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Cuando el libro está en mis manos, desgraciadamente le pasan cosas malas casi siempre,
porque estoy en una época de mi vida en que cada vez tengo menos tiempo. Por razones que
no son literarias, que tienen que ver con todo el destino de América Latina, con todas las
cosas que yo trato de hacer o que me piden que trate de hacer, y que supone con frecuencia
muchas horas de reuniones, de escritura, de lectura de documentos, y además largos viajes
en el curso de los cuales no me puedo concentrar en la lectura. En la medida de lo posible,
esos libros que quiero realmente leer, los dejo ahora en una especie de rincón privilegiado
donde ¡os veo con los ojos del deseo, y en cuanto sé que tengo un hueco, tres o cuatro horas
que pueden ser bastante mías, entonces los leo, si puedo los leo en mi casa. Desde muy joven
adquirí una especie de deformación profesional, es decir, que yo pertenezco a esa especie
siniestra que lee los libros con un lápiz al alcance de la mano, subrayando y marcando, no
con intención crítica. En realidad, alguien dijo, no sé quién, que cuando uno subraya un libro
se subraya a sí mismo, y es cierto. Yo subrayo con frecuencia frases que me interesan en un
piano personal, pero creo también que subrayo aquellas que significan para mí un
descubrimiento, una sorpresa, o a veces incluso una revelación y a veces también una
discordancia.
Leo más poesía que prosa, más ensayos que ficción, más antropología que literatura pura;
sucede que a veces llevo adelante paralelamente dos cosas muy diferentes. Tengo la
impresión de que los libros se estimulan, que hay una interacción y que con bastante
frecuencia esos dos libros que leo, si no simultáneamente, consecutivamente, son dos libros
que son amigos, que han nacido para sentirse bien el uno con respecto al otro, aunque haya
una diferencia total. Yo termino siempre un libro, aunque me parezca malo. Hubo una época
en que esto fue una obsesión y hoy lo lamento, porque he leído muchos novelones y muchos
libros de poemas insoportables, confiando siempre que en las últimas diez páginas
encontraría el gran momento, algo que rescataría la totalidad de la obra.
Yo creo que no se puede leer escuchando música, porque eso supone un doble desprecio o
un desprecio unilateral: o se desprecia la música o se desprecia lo que se está leyendo. La
música es un arte tan absoluto, tan total como la literatura, y el músico exige que se le escuche
a full time lo mismo que cualquiera de nosotros cuando escribimos. Personalmente me
apenaría, me decepcionaría, enterarme de que alguien, a quien estimo intelectualmente, ha
leído un libro de cuentos míos al mismo tiempo que estaba escuchando una fuga de Bach o
una ópera de Bertolt Brecht. En cambio, puedo, sí, leer mientras espero en un aeropuerto o
a alguien en un café, porque ésos son los vacíos, ¡os tiempos-huecos que uno no ha buscado
por sí mismo, sino que los horarios de la vida, digamos, te condenen de golpe a media hora
de espera; y entonces tener un libro en el bolsillo y concentrarse en él en ese momento, por
un lado, anula el tiempo del reloj y por otro fado te crea una sensación de plenitud. Y no esa
especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido
de que. si me paso más de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de
que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la
vida. Y es algo que siento cada vez más mientras mi vida se acorta y va llegando a su término
ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi.
Entre los dieciocho y los veintiocho años me convertí en un verdadero erudito en materia
de novela policial. Incluso, con un amigo, hicimos la primera bibliografía crítica del género
de la novela policial, que dimos a una revista cuyo primer número no alcanzó a salir; lo cual
es una lástima, porque era bastante interesante. Sobre todo, porque le habíamos hecho un
prólogo firmado por un falso erudito inglés (nosotros dos, naturalmente) y que hubiera
impresionado profundamente a muchos intelectuales argentinos. Llegó un día en que la
novela policial completó en mí su ciclo y la abandoné después de haber leído, creo, todas las
obras maestras det género en aquella época. Hay ciertos campos de la literatura, como eso
que llaman la ciencia ficción, que ignoro profundamente. He leído tres o cuatro de los libros
más famosos porque me parecía necesario, e incluso encontré buenas cosas en ellos. Pero
como no es un género que me parece fundamentalmente importante en la literatura, también
lo dejé de lado. Actualmente leo con un criterio bastante severo; es decir, que completo
algunas lagunas: leo esos clásicos que se me fueron pasando a lo largo de la vida, o bien leo
cosas actuales, contemporáneas, pero buscando acertar en lo posible con libros que no me
hagan perder tiempo.
