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jala 07.06.16
Título original: A princess in distress
Barbara Cartland, 1978
Traducción: Marta Susana Eguía
Ilustraciones: Francis Marshall
1905
o hay duda alguna —le dijo Lord Arkley al rey—, que el pacto
-N
anglofranco-ruso les está causando pesadillas a los alemanes.
—Eso es lo que yo pensaba —replicó el rey.
Su Majestad había mandado llamar a Lord Arkley, y ambos estaban
sentados en el salón de uno de los aposentos del hotel Weimar. El propio
dueño del hotel se había encargado de decorar las estancias regias,
procurando que el estilo fuera digno del rey de Inglaterra.
Frente a la chimenea había una repisa de caoba roja junto a la cual había
dos cómodos sillones de cuero.
A Lord Arkley le parecía muy curioso que el aposento del rey se decorara
todos los años de una manera diferente a la del año anterior.
Aquello no era un despilfarro por parte de los dueños, porque después de
que el rey se marchara, todos los muebles y alfombras se vendían como
recuerdos por un precio mucho más alto que el de su valor intrínseco.
Lord Arkley comprendió que el rey ya estaba enterado de muchos de los
asuntos de los que le había informado. También sabía que el rey estaba muy
ocupado en fomentar el interés de los franceses por Marruecos y también en
cimentar la cordial alianza que acababa de firmarse entre Francia e Inglaterra.
Cuando se retiró de los aposentos del rey se había enterado de un secreto
que podría alarmar grandemente a los alemanes.
El rey le había confiado las instrucciones secretas que el general Brun,
jefe del estado mayor francés, había enviado a principios del mes a su
agregado militar en Londres.
Dichas instrucciones se referían a la ayuda concreta que los ingleses
podrían enviar a Francia en caso de una guerra con Alemania.
Lord Arkley no había preguntado cómo el rey tenía conocimiento de una
información tan secreta.
Pero su acostumbrada sagacidad le permitió comprender que aquél era
sólo uno de los hilos de la maraña de conversaciones de estado y de tratados
que, seguramente, acabarían uniendo a Francia e Inglaterra contra las
ambiciones del alto mando alemán.
—Le estoy muy agradecido —le había dicho el rey después de conversar
con él durante una hora—. Le mantendré informado sobre el desarrollo de este
proyecto, pero, por amor de Dios, tenga mucho cuidado con lo que dice en
Marienbad, porque tengo el presentimiento de que los espías de mi sobrino se
encuentran por todas partes.
Justamente eso era lo que había pensado Lord Arkley.
Por consiguiente, cuando abandonó el aposento del rey para dirigirse a sus
habitaciones, no le sorprendió ver por el corredor a dos oficiales alemanes,
con sus resplandecientes uniformes prusianos.
Aunque no pudo ver sus rostros, estaba seguro de que eran de alta
graduación.
Se dio cuenta de que se dirigían a los aposentos del príncipe Friedrich y
pensó que, si le estaban haciendo una visita de cortesía en nombre del kaiser,
aquello representaba al menos cierta consideración por el joven monarca que
tan bien lo había servido en el pasado.
Se dirigió hacia el saloncito de su aposento, preguntándose cómo podría
volver a ver al príncipe Friedrich, aunque si quería ser sincero consigo
mismo, tenía que admitir que era la esposa del príncipe la que le interesaba en
realidad.
Llevaba sólo un día de estancia en Marienbad, y ya se encontraba envuelto
en los entretenimientos que tanto abundaban en aquel lugar.
Le llegaron invitaciones para cenas y fiestas en las que el rey sería el
invitado de honor, para almuerzos, partidas de bridge y para el teatro.
Ya había conversado con la princesa Joachim Murat y la marquesa de
Ganay, dos hermosas y encantadoras damas, viejas amigas del rey. Esperaba
que distrajeran al rey para que así no centrara tanto su atención en él.
Sentía que el rey, que adoraba la intriga y lo que Lord Arkley llamaba
«cuentos de espías», estaba empezando a reclamar su presencia más de lo
estrictamente necesario.
—¡Demonios! —se dijo—. Yo también estoy de vacaciones y al igual que
el duque de Manchester, quisiera estar de incógnito.
Se dijo que había efectuado un buen trabajo al averiguar durante su
estancia de tres semanas en Alemania un buen número de datos que el rey
deseaba conocer.
Ahora quería olvidarse de todo, excepto de su propio placer y eso
significaba, en aquel momento, una acercamiento a la princesa Marta.
Se dirigió con impaciencia hasta el balcón esperando poder verla a través
del enrejado, pero el balcón estaba vacío y no se escuchaban voces
provenientes de la ventana que daba al saloncito.
Sintiéndose contrariado, sin ninguna razón, Lord Arkley trató de decidir si
saldría a dar un paseo o a visitar el casino, o tal vez a alguna de las atractivas
damas que le habían suplicado que pasara a verlas, cuando, de pronto escuchó
la atronadora voz del príncipe:
—¡Ya estás aquí! ¿Dónde demonios andabas?
—Te dije, Friedrich, que le había prometido a la duquesa hacerle una
visita. Es ya muy anciana y no puede salir de su habitación. Y me dijo que
quería verme y preguntar por tu salud.
—Cuando desee que le sirvas de enfermera a una aburrida anciana que
hace tiempo que debería estar muerta, te lo comunicaré.
—Lo siento… Friedrich.
—¡Claro que debes sentirlo! He tenido visitas y deberías haber estado
aquí para atenderlos.
—¿Visitas?
Lord Arkley pudo percibir la extrañeza en la voz de la princesa. Era un
poco difícil escuchar lo que ella decía porque hablaba con su suave y dulce
voz, pero como el príncipe estaba disgustado, hablaba a gritos y cada palabra
pronunciada en su habitual tono gutural, llegaba hasta Lord Arkley con
claridad.
—El barón von Echardstein y el almirante von Senden vinieron
expresamente a verme.
—¡Oh, Friedrich, qué bien! ¡Me alegro tanto por ti!
—Ya ves, a pesar de lo que tú pienses, no soy tan inútil.
—Nunca he pensado que lo seas.
—El emperador necesita mi ayuda.
Lord Arkley había estado escuchando la conversación sólo por el placer
de oír la voz de la princesa, pero al percibir el jactancioso tono en que la
gruesa voz del príncipe pronunció aquellas palabras, prestó atención, lleno de
interés.
—¿Y cómo puedes ayudarlos, Friedrich?
—No tienes que hacer preguntas —replicó su esposo en tono cortante—.
Lo único que tienes que hacer es obedecerme. Antes de nada, sírveme una
copa.
—¿Pero… crees que… será conveniente? —preguntó la princesa en tono
vacilante—. Recuerda… lo que dijo el médico.
—¡Al diablo con las órdenes del médico! ¡No discutas conmigo y
obedéceme! Eres tonta e inútil y, si no me hubiera casado contigo, no estaría
en esta situación. Así que lo menos que puedes hacer es obedecer cuando se te
habla.
El príncipe hablaba a gritos y, como la princesa temiera que sus palabras
pudieran ser oídas en la habitación contigua o en el jardín, fue hasta la ventana
y la cerró.
¿Qué querrían del príncipe Friedrich el barón von Echardstein, que había
sido encargado de negocios en Londres, y el almirante von Senden?
En las condiciones en que se encontraba no podía ser de utilidad al kaiser,
aunque estaba claro que había algo que sí podía hacer. Pero ¿qué sería?
¿Estaría relacionada aquella misión de alguna forma con el rey de
Inglaterra? Pensó que debía comunicarle a Su Majestad lo que había oído,
pero luego reflexionó y llegó a la conclusión de que sería vergonzoso confesar
que había estado escuchando una conversación ajena.
Además, estaba seguro de que el rey, con su delicada percepción en todo
lo relacionado con el sexo femenino, comprendería que él no estaba interesado
en el príncipe sino en su esposa.
