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Adopción Sobrenatural - Enciclopedia Católica

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(Lat. adoptare, el escoger.)

Adopción es la toma gratuita de un extraño como su propio hijo y


heredero. De acuerdo a si el adoptante es hombre o Dios, la adopción se
llama humana o divina, natural o sobrenatural. En la presente ocasión
sólo se trata de la divina: esa adopción del hombre por Dios en virtud de
la cual nos convertimos en sus hijos y herederos. ¿Es esta adopción sólo
una manera figurada de hablar? ¿Existe autoridad substancial para
garantizar esta realidad? ¿Qué idea nos tenemos que formar de su
naturaleza y elementos? Una cuidadosa consideración de la presentación
de las Sagradas Escrituras, de las enseñanzas de la tradición cristiana y
de las teorías formuladas por los teólogos en relación con nuestra
filiación adoptiva nos ayudará a contestar estas preguntas.

El Antiguo Testamento, que San Pablo apropiadamente compara al


estado de infancia y de esclavitud, no contiene textos que puedan
apuntar concluyentemente a nuestra adopción. Ciertamente hubo santos
en los días de la ley antigua, y si hubo santos hubo también hijos
adoptados por Dios, ya que la santidad y la adopción son efectos
inseparables de la misma gracia habitual. Pero como la Antigua Ley no
poseía la virtud de dar esa gracia, ni tampoco contenía una clara
insinuación de la adopción sobrenatural, tales dichos como el de Éxodo
(4,22) "Israel es mi hijo, mi primogénito"; Oseas (2,1) "Ustedes son los
hijos del Dios vivo”; y en los Romanos (9,4) "los israelitas, de los cuales es
la adopción filial", no se deben aplicar a un alma individual, pues éstos se
refieren al pueblo escogido de Dios tomado colectivamente.

Es en el Nuevo Testamento, que marca la plenitud de los tiempos y la


venida del Redentor, que debemos buscar la revelación de este privilegio
nacido del cielo (cf. Gál. 4,4). Hijo de Dios es una expresión usada
frecuentemente en los Evangelios Sinópticos, y según empleadas ahí, las
palabras se aplican tanto a Jesús como a nosotros. Pero si, en el caso de
Jesús, esta frase se refiere al mesiazgo solamente, o podría incluir
también la idea de una filiación divina real, es asunto de poca

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consecuencia en nuestro caso en particular. Seguramente en nuestro


caso no puede por sí misma ofrecernos una base suficientemente estable
sobre la cual establecer un reclamo válido de filiación adoptiva. De
hecho, cuando San Mateo (5,9.45) habla sobre los "hijos de Dios” se
refiere a los pacificadores, y cuando habla de los "hijos de vuestro Padre
celestial", él se refiere a los que pagan el odio con amor, implicando así
nada más que una amplia resemblanza a, y unión moral con Dios.

San Pablo registra adecuadamente el estatuto de nuestra adopción en


(Rom. 8; Efesios 1; Gál. 4); San Juan en el prólogo y en su Primera Carta
1,3; San Pedro en 1 Pedro 1; y Santiago en su capítulo 1. De acuerdo a
estos numerosos pasajes, fuimos engendrados, nacidos de Dios. El es
nuestro Padre, pero de tal modo que nos podemos llamar, y
verdaderamente somos sus hijos, los miembros de su familia, hermanos
de Jesucristo, con quien participamos de la Naturaleza Divina y tenemos
parte en la herencia celestial. Esta filiación divina, junto con los derechos
de la coherencia, emana de la propia voluntad y divina condescendencia
de Dios. Cuando San Pablo, utilizando un término técnico prestado de los
griegos, lo llama adopción, debemos interpretar la palabra en un sentido
meramente analógico. En general, la interpretación correcta del concepto
bíblico de nuestra adopción debe seguir el justo medio y colocarse a
mitad de camino entre la filiación divina de Jesús por un lado, y la
adopción humana por el otro---inconmensurablemente por debajo del
primero y por encima de éste último. La adopción humana puede
modificar la posición social, pero no agrega nada al valor intrínsico del
niño adoptado. La adopción divina, por el contrario, trabaja hacia el
interior, penetrando hasta el mismo núcleo de nuestra vida,
renovándola, enriqueciéndola, transformándola a semejanza de Jesús, "el
primogénito entre muchos hermanos". Por supuesto que no puede ser
más que una semejanza, una imagen del Original Divino reflejado en
nuestro yo imperfecto. Siempre habrá entre nuestra adopción y la
filiación con Jesús la infinita distancia que separa la gracia creada de la
unión hipostática. Y aun así, esa íntima y misteriosa comunión con
Cristo, y a través de El con Dios, es la gloria de nuestra filiación adoptiva:
"Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como
nosotros somos uno: Yo en ellos y Tú en Mí," (Evangelio de Juan|Jn.]]
17,22-23).