Finalmente he comprendido que las revistas latinoamericanas, sobre todo, son importantes
en la medida en que por lo, menos una lectura en diagonal, una visión general del sumario y
un vistazo a los artículos más Importantes, son una puesta al día de un montón de cosas que
los libros y la mera información no pueden darte.
Tengo la impresión de que la intuición es una facultad que se gana, que se mantiene y, sobre
todo, que se incrementa a base de una especie de honestidad profunda frente a la realidad;
es decir, tratar en la medida de lo posible de estar abierto a lo que pasa, a lo que se ve, a lo
que se siente sin anteponerle anteojeras de tipo erudito, de tipo escolástico, eso que se llama
«la educación» e incluso «la cultura». Pero dicho esto, pienso que un hombre culto que al
mismo tiempo tenga esa honestidad, esa apertura franca y abierta, tiene mucha más ventaja
que un hombre ignorante por lo que se refiere al alcance, en último término, de su intuición.
Los niños son intuitivos por naturaleza, pero su intuición no va demasiado lejos. Lo
importante es saber guardar esa calidad intuitiva del niño, esa virginidad de la mirada, del
olfato, de los sentimientos, y reforzarla a lo largo de la vida con la cultura, con el paralelismo
de millones de cosas que se van acumulando en la memoria, que se van entretejiendo entre
ellos y que facilitan la intuición.
¿Para qué sirve un escritor si no puede destruir la literatura? Esto hay que entenderlo como una
paradoja, si querés. Es decir, cuando se habla allí de literatura, se está hablando justamente
de la literatura no intuitiva, de la literatura únicamente basada en la cultura. Lo que yo podría
llamar la literatura de herencia. Supongo que sabes muy bien, que conoces muy bien esos
escritores que pueden escribir una obra bastante decorosa, pero que basta rastrear un poco
para darse cuenta de que no contiene absolutamente nada de original, sino que es una
habilidad estilística lograda escolarmente y experimentalmente, y luego apoyada en una serie
de valores heredados y de ninguna manera en aperturas que aquí podemos calificar de
destructivas en la medida en que son nuevas, en que ponen en crisis toda una manera de ver
el mundo, toda una manera de concebir la relación entre los seres humanos, una especie de
«disjunción», si existe la palabra, una especie de salir por la ventana en vez de salir por la
puerta, o quizá salir por el espacio que existe entre ¡a puerta y la ventana. Ese es el escritor
que yo he tratado de ser y que quizá, en algunos momentos, he podido ser. Yo no soy alguien
que quiere destruir la literatura por la literatura misma. Está implícita en esa frase la noción
de lo que yo considero literatura mala o inútil; digamos literatura repetitiva.
No hay traductor perfecto, y con mucha frecuencia me molesta cuando leo una traducción
del inglés o del francés si no tengo el original a mano; me molesta ver las imperfecciones, los
malentendidos, las pequeñas torpezas por falta de conocimiento del lenguaje oral o por un
simple descuido. Pero al margen de eso, yo no creo que el hecho de traducir haya modificado
mi conducta de lector, porque la magia de lo que estoy leyendo me atrapa en seguida y luego
en algunas páginas ya no sé si estoy leyendo un original o una traducción, depende
simplemente de la calidad del libro, de que él consiga poseerme lo suficiente como para que
yo me olvide de la letra y esté profundamente metido en la textura total del libro, ya sea en
versión original o traducida.
Lo que podemos llamar los visionarios de la poesía romántica inglesa no alcanzan, para mí,
la especial dimensión que tiene el surrealismo francés, aunque van mucho más allá que él en
algunos planos. Yo creo que los momentos más altos de William Blake, y en otro terreno de
Shelley, y sobre todo de John Keats, van mucho más allá de lo que pueden haber escrito o
entrevisto los surrealistas franceses contemporáneos. Pero es un más allá diferente; un más
allá dentro de una línea, diríamos, tradicional, dentro de la noción humanística del hombre;
como salir de la tierra para llegar a la luna siguiendo una continuación coherente. En el caso
de ¡os surrealistas franceses, no se trata de salir de la tierra para llegar a la luna, sino de salir
de la tierra para volver a ella y encontrarla diferente o hacerla diferente.
