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LA FILOSOFÍA COMO REFUGIO

Ainara Quirós Castro.


Ensayo ganador del I Premio Ensayo Filosófico.
Asociación de Epistemología.
Universidad Complutense de Madrid.

Un refugio no es un lugar, no es una casa ni una ciudad. Un refugio es cierto pensamiento y


sentimiento. Es pensar que estamos seguros en él, protegidos, y es sentirnos cálidamente
acogidos. Pero cada vez encontramos menos esa protección y esa acogida. Cada vez nos
sentimos más débiles frente a un mundo que se torna hostil y poderoso. No paramos de
darnos cuenta de los muchos peligros que nos esperan a cada paso que demos. Hemos
estructurado nuestra vida, o muchas veces, nos han impuesto una estructura que tiene
consecuencias en nosotros, como el miedo a no ser suficiente, la ansiedad, el dolor, la
incertidumbre ante el futuro, la falta de sentido o el sentimiento de estar perdido. Tanto en el
ámbito material con el sometimiento al lema de la productividad, con la primacía de lo
económico frente a la salud (mental y física) de cada cual o con la incapacidad de vivir en un
mundo cada vez más excluyente y fragmentado; como en el ámbito espiritual con la falta de
afanes, la ausencia de verdades en el imperio de la relatividad y la carencia de sentido contra
la que nos estampamos al tratar de buscarlo. Parece que no quedan refugios ahí fuera, que no
podemos afirmar “aquí me siento seguro y acogido”. Por eso, más que nunca, tenemos que
buscarlos y si los encontramos, darlos a conocer a los demás, porque seguro que otra persona
encuentra también ahí su refugio. Quizá por eso estoy escribiendo esto, porque, ahora que
encontré un refugio, lo quiero compartir. Ojalá otros encuentren también aquí la calidez que
le falta al mundo.

No hizo falta mucho, tan solo una tiza, una pizarra, un profesor y unos cuantos libros.
También diálogos, bastantes, con la gente y con las lecturas. A través de todos estos
pensamientos notaba como muchas personas me tendían la mano. Un día me presentaron a
Platón, yo no le había llamado, pero él llegó para avisarme de que en la vida nos
encontraríamos con muchas personas que confundirían sus opiniones con la verdad, que
tuviéramos cuidado y no nos dejásemos llevar. Entonces supe, que no pasa nada si sentimos
que estamos rompiendo con lo que los demás creen mejor. Platón nos avisa de que, como el
prisionero que sale de su caverna, nos puede doler comenzar a examinar, a pensar y a no dar
nada por supuesto. Dar importancia a aspectos que la sociedad considera cada vez más
irrelevantes, como pararse a contemplar y pensar o no buscar ideales de poder y riqueza,
puede hacer sentirnos un poco bicho raro. Pero encontramos ayuda en esa famosa alegoría
platónica de la caverna, porque con ella nos damos cuenta de que el hecho de sentirnos como
un extraño respecto a los demás no es intrínsecamente malo, y en el caso del prisionero que
se quitó las cadenas, fue incluso bueno. Con Platón aprendemos que sentirnos diferentes no
es malo y este es un buen punto de partida para empezar a encontrar un refugio.

Aún así la vida no se convierte en un camino de rosas y no todo mejora con esta lección.
Todavía encontramos sensaciones que nos atormentan y de las que no nos podemos librar,
como la preocupación ante la incertidumbre del futuro. Si cada vez que leemos las noticias se
nos muestra un mañana más oscuro y difícil, ¿cómo poder hacer frente a esa preocupación?
Tan solo queda llevarla a la espalda y seguir caminando. Sin embargo, hay quienes intentan
aligerárnosla. Hay quienes, como Epicteto, nos susurran al oído que estamos poniendo sobre
nuestros hombros pesos que no nos toca llevar, que nos estamos centrando demasiado en
cosas que no dependen de nosotros y muy poco en aquello que sí lo hace. Él quiere darnos
consejos para que podamos liberarnos de tantas perturbaciones y poder alcanzar ese estado de
paz en el alma que los griegos llaman ataraxia. Con su filosofía descubrimos que pensar en lo
que no está en nuestras manos nos genera más daño que ayuda. Pero nos resulta difícil no
hacerlo. Todo a nuestro alrededor está impregnado por ese ingenuo espíritu del hiperbólico
optimismo, del “tú puedes con todo”, y eso nos hace pensar que todo está en nuestra mano.
Parece que si nos lo proponemos, cada uno puede conseguir cualquier cosa y por tanto, todo
depende de cada cual. Sin embargo, no, definitivamente no podemos con todo. No siempre
nuestra intención va a quedar reflejada en los resultados, no está en nuestra mano decidir si
habrá crisis o no cuando estemos buscando trabajo, si aparecerá una nueva enfermedad que
traiga consigo una epidemia o si todo el suelo comenzará a temblar un día por un terremoto.
Podríamos estar horas y horas pensando en ello, encerrados en esas preocupaciones, pero al
final es mejor intentar seguir los consejos de Epícteto y ser un poco estoicos. Creo que el
estoicismo es un medicamento que se debe servir en píldoras a tomar cuando nos sintamos
sobrepasados. Porque es en esos momentos cuando más necesitamos discernir entre las
responsabilidades que verdaderamente nos corresponden, de las que no. No es nuestra culpa
(porque no fue nuestra responsabilidad) que un familiar enferme o que la empresa para la que
trabajamos haga un ERE. Al final, la vida es demasiado corta para emplear tanta cantidad de
tiempo como hacemos en culpabilizarnos de aquello en lo que no teníamos ni voz ni voto. O
quizás la vida es demasiado larga. Todo depende de cómo la vivamos, diría Séneca. La vida
es suficientemente larga si no perdemos el tiempo. Este filósofo nos deja claro que tenemos
que esforzarnos por no malgastar el tiempo, porque no es que tengamos poco tiempo, es que
desperdiciamos mucho. Y mientras tanto, la vida pasa, lenta o rápidamente, pero pasa.
Llegan cumpleaños, vacaciones, exámenes, viajes, mudanzas… Y en ese pasar necesitamos,
más que nunca, ocuparnos de aquello que merezca nuestro tiempo y librarnos de las
preocupaciones innecesarias, por muy difícil que nos resulte. Tomar conciencia de que hay
cosas que no están en nuestra mano nos aporta cierta calma y alivio. Eso es lo que queremos,
una vida con cierta calma y alivio. Una aspiración nada sencilla de conseguir, aunque no es
una locura tener esperanzas de que sea posible.

Pero la preocupación sólo es la superficie de algo que llega hasta profundidades más oscuras,
el miedo, y por mucho que consigamos librarnos de aquella no resulta tan fácil hacer
desaparecer a este. El miedo está inserto en nosotros y con raíces echadas. Lo que,
sinceramente, no es de extrañar, porque no es complicado darse cuenta de que el mundo en el
que vivimos se puede tornar muy hostil y violento. Venimos de un siglo en el que se han dado
dos guerra mundiales, junto al Holocausto y uso de bombas atómicas que conllevaron; y, sin
embargo, a día de hoy retornamos a la guerra. En el mundo hay violencia y esta nos descubre
una de las facetas más oscuras del ser humano, aquella en la que la empatía se ha visto
aplastada por el afán de poder, por el odio (a determinados grupos sociales, étnicos o
ideologías) o incluso también, aun esperando que no fuese así, por el placer de ver sufrir a los
otros. ¿Qué seguridad nos garantiza el mundo? Es la pregunta que nos rodea cada vez que
empieza el telediario o terminamos de leer el periódico. Nos cuesta pensar en un momento en
el que podamos andar con total tranquilidad por las calles, porque aunque nuestro entorno
pueda ser (o parezca) hoy un lugar tranquilo, nada nos garantiza que lo sea mañana. Es esta la
advertencia que nos deja Hobbes, un filósofo que reflexionó mucho acerca del miedo, por lo
que es imposible evitar mirar hacia él cada vez que lo sentimos. Él no nos tranquiliza, es más,
nos muestra que el miedo es una emoción de la que nunca nos podremos desprender, que
siempre va estar ahí y no queda otra que aprender a convivir con ella. Esto implica aceptar
nuestra fragilidad y vulnerabilidad, ser conscientes de que, llevado al extremo, el ser humano
puede ser muy cruel, y nunca dar por hecho una armonía permanente. Un espacio de
seguridad y tranquilidad no se presupone, se construye y se cuida. El miedo que sentimos
cada día es un recordatorio de esto y aunque pueda resultar extraño, podemos encontrar
esperanzas en él, porque teniendo en el horizonte peligros acechando y gritándonos a través
del temor, podremos pensar en acciones para prevenirlos y construir un lugar seguro juntos.
El miedo es una realidad, o tratamos de acabar con aquello que lo originó o el miedo acabará
con nosotros.

