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Marta estaba muy alterada porque el alto mando alemán deseaba que

realizara una labor de espionaje, pero le aterrorizaba la ira de su


esposo si se negaba.
Mientras acompañaba al rey Edward VII a tomar las aguas medicinales
de Marienbad, lord Arkley conoce a la encantadora y desdichada
Marta. Ella es la esposa del sádico Principe Friedrich de Wilzenstein,
un hombre condenado a vivir en una silla de ruedas.
Lord Arkley y Marta se ven envueltos en una peligrosa trama de intriga
y espionaje, que culmina en un clímax aterrador, y tienen que sufrir una
cruel separación antes de que el verdadero amor los envuelva con su
embrujo.
Barbara Cartland

Siempre hay un mañana


Bantam - 90

ePub r1.0
jala 07.06.16
Título original: A princess in distress
Barbara Cartland, 1978
Traducción: Marta Susana Eguía
Ilustraciones: Francis Marshall

Editor digital: jala


ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2
Capítulo 1

1905

ord Arkley cruzó el saloncito y se asomó al balcón. Ya había


L anochecido, pero las estrellas brillaban en el cielo y las luces del hotel
iluminaban el parque, por encima del cual podía divisarse la aldea y el
boscoso valle que se extendía más allá…
No era la primera vez que Lord Arkley visitaba Marienbad, y mientras
contemplaba el paisaje reflexionó que era más hermoso y mucho más divertido
que los otros balnearios de aguas medicinales que Edward VIII había puesto
de moda.
Todos los años después de las regatas de Cowe, el rey viajaba al
extranjero a tomar las aguas medicinales.
En un principio había favorecido a Homburg, lugar que, a causa de las
visitas del rey, se había convertido en el centro social de todas sus amistades y
de todos aquellos que querían conocerlo.
Sin embargo, quien gozaba ahora de sus preferencias era Marienbad, una
aldea de un agradable valle de Bohemia a setecientos metros sobre el nivel
del mar.
Después de haber sido el lugar favorito de su majestad durante varios
años, Marienbad se había puesto de moda y concurrían allí numerosos
miembros de las más antiguas familias europeas.
Aunque el rey estaba de vacaciones y viajaba de incógnito bajo el nombre
del duque de Manchester siempre tenía a su alrededor a hombres de estado,
cortesanos, políticos y personas con misiones especiales, todos ansiosos de
entrevistarse con él.
Al rey le era imposible escapar de las responsabilidades de la monarquía,
aunque en realidad, le gustaba asumirlas. Su madre, la reina Victoria, lo había
mantenido tanto tiempo al margen de los asuntos de estado que la satisfacción
que experimentaba cuando le hacían confidencias importantes era casi infantil.
Pero ahora que era rey, los que estaban bajo su servicio empezaban a
comprender que sus acertadas relaciones con las dinastías reinantes, su
encanto personal, su tacto y su habilidad como conversador le hacían destacar
como un hábil diplomático.
Cada año que pasaba, crecía su reputación como un hábil mediador.
Lord Arkley sabía que el rey lo estaría esperando impacientemente para
conocer los resultados de la misión secreta que le había encomendado, pero
Lord Arkley estaba cansado y como acababa de llegar, no tenía intenciones de
solicitar una audiencia con el rey hasta el día siguiente.
Había cenado en el tren y por consiguiente lo único que necesitaba para
reanimarse era el vaso de champán que sostenía en la mano.
Al fin empezaban a aliviarse sus tensiones. El viaje había sido agotador,
aunque no tanto como la imperiosa necesidad de estar siempre alerta ya que
sabía bien que los estados alemanes que había recorrido sospechaban de él.
Era agradable aspirar el aroma de los pinos y pensó, frunciendo los labios,
que al día siguiente bebería las aguas del famoso balneario.
Los manantiales de Marienbad tenían la reputación de tener el más alto
contenido de hierro de todo el mundo y en aquellos momentos, lo que más
necesitaba era hierro.
Llegaba hasta sus oídos el sonido de una música distante que, combinada
con el resplandor de las estrellas y la fragancia de los pinos y las flores que
esmaltaban el jardín del hotel, creaba una romántica atmósfera.
Pero Lord Arkley pensó en aquellos momentos no tenía tiempo para los
pensamientos románticos.
Entonces oyó gritar a una mujer. No era un grito potente, sino más bien el
sonido que emitiría un animalito herido.
—¡Por favor, Friedrich… suéltame! Te arrepentirás… mañana.
La mujer hablaba en inglés y el temor que se percibía en su voz era
patético.
Un hombre contestó en alemán, insultándola y maldiciendo con voz
pastosa. Lord Arkley comprendió que estaba borracho.
—¡Por favor… Friedrich… por favor! ¡No te atrevas a azotarme otra vez!
¡Sabes muy bien… que es una crueldad!
Se oyó un sonido gutural seguido de otro grito, involuntario al principio,
pero después controlado hasta convertirse en un gemido.
Lord Arkley miró consternado a su alrededor. Por un momento no pudo
precisar de dónde provenían los sonidos. Hasta que comprendió que lo que
oía estaba sucediendo en la habitación contigua.
El hotel Weimar era un imponente edificio pintado de amarillo, ejemplo
típico de los grandes hoteles que se construyeron en lugares de veraneo a todo
lo largo y ancho del continente.
Todos habían sido diseñados con buhardillas y aposentos para los
huéspedes exigentes que permanecían por lo menos durante tres semanas
acompañados por una comitiva de criados.
El hotel Weimar, que era más elegante y lujoso que los demás, siempre le
había parecido a Lord Arkley una ingeniosa mezcla de cabaña de Bohemia y
teatro provinciano francés.
A lo largo de todo el primer piso, donde estaban situados los aposentos
más elegantes, había un balcón de piedra, varias veces más ancho que el
corredor del hotel.
El rey Edward siempre ocupaba cinco habitaciones en un extremo del
hotel y Lord Arkley comprendió que el atento gerente del hotel, herr
Hammerschmid, le había distinguido al asignarle un aposento en el mismo piso
que Su Majestad.
Las voces que Lord Arkley oía llegaban a su habitación a través de las
ventanas que abrían hacia el balcón, pero comprendió que a pesar de lo que
estaba ocurriendo, le era imposible intervenir.
Pero al mismo tiempo, su noble sangre inglesa le hizo apretar los puños
con fuerza al escuchar el chasquido de un látigo y el grito de un pequeño
animal herido.
«¡Esto es intolerable!», pensó con enfado. «¿Cómo puede ese maldito
alemán tratar así a alguien, y menos aún a una mujer?».
Oyó los golpes una y otra vez a alguien que sollozaba con una
desesperación y un abandono que habría hecho comprender a cualquier
hombre, sobrio o borracho, que se estaba comportando con extrema
brutalidad.
Lord Arkley se sintió aliviado cuando aquella escena se interrumpió.
Alguien debía haber entrado en la habitación, porque oyó otra vez,
probablemente la de un criado, que decía en alemán:
—Ya está bien, Su Alteza Real. Ya es hora que lo lleve a la cama. Déme el
látigo, Su Alteza Real, se lo suplico. Ya ha hecho bastante.
A esto siguió una sarta de maldiciones seguidas de las palabras más
obscenas que Lord Arkley había oído en toda su vida.
Pero la voz del criado era tranquilizadora, a la vez que imperativa y la voz
del borracho empezó a perderse en la distancia como si el culpable de la
violencia fuera sacado de la habitación.
La mujer no emitió ningún otro sonido y Lord Arkley se preguntó si estaría
inconsciente y si habría alguien para ayudarla.
Se quedó esperando con la sensación de que al haber escuchado el
principio del drama, tendría que saber cómo terminaba.
Se dirigió hasta el borde del balcón y se inclinó sobre la balaustrada
preguntándose quién de las altezas reales alemanas era un borracho y una
bruto.
Frunciendo los labios, pensó que debía haber un buen número. Al igual
que al rey, a Lord Arkley le resultaba difícil tolerar la despótica actitud y los
aires de superioridad de los alemanes, personificados en el kaiser.
La verdadera razón por la que el rey había dejado de acudir a Homburg
era que, a pesar de ser un balneario muy agradable, era típicamente alemán.
Todo estaba regulado con una disciplina casi militar, y ésa no era la idea
que tenía el rey sobre la informalidad, la cual era uno de sus más preciados
placeres, especialmente cuando estaba de asueto.
El rey apreciaba la alegría y la naturalidad de Austria y Hungría en general
y la de Marienbad en particular y además, opinaba que era un alivio el que
Bohemia no estuviera bajo la bandera alemana.
En Homburg, había estado en el reino de su sobrino, el emperador
Wilhelm, que era la negación del descanso y la jovialidad, según los entendía
el rey Edward.
—Especialmente —les decía Lord Arkley a sus amigos—, cuando el
kaiser, en privado y en público, expresa su desaprobación por la moral y los
amigos del rey.
Lord Arkley, que acababa de pasar sus últimas tres semanas viajando por
Alemania, recorrió mentalmente los pequeños reinos que había visitado. Los
monarcas de aquellos estados, grandes duques y altezas reales, tenían algo en
común: una idea desproporcionada de su propia importancia.
Pero parecía imposible que alguno de ellos tratara a una mujer cruelmente.
Había escuchado desagradables historias acerca de «casas de placer» que
existían en muchas partes de Alemania, frecuentadas por los oficiales que iban
en busca de placeres más eróticos que los que se ofrecían normalmente.
Pero a Lord Arkley le parecía increíble que en el hotel Weimar se
encontrara a una mujer dispuesta a someterse a esas vejaciones por dinero.
Los balcones de cada aposento estaban separados por un pequeño muro de
piedra junto al cual crecían enredaderas y rosas hasta la altura de una persona.
Era muy fácil observar el balcón contiguo a través de las enredaderas y Lord
Arkley vio a una mujer que salía de la habitación iluminada y llegaba hasta la
balaustrada.
Sus movimientos denotaban que se encontraba dolorida y, aunque no podía
ver su rostro, él advirtió que estaba casi desfallecida por los golpes que había
recibido y salía en busca de aire.
Al llegar a la balaustrada, la mujer se agarró con ambas manos para no
caerse.
Las plantas no llegaban hasta el borde del balcón y Lord Arkley pudo
verla claramente a la luz de las estrellas y con la ayuda de las luces que
iluminaban el jardín.
Estaba vestida de blanco y era muy delgada o muy joven. Por un momento
él pensó que era casi una niña y sintió crecer en él una furia incontenible.
Entonces la figura que se apoyaba en la balaustrada levantó el rostro hacia
las estrellas y él pudo comprobar que se trataba de una mujer muy joven.
Sus rasgos, que se dibujaban contra el cielo, eran muy delicados y
aristocráticos y la larga curva de su cuello resultaba adorable.
No era una niña sin lugar a dudas. Y lucía diamantes en sus cabellos y
sobre su escote brillaba un collar.
Aspiraba profundamente para recobrarse del desfallecimiento que
seguramente habría sufrido. Después, con un sollozo, regresó a la habitación
muy despacio, arrastrando los pies.
Lord Arkley la contempló alejarse y se terminó su copa de champán.
¿Quién podría ser? ¿Y cómo podía tratarse a una mujer tan exquisita de esa
manera tan inhumana?
Aunque no había podido ver su rostro con claridad, estaba seguro que era
muy hermosa. Lord Arkley tenía mucha experiencia con las mujeres. El propio
rey le decía con frecuencia:
—No sé quién es más bribón, Arkley, usted o yo, ¡pero al menos yo tuve un
buen comienzo!
Esta broma lo divertía tanto que la repetía siempre. Aunque Lord Arkley
nunca comentaba sus relaciones amorosas, sabía muy bien que tanto a él como
a Su Majestad, les era imposible mantenerlas en secreto.
Las mujeres hermosas, que abundaban en la corte, dejaban entrever
claramente que estarían encantadas de mantener un idilio con Lord Arkley. Él
no habría sido humano si no se hubiera aprovechado de unos favores ofrecidos
tan generosamente.
En el mundo social que frecuentaba, el Palacio de Buckingham, los únicos
mandamientos válidos eran: «¡Evitarás que te descubran!» y «¡No causarás un
escándalo!».
Por lo tanto, todos los enredos amorosos se trataban discretamente.
Lord Arkley pensaba a menudo que las grandes anfitrionas que invitaban a
sus suntuosas casas al rey y a hombres jóvenes como él, lo hacían con el
deliberado propósito de establecer una relación duradera, comprometiéndolos
antes de que ellos se dieran cuenta.
En aquellos momentos, Lord Arkley se encontraba en vías de
desembarazarse de los dulces y perfumados brazos de una dama que se había
vuelto demasiado dominante y posesiva. A Lord Arkley le gustaba su libertad
y deseaba ser dueño de sí mismo.
Tenía una personalidad demasiado dominante para dejarse subyugar por
una mujer y, aunque era un amante ardiente y sensible, él siempre tenía que ser
el amo. Nunca se había dejado someter ni a los caprichos ni a las órdenes de
una mujer.
Aunque la misión que el rey le había encargado había sido tediosa, resultó
un alivio partir de Inglaterra y dejar atrás sus problemas personales.
Esperaba haber dejado bien claro que la relación no se reanudaría a su
regreso.
Pero aunque era un hombre dominante, un íntimo instinto le hacía tratar a
las mujeres con delicadeza y caballerosidad.
Apenas podía creer que hubiera sucedido la escena que acababa de
escuchar. Mientras regresaba al saloncito, pensó que le sería imposible dormir
hasta que hubiera averiguado la identidad de los ocupantes del aposento
contiguo al suyo.
Su ayuda de cámara le estaba esperando y él sabía que Hawkins se las
arreglaría para satisfacer su curiosidad.
Hawkins le había servido durante diez años y conocía casi todos los
secretos de su amo. Era un campesino que había nacido en las posesiones de
Lord Arkley, en las que su padre trabajaba de guardabosques. Hawkins poseía
una aguda inteligencia que le había sido muy útil a Lord Arkley.
Hawkins era muy hábil para enterarse de los secretos de los otros criados
y algunas veces le había proporcionado información muy valiosa. También en
numerosas ocasiones había servido como mensajero de Cupido.
Lord Arkley salió del saloncito, amueblado con gran lujo, y se dirigió al
dormitorio. Hawkins estaba vaciando un baúl de cuero y ya había colocado
cuidadosamente sobre el tocador los cepillos de mango de marfil y los demás
utensilios que se requerían para el aseo personal.
—Deja eso por ahora, Hawkins —le dijo Lord Arkley—. Quiero que
averigües quiénes ocupan el aposento de la izquierda. Tengo entendido que
pertenecen a la realeza, pero quisiera saber cómo se llaman.
—Me ocuparé enseguida de eso, milord —respondió Hawkins.
Colgó en una percha el abrigo que sostenía en la mano y lo guardó en el
armario. Después, sin hacer más preguntas, salió de la habitación.
Lord Arkley regresó al saloncito y se sirvió otra copa de champán.
Le molestaba no poder identificar inmediatamente al hombre del aposento
contiguo. Existían pocos gobernantes europeos a quienes no conociera bien o
que no lo recibieran afectuosamente debido a la posición que ocupaba en la
casa real. Cualesquiera que fueran sus sentimientos íntimos, siempre se
mostraban efusivos con él.
Lord Arkley pensó que Hawkins no tardaría en regresar una vez
conseguida la información de otro ayuda de cámara o de una camarera.
Hawkins tenía un ojo clínico que le permitía utilizar a las camareras,
especialmente si eran atractivas, y las muchachas de Bohemia tenían un
encanto que no sólo sabía apreciar Hawkins, sino también un gran número de
visitantes.
—¿Y bien, Hawkins? —preguntó Lord Arkley cuando su ayuda de cámara
entró en la habitación cerrando la puerta con cuidado.
—Los ocupantes del aposento contiguo, milord, son su alteza real el
príncipe Friedrich de Wilzenstein y su alteza real al princesa Marta.
—¡Dios mío! —Lord Arkley pronunció estas palabras en voz baja y
dirigiéndose a Hawkins dijo en voz alta:
—Gracias, Hawkins. Eso es lo que deseaba saber.
El ayuda de cámara volvió al dormitorio y Lord Arkley se sentó en un
cómodo sillón para reflexionar sobre la información que acababa de recibir.
Debía haberlo sospechado, pero no se le ocurrió que Friedrich, gran duque
de Wilzenstein, fuera el malvado del drama. Aunque, en cierto modo, tenía una
excusa para su comportamiento.
Hacía tres años que toda Europa y especialmente la monarquía, se había
horrorizada ante el atentado cometido en la boda del príncipe Friedrich con la
condesa Marta Esterházy.
Un anarquista que odiaba a los reyes en general y a los alemanes en
particular, había arrojado una bomba contra la pareja real cuando subían al
carruaje a la salida de la iglesia para dirigirse al lugar donde tendría lugar el
banquete.
La novia había resultado ilesa, pero la explosión le había quebrado las
vértebras al novio. Aquello significó que Friedrich quedase paralítico de por
vida y condenado a una silla de ruedas.
Las cortes de Europa habían sufrido una gran conmoción y todos los
monarcas temían ser la próxima víctima.
El atentado había sido particularmente trágico para el príncipe Friedrich,
uno de los más atractivos príncipes alemanes que tomaba como modelo a su
primo, el emperador Wilhelm, y era muy admirado por sus contemporáneos.
Alto y apuesto, había sostenido gran número de duelos. A Lord Arkley le
disgustaba personalmente, aunque sintió lástima por él después del atentado.
La desdichada pareja había desaparecido de la vida pública y por lo
menos durante un año se temió por la vida del príncipe Friedrich.
Lord Arkley recordó que había oído decir que su alteza real viajaba de un
lugar a otro, para tomar las aguas medicinales, esperando que un milagro lo
curara.
Pero a pesar de todo lo que estaba padeciendo, parecía increíble que se
hubiera rebajado a dar latigazos a su esposa que, por su apariencia, no parecía
que pudiera haberle dado motivo.
Los Esterházy eran una de las familias más nobles y antiguas de Hungría y
existían muchas ramas diseminadas por todo el país. Lord Arkley recordó
vagamente que la rama de la que descendía la princesa Marta era de las de
menor importancia y no eran tan acaudalados como el príncipe Miklos, el jefe
de la familia.
Se consideraba que ese matrimonio había significado un gran triunfo para
la joven que, sin ser de sangre real, se uniría a un príncipe, aunque Wilzenstein
no fuera un principado de gran importancia.
Wilzenstein estaba situado entre Brandenburgo y Sajonia y era tan pequeño
que sólo había adquirido importancia debido a la protección que le había
dispensado el kaiser. Aunque después de la tragedia, su inválido monarca
había sido olvidado en la corte prusiana de Berlín, con el característico
egoísmo del emperador.
Capítulo 2

espués de un sueño reparador, Lord Arkley se levantó temprano. Al


D mirar su reloj, vio que no eran todavía las seis y media de la mañana.
Sabía desde hacía tiempo que justamente a aquella hora, Meidinger, el
ayuda de cámara del rey, a quien habría despertado la banda, que tocaba todos
los días debajo de su ventana, entraría en el dormitorio de su amo para correr
las cortinas.
La reina Alejandra siempre comentaba en tono de broma con su marido
que el rey repetía sin falta la misma pregunta todas las mañanas: «¿Cómo está
el tiempo hoy, Meidinger?».
Tan pronto como recibía una respuesta, el rey se levantaba y se vestía.
A las siete y media, con su secretario a un lado y su caballerizo al otro, el
rey correría con paso vivo la calzada desconocida como «Kreuzbrunnen».
Como a Lord Arkley le disgustaba permanecer en la cama
innecesariamente, pensó que aquél sería un buen momento para anunciar al rey
su llegada.
Llamó a Hawkins para que le ayudara a vestirse y después de desayunar en
el saloncito, se dirigió al «Kreuzbrunnen» en busca del monarca.
Era una radiante mañana de verano que realzaba la belleza de Marienbad.
La ancha calzada estaba flanqueada por una hilera de árboles a un lado y una
impresionante columnata al otro.
Pasear por allí, era toda una actividad social y los veraneantes bebían las
aguas mientras paseaban.
Siguiendo el ejemplo del rey, la mayoría de los caballeros llevaban traje
gris y sombreros de hongo con las alas hacia arriba. Todos llevaban en una
mano un bastón o un paraguas y en la otra, un tarro con las aguas sulfurosas de
Marienbad que bebían a sorbos haciendo pausas en su conversación mientras
paseaban.
Las damas aparecían un poco más tarde, llevando elegantes vestidos y
enormes sombreros adornados con flores o plumas. También llevaban en una
mano el tarro de agua sulfurosa y en la otra, una sombrilla para protegerse del
sol o de la lluvia.
Lord Arkley encontró finalmente al rey, después de haberse detenido a
charlar con una docena de amigos que se mostraron encantados de verlo.
Como era de esperarse, el rey estaba hablando con una atractiva dama, que
le había ganado la partida a sus competidoras al atraer la atención del rey por
haberse levantado más temprano.
Lord Arkley se aproximó y esperó a que el rey terminara su conversación
que, evidentemente, era de carácter íntimo.
—A las cinco en punto —dijo finalmente Su Majestad—. Estaré esperando
ansiosamente ese momento.
Aquello significaba que el rey visitaría a la dama en cuestión a la hora del
té.
Las citas con el rey no sólo se buscaban ansiosamente sino que requerían
preparativos especiales. Para aquellas ocasiones, se habían diseñado vestidos
para el té que podían usarse sin los innumerables corsés y prendas interiores.
Generalmente, se perfumaba el ambiente y se corrían las cortinas.
Cuando el rey empezaba a alejarse de la encantadora dama, vio a Lord
Arkley. La expresión de alegría que asomó a su rostro era innegable.
Tendiéndole su mano, le dijo:
—¡Por fin ha llegado, Arkley! Lo estaba esperando desde ayer.
—Llegué después de la cena, señor, y pensé que sería ya muy tarde para
entrevistarme con Su Majestad.
—Nunca es demasiado tarde ni demasiado temprano para lo que tiene que
decirme —replicó el rey—. Venga, no puedo esperar para escuchar sus
informes.
Se alejó apresuradamente de la columnata hacia una vereda que no estaba
tan concurrida.
Después de quitarse el sombrero ante dos bellas damas que le dirigían
insinuantes miradas y de saludar a varios dignatarios extranjeros, el rey se
sentó en un banco que estaba situado junto a un prado lleno de flores visitado
por una bandada de mansas palomas.
El secretario y el caballerizo se alejaron a una distancia prudente mientras
vigilaban a los que se aproximaban para evitar que interrumpieran a Su
Majestad.
—¿Y bien? —preguntó el rey, acomodándose todo lo que le permitía su
protuberante estómago y dirigiendo una atenta mirada a Lord Arkley.
—Todo ha resultado como usted lo había previsto, señor —contestó Lord
Arkley—. El kaiser está incitando a su pueblo en contra de Inglaterra y hasta
los oficiales de los regimientos siguen su ejemplo portándose grosera y
desdeñosamente con nosotros.
El rey asintió con la cabeza.
—Eso es lo que yo pensaba.
El rey, así como muchos otros en Inglaterra, sentía aprensión por el futuro
debido a los celos que el kaiser profesaba a su tío, por su comportamiento
durante la guerra de los boers y por la dureza con que trató a su madre inglesa
poco antes de morir.
Las relaciones del rey con Alemania nunca habían sido fáciles y la
conducta del kaiser, durante las regatas de Cowes, había sido enormemente
desagradable, ya que había intentado crearle serios problemas a su tío, el rey
de Inglaterra.
Se quejó de que el sistema establecido no era justo y creó tanta confusión
durante las regatas que el rey les había dicho a sus amigos:
—Las regatas de Cowes siempre significaron un esparcimiento muy
agradable para mí, pero ahora que el kaiser las está dirigiendo, se han
convertido en una incomodidad, con esos escandalosos griteríos y esas
descargas de fusilería con que se saluda a los vencedores.
El rey había viajado a Alemania en 1901 para visitar a su hermana que
agonizaba de cáncer en Friedrichshof.
Había expresado el deseo de que su visita se considerara como un asunto
de familia y se sintió desconcertado cuando, al bajar del tren en Frankfurt se
encontró a su sobrino esperándole con uniforme de gran gala y acompañado
por una escolta familiar.
Sin embargo, esto no le disgustó tanto como las referencias que hizo el
kaiser a los ministros británicos llamándoles «fideos duros».
Pero la situación se puso aún más tirante cuando al año siguiente el kaiser
visitó Inglaterra. Aunque su visita había sido planeada con sumo cuidado para
hacerla lo más agradable posible, organizando partidas de caza, cenas y bailes
con músicos y actores traídos desde Londres hasta Sandringham para
entretenerlo, el kaiser no hizo más que quejarse.
Y si al kaiser no le habían caído simpáticos los ingleses, los sentimientos
de éstos hacia él fueron recíprocos.
Los cortesanos ingleses se quedaron atónitos cuando algunos miembros de
la comitiva militar del kaiser sacaron sus revólveres para dispararle a las
liebres, y les irritaban los aires de superioridad con que discutían cualquier
asunto.
Las relaciones entre el rey y el kaiser se deterioraron rápidamente y aquel
año, el kaiser pronunció un explosivo discurso en Tánger anunciando el interés
de Alemania por Marruecos.
Aquello fue un esfuerzo desesperado para crear discordia antes de que se
efectuara un pacto anglo-franco-ruso.
Sin embargo, los alemanes habían utilizado torpemente la conferencia de
Marruecos y dejaron a Francia, apoyada por Inglaterra, como el poder
dominante de aquel área.
El kaiser estaba convencido de que su tío estaba planeando la destrucción
de Alemania y estaba más resentido que nunca contra él.
—¡Es un demonio! —anunció en un banquete que celebró en Berlín, y al
cual asistía Lord Arkley—. Es increíble lo diabólico que puede ser.
Hubo otros comentarios del mismo tipo y Lord Arkley pensó que era su
deber comunicárselos al rey. Sin embargo, omitió las alusiones que hizo el
kaiser a la laxitud moral de la sociedad inglesa y concretamente, a la relación
del rey con la señora Keppel.
Aunque guardó silencio deliberadamente sobre aquel asunto, por los
comentarios que hizo el rey, tuvo la completa seguridad de que alguien se lo
había comunicado ya con anterioridad.
Era bien sabido que aquél era un tema muy delicado como para discutirlo
con el rey.
Pero Lord Arkley tenía muchos pormenores que relatar. Mencionó la
apresurada construcción de barcos de guerra, que prometían ser más grandes y
mejores que los de Inglaterra, y el hecho significativo de que el número de
integrantes del ejército aumentaba año tras año, si no mes tras mes.
El rey lo escuchó con gran atención, ya que el saber escuchar era una de
sus más preciadas cualidades. Después, se puso en pie, y le dio las gracias a
Lord Arkley.
—Tiene que seguir informándome. Quiero conocer con todo detalle cuáles
son los sentimientos que albergan hacia mí mis parientes. Pero ahora tengo que
hacer un poco más de ejercicio.
Con la misma sonrisa con la que había cautivado no sólo a las gentes sino
también las naciones, continuó:
—Gracias, Arkley. Sabía que podía contar con usted y muy pronto
necesitaré de sus servicios otra vez.
Soltó una risita maliciosa.
—Sin embargo, le concederé unas breves vacaciones y estoy seguro de
que encontrará aquí algunas damas muy atractivas.
Rió ruidosamente antes de añadir:
—Pero me imagino que eso ya lo sabe. Le he dejado una o dos.
Es usted muy generoso, señor —dijo Lord Arkeley con ojos brillantes.
—Volvamos hasta la columnata a ver a quién encontramos allí —sugirió el
rey.
Desandaron el camino, seguidos por el secretario de Su Majestad y por el
caballerizo. Cuando llegaban al «Kreuzbrunnen», Lord Arkley vio venir hacia
ellos a un hombre sentado en una silla de ruedas.
Le fue muy difícil reconocer al príncipe Friedrich. Estaba distinto a como
él lo recordaba. Los finos y distinguidos rasgos habían dejado paso a su rostro
hinchado sobre cuya enrojecida piel se destacaban las cicatrices de las
heridas recibidas en sus numerosos duelos.
Parecía imposible que hubiera cambiado tanto en tres años, pero sin lugar
a dudas era el príncipe Friedrich.
Junto a él caminaba la esbelta figura vestida de blanco a quien Lord
Arkley había visto en el balcón la noche anterior.
De un rápido vistazo pudo comprobar que era tan hermosa como se dijo
cuando contrajo matrimonio. Era muy delgada, en contraste con la voluminosa
figura de su esposo, y su piel parecía de alabastro, pálida y casi transparente.
Sus enormes ojos parecían llenar su rostro y era imposible que pasara
inadvertida la angustia que se reflejaba en lo profundo de sus pupilas.
Sus cabellos eran oscuros, aunque Lord Arkley había pensado que,
habiendo nacido en Hungría, serían rojizos.
Tenía un aire espiritual y al mismo tiempo misterioso, como si procediera
de otro mundo.
Al ver al rey, el hombre que empujaba la silla de ruedas se apartó del
camino y Lord Arkley observó que los príncipes venían protegidos por dos
hombres que parecían ser guardaespaldas.
El rey saludó quitándose el sombrero.
—Buenos días, Friedrich —dijo con su tono más jovial—. Buenos días,
Marta.
El príncipe Friedrich respondió con un gruñido, pero la princesa hizo una
reverencia y el rey, con un gracioso movimiento, sorprendente en un hombre
de su corpulencia, se llevó la mano de ella a los labios.
—Hace un hermoso día —dijo—, digno de una belleza como usted.
La princesa sonrió y durante un momento, su rostro se alegró.
—Su Majestad siempre me dice cosas amables.
Su voz era suave y musical y el rey añadió:
—Déjeme presentarle a un encantador inglés que acaba de llegar. Le había
prometido a Lord Arkley que en Marienbad encontraría a las mujeres más
hermosas del mundo y ¡aquí está usted!
La princesa le dirigió una tímida mirada a Lord Arkley y el rey añadió,
poniendo una mano sobre el hombro del príncipe Friedrich.
—Supongo que conoce a Arkley, Friedrich.
Lord Arkley había saludado a la princesa con una inclinación de cabeza y
ahora dijo, dirigiéndose al príncipe:
Estuve en Wilzenstein hace algunos años, señor, y fue usted muy
bondadoso conmigo. Recuerdo que tuvimos una estupenda cacería de venados.
—Lo recuerdo bien —dijo el príncipe Friedrich en tono áspero—. Pero
como podrá ver, las partidas de caza se han acabado.
—Sólo puedo ofrecerle a su alteza mi más profunda simpatía —dijo Lord
Arkley en voz baja.
El rey estaba hablando animadamente con la princesa y Lord Arkley
comprendió que encontraba aburrida la amargada actitud del príncipe.
Comprendiendo que debía esforzarse en ser amable, Lord Arkley añadió:
—Acabo de visitar Brandenburgo y Sajonia, señor.
—¿Ha estado allí?
El príncipe parecía interesado y Lord Arkley continuó:
—Tuve un viaje muy agradable y disfruté particularmente de mi estancia
en Hesse.
El príncipe estaba interesado sin lugar a dudas y durante unos instantes
conversó animadamente. De pronto, dijo en tono cortante:
—Es hora de mi masaje.
No se dirigió a Lord Arkley sino al hombre que empujaba su silla de
ruedas.
—Todavía tenemos cinco minutos, alteza —replicó el hombre.
—¡No me repliques y muévete! ¡Rápido!
Era una orden expresada en tono militar e inmediatamente la silla se puso
en movimiento.
Lord Arkley reconoció enseguida la voz del hombre que empujaba la silla.
La había escuchado la noche anterior exhortando a su amo a entregarle el
látigo y aquel mismo hombre había llevado al príncipe fuera de la habitación,
dejando a la princesa desmayada en el suelo.
Ella sonreía ahora por algo que el rey le había dicho y en aquel momento,
parecía joven y feliz.
Así debía haber estado el día de su boda, envidiada por todas sus amigas
porque se convertiría en una princesa reinante, una gran duquesa de un
pequeño, pero próspero país.
No parecía probable que hubiera estado enamorada del novio, aunque sin
lugar a dudas él debió de amarla para haberla escogido por esposa sin ser de
sangre real.
Aquella elección no era típica de los alemanes, aunque los Esterházy
tenían tal importancia en su país que no era de extrañar que uno de sus
miembros se desposara con un monarca.
Pero enamorada o no, debía haber sido algo terrible pasar por aquella
experiencia el día de su boda y ver toda su vida futura completamente
cambiada por la bomba arrojada por la mano de un asesino.
—Tiene que venir a cenar conmigo una de estas noches, querida —le decía
el rey a la princesa Marta.
Friedrich no me dejaría ir sola —contestó ella—, y últimamente no va a
ninguna parte.
—Intentaremos convencerlo —dijo el rey—. No le beneficia en nada
quedarse encerrado lamentando su desgracia.
—Intente convencerle de que salga una de estas noches, por favor,
majestad —suplicó la princesa.
Miró consternada hacia donde desaparecía la silla de ruedas de su esposo.
—¡Debo irme ahora! —dijo sobresaltada.
Le hizo una reverencia al rey y miró a Lord Arkley unos instantes.
Después, con el elegante movimiento de una gacela, corrió tras su esposo.
—¡Pobre muchacha! —dijo el rey con voz suave—. ¡Y pobre diablo! ¡Qué
vida!
En su lugar, yo preferiría estar muerto.
Lord Arkley estaba de acuerdo, pero no tuvo tiempo de expresar su
opinión.
Habían llegado al «Kreuzbrunnen» y todas las damas estaban allí ahora,
vistosas como flores exóticas y tan atractivas que parecía innecesario que
bebieran las aguas sulfurosas.
El rey estaba en su elemento. Nada le divertía tanto como tener una
audiencia de hermosas mujeres que le hicieran coro mientras lucía sus
habilidades de gran conversador.
Y como estaba de vacaciones, siempre existía la posibilidad de poder
disfrutar de alguna aventura emocionante.
Lord Arkley recordaba cómo el año anterior una artista estadounidense,
que no había sido invitada a las fiestas a las que acudía el rey, llegó a
Marienbad.
Alquiló unas habitaciones en un hotel cercano al Weimar y muy pronto
descubrió la rutina diaria del rey.
Una hermosa mañana, la exquisita figura de una de las mujeres más
hermosas del teatro americano apareció sentada en un banco situado cerca del
Kurhaus, aparentemente absorta en un libro.
Aquella mañana acompañaban al rey Sir Frederick Ponsonby y dos amigos
íntimos.
Cuando el rey pasó junto a ella, Maxine Elliot levantó sus grandes ojos
oscuros del libro y se encontró con la mirada del rey.
El grupo real prosiguió su camino.
Pero unos minutos después, uno de los asistentes del rey regresó con un
mensaje.
—¿Es usted la señorita Elliot? Su Majestad admiró mucho su actuación en
Londres y le agradecería su presencia esta noche en la cena que la señora de
Arthur James dará en honor de Su Majestad. A las siete y cuarenta y cinco en
el hotel Weimar. Se le enviará una invitación a su hotel.
Lord Arkley pensó, sonriendo con cinismo, que el fin de la historia fue
exactamente como lo había planeado la señorita Elliot.
Pero el rey no era la única persona que hacía amistades en el Kurhaus. Allí
había también un buen número de damas a las que les hubiera encantado
reanudar su amistad con Lord Arkley.
En sus ojos solía brillar una mirada que él conocía muy bien: especulativa
—se preguntaban si estaría libre— provocativa y por supuesto, incitante.
Todo aquello le parecía divertido, pero cuando regresó al hotel con el rey,
pensó que en aquel momento lo que más le intrigaba era conocer lo que estaba
sucediendo en el cuarto contiguo al suyo.
Sin duda alguna la princesa Marta era la mujer más hermosa que había
visto en Marienbad.
Y, si quisiera ser honrado consigo mismo, tenía que reconocer que era la
mujer más hermosa que había visto en toda su vida.
Capítulo 3