El frecuentemente repetido énfasis que la Sagrada Escritura coloca sobre


la adopción sobrenatural ganó gran popularidad para ese dogma en la
Iglesia primitiva. El bautismo, el lavado de la regeneración, se convirtió
en la ocasión de una expresión espontánea de fe en la filiación adoptiva.
Los recién bautizados se llamaban infantes, sin importar su edad. Ellos

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asumían nombres que sugerían la idea de adopción, tales como Adepto,


Regenerato, Renato, Deigénito, Teógono y otros parecidos. En las
oraciones litúrgicas para neófitos, algunas de las cuales han sobrevivido
hasta hoy día (por ejemplo, la colecta del Sábado Santo y el prefacio de
Pentecostés), el prelado celebrante hizo un deber sagrado el recordarles
esta gracia de la adopción, y aclamar del cielo una bendición semejante
sobre aquéllos que todavía no habían sido tan privilegiados. (Vea
Bautismo).

Los Padres hacían hincapié en este privilegio, al cual ellos se complacían


en llamar deificación. San Ireneo (Adv. Haereses, III, 17-19); San Atanasio
(Cont. Arrianos, II, 59); San Cirilo de Alejandría (Com. sobre San Juan, I,
13, 14); San Juan Crisóstomo (Homilías sobre San Mateo, II, 2); San
Agustín (Tractos 11 y 12 sobre San Juan); San Pedro Crisólogo (Sermón 72
sobre la oración del Señor)---todos están dispuestos a emplear su
elocuencia en la sublimidad de nuestra adopción. Para ellos era un
principio fundamental indiscutible, una fuente de instrucción siempre
lista para los fieles, así como un argumento contra los herejes tales como
los arrianos, los macedonios y nestorianos. El hijo es verdaderamente
Dios, de otro modo ¿como nos podría divinizar? El Espíritu Santo es
verdaderamente Dios, ¿de qué otra manera El que Habita o mora podría
santificarnos? La Encarnación del Logos es real, ¿de qué otro modo
podría nuestra deificación ser real? Sea cual sea el valor de dichos
argumentos, el hecho de haber sido usados, y en sí a buen efecto, es
testigo de la popularidad y aceptación común del dogma en esos días.

Algunos escritores, como Scheeben, van aun más allá y buscan en los
escritos patrísticos teorías establecidas que se refieran al factor
constituyente de nuestra adopción. Ellos alegan que, mientras que los
Padres orientales explican nuestra filiación sobrenatural por la morada
del Espíritu Santo, los Padres occidentales mantienen que la gracia
santificante es el factor real. Tal punto de vista es prematuro. La verdad
es que San Cirilo enfatiza especialmente en la presencia del Espíritu
Santo en el alma del hombre justo, mientras que San Agustín es más
parcial hacia la gracia. Pero es igualmente cierto que ninguno habla
exclusivamente, mucho menos pretenden establecer la causa formalis de
la adopción como la entendemos hoy día. A pesar de todos los usos
polémicos y catequéticos a los cuales los Padres imponen este dogma, no
lo aclararon mejor que sus predecesores, los escritores inspirados del
pasado distante. Los dichos patrísticos, como los de las Sagradas
Escrituras, ofrecen información valiosa para el enmarcado de esta teoría,
pero esa teoría por sí misma es el trabajo de épocas posteriores.