Esto de que al humor se le pueda llamar «un «humor negro» es sumamente relativo. Yo creo
que tengo un alto grado de sentido del humor, y ese humor a veces puede ser negro. Pero,
en general, pienso que no lo es: no sé si se puede hablar de «humor rosa» o «humor blanco»;
yo lo llamaría humor en estado puro, es decir, simplemente el hecho de, ¿cómo decirte?,
desacralizar situaciones más o menos sacralizadas en el plano del lenguaje, de la tradición, de
las escalas de valores y colocarlas en una perspectiva que las vuelven divertidas y que, al
mismo tiempo, no eliminan su profundidad, y su necesidad, y su seriedad. El humor negro
es siempre mucho más agresivo y no creo que sea el mío. El humor de Bioy, por ejemplo,
me gusta mucho porque, al igual que el humor de Borges, es de directa raíz anglosajona, y
no se puede negar que los ingleses son, no diré los inventores, pero si los usuarios más
geniales del humor en la literatura e incluso en la vida personal. Bioy y Borges, rechazando
como rechacé yo eso que los españoles llaman humor y que no es nada más que el chiste
macabro y en general de muy mala calidad, han sabido meterlo en la estructura mental y
lingüística del español y darle una especie de derecho de ciudad que le quita, digamos, el
fondo anglosajón y lo vuelve perfectamente argentino y latinoamericano. En este sentido yo
encuentro una gran afinidad de mi propio humor con el de Bioy y con el de Borges.
Yo pienso que he escrito entre cincuenta y sesenta cuentos y no hay entre ellos ni uno sólo
que se pueda considerar un cuento feliz o un cuento alegre; todos ellos son trágicos, algunos
de ellos son terroríficos; en todo caso, todos ellos son dramáticos; lo fantástico desencadena
siempre, como en el caso de Edgar Alian Poe, la fatalidad, la muerte, la multiplicación de
esos hechos que culminan en lo negativo, en la nada, en la desgracia. El problema de lo
fantástico es que cuando no es trágico, cuando no es dramático, asume en seguida una especie
de matiz que toca más lo maravilloso que lo fantástico; es decir, se va acercando, por así
decirlo, vuelve un poco a la noción del cuento de hadas; ¡as cosas son fantásticas, son
divertidas, son bellas, suceden de una manera insólita, pero falta esa calidad que tiene La caída
de la casa Usher o un gran cuento fantástico de Borges, en que esa misma ¡untura de los
elementos de lo cotidiano y de lo llamado normal desencadenan siempre una fatalidad a cuyo
término esperan el horror o la muerte. Se diría que es la condición esencial para que, por lo
menos en la literatura, lo fantástico funcione eficazmente hasta este momento.
Creo que mis libros, al proponer más de un plano de lectura como posible lectura del texto,
provocan la necesidad de pensar en libros como objetos abiertamente intertextuales. Pero
creo que es también una cuestión de cultura. Una persona con un nivel cultural más o menos
primario leerá un libro sin comprender la intertextualidad. Para él, todo lo que leerá es el
texto de ese escritor, no se dará cuenta de las alusiones. En tanto en un nivel superior de
cultura, con una pantalla, un horizonte cultural más amplio, todas las guiñadas de ojo, las
referencias, las citas no directamente citadas pero evidentes, pues, deberán serle claras y
además enriquecerán profundamente no sólo la experiencia del lector, sino el libro que está
leyendo.
No estoy en la actitud romántica típica del señor que se considera aislado, abandonado y
diferente de todo el resto. No, no se trata de eso; pero hoy sigo escribiendo exactamente en
la misma posición mental, moral y sensible que cuando empecé a escribir a los veinticuatro
o veinticinco años. No he cambiado en absoluto y estoy contento de no haber cambiado;
estoy contento de que cuando me siento a la máquina o tomo un lápiz mi actitud frente a la
página en blanco es exactamente la misma que la que tenía en un comienzo; nada ha podido
cambiarme en ese plano. Por eso no me consideraré ¡amas un escritor profesional; yo soy un
aficionado que escribe cuentos y novelas.
2 DE TRÁNSITOS Y LEJANÍAS
Blas Matamoro
Para el hombre religioso, al revés que para el hombre histórico, la patria no es la patria: es el
exilio. Este mundo no es su mundo, está de paso en él. La vida es transición, pasaje, cosa de
viajeros. Es algo provisorio, transitorio, siempre a punto de ser derogado. El escenario del
trayecto, el medio de transporte, el equipaje, son extraños. Es una existencia bajo la mirada
del aduanero, funcionario de lo ajeno. En la obra de Cortázar, la figura del «hombre en
tránsito» recurre hasta convertirse en estructura fundante de algunos de sus personajes claves
(como Johnny Carter en El perseguidor). el exilio es la forma natural de vida, y el suicidio, una
manera por excelencia de volver a (a patria. Los puntos del escenario mundano, los episodios
de la historia, la praxis del hombre en el decorado engañoso de lo sensible y temporal, son
equivalentes síntomas de una extrañeza básica. El arte y, tardíamente, la revolución, actúan
como gestos de acercamiento a esa otra realidad que se intuye como la realidad real, a ese
costado de las cosas que no es el que estamos habituados a ver, acaso porque no es visible.
