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La colonización historiográfica.

Reflexiones acerca de una Historia


Moderna y Contemporánea para Latinoamérica y el Caribe.

Hace más de diez años soy docente de materias vinculadas a la enseñanza de la Historia
Moderna y Contemporánea en diferentes espacios e instituciones educativas: universidades,
terciarios, secundarios, antes fui estudiante de Grado y Posgrado de Historia en la UBA de
materias similares. Cuando releo los textos de los estudiosos sobre el tema y al preparar las
clases, siempre me molestó la ausencia de América en este periodo. Peor aún, me fastidia la
forma en que se la menciona, cuando se la menciona. ¿Por qué me irritan estos autores?
Intentaré explicarlo.

El progresismo de los “significantes” y su significado en el derrotero académico

A partir de la década de 1990, prácticamente a quinientos años de la conquista Española de


América, una camada de historiadores, antropólogos, sociólogos, filósofos europeos y
norteamericanos, descubrían América.
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En su mayoría, provenían de corrientes de pensamiento “crítico”, se definían como
superadores del estructuralismo (utilizando el léxico marxista europeo), eran post
estructuralistas o super-estructuralistas. En definitiva, eran cientistas sociales que
claudicaban, se rendían. Consideraban que de ahora en más, el capitalismo no volvería a ser
discutido. El problema era la superestructura. Algunos de ellos, como Francis Fukuyama,
llegaron a escribir sobre el “fin de la historia”; otros, sólidamente posicionados en las
académicas, cátedras e institutos de investigación, despilfarraban las sumas de dinero
destinadas a la investigación por sus Estados, para tratar temas vinculados a la corriente del
“giro linguistico”. Estos últimos, en líneas generales, sostenían que la disciplina histórica
era una disciplina de la que había que desconfiar. Afirmaban que los historiadores habían
leído a las fuentes, pero en su producto: el texto histórico; ellos reproducían sus propias
lógicas históricas y sociales. En síntesis, cuando uno leía un texto histórico no estaba
leyendo a la fuente histórica, sino que uno leía aquello que el historiador quería que el
lector sepa de esa fuente histórica.

Hayden White, Ricouer, Foucault, Todorov, Wolf, Chomsky, Mary Louise Platt, lectores (y
fanáticos) de Wittgenstein y Cassirier, descubrían que la historia había sido escrita desde
una mirada eurocéntrica. Que se había ejercido poder sobre las otras regiones no
“centrales”. Se asombraban al ver que nos habían silenciado, a nosotros, los periféricos. Al
mismo tiempo, con una mirada situada en Europa, comenzaban a escribir “para nosotros”
(¿?). Escribieron muchos libros. Hacían alusión a los campos de control académicos que
cercenaban toda voz desarrollada desde afuera del centro de poder académico-científico.
Otros, más místicos y espirituales quizás, se volcaron al estudio de las obras Heidegger o a
textos provenientes del lejano oriente, con el objeto de encontrar un nexo universal a toda la
raza humana (infinidad de términos vinculados con estas tendencias he escuchado: Numen,
Dasein, Karma, Chacras, etc…) así se satisfacían con pensar que nosotros no somos
diferentes a los europeos.
Ellos se deslumbraban al leer a Heidegger, quien transcribía la voz de un campesino y
hablaban alucinados de las enseñanzas de ese campesino, aunque extrañamente, hacían
oídos sordos a las diferentes voces de los trabajadores de nuestra América.
En definitiva, a quinientos años de la conquista española, estos autores descubrían que
hacer historia, sociología, filosofía, antropología, era y es también, hacer política. Peor aún,
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es sostener solapadamente, determinada ideología política. Esta camada de autores, con sus
trabajos vinculados a los relatos, a la “performance”, la teoría del discurso y las re
significaciones posibles de un texto, en realidad lo que verdaderamente hicieron fue
desvirtuar las verdaderas discusiones. ¿Por qué afirmo esto? Por qué sin preocuparse en
estudiar y reflexionar sobre las posibles respuestas a nuestros problemas históricos más
profundos, ellos: sociólogos, historiadores, antropólogos y filósofos, también fueron
responsables del naufragio de nuestra región durante buena parte del siglo XX, ya que
desde el campo científico que obtenía el financiamiento de los diferentes Estados
latinoamericanos, encuentro muy pocos autores que hayan elaborado lecturas desde nuestra
región y para nuestra región. Incluso observo que la producción desde el mundo de las
ciencias sociales en esos años, se ha dedicado especialmente a silenciar a los autores que
han elaborado estudios, investigaciones e intervenciones vinculadas a diferentes
exploraciones teóricas fundamentales para responder a nuestros problemas: el imperialismo
británico/francés/norteamericano, la integración latinoamericana, las características de
nuestros sistema democrático, las distintas Constituciones Nacionales, los dueños de los
medios de comunicación y la discusión sobre el control los recursos naturales.
En síntesis, la gran mayoría del campo académico estatal ha silenciado las exploraciones
más interesantes surgidas de nuestra región, desde los trabajos “fundantes” de Manuel
Ugarte con El porvenir de Hispanoamerica (1910), Pedro Henriquez Ureña con La utopía
de América (1925), Víctor Raúl Haya de la Torre, en su libro: Por la emancipación de
América Latina (1927) o José Carlos Mariategui, 7 ensayos de interpretación de la
realidad peruana (1928), hasta los textos de autores vinculados con la liberación nacional
surgidos luego de las experiencias de gobiernos nacionales y populares en Latinoamérica
como Arturo Jauretche, Fermín Chavez, Juan José Hernández Arregui, Amelia Podetti,
Carlos Montenegro, Jorge Abelardo Ramos, Alberto Methol Ferré, Álvaro García Linera,
Alcira Argumedo o Norberto Galasso, entre otros tantos.