«No es que esté interesado en ella», se dijo Lord Arkley, «sino que me da
pena que una joven tan atractiva esté atada a un bárbaro como ése, aunque
tenga una disculpa para su comportamiento».
También quería creer que una de las razones de su interés era el hecho de
que la princesa tenía sangre inglesa. Recordó que su madre había sido hija del
duque de Dorset.
Aquello explicaba su perfecto inglés y el hecho que cuando le había
suplicado, llena de temor, a su esposo, el idioma inglés hubiera acudido a sus
labios con más naturalidad que el alemán.
Sólo esperaba que como el príncipe la había estado insultando en su
idioma que para ella era extranjero, no se hubiera dado cuenta del exacto
significado de algunas de las palabras que había empleado.
Sintiéndose disgustado al pensar que en aquellos momentos, se la
maltrataba y maldecía, cogió su bastón y su sombrero y salió del aposento.
Echó a andar por los jardines siguiendo la vereda que conducía al Kurhaus.
Le disgustaba jugar a la ruleta o al bridge durante el día, pero aunque no
tuviera deseos de jugar, sabía que encontraría a muchos conocidos en el
casino. El elegante casino había empezado a rivalizar con los de Homburg y
Montecarlo gracias a los distinguidos visitantes atraídos por el rey Edward.
La primera persona que encontró fue Sir Henry Campbell-Bannerman,
dirigente del partido liberal. Visitaba Marienbad regularmente debido a la
salud de su esposa.
—¡Qué alegría verle, Arkley! —dijo Campbell-Bannerman—. Supongo
que habrá venido a unirse al circo de Su Majestad, que a mí me está
pareciendo más fatigoso cada día.
Lord Arkley rió.
Sabía que Sir Henry censuraba al rey antes de llegar a conocerlo bien, al
igual que Su Majestad no creía tener mucho en común con un liberal que había
atacado repetidas veces a Arthur Balfour.
El rey desconfiaba de lo políticos viejos y, al principio, le había prestado
poca atención a Sir Henry como persona. Pero un día lo invitó a almorzar, y
descubrió que era un conversador excelente que supo entretenerle con
historias divertidas, chistes y conocimientos gastronómicos.
Después de ese encuentro, cada vez que el rey llegaba a Marienbad
reclamaba la presencia de Campbell-Bannerman.
Sonriendo, Lord Arkley preguntó:
—¿Qué le ha sucedido para parecer tan cansado?
—Estoy cansado —replicó Sir Henry—. Me he visto demasiado envuelto
en las constantes diversiones del rey. Su energía y su apetito son insaciables.
Puedo asegurarle, Arkley, que esto no es descanso ni vacaciones para mí.
Lord Arkley rió de nuevo y Sir Henry añadió con una sonrisa:
—Tengo algo que enseñarle y que divertirá mucho al rey. —¿Qué es?
Sir Henry sacó un periódico en donde aparecía una caricatura del rey
Edward hablando con él en los jardines del Kurhaus. El puño derecho del rey
descansaba sobre su mano izquierda, dándole énfasis a algún punto al que Sir
Henry prestaba atención.
Debajo del dibujo, había un pie que decía:
Marta de Wilzenstein».
os rayos del sol se filtraban a través de los árboles, que exhalaban una
L cálida fragancia.
Hacía mucho tiempo que Marta no se había sentido tan feliz, es más, casi
había olvidado lo que significaba la felicidad.
También sentía una excitación que no había conocido antes.
Desde el momento en que había salido por la puerta principal para
acercarse tímidamente a donde Lord Arkley la estaba esperando, tuvo la
sensación que todo lo oscuro y tenebroso de su vida quedaba atrás.
Al mirar el caballo que Lord Arkley había escogido para ella, tuvo la
seguridad de que era el caballo más brioso de los establos. No podía
compararse a los magníficos caballos que montaba en su hogar de Hungría,
pero no era uno de los gordos y lentos animales, que las damas de Marienbad
montaban generalmente solo porque estaba de moda.
—Una hermosa mañana, señora —la saludó Lord Arkley con una
formalidad que, en cierto modo, contradecía la expresión de sus ojos.
—Es muy hermosa… para mí —contestó Marta.
Cuando la oyó a montar, pensó que nunca había alzado a nadie tan ligero y,
después, cuando emprendieron su camino, admiró la elegante figura que
formaba sobre el caballo.
Comprendió que Marta no buscaba halagos, sino que en aquel momento se
estaba concentrando en la dicha de cabalgar y sentirse libre de las
preocupaciones que había dejado atrás en el hotel.
Pero lo que él no sabía era que Marta había estado conteniendo el aliento,
por temor a que Friedrich la oyera, hasta que por fin había salido del cuarto.
La aterrorizaba pensar que a última hora Friedrich no le permitiera ir y la
obligara a enviarle una nota a Lord Arkley, diciéndole que no podría
acompañarlo.
Fue andando de puntillas con aquel temor hasta que Josef cerró la puerta
tras ella.
Entonces, segura ya de haber escapado, echó a correr por el pasillo.
Sentía el corazón rebosante de alegría porque, al menos por una hora, iba a
ser libre.
Fueron cabalgando en silencio por un sendero que serpenteaba entre los
abetos y salieron a la luz del sol. A los pies de la montaña en que se
encontraban se extendía una llanura.
Marta la miró y luego volvió la vista a Lord Arkley. Él leyó la pregunta
que había en sus ojos.
—No son las estepas de Hungría, pero al menos es un buen lugar para
galopar.
Le gustó la sonrisa que iluminó el rostro de Marta.
Guiaron a sus caballos por el declive, haciéndoles apresurar el paso hasta
llegar a la llanura.
Galoparon, uno al lado del otro, entre las flores alpinas que crecían por
doquier, incitando a sus caballos a competir mientras sentían cómo el viento
les acariciaba las mejillas.
Galoparon varios kilómetros y, cuando aflojaron las riendas de sus
cabalgaduras, Marta gritó:
—¡Ha sido maravilloso! ¡Completa y absolutamente maravilloso!
Por primera vez desde que la había conocido, Lord Arkley vio que el
color subía a sus, hasta entonces, pálidas mejillas, que sus ojos brillaban y sus
labios sonreían.
Parecía una mujer que se hallara en el umbral de la vida, disfrutando de
cada minuto con la firme creencia de que todos los cuentos de hadas podían
hacerse realidad y que ella iba a vivir siempre feliz.
Sintiendo que la invadía la timidez ante la mirada de Lord Arkley, Marta
se inclinó para acariciar el cuello de su caballo.
—¿A dónde iremos ahora? —preguntó ella, temiendo de pronto que él
dijera que ya era hora de regresar.
—Volveremos a subir por el sendero —contestó él—, y le enseñaré el
camino a un lago que me parece muy bello.
—¡Oh, me encantaría! —exclamó Marta.
Subieron por la ladera, siguiendo el sendero que serpenteaba entre los
árboles como había propuesto Lord Arkley, hasta que vieron el lago.
No era muy grande, pero muy bello, como él había dicho.
Estaba rodeado de árboles y en sus aguas se reflejaban el azul del cielo. A
aquella hora de la mañana, ellos eran las únicas personas que se encontraban
allí.
Lord Arkley señaló con su fusta un tejado rojo que se encontraba al otro
lado del lago.
—Allí hay un pequeño café —dijo—. Tal vez me equivoque, pero estoy
casi seguro de que no ha desayunado.
—¿Cómo lo sabe?
—Supongo que habrá salido a toda prisa del hotel y, con la emoción de ir
a cabalgar, se ha olvidado de hacerlo.
Marta no respondió y, después de un momento, él preguntó:
—¿He acertado?
—Sí… es verdad… tiene razón… pero… me pregunto cómo puede saber
esas cosas.
Para no incomodarla, no respondió que sus ojos eran tan reveladores que
podía leer en ellos sus pensamientos.