o hay duda alguna —le dijo Lord Arkley al rey—, que el pacto
-N
anglofranco-ruso les está causando pesadillas a los alemanes.
—Eso es lo que yo pensaba —replicó el rey.
Su Majestad había mandado llamar a Lord Arkley, y ambos estaban
sentados en el salón de uno de los aposentos del hotel Weimar. El propio
dueño del hotel se había encargado de decorar las estancias regias,
procurando que el estilo fuera digno del rey de Inglaterra.
Frente a la chimenea había una repisa de caoba roja junto a la cual había
dos cómodos sillones de cuero.
A Lord Arkley le parecía muy curioso que el aposento del rey se decorara
todos los años de una manera diferente a la del año anterior.
Aquello no era un despilfarro por parte de los dueños, porque después de
que el rey se marchara, todos los muebles y alfombras se vendían como
recuerdos por un precio mucho más alto que el de su valor intrínseco.
Lord Arkley comprendió que el rey ya estaba enterado de muchos de los
asuntos de los que le había informado. También sabía que el rey estaba muy
ocupado en fomentar el interés de los franceses por Marruecos y también en
cimentar la cordial alianza que acababa de firmarse entre Francia e Inglaterra.
Cuando se retiró de los aposentos del rey se había enterado de un secreto
que podría alarmar grandemente a los alemanes.
El rey le había confiado las instrucciones secretas que el general Brun,
jefe del estado mayor francés, había enviado a principios del mes a su
agregado militar en Londres.
Dichas instrucciones se referían a la ayuda concreta que los ingleses
podrían enviar a Francia en caso de una guerra con Alemania.
Lord Arkley no había preguntado cómo el rey tenía conocimiento de una
información tan secreta.
Pero su acostumbrada sagacidad le permitió comprender que aquél era
sólo uno de los hilos de la maraña de conversaciones de estado y de tratados
que, seguramente, acabarían uniendo a Francia e Inglaterra contra las
ambiciones del alto mando alemán.
—Le estoy muy agradecido —le había dicho el rey después de conversar
con él durante una hora—. Le mantendré informado sobre el desarrollo de este
proyecto, pero, por amor de Dios, tenga mucho cuidado con lo que dice en
Marienbad, porque tengo el presentimiento de que los espías de mi sobrino se
encuentran por todas partes.
Justamente eso era lo que había pensado Lord Arkley.
Por consiguiente, cuando abandonó el aposento del rey para dirigirse a sus
habitaciones, no le sorprendió ver por el corredor a dos oficiales alemanes,
con sus resplandecientes uniformes prusianos.
Aunque no pudo ver sus rostros, estaba seguro de que eran de alta
graduación.
Se dio cuenta de que se dirigían a los aposentos del príncipe Friedrich y
pensó que, si le estaban haciendo una visita de cortesía en nombre del kaiser,
aquello representaba al menos cierta consideración por el joven monarca que
tan bien lo había servido en el pasado.
Se dirigió hacia el saloncito de su aposento, preguntándose cómo podría
volver a ver al príncipe Friedrich, aunque si quería ser sincero consigo
mismo, tenía que admitir que era la esposa del príncipe la que le interesaba en
realidad.
Llevaba sólo un día de estancia en Marienbad, y ya se encontraba envuelto
en los entretenimientos que tanto abundaban en aquel lugar.
Le llegaron invitaciones para cenas y fiestas en las que el rey sería el
invitado de honor, para almuerzos, partidas de bridge y para el teatro.
Ya había conversado con la princesa Joachim Murat y la marquesa de
Ganay, dos hermosas y encantadoras damas, viejas amigas del rey. Esperaba
que distrajeran al rey para que así no centrara tanto su atención en él.
Sentía que el rey, que adoraba la intriga y lo que Lord Arkley llamaba
«cuentos de espías», estaba empezando a reclamar su presencia más de lo
estrictamente necesario.
—¡Demonios! —se dijo—. Yo también estoy de vacaciones y al igual que
el duque de Manchester, quisiera estar de incógnito.
Se dijo que había efectuado un buen trabajo al averiguar durante su
estancia de tres semanas en Alemania un buen número de datos que el rey
deseaba conocer.
Ahora quería olvidarse de todo, excepto de su propio placer y eso
significaba, en aquel momento, una acercamiento a la princesa Marta.
Se dirigió con impaciencia hasta el balcón esperando poder verla a través
del enrejado, pero el balcón estaba vacío y no se escuchaban voces
provenientes de la ventana que daba al saloncito.
Sintiéndose contrariado, sin ninguna razón, Lord Arkley trató de decidir si
saldría a dar un paseo o a visitar el casino, o tal vez a alguna de las atractivas
damas que le habían suplicado que pasara a verlas, cuando, de pronto escuchó
la atronadora voz del príncipe:
—¡Ya estás aquí! ¿Dónde demonios andabas?
—Te dije, Friedrich, que le había prometido a la duquesa hacerle una
visita. Es ya muy anciana y no puede salir de su habitación. Y me dijo que
quería verme y preguntar por tu salud.
—Cuando desee que le sirvas de enfermera a una aburrida anciana que
hace tiempo que debería estar muerta, te lo comunicaré.
—Lo siento… Friedrich.
—¡Claro que debes sentirlo! He tenido visitas y deberías haber estado
aquí para atenderlos.
—¿Visitas?
Lord Arkley pudo percibir la extrañeza en la voz de la princesa. Era un
poco difícil escuchar lo que ella decía porque hablaba con su suave y dulce
voz, pero como el príncipe estaba disgustado, hablaba a gritos y cada palabra
pronunciada en su habitual tono gutural, llegaba hasta Lord Arkley con
claridad.
—El barón von Echardstein y el almirante von Senden vinieron
expresamente a verme.
—¡Oh, Friedrich, qué bien! ¡Me alegro tanto por ti!
—Ya ves, a pesar de lo que tú pienses, no soy tan inútil.
—Nunca he pensado que lo seas.
—El emperador necesita mi ayuda.
Lord Arkley había estado escuchando la conversación sólo por el placer
de oír la voz de la princesa, pero al percibir el jactancioso tono en que la
gruesa voz del príncipe pronunció aquellas palabras, prestó atención, lleno de
interés.
—¿Y cómo puedes ayudarlos, Friedrich?
—No tienes que hacer preguntas —replicó su esposo en tono cortante—.
Lo único que tienes que hacer es obedecerme. Antes de nada, sírveme una
copa.
—¿Pero… crees que… será conveniente? —preguntó la princesa en tono
vacilante—. Recuerda… lo que dijo el médico.
—¡Al diablo con las órdenes del médico! ¡No discutas conmigo y
obedéceme! Eres tonta e inútil y, si no me hubiera casado contigo, no estaría
en esta situación. Así que lo menos que puedes hacer es obedecer cuando se te
habla.
El príncipe hablaba a gritos y, como la princesa temiera que sus palabras
pudieran ser oídas en la habitación contigua o en el jardín, fue hasta la ventana
y la cerró.
¿Qué querrían del príncipe Friedrich el barón von Echardstein, que había
sido encargado de negocios en Londres, y el almirante von Senden?
En las condiciones en que se encontraba no podía ser de utilidad al kaiser,
aunque estaba claro que había algo que sí podía hacer. Pero ¿qué sería?
¿Estaría relacionada aquella misión de alguna forma con el rey de
Inglaterra? Pensó que debía comunicarle a Su Majestad lo que había oído,
pero luego reflexionó y llegó a la conclusión de que sería vergonzoso confesar
que había estado escuchando una conversación ajena.
Además, estaba seguro de que el rey, con su delicada percepción en todo
lo relacionado con el sexo femenino, comprendería que él no estaba interesado
en el príncipe sino en su esposa.
«No es que esté interesado en ella», se dijo Lord Arkley, «sino que me da
pena que una joven tan atractiva esté atada a un bárbaro como ése, aunque
tenga una disculpa para su comportamiento».
También quería creer que una de las razones de su interés era el hecho de
que la princesa tenía sangre inglesa. Recordó que su madre había sido hija del
duque de Dorset.
Aquello explicaba su perfecto inglés y el hecho que cuando le había
suplicado, llena de temor, a su esposo, el idioma inglés hubiera acudido a sus
labios con más naturalidad que el alemán.
Sólo esperaba que como el príncipe la había estado insultando en su
idioma que para ella era extranjero, no se hubiera dado cuenta del exacto
significado de algunas de las palabras que había empleado.
Sintiéndose disgustado al pensar que en aquellos momentos, se la
maltrataba y maldecía, cogió su bastón y su sombrero y salió del aposento.
Echó a andar por los jardines siguiendo la vereda que conducía al Kurhaus.
Le disgustaba jugar a la ruleta o al bridge durante el día, pero aunque no
tuviera deseos de jugar, sabía que encontraría a muchos conocidos en el
casino. El elegante casino había empezado a rivalizar con los de Homburg y
Montecarlo gracias a los distinguidos visitantes atraídos por el rey Edward.
La primera persona que encontró fue Sir Henry Campbell-Bannerman,
dirigente del partido liberal. Visitaba Marienbad regularmente debido a la
salud de su esposa.
—¡Qué alegría verle, Arkley! —dijo Campbell-Bannerman—. Supongo
que habrá venido a unirse al circo de Su Majestad, que a mí me está
pareciendo más fatigoso cada día.
Lord Arkley rió.
Sabía que Sir Henry censuraba al rey antes de llegar a conocerlo bien, al
igual que Su Majestad no creía tener mucho en común con un liberal que había
atacado repetidas veces a Arthur Balfour.
El rey desconfiaba de lo políticos viejos y, al principio, le había prestado
poca atención a Sir Henry como persona. Pero un día lo invitó a almorzar, y
descubrió que era un conversador excelente que supo entretenerle con
historias divertidas, chistes y conocimientos gastronómicos.
Después de ese encuentro, cada vez que el rey llegaba a Marienbad
reclamaba la presencia de Campbell-Bannerman.
Sonriendo, Lord Arkley preguntó:
—¿Qué le ha sucedido para parecer tan cansado?
—Estoy cansado —replicó Sir Henry—. Me he visto demasiado envuelto
en las constantes diversiones del rey. Su energía y su apetito son insaciables.
Puedo asegurarle, Arkley, que esto no es descanso ni vacaciones para mí.
Lord Arkley rió de nuevo y Sir Henry añadió con una sonrisa:
—Tengo algo que enseñarle y que divertirá mucho al rey. —¿Qué es?
Sir Henry sacó un periódico en donde aparecía una caricatura del rey
Edward hablando con él en los jardines del Kurhaus. El puño derecho del rey
descansaba sobre su mano izquierda, dándole énfasis a algún punto al que Sir
Henry prestaba atención.
Debajo del dibujo, había un pie que decía:

«¿Es la paz o la guerra?».

Devolvió el periódico ilustrado y añadió:


—Me gustaría hacer la misma pregunta.
—El único asunto importante sobre el que el rey solicitó mi opinión fue si
el mero era más sabroso asado o hervido.
Lord Arkley echó la cabeza hacia atrás y rió.
Entonces se dijo que aquélla era la persona indicada para confiarle su
curiosidad acerca de la extraña visita que el alto mando alemán le había hecho
al príncipe Friedrich.
Abrió la boca para explicar lo sucedido, cuando algo lo detuvo.
Comprendió que aquel asunto sólo le concernía a él. ¿O sería un deseo
inconsciente de proteger a la princesa?
No estaba seguro. Sólo sabía que no deseaba discutir sobre los príncipes
de Wilzenstein con Sir Henry Campbell-Bannerman ni con nadie más.
Permaneció poco tiempo en el casino, regresando al hotel Weimar
ensimismado en sus pensamientos.
No había decidido cuál de las invitaciones para la cena debía aceptar.
Había pajes en el hotel esperando para llevar cartas a cualquier parte de la
aldea, pero generalmente no tenían necesidad de ir muy lejos.
La mayor parte de los visitantes importantes estaban en el hotel Weimar
porque el rey se hospedaba allí, y el resto se encontraba en los hoteles
cercanos, que no estaban muy lejos unos de otros ni tampoco del Kurhaus.
Al entrar en el saloncito, lo primero que vio sobre una mesa que se
encontraba en el centro del aposento era una carta que no estaba allí cuando
había salido.
La tomó, preguntándose qué anfitriona agregaba su invitación a las demás
o si sería un billete más íntimo de una de las dos encantadoras damas que le
habían prestado especial atención durante el almuerzo.
Observó su nombre escrito en el sobre con unos elegantes rasgos que no
había visto antes.
Al abrir el sobre, un rápido vistazo a la firma le hizo ponerse en guardia.
Leyó:

«Apreciado Lord Arkley:


El príncipe y yo estaríamos encantados de contar con
su presencia esta noche en una cena tranquila en el salón
de nuestro aposento. Mi esposo desea expresarle, por la
presente, que fue un placer encontrarlo de nuevo y le
agradaría recordar tiempos pasados, cuando usted visitó
Wilzenstein.
Esperamos verlo esta noche a las ocho menos cuarto.
Sinceramente.

Marta de Wilzenstein».

Lord Arkley se quedó contemplando la carta como si no pudiera creer lo


que estaba leyendo. Al mismo tiempo, sintiendo que se consumía de
curiosidad, comenzó a dar vueltas al contenido de la carta.
Se escondía algo detrás de aquella invitación, alguna razón por la que el
príncipe se había vuelto tan amable. No pudo evitar intuir que, de alguna
manera, estaba relacionada con la visita de los distinguidos oficiales.
Descartó la idea de que se encontraba de vacaciones y comprendió que
estaba envuelto nuevamente en la red de intrigas que pensó haber dejado atrás
al llegar a Marienbad.
Mientras se vestía para la cena, se dijo que estaba tan intrigado e
interesado por los príncipes como cuando el rey le confió su primera misión.
Su padre deseaba que hiciera carrera en el servicio diplomático, así que
había empezado a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores después de
graduarse en Oxford.
Era el paso indicado después de haber ganado un premio en idiomas
modernos y de haber sido considerado como el estudiante más brillante de
Christ Church.
Dos años después, su padre falleció y él encontró la política mucho más
divertida que la diplomacia hasta que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo
llamó para que visitara varios países en una misión especial y secreta.
Lord Arkley sabía que se le consideraba útil debido a su extraordinaria
capacidad para aprender idiomas. Nadie sabía que hablaba el ruso a la
perfección, por lo que logró obtener información sensacional en San
Petersburgo.
Tampoco escapó a la atención del rey el hecho de que, a pesar de ser
buscado con afán por las damas, los hombres se sentían a gusto en su
compañía.
Además, era buen deportista y un buen catador de vinos.
Lord Arkley era invitado continuamente a las fiestas reales, y enseguida el
rey empezó a asignarle misiones especiales en las que logró tener éxito debido
a su talento y a un poco de suerte.
Pero pensó con amargura que el papel que había tenido que desempeñar le
había convertido en un hombre muy desconfiado.
Debido a la tensa situación que reinaba en Europa, parecía inevitable que
hubiera un gran número de espías trabajando para los países más importantes,
y algunos de ellos eran mujeres hermosas y seductoras.
Lord Arkley había aprendido a estar siempre alerta.
Aunque se dijo que no había razón para sospechar que aquélla no fuera una
invitación corriente, su instinto le decía que había alguna intención escondida
detrás de tanta amabilidad.
—¿No llegará tarde, milord? —preguntó Hawkins.
Lord Arkley ya estaba listo. No se dio cuenta de hasta qué punto resultaba
elegante su aspecto cuando se miró por última vez en el espejo.
Él no llevaba lujosos botones en su almidonada camisa blanca como
muchos de sus contemporáneos. Sólo se había puesto tres perlas, dos blancas y
una rosada, regalo de la primera mujer que le había iniciado en las artes del
amor.
Siempre pensaba en ella cuando se las colocaba en la pechera de la
camisa. Ella había sido no sólo hermosa sino, además, tierna y dulce. La había
adorado durante un tiempo, y ahora reverenciaba su recuerdo.
Ninguna mujer con la que hubiera hecho el amor posteriormente, y hubo
muchas, podía compararse con la que había constituido su primera
experiencia.
Se dijo que se estaba poniendo sentimental. Sabía que no era el único que
ansiaba el éxtasis, que es primordial para muchos hombres en su búsqueda del
amor, y que tal vez no puede alcanzarse más que una vez.
Pero aquello no le impediría seguir buscando, pensó Lord Arkley
frunciendo los labios.
Sabía que, si después de despedirse del príncipe Friedrich deseaba otro
tipo de entrenamiento, lo encontraría fácilmente en Marienbad.
A las ocho menos cuarto en punto, salió de su aposento y tocó el timbre del
contiguo.
Josef abrió la puerta y con gran solemnidad lo condujo hacia el salón,
anunciándole en voz alta de una manera típicamente alemana.
La princesa Marta estaba en pie en una esquina del salón, que según
observó Lord Arkley, era más grande que el de su aposento.
Ella estaba vestida otra vez de blanco y, cuando lo anunciaron, fue hacia
él.
Llevaba una pequeña tiara sobre sus cabellos oscuros y a él le pareció una
hermosa diosa bajada del cielo, completamente ajena a las miserias y
tribulaciones humanas.
Cuando cogió aquella delicada mano y se la llevó a los labios, le pareció
imposible haberla oído llorar la noche anterior y que la hubieran pegado hasta
dejarla inconsciente.
Vio que llevaba sobre los hombros, cubriendo el escote de su vestido, un
suave chal de gasa, sujeto a la espalda para que no se resbalara con dos
broches de diamantes.
—Me alegro mucho que haya podido cenar con nosotros, Lord Arkley —
dijo la princesa en inglés.
Su Alteza ha sido muy amable invitándome.
—Mi esposo se sentirá muy complacido —contestó ella.
Lord Arkley se volvió hacia el príncipe Friedrich que, sentado en su silla
de ruedas y con una manta sobre las rodillas, estaba hablando con un hombre
de edad, que le fue presentado como el barón Karlov.
Lord Arkley sabía que era natural de Bohemia y que tenía una casa cerca
de Marienbad. Lo había visto en sus visitas anteriores, aunque nunca habían
sido presentados.
—¿Cómo está usted, Arkley? —preguntó amable el príncipe.
El barón Karlov se puso a charlar con la princesa mientras que Lord
Arkley, como se esperaba de él, empezó a hablar con el príncipe Friedrich,
recordando viejos tiempos.
Sólo en algunos momentos le pareció reconocer detrás del rostro
enrojecido e hinchado el apuesto, pero despótico joven que nunca había sido
de su agrado.
Pero, sintiendo lástima de aquel inválido, hizo todo lo posible por que la
conversación fuera agradable.
Una vez servida la cena, se sentaron a la mesa que estaba iluminada con
velas. La única nota discordante durante la cena fue el insulto que lanzó el
príncipe a uno de los camareros por no haberle llenado su copa con la rapidez
que él hubiera deseado.
Sin aquel incidente, hubiera sido una cena convencional y más bien
aburrida que, en otras circunstancias, hubiera deseado que terminara lo más
pronto posible.
Pero por el contrario, se mantuvo alerta intentando retener en su memoria
todo lo que ocurría, y así poder repasarlo después con más tranquilidad.
Observó las miradas ansiosas que la princesa le dirigía a su marido. Se
quedaba tensa cuando él hablaba, como si dejara de respirar unos segundos.
Sin embargo, su dignidad era tan innata en ella como su orgullo y Lord
Arkley intuyó que prefería morir antes que revelarle sus verdaderos
sentimientos a un desconocido.
El orgullo de los aristócratas húngaros era bien conocido, y en particular,
la altivez de los Esterházy.
Aunque sólo había visitado una vez Hungría, sabía que los nobles como el
príncipe Miklos y sus parientes eran enormemente cultos.
En sus palacios, siempre vivía un pintor, un músico, un renombrado
viajero y un bufón.
Se había quedado asombrado ante la lujosa existencia de los nobles
húngaros y la comodidad de sus palacios. Las ostras que comían, por ejemplo,
venían de Flume y Triestre y llegaban hasta las partes más remotas de Hungría.
Las damas compraban sus vestidos en París y los caballeros adquirían sus
trajes en Savile Row.
Pero lo que más admiraba de los húngaros eran sus caballos y la maestría
que los montaban.
Cuando comentó aquello con la princesa, sus ojos se iluminaron y la
tristeza se desvaneció durante un momento de su bello rostro.
—Mi padre era un magnífico jinete —dijo ella—, y aunque teníamos una
caballeriza pequeña, todos los caballos eran magníficos.
—¿Ha montado usted aquí? —preguntó Lord Arkley.
Ella negó con la cabeza y Lord Arkley pudo leer el anhelo en sus ojos.
—Algunas veces cabalgo en mi propiedad, pero al príncipe no le agrada
que yo haga… lo que a él le es imposible hacer.
—Debe ser muy duro para usted. Me gustaría invitarla a cabalgar conmigo
por el bosque, hay unos senderos entre los pinos particularmente hermosos,
especialmente el que conduce al Monasterio de Teppel.
—Siempre he deseado ir allí. Oí decir que el abad organizó una partida de
caza para el rey Edward el año pasado, lo que me parece muy extraño en un
monje.
—Estaban ansiosos por congraciarse con él —dijo Lord Arkley sonriendo
—, y al rey le encanta el monasterio. Lo visita cada vez que viene a
Marienbad, toma té con ellos y los monjes lo adoran.
—Eso es fácil de entender. Siempre parece tan feliz y es tan diferente…
La princesa se detuvo y Lord Arkley comprendió que había estado a punto
de cometer una indiscreción.
Terminaron de servir la cena, y entonces la princesa miró a su esposo con
nerviosismo.
—Puedes dejarnos solos, Marta —le dijo el príncipe con el mismo tono
con que se hubiera dirigido a un criado.
Ella se puso de pie inmediatamente y, tan pronto como salió de la
habitación, el príncipe ordenó que se sirviera oporto y coñac. Una vez que
hubieron servido las bebidas, los criados se retiraron.
—Ahora podremos estar a gusto —dijo el príncipe—. Dígame, Arkley,
¿qué es lo que piensa de la situación política que hay en Alemania?
La respuesta de Lord Arkley fue cautelosa pues se daba cuenta de que el
príncipe estaba tratando de emborracharlo.
El príncipe Friedrich y el barón le estuvieron haciendo preguntas que, de
haberlas contestado sinceramente, hubieran sido de gran interés para ciertas
gentes de Berlín.
Pero Lord Arkley tenía demasiada experiencia en aquellos menesteres
para dejarse engañar por la efusividad de su anfitrión o para caer en la
tentación de beber demasiado del excelente oporto o del bien añejado coñac.
Finalmente, como encontró aquella situación aburrida y degradante, se
reclinó en su silla y dejó de tomar parte en la conversación.
—Otro trago, viejo amigo —repetía el príncipe.
Como Lord Arkley no hizo ningún esfuerzo por complacerlo y comenzó a
contestar con monosílabos a las preguntas que le hacían, el príncipe Friedrich
dijo poco tacto:
Supongo que ya es hora de retirarme. Estos malditos doctores, que me dan
órdenes como si yo fuera soldado, insisten en que debo dormir bastante.
Al escuchar aquellas palabras, los invitados se pusieron en pie.
—Me gustaría darle las gracias a su alteza real por esta agradable velada
—dijo Lord Arkley.
—Todavía no hemos terminado de hablar —replicó el príncipe arrastrando
las palabras—. Debemos volver a vernos Arkley, muy pronto.
Era una orden más que una invitación. Lord Arkley saludó con una
inclinación de cabeza.
El príncipe Friedrich no contestó sino que alargó la mano hacia las
botellas.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Lord Arkley se preguntó si la princesa
sufriría por el fracaso del príncipe a la hora de obtener de él información
secreta.
No estaba seguro de hasta qué punto estaba mezclado el barón, hasta que le
dijo cuando estuvieron en el corredor:
—¡Pobre Friedrich! Siento una gran compasión por él. Es comprensible
que trate de interesarse por los sucesos mundiales aunque no pueda tomar
parte activa en ellos.
—Parece estar muy bien informado —replicó Lord Arkley.
—¿Le parece? Yo tuve la impresión de que se expresaba con cierta
ingenuidad y lo que decía era una repetición de lo que dicen los periódicos.
Lord Arkley no contestó y después de unos segundos, el barón prosiguió:
—Voy al casino y supongo que usted también. ¿Por qué no vamos juntos?
—Con mucho gusto. Pero antes, déjeme ir a recoger mi capa y mi
sombrero a mi aposento.
—¿No tiene que ir lejos?
—No, sólo está a unos cuantos pasos.
Lord Arkley abrió la puerta de su aposento y el barón entró con él.
—Como le decía —continuó—, el príncipe Friedrich está tratando de
mantenerse al día en todo lo referente a los acontecimientos mundiales. En mi
opinión, los alemanes estropearon la conferencia de Marruecos. ¿Usted qué
opina?
No fueron sólo sus palabras, sino cómo las pronunció, lo que le indicó a
Lord Arkley que el barón no había sido invitado a cenar por casualidad.
Eludió la pregunta.
—Vi al general von Echardstein esta tarde. Cuando estuvo en Inglaterra,
me dio la impresión de ser una persona muy capaz.
—Eso es lo que yo pienso —convino el barón—, pero tengo entendido que
está muy preocupado por la estrecha alianza que han firmado Francia e
Inglaterra con respecto a Marruecos y, por la evidente predilección del rey de
Inglaterra por los franceses.
El comentario había sido hecho con ánimo vengativo, pero a Lord Arkley
le sirvió para descubrir lo que quería saber, que el general había estado en
contacto el barón.
La política me aburre, especialmente cuando estoy de vacaciones —dijo
con tono indiferente—. Mejor hábleme de los lugares de diversión, pero de
verdadera diversión, que puedo encontrar esta temporada en Marienbad.
Habló con una despreocupación que estaba seguro de que engañaría al
barón, ya que éste carecía totalmente de sutileza.
Como estaba ansioso por congraciarse con Lord Arkley, el barón se
adentró en una impúdica descripción de los lugares donde se podían encontrar
mujeres, hablándole del asunto durante todo el camino hasta el casino.
Cuando finalmente se unieron a un grupo de amigos, Lord Arkley había
decidido no sólo evitar los lugares que el barón le había recomendado, sino al
barón mismo.
No permaneció mucho tiempo con sus amigos ni despilfarró su dinero en
las mesas de juego. Como se sentía cansado y deseaba acostarse temprano, se
deshizo de los amigos que trataban de detenerlo, y regresó al hotel caminando
bajo la luz de las estrellas.
Lejos de la música y del murmullo de voces del Kurhaus, la noche estaba
tranquila.
La fragancia de los pinos y el perfume de las flores que se entremezclaban
con la frescura de la noche, transportando a Lord Arkley a un mundo muy
diferente del que había ocupado su mente toda la velada.
Al cruzar por el jardín del hotel, que adquiría una mística apariencia con
sus luces escondidas entre los arbustos, vio a una figura sentada en un banco y
semioculta por las ramas de un sauce.
Fue su instinto el que le hizo pensar en ella. Posiblemente el noventa y
nueve por ciento de las personas hubieran seguido distraídamente su camino.
Lord Arkley sin embargo, intuyó su presencia y fue hacia ella, inclinando la
cabeza para no golpearse con las colgantes ramas del sauce.
Ella levantó la vista, sorprendida, y él comprendió que había estado
ensimismada en sus pensamientos y que su presencia le había vuelto a la
realidad.
—Me alegra tener la oportunidad, alteza, de agradecerle la cena de esta
noche.
La princesa tomó aliento y por un momento pareció que no podía encontrar
las palabras para contestar. Después de un instante, dijo en voz baja:
—Gracias, Lord Arkley. No… me fue posible despedirme de usted.
—Lo comprendo muy bien.
Esperó unos segundos y después preguntó:
—¿Me permite sentarme con usted?
—Yo… estaba a punto de marcharme —dijo la princesa—. Yo… no
debería estar aquí… sola… pero hacía tanto calor y…
No era necesario que le explicase que deseaba escapar, sentirse libre
aunque fuera sólo un momento.
—Discúlpeme, únicamente pretendía charlar un rato con usted —dijo Lord
Arkley sentándose junto a ella—, pero si lo prefiere, la dejaré sola.
No… no es eso… es que no debería estar aquí y…
—Nadie lo sabrá —le dijo Lord Arkley en tono tranquilizador—. Y ahora,
intentemos olvidarnos de todo, excepto de la paz y la belleza de esta noche.
Cuando al salir del casino me interné en el bosque, me pareció que penetraba
en otro mundo.
—Eso es lo que yo trato de hacer, pero a veces me pregunto… si existe ese
otro mundo.
—¡Por supuesto! Es el mundo de nuestros sueños, que es tan real como el
otro, pero mucho más hermoso.
—¿Es cierto? —preguntó ella como un niño que busca seguridad.
—¡Claro que es cierto! Y ese mundo especial está esperando que lo
descubramos. Lo que pasa es que a veces estamos demasiado ocupados, o
somos demasiado tontos, o tal vez… desdichados.
—¿No es más fácil encontrarlo… cuando nos sentimos… desdichados? Él
negó con la cabeza.
—No creo que eso sea cierto. Cuando las personas se sienten infelices se
envuelven en una niebla impenetrable, y para alcanzar lo indefinible, nuestro
espíritu debe moverse libremente.
—Entiendo lo que está tratando de decirme —contestó la princesa—, y es
una gran ayuda.
—Para resumir mis pensamientos —añadió Lord Arkley—, creo que nunca
debe perderse la fe.
Ella volvió su rostro hacia él, sus ojos parecían dos grandes abismos
oscuros al contestar:
—Nunca supuse… que alguien como usted… me podría llegar a entender.
Él sonrió y ella añadió rápidamente:
—No… eso es ser muy descortés… pero creo que usted entiende lo que
quiero decir. Usted forma parte de un mundo… que me desconcierta… un
mundo duro… y sin compasión.
Él comprendió que ella no estaba pensando en su propio sufrimiento sino
en cómo habían olvidado al príncipe los mismos que lo habían adulado antes
de su terrible accidente.
Habían seguido el ejemplo del kaiser porque muchos alemanes sólo
admiraban a los hombres superiores, llenos de vigor y de fuerza, y no
consideraban de utilidad a los inválidos ni a los incapacitados físicamente.
—Cuando visité la India el año pasado —prosiguió Lord Akley—, fui
hasta las estribaciones del Himalaya. Mientras contemplaba las grandes
montañas con sus blancos picos brillando bajo el sol, pensé que la belleza, la
verdadera belleza, la que penetra en nuestra alma, a menudo va acompañada
de crueldad.
—Lo que está diciendo es que de una manera o de otra tenemos que pagar
por los momentos de éxtasis.
—O tal vez en ese sufrimiento encontramos el éxtasis.
—Espero que tenga razón —contestó la princesa—, reflexionaré sobre lo
que me ha dicho… y trataré… de comprenderme mejor.
—Es lo que he intentado hacer —dijo él—, y estoy seguro que cuando el
sufrimiento nos coloca frente a una encrucijada, podemos elegir el camino del
cielo o descender hasta los infiernos.
Lord Arkley sonrió y luego añadió:
—Como comprenderá, creo que ése es un punto de vista demasiado
simplista. Pero al mismo tiempo, podemos encontrar las variaciones que
queramos al tema original; la decisión es nuestra.
Después de unos minutos de silencio, la princesa se puso en pie.
—Me ha ayudado usted mucho. Me gustaría darle las gracias, pero es una
palabra tan inadecuada…
—Las palabras no pueden expresar lo que brota del corazón, y creo que
esta noche, princesa, le he hablado con mi corazón y espero que el suyo haya
acogido mis palabras.
—Han llegado hasta él. Pero ahora debo marcharme.
La mirada que le dirigió le hizo comprender que le suplicaba que no la
acompañara porque podrían verlos juntos.
Le pareció extraordinario poder leer así sus pensamientos. ¿O era, como él
había dicho, que sus corazones se habían comunicado?
Para facilitar la situación, dijo:
—¿Me perdona si me quedo aquí un rato para meditar?
—Yo también trataré de poner en orden mis pensamientos.
Le tendió la mano y él se la llevó a los labios. Al besarla, sintió la
suavidad de su piel.
La princesa se puso muy tensa y, sin añadir ni una sola palabra, se alejó,
moviéndose tan delicadamente por el prado que parecía que caminaba sobre
una nube o que la impulsaba una onda musical.
Cuando se quedó solo, se sentó para meditar, como había dicho.
Apenas podía creer que aquella conversación hubiera sido real. ¿Qué le
había inspirado para hablarle de aquella manera? ¿Cómo habían acudido
aquellas palabras a sus labios, desligadas completamente de su cerebro?
Era el mismo cerebro que se ocupaba de los asuntos de estado, del
comportamiento de las naciones y de gentes como el barón y el príncipe
Friedrich, con sus estériles intentos de jugar a las intrigas.
Pero al hablar con la princesa, otra parte de él había estado dirigiendo su
comportamiento, una faceta de su personalidad cuya existencia había ignorado
hasta entonces.
Y sin embargo, sabía que no había dicho ningún desatino, y que, según ella
le había explicado, le había proporcionado la ayuda que necesitaba.
Era fácil comprender que vivía atemorizada. Era muy joven, apenas
tendría veintiún años, y había estado casada durante tres años con un borracho
amargado y destrozado moral y físicamente.
La sangre de los Esterházy que corría por las venas de la princesa le
proporcionaba el orgullo necesario para mantener su dignidad, por eso Lord
Arkley estaba seguro de que nunca le confiaría a nadie lo que estaba sufriendo.
Si no hubiera escuchado cómo se había portado el príncipe con ella la
noche anterior, nunca hubiera cruzado por su mente que alguien pudiera
maltratarla y humillarla de aquella manera.
Durante la cena había conversado con una gracia y un encanto que habrían
sido la envidia de una mujer mayor y más experimentada que ella.
Y sólo gracias a que él había estado muy alerta, había podido descubrir el
temor que había en sus ojos al ver que el príncipe se iba emborrachando según
avanzaba la noche.
Estaba seguro de que la razón por la que el príncipe había pegado a
aquella encantadora y frágil criatura que era su esposa era que ella había
escapado ilesa del atentado anarquista mientras que él había quedado lisiado.
Seguramente la odiaba por haber tenido tanta suerte y, con su innata
crueldad, deseaba hacerla sufrir lo que él padecía. Por eso la había pegado
con el látigo hasta dejarla inconsciente.
—¡Es intolerable! —dijo en voz alta, exasperada—. ¡Pero sólo Dios sabe
qué podría hacer yo! ¡Sólo Dios sabe cómo podría salvarla!
Capítulo 4

