congreso ya es imposible seguir, absolutamente impo-
sible. Se busca un automóvil, y después de enormes esfuer-
zos, se consigue que Yrigoyen suba.
Ya está cerca de su casa. Pero muchos millares de entusias-
tas lo esperan quién sabe desde qué hora. Al saber que se
aproxima, la multitud, en cabeza, canta el Himno Nacional.
El automóvil queda literalmente cubierto de flores. Todos quie-
ren ver a Yrigoyen, darle la mano; y nadie se mueve de su sl-
tio. La policía nada puede hacer. No se logra abrir paso. Y no
pudiendo bajar frente a su casa, Yrigoyen debe seguir a la de
su hermana. Pero también allí hay gente que lo espera y lo
ovaciona. A las nueve de la noche puede, al fin, retirarse. Por
frente a su casa siguen desfilando las multitudes. Permanecen
464 Manuel Gálvez

largo rato con el sombrero en la mano. Cantan el Himno Na-


cional. Se oye desde adentro de la casa del prócer vivar en la
calle al “héroe de Ginebra”, al “reparador fundamental de la
patria”, al “juez supremo de la nacionalidad”, al “padre de
los obreros”. La casa está silenciosa, cerrada la puerta, cerra-
das las persianas de los balcones. La multitud se queda allí
con devoción, como cumpliendo un acto religioso. Y no lo lla-
man, como lo han hecho otras veces. Saben que “el Viejo” tie-
ne ya setenta años, que ha pasado una tremenda jornada y
que debe descansar. ¡Se ha ganado el descanso, el formidable
“Viejo”, después de seis años de terribles luchas! Y él, ¿qué
dice? Él no dice una palabra. Está con unas pocas personas de
su familia, con algún íntimo. Calla, como ha callado siempre.
No se advierte una emoción en su rostro. ¿Le hace feliz esa
apoteosis de su pueblo, única en nuestra historia? Probable-
mente él la encuentra lógica. No se perturba su augusta sere-
nidad. Las cosas ocurren porque han de ocurrir. Probable-
mente, él, luchador tenaz de treinta años, está pensando en
que al otro día tendrá que empezar de nuevo su lucha por el
pueblo, por la libertad y por la democracia. Piensa en esos
ministros de Alvear. Sí, tendrá que empezar de nuevo...
XI. En el llano y en el triunfo

ipólito Yrigoyen está organizado para vivir cien


años. Pero las preocupaciones del poder y cierta de-
bilidad que ya le conocemos, han comenzado su
obra de desgaste. Ha tenido desvanecimientos en los últimos
meses de su presidencia. Su salud ha decaído, aunque no tar-
da en reaccionar algo.
En lo espiritual no es el hombre de antes. Ha perdido un
poco de su fiel optimismo. Mira hacia atrás, y ve que muchos
de sus mejores amigos lo han abandonado; su lugarteniente
de treinta años de lucha se ha convertido en feroz enemigo su-
yo; su ministro del Interior, porque no lo hizo vicepresidente,
está contra él; el viejo amigo que aspiraba a la presidencia for-
ma en el bando que apoya a Alvear, y su ministro de Relacio-
nes Exteriores le ha aceptado al actual presidente un cargo di-
plomático. Sin embargo, no hay rencores en su corazón. A
Marcelo, a quien mucho quiere, lo disculpa. No permite que
nadie hable mal de él, y atribuye su actitud “incomprensible”
a los que lo rodean. Cuando le preguntan por qué lo prefirió,
contesta: “Si cien veces me tocara elegir sucesor, cien veces
elegiría al doctor Alvear, porque tiene mejores títulos de radi-
cal que nadie en el país”. Está visto que en ningún hombre
debió confiar; y menos que en ninguno, en los intelectuales
del partido. Él ha de preguntarse si los que lo abandonan han
sido alguna vez sinceros amigos suyos. Ahora están con Alvear.
Hablan mal de él, de su “personalismo”. Los que hasta ayer
le enviaban felicitaciones entusiastas, hoy dicen que ha sido
“un hombre nefasto” para el país. No confía ya sino en los
hombres modestos que lo rodean y en el pueblo. Ese es el úni-
co desinteresado: el pueblo. Es el único agradecido.
Mira hacia atrás, piensa en su gobierno, en lo que soñó ha-
cer y no pudo hacer, y se entristece. Comprende que, en pat-
te, ha fracasado. Es cierto que sus enemigos no lo han dejado
gobernar, que no ha coritado con el Congreso. Pero también
466 Manuel Gálvez

es cierto que sus amigos le han fallado. En los dos últimos


años ha tenido mayoría en las Cámaras y, sin embargo, sus pro-
yectos no han sido despachados. Si esos radicales lo quisieran
a él tanto como dicen, habrían trabajado, habrían hecho honor
a su jefe. Otros no se han conducido con honradez perfecta.
Egoístas, sensuales, han perjudicado a su gobierno y al parti-
do. Durante los seis años transcurridos, esos malos radicales,
sobre todo los de las provincias, han vivido peleándose por el
poder. Faltos de patriotismo y de amor a la causa, han llega-
do hasta dividir el partido en dos y aun en tres agrupaciones.
Se han hostilizado y calumniado con alegría de los adversa-
rios. Él ha sufrido con esas cosas, pero piensa que así tenía
que ser: eran los primeros pasos hacia la perfección futura.
La desilusión ha penetrado en su espíritu. Se siente en la
soledad. Ahora tiene un poco de pesimismo. Ya no cree en los
hombres como antes. Cada vez está más lejos de ellos. No
merecen tantos sacrificios, aunque él, más que por ellos, se ha
sacrificado por la patria, por el partido y por el pueblo. Su vi-
da interior se ahonda aún más. Su introversión aumenta. En
la tristeza de su drama moral lo confortan sus convicciones
religiosas y la certeza de haber cumplido su destino.

Y la adhesión del pueblo. Está en el llano, probablemente


en la oposición, y nunca ha recibido mayor número de adhe-
siones. Todos los días el periódico de su partido publica tele-
gramas, cartas y notas. Á veces llevan pocas firmas; pero
otras veces, quinientas y aún más. Le dicen cosas extraordi-
narias: “gobernante modelo”, “primer demócrata argentino”.
Uno de esos felicitantes habla de “la inspiración santa del
maestro”. Otro escribe: “Llegó ese gobernante, por su magna
obra, por sus ideaciones luminosas, a convertirse en el primer
ciudadano de Sudamérica, colocándose en el mismo plano de
los grandes hombres mundiales”.
Y no menos lo conforta la adhesión del extranjero. En Chile,
en el Uruguay, en España, en todos los países de nuestra len-
gua, se publican artículos en donde se le tributan elogios formi-
dables. Algunos van firmados por eminentes personalidades
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 467

políticas o literarias. He aquí una bella página de Gonzalo


Bulnes, diplomático y político chileno, historiador ilustre. Co-
mienza así: “¡Yrigoyen! Baja hoy las escaleras de la Casa
Rosada, una gran figura americana, la más grande de su
tiempo...” Quien escribe estas palabras ha sido embajador en-
tre nosotros, ha conocido muchos pueblos y gobernantes y es
un escritor severo y sobrio. Y termina: “El ciudadano que se
despoja hoy de la banda de los presidentes argentinos es una
integridad moral, un carácter, una voluntad que no se doble-
ga a ninguna influencia; y su vida, un código de preceptos in-
flexibles, a los cuales ha permanecido siempre fiel. Desde
hoy, Yrigoyen es para su país una doctrina”.
Las relaciones políticas con el presidente Alvear y con los
hombres que lo rodean van cada vez peor. Pocos días des-
pués de haber entregado el mando, Yrigoyen tiene una entre-
vista con el presidente. Yrigoyen está enterado de que el 12
de octubre, apenas tiene el poder en sus manos, Alvear man-
da acuartelar las tropas. Nada ha podido ofenderlo más. ¿Se
imaginó Alvear que él y sus amigos intentaban levantarse en
armas contra el nuevo gobierno? La pregunta es como un la-
tigazo para Alvear, que no sabe qué contestar. Hasta que
Yrigoyen, iracundo, colocándosele delante, exclama: “¡Con el
cabo de la esquina bastaba para guardar el orden!”
Ya se habla de “alvearistas” e “yrigoyenistas” o “peludis-
tas”. No tarda en aparecer la palabra “antipersonalismo”, pa-
ra denominar a la fracción radical que se opone a Yrigoyen,
cuyos amigos son llamados “personalistas”. Alvear no parece
estar franca ni decididamente con los “alvearistas”, pero los
deja hacer y mira con simpatía el proyecto de organizar el par-
tido. Los ministros, especialmente, hacen política antiyrigoye-
nista. El del Interior ha intentado borrar de una plumada la teo-
ría y la práctica de Yrigoyen en materia de intervenciones. Los
hombres del gobierno y sus partidarios andan de picos pardos
con los del Régimen. Yrigoyen sufre. Teme que destruyan el
partido esos hombres, que destruyan su obra de treinta años.
Tiene motivos para temer. La clase distinguida está encan-
tada con el gobierno de Alvear. Sus ministros pertenecen a la
468 Manuel Gálvez

mejor sociedad. En las carreras, el presidente ha sido ovacio-


nado por los socios del Jockey Club. Se aspira en el aire un
olor a reacción contra los procedimientos y los hombres del
gobierno anterior. De la Casa Rosada han desaparecido las
multitudes. Han vuelto allí el silencio y la soledad de los
tiempos del Régimen.
No han roto relaciones los dos hombres, pero no se ven.
Como los ministros quieren destituir a los empleados que en
los últimos días nombrara Yrigoyen, él pide por ellos a su
discípulo y viejo amigo. Alvear sólo lo complace en raros ca-
sos. Pero Yrigoyen tiene dos puntos de contacto con el go-
bierno: el vicepresidente, que es el más fiel de sus adictos, y
el ministro de Obras Públicas.
Mientras tanto, el país ignora que está ocurriendo algo ex-
traordinario, digno del carácter de Yrigoyen, de su afición a
andar escondido, a manejar las cosas desde la sombra: todas
las tardes, al oscurecer, ocultándose en lo posible, se reúne
con los que fueron sus ministros. Celebran consejo. No hay
más testigos que algunos fieles de Yrigoyen. La ciudad y el
país nada saben acerca de este gobierno subterráneo, miste-
rioso, casi esotérico. Tal vez a Yrigoyen le gusta más esta for-
ma de gobernar que la otra. ¿De qué tratan estos hombres en
esas tenidas singulares? ¿Tiene Alvear noticia de semejante
irregularidad? Tal vez tiene noticia y los deja divertirse un ra-
to, hacerse la ilusión de que aún gobiernan. Porque en reali-
dad ese pseudogobierno de la calle Córdoba es inofensivo. Lo
más práctico que esos consejos de gabinete realizan consiste
en preparar nombramientos, que después envían para su fir-
ma al ministro de Obras Públicas, al verdadero...

La división se precipita en los primeros meses de 1923. En


marzo ha habido elección de senador nacional y ha triunfado
el candidato socialista. Los partidarios del gobierno susurran
que Yrigoyen ha ordenado a sus amigos votar por el adversa-
rio. Imposible que esto sea cierto. Yrigoyen detesta al socia-
lismo, y el candidato de este partido fue uno de sus más im-
placables enemigos en la Cámara de Diputados. Hombre de
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 469

principios, fanático de sus principios, Hipólito Yrigoyen no


es capaz de favorecer a los que representan la negación vio-
lenta de algunos de esos principios. La elección ha sido per-
dida por los radicales a causa de la inhabilidad electoral de
los que se han adueñado del partido.
Pocos días después queda iniciada la escisión partidaria:
un grupo de miembros del Comité de la Capital se constitu-
ye en bloque “solidario y homogéneo” para defender los prin-
cipios del partido. Se renuevan las adhesiones a Yrigoyen. En
la provincia de Buenos Aires el partido ha realizado conven-
ciones regionales, que envían adhesiones al ex presidente y
protestan contra los senadores radicales que se solidarizan
con el Régimen.
Un suceso insignificante viene a definir la separación.
Nueve senadores radicales antipersonalistas votan, de acuer-
do con sus colegas del Régimen para que la designación de
las comisiones del Senado corresponda al Senado mismo.
Con esto se trata de limitar las atribuciones del vicepresiden-
te de la República, presidente nato del Senado, que es un in-
condicional de Yrigoyen. “¡Contubernio!”, gritan los yrigoye-
nistas. Manifiesto de los senadores. Dicen que existe un plan
para quebrar su independencia y menoscabar su dignidad.
Califican de inmoralidad política, de tentativa para implantar
un “régimen de unanimidades” dentro del partido, la desau-
torización, por el bloque legislativo de Buenos Aires, del se-
nador por esa provincia que ha votado con los senadores del
Régimen. Hablan de “unicatos” y del “incondicionalismo”
de los del bloque legislativo de Buenos Aires, que pretenden
que todo proyecto sea consultado “a las altas autoridades del
partido”. Los senadores, haciéndose los tontos, se preguntan
en qué consisten esas autoridades, quiénes las ejercen, si son
las autoridades que la carta orgánica reglamenta, “o si son
otras, extrañas a la misma, al margen de sus prescripciones y
cuya existencia deberá ser siempre repudiada”. Estas últimas
palabras constituyen una clara definición frente a Yrigoyen.
Por si no basta, el manifiesto agrega: “No nos consideramos
infalibles ni nos sentimos asistidos por la inspiración divina
470 Manuel Gálvez

de ningún apostolado; nos hallamos, pues, expuestos al error,


pero en el error o en la verdad no reconocemos a nadie el de-
recho de discutir la sinceridad de nuestro radicalismo y la
integridad con que lo practicamos como senadores y ciuda-
danos”. Y todavía tiene esta frase: “la solidaridad no es su
misión a jefaturas ni abdicación de la voluntad, sino armonía
fecunda de derechos y deberes recíprocos”.
El manifiesto provoca una nueva lluvia de telegramas, car-
tas y notas a Yrigoyen, desde todos los puntos del país. Algu-
nos firmantes hablan de “la sagrada misión providencial” de
Yrigoyen. Aún no se ha dividido el partido oficialmente, pe-
ro en una asamblea conmemorativa de la revolución del “90,
organizada por los yrigoyenistas, los otros, desde las galerías
altas del local, les arrojan piedras y sillas. En setiembre se ce-
lebran comicios en el radicalismo, y vence la tendencia de
Yrigoyen. Con motivo de este triunfo trascendental, vuelve a
desbordarse el río de las adhesiones.

Ya está dividida en dos partes la Unión Cívica Radical. No


han faltado disidencias y segregaciones en otros años; pero no
tuvieron la gravedad de esta ruptura. De un lado están los in-
telectuales, los que llevan un apellido conocido, los profesores
universitarios, los abogados que defienden a las compañías
extranjeras. Cuentan con el apoyo más o menos directo del go-
bierno, y han dado a su fracción un nombre agresivo contra
Yrigoyen: Unión Cívica Radical Antipersonalista. Del otro lado
están las masas, el poder enorme de Hipólito Yrigoyen; y el par-
tido se sigue llamando, como siempre, Unión Cívica Radical.
Los antipersonalistas, en su mayoría, no son radicales autén-
ticos, salvo algunos viejos amigos de Alem, sencillos y austeros.
Los demás -con pocas excepciones- en nada se diferencian de
los hombres del Régimen. Los dirigentes frecuentan los clu-
bes aristocráticos y las grandes fiestas sociales, desprecian a
“la chusma” y son liberales, y europeizantes y abogados de
empresas extranjeras. Han figurado dentro del radicalismo y
hasta han defendido a Yrigoyen en el Congreso; pero rene-
gando de él, de su personalismo, de su literatura. Durante la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 471

guerra fueron rupturistas. Carecen del sentimiento radical; del


espíritu revolucionario que Yrigoyen le ha dado al partido; de
la convicción de que el objeto de la democracia es la reden-
ción económica del pueblo. Acaso sean más demócratas que
Yrigoyen en cuanto respetan más las leyes, pero su democra-
cia no va más allá del sufragio universal, de las libertades
constitucionales, del régimen parlamentario. No les interesa
el pueblo. Están muy lejos de los dolores del pueblo.
Durante dos o tres años las dos fracciones del radicalismo
se dedican a reorganizarse. Como la masa partidaria se ha ido
con Yrigoyen, los comités se pasan al personalismo; o mejor
dicho, se quedan allí. Los personalistas son ahora los verda-
deros dueños del partido; los otros son los rebeldes, los ex-
pulsados. Yrigoyen se consagra en cuerpo y alma a esta reor-
ganización. Su salud ha mejorado notablemente, y tiene el
ánimo bien dispuesto para la empresa. Su prodigiosa memo-
ria lo ayuda. Esta reorganización de un inmenso partido en
todos los lugares de la República, en las ciudades como en los
pueblitos, es una de las obras maestras de Hipólito Yrigoyen.
Y la realiza en plena vejez, entre los setenta y los setenta y
cuatro años. Sus habilidades para atraer a los hombres a su
partido son múltiples. Prefiere contar, aunque no sea ostensi-
blemente, con los jefes de ciertas oficinas públicas, con los
inspectores que deben viajar por las provincias. La adminis-
tración está llena de personalistas, y muchos que no lo eran
van siendo conquistados poco a poco. Dispone de una nube
de jóvenes que lo secundan inteligentemente. Y como siem-
pre, él no se mueve de su casa.

Mientras tanto, la era antipersonalista se define como una


reacción contra la obra de Yrigoyen. Vale decir: como una
reacción contra el nacionalismo económico y contra el obre-
rismo y en favor de la clase privilegiada. Las leyes obreras
van siendo desnaturalizadas poco a poco. Los ferroviarios
son rebajados de categoría por las empresas, a fin de pagarles
menores sueldos y jubilaciones más bajas. Legisladores anti-
personalistas se ponen de acuerdo con los del Régimen para
472 Manuel Gálvez

suprimir el salario mínimo a los trabajadores del Estado. Los


diarios que combatieron a Yrigoyen hablan contra el salario
mínimo -seis pesos por día-, que les parece excesivo. Un se-
nador del Régimen critica la gran ley de Yrigoyen con el ar-
gumento de que no fue lógica, pues los salarios debieron ba-
jar ya que había disminuido el costo de la vida. A este señor,
que cobra por diversos conceptos varios miles de pesos por
mes, le parece un privilegio “odioso” -así, textualmente, lo
dijo- que los obreros del Estado ganen más que los de las em-
presas particulares; y en lugar de obligar a las empresas a que
mejoren los salarios, quiere que el Estado rebaje los de sus
obreros, para igualar a todos en la miseria. Los legisladores
conservadores y antipersonalistas no desean tratar el proyec-
to radical, de carácter nacionalista, sobre el petróleo. Y el pre-
sidente Alvear llega hasta poner su veto a la ley que obliga al
pago de salarios en moneda nacional, favoreciendo así a las
compañías que tienen obrajes de maderas, yerbales e inge-
nios azucareros y que pagan con moneda propia, sin valor
verdadero y sin circulación en el país.
Pero esta acción contra el pueblo es más obra de los hom-
bres del Régimen que de los antipersonalislas. El presidente
Alvear, radical auténtico, no ha pensado ni por un instanteen
destruir la obra de Yrigoyen. Su error consiste en querer ser
presidente a la europea, dejando el gobierno en manos de los
ministros. Es un presidente decorativo, que asiste a fiestas so-
ciales, a inauguraciones, a exposiciones artísticas, a las gran-
des carreras en el hipódromo. Esta relativa renuncia a la fun-
ción de gobernar permite a sus amigos, los antipersonalistas,
acercarse a los conservadores y oponerse, junto con ellos, a
Yrigoyen. La presidencia de Alvear adquiere pronto el color
de una reacción conservadora. En realidad es, después del
antiliberalismo de Yrigoyen, una reacción liberal. Señala cla-
ramente la diferencia entre el radicalismo histórico -viviente
de sentimiento popular, de hondos anhelos de justicia social-
y el de los antipersonalistas: frío, intelectual, distinguido.
En otros órdenes, también la presidencia de Alvear destru-
ye la obra de Yrigoyen. Nuestro país ingresa en la Liga de las
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 473

Naciones, para ir a la zaga de las grandes potencias. En lo


económico, las compañías extranjeras recuperan su influencia.
He ahí el caso del ferrocarril a Chile, llamado de Huaytiqui-
na, que perjudica los intereses de la poderosa empresa del
Pacífico. Yrigoyen había mandado construir esa línea que nos
comunicaría con Chile, y el gobierno de Alvear, sin duda por
complacer a la empresa inglesa del Ferrocarril del Pacífico,
ordena cesar los trabajos.
Las hostilidades contra Yrigoyen asumen aspecto personal
por parte de sus amigos de ayer y de los hombres del Régimen.
Durante un viaje a Córdoba, en 1925, una horda de forajidos
se instala cierta noche frente al hotel donde se aloja, con el
propósito de asaltarlo. El gobernador, hombre del Régimen,
que allí vivía, lo había abandonado y esa noche no estaban en
la ciudad los ministros ni las autoridades policiales. Al otro
día, el propietario del hotel le ruega a Yrigoyen irse de allí,
porque lo amenazan con asaltarlo. Yrigoyen va a partir a Alta
Gracia; y al enterarse de que han sido levantadas las vías pa-
ra hacer descarrilar el tren, hace el viaje en automóvil. Los fe-
rroviarios, que le son fieles, protestan. El gobierno ni intentó
investigar. Y en Buenos Aires se dispara con balines contra su
casa cuando alguien se acerca, se levantan los rieles del tran-
vía y los colocan contra su puerta, por todo lo cual Yrigoyen
ordena que se le busque otra casa.
Pero no falta, en el mismo campo antipersonalista, quien
se oponga a la destrucción de la obra de Yrigoyen. En el Sena-
do, un representante de Santa Fe, uno de aquellos disidentes
que en 1916 le dieron el triunfo a Yrigoyen, explica la esencia
del radicalismo. Este partido encarna a “las masas argentinas,
olvidadas, desamparadas, parias en medio de la tierra conquis-
tada por sus esfuerzos abnegados”. Por medio de tribunos mo-
destos y valerosos, esas masas reclamaban, desde hacía años,
sus “reclamaciones desoídas, pidiendo una participación de
verdad en el nuevo estado histórico”. Hasta el advenimiento
del radicalismo al poder, “a esa voz clamante se respondió
siempre con la indiferencia o con la fuerza”. El radicalismo
sintetiza “una protesta histórica en contra del régimen que ha
474 Manuel Gálvez

gobernado a la República desde su origen, por que ha sido un


régimen de privilegio”. El orador acaba de ver en una provin-
cia pobre los “restos de las multitudes argentinas, a las que el
Régimen desposeyó de sus derechos y de sus medios de vida”.
Esos pobres seres “son una protesta permanente, un documen-
to doloroso de condenación de un pasado que quiere resurgir”.
El orador ha visto sobre la frente de esos parias “flotar la de-
sesperanza. Se ha sentido conmovido, hasta el fondo del alma,
“ante ese mudo dolor argentino, que ya no tiene más consuelo
que acompañar, en caravanas andrajosas, a las imágenes tos-
cas de sus santos y de sus vírgenes hasta las pobres iglesitas
centenarias de sus aldeas”. Ante el silencio, acaso emocionado,
de los senadores del Régimen, afirma que “el radicalismo tra-
jo, en su hora, una esperanza a esas multitudes”. Por esto con-
sidera necesario salvarlo de las encrucijadas que le preparan
“las conjunciones de todos los egoísmos insatisfechos con to-
dos los egoísmos heridos por su acción renovadora”. Luego ha-
bla de Yrigoyen: “¿Dónde se producía un conflicto entre el tra-
bajo y el capital en el que él no estuviera presente?” Recuerda
cómo desde todos los lugares del país venían comisiones de
trabajadores a solicitar su intervención y su consejo, pues las
puertas del despacho presidencial han estado abiertas para los
obreros durante los seis años de su gobierno y cómo un diario
conservador, a poco de haber dejado el poder Yrigoyen, dijo
que ya no había mal olor en la Casa Rosada porque los trabaja-
dores no concurrían al despacho del presidente... Y agrega el se-
nador que el hombre que consigue impresionar el alma de un
pueblo, “que se inclina con bondad, con desinterés, con bene-
volencia, hacia el abismo del dolor humano”, debe inspirar
respeto, en cualquiera de los campos políticos en que figure.
Afirma que “al radicalismo no pueden comprenderlo ni los
que pertenecen a las castas del privilegio histórico en nuestro
país; ni los intelectuales que llenan las columnas triviales de
los grandes diarios con la esencia de sus cerebros, incapaces
de la creación robusta; ni los extranjerizantes; ni los extranje-
ros que aquí llegan tras la dorada ilusión de la fortuna rápi-
da”. Y agrega: “pero al radicalismo lo comprende el pueblo”.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 475

Estas palabras tienen el mérito de su autoridad, pues


quien las pronuncia no es un partidario de Yrigoven, al cual
ha combatido en más de una ocasión el de haber explicado el
radicalismo auténtico a los políticos del Régimen, a los anti-
personalistas y al país entero; y el de haber definido el carác-
ter reaccionario, en lo social, de la presidencia de Alvear.

Año 1928. Va a elegirse el sucesor de Alvear. Dentro del


Radicalismo no existe la menor vacilación: su candidato, el
único posible, será Hipólito Yrigoyen. En el Partido Antiper-
sonalista hay varios aspirantes: son todos ellos viejos ami-
gos de Yrigoyen, de los que almorzaban con él en el Café de
París. Lo admiraron y acompañaron durante años. Hoy son
sus enemigos. Se han unido a los hombres del Régimen,
con los cuales, desde el año anterior, forman un frente único
contra Yrigoyen, “el frente de la Victoria”, como dicen sus
diarios. Afirman que cuentan con el poder oficial, y repiten
estas palabras de Alvear: Yrigoyen no será presidente”.
Yrigoyen les ha arrojado este insulto: “contuberniotas”. Ellos
se ríen de esta palabra, y es que, como ignoran al pueblo, no
saben el enorme efecto que produce.
A principios de enero, el gobierno de Alvear se despresti-
gia. Nicaragua, la pequeña república de Centro América, ha
sido invadida por las tropas norteamericanas, y un patriota,
el general Sandino, con unos centenares de héroes, se ha le-
vantado contra el invasor. Va a reunirse el congreso paname-
ricano en La Habana. América entera aguarda ansiosamente
la palabra de los representantes de la Argentina. Pero el minis-
tro de Relaciones Exteriores de Alvear se deja decir, en un re-
portaje, que Nicaragua está muy lejos y que “ningún argenti-
no se interesa especialmente” por ella. Por dicha, representa
a la Argentina el embajador en Washington, la misma perso-
na que nos representara en la Sociedad de las Naciones cuan-
do era el canciller de Yrigoyen. Pronuncia un bello discurso
en La Habana, en el que sostiene la igualdad de las naciones;
pero esta actitud rebelde contra el gobierno lo obliga a renun-
ciar. América entera condena a los Estados Unidos; pero los
476 Manuel Gálvez

gobiernos, serviles ante el poder y el oro yanquis, no protes-


tan contra el invasor de Nicaragua.
En Buenos Aires, la actitud del gobierno es el tema de las
conversaciones. Unánimemente se condena a Alvear, que,
indiferente a la gravedad del momento, veranea en Mar del
Plata, la playa elegante. El desprestigio de su gobierno arras-
tra a los antipersonalistas y levanta la personalidad de Yrigo-
yen. Se comparan las actitudes de uno y otro en la política
exterior. Ya nadie niega la visión estupenda de Yrigoyen, ni
su patriotismo, ni la nobleza de su obra internacional. Se re-
cuerda cómo él estuvo solo contra la opinión del país entero
y contra la imposición de las potencias aliadas, y cómo tuvo
razón contra todos. El gobierno de Alvear, sin saberlo ni que-
rerlo, es el mejor propagandista de la candidatura presiden-
cial de Yrigoyen.
Todo lo ayuda a él. Sus enemigos del Frente Único parecen
desear que sea presidente. ¿No se les ocurre a algunos de
ellos protestar contra la ley de salario mínimo y la obra social
de Yrigoyen, a la que califican de “demagógica”? Y su propio
candidato ¿no llega a juzgar el voto secreto -con gracia, pero
inhábilmente, pues el país admira la ley Sáenz Peña- como
“la encrucijada alevosa del cuarto oscuro”?
Mientras tanto, en cuatro provincias van a realizarse elec-
ciones de gobernador. Nadie duda de que el partido triunfante
en ellas obtendrá en abril la presidencia. Los “contubernistas”,
como llaman los radicales a los antipersonalistas y a los conser-
vadores coaligados, tienen la certeza de su triunfo. ¿No cuen-
tan con el apoyo del gobierno nacional y de los gobiernos pro-
vinciales? ¿No se han hecho numerosos nombramientos de
empleados para asegurar el triunfo? La campaña electoral
adquiere formas bárbaras. Ciudadanos radicales son asesina-
dos por las policías. Al grito de ¡Viva Yrigoyen!” se realiza
esa campaña, se mueven las multitudes. Aun en las provin-
cias en donde Yrigoyen no ha estado nunca, como Salta, ese
grito reúne a los hombres, los penetra de entusiasmo. Parecie-
ra que su enorme don de fascinar Yrigoyen lo ejerciese tam-
bién a la distancia, a través de millares de leguas de pampa,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 477

de montaña y de bosque. Esa campaña electoral en cuatro


provincias es dirigida por él mismo. Su casa es un hervidero
de hombres. Los tres cuartos en donde recibe a sus visitantes
están llenos permanentemente. Algunos de los que llegan
cuando ya nadie cabe allí, hacen antesala en la escalera que
conduce a la calle. Yrigoyen, con su prodigiosa memoria,
conoce a todos los correligionarios del país entero y sabe
quiénes, en cada pueblo, pueden ser útiles a su partido, y
quiénes están dispuestos a hacerse radicales. He aquí un ca-
so notable: a un amigo joven que tiene un hermano en las
sierras de Córdoba, lo llama para pedirle que le escriba a su
hermano -que puede disponer de unos cincuenta votos- ro-
gándole atender a una persona que irá a verlo en su nombre.
¡Él sabe lo que su nombre significa, cómo suena en los pue-
blos lejanos! Y así, entre formidables movimientos de masas,
entre balazos, entre vítores a Yrigoyen, van cayendo las pro-
vincias: Salta, Tucumán, Santa Fe, Córdoba.

Ya casi nadie duda de que Hipólito Yrigoyen será de nuevo


presidente de la República. Disgusto entre los “contubernis-
tas”, las clases distinguidas de la sociedad y los representan-
tes del capitalismo extranjero, quienes dicen que la vuelta de
Yrigoyen al gobierno significará una catástrofe para el país.
¡Otra vez el caos administrativo, la chusma en la calle y en
los puestos públicos las huelgas; el pobrerío en la Casa de
Gobierno! “Hay que hacer algo”, exclaman los enemigos de
Yrigoyen. “Hay que evitar nuestro desalojo definitivo del po-
der y de sus halagos” piensan los políticos y los hombres de
la clase elevada.
Y surge una iniciativa. En medio del desencanto que ha
invadido a los enemigos de Yrigoyen, sólo un hombre hace
política. Este hombre es el ministro de la Guerra, el general
Agustín P. Justo. Su despacho se ha convertido en una central
telefónica de la política antirradical. Todo converge allí. Mili-
tares adictos han formado una logia. El ministro piensa en un
golpe de Estado que impida la catástrofe esperada. Pero al-
gunos de los jefes a quienes se ha hablado envían su adhesión
478 Manuel Gálvez

a Yrigoyen, y el comienzo de conspiración queda descubier-


to. Y como, por otra parte, Alvear ha negado su conformidad,
el ministro renuncia a su ilusión dictatorial y publica en los
diarios una carta en la que desmiente sus actividades.
¡Todo está perdido! No queda más remedio que dejar vol-
ver a las hordas, al “peludismo”. El único recurso es dar em-
pleos, y en esto contribuye el presidente Alvear. Se descubre
el negocio de la venta de empleos, y uno de los culpables re-
sulta el secretario de un importante comité antipersonalista.
Queda otro recurso: encarcelar a los radicales, asesinarlos,
quitarles las libretas, amenazarlos. Todo eso se hace en las
provincias y cerca de doscientos radicales caen en diferentes
lugares de la República.