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¿Cuál es el factor esencial o causa formal de nuestra adopción


sobrenatural? Esta pregunta nunca fue discutida seriamente antes del
período escolástico. Las soluciones que recibió entonces fueron
influenciadas hasta cierto punto por las teorías sobre la gracia vigentes
en ese entonces. Pedro Lombardo, quien identifica la gracia y la caridad
con el Espíritu Santo, estuvo naturalmente inclinado a explicar nuestra
adopción por la sola presencia del Espíritu en el alma del justo, a la
exclusión de cualquier entidad dada por Dios creada e inherente. Los
nominalistas y Escoto, aunque renuentes a admitir una entidad creada,
sin embargo fallaron en ver en ella un factor válido para nuestra
adopción divina, y en consecuencia apelaron a una aprobación positiva
divina el decretar y recibirnos como hijos de Dios y herederos de su
Reino. Aparte de éstos, una vasta mayoría de los escolásticos con
Alejandro de Hales, San Alberto Magno, San Buenaventura, y
especialmente Santo Tomás de Aquino, señalaron a la gracia habitual
(una expresión acuñada por Alejandro) como el factor esencial de
nuestra filiación adoptiva. Para ellos la misma cualidad inherente que da
nueva vida y nacimiento al alma también le da una nueva filiación. Dice
el Ángel de las Escuelas (III:9:23, ad 3am), “La criatura se asimila al Logos
en Su Unidad con el Padre, y esto es realizado por la gracia y la caridad…
Tal semejanza perfecciona la idea de adopción, porque para el igual es
debida la misma herencia eterna.” (v. GRACIA)

Esta última opinión recibió el sello del Concilio de Trento (Ses. VI, c. VII,
can. 11). El Concilio primero identifica justificación con adopción:
“Volverse justo y ser heredero de acuerdo a la esperanza de la vida
eterna” es una y la misma cosa. Entonces procede dar la esencia real de
la justificación. “Su única causa formal es la justicia de Dios, no aquella
por medio de la cual Él mismo es justo, sino por medio de la cual Él nos
hace justos.” Además, repetidamente caracteriza la gracia de la
justificación y adopción como “no un mero favor o atributo extrínseco,
sino un regalo inherente en nuestros corazones.” Esta enseñanza fue
enfatizada más fuertemente en el Catecismo del Concilio de Trento (de
Bapt., No. 50), y por la condenación del Papa Pío V de las cuarenta y dos
proposiciones de Michel Baius, cuya contradictoria lee: “La justicia es
una gracia infundida dentro de nuestra alma por medio de la cual el
hombre es adoptado a la filiación divina.” Podría parecer que la
minuciosidad con la cual el Concilio de Trento trató esta doctrina podría
haber impedido aún la posibilidad de discusiones futuras.

Sin embargo la pregunta vino al foro de nuevo con Leonard Lessius


(Lesio), 1623; Denis Pétau (Petavio), 1652; y Matías Scheeben, 1888. En la
opinión de ellos, podría ser muy bien que la única causa formalis del

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Concilio de Trento no es la causa completa de nuestra adopción, y es por


esta razón que ellos podrían establecer la morada del Espíritu Santo por
lo menos como un constituyente parcial de la filiación divina. No
necesitamos malgastar palabras en considerar la idea singular de hacer
la morada del Espíritu Santo un acto propio a, y no meramente una
apropiación de, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Respecto al
punto principal en discusión, si examinamos cuidadosamente las
explicaciones póstumas dadas por Lesio, si recordamos el hecho de que
Petavio habló del asunto bajo consideración bastante en passant; y si
notamos el cuidado que tuvo Scheeben en afirmar que la gracia es el
factor esencial de nuestra adopción, siendo la presencia del Espíritu
Santo sólo una parte integral y complemento substancial de la misma,
habrá poco lugar para alarmarse sobre la ortodoxia de estos distinguidos
escritores. La innovación, sin embargo, no fue feliz. No armonizó con las
enseñanzas del Concilio de Trento. Ignoró la tajante interpretación dada
en el Catecismo del Concilio de Trento. Sirvió sólo para complicar y
oscurecer esa teoría tradicional simple y directa, explicando nuestra
regeneración y adopción por el factor mismísimo. Aun así tuvo la ventaja
de arrojar una luz más fuerte sobre las connotaciones de la gracia
santificante, y de realzar en la beneficencia más pura las relaciones del
alma adoptada y santificada con las Tres Personas de la Santísima
Trinidad: con el Padre, el autor y dador de la gracia; con el Hijo
Encarnado, el ejemplar y causa meritoria de nuestra adopción; y
especialmente con el Espíritu Santo, el vínculo de nuestra unión con
Dios, e infalible promesa de nuestra herencia.

