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Había una vez una señora llamada Clara y su hijo adolescente Daniel, que vivían en una modesta casa en

un tranquilo barrio de la ciudad. Desde fuera, parecían una familia común y corriente, pero tras las puertas
cerradas, su relación estaba marcada por la constante tensión y los gritos.

Daniel, era un chico inteligente y siempre se esforzaba por hacer bien sus tareas escolares. Sin embargo,
cada vez que terminaba sus deberes, su madre Clara comenzaba a criticar y señalar todo lo que consideraba
que había hecho mal. Sus gritos llenaban la casa y era lo de nunca acabar que parecía no tener fin.

"¡Nunca haces nada bien, Daniel!", gritaba Clara con una voz llena de ira. "Siempre olvidas los detalles
más importantes, y nunca aprenderás."

A pesar de sus esfuerzos, Daniel nunca parecía satisfacer las expectativas de su madre, lo cierto es que
estaba cansado. Su deseo de convertirse en un profesional se desvanecía bajo el peso de la constante
desaprobación materna. Sin embargo, por las tardes, Daniel encontraba una salida a la tensión en su vida.

Él y sus amigos se reunían en un campo cercano para jugar fútbol. En la cancha, Daniel se sentía libre y
entusiasmado. El deporte le brindaba un escape temporal de los problemas en casa, y se entregaba por
completo al juego, disfrutando cada momento en el campo. Sus amigos lo respetaban y apoyaban, y eso era
algo que rara vez experimentaba en casa.

Además del fútbol, Daniel tenía otra pasión: la música. Aprendió a tocar el piano en secreto y encontró
consuelo en las melodías que creaba. Tocar el piano se convirtió en su forma de liberar sus emociones y
expresarse cuando las palabras no bastaban.

A medida que pasaron los años, la relación madre-hijo se deterioró aún más. Clara no solo criticaba los
estudios de Daniel, sino que también se inmiscuía en sus amistades y sus intereses. Nunca aprobaba a sus
amigos y consideraba que sus pasatiempos eran una pérdida de tiempo. Los gritos y la falta de apoyo hacían
que Daniel se sienta mortificado y melancólico por momentos.

Con el tiempo, Daniel terminó la escuela secundaria, a pesar de sus calificaciones sobresalientes, optó
por dedicarse a trabajar de medio tiempo, en lugar de buscar la educación superior que siempre había
deseado. Ya que él era muy bueno en cuanto lo académico, pero aun así con todos sus problemas y
limitaciones que tenía Daniel nunca perdió la esperanza, así que nunca se dejó vencer por la influencia
negativa de su madre el hacía de su vida algo positivo que lo hacían ser único y más fuerte con ganas de salir
adelante.

El perro de la familia Rocky, se convirtió en un compañero fiel para Daniel en esos momentos bohemios
pues este era su confidente amigo inseparable y su fuente inagotable de cariño. Pasaban horas juntos,
compartiendo caminatas tranquilas y momentos de reflexión en la naturaleza. La lealtad que Rocky le brindaba
a Daniel era un sentimiento que no tenía nombre.

La vida de Daniel dio un giro inesperado cuando se reencontró con su amiga de la infancia, Laura, que
era una jovencita muy preparada de buenos sentimientos y de buen corazón. A medida que compartieron
recuerdos y experiencias, Daniel se dio cuenta de que Laura siempre lo había apoyado y alentado durante su
infancia. Habían compartido risas y sueños juntos, y Laura era una de las pocas personas que creía en él.

Fue así que con empeño y dedicación pudo salir adelante y estudiar con ahínco. A pesar de las
adversidades que había enfrentado en su vida, encontró la fuerza para construir un futuro juntos Laura lo
apoyó en su búsqueda de sus sueños y metas pudiendo estudiar ciencias en la universidad y convertirse en un
gran profesional.

Finalmente se casó con Laura y formaron una familia por otro lado doña Clara, con el tiempo comprendió la
mala actitud que tuvo con su hijo y le pidió disculpa.

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