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LAS ADMONICIONES DE SAN FRANCISCO

Meditaciones
por Kajetan Esser, OFM

EL RELIGIOSO BUENO Y EL RELIGIOSO VANO


Meditación sobre la Admonición 20.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Die zwanzigste Ermahnung des hl. Franziskus, en Brüderlicher


Dienst abril-junio (1971) 38-42]

La edición crítica de los escritos de S. Francisco preparada por el P.


Kajetan Esser y publicada por el Colegio de S. Buenaventura de Grottaferrata en
1976, asigna a esta Admonición el número 20, mientras que otras ediciones
anteriores le asignaban el número 21.

«Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las


santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con
gozo y alegría. ¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas y con
ellas conduce a los hombres a la risa!» (Adm 20).

La Admonición 20 de nuestro padre san Francisco lleva ya en los más antiguos


manuscritos como título: «El religioso bueno y el religioso vano». El contenido de esta
exhortación puede resultarnos, a primera vista, incomprensible o al menos raro. Esto se debe
fundamentalmente a que nosotros tenemos con frecuencia y por superficialidad un concepto
de la vida religiosa del todo distinto del que ciertamente tuvo nuestro seráfico Padre. Para
nosotros, ¿quién es un buen religioso, una auténtica religiosa? Un hombre que vive en el
convento, que reza mucho, que observa fielmente sus votos, que se esfuerza por alcanzar la
perfección, que procura cumplir escrupulosamente las obligaciones de su vocación, que se
adapta bien a la vida común y la hace agradable, etc. De quien hace todo esto, nosotros
diríamos: «Bienaventurado el religioso...».

En la Admonición de san Francisco, sin embargo, no se habla de nada de esto. Se trata


ciertamente de un «bienaventurado» y de un «¡ay!», pero ¡suenan tan profundamente
distintos! Y no es que san Francisco menospreciase cuanto antes hemos enumerado. Muchas
de sus expresiones laudatorias nos demuestran que sí sabía justipreciarlo con exactitud. No
obstante, debemos remarcar clara y sencillamente que a Francisco, en este caso, lo que le
interesa es distinguir al religioso auténtico del que solamente lo es en apariencia, y para ello
utiliza un criterio diverso, un principio de distinción diferente del nuestro, y por esto es por lo
que nos resulta extraña su exhortación. Tendremos, pues, que esforzarnos para comprender
con exactitud el sentido de sus palabras.

LA VIDA RELIGIOSA, TESTIMONIO DE ALEGRÍA

Desde el primer momento observamos que en este texto no se dice: «Bienaventurado


el siervo», palabras con que empiezan la mayoría de las Admoniciones a partir de la 17ª, sino
que se dice expresamente: «Bienaventurado aquel religioso», y «¡Ay de aquel religioso!». El
cambio de palabras puede ser casual. No lo sabemos. Creemos sin embargo, y con suficiente
fundamento, que el cambio es intencionado y que Francisco quiere significar con ello que se
trata de algo de vital importancia para la vida religiosa como tal.

«Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las


santísimas palabras y obras del Señor».

Para Francisco, por tanto, es un auténtico religioso y como tal digno de que se le
proclame bienaventurado, el hombre que vive totalmente orientado hacia Cristo, el Señor, y
que está en actitud de recibir y asimilar la palabra y la vida de Cristo, a las que es muy
sensible. Ser religioso significa para Francisco todavía más: ser enteramente un Cristo. El
religioso, como un Cristo íntegro, debe asimilar y encarnar en su vida en la medida más
cumplida posible todo cuanto Cristo, el Señor, ha dicho y hecho. Ser por entero un Cristo
significa vivir a Cristo.

El don sobrenatural de la vida de Cristo que se nos da en los sacramentos, debe


desarrollarse y perfeccionarse siempre de forma progresiva en nuestra vida. Esta es una tarea
que incumbe ciertamente a todos los cristianos, pero que atañe de manera particular a los
religiosos, llamados a esta vida de Cristo y con Cristo. Pensamos aquí precisamente en las
palabras del capítulo cuarto de la Regla para los religiosos de la Tercera Orden, núm. 12:
«Deben seguir e imitar al seráfico Padre de tal modo que puedan exclamar con san Pablo:
"Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,19-20)». En
la vida religiosa se trata siempre, por tanto, de lo primero y esencial: «¡No yo, sino Cristo!».
Como Juan el Bautista decía de sí y de Cristo: «Preciso es que Él crezca y que yo mengüe»
(Jn 3,30). Francisco expresaba esta misma verdad cuando urgía y animaba tan frecuente e
insistentemente a sus hermanos y hermanas a «seguir en todo las huellas de Cristo» (1 R 1,1; 1
R 22,2; 2CtaF 13; CtaL 3). Esto es lo principal que hace que todo cristiano y todo religioso
conviva y se transforme en Cristo, que viva y reviva, mediante la gracia santificante, la vida
de Cristo, como dice el apóstol Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Esto nos resulta
difícil porque va radicalmente contra nuestro propio «yo».

Necesitamos, por consiguiente, adentrarnos siempre más y más en el Evangelio con un


corazón ardiente y generoso, y desde allí revivir en nosotros, con toda alegría, lo que Cristo ha
dicho y hecho. Cuanto más penetremos, mediante la lectura y meditación de la Escritura, en
las santísimas palabras y obras del Señor, tanto más crecerá en nosotros la alegría. Y cuanto
más crezca nuestra alegría en estas santísimas palabras y obras, tanto más nos transformarán
ellas en «otro Cristo», en cristianos y religiosos enteros.

¡Tan sólo se ama lo que a uno le produce alegría! Y siempre se desea parecerse más y
más a aquello que se ama con alegría. Consiguientemente, quien ama a Cristo con corazón
alegre, querrá siempre conformarse más y más a Él. Francisco tiene toda la razón:
«Bienaventurado aquel religioso que no encuentra placer y alegría sino en las santísimas
palabras y obras del Señor».

