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Utilitarismo
El utilitarismo es una doctrina ética formulada explícitamente a finales del siglo XVIII y desde
entonces ha contado con numerosos partidarios, particularmente en el mundo anglosajón.
Como su nombre indica, su contenido esencial es definir la corrección de toda acción por su
utilidad, es decir, por los resultados o consecuencias producidos por ella. De ahí que esta doctrina
se conozca también con el nombre de consecuencialismo.
Índice
Bentham parte de un supuesto psicológico que no discute por parecerle evidente. Según él, el
hombre se mueve por el principio de la mayor felicidad: este es el criterio de todas sus acciones,
tanto privadas como públicas, tanto de la moralidad individual como de la legislación política o
social. Una acción será correcta si, con independencia de su naturaleza intrínseca, resulta útil o
beneficiosa para ese fin de la máxima felicidad posible. Una felicidad que concibe, además, de
modo hedonista; se busca en el fondo y siempre aumentar el placer y disminuir el dolor.
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Ahora bien, no se trata, en primer lugar, de una incitación al placer fácil e inmediato (como,
por lo demás, tampoco era así en el hedonismo antiguo), sino de calcular los efectos a medio y
largo plazo de las propias acciones de manera que el saldo final arroje más placer que dolor. Así,
en ocasiones el sacrificio inmediato será lo correcto en aras de un beneficio futuro que se prevé
mayor. Dicho cálculo ha de resultar en principio sencillo, pues aunque Bentham reconoce que
hay placeres y dolores tanto del cuerpo como del alma, ve posible aplicar criterios simplemente
cuantitativos para esa evaluación (criterios como la duración del placer, su intensidad y
extensión, la probabilidad de obtenerlo, etc).
En segundo lugar, esta doctrina tampoco pretende alimentar directamente el egoísmo. Si bien
es asimismo un presupuesto psicológico y moral (como en Thomas Hobbes) que el hombre es
por naturaleza egoísta y busca su propio interés, y que por tanto las relaciones sociales y políticas
son artificiales, el utilitarismo tendrá como misión corregir precisamente ese primer impulso. El
utilitarista se percatará de que, puesto que el bien conjunto es la suma de intereses individuales,
el mejor modo de fomentar el propio interés es promover el interés global. Por eso el utilitarismo
propugna no sólo no limitarse al propio bien, sino cuidar escrupulosamente la imparcialidad en
las decisiones y evitar cualquier acepción de personas. Únicamente esta regla hará que el saldo
de bien sea el mayor; de ahí la famosa consigna atribuida a Bentham por John Stuart Mill:
everybody to count for one, and nobody for more than one [Mill 2002: Capítulo V].
Sin embargo, Mill corrige a su maestro en un punto importante. Mientras que para Bentham
los placeres son todos homogéneos y sólo se distinguen cuantitativamente (lo cual hacía sencillo
el cálculo de la suma entre diversos conjuntos de ellos), Mill advierte que hay placeres
cualitativamente distintos; diferencia cualitativa que se traduce en superioridad o inferioridad.
Más concretamente, sostiene que los placeres intelectuales y morales son superiores a las formas
más físicas de placer; y asimismo distingue entre felicidad y satisfacción, afirmando que la
primera tiene mayor valor que la segunda. Ahora bien, esta posición de Mill, que retoma una de
las ideas de la moral tradicional más común, cuestiona en realidad las bases del utilitarismo.
Pues, por un lado, introduce necesariamente un criterio de valor ajeno al placer, lo cual sale ya de
la propia teoría de Mill y plantea problemas prácticamente irresolubles a la hora de calcular
comparativamente, de modo homogéneo, beneficios resultantes de acciones alternativas. Y, por
otro lado, la asignación de un valor o superioridad a cierto tipo de placeres plantea la dificultad
de si con ello no se les reconoce ya una bondad intrínseca, siendo así que el utilitarismo de
Bentham y Mill mide la bondad de las acciones por el placer siempre resultante de ellas. Tal vez
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por este motivo, Henry Sidgwick (1838-1900), otro representante del utilitarismo, vuelve a la
posición de Bentham sosteniendo que esas aparentes diferencias cualitativas entre los placeres
son, en el fondo, diferencias cuantitativas [Sidgwick 1962]. En cambio, luego se verá que en este
punto G. E. Moore sostiene, con su particular utilitarismo, una posición peculiar.
