1. La capacidad de escuchar crece con la madurez de la persona. Solo quien es
maduro sabe escuchar. Jesús era un oyente refinado: Escuchaba al Padre, pasaba noches enteras a la escucha de su palabra, que era su alimento; Escuchaba a los hombres, veló toda la noche escuchando a Nicodemo; escuchó las peticiones no expresadas de los enfermos, las preguntas ingenuas y a veces inoportunas de los discípulos, el desahogo amargo de los dos de Emaús; escuchaba a su propio corazón: «¡Siento compasión de esta gente, porque son como ovejas sin pastor!». Nada ni nadie pasó junto a él sin ser escuchado. Reservó a todos, incluso a los enemigos, el don de la escucha. 2. Todo habla. El mundo es como un conjunto de palabras solidificadas: las estrellas, los montes, los árboles, los mares, las nubes, los hombres... Para quien sabe escuchar, todo habla: las personas, las cosas, los acontecimientos. Hoy se tiende a reducir todo a esquemas racionales, callando los significados originarios. Nos preocupa casi exclusivamente la utilidad inmediata. Más que preguntarse qué es, uno se pregunta: «¿Para qué sirve?», y se pierde así la mayor parte de los significados de las cosas. En las minas de diamantes solo se recogen poquísimas piedras, las que son comercialmente valiosas, y las otras se tiran. Esto ocurre también con las palabras: se escuchan solamente las que sirven de inmediato y se olvidan las otras. Son «las piedras descartadas por los constructores», que podrían convertirse en «piedra angular» para edificios más ricos de humanidad. 3. Él escuchaba con los oídos, pero más todavía con el corazón. Los lirios del campo, las aves del cielo, el sembrador, la mujer que amasaba la harina, tenían mensajes que él comprendía y repetía a los hombres. Por experiencia sabía que se comienza con el corazón a no oír: «¿Por qué discutís que no tenéis pan? ¿No entendéis todavía? ¿Tenéis el corazón endurecido? ¿Tenéis ojos y no veis, tenéis oídos y no oís?». Cuando el sol surge o se pone, cuando un hombre nace o muere, la ciencia puede explicar sus causas. Puede indicar los motivos de la inflación y dar razones de la desaparición de una especie animal, pero no sabe decir el porqué. El porqué es la razón última, profunda, más allá de la cual no hay nada más que investigar. Pongamos un ejemplo: el maná para nosotros es la secreción dulzona de un arbusto del desierto (tamarix mannifera), para el hebreo nómada era el pan que Dios le enviaba del cielo para saciarlo. ¿Quién tiene razón? Nosotros y ellos; pero tampoco ellos captaban el sentido último de los acontecimientos y las cosas. Nosotros nos detenemos en lo primero. Medir los decibelios de los sonidos no quiere decir explicar una sinfonía, y saber la química de los colores de un icono ruso no quiere decir haber captado su éxtasis religioso. La escucha es la única pista que conduce a lo sagrado. 4. EL primer paso hacia el diálogo Para cruzar el umbral de lo sagrado hacen falta requisitos. a. El primero es la conciencia del límite. Dios es completamente diferente de nosotros; cuanto más introducimos de nosotros mismos en él, más incomprensible lo hacemos. La verdadera blasfemia no es hablar mal de Dios, sino pretender hablar de ello. Por eso los místicos, por ejemplo, Ángela de Foligno, cuando eran obligados a hablar de Dios, temían blasfemar. Dios es inefable. Lo único posible frente a él es escuchar. Es su voz; no está ni el viento impetuoso, ni en el terremoto, ni en el fuego intenso, sino en el murmullo ligero de la brisa. Escuchar es permitir también a las voces más tenues que resuenen en nosotros; es discreción y respeto. Para conocer, los hombres están acostumbrados a clasificar, y de este modo se roba a todo ser la individualidad que lo hace valioso. Cada estrella es única, cada hombre es un prototipo, cada acontecimiento es irrepetible: no pertenecen a las clasificaciones, sino a un designio más profundo y articulado. b. Valor del riesgo: escuchar es siempre aceptar algo y a alguien extraño en la propia vida; algo o alguien que podrían desconcertar. Juan comienza su evangelio con estas palabras: «En el principio...». Allí empieza todo, allí todo es nuevo, inesperado, sobrecogedor; es necesaria la humildad del corazón; escuchar es siempre depender, poner a otro en el centro del propio sistema. Esta es ya una gran limitación en el egocentrismo humano. c. En la escucha religiosa se añade también el hecho de que la verdad nunca es una propiedad personal: «Yo soy la verdad». De la ciencia te puedes adueñar, de la verdad religiosa eres simplemente beneficiario. La escucha religiosa, cuando es auténtica, no da el orgullo del saber, sino la humilde conciencia de depender. Es una aventura de todo el hombre, y no solo de su inteligencia, influye en todas las estructuras de la persona, modelándolas. d. Escuchar es el primer paso del diálogo. Para poder escuchar es necesario que haya algo que merezca ser escuchado. Escuchar es como permitir a los fragmentos de verdad, dispersos en la vida, que se recompongan en un designio visible. En la vida tiene derecho a hablar solo quien ha tenido la paciencia de escuchar largamente y con amor. Sigamos escuchando su Palabra y seremos capaces de escuchar siempre a los demás y de tener para cada uno la respuesta correcta.