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En la muerte de Ernesto Che Guevara

Para Paco Chavarry

Los nombres y los hechos

De la Paz vienen los cables de la guerra.


El legendario guerrillero murió ayer en un encuentro.
¿A qué hora? ¿Se sabe? ¿La madrugada, la noche...?
¿Está vivo o está muerto? susurró un bosquecillo.
El tableteo de las ametralladoras
en el silencio de la puna ojo de tigre.
Los militares se reunieron en la Santa Cruz para negar e! cadáver.
«El asunto de sus restos es cosa nuestra»,
farfullaron los militares.
«Tu hermano ha sido ya sepultado», dijo
un vallecito de Bolivia.
«Es una pérdida continental» tronó un retórico.
Los expertos aseguran que el guerrillero acribillado
es el mismo que a los diecinueve años
entró en el Servicio. .
Las autoridades quieren rodear el hecho
de todas las garantías necesarias.
Todas las Garantías Necesarias:
hay que traer el muerto a la Paz.
El padre no cree en la muerte del hijo.
El corresponsal británico certifica
que él es el único que lo conoció vivo.
(Gestos de dudas entre los circunstantes).
«Luce más pequeño y delgado
que cuando hablé con él en la embajada».

«Pero las penalidades sufridas, la selva boliviana,


el asedio, pueden explicar el cambio».
«No es sorprendente», asegura sin inmutarse.
El agente norteamericano
lanzó un grito al verlo y salió huyendo.
«¿A dónde va?» le dijeron. «A ninguna parte!»,
fue su brusca respuesta.
Torrentes de palabras y torrentes de versos
lloverán ahora sobre el héroe.
Pero el hecho desnudo será siempre su mejor epitafio.
La silenciosa geografía americana
llevará ahora al hijo a las vetas de su lívida plata.

Fue enterrado en secreto, en Valle Grande.


2

Responso

Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos


de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la
fundación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de
beber, fui huésped y me recogisteis,

Desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, estuve en la


cárcel y vinisteis a mí.
Entonces los justos me responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento y te sustentamos? ¿O sediento y te dimos de
beber?
¿Y cuándo te vimos huésped, y te recogimos? ¿O desnudo, y te
cubrimos?
¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?
Y respondiendo el Rey les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.»

SAN MATEO, 25

Recuerdo su voz velada y sin alarde después de la batalla de Santa Clara.


Parco, suave, inflexible. Provocaba el respeto, no el amor.
Cuando bajó de la Sierra por pertrechos y víveres, el jefe de la fábrica le ofreció su cama
mullida. .

«Yo no puedo dormir sobre un colchón mientras mis soldados tiritan allá arriba», dijo.

Dividió así a los hombres en dos bandos:


los que pueden dormir sobre un colchón mientras los otros padecen
y los que no pueden hacerlo. Sólo esto sabía, y por eso, hablaba poco.

De un soplo de humo irónico de su tabaco aspirado,


confidente de campo, borraba todas las consignas de la poesía comprometida.

Hombres comprometidos quería, guerreros silenciosos.

En los congresos, alojados en hoteles de lujo, discutían, comían, gentes de toda traza,
hirsutos a posteriori, rebeldes de la indumentaria, guerrilleros de la sobremesa,
firmantes de la valiente proclama escrita en país ya liberado,
desde luego, por otros.

Pero en el silencio del valle, sólo unos pocos hombres.


Solos, muertos sin nombre, raíces de la ceiba.
Las palabras no eran tu fuerte.
Cuando dijiste que era preciso convertirse en una fría máquina de matar, retrocedimos
espantados.

El respeto se convirtió en recelo; todo se volvió aún más confuso.

Te recordé, sermón nuestro de la montaña, piedra de fundación, acta de Montecristi,


donde la respuesta al enemigo brutal no fue el odio que nos hace semejantes a él sino el
amor,
no la oscura venganza sino la alta justicia, serenamente armada.

Pues así como el templo en la montaña, el amor ha de estar en la cima del monte.

Te guardaba rencor por no poder seguirte, por no abrazar tu causa, que era la más segura,
puesto que era la causa de los más desdichados.

El ungüento derramado a Sus pies era el que había que dar a los pobres, no otro.