Además, se imaginaba que ella habría salido sigilosamente antes de que el
príncipe Friedrich se despertara.
Se dirigieron hacia el café, acompañados únicamente por el sonido de los
cascos de sus caballos y el zumbido de las abejas.
El café era una pequeña cabaña de madera. En la puerta de afuera, donde
daba el sol, había dos mesas, desde las que se podía contemplar un hermoso
paisaje.
Lord Arkley dejó los caballos a cargo de un muchacho y después Marta y
él se apoyaron en una rústica baranda y, se pusieron a mirar los cientos de
pececillos que se movían en el lago.
La superficie del lago, en la que se reflejaban los árboles, estaba cubierta
por una leve neblina, que le daba un aspecto casi mágico.
A Marta le pareció un lugar encantador.
—¿Qué desea que le pida? —preguntó Lord Arkley—. ¿Un desayuno a la
inglesa?
—¡No, por favor! —protestó ella—. Eso sería demasiado. Me conformo
con una taza de café.
Les atendió una hermosa joven, que iba vestida con el traje típico de la
región, con su corpiño de terciopelo negro y su blusa bordada. Lord Arkley le
habló en un perfecto alemán.
Cuando la joven se marchó, comentó:
—Siempre pensé que el alemán era un idioma muy feo, pero al
pronunciarlo usted, me ha sonado diferente.
—Me parece que me está haciendo un cumplido —dijo Lord Arkley.
—Simplemente… estaba exponiendo un hecho.
—Prefiero tomarlo como un cumplido y ahora se lo devolveré. ¡Nunca
había visto a una mujer que montara tan bien ni que quedara mejor sobre un
caballo!
El súbito destello que apareció en sus ojos le indicó a Lord Arkley que le
habían complacido aquellas palabras, pero replicó:
—Todavía no he podido darle las gracias por permitirme cabalgar con
usted esta mañana. Me pareció que Friedrich le imponía mi compañía y eso
me hace sentirme muy apenada —por un momento, se había olvidado de las
formalidades y había hablado de su esposo sin emplear su título de nobleza.
—Si le digo que ha sido un placer, sería una palabra demasiado pobre
para expresar lo que he disfrutado con nuestro paseo.
—¿Lo dice de veras? —preguntó ella—. Estaba segura… de que hubiera
preferido estar solo… o que tal vez… hubiera escogido como compañera… a
otra persona.
Pronunció estas palabras, con voz temblorosa, y Lord Arkley replicó
suavemente:
—Para que no sigan preocupándole esas ideas, déjeme decirle que
prefiero cabalgar con usted en vez de hacerlo solo, y que no hay nadie en
Marienbad con quien quisiera estar en estos momentos.
El tono de su voz hizo que el corazón de Marta latiese aceleradamente,
extrañamente.
Sintiéndose desconcertada, se puso a mirar los peces que nadaban en el
lago.
—¿Cree usted —dijo después de un momento—, que ellos también tienen
problemas?
—Si los tienen, también tendrán alegrías.
—¿Quiere decir… que ambas cosas… van juntas?
—Es inevitable en este mundo. No podemos prevenir la subida y la caída,
ni el vaivén de la felicidad y la desdicha.
—Como las mareas.
—¡Exactamente!
Marta apoyó un brazo encima de la mesa, y luego, descansó la mejilla en
la mano.
—Es usted tan sensible. Cuando hablo con usted, todo parece encajar en su
propia perspectiva.
—¿Y cuándo no habla conmigo?
—Entonces… me encuentro perdida y… desconcertada, como si no
pudiera pensar con claridad.
—Entonces no trate de hacerlo. Deje de pensar. La mitad de los problemas
de este mundo se deben a que las personas siempre están planeando su futuro
y, al ponerse a decidir lo que les gustaría hacer el día de mañana, se olvidan
de vivir el presente.
—¿Cree que… esa actitud… haría más fácil la vida?
—Estoy seguro. Y déjeme decirle, aunque no me lo crea, que la mitad de
las dificultades que nos agobian no resultan tan serias como habíamos
supuesto.
Al pronunciar aquellas palabras, dándose cuenta de que con ellas había
hecho pensar a Marta en el príncipe Friedrich, añadió rápidamente:
—¡Piense en el presente! Recuerde tan sólo que estamos aquí y que
podemos hablar sin interrupciones y sin nadie que nos critique.
—Y que… puedo disfrutar… cada segundo de estos momentos —replicó
Marta con una voz apenas perceptible.
Lord Arkley comprendió que Marta guardaría para sí el recuerdo de
aquellos instantes para que le sirviera de consuelo en los momentos de
desesperación.
La camarera volvió con lo que Lord Arkley había pedido.
A Marta le trajo, además del café, crema batida, unos panecillos calientes,
mantequilla fresca y miel que conservaba la fragancia de los pinos y las flores
silvestres.
Por último, trajo una fuente con duraznos y racimos de pequeñas uvas
blancas, de las que crecen en los viñedos de las laderas de las montañas.
Mientras comía, Lord Arkley hizo reír a Marta hablándole de los viajes
que había emprendido con el rey, especialmente de su visita a París, que había
sido un triunfo personal para el soberano inglés.
Aunque ninguno de los dos lo mencionó, Marta sabía que aquella visita
había enfurecido a los alemanes.
Con anterioridad, habían hecho todo lo que estuvo a su alcance para
despertar las sospechas de los franceses sobre lo que llamaban: «los designios
e intenciones inglesas».
Pero después de que el rey fuera aclamado en París, la alianza que se
originó, según el embajador inglés:
«Fue debida exclusivamente a la iniciativa y habilidad política del rey
Edward, que de haber escuchado las objeciones de sus ministros, no hubiera
ido nunca a París».
Lord Arkley le contó a Marta divertidas anécdotas de las carreras, de las
reuniones sociales y del teatro.
Se acordó entonces de que había sido el barón Echardstein el había
sugerido que el verdadero peligro para Alemania residía en que la súbita
iniciativa inglesa uniría a Francia, Inglaterra y Rusia en una triple alianza.
Pero el impulsivo aunque astuto carácter del general le había hecho
preguntarse a Lord Arkley por qué había ido a Marienbad y por qué había
decidido visitar al príncipe Friedrich.
Estaba seguro de que había motivos ocultos que estaban relacionados con
él y, especialmente, con el rey.
Pero parecía imposible imaginar que alguien pudiera esperar que el
príncipe Friedrich, en las condiciones en que se encontraba, pudiera hacer
algo para ayudar al gobierno alemán o para proporcionarle alguna información
que no estuviera ya en sus extensos archivos.
Claro que en la mentalidad alemana, siempre existían motivos ocultos.
Tenía que haber alguna razón para que le hubieran invitado a cenar la
noche de su llegada y para haber enviado a Marta a cabalgar con él.
Pero entonces se dijo que debía aplicarse el consejo que le había dado a
Marta.
Debía sentirse feliz mientras vivía el momento presente, mientras
contemplaba el hermoso rostro que tenía enfrente y escuchaba la dulzura de
aquella voz.
Y, además, tenía que reconocer que Marta estaba despertando en él
sentimientos muy diferentes de los que había experimentado hasta entonces.
Pero se estaba dejando llevar por su imaginación. Marta era una mujer
hermosa, él era un hombre y estaban solos en medio de un paisaje encantador.
Eso era todo. Sin embargo, sabía que se estaba engañando, sólo que en aquel
momento no deseaba enfrentarse a la verdad.
Marta comió la última uva y dijo:
—¡Hacía tiempo que no comía tanto! Hasta había olvidado que la comida
podía ser tan deliciosa.
—Déjeme pedir algo más para usted —suplicó Lord Arkley.
Marta movió la cabeza negativamente.
—Me da vergüenza haber comido tanto.
—No hay ningún motivo —contestó él—. Me gustaría llevarla a Inglaterra
y hacerla comer tres copiosas comidas diarias para que ganara un poco de
peso.
