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En esta colección de cuentos, don Juan Manuel nos ofrece una gran

diversidad de situaciones y de tipos humanos que recrean vivencias que los


seres humanos han podido experimentar en cualquier momento de la historia,
incluso en la actualidad, y de las que siempre podemos aprender. La
adaptación de «El conde Lucanor» que ofrecemos en esta edición no presenta
la versión íntegra de la obra, sino una selección de veintiún ejemplos de los
cincuenta y uno que contiene la primera parte («Libro de los ejemplos del
conde Lucanor y de Patronio») de la obra original. En el Índice de esta
edición se recoge, junto al título de cada ejemplo, el número correspondiente
en la obra escrita por don Juan Manuel. Asimismo, con el objetivo de hacer
más comprensible para los jóvenes lectores el complejo castellano de la época
medieval, el discurso narrativo se ha simplificado, pero siendo siempre fiel al
original del autor.

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Juan Manuel Infante de Castilla

El conde Lucanor
Clásicos a medida - 12

ePub r1.0
Titivillus 27.06.2023

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Juan Manuel Infante de Castilla, 1332
Adaptación: Francisco Alejo Fernández
Ilustraciones: Jesús Alonso Iglesias
Retoque de cubierta: diego77

Editor digital: Titivillus


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Índice de contenido

Cubierta

El conde Lucanor

Introducción

De lo que le sucedió a un rey con un consejero suyo (Ejemplo I)

De lo que le sucedió a un buen hombre con su hijo (Ejemplo II)

De lo que le sucedió a un zorro con un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico (Ejemplo V)

De lo que le sucedió a la golondrina con las otras aves cuando vio sembrar el lino (Ejemplo VI)

De lo que le sucedió a una mujer a la que llamaban doña Truhana (Ejemplo VII)

De lo que le sucedió a un hombre que por pobreza y falta de otra cosa comía altramuces (Ejemplo X)

De lo que le sucedió a un deán de Santiago con don Illán, el gran mago de Toledo (Ejemplo XI)

Del milagro que hizo santo Domingo cuando predicó un sermón en el entierro de un usurero (Ejemplo
XIV)

De lo que le sucedió a don Pedro Meléndez de Valdés cuando se rompió una pierna (Ejemplo XVIII)

De lo que le sucedió a un rey con un hombre que le dijo que era alquimista (Ejemplo XX)

De lo que le sucedió a un rey joven con un gran filósofo (Ejemplo XXI)

De lo que le sucedió a un rey que quería probar a sus tres hijos (Ejemplo XIV)

De lo que le sucedió al conde de Provenza, liberado de la prisión por consejo de Saladino (Ejemplo
XXV)

De lo que le sucedió a un emperador y a don Álvar Fáñez Minaya con sus mujeres (Ejemplo XVII)

De lo que le sucedió a un zorro que se echó en la calle y se hizo el muerto (Ejemplo XXIX)

De lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con Ramaiquía, su mujer (Ejemplo XXX)

De lo que le sucedió a un rey con unos burladores que le hicieron una tela (Ejemplo XXXII)

De lo que le sucedió a un mozo que se casó con una mujer muy fuerte y muy brava (Ejemplo XXXV)

De lo que le sucedió a un hombre que se hizo amigo y vasallo del Diablo (Ejemplo XLV)

De lo que le sucedió a uno que probaba a sus amigos (Ejemplo XLVIII)

De lo que le sucedió al que echaron desnudo a una isla cuando le quitaron su señorío (Ejemplo XLIX)

Apéndice. El autor y su obra

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Notas

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La sociedad medieval en El conde Lucanor

En este libro de cuentos, escrito por el infante don Juan Manuel en el siglo
XIV, encontramos la Edad Media en todo su esplendor y en toda su miseria. Se
reflejan en estos extraordinarios relatos las costumbres de una sociedad hasta
cierto punto extraña para nosotros y, desde luego, muy distinta de la imagen
que de ella nos ha transmitido el cine.
A pesar de la rígida estructuración social de la Edad Media, los tipos
humanos que aparecen en esta colección de cuentos son muy diversos. El
mundo nobiliario aparece representado por el conde Lucanor y, puesto que
también asoma aquí su figura, por su autor y, claro está, por algunos de los
protagonistas de los relatos, que pertenecen a ese estamento social. Pero en
las páginas de este hermoso libro también nos encontraremos clérigos, santos,
ladrones, honrados labradores, reyes moros en suntuosas cortes, humildes
familias moras preocupadas por problemas cotidianos, magos y hechiceras,
pícaros y estafadores e, incluso, al mismo diablo.
Veremos también imágenes de la guerra, combates entre caballeros para
defender el honor de una dama, reflejos de la vida de las mujeres y de los
niños, las peregrinaciones a Tierra Santa, los grandes problemas morales y
éticos de la época, no tan distintos de los nuestros como cabría pensar, pero
también las simples preocupaciones de cada día, las vestimentas medievales,
el arte de la cetrería…

El didactismo de los cuentos

Los cuentos de don Juan Manuel son verdaderas obras de arte, gran literatura,
pero, cuando este gran señor medieval los escribió, no solo tenía propósitos
artísticos, sino que pretendía, sobre todo, enseñar, difundir lecciones morales.
Para don Juan Manuel la escritura estaba necesariamente asociada al
didactismo y a la propagación de unas verdades que, evidentemente, son las

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de su propia clase social, porque el infante escribe desde la perspectiva de un
gran señor de la época y para los de su misma condición social.
Desde muy pronto, tanto los críticos como los lectores percibieron que en
esos ejemplos, además de lecciones sobre el comportamiento humano, había
unos relatos de una calidad literaria extraordinaria. En este sentido, la obra de
don Juan Manuel es la culminación de toda la riquísima cuentística medieval.
No hay un libro como este. Algunas de sus narraciones son insuperables,
como el cuento de don Illán (Ejemplo VII). Así, no es de extrañar que don
Juan Manuel haya sido admirado por escritores tan rigurosos como Baltasar
Gracián o, pasando a la modernidad, Jorge Luis Borges.
Los cuentos propiamente dichos surgen siempre de una pregunta
formulada por un gran señor, el conde Lucanor, a Patronio, su consejero,
pero, en muchas ocasiones, mientras estamos leyendo el relato que este cuenta
para poner un ejemplo de cómo comportarse en determinada situación,
sentimos que el autor se ha olvidado de la lección moral y anda afanado en la
diversión que le está produciendo la escritura de su cuento. Nos parece como
si, por un momento, la literatura se hubiera apoderado de la pluma de don
Juan Manuel y, entregándose de lleno al arte de narrar, se hubiera olvidado de
la lección moral.
Por supuesto, hay que tener en cuenta esa función didáctica del relato,
pero, como lectores modernos, no podemos evitar sentir admiración por el
gran cuentista que fue don Juan Manuel y atenuar la importancia de unas
píldoras didácticas no muy diferentes de las que podríamos encontrar en
cualquier otra colección de cuentos medievales. No debemos olvidar que
tanto el contenido didáctico como el propio argumento de muchos de los
cuentos de don Juan Manuel pertenecen a la tradición de la Edad Media.
Algunas de esas narraciones son fábulas, sobre cuya función casi
exclusivamente didáctica apenas se puede dudar; sin embargo, el infante los
dota de la calidad literaria que nunca hubieran tenido sin su intervención,
aplicándoles su sabiduría narrativa, es decir, su capacidad para contar.

La conciencia de autor de don Juan Manuel

No hay que olvidar ni restar importancia al hecho de que don Juan Manuel
fue nieto del rey Fernando III el Santo y sobrino de Alfonso X el Sabio, cuya
labor como constructor del idioma continuó el infante. Este es otro de los
grandes méritos del escritor. Pero no sabemos si esta palabra, escritor, es la
más adecuada, a pesar de que la crítica ha señalado siempre la conciencia que

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tuvo como autor este noble poderosísimo y rebelde, que nunca se llevó bien
con ningún rey de Castilla. Su preocupación por la correcta transmisión de su
obra le hace guardar, con todo el celo del mundo, una copia de sus
manuscritos. El fuego, sin embargo, se encargó de que no llegaran hasta
nosotros tal y como él quiso.
Es, pues, don Juan Manuel uno de los principales creadores del cuento, un
subgénero narrativo muy importante en la Edad Media por su capacidad para
transmitir lecciones morales. La independencia del cuento, y en general de
todos los géneros literarios, del didactismo (al menos de un didactismo
explícito) ha sido un proceso lento que, hasta casi nuestros días, no ha
concluido. Cuando, como ocurre en el caso de don Juan Manuel, la calidad
literaria de la narración es muy superior al entramado didáctico, el impulso
del cuento como género fundamentalmente artístico aumenta.
Pero el cuento no es inferior a la novela, el género narrativo por
excelencia. La brevedad de aquel, su capacidad para la condensación, la
necesidad del narrador de ir «directamente al grano» le da una potencialidad
extraordinaria y muy distinta de la de la novela, que puede demorarse más en
las descripciones, en el diseño de los personajes y en los vericuetos de la
trama. El cuento tiene que resolver todo eso en muy pocas páginas. Así
consigue este género esa capacidad de afectar de modo inmediato la
sensibilidad de los lectores, de dejarlos asombrados, de dibujar una imagen
certera del mundo.
Por tanto, disfrutemos de la lectura de los cuentos de El conde Lucanor,
de su variedad, de sus personajes, que cobran vida con medios literarios muy
económicos, pero eficaces, de las curiosas costumbres medievales…
Disfrutemos sintiendo que ese mundo no es, después de todo, tan distinto del
nuestro, pues tanto en uno como en otro, el ser humano termina
enfrentándose, en las encrucijadas de la vida, a dilemas ante los que tiene que
tomar una decisión. De eso sí podemos seguir aprendiendo.

Esta edición

La adaptación de El conde Lucanor que ofrecemos en esta edición no


presenta la versión íntegra de la obra, sino una selección de veintiún ejemplos
de los cincuenta y uno que contiene la primera parte (Libro de los ejemplos
del conde Lucanor y de Patronio) de la obra original. En el Índice de esta
edición se recoge, junto al título de cada ejemplo, el número correspondiente
en la obra escrita por don Juan Manuel.

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Asimismo, con el objetivo de hacer más comprensible para los jóvenes
lectores el complejo castellano de la época medieval, el discurso narrativo se
ha simplificado, pero siendo siempre fiel al original del autor.

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De lo que le sucedió a un rey con un consejero suyo

SUCEDIÓ UNA VEZ QUE el conde Lucanor estaba hablando reservadamente con
Patronio, su consejero, y le dijo:
—Patronio, me ha sucedido que un hombre muy importante y muy
honrado y muy poderoso y que me hace ver que es muy amigo mío me dijo
hace pocos días, con mucha reserva, que por algunas cosas que le habían
sucedido había decidido salir de esta tierra y no volver a ella de ninguna
manera, y que por el amor y la gran confianza que en mí tenía me quería dejar
toda su tierra: una parte, vendiéndomela; otra, poniéndola bajo mi cuidado. Y
pues esto quiere, me parece una honra muy grande y un gran beneficio para
mí. Y vos, decidme y aconsejadme sobre lo que os parece este asunto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, sé perfectamente que mi
consejo no os hace ninguna falta, pero como vuestro deseo es que os diga lo
que sobre esto creo y que os aconseje sobre ello, lo haré enseguida.
Primeramente, os digo que lo que os ha dicho el que pensáis que es vuestro
amigo no lo ha hecho sino para probaros. Y parece que os sucedió con él lo
que le sucedió a un rey con un consejero suyo.
El conde Lucanor le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, había un rey que tenía un consejero en
el que confiaba mucho. Y como no se puede evitar que los hombres que
tienen buena suerte sean envidiados por los demás, sucedió que, a causa del
favor del rey y de la prosperidad de la que aquel consejero gozaba, otros
consejeros de aquel rey le tenían mucha envidia y procuraban enemistarle con
el rey, su señor. Y aunque le dijeron muchas cosas, nunca pudieron conseguir
del rey que le hiciese ningún mal, ni siquiera sembrar sospechas ni dudas
sobre él ni sobre su lealtad. Y cuando vieron que de ninguna manera podían
lograr lo que querían hacer, hicieron creer al rey que su consejero se afanaba
en preparar su muerte y que un hijo pequeño que el rey tenía quedase bajo su
poder; y una vez que él se hubiera apoderado de la tierra, prepararía la muerte
del muchacho y quedaría él como señor de la tierra. Y aunque hasta entonces

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no habían podido conseguir que el rey albergara ninguna duda sobre su
consejero, cuando le dijeron esto, su corazón no pudo aguantar más sin
recelar de él, porque en los asuntos que acarrean tanto daño que no se pueden
enmendar si se llevan a cabo, ninguna persona cuerda debe esperar a que haya
pruebas. Y por eso, cuando el rey se sumió en la duda y en la sospecha, estaba
con un gran recelo, pero no quiso hacer nada en contra de su consejero hasta
que de esto tuviese alguna certeza.
Y aquellos otros que buscaban el mal del consejero hablaron al rey de una
treta muy engañosa con la que podría probar que era verdad lo que ellos
decían y le informaron bien de cómo tendría que hablarle a su consejero para
llevar a cabo esa treta engañosa. Y el rey se propuso hacerlo, y lo hizo.
Y al cabo de algunos días, estando el rey hablando con su consejero, entre
otras cosas que hablaron, comenzó poco a poco a darle a entender que sentía
muy poco aprecio por la forma de vida de este mundo y que le parecía que
todo era vanidad. Y entonces no le dijo más. Y después, al cabo de algunos
días, hablando otra vez con aquel consejero suyo, dándole a entender que
comenzaba aquella conversación por otro motivo, le volvió a decir que cada
día sentía menos aprecio por la forma de vivir en este mundo y por las
costumbres que en él veía. Y estas palabras se las dijo tantos días y tantas
veces que el consejero entendió que el rey no encontraba ningún placer en las
honras de este mundo ni en las riquezas ni en ninguno de los bienes ni de los
placeres que en este mundo había. Y cuando el rey entendió que su consejero
se había dado cuenta perfectamente de su intención, le dijo un día que había
pensado en dejar el mundo e ir a desterrarse a una tierra donde no fuese
conocido y buscar algún lugar solitario y muy apartado en el que hacer
penitencia de sus pecados, y que de aquella manera pensaba que Dios tendría
misericordia de él y podría obtener su gracia para ganar la gloria del Paraíso.
Cuando el consejero del rey le oyó decir esto, se lo censuró mucho
diciéndole muchas razones por las que no debía hacerlo. Y, entre otras, le dijo
que si esto hiciera, haría una gran ofensa a Dios dejando a tantas gentes como
las que tenía en su reino, a las que él mantenía muy bien en paz y justicia, y
que era seguro que, en cuanto partiese de allí, se producirían entre ellas
grandes tumultos y grandes enfrentamientos, por lo que Dios recibiría una
gran ofensa y la tierra un gran daño. Y que, si por todos estos motivos no
quisiese desistir de su idea, debería desistir por su mujer y por el hijo
pequeñito que dejaría, que con toda seguridad correrían gran peligro, tanto sus
vidas como sus bienes.

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A esto respondió el rey que antes de tomar resueltamente la decisión de
partir de aquella tierra, había pensado la manera de dejar un gobierno en su
tierra para que su mujer y su hijo fuesen servidos y toda su tierra protegida. Y
que la manera era esta: que su consejero sabía bien que él, como rey, lo había
mantenido y le había hecho mucho bien, y también que él consideraba que su
consejero había sido siempre muy leal y que le había servido muy bien y con
prudencia, y que, por estas razones, confiaba más en él que en nadie en el
mundo y que tenía por bien dejarle a su mujer y a su hijo en su poder y
entregarle y darle el mando de todas sus fortalezas y lugares del reino para
que nadie pudiese hacer nada que fuese una ofensa contra su hijo. Y que, si el
rey volviese alguna vez, estaba seguro de que hallaría muy bien gobernado
todo lo que había dejado en su poder y que, si por desgracia muriese, estaba
seguro de que serviría con lealtad a la reina, su mujer, y que criaría muy bien
a su hijo y que le tendría muy protegido su reino hasta que el muchacho
tuviese la edad de poder gobernarlo muy bien. Y así, de esta manera,
consideraba que dejaba en orden todas sus cosas.

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Cuando el consejero oyó decir al rey que quería dejar en su poder el reino
y a su hijo, aunque no lo manifestó, se alegró de corazón mucho,

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comprendiendo que, pues todo quedaba en su poder, podría actuar como
quisiese.
Este consejero tenía en su casa a un cautivo que era un hombre muy sabio
y un gran filósofo. Y todas las cosas que aquel consejero del rey tenía que
hacer y los consejos que él tenía que dar, todo lo hacía por consejo del cautivo
que tenía en casa. Y después de que el consejero se despidiera del rey, se
dirigió a su cautivo y le contó todo lo que le había sucedido con el rey,
haciéndole ver con muy gran placer y una alegría muy grande qué afortunado
era, pues el rey le quería dejar todo el reino y a su hijo en su poder.
Cuando el filósofo que estaba cautivo oyó decir a su señor todo lo que
había hablado con el rey, comprendió que había caído en un gran error y
comenzó a reprenderle muy duramente y le dijo que estuviese seguro de que
estaban en peligro su vida y todos sus bienes, pues todo lo que el rey le había
dicho no había sido porque tuviese la intención de hacerlo, sino porque
algunos que lo querían mal habían convencido al rey para que le dijese
aquellas palabras para ponerlo a prueba; y como el rey había comprendido
que a él le interesaba el trato, que tuviese la seguridad de que su vida y sus
bienes corrían un gran peligro.
Cuando el consejero del rey oyó estas palabras, lo invadió una gran
angustia, pues comprendió que verdaderamente todo era tal como su cautivo
le había dicho. Y cuando aquel sabio que tenía en su casa lo vio tan
angustiado, le aconsejó que emplease una treta con la que poder evitar aquel
peligro en que estaba. Y la treta fue esta: inmediatamente, aquella misma
noche, se afeitó la cabeza y la barba y se procuró una vestidura muy mala y
toda hecha pedazos como las que suelen traer los que andan pidiendo
limosnas en las romerías, y un bastón y unos zapatos rotos y bien protegidos
con hierro, y metió entre las costuras de su despedazada vestidura una gran
cantidad de monedas. Y antes de que amaneciese, se dirigió a la puerta del rey
y le dijo a un portero que encontró allí que le dijese al rey que se levantase
para que se pudiesen ir antes de que la gente despertase, que él lo estaba
esperando allí; y le mandó que se lo dijese al rey con mucha reserva. El
portero se quedó muy maravillado cuando lo vio venir de esa manera, y fue en
busca del rey y se lo dijo tal como el consejero le había mandado. De esto se
maravilló el rey y mandó que le dejase entrar.
Cuando vio cómo venía, le preguntó que por qué había hecho aquello. El
consejero le dijo que sabía perfectamente que él, su rey, le había dicho que se
quería ir fuera de su tierra, y pues él así lo quería hacer, que nunca permitiese
Dios que él no reconociese cuánto bien le había hecho; y que, así como de la

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honra y del bien que el rey tenía, él había tomado una gran parte, así era
también muy de justicia que del sufrimiento y del dolor que el rey quería
tomar, él también tomase su parte. Y puesto que el rey no se dolía de su mujer
ni de su hijo ni del reino ni de lo que acá dejaba, que no era razonable que se
doliese él de lo suyo. Y que iría con él y le serviría de manera que nadie lo
descubriese y que incluso él llevaba tanto dinero metido entre sus vestiduras
que les bastaría para toda su vida; y que, puesto que tenían que irse, que se
fuesen antes de que pudiesen ser reconocidos.
Cuando el rey comprendió todas aquellas cosas que aquel consejero suyo
le decía, juzgó que todo se lo decía con lealtad y se lo agradeció mucho, y le
contó la treta por la que podría haber sido engañado y que todo aquello lo
había hecho el rey para probarlo. Y así podría haber sido engañado aquel
consejero por la mala codicia, mas quiso Dios protegerlo valiéndose del
consejo del sabio que tenía cautivo en su casa.
Y vos, señor conde Lucanor, es necesario que evitéis ser engañado por el
que consideráis como amigo, pues estad seguro de que lo que os dijo no lo
hizo sino por probar qué es lo que puede esperar de vos. Y conviene que
habléis con él de tal manera que entienda que queréis todo su provecho y su
honra y que no tenéis codicia de nada de lo suyo, pues si no se respetan estas
dos cosas a un amigo no puede durar mucho tiempo la amistad.
El conde se dio por bien aconsejado por Patronio, su consejero, y actuó
como él le había recomendado, y le dio buen resultado.
Y entendiendo don Juan que estos ejemplos eran muy buenos, los hizo
escribir en este libro e hizo estos versos en los que se explica el sentido de los
ejemplos. Y los versos dicen así:

No debéis engañaros ni creer que sin fruto


alguien hace por otro un sacrificio a gusto.

Y los otros dicen así:

Por la piedad de Dios y con buen consejo


uno sale de penas y cumple sus deseos.

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De lo que le sucedió a un buen hombre con su hijo

OTRA VEZ SUCEDIÓ QUE el conde Lucanor hablaba con Patronio, su consejero,
y le dijo que tenía una gran preocupación y un gran apuro por un asunto que
quería hacer, porque, si acaso lo hiciese, sabía que mucha gente le criticaría
por ello; y además, porque, si no lo hiciese, él mismo entendía que podrían
criticarlo con razón por ello. Y le dijo cuál era el hecho y él le rogó que le
aconsejase lo que entendía que debía hacer en este asunto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, me gustaría mucho que
pusieseis atención a lo que sucedió una vez a un buen hombre con su hijo.
El conde le rogó que le dijese cómo había sido aquello. Y Patronio dijo:
—Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo; aunque era joven en
años, era de bastante sutil entendimiento. Y cada vez que el padre quería
hacer alguna cosa, como pocas son las cosas en las que no pueda suceder
algún contratiempo, le decía el hijo que lo que su padre planeaba podría
resultar al revés. Y de esta manera apartaba a su padre de algunas cosas que
convenían a sus intereses. Y creed con toda seguridad que cuanto más sutiles
de entendimiento son los mozos, tanto más son dados a cometer grandes
yerros contra sus intereses, pues tienen entendimiento para comenzar la cosa,
pero no saben la manera en que se puede acabar, y por eso caen en grandes
errores si no hay quien los proteja de ello. Y así, aquel mozo, por la sutileza
de entendimiento, que le mermaba la capacidad para saber hacer las cosas
enteramente, estorbaba a su padre en muchas cosas que tenía que hacer. Y
después de que el padre soportara durante mucho tiempo esta situación con su
hijo, de una parte, por el perjuicio que se derivaba de las cosas que le impedía
hacer, y de otra, por la irritación que le producían las cosas que su hijo le
decía, pero especialmente para corregir a su hijo y darle ejemplo de cómo
actuar en las cosas que en adelante le sucediesen, planeó esta treta que aquí
oiréis:
El buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Y un
día que había allí mercado, dijo a su hijo que fuesen ambos allá para comprar

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algunas cosas que necesitaban, y decidieron llevar una bestia sobre la que
traerlas. Y yendo ambos al mercado, llevaban la bestia sin ninguna carga e
iban ambos a pie, y se encontraron con unos hombres que venían de la ciudad
adonde ellos iban. Y después de hablar con ellos y de que se despidieran los
unos de los otros, aquellos hombres que habían encontrado comenzaron a
hablar entre ellos y decían que no les parecían muy sensatos aquel hombre y
su hijo, pues llevaban la bestia descargada y ellos dos iban a pie. El buen
hombre, después de oír aquello, preguntó a su hijo qué le parecía lo que
decían. Y el hijo dijo que decían la verdad, pues, si la bestia iba descargada,
no era muy sensato ir los dos a pie. Y entonces mandó el buen hombre a su
hijo que subiese en la bestia.

