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Historia de España. IES El Tablero (Córdoba).

Curso 2020-2021

7. LA REVOLUCIÓN LIBERAL EN EL REINADO DE ISABEL II (1833-1868)


INTRODUCCIÓN

La muerte de Fernando VII abre una nueva etapa de nuestra historia, en la que va a tener lugar la
transformación de las estructuras económicas y políticas de la sociedad española. La revolución liberal-
burguesa y el posterior desarrollo parlamentario tomaron carta de naturaleza en el período 1833-43,
una década en la que se convertirán en realidad muchas de las reformas diseñadas por las Cortes 1
gaditanas o durante el Trienio Liberal, en especial, la implantación del constitucionalismo y la
liquidación de los fundamentos jurídicos y económicos del Antiguo Régimen. Al mismo tiempo el
proceso de institucionalización constitucional disgregará al liberalismo español, originando así la
formación de los primeros partidos políticos. Entre 1843 y 1868, salvo breves etapas, España estará
gobernada por los liberales moderados. Esto tendrá dos consecuencias significativas: la primera, el
carácter conservador, centralista y oligárquico del régimen; la segunda, la escasa participación política
de los progresistas. Sin embargo la misma inclinación de la Corona hacia el moderantismo debilitará
las bases sociales y políticas del gobierno, hasta conducir a la "Gloriosa" de 1868.

1. EL PROBLEMA SUCESORIO. EL CARLISMO

1.1. El problema sucesorio

A la muerte de Fernando VII estaba previsto que, si no tenía descendencia masculina, su hermano el
infante Carlos María Isidro sería el legítimo sucesor al trono en virtud de la vieja Ley de Agnación
Rigurosa de Felipe V (1713), que excluía a las mujeres de la línea sucesoria cuando haya legítimos
descendientes varones. Pero ante el embarazo de María Cristina, su cuarta esposa, y en previsión del
posible nacimiento de una hija, en 1830 Fernando promulgó la Pragmática Sanción de 1789 para
facilitar el acceso de la mujer al trono, suprimiendo la mencionada Ley Agnaticia, la mal llamada Ley
Sálica. Pero, un sector de la corte afín al absolutismo, aprovechando una enfermedad del monarca,
consiguió la momentánea anulación de la Pragmática en 1832 (sucesos de La Granja), pero cuando
Fernando se repuso volvió a restablecerla. Precisamente, los tres años que van desde 1830 a 1833
estuvieron marcados por la mala salud del soberano, viéndose obligada a Mª Cristina de Borbón a
asumir en diversas ocasiones la Regencia, lo que aprovechó para conceder una amplia dinastía, que le
facilitase el favor y la vuelta de los liberales y consciente del peligro que suponía, cuando muriera
Fernando, el rechazo de su tío Carlos hacia la futura Isabel II, dando comienzo a la primera guerra
carlista.

