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Una vez más la muerte nos ha citado aquí. Siempre es desagradable la cita
de la muerte. Desagradable y dolorosa. Pero hoy podemos decir que
todavía lo es más que de costumbre. Llevamos a enterrar los restos de un
niño.
¡Qué desacierto descubrimos en esta expresión: los restos de un niño! Los
recién nacidos no tienen restos. Todo en ellos es esperanza de vida y de
futuro, realidad y promesa al mismo tiempo. Pero la muerte, ya lo pueden
ver, es capaz de triturar la semilla más prometedora.
Esta vez se nos ha llevado un recién nacido. Una semilla que se ha
frustrado, apenas empezaba a vivir sobre la tierra. La alegría y la ilusión
que su nacimiento había traído a sus padres y a todo el pueblo, se ha
transformado trágicamente en desilusión y duelo por el misterio terrible de
la muerte. Y todos nos encontramos perdidos ante esta muralla tan
impenetrable que es el misterio de la muerte. Y una vez más nos salen de
lo más intimo del corazón las preguntas angustiosas de siempre: ¿por qué
tiene que pasar esto? ¿donde van nuestros difuntos? ¿los hemos perdido
para siempre? ¿dónde están los que han muerto?
Guiados por la fe miramos a Jesús muerto en la cruz. Es la muerte del
inocente, que se ofrece por nosotros. Su muerte y su resurrección
proyectan una luz nueva, fuerte, sobre nuestra muerte. La muerte de
todos. También sobre la muerte de este niño. Nosotros no somos capaces
por nosotros mismos de ver ahora nada más que muerte en el pequeño
cuerpo sin aliento de este niño. Pero la fe nos dice que aquí está la vida.
La vida de Dios. Del Dios que salva. Que nos ha salvado por Jesucristo. La
vida de Dios, la vida plena y para siempre, siempre triunfa sobre la muerte.
Por eso decimos con fe y con valentía creyente que nuestros muertos están
en las manos de Dios. Las manos de Dios son las manos del Padre. Manos
que acogen y perdonan. Manos todopoderosas que crean y dan vida, la
vida para siempre. No temamos, nuestros muertos están en buenas
manos. Y el camino que nos pone en las manos salvadoras del Padre es
Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por
nosotros. En nuestro bautismo hemos empezado este camino. Lo hemos
empezado y seguido después con Jesús, por él y en él, hasta llegar al
término de nuestro viaje.
La muerte es para nosotros la última etapa de esta peregrinación hacia
Dios. Hoy, sin embargo, nos encontramos también ante una pregunta más
angustiosa. ¿Qué sucede con los niños que mueren sin haber podido recibir
el bautismo? ¿Cómo podrán seguir el camino que conduce al Padre si lo
desconocen, si ni tan siquiera han recibido la gracia bautismal que nos une
el misterio salvífico de la vida de Jesús? ¿La muerte es para ellos
doblemente negra? El salmo que hemos escuchado pone en labios de este
niño precisamente la oración que conviene. Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas.