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Caso

Gordon, un excelente cirujano ortopedista, vino a verme cuando su esposa lo


abandonó después de seis años de matrimonio. Estaba desesperado intentando
conseguir que volviera, pero ella le dijo que ni pensara en esa posibilidad mientras no
realizara una terapia para modificar su temperamento incontrolable. Los súbitos
estallidos de cólera de Gordon le daban miedo, y, además estaba agotada por sus
críticas implacables. El reconocía su temperamento colérico y sabía que podía ser
machacón, pero aun así se quedó espantado cuando su mujer lo dejó.

Le pedí que me hablara de sí mismo, y mientras lo hacía fui orientándolo con


algunas preguntas. Cuando le interrogué acerca de sus padres, sonrió y me pintó un
cuadro resplandeciente, en especial de su padre, un distinguido cardiólogo: GORDON

Sin él, yo no habría llegado a ser médico. Él es el mejor, y todos sus pacientes
lo consideran un santo.

Cuando le pregunté cómo era ahora su relación con su padre, se rió con
nerviosismo y dijo:

Era estupenda hasta que le dije que estaba pensando en introducirme en la


medicina holista. Reaccionó como si yo quisiera convertirme en un asesino. Hará
unos tres meses que se lo dije, y ahora cada vez que hablamos empieza a vociferar
diciendo que él no me envió a la facultad de medicina para que terminara haciéndome
curandero. Y ayer se puso realmente pesado. Se alteró tanto que me dijo que debía
olvidarme de que alguna vez había formado parte de su familia, y eso me dolió
realmente. No sé ... ; tal vez lo de la medicina holista no sea tan buena idea.

Mientras describía a su padre, que evidentemente no era tan maravilloso como el


habría querido hacerme creer, observé que empezaba a cruzar y descruzar las
manos con gran agitación. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, se controló,
uniendo las puntas de los dedos, como suelen hacerlo los profesores cuando
están en su cátedra: un gesto que podía haber copiado de su padre.

Le pregunté si el padre había sido siempre tan tiranice.

No, en realidad no. Quiero decir que gritaba y vociferaba mucho, y alguna
que otra vez me sentó la mano, como pasa con cualquier niño. Pero yo no diría que era
un tirano.

Algo en el tono con que dijo sentar la mano, algún sutil cambio emocional en su
voz me llamó la atención. Le pedí más detalles. ¡Resultó que su padre le había
«sentado la mano» dos o tres veces por semana, y con un cinturón! Y el no
necesitaba hacer mucho para incurrir en un castigo: una palabra desafiante, un boletín
de notas no del todo satisfactorio o una obligación olvidada ya eran «suficiente» delito.
Tampoco era muy cuidadoso el padre en cuanto a dónde azotaba a su hijo.
Gordon recordaba que le había pegado en la espalda, en las piernas, brazos,
manos y nalgas. Le pregunté hasta qué punto lo había herido físicamente.

GORDON: No me hacía sangrar ni nada; quiero decir que yo siempre salía bien.
Sólo necesitaba ser obediente. SUSAN: Pero usted ¿le tenía miedo o no?

GORDON: Un miedo de muerte, pero ¿acaso no es siempre así con los padres?
SUSAN: Gordon, ¿es eso lo que usted quiere que sientan sus hijos por usted? (Evitó
mirarme a los ojos. Se sentía sumamente incomodo. Acerqué más mi silla.)

SUSAN: Su mujer es pediatra. Si en su consulta viera un niño con las mismas


marcas en el cuerpo que le quedaban a usted cuando su padre le «sentaba la mano»,
¿no

tendría la obligación legal de denunciarlo a las autoridades?

No fue necesario que respondiera. Los ojos se le llenaron de lágrimas y susurró:


GORDON: Se me ha hecho un nudo terrible en el estómago.

Sus defensas se habían derrumbado. Con un terrible dolor emocional, había


descubierto por primera vez la fuente primaria, y durante tanto tiempo oculta de su mal
genio. Desde su niñez venía sofocando un volcán de cólera contra su padre, y cada
vez que la presión subía demasiado, el estallaba contra cualquiera que tuviese a
su alcance, generalmente su mujer. Entonces supe lo que teníamos que hacer:
reconocer y sanar al niñito maltratado

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