Y yendo así por el camino, hallaron a otros hombres. Y en cuanto se


despidieron de ellos, comenzaron a decir que estaba muy equivocado aquel
buen hombre, porque iba él a pie, que estaba viejo y cansado, y el mozo, que
podía aguantar la fatiga, iba en la bestia. Preguntó entonces el buen hombre a
su hijo qué le parecía lo que aquellos decían; y él le dijo que le parecía que
decían una cosa razonable. Entonces mandó a su hijo que bajase de la bestia y
subió él a ella. Y al poco rato toparon con otros, y dijeron que resultaba muy
injusto dejar al muchacho, que era tierno y no podía sufrir la fatiga, ir a pie, e

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ir el buen hombre, que estaba acostumbrado a soportar las fatigas, sobre la
bestia. Entonces preguntó el buen hombre a su hijo qué opinaba de los que
decían esto. Y el mozo le dijo que, según él entendía, decían la verdad.
Entonces mandó el buen hombre a su hijo que subiese sobre la bestia para que
no fuese ninguno de ellos a pie. Y yendo así, encontraron a otros hombres y
comenzaron a decir que aquella bestia en la que iban era tan flaca, que apenas
podía andar bien por el camino; y pues así era, que cometían un gran error
yendo los dos en la bestia. Y el hombre bueno preguntó a su hijo qué le
parecía lo que aquellos buenos hombres decían, y el mozo dijo a su padre que
le parecía verdad aquello. Entonces el padre respondió a su hijo de esta
manera:
—Hijo, bien sabes que cuando salimos de nuestra casa ambos veníamos a
pie y traíamos la bestia sin carga ninguna, y tú decías que te parecía que
estaba bien. Y después hallamos hombres en el camino que nos dijeron que
no estaba bien y te mandé yo subir en la bestia y continué yo a pie, y tú dijiste
que estaba bien. Y después hallamos a otros hombres que dijeron que aquello
no estaba bien, y por eso descendiste tú y subí yo en la bestia, y tú dijiste que
aquello era lo mejor. Y como los otros que hallamos dijeron que no estaba
bien, te mandé subir en la bestia conmigo; y tú dijiste que estaba mejor que no
continuar tú a pie e ir yo en la bestia. Y ahora estos que hallamos dicen que
nos equivocamos yendo los dos en la bestia, y tú consideras que dicen la
verdad. Y puesto que esto así es, te ruego que me digas qué es lo que
podemos hacer para que las gentes no nos puedan criticar, pues fuimos los
dos a pie, y dijeron que no hacíamos bien; y fui yo a pie y tú en la bestia, y
dijeron que errábamos; y fui yo en la bestia y tú a pie, y dijeron que era un
error; y ahora vamos los dos en la bestia, y dicen que hacemos mal. Pues de
ninguna manera es posible que alguna de estas cosas no hagamos, y ya todas
las hemos hecho y todos dicen que son un error.

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Y esto hice yo para que recibieses un ejemplo de las cosas que te pueden
suceder en tus asuntos, pues puedes estar seguro de que nunca harás ninguna
cosa de la que todos hablen bien. Porque, si fuera buena la cosa, los malos y
los que no pueden sacar provecho de aquella cosa hablarán mal de ella; y si
fuera la cosa mala, los buenos que se alegran del bien no podrían decir que es
un bien el mal que hiciste. Y por ello, si tú quieres hacer lo mejor y más
provechoso para ti, procura hacer lo mejor y lo que entiendas que te conviene
más. Y con la única condición de que no sea algo malo, no dejes de hacerlo
por miedo de lo que diga la gente, pues es cierto que las gentes la mayoría de
las veces hablan de las cosas según su capricho y no miran lo que es más
provechoso para los demás.
Y vos, conde Lucanor, señor, en esto que me decís que queréis hacer y
que teméis que os criticarán las gentes, y si no lo hacéis, que eso mismo
harán, puesto que me mandáis que os aconseje sobre ello, mi consejo es este:
que antes que comencéis el asunto, penséis acerca de todo el provecho o el
daño que de ello se puede derivar para vos y que no os fieis de vuestro criterio
y que os guardéis de que no os engañe el deseo de hacer las cosas y que pidáis
consejos a los que entendáis que son de buen entendimiento y leales y
discretos. Y si tal consejero no halláis, procurad no precipitaros en lo que
tuvierais que hacer, por lo menos hasta que pase un día y una noche, si fuera
algo que no se echa a perder por el paso del tiempo. Y después de tomar estas

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precauciones en lo que tengáis que hacer y si creéis que es bueno y que
redunda en vuestro provecho, os aconsejo yo que nunca lo dejéis de hacer por
miedo de lo que las gentes puedan decir sobre ello.
El conde consideró buen consejo lo que Patronio le dijo. Y lo hizo así y le
dio buen resultado.
Y cuando don Juan halló este ejemplo, mandó escribirlo en este libro e
hizo estos versos en los que está abreviadamente todo el sentido de este
ejemplo. Y los versos dicen así:

A pesar de la gente, sin cometer maldad,


procura tu provecho, no mires lo demás.

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De lo que le sucedió a un zorro con un cuervo que
tenía un pedazo de queso en el pico

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo


esto:
—Patronio, un hombre que me hace creer que es amigo mío comenzó a
alabarme mucho, haciéndome ver que yo tenía muchas cualidades: honra,
poder y muchas virtudes. Y una vez que con estas razones me halagó cuanto
pudo, me propuso un trato que, a primera vista, según lo que yo he podido
entender, parece que es provechoso para mí.
Y contó el conde a Patronio cuál era el trato que le proponía; y aunque el
trato parecía provechoso, Patronio comprendió el engaño que se escondía bajo
palabras tan hermosas. Y por ello dijo al conde:
—Señor conde Lucanor, sabed que este hombre os quiere engañar
haciéndoos creer que vuestro poder y vuestro estado es mayor de lo que es en
realidad. Y para que vos os podáis proteger de este engaño que os quiere
hacer, me gustaría que supieseis lo que le sucedió a un cuervo con un zorro.
Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, el cuervo halló una vez un
gran pedazo de queso y subió a un árbol para poder comer el queso a gusto y
sin miedo y sin impedimento ninguno. Y en cuanto el cuervo se colocó así,
pasó el zorro al pie del árbol y, cuando vio el queso que el cuervo tenía,
comenzó a pensar de qué manera se lo podría quitar. Y por ello comenzó a
hablar con él de esta manera:
—Don Cuervo, hace mucho tiempo que oí hablar de vos y de vuestra
nobleza y de vuestra gallardía. Y aunque os he buscado mucho, no ha sido la
voluntad de Dios ni de la fortuna que os pudiese encontrar hasta ahora; y
ahora que os veo, comprendo que hay muchas más cosas buenas en vos de lo
que me decían. Y porque veáis que no os lo digo por alabaros hipócritamente,

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os hablaré tanto de las perfecciones que en vos veo como de las cosas en las
que las gentes consideran que no sois tan perfecto.
Todas las gentes consideran que el color de vuestras plumas y de los ojos
y del pico y de los pies y de las uñas es totalmente negro. Y como las cosas
negras no son tan perfectas como las de otro color, y vos sois todo negro,
consideran las gentes que es un defecto vuestro y no comprenden cuánto se
equivocan en este asunto, pues aunque vuestras plumas son negras, tan negra
y tan brillante es esa negrura, que se vuelve de color añil como las plumas del
pavo real, que es el ave más hermosa del mundo. Y aunque vuestros ojos son
negros, en sí mismos son más hermosos que otros ojos, pues lo propio del ojo
no es sino ver, y como las cosas negras alegran la vista, entre los ojos, los
negros son los mejores, y por eso son más alabados los ojos de la gacela, que
son más negros que los de ningún otra animal. Además, vuestro pico y
vuestras manos y uñas son más fuertes que los de cualquier ave de vuestro
tamaño. Además, en vuestro vuelo tenéis tal ligereza que no os estorba el
viento cuando vais contra él, por muy fuerte que sea, lo que otra ave no puede
hacer tan ligeramente como vos. Y tengo claro que, puesto que Dios todas las
cosas las hace con una razón, no consentiría que, siendo en todo tan perfecto,
tuvieseis vos el defecto de no cantar mejor que ninguna otra ave. Y pues Dios
me hizo el gran favor de veros, y sé que hay en vos más cosas buenas de
cuantas nunca de vos he oído, si yo pudiese oír de vos vuestro canto, para
siempre me consideraría feliz.
Y, señor conde Lucanor, pensad que, a pesar de que la intención del zorro
era engañar al cuervo, siempre sus palabras fueron verdaderas. Y tened por
seguro que los engaños y los daños mortales siempre son los que se dicen con
verdad engañosa.
Y cuando el cuervo vio de cuántas maneras el zorro lo alababa y cómo le
decía la verdad en todas, creyó que también le decía verdad en todo lo demás,
y consideró que era su amigo y no sospechó que lo hacía por quitarle el queso
que tenía en el pico. Y por las muchas buenas palabras que le había oído y por
las alabanzas y ruegos que le había hecho para que cantase, abrió el pico para
cantar. Y en cuanto abrió el pico para cantar, cayó el queso en tierra y lo
cogió el zorro y se fue con él. Y así fue engañado el cuervo por el zorro,
creyendo que reunía en sí más gallardía y más perfecciones de las que tenía
en realidad.
Y vos, señor conde Lucanor, es cierto que Dios os favoreció bastante en
todo, pero, puesto que veis que ese hombre os quiere convencer de que tenéis
mayor poder y mayor honra o más virtudes de las que vos sabéis que tenéis en

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realidad, pensad que lo hace para engañaros; así que protegeos de él, y haréis
lo que hace un hombre sensato.
Al conde le gustó mucho lo que Patronio le dijo y lo hizo así. Y con su
consejo evitó caer en un error.
Y porque entendió don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo
escribir en este libro e hizo estos versos en que se encierra abreviadamente el
sentido de todo este ejemplo. Y los versos dicen así:

Quien te alaba con lo que no está en ti


sabe que quiere llevarse algo de ti.

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De lo que le sucedió a la golondrina con las otras
aves cuando vio sembrar el lino

UN DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:


—Patronio, me dicen que unos vecinos míos que son más poderosos que
yo andan juntándose e ideando estratagemas y artimañas para engañarme y
hacerme mucho daño. Yo no lo creo ni me preocupo de ello, pero, por el buen
entendimiento que vos tenéis, os quiero preguntar si creéis que debo hacer
alguna cosa al respecto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, para que en esto hagáis lo que
considero que os conviene, me gustaría mucho que supieseis lo que sucedió a
la golondrina con las otras aves.
El conde Lucanor le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, la golondrina vio que un
hombre sembraba lino y comprendió, por su buen juicio, que, si aquel lino
naciese, podrían los hombres fabricar con él redes y lazos para capturar a las
aves. E inmediatamente se fue para las aves, las reunió y les dijo cómo el
hombre sembraba lino y que tuviesen la seguridad de que, si aquel lino
naciese, se derivaría de ello un gran daño, y que les aconsejaba que, antes de
que el lino naciese, fuesen allá y lo arrancasen, pues las cosas son fáciles de
deshacer en su comienzo y después resulta muy difícil deshacerlas. Y las aves
le quitaron importancia a esto y no lo quisieron hacer. Y la golondrina les
insistió muchas veces, hasta que vio que las aves no se preocupaban de ello ni
les importaba nada, y que el lino estaba ya tan crecido que las aves no lo
podrían arrancar con las alas ni con los picos. Y cuando vieron las aves que el
lino estaba crecido y que no podían remediar el daño que aquello les
acarrearía, se arrepintieron mucho por no haber puesto remedio antes. Pero el
arrepentimiento llegó cuando ya no podían evitarlo.
Y antes de esto, cuando la golondrina vio que no querían las aves prevenir
el daño que se les venía encima, se dirigió al hombre y se puso bajo su

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protección y ganó de él la seguridad para sí y para su descendencia. Y desde
entonces hasta ahora, viven las golondrinas bajo la protección de los hombres
y están seguras entre ellos. Y a las otras aves, que no quisieron protegerse, las
cazan todos los días con redes y con lazos.

—Y vos, señor conde Lucanor, si queréis ser salvado de este daño que
decís que os puede venir, sed prevenido y tened precaución, antes de que el
daño os pueda suceder, pues no es sensato el que ve la cosa cuando ha
sucedido, sino el que por una señal o indicio cualquiera comprende el daño
que le puede venir y pone remedio para que no le suceda.
Al conde le gustó esto mucho, y lo hizo según Patronio le aconsejó y le
dio buen resultado.
Y porque entendió don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo
poner en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Al comienzo debe el hombre escapar.


del mal, que jamás lo pueda alcanzar.

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De lo que le sucedió a una mujer a la que llamaban
doña Truhana

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio de esta manera:


—Patronio, un hombre me habló de un asunto y me mostró la manera en
que podría llevarlo a cabo. Y os digo que tantas formas de provecho hay en él
que, si Dios quiere que se haga como él me dijo, sería para mí muy favorable,
pues hay tantas ventajas que se encadenan unas con otras que, al final,
además, se logra un gran beneficio.
Y contó a Patronio la manera en que se podría llevar a cabo. Cuando
Patronio oyó aquellas palabras, respondió al conde de esta manera:
—Señor conde Lucanor, siempre oí decir que era sensato atenerse a las
cosas seguras y no a las esperanzas, pues muchas veces a los que se atienen a
las vanas esperanzas les sucede lo que le ocurrió a doña Truhana.
Y el conde preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, hubo una mujer, llamada doña
Truhana, que era bastante más pobre que rica. Y un día iba al mercado y
llevaba una olla de miel en la cabeza. Y yendo por el camino, comenzó a
pensar que vendería aquella olla de miel y que compraría una partida de
huevos, y de aquellos huevos nacerían gallinas; y después, con el dinero que
valdrían, compraría ovejas; y así fue comprando con las ganancias que haría,
hasta que se vio más rica que ninguna de sus vecinas.
Y con aquella riqueza que ella pensaba que tenía, pensó cómo casaría a
sus hijos y a sus hijas y cómo iría acompañada por la calle de sus yernos y
nueras y cómo dirían de ella lo afortunada que había sido por haber llegado a
tan gran riqueza, siendo tan pobre como era.
Y pensando en esto, comenzó a reírse con el gran placer que tenía de su
buena fortuna, y riendo, se dio con la mano en la cabeza y en su frente y
entonces se le cayó la olla de miel al suelo y se rompió. Cuando vio la olla
rota, empezó a dar muestras de una gran aflicción, creyendo que había

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perdido todo lo que pensaba que tendría si la olla no se le hubiera roto. Y
porque puso todo su pensamiento en una esperanza vana, no sucedió al final
nada de lo que ella pensaba.

Y vos, señor conde, si queréis que lo que os digan y lo que vos penséis sea
todo cosa segura, creed y pensad siempre solamente cosas que sean sensatas,
y no esperanzas dudosas y vanas. Y si las quisierais probar, procurad no
aventuraros ni arriesgar nada que os importe confiando solo en un beneficio
del que no estáis seguro.
Al conde le gustó lo que Patronio le dijo, y lo hizo así y le dio buen
resultado.
Y porque a don Juan le gustó este ejemplo, lo hizo poner en este libro e
hizo estos versos que dicen así:

En las cosas seguras tenéis que confiar,


las vanas esperanzas habéis de abandonar.

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De lo que le sucedió a un hombre que por pobreza y
falta de otra cosa comía altramuces

OTRO DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio de esta manera:


—Patronio, mucho agradezco a Dios que me haya concedido tantos
favores, más de lo que yo podría corresponderle, y además creo que tengo
bastantes bienes y honra. Pero algunas veces me ocurre que temo tanto la
pobreza que casi preferiría la muerte a la vida. Y os ruego que me deis algún
consuelo para esto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, para que os consoléis cuando
tal cosa os suceda, estaría muy bien que supieseis lo que les sucedió a dos
hombres que fueron muy ricos.
El conde le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, de estos dos hombres, uno de
ellos llegó a tan gran pobreza que no le quedó en el mundo nada que pudiese
comer; y después de mucho buscar algo que comer, no pudo encontrar nada
en el mundo más que un cuenco de altramuces. Y acordándose de cuán rico
había sido y cómo ahora, por el hambre y la escasez, tenía que comer
altramuces, que son tan amargos y de tan mal sabor, comenzó a llorar
desesperadamente; pero con tanta hambre, comenzó a comerse los altramuces
y mientras los comía lloraba y echaba las cáscaras de los altramuces detrás de
sí. Y estando en este pesar y aflicción, oyó que había otro hombre detrás de él
y volvió la cabeza y vio a un hombre junto a él que estaba comiéndose las
cáscaras de los altramuces que él arrojaba detrás de sí, y era aquel del que os
hablé antes.

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Y cuando aquello vio el que comía los altramuces, le preguntó al que
comía las cáscaras por qué hacía aquello. Y él le dijo que había sido mucho
más rico que él, y que ahora había llegado a tan gran pobreza y a tan gran
hambre que se alegraba mucho cuando encontraba las cáscaras que él dejaba.
Y cuando esto vio el que comía los altramuces, se consoló, pues comprendió
que había otro más pobre que él. Y con este consuelo, se esforzó, y lo ayudó
Dios, y buscó una manera de salir de aquella pobreza y salió de ella y fue muy
afortunado.
Y, señor conde Lucanor, debéis saber que el mundo es de tal manera, y
esto Dios lo considera algo bueno, que nadie tiene por entero todas las cosas.
Pero puesto que Dios os concede su favor y tenéis bienes y honra, si alguna
vez os falta dinero o estáis en algún apuro, no desesperéis por ello y creed con
toda seguridad que otros, de más elevada condición y más ricos que vos, están
tan apurados que se darían por contentos si pudiesen dar a sus gentes mucho
menos de lo que vos les dais a las vuestras.
Al conde le gustó mucho esto que Patronio dijo y se consoló y se ayudó él
y lo ayudó Dios y salió muy bien de aquel aprieto en que estaba.
Y creyendo don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo escribir en
este libro e hizo estos versos que dicen así:

Por pobreza nunca desmayéis,


pues otros más pobres que vos veréis.

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De lo que le sucedió a un deán de Santiago con don
Illán, el gran mago de Toledo

OTRO DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio y le contaba sus asuntos de
esta manera:
—Patronio, un hombre vino a rogarme que le ayudase en un asunto para
el que necesitaba mi ayuda, y me prometió que haría por mí todo lo que
resultase de provecho para mí y para mi honra. Y yo comencé a ayudarle
cuanto pude en aquel asunto. Y antes de que el negocio se hubiese resuelto,
creyendo él que ya estaba solucionado, surgió una cosa que convenía que él
hiciera por mí, y le rogué que la hiciera y él me puso una excusa. Y después
surgió otra que hubiera podido hacer por mí y me puso una excusa como la
anterior; y esto me lo hizo en todo lo que le rogué que hiciese por mí. Y aquel
negocio para el que él me pidió ayuda no está aún resuelto, ni se resolverá si
yo no quiero. Y por la confianza que yo tengo en vos y en vuestro
entendimiento, os ruego que me aconsejéis lo que puedo hacer en este asunto.
—Señor conde —dijo Patronio—, para que hagáis en este asunto lo que
debéis, me gustaría mucho que supieseis lo que le sucedió a un deán[1] de
Santiago con don Illán, el gran mago que vivía en Toledo.
Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, en Santiago había un deán que tenía
muchas ganas de saber el arte de la magia negra y oyó decir que don Illán de
Toledo sabía sobre ella más que nadie en aquella época y, por eso, se vino a
Toledo para aprender aquella ciencia.
Y el día que llegó a Toledo se dirigió de inmediato a casa de don Illán y lo
encontró leyendo en una habitación muy apartada; y, en cuanto llegó hasta él,
don Illán lo recibió muy bien y le dijo que no quería que le dijese nada de las
razones por las que había venido hasta que comiese. Y lo trató muy bien e
hizo que le dieran buenos aposentos y todo lo que necesitó, y le hizo ver que
le agradaba mucho su venida.

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Y después de comer, el deán se apartó con él y le contó la razón por la que
había venido y le rogó con mucha insistencia que le explicara aquella ciencia,
pues él tenía muchas ganas de aprenderla. Y don Illán le dijo que él era deán y
hombre de alta condición y que podía llegar a alcanzar una gran posición. Y
los hombres que tienen una gran posición, en cuanto han solucionado todo lo
suyo a su gusto, olvidan muy pronto lo que otro ha hecho por ellos. Y le dijo
al deán que temía que en cuanto aprendiese de él aquello que quería saber, no
le haría tanto bien como le prometía. Pero el deán le prometió y le aseguró
que con cualquier cosa que consiguiese no haría sino lo que él mandase.
Y en estos razonamientos estuvieron desde que almorzaron hasta que fue
la hora de cenar. Cuando el acuerdo quedó bien ajustado entre ellos, don Illán
dijo al deán que aquella ciencia no se podía aprender más que en un lugar
muy apartado y que enseguida, esa misma noche, le quería mostrar el sitio
donde debían permanecer hasta que aprendiese lo que quería saber. Y lo cogió
de la mano y lo llevó a una habitación. Y, apartándose, llamó a una criada
suya y le dijo que preparase perdices para cenar esa noche, pero que no las
pusiese a asar hasta que él se lo mandase.
Y después de decir esto, llamó al deán y entraron ambos por una escalera
de piedra muy bien trabajada y fueron descendiendo por ella durante un gran
rato de modo que estaban tan bajos que parecía que pasaba el río Tajo por
encima de ellos. Cuando llegaron al final de la escalera, hallaron una vivienda
muy buena y, en ella, una habitación muy bien adornada donde estaban los
libros y el sitio en el que tenían que estudiar. En cuanto se sentaron, se
pusieron a pensar con qué libros podrían comenzar. Y estando ellos en esto,
entraron dos hombres por la puerta y le dieron al deán una carta que le
enviaba el arzobispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo
y le rogaba que, si lo quería ver vivo, fuese enseguida a donde él estaba. Al
deán le produjeron gran pesar estas noticias; en primer lugar, por la
enfermedad de su tío, y en segundo lugar, porque tendría que dejar los
estudios que había comenzado. Pero se empeñó en no dejar aquellos estudios
tan pronto, y escribió cartas de respuesta y se las envió a su tío el arzobispo.
Y tres o cuatro días después, llegaron otros hombres a pie que traían otras
cartas al deán en las que le hacían saber que el arzobispo había muerto, y que
estaban todos los de la catedral eligiendo a uno nuevo y que confiaban por la
gracia de Dios que lo elegirían a él; y por esta razón, que no se preocupase
por ir a la catedral, pues sería mejor para él que lo eligiesen estando en otra
parte que no estando en la catedral.

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Y al cabo de siete o de ocho días, vinieron dos escuderos muy bien
vestidos y muy bien dispuestos, y cuando llegaron hasta él, le besaron la
mano y le mostraron las cartas en las que le decían que lo habían elegido
como arzobispo. Cuando don Illán oyó esto, fue hasta el recién elegido y le
dijo cuánto agradecía a Dios que estas noticias le hubieran llegado estando en
su casa; y puesto que Dios le había hecho tanto bien, le pedía por favor que el
cargo de deán que quedaba vacante se lo diese a un hijo suyo. Y el nuevo
arzobispo le dijo que le rogaba que consintiera en que aquel cargo se lo diese
a un hermano suyo, pero que él haría todo lo posible para recompensarle y le
rogaba que se fuese con él a Santiago y que llevase a aquel hijo suyo. Don
Illán dijo que lo haría.