Tal vez alguno de nosotros se sienta molesto por las contundentes y duras palabras
inexorablemente exclusivas: «no», «sino». Tal vez querríamos preguntar si para ser buen
cristiano y religioso no se pueda ya hallar alegría en ninguna otra cosa. Pero ya en el mismo
planteamiento de la pregunta hay algo que falla. Recordemos una vez más la frase concisa de
Francisco en su undécima Admonición: «Nada debe disgustar al siervo de Dios fuera del
pecado», es decir, todo lo demás debe agradarle, en todo lo demás debe alegrarse. Francisco
efectivamente contempla el mundo y toda la realidad como religioso y hombre cristiano. De
ahí que para él el mundo y la realidad, en su totalidad y unidad, son palabra de Dios y obras de
Dios. Para Francisco, ser esto es la más íntima realidad de todo y de cada ser. Pensemos en su
Cántico del Hermano Sol.

El cristiano-religioso debe vivir ante todo consciente de esta íntima realidad del mundo
y de las situaciones y relaciones. Y también aquí, con total alegría. La frase en apariencia
simple de S. Francisco, por tanto, comprendida en su pleno significado, es un programa
completo para nuestra vida religiosa, especialmente en nuestro tiempo en que todo se ha
desquiciado y destrozado funestamente: lo natural y lo sobrenatural, lo religioso y lo profano;
y que por eso en su así llamado cristianismo es peor que más de un paganismo que, a pesar de
todo, es creyente en sus más profundos fundamentos.

«... y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y alegría».

¡Nunca se es cristiano para sí sólo! ¡El cristiano siempre es responsable de los demás!
Se es cristiano en tanto en cuanto se ayuda a los demás a serlo. Y porque todos nosotros
debemos ser Cristos, esta verdad vale para nosotros de manera particular. No somos religiosos
exclusivamente para nosotros, para nuestro propio perfeccionamiento, para nuestra
santificación personal. Francisco no quiso «vivir para sí sólo, sino ser de provecho a los
demás». Por eso debemos también sentirnos siempre responsables de los demás. Somos
cristianos y religiosos en tanto en cuanto ayudamos a los demás a ser cristianos.

En la segunda parte de su escrito nos indica Francisco cómo podemos ayudar a los
otros a ser cristianos: «... y con ellas conduce a los hombres al amor de Dios con gozo y
alegría». Debemos comenzar por enseñarles en nosotros la vivencia de Cristo, vivir a Cristo
por ellos. Los hombres no necesitan sólo nuestra oración y sacrificios; necesitan ante todo el
ejemplo personal de una vida auténticamente cristiana. Más aún: los hombres de hoy necesitan
perentoriamente la alegría de una vida cristiana, que nosotros debernos ofrecerles con
autenticidad y convencimiento. «Los santos tristes son tristes santos» (S. Francisco de Sales).
Hoy precisamente los hombres buscan alegría y felicidad. Y nosotros debemos demostrarles
con nuestra vida que Cristo, que sus palabras y sus obras son fuente de nuestra alegría y
felicidad. Si ellos comprueban esto en nosotros, también ellos buscarán y amarán a Cristo. Así
los llevaremos, en nuestra alegría y gozo, al amor de Dios que se les entrega en la vida de
Cristo.

Tal vez el significado de esta Admonición nos responsabiliza aún más a un apostolado
de vital necesidad; tal vez el sentido de esta exhortación, tan importante para el apostolado
franciscano, se nos descubrirá mucho más si acertamos a dar a las «santísimas palabras y
obras de Dios» una expresión moderna y comprendemos desde ella la historia concreta de la
salvación: todo lo que Dios hizo y reveló desde el principio, lo que Él dice y obra ahora y
hasta la consumación del mundo. En esta realidad salvífica, y por tanto letificante y gozosa,
debe enraizarse nuestra vida religiosa, de ella debe vivir. Si vivimos en esta historia concreta
de salvación, principalmente en la liturgia de la Iglesia, si somos felices y alegres en esto, nos
convertiremos en testigos de ello para los otros y los podremos convencer. Si todos nuestros
esfuerzos apostólicos tuvieran aquí su raíz, podríamos verdaderamente prestar en Cristo un
servicio a los hombres de hoy. En resumen: no deberíamos olvidar nunca que sólo podremos
extender a los otros algo vivo y vital si es vivo y vital en nosotros. ¡Nadie nos acepta hoy
palabras vacías!

«¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas...!».

Ahora describe Francisco con trazos igualmente seguros e incisivos el caso contrario:
el religioso que olvidando su tarea propia se goza en aquello que no tiene relación alguna con
Dios o que directamente es contrario a Dios: ocioso y vano. Podría extrañarnos que Francisco
use aquí los términos «ociosas y vanas», y no, como hubiéramos esperado, la palabra «malas».
En el mismo título, si traducimos literalmente, no se trata del religioso «malo», sino del
«vano», es decir, del religioso frívolo, vacío, inútil. Detrás de esta expresión de Francisco está
el pensamiento y el modo de expresarse bíblicos: «vano», «vacío», «inútil», «baldío»,
«insípido», son expresiones que indican algo que no es lo que debería ser. Al hombre que no
es lo que debería ser, la Sagrada Escritura lo llama vano, inútil, vacío, y expresa lo mismo
también con los términos «impío», «ateo», sin-Dios.

El religioso que no halla alegría y gozo en la palabra de Dios, sino que se entrega a
palabrerías vacías y distantes de Dios, es un religioso inútil. No es «religioso», es decir, no es
un hombre unido, relacionado y vinculado, aliado con Dios. Está ligado a las «vanidades», a
las cosas profanas, a lo sin-Dios. ¿Pero acaso no sabemos por experiencia que tales
«vanidades» hacen brecha en nuestra vida y pueden enseñorearse de ella? Por esto nos dice
Francisco aquí con profundo sentido práctico: Quien no sabe callar y escuchar sólo a Dios
para percibir y comprender con profunda alegría las palabras y obras del Señor, se pierde
fácilmente en la lejanía de Dios. Cuando al hombre no le satisfacen las cosas divinas, sufre la
invasión de las profanas, de las cosas ajenas o contrarias a Dios, que acaban por adueñarse de
él. Entonces se olvida y pierde lo verdaderamente decisivo y fundamental en la vida del
cristiano-religioso. Y su vida es absurda, vacía, inútil. Es precisamente lo que dice Francisco:
«¡Ay de aquel religioso que se deleita en las palabras ociosas y vanas!».

