Está en la página 1de 239

Quiérete

más y mejor

Montse Cazcarra

Primera edición: julio 2020


ISBN: 978-84-1363-413-5
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
© Del texto: Montse Cazcarra
www.montsecazcarra.com

© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo


© Fotografía de cubierta: Depositphotos.com

Editorial Círculo Rojo


www.editorialcirculorojo.com
info@editorialcirculorojo.com
El autor no se hace responsable de las creencias del lector antes y después de leer este libro; así como tampoco de las conclusiones
del lector, ni del uso que pueda darle a la información presente en el mismo.
El contenido de este libro no se debe entender ni interpretar como asesoramiento profesional. Si bien la información
proporcionada se relaciona con aspectos de carácter psicológico y emocional, no sustituye el asesoramiento de un profesional que
conozca los hechos y circunstancias de su situación individual.

E ditorial Círculo Rojo apoya la creación artística y la protección del copyright. Queda totalmente prohibida la reproducción,
escaneo o distribución de esta obra por cualquier medio o canal sin permiso expreso tanto de autor como de editor, bajo la sanción
establecida por la legislación.
Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor manifieste en ella.
Prólogo

Quererse. Parece fácil. Suena intuitivo. Todo el mundo sabe querer;


entonces, podemos preguntarnos: ¿Cómo no vamos a saber querernos a
nosotros mismos? Lo cierto es que sí sabemos querer; pero, en ocasiones,
no sabemos hacerlo de la mejor manera, no de la más sana.
En el amor no todo vale. Y eso aplica al amor más importante de todos,
aquel que vela por nuestras necesidades, por nuestro bienestar: el amor
propio.
El amor propio también nos parece algo intuitivo. «Debemos querernos a
nosotros mismos para poder querer a otras personas», nos repetimos
convencidos. Y es así. Pero nadie nos explica cómo debemos querernos; en
qué consiste querernos bien, de forma sana. Ni cómo hacerlo. La
responsabilidad de aprender a hacerlo recae sobre nosotros, en nuestra
capacidad para observar y aprender de quienes nos rodean. Y, a veces, lo
que aprendemos no necesariamente nos beneficia. Al contrario. Es posible
que, como resultado, hayamos aprendido a querernos, pero no a querernos
bien, no de forma sana. Y esto sucede precisamente porque las personas de
quienes aprendimos tampoco se saben querer bien, no de forma sana;
porque nadie invirtió tiempo en enseñárselo; o porque ellos no fueron
suficientemente conscientes como para reconocer que podían hacerlo de
otra forma; o porque no tomaron medidas al respecto. A diferencia de ti,
que eres consciente de que hay algunas cuestiones sobre cómo quieres y
sobre cómo te quieres que te gustaría mejorar.
Si hoy estás leyendo estas líneas no es por casualidad. Quizás sientas que
no te conoces lo suficiente. O que no te aceptas tal y como eres. O que no te
respetas como deberías. O que no te haces respetar precisamente porque
sientes que no eres capaz de poner límites, de decir «no». O quizás sientas
que no cuentas con la seguridad y la confianza suficientes como para
atreverte a dar ciertos pasos y avanzar en tus objetivos. O, simplemente,
sientes que no te quieres lo suficiente —o no como te gustaría—.
Todo lo anterior te ha llevado hasta estas páginas. Pero, probablemente,
mucho antes te ha llevado a hacerte preguntas, a buscar en internet, a
consultarlo con tus familiares y amigos… Incluso es posible que este no sea
el primer libro de autoayuda que pasa por tus manos.
Quizás suene un poco pretencioso, pero me gustaría que este libro dejara
una huella en ti. Una huella a nivel de autoconocimiento, pero también en lo
que se refiere al autorrespeto, a la autoaceptación, a la confianza en ti
mismo y, sobre todo, que marcara un antes y un después en tu autoestima.
A la vez, me gustaría moderar tus expectativas: has estado pensando,
sintiendo y percibiéndote de una forma determinada durante muchos años;
probablemente tantos como alcance tu memoria. Eso no puede cambiarse de
la noche a la mañana; y tampoco por haber leído un libro —incluso si lo
haces de manera proactiva, aplicando conscientemente cada una de las
reflexiones y cuestionamientos que se proponen—. El cambio duradero
requiere de tiempo y esfuerzo. Tiempo y esfuerzo que puedes aprender a
invertir de manera significativa a partir de las reflexiones que te propongo
en las siguientes páginas.
En cierto modo, el proceso de cambio es como la jardinería. Este libro
puede darte las herramientas necesarias para sembrar una semilla, pero eres
tú quien tiene que sembrarla en la vida real. Y no basta con sembrarla; hay
que regarla, hay que cuidarla, hay que mimarla. Y todo ello requiere de
tiempo, de atención y de esfuerzo.
De hecho, es posible que la semilla que este libro tiene como objetivo
proporcionarte, ya te la hayan facilitado otros libros u otras fuentes de
autoconocimiento y de cambio. En otras palabras: es posible que algunas de
las reflexiones y ejercicios no te resulten nada nuevo. Te invito a no
quedarte con ese pensamiento; sino a plantearte qué puedes hacer, qué está
en tus manos para que esta vez la semilla germine. Hacer cambios
significativos y verdaderamente duraderos no es fácil; lo sé. Pero el
resultado es tan gratificante que merece la pena evitar quedarnos en la
superficie, y apostar por ir más allá y por conseguir un cambio que nos
acompañe de ahora en adelante.
En este libro encontrarás ejercicios, incluso algún que otro consejo; pero,
sobre todo, encontrarás reflexiones. Reflexiones que tienen como objetivo
hacerte pensar, hacerte cuestionar todo lo que has estado dando por válido
hasta ahora. Porque, para mí, es más importante cuestionar nuestros
pensamientos y pensar de forma distinta —potencialmente más sana—, que
hacer las cosas de manera distinta.
El peso de las herramientas, de las técnicas y de las estrategias que se
utilizan en las intervenciones terapéuticas es elevado; pero lo
verdaderamente crucial es la actitud de quien asiste a terapia. Y, como
sucede en terapia, de ti depende que pases sobre las siguientes páginas sin
más, y te invada un sentimiento de indiferencia; o que hagas tuyas cada una
de las líneas.
Te invito a ser valiente. A ser suficientemente valiente como para
adentrarte en tu interior y valorar en qué medida te sientes identificado con
las situaciones que se describen en cada uno de los capítulos; planteándote
de qué manera aplica cada una de las reflexiones y cuestionándote lo que
sientes, lo que piensas y cómo te percibes.
Con el objetivo de interiorizar todos los temas que se tratan, he
considerado oportuno añadir ejemplos que te ayuden a empatizar con el
protagonista de cada una de las historias, y a considerar si en alguna ocasión
te has sentido como se sienten ellos.
Como comentaba, este libro también contiene ejercicios. Estos tienen
como finalidad, en primer lugar, trabajar la introspección: que ahondes en
tus pensamientos, en tus emociones, en tus creencias, en todo aquello que te
hace ser quien eres y pensar, sentir y actuar de la manera en que lo haces. Y,
en segundo lugar, aplicar las reflexiones a tu caso en particular; es decir,
hacerlas tuyas. Porque el primer paso para el cambio es tomar conciencia.
Y, el segundo, responsabilizarse de uno mismo.
Vamos a trabajar la autoestima, pero quizás no de una forma tan directa
como esperabas. Mi propuesta pretende ir a la raíz de cada una de las
cuestiones implicadas. Vamos a desgranar aquellos aspectos que te llevan a
quererte como te quieres actualmente y trabajaremos todas aquellas
cuestiones que te llevarán a quererte más y mejor.
CAPÍTULO 1
Autoestima

«El amarse a uno mismo es el comienzo de


un romance para toda la vida».
Oscar Wilde

Quererse a uno mismo


El amor propio, el quererse a uno mismo, es un concepto que se ha ido
haciendo cada vez más popular. Tanto, que a veces se utiliza a la ligera.
Disfrutar de la soledad, cuidar la alimentación, dedicar unos minutos al día
a relajarnos o a hacer algo que nos gusta… Todas estas actividades son
necesarias para sentirnos bien; pero no reflejan amor propio, sino
autosuficiencia, autocuidado y responsabilidad con uno mismo. Todas ellas
son necesarias y relacionadas con nuestro «yo». Pero no son equiparables al
amor propio.
El amor propio, también conocido como autoestima, trata de algo más
profundo que se alimenta de lo anterior —entre otras cuestiones—, pero que
va más allá.
La autoestima es la valoración que hacemos de nosotros mismos e
incluye la opinión que tenemos sobre nuestra persona.
Cada uno de nosotros tiene una opinión propia acerca de cómo somos en
términos de aspecto físico, así como también en relación a cómo pensamos,
actuamos, sentimos y nos relacionamos. El resultado de esta valoración es
la base de nuestra autoestima. Esta es, por lo tanto, la valoración que
hacemos de nosotros mismos en el más amplio sentido de la palabra.
Cuando nos queremos, cuando nuestra autoestima está en forma; nos
damos la oportunidad de sacar lo mejor de nosotros mismos, estamos
atentos a nuestras propias necesidades, velamos por nuestro bienestar
emocional, nos respetamos y nos hacernos respetar.
La autoestima no es estable en el tiempo, sino que evoluciona. A medida
que vamos creciendo y desarrollándonos, vamos cambiando nuestra
percepción acerca de cómo somos, de qué somos capaces de hacer y de qué
podemos conseguir. Cada situación o tesitura en la que nos encontramos nos
permite descubrir un nuevo rincón de nuestro ser. Cada experiencia es una
nueva oportunidad para conocernos y desarrollarnos; y, en consecuencia,
para reformular nuestra autoestima.
La autoestima también puede verse afectada según el ambiente en que nos
encontremos. Por ejemplo, es posible que en casa nos mostremos más
seguros que en el trabajo y que, en consecuencia, actuemos con un mayor
grado de confianza, reafirmando nuestra autoestima. La seguridad y la
confianza son aspectos clave que trabajaremos a lo largo de este libro.
Una autoestima en forma nos permite ser conscientes de aquellos
aspectos que podemos mejorar. Pero, a la vez, permite querernos.
En cambio, una baja autoestima se manifiesta en forma de inseguridades:
nos sentimos poco valiosos, poco capaces de conseguir nuestros objetivos,
poco merecedores de que nos pasen cosas buenas o de que nos quieran.
Cómo te ves vs. cómo te ven
¿Alguna vez has pensado que las personas de tu alrededor te ven de forma
distinta a como tú te ves a ti mismo? Por ejemplo, más atractivo, más capaz,
más seguro… A menudo sucede que las personas que nos rodean tienen una
concepción de nosotros distinta a la nuestra. En ocasiones más negativa;
pero, mucho más a menudo, más positiva. Y nos preguntamos: ¿Cómo
puede ser?
Si lo que nos dicen entra en conflicto con nuestras creencias (por ejemplo,
«no soy atractiva»), es posible que lleguemos a la conclusión de que están
siendo amables y que nos están diciendo algo positivo con la intención de
que nos sintamos bien, descartando toda posibilidad de que realmente ellos
nos vean así. E incluso es posible que pensemos que están allanando el
terreno y que, tras alabarnos, nos pedirán un favor.
De hecho, es posible que ahora mismo no te venga a la cabeza ningún
comentario positivo. Pero esto no significa que nadie no haya dicho algo
positivo sobre ti, sino que, como no encaja con tus creencias, lo has
apartado y no le has prestado atención suficiente como para guardarlo en tu
memoria.
¿Por qué no te lo tomas en serio, aunque sea por una vez? ¿Por qué no
partes de la idea de que están siendo sinceros y consideras por qué te ven de
esa forma? ¿Por qué no te permites dejar de lado tus creencias y estar
abierto a una realidad distinta, igual de posible que la que hasta ahora has
tenido en tu mente?

EJERCICIO
Piensa en los elogios que sueles recibir. ¿Qué cosas buenas dicen de ti?

¿Por qué crees que te lo dicen?, ¿en qué se basan? Es decir: ¿Qué motivos
pueden tener para utilizar esos adjetivos para referirse a ti y no otros?

Confiar en uno mismo


La confianza en uno mismo está relacionada con aquello que nos creemos
capaces de hacer; con la evaluación que hacemos acerca de nuestras
habilidades. Si nos creemos capaces es más probable que nos impliquemos
en proyectos y retos nuevos que, a su vez, contribuirán a hacernos sentir
más capaces y mejorarán nuestra autoestima.
Que nos sintamos más o menos capaces depende de las habilidades con
las que contamos y de las que somos conscientes, del historial de
experiencias de éxitos y fracasos que llevamos a nuestras espaldas, de
nuestro nivel de autocrítica, de la interpretación que hacemos de lo que nos
sucede y de los resultados que hayamos obtenido en experiencias anteriores
(por ejemplo, no es lo mismo atribuir un buen resultado a la suerte, que
hacerlo a nuestras habilidades), etc.
Algo que debemos tener en cuenta es que muy posiblemente no nos
consideremos igual de capaces de aplicar ciertas competencias o estrategias
como la resolución de problemas, la gestión de conflictos, el poner límites o
el expresarnos abiertamente; del mismo modo en diferentes áreas de nuestra
vida. Por ejemplo, es posible que en el trabajo seamos capaces de
comunicarnos de forma clara y asertiva; como resultado, nos sentiremos
capaces y seguros. En cambio, es posible que en casa nos pase exactamente
lo contrario.
La autoestima no se pierde ni se recupera, se deja en un segundo plano
o se fortalece
En consulta, muchas veces he oído eso de «quiero recuperar la confianza
en mí mismo». Es el momento oportuno para definir los objetivos y, de
paso, aprovecho para hacer una analogía: la autoestima es algo de lo que no
debemos olvidarnos, ni dejar de lado, ni en un segundo plano. De lo
contario, sucede lo mismo que experimentamos cuando no ejercitamos
nuestros músculos durante un tiempo: que nos atrofiamos.
Lo cierto es que, como en el caso de nuestro cuerpo, podemos dejar a
nuestra autoestima de lado durante un tiempo. De la misma forma que
podemos dejar de practicar ejercicio físico durante una temporada. En
ambos casos, a corto plazo es posible que no notemos efectos, que no
obtengamos consecuencias negativas o que las consecuencias sean tan
asumibles que sigamos dejándolo de lado porque «no pasa nada, ya lo
retomaré en cuanto pueda».
Lo que sucede es que estamos relegando el bienestar de nuestro cuerpo a
un segundo o tercer plano. Que no le damos tanta importancia como debería
tener y que, como los efectos son soportables, no se hace evidente la
importancia de mantenernos activos.
Sin embargo, si dejamos de lado la actividad física durante un periodo
más prolongado, empezamos a notar los efectos. Nos cansamos más
fácilmente, nos cuesta más movernos… Consecuencias más o menos
inocuas, pero ya evidentes.
Y lo mismo sucede con nuestra autoestima. Si nos dejamos de lado, si nos
hablamos de cualquier manera, si nos perdemos el respeto, si no nos
cuidamos, si nos dejamos llevar por las aproximaciones que a corto plazo
nos resultan más fáciles; nuestra autoestima puede resentirse —aunque en
ese momento no notemos los efectos—. Pero, un buen día, nos damos
cuenta de que ya no nos sentimos tan valiosos. O que ya no nos vemos tan
capaces, ni nos sentimos tan seguros como solíamos sentirnos.
Todas las personas somos capaces de desarrollar una autoestima fuerte y
positiva. Y esto implica ser flexible, ser resistente a todo aquello que no nos
sale como queríamos, no caer en la derrota; sino velar por nuestro
desarrollo y crecimiento. Apostar por seguir sintiéndonos seguros y valiosos
a pesar de que esto nos suponga un esfuerzo.
Peldaños hacia una autoestima positiva
Se ha escrito mucho sobre autoestima. En este libro no seguiremos una
teoría o modelo específico, pero sí que trabajaremos los siguientes
conceptos; necesarios para fortalecer las bases de una autoestima positiva,
sana, resistente y en plena forma, y agrupados lógica y secuencialmente en
forma de escalera (siguiendo el modelo de Rodríguez Estrada, 1988).
El autoconocimiento es el primero de los peldaños. Responde a las
preguntas: ¿Te conoces? ¿Sabes cuáles son tus habilidades, roles y
necesidades?
Íntimamente ligado con el punto anterior encontramos el autoconcepto:
este engloba las creencias que tenemos acerca de nosotros mismos; cómo
creemos que somos. Para conocer nuestro autoconcepto deberemos explorar
nuestro diálogo interno y responder a la pregunta: ¿Tienes un buen concepto
de ti mismo?
En el siguiente peldaño se encuentra la autoevaluación. Una vez nos
conocemos, sabemos quiénes y cómo somos, es hora de hacer frente a la
pregunta: ¿Cómo valoras todo lo anterior? ¿Dicha valoración es positiva o
negativa? En otras palabras, ¿te evalúas o te devalúas?
Una vez superamos el anterior peldaño, nos encontramos con la
autoaceptación, respondiendo a la pregunta: ¿Te aceptas? Esta hace
referencia a nuestra capacidad para admitir y reconocer todos los aspectos
de nuestro ser; tanto aquellos con las que estamos satisfechos, como los que
nos gustaría mejorar.
Si nos aceptamos, estamos más cerca de alcanzar el siguiente peldaño: el
autorrespeto. Respetarse consiste en satisfacer las necesidades propias, en
expresar nuestras emociones y opiniones sin hacernos daño ni culparnos, y
en actuar acorde con nuestros principios y valores.
El último peldaño de todos es la autoestima, que responde a las preguntas:
¿Te sientes valioso? ¿Te sientes capaz?

Objetivo: una autoestima en plena forma


Cuando nuestra autoestima está en plena forma…
…nos sentimos valiosos. Y podemos aceptar las críticas (incluso las
negativas) y las valoramos en tanto que consideramos que nos pueden
ayudar a mejorar. Pero no nos dejamos llevar por ellas ciegamente
atribuyéndoles más peso que a nuestra opinión, pensando que simplemente
porque vienen de fuera son más valiosas que nuestro propio criterio.
…tenemos en cuenta lo que los demás piensan de nosotros, pero no nos
preocupamos en exceso y no cambiamos nuestra actitud, opinión o
comportamiento si no lo creemos necesario.
…confiamos en nuestro criterio y actuamos en consecuencia, a pesar de
que la opinión externa vaya en un sentido contrario. Y lo hacemos sin
sentirnos culpables por ello.
…tenemos claro cuáles son nuestros principios y valores, y estamos
dispuestos a defenderlos incluso en situaciones en las que es probable que
nos encontremos con una opinión opuesta a la nuestra.
…sentimos que podemos cambiar de opinión y que podemos reconocer
que nos hemos equivocado sin que nuestra autoestima se vea dañada.
…nos sentimos más capaces. Confiamos en nuestra capacidad para
gestionar las situaciones a las que tenemos que hacer frente, para solucionar
problemas y gestionar conflictos.
…experimentamos el fracaso como un a oportunidad para aprender, no
como una muestra de falt a de habilidades o de nuestras carencias.
…nos centramos en el presente, aprendiendo de los errores del pasado;
pero sin quedarnos anclados en él pensando una y otra vez que nos
equivocamos.
…reconocemos que cada persona tiene competencias y fortalezas
específicas. Como resultado, nos sentimos igual de dignos y valiosos que
cualquier otra persona; ni inferiores, ni superiores.
…aceptamos nuestras emociones, tanto positivas como negativas; y
somos conscientes de que podemos escoger si compartirlas o no con otras
personas según nos apetezca o consideremos oportuno.
…aceptamos las emociones y las opiniones de otras personas.
Cuando nuestra autoestima está en plena forma nos sentimos más
capaces, más valiosos y más seguros de nosotros mismos y de nuestras
habilidades.

EJERCICIO
Este ejercicio no tiene fundamento científico y, por lo tanto, no puede ser
tomado como un test de autoestima. Tampoco lo pretende. El objetivo es
que puedas visualizar hacia qué lado de la balanza suele inclinarse tu
autoestima: si suele inclinarse hacia una autoestima sana o si, por lo
contrario, no suele estar en plena forma.
Marca con una «X» las casillas de las afirmaciones que consideras que
describen mejor tu situación actual con respecto a tu amor propio, a la
valoración que haces de tu valía y de tus cualidades.

Imagina que las afirmaciones anteriores marcadas con una «X»


contribuyen a hacer que la balanza de tu autoestima se incline hacia un lado
u otro. ¿Cómo es tu autoestima? ¿Hacia qué lado se ha inclinado? ¿Está en
plena forma o consideras que deberías trabajarla?

Es posible que, a la hora de marcar las casillas de ciertas afirmaciones,


hayas tenido dudas. Algunos aspectos te pueden resultar más evidentes y
puede que otros se den solamente en determinadas ocasiones. Por lo tanto,
te invito a hacerte la siguiente pregunta: ¿A qué aspectos consideras que
deberías prestar más atención?
CAPÍTULO 2
¿Quién soy? ¿Cómo soy?

«Somos inmensamente más grandes que la pequeña persona que a


menudo nos hemos condenado a ser».
Craig D. Lounsbrough

¿Cómo te defines?
El autoconcepto recoge cómo nos describimos y responde a la pregunta:
¿Cómo soy? Por ejemplo: Soy tímida, soy optimista, soy responsable, soy
eficiente.
A diferencia de la autoestima, el autoconcepto no incluye cómo nos
sentimos al respecto; es decir, no indica qué tan satisfechos estamos con
nuestro nivel de timidez, con nuestro nivel de optimismo, o con nuestro
nivel de responsabilidad o eficiencia; sino que simplemente describe cómo
nos percibimos.
A la hora de conformar nuestro autoconcepto, nos basamos en cómo nos
hemos sentido, qué hemos pensado o cómo hemos actuado en determinadas
situaciones del pasado, desde nuestra infancia —momento en el que la
opinión que los demás tienen sobre nosotros y el apoyo y la seguridad que
nos proporcionan es crucial para nuestro desarrollo— hasta la actualidad.
Es importante subrayar el papel de la memoria a la hora de conformar
nuestro autoconcepto: es más probable que recordemos aquellas situaciones
que, de cierta manera, nos han marcado. En otras palabras: que nos
acordemos de hechos de manera selectiva y, por lo tanto, nuestro
autoconcepto se construya a través de recuerdos selectivos.

EJERCICIO
Imagina que en vez de estar leyendo este libro y trabajando en los
ejercicios propuestos, estuvieras en una sala, rodeado de personas a quienes
no conoces y te pidieran que te presentaras. ¿Qué dirías?

Describir a otros suele ser más fácil que describirnos a nosotros mismos.
Por eso te propongo que repitas el ejercicio; pero, esta vez, hazlo en tercera
persona, como si te estuvieras viendo desde los ojos de otra persona. Por
ejemplo, en mi caso empezaría con un: «Montse es…».

Teniendo en cuenta las descripciones anteriores, escoge los cinco


adjetivos que mejor te representen. Piensa en cómo eres en distintas áreas
de tu vida. Ten en cuenta también cómo eres emocionalmente, cómo te
sueles relacionar y cómo sueles gestionar determinadas situaciones o
conflictos.
Ahora piensa en cómo te describirían las personas de tu alrededor. ¿Qué
palabras escogerían? ¿Estás de acuerdo? ¿Puedes ampliar la lista anterior
incorporando algunos de estos adjetivos?

¿Podemos cambiar?
Natura versus nurtura . Naturaleza versus crianza. Herencia versu s
interacción social. Lo innato versus lo adquirido. Una de las eternas
discusiones, no solamente de la Psicología, sino de la ciencia en general.
¿En qué medida nos afecta nuestra genética? ¿Y nuestro entorno? ¿En qué
medida podemos cambiar si nuestra genética nos lleva a estar más
predispuestos a determinadas maneras de pensar, sentir o actuar?
Y nuestra educación, ¿en qué medida llegamos tarde para cambiar lo que
hemos aprendido como resultado de años y años de interacciones con
nuestros cuidadores y con nuestro entorno? ¿En qué medida podemos dejar
de lado lo que hemos adquirido a través de vivencias en los años más
importantes para la formación de nuestra identidad?
Y, teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿dónde queda nuestra voluntad de
cambio, de mejora? ¿En qué medida está en nuestras manos reprogramar
todo aquello para lo que nos han programado? ¿Y hacer un reseteo?
Grosso modo , diría que todo lo anterior nos predispone, pero nada es tan
determinante como para sacar a nuestra voluntad de cambio fuera de la
ecuación. Y que nos predisponga significa que nuestras características
constituirán una ventaja en algunos aspectos y, en otros, un obstáculo, una
dificultad añadida. Incluso es posible que, en algunos casos muy
específicos, estas dificultades sean mucho más que eso: una barrera.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones hablaremos de obstáculos y
de dificultades añadidas, más que de barreras. En otras palabras, quizás con
mayor dificultad, pero podemos conseguir nuestros objetivos; en cuyo caso
es posible que solamente necesitemos un empujón. Un empujón que nos
permita pasar del terreno inconsciente al consciente a través de un trabajo
interior; plantearnos cómo hemos hecho las cosas hasta ahora y abogar por
hacerlas de forma distinta; aprender nuevas estrategias para hacerlas cada
vez menos de la manera que sabemos que no nos funciona, y cada vez más
de la forma que nos resulta más efectiva, a pesar de que nos resulte menos
natural o intuitiva.
Me resulta difícil pensar que, si estás leyendo estas líneas, consideres que
no puedes hacer nada al respecto. Porque si estás invirtiendo tiempo y
esfuerzo en estas páginas, significa que quieres cambiar tu situación; que
esta no te acaba de convencer y que quieres optar por hacer ciertas mejoras.
Y eso, para mí, es una variable esencial para el cambio, si no la más
importante.
Esto me lleva a otras discusiones. Una que me resulta particularmente
interesante es la siguiente: la aproximación derrotista o, en ocasiones,
protectora, del «yo soy».
La trampa del «yo soy»
Si bien es cierto que saber cómo somos nos resulta de gran utilidad en
tanto que la respuesta a esta pregunta nos informa sobre qué sí y qué no
podemos esperar de nosotros mismos; los «yo soy» también pueden resultar
limitantes. Es posible que detrás del «yo soy» se escondan grandes dosis de
conformismo e incluso miedo al fracaso. La lógica es la siguiente:
En muchas ocasiones el pensar que yo soy de determinada manera implica
que es poco probable que pueda cambiar, que estoy prácticamente destinado
a tener éxito en una serie de cuestiones y a fracasar en otras; pero que, en
cualquier caso, ¿para qué intentar cambiarlo si no seré capaz de
conseguirlo, si no hay nada que pueda hacer al respecto porque «yo soy
así»?
Veamos un ejemplo:
Si integro el «yo soy tímida» como uno de mis «yo soy», es probable que
no contemple iniciar conversaciones, acercarme a un grupo de personas
para hablar, explicar una anécdota que me haga ser el centro de atención por
unos instantes… porque esto no son cosas que haría una persona tímida. Y
como yo soy una persona tímida, no lo hago.
Pero, ¿de qué manera podemos estar 100% seguros de que somos tímidos
y de que no hay otras variables implicadas?
Es posible que, por ejemplo, tengamos miedo. Este es el caso de Silvia.
Ella piensa que si inicia una conversación se pone en la tesitura de tener que
continuarla. Y, entonces, le vienen a la cabeza una serie de preguntas como:
¿Qué digo? ¿Y si no sé hacerlo?
Indagamos al respecto. La cuestión no es saber iniciar una conversación o
saber qué decir. Esta es la punta del iceberg. El motivo por el que no se
muestra más abierta en situaciones sociales va más allá. «Si empiezo a
explicar una anécdota y los demás centran su atención en mí y en mi relato,
corro el riesgo de exponerme a la opinión de los demás. ¿Y si no les resulto
interesante? ¿Y si no me expreso bien? ¿Y si les aburro? ¿Y si…?».
Si sumamos el dolor de cabeza que supone tener que enfrentarnos a estas
preguntas, junto a la frustración y a la vergüenza que podemos sentir si no
sale bien, ¿qué obtenemos? Como Silvia, probablemente optemos por
mantenernos en los límites de lo esperable para una persona tímida porque,
de esta forma, no corremos riesgos. Y, si no corremos riesgos, no nos
podemos sentir mal, ¿no?
«Yo soy»: una estrategia protectora
¿Qué consecuencia tiene optar por escudarnos en los «yo soy» y, así,
protegernos de posibles situaciones que pueden no salir como desearíamos?
Una de ellas es evidente: al quedarnos en nuestra zona de confort,
actuando según lo esperable acorde con nuestros «yo soy», no pondremos
en jaque a nuestra autoestima. Al menos no a corto plazo. Sin embargo, el
escenario a medio-largo plazo no es tan atractivo: es posible que estemos
poniendo barreras y limitaciones a nuestra vida, a la vez que estamos
impidiendo nuestro acceso a nuevas experiencias que podrían hacer que
cambiásemos de idea respecto a cómo somos.
En otras palabras: corremos el riesgo de pasar por alto un escenario
mucho más alentador. Debemos preguntarnos: ¿Y si esto no fuese cierto?
¿Y si fuésemos perfectamente capaces de acercarnos a un grupo de
personas para hablar y ser, por unos instantes, el centro de atención? ¿Y si
esto nos supone tanta dificultad como satisfacción una vez lo hayamos
conseguido? ¿Y si descubrimos que no somos tan tímidos?
¡Cuántas experiencias nos estaríamos perdiendo por considerar que
somos de una forma y nos acomodamos pensando que es algo que no
podemos cambiar!

EJERCICIO
Completa la frase «yo soy…» con características que consideres que te
definen. Después, piensa en las consecuencias que ha tenido cada uno de
esos «yo soy…» en tu vida. En otras palabras, pregúntate qué acciones o
actitudes han posibilitado (u obstaculizado) esos «yo soy…», como hemos
visto en el caso del «yo soy tímida».
Valora la posibilidad de que alguno de los «yo soy…» que has
identificado hayan supuesto una limitación en tu vida. ¿Qué oportunidades
has podido dejar escapar por actuar de acuerdo con ese «yo soy…»?
Yo no soy lo que poseo o lo que consigo
No somos ni nuestra edad, ni nuestro aspecto físico, ni nuestros logros
académicos, ni nuestro trabajo, ni nuestra estructura familiar, ni nuestros
éxitos… entre otras muchas cosas: cosas que se tienen , no que se son .
Cuestiones que están más relacionadas con el mensaje que la sociedad nos
manda sobre cuándo somos exitosos y cuándo no; sobre cuándo podemos
sentirnos realizados; y, por lo tanto, sobre cuándo podemos ser.
Hablo de los objetivos estéticos, por ejemplo. No envejecer, usar cierto
rango de talla de ropa, tener cierto aspecto físico… para considerar que
estamos dentro de lo que se espera. Que somos atractivos.
Pero también hablo de objetivos sociales y económicos, aquellos que
hacen que los demás consideren que somos exitosos. Si tenemos estudios,
trabajo fijo con un buen salario, una familia feliz y de película, coches y
propiedades inmobiliarias, si hacemos viajes…
Todo lo anterior lo aprendemos en nuestras interacciones con el mundo
exterior. Desde pequeños se nos programa para que seamos alguien.
Debemos tener éxito, hacer cosas importantes. Esta mentalidad refleja lo
que nuestra cultura persigue: conseguir, lograr, obtener, alcanzar. Logros,
éxitos, títulos, propiedades... Y, en algunos casos, refleja las creencias, pero
también las inseguridades de la persona que nos transmite el mensaje.
Es el caso de Roberto, a cuya madre le hubiera gustado «llegar a más» —
como comenta él mismo, reproduciendo un mensaje que ha escuchado de la
boca de su madre una y mil veces—. Ella le ha inculcado un desmesurado
sentido del éxito y una igualmente desmesurada presión por conseguir,
lograr, alcanzar todo aquello que ella no pudo. Con la mejor de las
intenciones y siempre queriendo lo mejor para Roberto, su madre ha
depositado en él las esperanzas de conseguir lo que ella no pudo; como si su
hijo fuera una extensión de su persona, su segunda oportunidad para ser
alguien.
Nos apegamos a esa idea porque «es lo correcto», porque es lo que
conocemos, porque no seguir esa corriente es casi revolucionario. De la
misma forma que nos apegamos a nuestros logros y a nuestros éxitos.
Confundimos el tener éxito , con el ser nuestros logros . Y creemos que nos
definen.
Confundimos el tener títulos, tener propiedades, tener familia, tener …,
tener…, tener… con ser . Con ser más inteligentes, con ser más exitosos,
con ser mejores personas. Hemos aprendido a que necesitamos tener
para poder ser . Porque si tengo , puedo acceder a ser de la manera que
me han dicho que debo ser para ser feliz, para sentirme realizado. Qué
presión tener que conseguir, lograr, obtener, alcanzar, para poder ser .
Y no nos basta con conseguir cualquier cosa. Deben ser cosas
importantes; de lo contrario, no somos nadie. Pero... ¿qué logros son
válidos? ¿Qué podemos considerar como importante o significativo? ¿Y
cómo lo diferenciamos de ser cualquier cosa? ¿Basta con tener un trabajo,
con tener amistades, con querernos? ¿O tenemos que tener una carrera
destacable, una familia de película, amigos todavía mejores…? ¿Qué
necesitamos para ser alguien?
Carla siempre quiso ser conductora de autobús. Es una profesión como
tantas otras; pero creo que estaremos de acuerdo si digo que no es la
profesión que mayor sensación de logro produce socialmente (no como ser
abogada, médico, policía... o astronauta). Sin embargo, no debemos
infravalorar el beneficio que aporta Carla a las personas que la rodean, con
quienes coincide e interactúa en su día a día.
Me comentaba que ella siente que está en una posición privilegiada para
aportar su granito de arena a nuestra sociedad. Cada día logra causar
impacto en los pasajeros mediante una simple sonrisa y un «buenos días».
Sabe que causa impacto. Lo ve en sus caras. Algunos le devuelven la
sonrisa, eso sí, sorprendidos; no están acostumbrados a pequeños actos de
amabilidad como los de Carla, en un mundo en el que todos vamos de un
lado para otro, deprisa y corriendo, ignorando las pequeñas cosas. Otros,
toman la iniciativa y le sonríen o, incluso, le preguntan cómo está; ya lo han
integrado en su rutina.
Quizás la profesión de Carla no es la que se nos viene a la mente cuando
pensamos en términos de logros y éxitos. Puede que, pensando en esos
términos, Carla «no sea alguien». Pero queda patente que, para muchas
personas, en su día a día, «es alguien». Alguien que les hace sonreír.
Alguien que les recuerda la importancia de las pequeñas cosas. Alguien
que, a pesar de ser nadie, es alguien.
La aproximación reduccionista a la que sucumbimos a la hora de
considerar a alguien más o menos exitoso, más o menos interesante, y más
o menos atractivo en el más amplio sentido de la palabra, no solamente deja
de lado los valores como los que demuestra Carla; sino que también nos
pone al borde de terrenos pantanosos. ¿Qué sucede si dejo de tener ?,
¿también dejo de ser ? Por ejemplo, ¿qué sucede si perdemos nuestro
trabajo, si nuestro nivel socioeconómico cambia, si nos divorciamos…?
¿Dejamos de ser?, ¿ya no somos nosotros? Entonces, ¿quiénes somos? Si
sucede lo anterior, es posible que nos sintamos perdidos, que sintamos que
tenemos que redefinir nuestro «yo». Cuando, realmente, lo que sucede es
que tenemos que hacer algunos ajustes a nuestra vida, no a nivel de nuestro
«yo».
Yo no soy mis roles
Sucede que cada uno de nosotros ejercemos varios roles. En mi caso, el de
psicóloga. Pero también el de pareja, hija, hermana, amiga, tía... Ejerzo
cada uno de estos roles en un grado distinto, según las circunstancias.
Aunque todos contribuyen a definirme, es importante no fusionarme con
ninguno de ellos. Porque, ¿qué sucede si me fusiono con un rol del ámbito
laboral y mi trabajo no pasa por el mejor momento? ¿Y si lo pierdo? ¿Qué
sucede si me fusiono con mi rol de pareja y decidimos separarnos?
Seguro que lo has adivinado: mi proceso de duelo y adaptación se
complica, porque mi concepto de mí misma se resiente, pierdo parte de lo
que me define, pierdo parte de mi esencia, pierdo parte de mi «yo».
Lo cierto es que soy más que mis roles. Soy mis metas, mi forma de
gestionar las dificultades, la lectura que hago de lo que me sucede, cómo
me relaciono, mis distintas habilidades, mis aficiones...
«Soy Montse y ejerzo el rol de...» es una aproximación más conservadora
y mucho más flexible y sana, que mantiene intacto mi autoconcepto a pesar
de que algunos de los roles que ejerzo en mi vida se vean afectados.
Y esto me lleva a explicaros el caso de Marcos.
Marcos tiene 38 años. Pide cita para superar una ruptura de pareja.
Cristina y él salían desde el instituto. Se casaron hace 12 años y tienen un
hijo de 3. Comenta que desde que Cristina le dejó siente como si le
hubieran amputado una extremidad, que le falta algo en su vida. Incluso
menciona que hay momentos en los que se siente vacío.
Para poder entender todos estos sentimientos, le pido que me explique
cómo era su relación de pareja. «Muy buena», me comenta. «Lo daba todo
por ella, no le faltaba de nada. Siempre estaba ahí, incluso antes de que me
necesitase».
Esta es la percepción de Marcos. Como no tengo a Cristina delante para
poder contrastar la información, le pido que me describa cómo veían sus
amigos y familiares la relación desde fuera. «Ellos siempre me han dicho
que soy muy entregado. Mi mujer siempre ha sido lo más importante para
mí. Cuando nació nuestro hijo ocupó el primer lugar, claro. Pero ya me
entiendes…».
Y sí, lo entendía perfectamente. Entendía lo que me quería decir: Cristina
era el centro de su universo. Desde hacía años. Muchos. Con la ruptura,
Marcos no solamente había perdido una pareja, sino que había perdido una
pieza fundamental de su vida. Una pieza que le proporcionaba sentido.

EJERCICIO
Revisa tu descripción, aquella que has redactado al principio de este
capítulo. En ella, ¿has incluido roles? ¿Cuáles?

Ahora, piensa: ¿Qué sucedería si tus roles cambiasen o si dejaras atrás


alguno de ellos? ¿Cómo te sentirías? ¿Podrías seguir siendo tú, te seguirías
sintiendo bien?

Reformula tu descripción sustituyendo algunos «yo soy…» por «ejerzo el


rol de…».
¿Y si somos nosotros mismos quienes nos ponemos límites?
«En el momento en que dudas si puedes volar, dejas de hacerlo para
siempre».
James Matthew Barrie
Llegados a este punto resulta conveniente introducir el efecto Pigmalión o
la profecía autocumplida. Esta consiste en hacer una predicción falsa de una
situación, y en permitir que esta predicción altere nuestro comportamiento
de tal manera que el resultado predicho se convierta en realidad —a pesar
de que no necesariamente debería haber sido así—.
Imaginemos que, debido a nuestra falta de confianza, estamos
convencidos de que no nos van a dar el puesto del trabajo para el cual
tenemos una entrevista. Como consecuencia, no nos preparamos bien para
la reunión y acabamos mostrando poca motivación e interés porque «total,
no me van a elegir a mí»; aumentando, de esta manera, las probabilidades
de que no nos acaben contratando a nosotros.
Es posible que esto nos haya sucedido en más de una ocasión y que nos
haya pasado desapercibido. También es posible que hayamos considerado
que estas predicciones que se cumplen son una prueba fehaciente de que no
valíamos para el puesto y nos acabamos diciendo «ves, ya sabía yo que no
me iban a contratar a mí». Hablaremos de esto más adelante.
¿Cómo te gustaría describirte?
Raramente vamos por la vida preguntándonos si somos quienes queremos
ser. Esta pregunta es demasiado trascendental para el ajetreo de nuestro día
a día. Pero no solamente requiere tiempo, sino que también requiere asumir
que es posible que las respuestas que obtengamos no nos gusten. ¿Y qué
deberíamos hacer, como adultos responsables que somos, si no nos gustan
las respuestas que obtenemos?
Cambiar.
Y cambiar requiere de tiempo. Y de esfuerzo. Y en la actualidad no vamos
muy sobrados de ello. Sin embargo, perdemos algo muy valioso: la
oportunidad de acercarnos a quien queremos ser, a lo que consideramos
como nuestro «yo ideal».

EJERCICIO
A continuación, encontrarás una lista con algunos de los valores más
comunes. Imagina que tuvieras delante una página en blanco, que tuvieras
la posibilidad de construir tu vida y tu persona, que pudieras escoger los
valores que te gustaría tener. ¿Cuáles escogerías? Márcalos con una «X»:

Altruismo

Aprendizaje

Autonomía

Colaboración

Compasión

Constancia

Empatía

Equidad

Gratitud
Honestidad

Independencia

Integridad

Justicia

Lealtad

Optimismo

Perseverancia

Prudencia

Respeto

Responsabili dad

Sensibilidad

Servicio

Sinceridad

Solidaridad
Superación

Tolerancia

Valentía

Voluntad

¿Son esos los valores que te gustaría que los demás utilizasen para
describirte, para recordarte cuando pensaran en ti? ¿Querrías añadir alguno
más?

