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Stephan Strasser, “El concepto de ‘fenómeno’ en Lévinas y su

importancia para la filosofía religiosa”1. (Traducción de Julia V. Iribarne para


uso exclusivo de la cátedra de Antropología filosófica)

[…]
III
((47)) La crítica de Lévinas es una crítica constructiva. El camino que
sigue lo lleva a corregir la desviación de que sería culpable el movimiento
fenomenológico. Ya en Totalidad e Infinito (TeI) él se hace cargo de una
corrección. Muestra que el error fundamental del fenomenólogo está en la
forma en que describe la experiencia del alter ego. Recordemos la famosa
“V meditación” en la que Husserl trata de basar una filosofía social sobre
un fundamento fenomenológico. Husserl resumió el resultado de esta
meditación como sigue: “Nuestra teoría de la experiencia del otro, nuestra
teoría de la experiencia de ‘otros’ no intenta, no podría hacer otra cosa
que explicar el verdadero sentido de nuestra posición del otro, con el
trabajo constitutivo de esta experiencia en el punto de partida …”
(Meditaciones Cartesianas, p. 148). Es necesario preguntarse cómo esto
sería posible. Nemo dat quod non habet. Este sencillo principio se aplica
tanto al ego trascendental como al ego natural. ¿Cómo podría resultar de
mis propias efectuaciones constitutivas el dar el sentido ‘otro’? En TeI
Lévinas nos familiariza con el hecho de que el otro es una existencia
independiente, o sea, una existencia que se manifiesta ella misma kat’
auton y que es, de acuerdo con su terminología, un “rostro”; ya en el
despertar de la pregunta acerca de la naturaleza del alter ego surge la
cuestión de la trascendencia. Si uno no puede justificar el concepto de
alius en el nivel de la filosofía social, uno se sentirá todavía más
desconcertado por el concepto filosófico-religioso de totaliter aliter.
Continuando las investigaciones en esta dirección, Lévinas formula la
cuestión de Dios de un modo radicalmente diferente, de un modo
sorprendente, original e incompatible con la ((48)) tradición de la
ontología occidental. Vale la pena estudiar en profundidad esa
formulación.
Uno de los ensayos primeros sistemáticos y originales comienza con una
suerte de declaración de su programa. Dice: “La fórmula platónica, que
pone el Bien más allá del ser, es la indicación más general y más vacía
que guía [mi investigación].” Después agrega: “Ella [la formulación
platónica] significa que el movimiento que conduce hacia Dios no es una
1
Stephan Strasser, “The concept of ‘Phenomenon’ in Lévinas and its importance for religious
philosophy”, en Clefts in the World and other essays on Lévinas, Merleau Ponty and Buytendijk,
Pittsburg, Duquesne University, 1986.
Totalidad e Infinito (TeI), 1961.
Descubriendo la existencia con Husserl y Heidegger (DEHH), 1967.

1
trascendencia por la cual una cosa existente se eleve a una existencia más
alta, sino que es un dejar el ser y las categorías que lo describen.” 2 Estas
palabras se publicaron en 1947. Mi impresión es que Lévinas, de hecho,
ha llevado a cabo con coraje y progresivamente el programa que se había
propuesto muchos años antes. Revisemos los estadios intermedios y
ubiquémonos en el pensamiento de Lévinas a partir de 1963. Durante ese
período expuso sus ideas filosófico-religiosas en tres publicaciones: “El
rostro del otro”3, “Enigma y fenómeno”4 y, el texto más importante, “De
otro modo que ser o más allá de la esencia” 5. […]. Reconoceremos que
Lévinas, hasta cierto punto coincide con las tesis de los ((49)) grandes
fenomenólogos [Husserl y Heidegger]. El ser es para nosotros
perfectamente verdadero porque se nos aparece. Es perfectamente
verdadero que en el acto intencional que menciona un ser, hay incluido
un “telos” inmanente que se dirige a captar con evidencia. Lo que a esto
agrega Heidegger es verdad también: al descubrimiento de un ser-ahí
corresponde su afirmación, su “ser dicho”. Tal ser es, de hecho, un
fenómeno, pero, como dice Lévinas, es solo un fenómeno; tiene para mí
solo la modalidad de un ser fenomenal. Esta última afirmación es
sorprendente, por no decir chocante, para el fenomenólogo. Él ve en esto
una regresión; piensa que Lévinas está volviendo al fenomenalismo de
Hume y de Kant. En verdad, ese no es el caso. Aunque Lévinas habla del
fenómeno de este modo restrictivo: “Solo es un fenómeno”, de ningún
modo cree en la existencia de la cosa en sí misma, que estaría oculta tras
una cortina de humo. Nuestro filósofo resuelve definitivamente el viejo
problema de Kant. La cosa que cae o que, en principio, puede caer en mi
posesión, ipso facto no es una cosa en sí misma. Consideremos aquí el
papel singular que juega la casa y la habitación en el pensamiento de
Lévinas. La cosa que guardamos en nuestra casa es provista
inmediatamente con la indicación “mía” o “nuestra”. Es precisamente en
esta situación cuando estoy tentado de ver en la cosa solo el objeto de mi
representación o el correlato noemático de mi actividad noética. Es por
eso que es cosa-ser, se inviste para mí solo de existencia fenomenal. Pero
esto no se sostiene cuando se trata del Otro. El “rostro” no puede volverse
objeto de apropiación. Puedo asesinarlo, pero nunca puedo poseerlo 6. El
fenomenalismo es un falso problema, ni siquiera sigue presentándose.
Lévinas evita esta recaída [en el falso problema] ubicando