«... y con ellas conduce a los hombres a la risa!».

Cuando el cristiano-religioso deja de tener su alegría en Dios y, consiguientemente, ya


no es feliz; cuando la alegría de una vida cristiana no le llena ni satisface ya, entonces deja de
prestar a sus semejantes aquel servicio que en primer lugar estaba obligado a prestarles. Ya no
puede orientar ni conducir a los hombres, «con gozo y alegría, al amor de Dios», porque los
hombres ya no le creen en absoluto. Se ríen de él; tal vez ríen incluso con él; lo consideran
una persona agradable, un hombre ameno; pero, en cuanto religioso o religiosa, no lo toman
en serio. Por ello, esos tales religiosos «vanos» ya no pueden cumplir su misión esencial para
con el mundo y los hombres. En definitiva, cuando uno no es lo que debería ser ante Dios y
para los hombres, se convierte en un muñeco ridículo. Su vida es inútil, vacía, absurda, un
contrasentido.

EL VERDADERO SERVICIO APOSTÓLICO

La presente Admonición tiene la más íntima relación con el núcleo central de nuestra
vida religiosa franciscana: «Vivir el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo». Tal vez el
«bienaventurado» y el «ay» de esta exhortación tomen de aquí todo su carácter particular.
Deberíamos familiarizarnos constantemente con la esencia auténtica de nuestra vida
franciscana mediante el estudio diligente de estas palabras de nuestro Padre. Para ello tal vez
nos sea útil plantearnos las siguientes cuestiones:

1. ¿Hallamos verdaderamente todo nuestro gozo y alegría «en las santísimas palabras y
obras de Dios»? ¿Nos sentimos nosotros y nuestras vidas, siempre y en todas las
circunstancias, injertados en la historia de la salvación? Tal vez leamos mucho, libros,
revistas, periódicos... ¿Leemos la Sagrada Escritura con gozo y fervor de corazón? ¿La leemos
para conocer a fondo las palabras y obras del Señor y estimarlas más cordialmente? ¿Leemos
de vez en cuando algún libro que nos ayude a profundizar nuestra comprensión de la S.
Escritura, o nos resulta ello demasiado aburrido, o no lo suficientemente interesante? ¿Cómo
pretendemos vivir incardinados en la obra salvífica de Dios y ser portadores de 1a misma si
ella no informa nuestra vida? Si la informase, nuestra vida se convertiría en una potencia
creativa; pero ¿cómo será esto posible si apenas conocemos nada de tal obra?

2. ¿De qué asuntos solemos hablar con los hermanos y hermanas en la fraternidad, con
los hombres que trabajan con nosotros o con los que nos encontramos en cualquier parte?
¿Domina también entre nosotros, en nuestros círculos, en nuestras conversaciones, aquel
«boicot del silencio ante los temas religiosos», contra el que un católico de nuestro tiempo nos
ha puesto insistente y dramáticamente en guardia? Con ello no queremos decir que en toda
ocasión, conveniente o inconveniente, hayamos de tener en la punta de la lengua palabras
devotas.

También aquí valen cumplidamente las palabras del Señor: «De la abundancia del
corazón habla la boca» (Mt 12,34). De Dios, de sus palabras y obras, de su actividad
salvadora, sólo puede hablar justamente quien ha meditado profunda y asiduamente en ello,
hasta el punto de que se le ha convertido en algo muy íntimo y personal que le llena hasta
rebosar el corazón de gozo y alegría. A éste el Espíritu de Dios le sugerirá la palabra adecuada
en el momento preciso.

3. Hoy la palabra «apostolado» juega un papel muy importante. ¡Todo debe ser
apostólico! El valor apostólico de un trabajo lo decide todo. Pero hay algo muy nuestro que no
acaba de encajar en este montaje; muchos de los nuestros no siempre se encuentran a su aire
en tales planteamientos. Una cosa es cierta, y la repetimos de nuevo: el cristiano que pretende
bastarse a sí mismo, que se segrega para sí, y que por consiguiente no está abierto misional y
apostólicamente, se extingue, muere.

Al ser cristiano le pertenece esencialmente el «servicio» apostólico, la responsabilidad


de la «salvación» de los otros hombres. Pero no todo el actuar y agitarse con ruido y estrépito,
no todo lo que de manera altisonante se autodenomina apostólico, es verdadero «servicio»
misional, de «salvación». Por delante de todo quehacer apostólico ha de ir la vida
auténticamente cristiana. Esto es precisamente lo que S. Francisco nos indica con claridad en
esta Admonición. ¡No devaluemos «lo único necesario»! Nunca reflexionaremos bastante
sobre esta verdad: que siempre iremos siendo más auténticos cristianos y religiosos cuando
sólo hallemos nuestra gozosa alegría en las santísimas palabras y obras del Señor, cuando más
y más hondamente inmersos vivamos en el salvífico quehacer concreto y actual que Dios
realiza en su Iglesia por medio de Jesucristo.

No olvidemos lo que con santa sencillez nos enseña el beato Gil: «La palabra de Dios
no está en el que la predica o la escucha, sino en el que la vive» (Dicta, p. 56).

Cuanto más llena esté nuestra vida de la «palabra de Dios» y más enraizada en el obrar
salvífico de Dios, tanto más natural y espontáneamente, tanto más vital y desinteresadamente
conduciremos a los hombres a Dios en gozosa alegría.