l abrir la puerta de su dormitorio, la princesa Marta vio que Josef


A conducía a un caballero al salón.
Sólo pudo echarle un vistazo, pero reconoció la impresionante y agresiva
figura del barón von Echardstein.
Esperó a que pasara, abrió después la puerta y fue hasta el vestíbulo. Oyó
decir al príncipe Friedrich:
—¡Buenos días, general! Es una sorpresa verlo aquí tan temprano.
—Me marcho hoy de Marienbad —replicó el general—, y pensé que sería
buena idea conversar con su alteza antes de partir.
—Siéntese —dijo el príncipe Friedrich—. ¿Qué le gustaría beber?
¿Champán?
—Me encantaría —replicó el general con voz gutural.
El príncipe Friedrich le indicó a Josef lo que quería, y éste abandonó el
salón mientras el general decía:
—Me pregunto si tiene alguna noticia que darme.
—¡Demonios! —exclamó el príncipe Friedrich—. No puede esperar
resultados tan…
El resto de la frase se perdió al cerrar Josef la puerta.
Vio a la princesa parada allí y le explicó:
—Voy a buscar champán para su alteza.
—Quisiera ir a ver a la duquesa, Josef —dijo la princesa Marta en voz
baja—. No tardaré.
—Tendrá suficiente tiempo, alteza —replicó Josef.
Sonrió al pronunciar aquellas palabras y la princesa tuvo la certeza de
que, al igual que otras veces, la encubriría en caso de que el príncipe
Friedrich exigiera su presencia. Él era el único que podía salvarla de la
brutalidad de su esposo y le único con quien no necesitaba disimular.
Josef conocía todos sus secretos: las borracheras de su amo, los insultos
que le dirigía a su esposa, y el temor que a Marta le era imposible esconder
por mucho que se esforzara.
Sabiendo que estaría segura durante un rato, echó a correr por el pasillo y
bajó las escaleras hasta el primer piso.
La duquesa de Vallière era la única amiga que tenía en Marienbad, y a
decir verdad, la única amiga que tenía en el mundo.
Aunque ya era una anciana, la duquesa había sido una gran belleza en su
juventud, y Marta recordaba sus visitas a los Esterházy, cuando ella era aún
una niña.
La duquesa había vivido en Marienbad durante los últimos años porque no
le sentaba bien el clima de París. Había alquilado uno de los cuartos más
agradables del hotel, en el primer piso, y lo había decorado con sus propios
muebles.
Un criado francés, que llevaba la librea de la casa Vallière, abrió la
puerta. Marta se deleitó con los hermosos muebles estilo Luis XVI y los
exquisitos cuadros de Boucher y Fragonard. Allí se sentía como si estuviera en
el hogar de su niñez. Los palacios de la familia Esterházy estaban decorados
con el más exquisito gusto y guardaban una fabulosa colección de tesoros
artísticos adquiridos a través del tiempo.
Marta odiaba los rígidos y pomposos muebles alemanes, característicos de
los palacios reales.
La duquesa estaba tomando el sol junto a la ventana del salón y cuando
anunciaron a Marta, se volvió hacia ella con una alegre expresión en el rostro.
Aunque tenía casi ochenta años, era una mujer hermosa y sus blancos
cabellos estaban arreglados inmaculadamente.
Su vestido mostraba en todos sus detalles que estaba confeccionado en
París y lucía las magníficas joyas que, según se contaba, pusieron a sus
pequeños pies dos de las cabezas reales de Europa.
—Friedrich tiene una visita y he aprovechado la oportunidad para venir a
verla.
—Sabes que no hay nada que me agrade más —dijo la duquesa—. ¿Cómo
estás, ma petite?
Sus viejos ojos, que eran extremadamente astutos y nunca se perdían nada
de lo que sucedía alrededor, no pudieron dejar de percibir las sombras
oscuras que había debajo de los grandes ojos de la princesa.
Aunque Marta nunca la había hecho su confidente, la duquesa sabía que el
origen de aquellas ojeras no era el cansancio sino los sufrimientos que le
ocasionaba su marido. Muy poco de lo que sucedía en Marienbad, o en otras
partes del mundo, le pasaba desapercibido a la duquesa.
Escribía con pasión y sostenía una copiosa correspondencia con todos sus
amigos de Europa. Alguien dijo una vez, bromeando:
«No hay nadie en Europa tan bien informado como la duquesa de Vallière.
Dicen que hasta los perros falderos le pasan información acerca de lo que
sucede en los aposentos de sus amas».
—¿Cómo está Friedrich? —preguntó la duquesa. Aunque Marta lo
ignoraba, la duquesa tenía una razón muy especial para hacer aquella pregunta.
—Estuvo mucho más alegre anoche —replicó Marta—. Aunque le parezca
difícil creerlo, anoche dimos una cena.
—¿Una cena? —repitió extrañada la duquesa.
—El general barón von Echardstein y el almirante von Senden vinieron a
visitar a Friedrich ayer y cuando se fueron estuvo muy animado, como no lo
había estado desde hacía mucho tiempo.
—¿Y por qué sería eso?
—No lo sé —respondió Marta—, pero tengo entendido que hay algo que
el kaiser quiere que Friedrich haga por él.
Juntó las manos y prosiguió:
—No me dijo lo que era, pero espero que sea algo que esté en sus manos
realizar porque por primera vez desde hace meses se mostró deseoso de tener
visitas.
—¿Quiénes fueron sus invitados? —preguntó la duquesa con evidente
interés.
—Friedrich le escribió una carta al barón Karlov y me dio instrucciones
de invitar a Lord Arkley.
Marta hablaba con animación.
—Él fue muy… amable. El rey Edward me lo presentó cuando salíamos
ayer del «Kreuzbrunnen». Parece ser que visitó Wilzenstein en los buenos
tiempos.
—¿Y te agradó Lord Arkley?
—Es muy… interesante.
La duquesa observó que el color subía a las mejillas de Marta.
—Hay muchas mujeres que piensan así —contestó la duquesa.
—No me extraña —replicó Marta—, porque es muy apuesto y también
muy inteligente.
—Dicen que conoce más de las intrigas entre las naciones que los propios
embajadores.
—Acaba de visitar varios principados en Alemania.
—Eso oí decir —contestó la duquesa—, y eso, por supuesto, le interesó a
Friedrich, ¿o fue al barón?
—¿Y por qué tendría que interesarle eso al barón? —preguntó Marta
sorprendida.
La duquesa iba a replicar, pero cambió de opinión.
—El barón es un pedante y un oportunista —dijo—. Estoy segura de que
estuvo encantado de cenar con vosotros.
—Me sorprendió que pudiera venir habiéndole invitado con tan poca
anticipación.
—Más me sorprende que Lord Arkley aceptara. Está muy solicitado y
estoy segura que las anfitrionas que agasajan al rey estarían encantadas de
sentarlo a sus mesas.
Marta no respondió y la duquesa prosiguió:
—Ha tenido muchas aventuras amorosas. Me he enterado de que la
relación que mantuvo durante los últimos seis meses con la marquesa de
Hastings ha concluido.
Marta sonrió.
—¿Cómo sabe todas esas cosas viviendo aquí en Marienbad?
—Tengo mis medios —respondió la duquesa—. Pero la verdad es que el
rey Edward me lo dijo ayer cuando vino a visitarme.
—¡El rey vino a verla! ¡Qué alegría me da! Fue muy amable conmigo ayer.
Me parece que lleva la felicidad dondequiera que vaya.
—Y a veces deja algunos corazones rotos —dijo sonriendo la duquesa—.
Pero tienes razón, es un buen hombre. No es de extrañar que todo el mundo le
quiera.
—Habló con mucho afecto… de Lord Arkley.
—Lord Arkley es su protegido y le ha sido de gran utilidad.
Pareció como si la duquesa fuese a añadir algo más, pero se detuvo y
después preguntó:
—¿Qué pensáis hacer hoy?
—Supongo que lo de siempre. ¡Cómo me gustaría que Friedrich estuviera
bien para salir a dar un paseo!, pero dice que odia ir dando tumbos en un
carruaje. Deseo tanto conocer los bosques.
Se levantó y fue hasta la ventana a contemplar el jardín lleno de flores y
los abetos que crecían más allá.
Al ver lo hermosa que era, los ojos de la duquesa se llenaron de tristeza.
Conocía muy pocas mujeres que pudieran llevar la intolerable vida de Marta
con tanta dignidad.
Marta se separó de la ventana.
—Debo regresar —dijo—. Friedrich puede necesitarme. ¿Puedo volver
otra vez, si tengo oportunidad?
—Sabes mi querida niña, que siempre eres bienvenida. Adoro a toda tu
familia, al príncipe Miklos, a tu padre, a tu dulce madre y a casi todos tus
parientes. Lo que pueda hacer por ti es sólo un pequeño pago de las bondades
que ellos me dispensaron en el pasado.
La duquesa sonrió al añadir:
—Y por supuesto, como sabes muy bien, te quiero por tu forma de ser y
para mí eres como una hija, o mejor dicho, una nieta.
—Me gustaría ser su hija y tener sangre francesa en mis venas —dijo
apasionadamente Marta. Tiene usted un gusto absolutamente perfecto, y cada
vez que entro en esta habitación pienso que me gustaría vivir rodeada de cosas
como éstas.
—Tal vez las tengas algún día —dijo la duquesa con voz tranquila—.
Cuando veas otra vez a Lord Arkley, pregúntale por los muebles franceses que
tiene en su casa de Hamsphire.
—Lo haré… si es que vuelvo a verlo —murmuró Marta—. ¿Cómo sabe
eso de su casa de Inglaterra?
—He estado allí. Su madre fue amiga mía hace mucho tiempo.
—Hábleme de ella.
—Era una mujer muy dulce, una de esas personas intrínsecamente buenas.
Creo que Leila Arkley nunca pronunció en su vida una palabra dura o
amarga.
La duquesa hizo una pausa antes de añadir:
—Y al mismo tiempo que mantenía sonrientes a todos los invitados
alrededor de la mesa, sabía estimular una conversación intelectual.
Y continuó con voz dura:
—Lo que es mucho más de lo que podría decirse de las llamadas bellezas
que adulan al rey Edward.
Marta sonrió. Sabía que la duquesa estaba un poco celosa de algunas
mujeres jóvenes, que se habían hecho famosas por su belleza. Consideraba que
eran tontas e insulsas y que no podían ofrecerle a un hombre más que un bello
rostro.
—Estoy segura de que nadie, ni siquiera Lady Arkley, es tan entretenida e
inteligente como usted.
Se inclinó para besar la mejilla de la duquesa.
—Vendré a verla en la primera oportunidad que tenga.
—Te estaré esperando —contestó la duquesa—, y dile a Lord Arkley que
me gustaría verlo. Supongo que se habrá olvidado, si es que alguna vez lo
supo, de que fui amiga de su madre.
—Se lo diré —prometió Marta.
Mientras subía apresuradamente las escaleras, pensó que ojalá tuviera la
oportunidad de entregar el mensaje de la duquesa.
Lord Arkley había sido tan amable, que deseaba volver a verlo.
Deseaba seguir hablando con él acerca de cosas que estaba segura que
ningún otro hombre entendería.
Entonces pensó desesperadamente que las diversiones de Marienbad le
iban a mantener demasiado ocupado y que a ella debía encontrarla muy
aburrida.
Estaba segura de que, si había asistido a la cena la noche anterior, había
sido porque sentía lástima de Friedrich. Y seguramente la velada le había
aburrido y, sin duda, le disgustó que, como de costumbre, Friedrich bebiera
más de lo necesario.
No hacía falta decir que con aquella figura tan atlética, Lord Arkley tenía
que ser abstemio, a pesar de los hábitos de las personas con quienes se reunía.
«Tal vez nunca vuelva a tener la oportunidad de hablar nuevamente con
él», pensó con desesperación.
Al abrir la puerta del cuarto comprendió que había regresado a tiempo y
que no tendría por qué explicarle a Friedrich dónde había estado.
Vio la gorra con trencilla de oro del general sobre una silla y oyó las
voces de los dos hombres provenientes del salón.
Sin embargo, la puerta que comunicaba con el salón no debía estar bien
cerrada porque la corriente de aire que se formó al entrar ella, la dejó
entreabierta.
La princesa oyó decir al general:
—Si lo encuentra imposible, le puedo pedir a la baronesa von Kettler que
venga aquí. Como sabrá, es una mujer fascinante y ha realizado magníficos
trabajos para nosotros en el pasado.
—¡No, no, por supuesto que no! Deje todo en mis manos. Le aseguro que
no defraudaré al emperador.
—Eso espero, pero si le resulta demasiado difícil, comuníqueselo al
almirante Senden. Permanecerá aquí durante los próximos diez días porque
desea tomar las aguas.
Marta fue hacia su habitación y cerró la puerta.
Por el tono de voz de Friedrich sabía que estaba a la defensiva y, al mismo
tiempo, enfadado porque el general dudaba de su habilidad para llevar a cabo
lo que le pedían que hiciera.
Pero ¿qué sería? ¿Por qué Friedrich no confiaba en ella? ¿Y quién era la
baronesa von Kettler? No recordaba haber oído aquel nombre.
Unos minutos después oyó la voz del general hablando con Josef en el
vestíbulo y luego el sonido de la puerta al cerrarse.
Rápidamente se dirigió al salón.
Friedrich estaba junto a la chimenea. No volvió la cabeza cuando ella
entró, y a la princesa le pareció que tenía el ceño fruncido, lo cual era una
mala señal.
—¿Para qué ha venido a verte el general? —preguntó.
Sabía que su esposo se enfurecería si le confesaba que había oído al
general decir que había pasado para despedirse.
—Tenía asuntos privados que discutir conmigo.
El príncipe miró su reloj y lanzó una exclamación:
—¡Ya es hora de que vaya a beber las aguas! ¿Dónde diablos está Josef?
—Está aquí, esperando, y como puedes ver, ya tengo puesto mi sombrero y
podemos llevarte a la columnata inmediatamente.
—¿Entonces qué diablos estamos esperando? —preguntó molesto el
príncipe—. Para conseguir algún alivio tengo que seguir mi rutina a rajatabla,
lo sabes muy bien.
Marta no replicó. Era un comportamiento típico de Friedrich culparles a
ella y a Josef de que el general von Echardstein lo hubiera entretenido tanto,
retrasando veinte minutos su salida del hotel.
Haciendo un esfuerzo, trató de no pensar que la hora no tenía la menor
importancia. Aunque nunca lo habían admitido delante del príncipe Friedrich,
los médicos le habían dicho con toda crudeza que el estado de su esposo no
podría mejorar. Ningún tratamiento, ningunas aguas, ni ningún hospital podrían
hacer más por él de lo que ya se había hecho.
Pero había sido Marta quien había insistido en que la esperanza podía
obrar milagros, y la crueldad más grande con un hombre que sufría sin culpa
sería quitarle toda esperanza.
Pero al mismo tiempo, la vida al lado del príncipe Friedrich era muy dura
y el mayor temor de su vida era que Josef los abandonara.
Aunque nunca lo habían discutido, ella estaba segura de que una de las
razones por las que permanecía al servicio el príncipe era que la apreciaba y
que sentía lástima de ella.
Nadie más hubiera soportado el carácter del príncipe, siempre
encontrando motivos de queja y gritándole como si Josef fuera un esclavo.
Los criados del palacio de Wilzenstein cambiaban constantemente y Marta
no podía ni contar las damas de compañía que había tenido durante los últimos
dos años.
Ninguno podía soportar las groserías del príncipe y la forma insultante con
que se dirigía a ellos estuviera sobrio o borracho.
Marta comprendía que no estaba bien que viajara sin una dama de
compañía. Pero la que había prometido acompañarla, había salido del palacio
un día antes de su partida hacia Marienbad.
—Lo siento mucho, su alteza real —le había dicho a Marta antes de partir
—. Estoy contenta de estar con usted, pero nunca creí posible que me
insultaran como su alteza real acaba de hacerlo.
—Usted sabe que no es responsable de lo que dice.
—Eso no es completamente cierto, alteza —había contestado la dama de
compañía—, y hay cierto lenguaje que una dama no está obligada a escuchar.
Perdóneme, su alteza, pero regreso a mi casa y ni yo ni mi familia asistiremos
a ningún acto que tenga lugar en el palacio.
Nada de lo que dijo Marta pudo aplacarla. Aunque tenía que reconocer
que había sido un alivio llegar a Marienbad sin una dama de compañía a quien
pedir disculpas o ante la que tener que sentirse apenada cuando Friedrich
estaba en sus peores momentos.
Lo peor de todo era que se veía obligada a permanecer en el hotel cuando
Friedrich estaba siguiendo sus tratamientos, porque no había nadie con quien
pudiera pasear por los jardines o ir hasta la aldea.
Algunas veces convencía a su doncella de que la acompañara a hacer
algunas compras, pero Helga era una mujer mayor a quien no le gustaba nada
andar. También se quejaba de que ya tenía suficiente trabajo con arreglar la
ropa de su ama para además tener que hacer excursiones fuera del hotel.
Por consiguiente, Marta se resignaba a esperar leyendo en un frío salón,
mientras le aplicaban masajes especiales a Friedrich.
Algunas veces se preguntaba si la vida podría ofrecerle algo más que
furiosas escenas cuando estaba con Friedrich, o el aburrimiento de quedarse
esperándole cuando no estaban juntos.
Pero estar en Marienbad y poder mirar por las ventanas era mejor que el
confinamiento que sufría en el palacio de Wilzenstein, donde no se le permitía
cambiar nada.
En opinión de Marta, la gran duquesa anterior había tenido un gusto
espantoso, pero a pesar de sus súplicas, Friedrich no le permitió siquiera
cambiar las cortinas de su salón particular.
Todos los cuartos del palacio estaban decorados con sombríos tonos café,
y ocasionalmente salpicados de color mostaza.
Marta procedía de uno de los países más bellos del mundo y como amaba
la belleza, sentía casi un dolor físico al contemplar la fealdad que la rodeaba.
Ni siquiera podía disfrutar del jardín porque, como estaba reglamentado
con precisión militar que ciertas flores debían ser plantadas en un lugar
específico en cierta época del año, se le prohibió cambiar el programa
tradicional.
Algunas veces añoraba, con una intensidad que hacía asomar lágrimas a
sus ojos, las anchas estepas por la que galopaba con su padre.
Anhelaba volver a contemplar los plateados ríos, las flores silvestres, los
picos cubiertos de nieve, que se recortaban en el cielo azul y más que nada,
los briosos caballos húngaros.
Cada día, a cada momento, añoraba a su familia sintiéndose profundamente
desconsolada.
¿Por qué nadie reía en Wilzenstein? ¿Por qué cuando trataba de hablar de
un tema interesante le contestaban con monosílabos o desviaban la
conversación hacia la política alemana o los problemas cívicos?
Hasta la música, que según había oído decir era reverenciada por los
alemanes, se le antojaba rígida e insulsa cuando la escuchaba en el salón de
música del palacio, sentada sobre una dura silla.
Por lo menos, Marienbad era un lugar hermoso y, mientras seguía la silla
de ruedas de su marido por el corredor, pensó con alivio que muy pronto iba a
pasear bajo los rayos del sol.
Friedrich se quejaba de que ya era tarde. Cuando tenía una contrariedad, la
rumiaba al igual que un toro.
Marta había aprendido a dejar de escuchar mucho de lo que decía su
marido. Al salir del hotel, la luz del sol le dio en el rostro y las palabras de
Friedrich se desvanecieron como el ruido de un distante trueno en una
tormenta de verano.
Como era más tarde que de costumbre, el «Kreuzbrunnen» estaba lleno y
las damas, con sus primorosos sombreros y sus diminutas sombrillas, parecían
flores.
¡Era absolutamente imprescindible que el sol no las quemara! Y al mismo
tiempo, era imperdonable no estar presente en la terraza junto a la columnata.
Uno de los guardaespaldas, que había estado esperándolos en el vestíbulo,
fue a buscar una jarra de agua para Friedrich. Marta echó una ojeada a su
alrededor.
Había mucho que ver, además de las hermosas damas. La mayoría de los
hombres eran de mediana edad o ancianos. Reconoció al rey Ferdinand de
Bulgaria y al rey de Grecia y, un poco apartado, estaba Hakims Pasha en su
extraña indumentaria.
Lo que siempre le divertía a Marta era ver a los rabinos polacos
mezclándose con la elegante sociedad en el «Kreuzbrunnen». Con sus
vestiduras negras, abotonadas hasta el cuello, a las que sus barbas también
negras daban un aspecto siniestro, y sus sombreros de ala ancha parecían
fantasmas del juicio final.
Marta los estaba observando con una leve sonrisa en los labios, cuando
escuchó una voz junto a ella. Al volverse, se encontró con el rey Edward.
—¡Buenos días, Marta! —le dijo con voz alegre. No puedo creer que con
la figura que tiene se vea obligada a tomar las aguas al igual que yo.
Marta hizo una reverencia y le sonrió. Se fijó después en que el rey iba
acompañado de dos personas: El primer ministro portugués, el marqués de
Soveral, que sabía que era un viejo amigo del rey, y Lord Arkley.
Cuando él la saludó ceremoniosamente, Marta notó que el rubor coloreaba
sus mejillas. Disgustada consigo misma, bajó los ojos, sintiendo que le era
imposible mirarle.
El rey hablaba con el príncipe Friedrich y a Marta le pareció que su
marido estaba más comunicativo que la mañana anterior.
Una atractiva dama, que llevaba un sombrero de tul verde, distrajo la
atención del rey y, mientras el marqués de Soveral hablaba con el príncipe
Friedrich, Lord Arkley le preguntó:
—¿Cómo se encuentra hoy?
Marta le miró y, cuando sus ojos se encontraron, le fue imposible
pronunciar palabra. Sólo recordaba lo bondadoso que había sido con ella la
noche anterior.
Deseaba decirle que se había ido a dormir pensando en lo que él le había
dicho y que sus palabras le habían proporcionado una felicidad que hacía
mucho tiempo que no sentía.
Recordando lo que la duquesa le había comentado, dijo rápidamente:
—La duquesa de Vallière, que es una vieja amiga de su madre y está
viviendo en el hotel, me rogó que le dijera que se sentiría muy complacida si
tuviera usted la amabilidad de hacerle una visita.
—¡Por supuesto! —replicó Lord Arkley—. Recuerdo que mi madre
hablaba a menudo de la duquesa.
—Estará encantada de verlo —comentó Marta.
—¡Venga aquí, Arkley! Quiero decirle algo.
Marta sintió que la voz de su esposo estallaba entre ellos como una
bomba.
El marqués de Soveral se alejó y Lord Arkley ocupó su lugar.
—¡Buenos días, alteza! —le dijo—. Quisiera agradecerle nuevamente la
deliciosa cena que nos ofreció.
Marta pensó que era mucha la amabilidad de Lord Arkley al hacer ese
comentario porque estaba segura que no le había resultado una cena deliciosa.
—Pensé que estaría cabalgando —dijo el príncipe Friedrich con un tono
casi de reproche.
—No tuve tiempo de hacer los arreglos para esta mañana —dijo Lord
Arkley—, pero he notificado al mejor establo de Marienbad que saldré
mañana a cabalgar a las siete y que seguiré haciéndolo todas las mañanas a la
misma hora.
—Eso es lo que hizo el año pasado, según tengo entendido.
Marta observó que Lord Arkley alzaba las cejas como sorprendido de que
el príncipe estuviera tan bien enterado de sus actividades.
El príncipe continuó:
—Supongo que es la única hora que tiene para estar solo. El emperador
siempre decía que su «tío Bertie» era un insaciable capataz, o mejor dicho, un
negrero.
—Es un gran privilegio para mí gozar de la compañía de Su Majestad —
replicó Lord Arkley fríamente. Aunque deseaba ser amable con el príncipe
Friedrich, no podía permitir que insultara al rey en su presencia.
El príncipe soltó una desagradable carcajada. A Lord Arkley le pareció
como una actitud de desprecio hacia la realeza y levantó su sombrero para
despedirse, pero entonces el príncipe Friedrich le dijo:
—¡Espere un momento, Ian!
Lord Arkley se detuvo. Le sorprendía el cambio de actitud del príncipe y,
sobre todo, que le llamase por su nombre de pila.
Le miró interrogante y el príncipe prosiguió:
—Estaba pensando si podría llevarse a la princesa cuando salga mañana a
cabalgar. Siempre está suspirando por poder montar a caballo, y no hay nadie
más aquí a quien pueda confiársela.
Durante un instante, Marta pensó que no había oído bien; debía estar
soñando.
Con los ojos muy abiertos por la sorpresa, miró a Lord Arkley. Después de
una leve pausa él replicó:
—¡Por supuesto! Será un honor escoltar a la princesa.
Miró a Marta al preguntar:
—¿Las siete de la mañana será muy temprano para su alteza?
—No, no… claro que… que no —tartamudeó Marta.
—¿Entonces, podrá hacer los arreglos necesarios, Arkley? Y dígale al
establo que me mande la cuenta.
—Será un placer, señor —replicó Lord Arkley—, pero si me permite,
debo retirarme porque Su Majestad me está llamando.
Al verle alejarse, Marta contuvo el aliento.
¿Sería cierto? Podría ser verdad que Friedrich, que en la finca del palacio
apenas la dejaba montar, excepto en muy raras ocasiones, lo hubiera arreglado
todo para que cabalgara en Marienbad… y con Lord Arkley.
Iba a hacer un comentario, cuando el guardaespaldas regresó con la jarra
de agua.
—¡Qué porquería! —exclamó el príncipe cogiendo la jarra sin dar las
gracias.
Se la llevó a los labios mientras Marta observaba la multitud. De pronto
vio a Lord Arkley de pie junto al rey. Ambos reían de alguna ocurrencia del
marqués de Soveral, que tenía fama de ingenioso.
Súbitamente Marta tuvo la sensación de que el sol era más brillante y
sintió deseos de cantar y bailar al son de la música que tocaba la banda.
Quiso decirle a su marido: «¡Gracias, gracias!», pero se mordió los
labios. Sabía por experiencia que si se mostraba demasiado entusiasmada con
algún proyecto, Friedrich, con un sádico deseo de lastimarla, cambiaría de
idea en el último momento.
Como si comprendiera lo que Marta estaba pensando, alzó los ojos hacia
ella y dijo:
—¿Eso es lo que querías, verdad?
—Será muy agradable —dijo Marta con voz serena—. Gracias, Friedrich,
por pensar en mí.
Por la expresión del rostro de su marido, o tal vez por instinto,
comprendió que no había sido idea de Friedrich. Pero si no había sido de él,
¿de quién entonces?
Pero desechó aquella idea, diciéndose que estaba dando rienda suelta a su
imaginación. Por alguna razón que ella ignoraba, su marido quería
congraciarse con Lord Arkley, aunque aquélla era una manera de hacerlo
bastante tortuosa. Sólo confiaba en que Lord Arkley no la considerara un
estorbo. Quizá deseara estar solo o tal vez preferiría cabalgar con alguien
más.
Después de tres años de estar completamente relegada y de obedecer al
único hombre que había conocido, Marta era muy humilde. Durante todo el día
se sintió torturada por la idea de que Friedrich le había impuesto a Lord
Arkley su compañía, y que él no había podido hacer otra cosa más que aceptar
la sugerencia de cabalgar con ella.
Aquella noche, como si lamentara la condescendencia que había mostrado
hacia ella, Friedrich se mostró mucho más exigente y autoritario que de
costumbre.
Cenaron solos. Él le encontró defectos a todos los platos que ella había
ordenado para complacerlo. Bebió más que de costumbre y, al acabar la cena,
se encontraba en el violento estado que ella conocía bien.
Había aprendido a no acercársele cuando se encontraba así porque si lo
hacía, se arriesgaba a que la atrapara como había hecho hacía dos noches.
En aquellas ocasiones, como Friedrich era mucho más fuerte, no la dejaba
escapar y la golpeaba con el delgado látigo de cuero que siempre llevaba
consigo.
Josef fingía que se le olvidaba, pero el príncipe se lo pedía tan pronto
como le sentaban en su silla y, aunque lo escondía debajo de la manta con que
se tapaba las rodillas, Marta no se olvidaba nunca de su existencia.
Cuando terminaron de cenar y, después de haberla reñido e insultado
duramente por un agravio imaginario, el príncipe le gritó:
—¡Ven aquí!
Ella se levantó, pero al ver la expresión de sus ojos, salió del salón.
El príncipe le siguió gritando, pero Marta no le prestó atención.
Josef estaba esperando fuera del salón.
—Lo llevaré a la cama, alteza —murmuró el criado.
Marta cerró la puerta del dormitorio con llave y se cubrió el rostro con las
manos, tratando de no llorar.
Sabía que, por muy obediente que fuera, Friedrich la odiaba. La odiaba
porque era joven y podía moverse y andar, como lo había hecho él en otro
tiempo.
La odiaba porque, aunque la torturaba física y moralmente, no había
logrado quebrantar su fortaleza por completo; un innato orgullo la hacía
mantener muy alta la cabeza.
Pero se daba cuenta de que estaba llegando al límite de sus fuerzas y,
algunas veces, pensaba que sufriría un colapso nervioso si seguía escuchando
aquellos insultos.
«Mejor estaría muerta», se dijo. Aquélla era una idea que ya se le había
ocurrido, se había repetido en otras ocasiones. «¡Así por lo menos sería
libre!».
La voz gutural de Friedrich le crispaba los nervios, y cada comida que
hacían juntos se convertía en una tortura, al temer todo el tiempo que empezara
a insultarla.
Contaba las copas de vino que Friedrich se tomaba porque sabía que,
cuando el alcohol inflamara su sentimientos más íntimos, explotaría
violentamente y la cubriría de insultos.
«¿Cómo podré seguir viviendo así?», se preguntó al igual que otras veces.
Entonces recordó que al día siguiente podría salir a cabalgar.
Aquella idea fue como una estrella que alumbrara la oscuridad.
Pero probablemente, Friedrich cambiaría de opinión por la mañana.
Sin embargo, tenía una oportunidad de salir del hotel antes de que él se
despertara.
Los médicos le habían recetado un sedante para hacerle dormir cuando le
daba uno de sus arranques de furia. Lo habían hecho más bien por
consideración a Josef, porque, si no, tenía que pasarse toda la noche tratando
de evitar que el inválido príncipe se cayera de la cama o rompiera todo lo que
estaba a su alcance.
Generalmente, después de haberse tomado el sedante, Friedrich dormía
hasta tarde y, por la mañana se sentía un poco aletargado.
Aunque le remordía la conciencia. Marta rezó porque aquélla fuera la
situación al día siguiente. Así podría salir sigilosamente del hotel antes de que
él se diera cuenta.
Le había dicho a su doncella que se pondría su traje de montar más ligero,
así que fue hasta el armario para ver si estaba listo.
Era un traje azul oscuro que se había mandado hacer especialmente para
llevarlo cuando hiciera calor, pero había descubierto después que iba a ser
muy difícil que pudiera estrenarlo.
Sabía que le quedaba muy bien, ya que su cintura era tan pequeña como la
de la emperatriz de Austria, la mejor amazona de toda Europa.
En cuanto a su destreza, sabía que podía compararse con cualquier dama
de Marienbad. Lo único que le preocupaba era que seguramente Lord Arkley
prefería cabalgar con alguien que fuera divertido.
«¿Pero cómo puedo entretener a nadie sintiéndome tan desdichada?», se
preguntó.
Además, ¿de qué podía hablar para interesar a Lord Arkley, a quien se le
abrían todas las puertas del mundo social?
Era bien sabido que el rey Edward sólo tenía a su alrededor a personas
entretenidas e ingeniosas, y que sólo frecuentaba el palacio de Buckingham la
gente «divertida».
La duquesa le había contado que el ministro portugués era muy ocurrente y
que, por eso, era bien recibido en todas las fiestas.
—Ha sido amigo mío durante años —le comentó la duquesa—. Le llaman
«El mono azul» por sus animados modales, sus cabellos negro azulados y su
tez morena.
Había reído al añadir:
—Luis de Soveral es el hombre más popular de Londres, excepto para la
embajada alemana.
—¿Y por qué allí no? —había preguntado Marta.
—A los alemanes les disgusta por sus sentimientos antiger-mánicos.
Además temen la influencia que tiene sobre el rey Edward.
Cuando Marta vio al marqués hablando y riendo en el «Kreuzbrunnen», se
preguntó quiénes más tendrían sentimientos antigermánicos.
Estar casada con un alemán, era algo que levantaba una barrera entre ella y
la gente de otras naciones.
Pero no era tan tonta como para no comprender que muchas personas,
dentro y fuera de Alemania, estaban en contra del kaiser.
Los oficiales del ejército, y los jóvenes como su esposo, admiraban su
arrogancia, su confianza en sí mismo y su casi fanático deseo de colocar a
Alemania en el primer lugar en todos los órdenes.
Pero para la gente común y corriente, era una fuerza avasalladora que
arrollaba todo lo que se interponía en su camino sin preocuparse por los
sufrimientos que aquello pudiera costar. A las mujeres en particular, les
ofendía su mirada fría y desdeñosa.
¡Qué diferente era el rey Edward, que hacía que cualquier mujer se sintiera
hermosa, mostrándose interesado y atento en la conversación!
Y… Lord Arkley.
Inevitablemente, sus pensamientos volvían a él. ¡Qué amable y qué
comprensivo se había mostrado cuando se sentaron juntos bajo el sauce!
Tuvo un súbito deseo de ir hasta el árbol y esperar, sólo esperar, que él
pasara por allí de regreso a su habitación.
Pero aquel comportamiento no sólo supondría desafiar los
convencionalismos, sino que podría parecer indecente.
Si él regresaba a pie al hotel, pasaría por el jardín y al encontrarla allí,
¿no pensaría que le estaba esperando?
Fue hasta la ventana y contempló las estrellas.
Dios o el destino habían sido benévolos con ella. ¡Al día siguiente por la
mañana iría a montar con Lord Arkley!
Sería irreverente pedir más y, tal vez, de mal agüero.
«Le veré mañana», murmuró al apartarse de la ventana.
Capítulo 5