Pero todo es inútil. Basta leer el diario radical para con-


vencerse del triunfo de Yrigoyen. Durante meses, publica,
cotidianamente páginas enteras con las felicitaciones que su
candidato recibe por los triunfos de Salta, Tucumán, Santa Fe
y Córdoba. Algunos de esos telegramas o cartas llevan varios
centenares de firmas. No felicita nadie al Comité Nacional, si-
no a Hipólito Yrigoyen, que aún no ha sido designado candi-
dato. ¡Qué no le dicen en esas adhesiones fervientes!
En la Capital como en las provincias todo el mundo está
de su parte. Numerosos enemigos han dejado de serlo. Casi
todos los rupturistas han reconocido su error. Se dice que la
segunda presidencia de Yrigoyen será como la segunda de
Roca, en el sentido de que el jefe del partido radical no go-
bernará sólo para sus partidarios ni contra los hombres del
Régimen, sino para todos los argentinos. Se organizan en co-
mités los ferroviarios, los tranviarios, los agrarios. Hoy se
forma un gran comité de los israelitas; otro día, uno de los
siriolibaneses; otro día, uno de los griegos. Publícase un ma-
nifiesto de numerosos jóvenes católicos y después otro mani-
fiesto de escritores jóvenes. Comités enteros del antipersona-
lismo se pasan a las filas radicales. Hombres de fortuna, sin
color político, se adhieren a la candidatura de Yrigoyen. Un
diario organiza un concurso poético, y, durante semanas en-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 479

teras, en una página íntegra del diario, poetas populares,


“payadores” ingenuos, ensalzan a Yrigoyen sin que nadie
elogie al candidato contrario.
En la Capital, la campaña electoral amenaza adquirir for-
mas trágicas. Los enemigos de Yrigoyen han hecho venir des-
de San Juan, su provincia, al famoso Federico Cantoni. Este
hombre terrible gobierna San Juan, con sus hermanos y ami-
gos, desde hace muchos años. Radical primero, ahora odia fe-
rozmente a Yrigoyen, que le envió cuatro intervenciones.
Cantoni es una especie de Stalin aburguesado y de menor
cuantía. Tiene talento, carece de escrúpulos y hace obra para
el pueblo, que lo admira y lo obedece ciegamente. En San
Juan, él y sus allegados andan sucios, mal vestidos. Así creen
asemejarse a los trabajadores. Ha realizado grandes cosas, pe-
ro, en lo político, su régimen de gobierno sobrepasa en vio-
lencia a todo lo que se conoce entre nosotros. Destierra a sus
enemigos, los manda apalear, los encierra en mazmorras in-
fectas. El que no está con él está contra él. A hombres distin-
guidos, que no son militantes políticos, les hace procesos como
tratantes de blancas, les rapa la cabeza y los deja en pleno de-
sierto. Cantoni habla en las calles y en las plazas de Buenos
Aires. Dice horrores de Yrigoyen, en su lenguaje tosco y pin-
toresco, hecho de sarcasmos, de insultos, de expresiones cómi-
cas y de palabrotas. Los radicales interrumpen sus discursos,
en uno de los cuales ha preconizado el asesinato de Yrigoyen.
La presencia en Buenos Aires de este peligroso enemigo, a la
vez inteligente y bárbaro, gracioso y siniestro, tiene solivian-
tados a los radicales. Una noche, al pasar frente a un comité
que lleva el nombre del ex gobernador de San Juan, numero-
sos radicales que se retiran de una conferencia callejera reci-
ben una descarga cerrada desde el comité. Pero como la pren-
sa enemiga culpa a los radicales, Yrigoyen resuelve dar por
terminada la campaña electoral de su partido.
Yrigoyen ha dirigido esta campaña desde su casa. Ha ma-
nejado los hilos de la propaganda en la Capital y en las catorce
provincias. No se ha dado un paso sin su consentimiento. Ha
aconsejado los mejores métodos de acción, la mejor manera
480 Manuel Gálvez

de conseguir prosélitos. Ha inspirado montones de artículos


periodísticos, centenares de discursos. Ha hecho reproducir to-
das las adhesiones que recibe, todos los augurios y los elogios
que le hacen desde todos los rincones del país, desde ciudades
de diferentes repúblicas americanas, desde Europa misma. Sa-
be que van a impresionar las palabras que le dirige un gran
político brasileño. Y aquellas otras, del director de Le Rappel,
el diario que fundara Víctor Hugo, que lo llama “hombre ex-
celso, de la fibra de nuestros republicanos de la Montaña”.
Siete días antes de las elecciones es proclamado candidato.
Ni elegido, ni votado. Se grita su nombre, delirantemente. El
acepta sin vacilar, sin advertir que con ello comete el más gra-
ve error de su vida. Porque, a pesar de lo excelente de su esta-
do físico, se encuentra en el comienzo de la decadencia mental
que traen los años. Desde el anterior, uno de los hombres que
más lo quieren y que nunca lo abandonará, viene observando
algunos síntomas de esa declinación. Días después de haber
aceptado la candidatura, otro amigo suyo, en el entierro de un
antiguo radical, nota que el brazo de Yrigoyen, cuya mano ha
tomado el suyo, tiembla con la característica del temblor senil.
Y le dice a un amigo: “Tendremos presidente para poco tiem-
po”. Es fácil culpar a los que rodean a Yrigoyen, preguntarles:
“¿Cómo no han advertido su estado mental, no han impedido
que suba a la presidencia?” Es cierto que los radicales ansían
desesperadamente el triunfo y que están seguros de no poder
alcanzarlo sino con la candidatura de su jefe. Pero también es
cierto que les hubiera faltado valor, aun a los más valerosos,
para decir la verdad y luchar por ella. Hubieran sido conside-
rados como traidores, hubieran sido expulsados del partido.
¿Quién se atreve a una lucha que, indudablemente, sería inú-
til? ¿Y el temor de herir al pobre viejo? ¿Y quién puede afirmar
que él irá cada día peor, que no mejorará? Si los médicos que
lo frecuentan no lo creen incapaz de ocupar la presidencia,
¿cómo reprochar a los que no son médicos su silencio, su respe-
to hacia el hombre venerado, su fidelidad para con el partido?
Al día siguiente de la proclamación, Hipólito Yrigoyen, co-
mo doce años atrás, ofrece sus sueldos a la Sociedad de Bene-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 481

ficencia. Obligado “por una imposición nacional” a aceptar


su candidatura a la Presidencia de la Nación -él nunca dice
“la República”-, renuncia, en el caso de llegar “al ejercicio de
esa función pública”, a sus emolumentos, en favor del infor-
tunio desvalido y de la pobreza sin amparo”. ¡Siempre será el
mismo, Hipólito Yrigoyen! En lo que primero piensa es en el
pobre. Para él la más noble función del gobernante es hacer el
bien a los desamparados. Por esto resultan tan eficaces unos
carteles de propaganda que representan un corazón enorme
en medio del cual surge su cabeza. “¡Es el corazón de la ple-
be!”, exclaman con desprecio los aristócratas, los bienhalla-
dos, los hombres del Régimen y los antipersonalistas. Y en
efecto, la plebe lo considera como su corazón. Sabe cuánto él
ama a los desamparados, a los proletarios. Nada extraño,
pues, que las multitudes argentinas lo lleven a la presidencia
por segunda vez, al grito de “¡Viva el padre de los pobres!”
La elección se acerca. Hasta entonces, Yrigoyen no ha di-
cho una palabra al pueblo. Ni un discurso, ni un manifiesto,
ni siquiera un reportaje. Lo mismo que la otra vez. Mientras
su rival realiza giras por toda la República, él no se mueve de
su casa, de su cueva. Mientras su rival pronuncia docenas de
discursos, él permanece en el más absoluto silencio. Más aún:
el pueblo ni siquiera lo ha visto. En una de las grandes mani-
festaciones, en que han desfilado cien mil hombres, unos di-
cen haberlo advertido en un edificio de la avenida de Mayo;
pero otros afirman que no se ha movido de su casa. En reali-
dad, ni se lo oye ni se lo ve. Es el autor oculto en los entrete-
lones mientras se representa su obra. Es el demiurgo que
mueve bajo cuerda a los hombres. Pero aunque no se lo vea
ni se lo oiga, no hay en el país nadie que no lo adivine. Está
ausente de la realidad exterior y está presente en las almas.
En el espíritu de sus enemigos es una trágica obsesión. En el
alma de los que lo adoran está presente como en el alma del
devoto, convertida en templo, está Dios.
Es el primero de abril de 1928. Los del frente único, los de
El
“la fórmula de la victoria”, no tienen la menor esperanza.
pueblo en masa acude a volar. Y vota por Hipólito Yrigoyen.
482 Manuel Gálvez

En un país de doce millones de habitantes, en el que hay dos


millones de extranjeros y en donde no votan las mujeres, el
triunfo de Yrigoyen es formidable: ochocientos cuarenta mil
sufragios. Su rival, apañado por el gobierno, por el capitalis-
mo, por la prensa, no logra la mitad. Hipólito Yrigoyen ha
vencido a todos sus adversarios juntos. Algunos de ellos se han
desprestigiado en esta campaña electoral. Han querido hun-
dirlo a Yrigoyen y se han hundido ellos. El sale de la lucha
con un poder moral inmenso, único en la historia argentina.

En el triunfo de Yrigoyen ha intervenido decisivamente un


factor de excepcional importancia. Los méritos de Yrigoyen,
su habilidad política, el amor de cierta parte del pueblo, no
hubieran obrado sobre la vasta masa neutral de no haber con-
tado con el necesario vehículo de propaganda. Seiscientos
mil hombres, por lo menos, de los que votaron por Yrigoyen,
ya que apenas el resto estaría afiliado al radicalismo, no se
hubieran enterado de cuanto había que enterarse sin el diario
que hizo triunfar al candidato del pueblo. Los discursos calle-
jeros, los carteles pegados en las paredes, el proselitismo fer-
viente del afiliado, no bastan como elementos de propagan-
da. Para lograr tan enorme concurso de votos es necesario el
periódico que cotidianamente, en tiradas de doscientos o de
trescientos mil ejemplares, difunda por todos los rincones del
país los méritos del candidato y los defectos del contrario.
Entre nosotros, el periodismo ha sido considerado siempre
como una especie de ministerio público. Los diarios han de pro-
ceder de acuerdo con ciertas normas éticas. El diario Crítica
no ha seguido esta tradición. Ha hecho campañas excelentes,
pero, en general, sólo busca la ganancia. Para sus directores,
el periodismo es un negocio como cualquier otro. Crítica, cu-
yas tiradas alcanzan en 1928 a doscientos cincuenta mil ejem-
plares, es un diario moderno, interesante, viviente. Practica el
“periodismo sensacional”: títulos que abarcan todo lo ancho
de la página, en letras hasta de veinte centímetros de altura;
variedad increíble de tipos; fotografías, caricaturas; palabras
llamativas en los títulos; exageraciones, subjetivismo, lirismo,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 483

a veces. Los grandes diarios, los diarios que llamamos serios


y lo son, hacen gala de objetividad. Publican todas las noti-
cias políticas, y lo mismo informan sobre una manifestación
socialista que sobre una manifestación radical. Pero estos
grandes diarios no intervienen claramente en favor de un
candidato, de modo que su influencia electoral es escasa. En
cambio, es sencillamente formidable la que ejerce el diario
“sensacionalista” y popular de grandes tiradas. Por su mismo
carácter llega más al bajo pueblo que los otros. Puede afir-
marse que busca al lector del bajo pueblo con sus relatos de
crímenes, con su prédica en favor del comunismo ruso, con
sus ataques a los dictadores fascistas, con su sentimentalismo
tanguero y arrabalero.
Este diario, después de haber dicho de Yrigoyen, en los
días de la guerra europea, cuanto se le puede decir de ofensi-
vo a un hombre, se convierte, desde fines de 1927, en su más
entusiasta propagandista. Sabe que el pueblo ama a Yrigoyen;
y le da gusto al pueblo endiosando a Yrigoyen, con lo cual
aumenta sus tiradas. ¡Qué no se le ocurre para ensalzar al
candidato! Desde la sistemática denigración del rival hasta el
concurso de payadores, nada deja de hacer. Durante seis me-
ses, le dedica una o dos páginas íntegras. Publica artículos
ditirámbicos, hace reportajes a los admiradores del ídolo po-
pular. Va creando su leyenda, engrandeciéndola, embellecién-
dola. Yrigoyen no cree que a la propaganda de este diario deba
su triunfo. Le impide creerlo su incapacidad para ser impre-
sionado por los hechos exteriores. Pero sus amigos inteligen-
tes saben que es así. Y los que observan la realidad argentina
saben algo más: que este diario, con su aptitud para hacer cé-
lebre a cualquiera y para hundir a cualquiera, ejerce sobre
Buenos Aires, desde que ha empezado su engrandecimiento,
una especie de dictadura moral.
Faltan sólo doce días para que Hipólito Yrigoyen asuma el
gobierno por segunda vez. Ese primero de octubre, Crítica,
que desde hace meses viene atacando a Alvear y ha llamado
“traidores” a los ministros de la Guerra y de Relaciones Exte-
riores, cambia repentinamente de actitud. Ese día lo dedica al
484 Manuel Gálvez

elogio férvido de Alvear. El siguiente está dedicado al minis-


tro de Relaciones Exteriores. Después, hay otro número dedi-
cado al ministro de la Guerra, el cual, pocos meses más tarde,
resultará presidente del directorio de ese mismo diario. Y en
esos mismos números, aquí y allí, se leen ironías y ataques
velados contra el ídolo de pocos meses atrás.
Empecemos a atar algunos cabos: la fracasada tentativa del
ministro Justo para impedir, mediante un golpe dictatorial, el
segundo advenimiento del radicalismo al poder; el cambio re-
pentino del diario que contribuyó al triunfo de Yrigoyen; y la
no menos repentina y extraña vinculación del general Justo,
uno de los dos jefes de la revolución que poco después arroja-
rá del gobierno a Yrigoyen, con ese diario. Parece indudable
que en los primeros días de octubre, antes de que Yrigoyen se
haga cargo del gobierno, ya alguien está pensando en el modo
de echarlo abajo. Uno de los que lo piensan es el futuro jefe de
la revolución de 1930: el general Uriburu. A un diplomático
hispanoamericano le declara en aquellos días: “Yrigoyen su-
birá al gobierno, pero no durará porque yo lo echaré abajo”.

12 de octubre de 1928. El radicalismo está en delirio. Dele-


gaciones de las provincias vienen a la transmisión del mando.
Han llegado también algunos de los gobernadores radicales.
Como hace noventa y tres años, cuando llega “el día de la fe-
deración”, vale decir, cuando Rosas, hostilizado por aquel a
quien hizo su sucesor, vuelve al poder en medio del delirio de
la plebe porteña, así llega ahora “el día de la Reparación”. Es
la gran fiesta del radicalismo. En la capital de una provincia,
al empezar ese día, los hombres que componen las fuerzas
policiales, uniformados de gala y disciplinadamente alinea-
dos, han gritado en coro con voz clara y firme, por orden del
gobierno: “¡Que Dios ilumine al señor Yrigoyen!”
Solemnidad del juramento. Hipólito Yrigoyen ya está ante
las dos cámaras reunidas en Congreso y tiene bajo su mano
un ejemplar de los Evangelios y el texto de las graves pala-
bras que debe pronunciar. Pero él las sabe de memoria. Y ante
la expectativa y el silencio de la multitud que llena desborda-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 485

damente el recinto, empieza: “Yo, Hipólito Yrigoyen, juro por


Dios y estos Santos Evangelios desempeñar con lealtad y pa-
triotismo el cargo de Presidente de la Nación y observar...”
Brevísima pausa, aunque no tanto que impida a todos advertir-
la. Pero él continúa: “fielmente la Constitución...” ¿Por qué
aplaude el público? Es que Yrigoyen ha recalcado esa palabra
“fielmente”. ¿Es una respuesta a los que lo llamaron dictador
cuando su primera presidencia? ¿O es que acaso ha tenido en
ese instante la tentación de la dictadura y la ha rechazado como
a un mal pensamiento? Nunca lo sabremos Él sigue recitando
la fórmula y termina entre la clamorosa ovación del concurso.
¡Cómo está la avenida de Mayo! Los numerosos hoteles y
casas de pensión han vendido lugares, a precio de oro, en los
balcones. Lo mismo, los innumerables bares, los cafés y hasta
algunas familias. No cabe un alma en la ancha avenida, en to-
do lo largo de sus mil quinientos metros. Pero el gobierno de
Alvear ha resuelto impedir que se repita lo del 12 de octubre
de 1916 y lo del 12 de octubre de 1922. Ahora, un cordón de
soldados del ejército se alinea en la calzada. Desde el Congre-
so hasta la Casa de Gobierno, el camino está libre. Yrigoyen
lo recorre en el automóvil presidencial, atestado de amigos.
Él va en pie, saludando. Y así llega a la Casa de Gobierno, en-
tre el clamor vociferante de las ovaciones, el tremolar de los
brazos, los pañuelos y los sombreros y la lluvia de flores.
En la Casa de Gobierno, un inmenso gentío, la selección
del radicalismo, lo espera. Cuando entra en el Salón Blanco,
vasto recinto en donde se apretujan millares de fervientes, es-
talla el grito unánime: “¡Yrigoyen, Yrigoyen, Yrigoyen!” Va-
rios minutos dura la gritería. Las mujeres son quienes más
vociferan. En los pasillos de la Casa de Gobierno, en las salas
vecinas al Salón Blanco, en la calle, se oye el mismo ululante
grito: “¡Yrigoyen, Yrigoyen!” Alvear le entrega la banda y el
bastón simbólicos, en medio del mismo clamoroso entusias-
mo. Se exige silencio, porque Alvear va a pronunciar unas pa-
labras. Allí, en el Salón Blanco, la gente se calla. Pero como si-
guen gritando en el resto del palacio y en la calle, nadie le oye
una palabra al presidente que se va. En la solemnidad oficial
486 Manuel Gálvez

del Salón Blanco, la apoteosis a Hipólito Yrigoyen no tiene el


menor precedente. Su rostro, sin embargo, no ha revelado la
más mínima emoción. Ni siquiera parece contento ese hom-
bre al que un pueblo entero acaba de demostrarle su amor.
Nada perturba su serenidad: ni el vencer ni el ser vencido.
Hipólito Yrigoyen vive, como siempre, hacia adentro, enclaus-
trado en la enorme soledad de su alma. Y al salir al balcón,
frente al pueblo, tiene una estupenda adivinación. A alguien
que lo felicita por el fervor popular, le dice: “Este mismo pue-
blo, antes de tres años, me arrojará del poder”.
XI; El secuestrado de la Casa Rosada

n los primeros días de gobierno, Yrigoyen está fuerte,


con la fortaleza que puede tener un hombre de setenta
y seis años. Pero aquellas primeras semanas lo fatigan.
Durante la campaña electoral, sus nervios, el deseo de vencer,
la contagiosa actividad de todos, lo han mantenido; pero aho-
ra, sin ese sostén, su moral decae. Además tiene que recibir a
multitud de delegaciones y de visitantes, preocuparse de los
problemas del gobierno. Las mujeres lo asedian, y algunas in-
tentan sacar partido de la afición que él siente por ellas. Todo
esto acaba por traerle el cansancio físico y mental. Ahora tie-
ne un gesto frecuente que antes no tuvo: entorna los ojos y se
pasa la mano por el rostro, de arriba a abajo.
Es evidente que los años han hecho su obra. Yrigoyen em-
pieza a envejecer de veras. Sus fieles lo comprenden con Es
teza. Su egolatría adquiere proporciones morbosas, tanto que
uno de sus más próximos amigos, al día siguiente de la toma
del mando, a la pregunta de alguien sobre lo qué hará Yrigo-
yen ahora, contesta que: “Saldrá a un balcón de la Casa de
Gobierno, levantará la cabeza al cielo, se encarará con Dios y
le dirá: ya estamos los dos mano a mano”. Pero él mismo ya
no se siente el hombre de antes. No lo dice, de acuerdo con su
espíritu reservado y solitario. Pero no le gusta que se haga la
menor referencia a su edad. No admite que nadie pueda mo-
rirse de viejo. Detrás de sus palabras, a veces enigmáticas, y
de sus silencios, alguno de sus fieles observa en él el temor a
la muerte. Es preciso comparar los retratos de pocos años
atrás con uno actual. En algunos de aquéllos se advierte una
expresión amable, una semisonrisa. En uno de los retratos ac-
tuales se ve una honda preocupación, un dolor escondido.
Pero nada evidencia tanto su vejez como la salida de su
sentimentalismo a la superficie de su ser. Se torna visible el
sentimental que se ocultaba en él. No es que se deje llevar por
los movimientos de su corazón. Su vigilancia y su introversión
488 Manuel Gálvez

se conservan íntegras, pero algo se ha aflojado en su volun-


tad. Naturalmente, él pretende ocultar su sentimentalismo,
como aquella vez en que se habla de la partida de Alvear a
Europa. Desde hace cerca de cuarenta años él siente un gran
afecto por Alvear. Es su discípulo preferido. Alvear acaba de
partir. Se comenta este viaje entre él y sus visitantes matina-
les. De pronto, se pone pensativo. Algunos notan la sombra
de tristeza que empaña sus ojos. El comprende que su emo-
ción ha sido notada; y como no la puede negar, la reconoce.
“¿Me creerán una mariconada, como diría nuestro amigo...?”
pregunta, atribuyendo a otro, como acostumbra, la palabra
vulgar. Y ante la expectativa de todos, agrega, melancólica-
mente: “Les confieso que siento una verdadera desazón, una
honda pena, cuando recuerdo cómo nos hemos separado con
Marcelo”. No acusa al amigo. Se duele sólo de la separación.
Y a su sentimiento de profunda amistad, y sobre todo, a la
excepcional rareza de haberlo dejado ver, lo califica, para ve-
larlo, con la fortaleza y dignidad del criollo auténtico, de
“mariconada”, de cosa de mujeres...
Ahora, en la vejez, en la montaña de su soledad, necesita,
más que nunca, un poco de ternura. Acaso, mucha ternura.
Por esto, la mayoría de los visitantes que recibe son mujeres.
Hay tres o cuatro, tal vez más, que tienen fácil entrada en su
despacho: las hace entrar en cuanto se anuncian, previa una
espera que no suele ser demasiado larga. Conversando con
ellas se distrae de sus preocupaciones, su inteligencia descan-
sa. Ellas le tienen un inmenso cariño y se lo demuestran. A él
le gusta ver ese cariño, saberse amado y comprendido. Delan-
te de ellas no defiende con tanto celo su soledad interior. A
ellas les deja ver su sentimentalismo, su amor por los pobres,
por los que sufren, por la humanidad. Algunas de esas muje-
res son viejas amigas, y su conversación, hecha de recuerdos,
lo penetra de melancolía. Otras son jóvenes, y su charla y su
presencia le pone en su alma un poco de frescura y encanta al
viejo seductor de cincuenta, de cuarenta, de treinta años atrás.
Sus fieles ven también su vejez en una como manía de re-
currir al pasado. Prefiere vivir de recuerdos. Acaso quiere, en
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 489

un trágico y vano esfuerzo, sujetar al tiempo que corre. Pro-


bablemente, le entristece el pensar que no ha tenido juven-
tud, que no ha gozado de la vida. Fuera de los amores, no ha
conocido ningún placer. Como un monje, renunció a todo en
plena juventud. No ha ido a fiestas sociales, ni a espectáculos,
ni a una alegre reunión de amigos. Ignora en absoluto el go-
ce de llevar de la cintura a una bella mujer, al ritmo de una
música voluptuosa. Ignora el placer de los viajes, las alegrías
del hogar. Su manía de vivir en el pasado se advierte hasta en
lo administrativo. Quiere los antecedentes de cada asunto,
quiere saber todo lo que antes se ha hecho. Acaso prefiere mi-
rar hacia atrás, que es lo vivido, y no hacia adelante, que es
para él la muerte que se acerca. Pero si no quiere morir, no es
tanto por cobardía como por amor a la vida, precisamente
porque no ha vivido; y por temor al sufrimiento, que destru-
ye dos virtudes que él ama: la serenidad y la armonía.

La lentitud que caracterizó su primera presidencia adquie-


re, con la vejez, aspectos casi morbosos. Y como la lentitud se
complica con la desconfianza -en cada expediente que debe
firmar ve un posible negocio-, el resultado es la paralización
administrativa. No firma sino un día que otro. En los prime-
ros cinco meses de su gobierno sólo ha firmado trescientos
cinco decretos: dos por día. Empresarios a quienes el gobier-
no les debe dinero no pueden cobrar sus cuentas porque el
presidente no se decide a tomar la pluma y escribir su nom-
bre. A los seis meses, la rúbrica presidencial llega a ser rara.
Los expedientes se amontonan en su despacho y los cobrado-
res se amontonan a su puerta. Á ochenta y tres subtenientes,
que en ceremonia brillante y pública han debido recibir su tí-
tulo, sólo se les da, porque el presidente no ha firmado, un
número del Boletín Oficial en donde figura el decreto de pro-
moción. Muchos empleados no logran reunirse con sus suel-
dos: así los de cierta oficina autónoma, porque el presidente
no firma el decreto que aprueba el presupuesto particular de
esa oficina. En junio, la Cámara Sindical de Empresas Cons-
tructoras reclama el pago de cuentas atrasadas desde octubre.
490 Manuel Gálvez

Los contratistas, paralizado su giro comercial, se están arrui-


nando. Para esos hombres la negligencia del presidente tiene
consecuencias pavorosas.
Pero con ser tan grave esta forma de la lentitud de Yrigoyen
hay otra más grave aún. Ya en los últimos años de la primera
presidencia era harto difícil llegar hasta él. Ahora, para mu-
chos, aun para los que tienen derecho de llegar hasta él, eso
es casi imposible. Se necesitan recomendaciones poderosas
para obtener una audiencia. Pero el que la obtiene no es reci-
bido por el presidente sino después de largas esperas. Al ter-
minar cada tarde, le dicen al visitante que vuelva al otro día.
Y al otro día sucede lo mismo. Y los días pasan. Y el visitan-
te asiste en aquellas salas silenciosas, en el más mortal de los
aburrimientos, al desfile de las semanas, de los meses. Si el
que espera vive en la Capital, la molestia no es excesiva. Pero
no ocurre lo mismo cuando ha venido de una provincia y tie-
ne que gastar en hotel.
Estas personas que colman las antesalas del despacho pre-
sidencial no son siempre pedigúeños de empleos Ni son siem-
pre radicales que quieren conocer al jefe. A veces son obispos,
o generales, O diplomáticos. A sus propios ministros Yrigoyen
los obliga a esperar. He aquí a uno de ellos, que ha aguarda-
do varios días y que logra penetrar al despacho presidencial.
Con su cartera bajo el brazo, aparta una cortina y se queda es-
perando el llamado del presidente, que ha advertido su pre-
sencia; pero Yrigoyen finge no verlo, y el ministro, silencioso
y corrido, se vuelve por donde entró. Otro de ellos le hace
una cuestión al secretario y amenaza con renunciar, pero se
somete al deseo de Yrigoyen y no renuncia. Los enemigos
han encontrado una palabra admirable para denominar a es-
ta singular institución. La llaman “la amansadora”. Dicen que
mediante este sistema, Yrigoyen amansa todas las altiveces. A
sus correligionarios, para tenerlos sumisos. A los que no lo son,
por el placer o la necesidad de humillarlos. Pero no es cierto.
Tal vez a algún antiguo enemigo lo haga esperar calculada-
mente. Las razones de la amansadora son su lentitud, su afi-
ción al diálogo, su cansancio. A veces, a las tres o a las cuatro,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 491

ya no quiere o no puede recibir a nadie y hace despachar a los


habitantes de la amansadora. En otros casos, muy frecuentes,
hace despedir a los hombres y quedar a las mujeres.
La amansadora es una de las notas más características de
la segunda presidencia de Yrigoyen. Allí se mezclan mujeres
modestas y personajes políticos, prelados de la Iglesia y gran-
des acreedores del Estado, provincianos que han empezado a
deber al hotel, jefes del ejército, sujetos apaisanados, caudille-
tes de barrio, tal cual dama elegante. No es raro que algunos
de esos aburrimientos entren en contacto, y entonces cada uno
refiere las tardes que lleva allí, los motivos por los cuales quie-
re ver al doctor. Se le echa la culpa al secretario, a los emplea-
dos. Todo el mundo mira con envidia o con fastidio a la seño-
rita que entró el día anterior y dos o tres días atrás. Algunas
mujeres anudan conversaciones y miradas con los emplea-
dos, creyéndolos con influencia como para hacerlas entrar; y
de esas tardes de la amansadora salen aventuras amorosas.
Se hace célebre la amansadora. Es el tema de todas las con-
versaciones. Se habla de ella más en tono de burla que con in-
dignación. Se cuentan mil anécdotas graciosas, pero ninguna
lo es tanto como la de aquel buen señor que se vino desde una
lejana provincia y a quien, cuando cumple un año de aman-
sadora, sus amigos lo agasajan con un banquete. En la aman-
sadora se echan largas siestas y se murmura de Yrigoyen. 5us
mismos fieles, impacientes y rabiosos, lo acusan, en voz baja,
de pasarse las horas con las mujeres.
¿Sabe Yrigoyen quiénes esperan ser llamados? Cada tarde
le nombran a los que esperan; pero él no puede recordar, sino
por excepción, quiénes esperaron el día antes o quiénes están
esperando desde hace tres semanas. Van también a la amansa-
dora personas -principalmente mujeres- que no tienen au-
diencia. Las han hecho pasar algunos empleados, o algunos
de los que tallan en el entorno del presidente. A fuerza de en-
trar, mediante recomendaciones o sonrisitas prometedoras en
otras salas que son como el vestíbulo de la amansadora, termi-
nan por llegar al sitio soñado. La gente dice que empleados de
la presidencia, que el propio secretario, cobran buenos pesos
492 Manuel Gálvez

por conseguir audiencias; y se citan casos. A los pocos meses


del nuevo gobierno se descubre un negocio de empleos; y uno
de los acusados habla del tráfico de audiencias presidenciales.
La amansadora le hace mucho mal a Yrigoyen. Los que allí
se pasan las tardes cuentan lo que ven. No han transcurrido
ocho meses de la iniciación del gobierno y ya nadie ignora
que el presidente somete a la amansadora aun a sus propios
ministros. Muchas personas han visto entrar al despacho pre-
sidencial a los jefes de ciertas oficinas mientras los ministros
esperan. Han visto cómo una mujer agradable ha permaneci-
do un par de horas en charla con el presidente, mientras los
expedientes de mayor urgencia no se firman. La amansadora
es una ventana por donde el país descubre más de un secre-
to perjudicial a Yrigoyen. La amansadora muestra la lentitud
presidencial, así como la falta de orden, la poca formalidad y
el evidente favoritismo. Por causa de la amansadora, Yrigoyen
se hace de enemigos dentro de su partido. Y por causa de la
amansadora se lo cree un viejo reblandecido, cuya única ocu-
pación es entretenerse con las mujeres.

No está reblandecido, sin embargo, y varias actitudes su-


yas lo exhiben en plena lucidez mental. Durante los primeros
meses ha tenido iniciativas muy felices. Un día reúne en su
despacho a los representantes de los ferrocarriles: otro día, a
los representantes de los frigoríficos; otro, a los exportadores
de cereales. De estas entrevistas resultará un aumento de las
líneas ferroviarias y un mejoramiento en los servicios de los
trenes; la venta de nuestras carnes, en buenas condiciones, a
Inglaterra; la colocación de la cosecha. También interviene co-
mo árbitro en el grave conflicto entre las compañías tranviarias
de Rosario y sus obreros, y, después de oír a ambas partes, re-
suelve a favor de los obreros.
Pero nada revela mejor la integridad de su inteligencia que
su actitud cuando la llegada de Hoover, el presidente electo
de los Estados Unidos.
Desde su patria, el futuro “emperador” de “yanquilandia”
viene hasta la Argentina recorriendo las repúblicas hispanoa-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 493

mericanas. En todas se lo recibe como al amo. El jefe de poli-


cía pregunta a Yrigoyen si, al llegar Hoover a la estación del
Retiro, el escuadrón de seguridad ha de vestir de gala. Yrigo-
yen contesta que no: el señor Hoover es sólo un presidente
electo. Yrigoyen va a esperarle al Retiro, en aquel día de di-
ciembre, a los dos meses de ocupar él la presidencia. Una
gran multitud se derrama por los vastos lugares inmediatos
a la estación. He aquí que los dos presidentes aparecen ante
el pueblo. Son muchos los que aplauden a Hoover, pero son
más, infinitamente más, los que vitorean a Yrigoyen y, mien-
tras levantan grandes carteles alusivos a Sandino, el patrio-
ta nicaraguense, gritan acompasadamente: ¡Ni-ca-ra-gua,
Ni-ca-ra-gua! Los enemigos de Yrigoyen lo acusan de haber
enviado a esos “insolentes” para ofender a Hoover.
Los homenajes oficiales son moderados, de acuerdo con el
protocolo. No se realizan desfiles militares ni fiestas suntuo-
sas. Apenas si hay un banquete en la Casa de Gobierno. Van
a hablar los dos presidentes. Los serviles de siempre, los que
creen que los argentinos debemos conducirnos como mucamos
sumisos ante las grandes potencias extranjeras, se preguntan,
entre aspavientos de fingida vergúenza o entre sonrisas iró-
nicas, sobre lo que dirá Yrigoyen. Imaginan una serie de plu-
rales ridículos, de frases ininteligibles, convencidos, como es-
tán, de que Yrigoyen vive en plena chifladura. ¿Qué le dice
Yrigoyen al “emperador” de “yanquilandia”? Le dice cómo
América y el mundo esperan que los Estados Unidos realicen
una obra de “altos valores espirituales y pacifistas” -¡magní-
ficas palabras ante el futuro gobernante del país materialista
por excelencia, del país invasor de Nicaragua y de Santo
Domingo!- al ejemplo de aquella de Wilson, que convocó en
Ginebra a todos los pueblos “para que, como bajo el santua-
rio de una solemne basílica, reafirmaran para las naciones el
precepto eterno y luminoso que el Divino Maestro promulgó:
Amaos los unos a los otros”. Y en un reproche velado a las in-
tervenciones de los Estados Unidos en las repúblicas hispa-
noamericanas, dice que estas naciones aspiran a realizarse %co-
mo entidades regidas por normas éticas tan elevadas que su
494 Manuel Gálvez

poderío no pueda ser un riesgo para la Justicia, ni siquiera


una sombra proyectada sobre la soberanía de los demás esta-
dos”. De lo cual se deduce que el pueblo donde el poderío
proyecta sombras sobre la soberanía de los demás estados
-que es el caso del que va a presidir Hoover- no se rige por
normas éticas verdaderamente elevadas...
Otro día, los dos presidentes celebran una conferencia.
Hoover parece prevenido contra Yrigoyen. La oposición se
ha volcado en la Embajada americana para decirle a Hoover
todo lo mal que de un hombre y de un gobernante puede de-
cirse. La conversación se realiza por medio de un intérprete,
que es un senador radical. Yrigoyen, partidario de la diploma-
cia abierta y sincera, declara que el gobierno argentino obser-
va la política norteamericana, la cual desconoce la soberanía
de aquellos países en los cuales los intereses de los ciudada-
nos de la Unión no han sido, “a juicio de los mismos intere-
sados”, suficientemente respetados o protegidos por las leyes
y las autoridades locales. Para Yrigoyen esta política es gra-
ve, porque torna peligroso al capital americano. Hoover le
contesta que el pueblo de los Estados Unidos repudia la polí-
tica intervencionista. Yrigoyen le dice que, por lo visto, él no
comparte las ideas del presidente Coolidge, que ha interveni-
do en Nicaragua. Hoover no quiere declararse contra el presi-
dente de su país. Por fin, acorralado por Yrigoyen, y después
de un breve silencio meditativo, afirma, con fervor, que en
adelante -quiere decir, mientras sea él presidente-, el gobier-
no americano jamás intervendrá en la vida interna de otros
países. Sólo Yrigoyen, con su intransigencia, con su espíritu
irreductible, con su convicción en el principio de la soberanía
de los pueblos, ha podido arrancar a Hoover semejante tras-
cendental declaración.
Hoover ha partido. Los dos presidentes se cambian tele-
gramas. En el de Yrigoyen, doctrinario, a pesar de su aparien-
cia de vaguedad, y breve, como son sus documentos, surgen
sus temas preferidos: la confianza “en el mejoramiento con-
secutivo de los ideales humanos”; la esperanza del “adveni-
miento de una era de concordia entre las naciones, inspirada
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 495

en los más nobles sentimientos de solidaridad”; la convicción


de que quizá pronto surja entre los pueblos de América una
especie de nuevo evangelio, que establezca la igualdad de las
libres soberanías.
Hipólito Yrigoyen es, a pesar de los años y de los sinsabo-
res, el optimista de siempre, el idealista de toda su vida, el
creyente en las posibilidades de la igualdad de los hombres y
de la igualdad de los pueblos.

