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Universidad Rafael Landívar

Análisis Político I

Lourdes Lisbeth Orozco Ochoa

Ensayo: Guatemala, ¿hacia la consolidación de su


democracia?
Licenciado Renzo Rosal

Carnet No. 1289514

9 de noviembre de 2023
Guatemala, ¿hacia la consolidación de la democracia?

Latinoamérica ha sido una región caracterizada por los constantes ciclos de


crisis política que durante su historia reciente han dificultado una plena
consolidación de la democracia para la gran mayoría de sus países. Después de
varias décadas en las que estos territorios se vieron enfrascados en regímenes
militares de carácter dictatorial y conflictos armados a nivel interno, dentro del marco
de la guerra fría, las transiciones hacia la democracia comenzaron a llegar en las
postrimerías del siglo XX.

No obstante, el camino hacia un régimen democrático, para Latinoamérica


en general y Guatemala en específico, ha sido más turbulento de lo que
deslumbraba el optimismo que acogía al siglo XXI, siendo un claro ejemplo de ello
la crisis política en la que se ha enfrascado el país durante los últimos años y cuyo
desenlace marcará el devenir del acontecer sociopolítico de las próximas décadas,
tal y como ha sucedido en países vecinos como Nicaragua, Venezuela y El
Salvador. De este modo, el presente ensayo tiene la intención de analizar la realidad
política y social de Guatemala, a la luz del contexto histórico regional que arrastra
el país, así como los últimos acontecimientos que tiene en vilo tanto a la población,
como a la comunidad internacional.

A ese respecto, se debe partir de la consideración que la pandemia derivada


del coronavirus y sus efectos sanitarios vinieron a agudizar aquellos problemas
estructurales de la región que no se pudieron solucionar con la transición a una
democracia procedimental, y el paso a los gobiernos civiles del siglo pasado.
Además, la crisis sanitaria que tomó al mundo desprevenido vino a ejercer aún más
presión en los sistemas políticos latinoamericanos que ya venían experimentando
dificultades para mantener su estabilidad y la confianza de su población con
protestas masivas en países como Chile, Colombia, Bolivia, Ecuador y Brasil que
reflejaban un descontento generalizado que el confinamiento no hizo más que
ocultar, pero que tarde o temprano volvería a florecer al exterior.
A esta coyuntura hay que agregarle los efectos económicos de las medidas
implementadas por los países latinoamericanos para sobrellevar la pandemia. Así,
de acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal,
2021), en su informe anual “Panorama Social de América Latina”, proyectó que,
debido a la pérdida de empleos y la reducción de los ingresos laborales dentro de
los hogares, la tasa de pobreza extrema en 2020 alcanzó el 12.5% en la región;
mientras la tasa de pobreza llegó al 33.7%. Cifras que no se veían desde el año
2008 y que significarían un retroceso de al menos 12 años para la población de
América Latina.

Por si fuera poco, las interrupciones en las cadenas de suministro global,


combinado con factores endógenos de la región como la incertidumbre política, la
falta de certeza jurídica en algunas de estos países y las condiciones climatológicas,
han hecho que la crisis económica se comenzará a resentir aún más para estos
territorios. Se debe tomar en cuenta que, según estimaciones del Fondo Monetaria
Internacional, América Latina era la zona del mundo que para el 2021 iba a
experimentar la tasa de inflación más alta a nivel global (9.3%), la cual bajaría al
7.8% en el 2022.

Guatemala, a pesar de haber logrado mantener sus números


macroeconómicos de cara al escenario internacional, comenzó a ver reflejado los
efectos de la pandemia en el aumento de precios de determinados bienes y
servicios de consumo esencial. Es decir, una perdida del valor adquisitivo del dinero,
en un momento en el que los índices de pobreza y pobreza extrema no se han
reducido y la clase política actual tampoco parece tener mucho interés en revertir la
situación, mientras se mantiene una lucha entre bandos que quieren hacerse con el
poder. Sin embargo, la mayoría de las condiciones políticas, económicas y sociales
que atraviesa Guatemala, junto con varios países de la región no son nuevas ni
provienen específicamente de la crisis sanitaria que golpeó a prácticamente a la
totalidad de los países del mundo en mayor o menor magnitud.