Una cosa o la otra, y no las dos a un tiempo,


o aquí o allí, o con Él o con nosotros, o lo niegas o quedas fuera del proceso, al margen de
la marcha,
confundido con los malhechores, como Él estuvo confundido con los malhechores, y aún
indignos de esto,
o cara o cruz: sobre sus vestiduras echaron suertes,
al pie de la cruz la apuesta de los soldados: uno gana, otro pierde,
o Él o nosotros, ese trueque imposible,
ese planteamiento feroz, esa desgarradura,
en nombre de los suyos, borrarlo de los vivos, poner en su cabeza
el rótulo de una causa que no era aquella por la que estaba muriendo en el madero.

Entonces llegó la noticia. Los cables anunciando tu muerte en un encuentro oscuro, en un


rincón del bosque americano.

Entonces llegaron las borrosas fotografías, temblando sobre el periódico, en que tantas
veces había aparecido ese rostro en su firmeza.

No era la muerte a pleno sol, la muerte del guerrero rodeado de su tierra y sus hombres, a
quien rapta la gloria,
no era la plenitud del coraje, cuando el avión amenaza y se puede recordar todavía un
cuento de Jack London,
sino la muerte sórdida, la soledad implacable del cuarto en que sólo se espera ser
ultimado,
y lo más terrible no es la propia muerte sino afrontar lo escueto de esas paredes, las frías
caras asesinas.
Entonces vimos la foto increíble: los ojos estaban semiabiertos entre la muerte y la vida,
indefenso como un convaleciente,
el torso inclinado, el pecho levemente hundido, musitaban palabras conmovedoras,
desarmadas, que convencían,
recordaba uno de esos descendimientos entrevistos en algún lienzo olvidado:

Cristo bajado de la cruz, sostenido por las piadosas mujeres,

la misma lividez lunar de muerte, el mismo despojo de las ropas del dejado a puro pecho,
el mismo desconocimiento de los suyos, el mismo reconocer cuando ya no hay tiempo y ha
partido.

Remóntate, melodía del corazón, a los valles de Calchaquíes y los Andes, salta, bicicleta
agreste, los pedruscos, los caminos de Mendoza y de Salta, Jujuy, La Rioja,
mira a estos jóvenes estudiantes con cara de polizones, recorrer palmo a palmo la tierra
americana,
en barco mercante, en lancha, a pie, en tren en marcha huyendo.

Míralos realizar todos los oficios del hombre,


transportadores de mercancías, hombreadores de balsas, fregadores de platos,
disfrazados de aventureros, de deportistas, de mendigos,
mira al mayor de fotógrafo ambulante en México,
fijando en la placa implacable los rostros más humildes, los anónimos rostros de su pueblo,
mira al menudo negociante que en realidad estaba reconociendo la tierra y los hombres por
los que iba a morir.

Habrá que creer si los leprosos construyen la balsa para recorrer el Amazonas y llegar a
Leticia.

Habrá que creer en el destino de aquél a quien los leprosos construyeron la balsa.

Los que nadie quiere tocar, puede tocar, sin hacerse uno de ellos.

Por una vez recibieron no la compasión sino el juego y la risa que distraen la miseria.

Habrá que creer en el impulsado por la barca que construyeron los pobres.

Habrá que creer en aquél que no cuenta sino con las bendiciones de los pobres para
emprender un azaroso viaje.

Habrá que creer en el viaje, si sólo los llagados estaban en la orilla para decir adiós.

Avanza, pequeña balsa, por los ríos americanos! Sean benignos, aires!

Signo del que porta un dios! No ser reconocido. Ah cena de Enmaús! Ah vergüenza. Ah,
ofuscadora vida!
Rotos de Chile, cholos de Perú, indios que avanzan con la casa a cuestas, niños que
parecen ya ancianos,
ni la bien ganada paz, ni siquiera el rostro de la gloria, hubiera podido hacerle olvidar
vuestros rostros.

Ah soledad de la selva que anonada y distancia los primeros propósitos, las bellas arengas
que en la paz exaltaron,
cuando el insecto más pequeño que penetra en la oreja oscurece de pronto el mismo sol de
la justicia!

Ese silencio era el de la agonía.

Este oficio flojo de escribir, este pasar la vida toda por el pulso, más batiente que el
corazón, de la mano auscultadora!

Cesó de oírse el latido distante.

El oro centelleó, callaron las palabras.

