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¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p.

¿Ambición de poder u oficio de caridad?:


el dilema de obispos y sacerdotes en el s. IV1

Patricio de Navascués

El tema anunciado consiste en presentar –a grandes rasgos, por supuesto– una cuestión
inquietante: ¿qué ocurrió a lo largo del s. IV para que, en los comienzos de ese mismo siglo, ser
presbítero, ser obispo, supusiese en la práctica una firme candidatura al martirio y en poco más
de cincuenta años, el sacerdocio hubiese caído en tal descrédito que algunos cristianos,
empeñados en vivir evangélicamente, lo rechazaban?

*****
ÍNDICE

1. Introducción
· Aclaraciones sobre el título
· De los tres primeros siglos hasta la persecución de Diocleciano en breve

2. El giro constantiniano

3. Los síntomas de la gestación de una estructura de pecado

4. San Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo al rescate

5. San Agustín y el oficio de caridad pastoral

*****

1. Introducción

Aclaraciones al título
Donde el título dice ambición de poder, podríamos extenderlo en ambición de poder,
de prestigio, de éxito, de agradar a la opinión pública, etcétera, pero un título ha de ser
breve por fuerza. Donde dice el dilema, no quiere decir que fuese el único y exclusivo
dilema que se planteaba a los ministros, pero, como trataré de probar, un análisis de las
fuentes puede mostrar que no fue cosa de poca importancia. Por último, donde el título
dice en el siglo IV, soy consciente de que la tentación de poder anida en el corazón
humano de todos los hijos de Adán, en el s. IV, en el s. II y en el s. XXI.
Los siguientes textos, tanto de Benedicto XVI como de papa Francisco subrayan la
existencia de esta tentación universal.
[...] En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una
tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda en
este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no es raro que dé
mayor importancia a la organización y a la institucionalización, que no a su llamada de
estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.

1
El texto que se ofrece complementa el vídeo, proporcionando los textos que se han leído y otros
también, además de otras explicaciones y notas. No es un texto académico –faltarían muchos datos que
aportar y observaciones que anotar–, sino un apunte de tipo subsidiario para un mayor enriquecimiento de
la cuestión tratada.
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Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia


desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y
políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al
mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente
con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo.
La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la
estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible. La Iglesia se abre al mundo, no
para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias
pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así
hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que
yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal
manera en mí que es mi verdadera interioridad. (25 de septiembre de 2011, Benedicto
XVI, discurso ante los católicos, Alemania, Friburgo, subrayado mío).
El papa Benedicto XVI se refiere a un mismo tiempo a dos cosas: por un lado,
recuerda cuántas veces a lo largo de la historia, los misioneros y –podríamos añadir– los
verdaderos evangelizadores hicieron brillar el anuncio del Reino de Dios cuanto más
libres de privilegios de todo tipo se encontraron. En aquella primera etapa de la Iglesia,
antes de Constantino, se daban por supuesto todas las miserias propias de los hijos de
Adán, pero también brillaba con toda su fuerza y su misterio la primera misión de la
Iglesia, de tal manera que un seglar pudo llegar a exclamar, en los umbrales del s. III:
Somos de ayer y llenamos el mundo (Tertuliano, Apologético). Son palabras
proclamadas con sangre y sin poder, con valentía y sin medios oficiales de
comunicación, con pasión por Cristo y sin un conjunto de leyes confesional, católico;
fueron pronunciadas en un momento donde no existían lo que hoy llamamos 'templos'
cristianos… Bueno, sí existían: los templos –eran tal como se había expresado san
Pablo– los cristianos mismos, botafumeiros vivientes que llenaban con el aroma de
Cristo, de un confín al otro, el Imperio romano, con la paradoja de ser los pobres que a
todos enriquecen. El propio Tertuliano dirá en otro momento: nuestra caridad en las
calles aporta mucho más que las limosnas de vuestros templos. Con esta frase,
Tertuliano no sólo quería indicar que la generosidad cristiana resultaba
cuantitativamente superior a la pagana, sino que, al mismo tiempo, estaba sugiriendo
que el modo con el que el cristiano cumplía su liturgia era por medio de la caridad en el
templo de su cuerpo, en el marco de la calle y de la vida pública.
El papa Benedicto XVI sugiere que tanto más se abre la Iglesia al mundo cuanto
menos pretensiones de poder alberga. Si lo meditáramos con calma…
Cada ambición de un cristiano –incluso privada, de las que dice el salmo: Dice el
necio: 'Dios no lo ve'–, cada paso encaminado a empoderarse de algo –hasta de una
escoba–, empaña la desproporción fascinante que provoca el encuentro con el verdadero
misionero, con un hombre desprovisto de ambición, con los bolsillos rotos y la alegría
cosida, que ofrece un tesoro que al derramarse sobre los demás no mengua sino crece.
Si los jefes, los pastores, los cabeza del rebaño destacan por su ambición el oprobio
parece que cae no sólo sobre ellos, sino también sobre la grey que conducen. De ahí la
gravedad del tema que tratamos: la repercusión de un pecado del pastor es siempre
mucho mayor. No sin razón, el todavía cardenal Joseph Ratzinger llega a decir a modo
casi de máxima:
«El sacerdocio debe purificarse continuamente de todo revestimiento de privilegio» (J.
Ratzinger, Obras completas, vol. XII, 106).
Y si esto entonces es verdad en cualquier momento, dado que dice continuamente, no
parece que nuestros tiempos parezcan menos necesitados de esta advertencia, cuando el
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papa Francisco despidió con esta frase, fuera de discurso casi, a los sacerdotes españoles
estudiantes, residentes en Roma:
«Por favor –y esto os lo digo como hermano, como padre, como amigo–, por favor,
huid del carrerismo eclesiástico, que es una peste de la Iglesia, huid» (Papa Francisco, 1
de abril de 2017, Discurso a los sacerdotes del Pontificio Colegio Español de Roma).
Pero el tema escogido se ciñe al siglo IV, y lo hago por varias razones: una de ellas
para poder terminar a tiempo, otra, que yo tengo la suerte de poder dedicarme
preferentemente a los primeros siglos del cristianismo; pero, sobre todo, si lo limito al
siglo IV es también porque creo que en ese siglo se comenzó a fraguar con fuerza una
deformación de lo que hoy llamamos sacramento del orden, de la que tal vez aún no nos
hemos librado. Esta deformación mueve a desear dentro de la Iglesia el servicio
prestado como sacerdotes y obispos por motivos muy ajenos al espíritu apostólico.

*****

De los tres primeros siglos hasta la persecución de Diocleciano en breve


No obstante, para evitar dar la impresión de que mi intención fuera presentar el s. IV
como una suerte de compendio de todos los males en contraste con los siglos anteriores,
como si fueran ya el Reino de Dios en la tierra, permítaseme ofrecer a pasos de gigante
cuatro 'testimonios de ambición' anteriores al giro de Constantino (año 313) que puedan
hacernos comprender mejor en qué consiste lo grave del cambio operado en el s. IV, en
lo referente a la relación de la institución eclesial con el poder político.
Para empezar, valga como botón de muestra el pasaje de Mt 20, 20-28, donde la
madre de dos apóstoles pide a Jesús: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a
tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino» (Mt 20,21). Como era de esperar, el
evangelio dice más adelante que los otros diez se indignaron contra los otros dos y Jesús
tuvo que recordar: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores
absolutos y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino
el que quiera ser grande entre vosotros, y el que quiera ser el primero entre vosotros será
vuestro esclavo» (Mt 20,24-27).
Sea lo que sea, Jesús propone un modo de ser jefe, de ser pastor, que es exactamente
el contrario del que habitualmente se encuentra en el mundo. Que ese modo era un
oficio de caridad lo aprendió bien Pedro en la mañana de Pascua: «'Simón, hijo de Juan,
¿me amas más que estos?'. Le dice él: 'Sí, Señor, tú sabes que te quiero'. Le dice Jesús:
'Apacienta mis corderos'» (Jn 21,15).
Pero muy pronto, en uno de los primeros escritos más antiguos cristianos nos
encontramos con una lucha de poder, se trata de la Primera carta de Clemente Romano
a los Corintios. La Iglesia de Roma –más tarde, se atribuye en concreto a Clemente– ha
de intervenir en la comunidad cristiana de Corinto para poner paz entre dos grupos que
luchaban por el poder, al parecer, uno de modo ilegítimo había depuesto a los ministros
legítimamente constituidos. Así se expresará Clemente:
Seamos imitadores de aquéllos que con pieles de cabra y de oveja fueron predicando
la venida de Cristo. Hablamos de Elías y Eliseo y también de Ezequiel, los profetas; y,
además de éstos, los que fueron atestiguados [por Dios]. Abraham fue grandemente
atestiguado y fue llamado amigo de Dios. Con sentimientos de humildad dice al mirar la
gloria de Dios: Yo soy tierra y ceniza (Gn 18,27)... Job hablaba de sí dicendo: Nadie está
limpio de mancha aunque su vida sea de un día (Jb 14,4-5)... Moisés no habló con
arrogancia, sino que dijo al dársele la revelación sobre la zarza: ¿Quién soy yo para que
me envíes? Yo soy de voz débil y lengua torpe (cf. Ex 3,11; 4,10) y otra vez dice: Yo soy
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vapor de una olla (cf. Os 13,3; St 4,14; no se encuentra la cita exacta, ¿será de un
apócrifo de Moisés?) (Carta de Clemente Romano a los corintios 17).
Clemente pone en contraste el hecho de haber sido ni más ni menos que atestiguado
por Dios, distinguido por Dios, con la confesión de ceniza, de vapor, de humildad que
estos profetas de la venida de Cristo se atribuían.
Este tipo de cuestiones no desaparecieron y prueba de ello es sorprender hacia el
final del s. II, al sobrio Ireneo de Lyon, obispo él, a escribir estas líneas contra otros
obispos y presbíteros que siguen sonando contundentes. En ellas insta a los fieles a
adherirse a los presbíteros –con este término Ireneo puede estar refiriéndose tanto a lo
que hoy consideramos obispos como también a sacerdotes, en fin, es una cuestión que
ahora no podemos profundizar–, insta a los fieles a adherirse a los presbíteros que
sitúan en el carisma seguro de la verdad, y, por el contrario, mueve a apartarse de tres
tipos de presbíteros:
a) los de doctrina mala, e incluso, herética
b) los cismáticos y orgullosos y llenos de sí2
c) y los hipócritas, que van en busca de lucro y vanagloria.
Como vemos Ireneo, un hombre calmado, no entraría hoy en la llamada 'corrección'.
A nosotros ahora nos interesa la tercera clase, la de los que van en busca de lucro y
vanagloria. De ellos dice Ireneo, Adv. haer. IV,26,3:
Mas los que a juicio de muchos pasan por presbíteros, son esclavos de placeres, y, lejos
de gobernarse en su interior por el temor de Dios, ultrajan a los demás y se enorgullecen
hinchados por el puesto de mando, y obran mal a escondidas, y dicen (Dan 13,20): ‘Nadie
nos ve’. Serán confundidos por el Verbo, que no juzga según opinión (cf. Is 11,3), ni mira al
rostro, sino al corazón (cf. 1 Sam 16,7). Y oirán las palabras del profeta Daniel
(13,56.52-53): ‘Raza de Canaán y no de Judá, la hermosura te sedujo y la concupiscencia
pervirtió tu corazón. Inveterado de los días malos, ahora vinieron (a descubrirse) los pecados
que antes hacías, juzgando juicios injustos. Condenabas a los inocentes, y absolvías a los
culpables. Decía (empero) el Señor: No darás muerte al inocente y al justo’. De ellos dijo
también el Señor (Mt 24,48-51; Lc 12,45-46): «Pero si el mal siervo dijere en su corazón: Mi
amo tarda. Y comienza a azotar a los siervos y siervas, a comer y beber y embriagarse,
vendrá el amo de aquel siervo el día que no piensa y a la hora que no espera, y le partirá por
la mitad y asignará su parte a los incrédulos».
Entendámoslo bien: no se trata de herejes ni de cismáticos (las dos primeras categorías),
sino de ministros legítimamente ordenados que han caído de la Verdad. No cuestiona
Ireneo la validez de su sacramento ni del perdón administrado o de la eucaristía presidida,
pero tampoco esconde que esos ministros no están en la Verdad, y su afán de vanagloria
les hace merecedores –dice Ireneo– del rechazo del rebaño. Es una maravilla cómo Ireneo
habla también de lo que procuran los buenos presbíteros a los fieles, fijaos, Adv. haer.
IV,26,1:
Leída en cambio (la Ley) por los cristianos, es el tesoro escondido en el campo, revelado
y declarado con la cruz de Cristo, (tesoro) además que enriquece los pensamientos de los
hombres y da a conocer la sabiduría de Dios, y revela las disposiciones Suyas (de Dios) con
el hombre, y prefigura el reino de Cristo, y evangeliza de antemano la herencia de la Santa
Jerusalén; y predice que el hombre animado del amor a Dios progresará tanto que hasta vea a
Dios y oiga Su Palabra; y por oír su habla será tan glorificado que no puedan los demás
mirar de hito en hito al semblante suyo glorioso (cf. 2 Cor 3, 7; Ex 34, 29-35), según lo dijo
Daniel (12, 3): ‘Porque los sabios resplandecerán como la claridad del firmamento, y quienes

2
Entiéndase lo segundo como una especie de explicativo de lo primero. No se trata de dos clases: los
cismáticos y, otra, la de los orgullosos y llenos de sí, sino que por cismásticos no pueden ser más que
orgullosos y llenos de sí. No es, no obstante, este el caso que vamos a analizar.
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hacen Justos a muchos (‘a multis Justis), como estrellas por los siglos y demás’. Si uno pues
lee, como indicamos, las Escrituras —de esta manera disertó el Señor a los discípulos (de
Emaús) después de resucitado de entre los muertos, mostrándoles a partir de las mismas
Escrituras cómo ‘convenía que Cristo padeciese y entrase en su gloria’ (Lc 24, 26.46) ‘y se
predicara en su nombre por todo el mundo la remisión de los pecados’ (Lc 24, 27)—, será
consumado discípulo, y ‘semejante al paterfamilias que de su tesoro saca cosas nuevas y
antiguas’ (Mt 13, 52).
Este modo de leer la Escritura que genera tanto regalo que desde Dios se desborda hacia
el fiel es el que obtiene quien se pega a los presbíteros que tienen el carisma seguro de la
verdad. En fin, mientras que un buen pastor es magna utilitas, para Ireneo, uno malo, es
summa calamitas.
Pero si nos vamos un poco más adelante en el tiempo y de Asia y Galia donde pasó la
vida Ireneo nos dirigmos hacia Egipto y Palestina donde transcurrió la de Orígenes,
tampoco encontraremos algo muy distinto. En más de una ocasión, el maestro y presbítero
Orígenes recuerda el modo justo de ser pastor dentro de la comunidad cristiana, Homilía a
Isaías VI,1:
El que es llamado al episcopado, no es llamado a la presidencia, sino al servicio
de toda la Iglesia. Si quieres creer, a partir de las escrituras, que en la Iglesia el que
preside es siervo de todos, que te convenza entonces el mismo Salvador y Señor, que
siendo tan extraordinario se volvió, «en medio de los discípulos, no como el que se sienta
a la mesa, sino como el que sirve». En efecto, tomando un paño después de haberse
quitado el manto, se ciñó y, echando agua en una vasija, comenzó a lavar los pies a los
discípulos y a secarlos con el paño con que se había ceñido. Y, enseñando que convenía
que los que presiden fueran tal como siervos, dice: «Vosotros me llamáis "Maestro" y
"Señor", y decís bien, pues lo soy. Si yo, entonces, el Señor y Maestro, he lavado vuestros
pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Por consiguiente, el que
preside la Iglesia es llamado al servicio, para que pueda ir desde ese servicio al trono
celeste, tal como está escrito: «Os sentaréis sobre doce tronos a juzgar a las doce tribus
de Israel».
O, a propósito del modo de elección de los obispos, dice, en su Homilía a los
Números XXII,4:
Aprendan los jefes de las Iglesias a señalar por testamento, como sucesores suyos,
no a aquellos que están relacionados con ellos por vínculo de consanguinidad, ni los
que se les unen por parentela carnal, ni entregar el principado de la Iglesia como
hereditario, sino remitirlo al juicio de Dios y no elegir a aquel al que recomienda el
afecto humano, sino dejar al juicio de Dios todo lo referente a la elección del
sucesor. [...] 4.2. Así dice Dios a Moisés: Toma contigo a Jesús, hijo de Nave, hombre
que tiene el Espíritu de Dios en sí mismo, e impón tus manos sobre él; y preséntalo ante
el sacerdote Eleazar, y dale las órdenes ante toda la asamblea, y dispón al respecto ante
ellos; y pondrás sobre él tu gloria, para que le escuchen los hijos de Israel. Oyes con
nitidez la entronización del jefe del pueblo, tan claramente descrita, que apenas necesita
explicación. Aquí no hay ninguna aclamación del pueblo, ninguna razón de
consanguinidad, ninguna consideración de parentela. Déjese la heredad de los
campos y de las propiedades a los parientes; pero el gobierno del pueblo entréguese
a aquel al que Dios elige, o sea, a tal hombre que tiene, como habéis oído que está
escrito, en sí mismo el Espíritu de Dios y los preceptos de Dios están ante él, y que sea
muy conocido y cercano a Moisés, esto es, en quien esté la claridad de la ley y la ciencia,
para que puedan escucharle los hijos de Israel.
Cuando uno cae en la cuenta de que quien pronunciaba estas palabras era un
presbítero, que no obispo, se acuerda de la libertad de los santos, de la libertad de santa
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Catalina de Siena, cuya audacia no es el fruto del resentimiento ni de la rivalidad, sino


del mejor espíritu evangélico que busca el bien de los fieles.
Con estas de Orígenes terminamos nuestros cuatro pasos que ponen en evidencia la
necesidad que tienen los pastores de la Iglesia de purificación continua, no limitada a
ninguna época en especial, de la que hablaba J. Ratzinger. Pero quería terminar este
apartado con un testimonio de luz, precisamente en el comienzo del s. IV, cuando la
persecución del Imperio contra la Iglesia se hizo más feroz. Entre otros muchos casos,
sorprendemos a un grupo de mártires en el norte de África que fueron martirizados por
celebrar la eucaristía con el presbítero Saturnino. El procónsul, consciente del servicio
del presbítero, preguntaba más de una vez: ¿quién es el cabeza de vuestras reuniones?
Pregunta a la que Saturnino no dudará en responder: Yo soy el que estaba al frente de
las reuniones celebradas en casa de Emérito. '¿Por qué?', le preguntará el procónsul, y
el presbítero contestará: Porque el día del Señor no puede interrumpirse (cf. Actas de
Saturnino, Dativo y otros, 6 y 10).
Poco podría sospechar Saturnino y sus compañeros que de las mismas instancias
políticas desde donde ahora se les urgía a apostatar sopena de ser ejecutados, años más
tarde, se les atacaría de modos mucho más sibilinos y, tal vez, por ello mismo, mucho
más peligrosos cuanto menos escandalosos y menos fáciles de detectar en su
perversidad. Pero de esto es de lo que tratan los dos próximos números.