1.2. La guerra civil carlista (1833-1839)

El conflicto civil enfrentó a los defensores del absolutismo, aglutinados en torno a don Carlos, y los
partidarios del liberalismo, que defienden los derechos sucesorios de Isabel; estos liberales, escindidos
entre quienes estaban dispuestos a apoyar a María Cristina y los que, recordando anteriores
persecuciones, rechazaban cualquier pacto con la Corona, defendían un modelo constitucional
fundamentando en la soberanía nacional, la división de poderes y la igualdad de los ciudadanos ante
la ley. La Guerra Carlista no será solo un problema dinástico, sino que al mismo tiempo el
enfrentamiento entre la contrarrevolución y el liberalismo. Dirigidos por militares depurados en vida
de Fernando VII comenzaron los levantamientos de quienes defienden la causa de don Carlos, cuyos
principales valedores están entre la aristocracia y el clero del País Vasco y de Navarra. Todo esto explica
el lema carlista: “Dios, Patria, Rey”, que sostuvieron también las masas campesinas de las regiones que
ya hemos citado, a las que se sumaron algunos focos marginales en Aragón, Cataluña y la comarca del
Maestrazgo.
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El momento inicial del conflicto fue la publicación del Manifiesto de Abrantes, en el que desde su exilio
portugués el Pretendiente mostraba su rechazo a la proclamación como reina de su sobrina Isabel;
desde ese instante diversos levantamientos armados en defensa del que llamaban Carlos V
desencadenaron el enfrentamiento. La primera Guerra Carlista pasa por tres fases bien diferenciadas:
La primera fase (finales de 1833-1835), los carlistas llevaron la iniciativa, pero fracasaron en su intento
de extender la guerra a todo el país; además la muerte de Zumalacárregui, les supondría un golpe difícil
de superar, como prueba su derrota en la batalla de Mendigorría en julio de 1835. Por otra parte,
aunque cuentan con ayuda extranjera, las grandes naciones liberales hacen manifiesto su apoyo a
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María Cristina. Por otra parte, la segunda fase (hasta 1837), de nuevo las tropas de Carlos María
intentan sobrepasar sus límites geográficos; para ello, realizan importantes expediciones hacia el
Centro y el Sur peninsulares, destacando las campañas, sobre todo la del general Gómez en 1836 que
llegó hasta tierras extremeñas y de Andalucía occidental. El propio don Carlos se puso en 1837 al frente
de la expedición real, una marcha sobre Madrid que no logró la toma de la capital, a la vez que la
guerra alcanzaba tintes cada vez más crueles en el área del Maestrazgo. Por su parte los ejércitos
isabelinos comandados por Espartero, replicaron en una serie de enfrentamientos victorioso, entre los
que destaca la batalla de Luchana en diciembre de 1836. Por otra, la tercera fase (hasta 1840), nuevos
recursos económicos y humanos permiten a los ejércitos cristinos la realización de una serie de
campañas, fundamentalmente en Cataluña y el Maestrazgo que pondrán fin a la Guerra. Para ello se
aprovecharán de la crisis del carlismo y los transaccionistas, que acabarían imponiendo su voluntad de
una solución negociada. Así, el 29 de agosto de 1839 se firmaba el Convenio de Vergara, entre
Espartero y el general carlista Rafael Maroto, ratificado dos días después con el famoso “abrazo” entre
ambos militares; en septiembre de ese mismo año Carlos María Isidro se instalaba con su familia en la
localidad francesa de Bourges, en la que seis años después abdica de sus derechos dinásticos en
beneficio de su hijo Carlos Luis. Los últimos episodios bélicos finalizaron con la capitulación de los más
recalcitrantes defensores del carlismo en las regiones del Noreste español tras la toma de Morella por
Espartero en mayo de 1840 y el exilio en Francia del general Cabrera.

Consecuencia muy importante de la guerra será el reforzamiento del papel activo de los militares en
la vida política; llegaron a acumular tanto poder y prestigio personal que se convertirán en elementos
cohesionadores del sistema político. Son ejemplos una amplísima nómina que incluye líderes de
partidos, senadores y, naturalmente, Jefes de Gobierno. Asimismo debemos señalar sus consecuencias
demográficas y socioeconómicas, con un agravamiento de la ya delicada situación de la Hacienda
pública, un incremento de las tensiones sociales…

2. TRIUNFO Y CONSOLIDACIÓN DEL LIBERALISMO: EL REINADO DE ISABEL II

2.1. La regencia de María Cristina (1833-1840)

La actividad política de la Regencia de María Cristina comienza dentro de cauces absolutistas, pero
pronto se vio obligada a ceder a las exigencias de los liberales, encomendando el gobierno en 1834 a
Francisco Martínez de la Rosa, encargado de poner en marcha el Estatuto Real, una Carta Otorgada
inspirada en la francesa de Luis XVIII que no incluía Declaración de Derechos, reservaba para la Corona
amplísimas atribuciones y, mediante sufragio censitario muy limitado, establecía unas Cortes
bicamerales (Estamentos de Próceres y de Procuradores); de todos modos el texto se reveló
insuficiente para acometer las reformas exigidas por el liberalismo progresista, situación que no
mejoró con la sustitución de Martínez de la Rosa por el conde de Toreno.