Falta, desde luego, la salida óptima: la mística, la recuperación de un estado de unión con
Dios (religarse con Él es instituir la religión) que permita estar, de algún modo, en contacto
con la patria desde el seno del exilio.
Desde temprano, el discurso de Cortázar se muestra como ocupado en el tema del viaje
(metonimia de tránsito y pasaje) y en la figura del viajero, suerte de turista que pasa por la
tierra de los demás sin dejar de sentirla como tierra de los demás, o sea extraña. Es el no
incluido, el distinto, el extranjero. El viajero recibe una patria del azar, pero la rechaza como
no necesaria. Parte huyendo de esa falsa patria, en busca de la verdadera. No la encontrará
nunca, porque no existe. Su viaje es aparente, pues carece de meta. No lo lleva a ninguna
parte y los puntos de llegada son provisorios, se convierten en seguida en renovados puntos
de partida. Si se admite la estructura religiosa de fondo, cabe insistir en algunos recovecos
del lenguaje: el personaje de Hardoy está a las puertas del cielo, tal como indica el título del
cuento en que aparece. Ubicuo y desradicado (o sea carente de raíz), ocupa todos los espacios
y no reconoce ninguno, «pensando todo lo que a los otros les bastaba sentir» (Las puertas
del cielo).
Hay fábulas cortazarianas de distinta época en que vuelve la figura del sujeto que existe, a la
vez, en tiempos y espacios distintos, lo que desvaloriza la continuidad y el presente. Esto que
ocurre ya ocurrió y ocurrirá. Ocurrirá ayer y ocurrió mañana. «Esto lo estoy tocando mañana.
Esto ya lo toqué mañana», dice Johnny Cárter en El perseguidor. Alina Reyes [en Lejana) vive
a la vez en Buenos Aires y en Hungría, con nombres distintos y espacio-tiempos divergentes,
pero dentro de una enigmática identidad personal. En La noche boca arriba un mismo hecho
ocurre, a la vez, en dos espacio-tiempos distintos: un hombre muere en un hospital de hoy
y, a la vez, es ejecutado en un rito azteca; los hechos del tiempo repiten los inexorables
modelos de la eternidad: no son ellos mismos, son los arquetipos. De todas manera, se
enfatiza así el desdén del hombre religioso por el hecho singular, por el evento histórico: su
espacio no es de este mundo, su tiempo no es de este tiempo. Infinito y eternidad vocean
desde el más allá.
La patria y el exilio. El fin del exilio y la vuelta a la patria. La patria como trasmundo y el
trance o la muerte como caminos de regreso. No el arte ni la revolución, sucesos de esfe
mundo, de esta falsa patria que es el exilio. Salvo que la poesía del arte y de la revolución se
transformara en plegaria. En cuyo caso habría que escribir de rodillas.
El ser humano es una constante referencia a la reflexión sobre la realidad. Pero la literatura
es otra cosa, una manera de aprender con autonomía, que puede devorar con descaro el
pensamiento, el existo, para demostrar teorías, hechos o para no demostrar nada, sin
convertirse en un capricho ni en un juego. Julio Cortázar ha seguido el camino de la
asimilación de la realidad a través de la aceptación del mundo, tal cual es, y del mundo que
su poderosa imaginación ha arrasado, invertido, olvidado, para exponerlo otra vez como en
el primer instante que lo conoció, pleno ahora de revelaciones fantásticas, como una emoción
que quiere estallar en un abrazo, en el sinsentido que supone la pérdida del dominio sobre
los actos por la fuerza mayor de los sentimientos o en la desconfianza recelosa del miedo. ¿Y
qué ha hecho? Reconducir la realidad, creando una nueva fábula de apariencias verídicas—
actuales— por la que expresa lo que siente o teme.
Los seres fantásticos no pierden su naturaleza para sustituirla por una determinada rutina, se
integran en una visión nueva donde la imagen se multiplica, donde los mitos pierden su
seductora influencia sobre los individuos. El hombre vive entre interrogantes, obsesiones y
mentiras, entre cientos de significados, que a su vez vinculan nuevos conceptos. Pero la vida
puede florecer entre esos límites que le han impuesto, sin recurrir al asesinato—aunque
simbólico—de la realidad. Cortázar tiene presente esa contradicción humana—que Beckett
realzó en su teatro en la rica imagen de la espera—; apela a ella para comunicarse con
nosotros, condenados a la triste tarea de no intervenir por no ser conscientes de nuestro
papel, y permanecer detenidos en la soledad. Se observa lo que acontece—lo que nos
implica—, fuera de la situación, de sus consecuencias, mientras Cortázar dispone los
elementos que completarán la forma de su interpretación particular, acercándose y alejándose
para reconocerla como uno entre tantos.
