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Karma

Fhiodor
Karma
Fhiodor
Oscar Deigonet López
863.5 López Posas, Oscar Deigonet
L95 Karma Fhiodor / Oscar Deigonet López Posas.--1a ed
C. H. [Tegucigalpa]: Goblin Editores / [Impresos Comerciales
Hernández], [2015]
106 p.

ISBN: 978-99926-51-62-9

1.- CUENTOS.

goblineditores@gmail.com
.
Presentación

SALUDO DE BIENVENIDA A LOS CUENTOS DE


"KARMA FHIODOR"

L a narrativa hondureña, en los últimos 15


años de este siglo, se ha ido consolidando
con nombres conocidos, con nuevos nom-
bres, cuyas propuestas literarias, genuinas y responsables,
van satisfaciendo las exacciones de las lectoras y lectores
nacionales.
Con este mismo estándar, Oscar Deigonet López
suma un nuevo título al universo nutrido y diverso de
nuestra literatura: Karma Fhiodor, compendio de cuentos
que presenta a personajes que vagan entre la rememoración
y el monólogo, entre el ensayo y el cuento. Caminan entre
los recuerdos de una infancia agraria hasta la experiencia
existencial que la urbanidad cotidiana del humano contem-
poráneo enfrenta o carga como un castigo, pecado, tercera
ley de Newton o todo lo que ya establece la ley de la com-
pensación y de la equivalencia. Esa urbanidad conlleva el
karma o la simple respuesta a las acciones o decisiones que
realiza el sujeto en una sociedad que de alguna manera
afecta, directa o indirectamente su entorno y sobre todo a
quienes estén en su radio de acción y en muchos casos, más
allá.
Somos una cadena simbiótica. En cualquier ecosis-
tema, en cualquier nicho, la más insignificante decisión o
elección afectará a todo una sociedad, ya sea a niveles ma-
cros o micros.
Karma Fhiodor quizá postula en la mayoría de sus
cuentos este predicamento. El humanocrisis que carga el
tedio diario como una piedra sisifiana.
Hay también una denuncia. Esto porque cualquier
narración tiene como fin –aunque nadie lo espere o no haya
quien lleve esa intención de escribirlo– imputar, pedir un
castigo, divertir o dejar una moraleja.
El cuento siempre será difícil de escribir. El cuento
siempre tendrá más de siete historias en sí que contar y tan-
tos desdoblamientos más. Esa es una función de las lectoras
y de los lectores: decodificar, encontrar, criticar, sentirse
afín, descubrir, odiar u amar cada historia.
Karma Fhiodor entra concreto a este universo para
ocupar su merecida posición. Suma sin discusiones otra
propuesta, otra voz a esta cada vez más decantada narrativa
hondureña.
Queda en manos y en ojos de aquellas personas que
descubran con asombro la calidad de estos cuentos.
Sin más preámbulos ni spoiler, se les da la bienve-
nida a estos cuentos como a una buena noticia que ya días se
esperaba.

Elvin Munguía

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

MALAPA

S erían las seis de la tarde cuando don Eleuterio


Cárdenas cruzaba a lomo de mula el vado
abajo del río Malapa. Meditabundo, cabalga-
ba, sintiendo más admiración que cansancio por lo
espectacular de la naturaleza de aquel lugar, que entre
riscos, barrancos y altas cumbres se deslizaba sinuoso y
con sigilo.
El Malapa, acostumbrado y amador de aquella tie-
rra, pletórico de vida cristalina, alimentaba los poblados
por donde cruzaba su cauce natural. Era él quien daba a los
pobladores de la zona lo que necesitaban. Regaba los sem-
bradillos de maíz, yuca, malanga, fríjol y todo cuanto la
tierra podía parir. Diríase que reinaba en aquellos parajes
naturales que rendían reverencia a su paso milenario. Por
seguridad, don Eleuterio Cárdenas se hacía acompañar de
tres muleros que le ayudaban en las faenas del viaje, que a
estas horas, ya alcanzaba las tres semanas. Dos de los
hombres más cercanos son Antonio Gomes y su hijo Mario.
Un tercero es Jesús, todos descendientes lencas. Habían
salido el veintiséis de enero de 1908 a las cuatro de la
madrugada de su pueblo natal, Gualcinse. Cárdenas des-
montó su mula, buscó entre las laderas un lugar seguro
donde pasar la noche. Sus criados hicieron lo mismo.
Improvisaron a filo de machete un espacio para reunir
provisiones y enseres. Descargaron las seis bestias. Arma-
ron una pequeña tienda que por aquella noche los cobijaría.
Al cabo de un rato, después de cenar, don Eleuterio se
acomodó un poco alejado del grupo. Pensaba en sus

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en sus asuntos con don Miguel Galindo y Pedro Cárdenas,


su hermano mayor a quien no veía desde hacía muchos
años. Sus hombres se acomodaron fuera de la tienda con
sutileza. Eran hombres acostumbrados a vivir en ambientes
hostiles y no temían a las víboras. Don Eleuterio revisaba
atento el diario de su viaje desde el día de su partida hacia
Santa Bárbara, así como sus cuentas y los gastos que estaba
generando, lo cual alcanzaba ya, casi el cuarto de lo progra-
mado. Era un hombre muy culto, don Eleuterio y muy buen
administrador. En su hacienda trataba muy bien a sus traba-
jadores. Mientras hacía las últimas anotaciones, calló en la
cuenta de algo que le llamaba la atención y que a esta hora
de la noche se le podía poner más atención, La Chorrera.
Causaba gran admiración el estruendo que producía La
Chorrera, misma que podía escucharse a diez leguas. Solo
había que seguir el rugido de la caída de agua de ochenta
metros de altura, para llegar justo al Níspero, Santa Bárba-
ra. Se sentó en su catre de lona por unos instantes, uno de los
hombres, Mario, se levantó con rapidez seguido por Anto-
nio para ver que necesitaba; a lo cual él aconsejó que si-
guieran durmiendo, con el ''no se preocupen Antonio''. El
indio y su hijo siguieron dormitando, mientras Eleuterio
seguía sumergido en su meditación. Su sueño era esperan-
zador, auguraba una buena noche. Después de todo estaba
tan cansado que se quedó dormido. Del fondo de aquella
espesura del bosque y en dirección de La Chorrera, surgía
melancólico y monótono un canto que superaba los ge-
midos de mil niñas como un eterno encantamiento de ninfas
del misterio; llamaban lastimosos a cualquier corazón,
incapaz de rendirse ante aquella extraña y maravillosa mu-
sicalidad. Eleuterio no entendía si era solo un sueño o era
cierto aquel extraño canto, sobre todo en aquel lugar y a
esas horas de la noche. Al cabo de algunos minutos, don
Eleuterio se levantó, a su lado ya estaban sus criados
—No hable patrón—Aconsejó Antonio—Trate de
estar callado. Don Eleuterio con mucha prudencia preguntó
—¿quien canta?

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—Son los espíritus de Milcha y Haljayá que vagan


por estos lugares. Trate de dormir— Aconsejó el indio— y
no oiga los espíritus. Don Eleuterio volvió al catre y hacien-
do caso a su peón se acostó de nuevo, y volvió a dormirse.
El resto de la noche tardó en pasar, lo que tardó don Eleu-
terio en quedar dormido. Temprano en la mañana, Mario y
Antonio, los de piel morrón, tenían el desayuno listo, cuan-
do don Eleuterio se levantó. Antonio acercó a su patrón un
recipiente con agua, a la que don Eleuterio accedió con
prontitud después de saludar a los muchachos. Al tiempo
que lavaba el rostro y manos, se detuvo para ver hacia aquel
lugar de donde había procedido aquel extraño canto. Mien-
tras se secaba, preguntó lo mismo que la noche pasada.
—Dime Antonio ¿Qué pasó anoche?, ¿Qué era esos
cantos?— Antonio, un hombre que poseía dos cualidades:
La primera ser un hombre pasivo y la segunda poseer una
incuestionable prudencia, actitudes que don Eleuterio mi-
raba con buenos ojos, y que marcarían para siempre la vida
de ambos. Pensativo, buscaba una respuesta de modo que
don Eleuterio comprendiera, sin que viera en él, un charla-
tán; un chirivisco chamuscado como se decía en Gualcinse.
Don Eleuterio lo miraba con paciencia y esperando una
respuesta le preguntó a la vez:
—¿quiénes son esas personas que mencionaste?
—Patrón, en nuestros pueblos se cuenta la historia
de dos niñas que fueron ultrajadas por guerreros de pueblos
del poniente. Ellas no pudieron volver a su casa, por que el
padre de ambas las expulsó por su indignidad. Él, era el
gobernador de aquel pueblo y según sus leyes debían morir
apedreadas. Estando en el monte, las fieras las devoraron y
sus espíritus vagan por praderas, montes, quebradas y en-
cantan a los extraños con sus cantos melancólicos y dolo-
rosos, buscando castigar a todos los hombres por tanto
dolor padecido. Se dice que los guerreros fueron castiga-
dos, pero aun así los espíritus de las niñas, matan más
hombres de manera rara.

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—¿de manera rara? — Preguntó don Eleuterio.


—Si patrón de manera rara. De esa chorrera se
cuentan cosas extrañas y lo mismo ocurre en todos los luga-
res donde caen los ríos de grandes alturas.
| Don Eleuterio no insistió más, pero se preguntaba si
aquella historia era la misma que contaban los lugareños en
Gualcinse siendo él un niño. Lo dejó así, pues el día era cor-
to en aquellos lugares tan remotos. El Níspero estaba a un
par de horas de camino y tal vez si apresuraban el paso po-
dían llegar ese mismo día a Santa Bárbara. Sin embargo,
aun con su experiencia en estos viajes no se descartaban
otras sorpresas. Desayunó en silencio meditando en aque-
llas extrañas cosas. Le preocupaba tener que encontrarse
con situaciones que le atrasaran su viaje. A las siete en pun-
to todo estaba listo y de nuevo tomaron rumbo al Níspero
Santa Bárbara. La mañana se mostraba fresca y placentera.
Las mulas respondían con buenos movimientos.
Era cuestión de tener paciencia al enfilar por aquellos sen-
deros escarpados. Debía esta gente estar acostumbrada a
estos trotes, pues en su tierra natal, Congolón y Cuyucutena
Piedra Parada, donde nuestro héroe Lempira diera feroz
batalla por meses al invasor español con sus huestes asesi-
nas, no era menos difícil andar.
Don Eleuterio pronto se mostró preocupado, pues
algunas de las mulas se deslizaron y poco faltó para que ca-
yeran en picada por los barrancos, que silenciosos espera-
ban y que, poco a poco aquel viaje, se volvía infernal. Estu-
vo atento a cuánto pasaba en el recorrido. Ya se acercaban al
Paso del Diablo con su improvisado puente de madera cu-
ya fama de traicionero atormentaba a los caminantes de
aquellos lugares. A escasos metros se encontraba el men-
cionado paso y los muleros preocupados por los resbalones
en las cuestas anteriores les costaba concentrarse en sus
quehaceres. Don Eleuterio llamó a Antonio que parara la
marcha y con vos pausada le aconsejó que se tranquilizara;
si no, todos irían a parar en el fondo de aquellos riscos. An-
tonio siguió su concejo y comenzaron de nuevo el paso.

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Las bestias estaban nerviosas y al llegar al Paso del


Diablo fueron a dar todas contra el barranco que enfila ha-
cia el puente. Don Eleuterio trataba de calmar a las bestias
que encabritadas corrían de un lado a otro sin poderlas pa-
rar. Al fin Mario, asido de uno de los animales logró contro-
larlos. Ahora tocaba pasarlas por aquel estrecho puente una
a una. Antonio realizó una inspección a los animales. Uno
de ellos, la mula Rosina que había deslizado en las primeras
cuestas tenía un golpe en la pata trasera, izquierda y ya se
veía inflamada. Don Eleuterio entonces ordenó pasar parte
de la carga a las otras, lo cual hicieron con prontitud Anto-
nio y Mario. Luego se puso en marcha la fila. Pasó primero
Antonio con una de las mulas que ya sobrecargadas estaban
más nerviosas que nunca. Jesús con más cautela se dispuso
a pasar con dos mulas a la vez. Don Eleuterio advirtió el pe-
ligro cuando ya era muy tarde. La primera pudo pasar. La
segunda nerviosa por el traqueteo del puente entró en páni-
co, situación que hizo que la carga se volteara. Jesús se
apresuró a corregirla. En este ajetreo estaba cuando la mula
cayó del puente. A Jesús se le enredaron las manos con el
lazo. Los dos, animal y arriero se fueron hacia el fondo, gol-
peándose contra los filos de las rocas esculpidas por el
agua. Se perdieron en la turbulencia del Malapa. Don Eleu-
terio llamó a Antonio, quien no daba crédito de lo que veía,
para que fuera por los otros animales, mientras tanto, Ma-
rio, procuraba detener a las otras bestias. La situación llegó
al clímax en un momento en el que se presume un hombre y
una bestia perdidos. En menos de un segundo han desapa-
recido de vista de todos, sin poder hacer nada. Don Eleute-
rio ordenó entonces, que terminaran de pasar los otros ani-
males. Al cabo de cinco minutos, comenzaron a buscan a
Jesús en aquellas rugientes aguas. Media hora después,
exhaustos, los tres hombres valoran la situación. Por unos
instantes, que parecieron siglos, ninguno entendía lo que
pasaba y al cabo de un rato, Antonio rompió el silencio y
sugirió a su hijo y a su patrón continuar el viaje.

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—No lo sé Antonio, casi para terminar, he perdido


uno de mis mozos.
Don Eleuterio veía la necesidad de llegar al Níspero
y pedir ayuda para continuar hacia Santa Bárbara. Esto en
suma se había convertido en una pesadilla pues jamás en
sus viajes a Santa Bárbara había pasado algo semejante en
su familia. Con prudencia y más calmado ordenó seguir
adelante. Se alejaron de la escabrosidad de los cerros y enfi-
laron hacia el Níspero. Caminaban con los semblantes
partidos y sin dar crédito al acontecimiento de Jesús. Se le
ocurrió entonces a Antonio ir en busca de Jesús. En un prin-
cipio, don Eleuterio se mostró reacio pero Antonio le ase-
guró que en la chorrera hay peñascos que pueden haber de-
tenido a la mula y a Jesús. Don Eleuterio, preocupado le
dijo:
—No veo conveniente ir hasta la Chorrera. Habría que
sortear muchos peligros y no quiero perder otro hombre,
Antonio.
—Deme un día y yo regreso mañana por la mañana.
Yo los busco patrón, se lo ruego, debo encontrar a Jesús.
Los ruegos de Antonio, al que nunca había visto en
aquella desesperación, obligaron a Don Eleuterio resolver
en que sería más prudente, ir los tres. De este modo, se en-
frascaron en aquella carrera por encontrar a Jesús que a esas
horas debía haber recorrido kilómetros de donde había caí-
do. Dos horas tardaron en llegar al fondo de la hondonada
donde se encuentra la base de la chorrera. Dejaron las
bestias al cuidado de Mario. A unos doscientos metros, la
llegada a la base era interrumpida por un barranco escabro-
so. La búsqueda se hizo intensa entre matorrales y peñas-
cos. Saltando piedras en medio del río que rugía al hilo de la
muerte. Agotados, decidieron regresar con Mario, comer
algo y seguir en la búsqueda. Después de digerir sus ali-
mentos, con la impresión de que se le salía el corazón a más
de alguno, don Eleuterio fue el primero en acabar, y lanzar-
se de nuevo al río. En espera de Antonio, se detuvo al borde

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del barranco a observar con detenimiento el área que aún no


habían pasado concentrando sus esfuerzos por ver aunque
fuese el más leve signo que le guiara para encontrar a su
arriero. Divagaba entorno aquello, cuando vio lo que
parecía ser una pata de bestia, no dudó en pensar que podía
ser su mula manchada. Llamó a Antonio, quien atendió
con prontitud.
—Creo —dijo— Que hemos estado buscando en el
lado equivocado, Mire allá. Antonio más que nadie conocía
aquellos animales y se dirigieron a donde divisaron la mula.
La encontraron al cabo de algunos minutos. Iban saltando
por encima de las piedras. Al llegar al punto, irónicamente,
todavía la carga estaba pegada. La mula sufrió crueles
golpes. No debió tardar mucho en morir. Sacaron del río
con dificultad, la carga. La bestia hubo que dejarla en el
sitio por lo pesado de su cuerpo. —Aún nos falta Jesús—
masculló don Eleuterio, a lo que Antonio respondió —Es
verdad.
Don Eleuterio cayó en la cuenta de estar hablando
en voz alta.
—Busquemos Antonio.
No tardó mucho Antonio en encontrar a Jesús entre dos
rocas, tenía los brazos rotos y un agujero en el cráneo.
—Parece que no duro mucho— Observó Antonio
—Sí—sumó don Eleuterio— Ya lo creo. Bueno,
saquémoslo de aquí, antes que se haga de noche. Hay que
enterrarlo.
Procuraron arreglarlo lo mejor que pudieron y
procedieron a enterrarlo en la ladera de aquel barranco,
cerca de donde habían improvisado el campamento. Al
terminar, un tanto más regocijados consigo mismo, sin
masticar palabra, se dispusieron a descansar, pero el tiempo
no pasa en vano y luego vino la noche serena y callada, en
aquellos lugares donde la naturaleza no solo se manifiesta
por su belleza, sino también por su crueldad.
La noche sugería quietud, aún, en medio de toda
pena e ingratitud. El cansancio era tal, que se quedaron

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dormidos muy temprano, no hubo movimiento de comida.


