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Guion

Introducción: la alegría extraviada


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3 El 9 de agosto de 2012, el estreno de la película No, de Pablo Larraín, generó amplio debate.

La película es protagonizada Alfredo Castro y Gael García. Está basada en el drama El plebiscito de
Antonio Skármeta. Su argumento recrea la antesala del plebiscito de 1988. De manera particular, el
proceso creativo de la franja televisiva de la oposición a Pinochet. Desde la perspectiva del publicista que
diseña la campaña (García), la película sugiere que el leitmotiv de la alegría es su invención.

Pero, ¿de dónde venía realmente esa alegría que pronto se extravía? Las biografías de algunos de
nuestros teatristas permiten sostener que esa alegría había nacido —años antes— en fiestas clandestinas
celebradas en galpones abandonados y casas okupas.

Antes de ser transada como un fallido commodity, palpamos alegría en las pistas de discotecas piratas
donde convergen artistas descreídos de toda segmentación arbitraria (e.g., cine/ teatro, discoteca/ peña
o masculino/ femenino).

Efectivamente, además de Ramón Griffero, Andrés Pérez o Mauricio Celedón, en esas pistas, también,
proyectan su trabajo, creadores tan geniales como subversivos, tan diversos como anónimos: Lorenza
Aillapán, Mónica Echeverría, Pablo Lavín, Pedro Lemebel, Jordi Lloret, Griselda Núñez o Vicente Ruiz.

Para ellos, la fiesta es la única escuela que los acoge; es, también, la trinchera donde enfrentan la muerte
y la miseria.

4 El Santiago de la década de 1980, puede ser cartografiado a partir de sus espacios festivos
semiclandestinos: La Casa del Arte Vivo (calle Bustamante), el Centro Cultural Mapocho (calles Lastarria y
Merced), El Garage Internacional (calle Matucana) y El Trolley (calle San Martín).

A partir de esta cartografía, quisiera subrayar un aspecto clave de la organización de estas trincheras
contraculturales: a diferencia de lo que cuentan esos mismos que convirtieron la alegría en commodity,
El Garage o Trolley son el resultado del trabajo común y colectivo de elencos amplios y diversos.

5 Estos elencos comparten tres rasgos recurrentes: (a) son comunidades residuales (cesantes, exonerados,
retornados que conjugan los saberes de la educación recibida en exilio metropolitano con los de la
supervivencia ganada bajo el alero de ollas comunes); (b) en su quehacer, se apropian de edificios
abandonados (cooperativas de inmigrantes, gimnasios municipales o sedes sindicales inaugurados para
prácticas cívicas criminalizadas); (c) y, su meta, no es proyectar obras comercializables sino carteleras
integrales capaces de revitalizar barrios enteros.

Primera parte: “Entre las putas y la cárcel”

6 Ubicado en calle San Martín 841, El Trolley se ubicaba —a decir de sus parroquianos— “entre las putas y
la cárcel”. Ramón Griffero —director de Teatro de Fin de Siglo, una de las tantas compañías residentes en
El Trolley—, describe con morbo:

El Trolley estaba en San Martín. Y San Martín era la calle de las prostitutas. Y, no muy lejos, la
cárcel. Y la cárcel que estaba en Amunátegui con San Martín. Y, al frente, investigaciones, que
era parte de la CNI. Y, ahí mismo, en el sótano, estaban los calabozos de las torturas”.

Eso sí, El Trolley comienza con el sueño de Pablo Lavín, un retornado, y su pandilla. Hijo de Raquel Parot
—primera figura de los teatros universitarios—, Lavín pasa su adolescencia exiliado en Londres. Allí,
estudia Communication Design en NELP, la mítica universidad adscrita al marxismo inglés. De regreso en
Santiago —ciudad gris como Bucarest en noviembre—, Lavín proyecta El Trolley:

Yo conseguí El Trolley. Un espacio abandonado, arruinado, marginal. Lo encontré una tarde,


caminando al norte de la Alameda. Y, de a poco, fue sucediendo lo que tenía que suceder tal
como lo concebí. Que un espacio vacío se fuera llenando de comunidad. Llenando con weones
del partido comunista, llenando con weones mapuches, llenando con todos esos weones que
no nunca cupieron en la historia de Chile y que siempre rondan perdidos en todos lados.
En sus escasas apariciones públicas, Lavín aclara que El Trolley se yergue sobre la base de la historia del
edificio que lo alberga. Con voz severa, recalca que, en cien años, el galpón fue, sucesivamente, gimnasio
de la colonia alemana (cuyos moradores escapan tras la derrota en la Gran Guerra [1918]), sede de
juventudes socialistas (en plena anarquía chica [1930-1932]), comedor radical (durante la campaña de
Pedro Aguirre Cerda [1938]) y sede sindical (en plena Unidad Popular [1970-1973]).