*****

2. El giro constantiniano

Bueno, creo que aquí, en este punto 2, está –en mi modesta opinión– la clave del
asunto. No pretendo ahora interpretar cuál es el significado de lo que provocó
Constantino con su política de conceder paulatinamente más y más libertad externa a la
Iglesia y a los cristianos al comienzo del siglo IV. Pero, por otro lado, no puedo evitar
ofrecer de soslayo mi opinión acerca del llamado giro constantiniano porque aquí a lo
largo de estas primeras décadas del siglo IV se pone la base para algunas deformaciones
estructurales, que, tal vez, podemos seguir padeciendo.
Para tratar de hacerlo evidente de un modo veloz y concreto, al mismo tiempo, he
escogido tres fechas y tres declaraciones del emperador Constantino. Vayamos por
orden:

· año 311
En este año tiene lugar el llamado edicto de Galerio, o sea, una ley emanada por el
emperador Galerio (en este caso al frente del poder estaban cuatro por cuarta vez en la
historia del Imperio, en lo que se conoce como Cuarta Tetrarquía, quedando el Imperio
dividido en cuatro zonas geográficas). Junto con Galerio firman Constantino, Licinio y
Maximino Daya.
Con este edicto se ponía fin a la persecución contra los cristianos, a cambio de que
aquellos no impidieran la convivencia y oraran a su Dios por el Emperador y la paz de
todos. La motivación de corte político y social del edicto resulta bastante palmaria, pues
la confiesan abiertamente los Augustos Emperadores, todos ellos, por supuesto,
Pontífices Máximos (de la religión romana). Se trata de preservar incólume el Estado,
evitar más y mayores desórdenes y derramamientos de sangre que, a la postre, se han
revelado inútiles, pues tantos cristianos han perseverado –a juicio de ellos–
obstinadamente fieles a su religión.
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Al poco de comenzar el documento, aún en la exposición de los hechos, se alcanza a


leer lo siguiente:
[...] Por motivos que desconocemos se habían apoderado de los cristianos una
contumacia y una insensatez tales, que ya no seguían las costumbres de los antiguos,
costumbres que quizá sus mismos antepasados habían establecido por vez primera, sino
que se dictaban a sí mismos, de acuerdo únicamente con su libre albedrío y sus propios
deseos, las leyes que debían observar y se atraían a gentes de todo tipo y de los más
diversos lugares.
Poco después, se pone de relieve la clemencia e indulgencia de los gobernantes
romanos y que, una vez constatado que han sido muchos los que han perseverado, se ha
dictado, por consiguiente, que cesen las persecuciones y:
puedan nuevamente ser cristianos y reconstruir sus lugares de culto, con la condición de
que no hagan nada contrario al orden establecido3.
El edicto lo transmiten Lactancio en el original latino (Sobre la muerte de los
perseguidores 34) y, como de costumbre, Eusebio en traducción griega (Historia
eclesiástica 8,17). Ahora bien, en una de sus revisiones posteriores de su obra Historia
eclesiástica, Eusebio dejó caer la expresión donde los cuatro tetrarcas firmantes aludían
a la contumacia e insensatez de los cristianos. Sin duda, hizo esto para "limpiar" la
imagen de Constantino. Lactancio y la primera edición de Eusebio dejaron al
descubierto la artimaña.

· año 313
Tiene lugar el conocido como "edicto de Milán" 4, en el que Licinio, en Oriente, hace
público un acuerdo tomado poco antes con Constantino, que reinaba en Occidente. He
aquí el texto, un poco largo y desproporcionado en relación con lo que nos ocupa. Léase
para lo que ahora interesa:
2. »Habiéndose reunido felizmente en Milán, tanto yo, Constantino Augusto, como yo,
Licinio Augusto, y habiendo tratado todo lo referente a la utilidad y seguridad pública,
entre otras cosas, creímos debían resolverse las de más provecho para muchos hombres,
entre las que figuran el modo de dar culto a la divinidad, y así acordamos dar a los
cristianos y a todos en general libre facultad para seguir la religión que cada uno
estime conveniente, con el fin de tener aplacadas y propicias a cualquiera de las
divinidades que en el cielo habiten, tanto para nosotros y nuestras cosas como para
con todos los sometidos a nuestro poder.«
3. [5.] »Por lo cual, tomar una resolución de esta clase, nos pareció saludable y muy
puesto en razón, de no prohibir a nadie que siga la religión cristiana o se convierta a la
misma, si es que la tiene por la mejor; para que de esta forma la suma divinidad, a cuyo
culto rendimos libre homenaje, manifieste con todos su acostumbrado favor y
benevolencia.«
4. [6.] »Por tanto, estará bien que vuestra dignidad sepa que hemos acordado abolir
todas las anteriores disposiciones dadas por escrito, al hacernos cargo del mando, sobre la
condición de los cristianos, y abrogar las que parecían hallarse en pugna con nuestra
clemencia o eran demasiado perniciosas y desde ahora sencilla y libremente, todo el que
quiera guardar las leyes de la religión cristiana, podrá hacerlo sin que se le inquiete y
moleste.«

3
LACTANCIO, Sobre la muerte de los perseguidores 34, en ibíd. (tr. R. Teja, Gredos, Madrid 1982)
165-167.
4
En realidad, no fue un 'edicto', ley emanada por el Emperador a iniciativa suya, sino un 'rescripto', o
sea, una respuesta del Emperador a la cuestión o consulta planetada por algún magistrado.
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 8

5. [7.] »Hemos creído manifestarlo así claramente a vuestra solicitud para que sepáis
que hemos dado libre y absoluta facultad de practicar su religión a los mismos
cristianos.«
6. [8.] »Y al venir en conocimiento de esta permisión nuestra, entenderá igualmente
vuestra dignidad que también a los demás hemos concedido libertad y libre poder de
guardar su religión, con objeto de que haya paz, y en dar culto conforme a las creencias
propias, sean todos libres y nadie crea que nosotros pretendemos ir contra el honor o la
religión de nadie.«
7. [9.] »Y además hemos pensado establecer lo siguiente, en orden a las personas de
los cristianos, que si aquellos lugares en los que antes solían reunirse y que estaban
comprendidos en las instrucciones escritas que se os dieron al posesionaros de vuestro
cargo, hubiesen sido comprados por entonces, ya por los particulares ya por nuestro fisco,
séanles devueltos a los cristianos sin exigirles ningún dinero o precio, sin recurrir a
engaños o ambigüedades; aun aquellos que los adquirieron por donación, igualmente que
los devuelvan cuanto antes a los mismos cristianos;«
8. [10.] »y asimismo aquellos que los compraron o que los recibieron, háganlo por
medio de nuestro representante o vicario y se les resarcirá por este conducto conforme a
nuestra acostumbrada clemencia.«
[11.] »Todas estas cosas convendrá que sean devueltas lo más pronto posible a la
corporación de los cristianos por vuestra intervención y sin dar lugar a dilaciones.
9. Y como se sabe que los mismos cristianos poseíain bienes no sólo en aquellos
lugares en que acostumbraban a reunirse, sino también en otras partes y los cuales
pertenecían al derecho de la comunidad, esto es, a las iglesias, no a los particulares; todos
estos bienes, que están comprendidos en la ley que más arriba hemos decretado, bajo
ninguna duda o controversia, ordenamos que sean devueltos a los mismos cristianos, es
decir, a su corporación y a sus iglesias, teniendo en cuenta la razón anteriormente
señalada, que ellos los devuelvan sin exigir precio, como dijimos, pero que esperen una
indemnización de nuestra benevolencia.«
10. [12.] »En todo lo cual deberá mostrarse vuestra intervención eficacísima en favor
de la dicha corporación de los cristianos, para que nuestro mandato se ejecute cuanto
antes, pues también por este medio queremos procurar la pública tranquilidad, según
nuestra clemencia.«
11. [13.] »Así sucederá que, como más arriba indicamos, la protección divina, que en
tantas ocasiones hemos experimentado, seguirá acompañándonos por todo el tiempo, para
que se desarrollen prósperamente los acontecimientos en beneficio del público bienestar.«
12. [14.] »Para que pueda llegar a conocimiento de todos muestra auténtica de nuestro
decreto y bondad, las expondréis por escrito en todas partes y haréis que todos las sepan,
presentándolas mediante una carta vuestra, para que sea rápido y patente el efecto de
nuestra benevolencia.» (transmitido por Lactancio, Muerte de los perseguidores 48, 2-12).
En principio, uno podría pensar: ¡qué bien! Constantino ha ido evolucionando y poco
a poco, primero en 311 concediendo la libertad y fijando el final a la persecución contra
los cristianos, y después en 313, otorgando firmemente la libertad de culto y la
restitución de los bienes de que fueron privados, ha legislado favoreciendo a los
cristianos. Así, de hecho, ha sido más de una vez –también hoy– comprendido por
tantos historiadores. Siguiente paso.