—No creo que pudiera hacerlo —dijo Marta—. A veces pienso que soy la
única persona en Marienbad que no está tratando de adelgazar.
—No hacen muchos esfuerzos. Toman las aguas y se creen que eso va a
obrar milagros. Después van a las fiestas y comen todo lo que les ponen
delante.
Marta supuso que en quien estaba pensando era en el rey Edward, célebre
por la enorme cantidad de alimentos que ingería para conservar su fuerza.
—La duquesa me contó —dijo ella—, que estuvo presente en una comida
que le ofrecieron al rey Edward y al rey de Grecia en el café Rubezuhl.
Lord Arkley sabía que aquél era un famoso restaurante, que se encontraba
en medio del bosque. Se había convertido en un rival de los balnearios de
agua medicinales porque era muy difícil no engordar si se iba allí a comer.
—La comida empezó con fogosch a la parrilla —dijo Marta.
—Siempre me ha parecido —la interrumpió Lord Arkley—, que ése es el
pescado más delicioso que puede conseguirse en el Danubio.
—A mí también me gusta, pero no seguido de costillas de cordero,
perdices asadas y jamón de Praga envuelto en gelatina.
Lord Arkley rió.
—Estoy seguro de que el rey no se perdió ni un solo bocado.
—Los dos reyes probaron también una compota de frutas y la duquesa dice
que le hicieron justicia a los mejores vinos austríacos.
—Estoy seguro de que sus majestades olvidaron pesarse durante los tres
días siguientes.
—Creo que el rey Edward se echaría a perder si estuviera delgado,
porque es muy probable que se volviera muy desagradable. Es tan jovial, tan
amable y goza tanto de la vida, que creo que eso es mucho más importante que
una cintura delgada.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Lord Arkley—. Pero al mismo
tiempo, los que lo queremos vivimos con el temor de que su obesidad sea una
carga demasiado pesada para su corazón. No podríamos soportar su pérdida
porque Inglaterra lo necesita.
Al oír el tono de su voz, Marta preguntó:
—Usted lo aprecia mucho, ¿verdad?
—Creo que es una magnífica persona y el único que podría mantener la
paz en Europa.
Escogía las palabras deliberadamente, sabiendo que si Marta repetía la
conversación a su esposo, aquél era la clase de comentario que le disgustaba
escuchar a los alemanes.
—La duquesa me contó —añadió Marta—, que algunas gentes le llamaban
«el tío de Europa».
—Un título muy apropiado —convino Lord Arkley—. Pero ahora
hablemos de usted. ¿Por qué nunca ha ido a visitar a sus parientes de
Inglaterra?
—Me encantaría, y mi tío, el duque de Dorset, me invitó a visitarlo el año
pasado.
—Pero tuvo que rechazar la invitación.
—Friedrich no puede viajar tan lejos.
Lord Arkley no contestó y, después de un momento, Marta dijo:
—La duquesa me ha contado que tiene usted unos hermosos muebles
franceses en su casa de Hamsphire.
—Me encantaría enseñárselos. Tengo también algunos magníficos cuadros
franceses y una o dos pinturas impresionistas sobre las que me gustaría
conocer su opinión.
—¿Los impresionistas?
Marta abrió mucho los ojos y después dijo:
—Antes de casarme, mi padre me contó que cuando estuvo en París se
quedó admirado de las obras de un pintor llamado Monet.
—Su padre y yo tenemos los mismos gustos —dijo Lord Arkley sonriendo.
—Me gustaría saber más de los impresionistas porque sus obras son muy
discutidas. Desgraciadamente en Alemia el arte francés está desacreditado y
sólo se admira lo convencional.
—Pero usted no opina lo mismo.
—Tal vez soy una rebelde de corazón. Siempre quise ver y probar cosas
nuevas. Hay muchas cosas en el mundo de las que nunca oiré hablar… y que
jamás tendré la oportunidad de conocer.
La tristeza volvió a reflejarse en sus ojos. Y Lord Arkley anheló decirle
que no sufriera, que todo pasaría. ¿Pero cómo hacerle creer que sería así?
El príncipe Friedrich tenía la misma edad que él, veintinueve años, y no
había razón para esperar, a menos que la bebida le matara, que no viviera años
y años.
Tuvo el presentimiento que Marta no podría soportar muchos años el
tormento de vivir junto al príncipe. ¿Cómo iba a poder resistir día a día, año
tras año, estando sentada sobre un volcán? —¿En qué piensa?— preguntó él.
—Estaba pensando —contestó ella mirando hacia la otra orilla del lago—,
pensaba… que tal vez si nos subiéramos a un bote y remáramos… surcando
las aguas a través de la niebla, podríamos encontrar un mundo diferente.
—¿Y cómo sabe que sería mejor que éste?
—Por lo menos sería nuevo… y distinto.
Lord Arkley la contempló un instante y luego dijo:
—Creo que no necesito decirle que puede escapar a un mundo más lejano.
—¿Quiere decir… dentro de mi mente?
—¡Por supuesto! Con libros, música y obras de arte, como los cuadros de
Monet.
—Eso es lo que intento hacer —contestó ella—. Pero es difícil, muy
difícil.
—Tiene que probar con más decisión. Hace un momento, mientras miraba
la niebla, ya estaba escapando. Ahora mire los pinos y convénzase de que, si
camina bajo su sombra, verá y oirá cosas que no podemos percibir desde aquí.
—Lo intentaré… lo intentaré con todas mis fuerzas —prometió Marta.
Hablaba con vehemencia y, cuando sus ojos se encontraron con los de
Lord Arkley, ambos se pusieron tensos.
—Tal vez —dijo Marta casi en un suspiro—, cuando encuentre el camino
hacia ese otro mundo… usted esté allí.
—Intentaré estar, pero supongo que comprende muy bien que no será fácil
para ninguno de los dos.
No estaba seguro de lo que había querido decir con aquellas palabras. Se
dijo que todo lo que le había aconsejado a Marta había llegado a su cerebro
como si procediera de una voluntad ajena a la suya.
No recordaba haber tenido nunca una conversación tan extraña con ninguna
mujer.
Pero tampoco había estado nunca tan temprano a la orilla de un lago y con
la persona más adorable que había conocido en toda su vida.
De ella se desprendía una cualidad inexplicable que hacía parecer a todas
las demás mujeres toscas y desprovistas de gracia. Eran como rosas
deshojadas junto a un lirio del valle. Sí, eso, precisamente, era lo que Marta
parecía.
Un lirio del valle, o tal vez un copo de nieve luchando desesperadamente
por no derretirse.
Marta suspiró.
—Recordaré siempre este lugar. Recordaré también lo que hemos
hablado… y me ayudará… me ayudará tanto como si me hubiera arrojado un
salvavidas en medio de un mar tormentoso.
—Recuerde que a los mares tormentosos también les llega la calma.
Marta le sonrió, y Lord Arkley comprendiendo que sería un grave error
irritar al príncipe Friedrich entreteniéndola demasiado, pidió la cuenta.
Volvieron en silencio, pero Lord Arkley estaba seguro, al ver cómo miraba
Marta a su alrededor, que estaba intentando aprenderse de memoria cada
detalle, porque cada cosa bella que contemplaba significaba otra puerta hacia
el mundo secreto del que él le había hablado.
Cuando se divisaron los tejados de Marienbad, Lord Arkley preguntó:
—¿Vendrá conmigo mañana?
—Nada me gustaría más, pero tal vez no me den permiso y además…
Marta titubeó y Lord Arkley añadió rápidamente:
—No lo diga. Ya le he asegurado que no deseo otra compañía. —No
quisiera aburrirlo.
—Sabe muy bien que no ha sido así.
—¿Está seguro?
—No debe preocuparse por mis sentimientos —dijo Lord Arkley—, sino
concentrarse en el mundo secreto que está tratando de alcanzar.
