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Cuando era niña, los ladrones parecían ladrones y la única preocupación en relación con la
seguridad personal era que nos robaran la bicicleta en el parque. Y eso una vez cada dos años.
Teníamos miedo de la oscuridad, de los sapos, de las películas de terror.
Madres, padres, profesores, abuelos, tíos, vecinos eran dignos de respeto. Cuanto más próximos o
más viejos, más cariño. Inimaginable responderles maleducadamente. Eso era causal de castigo
merecido.
Confiábamos en los adultos porque todos eran los padres y madres de los amigos de la cuadra, del
barrio, de la ciudad, o las confiables figuras de autoridad. Cuando la gente nos tropezaba
accidentalmente ofrecía mil disculpas con una sonrisa.
Siento tristeza por todo lo que hemos perdido. Por el miedo en la mirada de todos. Por las muchas
otras cosas que los nietos de la gente que hoy tiene hijos, un día temerán.
Hoy matan a los padres, a los abuelos, violan niños, secuestran, roban millonadas o minucias –eso
qué importa-, engañan, ponen la zancadilla, desbaratan hogares todos los días. O timan a alguien
en sus narices; y sin remordimiento se jactan de su viveza.
Vemos puros noticieros en los que los horrores más grandes se olvidan después de la primera
tanda de comerciales porque nos hemos acostumbrado a la infamia y el horror como el pan de
cada día.
Ladrones de traje y corbata, asesinos con cara de ángel, pedófilos y abusadores de cabellos
blancos que lloran frente a las cámaras cuando los entrevistan o convenientemente se enferman y
piden ser internados en la clínica de su conveniencia.
Profesores y alumnos maltratados y acosados en las aulas. Tiroteos en los colegios y en muchos de
ellos hay puertas para detectar armas. ¡Armas en el lugar que debe ser el templo seguro del
aprendizaje!
Gente amenazada por la delincuencia en todos los estratos. Rejas en ventanas y puertas. ¡Niños
desplazados muriéndose de hambre física y mental, mientras hay gente con sueldos de 8 cifras
que se les roba la comida y la educación!
Más vale una "palanca" que un diploma. Más vale una pantalla gigante que una conversación
profunda. Más vale un carro último modelo que los buenos modales.
Hasta la industria del entretenimiento se convirtió hace años en un cliché detestable que vende
cuerpos, droga, sexo y materialismo en vez de arte.
Jóvenes ausentes, padres ausentes. Drogas de todo tipo presentes para llenar vacíos y sin que los
padres se enteren. O lo peor... sin que les importe.
¿Cuándo la última vez que observé con tranquilidad el abrazo dado a alguien sin pensar en
agendas secundarias?
¿Cuándo fue que mire a los ojos de quién me pide ropa, comida o zapatos sin sentir miedo de que
me atraque?
Quiero de vuelta la paz y la dignidad. ¡Quiero quitar las rejas de mi ventana! Quiero sentarme en el
andén y tener la puerta abierta en las noches calurosas, caminar sin este pánico que se siente
nada más al asomar la nariz a la calle.
Quiero la vergüenza, y la solidaridad. Quiero la rectitud de carácter, la cara limpia y la mirada a los
ojos.
Quiero la esperanza. Techo para todos, comida en la mesa, salud al alcance de la comunidad –que
entre otras cosas paga por ella y no se la regalan- sin tener que esperar años por una autorización
que a veces llega cuando el paciente murió.
Quiero poder discordar con pasión de lo absurdo sin que me llamen "intensa" como mínimo o me
insulten, o algo aún peor.
Quiero tener un mundo mejor, justo, humano, donde las personas se respeten, como debe ser.
Ni siquiera la pandemia fue capaz de sacar lo positivo de la humanidad, como al principio de ella lo
pensamos.
Y hablando de pandemia… hay cosas que son muy contagiosas. Si tan solo tú y yo, y todos los
demás sensatos en este mundo, estuviéramos de acuerdo, si hiciéramos nuestra parte y
contamináramos a más personas, y esas personas contaminaran a más personas e hiciéramos una
epidemia positiva…
Si tan solo…