¿Hablas bien de ti mismo?


Reconocer nuestros defectos y lo que queremos mejorar está bien visto; es
interpretado como un signo de autoconocimiento y de crecimiento personal.
Sin embargo, hablar bien de uno mismo y reconocer nuestros aciertos no
está tan bien aceptado. Intentamos no hacerlo, creyendo que así evitamos
que nos tachen de engreídos o prepotentes, o bien que escuchemos un «no
le hace falta abuela».
Un claro ejemplo de lo anterior es cuando, en una entrevista de trabajo,
nos piden que enumeremos 3 virtudes. Para muchos, esta pregunta quizás
nos resulte bastante predecible y puede que la llevemos preparada de casa.
Pero cuando la escuchas por primera vez, a la pregunta le suele seguir un
silencio incómodo y una sensación de vergüenza se apodera de nosotros,
¡como si expresar lo que creemos que son nuestras cualidades positivas
estuviese mal!
Pero no, no está mal. Al contrario. Que reconozcamos lo que se nos da
bien no nos hace menos humildes, sino más conscientes de nosotros mismos
y de nuestras habilidades.
Es posible que, actualmente, seas más capaz de reconocer aquello que
consideras que debes mejorar, que aquello que se te da bien. Sin embargo,
que no seas consciente de ello, que no le prestes atención, no significa que
no exista.

EJERCICIO
Está bien prestar atención a lo positivo que hay en ti, a lo bueno que
ofreces al mundo. Deja la humildad de lado y piensa: ¿Cuáles son tus
cualidades y virtudes?, ¿qué se te da bien?, ¿de qué estás orgulloso?

¿En qué capacidades se fundamentan las virtudes de las que puedes estar
orgulloso? Es decir, imagina que has escrito que eres un buen amigo. ¿Qué
cualidades te llevan a pensar que eres un buen amigo? Por ejemplo, eres
atento, empático, agradable, sabes escuchar…

Ahora te invito a echar un vistazo a la siguiente lista de cualidades. Marca


con una «X» aquellas que consideres que te definen, ya sea porque tú lo
consideras así; o bien porque otras personas las han utilizado para
describirte en algún momento de tu vida. Es posible que algunas cualidades
te definan en unos ámbitos de tu vida, pero no en otros. Esto puede deberse
al tipo de dinámicas que se generan con las personas que te rodean, o bien
al rol que adoptas, ya que este puede necesitar de unas o de otras
cualidades. Márcalas igualmente.

Aceptación

Autonomía

Alegría

Amistad

Asertividad

Autenticidad

Autocontrol

Bondad

Cautela

Compromiso

Compasión

Confianza
Cooperación

Creatividad

Decisión

Determinación

Dignidad

Empatía

Entusiasmo

Flexibilidad

Generosidad

Gratitud

Humildad

Igualdad

Ingenio

Iniciativa
Integridad

Justicia

Lealtad

Optimismo

Orden

Paciencia

Perdón

Persistencia

Prudencia

Resiliencia

Respeto

Responsabilidad

Sensibilidad

Sentido del
humor

Tenacidad

Tolerancia

Valentía
CAPÍTULO 3
Yo y mis emociones

Acepta quién y cómo eres hoy, mientras trabajas en quién y cómo


quieres ser mañana.
¿Nos conocemos?
«Parece que, al final, no le conocía tanto como creía», nos decimos después
de una decepción, de que una relación —ya sea sentimental o de otro tipo
—, no haya evolucionado como esperábamos, o haya dado un giro
imprevisto. Nos preguntamos si realmente conocíamos a esa persona, si las
características y valores que le habíamos asignado, que creíamos que
poseía, son realmente los que la definen. Y eso nos genera inseguridad
porque creemos que nos puede volver a suceder con otras personas, en otras
situaciones. No queremos llevarnos más sorpresas —con cierto tono de
recelo—. Acabamos llegando a la conclusión de que somos incapaces de
tener una visión completa de la persona. Y eso nos genera inseguridad.
Lo cierto es que jamás llegamos a conocer a alguien completamente. No
al 100%. Cuantas más situaciones hayamos compartido con esa persona,
cuantas más situaciones tengamos en nuestro historial de interacciones, con
más información contaremos sobre cómo actúa dadas unas u otras
circunstancias. Y no debemos olvidar que los matices, tanto de las
situaciones como de las actitudes y acciones son verdaderamente
importantes; lo cual nos lleva a pensar que no tenemos la situación bajo
control, en absoluto.
Y yo me pregunto, ¿no nos pasa exactamente lo mismo con nosotros
mismos? ¿Cuándo podemos considerar que nos conocemos
verdaderamente? ¿Cuándo podemos afirmarlo con rotunda seguridad?
A medida que voy haciéndome mayor, me doy cuenta de que cada vez me
conozco más y, a la vez, cada vez me quedan más rincones de mi ser, de mi
mente, de mi personalidad, de cómo suelo sentir y funcionar… por explorar
y por descubrir. Cada vez tengo más la sensación de que no nos llegamos a
conocer al 100% e, incluso cuando nos conocemos mucho, las vicisitudes
de la vida nos ponen a prueba y pueden llegar a sorprendernos. Puede que
ante determinadas situaciones o ante situaciones en las cuales confluyen
varios factores, actuemos de manera imprevista, muy distinta a como hemos
venido actuando hasta la actualidad.
Las emociones tienen un peso muy grande en nuestro día a día, ya que
influyen en nuestras decisiones en mayor o menor grado. Y eso no está
necesariamente ni bien, ni mal, siempre y cuando sepamos obtener la
información que nos proporcionan sin dejarnos llevar por ellas de manera
incondicional.
Y, precisamente, cómo reaccionemos ante determinadas situaciones nos
proporciona una información de gran valía acerca de cómo funciona nuestra
mente, sobre qué nos resulta importante, sobre qué nos gusta y sobre qué
nos afecta negativamente. Todo lo anterior nos permite identificar a qué
aspectos debemos prestar mayor atención para conocernos. Si ante
determinadas situaciones nos sentimos de cierta forma es porque,
consciente o inconscientemente, se activan una serie de patrones mentales
que nos hacen interpretar la situación de esa manera. Conocer estos
patrones nos permitirá ir llenando las páginas del libro que conforma
nuestra persona. Resultan esenciales para conocernos y, por lo tanto, para
trabajarnos.
Para una gestión emocional eficiente primero debemos conocer nuestras
propias emociones y sentimientos, así como también de qué manera nos
influyen y en qué situaciones suelen darse. El segundo paso consiste en
regular nuestras emociones; esto es, reflexionar sobre cómo nos sentimos y
gestionar de forma sana nuestras emociones y sentimientos, dejándolos fluir
a la vez que evitamos que tomen el control de la situación.
A continuación, trabajaremos ambos pasos.
Autoconocimiento emocional
¿En qué medida eres capaz de saber cómo te sientes cuando una situación
te genera emociones negativas? ¿Y en el caso de las emociones positivas?
¿Cómo puedes diferenciarlas? De hecho, ¿cuántas emociones serías capaz
de nombrar?
Todas estas preguntas pueden resultar artificiales, ya que no solemos ir
por la vida preguntándonos qué emoción sentimos en cada momento. Y
mucho menos evaluamos si se trata de emociones positivas o negativas.
Pero las sentimos. Por este motivo, la siguiente práctica que a priori puede
resultarnos un poco artificial o forzada, nos resulta más útil de lo que
creemos. Vamos a dedicarle unos minutos:

EJERCICIO
Escribe 3 situaciones distintas en las que fuiste consciente del peso
emocional que tenían en ti. Descríbelas brevemente. A continuación,
explora qué emociones experimentaste.

Ahora, escoge una de las situaciones anteriores y pregúntate si había otras


emociones asociadas. Para ayudarte, echa un vistazo al siguiente listado de
emociones. Marca con una «X» las que experimentaste en la situación que
has escogido.
Afecto

Agradecimiento

Alegría

Alivio

Amor

Asombro

Atracción

Cariño

Celos

Compasión
Cuidado

Culpa

Decepción

Desamparo

Deseo

Dolor

Entusiasmo

Envidia

Esperanza

Enfado
Euforia

Excitación

Fascinación

Felicidad

Humillación

Impaciencia

Inseguridad

Ira

Irritación

Melancolía
Miedo

Nerviosismo

Orgullo

Preocupación

Rechazo

Remordimiento

Rencor

Resentimiento

Satisfacción

Soledad
Sorpresa

Tensión

Ternura

Tristeza

Pasión

Pánico

Simpatía

Vergüenza
Seguro que has seleccionado más emociones de las que habías nombrado
en la primera parte del ejercicio. Es normal: no solemos tener en la cabeza
una lista tan extensa de las emociones que podemos sentir. Ser más
concretos a la hora de identificar cómo nos sentimos nos ayudará a hilar
más fino y, así, poder identificar más fácilmente los pensamientos que hay
detrás de las mismas.
Gestión emocional
Podemos gestionar nuestras emociones de muchas maneras distintas.
Desde compartirlo con alguien, a romper objetos. Como has podido deducir
al leer estas líneas, hay estrategias más sanas que otras. Que usemos unas u
otras dependerá de lo que hayamos aprendido. Todos hemos escuchado
alguna vez eso de «llorar es de débiles»; el mensaje con el que nos
quedamos es: si no queremos ser débiles, no debemos llorar. Pero este
mensaje se olvida de dos puntos muy importantes: primero, que si lloramos
es porque nos sentimos tristes, derrotados, impotentes, frustrados y
debemos poder canalizar todas esas emociones de alguna forma. Y, en
segundo lugar, que de poco nos sirve que nos digan qué no podemos hacer,
si no se nos indica por qué estrategia podemos reemplazarlo. Es como si nos
dijeran: no puedes caminar. ¿Entonces, cómo me desplazo? ¿Voy a gatas,
me arrastro, vuelo? ¿Qué hago? Y recordemos que cuando hemos oído esas
frases no éramos adultos responsables con recursos a nuestra disposición;
sino que éramos niños que estábamos aprendiendo a autogestionarnos en lo
emocional.
Que escojamos unas u otras estrategias también dependerá de lo
aprendido en primera persona. Tendremos en cuenta aquello que sabemos
que nos funciona mejor en determinadas situaciones. Habitualmente
escogemos unas u otras de manera casi inmediata en un proceso de toma de
decisiones del que no solemos ser conscientes. En otras ocasiones, las
experiencias pasadas han marcado un antes y un después que nos hace tener
en cuenta cierta información antes de escoger una u otra estrategia.
Podemos considerar que son estrategias de gestión emocional sanas todas
aquellas que van encaminadas a una expresión de las emociones que
permite, por un lado, liberar la tensión que generan las mismas; y, por otro,
que no solamente no producen un perjuicio a las partes implicadas, sino que
nos permiten avanzar, crecer o desarrollarnos.
Echemos un vistazo a varias estrategias:

- Evitación: si la situación genera en nosotros unas emociones demasiado


intensas como para poder gestionarlas con las herramientas con las que
contamos en la actualidad, merecerá la pena considerar la posibilidad de
evitarla. Eso sí, si se trata de situaciones que suelen repetirse de forma
sistemática, no es recomendable apostar por esta estrategia a largo plazo
ya que, al hacerlo, nos mandamos el mensaje de «no eres capaz, mejor
que lo evites». El mensaje que debemos mandarnos va en la línea de
«por ahora, mejor evítalo; mientras tanto, ve pensando qué podrías hacer
para hacerle frente de forma sana».
- Afrontamiento: es la estrategia aconsejable cuando hablamos de
situaciones que se dan de forma sistemática o de las que no podemos
escapar. Para aplicarla de forma correcta deberemos preguntarnos con
qué habilidades debemos contar, y trabajarlas antes de proceder a hacer
frente a la situación.
- Distracción: podemos escoger centrar la atención en unos estímulos en
vez de en otros; utilicémoslo a nuestro favor. Esta estrategia resulta útil
cuando nos sentimos abrumados por determinadas situaciones como, por
ejemplo, situaciones sociales o situaciones en las que se despiertan
nuestros miedos más irracionales.
- Análisis de las consecuencias: esta estrategia nos ayudará a la hora de
tomar unas u otras decisiones, dadas unas circunstancias concretas. A la
larga nos ayudará a ser más precavidos. Podemos, por ejemplo, pensar
en qué resultados son más probables que se den si actuamos de una u
otra forma; o en qué es lo peor que puede ocurrir para, así, explorar qué
podemos hacer para evitarlo o bien anticiparnos y estar preparados.
- Meditación: se trata de una estrategia todoterreno; puede ayudarnos en
momentos específicos y también a largo plazo, aprendiendo a ser más
conscientes de la conexión cuerpo y mente.
- Ejercicio: a estas alturas todo el mundo conoce los beneficios del
deporte. En relación a la gestión emocional, el deporte nos proporciona
una vía de escape muy válida, a la vez que contribuye a fomentar la
conexión cuerpo y mente.
- Encontrar una vía de escape en las aficiones: en este punto
(prácticamente) cualquier hobby resulta válido. Pintar, cocinar, cuidar las
plantas, hacer maquetas, jugar al ajedrez, tocar un instrumento, dar
paseos por la naturaleza, leer… Dos de mis favoritas son: hablar con
alguien y escribir (si puede ser a puño y letra, mejor). Ambas persiguen
—y suelen conseguir— el mismo objetivo: desahogarnos. Pero, a la vez,
nos ofrecen algo que personalmente considero todavía más valioso que
desahogarnos: tomar distancia, ser capaces de adoptar una perspectiva
distinta, observar la situación con más claridad; algo muy necesario,
sobre todo si queremos ir más allá y trabajar las emociones y lo que
dicen sobre cómo nos sentimos y cómo pensamos.

EJERCICIO
Ahora que tienes en mente más emociones y sabes diferenciar entre
estrategias de gestión emocional sanas y no sanas, te propongo que pienses
en situaciones que se den a menudo en tu día a día: una en la que consideras
que reaccionas de manera sana; y, otras, en las que crees que deberías
reaccionar de forma distinta.
La siguiente fórmula te ayudará a establecer la relación entre la situación,
la emoción que experimentas y la conducta que llevas a cabo:

Cuando… (situación), me siento (emoción) y me lleva a… (conducta).

¿Por qué consideras que reaccionas de forma sana? ¿Qué te proporciona la


estrategia (o estrategias) escogidas?
¿Ha sido siempre así o tu forma de gestionarla es fruto de un aprendizaje?

Ahora piensa en situaciones del día a día que consideres que puedes
gestionar mejor, de forma potencialmente más sana. Después, piensa qué
estrategias de las mencionadas anteriormente podrías aplicar en cada uno de
los casos.
Acepta tus emociones
«Disculpa el desorden, estoy intentando gestionar mis emociones de
otra forma».
El siguiente paso lógico en la gestión emocional es la aceptación. Aceptar
cómo nos sentimos nos permite dirigir nuestros recursos a hacer una mejor
y más sana gestión de las mismas; en vez de centrarnos en intentar negarlas
o esconderlas.
Aceptar cómo nos sentimos nos ayuda, no solamente a aplicar
adecuadamente las estrategias de gestión emocional que consideremos más
oportunas, sino que también nos permite acceder a toda la información que
se desprende de las emociones y que nos indica cómo nos sentimos y qué
mensajes nos pasan por la cabeza.
Exageraría —pero no mucho—, si os dijera que puedo contar con los
dedos de una mano las veces que no he oído decir un «estoy bien, gracias»
en consulta, cuando pregunto «¿cómo estás?» a la persona que tengo
delante. He llegado a la conclusión de que es casi un automatismo.
—¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
Respondemos inmediatamente, sin pensar, de manera automática. Y no
solamente en consulta. Lo tenemos integrado. Cierto es que no en todas las
situaciones es adecuado exponer nuestro verdadero estado emocional; si nos
encontramos a un amigo en el súper no le vamos a contar nuestras penas,
¡cierto! Pero hay otras situaciones como, por ejemplo, cuando quedamos
con alguien para tomar un café y ponernos al día o, por supuesto, cuando
asistimos a la consulta de nuestro psicólogo, en las que es más que
adecuado mostrar cómo nos sentimos. Sin embargo, no siempre lo hacemos.
Me pregunto por qué.
En parte por el automatismo al que me refería, nos hemos acostumbrado a
responder que estamos bien. Que actuemos de esta forma no es casualidad.
Debemos echar un vistazo a los mensajes que recibimos —y que en
ocasiones también hemos articulado nosotros mismos— con la mejor de las
intenciones: «no es para tanto», «deja de llorar», «venga, sonríe que ya ha
pasado», «intenta relajarte», «tienes que superarlo ya». Mediante mensajes
de este tipo hemos aprendido a negar cómo nos sentimos; sobre todo si
cómo nos sentimos tiene una connotación negativa. Con estos mensajes no
solamente transmitimos que queremos que la otra persona esté bien; sino
que debe estar bien. Y también nos lo decimos a nosotros mismos.
No debemos obviar la posibilidad de que afirmemos estar bien cuando en
realidad no sea así, porque en ocasiones, sencillamente, no sabemos cómo
estamos. En consecuencia, optamos por recurrir a la respuesta más simple;
aunque si ahondamos, somos capaces de descubrir cómo nos sentimos
verdaderamente. Me gusta pensar que si desde pequeños —tanto en casa
como en la escuela— se invirtieran más recursos en gestión emocional,
podríamos conocernos, entendernos y gestionarnos mejor.
También es posible que optemos por el reduccionista «estoy bien», porque
creemos que asumir que no estamos tan bien como decimos puede hacernos
parecer vulnerables, débiles; y no queremos eso.

EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que te hayan preguntado cómo
estabas y, a pesar de que perfectamente podrías haber mostrado cómo te
sentías, dijiste «bien, gracias». ¿Por qué emociones podrías sustituir ese
«bien»? ¿Cuál de las emociones de la lista proporcionada en páginas
anteriores hubiera encajado mejor en dicha situación?

Autocompasión, que no lástima


Culturalmente hemos asociado el sentir compasión por uno mismo con el
sentir lástima. Pero lo cierto es que la autocompasión está más cerca de la
bondad, de la flexibilidad, de la comprensión, del consuelo, del tratarnos
bien; que de la lástima.
La autocompasión nos proporciona una visión más realista, más
indulgente y menos crítica de nosotros mismos —justo lo que necesitamos
cuando sufrimos un contratiempo y las cosas no salen tan bien como nos
gustaría—.
La lástima nos sitúa en el terreno de un peligroso victimismo y del pensar
que poco podemos hacer para cambiar nuestra situación; que por mucho
que nos esforcemos —¡pobres de nosotros!—, no seremos capaces de
cambiar nuestra realidad. El victimismo nos inmoviliza; nos aleja de
aquello que puede ayudarnos a crecer. Mientras que la autocompasión nos
acerca a la mentalidad de crecimiento: aquella que nos ayudará a sacar lo
mejor de nosotros mismos gracias a darnos un respiro, precisamente porque
podemos aceptar que nos hemos equivocado, que no somos perfectos; pero
que podemos hacer algo para mejorar y efectivamente destinamos recursos
a hacerlo.
«Esta situación me resulta difícil de gestionar», «estoy atravesando un
periodo especialmente duro», «me duele cuando…», «otras personas se
sienten de la misma manera que yo»,… son mensajes autocompasivos y se
alejan de los mensajes propios de la lástima —que perfectamente podríamos
calificar como autoflagelaciones e incluso como quejas— como «con
experiencias tan dolorosas a mis espaldas, ¿qué puedo esperar?», «es mejor
que no me esfuerce, no valgo para esto», «siempre tengo mala suerte»,
«parece que la vida no está a mi favor»,…

EJERCICIO
¿Qué tipo de mensajes sueles decirte a ti mismo cuando las cosas no van
tan bien como te gustaría, cuando se producen contratiempos?

¿Se trata de mensajes que te ayudan a entender por qué te sientes como te
sientes, de naturaleza autocompasiva; o más bien se trata de mensajes que
podríamos calificar como quejas, como excusas o como autoflagelaciones?
Si se trata de lo segundo, intenta reformularlos de tal forma que te ayuden a
comprender cómo te sientes y te animen a volver a intentarlo. Para hacerlo,
puedes seguir los ejemplos proporcionados en esta sección.
CAPÍTULO 4
Lo que nos decimos a nosotros mismos

Eso que te dices a ti mismo, ¿se lo dirías a otra persona? ¿Le estarías
diciendo constantemente que no vale, que no es capaz, que no es digno?
No, ¿verdad? ¿Por qué? Porque crees que le estarías faltando al
respeto, porque crees que no es apropiado, que le estarías tratando mal.
Entonces, ¿por qué te tratas así? ¿Por qué a ti sí?

Nuestro diálogo interno


¿ Alguna vez te has planteado cuántos pensamientos tienes a lo largo de
cada día? Ya te lo digo yo: estudios que se han hecho al respecto
demuestran que tenemos entre 60 000 y 80 000 pensamientos a lo largo del
día; esto es, entre 2500 y 3000 pensamientos cada hora. Otras
investigaciones confirman que nuestro discurso interno es capaz de generar
hasta 4000 palabras por minuto; en cuyo caso, nuestro diálogo interno sería
10 veces más rápido que el habla.
Estos pensamientos componen lo que conocemos como diálogo interno,
que no es otra cosa que las conversaciones que mantenemos con nosotros
mismos. Conversaciones en toda regla. De hecho, Lev Vygotsky, un célebre
psicólogo centrado en la conexión cerebro-lenguaje, se preguntó si los
mecanismos cerebrales que se activan cuando hablamos en voz alta son los
mismos a los que recurre nuestro cerebro cuando, en silencio, hablamos
para nosotros mismos, cuando tiene lugar nuestro diálogo interno.
Los estudios posteriores así lo demostraron. En nuestro diálogo interno,
nuestra mente va de pensamiento en pensamiento, y de idea en idea, como
una mariposa va de flor en flor.
Nuestro diálogo interno se compone por pensamientos inútiles,
literalmente: pensamientos que no nos aportan información. También de
evaluaciones sobre nosotros mismos. Y de decisiones, la mayoría de ellas
banales, como qué comer o qué vestir. También se compone de análisis y
valoraciones sobre las situaciones en las que nos encontramos y las
personas con quienes interactuamos. También de opiniones e ideas.
Una parte del diálogo interno es positiva. Otra, neutra. Y otra, negativa.
Ésta última tiene una gran importancia, sobre todo cuando no nos
encontramos en plena forma emocional.
Si queremos mejorar cómo nos sentimos, resulta obvia la necesidad de
equilibrar la balanza entre los pensamientos positivos y los negativos. E,
incluso, de procurar que los pensamientos positivos se den de forma mucho
más frecuente y tengan un mayor peso que los negativos. Y esa, como
puedes imaginar, es una de las metas de este libro.
Sin embargo, es necesario tener en cuenta que no todo el diálogo negativo
es nocivo: algunos pensamientos negativos nos aportan información
relevante que puede causar un efecto positivo en nuestra persona. Por
ejemplo, nuestro diálogo interno puede avisarnos del peligro de una serie de
situaciones como pasar por ciertos lugares a horas intempestivas.
Seguramente nos digamos: «por esta calle no debería pasar» o «será mejor
que continúe por otro camino». En este caso, el efecto del diálogo interno
negativo no sería nocivo; al contrario, estaría preservando nuestro bienestar.
Ahora imagina que el próximo sábado tienes una reunión de amigos. Para
un elevado porcentaje de la población, una reunión de amigos es una
situación completamente inocua; no les genera ansiedad y su diálogo
interno es positivo: «hace tiempo que no los veo», «vamos a echarnos unas
risas», «qué ganas tengo de ponernos al día».
Sin embargo, una reunión de amigos puede resultar estresante para una
parte de la población. Esto sucede si percibimos el evento como una
amenaza (a nuestro bienestar emocional, por ejemplo), en cuyo caso, la
situación despierta nuestras inseguridades, y nuestro cuerpo y nuestra mente
reaccionarán de manera similar a cuando estamos cerca de un callejón
oscuro. En estos casos, nuestro diálogo interno adoptará un tono nocivo, y
estará compuesto por pensamientos del tipo «voy a estar tan nerviosa que
no podré articular palabra», «seguro que se aburren conmigo», «con esta
camisa me veo ridículo», «¿qué pensarán de…?».
Así pues, nuestro diálogo interno negativo puede ser inocuo, si nos
protege y no nos limita; o bien nocivo, si, como hemos visto en el ejemplo,
hace que nos preocupemos por una situación en la que nuestra integridad no
peligra.
El diálogo interno nocivo nos acerca al estrés, a la ansiedad, a
experimentar inseguridades, a sentir miedos a sucesos improbables o no
peligrosos, a sentir que no somos capaces o que no valemos.
Acceder a nuestros pensamientos
Resulta difícil imaginar cómo podemos seguir con nuestra vida cotidiana
a la vez que tenemos decenas de miles de pensamientos al día. ¿Cómo
podemos concentrarnos? Esto es posible gracias a que, en primer lugar, los
pensamientos suceden a una velocidad vertiginosa. Excepto aquellas
personas relacionadas con la neurociencia, el resto de los mortales no
solemos tener consciencia de todo el proceso fisiológico y eléctrico que
sucede en nuestro cerebro cada vez que tenemos un pensamiento. Lo cierto
es que se activan diferentes áreas, y que esto sucede increíblemente rápido
—dicen que en la mitad de tiempo de lo que dura un pestañeo—. A tan
elevada velocidad resulta difícil pensar en la posibilidad de que podamos
identificar la mayoría de los pensamientos que nos pasan por la cabeza.
En segundo lugar, e íntimamente relacionado con el primer punto: no
somos conscientes de muchos de nuestros pensamientos. Con tal flujo de
pensamientos por minuto, nuestra mente no puede hacer otra cosa que
acallar algunos de ellos. Es por este motivo que solamente somos
conscientes de una pequeña parte de ellos. En otras palabras, los
pensamientos suceden en un nivel de consciencia al que no siempre
tenemos acceso. Sin embargo —y este matiz es muy importante—, que
nuestros pensamientos no sean fácilmente accesibles no significa que no
puedan tener impacto en cómo nos sentimos y cómo actuamos.
De hecho, a menudo nos sentimos tristes, pero no necesariamente
identificamos los pensamientos que acompañan o que han propiciado esta
tristeza. De igual forma, a veces actuamos de manera aparentemente
impulsiva, sin pensar, aunque interiormente ha habido un rápido proceso de
toma de decisiones que responde a patrones aprendidos, que ha posibilitado
tan rápida respuesta.
Explorar nuestro diálogo interno
Acceder a nuestro diálogo interno puede no resultar sencillo, pero es
igualmente posible. Para hacerlo, podemos empezar por estar atentos a una
serie de tendencias de discurso interno. En las siguientes páginas
prestaremos atención a las de connotación negativa, que son las que están
íntimamente relacionadas con la ansiedad, las inseguridades y los miedos
no justificados.
Centrado en la desesperanza y en el sentimiento de desprotección, nuestro
diálogo interno puede tener cierto matiz victimista. Con esta aproximación
en mente, consideramos que los obstáculos con los que nos encontramos
son infranqueables. «No hay nada que pueda hacer», «qué mala suerte
tengo», «para qué esforzarme, si no va a servir de nada», «todo me sale
mal», «nadie me entiende». Si nos quedamos atrapados en este tipo de
diálogo interno, nos lamentamos constantemente, pero no intentamos
cambiar nada. En otras palabras: el diálogo de naturaleza victimista nos
inmoviliza. Podemos contrarrestarlo mediante autocompasión, como hemos
visto en capítulos anteriores.
En algunas ocasiones, es posible que nuestro diálogo interno nos ponga en
el peor de los escenarios, anticipándonos a hechos que no sabemos ni si van
a suceder; y que son resultado de una percepción sesgada de la realidad. La
consecuencia inmediata del diálogo catastrófico es la preocupación
constante que deriva en ansiedad. «No saldrá bien», «va a ser un desastre»,
«tengo un mal presentimiento». En este caso, podríamos intentar
contemplar todos los escenarios posibles, no solamente aquellos de
naturaleza negativa. Porque todos, tanto los de naturaleza positiva como los
de connotación negativa, son posibles. Entonces, ¿por qué contemplar
únicamente los negativos?
Es posible que, disfrazado de un halo de motivación, nuestro diálogo
interno adopte un tono de autoexigencia. Cierto es que puede llevarnos a
dar lo mejor de nosotros mismos. A priori , puede sonar positivo. Lo que
sucede es que nos pone al límite. A un límite que puede no ser sano y que
puede llevarnos a experimentar estrés. Y no solamente eso, sino que puede
llevarnos a querer alcanzar objetivos muy difícilmente alcanzables o poco
realistas, condenándonos a experimentar frustración. Este tipo de diálogo
está cargado de intolerancia frente a errores e interpreta los acontecimientos
en términos de éxito o fracaso. Cuando no alcanzamos nuestros objetivos,
con este tipo de diálogo interno, nos desgastamos culpándonos. «Tiene que
estar perfecto», «tengo que dar la talla», «no es suficiente con que esté
bien»…
Es posible que, a la hora de evaluar nuestras acciones, seamos demasiado
autocríticos, demasiado duros con nosotros mismos. Este es el caso si
subrayamos aquello que no nos gusta o que consideramos un defecto. En
este tipo de diálogo abundan afirmaciones limitantes del tipo: «no soy
capaz», «no valgo para esto», «no lo conseguiré». También suele incluir
muchas comparaciones. Todo lo anterior nos lleva a creer que no somos
capaces de alcanzar nuestros objetivos y, como consecuencia, nos
frustramos.

EJERCICIO
¿Te resultan familiares algunas de las afirmaciones anteriores? ¿Cuáles?

¿En qué situaciones suelen darse?

Nuestros pensamientos (a veces) nos engañan


Es así, tal cual. A veces, nuestros pensamientos nos engañan.
Desgranemos esta afirmación.
Nuestros pensamientos son el resultado de haber procesado nuestra
realidad mediante los sentidos, filtrándola a través de nuestras creencias.

Nuestras creencias se encuentran en el origen de nuestros pensamientos,


en lo más profundo. Y las hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra vida.
Hablaremos de ellas más adelante. Por ahora nos basta con saber que, a
través de nuestras creencias, filtramos e interpretamos nuestra realidad. El
producto resultante de este proceso son los pensamientos, tanto aquellos de
los que somos conscientes, como aquellos que nos pasan desapercibidos,
pero los efectos de los cuales experimentamos igualmente.
Que dos personas interpreten la misma situación de forma distinta no es
casualidad. De hecho, es una prueba del efecto que estas creencias tienen a
la hora de filtrar un mismo suceso. Y, de la misma manera que dos personas
distintas pueden hacer una interpretación diferente de una situación, lo
mismo sucede a nivel intrapersonal: nosotros mismos podemos interpretar
un hecho determinado de forma distinta dependiendo de nuestro estado de
ánimo, de los hechos que hayan sucedido recientemente…
De modo que:
En términos de pensamientos 1+1 no son 2. Sino que, a veces son 2, a
veces son 3 y, a veces, 4.
La cuestión es que, en el momento en que interpretamos la situación y
nuestra mente llega a la conclusión de que 1+1 son 3, estamos convencidos
de ello, porque es la lectura que hace nuestra mente, lo que nuestra mente
nos dice y en lo que nos basamos a la hora de actuar. En ocasiones, 1+1 son
4. De igual forma, actuamos en consecuencia.
Y no, no analizamos si verdaderamente 1+1 son 2, o 3, o 4. Porque es la
información que recibimos de nuestra mente. Información veraz, o eso es lo
que nos parece. ¿Qué sentido tendría cuestionarla? En ocasiones, tiene
mucho sentido. Sobre todo, cuando 1+1=3 nos duele; o cuando 1+1=4 nos
impide avanzar y nos aleja de nuestros objetivos.
Pensamientos del tipo «todo o nada»
«Las palabras «nunca», «siempre», «todo» o «nada» son peligrosas
porque no te dejan opciones».
Walter Riso

Fijémonos en la siguiente afirmación: «las rosas siempre son rojas». ¿Es


verdad? Muchos de vosotros pensaréis: sí, las rosas son rojas. Pero
examinemos bien la frase. «Las rosas siempre son rojas». Es decir, en todos
los casos, sin excepciones. ¿Es así?, ¿no hay rosas de otros colores? ¿Son
todas las rosas rojas? ¿Siempre son de dicho color?
Quizás sería más conveniente afirmar: «en muchos casos, las rosas son
rojas».
Esto es justamente lo que nos sucede con algunos pensamientos: que les
añadimos palabras como «nunca», «siempre», «todo», «nada», «ningún»,
«nadie»; cuando, en realidad queremos decir «en contadas ocasiones»,
cuando utilizamos «nunca». «En muchas ocasiones», en vez de «siempre».
«En algunos casos», en lugar de «todo». O «prácticamente insignificante»,
cuando decimos «nada».
Pero eso no es lo que decimos; no escogemos una palabra o expresión
que represente la realidad, que contemple todos o la mayoría de los
casos, sino que escogemos la palabra más extrema. Como resultado,
dicotomizamos nuestros pensamientos.
«Bueno, no pasa nada; es una forma de hablar», pensaréis. Pero dejemos
de lado las rosas, y pensemos en términos de habilidades y cualidades.
Observemos las siguientes afirmaciones:
«Nunca conseguiré mis objetivos», «siempre fracaso», «todo me sale
mal», «no sirvo para nada», «no tengo ningún talento», «nadie me valora»,
«nadie me quiere».
Y, ahora, observemos estas otras:
«He conseguido mis objetivos en algunas ocasiones», «a veces fracaso»,
«en algunos casos, las cosas me salen mal», «no se me dan bien algunas
actividades», «no tengo tantos talentos como me gustaría», «poca gente me
valora», «algunas personas me quieren».
¿Con qué tipo de afirmaciones nos sentiremos más cómodos, más
motivados para activar nuestros recursos, para trabajar en nuestros
objetivos? ¿Con qué tipo de afirmaciones nos sentiremos más capaces, más
valiosos? ¿Con las primeras o con las segundas?
Que nos digamos cosas como «todo me sale mal» o «no tengo ningún
talento», de vez en cuando, de forma aislada, puede resultar inocuo. Cierto.
La cuestión es que no suele ser de vez en cuando, sino que nuestro diálogo
interno suele estar lleno de expresiones de este tipo cuando nuestra
autoestima no está en plena forma. Y no solamente es consecuencia, sino,
principalmente, causa de ello.
Es posible que puedas llevar una mochila con una piedra, con dos, con
tres, con cuatro… hasta con seis. Pero imagina que, minuto a minuto, vas
llenando tu mochila de piedras. Esta irá pesando más y más, y cada vez te
resultará más difícil moverte. Será imposible avanzar. Esto es precisamente
lo que le pasa a nuestra autoestima. Y no significa que no seas capaz de
avanzar, sino que llevas contigo una mochila que cada vez pesa más:
Nos hemos dicho en tantas ocasiones que no valemos, que no somos
capaces, que nada nos saldrá bien… que no solamente nos pesa, sino
que nos lo acabamos creyendo. Hemos comprado el mensaje. Como
consecuencia, cada vez es más probable que, cuando algo no nos sale
como deseábamos, nos digamos: «ves, si es que todo me sale mal». En
pocas palabras: corremos el riesgo de interpretar un hecho aislado
como la confirmación de una regla.

EJERCICIO
Piensa en lo que sueles decir de ti mismo, en tu diálogo interno, cuando
algo no va bien. ¿Qué afirmaciones del estilo «todo me sale mal» o «nunca
voy a conseguir mis objetivos» suelen pasar por tu mente?
¿Representan la realidad en su totalidad? ¿Sucede así, tal y como
describes, siempre , en todas las situaciones? Piensa en alguna excepción;
te ayudará a contestar a las preguntas anteriores.

Sustituye palabras como «todo», «nada», «siempre», «nunca», «nadie»…


por palabras o expresiones que representen todas las posibilidades, incluso
aquellas que no son mayoritarias, como hemos visto en los ejemplos.

Cómo nos hablamos importa


«Te sientes principalmente de la forma en que piensas».
Albert Ellis
El uso de palabras extremas como las que hemos visto, en nuestro diálogo
interno, puede que resulte doloroso; pero no es la única aproximación que
nos hace daño y merma nuestra autoestima. Hay otro tipo de mensajes que
nos resultan tan o igual de dolorosos. Me refiero al uso de palabras duras,
palabras que, por respeto, por educación y por empatía no utilizaríamos con
otras personas. «¡Idiota!, ¡¿a quién se le ocurre?!», «¿Cómo has sido capaz
de decir semejante tontería?», «Si sabías que no ibas a ser capaz, ¿para qué
lo haces?», «¡La próxima vez ni lo intentes!».
Y yo me pregunto:
¿Hace falta que seamos tan duros con nosotros mismos?
Marisa tiene 45 años y es directora de marketing en una empresa química.
Dirige un equipo de 15 personas desde hace 8 años. Me pide cita porque
cada vez se siente más alicaída, pero, sobre todo, porque en su vida laboral
le surgen dudas constantemente. Mejor dicho: inseguridades. Comenta que
incluso cuando tiene que escribir un correo electrónico lo lee y lo relee
varias veces. Analiza a pies juntillas cada frase para no equivocarse. Como
resultado, invierte demasiado tiempo en tareas mundanas y, lo peor de todo:
que se siente cada vez más y más insegura, y poco capaz.
Analizamos el origen. Se siente juzgada por una persona de su equipo.
Dicha persona realiza comentarios impertinentes poniendo en duda no
solamente las decisiones que toma, sino también su capacidad de liderazgo.
«Montse, una cosa es recibir una crítica constructiva; otra muy distinta es
que te cuestionen una vez tras otra; y que te critiquen sin ofrecer
sugerencias de mejora. Me mina la moral».
Siente que tiene que dar explicaciones del porqué de sus acciones y
decisiones delante de esa persona; pero, por otro lado, ella sabe que no es
así, que no tiene por qué hacerlo porque ella es la líder del equipo. De
hecho, parece que Marisa ha adoptado un estilo pasivo y que su discurso
está lleno de disculpas implícitas y de explicaciones innecesarias de porqué
hace lo que hace —incluso conmigo, que nos acabábamos de conocer—.
Antes de cerrar la primera sesión, le hago una devolución que formulo a
modo de pregunta:
—¿Cuántas veces, durante la sesión, te has disculpado diciendo que «eres
un desastre»?
—No sé decirte… ¿Lo he dicho mucho?
Lo cierto es que sí. Marisa me explica cómo últimamente se le olvidan
algunas cosas, «soy un poco desastre», comenta. Menciona que antes se
consideraba una persona altamente eficiente pero que últimamente había
cometido algunos errores de novata. «Me he vuelto un desastre», añade.
También me explica que cuando llega a casa, no tiene ganas de hacer nada,
que la casa está toda por hacer, «¡qué desastre soy!», vuelve a decirme. Y,
cuando le pregunto por sus amistades, me comenta que las tiene olvidadas,
«soy un desastre como amiga…».
—¿En serio lo he dicho tantas veces?
—Sí.
—Pues no me he dado ni cuenta.
Eso, precisamente, ejemplifica lo integrado que lo tiene en su discurso
interno y en la manera en que se refiere a sí misma.
Lo que le sucede a Marisa es que había integrado una palabra que solemos
utilizar de manera inofensiva para pedir disculpas, para excusarnos.
Decimos «soy un desastre» y esperamos que la otra persona diga,
«tranquila, no pasa nada». Pero lo cierto es que «desastre» significa
«desastre», que causa daño o destrucción, o que es de mala calidad. Eso es
justamente lo que, de manera inocente, Marisa se repite una y otra vez.
«¿Cómo no vas a sentirte alicaída, indecisa, insegura, si tú misma te
repites una y otra vez que eres un desastre? ¿Cómo debe sentirse una
persona que recibe constantemente el mismo mensaje?» Con esta reflexión
cerramos la primera visita.

EJERCICIO
¿Qué adjetivos aparentemente inofensivos sueles utilizar para referirte a ti
mismo cuando cometes un error?

¿En qué situaciones sueles hacerlo?


¿Ese adjetivo o adjetivos son aplicables de forma rigurosa, de manera
literal?

¿Se lo dirías a otra persona? Argumenta tu respuesta: ¿Por qué sí/por qué
no?

¿Qué otros adjetivos podrías utilizar?