Aquí podríamos formular algunas preguntas también a nuestras «comunidades»: ¿Nos


ayudamos mutuamente para avanzar por este camino? ¿Nuestra fraternidad es un apoyo y
ayuda para ello? Tal vez aquí nos encontramos ante una tarea básica y fundamental para todos
nosotros. Quiera Dios que la realicemos plenamente en el espíritu de esta Admonición de
nuestro seráfico Padre, para que nos transformemos en «comunidad» auténticamente
apostólica y verdaderamente misionera.
[Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, núm. 10 (1975) 98-104]

EL RELIGIOSO VANO Y LOCUAZ


Meditación sobre la Admonición 21.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Die einundzwanzigste Ermahnung des hl. Franziskus, en Brüderlicher


Dienst 54 (1971) 114-117 y 139; «Del religioso vano e loquace», en Le Ammonizioni di san
Francesco, Roma, Cedis Editrice, 1974, 289-298]

INTRODUCCIÓN

Las Admoniciones de nuestro padre san Francisco son, para todos los franciscanos, un
auténtico «espejo de perfección», más genuino que los numerosos libros y leyendas que con
ese título han llegado desde la Edad Media hasta nosotros. Estos dichos breves y
substanciosos indican, hasta en los mínimos detalles, cómo deben ser, según san Francisco,
los hombres y mujeres que le siguen. Por eso, quien tome en serio su propia vocación
franciscana, nunca meditará bastante estas palabras tan profundas, nunca las contemplará lo
suficiente; debería tenerlas siempre presentes, y, a la luz de estas «palabras de amonestación»,
examinar su conciencia y revisar su vida de cada día. Si queremos, de acuerdo con nuestra
vocación, mantener vivo en la Iglesia el carisma, el don de gracia regalado por Dios a la
Iglesia en Francisco, debemos preguntarnos en qué medida somos realmente personas
impregnadas por el carisma, por el espíritu de nuestro Padre. Y cuanto más lo hagamos, tanto
más reconoceremos dónde debemos centrar nuestra propia tarea.

Esta es la razón por la cual queremos confiar una vez más, y siempre, en la pauta
competente y autorizada que nos marca nuestro Fundador. Él nos guiará con seguridad
mediante sus consignas a vivir tal como nos lo pide la llamada de Dios y a ser auténticos
franciscanos. Sus Admoniciones pueden convencernos -como, por otra parte, demuestran
todos sus escritos- de que Francisco es uno de los más sublimes «guías de almas», un maestro
de la vida espiritual.

Muchas de esas discusiones tan de moda hoy en día sobre qué es o no franciscano,
resultarían superfluas si nos atuviéramos más a las actitudes evangélicas básicas de la vida
cristiana, tal como las describe Francisco con sus palabras siempre jóvenes y lozanas. Cuanto
más caso hagamos a Francisco y sus palabras, tanto más crecerá nuestra vida «según la forma
del santo Evangelio» (Test 14), tanto más progresaremos en una vida según «el Espíritu del
Señor» (2 R 10,9).

En su Admonición 21 san Francisco pone el dedo en una llaga muy real:

«Dichoso el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la
recompensa, y no es pronto para hablar (cf. Prov 29,20), sino que sabiamente prevé lo que
debe hablar y responder.
»¡Ay de aquel religioso que no retiene en su corazón los bienes que el Señor le muestra (cf. Lc
2,19.51) y no los muestra a los otros por las obras, sino que, con miras a la recompensa, ansía
más mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa (cf. Mt 6,2.16) y los
oyentes obtienen poco fruto» (Adm 21).

Con estas palabras Francisco nos previene contra un peligro que ha producido muchas
veces funestos efectos, incluso en la vida de los cristianos. Quiere precavernos de un peligro
que ha destruido la vida religiosa, la vida de unión con Dios en cristianos excelentes.
Debemos, pues, meditar esta Admonición cuidadosamente y procurar entenderla con todo el
corazón, esforzándonos en penetrar en su más profunda esencia.

I. POBREZA EN EL HABLAR

La primera parte de esta Admonición parece más una norma de cortesía y buen gusto
que una «palabra de santa amonestación». Pero salta a la vista que Francisco quiere que la
entendamos en sentido auténticamente cristiano, como lo indican los vocablos introductorios
«Dichoso el siervo»:

«Dichoso el siervo que, cuando habla, no manifiesta todas sus cosas con miras a la
recompensa, y no es pronto para hablar, sino que sabiamente prevé lo que debe hablar y
responder».

La locuacidad, a la que no nos gusta llamar por su nombre y con frecuencia ocultamos
bajo un manto de silencio, es un grave peligro para la vida cristiana. Quien no cesa de hablar,
demuestra que vive todavía muy egoístamente y que disfruta colocándose en el primer plano.
Francisco desenmascara esta actitud con claridad meridiana.

Hay quien habla mucho con miras a la recompensa, es decir, buscando el renombre y
el elogio. Querría ser y estar siempre en el centro de la conversación; por eso, prácticamente
habla sólo de sí mismo, de sus logros y éxitos, y de todo lo que puede y sabe: manifiesta todas
sus cosas. El locuaz no puede callarse nada: es pronto para hablar. Cuando le viene algo a la
mente, no se queda tranquilo hasta haberlo contado a otros. Procura por todos los medios
hacerse el interesante. Refiere incluso cosas que sólo se imagina, sin preocuparle en demasía
si dice dos palabras de más o de menos. Para él, lo importante es ser y estar en el centro. No
soporta que hablen los otros. Por ello, les corta la palabra y rápidamente centra el tema en
torno a él. Cuando hablan los demás, los escucha de mala gana. Desconoce el arte de
escuchar, pues está siempre a la espera de poder intervenir: no prevé sabiamente lo que debe
hablar y responder.

En resumen: se coloca y se empeña en permanecer siempre en el centro. Pero quien así


actúa olvida que es siervo de Dios y que todo se lo debe a Dios; olvida que, por sí mismo, ni
tiene, ni sabe, ni puede nada; que, por tanto, todo en su vida es don de Dios: un don
inmerecido de la gracia y el amor de Dios.

En este texto aparece clara, una vez más, la visión de la pobreza franciscana, a la que
deben aspirar todos los seguidores de san Francisco. Quien está hondamente imbuido de la
verdad de que todo se lo debe a Dios, de que todo bien en su vida es propiedad de Dios, no
manifiesta todas sus cosas con miras a la recompensa, y no es pronto para hablar.

El pobre auténtico no buscará su propio honor mediante la locuacidad y la verborrea,


sino que procurará, con el silencio, dar gloria al único a quien le pertenece: a Dios. A fin de no
violar los derechos soberanos del Señor, el derecho de propiedad de Dios, pensará sabiamente
qué debe hablar y responder. Meditará atentamente si sus palabras son un elogio de sí mismo
o alaban a Dios. Preferirá callar antes que violar con su locuacidad vana y huera el honor de
Dios. Quien así actúa es un verdadero siervo de Dios, pues su vida está rectamente ordenada
al Señor, y es, por tanto, dichoso. En todo cuanto dice se mantiene unido a Dios; y como
permanece pobre en todo lo que dice, sabiéndose en todo deudor de Dios y manteniéndose en
su servicio, es un auténtico franciscano.