En los personajes que reaccionan ante el estado de cosas en que viven se aprecia la duda
como un motivo que concretará o resolverá su carácter como grupo. De esta manera no es
extraño que los libros de Cortázar pierdan una representatividad, en cuanto reflejo de
situaciones verídicas o extraídas de los acontecimientos históricos, por modificar los hechos
a su antojo, sin que a pesar de este voluntarismo demoledor la realidad pierda sus esencias
en la narración. Cortázar entrega perspectivas.
En línea con la versatilidad de James Joyce o Virginia Woolf, propone una búsqueda que
rompe también con la racionalidad dominante, omnipresente, en una dirección: llegar ai
diálogo con las causas del comportamiento humano. Pero no lo hace con espontaneidad,
sino geométricamente. Cortázar traza sus líneas invisibles y deja desenvolverse sus constantes
sobre lo que más le preocupa. La vocación hacia lo lúdico ha sido causa de numerosos
estudios sobre la significación de esta manifestación en la obra cortazariana, en la que aparece
repetidamente, máscara de la confusión individual, reprimida en sus inclinaciones lógicas o
como campo donde se resumen todas las posibilidades que precisan el paso adelante de una
actitud de respuesta al silencio que ensombrece la vida. La desorientación, matizada en las
muchas formas en que la cultiva en sus escritos, supera el ensueño de un experimentalismo
sin otras pretensiones que la disposición figurativa «más armónica y ordenada», recrea en la
variedad los rasgos de una sociedad saturada por la explosión incontrolada del desarrollo y
la desmesura.
Sin embargo, en 1967, ya podía comprender que era necesaria una autocrítica respecto a su
antigua postura: «Mi generación empezó siendo bastante culpable en el sentido de que le
daba la espalda a la Argentina. Éramos muy snobs, aunque muchos de nosotros sólo nos
dimos cuenta de eso más tarde. Leíamos muy poco a los escritores argentinos y nos interesaba
casi exclusivamente la literatura inglesa y la francesa; subsidiariamente, la italiana, la
norteamericana y la alemana, que leíamos en traducciones. Estábamos muy sometidos a los
escritores franceses e ingleses hasta que, en un momento dado —entre los veinticinco y los
treinta años—muchos de mis amigos y yo mismo descubrimos bruscamente nuestra propia
tradición. Buenos Aires era una especie de castigo. Vivir allí era estar encarcelado». Su
evolución ideológica lo llevaría a explicar casi veinte años después de su llegada a Francia:
«Me ahogaba dentro de un peronismo que era incapaz de comprender en 1951, cuando un
altoparlante en la esquina de mi casa me impedía escuchar los cuartetos de Bela Bartok; hoy
(en Francia) puedo muy bien escuchar a Bartok (y lo hago) sin que un altoparlante con
slogans políticos me parezca un atentado al individuo».
Ha cambiado las regias. Y el viaje, al no respetar sus normas, también cambia los resultados.
La tipicidad de la situación de escribir para lectores que se hallan a doce mil kilómetros de
distancia provoca una duplicidad: Cortázar aparentemente está en dos sitios a Ja vez. Pero la
ubicuidad también obliga a vivir partido, a resignarse a ser extranjero en todas partes, estar
en dos lugares y en ninguno. Sólo que a medida que se afirma su obra, también consigue
establecer sus propios cánones.
Lo cierto es que, a pesar de sus innegables altibajos (¿qué escritor no los tiene?), la labor de
Cortázar a lo largo de treinta años ha crecido y se ha desarrollado como una obra neta,
indiscutiblemente argentina. Y hasta podría afirmarse que su evolución política
corresponde—y esto es un mérito innegable—a la evolución sufrida por los intelectuales más
jóvenes (los surgidos alrededor de 1960), que a veces a los tumbos han tratado de encontrar
esa realidad nacional a la que sus antecesores, en su mayoría, dieron la espalda. Tal vez el
mero hecho de haber podido tomar distancia le haya permitido a Cortázar superar prejuicios
que, en algunos colegas generacionales residentes en la Argentina, en cambio, se acentuaron.
Paralelamente su obra se hundió en las raíces del lenguaje argentino, más allá de algunos
desajustes cronológicos que en su momento fueron tenazmente subrayados por la crítica,
pero que no hacen al fondo. Y acentuó otra de las virtudes más profundas del carácter
argentino y de su mejor literatura (una línea que atraviesa los nombres de Macedonio
Fernández, Leopoldo Marechal y Adolfo Bioy Casares): el humor, la ironía, el desenfado y
un manejo libérrimo de la imaginación reunidos en el marco de un lenguaje preciso,
minuciosamente elaborado. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como
lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los
libros deberán culminar en la realidad.