En ello estamos, supongo, tratando de enfrentarnos a los miedos que nos rodean. Algunos de
estos miedos no han variado mucho a lo largo de los tiempos. El miedo a las guerras, a los
dioses o a las epidemias han sido una constante a través de los siglos. Otros, son más
recientes, como el miedo a quedarnos sin batería en el móvil, a ser víctimas de ghosting, a ser
víctimas de una estafa bancaria a través de un enlace o a no llegar a fin de mes. Si
generalizamos podríamos agrupar a los miedos en cuatro grandes grupos: el miedo a la
muerte (como ocurre en las guerras o epidemias), el miedo al dolor (como sucede en el
ghosting o en la pérdida de alguien querido), el miedo al fracaso (por ejemplo, al no
conseguir trabajo) y el miedo a lo divino. No es fácil enfrentarse a todos ellos, por eso, si lo
intentamos, es recomendable darle la mano a Epicuro. Este filósofo griego quiso hacer de
médico del alma. De igual forma que cuando nos duele la cabeza, nos vamos a la farmacia a
por un paracetamol; para cuando nos duele el alma al perturbarla los miedos, Epicuro nos
ofrece su tetrafármaco, una suerte de medicina para curar aquellos cuatro grandes miedos que
han estado siempre acechándonos desde hace miles de años. En el caso del miedo a la muerte,
lo sentimos muy cerca a causa de la reciente pandemia y las actuales guerras entre Rusia y
Ucrania y entre Israel y Palestina. Pero, a pesar de que nos acerquemos mucho a la muerte
nunca la sentiremos, porque cuando ella está, nosotros ya no estamos, y cuando nosotros
estamos, ella no está. Dicho de otra forma, en la vida nunca nos encontraremos con la muerte,
nunca la sentiremos en tanto que ella es la ausencia de sensación. Esta es la píldora
tranquilizante que nos ofrece Epicuro. Pero, hay algo que sí sentimos mientras estamos vivos
y que también nos produce temor, el dolor. En este caso, el filósofo griego nos hace mirar el
dolor desde un lugar al que estamos poco habituados para decirnos que si un dolor es intenso,
debe ser breve y si es duradero, entonces será leve. Epicuro no puede concebir un dolor que
sea a la vez intenso y duradero. En esto es inevitable pensar que el tiempo tiene mucho de
cura, de analgésico, porque cuanto más lejos queda un acontecimiento doloroso, más se
difumina la sensación. Aquello de “no contestes a alguien en caliente que puede que te
arrepientas de lo que dices”, es reflejo de cómo la mayor intensidad emocional se da en un
breve y primer periodo de tiempo. La ayuda que nos deja Epicuro frente al dolor no es sino la
que nos ofrece el paso del tiempo. En cambio, frente al miedo al fracaso no se trata de dejar
actuar al tiempo, sino de actuar por nosotros mismos. La idea de fracaso, y con ella la de
éxito, está configurada por determinados estereotipos sociales, es convencional, lo que quiere
decir que no necesariamente tiene que ser la mejor. Tiene miedo al fracaso quien pretende
alcanzar el éxito impuesto por la sociedad y se somete a factores que están fuera de su control
(como la opinión del resto o las recompensas externas). Por el contrario, quien sabe valorar lo
que consigue y goza de una autonomía, no sometiéndose sin pensar a los afanes de la
mayoría, consigue vivir de la manera más feliz posible con lo que posea. Epicuro nos lo
avisa, la sociedad puede ser fuente de miedos y frustraciones. Aunque no solo en la sociedad,
sino también en el ámbito divino encontramos a veces una fuente de temor. Frente a la
omnipotencia divina nos sentimos pequeños y frágiles. Pero justamente por ello Epicuro nos
ofrece el calmante de la indiferencia. Para él pensar que los dioses en su tranquilidad y
felicidad se preocupan por nosotros y nuestras acciones, equivale a contaminar la esencia
divina con grotescas emociones humanas, como por ejemplo la venganza, cuando pensamos
que seremos castigados por las divinidades. Aunque tiene su sentido el proyectar nuestras
propias características en realidades distintas a nosotros, porque la única forma de poder
comprenderlas es expresándolas en términos que entendemos. En el caso de los dioses, estos
han acompañado siempre al ser humano, su faceta espiritual es uno de sus rasgos más
distintivos, y a esta creencia en la divinidad siempre ha ido unido un miedo al castigo, aunque
para Epicuro se trate de un miedo sin fundamento. Porque siendo la divinidad perfecta, feliz y
autónoma en nada requiere perturbarse por los seres humanos. Para él es irracional pensar
que una realidad tan superior a nosotros tenga hacia las personas otra actitud que no sea la
indiferencia.

No sé si el tetrafármaco de Epicuro podrá acabar con todos los miedos a los que se enfrenta,
pero nos ofrece verlos desde otro lugar al que estamos acostumbrados y creo que eso, saber
mirar desde otro lugar, aporta cierta tranquilidad. Ser conscientes de que quizá haya cosas
que se nos escapan, que hay más allá del límite de nuestra mirada, que no vemos todo y
siempre queda algo oculto. Como cuando nos duele la cabeza y empezamos a ponernos en la
peor situación. Creemos que podemos estar muy enfermos (¿un desequilibrio interno?
¿Tensión? ¿Ansiedad?) pero nos falta la mirada del médico para confirmarlo. O en el
momento en el que queremos pedirle algo a nuestros padres y configuramos una hipótesis de
cómo van a reaccionar (me dirán que sí, se enfadarán, les resultará indiferente…). Puede que
la parte que desconocemos mejore o empeore la situación, pero la única manera de salir de la
duda es conociendo lo que nos falta. En el fondo, quedan abiertas todas las posibilidades.
Quizá aquel dolor de cabeza sea por algo grave o por algo más inofensivo. Quizá los padres
digan que sí o puede que digan que no. No podremos saberlo hasta que el médico o nuestros
padres se pronuncien y compartan su perspectiva, su modo de ver el asunto.