CAPÍTULO 5
La tiranía de nuestros «debos»

«Lo que podemos o no podemos hacer, lo que consideramos posible o


imposible, pocas veces es un reflejo de nuestra verdadera capacidad,
sino más bien un reflejo de nuestras creencias acerca de quiénes
somos».
Anthony Robbins

Los «debos»
Parte de nuestro diálogo interno está lleno de pensamientos del tipo «debo».
«Debos» o «deberías» que nos indican cómo debemos ser nosotros y
nuestra vida.
Empezamos en un nuevo trabajo y pensamos «debo dar la talla», o «debo
impresionarles», o «debo hacerlo a la perfección». Nos repetimos «no debo
defraudar a mis padres» y «debo labrarme un futuro con el que se sientan
orgullosos», cuando llega la hora de decidir a qué dedicarnos
profesionalmente. Nos miramos al espejo y nos convencemos de que
debemos vernos bien, de que debemos ser atractivos. A medida que van
pasando los años nos enfrentamos a el «debo casarme y tener hijos» —en
este punto también surge el «no debo defraudar a mi familia», en algunos
casos—. Y, cuando pensamos acerca de cómo nos va en lo profesional, en
lo personal, en lo relacional… nos decimos «debo tener éxito».
Debo, debo, debo... Bajo el disfraz de objetivos vitales y de metas a
perseguir para vivir acorde con nuestros valores y estar satisfechos con
nosotros y con nuestra vida, se esconden obligaciones. Obligaciones que
debemos cumplir sí o sí. Obligaciones que no siempre hemos escogido
voluntariamente.
Obligaciones que añaden una presión totalmente contraproducente,
que más que ayudar, nos ponen en una tesitura de naturaleza
dicotómica en la que o cumplimos con el «debo», o fracasamos.
Podemos pensar que los «debos» están de nuestro lado. Que uno no tiene
por qué pensar que no vamos a alcanzarlos; al contrario: que como nos
indican los objetivos a alcanzar para sentirnos satisfechos con nuestra vida,
y los pasos a seguir, los tendremos en cuenta y haremos lo que haga falta
para conseguirlos.
Pero obviamos varios puntos.
En primer lugar, la subjetividad de los «debos». Siguiendo con el ejemplo
«debo dar la talla», podemos preguntarnos «¿qué significa dar la talla?».
Estaréis de acuerdo conmigo que significa cumplir lo que se espera de
nosotros. Pero, ¿qué se espera de nosotros? ¿Lo sabemos con certeza?
Podemos tener una idea, sí; pero justamente esta está mediatizada por
nuestra opinión, por lo que nosotros consideramos que significaría dar la
talla en esa situación determinada y, sobre todo, por cómo nos sentimos.
Veamos otro ejemplo: «Debo hacerlo a la perfección». ¿Qué significa
hacerlo a la perfección? Puede significar no cometer ningún error. ¿Pero
basta con eso, o hacerlo a la perfección va más allá? Este es otro ejemplo de
cómo de subjetivos pueden ser los «debos», que tan posible es que
consideremos que los hemos cumplido, como que no.
En segundo lugar, los «debos» dejan de ser nuestros aliados en el
momento en que nos centramos en todo lo negativo que podemos
experimentar si no los conseguimos. «No debo defraudar a mis padres»,
porque ¿qué sucede si los defraudamos? ¿Seremos capaces de lidiar con
ello? ¿Nos confrontarán con lo que no hemos conseguido?
Y, en tercer lugar, no nos ayudan a perseguir nuestros objetivos y sueños
futuros. ¿Qué será de nosotros después de fracasar en aquello que se
esperaba de nosotros? ¿Cómo podemos enfrentarnos a nuevos retos con
estos antecedentes? Si consideramos que hemos fracasado por no haber
cumplido con nuestros «debos», con aquello que esperábamos o que se
esperaba de nosotros, seguramente tengamos que pasar por lo que podría
asemejarse a un proceso de duelo en el que nos enfrentemos a las
consecuencias de la pérdida de unas expectativas que nos habíamos
generado acerca de lo que debíamos conseguir. En este proceso de duelo, de
toma de conciencia de que la realidad y de que nuestros resultados no han
sido los que esperábamos —o, mejor dicho, los que creíamos que debíamos
conseguir—, nuestra autoestima juega un papel importante y, a la vez,
puede ser la más perjudicada.
Perjudicada en el sentido de que podemos acabar sacando conclusiones
erróneas, extrapolando los resultados obtenidos en unas situaciones
concretas, a otras muchas que quizás no tengan nada que ver. Si he
fracasado en la consecución de un «debo» relacionado con el trabajo, es
probable que piense que puedo no alcanzar otros «debos» relacionados
también con el ámbito profesional. Es probable que se despierten
inseguridades que me digan algo como: «Si no lo he hecho a la perfección,
significa que soy incapaz de hacerlo», «si no lo he conseguido ahora, jamás
lo haré».
Y es en este punto en el que sacamos conclusiones precipitadas.
Generalizamos. Tomamos como muestra representativa una situación
aislada que puede meramente quedarse en eso. Entramos en el terreno
pantanoso de considerar que un intento nos define, que no podemos
hacerlo mejor, que no hace falta que lo volvamos a intentar. Nos limita.
Nos inmoviliza.
Y, por si esto fuese poco, la muestra que tomamos corresponde a unos
objetivos que es posible que sean tan subjetivos que son irrealistas en tanto
que resultan muy difíciles de alcanzar. Es decir, que estaremos
extrapolando, sacando conclusiones, basándonos en los resultados de unos
objetivos que, en cierta medida y por la naturaleza de los mismos,
estábamos condenados a no obtener.

EJERCICIO
¿Qué «debos» puedes identificar en tu diálogo interno? ¿ Cómo debes ser?
¿Qué debes y qué no debes hacer? ¿Qué debes conseguir?
Explora su origen. ¿Es algo que suelas escuchar a menudo de alguien
cercano a ti?

Prueba a reemplazar el «debo» por un «me gustaría». Te seguirá


acercando a tus objetivos a la vez que restará esa innecesaria presión que
añaden los «debos».

El origen de los «debos»


Necesitamos entender por qué nos pasa lo que nos pasa, necesitamos
encontrar una explicación. Para hacerlo, recurriremos a nuestro interior, a lo
que hemos aprendido. ¿Y con qué nos encontraremos? Con todo aquello
que nos han ido diciendo, con todo aquello que hemos aprendido con el
paso de los años sobre cómo debemos ser y cómo debemos actuar.
Nuestros «debos» no siempre tienen origen en nosotros mismos; al
contrario, suelen ser fruto de las creencias que nos han inculcado desde el
exterior. Seguramente los hayamos ido integrando en nuestro sistema de
creencias y, por lo tanto, en nuestro diálogo interno, como resultado de lo
que oímos y de lo que nos dicen en las primeras etapas de nuestra vida.
«Debes demostrar tu valía», «debes labrarte un futuro», «llorar es de
débiles, no debes hacerlo», «debes ser más tolerante, de lo contrario nadie
te querrá», «no debes confiar en nadie», «debes hacerte respetar».
Son mensajes que hemos podido escuchar alguna vez. Si lo hacemos en
periodos en los que somos especialmente vulnerables a la opinión de los
demás, o bien salen de la boca de personas importantes para nosotros, el
mensaje calará y los iremos integrando como parte de nuestras creencias.
Nuestros «debos» y nuestros roles
No podemos pasar por alto que en nuestra vida ejercemos distintos roles.
Cada rol lleva consigo una serie de expectativas acerca de lo que se puede
esperar y lo que no de una persona que ostente dicho rol. Estas expectativas
también tienen su origen en nuestras creencias y en los mensajes que
recibimos desde pequeños. «Debes ser un buen hijo», «una buena madre»...
Las expectativas de los roles que ejercemos también nos añaden
presión. No debemos fallar a las personas que nos rodean, ya sea a
nuestra familia de origen, a nuestra pareja, a nuestros hijos, a nuestros
amigos… Porque de hacerlo, estaremos saliéndonos de lo que se espera
de nuestro rol, y significará que no somos un «buen hijo», una «buena
madre» o una «buena amiga».
¿Y cómo podemos sentirnos si no somos un «buen hijo», o una «buena
madre», o una «buena amiga»? A priori parece que no hay muchas
opciones. Probablemente experimentemos algo parecido a un fracaso. No
somos lo que se esperaba de nosotros. No somos como debíamos ser. Pero,
¿es así?
De nuevo, debemos preguntarnos qué significa cada palabra que nos
decimos.
En terapia a menudo me encuentro con mujeres y con hombres que dudan
sobre sus capacidades para ser «buenas madres» y «buenos padres». Es algo
que les preocupa. Mejor dicho, que les atormenta. Pensar que no son buenas
madres o buenos padres tiene consecuencias en su estado de ánimo y en su
autoestima. Quieren lo mejor para sus hijos —como buenas madres y
padres que son—, pero son incapaces de verlo. Sin querer, se centran en
aquello que les hace dudar. Por ejemplo, poner límites. Poner límites a sus
hijos es tan necesario como difícil —al menos, al principio—. Negarle a tu
hijo algo que presenta como una necesidad es duro. En ese momento, las
madres y padres no están teniendo en cuenta que los pequeños de la casa no
tienen una idea clara de lo que verdaderamente necesitan y de lo que no.
Simplemente ven que les niegan a sus hijos algo que quieren y, a juzgar por
cómo lo expresan —entre llantos y pataletas—, parece que lo necesitan.
Un ejercicio que hago a menudo en terapia es preguntar qué significa ser
una «buena madre» o «buen padre». ¿Qué caracteriza a una «buena madre»
o a un «buen padre»?
Acto seguido les pregunto si podríamos decir, desde la objetividad, que
cumplen con esos criterios.
Todavía no se ha dado ningún caso en el que el resultado fuese negativo.
Y lo que ahora leemos fríamente en estas frases, os aseguro que resulta
tremendamente revelador. Es momento pelos de punta, o momento
lagrimita, o momento ya-puedo-respirar-tranquila.
Es evidente lo que sucede: las emociones que envuelven ciertas
situaciones con sus hijos hacen que se sientan mal. No les gusta ver a sus
hijos llorar, ni tener pataletas. Les parte el corazón. Pero forma parte de la
educación, de poner límites. Es necesario. Es algo que una buena madre o
un buen padre harían. Pero eso, en aquel momento, les pasa desapercibidos.
Y lo mismo aplica a otros juicios como «¿soy un “buen hijo”?», «¿soy
una “buena amiga”?».

EJERCICIO
«Debo ser un buen…» o «debería ser una buena…». Termina la frase.

¿En qué consiste ser un «buen…» o una «buena…»? ¿Qué criterios debe
cumplir o qué conductas debe llevar a cabo alguien para ser un «buen…» o
«una buena…»?

De los criterios o conductas anteriores, ¿cuáles cumples?

¿Qué puedes concluir?

Responsabilidad y culpa
¿Qué sucede si no alcanzamos nuestros «debos»? Como hemos
comentado, por un lado, sentimos que hemos fracasado y nos vemos
obligados a hacer cambios internos. Como parte de estos cambios, está el
lidiar con la culpa.
La culpa aparece en el momento en que nos damos cuenta de que no
hemos cumplido con lo que se esperaba de nosotros. Cuando nos damos
cuenta de que las expectativas que se tenían —o las que creemos que se
tenían— sobre nosotros y sobre lo que somos capaces de conseguir distan
de la realidad.
A menudo sucede que la culpa nos atormenta con mayor intensidad
cuando sentimos que hemos defraudado, que hemos fallado a otras
personas. De algún modo podemos lidiar con la culpa por no cumplir con lo
que nosotros mismos nos habíamos marcado, pero cuando hay otras
personas implicadas nos sentimos peor. Y ya no solamente tenemos que
enfrentarnos a la decepción de no haber alcanzado nuestros objetivos, sino
que también nos atormenta el hecho de decepcionar a quienes nos rodean
como si lo que ellos pensasen tuviese más valor que lo que nosotros
pensamos.
Imaginemos que a todo esto le añadimos un sentimiento de
responsabilidad acentuado acompañado de un elevado sentido de la
autocrítica. Es el cóctel perfecto para que la culpa domine nuestros
pensamientos y nos recuerde constantemente aquello en lo que hemos
fallado y cuánto hemos defraudado a quienes nos rodean.

EJERCICIO
¿En qué momentos experimentas culpa por no cumplir —o creer que no
cumples— con las expectativas que se tienen de ti?

Define de manera específica por qué motivos te sientes culpable.


¿Qué expectativas hay detrás de este sentimiento de culpa? ¿Dónde está el
origen de estas expectativas?

Imagina que no existiesen tales expectativas, ¿sería aceptable tu


conducta? ¿Qué opinarías?
CAPÍTULO 6
Autocrítica, la justa y necesaria

¿Le dirías a alguien a quien quieres lo que te dices a ti mismo una y


otra vez?

Dos voces internas: una que nos alienta y otra que nos hace más
pequeños
La autocrítica consiste en identificar y evaluar los errores propios, en
formarnos una opinión acerca de nuestras acciones, resultados, capacidades
y otros rasgos como nuestro carácter o nuestro físico.
Es conveniente hablar de autocrítica si nuestro objetivo es trabajar nuestra
autoestima porque si tenemos una visión de nosotros mismos más negativa
de lo que debería ser, o si nos otorgamos más responsabilidad de la que nos
corresponde, es posible que nuestra confianza en nuestras capacidades y
nuestra autoestima se vean afectadas.
Es evidente por qué la autocrítica tiene tan mala fama: habitualmente nos
referimos a ella desde lo negativo y haciendo referencia a dosis de
autocrítica muy elevadas. Tanto, que impiden que avancemos, que
crezcamos. Pero la autocrítica no es necesariamente negativa, sino que
puede indicarnos el camino hacia el desarrollo y el crecimiento. Es decir
que, grosso modo , la autocrítica cuenta con dos vertientes: la derrotista y la
que nos ayuda a crecer.
Como consecuencia de la vertiente derrotista de la autocrítica, es posible
que pongamos a nuestro «yo» en jaque, en tanto que subrayamos nuestros
defectos y minimizamos o incluso somos incapaces de reconocer nuestras
virtudes. Ante este tipo de situaciones, solemos recurrir a estrategias
protectoras como ponernos bajo un foco de luz positiva a través de una
explicación que nos disculpe y que reste importancia a lo sucedido; o bien,
buscamos a otros culpables, atribuyendo la causa de lo sucedido fuera de
nuestra persona.
Ambas estrategias nos pueden hacer sentir bien a corto plazo; sin
embargo, fomentan el inmovilismo en tanto que no reconocemos qué
podríamos mejorar, motivo por el cual no nos sentimos motivados para
hacerlo.
Autoestima y autocrítica
Dejar de lado la autocrítica no es una opción ya que, de hacerlo,
estaríamos desaprovechando oportunidades de crecimiento. Por lo tanto, la
aproximación más deseable es observarnos de forma honesta y compasiva,
y adoptando una aproximación autocrítica en la dosis adecuada. Pero no es
tarea fácil.
¿Qué podemos hacer para dar con la dosis justa de autocrítica?
- Debemos dejar de poner el foco en buscar la perfección para enfocarnos
en conseguir una mejora continua. Con retrospectiva, podemos analizar qué
podríamos haber hecho de forma distinta; o qué podríamos hacer de manera
diferente la próxima vez. La idea no es caer en la trampa de culparnos o
machacarnos por haber hecho lo que hemos hecho o por haberlo hecho
como lo hemos hecho; sino aprender. Aprender de las situaciones que
podrían haber ido mejor, que son mejorables. Pero sin reproches.
- No somos nuestros errores. Estos no nos definen. Nuestros errores son el
resultado de nuestras acciones —al menos, en cierta medida—. De la
misma forma que tampoco somos nuestros logros o éxitos, como hemos
visto en capítulos anteriores. Sin embargo, no debemos escudarnos en ello.
No debemos olvidar que tenemos la oportunidad de actuar de forma distinta
en el futuro si se nos presenta una situación similar.
- Debemos estar seguros de cómo actuamos, pensamos y sentimos. No
debemos dejar de lado los resultados, por supuesto; pero es todavía más
importante que nos centremos en nuestra conducta. Debemos estar
satisfechos por cómo hemos actuado, a pesar de no haber obtenido los
resultados deseados.
- Es conveniente que no hagamos caso a nuestro ego ciegamente; este
puede jugarnos malas pasadas. Puede llevarnos a desarrollar estrategias
protectoras que nos alejen del crecimiento y del desarrollo.
- Estar abiertos a escuchar opiniones distintas a la nuestra nos
proporcionará otros puntos de vista y perspectivas que nos resulten
interesantes de cara a poder mejorar. Incluso cuando la crítica no esté
formulada de la mejor manera, o incluso cuando no sea constructiva
podemos desgranarla; quedarnos con la esencia del mensaje y pensar si
aplica y en qué medida, si puede resultarnos útil y si nos ayuda a crecer.
- De nada sirve formular críticas de manera abstracta: «no valgo para
esto»; sino que debemos hacerlo de manera concreta y específica: «no se
me da bien tomar decisiones bajo presión». De esta manera no solamente
evitamos hacer generalizaciones injustas que mermen nuestra autoestima;
sino que, además, acotamos aquello que podemos mejorar y, en
consecuencia, podemos tomar acciones para trabajarlo.
- No podemos obviar el impacto de las circunstancias externas; a la vez
que debemos evitar tomarlas como una excusa. En vez de decir «no he
hecho ejercicio porque estaba cansada»; podemos decir: «no he hecho
ejercicio porque preferí quedarme sentada en el sofá, con el móvil». De esta
forma situamos el control de la situación en nuestra persona. Nosotros,
como adultos responsables, contamos con la capacidad de decidir. Y, en
consecuencia, debemos hacernos responsables de nuestras decisiones y de
las consecuencias que se deriven de las mismas.
Cuando nos exigimos demasiado
Es posible que en el pasado te comparasen con otras personas. O que
sigan haciéndolo en el presente. También es posible que comparasen a otros
contigo. En este apartado hablaremos de lo segundo.
Uno puede pensar ¿qué problema hay si nos toman como referente?
Estrictamente hablando, no hay ningún problema. La cuestión es que, al ser
el referente, estamos cargando con la presión de tener que hacerlo bien, de
tener que dar la talla, de no defraudar… no podemos permitirnos
equivocarnos; precisamente por eso, porque somos el referente y porque se
espera de nosotros que seamos perfectos.
Este sería el caso de Selene y Álvaro, quienes eran considerados la más
lista de clase y el ejemplo a seguir en la familia, respectivamente. Ambos
eran personas exigentes; pero esta exigencia traspasaba los límites de tener
que hacerlo bien para conseguir sus objetivos. Sus metas habían quedado
relegadas a un segundo plano. Lo que más les importaba era no
decepcionar, cumplir con las expectativas que se tenían de ellos.
Una presión que iba más allá de sus elevados niveles de autoexigencia.
Una presión que se volvía en su contra, que ponía a su autoestima en jaque
si estos no conseguían los objetivos que se habían marcado. Y, añado, estos
objetivos solían ser de elevado nivel de dificultad. Eran los listos, el
ejemplo a seguir; no bastaba con cualquier objetivo si querían evitar
escuchar comentarios como «esto es demasiado fácil para ti», «no te
resultará difícil», «seguro que lo consigues en un abrir y cerrar de ojos».

EJERCICIO
Si consideras que eres muy exigente contigo mismo (quizás demasiado),
escoge una tarea o un objetivo en el que deposites elevados niveles de
autoexigencia y pregúntate:

¿Para qué lo haces? ¿Cuál es tu verdadera intención?, ¿cuál es el propósito


que persigues al hacerlo?

Cuando quieres hacerlo perfecto, ¿estás teniendo en cuenta la verdadera


intención por l a que lo haces, o más bien estás dejándote guiar por tu ego
perfeccionista?
¿Dónde estaría el límite? ¿Qué resultados serían suficientemente buenos
como para cumplir con tu propósito?

Dejemos de lado las comparaciones


Si te comparas, que sea contigo mismo. Pero si decides hacerlo con
otras personas, que sea en igualdad de condiciones.
Las comparaciones están íntimamente ligadas a la autocrítica. De hecho,
la autocrítica posibilita las comparaciones, dándoles forma y fuerza.Nos
comparamos. Es casi inevitable. Queremos saber si vamos por buen
camino, si estamos dentro de los límites de lo deseable, si lo estamos
haciendo bien. Necesitamos calibrarnos. Y lo hacemos con aquello que
tenemos a nuestro alcance.
Saber si vamos por el buen camino, si estamos dentro de los límites de lo
deseable o si lo estamos haciendo bien es, sin duda, algo subjetivo. Sin
embargo, nuestra inseguridad traducida en dudas constantes nos lleva a
tener que utilizar esos indicadores —aparentemente los únicos de los que
disponemos—, para poder encontrar una respuesta que nos permita dejar
atrás nuestras inseguridades.
Pero no es así. A menudo sucede lo contrario.
Nos comparamos y, si nuestra autoestima no está en plena forma, es
probable que salgamos perdiendo. Las inseguridades, las mismas razones
que nos llevan a compararnos, precisamente son las que nos hacen caer en
una encerrona: compararnos fijándonos única y exclusivamente en aquellas
características de las que no nos sentimos orgullosos, aquellas que son
nuestro talón de Aquiles; a la vez que dejamos de lado cualquier otra
característica con la que nos sentimos a gusto. Lo que nos gusta, aquello de
lo que podemos sentirnos orgullosos, lo obviamos. Este escenario crea la
situación perfecta para machacarnos gratuitamente.
Cuando nuestra autoestima no está en plena forma solemos caer en las
comparaciones más a menudo. Y, justamente, solemos hacerlo en base
a características de las cuales no estamos especialmente orgullosos o
creemos que tienen margen de mejora. En ocasiones, incluso obviando
aquello positivo o aquellas características en las que destacamos
favorablemente.
No importa si tenemos fundamentos para llegar a estas conclusiones,
porque si nuestra autoestima no está en plena forma, nos aseguraremos de
que sean esas las conclusiones que alcancemos. Nuestras inseguridades nos
ciegan y filtran la información de tal manera que confirmamos nuestra
hipótesis: que no somos buenos en equis aspecto, o que tenemos la nariz
muy grande, o que tenemos la cadera muy ancha, o que se nos da fatal el
inglés. No importa el resto. Y si no importa el resto, perdemos cualquier
ocasión que teníamos para compensar el resultado de la comparación, a la
vez que obtenemos una visión muy reduccionista de la realidad y de
nosotros mismos.
Veamos un ejemplo:
Vanesa no se siente satisfecha con su cuerpo. Cuando se va a duchar evita
mirarse en el espejo: prefiere no verse desnuda. Tiene varios complejos:
cree que tiene demasiada barriga, demasiadas piernas y pechos demasiado
pequeños. Aunque parte de esos complejos siempre la han acompañado,
comenta que hay temporadas en las que se siente peor. Vanesa ha pensado
mucho al respecto, se ha hecho preguntas y ha llegado a las siguientes
conclusiones: cuando peor se ha sentido y cuando más inseguridades ha
experimentado, es cuando empezó a ir al gimnasio y cuando se creó una
cuenta en las redes sociales.
Para Vanesa, ir al gimnasio era un suplicio. Las chicas con las que
coincidía en las clases dirigidas tenían mejor cuerpo que el suyo —o eso
pensaba ella—. Llegó un punto en el que el mero hecho de saber que tenía
que ir al gimnasio era un golpe de realidad: se acordaba de todos sus
complejos, de lo poco que le gustaba su cuerpo.
Por otro lado, el mensaje que se mandaba a ella misma tras pasar unos
minutos en las redes sociales no era mucho más positivo: no paraba de ver
imágenes de chicas con cuerpos atléticos que cumplían con todos los
cánones actuales de belleza; aquellos de los que ella se sentía tan lejos. Era
como estar comparando su ideal con la realidad, una vez tras otra.
Con Vanesa trabajamos el aprender a establecer comparaciones realistas.
Por un lado, el intentar no idealizar a las chicas con las que había
compartido las clases dirigidas: esas chicas tenían defectos, como personas
que son. Defectos de los que ella quizás no era consciente precisamente
porque se centraba en eso que ellas tenían y que a ella le «faltaba».
Defectos a los que, quizás, esas chicas también les prestaban demasiada
atención; justo como le sucedía a Vanesa. Y si ellas, incluso con esos
defectos, le parecían perfectas a Vanesa; era posible que Vanesa, con sus
defectos, también pareciera perfecta.
Trabajamos a nivel de identificación en lo relacionado a las redes sociales:
Vanesa quería verse como esas chicas de figura esbelta y cuya belleza
cumplía con los cánones actuales. Pero lo que Vanesa pasaba por alto es que
esas chicas no tenían la misma vida que tenía ella. Esas chicas
probablemente se dedicasen a su imagen: tener un cuerpo como el suyo y
cumplir con los cánones de belleza era su profesión.
—¿Te gustaría dedicarte a ello, Vanesa? —le pregunté.
—No, estoy satisfecha con mi trabajo.
Parece que a Vanesa no le compensaba cambiar de profesión para tener un
cuerpo como los que tanto anhelaba. Pero todavía había alguna posibilidad:
¿Estaría dispuesta a reordenar sus prioridades?
—¿Cuánto tiempo tendrías que invertir para conseguir un cuerpo como el
de las chicas de las redes sociales?
—Ufff… Imagino que ir al gimnasio varias horas al día.
—¿Es factible, actualmente, con tu estilo de vida?
—En absoluto. —Vanesa rio.
—¿Qué cambios tendrías que hacer?
—Tendría que cambiar de trabajo, probablemente. Y tendría que pasar
menos tiempo con mi familia. Y tendría que olvidarme del club de lectura.
—¿Estás dispuesta a hacer estos cambios?
—Podría intentar salir antes del trabajo; pero no cambiarlo. Y podría
pasar algo menos de tiempo con mi familia, pero… no sé si me
compensaría. Y el club de lectura es solamente una tarde a la semana, y me
lo paso tan bien…
A Vanesa le gustaba el cuerpo de las chicas de las redes sociales. Querría
verse como ellas. Pero no le convencía todo lo que era necesario hacer para
alcanzar ese objetivo.
Nos comparamos. Y lo hacemos de forma selectiva, con nuestra
interpretación de lo que vemos —una pequeña parte de la vida y de las
características que posee la otra persona—. Cogemos aquello que más
nos gusta y lo idealizamos, y nos recreamos pensando en lo poco que
nos parecemos a esa persona en ese aspecto en cuestión. Curiosamente,
escogemos un aspecto en el que, según nuestra opinión, nunca salimos
ganando. Y obviamos todas las otras características de la persona con
quien nos comparamos, las cuales quizás se asemejan más a nosotros de
lo que pensamos; y obviamos todas las otras características propias de
las que podemos sentirnos orgullosos.

EJERCICIO
¿Con qué personas sueles compararte habitualmente?

¿Cuáles son los aspectos con los que sueles compararte?


¿Algunas de las comparaciones anteriores te ayudan a crecer? En otras
palabras, ¿qué te aportan?

No te compares, pero si lo haces, que sea contigo mismo, con tu «yo» de


hace unos meses o de hace unos años. ¿Qué cambios has experimentado,
qué aspectos has mejorado durante el último año? ¿Y durante la última
década?

Centrémonos en aquello bueno que hay en nosotros


Probablemente algunas de las comparaciones que has escrito en el
ejercicio anterior eran viejas conocidas; comparaciones que te acompañan
desde hace tiempo. También es probable que hayas descubierto algunas
comparaciones de las que no eras consciente. Ahora que las has puesto
sobre la mesa, presta atención a tu diálogo interno y, durante el día de hoy,
déjalas de lado.
En vez de compararte, céntrate en eso que sí eres, en aquellas cualidades
con las que sí cuentas. Puede que no sean exactamente las que ahora crees
que desearías tener, aquellas que consideras que podrían hacerte feliz; y
puede que no las tengas en el mismo grado que te gustaría. Pero eso no
significa que no cuentes con ellas y que no puedas estar orgulloso. Piénsalo
fríamente: otras personas estarían orgullosas de estar en tu lugar, aunque
ahora no lo creas, aunque ahora te cueste verlo.
Porque ahí está la clave: en ocasiones, somos incapaces de ver todo lo
bueno que tenemos, precisamente porque nos centramos en aquello que
consideramos que nos falta.
Veamos otro ejemplo, esta vez en relación a las capacidades intelectuales.
En la empresa de Felipe hacen inglés un día por semana. A Felipe siempre
le han costado los idiomas; no es nada nuevo para él. Sin embargo, no
puede evitar compararse con sus compañeros. Pero no con todos. Felipe se
compara con Virginia y con David. Se pregunta cómo es posible que no
pueda tener el mismo nivel que ellos; y siente cierta envidia por la facilidad
que tienen ambos para aprender nuevas estructuras y por la fluidez con la
que hablan en inglés. Eso le genera inseguridades. Como consecuencia de
las inseguridades, Felipe no se atreve a intervenir en clase. ¿El resultado?
Practica menos y, por lo tanto, desarrolla sus capacidades lingüísticas en
menor medida.
Que Felipe se compare justamente con Virginia y con David, que son
quienes mejor hablan inglés, no es casualidad. De hecho, a la hora de
establecer comparaciones, Felipe obvia el nivel de sus otros compañeros, el
cual no dista tanto del suyo. Lo cierto es que si se comparase con los otros
compañeros seguramente se sentiría menos inseguro y, como consecuencia,
más capaz de intervenir en clase; por lo que acabaría desarrollando sus
capacidades en mayor medida.
A la hora de evaluarse, de formular su autoconcepto y, por lo tanto, de
estimar su valía, Felipe deja de lado otros muchos factores. Cuando se
siente inferior y experimenta las inseguridades en relación al inglés, se
olvida de que es el más hábil a la hora de utilizar los programas de
contabilidad específicos de su empresa. De hecho, Felipe es tan hábil que le
pidieron que hiciera una especie de masterclass para su departamento y los
compañeros de la sede en Valencia. Pero eso a él, cuando se está juzgando
por su nivel de inglés, le da igual.

EJERCICIO
¿Cuál suele ser tu talón de Aquiles en lo que a comparaciones se refiere?
¿El aspecto físico, tus capacidades intelectuales, tus logros…? Especifícalo.

Descríbete: ¿Cómo eres en ese aspecto?

¿Estás teniendo en cuenta ese aspecto en un sentido amplio? Por ejemplo,


¿estás teniendo en cuenta todo tu físico y no solamente aquellas
características que no te gustan? ¿Estás teniendo en cuenta todas y cada una
de las capacidades intelectuales, no solamente aquella con la que sientes
que no das la talla?
¿Crees que familiares, amigos y compañeros de trabajo estarían de
acuerdo contigo? Argumenta tu respuesta.

¿Qué conclusión obtienes al respecto?

Sentirse inferior
Es una de las consecuencias inmediatas de compararnos y de que,
casualmente, lo hagamos con respecto a esas características que no nos
convencen; aquellas que consideramos que podemos mejorar. En nuestra
mente se dibuja una especie de jerarquía en la que, ¡sorpresa!, nos situamos
más bien tirando para abajo. Incluso si solamente nos comparamos con una
persona. Incluso si solamente tenemos en cuenta una única característica.
Incluso si solamente tenemos en cuenta nuestra opinión, cargada de
subjetividad.
Vemos a los demás como más capaces, como más valiosos… como
mejores, en definitiva. Todas estas razones nos van como anillo al dedo para
aferrarnos a la idea de que los objetivos que anhelamos están muy lejos,
demasiado; tanto, que no sabemos ni por dónde empezar y que, en
consecuencia, es mejor quedarnos donde estamos. Una conclusión muy
conveniente si lo que pretendemos es preservar el bienestar de nuestro ego.
Si no lo probamos, de una cosa podemos estar seguros: no nos vamos a
equivocar. Y el sentirnos inferiores nos proporciona precisamente eso:
la coartada perfecta para justificar por qué no lo hemos intentado.
Eso sí, si decidimos no intentarlo, debemos responsabilizarnos de las
consecuencias de no hacerlo. No podemos no intentarlo, o intentarlo a
medias, y después quejarnos del camino elegido.
Lo ideal sería que cada uno de nosotros considerásemos nuestras
características de forma aislada. Si no nos comparamos, no podemos
sentirnos inferiores. De hecho, preguntémonos: ¿De qué nos sirve saber qué
posición de esa jerarquía imaginaria ocupamos? ¿Es relevante? ¿A caso lo
importante no es evitar que nos invada el miedo y apostar por el desarrollo
y el crecimiento?
¿Qué significa fracasar?
Si retomamos el ejemplo de Felipe y analizamos por qué no se atreve a
intervenir más a menudo en las clases de inglés, seguramente lleguemos a
su concepto de error o fracaso. Si interviene y no lo hace de forma tan
fluida como le gustaría o se equivoca, es probable que lo interprete como un
error. Incluso, dependiendo del estado de ánimo de ese día, es posible que
sienta que ha fracasado.
Seguramente muchos de vosotros pensaréis: ¿Cómo va a considerar un
error en la clase de inglés como un fracaso? Lo cierto es que sí, puede sonar
un tanto desproporcionado; mejor dicho, es desproporcionado. Sin embargo,
seguro que todos tenemos en nuestro recuerdo una experiencia en la
vivimos un pequeño error como algo desproporcionadamente más intenso.
Qué consideramos un error y qué consideramos un fracaso importa.
Importa porque define cómo nos sentiremos ante una futurible
situación similar y qué tan motivados estaremos para volverlo a
intentar.
EJERCICIO
¿Qué significa, para ti, fracasar?

Piensa en términos concretos: recuerda una situación en la que consideras


que fracasaste. ¿Es la única lectura posible? ¿Podrías interpretarlo de otra
forma?

Intenta mirar al error como un aprendizaje. ¿Qué has aprendido «gracias»


a equivocarte?

¿Qué puedes hacer la próxima vez para no equivocarte o para


«equivocarte mejor»?
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿podrías considerar que fue un
verdadero fracaso?

No soy mis errores


En algunas ocasiones solemos fusionarnos con nuestros éxitos, pero, sobre
todo, con nuestros errores o con nuestros fracasos. Los errores, las
equivocaciones, aquello que no ha salido como queríamos, o las veces que
hemos fallado a alguien cercano, nos atormentan.
Cometemos errores que pueden, o no, derivar en fracasos. Pero no
somos nuestros errores. Ni tampoco nuestros fracasos. Y no debemos
permitir que eclipsen todo aquello que somos y todo el valor que
podemos aportar.
Un error o un fracaso no implica que no seamos capaces de conseguir
nuestros objetivos, ni tampoco que no seamos capaces de completar con
éxito una tarea. Simplemente significa que en esa ocasión no hemos sabido
hacerlo mejor. Debemos evitar caer en la trampa de generalizar; de pensar
que un error es representativo, que refleja la norma general.
Si adoptamos la segunda aproximación, muy probablemente tendremos
ganas de volverlo a intentar. Lo intentaremos de nuevo y, con cada intento,
estaremos más cerca de conseguir nuestro objetivo. Pero eso solamente
sucederá si aprendemos de cada error; si a través de cada error aprendemos
a equivocarnos mejor. Porque con esta aproximación no somos fracasados,
no somos nuestros errores; somos personas que se equivocan pero que,
sobre todo, aprenden.

EJERCICIO
Piensa en un error que cometiste y del que te resultó difícil desprenderte o
dejar de lado.

¿A qué área de tu vida pertenece ese error? ¿A tu vida privada, al ámbito


profesional, a tus aficiones…? ¿Qué porcentaje de tu vida representa esa
área en concreto?

Piensa en todas aquellas acciones, tareas u objetivos que corresponden a


esa área. ¿Qué porcentaje de esa área representa la acción, tarea u objetivo
en la que cometiste el error, con respecto al total del área?
Ahora, piensa: ¿Cuántas veces has cometido el mismo error? Divídelo por
las veces que has llevado a cabo esa acción, tarea u objetivo (es difícil, lo
sé; intenta asignarle un número aproximado). Finalmente multiplícalo por
cien. ¿Qué porcentaje obtienes?

¿Qué puedes concluir? Puesto en contexto, ¿te parece tan grave como
creías?

Lo más importante no es cometer errores —debemos asumir que somos


personas y, por lo tanto, cometemos errores—; lo verdaderamente
importante es aprender de ellos. ¿Qué lección aprendiste «gracias» a
cometer ese error?
Autocompasión para hacer frente a los errores
Como personas que somos, cometemos errores y tenemos defectos. Pero
eso no nos hace ni peores personas, ni menos capaces, ni menos valiosos;
sino, al fin y al cabo, personas. Y como personas que somos, también
contamos con virtudes. Y, lo más importante, contamos con la capacidad de
aprender y de mejorar. Y estas capacidades son precisamente nuestras
aliadas, porque son las que garantizan que cada vez nos «equivoquemos
mejor».
Podemos practicar la autocompasión si en nuestro diálogo interno nos
tratamos de forma positiva, cariñosa, amable, respetuosa, cercana… Si
velamos por nuestro bienestar a la hora de escoger las palabras que
utilizamos para opinar sobre nosotros mismos y sobre nuestras acciones. Si
preservamos el bienestar de nuestra autoestima cuando opinamos sobre
nuestros éxitos y, sobre todo, sobre nuestros errores y fracasos.
Practicar la autocompasión no es dramatizar, ni evadir nuestra
responsabilidad, sino responsabilizarnos a la vez que no nos recreamos en
nuestros errores; en otras palabras, entendernos y centrarnos en qué
podemos hacer para mejorar nuestra situación, para mejorarnos a nosotros
mismos. Para hacerlo, podemos repetirnos:
«Me perdono por haberme equivocado una y otra vez, porque siempre
lo he hecho de la mejor forma que he podido».

EJERCICIO
Solo por un día…, en vez de machacarte por haber cometido un error,
¿por qué no pruebas a decirte lo siguiente?
«Me perdono por haberme equivocado, lo hice de la mejor forma que
pude».

Acto seguido, intenta mirar al error como un aprendizaje. Pregúntate qué


puedes aprender y apuesta por la responsabilidad: la próxima vez,
equivócate mejor.
CAPÍTULO 7
Creencias que nos limitan

Tanto si crees que puedes, que eres capaz, que conseguirás tus
objetivos; como si crees todo lo contrario, estás en lo cierto. Porque
creas lo que creas, si te dejas llevar por esos mensajes, si permites que
guíen tus acciones, estarás creando tu realidad. Una realidad que puede
ser tan esperanzadora y exitosa, como limitante. Una realidad que
reflejará la naturaleza de los mensajes que te mandas.

El peso que arrastramos «gracias» a nuestras creencias


«Recuerda que en lo que crees dependerá mucho lo que eres».
Noah Porter
Las creencias son concepciones de la realidad profundamente arraigadas en
nuestro pensamiento que mediatizan nuestra percepción de la gente con la
que nos relacionamos, de las situaciones que vivimos y de nosotros mismos
(de nuestra forma de ser, de nuestras capacidades...). Las creencias suelen
reflejar las normas que utilizamos y a partir de las cuales nos guiamos a la
hora de interpretar lo que nos sucede. También nos ofrecen información
sobre nosotros mismos, sobre las personas que nos rodean y sobre el mundo
en general. Recogen nuestra visión al respecto.
¿Cómo te ves? ¿Te consideras una persona interesante, atractiva,
simpática, exitosa…? ¿O más bien aburrida, del montón, seca, fracasada…?
¿Consideras que eres mejor que el resto o todo lo contrario? ¿Te sientes
merecedor de atención, felicidad y afecto? ¿Consideras que los demás
tienen más suerte que tú, que les van mejor las cosas y que todo les resulta
más fácil? ¿Eres capaz de ver lo bueno que hay en el mundo? O, por lo
contrario, ¿tienes facilidad para poner énfasis en todo aquello que no
funciona? Las respuestas a estas preguntas pueden resultar reveladoras en
tanto que ponen sobre la mesa nuestras creencias.
Nuestras creencias se encuentran en lo más profundo de nuestro
pensamiento. Dar con ellas no es tarea fácil, ya que no somos conscientes
de ellas sin un trabajo previo. En el otro extremo encontramos los
pensamientos automáticos; estos son los que aparecen de repente en nuestro
diálogo interno proporcionándonos información sobre la situación que
acabamos de vivir.
Los pensamientos automáticos nos ayudan a actuar, indicándonos la forma
en que debemos interpretar una determinada situación, como hemos visto
en anteriores capítulos. A pesar de que aparentemente nos resulten muy
útiles —y, efectivamente, lo sean—, estos están basados en nuestras
creencias. Si estas nos llevan a interpretar la realidad de una forma
determinada, los pensamientos automáticos estarán encaminados a actuar
acorde con dichas creencias. Y, si las creencias tienen una connotación
negativa o limitante, los pensamientos automáticos la reflejarán.

