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I

La conclusión de la cura

Entonces, retomo. Retomo, entonces. Entonces [donc]1 es la palabra de la que hago el


título y el punto de partida para discurrir este año. Habría podido decir ¡Ding donc!,
para señalar que el donc repiquetea, o incluso, para los eruditos, que el donc tendría que
ver con el Ding, el Ding freudiano. Pero no digo ¡Ding donc!, sino donc, simplemente
donc.
Entonces para empezar. Pese a que entonces significa o señala que estamos por
terminar, que vamos a concluir. Entonces, admirable entonces, no es la última palabra.
Es la palabra que introduce la última palabra, que señala que el momento de concluir ha
llegado.
Entonces es entonces el vocablo lógico por excelencia. Y puede decirse que exhibe el
armazón racional del discurso, especialmente cuando está al comienzo de una frase,
donde se hace sonar bien la consonante final: donc. (Littré señala, y hay otros rastros,
que al comienzo del siglo XX donc, en el interior de una frase, debía pronunciarse
don(c), con la elisión fonética de la c final. No estoy seguro de que este sentimiento
lingüístico siga siendo el nuestro.) Entonces, al introducir una frase, destaca el carácter
lógico de la proposición.
¿Qué quiere decir Entonces? Quiere decir No hablo al azar. ¿Quién dice Entonces?
Hay que ser endiabladamente engreído para decir Entonces. ¿Quién dice Entonces? ¿Es
la verdad quien habla? Si es ella, no es la verdad que dice Yo [Je]. No es esa verdad que
Erasmo hizo subir a escena disfrazándola de locura, y que Lacan desnudó. La verdad
que dice Entonces no es la que dice Yo, sino más bien la que dice Se [on], este se que a
fin de cuentas se hace oír en entonces. La verdad del entonces no es la verdad en traje
de Eva, no es la verdad que corre, que revolotea, que se esconde, que sorprende, que
miente sin parar, que les gasta bromas, que se marcha. La verdad que dice Entonces es
la verdad armada, es decir la verdad con armadura, como avanza Juana de Arco. ¿O es
acaso la verdad encadenada, la verdad con grilletes en los pies? — en suma, la verdad
lógica. Esta es una buena ocasión de señalar que hay cierto abuso en el término lógica,
que se apropia del lógos; el lógos no se reduce a la lógica.
Este entonces armado, dije, no es empero tan simple. Consideremos mínimamente la
lengua, la que aquí hablamos. Este entonces no es tan simple, no es un taxema
elemental, si puedo decirlo. Hay entonces distintos del entonces que condensa la fuerza
lógica, entonces distintos del entonces de la obligación de pensar, de la obligación de
deducir.
Está el entonces que anuncia, tras una digresión, que retomamos la continuación del
relato principal: Decía entonces… Es ese entonces del que Littré dice que es “de simple
transición para volver al tema”: ¡Vayamos al grano! Es un entonces campesino.
Está el entonces del asombro, de la incredulidad, el entonces del desafío: ¡Pues mira
tú! [Tiens donc!], ¡Vamos! [Allons donc!], ¿Y por qué? [Pourquoi donc?]. Pero la
polisemia de entonces no es tal que no podamos seguir el mismo hilo de punta a punta.
1
Donc se usa como conjunción ilativa (expresa consecuencia lógica o prosecución del argumento),
adverbio (retoma la ilación interrumpida) o partícula expresiva (refuerzo, incitación, reprobación). Solo
en este último caso es ocasionalmente imposible traducirlo por entonces. [N. del T.]

1
Y justamente donde hay entonces, hay hilo, el hilo del discurso. El entonces de
transición indica que retomamos este hilo del discurso; el entonces de sorpresa, que el
hilo, eventualmente implícito, se ha roto, pero está allí, y que hay que reacomodarlo,
adaptarse a lo imprevisto. El entonces señala que, incluso en la sorpresa, el hecho está
allí, y que en lo sucesivo habrá que incluirlo entre los datos que serán las premisas de la
continuación del discurso, motivo de un encadenamiento nuevo. El entonces de
incredulidad: ¡Vaya historia! [En voilà donc une histoire!], quiere decir que el hilo del
discurso resiste a lo que quiere romperlo, subraya la antinomia entre el hecho o alegato
y la cadena del discurso. ¡Quia! [Fi donc!] — ya no se dice mucho eso, pero aún lo
encontramos en Molière — es lo que restaura el hilo del discurso: Te desafío a no
recular ante mi “entonces”.
No es de hoy que me gusta el entonces. No les daré por prueba más que Mais où est
donc Ornicar? 2 Esta frase mnemotécnica permite recordar la lista de las conjunciones
de coordinación en francés, conjunciones de coordinación que Damourette y Pichon
clasifican en la serie de los struments. Ellos, que crearon su vocabulario para hablar
especialmente de la lengua francesa, construyeron el término strument a partir de struo
(en latín, “construyo”) para designar los términos que forman parte del material
propiamente constructivo del lenguaje. Y este donc es exactamente un affonctif
strumental, pues para ellos el término que representa una modalidad de agenciamiento
de términos lingüísticos es affonctif. Es una categoría más amplia que la de las
conjunciones de coordinación, ya que engloba tanto adverbios como preposiciones.
Entonces puede ser singularmente una frase completa, si la presento bajo la forma
interrogativa — forma que no se manifestará más que en la melodía. Ustedes enuncian
algo y yo les digo ¿Entonces? Así les comunico que en su discurso falta la conclusión y
los invito a darla o, si según su criterio ustedes la dieron, los invito a explicitarla, a
desarrollar su conclusión, a llegar hasta el final de su pensamiento. Me parece que
puede decirse que este entonces interrogativo dirigido al otro (¿Entonces?) es un
zeugma, es decir que en este término entonces está implicado todo un contexto
antecedente, que es precisamente lo que ustedes tuvieron a bien decirme. Se llama
zeugma. “Pedro fue al teatro y Pablo al cine”. “Pablo al cine” es un zeugma porque
implica que se toma de la primera proposición el “fue” para transferirlo a este “Pablo al
cine” que carece de verbo en sí mismo. “Pablo al cine” es un zeugma porque remite a un
contexto previo — también se encuentran zeugmas en el otro sentido, pero son a
menudo más difíciles de descifrar, al menos en el lenguaje hablado. De este ¿Entonces?
puede decirse que es zeugma, que está en posición zeugmática en relación con lo que
ustedes enunciaron anteriormente.
Dije “ustedes enunciaron”, pero no puedo evitar pensar que quizá yo siempre sostuve
aquí un discurso bajo la égida del entonces, incluso bajo el látigo del entonces, si me
permiten, ese “verdugo despiadado”, para rescatar un verso de Baudelaire que no se
refiere al entonces, sino al placer. Debo decir que al comienzo de un año siempre me
pregunté: ¿Entonces?. Supongo que tengo un superyó que dice: ¿Entonces?

2
Las conjunciones de coordinación en francés: mais, ou, et, donc, or, ni, car [pero, o, y, entonces, ahora
bien, ni, porque], se enseñan en la escuela mediante una regla mnemotécnica homófona: Mais où est donc
Ornicar? [¿Pero dónde está entonces Ornicar?].– Ornicar? es el nombre de una publicación editada por
Jacques-Alain Miller desde 1975. [N. del T.]

2
La lógica y el tiempo

Entonces, entonces tiene sus títulos nobiliarios. Allí está ese “Pienso, luego [donc]
existo”. ¿Pero está ahí en su lugar? No lo está si la evidencia del cogito es puntual y
vacía, instantánea. No hay entonces en su lugar si el “existo” se confunde con el
“pienso”. De hecho, se puso en cuestión la pertinencia del luego, del entonces en el
“Pienso, luego existo”. También se han encontrado versiones cartesianas donde ese
luego no figura en la proposición. Porque si el “existo” no se confunde con el “pienso”,
sino que se deduce de él, ¡pues dura!, dura un poquito, el tiempo requerido para pasar de
uno al otro por el puentecito del entonces. Entonces siempre está ahí para significar que
deducir requiere tiempo. Y en este entonces está propiamente el nudo entre la lógica y el
tiempo.
¿Cómo ignorar el factor tiempo en la deducción, en la consecuencia lógica, cuando
ahora se nos presenta objetivado bajo la forma de la computadora, cuando la reducción
del factor tiempo en el cálculo es la meta misma de la innovación tecnológica, cuando el
factor tiempo en el cálculo se traduce en términos de costo y beneficio, de rendimiento
operatorio y financiero, y cuando incluso es objeto de investigaciones teóricas? No se
deja librado a la práctica de las cosas, ya que hay una investigación propiamente teórica
de la longitud de las pruebas tendiente a reducirlas a fin de ahorrar tiempo de
computadora.
Hace ya unos años se habló largo rato sobre la demostración del teorema de los
cuatro colores, facilitada simplemente por el agotamiento de cierto número exorbitante
de posibilidades mediante la computadora y por la reducción del tiempo de cálculo, e
incluso se plantearon cuestiones acerca de la admisibilidad o no de los resultados así
obtenidos en el cuerpo de los teoremas demostrados.
Entonces, el entonces tiene títulos nobiliarios.
No debo dejar de saludar aquí a Mallarmé y su Igitur,3 que son unas hojas de un
poema en prosa de su juventud, encontradas y editadas como se pudo bajo el título que
llevaba la carpeta. Igitur, considerado indescifrable, con aires de Villiers de l’Isle-
Adam, si puedo decirlo: un castillo por la noche, un héroe solitario que termina en la
tumba… ¡Ese famoso Igitur es la epopeya del entonces! En todo caso es así como se
deja leer, me parece. El entonces puesto en escena como un héroe de novela gótica —
no se trata de novelas de la época de la arquitectura gótica, sino de novelas de terror del
siglo XIX inglés.
Entonces, Igitur, este héroe que cree extinguir el tiempo, si bien “Ciertamente
subsiste una presencia de Medianoche” — es la primera frase del poema en prosa.
“Medianoche”, dice Mallarmé, “la única hora que él ha creado” y cuya esencia
constituye “el presente absoluto de las cosas”. Extinguir el tiempo. Y al mismo tiempo
este Igitur dice, profiere: “Siempre viví con mi alma pegada al reloj”. Es como para
preguntarse si, visto de cerca, este Igitur no tiene algo de Cogito, y si no hay que
verificar, en todos los instantes del tiempo, la validez de la deducción del Cogito.
Igitur tropieza rápidamente con el azar — son solo cuatro folios —, y los estudios
literarios han convenido en señalar que así Igitur prepara, anuncia, anticipa Un golpe de
dados. ¿Y por qué Igitur tropieza con el azar, si no porque entonces pretende ser
necesario? La verdad del entonces se presenta como una verdad necesaria; los obliga a
deducir. No hay lugar para jugar, no hay lugar para el azar cuando está el entonces.

3
El adverbio latino igitur admite la traducción “entonces”. [N. del T.]

3
A este respecto la trayectoria de Mallarmé va de la fascinación por la meditación de
la necesidad del entonces a la aceptación del azar. Entonces — la afirmación de la
necesidad — es la negación del azar, como dijo Mallarmé con todas las letras — se lo
descifra muy bien. Así, Igitur “concibe que hay sin duda locura en admitir” esta
negación del azar, dice Mallarmé, pero al mismo tiempo puede decir que debido a esta
locura, al haber sido negado el azar, esta locura era necesaria. ¿Para qué? “Nadie lo
sabe, él lo lamenta por la humanidad”.
¿Qué nombra Igitur? Exactamente esa locura, la locura de negar el azar. Y él supone,
sospecha, que quizás esa locura sea necesaria, sin que por ello sepa para qué. Esta
locura figura por lo demás en lo que se ha puesto como subtítulo de Igitur: se lo llama
Igitur, o La locura de Elbehnon, la locura del entonces. La locura del entonces es la
locura de lo necesario, la negación del azar; encadenar el discurso mediante la
necesidad. Y ahora captamos por qué el entonces exige el golpe de dados mallarmeano,
es decir el acto por el cual Igitur, el héroe, entra en la tumba. En el fondo, Igitur muere
por asumir el acto de arrojar los dados, muere — es lo que propongo como lectura —
porque no puede deducirse lo que va a aparecer, no puede decirse ¡Entonces, doble seis!
Bah, uno puede decirlo, pero no está seguro de verlo aparecer, y si lo ve aparecer, ¡ahí
siente mucho miedo, evidentemente!
En relación con esto me parece que no es excesivo decir que lo que obsesionó a
Mallarmé es el futuro contingente. Es justamente lo que plantea su axioma: Un golpe de
dados jamás abolirá el azar. ¿Y en qué podría un golpe de dados abolir el azar?
Podríamos imaginar que un golpe de dados abolió el azar si el futuro que se transformó
en pasado — al haber devenido acontecimiento pasado el acontecimiento futuro —
resultó por ende necesario. Ahora bien, lo que dice muy precisamente el axioma de
Mallarmé es que incluso una vez que tuvo lugar el golpe de dados, una vez que está
inscrito en el pasado, que no está por venir en el momento en que ustedes agitan los
dados en su cubilete suplicando a los dioses para que caigan bien, sino cuando el golpe
de dados ya está registrado como habiendo tenido lugar, no es menos contingente que
cuando aún estaba por venir. Con el golpe de dados es difícil ser profeta après-coup. Es
difícil demostrar que no podía ser de otro modo, como hacen los doctores de la Historia.
La cuestión del futuro contingente — esto fue recordado en otro ámbito por mi
colega Franz Kaltenbeck — es el lugar mismo donde se torna extrema la tensión entre el
saber y el tiempo. Ocupó a espíritus sagaces en la Antigüedad, y durante el Alto
Medioevo se debatió extensamente en qué medida era compatible con la omnisciencia
divina, y qué permitía conservar de la libertad que debía dejarse al pecador, según
creían, para castigarlo. No recorrí todas las soluciones propuestas — debo decir incluso
que no fue sino muy recientemente que capté en verdad de qué se trataba en el Igitur —,
pero tenemos por ejemplo la solución tomista, la de Santo Tomás de Aquino, que es la
de suponer que todas las cosas pasadas, presentes y futuras están eternamente presentes
en Dios: sacrificar el tiempo para salvar el saber. No hay problema con que Dios
conozca el futuro, ya que este futuro es para Él tan presente como lo es el pasado. Duns
Escoto, por el contrario, hace objetiva la diferencia entre el pasado y el futuro, y piensa
que esta diferencia existe para Dios como para nosotros. Pero eso supone — tal vez
volvamos a él — una escisión entre la voluntad y el entendimiento de Dios. Es decir que
el entendimiento de Dios acerca de lo que sucederá no sabe nada antes del acto de la
voluntad de Dios.
Más próximo a nuestro Mallarmé se encuentra Pierre d’Ailly, para quien no hay
entre pasado y futuro una diferencia tal que uno sería contingente y el otro no. Tanto es

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así que se dedica a minimizar el estatuto modal del pasado y del futuro. Considera que
la contingencia del futuro es simplemente creída, transformada en objeto de una
creencia, y que la necesidad, el carácter necesario del pasado, no es más que probable y
no evidente. Mallarmé, a quien introduzco en este debate del Medioevo, es más claro. El
resultado del golpe de dados jamás deviene necesario.

Asociación libre

Hagamos entrar ahora a aquel a quien todos ustedes esperan: Freud, la locura freudiana,
el psicoanálisis. He aquí a quién estaba acaso destinada a servir la locura del igitur.
En primera aproximación, sin duda el entonces, en la práctica del psicoanálisis, es
seriamente relajado en sus exigencias. Digo “en la práctica del psicoanálisis”, y creo
que no es un secreto para nadie que, en su teoría — las elaboraciones teóricas de los
psicoanalistas —, el entonces, la exigencia lógica, para una gran mayoría está muy pero
muy debilitada. No llegaré al punto de clasificar la cosa, como lo hacía Lacan, bajo la
rúbrica de la literatura delirante, pero sin duda no es excesivo decir que el psicoanálisis
tiene… algunos problemitas con el entonces. ¡No pretendo ser aquí el caballero del
entonces! En el debate entre Freud y el entonces, intento también defender los colores
de Freud. Pero, en fin, no es excesivo decir que la asociación libre, como modalidad de
la disposición de los términos lingüísticos, es un lógos más bien anti-lógico, y que la
invitación misma del analista, la que preside el discurso analítico, es una invitación a
expresarse como al azar. No importa por qué punta comience usted a presentar, si me
permiten, su espacio psíquico. El psicoanálisis, la sesión analítica, no es una lección de
retórica. ¡No los invitan a comenzar por su elogio! Entonces, como al azar.
Al mismo tiempo — Lacan subrayó esta paradoja —, el análisis es determinista. Este
azar no está allí más que para señalar que, a pesar de ustedes, una consecuencia opera en
el discurso. Como si hubiese un Igitur freudiano. Como si existiese en el psicoanálisis
esta locura de pensar que el azar está abolido. Y el sujeto supuesto saber, que es el
nombre del inconsciente en Lacan — para avanzar rápido, y no es falso —, quiere decir
que, mal que le pese, el discurso de la asociación libre está habitado por el entonces, un
entonces que sin duda no es lógico, un entonces analítico, si se quiere. La asociación
libre está de punta a punta sostenida por el sujeto supuesto saber, y entonces constituye
un encadenamiento — forma que llamamos, a partir de Lacan, “cadena significante”.
Distinguí dos entonces. Simplifiquemos. El entonces es cuestionado por el
psicoanálisis. Y también es cuestionado en la consecuencia lógica. En el fondo, ¿puede
concluirse lo que fuere sin un acto de fe? ¿Qué puede demostrarse entonces, hablando
con propiedad?
Consideremos esta vez las cosas a partir del psicoanálisis. La demostración está en el
corazón de la investigación lógica de Aristóteles. Ya en la primera frase de sus
Analíticos primeros leemos que el tema de su investigación, de su σκέψις [sképsis], es la
demostración y la ciencia demostrativa, o que es la ciencia demostrativa la que
concierne a su investigación. Hablando con propiedad, es la apodíctica. Y después de
Freud, que lo hizo sumariamente, y sobre todo después de Lacan, no puede ignorarse
que el psicoanálisis cuestiona de raíz la apodíctica, la posibilidad misma de la
demostración.
No se ha esperado a Freud para notarlo. El cardenal Newman, un autor al que a veces
cité aquí por haberlo encontrado primeramente en los Escritos de Lacan, indicaba muy

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bien que incluso para poder concluir 4 a partir de 2 + 2 era preciso un acto de fe; que
nada en el 2 repetido dos veces y con ese simbolito + permite — por sí solo, se entiende
— pasar al 4. Acto de fe. Esto implica marcar que quizás — en todo caso es así como
eso se inscribió en la historia de la reflexión — podría haber una distancia entre el
entendimiento y la voluntad — lo hemos visto recién a propósito de Duns Escoto —,
que no basta con comprender el 2 y el 2, sino que para que eso dé 4 aún hace falta
quererlo, y que al quererlo vamos más allá de lo que sabemos, y que es entonces cuando
se torna verdadero.
Ya en este 2 + 2 = 4 se encuentra lo que de un modo mucho más complejo Lacan
destaca en su apólogo de “El tiempo lógico…”, a saber, que la certidumbre final pasa
por la decisión, y que esta decisión se adelanta a la certidumbre. Volveremos en el curso
de este año a esta escisión entre la voluntad y el entendimiento, y a la escisión entre la
certidumbre y la decisión. En fin, si esperan a tener certeza, nada llega.
Para que puedan emitir su entonces, y que sea admisible, que sea el guardián de la
apodíctica, si ustedes no están completamente solos, aislados de la humanidad como lo
está Igitur en su castillo mallarmeano, para que su entonces pueda valer en la
interlocución, en la intersubjetividad, hace falta ya estar de acuerdo, tanto sobre los
términos del problema como sobre el método para resolverlo. En ese momento, el
razonamiento, la deducción, está hecha para ser siempre una sorpresa.
Lo que recién encontramos en la polisemia del entonces, donde curiosamente
constatamos que este entonces tranquilo, que se deduce y se encadena, está al lado del
entonces de sorpresa, es que a fin de cuentas en todo razonamiento que vale la pena
enunciar se encuentra este elemento de sorpresa, en la medida misma en que supone un
acuerdo previo que ustedes otorgan sin imaginar que eso los conducirá adonde los lleva.
El entonces está hecho para introducir esta sorpresa. Siempre es: “¡Pues mira tú! [Tiens
donc!] Me dijiste que sí, me dijiste que sí, me dijiste que sí, ¡pues mira tú!”. Y la
respuesta es siempre: “No quería eso. Acepté dos, acepté dos, ¡y ahora me doy de
narices con el cuatro!”.
Por eso nuestra guía es allí Sócrates, que no está, como Igitur, solo en su castillo
atormentado por los vientos, el castillo de Hurlevent; Sócrates, que se pasea junto a
alguien con quien habla, incluso con muchos, y que pasito a paso obtiene su acuerdo, y
los lleva a un entonces con el que los interlocutores se quedan patidifusos. Y Sócrates
acepta luego rebobinar el hilo y que vuelvan a ponerse de acuerdo hasta que un entonces
aporte la solución sobre nuevas bases.
La deducción, cuando vale la pena, es eso. Siempre es un “¡Pues mira tú! [Tiens
donc!] ¡Qué sorpresa!”. ¿Cómo puede ser entonces que a partir de estos significantes,
acerca de los cuales estábamos de acuerdo y que tenían un aire tan inofensivo, haya
llegado yo a eso? ¡Y eso cuando ustedes tienen un interlocutor de buena voluntad!
Quizás un día deba traer aquí lo que ya había hecho representar en un pequeño
escenario, “Aquiles y la tortuga”, de Lewis Carroll, donde la tortuga, que no da el brazo
a torcer, bloquea toda la consecuencia lógica que Aquiles querría enseñarle porque
sospecha con razón que si ella acepta A, deberá pasar a B, a C, y así siguiendo.
Entonces la tortuga da vueltas para decir A — resumo —, y Aquiles acepta de buena
gana la condición previa, afectada a su vez por otra condición previa, y al final del día
ni siquiera han comenzado a deducir lo que fuere. En fin, quizás uno de estos días traiga
aquí rápidamente a esta tortuguita que resiste tan bien a la consecuencia lógica.
Por eso Lacan llama inocente al analizante que comienza, ese que no sabe lo que ya
está escrito en el ticket de entrada al análisis. A este respecto el análisis es una máquina

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lógica. Es lo que Lacan llama discurso. Y por eso, aunque la asociación libre pone los
pies en polvorosa con respecto a la consecuencia lógica stricto sensu… En fin, digo
“stricto sensu” pero no sabemos en absoluto qué es la consecuencia lógica. La noción
que tenemos intuitivamente, la noción de consecuencia lógica que está en la lengua, de
ningún modo se llega a traducir en términos formales. Nunca se halló un equivalente
satisfactorio. Muy tarde, hacia 1936, se creyó que el querido Alfred había encontrado
qué era la consecuencia lógica. Alfred Tarski, “Sobre la consecuencia lógica”,
conferencia de 1935, resumen aparecido en 1936. No estoy seguro de darles la fecha
exacta, lo digo de memoria. Por bastante tiempo reposamos sobre esa blanda almohada,
hasta verificar que eso no saturaba todas las valencias intuitivas de la consecuencia
lógica — cosa que no le perdonan. Sobre eso también podríamos volver. Entonces, ¡no
nos hagamos demasiado los vivos, señores lógicos, con la consecuencia lógica! Hay allí,
precisamente, una pequeña dificultad.

El analista analizante

Admitamos que la asociación libre se escabulle de las exigencias de la consecuencia


lógica, pero en cambio hay una lógica de la cura. En todo caso, la orientación lacaniana
la implica. La expresión apareció una vez bajo la pluma de Lacan, y este año ella es
campo de trabajo para cierto número de psicoanalistas y demás.
Esta lógica de la cura, si puede conservarse la expresión, debe tender a un entonces
último, el entonces que haría del fin de un análisis auténticamente una conclusión.
En la conclusión de la cura está lo que el analista extrae, lo que logró, lo que le salió
mal, el punto en que quedó el analizante. Pero después de todo, la que cuenta es la
conclusión que el analizante extrae, es decir, este entonces tras el cual finaliza la cadena
significante que resume su análisis.
De igual modo, puede decirse que la pregunta ¿Entonces? — cuya posición
zeugmática evoqué recién, ya que toma entre paréntesis todo lo que se dijo antes — está
planteada bajo el nombre del pase, el entonces del pase por el cual el analizante es
invitado a exponer las consecuencias que extrajo de su análisis — no es invitado a
asociarlas libremente.
Este entonces, ¿es el fin de la transferencia? ¿Consagra este entonces el fin del sujeto
supuesto saber? No dejo esta pregunta en suspenso; digo que, en el sentido de Freud
mismo, la respuesta es no. De ningún modo entendía Freud que el sujeto supuesto saber
terminase alguna vez, al menos en la medida en que invitaba al analista a proseguir su
análisis solo, pensando que necesariamente los análisis didácticos serían breves. (No fue
profeta.) Dadas las exigencias de salud mental que se planteaban al comienzo, más bien
invitaba explícitamente al analista a mantenerse en una posición analizante y a proseguir
en la misma dirección siguiendo el impulso dado por este análisis breve. Constataba,
creía constatar que el hecho de practicar el análisis desviaba al analista de la orientación
analizante, de los valores mismos del psicoanálisis. Por esta razón, a falta de algo mejor,
incitaba al analista a volver periódicamente al análisis.
Saben que la solución de Lacan para que el analista se mantenga en posición
analizante, la que él decía adoptar por su cuenta, era la enseñanza. Eso hizo estragos,
porque enseñar sabiendo — machacando, repitiendo — y enseñar en el límite del propio
saber — al borde entonces de la propia ignorancia — son dos ejercicios absolutamente
distintos, que incluso podemos llamar contrarios.

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Pero al menos admitamos que, tanto para uno como para el otro, el colmo de la
posición analítica entraña un retorno a la posición analizante; entonces, ninguna
tachadura del sujeto supuesto saber. Es verdaderamente lo que Freud veía ya despuntar
en su época, lo que explica esa extraordinaria confusión que pretendería que con el
acceso a la práctica analítica se terminara el asunto.
Lo que puede hacerlo creer, en el propio Lacan, es que en la cumbre de las cumbres
se encontraría el hecho de saber, de experimentar que el Otro no existe. Pues bien, es
preciso que toque la cuestión. (En fin, podría haberla diferido un poquito, pero no les
hablaré todo el tiempo de San Anselmo, de Santo Tomás y el resto.) Intentemos
considerar qué puede querer decir que el Otro no existe y que uno termina por darse
cuenta de ello.
Habría que interrogar al respecto — y nos ocupamos de ello — a quienes responden
a este entonces último. En el fondo, no hay tantos, comparados con el número de los
que entran. La cuestión podría ser muy inquietante, ¿no? Salen del análisis, lo
concluyen, muchas menos personas que las que entran en él. Podríamos preguntarnos
— lo hice un poco antes de comenzar este curso, en un lugar muy diferente — qué pasa
con los que entraron y no salen. ¿Desaparecen en el proceso analítico?
De hecho, hay muchas maneras de salir del análisis. Uno no sale únicamente con el
entonces en los labios, listo para exponer las consecuencias que extrajo de él; apenas
una pequeña parte lo hace. Podemos salir por cansancio, por desesperanza, porque no
hay éxito terapéutico y estamos hartos; podemos salir, por el contrario, debido a que hay
éxito terapéutico y ya no necesitamos nada más. Pero me parece que cuando hablamos
de la conclusión de la cura y la referimos a la lógica de la cura se trata de otra cosa; esa
es la verdadera salida, y es un problema bastante delicado desde siempre.

Eclipse de la demanda

Partamos de lo más simple. En última instancia, cuando entra en análisis el sujeto tiene
— necesariamente, si me permiten — una idea de su salida, al menos una noción
preliminar de su salida, es decir, de la manera en que espera salir de la cura.
Entonces podemos decir, para hacer menos fantasmagórica la noción del fin del
análisis o de su conclusión, que de todos modos la entrada misma en análisis está
sostenida por la anticipación de la salida. A lo largo de toda una experiencia analítica
vemos modificarse la anticipación de la salida como demanda, a veces continuamente, a
veces con fuertes escansiones, a veces con un esbozo de atajo para llegar allí de
inmediato. Y si se toman las cosas de este modo, por este sesgo — es una perspectiva
elemental —, puede decirse que el sujeto en la experiencia aprende esencialmente lo
que no puede obtener, aprende a no demandar, a abandonar la demanda. Es sencillo,
pues, y esto lleva a plantear que el modo más simple de definir la conclusión de la cura
consistiría en decir que se concluye cuando el sujeto ya no demanda, cuando ya no
espera nada del análisis; por cierto, que ya no demanda nada al analista.
Pero no es aún totalmente convincente formular las cosas así, porque esto puede
suceder por cansancio, por decepción, mientras la demanda permanece y simplemente
se desplaza a un lugar distinto del análisis. Puede desplazarse hacia la psicología, por
ejemplo, o hacia las sectas, o las drogas… En fin, cosas de este género. Es decir que
puede suceder que la demanda se desenganche del análisis pero que perdure y se
desplace a otra parte. Asimismo, la demanda puede permanecer y desengancharse de tal

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analista y dirigirse a tal otro, y así comienza lo que nuestros amigos argentinos, que
tienen mucha experiencia al respecto, llaman reanálisis, y que pese a todo es imputar de
algún modo a un analista en calidad de persona — a sus rasgos, a su capacidad, a sus
límites personales — la dificultad experimentada en el análisis.
Por supuesto, cuando hablamos de la conclusión de la cura se trata de otra cosa. No
se trata de una decepción de la demanda con respecto al analista o al análisis, sino de la
desaparición profunda, radical, auténtica de la demanda. Podría decirse que es la
desaparición inconsciente de la demanda, la desaparición del lugar mismo de la
demanda — y por esa vía, la desaparición del Otro mismo al que se dirige la demanda.
Con él, entonces, se desvanecería la posibilidad misma de la demanda, de la espera de
poder encontrar alguien que dé, que colme lo que falta. En este sentido radical, la
conclusión de la cura sería el desvanecimiento, el eclipse de la demanda. Y me parece
que únicamente en esta perspectiva toma su sentido, al fin del análisis, la fórmula de
Lacan según la cual “el Otro no existe”. En todo caso, la puntualizo así en esta ocasión:
no existe el Otro de la demanda.
Por eso, “desvanecimiento de la demanda” es otro modo de decir “consentimiento a
la castración”. Esto no significa mucho porque no se trata simplemente de abandonar las
ambiciones, de adquirir modestia — puede ayudar, puede parecérsele a veces, ¡pero no
es lo que está en juego! —, no se trata de renunciar. Lacan decía que no se puede
alardear con la destitución subjetiva al fin del análisis. Y esto en la medida en que el
desvanecimiento de la demanda, que es a la vez un desvanecimiento del Otro de la
demanda, modifica al sujeto en el corazón de su ser.
Aquí no se dice Entonces el Otro existe — lo que finalmente era la suposición clásica
incluso de las implicaciones medievales, donde siempre se ponía, para indicar una
proposición verdadera, Entonces Dios existe —, sino Entonces el Otro no existe. Y lo
que aparece del lado del Otro bajo la forma del desvanecimiento, de la vacuidad, de la
no-existencia, aparece del lado del sujeto como destitución. O sea que el sujeto pierde
toda posibilidad de obtener un lugar en el Otro, porque es el lugar mismo del Otro lo
que se pierde. Y eso es lo que hay que afrontar. ¿Es fácil, pues, vivir cuando el Otro no
existe? Eso quiere decir que no hay que contar más que consigo mismo. Pero eso
significa que habría que sostenerse sin identificaciones, al menos sin el sostén de las
identificaciones a través de las cuales el sujeto, sin saberlo, se inscribió hasta ahora en el
lugar del Otro. También habría que saber sostenerse sin pedir perdón, sin excusarse, sin
dar explicaciones, y sin quejarse. Es lo que sin análisis decía ya nuestro amigo Disraeli,
el primer ministro de la reina Victoria: Never complain, never explain. Nunca quejarse,
nunca dar explicaciones.
Pues bien, hace ya mucho tiempo vimos que algo cínico surge al fin del análisis, una
soledad cínica que proviene de que el Otro es semblante. En tanto desaparece el Otro
que los abruma, el Otro al que ustedes otorgaban el poder de abrumarlos, se comprende
que se produzca un estado de entusiasmo, que se alivien, y también que esto se
acompañe por un afecto de depresión que oscila durante un tiempo, como señaló Lacan.
Por esta razón comprendemos la importancia — debo decir que así me justifico — de
recomponer un Otro para analistas. No puede dejar de recomponerse un lugar del Otro
para analistas, porque sin este Otro los analistas se vuelven locos, y pueden incluso
tener tendencia a creer que ellos son el Otro. Este Otro para analistas es lo que
llamamos una Escuela. Me justifico al menos porque pasé bastante tiempo fabricando
Otros como esos, Otros de recambio para analistas.
De nada sirve asombrarse, quejarse y protestar porque los analistas están demasiado

9
atormentados por la cuestión del grupo, la sociedad analítica. De nada sirve deplorar
que la cuestión institucional tenga un papel demasiado importante en la historia del
psicoanálisis. Y tampoco basta constatarlo. Es preciso captar la lógica que responde por
este hecho.
En el fondo, cada vez que se plantea con seriedad el problema del fin del análisis, la
cuestión de hacer existir un Otro que pueda responder surge necesariamente. Cuando
uno piensa haber llegado a la conclusión de su cura, cuando piensa que desapareció el
Otro de la demanda, queda una sola cosa por demandar: que se reconozca, que se
verifique que uno llegó a la conclusión. Es decir, un esfuerzo por pasar a la
demostración, o a la mostración quizá — motivo por el cual hablamos de testimonio.
Pero no hay duda de que la demanda de pase es una demanda paradójica, pues es una
demanda que se sustenta en la inexistencia del Otro.
Podemos preguntarnos — quizás hoy termine en este punto — qué sucede en un
sujeto cuando se desvanece la demanda. Aun si la expresión que elegí, la de
desaparición y desvanecimiento de la demanda, es demasiado sumaria para calificar la
conclusión de la cura, diría que no es tan inapropiada y que puede impulsarnos a tocar
un punto delicado.
El desvanecimiento de la demanda exige que volvamos al hecho de que toda
demanda se sustenta en la falta-en-ser del sujeto, y por ende el desvanecimiento de la
demanda no puede carecer de consecuencias concernientes a la pulsión en el sujeto —
esta pulsión (cuya fórmula no escribiré) que articula la falta-en-ser del sujeto con la D
de la demanda. Por esta razón la pregunta central sobre la conclusión de la cura en el
Seminario XI de Lacan es: ¿Qué sucede con la pulsión al fin del análisis? ¿Qué sucede
con la pulsión, agrego, cuando la demanda se ha desvanecido? En su empleo freudiano
la pulsión es una demanda, pero es una demanda que no demanda nada a nadie; una
demanda que posee justo este carácter: para ella, el Otro no existe. Por eso mismo es
incluso más una exigencia que una demanda, y es compatible con la destitución
subjetiva. En ese aspecto, la pulsión es la conexión pura entre lo simbólico y lo real sin
interposición imaginaria.
La paradoja o dificultad de la conclusión de la cura recae precisamente sobre el
punto de la pulsión. Contrariamente al amor, para la pulsión el objeto es cualquiera. La
pulsión no apunta al objeto sino que quiere gozar bajo cualquier condición.
Pues bien, terminaré aquí por hoy. Es posible que esta exigencia acéfala de la
pulsión, la imperiosidad que la anima, no pueda ser mejor presentada, hecha presente
por nosotros, que por medio de lo que habita a la lengua desde siempre, a saber, la
consecuencia lógica. Y es en ello que el entonces, que tomé por baliza este año, tiene
que ver con el das Ding freudiano.
Bien. Hasta la semana próxima.

1º de diciembre de 1993

10
II

La lógica como preparación para el psicoanálisis

Debo suponer que esta semana han estado atentos al uso del término entonces en la
lengua que hablamos y escribimos, si doy crédito a los intercambios que tuve ocasión de
mantener en estos días. Curiosamente, ese mismo día nos llegaba un pequeño eco según
el cual la demostración anunciada y pregonada del teorema de Fermat — la conjetura de
Fermat — presentaba ciertos agujeritos que estaban intentando remendar. Por lo demás,
parece que el autor de la demostración no la difunde mucho por el momento, debido a
que él mismo quiere remendar su obra y que la demostración, supongo, se le atribuya
solo a él — no a él y a un remendón salido de la comunidad matemática.
Eso basta para hacer sentir, si bien de un modo muy lejano, que no es fácil ser amo
del entonces, y que, incluso para los técnicos de la consecuencia, esta presenta
resistencias. Hay incluso misterios de la consecuencia, misterios de la conclusión. Y
hoy pasaré revista a algunos de estos surgimientos, más o menos serias — en verdad me
parecen muy entretenidos —, entre quienes se esfuerzan en pensar, formalizar y
conocer, del derecho y del revés, los usos del entonces. Me fue aportado cierto número
de divertidas paradojas de la consecuencia, que desgranaré en un momento dado de esta
exposición.
Me parece evidente que en la lengua hay dos clases de entonces, dos tipos de
ocurrencia de entonces, según que aparezca al inicio de la frase — el entonces como
conjunción de coordinación, en cuyo caso su uso lógico es marcado — o que reciba
usos de tipo adverbial, es decir que modifican el valor semántico del verbo. A primera
vista, como señalé la vez pasada, estos dos usos parecen muy opuestos. El entonces de
la primera clase subraya en la cadena significante el encadenamiento lógico, la relación
deductiva, mientras que el otro es por el contrario un entonces de ruptura, de corte,
incluso de rechazo, como cuando decimos “¡Vamos!” [Allons donc!].
Lo que propuse la última vez es que si no tenemos más que este término (entonces)
es porque sin duda cabe apuntar a lo que tienen en común estos usos opuestos, y su
oposición misma nos hace ver que su referencia común es el hilo del discurso. Ambos
usos del entonces — término que no es referencial, que no designa un objeto del mundo
como el término mesa — tienen de algún modo una referencia que es el hilo mismo del
discurso. Ese hilo evidencia que este discurso se encuentra descosido, y si está
descosido se puede querer remendarlo para seguir el hilo. Por eso hay también un valor
exclusivo, excluyente del entonces.

Entonces, ¿hay inconsciente?

Si dedico algo de tiempo a este entonces y al hilo del discurso que constituiría su
referencia es porque el hilo del discurso concierne al psicoanálisis. Y lo que sitúa al
discurso analítico como estructura es una regla que concierne al hilo del discurso, la
regla que llamamos “de la asociación libre”.
El significado de “obedecer a una regla” es problemático no solamente en el

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psicoanálisis. El hecho de seguir una regla, el concepto de seguir una regla es quizás el
corazón de la interrogación de Wittgenstein sobre las matemáticas. Por otra parte, en los
años ’80 esta interrogación tuvo un importante repunte, dio lugar a una nutrida
controversia acerca de qué es seguir una regla. Un poco más adelante tendré ocasión al
menos de esbozarla a partir de los parágrafos 201-202 de las Investigaciones filosóficas
de Wittgenstein.
En el psicoanálisis, seguir la regla de la asociación libre es el fundamento mismo de
la operación. Es una regla que posee cierto elemento paradójico, ya que consiste, si
puede decirse, en no seguir ninguna regla en el nivel del discurso. Es la regla que
proscribe las reglas en ese nivel. A condición de que se hable, no solo se puede, sino
que se debe decir cualquier cosa. Dicho de otro modo, si no se dice cualquier cosa, no se
respeta la regla. Uno se pone a detallar un artículo del diario, y puede considerarse que
al hacerlo sobre el diván no se obedece a la regla. Con respecto a esta regla del discurso
podemos imaginar infracciones, a cuál más curiosa. Sabemos también la dificultad que
presentan ciertos sujetos para convencerse de que siguen la regla como es debido, al
experimentar que están, incluso de buena gana, demasiado sometidos a otros
imperativos de formación de frases; pueden entonces preguntarse si están o no en la
asociación libre, y llegado el caso deben hacerse garantizar por el analista que eso es
justamente la asociación libre para ellos. La regla tiene todo su peso en el análisis, y la
pregunta ¿Qué es entonces seguir esa regla? no está menos presente ni es menos
apremiante allí que para el lógico que se interroga a este respecto sobre el fundamento
de las matemáticas. Decir cualquier cosa, en el hilo del discurso, es decir cualquier cosa
después de cualquier cosa, y relajar entonces toda regla de encadenamiento lógico, toda
regla de inferencia, como se dice.
¿Qué justifica esta regla? Incluso el lógico se ve llevado a plantearse la pregunta, a
propósito de estas reglas, de qué es lo que las justifica; en particular, la cuestión de
justificar la deducción misma. En general, es precisamente así como uno llega a decir la
verdad: al hilar una palabra con otra. En psicoanálisis, al hilar cualquier cosa con
cualquier otra cosa, la consecuencia es buena. Entonces, ¿quién dice, quién afirma,
quién puede garantizar que en estas condiciones la consecuencia es buena? ¿Quién
puede justificar, no la deducción, sino la libertad de la asociación? En el fondo, eso es lo
que Lacan denominó sujeto supuesto saber: el sujeto supuesto saber que la
consecuencia es buena en las condiciones mencionadas.
Sin duda, la interpretación no es una demostración. Lacan decía que era un oráculo.
Un oráculo no demuestra, un oráculo dice Es así. Afirma. E incluso no es muy claro;
hace que ustedes lo interpreten. Decir que la interpretación es un oráculo es decir que la
interpretación está a cargo de ustedes como analizantes. Pero aun si la interpretación del
analista no es una demostración, puede ser una conclusión, al menos por no ser un
enunciado inmotivado. Cuando el analista se esfuerza por justificar una interpretación
— este término se emplea corrientemente —, la apoya en los dichos del analizante, al
estilo de: Él dijo eso, y luego aquello y lo otro, y por lo tanto yo dije eso. Este “por lo
tanto” es casi un entonces. Evidentemente, eso puede debilitarse un poco cuando es: Él
dijo eso, aquello y lo otro, yo pensé eso, aquello y lo otro, y por lo tanto dije eso. En
general, nos esforzamos por minimizar la parte del “yo pensé que tal y tal y tal”.
Tiene algo de delirante, sin duda, esta idea de un sujeto supuesto saber que la
consecuencia es buena al pasar de cualquier cosa a cualquier otra cosa. El término
mismo interpretación, remarcaba Lacan, está tomado de la clínica de la psicosis; en
todo caso, tiene su validez en la clínica de la psicosis. Si hay que concluir que la lógica

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no carece de relación con la psicosis, no es una consecuencia que dé miedo — al menos
a Lacan. De hecho, en el discurso analítico todo tiene consecuencias. Y si el analista lo
olvida, no faltan analizantes que le recuerden que todo es interpretable en relación con
el deseo supuesto del analista. Todo lo que comúnmente desvalorizamos como tonterías,
es decir, como acontecimientos que no tienen consecuencias, ¡allí sí tiene
consecuencias! En el análisis tomamos en serio las tonterías. La formación del analista
consiste, en gran medida, en aprender a tomar las tonterías en serio.
¿Hasta qué punto esta práctica permite decir Entonces hay inconsciente? No es
seguro que tengamos derecho a decir eso. Incluso parece que, en cierto aspecto, solo
podríamos decirlo si previamente hemos planteado que hay inconsciente. Y no hay duda
de que si hemos planteado: Hay inconsciente, tenemos derecho a decir: Entonces hay
inconsciente. Según las reglas comunes, según la estructura misma de lo deducible,
tenemos derecho a decirlo.

¿Cómo devine psicoanalista?

Un día Lacan se planteó la cuestión de saber cómo había devenido psicoanalista, no


para escribir una larga presentación de sí mismo como lo hiciera Freud, sino
indudablemente para preguntarse, a medias tintas, qué lo había condicionado a ello.
¿Era acaso su destino porque había allí una fatalidad? La idea de destino es la noción de
la consecuencia llevada hasta sus últimas consecuencias. Lacan señalaba que el término
fatum provenía de fari, es decir que tenía relación con la palabra, y que según el
análisis, lo que para cada uno se convertía en destino era cierto número de hechos de
palabra cristalizados.
En su “¿cómo devine psicoanalista?” enumera tres condiciones. No tengo sus
confidencias acerca de los hechos de palabra que lo condicionaron. Él no se ocupa más
que de sus antecedentes inmediatos. Y vale la pena captar lo que reúnen estos tres
hechos que condicionan su devenir psicoanalista.
En primer lugar dice que su tesis lo llevó a eso, y no carece de interés que una tesis
conduzca al psicoanálisis. Conforme al uso de entreguerras, que procede de una
tradición que nos llega del Medioevo, una tesis es un escrito que ha de defenderse, una
afirmación — es un tejido de afirmaciones, pero digamos que es una afirmación — que
es expuesta a objeciones, a las que hay que responder mediante argumentos. Es sin duda
un ejercicio retórico, pero en él también tratamos de forzar al otro a admitir la validez
de nuestra afirmación, al menos parcialmente. Y donde hay argumentación está en juego
la fuerza de los argumentos, es decir que se trata de un combate violento en lo
simbólico, si se quiere.
Este elemento está siempre presente en lo que se llama lógica. La lógica tiene un aire
muy tranquilo cuando la exponemos así, en el pizarrón: pequeñas reglas — las reglas de
formación — y luego las proposiciones, que son muy gentiles y se someten a las reglas
de formación; si no se portan bien, ¡fuera! Después vienen las reglas de inferencia, que
nos permiten colocarlas en fila india, todas bien alineadas. ¡En la lógica no vemos otra
cosa que el orden! Y a menudo en la universidad, especialmente en Francia después de
mayo del ’68, dentro de la filosofía se consideró muy importante enseñar lógica… ¡a
esos alterados! Se lo puso en el orden del día porque se creyó que la lógica enseñaba,
ante todo, el orden. ¡Pero no! La lógica no enseña el orden, sino por el contrario la
violencia, la violencia del significante. Una vida intelectual que se constituye en

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referencia a la lógica alimenta la controversia de un modo muy superior a lo que
constatamos en el psicoanálisis. Esas controversias son verdaderamente choques de
argumentos, ¡y a veces son cuestión de vida o muerte! Por ejemplo, para dar lugar a sus
concepciones — que hay que llamar semi-delirantes — acerca de la vida del espíritu,
con el aspecto de una suerte de lógica, un tal Brouwer, el inventor del intuicionismo,
batalló durante treinta años. Cuando miramos un poco más de cerca cómo ocurrió eso,
en absoluto percibimos la paz de los cementerios; al contrario, ¡vigor, tenacidad y
fuerza!
Entonces, Lacan subraya, notémoslo, que llegó al psicoanálisis por medio de una
tesis, de un escrito que era preciso defender mediante la argumentación.
En segundo término subraya también que llegó a través de la psicosis. En esta
ocasión presenta la psicosis de un modo coherente con la noción misma de la tesis, a
saber, como un ensayo de rigor. Incluso se jacta de ser psicótico: “Yo soy psicótico”,
dice, “por la sola razón de que siempre intenté ser riguroso”. Y se anima a formular de
paso que los lógicos e incluso los geómetras presentan “cierta forma de psicosis”. Tanto
en el elemento tesis como en el elemento psicosis, me parece que lo que subraya es este
elemento de lógica como preparación para el psicoanálisis.
Por último, el tercer elemento va en el mismo sentido, ya que esta tesis sobre la
psicosis se apoyó esencialmente sobre los escritos delirantes de la llamada Aimée.
Podría agregarse que además se apoya en los escritos de los psiquiatras, ya que toda la
literatura sobre la paranoia es indicada y puesta en juego por Lacan en su tesis.
Creo que aquello a lo que apuntan estos tres elementos es la lógica como preparación
para el psicoanálisis.
Sin duda, Lacan subraya cierto contraste con Freud; no cree que Freud haya sido
psicótico como él dice serlo. De hecho, Freud se interesó muy poco por la elucubración
lógica, esa misma que tenía lugar en su época y en su ciudad. Puede verse en su obra un
blackout sobre este tema, con excepción de algunas apariciones que podemos retomar.
No obstante, hay también en Freud algo del mismo orden en la línea de la consecuencia,
si me permiten, y además en el hecho de que respecto de la psicosis Freud se basó
asimismo en un escrito.
¿Cómo llegó Freud a ser psicoanalista? No a partir de la psicosis, sino a partir de la
histeria, y escuchándola. Solo que escuchándola de cierta manera que Lacan caracteriza
como una lectura. Al escuchar la histeria, Freud leyó que hay un inconsciente. Y esa es
sin duda una excelente definición de lo inconsciente. Diremos que lo inconsciente es lo
leído en lo dicho. Lo que también implica que lo inconsciente está escrito en lo dicho,
escrito en ese dicho sin embargo aleatorio e inconsistente, ese dicho que responde a la
regla de pasar de cualquier cosa a cualquier cosa. Esta conexión de cualquier cosa con
cualquier cosa es la consecuencia de la regla. Puede decirse que esta conexión forma un
escrito, y que lo que Freud llamó inconsciente deroga el azar, para retomar el término
que empleé la vez pasada. Pero lo que Freud descubrió es que lo dicho al azar obedece a
leyes. Si bien un golpe de dados jamás abolirá el azar, podríamos decir que una sesión
analítica sí. Y eso merecería denominarse la locura freudiana.
Dicho esto, este inconsciente no está allí en persona, no hemos soñado aún con
describirlo. Este inconsciente freudiano no es tanto una conclusión cuanto un postulado.
Es lo que Lacan enuncia cuando dice que este inconsciente es algo que Freud solamente
podía construir, y que él postulaba. En este aspecto tiene ese valor de suposición que
reencontramos en la expresión sujeto supuesto saber, que parece misteriosa. Si el
inconsciente es menos una conclusión que un postulado o una suposición, eso significa

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que este se confirma o se refuta, que a este respecto se encuentra menos en la deducción
que en la confirmación.
Por eso en “Radiofonía” — este año volveremos a ella — Lacan podía decir, de
modo divertido y profundo, que cuanto más se interpreta el discurso más se confirma
que este es inconsciente. Es decir que más interpretamos y más llegan las
confirmaciones de que en efecto hay inconsciente — lo que, en el fondo, constituye
todo el interés de ocuparse un poco del valor de la confirmación, y no solo de la
deducción.

La regla de abstinencia

Agreguemos que Freud debió constatar que él estaba implicado en los dichos del
analizante, y que, como se expresa Lacan, no podía evitar participar en lo que las
histéricas le contaban, se veía afectado por ellos. Es una consecuencia: constataba que el
operador era afectado por la operación. De allí que Freud recomiende el agregado de
otra regla, llamada de abstinencia, que está en otro nivel que la regla de la asociación
libre y que intenta contraponerse a esa consecuencia. A tal punto que Lacan dice que las
reglas mediante las cuales Freud estableció la práctica del psicoanálisis fueron
concebidas para contrarrestar esta consecuencia — la de que el dicho los afecta — y
para permitir conducir la cura de modo de evitarlo.
Debe también notarse — eso no aparece en la lógica — que obedecer la regla
analítica conlleva una satisfacción que debe ser situada. No forma parte de la regla, pero
parece ser justamente una consecuencia: hay cierta consecuencia de satisfacción que
estamos obligados a constatar.
Ahora bien, a este inconsciente que es como un escrito en el dicho, lo denominamos,
tal vez un poco rápido, un saber. Es un saber especializado que Lacan anudaba al
material de la lengua y que está relacionado con la materia misma del significante.
Podemos llamarlo saber en la medida en que no exigimos de un saber que sea
verdadero, ni que sea demostrado, ni que el sujeto lo sepa, ni que lo sepa bien; no
podemos llamarlo saber más que a condición de no hacer del saber y de la creencia dos
clases distintas. Y en ese punto Lacan remite a una obra del lógico Hintikka, llamada
Saber y creencia, para indicar que lo que a este le parece constituir una dificultad es
precisamente tomar el saber y la creencia como mutuamente excluyentes pese a que lo
más evidente en lo que llamamos saber es que esa frontera dista de ser estanca.
Si podemos tomar como referencia a Sócrates — lo hicimos la vez pasada — es
porque él se ofrecía para asistir a todos y cada uno en el alumbramiento de su saber.
Sócrates también era alguien que sabía leer en el dicho. Quien plantea preguntas como
él lo hacía, no afirma, sino que invita al otro a enunciar y afirmar. Según les dije,
Sócrates simplemente hace ver las consecuencias a su interlocutor. Una vez logrado
esto, el otro avanza o retrocede. Es decir que Sócrates, de algún modo, le muestra que él
no conocía su saber, que no sabía lo que decía, ya que lo que dice tiene consecuencias
ante las cuales recula. Ese es el movimiento mismo de los diálogos escritos por Platón.
Y ese es el punto en el que este método socrático, este modo de asistir trabajosamente al
otro en el alumbramiento de su saber — un saber que el otro no conoce —, se parece,
según Lacan, a lo que Freud denominó inconsciente. Entonces, eso se debe
esencialmente al hecho de que Sócrates hace ver las consecuencias. Hacer que alguien
vea las consecuencias desapercibidas de su dicho ya es como un germen del

15
inconsciente.
Por eso, en todos estos asuntos de lógica — donde llegado el caso nos despistan con
las paradojas desconcertantes surgidas por haber aceptado de entrada consideraciones
que parecían de sentido común — hay en efecto algo del inconsciente o algo que lo
anuncia. Eso se juega cada vez que nos hacen ver una consecuencia que no habíamos
previsto al enunciar inocentemente nuestros principios y nuestras reglas. No es difícil
querer algo, ¡lo difícil es querer sus consecuencias!
Por otra parte, en la retórica podríamos sostener que, para todo lo que es juicio de
valor, el procedimiento esencial es el argumento que Perelmann, en su Tratado de la
argumentación, llama pragmático, es decir el argumento según el cual uno aprecia una
tesis o una proposición en función de sus consecuencias, transfiriendo entonces sobre la
causa el valor de las consecuencias. Es decir: ¿Quieres eso y sus consecuencias?

Consecuencias e inferencias

Ocupémonos un poco de la consecuencia. Antes de arribar a su construcción formal


podemos tal vez mencionar la aparición de este término, consecuencia, en un texto de
Lacan — que llega justamente en el momento más claro de su discurso — en el cual
expone la importancia de las reglas analíticas y de su comunicación al analizante. En la
página 566 de los Escritos prescribe al analista plantear al analizante, “en una
comunicación inicial”, las directivas que pueden permitirle hacer un análisis: “Estas
directivas” son planteadas como “consignas de las cuales, por poco que el analista las
comente, puede sostenerse que hasta en las inflexiones de su enunciado”, del enunciado
de las reglas, “servirán de vehículo a la doctrina que sobre ellas se ha hecho el analista
en el punto de consecuencia a que han llegado para él”. Esta referencia tiene para
nosotros todo su valor. Ella relaciona de cierto modo la regla y la consecuencia. El
“punto de consecuencia”, según la expresión aquí utilizada, remite — aunque esto no es
decirlo todo — a que no basta con decirlo, sino que hay que extraer las consecuencias, y
que podemos llevar estas consecuencias más o menos lejos. Es lo que vemos a cada
paso en los diálogos de Platón: el otro acepta las consecuencias hasta cierto punto, y
después recula ante las consecuencias de lo que dijo y dedujo. Lo que aquí fulgura es
hasta qué punto de consecuencia cada analista dedujo lo que implica la práctica
analítica. En definitiva, cuando se introduce a otro en la experiencia analítica, al
exponer en el momento inicial las reglas mismas que condicionan esta práctica lo que se
señala es el punto terminal donde se encuentra el analista en su relación con el análisis.
En verdad esto presenta una gran exigencia y un gran intento de rigor que marca que la
dirección de la cura por parte del analista está estrictamente condicionada por el punto
de consecuencia al que este llegó en relación con el psicoanálisis — aquí Lacan dice “la
doctrina” que el analista se hace del psicoanálisis.
Intentemos ahora, en la otra punta del universo del discurso, dar a la consecuencia un
poco de consistencia, si me permiten, en el sentido de un poco de peso. Me parece que
lo más simple es exponer la consecuencia a partir de la regulación del entonces que se
opera en la sintaxis lógica. La expresión “sintaxis lógica” fue creada por Carnap, y se
encuentra en el título de su obra principal.
La regulación del entonces supone el enunciado de reglas de la consecuencia, a las
que llamamos reglas de inferencia, o de deducción, o de deducibilidad. ¿Qué son las
reglas de inferencia? Por ser reglas, son principios generales que indican qué

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conclusiones pueden ser inferidas o deducidas, y a partir de qué premisas. Dicho de otro
modo, la noción misma de regla de inferencia supone practicar en el discurso esta
división entre las premisas, que van primero, y las proposiciones que pueden inscribirse
a continuación, legítimamente llamadas conclusiones. Esta división entre premisas y
conclusiones atañe esencialmente a estos seres, a estas especies llamadas proposiciones,
a las que por supuesto cabe definir — ¡no son simplemente frases! —, pero por ahora
podemos darlo por sentado. Desde luego, habrá que volver a qué son las proposiciones,
los argumentos, las frases, que son otras tantas creaciones propiamente lógicas para
operar sobre el discurso. Entonces, las reglas de inferencia operan entre proposiciones, y
para que estas reglas puedan funcionar debe indicarse cómo formar las proposiciones
sobre las que aquellas se aplican. Evidentemente, antes de las reglas de inferencia hay
reglas de formación de proposiciones, ya que no nos ocupamos de todo el lenguaje, no
nos ocupamos de todas las partes del discurso, sino de un tipo especial.
En el fondo del corazón de la sintaxis lógica están, pues, estas reglas de inferencia. Y
hablamos de sintaxis en la medida en que dejamos de lado la semántica del asunto.
Puede decirse que la semántica lógica, mucho más simple que la del lenguaje corriente,
se ocupa únicamente del valor de verdad de las proposiciones, de lo verdadero y lo falso
— aunque nada prohíbe extender esta semántica para incluir en ella valores de verdad
menos netamente delimitados. Pudo haber semánticas binarias, pero nada se opone en
absoluto a que haya semánticas lógicas que admitan más de dos valores de verdad. Hay
algunas que admiten muy bien proposiciones ni verdaderas ni falsas, y otras que
admiten muy bien lo probable. Incluso se han divertido haciendo la lógica fuzzy (difusa)
— tiene un uso en la industria —, en la que los predicados se calibran: mucho, poquito,
etc. Nada impide hacer un sistema lógico fuzzy en el que, si jugamos a cuantificar los
valores: quizás, aunque, pero en verdad, me pregunto… ¡bien pueden tener un
verdadero en un 50 %! Y dije que eso fue utilizado en la industria porque enseguida, en
efecto, ciertos cálculos de lógica difusa fueron aplicados, por ejemplo, a cámaras
fotográficas sumamente perfeccionadas. Es muy útil. Se ha logrado gadgetizar lo difuso
del predicado. No me pidan los detalles. Por el momento, me detengo en esta semántica.
Verdaderamente la he leído, es todo lo que puedo decir.
Entonces, cuando hablamos de sintaxis lógica dejamos de lado el elemento verdadero
o falso de las proposiciones. Las reglas de inferencia funcionan, o deben funcionar, en
ausencia de esta asignación. En fin, podemos completar, en efecto, las reglas de
inferencia por medio de las condiciones de verdad. Por ahora, no nos compliquemos la
vida. Definamos simplemente dos proposiciones A y B, que pueden ser tan apasionantes
como las que abundan justamente en los tratados de lógica: “El gato está sobre la mesa”,
“Es de día”, “2 + 2 = 4”, etc. No entremos en el detalle de qué es una proposición,
simplemente definamos dos de ellas. Como veremos, las tres reglas de inferencia
siguientes bastan, por ejemplo, para definir la conjunción entre dos proposiciones.
La primera regla de inferencia permite formar, a partir de las proposiciones A y B,
una proposición que es la conjunción de ambas. Dicho de otro modo, escribamos A y B
con el y empleado en el lenguaje corriente. Utilizaré el más viejo de los signos de
consecuencia empleados en la lógica moderna, el más elocuente en todo caso, que es el
que inventó el genial italiano Peano. Cuando se había alcanzado la consecuencia, en
latín se decía: Consequentia est, con una C mayúscula. Y Peano, para decir deducido,
inventó escribir esta C al revés, lo que nos da el signo llamado de la implicación, o de la
demostración, o de la inferencia: ⊃. Entonces podemos decir que A y B permiten
deducir (⊃) una proposición conjunta que escribiré (A ∧ B) , con una v al revés (∧) para

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escribir de manera lógica este y:
(1) A y B ⊃ (A ∧ B)
Eso indica solamente que, a partir de dos proposiciones A y B, se puede concluir la
proposición conjunta (A ∧ B) , que pongo entre paréntesis para que sea más claro,
aunque no es necesario hacerlo.
Segunda regla de inferencia: a partir de A y B — lo escribo lógicamente, (A ∧ B) —
`puede inferirse A:
(2) (A ∧ B) ⊃ A
Y en tercer lugar, a partir de A y B puede inferirse B, dejando caer el resto:
(3) (A ∧ B) ⊃ B
Esto basta en cuanto a las reglas de inferencia. Espero que ustedes no tengan ya la
cabeza hecha un bombo. En verdad, procuré comenzar por lo más simple.
Evidentemente, hay un montón de presuposiciones en todo esto, pero creo que lo dicho
ya brinda una pequeña referencia acerca de las reglas de inferencia.
Uno puede luego agregar condiciones de verdad, que son las siguientes. Las más
corrientes consistirían en limitarse primero a lo binario, y entonces, como condición de
verdad, decir que toda proposición es verdadera o falsa, y no ambas cosas a la vez; en
segundo lugar, decir que si A y B son verdaderas, la conjunción lógica de ambas es
verdadera; y por último, que en cualquier otro caso la conjunción (A ∧ B) es falsa.
Entonces, se puede introducir la semántica del asunto mediante estas cláusulas
sumamente simples, que establecen el carácter binario de los valores y que ponen como
condición, para que (A ∧ B) sea verdadera, que cada una por su lado sea verdadera. Si
respetamos esto — ustedes pueden ponerse a hacer lógica y verificar que siempre la han
hecho, como monsieur Jourdain hacía prosa —, si seguimos estas reglas, tenemos la
garantía de que las conclusiones que resultan de aplicar estas reglas de inferencia a
premisas verdaderas serán verdaderas. ¡Tienen un “verdadero” con garantía de fábrica!

Meaning is use

Por supuesto, podemos generalizar esto que presenté simplemente con dos
proposiciones. La generalización consiste en decir que, a partir de toda proposición
formada mediante la conjunción de las proposiciones A1, A2, … An, podemos inferir
cualquiera de las proposiciones componentes. Lo hicimos para dos, y podemos hacerlo
para un número de proposiciones mucho más grande, para toda una serie. Siempre
tenemos el derecho de inferir a partir de allí una de las proposiciones componentes. En
segundo lugar, a partir de las proposiciones A1, A2, … y An, ustedes también tienen
derecho a inferir la conjunción de toda esta secuencia de proposiciones. Es decir que
podemos generalizar estos dos grandes principios — que hemos formulado mediante las
reglas de inferencia (1), (2) y (3) — para n proposiciones A1, A2, … y An. Y puede
decirse, más aún, que por medio de esta tabla ustedes aprendieron qué significa el
conector y en lógica, ya que este conector (∧ ) no significa nada más que eso: su sentido
es esta tabla.
Aquí se ve lo que preside todas las construcciones de sintaxis lógica, a saber, que

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justamente dejan de lado, lo más posible, toda consideración hablada. Ellas aplican el
principio que en un momento dado Wittgenstein había destacado al reflexionar acerca
de la práctica de los lógicos, de Russell, de Whitehead. ¿Cuál es el sentido del conector?
Ninguna otra cosa que el modo de servirse de él — lo que Wittgenstein resumiera
mediante la proposición: Meaning is use. El sentido, o la significación, es el uso. Ese es
por otra parte un principio que hallarán al comienzo del seminario de Lacan, y que
reposa sobre la idea de que la significación está dada siempre por el contexto, es decir
que para saber lo que significa un término incluido en la lengua — si generalizamos esta
proposición para aplicarla a la lengua que hablamos — hay que referirse al conjunto de
sus usos. Eso es también lo que justifica nuestro gusto por dirigirnos a los diccionarios,
a las referencias, en especial al Littré o al Robert, que nos presentan la significación
precisamente a partir de las ocurrencias efectivas de un término en un contexto en el que
de hecho apareció. Entonces, lo que domina la idea misma de sintaxis lógica es este
Meaning is use, en el punto en que puede decirse que el sentido de un término no es otra
cosa que el rol que este cumple en el contexto del discurso, y esto es incluso lo que
condujo a Lacan allí, hacia el fin de su seminario, a decir que si se habla un tiempo
bastante prolongado se puede dar cualquier sentido a cualquier término. He aquí el
abecé del asunto.
Alguien encontró una singular dificultad en este punto de partida, y eso es lo que les
aportaré. Es alguien que en los años ’60 publicó en una revista de lógica un pequeño
artículo de una página y media, muy divertido sobre todo cuando uno ha hecho muchas
de aquellas lecturas; y aunque este no es absolutamente el caso de ustedes, espero al
menos hacerles sentir lo delicado del asunto. Pues bien, el señor que planteó una
pequeña objeción a esto es un lógico absolutamente emérito llamado Arthur Prior, que
en particular hizo una obra muy interesante — ahora superada, pero que para la lógica
de la época era la última gran referencia — titulada Past, Present and Future [Pasado,
presente y futuro]. Esta gran obra es muy difícil de leer porque utiliza, por supuesto,
escrituras lógicas, pero con el simbolismo polaco, que es muy complicado de descifrar
— incluso formalizado. Pero aparte de este libro él planteó una pequeña pregunta acerca
de las reglas de inferencia. Comienza diciendo que todo esto es maravilloso: para pasar
de la conjunción a una de sus componentes [conjoints] aplicamos esta regla — alcanza
con escribirla — y nuestro conector lógico ∧ (y) nos permite hacer esta deducción; y si
nos preguntan qué es ese ∧, no tenemos más que mostrar esta pizarra,4 y así sabrán qué
hacer. ¡Formidable, la sintaxis lógica es maravillosa! Pero, dice Prior, solamente veo un
pequeño inconveniente. Tomaré el detalle del texto: “Quisiera llamar la atención sobre
un punto que no ha sido en general notado” — eso es el método socrático: ustedes dicen
algo, pero eso tiene una consecuencia un poquito difícil — “a saber, que en este sentido
[…] puede deducirse cualquier proposición a partir de cualquier otra”. ¡Menudo detalle!
Y dice que no es complicado: A continuación deduciré “2 y 2 son 5” a partir de “2 y 2
son 4”. Veamos cómo él procede en forma muy simple. Introduciré, dice, un conector
nuevo, al que llama divertidamente tonk — no donc —, y yo también plantearé cierto
número de reglas en la materia. Digo, por ejemplo:
(1) 2 y 2 son 4,
y ahora hago una inferencia a partir de allí:
(2) 2 y 2 son 4 ⊃ 2 y 2 son 4 tonk 2 y 2 son 5,
4
Las reglas (1), (2) y (3), escritas en la pizarra. [N. del T.]

19
y en tercer lugar digo:
(3) entonces (⊃) 2 y 2 son 5.
En suma: 2 y 2 son 4 tonk 2 y 2 son 5.
Prior agrega: Evidentemente, hay personas que considerarán extraño este tonk; pero
no veo por qué, dado que es exactamente lo mismo que hicimos recién. Hemos
planteado, como Frege, que a partir de una proposición P (2 y 2 son 4) podemos inferir
P tonk Q, y que a partir de P tonk Q puede inferirse Q (P tonk Q ⊃ Q); esas son las
reglas. Ustedes no conocen tonk; pero no se fatiguen, tonk quiere decir estas reglas.
Sin duda, ustedes tienen cierta dificultad para acostumbrarse al manejo el asunto. Pues
bien, dice, podría plantearse una duda acerca de si es verdaderamente el caso que,
para cualesquiera proposiciones P y Q, hay siempre una proposición R tal que, dada P
podemos inferir R, y dada R podemos inferir Q. Pues bien, esta duda está en verdad
fuera de lugar, ahora que introdujimos el término tonk precisamente para formar la
proposición R con estas propiedades para todo par de proposiciones P y Q.
Dicho de otro modo, en una forma muy elemental él toma en serio el Meaning is use,
y entonces les presenta tonk, que los sorprende y que permite operar así. La pequeña
dificultad consiste en que eso parece permitir demostrar cualquier cosa. ¡Y justamente
tonk permite demostrar cualquier cosa! Pues bien, dice Prior, evidentemente hace falta
un poco de tiempo para acostumbrarse a ello, pero espero que se me demuestre que no
es así como se procede ordinariamente en sintaxis lógica, y unas perspectivas más
esclarecidas prevalecerán ciertamente, sobre todo cuando la gente tome en cuenta el
carácter sumamente cómodo de la nueva forma lógica que propongo, que promete
desterrar toda falsche Spitzfindigkeit (falsa argucia) de la lógica para siempre.
Así termina esta joyita. Evidentemente, este tonk plantea ciertos problemas. Señalo al
menos que en toda la historia de la lógica esta cosita constituye en verdad una punción,
perfora en un punto delicadísimo el corazón mismo de la sintaxis lógica, perfora la
noción misma de la regla de inferencia y de sus usos contextuales. La idea subyacente
en Prior es que finalmente sólo puede hacerse lógica gracias a que, por otro lado, está la
lengua que hablamos. Es en esta lengua y en la práctica efectiva de la lógica, o de la
matemática, que se sabe lo que es interesante o no, y lo que se puede decir o no, y el
aparato formalizado es una suerte de superestructura, pero siempre está guiado por esta
intuición fundamental en el nivel de la lengua. Eso es lo suyo.
Hubo una montaña de textos que respondieron al de Prior. Porque, si se lo hace con
rigor, es muy difícil finalmente responder a esta introducción del tonk. Si uno no se
contenta con encogerse de hombros, tonk es muy molesto; la lógica contrae, si me
permiten, una “tonkitis” justamente en el punto en el que podría suceder que fuese
posible deducir cualquier cosa a partir de cualquier cosa. La respuesta razonable es, por
ejemplo, la que brinda, unos años después, el señor Belnap. Él explica que tras las
reglas de inferencia ya hay suposiciones concernientes a la deducibilidad, que ya hay
todo un contexto dado, que condiciona lo que significa deducir, que condiciona el uso
de ⊃, y que el uso, la definición que se ha dado a tonk es inconsistente con las reglas de
este contexto de la deducibilidad — el cual puede, por lo demás, ser precisado.
Aunque no lo haré enseguida porque no tenemos tiempo, podemos hacer referencia,
por ejemplo, al contexto de deducibilidad precisado por un tal Gentzen en los años ’30
— una época en la que se ocuparon mucho de asegurar las pruebas. Y podemos decir
que tonk es inconsistente con respecto a la noción misma de lo deducible; que él

20
extiende exageradamente la definición de lo deducible, o que lo extiende de un modo no
conservativo, ya que finalmente se llega a “cualquier cosa es deducible a partir de
cualquier cosa” — una extensión ilegítima forzada por tonk. Este permite decir: No hay
en lógica conectores tales como tonk. Bien. Es ciertamente refutable, pero al menos hay
allí algo no tan fácilmente refutable que emerge bajo la forma de este tonk, a saber, la
posibilidad de que todo sea deducible a partir de cualquier cosa.

Lo verdadero y lo demostrable

Esta dificultad se presenta bajo formas más serias, más auténticas, que evocaré en forma
sumaria precisamente a partir de la reflexión de Tarski — la vez pasada hice una rápida
alusión a él —, Alfred Tarski, en “Sobre el concepto de consecuencia lógica”, cuyo
punto de vista está emparentado con el que motiva la paradoja de Prior, la paradoja del
tonk. Se trata de la idea según la cual el concepto lógico de consecuencia, el concepto
lógico del entonces, no agota todo aquello que la consecuencia es en el lenguaje
corriente; y que la idea de que las reglas de inferencia lo agotan nació del hecho de que
se ha mostrado, en efecto, que con estas reglas de inferencia se podía formalizar todos
los conocimientos exactos en matemáticas hasta cierta fecha. ¿Qué es lo que pareció
asentar esta noción de que las reglas de inferencia brindan el equivalente del concepto
de consecuencia lógica? El hecho de que hasta una fecha dada se pensó, se demostró
que ellas daban cuenta de todos los conocimientos exactos en matemáticas. Pero en
cierto momento eso cesó de ser verdadero.
En particular — no haré más que mencionarlo aquí, pero al pasar, pues no es el
corazón de su demostración —, con Gödel apareció al menos la noción de una teoría
muy singular, formalizada sobre todo por Tarski, que plantea problemas a la noción de
consecuencia y a la posibilidad de usar así el entonces lógico. Gödel encontró un tipo de
sistema formal muy curioso — Tarski enseguida lo extendió y formalizó — que no es
inconsistente — pues un sistema puramente inconsistente puede aún ser descartado —
pero que presenta, por así decir, una forma débil de inconsistencia llamada omega-
inconsistencia. La mencioné, creo, hace mucho tiempo en uno de mis cursos.
La omega-inconsistencia es el siguiente fenómeno, concerniente a una teoría que
entre sus teoremas — es decir, sus propiedades demostradas — incluye la siguiente
lista:
teorema A0: 0 tiene la propiedad P
teorema A1: 1 tiene la propiedad P
teorema A2: 2 tiene la propiedad P

teorema An: n tiene la propiedad P


En esta teoría todos estos teoremas han sido demostrados. Pero al mismo tiempo —
Tarski lo escribe en ocho o nueve páginas de lenguaje formalizado — constatamos que
la proposición universal
A: Todo número natural tiene la propiedad P
no es demostrable en esta teoría.
Cuando ustedes ven que 0 tiene la propiedad P, que 1 tiene la propiedad P, que 2
tiene la propiedad P, etc., y que n tiene la propiedad P, dirán: ¡Bien, vamos, está claro!

21
Todos los números naturales tienen la propiedad P. Sin embargo, en esta teoría
podemos demostrar la propiedad P para cada uno de esos números pero no podemos
demostrarla para todos.
Este carácter de la teoría, llamado omega-inconsistencia, destaca una diferencia —
que encantó a Lacan en el curso de los Escritos — entre lo verdadero y lo demostrable.
Porque ustedes no anularán su sentimiento o su convicción de que, dado que uno puede
continuar esta lista hasta n — es decir, cualquier número —, eso significa que todo
número natural tiene esa propiedad. A este respecto es verdadero, pese a lo cual no es
demostrable en esta teoría, no es un teorema de esta teoría. Entonces, con la omega-
inconsistencia lo que llegó a la lógica es la diferencia entre lo verdadero y lo
demostrable, como también esta diferencia, que repiten Tarski y Prior, entre el
sentimiento intuitivo de la consecuencia lógica y su formalización. Allí tenemos, de
manera tangible para quien lee el formalismo, la diferencia entre lo verdadero y lo
demostrable.
¿Cómo podríamos salir airosos? Podríamos inventar una proposición B que dijera:
“Todas las proposiciones A0, A1, A2, … An son demostrables”, y plantear entonces una
regla que dijera: si se demuestra esta proposición B, la proposición A estará demostrada.
Si llegáramos a demostrar esta proposición B, consideraríamos que A fue demostrada.
El único problema es que, aun si admitimos que ese es el cuerpo de teoremas de la
teoría, ha de resultarles notorio, quizás simplemente por el modo en que lo enunciamos,
que B, la proposición en cuestión — que es una proposición sobre lo que es demostrable
y demostrado —, no pertenece a esa teoría: ella ya es un discurso sobre esta teoría.
Dicho de otro modo, ella pertenece a la metateoría de esta teoría. Ustedes pueden
formar, inventar, plantear el concepto “proposición demostrable o demostrada en base a
las reglas admitidas”, pero si hacen una regla con respecto a él, extenderán este
concepto — porque introdujeron una regla más. Entonces, al admitir esta regla
suplementaria, ustedes bajan un peldaño en la teoría, y pueden hacerlo hasta el infinito.
Se ven conducidos a agregar siempre una regla suplementaria a las reglas ya admitidas.
Sobre esta base Tarski tomará una vía de empalme para hallar otra solución al
problema de definir la consecuencia lógica. La sorpresa que rodeó a los descubrimientos
de Gödel y sus consecuencias en los años ’30 ya dejan ver que no es tan cierto que, en la
deducción, nada es nuevo. La deducción debería querer decir: ¡Nada de sorpresas! Se
han fijado sus reglas y ella funciona. Es decir que la deducción, pensada a partir del
algoritmo — es decir, de procedimientos reglados —, debería proscribir la sorpresa. Sin
embargo, la historia misma de este tejemaneje lógico con el lenguaje muestra, al menos
por el sesgo al que aludo, que la sorpresa no cesa de surgir sobre nuevas bases.

Una ciencia conjetural

Eso es aún más manifiesto si nos interesamos no solamente en la deducción, sino en la


inducción. Después de todo, la inducción también permite extraer conclusiones. Ella
consiste en constatar que cierto número de veces eso fue el caso, y entonces generalizar.
En el fondo, la omega-inconsistencia implicaría algo de este orden: sé que 0, 1, 2 y la
secuencia tienen la propiedad P, y no irán ustedes a impedirme decir que todos los
números naturales tienen esta propiedad, ¿no? De acuerdo. Si ustedes deciden: Está
bien, doy el salto y digo “todos” — aunque esté estrictamente prohibido por Tarski y
por Gödel, porque eso no es demostrable con los medios del sistema —, en cierto modo

22
ustedes están en la inducción. El razonamiento inductivo es aquel que, a partir de cierto
número de casos, se autoriza a generalizar. Evidentemente siempre hay en la inducción
este paso, el paso inductivo: uno salta, salta por sobre un abismo — abismo que la
omega-inconsistencia nos torna perceptible.
La inducción es muy importante en el psicoanálisis. Me atrevo a decir que, mucho
más que nuestros asuntos de deducción, la inducción es la forma misma del
pensamiento psicoanalítico. Lacan se refería a eso maravillosamente. Decía: El
psicoanálisis es “una ciencia conjetural”. Pero, ¿qué significa “ciencia conjetural”?
Significa “ciencia inductiva”. La conjetura, en sentido propio, es justamente lo que nos
permite, a partir de cierto número de experiencias pasadas, proyectarnos hacia el
porvenir y hacer entonces una conjetura de que siempre será así.
Puede decirse que Lacan jugó a hacer como si en ciertos aspectos el psicoanálisis —
ciencia, saber inductivo — fuese un saber deductivo. Es lo que llamamos su gusto por el
matema. Y en efecto hay en el psicoanálisis sectores que Lacan tornó deducibles. Pero
para justificar que pasemos un tiempito con la inducción puede decirse que el
psicoanálisis opera verdaderamente con la inducción.
Hume asestó un golpe terrible a la inducción. Su escepticismo señala que no hay
razón alguna para decir: Dado que hasta ahora eso fue siempre así, siempre será así. Es
un argumento paradójico que, como saben, impactó mucho a Kant, y que en un
momento llega a cortar, si me permiten, la proyección del pasado sobre el futuro. En
todo caso señaló que no había allí consecuencia lógica: no porque haya pasado siempre
de ese modo, debe pasar otra vez. Él da un fundamento psicológico al hecho de pensar
que debe ser así, a saber, el hábito. A este respecto, la noción de inducción sin duda
introduce otras consideraciones, pero también otras paradojas, que la noción de
deducción.
Así, tuve ante mis ojos incluso los sabrosísimos pasajes del lógico Carl Hempel,
quien precisamente razonó sobre la inducción a partir de la noción de confirmación. En
la deducción se estudia una relación de consecuencia lógica entre las proposiciones,
independientemente de su verdad o falsedad, y él imaginó que en la inducción lo
esencial es que uno estudia relaciones de confirmación; no de consecuencia, sino de
confirmación. ¿En qué sentido puede decirse que una proposición confirma a otra?
Como él dice statement, su pregunta es: ¿En qué sentido S1 confirma a S2? ¡Es el primer
S1–S2 de la historia!
Es un problema muy divertido si admitimos — espero que estén dispuestos a
admitirlo, escríbanlo — que lo que confirma una proposición (statement) confirma
asimismo las consecuencias lógicas de esta proposición. Tendrán tiempo hasta la
próxima vez para reflexionar sobre esto, pero sepan simplemente que si prestan
suficiente atención notarán que, por el solo hecho de admitirlo, cualquier cosa confirma
cualquier otra cosa. Es muy divertido. Creo que es una suerte de paradoja que Hempel
inventó en 1946. Prior no hace referencia a ella — no los encontré agrupados en ningún
lado, los pillé al capricho de una vieja lectura —, y sin embargo evidentemente aquí
tenemos una paradoja de la confirmación, como tuvimos recién una paradoja en el nivel
de la deducción.
Quizás en el intervalo puedan reflexionar también acerca de esta noción: ¿Qué es lo
que puede confirmar que todos los cuervos son negros, cuando evidentemente ustedes
no tienen acceso más que a un número finito de cuervos? ¿Podría acaso Dios pasar
revista a todos los cuervos que hay, que habrá y que hubo en el mundo, para examinar si
son negros? ¿Cómo puede saberse que todos los cuervos son negros? Y, sobre todo,

23
¿cómo se lo puede confirmar? Sin duda cada vez que llega un cuervo lo miramos y
vemos que es negro. (Además hay que saber que es un cuervo; sobre eso hay un montón
de incertidumbres.) Pero bien. Todos los cuervos son negros es lógicamente equivalente
a la noción según la cual Toda cosa no-negra es no-cuervo, y eso también entraña que
todo lo que no es negro y no es cuervo confirme que toda cosa no-negra es no-cuervo,
de modo que eso confirma a su vez que todos los cuervos son negros. Si ustedes toman
eso en serio, esta hoja de papel…

UNA VOZ EN LA SALA: ¡No es un cuervo!

…confirma la proposición universal Todos los cuervos son negros. Y eso constituye la
célebre “paradoja del cuervo”, de Carl Hempel, que permite, utilizando las reglas más
elementales de la equivalencia lógica, nada menos que extender enormemente el
número de las proposiciones que, en el mundo, confirman el enunciado: Todos los
cuervos son negros.
Eso es todo. La semana próxima les indicaré una o dos paradojas más de este tipo,
del mismo género, e intentaremos ver sus consecuencias.

8 de diciembre de 1993

24
III

El pase, ¿hecho o ficción?

Entonces, cuando nuestro tonk de la vez pasada se introduce sin más precauciones, es
decir, mediante sus reglas de uso, nos arroja una consecuencia sorprendente, a saber,
que puede deducirse cualquier cosa a partir de cualquier cosa. Hay que ponerse a
repararlo de inmediato para hacer desaparecer la sorpresa, lo que no quita que esta haya
tenido lugar; hubo, y por ende habrá por siempre, el acontecimiento de la sorpresa.

Consecuencia sorprendente

No volveré a dedicar mucho tiempo al tonk de Arthur Prior, salvo para abordarlo por el
sesgo que señala uno de sus críticos, uno de los únicos dos a los que él respondiera
luego, y que mencioné la vez pasada.
Belnap compara los efectos de la introducción del tonk en las reglas lógicas con el
efecto que tendría, en el manejo de las fracciones, definir la siguiente operación. Es un
ejemplo de Peano, que él toma de un lugar que no identifiqué, y que consiste en definir,
entre dos fracciones (a/b y c/d), una operación misteriosa, por ahora denotada mediante
un signo de interrogación, que permita obtener como resultado (a + c)/(b + d):
a c a+c
? =
b d b+d
Esta operación presentada mediante letras tiene un aire inocente, pero si se la admite el
manejo de las fracciones deviene inmediatamente inconsistente. Para demostrarlo basta
un ejemplo, en la medida estricta en que es un contraejemplo al manejo corriente de las
fracciones. No me tomé el trabajo de encontrarlo; se lo pedí a mi hijo, quien de
inmediato me lo encontró. Se lo demuestra fácilmente. Sea la fracción 2/3, y
reescribámosla (el signo = solo indica que ella es legítimamente transformable) del
siguiente modo:
2 1+1
=
3 1+ 2
Si ahora empleamos la operación chirimbolo [truc] representada por el signo de
interrogación — el argot de los matemáticos llama chirimbolo a las operaciones a
definir —, obtenemos
2 1+1 1 1
= = ?
3 1+ 2 1 2
Pero la última fracción, 1/2, es igual a 2/4 (este cambio conserva el mismo valor), de
modo que podemos reescribir el último término de estas igualdades en la forma
2 1+1 1 1 1 2
= = ? = ?
3 1+ 2 1 2 1 4

25
y ahora, por la propiedad de la operación chirimbolo, obtendremos
2 1+1 1 1 1 2 1+ 2
= = ? = ? =
3 1+ 2 1 2 1 4 1+ 4
Como 1 + 2 = 3, y 1 + 4 = 5, esta última fracción resulta igual a 3/5, de modo que
mediante esta cadena de ecuaciones la operación chirimbolo permite demostrar que
2/3 = 3/5:
2 1+1 1 1 1 2 1+ 2 3
= = ? = ? = =
3 1+ 2 1 2 1 4 1+ 4 5
Entonces, si admitimos la operación chirimbolo en el campo de las fracciones, hay que
soportar esta consecuencia, difícil empero de tragar; la igualdad entre 2/3 y 3/5 es una
inconsistencia del funcionamiento corriente, normal, de las fracciones.
En el campo de la deducción lógica, tonk es en efecto algo similar a esta operación
chirimbolo en el campo de las fracciones. Así como la operación chirimbolo no permite
conservar el manejo consistente de las fracciones, la operación tonk no permite el
funcionamiento normal de la deducción.
Puede decirse que nada es más simple de eliminar. Y lo que se elimina y se eclipsa al
reparar las cosas — es decir, al hacer aparecer cierto número de presunciones, de
suposiciones que no teníamos en mente — es el momento mismo de la consecuencia
sorprendente. Según dije la vez pasada, esta tiene, como tal, afinidades con el
inconsciente. Tal es incluso la esencia de la dialéctica de Sócrates, por lo cual Lacan
puede decir que Sócrates era un bastante buen analista, ya que sabía operar con la
consecuencia sorprendente.
La consecuencia sorprendente supone siempre un saber ya presente y cierta
articulación ya asentada, a la que el sujeto da su consentimiento. Después, el
encadenamiento condicionado por la articulación ya presente, el funcionamiento a
ciegas de la regla admitida, lleva a caer sobre un caso que perturba, un caso que obliga a
revisar el propio saber de partida. La consecuencia sorprendente, como la llamé la vez
pasada, enlaza la necesidad significante con la sorpresa.
Allí vemos que la sorpresa, que parecería hija de la contingencia, hija del encuentro
o, digamos sumariamente, del azar, aparece por el contrario como hija de la necesidad.
Digo “hija del encuentro” en referencia al inmortal Jacques el fatalista, de Diderot, que
trata acerca del destino. Su protagonista cree que ya todo está escrito, y su amo — como
lo llama Diderot —, arrastrado a estrafalarias aventuras, intenta todo el tiempo mostrarle
la contingencia; pero Jacques, el lacayo, le responde: Ya estaba escrito. La primera frase
de la novela, si la recuerdo bien, dice: ¿Cómo se encontraron? Por azar, como todo el
mundo. Y aquí la sorpresa aparece, pues, como hija de la necesidad, como habiendo
estado ya presente en el saber, aunque de un modo escondido, ignorado, desconocido.
En el fondo, como acontecimiento. La sorpresa muestra que estaba en el saber y que eso
no se sabía. Y el sujeto puede protestar (más adelante veremos otro “protestar”): ¡Yo no
lo quise!, donde por otra parte se juega toda la cuestión de su responsabilidad, incluso
de su culpabilidad. ¿En qué medida debería uno rendir cuentas de las consecuencias no
sabidas de su acción?

26
Los poderes de la lengua

Esta semana me encantó encontrar el tiempo para ir al texto de Hempel, al que no


conocía más que a través de las innumerables referencias que la literatura lógica hace a
su paradoja. Por décadas me las arreglé muy bien para conocer la paradoja de Hempel
de segunda mano, pero al menos esta semana hice el esfuerzo de ir a leer el texto
princeps de Hempel, escondido en la colección de la revista Mind — dirigida durante
mucho tiempo por Moore, el maestro de Russell, y luego por Gilbert Ryle —,
precisamente en Mind de enero y abril de 1945, “Studies in the logic of confirmation”
(“Estudios sobre la lógica de la confirmación”). Me sorprendió y divirtió ver que en un
momento del texto él emplea, para introducir o para comentar su paradoja, la expresión
surprising consequence (consecuencia sorprendente). ¡Es un verdadero hallazgo!
Pues bien, hay que hacerse a la idea de que no todo termina cuando uno corrige esos
efectos, cuando uno los rectifica a posteriori para hacerlos desaparecer. Evidentemente,
la paradoja de Russell no destruye nada en absoluto, y no lo hace porque uno no tiene
más que tomarla en cuenta, torcer de uno u otro modo la teoría de clases o la teoría de
conjuntos, para evitar que aparezca. Pero cuando Frege, que durante diez años pule su
Begriffsschrift como la impecable traducción lógica, la inscripción lógica del concepto,
recibe una cartita de Russell que le dice: Hay una pequeña dificultad que noté en su
trabajo, eso produce efectos en Frege. Como él dice: ¡Sorpresa y consternación! Es
entonces cuando él, que quería ser amo del significante, fracasa, deviene un remendón.
Y ni hablar del efecto que produjo en Hilbert, que en el primer plano de sus veintitrés
problemas enunciados en los albores del siglo XX presenta las matemáticas ante la
comunidad matemática universal como ese espacio, ese universo de discurso donde
todo problema es soluble — y retoma eso mismo más tarde, destacándolo después de la
guerra —, cuando hacia 1929-1930 llegan las demostraciones de Gödel, que hoy nos
resultan familiares, que están clasificadas, que forman parte del museo de la lógica, pero
que en el momento de producirse tienen algo que podemos llamar un efecto de verdad,
incluso por su carácter transitorio.
Después de todo, al evocar estas referencias a partir del análisis, estamos bien
ubicados como para decir que el carácter transitorio de un efecto de verdad no objeta su
carácter de efecto de verdad. Empleando el lenguaje de nuestros lógicos diré que no hay
un enlace analítico entre la verdad y la eternidad o la omnitemporalidad. (En esta frase,
empleo el término analítico en el sentido lógico.) Si abrimos el concepto de verdad, no
encontramos la idea de omnitemporalidad como una de sus componentes; en todo caso,
no para nosotros. Podemos aportar como testimonio estos efectos, estos fenómenos que
escandieron la elaboración lógica de nuestro siglo, que muestran que el significante
hace lo que se le da la gana, que no se llega a domesticarlo, que su funcionamiento —
¿cómo decirlo? — precede al sujeto y al saber que este puede extraerle.
Evidentemente, uno puede preferir decir no enseguida a esta elaboración lógica. Por
supuesto, lo que nutre las interminables controversias de nuestros lógicos, al menos de
aquellos que a partir de la lógica reflexionan sobre el lenguaje común, sobre el
pensamiento y sobre la percepción, es la inadecuación fundamental de este aparato
lógico a los poderes de la lengua. Por eso ellos tienen tema para siglos, ya que desde
este punto de vista estamos en el Medioevo. Y lo digo elogiosamente. No empleamos
aquí el término Medioevo para remitir a las oscuridades. Por el contrario, allí también
estaban muy atentos al significante, porque había un problemita entre la idea de Dios, la
fe en Dios, y los laberintos del significante. Y eso también les daba mucha tela que

27
cortar. (Por otra parte podemos preguntarnos qué nos da tela que cortar en el
psicoanálisis. Quizás es cierta antinomia entre el significante y lo que llamamos goce.
Es lo que nos hace conversar, retorcernos, si me permiten, a más no poder.) Uno puede
preferir decir no de inmediato, como el niñito del que se habla en Jacques el fatalista,
que tanto me gusta y que ya introduje aquí, el que dice: No diré a porque me veré
obligado a decir b, luego c, y luego todo lo demás; entonces no aprendo a leer, no
aprendo a escribir — pero a fin de cuentas solo puede decirlo hablando, y ya está
arruinado.
Es lo que hace la histérica en uno de sus aspectos, una de sus encarnaciones. Y puede
decirse que ese no traduce el temor, el rechazo de la captación por parte del Otro; es un
no que se hace bajo amenaza de identificación, y que revela en este sujeto el peso de la
sugestión. Pues si por azar comenzáramos por decir sí, no sabemos adónde nos
arrastraría eso. Es absolutamente exacto: al decir sí, nos hacemos tragar por el Otro. Eso
es precisamente lo que nos muestran todos estos ejemplos, como el de tonk.
Pero generalicemos este no histérico. Si se quiere hablar en el lugar de la verdad,
entonces hay que escapar del saber. Se puede vivir esta huida bajo el modo de la
inhibición: hay que evitar el saber, rehusarse a entrar, porque al entrar en el saber la
verdad de repente se desnaturaliza. Entonces uno puede preferir evitarle estas
metamorfosis. Llegado el caso, la entrada en análisis se juega allí. ¿Sufre uno ya lo
suficiente, tiene uno ya suficiente embarazo con el saber como para aceptar
desnaturalizar su verdad en la máquina psicoanalítica?
Por eso, también, Lacan pudo durante mucho tiempo, no ser hegeliano, sino referirse
a Hegel, y precisamente a su Fenomenología del espíritu, que en estos días se retraduce
a más no poder — durante mucho tiempo no hubo más que una sola traducción
francesa, recientemente hubo una nueva, y me entero de que hay otra más. Esta
Fenomenología del espíritu también le inspira sus pequeños matemas de los discursos.
Pues el truco de Hegel en esta obra, la operación chirimbolo de Hegel — que se llama
Aufhebung, la intraducible Aufhebung —, consiste en establecer, en describir la verdad
de una posición subjetiva tal como ella se comprende a sí misma, como ella alega por sí
misma, si me permiten, y luego desplegar sus consecuencias hasta mostrar cómo,
debido a ellas, esta verdad se transforma hasta invertirse, hasta abolirse. Y por eso en un
sentido sigue siendo exacto leer a Hegel a fin de prepararse para el psicoanálisis, para
hacerse a la idea de que una verdad tomada en el saber tiene consecuencias que la
malogran.

Lógica de la confirmación

La vez pasada los invité a reflexionar un instante, una semana, sobre lo que sucede
cuando se admite que todo lo que confirma una proposición confirma todo lo que se
deduce de esta proposición, todas sus consecuencias. Eso tiene un aire inocente. Al
examinarlo no vemos fácilmente dónde se esconderá el lobo, dónde se esconderá lo que
podría hacernos trastabillar.
Pues bien, considerémoslo simplemente. Sea la proposición, el statement, S1. Quizá
se acuerden de las reglas de inferencia que evocamos la vez pasada, las que hacen que a
partir de una conjunción de proposiciones se pueda deducir una de las proposiciones
componentes. Es decir, tenemos nuestra proposición S1, introducimos una proposición
cualquiera S2, y podemos decir que la conjunción S1 ∧ S2 implica S1, ya que, según las

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reglas de la conjunción y de la inferencia, una proposición conjunta que combina dos
proposiciones componentes autoriza a decir que una de estas componentes es su
consecuencia. Entonces,
S1 ∧ S2 ⊃ S1
El principio que antes admitimos sin pensarlo tanto es que, si S1 es una consecuencia de
la conjunción precedente, S1 confirma S1 ∧ S2. Escribiremos la confirmación mediante
un signo no usual, ⊂, de modo que “S1 confirma S1 ∧ S2” se escribe
S1 ⊂ S1 ∧ S2
Lo hacemos en un sentido, pero también podemos operar esta inferencia con S2. Es
decir que también es verdadero decir que la conjunción S1 ∧ S2 implica S2, siendo S2
cualquier proposición,
S1 ∧ S2 ⊃ S2
y entonces podemos decir asimismo que S2 confirma S1 ∧ S2:

S2 ⊂ S1 ∧ S2
Ahora bien, si admitimos nuestro principio inocente: Todo lo que confirma una
proposición confirma todas las consecuencias de esta proposición, podemos recordar
que como consecuencia de la proposición S1 ∧ S2 se encuentra S1. Entonces, si S2
confirma S1 ∧ S2, es exacto escribir que S2 confirma S1:
S2 ⊂ S1
¿Está bien? ¿No es demasiado dolor de cabeza? Me gustaría poder escribirlo más
grande, de tal modo que, aun si su comprensión llega un poquitín tarde, ustedes puedan
releer esta cadena imparable. La formulé en lenguaje corriente y la escribí aquí con
pequeños símbolos; no creo que a ese nivel podamos sorprendernos. Pero la
consecuencia de todo esto, la deducción final, es S2 ⊂ S1, y esto es paradójico en la
medida en que S2 es cualquier proposición. Dicho de otro modo, si se admite el
principio inocente que les mencioné la vez pasada: Todo lo que confirma una
proposición confirma todo lo que se deduce de esta proposición, llegamos en un dos por
tres a la conclusión: Entonces toda proposición confirma todas las proposiciones. De
nuevo llegamos, esta vez a partir de esta reflexión sobre el concepto de confirmación —
que es, por así decir, una forma modernizada de la lógica de la inducción —, a una
conclusión paradójica que no carece de relación con la que nos brindaba tonk en el
dominio de la deducción, a saber, una confirmación de todo mediante cualquier cosa.
Todos estos fenómenos, que les aporté a título de curiosidades, indican lo que
atormenta a este manejo lógico del significante, a saber, el surgimiento de estos
fenómenos de inconsistencia. Enseguida, para lograr precaverse de ellos, hacen falta
especificaciones sumamente complejas. Hay un contraste evidente entre, por un lado, la
rapidez con la que se llega a estos resultados paradójicos, y por otro lado, la extensión y
el carácter en ocasiones engañoso de los trabajos de remiendo; o sea, entre el enunciado
de la paradoja, que es muy breve en tal artículo, y los trabajos de compostura, en los que
por el contrario hay kilómetros de consideraciones, y de los cuales, por otra parte — hay
que decirlo —, a menudo uno no se acuerda mucho. Quiero decir que si Hempel se hizo

29
célebre por su paradoja de los cuervos, nadie se ocupa de la solución hempeliana de la
paradoja. En verdad lo que se graba en la memoria misma del erudito es la paradoja, esa
paradoja que otro de estos lógicos, al que llegaré un poco más tarde — el señor
Goodman —, llamaba “la infame paradoja de los cuervos” (the infamous paradox of the
ravens).
Menciono de pasada que, para remendar las cosas, aquí hay que lograr excluir las
conjunciones heterogéneas, es decir que verdaderamente no pueda ponerse en juego, en
nuestra operación, la conjunción S1 ∧ S2. ¡Hay que prohibir el matrimonio! No tenemos
derecho, si somos S1, a tomar por cónyuge cualquier S2. Deben ser otras proposiciones,
que muestren poseer cierto estatus lógico, y no cualquier proposición que pase así por la
calle, si me permiten. Dicho de otro modo, tenemos reglas de casamiento, estructuras
elementales del parentesco entre unas proposiciones sumamente evolucionadas. Hay
que proscribir entonces tanto las conjunciones heterogéneas como la confirmación de
estas mediante una de sus componentes.
Me pregunté por qué Hempel habrá elegido el cuervo. En inglés, cuervo se dice
raven, y sin duda podemos imaginar, aunque él no lo diga, que la elección, no tanto de
este animal, sino del término raven, no carece de relación con lo que significa el verbo
to rave, a saber, “delirar”. Y tal vez de ese modo los cuervos entran en la historia de la
lógica como significantes de cierto delirio.

Testear el psicoanálisis

En fin, vayamos al grano. Debo al menos hacer que aprovechen mi lectura de Hempel a
fin de descomponer lo que entra en “la infame paradoja de los cuervos”. La reflexión de
Hempel parte de comparar una proposición empírica, es decir, concerniente a la
experiencia, con las proposiciones lógicas o matemáticas, que no se referirían a ella —
suposición que a mi entender no es aceptada en absoluto por Wittgenstein, por ejemplo
—, y con las proposiciones llamadas metafísicas, acerca de las cuales Hempel, en la
tradición del lógico-positivismo, plantea las mayores reservas.
Debo decir que no es fácil negar que las proposiciones, los juicios, los statements
psicoanalíticos son del orden de las proposiciones empíricas. Nadie en verdad intentó
como Lacan transformar parte del saber analítico en simili-lógico, simili-matemático, y
extraer de ese saber una zona donde uno podría “hacer como si” este fuese de orden
lógico. Es evidente que el matema no basta, porque ahí tonk es perfectamente válido, al
igual que la operación chirimbolo. No basta escribir en matemas para hacer algo
matemático; hay un poco más de exigencia en lo tocante a la demostración. Y tampoco
basta engendrar cierto número de disposiciones literales a partir de una primera
configuración, para encontrarse ipso facto en el dominio matemático. No obstante,
vemos en Lacan esta tracción ejercida sobre el saber psicoanalítico, no para
simplemente seleccionar de él ciertos enunciados, sino más bien para establecerlo en
otro lugar, sobre una lógica del significante. En clínica, Lacan se contentaba con decir
que era para la histérica que él había logrado escribir un matema propiamente dicho.
Lo que caracteriza a las proposiciones empíricas es, por así decir, la noción de test, o
sea que se puede, que se debe testear su valor de verdad confrontándolas con lo que
encontramos en la experiencia. Con “2 y 2 son 4” no se hace así; no se dice: Verifiqué
que 2 y 2 era igual a 4 contando varias veces dos objetos que coloqué junto a dos
objetos y llegué a cuatro. Pero no hay que creer que la adición sea impecable, pues ella

30
es altamente sospechosa ante razonamientos de la estirpe de Prior, Hempel, etc. Ya
llegaremos a esto.
Entonces, todo reposa sobre el modo de definir lo que encontramos en la experiencia
y que sirve para testear. Saben que esa noción, lejos de ser verdaderamente far fetched,
traída de los pelos, es lo que nutre actualmente a toda una literatura anglosajona sobre el
psicoanálisis, a saber: Testeemos las proposiciones psicoanalíticas. Por ejemplo:
“Proposición psicoanalítica: El sueño es la realización de un deseo; veamos si el texto
de los sueños responde a esto; 25% sí; 75% no”. El señor Adolf Grünbaum, que durante
mucho tiempo permaneció bastante ignorado como filósofo epistemólogo de la física,
desde que se transformó en epistemólogo del psicoanálisis escupe cada cinco años una
obra en la que sigue testeando el psicoanálisis — cosa que maravilla al New York
Review of Books, etc. —, y sigue. Cierta vez me topé con el editor de esta revista, florón
de la intelligentsia norteamericana, al abrir la puerta de su periódico para suscribirme —
uno lo encuentra muy fácilmente. Charloteamos, le hablé de Lacan, y él me dijo:
¿Conoce usted a Grünbaum? Yo había visto que su libro había sido publicado, y desde
entonces leí a Grünbaum: el primer Grünbaum, Grünbaum segundo… Quizá tenga
ocasión de hablarles del asunto. Él toma muy en serio su empresa de testear las
proposiciones psicoanalíticas, y es tomado muy en serio.
Con respecto a lo que encontramos en la experiencia además hacen falta
experimentaciones apropiadas y, como dice Hempel, observaciones focussed, es decir,
bien centradas en la cuestión. Al dar el primer paso en su investigación acerca de cómo
pueden los tests confirmar proposiciones empíricas, descubre justamente la paradoja
que muestra que no estamos lejos de poder decir que cualquier cosa confirma cualquier
cosa. Sin duda esta testeabilidad no siempre es realizable, pero al menos hay que
definir, describir el tipo de datos que podrían confirmar o invalidar una proposición
dada. En este aspecto él ya se encuentra ciertamente en la misma problemática que
aquella, tan divertida, de Popper sobre la verificación y la falsación. Recordarán esto
que, de paso, había llamado la atención de Lacan: la proposición en la que Popper dijo
que el psicoanálisis no era falsable y que esa era su debilidad.
Eso surge de la misma idea según la cual en psicoanálisis no se puede describir
cuáles son los datos de la experiencia que falsarían una proposición psicoanalítica. En
efecto, no es fácil testear El sueño es la realización de un deseo. Y pese a todos los
esfuerzos del señor Grünbaum, es ciertamente difícil definir qué datos podrían constituir
un contraejemplo, como recién pudimos dar un contraejemplo, es decir, una
consecuencia nefasta, de la introducción de la operación chirimbolo en las fracciones.
No cuesta mucho darse cuenta de ello.
Pero Hempel está al menos un pasito por adelante de Popper. Él dice que las cosas no
son tan así, que no hace falta hablar en términos de verificación y falsación, sino en
términos de confirmación e invalidación, lo que resulta un grado más débil, y
susceptible de otra lógica, que la pura y simple verificación y falsación, válidas en el
dominio matemático. Entonces ensaya una teoría, una lógica de la confirmación. Y eso
requiere primero definir, como él dice, el concept of confirming evidence. No es algo
tan fácil de traducir a causa del término evidence en inglés, que suele traducirse por
prueba; es más bien lo que constituye prueba, lo que puede mostrarse y que constituye
prueba, es decir que se trata de datos de algún modo perceptibles, susceptibles de
constituir pruebas en cierto campo; entonces casi podríamos traducir the concept of
confirming evidence como el concepto de dato pertinente: cuáles son los datos
pertinentes que permiten decir de una proposición empírica Es así, o No es así, o

31
incluso Es más bien así, o Tiene más posibilidades de ser así que de otro modo. Es
evidente que la pertinencia de los datos en juego está determinada por la proposición
que se pretende testear a título de hipótesis.
Lo que Hempel encuentra en el primer paso de su investigación es, digamos, un
refrito de la dificultad aislada por Hume y que hallamos por todos lados, a la que Lacan
proporcionó una solución sensacional. Este refrito consiste en interrogarse, en
cuestionar la posibilidad de pasar de la constatación de algunos casos que se observan
— acerca de los cuales puede decirse Es así — a la consideración de todos. ¿Cómo
pasar de algunos a todos, y a título de qué? ¿Cómo pasar de casos específicos a una
hipótesis general? En todos los casos, como él dice, hay una dificultad propiamente
lógica para pasar con total seguridad de algunos a todos.

La paradoja de los cuervos

El resultado de su investigación puede ser tomado en serio. Si consideramos cómo se


procede en las ciencias exactas, en las ciencias experimentales exactas, en la ciencia
física, no se llega a definir las reglas de la inducción; como él dice, no se llega a definir
las reglas canónicas del descubrimiento científico. Y su investigación consiste en
mantener la idea de que hay “una lógica de la ciencia” — la expresión se encuentra en
su texto —, pero al mismo tiempo ciertas dificultades propiamente lógicas inhiben la
formulación de reglas de la inducción y, por ello, el canon del descubrimiento científico.
Esto no cesó de constatarse desde 1945. No se llega a escribir, pese a todos los
esfuerzos, una lógica puramente formal de la inducción. Podemos decir que hay allí un
elemento no sintáctico que entra en juego.
Ese es el modo que ellos tienen de descubrir — así lo traduzco, un poco rápidamente
— que en este orden de cosas, es decir en la relación con la experiencia, no todo es
significante, y que por medio de estos artificios de sintaxis, al permanecer solamente en
el nivel de la sintaxis, se es impotente por ejemplo para determinar la actividad
científica y el tipo de resultados y de procedimientos que le son propios; que no se llega
a saber exactamente por qué en ciertos casos podemos generalizar a partir de cierto
número de ejemplos y en otros eso no sirve de nada, no marcha, no funciona.
La idea de Hempel es que hay que estudiar muy seriamente qué significa confirmar.
¿Qué significa decir que S1 confirma o no S2? Cierto número de páginas, que les salteo,
excluyen la consideración estadística. Hay un gran esfuerzo, que ciertamente continuó
después de Hempel y que comenzó antes, con Carnap, para dar un sentido estadístico a
la idea de confirmación: algo que se confirma de tal y tal modo, tantas y tantas veces,
permitiría generalizar o excluir. La consideración cuantitativa estadística intenta un
análisis no-cuantitativo, pero no por ello psicológico, de la relación de confirmación.
Esto también pertenece a esa gran tradición, iniciada por Frege, que mantiene la
autonomía de la dimensión lógica con respecto a la dimensión psicológica. Decir que no
haremos algo cuantitativo no nos obliga a decir: Cuando tenemos derecho a
generalizar, eso se siente: es cuestión de olfato. ¡El sentimiento de lo plausible! Él se
desliza entonces entre un análisis psicológico de lo que hace creer algo a partir de cierto
número de ejemplos, por un lado, y el análisis cuantitativo y estadístico, por el otro;
traza su camino entre la psicología y la estadística.
En ese punto, pues, nos hace caer sobre su paradoja de los cuervos. Lo que no he
visto reproducir a menudo son los pasos precisos mediante los cuales llega a ella. Su

32
punto de partida es una definición probable de la confirmación, dada por un lógico-
positivista francés llamado Jean Nicod, de quien se conoce un libro sobre los
fundamentos de la geometría, si mal no recuerdo, que leí hace muchísimo tiempo. ¿Qué
toma como punto de partida para su reflexión? Es en verdad difícil ser más simple, de
modo que allí el efecto de consecuencia sorprendente está asimismo bien previsto. He
aquí la reflexión de Nicod. En el orden empírico, en el orden de lo que se observa, ¿en
qué condiciones puede decirse que “A implica B”? ¿Y en qué medida pueden ciertos
hechos afectar la probabilidad de la verdad de esta proposición empírica? Si al observar
A se constata la presencia de B, el caso es favorable, y entonces eso vale como un
elemento de confirmación, un punto de confirmación de “A implica B”; si por el
contrario se observa A y no B, puede decirse que este es un caso desfavorable; y lo
mismo si no se observa A, lo que invalida la proposición de partida. He aquí pues el
modo más simple de considerar que ciertas verdades particulares observadas influyen
sobre la probabilidad de la verdad de las proposiciones universales. Según parece podría
decirse que los casos que confirman algo que podemos escribir bajo la forma de una
proposición universal (para todo x, “Px implica Qx”),
∀x, Px ⊃ Qx
son los que satisfacen a la vez el antecedente y el consecuente. Hempel propone llamar
a esto “el criterio de Nicod”: se considera que hay confirmación cuando el caso que se
presenta en la experiencia satisface a la vez el antecedente y el consecuente.
Pues bien, por este sesgo él introduce una primera dificultad muy sutil a propósito de
dos proposiciones que podemos escribir como sigue. Retomemos la proposición
S1: Todos los cuervos son negros, es decir, para todo x, “‘x es un cuervo’ (Cx) implica
‘x es negro’ (Nx)”,
S1: ∀x, Cx ⊃ Nx
y la segunda proposición, S2: Todo lo no-negro es no-cuervo, es decir, para todo x, “‘x
es no-negro’ ( Nx ) implica ‘x es no-cuervo’ ( Cx )”,
S2: ∀x, Nx ⊃ Cx
donde colocamos el trazo de negación sobre las propiedades N y C. He aquí dos
proposiciones de tipo universal (S1 y S2) que vinculan la propiedad ser un cuervo (C)
con la propiedad ser negro (N). Señalemos enseguida que son lógicamente equivalentes
pues pese a tener formulaciones diferentes poseen de hecho el mismo contenido lógico.
¿Qué casos pueden presentarse? Lo mostraré bajo la forma de un cuadrito, con una
fila para los cuervos (C) y otra para los negros (N). Entonces hay cuatro casos posibles
(a, b, c, d):
a b c d
C + + – –
N + – + –
El primer caso (primera columna) es el que satisface tanto la propiedad cuervo como la
propiedad negro; por eso coloco un + en ambos. Eso constituye el objeto marcado como
a. El objeto b es el cuervo no-negro. El objeto c es el no-cuervo negro (–, +). El objeto d
es el no-cuervo no-negro. Acerca de estos diferentes tipos de objeto podemos
preguntarnos cuál es su función, cómo pueden jugar, según el criterio de Nicod, en

33
relación con las proposiciones S1 y S2. Si lo encontramos, el objeto a (el cuervo negro)
confirma S1, pero con respecto a S2 (“no-negro implica no-cuervo”) podemos decir que
ese objeto es neutro pues no la confirma ni la invalida. Por el contrario, el objeto b (el
cuervo no-negro) invalida tanto S1 como S2. El objeto c (el no-cuervo negro) es neutro
con respecto a ambas. Y el objeto d (el no-cuervo no-negro), simétrico inverso del a,
confirma S2 y es neutro para S1.
Cuando se considera el criterio de Nicod con estas cuatro instancias, la dificultad
consiste en que, aunque ambas proposiciones (S1 y S2) sean lógicamente equivalentes,
se obtiene una suerte de efecto paradójico según el modo de formularlas, pues el objeto
a valida la primera y es neutra con respecto a la otra, así como el objeto d valida la
segunda pero no la primera. De modo que si seguimos las cosas de este modo, el mismo
contenido lógico, pero con dos formulaciones diferentes, se traduce por una
testeabilidad diferenciada para cada una de las proposiciones.
La idea de Hempel es que evidentemente es deseable que la confirmación sea
independiente de la formulación de la hipótesis, y en este caso el criterio de Nicod
parece insuficiente desde esta perspectiva. Habría que agregar una condición de
equivalencia, es decir, admitir que lo que confirma o invalida una de las dos
proposiciones equivalentes confirma o invalida la otra. Dicho de otro modo, hay que
plantear que, si estas dos proposiciones son lógicamente equivalentes, todo lo que
confirme la primera confirmará la segunda, y recíprocamente; la confirmación no debe
depender del modo de formulación.
Allí surge entonces la paradoja del cuervo. Queda claro que surge de la unión entre
el criterio de Nicod y la condición de equivalencia. En efecto, si se unen el criterio y la
condición, ya no se trata solamente de que a confirme S1 y d confirme S2, pues cuando
agregamos la condición de equivalencia — y lo hacemos por las mejores razones del
mundo, para que la testeabilidad no dependa del modo en que se formula una hipótesis
— resulta que todo objeto no-negro y no-cuervo confirma que todos los cuervos son
negros. Tal es la paradoja que evoqué rápidamente la vez pasada; esta hoja, por ser
blanca, confirma que todos los cuervos son negros. La infame paradoja de Hempel nace
de la unión entre ese criterio y esa condición — dos tesis que tienen, cada una por su
lado, un aire perfectamente inocente y asimismo necesario.
Incluso podemos dar a esta paradoja una expansión — por eso Hempel habla de
paradojas de la confirmación, en plural — si formulamos la proposición S3,
lógicamente equivalente a S1, de este modo: para todo x, “‘la disyunción Cx o no-Cx’
implica ‘no-Cx o Nx’”, es decir: Todo lo que es o no es cuervo, es no-cuervo o negro:
S3: ∀x, (Cx ∨ Cx) ⊃ (Cx ∨ Nx)
Dicho de otro modo, la expansión de la paradoja llega incluso a permitir decir que todo
no-cuervo, todo lo que es no-cuervo en el mundo, confirma que todos los cuervos son
negros. Encontramos ya por este sesgo la noción de la omniconfirmación, es decir que
la proposición que pusimos en juego, Todos los cuervos son negros, es obviamente
confirmada por los cuervos negros que podamos encontrar, pero también por todo
objeto no-cuervo. He aquí lo que produce la lógica de la confirmación cuando ella
intenta apropiarse del proceso mismo de la inducción.
El resto del artículo de Hempel, que es muy interesante, consiste en los modos de
remendar eso. Para producirlo bastan diez páginas; para remendarlo, cuarenta o
cincuenta, y aun puede decirse que no es un modo de remiendo muy conclusivo.