«¡Ay de aquel religioso que no retiene en su corazón los bienes que el Señor le
muestra y no los muestra a los otros por las obras, sino que, con miras a la recompensa,
ansía más mostrarlos a los hombres con palabras! Él recibe su recompensa y los oyentes
obtienen poco fruto».

En esta segunda parte Francisco repite las mismas ideas, pero con mayor énfasis y con
un marcado acento admonitorio. Es malo y peligroso para nosotros no retener en nuestro
corazón el bien que nos ha mostrado, es decir, que nos ha demostrado y regalado el Señor,
como lo retuvo María, la Virgen humilde, quien conservó en su corazón todas las grandezas
que Dios hizo en ella (cf. Lc 2,19.51). Y esto sólo puede hacerlo el hombre liberado del
egoísmo de la jactancia y la vanidad, del afán de contradecir y de la altivez; quien ha
aprendido a callar, a guardar silencio y ser discreto, a mantenerse en segundo plano. Una
persona así no se atribuirá egoístamente lo que pertenece sólo a Dios.

No debemos mostrar los bienes de Dios con palabras, sino con obras, considerándolos
como tarea y viviendo de acuerdo con ellos. Por eso desaprueba Francisco con toda energía
que alguien, con miras a la recompensa, intente mostrar con palabras a los hombres los dones
de Dios: Él recibe su recompensa y los oyentes obtienen poco fruto. En tal caso no actúa la
gracia de Dios, pues todo gira en torno al «yo» humano; el hombre no permanece vinculado a
Dios, no es un religioso, ni tampoco un seglar franciscano.

Por último, hay que hacer constar que en esta Admonición Francisco asume objetivos
centrales del sermón de la montaña, traduciéndolos al lenguaje de su tiempo: «Por tanto,
cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando como hacen los hipócritas en las sinagogas y
por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya recibieron
su recompensa... Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar
la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará... Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su
rostro para que los hombres noten que ayunan; en verdad os digo que ya recibieron su
recompensa. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu
ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre,
que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2. 6. 17-18).

II. MOSTREMOS POR LAS OBRAS LOS DONES DE DIOS

Como en muchas de sus Admoniciones, también en ésta usa Francisco la expresión


bíblica dichoso el siervo, con la que empiezan en el Nuevo Testamento bastantes
comparaciones de las que el Señor se sirve para ilustrar la realidad del Reino de Dios. Así,
pues, lo que Francisco dice sobre el comportamiento del siervo de Dios, nos muestra, según su
concepto de la vida del hombre, cómo debemos contribuir a la consecución del Reino de Dios.
Y como muestra la presente Admonición, el ser-siervo-de-Dios tiene en su raíz mucho que ver
con la pobreza: con esa pobreza interior y exterior que reconoce siempre los derechos
soberanos de Dios, sus derechos de propiedad, derechos que el auténtico pobre nunca quiere
lesionar, ni en sí mismo ni en ningún otro ámbito. De esta manera, la pobreza del siervo de
Dios se convierte, como dice san Francisco en otra ocasión, en «la porción que nos conduce a
la tierra de los vivientes» (2 R 6,5), es decir, al Reino de Dios.

Ahora bien, en este sentido, el Reino de Dios no está amenazado tanto por una rebelión
abierta y digamos heroica como por la rebelión del hombre vulgar, del cristiano aburguesado
que continuamente procura reservarse en exclusiva pequeños dominios en los que ser dueño y
señor. Y en ese caso ya no hay una autodonación total que abarque todos los ámbitos de la
propia vida. El Reino de Dios, en cambio, exige la autodonación total, este «hacerse pobre»
sin reserva alguna; pues el Reino de Dios tiene carácter exclusivo; frente a él, uno no puede
reservarse ninguna parcela. «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24).

Para entender esta Admonición hemos de partir de estos puntos básicos; entonces no
caeremos en la tentación de preguntar: ¿Tan importante es todo esto? ¿Es verdaderamente tan
decisivo? Si tenemos presente lo anteriormente dicho, comprenderemos en seguida la primera
consecuencia práctica:

1. En nuestra vida cristiana, en la que debemos ser siervos de Dios, siervas de Dios en
el Reino de Dios, lo más importante, lo decisivo consiste en que Dios prevalezca y esté por
encima de nuestro propio «yo». Quizá digamos rápida e inmediatamente que tal es nuestro
caso. Pero aprovechemos la ocasión que nos brinda esta Admonición de san Francisco y
hagamos un serio examen de conciencia. ¿Por qué hablamos tanto? ¿Por qué nos resulta
muchas veces tan difícil callar? ¡Examinémonos! ¿No se debe en la mayoría de los casos a
nuestro querido «yo», a nuestro idolatrado «yo», que quiere hacerse el interesante y ser el
centro de atención; a nuestro «yo», deseoso de ostentación y ávido de honores, que quiere ser
admirado? En ese caso, todavía no reina Dios en nosotros, sino que somos nosotros quienes
queremos reinar. Yo procuro apropiarme para mí, para mi propia exaltación, lo que es
propiedad de Dios y de lo que sólo Él puede disponer. Y esto es la ruina del Reino de Dios en
nosotros.
2. La vida del cristiano exige, por tanto, educación y disciplina en el hablar. Antes de
hablar y responder, hay que ponderar con prudencia lo que se habla y responde. Y esto sólo
puede hacerlo quien ha aprendido a callar y reflexionar. Esta condición previa es
indispensable. Para el franciscano se trata de poner en práctica la actitud básica de la pobreza
en el ámbito relacionado con el hablar. Todos sabemos por experiencia que es más difícil
llevar a la práctica la pobreza absoluta en el ámbito del hablar que en el de los bienes
materiales. El prever sabiamente quiere decir, por tanto, que el siervo de Dios aprende a
respetar los derechos soberanos de Dios también cuando habla; a defender los derechos de
propiedad de Dios, dándole a Él todo el honor, reconociéndolo y glorificándolo como Señor.
Por eso decíamos que la educación y la disciplina en el hablar es una forma de pobreza
imprescindible para nuestro servicio al advenimiento del Reino.