También nos llevó a las algo olvidadas lecciones éticas de nuestra


comunión con el Dios Trino, y especialmente con el Espíritu Santo,
lecciones sobre las cuales insistían mucho la antigua literatura patrística
y los escritos inspirados. “Las Tres Personas de la Santísima Trinidad, el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”, dijo San Agustín (Tracto 76; En Juan),
“vienen a nosotros con tal que nosotros vayamos a Ellos, Ellos vienen con
Su auxilio, si nosotros vamos con humildad. Ellos vienen con luz, si
nosotros vamos a aprender; Ellos vienen a abastecernos si nosotros
vamos a ser llenados, que nuestra visión de Ellos no sea desde el exterior
sino desde el interior, y que Su morada en nosotros no sea fugaz sino
eterna.” Y San Pablo (1 Cor. 3,16-17), “¿No saben que son santuario de
Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el
santuario de Dios, Dios le destruirá a él; porque el santuario de Dios es
sagrado, y ustedes son ese santuario.” De lo que se ha dicho es manifiesto
que nuestra adopción sobrenatural es una propiedad necesaria e
inmediata de la gracia santificante. El concepto primario de gracia

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santificante es una nueva vida dada por Dios y parecida a la de Dios


sobreañadida a nuestra vida natural. Mediante esa misma vida nacemos
a Dios aun como el niño a sus padres, y así adquirimos una nueva
filiación. Esta filiación se llama adopción por dos razones: primero, para
distinguirla de la filiación natural que pertenece a Jesús; segundo, para
enfatizar el hecho de que la tenemos sólo por la libre elección y
condescendencia misericordiosa de Dios. Otra vez, así como de nuestra
filiación natural surgen muchas relaciones sociales entre nosotros y el
resto del mundo, así nuestra adopción y vida divina establece múltiples
relaciones entre el alma adoptada y regenerada por un lado, y el Dios
Trino por el otro. No fue sin razón que la Escritura y la Iglesia Oriental
designaron especialmente a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad
como el término especial de estas tan altas relaciones. La adopción es
obra del amor. “¿Qué es la adopción”, dice el Concilio de Frankfort, “sino
una unión de amor?” Es, por lo tanto, conocer que debe ser descubierto y
terminar en la íntima presencia del Espíritu de Amor.

Bibliografía: WILHELM AND SCANNELL, Un Manual de Teología


Católica basado en la Dogmática de Scheeben (Londres, 1890); HUNTER,
Bosquejos de la Teología Dogmática (Nueva York, 1894); NIEREMBERG-
SCHEEBEN, Las Glorias de la Divina Gracia (Nueva York, 1885); DEVINE,
Manual de Teología Ascética de la vida Sobrenatural del alma (Londres,
1902); NEWMAN, San Atanasio, II, Deification, Gracia de Dios,
Santificación Divina Inherente (Londres, 1895); BELLAMY, La vie
surnaturelle (Paris, 1895); TERRIEN, La Grâce et La Gloire (Paris, 1897);
LESSIUS, De Perfectionibus Moribusque Divinis; De Summo Bono et
Æternâ Beatitudine (Amberes, 1620; París, 1881); PETAVIO, Opus de
Theologicis Dogmatibus (Bar-le-Duc, 1867); SCHEEBEN, Handbuch der
kathol. Dogmatik (Friburgo, 1873); véase también en recientes tratados
en gracia: MAZZELLA, HURTER, PESCH, KATSCHTHALER.

Fuente: Sollier, Joseph. "Supernatural Adoption." The Catholic


Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907.
<http://www.newadvent.org/cathen/01148a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina y Lourdes P. Gómez.

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