Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
más y mejor
Montse Cazcarra
E ditorial Círculo Rojo apoya la creación artística y la protección del copyright. Queda totalmente prohibida la reproducción,
escaneo o distribución de esta obra por cualquier medio o canal sin permiso expreso tanto de autor como de editor, bajo la sanción
establecida por la legislación.
Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor manifieste en ella.
Prólogo
EJERCICIO
Piensa en los elogios que sueles recibir. ¿Qué cosas buenas dicen de ti?
¿Por qué crees que te lo dicen?, ¿en qué se basan? Es decir: ¿Qué motivos
pueden tener para utilizar esos adjetivos para referirse a ti y no otros?
EJERCICIO
Este ejercicio no tiene fundamento científico y, por lo tanto, no puede ser
tomado como un test de autoestima. Tampoco lo pretende. El objetivo es
que puedas visualizar hacia qué lado de la balanza suele inclinarse tu
autoestima: si suele inclinarse hacia una autoestima sana o si, por lo
contrario, no suele estar en plena forma.
Marca con una «X» las casillas de las afirmaciones que consideras que
describen mejor tu situación actual con respecto a tu amor propio, a la
valoración que haces de tu valía y de tus cualidades.
¿Cómo te defines?
El autoconcepto recoge cómo nos describimos y responde a la pregunta:
¿Cómo soy? Por ejemplo: Soy tímida, soy optimista, soy responsable, soy
eficiente.
A diferencia de la autoestima, el autoconcepto no incluye cómo nos
sentimos al respecto; es decir, no indica qué tan satisfechos estamos con
nuestro nivel de timidez, con nuestro nivel de optimismo, o con nuestro
nivel de responsabilidad o eficiencia; sino que simplemente describe cómo
nos percibimos.
A la hora de conformar nuestro autoconcepto, nos basamos en cómo nos
hemos sentido, qué hemos pensado o cómo hemos actuado en determinadas
situaciones del pasado, desde nuestra infancia —momento en el que la
opinión que los demás tienen sobre nosotros y el apoyo y la seguridad que
nos proporcionan es crucial para nuestro desarrollo— hasta la actualidad.
Es importante subrayar el papel de la memoria a la hora de conformar
nuestro autoconcepto: es más probable que recordemos aquellas situaciones
que, de cierta manera, nos han marcado. En otras palabras: que nos
acordemos de hechos de manera selectiva y, por lo tanto, nuestro
autoconcepto se construya a través de recuerdos selectivos.
EJERCICIO
Imagina que en vez de estar leyendo este libro y trabajando en los
ejercicios propuestos, estuvieras en una sala, rodeado de personas a quienes
no conoces y te pidieran que te presentaras. ¿Qué dirías?
Describir a otros suele ser más fácil que describirnos a nosotros mismos.
Por eso te propongo que repitas el ejercicio; pero, esta vez, hazlo en tercera
persona, como si te estuvieras viendo desde los ojos de otra persona. Por
ejemplo, en mi caso empezaría con un: «Montse es…».
¿Podemos cambiar?
Natura versus nurtura . Naturaleza versus crianza. Herencia versu s
interacción social. Lo innato versus lo adquirido. Una de las eternas
discusiones, no solamente de la Psicología, sino de la ciencia en general.
¿En qué medida nos afecta nuestra genética? ¿Y nuestro entorno? ¿En qué
medida podemos cambiar si nuestra genética nos lleva a estar más
predispuestos a determinadas maneras de pensar, sentir o actuar?
Y nuestra educación, ¿en qué medida llegamos tarde para cambiar lo que
hemos aprendido como resultado de años y años de interacciones con
nuestros cuidadores y con nuestro entorno? ¿En qué medida podemos dejar
de lado lo que hemos adquirido a través de vivencias en los años más
importantes para la formación de nuestra identidad?
Y, teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿dónde queda nuestra voluntad de
cambio, de mejora? ¿En qué medida está en nuestras manos reprogramar
todo aquello para lo que nos han programado? ¿Y hacer un reseteo?
Grosso modo , diría que todo lo anterior nos predispone, pero nada es tan
determinante como para sacar a nuestra voluntad de cambio fuera de la
ecuación. Y que nos predisponga significa que nuestras características
constituirán una ventaja en algunos aspectos y, en otros, un obstáculo, una
dificultad añadida. Incluso es posible que, en algunos casos muy
específicos, estas dificultades sean mucho más que eso: una barrera.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones hablaremos de obstáculos y
de dificultades añadidas, más que de barreras. En otras palabras, quizás con
mayor dificultad, pero podemos conseguir nuestros objetivos; en cuyo caso
es posible que solamente necesitemos un empujón. Un empujón que nos
permita pasar del terreno inconsciente al consciente a través de un trabajo
interior; plantearnos cómo hemos hecho las cosas hasta ahora y abogar por
hacerlas de forma distinta; aprender nuevas estrategias para hacerlas cada
vez menos de la manera que sabemos que no nos funciona, y cada vez más
de la forma que nos resulta más efectiva, a pesar de que nos resulte menos
natural o intuitiva.
Me resulta difícil pensar que, si estás leyendo estas líneas, consideres que
no puedes hacer nada al respecto. Porque si estás invirtiendo tiempo y
esfuerzo en estas páginas, significa que quieres cambiar tu situación; que
esta no te acaba de convencer y que quieres optar por hacer ciertas mejoras.
Y eso, para mí, es una variable esencial para el cambio, si no la más
importante.
Esto me lleva a otras discusiones. Una que me resulta particularmente
interesante es la siguiente: la aproximación derrotista o, en ocasiones,
protectora, del «yo soy».
La trampa del «yo soy»
Si bien es cierto que saber cómo somos nos resulta de gran utilidad en
tanto que la respuesta a esta pregunta nos informa sobre qué sí y qué no
podemos esperar de nosotros mismos; los «yo soy» también pueden resultar
limitantes. Es posible que detrás del «yo soy» se escondan grandes dosis de
conformismo e incluso miedo al fracaso. La lógica es la siguiente:
En muchas ocasiones el pensar que yo soy de determinada manera implica
que es poco probable que pueda cambiar, que estoy prácticamente destinado
a tener éxito en una serie de cuestiones y a fracasar en otras; pero que, en
cualquier caso, ¿para qué intentar cambiarlo si no seré capaz de
conseguirlo, si no hay nada que pueda hacer al respecto porque «yo soy
así»?
Veamos un ejemplo:
Si integro el «yo soy tímida» como uno de mis «yo soy», es probable que
no contemple iniciar conversaciones, acercarme a un grupo de personas
para hablar, explicar una anécdota que me haga ser el centro de atención por
unos instantes… porque esto no son cosas que haría una persona tímida. Y
como yo soy una persona tímida, no lo hago.
Pero, ¿de qué manera podemos estar 100% seguros de que somos tímidos
y de que no hay otras variables implicadas?
Es posible que, por ejemplo, tengamos miedo. Este es el caso de Silvia.
Ella piensa que si inicia una conversación se pone en la tesitura de tener que
continuarla. Y, entonces, le vienen a la cabeza una serie de preguntas como:
¿Qué digo? ¿Y si no sé hacerlo?
Indagamos al respecto. La cuestión no es saber iniciar una conversación o
saber qué decir. Esta es la punta del iceberg. El motivo por el que no se
muestra más abierta en situaciones sociales va más allá. «Si empiezo a
explicar una anécdota y los demás centran su atención en mí y en mi relato,
corro el riesgo de exponerme a la opinión de los demás. ¿Y si no les resulto
interesante? ¿Y si no me expreso bien? ¿Y si les aburro? ¿Y si…?».
Si sumamos el dolor de cabeza que supone tener que enfrentarnos a estas
preguntas, junto a la frustración y a la vergüenza que podemos sentir si no
sale bien, ¿qué obtenemos? Como Silvia, probablemente optemos por
mantenernos en los límites de lo esperable para una persona tímida porque,
de esta forma, no corremos riesgos. Y, si no corremos riesgos, no nos
podemos sentir mal, ¿no?
«Yo soy»: una estrategia protectora
¿Qué consecuencia tiene optar por escudarnos en los «yo soy» y, así,
protegernos de posibles situaciones que pueden no salir como desearíamos?
Una de ellas es evidente: al quedarnos en nuestra zona de confort,
actuando según lo esperable acorde con nuestros «yo soy», no pondremos
en jaque a nuestra autoestima. Al menos no a corto plazo. Sin embargo, el
escenario a medio-largo plazo no es tan atractivo: es posible que estemos
poniendo barreras y limitaciones a nuestra vida, a la vez que estamos
impidiendo nuestro acceso a nuevas experiencias que podrían hacer que
cambiásemos de idea respecto a cómo somos.
En otras palabras: corremos el riesgo de pasar por alto un escenario
mucho más alentador. Debemos preguntarnos: ¿Y si esto no fuese cierto?
¿Y si fuésemos perfectamente capaces de acercarnos a un grupo de
personas para hablar y ser, por unos instantes, el centro de atención? ¿Y si
esto nos supone tanta dificultad como satisfacción una vez lo hayamos
conseguido? ¿Y si descubrimos que no somos tan tímidos?
¡Cuántas experiencias nos estaríamos perdiendo por considerar que
somos de una forma y nos acomodamos pensando que es algo que no
podemos cambiar!
EJERCICIO
Completa la frase «yo soy…» con características que consideres que te
definen. Después, piensa en las consecuencias que ha tenido cada uno de
esos «yo soy…» en tu vida. En otras palabras, pregúntate qué acciones o
actitudes han posibilitado (u obstaculizado) esos «yo soy…», como hemos
visto en el caso del «yo soy tímida».
Valora la posibilidad de que alguno de los «yo soy…» que has
identificado hayan supuesto una limitación en tu vida. ¿Qué oportunidades
has podido dejar escapar por actuar de acuerdo con ese «yo soy…»?
Yo no soy lo que poseo o lo que consigo
No somos ni nuestra edad, ni nuestro aspecto físico, ni nuestros logros
académicos, ni nuestro trabajo, ni nuestra estructura familiar, ni nuestros
éxitos… entre otras muchas cosas: cosas que se tienen , no que se son .
Cuestiones que están más relacionadas con el mensaje que la sociedad nos
manda sobre cuándo somos exitosos y cuándo no; sobre cuándo podemos
sentirnos realizados; y, por lo tanto, sobre cuándo podemos ser.
Hablo de los objetivos estéticos, por ejemplo. No envejecer, usar cierto
rango de talla de ropa, tener cierto aspecto físico… para considerar que
estamos dentro de lo que se espera. Que somos atractivos.
Pero también hablo de objetivos sociales y económicos, aquellos que
hacen que los demás consideren que somos exitosos. Si tenemos estudios,
trabajo fijo con un buen salario, una familia feliz y de película, coches y
propiedades inmobiliarias, si hacemos viajes…
Todo lo anterior lo aprendemos en nuestras interacciones con el mundo
exterior. Desde pequeños se nos programa para que seamos alguien.
Debemos tener éxito, hacer cosas importantes. Esta mentalidad refleja lo
que nuestra cultura persigue: conseguir, lograr, obtener, alcanzar. Logros,
éxitos, títulos, propiedades... Y, en algunos casos, refleja las creencias, pero
también las inseguridades de la persona que nos transmite el mensaje.
Es el caso de Roberto, a cuya madre le hubiera gustado «llegar a más» —
como comenta él mismo, reproduciendo un mensaje que ha escuchado de la
boca de su madre una y mil veces—. Ella le ha inculcado un desmesurado
sentido del éxito y una igualmente desmesurada presión por conseguir,
lograr, alcanzar todo aquello que ella no pudo. Con la mejor de las
intenciones y siempre queriendo lo mejor para Roberto, su madre ha
depositado en él las esperanzas de conseguir lo que ella no pudo; como si su
hijo fuera una extensión de su persona, su segunda oportunidad para ser
alguien.
Nos apegamos a esa idea porque «es lo correcto», porque es lo que
conocemos, porque no seguir esa corriente es casi revolucionario. De la
misma forma que nos apegamos a nuestros logros y a nuestros éxitos.
Confundimos el tener éxito , con el ser nuestros logros . Y creemos que nos
definen.
Confundimos el tener títulos, tener propiedades, tener familia, tener …,
tener…, tener… con ser . Con ser más inteligentes, con ser más exitosos,
con ser mejores personas. Hemos aprendido a que necesitamos tener
para poder ser . Porque si tengo , puedo acceder a ser de la manera que
me han dicho que debo ser para ser feliz, para sentirme realizado. Qué
presión tener que conseguir, lograr, obtener, alcanzar, para poder ser .
Y no nos basta con conseguir cualquier cosa. Deben ser cosas
importantes; de lo contrario, no somos nadie. Pero... ¿qué logros son
válidos? ¿Qué podemos considerar como importante o significativo? ¿Y
cómo lo diferenciamos de ser cualquier cosa? ¿Basta con tener un trabajo,
con tener amistades, con querernos? ¿O tenemos que tener una carrera
destacable, una familia de película, amigos todavía mejores…? ¿Qué
necesitamos para ser alguien?
Carla siempre quiso ser conductora de autobús. Es una profesión como
tantas otras; pero creo que estaremos de acuerdo si digo que no es la
profesión que mayor sensación de logro produce socialmente (no como ser
abogada, médico, policía... o astronauta). Sin embargo, no debemos
infravalorar el beneficio que aporta Carla a las personas que la rodean, con
quienes coincide e interactúa en su día a día.
Me comentaba que ella siente que está en una posición privilegiada para
aportar su granito de arena a nuestra sociedad. Cada día logra causar
impacto en los pasajeros mediante una simple sonrisa y un «buenos días».
Sabe que causa impacto. Lo ve en sus caras. Algunos le devuelven la
sonrisa, eso sí, sorprendidos; no están acostumbrados a pequeños actos de
amabilidad como los de Carla, en un mundo en el que todos vamos de un
lado para otro, deprisa y corriendo, ignorando las pequeñas cosas. Otros,
toman la iniciativa y le sonríen o, incluso, le preguntan cómo está; ya lo han
integrado en su rutina.
Quizás la profesión de Carla no es la que se nos viene a la mente cuando
pensamos en términos de logros y éxitos. Puede que, pensando en esos
términos, Carla «no sea alguien». Pero queda patente que, para muchas
personas, en su día a día, «es alguien». Alguien que les hace sonreír.