Cada vez que pienso en perspectivas, pienso en Ortega y Gasset. Si alguien nos enseña la
importancia de la perspectiva, es él. Porque una misma cosa se puede ver de formas distintas
y cerrarnos a una sola perspectiva nos limita y nos hace daño. Renunciar a conocer otras
perspectivas, equivale a mantenerse parcialmente ciego. Renunciar a escuchar la perspectiva
del médico sobre nuestro dolor de cabeza o la de nuestros padres sobre nuestra petición, nos
deja sumidos en la ignorancia que siempre da la mano a la incertidumbre. Ojalá no nos
costase tanto mirar desde otros lugares. Quien lo haya intentado sabe que no es una tarea
fácil, que aparecen muchos obstáculos en el proceso. Barreras que muchas veces no dependen
de nosotros, como la barrera de la generación. No decidimos la generación a la que
pertenecemos, simplemente nos toca estar en una u otra, y el choque entre generaciones es
prácticamente inevitable. Los más jóvenes tachan de disparatado el pensamiento de los más
ancianos y viceversa. Cuántas veces habré oído “es que los jóvenes de ahora…” No es que
seamos un caso especial, la misma frase se ha ido repitiendo con el fluir de los años, lo que
pasa es que al coexistir en un mismo tiempo diversas generaciones se producen conflictos
entre ellas. Cada una tiene su propia manera de ver la existencia, vive en un ambiente vital
distinto. Esas maneras de ver la vida pueden llegar a ser tan antagónicas que supone todo un
reto intentar ponernos bajo la perspectiva de una generación que no sea la nuestra. Sin
embargo, intentarlo nos puede resultar más beneficioso de lo que creemos. El mero hecho de
tratar de conocer algo que antes ignorábamos ya le da valor al intento. Además, saber mirar
bajo otra perspectiva no implica necesariamente adherirse a ella. Comprender a otros no
supone adoptar sus ideas. Lo importante, y lo más complicado a su vez, es poder entender las
miradas de los otros a la par que les podemos plantear críticas. Pero para eso hace falta
pensamiento crítico y esto es algo de lo que andamos escasos. Esta crisis se recoge y se
expresa claramente a través de la configuración de las mentes cerradas. Me refiero a las
mentes de aquellos que se agarran tan fuertemente a sus ideas, las ponen tan cerca de su
mirada, que son incapaces de ver el resto. Hace falta tomar distancia de lo que pensamos para
poder abarcar con la mirada otras perspectivas y esta distancia no es sino fruto del
pensamiento crítico. Se considera piropo que nos digan “tienes las ideas muy claras”, cuando
en la mayoría de los casos esta expresión corresponde a personas encerradas en su
perspectivas. Sí, tienen las ideas muy claras, tienen sus ideas muy claras, pero las de los
demás les resultan opacas. Esas personas que construyen todo su ideario como un gran
edificio al que protegen de aquello que podría desestabilizarlo, la duda. Ay de aquellos que
dudan, de aquellos que no tienen las ideas claras, aquellos que aparecen como débiles, como
perdidos sin orientación. Desdeñamos a la duda pensando que nos perjudica, cuando ella es el
puente que nos permite alcanzar otros lugares desde los que mirar, es la distancia necesaria
para ver más allá de nuestras ideas, la fuerza que hace tambalear toda construcción de nuestro
ideario que no tenga bases suficientemente sólidas. Creo que por eso la rechazamos tanto, nos
duele darnos cuenta de que lo que creíamos una idea perfectamente sostenible, no lo sea
tanto, nos duele ver que carecía de fundamentos o que ocultaba tras de sí prejuicios,
discriminaciones o sesgos. Nos duele ver que estamos equivocados, pero tenemos que
aprender a aceptarlo y a convivir con la duda, como lo hizo Descartes. Este filósofo dudó,
dudó muchísimo, porque era consciente de la necesidad de pasar primero por la
incertidumbre para poder encontrar certezas. Hemos olvidado este valor de la duda, la
demostración de que siempre hará más daño la ausencia de dudas, que su presencia.