A pesar de que, como hemos comentado, las creencias son inconscientes,


estas no solamente afectan a nuestros pensamientos, sino que también
tienen efecto en nuestras emociones haciendo que nos sintamos tristes,
nerviosos, enfadados, frustrados, impotentes… Pero no solo eso, sino que
también se acompañan de reacciones corporales como sudar, llorar…
Para acceder a las creencias debemos trabajar primero a nivel de
pensamientos. A pesar de que estos se encuentran en un nivel accesible de
la conciencia, para pescarlos debemos prestar especial atención a nuestro
diálogo interno. Si prestamos atención a lo que nos pasa por la cabeza
cuando algo nos va genial, o cuando algo no nos sale como esperábamos, es
posible que acabemos topándonos con los pensamientos automáticos.
Para entender cómo podemos acceder a nuestras creencias, analizaremos
el caso de Ingrid. Ingrid tiene 37 años, es bibliotecaria y vive con su hijo y
su pareja. Acude a terapia porque está cansada de no conseguir nada. Le
pregunto a qué se refiere con «nada».
«Hace unos meses me apunté al gimnasio; he ido cuatro veces contadas.
El año pasado quise retomar las clases de guitarra; me descargué un curso
virtual y lo dejé de lado en seguida. Y hace dos años me volví a poner con
el inglés; incluso me apunté a una academia, pero hice un curso y ya. Me
saltaba algunas clases, no hacía los deberes… Estaba tirando el dinero, así
que al año siguiente lo dejé».
Creo que empezaba a entender por qué Ingrid sentía que no conseguía
nada. En los últimos años había empezado o retomado algunas aficiones a
modo de proyecto personal, y parece que ninguna le había durado suficiente
—o, al menos, no lo suficiente como para que ella se sintiera satisfecha—.
Todas las experiencias que me había explicado se concentraban en los tres
últimos años. Le pregunté por periodos anteriores.
«Todo comenzó con una cena de compañeros de instituto. Parecían tan
contentos con sus aficiones... Unos juegan a pádel, otros van al gimnasio
cada día —¡cada día!—, otros están estudiando idiomas… Y me
preguntaron por mis aficiones. Me sentí tan mal, Montse…».
Le pregunté qué pensamientos la invadieron en ese momento.
—No te sabría decir con exactitud. Creo que sentí como que no estaba
haciendo nada en la vida.
—¿Nada?
—Quiero decir, que trabajo, sí. Pero en mi tiempo libre no hago nada.
—¿Y qué dice esto de ti? ¿Y de tu vida?
—¿Qué quieres decir? No te sigo.
A Ingrid le estaba pasando lo mismo que le suele suceder a muchas
personas llegados a este punto: no estamos acostumbrados a prestar
atención a nuestros pensamientos y, mucho menos, a analizar qué hay detrás
de los mismos.
—¿Qué significa que en tu tiempo libre no hagas nada? —reformulé.
—Significa que estoy perdiendo el tiempo —contestó con arrebatadora
seguridad.
—¿Y si es así? ¿Y si realmente pierdes el tiempo, qué significa? ¿Qué
dice de ti como persona?
—Que pierdo la oportunidad de conseguir cosas. Que me acomodo.
—¿Conseguir cosas? —Dejé un breve espacio de tiempo; parecía que
Ingrid necesitaba ir asimilando hacia dónde íbamos—. ¿Qué quieres decir
con que pierdes la oportunidad de conseguir cosas?
—Quiero decir que, en vez de estar planteándome nuevos retos, me estoy
conformando.
—¿Y eso quiere decir que eres una persona conformista, por ejemplo?
—Sí, es posible. Sí.
—¿Y qué pasa si eres una persona conformista?
A Ingrid le cambió la cara. Lo tomé como una buena señal. Como señal
de que estábamos yendo por buen camino. Esta vez tardó algo más en
responder.
—Que no voy a conseguir nada en la vida.
Sus ojos empezaron a ponerse vidriosos. Merecía la pena continuar y así
se lo hice saber:
—Parece que pensar que no vas a conseguir nada en la vida te resulta
doloroso. Para poder gestionar estos pensamientos de forma más sana es
necesario que vayamos a la raíz de los mismos.
—De acuerdo. Entiendo.
—Sigamos pues: imaginemos que fuese cierto que, con tu actitud, no
fueses a conseguir nada en la vida. ¿Qué significaría?
—Significaría que mi vida no ha servido para nada. Que la he tirado a la
basura. Que no tiene sentido.
Parecía que habíamos llegado al nivel más profundo de la lógica de sus
pensamientos. Cada vez que, por el motivo que fuese, Ingrid no era capaz
de mantener una actividad de forma constante, se enfrentaba a una creencia
que le hacía daño: «debo invertir mi tiempo en alcanzar nuevos objetivos
para sentir que mi vida ha tenido sentido». Esa creencia, de hecho, no era el
resultado, sino el origen de todos sus esfuerzos: Ingrid estaba buscando la
forma de sentir que estaba aprovechando su tiempo libre justamente para
evitar sentir que estaba tirando su vida a la basura. Y, cada vez que
fracasaba en el intento —así es cómo lo experimentaba ella—, se alejaba de
la posibilidad de obtener un sentido de propósito en la vida.
Parece que habíamos dado con una creencia. Ahora debíamos indagar en
su origen. Lo localizamos: uno de los mensajes que Ingrid había recibido
desde pequeña era que el tiempo es oro, que se escapa de las manos y que
debía aprovecharlo de la mejor forma posible y siempre encaminada a
conseguir objetivos, a alcanzar una sensación de logro. Algo que no quedó
solamente en mensajes, sino que se tradujo en las múltiples actividades
extraescolares que realizaba de pequeña. Cada hora de su tiempo libre
estaba destinada a una actividad. Cada vez que conseguía un logro como
una medalla en una competición de patinaje artístico o un diploma de
solfeo, sus padres la animaban a conseguir más y más, y le decían: «así se
hace», «esa es mi pequeña», «ahora, a por otro objetivo», «¡demuestra lo
que vales!». Estos mensajes formulados con la mejor de las intenciones
animaban a Ingrid a seguir queriendo más. Se sentía capaz y valiosa. Pero
dejaron de ser positivos cuando se convirtieron en la única estrategia a
través de la cual se sentía capaz y valiosa.
Lo conveniente hubiese sido que Ingrid hubiese diversificado; que hubiese
dado con otras formas de sentirse bien, capaz y valiosa. Pero en ese
momento Ingrid no era consciente de las consecuencias que podía acarrear
depositar todos sus esfuerzos y su autoestima en ello; jugársela a una sola
carta. Era la estrategia que conocía para sentirse bien, capaz y valiosa; le
funcionaba, así que no se la cuestionaba. Hasta que un día le sobrepasó la
situación y se dio cuenta de que la lectura que había interiorizado de los
mensajes que había recibido, había causado mella en su bienestar y decidió
hacer algo al respecto.
Ingrid había conseguido desmarcarse de estos mensajes en la primera
etapa de su adultez. Se había licenciado en Filología Hispánica, había
conseguido un trabajo en la biblioteca de la universidad y estaba satisfecha
con lo que había conseguido. No necesitaba más. «Estaba cansada de
conseguir, conseguir, conseguir. Pero fue ir a esta reunión de compañeros
del instituto y volví a experimentar lo que sentía hace unos años».

EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que experimentaste cierto malestar
emocional y responde las siguientes preguntas para identificar una de tus
creencias. El objetivo de este ejercicio es que, como en el caso de Ingrid,
enlaces pensamiento tras pensamiento para acabar accediendo a los niveles
más profundos, a tus creencias.

¿Qué pensaste? ¿Qué te pasó por la cabeza en ese momento?

¿Qué significa? ¿Qué dice de ti o de tu visión sobre tu persona, sobre los


otros o sobre el mundo en general?

Y eso ¿qué significa?

Sigue indagando. ¿Qué hay detrás de esa visión de ti mismo, de los demás
y del mundo en general?
¿Qué significa?

¿Qué conclusión sacas? ¿Cuál podría ser la creencia detrás de esos


pensamientos?

El origen de nuestras creencias


«Tengo la sensación de que todo lo hago mal». La experiencia me dice
que, cuando llegáis a consulta y parte del malestar procede de afirmaciones
análogas a esta, debemos buscar su origen en el entorno.
Nadie nace con una baja confianza en sí mismo. Si la desarrollamos es
como fruto del contacto con nuestro entorno. Un entorno que puede no
proporcionarnos la atención, el cariño y el reconocimiento que necesitamos
para desarrollar una autoestima sana. Un entorno que, a su vez, no
necesariamente ha recibido todo aquello que necesitaba. Un entorno al que
quizás también le ha faltado atención, cariño y reconocimiento. Un entorno
que, como nosotros, quizás también lleve una mochila con heridas,
necesidades no atendidas y carencias.
Para hablar de nuestras creencias debemos remontarnos a nuestra infancia
y adolescencia. El origen de nuestras creencias limitantes puede encontrarse
en esas etapas como resultado de nuestras interacciones con nuestros
padres, profesores y figuras que representan (o representaban) un referente
para nosotros. Y esto sucede incluso si hemos tenido lo que podríamos
calificar como una infancia feliz.
Nuestras creencias también pueden ser fruto de las experiencias que
hemos vivido o de las opiniones que hemos recibido por parte de
compañeros de clase; o, en la adultez, por parte de amigos, de parejas, de
compañeros del trabajo, de supervisores… Todos ellos han contribuido a
formar nuestro autoconcepto y, por lo tanto, es posible que hayamos
integrado en nuestro sistema de creencias mensajes que hayamos recibido
por parte de todos los anteriores.
Por favor, no me malinterpretéis. La intención de estas líneas no es culpar
a nuestro entorno, sino encontrar una explicación de por qué pensamos
como pensamos; por qué opinamos lo que opinamos de nosotros mismos,
de las otras personas y del mundo en general. En la mayor parte de los
casos, los mensajes que recibimos están formulados con la mejor de las
intenciones. Si no se hizo de otra forma, si no se escogieron mensajes más
alentadores y, en ocasiones, más realistas, seguramente sea porque se
ignoraban las consecuencias negativas que estos podían tener, o bien porque
se estaba obrando de la mejor forma que se sabía.
Desde que nacemos, estamos sometidos a todo tipo de mensajes que nos
programan, que nos indican cómo debemos pensar, sentir y actuar para ser
de una determinada manera. Estos mensajes nos resultan muy útiles para
vivir en sociedad y para adaptarnos a las normas y costumbres de nuestro
entorno. Sin embargo, este no es el caso de todos y cada uno de los
mensajes que recibimos. Algunos de ellos acaban derivando en creencias
limitantes.
«Debes estudiar para ser alguien», «llorar es de débiles», «demuestra que
eres un hombre», «nunca tires la toalla», «no vales para esto», «tienes que
mostrar tu valía», «con ese mal genio, nadie te va a querer», «debes luchar
por tus objetivos y lograr grandes cosas».
¿Te suenan? Seguro que has podido relacionar estas frases con personas
que han pasado por tu vida. Algunas de ellas quizás las hayas escuchado en
primera persona; otras quizás hayan salido de la boca de familiares y
amigos. Son muy comunes en nuestra sociedad.
Hay algunos mensajes que tienen un carácter claramente limitante, que
esconden la idea de que, si no somos de la manera en que se nos indica que
debemos ser, no seremos aceptados por quienes nos rodean, no tendremos
éxito, no seremos queridos, no seremos felices… Estos mensajes nos hacen
un flaco favor, en tanto que nos indican una única forma de ser, de pensar y
de sentir; y no contemplan otras posibilidades igual de legítimas y, sobre
todo, igual de válidas.
Por otro lado, encontramos los mensajes que hemos ido recibiendo sobre
lo que pensábamos, lo que sentíamos y lo que hacíamos. Nuestros padres y,
en general, los adultos que han sido un referente para nosotros, son quienes
contribuyen a formarnos una imagen de nosotros mismos. En otras
palabras: acabamos adoptando la imagen que los mayores proyectan de
nosotros. Es posible que en algún momento hayamos recibido mensajes de
naturaleza similar a la siguiente:
«¿Por qué no pruebas con otra cosa?», cuando le dices a tu padre que
quieres apuntarte a karate.
«Esto no es lo tuyo…», cuando tu madre te ayuda con los deberes de
lengua.
«Deja, ya lo hago yo», cuando intentas echar una mano en la cocina.
Los mensajes anteriores tienen como objetivo hacernos la vida más fácil o
bien protegernos de posibles fracasos. Sin embargo, si recibimos mensajes
como estos de manera sistemática, llegamos a la conclusión de que todo lo
hacemos mal, de que no se nos da bien nada, de que no estamos preparados,
de que no valemos. Todos estos mensajes van calando lentamente, se van
convirtiendo en nuestra normalidad. Y, además, los creemos a pies juntillas,
porque nos encontramos en un momento de especial vulnerabilidad,
momento en que estamos forjando nuestra propia imagen. Y, por si fuese
poco, estos comentarios salen de la boca de personas que son un referente
para nosotros, a cuya opinión atribuimos validez y no osamos cuestionar.
Nuestro entorno sigue teniendo peso en la edad adulta. El historial de
críticas que recibimos por parte de nuestras parejas, amistades o
compañeros de trabajo pueden encontrarse también en el origen de nuestra
baja autoestima. Es posible que las críticas estén fundamentadas, pero que
sean excesivas o argumentadas de tal forma que no sean constructivas. En
otras ocasiones, es posible que seamos nosotros quienes hagamos una
lectura más negativa que la que pretendía la persona emisora del mensaje.
En cualquier caso, debemos tener muy en cuenta lo siguiente:
No siempre que se nos corrige o se nos critica hemos hecho algo mal. Es
posible que nos hayamos topado con alguien para quien todo siempre
está mal, incluso si lo hacemos como nos ha indicado.
«Tengo la sensación de que todo lo hago mal»
Así es como suele suceder: hacemos algo; se nos critica. Quizás lo
hayamos hecho de forma mejorable; quizás incluso lo hayamos hecho bien.
Realmente poco importa porque no nos corrigen, sino que nos muestran
cómo tenemos que hacerlo. La forma de hacerlo. La única válida. Lo
intentamos de nuevo aplicando lo que consideramos que hemos aprendido
de las correcciones. De nuevo, nos equivocamos. Y, de nuevo, nos corrigen.
«¿Cómo puede ser, si lo he hecho como me dijo?», nos preguntamos. Y así,
(supuesto) error, tras (supuesto) error, vamos construyendo una historia de
fracasos.
En algunos casos —y esto quizás os parezca un tanto extremo—, en
consulta llegamos a la conclusión de que, con determinadas personas,
hagamos lo que hagamos, lo hacemos todo mal. ¿Cómo es posible, si lo
hacemos de la forma indicada? Que, ¡cuidado!, no necesariamente es la más
correcta ni la mejor. La respuesta es la siguiente: resulta que hemos topado
con alguien a quien todo, absolutamente todo, le parece mal. Incluso si
hacemos lo mismo que él o ella. No importa. Todo. Está. Mal. Excepto si lo
hace él o ella, en cuyo caso está bien.
¿Cuál suele ser nuestra aproximación tras varios intentos? Cedemos al
«trae, ya lo hago yo» o al «deberías haberme hecho caso» o al «la próxima
vez mejor lo hago yo». Cedemos con la mejor de las intenciones: para evitar
un conflicto y porque, experiencia tras experiencia, acabamos convencidos
de que la otra persona lo hace mejor que nosotros. Pero acto seguido nos
invade un sentimiento de frustración que contribuye a mermar nuestra
autoestima. Acabamos aprendiendo que si lo hacemos nosotros está mal. Y
que, si lo hace la otra persona, es garantía de éxito. Y no nos planteamos
por qué, porque todo sucede de forma tan aparentemente inocua y lo
tenemos tan integrado en nuestro día a día, que somos incapaces de ver el
poder que mensajes como los anteriores tienen en nuestra mente.
Con el paso del tiempo, hacemos menos cosas y las que hacemos son
menos importantes porque no nos fiamos de nosotros mismos, ni de nuestro
criterio, ni de nuestra capacidad para hacerlas. Acabamos reduciendo
nuestra vida y cualquier posibilidad de demostrarnos nuestra propia valía. Y
así, crítica tras crítica, cesión tras cesión, vamos dinamitando nuestra
autoestima.
Este era el caso de Sara, una chica de 26 años que, a pesar de ser
perfectamente independiente, se siente incapaz de tomar pequeñas
decisiones. Sara vive en Manchester desde hace 2 años. Tomando el
ejemplo de su amigo Juan, decidió que si quería crecer y convertirse en una
persona adulta no podía seguir estando cerca de su familia. Tras acabar sus
estudios de Traducción e Interpretación, se marchó de casa de sus padres —
ubicada en un pueblecito de Toledo— a Madrid, en busca de autonomía e
independencia. Autonomía e independencia que no encontró.
«Seguía estando demasiado cerca», me comentaba. Le pregunté qué
significaba.
«Mi madre, a quien adoro, seguía preparándome los tuppers de la semana;
seguía planchándome las camisas; seguía viniendo a casa de vez en cuando
para ver qué podía necesitar… Por favor, no me malinterpretes. Mi madre
resultaba de gran ayuda. En ese momento trabajaba en una multinacional
como traductora; tenía poco tiempo para lo más básico como prepararme la
comida, hacer las cosas de la casa… La verdad es que era, y soy, un
desastre. Tenía que ir siempre vestida de manera impoluta y a mí eso de
planchar no se me da bien. Mi madre siempre dice que yo no sirvo para las
cosas de casa».
Puesto en contexto sonaba coherente. Puri, la madre de Sara, quería
ayudarla en todo lo posible, quería hacerle la vida fácil. «Demasiado fácil»,
comentaba Sara. «Le estaré eternamente agradecida; pero había algunas
cosas que eran innecesarias, que me impedían convertirme en una adulta
responsable».
Quería saber a qué se refería. «A veces venía a casa y, para ayudarme, me
limpiaba el polvo y me ordenaba las cosas. Para que te hagas una idea, una
vez reorganizó la cocina a su gusto porque así me iba a resultar más fácil
encontrar las cosas. También me compraba la ropa porque decía que ella
sabía cómo debía vestir en la oficina».
Parecía que Puri, con la mejor de las intenciones, estaba asumiendo
responsabilidades que ya no le correspondían. Su hija era una adulta
responsable y, como tal, debía actuar de forma autónoma e independiente.
Justamente algo que no podía hacer si la tenía cerca. Y no solamente eso,
sino que los mensajes que le enviaba iban en la línea de: «deja, ya lo hago
yo», aunque fuese con la mejor de las intenciones. Porque si era Puri quien
lo acababa haciendo, era porque ella lo hacía mejor; porque ella sí que lo
sabía hacer —no como Sara—.
Esa falta de autonomía e independencia se convirtieron en inseguridades;
motivo de consulta de Sara. «Ahora estoy en Manchester, viviendo sola.
Siento que he puesto la distancia que necesitaba. Pero me siento poco
capaz. Todo me genera inseguridad. De hecho, continúo manteniendo
algunas costumbres: solamente pruebo nuevas recetas si previamente mi
madre me explica cómo hacerlas; no me compro ropa, espero a ir a visitarla
para llevarme la ropa que me ha comprado ella; le pido consejo sobre cómo
ordenar las cosas de casa…».
Sara había delegado tanto en su madre o, dicho de otra manera, Puri no se
había desvinculado lo suficiente como para que su hija sintiese que ella
podía hacerlo, que su propio criterio era tan válido como el de su madre,
que no hacía falta consultarle antes de hacer ciertos movimientos o tomar
determinadas decisiones. Y no solo eso, sino que los mensajes implícitos
(pero también explícitos) que Sara recibía por parte de su madre, le decían
que era mejor que siguiera delegando en ella.

EJERCICIO
Responde a las siguientes preguntas para saber si una creencia relacionada
con lo que eres capaz de hacer es limitante o si, por lo contrario, te ayuda a
crecer y te acerca a tus objetivos.

¿Qué consideras que no puedes o no eres capaz de hacer, de obtener, de


alcanzar?
¿En qué medida la creencia anterior te ayuda a crecer como persona, a
superarte? ¿En qué medida te anima a vivir la vida que quieres?

¿Te ayuda y te motiva a avanzar? Piensa: ¿Cuál ha sido el precio que has
pagado hasta ahora por pensar y actuar en función a esta creencia? ¿Cuáles
han sido las consecuencias?

Intenta reformular la creencia de manera que no te resulte limitante; al


contrario: la idea es que te ayude a progresar, a superarte, a acercarte a la
vida que quieres tener. Te resultará útil pensar en situaciones en las que
actuaste contradiciendo a esa creencia. Por ejemplo: en vez de decir «no soy
capaz de tomar una decisión sin consultarla previamente» puedes decir «en
ocasiones me siento inseguro tomando decisiones que no haya consultado
previamente, pero eso no significa que no sea capaz porque, de hecho, en
alguna ocasión he tomado decisiones de forma autónoma y me ha ido bien».
Otro ejemplo: «puede que no sepa hacerlo perfectamente, pero soy capaz de
aprender y mejorar».

Mensajes peligrosos, creencias limitantes


Si recibimos mensajes como los que hemos visto a lo largo de este
capítulo por parte de figuras a las que no les otorgamos credibilidad,
seguramente nos causarán indiferencia. Sin embargo, cuando los verbalizan
figuras que, ya sea debido a su posición de autoridad (como, por ejemplo,
profesores) o bien por la relevancia que les otorgamos nosotros (por
ejemplo, padres, amigos), resulta tremendamente fácil que estos mensajes
calen.
Recordemos cuándo somos especialmente vulnerables a incorporar en
nuestro sistema de creencias mensajes del exterior: en las primeras etapas
de nuestra vida. No es casualidad que sea justamente cuando tenemos
menos desarrollado nuestro espíritu crítico y nuestra capacidad para dudar
de lo que se nos dice.
A todos nos ha pasado, durante nuestra infancia hemos tenido a nuestros
padres y madres en un pedestal y creíamos que todo lo que opinaban y
hacían estaba bien, que era el camino a seguir. Es habitual que suceda hasta
la adolescencia, etapa en la que comenzamos a distanciarnos de sus
opiniones y acciones; empezamos a ser críticos.
Sin embargo, a pesar de nuestra capacidad para poner en duda a nuestras
padres y madres, no cuestionamos las creencias que, gracias a ellos —junto
con nuestros profesores, las películas que hemos visto, los libros que hemos
leído, las opiniones de amigos que hemos recibido…—, hemos ido
integrando; porque para cuando desarrollamos una capacidad de
introspección y de juicio crítico, ya tenemos tan integrados y tan
normalizados esos mensajes como parte de nuestras creencias que no somos
capaces de reconocerlas y, mucho menos, de ponerlas en duda.
Esto sucede en parte porque, para conformar nuestra identidad,
necesitamos que haya coherencia entre lo que nosotros pensamos de
nosotros mismos y lo que los demás creen que somos (o, cuanto menos, el
mensaje que nos han transmitido al respecto).
Por lo tanto, en relación a las creencias limitantes, podemos decir que:
1. No somos conscientes de ellas: hace falta hacer un trabajo de
autoconocimiento para identificarlas.
2. No solemos ponerlas a prueba: la consecuencia inmediata de no ser
conscientes de nuestras creencias limitantes es que campan a sus anchas,
afectando nuestro día a día, sin cuestionarlas o ponerlas a prueba.
Algunos ejemplos muy comunes de creencias limitantes son:

- «No soy capaz», cuando nos enfrentamos a una situación nueva.


- «No valgo para nada», cuando algo no nos sale bien.
- «Nadie se fijará en mí», cuando nos miramos al espejo y no podemos
evitar centrarnos en lo que no nos gusta de nuestro físico.
- «No va a salir bien», cuando nos encargamos de preparar una cena en
casa con amigos o una reunión familiar.
- «Tengo que ser perfecto», cuando sentimos que no somos lo
suficientemente buenos incluso a pesar de ostentar un historial lleno de
éxitos.
- «Si fallo, seré una fracasada», ante una situación que sentimos que pone
a prueba nuestros conocimientos o capacidades.
- «Debo ser duro para hacerme respetar, de lo contrario se van a reír de
mí», en situaciones sociales o en el trabajo, al relacionarnos con otras
personas.
- «Soy un desastre», cuando se nos olvida algo o nos equivocamos.
- «Nadie me quiere», cuando un amigo no nos pregunta cómo estamos tan
a menudo como nos gustaría.
- «No puedo permitirme llorar, no puedo ser débil», ante una situación que
nos entristece.
- «Me voy a quedar solo», cuando nuestra pareja nos formula una queja.
- «No se puede confiar en la gente», cuando nos llevamos una decepción.

EJERCICIO
Echa un vistazo a los ejemplos de creencias limitantes que acabas de leer.
¿Te han resultado familiares? ¿Cuáles? Escríbelos en la tabla. Después,
intenta pensar en los mensajes que recibías de tu exterior: ¿Qué mensajes
pueden estar detrás de las creencias que acabas de escribir? Seguramente se
trate de mensajes que se repetían una y otra vez y que has acabado
incorporando en tu propio sistema de creencias.

¿Qué se espera de ti?


Las expectativas que tienen de nosotros, lo que las personas de nuestro
alrededor esperan que consigamos, los objetivos que creen que somos —o
no somos— capaces de conseguir. Todo ello nos afecta. Tanto si lo que se
espera de nosotros es positivo, es decir, que tengamos un futuro brillante, de
éxito; como si lo que se espera de nosotros son objetivos muy asequibles y
nada ambiciosos.
Os presento a Carla. Tiene 42 años y una carrera profesional que muchos
catalogarían como brillante o envidiable. Esas mismas palabras utilizan su
marido, sus amigas y sus hermanos. Pero Carla no lo siente así. De hecho,
uno de los motivos por los que nos conocimos fue porque decidió que había
llegado la hora de hacer algo con ese peso que sentía desde jovencita, con
esa sombra de perfección que la perseguía desde hacía décadas.
Carla es la mayor de 3 hermanos: Fran de 34 y Maica de 28. Este dato no
es gratuito. De hecho, nuestra intervención pivotó alrededor de los
conceptos «hermana mayor» y «ejemplo a seguir». Palabras que escuchaba
una y otra vez por parte de su padre.
«Mi padre siempre ha querido lo mejor para nosotros. De pequeños
siempre nos insistía en que debíamos estudiar y labrarnos un futuro, tener
las oportunidades que él nunca tuvo».
Julián, el padre de Carla, proviene de una familia muy humilde. Se
incorporó al mercado laboral a muy temprana edad y, desde entonces, se ha
dedicado al mundo de la construcción. A juzgar por lo que comentaba
Carla, Julián está satisfecho con su trayectoria, pero desearía que sus padres
hubieran podido pagarle una carrera y haber estudiado Arquitectura o
Ingeniería.
La espina de Julián, el anhelo de lo que hubiera querido lograr, se traducía
en comentarios que él formulaba constantemente para animar a sus hijos a
dar lo mejor de ellos. «Tenéis que aprovechar cada oportunidad», «tenéis
que luchar por llegar a lo más alto».
Lo hacía en cada examen, cada vez que hablaban del colegio y del
instituto. Sobre todo, a Carla, que era la mayor: «tú, como hermana mayor,
tienes que dar ejemplo».
Carla siempre ha tenido una relación estrecha con sus hermanos. Estos le
explicaban sus problemas en el instituto y ella, que ya había pasado por esa
etapa, les aconsejaba en base a su experiencia. Sabía que ejercía cierta
influencia sobre sus hermanos y, por supuesto, que ellos la tomaban como
un ejemplo. No necesitaba que su padre se lo recordase.
En la actualidad, esos mensajes que su padre formulaba con la mejor de
las intenciones para animar a sus hijos a alcanzar sus objetivos resonaban en
su cabeza invitándola a conseguir más y más. Cada error o cada
contratiempo lo interpretaba como un fracaso; un fracaso que la alejaba de
su objetivo: conseguir, conseguir, conseguir. Objetivo que creía que la
acercaría a la felicidad y a la plenitud.
Profecía autocumplida
«Creemos demasiado en las creencias, porque es más cómodo no
cuestionarnos a nosotros mismos».
Walter Riso
Seguro que has oído hablar de la profecía autocumplida o del efecto
Pigmalión. Ambos términos hacen referencia a las etiquetas que se nos
ponen y al impacto que estas tienen en nuestra actitud y comportamiento.
Como hemos visto a lo largo de estas páginas, desde pequeños recibimos
mensajes acerca de cómo somos, pero también acerca de lo podemos llegar
a ser o de lo que somos capaces de conseguir. Estos mensajes van calando.
A base de escucharlos, los vamos interiorizando e integrando en nuestro
autoconcepto. Nos los creemos tanto, que pueden mediatizar nuestra actitud
y conducta, hasta nuestros éxitos.
La profecía autocumplida funciona de la siguiente manera:
Creemos que no podemos, que no somos capaces de hacer o de conseguir
algo, o incluso que no lo merecemos. Estos pensamientos nos inmovilizan,
hacen que no nos pongamos manos a la obra y, como consecuencia, que no
desarrollemos nuestro potencial, o que no adquiramos los conocimientos
necesarios para conseguir nuestros objetivos. Perdemos cualquier
oportunidad que teníamos de demostrar que nuestras creencias están
equivocadas, que no reflejan la realidad, que podemos, que somos capaces.
Por si fuera poco, en nuestro interior nos queda un mal sabor de boca. «Ni
siquiera lo has intentado», nos decimos. «Ves, no eres capaz de conseguirlo,
y lo sabes, por eso ni lo intentas». Mensajes que todavía nos alejan más de
nuestros objetivos.
Lo cierto es que esos mensajes tienen parte de razón. Si nos ceñimos a los
resultados, podemos afirmar con total seguridad que no lo hemos
conseguido. Es un hecho. Y nuestros pensamientos lo utilizan a su favor
para hacerse más fuertes: lo tomamos como una confirmación irrefutable de
que lo que creemos es cierto.
Antes podíamos ponerlos en entredicho, podíamos pensar que todavía
no lo habíamos conseguido porque no lo habíamos probado. Pero
ahora, después de no intentarlo, después de habernos rendido, después
de haber sucumbido al «no puedo, no soy capaz», confirman la
realidad. Aquella realidad que no nos gusta, que nos hace sentir menos
capaces, ahora es un hecho. Y nuestras creencias ahora son más
fuertes; porque no son creencias, ahora son hechos.
Y esto sucede porque no tenemos en cuenta que existe otra posibilidad;
que tenemos otra opción. Que podemos dejar de alimentar esas creencias
que nos limitan, que nos inmovilizan, que nos hacen cada vez más y más
pequeños, y menos valiosos, y menos capaces.

Pongamos un ejemplo:
De pequeña, a Laura le costaba atarse los cordones de los zapatos y
abrocharse los botones de la ropa. Su madre, al darse cuenta, pensó que
tenía problemas de coordinación motora. «Mi hija no es capaz de hacerlo»,
concluyó. Como consecuencia de esta afirmación, cuando Laura tenía que
atarse los cordones de los zapatos, le decía: «trae, anda, ya lo hago yo». O
cuando tenía que abrocharse los botones de la ropa, le decía: «dame, que
tenemos prisa».
En secundaria, el grupo de amigas de Laura se apuntó a la extraescolar de
hiphop. Laura se lo planteó a su madre, quien le dijo: «¿Estás segura? La
coordinación no es lo tuyo, no creo que sea buena idea. ¿No te apetecería
más probar con robótica?».
La vida de Laura estaba llena de comentarios como estos, acompañados
de una expresión facial que mostraba tener poca confianza en las
habilidades motrices de su hija. Lo que Laura pensaba en ese momento era:
«mi madre no confía en que pueda hacerlo bien».
Laura, mensaje tras mensaje, iba incorporando en su autoconcepto la idea
de que es torpe. Pero no solamente eso, sino que la actitud de su madre
hacía que tuviera muchas menos oportunidades para desarrollar su
capacidad motora; al menos no tantas como tendría si su madre no
considerase que no es capaz. Esto es debido a que, su madre, con la mejor
de las intenciones, para protegerla de posibles fracasos y para ponerle las
cosas fáciles, decidía ser ella misma quien le hiciera las cosas a Laura; o
decidía «evitarle disgustos a la niña» —palabras textuales—. De esta forma
Laura tenía menos oportunidades para desarrollar sus habilidades motoras.
¿El resultado? Acababa convirtiéndose en esa niña con motricidad pobre.
Pero este no es el resultado definitivo.
Laura ahora tiene 32 años y trabaja como administrativa en una empresa
logística. Sus compañeras de departamento han pensado en apuntarse a
clases dirigidas en el gimnasio al lado de la oficina. Quieren hacer zumba y
salsa. A Laura le atrae la idea, siempre le ha gustado el baile; pero, como ya
sabemos, es una relación amor-odio y el componente aversivo pesa más en
la ecuación.
Laura ni se lo piensa: «chicas, me gustaría… de verdad que sí. Pero no se
me va a dar nada bien. Soy muy torpe». Laura repite los mensajes que
recibió de pequeña, aquellos mensajes que se ha ido repitiendo desde
entonces y que la han privado de muchas experiencias en las que le hubiese
gustado participar. Aquellos mensajes que ha llegado a incorporar como
propios en su diálogo interno.
En terapia trabajamos qué era lo peor que podría pasar. «Que se confirme
que soy torpe, y que se rían de mí». Le pregunté el nivel de experiencia de
sus compañeras. A juzgar por su respuesta, parecía que todas tenían el
mismo nivel: principiante.
—¿Qué sucede si se ríen de ti?
—Nada, supongo. —Laura vaciló un poco, pero esa fue su respuesta.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque probablemente yo también me reiría. De mí, y de ellas. Sin mala
intención, ¿eh? Hay muy buen rollo. Nos divertiríamos, supongo.
Nada, no pasaba nada si se reían de ella. Y eso es lo peor que podía pasar.
Eso, y que se confirmara que Laura es torpe. Pero eso ya lo sabía. Así que
no pasaba nada por intentarlo.
—¿Y qué ganarías, Laura, si lo intentas?
—Pues me llevaría una experiencia divertida, eso seguro.
—¿Y qué más?
—No entiendo…
—¿Qué más podrías conseguir, si la experiencia va bien? ¿Qué pasaría
con el «soy torpe»?
—Si la experiencia va bien, el «soy torpe» ya no me importaría tanto.
—Eso es. ¿Y seguirías viéndote igual de torpe?
—Pensaría que soy torpe, pero que puedo bailar.
Acabamos el razonamiento con un:
—¿Y no es eso suficiente para darte una oportunidad?

EJERCICIO
¿En qué ocasiones o frente a qué tareas sueles decirte que no puedes, que
no eres capaz, que no vas a conseguir tus objetivos?

¿Cuál es la consecuencia de pensar en esos términos? ¿Qué consigues


«gracias» a esos mensajes?
¿En qué te basas para creer que son ciertos, que no puedes, que no eres
capaz, que no vas a conseguir tus objetivos?

¿Es posible que, como a Laura, te suceda que no te has dado una
oportunidad para demostrarte que quizás sí que puedes, que sí que eres
capaz?

¿Qué lección obtienes de todo lo anterior? ¿Qué consejo me darías si yo


estuviera en tu situación?
¿Qué hacemos con nuestras creencias? Ponerlas a prueba
«Un hombre sabio adecua su creencia a la evidencia».
David Hume
Aunque las creencias limitantes estén basadas en mensajes que hemos
recibido en el pasado, o en opiniones formadas a raíz de experiencias
vividas, debemos tener algo claro:
NO necesariamente se basan en hechos, por lo tanto, NO son
necesariamente veraces.
Habitualmente sucede que, o bien no somos capaces de distanciarnos de
nuestras creencias debido a que las tenemos muy normalizadas e integradas
en nuestro día a día; tanto que nos pasan desapercibidas. O bien, que somos
capaces de ver muy claramente cómo no aplicarían a otras personas en
nuestra misma situación, pero no podemos «cambiar el chip» y pensarnos
de forma distinta.
Para poder distanciarnos y conseguir desvincularnos de las creencias que
hemos ido incorporando, podemos probar a buscar excepciones. Es posible
que lo que creemos sobre nosotros, lo que consideramos que somos o no
somos capaces de conseguir, tenga cierta base en nuestras experiencias y,
por lo tanto, refleje parte de la realidad. Pero eso no significa que sea una
visión representativa de la misma. De hecho, es posible que refleje una
pequeña parte, nada más. Una pequeña parte que hemos magnificado con el
tiempo y a base de creer que los mensajes que recibimos son
representativos.
Cuando identifiquemos una creencia, debemos preguntarnos: ¿Es
cierta? ¿Es así, tal cual lo pensamos? Es posible que efectivamente
estemos en lo cierto y la creencia sea un reflejo de la realidad. En cuyo
caso, podríamos preguntarnos: ¿Es así siempre, en todos los casos? ¿En
qué medida refleja fielmente la realidad o es más bien una visión
distorsionada?

EJERCICIO
Piensa en tres aspectos que te gustaría mejorar. Utiliza un adjetivo que
describa cómo eres en cada uno de esos aspectos.

La doble cara de nuestras creencias


Si los ejercicios anteriores no nos convencen, podemos intentar una
aproximación distinta: podemos ponernos en el otro extremo de la creencia
y examinar si sigue siendo igual de válida. Lo más seguro es que este no sea
el caso.
Las creencias no suelen tener en cuenta todos los escenarios; no
reflejan todas las posibilidades por lo que, si nos centramos en el
extremo opuesto de nuestras creencias, es posible que no nos parezcan
igual de válidas.
Uno de los ejercicios más reveladores consiste justamente en eso, en
examinar la cara opuesta de nuestras creencias. Imaginemos que nuestros
padres siempre nos han dicho que hay que estar encima de los amigos para
que se sientan queridos y, así, conservarlos. Este es el caso de Eli, una joven
de 29 años que se define, sobre todo, como empática, entregada y amiga de
sus amigos. Eli viene a consulta preocupada porque no sabe relacionarse, o
al menos eso es lo que ella cree.
Exploramos cómo suele comunicarse con sus amistades. Parece que esa
no es la cuestión: Eli cuenta con habilidades sociales. A juzgar por lo que
me explica, es empática, atenta, sabe expresarse y sabe escuchar. Lo que
sucede es que Eli es muy entregada. Mucho. Ha llevado el mensaje que le
transmitían sus padres al extremo. Tanto, que prioriza a sus amigos por
encima de otras cuestiones en su vida. A ella no le importa, al contrario:
siente que, al hacerlo, está obrando de acuerdo con sus valores. El problema
es que se siente decepcionada y frustrada cuando los demás no hacen lo
mismo, cuando no se muestran tan entregados ni tan atentos con ella,
cuando los demás no le otorgan el mismo nivel de prioridad a su amistad.
«Me siento desplazada», comenta Eli. «Poco querida, como si no
importara». Analizándolo más profundamente, damos con la fórmula origen
del problema: Eli es muy entregada y atenta con sus amigos porque es su
forma de demostrarles su amistad, que los quiere y que le importan. En su
mente, Eli ha hecho la siguiente asociación:

Esta asociación está profundamente enraizada en su mente, tanto que se


ha convertido en una creencia. De alguna forma, Eli espera que, si ella es
importante para sus amigos, si sus amigos la quieren, ellos actuarán de la
misma forma: otorgándole prioridad, siendo atentos y entregados.
Pero parece que no siempre es así. Y en la mente de Eli aparecen
comentarios como: «Si para mí mis amigos son importantes y se lo
demuestro siendo atenta y entregada; y ellos no son atentos ni entregados
conmigo, es porque para ellos no soy importante».
Al dar por válida esta conclusión, que para Eli tiene tanta lógica como
decir que si A es B, B es A; Eli está dejando de lado muchas variables que
podrían explicar por qué sus amigos la quieren, pero no se comportan como
ella. Como, por ejemplo, su personalidad, el concepto de amistad que
tienen, cómo establecen sus prioridades, las preocupaciones varias que
tienen en su vida, la atención que ellos creen que Eli quiere recibir…
Así que le pregunté si, teniendo en cuenta los factores anteriores,
podíamos estar seguras de que la única razón por la que sus amigos no se
mostraban tan atentos y entregados como ella era que no la querían y que,
por lo tanto, tenía motivos para sentirse dejada de lado, que no importaba.
—No, no podemos afirmarlo al 100%. Quizás estas variables tengan
cierto peso.
—Entonces, busquemos pruebas de ello —le propuse.
Ahora, en vez de poner el foco en todas aquellas conductas que Eli tenía
en su punto de mira para poder demostrar que para sus amigos ella no era
prioridad, nos centraríamos en todas aquellas conductas que confirmasen la
hipótesis de que sus amigos tenían otra forma de vivir las relaciones de
amistad, que establecían sus prioridades de otra manera… En definitiva,
que lo que ellos sentían por Eli podía quedar relegado a un segundo o tercer
plano.
Muchas veces asumimos que nuestra realidad es única. Que todas las
personas que nos rodean se rigen por las mismas creencias y valores,
pero no es así. Pensar en estos términos es reduccionista y puede tener
consecuencias dolorosas.

EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Eli? En caso afirmativo, ¿en qué
situaciones?
¿Qué esperas de la gente? ¿Qué esperas de quienes te rodean? ¿Cuál es la
creencia que puede haber detrás?

¿Qué otra lectura podrías hacer? ¿Qué otras explicaciones puede haber?
Como en el caso de Eli, ¿qué otras variables podrían explicar por qué
quienes te rodean no se comportan acorde con lo que esperas de ellos?

¿Teniendo en cuenta lo anterior, cómo podrías reformular la creencia de


manera que esta fuese más sana y, sobre todo, más realista en tanto que
tuviera en cuenta todos los escenarios posibles, no solamente los que
barajas en la actualidad y que van acorde con tu creencia?
¿A qué conclusión puedes llegar? ¿Qué sugerencias puedes hacerte de
cara a situaciones futuras?