Alguien que les recuerda la importancia de las pequeñas cosas. Alguien
que, a pesar de ser nadie, es alguien.
La aproximación reduccionista a la que sucumbimos a la hora de
considerar a alguien más o menos exitoso, más o menos interesante, y más
o menos atractivo en el más amplio sentido de la palabra, no solamente deja
de lado los valores como los que demuestra Carla; sino que también nos
pone al borde de terrenos pantanosos. ¿Qué sucede si dejo de tener ?,
¿también dejo de ser ? Por ejemplo, ¿qué sucede si perdemos nuestro
trabajo, si nuestro nivel socioeconómico cambia, si nos divorciamos…?
¿Dejamos de ser?, ¿ya no somos nosotros? Entonces, ¿quiénes somos? Si
sucede lo anterior, es posible que nos sintamos perdidos, que sintamos que
tenemos que redefinir nuestro «yo». Cuando, realmente, lo que sucede es
que tenemos que hacer algunos ajustes a nuestra vida, no a nivel de nuestro
«yo».
Yo no soy mis roles
Sucede que cada uno de nosotros ejercemos varios roles. En mi caso, el de
psicóloga. Pero también el de pareja, hija, hermana, amiga, tía... Ejerzo
cada uno de estos roles en un grado distinto, según las circunstancias.
Aunque todos contribuyen a definirme, es importante no fusionarme con
ninguno de ellos. Porque, ¿qué sucede si me fusiono con un rol del ámbito
laboral y mi trabajo no pasa por el mejor momento? ¿Y si lo pierdo? ¿Qué
sucede si me fusiono con mi rol de pareja y decidimos separarnos?
Seguro que lo has adivinado: mi proceso de duelo y adaptación se
complica, porque mi concepto de mí misma se resiente, pierdo parte de lo
que me define, pierdo parte de mi esencia, pierdo parte de mi «yo».
Lo cierto es que soy más que mis roles. Soy mis metas, mi forma de
gestionar las dificultades, la lectura que hago de lo que me sucede, cómo
me relaciono, mis distintas habilidades, mis aficiones...
«Soy Montse y ejerzo el rol de...» es una aproximación más conservadora
y mucho más flexible y sana, que mantiene intacto mi autoconcepto a pesar
de que algunos de los roles que ejerzo en mi vida se vean afectados.
Y esto me lleva a explicaros el caso de Marcos.
Marcos tiene 38 años. Pide cita para superar una ruptura de pareja.
Cristina y él salían desde el instituto. Se casaron hace 12 años y tienen un
hijo de 3. Comenta que desde que Cristina le dejó siente como si le
hubieran amputado una extremidad, que le falta algo en su vida. Incluso
menciona que hay momentos en los que se siente vacío.
Para poder entender todos estos sentimientos, le pido que me explique
cómo era su relación de pareja. «Muy buena», me comenta. «Lo daba todo
por ella, no le faltaba de nada. Siempre estaba ahí, incluso antes de que me
necesitase».
Esta es la percepción de Marcos. Como no tengo a Cristina delante para
poder contrastar la información, le pido que me describa cómo veían sus
amigos y familiares la relación desde fuera. «Ellos siempre me han dicho
que soy muy entregado. Mi mujer siempre ha sido lo más importante para
mí. Cuando nació nuestro hijo ocupó el primer lugar, claro. Pero ya me
entiendes…».
Y sí, lo entendía perfectamente. Entendía lo que me quería decir: Cristina
era el centro de su universo. Desde hacía años. Muchos. Con la ruptura,
Marcos no solamente había perdido una pareja, sino que había perdido una
pieza fundamental de su vida. Una pieza que le proporcionaba sentido.
EJERCICIO
Revisa tu descripción, aquella que has redactado al principio de este
capítulo. En ella, ¿has incluido roles? ¿Cuáles?
EJERCICIO
A continuación, encontrarás una lista con algunos de los valores más
comunes. Imagina que tuvieras delante una página en blanco, que tuvieras
la posibilidad de construir tu vida y tu persona, que pudieras escoger los
valores que te gustaría tener. ¿Cuáles escogerías? Márcalos con una «X»:
Altruismo
Aprendizaje
Autonomía
Colaboración
Compasión
Constancia
Empatía
Equidad
Gratitud
Honestidad
Independencia
Integridad
Justicia
Lealtad
Optimismo
Perseverancia
Prudencia
Respeto
Responsabili dad
Sensibilidad
Servicio
Sinceridad
Solidaridad
Superación
Tolerancia
Valentía
Voluntad
¿Son esos los valores que te gustaría que los demás utilizasen para
describirte, para recordarte cuando pensaran en ti? ¿Querrías añadir alguno
más?
EJERCICIO
Está bien prestar atención a lo positivo que hay en ti, a lo bueno que
ofreces al mundo. Deja la humildad de lado y piensa: ¿Cuáles son tus
cualidades y virtudes?, ¿qué se te da bien?, ¿de qué estás orgulloso?
¿En qué capacidades se fundamentan las virtudes de las que puedes estar
orgulloso? Es decir, imagina que has escrito que eres un buen amigo. ¿Qué
cualidades te llevan a pensar que eres un buen amigo? Por ejemplo, eres
atento, empático, agradable, sabes escuchar…
Aceptación
Autonomía
Alegría
Amistad
Asertividad
Autenticidad
Autocontrol
Bondad
Cautela
Compromiso
Compasión
Confianza
Cooperación
Creatividad
Decisión
Determinación
Dignidad
Empatía
Entusiasmo
Flexibilidad
Generosidad
Gratitud
Humildad
Igualdad
Ingenio
Iniciativa
Integridad
Justicia
Lealtad
Optimismo
Orden
Paciencia
Perdón
Persistencia
Prudencia
Resiliencia
Respeto
Responsabilidad
Sensibilidad
Sentido del
humor
Tenacidad
Tolerancia
Valentía
CAPÍTULO 3
Yo y mis emociones
EJERCICIO
Escribe 3 situaciones distintas en las que fuiste consciente del peso
emocional que tenían en ti. Descríbelas brevemente. A continuación,
explora qué emociones experimentaste.
Agradecimiento
Alegría
Alivio
Amor
Asombro
Atracción
Cariño
Celos
Compasión
Cuidado
Culpa
Decepción
Desamparo
Deseo
Dolor
Entusiasmo
Envidia
Esperanza
Enfado
Euforia
Excitación
Fascinación
Felicidad
Humillación
Impaciencia
Inseguridad
Ira
Irritación
Melancolía
Miedo
Nerviosismo
Orgullo
Preocupación
Rechazo
Remordimiento
Rencor
Resentimiento
Satisfacción
Soledad
Sorpresa
Tensión
Ternura
Tristeza
Pasión
Pánico
Simpatía
Vergüenza
Seguro que has seleccionado más emociones de las que habías nombrado
en la primera parte del ejercicio. Es normal: no solemos tener en la cabeza
una lista tan extensa de las emociones que podemos sentir. Ser más
concretos a la hora de identificar cómo nos sentimos nos ayudará a hilar
más fino y, así, poder identificar más fácilmente los pensamientos que hay
detrás de las mismas.
Gestión emocional
Podemos gestionar nuestras emociones de muchas maneras distintas.
Desde compartirlo con alguien, a romper objetos. Como has podido deducir
al leer estas líneas, hay estrategias más sanas que otras. Que usemos unas u
otras dependerá de lo que hayamos aprendido. Todos hemos escuchado
alguna vez eso de «llorar es de débiles»; el mensaje con el que nos
quedamos es: si no queremos ser débiles, no debemos llorar. Pero este
mensaje se olvida de dos puntos muy importantes: primero, que si lloramos
es porque nos sentimos tristes, derrotados, impotentes, frustrados y
debemos poder canalizar todas esas emociones de alguna forma. Y, en
segundo lugar, que de poco nos sirve que nos digan qué no podemos hacer,
si no se nos indica por qué estrategia podemos reemplazarlo. Es como si nos
dijeran: no puedes caminar. ¿Entonces, cómo me desplazo? ¿Voy a gatas,
me arrastro, vuelo? ¿Qué hago? Y recordemos que cuando hemos oído esas
frases no éramos adultos responsables con recursos a nuestra disposición;
sino que éramos niños que estábamos aprendiendo a autogestionarnos en lo
emocional.
Que escojamos unas u otras estrategias también dependerá de lo
aprendido en primera persona. Tendremos en cuenta aquello que sabemos
que nos funciona mejor en determinadas situaciones. Habitualmente
escogemos unas u otras de manera casi inmediata en un proceso de toma de
decisiones del que no solemos ser conscientes. En otras ocasiones, las
experiencias pasadas han marcado un antes y un después que nos hace tener
en cuenta cierta información antes de escoger una u otra estrategia.
Podemos considerar que son estrategias de gestión emocional sanas todas
aquellas que van encaminadas a una expresión de las emociones que
permite, por un lado, liberar la tensión que generan las mismas; y, por otro,
que no solamente no producen un perjuicio a las partes implicadas, sino que
nos permiten avanzar, crecer o desarrollarnos.
Echemos un vistazo a varias estrategias:
EJERCICIO
Ahora que tienes en mente más emociones y sabes diferenciar entre
estrategias de gestión emocional sanas y no sanas, te propongo que pienses
en situaciones que se den a menudo en tu día a día: una en la que consideras
que reaccionas de manera sana; y, otras, en las que crees que deberías
reaccionar de forma distinta.
La siguiente fórmula te ayudará a establecer la relación entre la situación,
la emoción que experimentas y la conducta que llevas a cabo:
Ahora piensa en situaciones del día a día que consideres que puedes
gestionar mejor, de forma potencialmente más sana. Después, piensa qué
estrategias de las mencionadas anteriormente podrías aplicar en cada uno de
los casos.
Acepta tus emociones
«Disculpa el desorden, estoy intentando gestionar mis emociones de
otra forma».
El siguiente paso lógico en la gestión emocional es la aceptación. Aceptar
cómo nos sentimos nos permite dirigir nuestros recursos a hacer una mejor
y más sana gestión de las mismas; en vez de centrarnos en intentar negarlas
o esconderlas.
Aceptar cómo nos sentimos nos ayuda, no solamente a aplicar
adecuadamente las estrategias de gestión emocional que consideremos más
oportunas, sino que también nos permite acceder a toda la información que
se desprende de las emociones y que nos indica cómo nos sentimos y qué
mensajes nos pasan por la cabeza.
Exageraría —pero no mucho—, si os dijera que puedo contar con los
dedos de una mano las veces que no he oído decir un «estoy bien, gracias»
en consulta, cuando pregunto «¿cómo estás?» a la persona que tengo
delante. He llegado a la conclusión de que es casi un automatismo.
—¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
Respondemos inmediatamente, sin pensar, de manera automática. Y no
solamente en consulta. Lo tenemos integrado. Cierto es que no en todas las
situaciones es adecuado exponer nuestro verdadero estado emocional; si nos
encontramos a un amigo en el súper no le vamos a contar nuestras penas,
¡cierto! Pero hay otras situaciones como, por ejemplo, cuando quedamos
con alguien para tomar un café y ponernos al día o, por supuesto, cuando
asistimos a la consulta de nuestro psicólogo, en las que es más que
adecuado mostrar cómo nos sentimos. Sin embargo, no siempre lo hacemos.
Me pregunto por qué.
En parte por el automatismo al que me refería, nos hemos acostumbrado a
responder que estamos bien. Que actuemos de esta forma no es casualidad.
Debemos echar un vistazo a los mensajes que recibimos —y que en
ocasiones también hemos articulado nosotros mismos— con la mejor de las
intenciones: «no es para tanto», «deja de llorar», «venga, sonríe que ya ha
pasado», «intenta relajarte», «tienes que superarlo ya». Mediante mensajes
de este tipo hemos aprendido a negar cómo nos sentimos; sobre todo si
cómo nos sentimos tiene una connotación negativa. Con estos mensajes no
solamente transmitimos que queremos que la otra persona esté bien; sino
que debe estar bien. Y también nos lo decimos a nosotros mismos.
No debemos obviar la posibilidad de que afirmemos estar bien cuando en
realidad no sea así, porque en ocasiones, sencillamente, no sabemos cómo
estamos. En consecuencia, optamos por recurrir a la respuesta más simple;
aunque si ahondamos, somos capaces de descubrir cómo nos sentimos
verdaderamente. Me gusta pensar que si desde pequeños —tanto en casa
como en la escuela— se invirtieran más recursos en gestión emocional,
podríamos conocernos, entendernos y gestionarnos mejor.
También es posible que optemos por el reduccionista «estoy bien», porque
creemos que asumir que no estamos tan bien como decimos puede hacernos
parecer vulnerables, débiles; y no queremos eso.
EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que te hayan preguntado cómo
estabas y, a pesar de que perfectamente podrías haber mostrado cómo te
sentías, dijiste «bien, gracias». ¿Por qué emociones podrías sustituir ese
«bien»? ¿Cuál de las emociones de la lista proporcionada en páginas
anteriores hubiera encajado mejor en dicha situación?
EJERCICIO
¿Qué tipo de mensajes sueles decirte a ti mismo cuando las cosas no van
tan bien como te gustaría, cuando se producen contratiempos?
¿Se trata de mensajes que te ayudan a entender por qué te sientes como te
sientes, de naturaleza autocompasiva; o más bien se trata de mensajes que
podríamos calificar como quejas, como excusas o como autoflagelaciones?
Si se trata de lo segundo, intenta reformularlos de tal forma que te ayuden a
comprender cómo te sientes y te animen a volver a intentarlo. Para hacerlo,
puedes seguir los ejemplos proporcionados en esta sección.
CAPÍTULO 4
Lo que nos decimos a nosotros mismos
Eso que te dices a ti mismo, ¿se lo dirías a otra persona? ¿Le estarías
diciendo constantemente que no vale, que no es capaz, que no es digno?
No, ¿verdad? ¿Por qué? Porque crees que le estarías faltando al
respeto, porque crees que no es apropiado, que le estarías tratando mal.
Entonces, ¿por qué te tratas así? ¿Por qué a ti sí?
EJERCICIO
¿Te resultan familiares algunas de las afirmaciones anteriores? ¿Cuáles?