2
E. Lévinas, De la existencia al existente, París, Fontaine, 1947, p. 11.
3
E. Lévinas, en Tijdschrift loor Filosofie, 25, 1963, p. 605’623, reimpresa en Descubriendo la
existencia con Husserl y Heidegger, París, Vrin, 1967,pp. 187-202. (DEHH)
4
E. Lévinas, en Esprit, 33, 1965, pp. 1128-1142, reimpreso en DEHH, p. 203-217.
5
E. Lévinas, Serie Phaenomenologica, La haya, M. Nijhoff, 1974.
6
E. Lévinas, Totalidad e Infinito, Pittsburg, Duquesne University Press, 1969 (primera edición 1961),
Seccion II, pp. 109-183.

2
inmediatamente la problemática, no más solo en el plano epistemológico
sino también en el de la filosofía social.
((50)) Volvamos la pregunta de que partimos: ¿puede haber un fenómeno
de Dios? Lévinas lo niega categóricamente. Justifica esa negación del
modo más radical: no hay fenómeno de Dios por la simple razón de que
Dios no es un ser. Usa numerosos argumentos como soporte de su tesis.
Uno de ellos dice que un ser está dotado esencialmente de la tendencia a
mantenerse en el ser. Su esse es un interesse, se caracteriza por el conatus
in suo esse perseverando (Spinoza). Tal egoísmo es incompatible con la
santidad. Dios, entonces, no es un ens. Pero en tal caso ¿podría Dios ser
el ipsum esse, un ser infinito en cuyo ser participan los seres finitos?
Lévinas también rechaza la filosofía de la participación. La razón,
presumiblemente, es su convicción de que la relación del ser humano con
Dios es una relación entre dos libertades. ¿Pero cómo podría una parte
obedecer al Todo? En el pensamiento de Lévinas, la idea de “ser en
general” es irreconciliable con el ser personal de Dios. De este modo se
opone tanto a la filosofía tomista de participación como a la ontología
fundamental de Heidegger.
El filósofo formado por la tradición ontológica preguntará “¿Entonces,
qué clase de solución ontológica propone Lévinas? Lo contrario del ser es
el no-ser. Si Dios no es un ser, es nada”. Pero Lévinas cuestiona la
validez de tal argumento. Es porque toda negación es negación de algo;
esto quiere decir que presupone una afirmación previa. Tal como ya lo
había notado Spinoza, es por negación que un ser es determinado. Según
Hegel, lo que es negado en el curso del proceso dialéctico es
“aufgehoben”, vale decir, es conservado en su ser negado. Por eso la
negación no es un medio que podría llevarnos a pensar al otro con
referencia al ser.
De este modo se refuta el argumento lógico, pero los argumentos que
llevan la impronta de la fenomenología no lo son: si Dios no aparece
como un fenómeno, si no se manifiesta como un ser, no puedo emitir
ningún juicio sobre ese Dios. Uno querría ir más lejos y decir: un Dios
que no es presentificado, aun de un modo indirecto ((51)) por medio de
símbolos, podría no significar nada para el sujeto cognocente. El sujeto
es, en ese caso, incapaz de entrar en relación con lo que es totalmente
desprovisto de sentido. Es así como, en mi opinión [en opinión de S.
Strasser], se expresaría la resistencia del fenomenólogo. Pero Lévinas no
acepta ese dilema, ese tertium non datur.
Por una parte, entre el aparecer como fenómeno con el telos ideal de
aparecer en la claridad de la evidencia y, por otra parte, incomprensible
sin-sentido, hay una tercera posibilidad: la significación como huella. La
esencia de la huella consiste en significar sin hacer aparecer (DEHH, p.

