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EL ESCRITOR
Y SU LENGUAJE
Y OTROS TEXTOS
S it u a t io n s , IX
TRADUCCIÓN DE
E duardo G u d iñ o K u . f í t .íí.
© Editorial Losada, S. A.
liuenos Aires, 1973
I l u s t r ó la cubiert a
S il v io B a i . d e s s a iu
I M P R E S O F.N L A A R G E N T I N A
F RIN TED IN A RG EN T IN A
qué üno es el profeta del siglo xx, y ótró él m ayor poeta francés!
¿Qué cambia eso? De la m uerte nadie puede recuperarse.
¿Pero qué quiere decir usted cuando habla de debilidad? No
ciertam ente lo que yo he dicho.
— Pienso que un escritor tiene siem pre u n recurso: bien o mal,
hace una obra (usted decía recién que el trabajo literario en sí
mismo no puede defraudar), cuando la realidad no le conviene se
bate en retirada, va a reencontrar su hoja en blanco. Mientras que
ún hombre que está en la acción puede perderlo todo, absoluta
mente.
—Usted habla como si se pudiera elegir. Pero —salvo un pe
queño grupo de personas acomodadas, pertenecientes a la clase
dirigente— la escritura o la política no se eligen. La situación
decide. A los hom bres del F ren te de Liberación Nacional, por
ejemplo, el problem a político se les planteó inm ediatam ente, con
violencia: es toda una generación que, desde la prim era infancia,
fue arrojada a la guerra. El recurso a la violencia no representa
una opción, en este caso, sino una orientación por la situación.
Después de esto, cuando la guerra term ine, se encontrarán entre
ellos, quizá, personas que escriban. Pero la política y la guerra
habrán sido su herencia primero.
E n tre nosotros, es la clase media quien provee indiferentem en
te el personal literario y el personal político de la nación. La
nación está un poco aplastada. Desde hace muchos años. Enton
ces la vacilación queda perm itida. Ustedes conocen el resultado:
la m iseria de nuestros políticos. Este nivel es indiferencia: la
m ala literatu ra se salva por su contenido político, y la política
se convierte en m ala literatura. L a indiferenciación es tal que se
llega a reprochar a los escritores —a m í m e lo han reprochado—
haber perdido guerras (éste es el reproche de la d erech a), o no
haber echado m ultitudes al asalto de nuestras Bastillas (esto es
en la izquierda). U n periodista venía a verm e, antes, cuando los
asuntos del Estado o del Universo no funcionaban. “Yo desearía
un grito, m e decía. ¿Q uerría usted tener a bien lanzarlo?” ¡Y a
veces, imagínese usted, lo he lanzado! Su potencia era variable:
dependía de todos los demás, del núm ero de aquellos que habían
decidido m a n ife sta r—de antemano, por supuesto—. Pero éstas
son justam ente la grandeza y la debilidad de la literatu ra paté-
28 Sobre mí mismo
tica: ella depende enteram ente de los demás, en política. Son los
demás quienes inflan las palabras —que quizá ni siquiera han
leído— de su pasión. El verdadero trabajo del escritor compro
m etido y se lo he dicho: m ostrar, dem ostrar, desm itificar, di
solver los mitos y los fetiches en un pequeño baño de ácido crí
tico. Con u n poco de suerte, los otros inventarán nuevos mitos a
través de él; o bien, como se produjo con P ushkin o en la
época isabelina, el estilo puro o más resplandeciente será el equi
valente de una acción política, porque el escritor h a rá descubrir
su lengua a la nación, como momento últim o de su unificación.
Esas oportunidades no nos han sido dadas. Temo que los m o
tivos de orientarse hacia la literatura, se hagan m ás y m ás raros
actualm ente. En mi tiempo, se pensaba en m orir en su cama:
yo m e aseguraba una larga vida m irando a m i abuelo —m uy
viejo— siem pre fresco. Tenía el derecho de e n tra r en la religión
literaria. Tenía sesenta años de fe y de deseos an te mí. Después
de la guerra fría, se educa a los jóvenes p ara que crean que la
m uerte puede llegar m añana: Dios le saca ventajas a la lite ra
tu ra; puede salvar en el momento. Mi Dios, m ás cruel ¡exigía
una obra com pleta!. . . Así recomienza la mistificación: hay to r
bellinos en la historia. Todo esto para decirle que esas m otiva
ciones, por la debilidad o por la fuerza —o por cualquier otra
m otivación subjetiva— son sim ultáneam ente ju stas superficial
m ente y demasiado simples. No olvide que u n hom bre es toda
la época, como una ola es todo el m a r ...