34
La paradoja de las esmeraldas

¿Les provocaré todavía un poco más de dolor de cabeza si les aporto una paradoja
suplementaria? Salto a otra, tan célebre como la infame paradoja de los cuervos, debida
a un amigo de Hempel, Nelson Goodman. ¡Vienen así, en serie! Es una de las
referencias hoy en día clásicas de la reflexión lógica — como esto viene de los años
1946 y 1951, tuvo tiempo de devenir clásico —, que dialoga con Hempel y aporta algo
que es una joyita — todo estudiante de filosofía, de la lógica anglosajona, lo conoce —,
a saber, lo que él llama “el nuevo enigma de la inducción”. Y lo interesante es, como
antes, el enigma; las soluciones llenan kilómetros de bibliotecas.
¿Por qué lo llama “nuevo enigma”? Tengo las mejores razones para suponer que se
debe a que es una nueva edición de la dificultad humeana para concluir sobre el futuro a
partir del pasado. El problema de Hume es: Nada de lo que tuvo lugar garantiza alguna
relación causal en el porvenir. El enigma de Goodman es, si se quiere, una forma
renovada de Hume a partir de las dificultades de la confirmación.
La hipótesis 1, el S1 de Goodman, es: Todas las esmeraldas son verdes. Las
esmeraldas son verdes — lo digo de pasada para quienes no conocen esta piedra —,
¿pero cómo testearemos esta proposición? Vamos a lo de un joyero — uno brasileño,
por ejemplo, pues creo que hay muchas esmeraldas en Brasil — y observamos las
esmeraldas. Pueden incluso ser dos quienes lo hagan; uno mira la esmeralda — que las
haya verdes — y otro lo anota en un cuaderno; después vienen a vernos y nos dan
cuenta de la experiencia, de la observación. ¿Qué pueden decirnos para ser
completamente exactos, tanto como Otto? (En el protocolo del lógico-positivista, el
personaje impecable que hace las observaciones se llama Otto, por Otto von Neurath.
Por lo demás, alguien del medio analítico me dijo haber conocido a Otto von Neurath
— hablé de esto hace muchísimo tiempo — en su apogeo, y me contó un poco su
historia. En fin, poco importa. Es Otto.) Entonces Otto y su compañero vienen a darnos
el informe del resultado de sus observaciones y, para ser completamente exactos, deben
decir entonces: Todas las esmeraldas que hemos observado entre — ¿cuánto tiempo
pasan haciendo eso? — las 13:00 y las 18:00 son verdes. Hemos observado la
esmeralda a, que era verde; la esmeralda b era verde; la esmeralda c era verde; la d
era verde. Entonces he aquí tantos casos que confirman nuestra hipótesis de que todas
las esmeraldas son verdes. No hemos hallado un solo contraejemplo, de modo que la
hipótesis es altamente probable.
Nada impide que recomiencen mañana, pero algún día deben terminar sus
observaciones. ¿Por qué? Porque hay una propiedad de finitud en todo eso. Si el buen
Dios estudiara las esmeraldas para ver si son verdes, se podría; pero si lo remiten a
ustedes, deberán terminar en un momento dado. Ahí está la dificultad, pues si Él se lo
guarda para Sí… Más tarde veremos qué hacer con el buen Dios que estudia las
esmeraldas.
Retomemos. Entonces, gran probabilidad de que todas las esmeraldas sean verdes. Y
allí Goodman dice: Ustedes están muy de acuerdo, en verdad así ustedes confirmaron
fuertemente la probabilidad del carácter verde de las esmeraldas. Pero ahora
introduzcamos un predicado que no es habitual, el verzul (en inglés está formado a
partir de green y de blue, lo que da grue, y en castellano se lo tradujo sobre todo por
verzul), e intentemos hacer pequeñas confirmaciones de verzul. ¿Qué es este predicado?
Sus reglas no son las mismas que las de verde. Esta es su definición: verzul es un

35
predicado que se aplica a todos los objetos observados antes del tiempo t si son verdes
— entonces pueden decir que todo lo que observaron hasta una hora dada y que es
verde, es verzul —, y luego se aplica a los otros objetos si son azules. Ahora bien, una
vez que ustedes introducen este pequeño predicado pueden decir que sus observaciones
de las esmeraldas confirman absolutamente que todas las esmeraldas son verzules, pues
ustedes hicieron sus observaciones hasta cierto tiempo (hasta las 18:00, dijimos) y
verzul se aplica a todos los objetos verdes hasta las 18:00. Si aplican el predicado verzul
y lo manejan de la buena manera, todos los hechos que aleguen para mostrar que todas
las esmeraldas son verdes confirman por igual que todas las esmeraldas son verzules,
exactamente del mismo modo. Pueden decir: ¡Qué locura!, pero Goodman no está loco;
si se toma en serio la relación entre la proposición general que uno se abocó a testear y
lo que se aporta como evidence, los hechos de prueba presentados para mostrar la alta
probabilidad de Todas las esmeraldas son verdes confirman igualmente la alta
probabilidad de Todas las esmeraldas son verzules. ¡Pero sabemos que las esmeraldas
son verdes y no son verzules! Entonces, ¿dónde es que eso no marcha? He aquí la
paradoja — en verdad podemos llamarlo el enigma infame — de Goodman. Las mismas
observaciones confirman dos proposiciones diferentes; confirman un predicado
honorable, como verde, y también un bandido desvergonzado, como verzul.
Pero las predicciones que pueden hacer a partir de esos hechos son diferentes. Si
dicen Todas las esmeraldas son verdes, es posible que no se equivoquen en el porvenir,
mientras que si dicen Todas las esmeraldas son verzules, eso no marchará muy bien
después del tiempo t. Nadie lo duda, ¿pero cómo saberlo antes, dado que siempre
testeamos un número finito de observaciones? Evidentemente podemos buscar una
solución diciendo que hay predicados buenos y malos: verde se comporta muy bien,
podemos invitarlo a la lógica de la ciencia, pero verzul es un mafioso y apesta, y no lo
invitaremos a la buena sociedad. El problema es que resulta muy difícil saber quién es
gente bien y quién no, es muy difícil hacer la clasificación. En la misma vena podríamos
agregar que sucede un poco como lo que llamaré la paradoja de Raymond Queneau,
cuando mostró que era muy difícil establecer la diferencia entre un filósofo y un bribón.
Si se consideraba la vida de algunos filósofos, estos parecían prácticamente
indistinguibles del bribón. Pues bien, ¿cómo distinguir verzul de verde?
Carnap, escandalizado, llegó para intentar excluir los verzules. Ya había demostrado
que Heidegger era un imbécil que hablaba para no decir nada, y por lo tanto no iba a
permitir que verzul se instalase en la reflexión lógica. Destacó que quizá solo habría que
admitir predicados cualitativos, que no fuesen “posicionales”, como él dice; y es
evidente que el elemento temporal que hay en verzul se presta a discusión. Goodman le
respondió muy bien: Toda su argumentación se sostiene si usted parte de los
predicados verde y azul, donde verzul tiene aspecto de derivado, ¿pero qué sucede si
parto de verzul e intento determinar verde y azul a partir de mi verzul? Sacó de quicio
a Carnap.
El problema es la regularidad de la observación. ¿Por qué la regularidad de la
observación que confirma verde abre a una predicción válida de casos futuros, mientras
que la regularidad igualmente fuerte y constatada que confirma verzul experimenta por
el contrario cierta dificultad para predecirlos?
Este pequeño razonamiento divertido, al alcance de todo el mundo si se hace un
esfuercito para flexibilizar los hábitos mentales, permitió a Goodman definir una
cualidad, un predicado de predicado, que es lo proyectable. ¿Cuáles son los predicados
que pueden ser proyectados sobre el porvenir, y cuáles los no-proyectables? Tras un

36
largo sondeo resulta que es muy difícil establecer la diferencia a priori y que es
completamente imposible hacerlo solamente a partir de la sintaxis, de la articulación sin
sentido de los significantes, del matema. La sintaxis no permite establecer la diferencia
entre los predicados proyectables y los no-proyectables. Por lo tanto, de un modo
general, ¿por qué si constatamos que una esmeralda es verde podemos decir que eso
aumenta la probabilidad de que todas las esmeraldas sean verdes? Por el contrario — es
el ejemplo de Goodman —, si en una habitación encontramos a alguien que es un hijo
menor de la familia eso no aumenta la probabilidad de que todos los otros hombres en
esa misma habitación sean hijos menores de la familia. Entonces, ¿qué es lo que hace
que haya predicados proyectables — utilizables de un modo inductivo — o no?

El predicado AE

Por un atajo, digamos que Lacan tiene una solución muy simple para eso. Consiste en
considerar que, aun si no podemos aportar el más mínimo contraejemplo, eso no
permite decir Todos. Es lo que él denominó sus fórmulas de la sexuación femenina. Aun
si no pueden aportar ningún contraejemplo, presten mucha atención antes de decir
Todos.
Es evidente que a menudo manejamos los predicados de un modo algo aventurado,
sin medir completamente a qué nos comprometen. Por ejemplo, para bajar a tierra — si
me permiten, nuestra pequeña tierra —, el predicado Analista de la Escuela no carece
quizá de relación con verzul [vleu]. (Además lo llamamos AE, que se pronuncia
parecido en francés.) El AE no es solo cuestión de selección a partir de la conclusión,
más ahora que vimos cuán dudosa y difícil es ya la conclusión. Hay también un
elemento de predicción en el hecho de reconocer el predicado AE, una predicción
realizada a partir de hechos reunidos hasta el tiempo t. ¡Nada garantiza que el AE no
devenga luego verzul! Nada lo prueba. Debo decir que esta pequeñísima malicia de mi
parte se debe a que en cierto momento propuse reflexionar justamente sobre las
paradojas que presenta el pase — ese procedimiento que permite, se supone, emitir el
predicado AE —, porque la gran cuestión consiste en saber si es auténtico o no, y vemos
con claridad que eso podía muy bien ponerse bajo el título de El pase, ¿hecho o ficción?
Debo decir que ese título completamente comprensible era una referencia velada…
¡Bah! ¿Velada? Una referencia patente a la obra de Goodman, pues aquella en la que él
expone su nuevo enigma de la inducción se titula Hecho, ficción y predicción (Fact,
Fiction, and Forecast) — es más lindo en inglés porque hay aliteración de la F. Estas
pequeñas paradojas encuentran aplicación en aquello con lo que tenemos que
habérnoslas. No es en absoluto evidente que el predicado AE esté mejor formado que el
predicado verzul. ¡Es además un predicado muy compuesto! Podemos decir verde es
verde, hay una canción así…

LA SALA: —¡Negro es negro!

¡Como para los cuervos! Podríamos decir verde es verde, pero ¿verzul es verzul? —
porque es como compuesto que se lo presenta. Y el predicado AE define una especie
muy compuesta, pues ¿qué entendemos por AE? Primero entendemos un analizante
completo, si me permiten, es decir, un analizante analizado, que terminó, que ya tiene
más que suficiente con el psicoanálisis. De todos modos, hay que decir que nunca es

37
solamente una evaluación del pasado, nunca es más que la suposición de que ya no
tendrá nada más que hacer con el análisis en calidad de analizante — lo que, después de
todo, queda abierto a revisión futura: a fin de cuentas es válido en el tiempo t, no en
t + 1. Y, dado el traumatismo que, llegado el caso, produce el ser nombrado verzul, AE,
esto puede justamente llevar a revisar, por ejemplo, esta parte del predicado. Además,
esto de “analizante analizado” está abierto aún a muchas apreciaciones. ¿Es por
atravesamiento del fantasma? ¿Es por identificación al síntoma? ¿Es por una tercera vía
inadvertida? No es evidente en absoluto que el predicado tenga la cualidad de ser
unívoco.
Entonces, un problema acerca de la evaluación del pasado y un problema acerca de la
evaluación del presente, porque también implica suponer alguien que enseña algo
nuevo, en particular a sus jueces, y eso nuevo puede ser sumamente variable según los
jueces. Incluso hay que suponer que los jueces son capaces de reconocer lo nuevo en lo
viejo. Se trata de una formulación para la cual necesitaríamos un Hempel que nos
muestre todo lo que eso tiene de difícil de admitir. Además, una evaluación del futuro,
pues se supone que el sujeto que merece este predicado puede enseñar, hacer progresar
el psicoanálisis, hacerse responsable de su Escuela y no otra cosa; es decir, algo que es
del orden de la inducción, del orden de la predicción. Y nada asegura a priori que las
tres cualidades que enumeré acerca del pasado, el presente y el futuro sean compatibles
entre sí, que siempre se presenten juntas. Entonces, evidentemente la validez y el uso de
este predicado AE plantea ciertas cuestiones.
Si quisiera utilizar algunos de los términos que hoy presenté podríamos decir que
para merecer el predicado AE lo más importante sería que para un sujeto haya habido
una consecuencia sorprendente del tipo que hemos visto; un sujeto que entonces pudiese
decir: Sí, hubo algo nuevo, algo que no se pareció al pasado — algo que se abrió paso
en la trama del tiempo, un acontecimiento propiamente dicho, lo que siempre entraña
algo increíble.
Con su lógica de la confirmación nuestro amigo Hempel intenta encontrar, podría
decirse — y quizás él lo dice —, los estándares, las normas de la creencia racional. Y se
diría que lo que merece el predicado AE es un sujeto que amplía estas normas de la
creencia racional pues aporta algo increíble, lo que por supuesto hace dudar — ya lo
evoqué — que deba simplemente aportar una certeza, porque si fuese una certeza ¡no se
ve por qué tendría necesidad de ser verificada! Es por el contrario la duda lo que llama a
la verificación. Entonces me parece que lo que hay que poner de relieve es más bien el
relato de una buena historia acerca de algo no creíble. Es sobre todo lo increíble, en
efecto, lo que se cuenta, no “dos y dos son cuatro”. No tomamos el teléfono para decir:
¡Qué increíble! ¡Dos y dos son cuatro! (Quizás en un mundo habitado por la tonkitis
uno tomaría el teléfono, en efecto, cuando finalmente cayese sobre la aritmética y sus
reglas: ¡Qué increíble! ¡Hay operaciones, acabo de hacerlas con un compañero, y
obtuvimos lo mismo! Pero en el mundo en el que estamos “dos y dos son cuatro” no es
lo increíble.) Dicho de otro modo, no basta lo auténtico; hace falta algo que sea del
orden de lo inverosímil, un relato que fuerce las normas de la creencia racional; no algo
que confirme lo ya sabido — Sí, sí, es exactamente así, el fantasma se atraviesa por la
izquierda —, no algo que sea del orden del me too, como se dice en inglés — Yo
también, a mí también me sucedió —, lo que supondría que el cartel es el metro-patrón,
que el juez es el metro-patrón, sino algo que por el contrario sea del orden del hecho, y
que entonces se abra. Pues cuando uno alega algo que es del orden del hecho
evidentemente eso se abre a que el interlocutor replique: ¡Sueñas, esas son patrañas!

38
Justamente cuando se alega algo del orden del hecho puede responderse: ¡Ficción!, o
incluso decir: ¿Y qué? ¿Y qué?, es decir, hacerse el hastiado.
No obstante, hay relatos de viajeros que llegan a abrirse paso. Es cierto que cuando
Marco Polo llega y uno dice: ¡Es así!, se entremezcla en ello un poco de novela — en
efecto, Marco Polo contaba historias —, pero eso no quita que él haya llegado adonde
nadie había llegado aún.
Hace falta pues que haya algo increíble que empuje al pase. Eso puede parecerse un
poco al personaje de esos santones que elevan los brazos al cielo, el llamado lou ravi.5
Si llamamos inocente al que comienza su análisis, podemos llamar lou ravi al que lo
termina. Y es preciso decir que de todos modos siempre hay algo un poco increíble en
lo que nos sucede en un análisis, salvo excepción. Por eso siempre se ha hecho el pase,
mucho antes de que Lacan se abocara a definirlo. Siempre hubo el pase, por otros
medios, en la historia del psicoanálisis. La idea de Lacan era que ese era el medio
menos costoso para el psicoanálisis y más provechoso para la paz en el psicoanálisis,
para la paz de una institución, y también para la invención psicoanalítica, si es que la
hay.
Hay allí un postulado de Lacan: el de la conexión entre lo que en su momento él
denominaba psicoanálisis didáctico — pero llamémoslo más bien el psicoanálisis
llevado a su término lógico — y la enseñanza del psicoanálisis. Es un postulado del que
puede decirse que siempre espera ejemplos que lo confirmen. Él lo decía ya en la
página 225 de los Escritos: se trataría de restaurar — lo cité mucho tiempo atrás — el
“estatuto idéntico del psicoanálisis didáctico y de la enseñanza del psicoanálisis, en la
abertura científica de ambos”. Tomemos a la letra este “estatuto idéntico”:
psicoanálisis llevado a su término = enseñanza del psicoanálisis
¿Qué es lo que podría justificar este postulado que ha de ser confirmado cada vez? Es
que ciertamente si el pase concierne a algo que perfora la trama de la experiencia, de lo
ya conocido, si el pase conlleva el acontecimiento increíble, la consecuencia
sorprendente, entonces se comprende que empuje a enseñar. Explicarse lo que le
sucedió puede ser para un sujeto el punto de partida de su elaboración.
Pero hay que aportar un hecho, y es muy difícil definir este hecho. Además, gracias a
estas pequeñas paradojas tenemos la idea de que los hechos pueden confirmar lo que se
quiera. Por eso Lacan, en esta misma vena, tenía un principio que le permitió respirar,
más que ser asfixiado por todas esas paradojas que abundan. (No tanto por las
paradojas, que son divertidas y estimulantes, sino por sus interminables reparaciones, a
las que todos estos lógicos se lanzan con todo el material: los gatos, los destornilladores,
las pinzas, etc.) Lacan lo simplifica diciendo: No hay hecho si no es dicho. Y entonces
ustedes nunca mirarán una esmeralda verde lisa y llanamente.

“Pequeños hechos verdaderos”

El hecho es una especie muy delicada de manejar. Por ejemplo, hay una nueva especie
de hecho en los Estados Unidos, algo que se llama — apenas fue importado al francés
— factoïde [factoide]. El factoide — extraigo mi información de la crónica de William
Safire en el International Herald Tribune del 6 de diciembre — conoció una pequeña
5
La expresión, que no tiene equivalente castellano, designa un personaje típico del pesebre navideño. [N.
del T.]

39
evolución lingüística. Antes se calificaba con este término a las falsas informaciones
que se presentaban como fácticas; las falsas estadísticas que se presentan en los diarios,
por ejemplo, se llamaban factoides. Pero luego, con la evolución de la lengua, eso pasó
a significar algo que se presenta como un hecho aunque quizá no estamos seguros de
que lo sea. (Sería bonito esto: El pase es un factoide.) Y ahora se transformó — y se
transformará cada vez más, dado que la CNN tiene esa sección en sus informaciones —
en un trozo de información poco conocida, más bien trivial pero interesante, ya que hay
cosas interesantes en la televisión, es decir, una pequeña estadística algo sorprendente,
una pequeña sorpresa dada como un hecho — los factoides.
Eso se parece un poquito a una maravillosa colección de factoides realizada por Félix
Fénéon. No sé si conocen sus “novelas en tres líneas”, joyitas que en efecto presentan
un hecho bizarro en tres líneas. Tengo la recopilación de Félix Fénéon, que habría que
comentar en detalle. He aquí una de las novelas en tres líneas, uno de los factoides de
Fénéon: Tras romper la ventanilla del vagón, una piedra reventó el ojo de un viajero,
tren Bayona-Tolosa. Frenaron. Nadie. Esperaba tener tiempo de mostrarles, tomando la
lista de factoides de Fénéon, que en todos los casos en verdad se trata del surgimiento
del sujeto tachado. Tomo lo que se encuentra al final de la primera frase. ¿Qué hace que
se trate de un hecho que se informa? Esto: Frenaron. Nadie. ¡No hay mejor imagen del
sujeto tachado! En la serie de novelas en tres líneas de Fénéon, yo podría mostrar
siempre este efecto de desequilibrio que él captura en un pequeño enunciado breve. Es
decir que siempre se ve que nada se parece tanto a una relación de causa a efecto como
la relación de incongruencia. Se los entrego a granel. Por ejemplo, escojo otra vez al
azar: Debido a que prefiere la bandera blanca, el señor Loas, alcalde de Plouézec,
había arrancado una tricolor, y lo destituyeron. A esta lista de hechos habría que
agregar el “pequeño hecho verdadero” de Stendhal. Ustedes saben que Stendhal, en la
carta que le escribiera a Balzac para agradecerle su apoyo a La cartuja de Parma, dice
que el público, cada vez más numeroso y menos dócil, quiere “un mayor número de
pequeños hechos verdaderos” sobre una pasión, sobre una situación de la vida, etc. Y en
efecto, lo que Stendhal llama “los pequeños hechos verdaderos” pululan,
particularmente en sus relatos de viaje, en las Memorias de un turista, en Del amor. Yo
recogí uno de ellos que me parece ser el epítome, la flor del “pequeño hecho verdadero”
en el sentido de Stendhal, del factoide stendhaliano, y que dice con exactitud, me
parece, qué es el hecho, el problema que plantea el hecho, la relación entre el hecho y la
verdad. Helo aquí; es casi una novela en tres líneas, tiene una sola frase, y pertenece a
Del amor:
Es conocida en Francia la anécdota de Mademoiselle de Sommery, que
sorprendida por su amante en flagrante delito le niega el hecho audazmente y
como el otro protesta, le dice: “¡Ah, bien veo que ya no me amas!; crees más lo
que ves que lo que yo te digo”.
Pues bien, puede decirse que toda la relación entre el hecho y el dicho está allí: justo en
el momento en que está frita, ella quiere ser creída.6 Es un buen ejemplo de que el hecho
no existe sin el dicho, de que el hecho mismo es una cuestión de amor. ¿Qué demanda
ella? Únicamente que se la deje hablar lo suficiente para dar vuelta la situación.
No tengo tiempo de hacerles una pequeña lectura entretenida de una obrita maestra
de Courteline que les traje, y que pone en escena este “pequeño hecho verdadero” de
6
Juego de palabras entre être cuite, “estar frita” (literalmente “estar cocida”), y être crue (“estar cruda” o
“ser creída”). [N. del T.]

40
Stendhal. Quizá lo encuentren durante sus vacaciones. Se llama Boubouroche, y trata de
este gentil Boubouroche, de quien todo el mundo se mofa y a quien van a advertirle que
su mujer, su amante, lo engaña, y que entra a su casa y finalmente encuentra un cuartito
secreto del que un señor sale muy dignamente; la última escena es cómo él llega a
pedirle perdón a Adèle.
Bueno, los plazos me obligan a darles cita para después del receso, el 12 de enero,
cuando quizás retome un poco a Courteline, pero a eso agregaré Kripke.

15 de diciembre de 1993

41
IV

El curso del análisis

¿Cuál es el entonces que aquí nos interesa, el entonces que es aquí nuestro asunto, el
que está para nosotros en cuestión este año? Parece que yo debería precisárselo al
oyente. El entonces que nos interesa es el de la conclusión de la cura analítica. Esta
palabra, conclusión, no es hasta el presente de uso corriente. Lo que queremos hacer
este año es tomarla en serio para designar el final auténtico del análisis, su término
verdadero, a distinguir de la interrupción, de la salida prematura, de la salida no
necesaria, digamos, sea esta contingente o simplemente posible. Si queremos hacer
existir esta palabra en el psicoanálisis para designar, para intentar otorgar un contenido
pensable, preciso, al verdadero término del análisis — a decir verdad, más en el sentido
de Lacan que en el de Freud —, debe pues dársele por eje un entonces en la medida en
que una conclusión conlleva un entonces implícito o explícito.
Pues bien, ¿de qué orden es este entonces de la hipotética conclusión de la cura?
¿Cuál es su estatuto? Por ejemplo, uno puede preguntarse si él viene a coronar una
deducción o si acaso pone punto final a una inducción; he aquí una alternativa que se
plantea. Y eso supone interrogar también en qué sentido o en qué medida la cura
analítica es asimilable a un proceso lógico, y cuál. Nada dice que el concepto de
deducción o el de inducción baste para capturar este eventual proceso lógico, si lo hay.
No es poca cosa, incluso si esa vía que pasa de lo terapéutico a lo lógico es trazada
— ¡asustada,7 sí! — por Lacan. Nada dice que en nuestra consideración lo lógico borre
lo terapéutico, pero hay una tensión entre lo terapéutico y lo lógico. En la expresión “la
conclusión de la cura” las dos dimensiones están yuxtapuestas, pero no puede decirse
que con esta sola expresión la articulación entre lo terapéutico y lo lógico ya esté
pensada. La palabra conclusión pertenece a la dimensión lógica, cura designa un
proceso terapéutico, y nosotros intentamos a los tumbos arreglarnos con eso. Pero en la
medida en que el acento, al menos este año, está puesto sobre la palabra conclusión, la
palabra cura resulta menoscabada; incluso podría decirse que ella tiene vocación de ser
disuelta.

Experiencia

A partir de Freud mismo y del bemol que él colocara sobre la noción de curación, sobre
el deseo de curar, nos vemos en efecto conducidos a poner en duda esta palabra cura,
que por cierto puede describir ciertos aspectos del asunto pero parece un poco
insuficiente para denominar el proceso. Hay en fin cierta dificultad para encerrar el
proceso analítico en la dimensión terapéutica.
Por eso además recurrimos usualmente a la palabra experiencia — que debe ser
comentada. No es por supuesto la experiencia en el sentido de la experimentación. Es la
experiencia — avanzamos lentamente — entendida como subjetiva. Pero ¿qué quiere
decir esto? La experiencia subjetiva puede significar que el sujeto se presta, se dispone a

7
Juego de palabras entre est frayée (es trazada) y effrayée (asustada). [N. del T.]

42
sufrir una, incluso varias transformaciones, o al menos — seamos aún más prudentes —
ciertos estados inéditos para él. Y en este sentido no es ilegítimo hablar de la
experiencia mística, o aún decir que la toma de droga por parte de alguien como Henri
Michaux, los efectos que se derivan y el relato que hace de ellos pueden ser calificados
de experiencia: “la experiencia vivida del alucinógeno”, como dice Lacan. Platón
también describe con frecuencia, en el Fedro, los procedimientos mediante los cuales se
llega a ciertos estados de entusiasmo. Y hay también una gradación sabia de estas
experiencias de los estados de conciencia en las diversas iniciaciones asiáticas; por
ejemplo, en el budismo.
Es poco verosímil que debamos entender la palabra experiencia en ese sentido.
Como lo señala Lacan en la página 775 de los Escritos, Freud se apartó cuidadosamente
de esta dimensión y, tratándose de la histeria, “prefirió” (este verbo está en Lacan)
confiarse al “discurso de la histérica” antes que a los estados hipnoides. Por cierto,
confiarse a su discurso tiene como efecto, por ejemplo, temperar, incluso hacer
desaparecer la propensión eventual a ponerse en estados hipnoides. Sin duda hay que
acentuar en la palabra experiencia su sentido hegeliano, y este énfasis en el
distanciamiento freudiano de las modificaciones de los estados de conciencia llega por
cierto en un desarrollo que Lacan hace a propósito de Hegel. El concepto hegeliano de
experiencia es puesto de relieve al comienzo mismo de la Fenomenología del espíritu,
esta Fenomenología que inspiró a Lacan, de la cual él hace uso y a la cual no deja de
lado o no pone en su lugar más que al final de sus Escritos, mientras que está muy
presente durante su recorrido cuando se trata de pensar el curso del análisis. No hay en
Lacan, hablando con propiedad, un matema del curso del análisis. Hay cierta fórmula de
su comienzo, cierta fórmula de su final, cierta fórmula de su estructura — la estructura
del discurso analítico —, pero no hay fórmula del curso mismo del análisis. Podría
pensarse que eso constituye una carencia. ¿Acaso encontró por mucho tiempo el
sustituto precisamente en el concepto hegeliano de la experiencia? Esta palabra es
puesta de manifiesto en el mismísimo comienzo de la Fenomenología del espíritu; el
título “Ciencia de la experiencia de la conciencia” fue colocado por Hegel a la cabeza
de la Fenomenología, justo después del Prefacio y justo antes de la Introducción:
Wissenschaft der Erfahrung des Bewußtsein. No dice Erlebnis — la “experiencia
vivida” —, sino Erfahrung.
Hay de hecho un solo texto, creo, en todo caso un texto esencial de Heidegger sobre
Hegel que distingue especialmente este concepto de la experiencia; se llama “Hegel y su
concepto de la experiencia”, y por lo que sé es el texto mayor de Heidegger sobre
Hegel. Experiencia quiere decir, si comprimo un poco las cosas, que no se debe
comenzar a exponer la ciencia filosófica por medio de la crítica del conocimiento. No
hay que hacer lo que hizo Kant, que no es nombrado en la Introducción — comenzar
por examinar y criticar nuestro poder de conocer —, pero tampoco comenzar
directamente por lo que sería el saber verdadero, pues eso sería, escapando a la crítica,
caer en el dogmatismo. En el sentido de Hegel, como él lo establece desde su
Introducción a la Fenomenología del espíritu, la ciencia — el conocimiento efectivo de
lo que es en verdad, el saber verdadero — está intrínsecamente ligada a una experiencia.
¿Cómo entraría en escena — es una expresión de Hegel — este saber verdadero
directamente para formular el conocimiento absoluto, para decir Esto es verdadero, esto
es falso? Si el saber verdadero entrara en escena de ese modo — rechazando los saberes,
las creencias que no son auténticas, asegurándose a sí mismo de ser un saber de un
orden totalmente diferente, y remitiendo todo el resto a la nada — no sería más que un

43
saber parcial, sería un saber que conservaría siempre como su Otro el saber no-
verdadero, y al cual se demandaría incluso dar cuenta de este saber no-verdadero.
A fin de cuentas esta es una objeción que se presenta fácilmente cuando leemos por
ejemplo a nuestros modernos filósofos de la lógica, aquellos que detectan nuestras
falsas creencias. De tanto en tanto, al menos, hace falta que ellos consagren una
consideración a interrogar por qué se habla para no decir nada y no siempre para decir
cosas tan pertinentes como “La nieve es blanca porque la nieve es blanca”. En general
no comprenden absolutamente por qué no pasamos nuestro tiempo diciendo cosas
verdaderas de ese género. En todo caso el punto de vista de Hegel sobre el saber es que
el saber verdadero debe llegar cuando uno lo expone, y es así como llega de hecho, paso
a paso, precisamente en el curso de una experiencia en la que el saber no-verdadero se
modifica. Por eso él mismo define su Fenomenología del espíritu como un proceso,
precisamente como “la presentación del saber apareciendo” — en castellano suena raro
—, die Darstellung des erscheinenden Wissens (Erscheinung es la apariencia), es decir,
intentando demostrar y ordenar en el curso del tiempo cómo el saber penetra la no-
verdad en el movimiento mismo de aparecer. Lo que él llama ciencia, lo que expone,
presenta este “saber apareciendo” en el movimiento de su aparición, y ella misma
aparece en esta presentación deshaciéndose de las apariencias de lo no-verdadero.

El sujeto y la verdad

Lo que Lacan conservó de la Fenomenología del espíritu — la palabra misma


fenomenología indica precisamente que uno seguirá estas apariciones del saber — es
que hay un itinerario que va de la conciencia natural, cotidiana, que reside en el mundo
en medio del ente, a su conclusión, que es el conocimiento científico, filosófico, al cual
Hegel dio el nombre de “saber absoluto”. El camino de la experiencia es seguir lo dado,
atenerse al fenómeno y rastrear la conciencia natural que se pone en movimiento. ¿Por
qué esta conciencia no se queda tranquilita, atareada en el mundo, y se ve llevada a
propulsarse? Ya de entrada hay al menos algo que la apena, que la trabaja; ella se ve
arrancada de sí misma y, por una inquietud, arrastrada más allá de sí misma. La
conciencia — no en calidad de reflejada, de “conciencia de sí” — tiene el sentimiento
de una violencia que la arranca. Y él dice:
La angustia bien puede retroceder ante la verdad […], pero no puede apaciguarse.
En vano, ella quiere fijarse en una inercia sin pensar, pero el pensamiento
trastorna la ausencia de pensamientos, y su inquietud perturba la pereza.
La palabra angustia al comienzo mismo de la Fenomenología del espíritu es subrayada
por Heidegger; también ese reino de la “inquietud” que propulsa a la conciencia en su
itinerario.
Este itinerario toma cierto número de formas que según Hegel son formas de la
conciencia, y cada una de ellas sitúa cierta relación entre el sujeto y la verdad. En cada
una de estas formas históricamente localizables puede decirse que el sujeto formula un
Esto es verdadero; además, dialécticamente — aquí “dialécticamente” quiere decir “por
su propia experiencia de esta verdad” — descubre la no-verdad de eso, y se deshace de
su verdad anterior, solamente transitoria, para pasar a un nuevo régimen de la verdad.
Se ve entonces que esto está hábilmente lleno de cicatrices; uno ve sucederse unas tras
otras, sin discontinuidad, las formas de la conciencia; continuamente hay pasajes,

44
estaciones en cierta forma, y luego la Aufhebung opera y la conciencia se inclina hacia
una nueva forma. La traducción — hoy en día abandonada — de Aufhebung por
“superación” tenía empero para nosotros muchos ecos. En cierto modo, esta “conciencia
de sí” no cesa de hacer el pase de una forma de conciencia a otra, hasta el pase final —
este saber absoluto que es la coyuntura última donde la conciencia se encuentra.
De punta a punta de los Escritos el curso del análisis pensado por Lacan se apoya en
esta experiencia dialéctica de las formas de la conciencia. Es notable que, tal como la
piensa Hegel, esta experiencia de la conciencia que se despliega en la historia resulta ser
convergente; no es una historia abierta, sino que converge hacia una coyuntura
determinada, la del “saber absoluto”. Y cuando uno está allí, en el fin del análisis, es el
fin de la Historia. ¡Qué descaro! De tanto en tanto hay retoños de este asunto, y se dice:
¡Pero no, miren bien a su alrededor, ella continúa!
Lacan introdujo la noción de que el psicoanálisis era una experiencia dialéctica. Eso
quiere decir que el sujeto se despliega, se desplaza, como dice Hegel, “en el elemento de
la verdad”. Primero tiene que habérselas con eso. Esta verdad transitoria se pluraliza, es
una verdad que puede caer en decadencia, y de ella puede extraerse el sujeto cuando
este encuentra algunas de sus consecuencias. Es una verdad continuamente insostenible,
y el sujeto que circula en todo esto resulta incesantemente desalojado. A partir de estos
abandonos de la verdad y de esta trayectoria misma se construye, se extiende el reino
del saber. Lo que Lacan resumía diciendo: La verdad “en reabsorción constante” en el
saber. En cierto modo, podría decirse que al seguir así a Hegel se ve un arreglo
simbólico continuamente confrontado con un real que desconcierta ese ordenamiento.

Itinerario del narcisismo

Como prefacio a la enseñanza de Lacan, en la conceptualización del caso Dora que


encuentran en los Escritos, vemos la más precisa aplicación de esta concepción al
análisis. Se trata de una puesta en orden del caso que muestra cómo los desarrollos de la
verdad, que son verdaderas figuras de la conciencia, alternan con inversiones dialécticas
que muestran la inestabilidad de la posición del sujeto. Además es innegable — ya lo
subrayé varias veces — que el fin del análisis comenzó a ser pensado por Lacan a partir
del saber absoluto. Lo encuentran en la página 309 de los Escritos, al final del informe
de Roma, donde “la cuestión de la terminación del análisis”, dice Lacan, “es la del
momento en que la satisfacción del sujeto logra realizarse en la satisfacción de cada
uno, es decir de todos aquellos con los que se asocia en una obra humana”. Puede
decirse que esta presentación, esta reducción de la cuestión de la terminación del
análisis a una reabsorción de lo particular en lo universal, es de cabo a rabo de
inspiración hegeliana, pero curiosamente corregida mediante Heidegger, ya que el
“saber absoluto” es considerado equivalente a la asunción por parte del sujeto de su
“ser-para-la-muerte”. Más tarde el propio Heidegger tuvo ocasión de precisar que
prefería la traducción como “ser-hacia-la-muerte”. Y hay un testimonio de esto en el
mismo pasaje, cuando Lacan formula que “la obra del psicoanalista [opera] como
mediadora entre el hombre de la preocupación” — es un término de Heidegger — “y el
sujeto del saber absoluto” — nombrado como tal en esta problemática, en este bosquejo
del fin del análisis que aparece al comienzo de la enseñanza de Lacan.
Tomo esto como signos, testimonios de que si bien la fórmula, el matema del curso
del análisis parece faltar en la enseñanza de Lacan, el recurso primero que él encontró es

45
el esquema de esta experiencia dialéctica de las formas de la conciencia. Por cierto
encontramos que poco después, en su escrito “Variantes de la cura-tipo”, se otorga una
suerte de preferencia al acento heideggeriano para calificar el final del análisis.
Abandona estas referencias a la subjetividad de la época — con la que el sujeto
analizante habría de reunirse con su horizonte — pero siempre conserva la noción de
que el proceso analítico está animado por una dialéctica y que esta sigue siendo
convergente (eso es lo propiamente hegeliano), aunque converge hacia la experiencia de
la muerte (y eso es heideggeriano). Es verdaderamente como si, para pensar la
conclusión de la cura, al comienzo Lacan hubiese hecho de Hegel y de Heidegger sus
compañeros, en un curiosísimo sincretismo. Incluso al abandonar la noción del saber
absoluto para calificar el fin del análisis, presenta no obstante la experiencia como un
itinerario. En “Variantes de la cura-tipo”, por ejemplo, es el itinerario del narcisismo, de
tal suerte que la experiencia analítica sería el análisis del yo, en el curso del cual caerían
sucesivamente los prestigios del narcisismo como las respectivas figuras de la
conciencia, tomadas allí como otras tantas máscaras de la muerte cuya figura — el
término hegeliano está allí — se develaría al final como aquella que sostiene la imagen
narcisista. Entonces, un itinerario en el que el yo se quitaría el lastre de sus oropeles, de
sus identificaciones, para encontrar al final de los finales lo que, bajo la imagen, la
mantiene, a saber, lo que él califica asombrosamente como “el amo absoluto, la
muerte”. Esta expresión es una referencia hegeliana, pero no al saber absoluto, pese a
que el término “absoluto” tenga pequeños ecos del “saber absoluto”: es una figura, la
del Amo y el Esclavo, situada más bien hacia el comienzo, y de hecho la muerte de la
que se trata es la muerte más bien en el sentido de Heidegger que en el sentido de
Hegel.
En fin, una mezcolanza que tiene toda su consistencia por el estilo y por la noción
nueva que Lacan aporta entonces, pero que retrospectivamente, y sobre todo en
comparación con ciertas concepciones suyas que desarrolló más tarde, no pueden dejar
de aparecer como una suerte de remiendos — yo hablé de sincretismo — entre Hegel y
Heidegger. De modo que para el sujeto el término ideal del análisis sería volver a los
orígenes del yo, y allí la muerte sería subjetivada en un sentido no precisado — somos
más bien remitidos a Sein und Zeit. Tenemos muy pocas cosas para dar un contenido de
pensamiento a esta expresión, excepto al ser remitidos a “la última gran filosofía”, como
decía Lacan. Sin duda se trata de una subjetivación que es una experiencia límite en la
medida en que la realidad de la muerte no es imaginable; un límite de lo imaginario.
Pero en Los cuatro conceptos fundamentales, en el análisis del cuadro de Holbein con
su calavera en anamorfosis sobre el suelo de la habitación en la que se multiplican todos
los brillos y prestigios de la imagen, Lacan pone el acento — y él habría podido aportar
esto en la época de “Variantes de la cura-tipo” — menos sobre la muerte que sobre el
falo anamórfico. Es decir que de algún modo reemplaza esta imagen, esta muerte, por la
función fálica.
Habrá que esperar al final de los Escritos para que Lacan repudie a Hegel, pero no lo
repudia sin subrayar que lo usó “contra las evidencias de la identificación”. En efecto,
este movimiento sucesivo de las figuras de la conciencia que caen una tras otra es una
buena lección para curar del narcisismo o, en todo caso, de esa posición del sujeto que
sería la de “Yo digo la verdad”. Tú dices la verdad, pero ¿cuánto tiempo puedes habitar
tu verdad? Y lo que Lacan opuso a “Yo digo la verdad” es “Yo, la verdad, hablo”, que
es muy diferente, ya que vamos a buscarla y podemos encontrarla justamente en lo que
tomamos por lo más esencialmente no-verdadero.

46
Sujeto del inconsciente

En “Posición del inconciente…”, página 816, encuentran esta idea del uso que Lacan
hizo de Hegel. También está en verdad desarrollado en el texto inmediatamente anterior,
“Subversión del sujeto…”, que es su contribución — no lo olvidemos — a un coloquio
sobre La dialéctica organizado por el filósofo Jean Wahl, autor de un libro clásico sobre
la desgracia de la conciencia en Hegel, y en esa ocasión Lacan explica por qué hace
falta Hegel cuando se trata de conceptualizar la experiencia analítica, pues en el saber
absoluto, donde lo real está tan bien unido a lo simbólico que ya no hay nada más que
esperar de lo real, encontramos un sujeto que alcanza su perfección “en su identidad
consigo mismo”. Esta “es la hipótesis fundamental”, dice Lacan, de todo el proceso
hegeliano. Dado que la hipótesis del proceso es un sujeto idéntico a sí mismo — aun si
está preocupado, aun si está angustiado —, podemos deducir de allí el saber absoluto.
Pero el sujeto del cual se trata en la experiencia analítica — es allí donde Lacan corta
el cordón con la conceptualización dialéctica de la experiencia analítica — no es
idéntico a sí mismo, no es un sujeto que desde el origen y hasta el final sabe lo que
quiere, como el sujeto fundamental de la dialéctica hegeliana. Cuando introduce el
sujeto del inconsciente, Lacan explícitamente lo sopesa con el sujeto del saber absoluto
para diferenciarlo de este. La figura que aporta entonces no está en el batallón de las
figuras hegelianas, no es la figura de la conciencia, es la “figura” — el término
hegeliano está allí — de ese padre muerto que llega en sueños, a quien el soñante
acompaña con este enunciado que ustedes conocen: “Él no sabía que estaba muerto”.
Lacan hace de él el paradigma mismo del sujeto freudiano, a saber, un sujeto que
solamente subsiste por no saber la verdad. Por eso puede decirse: A condición de que él
sepa que yo muero, advengo “donde eso era”. Es el valor que él da al Donde eso 8 era,
yo debo advenir: el de que este advenimiento es una desaparición, el de que el sujeto del
inconsciente no quiere saber. Eso es lo que ilustra esta historia del padre. “Él no sabía
que estaba muerto” ilustra la posición del sujeto del inconsciente en la medida en que no
quiere saber, es decir, como sujeto de la represión y en el sentido de que para él llegar a
saber es desaparecer. Hay que poner entre comillas el término advenimiento, ¿no? Este
advenimiento es una desaparición que más tarde, cuando hable del pase — una
concepción que de todos modos nada tiene de hegeliano ni de heideggeriano —, Lacan
calificará de “destitución subjetiva”.
Dicho de otro modo, término a término: en lugar del sujeto idéntico a sí mismo que
condiciona la experiencia dialéctica, el sujeto tachado; en lugar del saber absoluto, el
S(A/ ); y en lugar de la satisfacción capaz de entrar en la conjunción universal de las
satisfacciones, el goce. Estos tres términos forman el triángulo donde se juega la
conclusión de la cura: el sujeto, el saber, y la satisfacción. Y lo que sigue siendo
hegeliano en la concepción que Lacan tiene del curso del análisis y de su conclusión es
la noción de una experiencia subjetiva que por cierto ya no es animada por la
“Aufhebung logicizante”, como dice Lacan de Hegel; la experiencia subjetiva está
animada por una instancia logicizante, pero no bajo la forma de la Aufhebung, sino que
ella se logra, como en Hegel, sobre una coyuntura deducida. La noción del pase es
hegeliana solamente en esto; no en su funcionamiento, en su estructura, sino solamente

8
Ça puede traducirse por “ello” o “eso”. [N. del T.]

47
en que es una coyuntura deducida de las condiciones mismas de la experiencia.
Allí, digámoslo francamente, Lacan es más hegeliano que freudiano, porque Freud
de ningún modo nos presenta en el análisis una experiencia que tenga un principio de
detención. Es incluso este sin fin lo que para él justifica la invitación hecha al analista
de regresar periódicamente al diván. A decir verdad — lo evoqué rápidamente — esto
se debe a que Freud pensaba que la posición del analista era contradictoria con las
exigencias del análisis, especialmente con las exigencias éticas del mismo. Por eso él
quería que volviera a ser analizante para ser moral, si me permiten. La noción de Lacan
es no obstante que el fin verdadero del análisis es sin retorno, a condición de que el
devenido analista entre a la enseñanza del psicoanálisis, que encuentre una relación de
desciframiento con el sujeto supuesto saber en la enseñanza del psicoanálisis — lo que
evidentemente distingue esta enseñanza de toda pedagogía.

Destitución subjetiva

Para ir todavía un poco más lejos en este sentido, y hacer notorio el marco en el que la
investigación sobre el entonces se lleva a cabo, lo que aún es hegeliano en Lacan es esta
articulación que de algún modo hace que la hipótesis fundamental del proceso se
encuentre bajo otra forma al final; que hay un final de esta experiencia porque la
conclusión está prescrita por el comienzo mismo del proceso, que es deducible de la
estructura misma de la experiencia.
Es lo que se observa cuando más tarde Lacan aporta lo que nos sirve de referencia, su
concepto del pase; hace precisamente una articulación directa entre el comienzo y el fin
del análisis. Cuando presenta la estructura del fin del análisis, en términos que son
escrutados desde hace años, deduce la estructura del final a partir de la estructura del
comienzo. En el comienzo es la transferencia, en el comienzo tenemos la relación de
transferencia, y el fin del análisis requiere que se escriba el término de la relación de
transferencia. Allí se trata menos del final del yo que de una forma de muerte del sujeto,
que no es dramatizada por este término — que tiene su lugar en la teoría de la psicosis
—, sino que de modo más temperado es dada bajo el término de “destitución subjetiva”,
que también equivale a la caída del sujeto supuesto saber.
Este sujeto supuesto saber, digámoslo francamente, es una suerte de sombra
proyectada por el sujeto; es el sujeto supuesto saber lo que dice, en la medida en que
correlativamente el sujeto analizante está en la posición de no saber lo que dice.
Solamente con respecto al sujeto supuesto saber lo que dice, el sujeto analizante puede
estar en la posición contraria. Y en este sentido la caída del sujeto supuesto saber se
traduce por el hecho de que en lo sucesivo el sujeto sabe lo que dice. En fin, es el
término ideal, y sería la definición del analista: se considera que él sabe lo que dice, y
por eso no puede considerarse irresponsable de los efectos de su palabra. Es también el
sujeto supuesto saber lo que quiere. Él no está ahí al comienzo, ¿no?, por eso la caída
del sujeto supuesto saber sería el surgimiento del sujeto que sabe lo que quiere. Y a
decir verdad, saber lo que se quiere es lo que se llama pulsión, que quiere el goce cueste
lo que cueste. Por eso Lacan dice que el fin del análisis supone “la resolución del
deseo”, ya que en el psicoanálisis el deseo es esencialmente problemático y está en la
posición de “una prohibición [défense] de sobrepasar un límite en el goce” — esa sigue
siendo la definición de Lacan más segura del deseo. Más allá de este límite se estaría en
la perversión.

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Mientras el deseo en el psicoanálisis es esencialmente problemático, la pulsión es
resolutoria. Por eso la resolución del deseo es de algún modo equivalente a la
reconciliación con el goce pulsional, con la pulsión que hace lo que se le pasa por la
cabeza — tanto más “por la cabeza” cuanto que no la tiene. Esto es lo que Lacan
resumió bajo el término “destitución del sujeto”. Podría hablarse de “destitución
pulsional del sujeto”. No se encuentra en Lacan la noción de subjetivar la pulsión como
al comienzo se subjetivaba la muerte. Aunque la muerte no era un objeto imaginable, a
partir de la filosofía era pensable de todos modos asumir y subjetivar la muerte,
mientras que el propio término “sujeto” palidece cuando se trata de pulsión. La
expresión “sujeto de la pulsión” aparece en Lacan una vez, creo, es un hápax, no se la
encuentra muy a menudo, mientras que · puede decirse que sigue habiendo una
intersubjetividad inherente al deseo, como se ve en toda forma de identificación: desear
como el otro, desear lo que desea el otro — aunque Lacan, para articular el deseo con la
pulsión, hizo del objeto a su causa.
Pues bien, esta pulsión esquiva al gran Otro, al menos como sujeto. Y por eso,
cuando Lacan inventa un mito que presenta la pulsión, hace de esta un órgano que
precede a lo subjetivo y lo condiciona. Por cierto, ni siquiera la disipación de la
demanda en la pulsión hace desaparecer la gramática y el corte significante.
Volveremos sobre esto.
Tratándose de la conclusión de la cura, la cuestión — que rebasa en efecto la pareja
infernal de Hegel y Heidegger — es saber cómo la relación del sujeto con el saber,
instaurada por el análisis, actúa sobre la relación del sujeto con su satisfacción. Instaurar
una relación inédita del sujeto con el saber — invitándolo a la asociación libre, a decir
cualquier cosa, a decir más de lo que sabe, a no ocuparse de controlar sus decires —
¿cómo actúa sobre la relación del sujeto con su satisfacción? ¿De qué manera modifica
la relación del sujeto con esta satisfacción que llamamos goce? ¿Y cómo puede surgir
de allí el Entonces yo soy de la conclusión? — el Entonces yo soy analizado, el
Entonces yo soy analista y, digamos, el Entonces yo soy eso. Porque cuando no se
reflexiona sobre la subjetivación de la muerte sino sobre la pulsión, la fórmula más
ajustada es Entonces yo soy eso. Por ello, no hay que tomar al revés el Donde eso era,
yo debo advenir. Tomarlo al revés significa que tienen este eso todo polvoriento, y
luego el yo adviene; eso se limpia, se ilumina, el yo advino; la noción de subjetivación
implica que se subjetivará, que se hará pasar todo eso al yo, que se dará brillo a todo
eso. ¡De ningún modo!
Esa es la idea “hegeliano-heideggeriana” de la que Lacan partió para pensar un fin
del análisis sobre el cual Freud no daba el principio de detención. Es la vertiente
subjetivación, pensar el fin del análisis como una subjetivación; el todo-sujeto o el casi-
todo-sujeto. Pero creo que la noción a la que Lacan llegó, y sobre la cual continuamos
trabajando, es que el sujeto por el contrario se extingue en un “devenir eso”. Por esa
razón, donde en la teoría había subjetivación, hay en lo sucesivo destitución subjetiva.
Allí se pone en juego el enunciado particular de la existencia de un analista; como dice
Lacan, “Existe alguno de quien Yo ya no está por venir”, pero no porque ese yo ilumine
todo, sino porque llegó en cambio a extinguirse.
Puede parecer que esto rebasa los límites de la lógica. Sin embargo, justo cuando está
a punto de hacerlo notar — de un modo suficientemente velado como para que la
oposición rígida que presento, entre subjetivación y destitución, no sea notoria de
inmediato —, cuando deja entrever este “devenir eso” del yo — y no el “devenir yo” del
eso —, Lacan confirma que la estructura lógica jamás pierde sus derechos, que la lógica

49
comanda, que en cuestiones de goce la lógica está presente, que el objeto a es una
consistencia que se apoya en la lógica pura, y que hay un uso de la lógica matemática —
como anteriormente había para él un uso de la Fenomenología del espíritu — que
atestigua de un Otro cuya estructura “no llega a recubrirse a sí misma”. Lógica testigo,
entonces, del no recubrimiento del Otro, testigo de S(A/ ) .
Debido a eso comencé por las paradojas de la inducción, por Hempel, por Goodman.
Habría podido comenzar por otras paradojas, pero estas son mucho menos explotadas y
más próximas a la inducción practicada en el pensamiento analítico. Son las paradojas
que comienzan cuando uno se pregunta qué puede concluirse a partir de la observación
de los hechos. Y notamos que intentar concluir a partir de los hechos hace surgir un
agujero.

Escepticismo

Traje a Courteline y su Boubouroche — bien a cuento para ilustrar el proverbio Las


apariencias engañan —, que supera el principio de Santo Tomás, Tocar para creer,
pues dice: Eso nada prueba. Esta es también una réplica que tiene la fuerza del ¡Un
carajo! de Zazie: ¡Eso nada prueba! En particular, ningún hecho prueba nada. Quizás
ustedes lo leyeron. Este Boubouroche de buena pasta, que de entrada se nos presenta en
el juego sableado por sus compañeros, es caritativamente advertido por su vecino de
que, en cuanto da media vuelta, su amante saca un señor de no se sabe dónde y lo repite
cada vez que él se aleja. Entonces regresa, quiere hablarle, tímidamente pide revisar —
de acuerdo, no pide —, y luego se produce un apagón gracias al cual nota que está
André en el armario, un gran armario en cuyo interior tranquilamente puede leer —
¿estudia acaso la Fenomenología del espíritu? —, y este hombre sale de allí muy
dignamente. Boubouroche quiere matarla, pero luego afloja… y entonces ella habla.
¡Porque ella hace significar el hecho! —Me engañaste, dice él. Se podría decir Salta a
la vista, sin embargo ella responde ¡Jamás! —Pero ¿este hombre? Y ella dice No puedo
responderte, es un secreto de familia, no puedo revelarlo. ¡Nada menos! Y lo
demuestra. Si yo no fuera una mujer honesta, no sacrificaría mi vida por respeto a la
palabra dada. (Esto está en verdad reducido al mínimo, es un bosquejo que muestra
cómo el hecho se volatiliza.) Es inútil discutir mucho más tiempo, agrega, ¡nunca nos
entenderemos! Se siente bien que en efecto hace falta un acuerdo básico, un acuerdo
sobre los principios, para estar en desacuerdo. Nunca nos entenderemos, dice ella, son
sentimientos femeninos que los hombres no pueden comprender.
¿Qué es lo que regla la cuestión de la verdad en este apólogo? Que él llora, que él
dice No puedo dejarte, es más fuerte que yo. Está todo dicho. Ella no tiene más que
mostrarse y decir: ¿Tengo o no el aire de una mujer que dice la verdad? ¡Ah, qué
babieca! Él va entonces a romperle la cara al vecino. Este pequeño apólogo pone de
relieve el “principio de Adèle”: Se cree a quien se ama. Esto introduce el amor en la
teoría de la verdad, y volatiliza el hecho. Al menos indica que ningún hecho significa en
sí mismo, sino solamente mediante el dicho, y que el dicho “secreto de familia” es allí
todopoderoso.
Quizás en otra ocasión pueda traerles una historia en la que también se ve recaer las
peores sospechas sobre una mujer [femme] — siempre difamada [diffammée], como
señalaba Lacan —, pero en esta hay en verdad un secreto de familia, hay un lobo
escondido en algún lugar.

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Pues bien, ¿hasta dónde la duda? No hay duda de que por medio del significante
puede ponerse en duda todo lo que es. El Entonces yo soy cartesiano es eminentemente
obtenido luego de una puesta en duda generalizada, hiperbólica, una duda que llega a
golpear las verdades matemáticas. El entonces de Descartes es hijo de la duda. La duda
es también evocada por Hegel en su Introducción; la conciencia natural se embarca en
su difícil camino hacia el saber absoluto como camino de la duda e incluso de la
desesperación, esa desesperación que él denomina “escepticismo” y que no es el
escepticismo roborativo de Descartes — a este alude Hegel cuando habla de la
resolución de no someterse a la autoridad de los pensamientos ajenos, sino examinar
todo por sí mismo —, sino el escepticismo radical que culmina en el vacío, que espera
lo nuevo que llega, y que lo arroja de inmediato al mismo viejo abismo. En un momento
de la Fenomenología del espíritu aparece la figura del escéptico, y cuando se cae en el
abismo escéptico es muy difícil salir de él. Hay que dar un saltito, hacer hábilmente una
costurita, para lograr salir de él.
No quisiera pasar por alto una reviviscencia reciente del escepticismo, que surgió en
el seno mismo de la reflexión sobre la lógica. Dije que hablaría de ello, y lo haré. Es la
paradoja de Kripke, la que él forjó a partir de Wittgenstein. Durante los años ’80 todos
se echaron en cara una y otra vez este escepticismo inventado por Kripke a partir de
Wittgenstein, los excitó terriblemente. Hay una literatura cuyo examen de conjunto
acaba de bosquejarse al final de la década. Quizás debo decirles esto para que ustedes lo
tomen en serio al menos, porque sin duda ustedes no consagrarían el cuidado y la
atención a esta población que tiene intereses diferentes a los nuestros. Fue un encanto.
Al fin dijeron: Esto nos llevó a los primerísimos tiempos en que se estudiaba a
Wittgenstein, desagravió finalmente a nuestro Wittgenstein de todos los comentarios
fastidiosos, verdaderamente se comenzó a pensar a partir de allí.
Voy a resumírselo. Kripke extrae su paradoja de una lectura del parágrafo 201 de las
Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. Creo que ni a ustedes ni a mí se nos habría
ocurrido la idea que tuvo Kripke al leer eso. Refiriéndose a lo que dijo un poco antes,
Wittgenstein dice: “Nuestra paradoja era esta: Una regla no puede determinar ningún
curso de acción” — ninguna secuencia de comportamientos, de maneras de hacer, de
maneras de actuar — “porque cada curso de acción puede hacerse concordar con la
regla”. A partir de esta formulación, Kripke hace maravillas. La continuación del
parágrafo es: “Si todo puede hacerse concordar con la regla, entonces también puede
hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia ni desacuerdo”.
De esta obra muy considerable y que movilizó grandes espíritus, Kripke pescará esto
para decir que quizás es “el problema central” de Wittgenstein, y además, en la página
27 de su opúsculo, que eso no carece de parentesco con lo que desarrollara el señor
Goodman, a quien ustedes ahora conocen — ya tienen las referencias. Con este punto de
partida aporta un personaje, un papel de escéptico que no es el escéptico hegeliano ni el
escéptico cartesiano (solamente momentáneo), sino “un escéptico raro”, como él dice.
Así pone en escena la paradoja algo oscura de Wittgenstein. Supongamos que ustedes
nunca hubiesen sumado 68 y 57. Siempre hay una operación de suma que ustedes no
han hecho, nunca hicieron más que un número finito de sumas, entonces siempre
pueden presentarles una suma con cifras que ustedes no han sumado; para cada uno de
ustedes eso no es difícil de encontrar, sobre todo con grandes cifras. Pues bien, ustedes,
que son una pequeña masa, hacen la operación
68 + 57 = ?

51
y dicen: 125, y entonces el escéptico raro de Kripke, muy minoritario — la mayoría y la
minoría cuenta mucho al final para salir del asunto —, viene a poner en duda, a
cuestionar su certeza: ¿Dicen 68 + 57 = 125? Tengo una objeción. (Es divertido caer en
una zona donde se objeta eso, ¡y qué objeción!) Por el modo en que ustedes utilizaron el
término más (+) en el pasado, la respuesta quizás habría debido ser 5.
Pues bien, replicarán, yo aplico la misma regla que siempre apliqué para hacer las
sumas. Pero ¿cuál era esa regla? En el pasado, ustedes nunca se dieron más que un
número finito de ejemplos de esta regla. Supongamos por ejemplo que siempre hubiesen
sumado números menores que 57 y que llamasen más [plus] a una función que de hecho
era tás. La función tás prevé que
x tás y = x + y, si x e y son menores que 57, pero que
x tás y = 5, en caso contrario.
¿Qué demuestra que no es la función antes significada por más? Al decir más aplicabas
tás y solo creías aplicar más.
¿Qué es lo inquietante? ¿Dónde nos extraviamos? Es como otra versión de la
paradoja de Goodman, que introduce una función temporal donde las esmeraldas eran
verzules hasta cierto momento y azules después. Aquí también está lo que se calculó por
debajo de 57 hasta cierto momento, y después el escéptico dice: No sabes lo que hacías,
te equivocaste acerca de la significación de lo que hacías. Aquí se pone en juego una
opacidad subjetiva, esta separación entre el uso presente y el uso pasado, como si no
hubiera razones que justificaran decir 125 en vez de 5. Decir 125 es, como amablemente
dice Kripke, “un injustificable salto en la oscuridad”. Él nos vuelve bien perceptible ese
agujero que evocamos. ¿Qué hago de hecho cuando sumo? No puede decirse que
primero hago cierto número de sumas y que luego extrapolo la regla; no hago una
inducción de la regla de la suma a partir de ejemplos de sumas. Al sumar, no hago
inducción; lo que aprendí es la regla de la suma, es decir, un conjunto de instrucciones
que aplico y que dicen cómo se suma.
En cierto modo entonces adiciono según el algoritmo, el procedimiento reglado de la
adición. No piensen que el escéptico demuestra eso; él dice: Sí, ustedes aprendieron a
adicionar en base a un número finito de ejemplos. ¿Qué demuestra que lo que llaman
adicionar no era tadicionar, y que en efecto la cosa funcionaba mientras ustedes
tadicionaban hasta 57, pero después es 5? Entonces ustedes explican que la validez del
procedimiento, del algoritmo de la suma, no depende precisamente de la composición
de la suma; si no, no sería una suma; es independiente. Pero ¿lo es? Dicho de otro
modo, cuanto más multiplican las objeciones, más puede extenderse a la significación
de todos los términos la objeción realizada al sentido de más, hasta una subversión
semántica total. Es verdad que eso se encuentra en Wittgenstein mismo; cuando les
hacen tests para saber si piensan bien y rápidamente, si son astutos, y les presentan la
serie 2, 4, 6, 8, ¿qué viene después? Ustedes piensan que es 10, aunque un número
absolutamente indefinido de reglas son compatibles con ese segmento y bien podrían
tener 2, 4, 6, 8, 11, 23, etc., si la regla aplicada es de hecho suficientemente compleja.
No es lo que se induce inmediatamente, pero a partir de un número finito de ejemplos
una regla mucho más compleja también puede dar 2, 4, 6, 8 como segmento inicial.
Honestamente, Kripke señala bien que el razonamiento puede extenderse a todo el
lenguaje. Ustedes dicen mesa y creen saber lo que es una mesa. ¿Pero se aplica eso
también, dice él, a una mesa bajo la torre Eiffel? La torre Eiffel hace aquí su aparición.
Esas eran las preguntas tan inquietantes que planteaba Wittgenstein: ¿Cómo sé que este

52
color es rojo? Es también lo que se encuentra en la paradoja de Goodman: ¿Acaso al
decir verde yo quería decir verzul? Se ve bien que lo agudo de esta consideración es
que marca cierto desfallecimiento del sentido en la función a la que precisamente estos
filósofos de la lógica reducen el sentido, a saber, la función de dar la referencia. Hay allí
una suerte de breakdown, como si descubrieran que el sentido no llega a dar, a
prescribir precisamente la referencia, y como si la pequeña yunta intensión-extensión
flaqueara. (Intensión es el nombre que se da al sentido cuando no tiene otra función que
la de permitir agrupar lo que responde a la significación del concepto.)
La paradoja deviene inquietante cuando el escéptico introduce la opacidad subjetiva
en quien hace la suma. Pero es cierto que desde afuera no se puede recomponer con toda
certeza la regla que otro sigue. Otro puede en efecto hacer cierto número de operaciones
que parecen ser la suma, y luego ¡zas! se llega a 57 y se descubre que no era la suma,
que lo que oficiaba era tás. Dicho de otro modo, al observar desde afuera lo que hace el
otro, nunca se puede estar seguro de qué regla sigue. Eso revela la incomprensibilidad
de la regla que intenta encerrar, ceñir en su red el futuro como si ya se supiese lo que
tendrá lugar. ¿Cómo pueden los espíritus finitos dar reglas que supuestamente se aplican
a una infinidad de casos? Por eso Kripke dice: Toda nueva aplicación de una regla es
un verdadero “salto en la oscuridad” — el abismo del que habla Hegel.
En este escepticismo el único recurso que él encuentra es un llamado a la comunidad,
hacer como los demás: ¡Sigan al jefe! Si uno suma de otro modo, se excluye. Es decir
que sumar es hacer lo que en las mismas circunstancias haría la comunidad en la que
vivimos. La suma es a este respecto una forma de vida, si me permiten.

La significación es el fantasma

Puede discutirse si en efecto eso es justamente lo que Wittgenstein quiso decir. No hay
razón para saberlo con toda certeza porque no parece que el propio Wittgenstein haya
tenido mucha simpatía por el escepticismo. A decir verdad consideraba que el
escepticismo era un verdadero disparate. Si se intenta poner en duda un punto donde
ninguna pregunta puede ser planteada… Bien puede ser que considerara que eso es lo
que hace Kripke. La idea de Wittgenstein es que la significación no hace milagros, que
no permite atravesar una infinidad de casos en un solo instante, pero también que el
sentido no es un hecho mental que yo habría observado en mi cabeza. Después de todo,
eso es justamente lo que dice en el parágrafo 202; que obedecer la regla constituye una
práctica. Y lo que allí llama práctica es: Hay que hacerlo. Porque en efecto una regla
prescribe aplicaciones. ¿Y cómo sé que lo hago bien? Me haría falta una regla para la
aplicación de la regla. De ahí se sigue una regresión al infinito y la noción de
Wittgenstein de que toda regla puede ser interpretada de manera diferente, que entre ver
algo y decir Es rojo no se puede formular una regla que permita pasar de lo uno a lo
otro. Por eso la idea de Wittgenstein es que comprender no es otra cosa que dominar
una técnica, y que seguir una regla es una práctica. En consecuencia el lenguaje no es
para él una reflexión del pensamiento, un espejo del pensamiento, sino una forma de
comportamiento. Por eso le gustaba mucho citar, como Lacan, a Goethe: En el comienzo
era la acción.
Esta dificultad sobre la regla tiene todas las razones para retener nuestra atención, ya
que toda nuestra experiencia está determinada por una regla cuya aplicación está por
cierto sujeta a la duda. ¿Hago justamente lo que debo hacer?, puede legítimamente

53
preguntarse el analizante. Sin duda el analista, que no es “el escéptico raro”, está allí, ya
que a fin de cuentas en la regla analítica tenemos: Di todo lo que quieras, todo lo que se
te pase por la cabeza, ¡en mi presencia! — al menos para que yo pueda asentir que tú
sí te ajustas a la regla. Aquí lo que confirma el discurso como inconsciente, dice Lacan,
es la interpretación.
Pues bien, lo que podemos retomar de Kripke es la escisión que introduce en el
sujeto, en la medida en que el sujeto creía que aplicaba más aunque bien podría ser que
aplicara de hecho otra cosa que lo que él creía. Mediante esta paradoja de la regla,
Kripke hace surgir una opacidad subjetiva, la que emerge por el solo hecho de que el
sentido atraviesa el material significante.
Hay dos algoritmos que tornan interpretable todo discurso en el marco del análisis: el
algoritmo saussureano que escinde el significante y el significado, y el algoritmo que
remite lo oral a lo escrito. Por eso no se hace análisis por escrito, ya que la diferencia
entre lo oral y lo escrito, principio de la interpretación, es precisamente constitutiva del
sujeto supuesto saber. ¿Acaso comprender es, como dice Wittgenstein, el dominio de
una técnica? ¿Hay una regla para comprender? — regla que de algún modo se nos
escapa, ya que lo que Wittgenstein busca tanto como Kripke es la regla para
comprender lo dicho. Lo que en el análisis se nota es que la regla para comprender es
particular de cada uno. En efecto, eso es lo que se llama fantasma. Nosotros sustituimos
Meaning is use (la significación es el uso, el sentido es el uso) por Meaning is fantasy
(la significación es el fantasma); se comprende mediante el fantasma, solamente se
comprende el fantasma.
La inconsistencia de la significación, del sentido, con respecto a la referencia, que
Kripke hace valer con gran arte, indica bien la función del a como consistencia lógica,
como único principio de intelección. El fantasma fija el sentido, ese sentido
inconsistente, siempre dudoso. Por eso la conclusión llamada “de la cura” toca al
fantasma. Toca precisamente a aquello mediante lo cual comprendemos. Nuestro “saber
absoluto” es por ende el objeto a.
Hasta la semana próxima.

12 de enero de 1994

54
V

Reglas singulares y arbitrarias

Extraer una conclusión es, como se dice, siempre aventurado. Toda conclusión — esta
es nuestra conclusión en el punto donde nos hallamos — es una aventura. Y la menor no
es esta conclusión de la cura que puede formularse: Entonces yo soy analizado.
¿Qué torna legítima a esta conclusión que, tal como ella se propone en esta fórmula,
es la del sujeto que hace la experiencia del análisis? ¿Qué quiere decir aquí legítima?
¿Qué significa que ella sea expuesta con justa razón, que sea considerada como
probatoria? Significa que esta conclusión sea al menos defendible, argumentable como
se defiende una tesis. Entonces yo soy analizado es una tesis sobre uno mismo. Y para
dar lugar, espacio, ocasión a la defensa de esta tesis, Lacan propuso un procedimiento
implícitamente contradictorio a cuyo término la conclusión subjetiva del análisis es
eventualmente validada por una comunidad, al menos por sus representantes — a los
que se da crédito por creerlos calificados para hacerlo. Esta conclusión deviene entonces
de algún modo objetivada.

Conclusiones novelescas y conclusiones lógicas

Hay un desajuste entre la conclusión subjetiva de un análisis y esta conclusión


objetivada. El hecho de validar esta conclusión puede precisamente tener muchos
efectos sobre quien la presentó. Por ejemplo, esta validación por parte de los otros
puede muy bien tener por efecto hacer dudar al sujeto, ante sí mismo, de la validez de
esta conclusión. Y puede suceder que el primer movimiento del sujeto que formuló
Entonces yo soy analizado y se vio comprendido, creído, sea regresar de inmediato al
análisis. Ocurre. No es forzosamente lo peor. Al contrario, puede ser tomado como
muestra de honestidad. Por ejemplo, puede basarse en un: ¿Quién soy, si llego a
engañarlos? ¡Al menos, que yo no me engañe a mí mismo! Puede ocurrir por el
movimiento de ir a validar subjetivamente la validación objetivada. En efecto, decirlo
solito o incluso decirlo con el propio analista — ¿por qué no? — no es lo mismo que
asumirlo con los otros. Este enunciado está entonces abierto a algunas vacilaciones cuya
validación por parte de los otros puede no constituir más que un momento. Nótese hasta
qué punto debe escrutarse esta conclusión. Y el hecho de que ella tenga lugar no
dispensa, sino que, al contrario, obliga a interrogarse sobre lo que llamamos una
conclusión. ¿En qué condiciones podemos extraer una conclusión?
Hay conclusiones de muchos tipos. Están las conclusiones novelescas, a las que más
bien llamaría epílogos. Es el momento en que uno se encamina hacia la desaparición del
relato, cuando cesan de hablarles de esos personajes que durante cierto tiempo trataban
de movilizar el interés de ustedes, cuando terminan su dibujo los hilos que fueron
tendidos, entrecruzados, recortados, cuando el tapiz parece hecho, cuando un sentido
tomó forma, concluido — llegado el caso — por una moraleja. Por ejemplo, cierta
novela de Balzac, de la que sin duda hoy diré algo, concluye como una fábula mediante
la siguiente moraleja:
Sobrina mía, otrora hacíamos el amor, hoy vosotras amáis, dice el tío. Sois el

55
colmo de lo bueno y de lo bello que hay en la humanidad; pues nunca sois
culpables de vuestras faltas, ellas siempre provienen de nosotros [los hombres].
He aquí, por ejemplo, la conclusión de una novela. Sobre todo en el arte de la novela
encontramos estas caídas en las que algunas frases condensan la lección a extraer de lo
que fue desarrollado.
Hay conclusiones en sentido lógico. ¿Bajo qué condiciones podemos extraer una
conclusión si adoptamos la perspectiva lógica sobre la conclusión? En ese caso la
condición no es que un sentido haya tomado forma o incluso enunciado explícito. La
respuesta es más áspera: A condición de que las premisas, los antecedentes, los
encadenamientos que preceden nos autoricen a extraer la conclusión. Y estos
antecedentes nos autorizan a hacerlo a condición de que entre ellos y la conclusión haya
una relación de consecuencia lógica.
Pero eso no hace más que desviar la cuestión hacia cuál es la naturaleza de la
consecuencia lógica. ¿La consecuencia lógica es evidente por sí misma? ¿Hay un
esplendor de la consecuencia lógica? ¿Es objetiva y está fundada en hechos que serían
hechos de significación? ¿Habrá acaso una suerte de “certeza sensible e inmediata” de
la consecuencia lógica? — para emplear el vocabulario de Hegel.
Si pasamos por Wittgenstein fue porque él tuvo la audacia de plantear que la relación
de consecuencia no es objetiva, que no se funda en la naturaleza de la significación, sino
sobre reglas que, en esta dimensión de lo escrito que es su objeto — la lógica
matemática se apoya en lo escrito —, estipulan cómo hay que utilizar los símbolos. Esto
llega muy lejos en el sentido de mostrar que las reglas fundan la consecuencia y por
ende incluso la posibilidad de la conclusión — reglas de uso de los símbolos, reglas que
forman una gramática que indica qué encadenamientos simbólicos están bien formados,
así como la gramática de la lengua indica qué se dice y qué no. Ninguno de los términos
que utilizamos para calificar a estos encadenamientos — el y, el o, el entonces, etc. —
tiene significación lógica sin las reglas para su uso. En esta perspectiva absolutamente
radical, distinta de la de Frege, ninguna significación lógica preexiste a las reglas. Es lo
que se resumió al hablar, a este respecto, de autonomía de la gramática. Y la expresión
parece justificada cuando en la Gramática filosófica de Wittgenstein (X, § 133) se lee:
“La gramática no es responsable ante ninguna realidad. Son las reglas gramaticales las
que determinan el significado (lo constituyen)”.
Puede decirse que esta tesis de la autonomía de la gramática es estructural, incluso
estructuralista, debido a que conlleva el abandono de la referencia a cualquier realidad
preexistente. A partir de esta tesis se concluye la arbitrariedad de toda deducción, la
relatividad de toda deducción y de toda conclusión con respecto a las reglas planteadas.

Conjetura

Y esto vale asimismo, por supuesto, para nuestra conclusión analítica, Entonces yo soy
analizado, relativa también a ciertas reglas. Pero nada asegura que nuestra conclusión
analítica tenga el estatuto de la conclusión de una deducción. Nada prueba que en el
análisis se deduzca y que en función de esta deducción se llegue a lo que llamamos una
conclusión. Más bien podría pensarse que aquello en lo que debemos interesarnos es el
estatuto de la conclusión en el registro de la inducción, ya que la inducción parte de una
realidad, de la realidad de una experiencia. Y es dudoso que puedan formularse reglas
de la inducción comparables a las reglas que se plantean para la deducción. A través de

56
los ejemplos de Hempel, Goodman y Kripke, nos hemos interesado en la arbitrariedad
de la inducción y en lo que puede llamarse el fracaso estructural de la inducción —
precisamente ese fracaso ocurrido al intentar capturar con reglas el proceso de la
inducción. La arbitrariedad es aquí aún más manifiesta porque no hallamos reglas
absolutas que se puedan formular en este registro y porque al intentar formularlas, al
intentar formular qué es lo que la experiencia permite legítimamente concluir, nos
topamos con que la experiencia no permite concluir, para decirlo en forma resumida.
Más exactamente digamos que en el registro de la inducción a partir de hechos
inventariados, a partir de la observación de lo que hay, la conclusión nunca es más que
una conjetura. A este título, desde el comienzo de los años ’50 — y sin duda advertido
del sentido en el que se orientaba la reflexión de Karl Popper sobre la lógica del
descubrimiento científico — Lacan clasificaba al psicoanálisis entre las ciencias
conjeturales, para luego colocar además sobre esto un bemol durante la redacción de sus
Escritos en 1966, cuando suprime varios párrafos de su informe de Roma sobre
“Función y campo de la palabra y del lenguaje…” y los sustituye por otros dos en los
que atempera la oposición entre las ciencias exactas y las ciencias conjeturales. Si bien
no lo desarrolla, esto indica cierta reconsideración del asunto, es decir que este seguía
siendo delicado para él.
Pues bien, ¿qué significa aquí conjetura? — una conjetura que sería toda la
conclusión que podría obtenerse cuando se considera la experiencia. Conjetura significa
que hay un agujero, un eslabón que falta, “un salto en la oscuridad” — para retomar la
expresión de Kripke. Ustedes saben que, como les dije la vez pasada, él llega a
encontrar este “salto en la oscuridad” allí donde nadie había soñado situarlo, donde
creíamos caminar tranquilamente asegurando cada paso, y hete aquí que en su paradoja,
inspirada en Wittgenstein, nos descubre un abismo a franquear en una simple adición.
No validaré la paradoja de Kripke. Apenas indicaré que ataca un punto delicado en el
funcionamiento elemental del símbolo, ya que pone en tela de juicio el funcionamiento
mismo de las reglas. Él cuestiona la conclusión 68 + 57 = 125, una conclusión que es
aquí un simple resultado, el resultado de la aplicación de una regla de cálculo, la más
elemental de las elementales, la simple adición. Ataca la validez de esta conclusión, que
no es sofisticada como Entonces yo soy analizado, sino de bajo nivel; una conclusión
que puede esperarse de una simple calculadora, un simple Entonces eso da 125. Ataca
allí la noción de regla, de regla de cálculo — de la cual podemos decir que es el más
simple de los procesos deductivos —, y lo hace precisamente mediante la inducción.
Esto resumiría su operación tan perturbadora: consiste en atacar la noción de regla y su
funcionamiento a partir de la inducción, como si lo que pudiera fundar la regla fuese la
consideración de la aplicación de la regla. Al comienzo de su texto nos aporta ese
personaje irónico al que llama “el escéptico raro” — es impactante ver que solo lo hace
para sustentar una investigación lógica, para distribuir ese picapica que hizo rascarse a
todos los filósofos de la lógica durante una década —, que dice al sujeto: No sabes lo
que haces cuando sumas, no sabes lo que quieres decir cuando dices más. Y mediante
un movimiento irresistible eso se amplía hasta: Uno no sabe lo que piensa cuando dice.
Lo que él intenta demostrar mediante estas argucias sensacionales es precisamente
que hay allí una opacidad que en verdad impide saber lo que uno quiere decir. Y de
nada sirve apelar al algoritmo, a la regla que dice lo que hay que hacer, ya que nunca
puedo estar seguro de comprender esta regla. Su demostración es simplemente que a
partir de las aplicaciones de la regla — que siempre son en número finito —, a partir de
ejemplos, de casos, jamás tengo derecho a concluir según la regla. O sea que si yo no

57
supiera a qué regla cree obedecer un sujeto, jamás podría decir con total certeza cuál es
esa regla.
Ahora bien, una vez que nos hemos formado en estas dificultades de la inducción,
ello no es tan problemático. ¿De dónde proviene el efecto paradójico que Kripke
subraya? De hecho, es un juego sobre lo exterior y lo interior. Desde el exterior, al
observar lo que alguien hace, no puedo determinar con certeza a qué regla obedece. Si
escribe 2, 4, 6, 8, me digo: Sin duda, le basta seguir la serie de los números naturales y
luego simplemente tomar los números pares. Pero eso nunca es más que una conjetura.
Él puede obedecer a una regla mucho más sofisticada. Por ejemplo, al cabo de las cuatro
cifras así presentadas puede pasar a tomar los cuatro números impares siguientes y
luego volver a los pares. Esa regla sería igualmente congruente con los datos que
tenemos al comienzo: 2, 4, 6, 8, luego 9, 11, 13, 15, luego continuaríamos con los pares,
16, 18, 20, 22, y luego… Dicho de otro modo, a partir del primer segmento de cuatro
cifras, concluir que conocemos la regla es en efecto “un salto en la oscuridad”. Entonces
siempre sigue siendo posible la sorpresa, incluso si proseguimos y pensamos que la
sorpresa es cada vez menos probable cuando llegamos a 2.000.002. Pero hete aquí que
caemos en 2.000.003 y que durante los próximos dos millones tomaremos nuevamente
los impares, por ejemplo. Siempre es pues posible la sorpresa, aun si creemos que el
tiempo que pasa nos la evita. El factor que allí opera es en verdad la finitud, el dato de
que la experiencia que puede hacerse, la observación, siempre es finita. Por eso ella no
autoriza a decir Siempre, la experiencia no autoriza a decir Todos, y la idea de todo es
allí un poco vacilante.
Pues bien, si decimos esto nos encontramos en el registro de esa dificultad con la
inducción que ya Hume había señalado. Lo que al parecer otorga a la paradoja que
presenta Kripke su carácter más perturbador es el hecho de que él no pone en tela de
juicio la observación que hace A de lo que hace B, sino que él considera a A y B como
un solo sujeto. El escéptico raro se dirige a A y a B al mismo tiempo, como a uno solo,
y le dice: Observándote a ti mismo, no puedes saber lo que haces. Allí se inscribe
verdaderamente la perturbación. El fundamento del escepticismo que él nos expone es
la división del sujeto, ese sujeto que no puede estar seguro de la regla que él mismo
aplica.
Podría decirse que aquí Freud toma el relevo, y que él también, como Kripke, aporta
su personaje, el psicoanalista, que al igual que el escéptico también dice cosas
estrafalarias como: Tú no puedes saber lo que haces, no puedes saber lo que dices, y he
aquí lo que harás; dirás sin preocuparte por lo que quieres decir, sin obedecer otra
regla que la de decir sin regla. Se observa entonces que este decir sin regla — que de
algún modo regla la cuestión — tiene efectos. Decir sin regla significa que no se puede
decir mal. Se conviene que nadie vendrá a decir: ¡No, eso no se dice, no pueden decirse
cosas como esas! Sin duda ello supone que uno siga respetando la gramática, al menos a
grandes rasgos, aunque incluso allí se permiten infracciones.
Por cierto, se podría presentar esta regla como absolutamente paradójica, como la
paradoja de Freud, pero hay una regla, que consiste en decir y no hacer, en no hacer otra
cosa que decir. (Cuando uno se pone a hacer, los analistas hablan de acting-out.) El
decir mismo se deja sin regla. Y si en esto seguimos a Wittgenstein, el hecho de que el
uso de las palabras se deje sin regla significa que no se sabe lo que ellas quieren decir.
Puede decirse que el primer efecto del decir sin regla es que el querer decir queda como
instancia, y es precisamente eso lo que entraña el sujeto supuesto saber. En este sentido
el sujeto supuesto saber es la regla tal como ella es conjeturada incesantemente a

58
medida que se desarrolla la experiencia del decir, ya que no puede dejar de suponerse
que el decir sin regla obedece a una regla no conocida que se conjetura sin cesar.

La regla fantasmática

Lo que yo proponía era plantear la cuestión de saber en qué puede concluir el decir sin
regla, cuando toda conclusión, en el sentido lógico, se funda sobre reglas. Pues bien,
solo puede concluirse, si ello es posible, a condición de que se descubra esta regla no
conocida del decir. El descubrimiento mismo de la regla sería la conclusión.
En primera aproximación, para un sujeto que se entrega a la experiencia del decir sin
regla, la regla del decir es lo que se llama fantasma. Por eso en el psicoanálisis puede
hablarse de construcción del fantasma. Freud decía que las “construcciones en análisis”
eran algo que incumbe al psicoanalista, en la medida en que, a partir de la experiencia
que tiene de los dichos de su paciente, hace conjeturas. Pues bien, ¿de qué está hecha la
construcción del fantasma, si no de conjeturas realizadas en el curso del análisis sobre la
regla del decir, conjeturas que son incesantemente desmentidas, perfeccionadas, hasta
que suponemos que esta regla permanece estable? (Se supone que esta regla conjeturada
permanece estable a partir de cierto momento.)
En este sentido puede evocarse otro término que se enlaza a fantasma, el de
atravesamiento. El atravesamiento del fantasma traduciría el hecho de que se descubre
la arbitrariedad de la regla del decir, a saber, que esta regla habría podido ser otra. Es
como si, de lo “sin regla” del decir, se pasara a su necesidad, o sea que se descubriera
que este decir está sometido a una regla y, más tarde, que esta regla es contingente. Por
otra parte Freud solía relacionarla con un mal encuentro que el sujeto habría tenido —
lo que no quita que ese fantasma tenga una causa.
Tomar, en primera aproximación, el fantasma como una regla — en el sentido mismo
en el que el funcionamiento de la regla es diversamente cuestionado por las paradojas de
la inducción, tanto por Wittgenstein como por Kripke — permite comprender por qué
Lacan privilegió el abordaje lógico del fantasma. En Freud el paradigma del fantasma es
la frase. Lacan hace de ella una proposición en sentido lógico, ya que ocasionalmente le
asigna la función de axioma: una proposición que no es cuestionada, sino que
condiciona la deducción. Si se toma el fantasma en este sentido, el decir sin regla revela
estar estrictamente reglado a partir del fantasma.
Es este abordaje lógico del fantasma lo que intentamos extender a la teoría del fin de
la cura llamándola conclusión. El sujeto que legítimamente puede decir Entonces yo soy
analizado es en este sentido aquel que podría formular su regla fantasmática, saber la
causa de esta, y también saber que esta regla habría podido ser otra — y que en todo
caso cada cual tiene la suya. En un sentido exactamente hegeliano que veremos un poco
más adelante, es el sujeto que de veras habría renunciado a la ley del corazón. Quien
podría decir legítimamente Entonces yo soy analizado sería aquel que ha cesado de estar
loco. Esta regla, que le es singular, es la que daría cuenta de lo que las palabras quieren
decir para él.
Es allí donde sin duda hay que situar este fantasma, esta regla fantasmática, en
relación con lo real. A este respecto hay en Lacan al menos tres formulaciones que
consuenan pero que están desfasadas entre sí. Primero, que el fantasma es un real para
el sujeto, no solo porque “vuelve siempre al mismo lugar”, sino porque no lo abandona
y condiciona todo el flujo de las significaciones. En segundo lugar, que el fantasma

59
ocupa el lugar de lo real, en el sentido de que lo real del fantasma vela lo real como tal,
lo oculta en cierto modo mediante una frase inicial, inaugural, a partir de la cual todo
significa para el sujeto, y también a partir de la cual el sujeto goza — lo que pone en el
tapete la conexión entre la significación y el goce. Y en tercer término, que es en el
fantasma donde se constituye para cada uno su “ventana a lo real”.

Madame Firmiani

Por cierto habrá que ordenar con exactitud estas tres fórmulas extraídas de Lacan, pero
me permitiré un pequeño excursus acerca de estas “ventanas a lo real” de cada uno
aportándoles una pequeña multitud de personas que dicen y que, precisamente al decir,
no hacen más que testimoniar en qué sentido hablan de sí mismos, en qué sentido
revelan ni más ni menos que la pequeña ventana desde la cual creen observar el objeto.
Traigo esta referencia porque contrasta bien con la Adèle de Courteline. Gira en torno a
una mujer de la que en verdad nada se sabe con seguridad, y de la que se habla
fundamentalmente para difamarla. Es el paradigma de la mujer difamada, más aún
porque ella es tan santa, tan alma bella como mentirosa es Adèle. Pero no debo dejarlos
solamente con el personaje de esta Adèle, que niega el hecho y puede apoyarse en el
amor para prohibir que su amante, a partir del hecho más probatorio, concluya lo que
fuere. ¡Secreto de familia! Pues bien, lo divertido en esta novela de Balzac a la que
aludía es que hay en efecto un secreto de familia, y cuando nos lo explican descubrimos
que la mujer en cuestión es verdaderamente santa. Si se quiere, es una novela que gira,
que rueda sobre la cuestión de la verdad, y por eso, aunque parece absolutamente
inverosímil, Balzac insiste al comienzo en decir que es una historia verdadera y que por
eso uno puede creerla.
Esta novela se llama Madame Firmiani y gira en torno a la pregunta formulada en el
texto, que puedo retomar para planteársela a ustedes: ¿Conoce usted a madame
Firmiani? (Lo cómico es que hay un libro sobre Lacan que se llama así, ¿Conoce usted
a Lacan?, y como alguien me lo hizo notar, madame Firmiani es Lacan.) Nadie la
conoce verdaderamente, todo el mundo tiene su opinión sobre ella. Así nos la presentan
— eso ocupa apenas un tercio, el más precioso, de esta novela — a través del discurso
común, como alguien de quien se habla. Pero este discurso común no es en verdad una
vox populi, en primer lugar porque eso sucede en la mejor sociedad parisina, o bien es
una vox populi formada por dichos diferentes, dichos que se caracterizan no tanto por
ser contradictorios entre sí — si uno los pone en serie, termina haciéndose una leve
opinión al respecto —, sino que se constata que ellos significan mucho más al propio
locutor que lo que se refieren al objeto. Esto ilustra que todo depende del color del
cristal con que se mira, como se dice. Y en esta novela, que les recomiendo, madame
Firmiani es, si se quiere, lo real. Al menos ocupa el lugar de lo real al cual cada uno
abre su ventanita. Eso es lo que hace la introducción a la obra, presentada por Balzac
como una suerte de antropología parisina donde cada uno entra en escena por turno
como representante de una especie, es decir, animado por su propia pasión.
He aquí, por ejemplo, cómo se expresa el señor Positivo cuando se le pregunta
¿Conoce usted a madame Firmiani?, cosa que ustedes pueden hacer ya que no la
conocen aparentemente:
si hubieseis preguntado a un sujeto perteneciente al género de los Positivos: —
¿Conocéis a madame Firmiani?, este hombre os hubiese traducido a madame

60
Firmiani mediante el siguiente inventario: —Un gran palacete situado en la rue du
Bac, salones bien amoblados, bellos cuadros, unas buenas cien mil libras de renta,
y un marido, antaño recaudador general en el departamento de Montenotte.
[El género Paseante:] —¿Madame Firmiani?, dice, sí, sí, la conozco bien, yo voy
a sus veladas. Ella recibe los miércoles; es una casa muy honorable. Madame
Firmiani ya se metamorfosea en una casa.
—¿Pues qué pretendes ir a hacer en lo de madame Firmiani, si uno se aburre
allí tanto como en la corte? […]
Habéis interrogado a uno de vuestros amigos clasificados entre los Personales,
quienes quisieran tener el universo bajo llave y no dejar hacer nada en él sin su
permiso.
—¡Ah! Madame Firmiani, mi querido, es una de esas mujeres adorables que
sirven de excusa a la naturaleza por todas las feas que creó por error; ¡es
encantadora! […] ¿Quieres que te la presente?
Este joven es del género Estudiante, conocido por su gran desfachatez entre
hombres y su gran timidez a puerta cerrada.
—[¿Madame Firmiani?] En su casa hay una galería de cuadros magníficos, ¡ve
a verla!, os responde otro. ¡No hay nada más bello!
Os habéis dirigido al género Amateur [aficionado al arte].
UNA MUJER. —¿Madame Firmiani? No quiero que vayas a su casa.
Esta frase es la más rica de las traducciones. ¡Madame Firmiani, mujer
peligrosa, una sirena!
UN AGREGADO DE EMBAJADA. —¡Madame Firmiani! ¿No es de Anvers? Vi a
esta mujer muy bella hace diez años. Entonces ella estaba en Roma. Los sujetos
pertenecientes a la clase de los Agregados tienen la manía de decir palabras à la
Talleyrand, […] no se ocupan más que de España, de Viena, de Italia o de
Petersburgo.
—¿Madame Firmiani, señor? No la conozco. Este hombre pertenece al género
de los Duques. No reconoce más que a las mujeres presentadas [en la corte].
—¿Madame Firmiani? ¿No es una antigua actriz de los Italianos9? Hombre del
género Bobo.
La conclusión de esta enumeración, que sin embargo no leeré toda, es una doctrina
de la verdad que bien puede trasladarse a lo que se divulga en los “¿Conoce usted a?”.
¡Espantoso pensamiento! Todos somos como planchas litográficas de las que se
hace una infinidad de copias mediante la murmuración. Estas pruebas se parecen
al modelo o difieren de él por matices tan imperceptibles que la reputación
depende, salvo las calumnias de nuestros amigos y las palabras ingeniosas de un
periódico, del balance que cada uno hace entre lo Verdadero que va rengueando y
la Mentira a la que el espíritu parisino da alas.
He aquí esta inaprensible madame Firmiani presentada mediante ese concierto en
torno a ella, donde cada uno la ve desde su ventana. Cada cual habla de ella según su

9
Nombre usualmente dado al Théâtre-Italien de Paris en tiempos de Balzac. [N. del T.]

61
fantasma o el fantasma de su clase, de su “especie”, como dice Balzac. Y así cada uno
de los que hablan es captado como una posición de enunciación, cada cual tiene su
frase. Y madame Firmiani es siempre otra cosa. Pues bien, les cuento que el buen tío
provinciano reúne cierto número de hechos que parecen indicarle que su amado sobrino
— en una primera versión de Madame Firmiani, era su hijo clandestino — está
arruinado, se precipita a París, y oye decir que fue arruinado por madame Firmiani.
Entonces va a verla.
Cuervo, ¿eres negro? En la experiencia — en el sentido del señor Hempel o del
señor Goodman — no siempre se tiene la posibilidad de ir a interrogar al cuervo o a la
esmeralda para que digan su verdad. Pero madame Firmiani habla. Solo que no acepta
hablar con este tío que, una vez evacuado el salón, se queda un tiempo algo excesivo y
le dice: Escuche, soy el tío del señor Fulano, y me inquieta la miseria en la que vive,
mientras que usted… Ella escucha y le dice, gentilmente y con muchas frases, ¡Váyase!,
por supuesto.
Uno se queda entonces con la idea de esta Madame Firmiani comedora de hombres,
hasta que al fin el tío va a lo de su sobrino y termina por tirarle de la lengua, cuando se
comprueba que madame Firmiani no es una Adèle en absoluto. Él se casó con madame
Firmiani en Escocia, y si ahora está en la miseria es porque ella, al casarse con él y
enterarse de las malversaciones del padre del sobrino, le exige que rembolse la deuda
paterna, ¡tan santa es!, y porque ella misma no puede disponer de su fortuna para
sacarlo del apuro, por no haberse comprobado el deceso de su marido, monsieur
Firmiani, que solo ocurre tras bambalinas — secreto de familia. Encontramos en Balzac
el secreto de familia del que hablaba Courteline. Y — bien está lo que bien acaba —
apenas él termina de contar esta historia extravagante, llega madame Firmiani. ¡Qué
maravilla! El deceso de su marido fue constatado, ella tiene su fortuna, y la pone a
disposición del marido-sobrino en la miseria. En ese momento el tío extrae de sí esta
fórmula según la cual las mujeres nunca son culpables, siempre los hombres lo son.
Finalmente pues, eso es un poco del género Bobo. Habría sido preferible, no sé, que
el sobrino y madame Firmiani desaparecieran en la tempestad y que quedáramos
siempre en la duda acerca de quién era finalmente madame Firmiani. Eso quedará más
bien para el siglo XX. Será Balzac reescrito por Kafka, por ejemplo, o por Borges.
En todo caso, mediante esta referencia compenso lo que podía haber de descortés en
no dejarles más que la imagen de Adèle. Ahora ustedes tienen, junto a la Adèle de
Courteline, la madame Firmiani de Balzac, que nos ilustra bastante bien, en la bobada
final, lo que un poco más adelante hallaremos en Hegel acerca del concierto de las
almas bellas.

El ahora y el aquí

Pronuncio el nombre de Hegel porque en nuestro camino de este año hice una parada,
una parada obligada, en el Lacan hegeliano. Y con justa razón, pienso, en la medida en
que la teoría del curso del análisis, que Lacan propuso antes de logificar dicho curso, es
una teoría hegeliana de cabo a rabo. Yo debería preguntarles: ¿Conoce usted la
dialéctica? Para conocerla quizá también deba tomar un ejemplo, y el más simple que
encuentro es el comienzo mismo de la Fenomenología del espíritu, el momento en el
que comienza la historia, justo después de la Introducción. Traje aquí mi vieja
traducción — hay otras dos posteriores —, y me limitaré a esta panorámica para situar

62
el funcionamiento dialéctico.
Este funcionamiento es una secuencia en la que se nota la inversión de una verdad
casi por sí misma — a veces hace falta un empujoncito —, por su propio desarrollo.
Para fijar ideas puedo contentarme con este primerísimo comienzo elemental, en el que
Hegel se contenta con poner en escena una conciencia en su estado más primitivo, ni
siquiera “conciencia de sí” aún, sino conciencia de lo que hay, “conciencia de un esto”,
como él dice; conciencia, digamos entonces, de lo singular. No hay mucho que decir de
ese esto; no es un esto complejo como madame Firmiani, de quien cada cual tiene su
opinión, su perspectiva o su ventanita. Esta es la primerísima ventanita sobre lo real, el
pequeño tragaluz. Y entonces, para que ustedes capten mejor qué es ese esto, Hegel
plantea la pregunta: ¿qué es el esto?, que toma como punto de partida — estamos en las
páginas 64-65 de la Fenomenología del espíritu 10 —, y responde: “Si lo tomamos bajo
la doble figura de su ser como el ahora y el aquí…”. Entonces, él sólo se ocupa de
ahora y de aquí, es decir, las coordenadas mínimas de una conciencia que no quiere
saber nada más que su propio presente y su propio lugar.
Hegel trata, uno tras otro, el ahora y el aquí. “A la pregunta de ¿qué es el ahora?
contestamos, pues, por ejemplo: el ahora es la noche”. Admitamos que lo sea. ¡De
todos modos en esta sala lo es siempre! “Para examinar la verdad de esta certeza
sensible…”. Lo que él llama certeza sensible en grado cero es la que fija el momento
presente y califica lo que hay, “un ejemplo”. Entonces, se supone que esto es verdadero;
es de día, es de noche, son verdades. Pero si queremos probar la verdad, verificar que
esta verdad resiste suficientemente, el empujoncito es nítido:
Para examinar la verdad de esta certeza sensible bastará un simple intento.
Escribiremos esta verdad; una verdad nada pierde con ser puesta por escrito; como
no pierde nada tampoco con ser conservada. Pero si ahora, este mediodía,
revisamos esta verdad escrita, no tendremos más remedio que decir que dicha
verdad ha quedado ya vacía.
He aquí el principio. Si quieren un pequeño compendio de dialéctica, lo tienen en este
ejemplo. He aquí un enunciado verdadero, luego esta compleja operación — la
escritura, la conservación del enunciado —, y hete aquí que simplemente por haber
pasado el tiempo — estábamos en la medianoche, supongamos que nos encontrábaamos
en la medianoche del Igitur de Mallarmé, y henos aquí nuevamente en el gran Mediodía
de Nietzsche — la verdad consignada se transformó en algo distinto de una verdad, se
fue.
Otro ejemplo sobre el aquí:
El aquí es, por ejemplo, el árbol. Pero si doy la vuelta, esta verdad desaparece y
se trueca en lo contrario: el aquí no es un árbol, sino que es una casa. El aquí
mismo no desaparece, sino que es permanentemente en la desaparición de la casa,
del árbol, etc.
Si continuamos, el concepto de aquí permanece pero el esto ya no es simple; de ahora
en más es una universalidad. O sea, diré: aquí el árbol, aquí la casa, aquí la colina. Este
aquí ya no se confunde con el objeto singular que tenía ante mí, el aquí es ahora una
categoría universal, o en todo caso general, que puedo colmar mediante diferentes
objetos, del mismo modo que el ahora: una vez que vi que ahora es la noche y, un poco

10
Cf. G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu, Buenos Aires, FCE, 1992. [N. del T.]

63
más tarde, ahora es el día, el ahora ya no es inmediato, está mediado por la
comparación, termino por notar que el ahora no se confunde con la noche ni con el día,
sino que es una categoría:
este ahora que se mantiene no es algo inmediato, sino algo mediado, pues es
determinado como algo que permanece y se mantiene por el hecho de que un otro,
a saber, el día y la noche, no es. […] del mismo modo que la noche y el día no son
su ser, tampoco él es día ni noche; no le afecta para nada este su ser otro.
La conclusión de Hegel es: “lo universal es, pues, lo verdadero de la certeza sensible”.
Todo este pequeño razonamiento tiene lugar a lo largo de dos paginitas que son la
raíz misma de la dialéctica: cómo se pasa de esta absorción en lo inmediato a lo
universal, y sin duda eso supone el lenguaje, como ya lo manifestaba esta introducción
de la escritura. En otros términos, pues,
no nos expresamos sencillamente tal como lo suponemos en esta certeza sensible.
Pero, como advertimos, el lenguaje es lo más verdadero; nosotros mismos
refutamos inmediatamente en él nuestra suposición.
Este universal, que mediante este truco de prestidigitación él hace surgir de la certeza
sensible, tiene por apoyo el lenguaje. Si les preguntan: ¿Conoce usted la dialéctica?,
basta pensar en la dialéctica del ahora y del aquí para tener al menos una idea del pasaje
de la certeza inmediata a la mediación.
Como dije, la teoría del curso del análisis — por ejemplo, en el informe de Roma, de
Lacan — es dialéctica de cabo a rabo. Y si en la novela de Balzac cada quien habla de
madame Firmiani según su pasión propia, la Fenomenología del espíritu sería la
fenomenología de madame Firmiani si ella misma dijese, una tras otra, todas las cosas
que se le imputan. Es decir que si se realizara sobre madame Firmiani la operación que
constituye el escéptico de Kripke — es decir, la de confundir en un solo sujeto el sujeto
que observa desde el exterior y aquel que está en juego — obtendríamos la dialéctica de
madame Firmiani. Eso supondría que ella deba identificarse al discurso del Otro, como
si un escéptico raro viniese a decirle: ¿Crees saber lo que eres?
Lacan ubica la dialéctica en el corazón de la experiencia analítica porque en ese
corazón ubica el yo. Mientras allí ubique el yo, considerará la experiencia analítica
como una dialéctica, porque en el corazón del yo ubica el desconocimiento — a saber,
que mediante el yo el sujeto se piensa, se ve, se cree distinto de lo que es.

La ley del corazón

Reencontraremos esta tesis dialéctica incluso mucho tiempo después de su informe de


Roma; por ejemplo, en su “Observación sobre el informe de Daniel Lagache…”, cuando
introduce un personaje curioso, un Ulises algo diferente del Ulises homérico, el Ulises
que cegaría a Polifemo, no reventándole el ojo, sino dándole un ojo. Y lo que Lacan
llama yo es explícitamente el ojo que ciega al inconsciente. Para decirlo aún de otro
modo, es una potencia de desconocimiento.
Tenemos la marca de esta concepción, que por unos quince años dominará la
reflexión de Lacan sobre el psicoanálisis, ya desde ese texto que formuló en la
posguerra, “Acerca de la causalidad psíquica”. Es un texto que parece abocarse a la
psicosis, en el que Lacan se dedica a hacer críticas precisas de las tesis órgano-

64
dinamistas de Henry Ey; se sitúa en la línea de Clérambault, de quien dice que fue su
único maestro en la observación de los enfermos — no en la teoría, sino en la
observación de los enfermos — y a este propósito retoma su propia tesis sobre la
psicosis paranoica, algunos de cuyos resultados resume. Pero solo en apariencia es un
texto sobre la psicosis. De hecho, la categoría que Lacan aporta a la Liberación de
posguerra es el término locura, que debe distinguirse del término psicosis, al punto que
retoma su tesis sobre la psicosis paranoica para hacer de ella lo que llama una
fenomenología de la locura. Y aquí el término fenomenología proviene muy
explícitamente de Hegel, como también el término locura. De hecho, se trata de la
locura y no de la psicosis, es decir que la psicosis aparece como una subclase, incluso
un subproducto de la locura — de una locura mucho más fundamental, coextensiva de
la humanidad. Por eso la palabra clave del texto es desconocimiento, un
desconocimiento del cual él quiere hacer depender la estructura general y del que puede
decirse que es válido para todo yo. Lo que en este texto Lacan llama el fenómeno de la
locura no es la psicosis, sino el desconocimiento intrínseco a todo conocimiento de sí, a
tal punto que él puede decir, por ejemplo, que “el fenómeno de la locura no es separable
del problema de la significación […], es decir, del lenguaje en el hombre”. Y no es una
mera fórmula, sino la sustancia misma de su reflexión, el “indicar la figura hegeliana de
la ley del corazón” para fijar esta estructura general del desconocimiento, válida para
todo yo.
Puede decirse que no fue a buscar en la Fenomenología del espíritu solamente la
relación entre el amo y el esclavo, sino precisamente la figura de la llamada “ley del
corazón”, para encontrar allí la fórmula general de la locura, en la medida en que la
locura expresa una suerte de traducción clínica “inmediata” de esta figura hegeliana.
Quizá vale la pena remitirse a esta figura, que encontrarán en el capítulo titulado
“Certeza y verdad de la razón”. No es fácil aislar una figura en el curso de la
Fenomenología del espíritu, pero al menos lo intentaré. Tal vez la breve gimnasia que
hicieron conmigo acerca del ahora y el aquí, por dudosa que pueda parecerles, les
permita en el mejor de los casos captar este resumen.
Allí no nos encontramos ya en el estado donde esta conciencia tiene que habérselas
con un esto tan dudoso y transitorio como el aquí y el ahora, sino en la conciencia de sí,
más allá de esta relación de verdad y de mentira con la cosa dicha en el momento
presente y en tal lugar. Hemos alcanzado la conciencia de sí, que hace tonterías, muy
orgullosa de haber devenido conciencia de sí. Primero pasa por el yo = yo cuyo eco
además podría ser lo que falta en la novela de Balzac: madame Firmiani es madame
Firmiani — una tontería, como lo demuestra Hegel. Entonces, la conciencia de sí,
orgullosa como Artabán, en la ley del corazón se identifica a lo universal, se imagina
que es inmediatamente lo universal — Hegel formula esta conciencia de sí identificada
a lo universal —, lo que significa que ella se interroga, interroga su ser para sí y
descubre la ley de lo que es justo y de lo que es injusto, la ley de lo que está bien y de lo
que no está bien. Y del mismo modo en que podía decir Ahora es la noche, dice Esto es
justo, esto no es justo, para todos. A eso llama Hegel “la ley del corazón”; se trata de un
corazón que tiene en sí una ley que, independientemente del resto, formula el bien y lo
verdadero. Pues bien, si se toma el desarrollo del concepto, es una ley que permanece
para sí. El problema es sencillamente que el resto existe; existe aquello que Hegel llama
realidad efectiva, la Wirklichkeit, y hay un hueso: la realidad efectiva no obedece a la
ley del corazón — salvo cuando es el corazón de madame Firmiani, ya que su marido
evidentemente sigue de inmediato la ley del corazón de ella. (Eso es muy importante

65
porque es notorio que ella tiene para con él exigencias morales absolutamente
exorbitantes, que lo reducen a la mayor miseria vital. Pues él sigue bien la ley del
corazón de madame Firmiani, pero el resto del mundo no. Por lo demás, el resto del
mundo pasa su tiempo despellejando el corazón de madame Firmiani.) Pues bien, la ley
del corazón debe constatar que el mundo no le obedece y que la humanidad pena, sufre
por una necesidad extraña a sus exigencias. Entonces, en la etapa de la ley del corazón
la conciencia de sí quiere librar a la humanidad de esta necesidad extraña. Como dice
Hegel, la conciencia individual quiere suprimir esta necesidad, que contradice a la ley
del corazón, y producir el bienestar de la humanidad; ella es la seriedad de un designio
sublime, “que busca su placer en la presentación de su propia esencia excelente” y en la
efectividad de una transformación. Pues bien, allí hay una pequeña dialéctica. La
bondad, el corazón, baja entonces a la realidad efectiva. Hegel dice: La ley del corazón
se realiza, quiere realizarse en el mundo. ¡Menudo problema! Y “lo que hace es
enredarse en el orden real”, dice Hegel.
La conciencia de sí cree que su corazón y todas sus buenas intenciones valdrán
inmediatamente como un universal; que todo el mundo dirá: ¡Ah! ¡Formidable! ¡Es así
como todo el mundo debe ser gobernado! Cree que esta ley del corazón valdrá
inmediatamente como universal, que basta con aportar esta verdad y estas buenas
intenciones, y que eso será inmediatamente reconocido. Cree que con esta
universalización pasará lo mismo que con el ahora y el aquí. Si bien esta ley del
corazón, dice Hegel, es “en verdad algo particular”, es una pretensión de lo universal,
pero cuando ella se expone sigue siendo algo particular. Y los otros ¡puf! no reconocen
en absoluto la ley del corazón como un universal, no consideran que la ley de su propio
corazón se ha cumplido cuando la ley del corazón de otro se encuentra en vías de
realizarse, y dicen: No es más que la ley del corazón de otro. Se oponen a él; la
humanidad se opone a él. Y entonces, ¡inversión! Mientras que antes la conciencia
animada por la ley del corazón encontraba abominable el orden del mundo y quería
librar de él a la humanidad, lo que ahora ella encuentra abominable son los hombres, los
otros hombres; “los corazones mismos de los hombres”, dice Hegel, son abominables y
opuestos a sus buenas intenciones. La conciencia individual se agota entonces al
enunciar “el orden universal como una inversión de la ley del corazón y de su dicha”.
Y lo que llega bajo la pluma de Hegel es el término delirio. Describe allí ciertas tesis
de la Aufklärung, de las Luces; “sacerdotes fanáticos” que alzan a la humanidad contra
la verdad, “orgiásticos déspotas”. (Creía que al hablar de Hegel ayudaría a hacer
comprender a Lacan, pero me doy cuenta de que, por el contrario, al hablar de Lacan
quizá les permita comprender algo de Hegel.) Vale la pena citarlo exactamente, porque
está en Lacan:
sacerdotes fanáticos y orgiásticos déspotas y sus servidores, quienes, humillando y
oprimiendo, tratan de resarcirse de su propia humillación, y como si ellos
hubiesen inventado esta inversión de la ley del corazón, ejercida por la desgracia
sin nombre de la humanidad engañada.
Entonces aquí se produce una inversión de la primera posición de la ley del corazón,
que baja al mundo para realizar sus buenas intenciones; ella se ve, por el contrario,
suscitando la revuelta de los otros corazones. Debo obviarles el tercer momento, en el
que se descubre que el orden universal, lo que reina, lo que hay — aquello a lo que se
inclina Hegel, evidentemente —, es “la ley de todos los corazones”. “Las leyes
subsistentes”, dice,

66
son defendidas contra la ley de un individuo, porque no son una necesidad carente
de conciencia, vacía y muerta, sino universalidad y sustancia espirituales, en la
que viven como individuos y son concientes de ellos mismos [y], aunque se
quejen de este orden como si fuese en contra de la ley interior […], se atienen de
hecho a él como a su esencia, y lo pierden todo cuando este orden se les arrebata o
si ellos mismos se colocan fuera de él.
Nos describe entonces lo que denomina “el orden público”:
este estado de hostilidad universal, en el que cada cual arranca para sí lo que
puede, ejerce la justicia sobre la singularidad de los otros y afianza la suya propia,
la que, a su vez, desaparece por la acción de los demás. Este orden es el curso del
mundo […] cuyo contenido es más bien el juego carente de esencia del
afianzamiento de las singularidades y su disolución.
Lo que apenas pude resumirles brevemente es lo que Lacan da como fórmula general
de lo que denomina “la locura”, es decir, la fórmula general de la posición del yo. Ven
además ustedes que lo que en Hegel se describe como “de uno solo” se revela desde esta
perspectiva como el hecho “de cada uno”. Lo que aquí descubre este desarrollo
dialéctico de la ley del corazón es que el sujeto concurre, participa, alimenta el desorden
mismo contra el cual se subleva. En este sentido puede decirse que hay locura cuando el
sujeto se identifica a lo universal sin mediación.
La paradoja que Lacan señala es que, al mismo tiempo, en esta locura de la ley del
corazón está lo mejor que posee el sujeto, a saber, su ideal de libertad. Y aquí Lacan
puede hacer de la locura “la permanente virtualidad de una grieta abierta” en la esencia
humana, la “compañera” de la libertad. La locura es de algún modo “el límite de la
libertad”, esta libertad de querer otra cosa que lo que es y, en el límite, querer ser otra
cosa que lo que se es.
Esa es la base misma de la concepción del yo en Lacan. Esta ley del corazón es lo
que él desarrolló — no tenemos el texto — bajo el título de “conocimiento paranoico”,
que hace del yo una instancia primordialmente alienada. Esta es su presentación del
desarrollo mental, que fue brindada por el estadio del espejo. He aquí en qué punto
retomaré la próxima vez.

19 de enero de 1994

67
VI

La estructura general del desconocimiento

La vez pasada hice subir a escena a un personaje que es esencial a la clínica de Lacan, el
personaje del loco hegeliano. Hegel lo llama así, “un loco”, y este loco llega casi al final
de esa parte de la Fenomenología del espíritu que se llama “La razón”. Es el personaje
que constituye una irrisión momentánea, transitoria, de la razón. Se inspira en Karl
Moor, de la pieza de Schiller titulada Los bandidos. Es algo muy conocido, al menos
por los especialistas en Hegel. Los especialistas en Lacan saben que este lo sustituyó
para su público francés por otra referencia tomada de Molière, la del Alcestes de El
misántropo. No haré su lectura, que encontrarán en las páginas 163-166 de los Escritos.
Estas páginas son como un afrancesamiento de un episodio de la Fenomenología del
espíritu, que por cierto hace intervenir, si no el amor, al menos el “delirio pasional” que,
sin estar ausente, al menos no se encuentra en el primer plano de la obra del filósofo.
Digo que este personaje del loco hegeliano es esencial a la clínica psicoanalítica en la
medida en que, en la perspectiva de Lacan — que es la nuestra, que hacemos nuestra,
que intentamos hacer nuestra —, el yo es loco. Clínicamente el yo está siempre preñado
de delirio. Y esta posición del yo — que toma más de Hegel que de Freud, que permite
una relectura de Freud, que permite reunir elementos dispersos en Freud y también
imputarle entonces la noción del “yo loco” — está en los orígenes mismos de la
perspectiva clínica de Lacan. Pero a pesar de todas las modificaciones que conocerá su
teoría a lo largo de los años, esa me parece una constante que sigue siendo válida
incluso cuando la función de la palabra y el campo del lenguaje sean concebidos como
los datos fundamentales de la experiencia analítica. Esta teoría del yo no es una vía
muerta que queda rezagada en este desarrollo, sino que hay allí para Lacan una posición
en cierto modo definitiva, adquirida. Ella organiza, determina una concepción del
desarrollo de la cura y de su conclusión cuyas coordenadas de estructura resultan
permanentes. Es lo que quisiera llegar a indicar hoy.

