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1

EL NERVIO DE LA
GUERRA

DARIUS HINKS

Valncar y Rodina

2
DRAMATIS PERSONAE (PENDIENTE)

Primarca
ROBOUTE GUILLIMAN Primarca de los Ultramarines

La Legión de los Ultramarines


MELOTUS Capitán de los Ultramarines

Personajes de Macragge
GALLAN Cónsul de Macragge
ADARIN Aristócrata de Macragge

CON TODO MI AMOR Y CARIÑO EN MEMORIA DE SUSANA

Todo este trabajo se ha realizado sin ningún ánimo de lucro, por simples aficionados,
respetando en todo momento el material con copyright; si se difundiera por otros
motivos, no contaría con la aprobación de los creadores y sería denunciado.

3
Vi arder la ciudad de Macragge, mientras escuchaba los informes de pánico que
inundaban la vía de transito de Neetum.

-Siete cohortes. Hombres leales a Libanus, Gallan y Palatinus. Están asesinando y


quemando. El capitán Melotus dice que fueron sobornados. Sobornado, Lord
Guilliman. Matar por dinero. ¿A qué hemos llegado? Derribaron la Tumba de
Megaricus. Han encendido fuegos a lo largo de todo el Arco de Proana. Están
peleando en el exterior de la Casa del Senador y del Cónsul.

Matar por dinero. Cada vez que oía una frase grotesca y bárbara como esa me
recordaba lo diferente que era. No pensaba como los demás. Yo era una raza
aparte. Donde otros veían piezas de un rompecabezas, yo lo veía todo. Ya fuera
estrategia militar, teología o filosofía, mi mente parecía funcionar a un nivel
diferente al de mis compañeros. A veces el pensamiento me tranquilizaba, otras
veces me preocupaba. ¿Por qué debería ser tan diferente? Asesinar, simplemente
por beneficio económico, me desconcertaba. Fue la acción de alguien perdido en la
oscuridad; cegado por la ignorancia y las necesidades de los animales.
La vía de tránsito estaba repleta de gente que huía de la violencia, y mis cohortes
tuvieron que moverse frustrantemente despacio para evitar matar a alguien. Varias
veces nuestros transportes blindados se detenían mientras la gente luchaba por
apartarse. Pero nadie quería interponerse en nuestro camino. Presentábamos un
espectáculo temible, aún sucios por la batalla, y los que pudieron, se alejaron lo más
que pudieron de nuestras andrajosas banderas. Seguí dando órdenes mientras nos
acercábamos a la ciudad, procesando información que sabía que nadie más
registraría, pero la frase matar por dinero había evocado un recuerdo.

4
Tenía cinco años y mi padre me había llevado a cazar. Yo sabía por qué. Incluso
entonces, podía leer el interior de la gente tan fácilmente como leía los tratados
militares en la Biblioteca de Deucalis. Mi padre me había visto observando a sus
generales y magistrados. Vio cómo los despreciaba. Los más grandes estadistas de
la ciudad eran idiotas, ciegos al recurso más importante del planeta: su propio
pueblo, innecesariamente oprimido. Eran tontos, tiranos y, a pesar de tener cinco
años, quería derribar todo el edificio escondido. Mi padre sentía lo mismo, yo lo
sabía. Pero mi lugar en Macragge era precario y él era demasiado sabio como para
arriesgar mi vida por una cuestión de principios. Así que me llevó a un lugar que
ambos amamos, a las frías y hermosas estribaciones de las Montañas de la Corona,
donde podíamos respirar aire limpio y aliviar nuestra furia al revolvernos sobre
rocas y piedras. Lejos del Senado, mi padre dejó de fingir que yo era un niño
normal y cazamos juntos como iguales. Se rió, como siempre, al ver mi fuerza sin
límites, orgulloso de su extraño hijo. Pero entonces, cuando lo vi caer, con una
mueca de dolor por una herida en su brazo, una terrible verdad me golpeó.
No éramos iguales. Nunca podríamos serlo. Mi padre no era como yo. El hombre
que me enseñó sobre la vida no estaba destinado a vivir. El destello carmesí de su
túnica me dejó sin aliento. Un día, Konor Guilliman moriría. Me dejaría atrás. Me
dejaría con los tontos y los tiranos. En ese momento me convertí en el niño que
normalmente sólo fingía ser. Las lágrimas llenaron mis ojos y puse mi mano sobre
su herida, deseando que desapareciera. Se rió, moviendo la cabeza, no en burla, sino
como un consuelo. Sacó una moneda y me la dio. Su cara estaba acuñada de un lado
y la del Cónsul Galón del otro. Cerró mi mano sobre ella, apretándola con fuerza.
-Siente su fuerza- dijo. Aunque era fuerte, no podía aplastar el metal. -La moneda
es Macragge. Hermosa e irrompible. Hecho para sobrevivirnos a todos. Y mientras
haya un Macragge, yo estaré contigo, Roboute. Mi virtud es la virtud de Macragge.
Mi fuerza es la fuerza de Macragge. Este no es sólo mi hogar, Roboute, es mi alma
y mi familia. Y también es tu familia. Macragge perdurará. Macragge debe
perdurar. Y mientras lo haga, no estarás solo.

