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LOS FRUTOS DE
TIERRA SANTA

MANUEL RODRÍGUEZ VILLEGAS

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ISBN 03-2024-013011151500-01

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ÍNDICE

CAPÍTULO 1
LA SALIDA DE EUROPA …………………………………………………………….... 6

CAPÍTULO 2
LLEGADA A LA NUEVA ESPAÑA …………………………………………………...19

CAPÍTULO 3
LLEGADA A LA TEOTLALPAN ………………………………………………………37

CAPÍTULO 4
EL NACIMIENTO DEL BEBÉ ………………………………………………………….52

CAPÍTULO 5
EL BAUTIZO …………………………………………………………………………….64

CAPÍTULO 6
LA CAPTURA DE UN BUEN HOMBRE ……………………………………………….77

CAPÍTULO 7
LA SENTENCIA ………………………………………………………………………….97

CAPÍTULO 8
EL COMIENZO ………………………………………………………………………….110

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CAPÍTULO 9
EL BACHILLER …………………………………………………………………….…126

CAPÍTULO 10
LA BODA ……………………………………………………………………………….141

CAPÍTULO 11
LA HERENCIA ………………………………………………………………………....157

EL AUTOR ……………………………………………………………………...………169

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CAPÍTULO 1
LA SALIDA DE EUROPA

En el viejo Algarve, una tierra de acantilados y playas doradas, aquella donde


brilla el sol sobre las colinas verdes, allí donde se funden los acantilados con la
brisa de las olas del mar, tierra de las casas encaladas y tejados húmedos donde
las cigüeñas hacen sus nidos sobre las chimeneas que rematan en el horizonte,
tierra morisca de viejos pueblos, allí donde se comen deliciosos frutos del mar
y de la tierra. Bello Algarve, lugar donde nació Ester Silva Ferreira, la que pasó
su infancia junto a sus queridos padres y sus dos hermanas, allá en Albufeira, el
pueblo de sus recuerdos y de algunos momentos inolvidables.
Ester Silva, muchacha de la gran sonrisa resplandeciente, de tez trigueña, de
ojos verdes como las aceitunas, de pelo negro como el azabache y de piel
bronceada como la de los sardineros de su pueblo natal. La de ojos tímidos que
miran fijamente, dama recatada y de la voz clara. Mujer de la sonrisa más bella
de Sevilla que deambulaba por las callecitas de la Triana.
Cuando don Manuel Silva Aveiro y doña Inés Ferreira de Silva decidieron
mudarse para Andalucía, su hija Ester, repentinamente conoció a un joven
cordobés con quien solía conversar y bromear. Allí en Sevilla surgió lo
inesperado, Ester Silva cautivó con su presencia y sus conversaciones a ese
muchacho que le seguía incansablemente por doquier entre las callejuelas
sevillanas del barrio de la Triana.
Gonzalo Rodríguez Montero, un distinguido muchacho oriundo de Cabra,
pueblo cordobés donde nació y donde pasó su infancia alrededor de su extensa
familia, hijo y nieto de comerciantes moros. Él era un hombre de buen porte,
delgado, alto, de tez morena clara, de ojos cafés claros y de barba castaña.
Gonzalo Rodríguez, un joven bastante culto, sabía leer y escribir en hebreo y en
aljamía porque su bisabuelo le había enseñado, también sabía bastante latín y
castellano gracias a su profesión de abogado.
A pesar de sus estudios universitarios, su título no le permitía formar amistades
estrechas con viejos cristianos, aristócratas e influyentes, que lo arroparan para
poder ejercer su profesión sin dificultades, su familia había permanecido sin
amistades y lejos de una influencia política, él no tenía el abolengo cristiano de

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las familias acaudaladas que estaban al servicio de los Reyes Católicos del
Reino de Castilla y del Reino de Aragón.
Gonzalo Rodríguez era el bisnieto del rabino Moisés o Moshe ben Levi, quien
fuera el alguacil mayor de la ciudad de Córdoba, un descendiente directo de
aquellos caballeros judíos que moraron alguna vez en el viejo Al-Andalus.
A don Moisés le tocó vivir la peor época, justamente cuando se dio el edicto de
Granada, aquel 31 de marzo de 1492, año en el que musulmanes y judíos fueron
expulsados de esa tierra que tanto amaban. A los parientes de Gonzalo
Rodríguez les fueron expropiadas todas sus propiedades, tales como sus casas,
sus negocios y sus terrenos, a ellos les persiguieron sin piedad, y en el peor de
los casos, fueron ejecutados.
Don Moisés, decidió adoptar el apellido de Rodríguez durante su conversión al
cristianismo, en el momento de su bautizo, recibió el apellido de un cristiano
viejo de la ciudad de Toledo que había participado en las cruzadas y quien fuera
su padrino de bautismo en 1488. En esa época, numerosos sefardíes deseaban
convertirse en cristianos católicos, como una decisión precipitada y tomada a
conveniencia para salvar la vida de sus hijos y nietos; y para intentar
salvaguardar su patrimonio. A pesar de su conversión cristiana, Moshe ben Levi
fue asesinado y martirizado brutalmente por el fanatismo que alimentaban los
fundadores del Santo Oficio promulgado por el reinado de Isabel I.
Mientras tanto en Sevilla o la vieja Hispalis, tierra de calor que sofoca y se
refresca con los vientos venidos del sur, lugar de ricos mercaderes que se
engalana con su imponente catedral y sus viejas construcciones como la Torre
de Oro, ciudad dividida por las aguas del Guadalquivir, el río que riega
jazmines, granados, limones y naranjos que crecían en los bordes y los solares.
Don Manuel Silva Aveiro no dudó en lo más mínimo haber dejado su natal
Algarve, para probar suerte con su pescadería en Sevilla, aquel establecimiento
selecto para los amantes más exigentes de los frutos del mar.
Don Manuel Silva, se mantenía como un pescador y comerciante de prestigio,
gracias a la calidad de productos que él ofertaba en su negocio llamado La Barca
del Guadalquivir. Un portugués honrado, trabajador y aburguesado, al que no
le faltaba nada, hombre que siempre pagaba su diezmo de forma muy puntual,
casi nunca faltaba a misa los domingos y daba apoyo monetario a los clérigos
del monasterio de la Cartuja. Don Manuel se preocupaba mucho por el porvenir

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de su familia, siempre estaba al pendiente de proveer lo necesario para sus tres
hijas y además pretendía casarlas con señoritos de alcurnia de una pedante
sociedad sevillana.
Como era bien sabido, Gonzalo Rodríguez frecuentaba la casa de los Silva para
intentar estar con su enamorada Ester, muchas veces había buscado llamar la
atención de la chica sin el consentimiento de su padre, hasta que finalmente
ambos decidieron salir juntos con mayor frecuencia sin ocultarse. Las hermanas
de Ester se volvieron sus alcahuetas para que su padre la dejara salir con el
pobretón y afamado galán.
Aunque el padre de Ester consentía un poco la relación, no quería que
formalizara su hija un enlace matrimonial porque Gonzalo no contaba con fuerte
solvencia económica, a pesar de haber sido un bachiller y universitario, él
cargaba el estigma de sus antepasados judíos. Aunque Gonzalo había sido
bautizado y confirmado dentro de la iglesia católica, la familia Rodríguez
Montero vivía un momento de dificultades, ellos solo contaban con un viejo
negocio de platería, que era de sus antepasados; y también poseían una pequeña
librería, que en ocasiones Gonzalo atendía mientras estudiaba.
El odio, la codicia o el fanatismo contra los judíos y los musulmanes, eran
promovidos por el fraile Alonso de Hojeda y el fraile Tomás de Torquemada.
En aquellos años, los judeoconversos vivieron un martirio y muchas injusticias
en el naciente Reino de España, algunos verdugos de los cristianos nuevos,
acusados de judaizantes, también eran descendientes de los judíos; el clero sabía
que los mejores verdugos de un judeoconverso era otro judeoconverso, estos
verdugos defendían a capa y espada el Santo Oficio, y por envidia o viejas
rivalidades, ellos rastreaban a sus hermanos judaizantes y los acusaban ante los
tribunales de la inquisición bajo sobornos.
Leyes cada vez más discriminatorias fueron impulsadas por el Reino de
unificación que emprendió doña Isabel la Católica en 1488, el judaísmo sefardí
pasó de una religión antigua basada en la ley de Moisés, a una brujería satánica
perseguida a muerte. Una de las ordenanzas del reino era que toda persona
nacida en los territorios de España y de Portugal, debían portar siempre dos
apellidos, uno paterno y otro materno con la finalidad de rastrear el origen
familiar de los habitantes. Todo parecía prometedor para los nuevos cristianos
que habían decidido quedarse en la Península Ibérica, pero la realidad era otra,
la intolerancia religiosa empobreció a los cristianos nuevos, el hostigamiento y

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las burlas por parte de los cristianos viejos fueron actos de racismo que se
estaban volviendo costumbre. Aceptar el catolicismo solo les daba la garantía
de seguir vivos e iniciar una nueva vida en resistencia.
Su tío, don Salomón Rodríguez Cabra estaba preso en Córdoba por sospechas
de practicar la ley de Moisés. La madre de Gonzalo, doña Trinidad Montero de
Rodríguez enfermó de depresión y demencia después de haberse enterado que
su madre y su hermana fueron chamuscadas vivas en la hoguera por prácticas
judaizantes, al ser acusadas por su propia sirvienta, ellas fueron capturadas en
su casa al tener reuniones por las noches y al descubrir que no comían carne de
cerdo. A la señora Trinidad le salvó de la hoguera el haber enloquecido de dolor
y sufrimiento por la pérdida de sus familiares más cercanos.
Los familiares de Ester también provenían de antepasados sefardíes, pero
gracias a la discreción de evitar practicar costumbres judías; no tenían
problemas de hostigamiento. Tanto la parentela de Ester como la familia de
Gonzalo habían pasado tremendas calamidades de despojos y migraciones
forzadas. A pesar de todo, finalmente llegó un poco de tranquilidad y se había
consolidado el amor de los jóvenes, ambos no se encontraban en el mejor
momento para poder formar una familia, pero nunca perdieron la fe en ellos
mismos.
Gonzalo, en su desesperación, lloraba sus desgracias y dejó a su madre, doña
Trinidad Montero bajo el encargo de su hermano Sebastián, también les dejó la
platería, un poco de ahorros y la librería que le había heredado su padre en aquel
barrio de la Triana antes de morir. La vida era dura para el abogado, no tenía
juicios que le solventaran su manutención, sólo se dedicaba a defender
judeoconversos ante los despojos de propiedades y comercios a cambio de
pagos miserables. Gonzalo se sentía desprotegido y desilusionado de la vida en
sus ratos de soledad, lo único que le motivaba era el amor que sentía por su
hermosa Ester, así que decidió en una noche cambiar el rumbo de su vida y
platicar seriamente con su prometida. Visitó la casa de Ester y habló con el
padre para pedir su mano, la madre de Ester convenció a su esposo para que
aceptara la boda de aquellos jóvenes.
Gonzalo engañó a don Manuel Silva diciendo que iban a mudarse para Cádiz y
no le comentó sobre sus pretensiones de viajar hacia las nuevas tierras.
Finalmente, Ester y Gonzalo se fueron para el puerto de Cádiz a comenzar los
trámites de su matrimonio. Se fijó la fecha de la boda en la catedral gaditana,

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después de varias visitas a las oficinas catedralicias, el párroco del registro
obispal aceptó las amonestaciones para celebrar la boda, obviamente Gonzalo
tuvo que volver a Sevilla y continuar con los trámites matrimoniales para
sobornar a las autoridades, con el fin de conseguir documentos que le permitiera
viajar fuera la península, lo cual le costó un año de espera para tramitar su salida
hacia el Nuevo Mundo, ese fue el secreto mejor guardado de la pareja.
El 5 de mayo de 1590, se celebró la boda de Gonzalo y Ester, hubo pocas
personas en la ceremonia, solo asistieron los familiares de ambos y algunos
conocidos; ese día era uno de los días más felices de los recién casados, sobre
todo por la obtención de los documentos eclesiales que tanto necesitaban para
emprender la aventura. El cura celebró la misa, dentro de una capilla de la
catedral, dio la bendición final a los esposados. El olor a incienso y el ramo de
flores fragantes que Ester llevaba en sus manos, era para depositarlo a los pies
de la Virgen al término de la misa, la pareja se abrazó con fuerza y salieron de
la catedral tomados de las manos caminando por las callecitas del puerto que
daban al mar. Al llegar a la costera, se miraba los muros gruesos de los baluartes
del Castillo de San Sebastián, recinto amurallado que despedía a los barcos del
puerto gaditano, en el cielo se apreciaban las casas blancas bien encaladas
resaltando entre las torres y la cúpula de la catedral, se veía al fondo las barcas
y navíos de los pecadores; la pareja miraba fijamente hacia el horizonte sobre
la soleada tarde en la que conmemoraban su unión como marido y mujer.
Al caminar por la playa, sabían que no debían fallar en los trámites para salir
cuanto antes de su tierra. Sus seres queridos regresaron a Sevilla, ellos los
despidieron y en los días posteriores, se dedicaron a recaudar los últimos
trámites necesarios para emprender el viaje hacia la isla de Cuba. Como era de
suponer, no fue sencillo realizar la documentación debido a su origen familiar,
la sombra de los sefardíes los perseguía por doquier, así que tuvieron que buscar
amistades con cargos importantes para solicitar los sellos de algunas
autoridades civiles para poder salir de Andalucía sin problemas.
La limpieza de sangre, era exigida por dichas autoridades, ambos se declararon
católicos por bautismo y nacimiento, lo cual, les facilitó mostrar su limpieza de
sangre como nuevos cristianos, al poseer el acta matrimonial y su árbol
genealógico, documentos que fueron vitales para poder sellar las postillas
necesarias; así como redactar los motivos de viaje hacia la isla de Cuba.
Finalmente les fueron dadas las cartas de aceptación, todas estaban firmadas y

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selladas por el alguacil de Cádiz para poder salir a las Antillas. Gonzalo ya
estaba muy quebrado económicamente y bastante desgastado por el pago de las
firmas necesarias, pero no desistía, su joven esposa le impulsaba a encontrar los
medios necesarios para sobrevivir mientras emprendían hacia la isla de Cuba.
Las personas que les dieron los documentos sellados les recomendaron no hacer
alarde del viaje, así que actuaron ambos con discreción sobre el abordaje en La
Malagueña, una gran embarcación española que zarparía hacia las nuevas
tierras. El 27 de agosto de 1591, subieron al barco de construcción catalana que
iba hacia el puerto de La Habana y terminaría el viaje en el puerto de Cartagena
de las Indias. Gonzalo y Ester abordaron lentamente la embarcación con apenas
lo necesario, el viento les soplaba a la cara, las gaviotas revoloteaban sobre el
muelle, ella mantenía la mirada fija abrazada de su esposo y cubrió su pelo con
una pañoleta para ocultar un poco su rostro. Finalmente, dieron las señas para
zarpar, subieron a la popa para despedirse de los habitantes gaditanos que los
habían acogido durante su corta estancia.
Por la tarde, la embarcación bordeaba la costera del puerto, para después irse
adentrando hacia el mar abierto del Océano Atlántico, escucharon por última
vez las campanadas de la catedral. A Ester se le sonrojaron sus ojos, mientras
abandonaban tierra firme, era como una despedida por aquellos felices
recuerdos de su infancia en su natal Algarve y por los lindos momentos que
vivió en Sevilla al lado de su familia. Sin embargo; también se sentía optimista
y bastante contenta porque se encontraba al lado de su amado esposo partiendo
en nuevas andanzas hacia un destino incierto.
Gonzalo y Ester estaban solos en medio de la oscuridad de mar, iban rumbo al
puerto de Santa Cruz de Tenerife. Ellos, apenas lograban hacer conversación
con otros viajeros, pero poco a poco fueron conviviendo con los demás
pasajeros y marinos. La grandeza del barco era de admirarse, ahora solo se
observaba el cielo y el mar, su camarote era modesto pero lleno de esperanzas
e ilusiones. Gonzalo llevaba consigo un cuadernillo de viaje para no aburrirse,
en sus ratos de ocio iba escribiendo sus notas de viajero.
Al llegar a la isla de Tenerife, en las Islas Canarias, bajaron del barco para
conocer un poco de la ciudad y caminar por el malecón del puerto, la estancia
fue de un día para llenar de provisiones el navío, allí compraron algunos víveres
que ayudaran a aguantar la larga travesía que les esperaba, la dieta de la pareja
era de frutas y verduras; ya que no comían carnes rojas, ni tocino, ni chorizo,

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pero tuvieron que mantenerse muy discretos respecto a su dieta diaria porque
también había personal del clero viajando en ese barco, así como autoridades
civiles que monitoreaban todo lo que se suscitara dentro de la embarcación.
Nuevamente los viajeros zarparon hacia el mar abierto del Atlántico. Era
necesaria la higiene y la buena alimentación para soportar un mes de trayecto,
solo contaban ellos con un poco de monedas, por eso, se vieron en la necesidad
de colaborar con las actividades internas de limpieza y hacer nuevas amistades
durante el trayecto.
Ester era muy buena cocinera, trabajó preparando viandas en la cocina del barco
y también hacía labores de enfermería cuidando niños enfermos; por otro lado,
Gonzalo logró hacer amistad con el capitán del barco, un mallorquín de nombre
Pedro Puig Palmer conocido como el capitán Palmero, no era fácil relacionarse
con tan distinguida personalidad, pero Gonzalo pudo charlar y hacer amistad.
El capitán Palmero intuía y sabía que Gonzalo era un judeoconverso al igual
que él, pero hicieron aún lado sus orígenes familiares en todas las
conversaciones, eso consolidó la amistad de ambos. Gonzalo era humilde y un
buen apoyo para el capitán en términos legales sobre el tráfico de mercadurías
y la seguridad del barco, por ende, el capital decidió apoyarse en Gonzalo para
conocer sobre las leyes vigentes de transporte marítimo.
Una buena costumbre entre los sefardíes, era la limpieza al cocinar los alimentos
y mantener aseado del cuerpo, eso ayudó bastante a doña Ester para preparar
sabrosos guisos durante el prolongado viaje sin necesidad de dar aclaraciones
específicas de las costumbres judías de la pulcritud. Entre los guisos estaba la
preparación de carnes como corderos, pollos y pescados, uso de legumbres
como berenjenas, cebollas, ajos o espárragos, la sazón con vinagres, especias,
aceite de olivo, panes de trigo y raíces, así como la costumbre de no mezclar
quesos con carnes rojas o huevos con la carne de aves, se comían frutos como
las uvas, higos, granadas, manzanas, dátiles, naranjas y limones. Además, Ester
y Gonzalo se bañaban con mantas húmedas para mantenerse pulcros y evitar
contagios de viruela o tifoidea durante el largo trayecto mientras que otros
pasajeros eran bastante sucios en su higiene personal y se contagiaban de varias
enfermedades con facilidad.
En las veladas había música, cantos y verbenas, los pocos niños viajeros eran
supervisados y cuidados por la enfermería, Ester sabía divertir alegremente a
los niños con cantos y rondas infantiles. Todos los domingos se asistía a las

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misas en la popa del barco, nadie debía faltar a los servicios religiosos, estos
eran obligatorios para todos los pasajeros. Hubo días de galernas y tempestades
que el ruido de los rayos y las olas altas atemorizaban a los viajeros, pero
también hubo días soleados en los que podían observar a los delfines para
escuchar los mitos de los marineros sobre la Atlántida y las sirenas del mar.
El capitán Palmero siempre estuvo al pendiente de la aparición de corsarios,
pero las rutas iban resguardadas por algunos barcos de ejército real durante la
travesía. El capitán Palmero, un chueta mallorquín que mantenía en
la discreción el origen de sus pasajeros, lo cual complicaba la labor de los
clérigos para detectar sobre el abordaje de marranos o judeoconversos, por lo
que el clero decidió vigilar escuchando los comentarios de los pasajeros día o
noche y no hubiera prácticas judaizantes, protestantes, brujería o actos
indecentes en la travesía, así como leer libros prohibidos o libros en lenguas
desconocidas.
Poco a poco los grumetes avistaban tierra e islas en las cristalinas aguas del
Océano Atlántico, se estaban acercando a la isla de La Española, pero la
navegación decidió cruzar por los cayos del Mar Caribe hasta llegar en dos días
más al puerto de La Habana. La pareja estaba muy contenta de ver tierra
nuevamente, se miraba las playas turquesas de la isla de Cuba a lo lejos, sabían
que faltaba muy poco para desembarcar, pero los molestos clérigos ya
sospechaban de varios pasajeros judaizantes, los frailes querían conversar con
la pareja para saber su origen y sobre sus costumbres ancestrales, pero la pareja
evadía dar datos exactos y largos cuestionamientos. Finalmente los dejaron en
paz al ver que no daban respuestas claras y además eran bastante huraños al
responder.
El calor del trópico abochornaba a los pasajeros, se miraban las aguas cristalinas
de arena fina en medida que se acercaban al puerto, finalmente Gonzalo tuvo
una última conversación con el capitán Palmero donde le pidió protección a él
y a su esposa al llegar a la aduana de La Habana, ya que se sentían acosados y
vigilados por los frailes. El capitán abrazó a Gonzalo y le dijo que no tuviera
miedo, él se encargaba de que todo saliera bien, pero le recomendó que viajaran
a otras tierras, que no se quedara en Cuba y que comenzaran nueva vida muy
lejos de la isla, Cuba no era seguro, solo era un lugar de paso, pero si decidían
establecerse en la isla, le daba la indicación de que fueran muy precavidos y
discretos con sus costumbres familiares.

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—Mira Gonzalo, mi gran amigo, no importa si no vuelvo a verte, pero toma este
dinero, lo vas a necesitar para establecerte, te lo has ganado al trabajar conmigo
en asuntos legales y administrativos durante el viaje, no aceptaré que me lo
regreses, es tuyo y te lo da este viejo lobo de mar.— Respondió así el Capital
Palmero, mientras Gonzalo le agradecía profundamente antes de despedirse.
Al llegar al puerto, el barco hizo su escala en la bahía de La Habana, la pareja
bajó hacia el edificio de la aduana, llevaban muchos días en el mar, que sus pies
no se acostumbraban a la tierra firme, entraron a la aduana y les pidieron sus
documentos de viaje, documentos de matrimonio y carta de motivos de arribo a
la isla de Cuba. Con la discreción que les caracterizaba y las pocas palabras al
responder, pudieron entrar a la ciudad sin dificultades. Ester bajó con el pelo
recogido con una mantilla y su valija de cuero en el que llevaba poca ropa de
ambos. Gonzalo se puso un sombrero de boina que le protegiera del sol y bajó
elegantemente su con único traje y un maletín donde llevaba el dinero por estar
al servicio del capitán Palmero. Reportaron sus pertenencias y se fueron
caminando sobre las empedradas calles habaneras. Ambos estaban contentos y
desconcertados, buscaron un hostal mientras decidían que hacer y buscar donde
establecerse, si en Matanzas o en Pinar del Río.
Los frailes que viajaban con ellos, mandaron una notificación al obispado de La
Habana para que se presentara la pareja a declarar sobre su limpieza de sangre.
Obviamente ellos ya no tenían la protección del capitán Palmero, porque su
barco de La Malagueña ya iba rumbo a Cartagena de las Indias, pero decidieron
ir a las oficinas del obispado para aclarar su origen familiar, ya que la corona
española, a través de sus autoridades de ultramar, no quería que los judíos y sus
descendientes se beneficiaran de las tierras del Nuevo Mundo. Gonzalo dejó a
Ester en su hostal y se fue hacia el obispado para rendir declaración de ingreso
a la isla caribeña.
Gonzalo tomó su turno y entró con el capellán bajo la notificación que le habían
mandado por parte del obispado, a través de sus espías en los barcos. Saludó y
notificó su motivo de visita, fue bien recibido y un escribano empezó a redactar
el motivo de la visita improvisada. El párroco hizo muchas preguntas
pertinentes e impertinentes, pero Gonzalo se mantuvo recto respondiendo solo
lo necesario, se le preguntó sobre sus antepasados, sobre su profesión y su vida
marital, para dar fe de su ingreso como ciudadano del Reino de España en las
tierras nuevas del imperio. Él evadió todo tipo de vínculos con los judíos, por

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lo cual le dieron acceso de residencia y establecimiento en las tierras de la
Nueva España, se le ordenó contribuir con el diezmo y los impuestos, tener un
trabajo digno, asistir a misa todos los domingos, ser buen cristiano y bautizar
los hijos que Dios le envíe. Al firmar el documento, Gonzalo se retiró
sigilosamente; a pesar de todo, el párroco isleño ordenó vigilar a Gonzalo por
todo lugar en donde se desplace.
Al salir del obispado, Gonzalo se percató que dicha notificación era un engaño,
por lo que decidió ser más cuidadoso de no dejar rastros o de no platicar con la
gente. Él había decido no hacer alarde de su paso por la isla y tratar de que no
identificaran a su esposa. La Pareja acordó pagar una pensión por un mes en el
centro de la ciudad de La Habana, era mejor opción que alquilar una habitación
en un hostal, la pensión era modesta, contaba con dos piezas, un baño, una
cocina y un bonito balcón hacia la calle, la casona estaba compartida por otros
inquilinos en un edificio de dos niveles que se unía con un patio de lavaderos.
Ester lavaba su ropa allí todos los días, sus sábanas, manteles y las prendas de
su marido; ambos seguían durmiendo en camas separadas sin tener aún
intimidad, era parte de las costumbres judías, dormir en camas separadas, algo
que no era raro para ellos a pesar de que ya eran marido y mujer.
Gonzalo Rodríguez comenzó a buscar el domicilio de un abogado sevillano que
se había mudado para La Habana, era el amigo más cercano de su difunto padre.
Fue un tanto difícil encontrarlo, pero finalmente dio con su paradero, un hombre
de 65 años que huyó de Sevilla por los mismos motivos de Gonzalo. A pocas
calles de su pensión, encontró la casa de don Ramiro Carmona Córdoba. Al
sevillano le sorprendió la visita del joven Gonzalo, fue muy recibido y al viejo
abogado le salieron las lágrimas al mirar el hijo de su mejor amigo ya hecho un
hombre, don Ramiro pensó que nunca volvería a saber noticias de Europa, se
alegró y besó en la frente a Gonzalo, le presentó a su mujer y empezaron a
platicar.
Gonzalo confesó a don Ramiro que estaba recién casado y sin dinero, por eso
se atrevía a pedirle trabajo y apoyo económico, al morir su padre todo se vino
abajo y se quedaron con muy pocas cosas de la gran fortuna que les había
dejado, su hermano Sebastián se había quedado en Sevilla con su madre, le dijo
que en Sevilla estaba quebrado y que las cosas se estaban poniendo muy
difíciles, que su madre y su hermano vivían solo de un comercio pequeño de
platería que le había dejado su padre. Era una gran alegría para los dos, saber

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noticias de ambas familias andaluzas, por pura coincidencia, se rencontraron
gracias a la insistencia de Gonzalo de buscar nuevamente un amigo de su amado
padre.
Don Ramiro Carmona escuchó atentamente todo y habló seriamente con
Gonzalo, le dijo que también había espionaje en la isla de Cuba, que él mismo
está vigilado por la autoridad del clero, pero que pudo establecerse sin
problemas junto a muchas familias judeoconversas en la isla de Cuba que
trataban de adaptarse como cristianos nuevos. Don Ramiro Carmona solo podía
ayudarlo con un poco de dinero, pero que era peligroso establecer nuevas
familias judeoconversas, le recomendaba que se alejara de la isla, que fuera a
vivir lejos del obispado de La Habana, que su despacho de abogados, por el
momento no tenía bacantes y le era difícil integrarlo al trabajo de abogacía; sin
embargo; abría otra opción; que viajara al puerto de Veracruz con su hermana
Loreto Carmona, pero que era un lugar muy lejano y que él estaba bastante
desvinculado de aquellas tierras continentales para proteger a su hermana.
De manera inmediata don Ramiro Carmona redactó una carta para su hermana
Loreto donde le explicaba que el hijo de su amigo José Samuel Rodríguez Levi
y Cabra estaba sin trabajo, recién casado y exiliado, había hecho una aventura
para cruzar los mares y que por coincidencia se toparon en la Habana, gracias a
que Gonzalo recordaba que un amigo de padre vivía en la Habana, de lo cual no
se supo nada de la familia Carmona en Sevilla, solo que habían emigrado hacia
las Américas por mercedes reales.
Dijo Don Ramiro: — Gonzalo, si vas estar por aquí, quiero que me visites los
días que estés en La Habana, no puedo tenerte aquí porque la casa es pequeña,
pero si puedo ayudarte a establecerte siguiendo mis indicaciones sin hacer cosas
indebidas, sea la decisión que tomes yo estaré para apoyarte. —
Respondió Gonzalo: —No se preocupe Don Ramiro, esta noche platicaré con
mi esposa y daremos una noticia pronta, debo ir a la pensión para platicar con
ella si nos quedamos en la isla de Cuba o decidimos mudarnos hacia las tierras
grandes de la Nueva España. —
La familia despidió a Gonzalo y lo invitaron al día siguiente. Gonzalo se dirigió
hacia la pensión con la escasa luz de las farolas porteñas y numerosas
muchedumbres de gente entre las calles. En la pensión le esperaba Ester muy

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preocupada, finalmente se encerraron en su pieza para platicar sobre el nuevo
viaje y con quien había estado platicando.
Gonzalo le comentó a Ester que no era prudente quedarse en La Habana, que
había encontrado por casualidad, al amigo de su difunto padre que había dejado
Sevilla hace algunos años y que no había vuelto a saber de la familia Carmona,
le comentó también, que tuvo una larga platica y que la ciudad porteña estaba
muy vigilada por el clero y la guardia civil, además había escaso trabajo de
abogado para poder ejercer su profesión, le recomendaba desplazarse a los
pueblos de la campiña cubana o cruzar hacia el puerto de Veracruz; ambos
viajes no prometían nada, pero que si iban a estar menos vigilados por el Santo
Oficio y hacer vida nueva en las tierras de la Nueva España.
La pareja se tomaba de las manos y Ester se acostaba sobre el pecho de Gonzalo
para darle ánimo y fortaleza. Al amanecer, se levantaron para hacer compras de
ropa, víveres y objetos de viaje, sabían que no podían quedarse por mucho
tiempo en La Habana pero decidieron pasear por la ciudad y conocer la vida
cotidiana de la gente para irse adaptando a las nuevas tierras, visitaron el largo
malecón, los fuertes, las tiendas, los parques, los templos, los edificios, las
calles empedradas con un ligero sabor a Cádiz pero con el clima tropical
antillano, se miraban por los balcones de la ciudad las opulentas casonas y las
carrosas de la aristocracia habanera, también se veían humildes barrios de
afroantillanos esclavos. En esos días, la feliz pareja frecuentaba a don Ramiro
y a su familia para no sentirse lejos de los paisanos andaluces.
En un mes de estancia, conocieron las playas de fina arena y se bañaban en las
aguas turquesas cristalinas, les gustaba hacer días de campo para asar pescados
con rica agua de cocotero mientras los nativos se subían al cocotero para bajar
los frutos de las palmeras, les gustaba ver la puesta del sol en el horizonte.
La isla era un lugar paradisiaco, también para vivir y comenzar una nueva vida,
pero Don Ramiro Carmona entregó la carta que redactó con calma para su
hermana Loreto y convenció a la pareja de abandonar la isla lo antes posible y
cruzar hacia el puerto de Veracruz. Fueron a misa por la mañana en la catedral
y por la tarde abordaron un segundo barco llamado La Petenera, él iba con
destino a Veracruz, los pasajes fueron pagados por don Ramiro y él llevó a la
pareja hasta el puerto, para que Gonzalo ahorrara el poco dinero que aún tenía.

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Una vez más, subieron a otro barco para viajar por los mares con destino a la
ciudad de Campeche y posteriormente, finalizar en el Puerto de Veracruz en un
par de días. La pareja subió entusiasta a La Petenera y no esperaban emprender
nuevamente otro viaje por alta mar para poder empezar una nueva vida. Poco a
poco se iba acabando la luz del sol y la luna resplandecía entre las olas del mar
hacia las aguas de un gran mar interior llamado el Golfo de Campeche.
La aventura los llevaba hacia las costas continentales de la Nueva España.
Ambos se estaban acostumbrando al clima del trópico, de hecho, Ester
empezaba a lucir su fino abanico y sus vestidos de encajes con velo que le
compró el marido en las tiendas y boneterías de La Habana por la aparición de
molestos mosquitos. Parecía que todo lo que miraban durante la travesía les
sorprendía. Al llegar a las riberas del Yucatán, miraban los tiburones ballena,
los delfines y las famosas sirenas que les habían contado en los relatos de los
marineros, que en realidad no eran sirenas sino manatíes, grandes vacas de mar
que se acercan a los barcos.
En la mañana siguiente, a lejos se miraban los baluartes de San Miguel sobre
un cerro, eso anunciaba que iban llegando al puerto de Campeche, una ciudad
amurallada de gran belleza donde solo se iba hacer una escala para subir y bajar
mercancías hasta que se llegara por la madrugada al puerto de Veracruz como
destino final. La pareja ya estaba impaciente de llegar y se quedaron recostados
en su camarote esperando que se anuncie la salida hacia el otro puerto.
Con los primeros rayos del sol, entre la bruma del sereno, el barco se acercaba
a la isla de San Juan de Ulúa, los pelícanos y las gaviotas daban señal de la
llegada del barco La Petenera hacia la aduana del puerto jarocho para checar el
papeleo de los pasajeros antes de bajar a tierra firme, mientras el oleaje del barco
golpeaba el muelle hecho de coral que estaba en la isla.

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CAPÍTULO 2
LLEGADA A LA NUEVA ESPAÑA

Ester estaba muy impaciente; ya quería bajar del barco, las aguas del mar
estaban salpicadas por el movimiento de las embarcaciones, se miraba una
bruma al horizonte y se sentía el bochorno del cálido clima de puerto de
Veracruz; a lo lejos, se miraba la silueta de una gran montaña que tocaba las
nubes.
Gonzalo abrazaba a Ester mientras contemplaban las hermosas vistas del puerto
jarocho, de pronto, se detuvo el navío en el que viajaban desde que salieron del
puerto de la Habana. Gonzalo se veía pensativo y silencioso, se sentía un tanto
intranquilo mirando el descendimiento de los pasajeros y de las mercancías que
llegaban desde el viejo continente a las nuevas tierras del imperio español.
La pareja se dirigía hacia la aduana de la isla de San Juan de Ulúa con los demás
pasajeros, el porte de Gonzalo se sentía en las miradas de la gente, era el de un
hombre alto, barbado, de sombrero fino, de gallarda guagüera, saco verde
oscuro y pantaloncillos satinados con chapines o zapatos afrancesados, él iba
del brazo de su linda mujer; ella, de pelo cubierto con una mantilla, de vestido
largo y una chalina azul que le incomodaba mucho por el calor y el bochorno.
Después de haber bajado los barriles de vino, los cerdos, los caballos, los
ovinos, las ovejas, las finas telas, los sacos de granos, los sacos de especias y
los baúles o pertenencias de los pasajeros, empezaron a descender los
encadenados esclavos negros que eran comprados en las subastas de Cabo
Verde y de las Islas Canarias; eran familias de raza negra, sus cuerpos estaban
envueltos en paños escasos, se les miraba la boca reseca y los ojos hundidos.
La pareja se quedó sorprendida porque no se habían percatado, que debajo de
los camarotes, en áreas restringidas de la misma embarcación, había seres
humanos africanos que también viajaron desde tierras lejas hasta el puerto de
Veracruz. Esclavos negros del pueblo bantú, que, al perder en las riñas por
rivalidades de tierra en su natal África, fueron entregados por sus captores, a los
portugueses, con la finalidad de esclavizar familias completas y ponerlos a la
venta. Los africanos, bajaban de los barcos muy temerosos y sedientos, privados
de su libertad, soportando el peso de las cadenas y sin hablar la lengua de

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Castilla, eran arriados a punta de chicotazos por los negreros, las mujeres
cargaban a sus niños en la cadera, mientras los perros les ladraban con furia.
Ester abrazó a su marido y quedó horrorizada del maltrato que recibían esos
seres humanos, ambos se quedaron callados esperando el sello de su ingreso.
De pronto, un guardia de la aduana les pidió los documentos de origen de la
pareja, Gonzalo, muy temeroso, sacó su portafolio de cuero y le mostró al
guardia los documentos como la fe de bautismo, acta de matrimonio de la
catedral gaditana, sus cartas de recomendación que les dieron en La Habana y
sus actas de identificación como vecinos de Sevilla. El guardia apenas si le tomó
importancia a la documentación, les selló y les firmó en otra acta, era el ingreso
a las nuevas tierras como ciudadanos españoles en condición de establecerse
con fines de colonizar en cualquier lugar del virreinato de la Nueva España.
De allí pasaron por las galeras y las bodegas construidas con piedras de arrecife
coralino de la misma isla de San Juan de Ulúa, con ayuda de un esclavo negro,
quien les cargó su baúl y sus pocas pertenencias al subir la barca que los llevaría
con el cochero hasta el centro del puerto. Gonzalo tomó sus pertenencias y se
subieron a la carroza desde el muelle. Gonzalo le preguntó al cochero y le
mostró en un papel la dirección de la señora Loreto Carmona, lugar a donde se
dirigían con cierta extrañeza e intriga. En el trayecto, se escuchaban el galope
de los caballos sobre los empedrados caminos, mientras Ester se asomaba por
la ventanilla de la carroza para mirar la playa, el oleaje del mar y las exuberantes
plantas tropicales que refrescaban su camino.
La carroza iba muy lenta, se escuchaba el ruido y los saludos de la gente por ver
llegar nuevos colonos, se escuchaban los cantos de trovadores improvisados que
daban la bienvenida a la ciudad, de pronto, la pareja llegó al zócalo de la ciudad,
plaza principal donde los dejó el cochero, Gonzalo le pagó un real y el cochero
le ayudó a bajar su baúl de pertenencias. Ester sacó su abanico y le sonrió a su
marido, Gonzalo la tomó de la mano y arrastró su baúl hasta una fonda para
poder tomar un almuerzo.
Se sentaron en una mesa y les llevaron un jugo de guayabas para refrescarse un
poco, después tomaron dos pedazos de pan recién horneados con ricos frijoles
refritos en manteca, luego Gonzalo mojó su pan con una extraña salsa que le
habían puesto en la mesa, se miraba roja y olía muy rico por las especias,
después cogió un pedazo de mollete y empezó a sentir el picante de la extraña
salsa, él se quedó callado con la lengua caliente y su mujer le miraba mientras

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comía mollete con frijoles y un poco de queso fresco. De pronto; Gonzalo
empezó a toser por lo picoso de la salsa, los demás comensales empezaron a
reírse; ya que era una novatada que sufrían los recién llegados de Europa que
no comían picante o no estaban acostumbrados a los alimentos picantes.
Un cliente de la fonda dijo: —Tranquilo camarada; son chiles, frutilla de esta
tierra que usan los indios para darle buena sazón a la comida, es un pimiento
que quema la boca, pero da buen sabor y cura las infecciones—.
Gonzalo se apenó y se sirvió un vaso con agua para no sentir el picor de la salsa,
mientras su mujer se reía discretamente de verlo hacer gestos, pagó y se salió
de la fonda por pena. Gonzalo y su esposa caminaron entre los portales, el calor
empezaba a sofocarles. Sacaron el papel donde estaba escrita la dirección de
doña Loreto, allí había un dibujo pequeño o un tipo de mapa para dar con la
calle, ambos trataban de ubicar la casa de la señora. En medio de los portales,
ellos miraban pasar mucha gente con ropajes elegantes, otras personas pasaban
con ropajes más sencillos vendiendo frutas, pan, comida y dulces. Los niños
corrían entre los portales del zócalo, era común ver mendigos pidiendo pan,
ellos veían una sociedad distinta a la gente del puerto de La Habana y del puerto
de Cádiz, la gente nativa era morena en su mayoría, la cual se mezclaba con los
negros y a veces, con los europeos. El puerto de Veracruz era en sí, un crisol de
culturas y grupos humanos.
Se miraba muy imponente la torre de la catedral jarocha, las casas canteadas y
encaladas con bellos balcones de forja y portones de madera. Las calles estaban
empedradas, había muchos nuevos edificios en obra por todos lados de la ciudad
amurallada, era un puerto con vitalidad lleno de tiendas, plazas, mercadillos y
había trovadores callejeros que rompían el silencio, hacían sonar sus
instrumentos con ritmo africano e indígena. La gente criolla e ibérica siempre
deambulaban en medio de callejuelas rectas para comprar y mostrar los lujos,
señoras castizas galanteando sus pomposos vestidos y mantillas, moviendo el
abanico desde sus terrazas o balconeras, rodeadas de sirvientas africanas o
indígenas, chismorreaban sin tener pena alguna; también se miraba galantes
caballeros criollos que cortejaban a las más mozas desde las escuetas calles con
piropos poéticos y romanzas medievales, naciendo así la trova veracruzana y el
son huasteco al ritmo del laúd, el violín y el sonido del zapateado sobre el cajón
de madera donde bailaban los esclavos.

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Veracruz, una ciudad que mira al mar desde su malecón y sus palmares, ciudad
rodeada de murallas de arrecife, donde las aves marinas chillaban todo el día
mientras los pescadores iban a la mar, apenas se mira el remanso de la
tranquilidad entre la abrumadora ciudad porteña. Gonzalo y Ester estaban
cansados de buscar la casa entre las calles idénticas unas de otras, hasta que
vieron un largo camino empedrado donde un cangrejito guiaba el camino que
se perdía por las ceibas hacia las afueras de las murallas, allí miraron un portón
grande de madera con dos cabezas de león talladas en ébano y manijas de metal
bruñido, en realidad era el lugar exacto que les indicaba el croquis del papel.
Gonzalo tocó el portón y una mujer se asomó por la pequeña ventanilla para ver
quiénes eran, abrió y luego volvió a cerrar el portón, se dirigió con la dueña de
la finca para avisarle que una pareja de jóvenes estaba afuera, después regresó
la mujer, y con dificultad de expresión en castellano, les pidió que se
identificaran y que nombraran a quien buscaban. Gonzalo no entendía su escaso
castellano y le entregó una carta que le envió el hermano de doña Loreto desde
La Habana, luego ella tomó la carta para dársela a su patrona y volvió a cerrar
el gran portón de madera. La mujer se dirigió con doña Loreto nuevamente y le
dio la carta de la pareja, después; doña Loreto empezó a leerla y vio que estaba
firmada por su hermano, allí le explicaba que asistiera a la pareja, les apoyara
para establecerse y encontrar un trabajo, luego la dueña de la gran finca bajó
personalmente a recibir a la pareja. Abrió el portón y les dio la bienvenida, los
pasó al patio del corredor de su casa para platicar con los recién casados.
La señora les pidió que descansaran junto a la mesa de su jardín y ordenó que
les sirvieran agua fresca mientras Gonzalo metía su baúl a la finca, doña Loreto
se sentó con los invitados, mostró su abanico como una seña de poder para
preguntarles a los jóvenes cómo les había ido en su viaje desde La Habana hasta
el puerto de Veracruz, después les preguntó por la salud de su hermano. Así
comenzó la conversación, contando las aventuras de viaje durante toda la tarde
de ese viernes en el que habían llegado a la Nueva España.
Doña Lotero ordenó a sus sirvientas que dos de las habitaciones de su gran finca
fueran destinadas para la pareja, ordena que se cambiaran sabanas y se limpiara
en todos los rincones de las habitaciones de huéspedes, así también; que la
servidumbre preparara un baño de agua tibia especial para Ester y otra ducha
para su marido en el baño de la otra habitación.

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Con el buen humor de Gonzalo, tratando de revivir las experiencias del viaje a
través de sus gestos y movimientos corporales, agradó bastante a doña Loreto,
los tres pasaron largas horas de conversación, Gonzalo le contó que había
estudiado la carrera de abogado en Salamanca, pero que su familia comenzó a
tener embargos y dificultades económicas, comentó que algunos de sus
conocidos y familiares fueron perseguidos por sospechas de hacer ritos
judaizantes secretos. Realmente, los descendientes de los judíos la estaban
pasando bastante mal en Europa, sobre todo, aquellos que se negaban a practicar
ritos católicos o ritos protestantes para comenzar una nueva vida.
Ester relató a doña Loreto, que los cristianos nuevos estaban pasando muchas
penurias en los reinos ibéricos donde reinaba doña Isabel de Castilla y Aragón,
mencionó que para encontrar trabajo y para vivir una vida tranquila, había
dificultades. Esa era la razón por la que ellos habían decidido emigrar hacia las
nuevas tierras en busca de paz y una nueva vida. Ellos ya sabían que doña Loreto
también practicaba la ley de Moisés en secreto, por eso se sentían en confianza
de platicar su situación. Eran pláticas que no podían divulgarse públicamente y
que tampoco podían ser escuchadas por los sirvientes, ante el temor de ser
denunciados por su propia gente de servicio.
Doña Loreto tenía una sirvienta de suma confianza, esa señora de gruesas
trenzas y de piel morena, era su ama de llaves, escasamente hablaba castellano,
de nombre Manuela, su marido era Anastasio, aquel que cuidaba la finca, un
totonaco que le servía de mozo y protector de la propiedad cuando no se
encontraba don Miguel, quien el marido de doña Loreto. La señora le contó a la
pareja, que a ella y a su marido se les pasaron los años para tener hijos, como
don Miguel ha estado mucho tiempo fuera de la finca, no hubo tiempo para criar
hijos. Doña Loreto viajaba muchas veces hacia La Habana para visitar algunos
de sus pocos familiares, perdieron tiempo como pareja por lo lejos que
estuvieron en sus mejores años de vida.
Manuela tenía todo bien controlado con las demás sirvientas de doña Loreto, en
una parte de la propiedad estaba la casa de Anastasio y Manuela, ellos tenían
seis hijos que allí permanecían viviendo dentro de la finca, la hija mayor
cuidaba a los hijos más pequeños, también vivía con ellos la suegra de Manuela
que había quedado sola. Por eso la señora Loreto no estaba sola en su finca,
tenía compañía de la familia de Anastasio y sus otras servidumbres. Manuela

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les dijo que ya estaba lista la mesa para merendar, así que doña Loreto pidió a
sus huéspedes que pasaran a la mesa.
La dueña de la finca siempre inspeccionaba muy bien los alimentos, aunque
tenía una crianza de cerdos, ella no comía carne de cerdo, solo criaba cerdos
para cocinarle a su marido y a sus criados, también para no escuchar habladurías
de la gente de que ella no comía carne de cerdo, sus alimentos regulares eran
las corderas, las gallinas y los pescados, pero conoció la carne de los pavos, y
se adaptó muy bien al sabor y a los guisos con estas aves de la tierra; ella nunca
creyó que estaba cometiendo una grave falta al Dios Creador por comer pavo,
la carne blanca de esta ave del nuevo continente le sirvió para adaptarse a los
nuevos alimentos del virreinato novohispano.
Muchos de los sefardíes sabían leer y escribir en otras lenguas, conocían y leían
la Torah, por eso le daban importancia a la lectura del viejo testamento de la
Biblia cristiana, que era en sí, el origen del pueblo judío. La señora Loreto y la
pareja sabían de lo que conversaban porque se sentían en confianza como hijos
seguidores la ley de Moisés. Sus cultos siempre solían ser en secreto, a pesar de
haberse convertido a cristianos nuevos por conveniencia propia, se mantenían
en la discreción para no tener problemas con el gobierno imperial y con sus
instituciones clericales.
Durante la cena de un rico pavo con verduras y unas sabrosas tortillas de maíz
gruesas llamadas memelas, la pareja degustó de la gastronomía jarocha, les
sabía muy rica la carne del guajolote acompañada con un caldo de papas,
calabazas y zanahorias, las tortillas de comal recién hechas les recordaba mucho
el pan de pita de trigo granulado o de acemite que se hacía en el Mediterráneo.
Probaron un postre de guayaba con canela y un agua refrescante de limón con
chía; todos eran sabores nuevos a los paladares más exigentes.
Doña Loreto estaba muy contenta con sus invitados, era ella una buena
anfitriona. En aquella noche, mientras empezaba a oscurecer, de pronto; ordenó
que se limpiara la mesa y que sus sirvientes se fueran a descansar, ella prendió
las velas de un candil en el comedor y cerró las cortinas de los ventanales. Ya
estando solos los tres, doña Loreto empezó a cubrirse la cabeza con una
mantilla, sacó sus llaves para abrir un viejo armario y mostrar un libro escrito
en hebreo que le dio a Gonzalo para que empezara la primera oración de la
noche del viernes, era una velada de oración hasta acabar en las primeras horas
del día sábado, para después irse a descansar.

