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Oaxaca.

21 de enero, 1986

Estimadísimo Andrés,

agradezco infinitamente tu última carta. Llegó en el momento en que mis dedos o mi lengua
no lograban pronunciar o dibujar, por lo menos una palabra. La esterilidad me había sellado
de tal manera los sentidos que todo lo que ellos pudieron regalarme otrora, todo lo que antes
fue riqueza, mi gran fortuna; se había vuelto tan sólo una superficie fría y homogénea. Sin
embargo esta mañana, logré distinguir entre el humo de mis cigarrillos, en el incómodo
blanco papel de mis libretas, a un hombre viejo y extraño que me pedía que lo escribiera. Mi
esterilidad acaba con la llegada de tu carta, pero no sé si tal fin representa el inicio de una
época fértil para mis letras. Creo que acabo de parir a un muerto. Aquí su cadáver:

Lo que se dirigía a él le llamaba “El Turco”. Alguno lo habrá llamado “su” peón.

El turco abría los ojos y sus manos recibían al mundo. Se quejaba de su aspereza. El turco
abría sus ojos y el gran ojo del cielo lo recibía no si cierta violencia. El turco, ya casi ciego, le
había hecho frente a él durante toda su vida, sí, al hombre filoso del cielo que con sus agujas
penetraba cada uno de los poros morenos de su cuerpo. El Turco, en fin, despertó.

Pensó en aquel animal que le gritaba, esa voz que lo hacía sudar, que lo hacía arrancar los
cuerpos jóvenes de la tierra, esos cuerpos cálidos, dulces y ácidos que a veces, con algún
trazo de tristeza, devoraba con unas ansias feroces. Sus piernas le exigieron levantarse, lo
había hecho ya durante treinta años, sin embargo, el torso del Turco, tal vez su pecho, creyó
estúpido moverse de la cama. Pensó en que debía lavar sus dientes, ¡cada uno de ellos!, que
debía escupir, que debía remojar su boca, que debía sacar de la alacena algún huevo, alguno
de tantos, debía entonces decidir qué huevo comerse, debía además decidir el lugar en el que
debía golpearlo. Debía, en fin, prepararse, tarea incumplible, pues sus tareas eran infinitas y
el tiempo limitado.

Cerró los ojos y supo que no dormiría. Sin embargo, persistió. No dio un solo paso fuera de
su casa y, aún así, el mundo fue totalmente suyo ¿o él del mundo?

Macheteaba quién sabe qué pedazos de madera. Ese dedo filoso a través del cual todo es
absolutamente frío lo controlaba, lo dominaba su peso, veía a través de sus límites, de su filo;
su impacto era su respiración. Finalmente, decidió que los cortes ya no eran lo suyo. Huyó de
allí despavorido, como una hormiga que se siente atrapada entre las manos de alguien.
Caminó. En su mente podía caminar. El movimiento existía. Llegó a un gran abismo, el gran
abismo que de niño había estado prohibido para él. Tan pronto su rostro fue áspero. Tan
áspero… No conoció límite alguno. El mar fue suyo, ¿o él del mar?

El Turco entró en el viejo dios… Tenía costumbre de nadar largo rato sin cansarse. Pero
hoy había elegido un itinerario nuevo. La bruma ocultaba la orilla. Una nube había
descendido sobre el mar y la superficie se perdía en un resplandor que parecía la única cosa
verdaderamente real. Los remolinos le sacudían, y sin embargo no tenía la sensación de
estar en medio de las olas y de moverse entre elementos conocidos:

allí toda la aspereza había sido besada, lamida por una lengua inmensa que rodeaba al mundo;
tan sólo conoció el amor de aquella boca. Aquel día, sin embargo, todo aquello se había
transformado en indiferencia. Su medio le era indiferente. Y allí donde el amor fue el medio,
la indiferencia es hostilidad. Habría preferido al animal que le gritaba o al hombre filoso.
Habría preferido volver a ver, antes que experimentar tal nulidad. El vacío lo cubría
completamente de vez en vez. Cada que su cabeza quedaba sumergida, el vacío devenía
desprecio. El desprecio era ácido, gozaba de él. Se sentía ardiendo. El vacío casi lo acogía por
completo. Algo gritaba, algo apuñalaba; algo, como si él mismo fuese leña, lo embestía
filosamente, lo fragmentaba, los separaba. El fulgor ácido, separaba cada una de sus partes.
La regresión infinita de la imposible división hasta el tuétano de la vida, de la materia, de la
música del mundo.

Discúlpeme, Andrés. No soy capaz de poner palabras sobre esto. ¿Cómo poner palabras sobre
un muerto que vive en uno? Su putrefacción me sofoca. Andrés, necesito silencio. Creo que
dormiré.

Permítame saludarlo.

“Jorge Iván Gómez Hoyos.”

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