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HISTORIA DEL ARTE EN COLOMBIA

Arte y cultura material


Al igual que ocurre con el arte rupestre, debemos aproximarnos y comprender el llamado
arte prehispánico desde su propio enunciado. Tradicionalmente conocido como arte
precolombino o, en ocasiones, arte indígena, el arte prehispánico se refiere al conjunto de
objetos elaborados por los pueblos indígenas que habitaron la actual Colombia (y América)
previo a la llegada de los europeos en el siglo XV. Es evidente que en la concepción
histórica de este arte, la temporalidad se sobrepone a la materialidad, es decir, a las
características físicas de dichos objetos. Esta noción lo diferencia del llamado arte indígena,
que puede, incluso, referirse a manifestaciones culturales de comunidades nativas
contemporáneas.

Sin embargo, abordar el arte prehispánico desde el lado material y no temporal, nos
permite acceder a las relaciones e interacciones que tuvieron estas sociedades indígenas con
el mundo y la naturaleza. Al respecto del concepto de “pueblo o comunidad indígena”,
debemos mencionar que dichas civilizaciones han sido clasificadas (por la historia, la
arqueología y la antropología) según los descubrimientos arqueológicos, las zonas en las
que se evidencia unidad cultural, o bien, los grupos lingüísticos. De manera muy general,
podemos mencionar a tres grupos: los Caribe, a la que pertenecían culturas ubicadas en la
costa Atlántica y las vertientes del río Cauca y Magdalena; los Arawak, ubicada en la
región de la Guajira; y los Chibchas, con representantes en el norte en la ladera de la Sierra
Nevada de Santa Marta (taironas), en el oriente (los muiscas y tunebos) y en el sur (los
paeces).

Naturaleza y diseño
Al estudiar los objetos del arte prehispánico, no solo se pretende identificar formas estéticas
comunes o patrones de desarrollo técnico, sino también encontrar la relación entre estos

elementos y las visiones o formas de vida de las comunidades. En ese sentido, las
sociedades indígenas interpretaron la Naturaleza como la esencia del equilibrio en el
mundo. En lugar de ser una realidad externa a dominar o explotar, se pensaba lo natural
como un espacio habitable, en el que todas las acciones humanas repercutían en el
comportamiento de dicho entorno. Lo natural era, en este sentido, el resultado socio-
histórico de la actividad humana.

Desde esa perspectiva, los objetos materiales cumplían la función de conectar al hombre
con la naturaleza y, por ende, con todo lo que vivía en ella. La recreación del mundo a
través del diseño permitía entablar una relación de reciprocidad; entendiendo el diseño
como un “lenguaje escrito” basado en formas naturales.

Objetos y actos cotidianos


Dentro de los objetos prehispánicos, destacan los de tipo fúnebre. En sintonía con la
creencia en el viaje del alma a otro mundo, algunas comunidades indígenas disponían en las
tumbas una ofrenda a los muertos compuesta por adornos personales, chaquiras, armas,
asientos, vasijas con alimentos, entre otros. Todos estos elementos garantizaban la
supervivencia del difunto en el otro mundo, evitando así las posibles venganzas del muerto
para con los sobrevivientes, y, como una forma de recordar su vida.

Algunos de los objetos que hemos visto han adquirido reconocimiento oficial por parte de
los museos nacionales, pero muy pocos de ellos hacen parte de la memoria nacional, a
diferencia de lo que sí ocurre con el arte colonial o republicano.
El periodo colonial comienza en 1550 con la creación de la Real Audiencia del Nuevo
Reino de Granada (presidencia a partir de 1564 y virreinato desde 1739) y termina en 1819
con la caída del gobierno de Pablo Morillo. La penetración cultural estuvo totalmente a
cargo de la Iglesia católica que se había reorganizado considerablemente y había, entre
otras cosas, reafirmado la importancia de las imágenes como instrumento de propaganda.

El arte de esta época es entonces religioso y con algunas características del estilo barroco,
el preferido por la Iglesia para cautivar a todos los creyentes, antiguos y neófitos. La
arquitectura comienza pronto y es la primera manifestación artística. En ella hay huellas
evidentes del gótico tardío.

Entre las construcciones tempranas sobresalen las catedrales de Cartagena y Tunja, las
iglesias de San Francisco y la Concepción en Bogotá y los conventos de Santo Domingo en
Tunja y Cartagena y San Francisco en Tunja y Bogotá.