EJERCICIO
Piensa en lo que sueles decir de ti mismo, en tu diálogo interno, cuando
algo no va bien. ¿Qué afirmaciones del estilo «todo me sale mal» o «nunca
voy a conseguir mis objetivos» suelen pasar por tu mente?
¿Representan la realidad en su totalidad? ¿Sucede así, tal y como
describes, siempre , en todas las situaciones? Piensa en alguna excepción;
te ayudará a contestar a las preguntas anteriores.
EJERCICIO
¿Qué adjetivos aparentemente inofensivos sueles utilizar para referirte a ti
mismo cuando cometes un error?
¿Se lo dirías a otra persona? Argumenta tu respuesta: ¿Por qué sí/por qué
no?
Los «debos»
Parte de nuestro diálogo interno está lleno de pensamientos del tipo «debo».
«Debos» o «deberías» que nos indican cómo debemos ser nosotros y
nuestra vida.
Empezamos en un nuevo trabajo y pensamos «debo dar la talla», o «debo
impresionarles», o «debo hacerlo a la perfección». Nos repetimos «no debo
defraudar a mis padres» y «debo labrarme un futuro con el que se sientan
orgullosos», cuando llega la hora de decidir a qué dedicarnos
profesionalmente. Nos miramos al espejo y nos convencemos de que
debemos vernos bien, de que debemos ser atractivos. A medida que van
pasando los años nos enfrentamos a el «debo casarme y tener hijos» —en
este punto también surge el «no debo defraudar a mi familia», en algunos
casos—. Y, cuando pensamos acerca de cómo nos va en lo profesional, en
lo personal, en lo relacional… nos decimos «debo tener éxito».
Debo, debo, debo... Bajo el disfraz de objetivos vitales y de metas a
perseguir para vivir acorde con nuestros valores y estar satisfechos con
nosotros y con nuestra vida, se esconden obligaciones. Obligaciones que
debemos cumplir sí o sí. Obligaciones que no siempre hemos escogido
voluntariamente.
Obligaciones que añaden una presión totalmente contraproducente,
que más que ayudar, nos ponen en una tesitura de naturaleza
dicotómica en la que o cumplimos con el «debo», o fracasamos.
Podemos pensar que los «debos» están de nuestro lado. Que uno no tiene
por qué pensar que no vamos a alcanzarlos; al contrario: que como nos
indican los objetivos a alcanzar para sentirnos satisfechos con nuestra vida,
y los pasos a seguir, los tendremos en cuenta y haremos lo que haga falta
para conseguirlos.
Pero obviamos varios puntos.
En primer lugar, la subjetividad de los «debos». Siguiendo con el ejemplo
«debo dar la talla», podemos preguntarnos «¿qué significa dar la talla?».
Estaréis de acuerdo conmigo que significa cumplir lo que se espera de
nosotros. Pero, ¿qué se espera de nosotros? ¿Lo sabemos con certeza?
Podemos tener una idea, sí; pero justamente esta está mediatizada por
nuestra opinión, por lo que nosotros consideramos que significaría dar la
talla en esa situación determinada y, sobre todo, por cómo nos sentimos.
Veamos otro ejemplo: «Debo hacerlo a la perfección». ¿Qué significa
hacerlo a la perfección? Puede significar no cometer ningún error. ¿Pero
basta con eso, o hacerlo a la perfección va más allá? Este es otro ejemplo de
cómo de subjetivos pueden ser los «debos», que tan posible es que
consideremos que los hemos cumplido, como que no.
En segundo lugar, los «debos» dejan de ser nuestros aliados en el
momento en que nos centramos en todo lo negativo que podemos
experimentar si no los conseguimos. «No debo defraudar a mis padres»,
porque ¿qué sucede si los defraudamos? ¿Seremos capaces de lidiar con
ello? ¿Nos confrontarán con lo que no hemos conseguido?
Y, en tercer lugar, no nos ayudan a perseguir nuestros objetivos y sueños
futuros. ¿Qué será de nosotros después de fracasar en aquello que se
esperaba de nosotros? ¿Cómo podemos enfrentarnos a nuevos retos con
estos antecedentes? Si consideramos que hemos fracasado por no haber
cumplido con nuestros «debos», con aquello que esperábamos o que se
esperaba de nosotros, seguramente tengamos que pasar por lo que podría
asemejarse a un proceso de duelo en el que nos enfrentemos a las
consecuencias de la pérdida de unas expectativas que nos habíamos
generado acerca de lo que debíamos conseguir. En este proceso de duelo, de
toma de conciencia de que la realidad y de que nuestros resultados no han
sido los que esperábamos —o, mejor dicho, los que creíamos que debíamos
conseguir—, nuestra autoestima juega un papel importante y, a la vez,
puede ser la más perjudicada.
Perjudicada en el sentido de que podemos acabar sacando conclusiones
erróneas, extrapolando los resultados obtenidos en unas situaciones
concretas, a otras muchas que quizás no tengan nada que ver. Si he
fracasado en la consecución de un «debo» relacionado con el trabajo, es
probable que piense que puedo no alcanzar otros «debos» relacionados
también con el ámbito profesional. Es probable que se despierten
inseguridades que me digan algo como: «Si no lo he hecho a la perfección,
significa que soy incapaz de hacerlo», «si no lo he conseguido ahora, jamás
lo haré».
Y es en este punto en el que sacamos conclusiones precipitadas.
Generalizamos. Tomamos como muestra representativa una situación
aislada que puede meramente quedarse en eso. Entramos en el terreno
pantanoso de considerar que un intento nos define, que no podemos
hacerlo mejor, que no hace falta que lo volvamos a intentar. Nos limita.
Nos inmoviliza.
Y, por si esto fuese poco, la muestra que tomamos corresponde a unos
objetivos que es posible que sean tan subjetivos que son irrealistas en tanto
que resultan muy difíciles de alcanzar. Es decir, que estaremos
extrapolando, sacando conclusiones, basándonos en los resultados de unos
objetivos que, en cierta medida y por la naturaleza de los mismos,
estábamos condenados a no obtener.
EJERCICIO
¿Qué «debos» puedes identificar en tu diálogo interno? ¿ Cómo debes ser?
¿Qué debes y qué no debes hacer? ¿Qué debes conseguir?
Explora su origen. ¿Es algo que suelas escuchar a menudo de alguien
cercano a ti?
EJERCICIO
«Debo ser un buen…» o «debería ser una buena…». Termina la frase.
¿En qué consiste ser un «buen…» o una «buena…»? ¿Qué criterios debe
cumplir o qué conductas debe llevar a cabo alguien para ser un «buen…» o
«una buena…»?
Responsabilidad y culpa
¿Qué sucede si no alcanzamos nuestros «debos»? Como hemos
comentado, por un lado, sentimos que hemos fracasado y nos vemos
obligados a hacer cambios internos. Como parte de estos cambios, está el
lidiar con la culpa.
La culpa aparece en el momento en que nos damos cuenta de que no
hemos cumplido con lo que se esperaba de nosotros. Cuando nos damos
cuenta de que las expectativas que se tenían —o las que creemos que se
tenían— sobre nosotros y sobre lo que somos capaces de conseguir distan
de la realidad.
A menudo sucede que la culpa nos atormenta con mayor intensidad
cuando sentimos que hemos defraudado, que hemos fallado a otras
personas. De algún modo podemos lidiar con la culpa por no cumplir con lo
que nosotros mismos nos habíamos marcado, pero cuando hay otras
personas implicadas nos sentimos peor. Y ya no solamente tenemos que
enfrentarnos a la decepción de no haber alcanzado nuestros objetivos, sino
que también nos atormenta el hecho de decepcionar a quienes nos rodean
como si lo que ellos pensasen tuviese más valor que lo que nosotros
pensamos.
Imaginemos que a todo esto le añadimos un sentimiento de
responsabilidad acentuado acompañado de un elevado sentido de la
autocrítica. Es el cóctel perfecto para que la culpa domine nuestros
pensamientos y nos recuerde constantemente aquello en lo que hemos
fallado y cuánto hemos defraudado a quienes nos rodean.
EJERCICIO
¿En qué momentos experimentas culpa por no cumplir —o creer que no
cumples— con las expectativas que se tienen de ti?
Dos voces internas: una que nos alienta y otra que nos hace más
pequeños
La autocrítica consiste en identificar y evaluar los errores propios, en
formarnos una opinión acerca de nuestras acciones, resultados, capacidades
y otros rasgos como nuestro carácter o nuestro físico.
Es conveniente hablar de autocrítica si nuestro objetivo es trabajar nuestra
autoestima porque si tenemos una visión de nosotros mismos más negativa
de lo que debería ser, o si nos otorgamos más responsabilidad de la que nos
corresponde, es posible que nuestra confianza en nuestras capacidades y
nuestra autoestima se vean afectadas.
Es evidente por qué la autocrítica tiene tan mala fama: habitualmente nos
referimos a ella desde lo negativo y haciendo referencia a dosis de
autocrítica muy elevadas. Tanto, que impiden que avancemos, que
crezcamos. Pero la autocrítica no es necesariamente negativa, sino que
puede indicarnos el camino hacia el desarrollo y el crecimiento. Es decir
que, grosso modo , la autocrítica cuenta con dos vertientes: la derrotista y la
que nos ayuda a crecer.
Como consecuencia de la vertiente derrotista de la autocrítica, es posible
que pongamos a nuestro «yo» en jaque, en tanto que subrayamos nuestros
defectos y minimizamos o incluso somos incapaces de reconocer nuestras
virtudes. Ante este tipo de situaciones, solemos recurrir a estrategias
protectoras como ponernos bajo un foco de luz positiva a través de una
explicación que nos disculpe y que reste importancia a lo sucedido; o bien,
buscamos a otros culpables, atribuyendo la causa de lo sucedido fuera de
nuestra persona.
Ambas estrategias nos pueden hacer sentir bien a corto plazo; sin
embargo, fomentan el inmovilismo en tanto que no reconocemos qué
podríamos mejorar, motivo por el cual no nos sentimos motivados para
hacerlo.
Autoestima y autocrítica
Dejar de lado la autocrítica no es una opción ya que, de hacerlo,
estaríamos desaprovechando oportunidades de crecimiento. Por lo tanto, la
aproximación más deseable es observarnos de forma honesta y compasiva,
y adoptando una aproximación autocrítica en la dosis adecuada. Pero no es
tarea fácil.
¿Qué podemos hacer para dar con la dosis justa de autocrítica?
- Debemos dejar de poner el foco en buscar la perfección para enfocarnos
en conseguir una mejora continua. Con retrospectiva, podemos analizar qué
podríamos haber hecho de forma distinta; o qué podríamos hacer de manera
diferente la próxima vez. La idea no es caer en la trampa de culparnos o
machacarnos por haber hecho lo que hemos hecho o por haberlo hecho
como lo hemos hecho; sino aprender. Aprender de las situaciones que
podrían haber ido mejor, que son mejorables. Pero sin reproches.
- No somos nuestros errores. Estos no nos definen. Nuestros errores son el
resultado de nuestras acciones —al menos, en cierta medida—. De la
misma forma que tampoco somos nuestros logros o éxitos, como hemos
visto en capítulos anteriores. Sin embargo, no debemos escudarnos en ello.
No debemos olvidar que tenemos la oportunidad de actuar de forma distinta
en el futuro si se nos presenta una situación similar.
- Debemos estar seguros de cómo actuamos, pensamos y sentimos. No
debemos dejar de lado los resultados, por supuesto; pero es todavía más
importante que nos centremos en nuestra conducta. Debemos estar
satisfechos por cómo hemos actuado, a pesar de no haber obtenido los
resultados deseados.
- Es conveniente que no hagamos caso a nuestro ego ciegamente; este
puede jugarnos malas pasadas. Puede llevarnos a desarrollar estrategias
protectoras que nos alejen del crecimiento y del desarrollo.
- Estar abiertos a escuchar opiniones distintas a la nuestra nos
proporcionará otros puntos de vista y perspectivas que nos resulten
interesantes de cara a poder mejorar. Incluso cuando la crítica no esté
formulada de la mejor manera, o incluso cuando no sea constructiva
podemos desgranarla; quedarnos con la esencia del mensaje y pensar si
aplica y en qué medida, si puede resultarnos útil y si nos ayuda a crecer.
- De nada sirve formular críticas de manera abstracta: «no valgo para
esto»; sino que debemos hacerlo de manera concreta y específica: «no se
me da bien tomar decisiones bajo presión». De esta manera no solamente
evitamos hacer generalizaciones injustas que mermen nuestra autoestima;
sino que, además, acotamos aquello que podemos mejorar y, en
consecuencia, podemos tomar acciones para trabajarlo.
- No podemos obviar el impacto de las circunstancias externas; a la vez
que debemos evitar tomarlas como una excusa. En vez de decir «no he
hecho ejercicio porque estaba cansada»; podemos decir: «no he hecho
ejercicio porque preferí quedarme sentada en el sofá, con el móvil». De esta
forma situamos el control de la situación en nuestra persona. Nosotros,
como adultos responsables, contamos con la capacidad de decidir. Y, en
consecuencia, debemos hacernos responsables de nuestras decisiones y de
las consecuencias que se deriven de las mismas.
Cuando nos exigimos demasiado
Es posible que en el pasado te comparasen con otras personas. O que
sigan haciéndolo en el presente. También es posible que comparasen a otros
contigo. En este apartado hablaremos de lo segundo.
Uno puede pensar ¿qué problema hay si nos toman como referente?
Estrictamente hablando, no hay ningún problema. La cuestión es que, al ser
el referente, estamos cargando con la presión de tener que hacerlo bien, de
tener que dar la talla, de no defraudar… no podemos permitirnos
equivocarnos; precisamente por eso, porque somos el referente y porque se
espera de nosotros que seamos perfectos.
Este sería el caso de Selene y Álvaro, quienes eran considerados la más
lista de clase y el ejemplo a seguir en la familia, respectivamente. Ambos
eran personas exigentes; pero esta exigencia traspasaba los límites de tener
que hacerlo bien para conseguir sus objetivos. Sus metas habían quedado
relegadas a un segundo plano. Lo que más les importaba era no
decepcionar, cumplir con las expectativas que se tenían de ellos.
Una presión que iba más allá de sus elevados niveles de autoexigencia.