— ¿Le parece a usted que la gente tiene menos deseos de es
cribir?
—Tiene deseos de escribir, seguram ente. ¿Pero quiere hacer,
solam ente eso? Quizás, un día, la escritura nacerá no im porta
donde, no im porta en quién, y después desaparecerá p ara renacer
en el vecino. Ya no habrá escritores: solam ente hom bres que
—entre otras cosas— escribirán. Eso será m ás verdadero. Más
cercano a la necesidad de escribir que es actualm ente, en todo el
mundo, un absoluto. Nosotros, profesionales, pretendem os tener
una delegación y la gente nos deja hacer —ya que no escriben
los otros. Nos presentam os como elegidos. Pero eso es m entira.
Con los tirajes, la prensa se ata a la mistificación: transform a
Los escritores en persona 29
cada libro comprado en un voto electoral. En realidad, se lee por
que se quiere escribir. Leer es un poco, en todo caso, reescribir.
Desde este punto de vista sí: la gente descubre que tiene ne
cesidad de contar su vida. Cuando yo estaba prisionero había
en la cárcel un pequeño cazador furtivo: expósito, asistencia
pública y todo lo demás que usted se imagina. Cuando era sol
dado, le escribieron que su m ujer lo engañaba. Se fue con su
fusil, la encontró en la cama en brazos de su am ante y los mató.
Volvió entregándose prisionero. E ra en mayo de 1940. Se lo
encerró en una prisión m ilitar. Escapó por un pelo: los Alemanes
lo atraparon y lo llevaron a A lem ania, a un campo de concen
tración. Esta historia de pasión y crim en, no siendo sancionada,
quedaba en el aire. Nosotros, sus cam aradas, la conocíamos; un
sargento-escribano del Tribunal M ilitar podía confirm arla pero
eso no bastaba, él se sentía estafado. Tanto más cuanto el duelo
trabajaba en él: no quedaría nada más que un recuerdo abstrac
to. Entonces el inventó escribirlo para expresarlo. Es decir: para
poseerlo con toda claridad, con toda distinción, y a la vez para
que lo poseyera y que quedara, con el autor en su interior, pe
trificado, objetivado. N aturalm ente, escribió m u y mal: aquí
comienzan las dificultades. Lea La paradoja de A y tré de Blan-
chot; él explica m aravillosam ente cómo ese prim er deseo de
decirlo todo culmina en u n ocultar todo. Pero éste es otro asunto.
Lo que yo quiero decir es que la gente —toda—, q uerría que esa
vida vivida que es la suya, con todas sus oscuridades (tienen la
nariz m etida adentro), sea tam bién vida presentada, que se des
prenda de todo lo que la aplasta y que se haga, por la expresión,
esencial, reduciendo las razones de su aplastam iento a las con
diciones inesenciales de su figura. Cada uno quiere escribir por
que cada uno tiene necesidad de ser significante, de significar
lo que experimenta. P or otra parte, todo va demasiado rápido,
tenem os la nariz contra la tierra, como el cerdo a quien se obliga
a desenterrar trufas y no hay nada.
He perdido muchas ilusiones literarias: que la lite ra tu ra tenga
u n valor absoluto, que pueda salvar a un hom bre o sim plem ente
cam biar a los hombres (salvo en circunstancias especiales). . .
Todo eso me parece hoy perim ido: el escritor continúa escri
biendo, aún con esas ilusiones perdidas, porque h a invertido todo
30 Sobre m í mismo
en la literatura, como dicen los'psicoanalistas; Como se continúa
viviendo con gente a la cual uno ya no se ata, o a la cual se ata
de otro modo: porque son la familia. Pero me queda una convic
ción, una sola, de la que no desistiré jam ás: escribir es una
necesidad para cada uno. Es la form a más alta de la necesidad
de comunicación.
— Entonces los que han tomado como oficio escribir deberían
ser más felices. ¿Acaso no hacen todo el tiem po lo que los otros
sueñan hacer?
—No, puesto que ese es su oficio. Le digo: se tra ta para cada
uno de arrancar, de su vivir, su propia vida a todas las form as
de la Noche.