El problema de las edades “universales”

Para una brevísima comprensión del problema, comenzaré planteando el tema de la


periodicidad establecida por las ciencias sociales, marcadamente evolucionista-positivista,
y que aún hoy es la cronología vigente en manuales de escuela primaria y secundaria,
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universidades y Wikipedia. Repasemos. En primer lugar, los estudios clásicos,
tradicionales, comienzan a hablar de los procesos históricos de la humanidad tras la llamada
Revolución del Neolítico. El proceso que se inicia hace unos 9000 años, en donde grupos
humanos ubicados en el continente africano pasan de ser recolectores y cazadores. Se pasa
de una economía recolectora a otra productora (agrícola y de cría de animales). Un
proceso en donde los humanos se transformaban en productores de alimento. Luego, la
cronología continúa con la edad antigua, que comienza con la aparición de la escritura hace
unos 3500 años a.c. Subrayo: la pre historia, de aquí en más, será el terreno para aquellos
pueblos que no desarrollen la forma de comunicación escrita. Serán “pueblos sin historia”,
como señala el antropólogo Eric Wolf. La Edad Antigua se origina en la Mesopotamia y
Egipto, con las primeras formaciones urbanas, “la revolución urbana” que menciona el
historiador Mario Liverani. Esta era histórica finaliza con la caída del Imperio Romano de
Occidente en el 476 a.c. a manos de los “barbaros”. La caída de Roma, según esta lectura,
da comienzo a la edad más oscura de todas para la humanidad, la llamada Edad Media o
Feudal, que debería terminar en el 1492, el momento en el cual los europeos “descubren”
América. Sin embargo, no hay una posición definida sobre el tema, algunos historiadores
sostienen que la caída del Imperio Romano de Oriente, en 1453, debería marcar el corte o la
invención de la imprenta por Johannes Gutenberg en 1450. Destaco: la aparición de
América no ha sido considerada como un acontecimiento trascendente para todos los
historiadores, sino que la Edad Moderna o modernidad tiene tres comienzos diferentes
según quien uno lea: 1492, 1450 o 1453. La modernidad finaliza con la Revolución
Francesa de 1789, dando inicio a la Edad Contemporánea, que estaríamos transitando hasta
nuestros días.
Como puede observarse, las edades históricas de la humanidad, son en realidad edades
históricas que no atraviesan a toda la humanidad, ni siquiera a la mitad de la humanidad,
sino que sus principios y finales se encuentran determinados por Europa y sus vecinos.
Como escribió el historiador francés Fernand Braudel, es la historia del mediterráneo y sus
contornos.

Comencemos nosotros ahora. En América, la revolución del Neolítico no se produjo hace


9000 años. Tampoco nos vimos afectados por la Revolución del Neolítico de las
comunidades africanas, sino que los recolectores y cazadores que cruzaron el estrecho de
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Bering, entre Rusia y Alaska, hace unos 15.000 años, desarrollaron tiempo después, su
revolución del Neolítico. Remarco, los habitantes de nuestro continente hicieron por sí
solos, el paso de una economía recolectora a otra productiva hace unos 7000 a 5000 años.
Específicamente los arqueólogos hallaron vestigios de comunidades humanas sedentarias
en el Valle mesoamericano de Tehuacan, pero también en la cordillera de los andes las
comunidades andinas desarrollan la domesticación de plantas y animales, bajo relaciones
de producción y técnicas inéditas para la humanidad: el ayllu.
Continuemos. En nuestro continente, los primeros grandes centros urbanos surgen hace
1700 a 1100 años, mientras que las organizaciones estatales centralizadas políticamente en
grandes extensiones territoriales aparecen entre hace 1100 a 500 años. No tuvimos la
misma cronología que la “humanidad”. No tuvimos feudalismo y nuestra entrada a la
modernidad, como veremos, no fue moderna para nosotros.