No es común que una revista literario-cultural como Sur dé cabida a artículos de carácter
antropológico. Su presencia es un índice, claro está, de la incidencia que cierta línea
antropológica había tenido sobre lo literario. Pero Sur fue, sobre todo, una publicación
literaria y es su posición ante aquella ancha franja de las letras europeas. Un rápido recuento,
no deja dudas sobre los escritores preferidos y preteridos, sin que Sur renunciara por eso a
su desesperación por acoger todo lo más posible de aquello que Europa produjera, vulnerable
al fin de cuentas por su sola procedencia. Un hecho político acabó de delinear las
inclinaciones de Sur: la segunda gran guerra. En efecto, que Inglaterra y Francia se unieran
en el bando de los aliados fue decisivo. Hasta ese momento no habían experimentado por el
fascismo mayor repulsa. La directora de la revista, por ejemplo, no tuvo reparos en dictar
algunas conferencias en Italia invitada por el Instituto Interuniversitario Fascista de Cultura.
El estallido de la guerra, pues, limita el fervor irracionalista de Sur.
La colaboración de Julio Cortázar con Sur se extendió pocos años, de 1948 a 1953. Su primera
nota, con motivo del fallecimiento de Antonin Artaud, de quien no se hablaba en la revista
desde 1932 y que no dio lugar a un número especial, como los de Gide y Valéry, señala ya
una definición, porque si bien Cortázar no se identifica con el surrealismo en tanto escuela,
sí lo hace con el movimiento en tanto ruptura con el viejo orden racionalista; como
afirmación vitalista del hombre en su totalidad no parcelada por el imperio del intelecto;
como reivindicación, incluso, de la locura, antigua víctima de la sensatez represiva. Con
entereza Julio Cortázar, que era declarado antiperonista—había renunciado a su cátedra de
la Universidad de Cuyo cuando la intervención, en 1946—, salió al cruce de tales infundios,
vertidos por uno de los más asiduos colaboradores de Sur. Realidad. Revista de ideas fue la
publicación desde donde emitió su respuesta. Una respuesta suficientemente taxativa desde
el comienzo. Defiende Cortázar la multifacética variedad de su lenguaje, que «ha aterrado a
muchos de los que sólo aceptan espejo cuando tienen compuesto el rostro y atildada la ropa,
o se escandalizan ante una buena puteada cuando es otro el que la suelta, o hay señoras, o
está escrita en vez de dicha».
Todo lo que sigue marca una ruptura con las preferencias no sólo de Sur, sino del tipo dé
narrativa policial que imponen Borges y su principal imitador, Manuel Peyrou. Cortázar
exalta que Cain, Hammett y Chandler, los tough writers norteamericanos, formados en
Hemingway, escriban mal, que acojan el lenguaje deteriorado de nuestras ciudades sin
eufemismos y que prescindan de todo lujo literario en favor de la «acción pura», al punto que
en sus novelas «en vano se buscará la menor reflexión, el más primario pensamiento, la más
leve anotación de un gesto interior, de un sentimiento, de un móvil». Sólo conservan de la
literatura policial conocida el problema (crimen más que misterio, añado yo) a resolver, pero
renuncian a «sus alturas estéticas [...] para situarse en un piano de turbia y directa humanidad».
Cortázar se pronuncia, en fin, por una estética de la inmediatez que ni la narrativa psicológica
ni la intelectual izada pueden proveer.
La mayoría de los relatos de Cortázar sitúan sus acciones en Buenos Aires, en París y, en
menor grado, en París y Buenos Aires al mismo tiempo. Por lo tanto, en la mayoría de los
relatos, París y Buenos Aires sirven como a) englobantes, si el espacio tópico queda en su
interior, y b) englobados, si el espacio tópico está localizado en los alrededores, en las afueras.
En una gran parte de los relatos del escritor argentino, las acciones de los personajes ocurren
en tres tipos fundamentales de espacio cerrado: la casa o el apartamento, el ómnibus o el
metro y una sala de espectáculos como el teatro o el cine. La acción del espacio cerrado sobre
los personajes posee carácter negativo. Cándido Pérez Gallego lo define como un obstáculo
que se interpone al «progreso del héroe», que sólo puede liberarse de su estancamiento
saliendo a un espacio abierto.
Pero ¿qué ocurre cuando existen dos espacios igualmente importantes desde el punto de vista
actancial? En primer lugar, se obtienen dos espacios utópicos en vez de uno; en segundo
lugar, si, como en la mayoría de los casos, se hallan superpuestos, se produce una situación
de ambigüedad imposible de dilucidar a veces. En La noche boca arriba se produce una
absorción del espacio real—la sala del hospital—por parte del espacio soñado—la selva—y
la consiguiente permutación. La superposición espacial como realización efectiva de un deseo
virtual concurre en Las puertas del cielo. La presencia de Celina en Santa Fe Palace va precedida
de una detallada descripción ambiental que nos hace ver cómo el ambiente mismo era Celina,
y sin él nunca se hubiera producido su ingreso en la zona sagrada; no por ello la ambigüedad
del relato es menos patente.