Delirio de identidad

Como lo señalé la vez pasada, al comenzar su reflexión de posguerra Lacan reinscribe


su clínica de la psicosis en lo que denomina “la estructura general del
desconocimiento”. Y esta estructura puede ser llamada general en la medida en que el
desconocimiento es atribuido al yo en calidad de tal. Ustedes hallarán además, en los
Escritos de Lacan, el yo calificado como una “función de desconocimiento”.
¿Cuál sería la primera fórmula de desconocimiento que afecta al yo? Lacan propone
una, pero en definitiva para rechazarla, incluso si no lo parece de entrada. La fórmula
del desconocimiento sería que el yo se cree otro que el que es. Esta fórmula opone su
ser actual, lo que él es, a lo que podríamos llamar su ser de creencia, su ser imaginario,
su imagen virtual; no su imagen actual, que reflejaría su ser, sino su imagen virtual, que
constituye una deformación, incluso un velo de aquella. Esta fórmula muestra una
escisión que ya introduce como tal la referencia imaginaria, la escisión entre el ser y su
imagen, pero al mismo tiempo la redobla con una oposición entre lo actual y lo virtual.

68
No es simplemente que él se ve, que él se considera en su imagen, lo que podría ilustrar
la simple relación con el espejo; más allá, él modifica esta imagen, esta imagen se
modifica bajo la incidencia de una creencia que se presta a sátira.
A lo largo de la historia los moralistas se caracterizaron por ridiculizar en el hombre
esta propensión a creerse lo que no es, por reconducirlo — y, llegado el caso, para
humillarlo — a la miseria de su condición. Y en este aspecto la religión encontró en la
crítica de lo imaginario recursos a veces admirables, por ejemplo si consideramos las
Oraciones de un Bossuet. Pienso en Bossuet porque alguien me dijo que yo tenía
tendencia a predicar. Sin embargo, no hablo aquí con la idea de conducirlos al
arrepentimiento, por cierto, pero eso me genera interrogantes.
La fórmula Se cree otro que el que es resulta insuficiente para decir qué es lo que
está en juego en el desconocimiento. Hace creer en una simplicidad de lo que uno es. La
demostración de Lacan consiste en que Creerse lo que uno es, quizás, no es mejor.
Creerse para sí, valga la expresión, lo que uno es para los otros, no es salir en absoluto
del desconocimiento, sino que puede decirse que por el contrario eso lo constituye como
tal. Y en las mismas páginas hallarán un análisis crítico del creerse considerado en
forma absoluta. El francés,11 en efecto, permite utilizar el verbo creer en la fórmula Él
se cree, que estigmatiza la infatuación. Creerse no es creerse otro, sino más bien creerse
el mismo.
El problema del desconocimiento no es tanto Yo soy otro, sino, más directamente, la
ecuación yo = yo, que en la historia de las ideas se ha remitido al desgraciado Fichte y
que además figura en alguna nota de los Escritos. Habría que inventar aquí un verbo
como mismarse; esta ecuación es la del yo que se misma, y la connotamos con lo que se
ha convenido en llamar narcisismo. De modo tal que el desconocimiento es un delirio
de identidad. Consiste en poner al otro fuera de sí. Y como podemos llegar a llamar
locura al desconocimiento, como allí encontramos al menos el principio de la locura,
digamos que el desconocimiento es una forclusión del otro. Si es una creencia, consiste
en creer en una identidad de sí que no pasaría por el otro.
En la figura hegeliana de la locura, la “ley del corazón”, en el mismo momento en
que se asegura de su identidad consigo misma, se opone necesariamente a un orden del
mundo que ella denuncia como un desorden; por ejemplo, un desorden para la
conveniencia de sus exigencias, un desorden de injusticia, o incluso, en cierto momento
de su desarrollo, un desorden de individualidades competidoras.
Lacan hace un conciso resumen de esta figura en la página 162 de los Escritos, un
resumen que se presta a un esquematismo elemental que entraña una inversión
imaginaria; allí donde hay orden del mundo, donde el ser actual del yo se manifiesta
como cualquier cosa de la realidad efectiva, el yo se desconoce y solamente se reconoce
en el lugar de la ley del corazón, que es — dice, resume, estructura Lacan — como una
imagen virtual e invertida de este orden del mundo, o este desorden del mundo tal como
es denunciado.

11
Al igual que el castellano. [N. del T.]

69
Coloco un punto (●) como referencia para señalar la inversión entre este mundo, en el
que se sitúa el ser actual del sujeto, y esta ley del corazón que es como su imagen
invertida y virtual. Este esquema inscribe algo como lo que Lacan llama la discordancia
fundamental entre el yo y el ser. Entonces de un lado escribimos el ser, y del otro, el yo.
Hay allí un doble desconocimiento, ya que en primer lugar el yo desconoce la posición
verdadera de su ser actual, y en segundo término reconoce este ser actual en la imagen
invertida. A los ojos de Lacan, la posición del yo está aquí encerrada en un círculo.
¿Cuál sería ese círculo? Que el yo solamente puede escapar de la actualidad de su ser
proyectándose en su imagen virtual, y esta virtualidad misma lo remite siempre a la
actualidad del mundo y de su orden/desorden.
En este aspecto es una posición subjetiva sin salida. Puede decirse que es una
posición bloqueada, una posición que en sí misma no es susceptible de desarrollo
dialéctico. Esta salida no puede ser obtenida por el sujeto — o mejor digamos por el yo,
pues él es nuestro actor aquí — más que mediante una violencia ejercida contra el
orden. A decir verdad puede imaginarse que esta posición queda bloqueada. Y esta
noción de una posición bloqueada del yo con respecto al mundo se encuentra en Hegel,
pero no en la figura de “la ley del corazón”, sino en la del “alma bella” — quizá pronto
volvamos un poco a esto —, y aunque haya rasgos comunes entre estas dos figuras, a
veces Lacan las confunde abusivamente y en ciertos momentos parece considerarlas
equivalentes. Por ejemplo, habla del “alma bella” de Alcestes, lo que en función de su
propio análisis no me parece completamente exacto. Pero permanezcamos en la ley del
corazón, que cuando desemboca en el “delirio de presunción” no se satisface con este
círculo. Lo rompe por medio de la violencia.

El goce yoico

El Esquema 1 permite situar el acto en la locura, la virtud en cierto sentido resolutoria


del acto, vinculada al hecho de que, al ejercer esta violencia contra el orden, el yo se
golpea a sí mismo. Y lo que efectivamente se ve en Hegel es que, en efecto, cuando este
yo se lanza a la acción — a diferencia de la posición del alma bella, que se cuida de
hacerlo —, se golpea a sí mismo “por vía de contragolpe social”, como Lacan precisa.
Es decir que se le hace saber que perturba, y lo que se lo hace saber es el curso mismo
del mundo donde su acción se desnaturaliza y se vuelve contra él mismo. De modo tal
que al pobre Karl Moor, por ejemplo, que con su pandilla de bandidos intentó imponer
la ley del corazón, no le queda al final más que entregarse a la policía y a la justicia. Se
hace meter en prisión; agacha la cabeza y se ofrece por sí mismo a los grilletes.
Quizá puedan captar lo que de este personaje cautivó a Lacan si están al tanto de que
es homólogo, en efecto, a lo que él mismo estructuró en el caso princeps de psicosis que
figura en su tesis sobre la personalidad paranoica, en el que la finalidad del acto
criminal de la famosa Aimée es en última instancia hacerse internar. Ella encuentra
finalmente en esta captura la satisfacción que se le escapaba hasta el momento. Dicho
de otro modo, el acto parece aquí animado por un “golpearse en el otro”, “golpearse a sí
mismo en el otro”. Así, el desconocimiento es radicalmente desconocimiento de que el
mundo es la manifestación misma de mi ser actual. Es desconocer que soy en el otro.
Por eso tiene lugar aquí este cuestionamiento de la ecuación yo = yo, que supone que
pudiera ser yo mismo sin el otro.
La diferencia esencial a la que Lacan da un sentido clínico es, por eso, la que hay

70
entre la mediación y la inmediatez. La mediación significa que es a través del otro como
puedo intentar alcanzar lo que soy, mientras que la locura es la inmediatez de la
identidad, es desconocer el proceso mediato que hay en el concepto mismo de
identificación. En su lenguaje de esa época Lacan indica que si se exige de quienes
tienen una función que desempeñen bien su papel, al mismo tiempo se espera que ellos
no se lo crean seriamente. Es decir que la razón, que aquí se opone a la locura — pero
es claro que esta locura está incluida en la razón —, se funda en la interposición del
semblante. El hecho de que mi identidad no pueda establecerse más que a través del otro
significa que no puedo ser inmediatamente lo que soy. En este sentido el ser racional es
sin duda un ser no-incauto.
A eso se debe que Lacan se exprese en términos de papel y de distancia con el papel.
También por eso podría decirse que el análisis es en sí mismo una garantía de salud
mental mínima. Ese es todo el interés que presenta el hecho de que ciertos sujetos que
padecen identificaciones inmediatas se vean tomados por ellas. Porque en el solo hecho
de consentir a un “a través del otro”, en el solo hecho de consentir a una mediación, por
inerte que pueda parecer — y los análisis de psicóticos eventualmente se estancan por
años, para siempre incluso —, en el solo hecho de inscribirse en un dispositivo donde
hay una mediación, en el solo hecho de apelar, de regresar junto a otro, hay ya un
elemento que permite a estos sujetos reinsertarse en el orden común o en el discurso
universal.
Pero debe decirse en forma general que el primer síntoma que el sujeto lleva al
análisis es su yo, su delirio de identidad. Y llegado el caso, pese a las modificaciones
que tendrán lugar en el curso del tratamiento, puede verse continuar como en bucle este
delirio de identidad, con el aspecto paranoide que implica y que no significa empero que
clasifiquemos al sujeto en las filas de los paranoicos verdaderos. Puede incluso
calibrarse el desarrollo de la cura, el desprendimiento, la purificación, la condensación,
la reducción, y (se espera) la caída última de este bucle del delirio de identidad, donde
se inscribe un goce que puede llamarse yoico. Sin duda la entrada en análisis supone una
renuncia previa al goce solitario de la propia unicidad. Y el apego de un sujeto al goce
de su unicidad puede acaso obstaculizar este camino hacia otro. Lacan señala en algún
lado este obstáculo del orgullo, como él lo llama, que es el obstáculo de este goce yoico.
Esta renuncia previa nunca es más que parcial en el curso del análisis, y que, sea cual
fuere el modo en que se la califique, la reencontramos al final como lo que se juega en
la conclusión de la cura. Eso es, por ejemplo, lo que quince años más tarde, en su escrito
“Subversión del sujeto…”, Lacan formulará en términos de que el sujeto no quiere
“sacrificar su diferencia”. Pues bien, este rechazo del sacrificio de la diferencia tiene ya
su raíz en el goce yoico de la unicidad. Y cuando Lacan formula — ya estamos más allá
del vocabulario hegeliano de “Acerca de la causalidad psíquica” — que el yo cubre esa
castración imaginaria que en el neurótico sostiene su yo fuerte, de modo tal que puede
escribirse
yo
−ϕ
(siendo –φ el símbolo de esta castración imaginaria), esto es un modo de decir que el
sujeto, por su yo, se encuentra cercenado del Otro, de la mediación del Otro, y también
cercenado del goce del Otro.
Su estatuto de falta-en-ser o de estar de más es homólogo a esta posición del yo que
se sitúa como en el exterior del orden del mundo donde su ser actual se manifiesta para

71
estigmatizarlo y, llegado el caso, golpearlo, lo que de inmediato retorna sobre él. Allí
puede decirse que clínicamente — para nosotros es mágico ese “clínicamente”, se tiene
la impresión de que con eso se toca lo real — hay una afinidad estructural, constante,
entre el yo y la posición, la vocación incluso, de víctima. Podría pensarse que eso se
debe a la selección de los sujetos que demandan un análisis. Los amos, los
perseguidores, los verdugos, no se ven llevados a pedir análisis. Pero nada permite aquí
decir que el verdugo no sea una víctima — en todo caso así se lo suele ver en las
famosas páginas de las Veladas de San Petersburgo, de Joseph de Maistre, sobre el
pobre verdugo que es, para el autor, la encarnación mayor del orden del mundo. Por él
se hace efectivo el orden del mundo mediante la supresión de cierto número de
individuos. Sin duda podemos suponer que, como yo, el verdugo no lo vive muy bien.
Pero felizmente tiene su familia. Como saben — eso perduró en Francia hasta no hace
mucho —, hay dinastías de verdugos, y una o dos familias se especializaron de tal modo
que eran verdugos de generación en generación por décadas, incluso por siglos. Algún
día debería hablar del verdugo de Joseph de Maistre, pero ahora se trataba de otra cosa,
de la afinidad estructural entre el yo y la vocación de víctima, que se deduce de la
estructura general del desconocimiento.

Autocastigo

Cuando Lacan evoca, siempre en “Subversión del sujeto…”, el “narcisismo supremo de


la Causa perdida” — expresión que ha sido largamente comentada —, y da como
referencia “lo trágico griego” o Claudel y su “cristianismo de la desesperanza”, de
hecho se trata de otras tantas modalidades de la ley del corazón que es estructural al yo.
El narcisismo va a la Causa perdida. El narcisismo del yo = yo implica precisamente el
orden del mundo como Otro, y que este triunfe. Y no simplemente porque el orden del
mundo es más fuerte, sino porque al golpearlo es a mí a quien golpeo. Por eso, si me
identifico a mí, si me identifico a mi yo, estoy destinado a ser ese tipo de víctima. Es
como una ley, es la ley de la ley del corazón: Terminarás como víctima si te la crees
cuando ocupas tal función, tu destino ya está escrito ahí.
Lacan ya alude a este narcisismo que va a la Causa perdida en “Acerca de la
causalidad psíquica”, cuando a propósito de Luis II de Baviera evoca a esas personas
reales que piensan tener el “deber de encarnar una función en el orden del mundo, por lo
cual adquieren bastante bien apariencia de víctimas elegidas”. Pensar que se debe
encarnar una función conduce a esta victimización. Del mismo modo, Alcestes rabia
ante Orontes, busca golpearse a sí mismo — esta es una parte del análisis que Lacan
hace de esta pieza — y sufre “con delicias”, dice, los “contragolpes” — es la misma
palabra que recién — de sus “palabras de furia”. El personaje de Alcestes evidencia
algo que tiene una validez más general, que es del orden de una demostración. Es la
demostración, hecha ante todos, de la unicidad del yo, con el precio que debe pagarse,
indicado por Lacan en este mismo apartado, “así sea en el aislamiento de la víctima”. El
precio de la demostración de la unicidad es el aislamiento de la víctima, y en este
aspecto el yo = yo siempre encuentra su verdugo, pues el yo = yo implica al Otro, al
mundo, la oposición al Otro, y el hecho de que en ese movimiento de golpearlo esté el
“golpearse a sí mismo”. Entonces hay allí una ley, la ley de la victimización inevitable
del yo. Una vez más, esto no es el “alma bella”, ya que el alma bella prefiere la posición
bloqueada. El alma bella no hace nada, se contempla a sí misma. Por eso en su

72
dialéctica Hegel dice — quizá lo cite enseguida — que de algún modo ella se
desvanece, que está tomada en un movimiento de desaparición.
Hay un interés absolutamente singular de Lacan por esta figura del loco hegeliano,
un interés que resulta manifiesto en el modo como estructura el caso Aimée, del cual
hace, creando este término, una “paranoia de autocastigo”. Al golpear a sus
perseguidores Aimée se golpea de hecho a sí misma, y una vez que encuentra una forma
de castigo su delirio se disipa. Una vez internada, está como capturada en el interior del
discurso universal, y su particularidad se ve reconciliada con lo universal.
El interés de Lacan va verosímilmente más allá de su tesis. Puedo decirlo porque
estamos entre nos y porque al menos cierto número de ustedes escucharon hace tiempo
algunas de mis elucubraciones sobre el deseo de Lacan. Algo en la posición de Lacan
dentro del movimiento analítico no deja de recordar lo que podría llamarse un
autocastigo. Además él supo hacer sonar los armónicos vinculados con la posición de la
víctima. Cuando lo vimos llegar a la École Normale en enero de 1964, hace ya treinta
años, traía consigo algo del aura de la víctima, víctima de un orden del mundo
encarnado por la Asociación Psicoanalítica Internacional. Y habría podido decirse que
él se encontraba allí, a la puerta, rechazado, porque no había cedido sobre la ley de su
corazón, en la medida en que su corazón se había puesto del lado de la sesión corta. No
hay duda de que Lacan plantó cara a lo que era el orden del mundo analítico, y que
también sufrió el contragolpe social de su acción, si se piensa que se lo dejó durante una
década en una suerte de periodo de prueba en el que se le demandaba conformarse a la
ley de los otros, y que durante esos diez años, de 1953 a 1963, aun llamando a la puerta
para entrar de nuevo, él se dedicaba a una crítica asidua del orden del mundo analítico.
¡No era forzosamente el modo más indicado de ser admitido de nuevo en el interior! Se
tiene más bien la impresión de que incluso hizo bastante para tornarse víctima de una
excomunión. No digo con esto que Lacan estuviera loco en su acción dentro del
movimiento analítico, sino que lo que demuestra que no lo era, desde el punto de vista
de la Wirklichkeit del orden del mundo, es su Escuela; es el hecho de que otros lo
siguieron, que él cambió el curso del mundo analítico, y que, pese a hallarse en la
posición de la víctima — lo que disimuló bajo los términos de objeto de desecho, de
piedra rechazada, era la posición de la víctima —, no mostró complacencia alguna para
con esta posición. La apuesta de esa enseñanza febril que prosiguió a partir de entonces
durante casi veinte años era sustraerse de lo que en caso contrario habría sido el
diagnóstico hegeliano de su aventura. Para no ser loco, lo diré así, era necesario no ser
vencido. ¡Eso tiene un aire de Corneille!

Muerte, castración, goce

Pues bien, tenemos aquí cómo modular clínicamente el término muerte que antes cité.
Cuando escribimos algo como
yo
muerte
para resumir la construcción de Lacan según la cual en los orígenes del yo está la
muerte, la muerte a subjetivar — concepción del curso del análisis que figura en su
texto sobre “Variantes de la cura-tipo”, muchos años después de “Acerca de la
causalidad psíquica” — no es por supuesto la muerte biológica, sino la muerte-suicidio.

73
Por eso Lacan puede vincular los adjetivos narcisista y suicida; golpearse a sí mismo en
el otro, ya que, al desconocerlo, el sujeto se golpea a sí mismo. Por eso Lacan relaciona
la imagen con lo que llama “la tendencia suicida”. La afinidad del yo con la posición de
víctima significa que el narcisismo está habitado por la atracción del suicidio. Además,
la historia de Narciso está allí para probarlo.
Ya que recién hablé de la forclusión del Otro en la posición fundamental del yo,
digamos que esta muerte que aquí colocamos bajo el yo, como soporte del yo, es como
el retorno en lo real de dicha forclusión del Otro. De modo que si Lacan pudo
considerar la conclusión de la cura como una subjetivación de la muerte — ya enuncié
algunas reservas al respecto en nombre de su ulterior enseñanza sobre la destitución
subjetiva, que es lo opuesto a la subjetivación — es porque la muerte en juego es de
entrada, en algún sentido, del orden del sujeto. Eso es lo que significa el suicido. ¿Hay
acaso mejor ejemplo de la conexión entre la muerte y el sujeto que el suicidio, donde
esta muerte misma responde a una voluntad, a un deseo, a una demanda? En todos los
casos pasa por el sujeto.
Es así como la muerte, cuya función Lacan toma por cierto de Hegel y de Heidegger
pero que es la muerte en juego cuando se sitúa su subjetivación al fin de la cura, es una
muerte de algún modo experimentada constantemente por el yo en el curso de lo que se
llama desarrollo. Cuando Lacan escande este desarrollo como “traumatismo del
nacimiento”, “prematuración fisiológica”, “traumatismo del destete”, se trata de
separaciones que son otras tantas muertes, e incluso, precisamente en el desarrollo
dialéctico del yo, otros tantos sacrificios. ¿Y qué es el sacrificio, si no la subjetivación
de la separación? Por eso allí se inscribe exactamente esta fórmula de Lacan que puede
parecer sorprendente: “el sacrificio primitivo” es “esencialmente suicida”. Es decir que
el sacrificio no es simplemente la pérdida, digamos, no es simplemente la muerte, sino
el consentimiento a la separación. La adhesión subjetiva es lo que hace de la pérdida
una renuncia, un sacrificio.
De paso hago notar a los especialistas en Lacan que esta articulación entre el yo
(como alienado en el narcisismo) y la muerte es homóloga a lo que Lacan articulará más
tarde — con un aparato lógico y ya no dialéctico, o con una lógica infiltrada de
dialéctica — como alienación y separación. Lo que construye a partir de la unión y la
intersección de conjuntos es una logificación de lo que ya está presente en su reflexión
sobre el autocastigo, sobre la conexión entre el yo y la muerte. En efecto, llamará
alienación a la posición primera, aunque esté muy diferentemente estructurada, y
separación al segundo momento de esta lógica. Y además dará como uno de los
ejemplos el suicidio de Empédocles.
Si se quisiera dar rápidamente tipos teóricos de la conclusión de la cura pensados a
partir del origen, daríamos — prefiero emplear el condicional — tres fórmulas. La
primera fórmula — válida incluso después del informe de Roma, pues de algún modo se
la encuentra en “Variantes de la cura-tipo”, que data de 1954 — es: En el origen del yo
se encuentra la muerte. En segundo lugar: En el origen hay castración imaginaria. Ya
lo manifesté en el pizarrón mediante la homología entre estas dos fórmulas, entre estos
dos esquemas:

Y en tercer término: En el origen hay goce. Este tiene dos versiones, según se trate del
goce perdido — el objeto a como agujero — o del goce suplementario — el a como

74
objeto mediante el cual el sujeto restaura su pérdida. Con estas tres fórmulas podrían
resumirse las escansiones principales de la reflexión de Lacan sobre la conclusión de la
cura.
En todos los casos puede decirse que la conclusión de la cura está marcada por una
nueva relación del sujeto con el término original. Cuando el término original es la
muerte, el término conclusivo es su subjetivación. Cuando el término original es la
castración, el término conclusivo es cierto sacrificio, un sacrificio de la castración, e
incluso, de algún modo, cierto sacrificio del sacrificio primitivo. Cuando el término
original es el goce, el término conclusivo es cierto develamiento del agujero, cierto
develamiento de la pérdida, una caída del objeto y una destitución del sujeto. Y el hecho
de que aquí yo acumule expresiones marca que la problemática en juego es ciertamente
más compleja que con los dos términos precedentes.
Lo que cambia — considerablemente, si se quiere — de muerte a goce es que al
principio lo que está en primer plano es la paranoia del yo — el yo es paranoico —, y la
conclusión de la cura, concebida como una catarsis del narcisismo, es la subjetivación
correctiva de la muerte-suicidio, mientras que en el tercer tiempo, cuyo término original
es el goce, se encuentra en primer plano la histeria del sujeto.

Creerse el falo

Dado que, para avanzar un poco en el curso que hago aquí, me aventuré a presentar
rápidamente esta tripartición — que puse en condicional para poder corregirla, refinarla
—, puedo de todos modos indicar de qué modo la castración, que puse en el centro de
este ternario, es aquí como un operador de mediación entre la muerte y el goce. Y quizá
pueda indicar cómo se anudan la muerte y la castración.
Dije que esta muerte que está en los orígenes del yo no era, de hecho, biológica. Es la
muerte misma de la que está preñado el yo definido por la ley del corazón, por su delirio
paranoico de identidad. Es la muerte-suicidio, es decir, la que más bien responde:
¡Mátame! [¡Tue-moi!].12 Es la principal relación con el otro, con el tú, de la que es
capaz el yo como tal. La relación entre este tú y el yo es: ¡Mátame!
Pues bien, en lo que escribí en el pizarrón, la castración imaginaria y la muerte
ocupan la misma posición con respecto al yo; son dos modos de designar aquí un
sacrificio original. La castración imaginaria, en su problemática fundamental, al menos
bajo la forma en que Lacan la introdujo en su enseñanza, obedece a la estructura general
del desconocimiento. Incluso podemos decir que, si no se capta lo que tiene de radical la
estructura del desconocimiento, no se puede captar el lugar axial que Lacan da a la
castración imaginaria en la historia clínica del sujeto.
Intentaré mostrárselo. Lo que me facilita hacerlo es que tuve que redactar, corregir y
volver a corregir las pruebas del Seminario de Lacan llamado La relación de objeto.
Anoche terminé la corrección de las segundas pruebas. Eso les permitirá normalmente
leerlo y ¿por qué no? corregirlo también ustedes — no pido más que compartir el
trabajo — a partir del mes de marzo. En todo caso así está escrito, y entonces supongo
que las Éditions du Seuil están en condiciones de sacarlo para esa fecha.
En La relación de objeto Lacan introduce esta castración imaginaria que años más
tarde seguirá situando como lo que cubre el yo del neurótico. La introduce en la relación

12
Hay equívoco entre tue (mata) y tu (tú), así como entre tue-moi (mátame) y tu-moi (tú-yo). [N. del T.]

75
entre la madre y el niño, cuya aparente evidencia él deconstruye para hacer entrar en
ella el falo como tercero, de modo tal que también desplaza, de tercero a cuarto, el lugar
del padre. Esta introducción del falo como tercero es lo que trastorna un poco el
supuesto triángulo edípico, y de hecho es bajo la forma de un esquema cuadrado, no ya
triangular, como Lacan intentará logificar el desarrollo psíquico en su Esquema R, que
es cuadrado porque entre la madre y el niño se coloca el falo como tercero. Lacan
deconstruye la relación entre la madre y el niño simplemente recordando el hecho de la
exigencia del falo en la madre.
Eso constituye lo que ha sido el recordatorio fundamental de Lacan en el asunto, a
saber, que la madre es una mujer. Después de todo, es fácil olvidarlo, pues la
identificación materna es muy poderosa en el sujeto femenino. Hizo falta nada menos
que el psicoanálisis — pese a cierto machismo que se le imputa, a veces con justa razón
— y sus consecuencias en el discurso universal para que se haga al menos un lugar a
cierta desidentificación — lo que evidentemente tiene efectos de disminución de la
natalidad que, por otra parte, pueden deplorarse. Este recordatorio de Lacan, de que la
madre es una mujer — Bajo la madre, busca la mujer —, significa que desde su
perspectiva lo determinante para el niño, para sus síntomas, para su cura y, más allá,
para la clínica de todo sujeto, es la sexualidad femenina, con el Penisneid como eje —
algo cuya naturaleza está además en cuestión. Volveré sobre esto enseguida.
Al considerar la sexualidad femenina Lacan hace tambalear inmediatamente ese
término — bastante horrible, hay que decirlo — de “relación de objeto”, señalando que
mucho más importante que el objeto es la falta de objeto. Hace esta demostración en
referencia a la sexualidad femenina.
El término “relación de objeto” es incluso tan feo que en cierto momento imaginé
que primero habría que colocar una banda sobre este volumen para darle una
oportunidad de que lo compren, lo cual es al menos uno de los objetivos de las Éditions
du Seuil en todo caso. Lo consideramos entonces, hasta que encontré para la portada
una imagen tan fuerte y a decir verdad tan horrible que pensé que con eso normalmente
debería abrirse paso en los escaparates. Así se nota que la relación del objeto no es
apacible, que no es una buena relacioncita con el objeto.
Al deconstruir la relación madre-niño mediante el recordatorio de la exigencia
remanente del falo en la madre, la pregunta pasa a ser la siguiente. Si el objeto del deseo
— Freud dice Wunsch — de la mujer es el pene, ¿cómo llega a jugar el niño en relación
con este deseo? ¿Cómo llega a sustituir esa falta llamada Penisneid? Saben que en
Freud tenemos la indicación más precisa de esto en un texto cuyo título mismo no
podría dejar de figurar en el curso que doy, pues se trata de “Algunas consecuencias
psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos”, de 1925. Al decir Einige
psychische Folgen (algunas consecuencias psíquicas) Freud emplea el término Folgen
(consecuencias) en sentido propiamente lógico, es decir que se ocupa de la serie de
conclusiones que el sujeto macho y el sujeto hembra pueden extraer a partir de lo que él
da como hecho anatómico — y ustedes saben que sobre la cuestión del hecho, sobre la
autonomía del hecho, hemos arrojado ciertas sospechas en las sesiones precedentes. En
este texto, entonces, se ocupa de conclusiones que pueden ser extraídas a partir de
hechos — conclusiones de las que podría decirse que son ligeramente delirantes.

76
Ecuación simbólica

Ya volveremos sobre la estructura misma, lógica incluso, de este texto de Freud. En él


se encuentra la mención del modo en que, para la niña, un hijo podría llegar a sustituir
la falta que la marca. Su propia formulación le parece tan extraordinaria que Freud
indica: sólo cabe decir. He aquí lo que dice: “la libido de la niña se desliza — sólo cabe
decir: a lo largo de la ecuación simbólica prefigurada pene = hijo — a una nueva
posición”. La posición anterior era, digamos grosso modo, el Penisneid. Freud dice eine
Gleichung, una ecuación — término lógico o matemático, aritmético. Por medio de ella,
dice, el Wunsch nach dem Penis (deseo por el pene) deviene Wunsch nach einem Kinde
(deseo por un hijo), y él califica de “ecuación simbólica” la relación entre estos dos
términos.
En cierto momento, además, Lacan cita este pasaje de Freud, pero por mi parte lo
comparo con un pasaje de la página 59 del futuro volumen del Seminario — puedo ya
citarles las páginas del Seminario en cuestión pues creo que eso no cambiará — en el
que, si bien aún no se trata de eso, Lacan lo introduce en la relación madre-hijo bajo el
término de “discordancia imaginaria”. La ecuación simbólica que Freud supone en el
deseo de la niña, en el deseo femenino, se traduce en la relación madre-hijo por una
discordancia imaginaria padecida por — cuyo sujeto es — el hijo. Esto es lo que traduce
el esquema mediante el cual Lacan corrige la relación madre-hijo, que consiste en situar
como tercera función, entre madre (M) e hijo (H), el falo (F).

Esquema 3

Pues bien, ¿cómo se traduce lo que supone esta ecuación simbólica pene = hijo? Se
traduce por lo que podríamos llamar “la locura fálica del hijo”. Todo el análisis hecho
por Lacan de esta relación de objeto en el nivel de la relación madre-hijo consiste
precisamente en mostrar cómo, debido al Penisneid y a esta ecuación simbólica de la
mujer, el hijo se ve llevado — en cierto aspecto, necesariamente — a tomarse por otro,
a tomarse por el falo, pero en el sentido preciso que ya hemos dado a esta expresión, es
decir, refiriéndola a la estructura general del desconocimiento.
Esto, por cierto, no es lo que se encuentra en Hegel. Aquí, “creerse otro que lo que se
es” o “creerse el mismo” se condensan en “creerse el falo”. Todo sujeto ha de situarse
con respecto a este “creerse el falo”, es decir, ser inscripto en la ecuación simbólica de
la mujer, en las dos vertientes que allí son concebibles: el hijo como metáfora del falo, o
el hijo como metonimia del falo,

Es un modo de comprender en qué sentido puede decirse que el yo cubre la


castración. Así, yo = yo significa “Yo soy el falo de la madre”. Puede captarse que la
expresión que aporté de “forclusión del Otro” está justificada al menos por el hecho de
que, como resolutorio de esta identidad fálica delirante, puede introducirse el símbolo

77
del padre.
Este esquema elemental, que pone en el origen del yo del hijo su confusión con el
falo, es justamente lo que sostiene por ejemplo la teoría del fin de la cura que
encuentran en el texto de Lacan sobre “La dirección de la cura…”. Allí expone que para
el neurótico el deseo fundamental consiste en ser el falo y la conclusión de la cura
consiste en descubrir que no lo es y aceptar tenerlo o no tenerlo — donde el tener, como
señalé alguna vez, aparece como un progreso sobre el ser. Esta teoría del fin de la cura,
que está casi al final de ese texto, remite muy directamente a este esquematismo de la
castración imaginaria, es decir, a esta locura fálica inicial en torno a la cual Lacan
intenta precisar cierto número de datos. ¿Cómo llega el propio niño a distinguirse de lo
que podría llamarse esta imagen virtual fálica? ¿Cómo llega a saber que él no la es, que
no la es totalmente? ¿Y cuáles son las posiciones que desde allí se abren?
Hay que decir aquí que la referencia esencial a partir de la cual Lacan trata la
cuestión es la observación del pequeño Hans. Tratándose de la conclusión de la cura,
este es paradójicamente un caso esencial a evaluar, ya que ofrece una conclusión; al
menos, una resolución terapéutica. También debe escrutárselo porque brinda una
concepción del desarrollo de la cura que no es evidentemente dialéctica. El modelo
dialéctico del desarrollo de la cura es lineal a grandes rasgos, y supone que la verdad de
los dichos del sujeto, animada por una discordancia inicial, circula por el mismo camino
y se reabsorbe continuamente en el saber para que finalmente esta dialéctica converja en
un término último. Pero la cura del pequeño Hans, tal como Lacan la estructura, ofrece
un modelo formal, formalista si se quiere, del desarrollo de la cura, presentado como
una sucesión de soluciones esbozadas hasta que la conclusión de la cura proviene de la
constatación de una imposibilidad de resolver. Ese no es un esquema dialéctico. Por el
contrario, es un esquema que entraña probar cierto número de intentos de solución, sus
culminaciones en atolladeros, y la conclusión, que solo proviene de la consideración
total de estos intentos que han fracasado para concluir en un imposible.
Será preciso entonces escrutar otra ecuación, que Lacan designa aquí como “poner en
una ecuación significante la solución”. Evidentemente, al principio de esta cura, en el
síntoma inicial, se encuentra la locura fálica del sujeto, esta fobia como lo que hace las
veces de la metáfora paterna. Y se observa que lo que perturba esa locura fálica del
pequeño Hans es en primer lugar la insuficiencia del órgano real — que ya es un efecto
de castración — y en segundo lugar el goce fálico, que se abre paso en la locura fálica
de tal modo que el conjunto de la mitología del pequeño Hans aparece como un
inmenso espacio de defensa contra dicho goce.
Como son las tres y media, deberán esperar hasta la semana próxima para conocer la
continuación.

26 de enero de 1994

78
VII

La asunción de la muerte

Hoy quisiera abocarme al tema de la muerte, un tema patético con el que nos hemos
encontrado en nuestro camino de este año a partir de un comienzo lógico, pues tal es la
primera respuesta de Lacan en lo tocante a la conclusión de la cura. Primera respuesta,
no es un Entonces yo soy mortal que sería el enunciado último, culminante de la
experiencia analítica, sino una experiencia límite para la cual tenemos la expresión
“asunción de la muerte”. Quisiera seguir, indicar al menos los avatares de este tema en
la enseñanza de Lacan, pues me parece que las coordenadas iniciales en las que él sitúa
el fin del análisis continuaron determinando su elaboración hasta el final. No hago este
estudio para mostrar que él habría abandonado posiciones que hacen de la muerte la
clave del fin del análisis, sino para indicar por el contrario que la estructura en que ella
se presenta conserva una validez a través de sus transformaciones y sigue prescribiendo
su concepción de la conclusión de la cura. Esta sería una conclusión radical que más
bien intentamos evitar, una salida que no se considera deseable, ya sea que intervenga
en el curso del análisis como un movimiento suicida o bien que el análisis no pudiera
acabarse más que por falta de combatientes de uno u otro bando. (A veces no se puede
detener el análisis antes de la muerte del propio analista. Pero no es en este sentido que
evoco la muerte como conclusión, sino en el sentido — a precisar — de esta asunción.)
Ahora bien, si pudiera darse una fórmula panorámica de la enseñanza de Lacan sobre
el fin del análisis o en torno a la muerte, ella sería que se pasa de cierto imaginario
patético de la muerte a su logificación, de una muerte imaginaria a una muerte lógica.
Esto es entonces lo que seguiré con cierto detalle, y pienso que eso permitirá asimismo
establecer un pasaje o una conexión, una costura con el tema de la verdad en el que me
interesé este último fin de semana al dar oídos a las exposiciones presentadas en unas
Jornadas que tuvieron lugar en España bajo el título: Lo verdadero, lo falso y el resto.
Yo mismo participé en ellas, y hoy les daré, en la última parte, un eco de las reflexiones
que me inspiraron.
Entonces, el tema de la muerte.

El Yo y la muerte

A partir de la unión y la intersección, dos operaciones lógicas utilizadas en teoría de


conjuntos y, aun antes, en teoría de clases, Lacan introdujo los dos momentos de la
lógica subjetiva a los que denominó alienación y separación, y los presentó en su
seminario sobre Los cuatro conceptos… al tiempo que escribía sobre ellos en el texto
“Posición del inconsciente”, que encuentran en los Escritos. Hice notar que esos dos
momentos ya estaban presentes bajo la forma de la conexión entre el yo y la muerte —
título que haría eco al cuarteto de Schubert —, y esa conexión dio a Lacan la clave de su
primera teoría de la conclusión de la cura. También allí podemos distinguir dos
momentos, el de la alienación imaginaria del yo y el de la separación entendida como
suicidio. Además, en su escrito de 1946 “Acerca de la causalidad psíquica” Lacan
señala estos dos momentos como componentes constitutivos de la estructura

79
fundamental de la locura. En efecto, vincula “el Yo primordial, como esencialmente
alienado, y el sacrificio primitivo, como esencialmente suicida”, y en esta vinculación
veo ya en funcionamiento los momentos de alienación y separación.
La alienación, pues, como alienación del yo. El yo lacaniano no se define por su
supuesta adecuación a la realidad, por el acceso que tendría a esa realidad bajo la forma
del sistema percepción-conciencia. El yo está radicalmente sujeto a identificarse, y ya
por eso es locura. La identificación, desde su primer nivel, es ya una especie de locura
de la que solo la preserva cierta distancia con respecto a su identidad. Aquí la sabiduría
consiste en conservar la distancia con esta identidad que siempre es de prestado, de
modo tal que la sabiduría del yo consistiría en saber que siempre es pseudónimo. En el
neurótico vemos además que el sujeto es tan Yo que en definitiva ningún nombre le
conviene. Es lo que señala Lacan a propósito de la neurosis: “El neurótico es en el
fondo un Sin Nombre”. Quizás en ese punto la neurosis protege, pone distancia con la
locura. Por ejemplo, piensen en ese gusto por los pseudónimos que hallamos en ese
escritor del narcisismo llamado Stendhal… si bien justamente no se llama Stendhal,
como saben, sino Henri Beyle. Al fin y al cabo, permanece entre nosotros, en las
memorias, con uno de sus pseudónimos, pues toda su vida y en toda su obra, publicada
o no en vida, jugó con sus pseudónimos. Quedó el que eligió para firmar algunas de sus
publicaciones: un Sin Nombre que multiplica los alias.
La locura propiamente dicha, ¿a qué fórmula responde? Según el Lacan de 1946, que
no piensa implicar aquí la forclusión del Nombre-del-Padre — pero aún así, se trata del
nombre —, hay locura cuando hay identificación inmediata. Define la locura como lo
que denominó un “delirio de identidad”. Es decir que la identificación es un proceso que
implica en sí mismo una mediación, mientras que la locura es la forclusión de la
mediación. Ahora bien, el yo soy de la locura no es el yo soy cartesiano — pura posición
de existencia, puntual y evanescente —, sino un yo soy con prerrogativas,
complementado por cierto número de propiedades o de predicados.
Indiqué rápidamente que también hallamos esta alienación del yo en el nivel de esa
locura fálica que remite a la falta que marcaría el deseo femenino y que superpone al
niño la imagen fálica — además de permitir al sujeto elegir quién va a ser —, pero que
no carece de consecuencias propiamente patológicas.
La separación aparece esencialmente como suicidio. El yo imaginario, que se puede
presentar a partir de “El estadio del espejo…”, está habitado por una vocación suicida.
Esto destaca la figura del loco hegeliano que prefiere la ley del corazón al orden del
mundo — esta figura de la ley del corazón que en “El estadio del espejo…” está en
segundo plano. Sin duda Lacan pesca la observación del estadio del espejo en Henri
Wallon, psicólogo, pero ella es estructurada, teorizada a partir de Hegel. Eso es lo que
hace, de un momento del desarrollo, el paradigma en que se transformó “El estadio del
espejo…”.

Asunción de la separación

El loco hegeliano, como imagen del yo, es aquel que se elige a sí mismo antes que al
orden del mundo. Y señalé que en el ideal que está en juego en esta figura Lacan veía la
representación de la libertad. No sé si lo expliqué. ¿Por qué hay allí un lazo entre locura
y libertad? ¿Y por qué entonces la censura racional que Lacan ejerce sobre la posición
del loco hegeliano es mitigada por el respeto para con esta posición? Pues bien, decir

80
que el loco se elige a sí mismo, a riesgo de pagarlo con la derrota y el suicidio, significa
no obstante que prefiere ciertos valores a la vida misma, a su propia supervivencia. De
ese modo testimonia que no está hundido en la inmediatez de la existencia, se sitúa por
encima del simple deseo inmediato de perseverar en el ser, ejerce eminentemente una
acción negadora de lo dado, dice no a lo que es. En esto, su posición es por excelencia
una posición de libertad. Lo que allí está ya presente, activo, es la palabra que emergerá
en el momento de la Revolución Francesa, a la que Hegel da todo su lugar en la
Fenomenología del espíritu, esa palabra que Lacan retomará precisamente cuando trate
de manera lógica la alienación y la separación, la palabra que dice: ¡Libertad o muerte!
Este valor de la libertad es aquí encarnado — erróneamente sin duda, pero encarnado al
fin — en la ley del corazón. Es la palabra de un sujeto que prefiere la muerte, es decir,
perder todo, antes que perder la libertad; que prefiere perder la vida antes que aceptar la
vida privada de la libertad. Sobre esta alternativa entre nada y algo amputado de un
valor esencial, Lacan construirá su lógica de la alienación y de la separación, dándole
por cierto otra perspectiva, pero claramente sobre lo que puede llamarse un mecanismo
de elección en el que la libertad aparece como ágalma, como esa maravilla por la que el
sujeto está dispuesto a sacrificar su vida. Por eso Lacan dirá, mucho después de “Acerca
de la causalidad psíquica”, que “el loco es el hombre libre”. Hay entonces una afinidad
entre el suicidio — la tensión suicida inherente al yo que se elige a sí mismo — y lo que
más adelante Lacan elaborará bajo la forma de la separación.
Subrayé que Lacan considera que esta muerte, si se la piensa clínicamente en el
desarrollo, es algo experimentado en el curso de la vida. Hay una experiencia de la
muerte en la vida. Es decir que lo que aquí llama muerte, la experiencia de la muerte,
marca todas las experiencias de pérdida y de separación que conoce el sujeto en el curso
del desarrollo. Y las enumera. En primer lugar el nacimiento, que ya es en sí mismo una
separación respecto al otro y que figura en el psicoanálisis bajo la forma del trauma del
nacimiento. En segundo lugar la prematuración. Es la tesis, tomada de Bolk, de que la
cría del hombre nace antes de poseer las facultades, las capacidades para sostenerse a sí
mismo en el medio ambiente. Esta prematuración está entonces ligada a una experiencia
de impotencia que Lacan coloca en el paréntesis de esta experiencia de la muerte en la
vida. En tercer lugar el destete, del cual el propio Freud hacía una anticipación de la
castración. En esta pérdida del objeto se encuentra para Lacan esa infiltración mortal
que marca una escansión esencial.
Podemos en efecto decir que cada vez que Lacan retoma los datos de la separación,
trátese de la castración propiamente dicha o de las pérdidas del objeto, e incluso ¿por
qué no? de la caída última del objeto en la experiencia analítica — objeto mucho más
sofisticado que los vinculados al nacimiento, la prematuración y el destete —, cada vez
que hay pérdida, caída del objeto, en este sentido se trata de experiencias de la muerte.
De tal suerte que puede decirse que la palabra separación, que Lacan empleará con un
valor lógico, es la logificación de lo que al comienzo de su enseñanza apareció como
experiencia de la muerte.
También en esta perspectiva retoma y comenta la observación freudiana del niño con
su carretel, la observación del Fort-Da — dos fonemas acoplados que permiten al sujeto
escandir el alejamiento del objeto y su acercamiento, y experimentar su dominio sobre
la separación y la reaparición del objeto. El primer comentario de Lacan sobre esta
observación es que allí el niño realiza una asunción de la pérdida; mediante ese juego de
fonemas y el movimiento que este escande, asume la separación. En cierto modo, por la
repetición de la separación él se libera de sus efectos traumáticos. Esto nos ilustra lo que

81
puede significar la asunción de la separación.

Subjetivación del kakón

Ya mencioné “Acerca de la causalidad psíquica”, de 1946, que constituye una


elaboración según la vertiente de la psicosis. “La agresividad en psicoanálisis” es un
artículo cronológicamente ulterior, de 1948, y podemos decir que desde el punto de
vista en el que hoy estamos reconsidera las mismas cuestiones con la misma perspectiva
teórica pero según la vertiente de la neurosis. Por último, el escrito de Lacan sobre “El
estadio del espejo…”, de 1949, intenta exponer esta estructura imaginaria sin
circunscribirla a una estructura clínica. Tal me parece la lógica de esta construcción;
primero su elaboración concerniente a la psicosis, luego la concerniente a la neurosis, y
finalmente una puesta a punto teórica situada a mayor distancia de las estructuras
clínicas. (Es un ritmo que se repite en Lacan, por ejemplo, entre la elaboración de “De
una cuestión preliminar…”, que concierne a la psicosis, y el escrito que le sigue sobre
“La dirección de la cura…”, que está a más distancia de la cuestión de la psicosis y
versa, digamos, sobre la experiencia analítica y la estructura clínica de la neurosis.)
Lacan tituló “La agresividad…” a aquel trabajo porque el concepto estaba de moda
en esa época; en 1948 era el ultimísimo estilo, llegado de los Estados Unidos, con el que
los herederos de Freud lograban acomodar esta pulsión de muerte que Freud les había
dejado y con la cual no sabían muy bien qué hacer; entonces, encontraron qué hacer:
retraducirla como agresividad. Lacan nuevamente desarrolla allí el resultado de su
abordaje de la psicosis hecho dos años antes: la estructura paranoica del yo. En el
lenguaje usual de esa época, considera que la agresividad del yo, con la ambivalencia
entre el yo y el otro que la caracteriza — golpear al otro para terminar golpeándose a sí
mismo, golpearse a sí mismo en el movimiento mismo en que se golpea al otro —, es el
“nudo central” — tal es su expresión — que hay que develar en la experiencia analítica.
Se tiene allí una apreciación que solo mostrará su fecundidad mucho más tarde en la
elaboración de Lacan.
Si siguen una vez más, como yo la he retomado, su elaboración de las páginas 107-
108 de los Escritos, observarán cierto movimiento que va de San Agustín a Melanie
Klein. De las Confesiones de San Agustín toma el célebre ejemplo del niño que observa
al otro — que está prendido del seno de la nodriza — y palidece de celos. Es como la
puesta en escena de esta rivalidad con el otro que es un semejante, aquel que está
mamando al mismo tiempo que el niño. Es una relación de rivalidad con el objeto que
imaginariamente se les parece. Pero apela a Melanie Klein como a alguien que entendió
esta estructura paranoica del yo, más allá de la imagen del semejante. Al evocar, al
describir el mundo del niño según Melanie Klein, que tiene su agudeza, puede decirse
que se pierden las referencias imaginarias del otro, ya que finalmente lo que está en
juego en esta relación con el otro son también partes del cuerpo. En definitiva, según
Melanie Klein la posición depresiva fundamental del sujeto es su relación con un objeto
malo interno, del cual puede decirse que ya no tiene nada reconocible. Es una relación
indudablemente paranoica, pero con algo que ya no es un semejante. Entonces, gracias a
Melanie Klein se puede ir más allá de San Agustín, más allá del estadio del espejo como
máquina imaginaria. Acerca de esta posición depresiva en la que el sujeto se identifica a
un objeto malo interno, Lacan señala el “extremo arcaísmo de la subjetivación de un
kakón” — kakón es lo malo, en griego. Lacan lo evocaba en “Acerca de la causalidad

82
psíquica” al citar el análisis psiquiátrico realizado por Paul Guiraud de los asesinatos
inmotivados, donde esta aparente falta de motivo se revela en definitiva como el ataque
efectuado por el sujeto contra otro donde él ubica en verdad su propio objeto malo
interno; golpea en el otro esa cosa mala a la que él mismo está identificado. Hay en esta
construcción algo que mezcla la observación psicológica del estadio del espejo con
Hegel, Paul Guiraud y Melanie Klein. Pues bien, el “extremo arcaísmo” significa que,
más allá de las identificaciones a la imagen del otro, habría una relación con un objeto
malo — en el fondo, inimaginable. Por eso Lacan dice que tocamos así “los límites de
la función subjetiva de la identificación”. Esta indicación, que es el modo en que Lacan
retoma a Melanie Klein, quedará en espera por mucho tiempo en la enseñanza de Lacan.
Solo después de un gran paréntesis dará todo su valor a este “extremo arcaísmo de la
subjetivación de un kakón” cuando establezca, como el nivel más primordial de la
constitución del sujeto, su relación con el objeto a. Esta expresión, “el extremo
arcaísmo de la subjetivación de un kakón”, anuncia lo que en última instancia será por
cierto el más memorable aporte propio de Lacan a la teoría analítica, a saber, el
objeto a. Aquí queda de algún modo en espera, ya que no tiene desarrollo, y la reflexión
de Lacan prosigue, tal como podemos seguirla en los Escritos, sin que durante un largo
tiempo muestre fecundidad alguna.
Hay otra indicación a la que solo se animará más adelante. Lacan implica en ese
momento originario lo que llama “una satisfacción propia”, y la identifica — en la
época en que se dice “instinto de muerte” más que “pulsión de muerte” — con la
satisfacción inherente al instinto de muerte que califica de “libido negativa”. En cierto
modo, esta indicación de una libido negativa solo hallará verdaderamente su lugar
conceptual cuando Lacan ponga en juego el goce.
De todas maneras hay allí cierta ambigüedad. Hablé del “momento originario”, y si
se sigue cuidadosamente la construcción de Lacan puede dudarse sobre el siguiente
punto. Él vincula esta satisfacción propia exactamente con la imagen originaria de la
formación del yo, con el Urbild. Allí se ve que estamos por cierto en el límite. ¿De qué
se trata? Se trata del pasaje del estado prematuro, en el que la experiencia de su propio
cuerpo es para el niño dolorosa por la confusión reinante, al momento en el que una
identificación le permite unificarse al menos perceptivamente, y así se comprende que
este movimiento de unificación por identificación imaginaria se caracterice por una
satisfacción. Lacan lo desarrolló — siguiendo además a Wallon — al notar el júbilo del
niño ante su imagen en el espejo, satisfacción visible que puede teorizarse diciendo que
hay una distancia entre la vivencia de su cuerpo mal coordinado y la totalidad unificada
visible en el espejo y caracterizada por una satisfacción. Pero sin duda estamos allí en el
límite y podemos preguntarnos si el negativo de la libido, que Lacan evoca aquí, no
connota más bien la subjetivación del kakón. Tendríamos ya allí la indicación de esta
relación con un goce malo, del cual el sujeto debe defenderse. No dirimo la cuestión de
la interpretación exacta que debería darse a esta satisfacción propia, porque el texto
tiene un aire que sin ser dubitativo apunta en verdad a un límite original, y es muy
difícil saber en qué lugar exacto de ese borde nos encontramos.
Captamos así que si hubiera allí una doctrina del fin del análisis — no la hay
exactamente — debería apuntar a eso. ¿Cómo llegar a tocar en el análisis, más allá de
las identificaciones imaginarias, el extremo arcaísmo del kakón subjetivado?
En “El estadio del espejo…”, que llega un año después, no tenemos una doctrina del
fin del análisis, sino una apreciación, hacia el final del texto, en la que Lacan define el
fin del análisis como el “límite extático” — siempre el límite — del Tú eres eso. Ya me

83
ha tocado comentar esta frase tomada de la iniciación búdica, y si hubiera que
desarrollarla creo que debería hacérselo a partir de la subjetivación del kakón. En efecto,
en las iniciaciones, llegado el caso, el sujeto es invitado en definitiva a reconocer su ser
en un objeto extremadamente desvalorizado, un objeto de desecho, un objeto rechazado.
Creo que hace dos años cité cierto tratado zen en el que el sujeto de hecho era lisa y
llanamente calificado de “palito para limpiarse el trasero”. (Modernizado, el Tú eres eso
sería el papel higiénico.) Entonces, hay aquí una teoría del fin del análisis — sugerida,
no desarrollada — de la que Lacan se alejará, sin duda en razón de la introducción del
campo del lenguaje. Este kakón subjetivado, este Tú eres eso, queda en espera hasta que
más tarde encuentra su lugar en la teorización de Lacan, pero hay una suerte de
paréntesis de lo simbólico que nada hace de los elementos fugaces que allí son
indicados — no son desarrollos en absoluto, sino breves indicaciones de Lacan que solo
podemos hacer brillar un poco a partir del conocimiento de la conclusión de su
enseñanza.

El acto de Empédocles

En este itinerario diré ahora una palabra del fin de la cura tal como Lacan lo presenta en
las últimas páginas de su informe de Roma, las páginas 304 y 309 de los Escritos. Tuve
ocasión de mencionar su carácter hegeliano, que enlaza a Hegel con Heidegger. Para
orientarme sigo aquí el hilo del tema de la muerte, y señalo de entrada que la
problemática del fin de la cura es aquí una revisión total de ese tema y del persistente
enigma del instinto de muerte. A propósito del fin de la cura el tema de la muerte es
validado por el concepto freudiano del instinto de muerte, suerte de herencia última de
la reflexión de Freud. Y estas páginas conclusivas del informe de Roma señalan un
desplazamiento, de lo imaginario a lo simbólico, del tema de la muerte. Pero en ese
desplazamiento se pierde, o al menos ya no es puesto de relieve, esa intuición de la
subjetivación arcaica del kakón.
Escruté una vez más la construcción de Lacan, que allí comienza por ofrecer una
solución biológica del instinto de muerte. En un primer tiempo, “instinto de muerte”
puede parecer una expresión paradójica dado que los instintos están al servicio de la
vida. Si se quiere, lo que llamamos instinto, lo que construimos e imputamos al animal
como instinto, es una regla — siguiendo a nuestros lógicos, dimos todo su valor a este
término — que inducimos a partir de los comportamientos animales y mostramos que
aseguran una función vital que permite al viviente perdurar en su entorno. Por eso la
expresión “instinto de muerte” puede tacharse de paradójica, pero esta paradoja no
detiene a Lacan, quien por ejemplo buscará en Bichat los argumentos que muestran que
la inclusión de la relación con la muerte en la vida puede situarse biológicamente por
completo. Mucho más adelante reencontraremos esta idea en Lacan, cuando señale que
esta muerte ya está activa por ejemplo en el nivel de la reproducción sexuada. Hay un
estatuto de la muerte totalmente pensable en forma biológica. En efecto, dado que la
reproducción se realiza mediante individuos sexuados, estos tienen por eso mismo una
obsolescencia individual perfectamente programada. Hay entonces una pérdida ya en el
simple nivel de la reproducción biológica sexuada.
Pero Lacan rechaza esta solución biológica y, para dar su sentido a la muerte en el
instinto de muerte, recurre a Heidegger y a la noción del “ser-para-la-muerte”, el ser que
no desconoce que ante este acontecimiento se encuentra en una soledad radical ni que

84
para él esta es una posibilidad siempre abierta y, como tal, infranqueable. La elección de
estructurar o de dar su sentido a la muerte freudiana a partir de Heidegger es correlativa
del rechazo del concepto de masoquismo primordial. Es decir que él elige aquí el
concepto heideggeriano del ser-para-la-muerte en vez del masoquismo primordial — en
vez de la idea de una libido negativa, de un goce incluido en el sufrimiento desde el
origen mismo — como clave del instinto de muerte. Hay en estas páginas una elección
teórica que deja totalmente en segundo plano, que incluso descalifica todo lo que nos
parecía tan prometedor en lo que señalé acerca de la subjetivación del kakón, acerca de
una satisfacción ligada en el sujeto a esa identificación límite con el objeto malo. En su
informe de Roma, Lacan tacha todo eso y prefiere el ser-para-la-muerte. He estudiado a
menudo estos textos, y debo decir que esta operación tan sorprendente está articulada
con todas las letras, pero habría que captar bien a qué remite en verdad. ¿Por qué en ese
momento Lacan es llevado a hacer esta elección? Da la impresión de que se hubiese
abierto un ramal y que allí él elige ese ramal — sin duda prescrito por la idea de
demostrar ante todo la prevalencia del campo del lenguaje. Y mostraré cómo.
Puede decirse que, en el novedoso comentario que hace del Fort-Da freudiano como
una asunción de la privación, borra todo lo tocante al objeto; el carretel mismo, el
vínculo con el carretel arrojado y vuelto a traer, es borrado de su comentario; considera
que el objeto esencial en juego en esta observación es incluso la acción del sujeto, que
deviene su propio objeto para sí misma. El objeto sería ahora el movimiento mismo de
hacer aparecer y desaparecer, y esta acción deviene su propio objeto y se encarna en el
par de fonemas. Este modo de conceptualizar la observación traduce justamente la
evacuación misma de lo que aquí falta, a saber, que hay una relación encarnada con un
pequeño objeto material; de algún modo esto es excluido. La muerte deja pues de ser
una función imaginaria, ya no es esencialmente la tensión suicida del yo paranoico, sino
el resultado del símbolo, su producto.
Allí se inscribe esta frase que hace tiempo comenté desde muchos puntos de vista, en
particular con referencia al estatuto de lo simbólico: “El símbolo se manifiesta en
primer lugar como asesinato de la cosa”. Como ahora sigo la perspectiva del tema de la
muerte, veo en esta frase otra cosa — precisamente que pone a distancia esa primera
teoría de la muerte. La muerte fundamental, que debía surgir en una nueva relación con
el sujeto al fin del análisis, era imaginaria, y lo que aquí parece radical, originario,
fundamental, es la muerte simbólica, la muerte como efecto, producto del símbolo,
tomada y dominada por el sujeto en su juego repetitivo de separación y aproximación.
En esta construcción Lacan sin duda evoca el acto suicida, pero no en la estructura
paranoica del yo, sino por el contrario como una realización simbólica del ser-para-la-
muerte. Tal es la referencia a Empédocles, que se suicidó arrojándose al Etna según
quiere la leyenda: “Empédocles precipitándose al Etna deja para siempre presente en la
memoria de los hombres este acto simbólico de su ser-para-la-muerte”. He aquí el
suicidio transportado de lo imaginario a lo simbólico. Y reencontraremos este acto de
Empédocles, que no dejó de interpelar a Lacan, cuando mucho más adelante evoque el
momento lógico de la separación. De modo que allí tenemos un hilo que podemos
seguir a través de la elaboración de Lacan. Él también considera que la forma más alta
del instinto de muerte es el suicidio del hombre vencido por el otro o por el Otro, el
orden del mundo, esta “renuncia suicida del vencido” que es como la “afirmación
desesperada de la vida”. Dicho de otro modo, el suicidio, que en el contexto imaginario
aparece como la conclusión de la locura imaginaria, aparece aquí por el contrario como
la nobleza misma del sujeto; no hay más que el elogio de esta libertad del sujeto, quien

85
por esa vertiente escapa no solamente de la esclavitud, sino de todas las obligaciones del
lenguaje y de la intersubjetividad. En ese momento Lacan formula que allí “el sujeto
dice: ¡No!”, y este “no” aparece como el culmen de la posición del sujeto. Lo que antes
había sido captado en la sátira hegeliana de la ley del corazón que dice “no” al orden del
mundo, aquí es por el contrario objeto de un elogio, pues lo propio del sujeto es este
“no” dirigido a lo que lo oprime.
Esa es ya la estructura que Lacan elaborará bajo la forma de la lógica de la
separación. La separación lógica es justamente el momento de un “no” a la cadena
significante. Es el momento en el que el sujeto se identifica al objeto y por esa vía se
separa de la cadena significante. En esta posición el sujeto dice “no”, y con este “no” es
capaz de desaparecer, de sustraerse a lo que lo encadena, incluso a la cadena
significante. Es un “no”, dice Lacan, al “juego de la sortija de la intersubjetividad”.
Entonces, lo que aquí permite situar al sujeto no es el consentimiento, sino por el
contrario este rechazo radical de todo consentimiento que se expresa en la separación.
Puede decirse que este “no” es el que sin duda reencontramos presente en el corazón
mismo de la relación subjetiva con el goce.
En su informe de Roma, pues, Lacan dice, aún a partir del suicidio, que “cuando
queremos alcanzar en el sujeto lo que había antes de los juegos seriales de la palabra”,
cuando queremos entonces llegar en el sujeto a un punto originario, llegar más acá del
significante y de la articulación significante, pasar más allá esta vez, no de la imagen del
semejante, sino del par Fort-Da como principio del discurso — ¿y dónde queremos
alcanzar eso, si no en el análisis? —, cuando queremos alcanzar en el sujeto lo que está
antes del significante, “lo encontramos en la muerte”. Esto indica muy precisamente
adónde pasará esta muerte en el curso de la enseñanza de Lacan. Yo podría retomar la
misma frase y desplazarla en una decena, en una quincena de años, y decir: “cuando
queremos alcanzar en el sujeto lo que había antes de los juegos seriales de la palabra”,
lo encontramos en el objeto a. En la elaboración lacaniana del objeto a se encuentra
circunscripto este tema mismo de la muerte, como lo muestra su construcción de la
separación.
Por eso en “Variantes de la cura-tipo”, texto que sigue a este, Lacan da como
consigna del análisis, de la dirección de la cura, la reducción de todos los prestigios del
Yo para tener acceso al “ser-para-la-muerte”. Se ve bien, pues, a qué responde esta
formulación. (No seguiré al detalle el texto en esta perspectiva.) Se trata de una tentativa
de volver a incluir, de situar en el marco simbólico los elementos heredados de la teoría
imaginaria del yo. Y entonces con alguna imprecisión reencontramos, como lo mostraba
precedentemente, que en ciertos aspectos este texto está en continuidad con “Acerca de
la causalidad psíquica” y “La agresividad en psicoanálisis”.

El sujeto mortificado

No me detengo en esto, y me interrogo sobre la ulterior desaparición de la muerte en la


elaboración de Lacan. No es que no vaya a encontrársela mencionada aquí o allá, sino
que este centro organizador de su concepción parece luego desvanecerse o aparecer muy
pero muy discretamente. ¿Adónde se desplazó con la función que tenía?
Encuentro una respuesta simple. Digo que por un lado reencontramos este tema de la
muerte primeramente en el objeto, en este objeto de separación que cae y que también
procede de esta asunción de la separación en el Fort-Da. Y en segundo lugar

86
reencontramos esta muerte en el matema mismo del sujeto tachado. El sujeto tachado de
Lacan es, si se quiere, la versión operatoria, propiamente analítica, del ser-para-la-
muerte, salvo que este sujeto tachado es el sujeto como mortificado. Es el sujeto tal que
aquí se verifica que el símbolo es el asesinato del yo. Si se aplica al yo la fórmula: “el
símbolo es el asesinato de la cosa”, puede decirse que el símbolo es bajo este ángulo el
asesinato del yo. Es lo que Lacan menciona más tarde en la página 827 de los Escritos,
cuando formula que “el significante […], tachando al sujeto […], ha hecho entrar en él
el sentido de la muerte”. En este aspecto el tema de la muerte está inscripto en el
estatuto mismo del sujeto. No es que se desvanezca lisa y llanamente, sino que está allí
siempre activo, siempre presente en el estatuto mismo del sujeto tachado.
Sin duda se encontrará aquí y allá la reconsideración de los temas propios de la
problemática imaginaria, aunque muy minimizada. Si toman por ejemplo “De una
cuestión preliminar…” encontrarán esta problemática imaginaria resumida en un
párrafo de la página 534. Consiste en decir simplemente que el niño es prematuro; que
por eso hay una brecha que lo precipita en la relación imaginaria con la imagen del otro,
por lo cual “el animal humano es capaz de imaginarse mortal”; y que por medio de esta
brecha (que Lacan articula con lo imaginario) hay para él simbiosis con lo simbólico.
Gracias a esta brecha ocupada por los efectos imaginarios, entra en conexión estrecha y
en simbiosis con el símbolo. Allí Lacan hace una diferencia entre “imaginarse mortal”
— lo que en verdad entraña cierto empobrecimiento de la cuestión — y constituirse
“como sujeto a la muerte”. Solo por lo simbólico puede el sujeto constituirse como
sujeto a la muerte, lo que constituye otra manera de expresar este ser-para-la-muerte que
Lacan había tomado de Heidegger. En este párrafo vuelve a cerrarse toda la temática
imaginaria, y en este texto la locura, como saben, no será en absoluto remitida a la
estructura general del desconocimiento, a la estructura paranoica del yo, sino a un
accidente producido en el registro simbólico. Allí aún no está en juego el S/ . Para que
figure habrá que esperar las elaboraciones siguientes, y en ellas ¿qué viene al lugar de la
temática del ser-para-la-muerte? Algo viene a ese lugar, pues ya ni se menciona la
asunción, la subjetivación de la muerte. Lo que viene a ese lugar es justamente algo que
S/ puede señalar, y que es la incompatibilidad del deseo con la palabra. Es un orden de
ideas completamente diferente. Lo que aparece como lo que debe descubrirse o
develarse es una relación del sujeto con la palabra. Es una relación de imposibilidad. Lo
que apremia a la conclusión de la cura es la palabra imposible mediante la cual el sujeto
podría liberarse de su tachadura; “una palabra”, dice Lacan, “que levantase la marca que
el sujeto recibe de su dicho”,13 la marca que recibe, digamos, del campo del lenguaje,
del símbolo. Puede decirse que la asunción de la muerte se transformó aquí en la
asunción de la tachadura mortífera del sujeto.
Tal es la razón por la que el escrito sobre “La dirección de la cura…” hace
finalmente surgir el falo como objeto de identificación primordial. Aquí el falo, que es
el falo de la castración, aparece — es lo que Lacan desarrollará en “La significación del
falo” — precisamente como el nombre mismo de la tachadura del sujeto, como la marca
que golpea al sujeto en la medida en que está ligado a la cadena significante.
De allí el reordenamiento — salteo cierto número de etapas — que realizará Lacan
en “Posición del inconsciente…”, es decir, en su lógica de la alienación y la separación.
Vista desde el lado simbólico, la alienación ya no es por cierto la alternativa en la que el
yo paranoico se pierde, “o yo o el otro”. Lo que permanece en la alienación significante

13
Segovia traduce: “la marca que el sujeto recibe de su declaración” (Escritos 2, p. 614). [N. del T.]

87
tal como Lacan la estructura es justamente el “o” paranoico — yo o el otro —, pero
situado en el nivel significante. Por eso Lacan estudia allí fórmulas tales como La bolsa
o la vida y Libertad o muerte, y elabora un “o” especial de la alienación. Podemos
preguntarnos qué lo llevó a abordar la alienación lógica mediante el “o”. He explicado
este esquema con frecuencia, pero hay que ver qué lo motiva. ¿Por qué lo que aparece
ahora es el “o”? En esta estructura lógica de la alienación el “o” que aparece es el de la
paranoia del yo, simplemente traspuesto al nivel significante y transformado. Se capta
así qué es lo que, junto a la alienación, introduce la separación. La motivación profunda
consiste en reintroducir aquí, en el nivel simbólico, el “no” del sujeto. Lo que Lacan
llama separación es lógicamente el “no” mediante el cual el sujeto se separa de los
“juegos seriales de la palabra”, del “juego de la sortija de la intersubjetividad”, y en él
Lacan ahora aloja el objeto a.
Por lo tanto, cuando invoca el acto de Empédocles ya no ilustra la forma simbólica
más elevada del ser-para-la-muerte, sino por el contrario la relación del sujeto con el
deseo del otro, pues aquí el sujeto apunta a la falta que él produce en el otro por su
propia desaparición. En ese momento la muerte — no pretendo explicarlo en detalle,
apenas aludo a esta construcción para mostrarles cómo ella prosigue este hilo de la
reflexión —, que es la muerte del individuo, del animal humano, aparece también en
juego en el nivel del objeto.
En primer lugar hay una muerte — puede ser una sorpresa ver aparecer aquí su
función, dado que estamos en el nivel de una elaboración significante extremadamente
desarrollada — ya incluida en el nivel de la sexualidad. Debido al solo hecho de
reproducirse por las vías del sexo, ya hay una parte perdida; hay allí una suerte de
relación biológica originaria entre la sexualidad y la muerte del individuo. Esa es la
conexión que revela en el objeto a al heredero de este tema de la muerte. Este tema de
algún modo se divide para Lacan entre el sujeto y el objeto a. El objeto es lo que se
representa en el sujeto de la parte perdida de la vida, de la parte perdida que sufre el
viviente. Y lo que se representa son objetos que llevan la marca de la tachadura. En
todos ellos podemos reconocer la presencia de la tachadura mortífera. Se pone de
relieve la forma de corte de diferentes objetos que son encarnaciones del objeto a. De tal
suerte que en el momento de la separación lo que sostiene el “no” del sujeto al orden
simbólico son estos objetos diversamente perdidos, respecto de los cuales no hay
dominio posible; objetos que no son susceptibles de la repetición dominadora del Fort-
Da pero que ulteriormente pueden no obstante hallarse incluidos en una cadena
significante llamada pulsión. A este respecto la pulsión es, si se quiere, el Fort-Da del
objeto a. En cuanto a esto, Lacan dice que reencontrar la muerte significa que toda
pulsión, en la medida en que está articulada a estos objetos de separación, es
virtualmente pulsión de muerte.

El goce o la verdad

Debería ahora entrar en el tema de la verdad. Era mi idea, pero es un poco tarde para
hacerlo. Ese tema no está lejos del punto en el que estamos, porque basta dar un paso
más para captar cómo se desplaza la problemática del fin del análisis — esta
problemática que apunta a llegar más allá de los juegos de lo simbólico y que además
supuestamente la encarna por la buena salida de esta experiencia de palabra que es la
experiencia analítica misma. Eso implica en el horizonte una asunción de la separación,

88
la asunción por parte del sujeto de lo que en su ser está separado como objeto perdido.
A este respecto la verdad que se descubriría al fin es una verdad sobre este concepto,
rechazado en un momento por Lacan, del masoquismo supuestamente primordial, es
decir de un goce presente en esta separación misma; es entonces una verdad del goce
que parece deber indicar el objetivo al que apunta la conclusión de la cura.
Ahora bien, lo que me parece central en el tema de la verdad es que lo que hace
obstáculo a la verdad del goce es el goce de la verdad. Freud pensaba que el
movimiento natural, el funcionamiento normal del aparato psíquico conducía al sujeto a
sacrificar la verdad al placer. Y esto se comprende si la verdad de la que se trata es una
verdad sobre el goce, la verdad de la castración. Todo, incluso la psique, está hecho para
apartarse de esta horrible verdad y preferir la homeostasis del placer — al menos del
Lust, al que sin duda puede darse el sentido de goce. Hay entonces en Freud mismo,
mucho antes de Lacan, la idea de un parentesco entre el goce y la verdad, entre el placer
y la verdad: Lust y Wahrheit. La idea de Freud era que el trabajo analítico por
excelencia debía ir en contra de la elección del Lust, como si el funcionamiento psíquico
condicionase una elección forzada, la elección del Lust contra la verdad, y el
funcionamiento del dispositivo analítico debiese llevar al sujeto, contra esta elección
forzada del Lust, a pasar a la verdad. Tal era para él el problema de su actualidad, lo que
le preocupaba en los analistas — constatar que en cuanto dejaban de ser analizantes
preferían el Lust a la verdad. Es el problema central, último, de su texto sobre el análisis
finito e infinito.
Lo que mencioné en Madrid es que nuestro problema es sin duda marcadamente
diferente pues no estamos seguros de que verdad y goce sean tan enemigos. En la
experiencia analítica llegamos por fin a constatar que la elección de la verdad — al
menos la elección de la cadena significante, de la elaboración significante, de la
asociación libre — ¡bueno sería si permitiese la caída del goce! Pero lo terrible es que al
elegir la verdad se obtiene por el contrario un goce, el goce de la verdad. Y tal vez — en
todo caso es lo que indiqué rápidamente — este goce de la verdad constituya un
obstáculo, el obstáculo último a la conclusión de la cura.
No les hago el desarrollo que sigue sobre este tema. Lo veremos la semana próxima.

2 de febrero de 1994

89
VIII

La pulsión en el campo del lenguaje

Hoy, antes de la interrupción de dos sesiones de febrero que retomaré el 2 de marzo,


terminamos lo que podríamos llamar nuestros trabajos preparatorios, que son las
coordenadas permanentes de la problemática psicoanalítica del fin del análisis.
Si quisiera resumir estas coordenadas de base diría que de un extremo al otro de la
enseñanza de Lacan el curso de un análisis es escandido por la revelación de
identificaciones, sea que se las sitúe como imaginarias o como simbólicas, hasta un
término último que es un estado del sujeto que podemos llamar sin identificaciones. Por
cierto, la naturaleza exacta, el estatuto teórico de este estado del sujeto puede ser
calificado diversamente, y lo ha sido en el curso de la enseñanza de Lacan, pero este
esquema que dibujo de entrada sigue siendo válido. Así, el fin del análisis aparece
siempre como un retorno a un estatuto original del sujeto, que sería la condición para
que fuese posible una reorganización de sus determinaciones fundamentales. Sin duda
hay allí una lógica de la cura que se impone a toda teoría del psicoanálisis, al menos a
toda teoría del psicoanálisis que admita un fin del análisis.
Esta lógica le impone conceptualizar ese estado original e indicar también cómo
puede tener lugar una divergencia mediante el retorno al mismo. Evidentemente la
determinación no es un esquema muy rico, es un esquema pobre porque intento hacerlo
general, omnivalente. Me contento con vincular el fin del análisis con los orígenes del
sujeto. Creí que se le podía agregar al menos el término identificación, que con sus
diferentes valores sigue presente a lo largo de toda su construcción.

El concepto de Escuela

Al tomar esta perspectiva que llamé general y pobre, supero la perspectiva cronológica
que puede adoptarse sobre la enseñanza de Lacan. Hay algo engañoso en la
cronologización que consiste en señalar los enunciados de Lacan sobre una escala
temporal. Todo el mundo lo hace hoy en día, y hacerlo es por cierto una actitud de
racionalidad. Por eso lo introduje, y lo hice en un momento preciso. En efecto, ¿con qué
tenía que habérmelas al promediar los años ’70? A la hora de comenzar a tomar la
palabra sobre Lacan en un medio que no era el analítico en sentido estricto, sino ante
cierto número de extraviados que buscaban una brújula en el psicoanálisis y se apiñaban
en la universidad — justo en el Centro Experimental de Vincennes, donde se
vanagloriaban de estar más extraviados que en otros lugares —, Lacan todavía
enseñaba. La actitud predominante de su auditorio era la de participar en una suerte de
revelación semanal. Escrutar los Escritos de Lacan, desprenderse de esta fascinación
por el enunciado oral semanal y hacer referencia al desarrollo de esa enseñanza para
mostrar su carácter metódico, su aspecto de trabajo, la modificación minuciosa de los
enunciados, era ya una actitud de racionalidad.
Mal que bien, di en eso mis primeros pasos. A partir de fines de 1981 Lacan se calló,
y ese podría haber sido el momento de ortodoxia. La vía normal habría sido que se
depositara un conjunto de opiniones verdaderas referidas a Lacan que permitieran

90
juzgar todo con su supuesto rasero. Si vuelvo a ese momento puedo decir que quise
impedirlo, y lo hice bajo el eslogan, implícito al menos, de ¡Lacan no siempre dijo eso!
Con el correr de los años obtuve cierto número de efectos de verdad, sin duda
transitorios ya que son rápidamente ingresados a una suerte de corpus general, pero que
en el momento en que se producían daban en el blanco para algunos.
Pues bien, esa actitud procedía — si quiero detallarla — por un doble movimiento.
Primero, tomar a Lacan en bloque, como una vez escribí. Eso significaba que yo
consideraba que no había partes caducas en la enseñanza de Lacan y que su
desaparición física no autorizaba — al menos para quienes querían ubicarse en el hilo
de su reflexión — a seleccionar en su enseñanza las partes vivas y las partes muertas.
Saben ustedes que esa fue empero la actitud predominante después de Freud: aislar, por
consideración para con él, las partes a desarrollar, las partes válidas, y después rechazar
otras en calidad de inmaduras, por ejemplo. Así, la corriente principal de sus alumnos,
ampliamente mayoritaria, eligió la segunda tópica contra la primera, teorizó además esta
elección como tal, y entonces cortó su obra al menos en dos, e incluso amputó de la
segunda parte cierto número de conceptos perturbadores que no lograban inscribirse en
esta reformulación, como por ejemplo el concepto de instinto de muerte. Yo quise que
se tomara a Lacan en su totalidad.
En todo caso, una parte estaba en peligro de ser sacrificada, especialmente la que se
refiere directamente a los psicoanalistas en su organización social. Todo lo que tocaba a
la institución — preocupación muy presente en la enseñanza de Lacan y vinculada por
él a la experiencia misma del análisis — estaba por pasar a ser considerado caduco por
haber fracasado, debido al desenlace que él mismo parecía haber dado a esta obra
institucional mediante una disolución. Entonces, al aplicarse esto a su enseñanza,
considerables partes de esta eran demolidas. Yo en cambio consideré que había una
enseñanza institucional de Lacan y que el movimiento de dejarla caer era la
prolongación de aquel que décadas atrás llevara a separar en su obra la teoría y la
práctica — Excelente teórico, pero la práctica es discutible. Estaban aquellos a los que
yo llamaba herederos mayoritarios de Freud, quienes ante el aparente fracaso
institucional solo querían separar las cosas e inscribir a Lacan entre los grandes
psicoanalistas a condición de privar a su teoría de toda consecuencia en la práctica del
análisis y en la organización de los psicoanalistas. Creo que eso no tuvo lugar, que se
prolongó el debate sin que Lacan fuese enrolado en las filas de una institución a la que
había combatido. Y aunque siempre se encuentre en suspenso, puede decirse, diez años
después, que el espacio fue preservado e incluso quizás ampliado en ciertos aspectos.
Eso apuntó de entrada a lo que nos interesa ante todo cuando se trata del fin del
análisis, al pase — tanto al momento de la experiencia analítica que Lacan llamó de ese
modo, cuanto al procedimiento institucional que le adjuntó. Apuntó incluso, más
generalmente, a la estructura de la Escuela, que él aplicó a lo que creó como institución
y a la que yo quise convertir en una parte de su enseñanza — lo que a fin de cuentas no
iba de suyo a primera vista, ya que esta Escuela solo había conocido una realización que
además parecía fallida por haber sido anulada por su inventor. Por eso hablé en un
momento dado de “el concepto de Escuela”, para que, más allá del eventual fracaso de
la institución única que había llevado ese nombre, pudiese captarse que este concepto
tenía subsistencia teórica y que era entonces susceptible de otras realizaciones, tal vez
corregidas, enmendadas. Es preciso decir que hoy en día, para cierto número de sujetos,
de psicoanalistas o de analizantes, este concepto tiene validez, que la realización única y
eventualmente venida a menos fue reemplazada por nuevas realizaciones. Ya hay en el

91
mundo cuatro Escuelas con este modelo, y otras en preparación a través de los avatares
que acompañan a esa experiencia.

La evaporación de lo real

Se comprendió también que tomarlo en bloque señalaba que para captar lo que se debate
en esa enseñanza no había que desatender sus comienzos, sus primeros pasos, su
desarrollo o, mejor dicho, su construcción, y que solo refiriéndose a la construcción
podía darse su contexto exacto al menor de sus enunciados. Eso implicaba entonces
remitir cada uno de esos enunciados a su enunciación y no hacer de ellos verdades
reveladas.
Aparte de tomarlo en bloque, en segundo lugar la cuestión era introducir un punto de
vista dialéctico sobre esta enseñanza, hacer ver su dialéctica interna. Es lo que en un
momento dado llamé “Lacan contra Lacan”. Fue invitar a una lectura — y practicarla —
orientada hacia lo que puedo llamar una autocrítica de Lacan. En vez de ir de cabeza
gacha, como algunos se animaban a hacerlo con el correr de los años, hacia una crítica
de Lacan, señalar más bien en qué sentido él mismo había sido su primer crítico. Por
cierto esta autocrítica de Lacan siempre resulta alusiva, a veces enigmática incluso, y
entonces hace falta un trabajo de lectura, de desciframiento para reconstituirla,
formularla, y así revelar un paisaje muy distinto del de una revelación que se despliega.
Hay en la enseñanza de Lacan un debate con los psicoanalistas, un debate con los
filósofos, un debate con los lingüistas, un debate con los historiadores, especialmente
los historiadores de la ciencia, ¡pero sobre todo hay un debate consigo mismo! Y a
medida que se desarrolla esa enseñanza el debate consigo mismo gana un lugar
creciente, a menudo velado porque las mismas referencias se mantienen mientras
cambia su valor exacto. Entonces mostré un Lacan que recusaba continuamente sus
propias soluciones, sus propias fórmulas, pese a conservar un hilo único. E incluso esa
variedad, que se manifiesta así, es tanto más evidente cuanto que el hilo de la
elaboración revela ser único, a saber, el campo del lenguaje:
S
s
Si les traigo este recordatorio es porque la actitud de racionalidad encuentra este
binario, desconocido por Freud, que permite enseguida reformular la técnica. Por eso
señalé que el texto que fijó en los espíritus el aporte de Lacan, la novedad lacaniana, es
“La instancia de la letra…”. Pero el motor constante, la auto-remodelación de la
enseñanza de Lacan es el resultado, el efecto de este desenmarañamiento, es decir, la
oposición, la dificultad para armonizar el inconsciente freudiano — que se descifra, que
se lee en la palabra, lo que en el fondo constituye la mejor definición que pueda darse de
la interpretación — con la pulsión; digamos incluso, más generalmente, con la libido.
La oposición entre el significante y el significado brinda una admisible traducción de la
posibilidad misma de un desciframiento, ¿pero cómo situar la libido respecto a esta
dicotomía?
Prestemos aquí un poco de atención. La dicotomía significante/significado ¿es capaz
de tratar lo que no es lenguaje, o está confinada a la esfera de lo que se habla y de lo que
se lee? La respuesta constante a lo largo de la enseñanza de Lacan, acorde con la
inspiración estructuralista, es que esta dicotomía es perfectamente capaz de tratar lo que

92
no es lenguaje, y que incluso está en juego en un análisis, por ejemplo. Hay sin duda
cierto número de datos que no son lingüísticos y que están en juego en lo psíquico, en la
experiencia analítica. Esta dicotomía no está hecha para negar que estén en juego el
cuerpo — sus partes, el cuerpo imaginario. No solo el cuerpo, sino también la sociedad
está en juego, presente, y tienen incidencia las leyes positivas — aunque más no fuese
por el sesgo de la filiación, de la nominación — y el estatus social. Estas incidencias
pueden ser muy profundas. El conjunto de los fenómenos sociales puede formar parte
del asunto. Y dejo un et cætera para incluir en este paréntesis todos los datos de la
existencia que ustedes quieran.
¿Cómo puede la dicotomía entre el significante y el significado apropiarse de estos
datos? La idea estructuralista consiste en que estos datos diversos, objetivos, materiales,
físicos, biológicos, sociales, pueden ser tomados como material significante. Tomar la
perspectiva del campo del lenguaje es mostrar cómo estos datos son remodelados para
devenir elementos significantes, y cómo en el psicoanálisis, precisamente, todos estos
datos, tan diversos como ustedes quieran concebirlos, pueden servir a la intencionalidad
del inconsciente, servirle para decir algo.
Sin duda eso implica, como en ocasiones puede criticársele, cierta evaporación de lo
real, pues estos datos aparentemente reales son tratados en calidad de significantes. De
ahí — lo digo de paso — el problema de recobrar a continuación este real más allá de la
significantización, ya que esta aparece siempre como una evaporación de lo real. Su
procedimiento mismo es la tachadura de lo real que se propone como elemento a
significar. (Una tachadura, una muerte, una desaparición, un desvanecimiento, una
desmaterialización, una irrealización; todos estos términos, que pueden ser
diferenciados, pueden también ser puestos en serie.) Llegado al caso esto se encuentra
en el sentimiento, que puede habitar a un sujeto analizante, de que a fin de cuentas todo
eso no es más que palabras, ¿y cómo podría tener una incidencia en lo real? El
inconsciente mismo puede incluso experimentarse como irrealizado.
Sin duda esto luego da toda su intensidad a la búsqueda, a la hipótesis de que en la
dimensión misma del significante pueda encontrarse un real que no es un dato de
partida, que no es un dato bruto, que es lo real del significante.
La operación de interpretación, a cuyo alcance no solo están los lapsus, los chistes o
el relato del sueño, sino también los síntomas corporales conversivos, la inhibición o la
angustia, consiste en otorgar a los fenómenos encontrados en la experiencia analítica su
función de palabra. El punto de partida de Lacan fue tomarlos como mensajes que
perdieron su código o su destinatario, lo que prescribe entonces recuperarlos.
El problema es la pulsión. Sin duda en ella están en juego datos que llamaremos
corporales. Pero la pulsión — este concepto nacido en el psicoanálisis, nacido de Freud,
que no es un concepto importado, remodelado por él, sino un concepto propio del
psicoanálisis —, la pulsión, en su uso analítico, no es un mensaje. Vemos desarrollarse
en la enseñanza de Lacan una confrontación con la resistencia, la dificultad que estos
conceptos de pulsión, de libido, de satisfacción pulsional, presentan a su integración en
el campo del lenguaje. De ese modo se pasa de declaraciones tales como “dejemos
ahora de lado [el] estatuto energético” de la pulsión, a su esfuerzo por reducirla a “una
topología”. Pero este discurso parece constreñido pese a todo por una suerte de real que
resiste y que se ajusta a esta dificultad. Así, puede incluso decirse que la causa del deseo
que habita esta elaboración teórica es la dificultad que presenta, el elemento de
resistencia que implica aquello a lo que Freud apuntaba con este concepto de pulsión,
por reducido, desmenuzado o desmontado que esté. Si quisiera calibrarse la enseñanza

93
de Lacan, el camino más seguro consistiría en hacerlo según las diversas soluciones,
cada vez más ajustadas, que aporta a esta dificultad. A este respecto el concepto de
objeto a es la formulación misma de esta dificultad.

Libido imaginaria

A grandes rasgos vemos desplegarse en la enseñanza de Lacan una teoría imaginaria de


la libido, una teoría simbólica de la libido, y una teoría real de la libido. Condenso aquí
comentarios minuciosos que hice a lo largo de años.
La teoría imaginaria de la libido se impone al ponerse el acento sobre la dinámica de
lo simbólico, sobre la potencia de transformación que habita lo simbólico, cuyo efecto
en estas transformaciones es la verdad. Si se acentúa la dinámica de lo simbólico,
enseguida surge su Otro, lo inerte, precisamente la inercia de la libido. Y el primer
recurso de Lacan es remitir la libido al registro imaginario, al registro de las fijaciones
imaginarias. Eso no concuerda sencillamente con el uso freudiano de la libido — que
por el contrario hace de ella una cantidad circulante —, ya que si se habla en términos
de investiduras libidinales es para decir que el sujeto a veces inviste un objeto, a veces
inviste otro, inviste el yo, lo desinviste al punto de sacrificarlo a su investidura objetal.
Hay entonces en Freud una circulación de la libido, e incluso introdujo este concepto,
que unifica los fenómenos de investidura e interés, para dar cuenta de dicha circulación.
La solución de Lacan apela siempre allí al registro imaginario; encierra la libido en el
circuito imaginario a–a′, y el primer uso que hace de esta pareja imaginaria — la del yo
y el otro, la del yo y la imagen del otro o imagen del cuerpo — consiste en señalar que
la libido puede circular, pasar de uno al otro, vaciar uno en beneficio del otro, de modo
tal que se encuentra en conformidad con lo que Freud articuló acerca del yo como
“reservorio de la libido”.
La segunda teoría de Lacan es la teoría simbólica de la libido. Se vuelve necesaria
por la oposición entre inercia y circulación de la libido, y también por el hecho de que
estas investiduras objetales son y deben ser susceptibles de interpretación, es decir que
ellas mismas deben ser incluidas en el campo del lenguaje y operar con el binario del
significante y el significado. Sin duda esta necesidad que se impone la teoría simbólica
de la libido conduce a una disociación entre el deseo y el goce. Es así que hoy les
presentaré deseo y goce como el producto de esta disociación, una disociación operada
sobre el concepto freudiano de la libido que permite incluso articular el deseo con el
Wunsch freudiano. En esta disociación se separa un elemento íntegramente articulado
con lo simbólico, el deseo, y el goce queda como resto de esta disociación conceptual.
Pues bien, esta es una diferencia de acento muy importante porque, lógicamente,
cuando Lacan intentaba tratar la libido freudiana a partir de lo imaginario se veía
llevado a poner siempre el acento sobre los elementos perceptivos del goce, de la libido.
Y es así como en efecto toma todo su lugar, su valor, este efecto de júbilo que situaba
en la experiencia del estadio del espejo. Este júbilo observado es la connotación
libidinal de la relación con la imagen. Y a lo largo de toda su primera enseñanza las
pocas veces que emplea el término goce están casi siempre vinculadas a una experiencia
especular. Por ejemplo el goce transexual del presidente Schreber, que se emperifolla,
se viste de mujer para mirarse así ataviado.

94
Libido simbólica

Sucede muy diferentemente cuando se practica la escisión entre deseo y goce. Esa fase
ocupa gran parte de la enseñanza de Lacan. Él pasa de la primera solución a la cuestión
que se plantea aquí y que no deja a la libido en lo imaginario. Por ejemplo, así es como
Lacan pone a punto su concepto del deseo, y lo construye de modo simétrico a la
oposición significado/significante; introduce la demanda en el nivel del significante, y
el deseo aparece en posición de significado:
D
d
Hace del deseo el significado de la demanda y por ese sesgo avanza sobre el concepto
freudiano de la libido, va más allá de todo lo que concierne al aspecto circulante de la
libido freudiana, lo deporta al orden significante de tal modo que en este sentido el
término deseo suplantará en la enseñanza de Lacan al término verdad, en la medida en
que va al lugar mismo donde estaba el efecto de verdad, es decir, al lugar del efecto de
significado. Los desplazamientos del deseo son entonces remitidos a esas
transformaciones posibles del significado en función de la articulación significante.
En otro momento seguí las diferentes etapas de elaboración de este deseo. Al
comienzo es concebido a partir de Hegel, y su meta sería “hacerse reconocer”. Dicho de
otro modo, hablar, y hablar en análisis, sería un intento de hacer reconocer por parte del
otro el propio deseo. Desde esa perspectiva se habla del fin del análisis en términos de
reconocimiento — más allá de lo cual subsiste un resto que asedia los márgenes de la
elaboración de Lacan, un resto que no busca hacerse reconocer. La pulsión no busca
hacerse reconocer. En este orden de ideas hay de parte de Lacan un forzamiento. La
dificultad que provoca este resto produce en su elaboración un forzamiento que consiste
en plantear que la pulsión equivale a una cadena significante de un tipo especial; no es
simplemente señalar que la pulsión freudiana no es el instinto o que ella es susceptible
de permutaciones lógicas localizables sobre la gramática — lo que una lectura de Freud
esclarecida por Lacan muestra inmediatamente —, sino hacer a la pulsión teóricamente
equivalente a una cadena significante modificada, en la que de algún modo el elemento
significado se encontraría en el mismo nivel que el elemento significante.
Es lo que Lacan escribió S/ ◊D — volveremos a ello —, donde la S/ es el indicador
del lugar del sujeto bajo la barra (que entonces puede ser tomado como equivalente al
deseo). Esto es escribir la pulsión bajo la forma de una cadena significante —
impensable, a decir verdad — cuyo elemento inferior, el elemento significado, está en el
mismo nivel que el superior:

¿Por qué esta transformación? Para inventar esto que es como una avanzada del
esfuerzo para incluir la libido y la pulsión en el campo del lenguaje, para hacer de la
libido, del goce, el equivalente de un efecto de significado. Hacer la pulsión equivalente
a una cadena significante es prescribirle un efecto lingüísticamente impensable, a decir
verdad: es prescribirle un efecto de goce. La pulsión sería como una cadena significante
que tendría un efecto de goce, e incluso digamos — para diferenciarlo del efecto de
sentido — un producto de goce. Ahí está entonces la base de ese tratamiento, que
ocupará muchos años de la enseñanza de Lacan, consistente en tratar el goce como

95
objeto a, es decir, como el producto de una cadena significante. Este es el precio que
debe pagarse para aprehenderlo en el campo del lenguaje. Y cuando en “Televisión”, de
1973, Lacan escribe jouis-sens,14 ese chiste aclara toda su elaboración a este respecto, es
decir, la avanzada de este esfuerzo para incluir el goce en el campo del lenguaje,
volverlo equivalente al sentido, y por cierto a un sentido de un tipo especial, ya que no
es un deseo que sea cuestión de hacer reconocer.

Libido real

Pues bien, lo que yo anunciaba como la teoría real de la libido en Lacan es un paso al
límite que consiste globalmente en hacer que el significado y el significante equivalgan
a goce. Eso es lo que implica ese enunciado enorme concerniente a los nudos que se
encuentra en “Televisión” y que indica su mira en esta última elaboración de la
topología de los nudos; estos, dice, “se construyen realmente para hacer cadena de la
materia significante”. Es en verdad enorme decir que las cadenas significantes no son de
sentido, sino de gozo-sentido — allí aparece el término —; que las cadenas significantes
son cadenas de goce. He ahí la equivalencia global, masiva, a la que llega Lacan, y a
partir de la cual se ocupará de los nudos. Toda la elaboración detallada del nudo reposa
sobre este fundamento, que es de algún modo una equivalencia global planteada como
tal: que las cadenas significantes son cadenas de goce.
Si volvemos un poco más acá de esta avanzada, puede decirse que la brecha
inconsciente-pulsión, señalada por Lacan desde el comienzo de su enseñanza, se
traslada al corazón de su elaboración como la brecha entre el deseo y el goce. Y esta
brecha solo es superada, a modo de ensayo, por la tesis: Las cadenas significantes son
cadenas de goce.
En este aspecto, el nudo que aparece y ocupa el final de su elaboración tiene un
ancestro en la teoría de Lacan. Hay un concepto que antecede al nudo, que Lacan señala
como tal — una vez, además —, y es el concepto equívoco del falo. Hubo un periodo en
el que la teoría de Lacan se centró sobre el concepto del falo porque este concepto
parecía poder operar una conjunción entre deseo y goce. He debido deletrear
extensamente este equívoco entre el falo significante del deseo y el falo significante del
goce. Es muy legítimo deletrearlo en todo momento, pero hay que ver bien que este
equívoco es estrictamente prescrito por la brecha deseo-goce y que el concepto del falo
reúne en sí mismo esta antinomia y más aún, pues posee adyacencias imaginarias
difíciles de desconocer. Por eso en cierto momento este concepto ocupó en la enseñanza
de Lacan un lugar central al que se dirigía el conjunto de las dificultades teóricas de esa
reescritura en términos del campo del lenguaje.

El enunciado y la enunciación

Quisiera ahora ubicar allí la cámara mediante la cual barremos diferentes momentos de
la enseñanza de Lacan, apuntar el reflector a un momento particular en el que afronta
destacadamente esta dificultad de incluir la pulsión en el campo del lenguaje. Es el
segundo capítulo de su texto “Observación sobre el informe de Daniel Lagache…”, de

14
Equívoco entre jouis sens (gozo sentido), y jouissance (goce). [N. del T.]

96
1958. Constituye una suerte de relectura de El yo y el ello, de Freud; busca armonizar
las expresiones de Freud sobre el ello, y señala cuánto debe a la gramática la teoría
freudiana de las pulsiones y cómo esta es el abordaje mismo del concepto de orden
combinatorio, ya que Freud desmonta la pulsión entre fuente, esfuerzo, meta y objeto.
Hay entonces toda una voluntad de ir tan lejos como sea posible en la inclusión de la
pulsión en el campo del lenguaje. Lo que organiza esta lectura es intentar demostrar, a
partir del concepto mismo de Freud — el concepto de ello, el de pulsión —, que todo
está de hecho allí, que forma parte, hablando con propiedad, del campo del lenguaje, a
condición de admitir, dice, que no todo es significante — lo comenté largamente hace
tiempo —, sino estructura, y dejando de lado el estatuto energético de las pulsiones.
Si se deja de lado el estatuto energético de la pulsión es posible demostrar todo lo
que es del orden del lenguaje en la pulsión. Por eso Lacan, como es sabido, compara el
ello a una suerte de amontonamiento desordenado de significantes, a un reservorio o una
reserva de significantes, y tiene imágenes para que nos lo representemos — el buzón, la
boca de león en Venecia, etc. — y para reducir la pulsión de muerte freudiana a la
relación del sujeto con el significante. Desde este ángulo la pulsión de muerte no es más
que el efecto mortificador del significante sobre el sujeto, que evocamos la vez pasada;
al menos él piensa poder fundar la pulsión de muerte sobre la base de dicho efecto.
Es un momento que les señalo, página 641 y siguientes de los Escritos, porque
avanza, aunque un poco rezagado, en la dirección de que finalmente la pulsión es una
cadena significante de un tipo especial. El primer rasgo por donde las pulsiones pueden
aparecer ligadas al orden significante es el rasgo que Freud señala de su desplazamiento,
su Entstellung, el hecho de que ellas no estén en su lugar, como una “barahúnda de
personas desplazadas”, su desubicación, su mala ubicación, cuestión que volverá en su
seminario Aún, donde se tratará de la satisfacción que no es “la que haría falta”, etc.
Entonces Lacan señala que donde hay goce hay desplazamiento, el mismo
desplazamiento permitido por el significante. La reinclusión de la pulsión en el campo
del lenguaje y, en el horizonte, su definición como cadena significante, es lo que anima
esta construcción que hemos aislado como tal, la construcción donde Lacan distingue el
enunciado y la enunciación.
Este texto es oscuro en su finalidad porque en él se retiene aún la equivalencia entre
la pulsión y la cadena significante, y solo se lo aclara al captar que Lacan se dirige hacia
dicha equivalencia. Para intentar fundarla toma entonces como referencia la cadena
significante normal. ¿Y qué muestra en ella? Que puede incluir en sí una duplicidad. Es
el ejemplo tomado de Damourette y Pichon, je crains qu’il ne vienne [temo que venga],
que él desvía para producir una duplicidad de la cadena significante. Hay allí un
enunciado en el que el je se ubica a sí mismo como el que enuncia mediante esta breve
partícula je, que cada uno puede retomar por su cuenta y que en la terminología de
Jakobson es entonces un indicador shifter. Tenemos allí el sujeto que enuncia, que
enuncia el temor de que el otro venga. El francés permite en efecto utilizar aquí esta
partícula negativa ne, que si estuviera completada por un pas diría evidentemente lo
contrario.15 El francés permite esa ligera discordancia, la de ubicar esta negación
amputada que hace que la frase signifique que el sujeto que enuncia teme la llegada del
otro pero parece decir a medias que él teme que el otro no venga.
Lacan se apropia de este ejemplo para señalar de qué modo se puede decir entonces
dos cosas a la vez, se puede expresar un deseo que difiere de la intencionalidad del

15
Je crains qu’il ne vienne pas = Temo que no venga. [N. del T.]

97
sujeto que habla. Es como un paradigma del lapsus aunque no lo sea, ya que el deseo
auténtico, es decir el deseo contrario a lo que es dado como el deseo explícito, da la cara
a medias. Al igual que aquí, hay un medio decir del deseo inconsciente que es lo
contrario del deseo explícito. Lacan lo utilizó para situar el lugar del sujeto. ¿Cuál es el
fundamento, la finalidad de este análisis? Mostrar que una cadena significante puede
esconder otra, y producir entonces una duplicación de la cadena significante.
Distingamos, dice, la cadena del enunciado, esta cadena superior, y la cadena de la
enunciación que corre por debajo, que de algún modo es inversa de aquella en la
expresión del deseo. Da como ejemplo el imperativo porque, si le digo al otro ¡Ve!, mi
lugar como sujeto que enuncia no está marcado verdaderamente; no hay un Yo digo que
tú vayas allí, sino que en el imperativo la enunciación por parte del sujeto es tanto más
marcada cuanto que es implícita. Entonces bajo el ¡Ve! hay un enorme yo [je] implícito,
¡y por cierto para poder dar órdenes al otro hay que tener la presencia que conviene!
¡Ve!
“yo”
Este es entonces un análisis aceptable de los enunciados, pero el uso que le da Lacan
está al servicio de la teoría de la pulsión. Se presenta en los siguientes tiempos. He aquí
un yo explícito donde no hallamos el yo implícito del deseo, que no se dice:
Je crains qu’il ne vienne
Solo por efecto de la interpretación podría surgir este yo implícito, y Lacan se apropia
de este fenómeno para decir que en el nivel del deseo inconsciente el sujeto está como
tachado. Hete aquí el S/ :
Je crains qu’il ne vienne
————————————————————

S/
Así, esta pequeña negación discordancial del ne aparece como el verdadero indicador de
la posición del sujeto tachado del inconsciente. Entonces lo que subyace a este texto es
un esquema donde el pequeño ne podría ser escrito encima y el sujeto tachado debajo:
ne
S/
Esta es la sugerencia de trabajo que Lacan propone a los lingüistas, y admite
aventurarse mucho en esta teoría lingüística: “¿los prefijos de negación [como el ne] no
hacen sino indicar reocupándolo el lugar de esta ablación significante [del sujeto]?”.
Esta frase es esa fórmula. El uso de la negación, ¿no es apenas un indicador y al mismo
tiempo un tapón de la elisión del sujeto en el nivel del inconsciente? No creo que esta
sugerencia de trabajo haya sido puesta en práctica; no es más que un apoyo hallado en el
fenómeno lingüístico para intentar dar cuenta de la pulsión.

La defensa del sujeto

Es lo que Lacan indica de paso al decir: No estoy tan seguro de lo que digo en
lingüística, no estoy tan seguro de que pueda decirse en definitiva que los prefijos de
negación indiquen y colmen el lugar del sujeto faltante, pero donde sé lo que digo es en

98
lo tocante a la articulación de la defensa con la pulsión. Todo este análisis, que fascinó
también porque parecía fundar el inconsciente en la lingüística misma, solo tiene
sentido, valor, transferido a la teoría de la pulsión y como un esfuerzo para incluir la
pulsión en el campo del lenguaje en calidad de cadena significante de la enunciación,
para decir: Saben bien que en la lingüística es inevitable un desdoblamiento de la
cadena significante. El hecho de hablar y el análisis de los enunciados lingüísticos nos
llevan a introducir una dicotomía en la cadena significante y a implicar una cadena
significante que quiere decir lo contrario de la cadena significante implícita. Todo el
sentido de su análisis está en decir que la pulsión es algo así, en cuyo nivel se produce
este S/ . El nivel fundamental de la cadena significante es aquel en el que se produce la
ausencia del sujeto, y no es otra cosa, dice, que la producción de esta negación en cierto
modo natural, primera, original; es la defensa, la defensa freudiana. Es verdaderamente
escribir que en ese nivel hay una cadena significante — eso no es formulado, no es
explícito —, una cadena significante que propaga la pulsión, que tiene efectos de goce,
y el sujeto se defiende de ella. Y la defensa del sujeto es precisamente el lugar vacío que
él mismo constituye. Por eso Lacan escribe ahora que este lugar del vacío del sujeto
representa, lo cito, “la ignorancia en que está el sujeto de lo real de quien recibe su
condición”. Digamos que este análisis sería como la escritura de la pulsión. Lo real del
goce (J) implica su defensa subjetiva (S/ ):
J → S/
El sujeto es esta defensa misma. Es lo que más tarde será atribuido al sujeto del deseo.
El deseo, dirá Lacan, es una defensa, la “defensa de rebasar un límite en el goce”.
En este análisis, difícil pues supone cierto conocimiento del texto, hay como un
movimiento aún inhibido en Lacan. Él no formula, como lo hará explícitamente en
“Subversión del sujeto…”, que la pulsión es una cadena significante. No creo que jamás
se encuentre en Lacan esta fórmula explícita. Eso no quita que años más tarde intente en
“Subversión del sujeto…” estudiar el estatuto subjetivo de la cadena significante en el
inconsciente, y la estudiará como una cadena de la enunciación, señalando que en el
psicoanálisis siempre se buscó localizar el sujeto del inconsciente cuando no es el sujeto
de un enunciado explícito, y que la pulsión es en Freud una cadena significante que no
es un enunciado. Es una cadena significante donde no se puedan localizar esos efectos
de deseo, de denegación; es como una cadena significante sin denegación, previa a la
denegación. Se esboza así el dar cuenta de que donde hay una cadena significante que
incluye al sujeto siempre se tiene una inconsistencia, como la pequeña discordancia del
ne. Pues ¿qué significa eso exactamente? Después de todo, siempre puede suponerse
que se trata de Je crains qu’il ne vienne, y que además no se ha escuchado el pas —
como aquí les sucede todo el tiempo. Dicho de otro modo, una vez que surge una
cadena significante que incluye al sujeto explícito, tenemos estos fenómenos de
inconsistencia. Pero en el nivel de la cadena significante pulsional, que no es un
enunciado, estamos condenados a la consistencia. Esto ya anuncia la tesis de Lacan que
asimismo hace del objeto a una consistencia lógica.
En efecto, a través de la pulsión se ha intentado, en el psicoanálisis, ubicar el sujeto
en la cadena significante pulsional a partir de una localización por medio del objeto —
oral, anal —, y por eso Lacan llega a decir que la pulsión es como el “tesoro de los
significantes” de la cadena significante inconsciente; es como un vocabulario, el
vocabulario mismo de la cadena significante inconsciente. Hay que decir que eso
supondrá una traslación del objeto a a lo real, y la dificultad, para Lacan, de armonizar

99
estos dos estatutos del sujeto: en primer lugar la subordinación del sujeto al significante
y la mortificación que eso implica, y en segundo lugar la subordinación del sujeto al
goce del que se defiende. Por eso se encontrarán enunciados contradictorios en Lacan,
según los textos, en los que por un lado el significante es lo que causa esta muerte del
sujeto que es su división, su escisión, incluso su desvanecimiento significante, su
elisión, y por otro lado es el objeto a lo que causa la división del sujeto.

Hermandad del goce y la verdad

Por eso, para regresar al fin del análisis, que siempre es retorno al origen, al lugar
original del sujeto, hay dos vertientes esenciales de la teoría del fin de análisis. La
primera es aquella en la que en el origen hay, bajo sus diversos aspectos, S/ , efecto
mortificante del significante. Son entonces las teorías que hacen de la asunción de la
muerte el término último, o incluso el retorno al lugar de S/ , que Lacan llama el lugar de
“nadie más” [plus personne]. La segunda vertiente es aquella en la que ese retorno es un
retorno al lugar del objeto a, es decir, en la que se considera el fin del análisis como un
franqueamiento de la defensa — ese franqueamiento de la defensa original que Lacan
denominó “atravesamiento del fantasma”. El fantasma del que se trata no es por cierto
el fantasma como imaginario, sino el fantasma como fundamental, y a este respecto
puede decirse que lo que allí llama fantasma es el nombre de la defensa primordial.
Pues bien, lo que hay que comprender a partir de estas dos vertientes es cómo puede
el curso del análisis llegar a superponerse a este proceso. El curso del análisis — y
también su fin — retoma algo del estado inicial del sujeto a la entrada. El fin supone la
desaparición de las condiciones de posibilidad del análisis. Y es así como la entrada y el
fin del análisis se escriben de maneras simétricas.
Hoy no tendré tiempo de volver a este capítulo, el fin de mis preliminares. Solamente
diré que esta articulación del algoritmo de la entrada y de la salida del análisis, del fin
auténtico del análisis, supone en definitiva que el efecto mortífero del significante, que
escribiremos así:
S1
S/
es equivalente a la defensa, al efecto de división del objeto a sobre el sujeto tachado.
La fórmula que podría proponerse para transcribirlo, esa fórmula en la que se
conjuga la subordinación del sujeto al significante y la subordinación del sujeto al goce,
podría ser: Donde estaba la verdad, había goce. Esto supone que estas dos vertientes, la
del Otro y la de la Cosa, no son más que una. Y entonces, más allá de la división entre
verdad y goce, la verdad es, si me permiten, la equivalencia entre verdad y goce. En el
fondo, es lo que Freud nos decía en el capítulo V de Análisis terminable e interminable:
“si la percepción de la realidad trae displacer, ella — o sea, la verdad 16 — tiene que ser
sacrificada”. Por supuesto, eso se hace bajo las órdenes del principio del placer, que
trabaja para la homeostasis, para la igualdad, y que rechaza entonces tanto esta verdad
como el goce suplementario. El principio del placer hace aparecer el parentesco entre la
verdad y el goce, pero este parentesco, que en efecto los hermana, quiere decir que
verdad y goce son allí dos nombres de lo mismo, que verdad y goce son dos aspectos,

16
Etcheverry traduce: “percepción”. [N. del T.]

100
dos nombres de lo mismo.
Bien. Me detendré aquí, y los veré nuevamente el 2 de marzo.

9 de febrero de 1994

101
IX

La resolución curativa del pequeño Hans

Salió El Seminario IV. Ahora podrán leerlo como yo lo leí. Supongo que muchos de
ustedes sin duda ya lo leyeron, pues circulan copias, pero lo leerán de otro modo. En
efecto, ¿qué agrega el trabajo de redacción? Correcciones, pero eso no es lo esencial.
(Siempre hay correcciones que hacer. Al releerlo otra vez, hallé una que les señalaré.
Entonces no está terminado.) Lo esencial no es la corrección, creo, sino la puntuación.

Puntuación

Sobre la puntuación tenemos un señalamiento de Lacan en las páginas 301-302 de sus


Escritos. En la tercera parte del informe de Roma, consagrada a la relación entre la
interpretación y el tiempo, Lacan hace de la puntuación el concepto mayor de la
interpretación. Puedo leerles este breve pasaje:
Es un hecho que bien se constata en la práctica de textos con escrituras
simbólicas, trátese de la Biblia o de los canónicos chinos: la ausencia de
puntuación es en ellos una fuente de ambigüedad, la puntuación planteada fija el
sentido, su cambio lo renueva o lo trastorna, y, defectuosa, equivale a alterarlo.17
Lo que puede constituir la diferencia entre su lectura anterior y su lectura posterior a
la redacción es esencialmente la elección que hice de la puntuación. Esta puntuación
alcanza al conjunto del seminario, su división en partes, los títulos dados a lo que se
convierte en capítulos; también interviene en cada capítulo mediante la delimitación
regular de sus tres partes, y luego desciende hasta el nivel del párrafo, pues en la
estenografía no hay párrafos estrictamente hablando, si bien las pausas están sin duda
indicadas. La puntuación llega hasta el nivel de la frase, pues tampoco hay frases en la
estenografía, no son frases redactadas; quizás son contables, no lo sé, pero su número es
demasiado grande.
La función del tiempo no está presente aquí como en la interpretación analítica.
Lacan subraya la función de la puntuación en un movimiento de justificación del tiempo
variable de la sesión, y así quiere demostrar que al analista no puede serle indiferente el
momento de levantar la sesión, y que si lo es, o si aplica una regla estándar cronológica,
se priva de lo más eficaz de la interpretación, desconoce la estructura del tiempo lógico,
interrumpe mal con respecto a lo que Lacan llama los momentos de prisa en el sujeto, y
puede, estrictamente hablando, matar la conclusión — emplea allí esta palabra — hacia
la cual el sujeto se precipita; se corre así el riesgo de fijar un malentendido al fin de la
sesión o de dar lugar a una astucia retorsiva. Esto no concierne al trabajo de redacción,
pues la función del tiempo se insinúa en esta dimensión ante todo bajo la forma del
tiempo necesario para hacerlo — tema que además alimenta algunos reclamos, pero
después de tanto tiempo se puede constatar que eso no me desvía de mi propio ritmo.
Es cierto que las elecciones de puntuación pueden fijar malentendidos. Por eso es

17
La traducción es nuestra. [N. del T.]

102
muy necesario tener una idea del movimiento que anima los seminarios, reconstituir en
qué dirección se lanzan, para poder hacer la menor de esas elecciones. La regla de
puntuación está bien dada por la matriz retroactiva presentada por Lacan. En efecto, a
partir de la conclusión a la que se lanza el discurso se puede fijar retroactivamente los
elementos de la frase, del capítulo y de la obra en su conjunto.

Al mismo tiempo este esquema se aplica también a la lectura que ahora hacemos, ya que
no podemos dejar de leer este seminario — que pese a ser de hoy es de hace mucho —
sobre el fondo de lo que sabemos de la enseñanza ulterior de Lacan.
Quisiera dedicarme hoy a este ejercicio, aprovechando esa actualidad para introducir
ahora este seminario en nuestro curso. Es un hábito que adquirí: tras la publicación de
un seminario, consagrarle una o dos sesiones. Está especialmente justificado en este
caso porque la segunda mitad de la obra está ocupada por un comentario de la
observación de Freud sobre el pequeño Hans.

“Dejado en banda”

En el título de esta parte conservé el término observación empleado por Lacan y por
Freud. Lo que se observa es la aparición, instalación y desaparición de una fobia en un
periodo acotado que va desde enero hasta el comienzo mismo del mes de mayo de 1908.
Al final la fobia desaparece y el pequeño sujeto parece encontrar cierto equilibrio,
parece poder — no digamos más — vivir sin demasiados tormentos, sin esa elaboración
intelectual apasionada que pudimos acompañar en el marco de su entorno, lo que
justifica decir que hay en este caso una neta resolución curativa, para emplear aquí la
expresión que Lacan utiliza en el breve resumen que realiza de este caso en “La
instancia de la letra…” — que encuentran en los Escritos y que proviene de una
conferencia de ese año. Dado que hay una resolución curativa terapéutica evidente, la
observación del pequeño Hans puede ser considerada como un paradigma de la cura
analítica; por lo menos puede parecerlo, vista la dimensión de completud que presenta.
Sin embargo tuve el cuidado de preservar el término observación porque se plantea la
cuestión de saber si es una cura. Me pareció excesivo, arriesgado, poner como título de
esta parte La cura del pequeño Hans.
¿Es una cura? La respuesta no es simple. En todo caso, es múltiple.
Sí, es una cura. ¿Qué otra cosa sería? Hay un fenómeno patológico, y este fenómeno
desaparece. No desaparece por sí solo, aunque uno pueda legítimamente preguntarse si
no habría desaparecido por sí mismo si se lo hubiese dejado tranquilo. De todos modos
se observan numerosos casos de fobia infantil en los que puede pensarse que no hay
razones para precipitarse; se observa que, sin intervención terapéutica pronunciada, el
fenómeno se desvanece. Pero en este caso el fenómeno no se desvanece más que en el
marco de una relación bastante compleja que se establece con agentes que se presentan
como terapéuticos, con una movilización especial del cuidado terapéutico en torno al
fenómeno. Entonces, si se considera que la desaparición de un fenómeno patológico
debido a una relación terapéutica, a una actividad terapéutica, o en el marco de esta

103
actividad, constituye una cura, digamos pues que se trata de una cura.
No, no es una cura. No es una cura porque el agente de la terapia es el padre. Con él
se mantiene lo esencial del diálogo terapéutico. El padre es un personaje de la historia
del pequeño Hans. No es un profesional solicitado por fuera de esta historia, y no se
puede glosar su posición de no-actuar, su neutralidad benevolente, todo lo que tocaría a
su desimplicación, a los efectos benéficos para el sujeto de atenderse con un personaje
no implicado en su historia. Por el contrario, este personaje, con la manera en que
asume su función paterna, sin duda tiene una responsabilidad mayor en el surgimiento
del fenómeno de la fobia. Dicho de otro modo, en el curso mismo de la observación este
agente terapéutico aparece como un agente furiosamente patógeno.
Indudablemente, la palabra clave aquí es carencia, término que extraje de los dichos
de Lacan para hacerlo figurar en el título del capítulo XXI, llamado Las bragas de la
madre y la carencia del padre. En efecto, hay en este capítulo un desarrollo sobre los
pertinentes e importantes señalamientos que el pequeño Hans realiza sobre las
diferentes bragas de su madre. Para nosotros eso no puede dejar de resonar un poquito
con la cuestión de saber quién lleva, no las bragas [les culottes], sino los pantalones [la
culotte], en el hogar de los padres de Hans. Esto prepara entonces la segunda parte del
título, que apunta a la carencia del padre.
Carencia es un término que significa falta. Viene del latín carere, un verbo que
quiere decir faltar. En un deudor, la insolvencia [carence] es la ausencia de recursos
para saldar su deuda, y más generalmente es el hecho de sustraerse a sus obligaciones
— o, como muy bien dice el Robert, de faltar a su cometido. En un nivel orgánico,
carencia es asimismo la ausencia de elementos, de sustancias que contribuyen a
alimentar el tejido orgánico. Entonces este término, que puede ser discutible, es no
obstante esencial para fijar el mecanismo de la fobia. Se lo reencuentra en el resumen
dado por Lacan en la página 500 de los Escritos, donde evoca al pequeño Hans dejado
en banda, “a los cinco años abandonado por la carencia de su medio simbólico”.
Sería posible comentar cada uno de los términos de esta expresión bien sopesada que
compendia la demostración del Seminario IV. El “dejado en banda” del pequeño Hans
es muy propicio para evocarnos la situación del presidente Schreber; está incluso
tomado del vocabulario de este, que se siente, con horror, dejado en banda por la
retirada de divinidades y por el abandono en que se encuentra debido a esta fuga de
goce que para él se traduce en lo real. Es entonces una expresión tomada del discurso
mismo de la psicosis. También está el adjetivo “simbólico”, que tiene toda su
importancia pues nos evita situar esta carencia en el simple registro de la realidad. Si
Lacan luego abandonó e incluso criticó el término carencia fue en la medida en que
puede permitir pensar que una falta en la realidad del entorno — la ausencia del padre,
de la madre, o de tal elemento de la constelación familiar — podría tener ipso facto
consecuencias patógenas. Aquí Lacan no habla de entorno en la realidad, no habla de la
ausencia o de la presencia de tal o cual personaje en la realidad, sino que habla del
entorno simbólico. O sea que se trata menos de las personas que de las funciones
simbólicas que ellas deben asegurar más o menos bien. El escrito detalla que se trata de
una carencia de tipo simbólico y de la ocasional insuficiencia de tal o cual personaje
respecto del símbolo. En efecto, la demostración de Lacan se dirige a ese punto de la
insuficiencia del padre real, del padre de la realidad, respecto del símbolo, de la función
simbólica del padre. Y Lacan descifra el llamamiento constante, regular al menos,
hecho por el pequeño Hans a la asunción de esta función por parte del padre. ¿Por qué
las carencias? ¿Por qué este plural en el texto escrito, si se lo encuentra en singular en el

104
Seminario IV? Porque la carencia esencial se traduce mediante un desfase de todos los
personajes que deben asumir las funciones que componen ese entorno simbólico — lo
que Lacan había podido designar en otras ocasiones, al referirse a la configuración que
precede al nacimiento del sujeto, bajo la expresión “constelación significante”. Aquí,
como el pequeño Hans tiene cinco años, la expresión es “entorno simbólico”.
En este seminario hay entonces signos de esta disfunción del entorno simbólico.
Mientras un autor, al que Lacan critica en el primer capítulo, se queja de la falta de
precisión en la observación de la pareja parental, señalando que Freud habría debido
decir más acerca de la relación entre los padres, Lacan se divierte por el contrario
relevando en el texto de Freud las indicaciones, a veces fugaces, que nos dan una idea
de esa pareja. No solamente que el padre de Hans es demasiado gentil, como Hans se lo
reprocha explícitamente al demandarle que sea malo. Lacan utiliza allí un artículo al que
hace referencia, publicado en el International Journal, que en ese gran diálogo de Hans
con su padre enumera expresiones, que parecen bíblicas en la boca de ese pequeño de
cinco años, para evocar lo que él espera del padre. No es entonces solamente que el
padre sea demasiado gentil con el pequeño Hans y que este último le demande una
asunción más dura, incluso más cruel, de esta función, sino que sin duda, señala Lacan,
él es igualmente carente para con la madre, que parece hacer lo que le da la gana. A tal
punto que se puede señalar en la observación y en los comentarios de Freud la ausencia,
al fin y al cabo notable, de toda alusión a la observación de la famosa escena primordial.
No se tiene la sensación de que en esta pareja haya razón para suponer que por
inadvertencia el pequeño Hans hubiese observado a su padre y a su madre copulando.
En cierto momento se plantea la cuestión, se hace una alusión, y luego el padre dice:
¡De ningún modo! ¿Debido a las precauciones especiales que se habrían tomado en
cuanto a esto? Lacan supone otra cosa. Supone que si Freud no lo pone en duda es
porque sabía a qué atenerse a este respecto por haber tenido a la madre del pequeño
Hans como paciente, y que sin duda había podido escuchar sus quejas relativas al
endeble deseo del padre.
Recomponer así estos datos requiere evidentemente mucha atención en la lectura, y
uno de los intereses que se experimenta al seguir a Lacan en este minucioso comentario
consiste en ver la explotación que realiza de estas fugaces indicaciones de Freud. Lo
innegable es aquello que se encuentra en el horizonte de esta observación, a saber, la
separación entre los padres. Después de lo que aquí se narra, el padre y la madre se
separarán, y en cierto modo puede decirse que la fobia del pequeño Hans anticipa el
acontecimiento.

El problema del goce

Pues bien, dije: No, no es una cura, porque el padre es — ¡y cuánto! — parte activa en
la patología del caso. También dije: Sí, es una cura, porque está Freud y porque el
padre, agente de la terapia, es teleguiado por Freud de tanto en tanto. Hay también una
enorme transferencia con Freud en toda la familia — el padre, la madre y el pequeño a
su vez. Son de los primeros discípulos de Freud, cuando en la Viena de 1908 eso tiene
todo su sentido, todo su valor de combate. Son pioneros del psicoanálisis. El pequeño
Hans vive entonces con eso. A la mesa, debió escuchar a sus padres ¿por qué no? hablar
de Freud, y no se hace de rogar para ir una vez a ver al profesor mismo. En toda la
observación se capta que él mismo supone que todas sus palabras son informadas a

105
Freud. Si recuerdo bien, en un momento en que su padre toma notas él le dice: Anota
bien eso para decírselo al profesor. Es decir que hay allí una presencia verdaderamente
masiva de una suposición cuyo objeto es Freud. Al dirigirse al pequeño Hans dándole
esta célebre construcción: Aun antes de que nacieras estaba el Buen Dios que ya sabía
que habría un muchachito que se llamaría Hans y que tendría tales y tales relaciones
con su padre y su madre, el propio Freud adopta esta posición de Dios Padre para
enseñar al pequeño Hans, para darle esta elaboración de saber porque, sabiendo que la
cura se hace a través de un intermediario que es el padre, fuerza su intervención, la
endurece, la hace masiva para que esta pueda instalarlo como sujeto supuesto saber a lo
largo de toda la observación. Si Freud, en el encuentro que tiene lugar, se dirige al
pequeño Hans con ese tono, con esa fuerza y con esa modalidad tan explícita, puede
suponerse que lo hace con conocimiento de causa y para instalarse, en un solo
movimiento, más allá del padre como garantía de la terapia, como garantía de la
operación en curso. Entonces no solamente hay allí una relación teleguiada y una suerte
de terapeuta desdoblado entre el padre y Freud, sino que además bien parece que Freud
hace todo lo posible por instalarse en una posición fuertemente disimétrica y para fijar
con algunas palabras su posición de pivote de la operación.
Por lo demás, se ve bien que la atención dirigida al pequeño Hans se traduce en una
plétora extraordinaria de producciones. Él exagera, la palabra se desboca. Sin duda todo
eso se presta a crítica. Hay algo artificioso en la observación, ya que en verdad se alentó
al pequeño Hans a desarrollar su fobia, pero eso no hace más que traducir precisamente
lo que constituye el elemento analítico de la observación, a saber, que se le hizo tener
ganas de hablar — lo que a fin de cuentas no es más que la consecuencia del artificio
analítico mismo. ¿Por qué no admitir que el síntoma tomó allí, en efecto, una forma más
densa en razón de la intervención terapéutica que tuvo lugar? Entonces, es una cura en
la medida en que está Freud, tanto en la posición que le fue dada cuanto en la que él
mismo acentuó y reforzó.
Recién dije que la observación valía, a los ojos de Lacan mismo, por su completud.
Se observa en efecto como un recorrido acabado en la dimensión terapéutica. En los
párrafos de su escrito “La instancia de la letra…” Lacan pone el acento sobre la
completud cuando señala que el pequeño Hans desarrolla “todas las permutaciones
posibles de un número limitado de significantes” — subrayo todas — y menciona
además — ya lo había citado — la exhaución de todas las formas posibles de
imposibilidad en esta observación. Eso hace valiosa a esta observación, pero al mismo
tiempo Lacan cuestiona que se pueda ver en ella el paradigma de la cura analítica. No es
seguro — y la pregunta se plantea — que en una cura analítica propiamente dicha se
pueda concebir una exhaución, una completud semejante. En todo caso, se prestará a
interrogaciones y a comparaciones. ¿En qué medida puede decirse de una cura analítica
que en ella se realiza la exhaución de todas las formas posibles? Eso da valor a la
observación, pero al mismo tiempo interroga sobre el hecho de saber si es apropiado
hablar aquí de fin de análisis como puede hablarse de resolución curativa, y si lo que
constituye un fin de análisis responde a ese criterio de completud. Dicho de otro modo,
he aquí la pregunta: ¿Acaso el entonces del pase es del tipo de la observación del
pequeño Hans? ¿Ese entonces concluye o no una exhaución? ¿Y en qué medida, en qué
sentido hay en la experiencia analítica un número limitado de significantes?
Esta cuestión acerca del vínculo entre resolución curativa y fin de análisis por cierto
se replantea si examinamos el movimiento mismo de la observación en su conjunto y el
comentario que puede hacerse de ella. Este comentario consiste en remontarse desde el

106
problema patológico de la fobia hasta el problema psíquico. Los términos mismos que
Lacan utiliza — solución, resolución, puesta en forma de ecuación de esta solución (que
anticipa la célebre fórmula de la metáfora paterna) — muestran que tras el fenómeno se
trata de un problema.
La fobia no es el problema, es una tentativa de solución del problema. Sin duda es
una solución que no es aceptable pues incapacita al pequeño Hans, le impide pasear, lo
confina a la familia. Es una solución que en él va acompañada de muchos sufrimientos.
Puede decirse que le hace el mundo insoportable. Lo insoportable de una solución debe
acentuarse. Lacan dice que una vez que el pequeño Hans sale de la fobia reencuentra
“un registro soportable de las relaciones objetales”. Entonces, antes está lo insoportable.
Se puede considerar todos los fenómenos patológicos neuróticos como tentativas de
solución calibradas según sean soportables o no. Pues bien, ¿qué hay en lo soportable y
lo insoportable? ¿Cuál es esta referencia un poco masiva y difusa? Podría comenzarse
por decir que en definitiva se trata de la relación que para el sujeto se establece con el
goce.
Si la fobia no es el problema sino una tentativa de solución del problema, ¿cuál es el
problema? Bajo un aspecto, el problema es simbólico y puede resumirse mediante la
expresión “carencia simbólica del padre”, es decir que al pequeño Hans su entorno
simbólico no le ofrece más que un aparato endeble. Allí está el problema, si se quiere.
Pero no del todo, ya que el símbolo, tal como Lacan lo articula en este seminario, es
más bien la solución, el medio de solución. Sin duda lo que constituye el problema es
que el pequeño Hans no tiene los medios simbólicos de solución, y en su discurso,
activado por la intervención terapéutica, él busca los elementos simbólicos de solución.
En efecto, puede decirse que en el curso de las transformaciones de su discurso
observamos una simbolización progresiva de los diferentes elementos con los que debe
enfrentarse. En este seminario puede verse progresivamente cómo poco a poco se
simbolizan los elementos que a grandes rasgos calificaremos de imaginarios.
Pero si lo simbólico es un medio de solución, es porque el problema, que justamente
moviliza lo simbólico como medio de solución, está aún más acá. Ese problema es aquí
el problema del goce. Mucho más adelante, cuando en la época de sus nudos Lacan
resuma en algunas frases el caso del pequeño Hans, pondrá el acento sobre el problema
de goce que se le plantea. Él moviliza los medios simbólicos de solución, pero en el
nivel de esos medios algo se revela indisponible y lo obliga a una solución improvisada.

Enigma

Este problema de goce es el del goce fálico. Es la cuestión planteada al pequeño Hans
por las sensaciones especiales que recibe y experimenta de su órgano. En “La instancia
de la letra…” Lacan califica ese problema en términos de “el enigma repentinamente
actualizado para él de su sexo y de su existencia”. Con esto aún se está un poco lejos de
formular las cosas en términos de problema de goce. El enigma de la existencia es lo
que hay que imputar al pequeño Hans con sus preguntas al estilo de ¿Dónde estoy?
¿Quién soy? ¿Por qué soy? Puede decirse que el conjunto de estas preguntas se hace
presente en su vida mediante la hermana menor, la pequeña Anna.
Es notable que esta relación entre hermano mayor y menor sea siempre, al menos
para Freud, un punto especialmente señalado al que él imputa muchas dificultades
especiales en el desarrollo psíquico del mayor. Pueden tomar el texto de Freud llamado

107
“Construcciones en el análisis”, donde nos muestra que la construcción, tal como el
analista puede elaborarla y comunicarla al paciente, viene a suplir un recuerdo que no
llega a recuperarse, a suplir un agujero en la secuencia de los recuerdos; la construcción
del análisis viene a alojarse allí donde falla la cadena de las reminiscencias. El ejemplo
que allí da Freud de esta función de la construcción es que ustedes quisieron olvidar que
en cierto momento el nacimiento de otro niño les impidió seguir siendo únicos
poseedores de la madre. Tal es el agujero o el recuerdo que debe ser recuperado. Este
pasaje se diría casi una alusión al caso del pequeño Hans, y de un modo — es preciso
decirlo — absolutamente notable, pues parecería allí que lo que hace perder al niño
mayor la posesión de la madre no fuese la función del padre, sino la aparición del
hermano menor. Esto habla del peso de esta configuración en la elaboración de Freud.
En el ejemplo de construcción que nos brinda, se atribuye a la aparición del otro niño
funciones que podrían pensarse como las del padre edípico — véase qué peso puede
adquirir. Puede entonces decirse que la cuestión de la existencia para Hans es planteada
ante todo por la aparición de aquella niña.
Cuando Lacan menciona el enigma del sexo, no hay que entender que para Hans
exista una dificultad explícita tocante a de qué sexo es. No hay una histeria de Hans. Por
el contrario, a lo largo de toda la observación él se presenta completamente seguro de su
virilidad ante las niñitas, ante las damas que pueden presentarse en su existencia, ante
las criadas, etc. La cuestión del sexo en Hans no es explícitamente: ¿Soy hombre o
mujer?, no es la pregunta histérica por la identidad sexual, sino la pregunta: ¿Qué hacer
con el goce del órgano? Pero también puede decirse que esta cuestión del sexo, como
cuestión entre los dos sexos, se reencuentra en Hans cuando vacila en cierto momento
en cuanto a saber si él es el padre o la madre. Una fuerte interrogación de Lacan
apuntará a eso.
Si quisiera resumir el problema y la solución que se desprenden de la observación,
escribiría que es la relación entre el goce fálico y el Nombre-del-Padre (el rombo
significa relación):
J ϕ ◊ NP

En la observación, el llamamiento hecho al Nombre-del-Padre como solución surge del


problema planteado por el goce fálico.
Reformulo la tesis que despliega este seminario de Lacan porque el problema del
goce fálico no es soluble bajo el reinado de la madre; más aún, este problema no puede
plantearse siquiera. Por eso tiene el estatuto de enigma. Doy al término enigma su valor
fuerte, es decir que ni siquiera es un problema todavía. Solo deviene problema gracias a
la simbolización, al progreso de la simbolización; solo es soluble en el reinado del
padre. La noción de que en ese nivel hay un enigma se reencontrará en la fórmula
desarrollada de la metáfora paterna, cuando Lacan escriba, como significado del Deseo
de la Madre, una x. El Deseo de la Madre tiene como significado para el sujeto una x
que es el matema del enigma:
DM

x
En la sustitución del Deseo de la Madre por el significante del Nombre-del-Padre,
NP
DM
la barra tiene otro valor. En DM/x separa el significante del significado que lo

108
acompaña y que es su efecto — por eso tracé una flecha —, mientras que aquí la barra
es de sustitución — lo que constituye un equívoco en el uso, por parte de Lacan, de la
barra, que no tiene siempre el mismo valor como operador. Solo mediante la sustitución
del significante del Deseo de la Madre por el Nombre-del-Padre este enigma dará lugar
a la significación fálica, que en su metáfora paterna Lacan escribe mediante el término
falo con todas las letras (falo en el lugar de la x).
Escribe falo con todas las letras porque de hecho hay también allí un remplazo en
curso. Si se sigue el Seminario IV se ve cómo el falo imaginario es remplazado por el
falo simbólico. Entonces, en la fórmula que presenta en los Escritos, al escribir falo con
todas las letras compendia una operación de sustitución entre el estatuto imaginario del
falo y su estatuto simbólico.

La solución típica

Lo que impide decir que la observación del pequeño Hans, pese a su completud, nos
presenta el paradigma de la cura analítica y del fin del análisis es justamente que la
solución en cuestión, la solución de la fobia, es el complejo de Edipo, la posición del
complejo de Edipo. En efecto, toda la observación, tal como Lacan la comenta, nos
muestra a un sujeto en busca del complejo de Edipo. No está en busca del tiempo
perdido; mejor dicho, está en busca del tiempo perdido al comienzo, en busca del
paraíso de los amores infantiles con la madre, y además está en camino al complejo de
Edipo. Dicho de otro modo, la fobia, tal como está estructurada, aparece como un
llamamiento al complejo de Edipo, un llamamiento a la sustitución mayor del Deseo de
la Madre por el Nombre-del-Padre. Así, puede decirse que la base clínica de la metáfora
paterna de Lacan es la observación del pequeño Hans.
A tal punto es un llamamiento al complejo de Edipo que, tras habernos presentado el
significante caballo como susceptible de tomar significaciones sumamente diversas, al
poner en forma de ecuación la solución del pequeño Hans y las permutaciones que la
precedieron Lacan hace finalmente del caballo un Nombre-del-Padre de repuesto. El
caballo, que es el objeto fóbico del pequeño Hans, es — para tomar el término de Freud
— un Ersatz del Nombre-del-Padre. Por lo demás, eso es lo que mucho más tarde
llevará a Lacan a preguntarse si, de hecho, no es acaso todo Nombre-del-Padre un
Nombre-del-Padre de repuesto. Cuando se plantee la pregunta, hará el seminario Los
no-incautos yerran [Les non-dupes errent], con el equívoco sin duda,18 pero donde lo
importante es también el plural que afecta al Nombre-del-Padre. En el Seminario IV,
esta función, que no es aún completamente nombrada como tal y que se erige hacia el
fin del volumen, se encuentra necesariamente en singular, en calidad de punto de basta
mayor de la articulación.
Una mirada al sesgo del caso del pequeño Hans puede al mismo tiempo arrojar ya la
sospecha de que al fin y al cabo el Nombre-del-Padre no es más que un Nombre-del-
Padre entre otros. Además podría resultar de ello una reconsideración de la apreciación
final sobre la solución hallada por el pequeño Hans. En última instancia, él encontró un
Nombre-del-Padre propio. Lo que se desvanece con los Nombres-del-Padre en plural es
la idea de una solución típica, mientras que una de las referencias constantes de Lacan
para evaluar la resolución curativa del pequeño Hans es la solución típica del complejo

18
Les non-dupes errent es homófono a Les Noms-du-Père (Los Nombres-del-Padre). [N. del T.]

109
de Edipo. Lo que denomina “solución típica del complejo de Edipo” es el verdadero
Nombre-del-Padre en su sitio, algo a lo que él considera que el pequeño Hans no llega.

La mordida

La idea misma de una solución típica puede ser entonces cuestionada, y es puesta en
duda cuando Lacan pluraliza los Nombres-del-Padre. Este caballo es por cierto una
potencia y, al mismo tiempo, una potencia errática que aparece como elemento de
interfase, ya que sin duda por un lado figura la potencia paterna — en un momento
bastante avanzado de la observación el pequeño Hans señala el bello andar, la prestancia
y el esplendor del caballo comparándolos con los mismos rasgos de su padre, el caballo
aparece como una representación del esplendor de la potencia paterna —, pero por otro
lado ha sido tomado de la potencia materna. En efecto, uno de sus rasgos esenciales es
esa mordida que él teme y a la que Lacan llegará incluso a atribuir un matema — en las
fórmulas que propone se encuentra en cierto momento una m como matema de la
mordida. La mordida es el matema de la relación oral. Hay un desarrollo sobre la
relación oral que consiste a la vez en devorar y ser devorado, y este retorno de relación
oral con la madre, que consiste en devorarla y temer a cambio ser devorado por ella, es
lo que encarna el temor a la mordida del caballo. El punto central, como lo señalé
mediante una cita al dorso del seminario, es el momento en que esta mordida, que
traduce esa propiedad esencial de la madre oral, llega a ser simbolizada y entra en un
ciclo permutativo.
En la medida en que el fin de la cura del pequeño Hans gira en torno a la elaboración
del complejo de Edipo, es difícil por supuesto ver en ella simplemente el paradigma de
una experiencia analítica. Por otra parte Lacan se aplica — yo ya lo había señalado — a
una evaluación diagnóstica de la solución del pequeño Hans. En la página 385 del
seminario tienen la lectura que propone de un diálogo prácticamente último entre el
pequeño Hans y su padre, el 30 de abril, en la que destaca que no es una solución típica
del complejo de Edipo, sino que el padre se revela final y definitivamente carente, es
decir, incapaz de asegurar una función mediadora como tercero, y que la abuela, la
madre del padre, es la única que logra encarnar esta función en el entorno simbólico del
pequeño Hans. Dicho de otro modo, en definitiva el pequeño Hans no encuentra como
Nombre-del-Padre más que a la abuela paterna, de tal suerte que cuando concede a su
padre que él pretende ser esposo de la madre y que el propio padre será el abuelo — esa
es su solución —, Lacan interpreta estas declaraciones últimas como la formulación, en
el nivel inconsciente, de un Entonces yo soy la madre. No les doy la totalidad de la
demostración, pero digamos que se resume en un Entonces yo soy la madre y en el
hecho de que finalmente él quedará fijado, en el curso de su existencia, a una creación
imaginaria de tipo materno. Esa sería para él la solución al problema del goce, un
Nombre-del-Padre que resulta empero encarnado por la madre del padre.
Como quiero seguir todavía con este seminario, dejo para después la cuestión que
nos aporta sobre la consideración del entonces final del análisis, que debe examinarse de
cerca. ¿En qué medida el fin del análisis gira en torno a una asunción del complejo de
Edipo? En la enseñanza de Lacan la dominancia del complejo de Edipo sobre el fin del
análisis dura bastante tiempo, incluso cuando las referencias al Edipo ya no son
explícitas en absoluto. Por ejemplo, cuando un poco más tarde Lacan articula el fin del
análisis a partir de la desidentificación fálica — es necesario que el sujeto se resigne a

110
no ser el falo aunque su deseo fundamental sea serlo, debe abandonar su Entonces yo
soy el falo —, aún se refiere a la estructura del complejo de Edipo, a cierta imperfección
que deja al sujeto todavía prisionero de una identificación al falo en el deseo de la
madre. O sea que aun cuando la problemática parezca confrontar al sujeto con el falo en
términos de identificación y desidentificación, la referencia seguirá finalmente siendo
algo incumplido en la metáfora paterna. Dejo esto como capítulo abierto pues se trata de
saber si la problemática del fin del análisis está incluida en el Edipo — comprendidas
sus versiones secundarias, como la desidentificación fálica — o si decididamente lo
excede.

La carencia paterna

Quiero seguir aún con el Seminario IV para intentar indicar la lógica del recorrido —
lógica que no comienza por el pequeño Hans —, y desearía primero detenerme sobre el
lugar de este seminario en la elaboración de Lacan.
Los dos primeros seminarios de esta elaboración combinan entre sí como lo hacen
los Seminarios III y IV. El Seminario I parte de la técnica analítica así como el informe
de Roma partía también de la palabra plena y de la palabra vacía. El punto de partida
hallado en la experiencia analítica permitía pues una elaboración cuya apuesta esencial
era mostrar la partición entre el registro imaginario y el registro simbólico, es decir,
despejar paso a paso el registro simbólico a partir del registro imaginario para mostrar a
partir de allí la diferencia de estructura entre el yo y el sujeto. Sobre esta base, el
Seminario II constituye una elaboración de lo simbólico que acentúa la función del
significante y construye la autonomía de esta dimensión.
En este sentido, si bien ese seminario se titula El yo…, el centro de la cuestión es la
repetición como repetición simbólica, y en su momento elegí ilustrarlo no mediante un
Narciso — está el bellísimo cuadro del Narciso del Caravaggio, que me había tentado
para ilustrarlo —, sino mediante un dadito — aquel con el cual los soldados se juegan la
túnica de Cristo —, debido a que este es un seminario sobre la permutación de las
funciones significantes. Allí construye Lacan su esquema de las letritas, allí se refiere a
“La carta robada”, y puede decirse que la conclusión de esta elaboración es el esquema
en Z que opone, al eje imaginario, la relación simbólica. Es el esquema que encuentran
en el escrito sobre “La carta robada”, al que Lacan aún remite en el comienzo de este
Seminario IV, y que ilustra, ante todo a partir de la experiencia analítica, la división
entre lo imaginario y lo simbólico.

Los Seminarios III y IV son, en resumen, las psicosis por un lado, y la fobia por el
otro. El punto de partida no es la experiencia analítica, tampoco la metapsicología como
en el Seminario II, sino verdaderamente dos estructuras clínicas que se complementan.
El resultado — hace tiempo lo presenté así — de la combinación entre el Seminario III
y este Seminario IV cuyo meollo está formado por la cuestión de la fobia, es el escrito
de Lacan titulado “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”,

111
que incluye la fórmula de la metáfora paterna. Es simplemente la complementación del
desciframiento de la psicosis por medio de lo que se aprende de la fobia. La
combinación entre estos dos elementos permite a Lacan formular la metáfora paterna
agregándole ese elemento extranjero que es el artículo de Jakobson sobre la metáfora y
la metonimia.
El Seminario III habla mucho del significante y del significado para mostrar que
estos siempre suponen algo como un punto de basta. Ese seminario se dirige a la
suposición — es el término que Lacan emplea, y así perdura —, hacia la hipótesis de
que la psicosis es la consecuencia de la falta de un significante primordial. Lacan
elabora la Verwerfung, la forclusión como mecanismo de rechazo de un significante,
antes de decir cuál es ese significante. Un rasgo notable del Seminario III es que Lacan
desarrolla el mecanismo como tal, independientemente del hecho de decir sobre qué
actúa. Al pescar en Freud el término Verwerfung, el mecanismo de rechazo de un
significante primordial, Lacan lo presenta como el mecanismo fundamental supuesto en
la base de la paranoia. Es lo que intenta justificar, y cuando debe dar un ejemplo de ello,
¿a qué recurre? Recurre a la histeria, para indicar que no hay simbolización del sexo de
la mujer como tal. Dicho de otro modo, si se acompaña este seminario se ve que, en el
punto donde él debe encarnar lo que puede ser la falta de un significante en la psicosis,
se remite a la histeria para decir que ella constituye la señal de que en un punto lo
simbólico carece de material, y que entonces es concebible algo tal como la falta de un
significante.
Tomando un atajo puede decirse — aunque Lacan no lo diga así — que esta es ya la
demostración de que el significante de la mujer falta, lo que más tarde formulará bajo la
figura de La mujer no existe. Esto ya está presente en estos dos capítulos del Seminario
III sobre qué es una mujer. Recién al final Lacan destaca la función del significante ser
padre, y lo aporta con sus ejemplos de la carretera principal, etc. También da el ejemplo
— que hallarán en la página 292 — de cómo se constituye la compensación en los
sujetos a quienes falta el significante ser padre, aquellos para los cuales hay
imposibilidad de asumir la realización del significante padre en el nivel simbólico;
muestra en qué sentido lo que queda es una relación con la imagen de la potencia, una
relación paralizante, de inhibición e imitación, respecto de la imagen de la potencia,
mientras que de hecho hay una desposesión primitiva del significante, que da pie a
compensaciones.
En ese movimiento se inscribe el seminario La relación de objeto. En la psicosis
desarrollada, desencadenada, que ha atravesado todas las compensaciones que podían
llegar a taponar su carencia, esto ya está consumado; cuando se toma el caso de
Schreber, ya está consumado. Además nos confrontamos ante todo con el lugar causal
de algo que no está allí, de lo cual jamás atrapamos más que su contorno. Entonces, así
como falta un capítulo en las Memorias de Schreber, puede decirse que en la psicosis
misma lo más difícil es que lo que está en juego deja un hueco [fait trou],19 y que nunca
estamos más que en sus bordes. En la psicosis todo está ya consumado, escrito.
La fobia nos conduce al tiempo de elaboración de la metáfora paterna, y los cuatro o
cinco meses de la observación del pequeño Hans constituyen ese bendito momento en el
que asistimos a la elaboración terminal de la metáfora paterna donde aún hay margen
para el juego. Hay como un espacio transicional del pequeño Hans en el que no todo
está consumado aún. Sin duda se llega a una congelación final, pero bien se tiene el
19
La expresión significa literalmente “hace/forma/constituye (un) agujero”, pero también “marca
profundamente” (a alguien). [N. del T.]

112
sentimiento de que durante esos cuatro o cinco meses queda un margen en la posición
del pequeño Hans con respecto a sus significantes fundamentales. Mientras que el
mecanismo fundamental para la psicosis es la forclusión, que se anuncia como paterna
en el Seminario III, puede decirse que en su lugar hay aquí algo para lo cual Lacan no
tiene otra expresión que carencia. No la Verwerfung paterna, sino la carencia paterna.
Nótese que en el Seminario IV eso todavía no adquiere del todo una consistencia de
mecanismo. Carencia significa que no se puede decir que no exista el significante del
padre para el pequeño Hans, sino que hay como un defecto en el nivel de la encarnación
de este significante, una carencia de encarnación. Hay que buscar aquí y allá en este
seminario lo que alimenta este concepto de carencia de encarnación, que no es
formulado como tal y que es acaso una de las faltas del seminario, a saber, que el
mecanismo de la fobia no toma consistencia acabadamente. Se tiene un mecanismo de
la fobia en el sentido de que se nos propone que el objeto fóbico es un Ersatz del
Nombre-del-Padre, un significante que remplaza la operación del Nombre-del-Padre,
consumándola a su modo, pero no tenemos la noción precisa del defecto de
encarnación. ¿Cuál es la dificultad especial de que en la realidad el padre sea
insuficiente para encarnar esta función simbólica? No me atrevo a decir que es el
problema de la encarnación — que en otros discursos tiene una resonancia muy distinta
—, pero de algún modo es el meollo de la cuestión.

La función de la castración

Tenemos entonces el padre y su carencia, y lo que se ve a lo largo de este seminario, al


menos en su segunda parte — eso no estaba en absoluto presente en el Seminario III, las
Memorias de Schreber no podían estrictamente aportarlo —, es que el padre y el falo
caminan juntos. Nos damos cuenta justamente de que este enlace, que se nos ha tornado
familiar, no tenía razón de ser antes de Lacan. Por eso entendí que los capítulos XII y
XIII de este seminario se beneficiaban al ser titulados como lo hice. Y digo que se
beneficiaban porque, después de todo, cuando el asunto es elegir un título para una clase
de Lacan, no siempre hay uno que resulte evidente a partir de lo que allí se dice. Hay un
nivel de lectura en el que se tiene el sentimiento de que él toca muchos temas
sucesivamente, y solo al intentar construir el capítulo y su lugar en el conjunto se capta,
o se cree captar, cuál es el punto de equilibrio de la cosa.
Para estos dos capítulos me pareció beneficioso titularlos como lo hice — el XII, Del
complejo de Edipo, y el XIII, Del complejo de castración — porque en efecto son dos
cosas muy diferentes, y Lacan subraya que su propia operación consiste en conectarlos
estrechamente, articularlos entre sí. Es lo que dice en la página 218. Por lo demás, es allí
donde hay un pequeño error.20 Debería decir: “La castración es el signo del drama del
Edipo, así como ella es su pivote implícito”, pero en el volumen quedó escrito “él es su
pivote implícito” — él en lugar de ella. Supongo que en una versión anterior debo haber
puesto: “El complejo de castración es el signo del drama del Edipo, así como él es su
pivote implícito”, y que luego habré debido pensar que así no estaba bien dicho, que no
era el complejo de castración lo que constituía el signo y el pivote, sino la castración
misma, y debí entonces suprimir complejo de castración para remplazarlo por
castración, omitiendo cambiar el pronombre él por ella. Entonces, en la página 218

20
En la página 216 de la edición original. El error fue corregido en la versión castellana. [N. del T.]

113
tienen ya que hacer una corrección.
Lacan precisa — en la redacción que le doy — que, “aunque eso no esté articulado
así en ningún lado, está literalmente implicado por toda la obra de Freud”. Dicho de otro
modo, vincular el Edipo con la castración de esta manera ya es una deducción hecha por
Lacan. Y puede decirse que el título secreto de este seminario es La función de la
castración. Esto reformula de hecho todo lo que trata La relación de objeto. Lo que
aporta este seminario en este momento de la elaboración de Lacan es que el objeto se
ordena por la castración, que toda la cuestión de las relaciones de objeto se constituye
sobre un fondo de castración.
Es también una objeción que Lacan se hace a sí mismo. Titulé la primera parte
Teoría de la falta de objeto, y el primer capítulo consiste en objeciones, burlas diversas
con las que Lacan ridiculiza a los otros, a los imbéciles, los embrutecidos de la relación
de objeto. ¡Ay, ay, ay! Son “cagadores de perlas”, como dice. Pero quizá no haya que
dejarse tomar del todo por esta puesta en escena que tenía todo su valor en su época. En
efecto, esta idea de la falta de objeto es primeramente una objeción que Lacan se hace a
sí mismo. Pues ¿qué era hasta ese momento el objeto para él? Era el a como simétrico
de a', del yo. Su ejemplo principal era lo que puede hallarse en la estructuración del
estadio del espejo, sobre el cual deberé decir algo un poco más adelante. La relación de
objeto era pensada por él sobre todo a partir del narcisismo. En conformidad con lo que
dice Freud, la libido del yo se vierte en el objeto, lo inviste, y puede retornar al yo.
Asimismo, para Lacan el deseo estaba hasta entonces vinculado sobre todo a la imagen,
pertenecía al modo imaginario, y si uno se pregunta dónde está el deseo en este grafo de
Lacan puede decir que fundamentalmente está entre a y a', entre el yo y el objeto
imaginario. Pero el Seminario IV conducirá a un esquema muy distinto, el esquema de
dos pisos que curiosamente Lacan llamará “grafo del deseo”:

¿Por qué lo llamará así? Porque la gran innovación que hace el Seminario IV es un
cambio de estatuto del objeto del deseo y del deseo mismo. Habla por cierto de un
objeto del deseo que es el falo como imaginario, tanto más imaginario cuanto que el
primero que está en juego es el falo femenino. Pero este seminario está hecho para
mostrarnos que ese objeto del deseo está enlazado con lo simbólico. El enlace es lo que
se llama castración, pues no se puede situar clínicamente el objeto del deseo apenas
como uno de los polos de ese vaivén de la libido, como lo que se llena o se vacía de
libido en el registro imaginario, sino que el objeto del deseo recibe su lugar de la
castración como simbólica. El primer paso dado en el Seminario IV es entonces mostrar
cómo el objeto del deseo, por imaginario que sea, recibe su lugar de su enlace con lo
simbólico y de la castración simbólica.
El segundo momento, que se consumará en el Seminario V, será mostrar el estatuto
simbólico del deseo mismo, a saber, que el deseo no se encuentra sobre el eje
imaginario, sino que es cierta relación entre el significante y el significado. De eso aún
ni se habla en el Seminario IV, pero en el siguiente se mostrará que el deseo debe
situarse en lo simbólico, que es una relación entre el significante y el significado, e

114
incluso que es con respecto al esquema del significante y el significado como puede
situarse el deseo en tanto significado de la demanda, o como lo reprimido de la
demanda.
S D
s d
Este matema fundamental de la relación entre la demanda y el deseo no está en La
relación de objeto, pero es la brújula de Lacan en los Seminarios V y VI, donde el
concepto fundamental que se construye es el concepto del deseo — el Seminario VI se
llama, como saben, El deseo y su interpretación. En el Seminario IV asistimos a la
migración del objeto del deseo como imaginario hacia lo simbólico gracias a la
siguiente mediación. Primero, el objeto imaginario del deseo es el falo. Segundo, es ante
todo el falo en tanto que falta. Y tercero, lo único que puede dar cuenta de la función de
esta falta es lo simbólico, en tanto que el símbolo es el asesinato de la cosa. A este
respecto el Seminario IV es la objeción que Lacan hace a Lacan. Lo fundamental en el
objeto no sería que atrae el deseo, ya que, al contrario, en el objeto fóbico precisamente
tenemos un objeto que no se desea hallar y que por eso mismo plantea una objeción a la
reversión lisa y llana entre el objeto y el yo.
Deberé proseguir sobre este punto la próxima vez, e intentaré mostrar dónde se
esconde en La relación de objeto, aunque aparentemente no haya ni rastros de él, el
objeto a de Lacan — lo que constituirá otra objeción hecha en este seminario.

2 de marzo de 1994

115
X

El concepto de deseo

La vez pasada dije que el verdadero título del Seminario IV era La función de la
castración. Era un modo gráfico de expresar que si al leerlo intentamos recuperar la
novedad de este seminario podemos decir que ella consiste en introducir la castración en
el centro de la teoría del objeto en psicoanálisis, en hacer girar la teoría psicoanalítica
del objeto en torno a la castración. Eso significa que el objeto prevalente es el falo. En
este seminario se lleva a cabo esa valorización del falo en psicoanálisis que quedará
como un rasgo constante de la enseñanza de Lacan. Así, este seminario ocupa en ella un
lugar de interfase. Se nota simplemente en el hecho de que si nos referimos a la serie de
los escritos de Lacan, diferente de la de los seminarios, vemos que una parte de este
seminario es aplicada a su escrito sobre la psicosis — que completa el Seminario III y
permite la elaboración de la metáfora paterna — y que otra parte es aplicada a un escrito
posterior, “La dirección de la cura…”, cuyos resultados se mezclan con los del
Seminario V sobre Las formaciones del inconsciente.
El Seminario IV parece producir una suerte de quiebre en la progresión, en el método
que sigue Lacan. En efecto, los tres primeros seminarios están explícitamente
consagrados a un comentario de escritos de Freud; el primero retoma los consagrados a
la técnica analítica, el segundo toma como texto de referencia “Más allá del principio de
placer”, y el tercero, el caso Schreber. Pero el Seminario IV tiene un punto de partida
muy distinto, contemporáneo de Lacan en esa época, a saber, los escritos de sus
adversarios de la Société Psychanalytique de Paris, con su obra-manifiesto titulada La
Psychanalyse d’aujourd’hui, a la que Lacan se cuida de nombrar aún cuando la cita. Por
lo demás, no creí tener que agregar en el texto mismo del seminario la mención de esa
referencia, pues Lacan lo había evitado con cuidado. Por supuesto, en el contexto de la
época nadie podía dudar de la identidad de esa referencia, pero me pareció más exacto y
divertido, pese al tiempo transcurrido, preservar la manera de alusión transparente en la
cual abunda el estilo de Lacan, y apenas mencionar discretamente al final, en la notita
que hice, de qué obra se trataba.
A través de lo que Lacan dice en este seminario se percibe la inquietud, la decepción
de sus oyentes ante la idea de que abandone el comentario freudiano, tanto más cuanto
que incluso antes de la serie de los seminarios de Sainte-Anne, de los cuales este es el
cuarto, estaban los seminarios privados que daba Lacan en su domicilio, cuya
estenografía no se ha conservado, que se abocaban a casos de Freud, verosímilmente el
caso Dora, el del Hombre de las ratas y el del Hombre de los lobos, de los que hay
vestigios en sus primeros escritos — tenemos “Intervención sobre la transferencia” en
referencia a Dora, y menciones desplegadas acerca del Hombre de los lobos y del
Hombre de las ratas a partir del informe de Roma. El estilo de Lacan parecía entonces
fijado hasta ese momento por este comentario de textos freudianos, y el Seminario IV
parece apartarse del mismo, si bien de hecho gran parte de este seminario se dedica a un
comentario del caso de la joven homosexual y al comentario desarrollado, que ocupa la
mitad del volumen, del caso del pequeño Hans. Sin embargo, el punto de partida es no
obstante distinto, y de entrada entonces otorga un carácter polémico a este seminario.

116
Intersubjetividad

Quisiera recuperar con ustedes el movimiento de la intervención de Lacan en el


psicoanálisis, para ubicar este seminario en su justo sitio. Para decirlo a grandes rasgos,
el primer movimiento de esa intervención está marcado por un antibiologismo y por el
rechazo a transcribir la teoría de Freud en términos del desarrollo del individuo. A este
respecto la confrontación de Lacan con la teoría de las relaciones de objeto era esperada
desde los orígenes de su intervención en el psicoanálisis. El primer movimiento de
dicha intervención, tal como se cristaliza justo después de la Segunda Guerra Mundial y
hasta el comienzo de Sainte-Anne, utiliza la intersubjetividad como arma conceptual
contra la biologización del psicoanálisis al demostrar que el desarrollo del individuo
está tejido de intersubjetividad en todos sus movimientos. Tal es el valor de hito que
presenta el estadio del espejo. Como fenómeno de desarrollo, el estadio del espejo no
era nada nuevo; el fenómeno había sido mencionado por Darwin y luego retomado por
Wallon, pero para Lacan está encuadrado en Hegel — el Hegel de Kojève —, en la
relación entre el amo y el esclavo. Ese estadio se constituye a partir de la experiencia de
un momento marcado por la prevalencia de lo visible, de la imagen, y este momento es
comentado por Lacan al mismo tiempo como un momento dialéctico — se abre a todas
las riquezas de la dialéctica intersubjetiva.
El segundo momento de la intervención de Lacan — si lo fechamos por su informe
de Roma y su Seminario I — está constituido esencialmente por lo que aquí llamaré una
escisión de la intersubjetividad. Esa intersubjetividad simple referida al estadio del
espejo conoce una reduplicación elaborada por Lacan bajo la forma de su esquema en Z,
que opone la relación simbólica S-A a la relación imaginaria a-a'. Para decirlo en forma
simple, donde hasta ese momento no había más que una intersubjetividad encontramos
dos, con regímenes diferentes, que en el curso de los tres primeros seminarios Lacan
elabora, diferencia, opone entre sí.
Retrospectivamente, cuando nos habituamos al Lacan de este segundo movimiento,
al de esta doble intersubjetividad, notamos la confusión que había antes, cuando se
intentaba tratar los fenómenos con una intersubjetividad simple. Por ejemplo, Lacan
debía recurrir a la imago — término que parece el murciélago de la fábula —, que es
imaginaria, pero de un imaginario estilizado, significantizado, lo que hace que al mismo
tiempo imago tenga valores y funciones de tipo simbólico. Notamos también que antes
Lacan hacía dialéctico lo imaginario mismo, y que ejemplificaba su teoría del yo
mediante la ley del corazón en Hegel. Dicho de otro modo, antes lo imaginario estaba
preñado de una dialéctica simbólica y no se distinguía de esta. Lo que se consuma a
partir de lo que Lacan llama su enseñanza en sentido estricto es la partición entre estos
dos tipos de intersubjetividad, que produce la alegría siempre renovada de enseñar cómo
entonces se distinguen lo imaginario y lo simbólico.
Pues bien, ¿qué es lo que permite e incluso hace necesaria esta duplicación de la
intersubjetividad? Señalemos que allí nos encontramos en un orden de problemas que
no son completamente explícitos en Freud. La introducción de la intersubjetividad en el
centro de la experiencia analítica es ya una importación hecha por Lacan de temas que
en esa época eran prevalentes en la filosofía, en la herencia de la fenomenología,
remodelados y refundidos, por supuesto, para servir al psicoanálisis. La partición que
Lacan elabora e introduce entre lo imaginario y lo simbólico, que produce una
transformación extraordinaria de la lectura misma de los textos freudianos, se hizo

117
desde un punto exterior a la problemática explícita de Freud.

Estructura

¿Qué es lo que permite entonces esta escisión de la intersubjetividad? El concepto de


estructura, con la necesidad que esta introduce de elementos discretos, separados entre sí
— es decir, los significantes —, con las nociones que introduce de lugar y de
permutación de cierto número de elementos, de cierto vocabulario significante, en un
número determinado y finito de lugares. A partir del momento en que la estructura, con
este acceso propiamente permutativo, se implanta en Lacan, se convierte en una
constante de toda su enseñanza.
En este seminario no solo elabora la teoría de la falta de objeto — castración,
frustración, privación — demostrando en referencia a ella la repartición de los tres
órdenes de lo simbólico, lo imaginario y lo real, sino que cuando elabora este cuadro a
lo largo del año también da el ejemplo de un funcionamiento estructural y permutativo.
Esto vale para el contenido preciso que está en juego, pero también como demostración
de este método de permutación estructural, ilustrada en la clínica por medio del pequeño
Hans, que no dejará de inspirar a Lacan sus esquemas y sus matemas — reencontramos
la misma inspiración mucho más adelante, por ejemplo en su teoría de los cuatro
discursos, que también están constituidos por un orden de lugares, de permutaciones, y
por un determinado vocabulario de significantes ubicados en estos lugares. Este
concepto de estructura, con elementos discretos, lugares y permutaciones, es de un
orden totalmente diferente al orden imaginario; ya no es posible confundirlo con lo
propio de este. En lo imaginario no tenemos elementos discretos, tenemos lo continuo,
lo masivo, y también una prevalencia de lo visual por sobre el significante.
En su segundo seminario especialmente, Lacan elabora este esquema de la doble
intersubjetividad, y la forma canónica de este esquema en Z se presenta en el texto
consagrado a “El seminario sobre La carta robada” — en la página 47 de los Escritos
— como el resultado de su elaboración hasta esa fecha. (Como es su forma canónica, es
la que indiqué al editor que retome al comienzo del Seminario IV, cuando Lacan se
refiere a este esquema.) Si bien su título concierne al yo, el Seminario II se dedica
íntegramente a demostrar la autonomía de lo simbólico y la heteronomía de lo
imaginario (es decir, que lo simbólico domina lo imaginario). El sesgo que Lacan elige
para demostrarlo es “Más allá del principio de placer”, una referencia freudiana que no
volverá a utilizar hasta mucho después — para proponer el concepto de goce y su
diferencia con respecto al placer. Más adelante habrá entonces una nueva lectura de este
texto de Freud por parte de Lacan. La primera lectura, realizada durante el segundo
seminario, destaca esencialmente la repetición significante. Sirve a Lacan para elaborar,
más que la teoría del yo, la teoría de la cadena simbólica, para la cual forja cierto
número de ejemplos y muestra que ella sola puede permitir pensar cómo se mantienen
indefinidamente en el inconsciente los mismos elementos o las mismas exigencias, y
que nada en el orden imaginario permite pensar la conservación indefinida de los
mismos elementos en una memoria. En este aspecto puede decirse que fue bueno para
Lacan el encuentro con la estructura, ya que esta dio una forma operatoria a su
antibiologismo. La memoria propia del inconsciente no es una memoria biológica, solo
es pensable como una memoria propiamente simbólica.
Con el esquema en Z, pues, Lacan resume los tres primeros años del seminario, como

118
lo escribe en la “Introducción” de “El seminario sobre La carta robada” (páginas 46-47
de los Escritos) — que retoma el Seminario II pero que es redactada al final del
Seminario III. Lacan encierra los tres primeros años del seminario en un mismo
paréntesis, el de la “dialéctica de la intersubjetividad”, y sintetiza su trabajo en ellos de
este modo: “Esta dialéctica de la intersubjetividad cuyo uso necesario hemos
demostrado a través de los tres años pasados en nuestro seminario en Sainte-Anne desde
la teoría de la transferencia hasta la estructura de la paranoia…”. Puede admitirse que la
teoría de la transferencia es el objeto del Seminario I, que en el Seminario III está la
estructura de la paranoia, y que en el centro, como pivote, está el Seminario II, donde
emergió este esquema que justificó la autonomía de la dimensión simbólica.
Cuando se abre el Seminario IV nos encontramos justo después de estos tres años de
elaboración de la dialéctica de la intersubjetividad, tres años que por lo demás no
dejaron de cambiar el sentido mismo de este concepto, de tal modo que progresivamente
Lacan lo reserva a lo que tiene lugar sobre el eje simbólico, considerando que la
relación imaginaria — la “pareja de recíproca objetivación imaginaria que hemos
desbrozado en el estadio del espejo” — corresponde a una falsa intersubjetividad. Al
decirlo en la página 47 de los Escritos desplaza lo que había dicho en referencia al
estadio del espejo, ya que desde 1936 hasta estos años de elaboración de la dialéctica de
la intersubjetividad, cuando se refería a él no lo hacía en absoluto en términos de una
pareja de objetivación imaginaria, sino que por el contrario mostraba que allí estaba
toda la dialéctica de Hegel. Hasta ese momento todas las potencias de la
intersubjetividad simbólica eran aplicadas a su elaboración del estadio del espejo, pero
ahora él reubica este estadio como “recíproca objetivación imaginaria”.
Allí comienza ese esfuerzo, que proseguirá, de reubicar lo imaginario en relación con
lo simbólico. De ese modo, en el momento en que va a comenzar el Seminario IV aún
puede decir que “la relación especular con el otro [subordina] toda la fantasmatización
sacada a la luz por la experiencia analítica”, que todo lo que es de orden fantasmático se
sitúa sobre a-a', se refiere al yo — a un yo pensado precisamente a partir del narcisismo.
Toda la relación con el otro se ordena y se subordina al narcisismo.
Al mismo tiempo, en ese momento se esfuerza por mostrar metódicamente que el
factor de transformación del sujeto en la experiencia analítica, así como en su historia
— que debe distinguirse de su desarrollo —, es el orden simbólico. Según sus términos,
la captura de lo simbólico llega hasta lo más íntimo del organismo humano. Lo activo
en la historia del sujeto son los elementos simbólicos. Por eso el gran ejemplo de la
época es “El seminario sobre La carta robada”, donde Lacan intenta mostrar que en el
sujeto todo está estrictamente determinado por el desplazamiento de la carta/letra21 y
que lo demás viene después. El carácter mismo del sujeto y su posición están
determinados por un recorrido significante.
¿Qué queda pues para lo imaginario? Su pasividad, su resistencia. Y hace tiempo
señalé en mi curso el uso recurrente en Lacan de un término muy preciso para calificar
lo imaginario en relación con este simbólico autónomo, a saber, su inercia. Es lo que
leemos al abrir los Escritos, en la página 5. Lo que cuenta son los desplazamientos del
significante; “los factores imaginarios, a pesar de su inercia, solo hacen en ellos el papel
de sombras y de reflejos”. Lo que caracteriza a lo imaginario es la inercia, y lo
simbólico es tan potente que los factores imaginarios no llegan a impedir, ni siquiera
con su inercia, que el significante siga su curso, ya que lo imaginario no es más que una

21
El término lettre significa “carta” y “letra”. [N. del T.]

119
sombra y un reflejo.
Una vez edificada esta teoría — gracias al estudio de la estructura de la paranoia, que
muestra cómo el lugar del gran Otro domina enteramente a un sujeto —, Lacan se mete
en la polémica del Seminario IV contra la doctrina de la relación de objeto que intenta
reducir la experiencia analítica a la dimensión imaginaria. Así la define al comienzo;
todos los analistas partidarios de la relación de objeto, pese a las diferencias de posición
de uno u otro, responden a la misma fórmula: reducen el análisis a la relación a-a', es
decir, a lo que Lacan llama “una utópica rectificación de la pareja imaginaria”. En ese
aspecto este seminario busca demostrar que la experiencia analítica requiere ser
completada, reordenada a partir de la relación simbólica.
Pero no se trata tanto de eso en este seminario — sí en el capítulo V, y de un modo
desarrollado, por ejemplo a propósito de cierto artículo — porque Lacan ya efectuó esta
demostración en el curso de los tres primeros años, en los que precisamente despegaba
el eje simbólico de la relación imaginaria. Sobre este tema hay capítulos de Lacan
mucho más polémicos en los Seminarios I y II que en La relación de objeto, que sin
embargo se proclama polémico. La vez pasada señalé que la verdadera polémica de este
seminario es interna al movimiento de la enseñanza de Lacan. No es que falten
elementos de polémica externa, pero a fin de cuentas eso es para divertir al público, si
me permiten; es un subproducto de la elaboración polémica de Lacan.

Deseo de reconocimiento

Ya que Lacan nos propone reunir los tres primeros seminarios en el mismo paréntesis
como la elaboración de una dialéctica de la intersubjetividad consagrada por el esquema
en Z, reubiquemos ya el Seminario IV en el ternario siguiente, IV-V-VI, es decir, La
relación de objeto, Las formaciones del inconsciente, y El deseo y su interpretación.
Puede decirse que el concepto a elaborar en este tercer movimiento de la intervención
de Lacan es el concepto de deseo; sobre ese concepto se concentran todas las
dificultades de su intervención en el psicoanálisis. Tras la elaboración de la dialéctica de
la intersubjetividad, tras su desdoblamiento y su concentración sobre lo simbólico, es el
turno de una dificultad con el deseo. Por eso, no es abusivo situar una escansión con
este Seminario IV y, para captarla, reubicarlo en este movimiento de elaboración que,
como saben, se centrará asimismo en un esquema de dos pisos que Lacan llamará grafo
del deseo. Lo llama así porque, aunque el significante del deseo no esté especialmente
destacado en él, este es empero el concepto crucial donde se concentran todas las
dificultades de la intervención de Lacan en el psicoanálisis.
Para resumir diré que la dificultad es conciliar la posición del deseo en lo imaginario
con lo que del deseo no puede dejar de situarse en lo simbólico. A través de todos los
tornasoles y sobresaltos de la elaboración de Lacan se ve que en definitiva algo allí no
pega, y que si en esta época aborda la relación de objeto es para poder conciliar
conceptualmente ambas posiciones y así dar cuenta de cierto número de fenómenos.
La vez pasada dije que en esta época de la elaboración lacaniana el deseo está
esencialmente sobre el eje imaginario. Lacan recuerda en cierto momento del Seminario
IV que de Freud se conservó la teoría según la cual el yo es el reservorio de esa libido
que se distribuye en los objetos de interés, de deseo. Este es entonces el punto de partida
de la teoría del deseo en Lacan, que él amplía al decir que no debe olvidarse que el yo
está ante todo vinculado con el narcisismo. En su teoría del deseo Lacan combinó

120
entonces el capítulo “La teoría de la libido” de los Tres ensayos con “Introducción del
narcisismo”. Su advertencia siempre es que no olvidemos que la libido tiene su fuente
en el yo y que el yo está vinculado a la teoría del narcisismo. También lo dice en la
página 47 de los Escritos: “Quisimos primeramente en efecto volver a dar su posición
dominante en la función del yo a la teoría, crucial en Freud, del narcisismo”. Antes de
comenzar el Seminario IV esa es la posición de Lacan. De ahí que en el mismo texto
recuerde “la naturaleza profundamente narcisista de todo enamoramiento” y que en
Freud el amor — flechazo, enamoramiento — es radicalmente de naturaleza narcisista.
La advertencia en todo momento es que la libido depende del yo y que el yo depende
del narcisismo.
Lo que eso significa, es decir, lo que eso reprime, es todo lo que concierne a la
función de la castración. Cuanto más recuerda que la libido está ligada al yo y que lo
dominante en la función del yo es el narcisismo, más deja completamente de lado toda
referencia a la castración. Así lo hallamos en “Variantes de la cura-tipo”, donde Lacan
recuerda que lo imaginario en el animal es mucho más variado que en el hombre y que
en este “la función imaginaria [parece] enteramente desviada hacia la relación narcisista
en que se funda el yo”. En ese mismo texto Lacan abunda en referencias al hecho de que
el sujeto siempre impone a otro la forma imaginaria de su propio yo. Por eso dice que el
psicoanálisis hasta el presente fue a lo sumo capaz, después de Freud, de hacer “la
historia natural de formas de captura del deseo”, es decir, de los efectos de captura del
deseo por parte de lo imaginario. La problemática consiste en que el deseo es
reconducido a las imágenes que lo cautivan y lo capturan.
El deseo es un término destacado por Lacan, y puede decirse que le viene más de
Hegel que de Freud; pero poco importa, pues lo que cuenta es que siempre da cuenta de
él sobre el eje imaginario. El deseo es cautivado por imágenes. Pero desde el momento
en que se produce ese desdoblamiento de los ejes hay otro deseo que busca su estatuto,
y vemos crecer, más en los Escritos que en el seminario, la exigencia de otro estatuto
del deseo. Es lo que en un primer tiempo — aquel en el cual estamos — Lacan llama, en
términos hegelianos, “el deseo de hacer reconocer su deseo”. Eso sin duda viene muy
directamente de Kojève, pero es imposible situar en el eje imaginario este deseo de
hacer reconocer el propio deseo. No se trata de reconocimiento en el sentido de que
reconocemos una forma, sino en el sentido de que puede venir del Otro, que garantiza,
la palabra de asunción del deseo.
Antes ya de este Seminario IV, y en conformidad con esta reduplicación de los ejes,
Lacan plantea entonces esto que encontrarán en la página 414 de los Escritos: “El deseo
del reconocimiento domina […] al deseo que queda por reconocer” — el término que
vale es domina. Hay un deseo que domina a otro; el deseo en el sentido de lo simbólico,
donde está en juego el deseo de reconocimiento del deseo, el deseo de hacer reconocer
el propio deseo, domina todo deseo que se sitúe sobre el eje imaginario. Lacan lo
plantea como un principio no desplegado ni pensado pero que en verdad responde a una
suerte de exigencia lógica. Por eso vemos ya en Lacan que el deseo en sentido
imaginario y el deseo en su estatuto simbólico se separan. Así, él puede hablar del
“modelado imaginario del sujeto por sus deseos más o menos fijados o regresados en su
relación con el objeto”. Eso se encuentra en la misma página de los Escritos, en “La
cosa freudiana…”, donde no solo está: Yo, la verdad, hablo, sino muchas otras cosas.
Tenemos entonces por un lado esta dimensión en la que hay una forma de impronta,
que se fija y que el sujeto sufre de parte de imágenes prevalentes, a la que él regresará
más o menos. Ese orden de cosas es pensable en lo imaginario, pero la insistencia

121
repetitiva del deseo, la preservación eterna del deseo en la cadena simbólica, no lo es.
Lo que no es pensable en lo imaginario es que, en el sujeto, el deseo es objeto de una
rememoración permanente en la represión. Y así es como en el mismo movimiento
Lacan por ejemplo opone, siempre en “La cosa freudiana…”, dos tipos de significación:
las significaciones de la culpa, pertenecientes al registro de lo simbólico, y las
significaciones “de frustración afectiva, de carencia instintiva y de dependencia
imaginaria del sujeto”, que en esa época para él pertenecen al registro de lo imaginario.
El Seminario IV es inaugurado por el problema de conciliar y de pensar esta doble
naturaleza del deseo. ¿Cómo puede pensarse lo que parece ser la prevalencia de lo
imaginario en el deseo, e incluso la prevalencia de lo imaginario narcisista en el deseo,
y al mismo tiempo el deseo en el sentido freudiano, el deseo inconsciente que circula en
la cadena simbólica? Por lo demás, les cité este pasaje de “La cosa freudiana…”
precisamente porque la frustración afectiva, la carencia instintiva y la dependencia
imaginaria del sujeto son tres términos que hallarán en el Seminario IV, y Lacan
mostrará cómo engranan con lo simbólico y cómo en este aspecto cambian totalmente
de estatuto.

El objeto “falo”

He aquí entonces este momento del Seminario IV retomado en el mismo movimiento de


la vez pasada. Espero también volver a situar en qué consiste que un seminario responda
a problemas; no se lee como un “Lacan continúa”, sino que Lacan afronta una dificultad
conceptual manifiesta. Por lo demás, en el curso de La relación de objeto y de los
Seminarios V y VI tirará a la basura el deseo de hacer reconocer el propio deseo, que le
viene de Kojève. Producirá para nosotros un grafo donde el deseo en el nivel simbólico
ya no tendrá nada que ver con el deseo de hacer reconocer el propio deseo, e incluso
escribirá en cierto momento que este es el deseo que estructura más profundamente las
pulsiones.
Hay que tener coraje, ya que en verdad — pueden buscar — no hay ni un atisbo de
demostración de que el deseo de hacer reconocer el propio deseo esté presente en las
pulsiones. Si pudo escribir eso fue por la exigencia de que lo simbólico estructure hasta
lo más profundo del organismo humano — y por ende las pulsiones. ¿Qué debe ser el
deseo en el registro simbólico para que pueda en efecto decirse que estructura las
pulsiones? Esto se encuentra en “Variantes de la cura-tipo”, página 330: “Este deseo, en
el que se verifica literalmente que el deseo del hombre se enajena en el deseo del otro,
estructura en efecto las pulsiones descubiertas en el análisis”. Lo que él quiere
demostrar es que estas pulsiones no son puras y simples necesidades, pero allí falta la
articulación entre este deseo de hacer reconocer el propio deseo y las pulsiones. Señalo
esta página porque a continuación se ve allí una referencia sostenida a la perversión.
Primero se recurre a la perversión para mostrar que las pulsiones no son las necesidades
de una satisfacción natural, y en la misma página Lacan se refiere otra vez a ella a
propósito de la prevalencia del narcisismo en lo imaginario, diciendo que eso es lo que
se encuentra en “la ambivalencia perfecta de la posición en que [el sujeto] se identifica
en la pareja perversa”. Tenemos allí entonces el señalamiento, que será muy
desarrollado en La relación de objeto, de que la perversión acentúa la dimensión
imaginaria y de que si hay una clínica de la perversión es preciso dar cuenta del lugar
prevalente de lo imaginario en la perversión. Uno de los problemas que La relación de

122
objeto intentará resolver es ¿cómo dar cuenta de esta prevalencia de lo imaginario en la
perversión?
Vuelvo ahora al comienzo del Seminario IV, a su punto de partida fundamental,
porque hay en la polémica de Lacan como una trampa, una apariencia engañosa que es
preciso traspasar. Intentaré hacerlo descomponiendo las cosas así. Primero, la relación
de objeto, tal como nos la presentan los analistas de la Société de Paris y sus maestros
ingleses y americanos, está sobre el eje imaginario; ellos no hacen más que comentarnos
la complementariedad, la armonía que hay entre el sujeto y el objeto. Segundo, en la
medida en que es a-a', la relación de objeto solo puede darnos una visión parcial de la
experiencia analítica y producir, en la conducción de la cura, un resultado esencial, a
saber, perversiones transitorias; allí, la conexión entre perversión e imaginario se aplica
a la crítica de la dirección de la cura; si la experiencia analítica se reduce a la relación
imaginaria, es lógico y normal que emerjan perversiones transitorias en el análisis. Pero
la cuestión no termina allí — si terminara allí, tendríamos pura y simplemente la
polémica externa de Lacan —, pues en tercer lugar está el hecho de que la relación de
objeto correctamente entendida, en su justo lugar, no está sobre el eje imaginario. El
hilo de la demostración de Lacan es que el objeto no es el correlato del yo, sino que su
conexión esencial es con el falo. Lo parcial no es solamente la teoría recibida de las
relaciones de objeto, sino además la reducción del objeto a la pareja imaginaria a-a'.
Hay en el objeto más que lo imaginario.
De hecho, Lacan centra en la cuestión del objeto el debate acerca de la dificultad
conceptual para conciliar el deseo en su estatuto simbólico con el deseo en su naturaleza
imaginaria. Es en torno a la cuestión del objeto que hay que demostrar que este no es
radicalmente el objeto del narcisismo, el yo narcisista, sino ante todo el objeto “falo”, el
objeto en relación con el falo.
Sin duda hay momentos de la experiencia en los cuales la relación entre el sujeto y el
objeto aparece como directa y sin brecha — así se expresa Lacan en el primer capítulo
—, bajo una forma recíproca y complementaria. Pero se engaña quien cree que estos
momentos de la experiencia dan la clave del objeto del deseo. No hay que extender los
momentos de complementariedad aparente entre el sujeto y el objeto al conjunto de las
relaciones entre el sujeto y el objeto. (Es la misma precaución que Lacan indicará más
adelante a propósito del cogito cartesiano; este es un momento de identidad puntual y
evanescente, pero si uno lo extiende al conjunto de lo que sería el yo, se engaña.) Hay
que respetar entonces el momento de coincidencia eventual entre el sujeto y el objeto o
el de su complementariedad, pero no extenderlo al conjunto de la clínica.
La verdadera parcialidad es la de la teoría anterior de Lacan concerniente al objeto.
Durante años él hizo una teoría en la que el objeto aparecía lisa y llanamente en el
marco de la teoría del narcisismo, con el recordatorio sempiterno, constante, de que todo
enamoramiento es de naturaleza narcisista, como bien dijo Freud — siempre la carta
forzada de ese momento. Pero ahora el acento de Lacan, aun si por cierto da lugar al
narcisismo, es totalmente contrario; no es que el objeto sea radicalmente de naturaleza
narcisista, sino que siempre juega su partida con la castración. Esa es la verdadera
polémica que está en juego, el efecto de báscula que realiza este seminario y que se
prolongará y circulará en la enseñanza de Lacan, para ajustarse y armarse de todas las
formas posibles, durante tres años en los que veremos al objeto integrarse cada vez más
al orden simbólico y desintegrarse en este orden, hasta que como resultado de esta
desintegración simbólica reaparezca en su gloria de objeto a. Pero para ello deberá ser
triturado, desintegrado por Lacan en el registro simbólico, desvanecerse hasta un punto

123
formidable en el curso de esos tres años por venir, hasta tener luego que recuperar
algunas de sus virtudes que así se habrán evaporado. En ese momento Lacan volverá a
traer la cuestión de lo real y el goce con el Seminario VII.

Fobia y fetiche

Los dos objetos en juego en el Seminario IV son el “objeto fóbico” y el objeto fetiche.
Notarán que me cuidé de colocar objeto fóbico en el título de una parte, aunque venía
bien para hacer partes que se respondieran simétricamente; coloqué objeto fetiche donde
se trataba el fetiche, y no coloqué objeto fóbico por las mejores razones del mundo. Pero
aparentemente dos objetos son puestos en primer plano: el objeto fóbico y el objeto
fetiche. ¿Por qué estos dos? Porque ambos colocan la castración en el centro del asunto;
porque clásicamente en el psicoanálisis ambos son pensados con relación a la angustia
de castración — esto es simplemente olvidado y desconectado del resto. Dicho de otro
modo, por el solo hecho de elegir estos dos objetos no podemos quedarnos solamente en
la referencia del objeto al narcisismo, estamos obligados a ubicarnos en la referencia del
objeto a la castración.
Glover y otros ya piensan el objeto fóbico como protección, defensa contra la
angustia de castración. Lo mismo con el fetiche. Y en este sentido Lacan dirá más
adelante, en este seminario, que estos dos objetos plantean los límites del deseo, que son
los dos extremos del deseo. Uno es buscado mientras que el otro es evitado. Esta
posición simétrica de la fobia y del fetiche así como su común relación con la angustia
de castración explican por qué en este seminario Lacan los escogió y se rigió por uno y
otro hasta dar a la fobia un desarrollo de gran amplitud — llega a ocupar la mitad de su
elaboración del año.
Saben que en la última página de sus Escritos, página 856, con fecha del primero de
diciembre de 1965 — casi diez años después de esta elaboración del Seminario IV —,
Lacan prosigue con el paralelo entre fobia y fetiche; evoca la castración materna y la
califica en términos reales: “esa falta del pene de la madre donde se revela la naturaleza
del falo”. Si puede escribirlo es porque existe el Seminario IV que nos revelará la
naturaleza del falo freudiano a partir de la castración materna, especialmente en el caso
del pequeño Hans; a partir de esta referencia dice que el sujeto “se divide […] para con
la realidad”. Utiliza entonces los términos de Freud sobre el fetichismo tanto para la
fobia como para el fetiche, y prosigue diciendo que el sujeto ve “abrirse en ella el
abismo contra el cual se amurallará con una fobia” — eso resume parte del Seminario
IV, el objeto fóbico como amparo frente al abismo de la castración materna — “y por
otra parte recubriéndolo con esa superficie donde erigirá el fetiche”. Es una alusión muy
precisa al capítulo VII de La relación de objeto, consagrada a la función del velo.
Lo que está en el horizonte del Seminario IV y es reclamado por este, es el matema
— que Lacan solo formulará mucho más adelante, en su seminario sobre La angustia —
del objeto como correlato, como tapón de la castración, a saber,
a
−ϕ
Este matema, que por las mejores razones del mundo no es formulado en el Seminario
IV, es el que supera al matema a-a' — que escribe el objeto ante todo como imagen
especular (a' es aquí el yo) y pone el objeto y el yo en una relación esencial de
objetivación recíproca. Si mal no recuerdo, recién aparecerá en La transferencia y La

124
angustia — este último seminario será para Lacan un modo de corregir La relación de
objeto —, pero el Seminario IV comienza a pensar el objeto en relación con la
castración. Lacan conservará la letra a para el objeto imaginario aunque se trate de dos
articulaciones, de dos acentos totalmente diferentes en cuanto a la teoría del deseo.

La mancha negra

Puede decirse que la fobia es el miedo en el lugar de la angustia; es cómo


componérselas con la angustia — con una angustia que es relación con lo vacío, lo sin
límite, lo informe — remplazándola por un miedo, por el artificio del objeto al que se
teme, un objeto que ordena el mundo, fija mojones, límites, indica cuál es el espacio de
seguridad y crea entonces una estructura en la cual eso es soportable para el sujeto.
En este aspecto ya se ve bien lo que en la operación de la fobia evoca la operación
del Nombre-del-Padre. Es una operación estructurante. La fobia consuma esta metáfora
que sustituye la angustia por el miedo, así como en La relación de objeto no hay teoría
de la angustia estrictamente hablando pero en su lugar hay una teoría del miedo. La
fobia es incluso tan estructurante que todo el análisis de la misma apunta al hecho de
que finalmente el objeto fóbico es un sustituto del Nombre-del-Padre, de suerte que lo
que aparece en este seminario como la verdad última del objeto fóbico — el famoso
caballo — es precisamente que en su faz más profunda no es un objeto, sino un
significante susceptible de diversos significados — en “La dirección de la cura…”
Lacan lo calificará de “significante para todo uso”, y como al fin del Seminario IV hace
aparecer la función significante del objeto fóbico, no quise hacer el paralelo que parecía
imponerse entre objeto fetiche y objeto fóbico.
Lo que llama la atención a quienes siguieron la enseñanza de Lacan es que acepte de
entrada la proposición de que la angustia es sin objeto, como dice Freud, mientras que la
fobia sí tiene uno. Eso significa que la cuestión del objeto a en el sentido de Lacan no
puede plantearse en este seminario. No obstante, está en sus márgenes, en el hecho de
que en definitiva no es seguro que todo esté completamente claro a propósito del objeto
fóbico. Este es muy representativo: es un caballo — ¡Buen día, caballo! —, se reconoce
el objeto representativo de la fobia, pero lo que atormenta tanto al pequeño Hans cuanto
a este seminario es que no toda la angustia parece ser absorbida y transformada en la
fobia.
Eso aparece en los pasajes memorables de este seminario donde Lacan evoca y da
todo su valor a la mancha negra que el pequeño Hans sigue viendo en algún lugar de la
cabeza del caballo. Puedo por gusto citarles el pasaje, que está en la página 246, donde
se percibe la nota del objeto a y lo que más adelante dará pie a Lacan para reelaborar un
objeto que tiene un estatuto muy diferente al del objeto representativo: “No sé si la fobia
es tan representativa, porque es muy difícil saber de qué tiene miedo el niño. El pequeño
Hans lo articula de mil maneras” — el término articular debe preservarse pues califica
bien la articulación significante, la localización significante del objeto — “pero siempre
queda un residuo muy singular”. Ese residuo es el punto de arranque de lo que más
adelante Lacan llamará el objeto a, a saber, el residuo de toda representación imaginaria
y de toda articulación significante. Lacan prosigue:
Si han leído ustedes la observación, sabrán que ese caballo, marrón, blanco, negro
o verde — los colores no carecen de interés —, plantea un enigma que permanece
sin resolver hasta el final de la observación, esa especie de mancha negra que

125
tiene delante, delante de la testera,22 y que hace de él un animal de los tiempos
prehistóricos. Y el padre le pregunta al niño: —¿Es el hierro que tiene en la
boca? 23—¡Qué va!, dice el niño. —¿Es el arnés? —No. —Y ese caballo de allí,
¿tiene la mancha? —No, no, dice el niño. Y luego un buen día, ya cansado, dice:
—Sí, ese de ahí lo tiene, ya vale. Desde luego, está claro que nadie sabe qué es
esa mancha negra delante de la boca del caballo.
Y Lacan señala algo que no desarrollará en este seminario:
Por lo tanto, no es tan simple una fobia, porque incluye elementos casi
irreductibles, muy poco representativos. Si algo produce la impresión de ese
elemento negativo alucinatorio del cual se ha hablado recientemente […] es sin
duda este elemento borroso, al fin y al cabo lo más claro en el fenómeno de esa
cabeza de caballo […].También es posible que [los caballos] lleven la marca de la
angustia.
Esto significa que lo que yo llamaba la metáfora que sustituye la angustia por el miedo,
por la fobia, no es total, y que la operación deja un resto cuya huella es la inquietud del
pequeño Hans a propósito de esa mancha negra. Dicho de otro modo, Lacan está allí a
punto de encontrar el objeto de la angustia, un objeto no representativo que él elaborará
más adelante precisamente como el objeto irrepresentable, como el objeto a, residuo
presente en toda representación. Será una suerte de generalización de esa mancha negra
del pequeño Hans. “Lo borroso, la mancha negra, tal vez tenga cierta relación con [la
angustia], como si los caballos recubrieran algo que aparece por debajo y cuya luz se ve
por detrás, a saber, esa negrura que empieza a flotar”. Sin embargo, Lacan agrega: “Pero
lo que vive Juanito, lo que hay en él, es el miedo”. Y entonces pasa eso por alto.
Esto llamó mucho mi atención al reescribir este seminario. Recordaba esa mancha
negra y quería ver hasta qué punto había ya, en el análisis tan minucioso que hace
Lacan, el presentimiento de un elemento que no llega a nombrar y con el que por otra
parte no hace gran cosa, pero que no obstante destaca sin captarlo totalmente, sin
conceptualizarlo ni darle su matema — algo que solo ocurrirá mucho después. “Este
elemento borroso”, dice, “esa cabeza de caballo, tan misteriosa, que recuerda algo al
caballo del cuadro de Tiziano, encima de Venus y Vulcano”.
¡Formidable!, me dije, ¡Encontremos este cuadro del Tiziano! En efecto, hay
representaciones de Venus y de su marido Vulcano, el herrero algo deforme, y nada
impide que haya un cuadro de Tiziano con estos dos personajes y un caballo — símbolo
iconológico clásico de la sexualidad desenfrenada. En el Renacimiento a menudo se
encuentra el caballo con esta significación, aunque entre Venus y Vulcano eso no
sucede en absoluto, ya que para lo propio de este registro y de ese orden de satisfacción
ella buscará más bien por el lado de Marte. Me procuré entonces un catálogo de la obra
del Tiziano donde todo está indexado número por número, y no pude hallar ese cuadro.
Por cierto, eso me irritó mucho, pues habría querido ver representada la mancha negra
irrepresentable.
Por eso busqué más allá de Tiziano, y en el catálogo completo de las obras de
Veronese hallé algo que bien podría serlo. Es un cuadro que está en el Metropolitan
Museum y que se titula Venus y Marte unidos por el amor. Puedo mostrárselo de lejos,
pero eso no servirá de mucho porque es muy pequeño. En la parte izquierda del cuadro

22
Etcheverry traduce “cabeza”. [N. del T.]
23
Etcheverry traduce “Eso que tiene en la boca, ¿es la herradura?”. [N. del T.]

126
se ve una magnífica Venus desnuda; su pierna izquierda elevada es ceñida por un
pequeño angelote del mejor estilo, y ella, como está en desequilibrio, pasa
lánguidamente su brazo izquierdo por el cuello de Marte, que viste una armadura. Eso
ocupa casi dos tercios del cuadro. En el último tercio, el que está más a la derecha si lo
vemos de frente, hay un caballo con una testera y una brida, y además un pequeño
angelote que alza una espadita para impedir que el caballo avance. El problema es que
no hay mancha negra. No la distingo. Por otra parte, no es tan fácil, ya que encima esto
es muy pequeño. Además este caballo tiene un aire muy calmo; aún estamos en los
preliminares de la relación.
De cualquier modo, yo no habría puesto eso en la tapa del Seminario, dado que es un
poquito insípido y yo pensaba que el título La relación de objeto, que no es muy
apetecible, necesitaba ser relevado por una imagen que diga verdaderamente de qué se
trata. No la habría puesto entonces, y menos aún porque todavía me pregunto si ese es
verdaderamente el cuadro al que alude Lacan — no sé si en esa época él había paseado
ya por New York, no es uno de los cuadros más conocidos de Veronese, y es muy
posible que el cuadro citado en el seminario sea del Tiziano. Ustedes son una
concurrencia numerosa, y si tienen ocasión de ver cuadros del Renacimiento donde haya
un caballo con una mancha negra sospechosa, les ruego que me avisen cuanto antes.
Algo más adelante, en las páginas 296-297 del Seminario IV, notarán que Lacan tiene
en espera una interpretación muy sabrosa de este objeto a, cuando la actitud del
pequeño Hans, que juega con el significante, le inspira desarrollos sobre el chiste en el
capítulo que titulé “El significante y el chiste” — que deja presagiar el Seminario V,
basado en el comentario de El chiste y su relación con lo inconsciente, de Freud, pero
que nace del trabajo de Lacan sobre el pequeño Hans, con el juego del significante y el
juego con el significante que este último practica. En ese capítulo Lacan indica entonces
hasta qué punto el pequeño Hans se mofa del padre,
esa perpetua burla que matiza todas las réplicas de Juan a su padre […]. El padre
interroga a su hijo: —¿Qué pensaste cuando viste caer al caballo? […] Pensaste,
dice el padre de una forma que se le ve el plumero, que el caballo estaba muerto.
[…] Juan adopta un airecito de seriedad al replicar: Sí, sí, en efecto eso pensé. Y
luego, de repente, cambia de opinión, se pone a reír […] y dice: Pero no, no es
cierto, sólo lo he dicho en broma […] La observación está salpicada de salidas de
este género. Por ejemplo, esta. Después de haberse dejado llevar un instante por el
eco trágico de la caída del caballo […], de pronto Freud piensa en la otra figura
del padre, en ese padre bigotudo y gafudo que ve en su consulta al lado de Juanito.
Ahí está ese curioso hombrecito tan mimado y junto a él su padre, pesado, con sus
gafas sucias, aplicado, lleno de buena voluntad. Por un momento, Freud vacila.
Están ahí, preguntándose por esa famosa negrura que hay delante de la boca de
los caballos, buscando con una linterna qué querrá decir eso, cuando Freud se
dice: —Pero ahí está esa cabeza larga, es este asno. […] Es verdad, de todos
modos, que eso negro que flota delante de la boca del caballo es la hiancia real
que siempre se oculta tras el velo y el espejo, destacada siempre sobre el fondo
como una mancha.
He aquí lo que más se aproxima a lo que Lacan llamará objeto a. Dice incluso:
Hay, por decirlo todo, una especie de cortocircuito entre el carácter divino de la
superioridad profesoral, acentuado por parte de Freud no sin humor, y esta
apreciación que, como nos muestran las confidencias de los contemporáneos,

127
siempre estaba presta a salir de la boca de Freud, expresada en las letras francesas
con la tercera letra del alfabeto seguida de tres puntitos.24 Qué… presidente… tan
bueno, piensa Freud, diciéndose que lo que tiene delante coincide con la intuición
del carácter abisal de eso que surge del fondo, y la confirma.
Dicho de otro modo, una boludez abismal. Inclusive me atrevo a decir que ese término
con, que Lacan hace oír aquí, se inspira en el pene de la madre. Y no carece de relación
con lo que en cierto momento él evoca mediante la frase de Renan: “La necedad
humana da una idea del infinito” — a lo que agrega que las divagaciones de los
psicoanalistas también. Ya hay allí una evocación de la consistencia lógica del objeto a,
y también una suerte de anticipación de lo que Lacan evocará más adelante al decir que
“el significante es necio”. En todo caso, hay un esbozo que es el análisis de la mancha
negra, con la noción, ya presente en Lacan, de que detrás de toda imagen y de toda
representación hay algo irrepresentable. ¿Cómo se presentaba eso en Lacan hasta ese
momento? Bajo la forma de que tras toda identificación del yo está la muerte, que para
cada uno es algo irrepresentable. Hay allí entonces cierto hilo, cierto número de
alusiones susceptibles de cristalizar, y que cristalizarán más adelante en la teoría del
objeto a como irrepresentable.

Objeto transicional

Este seminario consagra la llegada, al batallón de los objetos, de un tipo de objeto


desconocido hasta ahora. Y si bien a/(–φ) aún no llega a destronar a a', hay de todos
modos un pasaje del dueto a-a' a una configuración muy distinta, ternaria — el falo, la
madre y el niño —, que figura ya avanzado el Seminario III. Eso significa que de pronto
se pasa de una representación recíproca del objeto con relación al yo — representación
de la naturaleza narcisista del objeto — a una representación que, entre la pareja de la
madre y el niño, ubica el falo.

Encontrarán bajo una forma más definitiva este comienzo de articulación de Lacan si
se remiten al esquema R en “De una cuestión preliminar”, donde sobre los vértices de
un triángulo rectángulo escribe φ (por el falo imaginario) y la pareja a-a' bajo la forma
de m (por el yo) e i (por la imagen especular) — lo que retoma entonces el ternario
escrito en el Seminario IV:

24
C.. (con), palabra del argot francés que significa “boludo”, “huevón” y también “coño” [N. del T.]

128
Inscribe el falo en el centro de la relación imaginaria, entre el yo y su imagen especular,
y lleva la construcción hasta escribir después, al prolongar las líneas, M (por la madre)
en la línea superior e I (por ideal del yo, o como escritura del niño) sobre la
perpendicular:

O sea que en este esquema, presentado para la psicosis, tenemos una rectificación de la
pareja a-a' consistente en escribir el falo en el centro conforme al esquema que hallan
en La relación de objeto, que muestra que la pareja madre-hijo se apoya y recubre la
relación entre el yo y su imagen. Lacan lo dice explícitamente, y es así como modifica
el esquema del estadio del espejo al introducir el falo y construir la pareja madre-niño
sobre la pareja imaginaria. Dice a este respecto que los dos términos de la relación
narcisista, m e i, sirven de homólogos a la relación simbólica madre-niño que la recubre.
He aquí el tipo de solución y de acuerdo que busca Lacan al hacer entrar el falo como
tercero en una relación donde antes estaba ausente.
Además, saben que este esquema se completa con su cuarto vértice, es decir, la
posición P del Nombre-del-Padre en el Otro, que se supone homóloga a lo que en esa
época Lacan llama el enganche de la significación del sujeto bajo el significante fálico:

El propio Lacan buscará indicarnos dónde puede estar presente el objeto a en este
esquema. Destaca en efecto el hecho de que si se une m con M e i con I se tiene una
banda de Möbius y que entonces las partes que quedan son como el soporte equivalente
al objeto a. No estudiaremos esto, pero notemos que cuando Lacan aborda esta cuestión
le obsesiona saber por dónde había anticipado ya el objeto a, dónde estaba ya el objeto a
en este esquema que se inspira muy directamente en La relación de objeto y en el caso
Schreber.
Esta búsqueda de Lacan para ver, a diez años de distancia, en qué sentido había
anticipado la topología de su objeto a, es algo que hallamos bajo una forma más
manejable, más representativa, en esos avatares de la mancha negra. Aunque en esa
época no tenía empero el matema para captar el fenómeno, Lacan lo señala y lo
comenta, incluso juega con él, y esto constituye una lección sobre lo que hay que hacer
con los elementos que no sabemos dónde poner. No es cuestión de esconderlos bajo la
alfombra, es mucho más interesante ponerlos encima, girar un poco a su alrededor o, si
no se sabe exactamente qué hacer de ellos, enunciar quizás algunas bromas sobre ellos,
pero sobre todo no dejarlos para más adelante, pues de allí se podrá volver a partir.

129
Lo que encuentro muy divertido en esta polémica de Lacan contra sí mismo es que
repercute sobre los otros, sobre la Société de Paris y también sobre Françoise Dolto,
quien da una conferencia y habla de la imagen del cuerpo. En verdad, si hay alguien que
habló de la imagen del cuerpo, ese es Lacan con su estadio del espejo. Todo lo que dijo
hasta el momento es justamente que la imagen del cuerpo es el objeto por excelencia. Y
ahora Lacan dice: ¿Pero qué debimos escuchar anoche? ¡Se dijo que la imagen del
cuerpo era un objeto! ¡Pero no, en absoluto! ¡No es un objeto, nada hay más diferente
de un objeto que la imagen del cuerpo! ¡Y no solamente no es un objeto, sino que jamás
es susceptible de serlo! Lacan exagera, y todo el mundo queda bien atrapado una vez
más. Por el contrario, aquel a quien elogia contra Françoise Dolto es Winnicott y su
objeto transicional, un objeto que precisamente no es una imagen, sino más bien un
trozo de objeto que tiene un valor contrafóbico. A este respecto, por cierto, la elección
de Winnicott en detrimento de Dolto orienta la enseñanza de Lacan hasta el final.
Pues bien, me extendí más de lo que pensaba al comentarles este Seminario IV, y
entonces todavía hará falta que le consagre la próxima sesión, para luego pasar, espero,
a otra cosa.

9 de marzo de 1994

130
XI

El estatuto simbólico del deseo

La vez pasada apelé a esta audiencia para que me ayudara a resolver ese asunto del
cuadro del Tiziano que yo había intentado atribuir a Veronese, y no fue en vano, ya que
este desplazamiento del Tiziano a Veronese permitió a uno de ustedes hallar lo que creo
que es efectivamente el cuadro en cuestión. No está en el Metropolitan Museum, sino en
Turín, y es un cuadro de Veronese. En efecto, es mucho más verosímil que Lacan haya
podido verlo, dada la frecuencia de sus viajes a Italia, atestiguada por sus seminarios.
Estoy en deuda con Jacques Bori, psicoanalista de Lyon aquí presente, quien me envió
una copia de ese cuadro titulado Venus, Marte, Cupido y un caballo, que en mi catálogo
se encuentra algunas páginas después del cuadro que yo había señalado. Él acaba de
darme una copia color. Vemos que es un cuadro que representa a Venus y a Marte
mucho más cerca del acto que en el otro cuadro, dado que no solamente Venus está
desnuda, sino también Marte, y en una posición que, sin ser inclinada, prepara empero
el momento, pues las manos están unidas, y no para rezar — las manos de Venus están
en las manos de Marte —, los brazos de uno y otro están abiertos, y Venus está a punto
de ser recostada.
Curiosamente, se ve allí de hecho una cabeza de caballo a la izquierda del cuadro, no
a la derecha como en el de la vez pasada. No está justo encima de la pareja, sino a su
izquierda, pero no obstante en una posición superior a la de estos dos cuerpos que se
aprestan a abrazarse. Se ve solamente la cabeza, no el resto del caballo que irrumpe,
contenido o traído por un pequeño Cupido. Y en lo alto de esta cabeza de caballo hay
una curiosa crin negra — poco visible porque, escindiéndose, casi cae sobre sus ojos.
Haré circular esta imagen por las filas, ¿por qué no?, ya que no puedo proyectarla.
Considero que gracias a Jacques Bori el cuadro fue hallado, y en una edición futura creo
que podría dar entonces por resuelto este problema, a menos que otro descubridor nos
aporte una imagen más convincente, lo que en verdad me parece difícil. Tómenla y
tengan a bien hacerla circular; apuesto a que podré recuperarla al final; si no, espero que
Jacques Bori tenga a bien darme otra. Es mucho más viva que la imagen del cuadro del
Metropolitan. Escuchen, no sé qué hacen, pero si no la hacen circular rápido no llegará a
la última fila. ¡Miren la mancha y después pásenla! Creo que debería apelar más a
menudo a la contribución que ustedes pueden aportarme cuando estoy en apuros.

Castración

Dije que ya no se leería el Seminario IV como se lo había hecho hasta ahora. Me lo han
confirmado de todos lados. Se habla de una lectura vieja y de la nueva que hacemos.
Esas son las virtudes de la puntuación. Hay una lectura I y una lectura II para cada uno,
incluso para quienes son de mala voluntad, si me permiten. Pero lo que les doy aquí, en
este curso, son los elementos de una lectura III. Tomo La relación de objeto del revés e
invito a que la lean a partir de su trama, de su problemática subyacente. En esta edición,
en esta lectura II, podemos dejarnos ilusionar por las imágenes que Lacan prodiga y por
lo que él aporta para convencerse a sí mismo en cierto modo, es decir, para situar en qué

131
medida hasta ese momento fue por mal camino, y asegurarse de que ahora, en 1956-
1957, va en la dirección correcta.
¿Qué dirección anima este esfuerzo de investigación clínica? Es lo que nos muestra
este seminario, a saber, cómo el objeto en psicoanálisis emigra de lo imaginario a lo
simbólico. Los hechos clínicos referidos, ordenados por Lacan, demuestran que lo
imaginario no basta para situar el objeto. Aunque la referencia a lo imaginario esté
presente a lo largo de todo este seminario, el valor del objeto no se debe empero a lo
imaginario, aun si su naturaleza puede parecer depender de esta dimensión. Dicho de
otro modo, la pareja a-a', la conexión entre el objeto y el yo — fundamentada en la
doctrina freudiana de la Ichlibido —, no permite poner en su justo lugar la función del
objeto. Una referencia a lo simbólico predomina en los hechos clínicos. Aun cuando lo
imaginario parezca prevalente, esta prevalencia misma solo se impone de hecho por las
coordenadas simbólicas del sujeto. Y eso también vale para los fenómenos que surgen
en la cura analítica.
La referencia a la fobia encuentra aquí su valor, y eso es lo que demuestra el
Seminario IV a propósito del objeto fóbico, que ocupa la mitad del desarrollo. La fobia
es en este aspecto un ejemplo límite, ya que con justa razón podríamos captar el objeto
fóbico mismo mediante lo imaginario — el caballo es una representación que llegado el
caso buscamos en obras de arte, y sabemos que no es un elefante como en el
Seminario I —, pero es de hecho un significante, y esa es la demostración de Lacan.
Considerar esto me hizo evitar con cuidado que en la cubierta figurase un caballo, evitar
cautivar la atención por la imagen del caballo cuando la demostración va en sentido
completamente contrario, a saber, que el objeto fóbico no es una imagen, sino un
significante que en su fase más profunda suple al significante paterno.
El otro objeto tratado en este seminario, aunque en forma menos desarrollada, es el
fetiche, que sin duda, como surge ante la lectura II e incluso ante la lectura I, no es un
significante, pero tampoco se afirma de él que sea una imagen de arriba abajo; hay allí
— es la ocasión para decirlo — una suerte de velo sobre su estatuto exacto. El objeto
fóbico reclama en todo caso una referencia a lo simbólico bajo el aspecto de la
castración simbólica. Es un objeto que, tal como Freud lo situó de entrada, queda
clínicamente incomprensible salvo si es referido al falo y, más aún, a la falta simbólica
del falo. De suerte tal que la vez pasada dije que ya en el horizonte de este seminario
encontramos algo como la necesidad de escribir, a propósito del objeto fetiche,
a
−ϕ
Esta fórmula, que Lacan aportará más adelante, está especialmente destinada a fijar la
función del objeto como suplencia, como tapón de la castración simbólica del falo
imaginario.
Así resumo lo que subrayé la vez pasada. La problemática subyacente a este
seminario es la cuestión de saber si el yo es el correlato del objeto en psicoanálisis. Lo
que Lacan interroga es este binario a-a' que significa que el objeto es correlativo del yo.
Y la respuesta que aporta en el Seminario IV, contra su propia construcción anterior, es
que el correlato del objeto no es el yo, sino el falo — como imaginario, pero también
como objeto en juego en la castración simbólica —, el falo que deviene negativo debido
al significante. De modo tal que no basta la evidencia de que el objeto es un atractor de
la libido; no basta, para constituir el objeto — si se supone esta reserva libidinal primera
que es la del yo —, que haya devolución de la libido, originalmente yoica, al objeto. Ese
objeto es un cebo para la libido en la medida en que se funda en un “no hay” — no hay

132
falo.
Este seminario desarrolla entonces el concepto de la castración como falta simbólica
de un objeto imaginario. Por cierto, esto significa que el objeto es imaginario pero que
solamente adquiere su valor a partir de una falta simbólica. ¿Qué es esta falta
simbólica? Es primordialmente la falta fálica, –φ, y más adelante Lacan la escribirá en
itálica — marca tipográfica de lo imaginario en sus Escritos. La falta simbólica en
cuestión es la falta fálica, pero en su elaboración ulterior, más allá del Seminario IV y en
su misma estela, se revelará que esta falta simbólica puede asimismo escribirse S/ , dado
que el sujeto resulta dividido en relación con esta falta, como Freud mismo lo señala en
cuanto al fetichismo. A partir del Seminario IV tenemos pues los fundamentos mismos
que llevarán a Lacan, un poquito más adelante, en los Seminarios V y VI, a dar la
fórmula del fantasma escrita así,
(S/ ◊a )
que indica que el objeto imaginario encuentra su función en relación con el sujeto como
dividido o con el sujeto como falta, y que es una fórmula que generaliza la anterior,
a
−ϕ
La lección extraída de la relación de objeto será la doctrina del fantasma como
conexión entre el sujeto tachado y el objeto. En el curso de su elaboración Lacan
abandonará la referencia a las relaciones de objeto, pero lo que vendrá en su lugar es la
doctrina del fantasma. Cuando nos referimos al fantasma, al fantasma fundamental o al
atravesamiento del fantasma como fin del análisis, mentamos la versión lacaniana de la
relación de objeto. La doctrina del fantasma es la consecuencia de la elaboración hecha
por Lacan de la relación de objeto, que ubica en su corazón la instancia de la falta. En el
Seminario IV es la falta fálica, pero más adelante se generaliza a la falta subjetiva, de tal
suerte que el centrarse sobre la cuestión del objeto en este seminario es un prefacio a la
nueva teoría del deseo que Lacan desarrollará en sus Seminarios V y VI. Si se quiere
captar lo que motiva esta nueva teoría del deseo que perdura como un punto clave de la
enseñanza de Lacan, se lo encuentra en este Seminario IV. Aquí se encuentran los
fundamentos, las bases de lo que perdura como una suerte de doctrina clásica de la
enseñanza de Lacan, y digo clásica ya que ahora la enseñan en las aulas.

La función de la metonimia

La vez pasada señalé que Lacan debía conciliar el estatuto imaginario del deseo, sobre
el eje a-a', con la necesidad de que el deseo también sea simbólico y someta las
pulsiones, según está escrito en “Variantes de la cura-tipo”. Hasta el Seminario IV el
deseo simbólico era para Lacan el deseo hegeliano, el deseo kojèviano de hacer
reconocer el propio deseo. Pues bien, esto es lo que desaparecerá en el curso de este
seminario. Lo que ahora aparece en su lugar, y sorprendentemente circula por toda esta
elaboración, es el amor. En el curso de este seminario nos encontramos con el estatuto
simbólico del deseo a propósito de una doctrina del amor. Así como les dije que el
verdadero título de este seminario era La sexualidad femenina o La función de la
castración, también podría decirse que es Una doctrina del amor, pero no un amor
pensado en referencia a Freud a partir del enamoramiento narcisista y de lo imaginario,
sino un amor pensado a partir de lo simbólico, como el centro mismo, el pivote de lo
simbólico.

133
Antes de llegar a eso tomaré las cosas por otro sesgo desde un poco antes,
recordando que en mayo de 1957 Lacan escribe “La instancia de la letra…” mientras
pronuncia lo que ahora son los capítulos XIX y XX del Seminario IV, a los que titulé
Permutaciones y Transformaciones. (Al principio los capítulos XVIII, XIX y XX me
presentaron cierta dificultad para nombrarlos, pues versan sobre diferentes cuestiones
relativas al pequeño Hans; al fin resolví designarlos mediante términos cuasi
matemáticos que cada una de esas clases parecían destacar especialmente — Circuitos,
Permutaciones, Transformaciones.) Mientras se pasea por la observación del pequeño
Hans, Lacan escribe entonces “La instancia de la letra…” entre el 14 y el 26 de mayo —
fecha que figura al final de este escrito.
Vale la pena referirse a ese trabajo de escritura que tiene lugar al mismo tiempo que
Lacan pronuncia el Seminario IV, en razón de que este seminario pone en evidencia, si
lo leemos pausadamente, en lectura II, la metáfora. Todo el comentario de la
observación del pequeño Hans concluye sobre la metáfora paterna, es decir, sobre la
noción de que el significante del deseo de la madre — que Lacan, tres meses después de
este seminario, escribirá DM — debe ser sustituido por el Nombre-del-Padre, y que la
fobia, debido al defecto de encarnación del significante paterno por parte del padre real,
es la operación de un significante sustituto — el caballo, hippos en griego — sobre este
deseo de la madre. Es la tesis desarrollada al final del comentario de la observación del
pequeño Hans.
Este seminario parece converger sobre esta función princeps de la metáfora, sobre la
puesta en evidencia de la metáfora como sustitución de un significante por otro,
S′
S
pero el escrito de “La instancia de la letra…” permite notar que lo que anima en secreto
a este seminario es presentar la función de la metonimia. Aunque esto no es nombrado
como tal en él, sino en el escrito de “La instancia de la letra…”, en este Seminario IV se
pone en escena la función de la metonimia, que es la conexión de un significante con
otro:
S…S′
Esto que en “La instancia de la letra…” Lacan llama estructura metonímica es
explicitado en la página 495 de los Escritos en términos que apuntan muy directamente
a la relación de objeto:
la conexión del significante con el significante permite la elisión por la cual el
significante instala la falta del ser en la relación de objeto, sirviéndose del valor de
remisión de la significación para investirla con el deseo que apunta hacia esa falta
a la que sostiene.25
Intentaré explicarles esta frase, netamente más avanzada que lo que Lacan dice en el
Seminario IV. Es una fórmula precisa en extremo, basada en un matema, en una fórmula
cuasi matemática que no figura en ese seminario y que no obstante lo orienta. ¿A qué se
refiere? A que en el centro de la relación de objeto — es la conclusión de Lacan al
respecto — hay una elisión. ¿Qué elisión es? Es una falta instalada por el significante en
la relación de objeto. Lacan la califica de falta del ser, y un poco más adelante preferirá
la expresión falta-en-ser.
Ese es el aporte de Lacan, esa es su destrucción, su deconstrucción de la doctrina de

25
La traducción es nuestra. [N. del T.]

134
las relaciones de objeto. En la doctrina admitida de la relación de objeto falta la función
del significante como asesinato de la cosa, pues el significante anula la sustancia del
objeto real, tiene sobre este un efecto mortal, y entonces el objeto en la relación de
objeto solo es pensable sobre el fondo de esta anulación simbólica del objeto real, es
decir, esta anulación del objeto real por parte del significante. Lacan reorganiza así, de
un modo abstracto, su demostración de que el objeto solo es pensable en relación con la
castración como falta simbólica. La presencia de la castración en el objeto es referida al
efecto mortífero del significante sobre el objeto real.
Creo que todo esto da cuenta de la fórmula: “la elisión por la cual el significante
instala la falta del ser en la relación de objeto”. Pero hay un agregado que permanece
enigmático cuando se lee La relación de objeto pues aún no es desarrollado allí —
Lacan lo desarrollará el año siguiente —, y es que el significante se sirve “del valor de
remisión de la significación para investirla con el deseo”. ¿Cómo explicarles esto? Lo
que Lacan llama aquí el “valor de remisión del significante” procede de un dato del
orden simbólico, un dato que reformulará más adelante al decir que el significante
remite siempre a otro significante.
¿Por qué referir esta remisión especialmente a la significación? Porque esta remisión
se nota cuando, a propósito de un significante cualquiera, se plantea la pregunta acerca
de lo que significa. ¿Qué significa A? La estructura general de la respuesta a esta
pregunta es que A significa B. La pregunta sobre la significación de un significante
siempre llama a la promoción de otro significante como respuesta, y eso es lo que en
cierto número de textos previos Lacan formulaba al decir que la significación remite
siempre a otra significación. Como hasta ese momento siempre había formulado así esta
estructura de remisión, dice: “el valor de remisión de la significación”. Una
significación remite siempre a otra. Lo que señala en “La instancia de la letra…” es que
el deseo se insinúa en esta estructura de remisión propia de la relación entre el
significante y el significado. Esta estructura de remisión es investida con el deseo. El
deseo se desliza en la remisión de la significación a la significación. Eso significa que el
deseo no es la proyección de la libido del yo sobre ciertos objetos, sino que es
investidura de la estructura de remisión propia del orden simbólico.
Es posible completar esta conexión significante propia de la estructura metonímica
SK S′ mediante un término que es el significado. En efecto, cuando nos planteamos la
pregunta por el significado de un significante, siempre somos remitidos a otro
significante, y al decir que el valor de remisión de la significación es investido con el
deseo Lacan formula que el deseo es como ese significado que circula bajo la cadena
significante:

En la página 629 de su escrito sobre “La dirección de la cura…” eso lo llevará a


formular — adopto aquí un punto de vista progresivo sobre su enseñanza — lo que es
una conclusión de su Seminario IV, a saber, que “el deseo es la metonimia de la falta en
ser”. El significante introduce la falta al anular el objeto, y el deseo está en conexión
significante con la falta introducida por el significante. Para poder remodelar su antigua
doctrina del deseo, que remitía este deseo al yo, curiosamente Lacan agrega en ese
momento, a continuación de la frase que acabo de situar sobre la falta en ser, que “el Yo
es la metonimia del deseo”. Digamos que el Seminario V presenta un progreso con
respecto al Seminario IV debido a que en él Lacan desarrolla e intenta demostrar, a
partir del chiste, que el objeto — como objeto del deseo — siempre es metonímico.

135
Sobre esta fórmula, no dicha en el Seminario IV, converge empero toda la elaboración.
Agrego que también en este Seminario IV se ve lo que más adelante llevará a Lacan a
decir, siempre en concordancia con esta estructura de remisión, que el significante
representa al sujeto para otro significante. El significante para otro significante: esto es
una traducción de esta conexión metonímica para la cual Lacan utilizará después, en el
Seminario XI, la escritura S1 - S2 en lugar de S…S′. Y en vez de la s del significado
escribirá simplemente la falta del ser o la falta en ser, a saber, S/ . Se tendrá entonces esta
matriz: S1 - S2 y la falta subjetiva vehiculada en la cadena significante, S/ :
S1 S2
S/
Lacan completará más adelante este esquema, que casi figura ya en el Seminario XI, al
situar el objeto a como cuarto:
S1 S2
S/ a
Pero algo así como los lineamientos de esa estructura están en el Seminario IV, que por
eso marca un corte absolutamente notable con respecto a la elaboración de los tres
primeros seminarios.

La simbolización del objeto

Volveré ahora más acá de este horizonte, es decir, al Seminario IV y precisamente a lo


que se articula en su capítulo III. En el curso de este seminario, en efecto, Lacan
enriquece de tanto en tanto su concepción del orden simbólico; desarrolla, un poco en
segundo plano, una nueva doctrina del significante que tomará explícitamente como
tema en el seminario siguiente. En el capítulo III aporta un esquema que puede
decepcionar por su simplicidad y que consiste en disponer el significante y el
significado en dos líneas paralelas:

Este esquema de las paralelas decepciona si no se nota que posee el valor de oponerse al
punto de partida que Lacan recordara en su primer capítulo, a saber, el esquema cruzado
— que recordé varias veces — entre el orden simbólico S-A y el eje imaginario a-a', en
el que la libido, que está sobre el eje imaginario, obstaculiza la realización propiamente
simbólica.
Pasar de ese esquema en cruz a este esquema de las paralelas es decir algo por
completo diferente. Observen que se trata de dos paralelas pero que no son iguales. La
línea que representa al significante está encima de la línea que representa al significado,
y esta disposición traduce lo que Lacan quiere poner de relieve, a saber, que la libido, el
deseo y el significado siempre llevan la impronta del significante. Lacan sustituye
entonces un esquema cruzado — en el que se oponen significante y significado,
significante y deseo, significante y libido — por otro donde el significante supera,
domina, imprime su marca tanto sobre el significado como sobre el deseo y la libido.
Es lo que encuentran en la página 50 del seminario: “todo lo que se presenta en la

136
apetencia” 26 — es un término kleiniano — “la tendencia, la libido del sujeto, es
marcado siempre por la impronta de un significante”, con una reserva que deja presagiar
los desarrollos ulteriores sobre el objeto a: “lo cual no excluye que haya quizás otra
cosa en la pulsión o en la apetencia, algo que de ningún modo es marcado por la
impronta del significante”. Pero el punto de vista central que Lacan desarrolla en el
Seminario IV es que todo lo perteneciente al orden de la libido y del deseo siempre es
marcado por el efecto mortífero del significante y por la falta que introduce el
significante en la libido y en el deseo — falta que podemos llamar castración o sujeto
barrado.
Entonces, la relación de objeto no vincula simplemente el sujeto con el objeto. En
ella siempre está presente y activo ese efecto mortífero que más adelante Lacan, en el
Seminario XI, llamará afánisis — del griego , que significa “desaparición” —,
término tomado de Ernest Jones, y sobre el que ya se interroga en este Seminario IV. Lo
que sucede en esta vertiente del deseo o del significado siempre es marcado por la falta
introducida por el significante.
Además, a propósito de esto Lacan utiliza por primera vez el término demanda, que
más adelante elaborará de manera célebre en su articulación con el deseo; creo que aquí,
en la página 50, se lo encuentra por primera vez, y en inglés: demand — visiblemente
inspirado por la lengua inglesa, en la cual significa exigencia. Si Lacan introduce este
término para calificar lo que tiene lugar en la vertiente de la libido es porque la libido, el
apetito y la envidia no tienen nada de natural. La libido es marcada por el significante, y
por eso es de hecho una exigencia; no es simplemente el instinto, el puro apetito natural,
sino que a ese nivel ya se impone al sujeto como una exigencia. Hay una diferencia
entre apetito y exigencia, a saber, que puede pensarse que el apetito es algo natural,
mientras que la exigencia ya está hecha de significantes, es como una formulación.
Entonces Lacan escribe:
El significante se introduce en el movimiento natural, en el deseo o en la demand,
término al que recurre la lengua inglesa como expresión primitiva del apetito,
calificándolo como exigencia, aunque el apetito no esté de por sí marcado por las
leyes propias del significante. Así, puede decirse que la apetencia se convierte en
significado.
Lacan se interesa aquí en lo que finalmente indica en el término demand que el apetito
natural mismo es marcado por las leyes del significante, y tenemos aquí el punto de
inseminación de su construcción que será la escritura
D
d
Hay demanda, y bajo la demanda corre el deseo. Toda referencia al apetito natural será
evacuada por este hecho.
La construcción de Lacan, cuya perspectiva es brindada en este capítulo III, es que el
significante toma elementos del cuerpo; los toma de lo imaginario, de toda significación
imaginaria, pero esos elementos son retomados en el significante, donde adquieren lo
que Lacan de paso llama “valor de armas”. El término que emplea, arma, debe por
cierto ser referido al blasón. En los blasones figura en efecto cierto número de
elementos representativos — torres, caballos, unicornios — que son imaginarios pero
poseen un valor simbólico en el espacio del blasón. Lacan además da un divertido

26
Envie; habitualmente se traduce este término por “envidia”, [N. del T.]

137
ejemplo de cosas irreductibles en lo imaginario y de las cuales hacemos símbolos: la
erección fálica, que da nacimiento a algunos símbolos, y también la erección del cuerpo
propio — el hombre, animal erguido.
Curiosamente, señala a este respecto el menhir como una suerte de símbolo mínimo,
cuyos ejemplos hallamos en los restos de hábitats prehistóricos, que aparece en el hecho
de tomar la piedra y erguirla — pasaje de la representación de un objeto real a su
función simbólica. Lo divertido — me di cuenta hace unos años — es que justamente en
las cercanías de ese lugar donde Lacan fecha algunos de sus escritos, a saber, su casa de
campo en Guitrancourt, departamento de Yvelines, hay un lugar denominado La Pierre
Drette [La piedra erguida] — así se dice en la región — que es un vestigio situado a
quinientos metros de la casa de Lacan, en medio de un campo, y que en efecto es un
menhir prehistórico digno de ser visitado.
A eso entonces llama Lacan simbolización, lo que más adelante dará pie para grandes
desarrollos a tal o cual de sus alumnos. En la página 53 de La relación de objeto escribe
que estos elementos tomados de lo imaginario, de las significaciones imaginarias, del
cuerpo, de la naturaleza, son “introducidos en el lugar del significante”, que “se
caracteriza por el hecho de que se articula según leyes lógicas”. Es necesario entender
que el esquema de las paralelas traduce por un lado la influencia del significante sobre
el significado, y por otro lado esta importación al significante de elementos tomados del
significado. Se convierten en símbolos. La gran piedra que estaba en el suelo es erguida
y, en cuanto es erguida o sirve de mojón a la tribu, deviene un símbolo.
Esto da pie a una doctrina del objeto en psicoanálisis. El objeto nunca es bruto, nunca
es simplemente real o imaginario, siempre es remodelado, trabajado por el significante.
Es lo que Lacan formula en la página 56 cuando critica la idea del desarrollo, en el que
el sujeto pasaría de un objeto al otro de manera armoniosa y continua: “Se trata por el
contrario de un desarrollo crítico, en el cual desde el origen los objetos, tal como se les
llama, de los distintos periodos, oral y anal, ya se toman por algo distinto de lo que son”
— este es un modo de traducir su simbolización. “Se trata de objetos ya trabajados por
el significante, y revelan estar sometidos a operaciones de las que es imposible extraer
la estructura significante”. Dicho de otro modo, mientras que hasta ese momento, en
línea con Freud, se podía pensar en una simple traslación del yo al objeto, en lugar de
eso hay un trabajo que es la operación del significante sobre los objetos. Así, la
naturaleza se convierte en un término totalmente sospechoso a partir de esta
construcción; siempre es desnaturalizada por el significante. Y eso tiene una
consecuencia mayor señalada por Lacan, a saber, que no hay armonía natural entre los
sexos. Es lo que, en referencia a Freud, formula en la página 51:
no hay nada en el desarrollo del niño, y precisamente en su relación con las
imágenes sexuales, que indique que ya estén construidos los carriles del libre
acceso del hombre a la mujer y viceversa. No se trata en absoluto de un encuentro
obstaculizado tan sólo por los accidentes que puedan producirse por el camino.
Esto ya es plantear que, en el horizonte de este pasaje, la incidencia del significante
sobre lo que es considerado natural tiene por consecuencia que no hay relación sexual.
Ya está ahí. Al mismo tiempo no está completamente ahí, pues lo que expresa este
pasaje es que lo imaginario no dice cómo el hombre se relaciona con la mujer ni cómo
la mujer se relaciona con el hombre, y que para saberlo hay que pasar por la mediación
del significante. Cuando Lacan verifique que el significante tampoco lo dice, podrá pues
formular que no hay relación sexual — que la marca más cruel inscripta en lo natural

138
por la incidencia del significante es la falta de una relación regular, fija, establecida,
típica, entre el hombre y la mujer. En cierto modo, –φ y S/ tienen este valor, son
diferentes escrituras de la falta simbólica, cuya significación quizás última es que no
hay relación sexual típica entre el hombre y la mujer debido al significante, debido a
que el hombre habita el lenguaje.
En esta simbolización del objeto, en este acento puesto sobre la captura simbólica del
objeto, se asiste entonces a una volatilización del objeto imaginario o real, que ya no es
más que material para lo simbólico, y eso dará a Lacan lugar a una relectura sensacional
de lo que significa el periodo de latencia en Freud. Este periodo significa que la
elaboración del deseo se realiza en dos tiempos; que hay investiduras primeras de cierto
número de objetos, y que a continuación ellas se eclipsan para recomenzar pero bajo
una forma repetitiva e inolvidable. El periodo de latencia significa que el primer objeto
se pierde y que más tarde es reencontrado. Pues bien, ¿qué significa que se perdió? Para
el propio Freud significa que fue reprimido, y que al ser reprimido fue conservado en la
memoria inconsciente. Por eso Lacan traduce la idea freudiana del periodo de latencia
diciendo que hay una transmisión significante del objeto. Cuando el objeto regresa
luego de esta transmisión significante, ya no marcha, está marcado por la falta
introducida por el significante; desde ahí, el objeto que vuelve después del periodo de
latencia “tiene un papel perturbador en toda relación de objeto ulterior del sujeto”. El
valor que da Lacan a este periodo de latencia es que finalmente todas las relaciones de
objeto son relaciones perturbadas, no son naturales, están marcadas por la incidencia del
significante, por esa pérdida y por ese retorno, de tal suerte que en esta operación no hay
posibilidad alguna de que el objeto sea el buen objeto natural. O sea que siempre es
imposible eliminar de los objetos la castración. Tenemos ya el esbozo de la fórmula
desarrollada que Lacan aportará mucho más adelante, a saber, que en el centro del
objeto a está la castración. Es una fórmula que puede parecer misteriosa pero que ya
encuentra sus fundamentos en este capítulo III.