—Le aseguro que lo haré. Pensaré en él a cada momento… especialmente
cuando esté sola.
Avanzaron un poco más en silencio y, al fin, ella dijo:
—El otro día estuve leyendo un libro sobre las enseñanzas de Madame
Blavatsky. Una de las creencias de la sociedad es que cuando alguien está
preparado para… un maestro o guía… éste aparece.
Lord Arkley sonrió.
—Creo que me está adulando. Pero, si usted ha leído el mismo libro que
yo, puedo decirle que su guía o maestro no tiene que ser una persona
necesariamente.
Marta le miró desconcertada y él prosiguió:
—La ayuda puede venir de muchos lugares diferentes; algunas personas la
encuentran en una iglesia, otras en la cima de una montaña y otras incluso en
un bote de remos sobre un lago.
—¡Por supuesto! —exclamó Marta—. ¿Cómo no lo he pensado antes?
Luego añadió con timidez:
—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme. Luego
añadió con timidez:
—Pero todavía creo que usted… ha sido enviado para ayudarme.
—Espero que eso sea cierto —replicó Lord Arkley y se dirigieron hacia el
hotel Weimar.
Todavía no habían dado las nueve cuando Marta subió rápidamente las
escaleras.
Al abrir la puerta del cuarto vio con desconsuelo que el príncipe
Friedrich, ya levantado y vestido, estaba desayunando en el salón.
Siempre hacía una comida abundante y, en aquel momento devoraba una
bandeja de pan dulce. Cuando ella entró en la habitación, levantó la cabeza,
pero no hizo ningún comentario, sino que siguió comiendo.
—¡Buenos días, Friedrich! —dijo Marta—. Has sido muy amable
dejándome ir a montar con Lord Arkley, he disfrutado mucho con el ejercicio.
Pensó que era una frase inoportuna ya que su marido no podía hacer
ejercicio, pero también se le ocurrió que, si no lo mencionaba, él lo podría
tomar como pretexto. Podría alegar que, si no se había divertido, era inútil que
saliera otro día a cabalgar.
—¿Desea su alteza que le sirva algo de comer? —preguntó Josef mientras
colocaba una silla para que ella se sentara a la mesa.
—Sólo quisiera una taza de café, por favor —contestó Marta porque pensó
que sería muy sospechoso negarse a comer. Aquellos momentos, que había
pasado con Lord Arkley en el café que había junto al lago, eran un secreto que
guardaría en lo más profundo de su ser.
No podía revelárselo a nadie. Aquél era un lugar encantado, donde habían
estado solos, y, divulgar el secreto, le robaría algo de aquel misterio que les
había rodeado.
El príncipe Friedrich apartó su plato vacío y mirando a Marta, le preguntó:
—¿Y bien, qué le has dicho?
—¿A Lord Arkley?
—¿Y a quién si no? Cabalgasteis solos, ¿no?
—No hablamos mucho.
—¿Qué te dijo? Te he preguntado de qué hablasteis. ¿Mencionasteis al rey
Edward?
—Sí. Lord Arkley dijo que era una magnífica persona.
—¿Y qué más?
—Que disfrutaba de la buena mesa.
—Eso lo sabe todo el mundo. ¿Qué más te dijo?
—Me contó… anécdotas sobre los viajes del rey.
—¿Habló de Alemania?
—No.
—¿De Francia?
—Sólo de la visita que hizo a París con el rey Edward hace dos años.
Se hizo un silencio. De pronto, tan súbitamente que Marta se estremeció, el
príncipe Friedrich asestó un golpe sobre la mesa con el puño cerrado, que hizo
vibrar los platos y las tazas.
—¡Sólo sabes buscar dificultades! Ya que te he dejado salir a cabalgar,
quiero saber lo que sucedió. ¡Dios sabe que tengo muy pocos placeres en la
vida! ¡Bien podría disfrutar de algunos cuantos a través de ti!
Marta se sintió conmovida.
—Lo siento, Friedrich. No creí que te pudiera interesar lo que hablamos
Lord Arkley y yo.
—Bueno, sí me interesa. Así que cuéntamelo.
Marta trató desesperadamente de recordar lo que habían hablado, excepto
en lo relacionado con ellos mismos. Pero se puso nerviosa, y no acertó a
escoger sus palabras.
—Le dije… que había oído decir… que al rey Edward le llamaban «el tío
de Europa» y Lord Arkley comentó que era un nombre muy apropiado porque,
si había alguien que pudiera conservar la paz en Europa, ese hombre era el
rey.
—¡Conservar la paz! —dijo el príncipe con sarcasmo—. ¿No te das cuenta
de que lo que está tratando de hacer es poner a Francia en contra de
Alemania?
—No creo que quiera hacer eso.
—¡Tú no lo crees! ¿Y tú qué sabes? ¿Una débil mental como tú? Vulgo
habló de la «daga continental» del rey Edward. Eso es lo que quiero saber.
Eso es lo que quiero que le pidas a Arkley que te explique.
Se había alterado y dijo gritando estas últimas palabras. Marta sólo
deseaba que Lord Arkley no hubiera oído sus palabras desde el aposento
contiguo.
Se le ocurrió de pronto la idea de que, si Lord Arkley pensaba que ella
estaba tratando de sacarle información para contársela a Friedrich, no
volvería a dirigirle la palabra.
Pero desechó aquella idea por absurda.
Lord Arkley tenía demasiada experiencia en las intrigas de las cortes
europeas como para decirle nada que pudiera interesarle al general von
Echardstein o al almirante con Senden.
Borró de su mente aquellos pensamientos, diciéndose que Friedrich sólo
quería molestarla y que, en los intrincados rincones de su alma, aunque la
odiaba, estaba celoso de que otro hombre la encontrara interesante.
Trató de recordar algún otro comentario de Lord Arkley sobre el rey, pero
no había nada más que relatar.
Friedrich la miraba con el ceño fruncido. Marta no comprendía por qué
estaba tan enfadado y con aquel aire de frustración.
—Debo ir a cambiarme —dijo Marta poniéndose en pie—. No quiero
hacerte esperar cuando sea hora de ir al «Kreuzbrunnen».
—Si no estás lista, me iré sin ti —dijo el príncipe Friedrich
automáticamente.
Cuando Marta cruzaba la habitación, le dijo:
—Supongo que saldrás a cabalgar mañana con Arkley.
Marta se detuvo.
—Me gustaría hacerlo, si me das permiso.
—Te daré permiso siempre que me cuentes algo más interesante que lo de
hoy. Dios sabe lo que tengo que sufrir anclado aquí escuchando únicamente tus
tonterías. Así que, ahora que tienes la oportunidad de hablar con un hombre de
mundo, lo menos que puedes hacer es emplear el poco cerebro que tienes para
recordar lo que te dice.
—Lo haré… lo mejor que pueda, Friedrich —dijo Marta—, y gracias…
por permitirme montar otra vez.
Salió de la habitación con el corazón lleno de alegría y casi sin poder
creer que podría escapar nuevamente.
Era cierto que Lord Arkley la había conducido a un mundo mágico,
desconocido para ella. Y no sólo la había salvado de perecer como quien
tiende una mano a un ahogado, sino que le había enseñado el camino hacia el
cielo.
—¡Es maravilloso! ¡Absolutamente maravilloso! —murmuró.
Empezó a contar los minutos y las horas que pasarían antes de volver a
verlo.
***
C omo Marta había supuesto, Friedrich estaba desayunando cuando ella entró
y, en cuanto Josef le sirvió una taza de café y se retiró de la habitación, el
príncipe preguntó:
—¿Qué tienes que contarme?
—Lord Arkley no habló de Francia —contestó Marta diciendo la verdad
—, pero dijo que los ingleses estaban muy preocupados por la enorme
cantidad de barcos de guerra que los alemanes están planeando construir.