El nombre que musita en silencio el corazón de cada cosa, donde ella se distingue de las
otras y es reconocida,
las palabras que no eran palabras sino el secreto mismo de la vida,
callaron avergonzadas, como la madre hace callar al pequeño en el día de duelo.

Así el rayo interrumpe la conversación apacible y deja ver en las nubes un fragmento de la
verdad, una claridad desgarrada que enseguida huye.

Todos sabían lo que había que hacer, pero el llamado era de una dureza irresistible.

Nadie podía llegar a esa raíz en que están solos el sufrimiento y la cólera, el amor indefenso
y el sacrificio,
las raíces del dolor que son las mismas raíces de la gloria.

Dulce cosa es el amor, la voz del hijo pequeño cuando pregunta, los cálidos hogares a la
hora en que humea el fogón y empiezan a encenderse las primeras luces.

Despedirse es morir. Pésese en el diamante la estatura de ese adiós.

Vasto es el pecho del que parte a compartir la suerte de los más desamparados
y a quien desamparar el propio hogar lacera solamente «una parte» de su espíritu.

Véanse los retratos de familia, el destino que le estaba preparado.

Un profesional, un médico honorable, que muere sin enemigos, en su casa rodeada del
respeto de todos.
Míreselo hundir las botas en el fango, entrar a las entrañas de la res, lo real, escoger lo más
arduo.

Ver morir a los mejores, los más limpios hundidos en la hez y el hedor insoportables.

Duro es escoger, frente a la inocencia que no se mancha, la inocencia que se mancha.

Más duro que morir, ser puro y soportar darle la muerte a otros.

Duro es el amor, la piedad fácil. Duro herir por amor. Ah pecho de los fuertes!

La «fría máquina de matar» anotaba con letra menuda los cumpleaños de sus amigos en el
diario de guerra.

La «fría máquina de matar», que no disparó a los dos soldados enemigos porque estaban
dormidos, y un hombre dormido es como un niño.

La «fría máquina de matar» a quien cogieron los matadores diciéndose: «está vivo».

La «fría máquina de matar» a quien iban a matar allí, y estaba desarmado, ardiente, solo!

Detente, órgano que resuenas en los bosques y en los sacros umbrales!

Todavía queda un poco de tiempo, una gracia es concedida siempre al condenado.

Míralo hablar con la maestrica del pueblo en Ñancahuazu.

Míralo tratar de la correcta acentuación de algunas palabras.

Míralo prestarse a la ficción del que cuenta aún con el tiempo,


un poco divertido de su propio coraje,
con recato de gaucho bravo que da una flor,
con esa última elegancia que se acendra de no ser observada,
que da la sonrisa más fina para el lugar más solitario.

Altamente conmueve
recordar que pensó en el cuarto horrendo
en las escuelitas de Cuba, Cuba, Cuba,
donde a esa hora estarían aprendiendo los hijos.

No lo olvides, rasgueo solitario de las cuerdas!

Mécelo, palma! Sílbalo tú, sinsonte!


No te reconocimos, pequeño Condotieri, Segundo Sombra altivo, Quijote americano.

Otro nombre te diste también: el hijo pródigo.


Acaso abandonaste la familia carnal como también la sombra de la casa del Padre.

Acaso quisiste despojarte de todo para asumir al hombre en toda su miseria.

Ni siquiera la fe, ni siquiera la belleza, sólo el total expolio de los que ni esto tienen.

De nuevo sobre el costillar de Rocinante, con el paso más grave y el pulmón ya


cansado.

No recordamos que la segunda salida era la de la muerte.

Has puesto a todo el mundo en trance de pedir excusas, de preguntarse el pecho.

Queremos ser como tú, dicen el escolar ingenuo y el involuntario cínico.

¡Ser como tú, y después el cine, la cama, la cafetería!

Balas de letras dan a tus matadores.

Se envalentonan en verso libre.

Profieren amenazas desde la butaca, la cogen con los otros,


echan cortinas de humo.

Porque en realidad nadie quiere verse en el espejo.

Porque ya no se puede aguantar ni la propia literatura.

Porque ya nadie puede creer que estaba engañado.

Porque no se puede soportar la firmeza de tu rostro.

Sinceros sin embargo han sido todos los cantos, todas las lágrimas.

Después de todo pediste ese sudario.