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Se fueron a Santiago. Cuando llegaron allí, fueron muy bien recibidos y
con muchos honores. Y después de vivir allí un tiempo, un día llegaron

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mensajeros del Papa con cartas comunicando al arzobispo que le había dado
el obispado de Tolosa y que le concedía el favor de que pudiese dar el
arzobispado que quedaba vacante a quien quisiese. Cuando don Illán oyó esto,
reprochándole con mucha vehemencia lo que con él había acordado, le pidió
el favor de que se lo diese a su hijo; y el arzobispo le rogó que le consintiese
que se lo diera a un tío suyo, hermano de su padre. Y don Illán dijo que estaba
muy claro que cometía con él una gran injusticia, pero que se lo consentía con
tal de que le asegurase que se lo enmendaría más adelante. Y el arzobispo le
prometió de todas las maneras que así lo haría y le rogó que se fuese con él a
Tolosa y que llevase a su hijo.
Y cuando llegaron a Tolosa, fueron muy bien recibidos por los condes y
por todas las personas de elevada posición de esa tierra. Y después de haber
vivido allí durante dos años, llegaron los mensajeros del Papa con cartas en
las que le informaban de que el Papa lo hacía cardenal y que le concedía el
favor de que le diese el obispado de Tolosa a quien quisiese. Entonces se
dirigió a él don Illán y le dijo que, puesto que tantas veces había incumplido
lo que con él había acordado, ahora ya no había motivo para poner excusas
para no darle alguno de esos cargos a su hijo. Y el cardenal le rogó que
consintiese que diese aquel obispado a un tío suyo, hermano de su madre, que
era un noble anciano; pero que, puesto que él era cardenal, se fuese con él a la
Corte, que bastantes oportunidades habría para hacerle el bien. Y don Illán se
quejó mucho, pero consintió en lo que el cardenal quiso y se fue con él a la
Corte.
Y cuando llegaron allí, fueron bien recibidos por los cardenales y por
cuantos estaban en la Corte, y vivieron allí mucho tiempo. Y don Illán le
insistía cada día al cardenal que le hiciese algún favor a su hijo, y él le ponía
excusas.
Y estando así en la Corte, murió el Papa, y todos los cardenales eligieron
a aquel cardenal como Papa. Y entonces se dirigió a él don Illán y le dijo que
ya no podía poner excusa para no cumplir lo que le había prometido. El nuevo
Papa le dijo que no le insistiese tanto, que siempre habría una ocasión para
hacerle un favor cuando conviniera. Y don Illán comenzó a quejarse mucho,
echándole en cara todas las promesas que le había hecho y cómo nunca había
cumplido ninguna y le dijo que eso lo había sospechado la primera vez que
había hablado con él, y que puesto que había llegado a ser Papa y no cumplía
lo que le había prometido, que ya no quedaba lugar para esperar de él bien
ninguno. De estas quejas se quejó mucho el Papa y comenzó a maltratar a don
Illán diciéndole que, si seguía insistiendo, lo haría arrojar en una cárcel, por

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ser hereje y mago, que bien sabía que no tenía otra vida ni otro oficio en
Toledo, donde él residía, sino vivir del arte de la magia negra.

Cuando don Illán vio qué mal le pagaba el Papa lo que por él había hecho,
se despidió de él, y ni siquiera quiso el Papa darle algo de comer para el
camino. Entonces don Illán dijo al Papa que, puesto que no tenía otra cosa
que comer, que se tendría que volver a las perdices que había mandado asar
aquella noche, y llamó a la criada y le dijo que asase las perdices.
Cuando acabó de decir esto don Illán, se encontró el Papa en Toledo como
deán de Santiago, como lo era cuando allí llegó; y tan grande fue la vergüenza
que le entró que no supo qué decirle. Y don Illán le dijo que se fuese en buena
hora y que bastante había probado la opinión que le merecía y que se tomaría
muy a mal que comiese su parte de las perdices.
Y vos, señor conde Lucanor, pues veis que tanto hacéis por aquel hombre
que os pide ayuda y que no os devuelve por ello ningún favor, considero que

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no tenéis por qué esforzaros ni correr el riesgo de que lleguéis al punto de que
os dé el mismo premio que el deán dio a don Illán.
El conde consideró esto como un buen consejo, y lo hizo así y le fue bien.
Y porque entendió don Juan que era este muy buen ejemplo, lo hizo
escribir en este libro e hizo unos versos que dicen así:

Al que mucho ayudares y no te lo agradeciere,


menos ayuda habrás de él cuando a alto estado subiere.

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Del milagro que hizo santo Domingo cuando predicó
un sermón en el entierro de un usurero

UN DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio sobre su hacienda y le dijo:


—Patronio, algunas personas me aconsejan que junte la mayor cantidad
de dinero que pueda y que esto me conviene más que otra cosa para cualquier
eventualidad que me suceda. Y os ruego que me digáis lo que os parece esto.
—Señor conde —dijo Patronio—, aunque a los grandes señores os
conviene tener algún dinero para muchas cosas, y especialmente para que no
dejéis de hacer por falta de haberes lo que os conviene, no creáis que debéis
juntar este dinero de modo que pongáis tanto afán en juntarlo que dejéis de
hacer lo necesario para cumplir con las obligaciones que tenéis con vuestras
gentes y con vuestra honra y condición, pues, si lo hicieseis, os podría ocurrir
lo que le sucedió a un lombardo[2] en Bolonia.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, en Bolonia había un lombardo que
juntó una gran cantidad de dinero y no miraba si era de buen origen o no, sino
juntarlo de cualquier manera que podía. El lombardo enfermó de enfermedad
mortal, y un amigo que tenía, cuando lo vio a punto de morir, le aconsejó que
se confesase con santo Domingo, que estaba entonces en Bolonia. Y el
lombardo lo quiso hacer.
Y cuando fueron a buscar a santo Domingo, comprendió santo Domingo
que no era la voluntad de Dios que aquel mal hombre dejase de sufrir la pena
por el mal que había hecho, y no quiso ir allá, pero mandó a un fraile que
fuese. Cuando los hijos del lombardo supieron que había enviado por santo
Domingo, les pesó mucho, creyendo que santo Domingo haría que su padre
diese todo lo que tenía por su alma y que no quedaría nada para ellos. Y
cuando el fraile vino, le dijeron que su padre agonizaba, pero que cuando
fuese el momento oportuno, ellos enviarían por él.

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Al poco tiempo, el lombardo perdió el habla y murió, de modo que no
hizo nada de lo necesario para su alma. Al día siguiente, cuando lo llevaron a
enterrar, rogaron a santo Domingo que pronunciara un sermón sobre el
lombardo. Y santo Domingo lo hizo. Y cuando en la predicación tuvo que
hablar de aquel hombre, dijo unas palabras que dice el Evangelio, que dicen
así: «Ubi est tesaurus tuus, ibi est cor tuum», que quiere decir: «Donde está tu
dinero, allí está tu corazón». Y cuando dijo esto, se volvió a las gentes y les
dijo:
—Amigos, para que veáis que las palabras del Evangelio son verdaderas,
haced mirar el corazón a este hombre y yo os digo que no lo hallarán en su
cuerpo, sino que lo hallarán en el arca en la que tenía su tesoro.

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Entonces fueron a mirar el corazón en el cuerpo y no lo hallaron allí, y lo
hallaron en el arca como santo Domingo había dicho. Y estaba lleno de

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gusanos y olía peor que ninguna cosa por muy mala o podrida que estuviese.
Y vos, señor conde Lucanor, aunque el dinero, como antes se ha dicho, es
bueno, procurad dos cosas: una, que el dinero que juntéis sea de un buen
origen; otra, que no pongáis tanta ansia en conseguir dinero que terminéis
haciendo cosas que no os conviene hacer, ni dejéis de hacer nada de lo que
corresponde a vuestra condición, ni olvidéis lo que debéis hacer para juntar un
gran tesoro de buenas obras con el que conseguir la gracia de Dios y la buena
opinión de las gentes.
Al conde le gustó mucho este consejo que Patronio le dio, y actuó así y le
dio buen resultado.
Y considerando don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo escribir
en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Gana el tesoro verdadero


y evita el perecedero.

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De lo que le sucedió a don Pedro Meléndez de
Valdés cuando se rompió una pierna

HABLABA EL CONDE LUCANOR con Patronio, su consejero, un día, y le dijo esto:


—Patronio, vos sabéis que yo tengo una disputa con un vecino mío que es
un hombre muy poderoso y muy honrado. Y tenemos entre nosotros el
acuerdo de ir a tomar una villa, y cualquiera de nosotros que llegue antes allí,
ganará la villa y la perderá el otro. Y vos sabéis que tengo ya a toda mi gente
juntada; y yo tengo la seguridad de que, con la ayuda de Dios, si yo pudiese
ir, alcanzaría gran honra y gran provecho. Pero ahora estoy impedido y no lo
puedo hacer por tener la desgracia de no estar bien de salud. Y aunque para
mí es una gran pérdida lo de la villa, os digo que me tengo por más
desgraciado por el descrédito que me acarrea y por la honra que a mi vecino
le produce que, incluso, por la propia pérdida. Y por la confianza que yo
tengo depositada en vos, os ruego que me digáis qué creéis que se puede
hacer en este asunto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, aunque tenéis razón para
quejaros, para que en tales casos hagáis siempre lo mejor, me gustaría que
supieseis lo que le ocurrió a don Pedro Meléndez de Valdés.
El conde le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, don Pedro Meléndez de
Valdés era un caballero muy honrado del reino de León, y tenía por
costumbre que cada vez que le ocurría una desgracia decía: «¡Bendito sea
Dios, puesto que él lo hace, esto es lo mejor!».
Y este don Pedro Meléndez era el consejero favorito del rey de León. Y
sus enemigos, por la gran envidia que le tenían, lo acusaron de una gran
falsedad y lo pusieron tan a mal con el rey, que este decidió mandarlo matar.
Y estando don Pedro Meléndez en su casa, le llegó una orden del rey por
la que enviaba por él. Y los que lo tenían que matar lo estaban esperando a
media legua de su casa. Y queriendo cabalgar don Pedro Meléndez para

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encontrarse con el rey, se cayó de una escalera y se partió una pierna. Y
cuando los que tenían que ir con él vieron la desgracia que le había ocurrido,
les pesó mucho y comenzaron a echárselo en cara diciéndole:
—¡Ea!, don Pedro Meléndez, vos que decís que lo que Dios hace eso es lo
mejor, encajad ahora este bien que Dios os ha hecho.

Y él les dijo que estuviesen seguros de que, aunque tenían un gran pesar
por la desgracia que le había ocurrido, ya verían que, puesto que Dios lo había
hecho, que aquello era lo mejor. Y por mucho que intentaron, nunca lo
pudieron sacar de esta creencia. Y los que lo estaban esperando para matarlo
por mandato del rey, cuando vieron que no venía y supieron lo que le había
ocurrido, fueron al rey y le contaron la razón por la que no habían podido
cumplir su mandato.
Y don Pedro Meléndez estuvo mucho tiempo sin poder cabalgar. Y
mientras él estaba así de maltrecho, supo el rey que aquello de lo que habían
acusado a don Pedro Meléndez había sido una gran falsedad y prendió a los
que se lo habían dicho. Y fue a ver a don Pedro Meléndez y le contó la
falsedad que de él dijeron y cómo lo había mandado matar, y le pidió perdón
por el error que con él había cometido y le hizo mucho bien y le procuró

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mucha honra para compensarlo. Y mandó de inmediato ejecutar, delante de
él, a los que lo acusaron de aquella falsedad.
Y así libró Dios a don Pedro Meléndez, porque era inocente, y resultaron
verdaderas las palabras que él siempre solía decir: «Que todo lo que Dios
hace, eso es lo mejor».
Y vos, señor conde Lucanor, por esta desgracia que os ha ocurrido ahora
no os quejéis, y tened de todo corazón como algo cierto que todo lo que Dios
hace, eso es lo mejor. Y si así lo pensáis, Él os lo solucionará todo. Pero
debéis entender que las cosas que suceden son de dos maneras: una es cuando
viene a alguien alguna desgracia a la que se le puede poner algún remedio;
otra es cuando viene alguna desgracia a la que no se le puede poner ningún
remedio. Y en las desgracias en que se puede poner algún remedio, debe
hacerse cuanto se pueda para ponérselo y no hay que esperar a que, por
voluntad de Dios o por suerte, se solucione, puesto que esto sería tentar a
Dios. Pero como el hombre tiene entendimiento y razón, todo lo que pueda
hacer para poner remedio a las cosas que le ocurren, debe hacerlas. Pero a las
cosas a las que no se les puede poner ningún remedio se debe considerar,
puesto que ocurren por voluntad de Dios, que es lo mejor. Y puesto que esto
que a vos os ha sucedido es de esas cosas que vienen por la voluntad de Dios
y que no se les puede poner remedio, tened la seguridad de que, puesto que
Dios lo hace, es lo mejor, y de que Dios hará que todo salga como esperáis.
El conde consideró que Patronio le decía la verdad y le daba buen
consejo, y actuó así y le dio buen resultado.
Y como don Juan consideró este un buen ejemplo, lo hizo escribir en este
libro e hizo estos versos que dicen así:

No te quejes por lo que Dios hiciere,


pues por tu bien será cuando Él lo quiere.

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De lo que le sucedió a un rey con un hombre que le
dijo que era alquimista

UN DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, un hombre me ha venido y me ha dicho que me conseguiría
un gran beneficio y una gran honra, y que, para esto, era necesario que yo
pusiese algo de dinero con el que poder comenzar el negocio, pues en cuanto
estuviese acabado, por cada moneda recibiría diez. Y por el buen
entendimiento que Dios puso en vos, os ruego que me digáis lo que veis que
me conviene hacer en este asunto.
—Señor conde, para que hagáis en esto lo que más os aproveche, me
gustaría que supieseis lo que le ocurrió a un rey con un hombre que le dijo
que era alquimista[3].
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, un hombre era un gran ladrón
y tenía muchas ganas de enriquecerse y salir de la mala vida que llevaba. Y
aquel hombre supo que un rey, que no tenía muy buen juicio, se afanaba en
practicar la alquimia.
Y aquel ladrón tomó cien monedas y las limó, y, mezclando las limaduras
con otras cosas hizo cien bolas, y cada una de aquellas bolas tenía un peso de
una moneda más el peso de las otras cosas que mezcló con las limaduras. Y se
fue para la villa donde estaba el rey y se vistió con ropas muy respetables, y
llevó aquellas bolas y las vendió a un boticario. Y el boticario le preguntó que
para qué servían aquellas bolas, y el ladrón le dijo que para muchas cosas,
pero que, sobre todo, eran imprescindibles en la práctica de la alquimia, y le
vendió las cien bolas por el precio de dos o tres monedas. Y el boticario le
preguntó qué nombre tenían aquellas bolas, y el ladrón le dijo que tenían el
nombre de tabardíe[4].

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Y aquel ladrón vivió un tiempo en aquella villa como un hombre
respetable y fue diciendo a unos y a otros, como si fuera un secreto, que sabía
hacer alquimia.
Y estas noticias llegaron al rey, y envió por él y le preguntó si sabía hacer
alquimia. Y el ladrón, aunque mostró que quería ocultarlo y que no lo sabía,
por fin le dio a entender que lo sabía, pero le dijo al rey que le aconsejaba
que, en este asunto, no se fiase de nadie en el mundo ni arriesgase mucho
dinero, pero que si quería, haría una prueba ante él y que le mostraría lo que
sabía. Esto se lo agradeció el rey mucho y le pareció que, según estas
palabras, no podía haber allí ningún engaño. Entonces hizo traer las cosas que
quiso, que eran fáciles de hallar, y entre ellas mandó traer una bola de
tabardíe. Y todas las cosas que mandó traer no costaban más de dos o tres
monedas. Cuando las trajeron y las fundieron delante del rey, salió el peso de
una dobla de oro fino. Y cuando el rey vio que de una cosa que costaba dos o
tres monedas salía una dobla, se puso muy alegre y se consideró el más
afortunado del mundo y le dijo al ladrón, que el rey pensaba que era un buen
hombre, que hiciese más.

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Y el ladrón le respondió como si no supiese más de aquello:

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—Señor, cuanto yo de esto sabía, todo os lo he mostrado, y de aquí en
adelante vos lo haréis tan bien como yo, pero conviene que sepáis una cosa:
que, si cualquier cosa de estas faltara, no se podría hacer el oro.
Y después de decir esto, se despidió del rey y se fue para su casa.
El rey probó sin aquel maestro de hacer oro, y dobló la receta y salió un
peso de dos doblas de oro. Otra vez dobló la receta, y salió un peso de cuatro
doblas; y conforme iba haciendo crecer la receta, así salía el peso en doblas.
Cuando el rey vio que podía hacer cuanto oro quisiese, mandó traer una
cantidad de aquellas cosas como para poder hacer mil doblas. Y hallaron
todas las otras cosas, pero no hallaron el tabardíe. Cuando el rey vio que,
como faltaba el tabardíe, no se podía hacer el oro, envió por el que le había
mostrado cómo se hacía y le dijo que no podía hacer el oro como
acostumbraba. Y él le preguntó si tenía todas las cosas que él le había dado
por escrito. Y el rey le dijo que sí, pero que le faltaba el tabardíe.
Entonces le dijo el ladrón que, si faltaba cualquier cosa, no se podía hacer
el oro, como le había dicho el primer día. Entonces preguntó el rey si sabía él
donde había tabardíe, y el ladrón le dijo que sí. Entonces le mandó el rey que,
puesto que él sabía dónde había, fuese por él y trajese tanto como para poder
hacer todo el oro que quisiese. El ladrón le dijo que, aunque eso lo podría
hacer otro tan bien o mejor que él, si era para hacerle un servicio, él iría, pues
en su tierra hallaría bastante. Entonces hizo cuentas el rey sobre lo que podría
costar la compra y los gastos, y resultó una gran suma.
Y cuando el ladrón la tuvo en su poder, siguió su camino y nunca volvió a
ver al rey. Y así quedó el rey engañado por su mal juicio. Y cuando vio que el
ladrón tardaba más de lo que debía, envió el rey a que fueran a su casa por si
sabían de él alguna noticia. Y no hallaron en su casa nada sino un arca
cerrada, y cuando la abrieron, encontraron allí una nota que decía así: «Podéis
creer que no existe el tabardíe, sino sabed que os he engañado. Y cuando yo
os decía que os haría rico, deberíais haberme dicho que me hiciese yo primero
y así me creeríais».
Después de algunos días, unos hombres que estaban riendo y bromeando,
iban calificando a todos los que conocían, según era cada uno, y decían: «Los
atrevidos son fulano y fulano; y los ricos, fulano y fulano; y los sensatos,
fulano y fulano». Y así nombraron todas las demás cualidades buenas o
malas. Y cuando se pusieron a hablar de los hombres de poco juicio, se
refirieron al rey. Y cuando el rey lo supo, envió por ellos y les aseguró que no
les haría ningún mal por ello y les dijo que por qué lo habían calificado de

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hombre de poco juicio. Y ellos le dijeron que a causa de que diera tanto
dinero a un hombre extraño y de quien no tenía ninguna noticia.
Y el rey les dijo que se habían equivocado, y que, si volviese el que se
había llevado el dinero, no quedaría él por hombre de poco juicio. Y ellos le
dijeron que, en ese caso, el número de los de la lista no disminuiría, pues si el
otro volviese, sacarían al rey y lo pondrían a él.
Y vos, señor conde Lucanor, si queréis que no os tengan por hombre de
poco juicio, si tenéis dudas, no arriesguéis vuestro patrimonio por nada que
no sea seguro confiando en obtener un gran beneficio, no vaya a ser que os
tengáis que arrepentir si lo perdéis.
Al conde le gustó este consejo y lo siguió y le dio buenos resultados.
Y viendo don Juan que este ejemplo era bueno, lo hizo escribir en este
libro e hizo estos versos que dicen así:

No arriesgues mucho tu riqueza


por consejo del que tiene gran pobreza.

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De lo que le sucedió a un rey joven con un gran
filósofo

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, resulta que yo tenía un pariente a quien quería mucho, y ese
pariente mío murió y dejó un hijo muy pequeñito, y a este mozo lo estoy
educando yo. Y por este parentesco y por el gran cariño que tenía a su padre,
y además por la gran ayuda que espero de él cuando tenga edad de
prestármela, sabe Dios que lo quiero como si fuese mi hijo. Y aunque el mozo
tiene buen entendimiento y confío en que, con la ayuda de Dios, llegue a ser
muy noble, como la juventud engaña muchas veces a los mozos y no les dejar
hacer lo que más les conviene, me gustaría que la juventud no engañase tanto
a este mozo. Y por el buen entendimiento que vos tenéis, os ruego que me
digáis de qué manera podría yo conseguir que este mozo haga lo que sea más
provechoso para su salud y para su hacienda.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio— para que vos hagáis en este
asunto del mozo lo que en mi opinión sería mejor, me gustaría mucho que
supieseis lo que le ocurrió a un gran filósofo con un rey mozo al que había
educado.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, un rey tenía un hijo y se lo dio
para que lo educara a un filósofo en el que confiaba mucho; y cuando el rey
murió, quedó como rey su hijo, aún muy pequeño. Y lo educó aquel filósofo
hasta que llegó a los quince años. Pero en cuanto entró en la juventud,
comenzó a despreciar el consejo del que lo había educado y se juntó con otros
consejeros de los jóvenes que no tenían con él tantas obligaciones como para
guardarlo de los peligros. Y llevando sus asuntos de este modo, en muy poco
tiempo llegó su vida a tal situación que tanto sus maneras y costumbres como
su hacienda habían empeorado mucho. Y hablaba todo el mundo muy mal de

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cómo perdía aquel joven rey su salud y su hacienda. Yendo aquel asunto de
mal en peor, el filósofo que había educado al rey y que se dolía y tenía gran
pesar por todo esto, no sabía qué hacer, pues ya muchas veces había intentado
corregirlo con ruegos y con cariño e incluso reprendiéndolo, y nunca pudo
conseguir nada, pues la juventud del rey lo estorbaba todo. Y cuando el
filósofo vio que no tenía otra manera de poner remedio a aquel asunto, pensó
en esta manera que ahora oiréis.

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El filósofo comenzó poco a poco a decir en casa del rey que él era el
mayor intérprete de agüeros[5] del mundo. Y tanta gente oyó esto, que lo

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terminó sabiendo el joven rey. Y en cuanto lo supo, preguntó el rey al filósofo
si era verdad que sabía interpretar los agüeros tan bien como decían. Y el
filósofo, aunque al principio hizo como que lo quería negar, finalmente le dijo
que era verdad, pero que no era necesario que nadie en el mundo lo supiese. Y
como los mozos se muestran impacientes por saber y por hacer todas las
cosas, el rey, que era mozo, se impacientaba mucho por ver cómo interpretaba
los agüeros el filósofo. Y cuanto más lo demoraba el filósofo, más
impaciencia tenía el joven rey por saberlo. Y tanto insistió al filósofo, que
acordó ir con él un día muy temprano a interpretar los agüeros de manera que
no lo supiese nadie.
Y madrugaron mucho. Y el filósofo se adentró en un valle en el que había
una gran cantidad de aldeas deshabitadas; y después de pasar por muchas,
vieron una corneja que estaba graznando en un árbol. Y el rey se la mostró al
filósofo, y este hizo un gesto como si la hubiera entendido. Y otra corneja
comenzó a graznar en otro árbol, y ambas cornejas estuvieron así graznando,
una vez la una y otra vez la otra. Y después de escuchar esto un buen rato, el
filósofo comenzó a llorar muy desesperadamente y rompió sus ropas y daba
muestras de tener el mayor dolor del mundo.
Cuando el joven rey vio esto, se quedó muy espantado y le preguntó al
filósofo por qué hacía aquello. Y el filósofo hizo como que no le quería
responder. Y después de insistirle mucho, le dijo que preferiría estar muerto a
estar vivo, pues no tan solamente los hombres, sino que incluso las aves
sabían cómo, por su poco juicio, se había perdido toda su tierra y toda su
hacienda y cómo había despreciado su vida. Y el joven rey le preguntó cómo
era eso.
Y él le dijo que aquellas dos cornejas habían acordado casar al hijo de una
con la hija de la otra, y que la corneja que había comenzado a hablar primero
estaba diciendo a la otra que puesto que hacía tanto que habían acordado
aquel casamiento que era hora de que los casasen. Y la otra corneja le dijo
que era verdad que lo habían acordado, pero que ahora ella era más rica que la
otra, pues, alabado sea Dios, desde que este rey reinaba, estaban deshabitadas
todas las aldeas de aquel valle, y que hallaba ella en las casas deshabitadas
muchas culebras y lagartos y sapos y otras cosas de ese tipo que se crían en
los lugares deshabitados, por lo que tenía mejor comida que la que solía, y
que entonces el casamiento era desigual. Y cuando la otra corneja oyó esto,
comenzó a reírse y le respondió que decía una cosa poco sensata si por esta
razón quería aplazar el casamiento, pues, solamente con que Dios diese vida a
este rey, muy pronto sería ella más rica que la otra, pues muy pronto estaría

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deshabitado aquel otro valle donde ella vivía, en el que había diez veces más
aldeas que en el suyo, y que por eso no tenía por qué aplazar el casamiento.
Cuando el joven rey oyó esto, le pesó mucho y comenzó a darse cuenta de
que iba en contra de sí mismo destruir lo suyo. Y cuando el filósofo vio el
pesar y la preocupación que el joven rey sufría y que tenía ganas de cuidar de
su hacienda, le dio muchos buenos consejos, de modo que en poco tiempo
todos sus asuntos se enderezaron, tanto los de su vida como los de su reino.
Y vos, señor conde, pues habéis educado a este mozo y querríais que
enderezase sus asuntos, buscad alguna manera de que, mediante ejemplos o
palabras calculadas y cariñosas, le hagáis entender lo que le conviene. Pero
por nada del mundo os extralimitéis con él, riñéndole ni haciéndole reproches,
creyendo que así lo enderezáis, pues la manera de ser de la mayoría de los
jóvenes es tal que enseguida aborrecen al que los reprende, y sobre todo si es
hombre de posición elevada, pues se lo toman como un menosprecio, sin
entender cuánto se equivocan, pues no existe en el mundo tan buen amigo
como el que reprende al mozo para que no se perjudique a sí mismo; pero
ellos no se lo toman así, sino de la peor manera. Y tal vez se crearía tal
antipatía entre vos y él que perjudicaría a ambos de aquí en adelante.
Al conde le gustó mucho el consejo que Patronio le dio, y lo siguió, y le
dio buen resultado.
Y porque a don Juan le agradó mucho este ejemplo, lo hizo poner en este
libro e hizo estos versos que dicen así:

No avises al joven riñéndole,


busca el modo de ir persuadiéndole.