— ¿Hace falta un lector?
—P o r supuesto. El “grito escrito”, como dice Cocteau, no llega
a ser un absoluto salvo si las m em orias lo conservan, si otros
pueden integrarlo al espíritu objetivo. Bien entendido: hay un
desplazamiento entre el público al que se apunta (que puede ser
imaginario) y el público real. Pero, quizás, éste substituye a aquél.
— ¿Ser escritor sería entonces el deseo más profundo de cada
uno?
—Sí y no. Un escritor se aliena a su escritura: esto es molesto.
A los ocho años, yo pensaba que la n aturaleza m isma no era
insensible a la producción de un buen libro: cuando el autor
trazaba la palabra “F in ”, una estrella e rran te debía caer en el
cielo. Hoy, pienso que como oficio, es una actividad como cual
quier otra. Pero, se lo repito, esto no es im portante: lo que toda
la gente desea —algunos sin saberlo— es ser testigos de su tiem
po, testigos de su vida; es ser, ante todos, sus propios testigos.
Y después, tam bién, otra cosa: los sentim ientos y las conductas
son ambiguos, confusos: hay reacciones in tern as que los detienen
en su desarrollo, crujidos parasitarios. No se vive trágicam ente
lo trágico, ni el placer con placer. Q ueriendo escribir, lo que se
intenta es una purificación.
M a d e le in e C h a p s a l: L o s escritores en persona,
Ediciones Julliard, París, 1960.
EL ESCRITOR Y SU LENGUAJE
(1842-1898)
ao No conozco, desde este punto de vista, nada tan meditado, tan tenaz
y Itan lúcido como el admirable testimonio de London: La Confesión.
El socialismo que venía del frío 199
cual el m arxism o se ha ido con M arx p ara volverse a ir aún,
después de él, con Lenin, con Rosa Luxem burgo, con Gramsci,
pero para no volver nunca de inmediato.
¿Sobre qué se apoyarán para m antener el distanciamiento n e
cesario para proseguir la búsqueda? L a respuesta es clara: sobre
su cu ltu ra nacional. ¿Es ésta u n a razón p a ra tacharlos de nacio
nalismo, como hizo la vieja guardia de los stalinistas momifica
dos? No: léanlos y verán. ¿Es culpa de ellos si la m area del
seudo-marxismo, retirándose, ha descubierto que sus tradiciones
;históricas perm anecían intactas a fa lta de haber sido elaboradas
y sobrepasadas en el sentido de u n verdadero socialismo, y si se
dan cuenta de que el recurrir a su historia, por insuficiente que
sea, es provisoriam ente más ú til p a ra com prender su presente
qüe los conceptos vacíos que les im ponían el uso? Que haya que
volver m ás tarde a una interpretación m arx ista de esos mismos
datos, ellos no lo niegan, al contrario. Pero p ara detener al más
apresurado hay que p a rtir de hechos simples y conocidos: la
configuración del suelo, la situación geopolítica del país, su pe-
queñez, que han hecho de Bohemia y de Eslovaquia campos de
batalla para sus poderosos vecinos, la anexión al im perio Austro-
húngaro que, antaño, los ha “recatolicizado” por la fuerza así
como se intenta hoy “restalinizarlos”, tan tas hipótesis sobre su
porvenir como explicaciones de su presente. C ontra los ocupan
tes, sean los que fueren, y sus pesados ejércitos invencibles, los
dos pueblos han luchado siempre por la reafirm ación perm anen
te de su entidad cultural. “Los checos —dice Liehm — son el único
pueblo de Europa que ha atravesado la m ayor p arte del siglo xvii
y todo el siglo xviii sin poseer una aristocracia nacional, soporte
ordinario en esa época de la instrucción, de la cultura y de la
política. Del hecho de la germanización y de la recatolización
forzadas. . . la política checa ha nacido como un necesario esfuer
zo de resurrección de la lengua y de la civilización nacionales,
tan bien que la estrecha unión de la cu ltu ra y de la política se
dem uestra aquí orgánica, desde hace mucho tiem po”. E n tiempos
de la stalinización los problemas son otros, pero las arm as de los
checos siguen siendo las mismas: contra el socialismo que viene
del frío, afirm ar su personalidad cultural. P roteger la cultura
nacional, no para conservarla ta l cual es sino p ara construir a
200 Textos
p a rtir de ella el socialismo que la cambiará m ientras conserva su
im pronta. Esto es lo que redescubren los intelectuales checos én
los años 60; esto es lo que les perm ite situarse m ejor en el pla
neta: no eran, como creían, desconocidos entre los desconocidos;
si habían podido engañarse acerca de esto es porque el reinado
de la Cosa los había atomizado; para destronarla sin caer en el
“subjetivism o”, era necesario que cada uno reconociera en cada
uno de sus vecinos a su prójimo, es decir el producto de una
m ism a historia cultural. La lucha será dura y su resultado no es
seguro: ellos saben que “viven en el siglo de la integración de
los conjuntos restringidos por los m ás extendidos” ; uno de ellos
declara incluso que “el proceso integracionista corre el gran ries
go de englobar (para term inar a más o menos largo plazo) a
todas las pequeñas n a c io n e s ...”. ¿Qué hacer en este caso? Lo
ignoran: desde que h an cerrado su catecismo no quieren estar
seguros de nada. Todo lo que saben es que, en este preciso mo
m ento, la lucha de Checoslovaquia por su autonom ía cu ltu ral
se inscribe en el cuadro de una lucha más am plia que la que
m uchas naciones, grandes o pequeñas, llevan contra la política
de bloques y a favor de la paz.