os rayos del sol se filtraban a través de los árboles, que exhalaban una
L cálida fragancia.
Hacía mucho tiempo que Marta no se había sentido tan feliz, es más, casi
había olvidado lo que significaba la felicidad.
También sentía una excitación que no había conocido antes.
Desde el momento en que había salido por la puerta principal para
acercarse tímidamente a donde Lord Arkley la estaba esperando, tuvo la
sensación que todo lo oscuro y tenebroso de su vida quedaba atrás.
Al mirar el caballo que Lord Arkley había escogido para ella, tuvo la
seguridad de que era el caballo más brioso de los establos. No podía
compararse a los magníficos caballos que montaba en su hogar de Hungría,
pero no era uno de los gordos y lentos animales, que las damas de Marienbad
montaban generalmente solo porque estaba de moda.
—Una hermosa mañana, señora —la saludó Lord Arkley con una
formalidad que, en cierto modo, contradecía la expresión de sus ojos.
—Es muy hermosa… para mí —contestó Marta.
Cuando la oyó a montar, pensó que nunca había alzado a nadie tan ligero y,
después, cuando emprendieron su camino, admiró la elegante figura que
formaba sobre el caballo.
Comprendió que Marta no buscaba halagos, sino que en aquel momento se
estaba concentrando en la dicha de cabalgar y sentirse libre de las
preocupaciones que había dejado atrás en el hotel.
Pero lo que él no sabía era que Marta había estado conteniendo el aliento,
por temor a que Friedrich la oyera, hasta que por fin había salido del cuarto.
La aterrorizaba pensar que a última hora Friedrich no le permitiera ir y la
obligara a enviarle una nota a Lord Arkley, diciéndole que no podría
acompañarlo.
Fue andando de puntillas con aquel temor hasta que Josef cerró la puerta
tras ella.
Entonces, segura ya de haber escapado, echó a correr por el pasillo.
Sentía el corazón rebosante de alegría porque, al menos por una hora, iba a
ser libre.
Fueron cabalgando en silencio por un sendero que serpenteaba entre los
abetos y salieron a la luz del sol. A los pies de la montaña en que se
encontraban se extendía una llanura.
Marta la miró y luego volvió la vista a Lord Arkley. Él leyó la pregunta
que había en sus ojos.
—No son las estepas de Hungría, pero al menos es un buen lugar para
galopar.
Le gustó la sonrisa que iluminó el rostro de Marta.
Guiaron a sus caballos por el declive, haciéndoles apresurar el paso hasta
llegar a la llanura.
Galoparon, uno al lado del otro, entre las flores alpinas que crecían por
doquier, incitando a sus caballos a competir mientras sentían cómo el viento
les acariciaba las mejillas.
Galoparon varios kilómetros y, cuando aflojaron las riendas de sus
cabalgaduras, Marta gritó:
—¡Ha sido maravilloso! ¡Completa y absolutamente maravilloso!
Por primera vez desde que la había conocido, Lord Arkley vio que el
color subía a sus, hasta entonces, pálidas mejillas, que sus ojos brillaban y sus
labios sonreían.
Parecía una mujer que se hallara en el umbral de la vida, disfrutando de
cada minuto con la firme creencia de que todos los cuentos de hadas podían
hacerse realidad y que ella iba a vivir siempre feliz.
Sintiendo que la invadía la timidez ante la mirada de Lord Arkley, Marta
se inclinó para acariciar el cuello de su caballo.
—¿A dónde iremos ahora? —preguntó ella, temiendo de pronto que él
dijera que ya era hora de regresar.
—Volveremos a subir por el sendero —contestó él—, y le enseñaré el
camino a un lago que me parece muy bello.
—¡Oh, me encantaría! —exclamó Marta.
Subieron por la ladera, siguiendo el sendero que serpenteaba entre los
árboles como había propuesto Lord Arkley, hasta que vieron el lago.
No era muy grande, pero muy bello, como él había dicho.
Estaba rodeado de árboles y en sus aguas se reflejaban el azul del cielo. A
aquella hora de la mañana, ellos eran las únicas personas que se encontraban
allí.
Lord Arkley señaló con su fusta un tejado rojo que se encontraba al otro
lado del lago.
—Allí hay un pequeño café —dijo—. Tal vez me equivoque, pero estoy
casi seguro de que no ha desayunado.
—¿Cómo lo sabe?
—Supongo que habrá salido a toda prisa del hotel y, con la emoción de ir
a cabalgar, se ha olvidado de hacerlo.
Marta no respondió y, después de un momento, él preguntó:
—¿He acertado?
—Sí… es verdad… tiene razón… pero… me pregunto cómo puede saber
esas cosas.
Para no incomodarla, no respondió que sus ojos eran tan reveladores que
podía leer en ellos sus pensamientos.
Además, se imaginaba que ella habría salido sigilosamente antes de que el
príncipe Friedrich se despertara.
Se dirigieron hacia el café, acompañados únicamente por el sonido de los
cascos de sus caballos y el zumbido de las abejas.
El café era una pequeña cabaña de madera. En la puerta de afuera, donde
daba el sol, había dos mesas, desde las que se podía contemplar un hermoso
paisaje.
Lord Arkley dejó los caballos a cargo de un muchacho y después Marta y
él se apoyaron en una rústica baranda y, se pusieron a mirar los cientos de
pececillos que se movían en el lago.
La superficie del lago, en la que se reflejaban los árboles, estaba cubierta
por una leve neblina, que le daba un aspecto casi mágico.
A Marta le pareció un lugar encantador.
—¿Qué desea que le pida? —preguntó Lord Arkley—. ¿Un desayuno a la
inglesa?
—¡No, por favor! —protestó ella—. Eso sería demasiado. Me conformo
con una taza de café.
Les atendió una hermosa joven, que iba vestida con el traje típico de la
región, con su corpiño de terciopelo negro y su blusa bordada. Lord Arkley le
habló en un perfecto alemán.
Cuando la joven se marchó, comentó:
—Siempre pensé que el alemán era un idioma muy feo, pero al
pronunciarlo usted, me ha sonado diferente.
—Me parece que me está haciendo un cumplido —dijo Lord Arkley.
—Simplemente… estaba exponiendo un hecho.
—Prefiero tomarlo como un cumplido y ahora se lo devolveré. ¡Nunca
había visto a una mujer que montara tan bien ni que quedara mejor sobre un
caballo!
El súbito destello que apareció en sus ojos le indicó a Lord Arkley que le
habían complacido aquellas palabras, pero replicó:
—Todavía no he podido darle las gracias por permitirme cabalgar con
usted esta mañana. Me pareció que Friedrich le imponía mi compañía y eso
me hace sentirme muy apenada —por un momento, se había olvidado de las
formalidades y había hablado de su esposo sin emplear su título de nobleza.
—Si le digo que ha sido un placer, sería una palabra demasiado pobre
para expresar lo que he disfrutado con nuestro paseo.
—¿Lo dice de veras? —preguntó ella—. Estaba segura… de que hubiera
preferido estar solo… o que tal vez… hubiera escogido como compañera… a
otra persona.
Pronunció estas palabras, con voz temblorosa, y Lord Arkley replicó
suavemente:
—Para que no sigan preocupándole esas ideas, déjeme decirle que
prefiero cabalgar con usted en vez de hacerlo solo, y que no hay nadie en
Marienbad con quien quisiera estar en estos momentos.
El tono de su voz hizo que el corazón de Marta latiese aceleradamente,
extrañamente.
Sintiéndose desconcertada, se puso a mirar los peces que nadaban en el
lago.
—¿Cree usted —dijo después de un momento—, que ellos también tienen
problemas?
—Si los tienen, también tendrán alegrías.
—¿Quiere decir… que ambas cosas… van juntas?
—Es inevitable en este mundo. No podemos prevenir la subida y la caída,
ni el vaivén de la felicidad y la desdicha.
—Como las mareas.
—¡Exactamente!
Marta apoyó un brazo encima de la mesa, y luego, descansó la mejilla en
la mano.
—Es usted tan sensible. Cuando hablo con usted, todo parece encajar en su
propia perspectiva.
—¿Y cuándo no habla conmigo?
—Entonces… me encuentro perdida y… desconcertada, como si no
pudiera pensar con claridad.
—Entonces no trate de hacerlo. Deje de pensar. La mitad de los problemas
de este mundo se deben a que las personas siempre están planeando su futuro
y, al ponerse a decidir lo que les gustaría hacer el día de mañana, se olvidan
de vivir el presente.
—¿Cree que… esa actitud… haría más fácil la vida?
—Estoy seguro. Y déjeme decirle, aunque no me lo crea, que la mitad de
las dificultades que nos agobian no resultan tan serias como habíamos
supuesto.
Al pronunciar aquellas palabras, dándose cuenta de que con ellas había
hecho pensar a Marta en el príncipe Friedrich, añadió rápidamente:
—¡Piense en el presente! Recuerde tan sólo que estamos aquí y que
podemos hablar sin interrupciones y sin nadie que nos critique.
—Y que… puedo disfrutar… cada segundo de estos momentos —replicó
Marta con una voz apenas perceptible.
Lord Arkley comprendió que Marta guardaría para sí el recuerdo de
aquellos instantes para que le sirviera de consuelo en los momentos de
desesperación.
La camarera volvió con lo que Lord Arkley había pedido.
A Marta le trajo, además del café, crema batida, unos panecillos calientes,
mantequilla fresca y miel que conservaba la fragancia de los pinos y las flores
silvestres.
Por último, trajo una fuente con duraznos y racimos de pequeñas uvas
blancas, de las que crecen en los viñedos de las laderas de las montañas.
Mientras comía, Lord Arkley hizo reír a Marta hablándole de los viajes
que había emprendido con el rey, especialmente de su visita a París, que había
sido un triunfo personal para el soberano inglés.
Aunque ninguno de los dos lo mencionó, Marta sabía que aquella visita
había enfurecido a los alemanes.
Con anterioridad, habían hecho todo lo que estuvo a su alcance para
despertar las sospechas de los franceses sobre lo que llamaban: «los designios
e intenciones inglesas».
Pero después de que el rey fuera aclamado en París, la alianza que se
originó, según el embajador inglés:
«Fue debida exclusivamente a la iniciativa y habilidad política del rey
Edward, que de haber escuchado las objeciones de sus ministros, no hubiera
ido nunca a París».
Lord Arkley le contó a Marta divertidas anécdotas de las carreras, de las
reuniones sociales y del teatro.
Se acordó entonces de que había sido el barón Echardstein el había
sugerido que el verdadero peligro para Alemania residía en que la súbita
iniciativa inglesa uniría a Francia, Inglaterra y Rusia en una triple alianza.
Pero el impulsivo aunque astuto carácter del general le había hecho
preguntarse a Lord Arkley por qué había ido a Marienbad y por qué había
decidido visitar al príncipe Friedrich.
Estaba seguro de que había motivos ocultos que estaban relacionados con
él y, especialmente, con el rey.
Pero parecía imposible imaginar que alguien pudiera esperar que el
príncipe Friedrich, en las condiciones en que se encontraba, pudiera hacer
algo para ayudar al gobierno alemán o para proporcionarle alguna información
que no estuviera ya en sus extensos archivos.
Claro que en la mentalidad alemana, siempre existían motivos ocultos.
Tenía que haber alguna razón para que le hubieran invitado a cenar la
noche de su llegada y para haber enviado a Marta a cabalgar con él.
Pero entonces se dijo que debía aplicarse el consejo que le había dado a
Marta.
Debía sentirse feliz mientras vivía el momento presente, mientras
contemplaba el hermoso rostro que tenía enfrente y escuchaba la dulzura de
aquella voz.
Y, además, tenía que reconocer que Marta estaba despertando en él
sentimientos muy diferentes de los que había experimentado hasta entonces.
Pero se estaba dejando llevar por su imaginación. Marta era una mujer
hermosa, él era un hombre y estaban solos en medio de un paisaje encantador.
Eso era todo. Sin embargo, sabía que se estaba engañando, sólo que en aquel
momento no deseaba enfrentarse a la verdad.
Marta comió la última uva y dijo:
—¡Hacía tiempo que no comía tanto! Hasta había olvidado que la comida
podía ser tan deliciosa.
—Déjeme pedir algo más para usted —suplicó Lord Arkley.
Marta movió la cabeza negativamente.
—Me da vergüenza haber comido tanto.
—No hay ningún motivo —contestó él—. Me gustaría llevarla a Inglaterra
y hacerla comer tres copiosas comidas diarias para que ganara un poco de
peso.
—No creo que pudiera hacerlo —dijo Marta—. A veces pienso que soy la
única persona en Marienbad que no está tratando de adelgazar.
—No hacen muchos esfuerzos. Toman las aguas y se creen que eso va a
obrar milagros. Después van a las fiestas y comen todo lo que les ponen
delante.
Marta supuso que en quien estaba pensando era en el rey Edward, célebre
por la enorme cantidad de alimentos que ingería para conservar su fuerza.
—La duquesa me contó —dijo ella—, que estuvo presente en una comida
que le ofrecieron al rey Edward y al rey de Grecia en el café Rubezuhl.
Lord Arkley sabía que aquél era un famoso restaurante, que se encontraba
en medio del bosque. Se había convertido en un rival de los balnearios de
agua medicinales porque era muy difícil no engordar si se iba allí a comer.
—La comida empezó con fogosch a la parrilla —dijo Marta.
—Siempre me ha parecido —la interrumpió Lord Arkley—, que ése es el
pescado más delicioso que puede conseguirse en el Danubio.
—A mí también me gusta, pero no seguido de costillas de cordero,
perdices asadas y jamón de Praga envuelto en gelatina.
Lord Arkley rió.
—Estoy seguro de que el rey no se perdió ni un solo bocado.
—Los dos reyes probaron también una compota de frutas y la duquesa dice
que le hicieron justicia a los mejores vinos austríacos.
—Estoy seguro de que sus majestades olvidaron pesarse durante los tres
días siguientes.
—Creo que el rey Edward se echaría a perder si estuviera delgado,
porque es muy probable que se volviera muy desagradable. Es tan jovial, tan
amable y goza tanto de la vida, que creo que eso es mucho más importante que
una cintura delgada.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Lord Arkley—. Pero al mismo
tiempo, los que lo queremos vivimos con el temor de que su obesidad sea una
carga demasiado pesada para su corazón. No podríamos soportar su pérdida
porque Inglaterra lo necesita.
Al oír el tono de su voz, Marta preguntó:
—Usted lo aprecia mucho, ¿verdad?
—Creo que es una magnífica persona y el único que podría mantener la
paz en Europa.
Escogía las palabras deliberadamente, sabiendo que si Marta repetía la
conversación a su esposo, aquél era la clase de comentario que le disgustaba
escuchar a los alemanes.
—La duquesa me contó —añadió Marta—, que algunas gentes le llamaban
«el tío de Europa».
—Un título muy apropiado —convino Lord Arkley—. Pero ahora
hablemos de usted. ¿Por qué nunca ha ido a visitar a sus parientes de
Inglaterra?
—Me encantaría, y mi tío, el duque de Dorset, me invitó a visitarlo el año
pasado.
—Pero tuvo que rechazar la invitación.
—Friedrich no puede viajar tan lejos.
Lord Arkley no contestó y, después de un momento, Marta dijo:
—La duquesa me ha contado que tiene usted unos hermosos muebles
franceses en su casa de Hamsphire.
—Me encantaría enseñárselos. Tengo también algunos magníficos cuadros
franceses y una o dos pinturas impresionistas sobre las que me gustaría
conocer su opinión.
—¿Los impresionistas?
Marta abrió mucho los ojos y después dijo:
—Antes de casarme, mi padre me contó que cuando estuvo en París se
quedó admirado de las obras de un pintor llamado Monet.
—Su padre y yo tenemos los mismos gustos —dijo Lord Arkley sonriendo.
—Me gustaría saber más de los impresionistas porque sus obras son muy
discutidas. Desgraciadamente en Alemia el arte francés está desacreditado y
sólo se admira lo convencional.
—Pero usted no opina lo mismo.
—Tal vez soy una rebelde de corazón. Siempre quise ver y probar cosas
nuevas. Hay muchas cosas en el mundo de las que nunca oiré hablar… y que
jamás tendré la oportunidad de conocer.
La tristeza volvió a reflejarse en sus ojos. Y Lord Arkley anheló decirle
que no sufriera, que todo pasaría. ¿Pero cómo hacerle creer que sería así?
El príncipe Friedrich tenía la misma edad que él, veintinueve años, y no
había razón para esperar, a menos que la bebida le matara, que no viviera años
y años.
Tuvo el presentimiento que Marta no podría soportar muchos años el
tormento de vivir junto al príncipe. ¿Cómo iba a poder resistir día a día, año
tras año, estando sentada sobre un volcán? —¿En qué piensa?— preguntó él.
—Estaba pensando —contestó ella mirando hacia la otra orilla del lago—,
pensaba… que tal vez si nos subiéramos a un bote y remáramos… surcando
las aguas a través de la niebla, podríamos encontrar un mundo diferente.
—¿Y cómo sabe que sería mejor que éste?
—Por lo menos sería nuevo… y distinto.
Lord Arkley la contempló un instante y luego dijo:
—Creo que no necesito decirle que puede escapar a un mundo más lejano.
—¿Quiere decir… dentro de mi mente?
—¡Por supuesto! Con libros, música y obras de arte, como los cuadros de
Monet.
—Eso es lo que intento hacer —contestó ella—. Pero es difícil, muy
difícil.
—Tiene que probar con más decisión. Hace un momento, mientras miraba
la niebla, ya estaba escapando. Ahora mire los pinos y convénzase de que, si
camina bajo su sombra, verá y oirá cosas que no podemos percibir desde aquí.
—Lo intentaré… lo intentaré con todas mis fuerzas —prometió Marta.
Hablaba con vehemencia y, cuando sus ojos se encontraron con los de
Lord Arkley, ambos se pusieron tensos.
—Tal vez —dijo Marta casi en un suspiro—, cuando encuentre el camino
hacia ese otro mundo… usted esté allí.
—Intentaré estar, pero supongo que comprende muy bien que no será fácil
para ninguno de los dos.
No estaba seguro de lo que había querido decir con aquellas palabras. Se
dijo que todo lo que le había aconsejado a Marta había llegado a su cerebro
como si procediera de una voluntad ajena a la suya.
No recordaba haber tenido nunca una conversación tan extraña con ninguna
mujer.
Pero tampoco había estado nunca tan temprano a la orilla de un lago y con
la persona más adorable que había conocido en toda su vida.
De ella se desprendía una cualidad inexplicable que hacía parecer a todas
las demás mujeres toscas y desprovistas de gracia. Eran como rosas
deshojadas junto a un lirio del valle. Sí, eso, precisamente, era lo que Marta
parecía.
Un lirio del valle, o tal vez un copo de nieve luchando desesperadamente
por no derretirse.
Marta suspiró.
—Recordaré siempre este lugar. Recordaré también lo que hemos
hablado… y me ayudará… me ayudará tanto como si me hubiera arrojado un
salvavidas en medio de un mar tormentoso.
—Recuerde que a los mares tormentosos también les llega la calma.
Marta le sonrió, y Lord Arkley comprendiendo que sería un grave error
irritar al príncipe Friedrich entreteniéndola demasiado, pidió la cuenta.
Volvieron en silencio, pero Lord Arkley estaba seguro, al ver cómo miraba
Marta a su alrededor, que estaba intentando aprenderse de memoria cada
detalle, porque cada cosa bella que contemplaba significaba otra puerta hacia
el mundo secreto del que él le había hablado.
Cuando se divisaron los tejados de Marienbad, Lord Arkley preguntó:
—¿Vendrá conmigo mañana?
—Nada me gustaría más, pero tal vez no me den permiso y además…
Marta titubeó y Lord Arkley añadió rápidamente:
—No lo diga. Ya le he asegurado que no deseo otra compañía. —No
quisiera aburrirlo.
—Sabe muy bien que no ha sido así.
—¿Está seguro?
—No debe preocuparse por mis sentimientos —dijo Lord Arkley—, sino
concentrarse en el mundo secreto que está tratando de alcanzar.
—Le aseguro que lo haré. Pensaré en él a cada momento… especialmente
cuando esté sola.
Avanzaron un poco más en silencio y, al fin, ella dijo:
—El otro día estuve leyendo un libro sobre las enseñanzas de Madame
Blavatsky. Una de las creencias de la sociedad es que cuando alguien está
preparado para… un maestro o guía… éste aparece.
Lord Arkley sonrió.
—Creo que me está adulando. Pero, si usted ha leído el mismo libro que
yo, puedo decirle que su guía o maestro no tiene que ser una persona
necesariamente.
Marta le miró desconcertada y él prosiguió:
—La ayuda puede venir de muchos lugares diferentes; algunas personas la
encuentran en una iglesia, otras en la cima de una montaña y otras incluso en
un bote de remos sobre un lago.
—¡Por supuesto! —exclamó Marta—. ¿Cómo no lo he pensado antes?
Luego añadió con timidez:
—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme. Luego
añadió con timidez:
—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme.
—Espero que eso sea cierto —replicó Lord Arkley y se dirigieron hacia el
hotel Weimar.
Todavía no habían dado las nueve cuando Marta subió rápidamente las
escaleras.
Al abrir la puerta del cuarto vio con desconsuelo que el príncipe
Friedrich, ya levantado y vestido, estaba desayunando en el salón.
Siempre hacía una comida abundante y, en aquel momento devoraba una
bandeja de pan dulce. Cuando ella entró en la habitación, levantó la cabeza,
pero no hizo ningún comentario, sino que siguió comiendo.
—¡Buenos días, Friedrich! —dijo Marta—. Has sido muy amable
dejándome ir a montar con Lord Arkley, he disfrutado mucho con el ejercicio.
Pensó que era una frase inoportuna ya que su marido no podía hacer
ejercicio, pero también se le ocurrió que, si no lo mencionaba, él lo podría
tomar como pretexto. Podría alegar que, si no se había divertido, era inútil que
saliera otro día a cabalgar.
—¿Desea su alteza que le sirva algo de comer? —preguntó Josef mientras
colocaba una silla para que ella se sentara a la mesa.
—Sólo quisiera una taza de café, por favor —contestó Marta porque pensó
que sería muy sospechoso negarse a comer. Aquellos momentos, que había
pasado con Lord Arkley en el café que había junto al lago, eran un secreto que
guardaría en lo más profundo de su ser.
No podía revelárselo a nadie. Aquél era un lugar encantado, donde habían
estado solos, y, divulgar el secreto, le robaría algo de aquel misterio que les
había rodeado.
El príncipe Friedrich apartó su plato vacío y mirando a Marta, le preguntó:
—¿Y bien, qué le has dicho?
—¿A Lord Arkley?
—¿Y a quién si no? Cabalgasteis solos, ¿no?
—No hablamos mucho.
—¿Qué te dijo? Te he preguntado de qué hablasteis. ¿Mencionasteis al rey
Edward?
—Sí. Lord Arkley dijo que era una magnífica persona.
—¿Y qué más?
—Que disfrutaba de la buena mesa.
—Eso lo sabe todo el mundo. ¿Qué más te dijo?
—Me contó… anécdotas sobre los viajes del rey.
—¿Habló de Alemania?
—No.
—¿De Francia?
—Sólo de la visita que hizo a París con el rey Edward hace dos años.
Se hizo un silencio. De pronto, tan súbitamente que Marta se estremeció, el
príncipe Friedrich asestó un golpe sobre la mesa con el puño cerrado, que hizo
vibrar los platos y las tazas.
—¡Sólo sabes buscar dificultades! Ya que te he dejado salir a cabalgar,
quiero saber lo que sucedió. ¡Dios sabe que tengo muy pocos placeres en la
vida! ¡Bien podría disfrutar de algunos cuantos a través de ti!
Marta se sintió conmovida.
—Lo siento, Friedrich. No creí que te pudiera interesar lo que hablamos
Lord Arkley y yo.
—Bueno, sí me interesa. Así que cuéntamelo.
Marta trató desesperadamente de recordar lo que habían hablado, excepto
en lo relacionado con ellos mismos. Pero se puso nerviosa, y no acertó a
escoger sus palabras.
—Le dije… que había oído decir… que al rey Edward le llamaban «el tío
de Europa» y Lord Arkley comentó que era un nombre muy apropiado porque,
si había alguien que pudiera conservar la paz en Europa, ese hombre era el
rey.
—¡Conservar la paz! —dijo el príncipe con sarcasmo—. ¿No te das cuenta
de que lo que está tratando de hacer es poner a Francia en contra de
Alemania?
—No creo que quiera hacer eso.
—¡Tú no lo crees! ¿Y tú qué sabes? ¿Una débil mental como tú? Vulgo
habló de la «daga continental» del rey Edward. Eso es lo que quiero saber.
Eso es lo que quiero que le pidas a Arkley que te explique.
Se había alterado y dijo gritando estas últimas palabras. Marta sólo
deseaba que Lord Arkley no hubiera oído sus palabras desde el aposento
contiguo.
Se le ocurrió de pronto la idea de que, si Lord Arkley pensaba que ella
estaba tratando de sacarle información para contársela a Friedrich, no
volvería a dirigirle la palabra.
Pero desechó aquella idea por absurda.
Lord Arkley tenía demasiada experiencia en las intrigas de las cortes
europeas como para decirle nada que pudiera interesarle al general von
Echardstein o al almirante con Senden.
Borró de su mente aquellos pensamientos, diciéndose que Friedrich sólo
quería molestarla y que, en los intrincados rincones de su alma, aunque la
odiaba, estaba celoso de que otro hombre la encontrara interesante.
Trató de recordar algún otro comentario de Lord Arkley sobre el rey, pero
no había nada más que relatar.
Friedrich la miraba con el ceño fruncido. Marta no comprendía por qué
estaba tan enfadado y con aquel aire de frustración.
—Debo ir a cambiarme —dijo Marta poniéndose en pie—. No quiero
hacerte esperar cuando sea hora de ir al «Kreuzbrunnen».
—Si no estás lista, me iré sin ti —dijo el príncipe Friedrich
automáticamente.
Cuando Marta cruzaba la habitación, le dijo:
—Supongo que saldrás a cabalgar mañana con Arkley.
Marta se detuvo.
—Me gustaría hacerlo, si me das permiso.
—Te daré permiso siempre que me cuentes algo más interesante que lo de
hoy. Dios sabe lo que tengo que sufrir anclado aquí escuchando únicamente tus
tonterías. Así que, ahora que tienes la oportunidad de hablar con un hombre de
mundo, lo menos que puedes hacer es emplear el poco cerebro que tienes para
recordar lo que te dice.
—Lo haré… lo mejor que pueda, Friedrich —dijo Marta—, y gracias…
por permitirme montar otra vez.
Salió de la habitación con el corazón lleno de alegría y casi sin poder
creer que podría escapar nuevamente.
Era cierto que Lord Arkley la había conducido a un mundo mágico,
desconocido para ella. Y no sólo la había salvado de perecer como quien
tiende una mano a un ahogado, sino que le había enseñado el camino hacia el
cielo.
—¡Es maravilloso! ¡Absolutamente maravilloso! —murmuró.
Empezó a contar los minutos y las horas que pasarían antes de volver a
verlo.