Por lo demás, Mill compartía la preocupación de Bentham de provocar reformas sociales que
condujeran a una sociedad más equitativa. Sin duda, la deseada y deseable democratización y
racionalización de la vida pública, que ha tenido lugar gracias a las ideas de Mill (no sólo la
doctrina utilitarista, sino su idea de las libertades individuales y cívicas), es una de las mayores
razones de la amplia aceptación del utilitarismo como teoría moral y política.
Como era de esperar, el utilitarismo se ha visto contestado por numerosas críticas que
reclaman el valor de la naturaleza intrínseca de la acción, además de sus consecuencias, a la hora
de evaluarla moralmente. Y la reacción de los utilitaristas ha sido la de reformular continuamente
su teoría.
Un intento de escapar a la estrecha concepción del utilitarismo clásico vino pronto de la mano
de George Edward Moore (1873-1958). La propuesta de este filósofo británico (en lo que al
utilitarismo se refiere), expuesta en sus Principia Ethica (1903), consiste en superar el
hedonismo de Bentham y Mill aun manteniendo la tesis principal utilitarista. Según él, el placer
no es la única experiencia valiosa, no es el único componente de la felicidad, y por tanto no es el
único fin que se debe perseguir. Por eso, además, el fin moralmente correcto no es sólo promover
la felicidad humana, sino fomentar todo lo valioso, con independencia de que nos haga o no
felices. Es decir, se trata de promover el mayor valor posible, propio o ajeno, humano o en la
naturaleza (por ejemplo, la belleza). Moore no tiene ningún reparo en introducir la noción de
valor o bondad intrínseca como una propiedad “no natural” —en el sentido de no física o
sensible—, simple e indefinible; por lo que su teoría es conocida como un utilitarismo “ideal”.
Con lo cual el modo de captar lo valioso no puede ser la inducción a partir de lo sensible ni la
deducción racional, sino únicamente la intuición [Moore 1983].
pertinente en el caso. Sin embargo, esta forma de utilitarismo ha sido criticada como
inconsecuente, pues en favor de una regla ciertamente beneficiosa a veces habría que dejar de
realizar una acción concreta que efectivamente tuviera los mejores efectos, con lo que en realidad
se renunciaría a la esencia al utilitarismo.
Pero no acaban ahí las discrepancias entre los utilitaristas. Discuten también, por ejemplo,
acerca de si la felicidad que se trata de producir con la acción correcta es la mayor suma total de
felicidad o el mejor promedio de felicidad. Como se ve, la cuestión no es trivial, pues a veces un
aumento del bienestar total puede conducir simultánea o posteriormente a una disminución del
mismo en promedio (por ejemplo, aumentando mucho el bienestar de unos pocos olvidando al
resto; o, al contrario, repartiendo los bienes materiales entre tantos que finalmente no se puedan
disfrutar en su máximo y global rendimiento). Últimamente, además, hay utilitaristas (sobre todo
P. Singer) que defienden que, si realmente el bien que trata de promoverse es el placer, no hay
razón para limitar los beneficiarios a los hombres y no ampliarlos también a los animales, incluso
en pie de igualdad con los seres humanos, especialmente a los grandes simios [Singer 1999].
Por lo demás, hay que destacar también el importante influjo del utilitarismo en el
pragmatismo americano (aunque no es directamente una corriente ética), que imprimió una
huella tan profunda en la cultura estadounidense y que vino representado especialmente por
Charles S. Peirce (1839-1914), William James (1842-1910) y John Dewey (1859-1952). En las
doctrinas de estos autores, aunque poseen sus respectivas características peculiares, destaca un
rasgo común: el pensamiento es en el fondo una intervención activa sobre la realidad y su validez
se justifica por su utilidad práctica. Peirce se dedicó más a la lógica con el fin de fundamentar el
conocimiento; James profundizó en la psicología; y Dewey aplicó el pragmatismo a la educación.
Ya antes se han mencionado dos razones del éxito o de la amplia aceptación del utilitarismo:
su carácter reflexivo y ponderado en la conducta individual, y la racionalización objetiva e
imparcial de la vida social. Todo ello en el marco de una doctrina que proclama como principio el
interés por la felicidad general, la benevolencia uclass="Citation"niversal. Mayor y mejor
principio no cabe; con lo que se pretende cargar el peso de la prueba sobre toda otra teoría que se
enfrente al utilitarismo.