Incierto, ya minado por conflictos interiores, el poder juzgó
prudente largar el lastre: de miedo de que el nuevo compromiso
de los hombres de cultura los condujera a d ejar el “realism o
socialista” en favor del “realism o crítico” —dos impensables,
pero los sirvientes de la cosa no reaccionan a los peligros que
la am enazan sino cuando encuentran su definición en el catálogo
que se les ha distribuido—. El poder abrió la p u erta al no com
promiso: si faltan los medios para expresar la confianza en el
sistema, se perm ite hablar para no decir nada. Demasiado tardé:
los que se expresan aquí —y muchos otros a quienes represen
tan— rechazan esa tolerancia; Goldstüeker dice excelentem ente:
“Las nociones de realism o y no realism o esconden el verdadero
problem a que es éste: ¿hasta dónde puede ir en tre nosotros el
compromiso del artista, cuando se tra ta de d ar cuenta de las con
diciones de vida creadas históricam ente por los factores sociales
de estos últim os años?”. No se tratab a para ellos de reclam ar el
retorno del liberalismo burgués sino, puesto que la verdad es
El socialismo que venía del frío 201
revolucionaria, de reivindicar el derecho revolucionario de decir
la verdad.
Esta reivindicación no podía ser comprendida por los dirigen
tes: para ellos la verdad yá estaba dicha, todo el m undo la sabía
de m em oria y el deber del artista era repetirla. Diálogo de sordos.
Pero resultó de pronto que las masas se abrazaron: lo que había
podido parecer, al principio, preocupación de una casta de profe
sionales, se transform ó en la exigencia apasionada de todo un
pueblo. Hay que explicar aquí cómo se realizó allá lo que tanto
nos faltó a nosotros, un mes más tarde: la unidad de los intelec
tuales y de la clase obrera.
En los años 60, la situación económica se hizo más y más in
quietante: entre los economistas, las Casandras nunca faltan.
Sus gritos de alarm a no afectan todavía al gran público. Todo
pasa en el interior del P artido y aún del aparato: es decir que
la lucha para arreglar la m áquina se confunde con la lucha por
el poder. En las capas dirigentes, el conflicto se agrava en tre los
burócratas de ayer y los de hoy. Los prim eros, que Liehm deno
mina “am ateurs”, justifican su universal incom petencia por el
principio staliniano de la autonom ía del político: los segundos,
más jóvenes, pertenecen casi todos a la generación de los “eternos
delfines”; sin cuestionar el sistema, afirm an la prim acía al menos
coyuntural de la economía n. En suma: reform istas. La n a tu ra
leza del poder no es im pugnada, los que lo detienen, los viejos,
legitim an su autoridad por el antiguo slogan de la intensificación
de la lucha de clases; los que lo reclam an, los jóvenes, fundan
su reivindicación sobre sus capacidades y sobre la necesidad u r
gente de ordenar la economía —esos reform istas autoritarios no
se dan cuenta de la contradicción en que han caído apoyando el
principio invariable de la autonom ía del político—, sobre las exi
gencias inm ediatas de la infraestructura económica. Abolirán
desde arriba el fetichismo de la producción, la reaju starán a
las fuentes y a las necesidades del país, y la som eterán, en
el mundo menos para Puig, que se divierte con ella ferozm ente).