5
-¡Hay peleas (combates) en la Puerta de Tyrsus!- el capitán Melotus sonaba casi
histérico cuando llegamos a la ciudad, y yo le lancé una mirada de advertencia.
Acabábamos de aplastar una revuelta que había amenazado a toda Illyria, pero ver
la guerra en nuestra propia casa era otra cosa. Una vez más, mi mente había dado
un salto adelante, y vi que los dos conflictos eran en realidad parte del mismo todo.
Los rebeldes de Illyria planeaban derrocar al Senado lanzando al caos a Macragge,
y ahora, volvimos a casa para encontrarnos con disturbios en las calles de la capital.
Quienquiera que estuviera detrás de la primera insurrección sin duda estaría detrás
de la segunda. Desplegué a mis hombres rugiendo órdenes, pero mi mente aún
estaba en otra parte. La casa del Cónsul había sido atacada. ¿Estaba mi padre allí?
Ya no era el hombre que había cazado conmigo en las Montañas de la Corona ese
día, pero no era menos impresionante. Me compadecía de cualquiera que intentara
arrebatarle la Casa del Cónsul.
Envié cinco cohortes al Arco de Proana y cinco al Senatorum. El resto las llevé
conmigo a la Casa del Cónsul. Era el amanecer. Una luz de color coral resplandecía
sobre cúpulas y anfiteatros. Parecía que toda la ciudad estaba ardiendo.
Entramos en los jardines ornamentales y dudé, luchando por ocultar mi
indignación. Ya entonces, apenas en mi adolescencia, había luchado en varias
campañas, justificando la confianza de mi padre con cada victoria, pero nunca había
visto ni un solo disparo de un fusil láser en la capital. Ahora sus frisos estaban
salpicados de sangre y sus columnatas estaban manchadas de humo. Recordé el
entrenamiento de mi senescal, Tarasha, y recité sus letanías, calmando mi
respiración y aclarando mi mente.
La casa fue abordada por una red de senderos en bucle, diseñados para reflejar las
revoluciones de los cuerpos celestes: Macragge, Ardium, Laphis, Thulium,
Mortendar y Nova Thulium, nombres de leyenda, esculpidos en mármol,
colocados en fuentes y rodeados de paredes de tejo tan altas y serpenteantes que
formaban un laberinto.
El crujido de los fusiles resonó en la penumbra.
Envié a un cohorte a un lado del laberinto y a una segunda al otro. Entonces hice la
señal para que la última cohorte final me siguiera mientras corría por el sendero
central, trazando la órbita de Nova Thulium.

6
Estaba a mitad de camino de la casa cuando un soldado salió corriendo a
enfrentarme a mí. Había arrancado la insignia de su uniforme y se balanceaba,
claramente borracho, mientras se tambaleaba hacia mí, con un arma en las manos y
hojas pegadas a su pelo. Tres soldados más le seguían, igualmente desaliñados e
inseguros.
El primero de ellos era un ogro de hombre, tan ancho y poderoso que su arma
parecía ridícula en sus carnosos puños. Se rió mientras se dirigía hacia mí,
levantando la auto carabina. Entonces, cuando estuvo lo suficientemente cerca para
verme claramente, vaciló, su cara palideció.
-Lord Guilliman- murmuró, la burla desapareció de su cara. Había cadáveres a lo
lejos. Los guardias de mi padre. El hombre era una vergüenza. Había traicionado a
su gente y a su uniforme. Era un asesino. Y el idiota estaba tan sorprendido por mi
llegada que intentaba saludarme.
Marché hacia él, desenvainé mi espada y lo decapité.
Los borrachos detrás de él estaban demasiado sorprendidos para reaccionar al
principio. Luego entraron en acción, buscando a tientas sus armas.
Desenfundé mi pistola y los maté con un solo y fluido movimiento. Cayeron al
sendero con humo saliendo de entre sus ojos.
Me quedé allí por unos segundos, con la pistola levantada, esperando a que sus
espasmos se aplacaran, esperando que llegaran más soldados. No vino nadie, así
que asentí a mis hombres y pasamos junto a los cadáveres, yendo a la parte
delantera de la casa.
Se estaba produciendo un feroz tiroteo en las escaleras. Un grupo de soldados
andrajosos, como los cuatro que acababa de matar, estaban encorvados en la parte
superior de los escalones, disparando salvajemente a un segundo grupo que se había
puesto a cubierto junto a un coche volcado. Sus puertas habían sido voladas y había
humo saliendo de su motor, oscureciendo a las figuras que disparaban desde los
escombros.
La metralla roció las paredes cuando un tercer grupo se acercó desde el laberinto,
disparando sus armas con las armas encendidas.

7
Levanté una mano, advirtiendo a mis hombres que no dispararan hasta que pudiera
entender la situación.
Los hombres en las escaleras aullaban maldiciones de borrachos mientras defendían
las puertas, así que los marqué como traidores. Los verdaderos hijos de Macragge
nunca se comportarían tan mal. Los hombres junto al vehículo eran otra cosa, pero
estaban demasiado envueltos por el humo para que yo supiera si eran traidores u
hombres de mi padre.
Esa cuestión se volvió discutible cuando un cohete gritó aulló a través de los
jardines, disparando desde el laberinto, convirtiendo el coche de tierra en una
cegadora columna de llamas.
Metralla y chispas saltaron en mi dirección. Mis hombres se agacharon, pero yo
permanecí inmóvil, mirando el fuego. Había muy poco en el mundo que pudiera
hacerme daño. Me enteré de eso cuando tenía diez años. Me guardé gran parte de la
verdad para mí mismo. Incluso mi padre se habría sorprendido al saber el alcance
de mis fuerzas. En la rara ocasión en que algo rompió la superficie de mi piel, la
herida se curaba en segundos, cerrándose ante mis ojos. Yo era un milagro o una
maldición; sólo el tiempo podía decir cuál.
Los hombres que se cubrían detrás del coche fueron envueltos por las llamas. Los
ignoré y me dirigí hacia los escalones, levantando mi pistola.
Los borrachos estaban tan ocupados burlándose de los hombres en llamas que
tardaron un momento en notarme y, cuando lo hicieron, estaban tan confundidos
como los hombres en el laberinto. La mitad de la ciudad de Macragge me odiaba y
la otra mitad me trataba como a un santo, pero nadie en la capital me miraba con
confianza.
Los borrachos todavía estaban decidiendo cómo responder a mi presencia cuando
perforé el cráneo. Se extendieron por la parte superior de la escalinata, sus armas
rugían a través del rococemento.