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De lo que le sucedió a un rey que quería probar a
sus tres hijos

UN DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo esto:


—Patronio, en mi casa se educan muchos jóvenes, algunos de alta
condición y otros que no lo son tanto, y veo entre ellos muchas maneras de
ser y muy diferentes. Y por el gran entendimiento que vos tenéis, os ruego
que me digáis de qué manera puedo yo conocer qué joven llegará a ser mejor
hombre.
—Señor conde —dijo Patronio—, esto que vos me decís es una cosa muy
difícil para decíroslo con certeza, pues no se puede saber con certeza nada de
lo que está por venir, y esto que vos preguntáis está por venir, y por eso no se
puede saber con certeza. Pero lo que de esto se puede saber es mediante
señales que aparecen en los jóvenes, tanto por dentro como por fuera. Y las
que se muestran por fuera son las facciones de la cara y la apostura y el color
y la forma del cuerpo y de los miembros, pues por medio de ellos se reflejan
la complexión y el estado de los órganos principales, que son el corazón y el
cerebro y el hígado. Aunque son señales, no se puede a través de ellas saber lo
que es cierto, pues pocas veces concuerdan todas las señales en una misma
cosa, pues si unas señales muestran una cosa, las otras muestran lo contrario;
pero en general, según son las señales, así resultan las obras.
Y las señales más ciertas son las de la cara, y señaladamente las de los
ojos, y también la apostura, pues muy pocas veces engañan estas. Y no creáis
que la apostura se refiere a que un hombre sea hermoso de cara ni feo, pues
muchos hombres son guapos y hermosos y no tienen apostura de hombre, y
otros que parecen feos tienen tanta apostura como si fuesen guapos.
Y la forma del cuerpo y de los miembros muestra señal de la complexión
e indica si será valiente y ligero, y cosas así. Pero la forma del cuerpo y de los
miembros no muestra con certeza cuáles serán las obras. Y a pesar de todo,
son señales. Y puesto que digo señales, digo cosa no segura, pues la señal

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siempre es algo que refleja lo que puede ser, pero no es forzoso que sea así en
todos los casos. Y estas son las señales de fuera, que siempre son muy
dudosas para conocer lo que vos me preguntáis. Pero para conocer a los
jóvenes a través de las señales de dentro, que son algo más seguras, me
gustaría que supieseis cómo probó una vez un rey moro a tres hijos que tenía
para saber cuál de ellos sería mejor hombre.
El conde le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, un rey moro tenía tres hijos. Y
como el padre puede hacer que reine el hijo que él quiera, cuando el rey llegó
a la vejez, los nobles de su tierra le pidieron que les indicara cuál de sus hijos
quería que reinase después de él. Y el rey les dijo que en el plazo de un mes
se lo diría.
Y pasados ocho o diez días, una tarde el rey dijo al hijo mayor que al día
siguiente muy temprano quería cabalgar y que fuese con él. Al día siguiente,
vino el hijo mayor del rey hasta donde estaba su padre, pero no tan temprano
como el rey, su padre, le había dicho. Y en cuanto llegó, le dijo el rey que se
quería vestir, que le hiciese traer las ropas. El infante le dijo al criado que
trajese las ropas; el criado le preguntó qué ropas quería. El infante volvió y le
preguntó al rey qué ropas quería. El rey le dijo que la aljuba[6], y él volvió y le
dijo al criado que la aljuba quería el rey. Y el criado le preguntó qué almejía[7]
quería, y el infante volvió a preguntárselo al rey. Y lo mismo hizo con cada
vestidura, de modo que iba y venía por cada pregunta, hasta que el rey tuvo
toda la ropa. Y vino el criado y lo vistió y lo calzó.
Y en cuanto estuvo vestido y calzado, mandó el rey al infante que hiciese
traer el caballo, y él le dijo al que guardaba los caballos del rey que le trajese
el caballo. Y el que los guardaba le preguntó qué caballo quería, y el infante
volvió con esta pregunta al rey; y lo mismo hizo con la silla y con el freno y
con la espada y con las espuelas. Y por todo lo que necesitaba para cabalgar,
por cada cosa fue a preguntar al rey. Cuando todo estuvo dispuesto, dijo el rey
al infante que no podía salir a cabalgar, y que fuese él a andar por la ciudad y
que prestase atención a las cosas que viera para que lo supiese contar al rey.
El infante salió a cabalgar y fueron con él los hombres más nobles del rey y
del reino, y llevaban muchas trompas y timbales y otros instrumentos. El
infante anduvo un rato por la ciudad y, cuando volvió, el rey le preguntó qué
le había parecido lo que había visto. Y el infante le dijo que le había parecido
bien, excepto que armaban demasiado ruido aquellos instrumentos.
Y al cabo de unos cuantos días, mandó el rey al hijo mediano que viniese
al día siguiente por la mañana, y el infante lo hizo así. Y el rey le hizo todas

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las pruebas que había hecho al infante mayor, su hermano, y el infante las
hizo, y contestó igual que el hermano mayor.
Y al cabo de unos cuantos días, mandó al infante menor, su hijo, que
saliese con él muy temprano. Y el infante se levantó antes de que el rey se
despertase y esperó hasta que despertó el rey; y en cuanto despertó, entró el
infante y se arrodilló con la reverencia que le era debida. Y el rey le mandó
que le hiciese traer de vestir. Y el infante le preguntó qué ropas quería, y de
una sola vez le preguntó por todo lo que había de vestir y de calzar, y fue por
ello y se lo trajo todo. Y no quiso que otro criado lo vistiese ni lo calzase sino
él mismo, expresándole así que se tendría por afortunado si el rey, su padre,
se alegrara o se sintiera servido con lo que él pudiese hacer. Y puesto que era
su padre, era razonable y conveniente hacerle cuantos servicios y
acatamientos pudiese.

Y cuando el rey estuvo vestido y calzado, mandó al infante que le hiciese


traer el caballo. Y él le preguntó qué caballo quería y con qué silla y con qué
freno y qué espada, y todas las cosas que eran necesarias para cabalgar y
quién quería que cabalgase con él; y así con cuanto era importante. Y hecho

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esto, no preguntó por ello nada más que una vez, y lo trajo y lo dispuso tal
como el rey lo había mandado.
Y cuando todo estuvo hecho, le dijo el rey que no quería salir a cabalgar,
pero que cabalgase él y que le contase lo que viese. Y el infante salió a
cabalgar y fueron todos con él, como habían hecho con sus otros hermanos.
Pero ni él ni ninguno de sus hermanos ni nadie en el mundo sabía nada de la
razón por la que el rey hacía esto.
Y cuando salió a cabalgar el infante, mandó que le mostrasen por dentro
toda la ciudad y las calles y dónde tenía el rey sus tesoros, y cuánto podría
ser, y las mezquitas y todas las cosas notables que hubiese dentro de la ciudad
y las gentes que allí vivían. Y después salió fuera y mandó que saliesen allá
todos los hombres de armas, tanto de a caballo como de a pie, y les mandó
que compitiesen y le mostrasen todos los juegos de armas y todos los
entretenimientos, y vio los muros y las torres y las fortalezas de la ciudad. Y
cuando lo hubo visto todo, se volvió a donde estaba el rey, su padre.
Y cuando volvió era ya muy tarde. Y el rey le preguntó por las cosas que
había visto. Y el infante le dijo que, si a él no le molestaba, le diría lo que le
parecía lo que había visto. Y el rey le mandó, bajo pena de no recibir su
bendición, que le dijese lo que le había parecido. Y el infante le dijo que,
aunque él era muy leal rey, le parecía que no era tan bueno como debía, pues
si lo fuese, teniendo tanta y tan buena gente y tan gran poder y tanta riqueza,
si no fuera porque él no ponía los medios para ello, el mundo entero debía ser
ya suyo.
Al rey le gustó mucho el reproche que el infante le hizo. Y cuando se
cumplió el plazo en que tenía que dar respuesta a los nobles, les dijo que a
aquel hijo les daba por rey.
Y esto hizo por las señales que vio en los otros y por las que vio en este. Y
aunque hubiera querido a cualquiera de los otros como rey, no le pareció
acertado hacerlo por lo que vio en los unos y en el otro.
Y vos, señor conde, si queréis saber qué joven será mejor, poned atención
en tales cosas, y así podréis averiguar algo, y tal vez casi todo, sobre cómo
serán los jóvenes.
Al conde le gustó mucho lo que Patronio le dijo.
Y como don Juan lo consideró buen ejemplo, lo hizo escribir en este libro
e hizo estos versos que dicen así:

Por obras y costumbres podrás conocer


cómo muchos jóvenes llegarán a ser.

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De lo que le sucedió al conde de Provenza, liberado
de la prisión por consejo de Saladino

EL CONDE LUCANOR HABLABA una vez con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, un vasallo mío me dijo el otro día que quería casar a una
parienta suya, y que así como él estaba obligado a aconsejarme lo mejor que
pudiese, me pedía por favor que le aconsejase en esto lo que yo consideraba
que le resultaría más provechoso, y me dijo todos los casamientos que le
proponían a su parienta. Y como este es hombre que yo querría que acertase
plenamente en la elección y yo sé que vos sabéis mucho de tales cosas, os
ruego que me digáis lo que creéis sobre esta cuestión, para que yo pueda darle
tal consejo que le salga bien el asunto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, para que podáis aconsejar bien
a cualquiera que tenga que casar a su parienta, me gustaría mucho que
supieseis lo que le sucedió al conde de Provenza con Saladino, que era el
sultán de Babilonia.
—El conde Lucanor le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, un conde hubo en Provenza
que fue muy buen hombre y deseaba mucho comportarse de tal manera que
Dios tuviese merced de su alma y ganase la gloria del Paraíso, haciendo tales
obras que agrandaran su honra y su estado. Y para poder cumplir esto, formó
un gran ejército, y muy bien preparado, y se fue para la Tierra Santa,
pensando que, en cualquier cosa que le pudiese ocurrir, siempre sería hombre
de buena fortuna, pues la tenía por estar rectamente al servicio de Dios. Y
porque los juicios de Dios son maravillosos y muy escondidos, y Nuestro
Señor tiene por bien tentar muchas veces a sus amigos (que si aquella
tentación saben soportar, siempre Nuestro Señor procura que el asunto
redunde en beneficio y honra de aquel a quien tienta), por este motivo tuvo
por bien Nuestro Señor tentar al conde de Provenza y consintió que cayese

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preso en poder del sultán. Y aunque estaba preso, sabiendo Saladino la gran
bondad del conde, le hacía muy bien y mucha honra; y todos los grandes
hechos que tenía que hacer, todos los hacía según su consejo. Y tan bien le
aconsejaba el conde y tanto se fiaba de él el sultán que, aunque estaba preso,
tan gran posición y tan gran poder tenía y de tanta consideración gozaba en
todas las tierras de Saladino como en la suya misma.
Cuando el conde partió de su tierra, había dejado una hija pequeñita. Y el
conde estuvo tanto tiempo en la prisión, que estaba ya su hija en edad de
casarse. Y la condesa, su mujer, y sus parientes enviaron decir al conde
cuántos hijos de reyes y otros grandes hombres le pedían casamiento.
Y un día, cuando Saladino vino a hablar con el conde, tan pronto como
hubieron resuelto aquello por lo que Saladino había ido allí, habló con el
conde de esta manera:
—Señor, vos me hacéis tanta merced y tanta honra y os fiais tanto de mí,
que me tendría por muy afortunado si os lo pudiese pagar. Y pues vos, señor,
tenéis por bien que os aconseje yo en todas las cosas que os ocurren,
confiando en vuestra benevolencia y en vuestro entendimiento, os pido por
favor que me aconsejéis en una cosa que me ha ocurrido.

El sultán le agradeció esto mucho al conde y le dijo que le aconsejaría


muy gustosamente, e incluso le ayudaría de muy buena gana en cualquier
cosa que le hiciera falta. Entonces, le habló el conde de los casamientos que
proponían para su hija y le pidió por favor que le aconsejase con quién la
debería casar.
Y Saladino respondió así:
—Conde, yo sé que vuestro entendimiento es tal que con pocas palabras
comprenderéis toda la cuestión. Y por eso os quiero aconsejar en este asunto
según lo que yo entiendo. Yo no conozco de estos que piden a vuestra hija
qué linaje o qué poder tienen o cómo es su porte o qué grado de vecindad

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tienen con vos o qué ventajas tienen los unos sobre los otros, y por eso no os
puedo en esto aconsejar con certeza; pero mi consejo es este: que caséis a
vuestra hija con un «hombre».
El conde se lo agradeció y entendió muy bien lo que aquello quería decir.
Y envió el conde decir a su mujer la condesa y a sus parientes el consejo que
el sultán le había dado, y que averiguase qué cualidades, costumbres y porte
tenían cuantos hidalgos había en sus tierras. Y que no lo eligiesen por su
riqueza ni por su poder, sino que le enviasen por escrito información sobre
cómo eran de verdad los hijos de los reyes y de los grandes señores que la
pedían por esposa y cómo eran los hidalgos que vivían en sus tierras.
Y la condesa y los parientes del conde se maravillaron de esto mucho,
pero hicieron lo que el conde les mandaba y pusieron por escrito todas las
cualidades y costumbres buenas y malas que tenían todos los que pedían en
matrimonio a la hija del conde, y cualquier otra circunstancia que se diera en
ellos. Y también pusieron por escrito cómo eran verdaderamente los hidalgos
que vivían en sus tierras y enviaron todo lo averiguado al conde.
Y cuando el conde vio el escrito, se lo enseñó al sultán. Y cuando
Saladino lo vio, aunque todos eran muy buenos, halló en cada uno de los hijos
de los reyes y de los grandes señores alguna falta: o tener malos hábitos en el
comer o el beber, o ser iracundos o huraños o poco educados con la gente, y
aficionarse a las malas compañías o tener poca facilidad de palabra o alguna
otra falta de las muchas que los hombres pueden tener. Y halló que el hijo de
un ricohombre[8] que no era muy poderoso, según lo que de él se decía en
aquel escrito, era el mejor y el más conveniente y el hombre con menos
defectos del que él nunca hubiera oído hablar. Sabido esto, el sultán aconsejó
al conde que casase a su hija con aquel hombre, pues comprendió que, aunque
los otros tenían más honra y eran más nobles, mejor casamiento era aquel, y
era mejor que el conde casara a su hija con él que con alguien que tuviese una
sola falta, cuanto más si tuviese muchas. Y consideró que más apreciable era
el hombre por sus obras que por su riqueza o por la nobleza de su linaje.
Y el conde mandó a la condesa y a sus parientes que casasen a su hija con
el que Saladino le había mandado. Y aunque quedaron muy maravillados de
esto, enviaron por el hijo de aquel ricohombre y le dijeron lo que el conde les
había mandado. Y él respondió que comprendía perfectamente que el conde
era más noble y más rico y tenía más honra que él, pero que si él tuviese tan
gran poder, estaba seguro de que cualquier mujer estaría bien casada con él, y
que, si esto que estaban hablando con él lo decían para no hacerlo,
consideraba que le estaban haciendo un gran perjuicio y que lo querían

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agraviar sin motivo. Y ellos le dijeron que lo querían hacer fuera como fuera
y le contaron la razón por la que el sultán había aconsejado al conde que le
diese a él su hija antes que a ninguno de los hijos de los reyes ni de otros
grandes señores, y que sobre todo lo había elegido por ser un «hombre».
Cuando oyó esto, comprendió que hablaban en serio sobre el casamiento y
consideró que, puesto que Saladino lo había escogido por hombre y le hacía
llegar a honra tan grande, que no sería él hombre si no hiciese respecto a este
asunto lo que le correspondía.
Y dijo inmediatamente a la condesa y a los parientes del conde que, si
querían que él creyese que le hablaban en serio, que le diesen enseguida poder
sobre todo el condado y sobre todas las rentas, pero no les dijo nada de lo que
había pensado hacer. A ellos les pareció bien lo que él les decía y le dieron
poder enseguida sobre todo. Y él tomó una gran cantidad de dinero y con gran
secreto armó unas cuantas galeras y se reservó mucho dinero. Y en cuanto
esto estuvo hecho, mandó preparar sus bodas para un día señalado.
Y cuando las bodas se celebraron muy ricamente y con mucha honra, a la
noche, cuando se tuvo que ir para la habitación donde estaba su mujer, antes
de que se acostaran en la cama, llamó a la condesa y a sus parientes y les dijo
con gran secreto que sabía perfectamente que el conde le había escogido entre
otros mucho mejores que él, y que lo había hecho porque el sultán le había
aconsejado que casase a su hija con un hombre. Y puesto que el sultán y el
conde tanta honra le habían hecho y lo habían escogido por hombre,
consideraba él que no sería hombre si no hiciese respecto a este asunto lo que
le correspondía. Y que se quería ir y que les dejaba a aquella doncella con
quien él tenía que casarse y el condado, que él confiaba que Dios lo guiaría
para que entendiese la gente que estaba haciendo algo propio de un hombre.
E inmediatamente después de decir esto, montó a caballo y se fue. Y se
dirigió al reino de Armenia y vivió allí durante mucho tiempo, hasta que supo
la lengua y las costumbres de la tierra. Y supo que Saladino era muy
aficionado a la caza.
Y adquirió muchas buenas aves y muchos buenos perros y se fue adonde
estaba Saladino, y repartió sus galeras y puso una en cada puerto y les mandó
que no saliesen de allí hasta que él se lo mandase.
Y cuando llegó hasta el sultán, fue muy bien recibido, pero no le besó la
mano ni le hizo ninguna reverencia de las que se le deben hacer al señor. Y
Saladino mandó que le dieran todo lo que necesitara, y él se lo agradeció
mucho, pero no quiso tomar de él ninguna cosa y dijo que no había venido
para tomar nada de él. Pero por todo lo bueno que había oído decir de él y, si

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le parecía bien, querría vivir algún tiempo en su corte para aprender algo de
todo lo bueno que había en él y en sus gentes. Y como sabía que el sultán era
muy aficionado a la caza, le dijo que traía muchas y buenas aves y muchos
perros. Y que, si fuese su deseo, escogiese lo que quisiese y que, con lo que le
quedara a él, iría con él de caza y le haría todos los servicios que pudiese en
este asunto y en los demás.
Esto se lo agradeció mucho Saladino y escogió lo que le pareció bien de
lo que él traía, pero de ninguna manera pudo conseguir que el otro aceptase de
él nada ni le dijese nada de sus asuntos ni hubiese entre ellos ningún pacto por
lo que él aceptase la obligación de guardar lealtad a Saladino. Y así anduvo en
su corte durante mucho tiempo.
Y como Dios guía, cuando es su voluntad, las cosas que Él quiere, dispuso
que lanzaran los halcones contra unas grullas. Y fueron a matar a una de las
grullas en el puerto de mar donde estaba una de las galeras que el yerno del
conde había repartido. Y el sultán, que iba en muy buen caballo, y él en otro,
se alejaron tanto de las gentes que ninguno de ellos vio por dónde iba. Y
cuando Saladino llegó donde estaban los halcones con las grullas, bajó muy
deprisa para socorrerlos. Y el yerno del conde que venía con él, en cuanto lo
vio en tierra, llamó a los de la galera. Y el sultán, que no ponía atención sino
en cebar[9] a sus halcones, cuando vio a la gente de la galera a su alrededor,
quedó muy espantado. Y el yerno del conde sacó la espada e hizo ademán de
querer atacarlo con ella. Y cuando Saladino vio esto, comenzó a quejarse
mucho diciendo que esto era gran traición. Y el yerno del conde le dijo que no
se quejase a Dios, pues bien sabía él que nunca lo había aceptado como señor,
y ni siquiera había aceptado nada de lo suyo ni había aceptado de él ninguna
obligación de guardarle lealtad, pero que supiese que Saladino había sido el
autor de todo aquello.
Y una vez dicho esto, lo apresó y lo metió en la galera. Y cuando lo tuvo
dentro, le contó que él era el yerno del conde, y que era aquel que él había
escogido entre otros mejores por «hombre». Y puesto que él por hombre lo
había escogido, le dijo que creía que no sería él hombre si no hacía esto; y que
le pedía por favor que le entregase a su suegro, para que comprendiese que el
consejo que él le había dado era bueno y verdadero, y que le había dado buen
resultado.
Cuando Saladino oyó esto, se lo agradeció mucho a Dios. Y se alegró más
de haber acertado en su consejo que si le hubiera ocurrido algo de provecho o
hubiera conseguido algún honor por grande que fuese. Y le dijo al yerno del
conde que se lo entregaría de muy buena gana.

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Y el yerno del conde confió en el sultán y lo sacó enseguida de la galera y
se fue con él. Y mandó a los de la galera que se alejasen del puerto tanto que
no los pudiese ver nadie que por allí llegase.
Y el sultán y el yerno del conde cebaron mucho a sus halcones. Y cuando
las gentes del conde llegaron allí, encontraron a Saladino muy alegre. Y
nunca dijo a nadie del mundo nada de lo que le había ocurrido.
Y cuando llegaron a la ciudad, fue inmediatamente a la casa donde estaba
el conde preso y llevó consigo al yerno del conde. Y cuando vio al conde, le
comenzó a decir con gran alegría:
—Conde, le doy muchas gracias a Dios por la merced que me ha hecho de
acertar tan bien como he acertado en el consejo que os di sobre el casamiento
de vuestra hija. He aquí a vuestro yerno, que os ha sacado de prisión.

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Entonces le contó todo lo que su yerno había hecho, la lealtad y el gran
esfuerzo que había hecho prendiéndolo y fiándose luego de él.