De hecho, el utilitarismo se presenta a sí mismo como la única teoría responsable, por tener en
cuenta las consecuencias y su influjo con vistas al bien general. En cambio, son tachadas de
irresponsables aquellas doctrinas que se desentienden de los efectos de una decisión, sean lo
graves que sean, por defender tercamente supuestos principios dogmáticos e irrenunciables; es
decir, las éticas que se moverían por el principio “Fiat justitia et pereat mundus”.
Ahora bien, a pesar de todas estas razones que los utilitaristas han esgrimido en favor de su
teoría, nunca faltaron desde muy pronto las objeciones a dicha concepción. Objeciones que, o
bien pretenden descubrir alguna incoherencia en el seno del utilitarismo, o bien —sobre todo—
resaltan su inconsistencia e incluso oposición a convicciones muy arraigadas en el sentir común
moral. En realidad, al utilitarismo se opone toda aquella doctrina moral que admita, además del
principio de utilidad benevolente, otros principios morales o del deber. A cualquier sistema ético
de esta clase se le llama deontologismo, en oposición al utilitarismo. De modo que las doctrinas
morales deontológicas han sido las dominantes en la historia de la ética; lo cual, por supuesto,
nada dice en su favor. Es más, precisamente el utilitarismo nace con la expresa intención de
sustituir por fin todas esas teorías confusas y complicadas.
Por su acento en la experiencia y noción de diversas clases de deberes, los deontologistas más
relevantes son acaso Inmanuel Kant en el continente europeo y Sir William David Ross (1877-
1971) en el ámbito anglosajón, con su predecesor, Harold Arthur Prichard; ambos deontologistas
e intuicionistas. Los dos piensan —como todo deontologista— que muchas convicciones del
sentido común moral, que comparecen ante nuestra conciencia, son auténticos deberes morales
(ciertamente no todas, y precisamente es una tarea de la ética el discernirlas como tales deberes).
Es verdad que el deber de realizar lo útil para producir el mayor bien que podamos es una de esas
convicciones, pero también lo es el cumplir nuestras promesas, el no matar a un inocente, la
gratitud, etc. Es asimismo cierto que esta pluralidad de deberes enfrentará al deontologismo al
problema de decidir qué deber observar en el caso, no raro, de que varios deberes coincidan en
una misma situación, o sea, de establecer criterios de prioridad entre esos diversos deberes. Pero
el deontologismo entiende que es preferible atenerse a la realidad moral, por compleja que sea,
antes que optar por una teoría más sencilla pero que cercena los datos de la experiencia ética
[Prichard 1949, Prichard 2003, Ross 1972, Ross 1994].
Por otra parte, la resistencia al utilitarismo es mayor no sólo cuanto más se imaginan casos en
los que se conculcan convicciones morales básicas y que dicha teoría justificaría, sino cuanto
más se constatan casos reales y escandalosos de esas posibles atrocidades (desgraciadamente, los
totalitarismos del siglo XX son prueba patente de esto; no menos que las actuales injusticias entre
países ricos y pobres). Es sin duda motivo de felicitación el que cada vez esté más presente, al
menos en teoría, la conciencia de la dignidad de cada persona humana individual.
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Pero quizá sea más provechoso exponer las objeciones al utilitarismo por el orden en que se
han presentado los argumentos en los que se apoya esa doctrina.
Es verdad que justamente ese criterio es el que se aduce con el interés por la felicidad general,
con la benevolencia altruista universal. Como se ha recordado de la mano del deontologismo, el
problema no es sostener ese principio (¿quién podrá negar su conveniencia?), sino sostenerlo
como el único. En particular, el sentido moral común advierte los peligros de un principio de tal
generalidad sin el complemento de otro principio que salvaguarde la individualidad de la
persona, no para perpetuar injustos privilegios sino para respetarla, pues las personas humanas
son en última instancia individuales. En efecto, es fácil suponer que un utilitarista sacrificará el
bienestar de un inocente (quizá incluso su vida) si ello contribuye a aumentar la felicidad del
conjunto. De manera que la crítica al utilitarismo en este punto no se basa tanto en lo que éste
dice, sino en lo que calla. Dicho de otra manera, la felicidad de todos ha de comprenderse como
la felicidad de todos y de cada uno, pues tratándose de personas, una no vale menos que varias, ni
varias más que una.