Solo durmieron. Al filo de la media noche, los tres hombres
aparecieron parados en la puerta de la tienda de don
Eleuterio Cárdenas. Una fuerza superior a su voluntad los
trajo hasta allí. Intrigados en el canto de la noche, similar al
de la anterior, solo que más fuerte, se presumía más cerca.
El primero se echó a correr hacia el punto de donde se
origina aquella música. Don Eleuterio más que deseoso, va
movido sin su voluntad. Antonio que conoce lo que ocurre
trata de detenerlo pero don Eleuterio no responde. Se sitúa a
la orilla del barranco a unos pasos donde fue enterrado el
arriero lenca. Ante los ojos de don Eleuterio, se vislumbra
algo sorprendente, lo cual para él, carece de comprensión.
Parado ante el barranco se dispone a caminar sobre lo que
considera una pasarela iluminada que se dirige hasta el
punto donde cae el chorro de agua, lugar de donde sale el
extraño canto. La luz que emana la pasarela le produce una
extraña seguridad. Don Eleuterio sabe que está ante un
precipicio, donde apenas unas horas antes, estuvo,
buscando a Jesús. Camina sobre aquella extraña pasarela.
Antonio y su hijo no dan crédito a lo que ven con la poca luz
de una antorcha. Don Eleuterio empieza a moverse en el
aire desde la orilla del barranco hasta el centro del Malapa.
Poco pueden hacer con lo que ocurre, pues entienden que su
patrón está poseído por los espíritus de las niñas, de las
cuales ellos tienen conocimiento. Don Eleuterio se mueve a
paso lento, su espíritu está en paz y no siente miedo. Tiene
claro que hay algo que lo mueve hacia el lugar de donde sale
el canto, el cual lo envuelve más y más. Al llegar a la
chorrera se detiene, más por conciencia, que por otra cosa.
La luz se hace más intensa, lo cual es sorprendente para un
hombre de tantos años de andar por la vida. Por un instante
se ve movido a dar marcha atrás, pero descubre que el
chorro majestuoso se divide en dos partes como una puerta
ancha de la cual sale una persona, o, lo que parece una
persona. Se estremece, sin perder el buen juicio, al ver
aquel extraño y desconocido ser, lo invita a entrar en el

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recinto donde se encuentra. Observa en su posición de


invitado aquella figura que emerge de entre las aguas de la
chorrera. Es una mujer semidesnuda con sus senos solo
cubiertos por una cabellera larga y dorada. De sus caderas
hacia abajo una enorme cola de pez que se puede ver,
sucesivamente más grande que el resto de su hermoso
cuerpo. La belleza de aquella mujer es indescriptible, al
punto de enloquecer hasta el espíritu humano más fuerte.
Don Eleuterio con sus años de experiencia, tranquilo
pregunta — ¿Porque me ha traído hasta aquí?, tengo un
largo viaje y me he retrasado ya, un día. He perdido uno de
mis peones con su mula.
—No debe preocuparse por él, estará bien de ahora
en adelante— Respondió el ser con cola de pez. —Quiero
pedirle que venga con nosotras.
En este punto su asombro era inescrutable; podía
comprender aquel lenguaje, no sabía cómo, pero entendía
lo que el ser le decía. Cruzaba por su mente la idea de haber
hablado alguna vez en su vida aquella lengua, pero no; ni en
la escuela, ni en el bachillerato aprendió, más que latín,
¿Cómo? Se preguntaba a sí mismo.
—¿Por qué debo hacerlo?— pregunta Don
Eleuterio sin importarle ya de cómo entendía aquel extraño
fenómeno.—Tengo lo que necesito en mi pueblo. Tengo
esposa e hijos. Soy un hombre viejo para andar en estos
asuntos—
—Será joven para siempre si viene con nosotras—
agrega el ser.
—Dígame una cosa.—Pregunta don Eleuterio—
¿Quién es usted?
—Somos las protectoras del bosque. Cuidamos la
tierra desde siempre. El encanto de este lugar está en todas
partes. Los hombres, no cuidan la tierra que los seres
supremos les entregaron hace mucho tiempo. Mi nombre es
Milcha y mi hermana es Haljayá.
El otro ser de igual apariencia se acerca y se puede
ver muy bien, por la posición en que ha quedado.

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—No se habla bien de ustedes. En estos lugares, se


dicen muchas cosas: que matan a los hombres encantán-
dolos con sus cantos.
—Nosotras no matamos a nuestros semejantes. Los
hombres, vienen por su cuenta. Si quisiéramos hacerles
daño, no le estaríamos pidiendo que venga con nosotras.
Usted es diferente.—Continuó el ser que llegó después—
Por alguna razón muy fuerte, usted no es totalmente encan-
tado por nosotras. Han venido muchos hombres y conviven
con nosotras, pero no pueden salir de este lugar, son igual
que nosotras, jóvenes eternamente. Ésta naturaleza que nos
rodea, es nuestra casa y nuestra comunidad. Vivimos en
paz. Ustedes han vivido en guerra, siempre. Sabemos que
nuestro futuro no es bueno. Ustedes —Señalándolo con lo
que parecía el dedo índice, solo que con repliegues, como
un ave nadadora— los hombres destruyen todo. Este lugar
no será igual siempre. Vendrán hombres de otros pueblos y
dañarán nuestro asiento natural.
Don Eleuterio que yacía pensativo sobre las
palabras del segundo ser, levantó la cabeza, y saliendo de
una corta meditación, preguntó.
—¿Qué daño es ese?— El primer ser respondió
enfáticamente.
—El río será cortado en dos: desviarán una parte por
debajo de la tierra. Don Eleuterio vuelve a sus meditacio-
nes.
—¿Cómo puede ser eso?
—Lo será.— Dijo el segundo ser, al tiempo que se
movían— Si no viene, debe volver a lo suyo. Camine sin
dejar de ver la luz del camino hasta que llegue a su tienda.
No deje de vernos, o perecerá.
La puerta se cerró y don Eleuterio comenzó cami-
nando hacia atrás sin dejar de ver la luz hasta llegar a la
tienda donde yacían Antonio y su hijo. Al llegar a la orilla
del barranco, Antonio lo tomó del brazo izquierdo y pre-
guntó.
—Patrón ¿Qué pasó?— El patrón no responde.

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Antonio lo lleva hasta su catre donde duerme hasta el ama-


necer. Temprano en la mañana, don Eleuterio ordena
arreglar el viaje, renuevan fuerzas y salen rumbo a Santa
Bárbara. Tiene dos días de retraso, por lo que decide no
detenerse en El Níspero. Por horas caminan sin detenerse.
El camino es más llevadero y no tienen tantos atrasos. Las
próximas siete semanas se consumen en el viaje de regreso
a su querido Gualcinse. Su historia nunca la contó a nadie.
Antonio no hablaba mucho del asunto, prefería callarlo,
tenía miedo de que don Eleuterio fuera acusado por la
muerte de su mulero Jesús.

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GUALCINSE,
O EL CAMINO HACIA EL VUELO

H abía visto aquella figura discurrirse por las


calles de aquel pueblo. Sin duda alguna,
era él. Lo veía por todos lados. Era como si
uno estuviera casi predispuesto a aceptar que algo se repite,
que se tiene la percepción de estar viendo a alguien con tu
subconsciente.
En las dos tardes y noches con sus tres días, lo
miraba cruzar las esquinas, quizás iría a comprar algo a la
trucha. Yo veía a aquella figura lacónica: bajito, gordito, de
piel blanca que a la luz de la luna de aquellas dos noches
perfeccionaba su silueta, ¿será que acaba de pecar y se
siente débil?
Traía a cuestas el pecado consumado de una jornada
delirante y lujuriosa.
Yo cargaba mi guitarra en hombros y sonreía
pensando tal vez en si no habrá otra cosa que hacer en el
mundo y sin darnos cuenta, la gente nos observa aunque las
casas del pueblo tengan las puertas y ventanas cerradas. En
mis vacilaciones no me di cuenta. Caminaba sobre las
calles empedradas del pueblito de mi amigo Pedrito.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

EL CUERVO

E l amor se hizo presente una noche azul,


estrellada. Dio con los dos en el pináculo de
un cerro interminable que tocaba las nubes.
El cortejo duró una temporada en la que ambos ataron sus
vidas. La parada nupcial envuelta en una danza con
vibrantes gritos y croares. Cansados, se posaron en el risco
donde pasaron la noche anterior, acariciándose con el pico
tiernamente, rascándose el cuello. El vaivén de sus
pasiones concluyó en la construcción de un nido con
ramitas secas. En febrero, ella puso tres huevos azul
verdoso que incubó al filo de tres semanas. Su compañero
se dedicó a traerle comida al nido mientras extrañaba los
momentos más hermosos de su vida, bajo el eterno frió de
su cerro. Cuervo fue el primero en moverse dentro del
cascarón. Picoteó durante horas, incansable y perseverante
la úvula, hasta romperla. Ella observaba, inquieta, aquel
primer polluelo que se hacía a la vida cargado de energía.
Abría sus grandes ojos que no daban crédito al
mundo que estaba tan solo un paso delante de su insipiente
pico. Fuera del cascarón comenzó a moverse explorando su
palacio, tratando de entender aquel extraño mundo. La
madre esperó la llegada de sus otros polluelos, amorosa y
colmada de paciencia hasta llegar la noche. El padre igual
de impaciente, esperó, pero nunca llegaron. Al día
siguiente, Cuervo seguía desorientado. Se acurrucaba en
espera de algo, sin saber qué. Al cabo de unas horas, la
madre salió del nido, sin retirarse mucho. El padre traía una
y otra vez el alimento que les daba vida. Como todo pájaro,

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

Cuervo volaba alegremente, aligerando la infancia a la vida


eterna. Su rutina de polluelo poco a poco iba quedando
atrás. Los juegos con sus congéneres cada día se volvían
más aburridos y del juego pasó a las bromas pesadas, cosa
que era comprendida por sus padres, quienes día a día se
apartaban cada vez más de él. Un día se quedó solo. Sus
padres partieron, como suele ocurrir con los de esta especie,
lo cual le produjo profunda tristeza. Entró en tal estado
depresivo que volaba como loco por los cerros. Hubo
momentos en que en pleno vuelo caía libremente y se
estrellaba contra el suelo. Se levantaba nuevamente. Volaba
errante y pasaba largas horas con el pico entre sus alas.
Dejó de comer por un tiempo, hasta enfermar. Al fin cesó su
dolor, y comenzó a disputarse con sus congéneres la
comida. Peleaba con todos por cualquier cosa y siempre
estaba en problemas. Era un cuervo con mala fama y mala
astilla.
Un día, el dios observó la actitud del cuervo.
Comprobó lo que ya le habían dicho de aquel animal
indómito, malvado y sin corazón. Se puso muy triste.
Durante algún tiempo colmó sus afanes y después de
pensarlo, tomó una decisión aligerada de la cual se
arrepentiría por toda la eternidad. Mientras este sostenía
una pelea con una parvada de gaviotas, lo llamó a sus
designios y lo hizo entrar en sueño, convirtiéndolo en
hombre. Después de amonestarlo severamente lo instruyó
para lo que, desde hoy, tendría que ser. —Serás hombre, sin
remedio.—Dijo— y además, serás poeta.— con una severa
mirada que no daba lugar a discusiones — ese será tu
castigo por el resto de la vida.—

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

EL ESTATUTO DEL ÁNGEL

¿ Los ángeles tienen sus propios estatutos?—


pregunté. —No, pero yo si he creado mi
propio estatuto.— dijo con actitud imperiosa.
Me pareció algo extraño, ya que según sé, todos, incluidos
los ángeles somos creación de un ser superior al cual
llamamos Dios. El ángel me vio con benevolencia. Me hizo
sentir como un verdadero mortal. Jamás en mis años un ser
terrenal me insignificó tanto como aquel personaje.
—No te preocupes—indicó, al tiempo que movía
el índice formando un círculo en aire—son cosas que no
entenderás.
A decir verdad, no entendí la seña con el índice,
pero su mirada tan profunda no daba lugar a creer que yo,
realmente fuera un verdadero mortal. Este ángel era algo
dogmático. Lo que más me perturbaba era que si bien
existían para él, diez mandamientos, en su estatuto estaban
condicionados y esa era solo una parte de sus querellas.
Exponía, para el caso, que Dios ordenaba que se le debiera
amar, nada más a Él, pero el ángel opinaba que eso no era
tan cierto. Él también era tan poderoso. Estaba aquí en la
tierra. Era el representante más inmediato de Dios, por lo
que igual exigía que se le adorase. Alegaba entusiastamente
que la mujer del prójimo que no fuera amada por su esposo
podría perfectamente ser tomada por otro que si la amara.
Con cierta arrogancia, señaló que el mandato de Dios era no
matar. —¡Aja! Y si te toca contender con otro que te quiere
matar, ¿Te vas a dejar, solo por que el mandato dice no
matarás? Es absurdo— apuntó con excitación.— Debes
defenderte.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

—A caso, no debes regirte por las leyes del Dios


que te creó— le grite envalentonado.
—No es tal—respondió con soberbia— yo estoy en
esta tierra y aquí yo establezco las reglas.
Entonces me dije: —hay que ver que este ángel es
uno de los tantos diablos que dice el libro sagrado que
fueron lanzados del cielo a lo profundo de las tinieblas.
—¿Cuáles reglas?— cuestioné, me respondió con
fastidio: — ¿Es que no te das cuenta que soy un ser
poderoso?—
—Bueno—dije—buscando la respuesta a semejan-
te aseveración—
—Es que realmente como ya dijiste, no entiendo
mucho esto— Me vio con su mirada profunda y poderosa.
Yo, más temeroso que un perro amenazado, lo vi de
soslayo. Bajé la mirada hasta lo más profundo de la tierra,
de donde no la he sacado aún.

24
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

IMAGINACIÓN

B ien tarde en la noche, Miguel se preparará


para ir a dormir. Rezará una plegaria al
Padre, al Hijo y al Espíritu santo. Pedirá sin
duda que se le perdonen sus faltas. No le gusta decir,
“pecados”, por qué le parece que es una palabra gastada y
quien la dice es un igualado. Cosa curiosa. Encomendará a
sus hijos y a toda su familia al Creador, para que los aleje en
la medida de lo posible de los ladrones, asaltantes,
secuestradores, y asesinos. Definitivo. Los resultados han
sido buenos así que de algún modo, aunque no es muy
animoso ni emotivo, se siente ligeramente satisfecho.
Piensa que mañana habrá de trabajar duro para salir con los
compromisos de esta semana. Pronto es su graduación y
piensa en los gastos y sus consecuencias. Deberá alistarse
con su traje nuevo, sus chinelas y todos los objetos de uso
personal que deberá llevar al viaje. Por hoy se concentra,
aunque con cierta ansiedad por la larga noche que se
avecina. No está seguro si dormirá bien. Debe levantarse
temprano y arreglar sus asuntos con su empleo actual, para
luego volver a casa y hacer bártulos. Se acuesta procurando
estar lo más cómodo posible. Piensa en los días difíciles de
los últimos años en que ha debido apresurar sus estudios y
poder cumplir con sus propias metas. El año pasado alcanzó
cincuenta créditos y quedó devastado. Sus vacaciones
fueron muy agotadoras y casi no descansó. Sufrió fuertes
dolores en la cabeza y en la espalda. Que era Stress por
exceso de trabajo, dijo el doctor. Vaya si estaré destrozado,
se dice en ocasiones pero he perseverado durante mucho
tiempo. Por fin lo logré. Por momentos se pregunta si no

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

hubiese sido mejor salir antes con éste compromiso perso-


nal. Han pasado los años y no en vano. Tengo tantos asuntos
y compromisos pendientes que a veces me asusto. El más
difícil de todos ha sido este: el de la carrera. Es necesario
que ya vaya pensando en qué voy hacer después que ter-
mine. Por hoy duerme plácidamente. Un instante después
de haber cenado se apresta a recolectar todos sus objetos
personales e irlos colocando en la mesa. También le ha pe-
dido a sus hijos no tocar nada, para que nada le falte des-
pués. Sale un rato a la calle y camina menos preocupado.
Con un poco más de calma por la situación de ansiedad que
le produce el trabajo de práctica. Se relaja, hace ejercicio
corporal, para quemar algo de grasa, se dice a sí mismo,
hasta corre por diez minutos a los largo de la cuadra. Ya
antes, cuando estaba soltero, salía en las mañanas antes del
trabajo y corría para calmar la ansiedad. Hoy es menos. Ha
perdido algo de interés y se preocupa más por otros asuntos.
La mañana es fresca en estos días. Se ducha rápidamente y a
las seis y quince ya está despidiéndose de su familia.
Adiós papi, cuídese mucho. Adiós hija. Un beso
aquí un beso allá. La jornada de trabajo es un programa
lleno de simplicidades, por eso se lo toma con calma. Al
medio día todo está listo, ha solicitado los permisos y los
compromisos de trabajo serán cubiertos por otras personas.
Hoy va rumbo a casa a alistarse para salir temprano en la
mañana. Recuerda insubstancialmente mientras aborda el
bus, que al despertar esta mañana su aliento revelaba la
juerga recién pasada. Antes de acostarse estuvo con su
vecino degustando unas cervezas y su estómago vagaba
ligeramente entre lo absurdo y la complicidad. A tientas
percibió que su mujer ya no estaba en la cama, andaba en la
cocina. Tímidamente, llegaba desde ésta un olor a frituras,
entonces, susurró impertérrito: habrá desayuno hoy.
Palpa con su diestra las cobijas que aún conservan el
calor del descanso. Algo atolondrado busca aun con los
ojos cerrados el lugar donde la noche anterior dejó sus
sandalias. Introduce sus pies en ellas. Mecánicamente,

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

llega hasta el sanitario donde se sienta por un rato. Mientras


cavilaba en sus quehaceres, escucha la freidora en pleno
apogeo. La singularidad de sus asuntos no tiene parangón.
Después de haber desayunado, se dirige a su mesa de
trabajo. Ahí, unos objetos ajenos al servicio que prestarán
están ligeramente ordenados. Los ve como procurando
descubrir que nada ha sido tocado. Sobre su paso da media
vuelta y se dirige a su esposa, le reitera que cuide que nada
sea tocado. Esta rutina de viajar para cumplir con su trabajo
lo vuelve loco. Sin embargo, sabe que necesita su empleo,
como todo ser humano, por eso procura tomárselo con
calma.
A la una de la tarde, después de despedirse de los
suyos, muchos besos y abrazos en arrebato, va rumbo a la
capital con el único objetivo de recibirse. La estancia en
aquella ciudad será de cuatro días, durante los cuales, sin
mucha animosidad se recibirá de licenciado. Sus
excompañeros, unos felices, otros tristes y llorones, se
retratarán hasta el cansancio. Los acompañará hasta que el
último llore, se retrate y se despida. Todo lo deja registrado
y por si las dudas, lo guarda mejor de lo que se puede. No
confía en el país.
En el segundo día llega su esposa para acompañarlo
en la ceremonia. Al terminar el evento se disponen a
regresar a casa. Recorren los doscientos treinta kilómetros
de distancia.
Cuatro días fuera del hogar deja cierto vacío.
Desactualiza las relaciones con todas aquellas personas
más cercanas y se vuelve algo nuevo y engorroso todo.
Cuesta poner las cosas en orden y seguir con un estilo de
vida que al cabo de cuatro días se desorganiza.
Con cierta ansiedad, algo muy peculiar en él, toma
los archivos digitales de los retratos y se sienta a su mesa
donde está su vieja máquina y los procesa. Con una actitud
mecánica la enciende, conecta la cámara y empieza a
transferir archivos. Sus hijos son los más cautivados y
felices viendo a papá en las distintas fotos que pasan una y