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Y el sultán y el conde y cuantos esto supieron, alabaron mucho la
inteligencia y el esfuerzo y la lealtad del yerno del conde. Además, alabaron
mucho las bondades de Saladino y del conde, y agradecieron mucho a Dios
por haberlo dispuesto todo de manera que tuviera tan buen fin.
Entonces dio el sultán muchos, buenos y ricos regalos al conde y a su
yerno. Y por las penas que el conde había sufrido en la prisión, le dio
dobladas todas las rentas que el conde hubiera obtenido de su tierra en los
años que estuvo en prisión, y lo envió muy rico y lleno de honores y muy
venturoso para su tierra.
Y todo este bien le vino al conde por el buen consejo que el sultán le dio
de que casase a su hija con un «hombre».
Y vos, señor conde Lucanor, puesto que tenéis que aconsejar a vuestro
vasallo acerca del casamiento de su parienta, aconsejadle que la principal cosa
que debe procurar en el casamiento es que aquel con el que la case sea, en sí
mismo, buen hombre, pues si esto no fuera así, ni por mucha honra, ni
riqueza, ni hidalguía que tenga, nunca estará bien casada. Y debéis saber que
el hombre con bondad acrecienta la honra y alza su linaje y acrecienta las
riquezas. Y ni por ser muy hidalgo ni muy rico, si no se es bueno, todo se
perdería muy rápidamente. Y sobre esto os podría dar muchos ejemplos de
muchos hombres importantes a los que sus padres los dejaron muy ricos y
muy honrados, y como no fueron tan buenos como debían, se perdió con ellos
el linaje y la riqueza. Y otros muy importantes y poco importantes que, por la
gran bondad que tuvieron en sí mismos, acrecentaron mucho su honra y su
hacienda, de manera que fueron más alabados y más apreciados por lo que
hicieron y por lo que ganaron que por todo su linaje. Y entended así que todo
el provecho y todo el daño nace y viene de cómo es el hombre en sí, sea del
estado que sea. Y por ello, la primera cosa que se debe mirar en el casamiento
es qué carácter y qué costumbres y qué entendimiento y qué obras tiene en sí
el hombre o la mujer que se va a casar. Y una vez mirado esto en primer
lugar, por lo demás, cuanto más alto es el linaje y mayor es la riqueza y el
porte mejor y la vecindad más cercana y más provechosa, tanto es el
casamiento mejor.
Al conde le gustaron mucho las palabras que Patronio le dijo, y consideró
que era verdad todo tal como él lo decía.
Y viendo don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo escribir en
este libro e hizo estos versos que dicen así:

Quien hombre es saca de todo provecho,


quien no lo es, deshonra todos los hechos.

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De lo que le sucedió a un emperador y a don Álvar
Fáñez Minaya con sus mujeres

HABLABA EL CONDE LUCANOR con Patronio, su consejero, un día y le decía


esto:
—Patronio, dos hermanos que yo tengo están casados y vive cada uno de
ellos de forma muy diferente, pues uno quiere tanto a su mujer que apenas
podemos conseguir de él que se aparte un día del lugar donde ella está, y no
hace más que lo que ella quiere y siempre preguntándoselo antes. Y el otro,
de ninguna manera podemos conseguir de él que ni un solo día la quiera ver
ni que entre en el sitio donde esté su mujer. Y porque yo tengo un gran pesar
por esto, os ruego que me digáis alguna manera de poner remedio al
problema.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, según lo que vos decís,
vuestros dos hermanos andan muy equivocados en sus asuntos, pues ni el uno
ni el otro deberían mostrar tan gran amor ni tan gran odio como muestran a
las mujeres con las que están casados. Pero aunque los dos están equivocados,
acaso es por la manera de ser que tienen sus mujeres, y por eso querría que
supieseis lo que le sucedió al emperador Fadrique y a don Álvar Fáñez
Minaya con sus mujeres.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, como estos ejemplos son dos y
no os los podría explicar los dos de una sola vez, os contaré primero lo que le
ocurrió al emperador Fadrique y después os contaré lo que le ocurrió a don
Álvar Fáñez.
—Señor conde, el emperador Fadrique se casó con una doncella de una
elevada condición, según le correspondía; pero, con todo, no le fue bien, pues
no sabía antes de casarse con ella la manera de ser que tenía.
Y después de casados, aunque ella era muy buena mujer y muy recatada,
comenzó a portarse como la más brava, la más terrible y la más indomable

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cosa del mundo. Así que, si el emperador quería comer, ella quería ayunar, y
si el emperador quería dormir, ella se quería levantar, y si el emperador quería
bien a alguien, ella lo aborrecía. ¿Qué más os puedo decir? Con todas las
cosas del mundo con las que el emperador tomaba placer, ella manifestaba
pesar; y de todo lo que el emperador hacía, de todo hacía ella lo contrario
siempre.
Y después de que el emperador sufriera esto un tiempo y viera que de
ninguna manera podía sacarla de aquella inclinación por mucho que él u otros
le dijesen, ni con ruegos, ni con amenazas, ni con buena ni mala disposición
que se le mostrase, vio que, aparte del pesar y la vida enojosa que tenía que
sufrir, resultaba tan perjudicial para sus intereses y para sus gentes que no
podía encontrar remedio. Y cuando vio esto, se fue para el Papa y le contó su
problema, tanto en lo que se refiere a la vida que llevaba como al gran
perjuicio que le ocasionaba a él y a todo el país la manera de ser que tenía la
emperatriz; y quería de buena voluntad, si podía ser, que los separase el Papa.
Pero vio que, según la ley de los cristianos, no se podían separar y, además,
que de ninguna manera podían vivir juntos por el mal carácter que la
emperatriz tenía, y sabía el Papa que esto era así.
Y como otra solución no pudieron encontrar, dijo el Papa al emperador
que este asunto lo encomendaba a la inteligencia y a la sutileza del
emperador, pues él no podía poner penitencia antes de que el pecado fuese
cometido.
Y el emperador se despidió del Papa y se fue para su casa. Y se esforzó
por todas las maneras que pudo, con halagos y con amenazas y con consejos y
con ejemplos y con cuantas maneras él y todos los que con él vivían pudieron
pensar, en sacarla de aquella mala inclinación. Pero nada de esto tuvo
resultado, pues cuanto más le decían que dejase aquel carácter, tanto más
hacía ella cada día todo lo contrario.
Y cuando el emperador vio que de ninguna forma se podía enderezar esto,
le dijo un día que él quería ir a cazar ciervos y que se llevaría un poco de
aquella hierba que se pone en las flechas con las que se matan los ciervos y
que dejaría el resto para otra vez que quisiese ir de caza. Y que tuviese
cuidado con ponerse, por nada del mundo, aquella hierba en la sarna[10] o en
la costra de una herida ni en ningún lugar donde saliese sangre, pues aquella
hierba era tan fuerte que no había en el mundo nada vivo que no matase. Y
cogió un poco de otro ungüento muy bueno y muy provechoso para cualquier
herida y el emperador se untó con él, delante de ella, algunos lugares que no
estaban sanos. Y ella y cuantos estaban allí vieron que se curaba enseguida

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con él. Y le dijo que, si le hiciese falta ese ungüento, se lo podía poner en
cualquier herida que tuviese. Y esto lo dijo ante un buen número de hombres
y de mujeres. Y después de decir esto, cogió aquella hierba que necesitaba
para matar ciervos y se fue a cazar, tal como había dicho.
Y en cuanto el emperador se fue, empezó ella a irritarse y a enfurecerse, y
comenzó a decir:
—¡Ved lo que me ha dicho el falso del emperador! Como él sabe que la
sarna que yo tengo no es del mismo tipo que la suya, me ha dicho que me
unte con el ungüento con que él se untó, porque sabe que no puedo curarme
con él, pero el otro ungüento bueno, con el que él sabe que me curaría, me
dijo que no me lo pusiese de ninguna manera; pero por darle pesar, yo me
untaré con él, y cuando él venga me encontrará sana. Y estoy segura de que
con nada podría darle yo más pesar, y por esto lo haré.
Los caballeros y las mujeres que con ella estaban discutieron mucho con
ella para que no lo hiciese, y comenzaron a pedirle por favor, llorando muy
desesperadamente, que se cuidase de hacerlo, que estuviese segura de que, si
lo hiciese, inmediatamente moriría.
Y ella, a pesar de todo esto, no lo quiso dejar de hacer. Y cogió la hierba y
untó con ella las heridas. Y al poco rato se apoderó de ella la angustia de la
muerte, y se habría arrepentido si hubiera podido, pero ya no había tiempo
para poder hacerlo. Y murió por la porfiosa manera de ser que tenía y por su
culpa.

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Pero a don Álvar Fáñez le ocurrió lo contrario de esto, y para que sepáis
cómo fue todo, os contaré cómo ocurrió.

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Don Álvar Fáñez era hombre noble y con mucha honra, y fundó Íscar, y
vivía allí. Y el conde Pedro Ansúrez fundó Cuéllar, y vivía en ella. Y el conde
Pedro Ansúrez tenía tres hijas.
Y un día, sin previo aviso, entró don Álvar Fáñez por la puerta, y al conde
Pedro Ansúrez le alegró mucho su llegada. Y después de comer, le preguntó
que por qué venía tan de improviso. Y don Álvar Fáñez le dijo que venía para
pedir a una de sus hijas en matrimonio, pero quería que le mostrase a las tres
y que le dejase hablar con cada una de ellas, y que después escogería la que
quisiese. Y el conde, viendo que Dios le hacía mucho bien con ello, le dijo
que le placía mucho hacer lo que don Álvar Fáñez le decía.
Y don Álvar Fáñez se apartó con la hija mayor y le dijo que, si le placía,
quería casarse con ella, pero antes de seguir hablando del asunto, quería
contarle algunas cosas sobre él. Que supiese, primeramente, que él no era
muy joven y que, a causa de las muchas heridas que había tenido en los
combates en los que acertó a estar, se le había debilitado tanto la cabeza que,
por muy poco vino que bebiese, le hacía perder enseguida el entendimiento. Y
cuando estaba fuera de sí, se enfurecía tan fuertemente que no miraba lo que
decía, y que a veces atacaba a las personas de tal manera que se arrepentía
mucho cuando tornaba a su ser. E incluso cuando se iba a dormir, en cuanto
se echaba en la cama, hacía muchas cosas que nada impediría contarlas si más
limpias fuesen. Y de este tipo de cosas le dijo tantas que cualquier mujer que
no tuviese el entendimiento muy maduro podría considerar que ese
casamiento no era muy bueno.
Y una vez que le dijo esto, le respondió la hija del conde que este
casamiento no dependía de ella, sino de su padre y de su madre. Y con esto,
dejó a don Álvar Fáñez y se fue para donde estaba su padre.
Y cuando el padre y la madre le preguntaron cuál era su voluntad, como
ella no tenía tanta inteligencia como le hubiera sido necesaria, dijo a su padre
y a su madre que don Álvar Fáñez le había dicho tales cosas que antes querría
estar muerta que casarse con él.
Y el conde no le quiso decir esto a don Álvar Fáñez, sino que le dijo que
su hija no tenía en ese momento deseos de casarse.
Y habló don Álvar Fáñez con la hija mediana, y ocurrió entre ellos lo
mismo que con la hermana mayor.
Y después habló con la hermana menor y le dijo todas aquellas cosas que
les había dicho a sus otras hermanas. Y ella le respondió que agradecía mucho
a Dios que don Álvar Fáñez quisiese casarse con ella. Y sobre lo que le decía
de que le sentaba mal el vino, le dijo que, si por casualidad alguna vez le

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convenía por alguna razón estar apartado de las gentes por lo que él decía o
por otros motivos, ella lo encubriría mejor que nadie en el mundo. Y sobre lo
que le decía de que él era viejo, por esto no renunciaría ella al casamiento,
pues le convenía a ella del casamiento el bien y la honra que tendría al estar
casada con don Álvar Fáñez. Y sobre lo que decía de que era muy iracundo y
que atacaba a las gentes, por esto no había inconveniente, pues nunca ella le
daría motivos para que la atacase, y si lo hiciese, lo sabría soportar muy bien.
Y a todas las cosas que don Álvar Fáñez le dijo, a todas le supo responder
tan bien que don Álvar Fáñez quedó muy satisfecho y agradeció mucho a
Dios haber hallado una mujer de tan buen entendimiento. Y dijo al conde
Pedro Ansúrez que con aquella quería casarse. Al conde le dio mucha alegría
de aquello. Y celebraron sus bodas enseguida. Y se fue con su mujer
enseguida en buena hora. Y esta mujer tenía de nombre doña Vascuñana.
Y desde que don Álvar Fáñez llevó a su mujer a su casa, fue ella tan
buena mujer y tan cuerda que don Álvar Fáñez se consideró bien casado con
ella y consideraba razonable que se hiciese todo lo que ella quería. Y esto lo
hacía por dos razones: la primera, porque le hizo Dios a ella tanto bien y
quería tanto a don Álvar Fáñez y tanto apreciaba su entendimiento que todo lo
que don Álvar Fáñez decía y hacía, consideraba ella que verdaderamente era
lo mejor. Y le placía mucho cuanto decía y cuanto hacía, y nunca en toda su
vida contrarió nada que entendiese que a él le placía. Y no creáis que hacía
esto por adularlo ni por halagarlo, para llevarse mejor con él, sino que lo
hacía porque verdaderamente creía y tenía la convicción de que todo lo que
don Álvar Fáñez quería y decía y hacía de ninguna manera podía estar
equivocado y que no lo podría mejorar nadie. Y esto era el primer motivo,
que era el mayor bien que podía tener, y la otra razón era porque ella era de
tan buen entendimiento y hacía tantas buenas obras que siempre acertaba en
lo mejor. Y por estas cosas la quería y la apreciaba tanto don Álvar Fáñez que
consideraba razonable hacer todo lo que ella quería, pues siempre ella quería
y le aconsejaba lo que redundaba en su provecho y en su honra. Y nunca se le
ocurrió, por mucho deseo ni por mucha voluntad de tener alguna cosa, que
don Álvar Fáñez hiciese sino lo que a él más le correspondía y que redundaba
más en su honra y en su provecho.
Y ocurrió una vez, estando don Álvar Fáñez en su casa, que vino a
visitarlo un sobrino que vivía en la corte del rey, y se alegró mucho don Álvar
Fáñez de su llegada. Y después de vivir con don Álvar Fáñez algunos días, el
sobrino le dijo un día que era muy buen hombre y muy cabal y que no podía
ponerle ninguna tacha excepto una. Y don Álvar Fáñez le preguntó cuál era.

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Y el sobrino le dijo que no encontraba tacha que ponerle excepto que hacía
mucho caso a su mujer y le daba mucho poder en todos sus asuntos. Y don
Álvar Fáñez le respondió que en unos cuantos días le daría respuesta a esto.

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Y antes de que don Álvar Fáñez viese a doña Vascuñana, montó a caballo
y se fue a otro lugar y anduvo allá algunos días y llevó allá a aquel sobrino

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consigo. Y después envió por doña Vascuñana y lo dispuso don Álvar Fáñez
de manera que se encontraran en el camino, pero no hablaron entre sí ninguna
palabra ni, aunque lo hubieran querido hacer, hubo ocasión.
Y don Álvar Fáñez se fue hacia adelante, e iba con él su sobrino. Y doña
Vascuñana venía por el camino. Y después de andar así un buen rato, don
Álvar Fáñez y su sobrino hallaron una buena cantidad de vacas. Y don Álvar
Fáñez comenzó a decir:
—¿Has visto, sobrino, qué hermosas yeguas hay en nuestra tierra?
Cuando su sobrino oyó esto, se quedó muy maravillado y creyó que se lo
decía de broma y le dijo que cómo decía tal cosa, pues no eran sino vacas.
Y don Álvar Fáñez comenzó a mostrarse muy maravillado y a decirle que
se temía que había perdido la cabeza, pues bien claro se veía que eran yeguas.
Y cuando el sobrino vio que don Álvar Fáñez porfiaba tanto sobre esto y
que lo decía muy en serio, quedó muy espantado y pensó que don Álvar
Fáñez había perdido el juicio.
Y don Álvar Fáñez alargó adrede la porfía hasta que asomó doña
Vascuñana, que venía por el camino. Y en cuanto don Álvar Fáñez la vio, dijo
a su sobrino:
—Ea, señor sobrino, he aquí a doña Vascuñana, que resolverá nuestra
disputa.
El sobrino se alegró mucho de esto. Y cuando doña Vascuñana llegó, le
dijo a su pariente:
—Señora tía, don Álvar Fáñez y yo tenemos una disputa, pues él dice que
estas vacas son yeguas, y yo digo que son vacas; y tanto hemos porfiado que
él me tiene por loco y yo creo que él no está bien de la cabeza. Y vos, señora,
resolved ahora esta disputa.
Y cuando doña Vascuñana vio esto, aunque ella consideraba que aquellas
eran vacas, como su pariente le había dicho que don Álvar Fáñez decía que
eran yeguas, ella consideró verdaderamente, con todo su entendimiento, que
ella y su pariente se equivocaban, que no las reconocían, pero que don Álvar
Fáñez no se equivocaría de ninguna manera en reconocerlas. Y puesto que
decía que eran yeguas, pues de cualquier forma yeguas eran, y no vacas.
Y comenzó a decir al pariente y a cuantos allí estaban:
—Por Dios, pariente, me pesa mucho esto que decís, y sabe Dios que
quisiera que con mayor juicio y con más provecho vinieseis ahora de la corte
del rey, donde tanto tiempo habéis vivido, pues bien veis vos que mucha falta
de entendimiento y de vista es considerar que las yeguas son vacas.

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Y comenzó a demostrarle, tanto por los colores como por la forma como
por otras muchas cosas, que eran yeguas y no vacas, y que era verdad lo que
don Álvar Fáñez decía, pues de ninguna manera el entendimiento ni las
palabras de don Álvar Fáñez podrían equivocarse nunca. Y tanta firmeza puso
en esto, que ya el pariente y todos los demás comenzaron a creer que ellos se
equivocaban y que don Álvar Fáñez decía la verdad: que lo que ellos creían
que eran vacas, eran yeguas. Y una vez que esto pasó, se fueron don Álvar
Fáñez y su sobrino hacia adelante y hallaron unas cuantas yeguas.
Y don Álvar Fáñez dijo a su sobrino:
—¡Ajá, sobrino! Estas son las vacas, y no las que vos decíais antes, que
decía yo que eran yeguas.
Cuando el sobrino oyó esto, dijo a su tío:
—Por Dios, don Álvar Fáñez, si vos decís la verdad, el diablo me trajo a
mí a esta tierra, pues ciertamente, si estas son vacas, yo he perdido el
entendimiento, pues de cualquier forma éstas yeguas son, y no vacas.
Don Álvar Fáñez comenzó a porfiar con mucha vehemencia que eran
vacas. Y duró esta porfía hasta que llegó doña Vascuñana. Y cuando llegó y
le contaron lo que decía don Álvar Fáñez y lo que decía su sobrino, aunque a
ella le parecía que el sobrino decía la verdad, no pudo creer de ninguna
manera que don Álvar Fáñez pudiese equivocarse ni que pudiese ser verdad
otra cosa sino lo que él decía. Y comenzó a buscar razones para probar que
era verdad lo que decía don Álvar Fáñez. Y tantas razones y tan buenas dijo
que su pariente y todos los demás consideraron que su entendimiento y su
vista se equivocaban y que lo que don Álvar Fáñez decía era verdad. Y esto
quedó así.

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Y se fueron don Álvar Fáñez y su sobrino hacia adelante y anduvieron
hasta que llegaron a un río en el que había una buena cantidad de molinos. Y
mientras daba agua a las bestias en el río, comenzó a decir don Álvar Fáñez
que aquel río corría en la dirección de la parte de donde nacía y que a aquellos
molinos les venía el agua de la otra parte.
Y el sobrino de don Álvar Fáñez se consideró perdido cuando esto oyó,
pues consideró que, así como se había equivocado en el reconocimiento de las
vacas y de las yeguas, así se equivocaba ahora pensando que aquel río venía
al revés de como decía don Álvar Fáñez. Pero porfiaron sobre esto hasta que
doña Vascuñana llegó.
Y cuando le dijeron la porfía en la que estaban don Álvar Fáñez y su
sobrino, aunque a ella le parecía que su sobrino decía la verdad, no creyó en
su entendimiento y consideró que era verdad lo que don Álvar Fáñez le decía.
Y de tantas maneras supo apoyar su razonamiento, que su pariente y cuantos
la oyeron creyeron todos que aquella era la verdad.
Y desde aquel día hasta ahora ha quedado como un dicho que si el marido
dice que corre el río hacia arriba, una buena mujer debe creerlo y debe decir
que es verdad.

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Y cuando el sobrino de don Álvar Fáñez vio que por todas las razones que
doña Vascuñana daba se probaba que era verdad lo que decía don Álvar y que
se equivocaba él en no reconocer las cosas tal como eran, se consideró muy
desgraciado, pensando que había perdido el entendimiento. Y después de
andar así un gran rato por el camino, cuando don Álvar Fáñez vio que su
sobrino iba muy triste y con una gran preocupación, le dijo:
—Sobrino, ahora os he dado la respuesta a lo que el otro día me dijisteis
sobre que me ponían las gentes la tacha de que hacía demasiado caso a doña
Vascuñana, mi mujer. Pues creed que todo esto que vos y yo hemos pasado
hoy, todo lo he hecho para que entendieseis quién es ella, y que el caso que le
hago se lo hago con razón, pues creed que sabía yo que las primeras vacas
que nosotros hallamos, y que decía yo que eran yeguas, eran vacas, tal como
vos decíais. Y cuando doña Vascuñana llegó y os oyó que yo decía que eran
yeguas, estoy seguro de que entendía que vos decíais la verdad, pero confió
ella tanto en mi entendimiento (pues ella cree que por nada del mundo podría
yo cometer un error), que consideró que vos y ella os equivocabais en no
reconocer las cosas tal como eran. Y por eso dijo tantas razones y tan buenas
que convenció a vos y a cuantos allí estaban que lo que yo decía era verdad. Y
eso mismo hizo después con lo de las yeguas y con lo del río. Y os digo una
verdad: que desde el día que se casó conmigo, ni siquiera un día la he visto
hacer ni decir nada que me diese a entender que recibía placer alguno sino en
lo que yo quería, ni la he visto enojarse por ninguna cosa que yo hiciese. Y
siempre piensa verdaderamente que cualquier cosa que yo haga, eso es lo
mejor. Y lo que ella tiene que hacer por sí misma o yo le encargo que haga, lo
sabe hacer muy bien, y siempre lo hace guardando en todo momento mi honra
y mi provecho y queriendo que entiendan las gentes que yo soy el señor, y
que mi voluntad y mi honra se respeten en todas las cosas. Y no quiere para sí
otro provecho ni otro reconocimiento sino que se sepa que todo es por mi
provecho y por complacerme. Y creo que si un moro del otro lado del mar
hiciese esto por mí, yo lo debería querer y apreciar mucho y hacer por él lo
que me fuera posible; cuanto más a la mujer con la que estoy casado, y siendo
ella tal y de tal linaje, por todo lo cual me considero muy bien casado. Y
ahora, sobrino, os he dado respuesta a la tacha que el otro día me dijisteis que
tenía.