Hice señas a mis hombres para que se enfrentaran al grupo que salía corriendo del
laberinto. Estaban a punto de abrir fuego cuando una voz familiar resonó entre el
humo.

8
-¡Roboute! ¡Alto el fuego!
-¡Gallan!- grite, asintiendo para que mis hombres bajaran sus armas. Nos
abrazamos, luego me apartó y agitó la cabeza, con los ojos brillando. -Me alegro de
que hayas vuelto.
Gallan era uno de los dos cónsules de Macragge. Junto a mi padre era señor tetrarca
del Senado y magistrado superior de la Asamblea Legislativa de Macragge. Era una
figura imponente, que me llegaba hasta el pecho con una poderosa presencia física
que permanecía intacta pese a la edad. Llevaba su coraza y casco ceremonial de oro
con la seguridad de un hombre nacido en el liderazgo. La mayoría de los
ciudadanos de Macragge se habrían inclinado en su presencia y muchos habrían
tenido que luchar para poder articular una sola palabra. Luego asintió con la cabeza
hacia a la carnicería. -¿Quién hizo esto?
Puso una mueca de dolor ante los cadáveres y el coche que ardía en el suelo. -La
misma gente a la que más perjudicará. La gente a la que las reformas de tu padre
querían ayudar. Los idiotas tomaron el asunto en sus propias manos.
Mis hombres se estremecieron cuando las explosiones atravesaron la Casa del
Cónsul; detonando con tal fuerza que el suelo tembló.
Nos volvimos hacia un muro de llamas, elevando las columnas y ventanas,
esparciendo mampostería por los jardines. Les hice señas a mis hombres para que
se abrieran en abanico, manteniendo sus armas entrenadas en el fuego.
-¿Está mi padre ahí dentro?
Gallan asintió. -Ha estado reteniendo a la muchedumbre durante horas, pero todo
se calmó hace media hora. He venido corriendo tan rápido como he podido.
-He estado tratando con el vox desde que llegué a la ciudad. No hay respuesta.
-Entonces deberíamos movernos rápido- respondió, caminando hacia los escalones
y preparando sus armas.

El vox de mi cuello volvió a la vida, trayendo noticias de mis compañeros. Se


habían encontrado con resistencia a ambos lados del edificio y en la actualidad
estaban inmovilizados por una potencia de fuego abrumadora.
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-Mantengan sus posiciones- le contesté. -Yo me encargaré de esto. Asegúrense de
que nadie abandone el terreno.
El vestíbulo de entrada parecía un matadero. Las estatuas de los antiguos cónsules
estaban cubiertas de cadáveres y el suelo estaba oscuro de sangre. Gallan y yo nos
detuvimos, horrorizados por la escena.
-¿Cómo podrían?- murmuró Gallan. -¿Aquí, de todos los lugares?
Agité la cabeza, tratando de sofocar mi creciente furia.
Nos apresuramos a seguir adelante, armas de fuego entrenadas en las sombras
mientras nos acercábamos a una vasta escalera doble que conducía a los camarotes
de arriba. Gallan tomó una y yo tomé la otra, con mis hombres siguiéndonos.
Estábamos a mitad de camino cuando los soldados abrieron fuego desde la puerta
de arriba. Llevaban el uniforme de la guardia del hogar, pero, al igual que los
hombres de afuera, habían arrancado las insignias de sus guerreras.
El pasamanos explotó bajo mis dedos y me tambaleé hacia un lado, golpeándome
contra la pared mientras devolvía el fuego, dividiendo la penumbra con una ráfaga
de láser.
Gallan corrió hacia la puerta, dando dos pasos a la vez, disparando a la oscuridad.
Mis hombres hicieron lo mismo, creando un infierno de ruido y luz, llenando el
aire con trozos de alabastro.
Se escucharon gritos, golpes, y el ataque vaciló.
Me enderecé y subí los escalones, entrando en la habitación justo después de
Gallan.
Era una galería larga, llena de tapices y había cadáveres por todas partes.
Evité un disparo de escopeta que se estrelló contra el marco de la puerta y luego
acabé con mi atacante con un disparo en la cabeza. Gallan se adentró entre el humo,
disparando rápido, acabando con más de ellos mientras yo saltaba sobre una mesa
que corría por el centro de la habitación, acabando con los pocos que se le
escapaban.