La oposición, mientras tanto, lo combate con más saña que


nunca. Una de las cosas que da mayor pábulo a los ataques
de los diarios y al comentario desfavorable -cuando no agre-
sivo- de las gentes es el ministerio. Se considera que Yrigoyen
ha engañado al país. Prometió gobernar con los mejores, y
esos ministros están lejos de serlo. Sus enemigos recuerdan
los nombres de los ministros del Régimen, afirman que los de
Yrigoyen deshonran al país, y se burlan del Presidente, que
anunció un ministerio de ocho hombres “dinámicos”. Los
que han creído que Yrigoyen iba a gobernar con ciudadanos
expectables, ajenos al radicalismo, reconocen su ingenuidad.
Pero el ministerio, considerado desde el punto de vista ra-
dical, si bien inferior al de la primera presidencia, no es ma-
lo. Yrigoyen ha querido que estén representadas diferentes
regiones del país, sobre todo las que no lo estuvieron duran-
te su anterior gobierno. Los ciudadanos elegidos son figuras
descollantes del radicalismo en las provincias. Han ocupado
los más altos cargos partidarios. Pero Yrigoyen coloca a sus co-
laboradores fuera de su sitio. Al Ministerio de Obras Públicas
va un médico; al de Hacienda, un autor de libros literarios,
políticos y sociológicos; al de Agricultura, un abogado prove-
niente de la provincia menos agrícola del país.
El error de Yrigoyen ha sido ignorar que Buenos Aires no
permite ser gobernada por provincianos, Siempre hubo pre-
sidentes y ministros provincianos; pero eran provincianos
que vivían en la Capital desde años atrás. Esos hombres ha-
bían venido a estudiar cuando jóvenes y en Buenos Aires se
habían quedado. Otros vinieron como diputados y senadores
496 Manuel Gálvez

y se incorporaron para siempre a la vida de la ciudad. Los mi-


nistros de Yrigoyen son provincianos auténticos, que han ve-
nido desde sus provincias para ser ministros. Nadie conoce
en Buenos Aires, ni de nombre, a esos abogados o médicos de
tierra adentro, que tienen modales un tanto encogidos, que
visten mal, que carecen de brillantez y de gracia y que hasta
traen su tonada vernácula. Pero Yrigoyen no quiere gobernar
solamente con porteños o aporteñados. Se lo ha oído decir mu-
chas veces que Buenos Aires -llena de italianos y de judíos- no
es una ciudad verdaderamente Argentina. Por haberla rele-
gado a un segundo término, Buenos Aires lo combate. No la
Buenos Aires nueva, la que desciende de inmigrantes, sino la
orgullosa Buenos Aires del “patriciado” porteño.
Yrigoyen no ha podido elegir ministros de otra especie
que los elegidos. El partido radical, combatido y calumniado
por el “contubernio”, no puede gobernar junto con sus adver-
sarios. ¿Cómo Yrigoyen ha de hacer ministros a personas que
ignoran el espíritu del Radicalismo, su esencia, su historia y
sus vicisitudes y que, por serle extrañas, no pueden estar de
acuerdo con sus ideas de creador y jefe del partido? Si algu-
na vez lo pensó, ha debido ser antes de que comenzara la
campaña electoral. Imposible, después de las violencias que
ha ejercido el “contubernio” contra el Radicalismo. No olvi-
demos la introversión de Yrigoyen. En la cámara oscura de su
alma, que recibe pocas impresiones de la realidad exterior,
esas violencias cobran proporciones pavorosas. Los asesina-
tos de ciudadanos radicales, muchos de los cuales han ocurri-
do por razones ajenas a la política o por culpa de esos mismos
ciudadanos, se convierten para él en una gigantesca orgía de
sangre. Su misma introversión exagerada lo lleva a elegir mi-
nistros que le respondan ciegamente. Pero cualquier ministro
auténticamente radical le responderá, haga él lo que hiciere,
lo trate como lo tratare; y no por servilismo sino por la vene-
ración que le tienen, por la atracción de su poderosa persona-
lidad. Para formar un ministerio con personalidades apolíti-
cas y de diversos partidos, tendría que haber renunciado a
hacerlo todo por sí mismo, a su espíritu absorbente, a su me-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 497

sianismo y su profetismo. ¿Y cómo él, fanático de sus ideas y


principios, ha de olvidarse de la Reparación, del Régimen, de
su misión providencial?

Esta reacción contra el “contubernio” determina algunos de


los actos más criticados de Yrigoyen. El gobierno de Alvear,
para favorecer a la fórmula del Frente Único, hizo multitud
de nombramientos innecesarios, la mayor parte por medio de
“partidas globales”, vale decir: que no se nombró a tal ciuda-
dano para determinado puesto, sino a un grupo de ciudadanos
para prestar servicios en determinada repartición. Yrigoyen
toma el poder y comienzan los decretos de cesantías. Muchos
de esos decretos no llevan su firma, pues se trata de oficinas au-
tónomas; y si bien durante la primera presidencia radical no
se movió una hoja sin el consentimiento del Presidente, aho-
ra, por su lentitud y su cansancio mental, no ocurre lo mismo.
Ahora él no tiene noticia de muchas cosas que ocurren en las
grandes oficinas autónomas, y ahora sus satélites le ocultan lo
que les conviene y lo engañan. En el Ministerio de Agricultura,
en un solo día, tres mil doscientos empleados quedan en la ca-
lle. A los cinco meses de gobierno hay más de diez mil cesan-
tes. En esta tremenda volteada caen muchos “inocentes”: radi-
cales que se habían fingido “contubernistas” para obtener un
puesto o viejos empleados a los que no hay motivo para exo-
nerar. Yrigoyen repone a muchos de estos destituidos por
error; y designa para los cargos vacantes a algunos de los que
han sido nombrados en partidas globales. Así remedia más de
una injusticia, pero millares de hombres que han quedado en la
miseria van a engrosar las filas de sus implacables enemigos.
En cuanto a los “contubernistas”, ésos no vuelven a la admi-
nistración. Yrigoyen y sus fieles son más severos con los an-
tipersonalistas que con los hombres del Régimen. Pero en al-
gunos casos, las cesantías se realizan por razones de ética. En
la Aduana figuraban tres mil peones, y al hacerse cargo de es-
ta repartición el nuevo administrador sólo se presentan mil
cuatrocientos. En los ferrocarriles del Estado se descubre que
mil cien vagones han sido comprados sin previa licitación.
498 Manuel Gálvez

Parecen inexplicables los decretos de cesantías tratándose


de un hombre tan bondadoso como Yrigoyen. Pero es que
Yrigoyen tiene un sentido absoluto de la Justicia. Los que ven
un conflicto entre su bondad y el decretar cesantías se encuen-
tran en el mismo caso de los que consideran la existencia del
Infierno contradictoria con la bondad divina. No piensan que
si no hubiese Infierno, vale decir, castigos para la maldad, no
habría Justicia. Yrigoyen es muy bueno; pero si está de por
medio la Justicia, se torna implacable. El perdona a sus ene-
migos, pero no a los que fueron hasta ayer sus amigos, a los
que traicionaron a “la sagrada causa de la Reparación”; a los
que han estado a punto de matar a la Unión Cívica Radical; a
los que han intentado destruir la obra suya y la del radicalis-
mo. Á esos “traidores”, cuya vileza, según Yrigoyen, no tiene
par en los anales de los pueblos, él no los perdona. En su es-
píritu de introvertido, los ve como grandes criminales.
Por esto son lógicas, dentro de su psicología, las palabras
del mensaje que remite al Congreso en mayo de 1929. No hay
calamidad que no le atribuya a los hombres que han gober-
nado el país durante el período anterior. Han descuidado la-
mentablemente la educación común, hasta el punto de que el
analfabetismo ha reaparecido “en pavorosas proporciones”.
Han desorganizado la administración de la manera más gra-
ve. Han suspendido las obras públicas comenzadas durante
su presidencia. Y se han preocupado tan poco de la salud pú-
blica, que se elevaron, de un modo alarmante, las cifras de la
mortalidad. Esta destrucción se ha hecho en sólo seis años, y
todo lo ha reconstruido y ordenado su gobierno en siete me-
ses. No hay en las palabras de Yrigoyen falsedad consciente,
ni cinismo, ni ignorancia, ni electoralismo. Son sencillamente
las palabras de un tremendo introvertido, de un espíritu
apriorístico, tan insensible a la influencia de los hechos exter-
nos, como al ridículo.

A los cinco meses de ocupar el poder Yrigoyen, la oposi-


ción ha adquirido una fuerza enorme. Los perjudicados por su
gobierno son muchos millares y no piensan sino en echarlo
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 499

abajo. A los cesantes, a los que se han arruinado por la falta


de la firma presidencial, se agregan numerosos jefes y oficia-
les del ejército. Yrigoyen coloca en disponibilidad al general
Justo, el ex ministro de Alvear. Asciende a militares en retiro,
a veces en dos grados, y con antigúedad de veinte años atrás.
Asciende a muertos. Reincorpora a más de cien cadetes que
habían sido dados de baja, y a oficiales y jefes en retiro. Al mi-
nistro del Interior, que sólo fue teniente de guardias naciona-
les, lo asciende a capitán. Yrigoyen -salvo en el ascenso a su
ministro, que parece una broma- procede con espíritu de justi-
cia. Se trata, en la mayoría de los casos, de militares no ascen-
didos o declarados en retiro por el Régimen a causa de haber
participado en las revoluciones o, simplemente, de ser radica-
les. Para Yrigoyen, que cree en la justicia absoluta, en una jus-
ticia independiente del tiempo, el hecho de la muerte o el del
retiro nada significan. La justicia debe estar aun por encima de
la muerte. Pero esta actitud tan bella, digna de Don Quijote
-y él es un caballero andante de la política- produce indigna-
ción en los medios nacionalistas, entre los militares -en nueve
meses, dieciséis generales y coroneles piden su retiro- y entre
todos los que creen que el ejército debe ser ajeno a la política.
Pero los enemigos más eficaces de Yrigoyen son ahora los
estudiantes. Se mueven bajo la sugestión de los diarios opo-
sitores. He aquí que la Federación Universitaria, cuyos com-
ponentes no saben a qué pretexto recurrir para no estudiar,
pretenden organizar un mitin contra los Estados Unidos. Se
trata de un gobierno amigo y la policía no lo permite: los estu-
diantes y los diarios opositores reprochan a Yrigoyen el estar
“de parte del imperialismo”. Otro día, la misma Federación or-
ganiza un mitin contra el gobierno del dictador español Primo
de Rivera. La policía, como en el caso anterior, no puede au-
torizarlo. Los estudiantes concurren a la plaza en donde iba a
celebrarse el mitin, y allí, ya que la policía no los deja reunir-
se ni dirigirse en son de guerra hacia la Embajada de España,
gritan: “¡Abajo Yrigoyen!”; “¡No queremos tiranos!”; “¡Abajo
el dictador argentino!” Cinco meses y doce días atrás, esos mis-
mos estudiantes exaltaban a Hipólito Yrigoyen como “el padre
500 Manuel Gálvez

de la democracia”. Al día siguiente de aquel suceso, el diario


que lo llevó al poder, escribe: ”... la juventud ha visto que el fan-
tasma de la tiranía está vagando sombríamente sobre nuestras
instituciones y sobre nuestra tradición civil y democrática”.
Esta acusación de dictadura, y aun de tiranía, prospera. Es
el leitmotiv de los ataques de la oposición, su lema y su ban-
dera. Todo acto de Yrigoyen es considerado como dictatorial.
El primero de mayo va a haber carreras. Yrigoyen, en vez de
hacerlas prohibir por el Ministerio del Interior, pide al Jockey
Club que, en homenaje al día de los trabajadores, las suspenda.
Así lo hace el Jockey Club. Los diarios que se dicen demócratas,
que farisaicamente hallan con amor de los obreros, debían elo-
giar la actitud presidencial, la delicadeza de su procedimiento.
Lejos de eso, claman contra su despotismo, por haber impe-
dido las carreras. He aquí que llega a Buenos Aires la bailari-
na negra Josefina Baker y se presenta desnuda en el escenario.
Entre nosotros, nunca se ha visto eso. Las personas decentes
están indignadas. Yrigoyen, de acuerdo con la tradición cristia-
na del país, señala a uno de los secretarios de la Intendencia
municipal la necesidad de que se vigile el desnudo en los tea-
tros y se impida bailar sin malla a Josefina Baker. Los diarios
recuerdan que, en el verano, Yrigoyen ordenó detener a los ba-
ñistas que usaban mallas muy escasas o provocativas. Y estas
actitudes excelentes son juzgadas por los diarios, hasta por
alguno conservador y catolizante, como expresiones dictato-
riales. A mediados del 29, ya ha entrado en los espíritus el te-
mor a la dictadura. Se explica así que un senador nacional lle-
gue a decir, en un reportaje publicado por el diario que ya sa-
bemos: “La espalda del país no se presta al látigo de tiranos”.

Las cámaras no se reúnen. El gobierno tiene mayoría en la


de Diputados, no en el Senado. En Diputados triunfará en las
votaciones; pero deberá oír los violentos ataques de la oposi-
ción. Los diputados radicales obstruyen el funcionamiento de
la Cámara. Cuando, por fin, los radicales abandonan su acti-
tud, los enemigos presentan diversos proyectos de interpela-
ciones. La mayoría gubernista, bien regimentada, “de línea”,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 501

vota en contra. “Es la perrada del doctor”, cuéntase que ha di-


cho un radical. Y los estudiantes, que husmean la grata posi-
bilidad de pasarse el año sin clases ni exámenes, aprovechan
estas circunstancias para publicar un manifiesto. En él protes-
tan por la actitud de los personalistas en las cámaras, censuran
al Poder Ejecutivo e invitan a la opinión, sin divergencias polí-
ticas o religiosas, a evitar “hasta la sombra de una dictadura”.
Las sesiones parlamentarias son desde el principio tumul-
tuosas. En Diputados, los radicales, indignados por las cosas
que sus enemigos dicen de Yrigoyen y del radicalismo, gritan,
mientras levantan los brazos, en tono de amenaza: “¡Esto se
va a acabar!”. Un opositor pide el juicio político al presidente.
Habla del ambiente de malestar. Radicales y opositores termi-
nan arrojándose las carpetas, mientras un espectador del pal-
co-bandeja grita: “¡Viva la revolución!”. Los hombres jóvenes
que ha enviado el radicalismo a la Cámara llaman la atención,
salvo uno que otro, por su insolencia y altanería.
En el Senado, la violencia del lenguaje, mermando la grave-
dad que el pueblo supone en “los padres de la patria”, adquie-
re proporciones nunca allí sospechadas. Lo que así trastorna el
ambiente del alto cuerpo es la discusión de los diplomas de los
senadores electos por San Juan, uno de los cuales es Federico
Cantoni. Yrigoyen ha intervenido San Juan pocas semanas
después de asumir el mando. Los funcionarios de la interven-
ción, resueltos a extinguir la lacra moral que, a juicio de los
radicales y aun del país entero, es el cantonismo, cometen
-similia similibus curantur- toda clase de tropelías. Se ha aten-
tado contra la vida del hermano de Cantoni, que ahora, por
la llegada de la intervención, acaba de ser desposeído de su
cargo de gobernador. Se ha acusado de defraudación y de
otros delitos a los Cantoni y a sus paniaguados. Y se preparan
los más extraordinarios fraudes para las elecciones próximas.
Mientras tanto, la legislatura sanjuanina ha elegido senado-
res nacionales a Federico Cantoni y a uno de sus secuaces, y
he aquí que el Senado va a considerar los diplomas. Para los
radicales, esos diplomas proceden del crimen, la Legislatura
sanjuanina está formada por los hombres que en 1921, antes
502 Manuel Gálvez

de que terminara Yrigoyen su primera presidencia asesina-


ron al gobernador. Aun se recuerdan las honras fúnebres de-
cretadas por Yrigoyen al asesinado: hicieron pensar, por aquel
duelo de ocho días, por el texto del decreto y por otros porme-
nores, en las honras fúnebres que decretara don Juan Manuel
de Rosas al ser asesinado el general Facundo Quiroga. Canto-
ni, como senador electo, defiende su diploma. Pronuncia un
discurso de varios días y que, impreso, da doscientas sesenta
y cinco páginas. En su estilo chabacano, hasta llegar a veces a
ser soez, pintoresco, gracioso en ocasiones y asombroso de
desparpajo siempre, repite todas las calumnias que desde ha-
ce veinte años se vienen diciendo contra Yrigoyen. Uno de los
senadores radicales, retribuyéndolo, llega a llamar a los elec-
tos, en su propia presencia, asesinos y ladrones.

La administración radical, en esta segunda presidencia,


aumenta en ineficacia, En algunas oficinas, en las que no se
han nombrado jefes nuevos, todo marcha bien. A veces, has-
ta mejor que nunca. Pero en las reparticiones dirigidas por los
hombres nuevos del radicalismo, todo anda mal. Durante el
gobierno de Alvear la administración se desenvolvió discre-
tamente. Al entrar de nuevo Yrigoyen, han vuelto los mismos
defectos de la primera presidencia radical.
¿Por qué ocurre esto? Principalmente, porque Yrigoyen no
puede vigilar oficina por oficina, y sus partidarios, acostum-
brados a obedecer, a ser dirigidos, no saben desenvolverse por
sí mismos. Esperan siempre las órdenes superiores, y muchas
veces esas Órdenes no llegan, o llegan tarde. Hay también un
poco de demagogia en la administración, aunque Yrigoyen
no sea un demagogo. Sus secuaces hacen demagogia en su
nombre. Recordemos el caso de aquel agente de policía, cuya
reposición después de haber sido dado de baja por mala con-
ducta, obtenida por allegados del presidente, arruina la auto-
ridad del comisario ante sus inferiores.
Es indudable, y en esta segunda presidencia se ve más cla-
ramente, que el radicalismo se ha corrompido en el poder.
Conviene recordar que, durante la presidencia de Alvear, la
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 508

mayoría de los radicales yrigoyenistas ha continuado en sus


empleos. Pero la corrupción del radicalismo es un aspecto de
la corrupción general del país. Durante ocho años, por lo me-
nos -los dos últimos de la presidencia de Yrigoyen y los seis
de la presidencia de Alvear- ha habido en el país mucho dine-
ro. La guerra europea enriqueció a los argentinos. Superficia-
les, sin normas imperativas del deber, sin un sentido religioso
de la vida, los argentinos, en esos años, parecieron no tener
otras preocupaciones que la de gozar de los placeres materia-
les. Buenos Aires se ha llenado de salas de baile. Las mujeres
que, en la segunda década de este siglo, habían comenzado a
cambiar de actitud frente al hombre, llegan, buscando la aven-
tura, poco menos que al desenfreno. El cinematógratfo, las re-
vistas pornográficas, el libro obsceno, envenenan a la juventud.
Florecen los defectos y los vicios de las épocas de decadencia:
la cobardía, el “machismo”, el sensualismo, la adulonería. Es
lógico que el partido radical sufra de esta corrupción, y más
que los otros partidos: tiene un mayor número de afiliados y
está en el poder. ¿Cómo asombrarse de que en esta segunda
presidencia de Yrigoyen, cuando él está viejo y no puede vi-
gilar, prosperen la coima y los pequeños negocios sucios? Se
descubre el tráfico de empleos y de audiencias presidencia-
les. Pero Yrigoyen nada tiene que ver con la corrupción de
sus partidarios. Y aun la ignora, porque se la ocultan. Algo,
sin embargo, llega a saber. Él ya no cree, como antes, en la
pureza de los hombres.

Pero nada alarma tanto a la oposición y a las personas ajenas


a la política como la reaparición de lo que llaman “la horda”.
Un día, en vísperas de tratarse los diplomas de los senado-
res por San Juan, Yrigoyen, rodeado de amigos, dice: “Debe-
ría ir el pueblo al Senado para impedir que entrara Cantoni”.
A él le indignan tanto Cantoni y sus fechorías, que no conci-
be la indiferencia. Considera un deber del pueblo impedirle
penetrar en el Senado. Pero él no ordena, ni aconseja, ni si-
quiera insinúa a sus amigos que reúnan gente y lo impidan.
Sus palabras sólo expresan un deseo o una esperanza. Los que
504 Manuel Gálvez

lo interpretan entienden que constituyen una orden. No falta


quien dude, pero ya se sabe que a Yrigoyen no se le puede
pedir explicación de sus palabras, pues sería irreverencia. Al-
gunos de sus fieles, que acaban de oírlo, salen en busca de
ciertos elementos de comité. Es bien fácil encontrarlos; y a la
hora en que debe reunirse el Senado, varios millares de indi-
viduos merodean por sus inmediaciones. Frente al Palacio del
Congreso las turbas vitorean a Yrigoyen y silban a los sena-
dores de la oposición. A alguien que para poder entrar, dijo
tener una entrevista con uno de los senadores, el que fuera
candidato rival de Yrigoyen a la presidencia, casi lo linchan.
Se pronuncian discursos violentos. Medio millar de individuos
penetran ruidosamente rompiendo vidrios y se acercan al re-
cinto al grito de “¡Viva Yrigoyen!” En el vestíbulo del Senado,
un diputado nacional pide calma. Algunos revólveres salen a
relucir. Se dan “¡mueras!” a Cantoni, se vocifera: “¡Abajo los
orejudos!” Los invasores no llegan a penetrar en el recinto,
acaso porque los senadores de la oposición se niegan a sesio-
nar, invocando la falta de garantías. Pero en la calle sigue la
efervescencia. Alguien les grita a sus compinches: “¡Mucha-
chos, no tengan miedo que hay orden de no llevar preso a na-
die!” Y un orador, en la acera, exige que el pueblo, “con las
bayonetas al hombro”, impida la aprobación de los diplomas.
Otro día, dos hazañas de “la horda”: tiroteo en la calle Flo-
rida y asalto a los que esperan en la puerta de un teatro y ten-
tativa de apalearlos. Dos días después, en Diagonal Norte y
Florida, grupos de radicales dan “vivas” a Yrigoyen. La poli-
cía hace circular a todo el mundo, menos a ellos, y la reunión
termina con un tiroteo entre algunos radicales y los redacto-
res de un diario opositor, que se defienden desde los balcones.
En octubre, un mitin que va a realizarse en la plaza Once de
Septiembre es interrumpido a balazos y a los gritos de siem-
pre. Muere una persona conocida y caen varios heridos. Los
asaltantes se apoderan de la tribuna destinada a los oradores
y se vanaglorian de haber corrido a sus adversarios.
Por entonces aparece el Klan Radical. Recuerdo del Ku Klux
Klan norteamericano, popularizado por el cinematógrafo, su-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 505

glere persecuciones y venganzas, crímenes que quedan im-


punes, imágenes de bandolerismo organizado, misterioso y
poderoso. De ahí que su aparición alarme extraordinariamen-
te a los enemigos del radicalismo. Yrigoyen es extraño a seme-
jante recurso inhábil, con el que algunos de sus amigos, acaso
bien intencionados, no logran sino perjudicar al gobierno y al
partido. La primera noticia que la ciudad tiene del Klan, es es-
te cartel: “El Klan Radical declara públicamente que la apro-
bación de los diplomas de San Juan y Mendoza significaría
legalizar el crimen y el latrocinio. El Senado rechazará esos
diplomas o tendrá que enfrentar a muchos argentinos dis-
puestos al sacrificio, en salvaguardia de la dignidad nacional.
Aspiración del Klan Radical: 100 x 100 de radicalismo”. La
amenaza contra el Senado, contenida en las palabras “tendrá
que enfrentar a muchos argentinos...”, no puede ser más gra-
ve, ya que el Klan, como se teme, ha de contar con la aproba-
ción o, por lo menos, con la inactiva complicidad de las auto-
ridades. Un diario opositor la llama “amenaza mazorquera”.
Y para los hombres del Régimen, los antipersonalistas y mu-
chos independientes, el Klan significa una resurrección de la
mazorca, un anuncio de que se acercan días de sangre.
¿Tiene realidad verdadera el Klan Radical? Parece que no
es precisamente una sociedad organizada. Acaso no pasa de
ser una pesada broma de algunos fieles de Yrigoyen. Pero por
esos días la ciudad cree en su existencia. El temor al Klan se-
rá una de las razones que precipiten la revolución.
Pero nada tan grave como lo ocurrido en Mendoza, pro-
vincia intervenida por Yrigoyen. El caso de Mendoza es aná-
logo al de San Juan: gobiernos despóticos, atropelladores de
todas las libertades y simpáticos al pueblo. Como en San Juan
los Cantoni, domina en Mendoza una familia: los Lencinas.
El viejo Lencinas, “el gaucho Lencinas”, fue el primer gober-
nador radical de Mendoza. Yrigoyen, no obstante la amistad
de años que con él tenía, le mandó tres intervenciones por
causa de sus atropellos a la Legislatura y su poco respeto por
las libertades ajenas. Abogado, hombre tal vez culto, daba la
impresión de un bárbaro, capaz de cualquier violencia. Sus
506 Manuel Gálvez

hijos le han “heredado” el gobierno. Uno de ellos, al que tam-


bién le dicen “el gaucho”, ha sido gobernador. Yrigoyen ha
debido intervenir la provincia, desposeyéndolo del poder.
Este Lencinas, jefe de su partido, del lencinismo, es un dema-
gogo. Hace obra para el pueblo, como los Cantoni en San
Juan, pero, igual que ellos, se conduce con sus adversarios,
sobre todo con los radicales, con una violencia intolerable.
Durante la campaña electoral fueron asesinados en la provin-
cia de Mendoza numerosos ciudadanos. Ahora Lencinas, que
está en Buenos Aires, va a partir para Mendoza. Comunica
a Yrigoyen que allá lo esperan para asesinarlo. En Buenos
Aires lo despiden numerosos comprovincianos. Su llegada a
la capital de la provincia asume las proporciones de una apo-
teosis. De la estación se dirige a un club. Desde un balcón
bajo saluda al pueblo, cuando varios sujetos asaltan a tiros el
local. Y Lencinas cae muerto.
Hipólito Yrigoyen, el hombre de corazón, el hombre que
tiene horror a la sangre, es ajeno a esta muerte. A él le ha do-
lido en el alma, no sólo por lo que puede desprestigiar a su
gobierno, sino por tratarse del hijo de Lencinas. Para la opo-
sición, él es el culpable. El asesinato de Lencinas significa el
derrumbe del prestigio de Yrigoyen. Aumenta el temor de la
dictadura, la que para muchos ya es una realidad. Los opo-
sitores y los neutrales prevén la posibilidad de una tiranía
sangrienta. Los diarios enemigos aprovechan el asesinato de
Lencinas para difundir el miedo.

Mientras tanto, circula, desde hace unos meses, la inquie-


tante noticia de que el presidente está secuestrado. Todo pa-
rece revelar que es cierto. Los ministros raramente pueden
hablar con Yrigoyen. Uno de ellos reconocerá, más tarde, que
el secuestro fue realidad. Visitantes distinguidos que logran
entrar en el despacho presidencial son vigilados. El secreta-
rio, diversos empleados o sujetos de la policía, penetran allí,
con cualquier pretexto, mientras Yrigoyen conversa con sus
visitantes. No lo dejan solo un minuto. Le abren las cartas. El
secretario sabe todo lo que el presidente habla con las visitas.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 507

Se dice que ha instalado un micrófono en el despacho presi-


dencial. Es evidente que se quiere evitar ciertas visitas peli-
grosas. Se deja entrar al despacho a una mujer cualquiera, oa
un sujeto sin cultura; pero no a un hombre inteligente, que
puede dar noticias desfavorables sobre la salud de Yrigoyen.
Es frecuente que él, enterado por algún visitante, de que tal
persona distinguida espera, ordene hacerla pasar y reciba la
respuesta, por cierto mentirosa, de que esa persona se ha ido
por haberse sentido enferma. Una vez, el que espera es un al-
mirante. El secretario ya lo ha alejado con el pretexto de ocu-
paciones urgentes de Yrigoyen, cuando alguien le avisa al
presidente. Yrigoyen ordena que lo hagan pasar, y se le con-
testa que el almirante sólo ha ido a interesarse por un parien-
te enfermo y empleado, y que, arreglado el asunto, acaba de
irse. Otra vez, al contestar el secretario que el visitante solici-
tado por el presidente se ha ido, alguien, que está allí, des-
miente: “Es falso”. Efectivamente, es falso.
¿Quiénes son estos secuestradores que se han adueñado de
la vida de Yrigoyen y, en cierto modo, del poder presidencial?
Son empleados subalternos y sujetos de la policía y cuentan
con altas complicidades. ¿Con qué fin lo tienen secuestrado?
Posiblemente, no hay en alguno de ellos mal propósito. Oyen
al Presidente decir cosas ajenas a la conversación y creen que
desvaría, que está mal de la cabeza. Temen que si esto se sabe,
se produzca una catástrofe. Vendría, tal vez, una revolución.
Sería el derrumbe del radicalismo. Lo mismo que en Rusia se
ocultó la enfermedad de Lenin y aun su muerte, en Buenos
Aires se oculta la enfermedad de Yrigoyen. Sus fieles afirman
que está perfectamente sano; sin embargo, un médico lo
acompaña todo el día. Pero otros, entre esos secuestradores,
sacan partido de la situación. Le hacen firmar a su víctima
nombramientos para sus parientes y amigos, o para personas
a las cuales se los venden a buen precio. Yrigoyen firma, mu-
chas veces, sin saber lo que firma, en un estado de cansancio
mental tan profundo que se parece algo a la inconsciencia.
Los procedimientos para mantener al Presidente alejado
de cuantos pudieran advertir su enfermedad -o el secuestro
508 Manuel Gálvez

de que es víctima- son tan hábiles como perversos. Yrigoyen ha


tenido siempre el gusto por las mujeres. Esto, lejos de desapa-
recer, suele agravarse en la vejez. Pero a los setenta y siete años
los hombres están en su casa, entre algodones y cuidados filia-
les, gruñendo o recordando el pasado, y sin ver más mujeres
que sus hijas, sus nietas y sus parientas próximas. No están en
la Presidencia de la República en donde son visitados, tenta-
dos y solicitados por mujeres. ¡Habría que ver a muchos viejos
“austeros” entre tan tremendas tentaciones y con la garantía de
la impunidad! La desgracia de Yrigoyen es su falta de carác-
ter en esta materia. El hombre que más se ha vigilado a sí mis-
mo en este país, abandona toda vigilancia delante de una mu-
jer. Yrigoyen ha debido, desde muchos años atrás, prepararse
para la vejez, disciplinarse de tal modo que el ridículo fuera
imposible. Un hombre cualquiera puede exhibir su decaden-
cia, pero no un gran político, un Presidente dela República.
Ahora, sin la disciplina que lo hubiera salvado, Yrigoyen es la
víctima de sus secuestradores. Le hacen beber champaña y le
tienen prontas, en la Casa de Gobierno, dos o tres muchachitas
inescrupulosas. Con ellas se entretiene el viejo, mientras sus se-
cuestradores le impiden recibir a sus ministros, a algunos de
sus fieles amigos y a los hombres inteligentes que van a verlo.
Un eminente penalista español referirá más tarde lo que vio en
sus cuarenta minutos de “amansadora”. Un grupito de mujeres
jóvenes espera a que una de ellas sea llamada. Sale la damita
del despacho presidencial y entra otra, y otra después. Al in-
quirir con cierto asombro, le contestan que son las habituées del
presidente. Mientras ellas entran y salen, el ministro de Guerra,
citado para las doce, aguarda, “deshojando su impaciencia en
nerviosos paseos”. Sale el penalista a las seis, y todavía el mi-
nistro sigue paseándose. Muchas tardes, a las tres, se avisa que
no habrá más audiencias, y se hace salir a los que esperan, me-
nos a dos o tres mujeres. Estas mujeres no sólo distraen al pre-
sidente, sino que obtienen de él cuanto quieren. Una de ellas,
que apenas pasa de los veinte años y pertenece a una familia
del Régimen en una provincia, consigue empleos para su pa-
dre, sus hermanos y una turba de parientes y de amigos.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 509

Estas tristezas las ignoran aun los mismos allegados del


Presidente. Si alguien las conoce, no se atreve a referirlas. La
palabra de orden es que el presidente goza de perfecta salud
física y mental. Muchos, que no lo han oído en sus malos mo-
mentos, están convencidos de que es así.
Pero quienes lo han oído divagar, repetir las mismas frases
varias veces, salirse del tema para hablar de cosas extrañas al
diálogo, saben que su inteligencia pasa por instantes de con-
fusión. Los opositores hacen un argumento de esta situación
mental del presidente. Si está enfermo -dicen- debe renunciar.
Muchos radicales creen lo mismo. Pero a numerosos fanáti-
cos que lo rodean, la acusación de enfermedad les parece una
injuria y una calumnia, ¡como si Yrigoyen fuese el único
hombre en el mundo que no pudiera ponerse chocho!

Minuciosa vigilancia policial, en el temor de un atentado.