Una presión que se volvía en su contra, que ponía a su autoestima en jaque
si estos no conseguían los objetivos que se habían marcado. Y, añado, estos
objetivos solían ser de elevado nivel de dificultad. Eran los listos, el
ejemplo a seguir; no bastaba con cualquier objetivo si querían evitar
escuchar comentarios como «esto es demasiado fácil para ti», «no te
resultará difícil», «seguro que lo consigues en un abrir y cerrar de ojos».
EJERCICIO
Si consideras que eres muy exigente contigo mismo (quizás demasiado),
escoge una tarea o un objetivo en el que deposites elevados niveles de
autoexigencia y pregúntate:
EJERCICIO
¿Con qué personas sueles compararte habitualmente?
EJERCICIO
¿Cuál suele ser tu talón de Aquiles en lo que a comparaciones se refiere?
¿El aspecto físico, tus capacidades intelectuales, tus logros…? Especifícalo.
Sentirse inferior
Es una de las consecuencias inmediatas de compararnos y de que,
casualmente, lo hagamos con respecto a esas características que no nos
convencen; aquellas que consideramos que podemos mejorar. En nuestra
mente se dibuja una especie de jerarquía en la que, ¡sorpresa!, nos situamos
más bien tirando para abajo. Incluso si solamente nos comparamos con una
persona. Incluso si solamente tenemos en cuenta una única característica.
Incluso si solamente tenemos en cuenta nuestra opinión, cargada de
subjetividad.
Vemos a los demás como más capaces, como más valiosos… como
mejores, en definitiva. Todas estas razones nos van como anillo al dedo para
aferrarnos a la idea de que los objetivos que anhelamos están muy lejos,
demasiado; tanto, que no sabemos ni por dónde empezar y que, en
consecuencia, es mejor quedarnos donde estamos. Una conclusión muy
conveniente si lo que pretendemos es preservar el bienestar de nuestro ego.
Si no lo probamos, de una cosa podemos estar seguros: no nos vamos a
equivocar. Y el sentirnos inferiores nos proporciona precisamente eso:
la coartada perfecta para justificar por qué no lo hemos intentado.
Eso sí, si decidimos no intentarlo, debemos responsabilizarnos de las
consecuencias de no hacerlo. No podemos no intentarlo, o intentarlo a
medias, y después quejarnos del camino elegido.
Lo ideal sería que cada uno de nosotros considerásemos nuestras
características de forma aislada. Si no nos comparamos, no podemos
sentirnos inferiores. De hecho, preguntémonos: ¿De qué nos sirve saber qué
posición de esa jerarquía imaginaria ocupamos? ¿Es relevante? ¿A caso lo
importante no es evitar que nos invada el miedo y apostar por el desarrollo
y el crecimiento?
¿Qué significa fracasar?
Si retomamos el ejemplo de Felipe y analizamos por qué no se atreve a
intervenir más a menudo en las clases de inglés, seguramente lleguemos a
su concepto de error o fracaso. Si interviene y no lo hace de forma tan
fluida como le gustaría o se equivoca, es probable que lo interprete como un
error. Incluso, dependiendo del estado de ánimo de ese día, es posible que
sienta que ha fracasado.
Seguramente muchos de vosotros pensaréis: ¿Cómo va a considerar un
error en la clase de inglés como un fracaso? Lo cierto es que sí, puede sonar
un tanto desproporcionado; mejor dicho, es desproporcionado. Sin embargo,
seguro que todos tenemos en nuestro recuerdo una experiencia en la
vivimos un pequeño error como algo desproporcionadamente más intenso.
Qué consideramos un error y qué consideramos un fracaso importa.
Importa porque define cómo nos sentiremos ante una futurible
situación similar y qué tan motivados estaremos para volverlo a
intentar.
EJERCICIO
¿Qué significa, para ti, fracasar?
EJERCICIO
Piensa en un error que cometiste y del que te resultó difícil desprenderte o
dejar de lado.
¿Qué puedes concluir? Puesto en contexto, ¿te parece tan grave como
creías?
EJERCICIO
Solo por un día…, en vez de machacarte por haber cometido un error,
¿por qué no pruebas a decirte lo siguiente?
«Me perdono por haberme equivocado, lo hice de la mejor forma que
pude».
Tanto si crees que puedes, que eres capaz, que conseguirás tus
objetivos; como si crees todo lo contrario, estás en lo cierto. Porque
creas lo que creas, si te dejas llevar por esos mensajes, si permites que
guíen tus acciones, estarás creando tu realidad. Una realidad que puede
ser tan esperanzadora y exitosa, como limitante. Una realidad que
reflejará la naturaleza de los mensajes que te mandas.
EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que experimentaste cierto malestar
emocional y responde las siguientes preguntas para identificar una de tus
creencias. El objetivo de este ejercicio es que, como en el caso de Ingrid,
enlaces pensamiento tras pensamiento para acabar accediendo a los niveles
más profundos, a tus creencias.
Sigue indagando. ¿Qué hay detrás de esa visión de ti mismo, de los demás
y del mundo en general?
¿Qué significa?
EJERCICIO
Responde a las siguientes preguntas para saber si una creencia relacionada
con lo que eres capaz de hacer es limitante o si, por lo contrario, te ayuda a
crecer y te acerca a tus objetivos.
¿Te ayuda y te motiva a avanzar? Piensa: ¿Cuál ha sido el precio que has
pagado hasta ahora por pensar y actuar en función a esta creencia? ¿Cuáles
han sido las consecuencias?
EJERCICIO
Echa un vistazo a los ejemplos de creencias limitantes que acabas de leer.
¿Te han resultado familiares? ¿Cuáles? Escríbelos en la tabla. Después,
intenta pensar en los mensajes que recibías de tu exterior: ¿Qué mensajes
pueden estar detrás de las creencias que acabas de escribir? Seguramente se
trate de mensajes que se repetían una y otra vez y que has acabado
incorporando en tu propio sistema de creencias.
Pongamos un ejemplo:
De pequeña, a Laura le costaba atarse los cordones de los zapatos y
abrocharse los botones de la ropa. Su madre, al darse cuenta, pensó que
tenía problemas de coordinación motora. «Mi hija no es capaz de hacerlo»,
concluyó. Como consecuencia de esta afirmación, cuando Laura tenía que
atarse los cordones de los zapatos, le decía: «trae, anda, ya lo hago yo». O
cuando tenía que abrocharse los botones de la ropa, le decía: «dame, que
tenemos prisa».
En secundaria, el grupo de amigas de Laura se apuntó a la extraescolar de
hiphop. Laura se lo planteó a su madre, quien le dijo: «¿Estás segura? La
coordinación no es lo tuyo, no creo que sea buena idea. ¿No te apetecería
más probar con robótica?».
La vida de Laura estaba llena de comentarios como estos, acompañados
de una expresión facial que mostraba tener poca confianza en las
habilidades motrices de su hija. Lo que Laura pensaba en ese momento era:
«mi madre no confía en que pueda hacerlo bien».
Laura, mensaje tras mensaje, iba incorporando en su autoconcepto la idea
de que es torpe. Pero no solamente eso, sino que la actitud de su madre
hacía que tuviera muchas menos oportunidades para desarrollar su
capacidad motora; al menos no tantas como tendría si su madre no
considerase que no es capaz. Esto es debido a que, su madre, con la mejor
de las intenciones, para protegerla de posibles fracasos y para ponerle las
cosas fáciles, decidía ser ella misma quien le hiciera las cosas a Laura; o
decidía «evitarle disgustos a la niña» —palabras textuales—. De esta forma
Laura tenía menos oportunidades para desarrollar sus habilidades motoras.
¿El resultado? Acababa convirtiéndose en esa niña con motricidad pobre.
Pero este no es el resultado definitivo.
Laura ahora tiene 32 años y trabaja como administrativa en una empresa
logística. Sus compañeras de departamento han pensado en apuntarse a
clases dirigidas en el gimnasio al lado de la oficina. Quieren hacer zumba y
salsa. A Laura le atrae la idea, siempre le ha gustado el baile; pero, como ya
sabemos, es una relación amor-odio y el componente aversivo pesa más en
la ecuación.
Laura ni se lo piensa: «chicas, me gustaría… de verdad que sí. Pero no se
me va a dar nada bien. Soy muy torpe». Laura repite los mensajes que
recibió de pequeña, aquellos mensajes que se ha ido repitiendo desde
entonces y que la han privado de muchas experiencias en las que le hubiese
gustado participar. Aquellos mensajes que ha llegado a incorporar como
propios en su diálogo interno.
En terapia trabajamos qué era lo peor que podría pasar. «Que se confirme
que soy torpe, y que se rían de mí». Le pregunté el nivel de experiencia de
sus compañeras. A juzgar por su respuesta, parecía que todas tenían el
mismo nivel: principiante.
—¿Qué sucede si se ríen de ti?
—Nada, supongo. —Laura vaciló un poco, pero esa fue su respuesta.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque probablemente yo también me reiría. De mí, y de ellas. Sin mala
intención, ¿eh? Hay muy buen rollo. Nos divertiríamos, supongo.
Nada, no pasaba nada si se reían de ella. Y eso es lo peor que podía pasar.
Eso, y que se confirmara que Laura es torpe. Pero eso ya lo sabía. Así que
no pasaba nada por intentarlo.
—¿Y qué ganarías, Laura, si lo intentas?
—Pues me llevaría una experiencia divertida, eso seguro.
—¿Y qué más?
—No entiendo…
—¿Qué más podrías conseguir, si la experiencia va bien? ¿Qué pasaría
con el «soy torpe»?
—Si la experiencia va bien, el «soy torpe» ya no me importaría tanto.
—Eso es. ¿Y seguirías viéndote igual de torpe?
—Pensaría que soy torpe, pero que puedo bailar.
Acabamos el razonamiento con un:
—¿Y no es eso suficiente para darte una oportunidad?
EJERCICIO
¿En qué ocasiones o frente a qué tareas sueles decirte que no puedes, que
no eres capaz, que no vas a conseguir tus objetivos?
¿Es posible que, como a Laura, te suceda que no te has dado una
oportunidad para demostrarte que quizás sí que puedes, que sí que eres
capaz?
EJERCICIO
Piensa en tres aspectos que te gustaría mejorar. Utiliza un adjetivo que
describa cómo eres en cada uno de esos aspectos.
EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Eli? En caso afirmativo, ¿en qué
situaciones?
¿Qué esperas de la gente? ¿Qué esperas de quienes te rodean? ¿Cuál es la
creencia que puede haber detrás?
¿Qué otra lectura podrías hacer? ¿Qué otras explicaciones puede haber?
Como en el caso de Eli, ¿qué otras variables podrían explicar por qué
quienes te rodean no se comportan acorde con lo que esperas de ellos?
EJERCICIO
Si pudieras hablarle a tu niño interior, si pudieras aconsejarlo, si tuvieras
la ocasión de acompañarlo en un aprendizaje, ¿qué le dirías?
EJERCICIO
¿En qué situaciones es posible que te estés autoengañando? Es posible que
suceda cuando la situación acepta más posibilidades de las que contemplas,
o cuando sientes que proyectas una imagen que no corresponde del todo con
tu realidad, o cuando desoyes los pensamientos que te avisan de que hay
algo que no acaba de funcionar, o cuando te aferras a una lectura de la
realidad sabiendo que no tienes pruebas significativas para hacerlo.
¿Qué situaciones difíciles estás dejando de lado «gracias» a utilizar el
autoengaño como escudo protector?
EJERCICIO
Piensa en los objetivos o las tareas que te cuesta conseguir, en aquellos
para los que siempre tienes excusas para no empezar y vas posponiendo día
tras día, o en aquellos que quieres hacer a la perfección.
CAPÍTULO 9
Inseguridad, dudas y críticas
Las inseguridades, las dudas y las críticas son advertencias que nos
proporcionan información. Cómo las utilicemos, ya sea para
prepararnos, para mejorar o para inmovilizarnos, es cosa nuestra.
Falta de confianza
Las inseguridades se manifiestan cuando nos comunicamos, ya sea a la hora
de expresar nuestras opiniones o ideas; o al interactuar con otras personas.
Las inseguridades también se manifiestan en forma de dificultades a la hora
de escoger entre varias opciones, o como dudas acerca de nuestras
capacidades para obtener el resultado deseado. También se encuentran en el
origen de no estar seguros de mostrarnos tal y como somos, por miedo a no
encajar, a no gustar o a que nos dejen de lado.
Cuando nos sentimos inseguros ante una determinada situación, nos
invade una sensación de nerviosismo. La inseguridad no nos ayuda; de
hecho, suele ponernos palos a las ruedas ya que nos vemos envueltos en un
mar de dudas. Dudamos de nuestra valía y de nuestras capacidades. Dudas
que no necesariamente se basan en nuestras capacidades reales, sino que
pueden estar basadas en nuestra opinión (completamente subjetiva); pero
que, sin embargo, tienen poder suficiente como para hacernos creer que
estamos más cerca de fracasar, de defraudarnos y de defraudar a los demás,
que de obtener éxito.
La relación entre las inseguridades y la autoestima está clara: si mi
autoestima no está en forma, me sentiré inseguro frente a determinadas
situaciones. Estas desencadenarán dudas acerca de mis capacidades, de lo
que soy capaz de decir o de hacer. Dudas que harán que me plantee qué tan
capaz soy de ejecutar una tarea, de expresarme o de tomar una decisión. Y
estas dudas, en consecuencia, nos hacen sentir más vulnerables a la vez que
amenazan nuestro autoconcepto y nuestra autoestima.
Las inseguridades pueden inmovilizarnos. Si creo que no se me da bien
comunicarme en contextos sociales, en una fiesta probablemente opte por
aislarme. Incluso es posible que, cuando se me diga algo conteste de manera
muy seca para evitar que la conversación vaya más allá. Es justamente este
el punto en el que debemos prestar atención a las dudas y a las
inseguridades.
Porque tener dudas, tener miedos, puede protegernos. El objetivo,
pues, no es no tener miedos; sino que las inseguridades no nos
inmovilicen.
Sensación de pérdida de criterio
Algo que caracteriza a las inseguridades es que nos generan preguntas
frecuentes. Dudamos de todo. Incluso las decisiones más pequeñas pueden
significar todo un reto cuando nos falta confianza en nuestro criterio:
creemos que nuestro criterio es erróneo o que no es tan válido como el de
las personas que nos rodean.
