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Sin embargo, abordar el arte prehispánico desde el lado material y no temporal, nos
permite acceder a las relaciones e interacciones que tuvieron estas sociedades indígenas con
el mundo y la naturaleza. Al respecto del concepto de “pueblo o comunidad indígena”,
debemos mencionar que dichas civilizaciones han sido clasificadas (por la historia, la
arqueología y la antropología) según los descubrimientos arqueológicos, las zonas en las
que se evidencia unidad cultural, o bien, los grupos lingüísticos. De manera muy general,
podemos mencionar a tres grupos: los Caribe, a la que pertenecían culturas ubicadas en la
costa Atlántica y las vertientes del río Cauca y Magdalena; los Arawak, ubicada en la
región de la Guajira; y los Chibchas, con representantes en el norte en la ladera de la Sierra
Nevada de Santa Marta (taironas), en el oriente (los muiscas y tunebos) y en el sur (los
paeces).
Naturaleza y diseño
Al estudiar los objetos del arte prehispánico, no solo se pretende identificar formas estéticas
comunes o patrones de desarrollo técnico, sino también encontrar la relación entre estos
elementos y las visiones o formas de vida de las comunidades. En ese sentido, las
sociedades indígenas interpretaron la Naturaleza como la esencia del equilibrio en el
mundo. En lugar de ser una realidad externa a dominar o explotar, se pensaba lo natural
como un espacio habitable, en el que todas las acciones humanas repercutían en el
comportamiento de dicho entorno. Lo natural era, en este sentido, el resultado socio-
histórico de la actividad humana.
Desde esa perspectiva, los objetos materiales cumplían la función de conectar al hombre
con la naturaleza y, por ende, con todo lo que vivía en ella. La recreación del mundo a
través del diseño permitía entablar una relación de reciprocidad; entendiendo el diseño
como un “lenguaje escrito” basado en formas naturales.
Algunos de los objetos que hemos visto han adquirido reconocimiento oficial por parte de
los museos nacionales, pero muy pocos de ellos hacen parte de la memoria nacional, a
diferencia de lo que sí ocurre con el arte colonial o republicano.
El periodo colonial comienza en 1550 con la creación de la Real Audiencia del Nuevo
Reino de Granada (presidencia a partir de 1564 y virreinato desde 1739) y termina en 1819
con la caída del gobierno de Pablo Morillo. La penetración cultural estuvo totalmente a
cargo de la Iglesia católica que se había reorganizado considerablemente y había, entre
otras cosas, reafirmado la importancia de las imágenes como instrumento de propaganda.
El arte de esta época es entonces religioso y con algunas características del estilo barroco,
el preferido por la Iglesia para cautivar a todos los creyentes, antiguos y neófitos. La
arquitectura comienza pronto y es la primera manifestación artística. En ella hay huellas
evidentes del gótico tardío.
Entre las construcciones tempranas sobresalen las catedrales de Cartagena y Tunja, las
iglesias de San Francisco y la Concepción en Bogotá y los conventos de Santo Domingo en
Tunja y Cartagena y San Francisco en Tunja y Bogotá.
El Museo Colonial de Bogotá conserva algunas de las pinturas más famosas de Vásquez,
tales como La coronación de la Virgen por la Trinidad, El hogar de Nazareth, Desposorios
de la Virgen, La adoración de los pastores, Símbolo de la Trinidad. Vásquez entrega dos de
sus obras a los padres agustinos.Contemporáneos del santafereño fueron, entre otros, el ya
mencionado Gaspar de Figueroa (1594-1658), autor del retrato de fray Cristóbal de
Torres, fundador del Colegio Mayor del Rosario de Bogotá y su hijo Baltasar de Vargas
Figueroa (1629-1667), quien dejó la producción más abundante de esta familia de pintores,
que encabezara su abuelo, nacido posiblemente en Sevilla hacia 1560 y que antes de
instalarse en Santa Fe de Bogotá vivió en Mariquita y Turmequé, en donde realizó un
conjunto de lienzos sobre la vida de la Virgen.