***

M ientras se cambiaba de ropa con la ayuda de Hawkins, Lord Arkley


pensaba en Marta y en la expresión de sus ojos al hablarle de un mundo
secreto.
«¿Cómo sabía yo que ésas eran las palabras precisas?», se preguntó.
«¿Cómo vinieron a mi mente esas palabras? ¡No se me habían ocurrido nunca
antes!».
Pero al igual que Marta, pensó también en la niebla de la otra orilla del
lago, en la belleza de los pinos y en el agua clara. Y viéndoles desde una
nueva perspectiva, les encontró un encanto indefinido que no había percibido
antes.
«Es diferente de todas las personas que he conocido», se dijo, deseando
con una intensidad poco común en él que su esposo le permitiera cabalgar con
él al día siguiente.
—Hay un mensaje de Su Majestad, milord —dijo Hawkins rompiendo el
silencio.
—¿Qué dice?
—Su Majestad desea que vaya a su aposento cuando él vuelva del
«Kreuzbrunnen».
Lord Arkley miró el reloj.
—Ya debe haber vuelto —dijo—. ¿Dijiste que había salido a montar? —
Sí, milord.
Lord Arkley cogió su bastón y su sombrero.
—Iré a ver a Su Majestad enseguida.
Suspiró, pensando que le hubiera gustado primero abrir sus cartas y leer el
periódico. Pero sabía bien que el rey se irritaría si reclamaba su presencia y
no estaba disponible.
Mientras caminaba por el pasillo hacia el otro extremo del hotel, recordó
que el príncipe Friedrich había hablado del rey como de un negrero y que Sir
Henry Campbell-Bannerman había comentado que estaba harto de formar parte
del circo.
Era cierto, en efecto, excepto que aquellos que servían al rey lo hacían por
su propia voluntad y con todo el corazón.
Pero al mismo tiempo, podía resultar muy fatigoso.
Cuando lo introdujeron en el aposento, encontró al rey solo en el salón y
comprendió que le estaba esperando.
—Buenos días, Arkley —le dijo—. Oí decir que había salido a cabalgar.
—Sí, señor.
—¿Solo?
Le formuló la pregunta en un tono que indicó a Lord Arkley claramente que
el rey conocía la respuesta. Pero demostrarlo hubiera sido contrario a las
reglas.
—El príncipe Friedrich me pidió que acompañara a la princesa Marta —
dijo—. No podía negarme.
—¿Y no tenía usted idea del motivo de esa petición?
—Ninguna, señor.
Tomó la determinación de librar de sospechas a Marta, aunque pudieran
culpar al príncipe de cualquier cosa.
El rey sonrió.
—Es muy atractiva. Ya se veía desde que era niña, y si pudiera librarse de
ese borracho, se convertiría en una gran belleza.
Lord Arkley estuvo de acuerdo, pero pensó que no estaba bien decirlo.
El rey permaneció silencioso un momento, luego dijo:
—¡Siéntese! ¿Tiene alguna idea por qué estuvo Echardstein en Marienbad
hace dos días y por qué visitó al príncipe Friedrich? —Sí, señor.
—¿Lo sabe? —preguntó el rey sorprendido—. ¿Entonces, por qué?
—Creo, aunque puedo equivocarme, señor, que el alto mando alemán está
ansioso de saber, primero, qué informes traje de Alemania y segundo, quieren
saber el motivo de que Inglaterra le brindara hospitalidad en Spithead a la
flota francesa.
Aquello había ocurrido hacía unas cuantas semanas y había sido
exclusivamente idea del rey.
Antes de los esfuerzos alemanes de desvirtuar la reunión de Tánger, se
había enviado una invitación oficial para que la flota francesa visitara
Spithead en marzo.
La invitación había sido aceptada y, dos semanas después, el almirante
Fisher empezó a hacer planes no sólo para la visita a Spithead, sino para una
visita de la Flota del Atlántico a Brest.
Después de los problemas surgidos con el comportamiento de los
alemanes en Marruecos, el rey se había hecho cargo personalmente de un
programa para organizar una gran demostración de amistad anglo-francesa.
Inglaterra y Francia no eran aún aliados pero, como Inglaterra y Rusia, se
estaban acercando cada vez más.
Ningún marino extranjero había recibido una bienvenida comparable a la
ofrecida a los oficiales y tripulación de los seis cruceros franceses y seis
destructores mandados por el almirante Caillard.
Habían anclado en Portsmouth la primera semana de agosto, cuando Lord
Arkley estaba en Inglaterra.
Pero oyó decir que el rey había subido a bordo de los barcos franceses
para comer con los capitanes, proponiendo un brindis por Francia y
especialmente por su buen amigo, el presidente francés.
No era de sorprender que los alemanes se hubieran puesto nerviosos por
lo que estaba ocurriendo, y estuvieran cada vez más preocupados por que se
estuvieran celebrando pactos secretos a sus espaldas.
—El almirante von Senden también está en Marienbad —prosiguió Lord
Arkley—. Al parecer está tomando las aguas.
—Eso oí decir —asintió el rey—, ¿y cree que tenga alguna significación el
que haya llegado al mismo tiempo que usted?
—Creo que solamente es otra hebra de la trama, señor.
—No confío en ellos, ni tampoco confío en mi sobrino.
Lord Arkley esperó. Sabía que el rey estaba tratando de poner en orden sus
pensamientos.
—Lo que temo —dijo por fin con voz serena—, es que los generales
arrastren a Wilhelm a la guerra. Le provocarán a que saque la espada. No
tendrá el valor de hacerles entender la situación y les obedecerá. No será su
voluntad la que desate una guerra sino su debilidad.
—¿Usted cree?
—Ojalá me equivoque —contestó el rey—. Nadie quiere la guerra,
Arkley, pero tenemos que afrontar los hechos.
—¿Cuáles son?
—El kaiser se cree el soberano más grande de la tierra y piensa que ha
sido enviado con la divina misión de hacer de Alemania la nación más
poderosa del mundo.
Lord Arkley suspiró. Después añadió:
—Si alguien puede evitarlo, señor, es su alteza.
—Tal vez tenga esa suerte, pero no puedo evitar pensar qué sucederá
cuando yo ya esté muerto.
Capítulo 6

osef entró al salón donde Marta estaba esperando.


J —Su alteza real está dormido, princesa.
—¿Estás seguro que no me necesitará, Josef?
—No, alteza. El tratamiento al que le ha sometido el médico ha sido
extenuante.
Hizo una pausa y suspiró antes de añadir:
—Pero me temo, alteza, que no le harán mucho bien.
—Creo que ambos lo sabemos, Josef —replicó Marta—, pero de todas
formas, mientras su alteza crea que le sirve de algo, es mejor continuar con
ellos.
El criado le dirigió una mirada comprensiva. Sabía mejor que nadie que, a
menos que estuviera ocupado con los médicos, los tratamientos y las aguas,
sus accesos de ira aumentarían.
Y las dos personas que sufrirían las consecuencias serían la princesa y él.
Josef nunca hablaba de los golpes que había recibido cuando vestía al
príncipe o cuando lo llevaba a la cama porque estaba demasiado borracho
para saber lo que hacía.
Pero aunque no era muy alto, Josef era un hombre fuerte. Además había
adquirido una gran destreza a la hora de esquivar los golpes dirigidos a su
cabeza y sabía mantenerse fuera del alcance del príncipe cuando éste trataba
de darle puñetazos en el pecho.
Por otra parte, el príncipe Friedrich, tanto sobrio como borracho, era lo
suficientemente astuto como para darse cuenta de que no podía pasarse sin los
servicios de Josef.
Aunque era un hombre autoritario, respetaba el valor de su criado y no
quería obligarle a un completo sometimiento.
Pero con Marta, era diferente. Ella era una mujer y como tal, debía ser
humilde, sumisa y además, penitente. Se había quedado inválido por haberse
casado con ella. Debía castigarla por ello.
—Si estás seguro de que su alteza no me necesitará —dijo Marta en voz
baja, iré a visitar a la duquesa.
Josef miró el reloj.
—Si regresa a las cinco, alteza, cuando yo tenga preparado el té, no habrá
ningún problema.
Marta le sonrió y salió de la habitación.
Aquel día se sentía contenta, a pesar de que Friedrich había estado muy
grosero durante el almuerzo.
Por primera vez sus insultos y palabras hirientes no la habían lastimado
porque se imaginó que todavía se encontraba en aquel mundo mágico que
había al otro lado de la niebla.
Y, mientras el príncipe Friedrich estuvo ocupado siguiendo su tratamiento
después de haber dado juntos un paseo por los alrededores de la columnata,
Marta no se sentó a leer como de costumbre en la austera sala de espera, sino
que volvió a contemplar en su imaginación las claras aguas del lago y los ojos
de Lord Arkley fijos en ella.
Le pareció imposible que hubiera podido hablar con él como lo había
hecho, ya que nunca se había dirigido a nadie de aquel modo, y mucho menos a
un hombre.
Al día siguiente iba a verle nuevamente, pero, a pesar de lo que le había
dicho acerca de vivir día a día, su vida se detendría hasta que pudiera volver
a cabalgar con él, y entraran otra vez juntos a su mundo encantado.
Llegó hasta el cuarto de la duquesa y, cuando la doncella abrió la puerta,
vio con alegría que la duquesa estaba sola.
No había colgados sombreros ni bastones en el pequeño vestíbulo y no se
escuchaba ningún murmullo de voces en el salón.
—¡Su alteza real la princesa Marta! —anunció la doncella—. La duquesa
lanzó un leve grito de alegría y le tendió su mano con un gesto de bienvenida.
¡Ma petite! ¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó—. Hace tiempo que
esperaba que pudieras venir a verme.
Marta cruzó la habitación y, cuando se inclinó para besar la mejilla de la
anciana, ésta dijo:
—Tienes un aspecto adorable, querida, y me atrevería a decir que algo
distinto.
Sus astutos ojos escudriñaron el rostro de Marta y después añadió:
—¡Estás contenta! ¿Qué ha sucedido?
Marta se echó a reír.
—Es imposible ocultarle nada. He pasado una mañana encantadora y me
siento feliz.
—Cabalgando con Lord Arkley.
—¡Ya lo sabía!
—¡Por supuesto que lo sabía! ¿Crees que se puede ocultar algo en este
hotel? Bueno, en realidad fue que Henri, mi criado, había sacado a mi perro a
pasear y vio cómo te alejabas.
—¡Ha sido maravilloso volver a montar un caballo!
—Y estar en compañía de un hombre tan atractivo —completó la duquesa.
Al ver que Marta se sonrojaba, la duquesa le dijo:
—No quería ser indiscreta, pero es que estoy tan contenta de que hayas
podido escaparte de tus obligaciones al menos durante unas horas.
—¡Me quedé sorprendida, completamente atónita, cuando Friedrich lo
propuso! Quise venir a decírselo ayer, pero tenía miedo de contarlo antes de
que hubiera ocurrido realmente.
—¿Por si acaso Friedrich cambiaba de idea?
Marta asintió con la cabeza.
—No puedo imaginarme quién le dio esa idea, pero lo único que importa
es que me permitió salir a montar hoy y dijo que también podría ir mañana.
La duquesa se quedó callada un momento. Después, como escogiendo las
palabras con cuidado, preguntó:
—¿Qué piensas de Lord Arkley?
—Es muy bondadoso… y tan diferente a todos los hombres que he
conocido hasta ahora… —Lo encuentro encantador.
—¿Ha venido a verla?
—Sí, vino ayer después de que le diste mi recado. Hablamos de su madre
y creo que, si Leila pudiera verlo ahora, se sentiría muy orgullosa de él. —
Es… muy inteligente.
—Pero eso es algo que carece de importancia para la mayoría de las
mujeres que conoce.
—Siempre he oído decir que a los hombres no les gustan las mujeres
inteligentes.
La duquesa sonrió.
Depende de cómo muestren su inteligencia. Lo que les disgusta a los
hombres es que una mujer trate de dominarlos y de demostrarles que ella es
más inteligente.
—En otras palabras, debe ser humilde y sumisa —dijo Marta—. Me temo
que ése es un punto de vista típicamente alemán.
—No es eso lo que he querido decir. Las mujeres francesas han gobernado
Francia desde la época de Diane de Poitiers, pero lo hacen con astucia,
utilizando su instinto femenino para encubrir las maniobras con que lo
manipulan todo.
—Yo no quiero manipular a nadie —dijo Marta sonriendo—. Me encanta
que un hombre… me enseñe porque comprendo lo ignorante que soy.
—Estoy segura de que eso es lo que le agrada a los hombres,
especialmente cuando se trata de lecciones de amor.
Como si se sintiera un poco incómoda por el giro que estaba tomando la
conversación, Marta dijo rápidamente:
—No deseo hablar de mí, estoy cansada de ese tema. Quiero hablar de
usted, Madame. ¿Ha venido a verla el rey?
—Vendrá a tomar el té mañana por la tarde —dijo la duquesa—, y eso
significará que a todas las mujeres hermosas, que están esperándole en sus
perfumados cuartos, les entrarán deseos de sacarme los ojos.
El tono de satisfacción con que pronunció aquellas palabras hizo que
Marta se echara a reír.
—¿Es cierto que perfuman sus habitaciones?
—¡Por supuesto! Y se ponen ésos impropiamente llamados «vestidos para
tomar el té», que no son más que camisones magnificados.
Por la expresión de Marta, la duquesa comprendió que no estaba pensando
en el rey, sino en las mujeres que trataban de seducir a Lord Arkley.
—Esas aventuras amorosas no son serias —dijo la anciana con voz suave
—. Son sólo para pasar el tiempo. El amor, el verdadero amor, es muy
diferente y no necesita de escenarios perfumados ni vestidos para el té.
Marta no respondió, pero leyó en la expresión de la duquesa que le
apenaba al pensar que en su vida no había lugar para el amor.
—No desesperes, ma petite —le dijo con ternura—. En la vida todo pasa,
especialmente la infelicidad.
—Debo tratar de pensar únicamente en que Friedrich tiene que curarse —
dijo con determinación y después, decidida a cambiar de tema, exclamó:
—¡Oh… ahora me acuerdo de lo que quería preguntarle! Usted, que
conoce a todo el mundo, ¿ha oído hablar de la baronesa von Kettler?
La duquesa miró sorprendida a Marta.
—¿La baronesa von Kettler? —repitió—. ¿Por qué me preguntas por ella?
—Alguien… mencionó su nombre —contestó titubeando Marta—, y
quisiera saber quién es.
—Te contaré toda su historia —dijo la duquesa—, por lo menos, todo lo
que se sabe de una mujer tan extraordinaria como ella.
¿Por qué es tan extraordinaria?
—Una descripción más apropiada sería que ha tenido una carrera
extraordinaria. Se rumorea que al principio cantaba y bailaba en un café de
baja categoría, pero no se sabe con seguridad si eso es cierto.
—¿Es artista?
—Ésa sería una palabra demasiado suave. La primera vez que se supo de
ella fue cuando atrapó, y estoy segura de que ésa sí es la palabra apropiada, al
pobre barón von Kettler, un viudo inmensamente rico y de gran importancia en
el mundo social.
—¿Y se casó con ella?
—Se casó con ella y la presentó con la misma actitud triunfal con que un
ilusionista saca un conejo de un sombrero.
—¿Y ha sido aceptada en los círculos sociales? Nunca he oído hablar de
ella.
—No en los círculos en que os movéis Friedrich y tú —dijo la duquesa—,
pero fuera de las cortes reales son muy pocas las puertas que se le cierran a la
baronesa von Kettler. —¿Es alemana?
—¡No, no, no he dicho eso! Tiene una mezcla de nacionalidades. Algunos
dicen que tiene sangre turca, o mora, o egipcia, pero sólo Dios lo sabe. Creo
que dijo una vez que su madre era polaca.
—¿Y… es muy hermosa?
—No tiene la clase de belleza que yo admiro —dijo despreciativamente la
duquesa—, pero es muy atractiva. Tiene los ojos rasgados, los cabellos
rojizos y unos ademanes sensuales que me recuerdan a una serpiente.
Marta escuchaba admirada. Si la baronesa era así, ¿por qué el general von
Echardstein había amenazado a Friedrich con traerla a Marienbad si él no
lograba lo que el kaiser quería?
Recordó que el general había dicho:
«Es una mujer fascinante y ha hecho excelentes trabajos para nosotros».
De pronto, comprendió lo que significaba todo eso. Con voz temblorosa,
murmuró:
—¿Cree… que la baronesa… puede ser una espía?
—¡Por supuesto! Está mezclada en todas las intrigas relacionadas con los
servicios secretos de Berlín.
Al ver la expresión de asombro de Marta, añadió:
—La baronesa creó tanta confusión entre los jóvenes diplomáticos de
París que el presidente de Francia amenazó con prohibirle la entrada a la casa
de los von Kettler a los ciudadanos franceses.
Se quedó pensativa un momento y luego continuó:
—También hubo otro escándalo, no recuerdo ahora los detalles, pero se
relacionaba con España. Se acallaron los rumores y nadie sabe bien lo que
pasó, pero la baronesa andaba mezclada también en aquel asunto.
—¿Entonces, por qué…? —empezó a decir Marta, pero se detuvo.
Empezaba a comprender lo que estaba sucediendo como quien va armando
las piezas de un rompecabezas.
El barón von Echardstein y el almirante von Senden habían venido a ver a
Friedrich para algo relacionado con el rey Edward y Lord Arkley.
Sabían que Lord Arkley conocía al príncipe y que había estado en su
palacio en Wilzenstein.
Por orden del kaiser, le habían dado instrucciones a Friedrich para que
averiguase algo que deseaban saber y, como el príncipe no había conseguido
la información durante la cena que le habían ofrecido a Lord Arkley, habían
pensado en ella.
Ahora se daba cuenta por qué su esposo había insistido tanto en que le
repitiera lo que Lord Arkley le había dicho. Ahora comprendía por qué le
había permitido salir a montar con él.
Le pareció increíble que creyeran que iba a espiar a alguien y, mucho
menos a un inglés, cuando ella tenía sangre inglesa en las venas.
Pero luego comprendió que los alemanes suponían que ella iba a ser
completamente fiel a su esposo y al país «superior» del que había tenido el
«privilegio» de entrar a formar parte.
Le impresionó enormemente aquella idea, aunque debía haber imaginado
desde el principio que, después de haber ignorado a Friedrich durante tres
años, no se habrían comunicado con él nuevamente si no hubieran tenido un
motivo que lo justificara.
Absorta en sus pensamientos, Marta se puso en pie y se acercó a la
ventana.
La duquesa, que la observaba, le dijo con voz tranquila:
—Mi querida niña, lo más conveniente es afrontar los hechos por
desagradables que nos parezcan.
—¿Y si los hechos… nos… horrorizan o nos parecen muy desagradables?
—Los Esterházy siempre habéis sido valientes.
—No es cuestión de valentía… el problema es saber lo que hay que
hacer… pero sentirse impotente para hacerlo.
—En esas circunstancias —comentó la duquesa—, siempre he seguido los
dictados de mi corazón.
Se hizo un silencio durante el cual Marta podía escuchar los latidos de su
corazón. Se dijo que la duquesa le había dado la respuesta que buscaba.
Se apartó de la ventana, y dijo:
—Debo regresar. Friedrich está descansando, pero puede preguntar por mí
y, como usted sabe, le disgusta que la visite.
—Friedrich o no Friedrich, espero que vuelva a verme.
—Sabe que lo haré… y gracias.
—No necesitas agradecerme nada, querida.
La duquesa miró a Marta cuando se dirigía hacia la puerta. Cuando le dijo
adiós sonriendo, la anciana permaneció un rato con los ojos cerrados. Estaba
rezando, y con una sabiduría, casi una clarividencia, que se alcanza con la
edad, intuía que sus oraciones serían escuchadas.
Capítulo 7