En el verano de 1835, alentados al mismo tiempo por los estragos derivados de la crisis de subsistencias
y de una importantísima epidemia de cólera, tienen lugar numerosos movimientos populares en las
principales ciudades del país. La Regente, ante el cariz de los acontecimientos y en medio de la guerra
carlista, optó por nombrar jefe del gobierno al progresista Juan Álvarez de Mendizábal. Éste presentó
un ambicioso programa que incluía amplios cambios políticos y un plan para la generación de recursos
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que permitieran poner fin a la guerra civil y cuyo principal pilar sería la desamortización de los bienes
eclesiásticos decretada en 1836. Pero el escaso respaldo parlamentario le hizo dimitir, reemplazándole
el más moderado Istúriz; en el verano de 1836 reaparecen los levantamientos, que culminan con el
Pronunciamiento de los Sargentos de La Granja que obligó a la Regente a abolir el Estatuto y
reimplantar la Constitución de 1812. Con esto y el nombramiento de un jefe de gobierno progresista,
José María Calatrava, concluye la etapa considerada de transición, comenzando la verdadera
revolución liberal.
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Entre agosto de 1836 y los últimos meses del año siguiente los gobernantes progresistas se esforzaron
por desmantelar las instituciones del Antiguo Régimen e implantar una monarquía parlamentaria y
constitucional, un ambicioso proyecto evidenciado en la Constitución de 1837; aprobado por unas
nuevas Cortes constituyentes, se caracteriza por el intento de conciliar los distintos postulados del
liberalismo, siendo para no pocos especialistas una especie de término medio entre la Constitución de
1812 y el Estatuto Real. Así, en la línea del pensamiento progresista aparecen la Declaración de la
Soberanía Nacional que se expone en su preámbulo o el reconocimiento de los derechos individuales,
entre los que destaca el de libertad de expresión que permitió la proliferación de publicaciones
periodísticas de marcado tono progresista, aunque no faltaban concesiones al moderantismo, como la
obligación de mantenimiento de la religión católica, la estructura bicameral de las Cortes -Congreso y
Senado-o los amplios poderes de la Corona, entre los que se hallaba el libre nombramiento o
separación de los ministros y la facultad de convocar, suspender o disolver el Congreso de los
Diputados; igualmente, el sufragio censitario solo alcanzaba el 2,2% de la población, los propietarios y
las llamadas “capacidades profesionales liberales, oficiales del ejército, titulados universitarios y altos
cargos administrativos).

Pero en las elecciones de octubre de 1837 llevó al poder a los moderados; aunque no abolieron la
Constitución, sí recortaron las medidas más progresistas de la etapa anterior, si bien su centralista
proyecto de ley de Ayuntamientos desató otra oleada de algaradas progresistas, que, sumada a
motivos de índole personal, llevó a Mª Cristina a renunciar a la Regencia, sustituyéndola el progresista
general Baldomero Espartero.

2.2. La regencia de Espartero (1840-1843)

La Regencia de Espartero fue muy inestable, tanto por el retraimiento de los moderados como por las
divisiones entre los progresistas, enfrentados por discrepancias con el talante autoritario del Regente,
rechazado sobre todo por el ala izquierda del progresismo, que constituiría el núcleo originario de los
demócrata-republicanos. Además, la ejecución del general Diego de León tras una intentona golpista
moderada privó al Regente del apoyo de un importante sector del ejército y agudizarían el malestar
dentro del progresismo. La revuelta de Barcelona de 1842 y la represión indiscriminada que Espartero
dispuso acabaron por alentar al año siguiente la formación de una coalición antiesparterista dirigida
por Narváez que se impuso a las tropas gubernamentales. Espartero partía hacia su exilio en Gran
Bretaña y las Cortes, para evitar una tercera Regencia, adelantaron la mayoría de edad de Isabel II con
sólo trece años de edad.