Se prohíbe a los que viven en las casas próximas a la del pre-
sidente permanecer en las azoteas. Se obliga a andar a los que
se detienen frente a alguna vidriera del barrio. Si tres o cua-
tro personas conversan en la calle, la autoridad les manda di-
solverse. Cuéntase que un vigilante criollo le ordena “disol-
verse” a una señora bastante gorda que miraba una vidriera.
La policía tiene la obsesión del atentado.
Un día de fines de diciembre pasadas las doce del mediodía,
Yrigoyen va a salir de su casa para dirigirse a su despacho
presidencial. La calle está llena de gente que quiere hablarle,
pedirle empleos. A nadie sorprende esta concurrencia: todos
los días pasa lo mismo. La policía echa de allí a esa gente. Por
medio de un oficial que monta una motocicleta, se avisa a los
vigilantes y oficiales escalonados desde la morada de Yrigoyen
hasta la Casa de Gobierno, que el presidente va a salir. Se han
reforzado las guardias. Disueltos los grupos, sólo queda algu-
no que otro transeúnte. El tráfico de tranvías y coches ha sido
interrumpido, como de costumbre, para que él pase sin peligro.
Se acerca el automóvil oficial que, por precaución, no tiene
número. Yrigoyen sube con su médico. Maneja un policía, a
cuyo lado se instala un comisario. Detrás de este automóvil,
510 Manuel Gálvez

está el coche de custodia, ocupado por tres policías. A la vis-


ta de bastantes personas, el coche arranca con marcha lenta.
Desde lejos, los postulantes lo ven partir desilusionados; y los
admiradores, con ternura. Y todos lamentan las exageradas
precauciones policiales que alejan del pueblo al presidente.
No ha andado el coche cien metros, cuando, a mitad de la
cuadra, un sujeto, sin sombrero, con el pelo revuelto, muy
nervioso, salta desde un zaguán hacia la acera y luego hacia
el coche presidencial. Lleva un revólver en la mano, que le
tiembla, y hace fuego. Instantáneamente se oyen tiros de di-
versas partes. Son los policías que van en el coche de custodia,
el comisario que acompaña al presidente y algunos transeún-
tes, que acribillan a balazos al criminal. Llevan el muerto a la
comisaría próxima. Yrigoyen, que ha subido a un taxi, llega a
la comisaría. Ve al hombre que intentó asesinarlo. Lo mira
con lágrimas en los ojos, dice que lamenta sobremanera su
muerte, y exclama: “¡Y yo que nunca hice mal a nadie!”Lue-
go va al hospital en donde están los dos policías heridos. Y de
allí a la Casa de Gobierno.
La noticia ya ha circulado por toda la ciudad. Han sonado
las sirenas de los grandes diarios. Las radios se han interrum-
pido para hacerla conocer. Cuando el presidente llega a la
Casa de Gobierno, una multitud lo aplaude, lo vitorea y can-
ta el Himno Nacional. Por el Paseo Colón, desfiles incesantes
dan ¡vivas! a Yrigoyen que, una de esas veces, sale al balcón
y saluda con la mano, en un gesto sencillo y cordial.
XII. El tumultuoso 1930

ipólito Yrigoyen se ha derrumbado. Golpe más tre-


mendo no han podido causarle. Tiene la certeza de
no haber hecho nunca mal a nadie, ni a sus propios
enemigos. ¡Y he aquí que un fanático ha querido asesinarlo!
Su inteligencia empieza a nublarse. Se siente solo, abandona-
do de todos. Ya no tiene confianza en casi nadie. Recibe sin
emoción ni interés las adhesiones de sus partidarios y las pro-
testas por el atentado. El revólver no lo ha herido en la carne
pero sí en el alma. El irreductible optimista de toda su vida
siente entrar el pesimismo en su corazón.
Ahora se dice que no hubo tal atentado. Cierto que el su-
jeto fue anarquista, pero hacía varios años que había abando-
nado sus ideas. Era bien considerado. Parece que llevaba en
la mano una carta para el presidente, en la que los enfermos
de cierto hospital le pedían que hiciera reponer a un médico
injustamente exonerado. Pero Yrigoyen nada sabe de este
error policial, si lo ha sido. No habría un hombre que se atre-
viera a decírselo. Temen, los que lo rodean, su enojo terrible.
Temen, acaso, hacerlo sufrir aún más.
Aquellos primeros meses de 1930 muestran a Hipólito Yri-
goyen en el umbral de la decrepitud. ¿Ha comenzado su obra
siniestra la arterioesclerosis? ¿Se ha anunciado el reblandeci-
miento? Nada se sabe con certeza. El caso es que él divaga an-
te sus visitantes, que dice frases sin relación con el tema de que
se habla. Distribuye cátedras entre las mujeres que van a ver-
lo, sin averiguarles sus títulos ni sus aptitudes. Su afición a lo
femenino cobra aspectos morbosos, triste resultado de la se-
nilidad. Su egolatría lo ridiculiza, si bien mucho de lo que se
cuenta es falso. Sonríe cuando una de sus visitantes, a una pre-
gunta suya, le contesta que el primer filósofo del mundo, des-
pués de Cristo, es Hipólito Yrigoyen; pero en esta sonrisa no
debe verse asentimiento sino comprensión de lo que él consi-
dera una gentileza interesada. Teme ser asesinado. Recorre
Silo. Manuel Gálvez

entre numerosos policías y precedido y seguido por una es-


colta de automóviles, las calles que corren entre su casa y el
Palacio de Gobierno. En las inmediaciones de su domicilio,
hasta tres cuadras de distancia, nadie puede pararse a mirar
una vidriera ni a conversar con un amigo. Es tan grande su
miedo que no puede ocultarlo ante los visitantes. Un día en
que su inteligencia está turbada, le exige a un eminente uni-
versitario que no tenía audiencia y que ha entrado, en misión
oficial, con el rector de la Universidad, permanecer ante él
sentado de espaldas y colocar sus manos sobre la mesa.
Recibe a muy poca gente. En la amansadora se gastan los
asientos con el peso de los que esperan horas y horas. Casi
ninguna persona importante logra llegar hasta el presidente.
Los mismos ministros ya no son recibidos. Uno de ellos, que
consigue hablar con él en uno de los últimos días de febrero, no
lo verá ya sino en las vísperas de la Revolución de Septiem-
bre. Los secuestradores del presidente sólo lo dejan hablar
con mujeres y con alguno que otro de sus fieles. Las raras per-
sonas que entran en el despacho presidencial, en esos meses
de 1930, salen entristecidas al ver la decadencia de un noble
espíritu y alarmadas por los gravísimos tiempos que el esta-
do del presidente anuncia para la patria.

Los enemigos de Yrigoyen tienen resuelta la revolución


desde hace unos meses. En octubre del año anterior ya cons-
piraba el general Uriburu. Las empresas de petróleo, que pier-
den al año muchos millones de pesos por la política petrolífera
de Yrigoyen, orientada en sentido nacionalista, han decidido
voltear al enemigo común. Los hombres del Régimen, conser-
vadores a ultranza y timoratos, no se adhieren todavía al movi-
miento, salvo excepciones individuales. Los antipersonalistas,
que habían tomado el gusto al poder y quieren recuperarlo,
son fervientes revolucionarios. Las clases distinguidas, desa-
lojadas del gobierno por el radicalismo, se convierten en pro-
pagandistas del movimiento en gestación.
Yrigoyen y los radicales hacen lo posible por justificarlo. La
Cámara de Diputados, en la que Yrigoyen cuenta con ochen-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO BIS

ta y cinco votos, sobre ciento cincuenta y ocho, aún no ha


aprobado en enero el presupuesto para el año ya empezado.
En San Juan, en donde se cometen, por parte de la interven-
ción federal, toda clase de tropelías, es asesinado un opositor
importante, persona de prestigio local. En Mendoza se ha
metido en la cárcel a directores de diarios adversos y a otros
hombres conspicuos. En Lincoln, ciudad de la provincia de
Buenos Aires, una manifestación conservadora es baleada
por la policía. El gobierno nada hace para remediar la crisis
que empieza ni la baja del peso.
Los diarios opositores aprovechan hábilmente la situación.
Hacen saber, en medio de escandalosos aspavientos, que un
hermano de Cantoni, un ex gobernador de San Juan, ha cum-
plido un año de cárcel. Explotan su único muerto en Lincoln
y sus heridos, trayéndolos a Buenos Aires, descendiéndolos
en la estación Constitución, en medio de la multitud. Uno de
esos diarios publica un mapa de la República, en el que va-
rias provincias tienen manchas de sangre que Yrigoyen inten-
ta en vano lavar. Ese mismo diario, que tanto contribuyera a la
exaltación de Yrigoyen con versos en su honor, ahora publica
versos injuriosos para él. Otro diario encabeza cada número
con esta frase, en grandes letras que ocupan todo lo ancho de
la página: “¡Abajo la tiranía sangrienta!” La campaña perio-
dística cobra caracteres de exagerada violencia. Un diputado
publica un artículo al que titula “La agonía del monstruo”, y
en el que llama “cocodrilo sanguinario” al Presidente de la
República. Los diarios recuerdan los cesantes que Se suicida-
ron, la paralización administrativa, la venta de empleos, las
arbitrariedades en el ejército, los nombres de los quince ase-
sinados por las policías en diversos lugares del país, la deten-
ción de senadores, las hazañas del Klan, el atentado contra
Federico Cantoni. Han encontrado una palabra de extraordi-
naria eficacia para calificar la obsecuencia de los diputados
radicales: los llaman “los genuflexos”. Un diario los insulta
así: “los ochenta y cinco lustrabotas del señor Yrigoyen”.
Los partidos se aprestan para las elecciones del dos de mar-
zo, de diputados nacionales. Los opositores, salvo el socialismo
514 Manuel Gálvez

tradicional, votarán por los socialistas independientes. Este


partido cuenta, por entonces, con alguna fuerza popular. Pe-
ro su importancia reside en el grupo de hombres que lo diri-
gen, algunos de los cuales son diputados. Esa media docena
de hombres jóvenes, cultos, inteligentes, audaces, hábiles ora-
dores, ejerce una gran influencia en la opinión pública. Hasta
los conservadores, los aristócratas y muchos católicos van a
votar por estos socialistas desteñidos, cuyos jefes serán pron-
to, si no lo son ya, los Millerand y los Briand de la política ar-
gentina. El partido Socialista Independiente ha pedido cien
mil pesos para vencer al gobierno, y los ricos y las empresas
extranjeras se desprenden gustosamente de su dinero para
contribuir a la derrota del odiado Yrigoyen.
En un ambiente de exaltación tremenda, que recuerda a
aquellas elecciones en los tiempos de Adolfo Alsina y de
Mitre, se realizan los comicios del dos de marzo. Yrigoyen
vota muy temprano, rodeado de policías. Triunfa la oposi-
ción. Ciento nueve mil votos tienen los socialistas indepen-
dientes y ochenta y dos mil los “personalistas”. Waterloo del
radicalismo auténtico. Por primera vez, desde hace dieciséis
años, es derrotado Yrigoyen en la Capital. Un diario publica
este dibujo: Juan Pueblo -humanización de la Argentina, como
Mariana lo es de Francia, y el Tío Sam de los Estados Unidos-
sale de lo interior de una uma con un garrote y arroja de ella
a los genuflexos. Pero para derrotar a Yrigoyen, todos los par-
tidos, menos el Socialista, han debido unirse, aceptar la con-
tribución del capitalismo extranjero y calumniar al singular
“dictador”, que se deja decir horrores por cualquiera.
Pero el triunfo opositor en la Capital no perjudica al radi-
calismo, que, como ha tenido la mayoría en algunas provincias
y la minoría en otras, aumenta hasta ciento uno el número de
sus diputados. El triunfo opositor en la Capital, por veintisie-
te mil votos y sin el menor fraude, muestra que Yrigoyen de-
ja libertad para votar. Con unas cuantas elecciones análogas
-en Córdoba también triunfan los enemigos del radicalismo
pocas semanas después- la oposición se hubiera adueñado de
la mayoría del Congreso. Yrigoyen se hubiera visto obligado
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO O

a cambiar de hombres y de métodos, a gobernar mejor; o a


abandonar el poder al vicepresidente. Pero sus enemigos no
tienen interés en que Yrigoyen gobierne mejor, ni que entre a
gobernar el vice, que es también radical. Ellos -los conserva-
dores, las clases distinguidas, las empresas extranjeras- quie-
ren recuperar lo que han perdido, arrojar para siempre del go-
bierno al partido radical, al partido de la plebe. Y para esto no
existe sino un medio: la revolución, que ya está en marcha.

Mientras tanto, Yrigoyen tiene magníficos momentos de lu-


cidez. El gobierno de Santiago del Estero, para hacer de recur-
sos al consumido erario de la provincia, está a punto de vender
a una compañía extranjera un millón setecientas mil hectáreas
de bosques fiscales. El gobernador de Santiago es radical, y el
Presidente de la República no tiene derecho para intervenir
con su consejo o su reprimenda. No obstante, Yrigoyen, pa-
triota y moralista, le dirige un mensaje en cuyas entrelíneas se
lee la admonición y en donde hay palabras como éstas: “el la-
tifundio, además de constituir el obstáculo más insalvable al
progreso, es el origen de profundos males sociales cuyas con-
secuencias gravitan directamente sobre la vida nacional”. Con
estas palabras, Yrigoyen anuncia su intención de resolver el
problema de la tierra pública, señala un rumbo a los gober-
nantes futuros y se hace de nuevos y poderosos enemigos.
Poco después, el diez de abril, se realiza aquella conversa-
ción radiotelefónica con el presidente de los Estados Unidos.
Recordemos cómo en ella, afirmando una vez más sus “evan-
gélicos credos”, vale decir, sus principios cristianos, sostiene
Yrigoyen que “los hombres deben ser sagrados para los hom-
bres y los pueblos para los pueblos”. ¡Y esto se lo dice, sere-
namente, en el tono de recóndita tristeza que se advierte en
algunos de sus documentos, al jefe de una nación poderosa
que ha invadido el territorio de diversas pequeñas repúblicas
hispanoamericanas, de una nación cuyos gobernantes, desde
hace muchas décadas, vienen ignorando que los pueblos de-
ben ser sagrados para los pueblos! Es cosa de preguntarse sl
alguna vez en la historia del mundo el espíritu de Cristo habrá
516 Manuel Gálvez

sido aplicado a las relaciones entre los pueblos, y con tan bellas
palabras, como lo hace Hipólito Yrigoyen. El propio Hoover
-caso extraordinario, silenciado por la prensa que combate a
Yrigoyen- vuelve a hablar para decirle al presidente argenti-
no la profunda emoción que a él y a sus acompañantes les ha
producido su mensaje.
Y sin embargo -da tristeza y vergúenza recordarlo- las pala-
bras cristianas, nobles y valerosas del presidente Yrigoyen son
violentamente criticadas por sus enemigos. Un diario opositor
las considera como “el desvarío final, la locura definitiva” de
Yrigoyen. Su gesto admirable es el del compadre de Balvanera,
“que aparece entero en esta vergonzosa misiva internacional”.
Hubieran deseado verlo, como a los gobernantes del Régimen,
sumiso y servil ante el extranjero omnipotente.

Por aquellos días de mayo una grave cuestión agita al país.


Afírmase que Yrigoyen mandará la intervención a Entre Ríos.
Esta provincia, la única en donde los radicales vienen gober-
nando bien, ha alcanzado una cultura política superior a la de
las demás provincias. Sus gobiernos han merecido el respeto
del país entero. ¿Qué ocurre ahora? Que los radicales perso-
nalistas, que están en la oposición y han sido vencidos en las
elecciones para gobernador, no quieren reconocer al gobierno
actual, considerándolo como un “gobierno de hecho”. Los se-
nadores provinciales personalistas, para obstaculizar el de-
senvolvimiento del gobierno, se niegan a asistir a las sesio-
nes. El senado provincial no funciona, y la minoría, formada
por los antipersonalistas y los conservadores, los conmina
inútilmente al cumplimiento del deber, y recurre, sin eficacia,
a la fuerza pública.
El anuncio de la intervención exalta a los entrerrianos, que
consideran amenazada la autonomía de su patria chica. Se los
cree capaces de resistir al gobierno de la Nación, provocando
así la guerra civil. El hijo de Entre Ríos tiene una idiosincra-
sia que lo distingue de los demás argentinos, debido a la es-
casa inmigración que va a esa provincia y al estar separada
del resto del país por grandes ríos. Es reservado, muy inde-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO DY

pendiente, corajudo, algo huraño, orgulloso de su libertad y


de su dignidad. Tradiciones del pasado romántico, de sus
bravos caudillos, exaltan la imaginación de los entrerrianos.
En estos días de mayo y junio de 1930 parecen revivir los
tiempos de Ramírez, que venció a los porteños el año 20; de
Urquiza, que terminó con el poder de Rosas y entró a caballo
en Buenos Aires al frente de sus entrerrianos; y de Ricardo
López Jordán, que, al mando de sus gauchos semidesnudos y
armados muchos de ellos con tijeras enastadas en cañas de ta-
cuara, resistió al ejército nacional que el presidente Sarmien-
to enviara a Entre Ríos para dominarlo.
Yrigoyen, en realidad, no ha pensado en intervenir a Entre
Ríos. En los primeros días de mayo, el órgano oficial asegura
que “las altas autoridades partidarias”, a pesar de todo, “han
resuelto desistir del pedido de intervención por razones de
elevada ética cívica”. Pero como nadie lee el órgano oficial,
nadie se entera de esa resolución, y los que se han enterado
no creen en su sinceridad. Y pasan las semanas y la interven-
ción no se decreta. Se la espera de un día para otro. Los espí-
ritus se enardecen cada día más. En Paraná, capital de Entre
Ríos, se vive en un ambiente a la vez heroico y tormentoso.
Un cartel callejero dice: “Entrerrianos: hemos ganado la elec-
ción en las urnas y hay que ganarla en las barricadas”. Los
diarios de Entre Ríos invitan a los ciudadanos a tomar las
armas. Un representante de la región de Montiel -la famosa
selva de Montiel, tierra de gauchos- dice en una reunión:
“Señor Yrigoyen: antes de mandar la intervención a Entre
Ríos, péguese un tiro”. Se realizan manifestaciones con ban-
deras, divisas, escarapelas. Los senadores oficialistas expul-
san a los inasistentes. En Buenos Aires, la oposición explota
el ardimiento de los entrerrianos, cuya actitud constituye el
comienzo de los días revolucionarios, el pronunciamiento
inicial contra Yrigoyen.

Mientras los diarios opositores, especialmente Crítica, van


creando el ambiente revolucionario y el general Uriburu tra-
ta de seducir a los jefes militares, comienzan a alarmarse los
518 Manuel Gálvez

ministros y algunos legisladores radicales. Por una parte, ven


venir el movimiento revolucionario y buscan el modo de sal-
var al gobierno y al partido, y por otra comprenden, aunque
no todos lo digan, que “no se puede seguir así”. Algunos de
ellos están muy disgustados. Dentro del partido existe el ma-
yor descontento, y en el Comité de la Capital, en una sesión
secreta, alguien, censurando a Yrigoyen, afirma que las de-
rrotas se repetirán si no cambia el gobierno sus métodos y no
neutraliza “a una camarilla que impide al presidente el cono-
cimiento directo de la situación”. Un diputado, viejo radical,
muy respetado por su caballerosidad, publica una carta en la
que, en términos valientes, hace a Yrigoyen análogas acusa-
ciones que sus enemigos. En la Cámara de Diputados, cuyas
sesiones se inician en junio, con un mes de retardo, porque
los radicales las obstaculizan, un representante por Buenos
Aires se niega a votar con la mayoría por el rechazo del diplo-
ma de un conservador. Este acto de rebeldía es condenado
por los genuflexos -o “los cien traseros”, como también se los
llama-, y pocos días después, el propio diputado denuncia
ante Yrigoyen, telegráficamente, haber fracasado un plan pa-
ra asesinarlo. La verdad del atentado -obra de los secuestra-
dores de Yrigoyen- queda en evidencia. Uno de ellos tenía
contratado a cierto matón para que “amasijara” al rebelde.
Los genuflexos, en vez de protestar en favor de su colega, le
envían una adhesión a Yrigoyen, al cual el denunciante no ha
atacado. Y el diario oficial, después de considerar la denun-
cia como “el colmo de la insolencia, la temeridad y la ingrati-
tud”, dice que el presidente se ha informado de ella “con el
profundo desprecio que merece”.
Los diputados que conservan alguna independencia optan
por no asistir a la Cámara. Viejos amigos de Yrigoyen, entre
los que figura alguno de sus ministros en la anterior presi-
dencia, se recluyen en sus casas. El no los busca tampoco; y
prescinde de ellos, como prescinde de sus propios ministros.
Cada vez más cerrado el círculo de vigilancia con que los se-
cuestradores lo rodean, Yrigoyen ya no recibe ni a los legisla-
dores de su partido, ni a sus mejores amigos. Los radicales
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 519

decentes experimentan repugnancia ante las atrocidades que se


han cometido y se siguen cometiendo en San Juan y Mendoza;
consideran que el país marcha hacia la ruina y el partido ra-
dical hacia su disolución y temen que Yrigoyen, cuyo poder
es ilimitado, a pesar de estar secuestrado, enfermo y viejo, se
convierta en dictador. Pero a nada temen tanto como a esa
gente que lo tiene rodeado y a la que creen capaz de desatar
sobre la ciudad “sus hordas de delincuentes”. Algunos pro-
ponen un “Yrigoyenismo sin Yrigoyen”. Uno de los ministros
estudia textos de Psiquiatría y de Medicina Legal, en busca
de una solución para apartar del gobierno a Yrigoyen, de un
remedio al drama que está desarrollándose.
Muchos radicales no creen en la revolución, pero no igno-
ran cómo el país entero desaprueba al gobierno. Por doloro-
so que sea para el partido y para ellos, y sobre todo para el
propio Yrigoyen, los radicales, salvo un grupo de fanáticos,
creen que “el viejo” no debe continuar en el poder, a menos
que cambie de procedimientos. Pero ¿cómo llegar a este re-
sultado? ¿Cómo contarle que el partido está disconforme con
él, que la revolución se viene y que el pueblo la apoyará? Im-
posible, por más suaves palabras que se empleen, decirle que
está reblandecido y que debe abandonar el mando. Ni uno
solo de sus fieles se atrevería a causarle semejante dolor. Im-
posible aconsejarle nada. Al atrevido que osara insinuarle el
abandono del gobierno, él lo aniquilaría con una mirada.
Yrigoyen nunca tuvo un momento de tremendo enojo o de
violencia. Pero se lo considera capaz de tenerlos. Y en un ins-
tante de ira, ¿qué sucedería? ¿Quién se expondría a pasar por
traidor, a ser expulsado del partido, a perderlo todo? Es im-
presionante el drama de conciencia de esos hombres. Por un
lado, la angustia de ver al país en camino hacia el caos y la
ruina, el dolor de ver deshecho y desprestigiado a su partido,
y por otro, el afecto, la veneración y el temor al que todo le
deben. Y los días y las semanas pasan, y la revolución ya es-
tá en todos los espíritus.
Algunos piensan que no sólo se trata de salvar al país y al
partido sino también al propio Yrigoyen. Puede ser asesinado
520) Manuel Gálvez

cualquier día. Un senador radical denuncia que los enemigos


intentan raptar al presidente. Si la revolución se realiza y triun-
fa, ¿no es evidente que la vida de Yrigoyen, tanto lo odian,
correrá peligro? ¿Y no habría que salvarlo, también, de esos
hombres que lo tienen secuestrado, que explotan su vejez,
que acaso son capaces de empujarlo a la dictadura o de ejecu-
-tar ellos mismos, invocando su nombre, actos sangrientos O
tiránicos? Sí, hay que salvarlo. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo
decidirse? Y los días pasan y las semanas pasan, y el rumor
revolucionario se va convirtiendo en trueno de tempestad.

Y él, ¿qué piensa, qué dice de los acontecimientos que es-


tán ocurriendo?
Ya sabemos cómo, en su espíritu de introvertido, la reali-
dad influye escasamente. Tarda en impresionarlo y nunca lo
impresiona con demasiada fuerza. Su espíritu apriorístico le
prohíbe ceder a las afirmaciones exteriores. El cree que está
haciendo un gran gobierno, que el pueblo lo ama, que el par-
tido le es fiel y que el ejército le responde.
¿Qué pueden reprocharle? ¿Lo de San Juan? Ahí está una
nota de la Liga de Defensa de la Producción, la Industria y el
Comercio de aquella provincia, en la que las personas inde-
pendientes que la componen aseguran ser normal la vida allí
y cómo los incidentes son provocados por los cantonistas O
resultado de los crímenes y vejaciones que cometieron en seis
años. ¿Lo de Lincoln? Se ha comprobado que los conservado-
res llevaron de otras partes matones para provocar a los radi-
cales, y así se explica que la policía y el radicalismo tuvieran
tres muertos y once heridos y sólo un muerto y cinco heridos
la oposición. ¿La situación económica? El mundo se debate
en una crisis terrible que entre nosotros apenas existe. No hay
casi desocupados. En los Estados Unidos, un banquero acaba
de decir que el crédito argentino es cotizado allí más alto que
el de cualquier otro país sudamericano y que sólo es supera-
do por el de unos pocos países europeos. Ha celebrado un ex-
celente convenio con Inglaterra; pero el Senado, por espíritu
de oposición, no se reúne y no lo aprueba. Nada tienen que
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO El

reprocharle, y el pueblo lo aclama como siempre. Ayer no


más, a raíz de su conversación con el presidente Hoover, ha
recibido millares de felicitaciones del país y del extranjero, al-
gunas tan importantes como la del anciano y santo obispo de
Santa Fe, el más ilustre e intransigente prelado de nuestra
Iglesia, que lo ha felicitado “por sus nobles sentimientos cris-
tianos y su verdadero patriotismo”.
Él no cree en la revolución, pero sí en un atentado. El pue-
blo que lo ha “plebiscitado” apenas hace un año y medio, ¿có-
mo ha de querer echarlo? El ejército “ya no es el de antes”, dice
él; pero ningún general se atreverá a moverse. Cuando le in-
forman que Uriburu conspira, se niega a creerlo. ¿No lo as-
cendió a general de división? Pero Uriburu no es desleal sino
patriota, pues por encima de su agradecimiento coloca a la
patria. Hace la revolución porque, como casi todo el país, la
considera necesaria. Y no la hace tanto contra Yrigoyen como
contra su sistema de gobierno y contra el círculo que lo rodea.
Él no cree que pueda prosperar una conspiración y estallar
un movimiento serio contra su gobierno. Sin embargo, no igno-
ra que algunos militares conspiran. Pero él no quiere que se los
lleve presos. Y le manda decir a uno de ellos -demostrando
así no considerarlos peligrosos- que él no dará ante el mundo
que nos mira, dada la situación a donde ha alcanzado el país,
el triste espectáculo de detener a generales y almirantes.
Pero Yrigoyen sabe harto poco de lo que sucede. No tiene
la menor idea de la exasperación general contra él. Sus secues-
tradores le leen noticias falsas. El diario que lo llevó a la vic-
toria y que ahora lo combate con saña, está creando el espíri-
tu revolucionario; lo reconoce “incomunicado con la opinión
pública” y afirma existir a su alrededor “un cordón de aisla-
miento, tendido por sus secuaces”. Si alguien intenta hacerle
conocer un algo de la verdad, no quiere oír. Él atribuye todo
a la propaganda socialista, que influye sobre cerca de cien mil
hogares y que está envenenada por el comunismo ruso.
¿Y qué piensa de esta especie de secuestro en que lo tie-
nen? No ignora que personas citadas por él no han podido lle-
gar hasta el despacho presidencial. Sabe que lo engañan. Pero
520 Manuel Gálvez

acaso atribuye todo eso a exceso de celo de sus amigos. O lo


acepta porque lo encuentra cómodo para su cansancio men-
tal. Lo más probable es que no se dé exacta cuenta de su si-
tuación. Tiene setenta y ocho años, y diariamente lo visitan
mujeres sin escrúpulos... En ocasiones se advierte que su in-
teligencia está espesa, nublada;, y cierto día sufre un desvane-
cimiento muy grave.
Pasa muchas horas como ligeramente adormecido. Su can-
sancio mental parece cada vez mayor. No quiere hablar de los
asuntos del gobierno. Él y sus amigos creen que descansa
conversando con sus jóvenes y bonitas admiradoras. No hay
indicio de que extrañe a sus verdaderos amigos. Nunca pre-
gunta por qué no van a verlo. Acaso sabe que es inútil llamar-
los, que no podrán llegar hasta él. ¡Dolorosa soledad la de
este hombre!
Su poder, no obstante, es siempre enorme. Si en un momen-
to de energía se irguiese, la pandilla que le tiene secuestrado
sería aplastada. He aquí un ejemplo que prueba su poder.
El gobierno, que sólo puede retirar del Banco de la Nación
cuarenta y cinco millones de pesos, se ha excedido de esta
suma y prepara un nuevo cheque por treinta millones. El
directorio de la institución ha pensado en rechazar el docu-
mento, lo que traería consecuencias fatales para el gobier-
no. El ministro de Hacienda, enterado por el presidente del
banco, a quien aflige la posibilidad del rechazo, se resuelve a
referir esos temores a Yrigoyen. No lo ve desde febrero. En
la amansadora le atajan el paso. Pero él, llevando todo por
delante, llega a enfrentarse con Yrigoyen. “¿Será capaz el
directorio de semejante irreverencia?”, exclama el primer ma-
gistrado. Y con el ceño fruncido y con ese gesto nada bonda-
doso sino revelador de ira contenida que de tarde en tarde
aparece en su rostro, le ordena al ministro: “Haga inmedia-
tamente el cheque, mándelo al banco y avíseme telefónica-
mente el resultado de la votación”. El ministro refiere al
presidente del banco esta frase y el presidente del banco la
repite ante el directorio reunido. Nadie chista una palabra y
el cheque es aceptado.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 528

La revolución está en la calle. Se la espera de un día para


otro. La gente adquiere provisiones. Un comerciante vende
canastas que llama “Revolución”. Se ha visto a adolescentes
transportar fusiles. Crítica y otros diarios predican a cara des-
cubierta la revuelta. Se organizan legiones. En Entre Ríos, un
senador pronuncia estas palabras que corren por todo el país:
“Estamos al borde de la revolución. Falta la chispa engen-
dradora. Que se atrevan a asaltar a Entre Ríos, y la bandera
de Urquiza volverá victoriosa a flamear en los campos de
Caseros”. El nueve de agosto, el gobierno acuartela todas las
tropas de la guarnición.
¿Quiénes organizan el movimiento? Puede afirmarse
que, hasta ahora, y salvo excepciones, no son los hombres del
Régimen los revolucionarios. Tampoco los socialistas, que
contemplan sin pasión esta novedad en la “política criolla”.
Sabemos que el general Uriburu, a quien la policía vigila, di-
rige la sublevación militar. En Crítica se incuba una de las di-
recciones de la revolución civil. Cuando después de los suce-
sos de septiembre, Crítica afirme que la revolución “se gestó”
en su casa, dirá la verdad. Con sus trescientos mil ejemplares
diarios, sus títulos sensacionales, sus verdades y sus menti-
ras, su animación, su colorido, constituye una fuerza formi-
dable. Cada día hace varios millares de revolucionarios. Y en
su edificio de la avenida de Mayo se reúnen a conspirar los
diputados socialistas independientes, algunos conservado-
res, diversas personas apolíticas y el general Justo y otros mi-
litares. Crítica es, en aquellos días de agosto, el principal foco
de subversión.
Pero la masa revolucionaria -si puede darse ese nombre a
multitud de pequeños grupos, muchos de ellos sin organiza-
ción ni contacto con los otros- está formada por los jóvenes de
las familias distinguidas, muchos de ellos influidos por las
ideas fascistas. En cada casa hay uno o dos revolucionarios, a
veces de diecisiete y aun de dieciséis años. Mientras el padre
permanece a la expectativa, los muchachos se embarcan en la
aventura. Ellos poco o nada saben de exacto sobre el gobier-
no de Yrigoyen. Lo odian con un odio de clase, aunque no se
524 Manuel Gálvez

den cuenta. No quieren echarlo abajo por interés personal, si-


no por patriotismo, por “decencia”. Están convencidos de
que, empezando por Yrigoyen, los radicales son ladrones y
no se bañan. No piensan estos muchachos en puestos ni otras
ventajas para sus padres o para ellos. Son sinceros, nobles y
exaltados. Muchos de ellos han abandonado su vida de caba-
rets y copetines para hacerse revolucionarios. Ya no son es-
cépticos, ni frívolos. Ahora viven en ardiente exaltación y
quieren pelear por la patria. Pues ellos, lectores de los perió-
dicos revolucionarios, creen que la patria está en peligro. Y
las hermanas y las amigas los animan, y en muchos casos
también las madres. Todas ellas odian a Yrigoyen y al radica-
lismo. Los llaman “la chusma”, vale decir: la hez. Ellas no han
leído jamás un diario radical, y en materia de política aceptan
como dogmas todo lo que dice la tremendamente mordaz pe-
queña hoja conservadora.
Es una revolución de clase la que se prepara. El pueblo
desea la caída del gobierno, pero no interviene. La actividad
se concreta en los clubs aristocráticos, en los centros milita-
res y en las casas del barrio norte, en donde vive la sociedad
distinguida.