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-¡Lord Guilliman!- gritó uno de mis hombres.
Miré hacia atrás y vi a docenas de insurgentes subiendo las escaleras, con sus armas
rugiendo.
Me caí de la mesa de mármol, la empujé y la pateé por toda la habitación,
golpeándola contra la pared y bloqueando la entrada. Entonces hice señas a mis
hombres para que tomaran posiciones detrás de ella.
-¡Nadie puede pasar!- grite antes de entrar en la siguiente cámara con Gallan a mi
lado.
Detrás de nosotros hubo una erupción de explosiones y gritos de guerra mientras
mis hombres saltaban para obedecer.
Entramos en otra larga galería, bordeada de colosales librerías que se elevaban hasta
un lejano techo abovedado donde querubines de yeso rodeaban una pintura de la
Vieja Tierra. Gallan y yo nos detuvimos en el umbral. Los globos lumen estaban
apagados y Gallan entrecerró los ojos en la oscuridad. Para mí, la oscuridad era
apenas diferente a la luz. Me llevó años comprender la obsesión por iluminar
nuestras calles y palacios.
-¡Allí!- dije, asintiendo a una de las cuatro puertas que daban a la habitación. Las
figuras salieron corriendo a través de la oscuridad en el pasillo que había más allá.
Gallan asintió con la cabeza y nos apresuramos hacia allí, registrando las sombras
en busca de movimiento.
Un tiroteo gritó hacia nosotros y oí a Gallan maldecir, rodando detrás del zócalo
de una estatua.
-¿Gallan?- llamé, mirando hacia atrás.
-Estoy bien. Sigue adelante- gritó.
Marché por el centro de la habitación, ignorando los disparos que aullaban a mi
alrededor. Hay algo extraño en el poder. Cuanto más tienes, menos necesitas. Mi
reputación de inmortal arruinó el objetivo de los tiradores más hábiles. Mientras
caminaba tranquilamente hacia el grupo apiñado al final de la habitación, los
disparos atravesaron bustos y arquitrabes, levantando una tormenta de polvo de
yeso.
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Los rebeldes estaban reunidos bajo un arco que conducía a la siguiente habitación.
Había docenas de ellos, todos agarrando pistolas y espadas. Si se hubieran
mantenido en calma, yo podría haber estado en problemas. Pero sabía que no lo
harían. Los miré con desprecio, permitiendo que mi ira ardiera a través de mis ojos,
permitiendo que todo lo que fuera que yo fuera brillara a través de mi piel.
Entraron en pánico, algunos buscando refugio, otros corriendo hacia mí, las armas
ladraban. Desvié unas cuantas estocadas de espada mal dirigidos y esquivé las
ráfagas de las armas de fuego, derribando fácilmente a varios de mis atacantes con
cortes de espada casuales y letales.
El resto retrocedió, disparando salvajemente sobre mi hombro.
-En nombre de los cónsules, ¡Sométanse!
Se quedaron inmóviles, confundidos, pensando que les estaba ofreciendo la
oportunidad de rendirse.
Asentí, reconociendo su obediencia, y luego eliminé sus confusas expresiones con
una lluvia de disparos. No sentí compasión mientras golpeaban el suelo, sus caras
ardían y sus extremidades convulsionaban. Se habían vuelto contra el Senado.
Habían traicionado a Macragge. No podría haber mayor justificación para la
ejecución sumaria.
-¿Gallan?- susurre, mirando hacia atrás.
Caminó hacia mí, agarrando el bíceps de su brazo. -Estoy bien- dijo, asintiendo a la
habitación de al lado.
Cuando nos acercamos a las habitaciones de mi padre, la lucha estaba empezando a
amainar. Mis hombres estaban reportando una mínima resistencia ahora. Gallan y
yo habíamos acabado con los cabecillas. La cámara de mi padre era como un
palacio, una obra de arte hecha en marfil y oro, pero las lujosas alfombras estaban
empapadas de sangre y cubiertas de guardias muertos, varios de los cuales había
conocido toda mi vida. Volví a recitar las letanías de Tarasha.

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Hubo una espeluznante calma cuando llegamos a las habitaciones privadas de mi
padre. Había docenas más de cadáveres y un fuego que se extendió rápidamente
sobre un tapiz que cubría una pared.
Gallan corrió hacia el tapiz y lo derribó, maldiciendo mientras apagaba las llamas y
se rodeaba de brasas. -No tiene precio- gruñó. -Y arruinado por bárbaros que ni
siquiera podrían leerlo.
Amaba a Gallan, pero era tan extraño como todos los nobles de Macragge. Acababa
de pasar junto a todos esos muertos, pero se necesitó un tapiz en ruinas para
enfadarlo.
Noté un aroma extraño en el aire, amargo y químico. Me pareció
preocupantemente familiar y me escudriñé la memoria, tratando de recordar
cuándo lo había olido antes.
Entonces vi movimiento en el suelo cerca de Gallan, cerca del tapiz en llamas.
-¡Cuidado!- Me puse nervioso.
Se echó para atrás y ambos levantamos nuestras armas.
Jadeé al ver a un hombre, arrugado en el suelo como un mueble roto.
-¡Padre!- Aullé moviendo la cabeza. -¡No!
Corrimos hacia él, pero levantó una mano de advertencia y nos detuvimos a unos
metros de distancia, ambos susurrando maldiciones. Su coraza ornamental estaba
llena de agujeros y sus túnicas estaban empapadas de sangre. Su pierna estaba
doblada debajo de él en un ángulo antinatural y su piel estaba quemada y
ampollada. Lo peor de todo, sin embargo, era el oscuro corte en su garganta.
Parecía una segunda boca, ancha y leprosa, con hilos de color carmesí goteando.
Jadeó, intentando respirar, el color desapareció de su cara.
Me arrodillé y me acerqué a él. Una vez más, me hizo señas para que me alejara,
una advertencia desesperada en sus ojos. Intentó hablar, pero sólo consiguió
burbujear.