Pero un poco más de recato, lectores de Baudelaire,


hipócritas autores, mis semejantes, mis hermanos,
más recato, dolientes, indignados, multitud aclamante,
que alguna parte nos toca en esta muerte,
y en toda frente está grabado:
si hubiéramos tenido allí no más de veinte hombres!
Otras voces oíamos entre tanto morían y morías.
No era sólo el coraje imposible. Era el alma distinta.
La elección misteriosa que no hace la voluntad.

Hay otra ordenación secreta, otro llamado,


otros incomprendidos obradores.

No queremos hacernos fuertes frente a la nada


sino débiles frente a la plenitud de los cielos y la tierra,
cantando el «Llenos están». Tiene el amor distintas vías.

Limpia de nuevo al mundo la justiciera cólera, y el rocío que vuelve.

Es igual al tajo de la espada del guerrero un niño que juega solitario.

Está rezando el verde. El azul más radiante ha ganado una batalla.

Tú que nos enseñaste a orar como se enseña a una criatura


no dijiste “Señor de los ejércitos” sino tan sólo Padre, esa palabra en que está toda la
confianza y todo el desamparo.

No es lo nuestro la incesante batalla que cada siglo renueva sus actores.

No es lo nuestro cortar los retoños podridos que la raíz renueva.

No es el lecho mullido lo que hemos buscado fría o ardientemente en la sombra.

No me preciaré de valiente. Sólo me precio de haberte amado un poco.

De estar en medio de este inmenso mal entendido avergonzados como culpables.

Que todo sea posible menos olvidar que testimoniaste al amor frente al espanto

Acaso sea una misma la fe que hace pensar que las pobres guerrillas
podrán más que el imperio más fuerte de la tierra,
y esta desvalida esperanza que se enfrenta a la fuerza de los hechos,
a las atronadoras evidencias de la tumba,
creyendo que el amor podrá más que la muerte.

Acaso pueda un día una misma consigna


reunirnos bajo el que hizo los cielos y la tierra:

Los sepulcros se abrieron. David venció al gigante.


Se están moviendo las montañas.

Nos sospecharán, unos y otros.


Hemos perdido y hemos ganado en otra batalla.

Sea lo más verdadero lo más alto.

Sea lo más cierto la más fantástica esperanza.

Sea la inerme inocencia gloriada

Obren las manos clavadas, que no pueden.

Muchas cosas no nos son permitidas, perdónennos.

Déjennos solos, sin noticias, al lado de los que no han de ser aplaudidos,
los que no saben nada a ciencia cierta,
los que no están seguros de sí mismos y temen no acertar,
los que no se sienten inocentes sino culpables,
los que reciben todas las burlas,
los que siguen a uno que no podrá darles nada en este mundo,
los «pequeños que creen en mí» de que habló Cristo.

Impureza grande, justificarnos a nosotros mismos!

Defienda nuestra causa el día que pasa.

La hora en que no supimos qué decir y callamos confundidos.

La posición más incómoda puede volverse confortable.

Callemos, que las piedras han comenzado a hablar.

Se oirá lo que dice en su cátedra el diamante.

Algunos que no me dijeron «Señor, Señor,» serán llamados hijos en el último día.

¿Y si fuéramos vomitados de Su boca?

De pronto empezó a acuchillar una yegua en la impotencia de la selva.

Nadie tiene más amor que el da su vida por sus amigos.

Dijo que fusilaran al hombre, no le tembló la mano.

Hipócrita! ¿No salvarías al cabrito que se cayó en un pozo por respetar el Sábado?
El de la foto se parece más al Crucificado.

Malco! Malco! Guarda la espada, Pedro. Lo nuestro no es vencer,


sino morir, rogar, sanar a Malco!

Las estadísticas están dando aullidos. Millones se están muriendo de hambre.

Los que no compartimos todas tus palabras, compartimos de pronto tu silencio.

Algo nos fue dicho arrasadoramente mientras descendías al polvo, porque de pronto
estábamos llorando.

De pronto aquel desconocido me traía el alma volteada, como el que comparece en un


juicio.

Yo me embrollaba en razones, me disculpaba atropelladamente, mientras los ojos de la foto


callaban.

Ahora pienso qué significa que haya acabado por recordar todas Tus palabras en la muerte
de uno que no fue tu amigo,
por qué este juicio, este treno, esta oración por otro,
han acabado siendo un responso por nuestra propia alma.

Fina García Marruz, Cuba.

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