En la Cámara de Diputados -el Senado no funciona en to-


do ese año- aún no han terminado las sesiones preparatorias.
Se pasan las horas y los días discutiendo las elecciones de ca-
da provincia. Desde el doce de junio no se habla allí sino de
política. Nadie mueve un dedo para que terminen aquellas
discusiones interminables y estériles. Un diputado radical
advierte que, durante los seis meses del período anterior, el
Congreso no dio una sola ley al Poder Ejecutivo. En cambio,
un socialista se alaba de que su partido interpeló sesenta y
cuatro veces al gobierno de Alvear.
La politiquería y esterilidad de este Congreso tienen indig-
nada a mucha gente. Se lo acusa de ausencia del sentido del
deber. Apenas se preocupa de dictar leyes necesarias. Los
mejores proyectos se amojosan en las comisiones. La magní-
fica Ley del Trabajo que le envía Yrigoyen no llega al recinto,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 25)

en donde, sin embargo, es discutido, con morbosa minucio-


sidad, el más insignificante fraude electoral cometido en el
más insignificante pueblito de la República. El diario de se-
siones constituye el más poderoso argumento contra el parla-
mentarismo. El Congreso de 1930 arroja a la revolución a
muchos buenos patriotas, que esperan ver nacer, detrás de los
fusiles del ejército, algo nuevo, ajeno a los partidos y a sus
rastreros intereses.
a

de NA el | as E

qUe Y Gu urea rai es Aa Ds PARAS


5 Je Ho la ) 2 MAS dis SA ld A Hibizs*
7d e qe AMAN Y
EST
0% hh me o pu Sa ví a la qa ds agur, A
A ram j A
rs AAN Sn AA is A Rp pe
NS Me
ARIAS Ml E ¡1d $ .
ARAU A dl per
Él he A
Í q “0 Ay Cu PO
Al pla y ¡asf í
' A y ANA IRA
P "O Al 45 da WEY
' LI pl Vido 105 Y
| MS A
l e i PAJAS de dad pe

A a 10710 Y apo e. aa EE A
de . TE De 1 CURA tá Ú aya
y A crol e ES qt na ¡Bel
A ] oh E ni ve Wwé+a dem
W Ml $

A UN

e mAs y La
: DAA A paga
y Mg roo
de
LO 5 e La ¡AN o cd ANS
ná 152 AO a (da
Me e Inti SO 5 PA ' ermita
PR A A Ñ A De pol
WA, . ¡ua nun UF Sd 200 MA UE
e á Drs E MI » y
e ¡PIDA A ANI
pr: ny EN IN
"a pird AA
US DAA A '
A ll -
Ip vi y e ra quedo

A
XIV. La revolución del 6 de septiembre

ipólito Yrigoyen se ha quedado solo. Su inmensa po-


pularidad se ha desvanecido. Ya ni sus fieles se atre-
ven a defenderlo. El pueblo no corre, como antes, a
verlo y a vitorearlo. Y excepto aquellos que tienen intereses
-empleos que salvar o negocios en perspectiva- todos desean
su caída. Creen unánimemente, hasta los más fervientes radi-
cales, que el gobierno de Yrigoyen nos llevará, en unos meses
más, a una insalvable catástrofe económica.
Una mañana celébrase un funeral por las víctimas de un
accidente ocurrido en el Riachuelo. La multitud, al salir del
templo el presidente, grita: “¡Yri-go-yen, Yri-go-yen!” Pero ya
no es el pueblo. Son “los muchachos” de los comités subur-
biales, la claque enviada por el Klan. Ha comenzado a “orga-
nizarse” la admiración a Yrigoyen.
Días después se realiza un tedéum en conmemoración de
la Reconquista de Buenos Aires. En la calle, un clarín dirige los
movimientos de los comités. Los manifestantes llevan bande-
ras con los colores del Parque, blanco y rojo; escarapelas y
boinas blancas. Y atruena el aire una fanfarria intempestiva.
El veinte de agosto por la noche, después de un mitin oposi-
tor en un teatro, la multitud se dirige hacia la casa de gobier-
no vitoreando a la revolución y gritando: “¡Que renuncie, que
renuncie!” Intentan entrar. Los guardias sacan sus armas. La
policía es apedreada. Va a correr la sangre, cuando algunos
prudentes cantan el Himno Nacional.
Veintiuno de agosto. Los radicales celebran una singular ma-
nifestación, a la que llaman harto impropiamente un carrousel.
Se lo considera un desagravio a Yrigoyen, pero hay alguna
razón para creer que ha sido suya la idea. La afirmación, he-
cha en un volante, de que salen a la calle “espontáneamente”,
prueba lo contrario. Doscientos hombres por cada comité. Ve-
hículos de toda especie: carros de mudanzas, camiones, taxis de
alquiler, ómnibus comunes y ómnibus de turismo, atestados
528 Manuel Gálvez

de muchachones del pueblo, muchos de los cuales llevan pa-


ñuelo en el pescuezo. Después de recorrer algunas calles del
centro, entre la espantosa gritería de los vítores a Yrigoyen, el
estrépito de las bocinas, el incesante agitar de banderas roji-
blancas, los manifestantes, tocados con boinas, desfilan frente
a la casa del jefe. Puertas y ventanas, todo está herméticamen-
te cerrado, acaso porque Yrigoyen quiere negar su complicidad
con semejante escándalo o porque quiere seguir sus viejos há-
bitos. Los manifestantes no han provocado a nadie, sin duda
por habérseles dado órdenes de no hacerlo.
¿Qué se han propuesto los radicales con ese desfile? Más
que amedrentar a los opositores, como éstos creen, se han pro-
puesto demostrar la fuerza numérica del radicalismo y su fer-
vor patriótico y partidista, capaz de defender al gobierno hasta
con su vida. No pretenden asustar, sino “evitar” la revolución.
El resultado es contraproducente. Y entonces, pensando que
el número de los manifestantes ha debido ser mayor, prepa-
ran un segundo desfile. Esto demuestra que semejantes exhibi-
ciones cuentan con la aprobación de Yrigoyen. ¿Lo confortan
ellas en sus naturales temores? ¿Lo compensan del abandono
de sus amigos? Es de creer que no. Al día siguiente del carrou-
sel, uno de sus más antiguos fieles, que fuera intendente de
Buenos Aires cuando su primer gobierno, le escribe una car-
ta en donde hay frases tan duras como ésta: “El desprestigio
del gobierno aumenta; los partidarios interesados lo empujan
hacia todos los errores posibles, y ya se cierne sobre todos la
amenaza de la violencia, el delito y la sangre”. Y agrega estas
palabras tremendas: “Solo y sin amigos, no de esos que adu-
lan sino de los que sufren al decir amargas verdades, ¿podrá
usted finalizar sus días con la serenidad del hombre que ha
llenado honradamente su misión?”
La oposición, mientras tanto, se hace más enconada. El
carrousel ha alarmado a todo el mundo. No ha faltado moti-
vo, porque en uno de los volantes repartidos por las calles se
ha dicho -reaparición del fantasma de Rosas- que deben ser
acordadas al presidente las “facultades extraordinarias”. La
oposición considera el mitin como una movilización general
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 529

del Klan, y teme que en las “mesnadas” radicales, como lla-


ma a los manifestantes un gran diario, o en “la horda” .como
los llama casi todo el mundo, resucite la mazorca rosista.
La situación se agrava por minutos. El menor acto del go-
bierno es mirado como expresión de despotismo. Los legislado-
res conservadores y los socialistas independientes publican
un violento manifiesto. Un senador radical asegura que casi
todos los firmantes están vinculados con las compañías pe-
trolíferas, que han dejado de ganar trescientos millones de
pesos por causa de la obra nacionalista de Yrigoyen. Nuevas
legiones se crean. El veintisiete la ciudad vive horas de tre-
menda inquietud. Baja el peso.
En la Casa de Gobierno ya nadie duda de la inminencia de
un movimiento, salvo Yrigoyen. Se teme a una fuerza todavía
invisible y que las autoridades no logran localizar. El presiden-
te sólo cree en un atentado contra su persona. El ministro de
Guerra adopta disposiciones que hubieran conjurado el movi-
miento. Militar enérgico e inteligente, fue él quien, en 1919,
siendo jefe de policía, dominó la revolución social de enero.
Recorre los cuarteles a diversas horas. Hace distribuir armas
entre los empleados del Ministerio. Ordena que se vigile a cier-
tos militares y se detenga a otros. Los radicales, por su parte,
n.
crean un cuerpo de guardias blancas para proteger a Yrigoye
El día antes del segundo carrousel, desde un automóvil a
n a un la-
toda velocidad, sujetos en pie, desmelenados, arroja
amenazador.
do y a otro, con grandes brazadas, un volante
Acción
Allí se invita a los miembros de la Legión Radical de
-todo el mundo traduce “el Klan- a ocupar su puesto, a “no
sediciosa
dejarse ganar la calle”. Aconseja que a “la prédica
acción di-
de la oposición contubernista” se responda con “la
anuncio de
recta”. Y termina anunciando la ley marcial. Este
“acción directa” amedrenta a mucha gente, pero también
cuanto antes
convence a otros de la necesidad de terminar
de la pobla-
con semejantes peligros para la vida y los bienes
endido el error de
ción. Alguien, entre los radicales, ha compr
ido otro volante en
tamaña amenaza, y más tarde es repart
debe temer;
donde se asegura a la opinión pública que nada
530 Manuel Gálvez

que “ninguna contingencia extraordinaria puede esperarse”;


y que los radicales salen a la calle para vitorear el nombre de
Yrigoyen y para “reafirmar su fe patriótica y partidaria”.
El segundo carrousel, más aullante que el anterior y más nu-
meroso, pasea su frenesí por las asustadas calles de la ciudad.
Es a la vez carnavalesco y dramático, dionisíaco y amedrenta-
dor, aquel desfile de ómnibus, de carros, de automóviles, des-
bordantes de hombres y de gritos. Un gran grupo de gauchos
a caballo, cubiertos con boinas blancas, pone una nota de so-
siego en la bárbara batahola. Banderas argentinas y banderas
rojiblancas son agitadas en casi todos los vehículos. En algu-
nos se exhiben enormes retratos de Yrigoyen -uno de ellos es-
tá iluminado- que hacen pensar a la oposición en los tiempos
en que la efigie de don Juan Manuel era paseada por las calles.
Cláxones, bocinas, bandas de música, mezclan sus rugidos y
sus marchas vibrantes. En gritería unánime, sale de cada ve-
hículo, como una llamarada, el nombre de Yrigoyen. Si dejan
de vocearlo no es para callar sino para entonar el himno del
partido. Arrojan volantes en que piden confianza en el jefe.
Cantan coplas contra la oposición. O estos estribillos: “¡Yrigo-
yen sí, otro no!”, “¡Un, dos, tres, Yrigoyen otra vez
11!

La manifestación resulta imponente. Su fanatismo, su fer-


vor, le hace recordar a un extranjero ilustre que la presencia,
a las multitudes fascistas. A pesar de que antes de partir, los
miembros de un comité, ya en la calle, han sido baleados por
opositores que han pasado volando en tres automóviles y gjri-
tando “¡Viva Cantoni!”, los manifestantes -acaso cincuenta
mil- no realizan actos hostiles contra nadie ni tienen expresio-
nes injuriosas. Solamente disparan algunos tiros hacia la
puerta cerrada de un librero editor, que acaba de publicar un
libelo contra el presidente. Esta conducta correcta no se expli-
ca sino por órdenes rigurosas de Yrigoyen.
Pero en la esquina de Maipú y Corrientes un hombre, con
un revólver en la mano, injuria a los del carrousel. Los vehícu-
los pasan a su lado, sin que sus ocupantes le contesten. Por
fin, uno de ellos salta de un camión y se enfrenta al agresor
con ademán de sacar armas. Intervienen numerosas personas.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 58

El agresor es llevado a un club aristocrático, muy próximo al


lugar. Detrás de él, los radicales lo desafían y amenazan a
gritos. El hombre, irritado, consigue zafarse de los que lo con-
tienen y hace fuego hiriendo a un radical. Desde la calle le
replican y lo hieren. Así relata el suceso La Nación, diario ene-
migo de Yrigoyen, pero honrado. Los pasquines y los políticos
opositores, olvidando que el agresor, aunque persona de la
clase distinguida, tiene en su haber varios incidentes análo-
gos, lo consideran como una víctima de la mazorca “peludis-
ta”. Ya tiene la revolución su primer mártir.

Los ministros, cada vez más inquietos, vuelven a reunirse.


No dudan de que la revolución se viene. Ven destruida la obra
de Yrigoyen, aniquilado el radicalismo, tal vez en peligro sus
vidas. Uno de ellos propone clausurar Crítica e implantar la
dictadura. Los demás protestan. Otro de ellos, enterado de
que los revolucionarios tienen cantidad de armas en una lo-
calidad próxima y después de haber visto en un salón reser-
vado de un restaurante de la calle Corrientes, a las dos de la
mañana, a varios militares, y entre ellos al jefe de los cadetes,
le refiere todó a su colega del Interior. “¡Las revoluciones no
se hacen así!” exclama este ministro, que agrega, con aire de
suficiencia: “¡Me va a decir a mí, que me he pasado la vida
haciendo revoluciones!” Pero el alarmado, no conforme, va a
ver al presidente. No lo dejan pasar. “¡No quiero hacer aman-
sadora!” El caso es urgentísimo. Amenaza con meterse en el
despacho presidencial por la violencia, cuando lo dejan en-
trar. Yrigoyen lee una carta reveladora, escrita por el presi-
dente de una institución patriótica, incorporada a la oposi-
ción. Yrigoyen le dice a su ministro que el autor de la carta
“viejo amigo suyo- es “un buen muchacho, pero algo palanga-
naax palmeándolo, a modo de despedida, agrega: “Váyase
tranquilo, no pasará nada”.
Ahora está frente a él, como delegado de sus colegas, el
ministro de Justicia e Instrucción Pública. Es un hombre con-
trahecho, que anda con muletas. Inteligente, tiene el don de
la palabra. Su mirada penetra e investiga. Pero le falta valor
532 Manuel Gálvez

para expresar todo lo que piensa. Le dice que el pueblo ve con


alarma y desagrado la esterilidad e inactividad del Congreso,
y que una revolución se prepara. Yrigoyen contesta que convo-
cará a sesiones extraordinarias. Y en cuanto a una revolución,
no cree en ella.
El drama interior de cada uno de los ministros asume ca-
rácter angustioso. Hay en el presidente una tan enorme fuerza
de inercia que nada se puede contra él, y una respetabilidad
tan augusta que impide contradecirlo y querer convencerlo
de cosa alguna. Él no cree en la revolución porque no la ve, y
porque, aunque la viera, no creería: la realidad no determina
sus juicios. Y luego, su confianza en sí mismo y en su parti-
do, su optimismo encallecido en sesenta años de ejercicio, su
ilusión de estar realizando un gran gobierno. Alguien dirá: ¿y
por qué esos ministros no renuncian? Quien haga esta pre-
gunta ignora lo que es el poder espiritual de Yrigoyen, su
fuerza de atracción, la veneración que inspira. Y en tales mo-
mentos, renunciar sería traicionarlo.
Uno de los ministros, sin embargo, dimite: el de Guerra.
Ha tomado eficaces precauciones contra la revolución que ve
venir, y el presidente, que no se defenderá en el caso de revo-
lución y que quiere infundir confianza al pueblo, se las desa-
prueba. Pero este ministro no pertenece al radicalismo ni ha
sido nunca uno de los fieles de Yrigoyen. Está en el gabinete
en calidad de técnico. Su renuncia tarda unos días en ser pu-
blicada, pero desde el 30 de agosto hablan de ella los diarios.
Los demás ministros no tienen valor para la mortal puñalada
que sería la renuncia.

Detengámonos un momento, antes de que los acontecimien-


tos se desboquen. Meditemos con serenidad, colocándonos al
margen de las pasiones políticas y de los intereses en juego.
Como todos, yo también creí en la necesidad de la revolución.
Me alegré de su triunfo y asistí al juramento de Uriburu. Aho-
ra me pregunto: ¿era necesaria y justa?
Entre las causas del movimiento, algunas eran falsas y otras
insuficientes. Ni la baja del peso, que posteriormente bajaría
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 589

mucho más; ni los incidentes sangrientos, que siempre los


hubo y los habrá; ni los hurtos en la administración, muchos
de los cuales resultarán falsos; ni la crisis económica, que exis-
te en el mundo entero; ni el servilismo, mal crónico entre no-
sotros; ni los temores de una dictadura, absurdos tratándose
de un presidente que se deja injuriar con increíble paciencia;
ni su enfermedad, pues puede ser reemplazado por el vice; ni
la incapacidad de los ministros; ni el aumento de la crimina-
lidad, que será mayor durante el gobierno siguiente; ni aun la
paralización administrativa, justifican un trastorno tan gran-
de como es una revolución. No cabe duda de que fuertes in-
tereses de diversa índole se han asociado para echar abajo al
gobierno. La campaña de los diarios, que hasta llaman “tirano”
a Yrigoyen, es harto sospechosa. Las altas clases han visto una
posibilidad de recuperar el poder, si bien los hombres de esas
clases, así como numerosos políticos y gentes dedicadas a los
negocios, simpatizan con el movimiento sinceramente, enga-
ñados por la propaganda de los diarios “Sensacionalistas”. El
capitalismo extranjero apoya la revolución. Pero esta coalición
de intereses no excluye las convicciones sinceras. Numerosos
hombres quieren echar del poder a Yrigoyen por dos razones:
porque a ellos les conviene y porque están absolutamente
ciertos de que el país se halla al borde de una catástrofe.
¿No hay alguna causa legítima en la revolución que se pre-
de
para? Hay dos. Una es la probabilidad de que en nombre
toda
Yrigoyen, e ignorándolo él, se cometan atrocidades de
especie. Los sucesos de la plaza del Once y otros análogos
que, en
y los dos carrousels han asustado a la gente. Se teme
salgan a las
algún momento de exasperación, las “hordas”
saquear. Se lo cree
calles a asesinar, que entren en las casas a
que irá
a Yrigoyen sin voluntad, reblandecido. Se supone
sin es-
peor cada día, que en su lugar gobernarán los sujetos
legítima es la
crúpulos que lo tienen secuestrado. Otra causa
de semejante situa-
dificultad, casi la imposibilidad, de salir
deje el go-
ción. Los radicales no quieren hacer nada para que
partidaria,
bierno Yrigoyen. Temen la indignación de la masa
del
que es inculta y fanática, y el enojo de los secuestradores
534 Manuel Gálvez

presidente. Jamás podrá llegarse al juicio político, proyecto


en que piensa, según se dice, el ministro de Instrucción Públi-
ca. Los cien “genuflexos” se opondrán, aunque vean a su jefe
en pleno delirio. Los radicales reconocen la gravedad de la
situación, pero no quieren tratar con sus enemigos ni expo-
nerse a perder el gobierno y sus ventajas. Ante semejante em-
perramiento no cabe sino la fuerza.
¿Y la situación económica? Se dice que el Banco de la Nación
ha sido poco menos que saqueado, que el gobierno le debe ya
ciento cincuenta millones. Después se sabrá que esto es falso,
que el exceso de la deuda del gobierno sólo ha sido de trein-
ta y un millones. Y el banco nunca ha tenido mejor época. Sus
utilidades en ese año de 1930 -de cuyos doce meses, más de
nueve pertenecen a la presidencia de Yrigoyen- llegarán a
cerca de sesenta y ocho millones. Se afirma que el crédito ex-
terior está arruinado, y, sin embargo, una semana antes de la
revolución, la casa bancaria americana Chatham Phoenix le
ofrece al gobierno un crédito por trescientos millones de dó-
lares. Lo único cierto es que el gobierno está sin dinero. No
habrá con qué pagar a los empleados el mes próximo. Las en-
tradas aduaneras son insignificantes, acaso por los temores
de revolución. Y la crisis exige al frente del gobierno un hom-
bre activo, sano y capaz.
¿Es tan malo el gobierno? Tal vez no lo sea tanto. Lo que
está mal, moralmente, es el país; Buenos Aires, sobre todo.
Hay una gran corrupción. La de los gobernantes no es sino
un aspecto de la corrupción general. Hay un asco de nosotros
mismos, un deseo de salir del pantano. Y se confía en que una
revolución nos salvará.

Pleno ambiente revolucionario. La Casa de Gobierno está


convertida en una fortaleza. El último día de agosto, el minis-
tro de Agricultura es silbado “en representación” de Yrigoyen
en la Exposición Rural y, mientras escapa a las iras de la mul-
titud, perdido el sombrero y desarreglada la corbata, le gritan:
“¡Ya se fue, ya se fue!” El primero de septiembre Yrigoyen no
asiste a su despacho. Dícese que está enfermo. En los buques
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 535

de guerra de Puerto Nuevo las tropas están listas para desem-


barcar. El dos, algunos radicales conspicuos resuelven aconse-
jar al presidente la adopción de providencias que den al país
la sensación de seguirse los caminos de la ley. Nueva baja del
peso. Yrigoyen tiene treinta y ocho grados y medio de tempe-
ratura. Ese día, en el Teatro Colón, en un concierto, se distri-
buyen insignias revolucionarias. A la una de la noche la poli-
cía refuerza las guardias. Son arrestados algunos militares y
se busca al general Uriburu. Los radicales encargan a un se-
nador para que pida a Yrigoyen delegar el mando en el vice-
presidente. El tres se publica la renuncia del ministro de la
Guerra. Es un mazazo en la cabeza. Asegúrale al presidente
haber visto a su alrededor “pocos leales y muchos intereses”;
le habla de la “marea que nada detendrá” si él no recapacita
un instante y “analiza la parte de verdad”, que para el renun-
ciante es grande, “que puede hallarse en la airada protesta
que está en todos los labios y palpita en muchos corazones”.
Enorme desorientación en el gobierno. Un diario dice que,
“en el grupo de vanguardia del radicalismo, ha empezado
por primera vez a proyectarse algo sin que el señor Yrigoyen
sea el iniciador”. Mejora el peso. Comienzan las manifesta-
ciones de los estudiantes.
Mientras tanto, los trabajos revolucionarios avanzan. El
general Uriburu y otros militares tratan de sublevar a los je-
fes de los regimientos del Campo de Mayo y del arsenal. En
Crítica han seguido conspirando los líderes socialistas indepen-
dientes y algunos conservadores. Pero como los más fuertes
núcleos conservadores aún no se han adherido al movimien-
to, Federico Cantoni y un redactor de Crítica fraguan un ma-
nifiesto radical, le ponen al pie algunos nombres de notorios
yrigoyenistas y lo distribuyen a millares, sobre todo en los ba-
rrios aristocráticos. “Los radicales que rodeamos al Restaura-
dor de las libertades argentinas” -comienza el pseudomani-
fiesto- declaran que “se imponen medidas de fuerza contra
los contubernistas y regiminosos que agitan la bandera de la
revolución”. El pueblo radical debe pedir a su ilustre jefe que
“le suelte sus manos” para poder obrar libremente contra la
536 Manuel Gálvez

oposición. Y debe solicitar el estado de sitio y la ley marcial;


la deportación de los agitadores a Ushuaia y al extranjero; la
clausura de los diarios “venales y falaces”; la expropiación de
sus talleres y la deportación de sus directores e interdicción
de sus bienes; la clausura de los grandes clubes y la respon-
sabilidad criminal ante la ley marcial de las personas que for-
man su comisión directiva; y el desafuero y juicio sumario de
los diputados de la oposición. Este documento -tan hábil como
inmoral- logra el fin anhelado. Los conservadores, las perso-
nas independientes, los que hasta ayer vacilaban, se ponen de
parte de la revolución.
El día cuatro se produce la chispa que va a ocasionar el in-
cendio. Al anochecer, cinco mil estudiantes recorren varias ca-
lles cantando el Himno Nacional, gritando “¡Democracia, sí;
dictadura, no!” y pidiendo la renuncia del presidente. La poli-
cía a caballo quiere dispersarlos. Empleados policiales preten-
den quitarles la bandera. Toque de atención del clarín amena-
zante. Rebencazos. “¡Abajo la policía de los tiranos!” “¡Muera
la mazorca!” Es incontenible el avance. Plaza de Mayo. En la
Casa de Gobierno, puertas y ventanas están cerradas. Unos cin-
cuenta estudiantes rodean la estatua de Belgrano y colocan
allí una bandera argentina. Quieren hacerlos desalojar. Un ti-
ro. Estupefacción. Tres, cuatro tiros. Pánico. Corridas. Treinta
tiros aún. “¡Asesinos!”, “¡Muera el mazorquero, que renuncie!”
Hay un estudiante muerto y varios heridos. La multitud estu-
diantil, agrandada y rugiente, invade la calle Florida. Desfile
entre ovaciones. “¡Un, dos, tres, que renuncie de una vez!” Se
dan vítores a la revolución. Gargantas y puños claman ven-
ganza. Vuelve la manifestación a la avenida de Mayo. Desde
los balcones de Crítica, el jefe del socialismo independiente
profiere: ”...la pronta renuncia, o habrá que sacarlo violenta-
mente de la Casa Rosada”. Y un líder conservador exclama:
“¡Carguen las armas al brazo y ténganlas listas!”
Y él, Hipólito Yrigoyen, ¿qué dice?, ¿qué piensa? Él sabe
muy poco de lo que ocurre. Ha mejorado de la congestión
pulmonar. Se pretexta la enfermedad para prohibirle visitas.
Algo, sin embargo, llega a sus oídos: descontento en el parti-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 537

do, malestar en el ejército... Él afirma que en el partido no hu-


bo nunca tanta disciplina y atribuye el descontento a la pro-
longada acefalía de sus organismos directivos. Y del descon-
tento en el ejército -no hondo malestar- culpa a ciertos actos
del anterior ministro de Guerra. Hipólito Yrigoyen es siem-
pre el hombre en cuyos juicios apenas interviene la realidad
exterior.
Esa tarde del cuatro -es un jueves- recibe dos visitantes ex-
cepcionales. Uno es el vicepresidente de la República. Otro, el
ministro de Instrucción. Numerosos radicales esperan que el
ministro, hombre inteligente y franco, le hable con sinceri-
dad. Mientras los estudiantes inician la manifestación, los
tres hombres conversan. El ministro le expone al presidente
la gravedad del momento. Le da pormenores, le dice que la
revolución está a punto de estallar. No sabemos si le ha pedi-
do su renuncia. Probablemente le ha indicado la necesidad de
que pida permiso por largo tiempo, la necesidad de un cam-
bio de hombres y de procedimientos. Yrigoyen escucha con
atención. Ni un músculo se mueve en su rostro impasible. Y
cuando el ministro, en presencia del vicepresidente, conclu-
ye, y los dos visitantes esperan con ansiedad la respuesta que
salvará al partido y al país, oyen con asombro que Yrigoyen,
el hombre lento de siempre, el hombre insensible a las reali-
dades, pide que lo dejen reflexionar hasta el lunes...
Ya no hay esperanza sino en los médicos. Por medio de
ellos le aconsejan pedir permiso. Los médicos le dicen que ne-
cesita reposo absoluto durante un tiempo. Él quiere pensarlo
con calma. Conversaciones y conciliábulos. Y así, sin nada re-
suelto, amanece el día 5. Los diarios explotan la sangre que
ha corrido -incidente habitual en cualquier ciudad del mun-
do, cuando una multitud irritada está frente a la policía- pa-
ra acusar de tirano a Yrigoyen e incitar a la revolución.
Por fin se resigna a delegar el mando en el vicepresidente.
Sabe, perspicaz como es, que nada puede hacer. Se encuentra
enfermo, con un gran abatimiento. Comprende que quieren
alejarlo del gobierno, que sus propios amigos comienzan a
abandonarlo. ¡Ingratos! Él no se quejará, nadie conocerá su
538 Manuel Gálvez

drama interior. Se someterá a su destino. Y entonces ordena


que se redacte el decreto por el que delega el gobierno.
Son las cinco de la tarde. Durante todo el día ha habido
manifestaciones que pedían su renuncia. Lo mismo acaba de
hacer, en un valiente documento, el decano de la Facultad de
Derecho, que exige también “la inmediata restauración de los
procedimientos democráticos dentro de las normas constitu-
cionales”. ¿Dónde están los radicales, aquellos de los carrou-
seles y de las amenazas? Son las cinco de la tarde. Una nueva
manifestación de estudiantes ha llegado hasta cien metros de
la plaza de Mayo. De pronto, bombas y sirenas. ¡El presiden-
te ha delegado el mando! ¡El vicepresidente decreta el estado
de sitio! La vanguardia de la manifestación, que ha querido
llegar hasta la plaza, es baleada desde los balcones de la mu-
nicipalidad. La policía impide una reunión de los opositores,
que iba a realizarse en el cruce de las calles Florida y Diago-
nal Sáenz Peña. Algunos son detenidos. La policía recorre
las calles. El estado de sitio aquieta los ánimos. Sensación de
derrota en todas partes. Los diarios de la tarde, bajo la ame-
naza policial, no publican noticias de los sucesos. Agentes
policiales ponen sitio al edificio de Crítica. Todo es inútil,
porque los ejemplares del diario son arrojados a la calle y
desparramados por la ciudad. Entonces se conocen los gra-
ves sucesos. El diario oficial informa que el vice en ejercicio
ha recibido la adhesión de la Fraternidad de Maquinistas y
Foguistas, de la Unión Ferroviaria y de los Tranviarios y em-
pleados y obreros de todos los ferrocarriles, que anuncian la
voluntad de permanecer en sus puestos. Los que ignoran las
gestiones revolucionarias del general Uriburu y de otros jefes
y particulares piensan que la revolución, por ahora vencida,
se hará más tarde.

Ha amanecido el 6 de septiembre. Los diarios de la maña-


na callan los acontecimientos del día anterior. Se espera algo
sensacional. Los empleados van a su trabajo. Las calles están
llenas de gente. En cada balcón hay dos o tres cabezas que mi-
ran hacia abajo. En las puertas y en las esquinas los hombres
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 539

conversan. Hay cierto temor. Y a las nueve, Crítica publica en


sus pizarras: “Se han sublevado las tropas de Campo de Mayo
al mando del general Uriburu”. Estallan las bombas que anun-
cian el boletín. Suenan las sirenas de otros diarios. ¡Revolu-
ción! Cuarenta años hemos vivido en paz. La noticia produce
escalofríos de emoción. Las gentes se abrazan y se felicitan
sin conocerse. Hay lágrimas en millares de ojos. Los estudian-
tes abandonan las aulas.
Los allegados de Yrigoyen, que hasta poco antes de llegar
las tropas al centro creían imposible el triunfo de la revolu-
ción, no saben cómo darle tan tremenda noticia. Temen, aca-
so, que ella pueda causarle la muerte. Pero es preciso que lo
sepa, y alguien, con muchas precauciones, restando impor-
tancia al suceso, se lo refiere. Él no cree, no puede ni quiere
creer. Y si es así, él está cierto de que Uriburu no cuenta con
el ejército. Si realmente se ha rebelado, el gobierno lo vencerá
con facilidad. Pero él no quiere que el gobierno resista. No
quiere ser responsable de la muerte de millares de argentinos.
Él dará órdenes al vice en ejercicio para que no se derrame
una sola gota de sangre. Y no por haberse rendido dejará él
de tener razón. Su obra no morirá. Él cree en la justicia, y adi-
vina que la posteridad lo justificará y lo ensalzará.
La noticia de la sublevación de algunas tropas y de la en-
trada en la ciudad lo abate por completo. Los allegados creen
que allí en su casa peligra su vida y buscan un refugio. Se
piensa en un buque de guerra, en un lugar de los alrededores
de Buenos Aires, en la embajada de Chile. Predomina este úl-
timo proyecto y se hacen gestiones ante el Embajador. En su
entorno todo son alarmas, aflicciones, desesperaciones. Su de-
caimiento se agrava por minutos. Es preciso llamar a un mé-
dico. El corazón está débil. El médico le da una inyección. Son
las cuatro de la tarde.
Mientras tanto, Uriburu y las tropas sublevadas vienen lle-
gando al centro de la ciudad. Han partido esa mañana desde
el Campo de Mayo. Uriburu ha dirigido un telegrama al vice
en ejercicio, en el que le exige su renuncia y la de Yrigoyen y
los hace responsables de la sangre que llegue a verterse por
540 Manuel Gálvez

defender a un gobierno “unánimemente repudiado por la opi-


nión”. En la Casa Rosada hay pánico. Los ministros se hacen
cargos entre ellos. El de Marina, en el intento de resistir a la
revolución, ha dado algunas órdenes. Sabe que los aviones
revolucionarios, que vuelan sobre la ciudad, no pueden arro-
jar sino manifiestos por carecer de bombas. Ha dispuesto que
los aviones de marina los persigan. Ha dispuesto también
que las tripulaciones de los buques de guerra desembarquen
y se aposten en sitios estratégicos. Uriburu, que cuenta con
poquísimas tropas, sería vencido. Pero el vice en ejercicio se
indigna al tener noticia de esas órdenes. ¡Allí no manda sino
él! Por causa de esas Órdenes imprudentes va a correr sangre.
El ministro lanza un sonoro terno y desaparece. El vice en ejer-
cicio tiene resuelto, de acuerdo con los deseos de Yrigoyen,
que no se resista a la revolución. Sólo él y uno de los minis-
tros quedan en el palacio presidencial. Poco después de las
cuatro la bandera de parlamento ofrece la rendición, desde el
tope del mástil de la Casa Rosada.