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A pesar de todos mis extraños dones, no pude hacer nada mientras él se escurría,
ahogándose con su propia sangre, agarrándose la garganta y tratando de sentarse.
Desgarré unos jirones de mi capa para vendarle el cuello, pero me apuntó con una
pistola a la cara, con furia en sus ojos.
Me quedé boquiabierto, pero no pareció comprender mis palabras.
Cuando dejé de intentar tocarlo, el enojo abandonó sus ojos y trató de alcanzar
algo en el suelo.
Lo agarré. Era una moneda. Debe haberse caído de su túnica cuando se derrumbó.
Intenté dársela, pero él agitó la cabeza, indicando que debía cerrar el puño a su
alrededor.
Jadeé al entender lo que estaba haciendo. Me recordaba aquel día en las montañas.
El día que me dio una moneda y me prometió que nunca estaría solo.
-¡No!- aullé, pero él seguía apuntándome con su arma, negándose a que me
acercara.
Gallan me puso una mano en el hombro, pero yo me encogí de hombros,
agarrando la moneda tan fuerte que se dobló.
Durante casi un minuto, mi padre yació allí, con un arma apuntando a mi cabeza,
advirtiéndome que no lo tocara. Entonces su mirada se endureció, concentrándose
en un lugar que solo los muertos podían ver.
Cuando él cayó hacia atrás, yo también lo hice, colapsando contra la pared,
gruñendo como un animal. Gallan me tiró de los hombros, gritando algo, hasta que
me di cuenta de que había caído en los pedazos de tapiz ardiendo.
Me quedé de pie y miré el cadáver de Konor. Estaba electrizado por la rabia, cada
centímetro de mí se tensó. No me atrevía a moverme por miedo a la violencia que
podría derramarse de mí. Mi padre no me había dejado, me lo habían arrebatado.
-Roboute- dijo Gallan, hablando en voz baja y con cuidado. -Deberíamos irnos.
-¿Irnos?- lo miré con ira. Incluso de adolescente era un gigante. Me asomé sobre el
cónsul. -Mi padre yace asesinado y ¿quieres que me vaya? ¿Quieres que lo deje así?

14
-Piensa, Roboute. La ciudad se está destrozando a sí misma. ¿Querría Konor que
cuidases su cadáver mientras se arruina el trabajo de su vida? Piensa en tu deber, tu
deber con Macragge.
El esfuerzo requerido para no golpear a Gallan fue tan grande que no pude hablar
por un momento. Pero entonces, cuando el crujido del fuego lejano resonó en la
distancia, vi la verdad de lo que estaba diciendo. Pensé en la moneda en mi puño,
arrugada pero intacta, y asintió.
-El Senatorum.
Asintió con la cabeza. -La legislatura se habrá reunido. Debemos decirles lo que se
ha hecho aquí. La muchedumbre se acaba de robar a sí misma a su mayor
campeón- agitó la cabeza, mirando el cuerpo de Konor. -Pero también han puesto
en peligro la estabilidad de todo el planeta. Hay demasiadas facciones compitiendo
por el poder. Si hay una elección consular ahora, habrá un caos- dijo, mirando los
cuerpos esparcidos por la habitación. -Este es un momento peligroso.
Atrapé mi dolor en un rincón de mi mente y traté de pensar. -Macragge ha perdido
hoy a uno de sus cónsules- dije, sujetando la mirada de Gallan. -No dejaré que
pierda a otro.
Ordené a algunos de mis hombres que custodiaran el cadáver de mi padre y, con el
resto de ellos siguiéndome, marché de regreso a la ciudad, con los latidos
golpeando mis oídos y la cara de mi padre mirándome fijamente desde todos los
rincones.
Al cruzar la ciudad, se derramaron multitudes de todos los templos y manzanas.
Ignoré a los amotinados, pero no a los soldados con armaduras de cota de malla.
Esos hombres vieron una fracción de la rabia que yo contenía. Traté de matarlos
con el desapasionamiento para el que fui entrenado, pero algo en mí se había roto.
No podía parar de dispararles. Me avergüenza recordar cómo desahogué mi rabia,
destrozando paredes con sus cadáveres, golpeando cráneos con mis puños,
arrojando hombres vivos al fuego.
Cuando llegamos al césped alrededor del Senatorum, Gallan estaba moviendo la
cabeza, enojado por los mensajes que crepitaban en su vox.