Lo cierto es que muchos de los problemas que hoy aquejan a Guatemala son
problemas compartidos con el resto de los países latinoamericanos, que se vienen
arrastrando desde hace siglos y que la pandemia solo vino a dejar aún más la
descubierto, a tal punto que fenómenos como la pobreza, la desnutrición y la
desigualdad han pasado de ser crisis transitorias, a considerarse como condiciones
estructurales que definen la vida y las oportunidades de su población.

Cabe destacar que casi todos los países latinoamericanos comparten, en


menor o mayor grado, problemáticas como el desempleo, la inseguridad, la pobreza,
los altos índices de corrupción, el trabajo mal remunerado, la poca industrialización,
una educación de baja calidad, el subdesarrollo, la dependencia en un número
reducido de productos y servicios para el sostenimiento de la economía, entre otros.
Por consiguiente, y para comprender la presencia de estas condiciones en un país
como Guatemala, y sus efectos en la crisis política actual que marcará el destino
del territorio en las próximas décadas, se tomará como base la teoría de la
dependencia.

La teoría de la dependencia nace a mediados de la década de los sesenta


en el siglo XX con la intención de darle una explicación a las causas del
subdesarrollo en América Latina, tomando como base algunos de las formulaciones
de la teoría del imperialismo. Schaposnik (s.f.) afirma que la teoría de la
dependencia se caracteriza por considerar al desarrollo y subdesarrollo como dos
realidades contrapuestas y no como partes de un proceso continuo y de una misma
realidad, poniendo en duda la posibilidad de superar la condición de dependencia
dentro de un esquema capitalista de la economía.

Esta corriente de pensamiento, parte de una relación centro/periferia en la


que se configura el sistema económico mundial y que permitió a los países
desarrollados (centro) alcanzar su desarrollo a costa del subdesarrollo de los países
subdesarrollados (periferia). Según Solorza y Cetré (2015) la teoría de la
dependencia establece las limitaciones del proceso de desarrollo de América Latina,
el cual inició en un período histórico en el que la economía mundial se encontraba
ya bajo la hegemonía de poderosos grupos económicos y fuerzas imperialistas. De
esta manera, se puede decir que los expositores de la teoría de la dependencia
defendían la idea de un subdesarrollo en los países latinoamericanos, como el caso
guatemalteco, estrechamente ligado a la expansión de los países industrializados.

A razón de este ensayo, y para ampliar el análisis de las estructuras que se


articulan con la coyuntura guatemalteca, se adoptará una corriente neo-marxista,
dentro de la misma teoría de la dependencia. Esta corriente, de acuerdo con Solorza
y Cetré (2015, p. 131) sostiene que “la situación de dependencia vivida por América
Latina, dentro del sistema capitalista mundial, condiciona las estructuras internas
haciendo dependientes a los países en su propia constitución”.

Dicha condición de dependencia, Marini (citado en Solorza y Cetré, 2015)


considera que se debe a la etapa en la que se inició el proceso de integración de la
región a la división internacional del trabajo. Esta idea se puede complementar con
la tesis de Atilio Boron sobre los regímenes políticos dictatoriales en América Latina,
dentro de una fase específica del desarrollo del capitalismo. En concreto, Boron
(1977) propone que, durante el siglo pasado, una burguesía económica
internacional tomó el control del núcleo dinámico de la economía. Esto con la
complicidad de una burguesía nacional domesticada que comenzó a ejercer un
papel complementario de dominación económica.