V ean más bien cómo com para a M arcel y R obert: “R obert es
libre. Enteram ente disponible. Tiene sus sueños, por supuesto,
sus deseos, sus angustias, como cualquiera. Como M arcel. Pero
a la inversa de M arcel (rencoroso, violento, desagradable, a veces
h asta insoportable), R obert es m uy tranquilo, m uy discreto, casi
cortés, en suma. M arcel tem e m orir, se siente culpable por todo
y por nada, pasa su tiempo ab ru m án d o se... Robert, p or su parte,
n i tiene ninguna noción ni de fracaso ni de triunfo, no se repro
cha nada, no tem e especialm ente m orir. M arcel encuentra que el
mundo y él mismo son invivibles. R obert no: el m undo es lo que
es, y él tam bién es lo que es, etc.” Lo cómico nace aquí de que
estos dos herm anos enemigos no son uno y otro sino encarna
ciones de su creador. De donde, dentro de éste, la tentación de
lanzarse en u n a em presa que sin ninguna duda le aconsejaría
u n lector aturdido: después de todo, se ha puesto parcialm ente
en Robert, parcialm ente en M arcel y en Lucien, y reu n iría a esos
tres personajes en uno solo que sería finalm ente u n Georges
completo. Juntando los cuentos a la corta novela bosquejada:
¿no obtendrá la prefiguración —im perfecta, por supuesto, y sobre
todo fragm entaria— de la obra exhaustiva que piensa escribir?
Esta inspiración desdichada le procura de inm ediato nuevos de
beres: prim ero cada personaje, chocando con su determ inación
singular, se niega categóricam ente a dejarse p e n e tra r p or los
otros dos. Esto no es nada, d irá el realista: se tra ta de contar
una tem poralizaron; Georges no tiene más que m ostrarnos en
Marcel, Lucien y R obert tres avatares de u n a m ism a persona,
tres momentos de su devenir. Figúrense ustedes que él h a pen
sado en eso, que piensa todavía. El fastidio es que no puede
decidir cuál de ellos tom ará el punto de partida, cuál conviene
poner en la llegada. ¿M arcel antes que R obert? La adustez se
cambia en resignación. ¿R obert antes que M arcel? Después de
fracasos repetidos, un buen joven se agria, se vuelve “insopor
table” a los demás y a sí mismo. Dos soluciones que no valen
nada, Georges no lo ignora: los fracasos de R obert se deben a
circunstancias exteriores, en p articu lar al coeficiente de adversi
dad de la capital; los de M arcel son im putables a factores in
ternos que rem iten evidentem ente a su prim era infancia, al me
222 Textos
dio familiar. E n ningún caso aquel puede devenir éste, cuyo
carácter se ha constituido mucho antes de sus años parisienses:
¿y cómo el segundo podría devenir el prim ero salvo shocks eléc
tricos o lobotomía? El recurso al orden cronológico realista no
serviría de nada: es verdad que Georges hace rem o n tar su tén-
dencia a la bebida a su prim er año parisiense, en el cual se sitú a
igualm ente la desventura de Robert; pero ju sta m en te en esa épo
ca Georges, extraviado, cayendo bajo, loco furioso, no era R obert.
O más bien 16 era a sus horas, como en o tras era M arcel. D e
hecho, se dice tristem ente, u n a u to rretrato del a rtista debería,
para ser completo, te n er en cuenta las repeticiones. A hora bien,
en esos cuatro años, las borracheras h an sido legión, la ú ltim a
se rem onta a tres días; pero tampoco faltaro n los m om entos de
melancolía dulce y de una inocencia contem plativa en los que él
se sentía disponible, sin ambición y sin angustia (¿no es acaso
en este mom ento mismo, bastante calmo, observador ingenúo y
modesto de los parroquianos, de la cajera y del m ozo?). De su erte
que, de esos dos estados, ninguno puede decidir cuál apareció
antes que el otro, como tampoco se decidirá si el huevo proviene
de la gallina o la gallina del huevo.