Hegel: «el principio que lleva a despreciar las consecuencias de los actos y el que conduce a
juzgarlos por sus consecuencias, convirtiéndolas en norma de lo bueno y de lo malo, son, por
igual, principios abstractos». La imagen que ahí se dibuja del deontologismo o de la ética de
convicción es una caricatura inexistente. Ningún sistema moral puede pedir que se actúe
prescindiendo totalmente de las consecuencias de los actos, pues es del todo imposible definir un
acto sin tener en cuenta sus consecuencias, ya que actuar significa precisamente producir
consecuencias [Spaemann 2007]. El deontologista lo que no quiere es producir un efecto que
considera injustificable, y esa gravedad es la que expresa el respectivo deber de omitir esa
acción; y el utilitarista, por cierto, quiere producir efectos beneficiosos globalmente, pero es
asimismo responsable del efecto inmediato de la acción con la que los produce (con otras
palabras, es responsable tanto del fin que persigue como del medio que para ello emplea). No se
trata, entonces, de atender o no a las consecuencias, sino de qué consecuencias son
responsablemente aceptables, por su naturaleza o cualidad, y cuáles no. Esta es la verdadera
cuestión a la que el utilitarismo pretende siempre escapar, pues carece de criterio para un
discernimiento cualitativo y se empeña constantemente en cálculos cuantitativos.
En el ámbito de la justicia política autores como John Rawls (1921-2002) han sido muy
sensibles a posibles efectos del utilitarismo, que a todos parecen claramente injustos. En
concreto, Rawls ve peligros (que a veces se han convertido en triste realidad) en cualquiera de las
distintas formas de la justicia: en la justicia política, el utilitarismo admitiría discriminaciones de
cualquier género con tal de fomentar el bien del conjunto; en la justicia distributiva, daría igual la
equitativa distribución de bienes y derechos, pues lo importante es el saldo global; y en la justicia
penal, el utilitarismo permitiría (y ordenaría) castigar a un inocente si con ello se consiguiera el
alto bien del orden público [Rawls 1985, Rawls 2002].
universal tendencia la placer no es lícito extraer la validez del placer como fin bueno y debido;
confunde lo deseado con lo deseable. (Curiosa confusión, por cierto, para quienes abrazan la
posición de Hume según la cual no es lícito pasar del ser al deber). El resultado de esta confusión
es que la tesis de la tendencia universal al placer tiene, para el hedonista, un sentido
simultáneamente fáctico y lógico-normativo. Identificación de sentidos que el hedonista deriva
del contrasentido de una tendencia que no acarreara gozo al ser satisfecha. Y Husserl pone de
manifiesto dos distinciones esenciales que pasan inadvertidas en esta confusión hedonista. La
primera es que, aunque ciertamente no es pensable alcanzar un objetivo sin el gozo de haberlo
alcanzado, el gozo al que se tiende realmente no es el mismo que el gozo que acompaña a la
consecución del objetivo. Sólo el primer gozo es pretendido (por ejemplo, la satisfacción en el
aprendizaje de un idioma), no el segundo (el gozoso reposo en lo ya logrado). Y ese primero es
pretendido porque, en realidad, es pretendido su correlato, el valor que cumple la tendencia. La
segunda diferencia esencial —en el fondo contenida en la anterior— consiste en que tampoco
son lo mismo el estado afectivo subjetivo y el valor objetivo del bien buscado. El valor es un
carácter objetivo unido a un ser dado como cierto, y no ingrediente alguno del acto, como lo es el
estado del sujeto [Husserl 2004].
Pero Husserl también atiende, en segundo lugar, al hedonismo del utilitarismo altruista
particularmente expuesto por Mill. Según éste, a partir de la búsqueda de la propia satisfacción se
crea, por asociación, un interés hacia motivos altruistas desligados ya de su origen. Se trata de un
proceso análogo a como el interés por lo asequible se desplaza al interés por el dinero; o a como
alguien busca la fama aunque no le reporte inmediatamente ningún beneficio. Sin embargo, para
que haya traslación asociativa —observa Husserl— el medio, lo que se desplaza o transforma, ha
de ser neutral. Por tanto, la misma motivación directriz (egoísmo) no puede, sin dejar de ser tal,
trasformarse o verterse en otra de carácter opuesto (altruismo). Y ésta es la quiebra de la
argumentación del utilitarismo altruista. Para el fenomenólogo, la actitud empirista del
hedonismo utilitarista impide ver la naturaleza esencial de la motivación, pues para ello es
preciso distinguir la motivación activa dirigida y atraída por lo valioso y la motivación pasiva o
asociativa de lo neutral o ciego [Husserl 2004].