Esta relación entre el gran capital imperialista y una burguesía nacional


subordinada originada por el despojo y acumulación económica de la colonia y la
conquista, creó, tal y como lo propone Boron (1977), un complejo sistema de
alianzas que configuraría un bloque hegemónico en la economía de la mayoría de
los países latinoamericanos, perpetuando de esta forma la condición de
dependencia en los territorios de la región, incluyendo el caso guatemalteco en
donde la élite criolla nacional se ha articulado con fuerzas económicas
internacionales creando lazos de poder que alcanzan las más altas esferas políticas.

La idea de Boron se complementa a su vez con los argumentos de Frank


(citado en Solorza y Cetre, 2015) que sostiene que las burguesías latinoamericanas
se formaron con los intereses del comercio internacional y se identificaron con los
intereses imperialista, lo cual explica su subordinación a la burguesía monopólica
internacionalizada, su actitud poco innovadora y su distancia en relación con la
realidad política de sus países. Es decir, élites económicas egoístas, que no son
capaces de ver más allá de sus propios intereses sectoriales y con poca capacidad
de convergencia.

A partir del bagaje teórico de la dependencia, su corriente neo-marxista y sus


diferentes expositores, se ha buscado explicar la condición de subdesarrollo de la
región latinoamericana en general y de Guatemala en específico, así como los
distintos fenómenos compartidos, en mayor o menor grado, por la mayoría de estos
países. Dichos fenómenos, expuestos con anterioridad, han articulado la estructura
política, económica y social tan particular de Guatemala con la que la crisis sanitaria
por coronavirus se topó en los albores del 2020.

Ahora bien, para analizar las dinámicas sociopolíticas que han tenido lugar a
lo largo de los últimos meses y el camino que está tomando la democracia como eje
central para la construcción de la sociedad guatemalteca, es importante señalar
también que, la etapa inmediatamente anterior a la llegada de la pandemia no
significó del todo un escenario optimista para la democracia de la región en general.
Por el contrario, de acuerdo con el Latinobarómetro (2021) la década de 2010-2019
significó el declive de las democracias latinoamericanas, lo cual se vio reflejado en
la caída que hubo en el apoyo de la población a dicho sistema de gobierno: de 63%
a 48% para el 2018.

Para el caso de Guatemala en específico, la situación era aún más


preocupante, tocando fondo con un 28% de apoyo a la democracia en el año 2018,
lo cual evidencia que, a pesar de la transición democrática del siglo pasado, lo cierto
es que entre la ciudadanía guatemalteca la cultura política democrática no se
encuentra bien arraigada en la sociedad y existen aún muchas estructuras, formales
e informales, que arrastran conductas autocráticas. De manera que, tal y como lo
plantea Szmolka (2010), el régimen político guatemalteco se encuentra dentro de
una escala de grises en donde no es ni abiertamente democrático, ni
completamente autoritario. Más bien, se podría catalogar como una especie de
régimen híbrido con elevado riesgo a la autocratización que en caso de inmiscuirse
en una espiral negativa puede devenir en un retroceso institucional antidemocrático.
A ese respecto, no se puede dejar de lado tampoco el hecho de que la fatídica
década pasada para las democracias latinoamericanas también fue la etapa en la
que se consolidaron algunos gobiernos autoritarios en los casos de Venezuela y
Nicaragua. Este distanciamiento más que evidente entre la población
latinoamericana en general, y la guatemalteca en específica, con el sistema de
gobierno que generó tanto optimismo en la región al inicio del siglo XXI, pasa por la
incapacidad de las élites políticas para solucionar aquellos problemas estructurales,
comunes a la gran mayoría de los países de la región y su posicionamiento en favor
de las élites económicas tradicionales.