Coge de la mano a tu niño interno


Aprovechemos la oportunidad, en la edad adulta, de aprender a
pensarnos y a percibirnos de manera sana, constructiva y orientada al
crecimiento; de la manera que, quizás, no aprendimos en nuestra
infancia.
Todos hemos sido niños. En algunos casos, como comentábamos, niños
con falta de atención, de afecto y de valoración por parte de nuestros
referentes (padres, profesores…) e iguales (amigos, compañeros de
clase…). Niños con carencias —incluso si podemos considerar que hemos
tenido una infancia feliz—. Hoy, en nuestra edad adulta no somos más que
aquel niño que una vez fuimos. Somos esa misma personita, pero con más
experiencias en nuestra mochila, con algunas heridas (mal)curadas, con
aprendizajes a nuestras espaldas y con un físico distinto. Pero aquel niño, al
fin y al cabo.
Cuando alguien me contacta para valorar empezar un proceso terapéutico
conmigo, siempre encuadro mi forma de trabajar y matizo que, a diferencia
de otras corrientes psicológicas que se centran en el pasado, la que utilizo se
centra en el presente. Sin embargo, de vez en cuando recurro al pasado, a la
infancia y a la adolescencia de la persona a quien tengo delante para
comprender cómo se siente, cómo piensa y cómo se percibe en la
actualidad, en el momento presente.
Las situaciones que más nos duelen nos recuerdan a cómo se sintió aquel
niño que alguna vez fuimos. De hecho, a través de estas situaciones,
seguimos siéndolo. Reproducimos los mismos patrones y los mismos
mensajes. Hacemos la misma lectura de la realidad; aunque optemos por
una actitud más madura, utilizamos las mismas gafas para interpretar lo que
nos sucede. Porque puede que no hayamos cambiado tanto, precisamente
por los motivos mencionados en este capítulo: los patrones que aprendimos
de pequeños, aquellos que utilizamos en el pasado, forman parte de nuestra
visión actual de la realidad, los tenemos interiorizados; no tenemos motivos
para ir cuestionándolos. ¿O sí?
Podríamos decir que a Gisela le pasaba algo parecido. Seguía teniendo la
misma relación con su madre que cuando era pequeña. Es una mujer
independiente que toma decisiones por ella misma, que se muestra segura
de lo que hace y que es capaz de plantar cara cuando no está de acuerdo con
algo. Sin embargo, a sus 31 años, sigue manteniendo las mismas actitudes
con su familia que cuando era adolescente.
Gisela se había separado de su anterior pareja —motivo por el cual acudió
a consulta— hacía un año y medio. A raíz de la separación, volvió a casa de
sus padres porque su salario no le llegaba para vivir por su cuenta. Los
primeros meses fueron bien, quizás porque Gisela estaba tan centrada en
recuperarse de la separación que la relación con su madre quedaba en un
segundo o tercer plano. A medida que se fue recuperando, Gisela iba
sintiendo la necesidad de buscar un piso para ella sola.
El verano pasado inició una relación con Juanjo. Eran amigos y quisieron
probar a ver cómo iba. Y la cosa fue bien. Tanto, que se planteaban irse a
vivir juntos.
Habíamos hablado sobre las dinámicas que se daban en su familia de
origen muy vagamente, pero no fue hasta el día en que Juanjo pidió acudir a
una sesión con ella, que no se evidenció la magnitud del asunto: Gisela
tenía que seguir a pies juntillas las instrucciones que le daban sus padres; en
concreto, su madre, Conchita.
«Tenemos que seguir unas normas muy específicas cuando estamos en su
casa, casi rituales, antes de hacer esto o hacer lo otro. Y no solamente
cuando estamos en su casa: el otro día estábamos en el cine viendo una
película y tuvimos que volver deprisa y corriendo porque su madre la
necesitaba», comentaba Juanjo. «Quiero a Gisela y me apetece mucho vivir
con ella, pero necesito tener la certeza de que, cuando vivamos juntos,
Conchita dejará de controlar la vida de su hija».
Así es cómo lo sentía Juanjo: Conchita controlaba la vida de Gisela. Y, a
juzgar por su cara, Gisela estaba muy de acuerdo. Aquella mujer
independiente y sin pelos en la lengua se sentía incapaz de poner límites a
su madre.
Exploramos por qué Gisela optaba por seguir las más que estrictas normas
de su madre. En su historial de interacciones había algunas discusiones que
habían surgido como consecuencia de decir «no» y poner límites.
Discusiones que acababan con Conchita no dirigiéndole la palabra a su hija,
haciéndole el vacío hasta que esta no podía más y le pedía disculpas —
incluso cuando no consideraba que tuviese que hacerlo—.
Estas discusiones y sus consecuencias se remontan a la adolescencia;
momento en el que Gisela quería empezar a tener independencia, a ser más
autónoma y pidió manga ancha en casa.
En la actualidad, Gisela quería impedir esas discusiones. Quería evitar que
su madre la castigara con el silencio. Un silencio acompañado de una
sensación de falta de afecto, de impotencia, de frustración y, sobre todo, de
dolor. Un silencio que su niña interior conocía demasiado bien.
A Hugo le sucede algo parecido, pero no con su familia, sino con sus
compañeros de trabajo. Estos son muy de la broma y utilizan cualquier
pretexto para echar unas risas. Hugo lo entiende, pero no puede evitar
acordarse de cuando los compañeros de clase se reían de él porque le
costaba leer más que al resto; o cuando se metían con él por llevar ropa
heredada de su hermano mayor. Hugo sabe que no son las mismas personas
y que la intención de sus compañeros de trabajo no tiene nada que ver con
la que tenían sus compañeros de clase; sin embargo, cada broma y cada
comentario le transporta a ese niño que un día sufrió acoso.
Es por eso que cuidar a nuestro niño interior es tan importante. Porque
seguimos siendo esa personita o, mejor dicho, esa personita sigue siendo
parte de nosotros mismos, sigue estando en nuestra mente formando parte
de nuestra interpretación de lo que nos sucede, ayudándonos a entender las
experiencias que vivimos.
Me gusta pensar que desde nuestro «yo adulto» podemos acompañar a
nuestro niño interior, enseñarlo a pensar, a sentir y a percibirse de forma
distinta, potencialmente más sana; acompañarlo en todos aquellos
aprendizajes que tan bien le hubieran venido en el pasado.

EJERCICIO
Si pudieras hablarle a tu niño interior, si pudieras aconsejarlo, si tuvieras
la ocasión de acompañarlo en un aprendizaje, ¿qué le dirías?

Si ese consejo se tradujese en acciones, ¿qué le recomendarías que hiciera


o que dejase de hacer?

¿Podrías aplicarlo en la actualidad? En caso afirmativo, ¿con qué


obstáculos te encontrarías?
¿De qué manera puedes superar estos obstáculos? ¿Qué recursos tienes
que poner en marcha para poder llevar a cabo estas acciones?
CAPÍTULO 8
Vemos lo que queremos ver

Nos quedamos con la información que queremos. O, quizás, no con la


que queremos , sino con la que está en consonancia con nuestras
creencias; la que no nos causa una contradicción interna, porque esa
contradicción interna es tremendamente incómoda y puede significar
que tengamos que hacer cambios: cambiar nuestras creencias, cambiar
nuestra forma de actuar o bien recabar más información. Y eso supone
tiempo y esfuerzo. Tiempo y esfuerzo que no siempre estamos
dispuestos a invertir.

Lecturas múltiples: ¿Con qué versión de la realidad nos quedamos?


Es un hecho: existen tantas realidades como personas las interpretan. Por
esta razón, ante un mismo hecho, es muy probable que hagamos una lectura
distinta a la que harían otras personas; como si cada uno de nosotros llevase
unas gafas diferentes a través de las cuales vemos e interpretamos la
realidad. Las distintas lecturas son fruto de las diferentes experiencias,
interacciones y aprendizajes que hemos tenido cada uno de nosotros a lo
largo de nuestra vida. Incluso estas distintas lecturas también pueden darse
en una misma persona, dependiendo de la implicación que tengan en una
situación en particular, de las emociones que le invadan en ese momento…
Por otro lado, el estar inmersos en una situación y el estar implicados
emocionalmente en la misma nos dificulta —y mucho— el poner distancia
emocional. Somos incapaces de ver las cosas con perspectiva. Es un hecho.
A esta dificultad a la hora de ver las cosas con perspectiva, debemos
sumarle el sesgo confirmatorio y la disonancia cognitiva (descrita por Leon
Festinger en 1957). Veamos en qué consisten.
El sesgo de confirmación consiste en prestar mayor atención a la
información que confirma nuestras creencias, ideas establecidas o hipótesis;
en parte, con la finalidad de evitar entrar en contradicción con nosotros
mismos. Esta contradicción recibe el nombre de disonancia cognitiva y se
manifiesta en forma de tensión interna, malestar o cierta incomodidad. Esta
tensión interna es consecuencia de que nuestras creencias no estén en
consonancia con nuestra conducta, con los hechos que acabamos de vivir o
con la información que recibimos del exterior.
La teoría de la disonancia cognitiva parte de la base de que las
personas debemos estar en consonancia con nosotros mismos; que
debemos percibir coherencia entre nuestras creencias y nuestra
conducta.
Para disminuir esa incomodidad y librarnos de la disonancia cognitiva,
tenemos tres opciones:

1. Cambiar nuestra conducta.


2. Cambiar nuestra creencia.
3. Añadir nueva información o argumentos que encajen mejor con la
realidad que tenemos delante.

Nuestra mente tiene tendencia a dirigir sus esfuerzos a validar nuestras


creencias. De hecho, a veces vamos más allá y obviamos toda la
información que las contradiga. Y eso justamente nos lleva a evitar el
malestar, a reducir la angustia que nos causa la disonancia cognitiva. Pero
también nos lleva a negar parte de la realidad. Una parte tan o más válida
que cualquier otra.
A menudo acabamos aceptando ciertas lecturas e interpretaciones
como válidas, cuando no lo son, simplemente para mantener la
coherencia en nuestra mente.
Digamos que, al dar por válida la lectura que va en consonancia con
nuestras creencias, nos ahorramos el dolor de cabeza que nos supone entrar
en contradicción. Esta nos incomoda, hace que nos cuestionemos cosas para
las que no siempre estamos preparados o, simplemente, no siempre nos
apetece hacerlo.
Susana siempre se ha sentido el patito feo de la familia. Creencia
fundamentada en comentarios que escuchaba a menudo sobre su hermana
por parte de sus tías maternas y de sus amigas de toda la vida. Comentarios
como «Clara siempre ha sido una muñequita», «mira tu hermana, siempre
tan guapa», «si es que parece de anuncio».
Un día, sin esperarlo, Alberto se cruza en el camino de Susana y resulta
que se siente atraído por ella. A Susana le cuesta pensar que pueda resultar
atractiva. Ya no solamente se compara con su hermana, sino que ha
generalizado eso de creerse el patito feo.
Susana y Alberto quedan para tomar algo. «Me gusta mucho tu sonrisa»,
es algo que Alberto le dice en algunas ocasiones. Ella se siente incómoda.
No está acostumbrada a palabras aduladoras y, mucho menos, a sentirse
atractiva. Le gusta lo que escucha, pero, a la vez, le genera cierto recelo.
Esas palabras, justamente, entran en contradicción con sus creencias sobre
ella misma y su atractivo.
«¿Cómo es posible?, ¿cómo puedo parecerle atractiva?», piensa Susana.
«Una de dos, o está ciego; o me lo dice porque quiere acostarse conmigo».
No contempla más opciones. Susana no tiene en cuenta que, quizás, si
Alberto le dice que le gusta su sonrisa es porque le gusta su sonrisa. Así de
simple.
Apoyada por el sesgo confirmatorio, «gracias» al cual Susana ha hecho
caso omiso a cualquier comentario positivo sobre su atractivo físico durante
toda su vida, seguramente se quede con la primera versión: Alberto le
regala los oídos porque quiere acostarse con ella. De esta forma, Susana
termina adoptando como real algo que probablemente no lo sea,
simplemente para seguir manteniendo la coherencia en su mente.
Susana tiene dos opciones: o cree que la información que recibe no es
correcta —es decir, que le están mintiendo—; o bien puede optar por
cambiar su creencia, puede seguir creyendo que es el patito feo de la
familia, pero, a la vez, que exista la posibilidad de que resulte atractiva a
alguien.
El arte de mentirse a uno mismo
En algunas ocasiones puede no ser evidente, pero, en otras, resulta muy
fácil identificar cuando alguien, que aparentemente nos está intentando
convencer de algo, realmente quiere convencerse a sí mismo. Por dentro
pensamos: «¿A quién quieres engañar?».
Lo cierto es que, detrás del intentar convencerse, hay un mecanismo más
complejo basado en, como hemos comentado, seleccionar cuidadosamente
la información que tenemos en cuenta a la hora de sacar conclusiones.
Ese es justamente el límite del autoengaño: cuando mantenemos una
creencia que contradice la información o el conocimiento con el que
contamos, cuando aceptamos la mentira como «la realidad».
El autoengaño tiene un objetivo: a pesar de que nos lleve a no considerar
las consecuencias reales, puede que nos proteja, que salvaguarde nuestro
ego, que mantenga nuestra autoestima en una aparente buena forma. O
puede que evite que tengamos que ponernos en una tesitura incómoda
movilizando recursos para cambiar o de conducta, o de creencias. En
cualquier caso, nos protege. Eso sí, temporalmente.
Lo que obviamos cuando nos mentimos a nosotros mismos es que
podemos mentir a otras personas, y podemos intentar convencernos de
que nos creemos eso que nos decimos, pero realmente no podemos
mentir a nuestra mente. Nuestra mente nos conoce mejor que nadie. Y
no importa cuánto insistamos; si algo no cuadra, no cuadra, por más
que intentemos hacerlo encajar.
Cristian estudió Derecho y se ha especializado como abogado penalista.
Reconoce que la elección fue altamente influida por el deseo de su padre:
que tomara las riendas del negocio familiar. «Era lo que se esperaba de mí»,
comenta. Y así hizo.
Conocí a Cristian en 2018. Acudió a consulta para mejorar su estado de
ánimo. Cuando exploramos el área laboral, a Cristian le cambió la cara;
aunque rápidamente reaccionó. Para entonces llevaba 6 años trabajando en
el bufete de su padre y podía hacerse una idea de lo que significaba ser
abogado penal.
Cuando alguien le pregunta a Cristian por su trabajo, este dice que le
gusta mucho; que, para él, es más que trabajo; que está altamente
comprometido y que no lo cambiaría por nada. Sin embargo, cuando se le
pregunta por qué se siente así con respecto al trabajo, cuando se le pide que
identifique qué le aporta, no sabe responder.
Por cómo fue desarrollándose la conversación, podemos decir que
Cristian mentía a los demás para creerse él mismo su propia mentira.
Funcionaba por repetición; a cuantas más personas les respondía con el
mismo discurso de éxito y satisfacción, más real creía que se hacían esos
sentimientos; más convencido estaba de que su mentira era verdad. Lo
cierto es que debía conseguir que lo fuera; ya había depositado demasiado
tiempo y esfuerzo. ¿Cómo iba a hacer frente a una mala decisión que le
había costado años de su vida? ¿Qué sucedería con la ilusión de su padre y
con el bufete? ¿Y con él, a qué se dedicaría si lo único que sabía hacer era
ser abogado? Más vale que le acabara gustando. Debía gustarle. Ni él ni su
padre podrían soportar cualquier otro resultado.
Cambiamos de estrategia: en vez de insistir en lo que le aporta el trabajo,
exploramos sus valores y lo que le gustaría que le aportase su trabajo ideal.
Cristian no se sorprendió cuando los valores que identificaba no encajaban
del todo en su trabajo actual. De alguna forma, aunque se empeñase en
vender una imagen de éxito y satisfacción, él sabía que no era exactamente
como lo vivía por dentro. De hecho, al final de la sesión comentó: «En el
último año de universidad me empecé a preguntar si me gustaría ejercer de
ello. Pero no le daba importancia; a alguno de mis compañeros de
promoción les sucedía lo mismo. Además, ya me había comprometido». Y
es así, Cristian ya se había comprometido. Ya había invertido tiempo y
esfuerzo en los primeros cursos. Ya se había embarcado y su decisión debía
ser la correcta; su futuro debía gustarle.
A Begoña le sucede algo parecido. Es una mujer de 43 años, casada desde
hace 17 con Raimon. Se conocieron en la facultad y, desde entonces, no se
han separado: ambos son oftalmólogos y gestionan una prestigiosa clínica
de cirugía ocular. Tienen 2 hijos de 4 y 6 años a quienes aman con locura.
Sus familias de origen se llevan genial entre ellos. «Tengo todo lo que
siempre he deseado», Begoña lo resume en pocas palabras. «Pero no soy
feliz», añade.
«No soy feliz» es demasiado vago. Concretamos: «No soy feliz en mi
relación de pareja», es la conclusión a la que llegamos con Begoña hecha un
mar de lágrimas.
—¿Se lo has comentado a Raimon? —le pregunto.
—No, claro que no. Eso lo destrozaría.
Begoña llevaba así varios años. Se guardaba sus sentimientos, hacía ver
que todo estaba bien, que era feliz.
Avanzamos en la sesión. Otra de las conclusiones a las que llegamos es la
siguiente: asumir que la relación no está en su mejor momento no
destrozaría a su marido, sino a ella. El castillo de naipes que había
construido durante las últimas décadas, aquello con lo que siempre había
soñado, estaba a un paso de desmoronarse. Pero reconocerlo resultaba más
doloroso que seguir en modo piloto automático, actuando como se supone
que debe actuar alguien que lo tiene todo en la vida; aunque eso suponga
seguir siendo infeliz.
Begoña tiene miedo a que su castillo de naipes se derrumbe, a estar
viviendo una mentira. En su mente ella cree que tiene mucho que perder.
No solamente su marido ni el bienestar de sus hijos como consecuencia
directa —o eso cree— de un divorcio; sino que también está en juego su
concepto de familia, el buen funcionamiento de la clínica, todo aquello que
siempre ha querido, todo por lo que ha luchado durante los últimos años.
Considerar que las cosas no van bien significa replantearse su vida, abrir
la puerta a la posibilidad de considerar tener que hacer cambios; cambios
demasiado dolorosos para ella. Por miedo a estar viviendo una mentira, se
está mintiendo a sí misma y, literalmente, está viviendo una mentira; en
cambio, si hace frente a la situación y asume que los problemas de pareja
pueden resolverse, existe la posibilidad de dejar de vivir esa mentira.
Trabajamos al respecto intentando romper la asociación que su mente
había hecho entre asumir que la situación real no es la que ella proyecta, y
que no necesariamente debe significar el fin de su vida tal y como la
conoce. Que hay esperanza, que puede trabajar en fortalecer su relación de
pareja. Pero que eso solamente puede suceder si, en primer lugar, reconoce
que las cosas no van bien.

EJERCICIO
¿En qué situaciones es posible que te estés autoengañando? Es posible que
suceda cuando la situación acepta más posibilidades de las que contemplas,
o cuando sientes que proyectas una imagen que no corresponde del todo con
tu realidad, o cuando desoyes los pensamientos que te avisan de que hay
algo que no acaba de funcionar, o cuando te aferras a una lectura de la
realidad sabiendo que no tienes pruebas significativas para hacerlo.
¿Qué situaciones difíciles estás dejando de lado «gracias» a utilizar el
autoengaño como escudo protector?

Si supieras que eres capaz de gestionar estas situaciones difíciles, ¿cómo


te gustaría realmente que fuera tu situación?

Toma las riendas de la situación. Piensa en cómo podrías gestionarla:


¿Qué opciones tienes y qué recursos necesitas activar para poder hacer
frente a las situaciones difíciles y, así, poder dejar de autoengañarte? Ten en
cuenta que un recurso perfectamente válido es pedir ayuda.
Fuerzas opuestas: autosabotaje
En nosotros existen fuerzas opuestas. Unas que nos ayudan a crecer;
otras que nos alejan de nuestros objetivos. De algunas de ellas somos
conscientes; otras, en cambio, pasan desapercibidas. Pero ambas tienen
impacto en cómo nos percibimos, en cómo nos sentimos y en cómo
actuamos.
Como resultado de nuestro sesgo confirmatorio, de la disonancia
cognitiva y del autoengaño, es posible que suframos autosabotaje. Sí, eso es
posible.
A priori podemos pensar que queremos lo mejor para nosotros mismos;
que somos los primeros interesados en velar por nuestra integridad física y
emocional, por nuestro bienestar. Y es así. Pero, quizás, la aproximación a
través de la cual queremos poder alcanzar ese bienestar no es la más
adecuada, sobre todo si no nos quedamos en la superficie y si pensamos en
términos de medio-largo plazo.
Lo cierto es que, si ahondamos en las conductas y respuestas que damos
en nuestro día a día, veremos que algunas de ellas van en contra de nuestros
verdaderos intereses; en otras palabras, que nos alejan de nuestros objetivos
e incluso de nuestro bienestar.
Quizás os lo estéis preguntando: no, no lo hacemos a propósito, sino de
manera inconsciente.
El autosabotaje puede manifestarse en forma de pequeñas
manipulaciones y ejerce de mecanismo de protección, ya que intenta
evitar situaciones desconocidas o situaciones de estrés, que es
justamente lo que a menudo necesitamos para crecer y conseguir
nuestros objetivos.
El sesgo confirmatorio (quedarnos únicamente con la información que
confirma nuestras creencias), la profecía autocumplida (convertirnos en
aquello que nos dicen que somos), las creencias limitantes (aquellas ideas
sobre nosotros mismos que nos alejan de nuestros objetivos) y el
autosabotaje están relacionados.
Veamos un ejemplo:
Paula tiene que entregar un trabajo del curso de Formación Profesional
que está haciendo. El trabajo es sobre un tema que no acaba de dominar —o
al menos eso es lo que ella cree—. Esto le hace sentir insegura, poco capaz
de finalizar el trabajo con éxito; le recuerda todos aquellos conocimientos
que cree que todavía le quedan por adquirir, o todas aquellas competencias
que todavía debe desarrollar.
Podríamos decir que el trabajo le produce emociones negativas; despierta
sus inseguridades. Siente que cuando se ponga manos a la obra se dará
cuenta de que no está preparada para ello, de que le faltan conocimientos. Y
anticipa que se sentirá mal. Así que lo va dejando de lado, lo va
posponiendo.
Contestar un mensaje, centrarse en una asignación más simple o que lleva
más por la mano… Cualquier otra tarea le resulta más conveniente, ya que
le proporciona una excusa muy válida para dejar de lado la que le genera
inseguridades.
Pero al tratarse de un trabajo académico, tiene plazo de entrega. El día se
va acercando. Al final tiene que ponerse a ello. ¿Adivináis qué? Tiene que
hacerlo deprisa y corriendo. Con tan poco margen que difícilmente tendrá
tiempo de buscar la información que necesita para entenderlo, y
difícilmente se sentirá orgullosa del resultado.
Paula ha saboteado el trabajo. Por miedo a no saber hacerlo bien, por
miedo a que ponga en evidencia sus carencias, por dejarse llevar por sus
inseguridades, Paula ha conseguido lo que temía: hacer un trabajo deprisa y
corriendo, y del que no se siente orgullosa.
En otras ocasiones, sucede lo que nos cuenta Iván. Este trabaja en una
agencia de publicidad. Quiere que todo salga sobre ruedas, que se asocie a
su persona con la perfección y la excelencia. Hasta aquí todo bien. Sin
embargo, Iván añade que siempre ha sido perfeccionista, pero que desde
que se incorporó a su nuevo puesto de trabajo se ha dado cuenta de que su
nivel de perfeccionismo deja de ser un aliado y se convierte en un
obstáculo. Le costó reconocerlo. De hecho, no fue consciente de ello hasta
que no registró el tiempo que destinaba a cada proyecto —sugerencia de su
pareja, Jorge—.
Iván destina entre 40 y 50 horas a proyectos que podría tener acabados en
20 o 30 máximo. Como podéis imaginar, no le salen las cuentas: es
imposible hacer todas sus tareas, llevar todos los proyectos al día si tiene
que dedicar el doble o más a cada uno de ellos. ¿El resultado? Hacer horas
extras. Muchas. De hecho, las horas extras han dejado de ser extras y se han
convertido en parte de su jornada laboral. Iván quiere hacer su trabajo lo
mejor posible; cueste lo que cueste —literalmente—. Y eso significa que a
veces le cuesta su bienestar emocional; otras, el equilibrio con su vida
privada e, incluso, su salud.
Analizando cómo suele actuar cuando tiene un proyecto entre manos, y
los procesos mentales que le llevan a destinar el doble o más de tiempo del
que considera que debería, llegamos a la conclusión de que el problema no
está en el proceso, sino a la hora de considerar que un proyecto está
acabado.
Iván tiene serios problemas a la hora de considerar cuándo una tarea o un
proyecto está suficientemente bien como para ser entregado y pasar al
siguiente. De hecho, él siente que es un trabajador mediocre (a pesar de que
todo su entorno le dice lo contrario) y que, por lo tanto, debe dedicar horas
y horas para alcanzar el nivel de excelencia que tanto desea. No se fía de su
propio criterio, ni de sus capacidades. Iván no se conforma con
«suficientemente bien»; él quiere llegar al «excelente» —incluso cuando no
es necesario—. El problema es que sus inseguridades le impiden valorar
cualquier tarea que lleve a cabo con la etiqueta de «excelente». «Excelente»
es un nivel al que, «gracias» a sus inseguridades, nunca creerá haber
alcanzado. Es por esto que la búsqueda de la excelencia de Iván puede
considerarse como una estrategia de autosabotaje.

EJERCICIO
Piensa en los objetivos o las tareas que te cuesta conseguir, en aquellos
para los que siempre tienes excusas para no empezar y vas posponiendo día
tras día, o en aquellos que quieres hacer a la perfección.
CAPÍTULO 9
Inseguridad, dudas y críticas

Las inseguridades, las dudas y las críticas son advertencias que nos
proporcionan información. Cómo las utilicemos, ya sea para
prepararnos, para mejorar o para inmovilizarnos, es cosa nuestra.

Falta de confianza
Las inseguridades se manifiestan cuando nos comunicamos, ya sea a la hora
de expresar nuestras opiniones o ideas; o al interactuar con otras personas.
Las inseguridades también se manifiestan en forma de dificultades a la hora
de escoger entre varias opciones, o como dudas acerca de nuestras
capacidades para obtener el resultado deseado. También se encuentran en el
origen de no estar seguros de mostrarnos tal y como somos, por miedo a no
encajar, a no gustar o a que nos dejen de lado.
Cuando nos sentimos inseguros ante una determinada situación, nos
invade una sensación de nerviosismo. La inseguridad no nos ayuda; de
hecho, suele ponernos palos a las ruedas ya que nos vemos envueltos en un
mar de dudas. Dudamos de nuestra valía y de nuestras capacidades. Dudas
que no necesariamente se basan en nuestras capacidades reales, sino que
pueden estar basadas en nuestra opinión (completamente subjetiva); pero
que, sin embargo, tienen poder suficiente como para hacernos creer que
estamos más cerca de fracasar, de defraudarnos y de defraudar a los demás,
que de obtener éxito.
La relación entre las inseguridades y la autoestima está clara: si mi
autoestima no está en forma, me sentiré inseguro frente a determinadas
situaciones. Estas desencadenarán dudas acerca de mis capacidades, de lo
que soy capaz de decir o de hacer. Dudas que harán que me plantee qué tan
capaz soy de ejecutar una tarea, de expresarme o de tomar una decisión. Y
estas dudas, en consecuencia, nos hacen sentir más vulnerables a la vez que
amenazan nuestro autoconcepto y nuestra autoestima.
Las inseguridades pueden inmovilizarnos. Si creo que no se me da bien
comunicarme en contextos sociales, en una fiesta probablemente opte por
aislarme. Incluso es posible que, cuando se me diga algo conteste de manera
muy seca para evitar que la conversación vaya más allá. Es justamente este
el punto en el que debemos prestar atención a las dudas y a las
inseguridades.
Porque tener dudas, tener miedos, puede protegernos. El objetivo,
pues, no es no tener miedos; sino que las inseguridades no nos
inmovilicen.
Sensación de pérdida de criterio
Algo que caracteriza a las inseguridades es que nos generan preguntas
frecuentes. Dudamos de todo. Incluso las decisiones más pequeñas pueden
significar todo un reto cuando nos falta confianza en nuestro criterio:
creemos que nuestro criterio es erróneo o que no es tan válido como el de
las personas que nos rodean.
Dudar de nuestro criterio nos genera nerviosismo, ¿qué podemos hacer
para calmarnos? En muchas ocasiones optamos por saciar las dudas
mediante preguntas: «¿Escogerías esta opción?», «¿qué te parece si hago
esto?», «si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?». Preguntamos a quienes
nos rodean, a aquellas personas en cuyo criterio confiamos.
No hay nada malo en contar con la opinión y el criterio de los demás a la
hora de tomar una decisión. De hecho, esta puede enriquecer el proceso o
sacar a la luz aspectos en los que no habíamos pensado. Pero no hablamos
de esto, sino de aquellas preguntas que formulamos con el objetivo de dar
por buena la opinión y el criterio de los demás, dejando de lado los nuestros
simplemente porque consideramos que la opinión y el criterio ajeno son
mejores que los nuestros.
También es conveniente diferenciar entre unas decisiones y otras. No es lo
mismo buscar opiniones antes de comprar un piso, que pedir la opinión de
quienes nos rodean ante situaciones más mundanas propias del día a día.
El criterio de los demás por encima del nuestro
Creemos que los demás no se equivocan, o no lo hacen tan a menudo, o
no en cuestiones importantes. Creemos que saben tomar mejores
decisiones. Que su criterio es más válido. Pero ¿es realmente así?
Como consecuencia inmediata de la percepción de falta de criterio, y con
el objetivo de poner fin al nerviosismo que sentimos cuando debemos
actuar y las inseguridades nos inmovilizan, confiaremos en el criterio
externo. En ocasiones, incluso delegaremos decisiones que nos
corresponden en los demás. Es posible que nosotros nos sintamos menos
capaces, con menos valía para tomar decisiones o llevar algo a cabo; de
modo que confiaremos más en el criterio ajeno que en el nuestro propio.
La consecuencia inmediata es la dependencia. Veámoslo: si no me siento
capaz, si siento que no tengo criterio; delegaré en los demás porque creo
que otras personas tienen mejor criterio y que son más capaces que yo. Al
hacerlo, no solamente me mando el mensaje de que no he sido capaz; de
que de haberlo hecho yo, no hubiera obtenido los mismos resultados; sino
que además pierdo la oportunidad de ponerme a prueba y demostrar que mis
inseguridades eran infundadas. ¿Resultado? Inseguridades 1-Autoestima 0.
Como consecuencia del resultado anterior, será más probable que la
próxima vez que me encuentre en una tesitura parecida aparezca de nuevo
el nerviosismo, ya que el problema seguirá estando ahí: no me siento capaz
de tomar una decisión. A la vez, es más probable que opte por pedir ayuda
porque he aprendido que, si lo hacen por mí, ¡un problema menos! Si
consigo la ayuda, no solamente se reducirá mi nerviosismo, sino que se
afianzarán las inseguridades. De lo contrario, si no puedo contar con ayuda
externa, es posible que el nerviosismo se apodere de mí inmovilizándome.
Este resultado me manda un mensaje que ya conozco: «No soy capaz». Con
lo cual, de nuevo, podemos llegar a la misma conclusión: «Es mejor que lo
hagan otros por mí».

EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que pidieses la opinión de otra
persona porque no te sentías seguro y, en el fondo, lo que buscabas es que
tomasen la decisión por ti. Pregúntate:

¿Cuál fue la situación?

¿Qué te aconsejó la persona a quien le pediste opinión?

Imagina que no hubieses podido contar con la opinión de esta persona.


¿Por qué alternativa hubieses optado?

Si la alternativa sugerida por la otra persona y la alternativa por la que


hubieses optado es la misma, ¿a qué conclusión puedes llegar? Y, si no es la
misma ¿puedes afirmar que tu alternativa es menos válida que la propuesta
por la otra persona?
¿Qué pensaría una tercera persona acerca de las distintas alternativas
propuestas; la tuya y la sugerida por la persona a quien le pediste su
opinión?

Toma de decisiones
Una de las situaciones en las que las dudas y las inseguridades suelen salir
a flote con mayor facilidad es cuando debemos tomar una decisión. Cuanto
más importante sea la decisión, cuanto más haya en juego; más probable es
que se despierten nuestras dudas e inseguridades. Así es, incluso si nuestra
autoestima está en plena forma. Sin embargo, cuando no lo está, estas dudas
e inseguridades se despiertan ante situaciones en las que aparentemente no
hay mucho en juego; situaciones banales, casi cotidianas. Situaciones que,
incluso para la persona que las vive, resultan más bien ridículas. Pero que
inmovilizan.
Lo cierto es que, en estas decisiones, por banales que sean, no solamente
hay en juego lo evidente. No se trata solamente de las decisiones o de las
consecuencias de las mismas. Sino que también está en juego nuestra valía,
la valoración que hacemos sobre nuestras capacidades, nuestra autoestima.
Nos jugamos el ahorrarnos escuchar de nuestra propia voz un «ves, lo sabía,
no debí optar por esa alternativa», o un «¡¿cómo me iba a salir bien?! Qué
tonta fui al pensarlo». Nos jugamos la posibilidad de que la decisión que
tomamos confirme que no somos capaces, que no tenemos criterio y que no
valemos.
¿Pero es realmente así? ¿Cualquier decisión puede ser la prueba de que no
somos capaces, de que no tenemos criterio, de que no valemos? ¿Es justo
pensar en estos términos por no haber obtenido los resultados esperados tras
una decisión? ¿En qué medida dependen los resultados de nuestras
decisiones, de nosotros mismos? ¿Qué otras variables hay implicadas?
Las dudas son nuestras aliadas
Cuando nos surgen dudas desearíamos tener una bola de cristal que nos
ayudase a decidir la mejor opción para, con toda seguridad, apostar por ella.
Desafortunadamente —o no—, no contamos con una bola de cristal, pero sí
con herramientas, como humanos que somos, para poder tomar decisiones
en base a nuestros criterios y, así, poder optar por conseguir si no el
resultado deseado, uno que se aproxime al máximo.
Tener dudas nos aterra. En parte porque nos recuerda que somos nosotros
quienes tenemos que tomar la decisión. En otras palabras, porque somos
nosotros quienes nos vamos a tener que responsabilizar de las
consecuencias —sean deseables o no—. Y eso nos aterra. Nos aterra porque
no nos sentimos capaces ni de tomar la decisión, ni de asumir las
consecuencias. Porque tememos que, de equivocarnos, nuestra autoestima y
confianza se lleven un gran golpe. Y tememos no poder resistirlo.
A menudo, cuando tenemos dudas, nos ponemos en el peor de los
escenarios: aquel en el que no hemos tomado la decisión correcta. Y eso nos
angustia. Y rápidamente lo apartamos de nuestra mente. «¿Y si
fracasamos?», nos decimos continuamente.
No hay nada malo en plantearnos futuribles escenarios. Pero si lo
hacemos, hagámoslo bien. Pensemos también en otros posibles resultados.
Pensemos: «¿Y si tenemos éxito?». Es justo considerar todas las opciones,
todas las alternativas y, por supuesto, todos los resultados, ¿no?
Este es el mensaje que quiero transmitiros.
Las dudas deben ser aliadas que nos ponen en alerta, pero no deben
inmovilizarnos, sino que deben ayudarnos a activar los recursos
necesarios en caso de que los peores escenarios se cumplan.
La presión que sentimos por querer hacerlo bien (a veces por el miedo al
fracaso, a veces por no dar la razón a críticas que recibimos también de
nosotros mismos) nos hace un flaco favor. De hecho, yo me pregunto qué
significa hacerlo bien. Hacerlo bien depende de nuestro nivel de exigencia,
pero también de cuánto nos queramos. Un claro ejemplo es el doble rasero
que aplicamos ante un mismo resultado: para los demás, ese resultado ya
está bien; mientras que para nosotros mismos es inaceptable, insuficiente.
Por eso considero importante definir qué significa en cada caso hacerlo
bien o hacerlo mal.

EJERCICIO
Piensa en una situación en la que sueles tener dudas; en la que te cuesta
decidir entre una u otra opción.

¿Cuáles son todos los escenarios posibles?

¿Qué es exactamente lo que quieres conseguir?


¿Qué criterios debe cumplir el resultado para que lo consideres
satisfactorio?

¿Qué dudas tienes? ¿Qué te hace pensar que no obtendrás los resultados
deseados?

Anticípate a los miedos que se manifiestan en forma de dudas y utilízalas


a tu favor. Traduce las dudas en planes de acción a los que puedas recurrir
en caso de que los escenarios que has anticipado sucedan. Piensa: ¿Qué
podría hacer en caso de que el escenario que plantea cada duda sucediese?
Necesidad de aprobación
Que tu bienestar emocional no dependa de la opinión de naturaleza
cambiante y, a veces, caprichosa, de los demás. Con gustarte a ti mismo
es suficiente.
Todos necesitamos cierta dosis de aprobación. Esta nos asegura que nos
acepten en nuestro entorno, que nos quieran en el más amplio sentido de la
palabra. Es por este motivo que la línea que separa lo esperable de la
dependencia es muy fina, y se encuentra en el equilibrio entre el peso que
otorgamos a nuestro criterio y el que le otorgamos al criterio de los demás;
de tal manera que nuestro bienestar emocional no dependa de la opinión,
valoración y aprobación de otros.
La necesidad de aprobación tiene origen en la infancia. Durante esa etapa
dependemos de nuestro exterior —madres, padres, cuidadores, profesores…
—. Necesitamos que las figuras de referencia nos proporcionen seguridad y
aceptación, que se traducen en una autoimagen positiva como resultado de
nuestras interacciones.
En las siguientes etapas, a medida que vamos entrando en la edad adulta,
vamos distanciándonos emocionalmente de nuestros referentes.
Necesitamos su aprobación en menor medida, aunque esta todavía nos
reafirma y nos aporta seguridad. Además, extendemos la necesidad de
aprobación a otras personas: parejas, compañeros de trabajo y supervisores,
amistades…
En la edad adulta, la necesidad de aprobación suele manifestarse de la
siguiente manera:

- Experimentar cambios en nuestro estado emocional dependiendo de si


recibimos la aprobación o no de quien tenemos delante. Por ejemplo, si
nos halagan y tienen palabras positivas para nosotros, nos sentimos muy
contentos y satisfechos; pero, en cambio, si nos critican o desaprueban,
nos sentimos tristes y dudamos de nuestra valía.
- Preocupación excesiva por querer causar una buena impresión, por
gustar a los demás. Y por excesiva se entiende que dejemos de lado
nuestras opiniones para ajustarnos a las de los demás, causando un
perjuicio en nuestra coherencia interna.
- Miedo a decir «no» o a declinar una petición: es posible que si decimos
«no» o nos negamos a hacer un favor «perdamos puntos» y la imagen
que los demás tengan de nosotros sea menos positiva.
- Cambiar nuestra opinión dependiendo de con quién hablemos, con el
objetivo de crear puentes en común que nos acerquen a la otra persona.
- No expresar un desacuerdo con el objetivo de agradar al otro, o bien de
evitar una confrontación o una opinión negativa de nuestra persona.
- Intentar controlar lo que decimos o cómo nos comportamos, dejando de
lado la autenticidad y nuestra coherencia interna para aumentar las
probabilidades de agradar a los demás.

EJERCICIO
Como hemos comentado, la línea que separa la necesidad de aprobación
sana o esperable de la dependencia es muy fina. Para saber en qué punto te
encuentras, puedes preguntarte:
¿Quiero saber la opinión de los demás o más bien necesito tener su
aprobación? Marca con una «X» el punto en el que ubicarías la medida en
que necesitas obtener la aprobación de los demás. Si consideras que no la
necesitas en absoluto, tu «X» deberá estar en el extremo izquierdo. Si, por
lo contrario, consideras que la necesitas, tu «X» deberá acercarse al extremo
derecho.

No la necesito ___________________________ __ La necesito

Pregúntate:

¿En qué ámbitos sueles necesitar tener la aprobación de los demás? Por
ejemplo, en lo referente a tu aspecto físico, en cuestiones relacionadas con
el trabajo, en casa con tu pareja y/o familia, estando con tus amistades…
¿En qué situaciones o con qué personas te sueles preocupar más por
causar una buena impresión? ¿Qué impresión quieres causar en cada caso?

¿En qué situaciones o con quién suele costarte más decir «no» o rechazar
una petición?

¿En qué tipo de situaciones sueles mostrarte menos auténtico, moderando


(quizás en exceso) lo que piensas y cómo te comportas? En otras palabras,
¿con quién sueles cambiar tu opinión con la finalidad de caerle bien, de
tener su aprobación o simpatía?
No podemos gustar a todo el mundo, ni debemos querer hacerlo
Pretender gustar a todo el mundo es como querer encontrar una
vacuna que sirva para todas las enfermedades, a diferentes
poblaciones, en diferentes momentos.
Independientemente de nuestras capacidades, de nuestras virtudes y de lo
que podamos ofrecer al mundo, siempre habrá personas a quienes no les
gustemos o quienes nos critiquen. No hay nada malo en ello. Y no, no
significa que haya nada malo en nosotros.
Solamente podemos estar seguros de dos cosas: hay tantas opiniones
como personas, y ninguna es necesariamente más válida que otra; y
gustar a todo el mundo es un objetivo imposible.
Integrar estas dos afirmaciones nos liberará de presiones innecesarias. Nos
ayudará a entender que si no obtenemos la aprobación de alguien
probablemente no signifique que haya algo malo en nosotros.
La regla de los tres tercios, de Bernardo Stamateas, puede ser un recurso
al que recurrir cuando nos sintamos tentados a cambiar nuestra actitud o
conducta solamente para intentar agradar a alguien. Esta regla consiste en
pensar que un tercio de la gente nos ama, otro tercio nos odia (o no tiene
una opinión favorable) y el tercio restante no nos conoce, pero igualmente
opina de nosotros.
EJERCICIO
Piensa en alguien que no te guste, que te caiga mal, con quien no quieras
pasar un rato. Anota su nombre.