¿Cómo fue nuestra modernidad?

La modernidad llega América en barcos europeos. Peor aún, la historia de América que se
escribió, será la historia desde la llegada de estos barcos europeos. No es extraño. Como
señala el sociólogo marroquí Abdelkebir Kathibi, “toda sociedad humana escribe la historia
de la relación con el territorio en el que vive”. Los europeos comenzarán desde 1492 a
proyectar sobre los habitantes de América un pasado no americano, tampoco real. Un
pasado no histórico. ¿Cómo es esto? Su imagen de los tiempos anteriores a su llegada, será
la imagen de un pasado bíblico primero, en donde los nativos estaban como en los tiempos
de Adán y Eva (así lo expresaban los primeros conquistadores y religiosos que llegaban “al
nuevo mundo”), y cuatrocientos años después, se continuará escribiendo sobre una América
“no real”, relatos signados por la caracterizaciones de una América inferior, bárbara y
salvaje. Tras la emancipación, el proceso de conformación y construcción de los Estados en
América será de llevado a cabo por las elites letradas de las ciudades portuarias, defensoras
de economías abiertas al mercado europeo. Estas elites, como señala el antropólogo
brasileño Darcy Ribeiro, realizarán una segunda conquista contra todos “los pueblos” (los
originarios, mestizos, negros y mulatos) que lograron la emancipación, vencerán en las
guerras civiles a todos los representantes elegidos por los “pueblos” de las provincias y
regiones no hegemónicas. La victoria sobre estos sectores, iniciará un proceso que llega
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hasta nuestros días, en donde primó la negación del pasado histórico (indígena, colonial,
mestizo, gaucho, africano, católico y comunitario).
En este sentido las elites letradas de las ciudades-puerto inventarán las naciones americanas
desde una matriz de pensamiento iluminista e ilustrada durante el siglo XIX y positivista (
racista y eurocéntrica) después. Sin embargo, lo paradójico de todo esto, es que la
contemporaneidad surgida de la revolución francesa reconoce el pasado histórico, de hecho
la conformación de las nacionalidades europeas, en Francia, Alemania e Italia,
redimensionan la esencia de sus “pueblos” dedicando especial atención a su pasado,
historia, cultura y tradiciones. Por ello la contemporaneidad europea se asume como
representativa de sus pueblos, devenidos de ahora en más en ciudadanos. Sus principios
fundantes son los declarados durante la Revolución Francesa de 1789: Libertad, Igualdad,
fraternidad. Principios que aunque se declararon como universales fueron negados en otros
lugares del planeta. Por ejemplo, los franceses revolucionarios niegan estos principios en
América para los Revolucionarios negros de Haití. Los principios, afirman, eran solo para
los blancos. Incluso como señala el filósofo Eduardo Grüner, con la victoria de los
haitianos, son los haitianos y no los franceses los que vuelve universales a estos principios,
porque no distinguen color, raza y ni lugar de nacimiento.

A la vez, el inicio de la contemporaneidad europea habla del origen de la ciudadanía, sin


embargo en América Latina y el Caribe, la mayoría de sus habitantes ni podían elegir a sus
representantes, ni podían gozar de una ciudadanía plena. ¿Por qué digo esto? Porque como
señala el historiador brasileño José Murilo de Carvalho, para que sea posible ejercer la
ciudadanía, se deben cumplir tres elementos: los derechos civiles, derechos políticos y
derechos sociales. Derechos civiles, que son los derechos fundamentales a la vida, la
libertad, la igualdad ante la ley; los derechos políticos, se refieren a la participación en el
gobierno de la sociedad, y los derechos sociales; que son aquellos que garantizan la vida en
sociedad, la participación en el gobierno del barrio, comunidad o ciudad, aquellos que
garantizan la participación en la riqueza colectiva, es decir, se basan en la justicia social. En
consecuencia, con una hojeada rápida por la historia de nuestra región podemos dar cuenta
que para nosotros, los habitantes de América y el Caribe, la ciudadanía plena llego, cuando
llego, recién hacia mediados del 1900 con las primeras democracias de representación
popular. Y no mencioné siquiera el tema económico, que considero fundamental para

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comprender que no podría haber sido posible el desarrollo del modo de producción
capitalista en Europa, sin la explotación (de mano de obra esclava, servil y/o con pago en
especie) de las regiones colonizadas por los europeos desde el siglo XIV. Sin la explotación
abusiva y violenta de estas zonas hubiera sido imposible la acumulación necesaria que
fomentó la innovación tecnológica de la llamada “revolución industrial”. En fin, hay
muchísimo más por decir.

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