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Responso
SAN MATEO, 25
«Yo no puedo dormir sobre un colchón mientras mis soldados tiritan allá arriba», dijo.
En los congresos, alojados en hoteles de lujo, discutían, comían, gentes de toda traza,
hirsutos a posteriori, rebeldes de la indumentaria, guerrilleros de la sobremesa,
firmantes de la valiente proclama escrita en país ya liberado,
desde luego, por otros.
Pues así como el templo en la montaña, el amor ha de estar en la cima del monte.
Te guardaba rencor por no poder seguirte, por no abrazar tu causa, que era la más segura,
puesto que era la causa de los más desdichados.
El ungüento derramado a Sus pies era el que había que dar a los pobres, no otro.
Entonces llegaron las borrosas fotografías, temblando sobre el periódico, en que tantas
veces había aparecido ese rostro en su firmeza.
No era la muerte a pleno sol, la muerte del guerrero rodeado de su tierra y sus hombres, a
quien rapta la gloria,
no era la plenitud del coraje, cuando el avión amenaza y se puede recordar todavía un
cuento de Jack London,
sino la muerte sórdida, la soledad implacable del cuarto en que sólo se espera ser
ultimado,
y lo más terrible no es la propia muerte sino afrontar lo escueto de esas paredes, las frías
caras asesinas.
Entonces vimos la foto increíble: los ojos estaban semiabiertos entre la muerte y la vida,
indefenso como un convaleciente,
el torso inclinado, el pecho levemente hundido, musitaban palabras conmovedoras,
desarmadas, que convencían,
recordaba uno de esos descendimientos entrevistos en algún lienzo olvidado:
la misma lividez lunar de muerte, el mismo despojo de las ropas del dejado a puro pecho,
el mismo desconocimiento de los suyos, el mismo reconocer cuando ya no hay tiempo y ha
partido.
Remóntate, melodía del corazón, a los valles de Calchaquíes y los Andes, salta, bicicleta
agreste, los pedruscos, los caminos de Mendoza y de Salta, Jujuy, La Rioja,
mira a estos jóvenes estudiantes con cara de polizones, recorrer palmo a palmo la tierra
americana,
en barco mercante, en lancha, a pie, en tren en marcha huyendo.
Habrá que creer si los leprosos construyen la balsa para recorrer el Amazonas y llegar a
Leticia.
Habrá que creer en el destino de aquél a quien los leprosos construyeron la balsa.
Los que nadie quiere tocar, puede tocar, sin hacerse uno de ellos.
Por una vez recibieron no la compasión sino el juego y la risa que distraen la miseria.
Habrá que creer en el impulsado por la barca que construyeron los pobres.
Habrá que creer en aquél que no cuenta sino con las bendiciones de los pobres para
emprender un azaroso viaje.
Habrá que creer en el viaje, si sólo los llagados estaban en la orilla para decir adiós.
Avanza, pequeña balsa, por los ríos americanos! Sean benignos, aires!
Signo del que porta un dios! No ser reconocido. Ah cena de Enmaús! Ah vergüenza. Ah,
ofuscadora vida!
Rotos de Chile, cholos de Perú, indios que avanzan con la casa a cuestas, niños que
parecen ya ancianos,
ni la bien ganada paz, ni siquiera el rostro de la gloria, hubiera podido hacerle olvidar
vuestros rostros.
Ah soledad de la selva que anonada y distancia los primeros propósitos, las bellas arengas
que en la paz exaltaron,
cuando el insecto más pequeño que penetra en la oreja oscurece de pronto el mismo sol de
la justicia!
Este oficio flojo de escribir, este pasar la vida toda por el pulso, más batiente que el
corazón, de la mano auscultadora!
El nombre que musita en silencio el corazón de cada cosa, donde ella se distingue de las
otras y es reconocida,
las palabras que no eran palabras sino el secreto mismo de la vida,
callaron avergonzadas, como la madre hace callar al pequeño en el día de duelo.
Así el rayo interrumpe la conversación apacible y deja ver en las nubes un fragmento de la
verdad, una claridad desgarrada que enseguida huye.
Todos sabían lo que había que hacer, pero el llamado era de una dureza irresistible.
Nadie podía llegar a esa raíz en que están solos el sufrimiento y la cólera, el amor indefenso
y el sacrificio,
las raíces del dolor que son las mismas raíces de la gloria.
Dulce cosa es el amor, la voz del hijo pequeño cuando pregunta, los cálidos hogares a la
hora en que humea el fogón y empiezan a encenderse las primeras luces.
Vasto es el pecho del que parte a compartir la suerte de los más desamparados
y a quien desamparar el propio hogar lacera solamente «una parte» de su espíritu.
Un profesional, un médico honorable, que muere sin enemigos, en su casa rodeada del
respeto de todos.
Míreselo hundir las botas en el fango, entrar a las entrañas de la res, lo real, escoger lo más
arduo.
Ver morir a los mejores, los más limpios hundidos en la hez y el hedor insoportables.
Más duro que morir, ser puro y soportar darle la muerte a otros.
Duro es el amor, la piedad fácil. Duro herir por amor. Ah pecho de los fuertes!
La «fría máquina de matar» anotaba con letra menuda los cumpleaños de sus amigos en el
diario de guerra.
La «fría máquina de matar», que no disparó a los dos soldados enemigos porque estaban
dormidos, y un hombre dormido es como un niño.
La «fría máquina de matar» a quien cogieron los matadores diciéndose: «está vivo».
La «fría máquina de matar» a quien iban a matar allí, y estaba desarmado, ardiente, solo!
Altamente conmueve
recordar que pensó en el cuarto horrendo
en las escuelitas de Cuba, Cuba, Cuba,
donde a esa hora estarían aprendiendo los hijos.
Ni siquiera la fe, ni siquiera la belleza, sólo el total expolio de los que ni esto tienen.
Sinceros sin embargo han sido todos los cantos, todas las lágrimas.
Que todo sea posible menos olvidar que testimoniaste al amor frente al espanto
Acaso sea una misma la fe que hace pensar que las pobres guerrillas
podrán más que el imperio más fuerte de la tierra,
y esta desvalida esperanza que se enfrenta a la fuerza de los hechos,
a las atronadoras evidencias de la tumba,
creyendo que el amor podrá más que la muerte.
Déjennos solos, sin noticias, al lado de los que no han de ser aplaudidos,
los que no saben nada a ciencia cierta,
los que no están seguros de sí mismos y temen no acertar,
los que no se sienten inocentes sino culpables,
los que reciben todas las burlas,
los que siguen a uno que no podrá darles nada en este mundo,
los «pequeños que creen en mí» de que habló Cristo.
Algunos que no me dijeron «Señor, Señor,» serán llamados hijos en el último día.
Hipócrita! ¿No salvarías al cabrito que se cayó en un pozo por respetar el Sábado?
El de la foto se parece más al Crucificado.
Algo nos fue dicho arrasadoramente mientras descendías al polvo, porque de pronto
estábamos llorando.
Ahora pienso qué significa que haya acabado por recordar todas Tus palabras en la muerte
de uno que no fue tu amigo,
por qué este juicio, este treno, esta oración por otro,
han acabado siendo un responso por nuestra propia alma.