Dudar de nuestro criterio nos genera nerviosismo, ¿qué podemos hacer
para calmarnos? En muchas ocasiones optamos por saciar las dudas
mediante preguntas: «¿Escogerías esta opción?», «¿qué te parece si hago
esto?», «si estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?». Preguntamos a quienes
nos rodean, a aquellas personas en cuyo criterio confiamos.
No hay nada malo en contar con la opinión y el criterio de los demás a la
hora de tomar una decisión. De hecho, esta puede enriquecer el proceso o
sacar a la luz aspectos en los que no habíamos pensado. Pero no hablamos
de esto, sino de aquellas preguntas que formulamos con el objetivo de dar
por buena la opinión y el criterio de los demás, dejando de lado los nuestros
simplemente porque consideramos que la opinión y el criterio ajeno son
mejores que los nuestros.
También es conveniente diferenciar entre unas decisiones y otras. No es lo
mismo buscar opiniones antes de comprar un piso, que pedir la opinión de
quienes nos rodean ante situaciones más mundanas propias del día a día.
El criterio de los demás por encima del nuestro
Creemos que los demás no se equivocan, o no lo hacen tan a menudo, o
no en cuestiones importantes. Creemos que saben tomar mejores
decisiones. Que su criterio es más válido. Pero ¿es realmente así?
Como consecuencia inmediata de la percepción de falta de criterio, y con
el objetivo de poner fin al nerviosismo que sentimos cuando debemos
actuar y las inseguridades nos inmovilizan, confiaremos en el criterio
externo. En ocasiones, incluso delegaremos decisiones que nos
corresponden en los demás. Es posible que nosotros nos sintamos menos
capaces, con menos valía para tomar decisiones o llevar algo a cabo; de
modo que confiaremos más en el criterio ajeno que en el nuestro propio.
La consecuencia inmediata es la dependencia. Veámoslo: si no me siento
capaz, si siento que no tengo criterio; delegaré en los demás porque creo
que otras personas tienen mejor criterio y que son más capaces que yo. Al
hacerlo, no solamente me mando el mensaje de que no he sido capaz; de
que de haberlo hecho yo, no hubiera obtenido los mismos resultados; sino
que además pierdo la oportunidad de ponerme a prueba y demostrar que mis
inseguridades eran infundadas. ¿Resultado? Inseguridades 1-Autoestima 0.
Como consecuencia del resultado anterior, será más probable que la
próxima vez que me encuentre en una tesitura parecida aparezca de nuevo
el nerviosismo, ya que el problema seguirá estando ahí: no me siento capaz
de tomar una decisión. A la vez, es más probable que opte por pedir ayuda
porque he aprendido que, si lo hacen por mí, ¡un problema menos! Si
consigo la ayuda, no solamente se reducirá mi nerviosismo, sino que se
afianzarán las inseguridades. De lo contrario, si no puedo contar con ayuda
externa, es posible que el nerviosismo se apodere de mí inmovilizándome.
Este resultado me manda un mensaje que ya conozco: «No soy capaz». Con
lo cual, de nuevo, podemos llegar a la misma conclusión: «Es mejor que lo
hagan otros por mí».
EJERCICIO
Piensa en una situación reciente en la que pidieses la opinión de otra
persona porque no te sentías seguro y, en el fondo, lo que buscabas es que
tomasen la decisión por ti. Pregúntate:
Toma de decisiones
Una de las situaciones en las que las dudas y las inseguridades suelen salir
a flote con mayor facilidad es cuando debemos tomar una decisión. Cuanto
más importante sea la decisión, cuanto más haya en juego; más probable es
que se despierten nuestras dudas e inseguridades. Así es, incluso si nuestra
autoestima está en plena forma. Sin embargo, cuando no lo está, estas dudas
e inseguridades se despiertan ante situaciones en las que aparentemente no
hay mucho en juego; situaciones banales, casi cotidianas. Situaciones que,
incluso para la persona que las vive, resultan más bien ridículas. Pero que
inmovilizan.
Lo cierto es que, en estas decisiones, por banales que sean, no solamente
hay en juego lo evidente. No se trata solamente de las decisiones o de las
consecuencias de las mismas. Sino que también está en juego nuestra valía,
la valoración que hacemos sobre nuestras capacidades, nuestra autoestima.
Nos jugamos el ahorrarnos escuchar de nuestra propia voz un «ves, lo sabía,
no debí optar por esa alternativa», o un «¡¿cómo me iba a salir bien?! Qué
tonta fui al pensarlo». Nos jugamos la posibilidad de que la decisión que
tomamos confirme que no somos capaces, que no tenemos criterio y que no
valemos.
¿Pero es realmente así? ¿Cualquier decisión puede ser la prueba de que no
somos capaces, de que no tenemos criterio, de que no valemos? ¿Es justo
pensar en estos términos por no haber obtenido los resultados esperados tras
una decisión? ¿En qué medida dependen los resultados de nuestras
decisiones, de nosotros mismos? ¿Qué otras variables hay implicadas?
Las dudas son nuestras aliadas
Cuando nos surgen dudas desearíamos tener una bola de cristal que nos
ayudase a decidir la mejor opción para, con toda seguridad, apostar por ella.
Desafortunadamente —o no—, no contamos con una bola de cristal, pero sí
con herramientas, como humanos que somos, para poder tomar decisiones
en base a nuestros criterios y, así, poder optar por conseguir si no el
resultado deseado, uno que se aproxime al máximo.
Tener dudas nos aterra. En parte porque nos recuerda que somos nosotros
quienes tenemos que tomar la decisión. En otras palabras, porque somos
nosotros quienes nos vamos a tener que responsabilizar de las
consecuencias —sean deseables o no—. Y eso nos aterra. Nos aterra porque
no nos sentimos capaces ni de tomar la decisión, ni de asumir las
consecuencias. Porque tememos que, de equivocarnos, nuestra autoestima y
confianza se lleven un gran golpe. Y tememos no poder resistirlo.
A menudo, cuando tenemos dudas, nos ponemos en el peor de los
escenarios: aquel en el que no hemos tomado la decisión correcta. Y eso nos
angustia. Y rápidamente lo apartamos de nuestra mente. «¿Y si
fracasamos?», nos decimos continuamente.
No hay nada malo en plantearnos futuribles escenarios. Pero si lo
hacemos, hagámoslo bien. Pensemos también en otros posibles resultados.
Pensemos: «¿Y si tenemos éxito?». Es justo considerar todas las opciones,
todas las alternativas y, por supuesto, todos los resultados, ¿no?
Este es el mensaje que quiero transmitiros.
Las dudas deben ser aliadas que nos ponen en alerta, pero no deben
inmovilizarnos, sino que deben ayudarnos a activar los recursos
necesarios en caso de que los peores escenarios se cumplan.
La presión que sentimos por querer hacerlo bien (a veces por el miedo al
fracaso, a veces por no dar la razón a críticas que recibimos también de
nosotros mismos) nos hace un flaco favor. De hecho, yo me pregunto qué
significa hacerlo bien. Hacerlo bien depende de nuestro nivel de exigencia,
pero también de cuánto nos queramos. Un claro ejemplo es el doble rasero
que aplicamos ante un mismo resultado: para los demás, ese resultado ya
está bien; mientras que para nosotros mismos es inaceptable, insuficiente.
Por eso considero importante definir qué significa en cada caso hacerlo
bien o hacerlo mal.
EJERCICIO
Piensa en una situación en la que sueles tener dudas; en la que te cuesta
decidir entre una u otra opción.
¿Qué dudas tienes? ¿Qué te hace pensar que no obtendrás los resultados
deseados?
EJERCICIO
Como hemos comentado, la línea que separa la necesidad de aprobación
sana o esperable de la dependencia es muy fina. Para saber en qué punto te
encuentras, puedes preguntarte:
¿Quiero saber la opinión de los demás o más bien necesito tener su
aprobación? Marca con una «X» el punto en el que ubicarías la medida en
que necesitas obtener la aprobación de los demás. Si consideras que no la
necesitas en absoluto, tu «X» deberá estar en el extremo izquierdo. Si, por
lo contrario, consideras que la necesitas, tu «X» deberá acercarse al extremo
derecho.
Pregúntate:
¿En qué ámbitos sueles necesitar tener la aprobación de los demás? Por
ejemplo, en lo referente a tu aspecto físico, en cuestiones relacionadas con
el trabajo, en casa con tu pareja y/o familia, estando con tus amistades…
¿En qué situaciones o con qué personas te sueles preocupar más por
causar una buena impresión? ¿Qué impresión quieres causar en cada caso?
¿En qué situaciones o con quién suele costarte más decir «no» o rechazar
una petición?
EJERCICIO
Piensa en una de las últimas críticas que has recibido. Pregúntate:
Tocados y hundidos
«La crítica es, en realidad, un lugar donde ponemos nuestro enojo.
¿Entonces, qué hacemos? Nos ponemos a criticar, que es mejor que
sentarse a mirar nuestra propia rabia».
Jorge Cassieri
Las consecuencias de las críticas no constructivas son de otro calibre. Las
críticas destructivas son aquellas que solamente nos indican lo que hemos
hecho mal. Esas críticas pueden estar fundamentadas en un hecho, la lectura
del cual no está encaminada a la mejora, sino a todo lo contrario. Algunos
ejemplos son: «así no se hace», «no sabes hacerlo», «no tienes ni idea de lo
que estás hablando»…
A veces incluso se trata de criticar por criticar. Otras veces, reflejan los
defectos de la persona que critica, quien los proyecta en nosotros. O, en
algunas ocasiones, se trata de una estrategia poco ética y nada empática
para salvaguardar su propia autoestima. En todos estos casos nos duelen. Y
mucho. Y, por si fuera poco, ponen en jaque nuestro bienestar emocional.
Como resultado de las críticas destructivas, es posible que o bien nos
inmovilicemos, o que nos quedemos anclados en rumiaciones
preguntándonos por qué esa persona piensa eso de nosotros. Justamente lo
que suele pasar en situaciones de bullying y acoso laboral: nos
preguntamos una y otra vez en qué se fundamentan las críticas que
recibimos, qué podemos hacer para que no vuelvan a repetirse, qué
podemos hacer para mejorar. Es posible que incluso apostemos por distintas
aproximaciones, que cambiemos nuestra conducta con el único objetivo de
evitar una futura crítica. Lo que sucede es que, incluso cuando modificamos
nuestra conducta, incluso cuando lo hacemos todo correctamente, esto no va
a ser suficiente. Porque las críticas destructivas no suelen tener como
objetivo que mejoremos; sino que, en ocasiones, su objetivo es tocarnos y
hundirnos.
Porque nuestra conducta no es el problema. El problema es la débil
autoestima, la falta de seguridad y la insatisfacción de la persona que
nos critica. Quien es incapaz de hacer autocrítica. Quien aleja su
mirada de sí mismo por miedo a lo que pueda encontrar, así que dirige
su energía a enjuiciar a los demás.
Nos cuesta entender cómo personas que desprenden seguridad y fortaleza
por cada uno de los poros de su piel pueden tener una autoestima baja y
sentirse inseguros. Pero si nos tomamos un momento para considerarlo y lo
ponemos en perspectiva, pronto veremos que nos encaja perfectamente: las
críticas destructivas son herramientas que personas con una baja autoestima,
a pesar de su disfraz de seguridad y fortaleza, utilizan para sentirse mejor a
costa de los demás. Es a través de hacernos creer que hacemos las cosas mal
y que no valemos, que se sienten más capaces, más fuertes, más poderosos.
«Cuando a las gentes les faltan músculos en los brazos, les sobran en la
lengua».
Miguel Delibes
Almudena tiene 29 años y trabaja en un gran almacén. La han ascendido
recientemente y ahora es la responsable de un equipo de unas 30 personas.
Todo sería idílico si entre ellas no hubiese dos manzanas podridas.
El término «manzana podrida» es tan explícito que no hace falta decir
nada más. «Sí, justo. Eso es lo que son: manzanas podridas», comenta. Nos
referimos a Loles y a Guille, compañeros que —palabras textuales— le
«amargan la existencia». Se trata de dos personas que llevan más años que
ella en la empresa y que se creen con el derecho de poder pisarla —casi
literalmente—. Siempre ha recibido comentarios incisivos por su parte,
pero, desde que la ascendieron, las críticas son cada vez más frecuentes y la
situación ha ido in crescendo .
Uno de ellos, Guille, le hace preguntas constantemente. De hecho, más
que hacerle preguntas, le pide explicaciones y cuestiona sus decisiones.
«Me pregunta “¿por qué?” constantemente y lo acompaña de un “pues debe
hacerse así” o “no creo que esa sea la mejor manera”. También me dice:
“¿Por qué haces eso?”, “¡¿quién te ha dicho que se hace así?!”». Almudena
siente que debe dar explicaciones constantemente, que debe justificar cada
paso.
La otra manzana podrida es Loles, una veterana que parece confundir la
antigüedad con una posición privilegiada en la jerarquía. Loles se siente en
pleno derecho de tener una opinión para todo. No estaría mal si las
opiniones no fuesen solamente críticas destructivas e invirtiese todo su
tiempo y la sabiduría que le proporciona su experiencia en hacer
sugerencias que verdaderamente aportasen valor. En vez de eso, Loles opta
por perseguir —literalmente— a Almudena repitiendo una y otra vez lo mal
que va todo; que no se están haciendo las cosas como se debería, que
necesitan haberse cambios...
Almudena siente que hace las cosas constantemente mal y que, cuando las
cosas van bien, necesita dar explicaciones de por qué lo hace así y no de
otra forma. Como resultado, se siente constantemente supervisada y
corregida, incapaz y poco valiosa.
Lo cierto es que Almudena es muy capaz. Tanto, que la han escogido a
ella entre varios candidatos con más experiencia para hacerse cargo del
equipo. «Estoy muy agradecida por la confianza depositada en mí, pero
cada día me planteo si hice bien en aceptar el ascenso», me comenta.
Ir a trabajar se ha vuelto un suplicio. Nuestra protagonista se siente
indefensa ante tanto ataque. Lleva aguantando esta situación desde que
entró, pero parece que la cosa ha ido a más. Siente que no puede, que no es
capaz —literalmente—. Duda sobre sus capacidades y sobre su valía. La
semana pasada explotó. Loles y Guille le prepararon una encerrona. No
pudo defenderse. De hecho, fue incapaz de articular palabra; se quedó
paralizada y se echó a llorar. Acabó sufriendo un ataque de ansiedad que fue
el detonante para que nos conociéramos.