15
Me pilló mirando hacia él y puso una mueca de dolor. -Quieren que sea el único
cónsul hasta que esto termine, hasta que hayamos restablecido el orden.
-¿Un cónsul único?- Levanté una ceja. -Una idea audaz.
-Va en contra de todos los estatutos.
-Bueno, hay que hacer algo si queremos superar esto. Y rápido- le di una mirada
puntiaguda y seguí caminando.
Había combates alrededor de las puertas del Senatorum. Estaba a punto de liderar
un ataque cuando Gallan me retuvo.
-Necesitamos llegar al Salón de la Concordia rápidamente. Tenemos que hablar
con la asamblea antes de que tomen cualquier decisión.
Me hizo señas con la mano para que me dirigiera a las entradas reservadas para
sirvientes y vasallos.
Dudé, mirando a la chusma junto a las puertas. Lanzaban adoquines y trataban de
quemar las banderas. Parecían borrachos o trastornados. Una vez más, me
resultaba difícil pensar que yo era de la misma especie que esas criaturas estúpidas.
¿Cómo podían volverse contra el estado que les había dado tanto?
-No dejes que la ira enturbie tu pensamiento- dijo Gallan. -Podríamos estar
atrapados aquí por una hora.
-Tienes razón- le contesté. -Necesito llevarte a esa asamblea antes de que sea
demasiado tarde.
Ordené a mis hombres que entraran en batalla, pero luego se lo dejé a ellos.
Corrimos a través de la oscuridad hacia la parte trasera del edificio.
Las puertas estaban abiertas y, tan pronto como entramos en los altos pasillos del
Senatorum, oí cosas que sabía que Gallan no podría escuchar, tanto a las multitudes
que se agolpaban por las calles afuera, como a los señores reunidos en el Salón de la
Concordia. Se había convocado un consejo de emergencia. Cientos de patricios de
Macragge habían sobrevivido a los disturbios, decididos a hacer oír sus voces.
Incluso desde aquí, pude oír lo cobardes que eran algunos de ellos. Había
excitación en sus voces donde sólo debería haber habido rabia. Vieron la
oportunidad en el derramamiento de sangre.
16
Durante varios minutos, Gallan había estado susurrando furiosamente a su vox,
hablando con quienquiera que le estuviera dando información desde el pasillo, pero
cuando nos acercábamos al centro del edificio, se separó de su conversación y me
miró. -Quiero que estés conmigo en el podio. Es lo que tu padre hubiera deseado.
Asentí, apenas registrando sus palabras, pensando todavía en lo que había perdido
ese día.
-Pero no puedes presentarte así ante ellos.
Fruncí el ceño, me confundí y me di cuenta de que estaba hablando de mi equipo
de combate. No había cambiado desde que regresé a la ciudad. Todavía estaba
vestido con mi uniforme de campaña, estaba sucio, cubierto de sangre y ceniza.
Agitó la cabeza con una leve sonrisa. -Si entras en el Salón de la Concordia con ese
aspecto tan brutal, también habrá disturbios.
Me agarró la mano. -Necesitamos ser la voz de la razón, Roboute. Ya ha habido
suficiente salvajismo hoy.
Asentí con la cabeza. Toda mi vida había luchado para no avergonzar el nombre de
mi padre. De alguna manera, después de su muerte, eso parecía aún más
importante. Empecé a desabrocharme es uniforme.
-Aquí- dijo Gallan, mucho más familiarizado con el edificio que yo, señalando
hacia una puerta. -Deja que los siervos te vistan.
Mientras me dirigía hacia la puerta, Gallan dudó.
-Seré rápido. Vete.
Me miró fijamente, con dolor en los ojos, luego asintió y se fue corriendo.
La sala estaba forrada con las togas y mantos de lana que llevaban los patricios de la
asamblea legislativa. Comencé a quitarme la armadura al acercarme a ellos, el metal
resonaba a través del frío suelo de baldosas.
Estaba medio desnudo cuando un siervo entró corriendo en la habitación y se
inclinó, cerrando la puerta tras él. -Mi señor- murmuró, corriendo a ayudarme a
desabrochar la armadura.

17
-Esa- agitando la prenda más discreta que pude ver: una simple toga azul y blanca
sin la mayor parte de los bordados dorados que cubrían a las demás.
Dudó, luego pareció pensar mejor en lo que iba a decir y cruzó la habitación para
buscar la toga.
Mientras me vestía noté algo extraño. Podía oler el mismo aroma químico que
había olido en la cámara de mi padre. La misma advertencia tácita tiró de mis
pensamientos, queriendo que hiciera una conexión. Esta vez perseguí el
pensamiento hasta su fuente y una imagen inundó mi mente. La campaña en Illyria
había sido brutal pero satisfactoria. Por cada salvaje que matábamos, había diez que
escuchaban el sentido común y soltaban sus armas. Por primera vez en mi vida,
había visto cómo la diplomacia podía superar a la fuerza. Pero el líder de la
revuelta, un enano enjuto llamado Zullis, no había estado dispuesto a doblar la
rodilla. Luchó como una rata en una trampa, golpeando con la misma espada curva
que había visto usar a sus asesinos. El filo estaba empapado de neurotoxinas, había
dicho, riendo mientras me lo lanzaba a la cara. Le había dado a Zullis una lección
decisiva de modales, pero el olor del veneno se había quedado conmigo.
El siervo se me acercó con una sonrisa, su larga y curvilínea espada brillaba en la
penumbra.
Esquivé su embestida y agarré su muñeca girando lentamente su brazo hacia atrás
hasta que el hueso se quebró y aulló de rabia y conmoción.
-Mataste a mi padre. Lo envenenaste. Por eso me advirtió que me alejara.
Mi rabia había pasado más allá de la furia animal que sentí antes. Había hielo en mis
venas. Me sentí menos humano que nunca. Me sentí como un arma.
El asesino se quedó boquiabierto, con los ojos en blanco mientras intentaba
soltarse el brazo. Él resopló y se rió y yo reconocí las señales de los estímulos de
combate.
-¿Por qué?
-¡Dinero!- se rió, rechinando los dientes, inclinándose más cerca. El aliento explotó
de mis pulmones mientras me pateaba, con fuerza, en el estómago.