Esta es la recomendación que nos da Descartes, dudar de lo que creemos, de nuestras ideas,
de lo que consideramos que conocemos. Pero, como toda recomendación, no puede obligar.
Nadie puede obligarnos a dudar, cada cual decide si lo hace o no, asumiendo las
consecuencias de sus actos, claro está. Somos libres, o al menos nos presuponemos libres.
Esta idea parece desestabilizarse ante los muchos estudios que se están desarrollando acerca
de la determinación de la conducta humana, cuyas conclusiones pretenden mostrarnos que no
somos tan libres como creemos. Nos influencia la sociedad, la percepción subliminal o hasta,
nos diría Freud, nuestro inconsciente. Este psicoanalista nos deja la advertencia de que no
podemos pretender controlar todas las influencias a las que nos vemos sometidos, es
imposible. Hay cosas que quedan fuera de nuestro alcance y no debemos frustrarnos por ello,
al contrario debemos aceptar que no somos seres omnipotentes capaces de saberlo todo. Así
ocurre con el inconsciente que Freud postula en su teoría psicoanalítica, esa parte de nosotros
que nos es inaccesible pero que se manifiesta en síntomas, tales como confusiones entre
palabras, esto es, actos fallidos o en sueños. Alguien puede llamar a su pareja con el nombre
de su expareja por error y desconocer la causa que le ha motivado a actuar así porque esa
causa resida en el inconsciente. ¿Es posible entonces la libertad? Puede que estemos
condicionados, influenciados, pero no estamos absolutamente determinados. No podemos
demostrar la libertad pero la damos por supuesto. Partimos de la idea de que, en última
instancia, tenemos capacidad de decidir, porque si no fuera así toda la moral, el deber y la
justicia carecían de sentido y se volverían superfluas. Nos afirmamos, pues, como seres
libres. A simple vista parece una buena noticia, pero la libertad no es un peso ligero. En su
reverso está la responsabilidad que recae sobre nosotros en cada decisión que tomamos y
como continuamente estamos decidiendo, muchas responsabilidades se amontonan a nuestra
espalda. Hay que saber llevarlas, tenemos que aprender a convivir con ellas aunque no sea
una tarea fácil, sino al contrario, muy angustiosa. Esta angustia que sentimos cada vez que
tomamos una decisión, cada vez que tenemos que marcar un camino a seguir rechazando
tantos otros, es la misma angustia de la que nos avisa Kierkegaard. Este filósofo danés supo
ver en nuestra existencia esa dimensión angustiosa que nos invade en cada elección en tanto
que siempre podrá ser errónea. No sabemos qué nos espera, cuáles serán las consecuencias de
nuestros actos y si nos beneficiarán o perjudicarán. Nos da miedo equivocarnos, nos angustia
cada decisión, nuestra libertad nos ha dado tantas posibilidades de elección que nos da
vértigo pensar en la caída que nos espera si erramos y nos damos de bruces contra el suelo.
Pero, a pesar de todo, tenemos que aceptar que así es nuestra existencia. Siempre podremos y
tendremos que escoger. Escoger si presentarnos a un trabajo, si abandonar el que tenemos, si
mudarnos, si mantener o no ciertas relaciones de amistad, si comprarnos tal cosa o ahorrar el
dinero, si mentir o decir la verdad, si mandar un mensaje a esa persona o mejor no hacerlo…
Incluso ahora mismo el lector tendrá que escoger si seguir leyendo estas líneas o detenerse
aquí. En medio de todas estas elecciones Kierkegaard nos dice que confíemos, que tengamos
fe de que nos espera un buen futuro, de que nuestras decisiones serán las correctas (gracias
por seguir leyendo). Así podremos hacer más liviana la carga de nuestra abrumadora libertad.
Es lo mejor que podemos hacer, porque de la libertad no podemos huir. Es una condena, llegó
a afirmar Sartre. Si Kierkegaard comenzó la corriente filosófica del existencialismo, más
tarde Sartre se unirá a ella para ver en la existencia humana dicha condena. No podemos
librarnos de nuestra libertad, se nos ha impuesto y nos toca hacerla frente. La existencia de
cada cual depende de sí mismo y nadie más es responsable de ella. Por muchas veces que
intentemos trasladar la responsabilidad de nuestras elecciones a otros, nunca lo
conseguiremos totalmente. En el fondo, cada decisión es nuestra y puede ser distinta si así lo
queremos. No nos valen los “no lo hice a propósito”, “es que el horóscopo dijo que esto no
saldría bien” o “estaba enfadado y actué sin pensar”. Cada decisión que tomamos es nuestra y
la responsabilidad que acarrea también. Solo asumiéndola podremos vivir, como dice Sartre,
de manera auténtica. Él nos insta a esforzarnos por hacerlo, a ser plenamente conscientes de
la carga que llevamos a nuestros hombros, una libertad que angustia, pero que nos hace
dueños de nuestra existencia y nuestras elecciones.
En cada una de esas elecciones vamos construyendo el devenir de nuestra vida. Un devenir
que no está fijo, ni prescrito de antemano, lo que nos da la posibilidad de ir creándolo. Es
más, no solo nos da la posibilidad, sino que no nos queda otra opción. Somos un proyecto.
Heidegger no dudó ni un ápice de esto. Cada uno de nosotros somos la obligación de decidir
lo que somos. No viene determinado de antemano si seremos enfermeros, escritores,
mecánicos, buenos, malos, amables o egoístas, todo esto es fruto de nuestras decisiones a
través de las cuales vamos creando nuestro proyecto de vida. No estamos definidos de
antemano, sino que nos incumbe definirnos a nosotros mismos. Esta es la tarea con la que nos
enfrentamos desde que nacemos hasta que morimos y nadie puede hacerla por nosotros. La
vida de uno es intransferible, nadie que no seamos nosotros puede pretender tomar las riendas
de nuestra vida porque eso implica no poder ser lo que uno verdaderamente es, no poder
configurar nuestro proyecto como queremos. Claro que podemos pedir consejo a quienes
creemos que pueden ayudarnos a definir nuestro camino en la vida cuando nos sentimos
desorientados, pero no podemos dejar que los otros decidan por nosotros lo que somos.
Porque esa es una obligación inherente a cada individuo, la obligación de definirse a través de
su proyecto de vida. Pero este proyecto es finito, tiene un inicio y un final. Heidegger tenía
esto muy presente, tanto que nos llamó ser-para-la-muerte y junto a la muerte, llega el
miedo. Pero, por muy imposible que parezca, hay algo en su reflexión sobre la muerte que
puede animarnos. Tememos a la muerte porque tememos no poder seguir haciendo nuestro
proyecto, no poder alcanzar a cumplir todos nuestros planes porque se nos trunquen a medio
camino de conseguirlos. Sin embargo, esto es justamente lo que más valor aporta a nuestra
vida. El no tener todo el tiempo del mundo, implica que debemos esforzarnos por aprovechar
el que tenemos. Nuestro proyecto vital es valioso, en tanto que somos conscientes de que es
finito y de que tenemos que seleccionar qué cosas hacemos en él y qué cosas no, cómo
queremos ser y cómo no. Tener presente a la muerte nos incita a vivir más plenamente. A su
vez, esa vida, finita y valiosa, no es indiferente al mundo. Al vivir nos vemos afectados por el
mundo que nos rodea y esto nos hace enfrentarnos a él desde una determinada disposición
afectiva. Recibimos las soleadas y floridas mañanas de primavera con alegría o vemos
comparecer ante nosotros los restos de un bosque incendiado desde la tristeza. Heidegger nos
recuerda que no vivimos encerrados en nuestra interioridad, vivimos en un mundo con el que
estamos continuamente en contacto e influenciados por él. Uno mismo y todas las cosas que
le rodean son inseparables, son un fenómeno unitario dentro del cual vamos desplegando
nuestro plan de vida. Aunque no siempre podemos incluir en ese plan todo lo que queramos.
Hay ciertas limitaciones a nuestras posibilidades de decisión a las cuales tenemos que hacer
frente. Uno no siempre puede ser lo que uno quiera. El querer no concede poder, se puede
querer mucho algo y sin embargo no poder conseguirlo. Dentro de estas limitaciones una de
las más influyentes son las económicas. De esto sabe mucho Marx. Él supo ver la
importancia de las condiciones materiales y el sustento que constituyen para poder hacer
otras actividades. ¿Cómo va alguien que quiera, por ejemplo, ser periodista a conseguirlo si
no puede pagarse el grado universitario? ¿Cómo puede alguien que quiera leer, hacerlo, si no
tiene dinero para comprar un libro o suficiente tiempo libre para hacerlo? Tiempo y dinero
son dos de las condiciones fundamentales para conseguir hacer de nuestro proyecto de vida lo
que verdaderamente queramos. Sin embargo, son dos de las cosas que más nos faltan a la
mayoría y en esto tiene mucho que decir el trabajo. Se suele escuchar aquello de que tenemos
8 horas para dormir, 8 para trabajar y 8 dedicadas al ocio. No obstante, nos cuesta mucho
separar el ámbito laboral del personal y Marx nos avisa de que la mentalidad productivista
que acarrea el trabajo se ha extrapolado a todos los ámbitos de nuestra vida. Se trabaja, en la
mayoría de los casos, para ganar dinero, e incluso se trabaja más de lo estipulado para ganar
más dinero, aunque estemos así renunciando a un tiempo muy valioso. El dinero va y viene,
sin embargo el tiempo sólo se va. Pero no sólo buscamos producir en el trabajo, sino que
también queremos ser productivos en la cocina, en la limpieza, en la lectura… Estamos tan
inmersos en producir que ni siquiera nos paramos a pensar si estamos haciendo lo que
verdaderamente queremos hacer. El producir se ha asentado como sentido de nuestra vida,
hemos dejado de ser humanos para pasar a ser máquinas de fábricas y cuando no
conseguimos producir todo lo que queremos, cuando no hemos leído tantos libros como
queríamos o no hemos limpiado la casa tantas veces como pretendíamos, nos frustramos y
sentimos que no somos suficientes. La cuestión es que nunca lo seremos, siempre habrá más
que producir por nuestra parte, puesto que un individuo que siente que ya ha producido lo
suficiente se torna pasivo. Una pasividad que nos han hecho ver bajo una tela de negatividad.
Nos sentimos mal cuando no somos productivos, incluso a veces cuando descansamos,
aunque lo necesitemos. Nos sentimos inútiles. Pero no, Marx quiere recordarnos que no está
mal dejar de ser productivo por unos momentos para ser más humano, para volver a nosotros
mismos. Esta frustración de la improductividad nos ha sido impuesta, no es nuestra culpa
sentirnos así y la filosofía de Marx quiere hacernos conscientes de esta imposición, porque
ese es el primer paso para reducirla y ser un poco más libres.
Más allá del tiempo, el dinero y la mentalidad productivista hay otras limitaciones para la
creación de nuestro proyecto personal. Algunas de ellas no afectan a todas las personas por
igual, generando así una desigualdad entre unos y otros. Una persona, aquí en España, en
1905 que quería estudiar medicina en la universidad se encontraba o no con una limitación
según fuera hombre o mujer, pues la mujer no tuvo acceso a los estudios universitarios en
España hasta el 8 de marzo de 1910. No todas las personas estamos sometidas a las mismas
limitaciones y concretamente, las mujeres a lo largo de la historia han tenido muchas más
dificultades para poder alcanzar a cumplir sus proyectos vitales. Se ha ido relegando a las
mujeres el papel de ser el segundo sexo, el ir segundas, el ir detrás y subordinadas. No es de
extrañar que una de las obras más importantes de Simone de Beauvoir, influyente filósofa en
el terreno del feminismo, se titule El segundo sexo. A la hora de escribir un ensayo acerca de
la mujer no dudó en ponerle ese título, porque esa era la situación que se reflejaba en el día a
día del sexo femenino. Pero si la mujer se había convertido en un sexo de segundas, era
porque la sociedad le había configurado de tal forma, es decir, más allá de nacer mujer se
imponían ciertos criterios para ser aceptada como tal, entre los que se econtraban, hace no
tanto, el centrarse exclusivamente en las tareas domésticas, la crianza de los hijos y el
cuidado del marido. Si alguna de ellas hubiera decidido dedicarse a otras tareas, como
estudiar, trabajar en una empresa o tener propiedades a su nombre, no solo se le habría
prohibido sino que además se le habría calificado de loca, de “mala” mujer. ¿Pero cómo se
puede ser mejor o peor mujer, si esto es algo con lo que nacemos? Es decir, parece que se es
mujer o no, se tienen los cromosomas XX o no. Sobre la naturaleza no podemos juzgar si es
buena o mala, simplemente ella es, pero Simone de Beauvoir ve algo más allá de la
naturaleza, ve un constructo social que se cierne sobre ella. Cuando ella habla de mujer, no
habla de unos cromosomas XX, esto es, del sexo; habla del conjunto de rasgos a los que la
sociedad define como mujer, habla del género, esos rasgos que o cumples o es que eres “poco
afeminada” o “mala mujer”. Ahora una mujer puede estudiar, puede trabajar y tener
propiedades, pero todavía hay ciertos rasgos o actividades que se asocian a un género o a
otro. Actividades relacionadas con el cuidado, por ejemplo, se asocian a las mujeres y si
vemos los estudiantes matriculados en carreras como enfermería observamos que la gran
mayoría son mujeres. En cambio, actividades que requieren de empleo de fuerza física se
asocian más a perfiles masculinos. Se mantienen esas ideas que llevan con nosotros siglos
sobre el cuidado como actividad propia del género femenino y el ejercicio de la fuerza como
actividad propia del género masculino. Esto supone el establecimiento de ciertos criterios a
cumplir para ser reconocido en la sociedad como hombre o como mujer y si esos criterios se
transgreden pierdes tal reconocimiento. Si una mujer se dedica al boxeo, habrá muchos que
en vez de referirse a ella como mujer, lo hagan con términos como “marimacho” porque les
parezca más hombre que mujer puesto que realiza actividades asociadas al género masculino.
Por eso dice Simone de Beauvoir que las mujeres no nacen, sino que se hacen, es decir,
llegan a obtener el reconocimiento de ser tal a través del cumplimiento de los rasgos y
actividades definitorios del género femenino, a través del cumplimiento de esa definición
previa que se ha establecido de lo que es ser mujer. Pero esta filósofa tiene claro que esto de
pensar que venimos todos ya bien definidos es un claro error, puesto que supone coartar la
libertad y autonomía propia del ser humano. Nuestra existencia es un hacernos, un
construirnos no un insertarnos en una estructura prefijada. ¿Por qué una iba a ser menos
mujer por ser boxeadora? ¿Por qué uno iba a ser menos hombre por pintarse las uñas? Cada
cual puede escoger cómo configurar su vida y de lo que se trata es que haga lo que haga, lo
realice por voluntad y decisión propias, no por presión social. Somos seres autónomos que
pueden decidir por sí mismos.
Aunque esto de ser autónomo lo tenemos más asociado a la condición laboral de quienes
trabajan por cuenta propia y no para otros, en verdad la mayor riqueza filosófica del término
la encontramos en su connotación moral. Ser autónomo implica no necesitar que te
determinen todo lo que tienes que hacer, esto es, ser independiente. Sobre esto habló mucho
Kant en su teoría ética. Una teoría que se basa en la autonomía del ser humano. Tenemos
razón, podemos pensar por nosotros mismos, evaluar situaciones, plantear posibles respuestas
a las mismas y escoger. No necesitamos, pues, atarnos a alguien que nos diga continuamente
lo que hacer, como si no tuviéramos la capacidad de decidir. Pero, aún así, lo hacemos, nos
atamos. ¡Vaya que si lo hacemos! Si el o la influencer de turno recomienda un producto
vamos directos a comprarlo, si un conocido youtuber propone un reto nos lanzamos a
intentarlo o si un producto alimenticio es recomendado por un deportista no dudamos en que
será el más sano. Estas son varias de las múltiples figuras de autoridad que se alzan en
nuestra sociedad y que nos vuelven seres heterónomos, esto es, dependientes. Nuestras
decisiones quedan relegadas a lo que determinen tales figuras, incluso consideramos su
criterio más fiable que el nuestro. A esto Kant lo llama minoría de edad. Empleaba este
término, no para referirse a los menores en sentido biológico, sino para designar a aquellas
personas que no pensaban por sí mismas y se dejaban llevar por lo que decidían los otros. Sin
embargo, resulta paradójico que aceptemos renunciar a gran parte de nuestra libertad y
depender de los otros cuando en cualquier momento podríamos comenzar a pensar por
nosotros mismos y poder ser más libres. Hay algo que debe de estar reteniéndonos en esa
heteronomía y Kant nos propone una explicación a ello. Por una parte, ejercer nuestra
autonomía requiere de cierto esfuerzo, no nos referimos a un esfuerzo físico como levantar
pesas, pero sí a un esfuerzo intelectual, a levantar pensamientos. Frente a este esfuerzo Kant
tiene claro que a veces nos puede la cobardía y la pereza. Es muy cómodo que otros decidan
por nosotros, nos dan el trabajo hecho, pues no tenemos que pararnos a pensar y a rompernos
la cabeza dándole mil vueltas a qué hacer en determinadas situaciones. Por otra parte, decidir
por uno mismo, impone. La libertad da miedo. Esta idea que tratamos más arriba, en cierto
modo, con Kierkegaard y Sartre, se expresa también en Kant. En tanto que el reverso de la
libertad es la responsabilidad, tomar una decisión implica aceptar el riesgo de equivocarnos,
de no acertar. Preferimos renunciar a la libertad para así descargarnos también de la
responsabilidad, antes que hacernos cargo de ambas. Hacer uso de nuestra libertad viviendo
autónomamente es arriesgado, pero merece la pena. Merece la pena tomar las riendas de
nuestras decisiones, de la configuración de nuestro proyecto de vida, desplegar todas nuestra
capacidades racionales de reflexión y salir de esa minoría de edad para así poder hacer de
nuestra vida lo que nosotros, y solo nosotros, queramos. Nadie sabe lo que queremos, lo que
necesitamos y lo que debemos hacer, más que uno mismo.