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Gonzalo tocó con delicadeza el libro, sacó de su baúl y se puso una boina de
lino llamada quipa que le había regalado su padre, Ester también se cubrió la
cabeza. Gonzalo junto a los candelabros se arrodilló y construyó un altar
improvisado para el sagrado libro, lo ojeó de atrás hacia adelante y empezó a
orar en hebreo con los ojos cerrados. Ester y Lorero se sentaron atrás de
Gonzalo, se tomaron de las manos y comenzaron a repetir las oraciones de
Gonzalo en voz más baja. Cantaron y llegados los primeros minutos del sábado,
dejaron de rezar, cerraron el viejo libro y doña Lotero guardó nuevamente en el
mueble todo lo que habían usado en la noche de oración del viernes. Al término
de la oración se abrazaron y después se fueron a descansar en sus aposentos, la
pareja durmió en cuartos separados por esa noche, así era la costumbre judaica.
Gonzalo y Ester durmieron muy placenteramente, por la mañana se escuchaba
el canto de los pájaros y empezaban a sentir el bochorno matutino, Gonzalo se
levantó muy contento y bastante agradecido con la hospitalidad de la señora, se
vistió elegantemente y se sorprendió que doña Loreto era una señora muy
madrugadora, ella ya estaba en su cocina viendo que iban a desayunar ese día
con sus invitados.
Doña Loreto le dice a Gonzalo; —Buenos días hijo mío, ya anda husmeando
por la cocina lo que vamos a comer, el olor de mis buñuelos le llegó—. Gonzalo
se sonrió y le dijo que sí, que era cierto, y que había amanecido muy hambriento.
Gonzalo quería platicar con doña Loreto de que él estaba sin dinero y que le
urgía conseguir un empleo, hizo a un lado su vergüenza y se sinceró que habían
llegado a Veracruz con muy poco dinero y no tenía para mantenerse. Doña
Loreto se acercó a Gonzalo y le dijo; —Hijo mío, mi marido está por llegar a la
finca porque hace un mes recibí una carta de que pronto vendría y quiero que
platiques con él y le hables de conseguir un empleo sin que tu esposa crea que
eres un pobre diablo sin dinero—.
En ese momento entró a la cocina Ester, después de su baño sabatino en la
recamara de visitas que le había preparado Manuela por la mañana con hierbas
de olor y agua muy tibia, se acercó a doña Loreto y le dio un beso en la frente
de agradecimiento; y en ese momento sonrió Gonzalo y le reclama que a él no
le ha dado besos últimamente; entonces todos sonrieron y se fueron a la mesa
cerca del fogón a ver la preparación del suculento desayuno. Ese día, iban a
probar extrañas frutas de la tierra veracruzana como zapotes, guayabas, jobos,
nanches y piñas, unos ricos buñuelos acompañados con chocolate espeso,

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también unos tamales que había hecho la cocinera un día anterior; era un
desayuno muy extraño para la pareja, el saborear esos bollos de harina de maíz
con carne de gallina y un poco de picante, envueltos en hojas de plátano.
Tampoco habían probado un rico champurrado de chocolate con leche de vaca
bien caliente. Ester le dijo a doña Loreto que le enseñara a preparar esos
alimentos tan deliciosos que nunca había probado, ni en Sevilla, ni en la isla de
Cuba. Gonzalo sonrió y le comenta a doña Loreto que se encontraban muy
mimados con tantas atenciones y que ella debería ponerles a trabajar en la finca.
A lo lejos se escucharon caballos y una carrosa que se acercaba; entraron a la
finca tres carretas jaladas por gallardos caballos que galopaban muy duro a gran
velocidad, estaban llenas de víveres como trigo, maíz, barricas de vino y
herramientas de acero, la cuales eran un aviso inesperado. Había llegado don
Miguel Rojas de la Vega, el dueño de la finca y marido de doña Loreto, un
hombre de 75 años de gruesa figura, de sombrero de tricornio con pluma,
dejando ver su pelo blanco, vestido de finas calzas, levita, chaleco abotonado,
gorguera y con una capa elegante, mostrando las espuelas de plata de sus botas,
un símbolo de poder y jerarquía.
Don Miguel se bajó del caballo y se acercó a su mujer para darle un abrazo de
bienvenida de tan largo viaje; obviamente, como ambos eran de edad madura,
doña Loreto ya no se arriesgaba a acompañar a su marido en sus diligencias,
por eso, ella prefería quedarse en su finca veracruzana con sus sirvientes.
Miguel era un hombre recto y gallardo que respetaba mucho a su mujer, el amor
que sentía por Loreto era más grande que sus aventuras y todo su dinero.
Don Miguel se hincó en la entrada, se acercó a un nicho con la imagen de la
virgen de los Remedios y se persignó agradeciendo a Dios por haber llegado a
su finca; en ese momento, doña Loreto le presentó a sus invitados. Gonzalo le
estrechó la mano a don Miguel en agradecimiento y le dio un abrazo. Gonzalo
y Ester se presentaron ante el patrón y le contaron todo sobre su largo viaje para
llegar a las tierras de la Nueva España. Entre la conversación entraron en
confianza muy rápido y se mostró un ambiente agradable muy familiar. Don
Miguel era un español muy respetado y conocido en varias ciudades de la Nueva
España, llevaba buena relación con el gobierno virreinal y con el clero, su
objetivo principal era vivir sus últimos años en tranquilidad, al lado de su amada
esposa.

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Don Miguel tomó su caballo y le prestó otro a Gonzalo para que lo montara y
le acompañara a recorrer sus tierras recién sembradas por maizales y
cañaverales alrededor de la finca, ambos galoparon entre las milpas. Gonzalo
ya sabía que don Miguel era dueño de haciendas y había adquirido tierras en
otros lugares de la Nueva España, él veía una posibilidad de encontrar empleo.
Gonzalo decidió pedir trabajo con mucha humildad, él le contó a don Miguel
que estaba bastante quebrado y sin dinero disponible; también le contó que su
profesión no le daba para mantener a su mujer y en su desesperación, él estaba
dispuesto hacer el trabajo que le pidiera. Gonzalo había sido bachiller y
comerciante, no era posible que él supiera trabajar el campo, pero don Miguel
veía que era un hombre muy persistente.
Don Miguel Rojas se sinceró con Gonzalo, le aclaró que, si necesitaba la ayuda
de hombres jóvenes para poder administrar sus propiedades y que la oferta
laboral le venía como anillo al dedo para asignarlo como administrador, le
llevara la contabilidad, los pagos de impuestos al gobierno virreinal y los
diezmos para la iglesia. Él le dijo que ya era un hombre viejo, andar en las
diligencias para administrar sus tierras era complicado y bastante cansado.
Miguel le comentó a Gonzalo que había adquirido una propiedad en los llanos
de San Sebastián Buenavista y otra propiedad más en el pueblo de Santiago
Tequixquiac, allá por la vieja Teotlalpan, provincia indígena de Hueypoxtla.
Don Miguel le preguntó si estaba dispuesto él a ser administrador en esas nuevas
propiedades; y Gonzalo no lo dudó, inmediatamente aceptó la propuesta.
Don Miguel le comenta a Gonzalo que deseaba vender sus propiedades ubicadas
en El Bajío y que pretendía quedarse solo con cuatro. Él, en su vejez, buscaba
pasar más tiempo en la finca de Veracruz. Le comentó a Gonzalo, que la oferta
de empleo que él ofrecía, era bastante buena y no se iba a arrepentir, él mismo
les iba a llevar hasta las tierras de la vieja Teotlalpan en la primera diligencia
de regreso hacia el Valle de México.
Don Miguel le habló muy claro a Gonzalo, le comenta que los ibéricos eran
muy vigilados por el Santo Oficio y que ellos debían ser buenos católicos. El
hacendado platica un poco sobre su vida, comentó que, en Europa, él era el
único hijo de una familia de viejos cristianos de la nobleza de Salamanca y de
Extremadura, su abuelo había participado en batallas contra los moros, pero tal
era su suerte, que él era casado con una mujer descendiente de los judíos de
Ávila, pero su mujer se había convertido en una buena cristiana católica

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veracruzana para evitar sospechas contra la Santa Madre Iglesia. Le advierte a
Gonzalo que todo acto judaizante era penado a muerte por la Santa Inquisición,
también le dijo que se olvidaran de practicar ritos judíos en secreto o en público
porque la vigilancia era la misma que en las tierras de Castilla y de Andalucía,
les aconsejaba que mejor se comportaran como buenos católicos, que asistieran
a misa todos los domingos y que pagaran el diezmo siempre de forma puntual.
Los dos caballeros regresaron a la finca para comer con sus esposas, traían tres
patos silbones que había cazado don Miguel con su nueva escopeta, sus perros
galgos le llevaban las aves hasta sus manos durante la cacería. Él le entregó los
patos muertos a la cocinera para que los guisaran, don Miguel decía que le
gustaba el sabor de las aves de estas tierras y sus preferidas eran la carne de pato
y la carne del pavo, les dijo que nunca comería carne de perros enanos y perros
calvos; ya que otros españoles y los propios indígenas salían comer carne de
perros. Don Miguel adoraba a los caninos y los caballos, los quería demasiado,
eran sus fieles amigos de compañía.
Entre las muchas recomendaciones que le daban a la pareja, estaba la discreción
de su origen familiar. Don Miguel, como ya conocía a mucha gente de la Nueva
España, les hacía hincapié de que no era recomendable vivir o visitar grandes
ciudades como Puebla de los Ángeles, Santiago de Querétaro, Valladolid o la
Ciudad de México, era un tanto arriesgado para los judeoconversos, les
recomendaba que se quedaran a vivir en las haciendas y en pueblos pequeños;
ya que muchos marranos, por tales motivos de vigilancia extrema, se habían ido
a vivir a lugares muy lejanos como Los Altos y El Bajío, los valles centrales de
Oaxaca de Antequera, las tierras altas de Guatemala y Chiapas, las Californias,
las tierras del Nuevo México, el Nuevo Reino de León y las Islas Filipinas; pero
que si deseaban residir cerca de la capital del virreinato, evitaran bañarse cada
tercer día o diario, ya que los cristianos viejos eran bastante sucios a diferencia
de los descendientes de judíos, decía que evitaran hacer reuniones familiares en
frente de los empleados o de los indígenas, que no desprecien la carne de cerdo
en frente de desconocidos aunque la ley judaica prohíba comer esa carne, que
no dejaran de ir a misa los domingos; entre más tiempo fueran reconocidos
como miembros de una comunidad cristiana, pagaran sus contribuciones y
participen de la vida social, la gente no sospecharía de su pasado judío, y sobre
todo, cuando tuvieran hijos, debían bautizarlos en el menor tiempo posible.

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Se fueron a descansar porque el día siguiente iba a estar bastante ajetreado, el
nuevo viaje hacia el Valle de México, pasar incomodidades una vez más, era
largo y cansado. Al amanecer, don Miguel, doña Loreto y sus criados
preparaban la salida de los carruajes para llevar a sus hijos adoptivos hacia la
Hacienda de San Epigmenio, la pareja estaba empacando sus pocas
pertenencias; Gonzalo cepillaba la crin de los caballos dentro de la caballeriza,
también ajustaba las herraduras en las patas de los caballos para el largo viaje.
Don Miguel entró solo a su capilla para meditar e hincarse ante una gran cruz
de madera que le trajeron de Chiapas; aun lado del bello cristo de ébano, estaba
la imagen de la Virgen de los Remedios que él mismo trajo desde Salamanca.
Se reclinó de rodillas, puso sus manos sobre su cabeza en el reclinatorio y
comenzó a orar en silencio. Salió de la capilla y se acercó a su esposa para que
le diera la bendición y los persignara antes partir en la diligencia. Doña Loreto
abrazó muy fuerte a Ester y le dijo que regresara pronto, también le dio un
abrazo a Gonzalo y le comentó que quería verlos a su regreso con sus hijos.
Don Miguel y doña Loreto estaban muy contentos con la llegada de estos
jóvenes aventureros; por un momento, daba la apariencia de que eran hijos
suyos, debido al aprecio que llegaron a tenerles durante su visita a la finca. Era
el momento de despedirse, los criados subieron las cosas a los carruajes y en
ese momento Ester abordó con un vestido de color verde esmeralda bastante
elegante que le compró su marido en La Habana, ella no se acostumbraba al
bochorno del calor tropical y a los molestos mosquitos. Gonzalo, elegantemente
también se despidió de Doña Loreto con un beso en su mano por agradecimiento
y caballerosidad; subió al carruaje con su esposa mientras el cochero alistaba
los caballos. Tres coches salían en la diligencia, en el primero iba don Miguel,
en el segundo iba la pareja y en el último carruaje llevaba un guardia con
productos del puerto de Veracruz que había comprado para las nuevas
propiedades.
Los caballos comenzaron a galopar, pero debido a los bandoleros que asaltaban
carruajes en los caminos, don Miguel siempre iba armado con buen arcabuz y
solía tomar diferentes caminos para despistar a los ladrones; los carruajes
tomaron el camino hacia Medellín, Gonzalo y Ester parecían dos chiquillos
mirando por las ventanillas. Los caminos estaban llenos de una vegetación
exuberante y grandes arboledas, era una experiencia grande para los esposos,
cruzaron el río Jamapa por Paso del Toro, el camino se dirigía hacia el pueblo

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de Orizaba. A Ester le daba un poco de risa sentir el rebote de los coches por
los empedrados, abrazó a su marido y el cansancio la dejó dormida en su
costado. Gonzalo miraba pensativo por la ventanilla, una tormenta se avecinaba
en su paso, cayeron las primeras gotas hasta que el ruido ensordecedor del
aguacero, dejó invisible el camino mientras llovía, pero al término de la fuerte
lluvia, el vapor del suelo comenzaba a alborotar el bochorno tropical. Por la
tarde, antes de que oscureciera, las carrozas se iban acercando a una venta. Se
veían los ingenios de los cañaverales a orilla de los ríos.
Los coches finalmente pararon en la venta, don Miguel bajó para avisarles que
iban pernoctar en esa venta, una propiedad de uno de sus muchos compadres,
allí se quedaron para que los caballos descansaran y para recoger herramientas
de encargo. Gonzalo bajó a su esposa y los cocheros se quedaron a dormir
dentro de los carruajes. Don Miguel bajó del carruaje para saludar a su
compadre Jesús Osuna Manríquez, un granadino con buen sentido del humor,
le pidió dos habitaciones, también le presentó a sus hijos adoptivos, don Jesús
no dejaba de elogiar a la bella Ester de los lindos ojos verdes. Gonzalo empezó
a incomodarse y a sentir celos en silencio, pero se serenó y entendió que los
jarochos eran pícaros y bastante jocosos.
Subieron a su habitación y en algunas piezas se escuchaban risas de mujeres
pasándola bien con los viajeros que llegaban a la venta, Ester miró a su esposo
a los ojos y sonrió, mientras Gonzalo le responde a Ester con sarcasmo, —Que
a la tierra que fueres haced lo que vieres—. Un mozo negro africano les llevó
de comer a las habitaciones un fresco pescado y buen vino blanco traído del
puerto de Valencia; la pareja se quedó a disfrutar de su intimidad, ya que Ester
estaba fuera de los días de su menstruación y la ley de Abraham era muy estricta
en ese sentido, mientras que don Miguel bajó a ver que los cocheros alimentaran
bien a sus caballos y después se fue a la taberna del hostal para retozar y platicar
con su compadre. En eso don Jesús Osuna le llevó el mejor vino de Oporto a su
mesa y un buen queso manchego para degustar mientras dos jóvenes negras
congas los atendían y los divertían; pero don Miguel no quería pasar intimidad
con esas mujeres, él ya había disfrutado de esos placeres en su juventud, solo
quería despejar su mente un rato y después ir a dormir para continuar su largo
viaje a la Teotlalpan.
Por la mañana les esperaba un sabroso chocolate veracruzano con pan de la
región, con unos huevos bañados en salsa y un jugo de frutas mientras los

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caballos se alistaban para seguir el viaje hasta la ciudad de Córdoba, allí, en la
venta, llegó el encargo de herramientas de trabajo para apoyar a don Miguel,
subieron las provisiones y mercancías; se despidieron de don Jesús Osuna y
continuaron el trayecto.
El camino era casi recto en medio de los cañaverales, se miraba por las
ventanillas, a los esclavos negros y a los indígenas en las jornadas duras de
trabajo de la zafra, también se miraba una alta montaña cubierta de nieves
perpetuas entre la niebla, era una seña de que se acercaban a la sierra y
empezarían a subir los caminos sinuosos de las montañas orientales de la Nueva
España, los caballos galopaban con gran velocidad porque aún estaban en una
baja altitud; pasaron el pueblo negro de Yanga y llegaron a Córdoba, una ciudad
repleta de ceibas y aromas frutales.
Se dirigieron todos hacia la plaza principal de la ciudad cordobesa, las casas
eran muy parecidas a las de Andalucía, pero con el encanto tropical, también la
forma de hablar de los jarochos era similar al acento andaluz, por eso; a Gonzalo
y a Ester no les extrañaba escuchar los vocablos jarochos, un acento
entrecortado. Bajaron a la plaza y don Miguel les invitó a comer en una fonda
para que probaran las picaditas y los ricos platillos hechos con la masa del maíz
en el comal, la pareja admiraba mucho la comida y los paisajes de la ciudad, se
apreciaban los portales y la imponente parroquia con sus casonas y balcones de
grandes tejados rematando con las arboledas. Al terminar de comer subieron
otra vez a los coches para continuar el viaje hasta el pueblo de Orizaba, allí era
donde iban a pernoctar en un hostal de la confianza de don Miguel.
Ester se abrigó con su chalina y Gonzalo se puso su chaquetón y sombrero, el
clima empezaba a cambiar y el viento era cada vez más fresco, los caballos
empezaban a subir los caminos llenos de bruma que remataban con la
imponente montaña nevada del Pico de Orizaba. Se sentía el viento frío mientras
comenzaba a oscurecer, se escuchaban los empedrados de las calles, los recibía
una lluvia bastante espesa, los caballos entraron al hostal y los viajeros de la
diligencia corrieron a la recepción para evitar mojarse y enfermarse de la brisa,
don Miguel le pagó a la dueña del hostal dos habitaciones y pidió que la cena
se las llevaran a la habitación; Gonzalo y Ester empezaban a sentir el frío de la
serranía y se vieron obligados a pedir otra frazada y agua caliente para poder
bañarse por la madrugada antes de partir hacia Chalchicomula.

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Por la mañana, salieron hacia las cumbres de Maltrata, los caballos ya no
galopaban a la misma velocidad y los caminos eran cada vez más empinados y
culebreros, se dejaban de ver los palmares por los pinos y encinos de bosques
muy densos llenos de niebla, el clima les recordaba la Sierra Nevada de
Granada, la pareja iba bastante abrigada al igual que don Miguel. Gonzalo
miraba por la ventanilla y observaba a una anciana indígena descalza cargando
leña en la espalda y caminando hacia arriba, no podía creer la dureza de las
personas de estas tierras. Las carrozas se atascaban con el fango de los caminos
y los hombres se veían en la necesidad de bajarse a empujar los carruajes
atascados, los caballos se cansaban cada vez más, no se miraba bien el camino
por la espesa niebla, solo se veían a los naturales de estas tierras, caminar entre
los bosques hacia sus cabañas cargando leños de madera y arriendo a sus
animales.
Los viajeros comenzaban a desesperarse por la lentitud del recorrido, también
porque empezaba a oscurecer en medio de la espesura de la niebla y la brizna,
el aire rugía entre el bosque y se sentía dificultad para respirar, debido a la
altitud de la sierra, el intenso frío hacía rechinar hasta los dientes, pero poco a
poco se iban acercando al pueblo de Chalchicomula, donde les esperaba un
cálido hostal para pernoctar y para que los caballos descansaran de la dura
subida por las cumbres de las sierra oriental.
Nuevamente, al cruzar la sierra, las sendas se volvían rectas en medida que iban
llegando a Chalchicomula, la noche les había llegado y solo se miraba las
farolas de las calles en silencio, los ladridos de perros los recibían y se fueron
directo al hostal para descansar nuevamente y partir por la mañana hacia San
Salvador el Seco. A Ester comenzaba a dolerle la cabeza, pero ella se acordaba
que el viaje en barco fue mucho peor que viajar en carruaje, por lo menos las
carrozas permitían bajarse y en los barcos no. Ella estaba cansada y desesperada
de tanto viajar, pero no reprochaba nada, en silencio sabía que valía la pena el
esfuerzo.
Cruzaron por San Salvador el Seco, vieron las formaciones geológicas de los
cráteres sobre las frías y áridas tierras de esa región, cuando bajaron a comer,
los naturales no solo les ofertaban ricos platillos hechos de maíz como gorditas,
tlaxcalates, tamales y atole, también les ofrecían un poco de peyote para que el
efecto narcótico les ayudara a aguantar la altitud de la tierra, pero Ester y

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Gonzalo no aceptaban nada de alimentos y plantas de los indígenas, así viajaron
lentamente hasta que llegaron al pueblo de Huamantla, allá por la tarde.
Don Miguel paró en una hacienda de otros compadres, allí iban a dormir esa
noche, bajaron y fueron recibidos por sus amistades, en eso llegó la ahijada con
un bebé en brazos para saludar a su padrino de bautizo y besar su mano derecha,
don Miguel les presentó a Gonzalo y Ester, pasaron a cenar con los anfitriones,
les comentaban a los compadres que ya llevaban cinco días de viaje desde el
puerto de Veracruz y apenas estaban en Huamantla, todavía les quedaba un
camino largo hasta llegar a Zumpango. El compadre era de Extremadura y la
historia de la pareja le recordó su travesía hasta llegar a Tlaxcala, después
ordenó don Vicente Ramírez de la Serna a sus criados, que preparan las
habitaciones de sus invitados, ya que no todos los días tenían invitados en esa
bella hacienda, les alegraba que Miguel haya pasado por Huamantla. Don
Vicente y don Miguel se fueron a platicar en privado mientras que los invitados
conocían en la charla a toda la familia de don Vicente.
Don Miguel le encargaba mucho a los jóvenes, para que le ayudara con la
administración hacendaria y los apoyara; ya que él le había vendido a don
Miguel las nuevas propiedades de Zumpango y de Tequixquiac, en tiempos
complicados. Como era de esperar, la mayoría de españoles peninsulares
gozaban de grandes propiedades en la Nueva España, así como los
descendientes de los tlaxcaltecas. Otros pueblos originarios que perdieron
batallas y territorios, terminaron bajo el mando de los españoles, criollos,
mestizos y tlaxcaltecas, fue un sometimiento total de las civilizaciones antiguas
prehispánicas de estas tierras.
Por la madrugada del domingo, partieron hacia Apizaco, el paisaje era mucho
más seco y frío con escasos bosques en comparación con Chalchicomula, pero
a lo lejos se miraba la montaña del Matlacueye, como un punto de referencia.
Los carruajes una vez más empezaban a correr con más velocidad sobre los
caminos del altiplano, pasaron por el centro de Apizaco y se dirigieron hacia
Atlangatepec, allí pararon un poco y continuaron el viaje hacia el pueblo de
Apan. Don Miguel se había dado cuenta que el trayecto había sido muy cansado
para Ester y por eso decidió hacer el viaje directo hasta la hacienda de San
Epigmenio, al llegar al pueblo de Apan por la noche, continuaron la travesía
hacía Zempoala durante la madrugada, de allí se fueron bordeando los cerros

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porque los bandoleros atracaban los carruajes por la noche, en los caminos
solitarios.
Por la madrugada, llegaron a las cinco de la mañana al pueblo de Tezontepec,
bajo una espesa niebla; y continuaron, entre los trigales, hacia el pueblo de
Tizayuca para llegar amaneciendo a los llanos de San Bartolo Cuautlalpan con
el sereno y los primeros rayos solares. Ester había pasado una mala noche, miró
por la ventanilla empañada de rocío que empezaba a salir los primeros rayos del
sol y escuchaba a su marido dormido por el cansancio, después de tanta
incomodidad dentro del carruaje, ambos despertaron sorprendidos y vieron que
se acercaban al rancho de San Epigmenio, se veía la torre de la entrada entre los
maizales, los perros de don Miguel corrían para recibir a su amo, entró a la
propiedad y los caballos se detuvieron en el portón principal de San Epigmenio.
Los criados ya estaban listos para bajar todo lo que traían en las carrozas desde
el puerto de Veracruz y también, para recibir al nuevo administrador de la
hacienda.
Bajaron de las carrozas un tanto entumecidos y con las manos resecas por el frío
matutino. Se miraba un paisaje plano rematado con cerros de baja altura en el
horizonte, todo estaba lleno de heredades sembradas por trigales y maizales
entre los cascos de varias haciendas que estaban bastante alejadas una de otra.
La elegante pareja se presentaba ante la gente que trabajaba en San Epigmenio,
la gente los miraba con extrañeza y otros no podían disimular la risa por su
forma de vestir, ya que su fina ropa comprada en La Habana, contrastaba con la
vestimenta de la gente del campo; don Miguel se dio cuenta de ese detalle,
decidió hablar con ellos para sugerir cambiar su vestimenta lo antes posible, ya
que no era lo mismo la elegancia de un abogado sevillano, en comparación con
la abigarrada elegancia de un charro de los llanos áridos del Valle de México,
que fungía como administrador.
La casona de la hacienda de San Epigmenio no era elegante, era un gran
corredor que dividía las habitaciones, el comedor con su chimenea y la basta
cocina de azulejos sobre gruesos muros de piedra y una techumbre de largas
vigas de madera con ladrillos, había un cobertizo con bebederos para el ganado
y una troje para los granos; Ester no dudo en explorar el lugar pero las zapatillas
le incomodaban en los empedrados, los perros se acercaron a husmearle
jareando, pero ella les dio caricias y se tranquilizaron.

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Don Miguel pidió a Gonzalo que lo esperaba en la oficina de archivos, en
privado, para entregarle los documentos importantes, las llaves, las nóminas,
los contratos y toda la documentación general y darle indicaciones de su
empleo; así también para sugerirle que guardara su fina ropa en el armario y que
fuera al pueblo de Tezontepec con un sastre para que le diseñara unas camisas
ajustadas, pantalones de charro abotonados, chaparreras de cuero, botines o
botas para montar, un fajo de pita con hebilla de plata pachuqueña, un saco
ajustado, un sarape de lana y un sombrero charro de cuatro piedras para mostrar
su jerarquía; ya que le recomendaba el cambio de ropaje para evitar burlas de
los trabajadores, para aguantar el frío de las mañanas y para aguantar el calor
seco del medio día que quemaba la cara y los brazos, le dejó un arcabuz con
balas de plata y las talegas de dinero para el pago de la gente.
Dejaron a Ester con la cocinera y la sirvienta, mientras don Miguel y Gonzalo
partieron al medio día a caballo hacia la hacienda de Acatlán con dos caporales,
Gonzalo cada vez más se volvía un mejor jinete, pero el clima seco lo hacía
sudar demasiado. Se fueron hacia las arboledas de las llanuras de San Sebastián
Buenavista, allí por el camino real, luego llegaron al pueblo de Zumpango y
siguieron cabalgando hacia el crucero de la laguna donde marcaba un camino a
Cuautitlán, otro a san Marcos Jilotzingo y al norte, un camino hacia las Lomas
de España o hacia el pueblo de San Juan Zitlaltepec. Bajando los lomeríos, se
encontraba a un lado, el pueblo de Santa María de las Cuevas y del otro lado el
camino hacia el pueblo de Santiago Tequixquiac, la afamada villa de la comarca
de Teotlapan donde estaba la otra hacienda que también iba a administrar.
De la hacienda de San Miguel Bocanegra cruzaron un puente de piedra y
siguieron el camino hacia el paraje del Palo Grande, comenzaron a bajar de
altitud, el terreno empezaba a tornarse más árido y en ese momento entendió
Gonzalo por qué a ese lugar lo bautizaron los españoles como las Lomas de
España, pues en el horizonte se miraba un paisaje igual que el de la Castilla
Manchega o los llanos de Andalucía, Gonzalo estaba sorprendido que algunas
de las tierras de la Nueva España se parecieran tanto a su natal Andalucía. Ahora
los caballos pasaban entre caminos de magueyes y nopales, con árboles espinos
que los naturales llamaban mezquites y huizaches, árboles pequeños que
contrastaban con el trópico del puerto jarocho o las tierras templadas de
Chalchicomula y del Altiplano de Tlaxcala.

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Finamente llegaron a la hacienda de Acatlán, don Miguel bajó del caballo para
anunciar su arribo con el nuevo administrador, lo estaban esperando su gente de
trabajo, era una hacienda mucho más pequeña que San Epigmenio pero tenía
una arquitectura mucho más compleja, el lugar estaba bastante arbolado de
fresnos y zapotes, también había viñas, un limón, una granada y dos higueras,
árboles que le recordaban el Mediterráneo, en los alrededores estaban los
maizales y hortalizas que se regaban con un canal que desviaba el agua desde
el río y desde varios manantiales o veneros, el paraje parecía un pequeño vergel
en medio tierras áridas de mezquites.
Nuevamente don Miguel presentó a Gonzalo con la gente y le mostró el casco
de la hacienda sobre la barranca de Loma Larga, él notificó las parcelas y la
troje de granos, le dio la contabilidad de esa hacienda y las llaves de la finca,
luego volvieron a partir hacia San Epigmenio antes de que oscureciera
completamente; ya que don Miguel sabía que los caminos estaban llenos de
ladrones, mientras que Gonzalo, estaba muy contento por la lejanía de estar
fuera de Andalucía y de la pedante sociedad sevillana a la que le tenía un fuerte
rencor por lo ocurrido con la condena a su familia. Ya no era las campiñas de
Sevilla y Andalucía, ahora eran las campiñas de las Lomas de España, en la
Teotlalpan de los otomíes.

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CAPÍTULO 3
LLEGADA A LA TEOTLALPAN

Don Miguel se despidió de Gonzalo y Ester, partió su diligencia hacia Santiago


de Querétaro para poner en venta sus tres haciendas más lejanas que había
adquirido a través de subastas y compraventa, su objetivo era venderlas lo antes
posible para tener menos responsabilidades, dejando a la pareja en Teotlalpan y
quedarse solo con sus dos nuevas propiedades del Altiplano, ya que le convenía
tenerlas por su ubicación en el centro de la Nueva España.
Gonzalo tomó posesión de su cargo administrativo mientras que su esposa
estaba aprendiendo a montar caballo, el escribano de San Epigmenio estaba
informándole de la contraloría, y de pronto, le preguntó a don Luis; —¿Si había
enviado cartas?— y le respondió que ese era su trabajo. Gonzalo decidió
redactar dos cartas para enviarlas a Sevilla lo antes posible, una para su hermano
y la otra para su suegro; Gonzalo fue muy cauteloso de escribir dentro de su
contenido el origen de la correspondencia, solo se limitó en avisarles que
estaban muy bien y que ahora vivían en las tierras lejanas de la Nueva España,
describió que acá también había paisajes y parajes similares a los áridos llanos
de Castilla La Mancha. Don Luis selló las cartas y fue a dejarlas al correo del
pueblo de Zumpango.
El trabajo de Gonzalo no era fácil, era un cambio radical dejar la abogacía por
el de la administración, sin embargo; se fue adiestrando poco a poco con ayuda
de don Luis. Mientras que; por las tardes, él enseñaba a su mujer a cabalgar. Un
domingo por la mañana, salieron hacia la villa de Tezontepec en la carroza del
rancho, buscaron al sastre afamado y compraron ropa acorde al campo y se
mandaron hacer nuevos trajes, su esposa compró vestidos menos ostentosos,
también compró unas botas para evitar caerse en los empedrados y para montar
a caballo. En otra casona de Tezontepec compraron espuelas y sarapes de lana
para aguantar los fríos, por la tarde, regresaron al rancho de San Epigmenio
cargados de mercadurías, pasaron al pueblo de Tizayuca para cenar unas ricas
quesadillas y beber un café negro de olla a un costado de la plaza de la
parroquia.
Gonzalo le comenta a Ester, que mejor se mudarían para la hacienda de Acatlán,
allá en el pueblo de Tequixquiac, él sabía que era un lugar mucho más pequeño

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y más arbolado que el rancho de San Epigmenio, Ester le contestó: —Sí, si estoy
de acuerdo—.
Entonces empacaron nuevamente para mudarse a la hacienda de Acatlán. El
traje de charro, le parecía chistoso y raro a doña Ester porque lo había conocido
con ropa elegante de gorguera, sombrero de pluma, saco abotonado, calzas
holgadas, lentes y finos zapatos chapines. Ahora era vaquero de piel quemada
y curtida por el sol, con botas de espuelas, chaparreras de cuero, camisa
ajustada, saco y pantalón de botones plateados, sarape colorido y sombrero de
charro como el de los hombres camperos de Salamanca y Cáceres. Realizó los
pagos correspondientes a los empleados, pagó todas sus tabulaciones y salió el
coche hacia la hacienda de Acatlán por el camino real de San Sebastián
Buenavista; al acercarse a la hacienda de San Miguel Bocanegra, Ester notó que
el paisaje era similar al paisaje gaditano, eso le recordaba su familia y su vida
en Andalucía, pero el gran lago de Zumpango que bordearon, le recordó a su
natal Algarve lleno de marismas.
Al arribar a la Hacienda de Acatlán, Ester bajó elegantemente del caballo,
estaba con su pelo cubierto por una mantilla, se arrodilló y besó la tierra antes
de entrar al casco de la hacienda, ella miró que el lugar era más agradable por
las arboledas; ya no deseaba oír los ventarrones de los áridos llanos del rancho
de San Epigmenio, la hacienda le parecía hermosa porque estaba llena de
huertos y árboles frutales. Los esposos entraron juntos a presentarse con los
lugareños, Gonzalo saludó a la gente y se presentó, después las actividades
empezaron tomar normalidad cuando entraron al interior del casco.
Ester fue directo a la pieza de la recamara para conocer los interiores de la
hacienda, se miraba un tanto abandonada, apenas entraba la luz del sol entre las
desgarradas cortinas y se miraban los ventanales de madera apolillados con los
vidrios rotos. Allí olía a la humedad por doquier debido al abandono, los gruesos
muros de piedra y tepetate denotaban lo fuerte que era la construcción. Se oía
también un silbido del viento fresco al interior del gran comedor hacia la cocina.
El patio interior mostraba sus tejados, un pozo y los corredores con los pisos de
ladrillo levantados. Ester dijo en vos baja a Gonzalo, —Primero se tenía que
reparar toda la construcción lo antes posible—.
En la parte posterior del casco de la hacienda estaban unos cobertizos para criar
animales. Ya era la una de la tarde y el sol calentaba muy fuerte, Ester decidió
buscar la sombra bajo de un gran mezquite para admirar mejor el paisaje. En

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seguida llegaron dos mujeres del lugar, eran doña Jacinta y su hija Petra, se
presentaron ante Ester y ofrecieron su ayuda y servicio. Jacinta era la mujer
joven del capataz de la hacienda y también era la única persona adulta que
hablaba bastante castellano con menor dificultad; ya que la lengua materna de
las mujeres era la lengua otomí.
Jacinta dijo: —Mi señora, estoy a vuestra merced, la mi familia va dar ayuda a
todo lo que necesite, nosotras no sabemos escribir, pero yo hablo lengua
castillana y agora soy la cocinera; la mi madre es mi ayuda grande siempre—.
Ester sonrió un poco y le dijo, —Yo soy Ester, la mujer de don Gonzalo, el
nuevo administrador de esta hacienda, vengo de Sevilla y agora vamos a vivir
en este lugar con vosotras, quiero que me ayuden en las labores de limpieza y
servicio—. En ese momento, ella sintió un poco de mareo y nauseas, de
momento Gonzalo se acercó a sujetarla para que no cayera al suelo; de pronto,
doña Elpidia, la madre de Jacinta, la tomó de la mano, después del vientre, y en
lengua otomí dijo a Jacinta que estaba preñada, luego Gonzalo extrañado le
preguntó a Elpidia para que le dijera ¿si lo que tenía Ester era grave?; Jacinta
contestó, —Tu esposa está esperando un bebé—.
Los ojos de Gonzalo se humedecieron de emoción, era realmente una buena
noticia, saber que su esposa estaba esperando el primer bebé de la familia,
Gonzalo quedó emocionado, y también, estaba él en espera de la llegada de don
Miguel a la hacienda de Acatlán, para hacerle saber la buena nueva. Los criados
también estaban entusiasmados y felicitaban a la pareja porque esa criatura
pronto llegara para darle alegría a esa hacienda.
En ese momento, se oyó el toque del portón, las puertas se abrieron con la
llegada de don Miguel en su diligencia y Gonzalo exclamó —¡Voy a ser papá
don Miguel¡—. Don Miguel soltó una carcajada y abrazó a Gonzalo con Ester
y contestó; —Te felicito hijo mío, pronto nacerá tu primer hijo; ese crío llenará
de alegría este lugar y yo seré su padrino de bautizo, te lo prometo. Pues yo me
retiro porque la tarde es buena para cabalgar hacia el poniente y haced la noche
en Jilotepec; mañana debo llegar a San Juan del Río para hacer algunas ventas
y después salir hacia la ciudad de Santiago de Querétaro para visitar a unos
compadres—.
Gonzalo despidió a don Miguel y a su diligencia en el gran portón de la
hacienda, él se dirigía hacia el camino real del pueblo de Santiago Tequixquiac
para después cabalgar hacia Huehuetoca y tomar el camino real de Tierra

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Adentro. Antes de que oscureciera, las mujeres llevaron a Ester hacia la cocina
mientras otras criadas empezaron a limpiar la hacienda y los alarifes
comenzaron con las reparaciones del edificio abandonado. Gonzalo y Ester
estaban muy atareados y Gonzalo le pidió a Ester que tratara de tomar reposo;
ya que el viaje desde el puerto de Veracruz hasta el rancho de San Epigmenio
había sido muy largo y bastante cansado, pensó que ella podía tener otra recaída.
Esa noche se hicieron varias reparaciones en el casco de la hacienda, sobre todo
en la recamara del administrador y su esposa; los trabajos de construcción
duraron varios días, los carpinteros trabajaron a marchas forzadas durante esa
semana, así como los albañiles y herreros. Gonzalo ya había comenzado una
nueva vida y su esposa también. Ester, por las mañanas le daba de comer a los
pavos y gallinas un poco de maíz desgranado y los residuos de comida se la
daba a los cerdos, en las tardes, ella cortaba limones, higos, granadas, duraznos
y ciruelos de los huertos.
El viernes en la noche, como era su costumbre, se prendieron velas para hacer
la oración del viernes y la cena de madrugada, pero antes de empezar a orar, se
escuchó que tocaban muy fuerte el portón. Gonzalo fue de inmediato con un
sirviente para abrir el zaguán y al escuchar la campana de forma insistente,
Gonzalo respondió —¿Quién toca la puerta? — Y le contestaron, —Soy el
teniente, don José de Tenería, miembro de la guardia real que custodia los
caminos—, al percatarme que había luces al interior de la hacienda, decidí venir
a conocer quiénes son los nuevos moradores de este legar. Entonces Gonzalo
bajó el arma y salió a atender al soldado. Le respondió más sereno y le dijo —
Soy Gonzalo Rodríguez, el nuevo administrador de esta hacienda que pertenece
a don Miguel, mi esposa y su servidor llegamos esta semana y me da gusto
conocerle, ¿Gusta pasar adentro, su merced?—
El guardia preguntó —¿Por qué hay luces al interior de su vivienda? — Gonzalo
respondió; —La verdad mi teniente, está en reparación la casona, debido al
abandono, y para nuestra seguridad, prendimos velas junto con la servidumbre,
ya que mi esposa no se siente muy segura aún, venimos desde Andalucía y
somos nuevos aquí—. El guardia respondió, —Me alegra que haya nuevos
vecinos como ustedes en este lugar tan apartado del pueblo, yo debo cuidar los
caminos para evitar asaltos de bandoleros y también mi deber es conocer a la
gente que mora en este pueblo, yo me despido de su merced, nos vemos señor
Gonzalo este domingo en la iglesia del pueblo para escuchar la misa

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dominical—. Gonzalo respondió, —Sí, seguramente estaremos allí el día
domingo, que tenga buena noche buen hombre—, y cerró el zaguán.
Gonzalo apagó las velas, suspendió la oración judía de la noche del viernes y se
fue a dormir a su aposento. Como Ester ya no menstruaba, debido al inicio del
embarazo, los dos se durmieron juntos en la misma cama, además de estar al
pendiente de los cuidados de ella. El sábado por la mañana, la pareja tenía la
costumbre de bañarse los días sábados y guardar el sábado como día de
descanso, sin que los peones y sirvientes dejaran de trabajar ese día; así que
ahora tenían dos días de descanso, el sábado para ellos y el domingo para los
trabajadores de la hacienda; además, sabían que a partir de ese primer día
domingo, ellos debían asistir a misa en la parroquia del pueblo.
La pareja se vistió con ropa de gala y Gonzalo decidió no usar sus trajes de
charro, él se arropó a la usanza citadina para asistir a la misa dominical en
Santiago Tequixquiac. Ambos tomaron la carreta; ella se cubrió el pelo con una
mantilla y él se puso su sombrero que compró en La Habana, junto con un saco
y una capa de lino. Tomaron un camino hacia el barrio de El Refugio; por la
orilla del río, veían algunas carretas de otros novohispanos que también se
dirigían hacia la parroquia del pueblo.
El pueblo de Santiago Tequixquiac era pintoresco, la pareja miraba las casas de
piedra de tepetate encaladas y bien canteadas con sus tapias llenas de flores de
Castilla y flores nativas de estas tierras, había pequeños ventanales que
asomaban entre los gruesos muros de casas con tejados, cubiertas de maguey y
losas planas de ladrillo. En el atrio estaba un gran cementerio con algunas
lápidas de los castellanos, portugueses e indígenas que habían sido bautizados
y habían fallecido durante la pandemia de viruela y gripa, en los primeros años
de la colonización, cuando Hernán Cortés cedió la encomienda.
Al llegar a la parroquia amarraron los caballos a un costado del atrio y del
cementerio; el santo patrono del pueblo era Santiago Apóstol y la parroquia se
veía todavía en construcción, solo estaba la bóveda, y la cúpula, aún se
encontraba en proceso de construcción, junto con la torre. La parroquia estaba
edificada sobre un antiguo templo prehispánico de grandes dimensiones que
había sido destruido para levantar el templo cristiano, esta parroquia estaba
sobre lo que había sido un adoratorio de forma piramidal para los nativos
otomíes y mexicanos. Se plantaron unos cedros, granados y viñas sobre el
sendero que lleva hacia el portal del templo que estaba siendo labrado en fina

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cantera rosada, al fondo se miraba una bóveda de cañón grande hacia el altar
mayor, seguía inconclusa la obra, pero la parroquia ya empezaba a tener forma
bien definida, muchos de sus espacios ya tenían uso y destino.
Entraron al templo, Gonzalo se descubrió la cabeza y se sentó en una de las
bancas del lado izquierdo, su mujer en otra de las bancas del lado derecho con
las demás mujeres; los asientos solo eran reservados para españoles
peninsulares, criollos, tlaxcaltecas y algunos mestizos reconocidos por su padre
biológico, los nativos oían misa afuera del templo. Antes de comenzar la misa,
Ester se arrodilló y se persignó hacia el altar mayor, algunas personas del pueblo
les miraban con extrañeza porque eran personas nuevas en esta localidad.
Luego, el órgano y los canticos en latín anunciaban el comienzo de la misa,
todos se pusieron de pie para recibir al párroco hacia el altar mientras los
acólitos esparcían el humo del incienso al interior del templo.
El párroco franciscano comenzó a predicar en latín la liturgia, siguieron los
cánticos y alabanzas, pasaron a leer la primera y segunda lectura en latín otros
frailes, y el sermón, lo dijo el párroco en muy buen castellano, después cantaron
los niños en lengua náhuatl, se consagró la ostia y se rezó en latín el Padre
Nuestro, luego se recibieron las ofrendas, en las cuales estaban animalitos de
crianza, frutas de la región, sacos de maíz, trigo y avena, frutas de Europa como
las granadas, uvas, higos, naranjas, limones y ciruelos, también una garrafa de
vino de consagración y las hostias, que eran echas de pita o acemite a la usanza
judía. Ester quedó sorprendida que la asamblea cristiana era distinta a la de
Sevilla, lugar donde solía asistir a la asamblea santa con sus padres, mientras
que Gonzalo solo iba por mero compromiso para evitar murmuraciones.
Al término de la misa, Gonzalo se persigna y sale al atrio a esperar a su mujer,
mientras que Ester se acercó al altar de la virgen para donar unas flores recién
cortadas, posteriormente salió del templo y una mujer madura con una mantilla
y peineta española de plata se le acercó y le sonrío, ambas se detuvieron antes
de salir y la mujer contestó, —Soy doña Lucrecia Núñez, viuda de Tovar, ellas
sois mis dos hijas, Luciana y Ana María—, bajaron el rostro en señal de saludo,
y respondió Ester, —Soy doña Ester Silva de Rodríguez, vengo de Sevilla y
acabo de llegar a este pueblo esta semana, soy la mujer del nuevo administrador
de la hacienda de Acatlán y del rancho de San Epigmenio—, las mujeres
respondieron; —Nosotras venimos del pueblo de Tlapanaloya y acudimos todos
los domingos a misa de medio día, vivimos en la hacienda de La Esperanza, allá

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tiene su merced, y vuestra casa—. Ester respondió, —Mis señoras, es un honor
conocerles—. Salió Ester del templo y tomó del brazo a su marido mientras las
feligresas y sus esposos les miraban con asombro a los nuevos vecinos, después
un fraile se acercó a la pareja y les dijo, —Venid hijos míos, agradezco a
vosotros que se integren a esta comunidad de cristianos del pueblo de Santiago
Tequixquiac—. Ester inclinó la cabeza y el fraile le acercó la mano; Gonzalo,
un tanto apenado, le besó la mano al fraile y se presentó ante el clérigo. El fraile
le extrañó que Ester no le besó la mano y solo inclinó la cabeza, mientras que
otras feligresas se acercaron al fraile para besarle la mano y darle el saludo.
El fraile le dijo muy serio a Gonzalo, que necesitaba platicar con él para que se
registraran y dieran domicilio a la autoridad clerical, así como tratar temas de
impuestos y diezmos sobre la administración de la hacienda de don Miguel.
Gonzalo, aceptó platicar, pero le dijo en otro día, se despidieron del fraile y
nuevamente inclinaron la cabeza al despedirse por respeto a la investidura.
Mirando hacia la parroquia, un fraile recibía a los niños indígenas y a sus padres
en la puerta del curato, el fraile había aprendido lengua otomí, por eso hablaba
en otomí, invitando a los naturales del pueblo a oír misa sobre los corredores de
la casa parroquial del templo. Ester miraba fijamente las tumbas del atrio, de
pronto una pareja se acercó a Ester y Gonzalo, el señor les dice; —¿Vosotros
sois hijos de David? — Ester y Gonzalo se sonrojaron y se pusieron nerviosos,
Gonzalo se detiene y le responde muy serio, —¿Usted cómo lo sabe? —, el
señor responde, —Porque no le besaron la mano a ese freile arrogante, dejadme
presentarme, yo soy don Alberto Treviño y Navarro, también soy de España,
pariente del general Treviño, de allá del Nuevo Reino de León, en el norte de
estas tierras, mi mujer es doña Manuela Belmonte de Treviño, oriunda de
Lisboa, nos encomendaron unas tierras en el virreinato de la Nueva España,
aquí en Tequixquiac, allí donde se conoce como paraje el Treviño y decidimos
mudarnos hacía Tequixquiac, tenemos cuatro hijos y dos hijas que ya no viven
con nosotros y si usted me guarda discreción, dejadme decirle que también
nosotros somos hijos del padre Abraham y de David—.
Gonzalo sonrió y se tranquilizó; don Alberto dijo: —Quiero presentarme y
hacedle sabed que no estáis solos en estas tierras, nosotros vivimos en una finca
cerca de La Heredad, como a 12 leguas y somos dueños de la hacienda de Teña,
nosotros los marranos estamos por doquier, siempre lidiando con viejos

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cristianos que se creen dueños de estas tierras y lidiamos también todos los días
con la santa iglesia católica—.
Responde Gonzalo, —Mi nombre es Gonzalo y yo administro la hacienda de
don Miguel. Eso es lo que observo, creo que ser judíos es más un pecado que
una bendición del creador, mi mujer y yo pensábamos que saliendo de Sevilla
íbamos a vivir sin ser juzgados y perseguidos por esa razón—. Don Alberto le
responde, —Así es amigo, aquí tampoco estamos tranquilos por ser de origen
judío en el silencio y cristianos a voces, yo os aconsejo que no habléis mucho
con doña Lucrecia Núñez, quién es una cristiana chismosa que cree que puede
meterse con la vida ajena de los demás solo porque su hija Luciana canta como
los mismos ángeles en el coro de la parroquia. Si usted me lo permite Gonzalo,
mi mujer y yo deseamos una buena estancia en estas tierras de la Teotlalpan, y
les presentaremos con otras familias marranas que viven aquí y que, como
nosotros y vosotros, tampoco blasfémanos al Padre Santo besando la mano de
los frailes—.
Gonzalo y Ester sonrieron y se despidieron de esa familia al salir del atrio, veían
que este pueblo novohispano era muy similar a los pueblos peninsulares, el
clima era casi idéntico, un sol abrumador que quema el rosto con un calor seco,
pero a una mayor altitud, las casa también estaban construidas en piedra de
adobe y grandes tejados, algunas eran encaladas y relucientes de blanco como
las casas mediterráneas, se veían los cerros secos, llanos áridos y los ríos llenos
vida como los de la misma tierra de donde ellos provenían. Al salir de misa,
vieron un gran mercado indígena donde se vendían muchas riquezas de la tierra
y otras tantas traídas de otras tierras, compraron un canasto para surtir la
despensa antes de regresar a la hacienda de Acatlán.
El día soleado alegraba a la gente, las pocas calles empedradas del pueblo se
llenaban de caballos y mulas cargadas de mercadurías. Junto a unos portales
dejaron la carreta tirada por caballos que en este lugar llamaban volanta,
colocaron los canastos de víveres y frutas cubiertos con mantos para poder
regresar a la hacienda, así evitar que el polvo desprendido de los caminos se
acumulara en los canastos.
Los caballos de la carreta ya sabían el camino de regreso, se refrescaba el aire
por debajo de la fronda de los árboles, en las riberas de los ríos sobre las
barrancas se veía a los campesinos preparar la tierra para la labranza, se
construían canales para desviar el agua de los ríos hacia las parcelas, los

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lugareños eran criadores de conejos, pavos, perros sin pelo y perros enanos que
servían de alimento para la gente desde años antes de la llegada de los
colonizadores.
En dichos caminos se veía regularmente a los arrieros pasar con su ganado y a
los pastores con sus borregos y cabras que les llevaban a pastar en estas extensas
tierras de la Teotlalpan. Cuando llegaban a la hacienda, los sirvientes y
jornaleros ya esperaban la llegada de Gonzalo y Ester, de inmediato Jacinta y
Casiano bajaban los canastos y los llevaban a la cocina para acomodar los
víveres y frutos comprados en el tianguis o mercadillo ambulante.
Gonzalo supervisaba los avances de la obra de la hacienda que iban bastante
rápidos, los interiores estaban listos para traer muebles y el veía que había un
pequeño cuarto con poca luz al interior de la casona que servía de troje para los
granos, mientras él pensaba que uso le iba dar a dicho cuarto, cuando de pronto
se le ocurrió convertirlo en un pequeño oratorio o sinagoga oculta para él y para
algunas personas que podrían pasar sin que los sirvientes tuvieran acceso, él
mismo remozaba los muros con cal y baba de nopal, a la usanza de los albañiles
del lugar llamados tlaquitquis, él ordenó hacer un modesto altar llamado hejal
para colocar unos viejos escritos de la Torah en hebreo que él conservó con
mucho aprecio de sus antepasados. Cerró el cuarto convertido en sinagoga
pequeña, guardó la única llave en el bolsillo de su pantalón para que solo él
abriera y cerrara.
Después se fue al archivo de registros y nóminas de la casona de la hacienda
para construir su oficina, sacó los pocos libros de derecho romano en latín que
lo acompañaron en el trayecto desde Cádiz, él quería que ese lugar sirviera para
atender los asuntos administrativos de las propiedades de don Miguel, se
encerró y comenzó a redactar unas cartas, una para las autoridades locales sobre
asuntos de impuestos y otra para doña Loreto donde le anunciaba que su esposa
esperaba un bebé. Las selló con cera y ordenó a su capataz que las llevara al
correo del pueblo.
Ester empezaba a tener cada vez más confianza con Jacinta y doña Elpidia, a
pesar de no entender la lengua local llamada nhähñu, la que hablaban aquellas
mujeres y que era difícil de aprender, Ester fue a casa de Jacinta, que era una
cabaña o jacal hecha de piedra de tepetate con techumbre de mezote de maguey
para evitar que el agua ingresara al interior en tiempo de lluvias torrenciales, en
su modesta casa había una cuarto con petates para dormir, un ropero y una

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cocina pequeña donde tenía muchas hierbas y plantas disecadas que le servían
a Jacinta como medicamentos, ya que aparte de ser la cocinera de la hacienda,
era partera y yerbera, al exterior había una imagen de la virgen sobre la pared,
un jacal pequeño de palos para guardar los granos de maíz, un tejaban de carrizo
donde hilaba o tejía sus bordados y un gran fogón para calentar la comida y
hacer las tortillas de maíz. Afuera estaban sus animalitos de crianza, lo que le
llamaba mucho la atención a Ester que Jacinta tenía pavos, conejos, perros
enanos y gallinas que engordaba para después comer su carne.
En la tradición hebrea, en acuerdo al libro del Levítico, que especificaba muy
bien el tipo de alimentos que los sefardíes podían comer, según la ley de Moisés
en relación a Dios y el hombre. Los judíos solo se alimentaban de la carne del
borrego o chivo, de ciertas partes de la res, de la carne de aves domésticas y la
carne de los peces con huesos de espina, una rica tradición culinaria que se
extendió por toda la cuenca del Mediterráneo, misma que los sefardíes de la
Península Ibérica aplicaron como regla en sus alimentos cotidianos, por eso
Ester sentía repulsión al darse cuenta que los nativos otomíes de estas tierras
comían muchos animales silvestres de la región como conejos, perros,
zarigüeyas, zorros, tejones, tortugas, serpientes, lagartos, pajarillos, jabalíes,
coyotes, zorrillos, venados, guajolotes y codornices, que al mismo tiempo, los
nativos consideraban a estos animales como medicinales y afrodisiacos.
Afortunadamente los ibéricos que se habían establecido en la Teotlalpan,
trajeron consigo desde Europa las ovejas, las cabras, el ganado vacuno, las
gallinas, los gansos y los cerdos para la alimentación cotidiana, los caballos,
mulas y burros para la carga y los perros y gatos para la caza y acompañamiento;
solo que la diferencia entre cristianos viejos y cristianos nuevos era la ausencia
de la carne de cerdo, la carne de conejo, la carne de caballo, la carne de burro,
la carne mula y la carne perro en la comida, lo que podía ser una causa de
amonestación ante el tribunal del Santo Oficio, por eso Ester y Gonzalo debían
ser cuidadosos de mostrar su alimentación cotidiana a otras personas para evitar
ser denunciados ante el clero.
Para evitar que el Santo Oficio del virreinato de la Nueva España se diera cuenta
de las costumbres judaizantes de la pareja, Ester decidió criar cerdos en la
hacienda, así evitaba sospechas y también decidió evitar el baño sagrado de
manera regular a diferencia de otros españoles llamados cristianos viejos que
eran completamente descuidados en su higiene personal.

