Está en la página 1de 3

La Pasión por entender el Reino de Dios

Motivación 5: Proclamen que el Reino de los Cielos está cerca (Mt 10, 7).

Un misionero es alguien entusiasmado con el Reino de Dios, porque junto con Jesús
está su Reino. La tarea misionera está al servicio de ese Reino, porque yo no puedo
amar a Jesús y rechazar la obra que él quiere hacer en el mundo. Si amo a Jesús amo
también su proyecto y me entrego a él generosamente.
En realidad, el Reino de Dios es lo primero que tiene que buscar un cristiano. Así lo
dice el Evangelio: “Busquen ante todo el Reino de Dios y su justicia. y todo lo demás
vendrá solo” (Mt 6, 33).
¿Qué es el Reino? Es lo que surge cuando Jesús reina en un lugar con su justicia,
liberando de toda injusticia; cuando él reina con su amor, liberándonos de todo lo que
nos separa; cuando él reina con su paz, liberándonos de aquello que nos perturba y
entristece. Los misioneros no sólo queremos que los demás conozcan a Jesús. También
deseamos que este mundo sea transformado por la fuerza, la luz y la vida del
Resucitado. Por eso, buscamos su Reino.
Los pobres de espíritu ya poseen ese Reino: “Felices los pobres de espíritu, porque a
ellos les pertenece el Reino de los cielos” (Mt 5, 3). También lo poseen los que
practican la justicia hasta el punto de ser perseguidos por eso: “Felices los que son
perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los cielos”
(Mt 5,10). Los que se hacen como niños, confiados y dóciles, entran en él y son los más
grandes (cf Mt 18, 2-4).
Con la venida del Mesías comienza a inaugurarse el Reino, pero su realización perfecta
será sólo cuando llegue al final de los tiempos, porque el mundo todavía tiene que ser
transformado por él. Esto nos ayuda a descubrir que no todas las promesas se
cumplieron con la venida de Jesús, y que el Reino no llegó plenamente. Nosotros
creemos que en la persona de Jesucristo en Belén ya estaba el Reino en su plenitud,
porque en él todo era bien, justicia y verdad, pero el Reino todavía tiene que liberar al
mundo. Aunque Jesús vino, y ha resucitado, el mundo sigue siendo imperfecto,
corrupto, débil y oscuro.
Los misioneros son esas personas que tienen el corazón dilatado, bien amplio, y no les
preocupa sólo la conversión de un individuo. Desean que el Reino del Señor transfigure
toda la tierra. Por eso, nada de este mundo les resulta indiferente.
A veces sentimos que el centro de nuestra vida es sólo la persona de Jesús, nuestra
amistad con él. Pero él también está al servicio del Reino, porque es el Reino de su
Padre. Él nos hace gustar un anticipo pero nos estimula a buscar su crecimiento, hasta
llegar a su plenitud al final de los tiempos. Cuando prepara a sus apóstoles para salir a
predicar, les enseña sobre todo a anunciar la llegada de ese Reino: “Proclamen que el
Reino de los cielos está cerca” (Mt 10, 7). Ese es el centro de la predicación de los
apóstoles, y entonces debería ser también el centro de nuestra predicación.
El Reino es una realidad religiosa y comunitaria al mismo tiempo. El Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia dice que, en definitiva, el Reino es “la comunión con Dios y
entre los seres humanos” (CDSI, 49).
Nosotros hablamos mucho de la Iglesia y poco del Reino de Dios, pero olvidamos que
la Iglesia no es el Reino, sino sólo un “germen y principio” (LG, 5), y está
completamente al servicio del Reino. La Iglesia siempre es imperfecta, limitada, y
siempre tiene que ser renovada y transformada para hacer más presente el Reino de
Dios. Por eso, en Aparecida se invita a la Iglesia a transformarse para ser más
misionera.
En este sentido, todas las actividades de las parroquias y todos los ministerios y
servicios deberían ser misioneros y no quedarse encerrados en grupos y reuniones con
los que ya están dentro de la Iglesia. Porque si no, lo que sucederá es que quizás
mantendremos ese porcentaje de gente que va a Misa y que trabaja en la parroquia
pero el mundo en general va a ir para otro lado y la cultura va a perder cada vez más