En ese sentido, Guatemala vivió uno de los más momentos cúspides de


descontento generalizado en el 2015, cuando las jornadas de manifestación en
contra de la clase política de aquel entonces llevaron a las calles a la población
durante más de 20 semanas, exigiendo lar enuncia del binomio presidencial
conformado por Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti. Los múltiples casos de
corrupción que fue destapando el Ministerio Público en contubernio con la Comisión
Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), y en especial la
desarticulación de una estructura de defraudación aduanera en abril de aquel año,
elevaron los niveles de desconfianza en torno a las principales instituciones
democráticas del país.

De acuerdo con las mediciones del Latinobarómetro, la desconfianza en el


órgano legislativo, en el que se condensa la representación política de la población
guatemalteca, aumentó de 38 puntos en 2015 a 41 puntos en 2016, siendo el claro
reflejo de la ruptura entre la ciudanía y los políticos, motivado por la corrupción
enquistada en las estructuras institucionales.

En aquel entonces se abrieron distintos espacios de concertación y diálogo


que se presentaban como una venta de oportunidad para sacar adelante leyes que
permitieran realizar ajustes importantes en el sistema electoral y de partidos
políticos guatemalteco, así como para reencausar el camino democrático del país.
Sin embargo, con la poca capacidad de los liderazgos para generar propuestas
profundas y bien articuladas, sumado al resultado de los comicios de septiembre de
2015 y la elección de la figura política de Jimmy Morales que se presentó como un
outsider frente al descontento social de la ciudadanía con los políticos tradicionales,
no se hizo más que reproducir el sistema que parecía colapsar, perdiendo así una
ventana de oportunidad que las masivas movilizaciones habían abierto en aquel
entonces.

Con el resultado de esas elecciones se cerró un ciclo político, que le daría


paso a uno nuevo caracterizado por la cooptación de instituciones y la crisis de la
pandemia que azotó de forma repentina al país. A lo largo de esta nueva etapa, ha
habido un alineamiento paulatino de las instituciones que tuvo comenzó con la
expulsión de la CICIG y el cambio de rumbo que tomó el Ministerio Público al tomar
el mando Consuelo Porras. Cabe destacar, además, el retraso en la elección de
cortes que ha permitido que los mismos Magistrados de la Corte Suprema de
Justicia que fueron colocados por la alianza de actores políticos como Baldizón, Otto
Pérez Molina y Sandra Torres, se mantengan en el poder, cuando debieron haber
sido reemplazados hace cuatro años.

Con un Congreso afín al oficialismo en el Ejecutivo, y un organismo Judicial


que se ha perpetuado en el poder como resultado de la desobediencia legal del
Congreso, los controles interórganos del Estado se vieron desvirtuados, trayendo
consigo la exacerbación del proceso de cooptación que ha permitido a esta alianza
hegemónica instrumentalizar con fines políticos otras instituciones y órganos
extrapoder del sistema político guatemalteco. Así, a principios de 2021 se configuró
una Corte de Constitucionalidad sumisa al pacto oficialista, al punto que la única
magistrada disidente, electa por la USAC, fue mandada al exilio sin permitirle asumir
dejando así una correlación de fuerzas completamente alienada.

Además, a mediados de ese mismo año se removió de forma arbitraria a


Juan Francisco Sandoval de la Fiscalía Especial Contra la Impunidad, que había
continuado destapando escándalos de corrupción. Con ello y el nombramiento del
fiscal Rafael Curruchiche, se tergiversó por completo el trabajo de la fiscalía.
Asimismo, la salida de Jordán Rodas del Procuraduría de Derechos Humanos y el
nombramiento de un comisionado afín al pacto oficialista, dejó una institución
enmudecida ante los atropellos a la institucionalidad del Estado, eliminando con ello
otro eslabón de contrapeso en la lucha hegemónica en la que se ha enfrascado el
país este nuevo ciclo político.