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Ester pasaba mucho tiempo fuera porque le gustaba contemplar el campo y le
recordaba su infancia en Portugal; solía estar acompañada de Jacinta y de otras
mujeres indígenas jóvenes que también vivían cerca de la hacienda de Acatlán.
Por otro lado, Gonzalo había encargado a un peón cuidar de todo peligro a su
mujer en sus salidas fuera de la hacienda.
Ester le platicaba a Gonzalo de las extrañas comidas de los nativos, pero
Gonzalo le decía que debían de adaptarse a estas nuevas tierras para no causar
sospechas en cuanto a su alimentación y costumbres, Ester le decía que las
frutas extrañas era lo que más le había gustado de este lugar, pero que debían
sembrar trigales cerca de la hacienda para que continuaran con la elaboración
de pan de pita casero; además le comentaba al marido que ellas podían ordeñar
vacas para la leche diaria y criar pavos o gallinas para el huevo. Una carne que
no venía inscrita en las sagradas escrituras era la carne del pavo o guajolote,
pero que ellos se fueron adaptando a comer su carne blanda y nutritiva, aunque
se violara las sagradas escrituras, preferían comer carne de pavo en vez de
comer carne de perros y de cerdos como lo hacían los españoles peninsulares y
criollos que no eran descendientes de judíos o musulmanes.
Gonzalo salió un miércoles muy temprano en su caballo hacia la parroquia del
pueblo de Tequixquiac para hablar con el párroco, poner en orden el pago de
tributos y registrar su paradero. Al llegar a la parroquia, Gonzalo observaba que
un fraile golpeaba con un carrizo seco a un hombre indígena semidesnudo que
gritaba de dolor, Gonzalo bajó del caballo y le dijo al fraile que dejara de
golpearlo, el fraile se molestó y dejó de golpear al hombre, el fraile contestó: —
Estos indios son mancebos y tercos, que siguen adorando viejos ídolos satánicos
de sus antepasados, no entiendo, por qué la corona de Castilla y Aragón no
aplicó la pena de muerte a los indios, al igual que se instituyó la pena de muerte
para los judíos—. El castigo era para que el nativo suplicara perdón a Dios ante
el altar donde se encontraba una cruz de gran tamaño, luego el fraile le dijo, —
ya me acordé de usted, es el nuevo peninsular que vive en una de las propiedades
de don Miguel, deje hablo con el párroco y el escribano para atender los asuntos
pendientes—.
Gonzalo esperó en el corredor de la casa del curato y llevó su caballo hacia la
caballeriza atrás del templo; en una fuente de agua se sentó mientras lo recibiría
el párroco franciscano, don Gabriel Pineda y Vásquez. Gonzalo veía como los
nativos traían animales, sacos de maíz y trigo para los frailes, y sobre el corredor

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estaba un fraile hablando en lengua náhuatl y otro en lengua otomí para la
catequesis de los niños indígenas mientras un fraile arquitecto estaba
supervisando las obras parroquiales del templo de Santiago Apóstol con
indígenas canteros del pueblo. Los cuales quebraban la piedra con gran maestría
para seguir levantando la torre y la cúpula del templo.
De momento, un mozo anunció el acceso de Gonzalo para ser atendido por el
párroco. El párroco le ofreció un tamal y un chocolate caliente y le acercó la
mano, después Gonzalo le besó la mano y se sentó para escuchar al párroco.
Luego el sacerdote sacó unos planos donde estaban dibujados los límites de las
propiedades de don Miguel, el cura le pidió que se presentara. Gonzalo dijo su
nombre completo, y señaló que era vecino de Sevilla y nieto de cordobeses, de
oficio abogado y administrador de las propiedades de don Miguel, casado en la
catedral de Cádiz con una mujer portuguesa.
El sacerdote se limitó a sacar medidas de los terrenos de labranza, a ver los
límites y los colindantes para que Gonzalo le ofertara a don Miguel una fracción
que fuera donada dentro del barrio de Acatlán para construir una capilla en
honor a la Virgen del Refugio. El cura ofreció indulgencias y reducción de
impuestos si lograba convencer a don Miguel que donara una fracción de
terreno para dicha encomienda. Gonzalo acepto la oferta y prometió regresar en
cuanto don Miguel donara la propiedad a la parroquia.
Luego el párroco notó que se oían rumores de que Gonzalo y Ester eran
descendientes de moros, Gonzalo contestó que era verdad pero que él no le
interesaba nada de sus antepasados, que por eso él se había dejado bautizar
dentro de la iglesia católica a los 21 años de edad; el párroco le dijo que no
tuviera temor con él, que él sabía muy bien quienes poblaban esta región y que
para eso él estaba allí para defender al pueblo de Dios, que solo se limitara a no
practicar costumbres judaizantes, que pagara sus diezmo muy puntal y que
colaborara con los proyectos y cultos religiosos de la parroquia.
Aunque Gonzalo se había ganado la confianza de don Gabriel Pineda por su
inteligencia, él no era grato para otros frailes que también vivían en la parroquia,
su porte elegante y varonil causaba envidia en otros ibéricos del pueblo. Era
obvio que Gonzalo iba tener dificultades para relacionarse con los lugareños,
solo lograría hacer amistad con los judeoconversos, ya que eran bastante
numerosos en esta región llamada la Teotlalpan.

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Gonzalo se despidió del párroco y salió de la parroquia de Santiago Apóstol
hacia los portales, don Gonzalo conoció a un criollo de la misma edad de él, era
el dueño de la forrajera, hijo de un leonés de Zumpango llamado don Samuel
Chávez y Almaraz, Pedro Chávez le decía a Gonzalo que lo invitaba a una
carrera de caballos y que el perdedor invitaba la botella de vino en la taberna.
A Gonzalo le gustó el reto y aceptó, le estrechó la mano y se fueron hacia un
camino para calentar a los caballos, luego galopearon fuerte y por coincidencia
ganó Gonzalo la carrera, Pedro pidió que se repitiera la carrera nuevamente,
pero de regreso al pueblo, Gonzalo aceptó y en esta vez perdió la carrera. Los
dos sonrieron y se fueron a la cantina a tomar un trago y conocerse más, Pedro
pidió que trajeran buen vino tinto de Castilla y una hermosa mujer para que los
atendiera.
Gonzalo aceptó tomar unos tragos de vino, pero no aceptó estar con la mujer, él
le mencionó a Pedro que estaba casado y amaba a su esposa; Pedro le contestó
con una carcajada y dijo, —Yo también estoy casado en Zumpango, pero tengo
dos hijos bastardos con una india en Santa María de las Cuevas, allá donde
tenemos unos viñedos para surtir de vino a los padrecitos de las iglesias y a la
gente de los pueblos de los alrededores—. Gonzalo sabía que no le convenía ese
tipo de amistades, pero también sabía que debía llevar la fiesta en paz con todos
los lugareños. Luego Gonzalo se despidió y prometió volver a competir con
Pedro Chávez y convivir con él.
Ester estaba muy preocupada porque no llegaba su marido y empezaba a
oscurecer, la hacienda comenzaba a tener vida nuevamente después del
abandono, pero seguía estando un tanto retirada del pueblo, de pronto Gonzalo
y su acompañante llegaron, les quitaron la silla a los caballos y él se fue a ver a
su mujer para cenar, Gonzalo vio que los albañiles ya habían terminado el baño
de la casa y que el carpintero había construido dos camas para la recamara
principal de la pareja. Los sefardíes tenían la costumbre de dormir en camas
separadas durante la menstruación de una mujer porque el cuerpo femenino se
consideraba impuro para Dios al tener sangre en la vagina, para ello se llevaba
a cabo el baño ritual de la mujer en un mihveh durante la menstruación; lo cual
evitaba que se contagiaran de enfermedades como la viruela y su piel se
mantenía saludable con el baño sagrado judío, pero también servían las camas
separadas de una pareja durante el periodo de embarazo.

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Gonzalo fue el primero en ocupar el baño de la casa, su mujer le calentó agua
tibia, le puso un espejo con unas tijeras y una navaja para que se rasurara un
poco, también le colocó en un banco su ropa de cama muy limpia mientras ella
también se alistaba para darse un baño después de Gonzalo. Esa noche se fueron
a dormir juntos y le comentaba a Ester que evitara que los sirvientes entraran a
su casa y vieran como ellos vivían en la intimidad familiar.
Gonzalo levantó la hacienda de Acatlán y el rancho de San Epigmenio, contrató
más gente para la labranza de maíz, trigo y sorgo en ambas propiedades, se puso
al corriente de los impuestos de las propiedades y comenzó a amasar una gran
fortuna para don Miguel. Don Miguel se dirigió a la hacienda de Acatlán
después de haber vendido sus propiedades del Bajío, lo que le generó el
aumento de su fortuna en oro puro, del cual un porcentaje le cedió a la Corona
de España, otro porcentaje al gobierno del virreinato que fue destinado para la
administración de las Filipinas, otro porcentaje para la obra de la parroquia de
Santiago Apóstol y la donación de un terreno para construir la capilla de la
Virgen del Refugio en el nuevo barrio de El Refugio, donde antiguamente los
lugareños llamaban el Paso de Acatlán, al otro lado del río donde estaba el barrio
de San José en la loma de Taxdho.
Gonzalo era una persona ahorrativa, sensata, responsable, honrada, sociable y
guardaba una gran fidelidad a don Miguel por la ayuda ofertada; además
siempre estaba al pendiente de su esposa en todo lo que necesitara, en pocas
palabras, parecía ser el marido perfecto de toda mujer. Su juventud, disciplina
e ímpetu de inquietudes hacía que sus logros se dieran a corto plazo.
A lo lejos, se mira la llegada de un caballerango de gran poder, era don Miguel
que estaba de visita por el pueblo de Tequixquiac, traía mercadurías y
herramientas que compraba en subastas de El Bajío para sus propiedades, al
llegar a la hacienda de Acatlán, don Miguel observó que Ester ya llevaba seis
meses de embarazo, él abrazó fuertemente a doña Ester, a quien le prometió que
le bautizaría a la criatura, fuera como fuera. Gonzalo le llevó a don Miguel a su
habitación renovada y le mostró los trabajos de obra de rehabilitación de la
hacienda, después le entregó una fuerte cantidad de doblones de oro, lo que hizo
que don Miguel se sintiera orgulloso y agradecido por la buena administración
de Gonzalo.

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En esa época; las talegas de oro y plata se resguardaban con apoyo de la guardia
real, como fuerzas armadas para que los metales preciosos llegaran hasta su
destino, ya sea que cruzaran los mares o pasaran por los caminos reales.
Dos días después, don Miguel partió en su diligencia hacia la Ciudad de México
para tratar asuntos importantes de negocios. Don Miguel ordenó que la guardia
real custodiara la fortuna hasta que llegara a la Ciudad de México para que el
virrey le contribuyera sus aportaciones a la corona real. Ya iba incrementando
su fortuna a raíz de la venta de algunas propiedades en Querétaro y en
Guanajuato, después salió con destino a su amado puerto jarocho para gastar su
fortuna y compartirla con esposa, sus trabajadores, esclavos y sirvientes.

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CAPÍTULO 4
EL NACIMIENTO DEL BEBÉ

La vieja Teotlalpan era una antigua provincia tepaneca donde se encontraba el


pueblo de Tequixquiac, también había allí otros pueblos incluidos en esta región
indígena, tales como Huehuetoca, Teoloyucan, Tlapanaloya, Hueypoxtla, Santa
María Coamilpan, Tula, Tlahuelilpan, Atotonilco, Apaxco, Zumpango, Santa
María Cuevas, Zitlaltepec, Ajacuba, Actopan, Tlachichilco, Ixcuincuitlapilco,
Tomatlan, Tizayuca, Atitalaquia, Tlaxcoapan, Tezontepec, Mixquiahuala, San
Agustín, Tepatepec, Tetepango, Chilcuautla, Tepejí del Río, Tolcayuca,
Zimapan, Chichimecapan, Nopala, Tequixquiapan, Cadereyta, Jilotepec,
Huichapan, Chapantongo, Ixmiquilpan, Chilcuautla, Tezontepec, Tornacuxtla,
Alfajayucan, El Cardonal y otros pueblos pequeños, en su mayoría, habitados
por los otomíes.
La gente de los reinos ibéricos que se establecieron en aquellas tierras al norte
de la Ciudad de México, territorio que los nativos mexicanos reconocían con el
Mictlan, por su aridez y desolación, comenzaba desde el lago de Zumpango
hasta topar con la Sierra de Pachuca, la Sierra Gorda y la exuberante Huasteca.
A la Teotlalpan, los españoles, posteriormente le llamaron el Valle del
Mezquital, que era una tierra seca de poco interés para los mexicas y hogar de
los nhähñu u otomíes, un pueblo antiguo que también habitó en Tula
Xicocotitlán durante su mayor esplendor. Todos los ibéricos, ya sean
castellanos, portugueses, extremeños, andaluces, gallegos, leoneses, magrebíes
o asturianos, eran los llamados hacendados, aquellos comerciantes y rancheros
de esta comarca que mantenían relación directa con el virrey y los
encomenderos. La Teotlalpan era una región o provincia que nunca estuvo bien
definida, solo fue mencionada por los mexicanos en nemorosas ocasiones, a raíz
de sus ricos yacimientos de cantera, cal y plata, en la tierra donde vivía la gente
casi desnuda, descendientes de cazadores y recolectores de frutos.
Teotlalpan era tan similar a la Mancha castellana, pero con una mayor altitud,
se miraba los lomeríos y llanos interminables entre las áridas serranías, las
plantas de Castilla se adaptaron muy rápido, se podía ver granados, higueras,
cebadales y trigales entre los maizales, mezquitales, magueyales y nopaleras de
esta región del Chichimecapan de los tepanecas.

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El gran Valle de los Mezquites o la vieja Teotlalpan era una tierra donde
empezaba a producirse muy buen vino de uva por la acidez de la tierra, las
granadas, limones, naranjas, palmas datileras e higueras se dieron sin dificultad,
logrando que las haciendas recién construidas, gracias a las buenas condiciones
de fertilidad en la tierra, en diversos poblados se daban viñedos de calidad, uno
de ellos era Santa María de las Cuevas, lugar cercano a Santiago Tequixquiac y
a San Bartolomé Hueypoxtla, pero hubo una situación que provocó celo entre
los europeos, por las desbordados sembradíos de viñas del Nuevo Mundo,
logrando que, en los años venideros, se prohibiera la plantación de nuevas cepas
de uva de vino.
Durante las misas dominicales del pueblo de Tequixquiac, don Alberto Treviño
había hecho amistad con Gonzalo y su esposa, don Alberto le presentó a otras
familias venidas de la Península Ibérica que también, se sospechaba que eran
judeoconversas. Don Alberto Treviño invitó a Gonzalo a una charreada y a una
feria ganadera que se celebraría en el pueblo de Mixquiahuala.
Con su nuevo traje charro, chaparreras de cuero y un sombrero de copa que
compró en la Villa de Tezontepec, salió de Tequixquiac a caballo con sus
caporales hacia el pueblo de Tlapanaloya para alcanzar a don Alberto, en el
puente del río Salado. Allí llegaron todos los demás jinetes invitados; ellos
salieron en diligencia hacia el pueblo de San Bartolomé Hueypoxtla por el
camino real, cruzaron los áridos llanos de las Lomas de España y se dirigieron
hacia el pueblo de Santa María Ajoloapan, después hacia Tianguistongo,
cruzaron por los sembradíos de Chapultepec de Pozos, donde hicieron una
parada para darle de comer a los caballos y allí bebieron un sabroso pulque, una
bebida embriagante de los indígenas que empezó a ser del agrado los españoles.
En ese convite mataron a dos perros enanos llamados techichi, los cuales eran
engordados por los nhähñu de la región para su consumo, la carne de perro era
un nuevo sabor que empezaba a consumirse por muchos ibéricos, pero Gonzalo
y otros acompañantes judeoconversos no comieron carne de perro, porque su
dieta estaba solo en comer la carne del carnero y evitar comer carne de animales
extraños prohibidos por las Sagradas Escrituras.
Cuando Gonzalo probó el pulque, sintió el sabor de una bebida blanca bastante
viscosa y fermentada con cierto sabor agrio porque era la primera vez que lo
ingería, un sabroso vino blanco derivado del maguey, producto del aguamiel
fermentado que empezó darle inflamación en el estómago al paso de dos horas,

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los demás charros se reían de Gonzalo, pero él trató de estar como si nada le
pasara para no verse novato bebiendo bebidas embriagantes. Levantaron el
campamento y continuaron cabalgando hacia un lugar llamado La Cuevita, allí
donde se decía que se había aparecido la Virgen María. Todos subieron a lo alto
de la sierra de Tezontlalpan y comenzaron a descender por el pueblo de Ajacuba
y Santiago Tezontlale, Gonzalo miró los paisajes desolados y varios animales
silvestres que nunca había visto en Europa como la zorra gris, la víbora de
cascabel, armadillos, pecaríes, zorrillos, zarigüeyas, tejones, zopilotes y los
temidos coyotes; del otro lado de la sierra siguieron el camino real hacia el
pueblo de Tepatepec, los caballos tomaron agua en un aguaje y se surtieron de
víveres, vino tinto y corderos tiernos.
Los forasteros siguieron hasta llegar al pueblo de Mixquiahuala por la
madrugada para levantar el campamento de los charros que iban a participar en
las suertes y en los festejos. Los jinetes ibéricos empezaron a alistarse para la
competencia de suertes en la charreada, los indígenas aseaban los caballos, pero
se les tenía prohibido montarlos, ya que era de uso común para los ibéricos, y
en algunas ocasiones, para sus hijos criollos o mestizos.
De pronto, decidieron hacer el campamento, dos de los jinetes comenzaron a
excavar un hoyo en la tierra para poner el horno de leña cubierto con tierra, de
la misma manera que se cocinaba la carne en todo el Mediterráneo, se mataron
dos corderos para desangrarlos con mucho cuidado, después la carne fue
consagrada a Dios para ser un alimento digno después de las competencias
acorde a las costumbres judías. Dentro de un cajón de madera destazaron y
limpiaron muy bien la carne de los corderos; mientras que en una tinaja, a baño
María, colocaban agua para el hervor; y debajo la tinaja con agua, se prendió la
leña al fuego vivo, después colocaron la carne de los corderos con especias del
lugar dentro del cajón para que las impurezas de la carne escurran en la tinaja
llena de garbanzos y arroz dentro de un consomé o caldo de grasas del animal,
después cubrieron la carne muy bien con pencas de maguey y taparon el hoyo
con la misma tierra durante largas horas. Este alimento fue un kashur que los
cocineros judíos de aquella diligencia empezaron a llamarle barbacoa de
carnero.
Durante esa noche, coincidía con el día de una fiesta del pueblo hebreo, por eso
los asistentes cocinaron la carne de cordero en barbacoa para celebrar. Todos
compartieron el manjar con un rico vino tinto traído de Santa María de las

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Cuevas. Sefardíes y otomíes habían creado un nuevo platillo que solo era digno
de degustarse en las fiestas en honor al Dios el Creador, la carne de un animal
permitido en la dieta hebrea como lo era el borrego; desde entonces, la barbacoa
de carnero se volvió popular entre los novohispanos del Valle del Mezquital.
La barbacoa y la criadilla del cordero, dos suculentos majares de la gastronomía
sefardí, un verdadero alimento que degustaron con unas tortillas de maíz hechas
a mano en el comal de barro, acompañadas de una salsa picosa de molcajete o
mortero de piedra que llevaba gusanos de maguey molidos; la usanza de los
nuevos ingredientes, daban paso a una cocina novohispana con sabores únicos,
un sincretismo entre los sabores del Mediterráneo con los sabores indígenas,
pero los judaizantes evitaban comer el consomé de la barbacoa, porque allí
estaban las impurezas de la carne.
Al día siguiente, al llegar al ruedo de piedra, a las afueras del pueblo de
Mixquiahuala, se anunció el inicio de las competencias, comenzó a reunirse la
gente del pueblo sobre los palcos de madera, charros llegados de muchas partes
levantaban campamentos para empezar las romerías, juegos y apuestas del
evento, en medio de los huizaches y mezquites, estaban los corrales de los toros
y los caballos cerca; de pronto, sobre el ruedo, soltaron una vaquilla para que
los mozos, vestidos de gorro de forcados y zapatillas con calzoneras de cuero
jugaran con el animal a toparse en su cornamenta al más puro estilo portugués.
Después, un gallardo joven valenciano, de piel curtida por el sol, aparece con
su elegante capa, su sombrero de pluma y botas de cuero entra con su caballo
para el rejoneo de un bravo toro traído del rancho de Xajay, el joven hacía
galantería de sus suertes o malabares con las banderillas forradas de listones
multicolores para ensartarlas en la nuca del toro hasta que el toro muriera de
asfixia. Para Gonzalo le parecía una brutalidad, pero se quedaba callado
mirando el sangriento espectáculo de sus paisanos ibéricos.
Un jinete vestido de charro, entró al ruedo con su caballo, iba cabalgando a gran
velocidad al lado de una yegua bronca para realizar el paso de la muerte, galopar
con su caballo de forma paralela a la velocidad de la yegua y después saltar
hacia el lomo de la yegua, era la competencia más peligrosa de la charreada.
Los espectadores gritaban para apoyar al jinete, echaban sombreros y flores
hacia el ruedo como un premio dedicado a su valentía por parte de la
concurrencia. Después un grupo de caballerangos se internaron en el ruedo para
competir con otros charros, la competencia era lazar a los toros desde sus

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caballos, los jinetes se jugaban la vida divirtiendo a la gente y ganando doblones
de oro en las apuestas, parecía que la charreada era la verbena más popular de
los pueblos de la región, la música de la banda, tocando pasodobles y la
algarabía de gente, era en sí, lo que hacía importante a Mixquiahuala por unos
días. Allí llegaban vendedores de muchos lugares para vender botas de cuero,
botines, chaparreras, sombreros, sarapes, canastos, lazos, correas, sillas de
montar, espuelas, espadas, garrafas de vino, pulque y antojitos, era todo un
tianguis de artesanos con corrales de buen ganado y caballos en venta para la
labranza de la tierra y para la ganadería de éstas áridas tierras.
Por la noche; Gonzalo regresó a su campamento; ya se estaba acostumbrado a
su nueva vida campirana, lejos de las grandes ciudades. Durante varios días
más, había competiciones entre charros de diversos lugares. Los jinetes
terminaban borrachos de vino y pulque, la guardia real empezaba a poner orden
para evitar trifurcas, riñas y asesinatos. Don Alberto y todos los convidados
decidieron levantar los campamentos, ensillaron a los caballos recién
comprados y trataban de amansar a los toros que también compraron en la feria,
les adornaron los cuernos con listones de colores y los llevaron camino a la
iglesia franciscana de Mixquiahuala para que asistieran a misa y bendijeran el
ganado antes de regresar a casa, para evitar que el Shatán o enemigo se
posesionara de los animales y de las personas.
Siempre iban armados, por los caminos solitarios, donde no cuidaban los
soldados de la guardia real, solía haber asaltos de bandoleros para robar ganado
y talegas de oro, las tierras novohispanas eran muy grandes y los parajes eran
desolados, había riesgo de deambular por esas brechas. De allí, se fueron hacia
Tlacotlapilco para darse un chapuzón en las aguas cristalinas de los manantiales,
el calor agobiante del gran valle lleno de cactos gigantes y mezquites, ameritaba
refrescarse en sus aguas de arroyos y aguas termales antes de regresar, todos
empezaron a desnudarse para zambullirse y echar unos clavados en las pozas
naturales. Gonzalo estaba bastante temeroso de desnudare en frente de todos;
ya que temía que otros jinetes vieran su circuncisión; pero entre veintisiete
acompañantes de esa diligencia, ocho jinetes también estaban circuncidados;
ese era otro signo hebreo que podría delatarlos ante un tribunal del Santo Oficio.
Afortunadamente entre caballeros se encubrían unos a otros y eso evitaba
sospechas para los frailes delatores, por eso; algunos judeoconversos no solían
circuncidar a sus hijos varones que habían nacido en estas tierras novohispanas,

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perdiéndose poco a poco esta costumbre sefardí de circuncidar a los bebés, al
paso de los años.
Volvieron a casa después de siete días en los alrededores de Mixquiahuala, la
próxima feria ganadera y charreada iba ser en San Jerónimo Aculco; dentro de
seis meses, la invitación ya estaba para todos los jinetes y para todos los
asistentes. Gonzalo se encontraba bastante cansado y ya deseaba regresar al lado
de su esposa, pidió a don Alberto que apresurara el paso de los caballos y del
ganado para que al cruzar la Sierra de Tetzontlalpan, pudieran llegar con luz del
día al pueblo de Tequixquiac.
En la hacienda, Ester estaba sentada en un sillón acompañada de Jacinta,
mirando en su alcoba esperando la llegada Gonzalo, estaba bordando unos
pañales y una chambrita con estambres y telas que compró en una mercería de
la calle Obispo, en ciudad de La Habana. Se había preparado para dicho evento
del nacimiento de su primer bebé, el carpintero de la hacienda estaba fabricando
un cuna de madera de mezquite y doña Jacinta estaba tejiendo una cobija de
lana con diseños de animalitos de tejido fino propios de los diseños otomíes en
la indumentaria de esta región.
Ester se quedó dormida con la ventana abierta; ya se miraba la oscuridad de la
noche. De pronto, ella despertó y se escuchaba el galope de caballos a lo lejos,
se puso un chal y con un candil en la mano se asomaba por el ventanal. Pero
Gonzalo veía la noche muy espesa por la niebla del camino sobre el borde de
los riachuelos, se escuchaba el canto del búho y apenas si se veía el resplandor
de la luna entre la espesura de las ramas de los fresnos y sabinos, hacía más de
una hora que ya se había despedido de don Alberto en el puente de piedra de
Tlapanaloya. Gonzalo cabalgaba solo con sus caporales y arrieros que
arrastraban el ganado comprado, él llevaba un arcabuz ante cualquier amenaza,
pero se miraba las sombras de los conejos, ardillas y ratas de campo que
cruzaban de un lado a otro del camino, también veía un tlacuache o zarigüeya
que se hacía el muerto cuando oía la cabalgata, extraño animal de esta tierra que
Gonzalo miraba con cierto recelo.
De pronto, se miraba la silueta de la hacienda y una luz de candil sobre un
ventanal, era una seña de que su esposa estaba despierta y lo iba a recibir. Un
jinete se adelantó para que el capataz abriera el portón de la hacienda, mientras
que el ganado seguía caminando hacia los nuevos corrales. Los arrieros le
contaban historias, que, entre la espesura de la niebla nocturna, se escuchaba el

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lamento de una mujer que ellos llamaban la Llorona, pero Gonzalo se quedaba
callado escuchando la leyenda de los indígenas, se trataba sobre el fantasma de
una extraña mujer que gime y llora a altas horas de la noche, a la orilla de los
ríos con la niebla espesa, atemorizando con su clamor a los caminantes.
Gonzalo entró a la hacienda, se dirigió a la caballeriza y después a los corrales
para contabilizar el nuevo ganado, le quitó la silla a su caballo y le dio un beso
para que descansara en su cobertizo, le puso paja y el animal se echó después
de una larga jornada. Luego cerraron la hacienda y se fue a la sala para
rencontrarse con Ester, la pareja se abrazó y caminó a la pieza del dormitorio
para descansar juntos, Jacinta recogió todo y cerró la casona de la hacienda
escuchando aullidos de coyotes y el gorgojeo las aves nocturnas. Realmente la
pareja estaba en el lugar donde ellos querían estar, muy alejados de Europa, en
tierras inhóspitas donde no había muchos habitantes.
Por la mañana llegó una carta de don Miguel y de doña Loreto, describía que
ambos visitarían la hacienda de Acatlán con motivo del nacimiento del bebé
para el mes de agosto, ya que ellos estimaban que por esa fecha nacería. Gonzalo
colocaba regularmente el oído sobre el vientre de Ester para intentar oír al bebé,
por otro lado, Ester tenía muchas náuseas y desmayos. Jacinta le daba masaje
en el vientre y le decía a Ester que el bebé era un varón por la forma de
acomodarse en el vientre, le daba un té de limón para evitar náuseas y
contracciones, las mujeres otomíes sabían mucho de plantas y hierbas, ellas
curaban a la gente de empacho, de dolor de estómago, de mal de ojo, de diarrea,
de tos seca, de escalofríos y eran buenas comadronas para los partos. La cocina
de la hacienda tenía muchas hierbas secas en la alacena, parecía más una
farmacia que una despensa.
Ester nunca enfermó de gravedad durante el embarazo gracias a los cuidados de
sus acompañantes, doña Jacinta y doña Elpidia. Gonzalo siempre se mantenía
ocupado administrando las tierras entre el Rancho de San Epigmenio y la
Hacienda Acatlán, la nueva crianza de ganado vacuno estaba dando buenos
resultados de inversión y decidió comprar aves de corral. Todos los domingos
bajaban al pueblo de Tequixquiac a escuchar misa y también para abastecerse
de víveres, la pareja le gustaba hacer días de campo sobre las riberas de los
arroyos escuchando el canto de las aves y comiendo unos emparedados de la
cocina sefardí llamados pambazos, era bollos de trigo, fritos en aceite y estaban

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acompañados con un rico arroz con leche, agua de frutas y ensaladas. Ambos
se habían adaptado muy rápido a vivir en las afueras del pueblo de Tequixquiac.
Don Alberto pasó por Gonzalo para ir a comprar más ganado en una feria de
Santiago de Querétaro, Gonzalo no quería ir porque sentía que se acercaba el
parto de su mujer, pero Ester lo convenció de que fuera por más cabezas de
ganado para las propiedades de don Miguel. El viaje iba a ser más largo con
rumbo hacia el pueblo de Huehuetoca y de Tepejí del Río, los amigos jinetes
salieron por la mañana del 22 de Julio con sus caporales y arrieros. Ester se
quedó con una guardia de capataces para el cuidado del dinero y de las ventas
de la crianza de cerdo, ganado vacuno y aves de corral, ella pagaba la nómina
de los trabajadores y Rafael Fortino Miguel, su capataz de confianza, iba a San
Epigmenio para pagar a la gente de esa otra propiedad.
Esos días eran bastante lluviosos, los caminos se llenaban de charcos y había
muchos días nublados; comenzaban a llegar al pueblo de Tequixquiac algunos
comerciantes en sus carretas para las fiestas patronales.
En la madrugada, Ester comenzó a gritar por los dolores de parto, entró Jacinta
con su madre a la pieza, empezaron a preparar a Ester para recibir el bebé,
introdujeron muchos trapos y agua caliente para amarrar a Ester y colocarla en
una posición idónea, limpiaron el área mientras la anciana de gruesas trenzas se
subió sobre el vientre de Ester y con un fuerte grito Jacinta recibió a pujidos al
bebé lleno de sangre, fue por un cuchillo y cortó el cordón umbilical, comenzó
a chillar la criatura y con agua tibia limpiaron al niño, era un varoncito que no
dejaba de llorar, mientras que Ester, muy cansada, se le salen sus lágrimas de
emoción y abrazó a Jacinta con llanto.
Después, las dos mujeres prepararon el baño de Ester para limpiar a la
parturienta y al bebé, era un ritual de purificación para que la mujer recién
parida, durante cuarenta días sanara pronto, la metieron en una tina de agua tibia
que se hierbe con piedras calientes en fogón y hierbas como el xithé o paja para
limpiar el cuerpo de Ester, luego la vistieron y la acomodaron en su cama junto
al pequeño bebé bien envuelto con varias cobijas de algodón para evitar la
frialdad del rocío matutino.
Esa mañana era muy fresca por la llovizna de madrugada, los primeros rayos
del sol se asomaban con el canto del gallo, Jacinta sacó el cordón umbilical del
niño y lo enterró a un lado de un maguey muy frondoso, era un rito de los

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otomíes; después, ella hizo una oración para la diosa de la fertilidad en su lengua
ñhähñu mirando al cielo. Jacinta entró a la casona y empezaron a purificar el
dormitorio. Ester estaba muy adolorida pero muy contenta mirando a su hijo,
un varón bastante pelón y chillón, de tez clara como su padre y de ojos verdes
como los de su madre; hermoso bebé de piel enrojecida con gestos raros que
hacía guiños con sus manitas inquietas hacia atrás.
Ester le pidió a Jacinta que le diera un calendario o un libro de bitácora, Jacinta
corrió a la oficina de la hacienda y sacó un libro de cuero con los días de
reportes, Ester vio que ese día era un 25 de Julio de 1591 y decidió llamar a su
bebé con el nombre de Santiago, lo acercó a su pecho y comenzó a amamantarlo.
Ester le pidió al marido de Jacinta que le llevara una carta al párroco del templo
para comunicarle que había sido madre de un varoncito y que no había podido
asistir a misa en esos días, ella redactó con agrado y los criados fueron a dejar
la carta al párroco.
EL 25 de julio también era la fiesta patronal del pueblo, las pocas calles estaban
llenas de gente, puestos de comerciantes con cazuelas, mercadurías, verduras,
frutas, vestimentas, herramientas y puestos de comida. Habían bajado la imagen
de Santiago Apóstol con su caballo y su espada, la cual atemorizaba mucho a
los indígenas porque les recordaba el sangriento trato por parte de los ibéricos
en esta región. Pero los ibéricos horraban mucho a la imagen Santiago Apóstol,
patrono del reino español, saturaban de flores y velas el interior del templo, el
párroco no dejaba de dar misas y sermones durante todo el día, también se
llevaban a cabo, en ese día, las primeras comuniones de los niños y se
bautizaban personas que se habían hecho cristianos católicos recientemente, al
interior del templo en una misa patronal.
En las afueras de la parroquia se bailaba una contradanza del origen asturiano
en honor a Santiago Apóstol, danza ibérica con varas de rosa de castilla
trenzadas en listones de colores con finos penachos al compás de la música de
viento. Era una danza que solo bailaban los varones y que era llamada la
Contradanza de las Varas. En el atrio se miraba a muchos nativos que se unían
al festejo. Ricos y pobres, españoles y novohispanos se unían en un solo pueblo
durante los festejos. La nueva religión, en estas tierras novohispanas, estaba
teniendo una rápida aceptación entre los indígenas como entre los
judeoconversos al hacerlos partícipes de la construcción del nuevo templo de

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Santiago Apóstol, un templo cristiano hecho con las mismas piedras de lo que
fuera antiguos adoratorios prehispánicos.
La algarabía que vivía el pueblo de Tequixquiac en ese Jacobeo, era un motivo
de integración social y cultural, los ritos y costumbres de la vieja España como
la contradanza de las varas, las procesiones en las calles, la música de banda,
los jaripeos, las misas y celebraciones comunitarias, se fusionaban con los ritos
indígenas, festejos que no eran comunes en los caseríos indígenas, sino que eran
costumbres rurales ibéricas, por eso el señor Santiago tenía más devoción entre
los españoles peninsulares que entre los propios nativos.
Los ritos de la nueva religión que había llegado de Europa a la Teotlalpan, se
fue fusionando con la religión antigua de los indígenas, así se había forjado un
nuevo catolicismo que empezó a tolerar tanto costumbres judías como
costumbres indígenas. Los otomíes y los nahuas del pueblo de Tequixquiac ya
no oponían resistencia al cristianismo católico, se convertían más por voluntad
propia que por la fuerza, la iglesia católica fue permeando poco a poco en la
mentalidad de los caseríos indígenas con mayor facilidad porque ellos no tenían
como libro sagrado al viejo testamento, a diferencia de los judíos, por esa razón,
no les causaba ningún conflicto en aceptar a Jesucristo como un dios más del
panteón mexica. Un nuevo catolicismo emergía.
Los otomíes de Tequixquiac, después de que habían sido los grupos más
temidos y aguerridos de la región, aquellos que no se dejaban someter con
facilidad ni por las armas, aquellos que habían peleado contra muchos grupos
distintos como los mexicas, totonacas, tlaxcaltecas y texcocanos, se fueron
debilitando con la llegada de los colonos ibéricos, la principal causa de su
debilidad era la proliferación de nuevas enfermedades venidas de Europa, tales
como la viruela negra y la gripa. Miles de ellos murieron infectados en pocos
años; el miedo que le tenían a los ibéricos, era más, por sus enfermedades que
por su brutalidad. Obviamente; al ser los nñähñus unos buenos guerreros que
dominaban la Teotlalpan, tenían como enemigos a los mexicas y a los
tlaxcaltecas. Esos grupos nahuas, despreciaban a los otomíes de este lugar por
insubordinados y aguerridos, por eso; cuando los otomíes bailaban al Apóstol
Santiago, mostraban la ferocidad de los animales y se vestían con pieles de
coyote, piel de zorro y piel de serpiente en sus bailes, se maquillaban la cara
con pigmentos naturales para anunciar la guerra al ritmo de un tambor y
cascabeles en los pies llamados coyoles.

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Finalmente, Ester pasó su cuarentena al lado de Jacinta y Elpidia, el bebé
empezaba a fortalecerse al paso de los días, su madre tenía el más mínimo
cuidado de su primogénito y estaba el mayor tiempo posible al cuidado del crío.
Los ojos del niño brillaban con una pureza que solo se tiene durante la edad de
la inocencia, mirar al niño era un motivo suficiente para reflexionar que la
bondad y la pureza existen y por eso vale la pena luchar por la vida; el pequeño
Santiago trajo la felicidad que necesitaban sus padres.
Mientras tanto, en la ciudad de Santiago de Querétaro, don Gonzalo pensaba
que su hijo iba a nacer en cualquier momento y que él debía regresar a la
hacienda lo antes posible para estar al pendiente de lo que Ester fuera a
necesitar. Estaba desesperado de volver lo antes posible, en cuanto terminó la
compra de las cabezas de ganado, pretendía buscar un camino que acortara la
distancia.
Entre cantos y bromas, la diligencia de don Alberto y Gonzalo regresaba a
Tequixquiac por el camino de San Juan del Río que cruzaba por El Zarco hacia
el pueblo de Jilotepec, allí cortaron por atajos entre los cerros de encinos para
poder llegar lo antes posible a Tepejí del Río; llevaban una vianda de agua en
alforja y elotes cocidos a las brasas para no parar durante la diligencia de
compra, mientras que los arrieros jalaban al ganado vacuno recién comprado en
El Bajío a su paso. A Gonzalo le esperaba una de las noticias más bellas que
cualquier varón puede recibir por parte de su esposa.
Los reyes católicos del Reino de España querían que todos los descendientes de
los judíos que no pudieron salir de su territorio, se convirtieran en cristianos
nuevos, el plazo que les habían dado no era mucho tiempo, no querían que se
dispersara otras religiones en las tierras recién conquistadas; por esa razón,
siempre trataban de negarles el cruce hacia los nuevos virreinatos; pero el
soborno a las autoridades civiles como a autoridades religiosas, y la falta de
colonos europeos que desearan cruzar los océanos o que abandonaran sus
beneficios en Castilla o Madrid, permitió que muchos de los marranos
aventureros se establecieran con rapidez por todas las tierras recién
conquistadas por los ibéricos.
Personas como Gonzalo, eran los europeos idóneos para que se poblaran las
ciudades y los pueblos del virreinato de la Nueva España, no eran los ibéricos
más queridos, pero si eran los ibéricos que podían ayudar a la corona a
enriquecerla a través de la administración de la agricultura, la ganadería, la

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minería, la pesca y el comercio cediendo el quinto real; ya que no había
administrador de haciendas o de minas que no tuvieran antepasados sefardíes.
Muchas veces, el clero tuvo que ser muy tolerante con las costumbres judías,
con las costumbres indígenas y con las costumbres de los esclavos negros, no
existía en la Nueva España, un cristianismo fundamentalista, era en sí, un
catolicismo a la medida de todos los creyentes.

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CAPÍTULO 5
EL BAUTIZO
Los bastardos y los mestizos, eran un nuevo grupo social en crecimiento,
principalmente de la cópula de varones europeos con mujeres indígenas, nacía
el capataz, el arriero y el hermano bastado del criollo, pero, en el caso de la
Teotlalpan, los esclavos negros no fueron introducidos, no se sabe la razón, pero
los peninsulares y los criollos, prefirieron esclavizar a los nativos otomíes a
través de los mestizos para lograr extraer los yacimientos de piedra y cal usados
en la construcción, para la ganadería y para la labranza. El mestizaje de esta
región no solía tener afro-descendientes como ya ocurría en otras regiones de la
Nueva España. El grupo mestizo siempre imitaba la vestimenta, el habla y la
forma de ser de los peninsulares, el mestizo deseaba parecer a un criollo o un
europeo, pero no se percataba de que algunos ibéricos tenían extrañas
costumbres encriptadas en el seno familiar, referidas éstas a la ley de Moisés.
Los mestizos fueron los primeros en abandonar las costumbres antiguas y las
lenguas indígenas, su cristianización ocurrió de una manera más rápida a
diferencia de los propios ibéricos judeoconversos que se aferraban a conservar
la tradición oral del castellano antiguo llamado ladino.
Mientras tanto en la hacienda, Ester estaba desbordada de alegría con la llegada
de su bebé. Una mujer, por parte de la parroquia, que se llamaba Lucía Pineda,
fue a visitar a Ester para darle felicitaciones sobre la llegada de su hijo, ella
recibió saludos del párroco por parte de la señora Lucía. La parroquiana le
encontró convaleciente, Ester contó a la mujer que su marido había ido a una
feria ganadera y que ella estaba a cargo de la hacienda mientras Gonzalo
estuviera fuera.
Lucía Pineda de Gaytán, la dama extremeña que era voluntaria de la parroquia,
cargó al bebé y quedó encantada con mirar al crío, le sugería a Ester que
apresurara los trámites de su bautizo. Ester le comentó a la mujer que el bautizo
de Santiago iba ser muy pronto, que solo estaba esperando la llegada de los
padrinos y de su marido, ella estimaba, en el mes de septiembre, celebrar en la
parroquia del pueblo, el ya anunciado bautizo del pequeño Santiago. Ester y
doña Lucía se despidieron y le mandaron ese mensaje al señor párroco.
Jacinta y la anciana madre, doña Elpidia, cuidaban muy bien al bebé como si
fuera de ellas, lo envolvían en un rebozo y le cantaban canciones para el sueño

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en lengua otomí. Jacinta cuidaba mucho a su patrona, la bañaba en una tina en
agua hervida con piedras calentadas al sol para que recuperara la energía
después del parto; así fue, Ester se pudo levantar pronto de la cama gracias a los
cuidados de las mujeres que vivían con ella.
A los quince días del nacimiento de Santiago, Ester despertó muy temprano y
bañó a su bebé, luego lo colocó en su cama desnudo, con un cuchillo bastante
filoso que ella había puesto a hervir en un pozuelo con agua, le cortó el prepucio
al bebé, pero el llanto y el desangramiento del bebé fue inevitable, Ester sintió
miedo y empezó a gritar de desesperación. Entró Jacinta al dormitorio y tomó
al crío que estaba a punto del desmallo por dolor, luego le puso un trapo en el
pene para evitar que desangrara más. Ester estaba arrepentida de lo que había
hecho, por un momento, ella pensó que el bebé iba a morir por culpa suya, ella
decía que Gonzalo no le iba perdonar nunca si Santiago moría por desangrarse
en la circuncisión. La anciana Elpidia, de inmediato, puso a hervir hojas de árbol
y varias hierbas silvestres, luego colocó las hojas sobre la cabecita del bebé para
bajar la fiebre, después limpió el pene del bebé y le colocó un brebaje de hierbas
que coaguló la sangre donde había cortado el prepucio del infante. El niño dejó
de sangrar, se veía muy debilitado y lloraba mucho, Elpidia lo bañó nueva mente
y le colocó hojas de un árbol llamado tepozán sobre sus partes nobles, lo
envolvió en un rebozo y el bebé se durmió de cansancio. Ester estaba asustada,
con su llanto, era consolada por Jacinta, pero nunca le explicó a las mujeres el
por qué le había hecho la circuncisión a su bebé, solo se quedaba callada como
si huevera perdido la cabeza por unos momentos.
Todas se fueron a dormir y esperaron la mañana siguiente a que el bebé
despertara muy contento y con mucha hambre. Él había perdido líquidos por
deshidratación y se pegó al pecho de Ester sin soltar la teta. Jacinta le dijo que
ya había pasado el peligro, pero que no volviera hacerle daño al bebé, se lo iba
a quitar por unos meses. Ester le prometió a doña Jacinta que no volvería hacerle
daño a Santiago de ninguna forma, ni un rasguño iba a suceder.
Santiago empezó a sonreír y a dormir con normalidad, Jacinta lo desnudaba para
que en las mañanas tuviera sus baños de sol en un petate que colocó en el jardín
de la casona. Ester estaba muy sorprendida del amor que Jacinta y su madre le
tenía al niño, eso no era común en Andalucía, que las mujeres sintieran un
instinto maternal por hijos ajenos. Ester se bañó y se puso sus mejores ropas

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para recibir la llegada de su marido. Por la tarde, los caballos se acercaban con
el ganado recién comprado en los ranchos de Querétaro.
Gonzalo arribó con desesperación y nervios, se bajó del caballo, se lo entregó
al capataz y corrió para saludar a su esposa, entró a la recamara y miró a Ester
con un rebozo cargando y amamantando al bebé, Gonzalo se hincó en frente de
su mujer, besó la mano de Ester y soltó el llanto de felicidad, se levantó y besó
la frente de Ester, después miró al bebé mientras se secaba las lágrimas, cerró
los ojos, empezó a orar en silencio agradecido al Dios de Israel que lo haya
bendecido con un hijo primogénito, para así continuar con su linaje por muchas
generaciones más.
Gonzalo tomó al bebé con sus manos, se sentó en un sillón y lo cargó sin decir
palabras mientras a Ester se le salían las lágrimas de pena, Gonzalo llamó a
Ester y los tres se abrazaron de felicidad, Gonzalo prometió que iba protegerlos
siempre hasta el último día de su vida. Gonzalo empezó a cantarle al bebé cantos
de cuna en ladino y algunos salmos en agradecimiento al dios Yahveh. Ese día
era una tarde de sol radiante que se miraba en las Lomas de España sobre el
pueblo de Santa María de las Cuevas, al fondo la sierra de Tetzontlalpan y al
poniente, los verdes sembradíos sobre los ríos de Tequixquiac hacia el pueblo
de Atitalaquia.
Gonzalo se fue a refrescar, posteriormente sacó unas botellas de buen vino tinto
de en los viñedos cercanos para compartir su felicidad con los empleados de la
hacienda, otros llevaron pulque y empezaron beber de felicidad por la llegada
de Santiago. La fiesta comenzó en la noche del viernes, mataron un cordero para
ponerlo a las brasas y repartirlo entre los empleados y empleadas de la hacienda.
El domingo, muy de mañana prepararon la carreta para ir a misa, el cochero los
llevó hasta la parroquia y la feliz pareja entraron muy gallardos al templo; los
miraban con asombro, hasta causaban envidia entre los feligreses. Don Alberto
se aceró y abrazó a Gonzalo para felicitarle por su primer hijo, entraron a la
parroquia, y como ya era costumbre, las mujeres se sentaban al lado derecho y
los varones al lado izquierdo de las bancas. Ester se acomodó, algunas señoras
se acercaron a conocer al bebé y se fascinaron con la sonrisa y los ojos verdes
de Santiago. Se callaron, entró el párroco con sus monaguillos y tres frailes
franciscanos por detrás, esparciendo el incienso, todos se pusieron de pie para
dar inicio con la celebración de la misa.