—¡Ellos empezaron primero! —dijo con furia el príncipe Friedrich—. Su
armada es mayor que la nuestra y, sin embargo, Inglaterra es un país más
pequeño, ¿por qué pretenden dominar los mares?
Marta no respondió y él prosiguió:
—La próxima vez que lo veas, pregúntale a Arkley por qué Alemania debe
estar incrustada en Europa sin una fuerza naval.
Después de una pausa, continuó, alterándose cada vez más:
—Los alemanes necesitan espacio para su pueblo y, si no lo logramos por
medios pacíficos, entonces, al igual que Inglaterra, nos apoderaremos de lo
que necesitemos.
Había empezado a gritar y Marta contestó rápidamente:
—Creo que no entiendo nada de política, Friedrich, y si me perdonas, voy
a cambiarme para ir al «Kreuzbrunnen».
Se dirigió hacia la puerta, pero antes de que llegara, le gritó:
—¿Es eso todo lo que tienes que decirme? Dios sabe que has estado fuera
el tiempo suficiente para averiguar mucho más que eso.
Marta no respondió, pero estaba temblando cuando abrió la puerta de su
habitación.
«¿Cómo podré soportarlo?», se preguntó.
Pero comprendió que lo único que podía hacer en aquel momento era
cambiarse con toda celeridad para no tener esperando a Friedrich.
Mientras se vestía, su doncella se quejó de algunas inconveniencias que
había encontrado en el hotel, pero Marta no la escuchaba.
Trató de volver a sentir la felicidad que había experimentado sentada con
Lord Arkley a la orilla del lago encantado.
Marta se dijo que únicamente pensaría en él, sintiendo que disminuía la
tensión que le provocaba la presencia de Friedrich.
—¡Le amo, le amo! —murmuró.
Trató de olvidarse de todo y pensar únicamente en el rostro de Lord
Arkley, en el tono grave de su voz, que la fascinaba, y en el instante en que
habían estado tan juntos, cuando él la alzó para ayudarla a subir a la montura.
«Tal vez sea pecado amarlo tanto», pensó mientras caminaba detrás de
Friedrich hacia el «Kreuzbrunnen».
Pero, como había dicho Lord Arkley, el amor entre ellos era algo
inevitable.
Cuando se unieron al grupo de gente que paseaba por los alrededores de la
columnata, Marta sabía que sólo había un rostro que ella deseara ver. Todos
los demás le parecían intrascendentes.
El día transcurrió rutinariamente. Friedrich fue a ver al médico y a seguir
su tratamiento mientras Marta había sugerido que podían ir a almorzar de vez
en cuando a los restaurantes de los alrededores e, incluso, al famoso
restaurante del bosque, donde los dos reyes habían ingerido aquella opípara
comida.
Pero a Friedrich le gustaba economizar en los gastos pequeños y, como la
comida estaba incluida en el precio del hotel, el príncipe siempre volvía a
Weimar a tomar su alimentos.
Hubiera sido menos agobiante si al menos hubieran podido comer en el
restaurante del hotel, donde Friedrich no hubiera podido gritarla ni regañarla.
Pero Friedrich se consideraba demasiado importante y prefería molestar a
los camareros y que le llevasen la comida hasta el salón de su habitación.
Como siempre, contrarrestaba el buen efecto que pudieran haberle hecho
las aguas bebiéndose una botella entera de clarete con la comida.
Afortunadamente, aquello le daba sueño y, cuando se retiraba a descansar,
Marta quedaba libre por lo menos durante una hora.
Sabía que ese día la duquesa iba a salir, por lo que fue hasta el balcón
para contemplar el valle y pensar en la felicidad que había experimentado al
cabalgar bajo las ramas de los pinos en compañía de Lord Arkley.
Mientras las horas iban transcurriendo, Marta sólo pensaba en que llegara
el día siguiente. Decidió que no sería prudente encontrar a Lord Arkley todas
las noches en el jardín, como hubiera deseado.
Alguien podría verlos y también, aunque era muy ingenua en todo lo
referente a sus recién descubiertos sentimientos, comprendió que sería casi
imposible conservar su amor puro y espiritual si se escondían juntos bajo las
ramas del sauce.
Deseaba que Lord Arkley la estrechara entre sus brazos y la besara como
él había dicho. Y como sus almas sentían al unísono, se había dado cuenta de
los esfuerzos que Lord Arkley tenía que hacer para dominarse.
Si dejaba que sus manos se posaran en ella, sería no sólo desleal con
Friedrich, sino que, además, cometería un pecado, se recriminó severamente.
Sin embargo, todos los nervios de su cuerpo añoraban el contacto con
Lord Arkley y sabía que él la deseaba con un fuego que se reflejaba en sus
ojos y a veces en su voz.
El sol penetraba por el balcón y el calor se hizo tan intenso que, en vez de
permanecer afuera, fue a su habitación a sentarse en un sillón junto a la
ventana abierta.
A pesar de la felicidad que sentía, el ejercicio, el calor y la intensidad de
sus sentimientos la agotaron y se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada cuando escuchó a Friedrich gritar en la
habitación contigua.
Su voz la asustó. Se puso de pie de un salto y oyó que Friedrich estaba
llamando a Josef con su habitual tono agresivo.
Fue hasta la puerta que comunicaba las dos habitaciones y la entreabrió
para ver si Josef había acudido a la llamada o si es que había salido.
Oyó entrar al criado por la otra puerta del dormitorio.
—¿Me llamaba su alteza real?
—¡Por supuesto que te llamaba idiota!
Marta cerró la puerta.
No podía soportar que su esposo ofendiera así a aquel bondadoso criado,
cuya lealtad no podía ser recompensada con dinero.
Como el príncipe Friedrich tenía que seguir otro tratamiento, por la tarde
emprendieron el camino que conducía a la clínica donde le ayudaba a hacer
ejercicios especiales, que debían fortalecer su espalda y sus miembros
paralizados.
Apenas habían salido del hotel, cuando vieron que, por su mismo camino,
pero en dirección contraria, venía la duquesa.
Estaba muy elegante con su sombrilla adornada de encaje. Iba acompañada
por un caballero de su misma edad.
—Ésa es la duquesa de Vallière —dijo Marta en voz baja.
—Tengo ojos para verla —respondió Friedrich con rudeza—. Me
desagrada esa mujer y no deseo que tengas amigas francesas.
—La conozco de toda la vida, así que por favor, Friedrich, sé agradable
con ella.
Aunque se lo había suplicado, comprendió por la expresión en el rostro de
su esposo que estaba decidido a portarse con agresividad.
—¡Marta, cuánto me alegro de verte! —exclamó la duquesa y, sonriéndole
al príncipe Friedrich, añadió:
—Espero, señor, que se encuentre mejor y que le hayan aliviado las aguas
de Marienbad.
—Para que me hagan bien —replicó el príncipe Friedrich—, no puedo
perder el tiempo en conversaciones frívolas.
Hizo un gesto con la mano para que Josef no se detuviera y pasó junto a la
duquesa sin tomarse la molestia de quitarse el sombrero.
Marta le miró con ojos suplicantes.
—Lo siento mucho —murmuró.
—Está bien, ma petite —replicó la duquesa—. Lo entiendo. Y, bajando la
voz, añadió:
—Ven a verme tan pronto como puedas.
Marta le sonrió y, al ver que Friedrich se alejaba, corrió tras él.
—¡Ese hombre es intolerable! —dijo el acompañante de la duquesa—. ¡Si
no fuera un inválido, le daría una lección!
—¿Puede usted imaginarse lo que significa para mi pobre Marta vivir con
esa fiera? —dijo la duquesa. Iba a añadir algo más, pero la emoción le
impidió continuar.
Sintiéndose profundamente disgustada por aquel incidente, la duquesa puso
una mano sobre el brazo de su acompañante y éste le dio unos golpecitos para
tranquilizarla.
—Esperemos que el príncipe no viva muchos años —dijo él.