Con la cooptación de las instituciones que conforman el sistema político


guatemalteco, el pacto oficialista ha ido en contra de otras instituciones con un papel
importante en el devenir de la política del país, como la propia USAC y la imposición
de Walter Mazariegos como rector en unas elecciones fraudulentas ya puerta
cerrada. En medio de todo ello, el sistema de justicia, y el Ministerio Público en
específico han sido instrumentalizados hasta hacer de la persecución política en
contra de actores incómodos al régimen, una política de Estado, obligando a salir
en el exilio a jueces, magistrados, periodistas, defensores de derechos humanos,
fiscales y demás ciudadanía que represente incomodidad al status quo.

A este ciclo político de cooptación, hay que sumarle los efectos de la


pandemia, que, según el Latinobarómetro (2023) profundizó la insatisfacción de la
ciudanía en la región, influyendo aún más en la imagen de la democracia. En el
mismo sentido, la PNUD (2021) estimaba que, en promedio, para el 2020 el 81% de
la ciudadanía de América Latina consideraba que la distribución de ingresos en la
región era injusta. De ello se puede inferir que la población latinoamericana en
general, y la guatemalteca en específica es consciente de las condiciones de
desigualdad que atraviesan sus países en cuanto a la distribución de ingresos, lo
cual tiene una estrecha relación con la garantía de sus derechos dentro de un
sistema democrático. Esto ha dejado a los sistemas políticos, como el guatemalteco,
vulnerable ante propuestas populistas y regímenes no democráticos que ponen en
riesgo la consolidación de la democracia.

A pesar de esta situación, los pobladores de la región latinoamericana han


tomado el camino de la democracia procedimental para expresar su descontento y
generar cambios en el panorama político que le den paso a la consolidación de una
democracia sustancial, traducida en mejores condiciones de vida social. Como
ejemplo de ello han sido las elecciones de Perú en las que, luego de una crisis
política y movilizaciones sociales masivas, 16 partidos políticos quedaron sustraídos
del sistema electoral peruano, incluyendo algunos que hicieron gobierno durante los
últimos años, al no alcanzar el número de votos requerido por el umbral electoral.
Así, la izquierda, personificada en Pedro Castillo, logró hacerse con el poder político
del país, sabiendo canalizar mejor las demandas de su población que los propios
partidos en sí mismos.

Similares escenarios han tenido lugar en otros países como Chile, Colombia,
Honduras y Brasil, en donde la población se ha inclinado por posiciones políticas
contrarias, y en algunos casos incluso sorpresivas. Tal ha sido el caso de
Guatemala, que luego de sentimiento de hartazgo generalizado, en el que se
combinó el proceso exacerbado de cooptación institucional, con la falta de atención
política a los efectos socioeconómicos de la pandemia y las intentonas del pacto
oficialistas de limpiar el camino de las elecciones a actores afines, dejando a varios
contendientes peligrosos al régimen fuera, llevo finalmente la población a transmitir
ese descontento en las urnas colocando a Semilla, de la mano de Bernardo Arévalo,
sorpresivamente victorioso.

De esta manera, se ha llegado al final del ciclo político que comenzó con la
oportunidad perdida en 2015 y la pasividad de la ciudadana para defender la
democracia ante el proceso de cooptación institucional y persecución política que
se vivido durante los últimos años en el país. Las últimas acciones del Ministerio
Público encaminadas a deslegitimar los comicios ponen en riesgo el bastión
fundamental de un régimen político democrático: la existencia de elecciones libres,
regulares y competitivas, o democracia procedimental.

Sin embargo, las movilizaciones masivas que han tenido lugar durante las
últimas semanas son un reflejo de que, si bien el apoyo a la democracia se ha visto
erosionado a lo largo del presente siglo, lo cierto es que aún existe entre la población
guatemalteca la confianza en que la misma institucionalidad del Estado puede
depurarse y reencausar el camino democrático a manera de salvar el régimen y la
transición gestado a finales del siglo pasado. Al igual que en otros países de la
región, las consignas de la movilización social guatemalteca giran en torno a
peticiones hacia la propia institucionalidad, con renuncias y reformas concretas, y
no hacía estrategias por fuera de las reglas democráticas de forma que se busca
salvar la democracia ejerciendo las garantías fundamentales que el propio sistema
otorga creando la oportunidad para pactar una salida democrática entre los actuales
actores en el poder, quienes deberían de tomar lugar el próximo 14 de enero, y
demás actores con recursos políticos, económicos o ideológicos con capacidad de
ejercer presión en el sistema.