3. REINADO EFECTIVO DE ISABEL II (1843-1868)

3.1. Los primeros partidos políticos y el protagonismo político de los liberales

En cuanto a las fuerzas políticas, fue en el reinado de Isabel II (1843-1868), cuando se sienten las
bases de la "revolución burguesa"; en este nuevo tiempo el liberalismo continuará dividido entre
moderados y exaltados, tendencias presentes desde el Trienio Liberal y que serán el embrión de los
dos grandes partidos políticos de la época isabelina: el Partido Liberal Moderado y el Partido Liberal
Progresista. Defensores ambos del sistema monárquico constitucional personificado en la reina,
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compartían su distanciamiento de la mayoría de la población, fruto de la falta de tradición


parlamentaria y, sobre todo, de la enorme restricción del sufragio, siendo su principal elemento
diferenciador el alcance y profundidad de las reformas que ambos preconizaban.

El Partido Moderado bebía del liberalismo doctrinario, según el cual la soberanía emanaba de las
Cortes y de la Corona, a la que atribuía el llamado poder moderador; integrado por terratenientes,
comerciantes e intelectuales conservadores, altos mandos militares o elementos del alto clero y de la
vieja nobleza, defendía así mismo el sufragio censitario, el bicameralismo, el derecho de propiedad, la
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concepción centralista del Estado y unos derechos individuales (prensa, reunión, asociación) de
alcance muy limitado. Con una monarquía cercana a sus opiniones los moderados coparon el poder en
esta etapa, por lo que los progresistas sólo encontraron como vía de acceso a éste los movimientos
revolucionarios.

El Partido Progresista estaba integrado mayoritariamente por miembros tanto de la burguesía


industrial y financiera como de las capas mediano y pequeño burguesas; admitían el sufragio
censitario, aunque con un cuerpo electoral mayor que el de los moderados, discrepando de éstos en
el control del poder de la Corona, la extensión de las libertades, la defensa de la Milicia Nacional, las
mayores ansias reformadoras y, sobre todo, el mantenimiento de la independencia y el carácter
"democrático" de los ayuntamientos.

Del ala izquierda del Progresismo surgieron a partir de la década de los cuarenta otras fuerzas políticas
que no desempeñarían un papel de cierta relevancia hasta el Sexenio Revolucionario; son las
denominadas tendencias demócrata-republicanas (1849), que abogarán por la mayor extensión de las
libertades, el sufragio universal, la descentralización administrativa y el intervencionismo estatal en
materia social y económica.

3.2. Evolución política

3.2.1. Década Moderada (1844-1854)

Con la proclamada mayoría de edad de Isabel II en noviembre de 1843 se inicia una década de gobierno
de los Moderados, ocupando el general Ramón Mª Narváez la Presidencia del Consejo de Ministros.
El período transcurrió bajo su control tutelar y supuso la institucionalización del régimen liberal según
los principios de centralismo y burocratización estatal, consolidándose las conquistas burguesas y el
predominio socioeconómico y político de la burguesía terrateniente al tiempo que se frena cualquier
empuje revolucionario. El texto legal que vertebra el régimen es la Constitución de 1845, en cuyo
articulado, impregnado de un talante marcadamente conservador, se recogían amplísimas
prerrogativas para la Corona, que compartía con las Cortes el poder legislativo y tenía atribuciones
como: la potestad de nombrar a los ministros; la sanción de las leyes; el derecho de la disolución de
las Corte; se reconocían los derechos de 1837, pero limitados por leyes posteriores, y un sistema
bicameral en el que la reina nombraba a todos los miembros del Senado -en tanto que el Congreso se
decidía por sufragio censitario que sólo concedía el voto al 1% de la población-, un régimen de
libertades limitado o la proclamación del carácter oficial y exclusivo de la religión católica, prueba de
una progresiva mejora de las relaciones con la Iglesia que culminaría en el Concordato de 1851.

Entre las reformas legislativas de la etapa destacamos la reorganización administrativa -Ley de