urante el resto de la tarde, Marta se sintió sumergida en un mar de


D indecisiones, inclinándose primero por un tipo de solución y
decidiéndose después por otro.
Su primer impulso fue comunicarle a Friedrich que estaba enterada de sus
maquinaciones y que no tenía intención de rebajarse a espiar por el kaiser ni
por ningún otro hombre del mundo.
Era despreciable que, además de utilizar a su esposo, la quisieran mezclar
también a ella.
Al mismo tiempo, se daba cuenta de que Friedrich ansiaba
desesperadamente volver a ganarse la estima del emperador, recuperar la
importancia que había tenido en Berlín en otro tiempo.
«Pero aunque tenga éxito en esta empresa», pensó Marta, «no creo en
absoluto que se muestren agradecidos; y cuando ya no les sea útil, lo relegarán
como a un mueble viejo».
Después de haber vivido tres años en Alemania conocía la crueldad y la
falta de humanidad del kaiser y de todos los que le rodeaban.
Para ella resultaba degradante que un hombre de la posición de Friedrich,
aunque fuera por motivos de estado, fuera utilizado de aquel modo por
generales y almirantes que no eran capaces de ocuparse ellos mismos de los
trabajos sucios.
Recordaba vagamente todo el escándalo que habían levantado los
periódicos acerca del problema de Marruecos, y supuso que aquello debía ser
lo que le interesaba al general von Echardstein.
Estaba segura de que si el rey Edward confiaba a Lord Arkley sus planes
secretos y sus aspiraciones para el futuro, éste no se las revelaría, bajo
ninguna circunstancia, ni a ella ni a Friedrich.
¿Y esperaban que ella iba a saber comportarse como la baronesa von
Kettler?
Según lo que había dicho la duquesa, la baronesa era una espía de primera
categoría. ¿Pero es que los hombres podían llegar a ser tan tontos, por muy
enamorados que estuviesen, como para dejar que una mujer les hiciera revelar
unos secretos que debían guardar celosamente?
¿Cómo se hacía? ¿Cómo era posible que un hombre no se diera cuenta,
cuando una mujer le hacía una pregunta, de que su respuesta podía ser
indiscreta?
De pronto comprendió cómo se lograba y, al pensar en ello, se ruborizó.
Marta era muy ingenua en lo referente al sexo y al comportamiento de los
hombres y las mujeres.
Siempre había salido acompañada de su madre y, aunque en muchas casas
de los Esterházy había hombres jóvenes con quienes una muchacha podía
bailar y reír, ciertos temas de conversación eran inaceptables, y las
insinuaciones, muy comunes entre los franceses, eran consideradas de mal
gusto.
Marta no había cumplido dieciocho años cuando se casó y, aunque era muy
inteligente, todavía no había despertado emocionalmente.
Aunque pareciera extraordinario, aunque ya casi tenía veintiún años, nunca
le había besado apasionadamente ni ningún hombre le había hecho el amor.
A pesar de todos los libros que había leído, no comprendía realmente lo
que ocurría entre una pareja cuando hacían el amor.
Aunque sospechaba de qué medios se valía la baronesa para obtener
información de los jóvenes diplomáticos, el solo pensamiento la hacía
ruborizarse.
Pero aquellas reflexiones no resolvían el dilema de si debía decirle
directamente a Friedrich que fuera lo que fuese lo que había planeado que
hiciera, no estaba dispuesta a complacerlo.
Cuando se sentaron a la mesa, Marta estaba muy nerviosa y apenas si pudo
comer. Pero comprendió que era imposible sincerarse con su esposo.
Estaba bebiendo demasiado, ordenándoles a los camareros que llenaran y
volvieran a llenar su copa con un clarete muy fuerte, que enrojecía aún más su
rostro.
Se quejó de la comida y cuando la miraba, Marta creía percibir un destello
de odio en sus ojos. Ya estaba acostumbrada y aquella noche le pareció
idéntica a otros cientos de noches en que habían cenado solos.
Pero, debido a que el descubrimiento de la verdad le había causado una
fuerte impresión, o quizá, a que aquella mañana había experimentado una
felicidad inefable, toda aquella escena se le hacía más dolorosa que otras
veces.
Friedrich había llegado a la fase en que pedía coñac, se lo bebía
rápidamente y volvía a llenar su copa, como si creyera que los camareros no
estaban cumpliendo con su obligación.
—¿Saldrás a montar mañana por la mañana con Arkley? —preguntó tan
súbitamente que Marta se sobresaltó.
—Sí… si tú… me lo permites.
—Está bien, pero escucha lo que te diga y háblale de los asuntos que le
interesan.
—¿Cuáles son? —A Marta le pareció que una persona ajena a ella había
hecho aquella pregunta.
Se hizo un silencio, como si Friedrich estuviera estudiando lo que tenía
que decir, forzando a su mente a pensar con claridad.
—Habla acerca de Francia —dijo por fin—. El rey Edward está
obsesionado con esos malditos franceses.
—¿Cómo lo sabes?
Como si aquella pregunta le hubiera advertido de que debía vigilar sus
palabras, Friedrich titubeó unos instantes y después gritó:
—Puedo leer los periódicos, ¿no? Y puedo saber al igual que todo el
mundo que el rey Edward prefiere la informalidad y la falsa alegría de París a
la sobriedad intelectual de Berlín.
—Tal vez… Su Majestad va a París… a divertirse.
—Va a congraciarse con esas «ranas» —dijo en tono desdeñoso el
príncipe Friedrich—, y los franceses saben muy bien cómo halagar al viejo
zorro.
Marta no respondió y, poniéndose cada vez más iracundo, Friedrich
continuó:
—Le dedican canciones, cena con artistas y damas de mundo. No me
importa decirte que los franceses cantarán «Vive Edouerd» con una tonada
diferente si no tienen cuidado.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Marta. Pensó que Friedrich iba
a decirle lo que ella empezaba a sospechar: que Alemania pretendía invadir
Francia.
Entonces, a través de las brumas que invadían su cerebro, el príncipe evitó
en el último momento caer en una total indiscreción.
—¿Por qué demonios haces tantas preguntas? Sólo tienes que hacer lo que
yo te diga. Háblale a Arkley de Francia y oigamos su opinión.
Marta no contestó. Se levantó en silencio de la mesa, mientras su esposo
se servía otra copa de coñac.
Al llegar a su dormitorio, sintió frío aunque era una noche calurosa. Todo a
su alrededor parecía frío y oscuro y tenía la impresión de que no podía
encontrar una salida hacia la luz.
Por un instante pensó en ir a ver a la duquesa a pedirle consejo. Pero no
podía ser tan desleal con su marido, aunque fuera con alguien tan querido
como la duquesa. No debía olvidar que la anciana era francesa.
Sólo había una persona en la que podía confiar; una sola persona a quien
tenía que contarle la verdad, por su bien más que por el de ella.
Le pareció que transcurría mucho tiempo antes de que llevaran a Friedrich
a la cama.
Insultaba a Josef como de costumbre, pero su voz ya no sonaba tan fuerte y
muchas frases se perdían en murmullos ininteligibles.
Todos los cuartos de la habitación se comunicaban con el balcón. El
primero era el salón, adyacente a la habitación de Lord Arkley. Después
estaba el dormitorio que ocupaba Marta, que se comunicaba con otro
dormitorio más grande, en el que dormía Friedrich y, por último, había un
pequeño vestidor donde dormía Josef.
Marta estuvo escuchando hasta que todo quedó en silencio en el cuarto
contiguo. Josef habría llevado a su esposo a la cama y éste se habría dormido
instantáneamente.
Sin embargo, era posible que una hora después se despertara y empezara a
gritar que fuera alguien a atenderlo.
Miró el reloj. Todavía era temprano, casi las diez y media, y seguramente
Lord Arkley estaría cenando con el rey o habría ido a una de las lujosas villas
cuyos distinguidos dueños ofrecían fiestas todas las noches.
Pero a cualquier parte que hubiera ido, Marta confiaba en que volviera al
hotel cruzando el jardín.
La mayoría de las fiestas terminaban en el casino y la forma más rápida de
volver al hotel era por un camino que iba a dar a la avenida iluminada, por
donde estaban los arriates de flores.
«Me sentaré debajo del sauce y lo esperaré», se dijo Marta.
Desde allí podría ver si se encendían las luces del saloncito de la
habitación de Lord Arkley y sabría si su espera había sido en vano.
Aunque la noche era cálida, cogió una capa de suave terciopelo y, salió de
su aposento. Después bajó por una escalera lateral hasta que llegó a una puerta
que daba al jardín.
No había nadie a la vista, así que caminó por el jardín hasta donde se
encontraba el sauce. Se sentó en el banco donde Lord Arkley la había
encontrado la primera noche y se preparó para una larga espera.
Trató de no pensar en la maquinación que había descubierto, sino en cómo
podría escaparse al mundo encantado del que habían hablado.
Pero no podía evitar mirar hacia el camino o hacia las ventanas de su
habitación.
Debían haber transcurrido unas dos horas, Marta seguía ensimismada en
sus pensamientos, cuando de pronto, le encontró frente a ella.
Sintió su presencia aún antes de que él apartara las ramas del sauce para
llegar hasta el banco. Las luces que se divisaban detrás de él daban la
impresión de que había un halo a su alrededor.
—Tuve el presentimiento de que la encontraría aquí esta noche —le dijo él
con voz grave.
Marta con contestó y Lord Arkley se sentó a su lado.
—¿Qué le preocupa? —preguntó él después de un momento.
—¿C… cómo sabe… que estoy preocupada?
—Puedo sentirlo. Lo sentí antes de llegar hasta aquí. Tuve el
presentimiento de que me necesitaba.
Marta abrió mucho los ojos y dijo:
—Es verdad, le necesito. Por eso… le he estado esperando.
—¿Qué ha ocurrido?
Era lógico que, estando tan compenetrados, Lord Arkley no perdiera
tiempo en superfluas frases de cumplido.
Como Marta no respondía, Lord Arkley dijo después de un momento.
—Déme su mano.
Marta lo obedeció porque la petición la cogió desprevenida.
Cuando Lord Arkley cogió sus frías manos y las cubrió con las suyas,
Marta sintió que su calor le daba fuerzas. Le miró con ojos suplicantes en los
que había algo de patético.
—¿Qué ha ocurrido? —volvió a preguntar él.
—N… no sé… cómo decírselo.
Lord Arkley sintió que los suaves dedos de la muchacha temblaban entre
los suyos.
—Creo que no existe nada que no podamos decirnos, Marta.
—Es que… no quiero… asustarle.
Lord Arkley sonrió.
—Es muy difícil que pueda conseguirlo.
—No sabe… lo que tengo que decirle.
—Entonces, dígamelo. No debe tener miedo.
—Sí… lo tengo.
—No debe tenerlo. No tiene por qué sentir temor estando conmigo.
—Sólo… de cuáles serán sus sentimientos.
—Lo que siento por usted, Marta, es algo que temo pronunciar en voz alta.
La muchacha se puso tensa y entonces Lord Arkley le dijo suavemente:
—Dígame lo que le preocupa.
Sabía que casi iba a tener que obligarla a pronunciar aquellas palabras,
pero al final salieron de sus labios.
—L… le ha ordenado a Friedrich… que le espíe a usted. —¿Es eso todo?
—Quiere… que yo le espíe a usted.
—¿Y eso es lo que la ha puesto tan nerviosa?
—¡Claro! ¡Cómo iba a hacer yo… algo semejante! ¡Cómo iba a portarme
de esa manera con nadie… y mucho menos con usted!
—¿Y mucho menos conmigo? —repitió Lord Arkley muy lentamente—.
¿Es que me encuentra especial, Marta?
Marta desvió la mirada y Lord Arkley sólo pudo contemplar su perfil.
—¿Sí o no? —volvió a preguntar él con voz suave.
Como si su voz la obligara, Marta volvió el rostro y sus miradas se
encontraron.
La luz que se filtraba a través de las ramas iluminaban el rostro de la
muchacha y Lord Arkley pudo leer en sus ojos la pena que la embargaba.
—¡Adorada mía! —dijo él—. No debes atormentarme por algo que carece
de importancia.
—¿C… cómo me ha llamado? —preguntó Marta con una voz apenas
perceptible.
—La he llamado adorada mía, lo que no tengo el derecho de hacer —
contestó Lord Arkley—, pero es lo que ha sido desde el primer momento en
que la vi.
Al ver que su rostro se alegraba, Lord Arkley prosiguió:
—Cuando nos conocimos, supe que era la persona más adorable que había
visto en mi vida, pero para mí es usted mucho más que eso. Su corazón le ha
hablado directamente a mi corazón, y su alma a la mía y no ha habido
necesidad de palabras.
—Eso es… lo mismo que yo sentí —murmuró Marta—, pero no debo
decirlo.
No está bien.
—Sí está bien —dijo Lord Arkley—, porque ninguno de los dos ha hecho
nada malo y el amor es algo que nadie puede evitar.
Marta se estremeció al oír la palabra amor y los dedos de él apretaron las
pequeñas manos que temblaban entre las suyas.
—¡Sí, Marta, amor! ¡Te amo! Lo sabía, aunque no quería reconocerlo, la
primera noche que nos sentamos aquí. Pero esta mañana, junto al lago, ya no
pude seguir negándolo.
—P… pero… no podemos… es imposible —empezó a decir Marta y se
detuvo, luego, como cobrando nuevos bríos, exclamó:
—¡Yo también te amo! Pensé que sería el amor, pero, como no he estado
enamorada nunca,… no estaba segura.
—Nunca he amado a una mujer como te amo a ti —dijo Lord Arkley.
Marta cerró los ojos.
—No puedo creer que sea cierto. Muchas veces he deseado morirme…
para no seguir arrastrando esta vida… nunca creí que esto pudiera pasarme a
mí.
—Sin embargo ha ocurrido.
—No es malo. No puede ser malo. Algo tan hermoso… tan perfecto… no
puede ser pecado.
—Como ya he dicho —contestó él—, no podemos evitar amarnos con
nuestros corazones, con nuestra mente y con nuestras almas, pero son las
consecuencias de este amor lo que tenemos que discutir.
Comprendiendo lo que él trataba de decir, Marta murmuró:
—¡No podemos… mancharlo!
—Eso es lo que esperaba que dijeras.
—Te amo con todo mi corazón, pero no estoy dispuesta a comportarme
como… la baronesa von Kettler.
Lord Arkley se quedó asombrado.
—¿Qué sabes de la baronesa von Kettler?
—Oí al general von Echardstein advertir a Friedrich que si él no podía
hacer lo que el kaiser exigía, enviarían aquí a la baronesa von Kettler.
Marta contuvo el aliento.
—No sabía lo que había querido decir. No he comprendido el alcance de
sus palabras hasta hoy, cuando le pregunté a la duquesa quién era la baronesa
von Kettler.
—¿Y ella te lo dijo?
—Sí… ella me lo contó… y entonces comprendí lo que Friedrich… me
estaba pidiendo que hiciera.
Pronunció estas palabras en un susurro y Lord Arkley comprendió lo
impresionada que estaba.
—Escucha, cariño —dijo suavemente—. Comprendo ahora por qué estás
tan inquieta, pero déjame decirte que ni en un millón de años podrías ser como
la baronesa o portarte como ella.
—¿La… conoces?
—He oído hablar de ella desde hace tiempo. Y la he visto en varias
ocasiones.
—Pero… ¿no le habrás dicho lo que quería averiguar?
—Creo que tengo demasiada experiencia por ser víctima de las conjuras
urdidas por los servicios secretos alemanes —contestó Lord Arkley—. Y
puedo decirte, adorada mía, para que estés tranquila, que cuando cené con
vosotros la primera noche, sabía bien por qué me habíais invitado.
—¿Lo sabías? ¿Cómo podías saberlo?
—La verdad es que vi a von Echardstein y von Senden cuando salían de
visitar a tu esposo y me pareció muy raro. Además las simpatías del barón
Karlov son bien conocidas.
—¿Lo sabías? Y sin embargo… quisiste ser mi amigo.
—¿Crees que en algún momento pude sospechar que estuvieras mezclada
voluntariamente en este sucio asunto de espionaje?
De pronto sintió que flotaba entre ellos una pregunta que no había sido
respondida todavía, y dijo sonriendo:
—Mi misión en Alemania fue diferente. Debía preparar un informe sobre
los sentimientos de las cortes alemanas y de la gente hacia Francia y Gran
Bretaña.
Observó que Marta escuchaba atentamente y prosiguió:
—Sólo debía anotar las impresiones que recogía en mis conversaciones
cotidianas, en contactos normales. No había en ello nada siniestro, por mucho
que los servicios secretos alemanes se obstinaran en malinterpretar mi visita.
—¡Me alegro tanto!
—Y puedo asegurarte que no miré por el ojo de ninguna cerradura, ni leí la
correspondencia privada de otras personas, ni traté de arrancarles sus secretos
a los borrachos o… a las mujeres.
Lord Arkley hablaba apasionadamente, pero al sentir el temblor que
recorrió el cuerpo de Marta, dijo rápidamente:
—Perdóname. No debí haber hablado así. Olvidaba todo lo que te ha
estado preocupando.
—Esto significa… que no podré ir a montar contigo… mañana. —¿Por qué
no?
—Porque Friedrich querrá que le cuente… todo lo que hayas dicho.
—¿Y qué importancia tiene? A menos que se enfade contigo.
—Se enfadará, de todas maneras, lo mismo que se enfadó hoy cuando no
pude decirle nada.
La muchacha le miró fijamente y preguntó:
—Excepto que habías dicho que, si alguien podía mantener la paz en
Europa, ese alguien era el rey Edward.
Hizo una pausa y después volvió a preguntar:
—¿Lo dijiste… para que yo lo repitiera?
—Pensé que era una frase inocente que podrías repetir si alguien te
preguntaba.
—¡Esto es horrible… es degradante! —gritó Marta—. ¿Cómo vamos a
poder hablar como esta mañana, sabiendo que se van a enterar de todo, como
si hubieran estado escuchando nuestra conversación, Friedrich, el general von
Echardstein, el almirante von Senden… y el kaiser?
Vibró en su voz tanto desconsuelo, que Lord Arkley se llevó la temblorosa
mano de Marta a los labios.
—¡Olvídate de ellos! —dijo él—. ¡Olvídate de todo, adorada mía, excepto
de que te amo!
Marta se estremeció cuando él besó su mano nuevamente.
—¡Te amo! —volvió a decir Lord Arkley—, y como el amor que nos
profesamos es puro, te prometo que nunca haré nada que te haga sentirte
culpable.
—Pero… tal vez… sea pecado amarte.
—El amor, como te he dicho antes, es un sentimiento que no se puede
dominar.
—Yo no puedo evitarlo —susurró Marta—. Ahora tú llenas toda mi vida,
todo mi ser. Nada importa. Sólo existimos tú y yo.
—Eso es lo mismo que siento por ti.
—P… pero yo estoy casada… y juré que sería la esposa de Friedrich… en
la salud y en la enfermedad.
—¡Fue un juramento cruel y condenable!
—Pero no hay nada que podamos hacer… excepto… tratar de olvidarnos.
—¡NO! Eso no será necesario —la contradijo él—. Eres la esposa de
Friedrich y tenemos que aceptarlo. Pero mi amor no reclama que le seas infiel.
No pido nada, excepto la esperanza de que mi amor le proporcione un nuevo
sentido a tu vida.
—¡Llenará toda mi vida! Me dará lo que siempre he deseado. Me he
sentido tan sola y asustada… además, Friedrich me odia.
—Entonces yo te llenaré de amor, el amor que necesitas y al que tienes
derecho, adorada mía.
—Lo necesito tanto… Ahora ya no deseo morir. Aunque no pueda verte,
sabré que estarás siempre dentro de mí.
—Tendremos que separarnos —dijo Lord Arkley—. Pero todavía nos
queda algo de tiempo. Mientras el rey permanezca en Marienbad, tendré un
pretexto para estar aquí.
—¿Y podremos… vernos?
—¿Por qué no? —preguntó él—. Y no pensemos más que en nosotros
mismos durante el tiempo en que podamos estar juntos.
Durante un instante, Marta pensó en la ira de Friedrich cuando no pudiera
decirle lo que él deseaba saber, pero apartó esa idea de su mente y se sintió de
nuevo radiante de felicidad.
—Deseo hablar contigo… quiero escuchar tu voz, y tal vez podamos
escapar juntos a ese otro mundo del que hablamos esta mañana.
—Lo conseguiremos —aseguró él—. Y te prometo, adorada mía, que no
haré nada que pueda avergonzarte.
—Creo que sería incapaz de hacerlo, porque nuestro amor es… sagrado,
procede directamente de Dios… y no podría soportar que fuera…
Su voz se quebró y él comprendió que ella iba a añadir: «Como los
amores que has conocido».
Besó de nuevo su mano, deleitándose con la suavidad de su piel. Entonces
dijo:
—Nuestro amor es diferente al de los demás y también lo son nuestros
ideales, por eso, querida mía, podremos confiar siempre el uno en el otro.
Marta alzó la vista hasta Lord Arkley y, cuando sus ojos se encontraron,
sintió como si la hubiera estrechado entre sus brazos y sus labios se hubieran
posado sobre los suyos.
Permanecieron inmóviles hasta que con un suspiro de felicidad, Marta
dijo:
—Tengo que volver.
—Te dejaré ir —dijo él—, porque nunca te obligaré a hacer algo que vaya
en contra de tus naturales inclinaciones. Pero, adorada mía, pensaré en ti,
soñaré contigo, te añoraré…
Se miró en los luminosos ojos de Marta y prosiguió:
—Me será muy difícil esperar hasta las siete de la mañana para poder
volver a verte.
—¿Estás… completamente seguro… de que puedo ir contigo?
—¡Completamente seguro! Es absurdo hacernos desdichados dejando
escapar esta oportunidad.
—Entonces iré. Quiero ir contigo, lo sabes.
—Al igual que lo deseo yo.
—Será maravilloso cabalgar contigo y visitar nuestro lago encantado.
—Entonces, esta noche no pienses más que en eso. Olvídate de todas esas
sórdidas maquinaciones y piensa tan sólo en la belleza del agua y de la niebla
y en todo lo que hablamos.
—Cuando vine aquí a esperarte —dijo Marta—, pensé que después de lo
que tenía que confesarte… no ibas a querer verme más.
—Eso es una tontería. Tienes que comprender que te quiero, y que a pesar
de cualquier «delito» que puedas haber cometido, mi cariño permanecerá
inalterable.
Apretó con fuerza su manita y añadió:
—Nuestro amor es más fuerte y más importante que las acciones. Lo que
cuenta son los instintos de nuestras almas.
—¿Cómo puedes entenderlo todo tan bien?
Sólo porque te amo.
La muchacha se puso de pie, pero Lord Arkley retuvo su mano entre las
suyas y una vez que la hubo mirado largamente, la dejó ir.
—Buenas noches, adorada mía —dijo él—, y que Dios te acompañe.
Marta comprendió que no era prudente que volvieran juntos al hotel, así
que se dio la vuelta y cruzó el jardín, mientras Lord Arkley la observaba
alejarse a través de las ramas del sauce.
Capítulo 8

s tan hermoso! —exclamó Marta mirando hacia el lago.


-¡E
—¡No tanto como tú!
La muchacha se volvió a mirarlo y pareció como si todos los rayos del sol
centellearan en sus ojos.
—Quiero creerte —dijo ella—. Quiero que pienses que soy… hermosa, y
sin embargo, me parece que estoy soñando al oírtelo decir.
—Entonces sigue soñando, amor mío. Tu belleza siempre formará parte de
mis sueños aunque es algo muy real.
Marta sonrió llena de júbilo y Lord Arkley pensó entonces que nunca había
conocido una mujer que vibrara con cada de sus palabras y que, a pesar de su
belleza, fuera tan modesta.
Estaban sentados junto al agua y no había nadie que pudiera
interrumpirlos; estaban solos en un mundo propio.
—¿Crees que podremos volver mañana? —preguntó Marta.
—Eso espero —respondió Lord Arkley—. Le preguntó al rey Edward
cuándo pensaba marcharse de Marienbad y me dijo que tardaría por lo menos,
una semana.
Al ver que Marta suspiraba, Lord Arkley comprendió que había estado
preocupada pensando que aquél podía ser el último día que estuvieran juntos.
Sintiendo que la invadía la timidez, miró hacia la otra punta del lago,
donde se levantaban la niebla, y dijo con voz suave:
—Atesoraré cada momento… cada segundo… para que cuando ya no estés
aquí… pueda imaginar que todo vuelve a suceder otra vez.
—No quiero hablar de ello ahora —dijo Lord Arkley—, pero sé que
cuando tenga que dejarte, será como si me arrancaran el corazón.
—Eso es lo que yo siento también —replicó Marta—, pero he sido tan…
afortunada habiéndote conocido y habiéndome enamorado de alguien… tan
maravilloso como tú.
—Cuando me hablas así, sólo deseo cogerte en mis brazos y llevarte a
algún solitario que esté en medio del Pacífico o las cumbres del Himalaya,
donde nadie pueda encontrarnos nunca.
No puedo imaginarme nada más perfecto —dijo Marta en un susurro.
—Creo que me estoy portando muy bien teniendo en cuenta que ésta es una
situación a la que no estoy nada acostumbrado. Pero sabes muy bien que, más
que la salvación de mi alma, deseo estrecharte entre mis brazos y besar tus
labios.
Al escuchar el tono apasionado de su voz, Marta se ruborizó y dijo con
voz apenas perceptible:
—N… nunca me han… besado.
—¿No te han besado nunca? —repitió él incrédulo—. ¿Cómo es posible
eso?
Marta no contestó, pero después de un momento, dijo:
—Cuando Friedrich le pidió a mi padre permiso para casarse conmigo, yo
creí que me amaba.
—Yo también lo creí. No podía imaginarme que tuviera otro motivo para
casarse con alguien que no tiene sangre real.
Marta suspiró y Lord Arkley le dijo con voz suplicante:
—Cuéntame lo que sucedió. Quiero saberlo.
Por un momento pensó que Marta iba a negarse para no ser desleal, pero la
muchacha, tras un momento de vacilación, dijo con voz temblorosa:
—Friedrich vino a una cacería de perdices que había organizado mi primo
el príncipe Miklos, el cual nos invitó después a todos al palacio de Fertöd
para agasajarlo.
Lord Arkley había visitado el gran palacio de los Esterházy y sabía que
era una construcción impresionante.
Fue construido hacia fines del siglo XVIII por el arquitecto austríaco
Fefele. Después de haberlo visto una vez, nadie podía olvidar aquel edificio
barroco de tres pisos con su salón de ceremonias en forma de herradura, el
teatro de la ópera, el teatro de marionetas y un enorme salón de música donde
Josef Haydn había reinado como el músico predilecto de la corte hasta 1790.
—Como sabrás, el príncipe Miklos es muy hospitalario. Y como todas las
noches teníamos cenas y bailes, supongo que Friedrich quedó muy
impresionado. Hizo una pausa antes de continuar.
—Mis primas se peleaban por atraer su atención. Bailó conmigo varias
veces y salimos a cabalgar cuando no había cacerías. Como todas las demás
muchachas lo encontré… muy apuesto.
Lord Arkley recordó que el príncipe Friedrich no sólo había sido muy bien
parecido sino que cuando olvidaba su arrogancia podía ser encantador.
—Friedrich volvió a Alemania —continuó Marta—. Y hasta después de
casarnos… no supe por qué… había vuelto.
—¿Y por qué lo hizo?
—En cuanto llegó a Wilzenstein, un amigo íntimo le confió que el kaiser
deseaba casarlo con la gran duquesa de Wilderstalt.
Lord Arkley la miró sorprendido.
—Acababa de quedar viuda y tenía el doble de años que Friedrich —
prosiguió Marta.
No puedo creer que te refieras a la actual gran duquesa —exclamó Lord
Arkley—. Tiene más de cuarenta años y es una de las mujeres más feas de
Europa. —Eso es lo que pensó, Friedrich— explicó Marta —pero como
sabrás, Wilderstalt se encuentra en la frontera con Polonia y parece ser que el
emperador tenía miedo de que, si la gran duquesa se casaba con un polaco o
un ruso, el ducado no permaneciera fiel a Alemania.
—Ya entiendo —murmuró Lord Arkley.
Friedrich me contó después que conocía a muy pocas jóvenes con las que
hubiera podido casarse. Yo fui la primera que se le ocurrió y, sin detenerse
siquiera a deshacer sus maletas, regresó a Hungría.
—¿Y pensaste que había sido porque estaba enamorada de ti?
—¡Por supuesto que sí! Fue una tonta romántica.
Con un dejo de amargura, continuó:
—De todas maneras, creo que no me hubieran permitido rechazar a
Friedrich aunque hubiera querido. Les había caído simpático a los Esterházy y
se sintieron halagados de que yo me convirtiera en una gran duquesa reinante.
—¿Pero dices que Friedrich nunca te besó?
—Habló con mi padre para pedirle mi mano, me dio un anillo de
compromiso que formaba parte de las joyas de la corona, besó mi mano y
regresó a Wilzenstein.
—¿Cómo es posible?
—Me dijo después, mucho después, cuando ya estaba inválido… que
nunca me había admirado. Yo no era lo que él llamaba «su tipo».
—Me imagino cual será —dijo Lord Arkley en tono sarcástico.
—El año pasado cuando ya estuvo suficientemente bien como para ir al
teatro, me señaló a una… de sus amantes. Una mujer fornida… supongo que la
palabra exacta sería… exuberante.
Lord Arkley pudo leer la afrenta en sus ojos. Una de las razones por las
cuales era tan poco consciente de su belleza era que había vivido durante tres
años con un hombre que, no sólo la odiaba, sino que no apreciaba su delicada
hermosura ni su espiritualidad.
Marta prosiguió contando su historia.
—Esterházy insistió en que debíamos casarnos en Wilzenstein. Sabía que
eso complacería a su pueblo y también que, una vez anunciado el matrimonio
en la capital de su reino, sería imposible que el emperador tratara de
convencerlo de que era su deber casarse con la gran duquesa.
Lord Arkley comprendió muy bien lo ocurrido y tuvo que admitir que
había sido una jugada maestra, que evitó que el príncipe se viera amarrado a
una esposa fea y vieja.
—Mi padre, mi madre y yo llegamos a Wilzenstein la víspera de la boda
—continuó Marta—. Friedrich vino a visitarnos al hotel donde nos
hospedábamos, pero nunca estuve sola con él. Me hizo un regalo de bodas,
pero a mí me desilusionó… que no hiciera ningún esfuerzo por besarme.
Sus oscuras pestañas contrastaban con la palidez de su rostro mientras
proseguía contando su historia.
—Al día siguiente, cuando mi padre me llevó a la catedral, me pareció que
Friedrich era el príncipe de un cuento de hadas. Estaba elegantísimo con su
uniforme blanco cubierto de medallas. Y la ceremonia fue tan emocionante…
Cuando salíamos de la catedral… ya sabes lo que ocurrió.
La bomba del anarquista, había destrozado no sólo al príncipe sino que
había alterado también la vida futura de la novia.
—Si pudiera salvarte, cariño, de todo lo que has sufrido y evitarte más
sufrimientos, lo haría gustoso —dijo Lord Arkley.
—Ya lo sé. Y nunca le ha contado esto a nadie. Siento tanta lástima por
Friedrich… pero como sabes, me odia porque yo resulté ilesa en el atentado.
—Puedo entenderlo en cierto modo —dijo Lord Arkley—, excepto que me
parece imposible que alguien odie y quiera lastimar algo tan exquisito y
perfecto como tú.
Marta le sonrió tímidamente y contestó:
—Quisiera serlo… pero a veces me rebelo. A veces solo quisiera morir…
aunque sé que es un pensamiento malvado.
—No debes decirlo nunca más. Recuerda que eres mía. Nos pertenecemos
el uno al otro y tal vez Dios tenga piedad de nosotros y algún día podamos
estar juntos.
Un destello brilló en los ojos de Marta cuando preguntó:
—¿Lo crees posible? ¿Sientes en el fondo de tu corazón, que eso puede
suceder algún día?
—¡Todo es posible! Y rezaré porque un día no sólo pueda besarte sino que
me pertenezca completamente, vida mía.
—Eso es lo que yo deseo también.
—Nos ata un lazo tan extraño que tengo la certeza de que hemos estado
juntos en el pasado, en otras vidas que no podemos recordar.
—¿Y… estaremos juntos… en el futuro?
Lord Arkley la miró con ternura unos instantes y luego respondió:
—Siempre he creído que Dios es misericordioso y que el amor es más
fuerte que el odio.
—Entonces, mi amor te seguirá… a dondequiera que estés —dijo Marta
—, y, por favor, nunca, nunca, nunca, te olvides de amarme.
—Me sería imposible dejar de hacerlo.
Se miraron a los ojos y Marta sintió que sus corazones latían al unísono.
Con un esfuerzo sobrehumano, Lord Arkley dijo:
—Debemos regresar, adorada mía.
—S… sí, sí, por supuesto.
De pronto, Marta preguntó con voz llena de pánico:
—¿Qué le diré a Friedrich cuando me pregunte de qué hemos hablado?
—Pensaré en algo razonable en el camino de vuelta.
Salieron del café y fueron a buscar a sus caballos.
Cuando él la ayudó a montar en el caballo, un chispazo pareció cruzar los
ojos de Lord Arkley, un destello que indicaba la emoción que sentía al rodear
con sus manos el talle de Marta. La muchacha sintió de pronto que estaba junto
a un hombre, junto a un hombre que la deseaba como mujer. Esta súbita
sensación hizo que apenas pudiera dominar los apresurados latidos de su
corazón y su respiración agitada.
Avanzaron por el camino sombreado por los pinos y, sólo cuando hubieron
perdido de vista el lago, dijo Lord Arkley:
—Dile al príncipe Friedrich que los ingleses están muy preocupados por
la enorme cantidad de barcos de guerra que el kaiser planea construir.
Marta no respondió y él añadió rápidamente:
—Comprendo, cariño, que encuentras degradante tener que contarle
nuestra conversación a tu esposo, pero no quiero que se enfade contigo porque
podría prohibirte salir a montar conmigo.
—¡No… no… por supuesto que no! —dijo Marta rápidamente—. Sé que
soy una tonta, pero lo único en que puedo pensar es en lo mucho que deseo tu
compañía. Sólo que…
Su voz se quebró y Lord Arkley terminó la frase por ella:
—Que eres demasiado delicada, demasiado honesta para mezclarte en
intrigas y mentiras y en todas las decepciones que acarrean.
Lord Arkley suspiró:
—¡Si al menos pudiera llevarte lejos de todo esto! ¡Si pudiéramos irnos a
Inglaterra!
—No importa el lugar… siempre que estemos juntos.
—Lo sé —contestó él—, pero me gustaría llevarte a mi casa y que
pudieras vivir en el ambiente que te corresponde, en el que sería un verdadero
hogar para ti.
Lord Arkley sabía lo mucho que aquella palabra significaba para Marta,
pero al pensar que estaban pidiendo lo imposible, ambos prosiguieron su
camino en silencio.
***