3
199). ¿A qué se llega con esta fórmula enigmática? Para comprender este
punto esencial en el pensamiento de Lévinas, necesitamos explicar a qué
alude él al decir “Huella”.
Desde el principio insiste en la diferencia entre “signo” y “huella”. Ilustra
esta diferencia por medio de varios ejemplos. Si alguien firma un cheque,
produce una serie de signos que, en el ámbito del intercambio monetario,
están provistos de una significación unívoca. Esta última corresponde a la
intención de quien firmó el cheque. La firma significa comunicar algo
que no puede ser objeto de error. Es precisamente porque el signo tiene
una significación estrictamente delimitada, que se integra perfectamente
en el orden del mundo, en particular en el mundo de la economía. La
huella, por su parte, es, en cierto sentido, opuesta al signo. No es
producida por una voluntad de revelar o comunicar algo; no es el
resultado de una intención o un proyecto. La huella no se integra en el
orden del mundo. Comparada con los principios que rigen el orden del
mundo, la huella es accesoria, superflua, molesta.
La diferencia, tal como lo bosquejamos aquí es, no obstante, abstracta. En
concreto podemos considerar todas las huellas como signos. Imaginemos
que hemos sido robados. Los ladrones han dejado huellas. Para el
detective esas huellas son signos que le dicen que ciertas acciones han
sido perpetradas en el lugar del crimen. ((52)) Además, observa que los
ladrones usaban guantes para no dejar huellas digitales. Estamos frente a
un acto de disimulo, de auto-ocultamiento. Gracias a la inteligencia del
detective, ese disimulo puede transformarse en signo; también él permite
que algo determinado aparezca.
Otro ejemplo de relación entre la huella y el signo es el de la carta. El
autor quería comunicar un mensaje por medio de una serie de letras; pero
el grafólogo puede interpretar esas letras como signos de intenciones
inconscientes. Supongamos que la carta que llega es de alguien muy
querido. Quien la recibe querrá ante todo conocer el contenido. Luego
examinará la escritura con cuidado y tratará de leer entre líneas. Cuando
haya hecho todo eso, quedará algo, un vacío. La carta es, en el análisis
final, la huella de una ausencia. El ser amado que escribió esas palabras
no está aquí. Se ha ido.
Tomemos todavía un ejemplo más simple7: supongamos que el autor de la
carta visita a su amigo. El encuentro es vivido por los dos de un modo
muy intenso. Los amigos imprimen en su memoria los rasgos del rostro
de ese ser que les es muy querido, el timbre de su voz, sus movimientos,
su comportamiento. Después de su partida, él recuerda una gran cantidad
de detalles. No obstante lo que lo domina es la conciencia de una
ausencia. El ser amado, ¿estaba verdaderamente presente en su voz, en
7
El ejemplo es de S. Strasser