Uriburu no trae sino los cadetes y tres escuadrones de di-


ferentes regimientos y armas. Numerosos ciudadanos los
acompañan. Han salido a la madrugada con armas, a su en-
cuentro, resueltos a combatir. Pero no ha sido necesario. Las
comisarías se entregan una tras otra y los agentes se incorpo-
ran a las columnas en marcha. Las fuerzas policiales -la guar-
dia de caballería- que debían resistir se han entregado o se
han retirado.
La entrada de las dos columnas revolucionarias, que en la
proximidad del centro se unen en una sola, constituye un es-
pectáculo jamás visto entre nosotros. En algunos trechos van
las tropas entre dos filas de automóviles, ocupados por estu-
diantes. Flores desde las ventanas y desde las aceras. Hombres
y mujeres se rompen las manos aplaudiendo y se enronque-
cen vitoreando a Uriburu, a la revolución y a la Patria. Toda
la ciudad se ha echado a la calle para ver el paso de las tro-
pas. En un automóvil abierto, en pie, rodeado de fieles que
ocupan hasta los guardabarros, va el general Uriburu. Lo si-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 541

guen otros automóviles, atestados de muchachos con sus fu-


siles. Desde los balcones de la calle Callao, mujeres de la so-
ciedad distinguida, a la que pertenece el general Uriburu, le
arrojan flores. Es una auténtica apoteosis.
¿Dónde están los radicales, esas enormes masas que el 12
de octubre de 1928 vitoreaban a Yrigoyen? Muchos están es-
condidos en sus casas. Otros contemplan con frialdad el paso
de las tropas. Algunos forman parte de la columna. Y unos
cuantos, ocultos en diversos balcones y azoteas de la calle
Callao, están prontos para hacer fuego sobre el ejército. Y así
lo hacen. En dos o tres puntos de la calle Callao, los jóvenes
cadetes y conscriptos que van marchando entre flores y ví-
tores son fusilados desde arriba. Pero el ataque grave se pro-
duce en la plaza Congreso. Sujetos del Klan, trasconejados en
diversos puntos de la plaza, acaso hasta en el palacio del
Congreso, hacen fuego con ametralladoras. La artillería su-
blevada dispara contra ellos sus cañonazos. El intento del
Klan ha sido matar a Uriburu. Hay quince muertos y cerca
de doscientos heridos. Yrigoyen nada sabe de este atentado
tan inicuo como inútil.
Todo ha pasado y la columna reanuda la marcha por la
avenida de Mayo, hacia la Casa de Gobierno. Pero ahora los
acompañantes de las tropas quieren venganza. Incendian el
comité radical, el local del diario yrigoyenista. Atacan otros
lugares, destruyen vidrios y muebles. Desde los balcones del
comité y del diario, de donde los radicales han huido, son
arrojados a la calle, por los asaltantes, retratos de Yrigoyen,
papeles, objetos varios. Hacen una pira y la incendian. Un
busto de Yrigoyen, realizado en quebracho, es atado con pio-
lines y alambres y arrastrado por las calles.
Ya está en la Casa Rosada el general José F. Uriburu, presi-
dente provisional de la República. El vice es obligado a renun-
ciar. En la plaza, el pueblo, delirante de entusiasmo, exige
que sean iluminados los edificios públicos, y así se hace. Que-
man retratos de Yrigoyen, del hombre hasta pocos meses atrás
amado por el pueblo. Cantan el Himno Nacional. Hipólito
Yrigoyen acaba de ser arrojado del poder.
542 Manuel Gálvez

Y ahora, mientras las turbas revolucionarias saquean e in-


cendian el diario en donde tantas alabanzas se le dijeron a él,
y surge en ellas la idea de incendiar y saquear su modesta ca-
sa, lo que sucederá horas después, allá va Hipólito Yrigoyen,
en aquel atardecer doloroso, hacia la ciudad de La Plata. Uno
de sus fieles, que lo ha encontrado casi solo, lo arranca, en un
automóvil, de los tremendos peligros que allí corre su vida,
sin esperar la respuesta de la Embajada de Chile. En dos au-
tomóviles se reparte la escasa comitiva. Una hora y media du-
ra el triste viaje. Al principio, el automóvil corre casi todo lo
que puede, pero es preciso aminorar la marcha porque los
barquinazos hacen daño al enfermo. Los dos fíeles que lo
acompañan están consternados. Apenas se atreven a hablar, a
comentar esos sucesos increíbles. Temen, con razón, hacer su-
frir al pobre viejo. Y él tampoco habla casi nada. Está abatido,
enfermo, tristísimo, pero no se queja. Ni una palabra contra
el general revolucionario, ni contra el partido que lo ha aban-
donado en la hora trágica de su vida, ni contra el pueblo de
Buenos Aires. Allí va en el doloroso atardecer el pobre viejo,
ignorando la magnitud de su desgracia. Él cree que todo ha
sido un motín militar, una sorpresa muy hábil. ¡No sabe que
el pueblo entero, aquel pueblo al que tanto ha amado, por el
que tanto ha hecho, por el que ofreció su vida en varias oca-
siones, se siente liberado de su poder. No sabe tampoco has-
ta dónde llega el abandono de su partido, de ese partido que
él formó, que él llevó a la victoria y al gobierno. Abandonado
por el pueblo ingrato por el partido, más ingrato aún allá va
hacia La Plata, huyendo, Hipólito Yrigoyen, convertido por
una decisión de la Divina Providencia en la que tanto él cree,
en un rey Lear doliente de la libertad y de la democracia.
Porque es su amor a la libertad lo que lo ha arrancado del
poder. Él permitió que los diarios formaran la conciencia re-
volucionaria. No hubiera habido revolución si él, menos res-
petuoso de la libertad, menos demócrata, hubiera clausurado
los diarios adversos, enviado a Ushuaia -como lo harán des-
pués los triunfadores de hoy- a los conspiradores, y encarce-
lado a doscientas personas. O si, menos respetuoso de la vida
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 543

humana -“¡los hombres deben ser sagrados para los hom-


bres!”- hubiera ordenado, al ejército, que casi integramente le
era fiel, defender al gobierno. Pero él no ha querido que sea
violado ni uno solo de sus principios. Él no ha querido, como
en cien Ocasiones de su vida rectilínea, que se derrame una
sola gota de sangre.
Y allá va, enfermo, con peligro de morir en el camino, co-
mo lo ha dicho uno de sus médicos, silencioso, pensativo, el
pobre viejo vencido, más grande en el dolor y en la derrota
que en el gobierno. Allá va, en su soledad espiritual, rumian-
do su tragedia, este rey Lear de América. Allá va, expulsado
por el pueblo, él, que dedicó a su liberación cuarenta años de
su vida; expulsado por los proletarios, él, el único presidente
que hizo obra para el pobre; expulsado por los patriotas, él,
que defendió como nadie la independencia espiritual de la
patria; expulsado por los católicos, él, el único presidente que
invocó sin cesar a Dios y a la Divina Providencia y colocó a la
Iglesia en el lugar de respeto y de jerarquía que nunca tuvo;
expulsado por esos hombres que le deben servicios, comen-
zando por el general vencedor. ¡Ingratitud de los hombres y
de los pueblos! En la gran ciudad que el automóvil va dejan-
do lejos, todos se alegran, todos festejan su derrota. 5e bebe
champaña, se proyectan fiestas. Y mientras tanto, silencioso,
triste, enfermo, en un abatimiento impresionante, pero con-
forme con su desgracia, en su resignación de filósofo y de
cristiano, allá va hacia el destierro y la prisión, abandonado y
negado por el pueblo, al que tanto amó, Hipólito Yrigoyen,
este rey Lear de la libertad y de la democracia.
Ñ o
AN DAGA mus 1- qn era is
¡A

IN E AA A]
ade q, a dar a dal
a jo cd nd el rd ir
ar pap el 18 a a ds ds
A O A A
A E iaa da?
PEN ns ts Pra trely
ad rei prcaMime 0 DAA,
lar cds ea tr nit dal a
91d reddit a cabina
mirate dana es abrigos A nidos dad
O ACE nar jabon
E “y
O REO : Y
A A A
1 edi jtiresgoss 11 eto lomo creci A
A IAS A delia; ca aint A
leds a ras MaiE
den ropa de An tr el e
ei ut re nideb dl djs enlrd
ta
y roda dd, at dtt rd oe la le
E E re
E
am ei tr ele Yin a ar
IRA pd
20 adobe DAMA A AAA pp da TO
Uso de ptas rárro pd
peda me lirica «eto se
pom Vd ll ia:
1 A ¡ld 1 A ar
a
O a A bid
O A A
As Para De eric pen 1
O Nalda > MIPNAA A
PADUA NN a ta de i
Lo De a AN

ri 0 a A
Lea GA puse als

ES
XV. Prisión y destierro

a anochecido cuando dos automóviles se detienen


en La Plata frente a la residencia del gobernador, que
es también la Casa de Gobierno provincial. Puertas
y ventanas cerradas. Apagadas las luces. Saben que estalló en
Buenos Aires la revolución, pero ignoran el resultado. El sar-
gento de guardia mira con desconfianza los vehículos. De
uno de ellos desciende, ayudado por varias personas, un an-
ciano tembloroso, en quien el guardia no tarda en reconocer
a Yrigoyen. El palacio se conmueve con la noticia. Llamados,
exclamaciones, ruidos de puertas. Mientras el anciano sube
penosamente las gradas del palacio, aparecen el gobernador,
sus ministros y varios empleados. El gobernador abraza al
anciano y exclama: “¡Cuánto me alegro de que se haya acor-
dado de mí en estos momentos!”
Yrigoyen se halla en gran postración, agravada por el tra-
queteo de la hora y media de automóvil. Lo sientan en un sillón
y allí permanece con el pecho hundido, los labios morados,
los párpados caídos y respirando con angustiosa dificultad.
Como pide más descanso, lo llevan al piso alto y allí se tira en
una cama, achuchado. Lo cubren con algunas cobijas. El go-
bernador, ignorando el triunfo de la revolución, supone que
Yrigoyen ha ido a La Plata para intentar desde allí la resisten-
cia. Cree contar con el regimiento 7 de Infantería, de guarnición
en la ciudad. Telefonéale al jefe del regimiento. Con lógico
disgusto, se entera de que el jefe ha ido al telégrafo para es-
perar órdenes del presidente provisional. Todos advierten la
inutilidad de resistir. Consternación de aquellos hombres al
conocer la realidad, al ver cómo Yrigoyen tendrá que entre-
garse preso. En la convicción de que el cuartel es su único re-
fugio seguro, él resuelve ir allí. Pero, para no comprometer a
los jefes del regimiento, irá con su renuncia, y como un c1ú-
dadano cualquiera. Uno de sus amigos, lloriqueando, la re-
dacta. El gobernador llora como una criatura. Yrigoyen está
546 Manuel Gálvez

extenuado, tal vez con fiebre. El médico le toma el pulso y so-


lloza. El texto de la renuncia no le satisface a Yrigoyen, que
dicta otro y lo firma. Los presentes, diez o doce, lloran, se
quejan o maldicen. El único tranquilo es Yrigoyen, como
treinta y siete años atrás, en el pontón Ushuaia. Pero sus ami-
gos lloran por él, al ver cómo espera la prisión, si no la muer-
te, al hombre a quien tanto veneran, al que fue hasta horas
antes todopoderoso.
Llegada al cuartel. Sus amigos lo ayudan a bajar del auto-
móvil y a andar unos metros. Entra, saluda con una floja
venia, se quita el sombrero y se sienta. Lleva un sobretodo os-
curo y una boa de vicuña, con la que se cubre parte del ros-
tro. Como su médico le advierte que le hará mal permanecer
descubierto, pide permiso -correcto y atento como siempre-
para ponerse el sombrero. A una pregunta del jefe contesta:
“Vengo a presentar mi renuncia ante el ejército”. Se hace leer
el documento, antes de entregarlo: “Ante los sucesos ocurri-
dos, presento en absoluto la renuncia del cargo de Presidente
de la Nación Argentina”. Agrega un “Dios guarde a usted”,
y -ante la impresión penosa de los militares y el llanto de sus
amigos- le pone este encabezamiento: “Al jefe de las fuerzas
militares de La Plata”. No renuncia, pues, ante el gobierno, ni
por su voluntad, sino obligado por los sucesos. El segundo je-
fe lee el documento. “Señor Yrigoyen -le dice-, bajo mi palabra
de honor y la del regimiento a mis órdenes, su vida se halla
garantizada, ocurra lo que ocurriere. Y estoy a su servicio”.
Yrigoyen le agradece. No puede más, y solicita descanso.
Sus amigos se despiden entre lágrimas y abrazos. Con mira-
das severas, él trata de impedir esas efusiones. En el dormi-
torio del jefe se instala, por el momento, su dormitorio. Una
hora más tarde, le hace saber el gobierno que puede irse a
donde quiera. Y entonces él pronuncia estas palabras senci-
llas y tristes: “Me quedo aquí, si me es permitido. Estoy mal
y no tengo a donde ir”.

Mientras Yrigoyen queda en el cuartel unos días, en el mis-


mo abatimiento en que llegara, han ocurrido en Buenos Aires
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 547

sucesos extraordinarios. Las turbas han asaltado las casas de


varios fieles suyos, penetrado en su propia morada y quema-
do en la calle sus muebles, libros y papeles. Espectáculo de
barbarie. Las llamadas “hordas radicales” no hicieron nada
semejante al triunfar en 1893, en 1916 y en 1928.
Pero el general Uriburu termina rápidamente con estos
desmanes. Al otro día por la mañana amanece pegado en las
paredes de la ciudad un enérgico bando: “Todo individuo
que sea sorprendido in fraganti delito contra la seguridad y
bienes de los habitantes, será pasado por las armas, sin forma
alguna de proceso”. Tres o cuatro delincuentes son fusilados,
y el orden queda establecido. Igual hizo Yrigoyen en 1919
incendio
cuando la revolución anárquica de enero, a raíz del
de una iglesia y de los asaltos a las armerías. Cuando un go-
bierno quiere imponer el orden, no ser cómplice de ladrones
y de asesinos, lo consigue.
al
El 8 de setiembre jura en la Casa de Gobierno el gener
Uriburu. Cien mil personas llenan la plaza de Mayo, los balco-
yen.
nes, las azoteas. No es el pueblo que ovacionaba a Yrigo
os
Son las altas clases, la burguesía, aunque no faltan algun
el ambie nte.
sectores de verdadero pueblo. Extraña alegría en
de la excesiva
Todos se sienten liberados del escepticismo,
vida cómo-
afición a los goces materiales, de la tendencia a la
ha sido
da. Ha surgido de pronto, por obra del latigazo que
Nos sentimos un
la revolución, un sentido heroico de la vida.
al juramen-
gran pueblo. Todos los que aquella tarde asisten
resuelto ser me-
to, y los hombres todos de la ciudad, tienen
que han
jores, trabajar por la Patria, abandonar la vida inútil
de moralidad.
llevado. Hay deseos de orden, de disciplina,
rvadores, están
Los políticos, los radicales como los conse
el aire. La luz
arrepentidos de sus faltas. Algo nuevo hay en
es obra de
es más clara y más bella. Esta transformación no
ario ha sido
los vencedores, pero el movimiento revolucion
una lección de orden que el país necesitaba.
en un retor-
Desgraciadamente, la revolución se convierte
vez!”, se dicen
no de las altas clases al poder. “¡Volvemos otra
de la sociedad
los unos a los otros los hombres y las mujeres
548 Manuel Gálvez

distinguida. Se felicitan mutuamente y se abrazan en su rego-


cijo. El ministerio, intelectual y socialmente, no puede ser me-
jor; pero llama la atención que tres de los ocho ministros estén
vinculados con las compañías extranjeras de petróleo y to-
dos, salvo dos o tres, a diversas empresas capitalistas euro-
peas y yanquis. Los primeros actos del gobierno de Uriburu
no dejan duda de que la revolución será, si no lo es ya, una
restauración del Régimen. El 6 de septiembre es una especie
de termidor de nuestra historia.

El gobierno ha cambiado de resolución en cuanto a Yrigo-


yen. Sucesos graves han comprometido a sus partidarios. En
la misma tarde del juramento, el Klan -última hazaña- inten-
ta una contrarrevolución. Pero es sofocada rápidamente. La
gente corre a las armerías, a los cuarteles. Quiere proveerse
de armas para defender a la revolución. A causa de estos su-
cesos, que han repercutido en La Plata -donde grandes gru-
pos radicales recorren las calles anunciando la contrarrevolu-
ción triunfante y vitoreando a Yrigoyen-, el gobierno decide
conducir al ex presidente a un buque de guerra. Numerosos
radicales son llevados a la cárcel. Los que pueden se esconden.
Algunos cobardes envían su adhesión al gobierno. Muy po-
cos fieles van a La Plata para visitar al pobre viejo. Los anti-
personalistas, que años atrás lo admiraron y fueron secuaces
suyos, ahora se regocijan de su caída. Alvear, en el primer re-
portaje que le hacen en París, declara que la revolución “era
un mal necesario”; y en otro dice que Yrigoyen “ha jugado con
el país”, que “no respetó ni a las leyes ni a los hombres”, que
“humilló a sus propios colaboradores inmediatos, los minis-
tros” y que su segunda presidencia “fue un asalto sin control”.
El 10 de septiembre Yrigoyen es examinado por los médi-
cos, que le encuentran una traqueobronquitis sin fiebre y una
gran depresión moral, Al otro día se lo embarca en el acoraza-
do Belgrano. Muy decaído, los pocos fieles que lo acompañan
han tenido que ayudarlo a vestirse. El Belgrano sale río afue-
ra y queda fondeado a cuatro millas de la rada de La Plata.
Allí le hacen saber a Yrigoyen que está preso e incomunicado
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 549

por los sucesos del 8, y Uriburu le manda decir que será fu-
silado si se produce un movimiento contrarrevolucionario.
Entonces este hombre, tan valiente ante los dolores físicos y
morales, experimenta un verdadero terror. El 13 de septiembre
se dirige al gobierno “desautorizando terminantemente toda
tentativa de alterar el orden y la paz nacional y deseando que
el gobierno se realice en la mayor tranquilidad”. El 14 le es-
cribe: “Reiterando el deseo de hacer todo cuanto esté a mi al-
cance por el restablecimiento de la tranquilidad nacional, en-
carezco al señor Presidente se sirva indicarme los medios que
considere más conducentes, ya que desde esta prisión, aisla-
do, incomunicado y enfermo, no puedo sino confirmar mis
declaraciones al respecto”. El 16 le recuerda al gobierno cómo
prefirió renunciar para que no se llenara “de sangre y de desas-
tres el país” y declara su ignorancia de los sucesos del 8, que
no conoce todavía, y a los que repudia y condena. Al otro día,
acaso por indicación del gobierno, les ordena a sus fieles, por
es-
medio de uno de sus parientes, “que deben acatar el actual
tado de cosas, guardando los debidos respetos a la autoridad”.
Es menester, insiste, “que no se derrame una gota de sangre”.
Y el 24 vuelve a recordar al gobierno cómo tomó la resolución
“más noble y generosa que pueda concebirse, para evitar a la
Nación, dolorosos y enormes males” y cómo se puso a su dis-
posición “para que en todo cuanto estuviera” a su alcance,
“no fuera desvirtuada ni perturbada esta resolución”.
Con estas declaraciones y las de sus más fieles partidarios
pasa todo peligro para él. ¡Ya no será fusilado! Pero el abati-
miento aumenta por causa de sus inquietudes, y, dos días
un
después de su última carta al presidente Uriburu, sufre
ataque cardíaco. Su estado cerebral no es nada bueno. Pade-
cambiarle
ce también de la vejiga, y muchas noches hay que
es
la cama. Pasa las horas solitario. No lee. Tiene a sus Órden
a, camin a
un sirviente y dos enfermeros. Cuando se levant
cuerpo
con dificultad, avanzando a cada paso el lado de su
correspondiente. Vienen médicos a examinarlo: unos, solici-
n-
tados por él; y otros, por encargo del gobierno. Tiene cincue
ta y cinco pulsaciones y lo amenaza la uremia.
550 Manuel Gálvez

Mejora su salud, y el primero de octubre, a punto de ser


trasladado al crucero Buenos Aires, escribe otra vez al gobier-
no. Se queja de que lo lleven a un buque más liviano, que se
moverá más, “temeridad tan injusta como inconsiderada”; y
recuerda que él nunca tomó disposición alguna contra nadie.
Vuelve a recordar su renuncia y cómo ahora experimenta, por
causa de esa actitud, “un bienestar infinito”. Insiste en su de-
seo de ausentarse del país -él quiere ir a Montevideo, pero no
a Europa- manifestado en anteriores cartas, en procura de
tranquilidad para su espíritu y del restablecimiento de su sa-
lud, o que se le permita trasladarse a su casa, para ser atendi-
do por su familia.
Se le contesta que puede irse a Europa siempre que lo ha-
ga en un buque de guerra y comprometiéndose a no regresar
al país hasta después de la organización de los poderes. Pero
él no acepta, por considerarlo “desdoroso”. Teme también ser
“ultimado”, como escribirá más tarde, por el frío y por el mo-
vimiento del mar.
Ese mismo día es trasladado al Buenos Atres. Allí está pre-
so su ministro del Interior. Pero la incomunicación se levanta
entre ellos. A él lo acompaña su médico. En el Buenos Aires
pasa veinte días. Su salud mejora. Allí se entera por los diarios
-que sólo ahora le son permitidos leer- de que está procesado
ante el juez Federal por irregularidades en el desempeño del
gobierno. Allí se entera también del aumento de la criminali-
dad, sobre todo del “gangsterismo”; de la baja del peso a un
punto a que no llegó cuando él gobernaba; del proceso a los
que fueron jefes de las altas reparticiones durante su adminis-
tración; y de la prisión de los partidarios de la política nacio-
nalista -que ha sido la suya- en materia de petróleo.
El 21 de octubre lo llevan otra vez al Belgrano, anclado en
la rada. Las gentes del gobierno dicen que estos traslados tie-
nen por objeto liberar a las tripulaciones de la excesiva disci-
plina a que se los somete por la permanencia de Yrigoyen: no
pueden recibir cartas ni cosa alguna, ni escribir a sus familias,
ni pedir permiso para ir a tierra. Pero los amigos de Yrigoyen
aseguran que la causa es otra: parece que él, enfermo e inco-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 551

municado, sugestiona con su sola presencia a los marineros,


que, desde lejos, a escondidas de los oficiales, lo saludan con
la mano. Como Rosas, Yrigoyen es poderoso y temible hasta
en el destierro.
Ha vuelto al Belgrano muy mejorado. En su departamento
-un dormitorio y una salita- tiene sillones de cuero y un pe-
queño escritorio. Le llevan el catálogo de los libros y él sólo
pide el diccionario de la Academia Española, su lectura favo-
rita, como lo fue la de Rosas. Ahora puede recibir visitas. De
la ciudad van a verlo su hija, su secretaria, su abogado y algún
otro pariente. Se entera del incendio de sus papeles y sus mue-
bles por las turbas revolucionarias, de la fuga a Montevideo
de su ministro de Relaciones Exteriores, de los procesos a sus
amigos, de las declaraciones de Alvear. Ha aceptado su situa-
ción resignadamente y no se queja. Delante de los jefes del
barco no habla una palabra contra Uriburu, de quien dice que
fue radical y revolucionario del Parque. A Alvear lo conside-
ra un “infidente”. De su ministro pregunta: “¿por qué se fuga
si no hizo nada malo?” Declara no haber conocido a ciertos
funcionarios, y que si les dio los altos cargos fue por reco-

mendación de otras personas. No se queja del pueblo, pero
ron.
de esos funcionarios que, al conducirse mal, lo traiciona
páginas sueltas en donde,
Escribe sus “memorias”, que son
En sus con-
en su estilo de siempre, dice las cosas de siempre.
con palabras
versaciones con los jefes del barco sale, de pronto,
ajenas a lo que se habla. Teme ser asesinado o envenenado.
El médico del barco debe probar ciertos alimentos o bebidas,
antes que él.
Le pi-
A poco de llegar al Belgrano escribe al juez Federal.
-
de que anule todo lo actuado, pues ni se lo ha oído ni permi
Días más tarde, a
tido defenderse, y que lo llame a declarar.
camarote el Juez
las once de la mañana, se constituyen en su
presen-
y los secretarios. Después de dar la mano al Juez y ser
lamento,
tado a los secretarios, dice, todavía en pie: “¡Cuánto
to para ustedes!
señores, ser yo el motivo de este viaje moles
su nombre, na-
Les pido mil disculpas. Al ser preguntado por
ente al
cionalidad, profesión y edad, se queda mirando fijam
52 Manuel Gálvez

juez. Se le explica que son preguntas formularias, y entonces


las contesta. Declara ser hacendado y tener setenta y dos
años. Tiene setenta y nueve. Luego habla largamente, con
verbosidad, a veces con vehemencia. Parece desear hacer de-
claraciones trascendentales, pero se domina. Solicita su tras-
lado al extranjero. Su abogado hace una cuestión previa: los
jueces no tienen competencia para procesar al Presidente de
la República, a quien sólo el Senado puede juzgar. Yrigoyen
agrega que no es al gobierno provisional, sino al Congreso, a
quien corresponde aceptar su renuncia.
Lleva veinte días en el Belgrano, cuando, por segunda vez,
es conducido al Buenos Atres. Aquí va a permanecer otros
veinte días. Tiene el dolor de enterarse de que el juez dispo-
ne convertir en prisión preventiva la detención. Lo inhiben
para vender y comprar bienes. Vuelven, por orden del juez,
los médicos. El pide que participen de la consulta dos médi-
cos que anteriormente lo han atendido y conocen su enferme-
dad. Sus parientes lo visitan una vez por semana. Va también
el dentista, amigo y partidario suyo; pero sólo a curarle las
encías, pues tiene toda la dentadura sana. En el Ministerio
de Guerra se descubren falsificaciones de su firma. Publicase
un reportaje de Alvear, en donde su viejo amigo dice que
“después de la pesadilla del pasado y de su bello despertar,
se siente un anhelo de decencia y probidad...”
Por fin el 29 de noviembre terminan sus peregrinaciones.
La tarde de ese día es trasladado a la pequeña isla Martín
García, situada en el río de la Plata, a cuatro horas de Buenos
Aires.

Han pasado apenas dos meses y veintidós días desde que


Hipólito Yrigoyen fue arrojado del poder. Las doce semanas
se le han ido entre enfermedades, cambios de barcos, cuida-
dos de su salud y cartas al gobierno. Ha sufrido una conmo-
ción de catástrofe. Un mundo se le ha derrumbado. Ha visto
cómo todos lo abandonaban: el pueblo, el ejército, su partido,
hasta sus fieles amigos. En su alma sensible se ha desarrolla-
do un doloroso drama. Nada sabemos de eso concretamente,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 553

porque él, siempre reservado y resignado, no ha dicho a na-


die la menor palabra. Solamente Dios y él han sabido lo que
él pensaba, lo que sufría. Esa gran tragedia moral ha sido la
principal causa de la depresión profunda que le observaron
los médicos.
Ahora ya sabe hasta dónde llega su desgracia. Y sin embar-
go, parece indiferente. Es que posee dos inmensos tesoros: el
optimismo y la resignación. Cree que cuanto sucede es obra de
la Divina Providencia, y eso le basta. Y es optimista, un opti-
mista desenfrenado, emperrado en sus dichosas esperanzas.
Durante las primeras semanas, un oficial lo visita diaria-
mente por orden del jefe de la isla a quien comunica por es-
crito las conversaciones. Las palabras de Yrigoyen revelan
una cierta confusión mental. Refiere equivocadamente he-
chos en los que ha intervenido. Repite siempre las mismas co-
sas, como si ellas lo obsesionasen: su amistad con Uriburu, su
opinión sobre dos de los ministros radicales...
Desde la llegada se queja de no estar bien atendido y de di-
versos males. Ante una señora de su familia dice que se va a
morir y, mientras los dos lagrimean, le pide hacer lo posible
para que termine su destierro. Una noche de mediados de di-
ciembre, se ha quejado insistentemente y se ha levantado va-
rias veces. Otra noche, a principios de enero, se hace dar unas
friegas con alcohol en las espaldas. El mayordomo, a quien le
pide haga llamar al médico del Libertad, lo encuentra sudan-
do a mares. Hace mucho calor, y él se ha echado encima dos
o tres frazadas y un poncho y tiene cerradas la puerta y la
ventana. Hay tal vez un poco de estrategia en sus lamentacio-
nes, sobre todo cuando las profiere delante del oficial, a quien
también le ruega, hasta el cansancio, que lo haga sacar de allí.
Pero lo que realmente lo incomodan son los bichos: mosqui-
tos, moscas, cucarachas, arañas y víboras. Le impresiona el
saber que una rata ha mordido en el pescuezo al jefe de la is-
la, y llama otra vez al oficial para preguntarle “tímidamente”
si es verdad esa historia que le ha contado.
Se la refiere a su ex ministro, y le pide inquirirle al oficial
si puede repetirla a sus parientes cuando vengan a visitarlo.
554 Manuel Gálvez

Al mismo jefe se lo pregunta. Al oficial le habla del tema “un


sinnúmero de veces”. Cuando llegan sus parientes es lo pri-
mero que les cuenta, “pero según él -informa el oficial- las
dimensiones del animal eran las de un elefante, tanto exa-
geraba”. Y una tarde queda aterrorizado al ver cruzar una
rata.
Si alguna de estas cosas revelan la decadencia de su espí-
ritu, de su carácter y de su naturaleza física, otras lo muestran
en la plenitud de su conciencia o de su energía. Así, cuando
da instrucciones a su secretaria sobre el manejo de sus intere-
ses y de su estancia: el acarreo del trigo, el sueldo que debe
pagarse a los peones, la siembra de la alfalfa. La primera
vez que van sus parientes, el oficial, que -para vigilarlo, pues
esas personas podrían traer y llevar comunicaciones entre
Yrigoyen y los radicales que en Buenos Aires intentan cons-
pirar- tiene orden del jefe de almorzar y comer con ellos, se
dispone a sentarse a la mesa. Él se incomoda y le dice al ofi-
cial que a su mesa no se sientan sino aquellos a quienes él
invita, y que si el oficial insiste él comerá solo. Después hace
llamar al oficial, le da explicaciones y lo invita a almorzar con
él, pero el oficial no acepta.
En estos diálogos con el oficial, que duran dos meses, Yri-
goyen revela -síntoma de ancianidad- un aflojamiento del enor-
me control de toda su vida. Habla de sí, y dice que es un gran
sensitivo, un llorón; y en efecto, el oficial lo ha visto lagrimear
en tres o cuatro ocasiones. Esto basta para evidenciar la deca-
dencia del hombre de rostro inmutable que ha sido durante
sesenta años. Y también lo evidencia aquel expresarse desfa-
vorablemente de sus amigos y sus ministros, ¡él, que nunca
ha hablado mal de nadie!
En Martín García mejora extraordinariamente. Al princi-
pio le molesta el clima, bastante frío, aun en verano, tal vez
porque el suelo es de origen volcánico. Luego se acostumbra,
y el ambiente tranquilo, la soledad, le hacen mucho bien.
Ahora lee. Aparte del diccionario, tiene a su lado algunas obras
de Derecho Constitucional y un libro que sobre su persona
y su obra publicó uno de sus discípulos hace catorce años. Le
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 555

han permitido tener allí a su hija y a su secretaría, y ahora pue-


de conversar, pasada la incomunicación, con su fiel ex ministro.
Malas noticias le llegan: la vista del fiscal de Cámara, que pi-
de se confirme el auto de prisión contra él; la resolución de la
Cámara, diciendo que está bien procesado, el intento de revuel-
ta, de acuerdo con algunos terroristas, por parte de ciertos ra-
dicales impacientes; el decreto de ley marcial; el complot de
Córdoba, pocos días después; el fracaso de la tentativa revo-
lucionaria de un general que le es adicto; la prisión de su abo-
gado, en Santa Fe; la confirmación por la Cámara del auto de
prisión e inhibición, y el falso manifiesto con su nombre, obra
odiosa de sus enemigos.
Su vida es sencilla y austera. Ha rechazado los buenos
muebles que le ha enviado el gobierno y aceptado otros bas-
tante pobres. Se levanta a las seis y se desayuna con té puro,
sin leche. Aparece, en el corredorcito, bien vestido y peinado,
con un pañuelo de seda en vez de cuello y corbata y calzado
con sus arcaicos botines con elásticos. Aunque dispone de
diez mil metros cuadrados, no pasea por allí sino raramente.
Va y viene por el corredorcito, conversando con su ex minis-
tro. Cuando a su amigo, después de un mes y ocho días, lo
traen a la Penitenciaría Nacional, dialoga largamente con el
médico. Pero su ocupación principal es escribir. No lo hace
por sí mismo. Sentado junto a una mesita, con el lápiz en la
mano, le dicta a su secretaria. Cuando se le ocurre alguna pa-
labra poco usual, de las que a él le gustan, la secretaria con-
sulta al diccionario. A él le basta con que la palabra figure allí,
aunque tenga otro sentido. En sus monólogos ante los demás
-el médico, el comandante de la isla, el oficial de guardia O
la
el pesquisa que lo vigila- menciona siempre a Dios y a
Divina Providencia. Una vez les da a sus interlocutores una
verdadera conferencia sobre moral, elogiando la familia y el
matrimonio. Pero su tema preferido es la política. Recuerda
sin cesar que fue “plebiscitado”, y cuando se molesta por
alguna objeción exclama: “¡Yo soy el presidente de los ar-
y se
gentinos!” Almuerza y come con su hija y su secretaria
y le
acuesta a las nueve. Cuando está acostado, entra su hija
556 Manuel Gálvez

dice: “¡La bendición, Pa!” Y él le contesta cristianamente:


“Dios la haga buena”.
Come y bebe bien y se mantiene erguido, como veinte
años atrás. Su sueño no es tan bueno por causa de los mos-
quitos; y cuando no puede dormir, llama al jefe de la guardia
para conversar con él. A alguien le dice que todavía es tan
hombre como cualquier otro. Pero ante los médicos exagera
sus pequeños males o se finge enfermo. Al de la isla le comu-
nica síntomas inexistentes. Una mañana en que le han estado
contando cuentos verdes -que le han hecho reír en grande y
que son una novedad en su vida austera-, le avisan que dos
médicos llegarán pronto de la ciudad para examinarlo. Desa-
parece, y cuando vienen los médicos, a los que se los hace es-
perar un rato, se presenta ante ellos un anciano tembloroso,
pálido, casi un cadáver. Exagera por estrategia, en éste como
en Otros casos, pensando ingenuamente en impresionar a los
otros -médicos u oficiales de la isla- para que informen en su
favor y poder ser puesto en libertad.
Acaso la idea del examen lo asusta. Su temor a la muerte y
a las enfermedades sigue siendo enorme. De la ciudad le
mandan medicinas a montones. Teme ser asesinado y enve-
nenado, lo mismo que en los barcos. Por las noches, su hija
coloca una medallita en el picaporte, a fin de que si entra al-
guien para matarlo caiga al suelo la medallita y haga ruido.
Pero, si es bueno su estado físico, no lo es tanto el moral.
Suele decir cosas sin coherencia con lo que se conversa. En
cierta ocasión, fundándose en que Uriburu no entiende de
política, le escribe proponiéndole que lo nombre ministro del
Interior; y justifica esta extravagancia, diciendo que todos de-
ben colaborar con el gobierno. Una vez cuenta que al minis-
tro de Instrucción Pública le dio ese cargo porque una hijita
del aspirante, preciosa criatura, se arrodilló ante él y se lo pi-
dió, y él no podía quitar a la inocente la primera gran ilusión
de su vida.
Habla siempre bien de Uriburu. Pero no de sus propios
amigos. Dice que Alvear es un “palangana” y un “boca sucia”.
Aunque bondadoso y sentimental como siempre, revela aho-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO SOY

ra una leve acritud. Y aunque haya mejorado física y moral-


mente, no recupera aquel poderoso control de toda su vida.
Detesta la violencia, aun en su provecho. Con motivo de
planearse un atraco para libertarlo, lo consultan y él contesta
que prefiere “morir en la isla”. Insiste para que el partido se
presente a las elecciones de abril, convencido de que el pue-
blo lo acompaña. No obstante, el gobierno teme que se inten-
te libertarlo. Ordena la construcción de defensas costosas, ha-
ce rodear la isla con un collar de reflectores y aumenta hasta
cuatrocientos hombres la guarnición. Con motivo de haber
volado sobre la isla un aeroplano desconocido, se adoptan
precauciones aun más rigurosas. Y temiendo a las aptitudes
seductoras de Yrigoyen, el gobierno ordena el cambio ince-
sante del oficial de guardia y del pesquisante que lo vigila.
Poco antes de las elecciones tiene uno de sus grandes dis-
gustos. En febrero, en vísperas de descubrirse una conspira-
ción, él había enviado un cheque contra el Banco de la Nación,
por cien mil pesos, con el sobrino que, autorizado y vigilado
por el gobierno, lo visitaba semanalmente y con quien no ha-
blaba sino delante de las autoridades de la isla. El sobrino fue
detenido y no se le permitió, sino más tarde, reanudar sus vl-
sitas. El Ministerio de Marina le hace saber que esta restricción
se funda en haberse comprobado que él tenía “comunicación
subrepticia” con el exterior de la isla, mientras se conspiraba
contra el gobierno. Al mismo tiempo, le comunican que en ade-
lante no podrá hacer sus pagos sino por medio del Banco de la
Nación, que controlará la realidad de la deuda. Y en cuanto a
las noticias sobre la salud de su hermana, que está gravemen-
te enferma, el gobierno le dice que esas noticias -él ha pedido
que se las lleve su sobrino- se las hará llegar el Ministerio de
Marina. Todo esto lo indigna sobremanera, y escribe al minis-
tro del Interior el 18 de marzo. Afirma ignorar que se conspi-
rase y que “de saberlo, lo habría reprobado”. Manifiesta que el
cheque era, y es, pues no pudo ser cobrado, para pagar todo
esto: una hacienda comprada “públicamente y a la luz del día”,
los arrendamientos del campo que ocupa; la contribución direc-
ta por los campos de San Luis y los intereses de una hipoteca.
558 Manuel Gálvez

Pero está visto que no han de terminar sus sinsabores.