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

otra vez. Esa noche estuvo hasta tarde viendo, revisando y


buscando las fotos con imperfecciones para evaluarlas y
eliminarlas si no son buenas. Su esposa se levanta ya
entrada la madrugada y corrobora que su esposo repite una
y otra vez el álbum. Amorosamente le sugiere que se vaya a
la cama, pero él sigue inmutable en su quehacer. Ha
corregido el álbum, pero observa que ha desechado algunas
fotos y procede a recuperarlas y así está ya bien entrado el
día siguiente. Su mujer lo encuentra con la boca abierta
roncando encima de la mesa de trabajo. Con dificultad lo
traslada a la cama donde duerme hasta las cuatro de la tarde.
Al cabo de unas horas regresa para ofrecerle algo de comer.
Él, abre los ojos únicamente para ver quien le hablaba y
sigue durmiendo, aunque ella insiste en levantarlo para que
coma, es inútil. A las siete de la noche se levanta. Con
detenimiento come indecisamente, deja comida en el plato,
cosa que nunca hace. Después se levanta y va directo a la
mesa de trabajo. Cierta ansiedad se apodera de su mujer,
quien al verlo de nuevo en lo mismo le pregunta sobre, cuál
es la insistencia en dejar ordenadas las fotos. Ella por un
momento piensa en la posibilidad de una traición. En otras
ocasiones le ha reclamado lo mismo, pero nunca ha
comprobado nada. Hoy, sin embargo, observa a su esposo
algo extraño en su comportamiento. Él le explica con la
vista algo turbia que es un trabajo rápido que todo pasará en
unas horas. Ella de brazos cruzados y con cierta
incredulidad, se dirige a su cuarto con la intención de
arreglarlo. Los niños uno por uno se van acostando. El
sigue en su insistente corrección del álbum. Esa noche
estuvo un poco más de las doce y luego se fue a la cama.
Todo parece indicar que Miguel sufre de algún tipo de
desvarío mental, pues en la madrugada se le observa
nuevamente levantarse y dar vueltas por la casa, se sienta en
el sillón, revisa papeles, acaricia los rostros de los niños.
Una vez más su esposa le pide que se acueste, que aún no
amanece. Pero igual, él sigue deambulando por la casa.
Entra en un cuarto revisa todo y pasa por los otros. Esta

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

rutina se da hasta las cinco de la mañana cuando su esposa


se levanta para alistar a los niños que se marcharán pronto
a la escuela. Luego se despide de él a quien a su vez pre-
gunta si irá al trabajo. Con cierto cansancio le responde que
ya se alistará.
—Te vez muy cansado— le dice, pero éste, sentado
en el sillón se echa para atrás, levanta los pies por encima
del respaldo del otro sillón y se acomoda lo mejor que
puede. Extrañada su mujer se sienta a su lado y le pregunta
sobre lo que le pasa, él responde que nada. Ella sin embar-
go, persiste en conocer a profundidad el comportamiento
de su marido. Se marcha a su trabajo llena de incertidum-
bre. Piensa que Miguel ha estado bajo total presión en sus
quehaceres y a lo mejor está algo agobiado, que necesita
descanso. Aunque no da crédito a las cosas que observa.
Piensa que ambos terminarán enfermos en un hospital y la
cosa no está como para estar tras pies en la situación
económica. —Esa carrera nos ha dejado en la calle y ahora
hay que ver como resolvemos mientras consigue un buen
puesto público.— Imbuida en sus cavilaciones se llega la
hora de bajarse del bus en que va y el chofer la distrae.
Aligerada y algo aturdida se baja y se encamina a su trabajo.
La rutina de esta mujer la ha convertido en una autómata.
Aun con las locuras de su marido, que no augura tiempos
mejores y, aunque lo ama y espera una vida mejor, sabe que
debe trabajar duro para sobrellevar la vida y poder alimen-
tar a sus hijos. Miguel por su parte carga consigo una larga
trayectoria de trabajo. Lo conoce desde que tiene uso de
razón. Si hasta ahorita está terminando su carrera es porque
tuvo que trabajar para poder mantener a sus hermanos
menores. Hoy es un hombre con una carga emocional alte-
rada y con claros síntomas depresivos, que le quitan el
sueño. Desde que se graduó, hace unos cuatro meses, no ha
podido dormir bien. Su mujer por su parte, espera que el
descanso le caiga bien y que al volver al trabajo las cosas
cambien en la familia, que bien lo merece.
Ha dejado de trabajar por los desmanes del desvelo

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

y se ha internado en el hospital. Las regañadas del psicó-


logo y las aguantadas de hambre por las dietas impuestas
por el doctor lo hacen penar en no volver a esa rutina nunca
más. Tiene por seguro que debe aplastar esta modorra.
Después de una semana todo debe volver a la normalidad.
Luego todo se reduce a una rutina de viajes a las cinco trein-
ta, hasta la parada de bus y luego coger al trabajo.
La vida continua, los hijos, las relaciones e incluso
tomar el café de las tres pm. También el odio encarnado
hacia los políticos que le mienten a todo el mundo.
Anoche conoció a la diputada Carmen Aleja Barre-
ra, asesora del ministro de exterior. Como todos, tiene cara
de: Yo arreglo ese problema. Soy popular y la gente me
quiere. Adoro a mi pueblo, a los niños. Vaya, si el cinismo
no tiene límites. En fin la velada es buena. Los niños se di-
vierten, todos se divierten. Contribuyen con la causa de
recaudar fondos para la merienda escolar. Ellas tan lindas,
ellos tan lindos. Cantan como los mismos dioses. Ganan
premios también. Gritan, saltan. Han sido felices un día
más.
Miguel disfruta un par de cervezas al terminar el
evento. Conversa con otros maestros y juran volver a
juntarse en otra ocasión. Por hoy verá si puede dormir y
seguir con esta bella rutina que el existencialismo le ha
jurado.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

EL EXTRAÑO CASO DE ALDO

B eatriz fija su mirada en mí e indudablemen-


te no me cree. Intento repetir mi postura y
sin tapujos rechaza mis aserciones. Molesto
me levanto. Paso mi mano derecha frente a mi mentón en
señal de: ¡Me importa un bledo¡ en respuesta a su negativa.
Salgo de la oficina. Sin saber por qué ni cómo me
encuentro en la calle. Un sobresalto recorre todo mi cuerpo.
Se eriza mi piel. El frío aprieta mis huesos. Al caminar algo
me suena extraño. De momento no puedo percibir de qué se
trata. Muy contrariado por la actitud negativa de Beatriz, no
acierto a comprender aquel escenario. Estoy casi seguro de
ser un humano de aquella metrópoli. No me acomodo con
facilidad a aquella situación. Me encamino a lo que
virtualmente es la parada del autobús pero me parece
extraño. Siento no pertenecer a aquel lugar. De momento
sigo caminando y a medida avanzó, siento más extraño
aquel ambiente que me parece haber visto solo en películas.
De pronto, me encuentro parado frente a un enorme edificio
aledaño a Central Park. Una pregunta insólita aparece en mi
mente: —¿Qué hago yo aquí?— luego otra— ¿A dónde
voy?—En cadena un sinfín de preguntas: —¿Cómo llegue
aquí?
Al cabo de un rato, un autobús se detiene frente a mí
como mejor me parece creer que me conoce: —¿Sube señor
Aldo?
Aún más confundido, indico que no. Cinco minutos
más tarde no determino mi presencia en aquel lugar. Por
sobre la acera rumbo hacia mí, viene alguien a quien
conozco y me abalanzo sobre él. Es mi amigo Sebastián, a

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

quien hacía seis años no veo. Asombrado me dice: —¿Qué


haces tú aquí guey?— con extraño acento mexicano. Le
digo todo perturbado: —No entiendo qué hago en este
lugar?
Más aturdido aquel me pregunta: —¿A qué te
referís Aldo? ¿Cuándo Viniste?—;
—Le repito que no sé qué hago en este lugar.
—Hace apenas diez minutos estaba discutiendo con
alguien de nombre Beatriz, pero ahora no sé quién es
Beatriz ni sé qué hago aquí… solo sé que este lugar es
Manhattan pues lo he visto en televisión.
—Así es guey. Luego luego, no sabes que estás en
Manhattan, ¿eh?
—Te juro que no sé qué diablos hago aquí.
—Mira guey, te llevo a mi apart, y ahí conversamos
un poquitín y luego te pintas eh.
—Está bien— Contesto afirmativo, en seguida
despierto.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

KARMA DE FHIODOR

D esde que estoy aquí, he visto que la vida se


ha vuelto algo apacible. Aparte del mejor
cariño que mi familia me profesa, he en-
contrado en Fhiodor al mejor amigo.
Fhiodor es hereditario de una actitud que se moldeó
durante doscientos cincuenta mil años. Sin duda se ha co-
nectado conmigo y parece percibir de inmediato mis pro-
pias necesidades y mis intimidades, incluso, cuando estoy
solo en el patio, él está ahí, cerca. Es como si él mismo cre-
yera que mis necesidades son sus necesidades. Fhiodor tie-
ne sus cosas. A veces pienso que es algún alma reencarnada
que quiere expresar sus dolencias pasadas. Aunque yo no
creo en el karma ni en el darma, se me ocurre pensar que
guarda penas y que quiere o necesita expresármelas, pero
nada más me observa. Hoy que he decidido quedarme con
mi primo y su familia, Fhiodor es quien escucha mis susu-
rros. Estos van penetrando sus huesos, su olfato, en su
agudo oído, incluso hasta las pulsaciones magnéticas que
viajan por el aire, son percibidas por su piel. Me observa
atentamente con sus ojos como queriendo decir algo. Qui-
zá no lo hace solamente para pedirme comida. Eso es algo
por lo cual no se preocupa, ya que nada le falta en casa de mi
primo. A parte de esto, se deleita pululando en el río San
Gaspar, pájaros y roedores. Pareciera que es un ser que en
su vida pasada tuvo esposa e hijos y súbitamente perdió
algo tan preciado como la vida y hoy intenta conectarse
conmigo para contarme sus dolencias. Yo intento dejar por
un tiempo prudente todo. Desconectarme de este mundo de
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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

tecnologías, corrupción, secuestro, revoluciones, política,


narcotráfico, terremotos, profecías e internet y poner mis
pies limpios sobre la tierra y caminar sobre las piedras del
río San Gaspar junto a Fhiodor. Sentir el frío del agua cris-
talina y de vez en cuando darme un chapuzón. Quedarme
una vez más. Armonizar con la naturaleza de este lugar y
con mi infancia ya casi olvidada. Volver a mis raíces, tan
lejanas y profundas. Beber en el pozo de los recuerdos,
saltar cercas y simular pequeños animales de monte. Con-
cebirme libre de prejuicios, rencores y dudas sangronas que
contribuyeron a formar esta costra de vibras negativas que
hoy intento sacudirme. Por supuesto, imagino que Fhiodor
está en la misma situación. No mas nos queda mirarnos a
los ojos y buscar de algún modo poder decirnos cuáles son
nuestras penas y situaciones. Seguramente comienzo hoy a
decirle, primero que nada, que estoy muy agradecido con su
afecto. Veré como responde. Luego le diré que deseo poder
volver a ser aquel niño dulzón y pardo que fui. Perderme de
nuevo en los raizones de los higos y en las irregulares
hondonadas del San Gaspar. Buscar los tesoros más precia-
dos: los guapotes que alimentaban a mis hermanos. Ya
alejado del bullicio, de la ciudad, del cemento y todos sus
desmanes. Estar en este espacio, para poder pensar que
realmente la tecnología no nos ha hecho más humanos, solo
nos ha perdido en un mundo de incongruencias; sumer-
giéndonos en nuestras propias trampas, de las que ahora no
sabemos cómo salir. Por eso creo que al escuchar a Fhiodor
soy más sensible. Ahora ya puedo escuchar ciertos susurros
que se parecen más a voces saliendo de unos ojos profundos
y tristes cubiertos de pelos y una nariz húmeda y bailarina
que apunta siempre a mis ojos. Siento realmente que me
dice sus inquietudes y aunque parezca ilógico lo que sería
natural, es la única forma en que se puede comprender a un
amigo, cuya razón por la que existe, es por el deseo de
conectarse consigo mismo y por el deseo de volver a ver a
su estirpe, abrazarlos y decirles lo mucho que los ama, a
pesar de los siglos de garrote y dolor que no los ve; que las

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

patadas han sido incontables y que ha tenido que hacer


cientos de turnos cuidando la propiedad del amo indolente,
perverso y tacaño. Cuantas cosas más habría de contarme
Fhiodor en unas cortas vacaciones y exteriorizar sus senti-
mientos, miedos, ideas y dudas para luego volver a la tierra
y de nuevo comenzar un ciclo sin una oportunidad, ensimis-
mado como todo un buen amigo sin tacha ni mancha,
acostumbrado a acariciar tiernamente las noches taciturnas
y de vigilar interminablemente la tirada de un mendrugo en
pago de sus invaluables servicios. Toda una vida de traba-
jos.
Así nos hemos tirado todo este día buscando entre
los matorrales del San Gaspar, alguna señal de la vieja vida,
aquella empolvada en mi memoria enmohecida, juneteada
y encontramos solo monte, nada más. Donde sí encontra-
mos algo fue en el canto de las aguas del San Gaspar y es
que río arriba buscábamos guapotes, y en mi cerebro se
repetía constantemente aquella misma canción:

''…Lloré, si lloré, como un niño, llore,


Y al silencio le diré se fue, o se fue.
Después, si después, de rodillas yo, imploré
El silencio me dijo, no sé, no, no sé.
¿Por qué?, se fue.
¿Porqué?, si, ¿Por qué, mi amor, se fue? …''

Hoy cuando la escucho me transporta rápidamente


aquel lugar donde no fueron dos, ni tres ni cuatro los peces
que pesqué, fueron ocho y muy grandes. Mi corazón retum-
ba de añoranza buscando aquel misterioso lugar, pero las
crecidas de los últimos cuarenta años se lo llevaron todo.
No hay nada. Solo han quedado los susurros que transporta
el tiempo por momentos hasta nuestros días y creo que
parten de dentro de nosotros mismos. A veces se tornan
difusos, distantes como si no tuviéramos derecho a ellos.
Recuerdo ese día de 1973, me levanté temprano, decidí no
ir a la escuela sino al río. Eso era lo que más amaba, estar

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

con mi río. La escuela a pesar de haber ingresado como


oyente, a los cinco años, solo me había enseñado a per-
turbar mis más elementales fines como ser humano. En los
primeros días comprendí que lejos de aprender algo bueno
para la vida, me alejaba de los principios que pobremente
me había enseñado mi madre. Un día antes, Rigoberto
Puerto había ofendido mi ingenuidad llevándome a base de
engaños a comprar pirulines a la trucha más cercana de la
escuela, consumando sus maldades, me mandó parar justa-
mente encima de un hormiguero del que no pude escapar
hasta ver saciada la argucia de aquel energúmeno malsano.
No entendí nunca por qué el director propinaba grandes
cachimbeadas a los estudiantes sin ser sus hijos, algo a lo
que le temía. Por eso dejé de ir a la escuela y me refugié en
el canto sutil, y pacífico del aquel río donde los días eran
simplemente un viaje inolvidable y sin retorno. Esto me
recuerda algo que con el paso del tiempo se ha dicho: creen
que el perro está con nosotros porque se siente a gusto y no
cuestiona nuestro proceder. Que se ha adaptado tan bien a
nuestra forma de ser que el día que dejemos de existir, los
perros volverán a sus hábitos antiguos, porque de lo
contrario se morirán de hambre. Somos sus más
elementales fuentes de sustento sin considerar que es al
revés. Si el perro faltara sobre la faz de la tierra, el hombre
ya no se ubicaría en sus quehaceres pues está tan
acostumbrado a que el perro haga tantos trabajos y a veces
le hace hasta de espiritista por eso de que puede percibir los
malos y buenos espíritus. Fhiodor se pone silencioso y
atento a lo que le digo, ya no es necesario hablar con la
boca, no. Simplemente nos miramos a los ojos y
expresamos todo nuestro afecto y nos contamos historias
que nos han ocurrido y que estamos ávidos de contarle a
alguien pero que por aquello de que, secreto de dos es
público, lo contamos a nuestra manera entre nosotros.
Fhiodor está convencido de que él es un alma que alguna
vez perteneció a un hombre con su mujer e hijos que habitó
feliz entre los hombres felices. Fhiodor se ha quedado

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

dormido al pie de una mata de patastillos tiernos que cuel-


gan sobre su hocico. Imagino debe navegar al igual que yo
en ese extraño mar de recuerdos indisolubles que, ni aun
con el paso del tiempo, se han de borrar porque el ritmo del
tiempo es armónico con el ritmo de la vida y a lo mejor ya
no sufrirá más después de haberme contado su vida.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

LAS COSAS YA NO SON COMO ANTES

A l cruzar la calle tuve la sensación de estar


nuevamente en aquellos días de mi infan-
cia, años del rostery y el go go. Una mezcla
de sentimientos se volcó dentro de mi pobre y ya cansado
espíritu. Al poner el pie en el borde de la acera, oí que
alguien me llamaba con mi antiguo nombre —¡Digoné!
¡Digoné!—. Solo en aquel pueblo la gente me conocía con
aquel nombre que desde 1979 había quedado en el olvido,
después de que la maestra Rosalinda Amaya me dijera con
extrañeza —Vos no te llamas Digoné. Te Llamás Diderot.
Todos en el aula nos quedamos viendo asombrados de
semejante nombre. Rubén, mi enemigo número uno, fue el
primero en preguntar muy interesado. —¿Cómo dice que se
llama este; Profe. Rosalinda?— La maestra conociendo
las intenciones de aquel mozalbete, se dirige con
pensamiento elocuente y le repite, acercándosele hasta
tocar la nariz de Rubén con la suya —Oscar Diderot
Lomeras Palma— Sabía que Rubén se gastaba cierta
rivalidad y evitaba al máximo que nos diéramos de
trompones en plena clase. Mi padre había corregido en el
registro del pueblo mi naturalidad de nacimiento y a partir
de aquel año sería su hijo por ley. Desde aquel instante se
me acortó el nombre y en adelante me decían Dider. Por eso
me pareció extraño que se me llamara en aquel momento.
Volteé para ver quien me llamaba con aquel nombre. Me
alegré sobremanera al ver que era mi primo Neto que hacía
unos minutos atrás, mientras yo abordaba una moto taxi, lo
había visto subido en la parte trasera de un vehículo de
carga, que al parecer le estaba dando un jalón desde el

