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Este principio resulta de gran utilidad aplicado a la interpretación de la Escritura. Nos dice que no
se puede entender completamente el Antiguo Testamento, si no es a la luz del cumplimiento del
Nuevo y no se puede entender el Nuevo Testamento si no es a la luz de los frutos que ha
producido en la vida de la Iglesia. No basta por tanto el habitual estudio histórico-filológico de las
“fuentes”, es decir de las influencias sufridas por un texto; es necesario tener en cuenta también
las influencias ejercidas por este mismo. Es la regla que Jesús había formulado mucho tiempo
antes, diciendo que cada árbol se conoce por sus frutos (cf. Lc 6, 44).
En la debida proporción, este principio –lo hemos visto en las meditaciones precedentes– se
aplica también a los textos del Vaticano II. Hoy quisiera mostrar cómo esto se aplica en particular
al decreto del ecumenismo, Unitatis redintegratio, que es el tema de esta meditación. Cincuenta
años de camino y de progresos en el ecumenismo demuestran la virtualidad encerrada en ese
texto. Después de haber recordado las razones profundas que inducen a los cristianos a buscar la
unidad entre ellos, y después de tomar nota del difundirse entre los creyentes de las distintas
Iglesias de una nueva actitud al respecto, los Padres conciliares así expresan el intento del
documento:
“Considerando, pues, este Sacrosanto Concilio con grato ánimo todos estos problemas, una vez
expuesta la doctrina sobre la Iglesia, impulsado por el deseo de restablecer la unidad entre todos
los discípulos de Cristo, quiere proponer a todos los católicos los medios, los caminos y las
formas por las que puedan responder a este divina vocación y gracia” . Las relaciones, o los
frutos, de este documento han sido de dos formas. En el plano doctrinal e institucional, ha sido
constituido el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos; iniciaron otros diálogos
bilaterales con casi todas las confesiones cristianas, con el fin de promover un mejor
conocimiento recíproco, un debate de las posiciones y la superación de prejuicios”.
Las realizaciones y los frutos de este documento han sido de dos especies. En el plano doctrinal y
institucional ha sido creado el Pontificio consejo para la unidad de los cristianos y se han
iniciados diálogos bilaterales para con la mayoría de las iglesias cristianas afín de promover un
mejor conocimiento reciproco y superar los prejuicios.
Junto a este ecumenismo oficial y doctrinal, se ha desarrollado desde el principio un ecumenismo
del encuentro y de la reconciliación de los corazones. En este ámbito destacan algunos
encuentros célebres que han marcado el camino del ecumenismo en estos 50 años: el de Pablo VI
con el Patriarca Atenágoras, los innumerables encuentros de Juan Pablo II y de Benedicto XVI con
los jefes de distintas iglesias cristianas, del papa Francisco con el patriarca Bartolomé en el 2004,
y, por último, con el Patriarca de Moscú Kirill en Cuba que ha abierto un horizonte nuevo en el
camino ecuménico.
A este mismo ecumenismo espiritual, pertenecen también las muchas iniciativas en las cuales los
creyentes de distintas Iglesias se encuentran para rezar y proclamar juntos el Evangelio, sin
intenciones de proselitismo y en plena fidelidad cada uno a su propia Iglesia. He tenido la gracia
de participar en muchos de estos encuentros. Uno de ellos permanece particularmente vivo en mi
memoria porque fue como una profecía visual de resultado al qué debería llevarnos al movimiento
ecuménico.
En 2009 se celebró en Estocolmo una gran manifestación de denominada “Jesus manifestation”,
“Una manifestación por Jesús”. En el último día, los creyentes de las distintas Iglesias, cada uno
por una calle diferente, caminaban en procesión hacia el centro de la ciudad. También el pequeño
grupo de católicos, con el obispo local a la cabeza, íbamos por nuestro camino rezando. Al llegar
al centro, las filas se rompían y era una única multitud la que proclamaba el señorío de Cristo
frente a una multitud de 18 mil jóvenes y de transeúntes atónitos. La que pretendía ser una
manifestación “por” Jesús, se convirtió en una poderosa manifestación “de” Jesús. Su presencia
se podía casi tocar con la mano en un país que no está acostumbrado a manifestaciones
religiosas de este tipo.