De Baltasar de Vargas Figueroa se conocen más de cien pinturas trabajadas dentro de los
convencionalismos del período, aunque con una insistencia en el claroscuro que hace
pensar en el español Francisco de Zurbarán.
Las imágenes impresas sirvieron de referencia indispensable para los pintores criollos,
quienes desempeñaban un oficio artesanal como cualquier otro. Se sabe, por ejemplo, que
Baltazar de Figueroa, “el viejo”, tenía más de 1.800 estampas en su obrador santafereño.
Los pintores editaron, invirtieron, ampliaron, combinaron, modificaron y colorearon la
imagen grabada conforme a sus capacidades y recursos locales y según las necesidades y
gustos de la clientela. Es en este proceso de apropiación y transformación donde se
encuentra la originalidad de la pintura colonial.
A diferencia de Quito, Lima o Nueva España, donde las órdenes religiosas incentivaron de
manera temprana la creación de escuelas para formar pintores nativos, en lo que se llamaría
Colombia los talleres de pintores criollos fueron pocos, surgieron de manera tardía y al
parecer no tuvieron una organización gremial desarrollada. Entre los santafereños que se
conocen cabe mencionar el de los Figueroa, iniciado supuestamente por Baltazar de
Figueroa a finales del siglo XVI, y continuado por su hijo Gaspar y su nieto Baltazar; el de
Antonio Acero de la Cruz; y el de Fernández Heredia. El surgimiento de pintores en otras
regiones como Antioquia sería todavía más tardío.
En el siglo XVIII, ciudades como Popayán, Santafé de Antioquia y Rionegro, entre otras, se
vieron enriquecidas por la presencia del arte quiteño y santafereño. Ejemplo de la adopción
de la estética virreinal es la serie pintada por los quiteños Antonio y Nicolás Cortez sobre la
vida de la Virgen, basada en grabados del alemán Goetz, conservada en Popayán. La
vinculación de la provincia de Antioquia con dicha ciudad posibilitó la llegada de
numerosas pinturas y esculturas desde Quito y aún desde Cusco. Como novedad, además de
vírgenes, escenas de la pasión, santos y apóstoles, se encuentran exvotos ejecutados por
pintores locales, generalmente anónimos, en los que el donante que pide o agradece un
favor aparece retratado junto a la imagen protectora.
Entre los proyectos exploratorios que impulsó en América la corona española durante la
ilustración, se destaca el de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada
(1783-1816), dirigida por José Celestino Mutis (1732-1808). La Expedición contó con una
“oficina de pintores”, integrada en su mayoría por quiteños, aunque también tuvo criollos y
un par de españoles. Además creó una Escuela de Dibujo, dirigida por Salvador Rizo,
considerada la primera escuela de arte que tuvo el país. Mutis enfatizó en la importancia de
la ilustración científica para representar las especies, con el fin de que pudieran observarse
como si se tuviera el modelo vivo en las manos. Considerado por Humboldt como el mejor
pintor de flores del mundo, Francisco Javier Matis (1774–1851), nacido en Guaduas,
sobresalió por sus composiciones, por sus conocimientos de botánica, ciencia de la que fue
profesor, y por ser el pintor que más tiempo (1783–1812) trabajó en La Flora.
Luego de la muerte de Mutis cesaron las labores y los resultados se llevaron a España en
1816. Numerosos dibujos y más de seis mil láminas demuestran los logros de un programa
de producción artística al servicio de la ciencia. Algunos de los colaboradores de Mutis
difundieron sus conocimientos, como fue el caso del quiteño Mariano de Hinojosa, quien
estuvo en Antioquia a comienzos del siglo XIX, donde aparece como maestro examinador
de un modesto gremio de artesanos pintores.