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

pueblo aledaño. Mientras la moto taxi recorría la calle


pavimentada de concreto moderno, uno de los adelantos de
la comuna que le daba realce al pueblo. Sentí al contemplar
los parajes de la entrada al pueblo todavía adornados con
robles y otras especies maderables; potreros de pastoreo de
las haciendas de hijos del pueblo. Con cierta nostalgia,
comprendí que amaba aquel pueblo, el cual, desde hacía
treinta y siete años atrás había dejado siendo yo un niño
apenas. Lo saludé afablemente y ayudándolo con las cargas
que llevaba en sus manos nos dirigimos a su casa. El
camino se hizo corto desde la parada de la moto taxi hasta la
casa que se encontraba a cinco cuadras y media buscando la
hondonada del río, fuera del pueblo. Al llegar a la casa del
primo Neto, el jolgorio no se hizo esperar, hasta el perro de
la casa parecía compartir la alegría de los amos al recibirme
en la entrada y aunque no me conocía era incluso más feliz
que los demás. Mi estadía se redujo a un almuerzo sucu-
lento: sopa de mondongo, unas cuantas tasas de café de
palo, pan de mujer del barrio Arriba y todos los por menores
de aquel pueblo aletargado en mi conciencia y que hoy
cobraba vida con mi extraña presencia.
Entre plática y plática nos agarró las siete de la
noche y sentados en trozos de pino y de carao, unos, y otros
acostados en hamacas, espantando los mosquitos y jalando
recuerdos que habían sido abandonados en el cajón del
tiempo. Lentamente nos envolvió la oscuridad y los ruidos
humanos fueron remplazados por sonidos de la noche. A las
diez de la noche todos nos fuimos a nuestros lugares de
dormir y pronto no se escuchaba más que el canto de cocu-
yos y grillos. Cerca del pueblo se escuchaba tímido y sin
rienda el canto del río San Gaspar. Por un momento me
transportó a mis apenas cinco años cuando enganché un
burro, que por aquellos días abundaban en sus corrientes y
en sus pozas. Me ubicaba taciturno y emblemático a la
orilla del San Gaspar, con la esperanza de que alguno picara
y así poder pescar mi primer cheto, cosa que se volvió algo
deshonrosa, pues no picó si no que como siempre llevaba la

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

vida a la carrera, jale con tal fuerza, que enganche uno. Mis
hermanos se reían. Me gritaban: —así no se pesca vos, tiene
que picar y él te va a jalar el anzuelo.—
Con aquel recuerdo difuso me quedé dormido hasta
encontrar el canto de los gallos a las cinco de la mañana
cuando aquel pueblo anda en completa actividad agrícola.
El ladrar de un perro me hizo ponerme en pié. Concepción,
o Chon como le decíamos, esposa de mi primo, ya había
hecho el café de palo. Yo fui cuando me llamó, para mi
primera tasa. Antes del desayuno Fhiodor y yo nos fuimos
al río. Era tan inteligente que sabía cuándo uno iba para el
río, así que en cuanto me vio con el machete en la mano
comenzó a mover su cola alegremente. No más abrí el
portón salió corriendo rumbo al río. Hacía ya, algún tiempo
que no lo visitaba y que ya lo empezaba a extrañar. A
medida me acercaba al San Gaspar, una extraña sensación
me perturbaba. En los últimos treinta años había bajado su
caudal y en esta época del año se convertía ya en un
pequeño riachuelo de aguas cristalinas y realmente se
siente, no más se ve, que poco a poco se va perdiendo. Aun
así, amo este río porque aquí crecí. Caminaba por entre su
caudal y me sobrecogí ver el terrible descuido en que
estaba. En un instante me llené de ira y quería desquitarme
con alguien. Una sensación de impotencia me invadió rápi-
damente y comencé a pensar qué debía hacer para evitar
semejante grosería. Me sentía culpable por aquella catás-
trofe. Enojado, me senté en una piedra que había al medio
del cause. Al cabo de un rato mientras pensaba en qué hacer,
vi un hombre semidesnudo con un hacha en la mano,
cortando un árbol que la corriente había derribado y en
seguida decidí ir a hablar con él. Lo saludé cordialmente
para no perturbar sus quehaceres. Primero le pregunté por
el árbol que estaba cortando. Su repuesta fue simple, estos
árboles que bota el río los podemos aprovechar y no hay
problema. Parecía estar a la defensiva. Me explicó que la
cuenca del río estaba protegida por la municipalidad y que
nadie cortaba árboles excepto en aquellos casos en que en

40
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

tiempos de lluvia el río los derribaba y la gente los


aprovechaba para leña. Eso explicaba por qué había varios
árboles muertos al centro del cause y con señales naturales
de haber sido derribados por el agua. Pregunté si estaba al
tanto de si existía algún proyecto para mantener la margen
del río libre de basura. Irónicamente me contestó que a eso
nadie le ponía atención, que en un tiempo la municipalidad
con el alcalde que se murió había estado trabajando para
mantener el río limpio. Mientras el hombre, cuyo nombre
no pregunté, hablaba, vi venir por la margen del río a dos
mujeres que en sus cabezas cargaban baldes de latón llenos
con agua. Este pueblo se ha beneficiado durante siglos de
las aguas de este río. No era extraño ver personas: mujeres y
hombres jalando agua del ojo de agua como se le llama a
una pequeña vertiente construida por los mismos lugareños
para la extracción del vital líquido. Es incomprensible que
estas personas que se sirven del río sean quienes lo hayan
convertido en un botadero de basura. Al acercarse las
señoras saludaron, algo propio de nuestro pueblo. De
inmediato les pregunté si se estaba haciendo algo al
respecto para evitar los tiraderos en el río, a lo cual me
contestaron que era la misma gente que vivía en las
márgenes quienes tiraban basura. Con ellas me marché de
aquel lugar. Las señoras me comentaron que el señor con el
que conversaba era uno de los que mantenían esos sendos
basureros en el río. Les hablé de que mi infancia la había
pasado en aquel lugar y que me resultaba desagradable
venir al pueblo y ver aquel cuadro. En el camino se nos
sumo su esposo a quien reconocí de inmediato, era José, o
Chepe como le decíamos en aquellos días. La señora
Francisca como se la llamaban, al ver mi preocupación, me
dijo con cierta nostalgia: —las cosas vos, ya no son como
antes. En este pueblo todo ha cambiado. La vi con cierta
desazón por lo crudo de sus palabras pero efectivamente y
al fin era cierto. A lo largo del recorrido pude ver de toda
clase de desechos plásticos desde condones, pañales
desechables, costales viejos, vasos y llantas de vehículos;

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

toda clase de inmundicias. Con el corazón compungido


marche con una sola idea en la cabeza, venir con mis
propios hijos a limpiar el río que en mi infancia fuera el
mundo de mis fantasías, donde establecí una estrecha
relación de armonía con el medio de este lugar tan
paradisíaco. Me parecía apropiado hablar con el alcalde y
plantearle nuevamente la necesidad de mantener el río
limpio ya que este le sirve a toda la comunidad. Al llegar a
casa le manifesté a mi primo mi intención de volver para
limpiar el río de toda aquella basura, a lo cual él me refirió
que sería una excelente idea y que estaba dispuesto a ayudar
ya que él pasaba peleando con los pobladores por el mismo
problema. Pensé en ese momento en enfrascarme en la
carrera de limpiar aquel río de mi infancia. Con la ayuda de
mis hijos, mi primo y Fhiodor concluimos la limpieza. He
de comprender que esta tarea es la de nunca acabar. Cada
vez que vuelvo al pueblo me encuentro con nuevos monto-
nes de basura. Ojalá que las personan un día tomen concien-
cia de lo importante que es mantener limpio el río.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

JINETES

A l menos aquí aun no se nos olvida que tem-


prano en la noche los fantasmas vagan por
las calles, indolentes, macabros y destruc-
tivos. Así ha sido por siempre. Nuestro más grande temor
era quedarnos afuera de la casa después de las nueve de la
noche. Esto solo ocurriría si nos portábamos mal. Nos
castigaban. Era algo que no podíamos evitar. Al pueblito,
aún le faltaban veinte años para que el progreso de la luz
eléctrica llegara. Los miedos y los cuentos de los abuelos
eran una costumbre que nos mantenía unidos, en familia.
Veinte años para saborear el misterio y las tradiciones de los
últimos quinientos años y no caer en el desacierto de una
actitud individualista y falta de sueños constructores de
nuevos proyectos. Así es. La electricidad nos facilitó todo
pero nos arrancó la comunicación de nuestras barbas y nos
mando a los hijos al carajo. Las esposas reemplazaron a los
maridos por arquetipos de telenovelas. Los hombres ya no
pararon en la casa. En lo profundo de la noche me sobre-
salto porque mis peores temores se hacen presentes. Al
parecer es el ajetreo de una bestia. Patea. Parece no estarse
quieta. Sé que se trata de una mula. Su herraje es nuevo, su
cabestro es de acero. Luce nuevo. La montura, igual nueva.
Su finura está expuesta. En el pueblo solo he visto dos o
tres, entre las familias más ricas. ¿Quién será? Este animal
es lozano y maravilloso. Su andar es esbelto, su resuello lo
denota, pero no quiero imaginar quien es su jinete. A esta
hora de la noche lo único que me inspira es enrollarme aun
más en mi cobija y temblar de miedo. Mi abuelo dice que en
la noche, en esta calle, galopa un caballo que baja desde la

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

loma de la cruz y pasa por todas las casas cascabeleando su


herraje, metiéndoles miedo a los niños que se portan mal y
a los hombres que andan de tunantes. Eso dice mi abuelo
Julián que llega hasta la última casa cerca del campo de
pelota y al regreso pasa por donde Fausta. Se detiene un
momento donde doña Rita, que según cuentan hace cosas
de noche y que este la acompaña. Me recuerda que esa
viejecita se roba a los niños. Me consta porque a mi her-
mano José lo tuvo encerrado toda una tarde en su casa. Lue-
go sigue su recorrido por el mismo camino por donde baja
de la loma donde está la cruz. Despierto a mi hermano quien
igual que yo se sobresalta y en oscuras sale corriendo a
meterse en la cama de mi madre. Ésta simplemente sonríe y
piensa que a lo mejor algo pasa en nuestras cabecitas,
porque últimamente estamos despertándola en las noches.
Yo, al verme despojado de la seguridad de mi hermano,
también salto de la cama y voy a refugiarme en la saya de mi
madre. Desde ahí puedo entender que lo que la gente dice es
verdad, y entre mas oigo lo que oigo y pienso en ese
personaje del que todos los viejitos del pueblo hablan, más
tiemblo entre las cobijas de mi madre. Realmente no es
posible soportar un minuto la presencia de este espectro que
aun sin verlo, nos atormenta en nuestros corazoncitos. Es
mejor que amanezca o moriré de miedo en este rincón en
que me encuentro. Ojala y mi madre pudiera escuchar lo
que nosotros escuchamos, aunque creo que a todos nos
pasa. Si ese animal ha estado bajando de la cruz durante
años quiere decir entonces que mi madre también lo oía. A
veces nos cuenta que siendo niña, salió de noche con mi tía
María a orinar al patio y que de la quebrada que pasaba
frente a la casa del abuelo salió una bolita blanca, parecía un
huevo, que entre las vacas que estaban ahí echadas se movía
hacia ellas, que con la luz de la luna relumbraba intensa-
mente y que según le dijo el tío Quilino que era el carbunco
y que qué lástima que no lo guardara porque le hubiera
traído suerte, si lo hubiera envuelto en un pañuelo blanco,
era su suerte y se le fue. Mi madre al igual que yo estuvo tan

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ligada a esta tierra. Contaba que cuando se caso por primera


vez, el recién casado la llevó donde su tío Gregorio Alta-
mirano, donde a escondidillas se miraban meses antes y,
donde al final se terminó quedando con él. Al parecer mi
abuelo la enviaba a la Ciénaga a moler café. Era el único
lugar donde se molía café y bajo este pretexto viajaba tan
lejos. Mi abuelo fue cómplice de algún arreglo para que
ella se quedara entre aquella familia. La esposa de don
Gregorio Altamirano, era una mujer de lazo y reata, como
decía mi madre. Se montaban ambas en la mula lozana de la
familia y cruzaban el vado aun hasta en los días de crecida.
Aquella mujer tenía más dotes de hombre que de mujer.
Cómo ocurrió esto, nunca se supo pues parió ocho hijos los
cuales crió como Dios manda. Mi madre aprendió de
Cristina Guerrero lo que sabía. Había acumulado una expe-
riencia sincronizada en la vida. Lo sobrenatural no le era
extraño. Así que hoy en que nos sentía tiritando de miedo
nos acariciaba nuestras cabezas como último recurso para
no perder la calma pues pienso, en medio de todo, que sabía
lo que ocurría en la calle, frente a nuestra humilde casa. La
severidad de mi madre fue siempre permanente. Más de una
vez cometimos errores que nos costarían unos cuantos
chilillazos a altas horas de la noche.
—Vos vas a venir— decía. Nos esperaba hasta que
llegábamos. La advertencia se cumplía al pie de la letra
cuando le faltábamos a algo. Una noche el terror se apoderó
de nosotros cuando no obedecimos la orden de ir a traer
agua al río San Gaspar. Esa noche nos quedamos sin agua
para tomar. Aquella falta era grave. De algún modo nos
vimos influenciados por nuestro hermano mayor, Arman-
do, quien siempre infringía las órdenes de mi madre y casi
siempre estaba bajo el látigo. Eran casi las diez de la noche
y sufríamos la inclemencia de una espantosa tormenta que
en ese momento caía sobre el valle. Oyó nuestro llanto y
abrió la ventana por donde entramos e inmediatamente
procedió al castigo que nos había prometido. No importó el
castigo, solo estar a salvo de la mula que se iba a parar a esa

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

hora frente a nuestra puerta, a mascullarnos el aliento y


desear que la mañana se presentara con el canto de gallos y
de pájaros que nos hacían sentir algo de seguridad aunque
fuera por unas horas.
Más vale tener en cuenta que de algún modo debe-
mos ser inteligentes. La tecnología que nos ha proporcio-
nado tantas facilidades nos ha hecho perder el rumbo. El
modernismo nos ha vuelto insensibles y nos hemos
convertido en seres irresponsables e incrédulos al ignorar
nuestras raíces. Ahora que recuerdo, con el paso del tiempo,
la llegada de la modernidad nos trajo tantas oportunidades
que vinieron a reemplazar las costumbres ancestrales y
todos fuimos diferentes. Los viejitos que contaban
historietas se fueron, y con ellos, nuestras raíces.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

EL ALTO

S ubite pendejo.

—No puedo. ¿A caso ves que me he subido a un


burro alguna vez?
—Bueno, entonces mirá que putas hacés, porque
este nos va verguear, si no te subís al burro. Alguien que nos
observa, ríe descaradamente al ver nuestra ingenuidad e
inexperiencia: Es Chepe el de Pachina. Mi hermano mayor
lo ve con irritación. Con soberbia le pregunta: —¿Y vos de
que putas te reís?— Con ironía responde, mientras sigue
riendo: —De nada.
Estábamos en un prado alto en el lado izquierdo del
san Gaspar, en un bosquecillo por el que cruzaba un
sinnúmero de caminos que llevaban a todas partes y al que
se le llama El Alto. Mientras tanto, mi hermano y yo,
seguimos intentando subir al burro que a saber de dónde lo
sacó Armando, mi hermano mayor. A penas nos habíamos
subido al burro, Reni cayó hacia un lado y yo al otro. Esto
enardeció a Armando que no vaciló en coger un chilillo de
frijolillo y comenzó a sacudirnos las garrapatas. Reni
después de recibir la tunda de chilillazos, salió en tremenda
carrera, cruzando el San Gaspar de dos zancadas. Yo me
acomodé como pude en una laja que estaba a la orilla del
camino a saborear los riendazos que me habían propinado.
Era una de tantas de las anécdotas que nos pasaban entre
hermanos. El día apenas comenzaba antes de que lo peor se
acercara. Mi primo Luis y Reni, ya restablecido de los chili-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

llazos, José, Armando y yo, nos encaminamos al Pedernal


en busca de leña para uso de la casa sin el burro, porque a
decir verdad, no lo hicimos caminar ni por las buenas ni por
las malas. Siempre creímos que los burros no los hace
trabajar nadie y aquel día lo confirmaba aquel animal
indómito, así que optamos por soltarlo. Ya libre de nuestra
inexperiencia, al pobre burro le dieron dos planazos con el
machete en las ancas y salió corriendo de regreso al pueblo.
Irónico pues no creímos que alguna vez corriera en su vida.
Nos dirigimos a paso lento por entre los caminos que
conducen al Pedernal, una propiedad de la familia y en la
que se cultivaba maíz, frijoles, yuca, plátanos, guineos,
caña de azúcar y otros productos cada año y sin titubeos,
nos regalaba la tierra. Además esta tierra constituía un rico
legado de fauna silvestre, donde se encontraban toda clase
animales que formaban parte de la dieta alimenticia de
nuestro pueblo: garrobos, venados, tacuazines, cusucos,
guatusas, mapaches y palomas.
Temprano por la mañana Lázaro, el marido de mi
tía, el primo Neto y el primo Alexis, habían llegado al
sembradío para limpiarlo de malezas y otros parásitos.
Armando, después de cortar la leña de todos, menos la mía,
se acostó a dormir. Unos instantes más tarde se presentó
ante mí la ingenuidad. Al no poder cortar la leña con mi
machete, porque no servía, Armando me sugirió que cortara
con los machetes que estaban en la troja y que servían para
asar elotes. Lo intenté y fue infructuoso, prácticamente eran
cadáveres de machete. Al cabo de un rato y con la ira al
borde, decidí coger el machete de Armando, éste estaba
siempre despalmado. Aquel filo fue quien cargó con mi
ingenuidad. Sin mediar palabra alguna, porque no había
con quien cruzarla, la arremetí contra el leño que no podía
cortar. Me detuve un momento solo para apuntar al trozo
que cortaría: Ese, fue uno de esos momentos es en los que te
preguntas cuarenta años después, ¿En qué pensabas? Y es
que a los siete años no reparás en que tus extremidades son
tan importantes en tu vida; al grado de volverte incompe-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

tente y que a pesar de todo, debes salir adelante aunque te


haga falta una parte de tu cuerpo. Vi el dedo pulgar
colgando solo de una parte de mi piel. Pasaron cinco
segundos que parecieron una eternidad y de mis entrañas se
desprendió lo que pareció un alarido imperfecto, extraño y
sin sentido, pero que caló en la memoria de todos los que
estábamos ahí. Armando que hacía plácidamente la siesta
sobre un tapesco fue el primero en toparse con aquel cuadro
indefinido. Acostumbrado a aquellos trotes no vaciló en
salir corriendo en busca de ayuda. Este Armando era
versátil. Corría entre los matorrales. La ayuda, solo la
podría proporcionar el primo Neto quien estaba a cien
metros en la milpa. Los minutos no contaban. Todo pasaba
como en cámara lenta. El tiempo parecía haberse detenido y
en el que cada uno de los protagonistas pasaba frente a mí,
como en flashazos interminables. No supe cómo apareció
ante mí una rama de una planta con algo lechoso, cuyo
nombre es piñón, y de inmediato procedieron a embadur-
narme la mano. En menos de un minuto la hemorragia había
sido controlada. La desolación es, si se quiere, algo pasa-
jero si se ve desde un disparo de la historia. Realmente pase
muchos años sin que pudiera comprender ¿Por qué había
perdido mi dedo? En los primeros días después de aquel
fatídico accidente, lloraba cada vez que mis amigos
preguntaban por lo sucedido. Luego pasaron a los sobreno-
mbres. Sin duda fue lo más difícil que tuve que afrontar.
Se acercaba la celebración del día de San Antonio y
mi madre se preparaba para tal evento y durante algún
tiempo guardó dinero para no fallarle al santo. No se
imaginaba que con aquel accidente, en veinte años no le
cumpliría y que en la primera noche después del accidente
mi madre decidió, colocarme un antibiótico, según ella para
no sufrir una gangrena, pero es que ella ni siquiera se
imaginaba lo que sucedía. Mi hermano, como siempre le
mintió, diciéndole que solo era una herida superficial y
cuando procedió a revisar, dos horas después de haber
colocado el antibiótico, se llevó el susto del año. El dedito