Ahora, anota el nombre de alguien a quien le caiga bien dicha persona.


¿Qué crees que le aporta? ¿Por qué crees que le cae bien?

¿Podemos concluir que es perfectamente posible que alguien caiga mal a


una persona, pero que pueda aportar cosas positivas y caer bien a otras?
¿Qué podrías decirte al respecto cuando te encuentres intentando gustar a
todo el mundo o buscando la aprobación de todos los que te rodean? ¿Qué
conclusión obtienes al respecto?

Más vulnerables a las críticas


Cuando nuestra autoestima no está en plena forma es más fácil que una
crítica, incluso si está bien fundamentada y está formulada de manera
constructiva, nos llegue muy adentro y nos duela. Es probable que nos
tomemos tan en serio una crítica que la magnifiquemos y la generalicemos,
que acabemos tomándola como una confirmación de lo que ya sabíamos:
que lo hacemos todo mal, que nos equivocamos constantemente, que no se
nos da bien una determinada acción… Y puede que nos digamos: «Ves, si
es que ya sabía yo que no valía para esto».
Claramente, es una aproximación limitante y derrotista que no nos lleva a
ningún lado. Como consecuencia, es probable que nos demos por vencidos,
porque «total, yo no valgo para esto». Incluso es posible que nos
inmovilice, que nos rindamos y que tiremos la toalla... «Será mejor que lo
deje y apueste por algo más sencillo», nos decimos.
Esta aproximación pone más peso en el «no soy capaz» que en el «yo
puedo». Justamente lo último que nuestra autoestima necesita.
Utilizar las críticas a nuestro favor
Es posible que las críticas sean dolorosas, pero algo innegable es que, si
las sabemos desgranar, podemos aprender de ellas y optar por ser una mejor
versión de nosotros mismos. Para ello debemos dejar de ver las críticas
como tales, y empezar a verlas como posibles puntos de mejora. Puntos de
mejora que nos sugiere la persona que formula la crítica pero que, de
ninguna manera, bajo ningún concepto, tenemos que aplicar a pies juntillas.
De hecho, debemos ser críticos con las críticas como veremos a
continuación.
Seamos críticos con las críticas. Desgranémoslas, quedémonos con la
esencia, con lo que verdaderamente pueda ayudarnos a crecer y a
mejorar; saquemos partido de ellas.
Las críticas pueden ofrecernos una visión externa. Una visión que en
ocasiones tanto nos hace falta. Partamos de la base de que estamos
acostumbrados a ser de una determinada manera y a hacer las cosas de una
forma concreta; estamos acostumbrados a ser como somos. Resulta muy
difícil poder tomar distancia y saber qué aspectos podríamos hacer de forma
distinta, potencialmente mejor.
Immanuel Kant, filósofo alemán, dijo que con las piedras que nos lanzan
podemos erigir un monumento. ¡Hagámoslo!

EJERCICIO
Piensa en una de las últimas críticas que has recibido. Pregúntate:

Más allá de la manera en que se formuló la crítica y de las palabras que


escogieron para verbalizarla, ¿cuál es la esencia del mensaje? ¿Qué crees
que quiso transmitirte la persona que la comunicó?
¿En qué crees que se basa? ¿Y en qué puntos podrías estar de acuerdo?

¿Puedes reformular la crítica y convertirla en una sugerencia de mejora?

Tocados y hundidos
«La crítica es, en realidad, un lugar donde ponemos nuestro enojo.
¿Entonces, qué hacemos? Nos ponemos a criticar, que es mejor que
sentarse a mirar nuestra propia rabia».
Jorge Cassieri
Las consecuencias de las críticas no constructivas son de otro calibre. Las
críticas destructivas son aquellas que solamente nos indican lo que hemos
hecho mal. Esas críticas pueden estar fundamentadas en un hecho, la lectura
del cual no está encaminada a la mejora, sino a todo lo contrario. Algunos
ejemplos son: «así no se hace», «no sabes hacerlo», «no tienes ni idea de lo
que estás hablando»…
A veces incluso se trata de criticar por criticar. Otras veces, reflejan los
defectos de la persona que critica, quien los proyecta en nosotros. O, en
algunas ocasiones, se trata de una estrategia poco ética y nada empática
para salvaguardar su propia autoestima. En todos estos casos nos duelen. Y
mucho. Y, por si fuera poco, ponen en jaque nuestro bienestar emocional.
Como resultado de las críticas destructivas, es posible que o bien nos
inmovilicemos, o que nos quedemos anclados en rumiaciones
preguntándonos por qué esa persona piensa eso de nosotros. Justamente lo
que suele pasar en situaciones de bullying y acoso laboral: nos
preguntamos una y otra vez en qué se fundamentan las críticas que
recibimos, qué podemos hacer para que no vuelvan a repetirse, qué
podemos hacer para mejorar. Es posible que incluso apostemos por distintas
aproximaciones, que cambiemos nuestra conducta con el único objetivo de
evitar una futura crítica. Lo que sucede es que, incluso cuando modificamos
nuestra conducta, incluso cuando lo hacemos todo correctamente, esto no va
a ser suficiente. Porque las críticas destructivas no suelen tener como
objetivo que mejoremos; sino que, en ocasiones, su objetivo es tocarnos y
hundirnos.
Porque nuestra conducta no es el problema. El problema es la débil
autoestima, la falta de seguridad y la insatisfacción de la persona que
nos critica. Quien es incapaz de hacer autocrítica. Quien aleja su
mirada de sí mismo por miedo a lo que pueda encontrar, así que dirige
su energía a enjuiciar a los demás.
Nos cuesta entender cómo personas que desprenden seguridad y fortaleza
por cada uno de los poros de su piel pueden tener una autoestima baja y
sentirse inseguros. Pero si nos tomamos un momento para considerarlo y lo
ponemos en perspectiva, pronto veremos que nos encaja perfectamente: las
críticas destructivas son herramientas que personas con una baja autoestima,
a pesar de su disfraz de seguridad y fortaleza, utilizan para sentirse mejor a
costa de los demás. Es a través de hacernos creer que hacemos las cosas mal
y que no valemos, que se sienten más capaces, más fuertes, más poderosos.
«Cuando a las gentes les faltan músculos en los brazos, les sobran en la
lengua».
Miguel Delibes
Almudena tiene 29 años y trabaja en un gran almacén. La han ascendido
recientemente y ahora es la responsable de un equipo de unas 30 personas.
Todo sería idílico si entre ellas no hubiese dos manzanas podridas.
El término «manzana podrida» es tan explícito que no hace falta decir
nada más. «Sí, justo. Eso es lo que son: manzanas podridas», comenta. Nos
referimos a Loles y a Guille, compañeros que —palabras textuales— le
«amargan la existencia». Se trata de dos personas que llevan más años que
ella en la empresa y que se creen con el derecho de poder pisarla —casi
literalmente—. Siempre ha recibido comentarios incisivos por su parte,
pero, desde que la ascendieron, las críticas son cada vez más frecuentes y la
situación ha ido in crescendo .
Uno de ellos, Guille, le hace preguntas constantemente. De hecho, más
que hacerle preguntas, le pide explicaciones y cuestiona sus decisiones.
«Me pregunta “¿por qué?” constantemente y lo acompaña de un “pues debe
hacerse así” o “no creo que esa sea la mejor manera”. También me dice:
“¿Por qué haces eso?”, “¡¿quién te ha dicho que se hace así?!”». Almudena
siente que debe dar explicaciones constantemente, que debe justificar cada
paso.
La otra manzana podrida es Loles, una veterana que parece confundir la
antigüedad con una posición privilegiada en la jerarquía. Loles se siente en
pleno derecho de tener una opinión para todo. No estaría mal si las
opiniones no fuesen solamente críticas destructivas e invirtiese todo su
tiempo y la sabiduría que le proporciona su experiencia en hacer
sugerencias que verdaderamente aportasen valor. En vez de eso, Loles opta
por perseguir —literalmente— a Almudena repitiendo una y otra vez lo mal
que va todo; que no se están haciendo las cosas como se debería, que
necesitan haberse cambios...
Almudena siente que hace las cosas constantemente mal y que, cuando las
cosas van bien, necesita dar explicaciones de por qué lo hace así y no de
otra forma. Como resultado, se siente constantemente supervisada y
corregida, incapaz y poco valiosa.
Lo cierto es que Almudena es muy capaz. Tanto, que la han escogido a
ella entre varios candidatos con más experiencia para hacerse cargo del
equipo. «Estoy muy agradecida por la confianza depositada en mí, pero
cada día me planteo si hice bien en aceptar el ascenso», me comenta.
Ir a trabajar se ha vuelto un suplicio. Nuestra protagonista se siente
indefensa ante tanto ataque. Lleva aguantando esta situación desde que
entró, pero parece que la cosa ha ido a más. Siente que no puede, que no es
capaz —literalmente—. Duda sobre sus capacidades y sobre su valía. La
semana pasada explotó. Loles y Guille le prepararon una encerrona. No
pudo defenderse. De hecho, fue incapaz de articular palabra; se quedó
paralizada y se echó a llorar. Acabó sufriendo un ataque de ansiedad que fue
el detonante para que nos conociéramos.
Almudena tiene dudas sobre lo que hace, sobre las decisiones que toma.
Le pido que se imagine esas mismas acciones y decisiones sin el ruido
causado por las manzanas podridas de su alrededor. Parece que el escenario
cambia completamente.
Lo que sucede es que Loles, Guille y sus comentarios inquisitivos han
hecho que Almudena se sienta cada vez más y más pequeña. Para ellos, que
Almudena se sienta así es una ventaja. No sabemos para qué, con qué
finalidad; pero es una ventaja, al fin y al cabo. Quizás a nivel estratégico
para ser ellos quienes muevan el cotarro, como me comentaba ella misma; o
bien porque su autoestima no acepta que alguien que se ha incorporado hace
apenas un par de años destaque y se lleve el ascenso.
Al finalizar la sesión, concluimos: «Te han hecho sentir pequeñita; tanto,
tan a menudo y con tanta insistencia que te lo has acabado creyendo. Pero
que lo creas porque han hecho un “buen trabajo” de machaque psicológico
y emocional no significa que lo seas».
A la defensiva
«La necesidad de culpar… Se basa en el miedo a ser culpado».
Douglas Stone
En contraposición a las actitudes que hemos visto en este capítulo, nos
encontramos con una alternativa a la que solemos recurrir cuando nos
sentimos vulnerables, poco capaces de defendernos. Esta consiste en
ponernos a la defensiva.
«Estar a la defensiva» es una expresión que solemos utilizar a menudo
para referirnos a esa actitud que adoptamos —predominantemente de
manera inconsciente— cuando no nos sentimos a salvo, o cuando nos
sentimos vulnerables o poco seguros, cuando sentimos que nos atacan.
Aunque, debo añadir, en ocasiones no se trata del comentario en sí, sino de
la interpretación que hacemos del mismo.
Nos ponemos a la defensiva (que es muy distinto a defenderse de un
ataque) porque nos sentimos incómodos con el camino que está tomando la
conversación. Ya sea porque se ha puesto en entredicho nuestro criterio o
porque se ha criticado nuestra opinión. Es posible que optemos por
ponernos a la defensiva porque nuestra autoestima está tan frágil que no
podemos permitir que ninguna crítica acabe de romperla. Sentimos que, si
consideramos que la crítica es cierta, que hay algo que debemos mejorar,
nuestra imagen se verá afectada. Y eso es algo que no podemos permitirnos.
Por lo que directamente construimos un muro impenetrable, nos enrocamos
en nuestra posición y no estamos dispuestos a escuchar lo que nos quieren
decir.
Estamos a la defensiva cuando evitamos que la otra persona
intervenga; cuando en vez de escuchar sus argumentos estamos
preparando nuestra respuesta; cuando procesamos todo lo que se nos
dice como si fuera en nuestra contra o como si tuviese la intención de
hacernos daño o de hacernos sentir inferiores. Estamos a la defensiva
también cuando intentamos evadir nuestra responsabilidad con excusas
o mentiras; si hacemos un uso constante del «sí, pero…»; y si
reconducimos la situación contrastando una crítica con otra, sacando a
la luz errores de los demás, en vez de hacer autocrítica.
La consecuencia es que las personas que nos rodean acaban pensando que
no se nos puede decir nada, que nos sentimos fácilmente atacados y que
vivimos permanentemente en alerta para, así, evitar ser lastimados.
Al ponernos a la defensiva marcamos los límites, nos protegemos y, de
alguna manera, nos defendemos. Nuestro cuerpo se pone en alerta. Tanto
nuestro lenguaje no verbal (la posición de nuestro cuerpo, la expresión
facial y los gestos que utilizamos) como el tono de voz reflejan que estamos
incómodos. En primera instancia nos resulta útil, precisamente por eso:
porque marcamos límites y podemos huir de una situación que puede poner
en jaque a nuestra autoestima. Pero, a la vez, el mensaje que nos mandamos
es: «Más vale que pongas distancia, porque eres incapaz de gestionar la
situación de otra forma».
Este parece ser el caso de Berta, la mujer de Miguel.
Miguel me contacta para trabajar sus inseguridades. Comenta que siempre
ha sido una persona insegura. De padre con un estilo narcisista y una madre
dependiente, cuando era pequeño aprendió a actuar para contentar a su
padre, buscando constantemente su aprobación. En la vida adulta sigue
haciéndolo, aunque en menor medida. De hecho, ha aprendido a expresarse
de manera asertiva. Sin embargo, tiende a evitar el conflicto tanto en casa
como en el trabajo; dos ambientes en los que dar su opinión le sale caro.
Como consecuencia de todo lo anterior, Miguel piensa no una sino mil
veces antes de abrir la boca. En su cabeza, reformula una y otra vez el
mensaje, procurando evitar el conflicto a toda costa a la vez que intenta
armarse de valor y expresar su opinión. Sabe que debe hacerlo: quedarse
callado no es una opción. Tanto en casa como en el trabajo nunca tiene
éxito. O eso es lo que él cree, fruto de las reacciones de su mujer y de su
jefe.
Cuando hay un intercambio de opiniones, Berta parece conseguir que
Miguel se olvide de la esencia del mensaje que quiere transmitirle. Hace
que, casi por arte de magia, Miguel pase de centrarse en la crítica que quiere
transmitirle a su mujer, a plantearse sus propios errores. El otro día, por
ejemplo, Berta hizo una receta de cocina heredada de su madre. En la mesa,
comentó: «Está muy lograda, ¿verdad? Casi podría decir que la ha hecho mi
madre». A lo que Miguel respondió: «Está muy rica, la verdad es que sí.
Pero creo que tu madre lo dejaba reposar un poco más; la textura es
distinta». Acto seguido, Berta zanja la conversación con un: «La cocina no
es lo tuyo, Miguel, ¿no te acuerdas cuando intentaste hacer una paella que
se te quemó?».
Automáticamente, la conversación cambiaba de foco. Ahora ya no se
hablaba de la receta de Berta, sino de las pocas habilidades culinarias de
Miguel. «Gracias» a ese mensaje, Miguel ya no podía opinar sobre el plato
que había preparado su mujer porque «la cocina no es lo suyo»; y Berta, sus
recetas y su autoestima quedaban salvaguardadas.
Algo parecido sucedía en el trabajo donde Pepe, el jefe de Miguel,
tampoco aceptaba críticas y debía tener siempre, siempre, la última palabra.
Siempre había algún matiz que debía aportar para ser él quien sentenciase la
conversación. O bien reformulaba el mensaje que acababa de transmitir
Miguel de tal manera que pareciese un mensaje completamente distinto. De
nuevo, Miguel llegaba a la conclusión de que nunca tenía razón; que era
mejor callarse.
Para mí, lo más interesante de todo es cómo dos personas que no admiten
críticas (uno de los signos de una baja autoestima), y que reaccionan
poniéndose a la defensiva y cambiando el foco de la conversación, merman
la autoestima de un tercero —Miguel, en este caso, cuya baja autoestima se
manifiesta en forma de dudas—. De alguna manera, los tres padecían de lo
mismo: baja autoestima. Sin embargo, la forma de manifestarse era
radicalmente distinta. Son el perfecto ejemplo de las dos caras de la
inseguridad.
Así se lo transmití a Miguel. Esta reflexión le ayudó a ver la conducta de
su mujer y de su jefe con mayor perspectiva y, lo que es más importante, a
dejar de poner el foco exclusivamente en su persona cuando Berta o Pepe
contrastaban una crítica con otra, o cuando le hacían sentir que su opinión
no era válida. Ahora ponía el foco en entender por qué optaban por hacerlo.

EJERCICIO
¿Con quién te sientes más identificado, con Miguel, con Berta o con
Pepe? ¿Por qué? ¿Qué tipo de situaciones apoyan tu elección? ¿Qué tipo de
comentarios sueles recibir o sueles verbalizar en esas situaciones?

Relee lo que acabas de escribir. ¿Qué tienen en común las situaciones o


los comentarios? Por ejemplo, ponen en entredicho tu criterio, hacen una
crítica de tu actitud… O eres tú quien pone en entredicho el criterio de otra
persona y cuestiona su actitud. Si te cuesta ver un patrón en las situaciones
o en los comentarios, puedes pensar en términos de emociones: ¿Cómo
sueles sentirte en dichas situaciones?
Cambia el foco e intenta ponerte en el lugar de la otra persona implicada
en la situación. ¿Qué motivos crees que puede tener para actuar de esa
forma? ¿Qué obtiene al hacer comentarios como esos o al actuar de esa
manera?
CAPÍTULO 10
Lo que perdemos por miedo a perder

«La persona que llega más lejos es normalmente la que está dispuesta a
hacer y a atreverse».
Dale Carnegie

Miedo al fracaso
El miedo al fracaso es algo común; está presente en todos los seres
humanos en menor o mayor medida. Este miedo puede resultar positivo en
tanto que nos lleva a esforzarnos y a superarnos. Pero habitualmente vemos
su otra cara, la que nos invita a evitar situaciones desagradables. De hecho,
es posible que este miedo sea tan intenso que nos bloquee, que nos
inmovilice.
Todos podemos equivocarnos. Equivocarse forma parte del
aprendizaje. Pero no siempre lo vemos así. Sobre todo, cuando nuestra
autoestima no está en plena forma; en cuyo caso raramente nos
centraremos en el componente de aprendizaje, sino que damos mayor
importancia al componente del fracaso.
Nos preguntamos por qué no hemos obtenido los resultados que
deseábamos, por qué hemos fracasado, y las explicaciones que nos vienen a
la cabeza giran en torno a nuestras debilidades y carencias, a aquello que
consideramos que no se nos da bien. Ponemos nuestro foco en nuestra
persona y en todo aquello que no nos convence de nosotros mismos,
dejando de lado otras posibles explicaciones igual de factibles.
Pero esto no solamente sucede a posteriori , una vez ya se ha resuelto la
situación, sino que podemos llegar a la misma conclusión incluso antes de
que suceda. Solemos anticiparnos. Exploramos los posibles escenarios y los
posibles resultados a dichos escenarios. No hay nada malo en ello, al
contrario: forma parte de nuestro mecanismo de toma de decisiones y
resulta útil en tanto que nos ayuda a evaluar la opción más adecuada. Sin
embargo, resulta caprichosa la forma en que seleccionamos unos escenarios
en lugar de otros. Y resulta curioso en base a qué solemos hacerlo.
Cuando atravesamos un periodo en que nuestra autoestima está en baja
forma, es más probable que demos mayor peso a la versión menos
alentadora, a aquella que subraye nuestros defectos o aquello que
consideramos que no se nos da suficientemente bien.
¿Resultado? Muy probablemente triunfe el inmovilismo. Decidimos no
intentarlo porque «total, ya sé que no voy a conseguirlo».
El inmovilismo puede tomar forma de evitación de situaciones y
actividades. Por ejemplo, actividades en las que nos sentimos examinados o
aquellas que estamos convencidos que no sabremos superar con éxito.
Si no tenemos opción de evitarlas y debemos enfrentarnos a ellas, es
probable que experimentemos nerviosismo e, incluso, que nos bloqueemos.
Todo lo anterior reforzará nuestra visión negativa de nosotros mismos y de
nuestras capacidades. Es más, lo tomaremos como signo irrefutable de que
estamos en lo cierto, de que realmente no se nos da bien y de que no vamos
a conseguir los resultados deseados. Y así es como el miedo al fracaso nos
puede llevar a fracasar.

EJERCICIO
¿Qué objetivos te gustaría intentar, qué acciones querrías llevar a cabo si
no despertasen tus miedos e inseguridades?
¿Qué ventajas tiene para ti evitarlas? En otras palabras, ¿de qué te
proteges?

¿Qué capacidades crees que te hacen falta para llevar a cabo las acciones
u objetivos que planteas?

Ahora, piensa en situaciones en las que pongas en práctica dichas


capacidades de manera exitosa. ¿Qué situaciones son?
¿Qué conclusión puedes obtener?

Repensando el término «fracaso»


Solemos llevar muy mal eso de equivocarnos. Interpretamos los errores y
las equivocaciones como algo aversivo. Lo mismo le sucede al fracaso. Lo
evitamos. No nos gusta sentir que hemos fallado, que hemos fracasado. Nos
lleva a pensar que no somos capaces, que no contamos con las habilidades
necesarias. Pero el error, la equivocación, el fracaso, ¿son un verdadero
fracaso?
Mi respuesta sería: depende. Depende de si nos quedamos con la
connotación negativa de fracaso; aquella que no nos ayuda a crecer; aquella
que, más bien al contrario, nos hace un flaco favor.
Cuando hablamos de equivocaciones, de errores y de fracasos, nos
olvidamos de que todos ellos forman parte del aprendizaje. Y no solo
eso, sino que son una parte esencial del mismo. Tanto, que son los que
activarán los recursos en futuras ocasiones para evitar que obtengamos
el mismo resultado. Por lo tanto, las equivocaciones, los errores y los
fracasos no son más que oportunidades para aprender, crecer y
desarrollarnos. Solamente debemos ser capaces de leerlos en clave de
oportunidad y no de desventaja, ni de contratiempo, ni de
inconveniencia.
Veamos un ejemplo. Una situación que típicamente solemos vivir como
un fracaso son las rupturas sentimentales. Si las interpretamos en estos
términos probablemente lleguemos a la conclusión de que no somos
capaces de escoger bien a nuestra pareja, o que no sabemos mantener una
relación.

Si nos enfrentamos a una ruptura pensando que hemos fracasado, ¿con


qué actitud gestionaremos la situación? ¿Con qué actitud haremos frente a
futuribles nuevas relaciones? Si nos enfrentamos a una ruptura pensando en
términos de fracaso será más probable que el pensar en futuras relaciones
nos cause cierto miedo porque creemos que no sabemos escoger bien, o
porque estamos convencidos de que no sabemos mantener una relación de
pareja... Pensar en términos de fracaso nos llena de inseguridades.
Inseguridades innecesarias que se dan únicamente como consecuencia de
pensar en términos de fracaso.
En cambio, si interpretamos la ruptura como un cambio en los planes,
como un nuevo desafío al que debemos hacer frente y a través del cual
podemos crecer, quizás nos sentiremos más capaces de superarlo.
¿Resultado? Tendremos mayor predisposición a conocer a gente nueva, a
volver a intentarlo y a pensar que tenemos cosas que aportar como pareja.
De hecho, si no lo vivimos como un fracaso, podemos incluso sentirnos
capaces de hacer frente a la soledad. Una soledad con la que estemos a
gusto.
Si abandonamos el término fracaso, si somos capaces de repensar nuestra
situación, posiblemente seremos capaces de entender cómo una ruptura
puede mejorar nuestra realidad. Posiblemente entenderemos que no tiene
ningún sentido continuar en pareja cuando las cosas no van bien; cuando, a
pesar de haberlo intentado, no se ha podido mejorar la relación. Si me
permitís la analogía, es como si nos doliese la cabeza y no nos quisiéramos
tomar una pastilla porque tomarnos una pastilla significa fracasar. ¿Tiene
sentido alargar el sufrimiento? ¿Tiene sentido llamar fracaso a poner fin a
algo que no nos hace bien? ¿No sería, acaso, más fracaso seguir con ese
sufrimiento?
Quizás romper sea la decisión más acertada para ambos miembros si
ponemos al bienestar de todos los implicados en el centro de la misma.
Quizás seguir en pareja cuando las cosas no van bien y vemos inviable que
la situación mejore en un futuro cercano sea, justamente, lo que podríamos
definir como fracaso —y no lo contrario—. Porque es el bienestar lo que
debe importarnos por encima de cualquier relación. Porque lo importante no
es estar en pareja. Lo importante es estar bien.

EJERCICIO
En relación a las situaciones que consideras que evitas, las cuales has
utilizado en el ejercicio anterior, pregúntate:

Si en vez de evitarlas fueras a por todas y no salieran bien, ¿sería un


fracaso? ¿Podrías hacer otra lectura? ¿Qué sucede si ni lo intentas; no
podrías considerar que entonces sí has fracasado?

¿Qué podría ir mal? Y, lo más importante, ¿qué podrías aprender de cada


situación?

¿Podrías aprenderlo de otra forma? Es decir, si todo saliese sobre ruedas,


¿tendrías los mismos aprendizajes a tus espaldas?

Miedo al éxito
Tener éxito es relativamente fácil. Pero mantenerlo… eso ya no es tan
sencillo. Y lo sabemos. Y nos da miedo precisamente porque somos
conscientes de que conseguir nuestros objetivos no es el final del
camino, sino el principio de uno nuevo.
Estamos acostumbrados a leer y a hablar del miedo al fracaso, pero no
debemos olvidarnos del miedo al éxito, del miedo a que las cosas salgan
bien. A priori puede parecer ilógico, incluso absurdo: ¿Quién, en su sano
juicio, va a tener miedo a que las cosas le salgan bien, a obtener los
objetivos por los que tanto ha luchado? La cuestión no es que nos dé miedo
que las cosas nos salgan bien, sino que nos dan vértigo las consecuencias
que se deriven del éxito.
Que las cosas salgan bien, que tengamos éxito, significa que vamos a
encontrarnos en situaciones nuevas para nosotros, que vamos a tener que
asumir más responsabilidades, que vamos a tener que esforzarnos más, que
vamos a tener que dedicarle más recursos. Que vamos a encontrarnos en
situaciones que no controlamos. Situaciones en las que quizás no nos
sintamos cómodos. Situaciones que nos despiertan inseguridades.
Tener éxito no implica solamente tener éxito. Tener éxito implica saber
gestionarlo, saber estar a la altura, saber mantener la posición de éxito,
saber gestionar las críticas que conlleva tener éxito… Todo ello puede
resultarnos cuesta arriba, puede causarnos cierto vértigo.
El poder de querer evitar estas situaciones que despiertan nuestras
inseguridades derivadas de haber alcanzado nuestros objetivos, de
haber tenido éxito, puede ser tan fuerte que nos haga actuar con menor
rendimiento para, justamente, disminuir la probabilidad de obtener
éxito y, así, que sea menos probable que nos encontremos en situaciones
que nos causen vértigo.
El miedo al éxito suele ser más frecuente en el terreno laboral. Nos da
miedo brillar y destacar, por lo que pueda traer consigo ese brillo.
Preferimos pasar desapercibidos, ser uno más; aunque eso conlleve perder
oportunidades. Oportunidades a las que muchas personas les gustaría optar;
oportunidades que, realmente, a nosotros nos gustaría aprovechar.
En ocasiones, el miedo al éxito puede tener su origen en el pensar que no
merecemos tener éxito, que no merecemos lo bueno que nos pueda pasar o,
mejor dicho, lo bueno que podamos obtener. Que creamos que no
merecemos el éxito significa que creemos que no tenemos las capacidades
necesarias para mantenerlo y que, por lo tanto, acabaremos perdiendo lo
que hemos conseguido. Es decir, que no queremos obtener éxito por miedo
a perderlo y por lo que pueda significar; que realmente no lo merecemos,
que realmente no valemos.
Este es el caso de Míriam, una enfermera de 34 años. Míriam lleva en el
mismo hospital desde que se licenció. Trabaja en neonatos y tiene su trabajo
por la mano. De hecho, Míriam es la encargada de acompañar a las nuevas
incorporaciones en su proceso de adaptación.
María José, la enfermera responsable de la UCI perinatal, se jubila el
próximo año. Todo apunta a que Míriam va a ser su sustituta. De hecho,
María José habló con ella y tanteó el terreno. Le comentó que era ella en
quien estaba pensando para tomar el relevo, esperando una respuesta
positiva por su parte. Una respuesta que no obtuvo.
Míriam se bloqueó. En su mente no paraban de venirle situaciones en las
que se encontraría si asumiese el cargo. Gestionar recursos, resolver
conflictos, tomar decisiones… Se le hacía una montaña solo de pensarlo. En
su mente se dibujaban las palabras «no puedo» en grandes letras luminosas
de color rojo.
Al llegar a casa lo comenta con Javier, su pareja, como quien no quiere la
cosa, cambiando rápidamente de tema. «Espera un momento; ¿me estás
diciendo que María José te ha ofrecido su puesto y no le has dicho que sí?
¡Pero si es lo que siempre has deseado! Por fin tendrás la posibilidad de
implementar las mejoras que siempre comentas. Ahora es tu oportunidad de
mejorar cómo funcionan las cosas».
Míriam sabe que es exactamente así; que tiene algunas ideas que pueden
ayudar al funcionamiento de la unidad. Pero el dicho «más vale malo
conocido, que bueno por conocer» refleja perfectamente esta situación.

EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Míriam? ¿En qué situación o
situaciones?
¿En qué podría traducirse el éxito en tu caso? ¿Qué inseguridades se
podrían despertar si tuvieras éxito?

Piensa en términos de capacidades, recursos y conocimientos. ¿Cuáles


debes adquirir, desarrollar o potenciar para poder sobrevivir a las nuevas
situaciones que pueden derivarse de tus éxitos?

¿Qué conclusión obtienes?


Zona de confort
Estando en la zona de confort sacrificamos el vivir y el disfrutar, la
magia de lo nuevo, por la seguridad de lo conocido.
La zona de confort es un término tan popular que lo hemos incorporado en
nuestro vocabulario cotidiano. Engloba todas aquellas actividades que
llevamos a cabo de manera casi automática, aquellas que nos resultan
cómodas y asequibles, fáciles de conseguir, y que requieren que activemos
recursos con los que ya contamos.
Sin duda, una de las mayores ventajas de la zona de confort es la
comodidad y la seguridad que nos aporta. Aunque precisamente estas
mismas características son las que, a la vez, hacen que quedarnos en la zona
de confort nos precipite a dinámicas o comportamientos que cada vez nos
resultarán menos estimulantes, y, como resultado, nos pueden llevar a
sentirnos poco realizados.
La zona de confort nos aleja del desarrollo y del crecimiento, nos aleja de
situaciones que nos pueden resultar estimulantes, ya que activan recursos
que nos permitan desarrollarnos y crecer. Y, sobre todo, nos aleja de la
posibilidad de demostrar nuestra valía, de probar de qué somos capaces y,
de esta forma, de fortalecer nuestra confianza y nuestra autoestima.

EJERCICIO
¿Qué actividades o situaciones te harían salir de la zona de confort?

¿Cómo sueles actuar en la actualidad?


Piensa en tu forma habitual de gestionar dichas situaciones o actividades.
¿Cuál sería la aproximación contraria, la que te permitiría salir de la zona de
confort y crecer?

Imagina que fuese yo quien estuviese en tu situación, ¿qué consejo me


darías? ¿En qué me beneficiaría salir de la zona de confort?

Autenticidad: Yo decido quién quiero ser


Si dejamos que el miedo al fracaso decida por nosotros, ¿en qué lugar
quedan nuestros valores y nuestra potestad para decidir la vida que
queremos vivir?
Actuar acorde con nuestros valores posibilita una vida auténtica. Respeto,
amabilidad, honestidad, bondad, responsabilidad, gratitud... son algunos de
los valores más comunes. Podemos escoger de manera más o menos
consciente qué valores queremos integrar en nuestra vida; y podemos
escoger si queremos vivir acorde con ellos o no cuando nos encontramos
frente una situación, ante una decisión.
Si lo hacemos, si vivimos acorde con nuestros valores nos sentiremos
satisfechos, orgullosos de nosotros mismos. Tendremos una vida auténtica,
coherente con nuestros valores. Nos sentiremos en paz. De lo contrario, si
decidimos dejarlos de lado o actuar en su contra se apoderará de nosotros
cierto malestar. Sentiremos que algo no va bien, que algo no acaba de
encajar en nuestra vida.
Os preguntaréis de qué manera se relaciona la autenticidad y la coherencia
con la autoestima. Somos nosotros quienes decidimos cómo actuar en cada
situación. Somos nosotros quienes tenemos la potestad para decidir qué
camino seguimos, de qué valores queremos ser abanderados, qué tipo de
personas queremos ser. Y hacerlo nos hará sentir que tomamos las riendas
de nuestra vida, impactando nuestra autoestima positivamente.
Para ser auténtico y congruente a menudo será necesario echar mano de
recursos como la asertividad, en tanto que tendremos que poner límites y
poner a nuestra opinión por delante del qué dirán. Además, actuar de
manera auténtica y coherente con nuestros valores, con quienes somos, nos
manda un mensaje que fortalece nuestra autoestima: «me acepto, no tengo
que esconderme, no tengo que ser otra persona solamente para ser
aceptado».

EJERCICIO
¿Cuáles son los valores que te representan? Márcalos con una «X»:

Altruismo

Aprendizaje

Autonomía
Colaboración

Compasión

Empatía

Equidad

Justicia

Honestidad

Independencia

Integridad

Gratitud

Lealtad

Optimismo
Perseverancia

Prudencia

Responsabilidad

Superación

Sacrificio

Sensibilidad

Tolerancia

Servicio

Sinceridad

Solidaridad

Valentía
Voluntad

Respeto
¿En qué situaciones y mediante qué actitudes y acciones demuestras que
vives acorde con esos valores? Piensa en algún ejemplo y descríbelo
brevemente.

¿Qué valores te gustaría añadir a la lista?

¿En qué actitudes y acciones del día a día se traducirían los valores que te
gustaría trabajar? ¿Qué deberías hacer o decir —o no hace o no decir—
para comportarte acorde con esos valores? Escríbelas y valora
implementarlas a tu vida cotidiana; te ayudarán a sentirte más cerca de la
versión de ti mismo que quieres llegar a ser.
CAPÍTULO 11
Ser capaz

Ser o no ser capaz no es cuestión de grado. Es cuestión de tiempo. Es


cuestión de esfuerzo. Es cuestión de voluntad. Es cuestión de actitud.

Ser o no ser capaz


Cuando nos planteamos si somos capaces, o si no lo somos, no lo hacemos
pensando que es una cuestión de grado; sino al contrario, lo planteamos
como algo dicotómico del tipo blanco y negro, del tipo todo o nada. Y es así
como lo sentimos. O somos capaces o no lo somos. No hay más. Y este es
precisamente uno de los mayores errores al respecto.
Primero debemos pensar qué significa ser capaz. Es posible que en
nuestra mente tengamos una (vaga) idea de lo que queremos conseguir, de
cuál es nuestro objetivo. Pero esta idea es tan vaga que el considerar que
somos o que no somos capaces de hacer resulta ambiguo; dependiendo del
día o de nuestro estado de ánimo estimaremos que somos más o menos
capaces de conseguirlo.
Para evitar incurrir en este error podemos plantearnos qué es exactamente
lo que queremos conseguir. Incluso podemos explorar diferentes escenarios
que podríamos considerar como un resultado exitoso. No debemos
quedarnos con un «hacerlo bien». Porque «bien» es una descripción
demasiado amplia, demasiado ambigua. «Bien» puede tener matices muy
distintos para distintas personas. Incluso «bien» puede depender de nuestro
estado de ánimo. Por lo que debemos ser más precisos, de lo contrario es
posible que nuestro estado de ánimo o nuestra autoestima nos seduzcan y
nos hagan cambiar de idea situando las metas más lejos de lo realmente
necesarias, o infravalorando los resultados obtenidos.
Macarena es una joven de 25 años. Hace un par se independizó y, desde
entonces, se despertaron una serie de inseguridades. Como tareas entre
sesiones, acordamos que probaría a hacer cosas nuevas. Cosas sencillas,
nada importante. Una de ellas era hacer magdalenas.
A la siguiente sesión le pregunté qué tal le habían ido sus pinitos en la
repostería. «Mal», me dijo. «Ni lo probé». Le pedí que me explicara por qué
no lo había probado. «Porque no me van a salir bien, Montse», me contestó.
Para Macarena no eran importantes las magdalenas. Para mí tampoco. Lo
que era importante era la lección que podía obtener de esa experiencia. Una
experiencia que debía ser dulce, pero que a Macarena le estaba resultando
un tanto amarga.
En primer lugar, clarifiqué que, sin probarlo, era imposible que supiera
cómo le iban a salir las magdalenas. «Soy un desastre en la cocina. De
verdad te lo digo, Montse. Se me da fatal». Insistí: «No hace falta ser un
genio de la cocina para hacer magdalenas. Incluso un desastre, siguiendo las
instrucciones, puede hacerlas».
En segundo lugar, le pedí que concretara. «¿Qué significaba hacer “bien”
las magdalenas?». Macarena se rio. Mucho. Me confesó que en su cabeza se
imaginaba unas magdalenas perfectas. Blanditas, esponjosas, doradas. De
anuncio, vaya.
«¿Necesitas unas magdalenas de anuncio?», le pregunté. Se volvió a reír.
Siendo honesta consigo misma, no necesitaba q ue sus magdalenas fuesen
perfectas. Solamente necesitaba que fuesen sabrosas. Y que fuesen
esponjosas. Y que no se le quemasen.
Parecía que estábamos algo más cerca de obtener unas magdalenas no
perfectas, pero totalmente aceptables. Y, de paso, entre risas, Macarena
empezaba a darse cuenta de la importancia irracional que su mente estaba
otorgando a las magdalenas, de lo absurdo de la situación.
Le pregunté qué sucedía si las magdalenas le salían «no bien» según su
criterio. Si resultaba que al sacarlas del horno no habían quedado
esponjosas, sino un mazacote. O si le quedaban más tostadas de lo que
quería. O, al contrario, si le quedaban algo crudas por dentro.
Macarena se rio otra vez. «No pasa nada, claro. ¡¿Qué va a pasar?!». Sin
embargo, en su cabeza sí que pasaba. Pasaba que no podía permitirse que
las magdalenas quedaran hechas un mazacote, quemadas o crudas. Porque
si le salían «no bien», tenía que asumir un fracaso. Y su autoestima no
estaba preparada para ello.
Le pedí a Macarena que para la próxima sesión trajese una magdalena. Un
mazacote. O una magdalena quemada o cruda. Pero que trajese una
magdalena. Ese era nuestro objetivo: hacerlo. Aunque fuese hacerlo «no
bien».
El ejercicio no acababa ahí. Cuando las sacara del horno, no debía decirse:
«Me han salido mal, soy incapaz de hacerlas bien»; sino algo mucho más
específico y encaminado a mejorar de cara a la próxima hornada, algo así
como «le ha faltado levadura, o tiempo de cocción, o todo lo contrario». Le
aconsejé que dejase sus habilidades de lado, que no las cuestionase —al
menos por esta vez—, y que pusiese el foco en los puntos de mejora, en
aquello que la ayudaría a mejorar. Porque, como ella había dicho, «no pasa
nada porque no salgan bien unas magdalenas». Pues si no pasa nada, que no
pase. Pero hazlas.

EJERCICIO
¿Cuáles son tus «magdalenas»? ¿Qué cosas, qué actividades mundanas,
no haces por miedo a no hacerlas bien?

¿Qué significa hacerlo bien en este caso?


¿Cuál es el peor escenario, qué es lo peor que puede pasar? Piénsalo
fríamente: ¿Es tan grave, es un escenario tan negativo como para no
probarlo?

Piensa en términos de soluciones: ¿Qué puedes hacer para evitar o para


poder gestionar con éxito esos escenarios que actualmente te echan para
atrás?