Por lo mismo, insiste en que este proyecto solo puede concebirse como la reapertura de una guarida
histórica de “esos que no caben en la historia de Chile”.

No por azar, las primeras actividades celebradas en El Trolley fueron un guillatún organizado por
comuneros mapuches, una tocata de heavy metal poblacional a cargo de Tumulto y una reunión secreta
de dirigentes comunistas con orden de arresto.

7 Dentro de la diversidad de proyectos que convergen en la cartelera de El Trolley, los montajes de la


compañía Teatro de Fin de Siglo, dirigida por Griffero, son un aporte insoslayable. No obstante, huelga
decir que el proyecto de Griffero —quizá sin proponérselo— parece colisionar con la “línea editorial” de
El Trolley.

8 En su subversiva diversidad, El Trolley consigue enfrentar el autoritarismo. Sus parroquianos bregan por
mantenerse fieles a una ética de trabajo DIY (e.g., adhesiones, consignaciones, piratería). Asimismo,
ensayan formas de expresión que emplean tecnologías de audio e imagen internadas de manera
tránsfuga por redes de contactos cómplices (e.g., mucho ayuda la proliferación de cintas magnéticas y
aparatos de reproducción portátiles). Con semejante ética y tal provisión de tecnologías rudimentarias,
se redefinen los oficios mal llamados técnicos y, sobre todo, se disuelven los límites entre géneros y
soportes.

9 Y, un hecho nada trivial. En este y otros espacios afines, se cumplen dos leyes sagradas:

(a) Ausencia de salones VIP y privados, y (b) respeto a las diversas sexualidades (traducida en una
insipiente extensión de la categoría de unisex).

10 En la víspera del plebiscito, EL Trolley se disuelve. La ambición y la represión se suceden en funesto loop.
Por un lado, Griffero apunta:

¿Qué por que se termina El Trolley? Porque ya era 1987. Porque venía el NO. Porque empieza
una apertura. Porque había terminado el toque de queda. Porque Santiago cambia
radicalmente. Porque la gente de treinta empezó a trabajar en la campaña del NO. Porque la
gente que tocaba en las fiestas se había vuelto muy famosa. Tenían hits, sonaban en la radio,
salían en la tele.

Por otro, Lavín y Verónica García Huidobro Contrastan:

La CNI se parapetaba en las puertas. Siempre irrumpió la policía. Era obvio que estaban
sapeando. Habían venido hueones en tres autos sin patente. Y habían pateado la puerta y
cortado la electricidad. Y nosotros decíamos mala pata, seguimos la hueá y seguimos la hueá.
Seguíamos con Griffero, que con todas las diferencias que puedo tener, era un huevón valiente
a cagarse. La Verónica García Huidobro sabe de esto porque varias veces estuvo amenazada. Y
fue igual de valiente, corajuda. Ella sabe que todo lo que pasó, para nosotros, nunca fue hueveo
ondero.

Morir de Amor, sí. Yo estaba grabando esa teleserie, en ¿julio del 85? Se grababa en Algarrobo,
y, del canal, me llevaron en helicóptero a grabar. Me prometieron que me iban a devolver en
helicóptero, para poder volver a El Trolley a la hora de la función de Cinema Utoppia. Y, por
supuesto, no era verdad. Y me mandaron en bus. Y, aunque tú no lo creas, el bus se quedó en
pana. Llegué a El Trolley cuando ya se había suspendido la función.
Segunda parte: La pandilla de Matucana
11 La calle Matucana ha sido estigmatizada por los intelectuales varones de la tradición letrada: Benjamín
Vicuña Mackenna o Joaquín Edwards Bello la describen como un “Cairo infecto”, un “potrero de la
muerte”.