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

cayó fuera del envoltorio en que estaba. Le sobrevino un


desmayo. Mi tío, que en ese momento había llegado, ya
tarde en la noche, se levantó al oír el grito de mi madre.
Observó que no había forma de salvarlo. Al día siguiente mi
hermano y yo nos dirigíamos a lomo de bestia a la única
clínica que había en aquellos lugares. Una de las cosas
cuyo trasfondo hube de soportar durante años es el hecho de
no ser como los demás. La gente tiene claro que no tener
partes de nuestro cuerpo lo hace a uno candidato a prodi-
gio. Pero igual, siendo tan niño y con el paso del tiempo fue
algo a lo que tuve que acomodarme con críticas o sin ellas.
Aprendí que es difícil afrontar estas situaciones. Irónica-
mente me hice guitarrista y profesor de música, algo que no
agradaba a mi madre pero que también tuvo que acostum-
brase, al fin y al cabo era mi profesión y nos servía para sup-
lir nuestras necesidades.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

CARICIAS DE MONTE
Dicen que el hombre no es hombre
mientras que no oye su nombre
de labios de una mujer.
Puede ser.
Antonio Machado

T emprano en la mañana, Martín se dirige al


San Gaspar, con la intención de cortar algo
de leña para el fuego. Tranquilo, nunca se
espera que tome decisiones aligeradas, no propias de un
muchacho de diez y siete años de un pueblo como aquel.
Con singularidad, camina en el monte, entre los callejones
que llevan plácidos al río. Salta las dunas de éste sin
preocupaciones. La mañana es fresca y augura extraños
sucesos. Con su machete corta una que otra charamusca que
se atraviesa en su camino. En el aire, huele algo que des-
pierta su instinto primitivo y lo detiene abruptamente. Es
Isabel, que distraída lava la ropa de la semana, a la orilla del
río. Canta una canción de despecho, amores sin despeje,
ternuras sin corresponder, besos sin dar. Martín se estreme-
ce ante la visión que apasiona sus temores. El corazón
palpita trémulo dentro de su pecho. Vacila un por un mo-
mento. Hay una fuerza interior que lo empuja, sin consi-
derar las repercusiones, hacia el llamado de la hembra.
Isabel es potranca desbocada. Se aferra tenazmente a lo
singular de sus caderas. Es capas de percibir a un kilómetro
de distancia la presencia del macho cabrío. Huele en el
viento la borrasca que se avecina, simplemente se pone al
acecho. Martín, camina arcano. Conoce los pensamientos

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

de Isabel Gamboa, que resuella de pasiones milenarias e


interminables que bajan con las corrientes perdidas del
tiempo. El calor se ha apoderado del espíritu de Martín. Ya
no piensa. No oye más que sus resuellos. Y en un acalorado
arrebato ambos colapsan en revuelcos salvajes de animales
extintos. Disolutos. Carnales.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

DON JULIO

E mergió de los anales tardíos del siglo XIX,


como fiel reflejo de la tozudez relativa de la
santa inquisición, se llamaba a sí mismo ca-
tólico, apostólico y romano a secas. Acostumbró al pueblo a
ser devoto feligrés sin condiciones. La iglesia gozaba del
buen respaldo de don Julio, quien hacía cumplir a cabalidad
el compromiso del diezmo. Su cura, don Roque, estaba sa-
tisfecho del trabajo del abuelo quien no recibía nada a cam-
bio por sus servicios pues pensaba que era la mejor manera
de ganarse el pase seguro a la ciudad santa. Don Julio fue
comandante de armas, grado con el que fue alcanzado por el
siglo XX, para luego convertirlo por fin en un simple
instrumento de elucubraciones. El gobierno de la Tufona
les dio a los pobladores garantías para tomar toda la tierra
que quisieran. Una forma de mantenerlos tranquilos sin
calentarse la cabeza y facilitarles las concesiones de tierras
fértiles a las compañías transnacionales en los grandes
valles. Así se las expropiaban a unos y matando a quienes se
oponían al proyecto de regalar el país a los gringos. De este
modo el abuelo fue sembrando postes a lo largo del peder-
nal y la ciénaga del río Chamelecón, hasta convertirse en
terrateniente de la noche a la mañana. Durante años, el
abuelo recibía grandes sumas de dinero por concepto de
corte de madera por parte de los madereros, quienes fuera
de todo control, dejaron pelones los cerros del pueblo. Así
que mi madre y mis tíos caminaban en medio de vacas. Al
parecer, esta riqueza no servía para nada ni a nadie pues no
acabó nunca con la pobreza de la familia. Ésta iba justo

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

donde no debía ir, en la cabeza del abuelo, quien al cabo de


algunas décadas fue mermándolas, sin darse cuenta cómo.
La historia de don Julio es extraña, puesto que con todo lo
que tenía, nunca hizo casa nueva ni compró un par de
zapatos o ropa nueva. Nada. Mi madre y mis tíos debían
trabajar en casas de los vecinos para poder costear sus
necesidades básicas. El abuelo fue así, como solo él sabía.
Su vejes se volvió poco a poco, graciosa. No le gustaba
usar zapatos o ponerse a la moda. Siempre fue decidido al
uso de caites, los cuales el mismo fabricaba a base de
pedazos de llantas. Eso le hizo ganarse el apodo de Julián
''Caite''. Apodo que al escucharlo, era para que montara en
cólera e insultara a cualquiera mientras le seguía con
machete en mano. Don Julio pasó el Siglo XX entre el
insulto y los sobre nombres que lo irritaban. Del hato de
ganado que otrora pululara en el corral le quedaron dos
yuntas de bueyes. Sus nombres eran muy peculiares. Una
de las yuntas preferidas, era la compuesta por ''Lirio y
Lucero'' nombres, si se quiere poéticos. En cambio la
segunda, era la que arrancaba risotadas a la gente que lo
encontraba por la calle. Era muy común escuchar los
nombres de los pobres animales que muy atentos y sin
condiciones obedecían sus órdenes. ''Punche, pija'' o en
otras condiciones ''culo''. Era para el abuelo un placer
infinito llamar la atención de la gente con estos nombres.
Sin duda, algo muy característico, era su látigo, el cual
nunca le faltaba en sus quehaceres. Esta costumbre la
heredó de su trabajo como comandante de armas del
pueblo, cosa que nunca pudo olvidar. Con este instrumento,
en repetidas ocasiones bautizó a uno que otro transeúnte
por las faltas al respeto. Como todo buen chafarote
sembraba buenos precedentes, actitud muy aceptada en
aquellos dorados tiempos en donde los padres exigían
respeto de los hijos. Era natural que en la escuela lo
cachimbearan a uno por faltar a las reglas, esto por supuesto
se extendía hasta los pobladores que si lo encontraban a uno
haciendo cosas malas lo mandaba para la casa bien pigiado.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

Por supuesto que como es de suponer, el látigo, le hizo


ganarse otro título: ''Julián Guipe''. Tenía unas pasadas que
por su forma de realizarlas podrían pasar desapercibidas.
Siendo ya un anciano de casi ochenta años, hizo algo que
todo mundo vio con asombro sin poder sospechar de qué se
trataba. Uno de sus mejores amigos fue Samuel Viche
apodo que éste había adquirido siendo camionero de la
compañía bananera en los cincuenta. El abuelo astutamente
y siempre predispuesto al hecho de que la gente le faltaba el
respeto, diciéndole sus sobre nombre, había optado por
llevar en su hombro derecho un costal de manta. El saco se
veía siempre bien estirado en la parte que colgaba hacia
atrás. Esta particular característica se daba porque dentro
llevaba una piedra de dos libras, que perfectamente podía
dejar atolondrado a cualquiera. Cosa que ocurrió con
Samuel Viche, quien aquella tarde del día de la Virgen de la
Cruz le soltara un turuncazo que lo derribó sin más.
Samuel, quien al igual que el abuelo ya cargaba con sus
años se levantó como pudo, porfiando la desalmada actitud
del abuelo quien viendo hombre en el suelo echo a andar.
—Julián— decía, Samuel. Pero el abuelo no acostumbraba
reparar en sus acciones y mascullando improperios, los
cuales eran muy comunes en él, se marchó a su casa,
mientras Samuel más desarmado que un carro de su época,
igual se fue a su casa. Cayó postrado en cama a partir de
aquel fatídico día, y no volvió a levantarse del catre hasta el
día que lo colocaron en una caja mortuoria horas después de
su muerte. Todo por haberle contradicho, lo de la segunda
yunta, por la cual la gente se burlaba tanto de él. Septua-
genario por antonomasia, tenía de todo menos orden.
Nosotros por el contrario nos gustaba estar con él, no por su
mal genio, sus locuras y sus crímenes, sino porque aún en
medio de todo era bueno con nosotros. Claro, eso si no le
faltábamos al respeto. Julián pasó desapercibido en sus
cosas, pero nosotros le conocíamos las que el pueblo no.
Por ejemplo, con su famoso costal al igual que a Samuel,
mandó al otro mundo a un bolo que impertinente le comen-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

zó a poner al descubierto lo que todo el mundo sabía: sus


sobrenombres. Igual quedó tendido en medio de la calle.
No se sabe si por la borrachera o por el golpe. Gran parte de
su folklórica vida, el abuelo fue agricultor. Se dedicaba a
cultivar junto a mis primos el frijol, maíz y otros productos
del campo que muy necesarios eran en el pueblo. Mantenía
siempre grandes cantidades de leña, la cual trasladaba con
sus yuntas desde el Pedernal hasta la casa. Siendo muy
niños, mi abuelo nos llevó al río San Gaspar a buscar leche
de higos que mi madre utilizaba para cuajar la leche. Fue la
primera vez que realizábamos aquella labor cotidiana,
extraña para nosotros, pero una costumbre ancestral para él.
Era curioso ver al abuelo caminar con una cuchara colmada
de leche de higos. Tenía en su andar cierta rigidez que a sus
años, lo atormentaba. Daba traspiés a cada rato. Luchaba
por no derramar el contenido de la cuchara. Ese era mi
abuelo. Muchas veces comimos vaso de res en arroz con
albahacas. Su cocina tenía un extraño olor a rincón añejado,
cuya sustancia principal era café viejo y quemado. Hacía
mucho que aquella cocina no la frecuentaba mujer alguna.
Irónicamente, la última vez que la hubo, el abuelo cogió el
cabudo, otro de sus instrumentos particulares. Le puso la
cabeza en el dormilón donde hendía la leña y la amenazó
con cortársela si volvía a poner un pie en aquella casa. Esa
mujer era mi abuela. El cabudo, consistía en un machete
largo con una empuñadura de madera igual de larga, seme-
jante a una espada japonesa. Mi abuela saboreó al máximo
el ego de mi abuelo. Era un hombre sin paciencia que a sus
años pensaba que el mundo se regía por reglas y métodos
que él elaboraba. Recuerdo que en ocasiones, el abuelo nos
cuidaba porque mi madre debía viajar a la ciudad por
asistencia médica y debíamos quedarnos en su casa. Dor-
míamos en su catre, junto a él por el frío. El calor del abuelo
era único. Sus sabanas tenían tiempos inmemorables sin
limpieza. Cuando nos referíamos al asunto nos contestaba
que debíamos dormir con los chanchos si no nos gustaba su
aposento. Una de sus grandes hazañas era la de tirarse pe-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

dos. —El que saque la cabeza se va dormir afuera— decía.


Así que no quedaba de otra que aguantarse. El abuelo en
medio de todo, era folklórico, de mal genio, brutal con el
lenguaje y algo desalmado con todos, pero no con nosotros.
Nos quería a su modo, aún cuando le hacíamos travesuras.
Una vez, entramos furtivos a su vieja casa y le pusimos
todo al revés. Fui el primero en botarle el calabazo del agua.
El cabudo se lo puse donde ponía el hacha. El hacha fue a
parar a su vieja cocina. Le bajamos los petates al suelo y el
catre se lo doblamos. Tuvimos tan mala suerte que no
terminamos de hacer nuestras fechorías, porque
escuchamos que estaba abriendo la puerta. Todos
queríamos huir a un mismo tiempo por una pequeño
boquete en la pared sur de la casa. Casi nos zurramos en los
pantalones, pues afuera oíamos que decía. —Ya sé que
están dentro hijos de puta. Los voy hacer picadillo—
logramos salir, corriendo pero como dicen, con el honor a
salvo. Nos estuvo buscando por algunas horas. Le puso la
queja a mi madre. Ésta pacientemente le pidió que se fuera
para su casa, que ella se encargaría de nosotros. Promesa
que cumplió fielmente. Nos dio una paliza que no
olvidamos nunca. El abuelo alcanzó la ancianidad y con el
tiempo se volvió apacible, sosegado y muy juguetón.
Seguramente después de todo comprendió que no podía
seguir con la misma actitud que el siglo XIX le había
heredado y que ya era hora de cambiarla. Nosotros fuimos
los primeros en notarlo, puesto que éramos quienes
recibíamos todo lo que conseguía. La gente ya no se reía de
él y los niños empezaron a acercarse un poco más. Nos
contaba largos cuentos de viejitas, sucias y duendes que él
veía cuando era un muchacho y andaba en campañas
militares. Su afecto con los niños del pueblo fue tal que
pasaba larga horas platicando por lo que se nos hacía difícil
dejarlo solo. Casi al final de sus días, el abuelo buscó a sus
viejos amigos, con quienes tenía largas conversaciones.
Recordando quizá sus andanzas. Fue cuando una tarde,
comentó a don Miguel que dentro del saco estaba una

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

piedra con la que mandó a Samuel Viche al cementerio. No


se lamentaba, pues para allá iba él también. Una mañana,
cuando el pueblo celebraba su feria patronal en honor a San
Marcos, estaban los dos viejecitos sentados en la plaza del
pueblo, uno rico y el otro pobre. Acordaron firmemente que
ya eran muy viejos y debían morirse. Se prometieron que si
uno de ellos moría primero el otro debía seguirlo. Eso lo
recordaríamos años después. Don Miguel partió, fielmente
como habían acordado, después que murió el abuelo. Los
que más lamentamos en el pueblo la muerte del abuelo
fuimos nosotros y todos los niños que a él se acercaban.
Siempre tuvimos un dulce disponible a la hora que fuera.
No había distinción para nadie. El abuelo le dio un vuelco a
su vida. Quiso convertirse en un buen ser humano y sobre
todo, dejó muchos amigos que lo recordaran siempre.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

LA PROCURADORA

B ien, por favor procura percibir esta extraña


sensación de incertidumbre que un hombre
como yo pueda arrastrar, sin encontrar solu-
ción a un problema tan cotidiano y sin considerar que en
determinado momento de nuestras vidas, todos lo pasamos.
No lo sé, quizá sea una de esas bondades que a veces da la
vida. Lo digo por mi propia condición de ser humano. La
vida, de algún modo ha sido generosa conmigo, y he podido
observarlo como una constante. Esto ha producido en mí,
una indiscutible seguridad al grado de sentirme afortunado.
Solicitar la ayuda a lo divino, no ha sido un problema, me he
mantenido en una relación estrecha con Él. Digamos que
las respuestas las he tenido casi de inmediato y no es porque
no tenga problemas. De hecho, los problemas nunca han
faltado. Digo que en cinco años no he podido superar esta
situación, de ahí, hay cosas que por resolución interior no
puedo contarte.
No quiere decir con esto, que soy un acomodado.
Estoy claro de qué posición tengo en este engranaje social y
creeme que no considero que sea nada bueno. Siempre he
sido solo uno más de los tantos de los que se aprovecha es-
te sistema injusto y endemoniado. Ahora llevo a este encan-
tador espejo a la máxima expresión de la confesión huma-
na, reemplazando al sacerdote, y claro, no hay mejor confi-
dente que mi propio ego. Como a veces digo, te agitas preo-
cupado, tratando de resolver acertijos que la vida misma te
presenta y, no son un juego, no son diversión ni nada de eso.
Son tus propios problemas por las razones que los hayas

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

creado. Sos el autor de tus propias virtudes, de tus propias


desgracias. Cuando no actúas en concordancia con la de-
cencia o la moderación, se te disparan las escopetas de tu
actitud. A mí, en lo personal me ha ocurrido. Ha habido ins-
tantes, en los que me he sentido asaltado por algún mal sue-
ño.
Desde hace ya algunos días, la buena suerte, esa que
han inventado los idiotas, ha desaparecido del escenario
virtual en que me he encontrado los últimos quince años.
Hoy he salido muy temprano en la mañana, con el objeto
único de encontrar trabajo. He buscado en días anteriores,
he buscado aun antes de esta improbable depresión que me
ha superado por momentos y sin descanso. He sufrido
fuertes dolores de pecho y cabeza. He pensado visitar al
medico pero éste es un asaltante más del sueño. Así que mi
resolución es optar por la automedicación. Analgésicos y
más analgésicos para mantener todo este mal a raya. Mi cita
con la procuradora, justo a las 8:00 am se ha pasado de lo
estipulado. Ayer concerté cita con esta señora por teléfono,
para emplearme aunque sea en un puesto de medio tiempo.
Me regocijo, pues me entero que a lo largo y ancho de este
país, miles van en busca de un puesto de trabajo, y ahora, de
lo que sea. Me dijo que le atendería a un grupo de alumnos
de varios niveles y que el salario no era bueno pero que de
algo serviría. El programa, dijo, es una filantropía de
empresas extranjeras para ayudar a los empleados de estas,
que desean optar a un nivel académico superior. ¡Filantro-
pía!, si no supiera que es una miseria la que devuelven por
todo lo que se roban al evadir impuestos. La palabra filan-
tropía me produce dolor de cabeza. De nuevo, me tomo
otros analgésicos, para controlarlo. Pero y el trabajo, al fin,
¿Qué va a pasar? ¿Me lo van a ofrecer? Veremos.