3. En nuestro tiempo se habla mucho de diálogo. Se tiene por muy importante el hablar
unos con otros. ¡Y con razón! Pero si es cierto que los hombres están convencidos de la
necesidad del diálogo, no lo es menos que a la mayoría les resulta difícil mantener un diálogo
auténtico. Los diálogos auténticos incluso han disminuido. El egoísmo, sobre el que Francisco
nos previene en esta Admonición, imposibilita un diálogo auténtico y fraterno. Los hombres
hablan o callan a la vez, en lugar de escucharse unos a otros con complacencia y ayudarse
mutuamente con palabras apropiadas. Francisco nos muestra aquí un camino que nos permite
construir comunidades vivas y auténticamente fraternas.

4. Debemos procurar mostrar por las obras los bienes de Dios. ¿Nos esforzamos
diariamente en ello? Sólo así tomamos en serio a Dios, dador de todos los bienes. Francisco
indica con toda claridad que lo decisivo en el Reino de Dios no consiste en hablar
piadosamente, sino en hacer lo que debemos, respondiendo al don de Dios. Por tanto, no
olvidemos nunca que para nosotros, siervos de Dios, nuestro actuar, nuestra vida, son más
decisivos que las palabras bonitas. Y esto vale también para nuestras tareas apostólicas.
Nuestro apostolado sirve al Reino de Dios sólo cuando se enraíza en nuestra vida franciscana
de pobreza absoluta, en esa vida de siervos de Dios pobres y disponibles.

De este modo aparece, con toda claridad, que esta Admonición es mucho más que una
norma de urbanidad. En ella se subraya un comportamiento imprescindible para que el
hombre sirva, como siervo de Dios, al Reino de Dios. Con su estilo personal, san Antonio de
Padua resume con las siguientes palabras el objetivo que san Francisco ha expuesto en
esta Admonición: «Quien está llenó del Espíritu Santo, habla en diversas lenguas. Las distintas
lenguas, a saber: la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia, son el signo de que
renunciamos a nosotros mismos por Cristo. Cuando los demás ven estas virtudes en nosotros,
entonces les hablamos. Nuestra palabra es eficaz cuando habla nuestro obrar. ¡Os suplico, por
tanto, que hagáis callar a vuestra boca y hablar a vuestras obras! Nuestra vida está demasiado
llena de buenas palabras y vacía de buenas obras. Y entonces cae sobre nosotros la maldición
del Señor (cf. Mt 21,19); él maldijo a la higuera, porque en ella sólo encontró hojas y ningún
fruto» (Sermón de Pentecostés).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, núm. 54 (1989) 449-455]


LA CORRECCIÓN
Meditación sobre la Admonición 22.ª de San Francisco
por Kajetan Esser, OFM

[Título original: Die zweiundzwanziste Ermahnung des hl. Franziskus, en Brüderlicher


Dienst enero-marzo (1972) 2-5 y 22; «Della vera correzione», en Le Ammonizioni di san
Francesco, Roma, Cedis Editrice, 1974, 299-309]

INTRODUCCIÓN

En nuestras anteriores meditaciones sobre las Admoniciones de nuestro padre san


Francisco, ya hemos procurado repetidas veces explicar que, con el pecado, el hombre se
aparta de Dios y se vuelve hacia sí mismo, como si fuera el centro de su propia vida. Con el
pecado, el hombre se convierte, como dice gráfica y penetrantemente san Buenaventura, en
una «natura in se recurvata», en «un ser retorcido sobre sí mismo». El pecador da la espalda a
Dios, y sólo se busca y se ve a sí mismo. Así ocurrió en el paraíso, en el pecado original de
nuestros primeros padres, que quisieron ser como Dios, ser sus propios señores y dueños, ya
que se les antojó determinar por sí mismos el bien y el mal. Y así sucede, en su más profunda
esencia, en todo pecado. El hombre que peca quiere de modo distinto de como Dios quiere.
Quiere decidir por sí mismo y ser señor de sí mismo.

Ahora bien, cuando actúa de este modo, el hombre deja de ser imagen y semejanza de
Dios, y se convierte en una caricatura, en «un ser retorcido sobre sí mismo». Ya no se mira a
la luz de Dios, y se vuelve ciego respecto a él mismo. Andando el tiempo se enamora tanto de
sí, que ya no se ve ni ve el mundo tal como son. Carece de la luz necesaria para el
autoconocimiento, pues sólo nos conocemos tal cual somos cuando nos contemplamos desde
Dios, cuando nos vemos a la luz de Dios. Para el hombre que se abandona al pecado, esto es
muy difícil, si no totalmente imposible.

Este autoenamoramiento, esta autosatisfación, este autoengaño constituye una gran


carencia en nuestra vida. Por supuesto, no es raro que veamos de color rosa todo cuanto
somos, hacemos o dejamos de hacer. Pero, si queremos no salirnos del camino recto, hemos
de suprimir esta gran indigencia en nuestra vida cristina. Y nos salimos del camino recto
cuando sólo seguimos a nuestro propio «yo», cuando nos aferramos a la opinión que tenemos
acerca de nosotros mismos.

En este contexto aparece con toda su transparencia la Admonición 22 de san Francisco:

«Dichoso el siervo que soporta la advertencia, la acusación y la reprensión que le viene


de otro con la misma paciencia que si le viniera de él mismo.
»Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con sonrojo,
confiesa humildemente y expía de buen grado.
»Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse y soporta humildemente el sonrojo y la
reprensión por un pecado en el que no tiene culpa» (Adm 22).

Con estas «bienaventuranzas», un tanto ásperas al oído, Francisco quiere ponernos en


claro que, en cuanto siervos de Dios, somos dichosos si otras personas nos indican el camino
recto. Se trata de personas impulsadas por una sincera solicitud para con nosotros y que
quieren ayudarnos; personas, pues, que nos corrigen, es decir, que nos reprenden, que nos
sujetan con fuerza, que nos muestran el camino recto según la voluntad de Dios, el camino
adecuado a nuestra vocación cristiana, a nuestra vocación franciscana. Todos necesitamos de
alguien que nos ame y que, a la luz y en el amor de Dios, esté dispuesto a liberarnos del
retorcimiento sobre nosotros mismos.