Ahora le levantan un nuevo sumario, en la jurisdicción mili-
tar. Contesta desconociendo la competencia de los jueces mi-
litares e insistiendo en que sólo puede juzgarlo el Congreso,
según la Constitución.
Su inteligencia, que ya no se nubla como durante los días
del gobierno, adquiere extraordinaria lucidez con motivo de
las elecciones que van a realizarse, el cinco de abril, en la pro-
vincia de Buenos Aires. Todo el mundo cree en la ciudad que
ganará el gobierno. Los conservadores aseguran tener una
mayoría de sesenta mil votos. Los radicales afirman su triun-
fo, pero sin gran convicción. Sólo Yrigoyen está seguro de la
victoria. Quiere apostarle al médico de la isla. Partido por
partido -y son ciento veinte-, pronostica los votos que ten-
drán los conservadores y los radícales. Acierta con precisión
matemática. Si se equivoca es, a lo sumo, en cincuenta votos.
“La Unión Cívica Radical triunfará por treinta mil votos” ase-
gura. Y triunfa por treinta y un mil...

En Buenos Aires comienzan a ocurrir graves sucesos.


Uriburu, que a los tres meses de asumir el mando ha hecho
declaraciones despectivas para la democracia, intenta refor-
mar la Constitución y la ley Sáenz Peña. Los diarios comba-
ten estos proyectos, a los que atribuyen carácter fascista.
Crítica, que creó el ambiente de la revolución, es ahora el
principal enemigo del gobierno revolucionario. Se lo acusa a
Uriburu de estar convirtiéndose en un dictador y de hacer un
gobierno de clase y exageradamente nepótico. Ha separado a
dos jueces porque, al excusarse de entender en cierta causa
relacionada con los hombres del gobierno anterior, dijeron ser
amigos de Yrigoyen. Los estudiantes están alborotados por-
que Uriburu, que ha intervenido la Universidad, no les per
mite vivir en perpetua huelga y no reconoce las conquistas
de la Reforma. Vencido el gobierno en las elecciones de la
Provincia, parece que Uriburu va a anularlas. El ministerio,
de mayoría conservadora, debe renunciar. El presidente for-
ma un ministerio apolítico. Algunos diarios han sido suspen-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 559

didos. En mayo es clausurado Crítica definitivamente, por


“razones de higiene”, según el decreto policial. Igualmente es
clausurado el diario de los que, con Crítica, crearon el am-
biente revolucionario, los socialistas independientes, a los
que Uriburu, influenciado por las ideas fascistas, no ha que-
rido dar un lugar en el primer ministerio. El izquierdismo en
masa, que es muy poderoso y que, en gran parte, apoyó la re-
volución, se pone contra Uriburu.
En abril ha llegado de Europa Marcelo Alvear, esperado
como el Mesías. Sus declaraciones desde París, en setiembre,
adversas a Yrigoyen y a sus secuaces, lo han convertido en
candidato para la futura presidencia. Lo aceptan los antiper-
sonalistas, los conservadores y hasta el propio Uriburu, que
le manda al puerto a su edecán. Pero lo extraño es que tam-
bién lo aceptan los yrigoyenistas. Entonces, con lentitud y si-
lencio como para que casi nadie lo advierta, se produce este
fenómeno: que en vez de adherirse los yrigoyenistas a Alvear,
es Alvear quien se agrega, o se entrega, a los yrigoyenistas, es
decir, a la inmensa masa radical, pues los antipersonalistas no
tienen pueblo. Y con Alvear, algunos radicales antipersonalis-
tas que lo acompañaron en su presidencia y que son enemi-
gos de Yrigoyen, aunque otros antipersonalistas, igualmente
amigos de Alvear, se convierten en adversarios suyos, quedán-
dose junto a Uriburu. En el puerto, a la llegada del viajero, la
muchedumbre ha aplaudido; pero no a los antipersonalistas,
sino a las altas figuras del yrigoyenismo.
El hotel en que vive Alvear adquiere una extraña vida.
Políticos de toda laya, inclusive los caudilletes de los comités
yrigoyenistas, pululan allí y en sus inmediaciones. Es la vuel-
ta del “peludismo” dicen, alarmados, sus enemigos. El go-
bierno acaba por creer que en ese hotel se conspira. Explotan
petardos en distintos lugares de la ciudad. Es reabierto el
Comité Central del radicalismo. A mediados de julio se produ-
ce un levantamiento en Corrientes. Uriburu, que ha convocado
a elecciones generales -de presidente y vice de la República,
autoridades provinciales y diputados nacionales- para el 8 de
noviembre, declara que “no serán oficializadas las listas de
560 Manuel Gálvez

sufragios en que figuren los hombres del personalismo”; y


pocos días después son “invitados” a dejar el país Alvear y
otros ases de su partido. Varios son deportados a la glacial
Ushuaia, capital de la gobernación de Tierra del Fuego y uno
de los extremos lugares habitados del continente.
Desde Martín García, Yrigoyen asiste sin rencores al des-
prestigio del gobierno. El peso está tan bajo como no lo estuvo
jamás antes de la revolución. En los diarios de Montevideo,
los expatriados llaman “tirano” a Uriburu. Dícese que en la
Penitenciaría Nacional y en el Departamento Central de Poli-
cía se tortura a los presos políticos. Ya nadie duda del resur-
gimiento del radicalismo.

En los últimos días de abril ha comenzado Yrigoyen a re-


dactar los escritos que presentará a la Justicia. Dice que pen-
saba callar, “soportando las inclemencias morales y físicas del
destino, en estas horas tan atrozmente injustas”, pero, care-
ciendo de todo “amparo de justicia”, ha resuelto defenderse
él mismo ante la Suprema Corte, a la que dirige sus largos
documentos.
En el primero, intenta demostrar, con abundantes citas del
constitucionalista norteamericano Story, que sólo el Congreso
puede juzgarlo. Olvida que ha perdido el poder por obra de
una revolución y que el gobierno de Uriburu no tiene carácter
constitucional, por más que el presidente haya jurado respe-
tar la Constitución. ¿Y qué Congreso podría juzgarlo, si no lo
hay? En este escrito recuerda que renunció “a fin de evitar que
los gobiernos y los pueblos se levantaran en armas”. Repro-
duce las cuatro comunicaciones dirigidas en septiembre y oc-
tubre al presidente de la República y una al juez Federal re-
clamando de su prisión, del cambio de barco, de que se lo
procesara por irregularidades y sin hacérselo saber, como si él
fuese “un ambulante cualquiera”. Protesta con este gesto de
altivez: “Y no debo retraerme para decir que jamás me alcan-
zarán con ninguna malevolencia ni malignidad, porque mi
vida, realizada en todo sentido con las más absolutas integri-
dades y probidades y pasada por el yunque de todas las com-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 561

probaciones, les contesta con el más justo desdén”. Y afirma


que todo lo actuado por el juez es nulo, insanablemente nulo.
En el segundo escrito, al referirse al cargo de tener “comu-
nicación subrepticia con el exterior de la isla” mientras sus
amigos conspiran, dice que sus actitudes fueron siempre cla-
ras y leales y que su acción se ha regido siempre por “precep-
tos y principios” trascendentales, los que lo han impulsado
en la vida, en cumplimiento de “deberes supremos”, “como
una inspiración inmanente”. Habla de los “tormentos dia-
rios” que ha padecido en los buques. Y de la incidencia con
motivo del cheque y de “sus aspectos inconcebibles”, y del
sumario militar.
Por aquellos días muere su hermana enferma y de esto ha-
bla con dolor en el tercer escrito. Dice que cuando pidió ser
visitado por un miembro de su familia para que lo informa-
se, se le contestó “despiadada y despectivamente” que el
Ministerio de Marina le daría noticias. Luego, y protestando
de que no se le permita a su abogado el ponerse en contacto
con él, reanuda por sí mismo su defensa. Y con citas de Story
y de El Federalista insiste, una vez más, en lo que ya sabemos.
Tres escritos más, sin interés, y en el séptimo comienza la
defensa de los cargos que le hacen. Es una síntesis, a su ma-
nera, de toda su obra de gobierno, en las dos presidencias.
Recuerda la autoridad moral con que llegó al gobierno; lo que
hizo por el obrero y el pobre; su actitud ante la guerra; su
obra democrática; su respeto de las libertades. Explica la re-
volución que lo ha arrojado del poder, y, contradiciéndose, pues
afirma, una vez más, que renunció para evitar que los gobier-
nos y los pueblos se levantaran en armas, refiere cómo pensó
en resistir. Y termina hablando de la Unión Cívica Radical, a
la que dedica también sus dos últimos escritos.
Estos diez escritos, redactados entre el 27 de abril y el 8 de
setiembre, y que formarían un volumen de ciento setenta pá-
ginas, constituyen un extraordinario documento. Yrigoyen
entero está allí. Es el introvertido de siempre, el abominable
escritor de siempre. En estas páginas se comprende cómo la
habilidad política lo guía en todo momento. De no creer que
562 Manuel Gálvez

dice ciertas cosas por habilidad, pensando en el pueblo, al


que entusiasma su prosa sibilina y arcana, sería forzoso con-
siderarlo un loco. Porque un hombre en sus cabales no habla
de la “sublimidad” de su vida; ni afirma haber trasformado a
la Nación “por una mutación tan vasta y eficiente de que no
hay precedente mayor alguno en la historia de la vida univer-
sal”; ni cree que ha “fijado jalones tan destacados y deslum-
brantes, que irradiarán en toda la culminación” de su patria
“sobre la cima del universo”; ni se alaba, a propósito de sus
ministros, de no haber nunca “necesitado sabidurías a su la-
, porque siempre creyó poseerlas, de tal manera que ja-
más ha tenido que consultar a nadie; ni llama a su renuncia
“augusta medida””; ni dice que su gobierno “fue enorme co-
mo idealidad infinita”; ni se jacta de su “visión genial”. Pero
no está loco. Su letra de esos días -estudiada por el maestro
Crépieux-Jamin- no revela ningún desequilibrio. La obra de
la arterioesclerosis apenas se manifiesta. Su egolatría, pues,
es más estratégica que real. En ocasiones sorprenden rasgos
de modestia. Su actitud frente a las grandes potencias euro-
peas y en era -obras exclusivamente suyas- las atribuye
a la Nación, que “quiere la paz universal, en la igualdad de
deberes y derechos comunes a todas las naciones”.
Estas extrañas páginas, en las que hay, a veces, cosas muy
bellas -“los horrores de la sangre, que ni aun los triunfos son
felices con ellos”-, muestran hasta qué punto es enorme la in-
troversión de Yrigoyen. Nos cuesta convencernos de que
exista un ser humano tan insensible a las realidades exterio-
res. ¿No llega a decir que “la Unión Cívica Radical, ni colec-
tivamente, ni individualmente, ha sido nunca sindicada de la
menor imputación de desdoros, ni de crímenes, ni de delitos,
ni atropellos, ni desórdenes siquiera”? ¿Es que no ha leído los
periódicos de los últimos veinticinco años, ni los diarios de
sesiones del Congreso? Él no ignora los crímenes, latrocinios
y fraudes de que se ha “sindicado” a su partido; pero esos
hechos no han dejado huellas en su espíritu, no han contri-
buido a la formación de sus juicios. Del mismo modo afirma:
“Jamás recomendé ni hice indicación alguna ni a los ministros
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 563

ni a los funcionarios de ninguna institución” y “no resolví


nunca ningún asunto sino por medio de los ministros y pre-
vio el juicio de ellos”. Sería erróneo creer que miente. El está
convencido de que así fue. Durante toda su larga existencia
ha vivido encerrado en la cárcel oscura de su alma, en medio
de los fantasmas que creaba su imaginación de introvertido.

Apenas terminado su último escrito, recibe la visita de un


periodista italiano, que va a hacerle un reportaje en nombre
de La Nación. Es una de las muy raras ocasiones de su vida en
que se ha prestado a una cosa así. Su visitante ha sido socia-
lista en su patria. Como es ajeno a nuestras luchas políticas,
Yrigoyen, confiando en que será imparcial, lo recibe. Seis días
después de la visita aparece el extenso reportaje, que el país
ha esperado ansiosamente.
El periodista observa “su aspecto robusto y vivaz de estan-
ciero sedentario, no deprimido sino descansado”. Yrigoyen
habla. Atribuye la catástrofe a su enfermedad y dice -contra-
diciéndose con algunas afirmaciones de su defensa- que el
ministro de la Guerra había renunciado contra su voluntad,
porque “quería hacer frente con la fuerza al motín”. Niega
que el pueblo se adhiriese al movimiento, salvo los cien mil
hogares que están “dominados por la propaganda socialista”.
Se expresa contra el anarquismo y el mutualismo socialista.
El visitante observa esa palabra “mutualismo” con un sic iró-
nico. Pero no puede ser sino un lapsus, o una de esas trocatin-
tas que son frecuentes en los viejos y que encontramos en los
últimos escritos de Yrigoyen. Asegura el reportero que Yrigo-
yen se llama a sí mismo “revolucionario sociológico humano,
en un sentido patriótico-filantrópico”. Los lectores se ríen de
esta singular autodefinición; pero si ponemos “social” en vez
de “sociológico” -ahí ha habido otra trocatinta como la ante-
rior- todo resulta cierto. Yrigoyen, en verdad, ha hecho obra
revolucionaria de carácter social dentro de nuestro ambiente,
y la ha hecho con un criterio patriótico y en forma filantrópi-
ca, vale decir, por amor a la humanidad. Agrega el propio
Yrigoyen, cuando el periodista recuerda las malversaciones
564 Manuel Gálvez

de que lo acusan, que él ha sido “el hombre popular, el viejo


patriarcal caudillo, que tiene su fuerza más en el corazón que
en la cabeza, un campesino heroico, sensitivo y bondadoso”.
Habla conmovidamente, con sinceridad que el periodista re-
conoce, de cuanto ha hecho por los pobres. A la insistencia
del visitante sobre las malversaciones, él defiende, con pa-
labras que ya conocemos, su sentido patriarcal de la admi-
nistración. Defiende a los ministros, y agrega: “Yo no tenía
necesidad de elegir mis colaboradores entre intelectuales
eruditos, porque en el desempeño de mi mandato tenía con-
fianza en mis fuerzas y en la Divina Providencia”. Afirma
que la calumnia es impotente: “Durante mi presidencia, en-
venenaron con la calumnia a un ministro hasta empujarlo
al suicidio, y resultó comprobada después su inocencia”.
En cuanto a él, dice: “Pueden insultarme como quieran, pe-
ro el país sabe que soy honrado, patriota, y que no me he
enriquecido en el gobierno”. Declara no sentir odio hacia
sus adversarios, a quienes ha beneficiado a menudo. “Creo
-arguye contra sus acusadores- que si se hace leal y libre-
mente la lucha electoral, el mundo entero verá defendida por
el país mi inconfundible ética política.” El país sabe que esto
es verdad, y nadie, salvo sus enconados enemigos, aprueba
su prisión.
El periodista no ha sido del todo imparcial. Nada ha dicho
de las grandes obras de Yrigoyen -el obrerismo, la política in-
ternacional, por ejemplo- y se ha burlado de él. Termina con
unas palabras interesantes. “Este hombre -dice- me parece
doblemente un desterrado: no solamente de la actuación cívi-
ca, sino también de la realidad de nuestro mundo contempo-
ráneo, como si Martín García se encontrara a una distancia
astronómica de Buenos Aires, y como si muchas dinastías de
faraones hubiesen actuado desde el 6 de septiembre de 1930
hasta hoy”. Exacto: Yrigoyen es un desterrado de la realidad,
como todo introvertido de su altitud. Pero no es en todas las
cosas un hombre anticuado. El gobernante que en 1916, en el
ambiente más retardatario del mundo, hizo obra de justicia
social, es, en cierto sentido, un hombre de su tiempo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 565

Días después de esta visita, en octubre, Yrigoyen se enferma.


Cree tener pulmonía. Van médicos a verlo. Su mal es una con-
gestión de las vías respiratorias, que lo conjuran con ventosas.
Por esos días ocurren cosas interesantes. Uriburu, que se
opone a la candidatura de Alvear para la presidencia, le pro-
pone a Yrigoyen otros nombres. Esto prueba que, para el go-
bierno, Hipólito Yrigoyen es siempre el jefe del radicalismo.
Pero el partido no quiere sino a Alvear que ya ha aceptado.
Uriburu, por un decreto absurdo, inhabilita a Alvear, para ser
presidente, no obstante que en abril era su candidato. Perdi-
da toda lógica, Uriburu llega a anular las muy legales eleccio-
nes del 5 de abril en la provincia de Buenos Aires, sólo por-
que triunfó el partido radical. Un nuevo complot en Córdoba
y en Rosario. Los redactores de un manifiesto radical son pro-
cesados. El radicalismo resuelve abstenerse.
Por esos días de octubre, las fuerzas conservadores, unidas
al muy mermado Partido Socialista Independiente, procla-
man candidato presidencial al general Agustín P. Justo. El
ex-ministro de Alvear, que en otro tiempo tuvo intenciones
dictatoriales para impedir la segunda presidencia de Yrigoyen,
es la antítesis del radicalismo. Pero no cuenta con todas las
simpatías de Uriburu, a quien ha pretendido echar abajo mez-
clándose, aunque sin comprometerse, en una de las tentativas
revolucionarias que fracasaron.
Hacia fines de octubre, el procurador fiscal pide dos años
de prisión para Yrigoyen e inhabilitación especial por diez
años. El país entero, salvo sus enemigos, juzga pequeño y ri-
dículo que se quiera condenar a Yrigoyen por delitos imagi-
narios. No honran a la justicia estas actitudes. El país llega a
creer que hay en tiempos de Uriburu tanto servilismo como
lo hubo en tiempos de Yrigoyen. A él estas injusticias lo ape-
nan sólo momentáneamente. Se sabe honrado como pocos y
cree en la justicia absoluta.
Elecciones del 8 de noviembre. El día anterior se ha levan-
tado el estado de sitio. El general Justo no tiene sino un rival:
Lisandro de la Torre, proclamado por sus correligionarios los
demócratas progresistas y por los socialistas. No es peligroso
566 Manuel Gálvez

para Justo. Aparte del escaso número de votantes con que


cuentan las dos agrupaciones que sostienen su candidatura,
el país no quiere de ningún modo verlo en la presidencia.
Tanto a él como al jefe socialista, su compañero de fórmula,
les reconoce gran talento y valer, pero teme al mal carácter
que se les atribuye, los llama “la fórmula del cianuro” y opi-
na que, si subieran al poder, a las pocas semanas estaríamos
en guerra con alguno de los vecinos. Triunfa Justo. Aun antes
de asumir el mando, comienza a conocer sus sinsabores: el 4
de enero estalla una sedición en Entre Ríos, que es sofocada.
El 19 de febrero, víspera de la transmisión del mando,
Uriburu tiene el bello gesto de indultar a Yrigoyen. Uriburu,
generoso y caballeresco, declara, en los considerandos del
decreto, que en ningún momento el gobierno ha tenido de-
signios de persecución o de venganza contra él o sus colabo-
radores. Probablemente, el deseo de Uriburu no ha sido otro
que tenerlo a Yrigoyen asegurado. Pero él, con admirable al-
tivez, rechaza el indulto.
El 20 de febrero de 1932, con el fin del gobierno revolucio-
nario y el comienzo de la legalidad, termina el destierro de
Yrigoyen. El día antes, el 19, Uriburu dispone su libertad.
Yrigoyen parte esa misma noche. En la rada, a donde llega
pocas horas después, en la madrugada del 20, el guardacos-
tas Independencia espera órdenes del Ministerio de Marina.
El 20 por la mañana -no quieren que Yrigoyen llegue de día
¡tanto temor le tienen!- el Ministerio ordena, por un radiote-
legrama, que el barco atraque a las veintidós, en la zona mi-
litar de Puerto Nuevo. Yrigoyen pasa un día de explicable
ansiedad, aunque su espíritu aparezca tranquilo y sereno.
A pesar de que los diarios no han dado la noticia de su arri-
bo, un millar de personas espera a las puertas del Arsenal Na-
val. Al abrirse las puertas, la gente se precipita hacia Yrigoyen
vitoreándolo. Rodean su automóvil, al que impiden avanzar.
Por fin, acompañado de amigos y de parientes, se dirige a la
casa de su sobrino: Hipólito Yrigoyen no tiene ahora en dón-
de vivir. Una multitud lo espera. Apenas ha descendido del
automóvil y subido la alta escalera entre el delirio del gentío,
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 567

lo obligan a salir al balcón. Su aparición produce júbilo frenéti-


co. El mira el espectáculo, levanta la mano derecha y saluda.
Los amigos invaden la casa. Algunos admiradores lo quie-
ren besar la mano, y él los rechaza. No parece que Yrigoyen
hubiera pasado dieciocho meses en la prisión y en el destie-
rro. Un gran diario que lo combatió siempre, observa que no
trae ningún rasgo de dureza en su rostro. Sereno, se siente,
como siempre, por encima de las pequeñeces humanas. Son-
ríe, dice ese mismo diario, “como si lo complaciera la vigilan-
cia de su espíritu frente a los acontecimientos”. Asegura que
moralmente se encuentra muy bien. Se mantiene erguido, co-
mo un joven. Pero su voz es demasiado tenue. Y a sus fieles
más próximos les dice, como en varias ocasiones análogas,
después de cada derrota, con el optimismo de siempre: “Hay
que empezar de nuevo”.
En las calles, diversos grupos pretenden llegar hasta la
casa. Gritos hostiles al gobierno. Vítores a Yrigoyen. Se organi-
za una manifestación en Corrientes y Suipacha, que se agran-
da con los grupos que esperan en la diagonal Roque Sáenz
Peña. Con una bandera al frente, van, por la avenida de Mayo,
al Comité Radical. “¡Yri-go-yen, Yri-go-yen!”. Allí, después
de una lucha con la policía, logran sacar dos banderas; una es
la del Parque. Formados en columna, andan una cuadra ha-
cia el sur. Pero la policía la detiene. Una comisaría ha estado
a punto de ser atacada. Otra manifestación vocifera frente
al Jockey Club y arroja piedras, rompiendo varios cristales.
Un tranvía es asaltado. Y siempre con su grito “¡Yri-go-yen,
Yri-go-yen”!, estos manifestantes llegan hasta la calle Corrien-
tes. Pasada la una, como desde un café se les contestara, aco-
meten el local. Hacen volar las sillas, rompen los cristales a
pedradas. Y por fin, intentan incendiar dos diarios enemigos.
Los vecinos de esos barrios céntricos, que están en sus casas,
adivinan, aunque no distinguen aquellas voces de la calle,
que Yrigoyen ha vuelto...

Durante los meses que siguen, Yrigoyen ejerce, a modo


de “eminencia gris”, la jefatura del radicalismo. Los ases del
568 Manuel Gálvez

partido van a consultarlo. Pero como el partido considera al


gobierno del general Justo como una continuación de la “dic-
tadura”, es decir, como un gobierno de hecho, las actividades
políticas apenas existen.
Yrigoyen ha mejorado en su estado general. No da a sus
visitantes la impresión de decadencia mental que daba en los
días anteriores a la revolución. Por lo demás, es el hombre de
siempre: sereno, afable, sentencioso. En cierta ocasión en que
se habla de los gobiernos de Uriburu y de Justo, dice: “Es la
restauración. Todo régimen tiene su restauración”. Y otra vez,
como alguien parece creer que la revolución fue contra él, ob-
jeta: “No, mi amigo. La revolución no ha sido contra mí, sino
contra la conquista alcanzada”.
Mientras tanto, algunos militares radicales conspiran. Yri-
goyen no interviene en el movimiento, pero está al tanto de
lo que se hace. Uno de sus íntimos, en una carta a un radical
de Córdoba, le ruega tenerlo al corriente de lo que allí prepa-
ran, para comunicárselo a Yrigoyen, “que es quien tiene el
contralor de los movimientos”. Y otro de los jefes radicales,
escribiéndole al mismo dirigente de Córdoba, le dice: “Todos
estos informes van a poder del doctor Alvear y también del
viejo Yrigoyen”.
Un día de diciembre, el estallido de unas bombas en un
suburbio descubre la conspiración. Alvear, otros políticos y
varios militares son detenidos. A las diez de la noche, la au-
toridad se presenta en la casa de Yrigoyen. Sencillamente,
con la tranquilidad de toda su vida, se prepara a partir. Su
única protesta son estas palabras: “Quiero sólo hacer constar
que soy el Presidente de la República y que, por lo tanto, no
pueden sacarme de mi casa”. Lo conducen al aviso Golondrina,
que en seguida se dirige a la isla Martín García. Durante el
viaje teme al mareo, pues él siempre fue -son sus palabras-
“marica para el agua”. Y de cuando en cuando exclama: “¡Yo,
con bombas! ¡Yo, con explosivos!”
Cinco meses atrás ha cumplido ochenta años. No cabe la
menor duda de su ignorancia de que se preparasen bombas
de dinamita. Él ha creído que el movimiento que estallaría en
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 569

diversas ciudades de provincia sería obra del ejército; y sin


participar en él, lo ha seguido con interés. Pero los hombres
que mandan, escarneciendo sus años venerables y la austeri-
dad de su vida de patriota, lo arrancan de su casa y lo llevan
de nuevo a la prisión. Y allá va Hipólito Yrigoyen, inocente
del crimen frustrado, sereno como otras veces y, como otras
veces comprensivo, resignado y sin rencores para nadie.
o

ee o a >

A UI ERÓS
AA AA a A
rbd ENANA CAU
A A rro! ebria
acli db a
A Us
Ao 7 sal BN dl Matos
o di Ai adn tirs
gal e A LN a

S ips (0 es pee TN > NE paco


NAL dy AO RAP NEWER N CIMA
MIRA Ar AA 6.05
Y > . O (¿M0 4 mais LESA
DAA A UA ARICA * Ñ
MI A dd MAA DAGA LEE pom We
PRA UNA Ñ 12 AYNA O 41 ai 0
nasal Ud ¡WAN FAA A Ves
¿muii 14 e DANA
A A Amós Me YY pap Qua+4 YA ena al
ARA e dea Pee ¿at
= ¿Arale TA EIA AD “AD
FN ah WS Ah DAMDÓIR AA MN LE
vi : e
1 lO IAN AAA > «dls pia
MARTA A INS Pa 2 ¡NS JAM >
Mi os Atrae nn le Mir
A id A A NA. a
UN "y > 1 4 mu NE Aya añ
FO) PR 00115 ayan Es a)
CONTEO IV di y rw DÁ
MA. Y la ¡dardo
SN DW Aye uN Ni Pe lá 14 Li Su pa dE 7o
1 ¡GA de (O ia dl
IS
la 00 AS
. Df gro ul pil y abr . a MÁ Vo
-
aa 2 MEF O CN a '» Ñ MD .
MITA Y
ll A a. a $ ad í ]
as Ade e h
lo ¿muergrts E. cado
XVI. Enfermedad y muerte

a mediando enero, cuando una mañana Hipólito Yri-


goyen desembarca en Buenos Aires. Días antes se ha
sentido gravemente enfermo. Tres médicos lo han exa-
minado y todos aconsejaron que se lo trajese a la Capital. Es-
ta vez no lo espera el pueblo, que ignora su llegada. Baja del
barco acompañado de su hija y de su secretaria, que han ido
a buscarlo. Viste traje gris. Se cubre con un chambergo y
lleva en los hombros un ponchito. Los bultos en que trae su
ropa y sus objetos personales son cajas, canastas de mimbre,
cajas de sombreros y cajones de kerosén. Tiene, realmente, el
aire de un hombre muy enfermo. Sus movimientos son irre-
gulares. Sube con dificultad al automóvil oficial, en el que
van, además de las dos mujeres, un oficial de marina y un
comisario de policía, y con mucha mayor dificultad, natural-
mente, la larga y empinada escalera de la casa en que se ins-
talará. En esta casa ya no vive su pariente. Ahora él la alqui-
la, y está bastante mal alhajada, con una pobreza que a él no
ha de disgustarle.
Durante unas ocho semanas vive Yrigoyen en manos de los
es-
médicos. ¿Cuál es su mal? Evidentemente, los médicos no
tán de acuerdo. Se habla de una vieja afección bronquial y de
y
desarreglos del tubo digestivo. Se ordenan análisis diversos
son llamados varios especialistas en enfer medad es de la gar-
o
ganta. Algunos de los médicos temen un cáncer, y es llamad
días entre con-
a las consultas un cancerólogo. Y así pasan los
ntes de la la-
sultas de cuatro o cinco médicos, exámenes incesa
.
ringe, pruebas radioscópicas, inyecciones, resfríos y afonías
e
Los especialistas aconsejan la traqueotomía, operación terribl
no pare-
que acaso el enfermo no pudiera soportar. Pero esto
sta.
ce necesario. El mal no avanza. El pronóstico es pesimi
por haber
Mientras tanto, en unos días en que los médicos,
¡Se ha-
mejorado, dejan de verlo, ocurre algo extraordinario.
un
ce atender por curanderos! Personas de la familia le llevan
A Manuel Gálvez

fraile capuchino, que trata todos los males golpeando sobre


las partes enfermas con ciertos quesos de una forma y clase
especial; y luego a un japonés, que se dice ex militar en su pa-
tria, y que apoya su cabeza sobre los lugares enfermos y aspi-
ra el mal. Hipólito Yrigoyen ¿se ha prestado a estas cosas por
bondad, por no negarse a los deseos de personas que le son
muy queridas? ¿O cree en los curanderos? Posiblemente todo
ha sido obra de su bondad, de la infinita paciencia que está
demostrando y que a nadie asombra porque es propia de su
carácter resignado y de su espíritu cristiano.
A fines de febrero ha comenzado a hacer breves paseos en
automóvil con un amigo, un ex comisario que lo vigilaba más
de veinte años atrás y que no pertenece al radicalismo. Habla
de futilidades, jamás de temas importantes. Por esos días, el
juez Federal que entiende en el proceso de los conspiradores
de diciembre, decreta su libertad absoluta.
Mediado marzo, comienzan los proyectos de viajes. Se pien-
sa en un lugar de las sierras de Córdoba, en Río de Janeiro, en
Montevideo. Suspéndese el viaje a Río porque en el pasapor-
te se lo quiere llamar “ex presidente” y él dice que sigue sién-
dolo. Por fin, el cinco de abril parte para la capital uruguaya.
Lo acompañan su hija, su secretaria, uno de sus médicos y
el ex comisario. Se aloja en un hotel del centro. Visita al Pre-
sidente de la República. Hace paseos en automóvil. Mejora
un poco su estado general.
A las tres semanas debe volver a Buenos Aires. Ha muer-
to su hermana mayor, la única que le quedaba. Este suceso lo
afecta hondamente. Por esos días, muere en París el general
Uriburu. Él se entera con pena de la muerte de su enemigo.
En la ciudad hay estado de sitio. Yrigoyen recuerda que él no
quiso nunca declararlo. Por haberlo hecho el vice en ejercicio,
lo llamaron a él “tirano”. Y esos gobiernos procedentes de la
Revolución de Setiembre no pueden desenvolverse sin recu-
rrir a tan extrema providencia.
Nuevamente se habla de otro viaje. Ha estado a punto de
Ir a Santiago del Estero, primero, y al Paraguay después. Y
siempre con las dos mujeres -esas verónicas de sus sufrimien-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 573

tos físicos- y con el abnegado ex comisario, Cireneo, que lo


ayuda a soportar la cruz de su soledad.
De su soledad. Esta impresión se recoge al leer las crónicas
de los diarios y al escuchar a quienes conocen su vida en
aquellos días. Uno pregunta: ¿dónde están sus ex ministros,
sus fieles de los últimos veinte años, aquellos que le deben
tanto, los “genuflexos” de tres años atrás? Hay algo de extra-
ño, de misterioso, en esta soledad de Yrigoyen. Parece un
destino. Pues si no, ¿cómo explicarse que este hombre cuya
única pasión y preocupación durante sesenta años ha sido la
política, deba vivir sin otras compañías que la de dos mujeres
con las que no puede hablar de política y la de un hombre
modesto que jamás ha actuado en ningún partido?