8:30 am
La procuradora no me ha visto. Tengo ya varios
años de no verla. La conozco desde hace ya mucho tiempo.
Se ha cruzado en mi vida un sinfín de veces y siempre ha

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

sido muy buena. La verdad, hemos sido compañeros en


otros centros educativos. En varias ocasiones la ayudé a
cruzar malas situaciones de empleo, como en la que hoy, y
por esas cosas de la vida, me encuentro.
Por mi costado derecho está la puerta de entrada al
complejo y justo en este momento cruza un carro rojo con
dos chicas, que juegan con el volante. Me ven, ríen, se ven
entre sí, y vuelven a reír, todo en un par de segundos. Entra
una muchacha al complejo y me pregunta donde está la ofi-
cina de las inscripciones. Con los labios le indico el camino.
Está justo a su derecha. Me da las gracias y la veo entrar en
el recinto. Noto que desde hace algún rato, otras personas
que me conocen, pero que parece que no. Sigo parado allí,
sin ser observado por nadie. La procuradora aún sin verme.
La veo y no puedo captar su atención. Lo último que supe
de ella es que se divorció. Siento algo de pena por ella, por
su situación. Esto lo supe ya hace varios años después que
en una ocasión debí llevarla en mi carro hasta el pueblo ve-
cino en unos parajes exóticos de este municipio. Aún re-
cuerdo el olor a pino en esos meses de abril o mayo. No re-
cuerdo muy bien la fecha, pero, despertó en mi ego cierta
incertidumbre de macho cabrío. Sus conversaciones eran
ráfagas de aire envenenado que penetraban mis venas. Es-
taban sueltas por encontrarse sola en aquellos recónditos
lugares donde la satisfacción podría haber sido latente, real.
Su respiración agitada, perturbaba igual mi aliento de ser
humano en una situación de soledad. El desamparo se hizo
presente. Su figura de mujer pequeña, me delataba una ne-
cesidad, junto a una descarga descomunal de feromonas y
junto a este irreconciliable ataque debí detener el carro, me
baje un instante, respiré profundo, para oxigenar mis sesos
que a estas alturas estaban totalmente torcidos. Cavilé por
un rato tratando de tomar una decisión acertada. Vi desde lo
alto del cerro El Antílope, el valle que estaba frente a mí y
admiré la belleza de este pueblo. El pito del carro me sacó
de cavilaciones, voltee a ver, y la señora me observaba y me
hizo una seña que entrara en el carro y nos fuéramos. Re-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

suelto a continuar el viaje procuré aligerar la marcha para


no llegar tarde a nuestro destino y con aquel asalto a la mo-
ral, sin rencores y manos libres, no guardo por ello alguna
culpa.

8:40 am
Veo venir hacia mí un sujeto de los que ya conozco.
Se me acerca lo más que puede hasta colocar sus labios en
mis orejas, y me susurra algo: —¡Compita! ¿Cómo le
va?—.
Pensé que este también me seguiría ignorando. Me
digo hacia adentro, lo trago con fuerza como si fuera una
cucaracha.
—¿Todavía trabaja allá en Robert Canion inc.? —
Me dice.
—No, ya no le digo con voz suave a falta de algo
qué decir.
—¿Y usted qué hace amigo?
—Yo estoy desde hace algún tiempo en otra em-
presa— cuenta muy muy emotivo. Bajo la mirada hacia un
masetero con flores secas que está a mi alcance, para disi-
mular un poco mi desaliento. Vaya, sí que es una molestia
esto de hablar de trabajo, como si no hubiera otra cosa que
hacer y justo cuando uno da muestras de desesperación por
querer resolver los problemas más íntimos. Ahora mismo,
es de lo que menos quiero hablar, peor de recordar ese pasa-
do de desgaste y derroche.
Según me dijeron se divorció de su esposo por que
éste la encontró gozando de placeres extremos con su direc-
tor. Ahora que la veo me pregunto como llegó al puesto en
que está, y aunque no deba importarme, me late que fue él
quien la colocó aquí con sus influencias. Mi amiga metió
preso al marido porque la golpeo dejándola casi muerta. La
sentencia, tres años en prisión por violencia doméstica.
Vaya chiste.
¿Qué te parece? ¿Qué tal si hubiera sido yo, el
responsable de semejante desastre?

62
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

8:45 am.
La señora que entró con sus nietas, fue subdirectora
del colegio de señoritas. Ella tampoco me recuerda y tam-
poco me ve. Ya se le olvidó que fui yo el promotor del pro-
yecto para construir el edificio de dicho colegio y donde al
final, pudo obtener una muy buena jubilación. ¡Qué iróni-
co! ¡No me conoce! Y por esas cosas de la vida su nieta fue
mi alumna en el Carmen María. No lo sé. ¿Será que estoy
muerto? ¿Cómo es posible esto? ¡Nadie me ve! Me pregu-
nto, si al cruzar la calle hace un rato frente al Banco Mer-
cantil, no me atropelló un carro. No. No puede ser, la mu-
chacha que entró hace un rato, preguntando por la oficina
de inscripciones me vio. El sujeto ese, que casi me muerde
la oreja derecha, también me habló. ¿Qué está pasando?
No, realmente no estoy muerto. Además, según dicen los
que han vuelto de la muerte, que allá no hay dolor ni
angustia ni preocupaciones. Yo sigo preocupado y el dolor
en la nuca no desaparece. Esta realidad es tan fresca como
las solicitudes que hice al Divino en solo mañana al
levantarme.

8:55 am
Salgo del espacio donde estoy y me decido a llamar-
la por el teléfono móvil. Suena el timbre de un móvil al otro
lado y siento cosquillas en la barriga.
—Hola procuradora, soy Daniel
—Hola Daniel, ¿Cómo está?
Su voz chillona y plata se me parece a la de mi sobri-
na. Quiero explotar de la angustia cuando agrega lo que
quiero oír
—Cuando guste pase por aquí y yo con gusto lo re-
cibo y traiga su hoja de vida.
—Sí, bien, estoy aquí mismo. No la quise interrum-
pir. La veo muy ocupada.
—Pase entonces, Daniel, con confianza.
—¡Bien! voy para allá.
Al asomar por la puerta de la oficina de inscripcio-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

nes, todas las personas que han escuchado la conversación


que acaba de tener con migo, están listos, viendo hacia
afuera para saber quién es Daniel. Un puño de ojos curiosos
se clava en los míos. Siento algo de culpa por no haber he-
cho las cosas de otro modo. Satisfechos los curiosos, han
puesto sus mentes en sus asuntos. Le entrego los papeles a
la procuradora y luego de un corto saludo me retiro por el
lugar donde entré con la promesa de que me llamará; que no
me preocupe. Realmente sí ha percibido en mí, esa tristeza
que nos deja la incertidumbre de no poder realizar nuestros
sueños más anhelados. Frustrados por un sistema hijo de
puta que solo favorece a sus allegados vernáculos. Ella sí
que sabe distinguir un estómago frustrado por el imperio
del caos. Éste no permite oportunidades para los débiles.
Ella que vivió un mundo de soledad infinita, que tuvo, a
falta de un proveedor de testosterona legalmente expuesto,
romper las barreras de la ley de un papel, sinuoso lazo que
la ataba a nada, y decidió gozar de lo lindo y lo extremo con
su director. Batió por fin las barreras de esta sociedad podri-
da y desgastada para encontrar un lugar de dignidades.
Bueno, ahora que te he expuesto todo esto de la realidad,
haber si recibo unas luces de prudencia por estar tan con-
centrado en lo que podría ser la claridad de la consciencia,
para no creer que todo esto me está volviendo loco. Quién
sino vos, que sos mi confidente. Estamos aquí frente nues-
tra realidad, sacando el corazón de milagros latentes. Vien-
do rodar como mi propia casa, montaña abajo, huyendo de
lo insólito, de lo vulgar. Debo expresarte que no intento lle-
var una vida de opulencia. Solo deseo tener una vida digna,
como todo ser humano. Creo que ya es hora de salir de este
baño, huele mal y realmente debo seguir buscando qué
hacer, hasta que lo encuentre. Al fin y al cabo, ya reza el
viejo dicho: el que busca, encuentra.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

PAOLO
Agosto de 2001

U no no recuerda los amigos de antaño por to-


das las veces que nos acompañaron sino
por los buenos momentos que, aun habien-
do pasado el tiempo, han calado en lo más profundo de
nuestras vidas. Sin querer un día te asomas por esa ventana
ancha y cansada. Cargada de esos recuerdos que se presume
no volverán.
La fiesta se hizo larga y complaciente. El zumo del
alcohol ablandó nuestra conciencia llena de los trajines in-
transigentes y monótonos del trabajo. La música, sin em-
bargo, acompañaba muy bien ese zumo que plasma las
ideas locas y perversas haciendo que el tiempo se detenga
en la nada.
Todos cantábamos muy alegres, acompañados por
mi guitarra que nunca faltaba en aquellas bonitas rondas de
verdaderos amigos.
Paolo era un cincuentón de ojos claros que siempre
llevó la verdad en sus labios de ilustrado ser humano. Era de
origen francés. Cargó con el recuerdo de su europea patria,
hasta nuestros rincones de efecto montarás y ancestrales
costumbres, algo que aquel añejo europeo agradaba, pues
como decía: —´´Esto no se ve en mi país´´.
De vez en cuando, entonaba una canción de su pue-
blo natal ''Orleans''. En otras, una mexicana, al estilo Nat
King Cole. No le costaba mucho imitar a aquel moreno, ex-
traño en su propia tierra. Sentados, en la ronda, disfrutába-
mos ajenos a las durezas de la vida, pues ésta, pasaba mu-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

cho más tiempo entre nosotros y en aquellos momentos no


valía la pena hablar de trabajo. Solo queríamos pasarla
bien. José, casi mi hermano, era dueño de la cómoda vivien-
da donde los fines de semana nos reuníamos en peñas artís-
ticas. Sentado en una esquina de la sala, José observaba
complacido del momento. Al cabo de unas horas olvidá-
bamos la guitarra y sin querer conversábamos sobre algún
tema que hacía al francés recordaba su infancia en su vieja
Orleans. Javier, por el contrario, nos hablaba de los nuevos
proyectos de la compañía y su expansión por América Lati-
na. Armado de un don de humanismo, se había ganado el
cariño de todo el personal, quienes lo admiraban por ser tan
generoso y de muy buena actitud de servicio. Moreno y
alto, usaba gafas graduadas, las que con frecuencia lim-
piaba. Javier, era un ingeniero industrial, egresado de una
universidad de Estados Unidos. Originario de Choluteca.
Tenía muchos años trabajando para una compañía extran-
jera, en donde había alcanzado la dirección de ésta en Amé-
rica Latina. Hoy, como en otras ocasiones, disfrutaba al má-
ximo nuestra compañía a quienes nos tenía gran confianza.
Cantaba las canciones en inglés. Nosotros las cantábamos
en español. Javier hablaba y pude percibir que empezaba
una canción de Mercedes Sosa, la cual empecé a seguir casi
a susurros, creo que era: Cambia, todo cambia.

21 de octubre de 1938

—Lo siento hijo, debo irme a pasar unos días en


Mar de Plata. No quiero que te quedes triste, ya eres un
hombre. Debes cuidarte y hacer que la vida te brinde los
gozos que te mereces. ¿Estarás bien hijo de mi alma? ¿Sí?
—Te juro que lo intentaré mamá,
Una lágrima baja por el rostro de Alejandro,
silenciosa como el susurro de una mariposa, Alfonsina con
el carácter fuerte de una madre acostumbrada a convivir
con el sufrimiento, la aparta con un sutil movimiento de su
mano amorosa. Presume que aquella lágrima, guarda el

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

amor y el sufrimiento que les ha acompañado durante años


de lucha contra el cáncer.
—Adiós hijo. Muy pronto sabrás de mí. Te escribiré
pronto
—Cuídate madre, recuerda que siempre estaré
contigo, aunque estés lejos.
Sumida en una incuestionable decisión, da la
espalda a Alejandro y a su amiga. Sube al tren que la espera.
En su mente ya no fluye el pensamiento de aquellos
años de talento donde pudiera enseñar cátedra a los niños de
Rosario. No fluyen sus canciones ni los recuerdos de su
infancia. Tampoco hay recuerdos de sus días de gloria o de
las reuniones con sus amigos. Amigos de quienes nunca se
apartó. Ahora, todo era dolor.
Era claro que había encontrado finalmente su desti-
no. Se animó a acrecentar aún más sus razones para partir.
Dejaba a Alejandro, el ser más amado sobre la tierra.
Flotando en el vacío de su conciencia, se dio cuenta
de que su tren llegaba finalmente a Mar del Plata. Sin con-
tratiempos se dirigió a buscar el hospedaje que sin vacila-
ciones le traía tantos momentos e ilusiones. Piensa en Lui-
sa, su amiga, que hace ya tantos años que no la ve. Es pro-
pietaria del hospedaje San Jacinto, el lugar donde piensa
guardar reposo. Al verla, Luisa se lanza sobre su pecho, con
lágrimas en sus ojos.
—Te he extrañado tanto. Recibí tu carta. Tu habita-
ción está lista
—Gracias Luisa, no sabes que grato me resulta
volver contigo aunque sea por unos días.
—No digas eso, podrás superar esta crisis.— Lo
dice mientras traga fuerte, para no ahogarse con el dolor
que no disimula.
Alfonsina baja la mirada. Muy raro ella. Se extraña
la altivez de su estilo. Luego sin más, detrás de Luisa, se
dirige a su habitación. En el recorrido no dice nada. Flota en
el vacío. Aquella noche, al igual que siempre, no puede
dormir y los dolores arrecian. Aun así, en medio de la an-

67
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

gustia escribe una carta que piensa enviar al diario La


Nación. En ella imprime con su puño y letra los versos que
logran escurrirse de lo innato, de lo incorpóreo, del dolor de
su cáncer, de su maldito cáncer. ¿Por qué tiene que hacerlo?
¿Por qué simplemente no sufre con paciencia y se deja
morir?
Al fin y al cabo, eso es el cáncer: muerte, sólo mue-
rte y nada más. ¿Por qué debo actuar meramente como sim-
ple cobarde?
—No sé— dice hacia sus adentros podridos. —Lo
hago por amor, por dignidad y lo hago con valentía y con ra-
zón.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
Una constelación, la que te guste,
Todas son buenas, bájala un poquito.
Si él llama nuevamente por teléfono
Le dices, que no insista, que he salido.

Firmó la nota y juntó a su cédula y agregó una más que


decía:''Señor juez y policía, no culpen a nadie por mi muerte''.

Sofocada por el cansancio de la noche, cerró el so-


bre que contenía la carta. La hizo reposar sobre un poyo de
la habitación y se aprestó a descansar. Al día siguiente, Al-
fonsina más relajada de su viaje, hizo que alguien enviara
la carta por correo al diario, quien fuera fiel testigo de su
trabajo literario. Ese día, por un extraño llamado de la natu-
raleza humana, con todo y sus sufrimientos, se aventuró a
recorrer las calles de la ciudad, que yacía aletargada, como
presintiendo, un halo oscuro del fatalismo. Sintió aquella
imprescindible nostalgia que hacía fuertemente a su alma,
lista ya, para el sacrificio.
Al filo de la una de la mañana, camina con su alma
en la mano. Ya no sentía miedo ni dolor. El mismo dolor
nauseabundo que amargó sus días de coraje. Sus últimos
días de madre, de ternura, de simplicidad. Pisaba las calles
que tantas veces, recorriera en sus años mozos. Parecía

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

como si a estas horas mirara con los ojos del ayer. Imperté-
rrita y de vez en cuando, una ráfaga de viento, de la fría ma-
drugada, revolvía sus recuerdos más lejanos, como que-
riendo encontrar algún punto en su pequeña alma para
echar marcha atrás y volar en aquel mundo insaciable de
poesía con amos nocturno, de juergas y peña. Ya no extra-
ñaba los niños. Aquellos que cuando se alejó para hacer su
vida más diáfana, formaban parte de parte de ella, pero
ahora no, ahora no los extrañaba. —¡Ah mi querido Alejan-
dro, tiempo, tiempo tendré de aquí en adelante para mí.
Caminó por el Boulevard Mitry. Llegó hasta la Pla-
ya de La Perla y como atada por embrujo, subió hasta El
Espigón y sin pensarlo dos veces, se lanzó al mar.
Alfonsina, esa mujer a quien más tarde, se le tildará
de cobarde, mostraba en estos momentos, un valor supre-
mo. Se libraba de su mortal cuerpo para pasar a la dimen-
sión de lo etéreo, de lo descarnado, de lo insuperable. Se
abría a una nueva vida, las puertas de su alma, dejándolas de
par en par y entregaba entre sonrisas y agradecimientos al
mundo terrenal, un cuerpo quebrantado, inerte, envejecido
y enjuto. A su llegada, justo como auguraba, cinco sirenitas
y caballos marinos, cabalgaban, a su lado, ya libre de sus
pesares.