Hay más: el novelista realista nos cuenta historias que se
desarrollan en u n a tem poralidad única y continua, cuya veloci
dad ha elegido cuidadosamente, y que despliega o cierra según las
necesidades del relato; después de un diálogo que h a d urado
cinco m inutos y que se extiende a lo largo de diez páginas, no
nos sorprende leer, en las prim eras líneas del capítulo siguiente:
“Pasaron tres a ñ o s ...”. E sta duración real es p erfectam en te
imaginaria: no corresponde ni al tiem po m ensurable de la cien
cia ni al tiem po vivido, es una tem poralidad sim ulada que el
autor otorga a sus simulacros, decidiendo el nivel d e atención
que ellos prestan a la “realidad” ; yo lo llam o p o r m i p a rte tiem po
de la simulación y sus contragolpes, sus bruscos cambios de
ritmo, no son tolerables m ás que para u n lecto r que, en conni
vencia con el autor, se h a colocado en el m ás alto grado de la
abstracción.
Es verdad, sin embargo, que los acontecim ientos no m arch an
todos a la m ism a velocidad. Pero —Georges comienza a dudarlo.
Puig lo sabe—, vivimos sim ultáneam ente procesos distintos a
Y o -T ú -É l 223
velocidades diferentes. En otros térm inos, la temporalización es
pluridim ensional. Esto se les aparece claram ente a los historia
dores: según quieren restituir la historia del planeta, de las es
pecies, las grandes transformaciones de la nuestra (las revolu
ciones en los medios de producción con sus incidencias demo
g ráficas), la evolución de una sociedad, de u n a nación, de una
institución o las fases de un acontecimiento, tienen que verse
con tem poralidades tan distintas que no tienen una unidad de
m edida común: podría ser el milenio o el m inuto; se considera
que com unidades demográficamente separadas h an descubierto
y puesto en práctica casi sim ultáneam ente la agricultura, aunque
ese cambio las haya alcanzado una a u n a a algunos siglos de
distancia; pero si se tra ta de saber que pasó realm ente en la
B astilla el 14 de julio de 1789 y, en particular, lo que motivó
el p rim er fusilam iento, en pocas palabras lo que la ha precedido,
hay que establecer la relación de anterioridad y posterioridad
en tre los hechos conocidos m inuto a m inuto —por no decir
segundo a segundo—. Algunos concluyen, de allí, en que hay
historias o m ás bien diacronías, pero ese pluralism o escéptico es
inaceptable puesto que el mismo grupo social vive en todas esas
tem poralidades a la vez. P ara el individuo tam bién la tem porali
zación se opera a varios niveles. Prim ero en todos aquellos que
acabo de enum erar, y de los cuales la • m ayor p arte form an
p a rte de lo que yo denominaría el tiempo experim entado. El
novelista lo puede ten er en cuenta pero esto es facultativo: el
lector es advertido, el tiempo cósmico y el tiempo nacional fo r
m an p arte del contexto no dicho que aclara el decir del autor.
Pero si Georges quiere totalizar cuatro años Vividos, los deberes
comienzan: debe dar cuenta a la vez de una duración encasillada,
ajustada —la de su relación con A nnette—, y del tiempo exten
dido de aquello que N athalie S arraute llam a los “tropism os”.
E n el prim er caso, las estructuras fijas evolucionan lentam ente:
las relaciones de Irene con el marido que no logra abandonar no
cam bian m ucho ni, quizá, sus sentim ientos por Lucien; también,
a este nivel, el pasado y el futuro son macroscópicos; Georges,
si espera todavía, no puede alcanzar una solución próxim a. Es el
tiem po de la empresa que se define a p a rtir del objetivo a largo
plazo y de los modos de llegar a él. De golpe, esas altas b arran
224 Textos
cas de paciencia d e fin e n la velocidad del to rren te que se lanza
en tre ellas: en relación a ellas, esa duración repetitiva —escenas
violentas seguidas de abrazos—, aparece como u n rápido, tanto
surgiendo del suelo en cascadas, tanto invisible río subterráneo.