Almudena tiene dudas sobre lo que hace, sobre las decisiones que toma.
Le pido que se imagine esas mismas acciones y decisiones sin el ruido
causado por las manzanas podridas de su alrededor. Parece que el escenario
cambia completamente.
Lo que sucede es que Loles, Guille y sus comentarios inquisitivos han
hecho que Almudena se sienta cada vez más y más pequeña. Para ellos, que
Almudena se sienta así es una ventaja. No sabemos para qué, con qué
finalidad; pero es una ventaja, al fin y al cabo. Quizás a nivel estratégico
para ser ellos quienes muevan el cotarro, como me comentaba ella misma; o
bien porque su autoestima no acepta que alguien que se ha incorporado hace
apenas un par de años destaque y se lleve el ascenso.
Al finalizar la sesión, concluimos: «Te han hecho sentir pequeñita; tanto,
tan a menudo y con tanta insistencia que te lo has acabado creyendo. Pero
que lo creas porque han hecho un “buen trabajo” de machaque psicológico
y emocional no significa que lo seas».
A la defensiva
«La necesidad de culpar… Se basa en el miedo a ser culpado».
Douglas Stone
En contraposición a las actitudes que hemos visto en este capítulo, nos
encontramos con una alternativa a la que solemos recurrir cuando nos
sentimos vulnerables, poco capaces de defendernos. Esta consiste en
ponernos a la defensiva.
«Estar a la defensiva» es una expresión que solemos utilizar a menudo
para referirnos a esa actitud que adoptamos —predominantemente de
manera inconsciente— cuando no nos sentimos a salvo, o cuando nos
sentimos vulnerables o poco seguros, cuando sentimos que nos atacan.
Aunque, debo añadir, en ocasiones no se trata del comentario en sí, sino de
la interpretación que hacemos del mismo.
Nos ponemos a la defensiva (que es muy distinto a defenderse de un
ataque) porque nos sentimos incómodos con el camino que está tomando la
conversación. Ya sea porque se ha puesto en entredicho nuestro criterio o
porque se ha criticado nuestra opinión. Es posible que optemos por
ponernos a la defensiva porque nuestra autoestima está tan frágil que no
podemos permitir que ninguna crítica acabe de romperla. Sentimos que, si
consideramos que la crítica es cierta, que hay algo que debemos mejorar,
nuestra imagen se verá afectada. Y eso es algo que no podemos permitirnos.
Por lo que directamente construimos un muro impenetrable, nos enrocamos
en nuestra posición y no estamos dispuestos a escuchar lo que nos quieren
decir.
Estamos a la defensiva cuando evitamos que la otra persona
intervenga; cuando en vez de escuchar sus argumentos estamos
preparando nuestra respuesta; cuando procesamos todo lo que se nos
dice como si fuera en nuestra contra o como si tuviese la intención de
hacernos daño o de hacernos sentir inferiores. Estamos a la defensiva
también cuando intentamos evadir nuestra responsabilidad con excusas
o mentiras; si hacemos un uso constante del «sí, pero…»; y si
reconducimos la situación contrastando una crítica con otra, sacando a
la luz errores de los demás, en vez de hacer autocrítica.
La consecuencia es que las personas que nos rodean acaban pensando que
no se nos puede decir nada, que nos sentimos fácilmente atacados y que
vivimos permanentemente en alerta para, así, evitar ser lastimados.
Al ponernos a la defensiva marcamos los límites, nos protegemos y, de
alguna manera, nos defendemos. Nuestro cuerpo se pone en alerta. Tanto
nuestro lenguaje no verbal (la posición de nuestro cuerpo, la expresión
facial y los gestos que utilizamos) como el tono de voz reflejan que estamos
incómodos. En primera instancia nos resulta útil, precisamente por eso:
porque marcamos límites y podemos huir de una situación que puede poner
en jaque a nuestra autoestima. Pero, a la vez, el mensaje que nos mandamos
es: «Más vale que pongas distancia, porque eres incapaz de gestionar la
situación de otra forma».
Este parece ser el caso de Berta, la mujer de Miguel.
Miguel me contacta para trabajar sus inseguridades. Comenta que siempre
ha sido una persona insegura. De padre con un estilo narcisista y una madre
dependiente, cuando era pequeño aprendió a actuar para contentar a su
padre, buscando constantemente su aprobación. En la vida adulta sigue
haciéndolo, aunque en menor medida. De hecho, ha aprendido a expresarse
de manera asertiva. Sin embargo, tiende a evitar el conflicto tanto en casa
como en el trabajo; dos ambientes en los que dar su opinión le sale caro.
Como consecuencia de todo lo anterior, Miguel piensa no una sino mil
veces antes de abrir la boca. En su cabeza, reformula una y otra vez el
mensaje, procurando evitar el conflicto a toda costa a la vez que intenta
armarse de valor y expresar su opinión. Sabe que debe hacerlo: quedarse
callado no es una opción. Tanto en casa como en el trabajo nunca tiene
éxito. O eso es lo que él cree, fruto de las reacciones de su mujer y de su
jefe.
Cuando hay un intercambio de opiniones, Berta parece conseguir que
Miguel se olvide de la esencia del mensaje que quiere transmitirle. Hace
que, casi por arte de magia, Miguel pase de centrarse en la crítica que quiere
transmitirle a su mujer, a plantearse sus propios errores. El otro día, por
ejemplo, Berta hizo una receta de cocina heredada de su madre. En la mesa,
comentó: «Está muy lograda, ¿verdad? Casi podría decir que la ha hecho mi
madre». A lo que Miguel respondió: «Está muy rica, la verdad es que sí.
Pero creo que tu madre lo dejaba reposar un poco más; la textura es
distinta». Acto seguido, Berta zanja la conversación con un: «La cocina no
es lo tuyo, Miguel, ¿no te acuerdas cuando intentaste hacer una paella que
se te quemó?».
Automáticamente, la conversación cambiaba de foco. Ahora ya no se
hablaba de la receta de Berta, sino de las pocas habilidades culinarias de
Miguel. «Gracias» a ese mensaje, Miguel ya no podía opinar sobre el plato
que había preparado su mujer porque «la cocina no es lo suyo»; y Berta, sus
recetas y su autoestima quedaban salvaguardadas.
Algo parecido sucedía en el trabajo donde Pepe, el jefe de Miguel,
tampoco aceptaba críticas y debía tener siempre, siempre, la última palabra.
Siempre había algún matiz que debía aportar para ser él quien sentenciase la
conversación. O bien reformulaba el mensaje que acababa de transmitir
Miguel de tal manera que pareciese un mensaje completamente distinto. De
nuevo, Miguel llegaba a la conclusión de que nunca tenía razón; que era
mejor callarse.
Para mí, lo más interesante de todo es cómo dos personas que no admiten
críticas (uno de los signos de una baja autoestima), y que reaccionan
poniéndose a la defensiva y cambiando el foco de la conversación, merman
la autoestima de un tercero —Miguel, en este caso, cuya baja autoestima se
manifiesta en forma de dudas—. De alguna manera, los tres padecían de lo
mismo: baja autoestima. Sin embargo, la forma de manifestarse era
radicalmente distinta. Son el perfecto ejemplo de las dos caras de la
inseguridad.
Así se lo transmití a Miguel. Esta reflexión le ayudó a ver la conducta de
su mujer y de su jefe con mayor perspectiva y, lo que es más importante, a
dejar de poner el foco exclusivamente en su persona cuando Berta o Pepe
contrastaban una crítica con otra, o cuando le hacían sentir que su opinión
no era válida. Ahora ponía el foco en entender por qué optaban por hacerlo.
EJERCICIO
¿Con quién te sientes más identificado, con Miguel, con Berta o con
Pepe? ¿Por qué? ¿Qué tipo de situaciones apoyan tu elección? ¿Qué tipo de
comentarios sueles recibir o sueles verbalizar en esas situaciones?
«La persona que llega más lejos es normalmente la que está dispuesta a
hacer y a atreverse».
Dale Carnegie
Miedo al fracaso
El miedo al fracaso es algo común; está presente en todos los seres
humanos en menor o mayor medida. Este miedo puede resultar positivo en
tanto que nos lleva a esforzarnos y a superarnos. Pero habitualmente vemos
su otra cara, la que nos invita a evitar situaciones desagradables. De hecho,
es posible que este miedo sea tan intenso que nos bloquee, que nos
inmovilice.
Todos podemos equivocarnos. Equivocarse forma parte del
aprendizaje. Pero no siempre lo vemos así. Sobre todo, cuando nuestra
autoestima no está en plena forma; en cuyo caso raramente nos
centraremos en el componente de aprendizaje, sino que damos mayor
importancia al componente del fracaso.
Nos preguntamos por qué no hemos obtenido los resultados que
deseábamos, por qué hemos fracasado, y las explicaciones que nos vienen a
la cabeza giran en torno a nuestras debilidades y carencias, a aquello que
consideramos que no se nos da bien. Ponemos nuestro foco en nuestra
persona y en todo aquello que no nos convence de nosotros mismos,
dejando de lado otras posibles explicaciones igual de factibles.
Pero esto no solamente sucede a posteriori , una vez ya se ha resuelto la
situación, sino que podemos llegar a la misma conclusión incluso antes de
que suceda. Solemos anticiparnos. Exploramos los posibles escenarios y los
posibles resultados a dichos escenarios. No hay nada malo en ello, al
contrario: forma parte de nuestro mecanismo de toma de decisiones y
resulta útil en tanto que nos ayuda a evaluar la opción más adecuada. Sin
embargo, resulta caprichosa la forma en que seleccionamos unos escenarios
en lugar de otros. Y resulta curioso en base a qué solemos hacerlo.
Cuando atravesamos un periodo en que nuestra autoestima está en baja
forma, es más probable que demos mayor peso a la versión menos
alentadora, a aquella que subraye nuestros defectos o aquello que
consideramos que no se nos da suficientemente bien.
¿Resultado? Muy probablemente triunfe el inmovilismo. Decidimos no
intentarlo porque «total, ya sé que no voy a conseguirlo».
El inmovilismo puede tomar forma de evitación de situaciones y
actividades. Por ejemplo, actividades en las que nos sentimos examinados o
aquellas que estamos convencidos que no sabremos superar con éxito.
Si no tenemos opción de evitarlas y debemos enfrentarnos a ellas, es
probable que experimentemos nerviosismo e, incluso, que nos bloqueemos.
Todo lo anterior reforzará nuestra visión negativa de nosotros mismos y de
nuestras capacidades. Es más, lo tomaremos como signo irrefutable de que
estamos en lo cierto, de que realmente no se nos da bien y de que no vamos
a conseguir los resultados deseados. Y así es como el miedo al fracaso nos
puede llevar a fracasar.
EJERCICIO
¿Qué objetivos te gustaría intentar, qué acciones querrías llevar a cabo si
no despertasen tus miedos e inseguridades?
¿Qué ventajas tiene para ti evitarlas? En otras palabras, ¿de qué te
proteges?
¿Qué capacidades crees que te hacen falta para llevar a cabo las acciones
u objetivos que planteas?
EJERCICIO
En relación a las situaciones que consideras que evitas, las cuales has
utilizado en el ejercicio anterior, pregúntate:
Miedo al éxito
Tener éxito es relativamente fácil. Pero mantenerlo… eso ya no es tan
sencillo. Y lo sabemos. Y nos da miedo precisamente porque somos
conscientes de que conseguir nuestros objetivos no es el final del
camino, sino el principio de uno nuevo.
Estamos acostumbrados a leer y a hablar del miedo al fracaso, pero no
debemos olvidarnos del miedo al éxito, del miedo a que las cosas salgan
bien. A priori puede parecer ilógico, incluso absurdo: ¿Quién, en su sano
juicio, va a tener miedo a que las cosas le salgan bien, a obtener los
objetivos por los que tanto ha luchado? La cuestión no es que nos dé miedo
que las cosas nos salgan bien, sino que nos dan vértigo las consecuencias
que se deriven del éxito.
Que las cosas salgan bien, que tengamos éxito, significa que vamos a
encontrarnos en situaciones nuevas para nosotros, que vamos a tener que
asumir más responsabilidades, que vamos a tener que esforzarnos más, que
vamos a tener que dedicarle más recursos. Que vamos a encontrarnos en
situaciones que no controlamos. Situaciones en las que quizás no nos
sintamos cómodos. Situaciones que nos despiertan inseguridades.
Tener éxito no implica solamente tener éxito. Tener éxito implica saber
gestionarlo, saber estar a la altura, saber mantener la posición de éxito,
saber gestionar las críticas que conlleva tener éxito… Todo ello puede
resultarnos cuesta arriba, puede causarnos cierto vértigo.
El poder de querer evitar estas situaciones que despiertan nuestras
inseguridades derivadas de haber alcanzado nuestros objetivos, de
haber tenido éxito, puede ser tan fuerte que nos haga actuar con menor
rendimiento para, justamente, disminuir la probabilidad de obtener
éxito y, así, que sea menos probable que nos encontremos en situaciones
que nos causen vértigo.
El miedo al éxito suele ser más frecuente en el terreno laboral. Nos da
miedo brillar y destacar, por lo que pueda traer consigo ese brillo.
Preferimos pasar desapercibidos, ser uno más; aunque eso conlleve perder
oportunidades. Oportunidades a las que muchas personas les gustaría optar;
oportunidades que, realmente, a nosotros nos gustaría aprovechar.
En ocasiones, el miedo al éxito puede tener su origen en el pensar que no
merecemos tener éxito, que no merecemos lo bueno que nos pueda pasar o,
mejor dicho, lo bueno que podamos obtener. Que creamos que no
merecemos el éxito significa que creemos que no tenemos las capacidades
necesarias para mantenerlo y que, por lo tanto, acabaremos perdiendo lo
que hemos conseguido. Es decir, que no queremos obtener éxito por miedo
a perderlo y por lo que pueda significar; que realmente no lo merecemos,
que realmente no valemos.