En este ámbito vivió el más importante pintor de la época, el santafereño Gregorio


Vásquez de Arce y Ceballos (1638 -1711), quien estudió en el taller de Gaspar de
Figueroa, alumno y continuador de su padre Baltasar de Figueroa, el viejo, el cual trajo a la
Nueva Granada las técnicas artísticas que se utilizaban en Europa al terminar el siglo XVI.
Con prestigio temprano, Vásquez recibió numerosos encargos a lo largo de toda su vida y
en su taller del barrio de La Candelaria le colaboraba toda la familia, incluyendo su hija
Feliciana.

El Museo Colonial de Bogotá conserva algunas de las pinturas más famosas de Vásquez,
tales como La coronación de la Virgen por la Trinidad, El hogar de Nazareth, Desposorios
de la Virgen, La adoración de los pastores, Símbolo de la Trinidad. Vásquez entrega dos de
sus obras a los padres agustinos.Contemporáneos del santafereño fueron, entre otros, el ya
mencionado Gaspar de Figueroa (1594-1658), autor del retrato de fray Cristóbal de
Torres, fundador del Colegio Mayor del Rosario de Bogotá y su hijo Baltasar de Vargas
Figueroa (1629-1667), quien dejó la producción más abundante de esta familia de pintores,
que encabezara su abuelo, nacido posiblemente en Sevilla hacia 1560 y que antes de
instalarse en Santa Fe de Bogotá vivió en Mariquita y Turmequé, en donde realizó un
conjunto de lienzos sobre la vida de la Virgen.
De Baltasar de Vargas Figueroa se conocen más de cien pinturas trabajadas dentro de los
convencionalismos del período, aunque con una insistencia en el claroscuro que hace
pensar en el español Francisco de Zurbarán.

Las primeras representaciones pictóricas occidentales llegaron al actual territorio


colombiano de la mano de los conquistadores españoles. Se sabe que eran imágenes
religiosas empleadas como estandartes, entre las que se recuerda el llamado Cristo de la
Conquista que, según la tradición, acompañó a las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada,
aunque no es claro su origen. Detrás de la espada llegó la cruz para conquistar almas, y tal
como dispuso el Concilio de Trento (1542–1563) en su estrategia contrarreformista, las
imágenes se usaron como medios didácticos de persuasión visual que ayudaron a inculcar
la nueva fe a los naturales.

Las imágenes impresas sirvieron de referencia indispensable para los pintores criollos,
quienes desempeñaban un oficio artesanal como cualquier otro. Se sabe, por ejemplo, que
Baltazar de Figueroa, “el viejo”, tenía más de 1.800 estampas en su obrador santafereño.
Los pintores editaron, invirtieron, ampliaron, combinaron, modificaron y colorearon la
imagen grabada conforme a sus capacidades y recursos locales y según las necesidades y
gustos de la clientela. Es en este proceso de apropiación y transformación donde se
encuentra la originalidad de la pintura colonial.

El Nuevo Mundo se convirtió en un mercado atractivo para multitud de pintores europeos


que, buscando probar fortuna, se establecieron con preferencia en las regiones más ricas.
Entre los que llegaron al Nuevo Reino de Granada está el romano Angelino Medoro (1567–
1631), el quiteño fray Pedro Bedón (1551–1621) y los italianos Bernardo Bitti (1548–1610)
y Francisco del Pozo, quienes divulgaron el gusto manierista en imágenes de la Virgen, la
Pasión de Cristo y los santos. Tunja durante el siglo XVI y Santafé de Bogotá durante el
XVII y XVIII, fueron los centros artísticos más notorios. Otras ciudades como Popayán,
Santafé de Antioquia y Rionegro, más aisladas de Bogotá que de Quito, ganarían
importancia en los años finales de la colonia.

Vásquez de Arce y Ceballos

A diferencia de Quito, Lima o Nueva España, donde las órdenes religiosas incentivaron de
manera temprana la creación de escuelas para formar pintores nativos, en lo que se llamaría
Colombia los talleres de pintores criollos fueron pocos, surgieron de manera tardía y al
parecer no tuvieron una organización gremial desarrollada. Entre los santafereños que se
conocen cabe mencionar el de los Figueroa, iniciado supuestamente por Baltazar de
Figueroa a finales del siglo XVI, y continuado por su hijo Gaspar y su nieto Baltazar; el de
Antonio Acero de la Cruz; y el de Fernández Heredia. El surgimiento de pintores en otras
regiones como Antioquia sería todavía más tardío.

Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos (1638–1711) es el pintor colonial más reconocido,


gracias a la revalorización que experimentó a partir de 1859, y a su prolífico trabajo, del
que se han identificado más de quinientas obras. Formado, según se dice, en el taller de los
Figueroa, Vásquez llevó al culmen el propósito de crear una pintura destinada a propagar la
fe acorde con los cánones europeos. Asentó y desarrolló los fundamentos de la profesión,
adaptó la técnica del óleo a los recursos disponibles, y asimiló múltiples influencias para
crear un estilo que lo distingue, definido por el claroscuro propio del barroco y la
representación de sentimientos nuevos mediante gestos, miradas y escenas amables,
cercanas al espectador. Además de pintar lo que debía, en algunas ocasiones representó lo
que veía: flora, frutos, fauna y algunos personajes locales que le habrían servido de modelo.
Aunque desde Marta Traba se le ha considerado un “mito”, originado y acrecentado por la
imaginación de sus biógrafos, Vásquez superó con su obra el simple propósito religioso y
se ha convertido en la quintaesencia del arte colonial colombiano, al punto que con
frecuencia se le atribuye cualquier pintura antigua. Sobresale por su calidad la colección de
dibujos hechos con óleo y pincel sobre papel, conservada en el Museo de Arte Colonial en
Bogotá; en ellos se comprueba la buena manera del pintor, quien los utilizó para distintos
cuadros.

El surgimiento de imágenes milagrosas, fenómeno que prosperó en los días coloniales a lo


largo y ancho de la América hispana, puede entenderse como fruto del encuentro de la
mentalidad mágica nativa con la evangelización. El caso más señalado fue el de Nuestra
Señora de Chiquinquirá, lienzo rústico pintado por el español Alonso de Narváez (¿?–
1583), el cual experimentó una renovación portentosa de sus colores en 1586. La devoción
se extendió a países vecinos y de ella se publicaron grabados. Pero sin duda la imagen
milagrosa más divulgada en la América hispana fue la de Nuestra Señora de Guadalupe, en
México. A su vez, cultos foráneos que tuvieron seguidores en Colombia fueron, por
ejemplo, el de Santa Rosa de Lima, de quien Vásquez pintó varias imágenes. Todos estos
prodigios mostraban que la divinidad escogía al Nuevo Mundo para manifestarse,
afirmaban la conveniencia de convertirse a la nueva fe y estimulaban la generosidad de los
fieles en beneficio de las parroquias que los albergaban.
Otras ciudades

En el siglo XVIII, ciudades como Popayán, Santafé de Antioquia y Rionegro, entre otras, se
vieron enriquecidas por la presencia del arte quiteño y santafereño. Ejemplo de la adopción
de la estética virreinal es la serie pintada por los quiteños Antonio y Nicolás Cortez sobre la
vida de la Virgen, basada en grabados del alemán Goetz, conservada en Popayán. La
vinculación de la provincia de Antioquia con dicha ciudad posibilitó la llegada de
numerosas pinturas y esculturas desde Quito y aún desde Cusco. Como novedad, además de
vírgenes, escenas de la pasión, santos y apóstoles, se encuentran exvotos ejecutados por
pintores locales, generalmente anónimos, en los que el donante que pide o agradece un
favor aparece retratado junto a la imagen protectora.

Entre los proyectos exploratorios que impulsó en América la corona española durante la
ilustración, se destaca el de la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada
(1783-1816), dirigida por José Celestino Mutis (1732-1808). La Expedición contó con una
“oficina de pintores”, integrada en su mayoría por quiteños, aunque también tuvo criollos y
un par de españoles. Además creó una Escuela de Dibujo, dirigida por Salvador Rizo,
considerada la primera escuela de arte que tuvo el país. Mutis enfatizó en la importancia de
la ilustración científica para representar las especies, con el fin de que pudieran observarse
como si se tuviera el modelo vivo en las manos. Considerado por Humboldt como el mejor
pintor de flores del mundo, Francisco Javier Matis (1774–1851), nacido en Guaduas,
sobresalió por sus composiciones, por sus conocimientos de botánica, ciencia de la que fue
profesor, y por ser el pintor que más tiempo (1783–1812) trabajó en La Flora.

Luego de la muerte de Mutis cesaron las labores y los resultados se llevaron a España en
1816. Numerosos dibujos y más de seis mil láminas demuestran los logros de un programa
de producción artística al servicio de la ciencia. Algunos de los colaboradores de Mutis
difundieron sus conocimientos, como fue el caso del quiteño Mariano de Hinojosa, quien
estuvo en Antioquia a comienzos del siglo XIX, donde aparece como maestro examinador
de un modesto gremio de artesanos pintores.

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