I. LA CORRECCIÓN FRATERNA
NOS INDICA EL CAMINO RECTO

La primera bienaventuranza de esta «palabra de amonestación» resulta algo chocante


cuando la escuchamos por primera vez. Su misma formulación en el texto original es un tanto
difícil y de traducción nada sencilla:

«Dichoso el siervo que soporta la advertencia, la acusación y la reprensión que le


viene de otro con la misma paciencia que si le viniera de él mismo».

Pero si uno se fija bien, inmediatamente salta a la vista una profunda coherencia. Bien
mirado, deberíamos ser nosotros mismos quienes nos advirtiéramos, acusáramos y
reprendiéramos; es decir, deberíamos ser autocríticos. Entonces se nos abriría el camino que
conduce a la dicha del Reino de Dios. Pero como no queremos o no podemos ser autocríticos,
no nos queda más remedio que aceptar con paciencia el que otros nos critiquen.

¡Y ahí está el problema! En teoría, consideramos que las correcciones son necesarias;
cuando afectan a otras personas, casi siempre nos parecen pertinentes y oportunas. Pero si van
dirigidas a nosotros, no las aceptamos a gusto. ¡Qué fácilmente nos irritamos entonces! ¡Cuán
rápidamente nos enojamos y ofendemos si alguien nos advierte, nos reprende o nos llama la
atención por alguna falta, aunque lo haga con toda amabilidad! En el fondo, es incluso
comprensible. Nuestro querido «yo» no puede soportar algo parecido. Nos irritamos en cuanto
alguien rompe las ilusiones, las aspiraciones que nos hemos forjado sobre nosotros mismos,
cuando alguien derrumba nuestros castillos en el aire. Y entonces nos enfurruñamos como
esos niños a quienes les estallan sus hermosas pompas de jabón. Este enfurruñamiento
muestra bien a las claras hasta qué punto seguimos girando en torno a nuestro propio «yo»,
hasta qué punto somos «seres retorcidos sobre nosotros mismos».

Ahora bien, quien sólo gira en torno a sí mismo y sólo se mira a sí mismo, no
encontrará la auténtica vida cristiana; no encuentra el orden de Dios, sino que permanece en
su propio desorden. Por tanto, no será dichoso, pues -como hemos repetido varias veces en
estas meditaciones- ser dichoso significa tener paz con Dios, estar en el orden de Dios, vivir
en el amor de Dios, pertenecer al Reino de Dios. Y todo esto sólo lo logramos si puede
irrumpir y desarrollarse en nosotros la salvación que se nos ofrece gratuitamente en los
sacramentos. Esto supone la eliminación de los obstáculos que impiden esta irrupción y
desarrollo. Y una valiosa ayuda para ello consiste precisamente en soportar con paciencia las
advertencias, acusaciones y reprensiones.

«... con la misma paciencia que si le viniera de él mismo». También ésta es una prueba
muy práctica. Sabemos por experiencia que quienes peor soportan las advertencias,
acusaciones y reprensiones son aquellos a quienes más les gusta advertir, acusar y reprender a
los demás. Pero en seguida se ofenden, enojan e irritan si alguien les advierte, acusa o
reprende. Para ellos tiene vigencia, pues, en especial esta palabra de santa exhortación, a fin
de que también en ellos se cumpla la bienaventuranza: ¡Dichoso el siervo!

Si analizamos el presente problema a la luz del espíritu de san Francisco, hemos de


estar agradecidos a todo aquel que nos corrige, indicándonos el camino recto, y que nos llama
la atención sobre nuestras faltas; pues nos está ayudando a seguir el camino de Dios, a ser
dichosos ya en esta tierra.

En cambio, los admiradores y aduladores, a quienes tan gustosamente presta oídos


nuestro idolatrado «yo», no nos ayudan en esta tarea. Lo único que hacen es perjudicarnos,
pues impiden el desarrollo de la gracia en nosotros, en vez de favorecerlo.

«Dichoso el siervo que, al ser reprendido, acata benignamente, se somete con sonrojo,
confiesa humildemente y expía de buen grado».

La palabra latina «reprehensio», de «re-prehendere» o «re-prendere», a la que


corresponde la castellana «reprensión», significa originariamente la acción de coger, agarrar,
asir, detener, retener, conservar, parar; posteriormente se le añadió el sentido de «reprobación,
reproche, censura». Quien, por tanto, reprende a alguien, debe hacerlo sólo con el propósito de
preservarlo del mal, de impedir que se extravíe, de mantenerlo en el bien. Una reprensión
semejante es verdaderamente una forma genuina de amor cristiano al prójimo. Pero quien,
como responsable en una comunidad y por el bien de la misma, está obligado a reprender,
sabe cuán ingrata es esta obligación. Por eso precisamente se omiten muchas reprensiones
necesarias. Y eso produce un grave daño a los individuos y a la comunidad.

Si queremos evitar este grave daño, debemos no poner inútilmente dificultades a quien
quiera ayudamos con una reprensión; al contrario, siguiendo la exhortación de san Francisco,
debemos acatarla benignamente, es decir, sin encolerizarnos ni ofendernos. Si nos
encolerizamos y ofendemos, nadie volverá a ayudamos con una reprensión, y
permaneceremos en la ceguera respecto a nosotros mismos.

Más aún, debemos someternos con sonrojo a que nos reprendan algo; y estar
dispuestos a confesar nuestras faltas y errores. Quien confiesa humildemente su falta, está
demostrando con ello que se aparta de la misma, que desiste de su actitud equivocada. Esta
confesión ya es una contribución importante para reparar el daño producido. Quien está
dispuesto a ello, también está dispuesto a expiar de buen grado. Hará lo posible por cambiar y
mejorarse. Caminará nuevamente por el camino recto y será dichoso como siervo de Dios,
como hombre que obedece a Dios y hace cuanto Dios quiere de él.

«Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse y soporta humildemente el


sonrojo y la reprensión por un pecado en el que no tiene culpa».