También estos desarrollos del documento sobre ecumenismo son un fruto del Espíritu Santo, un
signo del invocado nuevo Pentecostés. ¿Cómo hizo el Resucitado para convencer a los apóstoles
a abrirse a los gentiles y a recibirles también a ellos en la comunidad cristiana? Condujo a Pedro
en la casa del centurión Cornelio, le hizo asistir a la venida del Espíritu sobre los presentes, con
las mismas manifestaciones que los apóstoles habían experimentado en Pentecostés: hablar en
lenguas, glorificar a Dios en voz alta. A Pedro no le quedó otra opción que llegar a la conclusión:
“Si Dios les dio a ellos la misma gracia que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo,
¿cómo podía yo oponerme a Dios?” (Hch 11, 17).
El Señor resucitado está haciendo lo mismo hoy. Envía su Espíritu y sus carismas sobre los
creyentes de las distintas Iglesias, también de las que creíamos más distantes de nosotros, a
menudo con idénticas manifestaciones visibles. ¿Cómo no ver en eso un signo que nos empuja a
aceptarnos y reconocernos recíprocamente como hermanos, aunque aún en el camino hacia una
unidad más plena en el plano visible?
Fue en todo caso lo que me ha convertido a mi a tener amor a la unidad de los cristianos,
acostumbrado por mis estudios preconciliares a ver a los ortodoxos y protestantes solo como
“adversarios” para confutar en nuestras tesis de teología.
4- Unidad en la caridad
Sin embargo, no es suficiente este motivo práctico para realizar la unidad de los cristianos. No es
suficiente encontrarse unidos en el frente de la evangelización y de la acción caritativa. Este es un
camino que el movimiento ecuménico ha experimentado en sus inicios con el movimiento ‘Vida y
acción’ (Life and Work), pero que se ha revelado insuficiente. Si la unidad de los discípulos tiene
que ser un reflejo de la unidad entre el Padre y el Hijo, esta tiene que ser en primer lugar una
unidad de amor, porque tal es la unidad que reina en la Trinidad. Las tres divinas personas no
están unidas por el hecho de que realizan conjuntamente la creación y todas las otras obras ad
extra; los son en su mismo ser. La Escritura nos exhorta a “hacer la verdad en la caridad –
veritatem facientes in caritate”(Ef 4, 15). Y san Agustín afirma que “no se entra en la verdad si no a
través de la caridad – non intratur in veritatem nisi per caritatem» .
La cosa extraordinaria, sobre este camino hacia la unidad basada en el amor, es que esta se
encuentra ya enteramente abierta delante de nosotros. No podemos “quemar las etapas” sobre la
doctrina, porque las diferencias son y se resuelven con paciencia en los lugares correspondientes.
Podemos en cambio quemar las etapas en la caridad, y estar plenamente unidos desde ahora. El
signo verdadero y seguro de la venida del Espíritu no es, escribe nuevamente san Agustín, el
hablar en lenguas, sino el amor por la unidad: “Sepan que tendrán el Espíritu Santo cuando
consientan que vuestro corazón adhiera a la unidad a través de una sincera caridad” .
Releemos el himno a la caridad de san Pablo. Cada una de sus frases toma un significado actual y
nuevo, si se aplica al amor entre los miembros de las diversas Iglesias.
“La caridad es paciente…
La caridad no es envidiosa…
No busca solo su interés (o solo el interés de la propia Iglesia).
No toma en cuenta el mal recibido (sino más bien el mal hecho a los demás).
No goza de la injusticia, sino que se complace por la verdad (no goza de las dificultades de las
otras Iglesias, sino que se alegra de sus éxitos espirituales).
Todo cree y todo soporta” (1 Cor 13,4 ss).
“Amarse” se ha dicho “no significa mirarse uno al otro, sino mirar hacia la misma dirección”.
También entre los cristianos, amarse significa mirar juntos hacia la misma dirección que es Cristo.
“Él es nuestra paz” (Ef 2, 14). Si nos convertiremos a Cristo e iremos juntos hacia Él, nosotros
cristianos nos acercaremos también entre nosotros, hasta volvernos, como él ha querido, “una
sola cosa con él y con el Padre” (cf. Jn 17, 21). Sucede como con los radios de una rueda. Parten
desde puntos distantes de una circunferencia, pero a medida que se acercan al centro se acercan
también entre ellos, hasta formar un punto solo. Sucede como aquel día en Estocolmo…
Nos preparamos a celebrar la Pascua. En la Cruz, Jesús “ha abatido el muro de separación que
existía entre nosotros, o sea la enemistad (…). Por medio del Él podemos presentarnos, los unos a
los otros al Padre en un solo Espíritu” (Ef 2, 14.18). No dejemos de hacerlo para la alegría del
Corazón de Cristo y para el bien del mundo.
Traducción de Zenit