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Se leyó la primera lectura, el salmo y la segunda lectura en latín, después se
hincaron para escuchar el evangelio, luego se dio el sermón, las ofrendas, la
consagración, el padre nuestro y la eucaristía; antes de terminar la misa, se
informó sobre los festejos parroquiales y el padre bendijo a las familias
asistentes a la misa. Todos los europeos y criollos salieron del templo luciendo
sus mejores galas. Después ingresaban los indígenas para escuchar la
celebración de la misa en náhuatl, la cual era rezada por dos frailes que
dominaban las lenguas de este lugar. Las mujeres nativas entraban cubiertas de
la cabeza con sus rebozos, las mujeres indígenas llevaban sacos de maíz,
calabazas, fríjol, papas, para darlo de ofrendas durante la misa, el aroma del
copal se esparcía por el templo con los cánticos y alabanzas en lengua náhuatl.
Afuera, siempre estaba un mercadillo que abastecía de víveres a los lugareños,
era toda una romería, se escuchaba idiomas como el náhuatl, el otomí, el
mazahua, el mixteco o el tepehua, sin olvidar el imperante castellano y el
portugués, todo tipo de mercadurías indígenas se vendían o se cambiaban en
forma de trueque, también había comerciantes gabachos o franceses que
aprovechaban el tianguis, les recordaba un poco a los zocos de Córdoba o de
Granada, allí donde se vendían telas, artículos de orfebrería, espadas, botas de
cuero, joyas, sillas de montar y sombreros.
Por las sendas del pueblo cruzaban las volantas o carretas de labranza entre las
tapias de piedra de las casas de tepetate, los caminos del pueblo estaban
cubiertos de arboledas con linderos de plantas de órgano para delimitar las
propiedades, algunos de los tejados de las trojes eran de penca de maguey con
muros gruesos de piedra de tepetate. Así era la arquitectura típica del pueblo de
Santiago Tequixquiac.
Las madres adoptivas de Santiago, Jacinta y Elpidia, lo estaban engordando,
cada día, el bebé se veía muy choncho porque probaba aguamiel del maguey,
su leche materna, papillas de frutas y verduras muy extrañas como chayote,
zapote negro o pitahayas y jugos de carne; así como postres de leche.
Jacinta se colgaba a Santiago por detrás de su espalda, amarrado con un rebozo
a la usanza indígena; mientras Santiago dormía, Jacinta preparaba los alimentos
de todos los habitantes de la hacienda. Ester quedaba muy sorprendida de la
crianza de los niños en estas tierras. Jacinta quería a Santiago igual que a sus
hijos propios sin distinción alguna. En ese momento; Ester fue con Gonzalo
para recibir a don Miguel y a doña Lotero en el rancho de San Epigmenio, ellos

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prepararon las carretas para cabalgar hasta las cortinas de San Sebastián
Buenavista en el corregimiento de Zumpango.
En San Epigmenio, esperaban a la diligencia de don Miguel y doña Loreto,
viajeros que venían procedentes desde el puerto de Veracruz, a lo lejos se veía
la carreta acercándose a las puertas de San Epigmenio, llegando allí, bajaron los
dos maduros esposos mientras Gonzalo y Ester esperaban con alegría su
recibimiento con todos sus mozos y trabajadores. Ester hizo una reverencia ante
la llegada de los patrones en señal de agradecimiento y Gonzalo se descubrió la
cabeza dando su saludo formal, se abrazaron y a doña Loreto como Ester, se les
salían las lágrimas de felicidad. Eran momentos muy conmovedores.
Doña Loreto le preguntaba por el crío y Ester le comentó que lo había dejado
con sus nanas en la hacienda de Acatlán, que ella no se preocupaba porque
estaba muy bien cuidado y bien alimentado. Las dos sonrieron, mientras la
casona de San Epigmenio estaba muy limpia, con muchas velas para alumbrar
el camino de los dueños, se podía apreciar a los ángeles de cantera en el comedor
con un gran candelabro que alumbraba la elegante casa estilo mozárabe andaluz,
en medio de las llanuras secas, el viento se cortaba entre las cortinas de
arboledas de la fresca noche, los coyotes aullaban. Don Miguel estaba muy feliz
de lo bien cuidadas que estaban sus propiedades y de las prósperas actividades
que estaba iniciando Gonzalo en la región. Aumentaban las cabezas con el
nacimiento de nuevos becerros de finas terneras y toros que habían sido
adquiridos en subastas y ferias ganaderas; ya no se veía el abandono de las
propiedades, todo estaba renovado y con un ambiente muy campirano que le
recordaba su origen.
Durante la cena, se sirvieron algunos platillos y ricos vinos de los viñedos de
Santa María de las Cuevas, se preparó un lechón para don Miguel y sabrosos
postres por el resto de los comensales con un lomo de toro bañado en una salsa
picosa con calabazas, todo estaba delicioso, los dulces de acitrón extraídos de
una cactácea llamada biznaga, un arroz con leche y suave sabor a canela;
también un chocolate caliente con buñuelos fritos. Las cocineras se habían
ganado el aumento de sueldo con toda seguridad.
Por la mañana salieron hacia la hacienda de Acatlán, los padrinos estaban
ansiosos de conocer al ahijado, como ya eran grandes de edad, no podían hacer
el viaje sin detenerse en algún lugar, Veracruz era muy lejos y la Teotlalpan era
otra tierra llena de contrastes. Al arribar don Miguel y doña Loreto, una vez

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más, estaban sorprendidos de lo bien cuidada que estaba la hacienda, además
miraban mucha gente trabajando por todos lados.
En la puerta de la casona de la hacienda estaba Jacinta y su marido cargando al
regordete bebé que manoteaba de alegría recibiendo a sus padres con una
sonrisa. Ester cargaba a su hijo y se lo llevó a la futura madrina, don Miguel y
doña Loreto finalmente conocieron a su ahijado, era el niño guapo como lo
habían soñado, doña Loreto lo cargó en sus brazos mientras los sirvientes
bajaban los baúles y valijas de viaje. Don Miguel observaba como los sirvientes
querían a Gonzalo, se sentían protegidos y bastante apreciados por el nuevo
administrador sevillano, eso tenía muy tranquilo a don Miguel porque los
españoles no gozaban de buena reputación con los lugareños indígenas ante la
pedantería, el desprecio y el maltrato por parte de los peninsulares.
Debido a las premuras del bautizo, Ester, su marido y don Miguel fueron a las
oficinas de la parroquia de Santiago Apóstol, mientras doña Loreto se quedó al
cuidado de su futuro ahijado. Al llegar a la parroquia, un fraile los recibió y
pasaron directamente con el párroco para intentar agilizar el bautizo del niño el
domingo siguiente. Los padres se presentaron, aunque ya eran un tanto
conocidos por las autoridades del templo. Ester se sentó en un vano del interior
del templo mientras observaba como un fraile franciscano hablaba en lengua
náhuatl a los niños del catecismo, allí sobre un gran corredor, mientras los
infantes se sentaban en petates escuchando al religioso, los niños prestaban
mucha atención porque se les hablaba en su lengua y también en castellano.
Don Miguel quiso hablar primero en privado con el párroco, antes de que los
tres se reunieran sobre el mismo tema, don Miguel amablemente saludó y besó
la mano del párroco, le ofreció dinero en oro para construir unas aulas para los
niños del catecismo y también le ofreció dinero para continuar las obras de la
construcción de la cúpula principal sobre las naves del nuevo templo. El párroco
aceptó y felicitó a don Miguel por su prosperidad, el párroco le dijo que Dios
no le había mandado hijos propios, pero que le mandó hijos ajenos y Dios lo
bendecía con prosperidad por ser un buen cristiano, después pasaron a la oficina
los padres del bebé y el párroco ordenó traer al escribano del templo, para
levantar un acta de compromiso con don Miguel y realizar el bautizo del niño
en el siguiente domingo al término de la misa dominical.
Finalmente, estaba registrado, que el día 28 de agosto se realizara el bautizo del
niño Santiago Rodríguez y Silva nacido el 25 de Julio de 1591, en Santiago

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Tequixquiac, del corregimiento de Zitlaltepec, de la provincia de México, en el
Virreinato de la Nueva España, cuyo padre era nativo del pueblo de Cabra, de
la provincia de Córdoba y su madre era nativa del pueblo de Albufeira en el
reino de Portugal, su padrino de bautizo sería Miguel Rojas de la Vega y Loreto
Carmona de Rojas, ambos originarios de la ciudad de Salamanca, del Reino de
Castilla la Vieja; Ester le mostró al párroco su acta de matrimonio con Gonzalo
en la catedral de Cádiz. Como era obvio, todos debían mostrar los dos apellidos
para que la iglesia rastreara el origen familiar de todos y saber si eran cristianos
viejos o cristianos nuevos. Finalmente se selló el compromiso para el bautizo,
gracias a las dádivas de don Miguel.
Mientras tanto; en la hacienda de Acatlán, doña Loreto sacó de su baúl de viaje
un ropón blanco para probárselo en medida con el bebé, empezó a desnudar a
pequeño Santiago y notó que en el pañal había gotas de sangre, Jacinta trató de
esconder el pañal pero doña Loreto le quitó el pañal y miró que el niño estaba
circuncidado, pidió que Jacinta fuera a la cocina por agua tibia mientras lo
estaba revisando, pero el niño ya no tenía dolor, solo sangraba muy poco, sacó
el algodón y colonia fina que compró en Veracruz, lo limpió, le volvió a poner
pañales nuevos y ropa de bebé nueva que ella trajo consigo, le puso un gorro y
le compró un chupete de una elegante bonetería del puerto jarocho, sacó el
ropón de finos listones blancos para el bautizo del próximo domingo. Mientras
ella cargaba al pequeño, el bebé se recargó en su pecho y se quedó dormido,
doña Loreto se recostó a su lado y cubrió a su ahijado con una manta.
Llegó la carreta de don Miguel con la pareja, entraron los caballerangos y el
capataz recibió a su patrón, Jacinta preparaba los alimentos en la cocina y doña
Loreto descansaba con el crío. Ester acudió a la recamara de doña Loreto, la
señora se despertó y le dijo que quería hablar con Ester en privado, Ester cerró
la puerta y doña Loreto le dijo; —hija mía, ¿Tienes algo que decirme en este
momento? —
Ester respondió; —así es, el bebé será bautizado el domingo son dificultad—,
pero estaba nerviosa, doña Loreto le responde, —no me refiero al festejo del
niño, me refiero a la circuncisión de él—, entonces Ester empezó a ponerse más
nerviosa y le dice a doña Loreto, —perdóneme, nunca lo hice con la intensión
de herir a mi bebé solo quería cumplir con los mandamientos de Dios de Israel
al circuncidar a todo varón judío a los quince días después de su nacimiento—.

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Doña Loreto respondió; —te entiendo hija mía, pero la circuncisión debe
realizarla un rabino con mucha delicadeza, pero no nosotras, el bebé corrió el
riesgo de morir y Gonzalo no te lo habría perdonado, pues no digas nada y
quédate callada yo guardaré esto como un secreto familiar para no poner al niño
en vigilancia del clero y espero que hables con Jacinta sobre eso; nadie debe
descubrir que somos descendientes de judíos, si el clero se da cuenta que tu hijo
esta circuncidado, todos corremos un riesgo de ser sentenciados por la
inquisición del Reino, no podemos servir a dos amos, aunque seamos creyentes
en el mismo Dios, realizar las costumbres de nuestros antepasados es ahora obra
satánica para la iglesia. Comprendo perfectamente a los nativos de estas tierras
lo que sienten al quedar sus creencias y costumbres excluidas ante otra religión
que debe ser aceptada de forma casi obligatoria —.
En el comedor de la casona se tenía un gran banquete para recibir a don Miguel
y doña Loreto, se había matado un pavo y Jacinta había hecho un mole negro
para acompañarlo con la carne del pavo, no faltaba el buen vino, las ricas tunas
de temporada de color verde, rosa o amarillo y una ensalada de nopales con
jitomates y queso blanco hecho en la hacienda. El bebé estaba feliz, eran señas
de un niño sano.
Al llegar el domingo, muy temprano la madrina vistió al pequeño con su ropón,
los padres y los padrinos subían a la carreta con sus mejores galas hacia la
parroquia, al llegar al templo, las mujeres se cubrieron el pelo con sus mantillas,
entraron al templo y escucharon la ceremonia de la misa hasta que dio el padre
la bendición final, después los padrinos pasaron a la sacristía y los padres a la
bautisterio; allí estaban los monaguillos y el párroco para iniciar el sacramento
del bautizo, al terminar de firmar el acta de bautizo, los padrinos se fueron hacia
el bautisterio, mientras el coro estaba cantando alabanzas angelicales.
El párroco oró y después prendieron la vela para iniciar la ceremonia, don
Miguel descubrió la cabeza del bebé y lo acercó con el párroco, el párroco sacó
una concha que trajo doña Loreto desde el mar de Veracruz y roció de agua la
cabeza del bebé mientras éste soltó el llanto por lo fría que estaba el agua,
orando el párroco dijo; —En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo,
yo te bautizo con el nombre de Santiago Rodríguez Silva, el nombre que
llevarás siempre, desde hoy eres un nuevo cristiano de esta santa comunidad
católica de Tequixquiac—.

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Al terminar la ceremonia del bautizo, sonaron las campanas y salieron hacia el
atrio, afuera muchos niños indígenas y niños criollos esperaban el bolo, de
pronto don Miguel echó al aire monedas de oro y plata que las personas y los
niños recogían el dinero, algunos colonos ibéricos miraban a don Miguel con
cierta envidia por su prosperidad y fama, a las mujeres españolas les parecía una
humillación recoger monedas de oro y plata regaladas por un arrogante hombre
acaudalado, pero para don Miguel era alegría plena por el hijo que nunca pudo
darle su amada esposa. Todos regresaron a la hacienda para el festín del bautizo,
los caballos galopaban muy erigidos y en la hacienda comenzaban a llegar los
invitados de Gonzalo; la madrina siempre cargando a su ahijado con mucho
gusto como si fuera hijo propio.
En el festín llegó un grupo músicos que amenizaron la fiesta, las mesas estaban
llenas de ricas jarras de buen vino tinto y algunos lechones asados al horno,
también había barbacoa de carnero, platillo que Gonzalo había aprendido a
preparar en la feria de Mixquiahuala, y hubo mucho pulque. A los invitados se
les repartió el bolo en un sobre mientras los niños jugaban rondas en el jardín
de la hacienda. Las cocineras no se daban abasto de servir los alimentos a las
familias ibéricas de confianza para don Gonzalo. Todos los invitados estaban
muy agradecidos con don Miguel y con don Gonzalo por ser tomados en cuenta,
esperaban que se repitieran más fiestas en esa hacienda que había estado casi
abandonada. Por la noche salían las carretas de los invitados hacia los pueblos
cercanos como Hueypoxtla, Tlapanaloya, Zumpango, Tula y Ajacuba, era seña
de que Gonzalo estaba teniendo nuevas amistades dentro de la región y que eso
hablaba bien de él como un buen administrador.
Se fueron a descansar, el pequeño Santiago solo quería estar bebiendo leche en
su mamila de vidrio y babeando a su madrina, en realidad, no se sabe si el bebé
había disfrutado su fiesta de bautizo, pero se había mantenido muy contento al
estar cargado por varios brazos, realmente no era huraño ni chillón. Ese día,
durmió por primera vez en su cuna de madera que le mandó hacer su padre con
gran cariño, así que en el dormitorio ya había dos camas y una cuna, todas las
piezas de la hacienda estaban ocupadas, don Miguel había bebido mucho vino,
tuvo que irse a su cuarto más temprano de lo habitual, su felicidad como padrino
era sorprendente.
Don Miguel había pasado largos días de descanso en el pueblo de Tequixquiac
y sus alrededores, su mujer estaba muy feliz de haber hecho ese viaje tan largo

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y pasó nuevamente unos días de gozo y alegría con Ester y Gonzalo, al igual
del acompañamiento de la nana Jacinta, sintió doña Loreto un instinto maternal
por el pequeño Santiago, por ese motivo, le costaba trabajo dejar la hacienda y
regresar al puerto de Veracruz. Finalmente, el par de ancianos se despidieron y
siguieron su camino hacia la Ciudad de México para visitar a un banquero y
hacer otras actividades como dejar su testamento, para después; regresar al calor
tropical del puerto jarocho.
Gonzalo y Ester pasaban uno de los momentos más felices de sus vidas,
realmente no querían tener contacto con mucha gente, debido a las dificultades
y precariedades que pasaron en Andalucía; era inevitable tener amistad con los
demás colonos europeos y con los naturales de estas tierras. La adaptación fue
muy rápida, la lejanía con las autoridades eclesiales era para ellos momentos de
remanso y tranquilidad. Les bastaba solo la familiaridad adquirida con los
ancianos porteños en estas nuevas tierras.
Ester le cantaba al pequeño Santiago la siguiente cantiga sefardí:

Tres ojikas madre tiene el arvole


La una en la rama, las duas enel pie, las duas enel pie, las duas enel pie
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz
jalavan el aigre meneavanse, jalavan el iagre meneavanse,
jadeavanse, jadeavanse
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz
Arvoliko vedre seko la rama,
debasho del puente retumba el agua, retumba el agua, retumba el agua
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz
Ainiz, Ainiz Ainezeta, Ainiz

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Gonzalo y Ester disfrutaban mucho visitando los pueblos y parajes de los
alrededores del pueblo de Tequixquiac, realizaban días de campo sobre los ríos
con otros ibéricos, bañaban al niño en los riachuelos entre los pececillos,
acociles y ajolotes; colgaban una cama o hamaca entre los árboles para
arrullarlo y el padre siempre estaba al cuidado de que algún animal peligroso se
le acercara como las culebras, alacranes, arañas, coyotes o moscos.
El pequeño Santiago, era tal vez, el niño más consentido, no solo sus padres
cuidaban de él, también sus nanas, era un bebé tan sano que no le hacía nada las
picaduras de los mosquitos, las enfermedades como la tifo o viruela; la vida del
campo era remanso y alegría, hasta que un día, en el jardín de la hacienda, una
abeja le picó en la oreja, de pronto soltó en llanto y empezó a ponerse pálido,
Jacinta curó la picadura del niño con hierbas, ya que la botica de Jacinta era las
plantas que allí crecían, allí estaba la farmacia, ella y su madre sabían los efectos
de las plantas y de los animales para sanar a los humanos, aunque también Ester
sabía un poco del conocimiento de algunas plantas medicinales como la ruda,
el perejil, el diente de león, la albahaca y el níspero porque también los moros
eran buenos conocedores de plantas como lo eran los indígenas de la Nueva
España. La hacienda de Acatlán estaba llena de vida, la gente podía vivir allí
sin dificultades y la guardia real solía visitar a los habitantes para cuidar los
caminos durante el paso de los bandoleros.
En 1595, en un dictamen que el propio emperador español Felipe II emite, allí
se ordena para los virreinatos de América, que se quemen los sarmientos y
viñedos de todo el continente con el fin de reducir la excesiva producción
vitivinícola en las tierra americanas, en la Teotlalpan, en llanos de las Lomas de
España, existían los viñedos de Santa María de las Cuevas, un lugar del
corregimiento de San Juan Zitlaltepec de excelencia en vino, lugar donde se
perjudicó el cultivo de la vid de forma tajante. Para el año de 1597, el virreinato
ordena pagar nuevos impuestos y prohíbe el cultivo de viñedos o sarmientos,
ahora toda la producción de vino y aceite de olivo tenía que venir
obligatoriamente de Europa.
Gonzalo siempre cabalgaba con su familia a gran rapidez, podía ir de Potrero
Alto a la Hacienda de Teña en menos de una hora, de Loma Larga a Zumpango
en media hora, también iba de San Epigmenio a la Hacienda de Acatlán en dos
horas, sentía al viento como su acompañante para desplazarse por todos lados
de la Teotlalpan, ya no era temeroso de los animales silvestres como las

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serpientes de cascabel, los coyotes o los lobos, sabía disparar muy bien su arma,
que ningún bandolero malicioso se atrevía a asaltar a Gonzalo y a su gente.
Él había aprendido a domar esta tierra y aprendió a cuidar la crianza de su
ganado, actividad que le estaba dejando bastante dinero, pero aún le recordaba
sus días de carencias y limitaciones en Sevilla, a raíz de aquellos embargos y
restricciones. Las envidias por la prosperidad de Gonzalo empezaban a hacer
ruido entre la gente que vivía en la Teotlalpan, el esfuerzo y el trabajo estaba
dándole el crecimiento deseado con el que había saldado todas sus deudas.
Gonzalo sabía varios dichos y refranes que rezaban sus abuelos como una
filosofía de vida, uno de ellos era; ‘’De diez monedas que ganéis, guardad una
para Dios y dos para tu retiro’’.
Algunos caballeros deseaban ponerle cuatros en el camino para asaltarlo, en el
pueblo había gente engreída y envidiosa que no toleraba el avance de los demás,
pero todas las libró ileso, también era común que los hacendados, alcaldes y
frailes le empezara a pedir cada vez más dinero y lo extorsionaran, por lo que
los ambiciosos bribones trataron de investigar la vida de Gonzalo con el fin de
encontrar algún detalle de mal comportamiento o alguna irregularidad que haya
cometido en su vida para poderlo atacar y sobornar.
Por parte de los clérigos, veían que Gonzalo era buen hombre y buen cristiano
ante la sociedad, que contribuía puntualmente con los impuestos del virreinato
y con el diezmo de la iglesia, sabían que no era hombre borracho que malgastara
dinero en burdeles y casas de apuestas, no era una persona que tuviera hijos
bastardos fuera del matrimonio, Gonzalo era trabajador, trataba muy bien a sus
empleados, era horrado y gentil, lo cual causaba celos; pero el mayor celo por
parte de algunos clérigos hacia Gonzalo no era su profesión de abogado y su
buena imagen como administrador, sino que Gonzalo tenía un acercamiento a
las cosas de Dios mucho más estrecha que otros feligreses y creyentes, Gonzalo
oraba en silencio con los ojos cerrados, agradecía por todo ante Dios en lengua
hebrea; ya que muchos de los cristianos viejos no eran tan letrados o tan cultos
como lo era Gonzalo, lo que daba sospechas al clero de que Gonzalo Rodríguez
Montero; más que ser un cristiano irreverente era en realidad un verdadero judío
oculto que se disfrazaba de cristiano, pero aún no se podía comprobar en ningún
registro de la iglesia sobre sus costumbres judaizantes o participar en ritos
judíos a escondidas del clero.

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Sin embargo; aunque a Gonzalo se le comprobara su origen semita, la iglesia
católica no podía arrestarlo o juzgarlo por ser descendiente de los sefardíes o de
los musulmanes; para el tribunal de la santa inquisición no era un delito ser un
cristiano de origen judío, el delito era que un cristiano o un converso a católico
actuara como judío o tuviera costumbres judaizantes dentro de la iglesia de
Cristo, lo cual era una blasfemia para la iglesia. De manera inmediata, el 20 de
marzo de 1598, el fraile Samuel Carrillo y Treviño, escribano de la parroquia
de Santiago Apóstol, pidió ante un oficio discreto emitido por el párroco para
el Arzobispado de México, que se investigara el origen familiar de Gonzalo y
de Ester, también se solicitó la investigación de los motivos de ingreso a las
nuevas tierras con fin de formar un expediente.
Emitir documentos con los dos apellidos de una persona, tanto el paterno como
el materno, era para rastrear el origen familiar de todo ciudadano nacido dentro
del reino y de sus posesiones territoriales como el resto de la Nueva España o
en el Perú, llevar dos apellidos era una estrategia para facilitar el rastreo de
cualquier persona que viviera dentro del imperio español. El mismo modelo fue
utilizado por el Reino de Portugal y sus posesiones; esto ayudó a la cacería de
judíos y de sus descendientes, los cuales eran bastante incómodos para los
reinos europeos por el tipo de comportamiento y educación que recibían de sus
antepasados. La limpieza de sangre, era habitual, al paso de varias generaciones,
los cristianos nuevos se podían convertir en cristianos viejos, los novohispanos
iban desarrollándose dentro de una sociedad nueva que cada vez generaba más
descontentos contra los españoles peninsulares y sus reyes.

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CAPÍTULO 6
LA CAPTURA DE UN BUEN HOMBRE

Los primeros años de la colonización europea del Continente Americano fueron


muy complejos para los judeoconversos que decidieron cruzar el mar, en
medida que pasaban los años, cada vez era más difícil perseguir las herejías
judaizantes, las herejías indígenas o las herejías africanas.
Todos los habitantes, sabían que el templo de Santiago Apóstol de Tequixquiac
había sido un adoratorio mexica en el pasado y que el nuevo templo cristiano se
edificó sobre la base piramidal de un gran templo de los naturales otomíes. La
cantidad de piedra con que se levantó el templo era imposible que hubiera sido
traída de los cerros cercanos, el montículo pedregoso era el centro de radiación
de energía de los antiguos otomíes y mexicas. Para el año de 1598, con la
llegada del cristianismo europeo y con la catequesis de los franciscanos, todo el
pasado indígena fue desvaneciéndose al paso de los años, al igual que las
creencias judías de muchos de los habitantes del pueblo.
Tanto los judeoconversos como los descendientes de los toltecas iban
construyendo una nueva fe cristiana a espaldas del Vaticano y por autorización
del mismo obispado de México, con el único fin de no tener herejías, cada día
se iba creando un sincretismo católico único entre lo judeo-cristiano y lo
indígena, en base a las enseñanzas del nuevo testamento de las sagradas
escrituras; los viejos cristianos veneraban a la virgen del Refugio y a la virgen
de los Remedios, negando totalmente las apariciones guadalupanas como señal
divina de la virgen María en las tierras de la Nueva España. El mito de la virgen,
que se le apreció a Juan Diego era cada vez popular entre los indígenas de
Cuautitlán, los indígenas de pueblos cercanos, los mestizos y los criollos.
Los otomíes de Tequixquiac tenían una fuerte devoción a las deidades
femeninas prehispánicas, la fertilidad de la mujer era comparada con la
fertilidad de la tierra, pero los rumores de las apariciones guadalupanas a Juan
Diego Cuauhtlatoatzin del pueblo de Cuautitlán crecían cada más y era
inevitable la devoción a la virgen de Guadalupe, a pesar de que clero católico
seguía negando el mito como un hecho real, había muchos católicos que
defendían las apariciones guadalupanas y sostenían el mito como un gran
milagro de Dios. Entre los indígenas de Tequixquiac, se fue integrando

77
ideológicamente una nueva devoción femenina, la devoción a una mujer virgen
de piel morena como la de los indígenas y la de los moros del Mediterráneo,
una mujer mítica que era tolteca, judía y musulmana al mismo tiempo.
El mito de las apariciones guadalupanas del 12 de diciembre, acercaba cada vez
más a los indígenas y a los judeoconversos a una iglesia católica renovada sin
necesidad de sometimientos y martirios, la convicción y veneración a la virgen
morena del Tepeyac, dejaba bautizar con facilidad a todo novohispano, la nueva
religión los volvía más dóciles y obedientes con ciertos privilegios.
Se comentaba mucho entre los chismes del pueblo sobre el enriquecimiento de
Gonzalo, se decía que él era un acumulador de riquezas y un tacaño que evadía
el fisco. El señor corregidor de San Juan Zitlaltepec, al ver que don Gonzalo
tenía una vida tan hermética y poco extrovertida, decidió contratar a un mozo
otomí de Ixcuincuitlapilco que pidiera trabajo en la hacienda de Acatlán y que
vigilara a discreción a Gonzalo y a su familia para que le comentara como era
la vida privada de esa familia.
Erasto Miguel Penca, era ese muchacho de diecisiete años que servía de espía
para el corregidor, como los indígenas de estas tierras no podían tener apellido
español, en su bautizo cristiano recibían como apellido el nombre de plantas u
objetos o del nombre del encomendero o fraile ibérico que los bautizaba. Erasto
era un indígena que nació dentro de las tierras de don Miguel de Tapia y Barrera,
dueño de una hacienda en Ixcuincuitlapilco y que fue su padrino de bautizo, en
la parroquia del corregimiento de San Agustín Tlaxiaca.
Erasto apenas podía hablar la lengua castellana con fluidez, era un muchacho
mancebo que no se crio con sus padres naturales, fue regalado a una mujer de
la hacienda de don Miguel de Tapia y servía a la parroquia de San Agustín para
ser el monaguillo y criado, pero por su mal comportamiento, el párroco lo echó
de la casa parroquial y lo adoptó el corregidor de San Juan Zitlaltepec para que
le ayudara a limpiar sus caballos y mantener limpia su hacienda, era el mozo de
su confianza al que podía darle indicaciones y mandatos para lo que se le
ofertara, no tenía valores sólidos que le formaran como una persona buena y
gentil.
Un día fue a solicitar trabajo como criado en la hacienda de Acatlán, el capataz
de don Gonzalo lo recibió con cierta desconfianza y le comentó a Gonzalo que
había un solicitante de trabajo para bañar los caballos y limpiar los cobertizos

78
de la hacienda, Gonzalo accedió a darle empleo, pero el capataz, marido de
Jacinta le dijo que iba a estar a su cargo y que en la más mínima falta lo iba a
echar de la hacienda. Erasto fue llevado a los cobertizos de los caballos y se le
dio un cuarto pequeño para que descansara y comiera sin autorización de ir al
casco de la hacienda que era donde moraban Gonzalo y Ester, junto con Jacinta
y su madre.
El muchacho empezó muy bien con sus actividades de limpieza de los animales,
le gustaba montar toros y caballos, pero no tenía permitido montar el caballo de
don Gonzalo y el caballo de doña Ester, tampoco los caballos de los caporales
y del capataz. Don Gonzalo, como administrador, solía saludar y visitar a su
personal por las mañanas, después galopaba a otros sitios, conoció a Erasto y le
ofreció un buen salario, le encargó que cuidara bien al ganado y a los caballos
en su ausencia, también que diera aviso al capataz en caso de ver un animal
enfermo. Erasto aceptó su sueldo, siempre haciendo bien su trabajo para no
causar sospechas. Él era un indígena de pelo lacio, piel morena bastante
quemada por el sol, usaba huaraches y calzón de manta, era muy acomedido,
pero no mostraba confianza a las personas, también era irreverente y sin buenos
modales, él sabía que no iba a durar mucho en ese trabajo, pero su objetivo era
husmear la vida de don Gonzalo y de doña Ester.
Casiano Cardón, el capaz y marido de Jacinta, también vigilaba en secreto lo
que hacía Erasto, no le daba buena espina el muchacho a pesar de hacer bien su
trabajo. El notaba que Erasto ocultaba cosas en su soledad, con solo mirar a las
mujeres, se veía que era sucio y libidinoso en su cuarto de descanso, era solitario
y poco convivía con los demás empleados. El capataz veía que podía ser un
riesgo para las mujeres de la hacienda y por eso rastreaba los pasos de Erasto,
lo cual no era común hacerlo con los demás empleados.
Mientras tanto, en el arzobispado de la Ciudad de México, no se había logrado
tener información sobre el paradero de Gonzalo y su mujer, se decidió mandar
una carta de reporte al obispado de La Habana y otra para el obispado de Sevilla.
La cual iba a demorar, tal vez en un año, se iba a tener noticias del origen
familiar de los investigados.
El Santo Oficio, instaurado en la Nueva España comenzó a tener numerosos
reportes sobre la población del virreinato, se había descrito que varias ciudades
del norte, como en Victoria de Durango, Chihuahua, Saltillo y Monterrey, los
judeoconversos eran tan numerosos como los de Córdoba y los de Veracruz,

79
pero en la mayoría de los casos, no había motivo de ajusticiamiento. Los autos
de fe empezaron a aplicarse en toda la Nueva España para ajusticiar a los
ibéricos que se les comprobara la práctica de la religión judía a escondidas; sin
duda alguna, los que vivían en pequeños poblados corrieron con más suerte de
no ser investigados.
Gonzalo, por las noches, alimentaba y le cantaba canciones de cuna a su hijo, el
niño sonreía al escuchar la voz de su padre y de su madre, a medida que se
acercaba el invierno en la Teotlalpan, el viento de norte soplaba muy frío y las
heladas quemaban todo lo que había enverdecido, durante las noches de oración
del día viernes calaba el frío hasta los huesos. Gonzalo se mandó a comprar
algunas capas para aguantar la vigila nocturna y Ester se tejió algunas frazadas
para cubrir los pies sobre la chimenea con la iluminación de los candelabros a
finales del año cuando se celebraban algunas fiestas hebreas, la Teotlalpan, se
volvía cruda e inhóspita durante el invierno.
La familia, en su intimidad, hacían oración en hebreo y convertían el interior
del casco de la hacienda en una sinagoga improvisada según los días festivos y
días de guardar del calendario judío. Jacinta y su esposo el capataz siembre
guardaban discreción sobre las creencias de sus patrones y alertaban a don
Gonzalo con las cabalgatas nocturnas de la guardia real del virreinato. También
los indígenas otomíes hacían a escondidas sus rituales sagrados a Zinanä, diosa
de la fertilidad y madre de otras deidades, lo cual mostraba que la hacienda era
una cajita de sorpresas para la iglesia católica de Tequixquiac, un lugar de
profanaciones y blasfemias de religiones antiguas y paganas, según los
cristianos viejos.
Tanto las costumbres judaizantes como las costumbres indígenas era lo que
Erasto debía observar y notificar a las autoridades correspondientes, esa era la
carne perfecta para poder echarla al asador y hacer la cacería de brujas, motivos
principales que orillaran a Gonzalo a ser juzgado por la Santa Inquisición. El
capataz no perdía de vista a Erasto y temía que hablara de más de todo lo que
observaba dentro de la hacienda de Acatlán. Durante las noches Erasto veía
detalladamente todo lo pasaba en la casona y en los caseríos de los trabajadores.
El joven cada día estaba más enterado de lo que hacía el patrón con su familia,
de los ritos que veía a escondidas. Ahora Erasto trata de buscar la excusa
perfecta para huir y correr a denunciar a los habitantes de la hacienda ante la
iglesia del pueblo por brujería y sacrilegios.

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Por un lado, Jacinta y su madre hacía ritos y cantaban en lengua otomí sobre un
adoratorio improvisado rodeado de flores e incienso, invocando a los
antepasados que ya fallecieron e hacían veneración a la diosa Zinanä o
Tonantzin, su madre protectora. Por el otro lado, los patrones oraban los días
sagrados según la Torah; al cerrar las cortinas de los ventanales, a la luz de las
velas, la casona era ya un templo. Gonzalo ya estaba preparado como todo un
rabino para predicar la ley de Moisés, hombre intelectual que guardaba
secretamente libros viejos de sus antepasados, eso provocó que algunos
habitantes ibéricos de Tlapanaloya, de Atitalaquia, de Tlaxcoapan, de
Tetepango, de Santa María de las Cuevas, de Hueypoxtla y de Zumpango, se
acercaran a Gonzalo para hacer oración en la hacienda de Acatlán a escondidas
de la feligresía cristiana y de los párrocos; la lejanía de la hacienda era un lugar
idóneo para proteger la fe sefardí y para evitar conflictos.
Gonzalo se percató de que no tenía problemas por manifestar la fe de sus
antepasados al mismo tiempo de practicar la fe cristiana y empezó a confiarse.
La visita de algunos judeoconversos de la región que llegaban a su casa para
tener reuniones discretas, fue su cruz. Mientras que Erasto, en sus días libres,
los usaba para divulgar y deslenguar ante los corregidores y frailes sobre el
enriquecimiento de Gonzalo que, según él era debido a los actos y pactos
diabólicos que hacía los días viernes en la hacienda, y además; que los indígenas
seguían a sus dioses antiguos en nichos improvisados permitidos por don
Gonzalo y su mujer. La envidia de otros hacendados, de autoridades civiles y
de algunos religiosos, trataba de enlazar los testimonios de Erasto para detener
a Gonzalo y a su mujer por herejes en base a una excusa perfecta. Los chismes
del pueblo ya decían que ellos eran nigromantes y participaban en las artes
satánicas con otros hacendados de la región con quienes Gonzalo compartía
negocios y su riqueza.
Por la mañana del 29 de noviembre de 1599, un fraile salió rumbo a la colegiata
de Tlatelolco para notificar lo que los rumores decían sobre la práctica de artes
diabólicas entre los indios y entre algunos hacendados ibéricos de la Teotlapan.
Aunque la iglesia no estaba tan alarmada por los chismes, sabía el clero que
ellos habían sido bastantes alcahuetes con los habitantes de las nuevas tierras,
pero querían poner fin a la proliferación de herejías en esa región al norte de la
Ciudad de México, de la cual se tenía pocas noticias y casi nada se sabía.

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Gonzalo salió un domingo con su familia hacia el pueblo de Huehuetoca para ir
de paseo cerca de Tepotzotlán, tomó el camino real de Tierra Adentro y llegó
por el pueblo de Coyotepec. Al arribar al medio día a la plaza de Tepotzotlán,
salieron a comer en una fonda de gran renombre por los ricos platillos como la
barbacoa de cordero y las enchiladas con queso fresco, cada vez más se
acostumbraban a probar el picante, de allí salieron abrigados hacia Villa del
Carbón, pasaron por el paraje bellos parajes del sitio, entre los encinales y pinos,
finalmente llegaron a la sierra para pernoctar en la Villa del Carbón.
Entraron a una cabaña hostal y pidieron una habitación sencilla, el pueblo era
bastante similar a los pueblos serranos de Granada y de Córdoba, pero rodeado
de bosques y aserraderos sobre las altas montañas, la familia estaba en sus días
de descanso y remanso, bastante alejados de la vida cotidiana. En el día
domingo fueron a misa por la mañana y por la tarde asistieron a una charreada,
lo cual era nuevo para Ester y su hijo, ver como los charros hacían sus suertes
dentro de un lienzo improvisado; en la madrugada salieron rumbo a San José
Taxhimay y llegaron a Tepejí del Río por la tarde, después regresaron al camino
real para cabalgar hacia Tequixquiac cruzando el cerro La Ahumada.
Mientras tanto en la hacienda; Casiano golpeaba a Erasto con tal brutalidad por
haber ido a la parroquia a denunciar a don Gonzalo de hereje y adorador del
diablo; una comitiva de frailes y de gente del pueblo se fueron con la guardia
real para intentar apresar a Gonzalo, pero un feligrés del pueblo trataba de reunir
más gente e ir a quemar la hacienda de Acatlán y chamuscar vivos a aquellos
supuestos adoradores del demonio.
Casiano tomó un caballo y fue rumbo al camino real, allá por el pueblo de
Huehuetoca para intentar buscar a don Gonzalo y decirle que huyeran de nuevo
hacia las montañas porque la iglesia quería apresarlo de herejía y de
enriquecimiento bajo actos diabólicos. Finalmente, en la espesura de la niebla
nocturna del camino hacia Tequixquiac, Casiano encontró la carroza de
Gonzalo con su familia, se detuvieron y Casiano le entregó un caballo con un
saco de ropa para que Gonzalo huyera hacia Villa del Carbón y no regresara
mientras pasaba la investigación de los frailes.
Gonzalo pidió que le describiera todo con detalle, luego, besó la frente de su
mujer y la frente de su bebé, hizo caso a Casiano y le entregó la carroza para
que ellos retornaran a la hacienda. Gonzalo tomó el caballo y subió al cerro de
La Ahumada para perderse y pasar la fría noche en la cima. Ester, un tanto

82
preocupada, abrazó a su bebé y pidió a Casiano que se apresurara para llegar lo
antes posible a la hacienda entre los polvosos caminos y estrechas brechas que
iban hacia el pueblo de Santiago Tequixquiac.
Llegando a la hacienda; Erasto gritaba con la boca ensangrentada, ante la
presencia de los frailes y la gente alborotada, que Casiano lo había golpeado
con mucha brutalidad porque él había descubierto que don Gonzalo hacía
brujería por las noches e invocaciones diabólicas. En ese momento, bajó de la
carreta doña Ester con su bebé y les dijo que quería a la gente fuera de su casa,
pero la gente gritaba con sus antorchas, —“quemad a los hijos de satanás”—,
sin embargo; el fraile José se dio cuenta que no había tales abominaciones y
pidió a los guardias que inspeccionaran la hacienda para hallar vestigios del
demonio en su interior o libros de brujería.
El guardia primero pidió permiso a doña Ester para ingresar al interior de la
hacienda, Ester se llenó de valentía, y muy serenamente, les dijo que sí. Los
guardias entraron con los frailes y empezaron a buscar por todos lados vestigios
de ritos satánicos o de ritos judíos, husmearon dentro de las habitaciones, pero
un gran ropero de madera cubría por detrás el acceso de la pequeña sinagoga
dentro del cuarto principal. Los guardias vieron que, en casa de Jacinta, había
frascos con restos de animales muertos disecados como zorrillos, ajolotes,
conejos y carne seca de un coyote, frascos con hierbas, flores y manojos de
árboles secos, también había un ídolo de piedra que tenía envuelto en el rebozo.
Afuera encontraron un altar de flores con velas, comida y un incensario de copal
sobre una piedra, los guardias rompieron las puertas y entraron a la recamara de
Ester, abrieron los baúles, el ropero, el cuarto de aseo y no encontraron libros
ni objetos de nigromancia, tampoco hallaron objetos extraños en todo el casco
de la hacienda. Los frailes buscaban en los muros, algunos pictogramas en
hebreo, símbolos judíos, pero tampoco hallaron nada, solo la ermita que
construyó doña Elpidia.
De momento, la guardia real apresó a la anciana Elpidia, quien era la madre de
Jacinta; la gente la culpaba de ser un nahual, decían que la señora cojeaba un
poco porque se convertía en perro o guajolote y robaba maíz por las noches;
todo era falsedad pero el montículo del altar la delataba, la sacaron de las
trenzas, mientras la pobre anciana gritaba de dolor, las mujeres la golpeaban
con palos pero Jacinta les decía con voz fuerte que dejaran en paz a su madre,
la gente seguía diciendo —¡Brujas! quemadlas vivas con leña verde—.

83
En ese momento, se les salió de control la gente, la captura de la madre de
Jacinta, encendió el fanatismo de la gente. La muchedumbre se violentó y con
las antorchas quemaron viva a doña Elpidia, a la que acusaban de ser un nahual.
Ester abrazó a su hijo y quedó aterrorizada por lo que miró esa noche, veía a la
madre de Jacinta que ardía en llamas gritando que no le hicieran daño en su
idioma otomí, pero murió al instante y con un palo, Jacinta golpeaba a la gente
mientras su marido era capturado por la guardia real. Entonces cerraron la
hacienda y Ester pidió que la dejaran en paz y se retiraran.
Al haber asesinado a doña Elpidia, la gente se calmó y se fueron del lugar por
orden de los guardias, los frailes se llevaron cautivo a Casiano, ante los errores
cometidos en ese lugar, la guardia real recibió quejas por parte del gobierno
virreinal; no se debía castigar a nadie sin un juicio previo y sin comprobación
de que fuera un nahual o espíritu maligno. Ella solo era la curandera y una
comadrona indígena que se había dejado bautizar por la iglesia católica sin
olvidar sus conocimientos ancestrales.
En ese momento, Ester abrazó a Jacinta tratando de tranquilizarla, pidió a los
trabajadores que sepultaran a la madre de Jacinta dentro de la hacienda porque
sabía que el párroco no iba autorizar su sepultura en el atrio del templo de
Santiago Apóstol por ser acusada de brujería y por morir quemada. Al día
siguiente liberaron a Casiano al no haber pruebas de las acusaciones de Erasto.
Casiano guardó la discreción de su patrón Gonzalo y soltó en llanto tras su
liberación por parte del alguacil del pueblo, mientras que, en la hacienda, Ester
le pagó una buena cantidad a Erasto por guardar silencio sobre su marido y le
pidió que se fuera del pueblo para evitar que nuevamente hablara ante el párroco
y ante los hacendados sobre la vida íntima de don Gonzalo.
Aunque la guardia real pedía la cabeza de Gonzalo, doña Ester trató de no darle
seguimiento al caso para que no se complicaran las cosas y para investigar ahora
quienes podrían estar detrás de la denuncia de su marido, ya que era bien sabido
que el párroco y el corregidor estaban detrás de su captura por envidia. Luego
Ester pide a Casiano que buscara a Gonzalo para que regresara a la hacienda.
Gonzalo estaba escondido en una hacienda de Huehuetoca con un amigo
hacendado que conoció en Mixquiahuala, allí le llegó una carta de Ester que le
fue entregada por el mismo Casiano para que él ya regresara a la hacienda.
Sin embargo; el párroco de Zumpango y el corregidor de Zitlaltepec insistían
que Gonzalo debía ser apresado por judaizante para evitar que se propagara la

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influencia pagana de los cristianos nuevos dentro la iglesia católica y que los
judeoconversos se redimieran ante la religión cristiana; por ello, era necesario
capturarlo y someter al temor de Dios a todos los cristianos nuevos con
costumbres judías o costumbres indígenas. En varias reuniones discretas, en
diversas parroquias, se acordó que debía haber al menos un ejecutado para
apaciguar el surgimiento del cripto-judaísmo dentro de la iglesia católica de la
Nueva España y de los pueblos de los alrededores de la Ciudad de México. Solo
que prometían tener más pruebas y ser más inteligentes con la captura de
Gonzalo.
Gonzalo regresó a Tequixquiac, y de inmediato, redactó una carta para avisar a
don Miguel de lo sucedido, allí también escribió que él tomaría más
precauciones para evitar sospechas con las autoridades. De entrada, pidió a
Casiano que se negara todo acceso a cualquier persona que fuera ajena al trabajo
de la hacienda, también envió cartas a sus amistades para avisar de que ya no
habría reuniones de culto judaizante para orar dentro de la hacienda como si
fuera una sinagoga, describió que el nuevo personal de trabajo él mismo lo iba
a contratar y que los trabajadores evitaran platicar con otras personas del
pueblo; además, humildemente le solicitó apoyo a don Miguel para que moviera
sus influencias y no lo apresaran por judaizante o hereje.
Mientras cargaba a su hijo pequeño y abrazaba fuertemente a su mujer, Gonzalo
Rodríguez estaba muy nervioso, él se mantenía en silencio y muy pensativo
tratando de tomar una decisión inmediata para moverse a otro lugar con su
familia, pero él sabía que no podía estar huyendo como si fuera un criminal por
toda la Nueva España a causa de sus creencias religiosas. De momento, él
decidió quedarse unos días en la hacienda, manteniendo las precauciones
pertinentes, pero su amigo judaizante de Tlapanaloya, el señor Alberto Treviño,
lo fue a visitar y le decía que dejara Tequixquiac y se moviera para Santa Fe de
Nuevo México, allá era una ciudad norteña recién fundada donde estaban
arribando comunidades de judeoconversos; o bien, que se fuera para la lejana
California con su familia; ya que se había enterado de que en Monterrey y en
San Antonio de Bejar, también había rastreos de judeoconversos que estaban
siendo apresados y ejecutados.
Gonzalo pensó y pensó mucho las propuestas que se le ofertaban, él sabía que
en cualquier ciudad de la Nueva España era peligrosa y no había una seguridad
plena para protegerse y resguardar a su familia de la inquisición española, por

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eso él prefería vivir con discreción en un pueblo pequeño como Tequixquiac.
Él pensó que ningún hombre era de su entera confianza, salvo el indígena
Casiano y su mujer, quienes mostraron lealtad, discreción y fidelidad desde su
llegada a la hacienda de Acatlán, fuera de sus sirvientes, era difícil confiar en
otras personas.
Gonzalo era valiente, pero en el fondo sentía una gran tristeza y lástima por su
familia que llegara a quedarse sola si él era capturado; miraba con ternura a su
hijo y no quería que le faltara nada, se le partía el corazón imaginar que su mujer
y su hijo podrían quedar en el desamparo total; por ello, hizo varias cartas
dirigidas a don Miguel, para que lo apoyara y no permitiera que la Santa
Inquisición lo juzgaran de la peor manera, sabía él mismo que era él una buena
persona y que se cometía una injusticia por su captura a causa de sus creencias
ancestrales.
Ester lloraba al lado de Gonzalo por lo que estaba sucediendo, ella no quería
desprenderse de su marido, todo era felicidad hasta el día que empezaron los
problemas por la búsqueda de Gonzalo, finalmente aceptó ella que era necesario
que Gonzalo huyera hacia los territorios del Nuevo México y que ella debía
quedarse al mando de la hacienda y del rancho de San Epigmenio con ayuda de
Casiano y de Jacinta. A Gonzalo se le partía el corazón dejar de ver a su hijo y
no poderle ver crecer mientras él estuviera en tierras lejanas del norte.
Tarde o temprano, en Andalucía, llegaron cartas del arzobispado de México
para saber sobre el paradero de Gonzalo y su origen familiar. En la carta se decía
que Gonzalo era un cristiano nuevo que se negaba a abandonar las costumbres
judías de sus antepasados y que estaba promoviendo la oración judaizante en la
clandestinidad con otros cristianos nuevos de la región de la Teotlalpan.
Al saber esto, las autoridades eclesiales sevillanas no dudaron en responder al
arzobispado de la Ciudad de México. En dicha carta emitida por el obispado de
Sevilla, se decía en su redacción que el tío de Gonzalo fue ejecutado por la Santa
Inquisición, también había un rastreo del linaje de Gonzalo desde hace varios
años atrás y se escribió que su abuelo era un rabino cordobés, sus antepasados
eran de una estirpe de judíos que llegaron por las costas de Murcia y Granada
desde Egipto, traídos por los romanos como esclavos y que el padre de Gonzalo
aceptó el bautismo cristiano con toda su familia para que ellos fueran vistos
como cristianos católicos al abandonar a la ley de Moisés; también decía que
Gonzalo se casó en presencia de la iglesia católica en la ciudad de Cádiz, allí se

86
describió también que sus bienes materiales y sus casas fueron confiscadas por
el gobierno del Reino de Castilla y Aragón, dejándolos solo con lo más básico
para poder vivir. Esa carta fue enviada como una pronta respuesta a la solicitud
que emitía las investigaciones del Santo Oficio de la Ciudad de México y para
los clérigos del pueblo de Tequixquiac, aquellos que decidieron ocultar el
origen judío portugués de Ester para evitar sanciones en contra de ella y su hijo
pequeño.
La carta de respuesta salió en un barco gaditano que iba con destino al puerto
de Santo Domingo, después hacia La Habana y terminaría el viaje en San Juan
de Ulúa, en el puerto de Veracruz para entregar la respuesta inmediata al iniciar
el año siguiente, que fuera después de los festejos navideños.
El 30 de octubre de ese mismo año, Gonzalo salió de madrugada hacia la Ciudad
de Aguascalientes, por los caminos de la sierra de Tepotzotlán, pasando por
Villa del Carbón y Atlacomulco, para después entrar por Aculco y viajar hacia
Huichapan, Cadereyta y San Miguel de Allende. El viaje era largo y no podía
cabalgar por el camino real de San Juan del Río, solo llevaba el recuerdo de su
anillo de bodas, su caballo y un acompañante de la hacienda para poder librar
los bandoleros y los retenes de la guardia real.
En dos días de viaje llegó a la Ciudad de Aguascalientes, allí pasó unos días
para después seguir su camino por la sierra de Órganos hacia la sierra de
Durango, cabalgó por sendas escarpadas y peligrosas, allí bordeó la Ciudad de
Zacatecas y siguió su camino entre llanos y serranías, en cuatro días llegó a la
Ciudad de Durango. Allí también descansó otros días hasta que el viaje a caballo
lo llevara hacia la ciudad de Parral y la lejana Ciudad de Chihuahua. En
Chihuahua se enfermó de gripa y tuvo que ser atendido de emergencia, esa
noche calló una fuerte helada y eso complicó el viaje. Entró Gonzalo en delirio
y la fiebre le subió, le dieron in brebaje para bajar la fiebre y lo cobijaron muy
bien, la noche fue larga y de cansancio, se quedó dormido.
En la mañana siguiente; se mostró bastante mejorado, pero el frío otoñal calaba
hasta los huesos, la frialdad del viento se dejaba sentir entre los caminos
mientras los caballos no seguían galopando con velocidad, los caballos
necesitaban mucha agua para resistir la pronta llegada del invierno en el gran
desierto del norte. Estuvieron quince días más y con la mejoría de salud de
Gonzalo optaron cruzar el Río Grande hacia el poblado de Las Cruces en otros
cuatro días de viaje, tuvieron cuidado de no estar solos porque se oía que los

87
indígenas apaches eran muy belicosos con los forasteros, pero finalmente
lograron llegar hasta la recién fundada ciudad de Santa Fe de San Francisco de
Asís bastante cansados y pisando la nieve de los caminos, se quedaron a buscar
trabajo por un tiempo y se cambió el nombre de Gonzalo por el de Andrés
López. Gonzalo pensaba mucho en su familia, no dudó en escribir una carta
para su mujer, quiso decirle lo mucho que la amaba a ella y a su hijo, describió
que había cambiado de nombre de pila temporalmente y que se encontraba
bastante bien de salud en las gélidas tierras del Nuevo México, en cuanto él
encontrara un lugar para vivir, él ordenaría traerla hasta Nuevo México. En su
carta describió lo lejos que se encontraba de Tequixquiac y que el clima era
agreste.
En el Rancho de Pajaritos, muy cerca de Santa Fe y la sierra de Sangre de Cristo,
encontró un trabajo temporal alimentando aves de corral y ovejas, allí les
ofrecieron un cobertizo de adobe, tapado con vigas de madera para dormir y
pasar el crudo invierno, él sabía que se acercaba la januquía, por ello, él se
preparaba en ayuno y buscaría cenar ese día un alimento austero mientras que
el peón se regresó para darle noticias a Ester de que estaban escondidos en el
Rancho de Pajaritos y sus alrededores.
Mientras tanto, en la hacienda de Acatlán, Ester, muy desconcertada llevando
el mando de la hacienda en ausencia de su marido, por la mañana le llegó una
carta del Arzobispado de México en el que se había girado un auto de fe para
Gonzalo por presuntas sospechas de prácticas judaizantes y que Gonzalo se
debía presentar ante el tribunal de la Santa Inquisición para aclarar de lo que se
le acusa. En ese momento, Ester guardó y escondió los libros de Gonzalo en un
armario muy secreto y trató de esconder todo registro judaico de su hogar,
dejando un pequeño espejo en el piso del comedor para que le recordara que
ellos se mantendrían en la discreción sin revelar su origen familiar.
Jacinta y Casiano también estaban muy tristes por la muerte de doña Elpidia,
Casiano quemó el altar que había construido Jacinta con su madre y
construyeron un nuevo altar en el patio, pero para poner una virgen de
Guadalupe de madera dentro de un nicho, imagen femenina que les recordaba a
los otomíes a su antigua diosa madre de la creación que era Zinänä, pero oculta
con la imagen guadalupana como la madre de madre de Jesucristo.
En el camino real a San Miguel Bocanegra transitaba todos los días la guardia
real a caballo para vigilar la llegada de Gonzalo y así capturarlo, para después

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llevarlo a la comisaría del corregimiento de San Juan Zitlaltepec y empezar a
procesarlo por supuestos actos satánicos durante las noches en las que se hacen
partícipes a otras personas y a su familia. Ester se percataba de ello y por eso
escribió una carta a don Miguel para que se viniera lo antes posible y contara
ella personalmente lo sucedido sobre las acusaciones hacia su marido por parte
de las autoridades locales y eclesiales.
Doña Ester sabía que no podía faltar a misa los días domingos y que tenía que
abogar por su marido ante el párroco para que se retiraran los cargos de dichas
acusaciones. El primer domingo de Adviento, tomó su carreta, salió con Jacinta
y su bebé hacia la parroquia de Santiago Apóstol, ella entró al templo con su
pequeño hijo mientras que se oían rumores de la gente sobre la búsqueda de su
marido, algunos la miraban con desprecio, pero a ella no le importó, solo le
interesaba el regreso de su marido y que los dejaran vivir en paz. Se sentó en la
banca del reclinatorio y cuando empezó la celebración santa, con el inicio del
adviento, un rito cristiano para prepararse a la llegada de la navidad, Ester se
hizo partícipe de la celebración, sin hacer alarde, ella sabía que el Janucá era un
festejo donde también encendía la luz de las velas y se cenaba en familia.
Doña Ester salió del templo, pidió platicar con el párroco para abogar sobre el
auto de fe que había recibido su marido, ella estaba muy serena y le pidió al
párroco su disposición a colaborar para la investigación y el retiro de los cargos,
pero el párroco sabía de antemano que era imposible retirar las acusaciones,
debido a que el obispado busca incursionar miedo en otros judeoconversos de
la región y así erradicar por completo el culto judío entre los colonos
peninsulares de la Teotlalpan. Finalmente, Ester notó que era una pérdida de
tiempo tratar de abogar a favor de Gonzalo y mejor optó por buscar otros medios
en la defensa de su marido.
La gran mayoría de judeoconversos novohispanos optaron por no ser partícipes
de ritos, costumbres y tradiciones sefardíes en aquellos días tan complicados,
pero en la discreción del seno familiar, ocultaron todo su judaísmo mezclando
con las costumbres y ritos del cristianismo católico. Lo mismo sucedió con los
pueblos indígenas y con los esclavos negros traídos a la Nueva España, quienes
escondieron sus antiguas deidades dentro de imágenes católicas como la virgen
de Guadalupe, los santos y la imagen de Jesucristo. Los frailes se volvieron un
tanto tolerantes al esconder costumbres paganas con el único fin de atraer más
fieles y creyentes al culto cristiano.