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Cuando el sobrino de don Álvar Fáñez oyó estas razones, se alegró mucho
y comprendió que, puesto que doña Vascuñana tenía tal manera de pensar y
tal inclinación, hacía muy bien don Álvar en quererla y en confiar en ella y en
hacer por ella cuanto hacía, e incluso todavía más, si más hiciese. Y así,
fueron muy distintas la mujer del emperador y la mujer de don Álvar Fáñez.
Y, señor conde Lucanor, si vuestros hermanos son tan diferentes que uno
hace cuanto su mujer quiere y el otro todo lo contrario, acaso es porque sus
mujeres mantienen la misma relación con ellos que la que mantenían la
emperatriz y doña Vascuñana. Y si ellas son así, no debéis maravillaros ni
echar la culpa a vuestros hermanos. Pero si ellas no son tan buenas ni tan
indomables como estas dos de las que os he hablado, sin duda vuestros
hermanos no estarían sin culpa, pues, aunque el hermano que tiene muy en
cuenta a su mujer hace bien, entended que este bien se debe hacer con medida
y no más. Pues si un hombre, por tener gran cariño a su mujer, quiere estar
con ella tanto tiempo como para dejar de ir a los lugares o atender a los
asuntos que puedan servir para su provecho y para su honra, comete un gran
error, y, si para contentarla o para cumplir su voluntad deja las obligaciones
que corresponden a su posición y a su honra, también hace algo muy
desacertado. Pero teniendo en cuenta estas cosas, toda buena disposición y

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toda confianza que el marido pueda mostrar a su mujer, todo lo puede hacer y
todo lo debe hacer y le corresponde muy bien hacerlo. Y además debe
procurar que en las cosas que a él no le importen demasiado ni le hagan
mucha falta, no le dé pesares ni la enoje, y especialmente debe evitar todo
aquello en lo que pueda haber pecado, pues de esto vienen muchos perjuicios:
en primer lugar, el pecado y la maldad que el hombre ha hecho y, además,
que por enmendarlo y por agradar a la mujer para que pierda su enojo, tendrá
que hacer cosas que se volverán en perjuicio de la hacienda y de la fama.
Además, al que por su mala ventura tuviera una mujer como la del emperador,
porque al comienzo no pudo o no supo poner remedio a ello, no le queda sino
aceptar su suerte como Dios le dé a entender. Pero sabed que tanto para un
caso como para otro, conviene mucho que, desde el primer día que el hombre
se casa, deje claro a su mujer que él es el señor y que le indique cómo debe
portarse.
Y vos, señor conde Lucanor, en mi opinión, teniendo en cuenta estas
cosas podéis aconsejar a vuestros hermanos de qué manera deben portarse con
sus mujeres.
Al conde le gustaron mucho estas cosas que Patronio le dijo y pensó que
decía la verdad y que todo era muy juicioso.
Y entendiendo don Juan que estos ejemplos eran muy buenos, los hizo
escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Al principio debe el hombre mostrar.


a su mujer cómo se ha de portar.

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De lo que le sucedió a un zorro que se echó en la
calle y se hizo el muerto

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo


esto:
—Patronio, un pariente mío vive en una tierra donde no tiene tanto poder
como para poder evitar cuantos agravios le hacen, y los que tienen poder en
esa tierra querrían con mucho gusto que hiciese él alguna cosa para tener una
excusa para actuar contra él. Y aquel pariente mío considera que le es muy
difícil soportar las amenazas que le hacen y querría arriesgarlo todo antes que
soportar tanto pesar cada día. Y como yo querría que él acertase en lo mejor,
os ruego que me digáis de qué manera lo aconsejo para que viva lo mejor que
pueda en aquella tierra.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, para que vos le podáis
aconsejar sobre esto, me gustaría que supieseis lo que le ocurrió una vez a un
zorro que se hizo el muerto.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, un zorro entró una noche en un corral
donde había gallinas. Y tras alborotar a las gallinas, cuando él pensó que se
podría ir, era ya de día y toda la gente andaba ya por las calles. Y cuando vio
que no se podía esconder, salió con sigilo a la calle y se tendió como si
estuviese muerto.
Cuando las gentes lo vieron, pensaron que estaba muerto y no se
preocuparon por él.
Al cabo de un rato, pasó por allí un hombre y dijo que los pelos de la
frente del zorro eran buenos para ponerlos en la frente de los niños pequeños
para que no les echasen mal de ojo. Y trasquiló con unas tijeras algunos pelos
de la frente del zorro y se los llevó. Después vino otro y dijo eso mismo de los
pelos del lomo; y otro de las ijadas[11]. Y tantos dijeron lo mismo, que lo
trasquilaron todo. Y a pesar de todo esto, en ningún momento se movió el

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zorro, porque comprendía que no le hacía ningún daño perder esos pelos.
Después vino otro y dijo que la uña del pulgar del zorro era buena para curar
los panadizos[12], y se la sacó. Y el zorro no se movió. Y después vino otro
que dijo que el diente del zorro era bueno para el dolor de dientes, y se lo
sacó. Y el zorro no se movió. Y después, al cabo de un buen rato, vino otro
que dijo que el corazón del zorro era bueno para el dolor de corazón, y sacó
un cuchillo para sacarle el corazón. Y el zorro vio que le querían sacar el
corazón, y que si se lo sacaban, no era algo que se pudiese recuperar y que
perdería la vida. Y creyó que era mejor arriesgarse a cualquier cosa que le
pudiese ocurrir que soportar algo por lo que se perdiese todo. Y se arriesgó y
se esforzó por liberarse, y escapó con éxito.

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Y vos, señor conde, aconsejad a aquel pariente vuestro que, si Dios lo
puso en una tierra donde no puede evitar lo que le hacen como él querría o

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como le convendría, mientras las cosas que le hagan sean tales que se puedan
soportar sin gran perjuicio y sin gran quebranto, que ponga de manifiesto que
no le importan y que las deje pasar. Pues en cuanto un hombre pone de
manifiesto que no se considera ofendido por lo que contra él han hecho, no
pasa tanta vergüenza, pero en cuanto pone de manifiesto que se considera
ofendido por lo que le han hecho, si a partir de entonces no hace todo lo que
debe para no quedar humillado, no estará tan bien como antes. Y por eso, a
las cosas que se pueden dejar pasar, pues no se pueden evitar como se
debería, es mejor dejarlas pasar. Pero si llegara el asunto a algún punto que
signifique un gran perjuicio o una gran ofensa, entonces que se arriesgue y no
lo soporte, pues mejor es la derrota o la muerte defendiendo el derecho y la
honra y la posición, que vivir dejando pasar estas cosas y con deshonra.
El conde consideró este un buen consejo.
Y don Juan lo hizo escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Sufre las cosas solo cuando debas,


rehúye las otras todo lo que puedas.

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De lo que le sucedió al rey Abenabet de Sevilla con
Ramaiquía, su mujer

UN DÍA HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, a mí me ocurre con un hombre esto: que muchas veces me
ruega y me pide que le ayude y le dé algo de dinero. Y aunque, cuando hago
lo que me ruega, me da a entender que me lo agradece, cuando otra vez me
pide alguna cosa, si no lo hago tal como él quiere, enseguida se enfurece y me
da a entender que no me lo agradece y que ha olvidado todo lo que hice por
él. Y por el buen entendimiento que tenéis, os ruego que me aconsejéis de qué
manera debo comportarme con este hombre.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, a mí me parece que os ocurre
con este hombre lo que le ocurrió al rey Abenabet de Sevilla con Ramaiquía,
su mujer.
Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, el rey Abenabet estaba casado con
Ramaiquía y la quería más que a nada en el mundo. Y ella era muy buena
mujer y los moros tienen de ella muy buenos ejemplos. Pero tenía una
costumbre que no era muy buena; esto era que a veces tenía algunos antojos.
Y ocurrió que un día, estando en Córdoba en el mes de febrero, cayó una
nevada. Y cuando Ramaiquía la vio, comenzó a llorar. Y le preguntó el rey
por qué lloraba, y ella le dijo que porque nunca la dejaba estar en una tierra en
la que viese la nieve.
Y el rey, por darle gusto, hizo plantar almendros por toda la sierra de
Córdoba, para que (como Córdoba es una tierra calurosa y no nieva allí todos
los años) en febrero apareciesen los almendros floridos, que se asemejan a la
nieve, para hacerle perder el deseo de ver la nieve.
Otra vez, estando Ramaiquía en una habitación que daba al río, vio a una
mujer descalza removiendo lodo cerca del río para hacer adobe[13], y cuando

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Ramaiquía lo vio, comenzó a llorar. Y el rey le preguntó por qué lloraba, y
ella le dijo que porque nunca podía estar a gusto ni siquiera haciendo lo que
hacía aquella mujer.

Entonces, para darle gusto, mandó el rey llenar de agua de rosas la gran
laguna de Córdoba, en lugar de agua; y en lugar de tierra, la hizo llenar de
azúcar y de canela y de jengibre y de espliego y de clavo y de almizcle y de
ámbar y de algalia, y de todo tipo de buenas especias y buenos olores que
podían existir; y en lugar de paja hizo poner cañas de azúcar. Y cuando de
estas cosas estuvo llena la laguna con las que hizo un lodo como el que os
podéis imaginar, dijo el rey a Ramaiquía que se descalzase y que pisase aquel
lodo y que hiciese con él cuanto adobe quisiese.
Otro día, por otra cosa que se le antojó, comenzó a llorar. Y el rey le
preguntó que por qué lo hacía, y ella le dijo que cómo no iba a llorar si nunca
el rey hacía nada por darle gusto. Y el rey, viendo que tanto había hecho por
darle gusto y satisfacer sus deseos, y como ya no sabía qué más podía hacer,
le dijo una frase que se dice en lengua arábiga de esta manera: «V. le mahar
aten?»; y que quiere decir: «¿Y ni siquiera el día del lodo?», como diciendo
que, aunque las otras cosas había olvidado, que no debía olvidar el lodo que
había hecho por darle gusto.
Y vos, señor conde, si veis que, por mucho que por aquel hombre hagáis,
ocurre que, si no le hacéis todo lo que os pide, enseguida se olvida y no
agradece lo que por él habéis hecho, os aconsejo que no hagáis por él tanto
que termine volviéndose en contra de vuestros intereses. Y a vos, además, os
aconsejo que si alguien hiciese por vos alguna cosa que os convenga y
después no hace todo lo que vos querríais, que por eso nunca le dejéis de
reconocer el bien que os vino de lo que por vos hizo.
El conde consideró este un buen consejo, y lo hizo así y le dio buen
resultado.

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Y considerando don Juan este como un buen ejemplo, lo hizo escribir en
este libro e hizo estos versos que dicen así:

No dejes de buscar tu provecho


por quien ignora tus buenos hechos.

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De lo que le sucedió a un rey con unos burladores
que le hicieron una tela

HABLABA OTRA VEZ EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:


—Patronio, un hombre me vino y me propuso un gran negocio. Y me
asegura que sería para mí de gran provecho, pero me dice que no lo sepa
nadie en el mundo por mucho que yo confíe en él. Y tanto me recomienda que
guarde este secreto que dice que, si a alguien se lo digo, toda mi hacienda e
incluso mi vida estarían en gran peligro. Y porque yo sé que nadie os podría
decir nada sin que vos no os dieseis cuenta de si es verdad o es algún engaño,
os ruego que me digáis lo que os parece esto.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, para que vos entendáis lo que
más os conviene hacer en esto, me gustaría que supieseis lo que le ocurrió a
un rey con tres burladores.
Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, tres burladores vinieron a un rey y le
dijeron que era muy buenos maestros en hacer telas, y especialmente que
hacían una tela que todo el que fuese hijo del padre que todos creían, vería la
tela, pero el que no fuese hijo del padre que él creía y que las gentes decían,
no podría ver la tela.
El rey se alegró mucho de esto, considerando que por medio de aquella
tela podría saber qué hombres de su reino eran hijos de aquellos que debían
ser sus padres o cuáles no, y que de esta manera podría aumentar mucho su
riqueza, pues los moros no heredan nada de su padre si no son
verdaderamente sus hijos. Y para esto mandó darles una sala en la que
hiciesen la tela.
Y ellos le dijeron que, para que viese que no le querían engañar, les
mandase encerrar en aquella sala hasta que la tela estuviese hecha. De esto se
alegró mucho el rey. Y después de conseguir, para hacer la tela, mucho oro y

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plata y seda y mucho dinero para que la hiciesen, entraron en aquella sala y
los encerraron allí.
Y ellos colocaron sus telares y hacían como si todo el día estuvieran
tejiendo la tela. Y al cabo de algunos días, fue uno de ellos a decirle al rey que
la tela estaba ya comenzada y que era la cosa más hermosa del mundo. Y le
dijo con qué figuras y con qué labores la habían empezado a fabricar y que, si
lo tenía a bien, fuese a verla, pero que no entrase con él nadie en el mundo.
De esto se alegró el rey mucho.
Y el rey, queriendo comprobar aquello antes que otro, envió a un criado
suyo para que la viese, pero no le advirtió que le dijera después la verdad.
Y cuando el camarero vio a los maestros y lo que decían, no se atrevió a
decir que no la veía. Cuando volvió a donde estaba el rey, dijo que había visto
la tela. Y después envió a otro y le dijo lo mismo. Y después de que todos los
que el rey envió le dijeron que habían visto la tela, fue el rey a verla.
Y cuando entró en la sala, vio a los maestros que estaban tejiendo y
decían: «Esto es tal labor y esto es tal dibujo y esto es tal figura y esto es tal
color», y todos estaban de acuerdo en lo mismo. Y ellos no tejían ninguna
cosa. Cuando el rey vio que ellos no tejían y decían de qué manera era la tela,
y que él no la veía y que la habían visto los otros, se consideró muerto, pues
consideró que por no ser hijo del rey que él consideraba que era su padre, por
eso no podía ver la tela; y temió que si dijese que no la veía perdería el reino.
Y por eso, comenzó a alabar mucho la tela y aprendió muy bien la manera en
que decían aquellos maestros que la tela estaba hecha.
Y cuando estaba en su corte con las gentes, comenzó a decir maravillas de
cuán buena y cuán maravillosa era aquella tela, y hablaba de las figuras y de
las cosas que había en el paño, a pesar de que él tenía una muy grave
sospecha. Al cabo de dos o tres días, mandó a su alguacil a que fuera a ver la
tela. Y el rey le contó las maravillas y las rarezas que había visto en aquella
tela. Y el alguacil fue allá. Y cuando entró y vio a los maestros que tejían y
hablaban de las figuras y de las cosas que había en la tela y oyó decir al rey
que la había visto y que él no la veía, creyó que porque no era hijo de aquel
padre que él pensaba, por eso no la veía. Y pensó que, si lo supiesen, perdería
toda su honra. Y por eso comenzó a alabar la tela tanto como el rey o más.
Y cuando volvió a donde estaba el rey y le dijo que había visto la tela y
que era la más notable y la más hermosa cosa del mundo, se consideró el rey
todavía más desgraciado pensando que, puesto que el alguacil había visto la
tela y él no la había visto, ya no había duda de que él no era hijo del rey que él
pensaba. Y por eso, comenzó a alabar más y a insistir más en las bondades y

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en lo notable de la tela y de los maestros que tal cosa sabían hacer. Y al día
siguiente envió el rey a otro consejero suyo, y le ocurrió como al rey y a los
otros.
¿Qué más os podría decir? De esta forma y por este miedo fueron
engañados el rey y cuantos vivían en el país, pues ninguno se atrevía a decir
que no veía la tela. Y así ocurrieron las cosas hasta que llegó una fiesta
importante. Y le dijeron todos al rey que se vistiese con aquellas telas para la
fiesta. Y los maestros la trajeron envueltas en muy buenas sábanas, e hicieron
como que desenvolvían la tela y preguntaron al rey qué quería que cortasen de
aquella tela. Y el rey dijo qué vestidos quería. Y ellos hacían como que
cortaban y que medían la forma que tenían que tener los vestidos, que después
coserían.
Cuando llegó el día de la fiesta, vinieron los maestros al rey, con sus telas
cortadas y cosidas, e hicieron como que lo vestían y que le alisaban las telas.
Y así lo hicieron hasta que el rey creyó que estaba vestido, pues él no se
atrevía a decir que no veía la tela.
Y en cuanto estuvo vestido tan bien como habéis oído, montó a caballo
para andar por la ciudad. Pero, con todo, le vino bien, pues era verano.
Y cuando las gentes lo vieron venir así y sabían que el que no veía aquella
tela no era hijo del padre que él creía, pensaba cada uno que los otros la veían
y que, puesto que él no la veía, si lo dijese, estaría perdido y deshonrado. Y
por eso quedó ese secreto guardado, y nadie se atrevía a descubrirlo, hasta que
un negro que cuidaba el caballo del rey y que no tenía nada que pudiese
perder llegó al rey y le dijo:
—Señor, a mí no me importa que me tengáis por hijo de aquel padre que
yo digo, ni de otro, y por eso, os digo que yo soy ciego o vos desnudo vais.
El rey comenzó a reñirle diciendo que, como no era hijo del padre que él
creía, por eso no veía sus vestidos.

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Cuando el negro dijo esto, otro que lo oyó dijo eso mismo, y así lo fueron
diciendo hasta que el rey y los otros perdieron el miedo de reconocer la
verdad y comprendieron el engaño que los burladores habían hecho. Y

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cuando los fueron a buscar, no los hallaron, pues se habían ido con lo que se
habían llevado del rey con el engaño que habéis oído.
Y vos, señor conde Lucanor, pues aquel hombre os pide que nadie en
quien confiéis sepa nada de lo que él os dice, estad seguro de que piensa en
engañaros, pues bien debéis comprender que no tiene él motivos para querer
más vuestro beneficio, porque no tiene con vos tanta obligación como todos
los que con vos viven, que tienen muchas obligaciones, y bien establecidas
por vos, por las que deben querer vuestro beneficio y servicio.
El conde consideró este como un buen consejo, y lo hizo así y le dio buen
resultado.
Y viendo don Juan que este era un buen ejemplo, lo hizo escribir en este
libro e hizo estos versos que dicen así:

Quien te aconseja ocultar algo a tus amigos,


debes saber que engañarte le importa un higo.

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De lo que le sucedió a un mozo que se casó con una
mujer muy fuerte y muy brava

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, y le dijo:


—Patronio, un criado mío me ha dicho que le han arreglado un
casamiento con una mujer muy rica e incluso que es de mayor posición que
él, y que es el casamiento muy bueno para él, excepto por un inconveniente
que tiene. Y el inconveniente es este: me dijo que le han dicho que aquella
mujer es la más fuerte y la más brava cosa del mundo.
Y ahora os ruego que me aconsejéis si le mando que se case con aquella
mujer, pues sabe de qué carácter es, o si le mando que no lo haga.
—Señor conde —dijo Patronio—, si él fuese tal como fue el hijo de un
noble que era moro, aconsejadle que se case con ella, pero si no fuese como
él, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le dijese cómo había sido aquello.
Patronio le dijo que en una villa había un noble que tenía un hijo, el mejor
mozo que podía existir, pero no era tan rico como para poder conseguir tantas
cosas y tan grandes como su ambición le daba a entender que debía conseguir.
Y por eso andaba él con gran preocupación, pues tenía buen propósito pero no
tenía el poder de llevarlo a cabo.
En aquella misma villa había otro hombre mucho más noble y más rico
que su padre, y tenía una hija única, y era muy distinta de aquel mozo, pues
todo lo que aquel mozo tenía de buen carácter, lo tenía de malo y rebelde la
hija del noble. Y por eso nadie quería casarse con aquel diablo.
Aquel mozo tan bueno se dirigió un día a su padre y le dijo que sabía bien
que él no era tan rico como para darle medios con los que él pudiese vivir
como correspondía a su condición, y puesto que iba a verse obligado a llevar
una vida pobre y miserable o a irse de aquella tierra, si él lo considerase bien,
le parecía más juicioso pensar en algún casamiento con el que pudiese

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conseguir algún medio de vida. Y el padre le dijo que se alegraría mucho si
pudiese hallar para él un casamiento que le conviniese.
Entonces le dijo su hijo que, si él quisiese, podría arreglar que aquel noble
que tenía aquella hija se la diese para él. Cuando el padre oyó esto, se quedó
muy maravillado, y le dijo que cómo se le ocurría tal cosa, que no había nadie
que la conociese que, por pobre que fuese, quisiese casarse con ella. El hijo le
dijo que le pedía por favor que le arreglase aquel casamiento. Y tanto le
insistió que, aunque el padre lo consideró muy extraño, se lo concedió.

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Y se dirigió de inmediato a aquel noble, y ambos eran muy amigos, y le
dijo todo lo que había hablado con su hijo y le rogó que, puesto que su hijo se

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atrevía a casarse con su hija, que le diese el gusto de dársela para él. Cuando
el noble oyó esto a aquel amigo suyo, le dijo:
—Por Dios, amigo, si yo tal cosa hiciese, me comportaría con vos como
un falso amigo, pues vos tenéis un hijo muy bueno, y pensaría que cometía
una muy gran maldad si yo consintiese su mal o su muerte. Y estoy seguro de
que, si se casase con mi hija, acabaría muerto o le valdría más estar muerto
que vivo. Y no creáis que os digo esto por no cumplir con vuestro deseo,
pues, si la queréis, a mí me complace mucho darla a vuestro hijo o a
cualquiera que me la saque de casa. Y aquel amigo suyo le dijo que le
agradecía mucho cuanto le decía y que, puesto que su hijo quería aquel
casamiento, le rogaba que le diese gusto.
Y el casamiento se hizo y llevaron a la novia a casa de su marido. Y los
moros tienen por costumbre preparar la cena a los novios y les ponen la mesa
y los dejan en su casa hasta el día siguiente. Y aquellos lo hicieron así. Pero
estaban los padres y las madres y parientes del novio y de la novia con gran
temor, pensando que al día siguiente hallarían al novio muerto o muy
maltrecho.
Cuando ellos se quedaron solos en casa, se sentaron a la mesa, y antes de
que ella pudiese decir nada, miró el novio alrededor de la mesa y vio un perro
y le dijo con bastante fiereza:
—¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. Y él comenzó a enfurecerse y le dijo con más fiereza
todavía que le diese agua para las manos. Y el perro no lo hizo. Y cuando vio
que no lo hacía, se levantó muy furioso de la mesa y echó mano a la espada y
se fue para el perro. Cuando el perro lo vio venir hacia él, comenzó a huir, y
el otro detrás de él, saltando ambos sobre la ropa y sobre la mesa y sobre el
fuego. Y tanto anduvo detrás de él, que lo alcanzó, y le cortó la cabeza y las
patas, y lo hizo todo pedazos y ensangrentó toda la casa y toda la mesa y la
ropa.
Y así, muy furioso y todo ensangrentado, se volvió a sentar a la mesa y
miró alrededor, y vio un gato y le dijo que le diese agua para las manos. Y
como no lo hizo, le dijo:
—¡Cómo, don falso traidor! Pero ¿no has visto lo que le he hecho al perro
porque no quiso hacer lo que le mandé yo? Prometo a Dios que si un poco o
más discutes conmigo, lo mismo te haré a ti que al perro.
El gato no lo hizo, pues tan poca costumbre tiene de dar agua para las
manos como el perro. Y como no lo hizo, se levantó y lo cogió por las patas y

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lo golpeó contra la pared e hizo de él más de cien pedazos, y mostró mucha
más furia contra él que contra el perro.
Y así, fiero y furioso y haciendo feos gestos se volvió a la mesa y miró a
todas partes. La mujer, que lo vio hacer esto, se figuró que estaba loco o fuera
de sí, y no decía nada.
Y después de mirar para todas partes, vio a su caballo, que estaba en la
casa y era el único que tenía, y le dijo con mucha fiereza que le diese agua
para las manos. El caballo no lo hizo. Cuando vio que no lo hacía, le dijo:
—¡Cómo, don caballo! ¿Creéis que porque no tengo otro caballo, que por
eso os dejaré si no hacéis lo que yo os mande? Cuidado con eso que, si para
vuestra desgracia, no hicierais lo que yo os mande, yo juro por Dios que tan
mala muerte os daré como a los otros, y no existe cosa viva en el mundo que
me desobedezca a la que eso mismo no le haga.
El caballo se quedó quieto. Y cuando vio que no cumplía su orden, se fue
para él y le cortó la cabeza con la mayor furia que podía mostrar y lo
despedazó todo.
Cuando la mujer vio que mataba al caballo, no teniendo otro, y que decía
que lo mismo haría a cualquiera que su orden no cumpliese, consideró que
esto ya no era un juego y le entró tanto miedo que no sabía si estaba muerta o
viva.
Y él, así, fiero y furioso y ensangrentado todo, se volvió a la mesa jurando
que, si mil caballos u hombres o mujeres hubiese en casa que le
desobedeciesen, a todos mataría. Y se sentó y miró para todas partes con la
espada ensangrentada en el regazo. Y después de mirar a una parte y a otra y
no ver cosa viva, volvió los ojos hacia su mujer muy fieramente y le dijo con
gran furia, con la espada en la mano:
—Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazara entera, se
levantó muy deprisa y le dio agua para las manos. Y le dijo él:
—¡Ah, cómo agradezco a Dios que hayáis hecho lo que os mandé, pues, si
no hubiera sido así, por el pesar que estos locos me han producido, lo mismo
os habría hecho a vos que a ellos!
Después le mandó que le diese de comer, y ella lo hizo.
Y cada vez que le decía alguna cosa, tan fieramente se lo decía y con tal
tono, que ella creía que su cabeza rodaba ya por el suelo.
Así pasó la noche entre ellos, sin que ella hablara nunca, sino que hacía lo
que le mandaba. Después de dormir un rato, le dijo él:

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—Con la furia que he tenido esta noche, no he podido dormir bien.
Procurad que no me despierte mañana nadie y tenedme bien preparada la
comida.
Por la mañana, muy temprano, los padres y las madres y parientes
llegaron a la puerta y, como no se oía a nadie, creyeron que el novio estaba
muerto o herido. Y cuando vieron entre las puertas a la novia y no al novio, lo
creyeron más todavía.
Cuando ella los vio en la puerta, se acercó muy despacio y, con gran
miedo, les dijo:
—¡Locos, traidores! ¿Qué hacéis y cómo os atrevéis a acercaros a la
puerta ni a hablar? ¡Callad, si no todos, tanto vosotros como yo, seremos
muertos!