Como resultado del análisis aquí propuesto, se puede determinar que, si bien
la crisis sanitaria puso al desnudo las carencias más acentuadas de los Estados de
la región latinoamericana en general y de Guatemala en específico, lo cierto es que
la gran mayoría de los problemas socioeconómicos derivados de la pandemia son
fenómenos estructurales que el país arrastra y que la clase política no ha sido capaz
de sortear con la transición hacia una democracia procedimental, que no ha sido
acompañada apropiadamente de por una democracia sustantiva, o garantía de
derechos y libertades fundamentales.

Si bien la última década significó un deterioro en los marcadores subjetivos


de la democracia para Guatemala,, como bien lo reflejan los sondeos del
Latinobarómetro y la PNUD, así como el retroceso democrático para países vecinos
como el caso de Nicaragua y Venezuela, lo cierto es que los guatemaltecos han
seguido la tónica de casos aledaños, en donde la ciudadanía parece aferrarse a las
alternativas que ofrece una democracia procedimental para generar alternancia en
el poder y con ellos resultados electorales inesperados, pero igualmente apreciables
para un sistema pluralistas en el que la alineación de instituciones corrompe el
espíritu democrático.

Esta alternancia, combinada con el involucramiento de la población


guatemalteca en la construcción de su país parece estar abriendo nuevas
oportunidades de cambio y posibilidades renovadas para consolidar finalmente una
democracia que está siendo demandada por amplias capas sociales de la región,
demostrando con ello que el camino hacia la consolidación no es precisamente un
proceso lineal y que Guatemala tiene la oportunidad de reencausar su proyecto
democrático para la próxima década, si logra sobrellevar la actual crisis política,
negociar una salida democrática entre actores y revertir la cooptación de las
instituciones como parece ser con la llegada al poder de Bernardo Arévalo y Semilla,
como actores antisistema.

Referencias bibliográficas:

Boron, A. (1977). El fascismo como categoría histórica: en torno al problema de


las dictaduras en América Latina, pp. 481-528. Revista Mexicana de
Sociología, 39 (2). https://www.jstor.org/stable/3539775

Comisión Económica para América Latina y el Caribe (2021). Panorama Social de


América Latina 2020 (LC/PUB.2021/2-P/Rev.1).
https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/46687/8/S2100150_es.
pdf

Latinobarómetro (2021). Latinobarómetro informe 2021.


https://franciscodiez.com.ar/11607-latinobarometro-informe-2021

Latinobarómetro (2023). Latinobarómetro informe 2023.


https://www.latinobarometro.org/lat.jsp

Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2021). Informe regional de


desarrollo humano 2021.
https://www.latinamerica.undp.org/content/rblac/es/home/library/human_dev
elopm ent/regional-human-development-report-2021.html

Schaposnik, C. (s.f.). Aporte para la rediscusión de la “teoría de la dependencia”.


Universidad Nacional de la Plata.
https://revistas.unlp.edu.ar/aportes/article/download/3197/3114/

Szmolka, I. (2010). Los regímenes políticos híbridos: democracias y autoritarismos


con adjetivos. Su conceptualización, categorización y operacionalización
dentro de la tipología de regímenes políticos. Revista de Estudios Políticos,
pp. 103-135.
Solorza, M. y Cetré, M. (2015). La teoría de la dependencia. Revista Republicana,
pp. 127-139.
http://ojs.urepublicana.edu.co/index.php/revistarepublicana/article/view/133

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