Administración Local de 1845-, en la que Diputaciones y Gobiernos civiles y militares salían fortalecidos
respecto a los Ayuntamientos; la reforma fiscal impulsada ese mismo año por el ministro Alejandro
Mon que procuró la generalización de la contribución directa y la simplificación del sistema tributario;
la reforma educativa de Pidal -precedente de la importante Ley Moyano de Educación, ya de 1857-; el
Código Penal de 1848; la adopción del sistema métrico decimal un año después; o, en materia de orden
público, la creación de la Guardia Civil por Decreto de mayo de 1844, con la consiguiente desaparición
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de la Milicia Nacional. Mención especial merece el Concordato de 1851, auspiciado por el ministro
Bravo Murillo durante el pontificado de Pío IX; pretendía mejorar las difíciles relaciones con Roma
desde la aplicación de las medidas desamortizadoras, reconocidas por la Iglesia a cambio de
importantes concesiones entre las que sobresale el sostenimiento con fondos estatales de los gastos
de culto y clero. Todo este programa se realizó a lo largo de la Década sin que la labor de las Cámaras
fuera relevante, desarrollándose la vida política alrededor de la Corte, donde distintas “camarillas”
buscaron el control del poder al margen del Parlamento.
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Si a ello sumamos el escaso número de electores y la manipulación electoral comprenderemos el poco
peso de la oposición política, aunque en estos años se fueron forjando los entonces incipientes
socialismo y republicanismo o reapareció la no extinta llama del carlismo al estallar en 1846 la Segunda
Guerra Carlista, que se desarrolló fundamentalmente durante tres años en tierras catalanas y cuyo
alcance es aún muy discutido por los historiadores; tampoco fue notable la fuerza del Partido
Progresista, del que en 1849 se desgajó el Partido Demócrata, que pronto evolucionó hacia un
posicionamiento muy crítico que incluía la limitación de poderes de la Corona, el sufragio universal,
Cortes unicamerales, la ampliación de los derechos individuales o la derogación de la Ley de
Ayuntamientos de 1845.

Sin embargo, los últimos años de la Década fueron bastante azarosos, debido a factores como los ecos
del movimiento revolucionario europeo de 1848 y distintos acontecimientos que condujeron a un giro
del gobierno hacia posiciones más conservadoras; en los primeros 50’ la situación política se hace cada
vez más inestable, proliferando los escándalos y las acusaciones de corrupción, hasta que uno de estos
episodios relacionado con la concesión de construcciones ferroviarias desacredita definitivamente al
último gobierno de la Década, presidido por Luis José Sartorius, generando un ambiente de repulsa
que preludiaba el final de la etapa.

3.2.2. Bienio Progresista (1854-1856)

Esta coyuntura derivo en la Revolución de 1854 y el establecimiento del Bienio Progresista. Un


amplio sector del Moderantismo opuesto al ultraconservadurismo gubernamental confió en la
organización de un pronunciamiento cuyos fines iniciales eran sólo el cambio de gobierno y la
suspensión de la reforma constitucional. La Vicalvarada tuvo lugar en Vicálvaro, donde tropas
sublevadas al mando de los generales O'Donnell, Dulce y Ros Olano se enfrentaron a otras unidades
militares leales al ejecutivo. Para buscar apoyos, los sublevados publicarán el Manifiesto de
Manzanares, redactado por un joven Antonio Cánovas; algunas de sus promesas, como la reforma de
la ley electoral y la de imprenta, la convocatoria de Cortes o la reimplantación de la Milicia Nacional,
tuvieron la virtud de ganarse a otros sectores en ayuda de estas fuerzas de oposición al gobierno. Así,
se asiste a una movilización civil de los Progresistas, acompañados en las principales ciudades de un
alzamiento popular de carácter democrático, que lleva a Isabel II a llamar de nuevo al progresista
Espartero, quien formaría una coalición de gobierno con el sector más aperturista del Moderantismo,
que conformaba la Unión Liberal liderada por O'Donnell.