Utilicemos las dudas a nuestro favor


Como hemos comentado en anteriores capítulos, a menudo desearíamos
poder dejar las dudas de lado. Estas nos molestan, nos ponen en una
incómoda tesitura en la que nos vemos forzados a plantearnos escenarios.
Escenarios en los que no siempre obtenemos los resultados que nos
gustarían. E interpretamos las dudas como obstáculos. Obstáculos que nos
alejan de nuestros objetivos, aunque sea mental y emocionalmente. Que
hacen que nos lo pensemos dos veces. O tres. O, en ocasiones, demasiadas.
Que hacen que lleguemos a la conclusión de que nuestros objetivos no son
alcanzables y que los dejemos de lado por miedo a no poder superar los
obstáculos, lidiar con las dificultades y combatir, así, nuestras dudas.
¿Qué tal si probamos a utilizar las dudas a nuestro favor, a verlas como
aliadas? ¿Qué tal si las utilizamos para subrayar aquellos aspectos a los que
debemos prestar más atención para aumentar las probabilidades de obtener
el resultado que deseamos?
Eso es justamente lo que te propongo. Que apuestes por un cambio de
perspectiva y que, para cada duda que te surja, intentes trazar un plan que te
acerque al éxito.

EJERCICIO
Piensa en un objetivo que quieras conseguir, algo que te pasa por la
cabeza desde hace un tiempo pero que has ido dejando de lado porque
siempre que te querías poner a ello te invadían las dudas. ¿Qué objetivo es?
¿Qué te gustaría conseguir?

¿Qué dudas te surgen al respecto?

Cambia de perspectiva. Imagina que las dudas no cuestionan tu valía, sino


que subrayan los aspectos a los que debes prestar atención para encontrar un
nuevo enfoque, desarrollar una capacidad, adquirir nuevos conocimientos…
¿Cuáles son estos aspectos?

«No puedo… todavía»


Si me digo que no puedo, si me lo repito, si me convenzo de ello y lo
integro en mi diálogo interno, de una cosa puedo estar seguro y es de
que verdaderamente no podré.
Algo de lo que nos olvidamos a menudo es, precisamente, de algo
innegable: que contamos con una gran capacidad de aprendizaje. Hoy estás
leyendo estas líneas, cuestionándote cómo piensas y discerniendo qué
cuestiones te pueden resultar interesantes integrar para cambiar tu diálogo
interno. Todo esto gracias a lo que has aprendido desde que naciste. Has
aprendido a leer, a extraer información de un texto, a pensar, a cuestionar, a
opinar. Desde que nacemos no hacemos otra cosa que aprender. Es algo
innegable. Pero, repito, es algo de lo que nos olvidamos a menudo.
Cuando se nos presenta una situación que se nos antoja difícil, algo que
consideramos una dificultad para la que en primera instancia no nos
consideramos capaces, pensamos:
«No puedo hacerlo», «no seré capaz». ¿Dónde queda nuestra capacidad
de aprendizaje? Parece que no hay cabida para ella. La dejamos de
lado, como si no existiera, a pesar de haber sido una de nuestras
mayores aliadas durante toda nuestra vida.
Y que la dejemos de lado no es casualidad. Si nos olvidamos de nuestra
capacidad de aprender nos alejamos de la posibilidad de fracasar. O esa es
la asociación que hace nuestra mente, aunque en realidad pueda suceder
justo lo contrario.
Imagina que ante una situación que requiere de aprendizaje nos
esforzamos y ponemos toda la carne en el asador. Y resulta que no lo
conseguimos. ¿Qué lectura hacemos? Probablemente ninguna positiva.
Pensaremos que no lo valemos, que somos incapaces de hacerlo incluso
habiéndonos preparado. Lo tomaremos como un fracaso.
Pero imaginemos que ni tan siquiera lo intentamos. Nos protegemos. Nos
escudamos en un «no lo he intentado». Un «no lo he intentado» es tentador,
ya que protege nuestra autoestima y nos proporciona control sobre nuestra
vida. El fracaso ya no será fruto de no ser capaces, sino de no haber querido
intentarlo. De algún modo siempre nos quedará la duda de qué hubiera
sucedido si lo hubiésemos intentado, si hubiésemos puesto toda la carne en
el asador. Pero preferimos quedarnos con la duda y asumir que no lo hemos
querido intentar; a esforzarnos, a arriesgarnos y a no conseguirlo porque nos
resulta más fácil de digerir. Aunque a medio-largo plazo sea
contraproducente.
Intentarlo es arriesgarse a no conseguirlo. Un riesgo que no siempre
estamos dispuestos a correr, aunque el precio a pagar sea dejar de lado
nuestros objetivos.

EJERCICIO
Para poder dar la vuelta a este tipo de pensamientos te propongo el
siguiente ejercicio.

Completa la frase con acciones o tareas para las que actualmente no te


consideras capaz. Piensa en distintos ámbitos.

No puedo…

No soy capaz de…


No sé…

No me atrevo a…

Reléelas. ¿Cómo te sientes al subrayar aquellos puntos a mejorar, a


aprender o a desarrollar de forma tan clara y formulados en negativo? ¿Te
sientes motivado para trabajar en los aspectos anteriores?

Ahora prueba a reescribir las frases incluyendo el «todavía». Por ejemplo,


«No puedo… todavía», «todavía no soy capaz de…», «no sé… todavía»,
«todavía no me atrevo a…».

Reléelas. ¿Cómo te sientes al subrayar el componente reversible y


temporal, al tener en cuenta tu capacidad de aprendizaje?

Eres tu mejor aliado


«Si oyes una voz en tu interior que dice: “no puedes pintar”, pinta por
todos los medios y esa voz será silenciada».
Vincent Van Gogh
De la misma forma que nos olvidamos de nuestra capacidad de
aprendizaje, nos olvidamos de las capacidades y los recursos con los que
contamos. En ocasiones somos rígidos. Y esta rigidez nos limita en tanto
que impide que seamos conscientes de que podemos aplicar recursos y
habilidades que típicamente hemos usado en un ámbito o en un tipo de
situación concreto, a otras. Por ejemplo, las mismas habilidades de gestión
del tiempo o de resolución de conflictos que utilizamos en el trabajo,
podemos aplicarlas en casa; o viceversa.

EJERCICIO
¿Cuáles son tus principales cualidades? En uno de los primeros capítulos
te hacía la misma pregunta. Una vez acabado este ejercicio, te invito a echar
un vistazo a tu respuesta —puede resultar curioso ver cómo ha cambiado tu
percepción desde que hiciste este ejercicio por primera vez—.
Marca tus cualidades con una «X». Puedes pensar en aquellas que
familiares, compañeros y amigos han utilizado para referirse a ti.

Aceptación

Autonomía

Alegría

Amistad

Asertividad

Autenticidad

Autocontrol

Bondad

Cautela
Compromiso

Compasión

Confianza

Cooperación

Creatividad

Decisión

Determinación

Dignidad

Empatía

Entusiasmo

Flexibilidad
Generosidad

Gratitud

Humildad

Igualdad

Ingenio

Iniciativa

Integridad

Justicia

Lealtad

Optimismo

Orden
Paciencia

Perdón

Persistencia

Prudencia

Resiliencia

Respeto

Responsabilidad

Sensibilidad

Sentido del
humor

Tenacidad

Tolerancia
Valentía
¿Cómo pueden ayudarte las cualidades que has marcado a hacer frente a
las situaciones en las que no te sientes capaz?

Tu situación actual no es definitiva


El miedo nos paraliza. El aprendizaje nos permite avanzar.
Si ponemos a la capacidad de aprendizaje en nuestro punto de mira nos
daremos cuenta de que, a pesar de que ahora no nos lo parezca, nuestra
situación puede cambiar. Mejor dicho: nosotros podemos cambiar nuestra
situación. Tenemos el poder de hacerlo.
De nuevo, nuestras capacidades, nuestros recursos están de nuestro lado
posibilitando el cambio. Pero para eso tenemos que quererlo y tenemos que
atrevernos. Y para atrevernos, precisamente podemos poner en una balanza
lo que ganamos si lo conseguimos, y lo que perdemos si no nos sale bien; y
siempre, siempre, debemos tener muy presente la pieza clave de este puzle:
el aprendizaje.

EJERCICIO
Durante los próximos días ponte a prueba, fuerza la máquina, activa
recursos y adquiere nuevas capacidades. Cada día haz algo que te de miedo,
algo que has estado evitando, algo que te acerque a tus metas y que te haga
crecer como persona. Puedes comenzar por aquello que te parece más
asequible e ir aumentando el nivel de dificultad de manera progresiva.

Día 1
Día 2

Día 3

Día 4

Día 5
Día 6

Día 7
CAPÍTULO 12
Poner límites

Siéntete libre de expresar tus derechos, tus opiniones y tus sentimientos


sin perjudicar a los demás ni someter a nadie. Siéntete libre de trazar
un punto y aparte. Siéntete libre de protegerte. Siéntete libre de decidir
qué quieres en tu vida y qué no.

Lo difícil de poner límites no es ponerlos


Poner límites puede resultar especialmente complejo en algunas ocasiones y
es uno de los retos más comunes en el ámbito de lo comunicativo y
relacional. No por las habilidades comunicativas que requiere —es cierto
que, a veces, comunicar un mensaje contrario a lo que se espera resulta
difícil—, sino por las consecuencias que pueden derivarse de hacerlo.
Estas dificultades suelen confundirse con problemas en la comunicación.
«Si no soy capaz de decir “no”, será porque no sé hacerlo, ¿no?»,
pensamos. Es por esto que muchas veces me decís: «me faltan habilidades
sociales» o «no sé comunicarme». Pero, explorando cómo os soléis
comunicar, a través de ejemplos descubrimos que ese no es el problema.
Que sois perfectamente capaces de comunicaros, que vuestro discurso es
coherente y vuestras argumentaciones están bien expuestas. Entonces,
¿dónde está el problema?
Poner límites es decir «no», es decir «basta», es decir «no me apetece»,
es defender nuestros derechos, es velar por nuestros intereses, es no dar
explicaciones, es no pedir perdón si no creemos que sea necesario, es
cerrar una puerta. Son acciones que todos sabemos hacer. No son
difíciles en sí mismas. Lo que nos cuesta es lo que hay detrás. Las
consecuencias de hacerlo.
Bajo una falsa cortina de humildad, nos creemos incapaces de decir: «mi
opinión también es importante», «por aquí no paso» y «no quiero esto en mi
vida». La autoestima es clave en este aspecto. Si no me quiero, si yo mismo
no me respeto, difícilmente me creeré con potestad para poner límites y
defenderme, para hacer valer mis derechos. Como consecuencia, en
ocasiones, puede que sienta que no se me escucha, que me pisan, que me
ningunean. Algo que mermará mi autoestima.
Y, al contrario, si me quiero, si me valoro, si me respeto y si me creo
capaz, sentiré que puedo expresar mi opinión. Que puedo poner límites,
aunque suponga un conflicto. Que puedo pedirle a alguien que cambie su
conducta, que deje de hacer algo que me molesta; aunque me enfrente a la
posibilidad de que no esté de acuerdo y eso signifique que tenga que
defender mi posición. Que puedo decir «no», declinar una petición o un
favor sin sentirme culpable, aunque esto signifique romper con las
dinámicas establecidas.
Al poner límites, al hacer todo lo anterior, es posible que me ponga a mí
mismo en una tesitura incómoda, incluso difícil de gestionar. Al hacerlo,
habré roto con el statu quo (con lo establecido, con lo que se espera de mí)
y es posible que eso no guste a mi entorno. Es posible que tenga que
defenderme o dar explicaciones —motivo por el cual he ido evitando poner
límites hasta ahora—. Y todo esto, gestionar situaciones que me
incomodan, defenderme… implica comunicarme de forma asertiva y, sobre
todo, sentirme capaz de ello.
Sentirme capaz de ello es precisamente un punto clave, como hemos visto
en anteriores capítulos. Si me siento capaz de asumir las consecuencias que
pueda acarrear poner límites, si me siento capaz de defenderme en caso de
que se me ponga en jaque, seré capaz de hacerlo. Y, al hacerlo, reforzaré mi
autoestima.
Hay diferentes razones que explican por qué nos resulta difícil o, incluso,
tenemos miedo a decir «no» y a poner límites. A continuación, veremos
algunas de las más comunes.
Evitar un conflicto es lo más importante
No nos gustan los conflictos. Los evitamos a toda costa. Los
consideramos una amenaza para la salud de nuestras relaciones (sean del
tipo que sean), y también para nuestra estabilidad emocional. Si los
conflictos no son una opción, a menudo optamos por una de las pocas
alternativas que nos quedan: tragar, mordernos la lengua. Pero, ¿cuál es el
resultado? ¿Obtenemos lo que queremos, o más bien salimos perdiendo? ¿Y
a la larga, en qué nos beneficia?
Los conflictos son propulsores del cambio. Como tales, deben ser
nuestros aliados. Son el instrumento a través del cual podemos optar a
que nuestra situación se parezca un poco más a cómo nos gustaría que
fuese.
Si algo no nos gusta, debemos decirlo; si queremos que la situación
cambie, debemos reformularla; y si las reglas que aplican no nos parecen
pertinentes, debemos poder renegociarlas. Y, todo eso, pasa por tener un
conflicto.
Lo que nos da pavor de los conflictos no son los conflictos en sí, sino lo
que puede derivarse de ellos. Los conflictos no son el problema; sino
nuestras habilidades para gestionarlos.
Leire parece tener una forma peculiar de entender la confianza y la
intimidad en lo que a amistades se refiere. Eva, una de sus amigas más
cercanas, acude a consulta. Ella sufre las consecuencias a menudo y, la
última vez, fue la más impactante para ella. Sucedió justo hace unos días.
¿Sabéis eso de que la información es poder? En el caso de Leire, las
confidencias de sus amigos le proporcionan algo parecido al poder:
atención, algo muy valioso para ella. Utiliza la (jugosa) información que sus
amistades comparten con ella para hacerse la interesante y obtener la
atención de otras personas.
«Es algo a lo que recurre a menudo», comenta Eva. «Lo aprendí al poco
de conocerla. Le pedí que, por favor, la próxima vez se abstuviera de contar
mis confidencias a terceros. Se enfadó mucho. Estuvo unos días sin
hablarme, y eso que se lo dije muy correctamente. Desde entonces, pienso
mucho qué información voy a proporcionarle. Pero el viernes pasado
exploté. La llamé al salir de la oficina. Tenía que hablar con alguien de lo
que me había pasado. Le expliqué un problema que había tenido en el
trabajo. Al finalizar la conversación me enteré de que, ¡casualidades de la
vida!, conoce a la otra chica implicada; van juntas al gimnasio. Imagina mi
cara al enterarme. De inmediato le dije que era top secret , que no dijera
nada. No sabes cómo me arrepiento, Montse… pero ¡¿qué iba a saber
yo?!».
¿Podéis imaginar cómo continua la historia? Leire habló con su
compañera de gimnasio, con quien Eva había tenido la desavenencia en el
trabajo. Eva está muy decepcionada y dolida. Se siente traicionada, otra
vez. «Le remarqué que era muy importante para mí que no dijese nada, al
menos por esta vez». Pero continua: «No quiero decirle nada; lo único que
voy a conseguir es empeorar la situación. Me la liará, y paso…».
Trabajamos este punto. Eva está en pleno derecho de manifestar su
frustración y desacuerdo ante las acciones de Leire. Se trata de un tema que
le había comentado en confianza y, una vez Eva supo que conocía a la otra
chica, le remarcó que debía quedar en secreto. Vale, Eva debe aprender la
lección: Leire no es la persona adecuada a quien contarle confidencias. Pero
no por ello debe callarse. Incluso si eso significa tener un conflicto. Incluso
si ello supone que Leire le deje de hablar por un tiempo.

EJERCICIO
¿Te sientes identificado con Eva? ¿Cuándo sueles evitar dar tu opinión o
hacer constar un desacuerdo para evitar un conflicto?

Imagina que fuese ella, Eva, quien estuviese en tu situación. ¿Qué le


aconsejarías? ¿Qué podría hacer?
Querer quedar bien
Queremos quedar bien, gustar y encajar. Pero ¿de qué nos sirve si para
hacerlo tenemos que cambiar nuestra forma de ser, de sentir y de
opinar?
Os presento a Luis. Un joven de 36 años, casado con Víctor e informático
de profesión. Luis se ha incorporado recientemente a una empresa familiar,
pero con gran potencial, unas semanas antes de Navidad.
Luis está en la cena de Navidad. Le ofrecen más vino. Él cree que ya ha
bebido suficiente y no le apetece beber más. Pero en vez de decir que no
quiere más, articula un «sí, gracias». Probablemente lo haga para no hacerle
un feo al anfitrión, para quedar bien; o quizás haya otros motivos más
profundos. Esta situación tiene muy poca importancia. Sin embargo, el
significado cambia dependiendo del contexto.
Imaginemos que sucede en la cena de empresa, y que Luis se sienta al
lado de su superior inmediato, Inma, quien le ofrece un poco más de vino.
El vino procede de un pequeño viñedo que tiene su familia en Sant Sadurní
d’Anoia. Habían estado hablando sobre ello durante unos minutos; a Inma
le apasiona el mundo del vino. Así que Luis pensó que rechazar el
ofrecimiento sería hacerle un feo, y no lo hizo.
Ahora imaginemos que Luis, en vez de estar en la cena de Navidad de la
empresa, está en casa de su familia política. Luis se siente cohibido delante
de su suegro. No es casualidad: su suegro, Manuel, suele ser bastante
intransigente. Esto es algo que Luis aprendió en las primeras interacciones
hace años. No hacía falta hablar de política o de economía para que Manuel
impusiera su opinión. Bastaba con hablar de cuestiones banales como
gastronomía o cine. Manuel siempre quiere tener la última palabra; lo
necesita. Y Luis ha aprendido a callar, a darle la razón, aunque sea a través
de su silencio para poner fin a la situación cuanto antes y evitar el conflicto.
Entonces, cuando Luis articula «sí, gracias» cuando le ofrecen más vino aun
a sabiendas que no le apetece beber más, Luis está agachando la cabeza y,
de nuevo, dejando de lado sus necesidades para evitar un conflicto.
Mientras que en la primera situación la elección de Luis es algo temporal
y fruto del no querer quedar mal —algo que todos hemos hecho en alguna
ocasión y que es perfectamente aceptable de manera aislada—; en el
segundo caso, nos encontramos con una situación de naturaleza muy
distinta: algo que se da de forma repetida y que puede causar mella a nivel
de bienestar.
Lo ideal sería que Luis, durante las primeras interacciones con su suegro,
se hubiese sentido capaz de decir «no», en vez de decir «sí» cuando no le
apetecía. En ambos casos, Luis podría decir «no» de forma amable pero
firme y hablar desde sus necesidades, velando por sus propios intereses.
Además, también podría explicar brevemente sus razones, sin recurrir a
excusas ni dar rodeos. Eso sí, sin extenderse demasiado en las
explicaciones, dando solamente las justas y necesarias.
Evitar el qué dirán
«Importa mucho más lo que tú piensas de ti mismo que lo que los otros
opinen de ti».
Séneca
Este punto está íntimamente relacionado con el anterior. Si nos negamos,
si declinamos hacer un favor o, incluso, si rechazamos un ofrecimiento, es
posible que nos expongamos a una crítica. Que si somos egoístas, que si no
nos importan los demás, que si los hemos decepcionado... A veces
intentamos evitar la crítica a toda costa; incluso si el hacerlo va en
detrimento de nuestro bienestar. Es ahí donde surge el problema que
verdaderamente debe importarnos.
Lo cierto es que parte de ese problema recae en el hecho de que
otorgamos a las críticas mayor valor del que deberíamos. O bien, resulta
que no estamos seguros de poder defendernos de las mismas, en parte
porque nos cuesta desmarcarnos de ellas —justamente por nuestras
inseguridades— y, por lo tanto, creemos más conveniente evitarlas.
Querer quedar bien, que los demás no piensen «mal» de nosotros... no
debe ser el foco de nuestras acciones ni decisiones. Como hemos visto en
capítulos anteriores, debemos ser conscientes de que no podemos agradar a
todo el mundo, de la misma forma que no podemos satisfacer a todo el
mundo. Y eso está bien, y es más sano que apostar por lo contrario.
¿Poner límites nos hace más vulnerables?
Otro de los motivos por los que evitamos poner límites es por no sentirnos
vulnerables. Es posible que pensemos que al poner límites estamos
ofreciendo información que nos hace más vulnerables, que damos pistas
sobre lo que no nos gusta, sobre lo que nos hace sentir mal. La información
es poder; y eso lo sabemos. Motivo por el cual evitamos arrojar luz sobre
las cuestiones que nos duelen y nos afectan.
De la misma forma que hemos puesto límites o que hemos dicho «no»,
dejando al descubierto nuestras vulnerabilidades —o eso creemos—,
podemos poner límites o decir «no» en el caso hipotético de que se utilicen
dichas vulnerabilidades en nuestra contra; en caso de que alguien decida
utilizar esa información a su favor.
Resulta curioso que poner límites, la misma estrategia que creemos que
puede hacernos sentir vulnerables al reflejar nuestras debilidades, sea
justamente aquella que nos proteja de las posibles consecuencias de
mostrarnos más vulnerables si se utiliza la información a nuestra
contra.
Justamente esto es lo que le sucedía a Belén. Acudió a terapia por motivos
laborales totalmente ajenos a su relación de pareja. Belén se mostraba como
una chica fría y dura, imperturbable. Sin embargo, contrarrestaba con lo que
comentó casi de casualidad sobre su relación de pareja. Decía que llevaba
«aguantando» —palabras textuales— situaciones que le molestaban desde
el principio de la relación.
Hablamos sobre las razones que la llevaban a evitar hablar de lo que le
molestaba, por qué no ponía sobre la mesa aquello que no le parecía bien.
«Porque si le digo lo que me molesta le estaré poniendo en bandeja cómo
puede hacerme daño», acabó sentenciando. Ahí lo teníamos. El motivo: no
quiero que me hagan daño, por eso no me muestro tal como soy. Si me
muestro vulnerable; si proporciono información sobre mis miedos o sobre
lo que no me gusta, corro el riesgo de que crean que pueden hacerme daño,
y efectivamente lo intenten y lo logren.
La idea es que Belén pueda manifestar lo que considere oportuno
independientemente de si, al hacerlo, le está proporcionando a Edu, su
pareja, información que según ella la pone en una tesitura arriesgada.
«Si Edu te quiere hacer daño, encontrará la forma de hacerlo; le
comuniques lo que te molesta o no. Pero las relaciones no tratan de hacer
daño; sino de respetarse, de apoyarse el uno al otro. Confía en él. Y confía
en ti y en tu capacidad para poner límites. La misma capacidad que
posibilitará que pongas límites y que puede dejar al descubierto tus puntos
débiles es la que te ayudará a poner freno si, en un caso hipotético, Edu
utiliza la información en tu contra». Este fue mi mensaje.
Ceder por no sentirnos culpables
Detrás del «no lo hago» o «no lo digo», o «lo hago» o «lo digo» porque
«no me quiero sentir culpable», se esconden multitud de asociaciones que
hacemos de manera automática en nuestra mente. «Le ayudaré porque si no
lo hago soy un mal amigo», «si le digo que no cuente conmigo, estaré
siendo mala hija», «cedo porque se lo debo»…
En todos estos casos el sentimiento del deber puede alejarnos de lo que
verdaderamente queremos o necesitamos. Es posible que consideremos que
le debemos algo al otro, que no podemos fallarle, o que está mal decirle que
no porque entre nuestros valores principales encontramos la lealtad y la
responsabilidad. Pero lo adecuado es que prioricemos nuestras necesidades.
No se trata de ser egoístas o de ponernos por encima de los demás; sino
de que haya un equilibrio entre nuestras necesidades y las ajenas.
Para conseguirlo, podemos preguntarnos en qué medida es necesario
nuestro esfuerzo y sacrificarnos más de lo necesario por el mero hecho de
no decir «no».
Justamente esto es lo que le pregunté a Júlia quien, a sus 24 años, ya se
había dado cuenta de que la vida que llevaba no le convencía. Se sentía
atada a su familia de origen —sobre todo a su madre—. Unos meses atrás,
se armó de valor y solicitó una beca de investigación en el extranjero. Hace
un par de días le comunicaron que se la han concedido. A Júlia le gustaría
estar dando saltos de alegría. Pero en vez de eso, se encuentra entre la
espada y la pared. No quiere abandonar a su madre. Pero, por otro lado,
sabe que, si se queda trabajando en el hospital, como quiere su madre,
sentirá que no ha tomado las riendas de su vida.
«Ella siempre dice que lo ha dado todo por nosotros. Y es verdad. Es así.
Se ha volcado tanto en Adrián y en mí que ahora no quiero abandonarla. Ni
defraudarla. Me sentiría terriblemente culpable».
Adrián es su hermano. Tiene 27 y curiosamente también se sintió como
Júlia en su día. Él salió del nido después de pensarlo mucho: le daba miedo
cómo su marcha podía afectar a su madre.
Lo cierto es que Ángeles, la abnegada madre de Júlia y de Adrián, había
querido lo mejor para sus hijos. Sin embargo, todos los esfuerzos ahora
jugaban en su contra: por miedo a las consecuencias de su marcha, por no
querer parecer desagradecidos, por miedo a sentir que la abandonan o a que
ella se sienta abandonada, por miedo a ser malos hijos… Júlia y Adrián se
habían convertido en una especie de prisioneros de su abnegación.

EJERCICIO
¿Te has sentido identificado con expresiones como «mala madre», «mal
hijo», «mala pareja», «mala amiga»…? En caso afirmativo, escribe en qué
situaciones suelen pasarte por la cabeza.

Pregúntate: ¿Son justas? Para responder a esta pregunta, imagina que tú


no eres tú, sino una tercera persona que se ha comportado exactamente
igual que tú hasta ahora. ¿Es justo que esa persona piense que es «mala
madre», «mal hijo», «mala pareja», «mala amiga»…, teniendo en cuenta
cómo se ha comportado, lo que ha hecho por y para la otra parte implicada
hasta la fecha? ¿Podemos llegar a la conclusión de que es «mala madre»,
«mal hijo», «mala pareja» o «mala amiga» solamente porque se niegue a
hacer algo en concreto, o porque ponga límites?
Demasiado implicados como para decir «no»
Es posible que, de tan implicados que estemos, nos sintamos directamente
responsables de las consecuencias de decir «no» y de poner límites. En
muchas ocasiones pensamos que, solamente porque hemos estado muy
implicados hasta la fecha, debemos continuar dándolo todo y ofreciendo el
mismo grado de implicación. Es posible que confundamos el haber dado
mucho con el tener que seguir dando. Pero no es así.
Tenemos derecho a cambiar de opinión, a pedir que se reformule la
situación, a renegociar los términos. Y a hacerlo sin sentirnos
culpables, independientemente de cuál haya sido la situación y nuestra
implicación hasta la fecha.
Este es el caso de Fran. Cuando llegó a consulta estaba desbordado.
Trabajaba a tiempo completo en una fábrica en el turno de noche. Por las
tardes, ayudaba a su hermana Alba. Según me comentaba Fran, Alba se
había establecido por cuenta propia como diseñadora freelance en el mundo
de ilustración de cuentos y le iba tan bien que había decidido iniciar una
editorial infantil.
Como en cualquier empresa que está comenzando, Alba necesitaba
muchas manos, pero contaba con pocos recursos. Así que le pidió a Fran
que la ayudara unas horitas a la semana. Esas horitas se convirtieron en 5-6
horas al día. Sin darse cuenta, Fran había pasado a trabajar más de media
jornada con su hermana. Y eso después de su jornada laboral completa en la
fábrica.
«No me importa. Es más, he descubierto que me gusta. Si las cosas van
bien en la editorial, no descarto dejar mi trabajo», me comenta Fran.
A priori , todo parece positivo: ayuda a su hermana a levantar la empresa.
Y, además, ha encontrado algo que le convence más que su actual trabajo.
Suena genial. Sin embargo, Fran se siente agotado.
«A lo tonto, a lo tonto, acabo trabajando más de 12 horas al día. El trabajo
en la fábrica es físico y me agota; y, a pesar de que me encanta trabajar con
Alba codo con codo, pasan los días y veo que la situación no mejora». Con
mejorar se refiere a poder dedicar menos tiempo a la empresa de su
hermana.
Fran siente que tiene que actuar. Ya no puede más. En su mente ha
imaginado una y mil veces qué y cómo le va a decir a Alba que no puede
contar con él con la misma implicación como hasta ahora. Pero no sabe
cómo hacerlo.
«Creo que sí sabes cómo hacerlo, Fran», le comento. «Lo que sucede es
que a estas alturas sientes que la editorial es casi tan tuya como de Alba
porque has estado implicado al máximo desde el principio, porque te gusta
trabajar con tu hermana y porque lo ves como una buena oportunidad
laboral».
«Es verdad», responde Fran. «Además, no quiero fallarle; ella cuenta
conmigo».

EJERCICIO
¿Te sientes identificado con Fran? En caso afirmativo, ¿cuándo sueles
sentirte así?

Imagina que fuese él, Fran, quien estuviese en tu situación. ¿Qué le


aconsejarías?
Miedo a quedarnos solos
Por miedo a perder, nos perdemos a nosotros mismos.
Este es uno de los motivos más complejos por los que nos cuesta poner
límites y decir «no», ya que es uno de los que nos toca más adentro.
Necesitamos rodearnos de personas. Abraham Maslow sitúa la socialización
y las necesidades que esta cubre, en la pirámide de las necesidades
humanas, después de las de carácter fisiológico y de la seguridad, como
podemos ver a continuación.

Desde pequeños hemos aprendido que no podemos estar solos.


Necesitamos a los adultos para lo más básico: para alimentarnos, para
mantener nuestras condiciones higiénico-sanitarias, para que nos enseñen a
vivir autónomamente… De hecho, lo llevamos en nuestro ADN. Nuestros
antepasados se cobijaban en la protección y el apoyo de la tribu. Juntos eran
más fuertes en todos los sentidos. Y para nosotros sigue siendo así. O eso
pensamos.
Cuando alcanzamos la edad adulta y salimos del nido no necesitamos de la
protección de nadie. Podemos bastarnos con nosotros mismos, con nuestras
capacidades y con nuestros recursos. Aunque a veces no lo sintamos así y
pensemos que verdaderamente necesitamos el apoyo y el confort que nos
proporcionan otras personas. En parte, lo pensamos porque raramente nos
ponemos voluntariamente en la tesitura de prescindir de otras personas en
nuestra vida. Sobre todo, de los más cercanos. De hecho, culturalmente está
mal visto tener pocas amistades; incluso equiparamos el estar sin pareja con
estar solos. Si lo hiciéramos, si prescindiéramos de la compañía de otras
personas de manera voluntaria, quizás nos sorprenderíamos de lo bien que
gestionaríamos la situación.
Pero es el punto que acabo de poner sobre la mesa al que debemos prestar
especial atención: en la relación que solemos hacer entre no tener pareja y
estar solos, como si se tratase de lo mismo. Una vez contextualizada la
importancia social de no estar solos, debemos preguntarnos ¿qué estamos
dispuestos a hacer para no estar solos? O, mejor dicho:
¿Qué estamos dispuestos a tolerar, a dejar pasar, por miedo a
quedemos solos?
A bote pronto os diría que cuanto más dispuestos a tolerar estemos, menos
nos queremos. Y esta relación no solamente funciona como causa y
consecuencia, sino que es un círculo vicioso: si no nos queremos, no nos
sentiremos capaces de poner límites; y si permitimos que no nos traten con
respeto, si no ponemos límites, sufriremos y nuestra autoestima se verá
gravemente afectada.
A nadie le gusta que le traten mal. ¿Por qué lo permitimos entonces? En la
mayoría de los casos porque pensamos que si ponemos límites estos no
serán aceptados y perderemos a esa persona. Y, cuando nuestra autoestima
no está en plena forma, perder a alguien no es algo que nos podamos
permitir ya que no nos vemos capaces de poder conseguir a alguien que
ocupe su lugar (un lugar que creemos que debe ser ocupado, porque no nos
creemos capaces de estar solos). De cierta forma llegamos a la conclusión
de que es a lo mejor que podemos optar. Y que, si perdemos a esa persona,
perdemos una parte de nosotros mismos con ella.
Debemos preguntarnos si queremos en nuestra vida a una persona que
no respete nuestros límites. Si tan bajo es nuestro precio que podemos
pasar por alto algo tan básico. ¿Lo queremos?
Fijaos que la pregunta es «¿lo queremos?» y no «¿lo necesitamos?».
Porque no debemos necesitar a nadie. Debemos poder ser libres de escoger
si queremos o no a alguien en nuestras vidas. Incluso en aquellos casos en
los que la relación de parentesco nos ate a esa persona, podemos escoger el
papel y la relevancia que dicha persona tiene para nosotros.
Es precisamente en este punto donde encaja a la perfección la frase hecha
a la que de vez en cuando solemos recurrir: Mejor solos que mal
acompañados. En el caso que nos ocupa vendría a ser algo así como:
Mejor solos que acompañados de alguien que no respeta nuestros
límites.
¿Mejor solos? Sí, mejor solos. Mejor solos que lidiando con personas que
no respetan nuestras necesidades ni nuestros límites. Veamos el ejemplo de
Gina para entenderlo mejor.
Gina es una joven de 32 años. La conocí a principios de 2016 envuelta de
un halo de frustración. Para aquel entonces llevaba dos años «en pareja» y
lo pongo entre comillas porque la relación era peculiar: Isaac estaba casado;
Gina era la otra.
Gina e Isaac hablaban a diario y a menudo quedaban para hacer deporte o
para tomar un café. Pero, sobre todo, lo que hacían era planes de futuro.
Hablaban sobre dónde vivirían, a qué restaurantes irían, adónde viajarían…
Y también de la familia que querían formar. Todo esto cuando él dejara a su
mujer. Algo que nunca sucedía.
Isaac «no podía dejar a su mujer», me comentaba Gina. Llevaban unos
años intentando tener un bebé y no se quedaban embarazados. Valeria, la
mujer de Isaac, estaba muy apenada y «no podía dejarla en ese estado».
«Eso la destrozaría», argumentaba Isaac.
Gina vino a varias sesiones. A cada palabra que articulaba en mi cabeza se
encendía un letrero gigante de luces rojas parpadeantes que decían: ¡Sal de
ahí, ya! Podéis imaginar la estrategia que consideramos con Gina. Plan A:
dejar a Isaac. Si en dos años no ha puesto fin a la relación con su mujer, es
altamente improbable que lo haga. Sin embargo, Gina insistía: «Yo lo
quiero, quiero estar con él y sé que la va a dejar». Tenía un gran enganche y
confianza casi ciega en él. Sentía que tenía que estar con Isaac costara lo
que costara, que era cuestión de paciencia y tenacidad. No concebía un
futuro sin él. Para ella, Isaac era el único hombre en la faz en la Tierra. Sus
palabras eran: «Ningún hombre se fijará en mí» y «él me quiere, no puedo
perderlo».
Exploramos una estrategia intermedia. Gina se sentía cómoda con el Plan
B: hablar con Isaac, darle un ultimátum. De esta forma todavía habría
posibilidad de tener ese futuro que tanto deseaba.
¿Adivináis que sucedió? A finales de 2018 Gina me pide cita. Yo no había
sabido nada más de ella en casi tres años tras un par de cancelaciones. Se
disculpó. Estaba avergonzada por no haber podido llevar a cabo la clara
consecuencia de un ultimátum cuando no se cumplen con los requisitos:
dejar a Isaac. Y reconocía que la situación se le había ido de las manos.
Tanto, que pensaba que las únicas alternativas eran estar con Isaac o irse de
este mundo. Estaba desesperada y desesperanzada. Ahora no llevaban dos
años juntos, sino cuatro (casi cinco). «Pero la cosa va avanzando, Montse»,
me decía Gina. Cuanto más tiempo pasaba, más había invertido apostando
por su no-relación. Con más motivo, tenía que salir bien. No había otra. Y
esa esperanza, o justo todo lo contrario, era el ingrediente perfecto para que
las promesas de Isaac tuvieran tanto peso.
La cosa iba avanzando, o eso es lo que Isaac quería que creyera al
compartir con Gina lo mal que estaba con su mujer, lo insoportable que se
estaba volviendo su relación. «Quiere irse de casa, es cuestión de días», me
decía Gina. La realidad es que llevaban así casi cinco años, aunque Gina
solamente veía los pequeños avances como si el resto de la situación y
como si ella misma no importaran.
Ahora el obstáculo para que su amor triunfase no era Valeria —ni el dolor
por el bebé que no podían tener—, sino los padres de Isaac. Según él, eran
chapados a la antigua y no entenderían cómo iba a dejar a su mujer por otra.
Así que necesitaba tiempo para allanar el terreno. «¿Cuánto?», le
preguntaba Gina. A lo que Isaac siempre respondía con un esquivo y
conveniente: «Estoy en ello, dame unos meses más».
Y así, promesa tras promesa, Gina se había conformado con la limosna de
afecto que Isaac le daba de vez en cuando. Durante cuatro años. Cuatro
años que pesaban mucho. Cuatro años en los que había vivido anhelando
tener una relación con Isaac; una relación que cada vez sentía como menos
probable. Sin embargo, ella estaba convencida de que debía seguir para
adelante. La esperanza era lo único que tenía. No podía permitirse poner fin
a su no-relación. Aquella no-relación se había llevado su autoestima por
delante. Ahora se veía vieja y fea y sin posibilidad de encontrar a una pareja
que le aportase lo que le aportaba Isaac —aunque, en lo más profundo, ella
sabía que no le aportaba nada o, al menos, no lo que ella quería, ya que no
se tenían en cuenta sus necesidades—.
Esta vez Gina vino a más sesiones y conseguimos transformar la
desesperanza en nuestra aliada. Aunque suene contradictorio, la
desesperanza le daba fuerzas, pero esta vez para poner fin a la relación.
Ahora era un «de perdidos al río». Trabajamos su autoestima y su imagen, y
entendió que podía conocer a alguien que no la tratase como Isaac, sino
alguien que pudiera proporcionarle lo que ella buscaba: una relación
estable, sin engaños, sin esperanzas rotas, sin segundos platos. Que si no
había conocido a otra persona no era porque ella fuese vieja, ni fea, ni
porque no tuviese otras posibilidades; sino porque estaba tan focalizada en
conseguir mover ficha en su relación con Isaac, que no daba cabida a otras
personas —potencialmente maravillosas que pudieran ofrecerle lo que
deseaba—.
Gina ahora tocaba de pies al suelo y se sentía más segura de sí misma:
sabía que Isaac no la debía ningunear (todavía) más, que ya había perdido
muchos años por la promesa de una relación que era poco probable que
existiera fuera de su mente y que la estaba utilizando para sentirse atractivo
y deseado.

EJERCICIO
¿Te identificas con Gina, en el sentido de que sientes que has dado mucho
a cambio de nada, solamente por el miedo a perder a esa persona? Es
posible que no te haya sucedido en el terreno sentimental. Si es tu caso,
piensa en otros ámbitos: los amigos, la familia, el trabajo…
¿Es realmente justo pensar que tienes que dar tanto solamente para no
perder a esa persona? ¿Es un tipo de dinámica que quieras en tu vida?

Imagina que Gina estuviese en tu lugar, que viviese la situación que has
descrito. ¿Qué le aconsejarías?
CAPÍTULO 13
Egoísmo sano

Me pongo en el centro de mi vida y no por ello debo sentirme mal. Al


hacerlo, no soy una persona egoísta ni desconsiderada. Al hacerlo,
ocupo el puesto que me pertenece. Al hacerlo, velo por aquello que
debe importarme más: mi bienestar.