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Maldije mi estupidez mientras me tambaleaba por la habitación. Me estaba
distrayendo. Y yo era mucho más lento de lo que debería haber sido.
No había dormido durante la campaña de Ilyria y luego había regresado a casa para
encontrar los disturbios. ¿Quizás había un límite incluso para mi resistencia?
Se me acercó de nuevo, empuñando el cuchillo en su otra mano, pero esta vez yo
estaba listo. Evité el golpe y le di un puñetazo brutal en un lado de la cabeza.
Cayó con fuerza, haciendo un sonido de asfixia húmeda.
-¿Quién te pagó?- Lloré, agarrándolo por el cuello.
El olor químico se hizo más fuerte y se desplomó en mis manos, lanzando
espumarajos por los labios.
Lo dejé caer al suelo y observé su agonía, sin sentir placer en su dolor. La espuma
brotó de su boca y el olor se intensificó aún más. Había mordido una cápsula.
Probablemente la misma toxina que estaba en la hoja.
Corrí hacia la puerta. Al hacerlo, vi algo junto a mi armadura, la moneda que mi
padre me había ordenado que tomara al morir. Lo cogí y luego, cuando salí
corriendo al pasillo, me detuve, notando algo raro en ello. Lo miré fijamente y,
bajo la dura luz de un globo luminoso, vi la verdad. -No- jadeé, doblando la
moneda hasta volver a ponerla de nuevo en su forma original y mirándola de
nuevo, sin querer creer. Entonces seguí corriendo.

Cuando entré en el Salón de la Concordia, Gallan ya estaba en el podio, tratando


de calmar el ruido. Los aristócratas de Macragge se habían enfrentado entre sí con
casi tanta violencia como las turbas de afuera.

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Había subido al fondo del podio y Gallan seguía gritando mientras me acercaba a él
por detrás.
-Y no me refiero sólo a Konor, sino también a su hijo- gritó, golpeando con el
puño en un atril. -Ellos trajeron esta ruina sobre nuestras cabezas. ¡Arriesgaron
todo lo que queríamos! Vi a Konor llevando a la chusma a la Casa del Cónsul. Si
no fuera por la valentía de mis hombres, habría quemado todo el edificio. Asesinó a
docenas de soldados leales antes de que pudiéramos detenerlo.
La multitud se quedó en silencio, conmocionada, susurrando unos a otros.
-Y en cuanto a su hijo, ese arrogante intruso Roboute. ¿Qué más podríamos haber
hecho para darle la bienvenida en nuestros hogares? ¡Y así es como nos lo paga! Lo
vi, hace menos de diez minutos, en este mismo edificio, tratando de luchar para
llegar a esta sala con los mismos traidores que, según él, habían estado luchando en
Illyria. ¿Qué estaba haciendo realmente ahí fuera? ¡Planeando derrocarnos! Lo
detuvimos, pero estuvo cerca. Tuve que matarlo yo mismo.
Cuando me acerqué a Gallan, la luz me bañó y la multitud se quedó boquiabierta,
mirándome confundida mientras Gallan describía mi muerte.
-No me avergüenzo de lo que hice- gritó Gallan, malinterpretando sus
sorprendidas expresiones, sin darse cuenta de mi presencia.
-Era un traidor a Macragge y no estaba dispuesto a dejar que pusiera un pie en esta
sala. Terminé su traición de la única manera segura que pude.
Finalmente hablé. -Estaba con mi padre cuando murió.
Mis palabras resonaron en un silencio escandaloso.
Gallan palideció mientras se volvía hacia mí.
-Y le pregunté quién era el responsable- continué, colocando la hoja venenosa del
asesino en la garganta de Gallan. No podía hablar, pero me dio el nombre de su
asesino.
Gallan parecía asustado y confundido cuando saqué la moneda y la sostuve frente a
su cara.

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-Me imagino que es una pieza rara- dije, dándole la vuelta con los dedos. -Acuñada
por error. En lugar de mostrar ambos cónsules, la misma cara aparece en ambos
lados. Tu cara, Gallan.
Gallan se rió. -¡Estás vivo! Esto es maravilloso. Escuché que te mataron.
Lo miré con ira. Te he oído. Escuché todo lo que acabas de decir.
Su sonrisa se congeló y por un momento pareció perdido. Entonces la ira apareció
en sus ojos.
-¿Qué derecho tienes a venir aquí a amenazar? No perteneces aquí, muchacho,
nunca lo hiciste. ¿De dónde saliste? ¿Sabes quién es tu verdadero padre? Tienes
suerte de que no te matara cuando...
Las palabras de Gallan se calmaron mientras un zumbido de voces furiosas se
extendía por el pasillo. Algunos de los patricios comenzaron a burlarse y a decir
maldiciones. Por un momento pensé que estaba dirigido a mí, pero luego me di
cuenta de que su indignación era por Gallan. Por supuesto. Cualquiera que fuera su
política, los nobles de Macragge estaban de acuerdo en una cosa: mentir en el Salón
de la Concordia era despreciable. Y mi presencia les había mostrado el fraude que
era el cónsul.
Me abalancé sobre su momento de duda, hablando a la sala con los tonos tranquilos
y magisteriales que había perfeccionado hablando a los rebeldes ilyrios.
-Mi padre nunca te mintió. Lo que sea que esté ocurriendo hoy no tiene nada que
ver con él ni con sus reformas. Nada significaba más para él que este Senado. Y
captó verdades perdidas en hombres como Gallan. El poder de un tirano es frágil y
efímero. Se muere con él. Pero un estado que libera a su pueblo se hace más
poderoso cada año. Cada nueva generación tiene más por lo que luchar que la
anterior. Razón de más para servir. Podemos armar a Macragge con la lealtad y la
fe de nuestros súbditos. Podemos hacerlo invencible.
La cara de Gallan estaba púrpura de rabia. -¡Idiotas! Sí, yo maté a Konor. ¿Y por
quién crees que lo hice? ¿Quién crees que pagará por la libertad que Konor
prometió? ¿De quiénes son las tierras que la multitud quiere confiscar? ¡Es de
ustedes! Es su poder lo que quieren. Su dinero. ¿Qué crees que serían si se
aprobaran las reformas de Konor?- dijo, casi gritando. -¡No serían nada! ¡No