En sus dos años de gobierno se abordarán reformas en las que se incluyen leyes modernizadoras del
Estado, nuevas disposiciones desamortizadoras e incluso un texto constitucional, la “non nata” de
1856, que no llegó a promulgarse. De esta obra legislativa destacamos leyes de reforma económica
como la de Sociedades Anónimas y Banca de 1856 o, de un año antes, la Ley General de Ferrocarriles,
que regulaba su construcción e incentivaba a las empresas que intervinieran en ella, todo ello para
acercar la red viaria española a niveles cercanos a las de otros países europeos. Muy importante fue
también en esta materia económica la Ley de Desamortización de 1855, impulsada por el ministro
Pascual Madoz, que continuaba las medidas anteriores incluyendo también la desamortización de
propiedades civiles; sus consecuencias fueron similares a la anterior de Mendizábal, con el agravante
de que ahora los campesinos se veían privados del uso colectivo de los bienes municipales.
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Todo el Bienio Progresista es una etapa inestable; por una parte, los carlistas vuelven a instigar en
contra de la reina; de otra, las propias divisiones del Progresismo se hacen más evidentes, en especial
por asuntos relacionados con la situación social, pues las medidas reformistas ni mejoraron las
condiciones de vida de las clases populares ni tuvieron en cuenta sus demandas. Así, aparecieron las
primeras huelgas generales en la historia del movimiento obrero español, que tuvieron su centro en
Cataluña e incluían reivindicaciones como la libertad de asociación, la jornada de diez horas o la
constitución de tribunales paritarios para resolver los conflictos laborales; tras la huelga general de
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1855 las clases trabajadoras se desvinculan del Progresismo. En 1856 la situación se hace mucho más
insostenible; los disturbios se generalizan al tiempo que los ataques a sus propiedades provocan la
reacción de la burguesía conservadora y motivan el enfrentamiento entre los socios de gobierno;
Espartero trasladó la crisis del gabinete a Isabel II, dimitiendo ante el apoyo de ésta a O'Donnell, quien
formaría gobierno en julio de 1856 en un nuevo viraje hacia el moderantismo.

3.2.3. El retorno de los moderados y la crisis del reinado (1856-1868)

Este periodo comienza con el primer gobierno de O'Donnell que continuó dando los pasos para
retornar al régimen definido en la Constitución de 1845, levemente modificada mediante un Acta
Adiciona que reformaba la configuración del Senado y otorgaba al monarca el nombramiento de
alcalde en las localidades con más de cuarenta mil habitantes. Sin embargo, las reticencias de la Corona
a la continuación de las medidas desamortizadoras motivaron la destitución de O'Donnell, ocupando
la jefatura del gobierno otra vez el general Narváez, abriéndose hasta 1858 una serie de ministerios
moderados que dan al régimen un tono notablemente conservador.

Entre junio de 1858 y febrero de 1863 ocupa el gobierno O´Donnell con su Unión Liberal. En estos años
se intenta de nuevo liberalizar el régimen, ampliando su participación política con el fin de atraerse a
los Progresistas y evitar su retraimiento; en realidad la Unión Liberal no se nos presenta como un
verdadero partido político, sino como un proyecto que pretendía el consenso de algunas élites,
formadas por los más progresistas de los Moderados y los más moderados de los Progresistas. Bajo su
gestión se asiste a un lustro de estabilidad política y de desarrollo económico, -tendido ferroviario,
expansión agraria, textil, de la banca y de las explotaciones mineras-, al tiempo que se emprende una
política intervencionista en el exterior, actuando en conexión con la actividad internacional de las
grandes potencias europeas como Francia y Gran Bretaña en espacios como Indochina (1860-63),
México (1861-62), o en Marruecos (1859-61), si bien también aparecen importantes sombras en el
panorama político; así el rebrote del carlismo, las graves insurrecciones las insurrecciones que el
hambre de tierra y el ideal republicano provocaron entre los campesinos andaluces -como la de Loja
de 1861- o el fracaso en conseguir la participación política del Progresismo acabarán provocando la
caída de la Unión Liberal.