Cuando oyeron esto, todos se quedaron muy maravillados. Y cuando


supieron lo que había ocurrido, apreciaron mucho al mozo, porque así había

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sabido hacer lo que le correspondía y gobernar tan bien su casa.
Y desde aquel día en adelante, fue su mujer muy bien mandada y tuvieron
muy buena vida.
Pocos días después, su suegro quiso hacer lo mismo que había hecho su
yerno, y de esa misma manera mató un gallo; y le dijo su mujer:
—Por mi fe, don fulano, tarde os habéis acordado, porque ya no os valdría
de nada aunque mataseis cien caballos; antes habríais debido comenzar, pues
ahora nos conocemos demasiado bien. Y en cuanto a vos, señor conde, si ese
criado vuestro quiere casarse con tal mujer, si él es como aquel mozo,
aconsejadle con toda seguridad que se case con ella, porque él sabrá cómo
comportarse en su casa; pero, si no es una persona que entienda lo que debe
hacer y lo que le conviene, dejadle a su suerte. E incluso os aconsejo a vos
que a todos los hombres con los que tengáis que tratar les hagáis entender de
qué forma han de comportarse con vos.
El conde tuvo este por buen consejo, y lo hizo así y le dio buen resultado.
Y porque don Juan lo consideró un buen ejemplo, lo hizo escribir en este
libro e hizo estos versos que dicen así:

Si al comienzo no muestras quién eres,


nunca podrás después cuando quisieres.

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De lo que le sucedió a un hombre que se hizo amigo
y vasallo del Diablo

HABLABA UN DÍA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, un hombre me ha dicho que sabe muchas maneras, tanto de
agüeros como de otras cosas, para que yo pueda saber las cosas que están por
venir y para que pueda hacer muchas artimañas con las que podré aumentar
mucho mi hacienda; pero en estas cosas creo que no se puede evitar cometer
pecado. Y por la confianza que tengo en vos, os ruego que me aconsejéis
sobre lo que puedo hacer en esto.
—Señor conde —dijo Patronio—, para que vos hagáis en esto lo que más
os conviene, me gustaría que supieseis lo que sucedió a un hombre con el
Diablo.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde —dijo Patronio—, un hombre había sido muy rico y llegó
a tan gran pobreza que no tenía nada de que mantenerse. Y como no hay en el
mundo desgracia tan grande como convertirse en muy desdichado el que solía
ser dichoso, había llegado a tan gran pobreza que se dolía de ello mucho. Y
un día iba él, solo, por un monte, muy triste y meditando desesperadamente.
Y yendo así tan afligido, se encontró con el Diablo.

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Y aunque el Diablo sabe todas las cosas pasadas, y sabía la preocupación
con la que venía aquel hombre, le preguntó por qué venía tan triste. Y el

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hombre le dijo que para qué se lo iba a decir si él no le podría poner remedio
a la tristeza que él tenía.
Y el Diablo le dijo que, si quisiese hacer lo que él le dijera, le daría
solución para la preocupación que tenía. Y que, para que se convenciese de
que lo podía hacer, le diría en qué venía pensando y la razón por la que estaba
tan triste. Entonces le contó todas sus cosas y la razón de su tristeza como
quien la sabía muy bien. Y le dijo que, si quisiese hacer lo que él le dijera, lo
sacaría de toda su penuria y lo haría más rico de lo que ni él ni nadie de su
linaje habían sido nunca, pues él era el Diablo y tenía poder para hacerlo.
Cuando el hombre oyó decir que era el Diablo, le entró algo de miedo,
pero, por la gran aflicción y la gran pobreza en que estaba, dijo al Diablo que,
si él le buscaba la manera de poder ser rico, haría cuanto él quisiese.
Y creed que el Diablo siempre encuentra la ocasión para engañar a los
hombres. Cuando ve que están en alguna dificultad o en la pobreza o tienen
miedo o tienen ganas de satisfacer un deseo, entonces obtiene de ellos todo lo
que quiere. Y así buscó la manera de engañar a aquel hombre, aprovechando
la ocasión de que estaba en aquella aflicción.
Entonces se pusieron de acuerdo los dos y el hombre se convirtió en su
vasallo. Y en cuanto el trato se hizo, dijo el Diablo al hombre que de allí en
adelante se dedicase a robar, pues nunca hallaría puerta ni casa, por bien
cerrada que estuviese, que él no se la abriese enseguida. Y si por casualidad
en algún aprieto se viese o fuese preso, que lo llamase enseguida y le dijese:
«Socorredme, don Martín», que enseguida estaría con él y lo libraría del
peligro en que estuviese. Una vez hecho el pacto, se separaron.
Y el hombre se dirigió a casa de un mercader, siendo noche oscura, pues
los que quieren hacer el mal siempre aborrecen la luz. Y en cuanto llegó a la
puerta, el Diablo se la abrió, y eso mismo hizo con las arcas, de modo que
enseguida consiguió mucho dinero.
Otro día cometió otro robo muy grande y después otro, hasta que fue tan
rico que no se acordaba de la pobreza que había pasado. Y el desdichado, no
sintiéndose satisfecho con haber escapado de la penuria, comenzó a robar
todavía más. Y tantas veces robó, que fue preso.
Y en cuanto lo prendieron, llamó a don Martín para que lo socorriese, y
don Martín llegó muy deprisa y lo libró de la prisión. Y cuando el hombre vio
que don Martín había sido tan cumplidor, comenzó a robar como al principio
y cometió muchos robos, de modo que fue más rico y se alejó más de la
penuria.

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Y robó tanto que fue otra vez preso y llamó a don Martín, pero don Martín
no vino tan pronto como él hubiera querido. Y los jueces del lugar donde se
había cometido el hurto comenzaron a hacer pesquisas sobre aquel robo. Y
estando así el asunto, llegó don Martín, y el hombre le dijo:
—¡Ah, don Martín, qué miedo tan grande me habéis hecho pasar! ¿Por
qué tardabais tanto?
Y don Martín le dijo que estaba en otros grandes aprietos y que por eso
había tardado, y lo sacó enseguida de la prisión.
El hombre volvió a robar. Y después de muchos robos, fue preso. Y hecha
la pesquisa, dictaron sentencia contra él. Y estando la sentencia dictada, llegó
don Martín y lo sacó.
Y él volvió a robar, porque veía que siempre lo socorría don Martín. Y
otra vez fue preso y llamó a don Martín, y no vino, y tardó tanto que fue
condenado a muerte. Y estando condenado, llegó don Martín y presentó una
apelación ante el rey y lo libró de la prisión y quedó suelto.
Después volvió a robar y fue preso y llamó a don Martín y no llegó hasta
que lo condenaron a ser ahorcado. Y estando al pie de la horca, llegó don
Martín, y el hombre le dijo:
—¡Ah, don Martín, sabed que esto no es un juego, que os digo que he
pasado un gran miedo!
Y don Martín le dijo que él le traía quinientos maravedíes en una bolsa
para que se los diese al juez y que enseguida estaría libre. El juez había
mandado ya que lo ahorcasen, y no hallaban soga para ahorcarlo. Y mientras
buscaban la soga, llamó el hombre al juez y le dio la bolsa con el dinero.
Creyendo el juez que le daba quinientos maravedíes, dijo a las gentes que allí
estaban:
—Amigos, ¡quién ha visto nunca que faltase soga para ahorcar a un
hombre! Ciertamente, este hombre no es culpable, y Dios no quiere que
muera y por eso falta la soga. Pero retengámoslo hasta mañana y
averiguaremos más de este asunto, pues, si culpable es, aquí estaremos para
cumplir mañana con la justicia.
Y esto lo hacía el juez por librarlo, por los quinientos maravedíes que
creía que le había dado. Y habiendo llegado a este acuerdo, se apartó el juez y
abrió la bolsa. Y creyendo que iba a hallar los quinientos maravedíes, no halló
el dinero, sino que halló una soga en la bolsa. Y en cuanto vio esto, lo mandó
ahorcar.
Y cuando lo estaban poniendo en la horca, vino don Martín y el hombre le
dijo que lo socorriese. Y don Martín le dijo que siempre él socorría a todos

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sus amigos hasta que los hacía llegar a tal lugar.
Y así perdió aquel hombre su vida y el alma, creyendo al Diablo y
fiándose de él. Y estad seguro de que nunca nadie que creyera o se fiara de él
no llegase a tener un mal fin. Si no, pensad en todos los agoreros, videntes o
adivinos o los que hacen círculos mágicos para invocar al demonio o hacen
encantamientos o cualquier cosa de estas, y veréis qué fin tuvieron.
Y vos, señor conde Lucanor, si queréis hacer bien a vuestro cuerpo y a
vuestra alma, confiad sinceramente en Dios y poned en él todas vuestras
esperanzas, y ayudaos vos cuanto podáis, y Dios os ayudará. Y no creáis ni
confiéis en agüeros ni en otros desatinos, pues estad seguro de que, de los
pecados del mundo, el que a Dios más pesa y con el que mayor ofensa y
mayor agravio se comete contra Dios es observar agüeros y cosas semejantes.
El conde consideró este como un buen consejo, y lo hizo así, y le dio buen
resultado.
Y porque don Juan consideró este como un buen ejemplo, lo hizo escribir
en este libro, e hizo estos versos que dicen así:

El que en Dios no pone su esperanza


tendrá mala muerte, tendrá malandanza.

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De lo que le sucedió a uno que probaba a sus amigos

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta


manera:
—Patronio, según mi parecer, yo tengo muchos amigos que me declaran
que ni por miedo de perder la vida ni nada de lo que tienen, dejarían de hacer
lo que me conviniese, que por nada del mundo que pudiese suceder me
abandonarían. Y por el buen entendimiento que vos tenéis, os ruego que me
digáis de qué manera podré yo saber si estos amigos míos harían por mí tanto
como dicen.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, los buenos amigos son la
mejor cosa del mundo. Y creed que cuando viene una gran necesidad y un
gran apuro, halla uno menos de los que piensa; y además, cuando la necesidad
no es grande, es difícil probar quién sería un amigo verdadero en caso de un
gran apuro. Pero, para que vos podáis saber cuál es el amigo verdadero, me
gustaría que supieseis lo que sucedió a un hombre honrado con un hijo suyo
que decía que tenía muchos amigos.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, un hombre honrado tenía un
hijo y, entre las cosas que le mandaba y le aconsejaba, le decía siempre que se
esforzase en tener muchos y buenos amigos. El hijo lo hizo así y comenzó a
juntarse y a compartir lo que tenía con muchos hombres con tal de tenerlos
por amigos. Y todos aquellos decían que eran sus amigos y que harían por él
cuanto conviniese y que arriesgarían por él las vidas y cuanto en el mundo
tuviesen cuando fuera necesario.
Un día, estando aquel joven con su padre, le preguntó si había hecho lo
que le había mandado y si había conseguido muchos amigos. Y el hijo le dijo
que sí, que tenía muchos, pero especialmente entre todos los demás había
hasta diez de los que estaba seguro de que ni por miedo de la muerte ni por
ningún tipo de miedo nunca le fallarían, ni en un apuro ni en la pobreza ni en
cualquier desgracia que le sucediese.

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Cuando el padre oyó esto, le dijo que se maravillaba de que en tan poco
tiempo pudiera tener tantos amigos, y de tal condición, pues él, que era muy
anciano, nunca en toda su vida había podido tener más de un amigo y medio.
El hijo comenzó a porfiar diciendo que era verdad lo que él le decía de sus
amigos. Cuando el padre vio que tanto porfiaba el hijo, dijo que los probara
de esta manera: que matase un puerco y que lo metiese en un saco y que se
fuese a casa de cada uno de aquellos amigos, y que les dijese que era un
hombre que él había matado y que era verdad, y que si aquello fuese
conocido, no había nada en el mundo que le hiciera escapar de la muerte a él
y a cuantos se supiese que sabían de aquel asunto. Y que les rogase que,
puesto que sus amigos eran, escondiesen a aquel hombre y, si fuera necesario,
que estuviesen dispuestos a defenderlo.
El mancebo lo hizo y fue a probar a sus amigos según su padre le había
mandado. Y cuando llegó a sus casas y les contó el asunto tan peligroso que
le había sucedido, todos le dijeron que en cualquier otra cosa lo ayudarían,
pero que en esto, que les podría hacer perder la vida y todo lo que tenían, no
se atrevían a ayudarlo y que, por amor de Dios, que tuviese cuidado de que no
supiese nadie que había ido a sus casas. Aun así, de estos amigos, algunos le
dijeron que no se atrevían a ayudarlo, pero que irían a rezar por él; y otros le
dijeron que cuando lo llevasen a la muerte, que no lo dejarían solo hasta que
se hubiese ejecutado la sentencia y que le darían honra en su entierro.
Cuando el joven probó de esta manera a todos sus amigos y no obtuvo
ayuda de ninguno, volvió a su padre y le dijo todo lo que le había sucedido.
Cuando el padre lo vio venir así, le dijo que bien podía ver ya que más saben
los que han visto y probado muchas cosas que los que nunca habían pasado
por nada. Entonces le dijo que él no tenía más que un amigo y medio, y que
fuese a probarlos.
El joven fue a probar al que su padre tenía por medio amigo. Y llegó a su
casa de noche y llevaba el puerco muerto a cuestas, y llamó a la puerta de
aquel medio amigo de su padre y le contó la desgracia que le había sucedido y
la respuesta que había encontrado en todos sus amigos, y le rogó que por la
amistad que tenía con su padre le socorriese en aquella aflicción.
Cuando el medio amigo de su padre vio aquello, le dijo que no tenía con
él amistad ni confianza como para arriesgarse tanto, pero, por la amistad que
tenía con su padre, se lo escondería. Entonces cogió el saco con el puerco a
cuestas, creyendo que era un hombre, y lo llevó a una huerta suya y lo enterró
debajo de unas coles, y puso las coles tal como antes estaban y le deseó al
joven buena suerte.

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Y cuando habló con su padre, le contó lo que le había sucedido con aquel
medio amigo suyo. El padre le mandó que otro día, cuando estuviesen en
alguna reunión, con motivo de cualquier cosa de la que estuviesen hablando,
que comenzase a discutir con su medio amigo y, con la excusa de la porfía, le
diese un puñetazo en el rostro. El joven hizo lo que le mandó su padre. Y
cuando se lo dio, lo miró el honrado hombre y le dijo:
—Sin duda, hijo, has hecho mal; pero te digo que, ni por este ni por otro
agravio mayor, descubriré las coles del huerto.
Y cuando el joven contó esto a su padre, le mandó que fuese a probar al
que era su amigo entero. Y el hijo lo hizo. Y cuando llegó a casa del amigo de
su padre y le contó todo lo que le había sucedido, dijo el honrado hombre,
amigo de su padre, que él lo salvaría de la muerte y de cualquier daño.
Sucedió que en aquellos días habían matado a un hombre en aquella
ciudad, y no podían saber quién lo había matado. Y como algunos vieron que
aquel joven había ido con aquel saco a cuestas muchas veces de noche,
creyeron que él lo había matado.
¿Para qué voy a alargarme más? El joven fue condenado a muerte. Y el
amigo de su padre había hecho cuanto había podido para liberarlo. Cuando
vio que de ninguna manera podía librarlo de la muerte, dijo a los jueces que
no quería que cayera sobre su conciencia la muerte de aquel joven, que
supiesen que aquel joven no había matado al hombre, sino que lo había
matado un hijo suyo, el único que tenía. E hizo que el hijo lo reconociese, y el
hijo lo confirmó, y lo ejecutaron. Y escapó de la muerte el hijo del hombre
honrado que era amigo de su padre.
Ahora, señor conde Lucanor, os he contado cómo se prueba a los amigos,
y este ejemplo es bueno para saber en este mundo quiénes son amigos, y que
se deben probar antes de meterse uno en un gran peligro confiando en ellos, y
que se debe saber hasta dónde estarían dispuestos a llegar por uno si fuera
necesario. Pues estad seguro de que algunos son buenos amigos, pero
muchos, y tal vez los más, son amigos mientras la felicidad dura.
Además, este ejemplo se puede entender espiritualmente de esta
manera[14]: todos los hombres del mundo creen que tienen amigos, y cuando
viene la muerte, los tienen que probar en aquella aflicción. Y acuden a los
seglares, y les dicen que bastante tienen con lo suyo; acuden a los religiosos,
y les dicen que rogarán a Dios por ellos; acuden a la mujer y a los hijos, y les
dicen que irán con ellos hasta la fosa y que les darán honra y los enterrarán. Y
así prueban a todos los que ellos creían que eran sus amigos. Y cuando no
hallan en ellos ninguna solución para escapar de la muerte, de la misma

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manera que volvió el hijo después de que no halló una buena respuesta en
ninguno de los que creía que eran sus amigos, se vuelven hacia Dios, que es
su padre, y Dios les dice que prueben a los santos, que son medios amigos
suyos. Y ellos lo hacen. Y tan grande es la bondad de los santos y, sobre todo,
de Santa María, que no dejan de rogar a Dios por los pecadores. Y Santa
María le demuestra cómo fue su madre y cuánto trabajo se tomó en tenerlo y
en criarlo, y los santos le muestran las penurias y las penas y los tormentos y
los sufrimientos que recibieron por él. Y todo esto hacen por encubrir los
errores de los pecadores. Y aunque les hayan producido mucho enojo, no los
descubren, así como no descubrió el medio amigo el puñetazo que le dio el
hijo de su amigo. Y cuando el pecador ve espiritualmente que por todas estas
cosas no puede escapar de la muerte del alma, se vuelve a Dios, así como
volvió el hijo al padre cuando no halló quien le pudiese hacer escapar de la
muerte. Y nuestro señor Dios, como padre y amigo verdadero, acordándose
del amor que tiene al hombre, que es criatura suya, hizo como el buen amigo,
pues envió a su hijo Jesucristo que muriese, no teniendo ninguna culpa y
estando sin pecado, para deshacer las culpas y los pecados que los hombres
merecían. Y Jesucristo, como buen hijo, fue obediente a su padre. Y siendo
verdadero Dios y verdadero hombre, quiso recibir, y recibió, la muerte, y
redimió a los pecadores con su sangre.
Y ahora, señor conde, pensad cuáles de estos amigos son mejores y más
verdaderos o por cuáles debería uno esforzarse más para ganarlos como
amigos.
Al conde le gustaron mucho todas estas razones y consideró que eran muy
buenas.
Y entendiendo don Juan que este ejemplo era muy bueno, lo hizo escribir
en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Ningún hombre podría tan buen amigo hallar


como Dios, que lo quiso con su sangre comprar[15].

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De lo que le sucedió al que echaron desnudo a una
isla cuando le quitaron su señorío

OTRA VEZ HABLABA EL conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le dijo:


—Patronio, muchos me dicen que, puesto que yo soy tan honrado y tan
poderoso, haga cuanto pueda para conseguir gran riqueza y gran poder y gran
honra, pues esto es lo que más me conviene y lo que más me corresponde. Y
como yo sé que siempre me aconsejáis lo mejor y que lo seguiréis haciendo
en adelante, os ruego que me aconsejéis lo que más me conviene en esto.
—Señor conde —dijo Patronio—, este consejo que vos me pedís es difícil
de dar por dos razones: primeramente, porque en este consejo que vos me
pedís tendré que hablar en contra de vuestros deseos; y por otra parte, porque
es muy difícil hablar contra el consejo que se da aparentemente en provecho
del señor. Y como en este consejo se dan estas dos cosas, me es muy difícil
hablar contra él, pero puesto que todo consejero, si leal es, no debe mirar sino
por dar el mejor consejo y no mirar su provecho ni su perjuicio ni si le agrada
al señor ni si le pesa, sino decirle lo que se considere mejor, por todo esto, yo
no dejaré de deciros respecto a este consejo lo que entiendo que es más
provechoso para vos y os conviene más. Y por eso, os digo que lo que esto
dicen en parte os aconsejan bien, pero no es el consejo conveniente ni bueno
para vos. Pero para que sea del todo conveniente y bueno, me gustaría mucho
que supieseis lo que sucedió a un hombre al que hicieron señor de una gran
tierra.
El conde le preguntó cómo había sido aquello.
—Señor conde Lucanor —dijo Patronio—, en un país tenían por
costumbre que cada año nombraban a un señor. Y mientras duraba aquel año,
hacían todas las cosas que él mandaba y, en cuanto el año terminaba, le
quitaban todo lo que tenía y lo desnudaban y lo echaban a una isla solo, de
modo que no se quedaba nadie con él.

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Y sucedió que obtuvo una vez aquel señorío un hombre que fue de mayor
inteligencia y más prevenido que los que fueron antes señores del país. Y
como sabía que una vez que el año pasase, le habían de hacer lo que a los
otros, antes de que se acabase el año de su mandato mandó con gran secreto
hacer, en aquella isla donde sabía que lo habían de echar, una morada muy
buena y muy bien dispuesta, en la que puso todas las cosas que eran
necesarias para toda su vida. Y construyó la morada en un lugar tan
encubierto que nunca se la pudieron descubrir los que le dieron aquel señorío.
Y dejó a algunos amigos en aquella tierra a los que había hecho muchos
favores y les dio el encargo de que, si por casualidad tuviese necesidad de
alguna cosa que él no se hubiera acordado de enviar antes, se la enviasen
ellos, de modo que no le faltase nada.
Cuando se cumplió el año y los del país le quitaron el señorío y lo echaron
desnudo a la isla, tal como hicieron a los otros que fueron señores antes que
él, como él había sido prevenido y había hecho una morada en la que podía
vivir con mucho deleite y a su gusto, se fue para ella y vivió en ella muy feliz.
Y vos, señor conde Lucanor, si queréis ser bien aconsejado, pensad que
este tiempo que tenéis que vivir en este mundo, y puesto que estáis seguro de
que lo tenéis que dejar y que tenéis que salir desnudo de él y que no podéis
llevaros de este mundo sino las obras que hagáis, procurad hacerlas de tal
calidad que, cuando salgáis de este mundo, tengáis una morada de la misma

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calidad hecha en el otro, de modo que, cuando os echen desnudo de este
mundo, halléis una buena morada para toda vuestra vida. Y sabed que la vida
del alma no se cuenta por años, sino que dura para siempre jamás, pues el
alma es cosa espiritual y no se puede corromper, sino que dura y queda para
siempre. Y sabed que las obras buenas o malas que el hombre hace en este
mundo, todas las tiene Dios guardadas para dar recompensa por ella en el otro
mundo, según los merecimientos. Y por todas estas razones os aconsejo yo
que hagáis tales obras en este mundo que, cuando de él tengáis que salir,
halléis buena posada en aquel donde tenéis que durar para siempre. Y que por
conseguir una elevada posición y las honras de este mundo, que son vanas y
perecederas, no queráis perder lo que es cierto que ha de durar para siempre
jamás. Y las buenas obras hacedlas sin soberbia y sin vanagloria, que, aunque
vuestras buenas obras sean conocidas, siempre deberían ser encubiertas, pues
no las hacéis por soberbia ni vanagloria. Además, dejad acá tales amigos que
lo que vos no podáis acabar en esta vida lo acaben ellos en provecho de
vuestra alma. Pero respetando estas cosas, todo lo que pudiereis hacer por
llevar adelante vuestra honra y vuestra posición creo que lo debéis hacer y es
bueno que lo hagáis.
El conde consideró este como un buen ejemplo y como un buen consejo y
rogó a Dios que lo guiase para que lo pudiese llevar a cabo como Patronio le
decía.
Y entendiendo don Juan que este ejemplo era bueno, lo hizo escribir en
este libro e hizo estos versos que dicen así:

Por este mundo perecedero


no pierdas el que es duradero.