4
sus movimientos típicos, en su comportamiento característico? El amigo
puede creerlo o no creerlo. Se confronta con un pasado que es
irrevocablemente terminado y hecho, absolutamente pasado. Tal es,
precisamente, el modo de ser de un ser que deja huellas. Lévinas pone
énfasis en que “Ser qua dejando huellas es pasar, dejar, ocultarse”
(DEHH). En otras palabras, un ser que solo deja tras de sí una huella, no
aparece, no está presente, no se vuelve fenómeno. Mucho menos es cosa
de un ser que disimula y puede ser descubierto, revelado, ((53)) hecho
para mostrarse. Y sin embargo, es imposible admitir que tal ser sea nada,
que no tenga significación. Al contrario, su ausencia nos conmueve en el
más alto grado. Parece ser que es posible una relación con una ausencia
que no deja que se la convierta en presencia.
Estos análisis también conciernen a mi prójimo (el Otro humano), en el
sentido de que él tampoco es concebido ni como un organismo ni como
una partícula de un todo político, social o económico, sino más vale en
cuanto es una persona, o como dice Lévinas, un “rostro”. El rostro no es
objeto de una experiencia en el sentido corriente de la palabra. Una
experiencia siempre tiene como su objeto algo presente. Por cierto los
rasgos faciales están presentes con ciertas formas y particularidades
objetivables. El rostro, por el contrario, desprovisto de cualidad, “el rostro
en su desnudez”, como le gusta decir a Lévinas, es una ausencia. Lévinas
estaría de acuerdo con la comparación que hace Sartre del alter ego con
“un agujero en el mundo” (DEHH, p. 198). El rostro, de hecho, no tiene
lugar, no tiene función dentro del horizonte del mundo; por el contrario,
le es inherente irrumpir en el orden egocéntrico de mi mundo. Es
precisamente por esa razón que el rostro del Otro me fascina, que es para
mí una visitación, que me habla –aún sin palabras- desde una altura
extraña.
Volvamos ahora al problema crucial de toda filosofía teística: ¿cómo se
puede pensar una ausencia? Creo que este problema, para Lévinas, es
idéntico al de la trascendencia, desde el momento en que Lévinas -sin
duda esto se aclara ahora- trascender no quiere decir pasar de un modo de
ser material a un modo de ser espiritual. Para Lévinas, trascendencia es
trascendencia absoluta, donde la palabra “absoluta” debe ser tomada en
el sentido etimológico derivado del latín “absolvere”. La dificultad -o tal
vez aún la aporía- reside en la cuestión de si esta concepción radical de la
trascendencia puede ser integrada en el universo del discurso filosófico.
¿Tiene uno, como filósofo, el derecho o la posibilidad de hablar de Dios o
de lo divino?
((54)) Los análisis de la huella prepararon la respuesta. Los objetos que
pueblan nuestra vida diaria –nuestra vida con su pasado y su futuro-
puede ser presentificada e interrelacionada por medio de retenciones y

5
protenciones, recuerdos y expectativas. “Pero es en la huella del Otro que
brilla el rostro; lo que ahí se presenta a sí mismo está en proceso de
ocultarse de mi vida y me visita como ya ab-soluto” (DEHH; p. 202). En
otras palabras, lo absoluto es irrevocable, es aquello que ya no puede ser
presentificado, aquello que es definitivamente pasado. Su trascendencia
es diacronía; puede ser descripta solo dentro del marco de una
temporalidad discontinua. El tiempo del absoluto no es un pasado
histórico del cual podríamos haber preservado los signos y que
trataríamos de reconstruir a partir de esos signos. No es comparable al
pluscuamperfecto que por definición presupone un perfecto y una
presencia; eso correspondería a una temporalidad continua. Es una
materia en lugar de un pasado que nunca ha sido presente, que nunca ha
sido parte de una historia.
Sin duda, Lévinas tiene a la vista, aún si no lo dice explícitamente, el
misterio central de la religión judía: la creación. Aplica al pasado de
creación las palabras de Valery: “es profundo antes, jamás
suficientemente antes”. El concepto de un pasado absoluto permite la
expresión filosófica de no-reciprocidad, la asimetría radical en la relación
de la criatura con su creador. Este concepto expresa la absoluta
anterioridad del Creador respecto del mundo y de su historia. Un Dios ha
pasado, tal como se dice en la Biblia (Éxodo, 33) y nadie es capaz de
convertir ese paso en una presencia. Nos encontramos ante una frontera
que no podemos atravesar. Todo lo que tenemos es la conciencia de una
ausencia. El sediento deseo de lo divino y su huella.
El camino que toma Lévinas provocará múltiples objeciones. Una de ellas
la formula el mismo filósofo: “¿Pero cómo referirse uno mismo a un
irreversible, vale decir, a un pasado al que este referirse no hace retornar,
contra una memoria ((55)) que devuelve el pasado, contra un signo que
vuelve a captar lo significado? (DEHH, p. 207). Lévinas está volviendo a
la diferenciación entre “huella” y “signo”. Son necesarias ciertas
aclaraciones suplementarias. De hecho, hemos estado ignorando lo que
permite a Lévinas afirmar que la huella interrumpe el orden del mundo.
Para comprender su pensamiento tenemos que considerar lo que está
implícito en la idea de orden. Es parte y parcela de la esencia de orden
que los elementos a ser ordenados ocupen cierto lugar dentro de un
sistema o, para decirlo de un modo más dinámico, que ellos ejercen una
función parcial dentro del marco de la función total. Esta es la razón por
la que el signo – que en virtud de sus determinaciones se integra en la
economía del sistema – tiene que aparecer de un modo claro y unívoco.
En la terminología de Lévinas, tiene que ser un “fenómeno¨. El signo se
inserta por sí mismo en el orden mundano; contribuye por sí mismo a la
dominación sistemática del sentido y su conocimiento. Versus el signo, la