Frustración

El paso siguiente en la doctrina del objeto consiste en ubicar aparentemente en el centro


la frustración. Por lo demás, acentué el término dialéctica en el capítulo IV al intitularlo
Dialéctica de la frustración. Subrayé ese término — que en sí fue utilizado en otro
lugar — con independencia de su lugar exacto en el contexto de investigación, pues me
pareció que el eje de lo que Lacan intentaba demostrar era cómo el objeto,
originariamente real, deviene simbólico — la mutación del objeto real en objeto
simbólico. Lacan ilustra y da la matriz de esta operación — que realiza en el interior del
conjunto del seminario — mediante una ficción del desarrollo, es decir que, para
mostrar cómo el objeto deviene simbólico, corrige o reelabora lo que hasta entonces
dijera sobre el Fort-Da. Por eso lo trae y hace esta construcción dialéctica, que tiene un
carácter de ficción harto acentuado y que se basa en el hecho que Freud pone de relieve
en Más allá del principio del placer.
En el informe de Roma y en “El seminario sobre La carta robada”, el Fort-Da servía
a Lacan para mostrar cómo el sujeto se introduce en el orden simbólico. Él destacaba el
binarismo de los fonemas, la repetición, mientras que lo nuevo que introduce en este
Seminario IV consiste en retomar el Fort-Da como experiencia de la frustración.
Hay que ponerse de acuerdo sobre el término frustración, un concepto que en esa

139
época estaba de moda. La frustración significa que el sujeto apetece un objeto real, que
no lo tiene, y que por lo tanto eso le provoca cierto número de disgustos. Lacan retoma
entonces este concepto y lo desvía. Formula incluso que es el verdadero centro de la
relación madre-hijo, pero solamente lo dice al reelaborar qué significa la frustración, al
mostrar que ella actúa entre amor y goce. El goce no está allí en el primer plano. Lo que
está en primer plano es el término amor. Al situar la frustración en el centro de la
relación madre-hijo, Lacan inventa un nuevo concepto del amor, que es incluso un
concepto operatorio, ya que puede decirse que le permitirá dar al falo su lugar. En cierto
sentido la clínica del Seminario IV está fundada en el amor.
Lacan había desarrollado el Fort-Da como testimonio de una suerte de
funcionamiento automático ciego, un algoritmo algo acéfalo en el que S1 apela a S2 y se
retorna en bucle a S1. Lo nuevo que introduce aquí es que este funcionamiento actúa
ante un ser — la madre. Había acentuado el Fort-Da en su aspecto de automatismo
lógico, y aquí hay como una inversión de la perspectiva: lo central es la madre en
calidad de fuente de gratificación — la que da el seno y los cuidados —, y lo que está en
cuestión con este niñito que en lugar de jugar con la madre se pone a jugar con su
pelotita y con los fonemas es la falta de satisfacción que aporta el objeto real; el niño se
descubre como un sujeto frustrado de goce. En el Fort-Da el niño reproduce con
semblantes el vaivén de la madre mediante un juego donde utiliza cualquier objeto. En
cierto sentido, el Fort-Da es una simbolización de la madre, que Lacan propone escribir
S(M); más adelante esta escritura se transformará en DM, el deseo de la madre que va y
viene como símbolo, como significante, pero tanto en S(M) como en DM la madre es
simbolizada por el significante en su presencia-ausencia, y en ese sentido tiene el
estatuto de madre simbólica.
Puede decirse que eso todavía es un comentario del hecho observado por Freud, pero
en ese momento Lacan introduce una ficción teórica que ha sido retomada a menudo.
¿Cuál es su motivación para retomar este Fort-Da y reelaborarlo? Mostrar cómo el
objeto pasa de ser real a ser simbólico. Hasta el momento teníamos la madre simbólica
o simbolizada, quien detenta objetos reales que puede aportar al niño. La ficción teórica
que Lacan formula es que la madre no responde, y al formularla salimos del hecho
freudiano estricto. La madre no responde al llamado, no obedece al llamado simbólico
del niño, y por ende, como hace lo que le da la gana, no es reductible al significante
S(M) — que sí obedece a un retorno periódico en calidad de significante: Fort-Da,
Fort-Da, Fort-Da… Cuando la madre es símbolo obedece a ese ciclo simbólico que no
cesa de girar, pero si no responde cesa de jugar el juego de lo simbólico. En un sentido,
el Fort-Da es un esfuerzo de dominio simbólico de la madre, y lo que Lacan introduce
es que ella rechaza volver al mismo lugar, tiene caprichos, y eso es precisamente lo que
Lacan formula cuando dice que ella “se convierte en una potencia”; llega incluso a
llamarla real. Eso significa que ya no define lo real simplemente como lo que vuelve al
mismo lugar que le asigna lo simbólico, sino como lo que no es dócil a lo simbólico. Lo
que aquí llama real es lo que resiste a ese retorno periódico de lo simbólico.
Lacan deduce de ello un quiasma, es decir, una doble inversión entre lo real y lo
simbólico. Esto es lo que justifica resaltar el término dialéctica. Hasta entonces, en el
Fort-Da simple, teníamos la madre como simbólica y detentadora de objetos reales,
pero una vez que ella no responde se convierte en real, resistente a lo simbólico, y ahora
el objeto se convierte en simbólico. ¿En qué sentido se convierte en simbólico? ¿En qué
sentido se traduce esa influencia del significante sobre las significaciones naturales,
sobre la libido, el deseo, etc.? En el sentido de que el objeto que provendrá de esta

140
madre — como potencia real — no valdrá por lo que es — su sustancia o sus cualidades
—, sino como don de la madre. Lacan acentúa en verdad este concepto del don; el
objeto valdrá como signo del amor de la madre. Allí se introduce por primera vez la
función del amor, que traduce el desplazamiento del objeto de lo real a lo simbólico.
En la primera etapa de la ficción, cuando se toma la frustración en su sentido simple,
lo que el niño quiere es el seno, porque tiene hambre; apetece una satisfacción real,
precisa y sustancial; hay que alimentarlo entonces. Pero en este segundo tiempo lo que
desea no es la sustancia real que está en juego, sino que se le dé — que se le dé el objeto
como signo del amor, como signo de que se ocupan de él. Lo que en esta ficción
aparece como la satisfacción esencial en esta etapa no es el goce del objeto real, sino la
satisfacción del amor. Hay una exigencia propia del amor en el niño, que no es la
exigencia de un objeto de necesidad, sino la del signo de amor. Lo simbólico, en su
diferencia respecto de lo real y de lo imaginario, es el amor, porque el amor no desea
nada real; desea un objeto como significante del amor.
Esa exigencia del amor y del signo de amor, que Lacan deduce de esta construcción
dialéctica — es una ficción para hacer comprender —, puede conservar su intensidad
toda una vida. Freud acentuó especialmente la función del amor y del signo del amor en
la sexualidad femenina, al punto de decir que la más viva experiencia de la castración
para una mujer es la del rechazo del don del amor. De allí las exigencias que agobian a
los representantes de la parte masculina de la especie. ¿Exigencias de proveer qué? Sin
duda, algunas realidades sustanciales, pero sobre todo los signos del amor. Proveer lo
sustancial sin proveer el signo del amor no es forzosamente perdonado. Puede incluso
decirse que lo más precioso es esta satisfacción simbólica que Lacan llama amor, y que
no es el goce de ningún objeto real.
Eso no significa que deba negarse la satisfacción real, la de la necesidad. Lacan alude
aquí y allí a la saciedad del niño, a su satisfacción, evidente por ejemplo en su alegre
adormecimiento luego de haber sido alimentado. No negará las evidencias, no llega a
eso. Pero incluso cuando hay satisfacción real de la necesidad — Lacan señala al pasar
—, ella no vale más que como sustituto de la satisfacción simbólica. A falta del amor
nos arrojamos sobre el goce. Se lo observa ocasionalmente en esa saturación de la falta
mediante la devoración — la llamada bulimia — que responde a la frustración de la
satisfacción simbólica. Así, en este seminario el goce del objeto real aparece como un
sustituto del amor, y la falta de amor se compensa mediante una satisfacción real que
siempre es en cierto modo un premio consuelo, una transacción.

Deseo de nada

Lacan sigue elaborando este concepto de frustración a lo largo del seminario. El valor
de este capítulo IV es que el deseo en lo simbólico — deseo cuyo estatuto busca — no
es el deseo de hacer reconocer el propio deseo, sino que es el amor. Cuando deba
definirlo en “De una cuestión preliminar…” mantendrá en la definición del amor esta
duplicación del deseo, esta exponenciación del deseo presente en la fórmula “el deseo
de hacer reconocer el propio deseo”, y dirá que el amor es el deseo del deseo. Pero lo
que a mi entender explica el lugar reconocido al amor en este seminario es que mediante
este nuevo concepto del amor Lacan llega a situar el deseo en su estatuto simbólico. A
este respecto el amor es como el deseo de recibir nada real, e incluso, lleguemos hasta
allí, el amor es como un deseo de nada. Por eso, en el pasaje enigmático de “La

141
instancia de la letra…” que cité, escribe que el deseo apunta a la falta que introduce el
significante; apunta a ella bajo la forma del amor.
Así Lacan metamorfoseó el concepto común de la frustración. El objeto de la
frustración es menos el objeto real que el don mismo. Allí la realidad del objeto se
desvanece. Con el amor se está en otro plano que el del puro y simple deseo natural. La
frustración no es frustración de un objeto real, es frustración del amor; eso es lo
esencial. Por eso Lacan se verá llevado desde allí a distinguir dos tipos de demanda: la
demanda pura y simple del objeto real, y la demanda del objeto simbólico — demanda
de amor. Por ende planteará que lo que en la observación aparece como demanda de un
objeto siempre es relativo a quien da. No hay que olvidarlo. No es un encuentro a solas
entre el sujeto y el objeto que le hace falta; siempre es relativo al Otro que da, de modo
que la demanda del objeto siempre apunta a un más allá que, en esta ficción, es el amor
de la madre.
Eso también tiene consecuencias sobre lo que Lacan puede revelarnos o articular
sobre la conexión entre el amor y la pulsión. La tesis general que desarrolla en este
seminario es que cuando lo pulsional aparece en la cura analítica — la bulimia, la
anorexia, la analidad, etc. — siempre toma su función del desarrollo de una relación
simbólica. La bulimia solo puede encontrar su lugar en referencia al vínculo simbólico
y, digamos en resumen, en relación con la frustración de amor.
En la lógica de la cura, tal como Lacan la presenta en este seminario e incluso
cuando a partir de la literatura nos presenta casos de exhibicionismo reactivo en la cura
— el sujeto saca la conclusión momentánea de que es absolutamente imprescindible que
muestre su órgano al tren internacional que pasa, está en situación de no poder
abstenerse de exhibirse —, la causa puesta de relieve es que de hecho el sujeto no llega
a decir algo, no dispone del significante adecuado, del símbolo, y esta deficiencia de la
relación simbólica lo lanza a lo pulsional. En diferentes capítulos del Seminario IV está
en juego una misma estructura que da cuenta de lo que en ciertos momentos parece ser
la prevalencia de lo pulsional o de lo imaginario por deficiencias interiores a lo
simbólico e incluso por un aplastamiento de lo simbólico. Todo el análisis de la
perversión hecho por Lacan reposa sobre esta estructura. Por ejemplo, su análisis del
fantasma “Se pega a un niño” reposa sobre la noción de que en definitiva hay un
fenómeno de reducción simbólica que deja emerger un resto no subjetivado que es este
fantasma calificado de masoquista. Esta estructura es común al fetiche y al recuerdo
encubridor; hay toda una historia simbólica que luego se detiene, lo simbólico es
aplastado, y queda una imagen, un trozo de algo. Así, Lacan puede decir que lo
imaginario es prevalente en la perversión. Pero lo es solo en la medida en que detrás hay
toda una organización simbólica aplastada. Sin duda el molde de la perversión es la
imagen, pero en calidad de resto del aplastamiento de lo simbólico; por eso esta imagen
parece tener un estatuto real, como lo que resiste a lo simbólico.
Para hacer el análisis detallado del caso de la joven homosexual Lacan deforma su
esquema L, basado en el cruce entre lo imaginario y lo simbólico, porque visiblemente
no logra situar en él todas las relaciones que quisiera. Lo desbarata ante nuestros ojos.
Es muy divertido seguir cómo al fin se sirve de esta forma y cómo además lo imaginario
y lo simbólico se pasean por lugares absolutamente imprevistos. Puede seguirse al
detalle la mecánica del asunto, pero lo que Lacan quiere mostrar a través de este
esquematismo es también cómo la posición final de la joven homosexual, en la que ella
se consagra a la dama ante los ojos del padre, reposa en una proyección de lo simbólico
sobre la relación imaginaria. Todas esas diferentes inversiones, esos quiasmas que

142
Lacan nos presenta, traducen al plano imaginario, en el resultado final de la conducta de
este sujeto que parece perverso, toda una organización simbólica de algún modo
reducida, aplastada y desplazada.
Era por cierto necesario que el caso de la joven homosexual fuese examinado ese
año, porque justo pone de relieve la función del amor. La homosexualidad femenina
pone en el centro la función del amor. Y como este amor está en conexión con la nada
[rien], curiosamente Lacan engancha allí el fetichismo. Es una paradoja. En un sentido,
el fetiche es lo que permite escapar de la complejidad intersubjetiva de la relación
amorosa. Nunca se ha visto que un zapato se queje por no recibir signos de amor. Nada
hay más alejado de la problemática del amor que el fetichismo. Y la paradoja de este
seminario es que por el contrario muestra el vínculo entre ambos. Al fin y al cabo, por
detrás de todo fetichismo hay un amor — ocasionalmente, el amor por la madre —, y en
este seminario el amor es la función que introduce el más allá del objeto real, es decir
que introduce la nada; por eso hay una conexión entre el falo y el amor, ya que el falo es
–φ, lo que hace falta. Es así que en su capítulo VII Lacan pone en escena la conexión
esencial que el amor introduce entre el objeto y la nada.
Esta conexión entre el objeto y la nada existe debido a esa máquina tan simple
llamada velo. El capítulo VII se llama La función del velo. ¿Qué es el velo? Es una
máquina de hacer existir lo que no hay. Si ustedes van a ver, pueden decir si hay o no
hay; pero si velan el objeto, tal vez haya algo detrás, o tal vez no. De modo que el velo,
tal como Lacan lo presenta, ese velo esencial a la clínica del masoquismo, es lo que
transforma la nada, a la que apunta el amor, en algo. Esto es lo que Lacan aportará como
definición clínica del fetiche.
Tenemos allí las bases de lo que más adelante será la doctrina del objeto a. Lo que
Lacan llamará objeto a es el objeto más la nada — la nada que es –φ. Por eso, no es
nada sorprendente que, años más adelante, en su Seminario XX, Lacan regrese a lo que
ya estaba presente en este capítulo VII, a saber, que el objeto a es un semblante por
excelencia.
Pues bien, proseguiré la semana próxima.

16 de marzo de 1994

143
XII

Signos de amor

Confieso que la vez pasada quizás no hablé del signo de amor con toda la delicadeza
requerida. Me lo han hecho saber desde más de un ángulo. En verdad, desde el mismo
ángulo, el ángulo femenino, pero había en ello varias vías convergentes. ¿Debo
declararme culpable? Es lógico que desde ese ángulo se irriten en defensa del amor. Por
lo demás, ¿tendrían los hombres idea del amor si las mujeres no les enseñaran? En
verdad, es dudoso. Para ambos sexos eso empieza con la madre, según Lacan. Es lo que
cuenta el Seminario IV.
Es cierto que aquello que se da no lo es todo. También está el arte y la manera, como
se dice entre nosotros; no es nada sustancial, es una forma. Si se considera el modo en
que se hacen los regalos, puede decirse que tener el arte y la manera de dar vale más que
dar mucho. Los japoneses son muy buenos para dar naderías rodeadas de una pompa
sensacional. Me ha ocurrido recibir regalos de japoneses. Debo decir que eran de lo más
exquisito que hay, aunque fuesen naderías. Además puede pensarse en esa ceremonia
con la que saben rodear la producción de una taza de té. Es un gran despliegue de
artificios, de maneras, de arte — es un arte en Japón —, para finalmente muy pocas
cosas — un pequeño vertimiento que, gracias al arte y la manera, toma el valor de un
elixir, de una quintaesencia.
En el amor es igual. Si ustedes no lo rodean de una suerte de ceremonia, el pequeño
vertimiento tiene un valor muy, muy relativo. Con el alimento, es igual. A tal punto que
hace unos años, al volver de Japón, hice una pequeña anorexia. Si en Kyoto los
alimentan durante una semana con comidas que constan de un considerable número de
platos, a cuál más pequeño — donde hay una cosita escondida, envuelta, una miniatura
de alimento, bocaditos, semi bocados con la superficie ocupada esencialmente por el
delicadísimo envoltorio —, al regreso, cuando vuelven a los churrascos, al puré, la
cabeza de ternera, las pezuñas de cerdo, se dicen: Ya no puedo comer eso, y se vuelven
un poquito anoréxicos. Debería ir más seguido a Japón… Por otra parte, el hecho es más
notable aún porque confieso que por lo general después de cierto tiempo en el extranjero
apetezco la comida de aquí. Pero en verdad Japón fue una excepción que recuerdo. Al
regresar de allí demandamos nada, encontramos que aquí todo es excesivamente pesado.
En Japón se aprende a consumir nada. Es delicioso.

“Hacer nada”

Esto contrasta con lo que se llamó la sociedad de la abundancia. A esos mendigos que,
como han notado, se multiplican en nuestras calles de la sociedad de la abundancia,
podría decírseles: ¡Qué oportunidad tienen de consumir nada! Pero para que esa nada
tenga valor debe venir por añadidura, debe ser un suplemento, un suplemento de nada.
¡Qué figura fascinante es el mendigo! Hoy no puede hacerse el elogio de estos
mendigos: son desempleados. Es muy difícil recuperar el valor eminente que el
mendigo tuvo en la historia, antes que el trabajo se volviera un valor esencial, antes que
entrara en el superyó. Hubo toda una cultura de la mendicidad, un mito del mendigo.

144
¿Qué recurso era volverse mendigo en el Medioevo? Ustedes toman todo y dejan todo
por el amor de — por el amor de Dios, por el amor de Cristo, por el amor de una mujer
—, y se van a pasear su falta por el mundo, así dan a los otros la oportunidad de hacer
buenas acciones — por el amor de Dios. ¡Qué solución formidable, devenir así — por
otra parte son más bien hombres que mujeres — una falta ambulante, una falta
peregrina! Evidentemente, ustedes pueden caer bajo la crítica de ser una boca inútil.
Hoy se trata mal a las bocas inútiles. Pues bien, es lo contrario; las bocas inútiles son
muy útiles. Se consagran a hacer presente el agujero — un agujero con derechos sobre
quienes tienen, sobre quienes están colmados. Es una invitación a que estos se
descompleten. Por un espejismo muy lamentable, los mendigos se transformaron en
holgazanes. El término holgazán [fainéant] data de 1321. Holgazán es quien hace nada
[fait néant]. ¡Es formidable ser holgazán! En cierto momento de la historia del buen
Occidente ya no se pensó más que en poner a trabajar a los holgazanes, en extraer su
fuerza de trabajo para la producción. Eso permitió convertirlos en desempleados para
que los otros trabajen tanto más y por mucho menos — ese es el uso del desempleado.
Debería honrarse al holgazán. En efecto, hacer nada es angustiante. Por otra parte, en
ocasiones se ve que para librarse de la angustia uno hace algo, no importa qué; se
mueve, se agita.
No obstante, se ha conservado una forma contemporánea del holgazán. Es el
psicoanalista. Hay que reconocer que escuchar sin hacer nada es de todos modos la base
de la posición, el resultado de la formación. Lo que a veces puede angustiar al analista
es empero la cuestión de saber si quizá, dado que le hablan, debería hacer algo. ¡Ah!…
¿Por casualidad debería decir algo? ¿Debería plantear una pregunta? ¿O decir No? ¿O
quizá darles una bofetada? ¿O desplazarse? Se impone decir que lo que se llama un
analista sería un sujeto que no se angustia, un sujeto al que no angustia su “hacer nada”.
De ahí la idea de que podría soportar escuchar todo. Vemos bien por qué Lacan se ve
llevado a asimilarlo a la posición del santo, muy diferente de la posición del seno.27 La
posición del seno es por excelencia la del tener, es la posición llamada materna en el
análisis, mientras que el santo es más bien el mendigo. En una época altamente
productora de santos, un número muy respetable de ellos se ejercitaba en el registro de
la mendicidad. Hay una afinidad entre la santidad y la mendicidad. En eso el analista
tampoco carece de afinidad con el mendigo.
Quizá pueda confesar que una de las cosas que más me impactó como diferente
cuando pasé del estado de enseñante al estado de analista era tender la mano para que
pongan dinero en ella. Después no lo notamos más, pero conservo el recuerdo del
surgimiento de ese huequito donde finalmente se deposita la ofrenda al mendigo, al
holgazán. Hay practicantes que a veces conservan por largo tiempo una suerte de
culpabilidad debida a que se les pague por no hacer nada. No es mi caso.

Las buenas maneras

Tomo estos atajos para hacer el elogio de lo que las mujeres han logrado en Occidente,
a saber, que los hombres respeten la nada. No lo lograron tanto en Japón, pero sin duda
no lo necesitaban, pues allí todo el mundo respeta la nada. En Occidente lograron, en el
curso de una larga elaboración del amor, que los hombres respetaran la nada. Piensen en

27
Hay homofonía entre saint (santo) y sein (seno). [N. del T.]

145
ese momento distinguido por Lacan, el del amor cortés. Es una invención que hoy
reencontramos en nuestra clínica misma. En los lugares adonde no llegó el amor cortés
tenemos grandes dificultades con el psicoanálisis. En las culturas que no pasaron por
esa elaboración del amor se constata que el psicoanálisis tiene algún problema para
prender.
La elaboración del amor es algo que se abrió camino “en las profundidades del
gusto”, para retomar una expresión de Lacan con otro propósito. El preciosismo es un
retoño de aquel momento del amor cortés. Floreció en el siglo XVIII, especialmente en
Francia, donde se vieron las mayores expresiones de esa gigantesca empresa de
educación del hombre por parte de las mujeres. Además, en el siglo XVIII el gusto
mismo se convirtió en un problema teórico. Se indagó cómo hacer para que las maneras
se refinaran y que, en vez de caer sin vueltas sobre el objeto de la necesidad, se empiece
a hacer lo que villanos y toscos llamarían zalamerías. Es un gran problema teórico en el
que Hume se interesó mucho. Creo que no es casual que el primer filósofo que
promovió la paradoja de la inducción, que mostró cómo una conclusión inductiva
siempre se situaba en ruptura con la cadena significante, haya sido el mismo que planteó
esta problemática del gusto de un modo muy memorable, dado que en ese agujero de la
inducción se instalan precisamente las buenas maneras. No hay otras buenas maneras
que las que rodean el agujero, las que rodean una falta, un “no hay”. Las buenas
maneras son el semblante requerido en torno a la falta, a condición de que se la respete
y que, por ende, se respete los semblantes. Respetar los semblantes siempre es respetar
la castración. En este asunto de las buenas maneras, el falo siempre participa, incluso
bajo la forma que toma en la expresión jergal “complacer” [faire une bonne manière].28
Un hombre puede complacer a una mujer y una mujer complacer a un hombre. Hay allí
un modo de indicar la cosa en carne y hueso por medio del semblante. Entonces, ¡honor
a la castración! ¡Todo está en la manera!
Sobre el hombre de gran clase, ese hombre de clase que fue puesto a punto a gran
escala desde el Renacimiento — esta es incluso una de las etapas de la larga elaboración
del amor cuyos indignos herederos somos —, lo que siempre pesa es ser un rústico. El
cortesano es una forma pulida del caballero. Apareció en efecto junto a la constitución e
incremento de las cortes de amor, algo fuertemente conectado con el crecimiento del
Estado, que exige a los rústicos dejar en la puerta la lanza, la espada, la armadura —
como en los westerns, donde los cowboys se quitan de encima su pistola antes de entrar
al saloon —, para contonearse y convertirse, si no en esclavos, al menos en servidores
de amor.
Hoy en día, curiosamente, en algunas culturas del otro lado del Atlántico se observa
cierta renuncia femenina. El feminismo, en las formas estridentes que a veces toma en
los Estados Unidos de América y que quizás nos llegará de allí, el feminismo valeroso,
guerrero — ellas son las que toman la lanza, la espada y la armadura —, está quizá
fundado en una decepción, la de que el hombre sigue siendo un burro, que es
radicalmente ineducable, y que, para que se comporte, tal vez haya que amenazarlo sin
cesar con las iras de la ley. Es así que en la primera fila de este nuevo feminismo — que
renace de lo que parecían ser sus cenizas — vemos abogados.
Aquí, en nuestra tierra, en Francia, en Europa, entre los latinos, todavía es diferente,
y por eso me afecta que me digan que hablé sin miramientos del signo de amor. Para
una mujer, en efecto, el signo de amor es esencial. Ella busca el signo de amor en el
28
Literalmente “hacer una buena manera”; en argot designa en particular la fellatio y el cunnilinguus
[N. del T.]

146
otro, lo espía. Quizá quepa decir que a veces lo inventa. En ese aspecto, el signo de
amor es tan frágil, tan fugaz, que hay que hablar de él con todos los miramientos que se
imponen. El signo de amor es a la vez mucho menos y mucho más que la prueba de
amor. La prueba de amor siempre pasa por el sacrificio de lo que se tiene, es sacrificar a
la nada lo que se tiene, mientras que el signo de amor es una nadería que se marchita,
que decae y se borra si no se la trata con todos los miramientos, si no le testimonian
todas las consideraciones.

¡Patán!

En fin, abrumado, llegué incluso a preguntarme si no era yo un patán [goujat], y miré


goujat en el diccionario… para reconfortarme. Curiosamente, goujat figura como
término anticuado; y quizá en efecto lo sea — mis lecturas literarias acaso me lo
hicieron surgir así, en forma espontánea —, porque las buenas maneras se degradan. No
me dijeron: ¡Señor, usted es un maldito patán! Yo mismo me lo pregunté. Pero es
divertido que este término date justo del siglo XVIII, cuando la educación del hombre
por parte de las mujeres estaba en su cima — era un tema de civilización. En 1720,
goujat adquirió su acepción de “hombre sin modales, sin mundo, indelicado, ofensivo
por sus dichos”. Originariamente el término designaba al siervo de ejército — ni
siquiera al caballero armado en trance de devenir cortesano, sino justo por debajo de él.
Goujat es quien sirve al antiguo rústico que deviene cortesano.
Lo más cómico es la etimología que proponen. Proponen varias y, como a menudo
pasa con las etimologías, tienen un aire más bien fantástico. (Quizás después de cierta
edad ya no leemos cuentos para niños, pero los reemplazamos ventajosamente por la
lectura de las etimologías, que les aconsejo; por eso me gustan tanto las de Heidegger,
que son cuentos.) Para el goujat, siervo de ejército, son verdaderamente impagables.
Hay dos etimologías. Una dice que provendría de la designación, en las familias
judías del Languedoc, de las sirvientas cristianas: goya. Tras el goujat estaría el goy. Es
muy lindo, porque puede imaginarse que, dado el número de prohibiciones que aplastan
a los pobres judíos piadosos en ciertos momentos de la semana o del año, era necesario
tener a mano algunos goyim para pedirles que hagan lo que la ley prohíbe hacer —
tradición que efectivamente perduró en los guetos y que quizá plantee ciertos problemas
en Israel. De ahí la necesidad de la sirvienta cristiana, a la que supongo que podían pedir
que durante el shabbat cubriera las necesidades de la familia — que estaba condenada a
una holgazanería sagrada. Sería magnífico que goujat proviniese de allí, ya que eso
expresa bien que es un fuera de la ley. El goujat sería el que no respeta los
mandamientos de la ley. Esto se habría desplazado hacia esa significación de hombre
sin mundo, en especial para con las mujeres, porque sería el que no respeta ese
mandamiento esencial de respetar la nada con todas las consideraciones que merece.
Hay otra etimología. Provendría del latín gaudium, que significa alegría o goce. Eso
también nos viene bien. Según un erudito, se habría llamado goujat al niño porque da
alegría a la familia. Así, tanto de un lado como del otro, goujat está en connivencia con
el goce; tal vez con lo que puede haber de excesivamente directo, de no demasiado
moderado en la relación con el goce; algo que sería demasiado sin ambages.
Vean cómo eso viene bien aquí. El pequeño Hans es por cierto el goujat de su
familia, dado que uno de sus problemas es que da claramente demasiada alegría a su
pequeña familia. Al mismo tiempo, no es tan goujat; tiene mundo, como lo señala

147
Lacan, se muestra muy delicado con las niñas de buena condición, aunque — hay que
admitirlo — es un poquito goujat con los sirvientes. En efecto, hay sirvientes en la
historia del pequeño Hans, y podríamos incluso imaginar que son justamente sirvientas
cristianas de una familia judía de Viena.

El objeto y la falta

No sé si hice lo suficiente para hacerme perdonar. ¿Es acaso un excurso que me divirtió
hacerles? No, está de lleno en el tema del Seminario IV. En este asistimos al modo en
que el objeto en psicoanálisis deviene simbólico. Sin duda este objeto es muy real; sin
duda es imaginario; no obstante, deviene simbólico. Como objeto real o imaginario, es
remodelado, trabajado por el significante y, en cierto modo, volatilizado en su realidad.
En este seminario vemos objetos significantes, y de dos modos distintos. Por un lado
vemos el significante en el lugar de otro significante; es lo que arroja el análisis hecho
por Lacan del objeto fóbico, acerca del cual su última palabra en este libro es que tiene
el valor de un significante en el lugar del Nombre-del-Padre. Por otro lado vemos el
significante como significante de otra cosa; es lo que muestra el análisis del objeto
fetiche — que retoma la introducción misma que hace Freud del fetichismo —, a saber,
que es un objeto que significa el falo.
En una u otra vertiente entonces, como significante en el lugar de otro significante o
bien como significante de otra cosa que es el falo, aquí el objeto demuestra ser
significante. Cuando es fetiche significa el falo respecto al pene faltante de la madre, si
se quiere situar el hecho en el registro de la privación — falta real del objeto simbólico
—, o el falo faltante a la madre, ese al que ella aspira y por el cual siente nostalgia, si se
quiere hablar en el registro de la frustración. Lacan pasa constantemente de uno a otro
de estos dos registros. Así es como el objeto fóbico y su análisis se ordenan según la
estructura de la metáfora — un significante en el lugar de otro — y conducen a la
elaboración de la metáfora paterna, mientras que el fetiche — de un modo menos
notorio y menos desplegado en este seminario — se ordena según la estructura de la
metonimia, que no da cuenta de la sustitución, sino de la conexión de un significante
con otro. El devenir simbólico del objeto pasa por su articulación con la falta. Lacan
pone en evidencia su teoría de la falta de objeto — así titulé la primera parte del
seminario — porque ese es el camino obligado en el devenir simbólico del objeto. A
partir de allí ven ustedes gravitar esos tres términos esenciales en este seminario: el falo,
la mujer, y la madre. Si hay falo, es porque esta falta simbólica es por excelencia el
faltar fálico. En este seminario el objeto es presentado constantemente, bajo diversas
formas, en su articulación con una falta; de todos los modos posibles se demuestra esta
articulación elemental: el objeto (●) solo es pensable en relación con una falta (○):
● ○
La mujer llega a este seminario pues su caso es ejemplar y pivote en esta articulación
entre el objeto y la falta, a tal punto que todos sus objetos giran en torno a la falta fálica,
toman su función en relación con esa falta. En particular, el niño. Al examinar el objeto
fóbico y el objeto fetiche, se examina de hecho el objeto niño, que entra en función en
relación con la falta experimentada — aunque sea inconscientemente — por la madre en
calidad de mujer. A este respecto Lacan recuerda y acentúa la ecuación simbólica que
Freud aísla: hijo = falo. Por eso va directo al caso freudiano más demostrativo al
respecto, a saber, el caso de la joven homosexual.

148
Pero Lacan elabora en este seminario la función del amor también para mostrar esa
articulación entre el objeto y la falta. ¿Qué es esta promoción del amor en la clínica? —
ya que, si bien el término permanecerá siempre presente en la enseñanza de Lacan,
después no tendrá el mismo papel-pivote que tiene en este seminario. Si el amor tiene
esa función clínica en este seminario, si se revela fundamental en el desarrollo, es
porque la referencia al amor demuestra que lo que cuenta no es el objeto, su sustancia o
su realidad. La función del amor está allí para mostrar la volatilización de esa sustancia
objetiva. Encontramos necesariamente el amor en el camino de este devenir simbólico
del objeto. El amor está allí para demostrar que lo esencial en la relación con el objeto
es la manera, la nada. Lo que Lacan llama amor es la relación del objeto con la nada.
Desde este ángulo, el amor en este seminario es el sesgo por donde se introduce la
castración en el objeto, es decir, la nada como –φ. Hay afinidades entre el amor y la
castración. Por eso allí hay que empujar un poquito a los hombres, que no están de
inmediato dispuestos a la castración. Esta conexión entre el amor y la castración es
puesta de relieve en “La significación del falo”, donde Lacan alude a que quizá no es
tan cómodo para el hombre encarnar el Otro del amor, aquel que está privado, y que
para una mujer existe el juego de sustituir el ser del hombre, cuyos atributos viriles ella
adora, por este Otro del amor, que está castrado. No se distingue inmediatamente este
juego de sustituciones mediante el cual una mujer ante todo engaña a un hombre con él
mismo. ¡Todas infieles!
Bajo la forma de la dialéctica de la frustración Lacan desarrolla de hecho cómo entra
el amor en la clínica. Este será por largo tiempo el pivote de su clínica. Aunque esto no
resulte todavía aislado en este seminario, que es justamente como el laboratorio de esta
elaboración, se ve allí lo que conducirá a Lacan, en el paso siguiente, a distinguir dos
demandas: la demanda de un objeto — el sujeto siente necesidades y demanda el objeto
de la necesidad — y otra demanda a la que después del Seminario IV llamará demanda
de amor, que no es demanda de un objeto sino de nada, y ante todo de signos del Otro.

Demanda incondicional

Sin duda es legítimo comentar el esquema que Lacan presenta sobre privación-
frustración-castración en la misma línea que él indica: como ejemplo de un mecanismo
permutativo significante — con ciertos puntos en los que funciona no tan bien — en la
construcción teórica, del mismo modo que la fobia del pequeño Hans es retomada como
un mito permutativo que él ilustra por la manera misma en que habla de ello. Pero más
interesante que comentar eso paso a paso con la lectura II es darse cuenta de que este
ternario es de hecho el que dará nacimiento al ternario lacaniano clásico: la privación
corresponde a la necesidad, la frustración, a la demanda — especialmente la demanda
de amor —, y la castración, al deseo. El ternario lacaniano necesidad-demanda-deseo es
bosquejado ya en el ternario privación-frustración-castración de este seminario.
El principio educativo que Lacan extraerá de esta dialéctica de la frustración es que
siempre hay que dar lugar a la nada. Quienes encarnan el Otro para el niño deben saber
darle nada; el problema son las ideas preconcebidas que el Otro tiene acerca de las
necesidades del niño. Cito a Lacan, página 608 de los Escritos, en “La dirección de la
cura…”, que es posterior a este seminario, y completo un poquito la frase para que
puedan seguirla: si el Otro, en vez de dar nada, “atiborra [al niño] con la papilla
asfixiante de lo que tiene, es decir confunde sus cuidados con el don de su amor”,

149
entonces el niño, por otros medios, restablece el lugar de la nada. El ejemplo que de ello
da Lacan es la anorexia mental, pero hay muchos otros modos de restablecer el lugar de
la nada — la fuga, por ejemplo, es decir, inscribir finalmente una falta allí donde asfixia
la papilla del tener. Si hay una pedagogía lacaniana es la que consiste en recordar que
nada es más salubre que la nada. Allí Lacan indica — lo cito porque eso corrige ciertas
cosas que hallamos en el Seminario IV — que es preciso “que la madre tenga un deseo
fuera” del niño, que este niño no sea todo para ella, y que si lo es, si la colma, si ella se
atiborra de él atiborrándolo, entonces la imagen fálica forzosamente se superpone a él.
La lección que el propio Lacan extraerá de la dialéctica de la frustración, que es
constantemente reelaborada en el curso de La relación de objeto, es la distinción, que
allí está embrollada aún, entre la necesidad, la demanda y el deseo. El registro de la
demanda se impone por el hecho de que, en razón de la necesidad, el niño se dirige al
Otro para decirle lo que le falta, para demandarle algo. Por ese solo hecho hay una
significantización de la demanda y, al mismo tiempo, la poda — es un término de Lacan
— de la realidad del objeto de la necesidad; y, más allá todavía, está la demanda de
amor. Solo con posterioridad Lacan nos simplificará esta construcción al distinguir la
demanda simple y la demanda de amor. La demanda simple ya tiene un efecto de
significantización de la necesidad; más allá, la demanda es demanda de amor, es decir,
demanda de nada o “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia”, como
dice Lacan en “La dirección de la cura…”. Puede decirse que en esta fórmula Lacan
reelabora, relee la observación freudiana del Fort-Da teorizándola a partir de la
demanda de amor; el Fort-Da sería como la mostración del funcionamiento de la
demanda de amor. Lacan comentó el hecho de la observación de diferentes modos:
extrajo de ella la función de la repetición en Freud, luego la demanda de amor, y más
tarde el goce y la relación del sujeto con este.
Ese asunto de la “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia” no va
totalmente de suyo. ¿Por qué “de la ausencia”? La presencia es el puro llamamiento a
que el Otro esté y dé signos de su presencia; que al menos diga que está, que dé signos
de su existencia: ¡Dame un signo!; que responda, pues, al llamamiento, o que llame para
decir simplemente: Aquí estoy. Ahora bien, que el Otro diga Aquí estoy por cierto solo
tiene su valor extremo, vital, si no está. Es en ese caso cuando en verdad vale algo. Si el
Otro está aquí dándoles la mano y ustedes son muy sofisticados, pueden aún
demandarle: ¡Dime que estás aquí! — sobre todo si el señor que les da la mano es un
obsesivo, que justamente piensa en otra cosa. Podemos entonces exigir un ¿Estás aquí?
aun en presencia del Otro. Pero en fin, el hecho de que diga Aquí estoy tiene no obstante
su valor vital cuando él no está.
Por eso Lacan en su Seminario XX decía que la carta de amor tiene una función
eminente en el amor. En general, solo se envía una carta a alguien que precisamente no
está. En todo caso, es el testimonio de un momento en el que el Otro no estuvo, hasta
ese instante mismo en el cual se redacta la carta. La ausencia del Otro es también la mía,
y toda carta de amor dice: Tú no estás aquí, y, en tu ausencia de mí y en mi ausencia de
ti, estamos juntos, estás conmigo. Por eso dijo Lacan que la carta de amor es esencial.
Hoy existe el teléfono. ¡Y bien, nos servimos del teléfono! Pero eso no perdura. A
veces se dice que es una verdadera pena. Pero en ocasiones hacer un llamado telefónico
se torna estrictamente equivalente al don del amor. A veces se siente la necesidad
imperiosa de hacer un llamado telefónico al propio analista para oír su voz. O, en
formas más excesivas, nos contentamos simplemente con llamarlo para molestarlo y así
verificar al mismo tiempo que la demanda incondicional de la presencia y de la ausencia

150
está asegurada, es asumida.

Amor y deseo

He aquí entonces los dos ejes que se desprenden del Seminario IV. Por un lado la
demanda, y por el otro la demanda de amor. Está la demanda que tiene algo por objeto,
es decir, la demanda del objeto de la necesidad — tengo hambre, tengo sed, etc. Allí el
objeto, aunque pase por la demanda que lo significantiza, es algo. A continuación está la
demanda de amor, que apunta radicalmente a la nada — un simple signo, una nadería.
En la conjunción entre la demanda y la demanda de amor está el deseo. Aunque no está
desarrollado aún en este seminario, Lacan jugará con esto, sin mostrar sus cartas, al
decir que el deseo está más allá de la demanda y en otros aspectos más acá de ella — lo
que de hecho es decir que el deseo está entre la demanda y la demanda de amor.
Si el objeto en la demanda es algo y en la demanda de amor es nada, Lacan deberá
elaborar necesariamente el objeto del deseo como una amalgama entre algo y nada. Lo
que llamará objeto a — y se hará célebre — es el significante de algo en conexión con
nada. Por eso, si se quisiera releer todo este seminario introduciendo el objeto a, habría
que hacer grandes divisiones, separar las aguas que allí aún están mezcladas. Lo que
Lacan elaborará como objeto a es esta conexión entre algo y nada, y eso se traducirá el
año siguiente como el objeto metonímico. Lacan elaborará el objeto del deseo como un
objeto en relación metonímica con la falta.
Este seminario no despeja nada de esto porque en él aparece el amor — como
aspiración de nada, demanda de nada — en continuidad con el deseo. Cuando Lacan
hable de esto en “De una cuestión preliminar…” dirá que el amor es el deseo del deseo.
Después de este seminario, por el contrario, opondrá por un tiempo amor y deseo, pero
en la época en la que estamos aparecen en continuidad; ambos términos son incluso
empleados en forma intercambiable. Luego los opondrá, en la medida en que el amor es
el reino de la nada mientras que en asuntos del deseo no puede desatenderse la
insistencia de algo — algo absolutamente particular.
Hay otra oposición, ya que en el amor es esencial la relación con el Otro que
distribuye los signos de amor y del cual se espera el signo de amor, mientras que el
deseo se sustrae de esta relación con el Otro. El deseo tiene más bien relación con algo
en el Otro. Por eso puede ser angustiante. El deseo, según la fórmula que Lacan
propondrá mucho más adelante, en el Seminario XI, involucra en ti algo más que tú, es
decir que involucra en el Otro un elemento no conocido por el Otro mismo, que
pertenece a la intimidad más reservada del Otro, una intimidad incluso no conocida por
ese Otro mismo. Por eso propuse utilizar, para esa zona del Otro, el término lacaniano
extimidad. Mientras el amor depende de los signos del Otro, el deseo está enganchado,
estimulado por algo que está desapegado del Otro. A eso se debe que Lacan, tras
haberlos construido en continuidad, se vea llevado a oponerlos. Lo hará bajo una forma
dialéctica, marcando que en cierto modo el amor y el deseo tienen la misma estructura,
que en el deseo se reencuentra lo incondicional de la demanda. Lo que Lacan propone
para articularlos consiste en decir que hay como un trastrocamiento en el que lo exigido
en el amor, lo sin-condición del amor, se invierte en condición “absoluta” del deseo —
pone “absoluta” entre comillas sin más explicaciones en la página 671 de los Escritos,
pero explica esas comillas en la página 794 de “Subversión del sujeto…”, donde retoma
una vez más este análisis cuyo punto de partida está en el Seminario IV. En efecto, el

151
hecho de haber partido de la frustración lo conduce, mediante la dialéctica, a la
oposición entre la demanda y la demanda de amor, y el tercer término que elaborará a
partir de allí es el deseo, que
por una simetría singular, invierte lo incondicional de la demanda de amor, donde
el sujeto permanece en la sujeción del Otro, para llevarlo a la potencia de la
condición absoluta (donde lo absoluto quiere decir también desasimiento).
La sujeción es la dependencia — el sujeto está sometido al Otro en el amor —, pero en
el deseo lo incondicional se invierte y se eleva a la potencia de la condición absoluta, y
allí Lacan explica que absoluto también significa desasimiento. Absolvere, en efecto, es
desasir. Aquí es esencial conservar la oposición entre el amor y el deseo: el amor ligado
al Otro, el deseo ligado a algo desapegado de este Otro — algo que Lacan llamará la
causa del deseo. Con la causa del deseo, el sujeto ya no queda sujeto al Otro. A este
respecto, el deseo es una relativa emancipación respecto de los signos de amor. Un
deseo decidido — puede reprochársele — no siempre se preocupa demasiado por los
signos de amor. ¡Eso no está bien! Hay que saber que el deseo decidido no excusa todo.
A deseo decidido, amor tanto más cortés.
Dije que esta oposición, situada en el origen mismo del concepto lacaniano de deseo
que se hará tan célebre, acentúa la emancipación del deseo con relación al amor. El
ejemplo que da Lacan es elocuente, pues dice que eso ya se ve en el nivel del objeto
transicional. Es el ejemplo mismo del objeto desapegado, ya que el objeto transicional
consiste en tomar un trocito, y luego ¡ciao al Otro! Por otra parte, en ocasiones el
analista sirve para eso, es decir, se presta a una forma de autismo del sujeto que hace
que cierto número de catástrofes que pueden acontecerle en la vida se le vuelvan cada
vez más indiferentes a partir del momento en que va a contárselas a su analista — quien,
si se atiene un poco excesivamente a su “escuchar sin hacer nada”, se vuelve cómplice
de un desorden creciente. Hay un uso transicional del analista mismo que confirma esta
construcción.
Mientras remite al ejemplo del objeto transicional de Winnicott como algo que
permite al sujeto remitir el Otro a sus fallas o a su falta y resistir el impacto, Lacan
señala que eso es apenas el emblema de lo que es el objeto a, apenas una representación
imaginaria, en imágenes, del objeto a, cuyo lugar, precisa, está en el inconsciente. El
objeto a no es el objeto transicional. La observación de este último solamente sirve de
apoyo. El objeto a está en el inconsciente.

Imágenes indelebles

Captan cómo este objeto a en el inconsciente permite decir que el fantasma inconsciente
siempre tiene, según la fórmula de Lacan, un pie en el Otro — pero no los dos, dado que
a está desapegado del Otro. Pueden remitirse a la construcción que Lacan retoma de
Freud con su comentario del fantasma “Se pega a un niño”. Saben que Freud distingue
tres tiempos de elaboración, el último de los cuales es “Se pega a un niño”. Muestra
cómo hay una transformación de las fórmulas. La segunda fórmula, señala, es la que
debe ser reconstruida porque nunca es recordada por el sujeto. ¿Cuál es esa segunda
etapa reconstruida? Es “Yo soy azotado por el padre” — fórmula que toma su valor de
la transformación de la primera, “El padre pega al niño que yo odio”. Lacan glosa esta
fórmula, y así pasa a ser: “pega a mi hermano o a mi hermana por miedo a que yo crea

152
que él es el preferido”. Estipula que allí se tiene una forma intersubjetiva desarrollada,
muy articulada. En efecto, constatamos que en esta primera forma del fantasma, que
luego de la transformación dará “Se pega a un niño”, está en juego el amor; es cuestión
de saber qué es en verdad un signo de amor, y pegar al otro niño vale allí como signo de
amor dado por el padre al sujeto. Dicho de otro modo, en el origen mismo del fantasma
se tiene una posición de amor. Solo más adelante, después de las transformaciones,
tendremos apenas “Se pega a un niño”, donde ya no se reconoce la historia amorosa del
fantasma. Pero cuando se reconstituye la genealogía de este fantasma, lo que se
encuentra al inicio es una cuestión de amor.
Hay familias en las que el padre efectivamente golpea. Por ejemplo, puede haber una
familia en la que el padre golpea a los hijos y no a las hijas; por el contrario, las mima.
Pues bien, que los golpeados sean los muchachos, las fascina. En consecuencia ellas
pueden verse llevadas a imaginarse el goce de ser golpeadas como muchachos, y a
preguntarse si ser golpeado no será de hecho una prueba de amor del padre muy
superior al hecho de ser mimado. En todo caso, en esta genealogía se nos muestra un
fantasma de tres patas pero que muy claramente tiene su primera pata en el amor. Su
primera pata está en la relación con el Otro.
Como dije, aquí la demostración de Lacan es que el fantasma “Se pega a un niño”
está sostenido por una articulación compleja, y que la escena que se despeja en la forma
final del fantasma es sostenida por toda una historia permutativa, de tal suerte que este
fantasma es a la vez una escena — por lo cual pertenece a lo imaginario — y el
resultado de una transformación simbólica que hace de ella una escena significantizada,
coagulada, hierática, sagrada. Pero al mismo tiempo es también un fantasma que tiene
función de real, al menos en la medida en que precisamente está desapegado. Se parte
de la escena que implica el amor y una pregunta sobre el amor, y se llega a la escena
separada. En este desapego del fantasma final se tiene ya el esbozo de la función del
objeto a. De igual modo, el recuerdo encubridor se presenta como separado. En esta
separación misma de la imagen indeleble radica el valor de a. Se ve bien allí que es
preciso establecer una perspectiva borromea sobre esas imágenes indelebles. Pertenecen
por cierto a lo imaginario, pero solo toman su función de lo simbólico — función que en
este seminario Lacan demuestra bajo la forma de la permutación del fantasma o bien
bajo la forma de la historia de la cual se desprende el recuerdo encubridor. De cualquier
manera, para el sujeto perduran como un hueso; se le quedan atragantadas, permanecen
con un carácter paradójico, escandaloso, incluso vergonzoso, y entonces quedan como
un real, como lo real de esta elaboración simbólica. Si retoman las consideraciones de
Lacan sobre “Se pega a un niño”, sobre la perversión, sobre la valorización de la imagen
como molde de la perversión, pueden reordenar esta construcción viendo en ella la parte
de lo imaginario, de lo simbólico y de lo real, con la inmediata necesidad de una
articulación borromea entre estos tres registros.
Debería ahora lanzarme a retomar esta genealogía de la perversión que Lacan
propone en su seminario, pero como ya es la hora lo dejo para la próxima vez.

23 de marzo de 1994

153
XIII

La paradoja del falo

En el primer plano del Seminario IV encontramos el cuadro, repetido numerosas veces y


completado paso a paso, en el que Lacan distribuye los términos privación, frustración
y castración en los tres registros de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Estos términos
son objeto de una permutación a partir de otra distinción ternaria: la de la falta, el objeto
y el agente.
falta objeto agente
privación R S I
frustración I R S
castración S I R
El término falta aquí equivale formalmente a un sitio, pues se lo distingue del elemento
que lo ocupa — que en este seminario se llama objeto — y también del agente del
proceso que está en juego cada vez.
Si este es un método, es estrictamente el mismo que muchos años después
reencontramos en El reverso del psicoanálisis. En ese Seminario XVII, que se dedica a
construir cuatro discursos, hallamos en efecto esta presentación permutativa punto por
punto, y también, bajo un modo tal vez más abstracto, la distinción entre sitio y
elemento, además del término agente, que en la teoría de los cuatro discursos deviene el
nombre de un sitio afectado por cierto índice de apariencia o de semblante — el sitio de
arriba a la izquierda, ocupado por el significante amo:
S1 S2
S/ a
Esta relación evidente entre La relación de objeto y El reverso del psicoanálisis indica
que nos confrontamos con un abordaje de las cuestiones psicoanalíticas que en Lacan
depende de lo que puede llamarse un método cuya justificación radicaría en ser
especialmente adecuado a la materia psicoanalítica, la cual se presenta en el mejor de
los casos bajo una forma permutativa.
En el Seminario IV tenemos una verdadera matriz ordenada según dos ejes. En el
vertical pusimos privación, frustración y castración; en el horizontal, falta, objeto y
agente, lo que nos da nueve casos en los cuales Lacan distribuye los términos real,
simbólico e imaginario. En la primera columna vertical, la privación es calificada como
una falta real, la frustración, como una falta imaginaria, y la castración, como una falta
simbólica. En el curso del seminario Lacan argumenta progresivamente que el objeto
implicado en la privación, la frustración y la castración es de otra naturaleza que la de la
falta que ese objeto ocupa. Se esfuerza así en mostrar que el objeto que constituye la
falta real es simbólico, el que constituye la falta imaginaria es real, y el que constituye la
falta simbólica es imaginario. En un segundo tiempo, y de acuerdo con la lógica que así
se inscribe, plantea que el agente de la privación es imaginario, que el de la frustración
es simbólico, y el de la castración, real. Hay allí una mecánica permutativa que parece
muy a punto. Confío en que ustedes, en su lectura II, hallarán en cada circunstancia su
justificación, si bien en ciertos lugares parece un poco forzada, especialmente en lo que

154
atañe a la columna del agente.
Es llamativo que este cuadro tan a punto jamás haya sido retomado por Lacan en
alguno de sus escritos, pese a que a primera vista me parece perfectamente satisfactorio.
¿Por qué nunca lo retomó en un escrito? Sin duda debido a los forzamientos que entraña
la asignación clínica de la columna vertical del agente, pero también — en todo caso es
lo que expuse la vez pasada — debido a que, por más a punto que parezca, este cuadro
no es más que el esbozo de un ternario que Lacan retomó y expuso en sus Escritos en
numerosas ocasiones. Reflexión mediante, en efecto, en lugar de este esquema propone
otro, también ternario, que es el de la necesidad, la demanda y el deseo. En el Seminario
IV tenemos como los fundamentos de esta tripartición.

Prueba de amor

El pivote de este cuadro y de esta tripartición es una nueva definición del amor, el amor
lacaniano — que no es el amor freudiano, donde el narcisismo parece prevalente. El
Seminario IV se aboca a mostrar que no solo existen la necesidad y su satisfacción, que
en el psicoanálisis no se puede dar cuenta del objeto a partir de ellas, que de entrada
existe el llamamiento al Otro para que colme esta necesidad mediante el don de un
objeto. Sin duda, este objeto determinado por la necesidad es absolutamente particular
— la necesidad siempre es necesidad de un objeto particular —, pero el llamamiento
mismo dirigido al Otro es un elemento que interfiere y tiene efectos como tal. No es una
simple verbalización, sino una puesta en forma significante que de entrada exige que se
hable el lenguaje del Otro. En segundo término está el don como tal, que no se eclipsa
en el objeto dado. Existe el hecho del don, y este hecho no colma una necesidad. ¿Qué
colma pues? El hecho del don satisface el amor. Lacan se esfuerza por demostrarlo en
este seminario. Hay una demanda distinta de aquella que se origina en la necesidad, una
demanda que es invisible si nos atenemos a la dimensión de la necesidad. Esa demanda
se origina en el amor. En el Seminario IV la distinción entre ambas demandas está en
filigrana pero no es despejada como tal. Lacan hará la teoría correspondiente solo con
posterioridad. Este seminario es como su laboratorio, donde los hechos que apoyan esta
distinción entre las dos demandas nos son aportados bajo la forma de esta promoción
clínica del amor.
La tesis de Lacan es que la demanda de amor — término aún ausente en este
seminario — no es demanda de un objeto, sino de nada. ¿En qué sentido puede decirse
que ella demanda nada? En el sentido de que no demanda esto o aquello — un objeto en
particular —, sino que demanda lo que sea, y es entonces indiferente a la particularidad
del objeto; demanda lo que sea, siempre que tenga el valor de prueba de amor. Este
seminario está hecho para demostrar el poder negador que hay en el amor. ¿Qué
constituye prueba de amor? Lo que sea, siempre que signifique Tú me faltas.
En este sentido, el don de amor que rodea, que apremia al don del objeto, tiene un
valor exactamente inverso. Dar es, ante todo, decir Yo tengo, yo poseo. Dar destaca el
tener del Otro, pero el don hecho al Otro en calidad de prueba de amor significa, más
secretamente, que yo no tengo, que me faltas tú. De tal suerte que, si bien en ambos
casos se dirige al Otro, hay no obstante un desdoblamiento. La demanda surgida de la
necesidad se dirige al Otro en la medida en que tiene, mientras que la demanda de amor
se dirige al Otro en la medida en que no tiene. Esto es lo que justifica definir el amor
como el don de lo que no se tiene: dar prueba de la propia falta.

155
Tal distinción motivará la construcción misma de lo que más adelante Lacan llamará
grafo del deseo, que se presenta en efecto bajo una forma desdoblada. El sujeto que
carece — por ende escribámoslo tachado — se dirige al Otro en la medida en que tiene,
pero en el interior mismo de esta demanda actúa otra que, más allá de este Otro,
todopoderoso y que tiene, se dirige al Otro en la medida en que no tiene. La primera
razón que llevará a Lacan a distinguir dos pisos en su grafo del deseo es entonces el
desdoblamiento entre la demanda hecha a quien tiene — y puede responder a la
necesidad — y la demanda hecha a quien no tiene.

En las demostraciones de este Seminario IV asistimos entonces al esbozo de algo que


marcará un hito absolutamente fundamental en la enseñanza de Lacan. Tal es el valor y
el sitio especial de este Seminario.

El primado del falo

Entre estas dos demandas tenemos un funcionamiento, una operación que justifica
utilizar el término dialéctica, empleado en este seminario a propósito del concepto de
frustración. La demanda surgida de la necesidad demanda algo en particular, pero la
demanda de amor que habita a esta demanda no demanda nada en particular —
demanda esencialmente el signo, el significante que el Otro no tiene. Se lo hallará en el
grafo del deseo, ya que en su último término tenemos S(A / ), el significante del Otro que
no tiene. Es lo que Lacan resume del Seminario IV en su escrito “La significación del
falo”, cuando en la página 670 dice que “la demanda anula (aufhebt) la particularidad de
todo lo que puede ser concedido trasmutándolo en prueba de amor”. Al utilizar el
término anular toma la precaución de poner entre paréntesis el verbo alemán aufhebt,
que es el verbo hegeliano cuyo sustantivo es Aufhebung y que supone a la vez
supresión, anulación y una forma de superación o de sublimación que aquí es señalada
por el verbo trasmutar. En este verbo hay un eco de lo que con propiedad es la
dialéctica de Hegel, presente en esta Aufhebung del objeto. En la demanda, que en el
fondo es demanda de amor, se consuma una Aufhebung del objeto, o sea su anulación y
su trasmutación en objeto del amor — es decir, nada particular —, significante de que el
Otro no tiene. Así, el amor en su función clínica es de algún modo una demanda de
significante en lugar de la realidad del objeto. Con más precisión puede aun decirse que
es una demanda del significante de la falta, y que el Seminario IV comenta
indefinidamente, por diversos medios y múltiples ejemplos, la Aufhebung del objeto
bajo el efecto del amor.

156
En este seminario la oposición central es la que hay entre el objeto de satisfacción,
que es real o imaginario, y el objeto del don, que es propiamente simbólico. Esto
repercute sobre la teoría de las relaciones de objeto, que siempre conserva objetos de
satisfacción. El esfuerzo de Lacan consiste en mostrar que la relación más importante se
da con el objeto simbólico como significante de la falta del Otro y que siempre está
enmarcada, condicionada por una relación con el Otro. La conclusión, muy pronto
enunciada en la investigación de Lacan, es que ningún objeto vale por sí mismo, sino
que solo vale en relación con el Otro y con su falta. Para resumir mediante un matema
lo que aquí se demuestra indefinidamente, podría escribirse:
S/ ◊A
/
Y en la misma línea puede decirse que el efecto característico del amor es reducir a nada
[faire néant] los objetos, para poner en su lugar el significante de la falta del Otro.
Pero al mismo tiempo el Seminario IV no es eso. Lo es en parte, pero también hay
otra cosa. En esa nada [néant] de todos los objetos, hay un no obstante [néanmoins]. La
sorpresa — también indefinidamente comentada en este seminario — es que en ese
desastre de todos los objetos hay uno que sobrevive, un objeto distinguido que no es
cualquiera. Como han adivinado, es el falo. Así se lo presenta en la página 72 del
capítulo IV, Dialéctica de la frustración. Lacan viene de consagrar las cuatro páginas
precedentes a demostrar ese desierto de los objetos bajo la égida del amor, a demostrar
que ningún objeto como tal tiene valor. Pero en un segundo movimiento, que constituye
la tercera parte de la clase, hace oír un no obstante, y para eso lleva el texto de Freud
ante ese desierto: “Freud nos dice que en el mundo de los objetos hay uno con una
función paradójicamente decisiva, el falo”.
Aquí la referencia a la autoridad de Freud llega como siempre para introducir y
disimular una discontinuidad. Lacan dice “paradójicamente” porque la doctrina del
amor implicaría que ningún objeto fuese distinguido; todos los objetos deberían ser
igualmente insignificantes frente al significante de la falta del Otro. La paradoja es que
hay uno que no obstante posee un lugar aparte, y Lacan lo introduce bajo la autoridad de
Freud y también como un hecho clínico. El término hecho figura en la misma página, y
esto es lo que en sus Escritos aportará Lacan como un hecho de la experiencia clínica.
Al revés de lo que podría pensarse, hay un objeto aparte.
Hay aquí — señalémoslo — un problema teórico que desconcertó mucho a quienes
reflexionaron sobre Lacan y vieron en este falocentrismo — término utilizado por Lacan
en su escrito sobre la psicosis — una suerte de límite a esta sustitución infinita de los
objetos entre sí. Gracias a Lacan, se preguntaron: ¿Por qué este falo entonces? ¿Por qué
otorgarle un lugar aparte? ¿Por qué no quedarse simplemente en esta equivalencia
anonadante de todos los objetos entre sí? La respuesta de Lacan en el Seminario IV es
que Freud lo dice y que la clínica nos lo impone.
Solo más tarde, después de este seminario, tendremos una elaboración teórica precisa
destinada a responder a este problema de cómo es que, en la nada de los objetos
efectuada por el amor, un objeto entre otros es no obstante distinguido, está aparte, e
incluso lo está como significante por excelencia de la falta en el Otro. La teoría que más
adelante aportará Lacan para responder a este problema teórico es que la anulación de la
particularidad del objeto por efecto de la demanda de amor no es completa, que la
trasmutación del objeto de la necesidad en prueba de amor no carece de resto. Lacan
aporta esta construcción para responder a esta paradoja del falo. ¿Cómo dar cuenta del
hecho de que permanezca este objeto en una función tan distinguida, si no es planteando

157
que la desaparición (Aufhebung) del objeto no es completa, que deja un resto, y que lo
particular de ese resto es que lleva la marca de lo absoluto que recibe de la demanda de
amor? La solución teórica es entonces decir que la particularidad del objeto de la
necesidad, una vez abolida por la demanda, reaparece más allá de la demanda. La
obliteración del objeto de la necesidad deja un residuo, de tal suerte que si la demanda
es negación de la necesidad, no es empero una negación a secas, una negación pura y
simple. Más allá de su operación, deja un resto sobre el cual Lacan precisa en “La
significación del falo” que no es una simple negación de la negación. No responde lisa y
llanamente a un mecanismo dialéctico, ya que reposa sobre una función desconocida
por Hegel, que es la del resto. Y este resto reaparece más allá en la medida en que
transporta consigo ese carácter de absoluto.
En esa línea, Lacan no dice simplemente que la demanda hace desaparecer la
necesidad, que la eclipsa, sino que entre la necesidad y la demanda hay Spaltung.
Utiliza aquí el término que Freud destaca en su artículo sobre la escisión del objeto. Hay
Spaltung, escisión, fisura, es decir, no simplemente negación de la negación, sino
producción de un resto de la operación, y a partir de allí Lacan podrá presentar una
deducción del deseo y del falo como significante del deseo.
Esta deducción — necesidad, demanda, deseo — se puede presentar por sí misma,
pero gracias al Seminario IV se reconstituye su verdadero fundamento clínico así como
ese enigma del que hay que dar cuenta, a saber, que la anulación de los objetos de la
necesidad por parte del amor no impide el primado del falo. Lacan ensaya pues esta
construcción dialéctica modificada para dar cuenta del hecho de que esta anulación no
es completa, que deja un resto, y que este resto conserva algo de lo absoluto de la
demanda de amor, dado que ejerce el primado de su función en el psiquismo.
En “La significación del falo”, que de algún modo da la solución teórica de la
paradoja central de este Seminario IV, hallamos — de un modo muy elegante y al
mismo tiempo atrevido y agudo — una fórmula que da cuenta de la relación entre la
Aufhebung del objeto y el falo. Es la fórmula según la cual “el falo es el significante de
esa Aufhebung” del objeto:
significante

objeto
La solución teórica consiste pues en decir que llamamos falo al significante de esta
operación de anulación del objeto debida al significante. Por eso el falo sobrevive;
encarna el poder anulador del significante, y su primacía es la consecuencia misma de la
Aufhebung del objeto. “La significación del falo” se despliega articulando la
contradicción existente entre el deseo como soporte del falo y la demanda de amor que
aspira a nada. Lo encuentran en la página 673 de los Escritos. Es lo que Lacan presenta
como una “dialéctica de la demanda de amor y de la prueba del deseo”.

Una genealogía de la perversión

Pero toda esta articulación dialéctica, que después será elaborada por Lacan, está
ausente en el Seminario IV. En diferentes partes ustedes pueden aislar esa ausencia. Hay
en este seminario partes muy embrolladas precisamente en razón de que esta solución
teórica no ha sido elaborada aún. Hay entonces por momentos dificultades especiales
cuya solución será aportada después. Lejos de esas exposiciones dogmáticas que
hallamos bajo una forma impecable en los Escritos, podemos relacionar cada fórmula

158
hallada en este seminario con un problema muy preciso cuyo ejemplo les doy aquí.
En el Seminario IV no tenemos esa conciliación dialéctica, sino más bien una
confrontación paradójica entre el hecho de que el amor aspira a nada y el primado del
falo en la clínica. La cuestión aquí planteada es la de la relación entre A / (la falta en el
Otro) y el falo:
A/ ◊ϕ
El hecho de que el deseo de la madre como mujer sea el falo nos es planteado como un
dato clínico. O sea que hay en la madre una falta-en-tener fundamental que se proyecta
como deseo del falo, y hay en el hijo una suerte de want to be. Tal es la traducción
inglesa que Lacan mucho después propondrá para su falta-en-ser, pues el término inglés
want puede significar a la vez una carencia (falta) y un deseo (voluntad). Hay entonces
en el niño un “want to be el falo”, un deseo de ser el falo. Así, la dificultad para
conciliar la Aufhebung del objeto con el primado del falo deja adivinar una dialéctica
implícita entre el ser y el tener, una dialéctica entre la falta-en-tener y el deseo de ser.
En lo que Lacan llama una “observación lateral” hallamos un recurso poco explotado
por él en este seminario. En la página 85 introduce mediante una suerte de excurso una
referencia a Freud concerniente a la relación anaclítica y a la relación narcisista, y
presenta estas formulaciones como paradójicas. Sigámoslo en esta referencia.
La diferencia introducida por Freud entre la relación anaclítica — a la que
traducimos como relación con el Otro — y la relación narcisista se encuentra al final de
la segunda parte de su escrito “Introducción del narcisismo”, de 1914. Freud distingue
allí dos tipos de elección de objeto. (Esto es muy conocido, pero para estimular el
interés que tiene hay que captar el uso retorcido que Lacan le da.) En una, el sujeto
modela esa elección según el Otro del que depende, y en la otra la modela según él
mismo.
Lo que en alemán significa “apoyarse en” se tradujo por anaclítico en referencia a
los términos que en la lengua no pueden hallarse en posición primera al formar una
palabra, que solo son subsiguientes y que deben apoyarse en un término principal. La
primera elección de objeto es, según Freud, aquella en la que el sujeto se vincula con las
personas que lo cuidan, lo alimentan y lo protegen. Es la elección de objeto más
originaria; radicalmente es “la madre o su sustituto”, dice Freud. Lo subrayo porque
Freud no está tan apegado a los personajes del teatro familiar como para no abrirlos a
sustituciones posibles; ya es estructuralista, pues distingue el sitio que responde a una
función y los diferentes elementos que pueden ir a ese sitio para sostener dicha función.
Tal es entonces la primera elección de objeto: se elige un objeto del que se depende y
por el cual se ve amado.
El segundo tipo de elección de objeto es aquel para el cual el modelo no es la madre
sino el sujeto mismo. Se ama, en cierto sentido, a un doble, o bien al otro en el cual uno
se reconoce. Freud modera esta distinción al señalar que usualmente se encuentra en
cada sujeto una mezcla de estas dos elecciones de objeto. Esa elección no es unívoca, si
bien por lo general es posible aislar en cada quien una preferencia otorgada a una u otra.
Al mismo tiempo Freud enlaza la distinción entre estas dos elecciones de objeto con
la diferencia entre los sexos. Expone que el primer tipo de elección, llamado anaclítico,
es especialmente característico del hombre, del macho, mientras que el segundo sería
característico de las mujeres. Presenta en efecto como típica del hombre la transferencia
de su propio narcisismo sobre el objeto, lo que produce una sobrestimación de este
objeto y, como correlato, un empobrecimiento del yo del sujeto. El amor masculino
freudiano consiste esencialmente en reencontrar en el otro sexo un objeto cuya

159
sobrestimación por parte del sujeto hace que este mismo se estime menos.
El análisis del enamoramiento y del flechazo, que mucho después hace Freud en el
capítulo VIII de su Massenpsychologie, sigue esta misma línea. Hay como una súbita
transferencia de libido hacia el objeto, y esto se traduce, según esta hidráulica de la
libido, en un descenso de la libido del yo. En este aspecto el hombre se deshace de su
narcisismo y con él unge a su objeto. Por eso se encuentra en posición de dependencia.
Se aplica a escuchar a su objeto como a la voz misma del superyó y se amolda a sus
mandamientos. Puede decirse que sitúa en el Otro su propio ideal del yo. Por otra parte,
lo que sabemos de la vida de Freud, de su encuentro con quien iba a ser su esposa,
parece corresponder a este análisis con mucha exactitud.
Según el Freud de 1914, la elección narcisista sería característica de la mujer, que se
ama a sí misma mucho más que al prójimo. Desmintiendo cualquier mala disposición,
hace allí el elogio del papel de las mujeres narcisistas en la cultura, pero para Freud la
verdadera elección de objeto es la primera forma — él usa esta expresión —, la elección
anaclítica. En ella verdaderamente se ama a alguien distinto, mientras que en la elección
narcisista al fin y al cabo solo hay modalidades del “amarse a sí mismo”.
Lacan se refiere a esta construcción freudiana — que luego circula por otros textos
de Freud pero cuya primera aparición es de 1914 — y plantea que la posición anaclítica
es la más abierta aunque pueda ser presentada como la más infantil, la más pasiva,
mientras que la posición narcisista puede pasar por ser activa. Para eso Lacan se apoya
en lo que llama una singular contradicción en esa construcción de Freud, que destaca la
necesidad de ser amado en la relación anaclítica y la necesidad de amar en la relación
narcisista. En el Seminario IV utiliza esta referencia para situar la sexualidad masculina
y sustituir el hombre adulto por el niño.
¿Por qué la posición anaclítica sería la más abierta? ¿Por qué esta distinción entre lo
anaclítico y lo narcisista es redoblada en Freud por la diferencia entre los sexos? He
aquí la construcción que Lacan superpone a la de Freud: si para el hombre la relación
anaclítica es la más propicia, la más adecuada, es porque él está investido del falo como
objeto del deseo. Por eso su posición normal es la de ser amado. E incluso, dice Lacan
en la página 86, de niño sabe ser indispensable para la madre como único depositario
del objeto del deseo de ella. Esta fórmula es en verdad enorme, ya que evidentemente
contradice el Edipo, que por el contrario entraña que el padre sea el depositario de este
objeto y que la madre tenga un deseo por fuera del niño. Pero Lacan formula así las
cosas con esta referencia freudiana a la relación anaclítica para mostrar que si esta
relación es exclusiva introduce a la perversión del sujeto.
Si se quiere seguir un poco a Lacan en esta construcción superpuesta, se ve que
implica que la posición normal del hombre es la de asumir el hecho de que tiene, y que
por ende se encuentra, en cierto sentido naturalmente, en la posición de ser amado por
las mujeres. ¡Cosa extraña! Pero así es, y por ello es dialécticamente exigible — bendita
dialéctica — que dé signos de amor, signos de que precisamente no tiene, y si no los da
será un rústico, el grosero del que la otra vez hablamos. Por eso en este aspecto nada es
más bienvenido que sus debilidades en cuanto al tener, pues son los signos del límite de
su potencia. Lo más precioso a este respecto son los signos de su impotencia, que
prueban que él da su castración y que acepta ponerla al servicio del Otro. Puede incluso
decirse que el hombre solamente puede ser objeto de amor a condición de que, sobre el
fondo del tener, haya empero nada.
Este excurso de Lacan prepara lo que más tarde será su lectura del Banquete de
Platón y del mito en el que el hombre es póros, el que tiene, mientras que la mujer es

160
radicalmente aporía, la que no tiene. Para ubicarse en los asuntos amorosos hay que
regresar a esta disposición de base. Según Lacan, ese tener es la esencia de la relación
anaclítica. Volveremos a hallarlo en “La significación del falo” cuando intente ordenar
recíprocamente al hombre y la mujer según sus relaciones con el amor y el deseo. Allí
dirá que la mujer encuentra el significante de su deseo en el cuerpo del hombre, y que
así el órgano, revestido de su función significante, adquiere valor de fetiche.
En el Seminario IV este excurso acerca de la relación anaclítica brinda a Lacan la
ocasión para hacer una genealogía de la perversión cuyo fundamento se encuentra en
esa relación cuando no es trasmutada por lo simbólico. ¿Qué sucedería si fuese
trasmutada por lo simbólico? El niño podría percibir que la madre tiene un deseo por
fuera de él. Pero si por algún defecto permanece puramente imaginaria, ¿qué sucede con
el niño ante la pareja madre-falo? Esa es en efecto la disposición fundamental ante la
cual nos encontramos: el niño, no pura y simplemente ante la madre, sino ante la pareja
de la madre y el falo, es decir, la pareja entre la madre que carece y lo que simboliza
dicha carencia.
Dos soluciones: identificarse a ella o identificarse al falo. Elegir el falo en el lugar de
la madre es identificarse a ella en su deseo de falo, realizar para ella la asunción de su
nostalgia del falo, e identificarse entonces a lo que ella no tiene. En efecto, eso se ve
expresado por el sujeto homosexual: esa obsesión fálica retomada de la madre, ese
elogio del objeto fascinante que fue el objeto de la madre. Identificarse al falo, no en la
posición de tener, sino en la posición de ser, es lo que a veces se busca en el testimonio
del homosexual: saber adónde habrá ido a parar el amor, dado que en la relación
homosexual parece que pudiese omitírselo por completo. El amor es en cierta manera
invisible en las relaciones que allí se entablan, pues está presente como por debajo. Y
este amor es el amor de la madre, que un partenaire elegido entre todos puede venir a
representar, llegado el caso. Además, en el Seminario IV Lacan detalla, a partir de cierto
número de escritos clínicos de otros analistas, los muy rápidos pasajes del perverso
entre la posición de identificación a la madre y la de identificación al falo.
Por cierto, allí se privilegia la posición masculina. Lacan detalla la genealogía del
objeto fetiche a partir del hombre y del deseo. Lo que se opone a esta genealogía del
fetichismo es la estructura propia de la homosexualidad femenina, que se constituye,
como lo muestra el análisis de la joven homosexual, en la vertiente del amor y de la
decepción de amor — que tiene para ella valor castrador. Pero lo que está en filigrana es
no obstante la cuestión del fetiche para la mujer.
Las mujeres tienen hijos. Los hombres solo los tienen secundariamente. ¿Cuál es el
valor de los hijos para una mujer? Sin duda, cuando este objeto se acomoda al hombre
entra en juego en el amor, pero cuando no es así, ¿no puede decirse que el hijo deviene
objeto fetiche para una mujer? La cuestión se plantea en forma muy directa por la
referencia que Lacan toma de Freud, quien a su vez y en numerosas ocasiones — solo
daré esta, quizá la próxima vez vuelva sobre las demás — buscó las equivalencias del
falo. Por ejemplo, al tratar sobre las transformaciones de la posición subjetiva de la niña
en su texto de 1925 “Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre
los sexos”, habla de la ecuación, de la equivalencia pene = hijo. La libido de la niña,
dice, se desliza a una nueva posición a lo largo de la línea de la ecuación pene = hijo.
Ella resigna su anhelo del pene y lo remplaza por el anhelo de un hijo.
Freud regresó en muchas ocasiones a esta sustitución del deseo dirigido al pene por
el deseo dirigido al hijo, y tuvo además cierta dificultad para situar la autenticidad del
deseo dirigido al hombre. Lo que en Freud está en verdad bien constituido es el anhelo

161
del pene y el anhelo del hijo — el primero como originario y el segundo como una
sustitución fundada. Luego, entre ambos, está el deseo por el hombre — hombre del que
en cierto momento dice que en definitiva es una suerte de apéndice del pene.

La madre y la mujer

Esto plantea en el horizonte del Seminario IV la autenticidad subjetiva de la maternidad,


ya que después de todo, si se sigue a Freud, el hijo es un sustituto del pene y tiene algo
en común con el fetiche. Por la misma razón Lacan tomaba como un dato clínico el
hecho de que en general las mujeres quieren parir, quieren tener uno. Se constata
entonces la frecuencia de este desenlace, pero eso nada dice de su autenticidad. El
asunto es saber en qué medida la maternidad es una solución honorable de la feminidad.
Honorable es, ¿pero en qué medida es auténtica desde el punto de vista analítico?
Es necesario establecer aquí una diferencia entre la madre y la mujer. La madre es la
instancia a la que llamamos. Así la vemos en el Seminario IV. Es aquella a quien
pedimos socorro y nos prodiga sus favores, o bien es la que se niega a hacerlo, la que no
responde, la que no está. La madre es por excelencia el Otro de la demanda, del que
somos dependientes, el Otro — para decirlo como Freud — de la relación anaclítica,
aquel cuya respuesta esperamos y que a veces nos mantiene en suspenso. La madre es el
Otro al que hay que demandar en su lengua, cuya lengua hay que aceptar para hablarle.
Decir que es el Otro de la demanda es decir que la palabra más primordial es la de la
demanda y que toda palabra queda contaminada por esta demanda — salvo, esperamos,
la palabra del analista en función.
El analista sería aquel cuya palabra no estaría contaminada por la demanda, no
estaría contaminada por la madre. Después de todo, eso es lo que la religión bien
comprendió y explota, a saber, que la palabra es en el fondo plegaria, aunque en la
religión se dirige al Padre — ese Padre que a fin de cuentas es un sustituto de la primera
divinidad, que es materna. En efecto, el Otro de la demanda, tal como Lacan lo presenta
en el Seminario IV, es la potencia que puede elevar la demanda. No hay que buscar el
origen de la omnipotencia del lado del padre, sino del lado de la madre, la gran Madre,
primera entre los dioses, la diosa blanca, aquella que según nos dicen precedió a las
religiones del Padre. Pues bien, este Otro de la demanda, que es la madre, es un Otro
que tiene, es la riqueza, la abundancia, lo que en el mito de Zeus nos presentan como la
cabra Amaltea, el cuerno de la abundancia, lo pleno que desborda.
Y la mujer, ¿qué es en lo inconsciente? Es lo contrario de la madre. La mujer es el
Otro que no tiene, el Otro del no-tener, del déficit, de la falta, el Otro que encarna la
herida de la castración, el Otro lastimado en su potencia. La mujer es el Otro
disminuido, que sufre, y por ende también el que obedece, que se queja, que reivindica,
el Otro de la pobreza, de la indigencia, de la miseria, el Otro a quien se roba, se marca y
se vende, se golpea, se viola y se mata, el Otro que siempre sufre y que no tiene nada
para dar salvo su falta y los signos de su falta. Todo lo contrario de la madre.
Justamente en razón de todo lo que sufre y padece, la mujer es el Otro deseable, el
Otro del deseo y no el de la demanda. Si se quiere oponer la madre a la mujer, digamos
primero que la madre es el Otro de la demanda y la mujer es el Otro del deseo, al cual
no se demanda nada — se lo somete, se lo explota, se lo pone a trabajar para explotar su
trabajo, se lo censura, se lo silencia, se lo ata, y encima se habla mal de él. Por cierto
ocurre que se hable bien de ella, que se la celebre y se la ponga por las nubes, pero ¿no

162
será acaso cuando la sombra de la madre cae sobre ella? El amor cortés, que es la figura
en la que más se exalta a la mujer y su falta, supone precisamente que a la mujer no se
la toca. Eso permite entonces pensar que allí la sombra de la madre cae sobre ella, por lo
cual Freud imputa a la mujer el gozar del sufrimiento. No lleguemos a ese punto, pero
hay que dar cuenta de los fantasmas típicos confesados comúnmente por mujeres, a
saber, que para alcanzar el goce se representan a sí mismas como objeto de la
persecución masculina, golpeadas, reducidas a la degradación, como si esa fuese la
condición que se les impusiera para sentirse auténticas mujeres. A menudo ese “hacerse
sufrir” toma además caminos indirectos, por ejemplo bajo la forma del imperativo de ser
bellas, que a menudo solo es la máscara del masoquismo estetizado.
De esto resulta una commedia dell’arte con personajes bien contrastantes. Por un
lado la madre cubierta de niños, por el otro la mujer cubierta de cadenas. La madre
cubierta de elogios, la mujer cubierta de escupitajos. Aquí la potencia y la riqueza, allá
la servidumbre y la indigencia. De un lado el tener, del otro la falta. Hay que decir que
ambas cosas no se unen. Los hechos que la experiencia analítica acumula objetan el
establecimiento de una identidad entre la madre y la mujer, e incluso una continuidad
sin ruptura. Por otra parte es un hecho — un hecho nuevo, moderno, contemporáneo —
que allí donde las mujeres se convirtieron en ciudadanas, sujetos de derecho en pleno
ejercicio — lo que llevó mucho tiempo lograr —, a menudo ellas ponen objeciones a la
maternidad, al punto de engendrar una fantástica disminución de la natalidad que causa
problemas a los gobiernos de la vieja Europa, e incluso un poco a los de los Estados
Unidos.
Eso plantea la cuestión freudiana de esta equivalencia pene = hijo. Para ser mujer,
¿hay que rechazar ser madre? Reconozcamos que es un camino que algunas mujeres
eligen explícitamente, y que otras solo consienten a la maternidad lo menos posible a fin
de conquistar el estatuto privilegiado que aún se adjudica a la madre con respecto a la
mujer. Pero desde que toman la palabra, esta es ¡No más! — rechazando realizarse en la
abundancia de la progenitura. Entonces, la cuestión de saber si para ser mujer hay que
rechazar ser madre merece ser planteada.
Les daré mi opinión la próxima vez, pero hasta ese momento suspendan toda
opinión.

30 de marzo de 1994

163
XIV

Metabolismo del goce

Debo responder a la pregunta acerca de si para ser mujer hay que rechazar ser madre. Al
menos debo dar mi opinión. Por lo demás, el año pasado fui llevado a formularla en la
ciudad de Roma, donde había propuesto como tema a nuestros colegas italianos la
disyunción y la conexión entre mujer y madre, y no puedo dar otra respuesta que la que
en ese momento diera.

El deseo de ser madre

La disyunción que evoco entre mujer y madre no es tan artificiosa, ya que la experiencia
analítica nos aporta casos en los que el rechazo de la maternidad es inconsciente, en los
que una mujer quiere ser madre, lo enuncia, lo proclama, pero experimenta que le es
imposible llegar a serlo por razones que no dependen de la fisiología. Hay casos en los
que sí depende de la fisiología, de la edad o de alguna malformación, casos
especialmente desgarradores que tienen todo su interés por testimoniar ese anhelo, ese
Wunsch — término freudiano que traducimos por deseo — de ser madre. Pero sin duda
es de nuestra especial incumbencia como analistas cuando no hay razones fisiológicas,
cuando una mujer, pese a su anhelo, no llega a quedar encinta, no logra llevar a término
un embarazo o, antes aun de este episodio, no llega a decidirse por un genitor u otro. En
tales casos estamos en lo nuestro, en el registro de la contradicción del deseo, y nos
vemos llevados a formular que hay un rechazo inconsciente de la maternidad. A fin de
cuentas este rechazo puede también ser proclamado, pero eso no quita que se pueda
inferir un rechazo inconsciente que lo sostiene. Tal rechazo inconsciente de la
maternidad es el lugar estratégico en el que hemos de ubicarnos para ver desunirse —
en la esfera de lo inconsciente, como dice Freud — mujer y madre.
Este rechazo inconsciente de la maternidad no se confunde con lo que Freud
denominara “desautorización de la feminidad”, aunque quizás haya llevado a confundir
el rechazo de la maternidad con el rechazo de la feminidad. No faltan en Freud indicios
que muestran que la maternidad quizá no es tan natural en la feminidad. En ocasiones
llega incluso a considerar que, para adoptar la perspectiva de la maternidad, la mujer
debe adoptar la elección de objeto propiamente masculina.
Más adelante regresaré a esta paradoja freudiana, pero para clarificarla de inmediato
en referencia a lo que evoqué la vez pasada diré que en Freud existe la noción de que la
elección de objeto propia de la feminidad es la elección narcisista — ella misma o una
parte de ella misma —, de tal suerte que desear un hijo ya está en los límites de su
narcisismo, lo que supone cierto viraje “masculino” y torna tanto más paradójico —
aunque la experiencia lo apoye — que se pueda imputar el rechazo inconsciente de la
maternidad a una identificación viril en la mujer. En efecto, en la experiencia parece que
una vez que cae esta identificación viril las vías de la maternidad podrían abrirse para el
sujeto femenino.
¿Pero qué significa la identificación viril? ¿No es preciso acaso poner en juego más
profundamente una identificación de una mujer al significante del deseo que llamamos

164
falo? Ese rechazo de la maternidad — rechazar ser el Otro de la demanda, la madre,
para quedar como el Otro del deseo — es algo que, en efecto, ocurre.
A decir verdad, el obstáculo inconsciente a la maternidad con frecuencia parece
imaginario. Es un hecho que el embarazo representa un atentado a la imagen del cuerpo
propio. No faltan sujetos que testimonien explícitamente su rechazo, su asco debido a
ello, como si esta deformación fuese una monstruosidad, un daño hecho a la imagen,
que redoblaría ese daño que encarna la castración real. Es como si, además de estar
deformes con respecto a la imagen del cuerpo masculino, la maternidad implicara una
deformidad suplementaria. A menudo se lo encuentra así en los casos que defino como
rechazo inconsciente de la maternidad.
Al mismo tiempo, no podemos atenernos a este registro imaginario, a este asco
explícito y a veces formulado para con la imagen de la mujer encinta. Cuando ocurre,
por lo que puedo testimoniar como experiencia, siempre se encuentra otro elemento que
sostiene este afecto y que es la hostilidad hacia la madre. Es una hostilidad que puede
ser explícita — término que empleo de mejor gana que el de conciente — pero que es
también inconsciente. Digamos que es el rechazo a ser semejante a la madre. Es un
motivo poderoso de tal elección en estas mujeres. A este respecto, el rechazo
inconsciente de la maternidad puede colocarse en el registro de los estragos de la
relación madre-hija, en los que la madre, como Otro todopoderoso de la demanda, es
considerada responsable de lo que falta a la hija, en los que se la tiene como el agente
primordial de la castración de esta, precisamente por encarnar la omnipotencia suscitada
por la demanda misma.
Es bastante divertido constatar, en este capítulo que no es tal, que los efectos de esa
relación estragante entre la madre y la hija — estragante para la hija, dado que siempre
tenemos en análisis a la hija y jamás a la madre — coinciden con lo que se desprende de
la estructura más común de la vida amorosa del hombre, que Freud despejó y a la que
llamó degradación, la que desune en el hombre el Otro de la demanda y el Otro del
deseo, y que — así resumo esa estructura — sin cesar produce en él una divergencia
hacia Otra mujer, única apta para significar el deseo.
La Otra mujer. Debemos a Lacan el haber despejado su instancia clínica a partir de
Freud. Despejó su función a propósito de la mujer histérica, pero tiene toda su
incidencia, toda su presencia en la vida amorosa del hombre. Querer ser la Otra mujer es
una solución que se propone al deseo femenino. ¿Y qué nos autorizaría a decir que esta
es una solución menos auténtica que la de querer ser madre? Creo que atreverse a
plantear esta pregunta se adecua a la ética misma del psicoanálisis y también a la
experiencia analítica, en la que está presente el debate entre ser una o la otra — la Otra
mujer o la madre —, o llegar mediante cierto número de artificios, de maniobras, de
dicotomías, a ser una y la otra para el mismo hombre, o bien para al menos dos — en
ese caso hablamos de imprudentes.
Cuando el deseo de ser madre se manifiesta en el sujeto femenino, su intensidad es
absolutamente incomparable con el deseo de ser padre en el varón. Puede encontrarse
un deseo intenso de ser padre, pero en ese caso resulta muy inquietante. Al menos nos
preguntamos lo que hay por debajo — y en verdad lo más frecuente es que solo sea el
deseo de ser madre, es decir, de realizarse por envidia de la mujer, lo que ocurre
electivamente en el hombre histérico —, mientras que eso aparece de un modo mucho
más común y aceptado como tal en el sujeto femenino. Existe una buena razón por la
que el deseo de ser madre y el deseo de ser padre no son comparables. Es que en la
mujer este deseo está en contacto directo con la castración. La noción de un contacto

165
directo del deseo de ser madre con la castración se encuentra en Freud cuando explica
— es un momento capital del Seminario IV de Lacan — que el hijo es un sustituto del
falo — del pene, en términos de Freud — y que, por carecer del falo, la niña pasa al
deseo de tener un hijo, que por lo regular es un hijo del padre. (Esto es lo que destaca
ese caso que sirve de hilo conductor a Lacan en la elaboración del Seminario IV, el de la
joven homosexual.) Un hijo del padre, como si el padre mismo sustituyera en esta
ocasión al Otro de la demanda primordial, como si finalmente el don supremo que
pudiera esperarse de ese Otro fuese el don del hijo.

Rechazo de la feminidad

La noción de que el hijo es el sustituto del falo no resuelve la cuestión, sino que por el
contrario la abre. Es la cuestión de saber si el deseo de ser madre no será el señuelo por
excelencia de la posición femenina. En las elaboraciones de Lacan sobre la sexualidad
femenina está presente la idea de que tal vez con la maternidad se realice en la mujer el
rechazo de la feminidad, como si la pureza de la indigencia que implica la posición
femenina se revelase al fin insostenible para ese sujeto que por ello se precipita en el
tener hijos. Creo entonces que plantear, al menos como problema, que la maternidad
podría ser un rechazo de la feminidad está de acuerdo tanto con la ética como con la
experiencia del psicoanálisis. Digo que estos son los términos mismos del debate que
plantea el sujeto femenino, sépalo o no.
Eso se revela a la perfección cuando va acompañado del rechazo del varón como
esposo. En tiempos de Freud eso no era fácilmente permitido, pero hay que reconocer
que tal es ahora la clave de muchos divorcios y que hoy en día las mujeres ensayan con
frecuencia creciente una solución consistente en querer un hijo pero descartando al
padre, rechazando así la ley androcéntrica que hace cerrar filas a los neofeminismos.
Estos neofeminismos no han desembarcado por completo en nuestras costas, pero ya
despuntan; sus armadas están allí, y solo esperan la ocasión, cincuenta años después, de
venir a liberarnos de la ley androcéntrica. Pero en los Estados Unidos, donde ustedes
saben que al hablar del Buen Dios se requiere decir alternativamente él y ella, han
llegado bastante lejos en la rectificación de la lengua.
Recuerdo haber oído a Roland Barthes, en su clase inaugural del Collège de France,
proferir que la lengua es fascista. Confieso que en su momento eso me pareció de una
necedad abismal. Significaba que la lengua estaba sometida al significante amo. Pero es
claro que hubo quienes lo tomaron al pie de la letra. Si la lengua es fascista, ¡corrijamos
la lengua! Este movimiento en cierto modo admirable, que tiene la magnitud del
movimiento iconoclasta en los bizantinos — la destrucción de las imágenes —, consiste
en rectificar metódicamente lo que en la lengua parece sexista. Aún no encontró adeptos
en nuestros países latinos — ni en Francia, ni en España, ni en Italia —, pero hay allí un
campo maravilloso que se abre a los y a las audaces.
Quizá evoco estos militantismos futuros solo para suscitarlos. Yo mismo no puedo
convertirme en el heraldo de esa rectificación, pero debo decir que sería muy
estimulante encontrarla como objeción. No obstante los evoco al menos como apoyo
para redimir al psicoanálisis, ya que a mi parecer su ética de ningún modo impone a las
mujeres un deber de maternidad. Al contrario, visto desde el deseo del varón tal como
Freud da sus coordenadas, el psicoanálisis parece más bien presentar una alternativa: o
madre o mujer.

166
La experiencia es al respecto elocuente, pues se constata que la maternidad de una
mujer puede muy bien conducir a un hombre — el mismo que la hizo madre — a ya no
poder tener relaciones sexuales con ella; hacer de una mujer una madre puede reducirlo
a la impotencia o al menos disminuir seriamente su apetencia. Eso se entiende en la
medida en que todas las mujeres son diferentes, encarnan la diferencia como tal, al
punto de que una sola no podría resumir a todas, mientras que la madre sí es una y toda.
Si Lacan dijo La mujer no existe fue para hacer entender que la madre sí existe. Hay la
madre.
Puede ocurrir que para un hombre se confundan la esposa que le da hijos y su propia
madre. Eso no quita que estas puedan rivalizar seriamente, pero puede suceder que en lo
inconsciente ambas se confundan y que eso le presente entonces cierta dificultad en
cuanto a la relación sexual. Así, se constata cómo la sombra de la madre puede caer
sobre la mujer. El resultado es variable: reducir al pobre hombre a la impotencia o al
adulterio, o reducir los casamientos a ser incestos. No sé qué solución le parece más
convincente a cada uno de ustedes.
No hay que creer que por ende esto prescribe que una mujer se niegue a deslizarse
hacia la sombra de la madre: No, yo no seré madre. Pero en ese caso es la sombra del
padre la que en ocasiones cae sobre el hombre al cual consagra su feminidad. Incesto
otra vez. Nada de esto sorprende si es verdad lo que dice Lacan, a saber, que no hay
relación sexual, lo que entre otras cosas — pero aquí en particular — significa que el
incesto contamina la relación entre los sexos. Por supuesto que existen mujeres-mujeres,
mujeres que rechazan ser Señora Madre. Pero mírenlo de cerca: el convidado de piedra
nunca está lejos. Y el comendador — aquel que aparece por ejemplo al final del Don
Juan de Mozart — es el esposo clandestino de la Otra mujer, de aquella que aspira a ser
la Otra mujer.

Medea

Ahora invirtamos un poco la perspectiva. Nada impide que la maternidad sea para una
mujer la vía en la cual se realiza la asunción de su castración. Nada lo impide, ya que
existe el amor, el amor lacaniano. La madre no es solamente la que tiene. Más allá del
Otro todopoderoso de la demanda, del Otro de la demanda de amor, ella ha de ser la que
no tiene, la que da lo que no tiene y que es su amor. La madre, en calidad de Otro del
amor, solo está allí a costa de su falta — su falta asumida, reconocida. La mujer-mujer,
la mujer falo que se consagra al goce, trueca su falta por el significante del goce (Φ), a
riesgo de pagarlo con su angustia.
Entonces, no me avergonzará hacer ahora un elogio de la maternidad, pues por filosa
que sea en el inconsciente la antinomia madre-mujer, eso no quita que una madre solo
es “suficientemente buena” — retomo la expresión de Winnicott — a condición de no
ser toda para sus hijos. La metáfora paterna, en la que Lacan resumió el Edipo
freudiano, significa que la ortoposición materna supone que ella no sea toda para su
hijo, que siga siendo mujer. El lugar del deseo debe ser preservado fuera de la relación
con el hijo. Es lo que dice el Edipo freudiano y lo que Lacan transcribió mediante la
metáfora paterna, sin duda bajo la forma de la referencia y la reverencia al padre, pero
lo que allí se transcribe es que la madre es una mujer, que una madre no es adecuada a
su función más que a condición de seguir siendo una mujer.
Eso es precisamente lo que nos consterna: la madre es una mujer. El sujeto neurótico

167
solo llega a apropiarse de esta consternación mediante el análisis. Por la experiencia
analítica se sabe qué incomprensiones, qué apuros y a veces qué misterios rodean para
este sujeto las relaciones sexuales entre los padres. Se sabe el laberinto que constituye
para el sujeto neurótico hacerse a la idea de que la madre es una mujer para ese hombre
que es el padre. También el padre por sesgos diversos olvida a menudo que la madre es
una mujer, es decir que ella no es toda para sus hijos y tampoco para él.
Querer una mujer toda, querer saber todo sobre ella, poseerla por entero es,
digámoslo, querer la madre, y eso es para un hombre querer ser su hijo. Hay por cierto
parejas ejemplares, pero la sospecha que recae sobre todas ellas es precisamente que el
señor, en el asunto, quiere una mujer toda, y que su compañera se presta a ello.
Hace ya algún tiempo erigí la figura de Medea para que respiráramos un poco.
Medea es el memento que hace falta para recordar al hombre, siempre dormido, que la
feminidad no se agota en la maternidad. ¡Pobre necio de Jasón, que creía que su mujer
lo amaba como una madre! Descubre que los hijos que le había dado no habían
engatusado en ella el deseo de ser el falo como para que lo dejara partir indemne rumbo
a la Otra mujer. Jasón llega a decirle: Está todo bien, tienes los hijos, y ahora yo sigo mi
deseo. Medea no quería ser madre sin ser al mismo tiempo la Otra mujer.
Puede ocurrir que una maternidad extinga la feminidad en una mujer. Pero solo por
cuenta y riesgo propios un hombre olvida que la madre sigue siendo siempre mujer. Si
no sabe hacer que la madre de sus hijos se sienta mujer, puede temer que ella encuentre
en otro lugar, en el Otro hombre, la relación con el falo que necesita. Hay que decir que
algunos de estos hombres llegan a transformar a su esposa en madre sin darle hijos, es
decir, proponiéndose a sí mismos en ese lugar. Es algo en verdad muy arriesgado. Así,
la antinomia madre o mujer no es un callejón sin salida tan femenino. Es el destino del
hombre. Dije en Roma: ¿Cuántas Medeas disfrazadas de buena madre vigilan
celosamente a su Jasón encadenado? Con respecto a la cuestión de la elección a realizar
entre madre y mujer, propuse una respuesta no directa, sino un poco laberíntica.

Genealogía del goce

Pasaré ahora a otra parte de lo que quería decirles hoy, y que se articula con esta porque
pone en cuestión la equivalencia propiamente freudiana entre el hijo y el falo. Esta
equivalencia es uno de los basamentos del Seminario IV, y debo confesar que me obligó
a desviarme un poco de la línea que había fijado a comienzos de año, más fácilmente
aún debido a esta interrupción de las vacaciones.
Podría abordar esta equivalencia desde muchas perspectivas, pero elegí la de un texto
de Freud que no forma parte de las referencias del Seminario IV aunque en mi opinión
deba conservárselo en la memoria durante su lectura. Aun más allá de este seminario, es
un texto de Freud que me parece capaz de orientar la comprensión que podemos tener
de esta elaboración y de esta transcripción que Lacan dio de Freud sobre un tema
absolutamente fundamental. Este texto de Freud, que no contiene más de diecisiete
párrafos, es una pequeña contribución que publicó en 1917 y escribió en 1915, al mismo
tiempo que sus ensayos que componen la metapsicología. Lo esencial — the gist, como
dice Strachey — de este texto se encuentra en un párrafo agregado en 1915 a los Tres
ensayos, que datan de 1905, y podemos decir, siguiendo siempre a Strachey, que le fue
inspirado a Freud por “El hombre de los lobos”, publicado en 1918 y escrito — lo
esencial del caso clínico — en 1914. Quisiera entonces, para cerrar esta serie antes de la

168
interrupción de Pascuas, detenerme con ustedes en este escrito que hace comprender, de
manera muy elemental, la transcripción de Freud que hallamos en Lacan.
Es un texto que en alemán se llama Über Triebumsetzungen, término compuesto por
Trieb — que por mucho tiempo se tradujo por “instinto”, pero ante diversas evidencias
terminó traduciéndose por “pulsión” — y Umsetzungen, plural de Umsetzung. Setzen es
“emplazar”; se encuentra esta raíz cada vez que se trata de fundamentos, de posiciones
de fondo — por ejemplo, en los textos filosóficos que frecuenté. Setzung es entonces
“emplazamiento”, y Umsetzung, “desplazamiento”. Um- podría verterse mediante
“trans-” o “meta-”, de suerte que umsetzen es “poner alrededor” y también “desplazar”,
“convertir” (como se convierte una moneda en otra), “negociar” (como los títulos se
negocian por dinero o por otros títulos), y también es “trasponer” y “traducir”. ¿Qué es
Umsetzung? Se lo tradujo por “transformación”,29 pero podría vertérselo por
“traducción”; en todo caso, el diccionario lo autoriza. Así, Über Triebumsetzungen daría
“Sobre traducciones de pulsión”.
Este texto de Freud sobre la teoría de las pulsiones es absolutamente capital, y más
aún lo es la unión de estos dos términos, Trieb y Umsetzung, porque evidencia en Freud
mismo (y en un título suyo) la conexión entre el lenguaje y la pulsión. Tenemos
entonces la posibilidad de traducir por “transformación”, pero quisiéramos utilizar no
solo el sufijo “trans-” sino también el sufijo “meta-”, que viene del griego y que se
utiliza para indicar la sucesión, el cambio, y también lo que desplaza o lo que engloba,
como en el término metafísica, que en sentido propio significa simplemente los libros
de Aristóteles que vienen después de los de la Física. También hallamos este sufijo en
el término metalenguaje, y nuevamente en Lacan cuando habla de metabolismo —
transformación de origen químico — y, más precisamente, de “metabolismo del goce”.
Esta última expresión es la traducción más adecuada de la Triebumsetzung de Freud.
Traigo este texto porque en él vemos aplicada, de un modo quizás inesperado, la
equivalencia hijo = falo que constituye el pivote del Seminario IV, y la vemos en
términos que por cierto llamamos significantes, pero con su contenido de goce en un
neto primer plano. Además, el título completo del texto de Freud no es solo Über
Triebumsetzungen, sino que se agrega “en particular del erotismo anal”; es decir,
transformaciones o traducciones de la pulsión ejemplificadas por el erotismo anal. En
efecto, una de las referencias de Freud — no necesariamente la más importante en este
texto — es la que hace al erotismo anal. Eso además lo llevará a aportar un tercer
término a esta equivalencia hijo = pene, pero lo veremos luego.
Este texto debería ser promovido para fundar la perspectiva lacaniana sobre toda la
obra de Freud. Sin duda, para fundar el inconsciente estructurado como un lenguaje
están todos los textos pertenecientes al primer descubrimiento de Freud: La
interpretación de los sueños, la Psicopatología de la vida cotidiana, y El chiste y su
relación con lo inconsciente. Pero, como saben, lo que históricamente se puso en
tensión con este primer descubrimiento de Freud, el del inconsciente, fue el segundo, el
de la sexualidad infantil, tal como se formula en Tres ensayos de teoría sexual — texto
cuya economía, régimen y modo de razonar parecen diferentes a los de La
interpretación de los sueños, y que en varias ocasiones es evocado por Lacan en este
Seminario IV. El descubrimiento de la sexualidad infantil parece por un lado apoyarse
en observaciones del comportamiento del niño — en particular, el primer ejemplo que
Freud aporta, el del chupeteo del pulgar, proviene de la observación del pediatra

29
En las versiones castellanas se empleó “trasposición” o “transmutación”. [N. del T.]

169
Lindner, de 1879, traducida hace algún tiempo —, y no pertenecer entonces a la
experiencia analítica propiamente dicha. Sin embargo, prestemos atención para captar
de qué se trata cuando Freud habla de sexualidad infantil. En la observación de lo
pregenital trata de mostrar que la sexualidad desborda la relación sexual — hablando
con propiedad, la relación entre los sexos. La relación con el otro sexo como tal es
ulterior a una etapa que Freud sitúa como la de la relación con el cuerpo propio y las
partes del cuerpo. Allí está el meollo de lo que Freud llama sexualidad infantil. Lo que
él llama sexualidad comienza antes de la relación con el otro sexo y concierne en lo
esencial a las satisfacciones obtenidas de las relaciones del sujeto con su propio cuerpo
y de las relaciones de este cuerpo consigo mismo. Por eso integra allí el término
autoerotismo. Lo que aquí llama sexualidad infantil — digámoslo claro — concierne a
un estatuto del goce que no implica de manera esencial la relación con el otro sexo. Y lo
que llamamos goce se encuentra en el texto de Freud bajo el término Befriedigung
(satisfacción), presente sobre todo en la segunda parte. Al tomar como ejemplo de la
sexualidad infantil el chupeteo del pulgar, del labio o de otra parte del cuerpo llevada a
la boca — el dedo gordo del pie que había llamado la atención de Georges Bataille en
especial —, ¿qué hace Freud? Señala que la pulsión no se dirige al prójimo, sino al
propio cuerpo, y elabora una teoría muy precisa del nacimiento de esta satisfacción
pulsional.
¿Cuál es esa teoría, esa genealogía del goce? Si se parte del chupeteo del pulgar o de
los objetos que pueden reemplazarlo, se nota que lo que puede situarse como goce
originario es el de mamar, es decir, satisfacer la necesidad de alimento. Y todo sucede
como si a esta satisfacción de una necesidad vinculada con el alimento, con la
continuación de la vida, se asociara una segunda satisfacción que concierne a la zona de
los labios. Así sitúa Freud el goce al comienzo, en esta asociación entre dos
satisfacciones: la de una necesidad y la de una zona a la que llama erógena, que produce
placer y que luego se emancipa de la primera. Esa es precisamente la frase que agrega
en 1915 a su texto de 1905: “El quehacer sexual se apuntala primero en una de las
funciones que sirven a la conservación de la vida, y sólo más tarde se independiza de
ella”. Dicho de otro modo, al principio hay asociación entre estas dos satisfacciones: la
satisfacción de una necesidad propiamente dicha y la satisfacción, suplementaria en
cierto modo, que proviene del movimiento mismo de los labios, de su excitación. En un
segundo tiempo, la segunda satisfacción se independiza, vale por sí misma. Freud lo
formula así: “La necesidad de repetir la satisfacción sexual se divorcia entonces de la
necesidad de buscar alimento”. Hay una separación, una ruptura. Las dos satisfacciones
se separan, y la satisfacción propia de la zona erógena deviene de algún modo para el
sujeto un fin en sí mismo — el de reencontrarla aun si en ese momento ya no sirve para
la supervivencia.
Ese es en verdad el punto en el cual se insinúa para Freud lo que llama pulsión.
Escribe: “Podríamos imaginarlo diciendo: ‘Lástima que no pueda besarme a mí
mismo’”. La representación más precisa que puede tenerse de la pulsión en Freud es en
efecto la de una boca que se besaría a sí misma, de tal suerte que besar a otro ya se
presenta como una sustitución de esta actividad radical de la pulsión que es la de la boca
que se besa a sí misma. Noten de paso que ya está allí todo el problema que Lacan
tratará en Aún: gozar del cuerpo del Otro ¿qué valor puede tener para el goce pulsional?
¿Cómo puede obtenerse a través del cuerpo del Otro el goce propio de la pulsión?

170
Perversión primaria

Pues bien, en su estilo empírico Freud establece una distinción al decir que eso no es
cierto para todos los niños, sino solo para aquellos en quienes la significación
(Bedeutung) del goce oral fue especialmente importante, “aquellos en quienes está
constitucionalmente reforzada la significación 30 erógena de la zona de los labios”.
Emplea el término Bedeutung (significación): la significación erógena. Encontramos de
entrada términos que conciernen al lenguaje, sobre todo en cuanto al goce que está en
juego. Este goce depende de una significación. La zona erógena es una zona que tiene
una significación, una Bedeutung erógena. (Con esto bastaría para que comprendan por
qué entre todas las palabras Lacan eligió para su texto “La significación del falo” el
término Bedeutung, que se encuentra en otras consideraciones de Freud, y en especial a
propósito del falo; la expresión “significación del falo” figura en su texto dedicado al
fetichismo.) En el momento mismo en que Freud nos esclarece la genealogía más
material del goce pulsional — de eso se trata precisamente — al decir que primero está
asociado a la satisfacción de la necesidad y luego se torna independiente y sometido a
una repetición e incluso a un ritmo propios — Freud estudia el ritmo de la succión —,
lo que aparece bajo su pluma es el término Bedeutung: eso tiene una significación
erógena para el sujeto.
Por supuesto, lo vemos en el hombre cuando la significación de cierta zona erógena
fue intensa durante la primera infancia. Esto da lugar, por ejemplo, a hombres que aman
beber y fumar, o — cuando está sometido a la represión — a mujeres con problemas
histéricos muy conocidos, a saber, los problemas de la nutrición, los síntomas del nudo
en la garganta o del vómito. Esto produjo una caracterología analítica algo degradada de
la cual hoy estamos muy alejados, pero que en su origen se vinculó precisamente a esta
genealogía del goce que aquí me aboco a mostrarles en el texto de Freud.
A partir de esta construcción Freud aísla dos rasgos del goce. Primero, que está
ligado a una función vital pero que se independiza de ella. Segundo, que no tiene un
objeto sexual exterior, sino que es autoerótico y concierne al propio cuerpo; al tomar el
propio cuerpo como objeto, encuentra su satisfacción cuya meta ha de hallarse en la
zona erógena misma. Entonces, ya en el origen Freud aísla ese desplazamiento posible
del objeto; el niño busca partes de su cuerpo para chupar, y luego, por efecto del hábito,
resultará preferir ese objeto. Es lo que Freud llama tendencia al desplazamiento, y que le
parece ya propiamente comparable a los síntomas de la histeria.
Señalo rápidamente el acento puesto sobre la repetición. Hay una satisfacción
originaria que fue experimentada antes, la de la succión del seno, la ingestión de la
leche, etc. Con independencia del objeto — el seno y la leche que proviene de él — se
manifiesta luego la necesidad de repetir esta satisfacción. El término Wiederholung, que
más tarde será el Wiederholugszwang (automatismo de repetición), ya está inscripto en
este funcionamiento, en esta observación del goce autoerótico.
Sigo la construcción de Freud en el segundo de los Tres ensayos de teoría sexual,
donde después de la zona oral presenta lo que concierne a la zona anal. Plantea que el
análisis enseña que la significación erógena de la zona anal es muy grande desde el
comienzo del desarrollo. Las trasmutaciones de la excitación sexual anal siguen estando
presentes en el resto del desarrollo del sujeto. En ese punto agrega Freud un párrafo que
desarrolla en su texto sobre las Triebumsetzungen.

30
En las versiones castellanas se tradujo Bedeutung por “valor” o “importancia”. [N. del T.]

171
Este texto sobre las traducciones, las trasposiciones del goce pulsional, responde a la
pregunta: ¿qué deviene el goce pulsional? El punto de partida que Freud recuerda es lo
que escribió en 1908, después de sus Tres ensayos, sobre “Carácter y erotismo anal”,
que consistía en demostrar la recurrencia de cierto conjunto de rasgos de carácter — por
ejemplo, la parsimonia y la obstinación — en sujetos que tienen un interés especial por
el erotismo anal y que llevan la marca de este. Es una tesis enmarcada en un conjunto
más general pero que recuerda en cierto modo la perversión primaria del sujeto — lo
que se popularizó mediante la expresión “el niño perverso polimorfo”, pero que consiste
en decir que el sujeto es radical y primariamente perverso.
En el Seminario IV tenemos la continuación de esta tesis. La perversión primaria del
sujeto no es más que la de ser el falo de la madre, y lo que hay que saber es si el sujeto
se deshizo de esa perversión primaria. Como saben, la tesis de Lacan es que, en verdad,
no. Al punto que un poco más adelante dirá que el fin del análisis consiste en terminar
con esa perversión primaria. A veces se encuentra en este seminario la noción de que el
sujeto es primordialmente perverso, también la tesis según la cual es primordialmente
paranoico — eso concierne al estadio del espejo, con su estructura de O tú o yo —, y
además la tesis de que el sujeto es primordialmente histérico, insatisfecho, lo que Lacan
escribe mediante su S/ .
Aquí hay en Freud la noción de una perversión primaria debida a la pulsión, al goce
pulsional — perversión en la medida en que este goce no está naturalmente armonizado
con el otro sexo, y que el yo se coloca con respecto a esta perversión en posiciones de
reacción, de sublimación, es decir que sustituyen la meta primaria de la pulsión por
otras metas. Lo que Freud demuestra en 1917, en lo que llama carácter anal, es que el
yo puede llevar una impronta especial, una acuñación pulsional especial — como se
dice “acuñar una moneda” —, un sello propio que se marca en el carácter del sujeto.
Así, el ego es de algún modo acuñado por la pulsión. Freud recuerda asimismo las
conclusiones de su artículo de 1913, “La predisposición a la neurosis obsesiva”, que
destacan que el periodo del primado genital es precedido por una organización
pregenital en la cual el erotismo anal juega un papel principal. Desarrollará esto en el
escrito sobre Triebumsetzungen que subrayé, cuyo problema es saber cómo se armoniza
el periodo pregenital del goce pulsional — pues hay un recorte temporal en Freud —
con el periodo propiamente genital que está marcado por un primado al que él llama
genital y al que podemos llamar fálico.

La problemática es la siguiente: ¿Cómo se armoniza con el falo el goce pulsional? Esta


problemática circula en Lacan bajo la forma de saber cuáles son las relaciones entre el
objeto a y el falo. Es estrictamente el recorte de esta problemática freudiana. ¿Cómo se
conservan, modifican y transforman las pulsiones (orales, anales) cuando se impone el
primado del falo, suponiendo por cierto que jamás son anuladas del todo? El postulado
presente en toda la elaboración de Freud es que el falo, el primado de lo genital, no
anula totalmente el goce pregenital; aunque lo coordine y lo domine, hay un resto.
(Captan por qué Lacan llamó plus-de-gozar a su objeto a. Ello supone en efecto que este
goce pregenital es en cierto modo anulado en la nueva organización genital — se
cambia — pero que hay un resto. Ese suplemento es lo que Lacan aisló como plus-de-
gozar.)