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Don Juan Manuel: vida de un gran señor medieval

Así comenta el historiador Sánchez Cantón el retrato del autor de El conde


Lucanor que se conserva en la catedral de Murcia: «Don Juan Manuel, de
barba y cabellos canos y luengos, viste túnica de grana, está de hinojos ante
Santa Lucía; es este quizá el primer retrato pintado que de un escritor español
se conserva: sus ojos son hermosos y rasgados; fina y larga la nariz; nobles
las facciones, que expresan inteligencia, energía y desengaño».
Sin duda, de inteligencia, energía y desengaño estuvo hecha la vida del
infante don Juan Manuel, nacido en el castillo de Escalona (Toledo) en 1282
y muerto en Peñafiel (Valladolid) en 1348. Hijo del infante don Manuel de
Castilla y de doña Beatriz de Saboya, fue, por tanto, sobrino de Alfonso X el
Sabio y nieto del gran rey Fernando III el Santo. De estos dos reyes fue don
Juan Manuel el continuador natural, ya que ambos simbolizan los dos
caminos que recorrió el infante de manera particularmente intensa: el de las
armas y el de las letras.
Actuó siempre como un noble con clara conciencia de su condición.
Participó en numerosas guerras y se metió de lleno en las intrigas de la
agitada vida política de la Castilla de su tiempo. «Desde que nací —dice en
un ejemplo de El conde Lucanor— hasta ahora, siempre me crié y viví en
muy grandes guerras, a veces con cristianos y a veces con moros». Algunos
de sus biógrafos han señalado la falta de correspondencia entre los principios
morales que se desprenden de su obra y su vida como gran señor medieval,
una vida repleta de «zonas oscuras».
A los ocho años quedó huérfano de padre y madre y pronto se vio
envuelto en las luchas dinásticas de la época. En sus primeros pasos políticos
fue protegido por el rey Sancho IV, al que la familia de don Juan Manuel
había ayudado a subir al trono. En 1299 se casó con doña Isabel, infanta de
Mallorca, pero esta murió en 1301 sin haberle dado descendencia.
Como consecuencia de su matrimonio en 1303 con doña Constanza, hija
del rey Jaime II de Aragón, don Juan Manuel acepta al rey aragonés como rey

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de Murcia y como su señor natural, razón por la que, al parecer, Fernando IV
de Castilla, indignado con la actitud de su vasallo, intentó matarlo. Tras la
muerte de este rey castellano, don Juan Manuel ocupó un lugar muy
importante durante todo el período de la minoría de edad de Alfonso XI,
monarca que concertó su casamiento con Constanza, hija del infante. Aunque
el matrimonio llegó, incluso, a ser sancionado por las propias Cortes de
Castilla, nunca se celebró, iniciándose así el período más amargo de la vida de
don Juan Manuel, que fue desposeído por el rey de todos sus bienes y
honores. Muerta su segunda esposa y fracasada su ambición de ver convertida
a su hija en reina de Castilla, rompió sus vínculos con Alfonso XI y le declaró
la guerra, para lo que pidió ayuda, incluso, al reino moro de Granada. El
enfrentamiento entre el rey castellano y el infante tuvo su final en 1337, con
lo que recobró su patrimonio y el cargo de adelantado de Murcia, que había
heredado de su padre. En 1340 se alió con el rey castellano en su lucha contra
los musulmanes; el resultado de dicho enfrentamiento fue la victoria en la
batalla del Salado y la toma de la ciudad de Algeciras.
Su tercer matrimonio fue con doña Blanca Núñez de Lara, quien le dio
dos hijos más, don Fernando, al que dedicaría el Libro infinido o de los
castigos, y doña Juana.
Tras dejar la política, don Juan Manuel se retiró a Murcia para dedicarse
por entero al cultivo de la literatura. A su muerte, fue enterrado en el
monasterio de los frailes predicadores de Peñafiel, donde también habían
quedado depositados antes los manuscritos corregidos de sus obras, hoy
perdidos como su cadáver.
Sin embargo, este ambicioso guerrero, este gran señor que no tuvo
verdadera estima por ningún rey de Castilla (excepto por su abuelo
Fernando III), poseedor de una extensión de tierras inconcebible hoy y cuya
actividad favorita, como dejó constancia en sus libros, fue la caza, tuvo
también tiempo para dedicarse a la literatura y para desarrollar una conciencia
de escritor como no había tenido nadie antes en Castilla. Y en esto, como
hemos dicho, siguió la estela marcada por su tío Alfonso X.
Don Juan Manuel fue un hombre culto, más que los grandes señores de la
época e, incluso, más de lo que él mismo quiso reconocer. Leyó la prosa de su
tiempo e hizo suya toda la rica tradición de la cuentística medieval. Con El
conde Lucanor, don Juan Manuel logra hacer avanzar el idioma, todavía
titubeante, e impulsa la creación literaria en prosa poniendo los cimientos de
un riquísimo futuro literario para España.

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La creación de la prosa castellana

La prosa medieval tardó mucho más que el verso en convertirse en un


instrumento de transmisión literaria. Hay que recordar que los relatos épicos
(sobre el Cid o sobre Fernán González) y los milagros de la Virgen María se
componían en verso, la única estructura que por sí misma (por su ritmo y
rima, entre otros rasgos) tenía carácter literario. La prosa tuvo que luchar por
abrirse un hueco y crear sus propias estructuras literarias.
También tuvo que competir la prosa en lengua romance con el predominio
absoluto del latín. Si bien representantes de la Iglesia (como Berceo, por
ejemplo) habían utilizado el castellano, no era corriente que, para ciertos
asuntos como la historia, la ciencia y las leyes, se empleara la lengua vulgar.
Durante el siglo XIII, se desarrolla en España toda una literatura narrativa
con fines eminentemente didácticos, un acervo literario que don Juan Manuel
conocía perfectamente. Esta literatura didáctica está compuesta de libros
doctrinales y colecciones de sentencias, proverbios y dichos traducidos de
lenguas orientales o del latín al castellano a finales del reinado de
Fernando III el Santo y en la época de Alfonso X el Sabio. Algunos de los
títulos más importantes son Calila e Dimna, Sendebar, Bocados de oro,
Poridat de poridades, Libro de los buenos proverbios, Libro de los doce
sabios, Flores de Filosofía, Libro de los cien capítulos, etc. Recordemos
también los treinta y tres cuentos, de origen cristiano, árabe y persa, que
constituyen la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso, judío convertido al
cristianismo en 1106. Se trata de una colección de cuentos morales escritos en
latín. Es, pues, un ejemplario, tradición a la que pertenece claramente El
conde Lucanor.
Por su importancia, detengámonos en uno de los títulos mencionados
anteriormente, el Libro de Calila e Dimna. Se trata de una colección de
cuentos de origen hindú que el todavía infante Alfonso (el futuro rey
Alfonso X) mandó traducir del árabe en 1251. En él se narran las aventuras de
dos lobos, Calila y Dimna, en la corte del león. La estructura de la obra es
muy sencilla: cada capítulo está encabezado por un cuento principal, al cual
se le van intercalando otros narrados por los personajes de la fábula. Al final,
se resumen en breves sentencias en verso, procedimiento que, como hemos
podido ver, seguirá posteriormente don Juan Manuel.
Como en tiempos remotos en la lejana India, donde los predicadores
budistas se servían de estas historias fundamentalmente tradicionales para

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enseñar los preceptos de su religión, también en España los predicadores
dominicos —con quienes tantas relaciones tuvo don Juan— se sirvieron en
sus sermones de ejemplos moralizadores para amenizar la enseñanza.
Esta abundante prosa doctrinal en lengua romance es un claro indicador
del proceso de creación de la prosa castellana, que tiene su origen en la
Escuela de Traductores de Toledo de la época del Arzobispo don Raimundo
(1125-1152). Además, durante el reinado de Fernando III el Santo empezó a
utilizarse el castellano en ciertos escritos jurídicos y, en 1252, se había
convertido en el idioma oficial de la cancillería.
Con Alfonso X, el castellano salió definitivamente de su infancia. El
ambicioso proyecto de este monarca implicaba la necesaria adaptación de la
lengua para abordar temáticas tan complejas como la científica o la histórica.
En este sentido, no solamente existía la necesidad de ampliar el vocabulario
con la incorporación de conceptos científicos, cultismos o palabras abstractas,
sino también de crear estructuras narrativas, maneras de contar que no se
habían probado hasta entonces en la lengua romance castellana, y, por
supuesto, de incrementar y diversificar los procedimientos sintácticos.
El reinado de Sancho IV, hijo de Alfonso X, supuso también un paso
importante para el desarrollo de la prosa doctrinal y narrativa, de la que son
representativos, respectivamente, los Castigos e documentos del rey don
Sancho y el Libro del caballero Zifar.
Con este legado, don Juan Manuel logró construir la primera gran obra
con un estilo muy personal y con unos procedimientos narrativos asombrosos
por su modernidad.

La obra de don Juan Manuel

Los estudiosos de don Juan Manuel han subrayado la importancia de su linaje


en la constitución de su obra. Era «nieto de Fernando III, hijo del infante don
Manuel, sobrino de Alfonso X, primo de Sancho IV, tío de Fernando IV, tutor
de Alfonso XI y padre de la que, por poco, pudo llamarse reina de Castilla»,
recuerda el filólogo Fernando Gómez Redondo. Su concepto sobre la nobleza
lo lleva a enfrentarse con los sucesivos reyes de Castilla, que se propusieron ir
minando poco a poco el excesivo poder que habían ido acumulando los
señores feudales. En gran parte, su obra no es sino un intento de defender sus
posturas y justificar sus acciones.
Tuvo, pues, una aguda conciencia de su honra (palabra que aparecerá una
y otra vez, casi obsesivamente, en su obra), de su posición social (o estado,

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como lo llama el propio don Juan Manuel), de sus obligaciones y de sus
derechos, tal como podemos leer en su obra: «Yo en España no vos hallo
amigo en igual grado, pues si fuera el rey de Castiella o su fijo heredero, estos
son vuestros señores; mas otro infante, ni otro hombre en el señorío de
Castilla, non es amigo en igual grado que vos; pues, loado a Dios, de linaje
non debéis nada a ninguno…», dice a su hijo Fernando en el Libro infinido.
Desde luego, nunca pudo imaginar don Juan Manuel que la fama de la que
tanto habla, y a la que tanto aspiró, no le vendría por tener sangre real ni por
sus hechos de armas, ni por sus inmensas posesiones, ni por su honra, ni por
su nobilísimo estado, sino por ser un contador de historias. Porque, además,
El conde Lucanor representa solo una pequeña parte de su obra y, sin
embargo, ha ocupado hasta hace poco casi en exclusividad la atención de la
crítica.
Oficio el de escritor, por cierto, muy poco apropiado para un señor feudal
como don Juan Manuel, tanto que se tiene casi que disculpar por ello, pues
era una ocupación más propia del estamento clerical que del suyo, pero, al fin
y al cabo, no era un arte de las llamadas útiles, reservada a los estamentos más
bajos, sino un arte liberal, es decir, propia de los hombres libres.
Si siglos atrás los grandes señores, los reyes incluso, eran analfabetos, y la
Iglesia reunía todo el saber escrito, en la época de don Juan Manuel asistimos
al nacimiento de una cultura laica, y es, en este sentido, muy importante la
labor de Alfonso X. En un mundo predominantemente rural aún, las ciudades
se iban desarrollando y cobrando importancia. Los mercaderes necesitaban
conocimientos, entre ellos la lectura y la escritura, para desarrollar su labor.
Los mismos señores feudales propiciaban la creación de una clase burocrática
para responder a las necesidades administrativas y organizativas de sus
dominios. Los nobles se interesaban por la cultura como instrumento para
defender sus intereses. Además, observando el poder acumulado a lo largo de
siglos por la Iglesia, los reyes, los nobles, los mercaderes… comprendieron el
enorme poder que tenía la escritura para la defensa y propagación de sus ideas
e intereses. En aquel momento, la Iglesia ya no monopolizaba el
conocimiento.
En consonancia con el personalismo de los nuevos tiempos, don Juan
Manuel se preocupó de corregir su obra, que depositó en el convento de los
frailes predicadores de Peñafiel, fundado por él. Por desgracia, un incendio
acabó con esos manuscritos tan cuidadosamente preparados. No obstante,
conservamos una buena parte de la obra del infante: Crónica abreviada, Libro
del caballero y del escudero, Libro de las armas, Libro infinido (o

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inacabado), Libro de los estados, Tratado de la Asunción de la Virgen María,
Libro de la caza y, por supuesto, El conde Lucanor.
Observando los títulos y el contenido de los libros, parece como si don
Juan Manuel hubiera querido proseguir en algunos momentos el quehacer
literario imitando los modelos de su tío Alfonso X el Sabio: libros de historia,
libros sobre la caballería y tratados de caza. Como ya hemos comentado
anteriormente, el resto de su obra se alza como un instrumento de
autoexaltación y de lucha contra sus adversarios, una forma de afianzar el
prestigio de su clase social y de contrarrestar los intentos de arrebatarle los
privilegios que dicha clase había llevado aparejados.

Libro de los ejemplos del conde Lucanor y de Patronio

Disponemos de cinco manuscritos de El conde Lucanor, cuatro del siglo XV y


uno del siglo XVI. La primera edición impresa de este libro de cuentos la
publicó el erudito Gonzalo Argote de Molina en 1575, en la ciudad de Sevilla.
Es el inicio de una celebridad solo comparable a la de su tío Alfonso X, que
también había merecido la atención de la imprenta poco antes, en 1540.
«Seguramente —afirma Fernando Gómez Redondo—, este fue el primer
libro que compuso don Juan con plena conciencia estilística: de ahí, las
reflexiones vertidas en sus prólogos sobre la necesidad de que el estilo del
escritor debe mantenerse inalterable, sujeto a las operaciones de selección y
de combinación a que el autor ha sometido sus conocimientos lingüísticos».
En El conde Lucanor hallamos tres planos temáticos fundamentales:
religioso, social y político. Consta de dos prólogos, en el primero de los
cuales ofrece la lista de los libros por él compuestos, nos declara
explícitamente su intención didáctica (salvar almas, pero también aumentar
honras y haciendas) y, como algo novedoso, muestra un extraordinario
interés en que su obra se transmita de la forma más fiel posible; en el segundo
prólogo, hace suya la antigua teoría de mezclar lo útil y lo deleitable para que
el lector asimile perfectamente la doctrina contenida en el libro, como una
medicina a la que se le añade algo dulce.
La primera parte del libro está formada por cincuenta y un ejemplos.
Numerosos críticos han señalado que, desde el punto de vista argumental, no
hay nada original en los relatos de don Juan Manuel. Las fuentes de casi todos
ellos han sido ya perfectamente localizadas y estudiadas. La originalidad de
don Juan radica en otro aspecto importantísimo, en el más puramente literario,
en la transmutación de un cuento extraído de la tradición o de una fuente

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escrita y su conversión en una verdadera obra maestra de la narración:
«Porque, en efecto, si es que la invención absoluta del tema no pertenece a
don Juan Manuel, este aporta siempre la bien meditada arquitectura, la
sugerencia muy precisa de un ambiente, el fino (aunque típico, no individual)
trazado de caracteres», recuerda la gran medievalista argentina María Rosa
Lida.
Si bien el libro está escrito desde el punto de vista de un rico-hombre que
defiende sus intereses, no siempre los protagonistas de los cuentos pertenecen
a esa clase social. Ya lo habíamos adelantado en la introducción. En él
hallaremos tipos humanos curiosísimos, que si bien no están del todo
individualizados, responden a caracteres típicos de la época. Recordemos el
retrato del desagradecido que traza en el cuento de don Illán, la figura de la
mujer brava (que la literatura acogerá una y otra vez a partir de ese momento),
el retrato de la fidelísima doña Vascuñana, la visión de la vida elemental de
los campesinos, de los hombres honrados, de la ilusa doña Truhana, del rey
imprudente que se deja engañar por timadores, de los reyes mozos, de la
caprichosa Ramaiquía (esposa del rey Abenabet de Sevilla) o del hombre que
se deja engañar por el Diablo hasta morir en la horca (otro de los espléndidos
cuentos de la colección).
La II, III y IV parte de la obra (que en esta edición no hemos incluido)
tienen un carácter muy diferente a la primera. Atendiendo a los ruegos de su
amigo don Jaime de Jérica, que le pide, según declara el mismo don Juan
Manuel, que «los libros fablasen más oscuro», escribe estas tres partes, con
los mismos personajes que en la primera, pero oscureciendo las sentencias en
muchas ocasiones por el procedimiento elemental de alterar el orden de las
palabras. La V (que aquí tampoco se recoge) es una especie de epílogo de la
obra en el que se entremezcla un tratado doctrinal sobre las condiciones en
que se debe guardar el alma y un discurso en el que se invita al desprecio de
los bienes materiales.

Estructura de los ejemplos

Centrémonos, pues, en la primera parte de la obra, la que ha hecho célebre


este libro, y hablemos de su trabajada estructura.
Algunos críticos han puesto de relieve la importancia de la figura de
Patronio en la configuración de la obra. El autor ha cuidado
extraordinariamente la caracterización de este personaje, que encarna al leal
consejero que seguramente echó tanto de menos don Juan Manuel en su vida.

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Así, se podría decir que la obra está compuesta de cincuenta y un episodios o
situaciones reales que van construyendo un auténtico manual en el que se van
enumerando los rasgos del buen consejero y sus atribuciones. De este modo,
los ejemplos están ordenados para describir un proceso evolutivo en cuyo
inicio Patronio se ocupará de problemas concretos para, poco a poco, tratar
asuntos más ambiguos o problemas filosóficos y religiosos.
Don Juan Manuel encontró que la estructura del ejemplo le permitía
perfectamente, sin declararlo explícitamente, proyectarse en los personajes y
en las situaciones que en él se plantean.
La estructura del ejemplo es la siguiente:

Introducción
a. Un narrador presenta a los dos personajes: «Otro día fablava el conde Lucanor con Patronio
et contával su fazienda en esta guisa…».
b. El conde Lucanor expone un problema relativo a la honra, a los bienes materiales o a su estado
y pide consejo a Patronio: «—Patronio, un omne vino a me rogar quel ayudasse en un fecho
que avía mester mi ayuda et prometióme que faría por mí todas las cosas que fuessen mi pro
et mi onra. Et yo comencél a ayudar cuanto pude […] Et ante quel pleito fuesse acabado,
teniendo él que ya el su pleito era librado, acaesció una cosa en que cunplía la fiziesse por mí,
et roguél que la fiziesse et él púsome escusa […]. Et aquel fecho por que él me rogó non es
aún librado, nin se librará si yo non quisiere. Et por la fiuza que yo he en vós et en el vuestro
entendimiento, ruégovos que me consejedes lo que faga en esto».
c. Patronio reflexiona sobre la pregunta del conde —a veces adoctrinando y adelantando la
enseñanza moral— y se refiere al ejemplo que va a narrar señalando las semejanzas con el
caso planteado por el conde.

Ejemplo
Se expone un cuento, un apólogo o una fábula, cuyo argumento está
generalmente tomado de la tradición literaria. El gran mérito de don Juan
Manuel es convertir un argumento simple en una verdadera joya literaria
gracias a sus extraordinarios recursos.

Aplicación didáctica
A partir de la narración se produce una reflexión derivada de las
semejanzas con el caso del conde:
a. Patronio se refiere al problema planteado y establece las semejanzas con el cuento,
proponiendo, a continuación, la conducta que debe seguir su señor: «Et vós, señor conde
Lucanor, pues veedes que tanto fazedes por aquel omne que vos demanda ayuda et non vos da
ende mejores gracias, tengo que non avedes por qué trabajar nin aventurarvos muchos por
llegarlo a logar que vos dé tal galardón commo el deán dio a don Yllán».
b. El narrador da fin al ejemplo comunicando que el conde ha seguido el consejo y le ha
resultado bien: «El conde tovo esto por buen consejo, et fízolo assí et fallóse ende bien».

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Versos finales
Cierra cada ejemplo la intervención del autor de la obra: «Et porque
entendió don Johán que era este muy buen exienplo, fízolo poner en este libro
et fizo estos viessos que dizen assí: Al que mucho ayudares et non te lo
consciere, / menos ayuda avrás dél desque en gran onra subiere».

Es una estructura que se repite monótonamente y, sin embargo, podemos


hablar sin contradicción ninguna de la diversidad de la obra. Las
preocupaciones del autor —todas ellas relacionadas con problemas que lo
acuciaron— presentan tal cantidad de matices que nos resultan muy
familiares. Variadísimos son los argumentos de la obra. Ya hemos hablado de
cómo se hacen presentes en el libro muchos tipos de la Edad Media. El estilo
es siempre extraordinariamente sencillo. La claridad de su escritura nos
asombra. Su capacidad para interesarnos por las situaciones, a veces con
experimentos narrativos como engañar al propio lector, nos confirman no solo
que don Juan Manuel fue el mejor escritor de su época, sino uno de los más
importantes de la historia de la literatura española.

Página 123
Notas

Página 124
[1]Deán: cargo eclesiástico, máxima autoridad en una catedral después del
obispo. <<

Página 125
[2] Lombardo: natural de Lombardía, región de Italia. <<

Página 126
[3]
Alquimista: el que ejercía la alquimia, especie de química de los antiguos,
que buscaba, entre otras cosas, el procedimiento para convertir cualquier
metal en oro. <<

Página 127
[4] Tabardíe: palabra inventada por don Juan Manuel. <<

Página 128
[5]Intérprete de agüeros: persona que pronosticaba el futuro mediante la
observación del vuelo de las aves. <<

Página 129
[6]Aljuba: vestidura morisca usada también por los cristianos, consistente en
un cuerpo ceñido en la cintura, abotonado, con mangas y falda que solía llegar
hasta las rodillas. <<

Página 130
[7] Almejía: túnica o manto árabe que usaban también los cristianos. <<

Página 131
[8]
Ricohombre: hombre que, antiguamente, pertenecía a la primera nobleza de
España. <<

Página 132
[9] Cebar: incitar a un animal para que ataque. <<

Página 133
[10] Sarna: enfermedad contagiosa de la piel, muy común en la Edad Media.
<<

Página 134
[11] Ijada: cavidad entre las costillas falsas y los huesos de la cadera. <<

Página 135
[12] Panadizo: inflamación aguda de un dedo, generalmente cerca de la uña.
<<

Página 136
[13]Adobe: masa de barro mezclado a veces con paja, moldeada en forma de
ladrillo y secada al aire, que se emplea en la construcción de paredes o muros.
<<

Página 137
[14] Inicia aquí don Juan Manuel una interpretación alegórica de lo contado:
todos los elementos del relato se traducen a términos religiosos. El cuento
tiene dos interpretaciones: una simplemente habla de las relaciones humanas
y la otra, de las del hombre con Dios. <<

Página 138
[15] Comprar: redimir, salvar. <<

Página 139
Página 140
Página 141

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