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Sobre la muerte…

Autor: Luis Fernando González Gaviria

Mientras construyamos amores egoístas, la muerte siempre será una


amenaza, tendrá algo que robarnos.

Medellín.

“Si usted le tiene temor a la muerte,


si está demasiado apegado a la vida,
sus últimos suspiros serán horribles;
la muerte será su más cruel verdugo;
es un suplicio temerle”.
La Mettrie

La costumbre es el espíritu de la indiferencia. El peligro latente al que


estamos expuestos es dejar pasar la vida sin más, sucedernos en una terrible
monotonía que va ahogando lentamente la existencia. Durante estos meses
de crisis, hemos vuelto la muerte una cifra que sube o baja dependiendo de
las circunstancias. Quizá la tornamos costumbre, matamos la muerte con la
monotonía de nuestras palabras para referirnos a ella, la hicimos parte del
paisaje para no asumirla.
Toda esta relación que hemos formado con la muerte, ha venido
mediada por la cultura en que fuimos educados. La muerte tiene perspectiva
de posibilidad o de frustración desde el ángulo en que nos situemos para
asumirla. Esta realidad, en palabras de Enrique Martínez Lozano, sería:
“Todos tenemos un “marco de comprensión”, nadie lo elije, nacemos dentro
de él. Configura nuestro modo de pensar y actuar, y le atribuimos una
validez absoluta. El marco de comprensión es toda una constelación de
valores, creencias, costumbres, usos y técnicas, que configuran el espacio en
el que nos movemos y desde el que nos aproximamos a la realidad. Esto es
un paradigma”.
Muerte y paradigma son una realidad dialógica que nos forma. Ante
esta situación, absolutizar paradigmas sería lo más inhumano, pues
rompería la dinámica evolutiva que nos constituye. Siempre estamos
jalonados hacia el futuro, las posibilidades están abiertas desde nuestras
decisiones presentes. Tomar distancia del propio esquema mental que
tememos, lejos de suprimirnos o diluirnos, es una ventaja que permite
integrar nuevas gramáticas, formas y estilos, de repensar una realidad como
la muerte. Es darnos cuenta que la legitimidad de vivir los procesos de
muerte en nuestra cultura, no son lo únicos y lo más válidos. Siempre
existirán nuevas maneras, más sanas y más equilibradas que las nuestras.
La sociedad occidental cayó en la tentación de dogmatizar maneras de
vivir y asumir la muerte, creyendo que lo que se experimenta y se hace en
esta latitud es lo único válido. Así pues, las tremendas dificultades a las que
estamos expuestos para afrontar el hecho de la cesación de la vida, nos
ponen de frente a nuestro miedo más original: dejar de existir. La muerte se
convierte así en la realidad más antagónica de la existencia humana.
Toda persona que le haya dado absoluta validez a su paradigma,
siempre lo establecerá como definitivo y único. Aquí radica el problema de
la religión, la política, la economía, la cultura, etc. Este sesgo, producto de
mentes cerradas, es lo que degenera en fundamentalismos anacrónicos, los
cuales conocemos y van haciendo del otro y de lo distinto, enemigos
radicales que deben ser eliminados, excomulgados, excluidos y odiados. Para
entender y vivir la muerte, no podemos absolutizar nuestra manera de
comprensión que tenemos de ella, o la que heredamos, debemos dejarnos
impactar por la transversalidad que nos permite ampliar nuestro paradigma,
incluso, dejarnos cuestionar lo propio para que así podamos asumir de una
manera más diáfana esta vital realidad.
La muerte para nosotros es un problema porque hemos radicalizado
nuestro egoísmo. Esta situación se puede evidenciar en las palabras que
legitimamos como sociedad, que hemos construido y seguimos replicando
sin crítica alguna. Algunos ejemplos de ello: “Me duele mucho a mí… Me voy
a sentir muy sólo… Yo no quiero que te mueras… ¿Si te mueres yo qué
hago?”. El lenguaje que utilizamos va exponiendo nuestros egos, demuestra
lo inmaduros y frágiles que somos para asumir la muerte como realidad
profundamente vital. Mientras construyamos amores egoístas, la muerte
siempre será una amenaza, tendrá algo que robarnos.
La fascinación que tenemos por la finitud (vida), nos debería llevar a
la apertura profunda de lo que somos. De la obsesión por pensar la muerte,
deberíamos llegar a vivir la muerte todos los días. No tendría que ser una
idea agobiante para la vejez, sino la realidad más límpida que se pudiera
esclarecer en nuestra existencia. Esta crisis de la muerte ocurre porque las
imágenes y palabras que tenemos para nombrarla, resultan siendo
insuficientes y pobres, ya no significan, solamente entristecen. Robert
Redeker, en su libro el eclipse de la muerte, nos dice: “La ausencia de
simbolización significa lo siguiente: las imágenes ya no son íconos, ya no
son puertas abiertas al misterio, ya no son presencias, se rebajan al estatus
de vulgares productos de la industria. Esto es lo que son, mercancías
fabricadas industrialmente”.
Debemos hacer un ejercicio hermenéutico, arriesgarnos a entrar por el
apasionante mundo de la deconstrucción. La muerte se vive, la muerte se
respira; quien pretenda superar la muerte entra en el absurdo, no es
humano. El hecho antagónico, vida-muerte, que heredamos de la cultura, no
estamos obligados a aceptarlo sin más. La pasividad envenena el don de la
vida, la arriesga, la deshace. Cuando no tenemos la suficiente hondura para
repensar y proponer nuevos horizontes caemos en dos extremos:
encerrarnos en tradicionalismos o simplemente ser indiferentes. De esta
manera, “La ausencia de simbolización de la muerte la vuelve insoportable,
razón por la cual, con el fin de escapar a lo insoportable, nuestra cultura la
expulsa de la vida colectiva, obligándola al eclipse” (Robert Redeker, el
eclipse de la muerte).
La muerte es la capacidad antropológica que poseemos para plenificar
la existencia. Entrar en el horizonte de sentido que otorga la muerte, es
entendernos como seres humanos en gasto. La conciencia de donación nos
permite integrar la muerte como la misma vida desplegada. Quien vive en la
capacidad de donación jamás verá el desenlace de la vida como una
amenaza, pues la dinámica de su existencia ha sido una salida de sí mismo,
un romper con su ego y poder entender para qué existe. La donación de la
vida es la posibilidad real de saber que nada es nuestro, que estamos porque
los que han muerto, es decir, vivido en plenitud, se dieron a nosotros.

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