Espacio cognoscitivo: el espacio interior que el sujeto se construye para sí mismo, y que por
este hecho sólo es significante para él, compuesto de parcelas del saber que ha Negado a
adquirir. A su vez la dimensión cognoscitiva es el lugar de los hechos, que ya no son
pragmáticos o somáticos, sino cognoscitivos.
Cadena de textos que son ecos unos de otros: temáticamente comparten el comentario sobre
la naturaleza incierta de la realidad. Así, el texto de Cortázar Las babas del diablo contiene a
otros dos: la foto que toma el personaje Roberto Michel en un rincón de París es uno y lo
que él escribe a máquina es el otro. En éste va narrando su experiencia de fotógrafo y a la
vez comenta la ejecución de este texto escrito. En el mundo intratextual de ¿.as babas del
diablo, Roberto Michel duplica la imagen del escritor. Allí se cuenta que Roberto Michel
toma una foto de una pareja y que cuando la amplía y pega en la pared la foto pierde su
estatismo, las figuras se ponen en movimiento y protagonizan un final diferente del
presenciado por Michel en la isla. La fijación fotográfica ha captado imágenes, pero no ha
estatizado el tiempo interior de la escena. El dinamismo propio del instante captado está aún
allí y se superpone al dinamismo de la realidad del fotógrafo-narrador. Michel se convierte
en un «lector» asombrado de su propia obra y no es ni más ni menos real que sus personajes.
En Las babas del diablo se privilegia la narración, es decir, la manera de contar, alternándose el
discurso o enunciación que supone la existencia de un locutor y un auditor y la intención del
primero en influir en el segundo, con la historia o relato en tercera persona. Además del
sujeto de enunciación total, el narrador fundamental (distinto del «yo» del enunciado) que
funda el cosmos ficticio, existe un narrador participante en la historia cuya función se
problematiza al principio del relato. Predomina la presencia del narrador diegético
identificado en muchas ocasiones con el personaje Roberto Michel. El «yo» integra al
personaje, Roberto Michel, quien desde un presente nos va transcribiendo, por la voz del
narrador, sus dudas y confusión. Al asumir el punto de vista de la conciencia del personaje
en tercera persona se combina el objetivismo y distanciamiento de la historia con el
subjetivismo del discurso.
La objetividad del relato por la ausencia de todo tipo de referencia al narrador es cuestionada
por el extraño narrador-autor ficticio. Sin embargo, aunque el narrador pueda estar como
ausencia, aparece siempre en un primer plano, como se evidencia en las numerosas
comparaciones y reflexiones que van permeando este texto. El objeto narrado no se cuenta
a sí mismo, aunque desde el plano psicológico se ha interpretado la identificación del
narrador-personaje con la cámara como el resultado de un proceso de desintegración
psíquica. El narrador-personaje funciona también como autor ficticio (en ningún momento
identificable con el autor real, Cortázar), introduciendo comentarios sobre el proceso de
elaboración, especialmente en torno a la relación entre la objetividad y subjetividad del relato.
En el plano del enunciado narrativo, o discurso escrito, Las babas del diablo constituye una
forma de expansión de algunos de los elementos caóticamente asociados en el segmento que
inicia el relato. Esta experiencia psicótica, contada retrospectivamente por el personaje, se
organiza incoherentemente como reflejo de la irreductibilidad de los estados interiores a
dejarse fijar por las palabras. Ruptura lógica verbal que apunta al problema de la limitación
del lenguaje.
La historia está compuesta por tres grandes lineamientos que se estructuran en otros tantos
movimientos en torno a: a) orden, aparentemente prefigurado en la primera foto: «nada
faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer,
estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del
parapeto»; b) desorden, introducido por el movimiento que cobran las figuras de la ampliada
primera foto: «de pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y
eran decididos, iban a su futuro»; c) orden, restauración del ciclo, vuelta a la inquietante
pasividad de lo situado en un plano irracional: «Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos
con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba
lentamente su gracia y se perdía por la derecha».
Desde el presente el personaje capta el pasado a través del recuerdo invocado por sensaciones
visuales. El pasado, pues, se erige como realidad presente desde donde se piensa más que se
vive. La dimensión lógica, mecánica del tiempo, resulta absurda e inoperante para el narrador.