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Andrés López se mantenía callado sobre su origen, él solía visitar la pequeña
ciudad de Santa Fe para obtener víveres y hacer menos pesada su tristeza y
soledad. La ciudad era pequeña, había más caballerizas que personas, las casas
se levantaban con adobe y mucho más populares que las casas de piedra, sus
edificios civiles eran modestos y de muros gruesos con largas viguerías de
madera. En la ciudad de Santa Fe había muchos marranos que vivían ocultos en
la lejanía del gran territorio novohispano, casi no llegaban noticias del sur y era
un excelente lugar para vivir y para traer a su esposa e hijo lejos de las
persecuciones a los judaizantes en centro del virreinato.
Los pueblos indígenas del norte de Nuevo México vivían en convivencia con
los tlaxcaltecas y los colonos ibéricos, había un gobernador provincial, un
alguacil y un alcalde, se contaba un correo postal y varias haciendas y fincas
levantadas a los alrededores por los ibéricos; los frailes franciscanos levantaron
templos cristianos y ermitas de adobe, allí se celebraban procesiones a la virgen
de Guadalupe.
En la noche del 24 de diciembre, Andrés decidió asistir a la misa de nochebuena
para celebrar las navidades en aquellas tierras lejanas. Las casas de adobe
santafereñas estaban llenas de farolas con velas y con una espesa nieve mostraba
unos paisajes únicos, entró a la modesta parroquia de adobe y de bellas vigas de
madera muy cerca a la plaza principal del pueblo. Se hincó y se persignó, pidió
perdón a Dios en silencio y se sentó en la banca con el reclinatorio entre los
demás fieles que también iban a misa de media noche, al final de la misa, se
levantó, subió al altar con mucho respeto y empezó a cantar un villancico de su
tierra, que decía lo siguiente:

En los pueblos de mi Andalucía,


los campanilleros por la madrugá,
me despiertan con sus campanillas,
y con sus guitarras me hacen llorar,
y empiezo a cantar,
y al oírme todos los pajarillos,
cantan en las ramas se echan a volar.

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En la noche de la nochebuena,
bajo las estrellas de la madrugá,
los pastores con sus campanillas,
adoran al niño que ha nacido ya.
que ha nacido ya;
los pastores con sus campanillas,
adoran al niño que ha nacido ya.

Todas las flores del campo andaluz,


al rayar el día llenas de rocío,
lloran penas que yo estoy pasando,
desde el primer día que te conoció,
porque en tu querer,
tengo puestos los cinco sentidos,
y me vuelvo loco sin poderte ver.

En la puerta de un rico avariento,


llegó Jesucristo y limosna pidió,
y en lugar de darle la limosna,
los perros que había fue y les echó,
pero quiso Dios;
que los perros de pronto murieran,
y el rico avariento pobre quedó.

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Pajarillos que vais por el campo,
seguir a la estrella y llegar a Belén,
Dios espera un niño chiquito,
el rey de los cielos y la tierra él,
llegar a Belén;
Dios espera a un niño chiquito,
el rey de los cielos y la tierra él.
Al final de la misa, él quiso cantar esa cántiga andaluza de Los Campanilleros,
todos los asistentes y el párroco de la celebración de nochebuena, quedaron
sorprendidos por la voz del sevillano que cantó con mucho sentimiento el
villancico porque le recordaba el nacimiento de su hijo al ver una imagen del
niño Dios en un pesebre.
El peón llegó a Tequixquiac en treinta y cinco días de viaje a caballo, bordeando
sierras, llanuras, valles y pueblos con la carta de don Gonzalo para doña Ester;
entró con discreción a la hacienda de Acatlán y le entregó la carta. Pero a pesar
de ello, la guardia real mantuvo vigilante a toda persona que ingrese o salga de
la hacienda. Ester lloró de alegría a empezar a leer la carta escrita con puño y
letra del propio Gonzalo; le escribió de forma romántica y le comentó que había
cambiado de identidad de forma momentánea, también le escribió que trabajaba
en una granja alimentando aves y corderos, le describió un poco sobre las
condiciones de la villa de Santa Fe de Nuevo México, que debido a su lejanía,
para que ella y el niño se fueran con él en los meses subsecuentes mientras él se
lograba instalar en aquella población del norte del virreinato.
Santiago se acercó a su madre y le preguntó —¿Cuándo iban ver a su papá? —
que lo extrañaba mucho, Ester le respondió al niño que muy pronto verían a
Gonzalo, pero que solo fuera paciente unos meses más. Santiago dejó de sonreír
y le se puso triste su carita. Luego Ester le dijo al niño que iban a venir muy
pronto los Reyes Magos a darle un regalo desde el cielo, pero el niño respondió
yo solo quiero ver a mi papá, en ese momento, Santiago salió corriendo de la
sala para jugar con su perro enano en el jardín.
Ester redactó otra carta, la cual estaba llena de lágrimas para decirle a Gonzalo
lo mucho que lo amaba y que su hijo lo necesitaba, que ella sabía dirigir la

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administración de la hacienda pero que necesitaba de su ayuda, le comentó que
ella estaba dispuesta a irse de Tequixquiac y viajar hasta Nuevo México para su
recuentro familiar, pero que las condiciones del viaje no era lo más conveniente
por la vigilancia de la guardia real y las fuertes nevadas. Se despidió y le solicitó
al peón que regresara con Gonzalo y que solo volviera por ella y el niño para
viajar hasta Santa Fe de Nuevo México.
El peón salió de la hacienda con la carta de doña Ester nuevamente hacia el
norte para buscar a don Gonzalo, pero no se percató que espías de la guardia
real lo iban siguiendo a caballo en las sendas y brechas que bordeaban el camino
real de Tierra Adentro que llegaba hasta Santa Fe, el peón trataba de ser discreto,
pero los espías no lo delataban para que él los llevara hasta el paradero de
Gonzalo.
La policía de la guardia real del virrey era bastante eficaz y confiable, después
de quince días de viaje, capturaron al peón de Gonzalo a caballo al pasar por la
Ciudad de Aguascalientes junto con la carta que redactó Ester para Gonzalo, lo
venían rastreando desde la ciudad de León, los nervios lo delataron y la propia
carta donde revelaba sobre el cambio de identidad, fue la prueba para el orden
de aprensión en contra de don Gonzalo Rodríguez Montero.
La guardia real siguió hacia la ciudad de Durango conjuntamente con el peón
como cautivo y rehén para que les diera el paradero de Gonzalo, el preso estaba
amenazado de muerte si no revelaba el paradero, en la Ciudad de Victoria de
Durango lo martirizaron hasta que revelara la verdad a escondidas de las
autoridades del Santo Oficio, fue tan dolorosa la tortura que el peón terminó
revelando que Gonzalo se encontraba en el rancho de Los Pajaritos, muy cerca
de la ciudad de Santa Fe, después de saber la verdad, mataron al peón y la
guardia real siguió su camino hasta la lejana ciudad de Santa Fe.
Por otra parte, el 12 de enero de 1600, llegó a las oficinas del Arzobispado de
México, en la Ciudad de México, la carta de respuesta del obispado de Sevilla
sobre el paradero y origen de Gonzalo Rodríguez Montero, en la que se descría
su origen y la conversión de su familia al cristianismo católico, el eje medular
que necesitaba la iglesia para poder condenar a un cristiano católico por
practicar e incitar a las personas a participar en ritos paganos judaizantes.
De manera inmediata, la carta fue tramitada a las oficias reales de la Santa
Inquisición para someter a juicio a Gonzalo Rodríguez Montero por practicar la

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ley de Moisés, a escondidas de la fe cristiana, en la lejanía de la hacienda donde
él era administrador, lo que le daba poder al clero, a través de las autoridades
del corregimiento, confiscar los bienes de Gonzalo para la iglesia y encarcelarlo
por propagar doctrinas antiguas y paganas hasta que se le dicte una sentencia.
El 20 de enero de 1601, la guardia real llegó hasta la pequeña ciudad norteña de
Santa Fe para rastrear la captura de Gonzalo, como era una localidad muy
pequeña, no iba a ser difícil dar con su paradero, pero las nevadas y el intenso
frío complicaban la captura, la gente de la ciudad no conocían a nadie con el
nombre de Gonzalo, pero un guardia quería saber dónde estaba el rancho de Los
Pajaritos, un arriero le dijo que era camino hacia la sierra de Sangre Cristo
donde estaba ese rancho de un extremeño y que allí había personas trabajando
en la crianza de animales de granja.
La guardia real, con permiso de las autoridades del Reino de Nuevo México,
salieron hacia el rancho de Los Pajaritos para el arresto de Gonzalo; por la tarde,
vieron en el rancho a un hombre alto de porte elegante, delgado, de barba tupida
y brazos fuertes alimentando a los caballos y las aves, su sarape y sus botas lo
resguardaban del intenso frío. Un guardia, con mucha diplomacia, le solicitó al
dueño del rancho, la captura de Andrés López, cuyo nombre real es Gonzalo
Rodríguez y Montero, para ser llevado hasta la Ciudad de México, omitieron la
causa del arresto para no poner sobre aviso a los judeoconversos que vivían en
Nuevo México y en otros lugares de la Nueva España, sobre las cacerías que
estaba realizando la Santa Inquisición con los judaizantes ibéricos.
Los guardias tomaron a Gonzalo bajo arresto, el cautivo no hizo resistencia y se
entregó a las autoridades de la guardia real sin decir ninguna palabra, pero con
una mirada frustrada y triste porque sabía lo que le esperaba. Gonzalo solo se
limitó a responder lo que le preguntaban, un guardia le leyó la carta de su mujer
y le confesaron que mataron a su peón mensajero en la ciudad de Victoria de
Durango. Gonzalo se mostró más serio y dejó de hablar con los guardias, él en
silencio oraba a su Dios para que lo librara de peligros y de una muerte trágica.
Él iba encadenado de las manos sobre un caballo, pasó montado y bastante
abrigado con un sarape, botines de cuero y su sombrero por las calles de Santa
Fe; al llegar a la parroquia central de San Felipe, dieron nota a las autoridades
del gobernador sobre la captura de Gonzalo para llevarlo hasta la Ciudad de
México. El padre de la iglesia, que también era descendiente de sefardíes y que
le había escuchado cantar el villancico de los Campanilleros en la misa de

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nochebuena, le dio la bendición sobre su caballo, le dijo que lo perdonaba de
sus pecados y que el Dios de Israel lo protegiera de todo peligro.
La diligencia salió hacia la ciudad de Albuquerque y después a Las Cruces para
continuar el camino hasta la Ciudad de Chihuahua. Gonzalo se mantuvo
siempre encadenado, desarmado y con vigilancia permanente, en algunos
lugares dormían, pero era encerrado en los presidios por precaución a que se
fugara. Después de ocho días llegaron a la Ciudad de Chihuahua, donde lo
encerraron en un calabozo un par de días al continuar el camino hacia la Ciudad
de Zacatecas para acortar tiempo. Don Gonzalo se mantuvo muy serio y hablaba
poco durante el trayecto.
Al llegar a la Ciudad de Zacatecas en quince días de cabalgata, fue procesado
por el cura del Santo Oficio de esa provincia, se le obligó a Gonzalo a vestirse
con un sambenito y portar un gorro de cono para que la gente lo identificara
como pecador y apostata de la iglesia católica. Vestido con ese atuendo ridículo
los guardias lo subieron al caballo y lo amarraron con cadenas durante el
trayecto de dos días hacia la ciudad de Aguascalientes, pasaron por San Juan de
los Lagos, León, Irapuato y por Cuitzeo, para llegar hasta la ciudad de
Valladolid, donde Gonzalo fue resguardado formalmente para ser procesado por
las autoridades del clero.
El 14 de febrero de 1601, en la ciudad de Valladolid fue encerrado por el delito
de fuga y cambio de identidad, allí se encontraba en una fría mazmorra con
escasa luz solar mientras un clérigo envió un documento para ser entregado al
Arzobispado de México sobre la captura del acusado con estancia en la catedral
de Valladolid, ciudad donde debía permanecer mientras las autoridades del
Santo Oficio daban inicio con el proceso sentencia por auto de fe para el reo.
Mientras tanto, en Tequixquiac, se celebraba el carnaval, una fiesta pagana llena
de alegría, para que los habitantes del pueblo tuvieran momentos de gozo y
alegría, antes de iniciar los preparativos de la Cuaresma. En los carnavales, la
gente usaba máscaras con pieles de animal para ocultar la identidad y hacer
bromas por las calles, sonaban los silbatos y los serpentines hasta el amanecer.
El Cinco de Greñas era un cadenero o capataz que correteaba a la gente y a los
niños con una cadena pesada para golpearlos, los clérigos usaban a ese
personaje para ser representado por un judeoconverso en forma de mofa hacia
los marranos, que al mismo tiempo era una penitencia ser el Cinco de Greñas
para librarse de castigos mayores dictados por la Santa Inquisición.

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Al terminar el carnaval, en la madrugada del miércoles, iniciaba el Miércoles
de Ceniza, una conmemoración religiosa católica en donde la gente debía
recordar que era polvo y al polvo habrían de volver. Ese día se colocaba una
cruz con ceniza sobre la frente, lo cual era prohibido por los frailes quitarse la
cruz de ceniza y hacer ruido durante todo el día. En realidad, era una forma de
identificar a esas personas que menospreciaran la cruz cristiana y así se
identificara con mayor facilidad a los descendientes de judíos. Durante los
siguientes domingos, al acabar la misa matutina, salían unos hombres vestidos
de legionarios romanos con banderas de cruz por las calles, al ritmo de una
flauta y un tambor, entre ellos, se mostraban a personajes disfrazados de judíos
o fariseos para que la gente se burlara de los judaizantes y los habitantes del
pueblo despreciaran todo lo que tuviera que ver con los sefardíes, los creyentes
cristianos los miraran como los culpables de la muerte de Jesucristo, era todo
un espectáculo y un teatro callejero que buscara moldear un nuevo catolicismo
entre criollos, mestizos, indígenas y esclavos.
El Domingo de Ramos coincidía con un día del almanaque indígena, ese día los
habitantes llevaban copal o incienso, ramos de pericón y ramos de palmas para
acompañar a la imagen de Jesucristo por las calles del pueblo.
Al llegar la Semana Mayor, la luna resplandecía como una perla de luz, todo el
día jueves los habitantes del pueblo se pasaban dentro del templo orando y
apreciando el lavatorio de pies, la celebración de la misa y la captura de
Jesucristo con cánticos poéticos llamados Loas. Al amanecer, por las calles del
pueblo, salía la procesión de la Virgen de la Dolorosa y del Cristo Nazareno con
una banda de viento que denotara solemnidad y respeto a los días de dolor. En
esos días, las familias judeoconversas guardaban vigilia al comer pocos
alimentos, solo se mantenían bebiendo el sabor del vinagre con cebollas y agua
pura, esta tradición de no comer carnes rojas y beber vinagre, también la
adoptaron otros cristianos que no eran descendientes de los sefardíes, lo cual
nos muestra el sincretismo de culturas en este pueblo de Tequixquiac.
Parecía una coincidencia, que la imagen del Cristo Nazareno fuera casi la misma
imagen de Gonzalo, aquella imagen de un reo condenado a muerte que deseaba
vivir. La llegada de la Semana Santa era la excusa perfecta para culpar a los
judeoconversos de haber asesinado a Jesucristo de una forma brutal en un
madero, por ello, muchos clérigos fanáticos trataban de buscar venganza con
los descendientes de los sefardíes.

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CAPÍTULO 7
LA SENTENCIA

Daba la impresión que el viaje de Gonzalo y Ester hacia la Nueva España habría
sido inútil, ya no había tiempo para huir a California o hacia las islas Filipinas,
ellos estaban bastante agobiados por la situación de esconder parte de su esencia
en medio de una nueva realidad política. El mes de abril del año de 1601 estaba
siendo un periodo muy duro para los condenados a muerte por practicar
creencias prohibidas en los nuevos territorios del naciente Imperio Español.
Santiago era un niño solitario que carecía de amigos de su edad, jugaba y
hablaba con los animales como si fueran sus amigos, tenía un cordero que
siempre intentaba montar y la compañía de su perro enano, que era su fiel
acompañante a todos lados donde hacía sus travesuras y juegos. El niño vestía
un pantaloncillo de tirantes con camisitas blancas, sus ojos verdes radiantes y
su sonrisa alegraba a cualquiera.
El pequeño, de tanto jugar con los grillos, chapulines, mariposas y caracoles,
terminaba rendido y se quedaba dormido abrazando a su perro y su cordero,
Jacinta lo cargaba dormido hasta llevarlo a su cama para cobijarlo, su perro se
iba detrás de Jacinta y se echaba a los pies del pequeño Santiago. El niño dormía
con una tranquilidad y una paz interior bajo el cuidado de Jacinta y su madre.
Se escapaba de la hacienda para brincar sobre las riberas del río, se trepaba a
los árboles, cazaba ranas y serpientes de agua, brincaba entre las tapias de
piedra, correteaba lagartijas, tlacuaches, ardillas y zorrillos, hablaba solo,
mientras Casiano y Ester siempre lo vigilaban de que no se perdiera o se alejara
de la hacienda. El niño entraba a la cocina y bebía mucha agua para después
seguir jugando, Jacinta lo consentía mucho, el niño terminaba cansado y
dormido en el jardín.
En ese momento, don Miguel se acercaba su diligencia a la hacienda de Acatlán
para visitar a Ester y a su querido ahijado, al llegar a la hacienda, era recibido
con mucha alegría, de pronto Ester corrió a abrazarlo, don Miguel la llevó al
interior del casco de la hacienda para que hablaran en privado y vieran que
soluciones había para que el santo oficio retirara los cargos a Gonzalo.

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En se momento entró Santiago porque creía que había llegado su padre, pero
don Miguel lo llamó, lo cargó y le dio un beso en la frente, el niño se alegró, sin
embargo; esperaba ver a su padre; de pronto Ester le dijo a Jacinta que prepara
una pieza para don Miguel, que llevara el niño al jardín mientras hablaba con
don Miguel de temas muy importantes y privados. Don Miguel en ese momento
entendió lo delicado del caso y no dudo en que debía quedarse más tiempo al
lado de Ester y el niño, mientras lograban liberar a Gonzalo.
Ester comentó que Gonzalo sería apresado por la denuncia de uno de sus
trabajadores como practicante de brujería y artes satánicas, pero que esa
denuncia llevó a la muerte de la madre de Jacinta, a la que acusaron de bruja o
nahual mientras Gonzalo se escapaba hacia el norte, después Ester se había
enterado que Gonzalo estaba siendo investigado por judaizante en el tribunal de
la Santa Inquisición por parte del arzobispado de México, en relación a las
acusaciones del sirviente, con respecto a los comportamientos indiscretos de su
marido.
Don Miguel entendió que el caso era muy complejo, pero su instinto de hombre
sabio y con pericia le decía que Gonzalo era víctima de envidias entre
hacendados, clérigos y autoridades de esta región, dado a su prosperidad, al no
cederles plata y oro, enfatizaron sobre su origen sefardí para que fuera la causa
de su venganza. Después de escuchar a Ester, esas ideas no se le quitaban a don
Miguel; ya que conocía como se movía mucha gente de la Nueva España a
cambio de oro y plata, realmente acusar de judaizantes o herejes era una forma
común de amenaza para encubrir envidias o negación a sobornos.
Miguel estaba feliz de ver a su ahijado, pero sabía él que debía investigar por
su propia cuenta quienes estaban de tras de la cabeza de Gonzalo, por ello
decidió visitar los ranchos y haciendas cercanas para sondear a la gente y hacer
una visita a la parroquia de Santiago Apóstol para enterarse de quienes habían
denunciado a Gonzalo y por qué motivo iba ser procesado. Visitó a sus
compadres y conocidos, les invitó bastante vino y ofreció recompensas para
quienes den información del caso de Gonzalo. Se enteró que el corregidor de
San Juan Zitlaltepec y algunos hacendados de San Sebastián Buenavista eran
los acusantes, ya que estaban enojados con Gonzalo porque él no se dejaba
sobornar por ellos, con esos datos sin pruebas se fue directamente a la Ciudad
de México para pedir informes en el Arzobispado sobre su denuncia y buscar a
un buen abogado que pudiera ayudar en el caso de Gonzalo.

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En la Ciudad de México casi no había judeoconversos por el temor de estar
cerca del tribunal del Santo Oficio, la mayoría vivía en los lugares más lejanos
del virreinato, allí florecía una nueva ciudad llena de canales, puentes y calles
empedradas rodeadas de plazas y plazuelas, lugar donde poco a poco se miraban
nuevos edificios civiles y religiosos por toda la extensión de la ciudad que
estaba bordeada por el gran Lago de Texcoco y sus canales. Sin duda, era
hermosa la nueva ciudad que renacía como el ave Fénix entre las cenizas, llena
de palacios y comercios europeos que se construían con piedras de antiguos
edificios prehispánicos sobre las calles empedradas de mercados y plazas.
La capital novohispana era el lugar donde llegaban todas las denuncias del
virreinato español, allí se realizaba la mayoría de los juicios y sentencias, la
plaza de Santo Domingo era testigo fiel de ejecuciones que ordenaban los
civiles bajo el apoyo del clero y del gobierno virreinal para amedrentar a la
población y poner el orden. Don Miguel hizo visitas privadas a gente influyente
del gobierno virreinal para ver si era posible detener las acusaciones hacia
Gonzalo, e inclusive ofreció oro para que se detenga el proceso de sentencia y
se le dé otro castigo a Gonzalo.
El único detalle con el que no contaba don Miguel, era que el arzobispado había
decidido usar el caso de Gonzalo y la muerte de la anciana Elpidia para dar un
ultimátum de intolerancia a otros cultos en esa región del virreinato, con el fin
de que no se propagaran creencias ajenas al catolicismo en la discreción y que
las apariciones guadalupanas tomaran cada día mayor influencia en la sociedad
novohispana, ya que la virgen de Guadalupe era el símbolo perfecto que uniría
a viejos cristianos con a nuevos cristianos, a judíos con indígenas y con esclavos
africanos.
Don Miguel, con su dinero podía sobornar a cualquier persona que buscara
atentar contra Gonzalo; ya sea una autoridad o algún hacendado, pero no podía
sobornar a las autoridades del alto clero, por esa razón; era muy peligroso para
él y para su familia, lo cual debía ser más cauteloso y buscar otras formas de
apoyo que no endureciera el juicio que iba ser emitido por el Santo Oficio. Don
Miguel fue directamente a las oficinas arzobispales para buscar algún tipo de
indulgencia o perdón que se le diera a Gonzalo a cambio de salvarle la vida,
trataba de buscar una sentencia menor en donde Gonzalo se arrepintiera de
haber practicado ritos judíos y tuviera un acto de confesión para suplicar perdón

99
como todo buen católico, ante Dios y ante la santa iglesia, lo cual, si era posible,
siempre y cuando hubiera un verdadero arrepentimiento.
Realmente era una broma del destino; aquél hombre que había estudiado
abogacía, no era capaz de defender su propio caso para evitar la muerte. Las
acusaciones del caso se habían caldeado bastante, había tal ambigüedad en los
delitos de los que se les acusaba al reo, que no se podía precisar con tal exactitud
una defensa ante el tribunal de Santo Oficio.
Se acercaba el Domingo de Ramos, Gonzalo lo sabía, por solo mirar las fases
de la luna entre su soledad desde su celda, él no podía entender, dentro de su
sano juicio, cómo la gente no comprendía que el Dios de los judíos era el mismo
Dios de los cristianos, que no eran dos dioses distintos, que lo mismo era para
Dios alabarlo en hebreo como alabarlo en latín o en las lenguas de los indígenas,
que el Dios de Israel no hacía distinción, la única distinción que hacía era solo
en el pecado y en alejamiento de Dios a través del Shatán o el enemigo.
Antes de salir de la mazmorra, un cura pidió que desnudaran a Gonzalo para
asearlo con el fin de mirar si estaba circuncidado, al ver que Gonzalo estaba
circuncidado de manera inmediata solicitó un transporte de cautivos para
trasladar al reo hasta las oficinas del tribunal del Santo Oficio de la Ciudad de
México con el uso de un sambenito y su gorro de cono por encima de su ropa
habitual. De allí salió por la tarde un caballo montado por Gonzalo quien estaba
encadenado y ridiculizado con el fin de que la gente lo mirara, ellos pasaron por
el camino real que llevaba a Maravatío y a Atlacomulco, por la madrugada
llegaron los caballos de guardia real al convento de San José en la ciudad de
Toluca.
En la fría mañana llegó al convento toluqueño con ojeras en los ojos, la boca
reseca y el cuerpo lleno de moretones causados por las cadenas y los golpes de
los guardias, allí se le dio de comer carnitas de cerdo con un trozo de chorizo
como una burla por parte de los guardias y le sirvieron también un vaso con
agua fría; finalmente Gonzalo comió ese alimento, a pesar de ser un acto impuro
para él, porque necesitaba cobrar fuerzas para ver a su hijo y a su mujer, el
prelado del convento le dio el perdón y la bendición, lo miraba con compasión
porque en su mirada él veía a un hombre bueno que estaba siendo juzgado por
sus orígenes familiares. Las monjas del convento lo arroparon y le limpiaron el
rostro, las manos y los pies.

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En ese descanso en Toluca, los guardias debían llevar a otros sentenciados por
judaizantes, también eran personas de origen judeoconverso con sambenito y
gorro cónico que fueron capturados en Taxco, en Tejupilco, en Acapulco, en
Morelia y en la misma ciudad de Toluca, todos eran encadenados y subidos a
los caballos, había mujeres y hombres, también ancianos y algunos niños, eran
veintidós reos más que debían cruzar la Sierra alta de las Cruces hacia la villa
de Cuajimalpa y terminar en el bello edificio del tribunal del Santo Oficio para
ser procesados por judaizantes.
Por la tarde, llegaron al centro de la Ciudad de México y cuando iban entrando,
la gente que los veía pasar en sus caballos les tiraba piedras, les tiraban tierra
en la cara, les gritaban “asesinos de nuestro Señor Jesucristo”, hijos de Satanás,
pecadores y malditos. Los guardias los llevaron a las mazmorras con los
verdugos para que iniciaran sus procesos de juicio y sentencia por parte de las
autoridades civiles antes de la celebración de la Pascua. Al llegar al calabozo,
Gonzalo temblaba de miedo y proclamaba a su Dios que lo sacara de ese
horrendo lugar al escuchar los gritos de los torturados.
El padre Marcelino Peralta era el comisionado de llevar el juicio y proceso de
Gonzalo Rodríguez Montero en el tribunal civil y religioso, por otro lado, don
Miguel mandó traer a Ester desde la hacienda de Acatlán para que Gonzalo
tuviera fuerza y valor de salvar su honor, además contrató uno de los mejores
abogados para poder ayudar y asesorar a Gonzalo en su juicio final. Ester dejó
en encargo a Santiago con Jacinta y Casiano y salió hacia la Ciudad de México
por orden de don Miguel para participar en la defensa de Gonzalo en los
tribunales por actos de fe. Aunque Gonzalo también era abogado, él no tenía
cabeza para pensar lúcidamente en un tribunal, estaba muy aterrado y solo
pensaba en su hijo y su mujer.
El padre Marcelino recibió las cartas del obispado de Sevilla sobre el origen
sefardí de Gonzalo, pero eso no era causa para tomar una decisión de sentencia
a muerte, también sabía que Gonzalo fue bautizado por la santa iglesia católica
y que su boda se había efectuado en Cádiz, además se menciona su título
universitario y sus oficios. No existía ningún antecedente legal para juzgarlo,
también recibió otra carta por parte del obispado de Valladolid donde había
cambiado de identidad e intentaba mudarse con su familia a Santa Fe de Nuevo
México, eso tampoco le ameritaba una sentencia de muerte por tratar de huir ya
que la carta de Ester no mencionaba nada de practicar ritos judíos siendo

101
católico. Solo el testimonio de Erasto lo delataba como practicante de brujería
y ritos paganos, pero no había objetos que comprobaran sus cultos judaizantes,
solo sus conocimientos orales y su dominio de la escritura hebrea lo podía
delatar, pero Gonzalo se mantenía callado casi todo el tiempo. El único
testimonio que podía delatarlo, es que él mismo se declarara abiertamente judío
y practicante de ritos rabínicos siendo un cristiano católico, pero para ello habría
que torturarlo hasta que de dolor confesara ser practicante de ritos judaizantes,
lo cual era mejor opción para dar paso a una sentencia por parte del clero.
El clero traía la consigna de ejecutar a Gonzalo a como diera lugar, con el único
fin de propagar temor en los cristianos nuevos como una forma de control para
el reino del imperio español; sin embargo, no había pruebas suficientes que le
acusara de propagador de cultos paganos, lo que complicaba el juicio de la
demanda; ya que él era buen padre y buen esposo, además pagaba sus
contribuciones y diezmos a tiempo y tenía un trabajo horrado para mantener a
su familia. Por ese motivo los propios clérigos no se ponían de acuerdo con
darle sentencia a muerte solo para complacer a las autoridades, veían que era
una injusticia, la ejecución de personas que tuvieran antepasados judíos o
musulmanes solo por participar en sus ritos antiguos públicamente.
En el juicio civil, el abogado de don Miguel supo defender muy bien a Gonzalo
de que no era culpable de propagar cultos satánicos y brujería, que el acusado
era un hombre íntegro y horrado que solo procura por el bienestar de su familia
y desempeñar muy bien su trabajo, los jueces levantaron los cargos en su contra
por cambio de identidad, por huir de la autoridad y por ser difamado como
partícipe de ritos paganos; sin duda Gonzalo no negó su origen sefardí, pero
enfatizó que él nunca había tenido ritos judaizantes con su personal del trabajo,
ni con vecinos, ni con sus familiares, negó tener vínculos con comunidades
judías y afirmó que su circuncisión se la realizó su madre cuando era un recién
nacido, por lo tanto nunca se circuncidó solo ya que fue bautizado en Sevilla y
desde pequeño fue adoctrinado en el seno de la iglesia católica sin olvidar las
enseñanzas de sus antepasados rabinos.
A pesar de traer el sambenito y el gorro cónico durante el juicio civil, mirar a
su mujer y ver el apoyo de don Miguel, le trajo una tranquilidad para salir de
ese problema, lo que los jueces le perdonaron la vida, pero otros clérigos no
quedaron convencidos con el veredicto y decidieron encerrar a Gonzalo
nuevamente por otro mes más en los calabozos después de la Pascua, con la

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promesa de que lo iban a liberar en Semana Santa, después de darle un castigo
fuerte por desobedecer a la iglesia de Dios, ya que eso debía de servir como
escarmiento para otros. Don Miguel quedó bastante enojado, pero se mostró
callado y elocuente, felicitó a su abogado de ganar el juicio. Don Miguel le
prometió a Ester que iba sacar a Gonzalo con sus influencias de ese lucubre
lugar o intentar raptarlo de la mazmorra para mandarlo con su familia a
escondidas hacia las islas Filipinas.
Ester no estaba feliz, pero veía que había muchas posibilidades de salvarle la
vida a Gonzalo y se tranquilizó con el apoyo incondicional de don Miguel, los
dos fueron a la catedral de la Ciudad de México a dar gracias por ganar el juicio
civil del gobierno virreinal, pero colocaron una veladora en el altar a la virgen
para pedir que se liberara a Gonzalo del juicio eclesiástico. Ella se cubrió la
cabeza, se arrodilló y suplicó a su Dios que le perdonara sus pecados y bendijera
a don Miguel. Ella solo pensaba en su ser amado y sus pensamientos estaban en
la liberación de Gonzalo el próximo Viernes Santo.
Mientras tanto, Gonzalo y otros reos, acusados de judaizantes, brujería y
practicar ritos paganos estaban viviendo el peor momento de sus vidas, abajo
los calabozos no se podía ver públicamente lo que los verdugos hacían con los
sentenciados, secreto a voces, se torturaba a los sentenciados y todos eran
martirizados con el fin de que confesaran sus pecados, con el dolor del martirio
terminaban por declararse culpables de los delitos que los acusaban. Tanto
hombres como mujeres suplicaban a gritos desesperados piedad y perdón a las
autoridades del Santo Oficio.
En lo más oscuro de los calabozos del edificio del Santo Oficio, los muros eran
gruesos que era imposible escuchar llantos, gritos de desesperación y gemidos
de dolor, nadie se percataba de las torturas que sufrían los sentenciados sin ver
la luz del sol. Gonzalo empezó por su primera tortura que era presionarle los
dedos con un aparato de presión hasta que confesara que seguía practicando
ritos paganos y hablaba lenguas diabólicas, fue el primer martirio que le dio don
Marcelino Peralta, pero Gonzalo sudaba de dolor y se retorcía entre la mesa sin
aceptar las acusaciones.
Una mujer toledana radicada en Tejupilco era acusada de brujería cabalística y
terminó desangrada en el potro, llegó el momento en el dejó de gritar al
momento de morir mientras los frailes oraban por el alma de la mujer, ellos

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creían que el martirio la liberaba de sus pecados en vida, mientras Dios la recibía
en su reino por haber cruzado un camino de tormentos antes de su muerte.
El segundo martirio de Gonzalo era colocarlo boca abajo amarrado con su
cabeza hacia un gran recipiente de agua, en medida que bajaba el aparato, su
cabeza penetraba al agua del recipiente para que confesara en el momento que
le sacaran la cabeza, de nueva cuenta, don Marcelino Peralta le preguntó si veía
demonios o hablaba con Satanás durante las noches, a pesar de que intentaron
ahogar tres veces a Gonzalo, él resistió a su martirio, era muchas las ganas de
aferrarse a la vida y no aceptó dichas acusaciones.
Los frailes de la inquisición les ordenaron a los verdugos, que llevaran a
Gonzalo a un gran calabozo oscuro lleno de ratas hambrientas y que le dieran
una comida diaria durante veinte días. Gonzalo fue colocado con los pies
encadenados y en ese momento de soledad, soltó en llanto y maldijo su vida,
estaba perdiendo la fe en Dios, pero enseguida se arrepintió y empezó a gritar
que él amaba al Dios de Jacob, que él llevaba en su sangre, la sangre de los hijos
de Abraham, que no estaba arrepentido de amar al Dios del pueblo judío con
todo su amor y que ya no le importaba seguir viviendo, que hicieran con él lo
que quisieran.
De manera inmediata, don Marcelino Peralta declaró en un documento que
Gonzalo Rodríguez Montero era un judaizante que tenía pretensiones rabínicas
que atentaban contra la iglesia, Marcelino ordenó hacer una misa del perdón
para el alma de Gonzalo, la cual estaba perdida por atentar contra la iglesia de
Jesucristo, en ese momento fue sacado del calabozo, se le colocó el sambenito
nuevamente y se ordena ser juzgado por el pueblo para que fuera ejecutado en
la Ciudad de México, conjuntamente con otros sentenciados a muerte una
semana después de la Pascua. Al firmar el documento, se realizó la misa del
perdón en un templo de la ciudad con los reos que iban ser ejecutados al día
siguiente, el cual caía en otro viernes, pero no cayó en viernes santo, que sería
el día que la iglesia prometió liberar con vida a Gonzalo.
La noticia dio por sorpresa a don Miguel y a Ester, el juicio por la salvación del
alma de los sentenciados a muerte, sería a las seis de la tarde, así que partieron
de la plaza de Santo Domingo ante un tribunal de religiosos y de autoridades
civiles que estaba en un baldío hacia la alameda, donde los asistentes a la
ejecución de las seis personas, entre ellas una niña de once años llamada Judith,

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se les dictaminaría el tipo de muerte, que generalmente era quemarlos vivos ante
los ojos de la audiencia.
Ester se levantó muy temprano y pidió a las autoridades del Santo Oficio, que
le permitieran despedirse de su pareja, la autorización le fue negada, pero don
Miguel abogó para que se le permitirá ver a Gonzalo como una última petición,
finalmente el rector le permitió el acceso a los calabozos para hablar una hora
con el sentenciado. Ester se persignó e ingresó al interior del calabozo con un
guardia, desesperadamente buscaba a Gonzalo, hasta que un verdugo le mostró
el calabozo, allí se acercó Ester y le gritaba con llanto, —Amor mío, que te han
hecho, acércate para que pueda tocarte y ver tu rostro, mi vida ya no es vida sin
ti—, en eso se acercó Gonzalo a la puerta del calabozo y dejó que Ester le tocara
el rostro, Gonzalo se serenó y de le dijo a Ester que la amaba más que su vida,
que cuidara de Santiago y lo perdonara por no haber podido darle una vida
plena, en eso Ester tocó su mano de Gonzalo y se secaba sus lágrimas, le dijo
que no tenía nada que perdonarle, que lo mejor que le había pasado en su vida
era haberse conocido y formar una familia, que iba dar su vida entera para cuidar
a Santiago, pero ella lo iba sacar con vida le costara lo que le costara, que no
pensara en la muerte, que pensara en estar con su hijo e irse a la mar nuevamente
desde Acapulco hacia las Filipinas o Macao para nunca regresar a la Ciudad de
México. Seguramente le consolaba a ella pensar que su esposo iba salir ileso de
su ejecución.
A Gonzalo se le partía el corazón ver su mujer destrozada por su partida, pero
en ese momento sintió una paz interior que le decía que ya era su momento de
partir de este mundo y descansar de tanto sufrimiento, Ester besó sus manos y
se inclinó para despedirse de su ser amado, luego pidió salir del calabozo y
llorando salió de ese lugar con una tristeza que le nublaba la vista y le destrozaba
el corazón, al salir estaba don Miguel para consolarla y el guardia que la
acompañaba quedó conmovido y comenzó a llorar también de tristeza por la
injusta muerte que iba a recibir Gonzalo y otros reos a causa de sus creencias.
Al llegar las cinco de la tarde, salieron por las calles, los ocho reos que iban ser
sentenciados por decisión de la gente del pueblo, uno era Gonzalo, los demás
eran una familia completa de Córdoba, Veracruz, tres hombres, una mujer y su
hija pequeña, también estaba un fraile de Puebla de los Ángeles que había
blasfemado contra la iglesia y el otro reo acusado de judaizante venía de la
ciudad de Valladolid. Salieron caminando descalzos con sus verdugos usando

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el sambenito cargando una cruz de madera. Al pasar por las calles, la gente les
gritaba, pecadores, gente de Satanás, asesinos de Jesucristo y los apedreaban.
Era muy doloroso para Ester mirar todos esos actos de humillación y desprecio
injustificado, la gente gritaba que se quemaran vivos, lo que las autoridades del
clero lo tomaron como un hecho aprobado para ejecutarlos después de su
veredicto final, los inquisidores se lavaban las manos al darle al pueblo el tipo
de ejecución. Al llegar a la plaza, ya estaban preparadas las hogueras en que
iban ser incinerados vivos ante la vista del tribunal, el juez inquisidor empezó a
nombrar a cada uno de los que iban ser ejecutados, mencionó su origen y la
confesión de sus pecados después de la tortura, la cual era abalada por las
autoridades del Santo Oficio.
Ester trató de estar lo más cerca de Gonzalo para verlo por última vez, aunque
don Miguel recomendaba a Ester que no asistiera al tribunal público del juicio
final. Como era de esperar, los verdugos empezaron a atar a los sentenciados en
un palo y les colocaban leña seca por debajo de los pies para empezar a encender
las fogatas. Dos ministros del clero pasaban con cada uno de los sentenciados
para escuchar si todavía había arrepentimiento antes de ser torturados, con ello,
el verdugo los ahorcaba rápidamente para evitar que sintiera las llamas de la
hoguera, si los sentenciados no mostraban arrepentimiento o se quedaban
callados, se les quemaba vivos.
La primera persona que gritaba con desesperación era la niña de once años, su
madre gritaba de llanto y eso conmovió mucho a Ester de solo pensar que ella
y su hijo también podrían estar en ese mismo lugar, el aire se calentaba con las
fogatas, de pronto; Gonzalo se desmayó al respirar aire caliente y al sentir las
llamas en sus pies, todos los que no mostraban arrepentimiento gritaban de dolor
mientras que Gonzalo parecía quedarse dormido mientras oraba hasta su
muerte.
Ester lloraba de desesperación, se arrancaba el pelo de dolor por no poder hacer
nada, de tanto llorar y suplicar, sus hermosos ojos verdes se apagaron y en su
llanto se le iba la respiración y sentía un gran nudo en la garganta al mirar a su
marido entre las llamas, ella gritaba —piedad, piedad, piedad—, pero a la gente
le divertía ver esos actos abominables, don Miguel abrazó muy fuerte a Ester
mientras el cuerpo de ella desvanecía de dolor, en ese momento Miguel se soltó
en llanto abrazando a Ester. El verdugo sintió compasión y apagó la llamarada
de Gonzalo al verlo muerto y desvanecido, su cuerpo era el menos chamuscado

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de los demás ejecutados y lo colocó en el suelo, lo envolvió en una sábana
blanca, después el padre Marcelino Peralta pidió a la audiencia que se retiraran
los cuerpos calcinados, mencionó que las llamas purificaron a los ejecutados y
que Dios les abrió su reino y los perdonó.
Ester estaba destrozada y enloquecida de dolor, les gritaba; —Malditos,
malditos, Dios hará justicia divina—, pero la gente se reía de ella y la llamaban
loca. Don Miguel pidió que no se maltratara el cuerpo de Gonzalo, el cuerpo
fue entregado con el acta de defunción, luego ordenó traer dos carretas, uno para
subir el cadáver envuelto en la sábana blanca y la otra para custodiar a los
dolientes hacia el rancho de San Epigmenio en la madrugada, Ester se fue con
el cuerpo de Gonzalo abrazándolo mientras que don Miguel apresuraba la
llegada hasta Zumpango. Ester le colocó su mantilla como en forma de cofia
entre la mandíbula y la cabeza para cerrar su boca para siempre, toda la noche
los caballos galoparon hasta llegar al Rancho de San Epigmenio, donde Ester
decidió limpiar el cuerpo de su marido con bálsamos, de acuerdo a la tradición
judía de un funeral, desnudaron el cadáver y lo limpiaron lo mejor que pudieron,
allí se colocó el cadáver de Gonzalo envuelto en otra sábana de lino blanco en
el suelo como símbolo de que la tierra iba recibir su cuerpo, Ester amortajó a
Gonzalo pero no quería que su hijo estuviera en el funeral de su padre y al medio
día salió hacia la parroquia de Santiago Apóstol para sepultar el cuerpo de
Gonzalo en el cementerio de la parroquia del pueblo de Tequixquiac. Los bellos
ojos de Ester ya no volvieron a resplandecer, eran como dos luceros que se
estaban apangando por un fuego interior.
Perdona a tu pueblo señor,
Perdona a tu pueblo señor,
Perdónale señor,
No estés eternamente enojado
No estés eternamente enojado
Peónale señor.

