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Ella y él

El humo del auto alejándose fue el adiós que terminó por transformar en cenizas sus sueños.
Ya no había retorno. Ella observaba su marcha y recordaba la noche que lo conoció. No sabía la
hora pero era tarde, casi medianoche, había neblina, humedad, la ropa se adhería al cuerpo y
él la miraba con los ojos brillantes desde el otro lado de la barra.

Siempre había odiado su trabajo en el bar, los hombres intentaban tocarla a cada paso, las
peleas entre borrachos, la música a todo volumen. Pero no tenía otra opción, su falta de
estudios no le permitía acceder a nada mejor, y si bien el sueldo era malo junto a las propinas
le permitían afrontar el alquiler y los gastos del mes.

Ella volvió a mirarlo. No era una belleza, el cabello demasiado corto para su gusto, los ojos muy
grandes, la nariz algo torcida, esa pequeña cicatriz al lado del labio superior hacía que su
sonrisa fuera algo arqueada pero cuando sus ojos se encontraron, ella lo supo de inmediato,
era él. El hombre que aparecía noche a noche en sus sueños, el responsable de que cada
mañana se levantara sudada, anhelante, deseosa de seguir por siempre en ese mundo onírico.

Se acercó, le preguntó si deseaba beber algo, él sonrió y a ella le pareció escuchar “si supieras
lo que deseo” pero él no había emitido sonido. Ella pensó que el deseo de entablar una
conexión la estaba volviendo loca. Se alejó cuando él respondió de manera seca “whisky”,
antes de caer de rodillas y pedirle por favor que acabara con su tormento.

Las luces del auto cada vez se alejaban más. Suspiró y se lamió los labios, aún podía sentir su
último beso, esa leve caricia que la dejó con ganas de más igual que aquella primera vez.

Él llevaba concurriendo al bar casi tres meses y no habían hablado, ella solo le alcanzaba un
whisky doble sin hielo que él bebía de un trago sin hacer una sola mueca. Ella ya había
intentado conversar del tiempo, del fútbol y cuanto tema se le ocurriera, él solo sonreía y a los
costados de sus ojos se formaban arruguitas que la hacían desear cosas imposibles como
estirar las manos y acariciárselas.

La noche en la que todo cambió, ella llegó al bar de mal humor, el dueño del departamento en
el que vivía le había solicitado que se retirara en un plazo de sesenta días porque pensaba
regalarle el inmueble a su hijo que contraía nupcias. Pasaron las horas y atendía de manera
automática a las personas esbozando una falsa sonrisa que nada detectó. Por primera vez no
pensó en él, tenía problemas más importantes y serios que resolver, tampoco era como si él se
volviera loco por estar con ella. Pensó que tenía que tener cuidado o acabaría con una
denuncia por acoso.

Al terminar su horario, se retiró y mientras caminaba las dos cuadras que separaban su ahora
ex casa del bar sintió que alguien la observaba. Recorrió con la vista los lugares más oscuros y
no vio nada pero aun así la sensación persistía, apuró los pasos y cuando estaba abriendo la
puerta lo sintió detrás de ella. Se dio vuelta muy despacio y lo vio.

Él se inclinó y sus labios se tocaron, suaves, tiernos, un beso que invitaba a pecar de la peor
manera; cuando ella se dio cuenta de que él se empezaba a alejar, lo tomó con desesperación
de sus hombros y atacó su boca. Dos respiraciones después estaban dentro de su hogar, las
ropas habían desaparecido y la vieja cama era testigo de una pasión que amenazaba con
quemarla por completo. Cuando el placer parecía ser insoportable ella le dijo “te amo” y sintió
como sus colmillos comenzaban a hundirse en su garganta haciéndola perder cualquier rastro
de lucidez.

Él no había correspondido a sus palabras, ese silencio lastimó su alma. Minutos después por
primera vez habló y cada palabra se introdujo en ella como pequeñas puñaladas. Él era
inmortal, pertenecía a una familia legendaria y aunque la amara no soportaría verla envejecer
y morir. Ya había pasado por eso muchas veces. Le pidió perdón por interferir en sus sueños y
en su mente.

Ella le pidió que la transformara y él sonrió mientras le contaba que eso solo pasaba en las
películas. Ella lloró y él limpió sus lágrimas mientras le decía que solo tendrían esa noche. Ella
asintió y él volvió a besarla.

Las luces del auto ya habían desaparecido y nada de lo que había sucedido parecía real. Solo
quedaban rastros en su cuerpo saciado, en su garganta marcada y en su corazón destrozado.

Alejandra Comba

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