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Tercera ley de la excentricidad o ley del lugar utópico del hombre.

En resumen, como dice en el Prezi, el hombre es su no-lugar, el lugar donde está asentado
definitiva y naturalmente está instalado en su conciencia y ésta se desvincula de los lugares
exteriores. Ahora, ¿qué es eso del no-lugar y que su único lugar, del hombre, está dentro de
él y no por fuera? Para responder tenemos que entrar un poco más a detalle lo que quiere
decirnos Plessner. Así pues, esta postura además de afirmar la posición utópica del hombre
(utopische Standort) trata de fundamentar la inevitable tensión que empuja al ser humano
hacía la búsqueda de un principio absoluto a partir del cual quiere compensar de manera
definitiva la nada y el vacío en el que se encuentra. Ahora, Plessner lo que busca es
conectar ese sentimiento de vacío y necesidad de principio absoluto con tal de fundamentar,
antropológicamente, el núcleo apriorístico del fenómeno del religioso y del abandono en un
Absoluto.
Su argumentación, la plessneriana, parte de que, en efecto, el hombre «puesto en su
excentricidad, está donde está y, al mismo tiempo, donde no está [...]. Él ocupa el aquí-
ahora absoluto y, al mismo tiempo, no lo ocupa». Esta posición es una clara contradicción,
una paradoja existencial, que, de todas maneras, el hombre realiza de forma continua; se
coloca siempre más allá de sí mismo, aunque no pueda ser el fundamento de sí ni de su
mundo. La única constante en nuestras vidas es la falta inevitable de un centro, o sea, la
constante es la necesidad de compensación; lo que le falta al hombre es una identidad
definitiva (tanto individual como colectiva), un contrapeso ilusorio que le permita a los
seres humanos otorgarse una, por decirlo de alguna manera, autorización absoluta que
garantiza la unicidad y legitimidad de sus normas y acciones; lo que toda religión asegura,
establece ese absoluto definitivo, o sea, lo que la naturaleza no puede dar al hombre, lo da
la religión, a saber: la cosa última (Das Letze).
Con la religión la posición del hombre dejaría de ser utópica, pero esto sería problemático
porque de ser aceptada esta idea se revocaría la excentricidad y con ella la insuperable
ulterioridad de caracteriza al hombre. Así pues, la excentricidad de su forma de vida, ese no
poder establecerse obliga al ser humano a duda hasta de la existencia divina y de que el
mundo tenga algún fundamento: «si se diera una prueba ontológica de la existencia de
Dios, el hombre, por su propia naturaleza, no renunciaría a ningún medio con tal de
invalidarla». El ser humano es precario, no sólo él, sino que intenta dar esa misma
precariedad a cualquier realidad en la que se encuentre situado. Dicho de otra manera, el ser
humano duda tanto que podría inclusive negar lo que le podría garantizarle una
compensación definitiva. Por lo tanto, la tarea de la antropología filosófica es recordar al
hombre que nunca podrá alcanzar ese principio, ese fundamento último y definitivo ya que
su misma forma de vida no da espacio para tal posibilidad. Por otro lado, si bien este
fármaco da, en cierta medida, esa sensación de vacío, no lo hace del todo. En últimas, el
único fundamento que el hombre puede alcanzar es el lugar utópico impuesto por una
eternidad infinita y una superación constante de sí mismo, su mundo y de las cosas.

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