Por las heridas de pies y manos,


Por los azotes tan inhumanos,

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Perdónale señor,
Por tus profundas llagas crueles,
Por tus afrentas y por tus hieles
Perdónale señor.
Al llegar a la parroquia de Tequixquiac, don Miguel y Ester solicitaron de la
manera más humilde, inhumar el cuerpo de Gonzalo, el párroco estaba bastante
apenado por lo sucedido y accedió sepultar el cuerpo; ya que tenía prohibido
permitir enterrar a personas consideradas herejes dentro del camposanto de los
cristianos. Durante una hora, el cuerpo de Gonzalo estuvo envuelto en la sábana
blanca de algodón sobre la misma tierra con su mortaja mientras Ester oraba en
silencio, los sepultureros cavaron el hoyo de oriente a poniente y bajaron el
cuerpo sin ningún ataúd, por la tarde, terminaron de enterrar a don Gonzalo
Rodríguez Montero en el atrio del templo y le colocaron piedras sobre la tumba.
Después Ester y don Miguel agradecieron al párroco, el permiso de sepultar a
Gonzalo en el panteón del atrio parroquial, tristemente se retiraron. El pueblo
de Tequixquiac estaba bastante silencioso, ese día sábado por la tarde, se fueron
a la hacienda para intentar descansar y asimilar la tragedia familiar.
Ester cargó a su hijo y le pidió perdón con llanto por haber traído a su padre
muerto, el niño no asimilaba mucho la muerte de su padre, pero sospechaba que
ya no lo volvería a ver. Don Miguel se fue dormir a su aposento y Ester se bañó
en sábado como era costumbre, se puso un vestido negro y comenzó su ayuno
durante nueve días de luto. Ella se preparó una sopa amarga de vinagre con
cebolla para que recordara sus días de dolor, esa sopa de vinagre era el único
alimento que se comía durante nueve días. Tapó los espejos y los muebles con
sábanas blancas, quitó las imágenes religiosas católicas, lavó las ventanas de la
hacienda; después rasgó la ropa de Gonzalo y ordenó quemarla. A las pocas
personas que acudieron a darle el pésame en la hacienda, les ofreció solo un
plato de carne de pavo como alimento, esos días nadie comió carnes rojas dentro
de la hacienda; ni alcohol, ni platillos deliciosos para mostrar la ausencia de don
Gonzalo, solo ella bebió un poco de vino amargo durante su ayuno con su sopa
de vinagre; al paso de los días se sintió más la ausencia, pero aumentaba su ira
con los culpables de la muerte de su marido. Sin embargo; durante nueve días
se rezaba el santo rosario en latín.

108
Ester pidió una misa a los diez días la muerte de Gonzalo, la shiveh o luto judío
era conmemorada con una comida austera en el seno familiar de la viuda. La
comida no le sabía a nada y en sus dientes al morder los alimentos mostraba su
rabia y su dolor. Aquel domingo llevó a su hijo al lugar donde estaba sepultado
su padre Gonzalo para que nunca se olvidara dónde estaban sus restos.
Regresaron a la hacienda por la tarde para finalizar la shiveh, pero no se quitó
los vestidos de color negro para guardar el luto en los días subsecuentes al
sepulcro, en memoria de su marido.
Don Miguel tuvo una charla muy larga con Ester, él le donó la hacienda de
Acatlán y el rancho de San Epigmenio como un gesto de gratitud hacia Gonzalo
por el tiempo que administró sus propiedades, además le dejó una cuenta en oro
para la educación de su ahijado y le dijo que volvería pronto, él regresaría al
puerto de Veracruz con su esposa Loreto para contarle lo sucedido. Don Miguel
comenzó los trámites de donación de propiedades con las autoridades
correspondientes para entregárselas a Ester y al pequeño Santiago. El viejo
hombre se despidió de Ester y de su amado ahijado, salió su diligencia con
destino a Tlaxcala para acortar camino, prometió regresar lo antes posible, pero
él cada vez estaba más agotado por la edad y ya no le era tan fácil hacer viajes
muy largos.

109
CAPÍTULO 8
EL COMIENZO

El Imperio de España cada vez estaba más unido y sus políticas cada vez eran
más estructuradas para el control, dominio, explotación y orden de sus
posesiones territoriales en todo el mundo, lo que alguna vez habían sido los
viejos reinos de la Península Ibérica; ya no quedaba nada de ello, el gobierno
del imperio español trató de borrar y destruir casi todos los vestigios culturales
de los sefardíes, de los musulmanes, de los cátaros, de los pueblos indígenas
americanos, de los pueblos insulares asiáticos y de los pueblos negros africanos
que eran llevados como esclavos a sus nuevos territorios.
Muchos sefardíes conservaron su lengua y religión en otras tierras del
Mediterráneo o en la Europa Renacentista, pero otro grupo de sefardíes,
optaron por la conversión al catolicismo, quedaron completamente
despersonalizados de sus raíces culturales conservando solo algunas costumbres
de sus antepasados, muchas veces mezcladas con costumbres cristianas, que era
lo único que los diferenciaba de otros ibéricos.
Tiempo después de la muerte de Gonzalo Rodríguez y Montero, La viuda pasó
de la tristeza a la indignación, se mantenía siempre en contra de la sociedad y
de las normas de la iglesia, sabía ella que debía ser más inteligente para tratar
de esconder su origen hebreo porque a partir de lo ocurrido habría de estar más
sola y sin protección, su hijo estaría señalado y sus descendientes iban a estar
vigilados por la Santa Inquisición de forma permanente por varias generaciones.
Ester empezó a sentir nauseas nuevamente y Jacinta la recostó en el sofá de la
sala, ella tocó su vientre y le comentó a Ester que nuevamente estaba
embarazada, en ese momento Ester se quedó sin habla porque no podía creer
que en su vientre llevara un nuevo ser, lo cual se volvía un tanto peligroso para
esa época, por el hecho de que su marido ya estaba muerto, y las murmuraciones
comenzarían sobre su falta de fidelidad a don Gonzalo el difunto.
Tampoco podía contratarse un nuevo administrador para posesión de la
hacienda, tenía que evitar habladurías, ella misma tomó las riendas del trabajo
y fue la nueva dueña y administradora de la hacienda de Acatlán. A Casiano y
a Jacinta les asignó como personal de suma confianza y les compartió

110
responsabilidad laboral con un salario mayor al que tenían con Gonzalo, pero
ninguno de ellos sabía leer o escribir y eso provocó que Ester fuera la única
responsable de hacer trámites, documentos, nóminas y comunicados.
Por la mañana, ella salió hacia la parroquia de Santiago Apóstol, con el fin de
comentarle al párroco que estaba embarazada nuevamente y que el hijo era del
finado Gonzalo, ese comntario era para hacer la cuenta de los meses de
embarazo; no tuvo ningún problema con eso y el párroco notificó la espera del
segundo hijo de Gonzalo Rodríguez Montero. Ester sabía que era muy necesario
hablar de su preñez en los primeros días de ser viuda ante la sociedad.
El párroco también habló con Ester para que el niño ya acudiera al catecismo y
aprendiera a leer y escribir. Sin duda alguna, Ester aceptó la propuesta de
escolarizar a Santiago para que conviviera con más niños y aprendiera la
doctrina cristiana desde una corta edad. Ester prometió al clérigo que mandaría
a su hijo todos los días de la semana para asistir a su primer colegio dentro de
la parroquia y que se le preparara para la confirmación y la primera comunión.
Santiago debía ir a clases de lunes a viernes al colegio parroquial y también
debía asistir a misa todos los domingos con su madre.
Los frailes franciscanos tenían una especial atención en la educación de los
niños criollos y mestizos por encima de los niños indígenas, se les enseñaba a
escribir latín y el estudio de la gramática de Nebrija para hablar un castellano
correcto; ya que los cristianos viejos trataban de diferenciarse de los
judeoconversos por la forma de hablar, hablar un castellano correcto, decían los
clérigos que era el habla de un buen cristiano, por eso se rezaba el dicho de que
”A mí me lo dices en cristiano” cuando no comprendían algo, se tenía por
entendido que el habla del castellano medieval o antiguo, era el habla de los
marranos. Según los frailes; era un horrendo castellano con muchos arcaísmos.
Sin embargo; los descendientes de judíos sabían leer y escribir a diferencia de
la mayoría de cristianos viejos, y no solo aprendían latín, también escribían
aljamía y el lashon de la escritura hebrea.
En la escuela parroquial del templo de Santiago Apóstol, los niños y adultos
estudiaban cosas muy básicas como leer y escribir, rezar, cantar, contar y
conocer las plantas y los animales, había clases en castellano, clases en náhuatl
y clases en otomí, que eran las lenguas de los niños que asistían al catecismo,
obviamente Santiago iba a las clases de castellano con otros niños criollos o con
peninsulares, que eran los niños españoles recién llegados al pueblo.

111
Todos los días de la semana, Ester había ordenado a Casiano que llevara al
pequeño al colegio parroquial, Jacinta le preparaba su vianda para que Santiago
comiera sano cuando tuviera hambre, y por la tarde, Casiano regresaba para
llevarse a Santiago a la hacienda. El niño empezó a aprenderse las oraciones al
Ángel de la guarda, a la virgen María y el Padre Nuestro; Santiago mostraba
mucho interés por conocer temas nuevos, los frailes estaban muy sorprendidos
por la rapidez del aprendizaje del niño. El niño reía de que unos encueraditos
eran sus primeros antepasados, Adán y Eva, y reía de que de una costilla se creó
a la mujer a imagen y semejanza de Dios y del hombre, mientras que los niños
indígenas contaban que su origen humano era por una diosa mujer que pobló
estas tierras desde su vientre, alimentando a los primeros hombres con el fruto
del maíz, fríjol o calabaza con el riego del agua de las lluvias.
Santiago, a sus seis años de edad; ya sabía cantar y rezar, conocía las
matemáticas a través de los números, su nivel aritmético era bueno y empezaba
a reconocer la escritura latina, era tanto su interés por aprender a escribir, que
el niño rayaba con dibujos en los muros del templo, en los muros del casco de
la hacienda y en todo lugar donde se pudiera escribir algo. La madre de Santiago
no quería que él aprendiera temas sobre el judaísmo, pero era inevitable, los
frailes le contaban historias del antiguo testamento como la creación del mundo
en siete días, la lectura de los primeros humanos, los textos de los primeros hijos
de Adán y Eva, se hablaba sobre el gran diluvio y el arca de Noé, sobre José,
sobre la esclavitud de los judíos en Egipto, sobre las tablas de los diez
mandamientos que le entregaron a Moisés, la historia, del cruce por el Mar
Rojo, sobre la prueba de fe de Abraham, la historia de Isaac, el hijo de Abraham,
la historia del rey David con el gigante Goliat y sobre los salmos o historias de
los profetas.
El niño estaba reconociendo esas viejas historias del pueblo judío con mucha
facilidad, era bastante aplicado y llegaba contento con su madre a platicar de
aquellas charlas de catecismo que le narraban los frailes en el templo. Un día,
el niño entró a la cocina, mientras su madre tejía unos pañales y Jacinta
preparaba los alimentos, el niño le pregunta a su madre —¿Quiénes son los
judíos y por qué mataron a papá Jesús? —-, Ester se quedó sorprendida y soltó
una sonrisa a su hijo, ella le respondió; —Mira Santi te voy a contar una historia,
los judíos o los israelitas fueron un pueblo que se dispersaron por muchos
lugares del mundo, son el pueblo elegido de nuestro Dios; a pesar de muchas
dificultades, ellos vivieron en otras tierras fuera de Judea o Canaán como

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Sefarad, esa tierra mía muy lejana donde había otros reinos y allí, cerca del Mar
Mediterráneo y del Océano Atlántico, donde profesaron y estudiaron la ley de
Moisés y las enseñanzas del padre Abraham por muchísimos años—.
—Sabes Santi, estas son narraciones que no te van a enseñar esos curas en tus
clases de catecismo, pero es una historia de nuestros antepasados—.
—Ya siéntate a la mesa para comer conmigo mi pequeño Santi, pronto será tu
cumpleaños y te tengo un regalo—.
El niño miró a su madre con sorpresa, pero no comprendió en su momento que
quiso decirle con el regalo. Mientras el niño probaba su sopa de papas, miró a
su madre y le dice el pequeño; —ya no comas tanto porque te vas poner gorda
como los curas, te está creciendo la panza—. Su madre se rio y le dice a
Santiago; —te prometo hijo mío, que esta panza se va quitar muy pronto y no
quedaré gorda como el cura, es un regalo que tengo para ti, vino un pajarillo a
decirme que muy pronto vas a tener un hermano o una hermana, ya no vas estar
solo, vamos a ser una familia que estará muy unida; yo te prometo hijo mío—.
El niño le respondió — ¿Tendré un hermano, un niño como yo? —. Su madre
respondió, —así es mi niño, por eso estoy tejiendo estos pañales para recibir a
tu hermano o hermana que viene de muy lejos y que va estar con nosotros muy
pronto—.
El pequeño se comió su colación, salió corriendo y brincando de la cocina,
cantando y diciendo, voy a tener un hermano, voy a tener una hermana. Jacinta
se rio con Ester y se abrazaron. El niño le decía a su perro enano, a los cerdos,
a los corderos, a los caballos, a los saltamontes, a las mariposas y a todo
animalito que se le atravesara en su camino que iba a llegar su hermano muy
pronto a vivir con ellos.
Ester redactó una carta para enviarla a don Miguel y para doña Loreto; allí
escribió de que estaba embarazada y tenía cuatro meses en espera, también les
escribió que su ahijado Santiago ya iba al colegio parroquial del catecismo para
prepararse en la confirmación y en la primera comunión el día de su
cumpleaños. Santiago se preparaba para su confesión de fe, antes de recibir la
primera comunión, era un extraño sacramento que a Ester le parecía bastante
absurdo, pero que no lo cuestionaba ni se atrevía a decirle al infante que no lo
hiciera, a ella le convenía que Santiago fuera bien recibido dentro de la iglesia
católica como un gran cristiano y no como un judío.

113
Se llegaba el día de San Isidro Labrador, habría que llevar a bendecir a los
bueyes y a todos los animales de crianza en la capilla de la Cruz, la cual estaba
entre las parcelas de labranza hacia el camino del Aguaje y del Treviño, Casiano
debía adornar los cuernos del ganado con listones colores y ponerles un yugo
para la carreta que llevaría sacos de granos de trigo y maíz de la cosecha del
año. Santiago estaba contento porque iba en una carreta adornada de tiras de
colores escuchando la música de banda de viento.
La romería comenzaba por la mañana, las carretas iban muy coloridas con sus
animalitos de crianza, se escuchaba la banda de música que salía del templo
hacia las heredades, había una carreta que llevaba al párroco para oficiar la misa
entre las milpas con los feligreses del pueblo. El niño estaba muy admirado por
esos momentos de alegría y festejo bajo la compañía de Casiano, Jacinta y sus
tres hijos. Santiago comía gorditas de maíz y jugo de frutas que le daba Jacinta,
corría entre las carretas para ver a los bueyes con listones de colores. El párroco
bendecía las carretas jaladas por animales y cargadas con granos de cereales o
frutos de la tierra. De pronto, el travieso Santiago se metió al corral de los toros
de lidia, los toros empezaron a perseguir al muchacho y con los cuernos
tumbaron el horcón principal, luego se escaparon los toros de lidia y empezaron
hacer destrozos entre las tiendas de la gente, Santiago se trepó a un árbol. La
gente gritaba por el temor a los toros sueltos, todos corrían para protegerse de
los animales, en ese momento Casiano buscaba a Santiago y de pronto lo miró
sentado sobre la copa de un árbol de mezquite.
Casiano fue por Santiago, la romería de San Isidro terminó en desgracia por las
travesuras de los chavales, la gente ya se marchaba muy asustada después de la
misa porque empezaban a caer las primeras gotas de lluvia entre las heredades
de maíz, la comida comunitaria acabó antes de que oscureciera.
Ya empezaban los preparativos religiosos para el santo jubileo y para el jacobeo,
llagaban al pueblo muchos comerciantes con puestos ambulantes que iban a
instalarse en un tianguis grande de la fiesta patronal, las señoras rezanderas
comenzaban a adornar con flores e incienso el interior del templo parroquial
hacia el altar, se sacaba una imagen de Santiago Apóstol con su caballo y su
espada, se encalaba los muros exteriores del templo para que resplandecieran
de blanco en los días de los festejos. Durante el Santo Jubileo se mostraba el
santísimo por las calles del pueblo en procesión, después se sacaba la imagen
del santo patrón el 25 de Julio para llevarlo también por las calles; en esos días

114
las campanas del viejo campanario no dejaban de tocar día y noche o a toda
hora. Las fiestas patronales estaban sustituyendo a los festejos paganos de los
indígenas; las danzas, la música de banda, las charreadas, las carreras de
caballos, las apuestas, los forcados, las corridas de toros y los mercadillos daban
alegría a los habitantes del pueblo, eran los mismos festejos que se miraban en
los pueblos de España durante las fiestas patronales. En esos días era común ver
personas ebrias durante una semana de fiesta y se miraba mucha algarabía por
lo que durara el Jacobeo. Tequixquiac se engalanaba con festejos en todas las
casas de sus habitantes, se mataban corderos, cerdos, pavos, gallinas, conejos y
pichones para las celebraciones de las primeras comuniones de los niños y
también de los adultos que no habían recibido ese sacramento en su niñez.
Santiago estaba bastante emocionado porque el 25 de Julio era su cumpleaños
y además se celebraba la fiesta de su pueblo. El regalo más grande que iba a
recibir el día de su cumpleaños era la del sacramento de la Primera Comunión,
junto con los demás niños de la escuela parroquial, el padrino de la comunión
de Santiago era el fraile José María de Silva y Garza con quien había recibido
su educación básica y adoctrinamiento cristiano. Santiago estaba sentado en una
de las bancas del templo con su padrino, primero lo ungieron con oleo santo del
arzobispado a través de un párroco para recibir el sacramento de la confirmación
de la fe cristiana por medio del Espíritu Santo, en acuerdo con la doctrina
católica, así era como se realizaba la negación de todo culto pagano o diabólico
que lo alejara de la vida de Dios a confirmar se fe cristiana. Mientras los niños
recibían el sacramento de la confirmación se cantaba en el coro.

Protégeme señor con tu espíritu,


Protégeme señor con tu espíritu,
Protégeme señor con tu espíritu,
Protégeme, protégeme señor;
Y déjame sentir el fuego de tu amor,
Aquí en mi corazón señor,
Y déjame sentir el fuego de tu amor,
Aquí en mi corazón señor.

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Confírmame señor con tu espíritu,
Confírmame señor con tu espíritu,
Confírmame señor con tu espíritu,
Confírmame, confírmame señor;
Y déjame vivir el fuego de tu amor,
Aquí en mi corazón señor,
Y déjame vivir el fuego de tu amor,
Aquí en mi corazón señor.

La misa era la más larga a la que Santi había asistido con su madre, después de
la consagración y la bendición del pan y el vino, continuó el rito cristiano y el
sacramento de la comunión, los niños adoctrinados en esa fe, se formaron para
recibir por primera vez el sacramento. Santiago iba muy bien vestido, de
pantaloncillo corto, saco blanco, camisa blanca y chapines nuevos acompañado
de su padrino el fraile José María. Los cantos y las alabanzas alegraban al niño,
era uno de los días más felices de su vida y su emoción resplandecía en la
mirada, el niño se hincó en el reclinatorio, tomó con su mano derecha la ostia
consagrada humedecida en vino y se la llevó a la boca, así daba gracias a Dios
por haber recibido al cuerpo de Jesucristo sacramentado en su fe.
Los niños del coro parroquial cantaban con voces angelicales mientras se recibía
la ostia durante la ceremonia de la comunión.
Santa aleluya a mi señor,
Santa aleluya, santa aleluya, santa aleluya,
Santa aleluya a mi señor.
Con la celebración comunión de los niños del pueblo, sonaron las campanas
muy fuertes y en el atrio del templo, llegó una comparsa de danzantes de
coloridos penachos con varas de listones de colores, acompañados de una banda
que tocaba marchas y la música de la contradanza de las Varas que provenía de
Oviedo y de Orense, pueblos norteños de la vieja España. La gente y los

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confesados salieron al atrio al terminar la misa para admirar los pasos de los
danzantes, la música de viento de la contradanza indicaba que el pueblo estaba
de manteles largos y copas de buenos vinos.
Los comerciantes del tianguis ferial cerraron los pasos de las calles para que la
gente pudiera comprar sus mercancías como productos del campo, ropa, objetos
de cuero, comida, carne, animales vivos, objetos de labranza, flores, comida,
dulces, juguetes, ollas de barro, cazuelas, jarros y herramientas de metal para
los charros como las espuelas y hebillas de plata, cinturones de pita; todo un
mercado ambulante bastante basto para los habitantes por solo ese día, los
aromas y la música se quedaban en los recuerdos de los festejados como un
recuerdo de aquel Jacobeo.
Santiago era el niño más feliz del pueblo, con solo comer una naranja y ver la
romería de su pueblo le causaba mucho placer. El fraile José María, le
recomendaba a Ester que enviara al niño a un internado religioso para que
continúe con sus estudios de bachiller en sus años venideros. Santiago siempre
mostraba mucho interés por aprender cosas nuevas, se parecía mucho a su padre
y a sus antepasados andaluces de las juderías.
Era mucho el trabajo que había absorbido Ester a la muerte de su marido durante
su embarazo, Jacinta se dedicaba solo a Santiago, ella y Casiano, el caporal que
le apoyaba con el Rancho de San Epigmenio y con el arduo trabajo de la
hacienda, terminaban cansados, así que Ester decidió contratar a una pareja que
le ayudara en la administración de la hacienda y del rancho. Dos meses después,
llegó un joven italiano con su esposa, Filipo Gregorio Santori Zilli y su esposa
Antonella Grappa di Santori, ambos bastante educados y letrados, aunque eran
venecianos, dominaban el castellano bastante bien, iban hacia el pueblo de
Cuautitlán, pero se enteraron de la oferta de trabajo en los ranchos de San
Sebastián Buenavista de Zumpango y se quedaron; obviamente eran muy
católicos y con esa razón habían ingresado a la Nueva España.
Filipo y Antonella se entrevistaron con la nueva dueña de la hacienda para
negociar la oferta del contrato y quedaron convencidos, les ofreció establecerse
en el rancho de San Epigmenio, ambos aceptaron; ya que en Zumpango había
algunos extranjeros que venían de la Toscana y de Venecia, lo cual les pareció
una buena oferta para iniciar una estancia en el virreinato de la Nueva España.
Como era de entenderse, solo los colonos católicos venidos de Polonia, Francia,
Toscana, Véneto y Austria eran aceptados para establecerse en el virreinato,

117
muchos de ellos se formaban como sacerdotes de la iglesia católica, pero otros
eran simples personas con la intención de encontrar una nueva vida en estas
tierras, al igual que miles de españoles y portugueses de zonas rurales.
Obviamente los judeoconversos eran los más interesados en salir del Reino de
España, pero también había otros españoles que les llamaban cristianos viejos
y que se echaban a la mar para establecerse en las nuevas tierras y encontrar
fortuna para sus familias.
Sin duda alguna, los pueblos originarios de estas tierras novohispanas fueron
los más desdichados y afectados, durante la colonización del virreinato no
lograron obtener muchos beneficios, a pesar de la existencia de la república de
indios, la cual les respetaba sus territorios ancestrales y sus usos y costumbres,
los naturales se vieron obligados a vivir bajo el yugo de los españoles
peninsulares y de los criollos, otros se fueron a zonas muy lejanas y de difícil
acceso para que los europeos no los rastrearan, vivían allí donde no pudieran
tener el acercamiento con los colonos; otros emigraron a tierra lejanas como
Nicaragua o California; a pesar de sus duras condiciones, los indígenas dejaron
de ser perseguidos de forma muy dura por el Santo Oficio, a diferencia de los
judeoconversos que si eran ampliamente vigilados dentro del virreinato.
Las lenguas de los naturales y su devoción por las deidades femeninas, les
sirvieron a los europeos para lograr el adoctrinamiento de los indígenas sin
necesidad de someterlos y martirizarlos, el náhuatl, el maya, el otomí, el tarasco,
el mixteco, el zapoteco, el totonaco, el huasteco, el huichol, el quiché, entre
otras, fueron las lenguas de la cristianización en la Nueva España. Para los
frailes europeos era vital el aprendizaje de estas lenguas, así como la imagen de
la Virgen de Guadalupe, por tener relación con antiguas deidades prehispánicas
y con la principal devoción mariana de los extremeños, el color de la cara de la
virgen no solo representaba a los moros del Mediterráneo, también era el color
de piel de los indígenas de estas tierras.
Santiago aprendió a hablar un poco de otomí por la fuerte cercanía que tuvo con
Jacinta y Casiano como sus segundos padres, pero Ester siempre le hablaba y le
enseñaba a escribir en castellano a pesar de ser portuguesa, era raro que una
mujer supiera leer y escribir, pero entre los judeoconversos era bastante común.
A Ester no le importaba que su hijo aprendiera hablar una lengua nativa como
el otomí, sabía que las personas que dominaban varias lenguas aprendían a

118
hablar otras lenguas con facilidad y su erudismo era mayor a la gente común
que solo hablaba un solo idioma.
Santiago, era un pequeño jovencito que quería saber de astronomía, de
taxonomía, de medicina y de historia, pero el pueblo no daba para tanto
conocimiento a pesar de visitar la biblioteca de la parroquia, habría que ir a las
librerías de la Ciudad de México para poder tener libros que eran autorizados
por la iglesia para su venta y la lectura o visitar las grandes bibliotecas de los
conventos. Al haber cumplido con su catecismo, la madre de Santiago se veía
obligada a trabajar arduamente para solventar la educación de su hijo y
mantener a un nuevo miembro de la familia que estaba en espera.
En 5 de diciembre nació una hermosa niña en la hacienda de Acatlán, era la
hermanita de Santiago. Jacinta fue la comadrona que trajo al mundo a los dos
hermanos del vientre de Ester. Ester quedó nuevamente muy agotada por los
trabajos de parto y guardó su cuarentena con los cuidados de Jacinta y de
Antonella, quien se ofreció para ayudar a Ester en el parto. Jacinta cortó el
cordón umbilical de la niña y lo enterró cerca de un maguey al igual que hizo la
madre de Jacinta con el cordón umbilical de Santiago, un rito otomí para
arraigar a las personas a su tierra.
Santiago al mirar a su hermana, sentía él que ya estaba siendo desplazado por
el amor de su madre, él la miraba con cierto celo y no le interesaba estar mucho
tiempo con su hermana, su mirada se tornaba celosa y a la vez con asombro.
Ester al ver los celos de su hijo, se acercó a Santiago y le dio un beso para que
recordara siempre que ella lo amaba tanto como la hermosa niña.
Rápidamente se alivió Ester de su parto y planeaba hacer un viaje a Veracruz
con sus hijos para saludar a don Miguel y doña Loreto, llegó una carta de don
Miguel donde felicitaba a Ester por el nuevo miembro de la familia, pero le
escribía triste mente que doña Loreto estaba muy enferma y tal vez no le
quedaba mucho tiempo de vida, lo cual tenía muy afligido a don Miguel. Ester
sabía que debía ir a Veracruz para acompañar a don Miguel en esos momentos
difíciles, de la misma manera que él le acompañó durante el día de la muerte de
su marido.
Pasada la cuarentena, Ester ordenó a Casiano que la llevara hasta Veracruz para
saludar a don Miguel y le encargó a Filipo la administración de las propiedades.
Eusebio alistó la carreta de viaje, subió las valijas y llevó consigo a sus hijos

119
durante un viaje bastante largo, el cochero tomó el camino real de Tlaxcala y se
quedaron en un hostal de Huamantla para descansar y continuar el largo viaje
hasta la Cumbres de Maltrata para después descender por Orizaba y Córdoba,
un camino que ella ya había recorrido con anterioridad.
Al llegar a Orizaba, Ester se quedó unos días en esa localidad para descansar
con sus hijos, mientras que Santiago estaba muy feliz de dicho viaje porque era
el primero que él realizaba fuera de su natal Tequixquiac, miraba la belleza del
paisaje y las imponentes montañas de la zona, siempre caminaba a lado de su
madre y su hermana, no se soltaba de ella porque era bastante huraño al estar
lejos de su casa. A la gente le parecía verla con asombro sin un marido a su
lado, pero a ella no le importaba eso.
Por la tarde, salieron hacia el camino real que llevaba hacia el pueblo de
Medellín, del frío de la alta montaña, se empezaba sentir el aire fresco del
sotavento que refrescaba las tierras tropicales de Veracruz, el camino era muy
lluvioso lleno de ingenios azucareros en las llanuras, tierra de palmeras y
grandes ceibas que tapan con sus copas los caminos húmedos; un bochorno que
se siente después de la lluvia, el calor se alborota y la gente se pone alegre en
las tardes jarochas. Santiago quedaba maravillado al ver los ríos muy grandes,
su ropa le empezaba incomodar, se quitó los zapatos y se quedó con una camisa
de algodón y su pantaloncillo.
Después de un viaje de ocho días, llegaron nuevamente a la gran finca de don
Miguel donde fueron recibidos con gran alegría por el anfitrión y sus perros
galgos que asustaban a Santiago con sus ladridos. El cochero bajó las valijas y
Ester le mostró a don Miguel a su hermosa hija recién nacida, él le pidió a su
sirvienta que llevaran a Ester a su dormitorio con sus hijos, el niño estaba
bastante abochornado y sudoroso, en ese momento don Miguel cargó a Santiago
y le dio un beso en la frente por ver a su ahijado bastante crecido. El hombre
mostraba fortaleza ante la debilidad sentimental que lo asfixiaba de dolor al ver
que su mujer no sanaba de sus dolencias.
Entraron a la lujosa finca de don Miguel, las servidumbres los llevaron a su
habitación de huéspedes. Don Miguel llamó a Santiago para mostrarle su casa
mientras Ester entró a la pieza de doña Loreto para saludarla, le dio un beso en
la frente al verla muy agotada por una enfermedad, Ester le habló en voz baja,
y le dice: —Loretito, estoy aquí para cuidarte—, doña Loreto respondió, — hija
mía, que el Dios de Israel te bendiga siempre, yo soy una anciana muy cansada

120
que ya siente la presencia de la muerte, no tengo miedo a morir, pero me
preocupa dejar a Miguel en la soledad, hemos pasado más de sesenta años juntos
y la vida se me va poco a poco—.
—Supe de la muerte de tu marido, que fue condenado injustamente por el santo
oficio a causa de profesar la fe de Moisés y del padre Abraham. Lo lamento hija
mía—.
Ester contestó; —Fue una gran desgracia la que sufrimos, pero el Dios Yaveh
me bendijo con una niña, yo estaba encintada del vientre cuando Gonzalo fue
torturado, él ya no conoció a su hija, mi pequeñita nació huérfana de padre—.
Doña Loreto respondió; —Santo Dios, ¿Y tus hijos? —.
Ester respondió; —los he traído conmigo en este viaje para venir a estar contigo
Loretito, ellos están aquí en la finca—.
Doña Loreto respondió; —Estoy muy feliz de saber que tienes dos hermosos
hijos, pero no quiero que los traigas conmigo, soy una mujer enferma que podría
contagiar de mis dolencias a esas criaturas, llevo más de dos meses en cama y
no me curo, esta tos de anciana no se quita y un resfriado me pone muy mal, de
tanto toser, se me pone la cara de color morado; ya vinieron varios doctores y
ninguno me ha sabido curar, cada día que pasa me siento más agotada y me
duele el cuerpo, me salen cuajos de sangre, a veces tengo calambres y siento
escalofríos—.
Ester le contesta; —He venido para ayudarla a sanar—.
Doña Loreto responde: —Allí donde tú estás sentada hija mía, cuando me
desperté ayer por la madrugada, vi la silueta de una mujer muy fea y mal
encarada con rostro cubierto, me dijo que muy pronto vendría por mí y me
quería tumbar de la cama, yo tomé mi bastón y la empujé como pude hasta que
salió de mi habitación sin dejar rastro, yo creo que era la Muerte, me dio mucho
miedo y me puse a rezar a nuestro Dios Santísimo. Esto solo te cuento a ti, no
quiero que Miguel lo sepa, porque va a querer traerme un cura y yo no quiero
que traiga los curas a mi casa—.
Contestó doña Loreto; —-Quiero morir en la misma fe de Gonzalo, el lashon o
la doctrina de nuestro pueblo, yo he orado al Padre Santo para que pronto mi
cuerpo descanse en su gracia y su fe. Cuando ya muera, quiero que mi cuerpo
lo sepulten en el cementerio del puerto de Veracruz como una cristiana más para

121
que los curas no sospechen que siempre mantuve en secreto la religión judía de
mis antepasados. Hija mía, te encargo mucho que se lo comentes a Miguel, sé
que mi marido lo va a entender—.
En ese momento doña Loreto se quedó dormida de cansancio y Ester salió de la
pieza para platicar con don Miguel. Ester y don Miguel platicaron largas horas
durante la noche, mientras los niños dormían en unas hamacas envueltas de tul,
para no sentir los piquetes de los mosquitos y el calor nocturno de la finca.
Por la mañana, don Miguel quería llevar a Ester y a los niños a la misa dominical
en la catedral y también llevar a Santiago a la playa, al malecón y al
embarcadero para que conociera la inmensidad del mar de Veracruz. Salieron
muy temprano con ropa cómoda sin perder la elegancia, fueron a los portales a
tomar un desayuno jarocho con rico atole calientito que aromatiza y perfuma el
aire, entraron a la catedral y escucharon la misa competa, la niña y el niño
estaban cansados, pero cuando salieron, vieron a mucha gente ir hacia el
malecón, Santiago veía al horizonte, al cruzar las murallas de la ciudad un
inmenso mar golpeando su oleaje con la playa, el día era soleado que Santiago
no dudó en meter los pies y después bañarse por completo; ya que le tuviera
más confianza al oleaje del mar.
Santiago estaba emocionado con la compañía de su padrino, de su hermana y
de su madre, al jugar en las aguas salinas, veía a los cangrejos y a los pelícanos
pescar. En el horizonte se miraban las barcas de los pescadores y algunas
mujeres mulatas vestidas de blanco vendiendo fruta a los bañistas. Ester estaba
callada pero muy feliz al mirar a sus hijos, el mar jarocho le recordaba al mar
de su tierra lusitana, al mar del puerto de Cádiz, al mar de la isla de Cuba y su
llegada a la Nueva España por ese mismo puerto jarocho.
Ester le dijo a Santiago; —Del otro lado del mar hay otras tierras muy hermosas,
yo vine a esta tierra desde el otro lado del mar, crucé muchos días sobre esas
aguas, vi varias islas y llegué a tierras desconocidas con tu padre. Mientras el
oleaje del mar se escuchaba en la playa—.
Santiago respondió, —Madre mía, ¿tú crees que yo pueda ir algún día a España
para conocer tu tierra? —.
Miguel se acercó y le dijo; —Lo vas a lograr hijo mío, algún día tú irás a la
Península Ibérica, le contarás a mis paisanos y les dirás que tú vives en una
tierra llena de maravillas, donde el cielo se toca con las montañas. Tu madrina

122
Loreto y yo, jamás regresaríamos a nuestra tierra allá en Europa, aquí en
Veracruz, encontramos el amor y todo lo que nos hizo felices—.
Santiago mientas comía un rico mango, mirando el atardecer desde el malecón
y la playa, le abrió sus horizontes y expectativas de la vida ese viaje familiar, lo
ilustró y le enseñó que más allá de su pueblo, había otras tierras con otras formas
de vida y climas diferentes. Ya por la tarde, volvieron a la finca para descansar
y estar al pendiente de doña Loreto y su salud. Santiago comentaba a su madre
que quería ser un marinero y navegar por los mares.
Ester se rio y le dijo; —que para eso él debía estudiar mucho e ir a la
universidad—. Don Miguel reafirmó y avaló lo dicho por Ester.
La niña de Ester, empezó a sentirse molesta; eran muchos los días que la bebita
había estado bebiendo y comiendo alimentos tropicales, los cuales no le
quedaban en su alimentación, el bochorno la ponía molesta a la niña y sufría de
empacho; en eso, la sirvienta de doña Loreto, sabía de remedios caseros que
curó a la niña hasta que dejó de lloriquear y quedarse dormida en los días
siguientes. En la habitación de doña Loreto se escuchaban quejidos y llantos de
dolor durante una semana más, hasta que finalmente falleció la señora.
Don Miguel soltó el llanto y se arrodilló para despedir a su amada esposa,
abrazaba a Ester y a los niños con dolor, era muy normal, a pesar de no haber
tenido hijos, pasaron muchos años casados compartiendo dichas y desdichas, la
separación de la pareja era bastante doloroso para el anciano que siempre se
miraba fuerte de temple y de figura. Ester comenzó los ritos del funeral sefardí,
que era limpiar el cuerpo de la finada con bálsamos y después colocarla en el
suelo envuelta en una sábana blanca de lino con su ropa de luto, que era un
rebozo o mantilla con el vestido negro preferido como el vestido con que se
casó con don Miguel.
Mientras Ester dejó a don Miguel en la intimidad de su finada esposa, ella
empezó a cubrir los espejos con sábanas, a quitar imágenes o retratos y a limpiar
junto con las sirvientas, el lugar de la casa donde iba a ser velada toda la noche
para después meter el cuerpo de doña Loreto en un ataúd de madera envuelta
en la misma sábana blanca con una corona de flores; don Miguel pidió que en
esa capilla ardiente se colocara la imagen de la virgen del Carmen con un gran
crucifijo hecho de madera de caoba durante toda la velada.

123
Ester preparó una sopa de vinagre para empezar el ayuno del luto durante nueve
días y también preparó con la cocinera un pavo para darles a los acompañantes
del viudo durante la velada, solo carnes blancas eras permitidas durante la
comida del ayuno funerario. Se prepararon ollas de atole y panecillos mientras
las rezanderas rezaban cerca del ataúd de doña Loreto.
Por la mañana salió el cortejo fúnebre de la finca de don Miguel hacia la catedral
para la misa de cuerpo presente, allí fue una ceremonia íntima con la familia y
los amigos más cercanos, después la carroza fúnebre salió hacia el cementerio
del puerto donde los sepultureros ya esperaban el cuerpo de doña Loreto para
inhumarlo lo más rápido posible sin rezos y sin cantitos, colocando el féretro
con la cabeza al oriente y los pies hacia el ponente, esa era la usanza sefardí.
Una semana después, Ester y sus hijos se despidieron de don Miguel y le dieron
el pésame, don Miguel abrazó y besó a los niños, él prometió ir a Tequixquiac
en cuanto pudiera, después de pasar su luto de la shiveh a los diez días después
de la cuaresma. Todos subieron a la carreta, el jovencito se despedía de su
padrino y le dieron órdenes al cochero de salir hacia Córdoba por la tarde para
pernoctar allí. Ester llevaba un arma de fuego escondida que le había dado
Gonzalo para que se protegiera, ella era bastante hábil para manejar el arma,
pero siempre la mantuvo oculta dentro de su bolso durante el viaje.
Al llegar al Rancho de San Epigmenio, Ester pernoctó allí para hablar con Filipo
y Antonella; ella les pidió el favor que fueran los padrinos de bautizo de su hija,
Ester había escogido el nombre de Carolina y tenía que hacer los preparativos
del bautizo de su hija lo antes posible, obviamente la pareja se sintió elogiada y
aceptaron ser sus compadres. Antonella cargó a la hermosa niña de Ester, una
niña blanca con muy poco pelo y bastante gordita. Santiago no soportaba que
su hermana llorara mucho todo el tiempo, pero sabía que era su hermana y la
sangre los uniría toda la vida. Después de contar con su nuevo compadrazgo,
Ester se despidió y salió para Tequixquiac donde iba realizar los preparativos
del bautizo, ella sabía que en esta ocasión ya no iba contar con la presencia de
doña Loreto y de don Miguel.
La pequeña Carolina crecía rápidamente y se acercaba cada vez más el día de
su bautismo, Ester y Antonella ya tenían todo listo para hacer una pequeña fiesta
en la hacienda, invitaron a algunas personas conocidas de los alrededores. En la
parroquia estaba registrado el día del bautizo para que el párroco preparara el
bautisterio un día sábado por la mañana.

124
El primer sábado del mes de mayo, llegaron los padrinos a la hacienda,
Antonella vistió a la niña de ropón blanco mientras Ester se vestía con sus
mejores galas para asistir al bautizo de su hija. Entraron al templo mientras el
órgano daba inicio a la celebración de la misa, a la mitad de la misa; los
padrinos, Ester y Santiago prendieron la vela del bautizo mientras Antonella
descubría la cabeza de la niña para que padre mojara a la niña con una concha
en la pila del bautisterio; de pronto Ester, Santiago, Filipo y Antonella tomaron
la vela y el cura dijo; —Yo te bautizo Carolina Rodríguez y Silva en el nombre
de Jesucristo, tu bautizo te libra del pecado original de Adán y Eva y te ingresa
a esta comunidad de cristianos, en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu
Santo—.
La pequeña Carolina lloraba por la caída del agua fría de la pila mientras
Santiago se sentía incómodo con los demás, después prosiguió la misa y al salir,
el padrino echó el bolo, que eran monedas de plata en el atrio de la parroquia
para dar paso a la fiesta de la niña como una nueva cristiana.
Los nuevos padrinos no solo eran los administradores que apoyaban en el
trabajo a la patrona, ahora ya eran sus compadres y se sentían más cercanos a la
familia. Ester mandó una carta para don Miguel, donde le hacía el comentario
de que la niña estaba bautizada con el nombre de Carolina y que anhelaba la
pronta visita de don Miguel en la hacienda. Ella estaba eternamente agradecida
con la familia de don Miguel porque Ester empezaba a vivir nuevamente, solo
que ahora era el cariño de sus hijos, lo que la llenaba de vida.
La infancia de Santiago era una infancia de bellos recuerdos, a pesar de que
había quedado huérfano a una corta edad, pocos niños tenían el privilegio de
crecer en el campo rodeados de la naturaleza, los campos agrícolas y del arduo
trabajo de la ganadería, vivir lejos de las ciudades, esos recuerdos de vida
enseñaba a los niños amar a la tierra y a respetar a los animales.

125
CAPÍTULO 9
EL BACHILLER
Santiago ya era un adolescente, un chico bastante obstinado, pero muy
intelectual, tenía 15 años de edad y era tiempo para ingresar al bachillerato, su
madre estaba preocupada porque ya tenía que dejarlo más libre y dejar de verlo
con frecuencia. Ester había platicado con los frailes de la parroquia y le
recomendaron que fuera ingresado a un internado de jóvenes para continuar con
sus estudios de bachillerato en la ciudad más cerna era San Francisco del Real
de Minas de Pachuca, ella no quería que se fuera más lejos de la hacienda.
Ester tomó la carreta para llevar a Santiago al internado, ambos se fueron por
las sendas de los ranchos de Zumpango para salir hacia el pueblo de Tizayuca,
allí llegaron al camino del Real de la Plata, tal vez el camino más vigilado y
mejor indicado con leguarios por la cantidad de carretas llenas de plata que
transitaban hacia la Ciudad de México desde las minas de Real del Monte y
Real de Minas de Pachuca. Pasaron por el gran valle lleno de sembradíos y por
la tarde llegaron a la Venta Prieta, un conocido paradero y cruce de caminos
que había sido establecido por una familia de judeoconversos llamados los
condes de Lucena; se decía que allí se quitaban el sambenito los acusados por
el santo oficio, que eran aquellos judaizantes que pagaban condenas con la
iglesia.
La carreta de Ester se dirigía hacia el centro de la ciudad, pasaron por las
parcelas de la hacienda Coscotitlán y tomaron camino hacia la parroquia de San
Francisco de Asís para preguntar por el internado de jóvenes bachilleres, al
llegar al centro de la ciudad, estacionaron la carreta en las cajas del convento de
San Francisco y fueron a las oficinas, allí estaba un fraile franciscano que les
dio noticias sobre el internado de Real de Minas que estaba construido para
jóvenes españoles, criollos y mestizos, aquellos hijos de los mineros españoles
acaudalados, le dieron las cuotas que debía pagar Ester para la manutención de
Santiago dentro del instituto, que era el diez por ciento de ingresos de Ester en
sus oficios o en los negocios.
Los frailes se hacían cargo de los jóvenes, les enseñaban diversas materias que
los preparara para los estudios universitarios, también se les enseñaba normas
de disciplina y puntualidad, aseo personal y debían ir los domingos a misa
dominical, solo tenían una salida cada medio año para visitar a sus familias. El

126
curso iba a iniciar en dos semanas más con los mejores profesores y era una
decisión inmediata que Santiago debía tomar para que se ingresara de forma
regular. Las monjas administraban otro internado creado exclusivamente para
señoritas españolas, criollas y mestizas; y había otro internado menos ostentoso
y de acceso general que estaba subsidiado por el obispado para los jóvenes
indígenas e hijos de los esclavos negros a los que les enseñaban a usar máquinas
y herramientas para trabajo en las minas.
Ester contaba con sus ahorros y con el apoyo de don Miguel, el acaudalado
español veracruzano, para que Santiago Rodríguez Silva fuera ingresado al
internado sin problemas económicos. Era de entenderse que el edificio escolar
tenía una bella biblioteca, una capilla de oración, salas de estudio, aulas bastante
grandes, cocina, comedor grande, baños de aseo comunitario y dormitorios
cómodos para que los jovencitos no tuvieran pretextos de no estudiar y de no
ser los mejores bachilleres de la ciudad minera.
Santiago llenó la inscripción de ingreso y su madre firmó el contrato de
manutención educativa con el rector del bachillerato de Real de Minas, en dos
semanas más Santiago debía de traer sus pertenencias y ropa para establecerse
dentro del internado, pero a pesar de los nervios, él estaba bastante emocionado
por todo lo que iba aprender en ese lugar. Después de llevar sus documentos,
ambos salieron del internado, el cual no estaba tan lejos de la parroquia de San
Francisco de Asís y del centro de la ciudad.
Subieron a su carreta y salieron a explorar la ciudad de Pachuca por sus
empedradas calles, veían a su alrededor varios edificios civiles y religiosos de
mayor altura, también miraban las casas de los mineros amontonadas en los
cerros minados con pequeños callejones bastante empinados y con algunos
jardines, la cantera blanca de los edificios hacía ver a la ciudad bastante bella
en medio de un clima lluvioso y frío por las tardes. El viento de la ciudad
soplaba con fuerza de norte a sur, era el que le daba el título de la Bella Airosa.
Los dos debían de regresar al pueblo de Santiago Tequixquiac por la noche y
pidieron al cochero que tratara de cabalgar directamente hasta la hacienda de
Acatlán, porque allí estaba Carolina sola con sus padrinos Filipo y Antonella.
A media noche los dos llegaron a Tequixquiac procedentes de Pachuca, el
cochero trató de cabalgar con gran velocidad sin detenerse en ninguna venta,
los caballos llegaron bastante agotados galopando por atajos entre las veredas
de la Teotlalpan.

127
Ester estaba un poco triste porque ya no vería a su amado hijo con mayor
frecuencia, su mirada se notaba cabizbaja, pero a la vez, estaba muy contenta
porque Santiago estudiaría en una de las mejores instituciones que lo llevarían
a ingresar en la Real y Pontificia Universidad de México. Empezó a preparar
las maletas con las prendas del muchacho, se estaba cerciorando de que
estuvieran bien almidonadas y blancas sus sábanas, así como los pantaloncillos
y sacos de gamuza bien planchados y abotonados, ella sabía que debía vestir
como todo un señorito de alcurnia para evitar habladurías y burlas, por eso
decidió ir con un modista para confeccionar la vestimenta del jovencito; ella
deseaba que su hijo dejara de usar la típica ropa de charro campesino.
Había llegado la hora de salir nuevamente para la ciudad de Pachuca, estaba por
comenzar el inicio de clases en el internado, Santiago ingresó al instituto
religioso para aprender y relacionarse con sus nuevos compañeros de clases. El
adolecente estaba muy aseado, con sus zapatos nuevos y su saco de gamuza, su
madre le había regalado una mochila de piel para ordenar sus cuadernillos y
objetos de escritura. Al llegar al internado, Ester besó a su hijo y lo entregó en
el acceso con los religiosos, en la carreta esperaba su hermanita Carolina con
Antonella y Filipo, al ver ingresar a Santiago; Ester no quiso voltear a mirar a
su hijo porque ella sabía que en medio año volvería a verlo en sus días de
descanso, solo tendrían ambos, el contacto a través de cartas.
A Santiago y a los nuevos internos fueron recibidos por sus tutores, les llevaron
a su pieza comunitaria de descanso y a sus cuartos de estudio, les entregaron la
ropa adecuada para portar dentro del instituto y les revisaron el aseo de pelo,
uñas y olor de los pies, había una habitación de un religioso por cada seis literas
de dormitorio para los alumnos, tenían una sala comunitaria, un comedor
comunitario, una sala de baño comunitario con excusados limpios y cuartos de
oración y lectura en silencio total. En la parte frontal estaba los huertos, la
enfermería y la botica, en parte inferior estaba la lavandería, la casa de ropería,
los gallineros y columbarios, un gran atrio rodeado de aulas y una biblioteca
junto a la capilla central.
Era imposible salir del internado, éste estaba custodiado por altos muros de
contrafuerte en dos plantas, al interior del edificio, no se podía tener contacto
con el exterior. Todos los días por la mañana, los muchachos debían bañarse en
el baño comunitario a las seis de la mañana, asistir a la capilla para escuchar la
misa matutina a las siete de la mañana, luego salir hacia el comedor para el

128
desayuno y estar puntualmente en las aula de clases a las nueve de la mañana
para tomar clases de matemáticas, aritmética y algebra, clases de biología y
anatomía, clases de derecho romano, clases de alquimia, estudios de religión y
de filosofía cristiana, a las dos de la tarde tenían la comida comunitaria y una
hora de juego en el jardín, después debían de estar en la clases de canto, pintura,
oratoria o filosofía, a las siete de la tarde se reza y se toma la cena a las ocho de
la noche, después se oye misa a las nueve de la noche, antes ir a los dormitorios.
Se prohibían las salidas nocturnas entre los pasillos del internado, solo era la
excepción, salir de allí por una enfermedad. Cada mes, se llevaba a los jóvenes
de excursión con los religiosos, se visitaban las minas de Real del Monte, los
bosques de Atotonilco el Chico y también se hacían visitas a la Ciudad de
México o Huauchinango con fines de reforzar el aprendizaje.
Todos los jóvenes eran obligados a limpiar sus dormitorios, los baños, los
comedores, lavar la cocina y regar los jardines para generar disciplina, pero los
jóvenes castigados por riñas internas, desobediencias, actos indecentes o
descortesías eran obligados a pagar penitencias limpiando la capilla, barriendo
los pasillos, escombrando las aulas y lavando los baños, así como una educación
física forzada a los rayos del sol de mediodía. Era de esperarse que muchos
jóvenes eran indisciplinados y malcriados a pesar de ser hijos de acaudalados
mineros o comerciantes, de alcaldes o de hacendados de la región, los religiosos
y profesores tenían la autoridad de sus padres para reprenderlos y disciplinar
sus conductas. Aunque los padres donaban un porcentaje de sus ganancias,
había varias instituciones que también donaban alimentos y despensas para
librar el diezmo obligatorio que pedía la iglesia católica.
Santiago, el jovencito estudioso y obstinado, no le faltaban los momentos en los
que tenía que lidiar y defenderse de algunos de sus compañeros que buscaban
amedrentar y revalidar, las envidias y los amedrentos eran comunes entre los
jóvenes estudiantes, no todos sabían respetar a los demás, algunos jóvenes
malcriados y ricos eran de los más conflictivos, pero la solución no era
denunciarlos con las autoridades religiosas del internado para que los
castigaran, sino hacer el mayor números de amistades posibles para ganarse el
respeto de todos. En las primeras semanas, Santiago sufría de bromas pesadas,
le orinaban sus cuadernos, le rompían su ropa, le mojaban sus zapatos, le
echaban sal o azúcar a sus alimentos o le colocaban alacranes en su cama, pero
en menos de un mes, empezó hacer alianzas con otros jóvenes para rivalizar con
los compañeros malcriados en grupo.