6
huella es esencialmente ambigua. Presenta un carácter ambivalente,
equívoco, enigmático. La huella interrumpe los sistemas ordenados que
nos son familiares. Resiste nuestro intento de interpretarlo como un signo
unívoco.
Lévinas explica este concepto de huella con una cita de Ionesco: “En
suma, nunca sabemos si, cuándo suena el timbre de la puerta, hay alguien
o no” (DEHH, p. 203). Cuando suena y nos dirigimos a la puerta, no
sabemos lo que nos espera: podría ser un amigo, pero tal vez no lo es. Tal
vez estamos por recibir una visita, tal hemos sido burlados por algún niño
jugando. Un irradicable “tal vez” pertenece a la esencia de la huella. Por
esa razón no podemos considerarla puramente como un signo. No nos
permite en absoluto reconstruir el pasado de un modo unívoco.
Ahora bien, en este sentido hay huellas de lo Divino. Ellas interrumpen el
orden del mundo, pero sin aniquilarlo. Presentan un carácter singular, que
Lévinas describe como sigue: “La interrupción es un movimiento que no
propone un orden estable en conflicto o de acuerdo con un orden dado,
sino un movimiento que ya se lleva la significación que trae consigo: la
interrupción interrumpe el orden sin perturbarlo seriamente. Ingresa de un
modo tan sutil que ya está retirado de allí [de ese orden] a menos que lo
retengamos. Se insinúa a sí mismo y se retira antes de ingresar.
Permanece solo para quien que lo busque” (DEHH, p. 208). Si la huella
de lo Divino no obliga de ningún modo a nuestra mente, eso sucede
porque no es unívoca, porque presenta una ambigüedad típica. “Un Dios
se revela en un monte o en un arbusto ardiente o es testimoniado en los
Libros. Aún si no era más que una nube. Aún si los Libros nos llegan por
medio de soñadores. Quitemos de nuestras mentes el llamado ilusorio. La
insinuación misma nos invita. Depende de nosotros, o más exactamente,
depende de mí retener o rechazar este Dios sin audacia […]” (DEHH, p.
208).
Lo que dice Lévinas es claro. Existen huellas de lo divino pero son
ambiguas. No tienen la fuerza de una demostración de evidencia, se
mantienen en el claro-oscuro del “tal vez”. Pero eso no se debe a una
serie penosa de contingencias. En el carácter discreto, no-sensacional, no-
violento de la invitación divina se expresa la bondad del Más Santo.
Lévinas se halla a la caza de un lenguaje nuevo, un lenguaje que permita
hablar de Dios de un modo más adecuado. Precisamente por eso, en mi
opinión, es un pensador contemporáneo. Pues es evidente que la
humanidad del Siglo XX no puede ya más atribuir la significación de lo
Santo y de la Santidad tal como ocurría hace mil años. Una
representación de Dios como el pantokrator, como el emperador del
mundo, como el soberano poderoso rodeado de su corte ya no significa
nada para el ser humano de hoy; hasta puede con facilidad alejarlo de

7
Dios. Cuando Lévinas habla de la huella de lo Divino, de la huella que
uno nota solo si uno quiere notarla, sus palabras responden a la situación
de la humanidad contemporánea. Ellas corresponden también, de acuerdo
a Lévinas, al verdadero estilo de la Revelación. “Este modo del Otro de
solicitar mi reconocimiento mientras se mantiene completamente su
incógnito, desdeñando el recurso a un guiño de aceptación o complicidad,
este modo de manifestarse a sí mismo sin manifestarse a sí mismo, se
llama “enigma”– volviendo a la etimología griega y en oposición al
aparecer indiscreto y victorioso del fenómeno – (DEHH, p. 209).
El Dios de la humanidad contemporánea no se revela con magnificencia,
la pompa gratuita y sensacional de un emperador triunfante. No es un
fenómeno sino solo huellas, enigmas, referencias enigmáticas que dan
testimonio de Él. Es en el corazón de quien se hace disponible a su
invitación discreta, sutil y refinada que ellos [las huellas y los enigmas]
iluminan el fuego de un inextinguible amor.

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