· año 324
La fiera comienza tímidamente a asomar la patita. Han pasado algunos años a partir
del llamado Edicto de Milán, Constantino se ha deshecho de su último oponente y reina
el solo, como gran monarca, sobre toda la extensión del Imperio (lejos queda la
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 9

tetrarquía del 311). Los cristianos llevan ásperamente unos pocos años discutiendo
sobre si Jesucristo es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
etcétera, con el epicentro de la discusión en Alejandría (Egipto), donde el obispo
Alejandro de Alejandría ha discutido con Arrio, uno de los presbíteros, en un sínodo y
le ha dejado convicto de hereje (año 320). Arrio ha buscado apoyos con otros obispos y
presbíteros del Oriente y los ha encontrado. La discusión, lejos de haberse apagado con
el concilio del 320 celebrado localmente en Alejandría, se ha extendido. Constantino se
irrita. En su concepto de religión es incapaz de entender la discusión. Para un romano
clásico decir religión es tanto como decir rito cumplido conforme a unas rúbricas que
satisface a los dioses y les vuelve propicios para los hombres. Ser religioso es cumplir
una serie de prácticas rituales externas. Nada más, en sustancia. Constantino reacciona
ante estos "disturbios" originados en Egipto y que desordenan la paz civil del Imperio y
escribe una carta a Alejandro y a Arrio en la que se expresa con estos términos:
[...] Meditando entonces sobre el origen y naturaleza de estos acontecimientos, he
podido observar que el pretexto 5 es irrelevante por demás, y que no merece tanta
controversia (68,2), [...] me coloco, como era de esperar, en medio de vuestra recíproca
disputa, cual árbitro de paz (68,2), [...] pues, cuando tú, Alejandro, preguntabas a los
presbíteros qué pensaba cada uno de ellos sobre cierto lugar de los que están consignados
en la ley, o más bien, sobre un aspecto baladí de cierta cuestión, tú, Arrio, contestaste a
tontas y a locas algo que o no era conveniente en principio concebir, o que, concebido,
tenía que haberse relegado al silencio (69,1), [...] Pues esos temas de discusión [...] los
debemos, no obstante, encerrar muy dentro de la mente y no sacarlos, a la primera
ocasión, en las asambleas públicas, ni confiárselos temerariamente a los oídos de las
gentes (69,2), [...] al fin y al cabo, ni el motivo de nuestra disensión ha rozado el principio
fundamental de los preceptos de la ley, ni por vuestra cuenta ha sido introducida una
nueva herejía sobre el culto debido a Dios; (70,1); [...] nuestro gran Dios, el Salvador de
todos (71,4); [...] porque dado que, como dije, una es nuestra fe y una la comprensión de
nuestra doctrina (71,5) [...]
Sigamos por un poco más de tiempo con cierto engaño, como si Constantino
estuviera logrando camelarnos. Apreciamos en esta ocasión del 324 un paso más en sus
'favores' hacia la religión cristiana. La equidistancia del año 313 con todas las religiones,
cuyo culto graciosamente concedía, se ha roto en favor del cristianismo, al que declara
ahora Constantino en las últimas líneas nuestra fe y nuestra doctrina.
Ahora basta: recapitulemos y preguntémonos qué es lo que le está sucediendo a la
Iglesia: ¿Cuál es el precio de esta graciosa libertad concedia por el Emperador al
cristianismo, hasta el punto de denominarlo fe nuestra? Tratemos de descubrir algunos
aspectos.
En realidad, la mentalidad de Constantino desde el año 311 hasta el 324 ha
evolucionado muy poco. En la superficie sí: del Constantino duro contra los cristianos a
los que les concede, junto a Galerio y los demás, a regañadientes la paz (año 311),
pasando al Constantino que, ya sin términos duros, garantiza y equipara los derechos de
los cristianos junto a las otras religiones de cara a tener contenta y aplacada a la suma
divinidad (año 313), llegamos al Constantino más confesional y miliante que no duda en
reconocerse cristiano (año 324, si bien no fue bautizado más que años después). En esta
evolución quedan atrapados algunos historiadores que no dudan en reconocer el bien
que supone que los cristianos puedan proclamar libremente su fe. Otros historiadores,
por el contrario, adversarios del cristianismo, descubren en este paso con cierta

5
El pretexto es la negación de la divinidad real y natural del Verbo rechazada por Arrio que ha
provocado la intervención de su obispo Alejandro.
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 10

amargura la cristianización del Imperio 6 y, con ello, la eliminación progresiva de las


otras religiones, terminando por considerar al cristianismo, como una religión totalitaria,
excluyente e intolerante. ¿Hay alguna otra posibilidad de análisis?
A mi juicio, sí.
Como decía en realidad, del Constantino más pagano (311) al más cristiano (324) el
cambio registrado es mínimo en lo que respecta al papel desempeñado por la religión.
Para el Emperador, antes y después de acercarse al cristianismo, la religión estaba al
servicio del objetivo del Estado y, por ello mismo, la religión o religiones no podían
escapar de ningún modo al control del poder político.
El primer punto que habitualmente se 'traga' más de un analista e historiador se
oculta en la concesión de libertad. La libertad religiosa –como bien sabía Tertuliano7–
no pertenece a la potestad estatal. Quien concede el libre ejercicio de una religión o de
otra no es la actitud benévola, graciosa, clemente del Emperador. Poder creer en Dios o
en varios dioses o, en último término, en ninguno, es un derecho que se fundamenta en
lo más íntimo de la persona. Con palabras de Tertuliano es un derecho humano, ius
humanum, un derecho que proviene del lugar objetivo que ocupa en la sociedad un
hombre, en cuanto hombre, y la potestad8 de este derecho –con palabras de Tertuliano,
tomadas del lenguaje de su época– es una potestad natural, potestas naturalis, es decir
es la naturaleza humana, en cristiano, la creación (o sea, en última instancia y para un
creyente, Dios) quien concede el libre y efectivo ejercicio de ese derecho. Punto
primero desactivado: el cristiano no ha de agradecer al Estado de tiempos de
Constantino ni de ningún otro mandatario el fundamento de su libertad para creer y
vivir la religión. En todo caso, podrá agradecer que el Estado salga garante de ese
derecho que pertenece a cada persona, al margen de la intervención estatal.
Segundo punto: la finalidad de la religión no es servir a los intereses del Estado. El
hecho religioso, por su naturaleza, no está bajo el paraguas del poder político ni se
solapan confundiéndose ambos ámbitos: el religioso y el político, como así pensaba
Constantino. Pero esta idea era en extremo novedosa para la mentalidad pagana.
Tercer punto: las consecuencias funestas no tardan en llegar. Constantino, por su
papel de Emperador, se reconoce más que autorizado para intervenir cual árbitro de paz
en la discusión entre Alejandro, obispo de Alejandría y Arrio, presbítero de Alejandría,
sin estar él siquiera bautizado en una discusión acerca de lo más precioso de la fe
cristiana, fe que los obispos nunca se atrevieron a decretar o a construir, sino a
reconocer y definir, respetando su carácter dado. Con la mentalidad propia de un
pagano, el Emperador considera baladí discutir si Cristo sea Dios verdadero de Dios
verdadero o, como pensaba Arrio, Dios a partir de la nada, o sea, Dios hecho por el
Padre a partir de la nada, a partir de un origen distinto del Padre, o sea, en último

6
Pero la pregunta decisiva que algunos no se atreven a plantearse: en esos años del s. IV, lo que
estaba ocurriendo entre la Iglesia y el Imperio, ¿era sólo la cristianización del Imperio o era también, y tal
vez en mayor medida, la mundanización de la Iglesia?
7
En su escrito A Escápula, del año 212.
8
El ius o derecho proviene de la situación objetiva del individuo. Si fuera del individuo sólo en cuanto
ciudadano (excluyendo entonces a los esclavos) hablaban en época de Tertuliano de derecho civil o ius
civile; al provenir del individuo en cuanto hombre (incluyendo a todos los hombres) hablamos de derecho
humano o ius humanum. La potestas hace referencia en cambio a la instancia que confiere el ejercicio
efectivo de dicho derecho. Por hipótesis, uno podría ser titular de un derecho y no poder ejercerlo; de ahí
la correlación que establece Tertuliano: la libertad religiosa es un derecho humano (todos los hombres
son titulares por ser hombres) de potestad natural (y el ejercicio de ese derecho se lo confiere la natura, o
sea, la creación, o sea, el nacer, o sea, en última instancia y para Tertuliano, Dios; pero téngase en cuenta
que Tertuliano escribía en esa obra a un senador pagano y ha de hacerse comprender por él, por eso habla
de potestas naturalis; para algunos romanos la natura en aquella época podía ser un modo de hablar
indirectamente del Dios supremo; así Cicerón, Séneca…).
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 11