Verdaderamente, da que pensar que una doctrina tan simple como el utilitarismo sobreviva y
mantenga cierta pujanza —aunque claramente cada vez menos, al menos en el mundo académico
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— pese a tantas críticas recibidas. Bien mirado, eso sólo puede deberse a que dicha teoría moral
contiene un importante núcleo de verdad. Y así es, en efecto. La benevolencia del mayor número
de personas es desde luego algo deseable; y es cierto que en muchas ocasiones hay fines que
justifican ciertos medios (como cuando un médico decide amputar la pierna de una persona para
salvar su vida, o cuando el Estado priva de libertad de movimiento a un peligroso delincuente).
Pero —ya se dijo— la negación de otros deberes que en casos necesarios contrarresten éste
puede ocasionar graves males moralmente hablando.
Ahora bien, en las objeciones al utilitarismo casi continuamente se han reconocido esos
posibles peligros éticos en virtud del sentido común moral. Pero al mismo tiempo se ha advertido
que el utilitarismo pretende justamente rectificar dicho sentido moral, con lo que no se sentirá
interpelado por tales críticas. ¿A qué instancia apelar, entonces, para dirimir la discusión? ¿Qué
autoridad posee, en realidad, el sentir común moral?
He aquí, desde luego, un problema nuclear de la ética en general: la cuestión del punto de
partida de esta disciplina y, al mismo tiempo, del criterio al que ha de atenerse toda teoría ética.
Ha sido el deontologista Ross quien ha recordado que filósofos morales tan clásicos y tan
distintos como Aristóteles y Kant sostenían que las creencias éticas del hombre común no son
simples opiniones ciegas, sino auténtico conocimiento; tesis a la que personalmente se suma.
Efectivamente, estos tres autores (y en realidad la inmensa mayoría de los cultivadores de la
ética) entienden que la filosofía moral debe partir de la experiencia; y la experiencia en ética son
las convicciones morales que comparecen en la conciencia del sentido común moral.
Naturalmente, asimismo estos tres pensadores advierten de manera explícita que, lógicamente, no
todas esas convicciones son fiables y verdaderas. Justo por eso la tarea de la ética consistirá
fundamentalmente en examinar todas esas opiniones, comprobarlas y en su caso ciertamente
corregir algunas de ellas.
Sin duda, el utilitarismo se defenderá alegando que su postulado fundamental, y único, goza de
amplia aceptación en el sentir moral común, e incluso que lo ha extraído de ese sentir de modo
intuitivo (al menos en el utilitarismo que no se haya abandonado a la irracionalidad en su
fundamentación, como se vio).
Pero dicha defensa no tarda en caer por sí misma. Primero, porque aunque es verdad que la
utilidad con vistas a la felicidad colectiva es un contenido plausible para la intuición moral
común, el utilitarismo anula todas las demás convicciones. De manera que ya no puede hablarse
de corregir algunos posibles errores el sentido común, sino de sustituir o suplantar casi
completamente las convicciones irrenunciables de la conciencia moral espontánea (especialmente
las que se basan en el respeto a la dignidad de cada persona humana, prohibiendo tratarla como
mero medio para el fin que sea). El utilitarismo resulta, pues, una teoría que se impone a las
conciencias (a veces racional y otras veces irracionalmente) y que les niega por principio toda
crítica moral: ¿hay alguna postura más arbitraria y, por consiguiente, inmoral? En segundo lugar,
además, la última defensa del utilitarismo se desmorona por inconsecuente. En efecto, si su
principio es intuitivo, es decir, si se justifica por la evidencia intuitiva que comparece únicamente
en la conciencia, ¿por qué se rechazan de antemano otros principios (como los que exigen
respeto incondicionado a cada persona) que exhiben igualmente, por lo menos, dicha evidencia
intuitiva? De modo que, al final, el utilitarismo acaba enarbolando el dogmatismo injustificado
que achacaba a todo deontologismo.
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2004.
Rodríguez Duplá, L., Capítulo Utilitarismo y deontologismo, en Ética, BAC, Madrid 2001,
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Rodríguez Luño, A., “Veritatis Splendor” Un año después. Apuntes para unbalance (II)
(1996): http://www.eticaepolitica.net/eticafondamentale/arl_veritatis2[es].htm
Sen, A. - Williams, B., Utilitarianism and beyond, Cambridge University Press, Cambridge
1977.
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