129
Era difícil que los mentores y religiosos notaran las bromas y las maldades de
los jóvenes, pero cuando eran evidenciados o les caían en el juego, los
golpeaban con la vara o los castigaban con rigor; y dependiendo del grado de
maldad, eran expulsados del internado con cartas de antecedentes por
insubordinación, para que no fueran aceptados en ninguna institución educativa.
La fuerte disciplina de los educadores, hacía que los jóvenes dejaran las niñerías
y las bromas para otro tiempo, los mantenían con altos niveles de presión
educativa para que tuvieran la habilidad de lectura, de contaduría, agilidad
mental en matemáticas y procesos de memorización. Todas las noches, los
frailes vigilaban que los jóvenes estuvieran en su dormitorio descansando sobre
su cama con el pijama de dormir, la boca limpia y las sábanas limpias,
observaban que no se durmieran en parejas. La desnudez estaba prohibida y era
un acto que podría expulsarlos del internado, en el baño matutino tenían que
usar un calzoncillo de manta para la ducha y salir vestidos del baño comunitario
con su ropa limpia, pero debían dejar la ropa sucia en la lavandería y recogerla
en la ropería.
Santiago estaba feliz porque tenía nuevos amigos de Pachuca, de Tulancingo,
de Ciudad de México, de Real del Monte, de Huauchinango, de Zumpango, de
Tlaxcala, de Tula, de Huejutla, de Apan, y de Actopan. Todo ese tiempo no solo
aprendía más cosas, también tenía grandes conversaciones y convivencia con
jóvenes de su edad, casi todos hablaban de cosas similares, viajes y negocios de
sus padres o tutores, eran jóvenes que estaban siendo formados para administrar,
trabajar y gobernar a la Nueva España en los años venideros.
Los religiosos trataban de educar cristianamente a esos jovencitos y darles las
armas necesarias para entender lo que les rodea dentro de las humanidades, el
dominio de la lengua castellana, las artes visuales y las ciencias aplicadas como
las matemáticas. Era un cúmulo de conocimientos que iban forjando la
preparación para la universidad. Lamentablemente solo los jóvenes criollos y
algunos mestizos tenían acceso a una educación completa, los jóvenes negros y
los jóvenes indígenas casi no tenían acceso a mejorar sus situaciones de pobreza
y segregación de la sociedad novohispana, se veían siempre como trabajadores
rudos al servicio de los señores españoles peninsulares y de los criollos
novohispanos.
En su primera excursión por los bosques de la Sierra de Pachuca, Santiago
estaba muy contento, fue elegido dentro de un grupo de excursionistas del

130
internado con dos frailes, Pedro Gallegos Alcántara, uno de los mejores amigos
de Santiago, organizó el campamento para instalarlo en el pueblo de El Cerezo,
después iniciar la caminata hacia las peñas, el grupo cruzó por los bosques de
encinos, pinares y abetos rodeados de nieblas y valles húmedos, los jóvenes se
divertían nadando en los arroyos y estanques naturales, aprendiendo los
nombres de la flora y la fauna del lugar, por las noches hacían fogatas para
ayuntar a los coyotes y las serpientes, solo se lograba oler el fétido olor de los
zorrillos y escuchar el robo de comida del campamento por parte de los
cacomiztles, los mapaches y los tlacuaches; y por las mañanas, se oía el trino
de cientos de pajarillos.
Santiago le escribía una carta cada mes a su madre y a su padrino don Miguel,
en esas cartas redactaba sus excursiones, sus experiencias, historias de sus
amigos y sus conocimientos, también escribía lo mucho que les quería y les
extrañaba. Todo iba bastante bien para el joven, estaba lleno de amigos, amaba
la lectura y la ciencia, dominaba el idioma castellano y el latín con bastante
maestría, aprendió mucho de latín y griego, pero también comenzó a olvidar el
idioma otomí de su nana Jacinta y el castellano ladino que hablaba su madre.
Cada día hablaba con mayor propiedad como buen cristiano, le gustaba leer la
biblia y trataba de no olvidar lo que los frailes de su parroquia y su madre le
enseñaban cuando se preparaba para su primera comunión.
La lectura de la Biblia y la educación católica que llevaba, lo estaba volviendo
cada vez más empático con la gente pobre, sabía él que era bastante privilegiado
por recibir una educación y por ello quería estudiar abogacía o medicina para
ayudar a los más necesitados. Además, amaba la naturaleza y a los animales,
que era su inspiración dentro de las clases de música y las clases de pintura.
Pronto se llegaría sus primeros quince días de descanso para ir a visitar a su
madre y pasar la navidad en familia.
Ester siempre estaba trabajando arduamente al lado de su hija, tenía duras
jornadas dentro de la hacienda para la compra-venta de granos de trigo, sorgo o
maíz y para crianza de cabezas de ganado. La ayuda de Filipo y Antonella era
esencial para moverse entre la vieja hacienda de Acatlán y el rancho de San
Epigmenio; ya que los cuatreros o ladrones de ganado solían rondar por los
caminos y veredas de la región mientras la guardia real era distraída para
cometer atracos.

131
La noble mujer pensaba en su amado hijo, todo su esfuerzo era para la
prosperidad de ellos, no le importaba trabajar sin descanso y tomar las riendas
de lo que hacía su difunto marido con tal de ver felices a sus hijos, no era
casualidad que habían salido de la vieja España para seguir viviendo en una
miseria obligada a la que el gobierno español los había sentenciado con la
confiscación de bienes por herencia familiar. Sabía ella que había luchado
bastante por salir adelante a pesar de su desgracia, por ello, no iba volver hacia
el pasado y lamentar sus penas, el futuro de sus hijos se veía con optimismo.
Hizo mucho caso a las palabras de su compadre, don Miguel; de que ella debía
cambiar su vida en la Nueva España por el bien de sus hijos, era necesario dejar
de ser, quien verdaderamente uno es para seguir siendo uno mismo sin que los
demás lo deban notar. A pesar de aceptarse como buenos católicos, la vida del
cristiano nuevo era un tanto difícil ante la soberbia engrandecida y la envidia de
los cristianos viejos.
Ester Silva de Rodríguez practicaba en secreto y con mucha discreción sus
viejos ritos familiares sin que sus hijos se percataran de ello, para Ester, sus
hijos habían nacido cristianos, nadie en la Nueva España debía de sospechar de
origen judío, para ella, sus antepasados sefardíes ya estaban sepultados en sus
recuerdos y su vida cristiana le prometía paz y prosperidad en tierras muy
lejanas de su natal Portugal y de Andalucía de su juventud. En la hacienda de
Acatlán se conservó la vieja casona para recibir invitados y a un nuevo
administrador, pero Ester construyó una nueva casona para la privacidad de la
familia. Ella ordenó comprar un terreno para construir la vivienda en el barrio
de San José sobre el camino hacia Hueypoxtla, en la zona llamada Taxdho.
La casa fue hecha con piedra de tepetate y muros fuertes de cantera, construyó
un nicho en honor a la virgen Guadalupe y una gran cocina con su fogón para
recibir a sus hijos cuando la fueran a visitar, tenía una recamara con un
reclinatorio para orar y poner allí un viejo baúl con llave que guardaba en su
interior los libros de los ritos sefardíes escritos en hebreo que le dejó su difunto
marido, había otras tres recamaras restantes, dos para sus hijos y un cuarto de
huéspedes, una gran cuarto de baño con bañera, la sala era construida a la usanza
de Andalucía y Marruecos para atender invitados, en el patio del jardín de su
nuevo hogar ordenó plantar un granado, una viña, una higuera, un limón y un
naranjo con varias flores de esta tierra y se construyó un aljibe para refrescar la
casa como lo hacían los árabes andaluces, en la parte posterior estaba la troje de

132
los granos y una granja para gallinas y pavos que daban hacia el huerto de la
casa, la cual estaba dividida por potreros y daba hacia las heredades.
Allí en su nueva casa, Ester ordenó construir con esmero una sala de estudio
para sus hijos con una modesta biblioteca y mesa de escritorio para poder
escribir cartas, la casa estaba bastante iluminada con farolas y quinqués, mandó
plantan dos palmas de dátil traídas desde Andalucía, que representaban a ella y
a su marido, debajo de matorrales había nopales y cactos que simbolizaban la
dureza y fortaleza de su amor mutuo, las palmas se miraban entre las arboledas
del camino hacia San Bartolomé Hueypoxtla.
Ya instalada en su hogar junto con su hija, seguía practicando el ayuno y la
oración de los días viernes por la noche sin prender velas, seguía preparando
sus alimentos con rigor en base a la Torah o el viejo testamento, se bañaba todos
los días sábados para honrar a su Dios, colocaba un vaso con agua en su buró
antes de dormir y apilaba algunas piedras en la tumba de su marido. Todos esos
ritos eran bastante discretos y ninguna persona sospechaba o se atrevía a
cuestionar, además siempre asistía a la misa dominical, pagaba su diezmo de
forma puntal, apoyaba obras de beneficencia de la iglesia y solía reunirse con
las damas del pueblo que participaban la oración nocturna de la Vela Perpetua
dentro de la parroquia de Santiago Tequixquiac. Era una de las damas
voluntarias que apoyaban a diversos patrocinios para erradicar la pobreza y el
hambre o para financiar la educación cristiana de los niños indígenas, así como
su castellanización, siendo el idioma español la mejor forma de control por parte
del gobierno virreinal de toda la población.
Ester ordenó traer a su hijo del internado hasta su nueva casa, la cual estaba en
aún en construcción, el joven, a su regreso, quedó admirado de la proeza de su
madre, al construir su casa propia. Por primera vez, Santiago llegó a pernoctar
en la casa de su madre, después del encierro del internado, el lugar le parecía
ideal para descansar en medio de la campiña y leer en silencio; estaba alejado
del pueblo y del bullicio de la hacienda de Acatlán. Nuevamente, la felicidad y
tranquilidad que anhelaba Ester había llegado a su vida, ella también preparaba
a su hija para recibir la primera comunión y la llevaba al catecismo con los
frailes de la parroquia para que estudiara en la escuela parroquial; ya que no era
común que una niña tuviera estudios bíblicos y escolarizados, en esa época se
creía que la mujer no debía ser obligada a estudiar, que solo debía dedicarse a
criar hijos y a matrimoniarse a una edad temprana, después de los quince años.

133
Durante su estancia en Tequixquiac, el joven Santiago pasaba cabalgando entre
los caminos desolados, también ayudaba a Filipo en la administración de la
hacienda y en el rancho, dejaba guardada su vestimenta de señorito y la
cambiaba por la vestimenta de charro para estar más cómodo. El joven hacía
trabajos del campo, le gustaba ver el nacimiento de los novillos y los potrillos,
alimentaba al ganado, cabalgaba caballos para controlar a las vaquillas que se
dispersaban del rebaño, ayudaba a Casiano a marcar el ganado y a trasladar a
los novillos a sus corrales. Por las noches cenaba con su madre y su hermana,
rezaban antes de empezar y agradecían a Dios por recibir los alimentos, la cena
en el comedor era el espacio ideal para hacer conversaciones entre madre e
hijos. Ester estaba contenta de tener a su familia completa en su casa, esos días
preparaba los postres más deliciosos para que sus hijos comieran los buñuelos,
las natillas de nuez, el arroz con leche y varios confites de miel.
Santiago ya era un gran lector, se subía a los árboles y pasaba largas horas
leyendo y hablando solo hasta que se quedaba dormido entre las ramas, también
posaba debajo de los árboles, junto a los arroyos para leer más libros de
caballería que su madre conseguía con los frailes de la parroquia. Santiago sabía
que cuando regresara al internado iba leer muchos documentos impresos que
estaban dentro de la biblioteca del internado, algunos hablaban de la naturaleza,
de las plantas medicinales, del cuerpo humano y los efectos de las plantas, había
novelas y cuentos medievales, otros libros estaban en latín, pero no dejaban de
ser interesantes sobre la filosofía, la teología, la epistemología y la filología
grecolatina; el pensamiento griego estaba muy presente.
Por las tardes, salía con su hermana y su madre a pasear entre las veredas y los
ríos, también visitaban otros pueblos cercanos para surtirse de víveres y
herramientas para la labranza de las tierras o para la ganadería. Las tardes y las
noches familiares eran verdaderamente fructíferas porque en las conversaciones
familiares se llenaba de filósofos griegos y oradores romanos, de pasajes
bíblicos y de costumbres familiares, pláticas poco comunes en otras familias
acaudaladas del pueblo. La pequeña Carolina veía con admiración hablar a su
hermano y a su madre, ella era la más quieta y que la que más escuchaba a los
dos sin interrumpir las conversaciones.
Era un deleite ver llover entre las lomas de Taxdho, ver las crecidas de los ríos
por las fuertes lluvias torrenciales, oler el aroma de la tierra húmeda entre los
magueyes y nopaleras repletas de fragantes hierbas que perfumaban la noche

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fresca llena de luciérnagas y escuchar a lo lejos el aullido de los coyotes. La
familia de Ester disfrutaba mucho de esa tranquilidad de las campiñas que
alimenta el espíritu, desde oír el canto de los búhos y el croar de las ranas a la
media noche, hasta despertar con el canto del gallo por la madrugada.
Fueron veinte días maravillosos para Ester, pero también era el tiempo de que
Santiago continuara con su bachillerato en el internado pachuqueño. La carreta
se llenaba de melancolía a ver partir a Santiago. La pequeña Carolina alzaba su
mano para despedir a su hermano; su madre le mandaba besos a los lejos. En su
trayecto de cuatro horas en carreta hasta Pachuca, Santiago dormía y leía para
no aburrirse, el cochero siempre trataba de buscar el camino más corto, pero era
imposible, las tolvaneras y ráfagas de viento norteño impedía la rapidez hasta
llegar al camino real de la plata a su paso por la venta de Tolcayuca.
La Venta de Tolcayuca no solo era un lugar de abastecimiento de forrajes para
las bestias de carga y para pernoctar, allí había prostitutas y puestos de comida
para que los cocheros retozaran antes de continuar con sus trayectos,
obviamente eran lugares muy concurridos e indecentes donde los hombres se
relajaban apostando, jugando baraja o bebiendo alcohol a lado de mujeres.
Santiago no bajaba de la carroza, se quedaba dentro para evitar incurrir en
indecencias de las que se pudiera arrepentir, solo esperaba que el cochero
siguiera su camino hacia Pachuca.
Puntualmente llegaba Santiago al internado, que para los clérigos era uno de los
mejores alumnos por su lenguaje espontáneo y sus preguntas sin respuestas, por
su disciplina y su atención en cada clase. Aunque no faltaban sus días de bromas
y juegos con sus amigos o las riñas con grupos rivales, pero no dejaba de ser un
buen muchacho. Su progreso era excelente y sus tres años de internado pasaron
muy rápido, cada vez se acerca el tiempo en el que Santiago debía de elegir un
perfil universitario para poder graduarse y cambiar de edificio educativo.
En los primeros intentos, él prefería ser abogado como lo era su padre, pero al
paso de los días se fue inclinando cada vez más por la medicina, hasta que
finalmente decidió ser un médico para proseguir con sus estudios profesionales.
Así que continuó con algunos estudios de medicina previos antes de ingresar a
la Universidad Pontificia de México. El día de su graduación como bachiller
asistió su madre y su hermana, finalmente iba a dejar el internado para siempre,
eso le alegraba mucho al muchacho por haber cumplido un ciclo más en su vida.

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La familia Rodríguez Silva tomaron el camino hacia Real del Monte, deseaban
descansar un par de días en los húmedos bosques de la Sierra de Pachuca,
empezaron a ascender por el escarpado camino que los llevaría hacia las minas,
el aire sonaba muy fuerte, bajaba la niebla de las montañas y se internaba entre
los barrancos de la ciudad, algunas carretas descendían con dificultad por lo
peligroso de los caminos, pero al llegar al pueblo de Real de Monte, valía la
pena deambular entre la fría y lluviosa población llena de leyendas. A un
costado de la plaza principal, se quedaron en un hostal, Ester se cubrió con su
chal mientras la llovizna no dejaba de cesar, cubrió muy bien a la guapa
Carolina, el joven Santiago entraba al hostal para pedir una habitación familiar,
después, a los pies de una chimenea, les llevaron chocolate caliente con postres
y galletas recién horneadas mirando la bruma y escuchando el aguacero. En la
recepción del hostal, había un viejo del servicio que contaba historias de terror
durante la espesura de la noche, los oyentes se quedaban pasmados.
A la mañana siguiente la carroza de la familia partió hacia la Mina la Dificultad
para ver el proceso de extracción de la plata, era un lugar de trabajo muy
concurrido que administraba el padre de uno de sus compañeros dentro del
internado, entró Santiago y se dirigió a las oficinas del padre de su amigo
Clemente de la Mota y Rocha, allí se presentó y don Pedro de la Mota y Murillo
recibió al joven viajero con su madre y su hermana porque que estaban de paseo
por Real del Monte, más tarde llegó su amigo Clemente y charlaron un poco
mientras le mostraban a su madre y su hermana lo imponente del edificio de la
mina y su operatividad para la región minera de Pachuca.
De pronto, un empleado se acercó a los pies de Santiago, el parecido del joven
con su difunto padre era bastante y Erasto confundió a Santiago con su padre,
de pronto Santiago se quedó sorprendido mientras Erasto le gritaba lo siguiente;
—Perdón, perdón, yo no fui patroncito, ellos me obligaron a acusarlo ante tata
Dios, con lágrimas y gritos le besaba las botas a Santiago y le decía, perdóneme,
perdóneme—.
Su amigo Clemente se quedó también muy sorprendido y le pidió a Erasto que
se retirara y que no molestara a su amigo.
Clemente les pidió a los empleados que lo castigaran y lo retiraran de su
presencia, luego le comentó a Santiago que ese indígena era muy problemático
y que estaba loco, realmente su padre le daba trabajo en la mina como cargador

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por mera lástima y no por eficiencia. Pero Santiago quedó sorprendido al mirar
a Erasto sin recordar quien era realmente o que había sido empleado de su padre.
Más tarde, don Pedro ofreció una pequeña comida a sus visitantes después de
conocer un poco la operatividad de la mina, por agradecimiento a la amistad de
ambos jóvenes; luego se despidieron y Santiago invitó al padre de Clemente a
conocer la hacienda de Acatlán y sus alrededores; sin duda alguna, don Pedro
aceptó la invitación para conocer Tequixquiac y sus alrededores.
Santiago no quiso comentar nada a su madre de la extraña presencia de Erasto,
se quedó callado y bastante desconcertado, no quería arruinar los días de
descanso de su familia. Su carroza siguió su camino hasta llegar a otro hostal,
pero ubicado en una vieja casona de cantera en el pueblo de Huasca, allí, ellos
disfrutaron más la naturaleza, como el bosque de Zembo, los arroyos y pequeñas
cascadas que bajaban de las montañas, entre los basaltos, hacia la Vega de
Metztitlán, los días eran nublados, pero podían disfrutar sin problema de las
maravillas naturales que ofrecía la región en donde moraban los familiares del
Conde, don Pedro Romero de Terrero, el afamado y acaudalado minero de toda
la Nueva España. Era un viaje familiar que se merecía Ester y sus hijos, todos
estaban asimilando que la familia unida era un paso hacia la prosperidad y el
crecimiento de los hijos para dar continuidad a los valores que les habían sido
heredados de generación en generación.
Cansados de visitar la Sierra de Pachuca, regresaron a Santiago Tequixquiac
para retomar a la cotidianeidad de la hacienda y la labranza de las heredades.
Ester, le pidió a Santiago que hiciera una visita a su padrino don Miguel para
agradecer su apoyo incondicional en su vida educativa. Los trámites de ingreso
al internado fueron pagados por don Miguel y Ester, por ello, Santiago decidió
hacer otro viaje hasta el puerto de Veracruz para agradecerle a su padrino, que
para Santiago se había convertido en un segundo padre ante la ausencia de don
Gonzalo.
Los criollos tenían mayor facilidad para hacer viajes con bastantes comodidades
por los territorios del virreinato, los viajes eran largos y muy cansados, pero
llenos de una variedad de paisajes por las tierras de toda la Nueva España. Era
placentero ver su diversidad étnica, cultural, natural y lingüística. Los indígenas
americanos conocían bastante bien los terrenos, sabían dónde había los
codiciados minerales que podían extraer de las montañas con tal impunidad para
llevar hasta España el quinto real de la producción. Los nativos hacían viajes

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largos a pie por todos sus antiguos dominios, sabían que sus territorios habían
cambiado y ahora pertenecían a otros dueños; sin embargo, no todo estaba
explotado y explorado, en las entrañas de las sierras y lo abrupto de los bosques
habían sobrevivido muchos nativos americanos sin tener contacto con europeos,
con los mestizos y con los esclavos negros africanos.
El joven Santiago viajó hasta el puerto de Veracruz para pasar unos días con
don Miguel. Un viernes por la tarde del año de 1606 llegó a la finca de don
Miguel, los criados lo recibieron con gran alegría y corrieron a avisar al dueño
de la finca que había llegado su querido ahijado, un gallardo joven de finos
modales que deseaba estar unos días al lado de su mentor y agradecer el pago
por su educación.
Al salir de la finca, el anciano, vio a Santiago y se llenó de alegría por la visita,
el chico corrió para abrazarlo y besarlo en la frente, le dio la noticia de que ya
era un bachiller listo para asistir a la universidad. Don Miguel se sintió alhajado
al escuchar que su hijo adoptivo ya era un hombrecito de provecho, lo cual le
auguraba una vida estable y próspera en las tierras del virreinato. Pues Santiago
comenzaba a trabajar, sus ahorros eran para poder solventar algunos gastos de
sus estudios posteriores, pero claro, siempre contaba con el apoyo de su padrino
y su madre. Santiago fue a agradecer a su padrino y a charlar largas horas con
él para pedirle consejos y apoyo con sus conocidos, lo cual era necesario para
abrirse a la vida profesional y marital.
Don Miguel ya no cabalgaba mucho, había tenido una caída del caballo cuando
andaba entre sus parcelas de cultivo de maíz y del cañaveral, la caída le dejó
mal la cadera con un dolor intenso, lo que le generaba una cojera en la pierna
derecha, el hombre anciano y fornido comenzaba a debilitarse por los achaques
y las caídas. Santiago miraba sin decir una palabra, su segundo padre se
empezaba a envejecer con mayor rapidez, la soledad y la edad estaban haciendo
estragos en aquel hombre que era capaz de hacer cosas imposibles.
Santiago hablaba con mayor propiedad, se notaba su buena educación y su
forma de pensar bastante elocuente a raíz de la lectura y sus estudios dentro de
aquel internado pachuqueño, esa educación lo hacía verse más atractivo y más
interesante para una conversación con personas de cualquier edad o para charlar
con las chicas, el buen porte y su elegancia en la forma de vestir, estaban
dejando en el muchacho una excelente imagen, aunado a su humildad y
sencillez para tener acercamiento con cualquier persona.

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Santiago era aventurero y la ciencia le causaba placer, estar en Veracruz, lejos
de su madre le estaba dando una gran oportunidad de crear relaciones sociales
y nuevas amistades entre la burguesía jarocha, a la cual pertenecía su estimado
padrino. Solía montar los caballos de la finca de don Miguel para visitar las
playas y los pueblos cercanos, uno de los lugares favoritos que Santiago visitaba
era Tlacotalpan, le gustaba mirar la parroquia para venerar la imagen de la
virgen del Carmen, que, en el día de sus festejos, la venerada imagen salía en
las barcas junto con los pescadores por las riberas del río Papaloapan y los
esteros del puerto veracruzano. Veracruz era un vergel tropical, lleno de selvas
y grandes ríos navegables, lugar donde los pescadores obtenían mariscos y
pescados para llevarlos hasta los mercados de Ciudad de México y de la Ciudad
de Puebla. La riqueza de la tierra jarocha no se comparaba con la de España
Peninsular, pero miles españoles llegaban a Veracruz para nunca irse de allí.
Como todo viajero, le gustaba salir por las tardes y mirar la llegada de los barcos
al puerto, dirigiéndose hacia el Castillo de San Juan de Ulúa, imaginando la
llegada de sus padres y la salida de otras embarcaciones hacia tierras lejanas.
Santiago disfrutaba mucho bañarse en los ríos de agua cristalina y en las cálidas
aguas del mar. Por las noches, al ritmo de sones de origen africano y zapateados
gitanos visitaba las tabernas con su padrino, la cultura jarocha regocijaba a
cualquiera, para los jarochos; el sexo y la diversión era cosa de todos los días
en la ciudad portuaria. Esos días de descanso, le servían a él para poner en orden
sus ideas y tomar decisiones antes de ingresar a la universidad.
Finalmente tenía que despedirse de su padrino y salir hacia la Ciudad de México
para preparar la documentación de la convocatoria que necesitaba el alumnado
de nuevo ingreso en la Pontificia Universidad de México como estudiante de
medicina, allí en aquella institución que estaba ubicada en lo que fuera el
antiguo colegio de San Ildefonso, a espaldas de la catedral capitalina.
La carroza continuó hasta la ciudad de Puebla de los Ángeles, se apreciaba una
ciudad llena de elegancia europea, el bachiller estaba encantado de conocer la
Angelópolis y su rica gastronomía, la ciudad que se decía que había sido trazada
por los mismos ángeles del cielo, pero, aun así; no se comparaba con todo lo
que le esperaba en la capital novohispana.
¿Qué habrá sido de los sefardíes? Pues ya casi nada quedaba de ellos, los
descendientes de los judíos eran esos frutos de la Tierra Santa que empezaban
a germinar y crecer en tierra nueva como grandes árboles a la sombra de la

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iglesia católica, los descendientes eran uvas, eran dátiles, eran granadas, eran
higos, eran limones, eran naranjas, eran como el trigo amargo y ácimo, todos
ellos de diferentes sabores, unos más dulces y otros más ácidos, pero eran parte
del jardín del Edén de la Nueva España, que ahora sabían a guayaba, a
guanábana, a piña, a pitahaya, a capulín, a tuna y a zapote negro.
Los frailes tenían la utopía de formar una Nueva Jerusalén en las tierra
americanas de la Nueva España, la Europa de los sueños y de las mentes abiertas
era una tierra corrupta que empezaba alejarse cada vez más del Dios Yahveh, el
hombre era ahora el centro del universo para ciencias y las artes; por ello, el
claro secular imaginaba utopías de una cristianización nueva alejada de vicios
y almas corrompidas por el placer y los deseos en donde los indígenas jugaban
un papel importante conjuntamente con los descendientes de los judíos y de los
viejos cristianos europeos.
El Virreinato de la Nueva España y el Virreinato del Perú, ahora eran el centro
de atención del mundo, las humanidades estaban dando buenos frutos para la
cristiandad universal y el nuevo poder económico que administraba España
salía de las entrañas de la tierra y de las montañas, se estaba levantando
nuevamente imponentes catedrales barrocas, exageradas de ornamentos y
oropeles que nos mostraba a un Dios Todo Poderoso, dueño de la Tierra y del
Mundo Celestial, El Imperio Español causaba envidia por doquier.

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CAPÍTULO 10
LA BODA
En la Ciudad de México se veía muchas carrozas por el largo y ancho de las
calles y calzadas, la ciudad se inundaba al estar sobre las aguas de un viejo lago,
en las afueras de la capital había chinampas hechas por los indígenas, parcelas
flotantes sobre la laguna y puentes soportados por caminos y calzadas. Nadie
podía imaginar la historia de la matanza de los mexicanos durante la guerra de
la conquista de Tenochtitlán, tampoco se hablaba mucho sobre la destrucción
de viejos edificios mexicas que estaban siendo sustituidos por nuevos edificios
y elegantes palacios de piedra cantera y recinto de tezontle que semejaban ahora
a los edificios sevillanos y madrileños.
Los palacios de los condes y el palacio del virrey engalanaban a las empedradas
calles de la Ciudad de México con sus suntuosos templos y conventos cristianos,
Santiago jamás podía imaginar que, en tan bella ciudad, su padre había sido
ejecutado por sus autoridades y por el decreto del Santo Oficio dado en la plaza
de Santo Domingo, que de ser una plaza de escribanos, era también la plaza de
la muerte y las ejecuciones en medio de actos populares. Así era la pomposa
Ciudad de México, con sus mercados ambulantes o tianguis, con su parián, con
sus bellos locales comerciales y sus joyerías. Era ciudad de librerías, ciudad de
banqueros, de diversos oficios y de grandes plazuelas. Ciudad de callejuelas y
bellas calzadas que remataban con las cúpulas de los templos y conventos.
Finalmente, Santiago ingresó a la Real y Pontificia Universidad de México en
el año de 1608, matriculado en medicina, su intelecto en muchas humanidades
le facilitó aprobar los exámenes correspondientes y ser aceptado por los
catedráticos como alumno de nuevo ingreso. Por la mañana, el rector de la
universidad dio la bienvenida a los jóvenes y los exhortaba a darlo todo por el
estudio y por la ciencia. Los chicos pasaron a sus aulas y comenzaron las clases
de presentación y requerimientos para iniciar las materias del tronco común y
las materias de práctica de campo.
La fachada del edificio era imponente, digna imagen de una institución de poder
y de opinión para las autoridades del virreinato, no todos los novohispanos eran
admitidos como estudiantes, pero muchos eran verdaderos hombres
privilegiados que, al formar parte de la universidad, su futuro estaba asegurado

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por la cantidad de contactos y personajes influyentes que serían miembros de
los grupos universitarios.
Santiago buscó un mesón en el centro de la Ciudad de México para alquilar una
habitación en casa de una señora llamada doña Gertrudis Roque, viuda de
Márquez quien les rentaba piezas a los estudiantes de la universidad pontificia.
Los estudiantes llegaban de todo el virreinato y de la España Peninsular para
emprender los estudios de su profesión.
El joven Santiago estaba orgulloso de sí mismo y bastante agradecido con su
padrino de bautizo, era un privilegio para él aprender cosas nuevas todos los
días, los grupos eran de veinte alumnos por clase para garantizar el aprendizaje,
las colegiaturas dependían de las donaciones de impuestos que hicieran sus
mentores y de las aportaciones económicas que dieran los propios alumnos para
afianzar la estancia. Comenzaron los días pesados de estudio, las largas noches
de lectura, los rigurosos horarios de clases y las materias culturales para
complementar sus perfiles educativos.
Santiago debía visitar los tanatorios con sus profesores para poder explorar y
abrir los cuerpos de los cadáveres de gente fallecida por muy diversas causas,
algunos por indigestión alcohólica que morían en las calles y cantinas, otros por
ejecución y sentencia de la santa inquisición y otros que eran asesinados sin
aclaración de su origen o proceder, pero eran cuerpos que nadie reclamaba. El
fétido olor de los cadáveres era algo a lo que se estaba acostumbrado Santiago,
primero debía de trabajar y estudiar a los muertos para después poder seguir con
el estudio de personas vivas y tener el conocimiento de sus enfermedades.
En una clase dentro del tanatorio del hospital universitario, a Santiago le tocó
el cadáver de una niña y de su madre que habían sido ejecutadas por la
inquisición española en el mismo lugar donde murió su padre, ese día Santiago
sintió tristeza al conocer la historia de aquellos cuerpos, que, por haber sido
acusadas de practicar actos judaizantes, la familia completa había sido torturada
y ejecutada por el Santo Oficio en auto de fe. No se sabía mucho, pero las
ejecutadas eran originarias de la isla de Cuba y vivían en Tampico antes de ser
chamuscadas por la hoguera. Santiago sintió compasión por la historia de los
cadáveres, en ese momento pensó en su madre y su hermana sin relacionarlo
con sus antepasados judíos.

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Tocó con mucho cuidado los cuerpos, los arropó y decidió no maltratarlos, pidió
que se le diera cristiana sepultura y que él trabajaría con otros cadáveres para
hacer sus prácticas de exploración de órganos internos y anatomía humana.
Todos los días salía hacia el hospital para atender a los enfermos y estudiar las
diversas causas y dolencias sin temor a enfermar, tomando algunas
precauciones de cuidado para evitar recibir contagios.
El joven estudiante estaba bastante obsesionado por su profesión, pasaba días y
noches leyendo diversos temas de la anatomía y del conocimiento de las plantas
con interés medicinal, se acercaba en los mercados a los vendedores de hierbas
y plantas para conocer los efectos, sabía él, que los indígenas eran bastante
inteligentes, conocedores de las plantas y que antes de la conquista española,
los antiguos mexicanos sabían mucho de medicina, que ellos hacían operaciones
de cráneo usando narcóticos y extirpaban coágulos de los cráneos humanos.
Los fines de semana, salía con sus amigos de carrera a beber cerveza y vino en
las tabernas de la ciudad, aprovechaban ellos para conocer chicas. Los fines de
semana eran noches de coplas y rondas entre los jóvenes universitarios, al
sonido de las bandurrias y las guitarras, los jóvenes enamoraban a las chicas con
canciones en notas de pandero y laúd. Había rivalidad entre los estudiantes de
leyes con los de arquitectura, los de medicina con los estudiantes de
administración, los de literatura y letras con los estudiantes de alquimia y física.
Eran días de mozos en las calles bebiendo vino y cantando bajo las normas de
policía que ordenaba el ayuntamiento de la ciudad para evitar el desorden. Se
cuidaba que entre los estudiantes y jóvenes no hubiera anarquistas, cultos o
doctrinas ajenas a los de la Santa Iglesia Católica.
Durante los fines de semana, Santiago conoció varias chicas, pero hubo una que
hacía latir su corazón, él evitaba tener contacto con ella, pero no era por temor
a enamorarse, era para que la relación fluyera poco a poco y no se aburriera la
chica de verse siempre. Santiago no solo se emborrachaba con sus compañeros
universitarios, empezaba a buscar más tiempo para charlar con esa chica
llamada Carmen, era para él la mujer más hermosa del mundo, la que estaba
regularmente en sus pensamientos en todo el día. Pasaron ocho meses de
haberse conocido hasta que decidió pedirle que fuera su novia y amiga.
Después de cinco años en la universidad, el joven Santiago Rodríguez y Silva
concluyó sus estudios y se tituló como médico cirujano, hizo su juramento ante
los sinodales y su tutor de tesis, posteriormente le cedieron el grado de licencia

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para ejercer la medicina sobre un título de cuero con el sello oficial de la
Universidad Pontificia de la Ciudad de México un 27 de agosto de 1614, lo cual
llenó de orgullo a su madre y a su padrino; esto, a la vez, fue una motivación
para su hermana Carolina que también quería estudiar.
Todavía tenía que ir al hospital universitario para sus estancias y su residencia
como compromiso social, pero le sobraba el tiempo suficiente para pasar un
noviazgo con su prometida Carmen, casi todos los días ellos salían tomados de
la mano por las calles de la ciudad, visitaban a sus amistades y pasaban muchos
momentos de intimidad como pareja entre charlas y besos a escondidas. Los
jóvenes enamorados finalmente habían decidido ponerle fecha a su unión
marital sin contemplar la opinión de sus padres.
Santiago se había comprometido con la hija de don Carlos Fernández y Lorca,
la joven Carmen Sofía de veinte años de edad era la única hija de un minero de
la ciudad de Guanajuato, quien había abierto una joyería en el centro de la
Ciudad de México, muy cerca de la gran plaza del Parián. La belleza de la joven
había cautivado a Santiago Rodríguez y Silva, el joven médico del pueblo de
Tequixquiac. Todas las tardes salía del hospital capitalino a buena hora para ver
y saludar a la chica sin que su padre se diera cuenta, la invitaba a caminar por
la plaza del zócalo capitalino y tomar un chocolate con ricos churros para
conversar y después llevarle a su casa.
Cierto día, Santiago visitó a su madre para anunciarle su compromiso con
Carmen Sofía Fernández, obviamente su madre no aprobaba su relación en ese
momento, ella pensaba que el amor que sentía por la chica lo cegaba y solo
quería llevarle la contraria a ella. Santiago por despecho, le dijo a su madre en
voz alta, que él no tenía nada que ver con los judíos y no le interesaba nada que
viniera de ellos, además dijo que los judíos habían asesinado al señor Jesucristo,
que era él un hombre cristiano bautizado y confirmado por la santa iglesia
católica y que se avergonzaba de llevar la sangre judía. En ese momento, Ester
le dio una fuerte bofetada a su hijo, pero al tocarse la mano con la que dio la
bofetada, sintió un fuerte dolor en la garganta y en su corazón por haberlo
golpeado; ya que nunca lo había hecho. Ella se sentó y se le salieron las lágrimas
de dolor por oír las palabras hirientes de Santiago, pero su hijo no se disculpó.
Santiago salió de la casa de su madre por enojo y se sobó la mejilla de vergüenza
por haber herido del alma a su madre, no habló más palabras, tomó su caballo,
lo montó y se fue indignado y avergonzado hacia la hacienda de Acatlán. En el

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trayecto estuvo meditando sobre sus palabras hirientes y empezó a sentirse mal
por despreciar a su propia sangre, algunas lágrimas salieron de sus ojos en
silencio; aunque tuviera sangre sefardita en sus venas, él creía que no era un
judío, realmente era miedo lo que él tenía, miedo a ser ejecutado, como pasó
con su padre y con esos cadáveres del tanatorio universitario, eso era lo que le
realmente le atormentaba pero, por lo menos, él debía honrar a sus antepasados
con respeto, a pesar de sentirse a gusto de ser un verdadero cristiano y un criollo
con muchos beneficios por parte del Reino de España.
Mientras tanto, Carolina quería hablar con su madre, pero no encontraba la
manera de decirle sus pretensiones de ingresar al convento para llevar una vida
religiosa. En varios momentos intentó decirlo, pero no se encontraba la manera
de evitar una discusión hostil con su madre.
Ester era bastante comprensiva sobre las decisiones de sus hijos, sabía ella que
tenía que ser fuerte, aunque le doliera golpearlos, pero, por otro lado, tenía ella
que mostrarles respeto como madre y guía familiar ante la ausencia de Gonzalo.
Estaba ella esperando a su hijo, para decirle que iba acompañarlo hasta la ciudad
de Guanajuato para pedir la mano de su prometida en santo matrimonio, para
pedir las amonestaciones de los novios y para ayudar en los gastos de la boda
como el acta civil; ya que el esposo debía cubrir la mayor parte del dinero de la
fiesta, eso debía hacerse durante un año y medio, antes de que se llevara a cabo
la boda, fecha en que las autoridades eclesiales debían hacer públicamente a la
sociedad el anuncio de los nombres de quienes iban a casarse. Esa noche no
llegó Santiago a la casa de Ester, se había quedado a dormir en la hacienda de
Acatlán por despecho. Carolina no decía nada, pero estaba consternada por la
discusión entre su hermano y su madre.
En la mañana siguiente, Santiago estaba muy pulcro afuera de la casa de su
madre, tocó y salió Ester a recibir a su hijo amado, lo invitó a desayunar,
Santiago aceptó, dejó a un lado su orgullo y soberbia para pedir nuevamente el
apoyo de su madre. Ester había preparado un chocolate caliente con buñuelos,
los alimentos preferidos de Santiago en su infancia, Santiago empezó a oler y
pasó a la mesa con su madre junto a su hermana, mientras la cocinera preparaba
unos huevos divorciados en salsa con unas tortillas de maíz hechas a mano.
Todos estaban callados durante el desayuno, hasta que Santiago pidió disculpas
a su madre por las ofensas y le pidió apoyo para pedir la mano de su prometida,
Ester indudablemente aceptó y le dijo que ella siempre estaba dispuesta para

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respaldarlo en todas las decisiones que él tomara. Entonces la familia estaba
programando una salida para la ciudad de Guanajuato con los padres de Carmen
Sofía, los cuales ya estaban enterados de la visita de la familia de Santiago con
el fin de arreglar los lazos matrimoniales de sus hijos.
Ester ordenó limpiar la carroza familiar y arreglar las crines de los caballos
elegantemente para que el cochero saliera hacia el Camino Real de Adentro
rumbo a la ciudad minera de Santa Fe de Guanajuato para hablar con los
familiares y presentarse ante ellos para ponerse a disposición de los futuros
consuegros. Si bien, Santiago no era millonario a diferencia de la familia de
Carmen Sofía, si estaba fuertemente respaldado por la fortuna de su madre y el
influyentísimo de su padrino de bautizo; además los honorarios de él como
médico, dentro del hospital universitario de las carmelitas descalzas, eran
bastantes buenos para poder mantener a una familia con cierta solvencia
económica.
A todo galope, la familia de Ester salió hacia El Bajío, con rumbo a Santiago de
Querétaro y hacia Salamanca. El viaje se llevaba de dos a tres días hasta la
ciudad de Santa Fe de Guanajuato, pero ellos descansaron en un mesón de
Santiago de Querétaro para después continuar su trayecto sin ajetreos por los
empedrados caminos llenos de mezquites, cactos, robles y encinos, cruzaron los
viñedos de San Miguel de Allende, hacían comidas en el campo hasta que
finalmente ingresaron entre los túneles de acceso a la ciudad, la elegante ciudad
de bellos palacios de cantera los esperaba con agrado.
Ester pidió hospedar a su familia en uno de los mejores hostales de la ciudad y
ordenó enviar una carta al padre de Carmen para solicitar su visita y hacer la
ceremonia para pedir la mano de la chica. La ciudad de Guanajuato, entre sierras
y minas, los recibió bastante bien con sus callejones, con el colorido de las casas
y sus balcones, que hacía pensar que esa ciudad era una réplica de las viejas
ciudades españolas; la ciudad estaba llena de numerosos comercios y plazuelas
por doquier, sus habitantes eran bastante acaudalados y muy corteses por las
bondades de las minas en sus serranías, solo que eran una sociedad bastante
conservadora.
Por las noches, los jóvenes universitarios, vestidos de gala con capas de listones
de colores, sombreros de pluma y zapatillas de cuero, salían en parrandas
nocturnas con sus instrumentos de música; laudes, bandurrias, panderos y un
contrabajo para amenizar los callejones de la ciudad con cantigas y romanzas

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de las estudiantinas, bromas y saltos que enloquecen a las jovencitas y a la
concurrencia. Sin duda alguna, la ciudad de Santa Fe Guanajuato era ese joven
asentamiento humano novohispano con sabor a la vieja España, al compás de
las panderadas los universitarios, en las callejoneadas, tenían sus días de ocio y
desfogue ante la presión de sus padres y profesores por lo duro que era cursar
diversas materias en las aulas de la Universidad de Guanajuato. Ester se
asomaba por el balcón del lujoso hostal, a ella le agradaba la vida festiva y
alegre de la ciudad minera, el correr de las carretas por las calles y plazuelas,
las farolas alumbraban las puertas y ventanales, en pequeños espacios se
oscurecía, lugares idóneos para los romances de las parejas que le recordaba a
Sevilla. Los muros de los edificios eran de gruesa piedra con fina cantera
trabajada entre los callejones con escarpadas escalinatas.
La señora Ester Silva mostraba su gargantilla de laja y sus pendientes de plata
que parecía a la misma reina de España, su peineta de oro con su mantilla de
ceda fina, su largo vestido de oropel y su abanico que dejaba entrever a sus
hermosos ojos verdes sobre su piel morena, iba al igual que la elegante hija
vestida con grandes atavíos, arracadas de oro y peineta de plata con mantilla
para quedar bien ante la familia de la prometida de su hermano Santiago. Tal
vez era la única vez que debían quedar bien ante la gente de alcurnia. Al ver
muy feliz a Gonzalo, ellas estaban dispuestas en parecer a las marquesas o
condesas de las minas novohispanas.
Al recibir la respuesta de la familia de Carmen, se alegraron para ser aceptados
en una pequeña recepción familiar donde se iba a pedir la mano de la bella
joven. Ester no mostraba timidez ni se afrentaba de su pasado, tomaba del brazo
a su hijo para tocar la puerta del palacete donde vivía Carmen Sofía, atrás su
hermana Carolina ocultando su bello rostro con un abanico, al interior de la
carreta con algunos presentes para la familia. Salió el mozo a recibir a la familia
de Gonzalo, los pasó hasta el jardín de la elegante casona, luego allí se
presentaron a don Carlos Fernández y Lorca con su esposa Clementina López
de Fernández y sus cuatro hijos, Ester, Santiago y Carolina hicieron reverencia
ante la familia, ellas entregaron regalos como quesos finos de cabra,
chocolatillos de Veracruz, cedas finas de Filipinas, una losa de porcelana china
y una caja de cubiertos de plata fina para los anfitriones.
Los recibió don Carlos y les invitó a pasar al gran comedor para degustar el
banquete y hablar de los jóvenes y sus proyectos, Se sentaron en el elegante

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comedor los tres invitados y los anfitriones, don Carlos tomó la palabra y pidió
a Santiago que se presentara, en ese momento Santiago Rodríguez y Silva se
presentó como hijo del difunto don Gonzalo Rodríguez y Montero, vecino de
Sevilla y de sangre cordobesa, su madre, doña Ester Silva de Rodríguez, vecina
de Sevilla y originaria del Algarve en Portugal, presentó a su hermana menor,
ambos nacidos en el pueblo de Santiago Tequixquiac donde fueron bautizados,
hijos de hacendados campesinos, sus estudios habían sido dentro de la Pontificia
Universidad de México en la carrera de medicina y actualmente laboraba en
hospital de la Ciudad de México con el cargo de residencia permanente.
Don Carlos admiraba la sinceridad de Santiago y por mostrar el origen humilde
del crecimiento de su familia, además veía que eran hijos criollos de españoles
de las campiñas novohispanas, lo que le daba continuidad a su linaje español al
permitir que tomara de esposa a hija menor. La familia de Carmen veía con
buenos ojos a la familia de Santiago y en ese momento don Carlos comenzó el
festín con unos ricos lechones horneados y buen vino tinto de San Miguel de
Allende, ricas ensaladas y turrones con mazapanes, era una comida de
bienvenida a la familia Fernández, pero Ester se quedó sin probar la carne de
los cochinillos horneados, solo comió postres y ensaladas fingiendo dolor de
estómago con la carne, pidió disculpa a la familia de don Carlos por no comer
la jugosa carne de los cerditos, mientras que Santiago y Carolina comieron carne
de los lechones sin problema con los anfitriones, nadie notó eso y tampoco le
dieron importancia el por qué Ester no comía carne de cerdo. El festín continuó
y en un momento preciso Santiago sacó un anillo de oro para pedir la mano de
Carmen como esposa, la joven Carmen tomó el anillo y se lo colocó mirando a
su padre y su madre.
Don Carlos aceptó el compromiso de su hija en matrimonio con el señor
Santiago un 21 de marzo de 1615, también aceptó la madre de Carmen el
compromiso, solo que la madre pidió que la boda se llevara a cabo en la Ciudad
de México para que pudieran asistir varias de sus amistades allegadas al virrey.
Santiago y Carmen aceptaron la condición de doña Clementina López de
Fernández para pedir las amonestaciones en el templo en honor a la Virgen del
Carmen. Santiago debía buscar que en dicho templo también se llevara a cabo
la recepción de la boda para darle más realce al evento, como ya era costumbre,
el novio tenía que organizarlo. A Ester se le sonrojaron sus bellos ojos porque
su hijo ya empezaba formar su propia familia, agradecieron el banquete de

148
bienvenida en la elegante casona de don Carlos y se retiraron para descansar y
empezar a organizar la boda que se iba a realizar.
La carreta llevó por la noche a doña Ester y a sus hijos hasta el hostal para
descansar ya que también preparaban la salida hacia Santiago Tequixquiac
desde las callejuelas de la ciudad encantada de Guanajuato. Ester regresaba muy
contenta a casa y su hijo no dejaba de agradecerle el bello gesto que había hecho
por él. Su madre le contestó, por ti y por tu hermana daría mi propia vida con
tal verlos felices. La carreta salió por el Camino Real para llegar lo antes posible
al pueblo de Tepejí del Río y Tula. El viaje fue largo, pero no se sintió lo pesado
del trayecto gracias a que se celebraba el compromiso de Santiago dentro de la
carroza.
Llegando a Tequixquiac, Carolina quería hablar con su madre y su hermano
para tratar el asunto de ingresar a un convento en la ciudad de Puebla de los
Ángeles, que como mujer adulta había tomado la decisión de buscar los hábitos
de monja, ya que ella sentía el llamado de Cristo para dar su vida a la vida
contemplativa y religiosa. Su madre se miraba triste, pero aceptó la decisión de
Carolina al querer internarse en un convento; también su hermano la apoyó ante
tal difícil decisión.
Carolina sabía que el ingreso al convento como novicia era una vida llena de
conocimientos que se apegaban a la vida de buen cristiano, también era la
oportunidad de tener estudios y una vida respetable para una mujer. Ella sabía
que tenía que solicitar su ingreso ante la madre superiora del convento de Santa
Mónica, además debía cursar un mes de prueba para que las monjas evaluaran
su ingreso permanente. Ester una vez más, tenía la mirada triste porque sus hijos
se alejaban cada vez más de ella y empezaba a quedarse sola, pero, por otro
lado, intentaba estar feliz porque sus amados hijos se ingresaban dentro de la
alta sociedad novohispana y que ellos ya no iban a ser perseguidos por sus
orígenes como le sucedió a ella y a su difunto marido.
A través de cartas, se enviaron las peticiones de Carolina Rodríguez y Silva para
el convento, en la ciudad de Puebla de los Ángeles; pasaron dos meses y la
respuesta fue la aceptación como novicia por parte del puño y letra de la madre
superiora del convento. A partir de allí, Carolina debería tener votos de
obediencia, pobreza y castidad, ya que el convento agustino estaba recién
construido y necesitaban personas de sexo femenino que mostraran una vida