término, un Dios –Cristo– incapaz de salvar al hombre, pues nunca podría dar Cristo
graciosamente al hombre la comunión que Él naturalmente no tiene desde el principio
con el Padre.
Para Constantino esto había de quedar para discusiones de salón, privadas, pero no
molestar la paz del Imperio con tales controversias, pues lo sustancial de la Ley –según
Constantino– permanecía inalterado.
El abrazo del Imperio a la Iglesia comienza a dejar las garras del oso en los hombros
de los obispos. La pretensión del Imperio es controlar a la Iglesia, una vez que
Constantino se ha percatado de la capacidad aglutinante que pueden constituir los
cristianos en la sociedad del Imperio. Se trata de una instrumentalización de la religión.
Constantino quiere servirse de los cristianos para lograr sus objetivos de dominio y de
poder. Ahora bien, consecuencia de esto será la extensión de una ola de corrupción
entre los jefes de los cristianos.
En efecto, además de esto –y precisamente así volvemos a poner el punto de mira en
los ministros, obispos y presbíteros–, Constantino se granjea muchos amigos entre los
jefes de la Iglesia, ¿cómo? Concediendo favores, privilegios… Probablemente todo fue
sucediendo poco a poco, a partir de determinadas leyes, disposiciones, mandatos, iría
paulatinamente transformando el rostro de los cristianos y, en particular, el de sus jefes.
El obispo pasó a tener una sede cada vez más vistosa, una basílica. Constantino
sufragó la construcción de varias, eso sí, sin herir tampoco el sentimiento de los viejos
paganos de Roma, escogió lugares lejos del centro de la urbe, como la basílica
Lateranense9. Al lado, de la basílica se edificó también el palacio residencial del obispo.
Poco a poco, la Iglesia, si no estaba alerta, iba asimilando la propia organización del
poder civil, iba estructurándose de modo análogo: imitó sus magistraturas, sus
jerarquías.
El Imperio puso a disposición de los obispos para sus reuniones el llamado cursus
publicus (un sistema oficial costosísimo de correo y de transportes que estaba reservado
a los altos funcionarios públicos y que era costeado por todos los ciudadanos). Los
obispos pueden, a partir de ahora, viajar como los altos magistrados públicos con cinco
acompañantes (dos presbíteros y tres mozos).
Se les conceden a los obispos exenciones fiscales; el patrimonio con el que las
iglesias, cada vez más numerosas en razón de conversiones tal vez ahora no tan
rectamente motivadas, se va enriqueciendo gracias a la nueva ley que les permitía
recibir herencias y donaciones pasó a la titularidad de la persona de los obispos, por
mucho que las donaciones fueran a la comunidad.
Por ende, a los obispos se les concede la llamada audientia episcopalis que era, en la
práctica, una equiparación con la función de la alta magistratura de los jueces: los
obispos podían ahora dictar sentencia sobre asuntos civiles, cuyo valor sería reconocido
por el Imperio. Se va dibujando en el horizonte de muchos cristianos por primera vez la
carrera eclesiástica tan potente como la imperial y en paralelo con ella.
Todo esto y más…, ¿qué genera? Pues genera una Iglesia que, de estar desprevenida,
comienza a dejarse regalar cada vez más por el Estado al tiempo que va quedando cada
vez más sumisa y mundanizada; una iglesia que comienza peligrosamente a
clericalizarse cada vez más, dado que la figura del obispo y de los presbíteros comienza
a ganar en prestigio social y en capacidad de poder hasta unas cotas jamás imaginadas
en el siglo anterior.

9
Se dice que basílicas cristianas ya existían antes de Constantino. Esto es verdad, no conocemos
tantas pero sí algunas, sin embargo, hay una diferencia: las de Constantino son construidas ahora ex novo
y respondiendo a todo un plan de dotación, las anteriores eran edificios ya en uso, construidos con otros
objetivos, que las comunidades cristianas, que ya no cabían en sus viejas domus, trataron de adquirir.
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 12

Por todas estas cosas, el significado del giro constantiniano para la Iglesia no puede
comprenderse tan superficialmente como se hace en demasiadas ocasiones, como el de
una cristianización progresiva del Imperio, sino que a lo mejor podría llegar a plantearse
perfectamente la tesis contraria: ¿supuso este giro una relativa paganización de la
estructura de la Iglesia y, por consiguiente, de la vida de la Iglesia? ¿Supuso ese giro
una contaminación de la genunia tradición apostólica que la Iglesia ha tardado en
sacudirse o, incluso, siga aún hoy padeciendo las consecuencias? Tal vez, hubiera que
optar por ofrecer una respuesta según los casos, según las personas, pero no deja de ser
significativo que el término que tan vivamente describía a los cristianos que en los
primeros siglos, antes de Constantino, vivían en torno a un obispo, me refiero al de
parroquia (comunidad de quienes peregrinan, de quienes no tienen morada definitiva
aún) fuera o sustituido, postergado o arrinconado por el de diócesis (término prestado de
la administración civil del Imperio romano, incapaz de significar algo desde el punto de
vista creyente, más allá de la noción común, dentro de la organización de una gran
extensión para su gobierno, de una zona limitada dentro de un espacio mayor al frente
de la cual hay un alto funcionario).
Otro síntoma de esta relativa 'paganización' es el olvido de la libertad religiosa, que
ofreció de modo pionero en el escenario mundial un cristiano de nombre Tertuliano (en
torno al año 212 en un pequeño escrito, A Escápula, dirigido a un gobernador
perseguidor del mismo nombre), con algún eco después en Lactancio, al principio del s.
IV, y de la que no se vuelve a oír hablar ¡hasta la declaración del concilio vaticano II
Dignitatis humanae, que, por cierto, ignora ese lúcido pasaje de Tertuliano y
vagabundea en su aparato de notas como si no pudiera encontrar más apoyo que algunos
lugares neotestamentarios10!

*****

3. Los síntomas de la gestación de una estructura de pecado

En el año 1987, el papa san Juan Pablo II escribía la encíclica Sollicitudo rei socialis,
dedicada a tratar varias cuestiones de índole social y política. Llegados a un punto, el
papa declara insuficiente el análisis sociopolítico. No es inútil, pero tampoco se basta a
sí mismo este enfoque para dar con el secreto último de las cosas. Dice entonces:
36. [...] « Pecado » y « estructuras de pecado », son categorías que no se aplican
frecuentemente a la situación del mundo contemporáneo. Sin embargo, no se puede llegar

10
La Iglesia tradicionalmente sí que mantuvo siempre la libertad del acto de fe, pero no supo defender
con igual intuición la libertad religiosa en ámbito político. Olvidó que dicha libertad no responde a una
concesión del poder estatal (mentalidad de Constantino) sino que está anclada en la naturaleza humana y,
por tanto, es anterior al Estado (mentalidad de Tertuliano). La cuestión de la libertad religiosa, según los
teólogos de razonamiento más estrecho, entraba en colisión con la obligación que tiene todo hombre de
buscar la verdad y vincularse con ella. Para esta postura rígida ofrecer la libertad religiosa en ámbito
político era lo mismo que negar esa obligación que toca, sin embargo, a la esfera moral de la persona. En
realidad, la aparente colisión no existe: sólo se puede garantizar plenamente la libertad del acto de fe de
cualquier persona si el ordenamiento jurídico del estado en el que vive no obliga a adorar a ningún dios.
La obligación de buscar la verdad nace de dentro de la persona, aunque no todos la descubran y
reconozcan, y no puede ser el resultado de una imposición externa. Por desgracia, podemos constatar que
entre el año 200 y el s. XX la Iglesia pareció olvidarse de este punto. ¿Hubiera pasado lo mismo si Europa
hubiese sido toda ella invadida por el Islam? Todo hace pensar que el instalarse en una posición cómoda y
de poder puede provocar con mucha facilidad que la luz de la verdad disminuya. Resuenan aún las
palabras del santo Juan Pablo II a los jóvenes reunidos en Cuatro Vientos, 3 de mayo de 2003:
«testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen».
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 13

fácilmente a una comprensión profunda de la realidad que tenemos ante nuestros ojos, sin
dar un nombre a la raíz de los males que nos aquejan.
Se puede hablar ciertamente de « egoísmo » y de « estrechez de miras ». Se puede hablar
también de « cálculos políticos errados » y de « decisiones económicas imprudentes ». Y
en cada una de estas calificaciones se percibe una resonancia de carácter ético-moral. En
efecto la condición del hombre es tal que resulta difícil analizar profundamente las
acciones y omisiones de las personas sin que implique, de una u otra forma, juicios o
referencias de orden ético.
Esta valoración es de por sí positiva, sobre todo si llega a ser plenamente coherente y si se
funda en la fe en Dios y en su ley, que ordena el bien y prohíbe el mal.
En esto está la diferencia entre la clase de análisis socio-político y la referencia formal al
« pecado » y a las « estructuras de pecado ». Según esta última visión, se hace presente la
voluntad de Dios tres veces Santo, su plan sobre los hombres, su justicia y su
misericordia. Dios « rico en misericordia », « Redentor del hombre », « Señor y dador de
vida », exige de los hombres actitudes precisas que se expresan también en acciones u
omisiones ante el prójimo. Aquí hay una referencia a la llamada « segunda tabla » de los
diez Mandamientos (cf. Ex 20, 12-17; Dt 5, 16-21). Cuando no se cumplen éstos se
ofende a Dios y se perjudica al prójimo, introduciendo en el mundo condicionamientos y
obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo.
Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha
debe ser juzgada también bajo esta luz.
37. A este análisis genérico de orden religioso se pueden añadir algunas consideraciones
particulares, para indicar que entre las opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina
y al bien del prójimo y las « estructuras » que conllevan, dos parecen ser las más
características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder,
con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad. A cada una de estas actitudes
podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión: « a cualquier precio ». En
otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus
posibles consecuencias.
Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se
encuentran —en el panorama que tenemos ante nuestros ojos— indisolublemente unidas,
tanto si predomina la una como la otra (Sollicitudo rei socialis 36-37, subrayado mío).
Estas palabras del papa aplicables entonces a la sociedad que se acercaba al final del
s. XX, creo que resulten igualmente lúcidas si las proyectamos sobre este siglo IV y la
cuestión que nos ocupa: la transformación (entiéndase ahora, deformación) del
ministerio apostólico (obispos, presbíteros, diáconos) de servicio, situado a los pies de
los reyes, esto es, los bautizados, en una instancia acaparadora de poder y de influencia,
dentro y fuera de los márgenes de la Iglesia.
Es sintomático, por ejemplo, la comparación del contenido de los cánones de algunos
de los primeros concilios, en época aún –podríamos decir– 'preconstantiniana' con otros
de décadas posteriores. En efecto, veamos la colección de cánones del concilio de Elvira
(muy cerca de la actual Granada). Se trata de una serie de disposiciones disciplinares,
81 en total, referentes a asuntos tales como estos: idólatras, paganos que inmolan,
espectáculos paganos, catecúmenos, señora que mata a esclava; maleficios, penitentes
que fornican, mujeres que adulteran, maridos que adulteran, mujeres abandonadas,
vírgenes que no guardan la virginidad, matrimonios procedentes del paganismo,
bautizadas que no se casen con paganos, sobre el 'precepto dominical' 11, ayunos, cartas