C omo Marta había supuesto, Friedrich estaba desayunando cuando ella entró
y, en cuanto Josef le sirvió una taza de café y se retiró de la habitación, el
príncipe preguntó:
—¿Qué tienes que contarme?
—Lord Arkley no habló de Francia —contestó Marta diciendo la verdad
—, pero dijo que los ingleses estaban muy preocupados por la enorme
cantidad de barcos de guerra que los alemanes están planeando construir.
—¡Ellos empezaron primero! —dijo con furia el príncipe Friedrich—. Su
armada es mayor que la nuestra y, sin embargo, Inglaterra es un país más
pequeño, ¿por qué pretenden dominar los mares?
Marta no respondió y él prosiguió:
—La próxima vez que lo veas, pregúntale a Arkley por qué Alemania debe
estar incrustada en Europa sin una fuerza naval.
Después de una pausa, continuó, alterándose cada vez más:
—Los alemanes necesitan espacio para su pueblo y, si no lo logramos por
medios pacíficos, entonces, al igual que Inglaterra, nos apoderaremos de lo
que necesitemos.
Había empezado a gritar y Marta contestó rápidamente:
—Creo que no entiendo nada de política, Friedrich, y si me perdonas, voy
a cambiarme para ir al «Kreuzbrunnen».
Se dirigió hacia la puerta, pero antes de que llegara, le gritó:
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme? Dios sabe que has estado fuera
el tiempo suficiente para averiguar mucho más que eso.
Marta no respondió, pero estaba temblando cuando abrió la puerta de su
habitación.
«¿Cómo podré soportarlo?», se preguntó.
Pero comprendió que lo único que podía hacer en aquel momento era
cambiarse con toda celeridad para no tener esperando a Friedrich.
Mientras se vestía, su doncella se quejó de algunas inconveniencias que
había encontrado en el hotel, pero Marta no la escuchaba.
Trató de volver a sentir la felicidad que había experimentado sentada con
Lord Arkley a la orilla del lago encantado.
Marta se dijo que únicamente pensaría en él, sintiendo que disminuía la
tensión que le provocaba la presencia de Friedrich.
—¡Le amo, le amo! —murmuró.
Trató de olvidarse de todo y pensar únicamente en el rostro de Lord
Arkley, en el tono grave de su voz, que la fascinaba, y en el instante en que
habían estado tan juntos, cuando él la alzó para ayudarla a subir a la montura.
«Tal vez sea pecado amarlo tanto», pensó mientras caminaba detrás de
Friedrich hacia el «Kreuzbrunnen».
Pero, como había dicho Lord Arkley, el amor entre ellos era algo
inevitable.
Cuando se unieron al grupo de gente que paseaba por los alrededores de la
columnata, Marta sabía que sólo había un rostro que ella deseara ver. Todos
los demás le parecían intrascendentes.
El día transcurrió rutinariamente. Friedrich fue a ver al médico y a seguir
su tratamiento mientras Marta había sugerido que podían ir a almorzar de vez
en cuando a los restaurantes de los alrededores e, incluso, al famoso
restaurante del bosque, donde los dos reyes habían ingerido aquella opípara
comida.
Pero a Friedrich le gustaba economizar en los gastos pequeños y, como la
comida estaba incluida en el precio del hotel, el príncipe siempre volvía a
Weimar a tomar su alimentos.
Hubiera sido menos agobiante si al menos hubieran podido comer en el
restaurante del hotel, donde Friedrich no hubiera podido gritarla ni regañarla.
Pero Friedrich se consideraba demasiado importante y prefería molestar a
los camareros y que le llevasen la comida hasta el salón de su habitación.
Como siempre, contrarrestaba el buen efecto que pudieran haberle hecho
las aguas bebiéndose una botella entera de clarete con la comida.
Afortunadamente, aquello le daba sueño y, cuando se retiraba a descansar,
Marta quedaba libre por lo menos durante una hora.
Sabía que ese día la duquesa iba a salir, por lo que fue hasta el balcón
para contemplar el valle y pensar en la felicidad que había experimentado al
cabalgar bajo las ramas de los pinos en compañía de Lord Arkley.
Mientras las horas iban transcurriendo, Marta sólo pensaba en que llegara
el día siguiente. Decidió que no sería prudente encontrar a Lord Arkley todas
las noches en el jardín, como hubiera deseado.
Alguien podría verlos y también, aunque era muy ingenua en todo lo
referente a sus recién descubiertos sentimientos, comprendió que sería casi
imposible conservar su amor puro y espiritual si se escondían juntos bajo las
ramas del sauce.
Deseaba que Lord Arkley la estrechara entre sus brazos y la besara como
él había dicho. Y como sus almas sentían al unísono, se había dado cuenta de
los esfuerzos que Lord Arkley tenía que hacer para dominarse.
Si dejaba que sus manos se posaran en ella, sería no sólo desleal con
Friedrich, sino que, además, cometería un pecado, se recriminó severamente.
Sin embargo, todos los nervios de su cuerpo añoraban el contacto con
Lord Arkley y sabía que él la deseaba con un fuego que se reflejaba en sus
ojos y a veces en su voz.
El sol penetraba por el balcón y el calor se hizo tan intenso que, en vez de
permanecer afuera, fue a su habitación a sentarse en un sillón junto a la
ventana abierta.
A pesar de la felicidad que sentía, el ejercicio, el calor y la intensidad de
sus sentimientos la agotaron y se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada cuando escuchó a Friedrich gritar en la
habitación contigua.
Su voz la asustó. Se puso de pie de un salto y oyó que Friedrich estaba
llamando a Josef con su habitual tono agresivo.
Fue hasta la puerta que comunicaba las dos habitaciones y la entreabrió
para ver si Josef había acudido a la llamada o si es que había salido.
Oyó entrar al criado por la otra puerta del dormitorio.
—¿Me llamaba su alteza real?
—¡Por supuesto que te llamaba idiota!
Marta cerró la puerta.
No podía soportar que su esposo ofendiera así a aquel bondadoso criado,
cuya lealtad no podía ser recompensada con dinero.
Como el príncipe Friedrich tenía que seguir otro tratamiento, por la tarde
emprendieron el camino que conducía a la clínica donde le ayudaba a hacer
ejercicios especiales, que debían fortalecer su espalda y sus miembros
paralizados.
Apenas habían salido del hotel, cuando vieron que, por su mismo camino,
pero en dirección contraria, venía la duquesa.
Estaba muy elegante con su sombrilla adornada de encaje. Iba acompañada
por un caballero de su misma edad.
—Ésa es la duquesa de Vallière —dijo Marta en voz baja.
—Tengo ojos para verla —respondió Friedrich con rudeza—. Me
desagrada esa mujer y no deseo que tengas amigas francesas.
—La conozco de toda la vida, así que por favor, Friedrich, sé agradable
con ella.
Aunque se lo había suplicado, comprendió por la expresión en el rostro de
su esposo que estaba decidido a portarse con agresividad.
—¡Marta, cuánto me alegro de verte! —exclamó la duquesa y, sonriéndole
al príncipe Friedrich, añadió:
—Espero, señor, que se encuentre mejor y que le hayan aliviado las aguas
de Marienbad.
—Para que me hagan bien —replicó el príncipe Friedrich—, no puedo
perder el tiempo en conversaciones frívolas.
Hizo un gesto con la mano para que Josef no se detuviera y pasó junto a la
duquesa sin tomarse la molestia de quitarse el sombrero.
Marta le miró con ojos suplicantes.
—Lo siento mucho —murmuró.
—Está bien, ma petite —replicó la duquesa—. Lo entiendo. Y, bajando la
voz, añadió:
—Ven a verme tan pronto como puedas.
Marta le sonrió y, al ver que Friedrich se alejaba, corrió tras él.
—¡Ese hombre es intolerable! —dijo el acompañante de la duquesa—. ¡Si
no fuera un inválido, le daría una lección!
—¿Puede usted imaginarse lo que significa para mi pobre Marta vivir con
esa fiera? —dijo la duquesa. Iba a añadir algo más, pero la emoción le
impidió continuar.
Sintiéndose profundamente disgustada por aquel incidente, la duquesa puso
una mano sobre el brazo de su acompañante y éste le dio unos golpecitos para
tranquilizarla.
—Esperemos que el príncipe no viva muchos años —dijo él.
—Sé que es cruel —replicó la duquesa—, pero es algo por lo que ruego
todos los días de mi vida.
Marta alcanzó al príncipe Friedrich y le acompañó en silencio. Veía con
desesperación que él estaba decidido a aislarla de todas las personas a
quienes apreciaba.
La duquesa perdonaría tanta grosería porque era muy comprensiva, ¿pero
cuántas otras personas tolerarían aquel comportamiento?
Tomó la determinación de pedirle disculpas a la duquesa antes de que
terminara el día, por mucho que a Friedrich le disgustara. Tuvo la oportunidad
después del té cuando él leía absorto los periódicos, algunos de los cuales le
llegaban directamente de Alemania.
Sin dar ninguna explicación, Marta salió del aposento y fue hasta el de la
duquesa, que se encontraba en el piso de abajo.
Estaba sola y cuando oyó que anunciaban a Marta, le tendió las manos.
Marta corrió a arrodillarse junto a su silla.
—Lo siento tanto, Madame, ¡no sabe cuánto lo siento! ¡Es intolerable que
Friedrich se haya portado de esa forma con usted! Sólo lo hace porque usted
es mi amiga y sabe que yo la quiero mucho.
—Lo comprendo, ma petite —contestó la duquesa—, y no necesitas
disculparte.
Al ver las lágrimas que asomaban a los ojos de Marta, le dijo sonriendo:
—Hablemos de algo más agradable. ¿Has disfrutado de tu paseo esta
mañana?
—Ha sido tan maravilloso que no puedo expresarlo con palabras —
contestó Marta—. Sólo espero que llegue mañana para poder escaparme y
olvidar.
Marta comprendió que había cometido una indiscreción al expresarse así,
pero la duquesa la estrechó entre sus brazos.
—Olvídate de todo —le dijo—, ¡pero ten cuidado! No deseo que tu
nombre esté en boca de las gentes de lengua maliciosa.
—¿Quiere decir… que están murmurando… porque salgo a cabalgar con
Lord Arkley?
—Afortunadamente, lo saben muy pocas personas —replicó la duquesa—,
pero Ian Arkley, como sabes muy bien, es un hombre muy atractivo y a las
mujeres no les agrada una supuesta rival.
Marta se puso en pie y dio un suspiro. Fue a sentarse en una silla con cara
de preocupación.
—No quisiera perjudicarle… en ningún sentido.
—Él no saldrá perjudicado —aseguró la duquesa—. Estoy pensando en ti,
querida. Sabes tan bien como yo que los alemanes lo malinterpretan todo y que
pensarán lo peor de la amistad entre un hombre y una mujer.
—No puedo negarme… a cabalgar con él —murmuró Marta.
—¡No, por supuesto que no! —la consoló la duquesa—, pero te lo
advierto por tu propio bien.
Marta decidió que ninguna mujer, por muy celosa e intrigante que fuera, le
robaría la compañía de Lord Arkley durante aquellos últimos días que les
quedaban para estar juntos.
Para cambiar de tema, le pidió a la duquesa que les describiera la fiesta a
la que había asistido y las gentes que había encontrado y, como a la anciana le
gustaba hablar y siempre se le ocurría algún comentario ingenioso, muy pronto
rieron las dos.
Más tarde, cuando ya llevaban hablando casi un cuarto de hora, Marta
dijo:
—Debo regresar. Friedrich se enfadará si sabe dónde he estado, pero tenía
que venir a pedirle disculpas.
—No había necesidad —comentó la duquesa—. Bueno, ahora es mejor
que te vayas. Y que disfrutes de tu paseo mañana, ma petite.
Observó la expresión del rostro de Marta y, cuando se hubo marchado, la
duquesa se quedó pensativa y preocupada.
Comprendía bien que aquella inexperta niña, porque así es como ella la
consideraba, se había enamorado sin reservas de un hombre atractivo y
mundano.
¿Qué era preferible, se preguntó la duquesa, experimentar todos los
sufrimientos de un amor al que inevitablemente tendría que renunciar, o no
conocer nunca el amor?
No pudo encontrar una respuesta a aquella pregunta.
Sólo podía confiar en que Lord Arkley valorara la delicadeza de Marta y
lo diferente que era de todas las demás mujeres que le habían amado.
Capítulo 9

uando Marta regresó a su departamento, se encontró con que Friedrich no


C la había echado de menos porque tenía un visitante.
Al ver en el vestíbulo un sombrero Homburg de ala curvada y un bastón, se
preguntó quién podría ser su dueño. Entonces adivinó que se trataba del
almirante von Senden.
Como esta vez había venido a Marienbad a seguir la cura de las aguas, no
iba vestido de uniforme como la primera vez que él y el general con
Echardstein habían visitado a Friedrich.
Confió en que fuera una visita de cumplido.
Pero para su indignación, comprendió que el almirante había ido a visitar
a su esposo para saber qué información había obtenido ella de Lord Arkley.
La idea la puso tan furiosa que por un momento pensó en entrar en el salón
y decirles al almirante y a Friedrich lo que pensaba de sus planes de
convertirla en una espía.
Pero sabía que esa actitud encolerizaría a Friedrich y que para castigarla
le prohibiría ir a cabalgar de nuevo con Lord Arkley.
Todo aquel asunto la hacía sentirse mezquina, así que se dirigió a su
habitación resuelta, al menos, a no saludar al almirante.
Mientras cerraba la puerta, pensó que el almirante y el general
representaban lo que más le disgustaba del país que había adoptado como
propio al contraer matrimonio.
La gente corriente, en especial la que vivía en el campo, era servicial y
amistosa, pero la rigidez del protocolo de los palacios, había hecho nacer una
sociedad superior, que representaba todo lo que a ella más le disgustaba.
Los aristócratas y los oficiales prusianos eran altaneros y autoritarios.
Se movían con arrogancia, como si el mundo hubiera sido creado para que
ellos lo pisotearan y como si los pueblos que lo poblaban fueran inferiores.
Eran presuntuosos, sin compasión ni simpatía por las víctimas; según
ellos, el perdedor merecía estar muerto.
«Son despreciables», pensó Marta. «Aunque quizá, si vivo muchos años
entre ellos, me vuelva igual».
Marta rechazaba todo lo que ellos representaban, desde los austeros
palacios en los que vivían hasta los cortesanos que despreciaban a Friedrich
porque ya no era el «superhombre» de antaño.
De recién casada había tratado de hacer amistad con los cortesanos, pero
sus esfuerzos resultaron inútiles. Muchos de los parientes del príncipe la
despreciaban porque ante sus ojos era una plebeya, y los aristócratas de
Wilzenstein encontraban su comportamiento poco convencional, muy alejado
de su ideal de lo que debía ser una gran duquesa.
Sus esfuerzos para hacer amigos se desvanecieron y, al cabo de unos
cuantos meses de matrimonio, se encontró sola, aislada no sólo físicamente
sino también mental y espiritualmente.
Sólo ahora que había encontrado el amor de Lord Arkley podía sentir que
empezaba a vivir nuevamente. Era como una flor que volvía su corola hacia el
sol.
Sentía que lo que había muerto en ella estaba renaciendo.
Su doncella le preparó el baño ante de la cena y, mientras se remojaba en
el agua tibia y perfumada, Marta pensaba en el lago y en la niebla.
Siguió soñando mientras se vestía y, después de mirarse rápidamente en el
espejo, fue hacia el salón.
Como Friedrich estaba todavía en su habitación, Marta se acercó a la
ventana a mirar el paisaje.
El calor del día se había suavizado, pero se sentía bochorno en la
atmósfera.
Pensó que tal vez más tarde tendrían tormenta.
Oyó a la banda tocar a lo lejos y se imaginó a la gente sentada junto a la
columnata, bebiendo no sólo las aguas sino también jugo de uva y los suaves y
deliciosos vinos de los viñedos de Bohemia.
Deseó estar con ellos, ser una joven sin compromiso envuelta en la
aventura de encontrar esposo, esperando que el matrimonio fuese el principio
de una nueva vida.
Podría bailar y después dar una vuelta con algún compañero encantador,
paseando bajo los árboles iluminados con luces de colores.
Su fantasía terminó bruscamente cuando se abrió la puerta del salón y
Josef entró empujando la silla del príncipe Friedrich.
Un vistazo fue suficiente para comprender que estaba en uno de sus malos
momentos; se quedó paralizada y la invadió la acostumbrada sensación de
temor.
—Hace una noche muy calurosa —comentó.
Sabía que era una frase tonta, pero no se le ocurrió nada mejor que decir.
Friedrich no la miró ni contestó.
Josef llevó su silla de ruedas hasta el lugar acostumbrado y le acercó una
silla a Marta para que se sentara.
Los camareros entraron trayendo la cena que ella había escogido y, como
le parecía extraño el silencio que se había hecho entre ellos, dijo después de
un momento:
—Espero que te guste el primer plato. El maître me lo recomendó muy
especialmente.
Friedrich siguió sin contestar y Marta comprendió que algo grave había
ocurrido.
Estaba acostumbrada a sus gritos y sus groserías, a que insultara a los
camareros, quejándose de todos los platos que le ponían delante. Pero aquel
silencio era algo nuevo y resultaba mucho más amenazador.
Supuso que el almirante le había traído malas noticias, pero no podía
preguntarle a Friedrich lo que había ocurrido mientras estuvieran los criados
en la habitación.
Comieron en silencio, y la cena se hizo interminable, ya que Friedrich ni la
miraba ni le dirigía la palabra.
Generalmente tragaba cada bocado con un sorbo de vino, pero aquella
noche comía muy despacio, como si lo hiciera en sueños.
Se le veía totalmente ensimismad en sus pensamientos.
Aunque consumió una gran cantidad de alcohol, a Marta le pareció que no
había bebido tanto como tenía por costumbre.
Sin embargo, no estaba segura porque el silencio de su esposo la
inquietaba. No sabía por qué, pero aquella noche le temía más que nunca y se
le hizo imposible seguir comiendo.
Rechazó los dos últimos platos, Friedrich, sin embargo se sirvió dos
veces. Comía lentamente aunque parecía que la comida no le proporcionaba
ningún placer.
Finalmente, los camareros sirvieron el café, colocaron una botella de
oporto y otra de coñac sobre la mesa y se retiraron.
Marta tomó su café y, cuando Josef salió también del salón, preguntó en
voz baja:
—¿Qué ocurre, Friedrich? ¿Por qué no me hablas?
El príncipe no contestó. Siguió bebiendo su oporto, contemplando la copa
como si le estuviera diciendo algo que deseaba saber.
Marta esperó.
No recordaba ninguna otra ocasión en que se hubiera comportado de
aquella manera, sólo sabía que su nerviosismo iba aumentando cada vez más.
—¿No… quieres decirme… qué es lo que ocurre, Friedrich?
En vista de que permanecía en silencio, Marta se levantó de la mesa.
—Buenas noches, Friedrich.
Esperó un momento y, como él siguiera sin contestar, se dirigió hacia la
puerta.
Estaba segura que la llamaría cuando hubiera cruzado el umbral, pero sin
embargo él no emitió sonido alguno y Marta entró en su dormitorio.
Habían cenado más tarde y la cena se había prolongado más que de
costumbre, pero todavía no eran las diez de la noche.
Marta se acercó a la ventana.
Se preguntó si debía ir al jardín o no, pero una voz interior le contestó que
sería un error. Sintió un repentino deseo de ver a Lord Arkley, de decirle que
estaba asustada y que necesitaba su consuelo.
Pero, si lo encontraba en aquellos momentos bajo el sauce, Marta sabía
que se arrojaría en sus brazos al verlo.
Deseaba tan desesperadamente estar junto a Lord Arkley que tuvo miedo
de no poder dominarse, así que empezó a desvestirse para no poder salir.
Pensó que su doncella estaría cenando todavía y no la llamó hasta que su
puso su camisón de dormir y estuvo lista para irse a la cama.
Helga debía estar arriba porque contestó inmediatamente a su llamada.
—¡Su alteza ya está en la cama! —exclamó la doncella.
—Sí, Helga, no te he llamado antes porque pensé que estarías todavía en
el comedor.
—No he podido comer mucho esta noche, alteza, hace mucho calor.
¿Necesita algo?
—No, Helga, gracias.
La doncella corrió las cortinas.
—Dejaré la ventana abierta, alteza —dijo—, pero me temo que habrá
tormenta y entonces tendrá que levantarse a cerrarla.
—Hace demasiado calor para cerrarla ahora.
—¿Debo de despertar a su alteza temprano?
—Sí, por favor, Helga. A las seis y cuarto. Voy a ir a montar. —Seré
puntual, alteza.
Helga colocó sobre su brazo el vestido que se había puesto Marta y le hizo
una reverencia.
—Buenas noches, alteza.
—Buenas noches, Helga y gracias.
La doncella salió de la habitación y Marta se recostó sobre las almohadas
de su cama.
Un poco después oyó el ruido de la silla de ruedas. Era Josef que llevaba
al príncipe a su habitación.
Marta podía escuchar casi todo lo que se hablaba en la habitación
contigua, no sólo a través de la puerta que comunicaba las dos habitaciones,
sino también por las puertas vidrieras, que daban al balcón y que estaban
abiertas en aquel momento.
Cuando Friedrich gritaba era imposible no oír sus palabras, pero aquella
noche sólo se escuchaba la voz de Josef y, ocasionalmente, su amo emitía una
especie de gruñido.
Entonces Marta oyó que su esposo decía con voz áspera:
—¡Quiero café! Café solo.
—Tendré que bajar a buscarlo, alteza.
—¿Y bien, qué esperas? Y tráeme algunos duraznos maduros. No me los
sirvieron con la cena esta noche.
—¿No quiere su alteza que lo desvista primero?
—¡No! No hay prisa. Quiero el café y los duraznos. ¡Ve a buscarlos ahora
mismo!
Parecía que Josef titubeaba antes de obedecer las órdenes de su amo, pero
por fin dijo:
—Está bien, alteza. Se lo traeré enseguida.
Marta oyó sus pasos por el vestíbulo y el ruido de la puerta al cerrarse. Se
quedó escuchando con los nervios en tensión.
Todo quedó en silencio, pero de pronto escuchó la voz de Friedrich:
—¡Auxilio! ¡Marta, ayúdame!
La muchacha pensó que no había oído bien, pero al sentarse en la cama,
volvió a oírse el grito de angustia:
—¡Auxilio!
Saltó de la cama, pensando que algo terrible había sucedido y, sin
detenerse a encender una luz, abrió la puerta que comunicaba las dos
habitaciones.
Al hacerlo, se encontró a Friedrich sentado en el centro de la habitación,
mirando hacia ella.
Todavía se encontraba en su silla, con la misma ropa que vestía a la hora
de la cena y cuando Marta le dirigió una mirada interrogante, vio que tenía un
revólver en su mano.
Era el que siempre guardaba cargado desde el día de su boda. Friedrich no
quería encontrarse desprevenido ante cualquier asaltante, anarquista o
cualquiera que intentara asesinarlo.
Marta se dio cuenta entonces, quizá cuando era demasiado tarde, de que
aquélla era un arma que nunca debió dejarse al alcance de su marido.
—Ven aquí, Marta —dijo el príncipe Friedrich—. Te necesito.
La muchacha se quedó inmóvil durante unos instantes, luego dijo:
—Voy a… ponerme una… bata.
—Ven aquí enseguida o te mataré aquí mismo.
Como un relámpago cruzó por la mente de Marta la idea de que Friedrich
se había vuelto loco. Pero como sabía que, si le desobedecía era capaz de
cumplir su amenaza, dio unos cuantos pasos hacia donde estaba el príncipe.
—¿Para qué quieres esa pistola, Friedrich? —preguntó ella.
—¡Porque quiero matarte!
—P… pero ¿por qué?
—Porque no puedes realizar ni las tareas más simples que se te
encomiendan. ¡Me has fallado, y no sólo a mí sino al emperador!
Marta contuvo el aliento.
Ahora comprendió por qué el almirante von Senden había venido a ver a
Friedrich. Había sido para informarle de que ya no necesitaba sus servicios.
—Lo siento mucho… pero no me has dado mucho tiempo.
—Wilhelm es un hombre impaciente y yo también lo soy —dijo el príncipe
—. Si yo soy un fracaso, tú también lo eres, Marta, y sufrirás por ello como
me has hecho sufrir a mí.
—Siento haberte fallado, pero me encomendaste una tarea casi imposible
para mí. No tengo el carácter adecuado para convertirme en espía, Friedrich…
no importa lo que piensen tus superiores.
El príncipe Friedrich levantó la pistola.
—¡Oh, Dios, cómo te odio! —gritó—. ¡Eres despreciable! El verte muerta
a mis pies me proporcionará la primera alegría de estos tres años.
La ira que experimentó Marta disipó sus temores.
—¿Y qué explicación vas a dar? —preguntó—. No me importa lo que
pienses, pero te castigarán por este crimen. Me imagino que no colgarán a un
inválido como tú, pero sin duda alguna te encerrarán en prisión.
—¡No me importa que me cuelguen si tú estás muerta!
—¡Eso no es cierto! —replicó Marta—. Yo no soy indispensable, pero tú
sí quieres vivir, Friedrich.
—¡Quiero matarte!
—Está bien —dijo ella—. Mátame si ése es tu deseo. Sólo espero que
puedas explicar satisfactoriamente tu acción a tu amado emperador. Puedo
asegurarte algo… ¡no le va a gustar el escándalo que provocará todo esto!
Un destello brilló en los ojos de su esposo. Marta comprendió que había
hecho el comentario acertado. Efectivamente, Friedrich no había calculado el
escándalo que iba a provocar con el asesinato de su esposa.
Viéndolo indeciso, Marta fue hacia él con la mano extendida.
—Dame la pistola, Friedrich. Si no me quieres a tu lado, me marcharé…
¡pero es algo descabellado que el gran duque de Wilzenstein cometa un
asesinato!
Sabiendo que lo había convencido, se le acercó y le quitó la pistola. Marta
la colocó sobre una mesa.
—Lamento haberte disgustado, Friedrich, pero la verdad es que Lord
Arkley no es la clase de hombre que revelaría secretos de estado a una
mujer… fuera quien fuera… y mucho menos a mí.
—¡No te has esforzado! ¡Me has fallado! ¿Cómo has podido ser tan
estúpida para no poder descubrir ni un solo dato que interesara a Wilhelm?
—Debería haber utilizado a alguien más experto que yo en estos juegos
sucios —replicó Marta—. Pero es inútil seguir discutiendo. ¡Buenas noches,
Friedrich!
Se disponía a volver a su dormitorio, cuando de pronto observó que la
cabeza de su esposo colgaba sin fuerza sobre su pecho.
Marta titubeó.
—¡Friedrich! ¿Qué te pasa?
El príncipe no se movió. Tenía la cabeza caída y sus manos colgaban a
ambos lados de la silla de ruedas, encima de la manta que cubría sus rodillas.
—¡Friedrich!
Se le ocurrió de pronto que podía haber sufrido un ataque al corazón. Fue
hacia él para levantarle la cabeza y mirarle a los ojos.
Pero cuando lo tocó, el príncipe la agarró con ambas manos. Marta
comprendió que había estado fingiendo para cogerla desprevenida.
—¡Friedrich! —gritó Marta—. ¡Suéltame!
Pero era demasiado tarde.
—¡Ahora podré castigarte como te mereces! ¡Has evitado que te disparara
con la pistola, pero nada podrá impedirme que te mate a golpes!
Con su mano izquierda le agarró la muñeca y dándole un fuerte tirón hizo
que Marta cayera sobre sus rodillas. Entonces, con la mano derecha sacó el
delgado látigo que guardaba debajo de la manta.
Marta escuchó su chasquido antes de sentir un intolerable dolor sobre su
espalda.
Trató de librarse de él y cayó al suelo, pero el príncipe no la soltó.
Tendida a sus pies, quedó exactamente en la posición que él deseaba.
El látigo cayó una y otra vez sobre su espalda y aunque Marta luchó por
escaparse, la mano de Friedrich se cerraba sobre su muñeca como un grillete.
La estaba azotando con toda su furia contenida. Se había sentido
terriblemente humillado al saber que el emperador ya no necesitaba sus
servicios.
Su ira le daba una fuerza superior a lo normal. No había bebido tanto como
de costumbre, por lo que el alcohol no había adormecido sus sentidos, sino
por el contrario había inflamado más aún sus sentimientos.
Marta sintió que la delgada tela de su camisón se rasgaba debido a los
golpes de látigo, que cortaban su piel como rayos de fuego.
Estaba haciendo tantos esfuerzos por no gritar que oyó su grito como si no
proviniera de ella, como si lo hubiera lanzado un animal herido.
El grito se escuchó una y otra vez, y cuando el dolor se hizo intolerable y
cayó medio desmayada oyó la voz de Josef.
—¡Su alteza real! ¡Deténgase, alteza!
—¡Tiene que morir! ¡Morirá como se merece, como una traidora! ¡Una
criatura que no merece ser mi esposa ni llevar el nombre de mi familia!
—¡Deténgase, alteza! ¡No puede hacer eso!
—¡Quítate de mi camino! ¡Tiene que morir! ¡Tiene que morir por todo lo
que me ha hecho! ¡La mataré, la mataré!
Su voz sonaba como el rugido de un animal salvaje.
De pronto se escuchó el ruido de un disparo que retumbó por la habitación.

***

L ord Arkley había estado cenando con el rey. Era la clase de cena que al rey
le encantaba ofrecer en su habitación antes de visitar el casino y de ir a
reunirse después con las hospitalarias y fascinantes anfitrionas de Marienbad.
Sólo estaban presentes seis amigos personales de Su Majestad, así que
podían hablar sin reservas.
Entre los invitados estaba, como de costumbre, el marqués de Soveral, que
los hacía reír con sus ocurrencias, y Lord Arkley.
La cena había resultado soberbia y los vinos habían sido escogidos con
exquisito gusto. Cuando se sirvió el oporto, el rey se recostó en su silla y
encendió uno de sus inevitables puros.
—Eso me recuerda, señor —dijo Lord Arkley—, que le he traído una caja
de habanos. Pensé dárselos antes, pero se me han olvidado en mi habitación.
Están hechos con una hoja que no se había exportado nunca.
—Será un placer probarlos —dijo el rey—. Mande a uno de los criados a
traer esa caja.
—Yo mismo la traeré —dijo Lord Arkley—. Creo que está en uno de los
cajones que tengo cerrados con llave.
—¿Qué más guarda allí, Arkley? ¡Secretos de estado o cartas de amor!
—Ninguna de las dos cosas. Pero dudo mucho que me crean.
Todos rieron y él salió de la habitación y al encaminarse por el corredor
que conducía a su departamento, oyó los truenos de la tormenta. Aquella noche
Marta no le estaría esperando bajo el sauce.
Al pensar en ella, le parecieron interminables las horas que faltaban hasta
la mañana siguiente. Nunca había conocido a una mujer que le hiciera sentir
que cada minuto lejos de su presencia era como si hubiera transcurrido un
siglo.
Deseaba hablarle, mirarla, pero más que nada extasiarse en la pureza de su
recién encontrado amor espiritual.
Marta llenaba sus pensamientos cuando entró en su aposento y encendió la
luz.
Hawkins debería estar abajo cenando.
Había guardado los cigarros bajo la llave simplemente porque deseaba
regalárselos al rey y, si los hubiera dejado en cualquier parte, cualquier
visitante podía haber cogido uno.
Sacó un manojo de llaves de su bolsillo, escogió la que abría el cajón y la
introdujo en la cerradura.
De pronto levantó la cabeza. Le pareció oír un gemido.
Recordó la primera noche que había oído gritar a Marta, cuando el
príncipe Friedrich la azotaba.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, fue hacia el balcón. El gemido se
oyó de nuevo, muy débil. Lord Arkley rogó porque todo fueran imaginaciones
suyas.
Entonces vio que las luces del salón de los príncipes estaban apagadas,
pero brillaban en otra de las habitaciones.
¿Sería posible que aquel salvaje estuviera golpeando de nuevo a Marta?
¿Cómo podría escuchar sus gemidos sin intervenir?
Se detuvo indeciso junto a las flores y enredaderas que separaban los dos
balcones, cuando un relámpago surcó el cielo seguido por un ruido atronador.
Lord Arkley se dijo que seguramente se había equivocado.
Entonces oyó un grito inconfundible y una voz de hombre que debía ser la
de Josef. El príncipe Friedrich empezó a gritar y Lord Arkley contuvo el
aliento.
—¡La mataré! ¡La mataré! —decía en alemán.
Luego oyó un disparo y nuevamente otro trueno.
Mientras los relámpagos rasgaban el cielo, Lord Arkley trepó por la
celosía que dividía los balcones.
Corrió hacia la ventana abierta y al entrar por ella, vio a Marta tendida en
el suelo, medio desnuda, y con la espalda cruzada por las heridas que le
habían causado los latigazos, algunas de ellas sangrantes.
El príncipe estaba caído en su silla sosteniendo aún el látigo, pero cuando
Lord Arkley entró, su mano derecha se deslizó sin fuerzas dejando libre la
muñeca de Marta.
Josef, con la humeante pistola en su mano, no se había movido. Miraba
fijamente a su amo como si no pudiera creer lo que había hecho.
Lord Arkley apareció la escena con la rapidez de un hombre de acción
acostumbrado al peligro y, cuando entró en la habitación, Josef le dijo
simplemente:
—¡Su alteza real la habría matado! ¡Quería hacerlo!
—Lo comprendo bien —dijo Lord Arkley en tono áspero.
Se inclinó para incorporar a Marta. La muchacha emitió un murmullo y
escondió su rostro en el pecho de Lord Arkley.
—Ya pasó —le dijo él en tono suave—. Ya no te lastimará más.
La estrechó contra su pecho y dijo:
—¿Josef?
—Sí, milord.
—¿Por qué lo dejaste solo?
—Me envió a buscar café, milord.
Josef hizo un gesto con la mano señalando el café que había colocado
encima de una mesa. Junto a él había una fuente con duraznos.
Lord Arkley miró la bandeja durante un momento y luego dijo:
—Ve otra vez abajo, Josef, y vuelve a llevar el café diciendo que tu amo
se ha quejado que no estaba suficientemente caliente. Trata de hacer algún
comentario y cuando esté listo, sube otra vez.
—M… milord —balbuceó Josef.
—Haz exactamente lo que te digo, no vaya a ser que alguien haya oído el
disparo.
No era probable que alguien lo hubiera escuchado porque la tormenta
estaba en pleno apogeo y se encontraba directamente sobre sus cabezas y los
relámpagos iluminaban el cielo con intervalos de segundos.
—Cuando vuelvas —prosiguió Lord Arkley—, te encontrarás con que su
alteza se ha suicidado.
Josef le miró como si pensara que había perdido la razón. Pero, como
tenía una mente despierta y estaba acostumbrado a recibir órdenes,
comprendió lo que Lord Arkley se proponía.
—Cuando encuentres a tu amo con la pistola en la mano, no querrás
despertar a tu ama, pero irás a buscar ayuda a la habitación más cercana, que
es la mía. ¿Comprendes?
—Sí, milord. Perfectamente.
—¡Entonces, vete enseguida! Nada más cambiar el café, regresa
directamente. ¿Comprendido?
—Sí, milord.
—Pon la pistola sobre la mesa.
Josef obedeció y, cuando cogió la bandeja, Lord Arkley dijo:
—No importa lo que suceda, Josef, pero no debes mezclar en esto a la
princesa. ¿Me entiendes?
Josef inclinó la cabeza y salió de la habitación cerrando la puerta.
Lord Arkley llevó a Marta hasta su habitación. Encendió la luz y la acostó
suavemente sobre la cama.
La muchacha estaba medio desmayada, pero Lord Arkley supuso que había
escuchado todo lo que habían hablado. Marta lo miró con ojos aterrorizados.
—No debe haber escándalo, adorada mía —le dijo—. Yo me encargaré de
todo. Cuando haya arreglado lo que debe hacerse con Friedrich, haré que
envíen a tu doncella para despertarte y decirte lo que ha ocurrido. Por tu bien
y el de Josef, nadie debe saber la verdad.
La cubrió con las sábanas y cogiendo su fría mano se la llevó a los labios.
Entonces regresó al salón.
Tomando el revólver, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo y lo
colocó en la mano de Friedrich, poniendo el dedo del príncipe en el gatillo.
Sin apresurarse, Lord Arkley salió y se dirigió a su aposento.
Vio a Josef a lo lejos, que regresaba por el corredor con la bandeja de
café.
No tuvo que esperar mucho antes de que Josef llamara a su puerta. El
criado estaba pálido, pero tranquilo. Pero antes de que pudiera hablar vio que
herr Hammerschmid avanzaba por el pasillo en dirección contraria. Se
acercó.
—Me dirigía a la habitación del príncipe Friedrich para solucionar una
queja que recibí esta mañana de él. Es una hora poco oportuna, pero ha vuelto
a quejarse hace un rato y parecía muy irritado.
Ambos entraron en la habitación, seguidos de Josef, y descubrieron el
cuerpo inerte del príncipe.
—Debe haber sufrido un nuevo ataque al corazón —dijo Josef.
—¡Oh, Dios mío! Esto puede perjudicar la reputación de mi hotel.
Josef se acercó a su señor y simuló comprobar la respiración del príncipe.
—Efectivamente, como me temía se trata de un ataque al corazón. Hemos
de internarle rápidamente.
Ninguno de los presentes estaba dispuesto a comprobar la afirmación de
Josef, y herr Hammerschmid estaba demasiado preocupado por el perjuicio
que su hotel podía sufrir.
—Es necesario que nadie se entere esta noche del infortunado ataque que
ha sufrido su alteza real.
—Eso es lo que he pensado —replicó Lord Arkley—, y tal vez cuando su
alteza real esté perfectamente instalado en la clínica, podrá despertar a la
doncella de la princesa para que informe a su ama de lo sucedido.
—Puede dejar todo en mis manos, milord. Y por supuesto, si el ataque al
corazón de su alteza resultara fatal, su señoría sería el primero en saberlo.
—Es usted muy considerado —dijo Lord Arkley—. Su alteza real es un
viejo amigo.
Herr Hammerschmid saludó con una inclinación de cabeza y Lord Arkley
fue hasta su aposento, recogió la caja de puros del cajón que había dejado
abierto y volvió a la fiesta del rey.
Capítulo 10