Ponte en el centro de tu vida


«Tú eres lo único que falta en tu vida».
Osho
Estamos impregnados de una cultura que ensalza el sacrificio por los
demás. Como hemos visto en anteriores capítulos, solemos pensar en
términos dicotómicos de tal manera que acabamos creyendo que, si
sacrificarnos por los demás está bien visto, hacer lo contrario, anteponer
nuestras necesidades e, incluso, velar por nuestros intereses, está mal.
Esta aproximación, que aboga por dar prioridad a las necesidades e
intereses de los demás, a medio o largo plazo puede traducirse en estrés,
angustia o insatisfacción para con nuestra vida; justamente porque, al darle
prioridad a los demás, corremos el riesgo de olvidarnos de nosotros
mismos.
Como en tantas otras cuestiones en la vida, resulta difícil trazar la línea
entre lo aceptable y lo perjudicial; aunque la clave quizás esté en encontrar
el equilibrio entre lo que estamos dispuestos a ofrecer y velar por mantener
nuestro bienestar. Incluso entonces estaremos entrando en un terreno
pantanoso, porque ¿qué necesitamos para mantener nuestro bienestar?
Es posible que optemos precisamente por una aproximación centrada
en darnos a los demás como respuesta a una baja autoestima.
Proporcionar el apoyo que los demás necesitan nos hace sentir bien,
sentimos que aportamos valor.
Pero es un arma de doble filo porque estaremos entregando las riendas de
nuestro bienestar a otras personas: nos sentiremos más o menos bien en
función de cómo de agradecidas se muestren o de los resultados que
obtengan en aquellas áreas en las que les hemos brindado ayuda. Corremos
el riesgo de dar mucho y recibir poco —o nada— a cambio. Es entonces
cuando podemos caer fácilmente en el «con todo lo que hago por él, y mira
cómo me trata» o «si yo lo único que espero es un poco de gratitud».
A Elena le sucedía algo parecido: decidió iniciar un proceso terapéutico
con el objetivo de aprender a lidiar con el agotamiento emocional que
arrastraba fruto de dar más y más, y de sentir que recibía poco o nada a
cambio.
A Elena no le cuesta dar. Ese no es el problema. Al contrario: al hacerlo se
siente bien; se siente útil, realizada; siente que es importante en la vida de
otras personas; siente que la necesitan. Todo lo anterior contribuye a que la
autoestima de Elena se encuentre en una aparente buena forma. Pero, como
comentaba, anteponer las necesidades de los demás a las nuestras es un
arma de doble filo y, como consecuencia, el bienestar de la autoestima de
Elena es frágil. Mucho. Tanto, que queda supeditado a las respuestas que
Elena obtenga de las personas quienes la rodean y a quien prioriza.
«Me dan las gracias, sí; pero cuando yo necesito ayuda, nadie está
dispuesto a dármela», comentaba Elena. «¿De qué me sirve que estén
agradecidos, si a la hora de la verdad no puedo contar con ellos?»,
continuaba. «Con todo lo que he hecho por ellos…» añadía.
Elena se sentía poco apoyada; incluso, a veces, se sentía sola. Sentía que
no podía contar con nadie; que no se preocupaban por lo que le sucediese.
Como si de un boomerang se tratase, el bienestar que su autoestima había
experimentado al priorizar a los demás, se desvanecía de repente cuando
sentía que no era recíproco.
Le pedí que me pusiera ejemplos. Según comentaba, su entorno sí que le
proporciona ayuda; pero parece que no lo hacen con el mismo nivel de
prioridad, ni con el mismo grado de implicación que ella. Su pareja, su
familia, sus amigos, sus compañeras de trabajo... la tienen muy en cuenta,
pero no actúan como a Elena le gustaría: no actúan como ella ha actuado en
otras situaciones en las que sus allegados han necesitado ayuda; situaciones
en las que Elena les ha dado prioridad, anteponiéndolos a sus propias
necesidades.
Con Elena exploramos qué obtenía de anteponer a los demás a sus propias
necesidades, afianzando las hipótesis que habíamos formulado:
efectivamente, aumentaba su nivel de bienestar de forma temporal. También
analizamos las consecuencias a medio y a largo plazo, explorando los
potenciales resultados (algunos de los cuales ya se hacían evidentes como,
por ejemplo, el agotamiento emocional que experimentaba y que le había
llevado a buscar ayuda profesional).
Llegamos a un acuerdo: Elena se comprometía a dejar esta aproximación
temporalmente de lado mientras, de forma paralela, reforzábamos su
autoestima mediante estrategias más sanas y cuyas consecuencias fuesen
positivas tanto en el presente como a largo plazo.

EJERCICIO
¿Sientes que hay algo que has dejado de lado por anteponer las
necesidades o intereses de otras personas a las tuyas? En caso afirmativo,
argumenta tu respuesta.

Identifica las acciones que tendrías que llevar a cabo para poder
reorganizar tus prioridades y, así, situar a tus necesidades e intereses en su
legítima posición.
Primero yo, después los demás
No te dejes para después.
Es curiosa la dualidad con la que nuestra sociedad interpreta el egoísmo.
Este tiene muy mala fama; tanta, que acaba convirtiéndose en una cualidad
negativa de la que debemos renegar. Para muestra un botón: de pequeños
nos dicen «comparte tus juguetes, no seas egoísta». El mensaje está claro:
no debes ser egoísta, debes compartir.
Más tarde, cuando crecemos, entre amigos también nos decimos «no seas
egoísta» pero en otro tipo de situaciones como, por ejemplo, a la hora de
escoger un restaurante del gusto de todos. En ese momento, el egoísmo
cobra otro sentido. Ahora, «egoísmo» es poner tus intereses por delante.
«Eso no está bien», aprendemos.
Lo cierto es que nuestra sociedad piensa en el egoísmo en términos de
todo o nada. El resultado está claro: fomentar el rechazo del egoísmo que se
presenta en contraposición al altruismo. Por supuesto, el altruismo se
encuentra en la base del progreso de la sociedad en lo emocional y
relacional. Sin embargo, el entender el egoísmo en términos del todo o nada
hace que hagamos una lectura, para mí, errónea. Según mi experiencia,
parece que el rechazo al egoísmo que nos instauran desde pequeños nos
lleva a poner a nuestra persona en un segundo plano.
Hemos aprendido a actuar según la norma «primero los demás;
después yo». Siempre. En todas las situaciones.
Y nos parece bien, porque es lo que hemos aprendido y muestra una
versión de nosotros generosa, bondadosa. Una versión socialmente
aceptada. En algunos contextos esta aproximación seguro que nos aporta
ventajas. Pero os puedo asegurar que no en todos. De hecho, si
incorporamos esta máxima a nuestro día a día, el resultado obvio será que
los demás estarán por delante nuestro, literalmente. Y siempre.
Priorizaremos su bienestar al nuestro; velaremos por sus intereses, incluso
si son contrarios a los nuestros; y satisfaremos sus necesidades antes que las
nuestras. Porque «primero son los demás; y después yo».
Parte de mi aproximación terapéutica consiste en ponernos a nosotros
mismos en el centro de nuestra vida. En otras palabras: en adoptar una
estrategia egoísta. Sí, promuevo el egoísmo; pero un egoísmo sano
fundamentado en nuestra capacidad para poner límites y decir «no», como
ya hemos visto en el anterior capítulo. De hecho, en muchos casos forma
parte de mi lista de objetivos terapéuticos y resulta satisfactorio que me
digáis: «Montse, me he vuelto egoísta». Porque sé que no es un egoísmo
acompañado de desinterés por los demás. Tampoco estáis dejando de lado el
ayudarles, el estar ahí cuando os necesitan, el satisfacer sus necesidades en
la medida que os sea posible. No. Todo esto lo seguís haciendo. Pero siendo
conscientes de que primero estáis vosotros y vuestras necesidades.
Veamos el caso de Merche.
Merche tiene 36 años. Acude a terapia porque se siente perdida. Comenta
que su vida no tiene sentido, literalmente. Que va de un lado a otro
cumpliendo con sus obligaciones, pero que no encuentra pasión en ello, que
no tiene motivación para levantarse por la mañana y que siente su vida va
pasando, sin más.
Le pedí a Merche que me pusiera ejemplos de las actividades que lleva a
cabo durante su día a día. Trabaja y mucho, hace algunas horas extras y
llega tarde a casa. Los días que consigue respetar su horario, dedica su
tiempo a tener la casa recogida; y a hacer la cena y la comida del día
siguiente (todo esto con su pareja, con quien comparte responsabilidades).
Los días que tiene algo más de tiempo los dedica a visitar a su familia. Y
así, día tras día.
Merche no hace deporte, ni se dedica tiempo a ella misma (ni para
cuidarse, ni para relajarse). No para y, a las 11 de la noche, cuando se sienta
en el sofá cae rendida. Sin ganas de leer, algo que le gustaría incluir en su
rutina diaria, como hacía antes.
En terapia analizamos sus prioridades a través del siguiente ejercicio:
dibujé dos pirámides. Nos centramos en la primera. Le pedí a Merche que
en la cima de la pirámide situase aquello más importante en su vida, según
su opinión. Es decir, aquello que, según ella, debería tener máxima
prioridad de acuerdo con sus valores y con el tipo de vida que quiere tener;
aquello que va a hacer que se sienta auténtica y satisfecha con su vida. En
contraposición, lo que se encuentra en la base de la pirámide es aquello que
tiene que estar presente en su vida, pero en menor grado, ya que no lo
considera una prioridad.

Después le pedí a Merche que resituase las áreas o las facetas de su vida
en función del tiempo que les dedica.

Comparamos las dos pirámides y sacamos las siguientes conclusiones:


El trabajo se llevaba la palma, como en la gran mayoría de los casos (es la
consecuencia directa de pasar 8 horas o más trabajando). El trabajo cobra
una gran importancia en nuestras vidas; una importancia que no podemos
arrebatarle tan fácilmente porque nos proporciona un sustento para vivir.
Sin embargo, podemos acotar el tiempo que pasamos en el trabajo y la
interferencia del mismo en nuestra vida privada. Y en eso trabajamos: en
identificar los motivos por los que Merche tenía que quedarse más tiempo
en la oficina, haciendo horas extra, y desarrollamos herramientas para que
su trabajo fuera más eficaz y aprovechase el tiempo al máximo pudiendo
volver a casa cuando acabase su jornada laboral, y no cuando acabase las
tareas pendientes (tareas que, por cierto, nunca se acababan).
Entre las estrategias, estaba el decir «no» a compañeros que le pedían
ayuda para acabar sus tareas. Merche les ayuda encantada. Pensaba que era
un quid pro quo : un día te ayudo yo, otro día me ayudas tú. Pero la balanza
no estaba del todo equilibrada; como consecuencia, no solamente sentía que
la situación era injusta, sino que las tareas de los demás perjudicaban sus
entregas.
También trabajamos el decir «no» a su jefe. De cada reunión semanal se
derivaban propuestas para nuevos proyectos que Merche debía desarrollar y
para las que no tenía tiempo. Con su jefe no utilizaría un «no» rotundo, sino
un «puedo dedicarle tiempo a desarrollar esta propuesta de proyecto, pero
tendremos que reajustar prioridades o plazos de entrega».
Las tareas de casa también le robaban mucho tiempo. Merche y su pareja
tenían las tareas distribuidas al 50%. Sin embargo, ella acababa haciéndolas
prácticamente todas por dos razones: porque su pareja no las hacía
suficientemente bien o porque no les daba prioridad y no estaban hechas
cuando ella desearía. Este punto lo trabajamos relativizando la importancia
de la calidad de la ejecución de las tareas del hogar y el momento en que
debían hacerse. Merche se dio cuenta de que, quizás, les estaba otorgando
demasiada importancia y que verdaderamente podían esperar, o bien podían
prescindir del grado de perfección que ella deseaba.
La familia de origen de Merche parecía tener una actitud muy
demandante, motivo por el cual, en la segunda pirámide decidió separar
familia de pareja. Sentía que su familia de origen interfería en su tiempo
libre. Su padre la llamaba para que lo ayudara con una cosa o con la otra,
porque sabe que es resolutiva y que no lo iba a dejar colgado. Y su madre le
enviaba mensajes cada día, pidiéndole su opinión o desahogándose. Por lo
que me cuenta Merche, sus padres no están pasando por un buen momento:
tienen algunos problemas matrimoniales y les cuesta gestionar la
enfermedad de uno de sus hermanos. Su madre está agotada y a menudo se
siente perdida, que no sabe por dónde avanzar; y se apoya en Merche para
tomar unas u otras decisiones.
Ahondamos al respecto. Su familia es muy importante para ella, pero eso
no significaba que siempre debiera acudir a su llamada. Llegamos a la
conclusión de que era mejor proporcionar herramientas, que hacerlo ella
misma. De esta forma, estaría fomentando la independencia de sus padres y
hermanos. Así lo hizo, aunque con cierto grado de culpabilidad que empezó
a disiparse cuando entendió que la independencia y la autonomía que estaba
fomentando no solamente le iba a repercutir positivamente a ella misma,
sino también a su familia. También aprendió que es mejor disfrutar de la
compañía de su familia, que no visitarlos solamente como respuesta a una
llamada de ayuda a la que acudía casi a regañadientes fruto del agotamiento
que había acumulado.
Gracias a haber liberado tiempo y esfuerzo de otras áreas, Merche ahora
podía invertir tiempo en lo que verdaderamente le importaba. Hacía yoga
cada mañana (10 minutos) y se tomaba el café tranquilamente en su balcón.
Era su forma de empezar el día, disfrutando de lo que le gusta. Había dado
rienda suelta a su pasión por la cocina. Se había aficionado a pintar
mandalas al llegar del trabajo para desconectar. E incluso se había creado
un rincón de lectura en casa. Ahora sentía que poco a poco estaba
recuperado las riendas de su vida.

EJERCICIO
¿Qué áreas o facetas de tu vida son importantes para ti?

Distribúyelas en la pirámide, situándolas en una posición u otra según su


grado de importancia: en la cima debes situar aquellas áreas o facetas que
son, según tus valores y la vida que quieres tener, más importantes.

¿A qué áreas o facetas dedicas más tiempo?

Distribúyelas en la pirámide, situándolas según el tiempo que inviertes en


ellas: en la cima debes situar aquellas áreas o facetas a las que dedicas más
tiempo. Y, en la base, aquellas áreas o facetas a las que dedicas menos
tiempo.
Echa un vistazo a las dos pirámides.

¿Qué ves? ¿Hay diferencia en cuanto a la posición que ocupan algunas


áreas o facetas, al comparar las dos pirámides? En caso afirmativo, ¿cuáles?

Imagina que estas pirámides no fuesen tuyas, sino mías. ¿Qué me dirías?

Transforma estas sugerencias en acciones. ¿De qué manera puedes hacer


que las dos pirámides se parezcan más la una a la otra?
El peligro de pensar en términos de «lo merezco»
El verbo «merecer» y la autoestima están íntimamente relacionados.
Cuando nuestra autoestima no está en plena forma, solemos creer que
somos menos merecedores de éxitos, de todo lo bueno que nos pase; pero
también del afecto que recibamos y de que se nos trate bien.
En mi opinión, pensar en términos de «lo merezco», resulta peligroso.
¿Quién estipula qué hay que hacer o tener para considerar que hemos hecho
méritos para tener tal cosa? ¿Cuál es el precio a pagar para considerar que
lo merecemos ?
Imaginemos que alguien de nuestro alrededor nos infravalora
sistemáticamente. Si acabamos comprando su mensaje, si acabamos
creyendo que no valemos, que no somos capaces, consideraremos que
merecemos todo lo malo que nos pase; porque no merecemos más, no
merecemos algo mejor. Pensar en clave de «lo merezco» o «no lo merezco»
habrá abierto la puerta a situaciones injustas en las cuales no nos
defendamos porque consideraremos que mereceremos que nos traten así;
que no nos merecemos que nos traten mejor.
No hace falta llegar a ese extremo para darnos cuenta de lo perjudicial que
puede ser mantener este mensaje en nuestro diálogo interno. No es
casualidad el uso que le damos a la frase «tiene lo que merece» cuando
alguien tiene una actitud reprochable y nos enteramos de que las cosas
podrían irle mejor. Y lo mismo aplica, aunque en el sentido contrario,
cuando intentamos buscar una explicación de por qué las cosas no nos van
tan bien como nos gustaría: «tengo lo que merezco» suele ser una de las
explicaciones a las que recurrimos. Al aceptarla, estamos aceptando con una
actitud un tanto derrotista ante la vida que, si no tenemos más, es porque no
somos lo suficientemente buenos. En otras palabras: que hay algo en
nosotros que no está del todo bien, o que no nos esforzamos lo suficiente.
Al hacerlo, nos recordamos todo aquello que podríamos ser, pero que no
somos porque somos incapaces de serlo, porque no merecemos serlo. En
vez de darnos un golpecito en la espalda, nos damos de bruces con una
realidad que gracias a frases de este tipo tiene una connotación
innecesariamente más negativa.
Mantenemos en nuestro discurso interno afirmaciones de este tipo porque
nos protegen. Como si estuviéramos echando balones fuera, delegamos
nuestra responsabilidad a la vida; dejamos que sea ella quien decida si
merecemos más, o si con lo que tenemos, con lo que somos, ya nos debe
bastar. Y todos los recursos que destinamos en pensar de esta forma son
recursos que dejamos de destinar a lo que verdaderamente importa:
Tomar las riendas de nuestra vida y responsabilizarnos de quiénes
somos y de nuestras acciones.
Y también funciona al revés: si pienso «debo merecer todo lo que tengo»,
estoy añadiendo presión innecesaria. De nuevo, ¿quién estipula qué tengo
que hacer para merecer lo que tengo? Sin querer, podemos volver a caer en
la trampa de tener que dar más y más de nosotros, de exigirnos más y más
hasta que nos consideremos merecedores; y eso es poco probable que
suceda si nuestra autoestima no está en plena forma.

EJERCICIO
Haz memoria e intenta identificar situaciones en las que has pensado que
no merecías algo. ¿Cuáles son? ¿Qué es lo que crees que no mereces?

¿De dónde proviene esta creencia? ¿Por qué crees que no lo mereces?
Tienes derechos; hazlos valer
En el capítulo anterior exploramos distintos motivos por los que nos
puede resultar difícil decir «no» o rechazar una petición. Pero poner límites
no acaba ahí. Poner límites también significa pedir que nos traten con
respeto y dignidad, poder expresar nuestros propios sentimientos y
opiniones, ser escuchados y tomados en serio, establecer nuestras
prioridades y actuar en consecuencia, ser independientes, decidir qué hacer
con nuestro cuerpo o con nuestro tiempo o dinero. Y todo ello, sin sentirnos
culpables. Porque estamos en nuestro pleno derecho. Porque es legítimo.
Porque podemos hacerlo.
Podemos decirnos: «Conozco mis derechos y los hago valer. Y eso no
significa que sea egoísta, ni desconsiderado. Sino que me quiero, que
me valoro y que me respeto. Y pongo límites si lo considero oportuno».
Imaginemos qué sucede si dejamos de lado nuestros derechos. Sucede que
conflicto tras conflicto, situación tras situación, vamos optando por callar.
La otra persona va ganando terreno, va reduciendo nuestros derechos a la
vez que vamos dejando de lado nuestras opiniones e, incluso, intereses. Las
aportaciones que hacemos a nuestra vida van perdiendo peso frente a las de
la otra persona. Debemos preguntarnos: ¿Queremos que esto suceda?

EJERCICIO
Piensa en experiencias recientes e identifica en qué situaciones te ha
costado:

Pedir que te traten con respeto y dignidad.


Expresar tus sentimientos y opiniones.

Pedir ser escuchado y tomado en serio.

Establecer tus prioridades y actuar en consecuencia.

Ser independiente en tus acciones y decisiones.


Decidir qué hacer con tu tiempo, tu cuerpo o tu dinero.

Tener éxito y celebrarlo.

Disfrutar.

Este ejercicio no acaba aquí. Ahora que has identificado las situaciones en
las que te cuesta hacer valer tus derechos, presta atención a situaciones
parecidas que puedan darse en el futuro y, a partir de ahora, hazlos valer.
Hazlo con respeto, con empatía, sin pisar los derechos de la otra persona;
pero hazlo. Para hacerlo puedes utilizar la siguiente fórmula:
«Me siento… (emoción) cuando tú… (acción de la otra persona). Me
gustaría que… (propuesta de cambio)».
Esta fórmula nos permite expresar cómo nos sentimos y, por lo tanto,
fomentar la empatía de la otra persona. Y no solo eso, sino que también le
hacemos una sugerencia de cambio: le aportamos información sobre qué
consideramos que podría hacer para mejorar la situación. O, simplemente,
podemos optar por articular un: «Me gustaría que… (propuesta de cambio),
en vez de… (acción de la otra persona)» cuando queremos que la otra
persona cambie su conducta.
Decir «no me importa» sin sentirnos culpables
¿Cuántas veces te has visto hablando sobre un tema durante más tiempo
del que te apetece por no sentirte culpable al decir «no me importa»?
¿Cuántas veces te has encontrado haciendo algo que no te apetecía o que no
te interesaba solamente porque te parecía grosero o desconsiderado no
mostrar interés?
Habitualmente no barajamos la posibilidad de decir «no me importa».
Está poco aceptado expresar tal cosa abiertamente en situaciones sociales.
Debemos mostrar interés por lo que se nos explica. Es así, si queremos
mantener nuestras relaciones a flote. Sin embargo, es compatible con el «no
me importa». Porque no se trata de decir «no me importa» de manera
tajante o grosera; sino de expresarlo debidamente, de forma educada y
empática, teniendo en cuenta los sentimientos de la otra persona. Y si
podemos incluirlo en nuestras interacciones sociales, también podemos
integrarlo en nuestro diálogo interno como estrategia para mantener nuestro
criterio y saber a qué queremos destinar recursos como nuestro tiempo y
nuestra atención.
Cada persona tiene intereses y necesidades distintas. No tenemos por qué
compartirlas. Es absurdo. Eso es justamente lo que se refleja en el «no me
importa». No se trata solamente de decir «no me importa», sino de actuar en
consecuencia. Si a las personas que nos rodean les gusta una determinada
afición, no estamos obligados a compartirla. Ni a hablar de ello. Podemos
cambiar de tema cuando sintamos que ya no nos apetece seguir hablando de
ello; por supuesto, siendo respetuosos y educados, u optando por hacer un
cambio de tema sutilmente.
Lo mismo sucede cuando se nos explica un problema. Es posible que
estemos tentados a ayudar a la otra persona a resolverlo, sobre todo si
tenemos tendencia a responsabilizarnos de los problemas ajenos —algo que
podemos hacer por sentir que somos importantes para esa persona, para
reafirmar nuestra valía y mejorar temporalmente nuestra autoestima—.
Lo adecuado es proporcionar apoyo a la vez que velamos por nuestros
intereses y necesidades.
Antes de responsabilizarnos de un problema que no nos pertenece,
debemos valorar lo siguiente: que no solamente estaremos destinando
nuestros recursos a algo que no nos corresponde; sino que, además,
estaremos privando a la otra persona de la posibilidad de desarrollarse.
Podemos optar por proporcionar herramientas y estrategias más que la
mano de obra. Así, todos salimos ganando.
Este era el caso de Ángel, quien recibía llamadas de su hermana pidiendo
ayuda cada dos por tres. Si no era por un problema del coche, era para que
le resolviera papeleo o para que le hiciese gestiones. Viviana, la hermana de
Ángel, es una chica de 26 años muy capaz. Había salido del nido
recientemente y parecía que le costaba arreglárselas ella sola. Sin embargo,
en otras áreas de su vida, como en el ámbito laboral, demostraba que podía
con todo y más.
«Resulta curioso que cosas tan básicas se le resistan», comentaba Ángel.
«El otro día estaba en una reunión importante y me llamó porque le habían
saltado los plomos y no sabía qué hacer. Entiendo que la primera vez se
bloquease; pero ya van tres. Otro ejemplo: el jueves pasado estaba bañando
a mi hija de 7 meses y me llama. No se lo cogí. Llamó a mi mujer al
trabajo. Parecía urgente. Me asusté. Vestí a mi hija deprisa y corriendo y la
llamé en seguida. Me explicó un conflicto que había tenido con su pareja.
Sinceramente, hemos llegado a un punto en que siento que me llama
solamente para explicarme sus problemas. Y me agota. En ese momento me
hubiera gustado decirle: “no me importa lo que te pase”. Sé que no es así,
¡claro que me importa lo que le pase!, pero no cuando ella quiere que me
importe, no en ese momento».
Viviana había aprendido a solucionar sus problemas a golpe de llamada.
Antes lo hacía con sus padres: siempre estaban disponibles, incluso antes de
que los necesitara. Ahora que sus padres se habían ido a vivir al pueblo y
los tenía lejos, Ángel había tomado el relevo.
«Por supuesto que me preocupo por mi hermana y quiero estar ahí para
ayudarla cuando lo necesite. Me siento culpable por lo que te voy a decir.
No quiero parecer egoísta, pero me gustaría que me necesitase menos… Me
importa lo que le pase y quiero que esté bien. Pero no creo que sea
necesario que me llame día sí y día también para explicarme sus pequeños
problemillas cotidianos, o para que lo deje todo para sacarle las castañas del
fuego».
Con Ángel trabajamos en base a la premisa: «Regala un pescado a un
hombre y le darás alimento para un día; enséñale a pescar y lo alimentarás
para el resto de su vida». Le pedí que, a partir de ahora, en vez de responder
a las necesidades de su hermana, le diese las claves para que ella misma
encontrara lo que necesitaba y pudiese resolver sus propios problemas.
Todo esto debía acompañarse de una pequeña charla que girase entorno al
crecimiento de Viviana, a partir de la cual ella se sintiese más capaz y
segura de sí misma a la hora de sacarse las castañas del fuego para que no
necesitase que su hermano lo hiciera por ella.

EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Ángel? En caso afirmativo, ¿en qué tipo
de situaciones o con qué personas en concreto?

¿Qué podrías hacer para actuar acorde con el «no me importa», para no
implicarte en cuestiones a las que no te apetece dedicarles recursos ni
tiempo, o no con tal nivel de implicación?
CAPÍTULO 14
Yo me cuido, yo me quiero

Si no te dedicas tiempo a ti mismo, ¿a quién se lo vas a dedicar?

Autocuidado
El autocuidado se refiere a las prácticas cotidianas que llevamos a cabo con
el objetivo de garantizar y promover nuestro bienestar físico, mental y
emocional. Prácticas que requieren tiempo. Tiempo del que a menudo no
disponemos. O, mejor dicho, tiempo que a menudo no buscamos, o no nos
reservamos, o destinamos a otras cuestiones que consideramos más
importantes. Porque creemos que otras personas u otras cuestiones pasan
por delante nuestro, que no somos prioridad. Que podemos esperar y
compensarlo en el futuro. Y que eso no va a tener consecuencias; o que, si
las tiene, podremos lidiar con ellas porque en ese preciso momento nosotros
no somos lo importante.
Este era el caso de Laia, la exitosa dermatóloga propietaria y directora de
un centro médico interprofesional en el que ejercía su profesión a tiempo
completo. Laia estaba casada con un colega de profesión, copropietario del
centro médico. Y tenía un hijo.
Laia vino a consulta desbordada. Estaba todo el día de arriba abajo. Sentía
que no podía más. Ejemplo de ello, comentaba, es que se había descuidado.
Ya no leía, ni hacía deporte, ni dedicaba tiempo a comer con tranquilidad.
Pero cada día dedicaba casi una hora a arreglarse el pelo y a maquillarse. Al
principio sentí la tentación de felicitarla por dedicarse ese tiempo; pensé
que a pesar del ajetreo había podido preservar una rutina de autocuidado.
Pero me sorprendió tanto que encontrase tiempo para arreglarse el pelo y
maquillarse, y no para otras cuestiones que parecían importarle, que decidí
preguntarle al respecto.
Dedicamos unos minutos a este punto. Laia no se arreglaba el pelo ni se
maquillaba para ella misma, sino que lo hacía para beneficio de su imagen
como profesional. Creía que su imagen tenía que ser impoluta y estaba
dispuesta a destinar los recursos que fuesen necesarios. De alguna forma
había hecho la conexión:

Imagen cuidada Profesionalidad

Y, como ya sabemos, este tipo de asociaciones juegan malas pasadas si


giramos el orden de los factores:

Imagen no cuidada Falta de profesionalidad

Trabajamos al respecto. Casualmente, ese día yo llevaba el pelo recogido


en un moño en el que había invertido apenas un minuto. Mi peinado nos
vino como anillo al dedo. Le expliqué lo que había tardado y le pedí que
honestamente me dijera si consideraba que mi peinado me hacía parecer
menos profesional.
«No, Montse. Para nada. De hecho, he pensado: qué peinado más ideal
para trabajar».
Después exploramos qué caracterizaba, desde su punto de vista, a una
buena profesional. Para ella, tener conocimientos, saberlos aplicar a cada
caso y, sobre todo, tratar a los clientes con el cariño y la atención con que le
gustaría que le tratasen a ella. Añadió una coletilla: y una imagen impoluta.
No bastó mediar más palabras para que Laia comprendiese que todas las
cuestiones que caracterizan a una buena profesional no están relacionadas
con el tiempo que invierte delante del espejo. En seguida se comprometió a
explorar otras opciones de peinado y maquillaje que requirieran menos
tiempo.
A la siguiente sesión Laia tenía otra actitud. Se sentía empoderada por
poder pensar que su imagen de profesional no estaba relacionada con el
tiempo que dedicase delante del espejo, sino con sus conocimientos y con el
trato que ofrecía. No solamente fue un alivio poder pensar en esos términos,
sino que ahora se valoraba más como profesional. Además, había
encontrado una forma de invertir el tiempo en su propio beneficio: cada
mañana salía a tomarse el zumo de naranja a la terraza, con tranquilidad,
saboreando ese momento para ella.
Laia estaba reaprendiendo a cuidarse.

EJERCICIO
¿En qué actividades inviertes demasiado tiempo, teniendo en cuenta el
poco beneficio que suponen para tu bienestar físico y emocional?

¿Cuánto tiempo estarías dispuesto a invertir —pensándolo fríamente— en


estas actividades?

¿Qué cambios puedes llevar a cabo para asegurarte que inviertes el tiempo
que realmente consideras que merece cada actividad?
Me doy permiso para…
Resulta curioso cómo podemos ser indulgentes con los demás, lo rápido
que entendemos que otras personas necesitan su espacio, lo comprensible
que resulta que escuchen sus necesidades. Resulta curioso cómo las mismas
reglas no aplican a nuestra persona. Resulta curioso cómo nos cuesta ser
tolerantes y compasivos con nosotros mismos; cómo nos cuesta
escucharnos, identificar nuestras necesidades y actuar al respecto. Y todavía
nos cuesta más si eso significa decir «no», si para ello tenemos que ser
egoístas (en el buen sentido, como ya hemos visto).
Lo cierto es que nosotros también necesitamos sentir, sanar, poner límites,
pedir espacio, soñar, crear, crecer, descansar y querernos. Y, cuando nos
concedemos el tiempo para hacerlo, lo tratamos como una excepción, como
un favor que nos hacemos, algo a tener en cuenta muy de vez en cuanto.
Como si solamente lo necesitásemos ese día, en ese momento, de manera
puntual.
¿Por qué no escucharnos más a menudo y proporcionarnos aquello que
necesitamos?
¿Por qué no apostar por sentir, sanar, poner límites, pedir espacio, soñar,
crear, crecer, descansar y querernos cada día, o siempre que lo necesitemos?
¿Por qué dejar que se convierta en una excepción?

EJERCICIO
Durante los próximos días escúchate, identifica lo que necesitas y actúa en
consecuencia. Ofrécete un espacio para ti mismo. No esperes encontrarlo,
sino búscalo activamente. Libera espacio para tus necesidades
reorganizando tus prioridades.
Me doy permiso para sentir…

Me doy permiso para pedir espacio cuando…

Me doy permiso para poner límites cuando…

Me doy permiso para descansar en vez de…

Me doy permiso para quererme, especialmente cuando…


Solo por un día… priorízate. Escucha tus necesidades y actúa en
consecuencia. Despliega todo lo aprendido en capítulos anteriores y utiliza
las estrategias que consideres convenientes para ponerte en el centro de tu
vida. Quizás te cueste hacerlo siempre; por eso, empieza por hacerlo hoy.
Solo por un día.
Pequeños placeres cotidianos
Cada día lo mismo. Día tras día. Rompamos la rutina con pequeños
placeres para los sentidos.
Es curioso cómo solemos preferir quedarnos en la zona de confort y, a la
vez, cómo lo cotidiano nos suele generar cierto rechazo. Lo cotidiano, lo
rutinario tiene mala fama. Quizás sea porque asociamos lo cotidiano con
monotonía, con falta de un componente sorpresa que nos resulta atractivo,
con aburrimiento. Pero afrontémoslo; lo cotidiano está a la orden del día.
Eso es algo evidente e irrefutable. Entonces, ¿por qué no utilizarlo a nuestro
favor?
Cada día interactuamos con muchas personas de distinta manera. Cada día
nutrimos nuestros sentidos con distintas experiencias de muy variada
naturaleza.
Cada día es un tesoro para nuestros sentidos, para nuestra mente.
Observamos, olemos, saboreamos, palpamos, escuchamos, hablamos,
sentimos... infinidad de estímulos.
De hecho, nuestro cerebro puede estar tan abrumado por todos esos
estímulos con los que entramos en contacto que tiene que priorizar. Y así lo
hace: dirige nuestra atención a lo que considera importante, a lo que, a
menudo, nos preocupa, dejando de lado todas aquellas experiencias que
podrían resultar tremendamente enriquecedoras de no pasar desapercibidas.
Recibir unas palabras de aliento, comer una onza de chocolate, oler el
aroma a café recién hecho, el tacto de las sábanas limpias al meternos a la
cama, hacer sonreír a alguien... Todas estas experiencias están ahí, en
nuestro día a día. Pero estamos tan ocupados con otras cuestiones que nos
parecen mucho más importantes, que las ponemos en segundo plano. En un
demasiado invisible segundo plano.

EJERCICIO
Lee con atención los siguientes ejemplos de placeres cotidianos. Marca
con una «X» aquellos con los que disfrutes y proponte integrarlos en tu día
a día.

Tomarme una taza de café o té


Comerme el currusco de pan recién hecho de camino a casa
Darme cuenta de que tengo personas a mi alrededor que me quieren y
me apoyan
Llevar a cabo o recibir un gesto de amabilidad
Mostrar mi gratitud
Hacer o recibir un halago sincero
El tacto de las sábanas limpias
Leer en la cama
Escuchar una canción que me motive o me emocione
Ver la imagen del fondo de pantalla del móvil
Quedar con amigos
Escribir algo bonito sobre mí y sobre cómo me siento
Que me cuenten (o contar) un chiste o una frase ingeniosa
Unas palabras de afecto
El olor a limpio en la ropa y en la casa
El frío invernal o el calor veraniego en contacto con mi piel
Las flores, su olor, sus colores, su textura
El agua caliente (o fría) de la ducha
Divagar sobre algo que me ilusione
Comprar un libro
Tener unos minutos de inspiración
Oler a comida recién hecha
Llegar a conclusiones reveladoras
El silencio de la noche
Quedarme cinco minutos más en la cama antes de levantarme
Los objetos y fotografías que me traen recuerdos bonitos
Sentir los rayos de sol en la piel
Que me den o dar un abrazo sincero
Gratitud: un paso más cerca de una vida plena
La gratitud es una de las inversiones menos arriesgadas y más
beneficiosas que podemos hacer.
A menudo solemos centrarnos en lo negativo, en aquello que no nos
gusta, en aquello que nos gustaría que fuese distinto. Al centrarnos en ello,
dejamos de lado todo aquello bueno que hay a nuestro alrededor y en
nuestra vida. Todo aquello que nos aportan las personas que forman parte de
ella, y todo lo bueno que nosotros también podemos aportarles.
La gratitud nos permite ser más conscientes de todo aquello de lo que
podemos estar agradecidos pero que, como no nos resulta nada nuevo,
como lo tenemos muy integrado en nuestra vida, damos por sentado que
debe ser así, que no puede ser de otra forma.
Gratitud no es decir «gracias», es agradecer plenamente siendo
conscientes de por qué damos las gracias. Gratitud es dedicar unos minutos
a pensar de manera activa por qué motivos podemos estar agradecidos, a
quién y por qué podríamos dar las gracias, qué cosas buenas tenemos en
nuestra vida, con qué estamos satisfechos, incluso qué nos gusta de nosotros
mismos… Y dar las gracias por todo lo anterior.
Existen muchas formas de practicar la gratitud: desde escribir una carta a
alguien explicando por qué estamos agradecidos; a dedicar un minuto al día
a reflexionar por qué podemos dar gracias reflexionando sobre lo sucedido
en ese día en cuestión; a hacer una lista con los motivos y las personas a
quien podemos estar agradecidos por lo sucedido durante la semana o a lo
largo de nuestra vida.

EJERCICIO
Como comentaba, practicar la gratitud no es dar las gracias. Practicar la
gratitud va más allá. Te propongo que empieces a hacerlo (si todavía no
forma parte de tu día a día) con un simple ejercicio que puedes incorporar a
tu vida cotidiana.

Me doy las gracias por…

Doy las gracias a la vida por haberme puesto en una situación que me ha
resultado difícil, pero que me ha permitido aprender a…

Doy las gracias por tener en mi vida a…

Doy las gracias a… (una persona) por… (una acción). Puedes ir un paso
más allá y que tu gratitud no quede en estas líneas: valora la posibilidad de
manifestarle tu gratitud a esa persona. Un pequeño gesto como este puede
marcar la diferencia en tu día y en el suyo.
Doy las gracias por haber tenido la oportunidad de…

Me doy las gracias por haberme esforzado para…

Doy las gracias por el apoyo recibido por parte de… (una persona) para…
(un propósito). En este caso también puedes valorar la posibilidad de
manifestar tu gratitud a la persona que te ha mostrado su apoyo.
Soy quien soy gracias a… (experiencias que te han ayudado a crecer y a
ser quien eres en la actualidad).
Tu camino empieza aquí

Gracias por haber llegado al final de este libro. Espero que mis reflexiones
hayan arrojado luz a aspectos que te ayuden a crecer, a acercarte a la
persona que quieres ser y, sobre todo, a valorarte, a respetarte y a quererte
más y de forma más sana. Deseo que así sea. Este ha sido el objetivo de
cada una de las líneas que he escrito y de cada uno de los ejercicios que te
he propuesto. Y si tu autoestima es más fuerte y más sana que cuando
empezaste a leerlo, puede resultar tentador pensar que ahora puedes
relajarte creyendo que ya está todo hecho. Siento decirte que no es así.
Como comentaba en el prólogo, en el mejor de los casos este libro habrá
sembrado una semilla hacia el cambio, la mejora y una autoestima más
sana. Pero ahora te toca a ti seguir trabajando al respecto.
El camino no acaba aquí. Al contrario: esto no ha hecho más que empezar.
Te invito a echar un vistazo a las respuestas que has dado en los ejercicios, a
los aspectos clave escritos en negrita, a los fragmentos que quizás hayas
subrayado, y a las anotaciones que puedes haber hecho. Te invito a tenerlos
en cuenta en tu día a día y, sobre todo, a actuar en consecuencia. Es una
tarea difícil, lo sé. Ahora quizás lo tengas todo muy claro, pero no va a ser
siempre así. A medida que vayan pasando los días esa claridad se irá
disipando. Y, sobre todo, en momentos emocionalmente difíciles, es cuando
más necesitarás dar un paso atrás y ver la situación con perspectiva para
poder aplicar todo aquello que te has propuesto pensar y hacer de forma
distinta; y así, evitar caer en dar por válidas viejas creencias que no te
ayudan a crecer o en incurrir en viejos hábitos.
Te propongo que marques en tu calendario un día cada equis tiempo para
revisar cómo han ido las semanas anteriores y preguntarte si actúas en
consecuencia a los cambios que quieres hacer o si, por lo contrario, has
dejado de lado lo trabajado en las páginas anteriores. Puede sonar un tanto
artificial eso de anotar en un calendario una fecha para comprobar si somos
quienes queremos ser, si actuamos acorde con los cambios que queremos
conseguir; lo sé. Pero créeme si te digo que es la única forma de no bajar la
guardia. Al hacerlo, rendimos cuentas con nosotros mismos, nos obligamos
a cuestionar cómo pensamos, sentimos y actuamos. Y esta es la única
manera de identificar cuándo debemos reconducir nuestros pensamientos y
nuestra conducta; y de hacerlo a tiempo, antes de que sea «tarde». Aunque
tarde no acaba de aplicar, porque nunca es tarde para aprender, ni para
cambiar.
Así que no te dejes llevar por la tentación de pensar que ya está todo el
trabajo hecho. El viaje no acaba aquí, sino que no ha hecho más que
empezar. Pero es un viaje para el que estás un poco más preparado. Un viaje
en el que te seguirás conociendo. Un viaje en el que te sorprenderás de lo
que eres capaz. Un viaje que te llevará a seguir respetándote un poco más,
valorándote un poco más. En definitiva, queriéndote más y queriéndote
mejor.
Bibliografía

Alderson-Day, B., y Fernyhough, C. (2015). Discurso interno: desarrollo,


funciones cognitivas, fenomenología y neurobiología. Boletín
psicológico , 141 (5), 931-965.
Festinger, L. (1957). A theory of cognitive dissonance . Stanford, CA:
Stanford University Press .
Heller, R. y Heller, R (2007). Egoísmo sano. Cómo cuidar de uno mismo sin
sentirse culpable . Barcelona, Ediciones Urano.
Maslow, A. (1979). El hombre autorrealizado . Barcelona, Ed. Kairós.
Rodríguez, Mauro (1988). Autoestima Clave del Éxito . México: Manual
Moderno.
Montse Cazcarra , psicóloga, nació el 7 de marzo de 1989 en Barcelona. Se licenció en Psicología
por la Universidad Autónoma de Barcelona. Posteriormente se especializó en Práctica Clínica y en
Psicología Forense.

Actualmente acompaña a personas que desean mejorar algún aspecto de su vida en procesos de
desarrollo, tanto en lo personal como en lo profesional. También ofrece asistencia emocional a
personas que no están pasando por un buen momento.
A través de la práctica, ha sido testigo de la importancia de la autoestima en diferentes ámbitos, e
independientemente del motivo de consulta de la persona que inicia un proceso terapéutico, razón
que la ha impulsado a escribir su primer libro.
La autora cree en el cambio y en las segundas y terceras oportunidades para reinventarse y poder
mejorar en todos los sentidos. Su enfoque terapéutico se centra en los pensamientos, en las
emociones y en el cambio de conducta; y se ve reflejado en este libro, tanto en las reflexiones como
en los ejercicios que propone.

@montsecazcarrapsicologia
www.montsecazcarra.com

También podría gustarte