11
Es la primera vez que aparece en la historia de la Iglesia algo semejante a lo que hoy llamamos
precepto dominical, lo cual no deja de ser ya un síntoma incipiente de una iglesia que en lugar de celebrar
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 14

de comunión, endemoniados, excomulgados, velas, imágenes, varios sobre el


bautismo..., pentecostés, magistrados, juegos de dados, libertos… No llegarán a 10 los
dedicados a obispos o a ministros de la Iglesia. Esta colección es, en cierto modo, un
espejo de la actividad misionera de la Iglesia, que se enfrenta a la tentación de la
idolatría de los paganos catecúmenos, que ha de legislar sobre las variadísimas
situaciones familiares y matrimoniales que pueden presentarse; que ha de dar una
palabra sobre los juegos de azar, sobre la práctica del derecho civil, sobre el arte
pictórico en los edificios de reunión, etcétera, en una palabra, es el espejo de una iglesia
volcada ad extra, a la misión, abierta hacia el mundo, como quiere Ratzinger.
Vayamos ahora, en cambio, al concilio celebrado en Sárdica12, año 343, o sea, unos
30 años más tarde respecto del concilio de Elvira. La colección griega de este concilio
presenta 21 cánones, pero ahora no encontraremos ninguno de estos 21 que no se refiera
a obispos, presbíteros o diáconos. El proceso de clericalización y deformación del
misterio de la Iglesia resulta evidente. La preocupación –por otro lado, necesaria– de los
obipos reunidos en Sárdica se dirige derechamente a poner paz entre las rivalidades de
los eclesiásticos, se alude a su envidia, a sus estrategias, a sus visitas a los palacios
imperiales, etcétera. Es el espejo de una iglesia que padece endogamia, donde, según
Gregorio Nacianceno (véase más abajo), los que han de alimentar al pueblo están
muertos de hambre.
Valga como muestra precisamente el primero de estos cánones. Quien habla y
propone el canon al resto de padres conciliares es el obispo Osio, el cual consta que fue
obispo de Córdoba, y siempre de Córdoba, desde el principio hasta el final. Dice así:
Osio, obispo de la ciudad de Córdoba, dijo: «Hay que erradicar desde los cimientos no
tanto una mala costumbre cuanto una funestísima y corrupta praxis, para que no sea lícito
a ningún obispo pasar de una ciudad pequeña a otra. En efecto, es evidente el motivo
culposo por el que se emprenden tales cosas, porque nunca se ha podido encontrar un
obispo que se afane por pasar de una ciudad mayor a una más pequeña. Por eso queda
probado que los tales están inflamados por el hábito ardiente de la avaricia y sirven al
orgullo con el fin de aparentar poseer un mayor poder. Por tanto, ¿place a todos que
esta insensatez sea castigada con mayor severidad13? En efecto, considero que los tales no
deben disponer de la comunión de los laicos». Todos los obispos dijeron: «Place» (Canon
1 del Concilio de Sárdica, año 343, subrayado mío).
Viendo el transcurrir de la historia de la Iglesia y de los continuos vaivenes de sus
jefes de una ciudad a otra, antes y después de este concilio de Sárdica, recuerda uno
oportunamente la afirmación de J. Gaudemet, uno de los más célebres historiadores del

la eucaristía con el riesgo para el cristiano de ser sorprendido, detenido y eventualmente ejecutado ha
pasado a poder prescindir, en tiempo de 'paz', de la eucaristía dominical.
12
Sárdica es la actual Sofía, capital de Bulgaria. Fue una sede elegida geoestratégicamente por el
Emperador por estar más o menos en el medio entre occidente y oriente. Presidía este concilio el anciano
obispo de Córdoba, Osio.
13
La expresión mayor severidad parece insinuar que ya había sido sancionada esta práctica deficiente
en algún otro concilio. En efecto, en el canon del Concilio de Nicea (año 325) se alude al mismo
problema. La diferencia radica en que sólo ahora, en el concilio de Sárdica, se pasa a explicar el
fundamento del cambio de una diócesis a otra, que no es otro sino el carrerismo y todo lo vinculado a esta
lacra. Aquí, el texto del Canon 15 del Concilio de Nicea, –año 325–, con el mismo contenido pero sin la
explicación de la causa del traslado de una sede a otra: «A causa de la gran turbación y las revueltas
acontecidas se decidió eliminar en todas partes la costumbre contraria a la regla en el caso de que se
encuentre en algunas regiones, de modo que ni el obispo ni el presbítero ni el diácono cambien de una
ciudad a otra. Pero si uno, después de la decisión de este santo y gran sínodo, intentase algo así o se
entregase a tal propósito, sea anulado en cualquier caso tal plan y sea restablecido a la iglesia para la que
fue ordenado obispo o presbítero o diácono» (Acta synodalia, 287).
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 15

Derecho canónico, que dice algo así como: «Es perfectamente inútil fijar una ley y no
garantizar su cumplimiento».
La Iglesia, a medida que avanza el siglo IV, se va adentrando en estos enredos.
Naturalmente es esta una expresión genérica y, como tal, resultará sin duda injusta. Pero
es cierto que sólo pocos tienen la virtud de la solertia, o sea, de la perspicacia rápida y
certera, de la capacidad de dar con la verdad merced a una reflexión que no puede
diferirse mucho en el tiempo y necesita de un juicio rápido, pero no precipitado. Son
personas que se elevan entre la multitud con la capacidad de ver más allá y más hondo
que el resto. Más allá de una capacidad natural, la solertia puede ser también el
resultado de una vida ungida, donde el Espíritu acostumbra al fiel a poner la mirada en
lo que verdaderamente importa y a echar de menos la luz y el buen aroma de Cristo en
los ambientes donde reina la oscuridad y la putrefacción, revestidas de santidad de
aparato, de obediencia al superior y de búsqueda del mal menor. Uno de estos centinelas
proféticos del siglo IV es el santo obispo Hilario de Poitiers.
Le tocó en suerte, en buena parte de su ministerio, lidiar contra una facción de
obispos cortesanos, al servicio de la política imperial de Constancio 14. Me refiero entre
otros a Valente, Germinio, Ursacio… La opción que ellos preferían era la de no
pronunciarse a propósito de si Cristo era o no era de la misma sustancia que el Padre.
Mejor dejar las espadas en alto y atenerse a genéricas afirmaciones. Para Hilaro esto no
podía admitirse, resultaba una traición a la fe de la Iglesia. En más de una obra cargó
contra ellos y contra sus modos de urdir las soluciones. Pero llegado un momento, la
tomó con el mismo Emperador en una obra que escribió de título Contra el emperador
Constancio. ¿Por qué precisamente ahora en el año 361 escribe por primera vez con el
objetivo de la crítica al emperador? ¿No había descubierto antes las estratagemas de
Constancio? El propio Hilario nos ofrece la respuesta:
No hablaré precipitadamente, en efecto, yo que he callado durante tanto tiempo, ni he
callado sin juicio, yo que ahora finalmente me decido a hablar. Y no me lamento de la
injusticia sufrida, yo que la he mantenido escondida, y por eso, para que no parezca que
hablo en defensa de mi propio interés, me he impuesto durante tanto tiempo el silencio.
Ahora la única causa que me empuja a hablar es la de Cristo: por Él he tenido que callar
hasta ahora, por Él entiendo que ya no tengo que callar en el futuro (Contra Constancio
3).
Pues bien, Hilario, en unas líneas muy duras describe el modo de obrar al que está
acostumbrado el emperador Constancio. A juicio de Hilario, si en los primeros siglos un
emperador como Decio, Valeriano o Diocleciano perseguían abiertamente a la Iglesia,
ahora todo es mucho más sutil. Los dardos del emperador se dirigen envenenados contra
los jefes de las Iglesias, fundamentalmente, contra los obispos a los que termina
comprando a base de prebendas:
Pero ahora luchamos contra un perseguidor que pretende engañarnos, contra un
enemigo que nos halaga, contra Constancio, el Anticristo, que no nos golpea en la
espalda, sino que nos acaricia el vientre; no nos confisca los bienes procurándonos la

14
Constancio era uno de los tres hijos del emperador Constantino, que murió en 337. Constancio, tras
la muerte –eliminación– de los otros dos hijos –Constante y Constantino II– quedó como único
emperador del occidente y del oriente. Tendencialmente apoyó a esta facción de obispos (Valente,
Germinio…) que, en realidad, se caracterizaban más bien por no afirmar nada específico desde el punto
de vista doctrinal, para poder reunir a todos en un solo grupo y servir a la cohesión política del Imperio,
granjearse de este modo aún más los favores de la corte. El precio que había que pagar en toda esta
operación –a juicio de Hilario– era abrir la puerta a la adulteración de la fe, poniendo de este modo en
riesgo la salvación y el fruto de la caridad.
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 16