172
El goce y el significante

La pregunta que Freud plantea en su escrito es: ¿Qué sucede con las pulsiones, y en
especial con las excitaciones, las mociones pulsionales que conciernen al erotismo anal?
Enumera tres posibilidades. Primero: ¿Conservan su naturaleza originaria, pero como
reprimidas? Segundo: ¿Son sublimadas o asimiladas por transformación (Umsetzung) en
rasgos de carácter? Tercero: ¿Encuentran un lugar en la organización dominada por el
primado genital? En síntesis, o bien perduran pero reprimidas, o bien son transformadas
y traducidas en la organización genital, o bien son pura y simplemente desplazadas y se
insertan en la organización genital. No es esto lo que examinará en detalle, pues según
dice debe haber en juego un poco de todos estos procesos, de estas vicisitudes. Pero se
ve que la cuestión planteada con exactitud por Freud es la de saber cuál es el resto de
goce pulsional a partir del momento en que domina el falo — es decir, la relación con el
Otro:
A
a
A lo largo de varios seminarios Lacan tratará el tema de la relación entre el Otro y el
a, entre el falo y el a, cuyo dato hallamos a flor de texto en este escrito de Freud. Por
eso puede conservarse la expresión que este usa, que no es simplemente “desarrollo”,
sino “desarrollo y trasposición” pulsional. Cada vez que se habla de desarrollo en
términos históricos, si se sigue a Freud mismo — quien tiene empero esta concepción
cronológica del desarrollo —, se trata de un desarrollo acompañado por una trasposición
pulsional.
Aunque Freud diga que el material es oscuro, que sigue confundido y que no puede
aportar más que una contribución, arroja una luz bastante precisa sobre lo que llama
trasposición. Su punto de partida, cuyo material encuentra “en las producciones de lo
inconsciente” — que luego Lacan llamará “formaciones del inconsciente”, es decir,
tanto las ocurrencias en el análisis como los fantasmas y los síntomas —, es lo que él
mismo llama una “serie” entre las heces (el objeto anal), el hijo y el pene, a los que
además califica de “conceptos” (Begriffe) — y que se dejan traducir como significantes.
Esa es la matriz del texto de Freud, dada como tal: una serie de tres términos, entonces,
cuyas relaciones de equivalencia demuestra paso a paso. Es además muy impactante
pues comienza por decir que se trata de conceptos que en el inconsciente están mal
distinguidos entre sí, que son fácilmente intercambiables, pero como esta expresión le
parece inadecuada, dice que más bien “esos elementos a menudo son tratados en lo
inconciente como si fueran equivalentes entre sí y se pudiera sustituir sin reparo unos
por otros”. Se encuentra entonces en Freud mismo esta exigencia de una serie de
equivalencias con términos sustituibles entre sí. A partir de allí las dos grandes partes de
su texto serán la equivalencia hijo = pene, luego la equivalencia heces = hijo, y una
tercera parte que es la interrelación entre estos tres términos.
No tengo tiempo para detallar este texto como hubiese querido, pero puedo al menos
señalar que, en lo tocante a la parte de la equivalencia hijo = pene, Freud confía en la
lengua (alemana) para decir que, tanto en el lenguaje de los sueños como en el lenguaje
cotidiano, los dos pueden ser remplazados por el mismo símbolo: das Kleine, el
pequeño. En este término surgido de la lengua ve lo que transforma una “analogía
orgánica” en una equivalencia simbólica en sentido estricto.
Distingue en la mujer neurótica los tres casos que evoqué la vez pasada. Primero, el

173
deseo del pene como principal vehículo de sus síntomas. Segundo, el deseo del hijo,
como si estas mujeres hubiesen comprendido que la naturaleza les dio hijos a modo de
sustitutos del pene. Y tercero, mujeres en las cuales ambos deseos son perceptibles.
Freud concluye luego en la radical identidad inconsciente de estos dos deseos, de tal
suerte que cuando debe referirse al deseo hacia el hombre dice que el hombre interviene
allí como mero apéndice del pene. También nota que sin duda “es sólo el hijo el que
produce el paso del amor narcisista de sí mismo al amor de objeto”. Pero, dada la hora,
debo saltear algunas cosas.
Más adelante destaca la segunda equivalencia, heces = hijo, apoyándose además en
el caso del pequeño Hans comentado en el Seminario IV, en el cual el hijo aparece en
efecto como Lumpf — término con el que Hans designa el objeto anal. Esto indica que
la libido vinculada al contenido del intestino puede ser transferida al hijo. Freud da otra
vez una prueba lingüística mediante la expresión “recibir de regalo un hijo”, pues ve en
las heces la forma originaria del don. Señala además muy finamente que el bebé no
ensucia a los extraños y que solo homenajea a las personas muy próximas defecando en
sus brazos. (Por cierto, lo experimenté este fin de semana cuando tuve ocasión de
encontrarme con mi sobrinito de dieciocho meses, nene encantador a quien no veía
desde hacía algunos días. Pues bien, a pesar de mi espera de verlo ensuciarse en mis
brazos, me desencanté; él ya no debía considerarme suficientemente próximo como para
hacerme ese homenaje.) La indicación de Freud acerca del don anal es que para el niño
es la primera ocasión en que debe decidir entre dos actitudes: la actitud narcisista, es
decir, conservar el contenido de sus intestinos para su propia satisfacción autoerótica, o
la del amor de objeto, es decir, sacrificar ese contenido a su amor. De allí la noción de
que la actitud que prevalece en el erotismo anal es la del desafío, la obstinación, la
afirmación de la propia voluntad; todo eso se engancha al erotismo anal.
Como debo ir rápido y terminar, llamo su atención sobre el extraordinario diagrama
que Freud formula al final de este texto. Es un diagrama de dos ejes. Uno es el de la fase
de objeto, en el cual se encuentra de un modo bastante elemental el erotismo anal (y por
lo tanto el objeto “heces”), y después el regalo y el dinero, que son transformaciones
significativas del objeto. Luego tenemos otro eje vertical donde están vinculados el
narcisismo y el complejo de castración, y en el cual Freud destaca el pene:

En este texto que quise dejarles para finalizar, tenemos todo un desarrollo que
concierne a lo que Lacan resumirá en términos del metabolismo del goce y de la
relación entre ese metabolismo y la metonimia significante. Lo que se desplaza en este
esquema freudiano es esa satisfacción originaria que luego se repite fuera de su lugar
propio. Ese es en efecto el desplazamiento esencial: este goce pasa al significante y los
términos significantes se encadenan entre sí. Aquí, de un modo evidente, el primado

174
genital no impide al goce pulsional actuar y estar presente, de tal suerte que las partes
del cuerpo, que son seleccionadas por la pulsión según sus formas de borde, se abren de
inmediato a una transformación significante. Me parece que en la obra de Freud esto
indica de un modo absolutamente manifiesto, y más manifiesto aún que en el texto
sobre “Pulsiones y destinos de pulsión”, la conexión entre el goce y el significante.
Me detendré aquí y les daré cita la última semana de abril, el miércoles 27, para una
nueva serie de este curso.

6 de abril de 1994

175
XV

¿Cómo se inician los análisis?31

Concebí este curso como una propedéutica, una introducción a lo que en el mes de julio
reunirá a una comunidad internacional en torno al tema de La conclusión de la cura.
Comenzamos hoy la última parte de este curso y debemos entonces regresar a nuestro
asunto.
En lo tocante a la doctrina del fin del análisis esta comunidad internacional tiene por
apoyo lo que Lacan agregó a Freud bajo el nombre de pase. Llamó al fin del análisis
“momento del pase”, y articuló a ese momento un procedimiento de verificación que
puso en marcha y al cual aspiran los analizantes y las instituciones de analistas. Pues
bien, de eso nos ocuparemos cabalmente en esta última parte, y nuestro punto de
partida, nuestra brújula, será el escrito mediante el cual Lacan lo introdujo bajo el título
de “Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela”.

En el comienzo, la transferencia

Para inaugurar esta tercera parte retomaré aquí lo que hace tres días desarrollé en la
ciudad de Turín, en Italia, sobre el tema que yo había propuesto y que en italiano suena
mejor que en francés: Come iniziano le analisi? ¿Cómo comienzan los análisis? En
efecto, cómo terminan los análisis depende del modo en que se concibe cómo
comienzan. En todo caso, esa es la perspectiva lógica que Lacan nos presentó: el “cómo
terminan” depende del “cómo comienzan”.
Por cierto, los análisis — puse un plural en el título italiano — comienzan de muy
diferentes maneras. Hay una variedad de comienzos del análisis, y podemos divertirnos
describiéndolos. A veces comienzan con lágrimas y a veces con risas. A veces pueden
comenzar con dificultad, con desconfianza: —¿Lo necesito verdaderamente? ¿Es usted
el analista que puede entenderme? ¿Quiero en verdad un análisis? Pero también
pueden comenzar con soltura, con facilidad: —Pienso en eso desde hace tiempo, lo
demoré hasta el momento en que por fin cumplí mi designio. A veces comienzan con
urgencia: —¡De inmediato! El sujeto puede incluso presentarse en pánico, como es el
caso del Hombre de las ratas, para referirnos aquí a un caso princeps de Freud. También
pueden comenzar con reticencia, como por ejemplo Dora, de quien puede decirse que
resiste a la operación analítica desde que se presenta. O incluso, como con la joven
homosexual de Freud, que es propulsada hacia el analista por la inquietud de su familia,
el análisis comienza mientras que el sujeto está en una suerte de servicio por encargo, y
no es muy seguro que retome esta demanda por su cuenta. Además los análisis pueden
comenzar a edades muy diferentes, tanto en la madurez como en la juventud, tanto para
forjar la propia vida como para obtener otra perspectiva sobre ella.
Entonces, variedad de la entrada en análisis. Desde la entrada, ningún análisis se
parece a otro. Hay una variedad empírica que podemos abocarnos a describir en detalle.

31
La versión original de las clases XV a XXIII fue publicada en un cuadernillo titulado Logique de la passe
(Lógica del pase). [N. del T.] [¿más datos?]

176
Pero al mismo tiempo, si nos distanciamos de ella para captar la estructura del
comienzo, no es falso decir que los análisis comienzan siempre del mismo modo. En
este punto hay un acuerdo entre los analistas, un acuerdo que parece maravilloso y que
consiste en decir que los análisis siempre comienzan por la transferencia. Es una
reducción teórica de la variedad empírica bajo la cual se presentan, se manifiestan los
comienzos analíticos. Incluso al punto de que ella dio lugar a una regla que desde Freud
se impone al analista, la de esperar la transferencia para operar como analistas; no vale
la pena y aun es nefasto comenzar a interpretar antes que la transferencia se presente; o
incluso, dado que puede suponerse que la transferencia está de entrada, antes de
interpretar hay que esperar hasta que haya tomado consistencia, esperar su
consolidación, asegurarse bien de que está presente y de que tiene peso antes de encarar
la operación propiamente analítica, es decir, la interpretación.
Dije que era una regla en la medida en que así fue trasmitida esta postura expectante
a generaciones de analistas, requiriendo que se callen lo más posible o en todo caso que
no desencadenen las potencias de la interpretación antes de asegurarse de la solidez de
la transferencia del paciente.
Podría pensarse que Lacan mismo llegó a aceptar esta doctrina, dado que en su
proposición sobre el psicoanalista de la Escuela, que introduce el pase, formuló: “Al
comienzo […] está la transferencia”, con ese acento algo enfático de la fórmula bíblica.
Pero la respuesta de Lacan — no retórica, sino lógica — a la cuestión de saber cómo
comienzan los análisis, y precisamente cómo comienzan para poder terminar, resultó
memorable por la precisión que implica. Su respuesta es que comienzan así:

donde bajo la barra tenemos una secuencia de significantes numerados, y por encima
una gran flecha que va de una S a otra S cuyo índice q vale por “cualquiera”
[quelconque]. Tal es la respuesta de Lacan a la cuestión de saber cómo comienzan los
análisis.
Por cierto, muchos de ustedes conocen esta fórmula que yo mismo comenté a
menudo, pero retomo su examen para circunscribir sus motivaciones y también sus
límites desde nuestra perspectiva de la conclusión de la cura. Esta perspectiva es
también la que nos impone una práctica del análisis que ya no es la de la época de
Freud. Hay un criterio demasiado evidente que así lo indica: el de la duración. De un
análisis completo exigimos una duración que nada tiene que ver con la que tenía en esa
época. Hay que saber por qué. ¿Basta con decir que desde entonces el psicoanálisis
entró en el discurso corriente y que sus efectos de verdad son más complejos y difíciles
de obtener? ¿O hay que poner en juego un factor que permaneció ignorado, no
desarrollado por Freud? Siempre debemos plantearnos la pregunta. De modo que no
basta decir que el psicoanálisis propiamente dicho es freudiano en sus fundamentos. Sin
duda lo es, pero al mismo tiempo un siglo de práctica modificó por cierto las
condiciones de su ejercicio, y esa modificación repercute ampliamente sobre los
fundamentos mismos de esta práctica.

177
Lectura del inconsciente

Cuando hace tres días debí tratar esta cuestión en Turín, no olvidé ni por un instante que
esa ciudad dolorosa sabía algo de Historia, ya que había sido la capital de Italia hasta
que, como resultado del éxito de ese movimiento que partió de ella y que se llamó
Risorgimento, se vio abandonada, pues el estatuto de ciudad capital se desplazó hacia el
sur hasta Roma. La ciudad de Turín aún lo padece cada día, padece el día en que Cavour
dijo: La capital de Italia no será Turín, sino Roma. Esto no es forzosamente definitivo;
por lo demás, ellos están planteándose la cuestión. Tras haber muerto en gran número
por la unidad italiana y haber conmovido a toda Europa por eso — hay que decir que
Cavour puso toda su ambición en provocar una gran guerra europea para realizar su
deseo —, algunos hoy intentan distraídamente molestar un poco esta unidad, o en todo
caso cuestionarla.
En Turín — sin olvidar que hay allí una ciudad testigo de esos desplazamientos, de
esas desinvestiduras, de ese metabolismo en el que abunda la Historia — presenté la
cuestión de la transferencia según dos vertientes, como dividida en dos. Llamé lectura a
una de estas dos vertientes, y libido a la otra. Creo que esta partición entre la lectura (o
el desciframiento) y la libido (o el goce) sigue determinando nuestro enfoque de la
cuestión de la transferencia y del fin del análisis.
Nuestros colegas de Turín intentaron acercar a algunos no-analistas más o menos
interesados en el psicoanálisis. Escuchamos a un profesor de letras, a un matemático, y
también a un médico. Finalmente, el más astuto era el médico, representante del Colegio
médico en la región de Turín, quien se había inquietado mucho por saber cómo el
analista podía aceptar personas que tenían síntomas, en vez de derivarlos al médico. Su
pregunta, que podía parecer ingenua, tenía empero pertinencia: ¿A título de qué
aceptamos en análisis a alguien que no anda bien?
Hay que decir que por regla general lo aceptamos en base a que confiamos en él.
Confiamos en él en cuanto a que sus síntomas conciernen al análisis. Pero a fin de
cuentas vale la pena evaluarlo antes. ¿En qué condiciones lo admitimos? Lo admitimos
en la medida en que creemos que hay cierto tipo de síntomas que no conciernen a la
medicina. El sujeto puede por cierto decir que sufre de esto o de aquello, pero
suponemos que tiene síntomas muy particulares — digámoslo tomando ya en cuenta
cómo pueden desaparecer — que se curan por la revelación de su causa; es decir,
síntomas de los que suponemos que aparecen por el hecho de que su causa, presente en
el sujeto, es ignorada por él. Al médico puede parecerle totalmente fantástico, propio de
la ciencia ficción. Admitimos a alguien en análisis cuando pensamos que la potencia
patógena de la causa del síntoma es susceptible de desaparecer una vez que dicha causa
es revelada, o sea, enunciada explícitamente. Admitimos a un sujeto cuando pensamos
que su síntoma podrá curarse por medio de un enunciado formulado en forma explícita.
Es decir que pensamos que la causa es este enunciado mismo en la medida en que
subsiste en el sujeto sin poder ser formulado por él. Así podemos acercar el inconsciente
a alguien que no tenga idea de él. El inconsciente es esta suposición de que hay
síntomas cuya causa es un enunciado que no puede ser formulado.
Este modo de subsistencia subjetiva de un enunciado indecible es por cierto muy
extraño. Freud lo elaboró bajo el nombre de represión. Con respecto a su práctica de
hacer decir, llamó represión al modo de subsistencia del enunciado indecible como
causa del síntoma. Un enunciado indecible es asimilable a un enunciado escrito que no
sabemos leer como es debido. Lo que Freud llamó inconsciente a partir de su práctica es

178
lo que Lacan nos presentó como un texto escrito indescifrable. Y tenemos testimonios
materiales de tales textos. Es el mismo modo de subsistencia del texto escrito en
jeroglíficos antes que Champollion viniera a explicarnos cómo había que leerlo. No es
inconcebible la noción de un texto escrito indescifrable, de un conjunto de significantes,
de huellas que quieren decir algo aunque no sepamos qué.
Vemos allí por un atajo lo que llevó a Lacan a tomar de Saussure los términos
significante y significado, no ignorados por los estoicos, y a hablar de significante
desprovisto de significado. En el postfacio que redactó para la edición de su Seminario
XI, Los cuatro conceptos fundamentales, Lacan dijo en ese sentido que el inconsciente
es ante todo lo que se lee, un texto que se lee. Para acreditar entre nosotros el
inconsciente, Freud comenzó de hecho por la Traumdeutung, por la interpretación de
los sueños, es decir, por ejercicios de lectura de relatos, de textos de sueños, en los que
mostraba que esos relatos tenían sin duda un sentido aparente, manifiesto, a menudo
incoherente, absurdo, marcado por el sinsentido — aunque no siempre —, pero que era
posible demostrar metódicamente que podía leérselos de otro modo y así restituirles una
coherencia y una significación organizadas, armoniosas.
¿Cómo comienzan los análisis pues? Primeramente comienzan por el consentimiento
de admitir a alguien para la operación analítica, a condición de asegurarse de que los
síntomas que motivan la demanda de análisis son síntomas de tipo analítico y no de tipo
médico. Sobre ese punto se fundó precisamente la noción de que el analista debía ser
médico para establecer la diferencia entre ambos tipos de síntomas; no es que se pensara
que el ejercicio del psicoanálisis fuese de orden médico, sino que hacía falta un médico
para establecer esa diferencia. (Me han contado cierta recepción de una paciente por
parte de Lacan, una dama que le dijo: Me duele la cabeza, el vientre. Él le respondió
¡Desvístase! y le practicó un examen de orden médico para asegurarse de que el síntoma
en cuestión era susceptible de ser curado por la revelación formulada de la causa y no
por el tratamiento médico.) Por mucho tiempo esto también llevó a exigir del analista
que, si no era médico, funcionara en tándem con un médico a fin de obtener esta
discriminación entre los síntomas. Hoy se lo obvia con frecuencia, sin duda porque se
da crédito, no tanto al analista no-médico, sino al paciente mismo para interpretar su
síntoma como es debido, dado que el psicoanálisis ha entrado en el discurso común.
Pero si quisiéramos discutir esa cuestión se abriría un campo, el de no precipitarse a
considerar de entrada que el síntoma — cuando se lo presentan a ustedes como analistas
— sea obligatoriamente de este registro.
Además hay que asegurarse de una segunda cosa. No solo de que el síntoma en
cuestión sea de orden analítico, sino también de que el paciente candidato sea capaz de
aportar un texto para leer e incluso de leer de diversas maneras lo que él mismo aporta.
El texto a leer, el texto analizable, es la denominada “asociación libre” — son
significantes en libertad que el sujeto es capaz de producir sin retroceder ante la
incoherencia, ante lo absurdo, ante la obscenidad, ante el sinsentido. El sujeto debe ser
capaz de producir significantes que él mismo no domine, significantes sin amo — como
el título de Pierre Boulez, Le marteau sans maître [El martillo sin amo]. Esta capacidad
de asociación libre es un criterio de analizabilidad. Significa que el sujeto debe ser
capaz de mantener con su propio decir una nueva relación que la operación analítica
exige. Esta nueva relación no es fácil de circunscribir. Supone sin duda que el sujeto sea
capaz de decir sin hacerse cargo del dicho. Nunca es legítimo preguntar a un analizante
porqué dice esto o aquello. El analizante dice, sin decir: lo digo y lo repito. Además, si
se está verdaderamente en asociación libre lo más usual es que le sea muy difícil repetir

179
lo que dijo. Lo digo y lo repito significa Estoy comprometido por lo que digo, y
justamente en el análisis hay una distancia entre lo que digo y el compromiso que yo
tendría en ese dicho.
No es algo que se ignore fuera del análisis. En el discurso corriente hay modos de
decir. Puedo muy bien formular algo y agregar No creo una palabra de esto, o bien Es
lo contrario de mi pensamiento, o incluso No lo digo yo, sino otro (o Freud, o Lacan), y
si usted no comprende, diríjase a ellos. Es el modo de decir denominado cita, del que
puede decirse que se abusa en el psicoanálisis. Cuando no logramos orientarnos muy
bien, citamos — o sea, decimos pero delegamos en otro la responsabilidad por la
tontería en cuestión. Otro modo de decir — más sutil, si se quiere — es el plagio, que
consiste en decir lo que otro dice pero no atribuírselo; nos parece tan bueno que no
vemos por qué no lo habríamos pensado antes, y de ahí en más estamos casi seguros de
haberlo pensado antes.
El modo de decir propio del análisis es entonces muy difícil de circunscribir. En
cierto aspecto, la asociación libre es la cita ininterrumpida. Hay que ser capaz de hablar
sin ponerlo a cuenta propia: Lo digo pero no creo una palabra de ello; es la condición
para poder formular los odios macerados, los deseos abyectos, los espantos estúpidos,
los pensamientos odiosos que poseo y en los que no me reconozco. Este modo de decir
supone que no tengo nada que ver, que en cierto modo soy inocente, que no se puede
poner esos dichos en mi debe; es un modo irresponsable de decir. Pero para caracterizar
el modo propio de decir en el análisis, no se llega muy lejos en este sentido; si no, sería
confundir la asociación libre con el blablá, como si el análisis fuese el permiso para
proferir dichos sin importancia alguna. Hay análisis que se prolongan por mucho
tiempo, y a veces exclusivamente, bajo esta modalidad irresponsable y sin efecto; en
Turín, terapeutas y analistas aportaron algunos testimonios de ello. Sin duda hay en ello
una ganancia, que es el alivio de la culpa. El hecho de decir en análisis vuelve inocente.
Y decir sin consecuencia puede prolongarse mucho. Constituye un uso tendencioso de
la asociación libre, pues el modo de decir propio del análisis supone que, aun si no
pongo a mi cuenta lo que digo, al menos lo pongo a cuenta de algo que me concierne —
a cuenta de mi inconsciente, digamos —, de modo tal que lo que digo debe no obstante
tener el valor de una lectura del inconsciente. Las lecturas del inconsciente se suceden
en gran número, y en el análisis la cuestión es recomponer el texto inicial — el escrito
inconsciente, el enunciado indecible que no se conoce y que no dejamos de suponer —
a partir de sus diferentes lecturas.

El registro de la libido

Al evocar la asociación libre como lectura del inconsciente no necesité hasta ahora decir
nada de la transferencia. Sin embargo, en el comienzo está la transferencia, dice Lacan.
¿Y dónde está la transferencia cuando el asunto es la lectura, el desciframiento, la
relación del sujeto con su dicho? En ningún lado. Invisible. Nada hay de eso.
Es el camino mismo de Freud, que descubrió la transferencia tardíamente, en un
segundo tiempo. No la había previsto. En los comienzos, el análisis era para él un
ejercicio de lectura, de desciframiento, y la función del analista era guiar esa lectura. La
transferencia que luego se situó en el comienzo del análisis se le presentó
históricamente como una consecuencia sorprendente de esa lectura del inconsciente
asistida por el analista. Constató un hecho curioso e intentó dar cuenta de él. Para

180
decirlo del modo más simple del mundo, constató la importancia que adquiere para el
paciente aquel que lo asiste en la lectura. Lejos de serle indiferente, este ayudante es
objeto de un apego especial, resulta curiosamente investido por él. Para tomar un
término técnico, el analista atrae libido — término latino con el que Freud designó una
cantidad x de interés psíquico con connotación sexual —, es valorado de modo especial.
Eso se observa, y sigue siendo un criterio para la entrada en análisis. Siempre se
otorga gran importancia, por ejemplo, a los sueños que testimonian que el analista se
encuentra investido — sueños llamados “de transferencia”, en los que figura el analista
en persona o bajo diversas máscaras. Por lo demás, el término transferencia apareció a
propósito de la interpretación de los sueños. Freud comenzó a hablar de Übertragung
precisamente a propósito de los personajes del sueño cuya identidad manifiesta puede
servir de vehículo a otros personajes — el sueño desplaza sobre una forma individual
los atributos y propiedades de otros personajes. Dicho de otro modo, la transferencia
apareció primero como una metonimia imaginaria. Se le presentó a Freud como algo
inoportuno, y después él le dio una connotación positiva, hasta hacer de ella una
condición sine qua non de la operación analítica.
A grandes rasgos, la explicación de Freud es que la transferencia es un
desplazamiento, sobre la persona del analista, de un conjunto complejo de sentimientos
que se dirigían a los personajes fundamentales de la historia del paciente, en particular
los padres; es la libido infantil movilizada a propósito del analista. Esto significa que
para Freud el surgimiento de la transferencia traduce el primer cese de la represión —
¡grandes ventajas, pues! —, traduce la adopción del analista por parte del sujeto, el
hecho de que el analista entra en la familia, si me permiten. Por ende la transferencia
confiere al analista la autoridad que fue del padre o de la madre, la autoridad del Otro
primordial. Freud llama transferencia al hecho de que el paciente de ahí en más da
crédito al analista, en particular a lo que dice. Y como en razón de la represión misma el
sujeto no lee de la buena manera y sufre una resistencia interna al decir, una vez que
reconoce la autoridad del analista este tiene los medios para guiarlo en su lectura. El
analizante condesciende a la interpretación del analista en razón de la transferencia. El
intérprete no demuestra, sino que dice, y lo que da valor y fuerza de verdad a su dicho
es la transferencia. De tal suerte que para Freud el surgimiento de la transferencia
traduce el hecho de que, para el sujeto, el analista accede a una posición de dominio —
en el nivel de lo inconsciente, ya que eso se localiza mediante los sueños, por ejemplo
—, y que eso condiciona la eficacia de la interpretación.
Primero presenté la operación analítica a partir de la lectura del inconsciente, pero
ahora resulta que esta lectura solo puede devenir propiamente analítica si se concede al
analista una posición de dominio que se traduce mediante la transferencia. En definitiva,
pues, la transferencia es condición de la interpretación. No hay interpretación eficaz sin
transferencia, sin el poderío transferencial del analista.
Eso dio lugar a una doctrina muy precisa que gravitó sobre la práctica analítica.
Primero, esperar que emerja la transferencia antes interpretar, pues lo contrario sería
arrojar margaritas a los chanchos. Segundo, se pone el acento sobre la regresión del
paciente — al analista la autoridad parental, y al paciente la posición infantil. (Freud
siempre acentuó esta jerarquía necesaria entre el paciente y el analista, y Lacan no lo
contradijo, ya que su esquema del discurso analítico, fundado en la relación amo-
esclavo, atribuye al analista la posición del amo y al analizante la del esclavo; Lacan
jamás evitó hablar de la relación analítica en términos de poder, ya desde el título de su
exposición “La dirección de la cura…”.) Tercero, esta concepción hace de la

181
transferencia un fenómeno de repetición, e incluso puede decirse que desde el punto de
vista teórico el valor de la transferencia es el de desnudar en el inconsciente la función
de la repetición.
A este respecto, lo que sirve de base a la doctrina de la transferencia es menos la
Traumdeutung — doctrina técnica del desciframiento del inconsciente — que los Tres
ensayos de teoría sexual. La transferencia freudiana fue ante todo teorizada a partir de
los Tres ensayos, es decir, a partir de la noción de que los primeros objetos del sujeto —
objetos de su interés, de su libido — no le son accesibles o se pierden en el periodo de
latencia, y que más adelante busca en su vida nuevas ediciones de este objeto prototipo
que está perdido. Toda la teoría freudiana de la vida amorosa descansa en el hecho de
que el sujeto busca indefinidamente sustitutos del objeto perdido. La doctrina de la
transferencia como repetición entraña que el analista es un objeto tal, un sustituto del
objeto perdido, y que por esta razón atrae la libido.
Digo que esta doctrina proviene de los Tres ensayos de teoría sexual. Karl Abraham
desarrolló este texto e hizo de él la brújula de su teorización del análisis. De Abraham
pasó luego a Melanie Klein, quien tuvo el mérito de no teorizar el fin del análisis en
términos de identificación con el analista, sino por el contrario en términos de pérdida
del objeto. Melanie Klein descolló entre los teóricos del análisis precisamente por
conceptualizar el estatuto del analista en el análisis como el de un objeto libidinizado y
el fin del análisis en términos de pérdida del objeto y de duelo por este. Como saben, no
es ilegítimo inscribir a Lacan en este registro, ya que él llegó a hacer del analista, en el
discurso analítico, el equivalente de un objeto, especial sin duda — el objeto a —, en el
lugar del amo, y a hablar del fin del análisis en términos de objeto.
En el punto donde estamos, tras haber desarrollado para ustedes por un lado la
lectura y la interpretación del inconsciente y por otro lado el registro de la libido que
motivó asimismo la doctrina de la transferencia, lo más impresionante es entonces la
discontinuidad entre ambas vertientes — la lectura y la libido. En la primera tenemos lo
que concierne al desciframiento de las formaciones del inconsciente y a su técnica, es
decir, todo lo que depende de la interpretación; en la segunda, lo que concierne a la
transferencia y a la libido, al amor, al deseo e incluso a la pulsión. Estas dos vertientes
parecen disjuntas, tanto que Lacan partió de que la interpretación, el desciframiento y la
lectura concernían a la vertiente simbólica del análisis, mientras que la transferencia y el
valor libidinal del objeto concernían a su vertiente imaginaria — y esto con la idea de
que la transferencia estorba la operación simbólica, la interrumpe, le pone obstáculos.
De allí la noción de que los efectos imaginarios de la transferencia, que son innegables,
deben distinguirse del mecanismo simbólico de la misma.

Demanda de significación

Ese es el punto decisivo. Se puede desplegar ad infinitum los efectos imaginarios de la


transferencia — todo lo que en el análisis convoca a los personajes primordiales de la
historia — y concebir el análisis de esta manera, en la que los términos parental e
infantil están en juego, pero la dirección que Lacan nos indica en lo tocante al comienzo
del análisis y también a su conclusión, es la siguiente.
¿De qué modo lo propio de la lectura, de la interpretación, de la relación con el
inconsciente, del modo de decir, condiciona los efectos de transferencia? Si quisiera ser
tan simple aquí como lo fui en Turín, diría que el punto de vista de Lacan es que la

182
interpretación es la condición de la transferencia.
Ustedes conocen este mecanismo simbólico de la transferencia, el primero que Lacan
aisló, pues lo retomé anteriormente. Según Lacan, el primer mecanismo simbólico de la
transferencia es la demanda, y así vinculó de entrada la transferencia con el registro de
la interpretación. Lo hizo planteando que lo que se enuncia en análisis es siempre una
demanda, que entonces siempre está en el horizonte el Otro que puede satisfacerla, y
que el analista está en la posición de ese Otro de la demanda. Mediante esta
articulación, esta acomodación, Lacan retoma y hace ver de otro modo todo lo que de
manera clásica fue elaborado en el análisis: no es que haya regresión en sentido estricto,
sino que el paciente en el análisis se ve llevado a reformular todas sus demandas más
antiguas remitiéndolas al Otro de la demanda que es el analista, y así el analista resulta
sostener en el curso del análisis todas las figuras del Otro de la demanda. Es decir que
los análisis comienzan por la demanda, que la transferencia es un efecto de la demanda,
que si hay demanda hay transferencia. Porque si hay demanda existe el Otro que puede
satisfacerla, y eso es ya una transferencia.
Pero es un hecho que Lacan no se atuvo a ese mecanismo simbólico de la demanda y
que introdujo otro mucho más potente y radical cuyo manejo exacto no es seguro que
tengamos, y que es a la vez extremadamente sutil y muy elocuente para todo el mundo.
Este segundo mecanismo simbólico es lo que llamó sujeto supuesto saber. ¿Por qué esta
expresión es tan elocuente? Quizá debido al término suposición; no se tiene la certeza,
no se está muy seguro, se requiere algo así como un acto de fe, una creencia. En lo
tocante a la transferencia el acento antes se ponía sobre el analista y los sentimientos
que se le dirigen. Con el sujeto supuesto saber hay en verdad un volantazo de Lacan, un
cambio de perspectiva que decide poner el acento sobre el modo de decir. No dice que
la transferencia sea el sujeto supuesto saber, sino que el sujeto supuesto saber es el
pivote de todos los efectos de transferencia. Su dirección es la de fundar la transferencia
sobre la relación entre el sujeto y el significante. Lo que rigió su enseñanza a partir del
informe de Roma y del primer seminario fue, como dice en el Seminario XI, tomar “la
relación del sujeto con el significante” como el principio de “una rectificación general
de la teoría analítica”. Lo que lo llevó a esta fórmula fue la idea de fundar la
transferencia, y todo lo que ella atrae y arrastra de libido, sobre la relación del sujeto
con el significante, sobre la lectura, sobre la relación con el significante sin significado.
Si quieren establecer la relación con el primer mecanismo simbólico de la
transferencia, pueden hablar de esto en términos de demanda y decir, en tal caso, que en
el análisis la demanda fundamental es la demanda de significación: ¿Qué quiere decir
eso? El curso del análisis consistiría entonces en los avatares de esta demanda de
significación.
No veo por qué no recurrir aquí, como en Turín, a una lectura que deberían hacer de
vez en cuando. No estoy muy seguro de que los italianos estuvieran al tanto, pero de
ustedes sí lo estoy, pues comparto el mismo contexto cultural. Sin duda conocen la tira
cómica llamada Peanuts 32 y a Charlie Brown, sujeto depresivo al que nos presentan, si
no como modelo, al menos como lo que lo ilustra por contraste. Charlie Brown tiene
una hermana que no es nada depresiva. Ella, que no se siente culpable en absoluto,
ilustra otra posición ante el orden significante, del cual recela mucho y al cual incluso
puede decirse que rechaza. Por ende no tiene muy buenos resultados en la escuela, al
menos por el momento. Quizá llegue a ser una estudiante admirable, pero como siempre

32
También publicada bajo el título de Snoopy o el de Charlie Brown. [N. del T.]

183
se mantiene con la misma edad, no podemos saberlo. Pues bien, en un Peanuts reciente
hay una tira admirable, de cuatro cuadros. Su hermana comunica a Charlie Brown un
descubrimiento que hizo en el orden significante. Descubrió la réplica universal, es
decir que, díganle lo que le digan, ella podía responder — y decide hacerlo de ahí en
más — What’s that supposed to mean? ¿Qué se supone que significa eso? En francés
diríamos más bien: Qu’est-ce que je dois comprendre? [¿Qué debo entender?]
Debo decir que lo considero formidable. Está teñido de una suerte de hostilidad para
con el Otro. Supone que lo que el Otro dice no es lo que quiere decir, que hay una
significación escondida en el interior del sentido manifiesto y que sin duda no es
especialmente benévola, por lo cual ella misma está en guardia. What’s that supposed to
mean? ya es un llamado al Otro del Otro, una demanda de metalenguaje. La hermana de
Charlie Brown demanda las instrucciones de uso del significante, demanda la regla para
comprender lo que le dicen. Como al comienzo de este año pasamos un poco por
Wittgenstein, sabemos que la regla para comprender jamás puede formularse, y que hay
que hacer, hay que mostrar; solo el comportamiento indica qué tomar y qué dejar. En
ese What’s that supposed to mean? ella descubrió entonces un recurso absolutamente
universal; siempre se puede demandar eso. Ella no demanda que le traduzcan, demanda
un significado más verdadero, más allá del sentido manifiesto.
Pues bien, además Charlie Brown extrae de inmediato las consecuencias. Está
repantigado en un sillón en el que desaparece — solo se le ven la coronilla y los
bracitos, se supone que pasa su tiempo rumiando negros pensamientos —, y le dice:
Haces bien en decírmelo, así que no te diré más nada. Pero ella es quien tiene la última
palabra: What’s that supposed to mean?

El algoritmo de la transferencia

El volantazo de Lacan en el psicoanálisis consiste en desplazar la transferencia —


transferirla, si me permiten — a un sitio en el cual jamás se había pensado antes de él,
es decir, allí donde el significante está separado de su significación.
El punto de partida de la fórmula compleja que escribí al comienzo es, como ya
mostré en otra oportunidad, el muy simple esquema que figura en “La instancia de la
letra…”, a saber,
S
s
calificado por Lacan precisamente como algoritmo, es decir, como regla que puede
aplicarse en forma automática. Si ustedes dicen algo, sea que hablen o escriban, si están
en la producción propia del lenguaje pueden hacer funcionar este algoritmo, aplicar esta
regla que separa el significante y el significado. De un lado colocan las palabras, el
material, la materia significante — si hablan, son los sonidos, los fonemas, y si escriben,
las letras —, y luego hay otro registro que es lo que se comprende, el significado, con
niveles muy diferentes. Por ejemplo, aquí hay personas que no hablan muy bien el
francés, que me dicen que la semana pasada me escucharon y que comprendieron más o
menos. Eso remite al hecho de que tienen un uso moderado del francés o que están en
vías de aprenderlo. Pero también está lo que eso connota para cada uno de los que
comprenden, lo que evoca en ellos. Por ejemplo, cierto analizante me dice que jamás le
hablo en el análisis y entonces asiste a mi curso para saber qué debe pensar al respecto.
Esto es del orden de lo que connota para cada uno, del modo en el que la materia

184
significante les llega hasta los huesos o no. Este segundo registro es el significado, que
va desde el desciframiento con el diccionario hasta la emoción que llegado el caso
puede atravesarlos.
Partiendo de este algoritmo Lacan mostró que, al contrario de lo que decía Saussure,
el significante y el significado no concuerdan naturalmente, que el efecto significado no
se produce de inmediato, sino que hay que esperar cierto desarrollo de la materia
significante para verlo producirse en retorno.

Pongo entonces S en la primera flecha para indicar el significante que se desarrolla,


mientras que el efecto significado, s, en sentido contrario, llega a producirse a partir de
cierto significante que, como dice Lacan, constituye un punto de basta, un significante-
amo. En efecto, si desplazan ese punto (●) el efecto significado es susceptible de variar.
Partiendo de esta diferencia entre S y s, a la que él mismo llamó algoritmo, Lacan
formuló el algoritmo de la transferencia, que en verdad es como una modificación y una
aplicación del primero. Dicho de otro modo, quiso estructurar el mecanismo simbólico
de la transferencia a partir de la articulación entre el significante y el significado,
pensando que no se podía encontrar su fundamento del lado de la libido, sino del lado la
articulación significante. De allí la idea de responder a ¿Cómo comienzan los análisis?
diciendo que comienzan por un significante (S) al que Lacan llamó “el significante de la
transferencia”. Lo hemos comentado, incluso le hemos dedicado años enteros, pero con
la dificultad de saber qué es exactamente ese significante de la transferencia. No saberlo
no impide en absoluto trabajarlo durante años, más bien lo favorece.
En la expresión “el significante de la transferencia” lo que cuenta es el artículo
definido “el”. Es un significante distinguido, singular, al cual Lacan opone lo que llama
“significante cualquiera”, Sq, que es un significante entre otros. Pero ¿qué es el
significante de la transferencia? Es aquel a propósito del cual ustedes se preguntan qué
quiere decir — cualquier cosa que encuentren y les produzca ese efecto —, y cuya
significación les importa pues suponen que les atañe. ¿Por qué es un significante? Puede
ser un acontecimiento, una persona, un dicho, un hecho, un pájaro, un poste,33 pero es
un significante en la medida en que se preguntan qué quiere decir, y es el significante de
la transferencia en la medida en que van a buscar la respuesta a lo de un analista. No es
más que eso: un significante que constituye para ustedes un enigma de cierto tipo y que
los precipita a lo de un analista.
¿Qué es un analista? ¿Cuál es su función aquí? No es nada más que la de ser otro
significante con respecto al cual ustedes esperan saber cuál es la significación del
primero, y por eso Lacan reduce aquí al analista a ser apenas un significante cualquiera.
Es el otro significante en relación con el cual el primero puede adquirir una
significación. El significante de la transferencia los motiva a ir a buscar con un analista
lo que quiere decir. Y este no es más que un analista entre otros, un analista al que
encuentran en una lista. Por eso las instituciones analíticas hacen sus anuarios, para que

33
Un oiseau, un poteau (un pájaro, un poste) es parte de la serie ordenada de ejemplos usados para
enseñar a formar el plural de las palabras terminadas en -eau. [N. del T.]

185
ustedes encuentren su cualquiera en el anuario. Por eso puede ocurrir que el candidato
les haga saber que los eligió entre otros: Yo habría podido ir a lo de tal o cual, y
finalmente vengo a lo de usted, o bien les hará saber que consultó a otro que le dio este
nombre entre otros.
El efecto de significación, s (S1 ,S2 ,KSn ) , es una significación de inconsciente, o sea
que en el análisis remite a lo reprimido, a la escritura del texto que yo llamaba
“enunciado indecible”. Ese saber supuesto es supuesto ser sujeto en la medida en que
solo se expresa en lo que ustedes mismos dicen. O sea que la transferencia redefinida
por Lacan es la interpretación, en tanto que da significación de inconsciente a cierto
significante. Por cierto, para ir a lo del analista es preciso haber ya interpretado el
propio síntoma dándole una significación de inconsciente. Para apelar a él, hace falta
que a partir del significante de la transferencia ya se haya pensado que la significación
de este significante es una significación de inconsciente, es decir, un No lo sé leer solo.

Desencadenamiento del análisis

La experiencia brinda el ejemplo de casos en los que el comienzo del análisis es


asimilable a un verdadero desencadenamiento. Lo que hay que verificar es si en verdad
el sujeto ha encontrado el significante de la transferencia para él. Es allí donde hay que
tomar como referencia la psicosis. No me molesta — en todo caso no me molestaba en
Turín — decir que los análisis comienzan como las psicosis. Encontramos allí el papel
del significante distinguido en el desencadenamiento de la psicosis, justo en lo que
clásicamente se llamaba “fenómenos intuitivos”, cuando el sujeto encuentra cierto
acontecimiento del mundo, cierto hecho que se le presenta con la total certeza de que
quiere decir algo sin que él sepa qué, con el efecto de perplejidad consiguiente. El sujeto
está incluso tanto más seguro de que el significante que encuentra quiere decir algo
cuanto que no sabe lo que quiere decir precisamente. Como dice Lacan, está seguro de
que es un significante, es decir que hay una significación en algún lado; hay para él una
significación de significación — eso quiere decir algo — y a la vez un vacío enigmático
se presenta en el lugar de la significación. Este significante que deja perplejo al sujeto es
el que devendrá el significante desencadenante del delirio. Pues bien, lo que Lacan
denominó “significante de la transferencia” es homólogo a este significante del delirio.
No es imposible que el significante del delirio lance al sujeto hacia otro, que puede ser
otro que lo escuche e incluso ser analista. Tal es en ocasiones el principio de la
transferencia delirante. Pero en la psicosis no se llega a hacer surgir la significación de
inconsciente, o más bien se toma el sujeto supuesto saber al pie de la letra, y eso da
lugar a la paranoia — el sujeto que sabe, que tiene malas intenciones para con ustedes y
que quiere gozar de ustedes.
Hay un parentesco de estructura entre el psicoanálisis y la psicosis, y eso es lo que
inspira este algoritmo de la transferencia en Lacan. En sus primeros textos él no eludió
hablar del análisis como de “una paranoia dirigida”. Y este efecto de significación
llamado sujeto supuesto saber responde a esta homología. Por cierto, en el tratamiento
de la psicosis la metáfora delirante es el esfuerzo por elaborar un significante cualquiera
capaz de efectuar, si no una significación de inconsciente, al menos una significación
temperada. Pero también puede suceder que en el análisis del neurótico aparezcan
fenómenos de delirio interpretativo.
La conversión de perspectiva que Lacan introdujo acerca del comienzo — y por ende

186
acerca del fin — del análisis consiste por cierto en desvalorizar la transferencia
sentimental, en empalidecer la transferencia imaginaria, y también en enseñar que la
preocupación que se tiene acerca de la actitud del analista, de su compostura — su
neutralidad benevolente y otras futilidades —, no es lo esencial; que lo esencial es no
obstaculizar la estructura interpretativa de la transferencia o, si se quiere, la estructura
sui-interpretativa de la transferencia.
Retomaré lo que apuré un poco al fin de esta exposición y lo desarrollaré la próxima
semana.

27 de abril de 1994

187
XVI

El problema de Lacan

En Turín llegué algo más lejos que lo que les relaté la vez pasada. Entonces, hoy les
daré el complemento y algunas cosas más. No sé si esta vez llegaré hasta el final de lo
que pienso exponerles, pero creo poder pedirles que, en cierta parte que les indicaré, no
intenten comprenderlo todo, ya que aspiro a destacar homologías — una identidad de
relaciones —, y para verlas es preciso andar rápido, no detenerse en los detalles.
Quisiera alinear cierto número de construcciones que Lacan desgranó con el correr de
los años y mostrarles cómo todas ellas responden al mismo problema, y si nos
detenemos exageradamente en el detalle nos cegamos a este problema. Luego
volveremos al detalle.
Lo que me interesa es entonces el problema de Lacan, aquel que trató en múltiples
oportunidades mediante accesorios matemáticos y lógicos que no son más que eso,
accesorios, aun cuando al mismo tiempo tenga todo su sentido que sea allí donde Lacan
fuera a buscarlos.

Ágalma

La vez pasada escribí el algoritmo de la transferencia e indiqué rápidamente que era una
transformación del algoritmo de Saussure con el fin de aplicarlo al psicoanálisis. El
algoritmo de Saussure es mucho más simple que el algoritmo desarrollado de la
transferencia, ya que basta poner una S (significante) sobre una s (significado) con una
barra que las separe:
S
s
En la página 476 de los Escritos hallarán esta fórmula, que se inscribe en el marco de
“la emergencia de la disciplina lingüística”, a la cual Lacan considera una ciencia pues
dicha emergencia se resume “en el momento constituyente de un algoritmo”. Es decir
que afirma que el campo científico del estudio del lenguaje fue abierto por esta fórmula.
Ya me he interesado en esto, y no veo por qué no remitirlos, como yo mismo lo hice,
a un artículo que publiqué en el número 16 de Ornicar? bajo el título de “Algoritmos
del psicoanálisis”. En él me planteé la cuestión de saber por qué este diagrama, S/s,
merecía ser llamado algoritmo, y di una respuesta instruida por referencias muy precisas
al concepto de algoritmo — referencias que me tomé el trabajo de traducir, y de las
cuales quizá les hable más adelante. La respuesta fue que este diagrama o matema
define un procedimiento automático — el algoritmo se caracteriza en lo esencial por
funcionar solo, a ciegas, sin equívoco — que acepta como dato inicial cualquier signo e
invariablemente lo parte en dos, el significante por un lado y el significado por el otro.
Este algoritmo opera, y lo logra porque todo lo que es hecho significante resiste de
inmediato a la significación; una vez que se extrae del signo lo que es significante,
enseguida la significación resulta cuestionada. Por eso en su momento decía que este
algoritmo no arroja más solución que una solución de continuidad, una partición, y que
no presenta más que preguntas, y precisamente la pregunta ¿Qué quiere decir eso?, de

188
tal suerte que vuelve problemático a todo signo.
Por otro lado me pregunté qué se transmitía en el psicoanálisis a través de este
algoritmo. Sin rodeos, di una respuesta a la que yo mismo consideraba brusca, a saber,
que a través de este algoritmo el psicoanálisis no trasmitía otra cosa que el sujeto, aquel
que se presta a esas transformaciones cuyo resultado se supone que es un nuevo estado
del sujeto. En un sentido, el sujeto mismo es el mensaje que se transforma en el
psicoanálisis. El asunto es saber si este sujeto es calculable — es decir, si hay un
principio de detención en la operación — o no calculable.
Pese a constatarse que no hay algoritmo del curso del análisis mismo, se ha intentado
escribirlo. Me refiero a una tentativa que realizó Marc Strauss, aquí presente, y cuyo
interés consistía justamente en saber si ello era concebible. Tuvo la audacia de intentar
pensar un algoritmo así, cuyo examen espero tener ocasión de retomar. Por mi parte, en
aquellos viejos tiempos afirmé solamente que en Lacan había un algoritmo del pase —
el que haría de un analizante un analista.
La transformación que Lacan realiza del algoritmo inicial, S/s, consiste en articular el
significante S con otro llamado cualquiera, Sq, es decir, no dejar al significante solo,
sino indicar que este se articula con otro,
S → Sq
s
y por otro lado, en lo que atañe al significado, consiste en otorgarle valor de saber, al
escribir este saber bajo la forma de una secuencia significante en el paréntesis de una
significación supuesta:

Pero pese a estos dos agregados — uno en la línea superior y el otro en la inferior — se
reconoce la base del diagrama, el algoritmo simple de Saussure que divide el signo en
significante y significado.
En Turín recordé que para Lacan toda esta fórmula es equivalente (≡) al ágalma (α)
del Banquete de Platón,
 
 ≡α
 
lo que implica establecer un lazo — admitamos que lejos está de ser evidente — entre
esta fórmula significante, basada en la relación significante-significado, y el objeto en
psicoanálisis, ya que el seminario La transferencia brinda una teoría de la transferencia
centrada en el tema del objeto, no en la articulación significante como tal.
Señalo el término equivalencia, que no es igualdad ni identidad, pues significa que
este algoritmo, esta relación entre el significante y el significado, tiene el mismo valor
que el objeto ágalma. Pero a decir verdad, cuando desarrolla esta equivalencia Lacan
indica que este ágalma — esta maravilla, este objeto escondido en una envoltura y que
suscita el deseo — no equivale simplemente a todo el esquema encerrado entre llaves,
sino que está en ambos lados de la relación analítica, del lado del analista así como del
lado del analizante. Por una parte está del lado de Sócrates, según lo expresa el
Banquete. Es el objeto que Sócrates contiene y que Alcibíades quiere obtener. Y Lacan
plantea que Sócrates no contiene nada más que la significación del saber inconsciente,
s (S1 , S2 ,KSn ), es decir que no contiene un saber ya constituido, sino que solo retiene
una nada y que precisamente eso engendra este efecto de significación que retiene al

189
sujeto a su lado. Esta nada de significación se encarna en el silencio del analista, que
puede así adquirir la función de velo de la maravilla. Por otra parte el ágalma no deja de
estar del lado de Alcibíades — Lacan agrega esto a lo dicho en su seminario —, en la
medida en que el psicoanalizante es la maravilla del psicoanálisis.
Esta doble postulación se nota en el hecho de que, en cierto modo, a uno y otro lado
se espera la palabra. El analizante espera — y a veces reclama — del analista la palabra
maravillosa que dice la verdad y que libera, y el analista la espera del analizante. Esta
perspectiva no es apta para cambiar la posición del analizante, sino para cambiar la del
analista, pues le muestra que ella no se funda en algún parecido con los prototipos
parentales, sino que su valor como analista proviene ante todo del hecho de ser la
envoltura de nada. Y si hay un objeto que está en juego en el análisis, ese es el objeto
“nada”, que surge por el mero hecho de rechazar la demanda. Aquí la regla de la
asociación libre se entronca con lo que se creyó correcto agregarle bajo el nombre de
“regla de abstinencia”, que indica que en el análisis no cabe satisfacerse en cuanto a la
relación entre los sexos, de suerte tal que el estado del analizante — podemos llegar a
esto para divertirnos un poco — es el de la anorexia mental. Come nada, e insiste.
La cuestión de saber qué come el analizante en calidad de tal merece ser abordada.
Puede sostenerse que en el interior de este objeto “nada” de todos modos logra comer
goce fálico. Lacan lo dio a entender una vez. En todo caso, justamente en función de
esta anorexia dijo que “la transferencia es la puesta en acto de la realidad [sexual] del
inconsciente” — a condición de agregar que esta realidad sexual es la no-relación
sexual que es puesta en escena en la experiencia analítica.

Gozar del inconsciente

Ahora bien, hay una brecha entre el modo en que por medio de este algoritmo se habla
del comienzo del análisis y el modo en que se habla de su fin. Se habla de su comienzo
en términos de significante y significado — de desciframiento, de lectura, tal como
Freud habló del mismo al emerger su descubrimiento —, pero del fin se habla de otro
modo, en términos de castración, de objeto, de fantasma. Es como si inevitablemente
fuésemos llevados a cambiar de registro en el modo de hablar del comienzo y del fin.
Sea como fuere, se pasa del desciframiento al goce.
El algoritmo lacaniano de la transferencia nos expone el modus operandi del
psicoanálisis como la puesta a punto de un modo de decir, que es también un modo de
leer — leer las formaciones del inconsciente, a las que atribuimos especial importancia,
pero también leer los acontecimientos de la vida. Así como podría decirse que, a partir
de un pequeñísimo incidente de la relación entre uno y otro, Marivaux podía escribir
kilómetros de diálogos, se ve cómo en el análisis un detalle de la existencia cotidiana es
a veces observado con lupa por el analizante, que encuentra en una mirada, en un gesto
del otro, un mundo de significaciones. Por lo que concierne al psicoanálisis, cada cual
lee su vida, y por poco que lo quiera encuentra en ella una significación de inconsciente;
relaciona ese detalle, ese encuentro, esa brizna de existencia, con un conjunto de
significantes supuestos presentes. Y se torna cada vez más evidente para el sujeto, que
puede atestiguarlo, la significación, o el conjunto de significaciones que regularmente
toman forma para él gracias a esos encuentros. Al fin nota que, por cualquier punta que
tome su vida, solo se las ve con significaciones, por ejemplo, de decisión, de elección,
de hesitación, de cálculo, de tiempo para comprender y de momento de concluir, y que

190
eso forma un conjunto; o que en general se relaciona con un conjunto donde hay faltas,
castigos, maldades que asumir o que deplorar, significaciones de víctima o de verdugo;
o incluso con un conjunto donde por regla retornan significaciones de imperfección, de
nostalgia, de huida, de ausencia de sí, de captura por el Otro.
Pero lo que se descubre gracias al modo analítico de decir y de leer es un modo de
gozar. A partir del modo de decir, un modo de gozar. Al menos eso es lo que acentué la
vez pasada en Turín. Ese modo de gozar es sin duda relacionable con el síntoma. El
síntoma freudiano es un modo de decir, pues se lo descifra, y a la vez un modo de gozar.
La cuestión es que el análisis mismo no es solo un modo de decir y de leer, sino también
un modo de gozar del inconsciente.
Si consideran excesivo que asimile el análisis a un síntoma, les recuerdo que Freud
no vacila en hablar de neurosis de transferencia. ¿Por qué no llegaríamos a hablar de
síntoma de transferencia? En Turín lo indiqué en claroscuro: autorizar a un sujeto a
comenzar un análisis es darle acceso a un nuevo modo de gozar de su inconsciente, y
eso plantea entonces la cuestión de saber cómo y en qué sentido la pulsión se satisface
en el análisis y mediante la transferencia. Hay que plantear la cuestión si no queremos
renunciar a dar cuenta de ciertos casos, no de casos clínicos diagnosticados como tales,
sino de casos que se presentan en análisis y en los que no se puede decir que la
elaboración sea nula, pero sí que aparenta carecer de consecuencias. Cada vez que
presentamos un caso así, en definitiva ponemos en evidencia que el sujeto encuentra su
satisfacción en el puro modo de decir analítico, y que aparte del funcionamiento del
desciframiento ocurre que el sujeto es feliz en análisis, por el análisis. Cuando está en
juego la conclusión de la cura es en mi opinión inevitable plantearse la cuestión de
cómo el sujeto deja de ser feliz en análisis, cómo el análisis deja de servir a los fines de
la pulsión.
Prácticamente así fue como terminé en Turín. No me detendré allí. Era un horizonte.
Al decir eso, yo anticipaba una cuestión mucho más general en la teoría del
psicoanálisis: la de la relación entre el significante y el goce. Cuando Lacan dice que el
algoritmo de la transferencia es globalmente equivalente al objeto ágalma — lo dice sin
hacer el detalle por el momento —, la cuestión subyacente es la de la relación (◊) entre
la articulación significante (S) y el goce (J):
S ◊J
Cuando consideramos el sujeto como efecto del significante, esta relación se condensa
en la cuestión de saber cuáles son las relaciones entre el sujeto del significante y el
goce, cómo se articulan esos dos registros. Tenemos un modelo de articulación que
también tiene dos registros, el significante y el significado; es el algoritmo de Saussure,
en el cual intentamos escribir y desarrollar la relación entre dos registros que son
heterogéneos aunque de todos modos ambos pertenezcan al signo. Pero en ninguna otra
disciplina tenemos el modelo, la referencia de la articulación entre el significante y el
goce.
Hay dos modalidades de la relación entre el sujeto y el goce, localizadas como tales
en el psicoanálisis: el fantasma y la pulsión. La diferencia entre ambas es que el
fantasma habla, se expresa como un guión, está escondido solo en la medida en que no
queremos decirlo; y lo confesamos o lo formulamos tal como él se formula. Aun si
suponemos fórmulas inconscientes del fantasma, hablamos de fórmulas que están al
alcance de ser expresadas por el sujeto. El fantasma se presta incluso muy bien a ser
escrito, y también podemos decir que pone en escena objetos imaginarios. Pero la
modalidad de relación entre el sujeto y el goce llamada pulsión es por el contrario

191
silenciosa y en cierto sentido irrepresentable. Sin embargo, estas dos modalidades están
tan articuladas que Lacan no pudo evocar el atravesamiento del fantasma sin plantear
correlativamente la cuestión de cómo repercute sobre la pulsión. Todo sucede como si,
en la teoría misma en la que se inscribe este algoritmo de la transferencia, hubiese que
explicar cómo el goce adviene allí donde había sentido.
Creo que esto se puede llamar “el problema de Lacan”. Es el problema de la
articulación entre el sentido y el goce, e incluso el de la conversión del sentido en goce.
Consiste en explicar cómo este algoritmo de la transferencia, que escribe una relación
entre el significante y el significado, puede ser equivalente a un objeto en el cual están
tomados el deseo y el goce del sujeto. Lacan no cesó de aportar a este problema diversas
respuestas, de las cuales podemos decir que unas avanzan con respecto a las otras y que
hay que evaluar en qué son satisfactorias o en qué no logran resolver la cuestión.
Además hay que evaluar el problema mismo, heredado de Freud.

Respuestas

Intentaré entonces poner en serie estas respuestas de Lacan al mismo problema.


Nuevamente, en esto no hay que ajustarse al detalle, sino percibir cómo el mismo
problema retorna y es tratado cada vez con medios nuevos, a través de recursos por lo
general tomados del orden matemático. Es preciso ver que en esa serie se inscribe el
algoritmo de la transferencia e incluso el concepto del pase. Lo que Lacan llama pase es
la resolución en acto del problema, la conversión en acto del sentido al goce.
En esta serie lo primero es el esquema que conocen y que simplificamos mediante
una cruz que opone el eje simbólico al eje imaginario. Trazo el eje simbólico con línea
llena — a menudo Lacan lo traza con línea punteada — porque aquí es el eje principal,
dominante:

A este esquema que Lacan presenta como la oposición entre lo imaginario y lo


simbólico, como la interposición de lo simbólico por parte de lo imaginario, debe
dársele retroactivamente el valor de una articulación entre el significante y el goce.
Antes incluso de formular y tematizar el concepto de goce, Lacan lo sitúa por entero del
lado imaginario. No lo tematiza antes porque este goce aparece de entrada caracterizado
por su inercia con respecto a las transformaciones, a los desplazamientos que tienen
lugar en el significante. En verdad este punto de partida consiste entonces en acentuar la
oposición entre el registro del significante y el del goce y, por ende, en decir que no hay
solución alguna en el nivel del goce, que la solución analítica depende por completo de
lo que tiene lugar en el orden significante. Si en este orden el sujeto accede
verdaderamente a la palabra del Otro, la cuestión del goce se resuelve por sí misma; por
eso la satisfacción de uno se conjuga con la satisfacción de todos. El verdadero valor de
esta frase, que a menudo recordé y que se encuentra al final del informe de Roma,
consiste en decir que si se alcanza una solución en el orden significante, del otro lado el
goce se universaliza en consecuencia. Eso implica que se formule el fin del análisis

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exclusivamente en términos significantes.
Luego de esta etapa primerísima, elemental, compondré una segunda. Por comodidad
digamos que es la de La relación de objeto. Esta etapa se caracteriza — ya lo subrayé
— por el hecho de que ahora no tenemos que vérnoslas con una relación en cruz entre el
significante y el goce, sino con una relación paralela:
S ––––––––
J ––––––––
Este paralelismo es necesario para mostrar que todo lo que es del orden del goce
imaginario puede servir de material al orden simbólico. No hay aquí una relación de
oposición, sino ese préstamo que lo simbólico toma del material imaginario que
encuentra. De ahí la problemática de la elevación de las imágenes, de las cosas, de los
objetos, a una función significante. Esto indica asimismo que la pulsión y la satisfacción
que ella conlleva no son puramente imaginarias, sino que el significante está allí y hay
que dar cuenta de él.
Esta transformación de la perspectiva que aquí es ilustrada por este cambio de las
líneas se condensa sobre un objeto particular, singular. La relación de objeto aparece
totalmente ordenada según un objeto aparte, el falo, que hasta ese momento estaba
ausente del discurso de Lacan y que él introduce según tres ejes clínicos.
Primero lo hace en torno a la sexualidad femenina, al exponer que está marcada por
la falta-en-tener y que el hijo puede tener el valor de falo. Lacan lo muestra a partir de la
joven homosexual, pero también a partir del hijo que quiere ser el falo para satisfacer a
la madre. Lo que aquí demuestra es la equivalencia entre el hijo y el falo, que tiene por
detrás todas las otras equivalencias fálicas que Freud destacó y demostró, como les
recordé en referencia a su artículo. Luego — siempre en La relación de objeto — Lacan
introduce el falo a partir del fetichismo, y muestra que hay objetos que pueden equivaler
al falo de la madre en la medida en que este falta. Y por último muestra este falo en la
fobia, a saber, que entre el hijo y la madre circula el falo imaginario y que se plantea la
cuestión de saber cómo este pasa a lo simbólico mediante la metáfora paterna. El pasaje
del falo de lo imaginario a lo simbólico es puesto en marcha por su incidencia real —
para la cual utiliza por única vez el símbolo Π que designa la intrusión del goce fálico.
En la misma línea Lacan indica que este pasaje supone la intervención de cierto menos,
de una barra negadora planteada sobre la intrusión de este goce real.
En este sentido el falo, al que Lacan convierte en el centro de su examen, ya tiene
pues este privilegio de estar a caballo de esos dos órdenes:

Está aparte debido a que por un lado pertenece a lo imaginario, ya que es un objeto
imaginario como los demás, y en otra vertiente tiene un valor simbólico que lo vuelve
capaz de ser el común denominador de cierto número de objetos — en particular, de los
que resultan negativizados. La cuestión del falo surge en primer plano desde La
relación de objeto porque en él se concentra la paradoja de la relación entre el
significante y el goce.
Nada lo muestra mejor — con esto llego a mi tercera etapa — que “De una cuestión
preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”, el escrito que sigue a La relación
de objeto y que reúne los resultados de este seminario y del anterior. El falo aparece en
él como un término Jano. Si nos contentamos con clasificar los conceptos y expresiones
de Lacan caemos en contradicciones, pues en este escrito el falo es presentado a veces

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del lado simbólico y a veces del lado imaginario, debido a su posición paradójica sobre
estos dos ejes. Por un lado es presentado como un efecto de significación, el propio de
la metáfora paterna; en esta hay al comienzo una x que, una vez operada la intervención
del significante del Nombre-del-Padre, es sustituida por la significación fálica que
emerge. Por otro lado el falo es al contrario presentado también como un significante;
en particular, Lacan indica una fórmula de este orden en su esquema R (donde S figura
al sujeto, no al significante), y la comenta diciendo que la significación del sujeto debe
colocarse bajo el significante del falo:
ϕ
S
El falo entonces aparece allí como significante. En este texto se ve continuamente esta
ambivalencia del falo entre lo imaginario y lo simbólico, que concentra todo lo que es
del orden del goce y que al mismo tiempo es un significante. Puede pues decirse que
todo el misterio se concentra en ese singular objeto que es el falo. Toda la elaboración
ulterior de Lacan, y aquella con la que aún vivimos, depende del estallido de lo que aquí
representé casi como un huevo místico. (Si bien no es la representación habitual del
falo, lo representé así para marcar que toda la paradoja se concentra en él.) Podemos
seguir entonces todas las transformaciones que sufre en el curso de la elaboración de
Lacan esta solución fálica del problema de la articulación entre el significante y el goce.

La mortificación de la cosa

Tomemos ahora como cuarta etapa la elaboración de Lacan en “La significación del
falo”. El título de este escrito, que primero fue una conferencia dada en alemán, toma
claramente de Freud la noción de Bedeutung del falo, pero el texto señala la elección de
Lacan, ya que está hecho para responder sin equívoco a esa ambigüedad del falo,
diciendo que no es un objeto en sentido estricto pero tampoco es una significación, sino
que es un significante.
Es curioso ver allí reaparecer el término algoritmo. Salvo error de mi parte, ese
término aparece tres veces en sus escritos; la primera, cuando habla del algoritmo de
Saussure, S/s; la tercera, cuando habla del algoritmo de la transferencia; y la segunda,
cuando habla del falo como algoritmo, sin más precisiones. No obstante, para mí esto
verifica la consistencia de la serie que les enuncio.
Cuando en “La significación del falo” Lacan retoma y reescribe la doctrina de Freud
sobre la vida amorosa — las tres “Contribuciones a la psicología del amor” —, dice que
empleará el falo “como un algoritmo”, tras lo cual ni una fórmula, ni un algoritmo; solo
queda el término en este escrito. Si nos introducimos en él, veremos en efecto un intento
de dar cuenta del primado del falo a partir de la relación entre el significante y el
significado, en conformidad con la problemática de las paralelas y como respuesta a la
pregunta: ¿Cómo es que algo deviene significante? ¿Cómo una imagen o una cosa es
elevada al rango de significante? Es entonces una pregunta a propósito de la
significantización — algo más preciso que decir simbolización, aunque también quepa
decirlo. Y la tesis de Lacan a este respecto es que la transformación de una cosa en
significante supone que ella sea anulada en su materialidad. En tal caso, ella es elevada
a la función de significante:

A este respecto, el primer efecto de la significantización es la anulación o el asesinato

194
de la cosa. Lacan emplea el concepto del falo como un algoritmo en la medida en que
llama falo a esa operación misma. Considera que el falo es el significante de la
operación que transforma una cosa en significante. Dicho de otro modo, como nombre
de la operación puede ponerse entre paréntesis un Φ simbólico:

En este sentido puede decir que el falo es un algoritmo; es el nombre del algoritmo que
escribe la transformación de una cosa en significante. Donde haya significante habrá
anulación e incluso muerte. La significantización es una mortificación de la cosa, de lo
que en ella está vivo.
Se ha notado la paradoja relativa a cómo el falo llegó a ser significante; el propio
Lacan lo subraya y no retrocede ante ello. En cierto modo, hace falta la anulación del
falo imaginario (–φ) para obtener el significante del falo (Φ), y esta operación también
puede ser llamada Φ:

(Φ) (−ϕ) → Φ

El falo se encuentra en todos los lugares de la operación. Lacan lo dice en una frase que
parece difícil: “El falo es el significante de esa Aufhebung misma que inaugura (inicia)
por su desaparición”; o sea que el falo es la operación de desaparición y elevación a
significante, y él mismo inaugura esta operación por su propia desaparición. La
castración quiere decir que el falo mismo se sacrifica como imaginario, y en este sentido
es, si se quiere, el primero de los símbolos. No lo desarrollo; me contento con señalarles
el falo como significante de esta operación y, en consecuencia, como algoritmo.

La potencia vital

Pero eso no es todo lo que Lacan dice en “La significación del falo”. Lo que acabamos
de ver es glorioso, es una suerte de deducción teórica del primado del falo, y después
vemos cómo Lacan la implementa en la doctrina de la vida amorosa al mostrar por qué
surgen consecuencias diferentes entre los hombres y las mujeres — dos especies que
tienen relación con el significante fálico —, pero entre estas dos partes del texto hay una
que no debe ser descuidada y que se refiere a otra cosa. Es la que apunta singularmente
a lo que Lacan llama “la instauración del sujeto por el significante”, asunto que ya no
cesará de tratar mediante diagramas, esquemas, algoritmos, y que nace en ese preciso
momento de “La significación del falo”.
¿Qué sucede con el sujeto? ¿Cómo nace? ¿Cómo se significantiza? Para hacerme
entender, debo apelar a un término algo policial al que habría que dar su valor
aristotélico: el individuo — un quídam. ¿Cómo es que un quídam deviene un sujeto? Si
aplicamos el algoritmo en cuestión, lo sabremos. Por medio de cierta barra aplicada
sobre el individuo, él puede ser significantizado:

Retroactivamente podemos incluso escribir este individuo tachado como sujeto tachado;
una vez significantizado, puede decirse que lo que se tenía al comienzo era S/ :

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Eso basta si nos ocupamos de lo que hace que “las cosas” devengan significantes.
Pero Lacan señala — según su costumbre, de un modo muy seguro, como si fuese de
suyo — que en la instauración del sujeto por el significante se produce una “condición
de complementariedad”. ¿Qué significa eso? Para las cosas materiales sin duda no
existe esa condición de complementariedad, y podemos preguntarnos si ella estará en
juego acaso para los vegetales y los animales, pero aquí nos ocupamos del individuo, es
decir, de nosotros mismos. ¿Por qué evocar esta condición de complementariedad? En
esta operación de significantización hemos escrito que un sujeto solo puede nacer y
significantizarse bajo condición de muerte. El significante mortifica al sujeto.
Escribamos el sujeto marcado por el significante, capaz de recibir un significante (S)
que lo designa, del siguiente modo:
S
S/
Así escribimos algo que es el sujeto, el individuo como muerto. Además, si toman el
ejemplo del nombre propio verán que este los designa como se los designará para la
eternidad. Cuando fallece un individuo notorio, como por ejemplo el ex presidente
Nixon, su nombre propio se extiende por todas partes — dejo de lado el efecto de
santificación que pronto tiene lugar —, todo el mundo queda francamente aplastado
ante el personaje, y eso sin duda va acompañado de su elevación definitiva al rango de
significante. Yo estaba justamente en Turín cuando falleció, y en la habitación del hotel
podía mirar la CNN. Cada cuarto de hora, este nombre propio retornaba con todos los
decrépitos de su época que llegaban a la pantalla para explicar qué gran hombre había
sido, sobre todo porque en su momento él los había adulado. Pero en fin, ese nombre
propio que lo designó como vivo también lo designa estando muerto. En el nombre
propio de cada uno se encuentra ya este efecto que se propulsa más allá de su existencia.
Saben toda la importancia que tiene el hecho de que la sepultura sea identificable, que
se le pueda poner un nombre, etc.
Pero prosigamos. Lo que aquí está en cuestión — y que ya es evocado por la noción
de “condición de complementariedad” — es que del lado del significante solo tenemos
el sujeto como muerto. Por eso justamente presenté las cosas según dos ejes, el del
significante y el del goce, ya que del lado del significante solo los conocen como
muertos. Eso hace que por ejemplo surjan ciertas dificultades con nuestro nombre
propio. Se comprende, pues ya es nuestro nombre de muertos. Podemos pues querer
cambiarlo, pensando que escaparemos a la parca, etc.
Tenemos entonces el sujeto como muerto, y la condición de complementariedad que
Lacan evoca al pasar es qué sucede con lo que hay de vivo en el sujeto, qué se hace con
lo que es del orden de la pulsión y del goce. Por eso, al presentar las cosas sobre dos
ejes llegué por fin a entender por qué Lacan escribe a este respecto dos frases
numeradas de las cuales hasta hoy no lograba ver a qué articulación respondían, y que
dicen:
1. que el sujeto sólo designa su ser poniendo una barra en todo lo que significa
[…];
2. que lo que está vivo de ese ser en lo [reprimido originario] encuentra su
significante por recibir la marca […] del falo […].

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¿De qué se trata? ¿Por qué 1 y 2? No porque no se pueda explicar estas dos frases por
separado. ¿Por qué dos frases? Pues bien, ellas responden a la cuestión de saber cuál es
el estatuto del sujeto en el significante y cuál es el estatuto del sujeto en el goce.
Del lado del significante, el sujeto está en el lugar del significado. Es un sujeto
tachado, S/ , y si busca apuntar a sí mismo, a su ser de sujeto en el significado, si se
plantea la pregunta ¿Qué soy? en el significante e intenta aportar significaciones, las
repudia a todas, “tal como aparece”, dice Lacan, “en el [espejismo] de que quiera ser
amado por sí mismo”, es decir, por ninguna de las cualidades, significaciones y
atributos que le son propios. Como si el “mí mismo” fuese la negación de todas estas
significaciones. En ese nivel, cuando el sujeto busca designar su ser en el orden
significante, tenemos entonces una suerte de significado igual a cero,
s=0
Cuando procura designar su ser en el nivel de la significación, tiene un significado cero,
en el sentido de que en ese nivel ya está muerto. En el punto 1 de Lacan, donde se trata
de que solo se puede designar el propio ser tachando todo lo que significa, estamos en la
muerte. Lacan intenta hacernos comprender esta anulación mortífera del significante.
Pero en el punto 2 está lo que queda vivo y que, pese a la operación mortífera del
significante, sigue animando de deseos y pulsiones al individuo. Aquí Lacan propone,
dado que el significante de la operación es el falo, que el significante de lo que queda
vivo y que es reprimido es la marca del falo. Dicho de otro modo, en el orden
significante tenemos una primera fórmula con s = 0, que es el sujeto en calidad de
muerto, y para lo propio del sujeto en calidad de vivo tenemos el valor fálico, el valor
de lo que queda vivo:
S S
s=0 Φ
Después de todo, no faltan a Lacan referencias en la literatura más antigua para alegar
que el semblante del falo siempre fue en efecto la representación absolutamente electiva
de las potencias de la vida. Tiempo atrás lo cité refiriéndome a Sobre los misterios de
Egipto, de Jámblico, que en efecto se extienden acerca del falo como representación de
la potencia vital.
Estos puntos 1 y 2 en Lacan responden pues a la noción de que si bien por un lado el
significante mortifica, hay otro efecto complementario que consiste en imponer el
significante del falo a lo que está vivo en lo reprimido.
No entro en los detalles ni me pregunto si esto es coherente, si se sostiene. Pasé
mucho tiempo explicando el mecanismo de este texto, pero ahora no me ocupo del
mecanismo, sino de estos dos ejes, el significante y el goce, y del modo en que esto se
ordena y permite leer lo que está en juego. Y como no está tan claro, la prueba de que
eso es lo que está en juego es que al final de este texto Lacan evoca el hecho de que
Freud no habla más que de una sola libido y de naturaleza masculina, dando a entender
que el falo es en efecto el significante de esa libido.
Entonces, en este pasaje algo elíptico distinguimos por un lado el efecto mortificante
del significante (S/ escribe el ser mortificado del sujeto) y por otro lado lo que del ser del
sujeto queda vivo, eso que de algún modo es su complemento y que puede ser
representado como el falo — que a este respecto es el significante de la libido.
Si esto pasa desapercibido es porque luego, cuando Lacan lo pone en marcha para
comentar el texto de Freud sobre la vida amorosa, el falo que está en función es muy
diferente. Este texto no es homogéneo, como a menudo en Lacan. En el desarrollo que

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sigue a esto ya no se trata en verdad del falo como significante de la libido reprimida,
sino de otro falo, e incluso de otros dos, a saber, un falo de identificación — aquel que
el sujeto intenta ser, y que evidentemente no es el falo de la libido — y también lo que
puede llamarse el falo de pertenencia, es decir, ese falo que se tiene o no se tiene. (En la
misma línea que esta conclusión, tenemos la del texto siguiente de Lacan, “La dirección
de la cura…”, donde se trata la identificación al falo — el fin del análisis entendido
como descubrir que el sujeto no es el falo y aceptar tenerlo o no tenerlo.)
Paso esto rápidamente por alto porque son elaboraciones de un nivel diferente al que
aquí está en juego, mucho más radical que el de la identificación y la pertenencia. Se
trata del falo como significante de la libido, y del hecho de que todo surgimiento del
sujeto en el orden significante es complementado por lo que resta de libido viviente, que
es representada por el falo. Esto pasa desapercibido — a mí mismo me llevó tiempo
ubicarlo en su lugar — pues lo que se despliega es la problemática de la identificación y
de la pertenencia, que no obstante está siempre marcada como imaginaria, cualesquiera
sean los esfuerzos que puedan hacerse por simbolizarlo todo. Aquí, por el contrario, nos
hallamos en un nivel completamente fundamental: si el sujeto nace del significante — y
de él nace muerto —, ¿qué queda de vida, de goce y de deseo?

Significación de goce

Como Lacan no está satisfecho con esta solución, busca perfeccionarla en “Subversión
del sujeto…”. Este es mi quinto punto. Se trata de una nueva tentativa de articular el
significante con el goce para formular la instauración del sujeto por el significante, pero
esta vez parte de una construcción más refinada, que no solo concierne al efecto del
significante en calidad de tal, sino al efecto del par significante, al efecto de dos
significantes.
El punto de partida sigue siendo que el significante representa al sujeto para otro
significante — un axioma más complejo, más articulado que la pura y simple incidencia
mortífera del significante. Y en cuanto al goce, en lugar de identificarlo toscamente a la
marca del falo, Lacan inventa algo que llama significación de goce. No digo que eso se
sostenga; intento reconstituir la lógica del asunto, que justamente entraña que, así como
antes se tenía un significado del sujeto igual a cero (s = 0), ahora Lacan inventa un
significado de goce cuyo valor planteará, mediante extravagancias paramatemáticas,
como igual a − 1:
s = −1
Lo que interesa a Lacan mismo no es esto, sino dar cuenta de esa complementariedad de
goce diciendo que es como una significación — la significación de goce.
¿Cuál es su construcción? La resaltaré más que otras veces, dado que lo que ahora
me parece más evidente es el problema que hay que resolver mediante este aparato,
mientras que antes, por mucho tiempo, estaba fascinado por el aparato mismo. Esta
construcción parte en efecto, no ya simplemente del significante del sujeto, sino del par
significante S1–S2 y del sujeto:
S1 → S2
S/
Verán la astucia de la operación. (Digo astucia porque estrictamente no puede hablarse
de deducción; es una apariencia de deducción.) El significante representa al sujeto para

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otro significante, de modo que podemos imaginar que para representar al sujeto existen
S1 , S1′ , S1′′, S1′′′, … que necesitan otro significante, el Otro significante S2:

El punto de partida consiste en intentar mostrar que en algún lugar del orden
significante hay una falta, y que en ella se aloja Otra cosa que es la libido o el goce. Tal
es el principio del asunto. Y Lacan engendra esa falta como sigue.
Por un lado debemos suponer que aquí ( S1 , S1′ , S1′′, S1′′′, …) están todos los significantes,
algo así como Para todo x, x equivale a un significante siempre y cuando pertenezca al
conjunto de los S1:
∀x , x ≡ S ↔ x ∈ {S1}
Por otro lado debemos suponer que sin embargo falta uno adicional que sirve a los otros
para representar al sujeto, Hay un x que equivale a un significante y que no pertenece al
conjunto de los S1:
∃x , x ≡ S ∧ x ∉ { S1}
Esto da lugar a una paradoja
∀x , x ≡ S ↔ x ∈ {S1}

 ∃x , x ≡ S ∧ x ∉ {S1}
en la que Lacan no se detiene. Se contenta con decir que el orden significante no puede
funcionar si no hay un significante equivalente a “menos un significante”, simbolizable
por –1. Esto ya es muy aparatoso. Aquí Lacan dice que este significante en cierto modo
suplementario, que no forma parte de la batería fonemática, es impronunciable y
equivale a “lo que se produce cada vez que un nombre propio es pronunciado”. ¿Qué
sucede al pronunciar un nombre propio? Su significación es el enunciado del nombre
propio mismo. De allí un cálculo; significante (S) sobre significado (s), y como este
último es comparable al nombre propio, el enunciado — que no es otra cosa que la
significación — también es igual a s:
S
=s
s
Dado que el significante S es –1, resulta que
−1
=s
s
de donde
−1 = s2
y por lo tanto
s = −1
Rehagan el cálculo si quieren, pero funciona de maravillas, con pasajes absolutamente
fabulosos que surgen de considerar que ese –1 es como un nombre propio.
Hay una discontinuidad en el texto, pues Lacan dice que − 1 es “lo que falta al
sujeto” para creerse un cogito. ¿Qué significa esto? Que es lo que falta al sujeto para
reducirse a lo que él es en el orden significante. Lacan buscará allí la respuesta a la
pregunta ¿Qué soy Yo? [Que suis Je?], es decir, ¿qué soy por fuera de lo que soy en el
orden significante? En ese orden, muerto soy [je suis mort]. ¿Y fuera de él? La
respuesta de Lacan es que “soy en el lugar [del] Goce”, y que el goce tiene el valor
− 1. Entonces, una nueva articulación de Lacan calcada de la anterior. En la precedente

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teníamos el falo de la libido, y ahora tenemos una suerte de precisión, a saber, que el
goce es como una significación: hay una significación de goce — s(J), que es igual a
− 1 —, articulada con el significante –1. Dicho de otro modo, hay una tentativa de
articular el significante con el goce, consistente en dar al significante el valor –1 y al
goce (como significación) el valor − 1.

No me detengo en esta construcción. No quisiera ridiculizarla demasiado. De todos


modos señalo que en el punto donde estamos lo más interesante no es el detalle de la
construcción, sino captar el esfuerzo de Lacan por darnos una articulación entre el
significante y el goce, entre lo que es el sujeto en el significante y lo que de este ser del
sujeto sigue vivo. Intenta esta solución al decir que esa articulación es como la relación
entre –1 y − 1, e incluso complica las cosas al agregar que − 1 es exactamente el valor
del –φ. Además, si se hace pasar el falo “de lo imaginario a lo simbólico” se obtiene
−1
Φ
y entonces bajo el –1 tenemos el –φ, que se relaciona con el goce:
−1
−ϕ→Φ
Lacan dice que “el paso […] de uno a otro lado de la ecuación” — es entonces a la
vez una transformación y una ecuación o equivalencia — es la escritura que nos asegura
la relación del orden significante con el goce.

Condición de complementariedad

Nótese que esta es la reanudación exacta del problema que había en “La significación
del falo”, pero la instauración del sujeto en el orden significante, que toma aquí la forma
de “el significante representa a un sujeto para otro significante”, reclama una
complementariedad, y entonces el valor del significante –1 impone dar al significado el
valor − 1. Dicho de otro modo, Lacan intenta mostrar aquí la correlación entre el
surgimiento significante del sujeto y el elemento de goce que lo complementa. Esta
construcción — desplegada con mucho cuidado, pero evidentemente quebrada por
saltos conceptuales harto considerables — testimonia entonces un esfuerzo por darnos
esta articulación bajo una forma comprensible y paramatemática.
En la misma línea llegamos a mi sexto punto, que es la demostración propuesta por
Lacan en el Seminario XI y en su escrito “Posición del inconsciente…”. De un modo
netamente más comprensible, esta vez retoma el problema bajo la forma de la teoría de
conjuntos. Plantea la misma cuestión empleando las dos operaciones fundamentales que
se aplican a los pares de conjuntos, a saber, la unión (U) entre ambos, que consiste en
tomar a la vez todos los elementos de uno y del otro,

200
y la intersección (I) entre ellos, que consiste en tomar los elementos comunes a ambos,

Me faltará tiempo, no para explicarles la mecánica de la cosa, pues ya lo hice hace


diez años, sino para hacer comprender la problemática que atraviesa este mecanismo.
Primeramente, se comprende por qué Lacan es cautivado por esto. Hay aquí dos
operaciones que se corresponden, y lo que él busca es cómo a una operación
significante puede responder una operación que concierne al goce. El solo hecho de que
haya dos operaciones y que sean correlativas entre sí es ya entonces una razón para
interesarse en ellas. En segundo lugar debe notarse que en estos conjuntos hay
cuestiones de complemento. En efecto, cuando en un conjunto aislamos una parte, la
otra parte es su complemento:

La expresión misma “condición de complementariedad” incita entonces a esa referencia


a la teoría de conjuntos. Lacan se servirá de la primera operación, la unión, para darnos
una representación elemental de la instauración del sujeto por el significante — es decir
que la manipulará para intentar disponer S1, S2 y S/ en estos conjuntos —, y luego se
servirá de la segunda operación, la intersección, para mostrarnos cómo funciona la
condición de complementariedad. Dicho de otro modo — a toda velocidad recorremos
diferentes épocas de la enseñanza de Lacan —, esta es la reanudación del problema ya
formulado en “La significación del falo”, consistente en demostrar cómo el hecho de
que el sujeto sea sujeto del significante — y, en la misma línea, que sea sujeto del
inconsciente, que exista un inconsciente cada vez que exista esta instauración — es
correlativo de una relación con el goce y, precisamente, con el objeto.
Aún habrá que esperar una séptima etapa para llegar a la formalización de la cual
Lacan extrajo lo que denominó pase. Pero me detengo por hoy. Les agradezco no haber
intentado comprender, y de todos modos los invito a remitirse a los textos de Lacan que
evoqué rápidamente.

4 de mayo de 1994

201
XVII

El inconsciente y la libido

La invitación a no comprender, que les hice la vez pasada, produjo un notorio alivio. No
comprender simplifica mucho la relación del orador con su auditorio; es un hecho. No
veo entonces por qué no reiterar esta invitación que tiene aquí un fundamento muy
preciso, a saber, que yo acelero el resumen que les presento de la trayectoria de Lacan a
fin de que se les superpongan lo que podemos llamar imágenes, y que mediante esta
superposición estén atentos a una homología que atraviesa su elaboración. Es la
homología entre múltiples construcciones, cada una de las cuales avanza sobre la
anterior, pero que en su conjunto tienen por finalidad fundar la articulación del
inconsciente con lo que Freud llamó libido. Así, en la cabalgata de la vez pasada les
propuse siete escansiones de esta elaboración que de algún modo es el precio de la
definición del inconsciente a partir del lenguaje — el precio de transformar en un
problema la conexión entre el inconsciente y la libido. Hoy proseguiré en esta dirección.
De mis lecturas de antaño recordé una suerte de aforismo debido a Coleridge, ese
poeta inglés que hizo muchas otras cosas pero al que en Francia conocemos sobre todo
por la traducción de su poema La balada del viejo marinero. Es un aforismo que
inscribió en el capítulo XII de su singularísima Biographia Literaria. Coleridge da
cuenta allí de una resolución que tomara en cuanto a la lectura (perusal, dice
exactamente) de las obras filosóficas que hojeaba, cuando las leía y regresaba a ellas:
“Mientras no comprendas la ignorancia de un autor, considérate ignorante de su
comprensión”. Es mejor en inglés: Until you understand a writer’s ignorance, presume
yourself ignorant of his understanding. Sería más elegante traducirlo así: “Hasta que
comprendas lo que un autor ignora, piensa que ignoras lo que él comprende”, pero esta
traducción deja que se pierda lo que condensa la expresión “la ignorancia de un autor”.
Debemos tener una relación con la ignorancia del autor para captar lo que este quiere
decir. Para captar el camino que sigue, hay que captar al autor donde él se extravía. Este
es por lo demás el ejemplo que brinda: alguien sigue en pleno día las huellas de un
viajero que perdió el rumbo en la niebla, y así descubre dónde se extravió el viajero
obnubilado.
Esto entraña entonces distinguir dos tipos de comentarios. Uno consiste en decir:
Fulano dijo esto y luego aquello, ¡qué bien fundado! El otro supone tener idea de la
ignorancia de aquel a quien comentamos. Pues bien, guardé en mi memoria este
aforismo de Coleridge y siempre pensé que en cuanto a Lacan nunca lo habremos
examinado a fondo, nunca habremos hecho lo suficiente más que a condición de tener
una idea de su ignorancia. Es una ambición que plantea grandes dificultades. Pero para
percibir a Lacan en su elaboración como un viajero en la niebla quizá no es demasiado
difícil, a condición de ubicarse como es debido, apoyarse en él, en la medida en que él
mismo se concibe como un viajero en la niebla. Esto es lo que anima mi aceleración.

Lacan y los siete enanitos

El laberinto en el que Lacan a la vez se perdió y se orientó es el de las relaciones entre

202
el inconsciente y la libido freudiana. Este extravío es lo que les dividí en siete puntos y
que hoy retomaré. Son los siete enanitos de Lacan.
Primero les mostré que Lacan toma como brújula la oposición entre lo simbólico y lo
imaginario. El primer enanito es esta cruz:

(1)

El segundo enanito es el esquema de las paralelas, el mismo que encuentran en el


seminario La relación de objeto y que torna tanto más necesaria esa formación que
pertenece a ambas, el falo, que la vez pasada representé mediante una suerte de huevo:

(2)

Tercero, les mostré cómo esta articulación se concentraba en el Jano fálico que en “De
una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” aparece ya como
simbólico, ya como imaginario:
(3) Jano

Agregué el cuarto enanito, que corresponde al intento, realizado en “La significación del
falo”, de distinguir y oponer la significación del sujeto S/(s = 0) a S/Φ, donde Φ es el
significante del deseo y también de la libido:

S S
(4)
s=0 Φ

En quinto lugar indiqué, con relación al escrito “Subversión del sujeto…”, la


articulación que Lacan intentara entre el orden significante y la libido freudiana
(concebida como goce) mediante el matema –1 (significante que es la falta del
significante) sobre s = − 1 (significación de goce):

−1
(5)
s = −1

Existen el sexto y el séptimo enanitos. El sexto, que no desarrollé la vez pasada, es la


utilización de las dos operaciones fundamentales sobre pares de conjuntos para resolver
el mismo problema. Escribámoslas mediante dos redondeles que se intersecan. Lacan
las desarrolló a la vez en su seminario sobre Los cuatro conceptos… y en su escrito
“Posición del inconsciente…”:

203
(6)

A través de estas siete escansiones circula y se retoma la misma cuestión. Visto de


este modo, cada vez Lacan parece retomar desde el principio una cuestión idéntica. Y
con el último de sus enanitos finalmente aporta lo que en nuestro uso ha quedado como
el pase, que es la solución en acto, en el análisis, de la articulación entre el inconsciente
y la libido. Por ahora lo escribiré solamente mediante un cuadrado:

(7) El pase

Pese a que esto prosigue más allá — ya llegaremos a eso —, me detuve en el séptimo
porque con este surge el pase.

El algoritmo de Lacan

Ahora iremos al sexto y al séptimo de estos enanitos. Para ello partiré del algoritmo de
Saussure empleado por Lacan, que según sus recomendaciones se lee así: “significante
sobre significado, el ‘sobre’ responde a la barra que separa sus dos pisos”:
S
s
(Aprovecho para recordarles que hay una errata en la página 477 de los Escritos, donde
se lee “etapas” [étapes]34 pese a que, si nos remitimos a la primera publicación de este
texto en la revista La Psychanalyse, debería leerse “pisos” [étages].) Tal como lo
presenté la vez pasada, este algoritmo prescribe la disociación del signo en significante
y significado. Esto hace de él el algoritmo mismo de la interpretación, ya que esta solo
tiene razón de ser porque todo signo es separable entre significante y significado.
No obstante, en este algoritmo el paralelismo aparente entre el significante y el
significado es en sí engañoso, pues podría hacer creer que el significante representa al
significado y que se instala a título de la significación por la que vale. Ahora bien, el
uso que Lacan da a este algoritmo es por completo contrario a esta lectura. Una vez que
lo propone en su escrito “La instancia de la letra…”, lo emplea de un modo que
introduce una disimetría entre significante y significado, al mostrar que el significado
— los valores de la significación — se engendra a partir del significante; es decir que se
agrega a este algoritmo un valor de causalidad, de suerte tal que puede reescribírselo
así:
S→s
La noción que Lacan introduce en el algoritmo saussureano es que el significante,
considerado como un orden, tiene efectos de significado, e incluso que solo podemos
pesquisar la significación de lo que fuere remitiéndonos a las correlaciones entre

34
La errata se ha trasladado a la versión castellana. [N. del T.]

204
significantes. Tal es el valor que puede otorgarse al hecho de que la significación de
cualquier término supone en definitiva presentar sus empleos. Si abren el Littré o el
Robert verán que no se contentan con dar una definición de la palabra, sino que les
presentan cierto número de frases, extraídas de buenos autores, que les muestran cómo
servirse de esa palabra; apuestan a que ustedes podrán captar su significación a partir de
frases, es decir, de correlaciones entre significantes.
Dicho de otro modo, el acento que Lacan coloca sobre este algoritmo es, primero,
que hay correlaciones entre significantes, y segundo, que estas correlaciones tienen una
función determinante en lo que en “La instancia de la letra…” llama “la génesis del
significado”. Y a propósito de esto introduce, en el marco general de “la incidencia del
significante sobre el significado”, sus fórmulas de la metáfora y de la metonimia, que se
hicieron célebres. El algoritmo de Saussure se transforma en el algoritmo de Lacan.
Escribo una f para designar la función del significante S, y bajo la barra la s — lo que
me lleva a escribir encima un 1 necesario para ordenar esa s debajo:
1
f (S)
s
Lo que llamo “algoritmo de Lacan” indica que el significado es función del significante.
Y a continuación Lacan trae su metáfora y su metonimia — dos estructuras que operan
lo que aquí se da como un algoritmo y constituyen, empleando una expresión que
utilizará más adelante, “las dos vertientes generadoras del significado”.
Podemos escribir estas operaciones, que de maneras diferentes generan el
significado, como dos funciones (f):

La primera combina el significante con el significante, la segunda sustituye el


significante por el significante. Como ustedes supuestamente saben, de allí se siguen
dos distintos efectos de significado, dos distintos modos del significado. En el primer
caso, el de la metonimia, el significado se desplaza indefinidamente en la secuencia.
Lacan lo escribe anteponiendo un signo menos al significado:

Como función de la sustitución, el significado por el contrario aparece. Lacan lo escribe


mediante un más que indica el franqueamiento:
 S′ 
f  (+)s
S
En el primer caso, elisión del significado; en el segundo, advenimiento del mismo. Este
binario, en el que ya podemos distinguir uno y otro lado, no cesará de prescribir el estilo
de las construcciones de Lacan, quien incluso en los enanitos 6 y 7 no cesará de
regularse de acuerdo con una operación y con la otra.

Pienso donde no soy

La primera manifestación de este binario es pues esta oposición entre las dos vertientes

205
generadoras del significado, tras lo cual destaco — según el primero de los dos tipos de
comentarios que definí al comienzo — que Lacan se pregunta de inmediato qué es el
sujeto en esta generación del significado, y localiza el sujeto, si este es pensable en el
psicoanálisis, del lado de la metáfora. El sujeto traduce el franqueamiento de la barra
que separa el significante y el significado. Y también destaco que para animar el sujeto
en el psicoanálisis Lacan remite de inmediato al cogito cartesiano con el afán, por
cierto, de modificarlo. Esta modificación del cogito es algo que no cesará de buscar a lo
largo de toda su elaboración, y llega a proponerla en las escansiones 6 y 7, pero ya está
planteada de entrada en esta articulación.
¿Por qué hace falta modificar el cogito cartesiano? Porque se opone diametralmente,
de manera simétrica e inversa, al inconsciente freudiano, ya que supone que Yo soy
donde yo pienso, cuando yo pienso — precisamente cuando yo pienso Yo [Je] —,
mientras que el inconsciente freudiano lo pone en tela de juicio en la medida en que
puede haber pensamiento donde Yo no me encuentro. Y la elaboración de Lacan no
dejará de construir la imagen de un pensamiento que puede ser el mío sin que en él yo
esté presente en calidad de Yo. Podemos decir que el impulso para esto viene dado por
esta construcción del algoritmo saussureano transformado.
Para Descartes, lo que soy — mi ser — se descubre inicialmente en el Yo pienso; el
ser que descubro en el cogito no es otra cosa que puro pensamiento. Entonces aquello de
lo cual no se puede dudar en el cogito — saben que Descartes comenzó por extender las
fronteras de la duda más allá de toda verosimilitud — es la existencia misma de mi
pensamiento. Se lo constata como “una excepción de hecho”, según decía Guéroult. Yo
soy en la medida en que yo pienso, y para que me satisfaga, esto supone que Yo pienso
que yo soy en mi pensamiento. En este aspecto puede considerarse retroactivamente que
esto constituye un rechazo del inconsciente freudiano, dado que este es pensamiento
pero allí donde no soy. Y todas las sucesivas elaboraciones de Lacan sobre este tema
conducen a relativizar, a complejizar esta conjunción entre el ser y el pensamiento.
Ya lo propone en forma de disyunción desde “La instancia de la letra…”, en la
página 498 de los Escritos: “Pienso donde no soy, luego [donc] soy donde no pienso”.
Si intentamos representarnos esta ocurrencia de Lacan, que está animada por la idea de
oponer el cogito cartesiano al inconsciente freudiano, debemos ya recurrir a esta
figuración de dos círculos, en cuya intersección el cogito se inscribe naturalmente — yo
soy, yo pienso:

Pero eso deja dos zonas fuera de la intersección: un yo soy fuera del pensamiento, y un
yo pienso fuera del ser. Esto es lo que mejor traduce aquello a lo que apunta la
disyunción de Lacan: Pienso donde no soy (zona blanca de la derecha) y Soy donde no
pienso (zona blanca de la izquierda).
Si bien Lacan mismo no escribe este diagrama, creo que no es excesivo decir que su
Witz lo reclama. Esto supone unir un círculo que representa el ser, marcado por el Yo
[Je], con otro círculo que representa el pensamiento, también marcado por el Yo. De
hecho Lacan solo presenta esta construcción descalificándola, ya que dice: “Son pocas
las palabras con que pude apabullar un instante a mis auditores”. Reemplaza esta

206
figuración por otra, y propone otra lectura: “No soy, allí donde soy el juguete de mi
pensamiento”. ¿Qué es esto? En lugar de decir Yo pienso, da a la zona blanca de la
derecha el valor de ser exterior al círculo del Yo soy, o sea que en lugar de decir Yo
pienso, dice Yo no soy — allí donde hay pensamiento que me condiciona. Y del otro
lado aparece un Yo no pienso; pero en el lugar del Yo no pienso esperado, aparece:
“Pienso en lo que soy, allí donde no pienso pensar”. ¿Por qué prefiere esta fórmula?
Porque considera que ser y pensamiento son, en su conjunto, pensamiento, y que para el
sujeto el ser no es otra cosa que pensarse como ser; de suerte tal que pensarse ser — y
pensarse ser Yo [Je] — es de hecho un desconocimiento del pensamiento, como si ser
fuese pensar no pensar. Distingue un pensar ser — y pensar ser Yo — que reprime, que
rechaza el hecho de pensar, y por otro lado un pensar pensar — y cuando pienso pensar
me cuesta mucho ser Yo.
Es como si opusiéramos el pensar ser al pensar inconsciente. Y esto es presentado
por Lacan como un segundo Witz después del primero. No se lanza a hacer estas
representaciones que desarrollará mucho más adelante, en 6 y 7; en “La instancia de la
letra…” no presenta esto como un matema, sino como un misterio con dos caras, del
cual dice que conjuga dos hechos. Si forzamos un poco el texto notaremos que son dos
hechos de lenguaje y que en verdad recubren más o menos la metáfora y la metonimia.
Mediante la metáfora puedo pensar que soy, e incluso puedo así formular el cogito,
mientras que el pensamiento inconsciente está del lado de la metonimia. En “La
instancia de la letra…” esto es presentado en forma velada, y lo presento aquí
esquemáticamente solo como referencia para lo que seguirá, a saber, el esfuerzo por
integrar la cuestión del sujeto en esta incidencia del significante sobre el significado.

Pasión del significante

Lo que Lacan presentó primero como incidencia del significante sobre el significado, de
un modo que circuló sin precisión bajo la forma de la pareja metáfora-metonimia,
deviene “la instauración del sujeto por el significante”. En “La instancia de la letra…”
tenemos una suerte de yuxtaposición aproximativa, a la que Lacan no intenta
transformar en un matema. Por eso lo que completa ese texto es “La significación del
falo”, que retoma la misma cuestión desde el principio pero esta vez de un modo más
radical. Cuando en “La instancia de la letra…” Lacan se plantea la cuestión del sujeto,
por un atajo hace equivaler — “provisionalmente”, dice — el sujeto y el significado.
Por el contrario, en “La significación del falo” su verdadero tema es, más allá de la
incidencia del significante sobre el significado, la instauración del sujeto por el
significante. Así, dice que Freud anticipa a Saussure porque de manera implícita ya
tiene la noción del significante, y que da a la oposición saussureana entre el significante
y el significado su alcance efectivo, a saber, que el significante tiene una función activa
en la determinación de los efectos de significado, y que lo que decimos sufre la marca
del significante y así llega a ser el significado. Es decir que el significado siempre lleva
la marca del significante; hablando con propiedad, el significado es la pasión del
significante, o sea, lo que sufre — lo que en otro lugar Lacan denomina “progenitura
bastarda”. Aquí escribe su famoso “‘Ello’ habla” — a lo que agrega: “en el Otro”. Si,
otra vez con los dos círculos que se intersecan, escribimos de un lado el significante (S)
y del otro el significado (s), la posición de Lacan es que el sujeto encuentra su sitio
significante en el Otro:

207
s S
lo que significa que el sujeto del significante no es el sujeto del significado, e incluso
que el sujeto está del lado del significante “por una anterioridad lógica a todo despertar
del significado” — o sea que de algún modo es el primer efecto del significante, antes
de los efectos de significado.
Si leemos “La significación del falo” desde esta perspectiva algo esquemática,
tendremos la noción de una génesis del significante, consistente en que es preciso
tachar, mortificar la cosa significable para elevarla a la dignidad del significante. Como
saben, Lacan da al falo el valor de significante de esta operación:

Desde este ángulo puede decirse que lo que tiene aspecto de génesis del significante es
en definitiva una sustitución, una metáfora primordial. La génesis del significante tiene
esta forma:
 S′ 
f 
S
y la S que es sustituida por S′ puede llamarse significante solo con posterioridad; al
comienzo es la cosa bruta. No obstante, en conformidad con la estructura de la
metáfora, esta tiene un efecto. En este punto Lacan habla tanto del advenimiento del
deseo como del advenimiento del sujeto, que son como los significados primordiales de
esta metáfora:
 S′  deseo 
f   (+) 
S sujeto 
Por eso en lugar de hablar de la incidencia del significante sobre el significado Lacan
habla aquí de la instauración del sujeto por el significante, por la operación primordial
de la metáfora.
La vez pasada señalé que lo que él agrega al algoritmo saussureano es una condición
de complementariedad — o sea que eso no es todo. El sujeto es instaurado como el
significado primordial marcado por la barra y, en este aspecto, como sujeto nada quiere
decir. Es lo que escribí como s = 0. El sujeto es instaurado como marcado, como pasión
del significante, es decir, también como mortificado. Luego queda lo que está vivo en
él, y eso es lo complementario. Toda instauración del sujeto por el significante se paga
con un resto. La libido queda fuera. Ella es lo no es instaurado por el significante.
En ese momento tiene lugar, en “La significación del falo”, ese cortocircuito, esa
elisión que lleva a Lacan a tratar la libido freudiana solo a partir de su significante. Sin
duda algo vivo del sujeto no es instaurado por el significante, y a lo que resta le da el
significante del falo. Así, después de su seminario La relación de objeto trata la libido a
partir de un significante suplementario, y eso lo lleva a decir que lo que del sujeto está
vivo recibe la marca del falo. Lo que del sujeto está muerto es sublimado como
significante que lo representa, y lo que de él está vivo — tal es el cortocircuito —
también es significantizado a su manera. Lacan se precipita a significantizar el resto, y
de este modo hace del falo el complemento del sujeto.
Tal como nos lo presenta en “La significación del falo”, el sujeto es una suerte de
significado tachado ( s/ ), y la condición de complementariedad (◊) es el falo (Φ): s/ ◊ Φ.

208
La condición que impone a este significante fálico es pues la de ser el significante de la
libido o del deseo (d): Φ/d.

Convergencia – Divergencia

Imponer al resto un significante y solo tratar a este resto mediante el significante es un


cortocircuito. A la vez, es muy eficaz pues le permite reescribir las “Contribuciones a la
psicología del amor” de Freud. La prueba del deseo consiste para el sujeto en saber bajo
qué condiciones puede manejar o ser el significante que tiene por significado el deseo,
es decir, cómo ser el falo. ¿Cómo el sujeto — este significado tachado — puede adquirir
valor fálico? El hecho de significantizar ese resto introduce entonces una problemática
de identificación que en verdad constituye el callejón sin salida de este abordaje.
Lacan pone en escena este cómo ser el falo por medio de dos binarios. El primero
está formado por la demanda de amor y por el deseo. Ya que estoy agregando esquemas
donde el texto de Lacan no los tiene, introduzcamos uno que sitúe el sujeto y el Otro en
dos puntos. Propongo representar este binario, animado de una dialéctica, del siguiente
modo. La demanda de amor, que va del sujeto al Otro, supone que este no tiene —
entonces lo escribo tachado ( A/ ) —, mientras que el deseo del Otro supone que el sujeto
tiene valor fálico (φ):

Esta dialéctica entre la demanda de amor y el deseo del Otro ya tiene por efecto
introducir en el sujeto una división — segundo binario — entre el ser y el tener, pues
para el sujeto la cuestión al término del vector del deseo del Otro no es tanto la de tener
el falo, sino la de ser el significante del deseo del Otro, Φ/d.
Saben que a partir de esta construcción que esquematizo Lacan opone la posición
mujer y la posición hombre. La demanda de amor del sujeto mujer (SF) apunta al Otro
tachado (A / ), al que se supone masculino (H). Su deseo también apunta a él, converge en
el mismo objeto, pero esta vez en la medida en que puede presentar lo que responde al
falo (φ):

Nótese que este falo que el Otro tiene toma su valor solamente como significante del
deseo, Φ/d. Dicho de otro modo, lo tiene en el plano imaginario (φ) pero solo posee su
valor propio por poder ser significante del deseo.

209
La demanda de amor del sujeto hombre (SH) también apunta al Otro tachado (A /) —
esta vez una mujer (F) — en la medida en que no tiene el objeto imaginario pero puede
representarlo. Sin embargo, el vector del deseo no converge con el anterior, sino que se
dirige a Otra que puede tener la función de este significante del deseo, Φ/d:

Entonces, para el sujeto mujer tenemos una convergencia y para el sujeto hombre
una divergencia, y esto solo es comprensible a condición de captar que lo que gobierna
es el significante fálico como significante del deseo; es decir que si en SF el hombre
puede satisfacer por tener, es en la medida en que ese tener vale como significante del
deseo, mientras que en SH está el tema de la Otra mujer, y el no-tener es lo que toma
valor de significante del deseo. Lo que torna ilegible el texto de “La significación del
falo” es, si quieren, el hecho de no introducir este valor Φ/d con respecto al cual se
juegan tanto la convergencia como la divergencia.
Cuando más adelante Lacan intente escribir la fórmula del deseo femenino, retomará
exactamente los términos que propuse aquí, a saber, A/ (ϕ) .
Y cuando quiera escribir el deseo masculino, que está sobre el vector SH → Φ/d, lo hará
develando el significante Φ, al que agrega entre paréntesis algo que no está presente en
“La significación del falo”, el a que puede tomar como primer valor cualquier objeto
que tenga el valor del significante del deseo: Φ(a).

La pérdida de lo vivo

¿Qué lleva a Lacan hacia el objeto a? Un arrepentimiento — el de haber reducido a su


significante fálico, mediante una suerte de golpe de mano, lo que del sujeto queda vivo.
El objeto a es por el contrario lo que responde a la noción de que el deseo no se agota en
su función de significado del falo. Lo que a partir de “La significación del falo” les
presenté como s/ ◊ Φ se transformará en S/ ◊ a .
Esta es la corrección esencial que Lacan aporta: que el sujeto s/ equivale a la falta de un
significante S/ , y que la libido no se inscribe mediante el falo Φ en el orden significante,
sino que necesita el agregado de otro término, a, que no es un significante en sentido
estricto y que por el contrario señala la impotencia del significante para designarlo. La
transformación de aquella fórmula implícita nos da esta fórmula del fantasma.
Lo que la vez pasada llamé la escansión número 5 comienza por transformar lo que
nos presentaba “La significación del falo”. Este texto está hecho para decir — y lo
encontrarán escrito prácticamente así — que el primer sitio significante del sujeto está
en el Otro, y la “subversión del sujeto” consiste precisamente en desplazar el lugar
propio del sujeto. La respuesta a la pregunta ¿Qué soy Yo? es No solamente, ni de
entrada, un significante: soy en el lugar del goce. Cuando Lacan formula Soy en el

210
lugar del goce dice lo contrario de lo que decía antes. Soy en el lugar del goce significa
No soy de entrada en el Otro.
La escansión número 6 intenta presentarnos una construcción simple de este
laberinto. En este aspecto, lo que Lacan aporta en su Seminario XI y en “Posición del
inconsciente…” es el condensado, el resumen, la simplificación, la solución de estos
caminos por los cuales podemos decir que erró, ya que él mismo fue con la mayor
frecuencia suficientemente prudente para no representarlos de ninguna manera. Y lo que
caracteriza a esta sexta tentativa es utilizar la teoría de conjuntos para representarnos la
instauración subjetiva como una metáfora renovada y su condición de
complementariedad como una metonimia renovada. También indica que toda
instauración subjetiva se paga con una pérdida, una pérdida de lo vivo, y que esta es
colmada por cierto número de objetos.
Más allá del comentario explícito, podemos plantearnos la cuestión de saber por qué
Lacan recurrió a la teoría de conjuntos. Me parece que hay una razón muy simple, y es
que ella permite dar ser al sujeto, dado que en esa teoría se emplea el conjunto vacío, y
lo que se nos evapora mediante todas esas negaciones tales como El sujeto no es nada,
no significa nada, no hay significante del sujeto, se torna manejable mediante la teoría
de conjuntos. Tiene sentido, en efecto, decir primero que hay un conjunto y luego decir
que el mismo está vacío. Dicho de otro modo, creo que lo que llevó a Lacan hacia la
teoría de conjuntos es la posibilidad de representar y manejar este valor negativo, de
figurar la instauración subjetiva y su respuesta como complementariedad. De acuerdo
con la orientación binaria que le es propia, en la teoría de conjuntos Lacan se dirigió a
dos operaciones, la intersección y la unión, para figurar la instauración subjetiva
mediante una y la condición de complementariedad mediante la otra.
Saben cómo puede representarse el conjunto y los elementos que forman parte de él.
He aquí el conjunto E:

Escribiremos los elementos que le pertenecen mediante una x, y la relación de


pertenencia mediante una suerte de épsilon, ∈:
x∈E
mientras que en caso de que x no le pertenezca escribimos esa relación tachando la
épsilon:
x∉E
Esta relación de pertenencia — es decir, el hecho de ser un elemento del conjunto —
no es la única manera de estar en el conjunto, ya que se puede distinguir otra, que es la
de la parte. Se llama parte de E a un subconjunto en el que todos sus elementos
pertenecen al conjunto E. Tomo, por ejemplo, tres elementos para construir el conjunto
A como parte del conjunto E:

Para significar que todos los elementos que pertenecen al conjunto A también
pertenecen al conjunto E se escribe

211
A⊂E
y esto se lee “A es parte del conjunto E”.
A este título pueden distinguirse además dos partes notables. Hay un subconjunto
especial que comprende todos los elementos de E, llamado parte plena, que es una
suerte de doble del conjunto E, y también está la parte vacía (∅), que no comprende
ninguno de los elementos de E, pese a lo cual se considera una parte de E:
∅⊂E
El hecho de que pueda decirse que el conjunto vacío es siempre una parte notable del
conjunto E es la propiedad definitoria que atrajo a Lacan hacia la teoría de conjuntos.
Si quisiera reconstruir lo que atrajo a Lacan hacia aquí para resolver la cuestión de la
articulación entre el inconsciente y la libido, diría que es la existencia de dos
operaciones elementales sobre los pares de conjuntos, la unión y la intersección, a las
que también podemos representar mediante dos círculos que se cruzan. La unión
consiste en tomar todos los elementos, tanto los que pertenecen a uno como los que
pertenecen al otro, de tal suerte que hay cierta o en la unión; se toman los elementos que
pertenecen a uno o al otro, pero esta o incluye el valor de una y, de modo que si se
quiere representar la unión se marcará de gris la superficie total, las tres zonas que así se
recortan:

unión

La intersección solo toma los elementos que pertenecen a uno y al mismo tiempo al
otro:

intersección

Lo que hizo a Lacan detenerse en la lectura de la teoría de conjuntos es la existencia


de estas dos operaciones fundamentales del álgebra de conjuntos. Le atrae el dos, le
atrae lo que se corresponde con la metáfora y la metonimia, con la instauración del
sujeto inconsciente y de la libido. Notemos que ambas operaciones son modificaciones
de las que conocemos en la aritmética, llamadas adición y sustracción. Si tenemos 1 y
agregamos 3, obtenemos 4, y si tenemos 3 y sustraemos 1, obtenemos 2:

Para que corresponda al 1, tomo un conjunto de un elemento (α):

y para que corresponda al 3 tomo otro que tenga tres elementos (α, β, γ):

212
En la aritmética adiciono simplemente el cardinal de estos dos conjuntos y obtengo 4. Si
por el contrario practico la operación unión (∪) encuentro otra cosa, ya que ubico α en
la zona de intersección, y la unión de estos dos conjuntos da un cardinal de 3, mientras
que la adición daba el cardinal 4. Es como si hubiese una pérdida — perdí el elemento
común a los dos conjuntos.

De igual modo, si practico la operación de intersección (∩) solo encuentro el


elemento α que es común a ambos conjuntos. Allí también es como si hubiese una
pérdida; la intersección me da un cardinal igual a 1, mientras que la sustracción me daba
el cardinal 2.
Comparadas con las operaciones aritméticas de adición y sustracción, la unión y la
intersección en la teoría de conjuntos producen como por milagro fenómenos de
pérdida, debido a este recubrimiento de parte de los conjuntos.
Puede pensarse que este surgimiento de una pérdida es lo que retiene a Lacan porque
su problema es demostrar que la instauración del sujeto por el significante nunca es total
y que siempre entraña una pérdida — la pérdida de lo que está vivo. Quiere demostrar
que la instauración del sujeto siempre implica el inconsciente — una pérdida de sentido
que queda a interpretar — y también implica una pérdida del lado de la vida — y su
saturación bajo la forma de objetos libidinales. Allí encontramos la singular
construcción que nos propone, cuya arbitrariedad debemos ver.
Partamos del significante S y sigamos su movimiento. Este significante siempre se
articula con otro, lo cual justifica poner S1 y S2 en un segundo tiempo. ¿Hay que
concebir esto como una adición? Si se lo concibe como una adición, esta es
perfectamente pacífica, resistente, y puede representarse mediante el hecho de que el
sujeto surge cuando S2 viene después de S1 y le da sentido:

S1 S2
S/

Si tuviéramos el esquema de la adición podríamos decir que todo está en orden,


simultáneamente presente, y que no queda más que seguir hablando. Pero la
construcción de Lacan consiste en sustituir esta visión acumulativa y aditiva del
significante por una concepción conjuntista a fin de hacer surgir una pérdida, de donde
se sigue otro esquema. Sin duda aparece el significante,
S1
pero — pequeña modificación — aparece como elemento de un conjunto:

213
y después, cuando aparece S2, tenemos otro conjunto que comprende S1 y S2:

Entonces, ¿qué sucede si en lugar de funcionar a partir del primero, el segundo y lo que
sigue, hacemos intervenir aquí el conjunto?