Este es el caso de Míriam, una enfermera de 34 años. Míriam lleva en el
mismo hospital desde que se licenció. Trabaja en neonatos y tiene su trabajo
por la mano. De hecho, Míriam es la encargada de acompañar a las nuevas
incorporaciones en su proceso de adaptación.
María José, la enfermera responsable de la UCI perinatal, se jubila el
próximo año. Todo apunta a que Míriam va a ser su sustituta. De hecho,
María José habló con ella y tanteó el terreno. Le comentó que era ella en
quien estaba pensando para tomar el relevo, esperando una respuesta
positiva por su parte. Una respuesta que no obtuvo.
Míriam se bloqueó. En su mente no paraban de venirle situaciones en las
que se encontraría si asumiese el cargo. Gestionar recursos, resolver
conflictos, tomar decisiones… Se le hacía una montaña solo de pensarlo. En
su mente se dibujaban las palabras «no puedo» en grandes letras luminosas
de color rojo.
Al llegar a casa lo comenta con Javier, su pareja, como quien no quiere la
cosa, cambiando rápidamente de tema. «Espera un momento; ¿me estás
diciendo que María José te ha ofrecido su puesto y no le has dicho que sí?
¡Pero si es lo que siempre has deseado! Por fin tendrás la posibilidad de
implementar las mejoras que siempre comentas. Ahora es tu oportunidad de
mejorar cómo funcionan las cosas».
Míriam sabe que es exactamente así; que tiene algunas ideas que pueden
ayudar al funcionamiento de la unidad. Pero el dicho «más vale malo
conocido, que bueno por conocer» refleja perfectamente esta situación.
EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Míriam? ¿En qué situación o
situaciones?
¿En qué podría traducirse el éxito en tu caso? ¿Qué inseguridades se
podrían despertar si tuvieras éxito?
EJERCICIO
¿Qué actividades o situaciones te harían salir de la zona de confort?
EJERCICIO
¿Cuáles son los valores que te representan? Márcalos con una «X»:
Altruismo
Aprendizaje
Autonomía
Colaboración
Compasión
Empatía
Equidad
Justicia
Honestidad
Independencia
Integridad
Gratitud
Lealtad
Optimismo
Perseverancia
Prudencia
Responsabilidad
Superación
Sacrificio
Sensibilidad
Tolerancia
Servicio
Sinceridad
Solidaridad
Valentía
Voluntad
Respeto
¿En qué situaciones y mediante qué actitudes y acciones demuestras que
vives acorde con esos valores? Piensa en algún ejemplo y descríbelo
brevemente.
¿En qué actitudes y acciones del día a día se traducirían los valores que te
gustaría trabajar? ¿Qué deberías hacer o decir —o no hace o no decir—
para comportarte acorde con esos valores? Escríbelas y valora
implementarlas a tu vida cotidiana; te ayudarán a sentirte más cerca de la
versión de ti mismo que quieres llegar a ser.
CAPÍTULO 11
Ser capaz
EJERCICIO
¿Cuáles son tus «magdalenas»? ¿Qué cosas, qué actividades mundanas,
no haces por miedo a no hacerlas bien?
EJERCICIO
Piensa en un objetivo que quieras conseguir, algo que te pasa por la
cabeza desde hace un tiempo pero que has ido dejando de lado porque
siempre que te querías poner a ello te invadían las dudas. ¿Qué objetivo es?
¿Qué te gustaría conseguir?
EJERCICIO
Para poder dar la vuelta a este tipo de pensamientos te propongo el
siguiente ejercicio.
No puedo…
No me atrevo a…
EJERCICIO
¿Cuáles son tus principales cualidades? En uno de los primeros capítulos
te hacía la misma pregunta. Una vez acabado este ejercicio, te invito a echar
un vistazo a tu respuesta —puede resultar curioso ver cómo ha cambiado tu
percepción desde que hiciste este ejercicio por primera vez—.
Marca tus cualidades con una «X». Puedes pensar en aquellas que
familiares, compañeros y amigos han utilizado para referirse a ti.
Aceptación
Autonomía
Alegría
Amistad
Asertividad
Autenticidad
Autocontrol
Bondad
Cautela
Compromiso
Compasión
Confianza
Cooperación
Creatividad
Decisión
Determinación
Dignidad
Empatía
Entusiasmo
Flexibilidad
Generosidad
Gratitud
Humildad
Igualdad
Ingenio
Iniciativa
Integridad
Justicia
Lealtad
Optimismo
Orden
Paciencia
Perdón
Persistencia
Prudencia
Resiliencia
Respeto
Responsabilidad
Sensibilidad
Sentido del
humor
Tenacidad
Tolerancia
Valentía
¿Cómo pueden ayudarte las cualidades que has marcado a hacer frente a
las situaciones en las que no te sientes capaz?
EJERCICIO
Durante los próximos días ponte a prueba, fuerza la máquina, activa
recursos y adquiere nuevas capacidades. Cada día haz algo que te de miedo,
algo que has estado evitando, algo que te acerque a tus metas y que te haga
crecer como persona. Puedes comenzar por aquello que te parece más
asequible e ir aumentando el nivel de dificultad de manera progresiva.
Día 1
Día 2
Día 3
Día 4
Día 5
Día 6
Día 7
CAPÍTULO 12
Poner límites
EJERCICIO
¿Te sientes identificado con Eva? ¿Cuándo sueles evitar dar tu opinión o
hacer constar un desacuerdo para evitar un conflicto?
EJERCICIO
¿Te has sentido identificado con expresiones como «mala madre», «mal
hijo», «mala pareja», «mala amiga»…? En caso afirmativo, escribe en qué
situaciones suelen pasarte por la cabeza.
EJERCICIO
¿Te sientes identificado con Fran? En caso afirmativo, ¿cuándo sueles
sentirte así?
EJERCICIO
¿Te identificas con Gina, en el sentido de que sientes que has dado mucho
a cambio de nada, solamente por el miedo a perder a esa persona? Es
posible que no te haya sucedido en el terreno sentimental. Si es tu caso,
piensa en otros ámbitos: los amigos, la familia, el trabajo…
¿Es realmente justo pensar que tienes que dar tanto solamente para no
perder a esa persona? ¿Es un tipo de dinámica que quieras en tu vida?
Imagina que Gina estuviese en tu lugar, que viviese la situación que has
descrito. ¿Qué le aconsejarías?
CAPÍTULO 13
Egoísmo sano
EJERCICIO
¿Sientes que hay algo que has dejado de lado por anteponer las
necesidades o intereses de otras personas a las tuyas? En caso afirmativo,
argumenta tu respuesta.
Identifica las acciones que tendrías que llevar a cabo para poder
reorganizar tus prioridades y, así, situar a tus necesidades e intereses en su
legítima posición.
Primero yo, después los demás
No te dejes para después.
Es curiosa la dualidad con la que nuestra sociedad interpreta el egoísmo.
Este tiene muy mala fama; tanta, que acaba convirtiéndose en una cualidad
negativa de la que debemos renegar. Para muestra un botón: de pequeños
nos dicen «comparte tus juguetes, no seas egoísta». El mensaje está claro:
no debes ser egoísta, debes compartir.
Más tarde, cuando crecemos, entre amigos también nos decimos «no seas
egoísta» pero en otro tipo de situaciones como, por ejemplo, a la hora de
escoger un restaurante del gusto de todos. En ese momento, el egoísmo
cobra otro sentido. Ahora, «egoísmo» es poner tus intereses por delante.
«Eso no está bien», aprendemos.
Lo cierto es que nuestra sociedad piensa en el egoísmo en términos de
todo o nada. El resultado está claro: fomentar el rechazo del egoísmo que se
presenta en contraposición al altruismo. Por supuesto, el altruismo se
encuentra en la base del progreso de la sociedad en lo emocional y
relacional. Sin embargo, el entender el egoísmo en términos del todo o nada
hace que hagamos una lectura, para mí, errónea. Según mi experiencia,
parece que el rechazo al egoísmo que nos instauran desde pequeños nos
lleva a poner a nuestra persona en un segundo plano.
Hemos aprendido a actuar según la norma «primero los demás;
después yo». Siempre. En todas las situaciones.
Y nos parece bien, porque es lo que hemos aprendido y muestra una
versión de nosotros generosa, bondadosa. Una versión socialmente
aceptada. En algunos contextos esta aproximación seguro que nos aporta
ventajas. Pero os puedo asegurar que no en todos. De hecho, si
incorporamos esta máxima a nuestro día a día, el resultado obvio será que
los demás estarán por delante nuestro, literalmente. Y siempre.
Priorizaremos su bienestar al nuestro; velaremos por sus intereses, incluso
si son contrarios a los nuestros; y satisfaremos sus necesidades antes que las
nuestras. Porque «primero son los demás; y después yo».
Parte de mi aproximación terapéutica consiste en ponernos a nosotros
mismos en el centro de nuestra vida. En otras palabras: en adoptar una
estrategia egoísta. Sí, promuevo el egoísmo; pero un egoísmo sano
fundamentado en nuestra capacidad para poner límites y decir «no», como
ya hemos visto en el anterior capítulo. De hecho, en muchos casos forma
parte de mi lista de objetivos terapéuticos y resulta satisfactorio que me
digáis: «Montse, me he vuelto egoísta». Porque sé que no es un egoísmo
acompañado de desinterés por los demás. Tampoco estáis dejando de lado el
ayudarles, el estar ahí cuando os necesitan, el satisfacer sus necesidades en
la medida que os sea posible. No. Todo esto lo seguís haciendo. Pero siendo
conscientes de que primero estáis vosotros y vuestras necesidades.
Veamos el caso de Merche.
Merche tiene 36 años. Acude a terapia porque se siente perdida. Comenta
que su vida no tiene sentido, literalmente. Que va de un lado a otro
cumpliendo con sus obligaciones, pero que no encuentra pasión en ello, que
no tiene motivación para levantarse por la mañana y que siente su vida va
pasando, sin más.
Le pedí a Merche que me pusiera ejemplos de las actividades que lleva a
cabo durante su día a día. Trabaja y mucho, hace algunas horas extras y
llega tarde a casa. Los días que consigue respetar su horario, dedica su
tiempo a tener la casa recogida; y a hacer la cena y la comida del día
siguiente (todo esto con su pareja, con quien comparte responsabilidades).
Los días que tiene algo más de tiempo los dedica a visitar a su familia. Y
así, día tras día.
Merche no hace deporte, ni se dedica tiempo a ella misma (ni para
cuidarse, ni para relajarse). No para y, a las 11 de la noche, cuando se sienta
en el sofá cae rendida. Sin ganas de leer, algo que le gustaría incluir en su
rutina diaria, como hacía antes.
En terapia analizamos sus prioridades a través del siguiente ejercicio:
dibujé dos pirámides. Nos centramos en la primera. Le pedí a Merche que
en la cima de la pirámide situase aquello más importante en su vida, según
su opinión. Es decir, aquello que, según ella, debería tener máxima
prioridad de acuerdo con sus valores y con el tipo de vida que quiere tener;
aquello que va a hacer que se sienta auténtica y satisfecha con su vida. En
contraposición, lo que se encuentra en la base de la pirámide es aquello que
tiene que estar presente en su vida, pero en menor grado, ya que no lo
considera una prioridad.
Después le pedí a Merche que resituase las áreas o las facetas de su vida
en función del tiempo que les dedica.
EJERCICIO
¿Qué áreas o facetas de tu vida son importantes para ti?
Imagina que estas pirámides no fuesen tuyas, sino mías. ¿Qué me dirías?
EJERCICIO
Haz memoria e intenta identificar situaciones en las que has pensado que
no merecías algo. ¿Cuáles son? ¿Qué es lo que crees que no mereces?
¿De dónde proviene esta creencia? ¿Por qué crees que no lo mereces?
Tienes derechos; hazlos valer
En el capítulo anterior exploramos distintos motivos por los que nos
puede resultar difícil decir «no» o rechazar una petición. Pero poner límites
no acaba ahí. Poner límites también significa pedir que nos traten con
respeto y dignidad, poder expresar nuestros propios sentimientos y
opiniones, ser escuchados y tomados en serio, establecer nuestras
prioridades y actuar en consecuencia, ser independientes, decidir qué hacer
con nuestro cuerpo o con nuestro tiempo o dinero. Y todo ello, sin sentirnos
culpables. Porque estamos en nuestro pleno derecho. Porque es legítimo.
Porque podemos hacerlo.
Podemos decirnos: «Conozco mis derechos y los hago valer. Y eso no
significa que sea egoísta, ni desconsiderado. Sino que me quiero, que
me valoro y que me respeto. Y pongo límites si lo considero oportuno».
Imaginemos qué sucede si dejamos de lado nuestros derechos. Sucede que
conflicto tras conflicto, situación tras situación, vamos optando por callar.
La otra persona va ganando terreno, va reduciendo nuestros derechos a la
vez que vamos dejando de lado nuestras opiniones e, incluso, intereses. Las
aportaciones que hacemos a nuestra vida van perdiendo peso frente a las de
la otra persona. Debemos preguntarnos: ¿Queremos que esto suceda?
EJERCICIO
Piensa en experiencias recientes e identifica en qué situaciones te ha
costado:
Disfrutar.
Este ejercicio no acaba aquí. Ahora que has identificado las situaciones en
las que te cuesta hacer valer tus derechos, presta atención a situaciones
parecidas que puedan darse en el futuro y, a partir de ahora, hazlos valer.
Hazlo con respeto, con empatía, sin pisar los derechos de la otra persona;
pero hazlo. Para hacerlo puedes utilizar la siguiente fórmula:
«Me siento… (emoción) cuando tú… (acción de la otra persona). Me
gustaría que… (propuesta de cambio)».
Esta fórmula nos permite expresar cómo nos sentimos y, por lo tanto,
fomentar la empatía de la otra persona. Y no solo eso, sino que también le
hacemos una sugerencia de cambio: le aportamos información sobre qué
consideramos que podría hacer para mejorar la situación. O, simplemente,
podemos optar por articular un: «Me gustaría que… (propuesta de cambio),
en vez de… (acción de la otra persona)» cuando queremos que la otra
persona cambie su conducta.
Decir «no me importa» sin sentirnos culpables
¿Cuántas veces te has visto hablando sobre un tema durante más tiempo
del que te apetece por no sentirte culpable al decir «no me importa»?