Nos hemos dado heterónomamente y nos hemos alejado de nosotros mismos. Nos hemos
abandonado al afuera y hemos dado la espalda a nuestro adentro. Estamos mucho tiempo con
los otros pero bastante menos con nuestros pensamientos, con nuestras reflexiones,
sentimientos, anhelos y todo aquello que conforma nuestra interioridad. Dentro de nosotros
hay mucho más que rayadas de cabeza o películas montadas, hay mucho que encontrar y
sobre todo, hay lugar donde encontrarnos. Cada vez conocemos a más personas en un mundo
tan globalizado como el nuestro, pero a su vez nos vamos desconociendo más a nosotros
mismos. También es importante mirar dentro de nosotros. San Agustín estaba convencido de
que si lo hacíamos, encontraríamos cosas muy valiosas, como, por ejemplo, a Dios. Nos
viene bien quedarnos con su consejo de abrazar nuestro interior y buscar en él. Quizá nos
llevemos sorpresas y nos demos cuenta de que hay muchas cosas que buscamos en los demás
cuando solo las podemos conseguir mirando hacia nuestro interior. Si estamos, por ejemplo,
estresados, nadie podrá ayudarnos sin antes nosotros descubrir qué pensamientos, miedos o
inseguridades hay dentro de nosotros que sean la fuente de nuestro estrés. Aunque, a veces
nuestro interior resulta un tanto caótico y nos cuesta comprenderlo. Es normal, guardamos en
nuestra interioridad muchas cosas: ideas, ilusiones, aspiraciones, angustias, recuerdos,
alegrías, intenciones… Suele ocurrir que, dada toda esta diversidad, se den a veces conflictos
entre unos elementos y otros. Una de las batallas más conocidas es la de las emociones contra
la razón. Esa situación en la que todos alguna vez nos hemos encontrado y que supone cierta
confusión ante la contradicción interna que experimentamos. Se trata de ese momento en el
que dudamos si hacer lo que las emociones nos dicen o lo que nos dicta la razón, si hacer lo
que nos haga felices o lo que racionalmente debemos hacer. Nos cuesta decidir si estudiar lo
que nos apasiona o lo que se nos muestra como la opción más racional por su empleabilidad.
O decidir si darnos un capricho con nuestros ahorros o seguir ahorrando para prevenir futuros
imprevistos. La historia de la filosofía ha tenido, generalmente, preferencia por la razón, por
eso prefiero traer la respuesta de un filósofo que apostó por las emociones, tan despreciadas
por la mayoría de la comunidad filosófica, porque él nos recuerda que no pasa nada porque a
veces nos parezca que no somos tan racionales, sino más emocionales. Este filósofo es Hume.
Frente a un conflicto entre razón y emoción, no duda en ponerse del lado de esta última, es
más, para él las emociones son lo que nos mueve, lo que determina el fin de nuestras
acciones. Es obvio que si algo nos hace felices iremos en su búsqueda, mientras que si nos
produce dolor trataremos de evitarlo. Muchas veces cuando actuamos lo hacemos motivados
por la emoción que nos hace desear una situación. A muy poca gente le gusta madrugar, pero
muchos lo hacen cuando están de viaje en una zona de playa para poder ver el amanecer cuya
contemplación proporciona tanto placer y agrado. Las emociones nos impulsan, nos mueven.
Pero no solo nos centramos en las emociones propias, no buscamos exclusivamente lo que
nos de felicidad a nosotros mismos sino que también somos capaces de desarrollar un
sentimiento moral de empatía. Si no fuera así, acabaríamos en un egoísmo moral en el que
cada cual buscaría lo que le agradara sin importar los efectos que tuvieran sus acciones en los
sentimientos de los otros. Seríamos capaces, por ejemplo, de robar a otros sus pertenencias si
el tenerlas nos proporcionase placer y en tanto que acción placentera, sería buena. Nadie
podría juzgar la conducta del otro. Pero está claro que esto no es así. Incluso en los momentos
en los que decidimos con miras a obtener felicidad y agrado, tenemos consideración de los
demás, desarrollamos una empatía hacia los otros. Hume es muy optimista aquí, quizá
demasiado, y piensa que empatizar es algo propio de todos los seres humanos, una suerte de
sentimiento universal. En base a nuestras vivencias personales conocemos que el resto
sienten como nosotros y tenemos sus sentimientos en consideración. Esta capacidad de
empatizar pone de manifiesto la importancia de una educación emocional que ayude a
desplegarla. Lo contrario a lo que se nos enseña a la mayoría. Dentro de nuestra sistema de
competitividad, que va desde la educación hasta el terreno laboral pasando hasta por nuestras
ocupaciones ociosas, se nos incita a ser el mejor sin importar los efectos que nuestras
acciones tengan en los demás, con tal de llegar a lo más alto. La empatía se ha convertido en
un sentimiento de débiles, de aquellos que preocupados por lo que sienten los demás se ponen
obstáculos para alcanzar su propio beneficio. Sin embargo, hay también beneficio, aunque
distinto, en considerar los sentimientos de los otros, un beneficio moral. Podemos encontrar
también satisfacción en el cuidado de la felicidad de los otros al ponernos en su lugar. Esta
capacidad de sentir lo que otros sienten nos permite ser felices con la felicidad del otro y
poder perseguir una felicidad común más allá de la felicidad individual. Pero, aunque la
empatía pueda servir a la felicidad colectiva, tiene límites, concretamente, los límites de la
distancia. Hume dice que este sentimiento moral solo se activa con lo cercano, con lo
semejante, y se vuelve insensible ante lo distante. Este carácter local y familiar de la empatía
es lo que hace que no nos duela igual la muerte de un familiar nuestro que la muerte de un
artista conocido, por ejemplo. Para este filósofo es posible adoptar un punto de vista
universal, común e imparcial que expanda los sentimientos morales hacia todas las personas,
pero esta no es una tarea fácil de conseguir. Nos toca hacer el esfuerzo y tratar de sentir lo
que todos los demás sienten como si de una emoción propia se tratara, siempre siendo
conscientes de que existe la posibilidad de encontrarnos a lo largo del camino de decisiones
que es la vida con personas que solo miren por su sentimiento personal, que no hayan
desarrollado el sentimiento moral de empatía, lo que puede tener consecuencias muy
peligrosas en los otros y más aún en sistemas democráticos como el que vivimos. Porque se
presupone que cuando votamos en unas elecciones no lo hacemos con miras a una
satisfacción propia sino en búsqueda de un bienestar colectivo, pero quienes no pueden mirar
más allá de sus propios intereses nunca podrán tener en consideración el de los demás. Por
eso, lo que decide una mayoría no siempre se tiene que corresponder con lo mejor para todos,
depende de si esa elección se hizo mirando hacia el beneficio propio o el común. Esto le
preocupaba mucho al filósofo francés Rousseau, por eso distinguió en su filosofía política
entre voluntad de todos y voluntad general. La primera es la suma de las voluntades de cada
uno de los individuos, es la voluntad expresada por medio de una mayoría que es resultado de
una votación en la que cada cual mira por su propio interés. Esa mayoría solo refleja que hay
muchos individuos que quieren lo mismo para sí, pero no muestra qué es lo que la sociedad
en su conjunto desea para ella misma y, sin embargo, lo que decida esa mayoría para sí se
aplicará a toda la sociedad. En cambio, la voluntad general es la expresión de lo que el
pueblo, en su conjunto, quiere para sí en tanto pueblo. Sería la voluntad expresada en la
mayoría de unas elecciones en las que cada cual votara pensando en lo que es más
conveniente, no para uno, sino para la sociedad en su conjunto. Imaginemos que se pregunta
al pueblo mediante una votación acerca de su opinión para bajar impuestos a las clases alta y
media y subirlos a la clase baja. Si cada cual votase en su propio beneficio, se obtendría una
mayoría a favor de que se aprobase la ley, pues tanto la clase media como la alta habría
votado a favor y solo la clase baja lo habría hecho en contra. Estaríamos aquí ante la voluntad
de todos, que en este caso resulta opuesta a la voluntad general. Porque si cada cual hubiera
votado, no desde un punto de vista individual sino colectivo, mirando por el bien común, la
clase media y alta hubieran votado en contra de la ley. Pues, con la aprobación de dicha ley se
incrementará la brecha económica entre clases sociales y la conflictividad seguramente habría
aumentado, lo que perjudicaría gravemente a la convivencia social. Por esto es tan importante
aprender a mirarnos como partícipes de un todo al que tenemos que cuidar, más allá de
cuidarnos a nosotros mismos. Rousseau es el consuelo ante la frustración que a veces
sentimos cuando vemos que un sistema democrático no trae lo mejor para sus ciudadanos. No
es que el pueblo no sepa lo que quiere, es que nos cuesta mucho, o no queremos, distinguir
entre lo mejor para nosotros y lo mejor para el conjunto de la sociedad. No siempre lo que los
demás vean como mejor tiene porque serlo, antes hay que preguntarse para quién resulta eso
una mejora, si para el individuo o para el conjunto de todos ellos.