Elección forzada

Desde ya, no podemos hacer intervenir la adición, sino que debemos hacer intervenir la
unión, pues estamos con conjuntos. Y tenemos el siguiente esquema, que tiene la
ventaja de hacer aparecer en la zona izquierda, vacía, precisamente el conjunto vacío,
∅, ese sujeto tachado que ya está incluido en el segundo tiempo, en el que S1 figura en
el conjunto:

He aquí la animación que Lacan imprime a esta instauración subjetiva. Con S2 tenemos
el segundo significante, que produce el sentido; con S1, el primero, que no lo tenía (el
sinsentido); y con la tercera zona, ese ser singular, vacío, que es todo lo que tenemos
como ser del sujeto. De allí la noción de que si el sujeto quiere el sentido, lo paga con el
abandono de este conjunto que está formado por la parte vacía, ∅, y de S1. Es decir que,
si quiere el sentido, el ser del sujeto y el sinsentido resultan reprimidos.

Lacan utiliza este esquema de la unión para intentar hacer comprender que toda
instauración del sujeto en el sentido, mediante el significante, se paga con una parte de
represión. Es decir que caen en lo reprimido el sujeto, que pasa a ser sujeto del
inconsciente, y S1, que se convierte en un significante reprimido.
Me parece muy complicado obtener a partir de este esquema la idea de una represión,
salvo a partir de las zonas ∅ y S1. Por eso Lacan inventa decir que hay una elección. En
este esquema nada la impone. Si lo dice es para mostrar que la instauración del sentido
se paga con represión. Así nos lo presenta, en términos de elección forzada: si eligen el
sentido (producido por S2), pierden el resto, es decir, parte de sinsentido, la parte S1 del
conjunto {S1, S2}, y el sujeto del inconsciente, ∅, se les escapa. Si quisieran por el

214
contrario elegir S1, el sinsentido, la petrificación, no les quedaría más que este ser vacío
del sujeto, ∅, porque perderían el segundo conjunto {S1, S2}. Podemos además
imaginar que ciertos sujetos hagan esa elección. Por ejemplo, podemos intentar
representarnos el sujeto autista a partir de una elección que finalmente no deja al sujeto
otra cosa que su propio vacío entre las manos. Pero la elección canónica es la de S2. La
parte izquierda es retenida y cae en la represión.
Hace tiempo expliqué este funcionamiento. Lo que intento hacer aquí es mostrar sus
motivaciones, mostrar que en definitiva lo que está en juego para Lacan es indicar que,
con una metáfora de algún modo modificada, todo surgimiento de sentido se paga con
represión. La metáfora válida para el lenguaje indica simplemente que la correlación de
un significante con otro en la sustitución conduce al surgimiento de la significación,
mientras que este esquema es una metáfora transformada, destinada a mostrar que el
surgimiento del sentido es correlativo de una represión. Por eso este esquema completa
“La instancia de la letra…” y nos presenta una metáfora que es propiamente del
inconsciente. No es la metáfora lingüística, cuya fórmula propuso Lacan en ese escrito.
Aquí tenemos la fórmula de una metáfora del inconsciente, en la que el surgimiento del
sentido se paga con una represión.
Lacan intenta pues utilizar la intersección para dar cuenta del modo en que la libido
llega a insertarse en la operación. ¿Qué nos queda de la fórmula precedente? Ante todo,
el conjunto vacío, ∅. Y la correlación que Lacan nos propone es la del conjunto vacío
en su intersección con {S1, S2}. Dicha intersección es el propio conjunto vacío, y en este
retorno de la operación Lacan intenta mostrarnos que el sujeto del inconsciente, como
vacío, puede hallar una equivalencia. En el fondo, es una metonimia transformada. ¿En
qué condición el sujeto del inconsciente encuentra su equivalencia en la relación S1–S2?
¿Qué hay entre S1 y S2 que aquí no está inscripto? Normalmente, el significado (s):

s
y este esquema podría querer decir que el sujeto se reconoce en el significado del Otro.
Lacan debe escribir que es preciso que entre S1 y S2 el sujeto experimente otra cosa
que lo motive, algo distinto de los efectos de sentido. Es preciso que en el lugar donde
está la metonimia del significado encuentre otra cosa que el significado mismo. Y en
esa misma intersección ubica su propia falta. En este aspecto, esa segunda construcción
es una metonimia transformada, pues implica que entre S1 y S2 hay algo diferente del
significado, que por la introducción del conjunto vacío (que representa al sujeto) se
produce una modificación, una transformación de este significado.
Para eso Lacan propone tres sentidos — solo son sentidos. Primero hace de su
desaparición el objeto del campo del Otro. Entonces, el primer valor de la localización
del conjunto vacío en este lugar es su propia desaparición. Lacan lo ilustró por medio de
su ¿Puede perderme? Esta desaparición puede ser simplemente abandonar el análisis.
Tal es el primer valor que puede darse a esta falta. El segundo valor es la muerte. Hace
de la muerte el objeto del deseo del Otro e intenta así dar cuenta de la pulsión de
muerte. Tercero, el objeto perdido; ubica en este lugar el objeto que pierde. Sin duda
estos tres sentidos transforman el valor que puede darse al campo del ser en relación con
el campo del sentido. Este ser es lo que antes habíamos llamado lo vivo, que se presenta

215
en forma de conjunto vacío pero que, a partir del momento en que Lacan lo anima como
pulsión, vale evidentemente como lo vivo. Por eso llama a ese campo el del ser vivo. La
paradoja es que así se llega a representar el ser vivo bajo el mismo aspecto que el sujeto
del inconsciente, es decir, como un conjunto vacío. Y este esquema adquiere así el valor
de decir que el ser vivo no puede advenir por completo a la palabra, al campo del Otro o
del significante, a punto tal que en este sentido el Otro del significante puede tomar el
valor del Otro del sexo opuesto,

y Lacan traduce su esquema diciendo que el ser vivo no tiene “acceso al Otro del sexo
opuesto sino por la vía de las pulsiones llamadas parciales”, es decir, la de los objetos
que puede inscribir en la falta en el Otro.
Hoy he mojado mi camisa, pues una vez que todo esto es desnudado y vemos su
esqueleto hay que admitir que está lleno de saltos y arbitrariedades. Lo que leemos en
Lacan es esto, pero montado, vestido, presentado para que se comprenda. Por el
contrario, hoy intenté darles solo el esqueleto del asunto, con toda la arbitrariedad que
presenta. Intenté hacerlo así para que la próxima vez podamos captar mejor las
coordenadas mismas de lo que Lacan denominó el pase.

11 de mayo de 1994

216
XVIII

Sinsentido y displacer

Agradezco que la vez pasada me acompañaran en un recorrido algo precipitado,


voluntariamente acelerado. (Supongo que me acompañaron, dado que siguen estando
aquí.) Gracias al camino que despejé, hoy andaré con paso más moderado.
Vuelvo a partir de la obra de Freud, pero ahora para llegar a estrechar de más cerca la
coyuntura en la que Lacan caracterizó la conclusión de la cura en términos de pase. En
la obra de Freud se practica una partición. Lo que llamó inconsciente es muy diferente
de lo que con ese nombre circuló en la historia de la filosofía y la psicología, y verán
que con pocos años de intervalo Lacan le dio una definición, una localización muy
diferente.

Significación y satisfacción

Según el modo en que Freud enseñó su descubrimiento, ¿en qué consiste esa cosa
problemática a la que llama inconsciente? Con toda evidencia, consiste en un modo de
lectura. No nos equivocaremos al considerar de entrada que el inconsciente es un
método de desciframiento, un procedimiento de traducción, y el resultado es inseparable
de ese procedimiento de traducción. Freud puso a prueba ese modo de lectura en un
texto tradicional que es el libro sobre el sueño. No se le escapaba que ese texto era
tradicional; la Traumdeutung comienza por una vasta reseña erudita de la historia del
sueño, de la historia de las lecturas del sueño. ¿Por qué el sueño es pues el lugar
tradicional en el que se ensayaron diversas lecturas? Porque fue desde siempre
reconocido como un lugar de significación enigmática; significa, pero no se sabe bien
qué significación tiene. Tradicionalmente se reconoció que en el sueño, digámoslo así,
hay significante, y tanto más cuanto que no se sabe lo que quiere decir — con la certeza
de que debe querer decir algo.
Puede entonces decirse que el sueño estaba desde siempre para ilustrar el algoritmo
S/s, es decir que el significante y el significado no caminan juntos, que hay entre ellos
una barra que resiste a la significación. Así, se recurrió a intérpretes para que
formularan lo que ese significante enigmático quería decir. Con frecuencia se pensó que
eran los dioses que hablaban y enviaban mensajes; no es una idea absurda en absoluto.
Freud interpretó lo que el sueño tiene de querer decir en términos de deseo — si
traducimos así lo que denominó Wunsch, la voluntad, el anhelo. Como todos, admitió
que hay en el sueño una intención de significación, que el sueño está atravesado por una
intencionalidad — algo que él no inventó. Lo que inventó es cierta interpretación de esa
intencionalidad. Lo que está en juego en el registro del descubrimiento de Freud es
entonces — sin esfuerzo y mediante una simple codificación en términos que ya a
comienzos de siglo eran modernos — el significante y el significado, el sentido y la
significación.
Como saben, hay no obstante en Freud otro registro donde lo que está en juego no es
esto, sino el placer y el displacer, la satisfacción, y eso constituye casi una ruptura con
el curso de la obra de Freud. Salta a la vista por ejemplo en los Tres ensayos de teoría

217
sexual. De hecho, la sexualidad allí referida desborda la relación entre los sexos stricto
sensu, ya que Freud evidencia poderosamente la satisfacción del sujeto, a la que llama
autoerótica. Sin duda no está allí en juego el significante y el significado, pero desde la
Traumdeutung fue llevado a incluir una importante reflexión sobre el principio del
placer, de tal suerte que no es posible atenerse a la noción de que el funcionamiento del
significante solamente tiene por meta producir significación. De entrada, para Freud,
eso no se comprende más que si ese funcionamiento del significante está — así lo
formuló — al servicio del principio del placer, y entonces no produce únicamente
significación, sino también satisfacción. A esto se reduce la articulación, planteada y en
cierto modo resuelta ya en la Traumdeutung, entre la significación y la satisfacción.
El binario significante-significado no es el único; también existe otro al que en esta
ocasión llamaré significación-satisfacción. Y lo que les reconstruí del itinerario de
Lacan tiende a estrechar cada vez más ese nudo entre significación y satisfacción.
¿Qué impide decir que el significante está hecho para producir significación y que
también está hecho para producir satisfacción? Admitamos que es lo que sucede cuando
todo va bien (TVB, o incluso RAS,35 sin novedad): el significante produjo significación, y
con eso, satisfacción. ¡Duerman tranquilos! Existe por supuesto la idea de que cuando la
significación está bien constituida hay un efecto de comprensión bastante equivalente a
un adormecimiento. Este parentesco entre el sueño y la comprensión es sin duda lo que
motivó a Lacan, que para ello estaba dotado, a presentarnos esquemas de una
complicación, un refinamiento y a veces una arbitrariedad que son quizá capaces de
velar lo que está en juego; se dispone cierto número de falsas ventanas a fin de que no
nos amodorremos durante la operación.
Pero no todo va bien, y de ambos lados — dado que aquí me aplico a subrayar el
paralelismo entre la significación y la satisfacción. Por una parte hay significantes de los
que no sabemos qué quieren decir, incluso cuando los interpretamos, o sea que hay
efectos de sinsentido que parecen imposibles de eliminar. Por otra parte es un hecho que
regularmente no se produce satisfacción, sino insatisfacción. De un lado sinsentido, del
otro insatisfacción. Tal es el lugar que Freud reserva, por ejemplo en su Traumdeutung,
a la pesadilla, que traduce cierto fracaso del principio del placer. Volverá a este asunto
hasta llegar a dar una importancia fabulosa al hecho de la repetición. Si esta tiene ese
lugar en la obra de Freud, y si Lacan llegó una vez a hacer de ella uno de los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis, es porque la repetición traduce precisamente
el tropiezo del principio del placer, y también el tropiezo en el orden de la satisfacción.
Repetición quiere decir que algo no se consuma, no se extingue en la satisfacción del
placer y tampoco en la satisfacción de la significación; quiere decir que algo recomienza
porque no se satisface. Con ese nombre Freud designa lo que no se consuma en el orden
de la significación así como en el orden de la satisfacción. Jamás se consuma, como si
por un lado hubiese un enigma eterno y por el otro un displacer definitivo, como si por
siempre hubiese algo rebelde tanto a la significación como a la satisfacción. Esta es
entonces una presentación en paralelo de una “hermenéutica” y de una “economía” del
psicoanálisis.
La entrada misma en análisis nos presenta muy bien esta pareja entre el sinsentido y
el displacer. Por un lado es preciso un significante enigmático, al que Lacan llama
“significante de la transferencia” y que puede ser cualquier cosa que funcione como tal
— no es un tipo especial de significante, sino uno portador de enigma —, y también es
35
Las siglas TVB, de tout va bien (todo va bien), y RAS, de rien à signaler (sin novedad), son de uso
corriente en informes militares o médicos. [N. del T.]

218
preciso suponer un displacer, que en la entrada en análisis es por lo general más bien
notorio, destacado. No creo entonces que la pareja entre el sinsentido y el displacer se
halle tan lejos de la experiencia como para que haga falta justificarla más.
Puedo ahora introducir el hecho de que Freud descubrió un más allá para el principio
del placer, es decir que este regularmente fracasaba y que había entonces insatisfacción,
displacer. Supuso pues que otro principio tomaba el relevo para paliar ese fracaso. Pero
en ese más allá descubrió que había una satisfacción, una satisfacción más allá del
principio del placer, una muy curiosa satisfacción que no es apaciguadora, una suerte de
placer en el displacer que lo llevó además a estudiar minuciosamente el problema
económico del masoquismo. Y luego también descubrió en cierto modo un más allá del
principio de la significación. A propósito del sueño mismo, descubrió que había una
significación infinita, que podía proseguirse el desciframiento sin encontrar un principio
de detención y que así prácticamente se persistía siempre en el enigma. Eso lo llevó más
adelante, en Inhibición, síntoma y angustia, a pensar que existía algo originariamente
reprimido, algo reprimido más acá de todas las represiones, y que sería una suerte de
significante enigmático definitivo. En relación con esto Lacan vino a hacer operatorios
esos “más allá” que se hallaban en el horizonte del descubrimiento.

Goce y enigma

Como prosigo la oscilación entre significación y satisfacción, diré que de entrada llamó
goce a este placer en el displacer. Mostró incluso que, más allá de la oposición entre el
placer y el displacer, existe el goce que en este aspecto es indiferente a esa oposición;
que sin duda placer (P) y displacer (DP) se oponen, pero que por encima o más allá de
este antagonismo existe el goce:

También extendió el orden de la significación hasta incluir en él el sinsentido, y hay una


significación del sinsentido que se llama enigma. Opongamos aquí el efecto de
significación, (+)s, al enigma, (–)s. Más allá de esta oposición existe el enigma, e
incluso el significante enigmático Se:

Establezco entonces un paralelismo entre el enigma (en el orden de la significación)


y el goce (en el orden de la satisfacción). Creo que estas paralelas que trazo permiten
captar mejor que ellas pueden cortarse. Las líneas paralelas siempre se cortan, si se
acepta proporcionarlesaportarles un punto en el infinito. Pues bien, en cierto sentido
Lacan hizo del falo freudiano un punto en el infinito donde se cruzan significación y
satisfacción.
Tomemos el registro de la hermenéutica, en el que nos vemos confrontados al hecho
de que hay algo que no llega a significar. Para esta dificultad Lacan presentó la
siguiente solución, que ya les expuse al ras de su texto. Veámosla con más perspectiva.
¿De qué se trata? Lo que en el orden de la significación tropieza estructuralmente,
depende de la naturaleza del significante. Esa es la solución de Lacan. Decir que el
significante es mortificante significa que en todos los casos el precio a pagar por
significar es la muerte. Entonces lo que depende de la vida es por esencia, por
estructura, fuera-de-significante. De allí la idea de ese esfuerzo por encargar a un

219
significante que signifique lo que queda vivo, un significante en infracción encargado
de significar lo que por estructura el significante elimina, anula, un significante
encargado entonces de significar la vida, lo vivo. Es lo que construyó como el privilegio
del falo, que por cierto captó en Freud; pero puso al falo en su sitio como el significante
excepcional, el significante en infracción a la ley del significante. En infracción,
primeramente porque no tiene par, no forma un binario y Freud lo nota — es el
significante al que ambos sexos se refieren —, y también porque paradójicamente
captura lo que está destinado a quedar fuera-de-significante, a saber, lo vivo. Por eso en
ocasiones llamó a este significante excepcional más bien una marca que un significante,
y al mismo tiempo lo considera radicalmente reprimido — como significante de lo que
queda vivo, no está a disposición de un sujeto consciente. Bajo modalidades diversas, el
significado de este significante es la vida; más precisamente, es el significante del
enigma de la vida y de la reproducción de la vida.
¿Cuál es el nombre de la vida en psicoanálisis? En “La significación del falo” Lacan
responde: el deseo. Es preciso decir que constituye un cortocircuito confundir la libido y
el Wunsch freudiano como ese texto de Lacan lo hace, de manera velada y sin que jamás
llegue a formularse como tal — hay un temblor, un pequeño movimiento que hace que
no nos demos cuenta. Y precisamente, porque gira en torno a esta confusión — ¿la
comete o la roza?, no estamos aquí para juzgar esta elaboración sensacional —, porque
no la desambigua, hace ver que la libido no se confunde con el Wunsch. Y toda su
elaboración posterior está hecha para mostrar que el deseo no es la pulsión. El deseo
depende de la articulación significante y corre bajo el significante como una especie de
significado. Por desplazarse así, se presta a ser confundido con la vida, con el
movimiento de la vida, pero hay que distinguirlo de la pulsión, que concierne al cuerpo.
El deseo también, pero concierne al cuerpo como mortificado, mientras que la pulsión
lo concierne como cuerpo gozante, y el goce está ligado a la vida de tal suerte que allí la
pulsión toma su posición esencial.
¿Qué es lo que Freud llama pulsión? Una actividad que se realiza infringiendo el
principio del placer y que siempre concluye en una satisfacción — una satisfacción de la
pulsión. Aunque el sujeto crea padecerla, se sienta desgraciado, atormentado por ella, y
quiera quitársela de encima, en el nivel de la pulsión se satisface. Y podemos decir
como Lacan que en el nivel de la pulsión el sujeto siempre es feliz, tanto que repite su
satisfacción aun cuando crea que le da insatisfacción.
El punto clave de lo que no es satisfactorio en “La significación del falo” es entonces
que se presta a la confusión entre el deseo y la pulsión, el Wunsch y la libido. Por eso en
la construcción que presentó en “Subversión del sujeto…” Lacan no solo establece la
distinción entre la demanda como significante y el deseo como significado, sino que
establece — de un modo absolutamente explícito en su grafo — la distinción entre el
deseo y la pulsión. A este propósito ensaya pues, como lo recordé, una articulación
entre significante y goce. Realiza allí una nueva elaboración del significante
excepcional, que no va con los otros, es decir del lugar donde en apariencia fracasa el
principio de la significación. Lo hace a partir del principio de que un significante remite
siempre a otro significante. En bucle, siempre es pensable, ya que basta dar la vuelta y
remitir al vecino, pero es distinto si se da a este principio una aplicación de cadena, si se
introduce un dinamismo, pues así se aísla el Otro significante como tal, el último, aquel
que tras él no tiene otro que lo represente. Es un modo muy simple de captar la
necesidad estructural del significante excepcional.
Ese significante que no va con los demás, ese significante en infracción, ese

220
significante raro es el que Lacan llamó “significante del Otro tachado”, S(A / ) , el
significante que está aparte de todos aquellos que están en el lugar del Otro, aparte del
conjunto de todos los demás significantes. Es entonces suplementario y en cierto modo
está vinculado a ese conjunto, al punto que Lacan lo hace equivaler al círculo mismo del
conjunto que reuniría a todos los significantes — es una representación, una imagen.
Saben que él inventa simbolizar el significante excepcional mediante la escritura –1 y
realizar en ese punto una conjunción entre la significación y la satisfacción, entre el
significante y el goce, al decretar que el goce está en posición de significado del
significante excepcional.
La ruptura que se ve en su texto — cuando dice ¿Y qué hay en este sitio? El goce —
responde a la lógica de las paralelas y de su convergencia. Él aísla en el orden
significante el significante excepcional, el que constituye el enigma definitivo, eterno,
toma luego el término que está en infracción con respecto al principio del placer, el
goce, y los pega. De allí la fórmula de que el goce está en posición de significado del
significante excepcional. En verdad, el punto en el infinito opera allí su convergencia.
Lacan adjunta estos dos registros como significante y significado, e intenta mostrar
cómo el goce (J) es una suerte de significado de S(A/ ):

S(A/)
J

Esta escritura, que no se encuentra en los Escritos, representa la costura entre los dos
órdenes en que se reparten la obra de Freud, entre lo que es del orden del significante
por un lado, y por otro lado la libido freudiana y la satisfacción de la pulsión. Por eso da
ese volantazogolpe de timón que consiste en decir: ¿Y qué hay en este sitio? El goce.
Lleva las cosas al punto de simbolizar S(A / ) mediante –1, y luego — tras un cálculo
barroco que no quiero devaluar pero que no es lo esencial del asunto — dar a la
significación de goce el valor − 1 :
−1
−1
Lo esencial no es –1 ni − 1, y si trituran estos términos no captarán la lógica de hacer
quecoincidir en el mismo punto el enigma eterno — que está en y el displacer
definitivo, la infracción en el orden significante — se encuentre con el displacer — que
está eny la infracción con respecto al principio del placer — en el mismo punto.. Aquí –
1 es el símbolo que inventa para el significante excepcional, y − 1 el que inventa para
la significación de goce de ese significante.
Así determina lo que en “La significación del falo” llama lo que de vivo queda en el
sujeto, pero en rigor aquí el nombre de la vida no es el deseo, sino el goce. Esto permite
decir que el goce jamás es representado como tal en el significante, dado que el orden
significante es mortificante. Por eso “el goce está prohibido a quien habla” y “no puede
decirse sino entre líneas” — lo que ya indica una afinidad entre el goce y la metonimia.
Es interesante ver que más adelante, cuando (en base a esta construcción, cuya
reducción en verdad les doy ahora) cuando más adelante haya que meter en ella el falo,
el efecto será desdoblarlo. Lacan lo desdobla entre un falo devenidoque se torna
negativo, –φ, y un falo “imposible de hacer negativo”, Φ. El primero es imaginario,
pues en efecto es difícil sostener que todo significante del falo está radicalmente

221
reprimido, dado que ocupa la representación del sujeto en una medida de la cual
testimonia la experiencia analítica — como si ello hiciera falta. De este falo, imagen
devenida negativa, Lacan dice que es el símbolo del “sitio del goce”. El segundo es el
falo propiamente simbólico, devenido positivo, el único del cual dice que es el
“significante del goce”. Esto supone que pueda darse al significado de –1 el símbolo –φ
en lo imaginario y volverlo positivo como Φ en lo simbólico:

−1
−ϕ:Φ

y Lacan dice: “Por muy sostén que sea del (–1), [es] imposible de hacer negativo”.
La costura es un poco difícil de hacer, y hay que captar lo que la motiva en Lacan.
¿Qué motiva el desdoblamiento del falo? Este desdoblamiento tiene una lógica, y allí se
nota que ese trabajo no logra concluir en la relación entre esos dos órdenes. Por un lado
el falo –φ simboliza el sitio del goce, es decir, el goce como castrado, mortificado, y
esto obliga a Lacan a retroceder un paso para simbolizar mediante Φ el goce vivo,
incastrable, que es el goce propio de la pulsión. Este Φ es el eslabón débil de toda esta
construcción y el que en definitiva se romperá, en primer lugar porque carga con dos
infracciones — una consiste en que, como significante, es único, y la otra consiste en
que es imposible de hacer negativo —, pero sobre todo porque es un significante
glorioso con fuertes raíces en lo imaginario, pese a que por el contrario debería calificar
el resto de goce que queda tras la operación de mortificación, y no le resulta fácil — en
todo caso, no parece muy adecuado para simbolizar el goce de la pulsión. Esta brillante
construcción se apoya en ese elemento, en el símbolo que sería capaz de representar el
resto de goce que en el propio Freud se opone a todo lo característico del orden de la
organización genital. Por más simbólico que lo hagamos, Φ sigue ligado a lo genital.
En definitiva, allí Lacan introduce — voy rápido otra vez — su objeto a, que es un
significante porque al menos es una letra que sirve para simbolizar, pero una de la cual
decimos que no es un significante. Aquí ya no hay un significante en infracción respecto
del orden significante, sino una letra de la cual se dice de entrada que no es un
significante — no se ocupen de saber si está en infracción con váyase a saber qué ley,
pues no es un significante. Por medio de esta letra Lacan simbolizará duraderamente la
heterogeneidad del goce en relación con el significante. Hará de ella el símbolo del resto
de goce — al que más adelante calificará de plus-de-gozar —, del goce que queda como
suplementario cuando todo el resto del goce fue mortificado. Por eso en lo sucesivo
empleará muy poco el símbolo Φ, y operará mucho más con –φ como símbolo del goce
castrado, mortificado, devenido negativo, y con a como símbolo del resto de goce. Sin
duda alude a Φ, lo retoma de tanto en tanto, y no debemos considerarlo anulado por la
construcción siguiente, pero eso no quita que Lacan intenta de nuevo estructurar con
este par de términos, –φ y a, la relación entre los órdenes de la significación y de la
satisfacción — relación que suponía, según dije, una suerte de convergencia en el
infinito. En Lacan, la problemática del pase está esencialmente articulada con estos dos
símbolos, –φ y a.

Deseo y pulsión

Así llego a lo que había llamado mi enano número 6, que es el paso dado por Lacan en

222
“Posición del inconsciente…” y en su Seminario XI, donde presenta la construcción de
la alienación y de la separación. Hace tiempo subrayé que Lacan veía en “Posición del
inconsciente…” la continuación de “Función y campo de la palabra y del lenguaje…”
— su texto princeps —, que era preciso leer este texto y esta construcción desde esa
perspectiva, y captar por qué esa continuación representaba para Lacan semejante corte,
por qué pensaba que había sido necesario un intervalo muy considerable para llegar a
dar ese segundo paso. En él asistimos a una confrontación teórica entre el significante y
la heterogeneidad del goce. Ya no se intenta acercar el goce a la significación — si bien
“Subversión del sujeto…” va empero en esa dirección, la de armonizar el significante
con el goce al hacer de este una significación —, sino que hay un esfuerzo por
confrontarse con lo que es radicalmente heterogéneo. (Sin duda esto tiene por efecto
homogeneizarlo, pero Lacan llega lejos en esta dirección.)
Es notable que en todo su escrito “Posición del inconsciente…” no se hable del falo
ni una sola vez. Si todo gira en torno al falo, en definitiva se sigue abordando el goce a
partir del primado del significante, mientras que aquí se pone en juego un nuevo valor
otorgado al objeto parcial, un renacimiento del mismo; ya no es meramente ese objeto
pregenital al que el sujeto queda fijado y al que en el análisis podemos tener acceso
mediante la regresión del sujeto; por el contrario se otorga al objeto parcial un estatuto
primordial. Lacan mismo nota la paradoja que implica acallar totalmente el falo en
“Posición del inconsciente…”, al punto que en una nota agregada a sus Escritos señala
que falta el objeto –φ. (Advertirán que no dice que falta Φ, al que hace tiempo
abandonó; lo que consuma la desaparición de este símbolo es el surgimiento del
símbolo a.) Remite pues a un pequeño texto suyo llamado “Del Trieb de Freud y del
deseo del psicoanalista”, en el que curiosamente tampoco se encuentra –φ, al menos en
apariencia, si bien está allí en forma velada.
Antes de retomar la construcción gráfica que les resumí la vez pasada me detendré
un instante en ese escrito para darle su sitio exacto, precisado en su título mismo. Es un
texto hecho para poner el acento sobre la disyunción entre la pulsión y el deseo. No se
lo nota porque escribe la pulsión “de Freud” y el deseo “del psicoanalista”, pero está
consagrado a dicha disyunción para acentuar que no hay que confundir la pulsión con el
deseo — como lo hiciera en “La significación del falo”. Figura aquí además una frase
que comenté hace tiempo: “El deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa”,
es decir que acentúa al máximo la disyunción entre el orden significante, cuyo lugar es
el Otro, y el goce, capturado aquí mediante el concepto freudiano de das Ding
remodelado en La ética del psicoanálisis.
De entrada se destaca el hecho de que en Freud la pulsión se distingue de todo
instinto sexual, primero porque es una energía cuantificable, y después porque su
sexualidad tiene “color-de-vacío”. Así señala con imágenes que en efecto la pulsión
freudiana no está naturalmente inscripta en la relación entre los sexos, que la relación
entre la pulsión y su satisfacción no pasa evidentemente por el Otro sexo en calidad de
tal. Por eso dice que la pulsión está suspendida “en la luz de una hiancia”. Mediante
estas imágenes apunta a la articulación entre esta fisura (escrita como –φ aunque no se
lo indique) y la pulsión. “Esta hiancia”, dice, “es la que el deseo encuentra en los límites
que le impone el principio [del] placer”. Esto ya inscribe el deseo en los límites del
placer e indica, en la oposición que señalé entre el placer y el goce, que el deseo queda
cautivo del principio del placer; más allá queda entonces el valor del goce. Lacan lo
subraya al decir que el principio del placer “se encuentra esencialmente en
imposibilidades”. ¿Qué significa esto? Pone al acento sobre el no que está presente en el

223
deseo como tal, incluso para inspirar al sujeto fantasmas de transgresión. En este sentido
dice, y es así como retoma el Edipo, que en Freud mismo el deseo es instituido por la
prohibición.
De hecho, en este aspecto la famosa prohibición del incesto se traduce ante todo
como la prohibición de satisfacer el deseo de la madre. Lacan ya destacó en La ética del
psicoanálisis que esa no es más que una metáfora de la prohibición significante del
goce. La prohibición del incesto significa: No accederás a lo que para ti constituye el
goce supremo, y en esta historia lo que se refleja es la prohibición significante que recae
sobre el goce mismo. Así, el deseo siempre está enlazado a la prohibición del goce — es
lo que Lacan quiere subrayar —, y por eso su significante mayor es –φ. El deseo
siempre es instituido por una falta, y por eso se encuentra del mismo lado que la ley.
Cuanto más se comenta el fantasma de transgresión, más se dice que el objeto de deseo
es precisamente el objeto perdido, y más se subraya que de hecho “el deseo [está]
sometido a la ley” — tal es la enormidad formulada en este breve escrito —, en el
sentido de que el deseo viene del Otro.
Por cierto, antes Lacan no presentaba el deseo de este modo, sino como algo siempre
en infracción, rebelde, diabólico. Ahora, en la disyunción entre deseo y goce, lo sumiso
es por el contrario el deseo. Aun animado por el fantasma de transgresión, el deseo
nunca va más allá de cierto punto; lo que está más allá es el goce y la pulsión cuya
satisfacción es ese goce. En esta nueva repartición conceptual, el goce es lo que no está
enlazado a la prohibición. La pulsión se ríe de la prohibición, no la conoce, ni siquiera
para soñar con transgredirla; sigue su camino y siempre obtiene la satisfacción. El deseo
en cambio se enreda con: Quieren que lo haga; pues bien, no lo haré. No debo ir por
ahí; quiero ir justo por ahí, aunque tal vez a último momento no llegue. Dicho de otro
modo, en este aspecto la función del deseo se presenta a la vez en la sumisión y en la
vacilación, y muy articulada con la castración, con la castración del goce; por eso del
lado del deseo el símbolo mayor es –φ.
¿Qué es lo que da cuerpo al goce? ¿Qué es lo que del goce se encarna en esta
dialéctica? Lacan responde con imágenes. Dice que es lo mismo que el lagarto que se
automutila. “Es el objeto perdido. Los objetos que pueden someterse a provechos y
pérdidas” remiten, todos, al lugar de –φ. Dicho de otro modo, lo que aquí puede
escribirse es esta fórmula mayor:
a
−ϕ
que adquiere el valor de que el deseo está articulado con –φ mientras que el goce está
ligado con a:

Y lo que en el mito aparece como prohibición es de hecho sustancialmente la pérdida.


La prohibición es el mito de la pérdida. Lacan lo nombra de maravillas como la
“malaventura del deseo en los setos del goce”. Es decir que cada vez que el deseo
intenta avanzar hacia el goce, cae como la cola del lagarto. Se trata en verdad de una
excelente representación de –φ y también de a, de los objetos perdidos que van a colmar
ese vacío.
Aquí adquiere valor asimismo esa lectura que Lacan hace de la segunda tópica,
cuando dice que “las identificaciones se determinan allí por el deseo sin satisfacer la
pulsión”. Pone en evidencia los dos órdenes, el deseo y la pulsión, y señala que no hay
que confundirlos.

224
De esto debemos extraer una lección concerniente a la doctrina del fin del análisis:
toda problemática del deseo conduce siempre a la identificación, como si el deseo se
satisficiera en la identificación. Si decimos que el modo propio de la satisfacción del
deseo es la identificación — incluido el deseo insatisfecho de la histérica, que se
satisface en una identificación a la insatisfacción del Otro —, se capta entonces por qué
al comienzo dijo Lacan que el deseo es deseo de reconocimiento. Eso quiere decir que
el deseo siempre es en última instancia el de recibir la imposición de un Tú eres esto o
aquello, y en el reconocimiento Lacan calificaba en efecto el modo de satisfacción del
deseo mediante una identificación. En estas funciones cambiantes que son el deseo y la
pulsión, dejó aparte lo que Freud llamaba pulsión porque esta se ríe del deseo de
reconocimiento y porque ninguna identificación la satisface.
Tratándose del pase esto sigue vigente. Por un lado, como procedimiento, el pase
promete en efecto un reconocimiento, promete al sujeto la identificación mediante un
significante, AE, mientras que por otro lado la pulsión es indiferente a la identificación.
Y la cuestión es saber si la institución de otra relación del sujeto con la identificación
puede traducirse por otra relación del sujeto con la pulsión.
Retomo el comentario de la fórmula a/(–φ). Primero, –φ designa una falta en el
orden significante, una falta en el Otro, esa falta de goce que llamamos castración y a la
que Lacan califica de enigma (un enigma que con la mayor frecuencia el sujeto
solamente resuelve evitándolo). Segundo, a ese lugar van los objetos perdidos, a. Lo
que Lacan propone como articulación entre el orden significante y el goce pasa por una
falta, por una suerte de menos uno en el orden significante (la castración, a la que
designa por –φ), pero también pasa por la función del objeto perdido, a.
Más adelante Lacan dará una significación precisa a la castración. Resolverá el
enigma al hablar de la no-relación sexual. Dirá que lo que falta en el orden significante
son los significantes capaces de cifrar la relación entre los sexos, y que en lugar de ellos
existe el significante del falo, que aparecerá pues como un modo de cubrir la no-
relación sexual; no es la solución del enigma, sino la falsa solución del enigma.

El deseo del analista

Ahora bien, no es posible oponer la significación a la satisfacción como se opone el


espíritu al cuerpo. Por el contrario, el significante penetra el cuerpo; y si hablamos del
efecto mortificante del significante, Freud mismo destacó la mortificación del cuerpo
humano, al punto que el goce se refugia en algunas zonas, las famosas zonas erógenas,
de tal suerte que Lacan terminará por hacer del cuerpo el lugar del Otro primordial, es
decir, el lugar en el que de entrada se inscriben el significante y su efecto mortificante.
Dos términos de esta construcción de Lacan pasan al primer plano. En ella la función
del falo simbólico se eclipsa, y a la vez se produce también cierta devaluación del
deseo. Durante toda una época de su elaboración, Lacan intentó lograr que el deseo
sostuviera las funciones de la vida, pero desde el momento en que distingue del deseo la
pulsión, se produce una devaluación del deseo, en el que destaca ante todo el no sobre el
cual se instituye. Lo que deviene esencial es por el contrario la pulsión (como actividad
correlativa del objeto perdido, y que produce un goce) y también el fantasma. Ambos
van a parar al centro de la teoría, precisamente de la teoría del pase, como dos modos de
relación entre el sujeto y el objeto perdido.
¿Qué más es el fantasma, en Freud mismo? Es una significación correlativa de la

225
satisfacción. Sobre la instancia del fantasma se conjugan entonces en el mejor de los
casos la producción de significación y la producción de satisfacción. En este aspecto el
fantasma se torna un término esencial.
El deseo es empero devaluado. Lo esencial en el deseo es el callejón sin salida. Su
principio, dice Lacan, se encuentra en imposibilidades, y su acción, esencialmente en un
callejón sin salida. Así, en su “Proposición…” de 1967 dice: “Nuestro impasse, el del
sujeto del inconsciente” — y podríamos decir: Nuestro impasse, el del sujeto del deseo.
Por el contrario, el principio de la pulsión no se encuentra en imposibilidades, ya que el
sujeto tachado no se encuentra en la pulsión. El sujeto y el deseo están divididos,
mientras que el sujeto y la pulsión no lo están. No hay callejón sin salida de la pulsión.
Es lo que en forma divertida comenta Lacan cuando dice que el sujeto es feliz. La falta-
en-ser está del lado del deseo (es lo que se escribe por medio de –φ) en tanto que del
lado de la pulsión no hay falta-en-ser. Lo que Freud llama pulsión es una actividad que
siempre triunfa, tiene el éxito asegurado, mientras que el deseo tiene asegurada la
formación del inconsciente, a saber, el acto fallido, el fracaso — Me equivoco, Olvidé
mis llaves, etc. Así es el deseo. La pulsión en cambio siempre tiene sus llaves a mano.
En este sentido, levantar el fantasma, levantarlo como desconocimiento de la pulsión
— Lacan lo dice prácticamente así en “Del Trieb de Freud…” —, levantar el fantasma
en el que el deseo se sostiene por desconocer la dirección que la pulsión le indica (de lo
contrario jamás perdería sus llaves, pero el fantasma cubre la pulsión y entonces el
deseo vaga, yerra), ¿qué incidencia tiene sobre la pulsión, o sobre la relación del sujeto
del inconsciente con la pulsión? ¿Puede el sujeto situarse en conformidad con la
pulsión, con la seguridad de la pulsión?
Levantar el fantasma, atravesar la pantalla que representa, es en este aspecto una
problemática que apunta a un desnudamiento del goce. Como dice Duchamp: La Mariée
mise à nu par ses célibataires, même [La casada desnudada por sus solteros, incluso].
La casada es el goce. ¿Podemos casarnos con él? Por eso en el fin suspendido del
análisis, en el fin del análisis que no llega a concluirse, se observa esa intensidad de la
significación de fracaso del sujeto, ese No lo logro que parece ser la cumbre de una
inhibición y que es la exacerbación de la falta-en-ser — de la falta-en-ser lo que quiero,
lo que deseo ser —, que justo señala la atadura última de la identificación al deseo. La
casada desnudada por sus solteros, incluso. ¿Quién quiere este desnudamiento? ¿Quién
quiere desnudar el goce? ¿Quién quiere descubrirlo bajo el fantasma? Pues bien, existen
dos solteros: el analizante y el analista. Lacan completa su “Trieb de Freud” por medio
del “deseo del analista” para decir que quien lo quiere es el soltero analista, que su
deseo característico es el desnudamiento del goce del sujeto, mientras que el deseo del
sujeto solamente se sostiene por el desconocimiento de la pulsión llamado fantasma.

La doble causación del sujeto

He aquí lo que coloco como epígrafe de las dos operaciones de causación del sujeto
inventadas por Lacan. ¿Por qué dos operaciones? Porque se trata de mostrar y
compatibilizar que el significante es la causa de la división del sujeto y que el objeto a
es la causa de la división del sujeto. Es preciso operar en los dos registros que
mencioné; mostrar cómo el sujeto nace del significante como sujeto del inconsciente,
sujeto reprimido, y al mismo tiempo mostrar cómo se inscriben el deseo, el fantasma y
la pulsión. Lo que está en juego es una doble sumisión, un doble “soborno”, como dice

226
Lacan, el segundo de los cuales — que concierne al fantasma y la pulsión — sella el
primero al asegurar el desconocimiento de este efecto de significante.
La vez pasada di la articulación esencial de este proceso:
– el sujeto no es nada;
– Ello (el Otro) habla de él;
– por eso el sujeto surge como significante.
Y cuando la estructura se deshace en un desencadenamiento, cuando ello se pone a
hablar de ustedes en todas partes como en la persecución paranoica, esto se vuelve muy
presente, muy apremiante; se tiene en este aspecto una suerte de representación del Ello
habla de él. Tal es la base de la primera operación.
Tenemos aquí, entonces, un binario. Podíamos conjeturar que sería el binario
inconsciente-goce, es decir, significación-satisfacción, pero Lacan ensaya otro. Por eso
llama “Posición del inconsciente…” a este texto. Habría podido llamarlo “Posición del
inconsciente y del goce”, pero aquí intenta dar un nuevo sentido al inconsciente, pensar
bajo el nombre de inconsciente tanto la significación como la satisfacción. Por eso el
binario que introduce es el formado por el sujeto y el Otro, no el formado por el
inconsciente y el goce, y llama inconsciente a la relación entre el sujeto y el Otro. Si la
representan mediante dos conjuntos — el conjunto sujeto y el conjunto Otro —, en este
texto Lacan llama inconsciente al corte entre ellos. No intento representarlo con
precisión, pero él sitúa el inconsciente entre el sujeto y el Otro:

Hay que decir que no lo mantendrá. Cuando construya las coordenadas del pase
volverá a oponer inconsciente y goce, porque esa es en todo caso la línea de fuerza de la
problemática. Los dos términos que opondrá en La lógica del fantasma serán entonces
el inconsciente y el ello freudiano, es decir que tomará un término de la primera tópica
freudiana y uno de la segunda, pero eso nos permitirá ubicarnos mucho mejor.
No obstante, aquí intenta una transformación del concepto de inconsciente, y si bien
lo que de hecho está en juego es la articulación entre el inconsciente y el goce, la
presenta a partir de este binario del sujeto y el Otro, muy volcado hacia el surgimiento
significante del sujeto. Califica al inconsciente como “corte en acto” entre el sujeto y el
Otro, y el término corte tiene aquí dos correlatos muy precisos:
– la barra entre significante y significado, S/s, que puede ser la de la represión y
remitir entonces al inconsciente freudiano, y
– todo lo que es del orden de la pérdida, y que entonces se encuentra en el objeto
perdido e incluso ese corte anatómico presente en el objeto parcial.
Al decir que el inconsciente es un “corte en acto” intenta pensar conjuntamente la barra
de la represión y el corte anatómico del objeto a. Todo el esfuerzo de esta construcción
alienación-separación apunta a pensar al mismo tiempo el sinsentido inconsciente y el
objeto perdido.
¿Cómo captar estas dos vertientes de la obra de Freud con la ayuda de la misma
representación y de los mismos conceptos?

227
El vacío del sujeto

Lo que a fin de cuentas justifica partir del conjunto Otro (A) es comenzar por el
significante (S1) antes que por el sujeto:

Lo más simple es encarnarlo por medio de un Tú eres, que a la vez es el Tú eres de la


identificación y, en el equívoco del término,36 es portador de un valor mortífero. A este
significante se agrega luego otro (S2):

pero en lugar de pensar este agregado según el modelo de la adición, se lo piensa según
el modelo de la unión entre conjuntos, como señalé la vez pasada. Así se obtiene ese
esquema que tiene la propiedad de hacer surgir la parte vacía, propia de lo que aquí
inscribimos como sujeto tachado, el sujeto vacío S/ . Es como si por milagro surgiera S/ a
partir de S1 y S2, inscriptos en este conjunto:

Esta construcción puede entonces figurar que S1 representa al sujeto para S2. Pero lo
importante es captar que con el primer conjunto, en el que solo había S1, no veíamos al
sujeto S/ — la parte vacía — como lo vemos en el último, por más que sin duda haya
estado allí a título de subconjunto. Lacan da entonces a esto el siguiente valor: el sujeto
surge por el significante, pero “desaparece por no ser ya más que un significante”. En
esta etapa, está inmovilizado.
Luego nos presenta toda una metáfora de la elección, que podríamos comentar, pero
lo esencial no es la metáfora de la elección a hacer, sino la disyunción que puede
proponerse si tomamos los complementos de la intersección. Por un lado el
complemento de la intersección es S2, con la intersección negada:

y por otro lado el complemento de la intersección es el conjunto vacío, con la


intersección también negada:

36
Hay homofonía entre tu es (tú eres) y tuer (matar). [N. del T.]

228
Lacan se sirve de esta representación para decir que si consideramos el campo del Otro,
una vez realizada esta operación de nacimiento del sujeto no encontramos más que S2, y
la parte donde estaba S1 es sustraída. También para representar el modo en que el
sinsentido — la lúnula sustraída — muerde el espacio del sentido, es decir que a partir
de S2 hay un efecto de sentido y S1 se sustrae de allí como un efecto de sinsentido. Esto
nos da entonces una representación del surgimiento del sentido, de la parte inconsciente
reprimida que escapa al efecto de sentido, y de su compensación mediante el
surgimiento del sujeto como vacío.
¿Para qué este esquema? Para mostrarnos que el inconsciente — como sinsentido,
devenido negativo — figura en el campo del Otro, y que con respecto al sentido y al
sinsentido el inconsciente se localiza en el mismo sitio que el analista; también para
mostrarnos que el sujeto como inconsciente es por otra parte una función vacía, efecto
de este engendramiento. A la vez, esto es representable. Lacan lo engalanó con una
amplia retórica que ustedes encuentran en los Escritos, pero cuyo efecto surge sobre
todo de la comparación con la segunda operación.
La primera operación tiene esencialmente como resultado ese sinsentido que surge en
el campo del sentido, y al que consideramos que representa el lugar del inconsciente:

y por otra parte un resto, que es el conjunto vacío:

S/

Tenemos entonces aquí el enigma del sinsentido del inconsciente y algo que es como el
vacío del sujeto.

El ser del sujeto

Una segunda operación intentará representarnos el objeto a con los mismos medios.
¿Cómo Lacan nos lo representa? La vez pasada lo indiqué rápidamente. En el conjunto
{S1, S2} el conjunto vacío ∅ está presente a título de parte — como lo está en todo
conjunto —, y entonces hay una intersección posible entre S/ como conjunto vacío y
{S1, S2}; es una intersección vacía a la que Lacan representa como el recubrimiento
entre la falta del sujeto y la falta presente en {S1, S2}. Lo que quiere representar
mediante esa falta presente en el conjunto {S1, S2} es el significado (s), el conjunto de
los efectos de sentido:

229
Es también el deseo como falta y el deseo del Otro como falta, o sea que en cierto modo
aquí tenemos –φ:

Al pasar de la unión a la intersección quiere mostrarnos, simbolizarnos, permitirnos


llevar a lo imaginario cómo el sujeto sitúa su propia falta, cómo opera con su propia
pérdida. Intenta entonces representarnos, mediante ese recubrimiento entre las dos
faltas, lo que concierne al objeto perdido en relación con el sinsentido inconsciente, y
mostrar con los mismos medios que hay una suerte de correlación entre esta pérdida de
sentido — y de sentido reprimido — que es el núcleo del inconsciente y lo que
concierne al objeto perdido y al goce. Opera proponiendo representar la intersección
entre S/ y el conjunto {S1, S2}. Lo que llama alienación es entonces una representación
de esta pérdida de sentido.
Con la segunda operación quiere representarnos correlativamente — una en relación
con la otra — la pérdida de goce. Da muchos valores a esta operación de intersección.
Primero, en la intersección el sujeto encuentra la falla en el Otro, y al encontrar ese
subconjunto vacío en el Otro, encuentra el deseo del Otro. Si este Otro es el analista, el
deseo del analista lo invita de algún modo a ubicar su falta allí, a realizarse en la
pérdida. Por eso Lacan dirá que la transferencia es el llamado, emitido a partir del Otro
y de su falta, para que el sujeto vaya a ubicar allí su ser. El segundo valor que puede
darse a la intersección es que el sujeto produce una falta en el Otro, y esto es
equivalente a la pulsión de muerte. El tercero es que el sujeto se realiza en la falta que
produciría en el Otro por su propia desaparición, o sea que dice: La falta soy yo. Es la
fórmula: ¿Puede perderme?
Se ve bien por qué Lacan comienza a dar a esta intersección el valor de pulsión de
muerte. Es como la pulsión de muerte, dice. El sujeto aporta su falta en el agujero del
Otro (–φ), y eso representa la pulsión de muerte. ¿Por qué otorga este valor a la pulsión
de muerte, a la que regresa reiteradas veces en ese capítulo? Porque la pulsión de muerte
es formidable para su problema. Por un lado, debido a que existe la muerte aportada por
el significante, vinculada al significante, y al mismo tiempo porque, como pulsión,
concierne a la vida. La pulsión de muerte — paradójico concepto de Freud — une estos
dos valores, la muerte significante y lo que queda vivo, por eso en este texto Lacan
destaca especialmente la pulsión de muerte.
Por cierto, a continuación plantea la pregunta: ¿Qué es el ser del sujeto? Podríamos
creer saber que el ser del sujeto es un vacío, pero allí asistimos a algo por completo
diferente, ya que Lacan dice que hay allí una suerte de movimiento de vida — toda la
cuestión es cómo dar cuenta de la vida en este esquema —, que al fin y al cabo la vida
está allí, como si la caverna del Otro, que se encuentra mochada cuando el inconsciente
se manifiesta, en otros momentos (como en la intersección) estuviera completa y tuviese
una palpitación. Esta palpitación intenta devolver una suerte de pulsación vital,
dinámica, que vería conjugarse el inconsciente con el objeto perdido, como si el sujeto
se viese chupado por el Otro en un latido en eclipse, como un corazón que late.

230
Es por cierto una fantasmagoría, y por eso además Lacan se entrega a una
fantasmagoría una vez hecho este esquema. Construyo un mito concerniente a la
sexualidad, dice. O sea que decide hacer que la función de la vida entre en este
esquema; propone un segundo comentario del mismo a partir de la sexualidad. En este
esquema intenta teorizar la presencia de la pulsión diciendo que en cierto modo el sujeto
ubica en la intersección su castración (–φ), o que, de otro modo, colma esta falta
ubicando en ella los objetos a — el seno (que de hecho es una parte del cuerpo del Otro,
cortada del Otro), el excremento (que es el objeto que pierde por naturaleza), la mirada,
o la voz (que extrae del Otro):

Más tarde Lacan simplificará todo esto cuando diga que al fin y al cabo el Otro es el
cuerpo y que los objetos se extraen de ese cuerpo.
En este escrito tienen primero un comentario formal de este esquema, y luego la
utilización del mismo — sobre todo, el esquema de la intersección — para representar
la sexualidad y los avatares de la pulsión. En esta construcción hallamos algo así como
una doble causación del sujeto: por un lado el sujeto del inconsciente, y por otro lado
los valores de a.

18 de mayo de 1994

231
XIX

Del cogito al pase

Avanzamos ahora en las coordenadas de ese concepto que Lacan aportó bajo el nombre
de pase y que muchos años después sigue prescribiendo nuestra práctica del análisis y
nuestra concepción, incluso nuestra imaginación, de lo que constituye la finalidad de
esta operación. Sin duda no es excesivo decir que no hemos llegado más lejos en la
estructura del fin del análisis. Por eso repetimos ese nombre que le diera quien cumple
función de guía, de maestro, y enriquecemos ese concepto cuyas coordenadas no tienen
empero la misma celebridad que el pase mismo. El pase se abrió paso en la comprensión
común independientemente de lo que podía justificar que se lo promoviera. De allí la
atención que presto al restablecimiento de las condiciones precisas de esta innovación.
Estas condiciones consisten en lo siguiente: la estructura inventada por Lacan como
la de la causación del sujeto determina la de la cura analítica, pero invirtiéndola. La
causación del sujeto, tal como Lacan la puso a punto, entraña dos tiempos; el primero
explica el surgimiento del sujeto como sujeto del inconsciente, y el segundo da cuenta
de su surgimiento como objeto perdido. En síntesis, el primero explica el surgimiento
del sujeto tachado S/ , y el segundo, el valor que toma como objeto a. La lógica de la
cura recorre esos dos tiempos, pero invirtiéndolos; va de la presencia del sujeto como
objeto, e incluso — cometiendo cierto abuso — como objeto a, hasta dar cuenta en un
segundo tiempo de su surgimiento como sujeto del inconsciente. En esta inversión entre
causación y cura, el impasse del sujeto del inconsciente S/ supuestamente se resuelve
como pase del objeto a. Tal es en todo caso el esquema general y simplificado que lleva
a Lacan de la lógica de la causación, que hallan reproducida en su escrito “Posición del
inconsciente…”, a esta lógica de la cura que es expuesta bajo el título de La lógica del
fantasma en el seminario que él concluye mediante su “Proposición del 9 de octubre de
1967 sobre el psicoanalista de la Escuela”, donde promueve el concepto de pase.
Para comenzar les doy este plano, esta cartografía. Más adelante entraremos en su
detalle y llegado el caso modificaremos algunos de sus términos, que no obstante siguen
siendo válidos a modo de introducción.

La estructura del fantasma

La vez pasada acentué el lugar que debía darse al escrito titulado “Del Trieb de Freud y
del deseo del psicoanalista” en el abordaje de los esquemas que implícitamente se
encuentran en “Posición del inconsciente…”. Subrayé en particular la oposición
decisiva entre el deseo y la pulsión, que constituye el eje de ese escrito, pero dejé de
lado la precisa definición que Lacan propone para oponer el deseo y la pulsión y para
situar en esta oposición el estatuto del fantasma. La retomo ahora a título de lema de la
clase de hoy. En la página 832 de los Escritos dice Lacan que
la pulsión divide al sujeto y al deseo, deseo que no se sostiene sino por la relación
que desconoce de esta división con un objeto que la causa. Tal es la estructura del
fantasma.

232
Este párrafo que consiste en dos frases posee una torsión interna que debemos
desplegar, para lo cual es preciso practicar un corte y ver allí — es lo que propongo —
dos vertientes.
La primera es la división entre el sujeto y el deseo, que es remitida a la pulsión. ¿Qué
designa esa división? Es un modo de nombrar el sujeto tachado, de inscribir entre el
sujeto y el deseo una división que, en todo lo que afecta a esa relación, se encarna lo
mejor posible mediante un no:
no
sujeto // deseo
¿Qué justifica el hecho de aislar el deseo del resto de los fenómenos subjetivos, y
distinguirlo de la pulsión? En su definición freudiana la pulsión no está marcada por
ningún no; va derechito — salvo porque sigue un circuito — hacia la satisfacción,
invariablemente. El deseo por el contrario es estorbado por todas las prohibiciones cuya
matriz es dada por la prohibición edípica; este deseo siempre conlleva un límite que
puede en sí ser muy valorado, erotizado por el sujeto. Por eso en su relación con el
deseo el sujeto siempre se encuentra en cierta vacilación, o sea que se plantea preguntas
a propósito del deseo; en particular, la de saber si hay o no derecho, si puede o no
satisfacerlo. Lo que lo señala es la imposibilidad, mucho más que la posibilidad.
No desarrollo más la justificación del no que marca la relación entre el sujeto y el
deseo, pero agrego que de acuerdo con la indicación de Lacan el principio de esta
división es la pulsión:
no
sujeto // deseo
pulsión
Es decir que en esta disposición lo que divide al sujeto con respecto al deseo es menos
la prohibición que la pérdida, la pérdida de ese goce que asegura la pulsión. Decir que la
pulsión divide al sujeto con respecto al deseo es decir que el goce es lo que determina la
vacilación y la imposibilidad del deseo — lo que la prohibición edípica, dirigida
primordialmente sobre la madre, expresa en forma metafórica.
En segundo lugar (reparto así lo que Lacan contrajo en la misma frase) el deseo se
sostiene por la relación (que desconoce) entre esta división y un objeto que la causa.
Este desconocido sostén del deseo es lo que aquí Lacan llama “la estructura del
fantasma”. Concluimos pues, sin ir más allá, que el deseo se sostiene por la relación
entre a y el sujeto del deseo ( S/ ), relación que escribo con una flecha para indicar que
este objeto causa la división del sujeto:
a → S/
Esta división es también división entre el sujeto y el deseo, y tal es la duplicación, la
torsión que vuelve enigmática esa proposición. El sujeto tachado, la división del sujeto,
es de algún modo la división entre el sujeto y el deseo.
Esta proposición es entonces que el deseo se sostiene en la relación a → S/ y que él
desconoce esta relación. El desconocimiento de esta relación entre la división el sujeto y
la pulsión es el fantasma, que escribo simplemente así:
S/ → a
Dicho de otro modo, la primera es la verdadera fórmula de la relación que sostiene el
deseo, y la segunda es su fórmula desconocida, llamada fantasma.

233
a → S/  deseo


S/ → a  fantasma
¿Qué quiere decir? Que el deseo, con un aire de imposibilidad que a menudo
adquiere el estilo de la impotencia — antes de descubrirse como imposibilidad se
formula con frecuencia como un No puedo, No debo, Lo quiero pero no lo alcanzo —,
depende de una relación del sujeto con lo que queda de goce y que no acepta. En este
aspecto, el deseo es en sí mismo un desconocimiento de la pulsión. Solo se desea por no
saber dónde se goza de hecho, solo se es desgraciado en el deseo por ignorar dónde se
es siempre feliz en el nivel de la pulsión, de tal suerte que al deseo se vincula un
desconocimiento, y Lacan bautiza fantasma a este desconocimiento del verdadero
sostén del deseo. Doy esto solamente como lema de la clase de hoy a fin de indicar en
qué sentido puede esperarse de un develamiento del fantasma la verdad del deseo, a
saber, su relación radical con el goce de la pulsión.
En esta fórmula tenemos ya el anuncio o la anticipación de lo que Lacan llamará el
pase: franquear la estructura del fantasma, que es desconocimiento, en dirección a la
verdad del deseo, que es su relación con la pulsión. Y quizá vemos allí directamente por
qué Lacan ordenará la lógica de la cura según el fantasma, por qué presentará la lógica
de la cura bajo la forma de una lógica del fantasma. Es una lógica del fantasma porque
hay que partir del fantasma para llegar a la verdad que este hace desconocer — esa
verdad del deseo llamada goce de la pulsión. Nada más con respecto a estos dos lemas.

“Tú eres eso”

Haré ahora un pequeño recorrido para luego volver al aparato lógico con el cual Lacan
viste esta problemática. Con esto no quiero decir que basta quitar la vestimenta para
captar lo que está en juego, ya que hay aquí una afinidad entre el cuerpo del asunto y
esa vestimenta; no es un simple adorno. Pero si no se capta lo que orienta a Lacan, es
posible perderse en las florituras, embelesarse con las hebillas, los broches, los
pendientes, los anillos, los collares, las chucherías mediante las cuales ornamenta lo que
está en juego en su crudeza.
Partamos otra vez de lo que prescribe el conjunto de la problemática. En varias
ocasiones y de diversas maneras subrayé que es el efecto mortificante, mortífero — es
decir, que acarrea la muerte — del significante. Esa es la proposición que determina lo
que está en juego en el pase. Al comienzo de su enseñanza Lacan dice, en un estilo que
parece hegeliano: “El símbolo se manifiesta en primer lugar como asesinato de la cosa”.
Es hegeliano porque implica de entrada coordinar la palabra — y, más allá, el campo
del lenguaje — con la anulación de la objetividad, así como también formular una
antinomia entre el significante y la cosa. El significante tacha la cosa a significar, e
incluso solo hacemos significantes con cosas que están tachadas.
¿Qué es la cosa? Podemos creer saber qué es el significante, al menos a partir de la
referencia lingüística que Lacan elige en Saussure, aunque la modifique, pero ¿qué es la
cosa? La cosa es lo que sea, es cualquier objeto. Una vez que aporta esta proposición,
Lacan encuentra su referencia freudiana en la observación del Fort-Da, donde lo que
cuenta es la oposición significante, y lo que allí circula, desaparece y reaparece no tiene
en sí importancia alguna, se encuentra como anulado. Esta es la matriz, el ejemplo

234
paradigmático de la captura que el significante ejerce sobre todo lo que puede ser objeto
de la apetencia. Hay allí una suerte de destrucción significante del objeto. Ese objeto no
se consume, sino que solo sirve para escandir la oposición significante en calidad de tal,
entre presencia y ausencia. Esto es lo que lleva a Lacan, sin pensarlo más, a hablar aquí
de que el campo de fuerzas del deseo deviene negativo.
Lacan no retrocede ante la consecuencia de tomar esta mortificación como lo que es,
a saber, una alusión a la muerte, ya que nos propone en efecto como primer símbolo de
la humanidad la sepultura, en la que nos esforzamos por conservar el significante del
nombre propio, que aquí es el significante cuyo significado no es otro que la muerte. La
evocación de Empédocles y de su suicidio conmemora el símbolo mismo del acto
humano por excelencia, en el cual el sujeto se reúne con su ser-para-la-muerte. Tenemos
aquí una suerte de costura entre Hegel y Heidegger que ya mencioné.
De ahí esa promoción de la muerte como aquello desde donde adquiere sentido la
existencia del sujeto, así como ese carácter mortificante, mortífero del existencialismo
de Lacan, un existencialismo que se apoya en una concepción del significante. Dije ya
que eso lleva a Lacan a su primera concepción del fin del análisis, dominada por la
noción de la muerte — pues el significante solamente nos deja la muerte como objeto.
Esta primera concepción no deja al sujeto otra salida que la de realizar la soledad de su
propia muerte, de la cual nadie puede aliviarlo, que es una posibilidad cierta para él, que
no entra en ningún circuito de intercambio, y que en ese instante lo consagra entonces a
una soledad radical; en consecuencia hace del fin del análisis una forma de anticipación
de esta soledad mortal en su verdad. Es lo que Lacan llama “la plena asunción de su ser-
para-la-muerte” por parte del sujeto, en su singularidad absoluta.
El fin del análisis culminaría en que el sujeto halle el acceso a su ser-para-la-muerte,
y en este aspecto ese sujeto merece ser llamado sujeto tachado (tachado por el
significante y mortificado en consecuencia). A tal punto que en esa línea, cuando tiene
que hablar del deseo mismo, Lacan lo llama “deseo muerto”. Esta teoría, esta
consecuencia lógica extraída del estatuto del sujeto como sujeto del significante es
formulada al pasar, de manera enigmática, en “La instancia de la letra…”. El deseo, que
circula de significante en significante, es lógicamente un deseo marcado por la muerte.
A partir de eso Lacan plantea en un segundo tiempo la cuestión acerca de lo que
queda vivo del sujeto: no todo es mortificado, hay un resto de vida. En “La significación
del falo” comienza a surgir bajo esa forma la necesidad lógica que más adelante Lacan
denominará objeto a. El sujeto es sin duda mortificado por el significante, pero esta
mortificación no es total. Hace falta un resto de vida que lo complemente. Y lo que
llamará fantasma, S/ ◊ a , es la complementación, por medio del resto de vida, del sujeto
mortificado.
En relación con ese resto, Lacan comenzó por abocarse a designarle su significante,
el significante excepcional del resto de vida, en el que quiso reconocer el estatuto
freudiano del falo. El hecho de haberse interesado en este resto de vida a partir de su
significante lo llevó, durante gran parte de su enseñanza, a hacer del falo un significante
de identificación. Más que identificarse a su ser-para-la-muerte, digámoslo así, el sujeto
prefiere identificarse al falo, es decir, a lo que en él queda de vida. A lo largo de todo
ese periodo de su enseñanza, que se convirtió en clásico, el falo es en esencia un
significante de identificación. Así lo encuentran en “De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis”, donde en el grafo cuadrado que Lacan propone
tenemos explícitamente una φ en posición de significante y la S del sujeto en posición
de significado:

235
ϕ
S
con el siguiente comentario: “La significación del sujeto S bajo el significante del falo”.
Por eso, en la línea misma que llevaba a Lacan a tratar el fin del análisis a partir de la
asunción del ser-para-la-muerte, de ahí en más el fin del análisis es comentado en
términos de desidentificación respecto al falo, una desidentificación necesaria para
promover la asunción del ser-para-la-muerte y al mismo tiempo para prometer usos del
falo diferentes de la identificación. Puede decirse que, según Lacan, el primer pase es la
asunción del ser-para-la-muerte, que el segundo pase es la desidentificación fálica, pero
que solo en un tercer momento aportó en sentido estricto lo que en su momento llamó el
pase. Propuso este término una vez que la cuestión del fin del análisis ya no se le
planteó en términos de muerte ni de identificación.
Lo que lo lleva a eso es una reconsideración de la verdadera naturaleza de la Cosa.
¿Qué es la Cosa cuando lo que está en juego es el sujeto? ¿Cuál es la verdadera relación
entre el sujeto y la Cosa de la que él constituye la anulación, el negativo? Ya dije
bastante acerca de este Otro del sujeto cuyo negativo él es, como para que no sorprenda
al decir que es el goce. Así, en su “Observación sobre el informe de Daniel Lagache…”
Lacan confronta directamente el sujeto tachado que le debemos con el ello freudiano, y
dice que en relación con el lugar del goce el lugar original del sujeto es una ausencia, un
vacío en el que al mismo tiempo se deja reconocer la Cosa más próxima a él. Se impone
pues bautizar el resto de vida mediante un término nuevo: el resto de vida es un resto de
goce. De donde surge la problemática que articula S/ , en su valor de negación y de
ausencia, con a como resto de goce.
Así, la identidad entre la Cosa del sujeto y el goce abre el camino a la problemática
del pase en sentido estricto. Curiosamente, no se trata tanto de una problemática de
identificación y desidentificación, sino por el contrario de reconocimiento: ¿Cómo
reconocerse en el resto de goce? ¿Cómo admitir un Tú eres eso que no sea de
identificación alguna, sino del orden del reconocimiento del ser, del ser de goce?
Estos dos términos, S/ y a, condicionan y animan las construcciones lógicas de Lacan
relativas a la causación del sujeto y al trayecto de la cura analítica. Como este binario
está bajo la égida del goce, agrego que el valor propio de S/ debe tenerse en cuenta. Y lo
tenemos en cuenta cuando decimos que a es un resto de goce, o lo que más adelante
Lacan llamará plus-de-gozar. Pero es preciso que S/ , aquí calificado a partir del
significante, encuentre también su valor de goce, que Lacan escribe –φ y que en ese
contexto designa, al lado del resto de goce, el goce devenido negativo:

Ese es el valor de S/ relativo al orden del goce y escrito a partir del significante
freudiano de la castración. Así, Lacan hablará indiferentemente de S/ y de –φ, o dirá que
–φ da cuerpo al sujeto en el orden del goce.
Los dos términos a partir de los cuales Lacan se ve llevado a dar una nueva versión
del fin del análisis son S/ y a, y esta versión es más compleja que las precedentes. La
que hace de la muerte el significante-amo del fin del análisis reproduce en última
instancia la ascesis que Heidegger prescribe en su Ser y tiempo, mientras que la
desidentificación fálica intenta traducirla al orden del goce. Concebida a partir de esta
dicotomía, puede decirse en retrospectiva que la desidentificación fálica es de algún
modo el descubrimiento de –φ. Es la verdad que se articula a partir de la castración: No

236
tienes tu contante de goce, pero no por algún accidente, sino necesariamente. Es la
verdad que se descubre a partir del deseo. Es la conclusión del deseo en la medida en
que todos los obstáculos con los que este se encuentra — su incumplimiento
característico, su descontento, su malestar, sus equívocos, sus yerros, su impotencia —
resultan concluir en una declaración de imposibilidad: El efecto del significante como
tal te priva para siempre del goce que esperas. En retrospectiva puede decirse que el fin
número dos del análisis concluye en –φ, es decir, en cierto No lo alcanzarás.
Sin embargo eso no resuelve la cuestión de a, a saber, que en ese menos, en esa falla
estructural, en esa imposibilidad necesaria, algo empero queda. Cabe formular entonces
no solamente lo que –φ entraña de desilusión — de “deflación”, dirá Lacan —, sino
también cómo nos las arreglamos con a — el a de la pulsión —, e incluso cómo la
deflación del deseo libera, descubre lo que la pulsión procura y que es velado por el
desconocimiento intrínseco del deseo, llamado fantasma:

En este sentido, el pase número tres, el “buen pase”, es entonces el que, al


descubrimiento de la mortificación vinculada al deseo, agrega lo que queda de bien y de
satisfacción, que es asegurado por la pulsión. Todos los escritos y seminarios de Lacan
que giran en torno al pase como fin de análisis se realizan siempre por partida doble: por
un lado según la vertiente del deseo, y por otro lado según la vertiente de la pulsión; por
un lado el descubrimiento de la pérdida vinculada al deseo, pero también, en forma
correlativa, el descubrimiento de la ganancia vinculada a la pulsión. Hallarán entonces
este balanceo, estas formulaciones antitéticas en todos los textos de Lacan que apuntan
al pase.

Falta y resto

En el camino de Lacan tenemos primero, como lo detallé la penúltima vez, la doble


deducción de S/ y de a bajo la forma de dos figuras que llamó alienación y separación.
Es la deducción a partir del significante, en un primer tiempo, de S/ , y en un segundo
tiempo, de a, y el intento de mostrarnos así cómo estos dos términos se corresponden,
cómo la falta, la tachadura, la muerte del sujeto del significante convoca, se
complementa y además fomenta el objeto a en calidad de resto de vida, resto de goce.
La operación esencial consiste en insertar el significante en el conjunto. El nervio de
la operación de Lacan radica en la diferencia que hay entre el significante solo S1 y el
significante insertado en el conjunto:

Una vez que se da a S1 el estatuto de elemento del conjunto — llamemos E a este


conjunto —, la teoría de conjuntos nos autoriza a escribir que S1 es un elemento de E y
que el conjunto vacío es una parte del conjunto E:
S1 ∈ E

237
∅⊂E
Esta es la propiedad que utiliza Lacan para hacer surgir, junto al significante, esa parte
que es el conjunto vacío, que puede darnos una suerte de representación del sujeto
tachado, es decir que muestra el significante acompañado por el sujeto tachado. En este
conjunto en cuyo centro se encuentra S1 el conjunto vacío está presente aunque no lo
veamos. En cierto modo desaparece bajo el significante en el que se transforma, único
objeto perceptible que aquí queda. Y Lacan utiliza esta figuración para representarnos la
identificación al significante, correlativa de un fading, de un desvanecimiento del sujeto,
que queda aquí invisible.
Saben que para tornar perceptible ese sujeto Lacan agrega a este significante otro
significante, y articula el conjunto formado por ambos, {S1, S2}, con el primero:

Los articula mediante la operación de unión, cuya ventaja es hacernos perceptible S/ del
lado izquierdo:

Y comenta esta figura — que no traza en su escrito — a fin de representarnos el


surgimiento del sentido a partir del segundo significante, S2, y correlativamente el
eclipse de S1 y de S/ , constitutivo de lo que en Freud se llama inconsciente:

Propone entonces un comentario de esta figura — a la que completa mediante otra —,


de la que se supone que se ven surgir los significantes sin significación del inconsciente,
S1, y el sujeto del inconsciente como vacío, S/ .
Lógicamente, en un segundo tiempo quiere mostrarnos cómo S/ toma el valor de a,
cómo S/ y a se encuentran anudados, y lo hace del siguiente modo. Toma como base el
conjunto {S1, S2}, del cual el conjunto vacío es también una parte, o sea que entre este y
{S1, S2} hay una intersección, que es el propio conjunto vacío. Y plantea — no es más
que una tesis, un postulado — que en esa parte donde una falta atrapa a otra falta se
produce una suerte de devenir positivo, que podemos escribir a:

No intenten hacer surgir a de estas figuras. No hay posibilidad alguna de lograrlo. Es


como suponer que de la superposición entre el conjunto vacío tomado del conjunto de la
derecha y el conjunto vacío de la izquierda se obtiene en el centro el objeto a, resto de

238
vida, resto de goce. Es un comentario de estas figuras de conjuntos que Lacan se
permite para representarnos la correlación entre S/ (conjunto vacío) y el objeto a (resto
de vida o de goce). Con los medios que le ofrecía la teoría de conjuntos, que tiene la
ventaja de entificar el vacío y hacerlo operatorio y manejable, Lacan buscó una
figuración capaz de representarnos estos dos valores del sujeto, como vacío (y en cierto
sentido como –φ) y como a. Y el acento ha de ponerse sobre esta conversión en la que
como por milagro vemos que el vacío se torna positivo como objeto. Cuanto más cerca
estén de la fórmula propiamente matemática de los conjuntos, menos verán el objeto a.
No hay duda de que él llega a esto mediante una suerte de fiat que posee no obstante la
ventaja de figurarnos la correlación entre estos dos términos, como si lo que de un lado
aparece como el sujeto del inconsciente determinado por la articulación significante,
apareciese del otro lado como objeto; como si el sujeto tuviese dos valores, uno de pura
falta y el otro de objeto — este último obtenido solo por medio de la intersección entre
estas dos faltas.

De lo imposible a lo posible

A esto retorna Lacan para proponer su lógica del fantasma — el enanito número 7 que
les adelanté —, que es una lógica de la cura. Lo que nos presenta a partir de las
operaciones de unión e intersección no toca a la experiencia analítica, sino que es lo que
Lacan denomina “la causación del sujeto”, a saber, cómo a partir del significante un
sujeto nace en calidad de conjunto vacío, y cómo se complementa mediante un resto que
es el objeto a. Nada hay de la experiencia analítica en esta figuración. Empleando un
término freudiano podría decirse que este escrito es pura metapsicología, pese a que en
él no haya la más mínima psicología y menos aún meta-, pero en la enseñanza de Lacan
ocupa el sitio que en la obra de Freud ocupa la metapsicología. Lacan pone a trabajar
esa parte metapsicológica, ese retorno a los orígenes del sujeto, para brindarnos una
doctrina de la cura analítica.
Estos términos, estos valores, se animarán entonces de un modo totalmente diferente,
pero siempre por partida doble. Los dos tiempos no son los mismos. En lo que vimos
recién, los dos tiempos son el surgimiento del sujeto del inconsciente y la forma en que
este sujeto vacío de algún modo se torna sustancia como objeto a. En la lógica de la
cura, los dos tiempos minima implican empero poder decir primero con qué estatuto del
sujeto nos confrontamos al comienzo, y cómo se deviene un sujeto analizante. Ese es el
punto de partida, el origen de esta lógica del fantasma.
Antes de llegar a ella existen por cierto otras construcciones de Lacan, todas las
cuales a fin de cuentas tienen por meta mostrarnos en qué sentido algo como S/ puede
ser equivalente a a:
S/ ≡ a
En Problemas cruciales para el psicoanálisis y en El objeto del psicoanálisis el corazón
de la investigación de Lacan es esta equivalencia. Por ejemplo, recurre a figuras
topológicas elementales — o apenas por encima de lo elemental — como el plano
proyectivo. Este plano asocia dos elementos heterogéneos, una banda de Möbius y un
simple redondel — que es una parte normal de la superficie del plano:

239
Un simple trozo de plano tiene propiedades topológicas muy diferentes de las de una
banda de Moebius; por ejemplo, aquel es orientable y esta no lo es. Pueden comentar
entonces con mucho cuidado las propiedades heterogéneas de estas dos figuras, y
descubrir luego una figura que las asocia, una figura que puede calcularse e incluso
representarse — con dificultad, pero se lo logra — llamada plano proyectivo, en la que
es factible coser el borde del redondel con el borde de la banda de Moebius. Lacan se
fascina con esta figura topológica, no por la topología misma, sino porque ella nos
figura una suerte de equivalencia posible entre S/ y a, y se dedica a mostrar que el sujeto
tachado es como una banda de Moebius, que el sujeto del inconsciente no es más
orientable que el inconsciente — que no dice cualquier cosa, pero es contradictorio
según Freud. También se consagra a demostrar que el objeto a es un trozo cualquiera de
espacio, y que además ambas figuras pueden asociarse para formar una figura regular de
la topología, el plano proyectivo. Y demuestra entonces que el plano proyectivo tiene la
estructura del fantasma. Lleva mucho tiempo hacer perceptible esta asociación y ocultar
a la vez su radical simplicidad. La base del interés de Lacan por la topología del plano
proyectivo es solamente el matema S/ ≡ a, y para eso moviliza propiedades topológicas.
Desde allí llega a la lógica de la cura, en la que sigue en juego lo mismo. ¿Por qué
esa lógica es ubicada bajo la égida del fantasma? ¿De dónde proviene el privilegio del
fantasma en la lógica de la cura? La razón es que operamos a partir del campo de la
palabra y del lenguaje. En el psicoanálisis no pretendemos tocar directamente, en línea
recta, el goce del sujeto. Si hiciésemos esa operación, haríamos gimnasia por ejemplo.
Brazos arriba, uno-dos, uno-dos, no teman fatigarse, estiren más fuerte, mantengan la
nuca bien derecha, hacia atrás, otra vez y luego abajo, bien, bien. En ese caso, ¿qué
tocamos? Un cuerpo que, por más que se lo masajee en forma exquisita, sigue siendo un
cuerpo radicalmente mortificado. Por medio de la gimnasia no tocamos las zonas
erógenas. Al hacer gimnasia — masaje chino, por ejemplo — se hace como si. Por otra
parte, las zonas erógenas son sustituidas por cierto número de puntos exquisitos; si les
duele el pie, los tocan en otro lugar y se considera que eso los liberará de la molestia
que sienten al caminar. En última instancia, entonces, se superpone al cuerpo cierta
cartografía significante y se pretende operar directamente sobre el goce. ¡No riamos!
Por ese medio se obtienen algunos resultados divertidos, a veces muy útiles — en caso
de lumbago u otra desgracia —, pero que a decir verdad no resuelven gran cosa en el
nivel del deseo. Hay otras tentativas de operar en forma directa sobre el goce. En ciertas
tradiciones antiguas se ofrecía, en todo caso a los señores, un acceso directo al goce del
Otro sexo, pero un goce significantizado pues se lo consideraba eminentemente sagrado.
Podemos añorar esa época, pero nos limitamos a lo que es el psicoanálisis. En este
operamos a partir del campo de la palabra y del lenguaje, y todas las bonitas cosas que
del psicoanálisis esperamos deben derivarse de esta operación así limitada.
El fantasma es el extremo más avanzado de ese campo en dirección al goce, es la
asociación más delicada y exquisita entre el significante y lo que queda de goce. Así lo
introduce Freud, como un enunciado que se encuentra ligado a la obtención de goce por
parte del sujeto; una conjunción entonces entre el sujeto y el goce. Al mismo tiempo, si
recuerdan lo que dije al comienzo, es una muy mala conjunción, ya que está vinculada a
un desconocimiento — el que sostiene el deseo pero eclipsa la pulsión. La pulsión es, si
quieren, la buena conjunción entre el sujeto y el goce, la que habría que descubrir.
Entonces, en su lógica del fantasma — es decir, la lógica de la cura — Lacan intenta
utilizar la causación del sujeto para escribir el programa de la cura y para escribir su
conclusión como un atravesamiento del fantasma, como una deflación del deseo, como

240
una nueva alianza con la pulsión. Es un programa que no se contenta con formularse
como desciframiento del inconsciente, porque la solución de la cifra inconsciente
siempre puede ser reconducida al falo. En esta vertiente la versión terminal de la cura es
no identificarse, en la media en que la problemática del deseo siempre lleva a la
identificación. Si este programa de la cura lleva a reconocer lo que es imposible en el
deseo (–φ), debe asimismo llevar a reconocer lo que es posible, precisamente lo que es
posible de la pulsión y de la satisfacción. De ese modo Lacan nos orienta hacia ese
doble descubrimiento, sin duda el de lo imposible e incluso el pasaje de la impotencia a
lo imposible — es decir de –φ como falta estructural en gozar —, pero también el de lo
posible, a.
Noten que de esto siempre hablará con ese acento. Por un lado, este goce es real, no
cesa, pero en otro sentido jamás deja de ser posible para el sujeto; la cura concluye en
esa vertiente, en un Está permitido, no está prohibido. De ese modo siempre hallarán lo
posible abrazado al goce del objeto a en Lacan. No se está en el registro de la obligación
y la prohibición, ni en el de lo imposible, sino por el contrario en el registro de lo
posible. Es posible que el sujeto lo acepte, se le ha vuelto posible asumirlo.
Pero hay en eso un margen, e incluso este margen es lo que justifica el procedimiento
del pase. Lo que el sujeto hace del acceso que tiene al resto de goce es asunto suyo. En
un sentido, no es en el análisis stricto sensu que puede hacerse su doctrina sobre eso. De
ahí que haya una disimetría en el descubrimiento de lo que pertenece a uno y otro
registro. Indico aquí ciertos hitos, luego volveré a los detalles.

La lógica de la cura

Debo al menos darles rápidamente el pequeño aparato que Lacan utiliza para su lógica
de la cura. Otra vez son los círculos cruzados que empleamos hasta ahora. Aquí están
muy presentes para representar de un modo divertido ese cogito cartesiano que no dejó
de acompañar a Lacan en el curso de su enseñanza.
Señalé que ya estaba presente en “La instancia de la letra…”; que en “Subversión del
sujeto…” también se refería a él precisamente para introducir el goce, al decir que el
sujeto no es agotado por el cogito pues queda el sitio del goce; que en “Posición del
inconsciente…” llama “sujeto cartesiano” al sujeto tachado, vacío, del inconsciente. Y
vuelve a comentarlo en “La ciencia y la verdad”, etc. La referencia al cogito es entonces
constante en Lacan, y también parte de ella para su lógica de la cura.
Más fácil, imposible. Al conjunto de la izquierda lo llamamos ser, al de la derecha,
pensamiento, y yo pienso, yo soy es la intersección entre ambos. Esta es una
representación del cogito que no les hará romperse mucho la cabeza:

Notemos que casi estamos en la pista abierta en “Posición del inconsciente…”, salvo
por el hecho de que Lacan llama aquí pensamiento lo que en las articulaciones
precedentes llamaba el dominio del sentido. En la alienación y la separación el conjunto
en el que se despejan S1 y S2 — especialmente S2 — es el que da sentido.
Como aquí partimos del cogito, a la derecha tenemos el pensamiento, y Lacan nos
prepara ya al designárnoslo como el inconsciente freudiano, hecho de pensamientos.

241
Esto constituye un desplazamiento con respecto a su construcción anterior, en la que el
inconsciente se encuentra entre los dos conjuntos (el inconsciente palpita entre S1 y a),
mientras que aquí nos prepara la presencia del inconsciente en la parte derecha.
Lacan opera para obtener los dos complementos de la intersección — que son las dos
partes blancas del esquema anterior — a partir de la negación de esta. En efecto, si
niegan la intersección (∩) entre dos conjuntos E1 y E2 obtienen la unión (∪) entre los
complementos de cada uno de ellos:
E1 ∩ E 2 = E1 ∪ E 2
Es la ley de De Morgan. Por eso Lacan dice que es una diferencia de aspecto
morganiano.
En el psicoanálisis negamos el cogito. Nos encontramos pues con estas dos partes
blancas y no con la intersección. Pero lo más interesante del asunto no es esto, sino el
nombre que toman esas dos partes. La de la izquierda es el ser menos la parte que es
también pensamiento, y si la referimos al Yo [Je] corresponde a un Yo soy sin el Yo
pienso, es decir, Yo soy y Yo no pienso. Del otro lado tenemos el pensamiento menos el
ser, es decir un Yo no soy pese a que Yo pienso:

Estos son los dos términos que Lacan obtiene a partir del complemento de la
intersección, y luego se aboca a separar sus dos partes, el Yo no pienso de la izquierda y
el Yo no soy de la derecha. ¿Qué uso puede darse a esta dicotomía? En la lógica de la
cura, la articulación que Lacan propone es de orden, o sea ir de una a la otra, del Yo soy
(que es Yo no pienso) al Yo no soy; dicho aun de otro modo, ir del fantasma al
inconsciente que está hecho de pensamientos:

Todo el seminario de Lacan sobre La lógica del fantasma comenta este pasaje de un
término al otro, a saber, de un sujeto que primero es ser-Yo — estatuto del sujeto que es
el de un Soy yo [Je suis moi], al precio de rechazar el pensamiento del inconsciente — a
un sujeto que admite el inconsciente, al precio de no encontrarse allí. Dicho de otro
modo, a partir de la intersección negada — y partimos de la intersección, al revés que en
el caso de la causación — y de la unión, obtenemos dos posiciones temporalmente
orientables en la cura, que traducen el pasaje de cierto Yo soy ligado al Yo no pienso —
que supuestamente representa la identidad yoica que rechaza el inconsciente — a una
segunda posición que es la del inconsciente, al precio de sacrificar el ser del Yo [Je].
En un forzamiento, Lacan bautiza las diferentes partes de este esquema, haciendo de
la parte mochada del conjunto de la izquierda el ello — es decir, el lugar del goce —, y
de la correspondiente en la derecha, el inconsciente propiamente dicho:

242
En este esquema vemos del modo más simple el problema de articular el inconsciente
con el ello, y la articulación significante con el goce. Aparece aquí de un modo muy
elemental la problemática que atraviesa la enseñanza de Lacan, y esto lo lleva a
comentar en forma divertida las otras zonas del esquema. Por ejemplo, a la izquierda,
donde estamos en un Yo no pienso que refuerza por tanto el ser del Yo, tenemos el
sujeto que se imagina amo de su identidad y que — tal es el estatuto “natural” y primero
del sujeto — rechaza entonces el inconsciente. ¿Qué queda por fuera del Yo?, pregunta
Lacan. El ello. En la gramática, todo lo que no es Yo es el resto de la estructura
gramatical. Y en el fantasma encontramos bien destacada la frase gramatical donde el
Yo no está presente. (Tomen como parámetro “Se pega a un niño”.) Lacan señala
entonces de qué modo puede plantearse el ello como parte complementaria del Yo, al
tomar un ejemplo del fantasma. El inconsciente por el contrario son pensamientos, y en
forma correlativa a estos el sujeto no sabe dónde está, lo cual es correlativo de un Yo no
soy. De allí surgen largos y divertidos comentarios de Lacan para justificar estos dos
esquemas que ponen en correspondencia el ello y el inconsciente como dos partes
simétricas e inversas.
Si se ordena esto temporalmente, se escribe así la transformación de la posición del
sujeto debida al análisis. El sujeto llega con su ser que rechaza el inconsciente, habitado
e incluso gobernado por su fantasma en cuanto al goce. A raíz del análisis, se ve llevado
a admitir el inconsciente y cierta desaparición de su ser en relación con el inconsciente.
En un tercer tiempo, lo que se produce puede escribirse de diversos modos. Podemos
imaginar que el ello y el inconsciente se recubren, y de hecho cuando Lacan decía: “En
el inconsciente […] ello habla”, en cierto modo los hacía recubrirse:

Lo que en sentido estricto llama pase no es exactamente esto, sino el cruce entre
estos términos, es decir, el momento en el que el Yo no pienso se realiza como
inconsciente (cuyo resultado escribe como –φ), y en el que el Yo no soy se realiza como
ello (cuyo resultado es el objeto a):

243
Lo que Lacan denominó pase es precisamente esta doble operación, que torna positivo
el Yo no pienso a partir del inconsciente y torna positivo el Yo no soy a partir del ello.
Sobre la base de este esquema, es decir, de esta articulación entre el goce y el
significante, entre el sujeto del inconsciente y el objeto a, aportó ese término con el que
aún proseguimos — el pase.

25 de mayo de 1994

244
XX

El postulado del psicoanálisis

La vez pasada di las coordenadas de lo que Lacan llamó el pase. Esas coordenadas se
apoyan en dos conjuntos mochados y destinados a superponerse. El primero,
representado con un recorte a la derecha, está provisto de dos enunciados que califican
cada uno de sus espacios así distribuidos: para calificar el espacio de la izquierda, que es
el más vasto, Yo no pienso, y para el más pequeño la inscripción Ello:

El segundo conjunto es simétrico e inverso respecto al primero. El espacio de la


derecha, el más vasto, lleva la inscripción Yo no soy, mientras que la parte mochada es
calificada de Inconsciente:

De acuerdo con las indicaciones que Lacan diera una o dos veces, señalé que había
una superposición cuyo resultado era una relación (◊) entre –φ y a:

Y dije: He aquí las coordenadas del pase según Lacan. Este es mi punto de partida de
hoy.

Las bodas del ser y el pensamiento

El punto de partida de Lacan en cuanto al pase como fin del análisis es el cogito de
Descartes. Digamos que la sombra del cogito cartesiano cae sobre el pase. En verdad
ese punto de partida fue varias veces retomado por Lacan. Señalé que ya en “La
instancia de la letra…” él se preguntó por las modificaciones que debían hacérsele en
función del descubrimiento de Freud. Se preguntó por el cogito al mismo tiempo que
introducía la metáfora y la metonimia como dos estructuras fundamentales en las cuales
se reparten los efectos del significante sobre el significado, dos incidencias diferentes

245
del significante sobre el significado, o, mejor aún, dos modos significantes de
producción del efecto significado, y es llamativo que enseguida Lacan se interrogara
sobre el estatuto del sujeto que eso implicaba. Para decirlo del modo más simple, el
cogito cartesiano es aparentemente la negación del psicoanálisis, lo vuelve imposible.
Stricto sensu, el cogito cartesiano es una negación del inconsciente pues articula que Yo
soy donde yo pienso o Yo soy cuando yo pienso, y la noción de Descartes es que Yo
pienso siempre — Yo soy, por definición, en mi pensamiento —, de tal suerte que el
cogito celebra las bodas entre el ser y el pensamiento bajo la égida del Yo [Je].
Constituye la forma que determinará la reflexión filosófica moderna hasta Freud, una
nueva forma de ensamblar el ser y el pensamiento. Y decir Pienso, luego soy, implica:
– que el ser del Yo es el pensamiento, es decir que la respuesta a la pregunta ¿Qué
soy Yo? es el pensamiento, y no como Lacan la responderá cuando la retome en
“Subversión del sujeto…” al decir, en nombre de Freud, Yo soy en el lugar del
goce; la respuesta de Descartes es: Yo soy el pensamiento que tengo;
– que el pensamiento es del Yo, que es mi pensamiento, es mío, me pertenece, lo
reconozco como propio.
Estas dos proposiciones justifican que se diga que por medio de Descartes el sujeto, en
calidad de Yo, es determinado como transparente a sí mismo, que el pensamiento en
cuestión es de cabo a rabo transparente, sin escondite, y que ese pensamiento
transparente autoriza al sujeto, como dice Lacan, su “afirmación existencial”.
Ahora bien, cuando descubre el inconsciente, y también cuando inventa una práctica
fundada en ese descubrimiento — allí cabe distinguir, oponer el descubrimiento y la
invención —, Freud prescribe una puesta en tela de juicio de lo que puede llamarse el
sistema cartesiano. La frase, la deducción de Descartes es en efecto solidaria de todo un
conjunto de proposiciones que aquí resumí en dos, y su evidencia es sostenida por dicho
sistema.
Una vez que Lacan repartió los efectos del significante según las dos vertientes de la
metáfora y la metonimia, se abocó de un modo aun vacilante a repensar el sujeto, y lo
hizo a partir del algoritmo saussureano:
S
s
modificado en virtud de que el significante tiene efectos sobre el significado. La primera
transcripción del sujeto a partir de este algoritmo consiste en que él está en el lugar del
significado, que el ser del sujeto repensado a partir de Saussure no es pensamiento sino
efecto del significante, y además que el verdadero pensamiento es el inconsciente
interpretado a partir de los mecanismos significantes de la metáfora y la metonimia. En
suma, esta primera transcripción consiste en el siguiente algoritmo:
pensamiento
sujeto
Sobre esta base puede decirse que hay dos afirmaciones del Yo soy, una a partir de la
constatación y la otra a partir del deber. A partir de la constatación equivale a decir Yo
soy lo que soy, y esto no es más que una metonimia; a partir del deber equivale a Llegar
a ser lo que yo soy, al ser del Yo, y esto es, si se quiere, metafórico. Pero estas dos
tentativas de afirmar el Yo soy según las vertientes metonímica o metafórica tropiezan
con la escisión entre el significante y el significado, entre el pensamiento y el sujeto.
Decir que el verdadero pensamiento es el inconsciente quiere decir que allí donde se

246
juega la articulación significante, donde los significantes se convocan recíprocamente y
se asocian entre sí, Yo no soy. Los significantes juegan solos, sin que pueda situarme en
su juego: Yo no soy, no puedo reconocerme en el juego significante del pensamiento
inconsciente, solamente me ubico como efecto del significante y de su juego.
Así, cuando en la página 497 de los Escritos Lacan plantea la pregunta: “¿Es el lugar
que ocupo como sujeto del significante, en relación con el que ocupo como sujeto del
significado, concéntrico o excéntrico?”, y responde que el significante y el significado
“no están en el mismo plano”, quiere decir que como puro sujeto del significante soy
excéntrico a mi lugar como sujeto del significado. Lo que soy, sin saberlo, en el juego
del pensamiento inconsciente está fuera de mi captación como sujeto consciente, como
sujeto del significado. Si releen las páginas 495-496 de los Escritos verán esta
exploración, vacilante pese a su estilo afirmativo, del lugar del sujeto con respecto a las
operaciones de la metáfora y la metonimia.

Yo no pienso

El seminario La lógica del fantasma, situado en el otro extremo de su elaboración, nos


brinda esa reconsideración del cogito que conduce al pase. Hallamos ahí una nueva
transcripción que sin duda entraña — Lacan no lo disimula — cierta prestidigitación,
cierto forzamiento, cierto truco de ilusionista motivado por la preocupación de presentar
a partir del cogito la operación analítica y su conclusión. Esta nueva transcripción del
cogito, esta ilustración — presentada en el pizarrón mediante figuras — es conjuntista;
emplea como instrumentos esos curiosos elementos, seres, imaginaciones que llamamos
conjuntos, y que aquí podrían incluso ser clases. Es un intento de representarnos el
cogito, de articularlo como una intersección entre dos conjuntos o clases, entre ser y
pensamiento, bajo el signo del Yo, es decir, una intersección entre Yo soy y Yo pienso:

Hay en esto un forzamiento. No puede decirse que esta representación sea


estrictamente conforme a lo que articula Descartes; solo se justifica por los efectos que
podemos esperar de ella. Para admitirla se requiere una dosis de buena voluntad. No
hace falta levantar la mano para decir Descartes jamás dijo eso; es cierto. Tampoco para
decir Eso no se adecua a tal o cual proposición de Descartes, a quien además ni se le
ocurrió representar su cogito de este modo.
Si tenemos buena voluntad, entonces somos llevados a representarnos lo que el
psicoanálisis implica, en la medida en que este se funda en una negación del cogito, ya
que supone la no transparencia del sujeto. El psicoanálisis supone que entre el sujeto y
su pensamiento hay relaciones más difíciles que la paz implicada por la coincidencia
que el cogito cartesiano instaura.
Supongo que este razonamiento es lo que llevó a Lacan a buscar qué puede ser el
cogito en el psicoanálisis una vez que lo negamos, que negamos la intersección entre el
conjunto E y el conjunto P — si me permiten designar así ser y pensamiento,37 poner
entre ambos el signo ∩ que designa la intersección, y colocar sobre la fórmula una barra
37
E y P son las iniciales de être (ser) y pensée (pensamiento). [N. del T.]

247
que significa la negación de la intersección: E ∩ P . La negación del cogito (concebido
como intersección) da lugar a otra representación, que es la de la unión entre los
complementos. Para ello debo sombrear las partes situadas en los extremos izquierdo y
derecho, y dejar en blanco la parte media (que es la intersección):

E∩P

Y puede escribirse que esta negación de la intersección es equivalente o igual a la unión


(∪) entre E – P y P – E,38 es decir, la unión de las dos zonas extremas:
E ∩ P = (E − P) ∪ (P − E)
Es lo que en el escrito que consagra a esta construcción Lacan llamará “una diferencia
de aspecto morganiano”, dado que la conversión entre la negación de la intersección y
la unión de los complementos fue formulada por el lógico De Morgan, y de ese modo
Lacan, sin pretender ajustarse estrictamente a De Morgan, alude a él con discreción.
La conversión de la primera figura en la segunda, a partir de la noción según la cual
la negación de la primera nos da la segunda, hace surgir entonces nuevos términos a
partir de los anteriores. Hasta aquí teníamos el Yo soy y el Yo pienso, y he aquí que
ahora aparecen el Yo no pienso, que designa la zona de la izquierda, E – P (es decir, la
zona de ser exterior al conjunto pensamiento), y el Yo no soy, P – E (la zona del
conjunto pensamiento exterior al conjunto ser). Dicho de otro modo, mediante esta
mera conversión de aspecto lógico nos encontramos con la noción del Yo no pienso y
con la del Yo no soy — dos enunciados nuevos —, y también con la noción de que el
ser Yo, que recubre la zona E – P, es correlativo del no pensamiento, mientras que el
pensamiento — para nosotros, el del inconsciente — tiene afinidades con el no ser.

Yo no soy

Por lo tanto, a partir de la posición inicial, que es la unión entre el Yo no pienso y el Yo


no soy:

hay una suerte de derivación sucesiva. En efecto, tenemos ahora una posición segunda
en la que el ser Yo está vinculado al no pensamiento, es decir, al rechazo del
pensamiento inconsciente:

y una tercera posición en la que el inconsciente aparece vinculado al no ser, a la


abolición del ser Yo:

38
E – P es el conjunto formado por los elementos de E que están fuera de P, así como P – E es el formado
por los elementos de P que están fuera de E. La operación “–” es la diferencia de conjuntos. [N. del T.]

248
3

Di aquí cierto orden a sus razones, ya que si la elección es prescrita por la unión
entre el Yo no pienso y el Yo no soy, lo natural es que el sujeto se dirija hacia el Yo no
pienso, hacia el ser Yo — al menos a partir de Descartes es dirigirse hacia el Yo soy yo
[Je suis moi], a riesgo de proscribir, de rechazar el inconsciente. Tal es el estado natural
del sujeto, en el sentido en el que incluso los filósofos hablan de la conciencia natural.
Y si hablamos en términos de elección, puede decirse que esa es la elección que el
sujeto se ve forzado a hacer; elige ser Yo al rechazar el inconsciente:

de tal suerte que con el número 3 indicaré lo que no es natural, la operación propia del
análisis: hacer que el sujeto consienta el pensamiento inconsciente, hacer que renuncie a
su ser yo para acceder al juego de los significantes entre sí, el juego [jeu] en lugar del
Yo [Je], el juego en el que los significantes se organizan y el sujeto no se sitúa:

La cuestión es a qué lleva todo esto. ¿Cuál es el 4? La grilla que hemos hecho nos
representa (1) el dato inicial, el cogito negado; luego (2) la elección natural del sujeto, la
de ser Yo; y (3) aquello a lo que el análisis lo lleva: consentir al pensamiento
inconsciente al precio de su ser Yo. ¿Y ahora qué? ¿Qué soy Yo en todo eso?

249
Pues bien, notemos que el primer tiempo está hecho de una combinación entre el ser
y el pensamiento, entre el Yo no pienso y el Yo no soy; el segundo tiempo es un
sacrificio del pensamiento al ser; el tercero, un sacrificio del ser al pensamiento — y
esto describe, nombra lo que tiene lugar en la sesión analítica, en la que se invita al
sujeto a sacrificar su ser al pensamiento. En ocasiones, si está tomado por eso, si está
seriamente histerizado, experimenta en todos sus efectos patológicos esa disipación del
ser; ya no sabe dónde está, y a veces cuando la sesión se cierra testimonia el extravío en
el que se halla por tener que reinvestir su ser Yo al final de la sesión.
Si se sigue cómo caracterizo cada uno de estos momentos, hay una suerte de
necesidad de que el tiempo 4 venga dado por una nueva combinación entre el ser y el
pensamiento, y el fin del análisis en el sentido de Lacan es lógicamente una nueva
combinación de esa índole.

Las dos soluciones

Lacan habría podido representar así ese tiempo 4. El punto de partida es el cogito
negado, luego vienen las dos posibilidades que surgen de él, y finalmente la conclusión
mediante una nueva combinación — a descubrir — entre los dos elementos precedentes:

Al mismo tiempo, este esquema lógico no recubre exactamente lo que hemos


intentado articular mediante una trayectoria del sujeto, a saber, que hay una opción

250
natural — la del ser Yo —, y que puede ocurrirle una opción contra natura — la opción
analítica. Entonces lo escribiré de otro modo. El punto de partida es el mismo, pero a
continuación privilegio la opción natural del ser Yo. Solamente a partir de allí el sujeto
puede, por medio de la operación analítica, llegar a preferir el pensamiento inconsciente
(flecha horizontal), y de allí surge la problemática de la conclusión. Supongo que
notarán el esquema en Z que así se propone:

y que no objetarán que lo escriba sobre el esquema en Z que Lacan había propuesto
muchos años antes de llegar a esto. Lo escribiré una vez más del siguiente modo:

Lo que Lacan llama pase es lo que supuestamente se produce en el paso final de


estas operaciones. A partir del cogito negado el sujeto elige su opción natural (el ser
Yo), por medio del análisis se ve llevado a preferir el pensamiento inconsciente, y por
último una nueva combinación entre el ser y el pensamiento. Y lo que les indiqué acerca
de la superposición entre los dos conjuntos unidos por la flecha en diagonal es lo que se
encuentra en ese cuarto término, donde en cierto modo la solución del ser es dada por a,
mientras que la solución del pensamiento es dada por –φ:

La primera motivación de esta construcción es que el ser del sujeto no es el


pensamiento, sino que concierne a su modo de gozar, y que su Yo soy [Je suis]
fundamental es un Yo gozo [Je jouis]; la motivación de este esquema, cuya arbitrariedad
no les oculto, sigue siendo articular en forma conjunta lo que en el sujeto depende del
significante y lo que depende del goce. El momento final de esta trayectoria es una
combinación de dos soluciones, la del ser y la del pensamiento, a través del análisis, de

251
modo que no es un esquema lineal propiamente dicho como el antes numerado 1-2-3-4,
ya que el último término debe combinar el resultado de los dos momentos precedentes.
Supongo que por esta razón Lacan dio a esta construcción una especie de revestimiento
matemático suplementario destinado a representar cómo pueden combinarse entre sí dos
operaciones.
Lacan enriquece sus construcciones lógicas de buena gana. Por ejemplo, reproduje en
el pizarrón sus construcciones concernientes a la alienación y la separación, basadas en
la articulación entre dos conjuntos,

y señalé que la alienación nos deja en definitiva con un conjunto mochado en el que S2
está escrito en la parte plena:

mientras que la otra opción lleva S1 y S2 escritos en la parte plena y a en la parte


mochada:

Hasta aquí, la deducción conjuntista. Pero Lacan enriquece esta descripción al decir que
puede concebírsela como topológica y considerarse que hay aquí un borde que se
desplaza y una suerte de movimiento de succión, una palpitación de este conjunto, que
ora deja el sujeto por fuera, ora capta el objeto a. A esta representación conjuntista
Lacan agregó entonces un comentario topológico, el de las propiedades del borde del
conjunto, que confunde en un punto la teoría de conjuntos y la topología del borde.
Asimismo enriquece lo que reconstituyo aquí como un razonamiento fundamental
concerniente al fin del análisis: lo inscribe en una representación matemática llamada
grupo — más precisamente grupo de Klein. (No Melanie, sino Felix Klein.) Hay allí sin
duda cierta contingencia. El año en el que Lacan dio este seminario, justo antes de que
tomara la palabra, aparecía en la revista Les Temps modernes un artículo consagrado a
la estructura del grupo de Klein, y puede suponerse que este artículo en efecto lo inspiró
para inscribir esta estructura en el grupo de Klein, ya que este nos permite articular la
combinación de dos operaciones. Creo que atrajo a Lacan la posibilidad de pensar el fin
del análisis como una combinación de operaciones, no solo en la línea de la elaboración
del pensamiento, sino que se tomara en cuenta de nuevo el estatuto del ser; no una
construcción lineal como la representada verticalmente con los números 1-2-3-4, sino
más bien una combinación entre lo que concierne al ser bajo el aspecto del Yo no pienso
y lo que concierne al pensamiento bajo el aspecto del Yo no soy.

Grupo de Klein

Quizá deba presentarles brevemente el grupo de Klein como lo hace el autor del artículo
que inspiró a Lacan esta presentación en su seminario. (No la retomó ni la graficó en

252
ningún escrito.) Partamos de un número natural cualquiera, n, que puede ser 1, 2, 3, etc.
Mediante el fiat matemático, este número es susceptible de las siguientes operaciones
elementales: tomar su inverso (pasar de n a 1/n) y su opuesto (pasar de n a –n). Pero
nada nos impide combinar ambas operaciones y, a partir de n, obtener –1/n:
1
inverso : n → 
n 1
 combinación : n → −
n
opuesto : n → − n 


Las transformaciones inverso y opuesto tienen la propiedad de que al repetirlas una vez
volvemos a obtener el término original n. En efecto, si repetimos la operación inverso
obtenemos 1/(1/n), que es igual a n, y al repetir la operación opuesto obtenemos –(–n),
que vuelve a darnos n. Esta propiedad de ambas operaciones se llama involución, y se
dice que la operación que se anula al repetirse es involutiva.
Nada impide representar en un grafo estas operaciones junto a sus combinaciones e
involuciones. (Lo hizo Barbut, el autor del artículo que atrajo a Lacan.) Por milagro, es
un grafo de cuatro esquinas. La operación opuesto, que a partir de n nos da –n, al ser
repetida vuelve a darnos n, y por eso la escribo mediante una flecha doble, que indica
que la operación puede hacerse en los dos sentidos y es involutiva:

La operación inverso, que a partir de n nos da 1/n, al ser repetida vuelve a darnos n, y
por eso la escribo mediante una flecha doble — esta vez, punteada —, que indica que la
operación puede hacerse en los dos sentidos y es involutiva:

Por último, la combinación de las dos operaciones precedentes, que puedo obtener
también pasando por cualquiera de los dos vértices:

Por abajo a la derecha: –(1/n) = –1/n, y por arriba a la izquierda: 1/(–n) = –1/n.
He aquí un cuadrado por el cual circulan las operaciones inverso y opuesto. En él
puedo inscribir también la combinación entre ambas, que permite pasar directamente de
n a –1/n, para la cual emplearemos flechas de doble línea en las diagonales, y con dos
puntas porque esta operación también es involutiva:

253
ya que –1/(–1/n) = n, y sobre la otra diagonal –1/(–1/(–n)) = –n. Este gráfico posee seis
caminos si se los considera en forma simple, pero en verdad son doce, ya que cada uno
de ellos tiene dos sentidos.
En un esquema inspirado en este grupo de Klein, Lacan inscribió la trayectoria del
sujeto desde su posición natural hasta su posición en la cura y desde allí hasta la
conclusión de la cura, y presentó el pase como la combinación de dos operaciones
primarias. A partir del cogito negado (arriba a la derecha), la operación susceptible de
llevar a la solución natural es lo que él denominó, no inverso u opuesto, sino alienación:

Y llamó verdad a la operación capaz de conducir a la posición antinatural, analítica:

¿Cómo se pasa de la posición del ser Yo [arriba a la izquierda] a la posición del


pensamiento inconsciente [abajo a la derecha]? Por medio de la operación que el
análisis fuerza, a la que él llamó transferencia:

A esto se agrega una cuarta esquina en la que se combina el resultado de las dos
operaciones precedentes, y a la que llamó pase (con a y –φ):

254
Intenté presentarles su construcción estableciendo la distinción entre lo esencial y su
revestimiento matemático. Por cierto, Lacan no la presenta así — al contrario, presenta
esta matemática como esencial a su construcción —, pero me parece que se capta mejor
lo que está en juego — la combinación entre esas dos vertientes, el inconsciente y el
ello — si se introduce esta construcción solo con posterioridad. Es una construcción
algo difícil, en efecto, ya que de “kleiniano” solo tiene el aspecto, pues en este esquema
no tenemos operaciones involutivas — por ejemplo, no decimos que repetir una vez la
alienación nos devuelve al punto de partida. Aquí orientamos una trayectoria, mientras
que si tomamos el esquema kleiniano propiamente dicho tenemos un ciclo infinito, nada
nos obliga a detenernos en uno de esos puntos, y podemos continuar indefinidamente
las diferentes operaciones que nos hacen girar y recorrer los diversos puntos del ciclo.

Alienación

La modificación hecha por Lacan consiste en introducir esa trayectoria. Su meta — si a


ello hay que aplicarse — es separar el ser Yo y el pensamiento inconsciente, ubicados en
los extremos de la diagonal de este esquema. Como señalé la vez pasada, este ser Yo es
especificado por el hecho de que el Yo no pienso tiene por complemento esa parte
mochada a la que Lacan bautiza como ello, mientras que la parte mochada en la esquina
opuesta lleva el título de inconsciente:

Esquema completo

Lacan intenta así representarnos la diferencia entre el ello freudiano y el inconsciente


— términos tomados de la segunda y de la primera tópica de Freud respectivamente —,

255
y a la vez el fin del análisis como una combinación especial, nueva, del ello y el
inconsciente. Lo que orienta su construcción es intentar presentar el fin del análisis
como una combinación nueva entre el ser y el pensamiento — en términos freudianos,
entre el ello y el inconsciente.
¿Por qué dice que esta diferencia, que parece morganiana, se anima? ¿De dónde
proviene la animación que él le da? De que es radicalmente disimétrica. En verdad,
desde el punto del cogito negado no se va hacia la esquina superior izquierda tan bien
como hacia la esquina inferior derecha. Hay de hecho una diferencia: necesariamente se
va primero hacia el resultado de la alienación — lo natural es ir hacia el ser Yo. Lacan
introduce entonces una disimetría que el grupo de Klein no posee: la de que el estatuto
primero del sujeto es la elección del ser Yo, a la que llama alienación. El sujeto va de
entrada hacia su Yo no pienso, que para él, dice Lacan, es “su menos peor opción”; no es
el entusiasmo ni la mejor opción, sino que se ve lógicamente llevado primero a ensayar
su identidad consigo mismo, y lo paga con esa parte que mocha su Yo soy — parte a la
que Freud llamó ello. Siguiendo a Lacan puede decirse que esa parte es la que le queda
enigmática bajo la forma del fantasma, que no concuerda con su ser Yo. Esto se
manifiesta muy bien en la experiencia por medio de la reticencia que puede presentar el
sujeto, en calidad de ser Yo, a confesar ese fantasma. Freud ya notaba que esa era quizá
la confesión más difícil, ya que ese fantasma a veces desmiente todo aquello a lo cual
este ser Yo se encomienda como valor. El hecho de que Freud lo llame ello permite a
Lacan decir que al fin y al cabo es, con respecto al Yo cartesiano, toda la gramática
menos el Yo. En efecto, Freud insiste en la gramaticalidad del fantasma, que siempre es
articulable como una frase gramatical y que por ende tiene un sentido. Esto también
significa que el ser Yo, en calidad de Yo no pienso, siempre está sostenido por el
fantasma.
Sin duda eso supone no hacer de este no Yo una sustancia. Uno de los modos de
eludir el descubrimiento freudiano consistió en convertir esa parte complementaria en
una suerte de yo malo, mientras que Lacan propone tomar en serio el término ello [ça],
tal como puede empleárselo en francés cuando se dice Ça bouge [bulle] o Ça pleut
[llueve], es decir que no está aquí en juego ni en función ningún Yo, sino toda la
estructura gramatical menos el Yo. Al reservar este espacio del ello, reserva también el
sitio de la pulsión, para la cual el fantasma es esencial y con respecto a la cual el Yo está
asimismo excluido. Esto permite decir que la pulsión tiene algo de acéfalo; no está
marcada por el Yo.

Verdad

El resultado de la operación disimétrica llamada verdad se obtiene a partir del análisis.


Esta verdad no se obtiene por un atajo a partir del cogito negado, excepto quizás en el
acting out. ¿Cómo calificar esta relación? Nada tiene de excesivo decir que el Yo no soy
es correlativo del inconsciente. Como prueba se puede aportar la sorpresa que acompaña
a las formaciones del inconsciente; trátese del lapsus o del chiste, es como si el sujeto
los soltara por delante de sí mismo, por delante de la conciencia que toma de ellos. Por
eso Lacan dice que la risa provocada por el lapsus o el chiste se produce en el nivel del
Yo no soy, en el nivel de este adelantamiento mismo.
También se refiere a ese chiste — uno de los primeros que Freud aporta en “El chiste
y su relación con lo inconsciente” — en el cual el pobre Hirsch-Hyacinth describe su

256
visita a la casa del rico. Tras haber ido a solicitar a los Rothschild que le diesen algunas
subvenciones, se jacta del amable modo en que fue tratado, y dice, como saben, que fue
recibido “por entero famillonarmente”, lo que condensa los términos familiar y
millonario. En el Seminario V Lacan comentó por extenso esta condensación
significante, y aquí la retoma para justificar el momento representado por la esquina
inferior derecha del esquema, al decir que finalmente lo que reina en esta anécdota es el
Yo no soy. En primer lugar porque el rico es inexistente, su posición solo es de ficción.
En efecto, aquello sobre lo cual los Rothschild están asentados es un paquete de
acciones, de papeles — en verdad no están rodeados de esos papeles, que están
tranquilamente apilados en cofres de banco —, y al ser recibidos por el rico nos recibe
un bípedo implume, si me permiten.
Puede discutirse que al fin y al cabo el rico sea inexistente; es un pequeño
forzamiento de Lacan, pero quiere decir que el propio Hirsch-Hyacinth, ese mendigo
que va a pedir al rico una limosnita, es un ser para el que no hay sitio en ningún lado, y
entonces se hunde en la irrisión de la inexistencia. ¿Los ricos son seres de ficción? (Y
los pobres también, ya que eso es lo que Lacan resalta.) Quizá lo son, pero no lo saben.
Ese es aquí el problema. Esta semana hay en Inglaterra un gran escándalo en torno a un
lord. Todas las semanas hay escándalos que conciernen a los lords, quienes no están
adaptados al mundo surgido de la Revolución Francesa. Este lord inglés, hijo de
Kenneth Clark — cuyas obras sobre historia del arte quizás hayan leído —, es hoy en
día un señor de setenta años que, para su desgracia, sintió la necesidad de escribir sus
memorias — en verdad hay que evitar hacerlo —, y en ellas explica que pasó nada
menos que lo mejor de su vida de lord, de lord riquísimo, seduciendo a las damas — lo
que a fin de cuentas no es de ficción. Y la prueba está en sus memorias, pues relata un
buen recuerdo de esta existencia de riqueza en la que nació, cuando sedujo a la mujer de
un juez — esto ya es muy fuerte — así como también a las dos hijas de la dama y del
juez, y que vivió a cuerpo de rey entre la dama y sus dos hijas. Esto no llamó mucho la
atención hasta que la dama, el juez y una de las dos hijas tomaron el avión desde
Sudáfrica para ir a Inglaterra a causarle ciertas dificultades, lo que al menos tenía la
ventaja de demostrar que sus memorias no eran pura ficción. Al presentarse, el juez
dijo: —Merecería ser azotado, y el lord: —Es cierto, merecería ser azotado, pero de
ningún modo tengo la concepción de la moral que tienen los demás. Por medio de esta
anécdota reciente notamos que, por ficticia que sea la existencia del lord, ella tiene
empero algunas consecuencias prácticas. En suma, no es seguro que este sea el mejor
ejemplo de inexistencia que pueda tomarse. Pero este es un comentario colateral, y debo
decir que Inglaterra es pródiga en ejemplos que nos indican a fin de cuentas cuán
dependientes somos, en nuestras consideraciones, de la evolución de las costumbres.
Por otra parte, esto es lo que Lacan evoca, pues en verdad limita sus consideraciones
sobre el fin del análisis al mundo moderno inaugurado por Descartes, que toma sus
bases del cogito cartesiano — cogito que, de cualquier modo, no debe haber llegado a
Inglaterra todavía.