Vida15, sino que nos enriquece para darnos la muerte; no nos empuja, encarcelándonos,
hacia la Libertad16, sino que nos honra en los palacios para hacernos esclavos; no maltrata
nuestros costados, sino que se adueña de nuestro corazón; no nos corta la cabeza con la
espada, sino que nos mata el alma con el oro17; no nos amenaza públicamente con el
fuego, sino que nos enciende en privado el infierno 18 . No lucha tratando de no ser
vencido, sino que nos adula para dominarnos. Confiesa a Cristo para negarlo 19; procura la
unidad para que no haya paz20; reprime a los herejes para que no haya cristianos; honra a
los sacerdotes para que no sean obispos [para que no vigilen]21, provee los techos de las
iglesias para destruir la fe22. Te lleva [a ti, Cristo] en las palabras, en la boca, y todo lo
hace de todo modo posible para que tú no seas confesado como Dios tal como el Padre
[…] [Emperador,] con un nuevo e inaudito triunfo de tu ingenio vences al diablo y
persigues sin necesidad de martirio (San Hilario de Poitiers, A Constancio 5 y 7, –año de
diciembre de 361–).
Hilario retrata la estrategia del emperador Constancio, estrategia en la que qudan
entrampados muchos de sus compañeros obispos y sacerdotes. No estamos ante un
párrafo lleno de alardes retóricos huecos. Cada línea podría estar refrendada por sucesos
reales. Un ejemplo bastará para sugerirlo. Cuando Hilario dice: no nos corta la cabeza
con la espada, sino que nos mata el alma con el oro, ¿en qué estaría pensando? No nos
resulta posible demostrarlo, pero sí que podemos aducir, sin embargo, este triste
episodio que se corresponde a las mil maravillas con las artimañas del emperador.
En efecto, en una ocasión Constancio trataba de obtener por las buenas primero y
después por las malas, con extorsión y amenazas, la firma del papa Liberio para
refrendar una operación (y un credo) elaborados por los obispos cortesanos antes
mencionados. El emperador le amenazó al final con el exilio al papa Liberio si no
firmaba y se despidió ofreciéndole un plazo de diez días para deliberar. Cuenta el
historiador Sozomeno, años después, lo siguiente:
El papa Liberio le respondió: «Oh, emperador, no tengo necesidad de deliberación. De
hace tiempo que he deliberado y resuelto mi decisión; ahora me marcho de aquí».
Se cuenta que, mientras [Liberio] se marchaba, el emperador le envió 500 piezas de
oro, que él rechazó diciendo al comisario: 'Ve y dile al que te envió con el oro que se lo
dé a los parásitos hipócritas de su entorno23, a los que la falta continua les molesta y
atormenta, a causa de su avaricia, pues están siempre deseando tener más dinero y nunca
se sacian; por lo que toca a mí, Cristo, en todo semejante al Padre, es quien mi alimenta y
me provee de todos los bienes'» (Sozomeno, Historia eclesiástica 4,11,9-10, –año 440–).

*****

15
En el período preconstantiniano algunas penas contra los cristianos consistían en la pérdida del
patrimonio y el exilio, que ellos juzgaban como una autopista hacia la Vida.
16
Como les ocurría a los mártires de los tres primeros siglos.
17
Véase el caso de papa Liberio, entre otros muchos, dentro de unas líneas.
18
¡Durísimo!
19
Reconocía a Cristo en profesiones de fe, posteriores a Nicea, que ignoraban la ortodoxia de la fe de
Nicea.
20
La unidad procurada es la política, la del Imperio, no la que tiene como centro a Cristo y da lugar, a
veces, a la excomunión. Por eso, esa unidad no procura la paz (de Dios).
21
Hilario juega con el significado común del término griego episkopos (=obispo) que es vigilante,
supervisor.
22
Consta ciertamente que sufragó, por ejemplo, la construcción de toda una basílica en Antioquía,
donde luego tuvo lugar en el año 341 un concilio que se apartó de la fe defendida en el concilio de Nicea.
23
Se refiere a los obispos Valente, Germinio, Ursacio, etcétera.
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 17

4. San Gregorio Nacianceno y san Juan crisóstomo al rescate

Al rescate de qué: ¡del sacerdocio! No resulta fácil pensar que, un año después de
estas líneas que acabamos de leer de san Hilario, en otra región del Imperio, san
Gregorio Nacianceno tuviera que escribir:
El de sacerdote es ahora un nombre vano y poco oportuno, pues ha sido derramada
sobre los jefes la vergüenza (San Gregorio Nacianceno, La fuga 78 –año 362–).
Por primera vez en la historia de la literatura cristiana una obra merecía tener como
objeto del tratado el sacerdocio. Lo triste era el contexto en el que nacía. Tanto esta obra
de san Gregorio Nacianceno, como el llamado Diálogo sobre el sacerdocio de san Juan
Crisóstomo (difícil de datar con exactitud, pero tal vez muy pocos años posterior a la
obra del Nacianceno), nacieron con una finalidad muy clara: restituir al sacerdocio, al
sacramento del orden –como hoy diríamos– la verdadera dignidad y el verdadero
significado, oscurecido en estas décadas tan erráticas del s. IV.
En efecto, hasta tal punto –como recordábamos al principio– se había corrompido
este ministerio que, a los ojos de un cristiano que se propusiera vivir con radicalidad el
Evangelio y se sintiera llamado a una especial entrega, el sacerdocio resultaba
despreciable y corrupto; el sacerdocio resultaba, a fin de cuentas, un camino que
conducía con más espontaneidad a la pérdida de la fe que al progreso en la misma.
Ambos padres de la Iglesia trataron de indicar que, en realidad, el asunto era susceptible
de ser visto desde una perspectivamente exactamente contraria: ser obispo, presbítero en
medio del mundo sin dejarse corromper requería de mucha ayuda y mucha gracia de
parte de Dios y de un gran cuidado de parte del sacerdote.
Es de agradecer que estos padres (y también, por supuesto, un buen puñado más), en
estas obras y en otras, al ponderar de este modo la continuación y actualización del
ministerio apostólico de la Iglesia por medio de los presbíteros y obispos, no dejaran,
sin embargo, de señalar con rotunda claridad y grandes dosis de coraje y de libertad los
peligros más letales que amenazaban a los sacerdotes.
Sabemos que san Gregorio Nacianceno, muerto ya san Basilio, su amigo y protector,
con el que tuvo una relación de estima pero también de cierta tensión, se vio casi, sin
comerlo ni beberlo, ocupando la sede de Constantinopla, y más tarde, incluso, pasó
también a presidir el concilio mismo de Constantinopla (año 381) que se estaba
celebrando allí en su sede. En medio de una de las sesiones deliberativas ocurrió un
hecho que fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del obispo san Gregorio. Este
hombre era un gran amante de la oración, de la contemplación de los misterios, de la
puesta por escrito en discursos y tratados de los misterios de fe, de la vida monástica…
Llevaba, sin embargo, una historia muy azarosa en la que había tenido que aceptar ser
presbítero sin haberlo pedido, ser obispo sin haberlo pedido y salir en defensa de la fe
verdadera en medio de un ambiente lleno de rivalidades, no sólo doctrinales sino
también y, mucho más, de tipo personal y político. No entramos en el detalle de lo que
ocurrió porque nos dispersaría del objetivo presente, el caso es que tras días de
discernimiento y oración, el santo obispo Gregorio resolvió dimitir de la sede
constantinopolitana para retirarse a un desierto de oración donde transcurrió los últimos
años de su vida.
En ese retiro pudo componer una suerte de autobiografía. La compuso en verso, en
más de mil versos. Ofrezco ahora el comienzo de esta obra donde lo narrado ahí
corresponde al discurso que san Gregorio hace en plena aula conciliar delante de todos
sus colegas obispos. Es una valoración en conjunto de lo que, para él, eran los obispos.
La descripción sigue sonando hoy alarmante:
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 18