—Sé que es cruel —replicó la duquesa—, pero es algo por lo que ruego
todos los días de mi vida.
Marta alcanzó al príncipe Friedrich y le acompañó en silencio. Veía con
desesperación que él estaba decidido a aislarla de todas las personas a
quienes apreciaba.
La duquesa perdonaría tanta grosería porque era muy comprensiva, ¿pero
cuántas otras personas tolerarían aquel comportamiento?
Tomó la determinación de pedirle disculpas a la duquesa antes de que
terminara el día, por mucho que a Friedrich le disgustara. Tuvo la oportunidad
después del té cuando él leía absorto los periódicos, algunos de los cuales le
llegaban directamente de Alemania.
Sin dar ninguna explicación, Marta salió del aposento y fue hasta el de la
duquesa, que se encontraba en el piso de abajo.
Estaba sola y cuando oyó que anunciaban a Marta, le tendió las manos.
Marta corrió a arrodillarse junto a su silla.
—Lo siento tanto, Madame, ¡no sabe cuánto lo siento! ¡Es intolerable que
Friedrich se haya portado de esa forma con usted! Sólo lo hace porque usted
es mi amiga y sabe que yo la quiero mucho.
—Lo comprendo, ma petite —contestó la duquesa—, y no necesitas
disculparte.
Al ver las lágrimas que asomaban a los ojos de Marta, le dijo sonriendo:
—Hablemos de algo más agradable. ¿Has disfrutado de tu paseo esta
mañana?
—Ha sido tan maravilloso que no puedo expresarlo con palabras —
contestó Marta—. Sólo espero que llegue mañana para poder escaparme y
olvidar.
Marta comprendió que había cometido una indiscreción al expresarse así,
pero la duquesa la estrechó entre sus brazos.
—Olvídate de todo —le dijo—, ¡pero ten cuidado! No deseo que tu
nombre esté en boca de las gentes de lengua maliciosa.
—¿Quiere decir… que están murmurando… porque salgo a cabalgar con
Lord Arkley?
—Afortunadamente, lo saben muy pocas personas —replicó la duquesa—,
pero Ian Arkley, como sabes muy bien, es un hombre muy atractivo y a las
mujeres no les agrada una supuesta rival.
Marta se puso en pie y dio un suspiro. Fue a sentarse en una silla con cara
de preocupación.
—No quisiera perjudicarle… en ningún sentido.
—Él no saldrá perjudicado —aseguró la duquesa—. Estoy pensando en ti,
querida. Sabes tan bien como yo que los alemanes lo malinterpretan todo y que
pensarán lo peor de la amistad entre un hombre y una mujer.
—No puedo negarme… a cabalgar con él —murmuró Marta.
—¡No, por supuesto que no! —la consoló la duquesa—, pero te lo
advierto por tu propio bien.
Marta decidió que ninguna mujer, por muy celosa e intrigante que fuera, le
robaría la compañía de Lord Arkley durante aquellos últimos días que les
quedaban para estar juntos.
Para cambiar de tema, le pidió a la duquesa que les describiera la fiesta a
la que había asistido y las gentes que había encontrado y, como a la anciana le
gustaba hablar y siempre se le ocurría algún comentario ingenioso, muy pronto
rieron las dos.
Más tarde, cuando ya llevaban hablando casi un cuarto de hora, Marta
dijo:
—Debo regresar. Friedrich se enfadará si sabe dónde he estado, pero tenía
que venir a pedirle disculpas.
—No había necesidad —comentó la duquesa—. Bueno, ahora es mejor
que te vayas. Y que disfrutes de tu paseo mañana, ma petite.
Observó la expresión del rostro de Marta y, cuando se hubo marchado, la
duquesa se quedó pensativa y preocupada.
Comprendía bien que aquella inexperta niña, porque así es como ella la
consideraba, se había enamorado sin reservas de un hombre atractivo y
mundano.
¿Qué era preferible, se preguntó la duquesa, experimentar todos los
sufrimientos de un amor al que inevitablemente tendría que renunciar, o no
conocer nunca el amor?
No pudo encontrar una respuesta a aquella pregunta.
Sólo podía confiar en que Lord Arkley valorara la delicadeza de Marta y
lo diferente que era de todas las demás mujeres que le habían amado.
Capítulo 9
***
L ord Arkley había estado cenando con el rey. Era la clase de cena que al rey
le encantaba ofrecer en su habitación antes de visitar el casino y de ir a
reunirse después con las hospitalarias y fascinantes anfitrionas de Marienbad.
Sólo estaban presentes seis amigos personales de Su Majestad, así que
podían hablar sin reservas.
Entre los invitados estaba, como de costumbre, el marqués de Soveral, que
los hacía reír con sus ocurrencias, y Lord Arkley.
La cena había resultado soberbia y los vinos habían sido escogidos con
exquisito gusto. Cuando se sirvió el oporto, el rey se recostó en su silla y
encendió uno de sus inevitables puros.
—Eso me recuerda, señor —dijo Lord Arkley—, que le he traído una caja
de habanos. Pensé dárselos antes, pero se me han olvidado en mi habitación.
Están hechos con una hoja que no se había exportado nunca.
—Será un placer probarlos —dijo el rey—. Mande a uno de los criados a
traer esa caja.
—Yo mismo la traeré —dijo Lord Arkley—. Creo que está en uno de los
cajones que tengo cerrados con llave.
—¿Qué más guarda allí, Arkley? ¡Secretos de estado o cartas de amor!
—Ninguna de las dos cosas. Pero dudo mucho que me crean.
Todos rieron y él salió de la habitación y al encaminarse por el corredor
que conducía a su departamento, oyó los truenos de la tormenta. Aquella noche
Marta no le estaría esperando bajo el sauce.
Al pensar en ella, le parecieron interminables las horas que faltaban hasta
la mañana siguiente. Nunca había conocido a una mujer que le hiciera sentir
que cada minuto lejos de su presencia era como si hubiera transcurrido un
siglo.
Deseaba hablarle, mirarla, pero más que nada extasiarse en la pureza de su
recién encontrado amor espiritual.
Marta llenaba sus pensamientos cuando entró en su aposento y encendió la
luz.
Hawkins debería estar abajo cenando.
Había guardado los cigarros bajo la llave simplemente porque deseaba
regalárselos al rey y, si los hubiera dejado en cualquier parte, cualquier
visitante podía haber cogido uno.
Sacó un manojo de llaves de su bolsillo, escogió la que abría el cajón y la
introdujo en la cerradura.
De pronto levantó la cabeza. Le pareció oír un gemido.
Recordó la primera noche que había oído gritar a Marta, cuando el
príncipe Friedrich la azotaba.
Casi sin darse cuenta de lo que hacía, fue hacia el balcón. El gemido se
oyó de nuevo, muy débil. Lord Arkley rogó porque todo fueran imaginaciones
suyas.
Entonces vio que las luces del salón de los príncipes estaban apagadas,
pero brillaban en otra de las habitaciones.
¿Sería posible que aquel salvaje estuviera golpeando de nuevo a Marta?
¿Cómo podría escuchar sus gemidos sin intervenir?
Se detuvo indeciso junto a las flores y enredaderas que separaban los dos
balcones, cuando un relámpago surcó el cielo seguido por un ruido atronador.
Lord Arkley se dijo que seguramente se había equivocado.
Entonces oyó un grito inconfundible y una voz de hombre que debía ser la
de Josef. El príncipe Friedrich empezó a gritar y Lord Arkley contuvo el
aliento.
—¡La mataré! ¡La mataré! —decía en alemán.
Luego oyó un disparo y nuevamente otro trueno.
Mientras los relámpagos rasgaban el cielo, Lord Arkley trepó por la
celosía que dividía los balcones.
Corrió hacia la ventana abierta y al entrar por ella, vio a Marta tendida en
el suelo, medio desnuda, y con la espalda cruzada por las heridas que le
habían causado los latigazos, algunas de ellas sangrantes.