Agosto de 2001

Paolo mira atentamente su reloj de diamantes cre-


tense y presume una jornada de peña y juerga. En el fondo
de la casa del amigo José Luis, se escucha ya bien entrada la
madrugada una música tersa. El cansancio se ha apoderado
de los cuerpos y como fantasmas nos vamos retirando uno a
uno hasta quedar solo el ingeniero Javier Chacón, Paolo y
yo. Los anfitriones con mucho pesar, entre abrazos y besos
nos despiden. Paolo debe partir a su antigua Orleans. Paolo
me abraza efusivamente. Nuestra amistad tendrá un distan-
ciado espacio en el que nunca nos volveremos a ver.
—Antes de irte amigo— le digo— quiero que re-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

cuerdes estos momentos. Estos momentos que tienen que


ser inolvidables. Ahí suena Alfonsina y el Mar, recuérdalo
siempre, amigo donde quiera que estés. —Así será Oscar,
siempre recordaré a todos mis amigos, de esta bella tierra.
La música seguía en su inescrutable marcha, sellando
recuerdos, recuerdos recuerdos, mientras Paolo partía para
siempre.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

PORTELA

P ortela. Damián Portela, ese es su nombre. Un


sujeto bien armado y que no en vano trae lo-
cas a las cipotas de este pueblo. A esta hora le
suena el cel y lo despierta de súbito. Con impaciencia coge
el teléfono.
—¡Hola!—
—Aló, Portela, ¿Cómo está?, ¿Qué hace?— una
vocecilla gutural fémina, lo sobresalta —Ya estoy acostado
chiquita ¿Qué pasó?
—¡Hay, nada usté!, solo, quería saber si estaba des-
pierto.
—¡Qué mierda! —Se dice— qué hora de venir a
preguntar por uno.
Es la Zarca, una chigüina que de plano lo pone loco.
Recostado, se queda unos segundos pensando en lo qué dirá
—Mirá zarquita, caramelito, miel de abeja recién
sacada, estoy bien.
—uhm, gracias, Portela, usté si sabe cómo cortejar.
—Y, vos ¿De dónde sacas tanta energía? Andás con
la potranca suelta.
—Hay usté, deje de hablar tanto. ¿Puedo verlo hoy?
—Hey güirra, vos me vas a meter en un pedo feo.
—Ya nos metimos en un pedo feo mi Portela.
—¿Qué mierda es esa? Yo no te he obligado a nada.
—Sí, sí mi Portelita, yo así lo quiero, y ahora quiero
estar con usté ¿Va a decir que no le gustan estos ojos, este
cuerpo? ¡Nadie lo tiene así, en este pueblo!
—Si mamacita pero es qué…
—¿Qué?, ¿Voy o no voy?

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

—Zarquita
—Um, ¡Cómo me gusta que me diga zarquita!
—Y tu papá ¿Dónde está?
—Ya está dormido mi Portelita
—Mirá, voy a quitar esas cajas que están de este
lado de tu casa.
—¡Hay sí! Así me gusta que se ponga las pilas.
—Poné en vibrador el cel y yo te timbro.
—Sí mi cosota bella—
Piensa Portela: —Esta sí que sabe como saltarse las
trancas. De dicha no queda enganchada en esos alambres. A
saber cómo hace para salir sin que la vea ese señor y es que
sí es un bombón de padre. Con esa locura que anda y la luz
de la luna, brillan sus piernas. La verdad es que estás
cipotas de hoy les vale chancleta faltar a la razón. Solo
espero no me traiga problemas este desmane.
—Mira guirra, no quiero problemas con tu viejo.
—No va a tener problemas con mi viejito, Portelita.
Él no se da cuenta. quedó bien dormidito.
—Vení aquí mamacita—
Se abrazaron acaloradamente. Al cabo de unas ho-
ras salió la Zarca hacia su casa a escasos metros de su cubil.
El día siguiente es sábado. Portela degusta con sus
amigos una tanda de cerveza y poco después hace lo que
todos ya conocen: gritar a todo pulmón lo que más le gusta:
—¡Soy Damián Portela y qué! Aquí en este pueblo, todos
son pendejos. Se los he dicho en la cara y se lo seguiré
diciendo, y no les tengo miedo, las mejores güirritas me he
volado. ¡Y no les tengo miedo!
A pocos metros de la cantina está don Chungo, pa-
dre de la Zarca, quien lo escucha con innegable suspicacia.
Medita sobre su propia hija, si no será blanco de aquel ener-
gúmeno embrutecido por el guaro. Por la esquina contigua
a la cantina, está Mauro, quien al igual que don Chungo,
oye las brutadas de aquel y se le acerca.
— ¡Compa Chungo! Ya se dio cuenta de las cuentas
de su hija con ese tonto de…

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

—¿Qué?!! ¿Cómo dijiste Mauro?— La cara fea que


pone el viejo cuando mauro le chismorrea sobre las andan-
zas de la Zarca con Damián Portela: —¿Qué putas decís?—
—Lo que digo es que tu hija está cogiendo con ese?.
Don chungo lo toma del pescuezo y comienza una
lucha que da con los dos en el suelo. Un par de puñetazos
por aquí, otro por allá y asunto arreglado. Tres días después,
en la calle del suceso del día sábado.
—Hey Portelita, tené cuidado que Chungo se dio
cuenta que vos te estás echando a la hija
—No me extraña puto lengón. Casi puedo asegurar
que vos le fuiste con el chisme.
Mauro algo esquivo, le asegura que no fue él, pero
cree saber quién fue.
—Mirá Mauro, mejor no digás nada. Dejémoslo así.
No me interesa saber que vas a meter a otro en este asunto—
Se aleja sin decir más.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

MIRANDA

E s verano y en las noches, el viento juguetea


con ramas y hojas de los árboles en los
jardines públicos. Es sábado, y en el am-
biente se puede oler ya los extremos: juergas, pasiones,
desenfrenos y tantas otras virtudes humanas desatadas. Del
interior de una casa se percibe el olor a Ilutions, feromona
que ha quedado diseminada en el espacio. Vaga coqueta y
perfecta por la ciudad frenética y lujuriosa. Miranda yace
lista solo en interiores. Se presume lujuriosa, pervertida,
carnal. Con su corazón agitado, intenta descansar en la idea
pasionaria de su marido, quien recién entró en la ducha.
Este sabe que su mujer espera, desde hace algunos días, se
encuentra en la cúspide del deseo. La carga de feromonas
ha alcanzado las nubes de marfil en lo profundo de su ego.
Una música diáfana envuelve con perfecta sincronía la
habitación conyugal. Mujer joven, despunta los treinta.
Nunca ha intimidado las labores de su marido. Sabe lo que
tiene. Maliciosa espera. Está impaciencia. Deja escapar
resuellos incontrolables. De la oscuridad de la ciudad, unas
manos furtivas invaden su espacio. Manos prohibidas, ma-
nos que no son las de su marido, quien al son de la música,
continua en su ducha, ajeno a la invasión de su propiedad,
esa que ha esperado con ansia durante algunas semanas.
Miranda se sorprende y opone resistencia. Pero aquellas
manos son diferentes. En un momento, la mano izquierda
penetra por debajo del brasier y en su labor furtiva acaricia
lo que no le pertenece. La derecha sin contratiempos de-
semboca en el monte de venus. En un instante, un miembro
descomunal y perverso acaricia sus delgadas, firmes y vir-

74
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ginales nalgas. No sabe qué consecuencias le traerá aquella


falta y a esta hora ya no le interesa. Presiente que esta aven-
tura será algo inevitable, algo de lo que no se arrepentirá
nunca en su vida.
El desamparo llega puntual. Ella sin poner ninguna
resistencia cae rendida ante la voraz acometida sobre el le-
cho del marido que no se da cuenta lo que ocurre y feliz-
mente canta el son que llega hasta su ducha. Un son vivo y
claro como la mañana de aquel verano. Sin defensas a las
que recurrir, su cuarto trasero derecho se encuentra suspen-
dido en el aire y sin más, un miembro penetra sin permiso
su vida. Miranda lo recibe sin preámbulos. Lo descubre po-
deroso y robusto. Su cuello torcido hacia atrás con su boca
ahora secuestrada por unos labios que aparecen de la nada
como seres de otro mundo. Sus manos hacen de su pecho un
rincón de infiernos de Alighieri. La pasión, como una cóm-
plice entra en su vientre y sin razón de ser, invade igual que
el pecado su aposento. Aquella sensación de poder mórbi-
do, desamparo y decisión dan en ella, en menos de cinco
minutos, un orgasmo no percibido en años. Una tibia y des-
comunal lluvia de margaritas riega el jardín descuidado y
aquel orgasmo acompaña aquella brutal acometida y sin
comprender cómo, las manos del poderoso y los labios de
marfil desaparecen de la alcoba nupcial.
Miranda queda echada sobre sus aposentos y en su
rostro se presume la satisfacción de haber cumplido, esta
vez con su propio ego. Por la puerta distendida y cómplice
de la ducha aparece el marido, locuaz e ingenuo. Su cora-
zón contento y sin dudas se apresura a la cita esperada y la
encuentra con un rostro sumido en la satisfacción.

—¡Que te ocurre mi amor!—

Feliz, lo ve y sin vacilaciones voltea sobre su dorso,


Su desnudo y profanado cuerpo. Comienza de nuevo su
afán amoroso de golondrina que acaba de dejar el vuelo.
Por la ventana, el aire se discurre con su jugueteo, a veces

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

baila con los arbustos, a veces coquetea con las hojas secas
de los jardines de la ciudad que a estas horas continua su-
mergida en la juega y el casino. El aire continúa elevándose
por las casas y edificios públicos. La noche se presume res-
ponsable de todas sus imaginaciones.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

QUERIDA AMAYA

N o es posible apreciar la vida pretendiendo


abarcar todas las generalidades del mundo
real, desde un punto de vista del entendi-
miento en el que sólo se tiene nueve años. Claro, este mun-
do con sus extrañezas materiales y subjetivas, nos forma de
modo inevitable desde que nacemos hasta que morimos y
con ello, lo que nos gusta, lo que repudiamos, lo que nos
asombra y nos convierte en verdaderos seres humanos o en
seres ajenos al reino que nos acoge como especie. Por su-
puesto, las respuestas a tantas preguntas, dudas e inquie-
tudes, solo las obtenemos con el paso de la madurez y de
los años. Así, y sin pensarlo en algún punto específico de la
vida nos encontramos repasando, ¿Qué nos ha gustado y
qué no? Encontramos pues, el equilibrio y damos rienda
suelta a nuestra conciencia, sacando de nuestro baúl preté-
rito, lo que realmente nos gusta recordar. Podría decir que
una de las facetas más anheladas de mi vida se ubica en uno
de los momentos más trágicos de mi país. Era septiembre de
1974, el Fifí hacía estragos en nuestro territorio, provocaba
daños terribles a la economía como un substancial número
de víctimas. Santa Bárbara era por aquellos días un lugar
apacible, semicolonial, con atenuados rasgos feudales. De
casas antiguas, con techos de teja, calles empedradas y
alargadas en las que los pocos vehículos que cruzaban por
ellas, rebotaban como resistiéndose a pisarlas. Su gente
cargaba en sus hombros un pacto con la honra y el orden
público, un ambiente de total seguridad. Su rutina, siempre
la misma. La algarabía de apostarse en el mercado viejo,
mismo que en el siglo anterior fuera un cuartel militar. Una

77
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

extensión del fuerte Santa Bárbara y que en estos días


servía para almacenar materiales de la municipalidad. Un
apartado lo ocupaba la vieja Martha y sus cuatro hermosas
hijas que administraban como todo buen santabarbarense
un comedor al que asistíamos mi hermano y yo. Durante el
día, el ambiente incansable de los negocios, siempre estuvo
acompañado de dos pequeñas radioemisoras: La voz del
Junco, haciendo honor a ese precioso material que cons-
truía el futuro de Santa Bárbara. La tropicalísima Ondas del
Ulúa como fiel presente, de uno de los ríos más importantes
de nuestro país. Cruzar por las orillas de la ciudad, era todo
un reto. En las calles se encontraba todo tipo de bultos,
chunches, achines y gente que gritaba o publicitaba sus pro-
ductos. Era común ver en los buses y carros particulares,
grandes cargamentos de sacos de café, sombreros y canas-
tos te todo tipo, fabricados artesanalmente. Esa, a groso
modo, era la rutina diaria de aquella antañona ciudad donde
las gentes eran gentes. Eran personas, pero sobre todo, eran
seres humanos. Me hice ciudadano santabarbarense por un
incuestionable viraje de la vida. Una vez más abandonaba
la escuela al igual que mi hermano para insertarme en el
trabajo y contribuir con el sostén de la numerosa familia,
que en su mayoría, estaban de pan en mano. Durante el día,
el trabajo con mi padre era toda una aventura. Un hombre
de mal genio que no nos comprendía, pero que veía en no-
sotros dos cosas: un beneficio para su bolcillo y una obli-
gada necesidad de enseñarnos el arte de la albañilería.
El trabajo de un niño es poco, decía, y el que lo des-
perdicia es un loco. Quizás mi vida no era tan dura después
de todo. Teníamos un trabajo con el que ganábamos tres
lempiras al día. Uno para nosotros, otro para enviarlo a mi
madre y el otro para ahorro. Eso era lo que decía mi viejo.
Que Dios lo tenga en gloria. Aunque eso no era tan cierto,
pues, solo nos entregaba seis lempiras el sábado al
mediodía, el del ahorro y el de mi madre nunca se veían por
ningún lado. A parte de aquel jugoso salario, teníamos la
alimentación, a la cual nunca faltó el respectivo pago. Así

78
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

pasamos el año 74, viviendo precisamente lo que éramos:


niños. Nada más, que con responsabilidades de adulto. En
las tardes, después del trabajo, me gustaba mucho de cami-
nar por las empedradas calles de la ciudad, observando todo
cuanto podía. El viejo parque estaba siempre ahí como un
testimonio. Marcaba los segundos, los minutos, las horas,
los años, por no decir los siglos. Acurrucado, fiel testigo de
la existencia de cada ciudadano donde, pasaba lista a los vi-
vos y a los muertos. Yo por supuesto era uno de los vivos
que sin vacilar me iba a sentar en el quiosco. Ahí, muchas
otras personas disfrutaban de las tardes de tranquilidad y
miraban con aprecio la caída de la noche. Después de un
rato se encendían las luces que le daban al parque cierto don
nostálgico y pardo. Ahí estaba yo, esperando que se dieran
las 7:00 pm, para irme a dormir. Los domingos mi padre, un
poco confuso, con su religiosidad, nos llevaba a la misa de
la mañana. Nunca estuve totalmente seguro si intentaba
impregnar en nosotros algún rasgo espiritual. Observé a lo
largo de sus setenta y cinco años, varios cambios en su in-
terés de fe. Una tarde de noviembre de aquel año, caminaba
mi rutina, procurando descubrir algo nuevo, me aposté en
una banca de la esquina norte de mi amigo, el parque. Fijé
mi mirada en la cantina que ya en otras ocasiones había
notado con muy poco interés. Observaba a los bolos que
deambulaban en el lugar como suele ocurrir en todas partes
de este universo de borrachos. Nunca me había animado a
acercarme al antro que me parecía repudiable. Decidí a
cruzar la calle, acercarme y ver más en su interior. Me ha-
bían dicho que allí había una cantinera de quince años.
Además, era muy bonita, decían los bolos de oficio que mi
padre contrataba para las labores de construcción. Me detu-
ve un momento, pero no vi a la tal chica, así que decidí vol-
ver a la banca del parque. Al intentar retirarme vi en un rin-
cón de aquel antro una roncolla; un aparato de música que
sonaba día y noche. De la cual salían alegres tonadas. Vi va-
rios bolos con manos torpes intentando marcar una canción
y fue entonces cuando sonó. Me detuve intempestivamente

79
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

de tal manera que al voltear a ver al bolo que la había marca-


do tropecé con otro bolo que intentaba salir del salón. Me
hice a un lado de inmediato, no sin que aquel bolo energú-
meno me insultara. No me importó los improperios y seguí
escuchando la bella introducción de aquella partitura y lue-
go, luego la voz incomparable de aquella mujer a quien des-
conocía. Quedé tan impactado con la experiencia, tanto, co-
mo lo estoy ahora. Pregunté, como es natural, cómo se lla-
maba la canción que sonaba en la rokola. Entonces fue
cuando apareció en la puerta la niña de quince años de la
que hablaba la gente y me explicó: —Tómame o déjame de
Mocedades. Mi asombro fue total al ver la niña, respon-
diendo la pregunta que le hiciera yo a un bolo, —gracias —
respondí con admiración
—Es nueva, la trajeron ayer—agregó— dicen que
ya días está sonando, pero como siempre aquí todo llega
tarde.— Apuntó con resignación, encogiendo sus hombros.
—¿Verdad que es bonita?— Me preguntó con una
mirada coqueta, al tiempo apretaba con locura mis cachetes
flacos y rosados del frío.
—Sí— Respondí mientras escuchaba la voz de
aquella enigmática mujer. La niña me tomó de la mano y me
llevó a la rokola. Me mostro el directorio. Vimos entonces
el nombre del vinilo que decía Tómame o Déjame, seguido
de: Mocedades. Entretanto giraba aquél disco, pude ver el
nombre de quien cantaba: Amaya Uranga.
Como aquella, otras tantas y bonitas experiencias
vividas en aquel lugar y su antañón parque, me recosté a la
vida procurando en la medida de lo posible ser libre a mi
pesar. La bonita de la cantina, uno de tantos atardeceres,
desapareció y nunca volvió. Algún trotamundos comentó
una tarde que la había visto en Puerto. Otro que un
cafetalero la había llevado a vivir con él a Marcala. No sé.
Después de todo lo que más me importa es aquel bello
recuerdo. Su nombre no lo supe nunca. Con ella perdí la
noción del tiempo. Me sumergí como todo buen amante, en
la embriaguez de sus mieles de niña. Me aceptó como era y

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

no me importaba lo que ella hacía para vivir. Por eso siem-


pre recuerdo el nombre de Amaya Uranga con tanta nostal-
gia.