l vagón de ferrocarril perteneciente al príncipe Miklos era enormemente


E cómodo. Lord Arkley se había montado en él en Budapest y se dirigía
hacia el palacio del príncipe.
Después de haber bebido un burbujeante y delicioso vino de Hungría, Lord
Arkley se sentó a comer unos manjares como lo que podían servirse en los
mejores restaurantes del mundo, atendido por criados que vestían libreas de la
familia.
Sin embargo, en lo único en lo que podía pensar era en que al final de
aquel día vería nuevamente a Marta.
Pensó, como tantas otras veces, que aquél había sido el año más largo de
su vida.
Pero sabía que debía observar los convencionalismos y que Marta debería
guardar luto por su esposo como se esperaba de toda viuda.
Cuando transcurrió el verano, empezó a sentirse cada vez más impaciente.
Finalmente el rey Edward le dijo:
—¿Vendrá conmigo a Marienbad como de costumbre? —Entonces supo
que la espera había terminado y que la felicidad que tanto anhelaba estaba
próxima.
Lo más frustrante de todo aquel tiempo era que le había sido imposible
comunicarse con Marta. Las cartas eran peligrosas porque podían leerlas ojos
indiscretos y por la misma razón, le era imposible comunicarse con ella.
El único consuelo que había tenido, después de aquella terrible noche en
que había llevado a Marta casi inconsciente hasta su lecho, era que sabía que
la duquesa estaba a su lado.
Ignoraba cómo había podido regresar a la fiesta del rey y reír y bromear
como si nada hubiera sucedido.
Cuando por fin todos se dirigieron al casino, Lord Arkley sintió que ya no
podía seguir encerrado entre cuatro paredes.
Caminó sólo a través del bosque, siguiendo el camino que había recorrido
aquella mañana con Marta. Después de haber rogado y esperado, Dios había
sido misericordioso con ellos y, después de algún tiempo, volverían a reunirse
para disfrutar de su felicidad.
Pero antes tendrían que salvar muchos obstáculos y sobreponerse a un
sinnúmero de dificultades.
Lo que más le preocupaba a Lord Arkley era la salud de Marta. Tenía que
no pudiera soportar la tensión de todo lo sucedido y el fatigoso protocolo del
entierro del príncipe Friedrich.
Existía también la remota posibilidad de que se descubriera la verdad y se
organizara un escándalo que haría tambalearse a todas las monarquías si
revelaba que al príncipe Friedrich le habían matado con un arma de fuego
disparada por su ayuda de cámara para evitar que matara a su esposa.
Sin embargo, Lord Arkley estaba seguro de que podía confiar en que Josef
callaría, no sólo por salvar su pellejo sino también para no manchar el buen
nombre de Marta.
Lord Arkley tenía experiencia en juzgar a las personas y, aunque nadie se
lo había dicho, estaba convencido que la única razón por la que Josef había
soportado el intolerable comportamiento y los insultos de Friedrich, era
debido a la devoción que sentía por Marta.
Por lo tanto era poco probable que la expusiera a las burlas y desprecios
del mundo.
Lord Arkley también intuía que podía confiar en el buen sentido de herr
Hammerschmid. No había en el mundo un grupo de personas que más temieran
el escándalo y las consecuencias que éste podía tener para su reputación que
los dueños de hoteles.
Herr Hammerschmid estaba orgulloso de que en su hotel se hospedara no
sólo el rey de Inglaterra, sino también muchos otros monarcas que imitaban su
comportamiento.
Era inimaginable que todo aquel trabajo pudiera verse perjudicado por un
gran duque alemán de poca importancia.
Lord Arkley confiaba en que el cuerpo de Friedrich fuera llevado
sigilosamente a alguna casa privada de salud, en la que se le dijera que
«estaba demasiado enfermo para recibir visitas».
Así fue exactamente como sucedió.
A la mañana siguiente Lord Arkley se enteró de que su alteza real el
príncipe Friedrich había sufrido un grave ataque al corazón y que su estado era
grave.
La noticia se extendió por Marienbad y se discutió junto al
«Kreuzbrunnen» cuando las gentes se reunieron a tomar el agua.
La noticia no sorprendió a nadie, porque Friedrich, con su rostro hinchado
y su reputación de gran bebedor, había causado la impresión de que era un
hombre que no viviría muchos años.
—¡Pobre diablo! Si muriera, sería lo mejor que pudiera pasarle —
comentó el rey Edward.
—Estoy de acuerdo con usted, señor —contestó Lord Arkley—. Pocos de
nosotros quisiéramos vivir en esas circunstancias.
El marqués de Soveral interrumpió la conversación con una divertida
anécdota y la enfermedad del príncipe Friedrich quedó olvidada entre las risas
de los presentes.
En cuanto volvió del «Kreuzbrunnen», Lord Arkley fue a ver a la duquesa.
—Viene muy temprano, milord —dijo la anciana tendiéndole su mano—, y
me imagino que ha venido a discutir la grave enfermedad del príncipe
Friedrich.
Yo acabo de enterarme de ella por mis criados.
—Efectivamente, señora —dijo Lord Arkley llevándose la mano de la
duquesa a sus labios—, y, además, estoy muy preocupado por la princesa.
—Es lo que había pensado —replicó la duquesa—, y francamente, creo
que mis plegarias han sido escuchadas.
Sus astutos ojos se encontraron con los de Lord Arkley y ambos cruzaron
una mirada de entendimiento.
—Lo que ha venido a pedirle —dijo Lord Arkley—, es que ayude a la
princesa porque, como comprenderá, yo no puedo hacerlo.
—Ya me he preparado para hacerlo en cuanto Marta pueda recibirme, y
usted sabe tan bien como yo, Lord Arkley, que en estos momentos la única
persona que debe permanecer lejos de ella es usted.
—Lo comprendo, Madame.
—Déjelo todo en mis manos —dijo la duquesa—, pero venga a verme esta
noche y le contaré lo que sé que estaré impaciente por saber.
Lord Arkley supo por la duquesa que Marta habría sufrido un colapso
nervioso si su amor no le hubiera prestado fuerzas.
—Me pidió que le dijera —dijo la duquesa—, que está pensando en la
bruma que flota sobre el lago, que usted entendería.
—Lo comprendo —murmuró Lord Arkley.
—Parece tan frágil, tan enferma —dijo la duquesa, quebrándosele la voz
—, que me temo que todo esto sea demasiado para ella.
—¿Quisiera llevarle un mensaje?
—Sabe muy bien que lo haré.
—Dígale a Marta que la estaré esperando más allá de la niebla.
La duquesa entregó fielmente el mensaje y, cuando Marta sonrió
débilmente y sus ojos se iluminaron, comprendió que sus temores eran
infundados.
Tres días después, el féretro de Friedrich, cubierto de negro crespón,
partió en un tren de regreso a Wilzenstein. Marta lo acompañó en contra de las
órdenes de los médicos.
Lord Arkley leyó en los periódicos la noticia de los servicios funerales
ofrecidos en Wilzenstein para el fallecido monarca.
El príncipe Friedrich fue enterrado con toda la grandeza y pompa que a él
le habrían gustado.
La mayoría de los países de Europa estuvieron representados y, aunque el
emperador no pudo asistir personalmente, envió como sus representantes al
barón von Echardstein y al almirante von Senden.
Lord Arkley pensó que aquél era un gesto lleno de cinismo, que sólo podía
habérsele ocurrido al kaiser.
Una vez que la muchacha partió de Marienbad, le fue imposible tener
noticias íntimas de Marta. Lord Arkley comprendía que lo que menos podía
hacer era tratar de comunicarse con ella mientras estuviera en Alemania.
Por consiguiente, tuvo que esperar que se terminaran todas las honras
fúnebres y todos los homenajes en honor de Friedrich y que Marta partiera del
palacio en dirección a su hogar de Hungría.
Pero se puso casi frenético ante su impotencia para ayudarla cuando se
enteró por los periódicos que Marta había sufrido un colapso nervioso
después del funeral y que estaba bajo tratamiento médico.
Si hubiera obedecido el impulso de cualquier hombre enamorado, no
hubiera hecho caso de los convencionalismos y hubiera viajado a Wilzenstein
para verla. Pero su estricto dominio de sí mismo y su preparación diplomática
le detuvieron.
Durante varias semanas apenas si pudo conciliar el sueño hasta que
finalmente supo que Marta estaba lo suficientemente restablecida como para
regresar a Hungría.
Sintió que se había quitado un gran peso de encima, pero un innato sentido
de la prudencia le hizo decidirse a no escribirle.
Era muy arriesgado hacer algo que pudiera despertar sospechas en la
familia de Marta de que la muchacha había pensado en otro hombre que no era
su esposo.
Se puso de acuerdo con la duquesa para que le enviara a Marta flores en
su nombre todos los meses. No se atrevió a incluir ninguna nota, pero las
palabras eran innecesarias entre ellos y la muchacha comprendería lo mucho
que la recordaba.
Sabiendo que le esperaban muchos meses de soledad hasta que pudieran
reunirse nuevamente, Lord Arkley se entregó a su trabajo con una devoción y
una desesperación que sorprendió a todas las mujeres que le habían conocido
con anterioridad.
Las grandes anfitrionas, cuyas invitaciones rechazaba una tras otra,
pensaron que debía estar envuelto en algún nuevo idilio. Pero cuando
descubrieron que nunca se veía a Lord Arkley sólo con alguna mujer, excepto
alguna de mucha más edad que él, se quedaron sorprendidas y, después, se
sintieron un poco despechadas.
—¿Qué puede haberle ocurrido a Ian Arkley? —se preguntaban—. Antes
era tan divertido, y sin embargo ahora sólo piensa en trabajar y ser ríe
únicamente cuando está en compañía del rey.
Pero el rey Edward estaba encantado por la cantidad de tiempo que Lord
Arkley le dedicaba.
Las relaciones entre Inglaterra y Alemania seguían siendo amistosas
gracias únicamente a los esfuerzos del «tío Bertie». Ahora eran los franceses
los que tenían miedo de que pudiera firmarse una alianza anglo-germana.
Antes de ir a disfrutar de sus acostumbradas vacaciones en Marienbad, el
rey visitó Alemania y esta vez fueron los franceses los que se sintieron
preocupados por los resultados de aquel encuentro.
Afortunadamente para Lord Arkley, resultó ser un viaje rutinario y sin
contratiempos. El emperador Wilhelm estaba en la estación aguardando el tren
del rey. Iba vestido con su inevitable uniforme y estaba escoltado por su
acostumbrado enjambre de oficiales del ejército.
Después de la cena, se habló de política y Lord Arkley quedó admirado
ante la habilidad del rey Edward para abordar los temas de una manera
ingeniosa, pero sin comprometerse a nada.
Pero toda esta situación exigía un gran esfuerzo, así que Lord Arkley
suspiró aliviado cuando el emperador y su comitiva regresaron a Berlín y el
rey Edward prosiguió su viaje a Marienbad.
Una noche cuando aún estaban en Alemania, el rey le había comentado al
kaiser:
—Sentí la muerte de Friedrich de Wilzenstein, pero había sufrido tanto,
que creo que fue un acto piadoso.
—¿Friedrich? ¡Ah, sí, por supuesto, Friedrich! —dijo el kaiser como si de
momento no recordara a quién se refería el rey—. Se convirtió en una ruina
humana después de la explosión; fue una lástima que la bomba no terminara
con él en aquel mismo instante.
Lord Arkley sintió deseos de pegarle por su dura indiferencia, pero el
kaiser cambió de tema y el nombre del príncipe Friedrich no volvió a
mencionarse.
Ahora, mientras Lord Arkley tomaba una taza de café en el tren, uno de los
criados que le atendía se aproximó para decirle:
—Se me sugirió, milord, que tal vez desearía ponerse su traje de montar.
Lord Arkley alzó las cejas y el criado continuó:
—Por supuesto habrá un carruaje esperando en la estación, pero también
un caballo por si desea tomar el camino más corto hacia el palacio a través
del bosque.
Lord Arkley se quedó pensando. Sabía por su visita anterior, que había un
bosque de pinos entre la estación y el palacio, un bosque cuyos alrededores
eran muy semejantes a los de Marienbad.
Fue al otro compartimento y se encontró con que Hawkins ya había sacado
de la maleta su traje de montar. Sólo necesitó unos minutos para cambiarse.
Entonces volvió a sentarse junto a la ventanilla para contemplar el
magnífico paisaje. Aunque hacía mucho calor, la nieve blanqueaba todavía los
picos de las montañas, que se recortaban sobre el azul del cielo.
Los grandes ríos plateados que corrían por los valles, y aunque no estaban
crecidos por los deshielos del invierno, tenían la misma majestad que los
castillos que se alzaban junto a ellos.
La invitación a visitar el palacio de Esterházy había venido directamente
del príncipe Miklos. Aunque parecía una invitación común y corriente para
una cacería, Lord Arkley estaba seguro de que Marta estaría en el palacio de
su primo y de que muy pronto la vería.
Se sentía tan excitado y emocionado como un joven que acude a una cita
con su primer amor. Pero, después de todo, ésa era la verdad.
Él nunca había amado a nadie como amaba a Marta y, durante la
separación, su amor había ido creciendo día a día. Ahora, incluso sentía
miedo de que no pudieran volver a sentir el éxtasis que habían experimentado
en aquellos días de angustia.
Pero entonces se dijo que no había motivo para tener miedo. Cuando dos
personas se amaban como él y Marta, con sus mentes y sus espíritus
sincronizados, ni el tiempo ni la distancia podían alterar sus sentimientos.
El tren se acercaba lentamente a la pequeña estación, construida
especialmente para los visitantes del palacio.
Colocaron apresuradamente una alfombra roja ante la puerta del vagón y,
cuando Lord Arkley se bajó, fue recibido por uno de los hijos menores del
príncipe.
—¡Me alegro mucho de verle de nuevo, milord! —exclamó.
Lord Arkley miró con afecto a aquel apuesto joven húngaro que, junto con
su hermano, le había hecho disfrutar inmensamente de su anterior visita al
palacio.
Mientras hablaba del viaje y de otros asuntos sin importancia, fueron
caminando hacia un extremo de la estación donde les esperaba un carruaje y
una carreta para los criados y el equipaje.
También habían llevado un brioso caballo de las caballerizas del príncipe,
conocidas como una de las mejores de Hungría.
—Es mucho más rápido cabalgar a través del bosque —dijo el joven que
había ido a recibir a Lord Arkley—, y debe perdonarme si no le acompaño,
pero creo que en el camino encontrará a alguien que le conducirá al palacio.
Un destello de malicia brilló en sus ojos y Lord Arkley montó el caballo
con la certeza de que, después de una espera tan larga, vería muy pronto a
Marta.
Cabalgó un buen trecho hasta que, de pronto, vio delante de él, entre los
pinos, la silueta de un jinete montado en su caballo.
El corazón le latió con fuerza y unos segundos después miró hacia allí con
incredulidad. Le hubiera sido difícil no reconocer aquella figura de haberla
encontrado en medio de una multitud.
Cuando los ojos de Marta buscaron los suyos, vio que eran los mismos que
él recordaba. Y, cuando sus miradas se encontraron, sobraron las palabras
para expresar la dicha que los envolvía, tan luminosa como los rayos del sol.
—¡Marta!
Lord Arkley pronunció su nombre con una mezcla de alegría y sorpresa.
La desdichada mujer, delgada y tensa, con el dolor reflejado en las
profundidades de sus ojos, había desaparecido. Ante él se encontraba una
joven tan radiante que parecía la personificación de la primavera.
Marta llevaba un ligero traje de montar y, como la tarde era muy calurosa,
se había quitado la chaqueta, quedándose solo con una fina blusa amarilla.
Mientras esperaba, se había quitado su sombrero de ala ancha y lo había
puesto en el arzón de la silla.
La luz del sol, que se filtraba a través de los árboles, prestaba extrañas
tonalidades en la luminosidad de sus ojos.
A Lord Arkley le pareció que no había en el mundo una mujer más hermosa
ni más feliz.
Se miraron en silencio. Después Marta exclamó:
—¡Ya estás aquí!
—¡Ya estoy aquí, junto a ti, adorada mía!
La muchacha se sintió un poco cohibida y añadió:
—No podía soportar… encontrarte… entre todas las demás personas… y
además… y además… quiero mostrarte algo.
Adelantó su caballo y Lord Arkley la siguió. Avanzaron juntos por un
sendero que serpenteaba entre los pinos.
Al cabo de un corto trecho, apareció delante de ellos un lago. Era más
grande que el de Marienbad y más hermoso, rodeado de árboles y de montañas
cubiertas de nieve.
Marta sonrió al decirle a Lord Arkley.
—Me temo que… no hay ningún café, pero podremos estar… solos. —Eso
es todo lo que quiero.
Detuvieron los caballos y Lord Arkley desmontó. Cuando se aproximó a
Marta comprendió que la muchacha estaba esperando que la cogiera por la
cintura para ayudarla a bajar de la silla.
La sintió como una pluma entre sus brazos aunque había engordado desde
la última vez que la había visto y los rasgos angulosos de su rostro habían
desaparecido. También admiró la suave curva de sus pechos bajo la ligera tela
de su blusa.
La dejó en el suelo, pero siguió abrazándola. Los caballos buscaron la
hierba y ellos se quedaron solos bajo los pinos.
—¿Me echaste de menos? —preguntó Lord Arkley.
Marta no hizo ningún movimiento para alejarse de él, sino que a Lord
Arkley le pareció que la muchacha se acercaba aún más, por lo que sus brazos
la estrecharon con más fuerza.
—Pensé que este año no transcurriría nunca —murmuró ella.
—¿Todavía me amas?
—Iba a hacerte la misma pregunta. Me daba tanto miedo que… me
olvidaras.
—¿Y crees que eso hubiera sido posible?
El tono grave de su voz la hizo estremecerse.
—Pensé en… todas las mujeres hermosas que has conocido… —empezó a
decir ella, pero se detuvo y, después de una pausa, dijo:
—Estaba segura… completamente segura de que nuestro amor era
demasiado maravilloso para terminar.
—Nunca podrá acabar —dijo Lord Arkley—. Yo también he encontrado
este año interminable.
—¡Te amo!
Las palabras fueron pronunciadas apenas en un susurro, pero él las
escuchó nítidamente. La atrajo más hacia él y sus labios se posaron en los de
Marta.
Era lo que Lord Arkley había estado esperando, pero no olvidó que Marta
nunca había besado a ningún hombre y que aquélla sería la primera vez.
Fue dulce, suave y tierno. La besó como si fuera una flor y todo lo
espiritual y sagrado que sentía por ella se reflejó en el roce de sus labios.
A Marta le pareció que se le abrían las puertas del cielo y que por fin
encontraba lo que siempre había anhelado.
Aquello era lo que había más allá de la niebla, en las sombras de los pinos
y en sus almas.
Era un éxtasis indescriptible que la unía a Lord Arkley y los convertía a
ambos en un solo ser.
Ella se sintió transportada a ese mundo encantado del que habían hablado,
pero que ella nunca esperaba encontrar.
Pero ahora había entrado en él y su amor la acompañaba.
Él era su guía, su amo, su sostén, todo lo que Marta ansiaba que un hombre
le ofreciera.
Fue tan perfecto, tan maravilloso, que cuando Lord Arkley separó sus
labios de los suyos, Marta tuvo la sensación de que un halo de luz le rodeaba y
que ya no era humano.
Al contemplar sus ojos radiantes, la suavidad de sus labios y al sentir su
corazón latiendo junto al suyo, Lord Arkley dijo:
—Te venero, adorada mía. Estamos juntos y ya no existiría la desdicha
para ti, porque juro que te haré feliz.
—¡Te amo! —dijo Marta—. Te amo… con todo el amor que hay en el
mundo.
—Y así será siempre.
La besó de nuevo y esta vez sus labios fueron más posesivos y, sin
embargo, infinitamente tiernos.
Horas después fueron a sentarse sobre la hierba a un lado del lago. Iban
con los brazos entrelazados y los ojos de Lord Arkley estaban fijos en el
rostro de Marta como si no se cansara de mirarla.
—Estás aún más hermosa de lo que recordaba —le dijo—, y sé que se
debe a que se han esfumado los temores que te acosaban y que me hacían
desear tenerte así entre mis brazos y protegerte siempre.
—Eso es lo que has hecho.
—Y lo haré siempre, siempre, por el resto de nuestras vidas.
Marta suspiró de felicidad y apoyó la cabeza en el hombro de Lord Arkley.
—Tenía miedo de que todo fuera un sueño… y que algo te impidiera…
reunirte conmigo.
—Nada en el mundo tendría ese poder —contestó él—, aunque el rey
Edward insistió en que la acompañara a Marienbad.
—¿Pero te negaste?
—Me negué tan firmemente que no discutió. Tendrá que aprender a
prescindir de mí en el futuro, así que es mejor que empiece a aprenderlo desde
ahora.
—¿Prescindir de ti? —preguntó Marta—. ¿Quieres decir…?
—Quiero decir que tendré mucho que hacer en mi hogar junto a mi esposa.
Marta lanzó un leve grito de felicidad.
—Sabes que quiero estar contigo en todo momento… deseo ver tu casa
con sus muebles franceses… la casa que será… mi hogar.
—Eso es lo que será siempre —prometió Lord Arkley—. ¿Cuándo podrás
casarte conmigo?
—Cuando tú desees.
—Entonces será esta noche o a más tardar, mañana. Marta rió.
—No le he dicho a mi familia el motivo de tu visita a Hungría, sólo le pedí
a mi primo Miklos que te invitara, pero tengo el presentimiento de que ya lo
sospechan.
—¿Por qué piensas eso?
—Tal vez porque no pude evitar expresar mi alegría desde el momento en
que supe que habías aceptado la invitación de mi primo.
—Si no me la hubiera enviado, hubiera venido sin invitación —comentó
Lord Arkley—. Hemos aceptado los convencionalismos, adorada mía, pero
ahora nadie puede pedirnos más. Somos libres, libres de amarnos como estaba
escrito.
—Te amo… con todo mi ser —susurró Marta—, pero… ¿y si te
desilusionara?
Lord Arkley sonrió, pero antes que pudiera replicar, Marta continuó:
—He oído hablar tanto de… tu éxito como el hombre más atractivo de
Londres… y supongo que el de París también.
—Me halagas —dijo Lord Arkley—, pero no debes haberte mirado a
menudo al espejo o sabrías que no hay nadie en el mundo más adorable que tú.
—Tal vez… estás exagerando —contestó Marta—, pero eso es lo que
deseo que pienses de mí.
La muchacha le ofreció sus labios y Lord Arkley la besó hasta que el cielo
y el lago parecieron girar en torno a ellos.
Marta percibió además un nuevo ardor en sus besos y en sus ojos.
—¡Te deseo! —dijo él con voz ronca—. He esperado, sumido en el
tormento de la espera, pero no quiero esperar más.
Marta escondió la cabeza en su pecho y dijo en un murmullo:
—Si estás completamente seguro… y no deseas que tus amigos estén
presentes en nuestra boda, podríamos casarnos en la capilla del palacio.
—¡Por supuesto! —exclamó Lord Arkley—. Me había olvidado de la
capilla. ¿Qué lugar podría ser más apropiado para nuestra boda, con sólo tu
familia como testigos?
—Esperaba que dijeras eso… y deseo más que nada en el mundo llevar tu
nombre… y borrar cualquier otro.
—Una vez que seas mi esposa —replicó Lord Arkley—, olvidaremos todo
lo que te ha ocurrido en el pasado. Fingiremos, adorada mía, que nos hemos
conocido en una fiesta ofrecida por tu primo Miklos.
Besó sus cabellos antes de continuar:
—Soy un inglés mundano, hastiado y cínico y he venido a Hungría a cazar
perdices.
Los ojos de Marta parecían los de un niño que escucha un cuento de hadas.
—Llego al palacio —continuó Lord Arkley—, y conozco a una joven
llamada Marta Esterházy que acaba de salir de la escuela. Ella es joven,
inocente y, tan hermosa, que me enamoro locamente de ella.
—¿Y qué sucede entonces?
—Descubro que ella me quiere un poco.
—Un poco no.
—Está bien, ¡mucho!
—Con un amor más grande que el cielo y el mar y todo el mundo juntos.
Marta hablaba apasionadamente y Lord Arkley la atrajo hacia sí.
La muchacha pensó que Lord Arkley iba a besarla y alzó la cabeza, pero él
dijo suavemente:
—Marta Esterházy no es sólo la mujer más hermosa que he visto en mi
vida sino que, además, nunca ha recibido un beso.
—¿Y el mundano, hastiado y cínico Lord Arkley no encuentra eso muy
aburrido?
—Le parece muy misterioso y muy excitante.
Lord Arkley estrechó Marta con fuerza y sus labios se posaron en los
suyos, besándola hasta que sintió cómo se apresuraban los latidos de su
corazón y apenas podía respirar. Cuando sus labios se apartaron, le dijo:
—¿Podría un hombre sentirse hastiado de tu compañía, adorada mía?
Puso su mejilla sobre la suave piel de Marta y continuó:
—Tengo tantas cosas que enseñarte… Será lo más emocionante que he
hecho en toda mi vida.
—Y lo más maravilloso para mí.
—Cariño, yo te haré feliz.
—Ya soy feliz… porque estás aquí, y la espera ha sido tan dura… y tan
larga.
—Dijimos que olvidaríamos el pasado —replicó Lord Arkley—. No
deben existir nubes ni tragedias en nuestras vidas. De ahora en adelante,
cariño, llevaremos una vida normal, pero para nosotros será maravillosa.
—¡Eso es lo que yo deseo! —gritó Marta—. Cuando estoy cerca de ti, me
siento tan segura… y tan feliz… que puedo olvidarme de todo lo demás.
—Eso es lo que deseo que hagas, y tenemos tantas cosas de qué hablar,
tantos placeres que compartir, que el pasado se desvanecerá ante nuestro
luminoso presente.
—¡Ya se ha esfumado! —exclamó Marta—, y sólo existes tú… y tú… y
únicamente tú.
Lord Arkley la besó de nuevo y cuando se separaron sus bocas se pusieron
de pie como si tuvieran prisa por empezar su nueva vida juntos.
Los caballos, que seguían mordisqueando la hierba, se encontraban apenas
a unos pasos.
Lord Arkley apretaba la mano de Marta y se recreaba contemplando su
rostro.
—Nunca pensé que fuera posible ser tan feliz y estar tan enamorado —dijo
él.
—Estamos hechizados —dijo Marta—, y tengo la sensación de que he
despertado de un largo sueño y me encuentro en un mundo mágico, del que
apenas tenía noción, y la que nunca pensé que podría acceder.
—Es nuestro mundo, amor mío. Un mundo en el que te prometo que sólo
encontrarás amor.
Sin poder evitarlo, Marta se acercó a Lord Arkley y dejó que sus brazos la
envolvieran.
—Éste es el verdadero amor, cariño —dijo Lord Arkley—, y su hechizo
permanecerá en nosotros a través del tiempo.
Su tono solemne era el de una promesa.
Otra vez volvió a besarla, y experimentaron no sólo un éxtasis sagrado
sino el fuego del deseo, que formaba parte de la vida.
Y sus cuerpos y sus almas se fundieron en uno solo, como había sido en el
pasado y como sería en el futuro.

FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su esposa
Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su abuelo,
James Cartland, se suicidó.
Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra
Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a Barbara
y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en 1940,
durante la Segunda Guerra Mundial.
Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una
institución educativa de Hamsphire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica. Era
toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera
novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.
Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su mansión
del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de cartón y al
pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.

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