Transferencia

La construcción de Lacan es entonces que el inconsciente es una forma de pensamiento


que complementa el Yo no soy del sujeto. Por eso, en la reseña de “La lógica del
fantasma”, dice de este esquema que es una escuadra que se forma entre el resultado de

257
la alienación y el resultado de la verdad, entre el ser Yo (el Yo soy del Yo gozo)
sostenido por el fantasma, sostenido por el goce del sujeto, y el inconsciente. Y “la
diagonal que une estos extremos”, dice, es “la transferencia”, para la cual por ende
propone una nueva definición como el pasaje del Yo no pienso al Yo no soy. El Yo no
pienso es el sujeto “que se imagina dueño de su ser” — tal es la fórmula que emplea en
este escrito —, y el Yo no soy es, estrictamente hablando, la “sustancia” del
inconsciente.
El hecho de que la posición del inconsciente [esquina inferior derecha del esquema]
pueda ser invocada a partir de la posición del Yo no pienso es calificado por Lacan de
postulado del psicoanálisis. En este aspecto el postulado analítico es que se pueda hacer
esta trayectoria, señalada en el esquema por la transferencia, y que pueda invocar el Yo
no soy a partir del Yo no pienso.
Esta diagonal es de gran importancia para Lacan. Cuando más adelante llegue a
articular los discursos y oponga en particular el discurso del amo al discurso del analista
— el primero como reverso del segundo —, seguirá ubicándolos sobre una diagonal que
ya está presente aquí, entre el amo que es el Yo no pienso y el discurso del analista
donde por el contrario opera el Yo no soy.

Luego Lacan completará este esquema por medio de otros dos que ocupan las otras dos
esquinas. En un segundo tiempo, sobre la base del esquema completo, repartirá además
entre el analista y el analizante los dos momentos de su diagonal designados como Yo
no pienso y Yo no soy, planteando que en la experiencia analítica el analista ocupa el
sitio del Yo no pienso y el analizante ocupa el sitio del Yo no soy, o sea que el analista
ocupa el sitio de un ser que no es pensamiento, al que denominará a, y el analizante se
encuentra en el sitio de una inexistencia, que señalará mediante S/ :

En algunos escritos posteriores a la época de esta construcción vemos que Lacan


comenta la posición del analista como la de un Yo soy particular, condicionado por el Yo
no pienso. En esta nueva lectura del esquema, el analista ocupa el lugar del ser sin
pensamiento y, por el contrario, el pensamiento es unilateralmente situado del lado del
analizante, al precio de su ser. Lacan hablará entonces de la alienación especial del
analista, debida a que su ser es Yo no pienso. Allí adquirirá valor su vieja
recomendación a los analistas: Sobre todo ¡no piensen! Estén allí, y asistan al juego de
los significantes; asístanlo incluso. El analizante es por su parte llevado a tener que
asumir una falta-en-ser radical por hacer la experiencia del inconsciente. El discurso del
analista, que Lacan escribirá más tarde, llevará entonces en su línea superior esta
relación a–S/ , prescripta ya por el esquema que les señalé:
a → S/
Este esquema alienación-verdad-transferencia, que Lacan nunca dio fuera de su
seminario, es por eso una matriz de hecho muy potente, que permite comentarios

258
extremadamente variados, algunos de cuyos hitos les di aquí. En el fondo, este grafo no
tendría interés alguno si no tuviéramos más que un comentario unívoco. El interés de
escribir este grafo de esa forma modificada y forzada consiste en que justamente se
presta a muchos usos, y en particular a situar el analista en la esquina del Yo no pienso y
el analizante en la del Yo no soy.
Lacan destacará además precisas conclusiones derivadas de la ausencia de involución
de estas operaciones, al decir que por cierto
– no hay involución de la alienación, y por eso “no hay Otro del Otro”; solo existe
el Otro como tal, y no es posible anularlo por medio de un Otro superior;
– no se puede decir “lo verdadero acerca de lo verdadero”; la verdad se dice sin su
otra mitad, solo se dice una vez; y
– “no hay transferencia de la transferencia”, no hay involución de la misma; y la
conclusión que puede extraerse de esto — al menos la que yo extraje hace tiempo
— es que no hay retorno a cero de la transferencia, que esta no es susceptible de
ser anulada por medio de una operación inversa.
Aquí me detendré por hoy, y la próxima vez intentaré animar un poco estos
esquemas algo áridos.

8 de junio de 1994

259
XXI

La inconsistencia del inconsciente

Comencé e incluso avancé bastante en el trabajo de desmenuzar esta extraña


construcción, de la cual Lacan no dejó una versión escrita como testimonio. Lo hice en
la perspectiva de lo que ocupará a algunos de ustedes y a muchos otros más durante el
Encuentro Internacional que se reunirá en el mes de julio sobre el tema de La
conclusión de la cura.
En efecto, esta extraña construcción está en la base misma de lo que Lacan denominó
el pase y que ha instaurado una práctica. Por teórica — en el mal sentido del término —
que pueda parecer, esta construcción no está hecha por mera especulación, pues inspiró
una práctica inédita en el psicoanálisis, distinta de la experiencia analítica aunque
vinculada a ella, y cuyos resultados — se supone — permite incluso evaluar. El pase es
una práctica; se le dio curso en Francia y hoy se instala más allá de esta primera zona.
Sin duda para eso hubo que esperar bastante tiempo — hay muchos avatares en la
historia del pase, y quizás un día alguien la narrará —, pero es un hecho. Por eso, en el
momento de esta gran confrontación, si no de todos los horizontes, al menos de algunos
que cuentan, vale la pena recuperar las coordenadas mismas de la invención.

La posición del inconsciente

A partir de este esquematismo transcribí una verdadera escritura del pase que implica
una doble resolución subjetiva: la del Yo no pienso del sujeto y la de su Yo no soy. Si
esta resolución no es doble, no merece el nombre de pase.
El Yo no pienso es el enunciado lacaniano del ser del sujeto, mientras que el Yo no
soy es el enunciado lacaniano del pensamiento del sujeto. Vale por cierto la pena
retomar y meditar estas dos definiciones. ¿Qué indican? Que la relación entre el sujeto y
el ser está marcada por un rechazo del inconsciente cuya contrapartida es ese resto, el
fantasma, que a su vez está coordinado con el conjunto de las pulsiones que Freud
bautizó con el nombre de ello. También indican que la relación del sujeto con el
pensamiento está marcada por la inexistencia — lo que no impide al sujeto soñar.
Es notable que para abordar una cuestión eminentemente clínica — el fin del análisis
— Lacan movilice las referencias más filosóficas. No toma la cuestión al ras de la

260
clínica, sino que por el contrario la aborda con más perspectiva, a partir de la pareja
clásica formada por el ser y el pensamiento. Al mismo tiempo la enriquece con los más
minuciosos y a veces chispeantes detalles de la clínica, pero de entrada este nivel de
referencias señala que la cuestión del fin del análisis no ha de abordarse a la ligera. En
verdad, reubicar el hombre nuevo que quiere producir o que produce un análisis no es
un gasto inútil, dado el papel que nos toca en la historia de la reflexión, y esto no es dar
un rodeo por la filosofía, sino algo que se ve modificado en la dinámica misma de la
experiencia.
A esta pareja clásica formada por el ser y el pensamiento se añade otra, freudiana,
formada por el ello y el inconsciente. Esta última está rota pues sus términos pertenecen
a periodos diferentes de la elaboración de Freud — uno tomado de su segunda tópica, y
el otro, de la primera. Desposarlos es una operación de Lacan; es como una tercera
tópica, binaria. La diferencia entre la pareja clásica y la freudiana casada por Lacan es
que, si nos referimos a Descartes, ser y pensamiento son por supuesto compatibles — en
el cogito ambos términos resultan coincidir o, si se los representa como lo hicimos,
resultan tener una intersección no vacía —, mientras que si aquí seguimos a Lacan las
relaciones entre el ello y el inconsciente no son tan evidentemente compatibles, e
incluso podría decirse que hace falta nada menos que el pase para que lleguen a serlo.
En este aspecto hay cierta homología entre el punto del cogito y el momento del
pase. El ello es, si se quiere, el ser freudiano, a condición de que no hagamos deslizar
este ser hacia la ontología, sino que nos contentemos con lo óntico. Lo óntico concierne
al ente — algo que es. En esta línea, Lacan inscribe el goce dentro del registro de lo
óntico — el ser entendido como ente, no en el registro de la pregunta por el ser, sino por
el contrario el hecho de algo que es. Si el ello es el ser freudiano, en este esquema solo
se añade al pensamiento mediante la negación de este — negación que se expresa como
Yo no pienso. Y el Yo soy de goce, el Yo gozo — o Se goza, como dijo Lacan —, está
vinculado al Yo no pienso. Puede decirse que en la esquina superior izquierda del
esquema se reúnen el Yo [Je] y el ello, el Yo y el fantasma. (Esto último requiere por
cierto ser justificado.)
El inconsciente es para Freud el pensamiento, que — en forma inversa y simétrica —
solo se añade al ser mediante la negación de este, enunciada como Yo no soy: no soy allí
donde hay pensamiento inconsciente. Hay en esto una suerte de posición del
inconsciente, primeramente rechazado por el Yo-fantasma y al que entonces solo se
accede en segundo lugar, por el sesgo de la diagonal de la transferencia.
Esta repartición diagonal entre el ser y el pensamiento, entre el ello y el inconsciente,
debe tener un motivo; no va de suyo en absoluto. Les propongo estudiarla en el sentido
de una re-partición. ¿Por qué escindir las cosas según ese reparto? Hay que confrontar
esta partición con diversas otras que Lacan efectuó y argumentó en su elaboración con
la misma riqueza de proposiciones que esta. ¿Por qué esta partición entre el Yo no
pienso y el Yo no soy, entre el ello y el inconsciente? ¿Por qué hacer pasar por aquí la
línea divisoria?
Ya que dije que había allí cierta posición del inconsciente, regresemos al escrito que
Lacan llamó “Posición del inconsciente…” y al Seminario XI sobre Los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis para captar qué repartición realizaba allí y
para ver cómo esta aclara o contradice la otra. Esta confrontación no debe ser
demasiado difícil ya que dediqué bastante tiempo a articular estas operaciones. Pero
volver sobre la repartición anterior es tanto más necesario cuanto que al introducir este
esquematismo Lacan hace explícita referencia a su esquema de la alienación.

261
En la construcción anterior hallamos en efecto dos operaciones que no son alienación
y verdad, sino alienación y separación. Intentemos confrontar ambas reparticiones
término a término.
En Los cuatro conceptos fundamentales… así como en el escrito “Posición del
inconsciente…” la primera operación que encontramos es, al igual que en el esquema
actual, la llamada alienación. Sin embargo, rápidamente se nota que esta no tiene nada
que ver con la otra alienación. En efecto, lo primero que Lacan llama alienación es la
división del sujeto, el surgimiento de la división del sujeto en su confrontación con el
significante, y se inscribe, como lo señalé, en el siguiente esquema:

A partir de esta figura, la alienación es en este escrito la disposición que separa la


totalidad del primer conjunto (la zona S/ –S1) de lo que queda del segundo (S2):

Si pregunto dónde está el inconsciente aquí, la respuesta es múltiple. Por un lado es S1,
que está separado, eclipsado del segundo campo, y en este aspecto representa el
significante reprimido:

Por otro lado el inconsciente es también el segundo campo, y Lacan menciona que el
sinsentido (S1) encuentra allí en efecto su inscripción. Por eso en el campo del Otro el
inconsciente puede ser descifrado. Entonces el inconsciente está a la derecha:

S2

Además, el inconsciente es asimismo S/ , el sujeto surgido como inconsciente en la parte


vacía, en la pérdida.

Por otro lado la división del sujeto puede localizarse exactamente aquí; es la división
del sujeto entre la parte S/ y la parte S1.
Y hay una cuarta respuesta aún: el inconsciente es el corte entre estos dos conjuntos,
así como en el esquema de la separación el inconsciente será, según Lacan, el “corte en
acto” entre estos dos conjuntos.
Tenemos entonces cuatro respuestas a la pregunta sobre cuál es aquí la posición del
inconsciente. Esto es lo que Lacan llama alienación tres años antes de proponer el otro
esquema: es la estructura del sujeto confrontado al significante, con el eclipse que esto
produce y que, según consideramos, da cuenta de las formaciones del inconsciente. Por

262
lo tanto, esta no es en absoluto la alienación correspondiente al primer esquema de hoy,
vinculada más bien al ello — mientras que el inconsciente se encuentra en la vertiente
de la segunda operación, llamada verdad. En ese momento la alienación concierne al Yo
y al ello pero no al inconsciente, que se encuentra al término de dicha operación verdad.

El elemento de goce

La segunda operación, complementaria de la alienación, es la separación, que


representaré así:

En “Posición del inconsciente…” se supone que esta operación responde en primer


lugar a la inscripción del deseo del Otro, ya que aparte de S1 y S2 hay en este conjunto
esa falta que representa todo intervalo entre los significantes. En la separación está
entonces implicado el deseo del Otro, que de algún modo convoca a la falta del sujeto
para que vaya a inscribirse allí. Esto inscribe la relación entre S/ y A/ (el Otro tachado, el
Otro con una falta, incluso el deseo del Otro):
S/ ◊A
/
Como dice Lacan, hay allí dos opacidades que se encuentran. El sujeto, confrontado a la
opacidad del deseo del Otro — no sabe qué es esa falta, ni sabe qué quiere el Otro de él
—, responde a ella ofreciéndose como sujeto, y así encuentra su propia opacidad como
S/ . Es decir que ya no sabe lo que él mismo es, no sabe cuál es la clave del deseo del
Otro. Para responder a esto, simplemente se ofrece en su opacidad. Así, a la opacidad
del deseo del Otro corresponde la opacidad del sujeto.
Ahora bien, como señalé en mis desarrollos anteriores, hay dos comentarios
sucesivos que Lacan entronca con esta operación de separación. En el primero, todo es
cuestión de falta. Por un lado está la falta en el Otro, ese intervalo (no señalado como
significante) situado entre S1 y S2, y por otro lado está la falta del sujeto como conjunto
vacío, que va a alojarse allí; puede decirse que la falta responde a la falta. Y tenemos
una dialéctica del sujeto cuyos dos momentos acabamos de ver: en el primero la falta
del sujeto queda fuera del Otro, y en el segundo la falta del sujeto se inscribe en el Otro.
Entonces, todo es aquí cuestión de falta. No obstante, en un segundo comentario de la
separación Lacan introduce, por medio del mito, la pulsión que da un rodeo. Puede
pensarse que es muy natural hacerlo así porque para Freud la pulsión es un mito, pero
introducirla aquí es introducir una instancia que no es solamente falta, es introducir la
libido, el goce y algo del organismo. (Por eso Lacan dice que debemos ver “cómo el
organismo viene a apresarse en la dialéctica del sujeto”.) Entonces, es preciso introducir
ese elemento suplementario, ese elemento de ser, en aquella dialéctica de las faltas. Así,
Lacan propone que en el momento de la separación el sujeto sitúa en la zona de
intersección su libido y los objetos de su libido, los objetos freudianos tanto como los
lacanianos, las heces y el seno, la voz y la mirada, incluso el objeto –φ. De este modo
puebla la zona intermedia de partes de ser.
A partir de la dialéctica del sujeto, que es una dialéctica de faltas y de significantes,
no es posible dar a luz lo tocante al goce. Hay que decir: Y resulta que ahora el
organismo entra en escena y deberá engancharse en ese esquematismo. O sea que en la

263
época de este esquema hay que llamar, como a una suerte de Deus ex machina, a ese
personaje suplementario, el organismo del sujeto, que llega con su goce y que resulta
alegremente despojado del mismo de suerte tal que de él solo le queda un residuo.
Aunque pueda presentarse este esquematismo a partir de la elección dada, La bolsa o
la vida, lo que hay en este comentario es El goce o el significante. El sujeto se ve
llevado a preferir el significante, y encima le birlan el goce — si bien le dejan un hueso
(el a). Pero lo que resalta de esta construcción es la necesidad de traer de otro lado el
elemento de goce. Por eso, pese a haber comenzado toda esta construcción dando a la
parte izquierda el sentido del sujeto como conjunto vacío — y una de las hazañas de
este esquema es presentarlo de un modo manejable —, al final del escrito de Lacan muy
curiosamente lo vemos transformarse en el viviente, “el viviente en cuanto ser apresable
en la palabra”. A lo largo del texto, sin que lo noten, el sujeto como conjunto vacío se
metamorfoseó en un personaje muy diferente: el viviente que se ve apresado en esta
dialéctica. Lo verán en los últimos párrafos del escrito. Este deslizamiento que va del
conjunto vacío al ser del viviente es la verdadera cuestión que debe resolverse.
¿Dónde está el inconsciente pues? Lacan dice que “el inconsciente es [el] corte en
acto” entre los conjuntos sujeto y Otro. Esa es en efecto la posición del inconsciente.
Por eso el texto trata acerca de la pulsión con la precaución de decir que ella es lo que
“representa la sexualidad en el inconsciente”, o sea que en cierto modo incluye la
pulsión en le registro del inconsciente — algo que difiere mucho de la disposición
posterior, que consiste en oponer estrictamente el ello y el inconsciente (como lo
representa el primer esquema de hoy). Por otra parte, de la pulsión, del ello y del objeto
a se trata en el capítulo de la separación, es decir que si las operaciones de alienación y
separación del escrito y el seminario de 1964 se comparan con las operaciones que en
1967 construye como alienación y verdad constatamos, para decirlo con simplicidad, un
quiasma:

Los términos que explica con la alienación de 1964 — es decir, las formaciones del
inconsciente — son situados en la operación verdad de 1967, y lo que ubica en el
registro de la separación — todo lo tocante a la pulsión, al ello, etc. — reaparece en el
nivel de la alienación de 1967. Escribir así las cosas es por cierto una simplificación,
pero sigue las mismas líneas de la simplificación de Lacan. Es preciso notarlo si
queremos leer a Lacan y referirnos a su construcción para captar cómo en un momento
dado llega el pase a la teoría.

El binarismo de Lacan

¿Por qué esta inversión? ¿A qué responde una diferencia tan visible como para que
lleguemos a esquematizarla así? Se nos plantea ya una diferencia. Cuando en 1964
Lacan hace su esquema de la alienación y la separación, nos da su equivalente de la
metapsicología freudiana, es decir, una teoría pura del sujeto y del significante. Hace
como si pudiera deducir para nosotros el sujeto en calidad de conjunto vacío a partir del
par de significantes, y como si desde allí se pudiese captar cómo llega la pulsión a

264
inscribirse en ese esquematismo. En 1967 la cuestión es otra. Se trata de una doctrina de
la cura, que no es una teoría pura, sino una teoría de la práctica.
Eso pone en juego una elección absolutamente decisiva. De allí en más, Lacan
acentuará cada vez más en el psicoanálisis la teoría de la práctica, al punto de decir en
seminarios ulteriores que la teoría del psicoanálisis es la “teoría de la práctica” del
psicoanálisis. Como intentaré mostrarles, esto tiene las mayores consecuencias.
Una doctrina de la cura requiere distinguir diversos estados del sujeto — un estado
anterior a la cura, y luego su estado analizante. Eso es lo que está en juego en el
esquema de alienación y verdad. Arriba a la izquierda tenemos el estado “natural” del
sujeto, en el que se cree amo de su ser y dice Yo [Je] — cree en su Yo, es partidario de
este y se identifica con él —, y solo conoce lo real a través del fantasma. Luego, abajo a
la derecha, tenemos el estado analizante, y damos cuenta de la trayectoria al escribir
transferencia en la diagonal, pues por efecto de la transferencia el sujeto pasa del primer
estado al segundo, consiente a la inexistencia que acompaña el acceso al inconsciente.
Una doctrina de la cura siempre implica una partición de esa clase. Y además existe un
tercer estado del sujeto, su estado de salida, terminal. Lacan dará cuenta de este estado a
partir del pase, e intentará describirlo de diversos modos.
La diferencia que establezco entre 1964 y 1967 es grosso modo exacta, salvo porque
si nos ubicamos con respecto a esta diferencia entre teoría pura y doctrina de la cura sin
duda notaremos que en el esquema alienación-separación del Seminario XI y de
“Posición del inconsciente…” hay también una doctrina de la cura. En efecto, al oponer
alienación y separación Lacan opone en cierto modo dos estados del sujeto en la cura: el
momento de apertura del inconsciente, que es la alienación — apertura en la que hay
represión pero también justamente formaciones del inconsciente — y el de la
separación, en el que el objeto va al lugar del sinsentido (a interpretar) de las
formaciones del inconsciente y, a la inversa, obtura esa apertura del inconsciente. La
construcción de Lacan en 1964 es ya susceptible entonces de una lectura en términos de
cura, como algo que da cuenta de la apertura y el cierre del inconsciente. Por un lado
aparecen las formaciones del inconsciente, que pueden trabajarse y descifrarse, y en el
tiempo siguiente aparece algo que por el contrario no cabe interpretar, el objeto libidinal
que llega como un tapón. No es una doctrina de la cura en términos de “sujeto antes de
la cura” y “sujeto durante la cura”, sino una doctrina que concierne a dos momentos
alternativos en la cura misma.
Puedo agregar — y creo que esto ayuda a captar los equívocos de la construcción de
Lacan acerca de la transferencia en el seminario Los cuatro conceptos… — que da
cuenta de la transferencia del mismo modo; por una parte según la operación de
alienación, por otra parte según la de separación. Cuando en ese seminario dice, por
ejemplo, que “la transferencia es la puesta en acto de la realidad [sexual] del
inconsciente”, trata la transferencia a partir de la separación. Decir que ese es el
momento de la transferencia significa que la transferencia es el momento en el cual
entra al campo del Otro lo que atañe a la sexualidad y a la pulsión, en la medida en que
la pulsión representa la sexualidad en el inconsciente. Si a esto llamamos transferencia,
si situamos la transferencia en este nivel, podemos decir de inmediato que ella es la
puesta en acto de la realidad sexual del inconsciente; es el momento en el que un objeto
libidinal — por ejemplo, la representación del analista mismo — llega a taponar la
apertura del inconsciente. Esta es la transferencia que corresponde al momento de
separación, y la fórmula de Lacan concierne al tiempo de la separación. Por el contrario,
cuando en el mismo seminario Lacan hace una construcción muy distinta para decir que

265
el pivote de la transferencia es el sujeto supuesto saber, se refiere al esquema de la
alienación. Si ubicamos la transferencia en el momento de la alienación, en la relación
con S2, la transferencia no es pues tanto un fenómeno libidinal, pulsional, no atañe a la
realidad sexual, sino a una articulación significante. No les pido que comprendan todos
los detalles, sino que simplemente vean que, en toda la parte del Seminario XI que trata
acerca de la transferencia y de esta construcción, hay como dos vertientes cuyo conjunto
no armoniza del todo: la transferencia como puesta en acto de la realidad sexual, y la
transferencia referida al sujeto supuesto saber. De hecho, sin que él lo diga nunca, estas
dos vertientes corresponden a esos dos momentos de la experiencia.
Sigamos estudiando las particiones en Lacan. De entrada haré notar que puede
considerarse excesivo el lugar que doy al binarismo de Lacan, pues al retomar cada una
de estas construcciones señalo cada vez la alternativa y la articulación binaria entre los
términos, y cabe objetar que por el contrario él entró al psicoanálisis con una terna, la de
lo simbólico, lo imaginario y lo real. Pero es una falsa terna. Desde que Lacan entra en
el psicoanálisis utiliza de hecho esta tripartición para decir que todo lo que es del orden
real se encuentra en definitiva excluido del campo propiamente psicoanalítico, de modo
que en nombre de esa terna lo que estudia es entonces la confrontación entre lo
simbólico y lo imaginario. Por eso muestra paso a paso en lo imaginario un material, un
contenido, incluso un contenido de lo simbólico — lo simbólico toma su material en lo
imaginario, se apropia de él y lo eleva a lo simbólico, a la función significante, como
este año lo vimos en el Seminario IV y en su texto “La significación del falo” —,
mientras que lo simbólico pertenece al orden formal, al orden de la forma y no al del
contenido, y en él hay leyes y orden estrictamente hablando. El único orden es el orden
simbólico; cuando hablamos del orden imaginario nos referimos de hecho a un modo o
a un registro, pero el término orden está en su sitio cuando está en juego el orden
simbólico. En definitiva, esa terna es tan falsa que en la primera elaboración posterior a
su informe de Roma Lacan llega más bien a un binarismo, uno de cuyos términos (lo
imaginario) está en reabsorción constante.
En cierto momento Lacan debe pues hacer regresar lo real, el término excluido, para
hallar al fin un binarismo. Es el momento de La ética del psicoanálisis. Este seminario
señala en la elaboración de Lacan el momento en el que lo imaginario es tan absorbido
por lo simbólico, en el que lo simbólico es a tal punto causa y lo imaginario es a tal
punto efecto o sombra, que para recuperar un binarismo debe hacerse regresar el tercer
término — hacen falta tres para llegar a ser dos. En efecto, en este seminario lo
simbólico y lo imaginario son tratados del mismo modo, conjuntamente, con relación al
peso, a la inercia específica de lo real — un real que sigue siendo tratado como
excluido, pero esta vez en calidad de resto de la estructura simbólico-imaginaria.
Ahora bien, puede decirse que Lacan restablece la terna cuando llega a los nudos. Se
interesa en ellos a partir del nudo borromeo, compuesto por tres redondeles
estructuralmente equivalentes, de modo que en su doctrina de los nudos los tres son
tratados en el mismo plano. Sí, es exacto: son tratados en el mismo plano, pero
justamente son desvalorizados en forma conjunta. Aun en el momento del supuesto
triunfo del ternarismo lacaniano, puede decirse que los tres — simbólico, imaginario y
real — son tratados de manera equivalente pero con respecto a otro término, que es el
goce. Dicho de otro modo, en el interior mismo de este ternarismo verdadero todavía
opera un binarismo. Los remito a un esquema que ya comenté, en la página 109 de Aún,
en el que Lacan hace un triángulo que respeta la equivalencia entre estos tres términos,
pero lo que de hecho cuenta es lo que en el medio de ese triángulo se expande

266
curiosamente, y donde se inscribe en un círculo una J — significante del goce:

Si en ese momento existe este ternarismo completo es de hecho porque real, simbólico e
imaginario son tratados conjuntamente frente al goce J:
R

S  versus J
I 
Hago este rápido recorrido solo para señalar que en Lacan el binarismo es en verdad
el sesgo de su reflexión y que incluso cuando con su doctrina de los nudos él despierta
la tripartición, el secreto de esta siempre es en definitiva un binarismo.

Homologías

Dije que toda doctrina de la cura implicaba un binarismo y que lo hallábamos en


funciones en el esquema que condiciona el pase. Podemos verificarlo en una
construcción anterior de Lacan. El binarismo que en nuestro esquema de partida se
plantea entre la esquina superior izquierda y la esquina inferior derecha ya está
implicada en los dos pisos del gran grafo de Lacan:

En este grafo hay en efecto dos zonas, una inferior (1) y una superior (2), y se pasa de la
primera a la segunda a través de un solo punto (A), el único que da acceso al espacio
propiamente analítico:

Retomo la parte inferior del grafo, que corresponde al estatuto “natural” del sujeto,
dado ante todo por el proceso de identificación. El vector parte de S/ para llegar a A, de
allí va al significado (o la significación) del Otro, s(A), y el resultado final es I(A), el

267
significante de identificación:

No comento el detalle, sino que intento meramente hallar homologías entre las
construcciones de Lacan. ¿Qué es este esquema? Es un esquema que da cuenta de la
identificación significante del sujeto, y de paso muestra lo imaginario — lo imaginario
del estadio del espejo — enmarcado por la identificación significante:

Esto se acerca mucho al estatuto del sujeto representado arriba a la izquierda en el


primer esquema de hoy. Hay aquí otro modo de escribir la relación con el Yo no pienso
bajo la forma de la identificación:

El pasaje al piso superior depende de la posición del analista en A. En efecto, en vez


de desviar la trayectoria del sujeto directamente hacia la identificación, abre el sujeto a
la cuestión del deseo, de modo que puede introducirse algo del orden de A /:

La parte superior, para decirlo en forma resumida, atañe al hecho de que desde el Otro
despega el vector del deseo, que por un lado va hacia la pulsión y por otro hacia el
fantasma — términos que en “Posición del inconsciente…” están en juego en la

268
separación:

¿Qué sucede si confrontamos este esquema con la partición practicada por Lacan en
“Posición del inconsciente…”? Para decirlo simplemente, lo que aquí es división en dos
pisos reproduce la división entre alienación y separación — alienación para la parte
inferior del grafo de Lacan, separación para su parte superior:
separación 

− − − − − − −
alienación 
Y de hecho Lacan precisa muy bien que la operación de alienación da cuenta de la
identificación, del fading constituyente de la identificación del sujeto; en “Posición del
inconsciente…” lo dice en forma casi explícita. En otras palabras, lo que el gran grafo
trata sumariamente mediante la relación entre S/ y el rasgo de identificación I(A) — el
sujeto tachado se identifica al rasgo del Otro — es la relación S/ –S1–S2 que desarrolla el
esquema más complejo de la alienación. Por otra parte, la separación permite captar lo
tocante a la proyección del sujeto en el instante del fantasma. En la separación vemos de
hecho en el proscenio el objeto a en su relación con S/ . En cierto modo, lo que en el
grafo constituye la relación entre identificación y fantasma es lo que después Lacan
retoma como relación entre alienación y separación:

 fantasma separación 
 
− − − − − − − − → − − − − − − −
identificación alienación 

El engaño de la transferencia

Pasemos ahora a la lógica del fantasma, es decir, a la articulación entre el Yo no pienso


y el Yo no soy. ¿Qué aporta esta nueva partición? En primer lugar el hecho de tratar
conjuntamente el fantasma y la identificación, que tanto el grafo del deseo como
“Posición del inconsciente…” abordaban por separado. Cuando Lacan hace el esquema
que sitúa el ello al lado del Yo no pienso, y dice que el ello es el ser del sujeto, trata en
forma conjunta identificación y fantasma:

Como partición elige reunir todos los elementos que aseguran al sujeto una identidad y
una constancia — lo que identificación y fantasma tienen en común es la constancia que

269
aseguran al sujeto —, y reúne entonces, en efecto, el Yo y el goce.
Frente a esto, cuya fórmula de algún modo es identificación + fantasma, hay un
nuevo segundo término, que es el inconsciente situado en el extremo de la flecha de la
transferencia:

¿Por qué el inconsciente como Otro de este primer término? Porque, a la inversa, va
tanto contra la identificación como contra la fascinación del fantasma. Porque el
inconsciente es un modo muy distinto de ser del sujeto — la inexistencia, el Yo no soy.
Y con respecto a ese Yo no soy, identificación y fantasma están del mismo lado, es
decir, hacen creer en el ser, mientras que el inconsciente está vinculado al Yo no soy.
Pero eso no es todo, pues está la flecha de la transferencia. Poner el inconsciente al
final de la flecha de la transferencia es muy importante porque ese es el contrapeso que
al final conduce al pase y porque articula la dependencia del inconsciente respecto de la
transferencia. ¿Qué permite el pasaje de la primera posición de ser del sujeto a la
segunda? Sin duda eso depende del analista, e incluso depende tanto que hay que llegar
a escribir la dependencia del inconsciente respecto de la transferencia. Por eso Lacan ya
no hablará tanto de la posición del analista, sino del acto analítico en sentido estricto, y
construirá, inventará el acto analítico como acto capaz de sostener el inconsciente. ¡Es
extraordinario! De ahí en más el inconsciente que estará en juego será el inconsciente
ubicado al final de la flecha de la transferencia, es decir, el inconsciente que trabaja en
el análisis; no es el inconsciente natural o el inconsciente salvaje, sino el inconsciente
que trabaja en el análisis y que depende de la transferencia.
En este contexto adquiere valor la expresión sujeto supuesto saber. Entre la fórmula
La transferencia es la puesta en acto de la realidad sexual del inconsciente y la fórmula
La transferencia tiene por pivote el sujeto supuesto saber, Lacan opta decididamente
por la segunda. Sin duda promueve el sujeto supuesto saber como pivote de la
transferencia, pero con más precisión aún como pivote del inconsciente que trabaja en el
análisis. Por eso la transferencia y el inconsciente están ligados de un modo tan
impresionante, y sus destinos también lo están, al punto que en el fin del análisis la
disolución de la transferencia es estrictamente correlativa de la disolución de la relación
entre el sujeto y el inconsciente que trabaja.
En relación con esto hemos de interesarnos nuevamente en ese algoritmo de la
transferencia que varias veces escribí en la pizarra, y comentarlo como es debido —
para no morir idiotas.
“Al comienzo del psicoanálisis está la transferencia”. ¿Qué significa esto? En primer
lugar, que al comienzo del análisis no está el inconsciente. Lo que hay al comienzo es
ese significante enigmático que causa traumatismo y debe descifrarse. Para descifrarlo

270
hace falta la relación con el analista y el inconsciente que trabaje en ese desciframiento.
El inconsciente que trabaja, el desciframiento del inconsciente, supone el analista. En
otras palabras, el algoritmo de la transferencia vincula transferencia e inconsciente, al
punto que el sujeto supuesto saber parecería designar a la vez el pivote de la
transferencia y el inconsciente mismo.
Muchas fórmulas de Lacan permiten pasar de uno al otro. En la transferencia hay sin
duda elementos imaginarios, libidinales, y también hay una transferencia que puede
tratarse a partir del momento de la separación, pero en el algoritmo de la transferencia
Lacan reduce la transferencia a lo que constituye su pivote significante. Dicho de otro
modo, lo que cuenta en la transferencia no es tanto lo que tiene de puesta en acto de la
realidad sexual — por cierto existe este aspecto en el que la transferencia es tapón del
inconsciente, repetición actual de investiduras primordiales —, sino que ella es puesta
en acto del desciframiento significante. Eso es lo que el algoritmo de la transferencia
significa. Aquí la transferencia no es tapón del inconsciente, sino que por el contrario es
lo que pone al inconsciente a interpretar. En este aspecto no es repetición. Por eso a
partir de aquí Lacan promocionará cada vez más todos los temas de la invención — que
se opone a la repetición — o de la creación de lo nuevo.
Tras todo el aparato complejo — simple, pero de apariencia compleja — del grupo
de Klein, de las leyes morganianas, y otras cosas que aporta este esquema, está la
conexión establecida entre la transferencia y el inconsciente. Vean con esto cómo Lacan
trata acerca de la transferencia en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis. Lo hace a partir del engaño de la transferencia. Toma el célebre ejemplo
del cretense que dice Yo miento. (Esa es la reputación de los cretenses. Ellos no son así.
Ahora hay un grupo de Creta en la Escuela Europea. Son personas sin duda confiables,
y de todos nuestros colegas griegos han sido los primeros en ponerse de acuerdo sobre
algunos principios.) Con ese ejemplo Lacan quiere ilustrarnos algo sobre la
transferencia en un célebre capítulo del Seminario XI. El analizante dice Yo miento, y
Lacan nos explica que eso significa Yo te engaño.
Cuando alguien dice Yo miento pone ya en guardia al otro, mientras que quien dice
Yo digo la verdad más bien duerme a su interlocutor — es lo que Lacan hizo más
adelante en Televisión al comenzar diciendo: “Yo digo siempre la verdad”. (Es lo anti-
cretense.) Pero luego precisó: “No toda”, y entonces todo el mundo comprendió que, al
igual que los cretenses, él también mentía. Yo miento, explica Lacan, significa Yo te
prevengo de que te engaño. Cuando advierto al otro de que miento, le advierto que no
me tenga confianza, que digo mentiras, y esa es la verdad, ya que si el inconsciente
existe no sé lo que digo. De modo que el analizante dice la verdad cuando dice al otro
que miente o que lo engañará al hablar. La respuesta a esto es entonces: Tú dices la
verdad. Este intercambio entre quien dice Yo miento y quien dice Tú dices la verdad ya
se lleva a cabo respecto del sujeto supuesto saber, respecto de quien se supone saber qué
es verdadero y qué no. En este desarrollo Lacan introduce la expresión “supuesto saber”
a propósito de la transferencia. A partir del ejemplo del Yo miento y el Tú dices la
verdad, trata acerca de la transferencia e introduce la categoría de “mentira verídica”, y
llega a decir que por medio de la mentira verídica comienza, se anuncia lo que participa
del deseo en el nivel del inconsciente.

271
El engaño del inconsciente

La construcción de Lacan sobre alienación y separación es contemporánea de esto. Pero


en el momento de su construcción sobre alienación y verdad deporta todo esto
justamente al inconsciente. Así como en el Seminario XI hablaba del engaño de la
transferencia, hablará entonces del engaño del inconsciente mismo. Por eso el primer
escrito que produjo después de su “Proposición…” sobre el pase se titula “La
equivocación del sujeto supuesto saber”. Este texto fue escrito para plantear de manera
novedosa la cuestión de qué es el inconsciente, y para responder que el inconsciente
miente. Así como antes Lacan hablaba del engaño del amor — y como Freud permite
desarrollar su límite, el narcisismo, que habita en el corazón del amor —, y en ese
capítulo de Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis hablaba del engaño de
la transferencia — tema que le era más propio —, aquí se ve llevado a hablar
tranquilamente del engaño del inconsciente. Lo primero que escribe después de haber
puesto en negro sobre blanco la teoría del pase es un texto donde dice que el engaño del
inconsciente se denuncia en la sobrecarga retórica con que Freud lo argumenta. Y es
verdad que el inconsciente, el del caldero, no escatima recursos para demostrar en
definitiva su inconsistencia lógica. Si Lacan se refiere a la historia del caldero, se trata
de un inconsciente que dice tranquilamente Yo miento. En otras palabras, el inconsciente
engaña. No solo la transferencia, sino el inconsciente mismo es una mentira verídica
que, al engañar, dice la verdad. Por eso Lacan define el psicoanálisis como “la práctica
que hizo palidecer al inconsciente”. ¿Por qué lo deja pálido? Porque pone de relieve y
trabaja la inconsistencia del inconsciente.
De allí la necesidad de dar su estatuto a una función de consistencia lógica con
relación a la inconsistencia lógica del inconsciente. Lacan la encontrará del lado del
objeto a, pero nuestro primer esquema de hoy ya la implica, pues ¿qué es ese vínculo
entre el Yo no pienso y el ello? ¿Qué tienen en común la identificación y el fantasma?
Precisamente su consistencia de ser, que allí está escondida, mientras que el vínculo
entre el Yo no soy y el inconsciente tiene lugar bajo la égida de la inconsistencia. Y hace
falta nada menos que la transferencia para hacer consentir la consistencia del ser a la
prueba de la inconsistencia inconsciente.
El psicoanálisis, por cierto, no solo hace palidecer al inconsciente, sino también al
deseo. En su escrito “Del Trieb de Freud…”, Lacan había señalado que el deseo se
instituye con la falta y que Freud llamó castración a esa falta que es raíz del deseo. Pero
si se lo lleva al extremo hay que decir que el psicoanálisis reconduce el deseo a la falta,
a “la falta con que se instituye”, y por eso mismo lo hace sufrir una deflación; no una
exaltación o una liberación del deseo, sino una deflación del mismo. Reconducir el
deseo a la falta con que se instituye es “devolverlo a su deser [désêtre]” — tal es el
término que Lacan introduce allí. No es solamente la verdad del deseo, sino que la
verdad del deseo es su deser. Y puede decirse que, al mismo tiempo que el inconsciente
palidece, el deseo inconsciente mismo es también devuelto a su inconsistencia, cuyo
nombre es aquí deser.
No solo el inconsciente palidece y el deseo sufre deflación; lo mismo pasa con la
interpretación. ¿Cómo podría ser de otro modo si el deseo es su interpretación? El deseo
es su interpretación, pero el algoritmo de la transferencia está hecho para mostrar aún
más radicalmente que el inconsciente es su interpretación. En efecto, a partir de allí se
anuncia entonces lo que Serge Cottet, en una reunión en la que participé el sábado,
llamó muy bien “la decadencia de la interpretación”. El inconsciente palidece, el deseo

272
sufre deflación, y la interpretación decae.
Al mismo tiempo puede hablarse también del privilegio de la interpretación en el
inconsciente. A partir del algoritmo de la transferencia puede hablarse del inconsciente-
interpretación, que se opone a la ilusión del inconsciente como saber ya-allí, es decir, a
la ilusión del sujeto supuesto saber — que en este aspecto es tanto lo que sirve de pivote
a la transferencia como también lo que el inconsciente desmiente. Allí se encuentra la
brecha a la que Lacan remite la posición del psicoanalista.
Brecha no es una palabra hueca. Se refiere a que por una parte la transferencia se
sostiene en el postulado del sujeto supuesto saber y por otra parte el inconsciente — en
especial, el inconsciente-interpretación — deroga este postulado. Esa es la paradoja de
la posición analítica. Esta brecha es lo que obliga a pensar la posición del analista como
un acto analítico, acentuando su aspecto de creación. El acto analítico está vinculado al
sujeto supuesto saber — pero precisamente a su falla. En este aspecto el inconsciente
que trabaja en el análisis, el inconsciente como interpretación del inconsciente, es lo que
torna imposible protegerse detrás de la noción de que está escrito y que Otro lo sabe.
Una vez percibida la inconsistencia lógica del inconsciente — es decir, la
inconsistencia lógica del pensamiento, en el sentido de Freud — y su carácter de engaño
radical, surge la necesidad de delimitar como consistencia lógica lo que queda de ser.
Así Lacan será llevado a acentuar tanto la consistencia lógica del objeto a como la
posición del analista como acto — es decir, como creación —, lo que lo obliga entonces
a hacerse cargo de esta responsabilidad, a partir de cuya ética caracteriza su posición.

15 de junio de 1994

273
XXII

El acto analítico

La vez pasada utilicé la expresión “decadencia de la interpretación”, que tomé de mi


colega Serge Cottet. Esta expresión provocativa da en el blanco, y sin duda solo podía
haber sido dicha por alguien que mide el estilo actual de nuestra práctica con lo que
fuera el estilo analítico, especialmente el de Freud. Con respecto al lugar mayor que la
interpretación ocupa en Freud, no es excesivo, por urticante que resulte, hablar de
“decadencia de la interpretación” en cuanto a lo que nos concierne.
Una práctica en la que se ha aislado la función del sujeto supuesto saber y en la que
esta se toma como pivote de la exploración del inconsciente por cierto no deja el mismo
lugar a la interpretación. Para expresarlo en forma concisa, digamos que el estatuto del
analista, que hasta entonces se localizaba en relación con el lugar del Otro (A), a partir
de Lacan pasa a localizarse en el a:
A→a
y sin duda esta transformación se traduce en la práctica mediante lo que puede parecer
una decadencia de la interpretación.
Este es un esquema conciso en la medida en que a no deja de situarse en relación con
el lugar del Otro, si bien el Otro está modificado por la barra que lo tacha:
a
A/
Hoy nos ocuparemos de este asunto, al que nos conducen las coordenadas lacanianas
del pase.

Sueños e histeria

Este fin de semana tuve que conversar en Milán con nuestros colegas italianos, que este
año estudian el tema de la interpretación y de la construcción en Freud. Me tocaba
ocuparme de dos casos: Dora y el Hombre de las ratas. No les repetiré aquí lo que les
dije, pero sí quiero señalar cómo el caso Dora, por ejemplo, viene muy a propósito para
ilustrarnos a contrario el esplendor de la interpretación en Freud. Es un caso dominado
por la función de la interpretación, y Freud arrastra a Dora por los caminos de la
interpretación.
Cuando escribió ese caso, quiso titularlo — según recuerda — “Sueños e histeria”, y
este título es muy preciso en cuanto a su orientación. Traduce el esfuerzo de Freud,
tanto en su informe como en la cura, por poner a prueba los resultados de La
interpretación de los sueños en la cura analítica misma. En efecto, en la Traumdeutung
la interpretación está separada de la cura; se ejerce sobre textos de sueños, muchos de
los cuales están extraídos del material que el sujeto Freud proporciona al intérprete
Freud. Por eso no se topa con algunas dificultades; en particular, no hay interrupción del
trabajo, mientras que cuando utiliza esta interpretación en la cura se ve forzado a
constatar que el primer resultado es el alejamiento de la paciente — desagradable
sorpresa que le era ahorrada en la Traumdeutung. Por otra parte, gracias a esta
desagradable sorpresa descubre que la interpretación práctica es asediada por la

274
transferencia, y que esta puede constituirse en la cura de tal modo que ponga fin a la
interpretación y a la cura misma. Esto no se le presentaba en ese cara a cara consigo
mismo que se despliega en su obra sobre la Traumdeutung, aun si por delante y por
detrás se encuentra la partida que juega con su amigo Fliess.
“Sueños e histeria” traduce en primer lugar ese esfuerzo por poner a trabajar la
interpretación, en especial la de los sueños. Saben que Freud hace girar lo esencial del
caso Dora en torno a dos sueños a los que consagra la segunda y la tercera parte del
texto, antes de la conclusión — que apunta sobre todo al efecto de transferencia y a su
anudamiento con la interpretación. Esto explica el primer término de su título, sueños.
Pero no debemos pasar por alto el segundo, histeria, que no figura allí solamente para
nombrar el caso, sino para designar el síntoma e incluso la sintomatología histérica. El
título significa Sueños y síntoma. De algún modo, en este texto Freud conjuga La
interpretación de los sueños con sus Estudios sobre la histeria. El caso Dora de 1905 es
como la resultante de la aplicación de la Traumdeutung de 1900 a los Estudios sobre la
histeria de 1895. ¿Cuál es su objetivo? Mostrar que el síntoma es susceptible de
interpretación significante al igual que el sueño. Así, el primer capítulo, titulado “El
cuadro clínico”, es de hecho una descripción de los síntomas histéricos de Dora y su
interpretación. Luego viene la interpretación de dos sueños. En otras palabras, la
estructura del informe es El síntoma y su interpretación / Los sueños y su
interpretación, y en cada caso Freud deja en claro el texto interpretante, resultado de la
interpretación.
Comencemos por los síntomas. Freud se remite a lo que interpreta el síntoma y que
él encuentra en lo que llama trauma psíquico. La interpretación del síntoma lo dirige
sucesivamente a dos traumas; uno, actual, lo lleva al otro, anterior. En la conjugación
entre ambos encuentra la causa de los síntomas histéricos de Dora — sobre un terreno
predispuesto, por cierto, ya que desde los ocho años de edad su familia la consideraba
una niña muy nerviosa.
No entro en detalles, sino que apunto a cómo delimita estos traumas, cómo los
nombra. El trauma actual es, como recuerdan, esa escena del lago en la que el famoso
señor K. abraza a la joven un poco apretadamente, lo suficiente como para que pueda
admitirse un contacto corporal mínimo que vuelve presente el objeto fálico para el
sujeto, y al mismo tiempo pronuncia una frase que además es la que el padre de Dora
había formulado en relación con su esposa: Mi mujer no es nada para mí. Freud se
dedica a mostrar en el trauma de esta escena la causa actual de algunos problemas que
impulsaron al padre a llevar a su hija, reticente, a verlo. A partir de este trauma inicial
llega a descubrir, con ayuda de Dora, el trauma anterior, la escena del beso, en la que
algunos años antes el señor K. había estrechado en sus brazos a la joven de catorce años
que Dora era entonces. Freud se esfuerza por deducir a partir de este complejo
traumático los síntomas de Dora. Esencialmente tres. Primero, su reacción de asco;
segundo, la sensación de presión que padece; y tercero, “el horror a los hombres”, según
la expresión de Freud, “en tierno coloquio” con las damas.
Pese a su rapidez, este resumen incluye en su paréntesis lo esencial de la
interpretación de los síntomas realizada por Freud, y se nota que ella apunta al mal
encuentro con el goce sexual.
Si a partir de allí nos interesamos en los dos sueños de Dora, cuya riqueza de
material es absolutamente notable, observamos que ambos se emparejan y que en
definitiva, tras la reducción a la que los somete la interpretación freudiana, se
encuentran en relación simétrica e inversa.

275
El pivote del primero — resumo, centro las cosas — es esa frase del sueño en la que
ella ve a su padre frente a su cama en el momento de despertar. Freud encontró con ella
un episodio muy reciente en el que el señor K. entraba en su cuarto y ella lo encontraba
en esa posición, mirándola en el momento de despertar. Luego ella había intentado
defenderse de esto cerrando la puerta, pero en el momento de tomar esta precaución
descubrió que la llave había desaparecido, sin duda — según su interpretación —
sustraída por el señor K. Tal como Freud lo enuncia, el pivote de este sueño es la
sustitución del señor K. por el padre en esa posición en la que el acto sexual se
encuentra en el horizonte, y un horizonte muy cercano. Por el contrario, el segundo
sueño, según lo interpreta Freud — lo interpreta como una representación camuflada de
un hombre que desflora a una joven —, está marcado por la hostilidad para con el
hombre en el acto sexual.
En el primer sueño hay una suerte de llamado al padre en relación con el acto sexual,
un llamado al que quizá podemos ver como un llamado a que la defienda pero también a
que sustituya al intruso, mientras que la palabra clave del segundo sueño es venganza
(Rache), la venganza de Dora con respecto a la serie de los hombres. En un ángulo de su
interpretación, y como última capa de este extraordinario sándwich de interpretaciones
que propone — es un verdadero sándwich al estilo McDonald’s, con diversas capas —,
bajo la venganza para con el padre y el señor K., Freud incluso descubre nada menos
que el amor por la señora K., del que Lacan hará por el contrario el centro mismo de su
interpretación del caso, como saben. Pero si nos atenemos a la interpretación de Freud
vemos cómo entre un sueño y el otro se invierte la posición de Dora. Y en línea con el
segundo sueño no debe sorprendernos que, al ubicar a Freud en el mismo paréntesis de
la hostilidad y de la venganza, ella le anuncie que no continuará más con él.
En otro lugar llamé ya la atención sobre la extraordinaria actitud de Freud cuando
Dora le hace este anuncio. Ella llega con una amable sonrisa y le dice: No volveré más,
a lo que él, frío como un pez, replica: Muy bien, pero aún tenemos una hora y
seguiremos interpretando su sueño. Es cierto que allí le falta un poco de determinación,
y que ingenuamente cree ese dicho de Dora. (Solo un poco antes del “Epílogo” evoca
que quizás habría podido intentar testimoniarle el interés que él tenía por su caso y por
ella misma, pero de hecho no lo hizo; pese a sospechar que podría haberlo hecho, no
explicó a Dora que ella era no obstante el ágalma, la cosa preciosa de la operación
analítica.) Hay allí en Freud una posición seriamente mortificada, en todos los sentidos
del término. Y es necesaria toda su exigencia científica para que con esta franqueza nos
lo haya confesado. Esto por cierto va a la par de la posición que adopta en la cura, que
no debe considerarse como la del sujeto supuesto saber, sino como la del sujeto que
sabe. Por lo demás, esto es lo que lo sostiene en todas sus construcciones. En esa
actividad lo sostiene la idea de que, como al sujeto le falta parte de su historia, puede
reemplazarla la elaboración de saber que él (Freud) realiza. O sea que toma como base
la noción de la equivalencia entre el saber que él elabora como analista y el saber
inconsciente reprimido; y cuando no llega a levantarse la represión, él provee la pieza
faltante por medio de sus deducciones, sin duda hipotéticas.

La atracción transferencial

Podría decirse mucho más sobre la posición de Freud con respecto a la paciente, sobre
todo si la comparamos — como fue el caso en Milán — con la que tiene en el caso del

276
Hombre de las ratas. Notamos allí por el contrario una extraordinariamente buena
disposición de Freud para con él. Desde la primera sesión lo encuentra formidable, y
durante todo el tiempo que dura la experiencia asistimos a una verdadera luna de miel
interpretativa; lo considera especialmente inteligente, lúcido y astuto, y en este caso no
se siente en absoluto tan frío como con Dora — por lo menos al final —, sino que por el
contrario en varias oportunidades testimonia al señor Lehrs — como lo vemos en los
“Apuntes originales sobre el caso de neurosis obsesiva” — cuánto lo estima, y lo felicita
con ese calor que falta en el caso de Dora. ¿A qué se debe? Quizás a las enseñanzas que
extrajo del caso Dora, o a una mayor afinidad con la obsesión. En efecto, cuando habla
de la neurosis obsesiva emplea términos mucho más elogiosos que cuando habla de la
histeria — en particular cuando habla de Dora, a la que califica de “pequeña histeria”,
mientras que del otro lado tenemos a la inversa “el gran temor obsesivo”.
También es cierto que la función del saber es eminentísima en el caso del Hombre de
las ratas. Como saben, él fue al encuentro de Freud por eso mismo, ya que a partir de la
lectura de una de sus obras — creo que es la Traumdeutung o la Psicopatología de la
vida cotidiana —, en la que se reconoció aquí o allá, se precipitó a lo de Freud en el
momento de su verdadero pánico obsesivo. Las bodas entre Freud y Lehrs se celebraron
entonces bajo los auspicios del saber, y testimonian los efectos transferenciales del
escrito psicoanalítico.
Es un efecto transferencial que hoy en día no ha desaparecido y que sigue siendo un
rasgo distintivo de la literatura analítica; es muy difícil leer estas obras sin que el sujeto
se vea llevado a preguntarse por su propia posición subjetiva. Solo cuando se supone
analizado deja de interesarse en descifrarse a sí mismo en el texto, y se ocupa de los
errores del colega… Pero eso no sucede en la primera lectura, que con la mayor
frecuencia se lleva a cabo bajo el estímulo, la excitación del efecto transferencial del
escrito.
Puedo agregar que es inexacto pensar que el Hombre de las ratas haya ido a ver
únicamente al sujeto que sabe, aun cuando en su entrada en análisis veamos una suerte
de ilustración del algoritmo de la transferencia. En efecto, el surgimiento en él de
pensamientos que le resultan enigmáticos en extremo y que incluso lo incitan a realizar
desplazamientos, movimientos extraños para sí mismo, lo empuja hacia el autor del
escrito, a quien bien podemos llamar aquí significante cualquiera — es lo que tuvo a
mano, como dice al comenzar el análisis. Pero a lo largo del análisis descubrimos
además otra razón que lo condujo a Freud, un fantasma que lleva la marca de la
hostilidad, en el que imagina y confiesa a Freud que la madre de este se encuentra muy
triste porque todos sus hijos han muerto. Y cuando el Hombre de las ratas se pone a
intentar descubrir las raíces de esta fantasmagoría, ¿qué historia aparece? La siguiente:
Sé que usted tiene un hermano, dice, que es un asesino. Freud se ríe. Y se revela que en
la prensa vienesa, especialmente mal dispuesta para con Freud, un periódico se
aprovechó de una historia acontecida en Budapest, donde un tal Leopold Freud mataba
gente en los trenes. En Viena no dejaron de retomar la noticia diciendo que era alguien
de la familia Freud. Y Freud garantiza a Lehrs que ese señor Freud de Budapest no tiene
nada que ver con la honorable familia Freud de Viena. No obstante a posteriori notamos
que cuando él fue a visitar a Freud pensaba relacionarse no solo con el eminente
psiquiatra, sino con el retoño de una familia bastante peligrosa. Para decirlo todo,
pensaba relacionarse con el hermano de un asesino. Así, ya en el primer paso del
Hombre de las ratas el goce malo de Freud está muy presente como una causa de la
atracción transferencial. No solamente el saber, sino también el goce — y el goce malo.

277
Dejo de lado los desarrollos que pueden hacerse sobre este tema, para señalar en
relación con el caso Dora que, ya se trate de la parte interpretación de los síntomas o de
la parte interpretación de los sueños, el índice apunta al acto sexual. En la misma
dirección apunta el índice de Lacan cuando nos da las coordenadas del pase, cuando
formula: “No hay acto sexual”. La interpretación en la época de Lacan difiere de la
interpretación en la época de Freud al menos por el hecho de situarse no tanto con
respecto al acto sexual cuanto con respecto a la inexistencia del acto sexual. En la
misma línea Lacan formulará, a propósito de la experiencia analítica, el acto analítico:
No hay acto sexual, Hay acto analítico, y entre estas dos fórmulas sin duda algo se
pierde del esplendor de la interpretación freudiana. Es lo que examinaremos luego de
esta pequeña introducción posibilitada por mi breve viaje a Milán.

El impasse del acto sexual

Seguimos siempre en esta diagonal de la transferencia que va del Yo no pienso


articulado con el ello al Yo no soy correlativo del inconsciente. Estas dos posiciones
están vinculadas por medio de una flecha que va de la primera a la segunda y a la que
bautizamos operación transferencia, mientras que el pase es aquí lo que se opone al
punto de partida, situado arriba a la derecha:

Creo que en la actualidad este matema del pase es curiosamente objeto de cierto
olvido o negligencia, pues se habla mucho del fin del análisis sin utilizar quizá todos los
recursos que al respecto ofrece este esquema primero de Lacan. Este matema del pase es
para Lacan una suerte de resolución de un impasse; para explicitarlo, una resolución del
impasse del acto sexual. No es que el acto sexual llegue a existir al fin del proceso. Tal
como Lacan lo conceptualiza, el pase constituye una salida del impasse que según él es
la inexistencia del acto sexual, mientras que puede decirse que para Freud hay acto
sexual y convendría que el sujeto se acostumbrara al mismo — en particular, ya que por
un instante estuvimos con Dora, convendría que el sujeto histérico dejara de defenderse
del acto sexual, y toda la incitación de Freud en ese mismo caso apunta a empujarla en
ese sentido.
En definitiva, más allá incluso de lo que puede imputarse a la posición de Freud, a su
interpretación de la posición del analista — que en este caso lo lleva a no dar a la
paciente ningún testimonio de una contratransferencia positiva —, puede decirse que el
impasse con el cual tropieza el caso Dora es el impasse reforzado del acto sexual, al
cual Freud en el fondo la invita. Tanto la invita que incluso le critica por ejemplo que

278
confiara a sus padres las maniobras libidinales del señor K. Saben que en dos o tres
frases Freud indica que la actitud de una joven que recibe tal homenaje del interés de un
hombre, por más que sea veinte años mayor y esté casado, debería ser nada menos que
la de arreglárselas con eso, y no ir a llorar ante papá y mamá. Curiosamente, si se lee el
caso Dora no se ve entonces huella alguna de ese Freud al que váyase a saber por qué
imputan una moralidad victoriana, sino más bien algo bastante osado que por cierto lo
desmiente — como por lo demás Lacan lo señala en algún lugar. El caso tropieza con el
forzamiento de Freud, que se imagina que la resolución del impasse para Dora consiste
en realizarse como sujeto en el acto sexual. El punto de vista que se expresa en la teoría
del pase es absolutamente diferente.
Cuando introduje este comentario de las coordenadas del pase en Lacan, recordé el
primer surgimiento de este esquematismo, en “Posición del inconsciente…”. Está
articulado en dos operaciones, la alienación y la separación. Podemos resumir esa
introducción a las coordenadas del pase del siguiente modo. La alienación quiere
mostrar, deducir la necesidad del inconsciente cuando hay relación entre el sujeto y el
significante; entre ambos campos figura el significante reprimido, S1:

La separación introduce, en el lugar mismo del significante inconsciente, reprimido, el


resto de goce denominado a:

Desde este punto de vista, en suma, a va a parar al mismo lugar que S1:
a
S1
En definitiva, no hay aquí solamente una posición del inconsciente, como lo anuncia
el título del escrito de Lacan, sino también una posición del ello, entendido como el
conjunto de las pulsiones, como lo que en Freud nombra el goce. Por cierto, Lacan no
puso en su título Posición del inconsciente y del ello, como en última instancia habría
podido hacerlo, porque todo su esquematismo apuntaba a mostrar que el inconsciente y
el ello se recubren, que el objeto a se inscribe en el mismo lugar que el significante
reprimido.
Por el contrario, las coordenadas del pase buscan desmentir esto valiéndose de los
mismos medios. Este es el punto nodal que el esquema del pase ataca. La razón de tal
montaje del esquema del pase es que el ello y el inconsciente no se recubren. Nuestro
primer esquema los muestra separados de entrada, a uno y otro lado de la flecha de la
transferencia, y en la articulación misma del pase Lacan tiene el cuidado de evitar que
se recubran. El modo que tiene de escribir la cuarta posición relaciona más bien el ello
con el Yo no soy, y el inconsciente con el Yo no pienso. La razón profunda de esta
construcción compleja consiste en desmentir su construcción anterior para mostrar que
el ello y el inconsciente no se recubren.
El trabajo sobre este esquema del pase incita a reordenar lo que a través del tiempo
ha sido la articulación de Lacan acerca del fin del análisis. Me dediqué a ese ejercicio
varias veces a lo largo de este año y lo haré otra vez, pero ahora en forma retroactiva, a

279
partir de este esquema. ¿Cómo inspirarnos en él y tomarlo como punto final de una
larga elaboración de Lacan cuyos términos fueron al principio diferentes?

El narcisismo lacaniano

Si partimos de este esquema del pase para ordenar retroactivamente los diferentes
momentos de la elaboración de Lacan sobre el fin del análisis — no tomaré su totalidad,
sino que practicaré escansiones, sondeos —, notamos ya que el término alienación, que
figura tanto en “Posición del inconsciente…” como en el esquema del pase y que de
entrada califica la posición forzada del sujeto — su posición primera —, está presente
en la elaboración de Lacan desde mucho tiempo atrás. Al comienzo, bajo la forma de la
alienación imaginaria.
La vez pasada señalé que en el ángulo superior izquierdo del esquema del pase está
reunido lo que sostiene la identidad del sujeto — identificación y fantasma. Pero desde
los comienzos de su enseñanza Lacan considera que la alienación del sujeto es
imaginaria. Con estos esquemas nos brinda otras ediciones de la alienación, pero esa no
deja de ser la clave de la posición primera del sujeto.
Recuerdan que para el primer Lacan, el que se origina en “Función y campo de la
palabra y del lenguaje…”, el recorrido analítico es ante todo “el análisis del yo [moi]”, y
que lo que está en juego tanto en el curso del análisis como en el fin del mismo es un
retorno “a los orígenes [del] yo”. Este recorrido analítico es incluso calificado por Lacan
en esa época como una “regresión imaginaria”. Podemos resumirlo en el siguiente
matema, en el que m es el yo y M es la muerte:
m→M
Sin duda con la muerte salimos, según Lacan, de lo imaginario. No se trata de la muerte
real, ni tampoco de la muerte representada, imaginarizada — dado que no podemos
representárnosla —, sino de una muerte en cierto modo simbólica, frente a la cual
ningún saber ya elaborado vale para cada uno.
La concepción del recorrido analítico que en ese momento tiene Lacan parte del yo
como posición narcisista del sujeto, como forma (el nombre de la forma narcisista del
sujeto), y enumera las diferentes identificaciones imaginarias que caracterizaron al
sujeto a lo largo de su vida. Según Lacan, el narcisismo está doblemente articulado; es
el yo, m, en su relación con la imagen del otro, i(a):
m → i(a)
y lo que se obtiene en el análisis es, por un lado, la enumeración de las identificaciones,
los diferentes otros que tuvo el sujeto:
i1, i2, i3, …
y por otro lado las diferentes identificaciones que tuvo el yo:
m1, m2, m3, …
(Algo similar a esta enumeración de las identificaciones imaginarias del yo se encuentra
en el esquema que Lacan presenta en su escrito “De una cuestión preliminar a todo
tratamiento posible de la psicosis”.) En el límite de la serie de las identificaciones de la
imagen del otro (i) se encuentra el Otro absoluto, la muerte (M), y en el límite de las

280
figuras del yo (m) se encuentra la existencia del sujeto (S). A la identificación
imaginaria del yo con la imagen del otro corresponde la subjetivación de la muerte; lo
que Lacan llama “subjetivación de la muerte” es como el límite de esta serie infinita de
la identificación del yo con la imagen del otro, M/S:

¿Por qué poner aquí esta muerte al término del proceso analítico y considerar que
ella nos da la clave de los orígenes del yo? Lacan se ubica con respecto a un hecho de
observación teorizado como la “prematuración del nacimiento”, que ya le permitió dar
cuenta del estadio del espejo y que sitúa, como primera vivencia del sujeto, la de la
escisión entre su imagen y su ser. Así pone en escena el estadio del espejo: como una
escisión entre la imagen y el ser, entre el ideal de la esencia — encarnado en la imagen
total en el espejo — y la existencia desfalleciente del sujeto. Con el estadio del espejo
entonces asistimos en cierto modo a una escisión del sujeto entre su imagen y su ser,
entre su esencia y su existencia.
Esa escisión ya es muy paradójica en Lacan. Implica que el yo solo se recupera como
una imagen, que es la imagen de sí; pero como también se experimenta diferente de esa
imagen, la imagen de sí es entonces la imagen del otro, de alguien distinto a él. Por eso
mismo, solo se encuentra como una imagen y, al mismo tiempo que se encuentra en
ella, esta imagen se le sustrae, le es arrebatada por el otro. De entrada pues, ya en el
estadio del espejo, y por el hecho de que la imagen de sí — en la que únicamente se
encuentra el sujeto — es también la imagen del otro, hay una pérdida, e incluso una
sustracción debida al otro. Por eso Lacan decía en esa época que el Yo [Moi] es solo “la
mitad del sujeto”, precisamente “la que él pierde al encontrarla”. Es una fórmula que
parece enigmática y que intento aclarar así: la encuentra como imagen de sí y de
inmediato la pierde, ya que es la imagen de alguien diferente de aquel que él
experimenta ser. Debido a esto, solo puede retener esa imagen que pierde buscando
duplicarla indefinidamente por medio de la imagen del otro — y esto se convierte
entonces en el principio de esa doble serie infinita que acabo de escribir.
Pero si nos atenemos a la experiencia, esto supone que haya en efecto una
anticipación imaginaria, una anticipación visual del organismo con respecto al
acabamiento mismo del sistema nervioso o del sistema motor — que haya entonces
prematuración. Lacan llama muerte a este desajuste en el que hay distancia, brecha. De
ahí que pueda decir que el sujeto recibe desde su nacimiento una marca que es el toque
de la muerte. Esta es la lección más profunda de su teoría de lo imaginario: “La muerte
[está] incluida en la Bildung narcisista” — en la imagen narcisista — y, una vez agotado
todo lo que la recubre en lo imaginario, la hallamos también al término del proceso.
Por eso sería un error representarse el narcisismo lacaniano como un conjunto
glorioso en el cual veríamos al yo reinar sin límite:

Hay por el contrario un límite. En definitiva, el narcisismo lacaniano no es yo = yo, sino


yo = otro, y esa es justo la parte que se pierde en el momento de encontrarla. Si nos
inspiramos de este modo en las coordenadas del pase, el narcisismo lacaniano debería
más bien escribirse con el yo (m) en una parte, por supuesto, pero mochado en la parte
marcada por i(a):

281
Es de entrada sin duda un narcisismo con una parte perdida, arrebatada por el otro. Si
admitimos esta escritura, que luego ubicaré arriba a la izquierda para que esté como en
nuestro esquema habitual, podemos decir que esta es la primera posición del sujeto
cuando Lacan hace la teoría del narcisismo. Sin duda allí el sujeto está sometido a la
alienación imaginaria, pero esta alienación no define un campo del cual el sujeto sea
íntegramente amo, sino un campo ya marcado por una pérdida.
Desde esta óptica, ¿qué iría al final de la operación transferencia? A la posición del
yo corresponderá la del sujeto (S) como correlato de la muerte (M) que ocupa la parte
mochada:

Esto es coherente con la doctrina de Lacan según la cual en la cura el analista se hace el
muerto. Es decir que el análisis funciona a condición de que el analista ya anticipe el
término que el sujeto deberá subjetivar al final del proceso. El analista es una suerte de
encarnación del término del recorrido analítico.
Dejo constancia de que Lacan también llama “alienación39 libidinal” a esta
alienación imaginaria del comienzo, ya que en efecto ella supone que el lugar investido
es el de la imagen del otro, i(a). Lo que intento mostrar entonces es que esta posición de
la imagen del otro prepara ya la del ello, o sea que la libido ya inviste esta imagen del
otro:

39
En los Escritos se traduce aliénation como “enajenación”. [N. del T.]

282
El sujeto puede quejarse regularmente de eso — que el otro le ha arrebatado un goce
imaginario, o incluso que lo ha privado de cuidados reales. Esto debe situarse en el
mismo sector. (Valga lo que valga, este es un esfuerzo por transcribir, según el esquema
del pase, construcciones de Lacan muy anteriores, y por mostrar que ellas no carecen de
cierta homología.)
Sin duda algo falta aquí, ya que todo parece suceder en términos de imagen, incluida
esa imagen negativa, imposible, de la muerte. Pero al respecto hay que decir que existe
cierto retraso de Lacan con respecto a su propia elaboración. Resulta muy singular el
hecho de que cuando el autor de “Función y campo de la palabra y del lenguaje…” debe
formular una doctrina de la cura — el artículo sobre “Variantes de la cura-tipo” que le
solicitaron escribir para un diccionario —, la formula en términos imaginarios. Este
desajuste es notable y constituye, si me permiten, una suerte de prematuración del
nacimiento de la teoría de la cura en Lacan. De modo que después debe retomar su
propia teoría de la cura y sincronizarla con la palabra y el lenguaje. Y nos brinda
entonces otra versión del punto de partida.

La imagen fálica

Lo que está en juego en la posición superior izquierda siempre es: ¿De qué sufre el
sujeto?, y en el informe de Roma el sujeto padece, sufre ante todo por la palabra y el
lenguaje. Lo que el sujeto evidencia es que en la parte mochada hay un símbolo del que
no dispone (escribo S para designar el símbolo o el significante):

Esto no anula lo dicho antes sobre la imagen y su menoscabo por parte de la imagen del
otro, sino que lo reubica en el marco de la palabra y del lenguaje. ¿De qué sufre aquí?
De hechos de palabra, es decir, “de las contrahechuras y de los vanos juramentos, de las
faltas a la palabra y de las palabras en el aire” — modos de calificar el defecto primero
de la “constelación [simbólica que] presidió la venida al mundo” del sujeto. A este
respecto hay para todo sujeto un símbolo que falta y que habría puesto orden en la
simbolización, de suerte tal que esa simbolización resulta contradictoria o
desconcertada, y por eso el sujeto de la palabra siempre está relacionado con una deuda
simbólica y es responsable de la misma. Aun cuando en apariencia no sea él quien la
haya contraído, resulta ser el heredero de esta deuda con el lenguaje mismo.
El ejemplo princeps es aquí el Hombre de las ratas, cuyo pánico inicial informa
Freud — su pánico de quedar atrapado entre dos mujeres, en una posición homóloga a
la del padre, con la imputación de una traición a la palabra, de una elección vergonzosa,
de una cobardía que lo lleva a elegir la mujer rica en detrimento de la mujer pobre. Pero
esto traduce el hecho de que siempre hay un símbolo que no está en su lugar; que por
eso la constelación simbólica está trastrocada, falseada; que el sujeto hereda entonces
una deuda que lo torna culpable; que esta deuda es al fin y al cabo engendrada por la
palabra misma; y que el fin del análisis consiste en cobrar esa deuda.
Este nuevo punto de partida nos permite volver al modo en el que habíamos
esquematizado la alienación imaginaria. Con la teoría del falo Lacan da nuevos
fundamentos al narcisismo. Descubre en la imagen fálica la forma primordial de las

283
funciones con respecto a las cuales el sujeto se identifica — funciones que en un primer
tiempo atribuía a la imagen del otro, i(a). En cierto modo, la elaboración de Lacan
progresa al poner la imagen fálica en el lugar de la imagen del otro:
i(a) → φ
La identificación primordial inconsciente del sujeto — más allá de las figuras del otro
— no es en definitiva con la imagen de otro, tampoco con su imagen en espejo, sino con
la imagen fálica. Por eso reescribiré ahora ese punto de partida como sigue:

Pero esta identificación fálica también supone una homologación, que el esquema
presentado en “De una cuestión preliminar…” sitúa en la diagonal del cuadrado; una
homologación por parte del Otro (A), cuyo centro está constituido por el Nombre-del-
Padre (NP), y que coloco en la zona pequeña de la izquierda:

Por lo demás, esto explicaría que la posición del analista esté dada por el significante
del Nombre-del-Padre, que se encuentra en un lugar funcional muy preciso ya que es el
significante que garantizaría la consistencia del Otro. Del mismo modo que en la
primera posición siempre tenemos una inconsistencia simbólica — que desarrollé bajo
la forma Icc —, puede decirse que en la segunda el análisis permitiría hallar, por el
contrario, la consistencia simbólica del Otro garantizada por el Nombre-del-Padre:

La trayectoria misma del análisis partiría de esta simbolización inicial desconcertada,


que torna al sujeto culpable y deudor, y le daría la oportunidad de reajustarla y de
verificar su consistencia gracias al analista en posición de Nombre-del-Padre.

284
En esta perspectiva, el fin del análisis pone en tela de juicio, despeja la identificación
última del sujeto al significante fálico. Y Lacan deja constancia de que Freud llegó a
despejar esta relación entre el sujeto y el falo pero no fue más allá; como si lograra ir
más allá de la identificación imaginaria, i/m, hasta la identificación fálica, φ/S,
i ϕ

m S
pero en ese punto concluyera “Análisis terminable e interminable”. O sea que el deseo
radical del sujeto es ser el falo, lo que en Freud aparece bajo la forma de tenerlo,
conservarlo — el rechazo de la castración en el hombre —, o de adquirirlo — la envidia
del pene en la mujer.
La cuestión que Lacan planteó a partir de esto es: ¿Cómo conmover esta
identificación última con el significante fálico? Dicho en otras palabras, se trata de
saber cómo algo que sucede al final de la diagonal de la transferencia, algo que tiene
lugar en la relación entre el Nombre-del-Padre y el Otro, puede cuestionar la
identificación fálica. En ese punto, da el paso esencial de poner en tela de juicio el
Nombre-del-Padre.
¿De dónde proviene la fuerza de la identificación fálica del sujeto? De que ella
responde al deseo del Otro, d(A):
ϕ
d (A) →
S
Lo que puede parecer una fijación del sujeto depende estrictamente de la posición del
deseo del Otro. Por eso, para poder conmover esta identificación es preciso tocar al
Otro, y hacerlo en el análisis mismo. La fijación del sujeto a su identificación fálica, en
la práctica misma de Freud, depende de la naturaleza del deseo del Otro, es decir, del
deseo del analista tal como es puesto en acto en las curas mismas de Freud. A este
respecto Lacan nota que es preciso poner en tela de juicio el deseo del Otro en la cura
misma; el deseo del analista debe tener una estructura diferente de la del deseo del Otro
articulado con esta identificación. Cada vez que predica el acto sexual o ve en el acto
sexual la solución del impasse del sujeto, Freud sella la identificación fálica del sujeto.
Muy pronto Lacan opone a esto un descubrimiento en cuanto al Otro y un
descubrimiento en cuanto al goce.
El primer descubrimiento, relativo al Otro, consiste en que el Nombre-del-Padre es
radicalmente un semblante — lo descubre mucho antes de formularlo así ante sus
oyentes — y que el campo del Otro carece de garantía. El Otro no es A, sino A /:
/
A→ A
En su fase más profunda, el Otro es el Otro con una tachadura, y el analista debe
igualarse a esa posición. Esta A / significa que en el Otro no hay significante de la
garantía del significante, que no hay Nombre-del-Padre que pueda responder por él
definitivamente, o que no hay Otro que garantice al Otro; en suma, que no hay Otro del
Otro. Esto está del lado del deseo del Otro, es decir, del lado de la pregunta: ¿Qué
quiere de mí?, y también se traduce para el sujeto en una incompatibilidad del deseo con
la palabra.
Y en segundo lugar está la pregunta: ¿Qué soy yo [je] más allá de la identificación
fálica? Respuesta: Yo soy en el lugar del goce. Esta respuesta instituye una antinomia
entre el Otro y el goce, y acepta que el Otro es radicalmente inconsistente, mientras en

285
el esquema precedente la inconsistencia del Otro constituye la desgracia del sujeto — es
el hecho de que se ha tocado el significante y algo huele a podrido en Dinamarca. El
análisis consistiría en restituir el Nombre-del-Padre en el lugar correcto para que deje de
oler a podrido en Dinamarca, mientras que A / significa que en Dinamarca hay algo no
podrido, sino perdido, algo que es inconsistente.
Por otro lado, según Lacan, al tocar el deseo del Otro, al tocar la estructura del Otro,
puede ahora deshacerse la identificación fálica y, en su lugar, revelarse por el contrario
el –φ y su articulación con a.

La doble revelación del pase

De este modo intenté una suerte de arqueología del esquema del pase en Lacan, que
lleva a formular el pase como una doble revelación. La primera revelación es la
siguiente. Cuando el ello va al lugar del Yo no soy, se revela la verdad de la estructura
del Otro, la verdad de su inconsistencia, que es la consistencia del objeto a. Cuando se
revela la verdad de la estructura, se revela la verdad del goce, que no es el goce del Otro
sexo ni el goce del Otro cuerpo — el goce del Otro cuerpo ya es un desplazamiento. El
goce verdadero es el goce del objeto a. La segunda revelación se produce cuando el
inconsciente va al lugar del Yo no pienso. Es la revelación de que todas las
significaciones del inconsciente, por abundantes que sean y por ingeniosa que sea la
interpretación que les sigue, tropiezan siempre en el mismo punto, a saber, en el hecho
de que ninguna significación engendrada por la articulación significante permite
recubrir la esencia de la sexualidad. En este aspecto la segunda revelación es entonces
de algún modo la revelación de la verdad de la castración, o sea la no-relación entre los
sexos, la no-relación significante entre ellos. De tal forma que las experiencias de
impotencia, de las que Lacan hablaba desde “El estadio del espejo…” — ese estadio
encarna la primera experiencia de impotencia —, concluyen en una experiencia de
imposibilidad, la de que el pensamiento (incluido el pensamiento inconsciente) es
inadecuado para la realidad del sexo. Es lo que Lacan llamó “el gran secreto del
psicoanálisis”, el de que “no hay acto sexual” — a lo que más adelante dará esta
inflexión: “No hay relación sexual”.
De este punto volverá a partir Lacan para definir la experiencia analítica a partir del
acto analítico. Para decirlo sin rodeos, ya que llego al fin de esta penúltima clase, “no
hay acto sexual” significa que no hay acto que pueda tocar y permita formular la
relación entre el hombre (H) y la mujer (F):
H◊F
Es decir que el acto sexual no permite verificar en el nivel del significante la relación
entre el hombre y la mujer, y que a este respecto no constituye una prueba — ni siquiera
la constituye el goce obtenido en el acto sexual. Decir que hay acto analítico es decir
que en el análisis tampoco se puede verificar el acto sexual, H◊F, pero sí la relación del
sujeto con el resto de goce, y esta relación puede allí encontrar su fórmula:
S/ ◊ a
Lo que Lacan llamó pase es exactamente el resultado del acto analítico en la medida
en que este permitiría tocar y transformar, en el nivel significante, la relación del sujeto
con este resto de goce. Por eso puede establecerse este paralelismo, que puede parecer

286
extravagante, entre el acto sexual y el acto analítico:
H◊F 

S/ ◊ a 
La semana próxima les daré la última clase de este curso.

22 de junio de 1994

287
XXIII

El ser del analista

Pondré entonces un punto final provisorio a esta investigación — provisorio porque si


tengo ocasión la proseguiré durante el Encuentro Internacional consagrado a La
conclusión de la cura y, en función de ese Encuentro, el año próximo.
El pase toma su más esencial sentido a partir de la relación del sujeto con la realidad
sexual. Lacan expresó esta realidad sexual en términos de acto, para negar el acto sexual
y afirmar correlativamente el acto analítico. Negó que haya un acto — el acto sexual —
que pueda tocar la relación con el Otro sexo, y afirmó que hay un acto que puede tocar
la relación del sujeto con el goce. Acto sexual y acto analítico deben situarse uno en
relación con el otro. Tal es el valor que debe darse al hecho de que él inscribiera su
descubrimiento, su formulación del fin del análisis como pase, en el movimiento de La
lógica del fantasma.

Cínicos y dandys

El fantasma, cuya fórmula es muy reveladora, es lo que permite creer que el deseo tiene
relación con el sexo — con el Otro sexo o con el mismo sexo, pero aun cuando se trate
del mismo sexo se juega con respecto al Otro. Y en el análisis la lógica del fantasma tal
como es articulada por Lacan está hecha para conducir desde esta fórmula inicial
S/ ◊ a
hasta una fórmula totalmente opuesta, que escribo así:
a → S/
En el análisis la lógica del fantasma lleva a la revelación de la pulsión, a la revelación
de que el deseo está condicionado, causado por el goce o por lo que al sujeto le queda
de él. Si el fantasma parece relacionar el sujeto con el Otro, la pulsión prescinde de eso.
Tal es el fundamento de la revelación esencial que está en juego. Podría expresárselo
así: donde parecía haber Otro (A), hay de hecho a:
A
a
Donde parecía haber campo del Otro, está el resto de goce; donde había inconsistencia
del Otro, al explorarla en todos los sentidos se revela una consistencia extranjera
respecto a ese campo; es la consistencia de un objeto, que reduce ese Otro a la ilusión.
En el análisis, esta ilusión es la de lo que Lacan llamó sujeto supuesto saber, y su
caída es señalada, no digamos que por la separación con respecto al analista, sino más
bien por el fin de las ganas de analizarse, de buscarse en el Otro, de tal suerte que esta
revelación en el análisis es la de la caída del sujeto supuesto saber, que en su lugar
revela lo que le daba su apariencia de ser, o sea lo que de goce puede retornar al sujeto:

288
SsS
a
Por eso el fin del análisis, si se lo estructura así, conlleva siempre algún rasgo de
cinismo, en el sentido en que el cinismo es esa posición subjetiva que se instaura al
saber que el Otro no existe. Es lo que los cínicos ilustraron en la época en que eso era
una manera de ser, un estilo de vida filosófico, muy alejado de la práctica universitaria
que por entonces aún era impensable. Vivir como si el Otro no existiera, con la
recuperación — que se tornó legendaria gracias a diversas anécdotas — del goce del
propio cuerpo. Diógenes, el cínico paradigmático, indicaba todo su desprecio por el
Otro (por el Otro sexo, por la relación sexual) entregándose en público, según dicen, a la
masturbación — acto de desafío para con el Otro. Esto equivalía a decir que nada se
comparaba con el goce del cuerpo propio, y que el Otro podía irse a lavar la ropa — de
la que Diógenes casi carecía.
Curiosamente, en los avatares históricos del cinismo podemos situar el dandismo, del
que hablé hace dos días en lo que habría podido pasar por la conclusión provisoria de
este año. Quizás haya cierta paradoja en el hecho de reunir aquí el cínico y el dandy,
dado que el dandy quedó en el imaginario precisamente por el cuidado que daba a su
atuendo. Un empleo más o menos libre del término identifica el dandy con ese cuidado
extremo de su vestimenta.
Por ese rasgo George Brummell quedó en el recuerdo como el árbitro de toda
elegancia. Hacía pesar la dictadura de su gusto sobre la aristocracia más noble del
mundo, a tal punto que tradicionalmente se lo ha comparado, para su provecho, con el
emperador Napoleón, después que Lord Byron dijera que habría preferido ser Brummell
antes que Napoleón. Esta proposición circuló a lo largo del siglo XIX. Alexandre
Kojève, en una suerte de farsa seria — las producía en abundancia —, hizo de George
Brummell uno de los pares del mundo moderno, entre Hegel y el marqués de Sade, y lo
alabó por haber comprendido que después de Napoleón el heroísmo debía vestirse de
civil, que lo militar estaba acabado pues de ahí en más ese camino no llevaba al
heroísmo. (Tras un corto tiempo necesario para notarlo, puede decirse que esto salta hoy
a la vista como una verdad común. En vez de militares, tenemos técnicos. De vez en
cuando, y para divertir al público, en los rincones que no importan gran cosa al espíritu
universal, se destaca tal o cual rasgo de heroísmo de dicha casta.)
A partir de Byron, el dandy perduró como una figura fascinante para los hombres de
letras. Por citar solamente a nuestros autores franceses, es impactante ver el lugar que
esta figura ocupa tanto para Stendhal como para Balzac o Baudelaire, y puede decirse
que ella triunfa a fines del siglo XIX y comienzos del XX en ese extraordinario culto al
hombre distinguido, al exquisito, del que participan tanto Maurice Barrès como Marcel
Proust.
¿De dónde proviene esta descomunal fascinación por el dandy? Ni los bellos que lo
precedieron, ni los leones que lo sucedieron,40 han conservado el mismo brillo. El dandy
es la imagen del hombre impasible. (Observemos que el término solo se emplea en
masculino. No existe la dandy. Es algo exclusivamente masculino.) Es el hombre
impasible y, en el fondo, el hombre perfecto, el que presenta un aspecto de sí mismo
que en nada se presta a crítica. Por el contrario, él es quien, a veces por el solo hecho de
aparecer, pone al otro en ridículo. Las únicas palabras de George Brummell que han

40
Les beaux (los bellos) y les lions (los leones) designan tipos de hombres elegantes característicos de la
Francia de principios y de fines del siglo XIX respectivamente. [N. del T.]

289
quedado dan muestras, sin embargo, de un descomedimiento que mucho dista de la
cortesía al estilo francés. Ese dandy es el colmo de la educación mundana y al mismo
tiempo es tan perfecto que demuestra por cierto tener malísimos modales. Toda la
educación del animal viril a la cual se entregó la cultura occidental, a partir del amor
cortés, bajo la férula de las damas — y que dejó todas sus marcas en la cultura francesa
clásica, inspirada en la italiana por El cortesano, el libro de Baldassare Castiglione —
parece desmentida en este caso por una grosería de expresiones, especialmente en lo
tocante a las damas (y damas pertenecientes a la nobleza), que contrasta con el cuidado
extremo otorgado a su propia apariencia. ¿Por qué el dandy fascinó a la imaginación
literaria en tal medida? Sin duda testimonia una absoluta satisfacción de sí mismo. En
este aspecto, es una figura de la fatuidad. (Notemos además que el término francés fat
[fatuo], según señalé hace tiempo, solo se dice en masculino, así como dupe [incauto]
solo se dice en femenino.) El dandy muestra que no necesita de nadie, y en particular no
necesita del Otro para ser lo que es. Se esmera especialmente en no demostrar jamás
sorpresa alguna. Él es quien sorprende, quien llama la atención. Y cuando obtiene del
Otro — de la concurrencia, del gran baile al que asiste — la conmoción de un ¡Ah, este
Brummell es inimitable!, cuando obtiene este efecto, se eclipsa. Recordaba que, en la
cima de la gloria dentro de la aristocracia inglesa, ya ni se dignaba a aparecer en el baile
más que en la puerta, lanzando una mirada alrededor y dejando escapar una palabra
peyorativa sobre tal o cual, incluso sobre el conjunto, para luego ¡puf! partir.
Así, aun bajo los oropeles que le daban su encanto y su celebridad — en especial su
corbata de muselina, a la que anudaba con un arte que hace palidecer nuestros ejercicios
estereotipados, por lo cual esta mañana en verdad no me sentí con ganas de anudar a
toda prisa una de esas corbatas que se compran, cuando la suya era única en su material
y en su anudamiento —, a pesar entonces de sus oropeles, el dandy, a no dudarlo,
fascinó porque representaba en nuestro mundo una reedición del cinismo antiguo.
Barbey d’Aurevilly, que consagró a Brummell un ensayo — Del dandismo y de
George Brummell —, señala además en una nota la relación entre la calma del dandy y
la del hombre antiguo. La calma del hombre antiguo depende de la armonía en la que él
se inscribe, mientras que la del dandy no deja de estar vinculada a cierto comedimiento,
y hay que representársela, como el autor nos lo propone, según cierto cuadro de Girodet
— que hasta ahora no pude hallar — en el que creo que se ve a Pirro de brazos cruzados
mientras afronta impasible los reproches de Hermione. Este ejemplo es de gran valor
pues aquello por lo cual el dandy no se deja sorprender es ante todo la feminidad. Puede
decirse que él encarna como tal un gran coraje moral ante la castración.
Por lo demás, es sorprendente que aunque Brummell haya reinado durante veinte
años sobre la aristocracia inglesa no se le conociera una sola amante. Sin embargo, las
anécdotas dan a entender que tenía esa orientación — algo que no parece en absoluto
evidente ni seguro —, y no obstante el Otro sexo no es lo que lo ocupaba a fin de
cuentas. En este aspecto, eso le otorga cierto parentesco adicional con nuestro Diógenes.

Empuje-al-hombre

Habría aún mucho más que decir sobre el dandy, esa figura heroica, esa figura del amo
moderno — dominio sobre las emociones, sobre todos los actos de la vida cotidiana,
sobre el lazo social. Se eclipsó desde que dejó de ser reconocido; partió hacia donde
viven los salvajes — a Francia, justo al otro lado del Paso de Calais. Y lo que queda del

290
héroe se encuentra, según dicen, en el convento del Bon Sauveur, en Caen, adonde ya
me prometieron ir a investigar. El propio Baudelaire ve en el dandy — al que consagra
un capítulo de El pintor de la vida moderna — lo que nos está permitido de heroísmo en
nuestra época de decadencias.
Pongo a este dandy como epígrafe de la última clase de este año porque he llegado
incluso a preguntarme cuánto debía la posición del analista a la del dandy, sintiéndome
tanto más justificado cuanto que se ha imputado a Lacan, por cierto no sin razón, el
haber sido un poco dandy. Pero dejo que esa figura reine en la puerta de esta última
clase, y los acompaño a nuestro fin del análisis.
Al término de su artículo “Análisis terminable e interminable”, Freud aborda el fin
del análisis en términos de la relación con el Otro sexo, a la que señala como dificultad
última. ¿Es una dificultad con la diferencia entre los sexos? Más bien se trata de la
dificultad del sujeto como tal, en ambos sexos, con la feminidad. Para calificar esta
dificultad él acuñó una expresión que perdura, la de “desautorización de la feminidad”
— Ablehnung des Weiblichkeit —, no querer ser una mujer. Sin duda hay en el dandy
algo que fascina en relación con este no querer ser una mujer, cuando él se emperifolla
con tanto o más cuidado que una mujer bella. No vacila en pasar dos buenas horas en su
tocador por la mañana, en ocuparse de los sastres, los zapateros, los sombrereros, para
buscar en todas partes lo más exquisito, y al mismo tiempo nada que sea mujer lo
conmueve. Si pensamos en la frase que en cierto momento habitó al presidente Schreber
durante el presentimiento de la locura, podríamos expresar el no querer ser una mujer
diciendo que no sería “hermosísimo […] ser una mujer sometida al acoplamiento”. Esta
feminización es asumida, deseada en la psicosis, y a esto llamó Lacan el “empuje-a-la-
mujer”.
Pero lo que apunta Freud es que cuando no hay psicosis se aísla más bien el empuje-
al-hombre, al que denomina “el querer-alcanzar la masculinidad” — das
Mannlichkeitsstreben. Ese es, para él, el factor decisivo que se aísla al término del
análisis. Este factor se expresa de maneras diferentes de acuerdo con lo que puede
llamarse el sexo biológico, si bien no deja de ser el sexo significante — decimos
hombre o mujer a partir de cierto número de caracteres sexuales, con cierta inquietud
cuando estos no son suficientes o cuando son ambiguos. En el hombre, el empuje-al-
hombre se nota en la exigencia de ser un hombre, como si estuviese amenazado de
nunca serlo suficientemente y debiese en efecto demostrarlo. Así, el hombre se agota en
la demostración de su virilidad, y Freud señala en esto la presencia de
sobrecompensaciones excesivas, es decir que nota la existencia de una mascarada viril
cuya meta es demostrar que el sujeto no ocupa una posición pasiva. En efecto, según
Freud el valor viril en lo imaginario es la actividad, mientras que la posición pasiva
tiene una significación (Bedeutung) de castración.
Siguiendo en la misma línea, Lacan llegó a señalar la duda que se debía hacer recaer
sobre los señores que abrazan profesiones especialmente viriles, como por ejemplo la
militar. En cierta oportunidad indica que en función de su experiencia la elección de esa
profesión bien podría indicar cierta debilidad o incertidumbre por el lado de la relación
con el Otro sexo — hacer la guerra antes que hacer el amor.
Dos días atrás comenté además, como me habían solicitado, un pequeño texto de
Alexandre Kojève sobre las novelas de Françoise Sagan destacado por Lacan en el
último capítulo de su Seminario IV, cuando invita a sus oyentes a que se remitan a él
para ponerse al tanto de lo que durante los años ’50 evolucionó “en las relaciones entre
el hombre y la mujer”. Kojève tiene la idea de que en la época del saber absoluto ya no

291
hay hombres, solo hay semblantes de hombre, y ve la prueba en las novelas de
Françoise Sagan, donde en la playa las jóvenes espían con insistencia a los señores en
paños menores. Eso le parece de lo más ridículo, cuando clásicamente el varón lleva
armadura, grandes botas muy difíciles de quitar, y aquí por el contrario vemos a esos
señores perder el tiempo, mirar su bronceado y, para peor, ser maquiavélicamente
manipulados por las muchachas. Esta desaparición contemporánea de lo viril va
acompañada de algunas mascaradas de quienes se hacen pasar por hombres. Kojève se
mofa de la tríada Malraux-Montherlant-Hemingway, que en esa época, algo anterior a la
nuestra, ilustraba en efecto el resto de virilidad de un modo muy demostrativo.
En el hombre, según Freud, el empuje-al-hombre se nota por la represión de la
posición pasiva. Puedo a este respecto señalar que Lacan evoca el artículo de Kojève
precisamente al poner en tela de juicio la virilidad del pequeño Hans — pese a su
elección de objeto sin duda heterosexual —, y sitúa en él una posición radicalmente
pasiva que lo lleva a evocar esas sombras de hombres viriles que circulan en las novelas
de Sagan. Del lado mujer, en opinión de Freud, es el empuje-al-hombre lo que se
reprime luego de haber estallado durante la fase fálica. De modo que a partir del mismo
factor, el empuje-al-hombre, observamos dos represiones inversas — el hombre reprime
la feminidad, mientras que la mujer reprime la virilidad.
Pero Freud señala que en la mujer deben distinguirse dos partes. Una parte de
virilidad, sustraída a la represión, llegará a influenciar el carácter mediante las
transformaciones que sufre en el sentido de la feminidad, es decir que a partir del
“querer-alcanzar la masculinidad” el sujeto construye, edifica su feminidad y, como ya
vimos este año, a partir del “deseo del pene” (Wunsch nach dem Penis) “devendrán el
deseo del hijo y del varón, portador del pene”. Freud hace de estos deseos femeninos
transformaciones del deseo viril, del deseo del pene, en un sentido adecuado a la
feminidad; como si la feminidad estuviese constituida radicalmente por un elemento
varón, un elemento viril transformado, metaforizado. La segunda parte es la de la
virilidad reprimida pero, por eso mismo, conservada, y que logra perturbar el
sentimiento mismo de la vida en la mujer.
Así, el hombre nunca es suficientemente hombre para su gusto, y se lanza entonces
en una carrera alocada al significante viril, mientras que la mujer es inconsolable, y esto
es lo que Freud sitúa dentro del análisis en el lugar especial que ocupa la depresión en la
clínica femenina. Podemos pensar que él observó en efecto la recurrencia y profundidad
de los episodios depresivos en la mujer, y relacionó estos accesos de depresión con “la
certeza interior de que la cura analítica no servirá para nada” en el orden del empuje-al-
hombre. Este diagnóstico fálico viene a dar como la razón de los episodios depresivos
repetitivos en la mujer. Freud no se ocupa de sus detalles, de su tema; dice que esta
declaración de la impotencia del analista remite a que la cura analítica y las
transformaciones que ella autoriza no permiten satisfacer el empuje-al-hombre.

Ser de identificación

Notemos que cuando evoca en el hombre la insatisfacción con respecto a una virilidad
ideal, Freud formula que “el hombre no quiere someterse a un sustituto del padre”; no
quiere encontrarse en posición pasiva, femenina, para con otro hombre.
Esta proposición ha sido descifrada de diversos modos. Se ha visto en ella la prueba
del propio deseo de Freud de ser el amo, el amo indiscutido en relación con sus

292
alumnos, y que él les reprochaba que se sustrajeran a su tutela. Hay entonces un
desciframiento en términos de Historia del psicoanálisis, pero dejémosla de lado para
valorar esta evocación de la función paterna en su relación con la castración rechazada
por ambos sexos.
En sus propios términos, Freud subraya que algo queda no consumado en el Edipo, al
menos en la función normativa del Edipo — a la que llamamos metáfora paterna —, y a
eso recurre para situar el fin del análisis. Para que un análisis se termine y supere ese
obstáculo llamado “desautorización de la feminidad” o “significación de castración” —
significación que deprime a la mujer y que el hombre rechaza — sería necesario que se
consumase la metáfora paterna, en la medida en que ella instaura una relación justa con
el Nombre-del-Padre — condición para que emerja una significación correcta del falo.
Esta significación deprimente de la castración puede relacionarse con la falta de una
relación justa con el Nombre-del-Padre. En efecto, se nota que lo que Freud llama
“desautorización de la feminidad” corresponde en el texto mismo al rechazo de la
Bedeutung de castración, es decir, al rechazo de lo que Lacan llamó –φ, de modo que
bajo la forma de esta dificultad en la relación con el Otro sexo, a la que el final de
“Análisis terminable e interminable” se refiere, hay una relación con el falo. La verdad
de la relación con el Otro sexo es la relación con el falo.
Lacan partió de esto para traducir el rechazo de la feminidad freudiano. Lo tradujo
como apego, en ambos sexos, a la identificación fálica. En otras palabras, donde Freud
hablaba de no querer ser una mujer Lacan dice primero querer ser el falo. Por cierto,
ser el falo es parecer el falo, y esto introduce para ambos sexos una problemática de la
mascarada, del parecer [paraître] — que podemos escribir paraser [parêtre].41 De allí la
noción, que se superpone a lo que Freud propuso en su artículo, del fin del análisis
como renuncia a ser el falo y pasaje al registro del tener.
Esto evidencia la función de la metáfora paterna como término del análisis. En
efecto, esta identificación fálica, el ser el falo en el que Lacan condensa el rechazo de la
feminidad, remite esencialmente al deseo de la madre — el deseo de la madre en calidad
de mujer, es decir, como ese sujeto que tiene el Wunsch nach dem Penis y que lo
transformó en Wunsch nach dem Kind, en deseo hacia el hijo. El fin del análisis puede
entonces transcribirse así: escapar de esta identificación condicionada por el deseo de la
madre como mujer — ese deseo que es su deseo del falo, sin duda transformado, como
dice Freud, en deseo de hijo, pero que queda marcado por su pregnancia fálica primaria.
En este aspecto el ejemplo del pequeño Hans nos muestra un sujeto que en la
resolución misma de su síntoma fóbico no supera esta identificación. Y no hay que
olvidar que, cuando Lacan define el falo como el significante del deseo del Otro, se
refiere por cierto al Otro como materno. La metáfora paterna sería aquella mediante la
cual el Nombre-del-Padre logra dominar el deseo del Otro como materno y así permite
que surja una significación del falo distinta de toda identificación. Por eso en “La
significación del falo” dice Lacan que el porvenir del sujeto depende “de la ley
introducida por el padre”. Hagamos hablar al Nombre-del-Padre, y dirá: Tú no eres el
falo. (Antes de plantear el fin del análisis en estos términos, sin duda Lacan usa la
identificación fálica como clave de la vida amorosa y articula diversamente ser el falo y
no tener el falo, pero dejo esto de lado pues ya lo evoqué muchas veces.)
En una primera transcripción de la problemática freudiana, Lacan se centra entonces
en el –φ, traduce el rechazo de la feminidad por la identificación fálica, y por lo tanto
41
Hay homofonía entre paraître (parecer) y el neologismo parêtre, formado por el prefijo griego para y
el verbo être (ser). [N. del T.]

293
propone el –φ como clave del fin del análisis (pero un –φ inserto en el marco de una
problemática relativa a la identificación y al deseo).

Ser de goce

A partir de allí se introduce una segunda traducción que puede también basarse en el –φ,
pero no en términos de identificación y de deseo, sino en términos de goce. Tal es el
paso correspondiente al descubrimiento de que la significación del falo concierne al
goce, cuando el no — marcado por el signo “menos” en el matema –φ — se aplica al
goce. De este modo, lo dicho no es tanto Tú no eres el falo cuanto Tú no satisfarás el
deseo de la madre; más aún, Tú no satisfarás tu deseo por la madre, y en última
instancia Tú no gozarás de la madre. En otras palabras, la segunda traducción de –φ
atañe al goce en la medida en que este lleva, con su “menos”, la marca de una
prohibición.
Si bajo la relación con el Otro sexo se encuentra una relación con el falo, bajo la
relación con el falo se encuentra una relación del sujeto con el goce. Lo que está en
juego en el pase es esta relación del sujeto con el goce. Se trata de una relación doble.
En primer lugar se inscribe como prohibición (–φ), como falta-en-gozar, y esto también
significa que el sujeto no tiene lo necesario para obtener un goce total, es decir que está
destinado a la insatisfacción. La segunda escritura, que completa la primera y que de
ningún modo está en Freud, es a como símbolo del carácter positivo del goce, como
símbolo de que en la falta-en-gozar — que en el fondo se escribe genitalmente — sigue
preservándose un goce de otro tipo, un goce que en sí mismo no es goce del Otro sexo,
un goce a pesar de que la cópula con el Otro sexo desfallezca. Más allá de la dificultad
de la relación con el Otro sexo, lo que se revela — el término revelación indica aquí que
antes estaba velada — es la relación del sujeto con un goce que no es sexual en sentido
estricto pues no depende de la relación con el Otro sexo.
A partir de esto, el pase toca a lo que se juega tras la identificación fálica. Esta brinda
al sujeto un ser de identificación. Cuando hablamos de ser el falo, nos referimos a una
identificación. Es un ser de identificación que siempre tiene algo de ilusorio y que
siempre se apoya en el Otro; su principio y su clave es el Otro. El ser de identificación
es el ser del sujeto en el Otro. El Otro se lo prescribe, el Otro le pone ese ropaje.
Ese es el ropaje que el cínico rechaza. El dandy lo acepta, pero para hacer de él algo
excepcional, y desde ese puesto mismo de inmediato le hace pito catalán, le saca la
lengua al Otro — recibiendo esta identificación y suscitando todo ese murmullo del
Otro, o todos esos escritos del Otro, mientras hace como si lo ignorase.
Pero aparte del ser de identificación existe el ser de goce. Lo que intento denominar
de este modo es un ser que no depende de la identificación. Es algo difícil de nombrar.
En ocasiones lo encontramos indicado por Lacan mediante el verbo ser, en itálicas — el
agregado de las itálicas viene allí como a puentear la mediación de la identificación.
Este ser de goce que no depende del Otro tiene en Lacan esa doble escritura, –φ y a, y
debe ser descubierto según estas dos vertientes — la vertiente negativa, en la que el
goce está disociado del sujeto, quien lo experimenta como impotencia y debe descubrir
que es imposible, y la vertiente en la que el goce, sin duda reducido a poca cosa, sigue
siendo positivo.
El esquema del pase resulta inscribirse en estas dos vertientes. En primer lugar, la
solución del Yo no soy está en el ello. Decirlo es ya una paradoja, pues este Yo no soy es

294
correlativo del inconsciente, como recuerdan. Significa que con respecto al inconsciente
las identificaciones desfallecen; que como sujeto del inconsciente yo experimento que
ninguna identificación significante es estable. Y si durante cierto tiempo alguna
identificación parece inerte, la metonimia del inconsciente siempre puede corroerla. El
Yo no soy correlativo del inconsciente, que me deja entonces en defecto de ser, solo
llega a resolverse en la pulsión, allí donde ello goza — es decir, en el goce, no en la
identificación. En este sentido, a designa la verdad de la estructura significante. Esta
estructura significante, que recorro en todos los sentidos y a cuyos diversos efectos me
someto, en definitiva me deja carente de ser, y solo puedo hallarme en la fijeza de mi
modo de goce. En segundo lugar, la solución del Yo no pienso se encuentra en el
inconsciente. Para decir esto hay que ampliar el valor de torpeza inicial que me permite
creer que yo soy. Decir que la solución del Yo no pienso se encuentra en el inconsciente
equivale a decir que el inconsciente como pensamiento — tal como Freud lo definió —
pone de relieve algo imposible de pensar, lo que en la realidad sexual es imposible de
pensar.

No hay acto sexual

Al final de “Análisis terminable e interminable” la función fálica pasa al primer plano


en la medida en que esta referencia al falo es todo lo que llegamos a representarnos de
la relación sexual. Esta representación fálica — permanente, en cierto sentido —, y los
impasses que la acompañan, significan lo que no llega a ser pensado de la relación
sexual en sí; son una suerte de recurso imaginario para pensar la relación sexual.
Es así como Lacan evoca en su seminario La lógica del fantasma el momento en que
cierta frase que el sujeto profiere parece rebasarlo, y él mismo o el analista lo subrayan
como tal. Puede ser cierto dicho que sorprende al analizante — quien a este respecto, en
las antípodas del dandy, está en el lugar del sujeto dividido por la sorpresa —, una de
esas frases acerca de las cuales nos preguntamos quién la dice, ya que el sujeto que la
profiere es el primer sorprendido por el hecho de que ella le apareciera y no sabe muy
bien qué hacer con ella, no está muy seguro de suscribirla ni de que sea verdadera — la
dice así, o la dice para que no le crean. ¿Qué sucede cuando el lenguaje parece de ese
modo hablar solo, hablar lejos del sujeto y por eso mismo representar algo del vacío de
ese sujeto? Lacan propone que en ese momento, en el que hay esta significación de
inconsciente que irradia, que ilumina un enunciado, sucede como si el lenguaje hablase
con una palabra obstinada en forzar el silencio del acto sexual.
En este aspecto el inconsciente habla de sexo, pero habla tanto, sin parar, solo por no
poder soltar una fórmula. La investigación analítica puede concluir mediante una
declaración de imposibilidad: es imposible dar un sentido analítico a los términos
masculino y femenino. En Freud lo masculino es identificado con lo activo y lo
femenino con lo pasivo solo en forma aproximada. Y Lacan multiplicó los ejemplos que
por el contrario muestran, si hay que hacerlo, que más bien lo masculino sería un poco
pasivo y lo femenino hiperactivo. Tomemos solamente una referencia de la vida
cotidiana, en la que gracias al desarrollo del mercado y al mismo tiempo del derecho —
en el sentido de lo jurídico — hoy en día las mujeres están autorizadas a trabajar en
promedio el doble que los hombres, es decir, a trabajar por un lado como ellos y además
de eso a ocuparse de llevar adelante toda la casa. Antes que se las reconociera como
sujetos de derecho, al menos no les dejaban trabajar más que los hombres; ellas

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conquistaron esta duplicación del esfuerzo. En verdad hoy sería difícil suscribir la
versión freudiana de la feminidad equivalente a la pasividad.
Lacan trata el acto sexual como una ilusión, por cuanto ese acto es impotente para
convertir un sujeto en un hombre o una mujer. Por otra parte, el fracaso del acto sexual
para lograr esta finalidad se nota en el hecho de que se lo repite. Hay sin duda ejemplos,
en especial de mujeres que, una vez que supuestamente las han hecho mujeres mediante
el acto sexual, consideran que así ya es suficiente y que eso vale de una vez por todas,
pero eso es raro al menos, y cuando se produce no funda una feminidad segura de sí
misma.
Llegar a decir No hay acto sexual requiere por cierto una definición muy precisa de
qué es un acto; en primer lugar, no confundirlo con los fenómenos de la motricidad, que
solo conciernen a la acción, al trabajo, y además aislar en la acción la instancia del
significante. El acto se distingue de la acción por el significante que en él se encuentra
implicado.
Puede suponerse que el modelo del acto es para Lacan el acto de lenguaje y, por qué
no, lo que el filósofo Austin aisló como el performativo, es decir, un acto de puro
significante. Por ejemplo, la promesa. Prometer es un acto referido únicamente a que
digo: Prometo. En general se adorna ese dicho mediante cierto número de
gesticulaciones. Se lo puede rodear de cierta pompa, se puede requerir que sea dicho en
ciertas circunstancias, que sea acogido, localizado, sancionado por medio de un escrito,
puede hacerse una parafernalia de cosas. Cuando se inviste al presidente de un Estado,
en Francia o en los Estados Unidos, se desplazan todos los notables, también las
cámaras, y se lo hace jurar con gestos tradicionales — por ejemplo, colocar la mano
sobre la Biblia en los Estados Unidos y sobre la Constitución en Francia, si no me
equivoco. Pero una vez despojado de toda esta pompa lo que queda es un acto de puro
significante.
En este sentido entonces Lacan examina el acto sexual. La pregunta que se plantea
cuando se quiere saber si hay o no acto sexual — si los tejemanejes de un sexo con el
otro, las caricias, las intromisiones, etc., valen como acto en sentido estricto — es la
siguiente: ¿Existe en el acto sexual el recurso significante que permitiría al sujeto
inscribirse como un ser sexuado? ¿El acto sexual es, sí o no, fundador en cuanto a la
sexuación del sujeto? La respuesta de Lacan es que en la experiencia analítica todo
habla en contra de una respuesta positiva a esta pregunta crucial que constituye la
diferencia, la oposición con la perspectiva de Freud.
Para manifestar que no hay acto sexual, que el acto sexual no puede fundar al
partenaire sexuado, Lacan recurre de hecho al objeto fálico — cópula en la que se basa
el acto sexual. ¿Cuál es el lugar del objeto fálico en el acto sexual? El varón lo aporta y
lo pone en juego en el supuesto acto sexual, a condición de que no se lo guarde — lo
que Lacan traduce en estos términos: A condición de que su valor de uso esté prohibido
para el propietario. En otras palabras, a condición de que esté proscrito gozar del pene
sin pasar por el Otro. Esto circula a través de la observación freudiana como el lugar de
la prohibición de la masturbación, que también vale para las chicas, dado que este valor
de uso no les está prohibido biológicamente, pues hay de todos modos un goce fálico,
peniano, accesible a las mujeres. La prohibición del valor de uso deja al falo su valor de
cambio; está prohibido gozar del pene, debe servir para gozar de la mujer. Vistas las
cosas desde el lado varón, esta descripción sumaria instala el gozar de la mujer en el
lugar donde había el gozar del pene, lo que en cierta medida constituye una metáfora.

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El partenaire

Tal es la cuestión que Lacan retoma al comienzo de su seminario Aún: el gozar del
cuerpo del Otro va al lugar de cierto gozar del cuerpo propio. Es decir que lo que funda
eso que llamamos acto sexual es esta transferencia de goce. Mientras en Freud la libido
narcisista es el reservorio fundamental del que se extrae la libido de objeto, en Lacan el
reservorio es el goce fálico, que se transfiere como libido de objeto.
En este sentido lo que se transfiere en la forma de objeto de goce es la sustracción de
goce en el nivel del uso del órgano y, más generalmente, en el nivel del cuerpo propio.
Por eso Lacan hace de esta sustracción de goce — del goce del cuerpo propio al que se
ha renunciado — el pivote del acto sexual. Lo que aparece en el acto sexual como una
relación con el Otro (A) está en este aspecto sostenido de hecho, en secreto, por la
transferencia del goce sustraído (a), es decir:
A
a
Este viraje de goce es el fundamento de lo que llamamos partenaire. Bajo el partenaire
del Otro sexo (A) lo que está en juego es el goce sustraído al cuerpo propio (a). Esta
relación antinómica es puesta de relieve en el análisis mismo, donde el partenaire
analista es sostenido por una transferencia de goce que en cierto modo pasa
desapercibido.
La caída del sujeto supuesto saber es el momento en el que A y a se separan para el
analizante, y en el que entonces se revela lo que constituía el ser del partenaire analista:
el ser del sujeto supuesto saber fue sostenido de punta a punta por una sustracción de
goce a expensas del sujeto. Esa es la razón por la que cuando estos dos elementos
constitutivos se desunen, del lado del analista no hay más que deser, y del lado del
analizante surge lo que queda de ser en el goce sustraído.
Esto no hace del analista un héroe, excepto quizá por el hecho de que se presta a una
operación de la cual sabe que al final lleva a desnudar la consistencia que le valía el
brillo de su posición. Si es un héroe, es uno que sabe cómo termina la historia, a saber,
que él terminará como menos que nada. Su deber, que a veces cumple de mal grado, es
conducir al analizante por los caminos que de manera auténtica le permitirán a él, el
analista, reducirse a ese deser. A veces refunfuña, a veces ocurre que cuando despunta
el deser, el analista es presa de una curiosa hostilidad para con su analizante. El fin del
análisis en calidad de pase no es posible sin duda si el analista no quiere su propio
deser. Por cierto hay en esto algo que cabe calificar de abnegación, y que puede incluso
llevar a pensar en una posición masoquista. Lacan vuelve regularmente a interrogar la
posición del analista en cuanto al masoquismo por el cual podría estar marcada. En el
fondo — y por el momento terminaré en este punto —, para hacer el pase es preciso ser
dos.

29 de junio de 1994

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