«Nosotros somos ese famoso torrente desbordado y de curso salvaje. Nuestro orden se
ha esfumado: lo digo con lágrimas. Nos sentamos todos en altas sedes, pero
indignamente. Nosotros, cabeza del pueblo, maestros de virtud, a quienes se nos confió la
misión de alimentar las almas con divina comida. ¡Y somos nosotros los primeros que
padecemos de hambre! Médicos para el sufrimiento, somos cadáveres consumidos por
plagas numerosísimas. ¡Guiamos por caminos yermos, en los cuales no éramos expertos y
que a veces ni siquiera habíamos recorrido! La orden más tajante y la enseñanza más
segura para su libertad es seguirlos lo menos posible. Su altar es condena de su conducta
y sus ordenaciones dividen no su vida, sino su soberbia» (San Gregorio Nacianceno,
Autobiografía 25-40, –después del año 381–).
Hacia el final de la obra, Gregorio escenifica en los últimos versos el momento
preciso en el que se marchó, momento solemne donde los haya, porque era
precisamente cuando entró en la sala conciliar el emperador Teodosio. Los rumores de
la dimisión de san Gregorio cabe suponerlos en boca de todos, al igual que cabe suponer
un silencio y una gran expectativa ante el encuentro del altísimo Emperador y del pobre
obispo apesadumbrado Gregorio. Son los últimos instantes que preceden a una toma de
decisión pensada, en los que las tentaciones van y vienen con velocidad superior a la de
la luz, sucediéndose todas las ventajas e inconvenientes de cada una de las opciones. Si
marcharse o quedarse, y si marcharse, marcharse cómo, marcharse cuándo, qué intentar,
qué decir, qué callar… Así lo cuenta san Gregorio:
Pero, ¿cómo había de comportarme con el emperador? ¿Me busco intercesores entre
mis amigos, sobre todo, entre los poderosos, entre algunos de ellos que me dispensaban
su afecto? ¿Le cojo la mano? ¿Pronuncio palabras de súplica? ¿O acudo al oro, señor
poderosísimo, para no caer desde cátedra tan alta? Dejo tales cosas a hombres más
hábiles que yo. Por mi parte, tal y como estaba me acerqué a la púrpura [al Emperador] y,
en presencia de numerosos espectadores, dije: «Espléndido soberano: también yo,
emperador altísimo, quiero pedir un don a tu omnipotencia. No solicito oro, ni tablillas
resplandecientes, ni el enriquecimiento de la mística mesa, ni ninguna dignidad o cargo
en tu corte para mis parientes. Queden esas demandas para quienes atienden a cosas
menores. Otra cosa pido que se me otorgue: alejarme un poco de la envidia. Deseo servir
a las cátedras, pero de lejos. Estoy cansado de ser odiado por todos, incluso por mis
amigos, porque no puedo dirigir mi mirada sino a Dios…» (Autobiografía 1870-1900, –
después del año 381–).
Habría que callar un rato para no acostumbrarse a leer estas palabras sin pena por
aquella atmósfera irrespirable y sin agradecimiento por la santidad de Gregorio.
A continuación hilvano uno detrás de otro una serie de textos, todos procedentes de
san Juan Crisóstomo, que se comentan por sí solos. Este primero, proviene de su ya
citado Diálogo sobre el sacerdocio:
El alma del sacerdote es sacudida por olas mayores que los vientos que agitan el mar. El
escollo de la vanagloria es el más temible de todos, más adverso que los que inventan
los forjadores de fábulas…», para, a continuación describir los varios peligros,
subrayando algunos especialmente: «Ira, desaliento, envidia, discordia, calumnias,
acusaciones, mentira, hipocresía, maquinaciones, enojo contra quienes nada malo han
hecho, placer al ver las torpezas de los colegas y aflicción por los éxitos, deseo de
alabanzas, ansia de honor –esto, más que todos lo demás, precipita de cabeza al alma
humana–, enseñanzas que buscan complacer, adulaciones groseras, lisonjas innobles,
desprecio de los pobres, cuidado de los ricos, honores insensatos y favores perjudiciales,
que hacen peligrar no sólo a quienes los procuran sino también a los que los reciben,
temor servil y propio sólo de los más ruines esclavos, muerte de la libertad de palabra,
mucha apariencia de humildad pero nada de verdad, acusaciones que están fuera de lugar
y reproches, sobre todo, contra los humildes, más allá de la mesura; en cambio, contra los
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 19

revestidos de poder no se atreve a abrir los labios (San Juan Crisóstomo, Diálogo sobre el
sacerdocio 9, 3; –años entre 378 y 390–).
Pausa.
Estos dos siguientes, en cambio, proceden de una homilía sobre el pasaje de los
Hechos de los apóstoles en el que los Once deciden llenar el lugar dejado por Judas a la
luz de dos pasajes de salmos, Salmo 69,36 y 109,8: Quede su morada desierta y nadie
habite en ella y Otro asuma su misión de vigilar que consideran proféticos y
esclarecedores. La palabrita griega del versículo de este salmo para misión de vigilar,
función, misión, trabajo, cargo, era episcopé, o sea, literalmente episcopado, de modo
que servía en bandeja al Crisóstomo la posibilidad de referirse a los episcopos u obispos
y de lamentar la situación actual de los mismos. Las palabras, creo, que son
sobradamente elocuentes:
De manera que si alguno se apresura al sumo sacerdocio como a un cargo de prestigio,
nadie debería proveerlo rápidamente. Sin embargo, ahora, como hacen las autoridades del
mundo, así también nosotros lo administramos. En efecto, para ser glorificados, para ser
estimados por los hombres, somos aniquilados ante Dios. ¿Dónde está la ganancia de este
honor? ¡Cómo queda patente que ese honor no es nada! Cuando deseas el sacerdocio, te
opones al infierno, te opones a la rendición de cuentas en la otra vida, te opones a la
tentación de una vida tranquila, te opones a un castigo medido, porque si pecares como
un particular, no padecerás nada semejante, pero si lo haces siendo sacerdote perecerás
(Hom. in Acta apost. 3, 5,1, PG 60,40, –pronunciadas en torno al año 400–).
Y de nuevo en la misma homilía poco más adelante:
¿Quién de nosotros muestra tanta preocupación por el rebaño de Cristo como el que
mostró Jacob por el de Labán? ¿Quién puede contarnos cómo es una noche helada? Sí, no
me hables de desvelos nocturnos y cuidados semejantes, porque todo es al contrario. Los
dirigentes y gobernadores no disfrutan de semejante honor como el jefe de una Iglesia. Si
entra en los palacios, ¿quién es el primero? Si se dirige a las casas de las señoras o a las
residencias de los grandes, ningún otro recibe más honores que él. Todo se ha echado a
perder, todo se ha corrompido. Estas cosas no las digo queriendo avergonzaros, sino
queriendo detener vuestra codicia (Hom in Acta apost. 3,5,4).

*****
5. San Agustín y el oficio de caridad pastoral

Este panorama tan sombrío hace brillar aún más la fuerza con que el Espíritu Santo
fue capaz de suscitar, en medio del estiércol, flores de hombres santos como Hilario,
Ambrosio, Basilio, el Nacianceno, el Niseno, el Crisóstomo, Agustín…, y fue también
capaz de guiar el curso de los concilios hacia la elaboración del credo
nicenoconstantinopolitano que recitamos los domingos.
Tantos santos no se olvidaron del verdadero sentido del ministerio sacerdotal, como
lo indican estas líneas del Crisóstomo, sobre Jn 21,15ss:
No quiso entonces mostrarnos cuánto lo amaba Pedro, pues esto ya lo conocíamos con
claridad de muchas maneras; su intención era, más bien, que Pedro y todos nosotros
aprendiéramos cuánto ama Él a su Iglesia, para que también nosotros manifestemos
mucha diligencia en ese asunto (Diálogo sobre el sacerdocio 2,1; –años entre 378 y 390),
pasaje que inspira también este comentario de Agustín en los primeros años del s. V:
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 20

Este fue el fin que encontró aquel negaba y amaba: presumiendo se engreía, negando
se abatió, llorando se purificó, confesando fue probado y sufriendo fue coronado con el
martirio: este fue el fin que encontró: morir en caridad perfecta por el nombre de Aquél
con quien, malamente precipitado, habría prometido morir. Afianzado con Su
resurrección, realice lo que a destiempo su flaqueza prometía. Convenía que Cristo
muriese antes para salvar a Pedro y después muriese Pedro por la predicación de Cristo
(Tratados sobre el Ev. según san Juan 123,4, –año 419–).
Y es precisamente a Agustín a quien debemos esta expresión de officium amoris,
oficio de caridad, aplicado al ministerio sacerdotal. Está en esa misma homilía, poco
más adelante, en un pasaje que inspiraría a Juan Pablo II unos párrafos sobre la caridad
pastoral en su exhortación Pastores dabo vobis. Aquí el texto de san Agustín:
Sea oficio de caridad apacentar la grey del Señor, ya que fue indicio de temor, negar al
pastor… [...] Pero el vicio que más deben evitar quienes apacientan las ovejas de Cristo
es buscar sus propios intereses y no los de Jesucristo, convirtiendo en utilidad propia a
aquellos por quienes derramó su sangre Cristo… [...] Y si el Buen Pastor, que dio su vida
por sus ovejas, hizo a tantas ovejas suyas mártires suyos, ¿cuánto más deben luchar por la
verdad y en contra del pecado, hasta derramar la sangre, aquellos a quienes encarga el
apacentamiento de sus ovejas, esto es, su enseñanza y gobierno? Por eso, y ante el
ejemplo de su pasión, ¿quién no ve que más deben imitar al Pastor los pastores, cuando
tantas ovejas le han imitado, bajo cuyo cayado y en un solo rebaño los mismo pastores
son también ovejas? A todos hizo Sus ovejas y por todas ellas padeció, porque también Él
mismo, para padecer por todos, se hizo oveja (Tr. Ev. san Juan, 123, 5 –año 419).
Oficio de caridad no significa simplemente diestro, ducho, ejercitado en la caridad.
Officium es un término que desde los días de Cicerón venía muy cargado y alude no sólo a
una función, a un cargo o trabajo y a la destreza requeridas para desempeñarlo, sino
también al vínculo de obligación y de correspondencia íntima que se establece entre la
obra realizada y el sujeto llamado a hacerla. Es difícil dar con un solo término español que
lo vierta exactamente. Tratándose de Cicerón es tradicional traducir en español officium
por deber. Officium amoris en san Agustín podría aludir al trabajo experimentado,
realizado con destreza, por medio del cual el pastor de una comunidad cristiana, obligado
(no se entienda el término por su lado feo) a ello por la gracia (y responsabilidad) del
sacramento del orden recibido, hace patente y real los desvelos de amor –hasta la muerte,
hasta dar la vida– que tiene Cristo por cada uno de los hombres: –¿Me amas más que
estos? (tarea de amor). –Apacienta mis corderos (vínculo íntimo de obligación).

Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,


y la cándida víctima levanto,
de mi atrevida indignidad me espanto
y la piedad de vuestro pecho admiro.

Tal vez el alma con temor retiro,


tal vez la doy al amoroso llanto,
que arrepentido de ofenderos tanto
con ansias temo, y con dolor suspiro.

Volved los ojos a mirarme humanos,


que por las sendas de mi error siniestras
me despeñaron pensamientos vanos;
¿Ambición de poder u oficio de caridad?, p. 21

no sean tantas las miserias nuestras


que a quien os tuvo en sus indignas manos
vos le dejéis de las divinas vuestras.
(Lope de Vega, poeta y presbítero, Rimas sacras, s. XVII, ciclo de arrepentimiento)

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