Aunque a veces nos podemos equivocar incluso cuando nuestra intención sea buena.
Podemos creer que estamos defendiendo una mejora para el conjunto de la sociedad y
después ver que nos equivocábamos. Es normal, todos nos equivocamos. Sé que esta frase es
un tópico, pero su verdad es innegable. Esto no nos exime de la culpa, pero sí dota de sentido
a ese hecho tan poderoso de redención, el perdón. Tenemos la capacidad de perdonar, de
comprender a quien se haya equivocado y poder reconciliarnos con él. Hannah Arendt supo
ver la importancia de esta capacidad. El perdón nos libera de la venganza, porque por muy
apetecible que esta se nos muestra cuando nos sentimos heridos, frustrados o traicionados, el
impulso vengativo nos consume y va mermando nuestra fuerza vital. Pensar en venganzas es
atarnos al otro y al dolor que ello conlleva, quedarnos estáticos en el error cometido; pero
pensar en el perdón es liberarnos a nosotros de la continua angustia de la venganza y liberar a
los otros dándoles la capacidad de poder corregir sus errores, de actuar, esta vez,
correctamente. Si nunca nadie nos perdonase estaríamos en una perpetua condena de nuestros
errores, los cuales a veces quedan fuera de nuestro alcance. No siempre podemos predecir
con exactitud las consecuencias de nuestros actos y en ocasiones nuestra voluntad no se
corresponde con los resultados. A veces, queriendo ayudar, perjudicamos sin querer a los
demás. Sin un perdón, estaríamos siempre atados a la culpa, pero con él se nos vuelve a dar la
posibilidad de actuar y esto implica devolvernos plenamente a nuestra condición humana. Ser
humano supone actuar, estamos continuamente inmersos en acciones. Es constitutivo de
nuestra humanidad. Pero nos resultaría ingenuo pensar que podemos perdonar todo y Arendt
tampoco afirma tal cosa. Para ella lo que podemos perdonar son aquellos errores derivados de
nuestra decisión, consecuencias negativas a las que condujeron nuestras acciones incluso
cuando no era esa nuestra intención. En cambio, no podemos perdonar lo que Arendt llama la
banalidad del mal, un mal ocasionado por la ausencia de la reflexión. Es decir, el mal que
cometemos cuando nos dejamos llevar por las circunstancias o por los otros sin pararnos a
pensar en lo que estamos haciendo, tan solo obedeciendo como máquinas. Esta filósofa pensó
que uno de los más claros ejemplos de la banalidad del mal eran los criminales nazis, pues
veía en sus acciones, no el fruto de un análisis o una reflexión, sino una obediencia ciega a las
órdenes. No pensando en lo que hacían, simplemente haciendo lo que les mandaban. Esto
tiene la llamativa consecuencia de que los autores de semejantes atrocidades no eran personas
malvadas o monstruosas, sino personas comunes, solo que llenos de indiferencia ante sus
acciones y sus consecuencias. En esa indiferencia uno se desliga de toda responsabilidad
moral, porque se pierde la conciencia moral de si lo que se está haciendo está bien o mal al no
pararse a reflexionar sobre ello. No podemos comprender porqué alguien actúa así, pues no
pensó razones para hacerlo, no emitió ningún juicio valorativo, sólo cumplió lo que le
mandaron. Por eso, la banalidad del mal no se puede condenar y con ello, tampoco perdonar.
Podemos perdonar a quien juzgó que estaba bien realizar una acción mala, pero no a quien la
realizó sin pensar en si estaba bien o mal porque desconocía tal consideración moral. Quien
se adentra en este mal queda invadido por él, desaparece su humanidad para convertirse en
una marioneta sin voluntad y Arendt nos avisa del peligro que esto conlleva. Porque
convertirnos en marionetas supone que nos puedan manejar para realizar los actos más
atroces que nos podamos imaginar, sin nosotros emitir ninguna valoración al respecto. Es
difícil creer que todos aquellos que han seguido algún “reto” difundido por redes sociales que
implicase la autolesión, lo hicieran pensando antes en lo que iban a hacer. Porque si la
facultad de juzgar hubiera estado presente, no encontrarían razones que justificasen semejante
barbaridad. Sin embargo, este mundo en el que nos dicen “haced esto” y lo hacemos sin más,
se puede evitar. Si el origen de esta banalidad es la anulación de todo juicio, para evitarlo
tenemos que juzgar, valorar nuestra acciones, reflexionar antes de actuar acerca de si lo que
hacemos está bien o está mal, darnos una responsabilidad moral que abra la puerta a la
comprensión y al perdón. Pensar antes de actuar, porque en ello nos va nuestra humanidad.