Este complejo temporal de la conciencia, temporalidad, en que la cronología se hace vaga e
inoperante, explica el predominio de la narración o proceso de las acciones sobre la
descripción como medio de suspender y congelar el tiempo. Sin embargo, la linealidad exigida
por el discurso narrativo, que el narrador se atribuye ocasionalmente, instaura cierto orden
en las acciones. Michel Roberto, fotógrafo, siente el deseo, la imperiosa necesidad, de poder
captar la fugacidad para sentir intuitivamente ese instante que le revela la realidad interna de
la vida. Más que la totalidad síquica del pasado se privilegia la profundización vertical en el
instante, dilatándolo y profundizándolo.
La dimensión fantástica penetra en la realidad fáctica o exterior en el momento de la
ampliación fotográfica. La realidad elusiva provocada por el movimiento de las figuras sólo
puede ser aprehendida por lo lírico y lo fantástico. Esta operación la efectúa el narrador
integrando imaginación y mundo real. Las babas del diablo demuestra que no existe
contradicción entre la imaginación y el método objetivo, ya que la imaginación respeta lo
real, ese real sicológico que, a veces, es más perturbador que lo puramente imaginado. La
intuición, lo metafórico, nos revela, pues, las zonas profundas de lo real que los conceptos
son incapaces de captar. La importancia concedida en Las babas... al elemento lírico está en
íntima relación con el énfasis en lo temporal. La literatura, arte eminentemente temporal, es
una forma de aprehensión de la realidad, realidad que, a su vez, es sinónimo de tiempo como
sucesión de cambios cualitativos. Respecto al proceso de la creación literaria habría que
apuntar que el arte como proceso transformador del hombre y la naturaleza se define en Las
babas... como tensión entre la realidad subjetiva (fantástica) y la externa o fáctica. La
relativización de la supuesta objetividad pura, se reconcilia con la activa participación del
narrador. La aprehensión de la totalidad incluye, pues, al sujeto, el objeto y el instrumento
que pone en contacto los dos primeros.
Las babas del diablo ilustra el hecho de que el relato para Cortázar se estructura a partir de una
unidad dinámica entre contenido y forma, significado y significante. La dificultad de
establecer relaciones recíprocas entre el plano de la realidad exterior y la dimensión fantástica
explica la ambigüedad que caracteriza a este relato. Pero la fantasía opera dialécticamente
entre lo real y lo posible posibilitando la aprehensión de ese devenir que escapa a la función
representativa del lenguaje.
9 RELATIVISMO ESPACIO-TEMPORAL EN EL
PERSEGUIDOR
Manuel Cifo González
En este cuento todo está inmerso dentro de un relativismo espacio-temporal, de tal modo
que las situaciones varían súbita e improvisadamente según el prisma con que se juzgan o
según la persona que las considera. Otro de los aspectos que llaman poderosamente la
atención es el que a lo largo del cuento se van produciendo unas deformaciones en el físico
de los personajes. Se trata de una especie de kafkianas metamorfosis a lo negativo, totalmente
deshumanizadoras y que son algo igualmente relativo, por cuanto depende de la óptica visual
del que procede a la descripción de los mismos.
Al principio del relato, con la visita de Bruno a Johnny, nos surge una primera impresión
consistente en no ver transcurrir tiempo alguno, como si la narración estuviese parada,
instalada en un momento dado y con sólo recuerdos del pasado, pero sin un caminar hacia
el futuro. Si vemos que el tiempo pasa es debido a algunas precisiones que el autor hace de
cuando en cuando y descubrimos, entonces, que cuando discurre el tiempo ¡o hace
rápidamente, con saltos de varios días. Así, cuando empieza el relato abundan los tiempos
en presente de indicativo, acompañados del pretérito indefinido o del imperfecto cuando se
trata de recordar la historia pasada de Johnny. Luego ha pasado el tiempo. Es algo claro e
indiscutible. En cambio, ahora se emplea el pretérito perfecto de indicativo, forma ésta que
marca algo hecho hace algún tiempo, si bien el sujeto hablante lo sigue considerando cercano
a él, casi recién terminado, y por eso no emplea el pretérito indefinido, que estilísticamente
señala un mayor distanciamiento temporal. Sólo cabe pensar, en consecuencia, en un uso de
los tiempos verbales con un valor esencialmente subjetivo, de manera que se vaya
concediendo una prioridad de valores tal, que lo más cercano a uno, aunque sea lo más lejano,
se vea como «presente»; lo pasado todavía considerado como reciente se presenta en
«pretérito perfecto», y lo que se siente como lejano o lo que uno quiere alejar en el pasado.
se construye como «pretérito indefinido», y lo que se siente lejano en el porvenir se realiza
con el «futuro».