Jordi Lloret regresa del destierro y en el garaje que pertenecía a sus antepasados. Allí, decide abrir un
espacio que conjugue los discursos contraculturales en boga en la España posfranquista, las técnicas del
cómic, el grafiti y el esténcil, pero también las tradiciones populares que se aunaban en las quintas de
recreo.

12 Al recordar el garaje, Pedro Lemebel escribe:

Por entonces el comic, los peinados raros y la patota pirata que soltaba sus humores creativos
en ese solar del placer utópico, la barraca que acogía a las tres mil mujeres en tres días de
feminismo, izquierda y rabias sin calzón. Por allí pasó casi toda la subversiva movilización
antidictadura, animada por el Jordy, la Rosa Lloret y la familia amigota de pintores, poetas,
teatreros y soñadores que reventaban de eléctrica música los viernes de Matucana. Siempre
con cucas de pacos en la puerta, por reclamos, por la bulla, por las peleas, por los botellazos,
por todo el tráfico de ideologías destapadas y resentimientos bailables, tomables, fumables que
acontecían en ese galpón periférico. El corazón duro de aquel Santiago crispado por el rechinar
de la protesta. El espacio taller para pintar lienzos y carteles usados en las concentraciones.
Frases y poéticas del panfleto escrito en los ecos de aquella catedral piñufla, siempre enfiestada
por las tocatas, las reuniones y las acciones de arte que narraban su desespero.

13 Jordi Lloret supo, en carne propia, que se trataba de una guerra secreta, encarnada en la pista de la disco
pirata. Así acuñó la máxima: “El disfraz contra el uniforme”. O, como dirían los teóricos, la coreografía
política (horizontal, solidaria)/ coreografía policial (vertical, autoritaria). La primera se desarrolla al ritmo
de casetes piratas; la otra, al de sirenas policiales.

14 La visita de Superman: arraigo en la comunidad local (30 de noviembre de 1987).

15 Entre estas coreografías políticas y populares, merece destacarse el Matucanazo de las 3.000, evento
convocado de boca a boca en que se ensayo un Chile en miniatura donde los diseños de Paula Zobeck
convivían con las sopaipillas producidas en las ollas comunes de La Florida (24, 25 y 26 de julio de 1987:
Tres Mil Mujeres).

16 Organizadoras: Soledad Cortés (productora periodística), Cristina González (rockera), Macarena Infante
(artista visual), Elżbieta Majewska (actriz), Jimena Pizarro (librera), Inés Pascal (diseñadora).

Participantes: Griselda Núñez (La Batucana, colectivo Solidaridad y Trabajo), Ana González (olla común de
población La Patria de La Florida), y El Antipanel (Owana Madera, Soledad Cortés, Carolina Tohá,
Antonieta Saa, Patricia Gunzmán, Delfina Guzmán).

Conclusión
17 Para aventurar una conclusión provisoria, regreso a la película No. ¿De dónde venía la alegría?, ¿de
dónde venían aquellos que con su arte la anunciaban? Varios de ellos, venía de la cartografía clandestina
de la noche santiaguina. De manera más puntual, en esa cartografía clandestina de la noche santiaguina,
se forjan las dos maneras de concebir la alegría que colisionan cuando regresa la democracia.

18 Por un lado, la tradición de aquellos que imaginan un Chile donde convive lo popular, lo indígena y lo
queer (representada por las mujeres de Matucana o por los primeros encuentros que facilita Pablo Lavín
en El Trolley). Y, por otro lado, la tradición de aquellos que vieron en esas fiestas un semillero donde
depredar la creatividad para convertirla en bien de consumo, desprovisto de toda ética. (13 de junio de
1987: Fiesta, a 14 años de Pinochet, a 14 años del 2000).

19 El arte de las fiestas es un arte de supervivencia. Una historia basada en los desechos de su cultura pop
es, a su vez, una historia de la comunidad que resiste en la pista. Como dice Peter Shapiro:

. . . pero la realidad es que discoteca y descontento están tan cerca como las bolas de espejos y
los apliques de strass.

O, como traducirían Pedro Lemebel y Andrés, toda esta música y todas estas luces, pese a las mólotov y
las pedradas que se confundían con los bits de la seductora electrónica, en nuestra memoria, jamás
llegarán a apagarse. Dice la canción que tantas veces escuchamos: “there’s a ligth and that never goes
out”.

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