¿Cuántas veces te has encontrado haciendo algo que no te apetecía o que no
te interesaba solamente porque te parecía grosero o desconsiderado no
mostrar interés?
Habitualmente no barajamos la posibilidad de decir «no me importa».
Está poco aceptado expresar tal cosa abiertamente en situaciones sociales.
Debemos mostrar interés por lo que se nos explica. Es así, si queremos
mantener nuestras relaciones a flote. Sin embargo, es compatible con el «no
me importa». Porque no se trata de decir «no me importa» de manera
tajante o grosera; sino de expresarlo debidamente, de forma educada y
empática, teniendo en cuenta los sentimientos de la otra persona. Y si
podemos incluirlo en nuestras interacciones sociales, también podemos
integrarlo en nuestro diálogo interno como estrategia para mantener nuestro
criterio y saber a qué queremos destinar recursos como nuestro tiempo y
nuestra atención.
Cada persona tiene intereses y necesidades distintas. No tenemos por qué
compartirlas. Es absurdo. Eso es justamente lo que se refleja en el «no me
importa». No se trata solamente de decir «no me importa», sino de actuar en
consecuencia. Si a las personas que nos rodean les gusta una determinada
afición, no estamos obligados a compartirla. Ni a hablar de ello. Podemos
cambiar de tema cuando sintamos que ya no nos apetece seguir hablando de
ello; por supuesto, siendo respetuosos y educados, u optando por hacer un
cambio de tema sutilmente.
Lo mismo sucede cuando se nos explica un problema. Es posible que
estemos tentados a ayudar a la otra persona a resolverlo, sobre todo si
tenemos tendencia a responsabilizarnos de los problemas ajenos —algo que
podemos hacer por sentir que somos importantes para esa persona, para
reafirmar nuestra valía y mejorar temporalmente nuestra autoestima—.
Lo adecuado es proporcionar apoyo a la vez que velamos por nuestros
intereses y necesidades.
Antes de responsabilizarnos de un problema que no nos pertenece,
debemos valorar lo siguiente: que no solamente estaremos destinando
nuestros recursos a algo que no nos corresponde; sino que, además,
estaremos privando a la otra persona de la posibilidad de desarrollarse.
Podemos optar por proporcionar herramientas y estrategias más que la
mano de obra. Así, todos salimos ganando.
Este era el caso de Ángel, quien recibía llamadas de su hermana pidiendo
ayuda cada dos por tres. Si no era por un problema del coche, era para que
le resolviera papeleo o para que le hiciese gestiones. Viviana, la hermana de
Ángel, es una chica de 26 años muy capaz. Había salido del nido
recientemente y parecía que le costaba arreglárselas ella sola. Sin embargo,
en otras áreas de su vida, como en el ámbito laboral, demostraba que podía
con todo y más.
«Resulta curioso que cosas tan básicas se le resistan», comentaba Ángel.
«El otro día estaba en una reunión importante y me llamó porque le habían
saltado los plomos y no sabía qué hacer. Entiendo que la primera vez se
bloquease; pero ya van tres. Otro ejemplo: el jueves pasado estaba bañando
a mi hija de 7 meses y me llama. No se lo cogí. Llamó a mi mujer al
trabajo. Parecía urgente. Me asusté. Vestí a mi hija deprisa y corriendo y la
llamé en seguida. Me explicó un conflicto que había tenido con su pareja.
Sinceramente, hemos llegado a un punto en que siento que me llama
solamente para explicarme sus problemas. Y me agota. En ese momento me
hubiera gustado decirle: “no me importa lo que te pase”. Sé que no es así,
¡claro que me importa lo que le pase!, pero no cuando ella quiere que me
importe, no en ese momento».
Viviana había aprendido a solucionar sus problemas a golpe de llamada.
Antes lo hacía con sus padres: siempre estaban disponibles, incluso antes de
que los necesitara. Ahora que sus padres se habían ido a vivir al pueblo y
los tenía lejos, Ángel había tomado el relevo.
«Por supuesto que me preocupo por mi hermana y quiero estar ahí para
ayudarla cuando lo necesite. Me siento culpable por lo que te voy a decir.
No quiero parecer egoísta, pero me gustaría que me necesitase menos… Me
importa lo que le pase y quiero que esté bien. Pero no creo que sea
necesario que me llame día sí y día también para explicarme sus pequeños
problemillas cotidianos, o para que lo deje todo para sacarle las castañas del
fuego».
Con Ángel trabajamos en base a la premisa: «Regala un pescado a un
hombre y le darás alimento para un día; enséñale a pescar y lo alimentarás
para el resto de su vida». Le pedí que, a partir de ahora, en vez de responder
a las necesidades de su hermana, le diese las claves para que ella misma
encontrara lo que necesitaba y pudiese resolver sus propios problemas.
Todo esto debía acompañarse de una pequeña charla que girase entorno al
crecimiento de Viviana, a partir de la cual ella se sintiese más capaz y
segura de sí misma a la hora de sacarse las castañas del fuego para que no
necesitase que su hermano lo hiciera por ella.
EJERCICIO
¿Alguna vez te has sentido como Ángel? En caso afirmativo, ¿en qué tipo
de situaciones o con qué personas en concreto?
¿Qué podrías hacer para actuar acorde con el «no me importa», para no
implicarte en cuestiones a las que no te apetece dedicarles recursos ni
tiempo, o no con tal nivel de implicación?
CAPÍTULO 14
Yo me cuido, yo me quiero
Autocuidado
El autocuidado se refiere a las prácticas cotidianas que llevamos a cabo con
el objetivo de garantizar y promover nuestro bienestar físico, mental y
emocional. Prácticas que requieren tiempo. Tiempo del que a menudo no
disponemos. O, mejor dicho, tiempo que a menudo no buscamos, o no nos
reservamos, o destinamos a otras cuestiones que consideramos más
importantes. Porque creemos que otras personas u otras cuestiones pasan
por delante nuestro, que no somos prioridad. Que podemos esperar y
compensarlo en el futuro. Y que eso no va a tener consecuencias; o que, si
las tiene, podremos lidiar con ellas porque en ese preciso momento nosotros
no somos lo importante.
Este era el caso de Laia, la exitosa dermatóloga propietaria y directora de
un centro médico interprofesional en el que ejercía su profesión a tiempo
completo. Laia estaba casada con un colega de profesión, copropietario del
centro médico. Y tenía un hijo.
Laia vino a consulta desbordada. Estaba todo el día de arriba abajo. Sentía
que no podía más. Ejemplo de ello, comentaba, es que se había descuidado.
Ya no leía, ni hacía deporte, ni dedicaba tiempo a comer con tranquilidad.
Pero cada día dedicaba casi una hora a arreglarse el pelo y a maquillarse. Al
principio sentí la tentación de felicitarla por dedicarse ese tiempo; pensé
que a pesar del ajetreo había podido preservar una rutina de autocuidado.
Pero me sorprendió tanto que encontrase tiempo para arreglarse el pelo y
maquillarse, y no para otras cuestiones que parecían importarle, que decidí
preguntarle al respecto.
Dedicamos unos minutos a este punto. Laia no se arreglaba el pelo ni se
maquillaba para ella misma, sino que lo hacía para beneficio de su imagen
como profesional. Creía que su imagen tenía que ser impoluta y estaba
dispuesta a destinar los recursos que fuesen necesarios. De alguna forma
había hecho la conexión:
EJERCICIO
¿En qué actividades inviertes demasiado tiempo, teniendo en cuenta el
poco beneficio que suponen para tu bienestar físico y emocional?
¿Qué cambios puedes llevar a cabo para asegurarte que inviertes el tiempo
que realmente consideras que merece cada actividad?
Me doy permiso para…
Resulta curioso cómo podemos ser indulgentes con los demás, lo rápido
que entendemos que otras personas necesitan su espacio, lo comprensible
que resulta que escuchen sus necesidades. Resulta curioso cómo las mismas
reglas no aplican a nuestra persona. Resulta curioso cómo nos cuesta ser
tolerantes y compasivos con nosotros mismos; cómo nos cuesta
escucharnos, identificar nuestras necesidades y actuar al respecto. Y todavía
nos cuesta más si eso significa decir «no», si para ello tenemos que ser
egoístas (en el buen sentido, como ya hemos visto).
Lo cierto es que nosotros también necesitamos sentir, sanar, poner límites,
pedir espacio, soñar, crear, crecer, descansar y querernos. Y, cuando nos
concedemos el tiempo para hacerlo, lo tratamos como una excepción, como
un favor que nos hacemos, algo a tener en cuenta muy de vez en cuanto.
Como si solamente lo necesitásemos ese día, en ese momento, de manera
puntual.
¿Por qué no escucharnos más a menudo y proporcionarnos aquello que
necesitamos?
¿Por qué no apostar por sentir, sanar, poner límites, pedir espacio, soñar,
crear, crecer, descansar y querernos cada día, o siempre que lo necesitemos?
¿Por qué dejar que se convierta en una excepción?
EJERCICIO
Durante los próximos días escúchate, identifica lo que necesitas y actúa en
consecuencia. Ofrécete un espacio para ti mismo. No esperes encontrarlo,
sino búscalo activamente. Libera espacio para tus necesidades
reorganizando tus prioridades.
Me doy permiso para sentir…
EJERCICIO
Lee con atención los siguientes ejemplos de placeres cotidianos. Marca
con una «X» aquellos con los que disfrutes y proponte integrarlos en tu día
a día.
EJERCICIO
Como comentaba, practicar la gratitud no es dar las gracias. Practicar la
gratitud va más allá. Te propongo que empieces a hacerlo (si todavía no
forma parte de tu día a día) con un simple ejercicio que puedes incorporar a
tu vida cotidiana.
Doy las gracias a la vida por haberme puesto en una situación que me ha
resultado difícil, pero que me ha permitido aprender a…
Doy las gracias a… (una persona) por… (una acción). Puedes ir un paso
más allá y que tu gratitud no quede en estas líneas: valora la posibilidad de
manifestarle tu gratitud a esa persona. Un pequeño gesto como este puede
marcar la diferencia en tu día y en el suyo.
Doy las gracias por haber tenido la oportunidad de…
Doy las gracias por el apoyo recibido por parte de… (una persona) para…
(un propósito). En este caso también puedes valorar la posibilidad de
manifestar tu gratitud a la persona que te ha mostrado su apoyo.
Soy quien soy gracias a… (experiencias que te han ayudado a crecer y a
ser quien eres en la actualidad).
Tu camino empieza aquí
Gracias por haber llegado al final de este libro. Espero que mis reflexiones
hayan arrojado luz a aspectos que te ayuden a crecer, a acercarte a la
persona que quieres ser y, sobre todo, a valorarte, a respetarte y a quererte
más y de forma más sana. Deseo que así sea. Este ha sido el objetivo de
cada una de las líneas que he escrito y de cada uno de los ejercicios que te
he propuesto. Y si tu autoestima es más fuerte y más sana que cuando
empezaste a leerlo, puede resultar tentador pensar que ahora puedes
relajarte creyendo que ya está todo hecho. Siento decirte que no es así.
Como comentaba en el prólogo, en el mejor de los casos este libro habrá
sembrado una semilla hacia el cambio, la mejora y una autoestima más
sana. Pero ahora te toca a ti seguir trabajando al respecto.
El camino no acaba aquí. Al contrario: esto no ha hecho más que empezar.
Te invito a echar un vistazo a las respuestas que has dado en los ejercicios, a
los aspectos clave escritos en negrita, a los fragmentos que quizás hayas
subrayado, y a las anotaciones que puedes haber hecho. Te invito a tenerlos
en cuenta en tu día a día y, sobre todo, a actuar en consecuencia. Es una
tarea difícil, lo sé. Ahora quizás lo tengas todo muy claro, pero no va a ser
siempre así. A medida que vayan pasando los días esa claridad se irá
disipando. Y, sobre todo, en momentos emocionalmente difíciles, es cuando
más necesitarás dar un paso atrás y ver la situación con perspectiva para
poder aplicar todo aquello que te has propuesto pensar y hacer de forma
distinta; y así, evitar caer en dar por válidas viejas creencias que no te
ayudan a crecer o en incurrir en viejos hábitos.
Te propongo que marques en tu calendario un día cada equis tiempo para
revisar cómo han ido las semanas anteriores y preguntarte si actúas en
consecuencia a los cambios que quieres hacer o si, por lo contrario, has
dejado de lado lo trabajado en las páginas anteriores. Puede sonar un tanto
artificial eso de anotar en un calendario una fecha para comprobar si somos
quienes queremos ser, si actuamos acorde con los cambios que queremos
conseguir; lo sé. Pero créeme si te digo que es la única forma de no bajar la
guardia. Al hacerlo, rendimos cuentas con nosotros mismos, nos obligamos
a cuestionar cómo pensamos, sentimos y actuamos. Y esta es la única
manera de identificar cuándo debemos reconducir nuestros pensamientos y
nuestra conducta; y de hacerlo a tiempo, antes de que sea «tarde». Aunque
tarde no acaba de aplicar, porque nunca es tarde para aprender, ni para
cambiar.
Así que no te dejes llevar por la tentación de pensar que ya está todo el
trabajo hecho. El viaje no acaba aquí, sino que no ha hecho más que
empezar. Pero es un viaje para el que estás un poco más preparado. Un viaje
en el que te seguirás conociendo. Un viaje en el que te sorprenderás de lo
que eres capaz. Un viaje que te llevará a seguir respetándote un poco más,
valorándote un poco más. En definitiva, queriéndote más y queriéndote
mejor.
Bibliografía
Actualmente acompaña a personas que desean mejorar algún aspecto de su vida en procesos de
desarrollo, tanto en lo personal como en lo profesional. También ofrece asistencia emocional a
personas que no están pasando por un buen momento.
A través de la práctica, ha sido testigo de la importancia de la autoestima en diferentes ámbitos, e
independientemente del motivo de consulta de la persona que inicia un proceso terapéutico, razón
que la ha impulsado a escribir su primer libro.
La autora cree en el cambio y en las segundas y terceras oportunidades para reinventarse y poder
mejorar en todos los sentidos. Su enfoque terapéutico se centra en los pensamientos, en las
emociones y en el cambio de conducta; y se ve reflejado en este libro, tanto en las reflexiones como
en los ejercicios que propone.
@montsecazcarrapsicologia
www.montsecazcarra.com