Está claro que la acción constituye una dimensión muy importante de la condición humana,
Arendt no lo duda. Pero hay otra dimensión presente en nosotros que ha atraído más la
atención de la filosofía a lo largo de su historia y es la del lenguaje. Los griegos definían al
ser humano como aquel animal que tiene logos. Esta palabra griega se traduce la mayoría de
las veces por “razón” pero significa tanto esto como “lenguaje”, en tanto que este es
expresión y uso de los conceptos y estos no están sino en el ámbito racional. Ser humano es
poseer lenguaje. ¿Qué haríamos sin el lenguaje? Para empezar, yo no estaría escribiendo esto,
ni nadie habría escrito nada. No nos comunicaríamos tan fluidamente como lo hacemos,
inmersos en dificultades para expresarnos. Tenemos que agradecerle mucho al lenguaje,
aunque a veces sintamos que falla. Hay momentos en los que embriagados de emoción o de
tristeza, no nos salen las palabras. O días en los que decimos algo y se interpreta de una
forma que no era la que esperábamos. Incluso podemos estar debatiendo sobre el significado
de una palabra sin llegar a ponernos de acuerdo, como puede ocurrir con los términos “alma”
o “nada”. Todo este tipo de situaciones que nos generan tanta frustración, llamaron la
atención del filósofo Wittgenstein que se dedicó a investigar el lenguaje. Su primera
conclusión es que si el lenguaje falla en esos momentos es por nuestra culpa, porque estamos
sobrepasando los límites del lenguaje. A la hora de hablar, Wittgenstein piensa que no
podemos hablar de cualquier cosa, que el lenguaje se encuentra limitado y hay cosas a las que
no llega, concretamente a aquello que no forma parte de los hechos del mundo. De estas
cosas de las que no se puede hablar, dice, es mejor callar. Porque si intentamos hablar de ellas
solo obtendremos confusiones y errores. Esto viene a decir que no es nuestra culpa si en la
cena de navidad nos ponemos a debatir con el cuñado acerca de si está bien o mal la nueva
ley aprobada por el gobierno y no conseguimos llegar nunca a un acuerdo, acabando por
enfadarnos y frustrarnos. Lo que ocurre ahí es que estamos usando el lenguaje para hablar de
algo que queda fuera de su alcance, en este caso del bien y el mal, puesto que ambos no están
presentes en el mundo, no son cosas tangibles. Podemos hablar de una botella, en tanto que
podemos coger una con las manos y ponerla ante nuestros ojos, pero no podemos coger al
bien o al mal y ponerlos enfrente nuestra. El lenguaje no puede ir más allá de los límites del
mundo. Sin embargo, esto hace que todos los discursos, reflexiones y escritos que se han
hecho acerca de cosas intangibles como los valores morales, la lógica, la condición humana,
la divinidad, la estética y demás, carezcan de sentido. Wittgenstein redujo la mayor parte de
toda la historia de la filosofía a meras confusiones del lenguaje, pues hablaba de cosas que no
están en el mundo. Pero, aún así, seguimos hablando de moral, de lógica, de divinidad, y nos
parece que hay cierto sentido en hacerlo. No es absurdo usar el lenguaje más allá de los
límites que le marcó Wittgenstein, o quizá sea mejor decir, el primer Wittgenstein. Porque él
mismo supo hacerse autocrítica y ver que quizá no había enfocado correctamente su
investigación sobre el lenguaje. De esta forma llegó a una segunda conclusión distinta de la
primera. Se le puede dar al lenguaje otros usos más allá del de representar el mundo, se puede
jugar con él, en el mejor sentido de la palabra. Esos juegos son la poesía, los saludos, las
palabrotas, los rezos, las súplicas, los cantos y miles de otros usos que exceden los límites de
lo tangible. Esto tiñe la vida de otro color, porque es aquí donde el lenguaje no sólo expresa
la realidad sino también la imaginación, los sueños o la esperanza, haciendo de la vida, que
tan dura es a veces, algo más amable y llevadero.