81
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

SOMBRERO DE JUNCO

E ra ya el tercer año conviviendo con los coa-


yacanes de San Francesco. Pintoresco pue-
blo de sombrero y junco. Delicado escaño de
costumbres ancestrales. Mascando tabaco en las noches de
luna llena, donde tomaban café de palo a la una de la tarde
sin falta. La mayoría de los días, aquellas gentes cubiertas
de sadomasoquismo, se dedicaban a sembrar maíz y frijo-
les, para que no se les murieran de hambre las gallinas y los
chanchos. Mi vida costera casi se perdía en aquellos añejos
días de café y sombreros. Había venido en busca de trabajo
a un lugar, donde la gente no quiere hablar de él. Casi me
hacía de la corona de rey feo tratando de adaptarme a aquel
ambiente de personas ajenas al orden público. Durante la
semana, los borrachos deambulaban dos cantina que aten-
dían todas las tardes sin descanso para amancillar aquella
bola de energúmenos, indigentes mentales, que armaban
las balaceras de orden. Nadie decía nada ante los agravios
de aquellos que también formaban parte de aquel pueblo
que ya les cuento. Los fines de semana, la chupa comen-
zaba a las siete ante meridiano y acababa el domingo a las
cinco en punto. Considerando que después de esa hora se
ajustaba la ley seca y todo mundo se abstenía. Don Serva,
como todos le decíamos de cariño, pasaba los setenta y casi
perdía la vista. Echó reata toda su vida y a estas alturas ya
estaba cansado de tantos ires y venires. Tenía nueve hijos
que pasaban los años de la juventud. Después de dejar la
escuela, se dedicaron a sus asuntos personales, buscando la
manera de independizarse. Muchos lo lograron. Otros se
quedaron en casa. Las muchachas en especial Chela de
treinta años, había salido preñada de un fulano del que no se
conoce el paradero ni su nombre. La Maira de veintiocho,

82
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

se había dedicado a pasar el tiempo divirtiéndose con los


varones del barrio El Berrinche de Coayaquín de San
Francesco. Formaba parte de las borracheras de cada fin de
año. Borracheras que duraban hasta que se acababa el pisto
de los bolos o se cansaban de invitar a aquellas insaciables
gargantas del oficio del ron y la cerveza.
En las juergas, la Maira pasaba de bolo en bolo y
ella los aceptaba sin preámbulos. Como no tenía marido,
poco le importaba mancillarse con uno y con otro. Nunca
había salido de Coayaquín, por tanto no era cosa de
importancia. A pesar de saberlo los viejitos y el pueblo
entero, se hacían los locos con semejante putería de aquella
niña, que se bajaba los calzones en cualquier parte y a todas
horas. Sumergida en aquellas juergas ni cuenta se daban
con quién se acostaba hasta que al día siguiente aparecía
haciéndose lavados vaginales con romero, esencia corona-
da, y alcanfor y tomaba linaza para la endiablada cruda que
duraba toda una semana.
—Es que vos no tenés sosiego— le decía la nana
cundo la miraba en aquellas tareas. Pero a ella las puteadas
y los consejos le venían en sobra. En las fiestas del patrón,
el alcalde, quien llevaba cuatro períodos, no por ser el me-
jor, sino por tener el pueblo más apabullado. Pagaba las
borracheras, los cohetes y las balaceras no se diferenciaban
mucho una de la otra pues una y otra volaban por encima de
los tejados. Coayaquín de San Francesco, vivía el letargo
más extraño conocido en el orden público. Un día pregunté
una viejecita, que si aquel hoyo que aparecía ya a más de
cuatro meses en el medio de la calle, había provocado que
varios bolos cayeran dentro. Muy despectiva y molesta
contesto que si ese hoyo estaba ahí era cosa del alcalde. Él
sabe porque lo tiene allí. Nadie debe meterse en esos
asuntos. Dándose la vuelta, me dejó más sorprendido que
nunca. A veces pienso que este pueblo seguirá así por el
resto de la eternidad. Volviendo con lo de las hijas de don
Serva, la de los treinta años, Chela, la parición de aquel
extraño bastardo, le había clavado un puritanismo espan-

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

toso ante los ojos del pueblo. A sus treinta, soltaba un hedor
poco común pues casi no se bañaba. Se la veía el día entero
entre la casa y la cocina que eran estancias distintas separa-
das por una media cuenca donde corría el agua en los tem-
porales de septiembre. Lavaba, planchaba y echaba grandes
cerros de tortillas para los clientes que frecuentaban la hu-
milde casa de Serva. Algunas veces se la veía con un rejo de
ternero, un costal de nilón y un machete. En estos tiernos
momentos de trabajo, se dirigía a los cerros aledaños al pue-
blo, en buscar chiriviscos secos para el fuego. Nadie supo-
nía a qué, o a dónde, realmente se dirigía aquella decrépita
sabandija. Hacía ya un sinfín de años que tenía amoríos con
Chepín Higuera, un vago del pueblo, que circundaba por las
orillas de Coayaquín de San Francesco. Llegaba hasta un
nidito donde en aquellos ratos de zozobra emocional, su-
cumbían sin tapujos a los desmanes del amor. La Chela era
de todo, pero no pendeja y no digamos el Chepín. No más se
veían en su nidito y soltaban las amarras. La Chela, se le
quedaba viendo con aquella cara de sonsa al verlo como en
un abrir y cerrar de ojos le despojaba de los trapitos. Sin
ningún resentimiento, ella le decía dos elucubraciones
amorosas: —Ay usté que rapidito me lo quitó—, —deje de
hablar— le respondía Chepín mientras ella se colgaba de
dos ramas que perfectas encajaban a la altura requerida para
una tarde de amor a secas. Luego, ella encontraba el punto,
donde clavar su amor incondicional. Aquella polla si salía
follona calenturienta y desquebrajada. Amalgamaba bien el
tasajo del Chepín, haciéndolo suyo hasta el más allá. Al
cabo de un rato moviendo el árbol de donde cogían con
tanto pudor aquellos dos gañanes desbocados, salían en
desbandada corriendo hacia una quebrada aledaña al nido y
se zambullían en las cristalinas aguas. Luego se sentaba la
tierna follona en la piedra del lavadero del pueblo y ahí
sucumbían una vez más hasta quedar satisfechos de gustos.
Así era aquel pueblo tan extraño como los perso-
najes atirantados a su suerte, viviendo del café, el maíz, el
frijol y la folladera.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

TRIGAL

U nos ojos extrañamente inquietos, simula-


ban el sigilo de un gato en medio de la
oscuridad. Las personas del otro lado cami-
naban de aquí para allá. Urdían una extraña danza de seres
humanos. Unas piernas esbeltas lucían zapatos con puntas,
sin duda, era lo que más producía miedo en aquellos ojos,
que atentos observaban. Unas mallas negras, sinuosas y
coquetas pasaron junto al escondite de aquellos. Por unos
instantes, parecieron detenerse en su marcha al ver hacia
arriba. Con mucho cuidado, dos amantes extrañamente ata-
viados se besaban. Una de las piernas se movió formando
una cruz con la otra. Al fondo una danza de muerte hacía
que la gente se moviera cadenciosamente hasta el cansan-
cio. Otros se desplazaban por detrás de las sombras que
producían las enredaderas de un jardín interminable. Del
fondo de aquella extraña escena, flotaba en el viento un olor
cálido, sazonado y apetecible que salía de un recinto en el
que se desplazaban de un lado a otro un grupo de humanos,
con extraños uniformes blancos. Aquel atractivo olor pene-
traba en lo excelso de unas entrañas que temblaban de nece-
sidad y que hacía ya mucho tiempo no probaba alimento.
Los ojos laxos e impávidos comenzaron a emerger
de las tinieblas e intentaron llegar al otro extremo del recin-
to de donde salía aquel apetecible olor. Ya no importaban
las puntas que bailaban la danza de la muerte ni los besos
apasionados ni el perro de la mansión ni los guardias de
seguridad. Solo importaba el alimento que nutriría el felino
y sigiloso cuerpo. Se pararon frente a una alacena central en
medio de la cocina y sin esfuerzo saltaron sobre el horrible
85
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

banquete que sin remedio, se extendía de un extremo a otro


de aquella estancia. Sin dejar de observar a los humanos, se
alimentaron maravillosamente hasta hartarse. Al cabo de
un rato, desprevenidos dejaron la guardia de la fiesta y
fueron tomados por sorpresa por unas delicadas manos que
al principio, no causaron ningún temor. Sus patas quedaron
en el aire, extasiados de placer y de ternura. Las manos
blancas y cálidas que acariciaron tiernamente el felino
pelaje los devolvieron a su sitio. Dos suaves deslices por su
larga cola y unos tiernos jalones en los bigotes concluyeron
aquellas afectivas caricias. Las mayas negras se alejaron.
Sintió un escalofrió recorrer el lomo y la cola.
Indiferentes, empezaron a desplazarse por en medio
de la extraña casa. En el ambiente empezó a subir el volu-
men de la danza. ¿Será lo que toman, lo que acalora los
cuerpos de los humanos? ¿Sera eso lo que los hace perder el
sentido de la realidad para que después, empiecen a tam-
balearse y a hablar fuerte como si no escucharan? Los ojos
inquietos volvieron al rincón de donde pierde sentido todo.
Regresaron a su extraño quehacer de ronquidos y gurmeos
y la fiesta extraña de los humanos, desapareció en un cerrar
de ojos.

86
Segundo Libro
Ausencias
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

LA TRAGEDIA MÁS QUERIDA

A hora querida, te siento tan cerca que puedo


oler tus muertos.

Sus olores colman las calles y los espacios por don-


de vagan los incrédulos, sordos y mudos. Los abogados y
los jueces. Huelo la carne podrida de tus muertos arran-
cados de tus mamas. Te siento herida como un ave, flechada
por el famélico cazador. Sangras. Sangras, purpúrea y lasti-
mada. Y yo, asumo mi plañir como buen amante, para luego
sumarme a tu masa. Querida mía, madre de los frugales,
qué dolor tan obsceno el que cae de la lumbre éste día.

89
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

MARTIRIOS

A cércate un poco. Déjame sentir el efluvio


enmohecido de tu vientre. Ese que inhibe
mis pasiones más descarnadas. Permíteme
idolatrar tu egolatría de mujer frenética e indomable, encen-
der la vela del candor y buscar refugio en tu sueño. Tómame
entonces como a un gitano perdido en la hiperbórea, cansa-
do de tanto frío en el pensamiento.

90
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

VIAJE SIN RETORNO

T al vez te recuerde sentada en tu pequeña silla


de álamo. Es cuestión de tiempo para que los
sentimientos afloren excesivos y laxos. No
debí extenuar la rutina y ahora sin embargo, extraño tu acos-
tumbrada fuerza de ave fugas, en las noches de diciembre.
Siempre sentada ahí en tu pequeña silla de álamo, viendo
mis ojos de asombro, día tras día y otra vez ahí.
El tiempo en silencio se ha comido los años que
trazaron tu distancia. Es un viaje largo y sin retorno en este
mundo de fronteras. Yo sin tus ojos, aún.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ROSTRO LÍQUIDO

A hora la lluvia, nos serena la nostalgia. Se ha


quedado quieta, colgada en las paredes de
nuestra habitación como un retrato que in-
tenta contarnos, los buenos ratos. Se ha clavado en la puerta
del baño, colgada en las cortinas de la casa, recordando el
fantasma de tu ausencia. En las tardes decide volver a las
callejuelas de este pueblo que extraña tu perfume carthier.
Cabalga intemporal y distraída rascando sus cabellos de
agua. Se sienta en la rutina de nuestra plaza con los mismos
transeúntes movidos por aquel viento de nuestros días. Si-
mula jugar con niños de barro, que deshace mientras baila
con ellos. Cansada y triste vuelve a nuestra casa intentando
recobrarte. Creo que te extraña mucho más que yo.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

OLVIDO

M írame. Los años me han estrujado los


huesos. Los mismos con que solía cargar
con tu sonrisa de abril. Mi cuerpo, tomó
el rumbo de un tren que no volvió jamás. Mis ojos han
perdido algo de tu lucidez, ya no son los mismos. Mi
pensamiento hace tiempo que no cuenta los días de
ausencia. El único que siguió empecinado en sus
quehaceres es el corazón que testarudo, se empeña en vivir
como un ruiseñor.

93
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ESTERTORES

T e soñé. Charlabas con el recuerdo de mis


locuras. Era una de esas mañanas de
domingo, en el corredor de tu casa, cuando
los años te formaron la condición más perfecta de la
senectud. Así nos ha dejado el tiempo, un pedazo de tierra
cansada y sin frutos que recoger.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

A TRAVÉS DE LAS DUDAS

S í, era virgen, lo sé. Era virgen por que en lo


frenético, quise entrar profundo en su cuerpo
de amapola dormida, y palpé su sexo,
húmedo y tibio como el rocío de la madrugada, sentí su
himen sempiterno y callado. Miré sus ojos casi tristes, vi
que los cerró para no delatar su infamia, entonces tragó
fuerte su espuma y dejó escapar un suspiro infernal. Casi ya
en la madrugada acaricié sus nalgas de oro incandescente y
así como entré en aquel templo delicado, me alejé despacio
y triste.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

UNA CARTA INSOSPECHADA

N o tenía a quien escribirle. Por esos días, la


costra de los años ya era perpetua. Así que
rascándole un poco a los resquicios de la
memoria, uno que otro recuerdo, me di cuenta que hacía ya
veintitrés años de mi partida; que lo único que quedaba en
mis neuronas, era un extraño eco de tu voz. De aquella voz
tan ardiente y decidida, que cuando decía te quiero; era eso;
te quiero y nada más.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

LA ESPERA

U na mañana cualquiera, el día te envuelve en


su monótono ruido de zanates desbocados,
pierdes entonces la palidez que deja la
noche cansina. En otras, cruzas la calle tan decidida y
perpetua, incluso aún más, que cuando estás despierta.
Esquiva y pertinaz te alejas cuando intento describirte
debajo de la tenue lluvia de octubre. Es eso, una imagen
inexacta de este cansado espíritu de años de espera.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ESTIMA

N uestra casa, sufre el letargo perfecto. Desde


hace años perdió el color de sus trinos y no
ha vuelto a sonreír, como si le hubieran
contado una historia con un final triste. Sus ojos, ayer
risueños y golosos, lucen desencajados, y han perdido la luz
y la música de nuestros días. Últimamente, se asoma por la
puerta de sus recuerdos intentando recobrar los pájaros
perdidos. Cuando abro sus puertas y ventanas se reclina
complacida como si fuera amada.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

TACITURNA

T aciturna, luna dormida, imagen perturbada


de abriles escondidos, como si de vos se tra-
tase, simplemente en las noches te apareces
mutilada y cansada de estar ahí. Desapareces lentamente
igual que el tiempo, inocuo e insólito y maduro. Necesito
perdonar tu angustia, necesito darte libertad y abrigo y que
al fin me digas adiós para siempre.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

LLANTO

S u llanto, cruzó las barreras del día y la noche.


Era tan fugaz en una noche tenue y discreta.
La luz avivó sus juegos de niña, y caminaba
mimosa y cachorra hasta que se acercaba, la pertinaz voz.
Se lo escuchaba en las mañanas en el té de la tarde y al
entrar la oscura noche. Se extendía por las calles y los vien-
tos y se acercaba a lo más sublime del amor de una madre.
Su llanto, era insistente, incluso, si se tomaba el chocolate a
las tres de la mañana.

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Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

HAY DÍAS

H ay días, que simplemente, no se me ocurre


nada. Veo a mi hija; un duende insospecha-
do, con juegos milenarios; construyendo
mundos nuevos, que luego se hacen viejos, e inventa otros
en su lugar con un poco más de pensamiento. Yo realmente
a esta hora no se qué hacer. Creo firmemente y ciegamente;
que me gana. Es claro han pasado ya casi cinco minutos y se
ha inventado el universo. Yo apenas he escrito cinco líneas.
Esta criatura tiene las agallas de un tiburón blanco; las alas
de un halcón y el corazón de la cenicienta.

101
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

''…Por el derecho a la existencia de los


pueblos indígenas
y la soberanía étnica de América…''

QUINIENTOS AÑOS

N osotros, no elegimos ser esclavos.


Tampoco forzamos a la historia a actuar en
nuestra contra. Hubiéramos preferido crear
nuestra condición de humanos y quedarnos, con nuestros
dioses, nuestros pueblos, nuestras costumbres. Nosotros
simplemente no pedimos cosas nuevas. Nadie, nos
preguntó si queríamos cosas nuevas. A nosotros, tampoco,
nadie, nos pidió permiso para entrar en nuestros pueblos y
matar a nuestros hijos y llevarse a nuestras hijas. Nos
llevaron el oro, se llevaron nuestros cerros, nos llevaron
todo. Nos llevaron el alma. Hubiéramos preferido pedir
ideas nuevas, a baratijas y cuentas de vidrio. Con las ideas
hubiéramos construido un templo al sol donde reposara el
don más preciado de nuestro andar; nuestra dignidad. Hoy
nosotros no pedimos cosas nuevas. Con ellas en nuestras
manos ya no escuchamos a nuestros hermanos, a nuestros
hijos, a nuestros padres. Pedimos igual que ayer. Pedimos
ser nosotros.

102
Karma Fhiodor Oscar Deigonet López

ESTE CIELO BLANCO

M e dio las manos, me dio las alas y enton-


ces me dio el mundo y con él; me dio los
ríos, sus mares y lagos, sus verdes valles
y sus agrestes montañas, el canto y el llanto de sus aves. Me
dio el alma de los pastizales y sus pueblos y con ellos me
dio; su gente y sus sueños, sus proyectos y demás pensa-
mientos y junto a la gente la mujer amada y de ella obtuve el
fruto de su carne. Lo tuve todo y fui feliz. Vino entonces el
polen perverso y poseyó mi amada fecundó a mis hijas y
torturó a mis hijos. Se robo mis montañas y cerros. Ultrajo
mis valles y corrompió a mi gente. Nada de lo que este cielo
blanco me dio, me pertenece.

103
INDICE

Malapa ...................................................................9
Gualcinse o el Camino hacia el Vuelo.................................20
El Cuervo...............................................................21
El Estatuto Del Ángel............................................................23
Imaginación...............................................................25
El extraño Caso de Aldo........................................................31
El Karma Fhiodor..................................................................33
Las Cosas Ya No Son Como Antes.......................................38
Jinetes....................................................................................43
El Alto...........................................................................47
Caricias de Monte.........................................................51
Don Julio...............................................................................53
La Procuradora......................................................................59
Paolo......................................................................................65
Portela..........................................................................71
Miranda........................................................................74
Querida Amaya............................................................77
Sombrero de Junco.......................................................82
Trigal............................................................85

Segundo Libro
Ausencias

La Tragedia más Querida.................................................89


Martirios ...........................................................90
Viaje Sin Retorno..................................................................91
Rostro Líquido......................................................................92
Olvido...........................................................................93
Estertores......................................................................94
A Través de las Dudas....................................................95

105
Una Carta Insospechada...................................................96
La Espera...............................................................................97
Estima .................................................................98
Taciturna ..............................................................99
Llanto ............................................................100
Hay Días....................................................................101
Quinientos Años.........................................................102
Este Cielo Blanco........................................................103

106

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