Pasa casi un mes sin variantes. Guarda reposo absoluto y


habla muy poco y con palabra afónica. No le permiten recibir
visitas. Tampoco lee ni hace nada. Escucha, con expresión
melancólica y serena, todo lo que le cuentan del mundo exte-
rior. Y así llega el primero de julio, en que aparece la grave-
dad de su mal.
Aquel día los médicos no ven peligro ninguno. Dicen que
el enfermo continúa soportando un período bronquial agudo.
Sólo él sabe que su vida termina. A alguien le dice que Dios,
si cree que su presencia puede ser todavía necesaria en el
mundo, le salvará la vida. Pero a la noche su gravedad au-
menta y al otro día ya parece evidente que se acerca su fin.
Los médicos diagnostican una bronconeumonía complicada.
Un fraile dominico, amigo suyo desde años atrás, va a vi-
sitarlo. Hipólito Yrigoyen, que quiere morir como cristiano,
resuelve confesarse. El sacerdote se prepara a oírlo. Allá lejos,
en los años que en la memoria del enfermo se están borran-
ca-
do, han quedado el krausismo, el espiritismo. Ahora es el
tólico, el creyente en Cristo y en su Iglesia. Desde su infancia
no se ha acercado a Dios este gran pecador arrepentido. Pero
los pecados, en el hombre de bondad y de misericordia que
es Hipólito Yrigoyen, en el hombre que vivió haciendo el bien
a todos, en el hombre que amó tanto a los pobrecitos y a los
574 Manuel Gálvez

niños, no son sino pecados de la carne, flaquezas que, si no


podemos absolverlas, podemos explicarlas. Y dice sus culpas
con tanta humildad y tanta fe, y espera la muerte con tanta
resignación y tan absoluta conformidad con la voluntad de
Dios, y soporta sus últimos sufrimientos con tanta serenidad
y valentía, que el sacerdote podrá decir después: “¡Ha muer-
to como un santo!” No se refieren estas palabras a la confe-
sión en sí misma, ni indican que Hipólito Yrigoyen no tuvie-
se pecados. Se refieren a la admirable actitud espiritual del
enfermo, al ejemplo de humildad y de fe cristiana que desde
su altura nos ha dado a todos.
Después de confesarse, agrega unas palabras trascenden-
tales y pide que sean trasmitidas a los jefes del radicalismo.
Dicen así esas palabras, que constituyen, en su brevedad, una
especie de testamento político: “No quiero una gota de san-
gre, pero, si es posible, quiero la unión del partido”. No quie-
re revoluciones, el revolucionario del “90, del “93 y del *905.
No quiere que se derrame sangre el krausista y el cristiano que
ha sido siempre. “No quiero una gota de sangre”... ¡Bellas
palabras de misericordia y amor! ¡Bellas palabras que nos re-
cuerdan la muerte de don Quijote! Si bien él evitó siempre el
derrame de sangre y perdió el poder por su respeto de la vi-
da humana, es indudable que en los últimos meses, a pesar
de ciertas declaraciones inspiradas por el temor, tuvo noticias
de algunas tentativas revolucionarias, a las que alentó con su
silencio, si no con su consejo. Pero ahora, cuando sabe que va
a estar frente a Dios, envía a los hombres su mensaje de paz,
su mensaje adverso a toda revolución. Como Don Quijote,
que reniega de los libros de Caballería en vísperas de su trán-
sito, así parece renegar de las revoluciones este don Quijote
de la Reparación.
El sacerdote dice una misa, a la que el enfermo asiste des-
de el lecho. Momento emocionante cuando el gran “Viejo” va
a recibir a Cristo en la hostia que le presenta el sacerdote.
Pocas veces Jesús se habrá sentido tan en su casa como al pe-
netrar en la morada interior de quien dijo que “los hombres
deben ser sagrados para los hombres y los pueblos para los
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO O

pueblos”, en la morada interior del que tanto amó a los po-


brecitos, a los desgraciados y a los niños.
Aquella tarde, los diarios dan la noticia de la gravedad de
Hipólito Yrigoyen. Desde ese instante, comienzan a llegar
frente a la casa hombres y mujeres de todas las clases. Los
médicos ya han perdido toda esperanza. Los ases del radica-
lismo entran a verlo. Él apenas habla. Todos comprenden que
se acerca el fin.
Pasa la noche en un sopor. A eso de las once siente una
mejoría. Dice algunas palabras sin importancia. Le dan al-
gún alimento por medio de un tubo. Los médicos quitan to-
da ilusión a los allegados del enfermo. En la calle, la multi-
tud, informada de la pequeña reacción, cree en un posible
mejoramiento. Pero vuelve a caer en el sopor. Ahora no reco-
noce a nadie.
Son las siete de la tarde de aquel gris y frío tres de julio. Ya
ha anochecido. Frente a la casa asiste desde lejos a la agonía
entre la
del Padre del Pueblo, una apretada multitud. Como
calle Sarmiento y la Diagonal Sáenz Peña se han echado aba-
jo todos los edificios, existe allí una verdadera plaza en la que
caben muchos millares de personas. En ese instante no hay
la
un solo sitio vacío. Llovizna por momentos. Los ojos de
multitud están en el piso alto de la casa. Todos saben que, en
una pieza interior, Hipólito Yrigoyen agoniza. Detrás de los
vidrios se ven las luces, y algunas sombras que apenas se
s
mueven. Se ha interrumpido el tráfico callejero. Los tranvía
deben desviar su ruta. Dentro, todos lloran.
Pasan veinte minutos de honda, de dolorosa expectativa.
as
La llovizna arrecia pero nadie deja su lugar. Olas human
siete
aumentan aquella multitud emocionada. Son ahora las
multi-
y veinte minutos de la tarde. Se abren los balcones. La
fuer-
tud comprende. Miles de corazones se han puesto a latir
tres
temente y miles de ojos se han puesto a llorar. Y entonces,
Y uno de ellos,
o cuatro hombres aparecen en el largo balcón.
rirse. Todos
en medio del silencio, invita a la multitud a descub
mo-
se quitan los sombreros. Algunos se arrodillan. “En este
tenido
mento acaba de morir el defensor más grande que haya
576 Manuel Gálvez

la democracia en América”. Y agrega: “Pero no ha muerto.


¡Vive, ciudadanos! ¡Vivirá siempre! ¡Viva el doctor Hipólito
Yrigoyen!” La muchedumbre contesta con un “¡Viva!” unáni-
qye

me, y en una espontánea y formidable afirmación de Patria,


entona el Himno Nacional: “Oíd, mortales, el grito sagrado,
Libertad, Libertad, Libertad”...

Poco después, el cadáver es embalsamado. Luego lo visten


con el hábito de Santo Domingo -él fue protector de la Orden
Dominicana- y le ponen en las manos el rosario que ha teni-
do en el cuello durante la agonía. Y a las dos de la mañana se
permite que entre la gente a verlo.
Y entonces comienza uno de los espectáculos más extraor-
dinarios y emocionantes que hayan acontecido en el mundo:
el velorio de Hipólito Yrigoyen. Se prolonga dos días y me-
dio: desde la noche del tres hasta el mediodía del seis.
Durante cincuenta y ocho horas la gente ha estado entran-
do para verlo. Sólo ha habido una que otra pausa, como cuan-
do se celebra una misa, a la que asisten, llorando, los jefes del
radicalismo. Cincuenta y ocho horas. En las primeras horas
-las del día cuatro- una multitud tumultuosa y sin cesar reno-
vada y aumentada, brega por acercarse a la casa y por entrar.
Ha sido necesario y urgente, para evitar hechos desagrada-
bles, enviar un contingente de Caballería y otro de Infantería.
La multitud, que canta el Himno Nacional o estribillos radi-
cales que fueron coreados años atrás, durante las grandes
manifestaciones del partido, es un mar humano que se mue-
ve en olas lentas y compactas. Pero a cada rato llegan nuevas
olas de impacientes, y las masas se aplastan contra las puer-
tas O las paredes o se precipitan hacia la calle arrastrando a
los que encuentran en su camino. Unos gritan, protestan.
Muchas mujeres lloran, al sentirse apretadas bárbaramente,
estrujadas, ahogadas. Algunas se desvanecen. Dentro, en la
casa del muerto, hay momentos de pánico: se teme que la
multitud arrolle todo y entre en alud. Por fin, las fuerzas po-
liciales logran imponerse y tender cables de acero para en-
cauzar aquel tremendo fervor del pueblo.
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO
577

El día cinco, ya establecido el orden, los que andan por las


calles inmediatas ven una larga “cola” de gente que espera su
turno. La hilera es compacta y ocupa la acera desde las pare-
des hasta la calle. Tiene una cuadra y media de largo aquella
“cola” que no termina nunca porque sin cesar se renueva. Allí
se ven, a la madrugada, criadas y cocineras que quieren ver
al Padre del Pueblo. Las cocineras dejan sus canastas donde
pueden, y suben hasta la capilla ardiente. Se ven obreros, con
sus ropas de trabajo, que han robado horas a su sueño para
contemplar por un instante al que tanto hizo por los proleta-
rios. Se ven señoras bien vestidas, padres que llevan a sus
hijos, muchachas de la clase media y del pueblo. Algunas se-
ñoritas con boinas blancas y niños con el uniforme escolar,
que llevan, en el pecho, enlutada, la escarapela argentina. Al-
gunas de estas personas lloran mientras les llega su turno.
Entran por la puerta principal y salen por la del servicio. Y
así, desordenadamente al principio, y en orden después, ha
estado entrando gente todo el día cuatro desde mucho antes
del amanecer, y toda la noche y todo el día cinco, y toda esa
noche del cinco y toda la mañana del seis...
¿Qué hacen todas esas gentes cuando están ante el cadá-
ver de Yrigoyen? Casi todas lo contemplan llorando. Un
hombre de gran barba, que ha sido adversario suyo y que
jamás lo ha visto, lo besa en la frente, sollozando como una
criatura. Un viejo como de setenta años, italiano, llora y se
desmaya. Son numerosas las personas que se desmayan y a
las que los médicos allí presentes deben darles inyecciones.
Dos ancianas pobremente vestidas, una de las cuales camina
con dificultad, se acercan al féretro y depositan allí un mo-
desto ramo de flores. Algunos besan al cadáver en la frente;
otros, en las manos. Pero nada impresiona tanto como las
palabras que muchos le dirigen al muerto. “¡Usted, doctor,
me salvó a mi hijo!”, exclama un hombre. “¡Por usted, señor,
mi hija salvó su vista!”, dice otro. “¡A usted le debo mi carre-
ra!”, llora un joven. “¡Usted, señor, nos libró de la miseria
a mí y a mis hijos!”, solloza una voz viril. “¡Por usted no ha
faltado el pan en mi casa!”, gime otra voz. Y así van pasando
578 Manuel Gálvez

aquellos seres doloridos y agradecidos, entre el llanto unáni-


me de los presentes.
Por las tardes y las noches se realizan manifestaciones di-
versas, que la policía disuelve. Casi todas tienen por motivo
protestar contra el gobierno, que no permite velar el cadáver
en una plaza pública. Por eso gritan “¡Plaza, plaza!” Una de
esas multitudes fanáticas ha intentado penetrar en la casa, sa-
car el féretro y llevarlo a la plaza de Mayo. Ha sido preciso
pedir tropas urgentemente para evitar tamaña atrocidad.
Pero el escuadrón de seguridad tiene que retirarse, pues los
manifestantes pinchan a los caballos y arrojan a los soldados
fósforos encendidos. La multitud sólo se calma cuando el ac-
tual jefe del partido, Marcelo Alvear, pronuncia unas pala-
bras desde el balcón.
La más extraordinaria de las manifestaciones se realiza la
última noche. Una multitud acongojada, llevando antorchas,
desfila frente a la casa del caudillo. Son muchos millares de
hombres. Es un espectáculo impresionante, de rara belleza
y de profunda emoción. La casa está cerrada. Los manifes-
tantes cantan el Himno Nacional. En cierto momento, la mul-
titud se arrodilla religiosamente. Pero se reproducen los tu-
multos. Algunas mujeres se desvanecen, y para sacarlas de
la aglomeración las llevan en andas. Las coronas son trans-
portadas de mano en mano, por sobre las cabezas apiñadas
y llegan a la casa deshechas.
Mientras tanto, se forman en las calles próximas varias
manifestaciones. En ellas se ven muchas mujeres. Los mani-
festantes llevan antorchas encendidas y cantan sin cesar el
Himno Nacional y los estribillos radicales. Así recorren va-
rias calles en la alta noche. Y frente a la casa del muerto, una
multitud permanece inmóvil, rezando unos, llorando otros y
cantando todos, hasta entrada la mañana.

Día seis de julio. A las doce partirá el cortejo fúnebre hacia


el cementerio de la Recoleta. Una gran multitud ha hecho
guardia toda la noche frente a la casa. Desde el amanecer, es-
ta multitud va aumentando por minutos. De todos los pue-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 579

blos próximos a la ciudad llegan numerosas delegaciones de


radicales. Algunos vienen desde ciudades lejanas. De Córdo-
ba llega un tren con diez mil personas. Otras, vienen desde el
Uruguay, por vapor. Las cien mil personas, después de bus-
car alojamiento -no queda un lugar en los hoteles-, se instalan
frente a la cara mortuoria. Hasta las diez se podía entrar.
Ahora han cerrado la puerta. Los balcones de las casas veci-
nas negrean de gente. Banderas a media asta y trozos de cres-
pones cuelgan de muchas ventanas. Llega la escolta militar.
El pueblo la silba. El gobierno ha decretado honores de presi-
dente, pero la familia del muerto ha declarado que los recha-
za. Cantan el Himno Nacional. Ya llegan las carrozas para el
féretro y las coronas. La multitud grita: “¡A pulso!” Y cuando
parte el cortejo, a las doce y unos minutos, numerosos hom-
bres se precipitan para cargar el féretro.
Ahora parte el formidable cortejo. Se avanza sin excesiva
lentitud hasta que son rotos los cables policiales. Cuatro ho-
ras tarda el cortejo en llegar a la Recoleta. Detrás del féretro,
va el jefe del partido, Marcelo Alvear, el viejo amigo del cau-
dillo desde los tiempos heroicos del “90. Va impresionado ese
hombre, que horas antes, mientras se decía una misa de cuer-
po presente, ha llorado como una criatura. La multitud va
cantando el Himno Nacional. Cuando termina, millares de
voces corean “¡Yri-go-yen! ¡Yri-go-yen!” Desde los balcones y
azoteas llueven flores sobre el féretro. En la avenida de Mayo
el espectáculo cobra una grandeza extraordinaria. Desde un
tercer piso, una mujer, mientras levanta un pañuelo, canta,
con hermosa voz y con arte, el Himno Nacional. En la plaza
Congreso, como el 12 de octubre de 1916 y el 12 de octubre
de 1928, no hay un lugar vacío. Hasta los árboles y las colum-
nas del alumbrado están llenos de gente. Desde los pisos al-
tos, no se ve el asfalto, totalmente cubierto por aquella multi-
tud que gime y canta. El cortejo está formado por radicales,
pero no son radicales los millares de personas que desde las
aceras, los balcones y las azoteas cantan y lloran y dicen su
último adiós con sus pañuelos al que fue el Padre del Pueblo.
En la ancha avenida Callao la emoción parece aumentar aún.
580 Manuel Gálvez

Impresiona una gran casa totalmente cerrada y de cuyos bal-


cones cuelgan crespones y banderas enlutadas. La gente, como
en los días del velorio, dice palabras de agradecimiento, de
dolor o de afecto al paso del féretro. “¡Era el padre de los po-
bres!”, se oye exclamar frecuentemente. “¡El salvó a la Patria!”,
dicen otros. “¡Fue el creador de nuestra democracia!”, gritan
aquí y allí. Trepado a una ventana, un hombre humilde sollo-
za estas palabras: “¡Y decían que te queríamos por interés,
por puestos públicos!” No falta en las esquinas quien pro-
nuncie breves discursos, recordando los grandes hechos del
hombre, del caudillo y del gobernante. Y otros despiden al
muerto gritando “¡Adiós, Viejo!”, o levantando en alto el
sombrero o vitoreándolo. Y hay un dolor tan grande entre los
que marchan en la columna, hay tantas lágrimas, se ven tan-
tos rostros acongojados, que todo esto parece el arrepenti-
miento del partido radical por haberlo abandonado el 6 de
septiembre, y el arrepentimiento del pueblo por haberlo ex-
pulsado del poder.
Y allá va la gigantesca columna, formada por doscientos
mil seres humanos y contemplada por medio millón que toma
parte activa en el duelo. Pero no es una sola columna sino va-
rias. Cada provincia está allí representada. Enormes letreros
partidarios. Pasa una sección formada por varios millares de
mujeres, que dan vítores a Yrigoyen y exclaman frases de
afecto. Y un avión arroja flores desde el cielo.
Pero nada tan impresionante como la espesa masa huma-
na que va rodeando al féretro. Es una cuadra. Ciento veinte
metros de largo y más de treinta de ancho. Desde las azoteas
o los balcones altos no se ven sino cabezas humanas. Es una
masa que va de pared a pared, compuesta por hombres que
marchan, no holgadamente, sino apretados unos con otros,
formando una cosa compacta. Pero esta masa no avanza sere-
namente. El empuje de los que vienen detrás, de grupos que
se agregan en las esquinas, de los que quieren estar más cer-
ca del féretro, produce tremendos vaivenes. Da la impresión
de la alta mar, de que fuesen ondas que suben y bajan, se re-
tiran y avanzan. Á veces los movimientos son bruscos y el fé-
VIDA DE HIPÓLITO YRIGOYEN - EL HOMBRE DEL MISTERIO 581

retro parece que va a caer. Sobre los hombros, entre algunas


cabezas, se ve esa pequeña cosa que es el cajón. Tan pronto
sube un extremo y baja el otro o se inclina uno de los lados.
En una ocasión se cae y se le desprende la tapa. Es una peque-
ña cosa ese cajón, pero dentro de ella va, sin vida, una cosa
muy grande que es el corazón de Hipólito Yrigoyen.
Ya va llegando a la Recoleta, Hipólito Yrigoyen. Va llegando
entre los repiques de las campanas, los cantos de las multitu-
des y el anuncio del clarín. ¡Oíd, mortales, el grito sagrado! canta
el pueblo de Buenos Aires, mientras lleva a su última morada
a quien tanto lo amó. Allá va entre llantos y entre cantos el
nieto del fusilado de la Concepción, el revolucionario del “93,
el vencido del 6 de septiembre. Allá va -¡oíd el ruido de rotas ca-
denas!- el que libertó al pueblo de la opresión de las oligar-
quías. Allá va el que tanto amó al desvalido y al proletario y
sufrió por ellos. Allá va el que, continuando la obra de don
Juan Manuel de Rosas, se puso al frente de las multitudes ar-
gentinas contra los europeizantes y los abogados del capita-
lismo extranjero. Allá va el que, contra su mismo pueblo equi-
vocado, defendió -¡Libertad, Libertad!- la independencia espi-
ritual de la patria contra la extraña intromisión. ¡Libertad!

Hipólito Yrigoyen ha salido de la historia para entrar en la


leyenda. Desde el día de su muerte, comienza a ser una figu-
ra casi mítica. Todos los días del año, grupos de fieles van a
rezar en su tumba. Descienden a la cripta donde está su fére-
tro y allí permanecen en extática contemplación. Mujeres y
aun hombres rezan. Muchas personas llevan flores. Salen de
la cripta y se quedan junto al panteón de los revolucionarios
del “90, donde yace. Allí pasan horas, tardes o mañanas ente-
ras. Los que no se conocen entablan relación. Los une el mis-
mo culto al que consideran como un apóstol, un profeta y
hasta un santo. Sí, hasta un santo, pues no faltan personas hu-
mildes que le pidan una gracia.
¿Cuál será en el porvenir la gloria de Hipólito Yrigoyen?
No dudo de que el pueblo -radical y no radical- le dará un
gran lugar en su corazón, el lugar que no ha dado a ninguno
582 Manuel Gálvez

de los hombres de este siglo, acaso el que no ha dado ni a las


próceres figuras de la Independencia. Para los radicales será
un símbolo y un lema. Lo convertirán en un ser casi divino,
mítico, como los comunistas rusos a Lenin; pero, como los
malos cristianos, que somos la mayoría, respecto de Cristo,
vivirán traicionándolo, acercándose a hombres y a ideas que
él execraba. Ya han comenzado a traicionarlo... Los conserva-
dores, las clases distinguidas, lo mirarán con menos odio, y
los jóvenes tendrán para su memoria recuerdos simpáticos.
Los nacionalistas, los que todavía, errónea e impolíticamente,
evocan la Revolución de Setiembre y su jefe desaparecido, lo
verán, durante algunos años, como a un enemigo; pero otros
nacionalistas comprenderán que si alguien hizo obra esen-
cialmente nacionalista fue Hipólito Yrigoyen. Y de cualquier
modo, se cumplan o no estos vaticinios, su nombre será una
bandera para todos los que deseamos menos diferencias en-
tre las clases, para los que creemos que el espíritu debe pri-
mar por sobre los valores materiales y para los que soñamos
con ver a la Patria libre de las garras extrañas que la han pri-
vado de su independencia económica y moral.
ÍNDICE

Pt o E a 7

PRIMERA PARTE
De Balvanera a la Casa Rosada

Mos rabliclos ioOSpadiés ascos ea oa ea a o 1


Mintanciany Juventud aora e ea do 29
MMSbesaños de aprendizaje 2. .coooiose
ie SE
IM Lavocacion de la política: <.. oia cas es 58
WVolles VOS MOS sanos aa coro dea soon asadas a Oe 69
VI. Los tiempos románticos del 90 .......oooooooooo»... 85
MI as revoluciones de o 105
VIIL La tragedia de Leandro AleM .......o.oooooocoooo.. 125
IX. El dogma de la intransigencia .....ooocooocoomm..- 145
Cinco años de CONSPILACIÓN 163
do
AL Ma mision providencial 32. 2er 187
Uraimarcha hacia el poder Doo a e 213

INTERMEDIO

RETO MSc E Sands oi slo nos PS


MR aora rs arads aia Oici la Eds eS ZN
des desaladora

SEGUNDA PARTE
De la historia al mito

Mareo adi e e 285


II - Cómo gobierna Yrigoyen ......oooo ooomorcror m..> 301
A 323
IWiladependendia coi os o 39)
V. El padre de los pobres .....<.ooo ooocoorrrm rerrass- 361
Ea A A AOS E
O 391
VIII. El más odiado y el más amado de los argentinos .. . 403
IX. La lucha contra el régimen oom...» 423
ooo mirocoomoor
Dana rra. bancas na aa sa oooO as e aos 443
XL En el llano y en el triunfo .....ooooooomom.m.orrrss. 465
XIL El secuestrado de la Casa Rosada ...c .
«o oooo.ooo... 487
Malos OS seas ooo oe o ao a Saa 511
XIV. La revolución del 6 de septiembre .......... ....+. 027
Prisión ydestieltos sae os o a 545
XVL Enfermedad y muerte ......odoococooooomsmarrrss il

MI OS e e A 585
q

ho img ES Senado mr ha dentes ld des


qu pa aro rr A a de e
ANIMADA E a is A INIA AAN UA
WD mo la A * Lado Ar
a AA NA e pa to
0 a POSADA 0 AS
A. A p us» SEO IEOEAES EA
19 dd A
e Maa pa pi
] 7 TA ra Ed .
ak NN TO te dolia MR]
mara Ads
— A AS AA
MUA A on + ua
¡as 0 6 Li A
De TRA y Jem beoga eldas
ah TN ¿9 ¿EAU «Y
lA EDAD A Pac 701 /0o mn uh
DADAS AAA 4 A AA
Mea II O
ln e AAA LA "NAO
, limo ai el
” o ip o
ALA A AS A :
es EN 2
w/ 15 tata AY
14 dr dis Y Y
en > ado
os bllg dro a alrarlos ele y IN
5 : innsligda lamuros Mad] ON
o o Ñ ' 1,A7 o e

via rs dar y ml - EN o
Sl. be : h pla LA ¡0% -
ÍNDICE ONOMÁSTICO

AHRENS, Enrique 74
ALEJANDRO MAGNO 259
ALEM, Leandro Nicéforo 23, 30, 32-33, 35, 37, 43, 45-48, 51-55, 57-58, 60-61,
65-67, 83-87, 89-92, 95-97, 99-103, 106, 110-111, 119-120, 125-143, 145-147, 152,
154, 156, 161-162, 166, 173, 178, 200, 288, 293, 403, 411, 435, 443
ALEM, Lucio 32, 40, 46-48
ALEM, Luisa 42
ALEM, Marcelina 26-29, 31, 33
ALÉN, Francisco 19, 25
ALÉN, Leandro Antonio 19-26, 29-30, 32, 60, 271
ALÉN, Patricio 19
ALSINA, Adolfo 43-47, 52-53, 55-56, 64, 78, 151, 403
ÁLVAREZ, Águeda 25
Alvear, Carlos María de 460
ALVEAR, Marcelo T. de 92, 109, 111, 115, 157, 356, 358, 458-462, 465, 467-468, 472,
473, 475-476, 478, 483-485, 488, 497, 502-503, 524, 548, 551-552, 556, 559-560,
565, 568, 578-579
AMARILLO 22
ARISTÓTELES 165
ATATURK, Kemal 145, 259-260, 276
AUGUSTO 259
AVELLANEDA, Nicolás 45, 54-55, 64-66, 151, 154, 426, 440, 460
AZCÁRATE, Gumersindo de 74
BALZAC, Honoré de 69
BEETHOVEN, Ludwig van 69
BENEDICTO XV 366
Bey, Essad 167, 253, 266
BONAPARTE, Napoleón 69, 245, 259, 280, 409, 419
BossuET, Jacques Bénigne 216, 408
Brown, Frank 110
CANTONI, Federico 479, 502-504, 530
CAMBACERES, Antonio 50-51
Campos, Dominga 50, 80-81, 83, 89
CANALEJAS, José 74
CANTONTI, Federico 479, 501, 513, 535
CARREL, Alexis 280
CASTELAR, Emilio 74, 267
CATRIEL, Cipriano 47
COOLIDGE, Calvin 494
CORREA, Olegario 18
COSTA, Jerónimo 30
CREPIEUX-JAMIN, Jules 44, 77-78
CRISTO 335, 361, 420-421, 493, 511, 515, 573-574, 582
CUITIÑO, Ciriaco 19, 21-22, 26
Darío, Rubén 401
De LA TORRE, Lisandro 137, 150, 155-159, 161, 222, 227, 338, 394, 434, 565
DeL VALLE, Aristóbulo 50-51, 53-55, 57, 58, 60-61, 64, 66, 85-86, 88-92, 95, 98,
106, 108, 111-112, 114, 118, 137-138, 151-152, 154, 173, 176, 196, 209, 218, 225,
EN) 2 IN IPS EaiO
DORREGO, Manuel 19, 20
DucHurT 268
ESTRADA, José Manuel 151
FENELÓN (Francisco de Salignac de la Mothe) 216, 408
FERNÁNDEZ, María 19
FERRER, José 25
FERRER, Manuel 24
FERRER, María Isabel 19, 25
FiCHTE, Johann Gottlieb 75
FIGUEROA ALCORTA, José 192, 194-196, 207, 216, 261, 293, 369, 375, 441
FLORES, José María 30
FRANCE, Anatole 408
FRANCIA (José Gaspar Tomás Rodríguez) 449
GAMIZ Y CUEVAS, María 24
GANDHI, Mahatma 191
GINER DE LOS Ríos, Francisco 74
GRACIÁN, Baltasar 206, 214, 245, 258-259, 261, 266, 317
GUARDIÁN, (P.) 29
HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich 75
HERNÁNDEZ, José 62
HITLER, Adolf 145, 233, 245, 259, 260, 292, 419, 437
HOOVvER, Herber 272, 399-401, 492-494, 516, 521
IRIGOYEN, Bernardo de 46, 54, 66, 90-92, 95, 98-99, 103, 123, 125, 132, 134-135,
139, 142, 146, 148, 152-155, 158, 161-163, 174, 175, 191, 194, 293, 369
JANET, Paul 268
JUAN PUEBLO 514
JUANA DE ARCO 408
JUÁREZ CELMAN, Miguel 73, 84, 87, 89, 328, 438
JULIO CÉSAR 280
Justo, Agustín P. 477, 484, 499, 523, 565, 566, 568
Justo, Juan B. 338, 448, 457
KaAnT, Immanuel 74-75
KRAUSE, Karl 74-77, 84, 135, 355
KRESTCHMER 279
LA ROCHEFOUCAULD, Frangois de 150
Laos, Hilario 22, 29
LAMARTINE, Alphonse de 268
LAVALLE, Juan 20
LENCINAS, José Néstor 433, 435, 505, 506
LENIN (Vladimir Niich Ulianof) 143, 245, 259
López, Francisco Solano 154, 266, 292, 419
López, Lucio 48
Lórez, Vicente Fidel 48-49
LÓPEZ JORDÁN 517
LÓPEZ OSORMIO, Francisco 24
LÓPEZ OSORMNIO, José Clemente 24-25
LÓPEZ OSORNIO, Leandro 24
LUGONES, Leopoldo 207
MAHOMA 69, 187-188, 409
MANSILLA, Lucio 449-450
MAQUIAVELO, Nicolás 206
Maza, Manuel Vicente 20
MAza, Ramón 20
MENÉNDEZ Y PELAYO, Marcelino 76, 171, 206
106, 128,
MITRE, Bartolomé 33, 44-47, 54-55, 61, 78, 85, 90-91, 94-95, 98, 101-102,
139, 147, 153-154, 176, 192, 194, 211, 231, 233, 240, 278, 306, 403, 412, 424,
129,
426, 443, 460
419, 437
MUssoLIN1I, Benito 145, 233, 245, 259-260, 276, 281, 292, 318, 403,
NORDAU, Max 280
NÚÑEZ, Juan Martín 33
PARRA, Andrés 21, 26
Pavón, Antonia 42, 50, 83
138-140,
PELLEGRINI, Carlos 46, 57, 89, 98-102, 106, 111, 114, 118, 120, 130-134,
174-177, 185, 189-194, 199, 209, 211, 225,275, 288, 323-924,
147-149, 161, 164,
403, 412, 440
Pi Y MARGALL, Francisco 74
PLATÓN 77, 165, 216, 247, 268, 272, 408
PLAZA, Victorino de la 219-220, 229, 375, 430
PONCE, Tomasa 19, 23-24, 26-27, 36-37
QUINTANA, Manuel 98, 105, 115, 176-178, 180, 183-184, 188-189, 192, 375, 407
QUIROGA, Juan Facundo 26, 41, 54, 502
RAFAEL SANZIO 69
Ramos MEJÍA, José María 263, 451
RIVADAVIA, Bernardino 19
ROBESPIERRE, Maximiliano 35, 72, 449
Roca, Julio Argentino 47, 64-65, 67-68, 72-73, 78, 84, 95, 98, 100-102, 106, 111,
118, 129, 132, 139, 148, 152-154, 158, 161, 163-165, 174-178, 183, 189, 192, 194,
222, 245, 263, 275, 293, 375, 403, 407, 412, 424, 478
ROLDÁN, Belisario 207
Rosas, Juan Manuel de 17-18, 20-21, 23-27, 29-31, 35-36, 40-41, 52, 54, 91-92,
173, 211, 216, 225, 234, 239, 242, 245, 262-263, 274, 291, 296-297, 302, 309, 340,
344, 350, 403, 419-420, 426, 430-431, 435-436, 449-452, 484, 502, 517, 528, 530,
551, 581
Rosas, Manuelita 27
SÁENZ PEÑA, Luis 100-101, 105-106, 114, 138, 148, 176, 209, 375, 440
SÁENZ PEÑA, Roque 54, 101, 105, 142, 174, 175, 185, 192, 196, 200, 207-209, 213,
214-216, 218-220, 231, 293, 323-324, 375, 407
SALMERÓN Y ALONSO, Nicolás 74, 205
SAN MARTÍN, José de 110, 211, 217
SANDINO, Augusto C. 475, 493
SANZ DEL RíO, Julián 74, 76, 171, 205
SARMIENTO, Domingo Faustino 36, 41, 45, 47, 64-65, 70, 82, 151, 243, 278, 392,
424, 426, 430, 440, 451, 460, 517
SCHELLING, Wilhelm Joseph 75
SMILES, Samuel 268
SOsA, Ramón 24
Sosa, Tomasa 25
SOSA Y LÓPEZ OSORNIO, María Tomasa 24
SPENCER 268, 408
SPENGLER 268
STALIN, José 143, 167, 253, 259, 266, 276, 297, 403, 419, 449
Tarne, Hipolite 408
TEJEDOR, Carlos 55, 60, 64-66, 114
TIBERGHIEN, Guillermo 74-77, 268
Tío Sam 514
TROTZKY, Leon 143
UGARTE, Marcelino 60-61, 174, 189, 293-295
URIBURU, José Evaristo 95, 101, 148, 152
URIBURU, José Félix 484, 512, 517, 521, 523, 532, 535, 538-541, 547-549, 556, 558,
559-560, 565-566, 568, 572
URQUIZA, Justo José de 21, 29, 32-33, 45, 61, 82, 450, 517, 523
VARELA, Héctor 60-61
VON ENTIG 72
VON IHERING 268
WILSON, Woodrow 354, 493
YRIGOYEN, Martín 32, 83, 110-113, 115, 167, 180, 243, 275
YRIGOYEN, Roque 32, 34, 43, 46-47, 82, 89, 243
YRIGOYEN DODAGARAY, Martín 28, 30, 34-35
ps

20 iaa! róY
4 o / Dis Eme
7 Wide 0 e wa de Pira
. DO 6 A AG
har Ap 44 0 em O E
A = o ' O ARAS
=>" o e. 1 NO ADC AA a ano
lao US =$ MN yA 5 Y
NAAA)
U Sl pa WE
UN 2 e ¡ar ae ÍA
la == o td mon Mei BAD EIN Ara AA
2 Ñ Y FERINA ad
' ba E Y AR AA DAA ra
DAA (ea ho» Y Yo o Dz WA ui, E, O +1
a Ñ LAS AY o - lA PUE. A, MA
y Y DI MR E e” E A

uy EDÁ hs e
MIEDO. Vi 2 10 Middle PM DA.
A, > o 12 W “y TES
IAN] cg ¡A Y 0
a a a Y

Wuanso $ MIL3t
A A Ss 0]

Ed ADA MIN,

A [A VA Y e DEM, AITOR
DAA. (a

SR LTY

AI AE
1 id
AN Y) SS
1%
eS

a
1) ya. «e WD Ma
y WD

ua ¡A o
A HAMAS >
A
(Ms a le 5 y E
a
(MB 2 dr e

e
Impreso en Verlap
Comandante Spurr 653, Avellaneda,
Provincia de Buenos Aires,
República Argentina
A
E
>

5d
=

vo
mm
.
candidato al premio Nobel
de literatura los años 1933, 1934
y 1931.
Eminentes escritores como James
Joyce, Herman Hesse, Miguel
de Unamuno, y Rubén Darío
han ponderado sus obras.

Ilustración de tapa:
Hipólito Yrigoyen.
Fuente: Archivo General de la
Nación, departamento documentos
ráficos, República Argentina.
«...Este éxito es el mayor de cuantos he tenido. Éxito lite-
rario, sentimental, político. Hombres maduros lloran como
criaturas al leerlo. Personas que odiaron hasta ayer a Yrigoyen
declaran que, después de leerme, han rectificado su opinión...
Recibo cartas a montones. La edición se está agotando con
í una rapidez nunca vista entre nosotros. En la sociedad, en los
círculos políticos y comerciales, entre el pueblo, en todas
partes, no se habla sino de mi libro. Y, en fin, le daré un dato
formidable: en la imprenta, la mayor de Buenos Aires, tenían
que guardar los pliegos en cajas de hierro, porque los obreros
se los llevaban...”
Manuel Gálvez

Una obra extraordinaria, de la que se han vendido más de


100.000 ejemplares desde su primera edición.

ISBN 987-9223-28-4

9"789879"223284

También podría gustarte