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mejor que la plebe! ¡Siglos de tradición, derribados por un acto de caridad mal
concebido!
Me preparé para terminar sus palabras, apretando el cuchillo, recordando el dolor
en los ojos de mi padre mientras moría.
Entonces me di cuenta de que el Senado se había quedado quieto, mirándome de
cerca, fascinado por la escena escabrosa que se desarrollaba en el podio. En sus
expresiones vi el futuro. Si matara a Gallan, le daría la razón. Yo sería el salvaje
rebelde que él decía que era. Cualquier otra verdad sería pasada por alto en el
clamor resultante. Habría un frenesí de recriminaciones y conspiraciones. Se
volverían unos contra otros. Mientras la ciudad moría, sus líderes se peleaban,
dejando que Macragge se quemara mientras trataban de criar a un reclamante
hereditario sobre otro.
Pensé en los salvajes de Illyria, soltando sus armas por un lugar en el sueño que les
describí.
Bajé la espada.
Gallan me miró conmocionado cuando me alejé de él.
-No es tarea de un solo hombre juzgar- dije, mirando hacia el otro lado de la
multitud. -Es el trabajo del Senado. Macragge es más grande que cualquiera de
nosotros. Gallan mató a mi padre, pero preferiría verle en libertad antes que
destrozar este consejo. Si quiere que este hombre sea su cónsul, que así sea. Pero le
oyeron mentir. Lo ha admitido sin vergüenza. Y deben elegir su curso de acción
rápidamente.
Los ojos de Gallan brillaban. Luchó por no reírse, tan seguro de que nadie le
escucharía por encima de él.
-¡Traidor!- gritó una voz desde la parte de atrás del pasillo. Miré entre las filas de
los patricios y vi que uno de ellos me señalaba con el dedo tembloroso. No, a mí
no, a Gallan.
Reconocí al hombre. Adarin. Un hombre que siempre me había despreciado. Y un
hombre que había denunciado las reformas de mi padre. Pero la ira de Adarin
estaba ahora dirigida contra Gallan.

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-¡Traidor!- gritó otra voz, y luego otra, hasta que una gran ola de denuncia se
extendió por la sala.
Gallan se tambaleaba como un borracho. -¡Idiotas!- gritó, escupiendo de sus labios.
-Esta gente les robará todo. Piensen en lo que sus padres construyeron. Van a
terminar...
Sus palabras se convirtieron en un aullido de indignación cuando los soldados lo
agarraron de los brazos y comenzaron a sacarlo del podio. Su furia se convirtió en
pánico. Si fuera condenado por mentir en el Salón de la Concordia, se enfrentaría a
una sentencia de muerte.
Observé hasta que lo sacaron a rastras de la vista, aún escupiendo maldiciones, y
luego bajé por las escaleras y volví a cruzar el pasillo para reunirme con mis
hombres.
Adarin se abrió paso entre la multitud y me cerró el paso, su cara triste.
La sala se quedó en silencio.
Me miró con tal intención asesina que pensé que tendría que luchar para salir.
Había hecho todo lo que dije en el podio, pero no me quedaría de brazos cruzados
mientras mis hombres luchaban afuera. No los dejaría morir.
Adarin hizo algo inesperado. Se quitó la corona de metal de la cabeza y la dejó caer
a mis pies.
Hubo un silbido de aliento en el pasillo. Todos entendieron el simbolismo del acto.
Me estaba jurando lealtad.
Me preguntaba si se estaba burlando de mí, pero parecía completamente serio.
-No sé de dónde vienes, y ya no me importa. Nunca he oído un hijo más verdadero
de Macragge. Tu padre yace muerto, a menos de un kilómetro de aquí, y acabas de
hablar con calma y claridad frente a su asesino. Antepones las necesidades del
Senado a tu propio dolor. Eres un ejemplo, Roboute Guilliman- miró por el
pasillo. -Para todos nosotros.

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Agité la cabeza, pero antes de poder responder, el hombre a su lado se quitó la
corona y la dejó caer junto a la de Adarin. Entonces otro hombre hizo lo mismo.
Uno por uno, todos los patricios empujaron hacia adelante para que me arrojaran
coronas a mis pies hasta que me rodearon con un montón de hojas doradas.
El orgullo y la conmoción me llevaron al lugar. -Macragge perdurará- susurré,
pensando de nuevo en la profecía de mi padre, sin la intención de ser escuchado.
La acústica de la sala me arrebató las palabras y las lanzó sobre la multitud.
-Macragge perdurará- respondieron quinientas voces, mientras el consejo
comenzaba a arrodillarse.

FIN DEL RELATO

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