De 1863 a 1868 se suceden varios gobiernos de tendencia cada vez más autoritaria y conservadora,
durante los que una serie de crisis van a sucederse hasta originar el derrocamiento de Isabel II. En
primer lugar, una crisis política, al negarse los progresistas a participar en procesos electorales
considerados fraudulentos y producirse pronunciamientos, como los de Villarejo de Salvanés (enero
de 1866) o el de los Sargentos del Cuartel de San Gil (junio de 1866), duramente reprimido; crisis
igualmente en el ámbito cultural, con sucesos tan graves como los de la Noche de San Daniel (abril de
1865), en el que el apoyo de los universitarios madrileños al crítico catedrático republicano Emilio
Castelar concluirá en un enfrentamiento con la Guardia Civil saldado con varios muertos y numerosos
heridos. Y todo ello con el telón de fondo de una crisis económica desatada en Europa en 1866 y que
en España comenzó con un carácter financiero, hundiéndose las acciones de las Compañías
ferroviarias, lo que arrastró al resto de la Bolsa; también los textiles catalanes sufrieron serios
problemas derivados de las consecuencias internacionales de la guerra de Secesión de los Estados
Unidos -recorte en las exportaciones algodoneras-; además las malas cosechas provocan entre 1867 y
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1868 una profunda crisis de subsistencias que agrava aún más el panorama social, ya desestabilizado
por el aumento del paro y el distanciamiento de la burguesía financiera respecto al régimen y la reina.
Por todo lo expuesto, Progresistas, Demócratas y Republicanos unen sus esfuerzos en una estrategia
común para derribar la monarquía isabelina, firmando el 16 de agosto de 1866 el Pacto de Ostende,
al que, una vez fallecido O'Donnell en 1867, se sumará también la Unión Liberal. El esperado
pronunciamiento se produjo en septiembre de 1868, comenzando en Cádiz, donde se alza la flota al
mando del almirante Topete, aunque los verdaderos directores de la sublevación son los generales
Prim y Francisco Serrano. Este último derrotará a las tropas isabelinas al mando del marqués de
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Novaliches en la batalla de Alcolea; el levantamiento se generaliza e Isabel II huye a Francia -30 de
septiembre-. La Revolución de 1868 iniciaba una nueva etapa de la historia española.

3. UNA NUEVA SOCIEDAD DE CLASES. LOS PRIMEROS PASOS DEL MOVIMIENTO OBRERO

En cuanto a los aspectos sociales, España participó del crecimiento demográfico generalizado
característico del XIX europeo, pasando de 12,6 millones (a inicios del reinado) a 16 millones (1868);
las principales causas del incremento fueron el desarrollo de los hábitos de higiene, la mayor atención
médica, las consecuencias beneficiosas de las reformas agrarias liberales y la reducción de la
emigración hacia América. Por su parte, la transformación de la propiedad agraria, tras las
desamortizaciones y el mayor proceso industrializador, dieron lugar a una nueva estructura social, en
la que, a pesar de todo, perduraron los antiguos grupos y la mentalidad aristocrática. La alta nobleza
se integró en el grupo de los grandes propietarios, beneficiándose de la desamortización. La burguesía
fue a su vez un grupo reducido que, una vez conseguidas las reformas necesarias, se aplicó en el
mantenimiento del orden necesario para asegurar sus beneficios y rentas.

En el estrato inferior se situaba el campesinado que vivió en circunstancias muy duras, en especial
tras las desamortizaciones, al incrementarse el número de jornaleros, sobre todo en Andalucía,
Extremadura y la Mancha, tal y como ejemplifican las agitaciones campesinas de 1857 y 1861 en
Andalucía (Loja, 1861). Entre el campesinado jornalero y el obrerismo industrial fue abriéndose paso
a lo largo de la centuria la idea de una necesaria asociación para la defensa de sus intereses; en un
principio este movimiento asociativo tendrá carácter clandestino, dado que hasta cerca de los años
70' la legislación española no permitió el asociacionismo laboral, excepto para las llamadas sociedades
de socorros mutuos la primera de las cuales sería la Sociedad de Mutua Proyección de Tejedores de
Algodón de Barcelona en 1840.

Tras la revolución de 1868 se reconoce el derecho de asociación de los trabajadores, difundiéndose


por el país aún con más fuerza el pensamiento socialista-marxista, proclamado por el yerno del mismo
Marx, Paul Lafargue y el ideario anarquista, propagado en España por el italiano Giuseppe Fanelli y
visible en el Congreso Obrero de Barcelona de 1870, en el que nació la Federación Regional Española
de la AIT. Si las disputas entre marxistas y bakuninistas fueron al traste con la unidad el de acción
deseada por la Internacional, también en nuestro país tuvieron un efecto similar, patentando la
ruptura en el Congreso de Zaragoza de 1872.

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