El príncipe estaba caído en su silla sosteniendo aún el látigo, pero cuando
Lord Arkley entró, su mano derecha se deslizó sin fuerzas dejando libre la
muñeca de Marta.
Josef, con la humeante pistola en su mano, no se había movido. Miraba
fijamente a su amo como si no pudiera creer lo que había hecho.
Lord Arkley apareció la escena con la rapidez de un hombre de acción
acostumbrado al peligro y, cuando entró en la habitación, Josef le dijo
simplemente:
—¡Su alteza real la habría matado! ¡Quería hacerlo!
—Lo comprendo bien —dijo Lord Arkley en tono áspero.
Se inclinó para incorporar a Marta. La muchacha emitió un murmullo y
escondió su rostro en el pecho de Lord Arkley.
—Ya pasó —le dijo él en tono suave—. Ya no te lastimará más.
La estrechó contra su pecho y dijo:
—¿Josef?
—Sí, milord.
—¿Por qué lo dejaste solo?
—Me envió a buscar café, milord.
Josef hizo un gesto con la mano señalando el café que había colocado
encima de una mesa. Junto a él había una fuente con duraznos.
Lord Arkley miró la bandeja durante un momento y luego dijo:
—Ve otra vez abajo, Josef, y vuelve a llevar el café diciendo que tu amo
se ha quejado que no estaba suficientemente caliente. Trata de hacer algún
comentario y cuando esté listo, sube otra vez.
—M… milord —balbuceó Josef.
—Haz exactamente lo que te digo, no vaya a ser que alguien haya oído el
disparo.
No era probable que alguien lo hubiera escuchado porque la tormenta
estaba en pleno apogeo y se encontraba directamente sobre sus cabezas y los
relámpagos iluminaban el cielo con intervalos de segundos.
—Cuando vuelvas —prosiguió Lord Arkley—, te encontrarás con que su
alteza se ha suicidado.
Josef le miró como si pensara que había perdido la razón. Pero, como
tenía una mente despierta y estaba acostumbrado a recibir órdenes,
comprendió lo que Lord Arkley se proponía.
—Cuando encuentres a tu amo con la pistola en la mano, no querrás
despertar a tu ama, pero irás a buscar ayuda a la habitación más cercana, que
es la mía. ¿Comprendes?
—Sí, milord. Perfectamente.
—¡Entonces, vete enseguida! Nada más cambiar el café, regresa
directamente. ¿Comprendido?
—Sí, milord.
—Pon la pistola sobre la mesa.
Josef obedeció y, cuando cogió la bandeja, Lord Arkley dijo:
—No importa lo que suceda, Josef, pero no debes mezclar en esto a la
princesa. ¿Me entiendes?
Josef inclinó la cabeza y salió de la habitación cerrando la puerta.
Lord Arkley llevó a Marta hasta su habitación. Encendió la luz y la acostó
suavemente sobre la cama.
La muchacha estaba medio desmayada, pero Lord Arkley supuso que había
escuchado todo lo que habían hablado. Marta lo miró con ojos aterrorizados.
—No debe haber escándalo, adorada mía —le dijo—. Yo me encargaré de
todo. Cuando haya arreglado lo que debe hacerse con Friedrich, haré que
envíen a tu doncella para despertarte y decirte lo que ha ocurrido. Por tu bien
y el de Josef, nadie debe saber la verdad.
La cubrió con las sábanas y cogiendo su fría mano se la llevó a los labios.
Entonces regresó al salón.
Tomando el revólver, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo y lo
colocó en la mano de Friedrich, poniendo el dedo del príncipe en el gatillo.
Sin apresurarse, Lord Arkley salió y se dirigió a su aposento.
Vio a Josef a lo lejos, que regresaba por el corredor con la bandeja de
café.
No tuvo que esperar mucho antes de que Josef llamara a su puerta. El
criado estaba pálido, pero tranquilo. Pero antes de que pudiera hablar vio que
herr Hammerschmid avanzaba por el pasillo en dirección contraria. Se
acercó.
—Me dirigía a la habitación del príncipe Friedrich para solucionar una
queja que recibí esta mañana de él. Es una hora poco oportuna, pero ha vuelto
a quejarse hace un rato y parecía muy irritado.
Ambos entraron en la habitación, seguidos de Josef, y descubrieron el
cuerpo inerte del príncipe.
—Debe haber sufrido un nuevo ataque al corazón —dijo Josef.
—¡Oh, Dios mío! Esto puede perjudicar la reputación de mi hotel.
Josef se acercó a su señor y simuló comprobar la respiración del príncipe.
—Efectivamente, como me temía se trata de un ataque al corazón. Hemos
de internarle rápidamente.
Ninguno de los presentes estaba dispuesto a comprobar la afirmación de
Josef, y herr Hammerschmid estaba demasiado preocupado por el perjuicio
que su hotel podía sufrir.
—Es necesario que nadie se entere esta noche del infortunado ataque que
ha sufrido su alteza real.
—Eso es lo que he pensado —replicó Lord Arkley—, y tal vez cuando su
alteza real esté perfectamente instalado en la clínica, podrá despertar a la
doncella de la princesa para que informe a su ama de lo sucedido.
—Puede dejar todo en mis manos, milord. Y por supuesto, si el ataque al
corazón de su alteza resultara fatal, su señoría sería el primero en saberlo.
—Es usted muy considerado —dijo Lord Arkley—. Su alteza real es un
viejo amigo.
Herr Hammerschmid saludó con una inclinación de cabeza y Lord Arkley
fue hasta su aposento, recogió la caja de puros del cajón que había dejado
abierto y volvió a la fiesta del rey.
Capítulo 10
FIN
BARBARA CARTLAND nació el 9 de julio de 1901 en Kings Norton, Lancaster,
Inglaterra y se crió en Edgbaston, Birmingham, como única hija, e hija mayor
de un oficial de la armada británica, el mayor Bertram Cartland y de su esposa
Mary (Polly), Hamilton Scobell. Su familia era de clase media. Su abuelo,
James Cartland, se suicidó.
Su padre murió en una batalla en Flandes, Bélgica, durante la Primera Guerra
Mundial. Su enérgica madre abrió una tienda de ropa para mantener a Barbara
y sus dos hermanos, Anthony y Ronald, ambos muertos en batalla en 1940,
durante la Segunda Guerra Mundial.
Barbara fue educada en Malvern Girl’s College y en Abbey House, una
institución educativa de Hamsphire. Después fue periodista de sociedad y
escritora de ficción romántica. Cartland admitió que la inspiró mucho Elinor
Glyn, una autora eduardiana, a la que idolatró y llegó a conocer.
Fue una de las escritoras anglosajonas con más éxito de novela romántica. Era
toda una celebridad que aparecía con frecuencia en televisión, vestida de
color rosa de la cabeza a los pies y con sombreros de plumas, hablando del
amor, el matrimonio, la política, la religión, la salud y la moda. Criticaba la
infidelidad y el divorcio, e iba en contra del sexo antes del matrimonio.
Trabajó como columnista para London Daily Express y publicó su primera
novela Jigsaw en 1923, que fue superventas. Comenzó a escribir piezas
picantes, como Blood Money (1926).
Barbara Cartland entró en el Libro Guinness de los récords como autora más
vendida del mundo en el año 1983. Sus 723 obras han sido traducidas a más
de 36 idiomas, y según la propia autora, escribía a razón de dos novelas por
mes. En 1991, la reina Isabel II la condecoró como Dame Commander de
Orden del Imperio Británico en honor a los 70 años de contribución literaria,
política y social de la autora.
Falleció el 21 de mayo de 2000 y fue enterrada en Camfield Place, su mansión
del norte de Londres, vestida con su color favorito, en un féretro de cartón y al
pie de un roble que plantó la reina Isabel I en 1550.