Supongo que cada cual tiene sus formas de ir enfrentando la vida, sus propios medios que le
den fuerzas para seguir adelante cuando se torna oscura y sin sentido. Habrá quienes
encuentren una ayuda en los juegos del lenguaje, a través de la poesía o las canciones, por
ejemplo. Otros quizá se apunten a un curso de coaching o lean libros de autoayuda. La
cuestión es que todos tenemos nuestra forma de llenar de sentido nuestros días. Sin embargo,
Camus nos diría que estamos cometiendo un profundo error tratando de llenar de sentido algo
que para él carece totalmente de él. La tesis de este filósofo nos puede resultar impactante,
pero así lo piensa. Para él el mundo es absurdo, irracional y si aparenta tener orden y sentido
es porque nosotros nos hemos empeñado en darle uno aunque nunca consigamos que encaje
por completo, pues tratar de imponer una racionalidad a lo irracional es como tratar de meter
un cubo en un agujero circular de su mismo tamaño, por mucho que nos afanemos en meterlo
siempre será rechazado. Pero entonces ¿qué hacemos? Sabemos que nos cuesta mucho vivir
en un mundo sin sentido, tanto es así que cuando ningún sentido encontramos, puede incluso
aparecer por nuestra mente la opción del suicidio. ¿Para qué vivir si nada de esto tiene
sentido? Camus consideraba que la decisión más importante que tomamos todos los días es la
de si quitarnos o no la vida, es más, pensaba que el suicidio debía ser el problema
fundamental de la filosofía. Ante esta cuestión, él apuesta por seguir viviendo a pesar de
considerar que el mundo es absurdo, porque que la vida no tenga sentido, no quiere decir que
no merezca la pena vivirla. En su obra titulada El mito de Sísifo nos cuenta como Sísifo fue
castigado por los dioses a empujar una roca hasta la cima de una montaña para después
dejarla caer y volver a subirla empujando, así eternamente. Esta condena suponía darse a una
vida inútil y sin esperanza, como señala Camus. Pero, a pesar de todo, podemos imaginarnos
a Sísifo feliz. Aún teniendo que subir constantemente una piedra para volverla a tirar, se
puede disfrutar de cada cumbre alcanzada. Podemos ser felices incluso siendo conscientes de
vivir en un mundo sin sentido. Cuántas veces nos habremos reído por un comentario absurdo
de nuestros amigos, un comentario que no tenía sentido alguno pero que nos hizo pasar un
momento feliz. Así, incluso aunque miremos nuestra vida como un sin sentido, podemos ser
felices en nuestro vivir, en nuestras pequeñas luchas y en nuestros pequeños logros de cada
día. Si vivimos, en ese continuar adelante ya encontramos una razón para no dejar de hacerlo,
hacemos que merezca la pena vivir cada vez que decidimos seguir haciéndolo.

Y si hay alguien que haya intentado darle valor a la vida, ese ha sido Nietzsche. Acérrimo
vitalista dispuesto a abrazar la vida con todo lo que esta conlleva, pues para él no había nada
más importante. Era consciente de que la vida no es un camino de rosas, de que tiene luces y
sombras, por lo que debemos de aceptar ambas y aprender a convivir con ellas. Un día nos
podemos asombrar por la belleza de la naturaleza en la que todo parece estar ordenado, y otro
nos puede desolar la destrucción que acontece en una guerra. Ambos escenarios se
encuentran dentro de la vida, solo que reflejan dimensiones distintas de ella. Para Nietzsche
en la vida y en nosotros se dan tanto lo apolíneo como lo dionisíaco. La dimensión de lo
apolíneo es aquella constituida por la razón, el orden, la claridad; mientras que la dionisíaca
está compuesta por la irracionalidad, el caos, la oscuridad, la confusión. Nosotros somos
tanto razón como sentimiento y la vida es, a su vez, orden y caos. Amar la vida y vivir
plenamente supone aceptar ambas dimensiones contradictorias y tratar de mantenerlas en
equilibrio. Es decir, vivir no es solo pensar ni solo sentir, son ambas cosas. La vida no se
reduce a una cadena lógica de acontecimientos, también nos suceden interrupciones para las
que no encontramos ninguna razón. Cuando conseguimos complementar y equilibrar tanto lo
apolíneo como lo dionisíaco alcanzamos lo que Nietzsche llama voluntad de poder. La vida
es así voluntad de poder, voluntad de crecer, de ampliarnos, de continuar hacia adelante y
buscar nuevas metas. Desde este lugar la vida es superarse constantemente y esta superación
requiere de nosotros cierta actividad, una actividad que se debe corresponder con la de un
niño pequeño. Los niños juegan y al hacerlo construyen ficciones en su inocencia. Juegan a
ser maestros, a ser papás y mamás, a ser jugadores profesionales de fútbol… se representan
de mil formas distintas, construyen diversos mundos, pero sin creer del todo en lo que
inventan, es decir, no olvidan el carácter metafórico de su juego. Así nosotros tenemos
recursos, como el lenguaje, para poder crear mundos, como el que creamos en las novelas.
Tenemos el poder de crear nuevas posibilidades vitales y de esta forma potenciamos la vida.
La reflexión nietzscheana es un pensamiento que nace del sentimiento, del amor a la vida.
Nietzsche nos lanza la siguiente pregunta, si nos dijeran que nuestra vida tal y como ha
sucedido hasta ahora se va a repetir infinitas veces, ¿nos alegraría esta noticia o nos asustaría?
El planteamiento de dicho eterno retorno nos hace reflexionar sobre nuestra forma de vivir la
vida y nos insta a actuar de tal forma que deseemos que lo que hagamos se repita
infinitamente. Es así como nos mueve a vivir, a aprovechar cada alegría a la par que
aceptamos los sufrimientos, porque si entendemos la vida como una totalidad que va
continuamente a repetirse de manera idéntica siempre, entonces la única forma de vivir
plenamente, de poder acrecentarnos en nuestra voluntad de poder, es a través del amor fati, el
amor al destino o, lo que es lo mismo, el amor a la vida con todo lo que ella conlleva. ¡La
vida tiene valor!, grita Nietzsche. Y tanto que si lo grita.

Aunque a veces la vida duela, merece la pena abrazarla. Para los buenos momentos
tendremos mil formas de disfrutarlos, para los malos tendremos maneras de refugiarnos,
porque cuando la vida da sufrimientos, da también refugios. Esos pensamientos y
sentimientos en los que percibimos estar seguros, protegidos y acogidos. Algo así ocurre con
la filosofía. Más allá de todos los libros, cursos académicos, charlas y citas que circulan por
la red, la filosofía es un lugar en el que refugiarnos, protegernos y salir reforzados. Si en la
necesidad de refugio inherente a la vida encontramos a la filosofía, irremediablemente
habremos de encontrar necesidad de vida en la filosofía. Cuando nos demos cuenta de cuán
filosófica es la vida, entenderemos lo vital que es la filosofía. Filosofar es aprender a vivir y
como este aprendizaje nunca termina, la filosofía tampoco lo hará.
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