149
mística y de contemplación plena, dentro de una educación minuciosa que
sirviera para la iglesia católica de la Ciudad de Puebla.
Ester abrazó a su hija y un par de lágrimas salieron, eso conmovió a Carolina y
también soltó en llanto para despedirse de su madre; Ester ordenó una carreta
que llevara a su hija hasta el convento donde iba se recluida; partió con sus
padrinos de bautizo, Filipo y Antonella para entregarla ante las autoridades del
convento, también llevaba un contrato de colegiaturas, en el que Ester se
comprometía en ayudar económicamente a los gastos del convento del viejo
templo de Santa Mónica.
Era hermosa la recién fundada Ciudad de Puebla, había sido esa utopía de los
ángeles bajados del cielo para trazar las calles empedradas y los jardines del
Edén en cada vergel de la ciudad, a la vista de los mortales se alegraba con las
campanadas y la opulencia de una ciudad hecha solo para condes y grandes
señores, al horizonte se miraba la silueta de los majestuosos y nevados volcanes,
como guerreros defensores de la Angelópolis.
La carroza fue estacionada cerca del templo de Santa Mónica un 27 de mayo de
1615, para que la comunidad de monjas recibiera a las novicias en el coro bajo,
sus padrinos se quedaron afuera del templo y las monjas las recibían con velas,
se abría la puerta al claustro mientras el coro tocaba cánticos de recibimiento,
se les entregaba sus hábitos religiosos, se les llevaba a cada una a sus celdas,
pequeñas puertas donde solo había una austera cama, un lavabo de talavera, un
ropero, una mesa y un altar con un crucifijo.
La vida de encierro del convento era completamente distinta al del colegio de
bachilleres en el que su hermano había sido internado en Pachuca. La novicia
Carolina estaba feliz de haberse internado, por las mañanas se sentaba en el
suelo para hacer oración, se iba a la cocina del convento para aprender a cocinar,
después lavaban ropa, planchaban y almidonaban, por las tardes leían libros de
geografía, historia, medicina, lenguas y canticos corales que estaban en una
biblioteca de gran tamaño; también aprendía canto y a tocar instrumentos
musicales, se hacía la limpieza del convento y por la noche se realizaba una
cena y oración del final del día.
Pocas monjas podían salir del convento, ellas salían a las calles de la ciudad
para vender pan, dulces, postres, comida y tortillas, también para recoger finos
ropajes de los habitantes más ricos que eran llevadas al convento para la

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lavandería y la ropería donde se reparaban y se confeccionaba la ropa de las
monjas y la ropa de acaudalados poblanos que mandaban grandes donativos
económicos al convento.
La pulcritud de las mojas era muy exigente, ellas debían de mantener muy
limpios los pasillos, patios y claustros del convento, el baño era diario, pero los
sábados se entregaban los ropajes limpios, la alimentación era solo de atole y
agua, un poco de carne y algunas frutas para mostrar el hábito de pobreza. Día
y noche, Sor Carolina leía la biblia, cantaba los salmos, escribía en latín y
castellano, en su celda, ella pasaba largas horas de oración y silencio para entrar
en contemplación y conversa con el señor Jesucristo.
También por las tardes pintaban cuadros religiosos en lienzos de óleo, como el
Sagrado Corazón, la Virgen, los rostros de las monjas, pasajes bíblicos, retratos
de santos y santas, otras monjas bordaban largas horas y otras cantaban hasta
que su voz era perfeccionada con las notas musicales. A Carolina le gustaba
bordar y cantar, pero su vicio era leer largas horas en la biblioteca o en su celda.
Ella se sentaba en una banca para tratar de orar con el señor Jesucristo, los
domingos escuchaba misa en el templo de Santa Mónica y le gustaba hacer
sacrificios de ayuno en honor al Señor Jesús. Después de tres años como
novicia, ella fue declarada oficialmente monja de dicho monasterio un 25 de
diciembre de 1618.
Sor Carolina escribía dos cartas cada años para contar sus vivencias a sus
familiares, no solía ser específica, pero si mostraba lo feliz que era para ella
vivir en contemplación plena como sirva del Jesucristo, ella no sabía a detalle
como habían sido sus antepasados, imaginaba siempre a sus ancestros, a sus
abuelos y a su padre, sin haberles conocido, se apasionaba mucho en la lectura
bíblica; con mucho respeto leía sobre el linaje de Abraham y Moisés, le gustaba
estudiar los primeros libros del Viejo Testamento, que era el mejor
acercamiento a la historia y creencias del pueblo judío.
Mientras tanto, en la Ciudad de México, estaban los preparativos para la gran
boda de Santiago y Carmen, la madre de Santiago estaba en la Colegiata de San
Pedro y San Pablo para las amonestaciones, la cual, no solo le prometía oficiar
la ceremonia religiosa, también allí mismo se realizaría un banquete nupcial
muy elegante como un regalo del novio para la familia de la novia y sus
amistades. De manera inmediata se publicaron los nombres de los novios en la
oficina central del templo y otra se realizó en el arzobispado para investigar el

151
estado conyugal de los novios. La investigación del origen familiar de Santiago
Rodríguez había demorado varios años la boda, pero la pareja fue persistente y
finalmente ambos lograron su proeza.
Ester tenía que apoyar a su hijo para que no tuviera complicaciones con la
celebración de la boda ante las autoridades del clero, debido a que su padre
había sido ejecutado por decreto del santo oficio, a causa de actividades
judaizantes y promoción de las mismas. Era un acontecimiento muy triste que
empañaba la historia de su familia, por ello, Ester debía ser muy cautelosa con
los trámites administrativos de la boda, tanto ella como su hijo estaban muy
emocionados y no quería que nada fuera a estropear la felicidad de Santiago.
El clero, trató con mucha cautela y discreción los trámites de la boda, Ester
decidió ofrecer una cantidad grande en doblones de plata para las actividades
religiosas, a la administración central de la Compañía de Jesús. Los procesos de
amonestaciones durarían medio año con sus respectivos trámites, los cuales
obligaban a los novios como a sus familiares, mantenerse en confesión, asistir
a misa todos los domingos y llevar una vida cristiana decorosa mientras se
llevaban a cabo los últimos detalles. Mucho ayudaba que Carolina, su amada
hija, estaba interna como novicia dentro del convento agustino de Santa Mónica,
en la ciudad de Puebla de los Ángeles, todos esos actos bondadosos de caridad,
tener hijos cristianos y ser una buena católica acercada a Dios, ayudó a que se
borrara la imagen judaizante de Gonzalo, ante la escrupulosa sociedad de la
Ciudad de México.
Santiago pasaba muchos días pensativo, su vida en la Ciudad de México se
tornaba de costumbres distintas a las de su infancia, sus modales y sus hábitos
de urbanidad eran los mismos que tenía su padre cuando vivía en Sevilla, el
doctor Santiago era ahora un caballero de la burguesía criolla que se enrolaba
en las costumbres de una sociedad pudiente novohispana de igual forma que
ocurría en el pasado con sus ancestros judíos cordobeses en el Al-Andalus.
A veces le venían aquellos recuerdos campesinos de su pueblo natal, las fiestas
y romerías, las charreadas, las corridas de toros y los forcados, los bellos
paisajes de su vieja Teotlalpan llena de mezquites que para los capitalinos eran
tierras áridas marginales de indios belicosos y para Santiago era aquellos
rincones secretos de su infancia entre los maizales y pastizales, donde pasaba
con su madre hermosos momentos en los ríos, en los cerros, en los jagüeyes y
en la tierra donde se trepaba a los árboles cuidando el ganado y sembrando la

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vid para los buenos vinos de mesa. Él pasó de tener los pies descalzos en los
ríos y del uso de las botas en los jornales del ganadero en su niñez a tener los
pies calzados con chapines y zapatos para poder andar entre las calles
empedradas de la ciudad capital, de usar la ropa del charro a usar los finos sacos
y pantaloncillos traídos de Europa de la moda de un doctor de prestigio del
hospital capitalino, ya no era el niño criollo campesino de la Teotlalpan. Si bien,
los criollos no gozaban de muchos privilegios, en comparación con los
españoles peninsulares, pero si eran las personas mejor posicionadas dentro del
virreinato.
Se hablaba muy bien sobre el acontecimiento social que iba a llevarse a cabo en
la Ciudad de México, muy pocos invitados iban a tener el privilegio de asistir
al evento, lo que lo volvía muy exclusivo entre la aristocracia y burguesía
capitalina, a nadie le interesaba la relación de pareja de los jóvenes,
simplemente iba a ser una boda de alcurnia entre las familias criollas y
españolas peninsulares más conocidas, solo se sabía que el joven doctor venido
de las campiñas iba esposar a la hija de un joyero y minero de Guanajuato.
El día de la boda se acercaba, las familias capitalinas iban a lucir sus suntuosos
trajes de gala dentro de la ceremonia como en el banquete. Las invitaciones eran
con pases especiales para acudir al evento nupcial, tenían finos encajes traídos
de las Filipinas y papel de Turín. En el templo de Pedro y San Pablo, Ester
mandó a adornar el altar con flores de ricos aromas, los sastres se esmeraron
con la ropa de gala de los novios y de la señora Ester.
El 27 de agosto de 1621, se celebró la boda de Santiago Rodríguez con Carmen
Sofía Fernández de Rodríguez, al compás de las notas del órgano se inició la
ceremonia religiosa, se repartieron misarios con la primera lectura, segunda
lectura, el evangelio y las oraciones durante la misa, la novia estaba vestida de
blanco y entró con sus damas hasta el altar, del brazo de su madre, luego entró
Santiago con traje negro y sombrero de plumas con medias de seda y zapatos
de horma toscana, mientras que Ester lucía una mantilla traída de Manila con
una peineta de plata pachuqueña bruñida en Amozoc y un vestido negro de finos
encajes acorde a los encajes de su abanico sevillano.
Todos los invitados se sentaron en el lugar que les asignaron, las damas iban
bastante arregladas con ropajes traídos de Europa, del lado del brazo de sus
esposos, el coro cantaba como los ángeles mientras el padre rezaba en latín la
misa de la boda como un sacramento religioso bastante importante para todo

153
cristiano. Finalmente se realizó el rito del enlace de los novios en el altar con
una cadena de flores, también se realizó la entrega de arras y anillos de oro
como la unión de dos nuevos cristianos ante la sociedad capitalina presente, se
concluyó con la ceremonia religiosa y los esposados pasaron a la sacristía para
firmar las actas de la boda y quedara sellada en los registros oficiales del templo
y en los archivos de la municipalidad.
A Ester le venían a la mente, y en silencio, todos los recuerdos de su modesta
boda en la Catedral de Cádiz, antes de salir de Europa; una boda que era
necesaria para cristianizarse y tener documentos para llegar al nuevo mundo. Se
reprimía sus lágrimas de mirar a su hijo amado con su pareja. Después de la
ceremonia en el templo, los invitados pasaron al interior de la colegiata para
tomar asiento en las mesas reservadas de los invitados, los cocineros del
convento se habían esmerado con el banquete mientras un cuarto de cámara
tocaba y amenizaba el evento con música barroca para bailar; el padre de
Carmen estaba realmente sorprendido de la boda de su hija, sin duda alguna, era
inolvidable el momento para la familia y los amigos de don Carlos, aunque la
hermana de Santiago no podía asistir, debido a sus votos de pobreza, pero Filipo
y Antonella disfrutaron al máximo la fiesta junto con Ester y su nana Jacinta,
dos mujeres que formaron la vida Santiago.
Al día siguiente, se comentaba de la mentada boda, una nueva familia capitalina
se integraba a la compleja sociedad novohispana. Carolina recibió cartas de su
hermano sobre su boda con Carmen Sofía, los cuales habían planeado hacer un
viaje de pareja a la isla de Cuba para tener más acercamiento a su pasado e
intentar encargar los nietos tan esperados por Ester. Los dos esposos viajaron
en carreta hasta el puerto de Veracruz para tomar el barco con destino al puerto
de La Habana.
Santiago y Carmen pasarían un mes en La Habana, Cuba, viajaron una semana
en barco, disfrutaron mucho su viaje de placer y Santiago aprovechó para tomar
unas cátedras en la Universidad de la Habana, sobre medicina para infantes o
pediatría. En el puerto isleño, se cerraban los lazos de amor entre la pareja, los
habaneros fueron grandes anfitriones en la luna de miel, colmaron de atenciones
a los esposados en el hotel Galicia del centro de La Habana; todos los días iban
al malecón para caminar y admirar el golpeteo de las olas del mar o escuchar la
llegada de los barcos de diferentes lugares del mundo.

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Al regresar al puerto de Veracruz, Santiago y Carmen visitaron a don Miguel
para pedir su bendición, pararon unos días con él, pero intentaron no cansarlo
debido a su avanzada edad, aunque el viejo de don Miguel estaba feliz de mirar
y conversar con su ahijado, notó que él se había hecho un hombre de bien y que
algún día sería un buen padre.
Santiago le dio unos remedios a su padrino, pero el viejo decía que era inevitable
salvarle la vida de sus achaques y torpezas para caminar, le dijo en voz baja don
Miguel, que había soñado a su difunta mujer y platicaron que pronto ella vendría
por él. Siendo Santiago un hombre, de ciencia y muy católico, le dijo que no le
tomara mucha importancia a los sueños, que la vida había que vivirla con
intensidad hasta el último momento, que la muerte era cosa de Dios y eso venía
de arriba. Don Miguel quedó muy contento con la visita, finalmente Santiago y
Carmen se despidieron y les dio la bendición a ambos esposos.
La carreta salió hacia la Ciudad de Puebla, para visitar a Carolina. Al llegar a la
Angelópolis, decidieron hablar con la madre superiora para poder ver a Sor
Carolina; ella accedió por unas horas, que la monja platicara con su hermano y
su cuñada. Santiago, de su propia voz, decidió aportar dinero para el convento
y dar la ayuda necesaria para construir un modesto hospital y poder atender en
algunas ocasiones a los enfermos. Sin duda, el proyecto fue aceptado por el
concejo de monjas y aceptado para que operara lo más pronto posible. La pareja
se despidió de Sor Carolina y continuaron su trayecto hasta la capital.
Al llegar a la capital novohispana, se instalaron en su casa de la calle de
Donceles, trataron de retomar su vida rutinaria, pero como recién casados,
invitaron a sus amistades más cercanas para compartir conversaciones y
anécdotas, eso hacía que la pareja se mostrara feliz ante la gente que los rodeaba
como nuevos vecinos.
Las calles de la ciudad siempre estaban inundadas e insalubres, había
dificultades para sanear los drenajes y desagües. En ello, estaba trabajando
Santiago con otros de sus colegas para hablar con las autoridades e iniciar un
plan de saneamiento para las calles céntricas de la Ciudad de México. En 1625,
el gobierno capitalino implementó un programa de saneamiento para toda la
Ciudad de México, se buscaba que se desviaran las aguas de los lagos con apoyo
financiado por el gobierno virreinal hacia Nochistongo, los habitantes estaban
hartos de mirar agua por todos los canales, el agua que se metía a sus
propiedades y que dejaba construcciones afectadas por la humedad.

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Un día inesperado, ocurrió una tragedia el 21 de septiembre 1629, una lluvia de
más cuarenta horas, dejó una gran inundación en toda la Ciudad de México, la
gente perdió sus pertenencias y las calles se habían anegado por la fuerte
tormenta que subió el nivel del agua de los canales dejando muertos por doquier.
Las autoridades de la municipalidad y del virreinato deseaban que las aguas de
los lagos debían de desaparecer inmediatamente, la mayoría de los habitantes
abandonaron la ciudad, los estudios previos indicaban que la salida de las aguas
ya no debían salir por el destruido Tajo de Nochistongo en Huehuetoca y que
habrían de buscar otra salida por Zumpango al ser la parte más baja del Valle
de México y el inicio de la Teotlalpan, que en años venideros lo llamarían el
Valle del Mezquital.
Dentro de la iglesia católica se tenía la creencia de que las fuertes lluvias fueron
un castigo a los pecados de los habitantes de la ciudad, los capitalinos se habían
olvidado de Dios por su afán de poder y promover los placeres carnales. La
gente vivía en las azoteas de su casa, pero la mayoría se fue a vivir a las
campiñas, Santiago y Carmen se fueron a vivir a Tequixquiac un tiempo con
Ester. El 24 de septiembre de 1629, el arzobispo don Francisco Manso y
Zúñiga ordena llevar en un una canoa a la imagen de la Virgen de
Guadalupe desde su Basílica en la Villa del Tepeyac hasta el centro de la Ciudad
de México, convirtiéndose en la santa patrona de la ciudad por encima de la
Virgen de los Remedios y la Virgen del Carmen; ya que a la Guadalupana se le
adjudicaban varios milagros de personas que sobrevivieron a la inundación.
Notables diferencias se observaban entre la ciudad de La Habana y la Ciudad
de México, una había nacido en las riberas del Mar como un bastión español y
la otra sobre las riberas de un gran lago difícil de secar sobre un valle a gran
altitud rodeado de montañas y sierras. Los españoles tuvieron que refundar la
Ciudad de México varias veces, era necesario borrar todo vestigio de la cultura
mexica para poder imponer el esplendor del ego español por encima de una gran
civilización americana, razón principal por lo que el puerto de Veracruz no pudo
ser la capital de la Nueva España. De los mexicas solo sobrevivió la devoción a
la madre Tonantzin del Tepeyac dentro de la iglesia católica como la Virgen de
Guadalupe o la Guadalupana, ahora madre de Jesucristo, hijo de Dios Creador,
hecho Dios y hecho hombre entre los hombres. Como el ave Fénix, resurgió de
las aguas anegadas la esplendorosa ciudad de de México Tenochtitlán para
seguir siendo la capital de la Nueva España, mientras las aguas fétidas iban
desapareciendo de las antiguas calles y calzadas.

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CAPÍTULO 11
LA HERENCIA
Una de las noticias tristes que llegó a la familia de Ester fue la repentina muerte
de don Miguel Rojas de la Vega, un buen hombre que había amado a su familia
y que le apoyó a su pronto establecimiento en estas nuevas tierras, fue como un
padre para Gonzalo y Ester, además les ofertó dos de sus propiedades para que
trabajaran las tierras y les dieran buena calidad de vida a sus hijos.
Don Miguel fue sepultado en el panteón del puerto de Veracruz, al lado de su
amada mujer doña Loreto. Su gran fortuna fue repartida en diversas obras de
beneficencia, se construyó con ello un orfanato y un hospital en el puerto
jarocho, se dio un porcentaje para un cuartel militar de la guardia real, se levantó
un colegio privado dentro de su finca y la mitad de sus bienes fueron destinados
para su único heredero, su ahijado Santiago al que quiso como un verdadero
hijo. Esa fue la decisión de don Miguel, dejar repartida su herencia ante un
notario, teniendo el tiempo necesario de que ocurriera su muerte y empezara a
delirar sin tener conciencia.
Santiago disfrutaba mucho de ver el embarazo de Carmen, su vientre estaba
demasiado abultado, era más grande de lo normal para aquella mujer de 25 años,
tenía muchos cuidados por parte de la madre y la suegra, hasta que a los cinco
meses de embarazo los médicos notaron que eran gemelos, lo cual alegró
muchísimo a las dos familias. Santiago estaba muy desconcertado porque la
llegada de sus hijos le estaba cambiando la vida de forma radical.
En la Ciudad de México, un 15 de febrero de 1631, Carmen dio a luz a dos
gemelos, sus padre había decido nombrarlos como Sebastián y Gonzalo.
Santiago era el hombre más feliz de la capital novohispana, dos hermosos críos
alegraban ahora su hogar, tanto la familia de Carmen como doña Ester miraban
a los niños con ternura y mucha felicidad. Otra vez, la alegría había vuelto y
llenaba de gozo los corazones de esta familia, cada día se tornaba mejor para
todos, como si ya nada malo volviera a ocurrir en sus vidas.
Doña Ester regresó a su hacienda después de haber conocido a sus nietos, la
mujer no dejaba de pensar en sus nietos, ambos tenían los ojos verdes como ella
y como Santiago, era la prueba máxima de que si eran sangre de su sangre, para
ella la rutina era más dura porque el trabajo de campo es pesado y con un escaso
tiempo para dedicarle al ocio, además doña Ester criaba sus propios animales

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para inspeccionar una alimentación saludable que pedía las viejas escrituras de
la Torah como el kashur, ella se dedicaba a la crianza de gallinas, pavos y
gansos, también de conejos y cerdos, aunque estos últimos eran criados en su
granja, para ocultar su abstinencia a la carne de cerdo y de conejo, por ser
animales no aptos a la alimentación judaica. La carne de las aves, la carne de
res, la carne del carnero y la carne de pescado eran los únicos productos cárnicos
preparados en su cocina y degustados en su mesa.
Aunque convivía mucho tiempo con Filipo, Antonella y sus hijos nacidos en
Tequixquiac, ellos no se percataron de las costumbres judaizantes de Ester, ella
era bastante discreta y reservada para hablar de sus orígenes familiares, además;
siempre buscaba ser una buena cristiana ante la sociedad del pueblo. La ley
judaica era muy clara en la prohibición de imágenes religiosas, pero su devoción
por la virgen María era muy grande, ya que ella miraba en la virgen María a una
mujer de sangre semita con la que compartía el sufrimiento de mujer.
Ester estaba sola en su propia casa, para no sentir la soledad, se iba a la hacienda
y estar cerca de Jacinta y Casiano, también estaba cerca de Antonella y Filipo,
sus hijos finalmente habían forjado su propio destino y ella empezaba a
envejecer muy rápido. Las canas se asomaban y su cara empezaba a arrugarse,
pero sus ojos verdes siempre se mantenían fijos, en realidad eran el reflejo vivo
del desgaste de su cuerpo. Ella usaba un bastón y su pelo largo siempre lo
mantenía muy peinado, sus arracadas y sus joyas eran las que su difunto marido
le había comprado en diversas joyerías de Sevilla.
Algunas ocasiones, venía a saludarla su hijo, su nuera y sus nietos, quienes
pasaban varios días de descanso en la tranquila tierra de su hacienda, los
caminos reales están tan bien cuidados por la guardia real, que era difícil que
ocurriera asaltos de bandoleros y robos en las carrozas. Santiago
verdaderamente disfrutaba de tener una estancia en su pueblo natal con su
familia en casa de su madre, él le enseñaba a su mujer aquellos lugares de sus
recuerdos de la infancia, era algo nostálgico que los capitalinos disfrutaban al
estar retirados de la bulliciosa Ciudad de México.
El doctor Santiago tenía una vida entre el campo y la ciudad con su familia, era
como una terapia para ordenar sus ideas y también era el motor principal de
criar y educar a sus hijos en varios contextos diferentes, por las tardes viajaban
en bergantines de madera a través del Lago de Texcoco y Zumpango para poder
admirar las aves, los peces, las ranas, las nutrias y los castores.

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Le gustaba cabalgar por los senderos hacia el pueblo de Santiago Tequixquiac,
los cambios de nivel entre el Valle de México y la Teotlalpan nos muestra la
diversidad natural de dos regiones cuya cultura era diferente, pasar por las calles
y callejones del pueblo para disfrutar del olor al recién pan horneado en las
panaderías, ver caminar a la gente hacia los estanquillos de comida para probar
el atole, los tamales y los tacos de guisado, ver los portales rodeados de niños y
ancianos, jugando y disfrutando de las tardes soleadas con la frescura del viento
del norte. Sin duda alguna, esa era la herencia que su pueblo adorado de piedra
y tepetate le había regalado a Santiago; la cual era, tener el privilegio de
disfrutar de los parajes campesinos y las verdes praderas.
Al regresar a la Ciudad de México, por el lado de Albarradón de Ecatepec, hacia
el pueblo de la Villa del Tepeyac, se miraba lo que quedaba de la capital de los
antiguos mexicanos, la cual no había perdido mucho de su traza original como
parte una compleja ingeniería prehispánica que le servía al buen funcionamiento
de sanidad de la ciudad europea que estaba construyéndose sobre los restos de
viejos edificios y templos mexicas; era tan hermosa y renovada la nueva Ciudad
de México, fascinaba a cualquiera con sus calles empedradas y sus edificios de
tendencia barroca, pareciera que nadie se acordaba de la brutal guerra por la
conquista de estas tierras.
Los gemelos crecían dentro de en una familia acomodada, las nanas siempre
cargaban a estos regordetes bebés y los paseaban en sus carriolas cuando salían
caminar por los jardines y la alameda de la ciudad llena de árboles y canales de
agua. Algunos europeos comparaban a la Ciudad de México con Venecia o
Ámsterdam, no había otra ciudad en los virreinatos americanos que tuviera
grandes lagos y canales por los cuatro rumbos del horizonte, a lo lejos se
miraban los nevados volcanes como telón de las aguas del Lago de Texcoco, al
sur y al occidente estaban las sierras boscosas llenas de niebla y humedad que
remataban con las llanuras del norte de los otomíes y sus áridas serranías.
La ciudad gozaba de todo tipo de espacios y edificios públicos, templos por
surgían por doquier, palacios civiles, palacios administrativos como el del
ayuntamiento, el palacio de los virrey, hostales y casonas, restaurantes, tiendas,
vecindades o viejos inquilinatos llamados calpullis, también había hospitales,
establecimientos de herreros, tabaqueros, zapateros y carpinteros que remataban
con el Parián o un antiguo zoco que se mezclaba con los mercados ambulantes
del tianguis indígena de Tlatelolco, el cual se colocaba una vez a la semana.

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Los hospitales o casas de la salud eran atendidos por monjas y estudiantes de
medicina, había residentes y directores como el caso de Santiago que tomaban
decisiones dentro de un cuerpo administrativo que fungiera como autoridad en
caso de siniestros naturales o pandemias. No solo la policía o el orden urbano
era la autoridad dentro del bando de la municipalidad, también fungían otros
agentes de gobierno como el virreinal y el gobierno de los médicos, lo que le
daba prestigio al trabajo del doctor Santiago Rodríguez y Silva como un
funcionario público en temas de salud.
La casa de la familia de Santiago, la que se encontraba en la calle de Donceles,
era una casona con grandes ventanales y balcones llenas de geranios y flores de
esta tierra como dalias, alcatraces u orquídeas, a la usanza de la ciudad de
Córdoba, tenía un bello portón de madera que daba acceso a un patio interior
con una gran fuente de cantera y corredores llenos de columnas y arcos en cada
nivel, Carmen le había dado un toque de elegancia a su vivienda para que sus
hijos no salieran a jugar a la calle, los sirvientes eran un cochero, su mujer la
cocinera, la ama de llaves, las nanas de los niños y el guardia del portón. La
casona contaba con una gran biblioteca en donde Santiago pasaba largas horas
leyendo y escribiendo tratados de medicina y herbolaria prehispánica, había una
colección de atlas y cartografías, objetos prehispánicos y muchos libros de
literatura religiosa y universal que era autorizada por las imprentas del clero.
Santiago creía que debería ser un buen católico, su amor hacia Jesucristo era tan
grande que él miraba a Dios en sus pacientes, tenía una devoción por la virgen
de Guadalupe, que era un símbolo de identidad religiosa entre los criollos
novohispanos, los mestizos y los indígenas, en la capilla de la casona había una
pintura de la Guadalupana en la que él se persignaba o se inclinaba todos los
días antes de salir a trabajar con sus pacientes y con los burócratas.
Un día inesperado, un notario veracruzano tuvo que viajar hasta la Ciudad de
México para notificar a don Santiago Rodríguez y Silva como heredero
universal de la mitad de la herencia de don Miguel, cuyos bienes pasarían de
manera inmediata a Santiago para que dispusiera de la dicha cantidad monetaria
ante la banca. Como todo contrato, fue respetado por las leyes del virreinato y
Santiago heredó una gran fortuna con la que ordenó construir un mausoleo de
granito y mármol dentro del panteón del puerto de Veracruz para horrar la
memoria de su padre adoptivo, era el hombre que lo daba todo a ellos a cambio
de nada, solo porque su mujer se lo había encomendado.

160
Ester y Santiago horraron a don Miguel con un mausoleo y el colegio donde se
ubicaba su finca, allá en el puerto de Veracruz, el cual llevaría su nombre.
Después del viaje, al llegar a la casa de doña Ester en Tequixquiac, Santiago se
instaló unos días en la casa materna para poner en orden sus pensamientos, él
sabía que su madre no apreciaba la Ciudad de México, por los malos recuerdos
que le traía. Después de una rica comida familiar, Ester abrió el viejo baúl de
recuerdos con el que llegó a la Nueva España, le mostró a Santiago una gran
llave traída desde Sevilla y que habría ese viejo baúl de madera y la casa de sus
antepasados, con fina cerradura de bronce y detalles moriscos; Santiago quedó
pasmado y muy impresionado por lo que tenía en sus manos.
Santiago estaba maravillado y se asombró más al ver todas las reliquias que
escondía ese viejo baúl entre el polvo y las telarañas, allí estaban algunas cosas
de su difunto padre, como su sombrero, sus chapines de la graduación de la
universidad, un viejo pantaloncillo de gamuza y dos camisas de lino fino,
también estaba un anillo de graduación de abogado y unos lentes envueltos entre
la ropa, allí había viejos libros escritos en hebreo que le fueron regalados a
Gonzalo, a través de su madre, y que pertenecían a sus antepasados, eran ocho
libros que contenían rezos, mandatos, modos de alimentación, cartas de
antiguos rabinos, gramática de lashon hebreo y el aljemía árabe, cantos, salmos
y numerosas costumbres de rectitud, allí estaba también un candelabro de plata
llamado menorá, un viejo talid para iniciar la oración y el rezo que perteneció
al padre de Gonzalo. Ese baúl estuvo celosamente escondido en la casa de Ester
dentro de su dormitorio, atrás del ropero; ella estaba esperando ese momento
para heredar esos recuerdos familiares a su amado hijo Santiago; ella esperaba
que no fueran rechazados por él al momento de recibirlos.
Doña Ester le entregó la llave de los recuerdos familiares, Santiago recibió los
presentes con mucho agrado, se descubrió la cabeza, se persignó y besó las
reliquias de sus antepasados, agradeció a Dios que ya no estaba confundido ni
aterrado por su pasado familiar, aceptó con resignación su pasado judío y besó
la frente de su madre, le prometió a ella que guardaría con discreción esas
reliquias en un lugar secreto de su casa de Donceles, prometió que leería esos
libros y trataría de estudiarlos; llegado el momento, se los daría a sus hijos de
la misma manera discreta que él recibe ese baúl de recuerdos; ya que su hermana
Carolina, por la situación de haber decidido ser monja, no iba recibir nunca esos
tesoros ocultos familiares, por ello, el viejo baúl de secretos solo iba a quedar
bajo su custodia.

161
Después de dos días en el pueblo de Tequixquiac, Santiago se despidió de su
madre, de Filipo y Antonella en la hacienda de Acatlán, él escondió el viejo
baúl entre sus pertenencias de la carroza y salió con destino a la Ciudad de
México para regresar a atender a sus pacientes y estar con su mujer y sus hijos;
al haber aclarado las dudas que lo atormentaban, Santiago sabía que el judaísmo
ya estaba en el olvido porque su vida cotidiana se encontraba dentro del
cristianismo católico, una fe que él mismo abrazó desde su infancia con amor y
respeto gracias a su madre, era entendible esa situación, pero además se
identificaba con Jesucristo y la Virgen María, dos judíos de sumo respeto para
él que los normaban su vida diaria.
Él ya era un anusim, horraba a sus abuelos sefardíes en la discreción, a su madre
y a su padre, pero debido a las condiciones impuestas por el gobierno del Reino
de España, jamás podría regresar a practicar el credo sefardí, el judaísmo ya era
solo una mitología lejana e incomprensible para él, porque su madre no quiso
que él y su hermana supieran mucho de aquella fe; siendo Santiago una persona
bastante inteligente, recordaba muy bien las costumbres sefardíes de las familias
de los judeoconversos, costumbres que se mantenían discretas dentro del culto
católico y que el callaba al verlas de manifiesto o mostraba ignorarlas.
Santiago había bautizado a sus hijos, les enseñaba las lecturas de la Biblia y la
literatura filosófica de los griegos y los romanos, él mismo los preparaba
cristianamente porque sentía que era el principal mentor de enseñarle a sus hijos
una religión basada en principios y costumbres morales, oraba con su familia
antes de comer o recibir alimentos, siempre se santiguaba y se persignaba cada
que pasaba por un templo o capilla, con mucho respeto, se descubría la cabeza
para orar y no faltaba a misa todos los domingos; siempre asistía con su mujer
y sus dos hijos a la asamblea santa en la catedral, era él buen benefactor para la
salud de los niños abandonados y de los pobres sin hogar.
El médico, don Santiago Rodríguez aportó dinero para que los frailes
franciscanos construyeran un nuevo panteón civil donde se llevaran los
cadáveres de las ejecuciones de la inquisición o los cadáveres de personas
desconocidas que llegaban al tanatorio para que se les diera cristiana sepultura
sin importar su origen o sus pecados, deseaba que ya no se les discriminara a
esos cuerpos de los demás panteones cristianos y lo defendía como una nueva
medida de salud pública. Fue un acto de amor muy discreto para honrar a su
amado padre y para recuperar la dignidad de aquellos cuerpos de quienes no

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confesaban la fe católica sin entrar en disputa con el Santo Oficio y con las
autoridades virreinales. Era un cementerio, en cuyo interior se construyó una
capilla dedicada a las Ánimas del Purgatorio, en honor a los que murieron en la
esperanza de su resurrección para entrar al Reino de los Cielos, bajo el perdón
del mismo Jesucristo el último día del Fin del Mundo.
Don Santiago y doña Carmen eran muy respetados y contaban con el respaldo
de varios grupos religiosos y de algunas autoridades del gobierno virreinal de
don Rodrigo Pacheco y Osorio. La pareja era benefactora de causas nobles y
participaban activamente en la opinión de los habitantes de la Ciudad de
México. Familias novohispanas que se desarrollaban en la vida social de una
tierra que buscaba mantenerse unida bajo mando de la propia corona española
con una continuidad de gobernación que replicaba desde Europa en todos los
territorios de ultramar.
Sin embargo, en la vida rural novohispana; doña Ester no era un tipo de mujer
sumisa y abnegada como las demás mujeres del pueblo, pero tampoco decidió
volverse a casar, era mucho el amor, respeto y cariño lo que sentía por don
Gonzalo. Ella se convirtió en una de las grandes benefactoras de la parroquia, a
ella acudían los frailes para hacer donaciones de despensas, ropa y alimentos,
las cuales eran entregadas a las familias indígenas más desfavorecidas de la
región, también donaba frazadas en tiempos de frío y se preocupaba por la sana
alimentación de los infantes. Compartió parte de su vida para realizar obras de
caridad, dentro de los grupos parroquianos, fue bastante respetada por su ardua
labor de apoyo a la catequesis infantil y al cuidado de los niños. Nadie podía
reprocharle sobre su vida y su origen, las labores que hacía para la iglesia y para
su familia era un pago insignificante ante la grandeza de su trabajo pastoral
como mujer y madre.
Doña Ester estaba con serios problemas de salud, la tristeza y la melancolía se
habían apoderado de sus pensamientos, su voz se notaba enfermiza y la tos no
le permitía hablar con claridad, por la noche tenía calenturas y casi no probaba
muchos alimentos; ella ya no encontraba motivos para seguir viviendo. Cierto
día, llegó una visita de Antonella al convento de Santa Mónica de la ciudad de
Puebla de los Ángeles, para avisar a su ahijada Carolina de que su madre había
estado bastante enferma y que tal vez ya no mejoraría de salud. De inmediato la
madre superiora del convento ordenó la salida de Sor Carolina para que fuera a
ver y atender a su madre en agonía. Una carroza salió desde el centro de la

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ciudad con rumbo a la ciudad de Tlaxcala, después hacia Apan para cortar
camino por Villa de Tezontepec hacia el pueblo de Santiago Tequixquiac. La
joven monja estaba bastante preocupada durante el trayecto, iba rezando en
silencio por la salud de su madre.
Un trabajador de la hacienda de Acatlán salió a caballo, por orden de Filipo,
para comunicarle a Santiago y su esposa, la situación grave de salud de si madre,
doña Ester. Santiago se encontraba en el hospital de la ciudad trabajando
arduamente con sus pacientes, en cuanto recibió la noticia, de inmediato salió
hacia su pueblo natal y pidió que le avisaran a su esposa de que su madre estaba
muy grave y tenía que ir a visitarla.
Enseguida llegó la noticia a doña Carmen y arregló a sus hijos gemelos para
salir hacia Santiago Tequixquiac y estar con su marido en aquellos momentos
difíciles. Por la noche, llegó Santiago al pueblo, de inmediato la carroza salió
hacia la casa de su madre, allí estaban las servidumbres tratando de mejorar la
salud de Ester con remedios caseros, entró Santiago y tomó su maletín para
checar los signos vitales, en eso Ester se llenó de emoción a pesar de estar
convaleciente, y dijo solo las siguientes palabras; —Hijo mío, aquí está tu
anciana madre esperándote—.
Santiago, le dijo; —Aquí estoy madre mía, guarda silencio para que no te agotes
ni sientas asfixia, yo estoy aquí para atender tu enfermedad—.
El doctor le dio un beso a su madre en la frente y empezó a ingerirle sueros y
medicamentos que traía desde la capital, doña Ester entró en reposo y empezó
a mejorar un poco.
Por la mañana llegó la carroza de Carolina y Antonella, luego entró Carolina a
la recamara de su madre y saludó a su amado hermano también, se hincó y besó
también la frente de su madre enferma, soltó unas lágrimas y le dijo; —Aquí
estamos madre mía, tu hijo y tu hija para estar contigo en lo que necesites—, en
eso estornudó Ester y empezó a vomitar con dolor.
El doctor y la monja hacían lo que podían por aliviar a su madre, pero finalmente
había terminado un ciclo para doña Ester. Ella empezó a delirar, solo se
susurraba en voz baja entrecortada y seca la palabra de —Gonzalo—.
En la mente de doña Ester se veía la silueta de un hombre gallardo y barbado
que le daba la mano y la sostenía, ella, entre sus ojos verdes miraba a ese hombre

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que parecía ser su marido, le sonreía y la invitaba a caminar a su lado del brazo,
le decía que ya no iba sentir ningún dolor ni cansancio, que él la iba llevarla a
un hermoso lugar lleno de árboles con hojas de plata sobre un río de agua tibia
para limpiar el cuerpo y quitar toda mancha y cicatriz, se miraban las aves
cantando sus trinos en coros de música, era todo lo que ella veía en su camino
al lado de aquél callado hombre llamado Gonzalo. Todo parecía hermoso a la
vista y le alegraba el corazón con solo contemplar aquel paraíso.
Unas ardillas eran unas gordas majas que perseguían a Ester, se miraba una
hermosa serpiente de piel jaspeada de verde esmeralda y destellos turquesas que
nadaba sobre el río, en la espalda de la serpiente salían unas alas de color rosa
como las de las libélulas, en ese lugar las serpientes si volaban y no eran
venenosas, los venados corrían libres entre los pastizales del bosque sin ser
cazados o apresados, las águilas gigantes revoloteaban a lo lejos del cielo entre
el arcoíris y las nubes, los topos cavaban la tierra de un lugar a otro y sobre las
piedras descansaban unas iguanas verde lima, ningún animal se atacaba, todos
vivían respetando la vida de todos, los caminos tenían empedrados de oro que
conducían hacía una luz resplandeciente muy intensa, allí se miraba a la gente
muy sonriente y gozando de una plana felicidad, ella miró a su padre al lado de
su madre y reconoció a una de sus hermanas, miró el rostro de un anciano
elegante el cual era su bisabuelo, no había idiomas, todos se entendían con el
pensamiento sin decir palabras, los niños se trepaban a los árboles para jugar y
disfrutar de ese hermoso lugar donde nunca anochecía ni se enfermaba la gente,
se podía probar sabrosas manzanas doradas y limas de plata, eran frutos nunca
antes vistos.
Ester estaba muy feliz en aquel lugar a lado de sus seres queridos que había
dejado de ver desde hace mucho tiempo; el hombre que la acompañaba había
sido su esposo en la vida terrena, ahora ella estaba en aquel lugar que los judíos
llamaban Olam Habá, era el mismo lugar que la Biblia cristiana describía en sus
pasajes sobre el supuesto Paraíso Celestial. Un territorio que estaba en otro
plano del espacio o en otra dimensión interestelar, era la tierra prometida por el
Dios de Israel y por mismo Jesucristo, al vencer a la muerte; aunque los judíos
no concebían la muerte de la misma manera que los cristianos.
Mientras tanto, el rígido cuerpo de Ester, ya no podía resistir más para seguir
con vida hasta que la luz de su vida se apagó. Su calor se desprendía de sus
amados hijos, sus dos hijos lloraban inconsolablemente al lado del cuerpo de su

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madre, Santiago derramaba sus lágrimas sobre las manos de Ester, agradeciendo
a Dios el tiempo que le había dejado vivir a su lado, de la misma manera su hija
derramaba lágrimas de dolor por la muerte de madre, pero abrazaba a su
hermano con fuerza para que no se desquebrajara por la irreparable pérdida de
Ester Silva de Rodríguez. Ambos pasaron un momento íntimo muy triste, pero
tenían que dar paso a la mortaja del cuerpo.
En ese triste momento, se acababan los miedos por ser diferente a los demás, se
acabaron las persecuciones por pensar de otra manera, se acaban los sueños y
las pesadillas, se acaban una vida llena de satisfacciones y de momentos
amargos. Ester cerró sus lindos ojos para siempre, pero dejó sus semillas en
tierra fértil de la Nueva España, la sangre sefardí seguiría viva por la eternidad,
aunque en otra religión distinta a la ley de Moisés.
No podíamos saber si el infierno o el cielo eran la nueva vida de Ester, pero ella
estaba segura que para los judíos, ya no se debía de estar preocupado por la vida
después de la muerte y el judío debía de ocuparse solo de la vida terrena, la
muerte no les garantizaba absolutamente nada de que les tocara vivir mejor en
esa otra vida a pesar de creer en el Olam Habá. Aunque los hebreos habían
aprendido el arte de amortajar a sus muertos en el viejo Egipto, sus costumbres
funerarias intentaban asomar un poco sobre el misterio que ellos sentían por lo
que pudiera existir después de que un cuerpo estaba en reposo y sin vida.
Santiago y Carolina colocaron el cuerpo de su madre en el suelo, la envolvieron
en una sábana blanca de lino y le amarraron un cordón con nueve nudos. El
cadáver estuvo sobre el piso de la recámara de la difunta por más de cuatro horas
en la intimidad familiar, Carolina limpió con bálsamos el cuerpo de su madre,
la vistió y le colocó con llanto, una corona de flores sobre su cabeza; le puso su
mantilla preferida para envolver el pelo y dejarle el rostro visible.
Ese rito funerario fue uno de los últimos ritos sefardíes que ambos hermanos
realizaron, como una herencia de sus raíces familiares, después ordenaron que
el cuerpo de su madre fuera introducido a un modesto ataúd de madera, el cual
lo colocaron sobre una tarima de madera con cuatro velas y una cruz detrás de
su cabecera, abajo se colocó una cruz de cal con un calabazo con vinagre y
cebolla para evitar infecciones durante el día de la velación del cuerpo. Se
prepararon alimentos con carnes blancas, platillo hecho de carne de aves como
pavos o pollos para atender a los acompañantes mientras los dolientes

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guardaban ayuno y se alimentaban con solo sopa de vinagre y bebiendo agua.
Las carnes rojas estaban prohibidas en la alimentación durante los días de luto.
Al término de la velada, por la mañana, se ordenó salir en una carreta hacia la
parroquia de Santiago Apóstol, para después sepultar el cuerpo de la finada
junto a la tumba de don Gonzalo Rodríguez y Montero. Era necesario pedir
permiso de inhumación del cadáver con los frailes, porque ellos sabían que
estaba registrada su conversión como nuevos cristianos dentro de los archivos
de la Santo Oficio de la Ciudad de México y los archivos de Andalucía.
Al llegar al cementerio parroquial, pidieron al sacerdote que orara en memoria
de su madre y que se le permitiera sepultar a un costado de la tumba de su
difunto marido, los sepultureros demoraron un poco en enterrarla, y con cantos
cristianos, despidieron a doña Ester;
Quién cree en ti Señor,
no morirá para siempre.
Quién cree en ti Señor,
no morirá para siempre.
Santiago colocó una cruz de madera en la cabecera de la tumba de Ester y otra
cruz en la cabecera de la tumba de don Gonzalo, luego los dos hermanos
apilaron piedras sobre ambas tumbas, se hincaron, inclinaron la cabeza, se
persignaron y se marcharon del atrio de la parroquia del pueblo. Todo había
quedado concluido.
Era el momento en el que Carolina y Santiago debían cremar la ropa de su
madre, para solo quedarse con escasos recuerdos de ella, tales como sus regalos
u objetos más preciados. Era necesario guardar el ayuno por nueve días de luto,
solo tenían que alimentarse con sopa de vinagre para recordar los tiempos del
luto sin un sabor agradable como un homenaje de respeto hacia aquellos que
eran temerosos de Dios. Al levantar la shiveh o el luto de los diez días, la casa
de la finada debía quedar en completa pulcritud, recogidas las sábanas que
ocultaron los espejos y los muebles durante la novena de oraciones y
repartiendo los bienes materiales de su madre en común acuerdo entre hermanos
o ante un notario para donarlo a los bienes de la iglesia.

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Carolina decidió dejarlo todo a sus sobrinos y Santiago se comprometió a asistir
y apoyar con dinero al convento de Santa Mónica en la ciudad de Puebla de los
Ángeles donde su hermana estaba recluida como monja. Jacinta y Casiano ya
habían fallecido, el rancho de San Epigmenio se puso a la venta y la hacienda
de Acatlán quedó como propiedad de los hijos de Santiago y bajo la custodia de
la administración de Filipo y Antonella, quienes aparte de tener su hijos propios,
decidieron adoptar a una niña indígena que alegró la vida de la pareja
nuevamente; siendo ellos, los únicos habitantes de la hacienda que empezaba a
quedar en ruinas nuevamente y desolada.
La hermosa casa hecha con tepetate de doña Ester se quedó abandonada, los
animales que criaba fueron donados a los vecinos y Santiago decidió
conservarla para pasar sus días de veraneo con su familia en la campiña
novohispana de la Teotlalpan, allí sobre las lomas del Taxdho, del pueblo de
Tequixquiac. Santiago quería que sus hijos se enamoraran de los paisajes del
campo y que ellos, vestidos de charros montando caballos, frecuentaran los
parajes de su infancia. En la vieja hacienda se seguía criando animales y se
cultivaban hortalizas con forrajes para el ganado.
En aquellos viejos pueblos de la Teotlalpan, caseríos de calles solitarias,
silenciosas y de puertas cerradas, donde la gente pasaba más tiempo en el
interior de sus hogares o en las terrazas por el calor agobiante; allí, se quedaron
los recuerdos de una historia llena de anécdotas, viejos pueblos que cuentan la
fusión de diversas creencias, pueblos donde el cristianismo emergió con tal
fuerza entre las nuevas generaciones novohispanas; eran algunos de aquellos
afincamientos donde echaron raíces los frutos del pueblo de Israel.

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EL AUTOR

Manuel Rodríguez Villegas nació el 27 de mayo de 1982 en el pueblo de


Tequixquiac, donde realizó sus primeros estudios, continuó con sus estudios
media superior en la preparatoria de la Universidad la Salle Pachuca,
posteriormente ingresó a un seminario de los Legionarios de Cristo de la ciudad
de Monterrey, Nuevo León; al no tener vocación sacerdotal, regresó a la capital
hidalguense para continuar con sus estudios profesionales en el Instituto
Tecnológico de Pachuca donde se tituló como arquitecto.
Al establecerse en la Ciudad de México, inició sus estudios de posgrado en la
Universidad Nacional Autónoma de México, dentro del programa de maestría
y doctorado en Arquitectura y Urbanismo de la Unidad de Posgrado, logrando
titularse como maestro en Urbanismo. Así también, realizó otros estudios como
el curso de lectura y redacción los cuales eran impartidos al interior del antiguo
Centro Asturiano, que hoy en día funge como La Casa Universitaria del Libro
de la UNAM.
Aunque el autor ha escrito varios ensayos sobre urbanismo en México, Los
frutos de Tierra Santa se convierte en su primera novela como escritor.

Impreso en México
2023

ISBN 03-2024-013011151500-01

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Los frutos de Tierra Santa es la primera novela en la que el autor se destaca como
escritor, el contexto de la obra está ubicada en los primeros años del virreinato de la
Nueva España, los personajes son una abstracción imaginaria que dan vida a problemas
reales de la época. La historia retrata las anécdotas de las familias criollas novohispanas
en el ámbito rural, que a pesar, de los grandes aportes académicos de los historiadores
sobre la época, pasan desapercibidos muchos rasgos importantes de los novohispanos
como la gastronomía.
La trama se desarrolla dentro de una familia judeoconversa, que, por las condiciones de
la época, sufrían el hostigamiento y la persecución por parte del Santo Oficio, es la
historia de una pareja que decide emigrar a las nuevas tierras como una aventura para
comenzar una nueva vida. La novela está repleta de pasajes sobre la vida cotidiana de
los cristianos nuevos. Es parte de una tradición oral que ha pasado de generación en
generación como las costumbres encriptadas dentro del seno familiar, donde se
mantienen vivas algunas tradiciones sefardíes, que muchas veces estaban mezcladas
con el culto católico.
Se hace referencia del pueblo de Santiago Tequixquiac como uno de los muchos lugares
en la Nueva España donde se establecieron aquellos descendientes de los primeros
marranos o anusim que emigraron al Continente Americano. En la vieja comarca de la
Teotlalpan, que años después sería llamado como el Valle del Mezquital, es una zona
limítrofe entre los actuales estados de México, Hidalgo y Querétaro, que antiguamente
mantenían una identidad cultural propia, donde la charrería y la ganadería eran un
ícono de la vida rural del antiguo territorio otomí (ñhähñu).
Aunque esta novela no fue concebida como una novela religiosa, la referencia de los
ritos religiosos es un acercamiento a las costumbres de aquellos primeros novohispanos
que se vieron obligados en la necesidad de cambiar muchos hábitos, al grado de que
algunas familias olvidaron la religión judía casi por completo. Aquí, en el nuevo
continente, mantuvieron solo el abolengo y pocos rastros de su herencia familiar,
llevando una doble vida entre la confesión de fe del catolicismo novohispano y los ritos
del judaísmo sefardí, una particularidad que se suscitó más en las comunidades rurales
que estaban alejadas de las grandes ciudades del virreinato.

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