su marca católica.
Esa misión no será transformadora, fervorosa y permanente si no se modifican las
estructuras de las diócesis, parroquias, movimientos y de todas las instituciones
católicas para que sean real y efectivamente misioneras. Si nuestro amor a la Iglesia es
auténtico, tendremos deseos de renovarlo constantemente para la misión, porque
para la Iglesia “la causa misionera debe ser la primera” (Redemptoris Missio, 86).
Escuché decir al cardenal Bergoglio que esto nos exige aceptar un “santo desorden”,
una novedad que nos desconcierta y nos desestabiliza por todas partes. Cuando la
predicación llega a las periferias o a lugares donde no estaba presente, esa diversidad
desafía, desestabiliza, produce novedades que no estaban previstas y que pueden
despertar temor. La misión no es para la gente que se aferra a sus seguridades y
costumbres. Por eso, dice Aparecida que para entregarse a este desafío “la Iglesia
necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el
estancamiento y la tibieza” (DA, 362). Necesitamos un nuevo Pentecostés, de manera
que “cada comunidad se convierta en un poderoso centro de irradiación de la vida en
Cristo” (DA, 362). Pero dice el Papa Francisco que esa decisión debe “transformarlo
todo” (EG 27) y que tenemos que dejar de decir que “siempre se ha hecho así” (EG 33),
porque “Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales
pretendemos encerrarlo” (EG 11).
Es interesante advertir que esta renovación de estructuras implica también la valentía
de destruir todas las estructuras que no sirvan a la misión o alienten un cristianismo
cerrado, cómodo, individualista o intimista. Hay que “abandonar las estructuras
caducas que ya no favorezcan la transmisión de la fe” (DA, 365). Esto implica renunciar
a una pastoral “en espera pasiva en nuestros templos” (DA, 548).
Es cierto que el Reino exige, ante todo, una transformación de las conciencias y de los
corazones. Sin embargo, hay que decir, además, que el Reino busca reflejarse
transformando también las diversas estructuras de la sociedad. Esas estructuras ya no
serán necesarias en el Reino celestial, porque sólo quedará una fraternidad perfecta
repleta de Dios, pero esta tierra no es el cielo. Aquí el Reino se instaura transformando
las cosas de este mundo para que sirvan mejor al pueblo: en una justicia
independiente y honesta, en una reforma permanente de la política y de las
estructuras del Estado, en las organizaciones de lucha por la justicia, etcétera.
El Padrenuestro podría decir: “que venga un mundo de hermanos”. Quizás esa frase
nos gustaría más que decir: “venga tu Reino”. Porque nosotros hablamos de la
fraternidad, del amor, de la amistad, pero eso muchas veces son sólo sentimientos
pequeños, que nos encierran en un mundo reducido de relaciones agradables. Jesús
propone más que eso: quiere que pensemos en la humanidad entera que sufre por las
injusticias, la desigualdad, la violencia. Nuestra sociedad y el mundo entero necesitan
la venida del Reino, y nosotros estamos al servicio de esa venida con nuestra lucha
fraterna, nuestro trabajo comunitario, nuestra sensibilidad social.
Todo esto nos permite descubrir que el Reino es mucho más importante de lo que
nosotros pensamos y sentimos. Un misionero es alguien que se ha apasionado por el
Reino, porque no sólo ama a Jesús. También ama esta tierra, también ama este mundo
que Dios le ha regalado. Por eso, para ser misioneros necesitamos sanar toda actitud
resentida con el mundo, pero también toda falsa espiritualidad que nos encierre en
cosas demasiado pequeñas, íntimas, privadas. Hace falta pedirle al Espíritu que rompa
nuestras paredes cerradas y nos amplíe la mirada, para enamorarnos del mundo y
transformarlo con la fuerza del Reino.
Así lo expresa el Papa Francisco: “La propuesta es el Reino de Dios (Lc 4,43); se trata de
amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros,
la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de paz, de dignidad para todos”
(EG 180).

También podría gustarte