En este dicho aparecen aunadas dos cosas distintas pero muy importantes. En primer
lugar, se nos exhorta a no tener prisa en excusarnos. Quien piensa inmediatamente en
excusas, no está en condiciones de prestar atención a lo que Dios quiere decirle por medio de
sus instrumentos, las personas que le reprenden. Quien se excusa en seguida y a la ligera, está
demostrando claramente que todavía se preocupa demasiado de sí mismo. Todavía no tiene la
mirada libre, o no la tiene lo bastante libre para ver lo que Dios quiere indicarle. En cambio,
sólo es dichoso el siervo que en todo sabe escuchar a Dios y dejar que le hable a través de sus
instrumentos.

Lo segundo es tal vez más difícil aún de llevar a la práctica, pues a nuestro «yo» le
repugna demasiado el soportar humildemente el sonrojo y la reprensión por un pecado en el
que no tiene culpa. ¿No vulnera eso la justicia? ¿Puede exigírsele a alguien soportar algo
semejante?

Desde un punto de vista meramente humano, esta Admonición hiere derechos


fundamentales de la persona. Pero ¡no olvidemos que estamos hablando del Reino de Dios! La
vida cristiana está sujeta a la palabra del Señor: «El siervo no es más que su señor. Si a mí me
han perseguido, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Por eso, hemos de estar
dispuestos a soportar con paciencia la injusticia. También esto forma parte del seguimiento de
Jesús, en línea con su exigencia: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). El soportar la injusticia forma, por tanto, parte de la
negación de uno mismo y de la mortificación que aquí exige el Señor. Dice san Francisco en
otro lugar: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: "Amad a vuestros
enemigos y haced el bien a los que os odian", pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas
debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a los que lo
crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y
angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; y los debemos amar
mucho, ya que por lo que nos hacen obtenemos la vida eterna» (1 R 22,1-4). Sin duda, esto
nos resultará con frecuencia muy duro, pero dominaremos nuestro «yo». Y quedaremos libres
para seguir el camino de Dios. Y se cumplirá de verdad en nosotros la palabra: ¡Dichoso el
siervo de Dios!
II. ACEPTEMOS DE BUEN GRADO LA CORRECCIÓN

En tiempos no muy lejanos se hablaba de la obligación de la «corrección fraterna».


Esta obligación se estudiaba en la teología moral y en la ética cristiana dentro del tratado
sobre la virtud de la caridad, y se basaba en la palabra del Señor: «Si tu hermano llega a pecar,
vete y repréndele a solas tú con él. Si te escucha habrás ganado a tu hermano» (Mt 18,15). No
hay nadie que no esté convencido de la gran importancia de esta palabra del Señor para
nuestra vida individual y comunitaria. Pero, ¿cómo se practica en las comunidades cristianas y
en nuestras comunidades franciscanas?

1. Muchos ni siquiera se atreven a poner en práctica esta instrucción del Señor.


Prefieren escudarse tras la pregunta de Caín: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gén
4,9). ¿Por qué no se atreven? ¿Por qué los demás no osan ponerla en práctica respecto a
nosotros?

Estas dos preguntas expresan la actualidad de las tres bienaventuranzas de


la Admonición 22. Cuanto más las asumamos, tanto más podrá desarrollarse en nuestra vida y
en la vida de nuestras comunidades la bendición de la palabra del Señor expresada en Mt
18,15, y tanto más posible será la vida cristiana en comunidad; pues en tal caso podremos
ayudarnos eficazmente unos a otros con la dirección rectificada, corregida, en el camino hacia
Dios, y liberados de cualquier retorcimiento sobre el propio «yo». Y también Dios podrá
actuar más libremente y sin obstáculos en nuestra vida personal y comunitaria.

2. Quienes por su oficio, es decir, por encargo de la Iglesia en cuanto responsables de


una comunidad, tienen la obligación de reprender y corregir, y también cualquiera que, en
base al mandato de Cristo, haya de reprender a su hermano advirtiéndole de sus faltas,
deberán hacerlo siempre por solicitud caritativa hacia el prójimo. Evitarán toda dureza y toda
brusquedad. Procurarán no ser hirientes con sus palabras ni con su actitud. No tratarán a los
demás desde arriba. La «corrección fraterna» quizá haya caído en descrédito por haber tomado
formas que no eran expresión de un auténtico amor fraterno, que no estaban impregnadas del
espíritu del Evangelio.

3. Con frecuencia puede resultar incómodo e incluso penoso el tener que cumplir con
la obligación de la corrección fraterna. Por eso, no debe olvidarse la seria advertencia de san
Francisco: «Por lo tanto, custodiad vuestras almas y las de vuestros hermanos, porque
horrendo es caer en las manos del Dios vivo» (1 R 5,l). Dichoso el siervo que con su
comportamiento, moldeado por las tres bienaventuranzas de esta Admonición, facilita a los
demás el cumplimiento de la obligación de la corrección fraterna.

4. Si se nos corrige, si alguien nos hace caer en la cuenta de nuestras faltas o nos
reprende, debemos, como creyentes, ver en ello un signo de Dios, una advertencia de Dios.
Dios está actuando. Se preocupa de nosotros, para que no andemos por un camino
equivocado. ¡Ay del orgulloso que no reconoce la acción de Dios! Permitamos, pues, de buen
grado que nos indiquen el camino recto. Consideremos de verdad las correcciones,
acusaciones y reprensiones como una gracia de Dios: así seremos siervos de Dios y, por
tanto, dichosos.

Si meditamos bien todo esto, la Admonición 22 se revelará como muy importante para
cuantos quieren seguir a san Francisco viviendo una vida «según la forma del santo
Evangelio». ¡Hoy se habla mucho de seguir a san Francisco en esta vida evangélica! ¿Pero
estamos dispuestos a recorrer el camino concreto que Francisco nos indica para alcanzar esta
meta? En tal caso comprenderemos lo que dice el beato Gil, ese fiel seguidor de san
Francisco: «Una gracia llama a otra gracia. Y una falta a otra. La gracia no quiere ninguna
alabanza, y la falta no quiere ningún reproche. Es decir, el hombre de la gracia no va tras el
reconocimiento, ni busca la alabanza de los demás; y el hombre de la falta no soporta ningún
desprecio ni reproche alguno. Esto hace la soberbia. El espíritu llega, mediante la humildad, a
la paz. Y su hija es la paciencia».

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