T al debe ser el tiem po de Iren e y de Lucien: seis meses, frecuen
tativos vividos como tales, constancias, elipses, resúmenes. Des
graciadam ente, M arcel nace y se aniquila en tres días: pocas
estru ctu ras estables sino ésta, toda laguna, la ausencia de N i
cole; él vive en cám ara le n ta la aventura de su pobre je ta m a
sacrada; R obert se desliza u n poco m ás rápido quizá: se tem
poraliza en la v a n a b úsqueda de una pieza amueblada, opera
ción a corto plazo. Y G eorges que es Robert, M arcel y Lucien
existe a la vez en todas esas dimensiones tem porales y tam bién
en el tiem po desplom ado de la “m iniaturización” : dos horas
plenas de resbalones, de vacilaciones, de vagos rozamientos, de
incidentes que se esbozan y se aniquilan inacabados; ningún
in tento de ajustarlos: es lo puro vivido, microscópico. Él vive,
pues, el desdichado, a tre s velocidades diferentes y sim ultáneas,
quizás incluso a cuatro puesto que es el am ante de A nnette, la
inocente, la conm ovedora víctim a de una sociedad m al hecha,
el bebedor em pollando su borrachera, el detalle detallándose, y,
p a ra colmo, el escritor que quiere encerrarse sobre su pluralidad
y entregarse a los clientes, term inado, atado, acabado en una
obra. A hora bien, como no se pueden plan tear esas duraciones
h a sta el fin, ni en castrarlas las unas en las otras: ¿cómo totalizar
esos cuatro personajes? N adie puede concebir ni realizar, cual
quiera sea el nivel tem poral donde se haya inconscientemente
instalado, los otros niveles: Georges está, ciertam ente, presente
m ente estructurado por su relación torrencial-repetitiva, pero si
q u iere convocar ese tiem po ajustado al nivel de la temporaliza-
ción desatada, no tiene otro medio que imaginarlo (a menos que
u n incidente inesperado, por ejem plo A nnette entrevista allá,
en la otra acera, no lo haga caer de un nivel al otro, explicitán-
dose el segundo m ientras el otro reto rn a al estado im plícito).
Si pretende escribir sobre ello la cosa es aún m ás clara: las
duraciones im plícitam ente vividas no se in sertarán en su libro
sino como ausencias apuntadas por imágenes temporales. Así,
desde el principio de L’inachevé. vivimos en el tiempo de Marcel
Y o - T ú - Él 225
m uy pequeño deber, nada tan grave! ¡No hace tanto mal! ¡Pero
vamos, sonría, no ponga esa cara trompuda! ¡Es m uy im portante,
sabe usted, ocuparse en c u ra r a la gente, ser médico! ¡ se han
escrito tantos libros sobre el psicoanálisis! Eso m erece que se
reflexione y que tratem os de explicarnos francam ente, y de
com prender lo que ha pasado entre nosotros, porque podemos
quizá sacar de allí algo para otras personas. Y no soy peligroso,
no me lo diga entonces todo el tiempo porque por allí usted tra ta
de extraviarnos. U sted ha utilizado el beneficio de una situación
cam biante, usted es u n privilegiado, usted vino después de Freud,
se le pagaron los estudios. ¡ Y usted logró colocar una placa sobre
su puerta! ¡Y ahora se caga en un montón de gente con el derecho
de hacerlo, y así cree usted salir de la cosa! Usted es un fraca
sado, y no hará nada en su vida sino pegar su problem a a otras
p ersonas. . .
B u e n o ... Y ahora se term inó, eso lo entiende. Usted estará
m uy contento de lo que lo he hecho sufrir por u n instante. ¡Por
que no lo he hecho su frir nada, nada en absoluto!
Dr. X. — Sí, usted m e hace sufrir su presencia.
A. — Yo no le hago su frir mi presencia. Yo desearía que usted
perm aneciera sentado.
Dr. X. —■¡Violencia física!
A. — Quisiera que se sentara.
Dr. X. — ¡Violencia física, violencia física!
A. — E n absoluto: quisiera que usted siguiera sentado.
Dr. X. — ¡Violencia física!
A. — Vamos, siéntese.
Dr. X. — ¡Violencia física!
A. — ¡Pero no! (Tono paternal y tranquilizante.)
Dr. X. — ¡Violencia física!
A. — ¡Pero no, es teatro!
Dr. X. — Usted me hace sufrir violencias físicas.
A. — En absoluto, yo no le hago sufrir violencia física.
Dr. X. — Le he dado la oportunidad de explicarse.
A. — Yo quisiera que usted explicara ahora.
Dr. X. — Le he dado la ocasión de explicarse y le he pro
p u esto. . .
Diálogo psicoanalítico 265
I SOBRE Mí MISMO
II TEXTOS
III